*** START OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK 53741 *** NOTA DE TRANSCRIPCIÓN * En el texto las cursivas se muestran entre _subrayados_ y las versalitas se han convertido a MAYÚSCULAS. * Se ha respetado la ortografía original, que difiere de la utilizada actualmente. * Las inconsistencias ortográficas se han normalizado a la grafía de mayor frecuencia. * Se ha completado el emparejamiento de los puntos de admiración y de interrogación. * Los errores obvios de imprenta han sido corregidos sin avisar. RECUERDOS DE ITALIA. RECUERDOS DE ITALIA POR EMILIO CASTELAR. Tercera edicion. MADRID. A. DE CÁRLOS É HIJO, EDITORES. CALLE DE CARRETAS, 12, PRINCIPAL. MDCCCLXXXIII. Esta obra es propiedad de los Editores. Est. Tipográfico de los Sucesores de Rivadeneyra, Paseo de San Vicente, 20. AL QUE LEYERE. Este libro reune las emociones más vivas despertadas en mi ánimo por los maravillosos espectáculos de Italia. No es en realidad un libro de viajes. Yo no he intentado añadir una obra más á las excelentes que tenemos en castellano sobre la nacion artística y que andan entre las manos de todos. Cuando un pueblo, un monumento, un paisaje, han producido honda impresion en mi ánimo, he tomado la pluma y he puesto empeño en comunicar á mis lectores con toda fidelidad esta impresion. No sigo, pues, órden alguno ni itinerario regular en mi libro. Pongo mis cuadros donde mejor me parece, por lo mismo que no tienen unos relacion con otros. Vuelvo á ciudades de donde parecia haber salido, y creo que cada capítulo forma un librito aparte. Poco se encontrará en estas páginas de la vida corriente y de las costumbres actuales de Italia. En esta nacion, más que se vive, se recuerda. Es necesario mirarla histórica y estéticamente. Es necesario relacionar sus grandes monumentos con el tiempo en que nacieron, con las generaciones que los levantaron. Es necesario, delante de cada paisaje ó de cada ruina, evocar las sombras augustas que los realzan y recoger las ideas vivas que de su fecundo seno destilan. De otra manera, no se viaja, no, por Italia. En su historia hay crísis que no son crísis nacionales, sino crísis humanas, como el paso del mundo antiguo al mundo moderno, como el paso de la Edad Media al Renacimiento. Por aquellos edificios tan vistosos, por aquellas estatuas tan serenas, han atravesado todas las tempestades del espíritu humano. Las ideas les han abierto hondas heridas. Y al verlos, se siente en el corazon y en el cerebro el esfuerzo inmenso que ha costado á los siglos crear el espíritu moderno, en que nosotros respiramos y vivimos. Por eso un viaje á Italia es un viaje á todos los tiempos de la historia. Por eso un escrito sobre Italia, más que descripcion, debe ser, en mi concepto, resurreccion. Yo he intentado colocarme siempre en la idea sobre que estas grandes obras de arte, de arqueología, de historia se alzan. Feliz, completamente feliz, si alguna vez lográra sentir á una con mis lectores los pensamientos que, digámoslo así, evaporan las obras artísticas y los recuerdos históricos de la inmortal Italia. EMILIO CASTELAR. LLEGADA A ROMA. Estamos en Civita-Vecchia. Cuando el bote se aproxima rápidamente á tierra, el corazon os salta en el pecho de entusiasmo. Los edificios que os rodean os hablan de la antigüedad. Por poco aficionados á los estudios clásicos que seais, sentís tentaciones de recitar los versos que Virgilio puso en boca de los compañeros de Enéas. La vista de Italia deja en vuestro pensamiento una estela más profunda que la quilla de la barca en el mar. Cuando atracais, os falta tiempo para saltar en tierra. Si nuestro siglo no estuviera reñido con la manifestacion aparatosa de los grandes sentimientos, postraríame de hinojos sobre el suelo para besarlo. _Italiam, Italiam; primus conclamat Achates._ Pero habíame olvidado en mi entusiasmo de que esta Italia es la Italia pontificia. Un aduanero os detiene y os pide el precio de la entrada como en vil teatro. Una nube de mendigos, en cuyos rostros estatuarios ha impreso la miseria sus tristes huellas, se reparten á gritos vuestro equipaje como rico botin. La policía sale á reclamaros los pasaportes, en toda la Europa civilizada ya abolidos. Allí os los visan exigiéndoos otra gabela, á pesar de venir visados con gabela de la nunciatura de París ó del consulado de Marsella. En seguida el equipaje entra en sórdido almacen, oscuro ademas como un calabozo de la Inquisicion; oscuridad incompresible en esta tierra del cielo espléndido y de la luz deslumbradora, que dan á los ojos con un festin de colores una embriaguez de poesía. Por efectos usados ó adscritos á vuestro uso, os exigen derechos de aduanas. Cuando, pagados estos derechos, ya os contais libres, veis todos los bultos arrojados á un carreton, del cual tiran varios jóvenes haraposos, sin camisa, que os gritan: Á la aduana. ¿Pero otra vez? La tasa, el arancel prohibitivo, la incomunicación con el mundo, ¿serán tambien de derecho divino? ¿El Papa necesitará, para ejercer su autoridad sobre las conciencias, apoyarse fuertemente en los errores económicos de la prohibicion y en los errores políticos del absolutismo? Yo comparaba esta entrada en los Estados Pontificios con mi entrada en los Cantones Suizos. Sentimientos no ménos sublimes ciertamente os poseen al contemplar aquellos montes por pirámides de eternas nieves terminados; aquellos bosques verde-oscuros, á cuyos piés se extienden praderas de un verde-claro, tachonadas por toda suerte de flores; aquellos lagos azules perezosamente dormidos al pié de colinas graciosísimas, puestas en sus bordes como para contrastar con los nevados picos hundidos en la profundidad de los cielos; aquellos rios impetuosos, cuyas claras aguas se despeñan con solemne rumor; aquellas blancas aldeas habitadas por una fortísima raza, que ha logrado realizar el mayor bien posible en las sociedades humanas: la alianza de la democracia con la libertad. Nadie os perturba en la contemplacion de estas grandezas. Ningun aduanero os registra el equipaje; ningun esbirro os pregunta vuestro nombre. La libertad ha abierto al universo aquellas montañas que parecen muros impenetrables. Pero en las playas romanas, en estas playas que os llaman como sirenas, el absolutismo ha puesto una nube de alcabaleros y de espías para cerrarlas, cuando las ha abierto naturaleza, como todos los vientos, á todas las ideas. Nada más incómodo que el registro de los equipajes, nada más minucioso. Caen los aduaneros sobre los libros con recelo inquisitorial. Y despues que lo han removido todo y lo han ojeado todo, entregan cada bulto á un empleado que lo conduce á la estacion, pidiéndoos de nuevo derechos, cuyo importe monta tanto como la primera contribucion de la primer aduana. ¿Hay paciencia para sufrir una administracion como ésta? ¿Es posible que, en medio de Europa, exista un territorio privilegiado y en él una porcion, la más augusta por sus glorias de la familia humana, en perpétua ruinosa tutela? El Espíritu Santo, que derrama sobre la cátedra de San Pedro torrentes de verdades religiosas, ¿no querrá por misericordia concederle ni un átomo siquiera de las verdades políticas y económicas que son la honra y la riqueza de los pueblos modernos? Así es que el ánimo se aparta del lado económico y administrativo de aquella tierra, para fijarse en el lado pintoresco. El cielo es de espléndido azul-claro; el mar como el cielo; el aire tibio y aromático; las guijas de la costa parecen doradas y bruñidas por la luz; en los árboles asoman las tiernas hojas que Abril hace brotar con sus primaverales besos; y entre corros de alegres chiquillos medio desnudos, pasan de vez en cuando algunos frailes, los cuales, con su túnica blanca y su manto de parda estameña, me parecen evocaciones de otras edades, ruinas vivientes, paseándose, como los fuegos fatuos por los cementerios, sobre las ruinas de piedra. Suena la hora de partir á Roma. El tren silba. Civita-Vecchia es el puerto de los Estados Romanos. Pero ni un carro, ni un fardo, ni un trabajador, ni un barril; nada que indique la existencia del comercio, como no sea el aduanero puesto allí para impedirlo. Mucho habia oido hablar de la tristeza del campo romano, pero nunca creí que llegase á tanto. Es la desolacion de las desolaciones. Parece que la muerte se ha tragado hasta las ruinas. Los buitres y los cuervos se han comido hasta los huesos de este gran cadáver. Once estaciones hay entre el mar y la Ciudad Eterna. En ninguna de ellas se ve un pueblo. Los empleados pronuncian nombres sonoros como Rio Fiume ó Magliana; nombres que se pierden, vanos ecos, en la inmensidad del desierto. Extraña mucho, muchísimo, ver que un tren se para en la soledad, sin que nadie baje ni suba, sin que nadie mire, sin que se cargue ni se descargue un bulto. Á veces alguna cabaña circular, terminada por una cruz de palo, es todo cuanto se decora con el pomposo nombre de estacion. Diríais que son tumbas de salvajes. El tren marcha proporcionalmente como una carreta. Esta lentitud os permite descubrir el inmenso horizonte; el campo desolado, pantanoso; algunas yeguadas que corren, ó búfalos que se paran como para contemplaros; ó rarísimos pastores á caballo en jacos matalones; ó un carro sobre el cual anda tendida alguna familia devorada por la fiebre, y que parece resto de razas nómadas, muriendo sobre aquel desierto, donde yacen tantas antiguas majestades caidas y enterradas. Los errores económicos trascienden á muchos siglos, á muchas civilizaciones. Los campos romanos, en los primeros tiempos de la República, cuando los cultivaba Cincinato, podian llamarse los Campos Elíseos en el mundo; un semillero de riquezas, un lugar de felicidad y de abundancia. El vino, el trigo, el aceite, la miel, la leche, eran por el trabajo agrícola producidos de tal manera, que Roma se bastaba á sí misma. Pero, poco á poco, las grandes familias se fueron apoderando de aquellos campos ántes repartidos entre muchos y por muchos trabajados. Á fin de evitarse jornales, convirtieron las tierras de labor en tierras de pasto. Un esclavo les bastaba para guardar el ganado. Los riegos se suspendieron. Los canales se cegaron. Perdiéronse las acequias. Las aguas se estancaron en los lugares bajos. Aquellas aguas, que cuando corrian para el riego llevaban en sus corrientes la vida, comenzaron con emanaciones pútridas á esparcir la muerte. Conquistado el mundo conocido, el pueblo romano ya no tenía la ocupacion de la guerra, y habia olvidado la ocupacion del trabajo. De aquí el cesarismo para que lo alimentára y lo divirtiera. Del cesarismo, la muerte moral que está en la tiranía, como la muerte material en las lagunas pontinas. Con razon decia Plinio: _Latifundia Italiam perdidere_. Por fin, al caer la tarde, cuando las sombras se desprendian sobre Roma, llegamos á la Ciudad Eterna; á la que nos ha dado la jurisprudencia con sus pretores, los municipios con sus procónsules, la libertad con sus tribunos, la autoridad con sus césares, la religion con sus pontífices; piedra miliaria donde están escritos los anales del género humano; tumba de la antigüedad; arco de triunfo por el cual entraron las edades modernas de la vida; templo á que han venido por espacio de quince siglos las generaciones católicas á recibir la luz de su espíritu; academia en que todavía aprenden los artistas, delante de cincuenta mil estatuas y de millones de columnas, los secretos de la forma plástica; campo de batalla donde yacen enterrados los dioses todos de las teogonías antiguas, al panteon traidos en los carros de triunfo; desde cualquier lado que se la mire, la ciudad más augusta y más colosal de cuantas han vivido sobre la tierra; la que todavía dirige la conciencia de una parte del género humano con el prestigio de sus recuerdos, con los misterios que se levantan de sus gigantescas ruinas. Yo no puedo preservarme de un gran sentimiento de veneracion hácia esta ciudad, única en el mundo. Babilonia, Tiro, Jerusalen, Aténas, Alejandría, han reinado en la historia antigua, en cierto período de tiempo y en limitado espacio, realizando cada una su idea, despues de lo cual han desaparecido en el polvo de sus ruinas, sin dejar más que los recuerdos de su vida en la historia, ó los huesos de un cadáver en la tierra. París, Lóndres, Nueva-York, reinarán en la historia moderna. Pero esta Roma, que los antiguos llamaron la Ciudad Eterna, abraza los dos hemisferios del tiempo, el mundo antiguo y el mundo cristiano. ¡Qué serie de emociones reserva Roma al viajero! Por muy católico que seais, por muy vivas que en vuestra alma estén las ideas aprendidas en la primera educacion; á la vista de las estatuas del mundo antiguo, de estos faunos que sonrien con una sonrisa inmortal, de estas diosas por cuyas carnes de mármol parece que circula el calor de la vida y la sangre de una eterna juventud; delante del coro de las divinidades griegas en su inmóvil reposo, en su olímpica serenidad, en su armonía perfecta entre la forma y la idea resplandeciente de hermosura que irradian sus ojos, que se desprende de sus labios casi vibrantes aún con el himno de la poesía clásica; delante de estos muertos de piedra, más vivos y más inteligentes que los hombres de carne que hoy los guardan, sentís dolor infinito por la muerte de la religion del arte, y os dan tentaciones de pedir que se levanten de nuevo los antiguos templos y continúen los interrumpidos sacrificios para oir los cánticos de los coros, las páginas elocuentísimas de Platon ó los acentos de libertad de Demóstenes, en medio de aquel mundo y bajo el númen de aquellos genios, que derramaron de sus copas de ámbar sobre la tierra el licor de una eterna alegría. Goethe sintió esta profunda emocion clásica en el Museo del Vaticano, residencia de los pontífices católicos, por un milagro del arte convertida en olimpo de los dioses paganos. Así os sucede con el mundo cristiano. Las grandes basílicas, á pesar de su colosal majestad, os dejan frios. Aquellos monumentos de mármol, de bronce, relucientes de oro y de pedrería, inundados de luz, riquísimos de mosaicos y de bajos relieves, os deslumbran, pero no os conmueven. La frialdad del mármol llega hasta el alma. Pero cuando entrais, por ejemplo, en las catacumbas de San Clemente; cuando veis la tierra húmeda donde estuvo guardada cuatro siglos la semilla de la idea cristiana; cuando, al resplandor de una antorcha, descubrís en el subterráneo la inscripcion trazada por el mártir, la pintura al fresco que parece, todavía teñida de sangre, los símbolos de la esperanza en medio de los terrores de la persecucion, creeis oir el himno de los catecúmenos entonado bajo los festines mismos de los césares, á la puerta del circo donde rugian las fieras que iban á devorarlos; y el sentimiento de amor inspirado por todos los grandes sacrificios viene á sobrecogeros con su misticismo sublime, inspirándoos deseos de quedaros allí á contemplar de rodillas los misterios de la eternidad y á dormir el sueño de la muerte en el sepulcro de los primeros cristianos, sepulcro iluminado por la fe. ¡Pero cómo se borran estas emociones así que veis la córte pontificia! No puedo resistir á la tentacion de recordar un cuento del más gracioso de los escritores italianos, de Boccacio. «Érase un cristiano viejo, florentino, muy dado á ganar almas para el cielo, mérito á que libraba su eterna bienandanza, cuando dió con un no recuerdo si moro, si judío, y puso empeño en abrir los ojos de su alma á la eterna luz; pero con tal traza, que en breves dias habia logrado tenerle ya punto ménos que convertido; cuando se le ocurrió al infiel, llevado de su naciente celo, la idea de ir á Roma; idea que desconcertó á su misionero, porque temió que las liviandades de aquella córte serian bastantes á reducir á cenizas la portentosa obra; mas ¡cuál no fué su extrañeza, cuando vió volver al catecúmeno hecho de hieles contra su antigua religion y de miel para la nueva, exclamando: ¡Padre mio! me convierto; porque si á pesar de las liviandades del clero de este siglo la Iglesia existe, crece y se fortifica, es sin duda porque, depositaria de la verdad, merece la directa proteccion del Cielo!» Yo no acusaré á la córte que rodea á Pío IX de liviana. Jamas acostumbro á acusar sin pruebas, y siempre me inclino á creer el bien y á no injuriar á la naturaleza humana. Yo creo á Pío IX un respetable anciano perfectamente moral. Yo supongo que el ejemplo de su moralidad trasciende á toda su córte. Pero yo digo que ni él ni cuantos le rodean comprenden el espíritu de este siglo razonador, independiente, libre, quizá demasiado positivista, que desea un culto espiritual y desinteresado para oponerlo al desenfreno del mercantilismo, y que no encontrará nunca la satisfaccion de este deseo en el pomposo y vano lujo con que la córte de Roma adorna las ceremonias religiosas convirtiéndolas en el culto de los sentidos. ¿Por qué lado peca nuestro siglo? Por el lado industrial, por el lado mercantil. Las maravillas de la industria le han hecho olvidar las maravillas de las ideas que se ocultan en el cielo del alma. Esta tendencia sobrado exclusiva de su carácter puede traer una de esas reacciones idealistas que equilibran la naturaleza humana, como la accion demasiado sensual del imperio romano sobre la conciencia trajo la reaccion demasiado espiritualista del cristianismo, que convirtió un mundo de epicúreos en otro mundo de monjes. Podia muy bien la antigua religion del espíritu aprovechar un momento de crísis en la conciencia para reivindicar alguna parte del influjo moral que ha perdido. Pero con ese sistema de lujo desenfrenado, de comparsas churriguerescas, de cortesanos vestidos caprichosamente, de pajes cargados de oro, de cardenales con púrpura y armiño, de obispos con mitras orientales, de suizos arlequinados, de guardias nobles que llevan el manto de terciopelo negro sobre los hombros y la espada de plata sobre el vientre, de domésticos cubiertos con túnicas de todos los colores del íris, de lacayos cuyos plumajes desafian á todos los pintados loros del trópico, de soldados de uniformes como el célebre del general Boom en la _Gran Duquesa de Gerolstein_; con todo ese lujo oriental, la córte de Roma se aparta de Cristo y se acerca á Heliogábalo. Es el Domingo de Ramos. La gran Basílica de San Pedro va á presenciar la bendicion de las palmas. Dentro de ella el pueblo está relegado al término último, como si no hubiese recibido con el bautismo el sello de la igualdad cristiana. Del altar mayor á la gran puerta se extienden dos filas de soldados para impedir á la muchedumbre que se acerque al Papa. Aunque la concurrencia es numerosísima, apénas se advierte en aquellos dilatados espacios. Baste decir que en San Pedro caben sesenta mil almas. Las voces de mando militar resuenan fuertemente en el templo, donde sólo deberia resonar la voz de la oracion. Los fusiles, al descansar, producen grande estrépito en el pavimento de mármol. Los asistentes son extranjeros. El ciudadano romano casi ha desaparecido en la inundacion de extrañas gentes llamadas por el Papa en su socorro. Á la hora prefijada, la procesion que trae á Pío IX comienza. Es imposible que nadie pueda dar una idea de las diversas gentes que le acompañan, y de los diversos trajes que estas gentes visten. Se necesitaria una endiablada nomenclatura, como las nomenclaturas de Bizancio. Por fin, despues de un ejército de cortesanos, aparece el Papa llevado en andas como los santos de nuestras procesiones, sentado en silla dorada, con manto de terciopelo carmesí y mitra blanca, el báculo de oro en la mano izquierda, y la derecha ocupada en lanzar bendiciones á los que las piden de rodillas. San Pedro parece un teatro. Las tribunas, alzadas en gradería bajo los grandes arcos que sostienen la maravillosa rotonda de Miguel Ángel, se hallan ocupadas por las damas. La disposicion de estas tribunas religiosas me parece idéntica á la disposicion de la platea central en la Grande Ópera de París. Los caballeros, vestidos de rigorosa etiqueta, ocupan el pié de las tribunas. Durante la misa, unos hablan, otros pasean, y todos dirigen alternativamente sus anteojos de teatro, ya á las damas que ocupan las tribunas, ya á los cardenales que ocupan el ábside de San Pedro. Los guardias nobles, vestidos como nuestros caballeros de la córte de Felipe IV, con calzon corto, media de seda, ropilla de terciopelo, las mangas acuchilladas y adornadas por grandes elipses de raso, la capa á la espalda, el espadin con puño de acero delante, la gorra negra bajo el brazo y la golilla blanca al cuello, se mezclan á la conversacion general y al general paseo. Solamente los suizos se hallan allí inmóviles. Me dan compasion al considerar que han sido bastante enfermos del alma para dejar sus montañas y su libertad por servir ¡pobres mercenarios! á un soberano extranjero. El traje que llevan fué dibujado por Rafael. El gran pintor no se mostró en este traje gran colorista. Es una mezcla de retazos de paño negro, encarnado y amarillo; un casco adornado con plumero blanco les cubre la cabeza, y una elegante alabarda es su arma. Parecen maniquíes vestidos de arlequin. Despues que se ha concluido la funcion, es de ver la plaza de San Pedro. Inmensa multitud la ocupa; coches lujosísimos la atraviesan en todas direcciones; las músicas militares entonan marciales marchas; la decoracion es maravillosa: en el centro el obelisco, mudo trofeo de las victorias del pueblo romano sobre el Egipto; á su lado dos fuentes que lanzan á los aires dos rios en grandes surtidores; á la derecha é izquierda los intercolumnios abiertos en colosales semicírculos, dejando entrever la graciosa vegetacion meridional de los próximos jardines, y rematados por magnífica diadema de estatuas; sobre una altura el Vaticano, palacio donde guardan testimonio de su genio los primeros artistas del mundo; y en el fondo, al terminarse elegante gradería, la iglesia de San Pedro, coronada por la rotonda de Miguel Ángel, que se dibujaba admirablemente, como un templo aéreo ascendiendo á lo infinito, entre los arreboles de este cielo arrebatador, que extiende sobre todo, como una mágica gasa de incomparable hermosura, su áureo manto de luz. Pero no olvidaré hacer una observacion que me inspiró la fiesta. Esta ciudad no puede, á pesar de tantos esplendores, permanecer encantada siempre con el filtro del misticismo, ni presa siempre en las redes del arte. Cuando la religion tenía en sus manos la ciencia, el arte, la política, era natural una sociedad como ésta, dirigida por castas sacerdotales. Pero desde que todas las funciones sociales se han convertido en laicas, el gobierno teocrático es imposible. Noté, pues, que los coros de la Capilla Sixtina han decaido mucho. Las sublimes inspiraciones de Palestrina á duras penas encuentran dignos intérpretes. Tal decadencia se explica por la dificultad que hay en nuestro siglo de encontrar cantores con las condiciones exigidas por la córte romana. Es sabido que no permitiendo el ritual coro de mujeres en San Pedro, se apela para tener tiples á reducir á ciertos varones desde su infancia á la condicion de aquellos infelices que guardan los serrallos de Oriente. Alejandro Dumas refiere con mucha gracia en sus viajes, que vió á la puerta de una barbería romana este rótulo ó anuncio: «Aquí se perfeccionan muchachos.» Yo no he visto cosa semejante. Pero sé que los coros de tiples decaen, porque ya no hay familias tan despiadadas que por lucro se atrevan á inmolar á sus hijos. Pues bien; no podeis exigir tampoco que para existir una autoridad religiosa y moral en el mundo, haya una ciudad sin prensa, sin tribuna, sin los derechos primordiales constitutivos de la virilidad de los pueblos. Con sólo entrar en Roma se observa que su estado es un estado violento. Á tres mil suben los emigrados en una ciudad de doscientas mil almas. Cuatrocientos son hoy los presos por causas políticas. Y un sacerdote muy ilustrado, muy amigo del Papa, y hasta entusiasta por su poder temporal, me ha asegurado que hay más de setenta mil garibaldinos en Roma. Todo indica un gran terror. Así, las puertas de la ciudad se hallan defendidas por barricadas. Á las nueve de la noche quedais encerrados dentro de sus muros, hoy que las ciudades derriban sus puertas para dejar entrar con la luz y el aire las ideas de todas las ciencias, los productos de todas las zonas, los representantes de todas las razas. Desde el anochecer, en cada esquina encontrais dos guardas armados de fusiles, como si estuvierais en una plaza sitiada. Los pasaportes se registran con una minuciosidad indecible. Un Estado que apénas tiene seiscientas mil almas, sostiene veinte mil hombres de ejército. Estos veinte mil hombres son de diversas naciones y hablan diversas lenguas. La mayor parte no entienden el italiano. Así, no hay entre ellos los lazos de la sangre y del habla, aunque haya los lazos de la religion y de las ideas políticas. Esto es un gravísimo inconveniente para mandar las maniobras. Aunque se haya convenido usar el frances, como lengua más universalmente conocida, los soldados en su mayor parte no lo entienden. Luégo, para vivir en Roma bien (no habiendo en ella nacido), se necesita una grande elevacion de espíritu, capaz de comprender todo cuanto dicen sus monumentos, sus artes, sus ruinas. Los que no saben oir esa voz elocuentísima que despierta tantas inspiraciones, se fastidian en esta ciudad académica y monástica. Y no digo esto á humo de pajas. He notado una alta elegancia, una distincion de maneras en el ejército pontificio, que inútilmente buscariais en los demas ejércitos de Europa. Se conoce bien que si una gran parte es ejército mercenario, atento á las pagas, ligado por su enganche, la mayor parte se compone de jóvenes exaltados por un culto caballeresco á las viejas instituciones, románticos en su fantasía y en su vida, caidos muchos de sus ilusiones, desengañados otros, extraños todos, pidiendo al ejercicio de las armas y al ruido de los campos el alimento á su misticismo, que otra generacion, más religiosa y más tranquila, pediria al silencio del claustro y á las maceraciones de la penitencia. Estos soldados han venido de los cuatro puntos del horizonte, pues á todas las razas cristianas pertenecen y hablan todas las lenguas, en demostracion de que Roma guarda bajo los pontífices el carácter de universalidad que le dieron los césares. Pero esta ventaja moral es la desventaja material de su ejército. Como la idea del individualismo, que los germanos trajeron á la historia moderna, se halla tan arraigada, las diferencias de raza, de nacionalidad, de carácter, brotan por todas las filas y ocasionan innumerables conflictos. Como los oficiales hablan una lengua y los soldados otra, apénas pueden establecerse entre ellos esas relaciones del corazon, más necesarias que las relaciones de la disciplina en los momentos de peligro. Como los mismos soldados no se entienden materialmente entre sí, no hay unidad en este cuerpo. Y saltan con mayor rapidez tales inconvenientes, cuando se ven los obstáculos con que luchan los jefes para mandar las maniobras. La Roma católica tomó el latin pagano para que todos sus miembros tuvieran con un solo espíritu una sola lengua. La diversidad de pronunciacion ocasionó que, áun hablando todos latin, no se entendieran los monjes de las várias naciones entre sí, como en demostracion de cuán superior es siempre la naturaleza á la ley. La Roma política de nuestro tiempo, en su angustia, ha escogido la elegante y flexible lengua de Voltaire para hablar á sus soldados, esa lengua mortal á todos los ídolos, á todas las idolatrías. La aristocracia del ejército la entiende, pero no la entiende la muchedumbre. Así los soldados se hallan disgustadísimos; primero por los largos ejercicios á que les obliga la dificultad de las maniobras, y despues por las contínuas guardias á que les obliga el terror creciente de la córte. En proporcion, aquellas naciones que por su historia debieran dar más soldados, dan ménos. España se suicidó por salvar el catolicismo. Los huesos de sus hijos blanquean desde el siglo décimoquinto en todos los campos de batalla donde ha sido necesario defender esta religion. Dimos por ella toda la sangre de nuestras venas y todo el aire vital de nuestro espíritu. Pues bien; sólo hay treinta y ocho soldados españoles en el ejército pontificio. En cambio Holanda, que salvó con sus Oranges la reforma y que inició la libertad de pensar en el mundo moderno, ha enviado gran número de voluntarios. Esto prueba que miéntras la libertad de cultos ha mantenido viva la fe en los católicos de los países protestantes, la intolerancia ha extinguido la fe en los países donde parecia más viva y más exaltada. Pero, dejando aparte estas reflexiones y viniendo á otras más políticas, yo no comprendo qué se propone el Papa con este ejército numerosísimo, tan desproporcionado á sus medios, á sus recursos, á sus Estados. La sombra del Imperio frances le protege. El dia que esta sombra se desvaneciera, por muy valiente que el ejército pontificio fuese, no podria resistir á cien mil soldados italianos. Miéntras la proteccion de Francia dure, el ejército pontificio es inútil; y el dia que falte la proteccion de Francia, el ejército pontificio es insuficiente. Sólo sirve para una cosa este ejército; para consumir los recursos que pródigamente, á manos llenas, envian todas las naciones católicas al Pontífice. Pero estos recursos provienen hoy de una exaltacion de los ánimos que no puede ser duradera. El dia que Italia, convencida de su impotencia para luchar con Napoleon, ó para promover el conflicto franco-prusiano con motivo de la cuestion de Roma, la rodee de un profundo olvido, el celo de los fieles disminuirá, con el celo disminuirán los recursos, con los recursos disminuirá el ejército, y una sublevacion interior no sólo será posible, sino tambien fácil, porque hay aquí guardado mucho amor á la libertad. Estoy maravilladísimo de los rasgos de inteligencia y de fuerza que guarda en su fisonomía esta raza romana, y que revelan toda la indómita fiereza de aquel antiguo carácter conquistador del mundo. Las mujeres, altas, majestuosas, de anchos hombros, de torneados brazos; el color moreno mate, los labios gruesos, la nariz aguileña; negros y brillantes los ojos, en cuyo torno se dibujan largas pestañas y artísticas cejas; ancha la frente como sus estatuas, abovedada la cabeza como las Madonas del divino Rafael; oscuro y rizado el cabello, que cae en largos bucles sobre las escultóricas espaldas; tienen tal aire de matronas romanas, que áun pueden ciertamente mandar á Coriolano morir por la patria, y á Cayo Graco morir por el pueblo. Los jóvenes romanos han heredado la hermosura de sus madres combinada con todos los rasgos de la fuerza varonil. Se ve que el silencio impuesto por la Inquisicion y la obediencia impuesta por el despotismo, no han sido bastantes á extinguir el espíritu de este gran pueblo. Todavía parece que cae de sus labios la fórmula del derecho antiguo: _civis romanus sum_. Y cuenta que para descubrir esto se necesita quitar la capa de inmundicia bajo la cual fallece Roma. Junto al lujo oriental de los cardenales, los harapos de un pueblo hambriento; junto á las carrozas doradas, nubes de mendigos descalzos; en torno de los soberbios palacios de mármol, una horrible greca donde están confundidos toda suerte de mal olientes excrementos. Y sin embargo, esta ciudad es la capital de Italia. Cuando al caer la tarde, en las horas sagradas de la poesía, bajo un cielo clarísimo, iluminado por los últimos rayos del sol poniente, que da á los edificios algo de fantástico, mirais desde las alturas del Pincio esta ciudad con sus once obeliscos egipcios, sus trescientas cúpulas, sus bosques de columnas, sus miriadas de estatuas, y descubrís las Siete Colinas, donde han nacido los senadores, los cónsules, los tribunos, el derecho político y civil de la antigüedad, que todavía es la base de vuestro derecho; y contemplais al frente San Pedro, y sobre las majestuosas líneas de la gran Basílica la rotonda adivinada por Bramante y concluida por Miguel Ángel; no léjos de San Pedro, el titánico mausoleo de Adriano, sobre el cual abre sus alas el serafin de bronce; allá, á la izquierda, el mundo de la historia, los muros donde se grabaron mil victorias; la Vía Sacra, por do entraban los triunfadores; el Foro, en que se congregaba el pueblo; los arcos bajo los cuales han pasado veinte siglos sin desgastarlos; las termas regaladas, en cuyos dibujos todavía se han ceñido su corona las artes modernas; el Coliseo, que es una montaña esculpida por gigantescos cinceles; el Quirinal, donde se alzan las mayores estatuas salvadas de las catástrofes de Grecia; el Capitolio, cabeza, cerebro de la tierra; y á la vista de tantas maravillas, al recuerdo de tantas grandezas, á la contemplacion de tantos monumentos engarzados en bosques de cipreses, que parecen una corona fúnebre sobre la ciudad, colocada por un genio invisible; cuando las campanas que tocan á la oracion os envian sus tañidos melancólicos, que os parecen la voz de los mártires saliendo de las catacumbas, y las sombras de la noche colgándose tristemente de las ruinas, como que dibujan las almas de los héroes, el corazon, por tantas emociones henchido, proclama á Roma, no solamente la capital de Italia, sino la eterna capital del mundo. Se necesita ser de Italia, sentir la sangre meridional en las venas, haberse educado en el recuerdo de esta gloriosa historia, bajo las pintadas alas de la poesía clásica, para comprender todo el prestigio que Roma ejerce sobre los italianos. Los que han querido constituir Italia en monarquía, y luégo le han negado á Italia su capitalidad natural, han hecho un cuerpo sin cabeza. Se concibe que si Italia fuera una federacion republicana, la cuestion de capital pasára á la categoría de una cuestion secundaria. Se concibe más: se concibe que siendo un Estado junto á otros Estados republicanos, aunque las leyes fueran análogas á las del resto de Italia, conservára Roma, por respeto á sus pontífices, costumbres monásticas, religiosas, como las conserva Friburgo, á pesar de hallarse enclavada entre dos cantones tan protestantes y tan liberales como el canton de Vaud y el canton de Berna. Pero constituida Italia en monarquía por el temor natural de todos los potentados europeos á la República, Roma es de Italia, é Italia de Roma, que se hallan tan ligadas como los satélites á sus planetas, y los planetas al sol. Y en esta ciudad, hoy compuesta de iglesias, de conventos, donde no se ve ni una huella de la vida política y civil, donde por toda autoridad láica se descubren unos cuantos senadores en carrozas pintarrachadas, seguidos por unos cuantos lacayos colorados, inmunda parodia de los antiguos senadores; en esta Roma teocrática, monástica, de rodillas eternamente sobre sus ruinas de mármol, se ha de levantar la tribuna en el Foro, ha de hablar la prensa, ha de resonar la antigua elocuencia, se han de discutir todos los problemas, han de brotar todas las escuelas, porque no podeis arrojar el espíritu político de las sagradas regiones donde el espíritu político tuvo su nacimiento. Miéntras no suceda esto, Roma es una ciudad muerta. Yo he seguido con cierta curiosidad arqueológica las ceremonias de Semana Santa. Unas me han parecido, por lo lujosas, orientales; otras me han parecido, por lo refinadas, bizantinas; otras, por lo baladíes, pueriles; todas absolutamente extrañas á nuestro siglo, y bajo el aspecto religioso, inferiores á la majestuosa solemnidad del culto en España. Ningun español ó americano, acostumbrado á la severidad de nuestras ciudades en Semana Santa, á esa severidad que no consiente ni una puerta abierta en las tiendas, ni un coche en las calles, comprenderá que el Juéves y Viérnes Santo se trabaje en esta ciudad como todos los dias, se hallen abiertos todos los establecimientos, y se vea más gente en las salchicherías contemplando los jamones adornados de flores y de laureles, que en las iglesias visitando los sagrarios. Nadie comprenderá que los doce pobres á quienes el Papa sirve la comida en conmemoracion de la cena del Salvador, se rian como si estuvieran en el teatro, y se arrojen á la cara anises y confites como si estuvieran reunidos para una francachela ó una comida de campo. Nadie creerá que el Juéves por la tarde, á las cinco, entre un cardenal penitenciario en la gran Basílica, se siente á la izquierda del sepulcro de San Pedro, y perdone los pecados con sólo manejar una caña y tocar con ella la cabeza de los penitentes como si estuviera pescando en seco. Yo he visto damas muy piadosas reirse de todas estas puerilidades. Pero hay una ceremonia y un momento sublime: el Miserere en San Pedro. La música es de una inspiracion inagotable, de un efecto sorprendente. Roma vió en el siglo XVI que el protestantismo la aventajaba en música, cuando tanto aventajaba ella al protestantismo en pintura, en escultura y en arquitectura. Naturalmente, buscó un músico para contrastar esta inferioridad, y le encontró sublime, encontró á Palestrina, ese Miguel Ángel del arte lírico. El Papa prohibió que su Miserere fuera copiado, para que sólo resonase en la iglesia cuyas bóvedas gigantes se hallan completamente en armonía con las sublimes notas. Un dia escuchaba fuera de sí el Miserere un niño sublime. Este niño, que debia ser el Rafael de la música, lo aprendió de memoria y lo divulgó por el mundo. Llamábase el niño Mozart. El genio germánico vino, como siempre, á robar sus secretos al genio latino en la guerra eterna de ambas razas. No hay pluma capaz de describir la solemnidad del Miserere. La noche avanza. La Basílica está á oscuras, sus altares desnudos. Por las ventanas de las bóvedas que frisan con el cielo penetra la incierta y pálida luz del crepúsculo, como si viniese á aumentar las sombras. La última vela del tenebrario se ha ocultado tras del altar. Os creeriais dentro de un túmulo inmenso, á traves de cuyas tablas entrára el resplandor lejano de lámparas funerarias. La música del Miserere no tiene instrumentacion. Es un coro sublime, combinado de una manera admirable. Ya se oye como el rumor lejano de una tempestad ó como la vibracion del viento sobre las ruinas y en los cipreses de las tumbas; ya como un lamento que se levantára del fondo de la tierra ó como un plañido que enviáran los ángeles del cielo, todo envuelto en sollozos, en una lluvia de lágrimas. Como las estatuas de blanco mármol son de tal manera gigantescas y brillan tanto, que las primeras sombras no pueden completamente ocultarlas, parecen evocaciones de otras edades, que, al levantarse de su sepulcro y desceñirse su negro sudario, entonan ese cántico de dolor y de horrible desesperacion. La Basílica toda se conmueve, vibra cual si los acentos de terror salieran de cada una de sus piedras. Esta lamentacion, larga, sublime; esta ola de hiel evaporada en los giros del aire, os hiere profundamente el corazon, porque es su tristeza infinita, es la voz de Roma quejándose á los cielos desde su lecho de cenizas, como si bajo sus cilicios se retorciera agonizante. Llorar así, lamentarse como los antiguos profetas bajo los sauces del Eufrates ó sobre las piedras esparcidas del templo; llorar en cadencias sublimes conviene á una ciudad como ésta, cuyo eterno dolor no ha ofendido todavía á su eterna hermosura. Así es la ciudad esclava. David sólo podria ser su poeta. Lo sublime es la nota de su cántico. Roma, Roma, eres grande, eres inmortal hasta en tu desesperacion y en tu abandono. Tendrás eternamente en el corazon humano un altar, aunque se pierda la fe, que ha sido tu prestigio, como se perdieron las conquistas, que habian sido tu fuerza. Nadie podrá robarte el dón de la inmortalidad, que te confiáran tus dioses, que te han sostenido tus pontífices, y que te confirmarán eternamente tus artistas. Abril 12 de 1868. LA GRAN RUINA. Ver la Ciudad Eterna fué uno de los ensueños de mi existencia; uno de los deseos de mi corazon. Niño, la religion romana me habla de Dios, de la inmortalidad, de la redencion, de todas las ideas que ensanchan hasta lo infinito los horizontes del alma. Adulto, la lengua del Lacio fué mi estudio exclusivo, estudio que á una imaginacion de suyo plástica le presentaba como en relieve, entre los dulces versos de Virgilio, los concisos períodos de Tácito, y los rotundos de Tito Livio, aquellos héroes antiguos, que sólo habian vivido para la libertad y para la patria. Ya en la juventud, al penetrar por la puerta de las Universidades, la literatura romana y el derecho romano habian acabado de inspirar al ánimo un anhelo vivísimo por ver las colinas de donde tantas ideas descendieron sobre la conciencia humana; los sepulcros que guardan tantos huesos ilustres, los cuales han servido como de abono á la planta de la civilizacion sobre la faz del planeta; las piedras bruñidas por el sol y por el tiempo, donde el cónsul y el tribuno han esculpido sus nombres, y el apóstol y el mártir su cruz, verdaderos fragmentos, no de la tierra, sino del espíritu universal, en su trabajo constante por adquirir la conciencia plena de sí mismo, y por realizar ese ideal que le desasosiega y le atormenta, pero que tambien le eleva y le transfigura, obligándole á ser, si soldado de una lucha sin tregua, agente y sacerdote de un progreso sin término. Yo, que cansado un poco de la política en Madrid, de la industria en Lóndres, de la vida en París, hasta de la naturaleza en Ginebra; disgustado un tanto de las tendencias positivistas que en nuestro tiempo á cada minuto, y en nuestra sociedad á cada paso descubro; me refugiaba en Roma para consumir algunos momentos en éxtasis ante la historia, ante el arte, ante la religion, ante todo lo ideal, no pude cierto dia desasirme de un republicano, muy mi amigo, que, seguro de la complicidad de mi alma con sus ideas, y de mi alejamiento naturalísimo del Santo Oficio, desahogaba su conciencia pecadora y su forzoso silencio de veinte años, pasados bajo la férula pontificia, en mi amistad, pintándome los abusos del absolutismo romano, que yo de oidas conocia y de corazon detestaba; pero cuyo relato en aquella hora no se compadecia bien con mis deseos de peregrinar entre las ruinas, ajeno á todo trabajo político, entregado al curso libre de mis ensueños y de mis pensamientos. —Á buena ciudad venís en busca de idealismo, decíame, frio por costumbre, en presencia de las maravillas que yo, transeunte, admiraba en Roma. Aquí todo el mundo se interesa por un número de la fatal lotería; nadie por una idea del humano cerebro. La conmemoracion del aniversario de Shakspeare se ha prohibido en esta ciudad del arte. Su censura es tan sábia, que como cierto escritor publicára un libro sobre el voltaismo, lanzólo al purgatorio del Índice, creyendo que se trataba del volterianismo, filosofía que no deja ni descansar ni digerir á nuestros monseñores. En cambio, un libro de cábalas y astrologías para adivinar los caprichos del bombo lotérico ha sido impreso y publicado con el placet pontificio, por no contener nada contrario á la religion, ni á la moral, ni á los derechos de la soberanía. —Sé todo eso, decíale yo. Lo he leido cien veces en Dumesnil, en Kauffman, en Sthendal, en Edmundo About. —Pues sabiéndolo, ¿buscais aquí ideas? Rabelais conocia esta ciudad, Rabelais. Al llegar, en vez de escribir una disertacion sobre sus dogmas, la escribió sobre sus lechugas, única cosa que hay buena y fresca en este maldito calabozo. Y cura y todo como era, cura del siglo décimosexto, más religioso que el nuestro, tenía una correspondencia larga y tendida con el piadoso obispo de Maillerais, sobre los hijos del Papa; porque el reverendo le habia encargado muy especialmente averiguar si el caballero Pedro Luis Farnesio era hijo legítimo ó bastardo de su Santidad. Creedme; Rabelais conocia á Roma. En esto dimos vuelta á una encrucijada, y nos encontramos en modestísima plazuela. Un balcon de la casa que más descollaba en aquel sitio aparecia colgado con rico tapiz de damasco carmesí. Fuertemente ajustado al balcon brillaba un globo de cristal con filetes dorados, á uno de cuyos extremos veíase áureo manubrio. Frente á la casa, inmensa multitud desarrapada, miserable, se apiñaba. En todos los ojos, convertidos al balcon, veíase algo de extraño; en las manos papeles, santos, escapularios; un silencio sepulcral reinaba; silencio incomprensible en los locuaces pueblos del Mediodía; silencio del que deduje haber topado con una ceremonia religiosa. Mi deduccion se confirmó cuando un monago salió al balcon, y tras el monago algunos eclesiásticos de rubicunda cara y obesa respetable figura, y tras los eclesiásticos todo un príncipe de la Sacra Romana Iglesia, vestido de crujiente seda morada, adornado con su roquete de blanco encaje, y cubierto con un solideo, morado tambien, sobre el cual flotaba al cefirillo, como roja flor de granado, lustrosísima borla. Rompióse el silencio de la multitud en espantoso alarido. Unos de aquellos campesinos, que todavía conservan reflejos de la antigua belleza escultórica en su frente despejada, en su nariz aguileña, en sus labios gruesos, se postraban de hinojos, plegadas las manos, extática la mirada, profiriendo oraciones que parecian conjuros. Otros sacaban las estampas de sus santos protectores, casi todas mugrientas, y las besuqueaban con verdaderos transportes. Algunos daban saltos, tendian los brazos, pronunciaban frases incoherentes. Era sábado, sábado de sortilegios. El mediodía se acercaba. Un cañonazo suena en el punto que las campanas dan las doce. Al cañonazo sigue en la multitud otro alarido increible. El cardenal coge el manubrio y da vueltas al globo cristalino. El monago mete la mano y saca un número. Era la lotería oficial, la lotería pontificia. Huyamos. Tenía razon el garibaldino. ¿Esta es la ciudad del espíritu? Sumerjámonos en los antiguos tiempos, como un buzo en el mar. Nuestra vida es tan corta, nuestro sér tan pequeño, que para tocar esa idea de lo infinito, á la cual estamos como unidos por lazos invisibles; para entrar en esta inmortalidad con que soñamos siempre, tenemos necesidad de poner, como tras el limitado horizonte sensible, el ilimitado horizonte racional; tras cada momento de la vida, perspectivas inacabables, léjos inmensos, celajes que matizan de belleza las notas escapadas de unas cuerdas vibrantes, los colores descompuestos en mágicas paletas, las inspiraciones desprendidas de la celeste poesía, los recuerdos por nuestra evocacion alzados del polvo de los siglos y de los abismos de la historia. ¿Es verdad que tenemos aquí en la frente una luz pálida, trémula, casi imperceptible, como la luz de la luciérnaga, una luz que se llama la idea? ¿Es verdad que en esta luz podemos abrasar al mundo material, disiparlo, ofrecérselo al espíritu como el humo de un sacrificio? Indudable. La naturaleza aparece á nuestros ojos mil veces, cual una imágen multiforme de la conciencia. La luz no es más que el velo de oro tras el cual se oculta el pensamiento infinito que agrupa en escalas de música armoniosa los planetas y sus soles. El universo, ese universo que nos abruma con su grandeza, es el poema de nuestras ideas, el apocalípsis misterioso que hemos escrito con palabras de estrellas, con líneas de constelaciones en esa inmensidad, de cuya existencia real no estamos seguros, en esa inmensidad sin orillas y sin fondo que se llama espacio. Dejadme, dejadme, pues, soñar; que así como á los piés del hombre han caido muertos los dioses paganos, los dioses inmortales, creados y destruidos por el espíritu, los dioses inmortales, cuyos esqueletos amontonados descubro en esta inmensa necrópolis de la campiña romana, así pueden caer en ruinas los mundos, y quedar entre sus cenizas frias, como un rescoldo, el calor de nuestro espíritu. Cuando protestaba yo con estas orgullosas reflexiones contra las miserias humanas, sin darme de ello casi cuenta, habia llegado solo, absorto, frente á frente del Coliseo Romano. La primera impresion que me produjo fué de asombro. Si yo no naciera á las orillas del mar, y no me connaturalizára con su infinita superficie desde niño, tal impresion me hubiera causado, viéndolo por vez primera en edad madura. Mi memoria un tanto viva y cambiante me trasladó súbita á mi cátedra de latin, donde traduciamos los epigramas de Marcial, y me trajo á los labios estos dos versos, que suelen repetir los eruditos itinerarios publicados por los arqueólogos romanos: Barbara Piramidum sileant miracula Memphis . . . . . . . . . . . . . . . . . Omnis Cæsareo cedat labor Amphiteatro. Eran éstos los jardines de Neron. Por aquí andaba vestido de púrpura, calzado de borceguíes celestes, la sien coronada de laureles, los ojos fijos en el cielo, las manos en la cítara, henchidos los labios de antiguos versos griegos, y el corazon de pasiones contrarias, como un demonio que se esforzára por ser Dios, y se acogiera momentáneamente al cielo del arte, para tornar á caer en los abismos. Él era cónsul, tribuno, dictador, césar, pontífice máximo; todos le bendecian, todos le adoraban; y no le estimaba ¡oh dolor! su propia conciencia. La posteridad no ha sido para él tan despiadada como para los demas césares, porque Neron fué siempre un tirano con remordimiento. ¡Ha habido tantos en quienes se borró por completo la conciencia! ¡Ha habido tantos que, al matar, al quemar, al destruir ciudades enteras, han creido obrar meritoriamente á los ojos de Dios! Hoy mismo un césar del Norte, por coger entre sus garras el cetro de Alemania, se ha cebado en la infeliz Francia, y al eco de las bombas, al estridor de las ruinas y del incendio, al gemido de los moribundos, ha invocado el nombre de Dios como cómplice de sus crímenes. ¡Ah! Neron mataba á su madre; pero sentia en las orillas del mar los dolores de Oréstes y los ronquidos de las Euménides. Neron oprimia al género humano; pero en su última hora proclamaba muy alto que debia haber sido artista, y no césar. ¡La religion pagana conservará más viva la conciencia y su jurisdiccion sobre la vida que el pietismo protestante! He mentado á Neron, porque su nombre está unido al nombre del Coliseo. En el sitio que hoy ocupa, se extendia el estanque de los jardines neronianos; y al frente del estanque elevábase una estatua colosal, magnífica, del divino emperador, con los atributos de Apolo, el dios de la armonía y de la luz, que llevaba en sus manos la cítara, á cuyos acordes danzaban las musas, y en sus sienes el verde laurel de Dafne. La familia de Vespasiano, en ódio al hijo de Agripina, habia soterrado su áurea casa, llena de obras inmortales; arrancado tambien el Coloso, y construido en su lugar el Anfiteatro; pero no pudo arrancar ni el nombre ni el recuerdo de la apolina estatua de Neron; y ese nombre degenerado, corrompido, Coliseo, lleva todavía este colosal monumento. No parece, á la verdad, obra de los hombres, sino obra de la naturaleza. Esas gigantescas proporciones, esas moles inmensas no han podido ser creadas por nuestras fuerzas, sino por las fuerzas del gran arquitecto, del grande artista que ha levantado las eternas pirámides de los Alpes, y que ha cincelado el maravilloso cono del Vesubio, por las fuerzas del fuego creador, cuyas reverberaciones guarda todavía en sus cristales el granito. Sólo cuando se ven las armonías de sus arcos, la igualdad de sus columnas, el ritmo de aquella arquitectura que asciende á los cielos como un cántico, nótase que el pensamiento humano ha distribuido las enormes moles del Anfiteatro, y las ha sellado con el sello divino de sus leyes. Hoy es en parte una ruina. Cuando estaba todo de pié, dos gradas lo sostenian como fuertes zócalos. Cuatro cuerpos sobrepuestos lo formaban. Ochenta airosos arcos, que eran otras ochenta puertas, circundaban todo el primer cuerpo. Á los lados de los arcos alzábanse medias columnas empotradas en la pared y pertenecientes al severo órden dórico. Sobre este primer cuerpo se extendia una cornisa, y sobre la cornisa otros ochenta arcos, á cuyos lados se elevaban medias columnas del más gracioso y más ligero órden jónico. Otra cornisa, idéntica á la anterior, remataba este segundo cuerpo y servia de base al tercero, cortado en arcos tambien, ornado tambien de columnas, pero del florido y rico órden corintio. Remataba todo el monumento un airoso atrio, semejante á cincelada diadema, ligero, ornado de pilastras y abierto por ventanas, á traves de las cuales parece que brilla con más esplendor el cielo. Este inmenso edificio, tiene cincuenta y dos metros de altura. Para definirlo en pocas palabras, yo le llamaria una montaña circular, levantada, esculpida, cincelada por el trabajo del hombre. El lado que mira al Nordeste es el que mejor se conserva. Sólo en sus muros puede estudiarse la sucesion de los arcos, la armoniosa escala formada por las columnas, el órden y la gracia de las cornisas, la severa majestad del primer cuerpo y la ligereza del ático que lo corona todo y que da á mole tan grandiosa el primor y la ligereza de una joya. En estos monumentos resplandecen las ideas y los caractéres de la arquitectura romana. La gracia, la belleza griega, se han reemplazado con la grandeza, y con la grandeza colosal. Es el Coliseo monumento digno de un pueblo-rey, de un pueblo conquistador, de un pueblo titánico, de un pueblo que cuenta ejércitos de esclavos, ejércitos de trabajadores, sobre cuyas espaldas solamente hubieran podido ascender las inmensas moles á tan vertiginosas alturas. El pueblo que ha fabricado el Coliseo acaba de ver el Oriente y sus monstruosos edificios, sobre los cuales ha querido tender los órdenes del arte griego como una guirnalda. La arquitectura romana ya no es aquella hermosa arquitectura de Aténas y de Corinto, que ha tomado por tipo el bellísimo organismo de la mujer griega, de esa diosa, de esa musa de todas las artes. Flota sobre los monumentos romanos algo ménos bello, pero más grandioso, el océano invisible de un espíritu universal, asimilador, que tiene de Grecia la armonía, de Asia la magnitud, rebosando realmente en la tierra y en la historia, sin tocar á un ideal, que irá más tarde á perderse entre los misterios y los arreboles del cielo, medio luz, medio sombra. Luégo los edificios romanos, inspirados en ese espíritu colosal, tenderán necesariamente á fines útiles, prácticos, inmediatos, como toda su cultura. El dios Eros, el dios del amor griego, ha sido reemplazado en Roma con el dios Sterquilinius, con el dios del estiércol, de esa sustancia que abriga y fecunda los campos, como la metafísica helénica ha sido reemplazada con la moral y el derecho, con principios y ciencias que tocan más inmediatamente á la sociedad y á la vida. El Coliseo tiene todos los caractéres de la arquitectura romana. Podeis aprenderla mejor en ese grande ejemplar perdonado milagrosamente por la inundacion de los siglos, que en las páginas de Vitrubio, quizas rehechas é interpoladas por los eruditos del Renacimiento. Mirad esa argamasa que parece forjada como la materia granítica en las incandescentes entrañas del planeta. Mirad las bóvedas desconocidas de los griegos y admirablemente edificadas en esta tierra del imperio y de la fuerza. Mirad los arcos que el mundo helénico nunca construyó, y que parecen á mis ojos las puertas triunfales por donde penetra en la historia con un nuevo espíritu una nueva vida. Mirad cómo el romano ha puesto un plinto para que descanse la columna dórica que el griego arrancaba del seno mismo de la tierra como el tronco de un árbol. Mirad esos tres órdenes separados siempre en la arquitectura griega y reunidos aquí en escala ascendente, primero el más sencillo y más sobrio, el dórico, en la base; despues el más elegante y más ligero, el jónico, en el medio; y luégo el más florido, el más ornado, el corintio, coronando la cima, como la diadema de todo el monumento. El espíritu del pueblo constructor brilla por todas partes en esa fábrica. Ha reunido el romano los tres órdenes de arquitectura en sus edificios, como ha reunido los dioses griegos en el panteon. Su cultura es el gran epílogo de la cultura antigua. Roma tomó á Grecia su metafísica y su religion, á Sabinia sus mujeres, á España sus espadas, al Oriente sus bóvedas y á Etruria sus arcos. Así puede decirse que Grecia es la flor y Roma el fruto de toda la antigua historia. Monumentos como el Coliseo no son más en el fondo que huesos milagrosamente conservados del inmenso organismo que componia la Ciudad Eterna. ¡Y pensar que este edificio, capaz de vencer á veinte siglos con todas sus catástrofes, se fabricó en tres años escasos! Levantáronlo, como ya hemos dicho, aquellos emperadores de la familia flavia, bajo cuya dominacion pudo consagrarse Tácito á maldecir el despotismo y llorar la república. Tito, á quien la adulacion universal llamara delicia del género humano, incendió Jerusalen; sobre las piedras calcinadas inmoló millon y medio de judíos, destinando el resto á degollarse entre sí como gladiadores en las ciudades de Siria, á ser trofeos de la entrada triunfal del vencedor por la Vía Sacra, y á levantar en las espaldas, amoratadas por el látigo, las moles de este Anfiteatro, para morir entre las quijadas y las garras de las fieras hambrientas. Tito, despues de haber amado á Berenice como Antonio á Cleopatra; despues de haberse oido llamar Mesías por sus propias víctimas, y Dios por aquellos egipcios á quienes les nacian dioses en las huertas; despues de haber consagrado á la sombra de las pirámides nuevos bueyes al dios Apis; despues de haberse formado una córte de sátrapas en Oriente, y corrido un dia entero los molestos honores del triunfo bajo los arcos de la Ciudad Eterna, demolió la áurea casa de Neron; trocó en estatua de Sol la estatua del César adorado por la plebe; desecó el lago que se extendia entre el monte Celio y el monte Esquilino; arrancó los bosques y taló las praderas de las poéticas orillas, y en el fondo levantó el anfiteatro mayor que han visto los siglos, consagrando su inauguracion en cien dias de increibles fiestas, en que hubo combates de gamos, de elefantes, de tigres, de leones, de hombres; combates gigantescos que salpicaron con sangre hirviente el rostro del César y el rostro de su pueblo. Nueve mil alimañas murieron durante aquella orgía de sangre sobre la arena. La historia, que ha conservado el número de fieras muertas, no ha conservado el número de personas, sin duda porque á los césares les interesaban ménos los esclavos que las bestias. Tito buscó en el trono algo con que apagar la sed insaciable de su ambicion, y no pudo encontrarlo. Ya no era dado desear más despues de tener bajo su mano el mundo; sobre sus espaldas, el manto de los césares; en torno de su autoridad, sumisas, como rebaños, las razas; silencioso y subyugado el planeta. Mas en el punto de llegar al logro de sus ambiciones, el corazon de Tito se quebró en pedazos, ó por no tener cosa alguna que desear, ó por deseos vagos, infinitos, que en nubes de ensueños fantásticos se disipaban, disipando con ellos toda su existencia. Lo cierto es que, al pisar el trono, una inmensa tristeza se apoderó de él; una especie de tísis interior le enflaqueció el ánimo; su aliento estaba cargado de suspiros, su corazon de dolores, sus ojos de lágrimas, su vida de ilusiones, su sueño de pesadillas, su pasado de remordimientos, su porvenir de miedo, hasta que un dia, errante por la envenenada campiña de Roma, en pos de un sitio donde adormecer su hastío, espiró, mirando el cielo con los ojos enardecidos por la fiebre de infinitos y no satisfechos deseos. Cuando yo recordaba la vida y la muerte de Tito, parecíame el Circo la aglomeracion de montañas sobrepuestas por las ambiciones desapoderadas de un césar para poseer el cielo como poseia la tierra, sin lograr otra cosa que tener bajo sus plantas el hervidero de todos los crímenes, y sobre sus sienes las maldiciones de todos los hombres. Embargado por estos recuerdos y estas ideas, habia yo recorrido todo el monumento. Lo registré, lo estudié como puede estudiar el naturalista una montaña; entré por todos los vomitorios, las puertas que abrian paso al pueblo con tal desahogo, que, sin atropellarse, ingresaban y salian rápidamente cien mil espectadores. Subí á sus gradas más altas, desde las cuales pude contemplar el campo romano, y á mi frente las lejanas lagunas; á mi derecha los arcos de Tito y Constantino, la pirámide de Sextio y la basílica de San Pablo; á mi izquierda las catacumbas de San Sebastian, la Vía Apia con sus dos hileras de sepulcros; á mi espalda el Palatino, el Foro, la Vía Sacra, el arco de Septimio Severo, el Capitolio; por do quier los lugares en que circulan como rica savia las ideas, los lugares llenos de recuerdos, los lugares, verdadero ocaso del espíritu antiguo, verdadero oriente del espíritu moderno. Estaba tan absorto, que la noche vino sobre mí como si hubiera venido de improviso. Las campanas de Roma tocaban á la oracion; los buhos y otras aves nocturnas ensayaban sus primeros gritos; oíase el agudo y monótono cántico del sapo y la rana en las apartadas lagunas, al par que el Miserere de una procesion al entrar en la próxima iglesia; mezcla de voces del espíritu con voces de la naturaleza, que sumergian aún mi conciencia en meditaciones más silenciosas y más vagas, como si el alma se escapára de mi sér para implantarse, á la manera de las plantas parietarias, en el polvo de las inmortales ruinas. La luna llena se levantó en el horizonte sereno, tranquilo, y vino á dar con su melancólica luz nuevos toques de poesía á los arcos, á las columnas, á las bóvedas, á las piedras esparcidas, á la desolacion de aquel lugar, á la cruz erigida en su centro como una eterna venganza que han tomado los gladiadores, obligando al pueblo romano á bendecir, á adorar lo más abyecto, el infame patíbulo de los esclavos, transformado en el lábaro de la civilizacion moderna. Al resplandor de la luna que surgia, al eco de las campanas, que espiraba entre las dudosas sombras, parecíame ver despertarse del polvo las almas de las generaciones muertas, y venir en vuelo tan callado como el vuelo de los murciélagos, á recorrer, á visitar aquellos sitios, consagrados por sus recuerdos, y queridos hasta en las regiones de las tumbas. Yo hubiera deseado detener las sombras y contarles ¡ay! lo que pasa en nuestro mundo. Si sois almas de tribunos, de senadores, de césares, sabed que todo cuanto vosotros adorabais ha muerto, y que ya los siglos han gastado hasta las gradas de los altares, herederos de vuestros altares, á fuerza de besarlas. Todos aquellos dioses que vosotros creiais inmortales, han muerto, y las ideas que los animaban ruedan por los abismos de la historia como hojas secas desprendidas de las renovaciones contínuas del humano espíritu. Ya las nereidas no palpitan suavemente en la espuma de las ondas; ya las ninfas de marmórea blancura no suspiran, no, en el susurrante arroyuelo. El dios Pan ha dejado caer su caramillo, que llenaba de melodías los bosques. Á la embriaguez de las bacantes han sucedido la maceracion, la penitencia, el horror á la naturaleza. Un nazareno, un hijo de los judíos, de los esclavos, de aquella raza que levantó con la cadena al pié y el látigo en el rostro las moles del Coliseo, ha vencido y ha enterrado los dioses que inspiraron á Horacio y á Virgilio, que sostuvieron á Escipion en las llanuras de Cartago, y á Mario en los Campos pútridos, que engendraron el arte y sometieron á su poder la victoria. En vano Tácito miró con menosprecio á los sectarios de ese jóven oscuro, pobre carpintero de Judea; en vano Apuleyo lo ridiculizó en sus apólogos y sus fábulas. Ni siquiera la inmortal risa de Luciano pudo cosa alguna contra el aliento que exhalaban aquellos labios, contra las ideas que exhalaba aquella conciencia. Los dioses han muerto, y sobre sus cadáveres ha caido muerta Roma. El Foro es un campo en que las vacas se apacientan. El Coliseo es un monton de ruinas, donde adoran los romanos el patíbulo de sus antiguos esclavos. La Vía Sacra se ha hundido. En el Capitolio celebran sus ceremonias los nazarenos. Éstos, que vosotros creiais perturbadores de la paz pública, tienen altares y sacrificios donde ántes los tenian los dioses de Camilo y de Caton. Pueblos bárbaros venidos del Norte ahogaron los oráculos, interrumpieron las ceremonias sagradas, entregando, como si fuera su despojo, la conciencia humana á turbas de cenobitas escapadas de las cloacas y de las catacumbas. Y cuando la nueva creencia se habia apoderado de todas las almas, cuando habia puesto sus altares en lugar de los antiguos altares, como si el espíritu humano estuviera condenado á tejer y destejer perpértuamente la misma trama de ideas, nuevos combatientes, nuevos tribunos, nuevos apóstoles, nuevos mártires, surgieron á matar la fe que sus predecesores engendráran. Y pasa por nuevas fases la conciencia humana, por nuevas angustias nuestro corazon, por nuevos estremecimientos de dolor esta ensangrentada tierra. Yo creí oir agudos gemidos sin número á medida que mis labios murmuraban estas incoherentes ideas sin forma. Sería el eco del viento en los cipreses y en los pinos. Sería el rumor último de la campiña al entregarse en brazos de la noche. Sería el eco de la gran ciudad, de su oracion, de sus lamentaciones. Pero asemejóse á un quejido de profundísimos dolores. _Sunt lacrimæ rerum....._ Yo, para distraerme, empecé á fingirme allá en la mente una fiesta del Anfiteatro. No era la inmensa mole este inmenso cadáver. Aquí se levantaba una estatua, allá un trofeo, acullá un monolito traido del Asia ó de Egipto. El pueblo-rey entraba por los vomitorios despues de haberse bañado y perfumado en las inmensas termas, subiendo hasta la cima para desde allí repartirse en las respectivas graderías que de antemano le estaban señaladas. Á un lado se veia la puerta sanitaria por donde vienen los combatientes; á otro la puerta mortuoria por donde sacan á los muertos. Los gritos de la muchedumbre, los agudos sonidos de las trompetas se mezclan con el aullar y el rugir de las fieras. Miéntras llegan los senadores y el césar, algunos empleados de baja esfera municipal reparten entre el pueblo garbanzos tostados, que llevan, como nuestros feriantes, en esportillas. El suelo reluce con polvos de oro, de carmin, de minio, para disimular el color de la sangre, miéntras templan la luz grandes toldos de oriental púrpura, que entonan todo el espectáculo con sus encendidos reflejos. Los senadores van ocupando las gradas más bajas. Tras de ellos colócanse los caballeros. Más arriba los padres de familia que han dado al Imperio cierto número de hijos. En las gradas superiores, el pueblo. Y por último, coronándolo todo, las matronas romanas, vestidas de ligeras gasas, cargadas de riquísimas joyas, embalsamando los aires con esencias que vierten de pomos de oro, y enardeciendo los corazones con sus palabras de amor y sus voluptuosas miradas. Miéntras los espectadores aguardan al césar, que debe dar la señal del comienzo de la fiesta, entréganse á toda suerte de murmuraciones. Mira aquel gloton. Ayer se le quemaron los jardines de Pompeyo, y es tan rico, que no sabía fuesen suyos. Lolia Paulina lleva sobre el cuerpo en esmeraldas sesenta millones de sextercios, pequeña suma en comparacion de las infinitas robadas por su abuelo á las opresas provincias. Aquel que acompaña siempre al césar hurtó en cierta cena de Claudio una copa de oro. Estos calaveras saludan al orador Régulo, porque temen el veneno destilado de su viperina lengua. Él tiene honores, miéntras generales que han vencido á los bárbaros y han muerto en defensa de Roma están hace diez años insepultos. El médico Eudemio llega; no tardarán ciertamente en aparecer sus pupilas de corrupcion y de amancebamientos. Mira aquella niña; tiene ocho años y no es vírgen. Su ilustre madre, con pertenecer á una de las familias romanas más nobles, se ha borrado de la lista de las matronas y se ha inscrito en la lista de las prostitutas. Pero viene el césar y el pueblo lo aclama, siempre agradecido á las fiestas, y sobre todo á las matanzas. Los sacerdotes y las vestales consagran sacrificios á los dioses protectores de Roma. La sangre corre, las entrañas de las víctimas se consumen y se disipan prontamente en el fuego sagrado, suenan los coros y la música, vocifera nuevamente la muchedumbre; á una seña imperiosa aparecen los gladiadores, que saludan á todos con la sonrisa en los labios, como si les aguardára festin sabrosísimo, en vez de la implacable muerte. Divídense estos infelices en várias categorías. Los esedarios guian carros pintados de verde. Los mirmillones se ocultan tras redondos escudos de hierro, por uno de cuyos lados muestran afiladísimos cuchillos. Los requiarios tiran al aire y recogen con grande habilidad sus tridentes. El traje de éstos vistosísimo es: túnica roja, borceguíes celestes, casco dorado que remata un luciente pez. Los ecuestres recorren con gran agilidad en sus caballos el circo. La luz se refleja en los petos de acero y en los collares y en los brazaletes. Sus túnicas son multicolores y recuerdan los trajes orientales. Los bestiarios vienen los últimos, todos escogidos entre los más hermosos; todos desnudos, todos imitando en sus actitudes artísticas posiciones de clásicas estatuas; todos saludados con mayor frenesí por el pueblo, porque son los más fuertes y los más expuestos y los más valientes. Han nacido en las montañas, en los desiertos, entre las caricias de la naturaleza, respirando el aire puro de los campos y la sagrada libertad. La guerra, y solamente la guerra, ha podido arrancarlos á su patria. Ya en Roma, los han cebado para que tuvieran sangre, sí, sangre que ofrecer en holocausto á la majestad del pueblo romano. Allá en la ergástula, quizá muchos de los que ahora van á herirse ó matarse entre sí han contraido estrechísimas amistades. Quizá muchos son hermanos por la naturaleza, hermanos por el sentimiento, y habrán de herirse, habrán de inmolarse, cuando, unidos en los mismos afectos, podrian hundir las espadas en las entrañas del césar, y vengar á su gente y á su raza. Pero ya se acechan, ya se buscan, ya se amenazan, ya se enredan y se empeñan bárbaramente en cruentísima pelea. Si alguno, movido de miedo por sí, ó de compasion por su contrario, retrocede, el maestro del circo le clava un boton de hierro candente en las desnudas carnes. La roja sangre cae y humea por todas partes. Uno se ha resbalado en ella. El pueblo grita creyéndole muerto, y le silba cuando se levanta vivo. Éste se desmaya despues de esfuerzos gigantescos para sostenerse de pié. Aquél cae desplomado de una sola herida sobre su escudo. El otro se retuerce en dolores infinitos, y tiene el estertor de una agonía epiléptica. Dos se han herido mortalmente entre sí; pero al caer, soltando sus espadas, se han abrazado para sostenerse y auxiliarse en la muerte. Miembros mutilados, tripas rotas, sollozos de agonía, estertores de moribundos, rostros contraidos de muertos, últimos suspiros mezclados con quejidos, gritos de rabia y desesperacion; todo esto es grandioso espectáculo para el pueblo romano, que grita, palmotea, se embriaga, se enfurece, sigue con nerviosa atencion el combate, saltándole los ojos de las órbitas como para ver más la matanza, abriendo las narices y el pecho para recoger los vapores de la sangre. La cólera, sí, la cólera flotaba como única pasion sobre toda aquella carnicería. La escultura antigua, generalmente de una severidad tan olímpica, nos ha dejado la imágen viva de esta cólera en la escultura del gladiador combatiendo. Dilátanse sus ojos, sobre los cuales como que extienden tempestuosa nube las fruncidas cejas. Sus miembros robustísimos adquieren una infinita tension. La cabeza se avanza hácia adelante, inclinada sobre el pecho, á fin de parar los golpes. Su cuerpo está en actitud de lanzarse á la pelea, sostenido sólo por el pié derecho. El brazo izquierdo amenaza; en tanto que el puño derecho, fuertemente contraido, se apercibe á dar un golpe mortal. Aquella estatua es la imágen viva del ódio. Y el ódio contínuo ha engendrado en torno de Roma espesísima nube de cólera, de maldiciones, que tuvieron su satisfaccion terrible en la noche apocalíptica de las venganzas eternas, en la noche de las victorias de Alarico y de las orgías de los bárbaros, los hijos de los esclavos y de los gladiadores. ¿Quién, quién puede extrañar los castigos de Roma? Toda su fuerza, toda su majestad, toda su grandeza han sido destruidas por una idea. Allá en las catacumbas se ocultan oscuros sectarios, que quieren oponer al sensualismo antiguo el espíritu, á la religion pagana y al Imperio dogmas que Roma no podia admitir sin perecer. Esos sectarios huyen de la luz del dia y se encierran temerosos en las catacumbas. Allí pintan el Buen Pastor que les guía á la eternidad, la paloma que les anuncia el término del gran diluvio de lágrimas en que se ahoga nuestra vida. Allí entonan himnos á un tribuno oscuro, pobre, débil, que no ha sabido matar como los conquistadores, sino morir humildemente en ignominiosa cruz. De allí han salido estos confesores de la nueva fe, para sellarla con su sangre sobre las arenas de este mismo circo. El anciano, el jóven, la tierna doncella han oido sin estremecerse el maullar del tigre asiático, el rugir del leon africano. Las fieras hambrientas han salido de las grandes jaulas que todavía en los cimientos del circo se ven, y han clavado sus garras y sus dientes sobre los cuerpos indefensos de los mártires. Miéntras se repartian las panteras, las hienas, los tigres, los leones sus restos palpitantes; miéntras bebian con furor insaciable la sangre, los romanos aclamaban al césar creyendo que con aquellos miembros devoraban las fieras una supersticion, y con aquella sangre se bebian las fieras una idea. Y los césares han muerto, y los pretorianos se han dispersado, y las piedras del Coliseo han caido, y una nueva idea ha reemplazado á las antiguas ideas, que, convirtiéndose de perseguida en perseguidora, ha intentado á su vez destruir nuevas sectas, ahogar nuevas creencias, no pudiendo llegar con sus excomuniones, ni con su inquisicion, ni con sus tormentos, al disco inmortal del espíritu humano, que brilla eternamente entre las ruinas y entre los dioses, entre los pueblos que mueren y los pueblos que empiezan, entre las creencias y los dogmas, como el sol perenne entre los coros de los mundos. LOS SUBTERRANEOS DE ROMA. En Roma suspende y maravilla la ciudad que sobre la tierra se eleva; pero suspende y maravilla tambien la ciudad que en las entrañas de la tierra se esconde. Sobre aquellos muros mece el viento la hiedra y el jaramago; descubre la conciencia el ideal y la fe de otros siglos. Bajo aquellos muros, donde las sombras se espesan, donde la frialdad y la humedad de la noche se eternizan; por las cuevas y las grutas abiertas en las profundidades del suelo podrán correr ahora solamente los fuegos fatuos, producto de tantos huesos como allí amontonaron los tiempos; más han corrido en otros dias, solemnes para el espíritu humano, las ideas que vivificaron la conciencia de la humanidad y que esclarecieron y realzaron sus altares. Yo me dirigia con religioso respeto á los sitios consagrados por la veneracion de tantas generaciones; yo me dirigia con el espíritu henchido por multitud de ideas. Las campiñas romanas invitan á meditar sobre la fragililidad de los poderes más fuertes y sobre la inania de las mayores y más respetadas majestades terrestres. De aquel pueblo, que llenaba el mundo, no se encuentra ni la sombra. De aquellas instituciones, que sostuvieron sobre sí el peso de tantos siglos, no se ven ni los restos. Algunos muros, algunos arcos, algunas columnas, inscripciones borrosas, sepulcros destrozados, mutiladas estatuas semejan los restos de un gran naufragio, los despojos de una inmensa tempestad. Yo comprendo allí, entre tantos destrozos, el misticismo que de algunas almas se apodera; el desprecio de este frágil mundo, en que todo se pierde, y se gasta, y se consume; la aspiracion al descanso de la muerte; la impaciencia generosa por la posesion de lo infinito en otro mundo ménos incierto y más duradero. Yo mismo, que tengo las ideas de mi tiempo, que creo en la perennidad del Universo, que miro la muerte, no como el aniquilamiento, sino como la renovacion; yo mismo sentíame inclinado á ciertas melancólicas reflexiones, y me imaginaba oir, ya la trompeta del juicio sonando sobre los orbes desquiciados, ya las lamentaciones de los profetas gimiendo sobre las destrozadas ciudades. Yo veia en los montes Apeninos, sembrados de ruinas, en las cordilleras de sepulcros diseminados por todas partes, en los arcos interrumpidos de los gigantescos acueductos, en las torres medio destrozadas como si las hubiera un rayo profundamente herido y desquiciado, en todos aquellos fragmentos de obras medio pulverizadas, algo de las grandes visiones apocalípticas, los restos de planetas esparcidos por las espaldas de los ángeles exterminadores en la soledad del espacio. La figura del tierno apóstol, que las artes plásticas han idealizado en las edades modernas; eternamente jóven como los dioses antiguos; elocuentísimo como los oradores helenos; semita que hablaba el lenguaje de Platon, y ponia el Verbo engendrado á la sombra del Pireo, entre los dogmas fundamentales del cristianismo; esta figura, que el Renacimiento ha realzado en sus cuadros y en sus estatuas, yo la veia allá, en Pátmos, entre el coro de las islas griegas, cuyos horizontes sonrien como la mirada de las sirenas; á la vista del azul Mediterráneo, henchido siempre de espíritu pagano y entonando en sus ondas, sembradas de corales, el antiguo himno clásico; yo veia esa figura ideal, mística como la oracion, dulce como la esperanza; yo la veia en el momento de recoger todas las iras de su raza proscripta, y trazar en el último apocalípsis el castigo de la prostituta Babilonia, miéntras los ángeles buenos y los ángeles malos combatian rudamente en los aires, y las piedras chocaban con las piedras en los planetas, y los muertos andaban buscando, roto el sudario y entreabierta la sepultura, sus carnes en las ruinas amontonadas, en el barro amasado con lágrimas y sangre, para presentarse al último juicio que ha de escuchar en el momento supremo de la boca de su Eterno Juez todo el Universo. Íbamos á las Catacumbas, é íbamos entre montones de ruinas. La desolacion del paisaje no era, sin embargo, tan grande como la tristeza del alma. Desterrados, errantes, sin patria, nuestro pensamiento y nuestro corazon tenian tambien, guardaban tambien ruinas como aquel inmenso y volcánico suelo de las grandes desolaciones. Todo recordaba la muerte. Hubiéramos creido hallarnos en esferas, más que terrestres, infernales, si la naturaleza, con el rocío matinal que descendiera de los aires, con la verde hierba que se levantaba entre las junturas de las piedras, con las flores primaverales que coronaban la hierba, con las mariposas que se mecian sobre las flores, con las hojas tiernas recien brotadas de las yemas, con los nidos cincelados ya entre el follaje, no hubiera querido recordarnos en tibia mañana de Abril la perennidad de la vida y la eterna alegría de sus espléndidos festines. ¡Oh naturaleza! Inmóvil en medio del movimiento, una en medio de la variedad; empapada en el éter que la penetra por todos sus poros, y que forma como su atmósfera, como su espíritu; bajo la sucesion contínua de seres orgánicos que cambian y se trasforman, permanente é inmodificable; sujeta á la muerte y eterna; sujeta al límite é infinita; difundida en la inmensidad del espacio y concretada en seres orgánicos; desde los astros que irradian su luz por las esferas, á las flores que empapan con sus aromas los aires; desde los gases impalpables que se desvanecen, á las sólidas cordilleras que mezclan con sus ventisqueros, donde la nieve blanquea, sus volcanes, donde reluce el fuego central; desde la nebulosa que lleva en gérmen orbes infinitos, á los grandes y gigantescos mundos, ya cansados de bogar por los espacios; desde el grano de arena que la onda remueve, á las últimas estrellas de la Vía Láctea, cuyo resplandor tarda veinte mil siglos en llegar hasta nosotros, pobres desterrados adheridos á este pequeño planeta; en todo ese círculo, cuyo centro se halla, como dice la sabiduría moderna, en todas partes, y cuya circunferencia en ninguna, ¡ah! no sucede el aniquilamiento total ni de una sola molécula; no existe, no, la nada; sombra de nuestro pensamiento, aprension de nuestra poquedad, fantasma de nuestros sentidos, idea sin realidad, que las tristes limitaciones de nuestra lógica y la incurable imperfeccion de nuestro lenguaje nos ha obligado á poner en el eterno océano de la vida. Es verdad que algunos astros se han apagado en nuestro sistema solar, como faunas y flores enteras han desaparecido en nuestra corteza terrestre; pero ni se ha extinguido el calor de la vida universal, ni ha cesado el crecimiento y el progreso de más perfectos organismos. Entremos, pues, en estas cavernas de ruinas, con el pensamiento puesto en la idea de lo infinito y el corazon puesto en la esperanza de la inmortalidad. La más visitada de las catacumbas es la catacumba de San Sebastian; y la más digna de estudio detenido es la catacumba de San Calixto. Á unas cuatro millas hácia el Oriente de Roma, entre la Vía Apia y la Vía Ardeatina, bajo montones de escombros donde se encuentran toda clase de restos despedazados, junto á bosquecillos de cipreses que aumentan la tristeza y la solemnidad del paisaje, enciérrase la más vasta y la más bella de las necrópolis cristianas, refugio de los perseguidos, vivero de los mártires, descanso de los muertos, templo de los vivos, asamblea de aquellos audaces innovadores, que traian una nueva luz á la historia y un nuevo ideal á la vida. Yo aconsejo á todos cuantos me leyeren que no vayan á contemplar estos sitios, sagrados por tantos conceptos, sin llevarse los libros, y sobre todo los planos, del célebre arqueólogo católico Rossi. Así como el explorador de los bosques de América, de la tierra del porvenir, penetra, de su cortante hacha armado, en aquellas selvas inexploradas, y derriba los árboles, y ahuyenta los reptiles, y arranca las enredaderas, y crea habitacion á la familia, espacio al trabajo, este arqueólogo, explorador de un mundo subterráneo, se sumerge en las sombras, en el asilo de las aves nocturnas, bajo vacilantes bóvedas, entre laberintos de grutas, expuesto á ser aplastado por un desplome de las frágiles paredes, á perderse para siempre en cualquier recodo de aquellas ciudades de tumbas, en aquel infierno de palpables tinieblas, confundiendo su esqueleto con los muertos que ha intentado arrancar al silencio de triste é ingratísimo olvido. ¡Cuántas veces la esponjosa toba llovia su menuda lluvia de arena sobre la frente de aquel hombre! ¡Cuántas veces un alud de piedras, de ladrillos, rodaba hasta sus plantas y le envolvia en espesas nubes de polvo, que embargaban toda respiracion á sus fatigados pulmones! ¡Cuántas veces perdia el derrotero en aquel inmenso laberinto, el norte en aquel océano de tinieblas, y se imaginaba haber perdido tambien toda salida, y haber topado con segura muerte por sed, por hambre! Pero á la incierta luz de mortecina lámpara, minero audaz del espíritu humano, buzo de los abismos del tiempo, leia la inscripcion trazada quince siglos ántes por uno de aquellos sectarios, que acababan de recoger en el Circo Máximo los despojos humanos, y confiarlos á la tierra, entre oraciones, cuyos ecos áun se oyen allí; entre lágrimas, cuyos vapores todavía no se han desvanecido en aquella atmósfera bendita. Lo primero que pasma, cuando á los subterráneos se desciende, es el gigantesco trabajo empleado por los que abrieron, sin tener los medios mecánicos y químicos de nuestra civilizacion, aquellas ciudades subterráneas. Aunque se haya dicho que las catacumbas fueron abiertas en las canteras, su carácter especial, sus galerías sobrepuestas, pues hay hasta cinco pisos de tumbas; su disposicion, que tiene cierta regularidad, revelan un plan, perfectamente concebido y madurado, al cual se sometia y subordinaba la edificacion de estas celdillas, donde los grandes elaboradores del nuevo dogma depositaban la miel de sus ideas, que habia de alimentar á tantas generaciones. Hasta la naturaleza del suelo se estudiaba con detenimiento y con verdadera ciencia. Evitábanse las arcillas y gredas, las marismas, todo terreno que conservára fácilmente las aguas, y se cavaban los templos y los sepulcros en la toba granular, volcánica, más fuerte, más consistente, ménos accesible á la humedad, forjada por el fuego creador, y apta á todo género de construcciones duraderas. Mas era necesario preservar aquellos asilos, no solamente de los ataques de la naturaleza, sino tambien de las cóleras de los hombres. Para conseguir este fin, buscaban los cristianos la sombra de las leyes. Y la ley romana protegia sobre todo y ántes que todo en el mundo los lugares consagrados á las sepulturas. El suelo que era propiedad de la muerte no tenía el movimiento de la vida. Vendida, legada, donada una propiedad, una finca, ni venta, ni testamento, ni donacion alcanzaban al sepulcro, siempre exceptuado, siempre en poder de las familias que allí guardaban las cenizas de sus deudos. Así podian abrir fosas profundísimas en el suelo, elevar monumentos á las alturas, y con el nombre de áreas adyacentes, unir muchos terrenos anejos al sepulcro, y como el sepulcro, sagrados. Los cristianos aprovechábanse para sus cementerios de estas garantías de las leyes, y señalaban un terreno cualquiera, y abrian galerías subterráneas, y depositaban allí los vasos de su culto, los muertos de su secta y de su familia. Una serie de áreas romanas constituia el núcleo verdadero de las catacumbas. Así, por el respeto supersticioso de las leyes á la propiedad infiltrábase la oracion libre y el culto á los muertos. Los mismos emperadores que perseguian á los cristianos como creyentes, respetaban á los cristianos como propietarios. La propiedad colectiva, que era la propiedad cristiana de los primeros tiempos, tenía existencia legal en los códigos y amparo eficaz en los tribunales. Si hay confiscaciones como en los reinados de Valeriano y de Diocleciano, son confiscaciones pasajeras, excepcionales, interrumpidas, borradas pronto por una restitucion, que prueba la perennidad del derecho, como la restitucion de Galieno y de Magencio. Y sin embargo, el Imperio persigue las asociaciones ilícitas, y declara asociaciones ilícitas las asociaciones religiosas, que amenazan á la integridad de su vida amenazando á la integridad de sus dogmas. Y Roma, que reconociéndose epílogo y síntesis del mundo antiguo, admite en sus templos todas las divinidades nacidas en el seno de los pueblos asiáticos, Roma rechaza el Dios de los judíos, el Dios de los cristianos, sin duda porque los demas dioses son, como los suyos, dioses de la naturaleza, en tanto que el Dios cristiano y judío es el Dios del espíritu, que viene á sustituir á la verdadera y poderosísima diosa de la tierra, á la diosa Roma. No obstante este ódio, comprobado por tantas persecuciones, respetábase toda asociacion benéfica que tuviese por objeto enterrar á los muertos, orar por los muertos: no se le preguntaba por su dogma religioso cuando se la veia reunirse para prestar culto á la inmortalidad. Bajo tal respeto á la muerte se anidaban los cementerios y los templos. Y cuenta que el cementerio cristiano exigia verdadera amplitud. Los romanos quemaban sus muertos, y recogian las cenizas en vasos de mármol ó de pórfido; miéntras los cristianos, que creian, no sólo en la inmortalidad del alma, sino en la resurreccion de la carne tambien, guardaban los cadáveres íntegros en el fondo de las sepulturas. Así las ciudades de los muertos alcanzaban proporciones tan colosales como las ciudades de los vivos. Así bajo los arcos de triunfo, bajo los circos llenos de magnificencia, bajo los templos donde se congregaban los dioses que se creian eternos, bajo los palacios donde reinaban los césares, que se creian omnipotentes; á los cuatro puntos del horizonte, extendíanse verdaderas ciudades de sepulcros, con sus calles, con sus encrucijadas, con sus plazas; ciudades de la muerte, que, sin embargo, avivaban en sus sepulturas un nuevo espíritu, el cual habia de matar á la antigua Roma, y animar sobre sus restos otra civilizacion. Nótase una diferencia entre las catacumbas del siglo I y las catacumbas de los otros siglos; del siglo III por ejemplo. Aquéllas eran más hermosas y estaban más ornamentadas. Empleábanse en el siglo I los mármoles con frecuencia; los estucos brillantes, los colores vivos, los relieves artísticos, los frescos dignos de figurar junto á los frescos de Pompeya, las inscripciones clásicas con retumbantes y nobiliarios nombres de familias aristocráticas, los sarcófagos monumentales, todo construido, todo hermoseado por aquellos artistas, un poco paganos, es verdad, que llevaban todavía en sus pinceles y en su cincel artísticos todos los jugos de las inspiraciones clásicas; pero que representaban el tránsito de un término á otro término de las ideas, y de una época á otra época de la historia. Así es la vida. Las revoluciones más trascendentales se apartan tímidamente de su orígen y se agarran á las instituciones mismas que van á destruir. La Iglesia, aunque nace bajo la maldicion de la sinagoga, recoge y consagra los libros, usa y difunde el lenguaje de la sinagoga. El cristianismo, aunque crece entre las persecuciones de los paganos, copia sus símbolos y santifica sus artes. La filosofía, aunque huye y se aparta de las ciencias teológicas, consagra muchos de sus apotegmas y encierra las fórmulas racionalistas en la terminología de las antiguas escuelas. Los pintores místicos de la Edad Media tienen su progenie en los pintores de las catacumbas. Aquí está la brillantísima genealogía de Cimabue y de Fra Angellico. Aquí la paloma, que servia en la antigua pintura para acompañar á Vénus, sirve para anunciar, con su ramo de olivo en el pico, la promesa de la resurreccion. Quizá no esté tan bien dibujada, tan bien cincelada como la serena paloma griega que ha construido su nido entre los mirtos, los lentiscos, y que ha acompañado con sus arrullos los himnos de los templos helenos; pero en cambio ha pasado bajo las blancas alas de la paloma cristiana, por todo su cuerpo demacrado, el relampaguear sublime de nuevo espiritualismo. Así es el alma humana. Cree el sentido comun que se ha transformado, que ha crecido por súbitas y milagrosas revelaciones, cuando se ha transformado, cuando ha crecido por un trabajo interior, perseverante, eterno, que ha elaborado lentamente las nuevas creencias, los nuevos dogmas; alimento de tantas generaciones, atribuido en los arrebatos del corazon y de la fantasía á milagros de los profetas, de los ángeles, de los reveladores, no de otra suerte que el artista, el poeta, atribuye á la sonrisa de la casta Musa, escondida en los pliegues del aire, en los arreboles del cielo, la inspiracion que á raudales brota de su propia alma. Pero, como las catacumbas de los tiempos apostólicos son más bellas y más ricas que las catacumbas de los tiempos posteriores, cuando ya se habia difundido el cristianismo, yo no puedo atribuirlo á lo que lo atribuye el Conde de Richemont en su erudito libro sobre la primitiva arqueología cristiana; yo no lo atribuyo á que las clases más nobles pertenecieran á la religion más nueva. No. La historia desmiente este aserto. La fuerza misma de la asociacion cristiana obró las maravillas de las primeras catacumbas. Los artistas, que pertenecen siempre á lo pasado por la poesía de los recuerdos, á lo porvenir por la poesía de las esperanzas, fueron tocados en el corazon por la nueva fe, y expresaron sus sentimientos en la soledad de las catacumbas. La misma insignificancia de la secta perseguida sirvióle de incontrastable escudo contra los perseguidores. Los primeros césares temian á los estoicos, cuyo sentido humanitario contrastaba la idea fundamental romana, la idea de la superioridad incontestable de la gran ciudad; pero no temian á los cristianos, confundidos con aquellos judíos que trajeran cautivos de la toma de Jerusalen, y que arrojaban con menosprecio á las fiestas del Circo, para que sus combates, sus agonías, sus estertores, su muerte, sirviesen de solaz al hastiado pueblo. Cuando el cristianismo creció, como en el siglo III; cuando el número de sus iglesias aterró á los que veian arruinarse en la soledad y en el abandono los paganos templos; cuando coincidieron con estas tendencias de los espíritus á separarse de la antigua fe, tendencias de los pueblos á separarse tambien del antiguo Imperio; cuando entre tantas ruinas morales y materiales se dibujaban como bandadas de cuervos, viniendo á lanzarse hambrientos sobre un cadáver insepulto, las irrupciones de los bárbaros, que ponian espanto con los aullidos de sus gargantas, y la vibracion de sus armas, y la ferocidad de sus instintos; los últimos romanos atribuyeron sus desgracias á los primeros cristianos, los cuales, perseguidos, acosados, como una nueva fuerza más que como una nueva idea, se refugiaron en catacumbas abiertas de prisa, enlazadas con las viejas canteras, sin pinturas ni relieves, porque no eran, no, templos de religiosos, sino madrigueras de fugitivos. Habiamos ido desde las catacumbas de San Sebastian á las catacumbas de San Calixto. En las primeras nos condujo rápidamente un fraile, guiándonos, vela en mano y largo recitado en labio, por aquellas cavernas. En las segundas nos acompañó un guía laico, mucho más instruido y mucho ménos presuroso, cuyas noticias parecian más bien aprendidas en experiencia propia que en ajenas recitaciones. La oscuridad era grande, completo el silencio. Pareciamos descendidos de las tempestades superiores de la vida á las espesas sombras de la muerte. Nos internábamos, y nos internábamos mucho. Si la luz que nos guiaba se hubiera extinguido, ¡cómo saliéramos nosotros del abismo! Y sin embargo, ¡qué reposo! ¡Qué especie de tranquilidad en aquella region de la muerte! Los fugitivos que allí se escondieron dominaron al mundo. Las ideas que allí se plantáran cubrieron con su benéfica sombra, por espacio de muchos siglos, los altares, los templos; alimentaron con su calor las conciencias; sostuvieron el corazon humano con sus esperanzas. ¡Quién, al ver las dos sociedades, no hubiera dicho que la subterránea estaba destinada á desaparecer, y la superior, la que al aire y á la luz se esperezaba en el placer y en el vicio, destinada, por su falso brillo, por su poder aparente, por la fuerza que fingia, por los cortesanos que la cercaban, á durar siglos de siglos! Arriba los césares, el Senado ceñido de laureles, el ejército, en cuyas armaduras relumbraba el sol de las batallas; los sacerdotes, que eran oráculo de lo pasado y nuncios de lo porvenir; los cortesanos en legiones innumerables, los esclavos en la ergástula, los gladiadores en el circo, los arcos de triunfo, los monumentos colosales, los obeliscos, testigos de tantos siglos y despojos de tantas batallas; miéntras que abajo sólo habia sectarios oscuros, débiles, soñando con una redencion moral en medio del envenenamiento de las costumbres, teniendo por toda fuerza sus oraciones, por toda victoria sus martirios. Arriba los templos eran magníficos, rodeados de prados y jardines, donde cantaban en pajareras várias aves innumerables; precedidos de vestíbulos de mármol; ornados de maravillosas estatuas, debidas al cincel que trasmitiera á las inertes frias piedras todo el calor, toda la vida del alma; convertidos en museos de antigüedades por la conservacion de las espadas que esgrimieran los primeros héroes, y de los trofeos que encontráran, así en las ciudades como en los campos, los primeros conquistadores; miéntras que abajo, en las sombras, junto á estos milagros del arte, junto á estas maravillas de la historia, el sombrío templo cristiano, abierto como las madrigueras de las alimañas salvajes, ornado sólo por algunas humildes figuras, que simbolizan el dolor, amenazado por la crueldad del despotismo, avivada y recrudecida en las embriagueces de la orgía. ¡Quién hubiera dicho que habian de triunfar estos humildes sectarios! Asombra ver cómo se burlaban de ellos los más aplaudidos escritores de la antigüedad. Luciano ha dejado entre sus inmortales escritos la carta burlesca sobre un mártir cristiano llamado Peregrino. Este desdichado se figuraba que era inmortal, y que, por ende, habia de vivir perpétuamente. Despreciaba, en consecuencia de esta fe, los tormentos y pedia la muerte. Como el sofista crucificado habia persuadido á los suyos de que todos los hombres deben tenerse por hermanos, ponian sus bienes en comun, y, víctimas de la ignorancia, caian en manos de los más codiciosos ó de los más hábiles. Coronaban todas sus insensateces con la magna insensatez de morir en las llamas. De tan acerba manera juzgaba á los renovadores del mundo un escritor de talento, un filósofo de elevadas ideas, un satírico de primer órden. Y eso que sentia el hielo de la muerte discurrir por las venas de la antigüedad. Y eso que los dioses del pagano culto y los filósofos de la griega ciencia merecian todas sus despiadadas burlas. Y eso que debia sentir en el fondo de su alma conturbada la necesidad de la renovacion. Pues aquellos fanáticos en creencias, supersticiosos por temperamento, recluidos en tinieblas, creyentes en el sofista crucificado; los predicadores insensatos, los sectarios apasionados, los débiles, los pobres, los ignorantes, eran, despues de todo, los llamados á despertar, esparciendo la llama viva del espiritualismo sobre su frente, al mundo ébrio y corrupto, que emponzoñaba con sus orgías y con sus vicios, no solamente la conciencia humana, sino la misma naturaleza material. ¿Qué fuerza tenian, qué fuerza? ¿Armas? Su palabra. ¿Riquezas? Su fe. ¿Poder? El de su resignacion al sufrimiento. ¿Legiones? Las legiones de los mártires. ¿Propiedad? La de sus tumbas. Lo que tenian realmente, era una fuerza que es incontrastable, un arma que no se mella nunca, una riqueza que no se pierde, una propiedad que no se acaba: la misteriosa luz sin noche y sin ocaso, el vívido fuego que vivifica y no quema, el alma inmortal de la naturaleza, el motor de la sociedad, el aire en que perpétuamente respiran las almas; la idea, uniendo á ella el sentimiento, que ha recibido de los cielos el dón de los milagros; la fe viva, profunda, en esa idea. Los vencidos vencieron, los proscriptos reinaron, los muertos fueron dispensadores de la vida, los débiles domaron con sus manos, traspasadas por los clavos de la cruz, la salvaje fiereza de los bárbaros, y su ideal maldecido se transformó en el sagrado lábaro de una nueva vida. Imposible que estas reflexiones no asalten y no posean con fuerza á cuantos vayan por aquel inmenso laberinto de calles subterráneas. Son los surcos donde se plantaron los gérmenes de las ideas cristianas. Allí estuvieron largo tiempo, guardados de la persecucion, como la semilla del trigo bajo los hielos del invierno. Allí brotaron á la luz. Los mártires de una idea progresiva resucitan siempre. La obra que construyen no se interrumpe, aunque lo parezca á nuestra mezquina vista, incapaz de abrazar en su conjunto, como el Universo material, el Universo moral. Nosotros, ajenos á toda enemiga contra ninguna de las ideas que han contribuido á la educacion de la humanidad, hijos de este siglo eminentemente sintético, mirábamos y admirábamos enternecidos el lugar donde se fraguó la gran revolucion moral contra los excesos del sensualismo antiguo. Los signos epigráficos, las figuras medio borradas, los jeroglíficos esculpidos en las piedras tumulares, las imágenes sagradas de aquellos tiempos nos trasportaban á su tempestuoso seno. Parecíanos oir la salmodia religiosa medio reprimida por el terror; ver la llegada de los que traian los restos de los mártires recien cogidos en el espoliario del Circo, para depositarlos en las urnas, y alzar al pié de estas urnas el pequeño altar donde ardia la mística lámpara. Ya pintados al fresco, ya esculpidos en las piedras, veiamos el pescado milagroso, que representaba al Salvador; las áncoras, símbolos de la esperanza; el cayado y el odre del buen pastor; el cordero resignado al holocausto; la nave de la Iglesia desafiando todas las tempestades; la viña mística, cuyos racimos y cuyos sarmientos llenaban la tierra; la mujer divina deslizándose sobre las aguas del mar con su niño entre los brazos y la estrella sobre la frente; la cena en que se repartia el pan eucarístico entre los primitivos cristianos, cena frugal, alimento del alma, protesta viva contra las orgías del Imperio; la resurreccion de Lázaro, saliendo rejuvenecido, hermoseado, de su sepulcro, merced al Verbo divino, que cayera sobre sus huesos y lo despertára á la nueva vida, como la doctrina evangélica al Viejo Mundo. No puedo yo entrar en las controversias artísticas que han suscitado los eruditos fundadores de la arqueología cristiana. No puedo decir si, como quiere M. Raul Rochette, estas pinturas se han inspirado en el arte antiguo, ó si han espontáneamente nacido de la nueva fe, como quieren el caballero Rossi y su erudito comentador frances, que en otro lugar he citado. Hame sucedido como á éste; no he visto el cielo que veia Ozanan en los ojos de las orantes. No he visto ni siquiera la expresion espiritual de las tablas de la Edad Media en los frescos de las catacumbas. He visto que los rostros tienen algo de la impasibilidad inconmovible de la pintura antigua. Pero se observa que el arte no está en la serenidad clásica, en aquella compenetracion de la forma y del fondo, que le daba un carácter olímpico. Algunas gotas de plomo derretido han abrasado aquellas carnes. Algunos relámpagos de un ideal infinito han pasado por aquellos ojos. Las formas se retuercen de dolor, y los labios suspiran de nostalgia. Son las larvas misteriosas de donde saldrán, en la sucesion de los siglos, los ángeles de Fiessole, los mártires de Fra Bartolomeo, las Concepciones de Murillo, las Vírgenes de Rafael. Así el pintor que contempla estas figuras simbólicas, puede ver en ellas, extasiado, los primeros blasones de la genealogía del arte moderno, de ese arte pictórico en que hemos superado á los antiguos. Pero ¡ah! cristianos ó filósofos, adictos á lo pasado ó adictos á lo porvenir, hombres de fe ó de ciencia, cuando penetrais en aquellos abismos, cuando caeis en aquellas tinieblas, cuando columbrais los borrosos frescos ó palpais los sacros relieves, sentís discurrir por vuestras venas un estremecimiento de terror, como el que produce siempre la contemplacion de lo sublime. En mí confieso que todos los sentimientos y todos los recuerdos de la infancia se levantaban como en tropel y me poseian, como si la primera fe áun estuviese viva. Recordaba yo la humilde iglesia de mi lugar con sus fiestas religiosas; la Vírgen-Madre entre nubes de incienso y acentos del órgano; las procesiones que salian á bendecir los campos en las mañanas de Mayo, cuando las amapolas alzaban sus corolas entre los trigos, y las zarzas se cubrian de rosillas; el cántico de las letanías, repetido por innumerables voces; los acentos de la campana, difundidos en los aires, llamando á la oracion, miéntras los últimos resplandores del dia espiraban sobre las crestas de los montes, y las primeras estrellas de la tarde nacian en la inmensidad de los desiertos cielos. Mas cuando estos sentimientos del corazon dejaban espacio á las ideas, yo veia el poder de una nueva creencia, que aparece en momentos propicios, en el momento de una muerte irremisible de la antigua fe. Este sentimiento no os deja ni un momento cuando vagais por aquellos subterráneos, cuando á vuestros mismos ojos pareceis cadáveres ambulantes en aquellos inmensos panteones. La oscuridad, la lobreguez, el silencio, si por mucho tiempo se prolongan, os fatigan, os hielan, os petrifican. Necesitais el aire tibio, la luz, la luz sobre todo. Así, cuando salimos de las catacumbas, y respiramos en la atmósfera de la campiña latina, y contemplamos el sol centelleando en las nieves del Apenino, y olimos el aroma de las hierbas humedecidas, de las flores recien brotadas, y escuchamos el piar de los pajarillos que abrian sus gargantas en los nidos al alimento y á las caricias maternales, miéntras las golondrinas subian á los cielos y el ruiseñor gorjeaba en las vecinas enramadas, no pudimos ménos de bendecir á la Naturaleza, que ofrece un teatro eterno á todas las tragedias, y páginas infinitas á todas las epopeyas de la historia. LA CAPILLA SIXTINA. Roma es la ciudad de las tristezas eternas. Sus cipreses murmuran una elegía. Sus fuentes lloran la muerte de algun dios. La luna, al reflejarse en sus mármoles, evoca legiones de blancas sombras. Por doquier muestra amontonadas las ruinas con sus coronas de ortigas. Un ejército de Titanes ha sido precipitado en el polvo de esta ciudad, asentada sobre urnas funerarias. Las piedras gigantescas, los muros ciclópeos, las columnas colosales son los huesos de esa raza vencida por los rayos del cielo, aniquilada por las maldiciones de Dios. Jamas un volcan extinguido por el frio de los siglos fué tan majestuoso en la estéril soledad de su cráter, como esta Roma muerta. Jamas los huesos de los fósiles, incrustados en las montañas por el diluvio, enseñaron tanto como esos ladrillos diseminados en las cenizas, como estas piedras con sus inscripciones borrosas. Todo es desolacion. Vagais entre sepulcros vacíos. La muerte no ha perdonado ni las cenizas de los muertos. La naturaleza, en su voracidad insaciable, ha metamorfoseado los huesos caidos sobre sus profundos senos. Y los átomos de César, de Sila, de Cincinato, de Camilo, quizá ruedan en el polvo barrido por el aire, quizá matizan ténuamente las frágiles alas de una mariposa, ó se dilatan por las fibras de la hierba que siega con su afilado diente la salvaje cabra. Y sin embargo, cuando estaban agrupados sobre un esqueleto, cuando la sangre hirviente los regaba, cuando las entrañas, como otros tantos hornillos, mantenian el calor de la vida, esos átomos soportaban el peso del cielo, regulaban á su placer el mundo, y dirigian la humanidad con una frágil espada, hoy enmohecida, al cumplimiento de sus destinos. Pero ¿qué resta de todo esto? Unas cuantas capas de polvo amontonadas sobre otras capas de polvo, donde se han perdido y se han borrado los césares y los tribunos, los vencedores y los vencidos, los romanos y los bárbaros, los señores y los esclavos; sin que pesen más en la balanza del universo y en la gravitacion del globo unas que otras cenizas. Despues de haber andado largo tiempo entre tantas ruinas, echais de ménos los habitantes, pero habitantes á la altura del coloso. Nada importa el ave nocturna que se esconde en el hueco de un sepulcro; nada el murciélago que sale de una catacumba; nada el buho ó el cuclillo que cantan en la soledad de la noche sobre las piedras del Coliseo. Quereis, repito, ver habitantes á la altura del coloso. Inútil buscarlos en una raza degenerada y sierva. Los dignos habitantes de Roma son los hombres de mármol tallados por el cincel en piedras inmortales. Son las figuras dibujadas en los muros por el genio. Y entre estas figuras, las que tienen todavía el fuego sagrado en la frente; las que guardan la fuerza del heroísmo en los músculos y en los nervios crispados por las chispas del pensamiento; las que respiran la tempestad en la ancha fragua de sus colosales pulmones; las que pueden sostener el cielo con su frente, y dejar bajo sus piés una huella indeleble en la tierra, son las figuras de Miguel Ángel. Parece que despues de haber estado caido en el polvo mil años el genio del Capitolio, arrullado por los Misereres de la Edad Media, ha sacudido su pesado sueño un dia, se ha levantado arrojando las montañas de ruinas amontonadas sobre sus espaldas, y ha ido á buscar ese Titan del arte, ese Miguel Ángel siniestro, solitario, tétrico, sublime, para comunicarle el soplo de su espíritu, y pedirle en cambio que dejára grabadas sobre los muros de la Roma católica las sombras colosales de la Roma antigua. Así debian ser de fuertes, de fornidos, de hercúleos, los héroes romanos; ese pecho fortísimo necesitaban para infundir con su aliento un espíritu á la humanidad; esos brazos nervudos para manejar el caballo de guerra y llevarlo vencedor desde las orillas del Tígris á las orillas del Bétis; sobre esos anchos hombros descansaba la tierra como sobre otras tantas cariátides; esa actitud forzada y casi imposible debian tener cuando asaltaban Jerusalen y Alejandría; sus manos parecen vibrar aquella lanza, con la cual abrieron las venas de los pueblos y los ingertaron fuertemente en su derecho; y las espaldas gigantescas se encorvan un poco, cual si trajeran todavía al pomerium la enorme carga de los dioses vencidos en toda la tierra. Esta fué la idea que en mí despertó la Capilla Sixtina, cuando la visité de vuelta de la Vía Apia, de la Vía de los Sepulcros. Al pronto, en aquel templo del arte, ahumado por los cirios y por el incienso, no descubrís más que las figuras colosales, y no os dais cuenta ni de la idea ni de los personajes que representan. Yo de mí sé decir que fuertemente conmovido por la larga carrera entre dos ó tres leguas de sepulcros, imaginaba ver en los Alcídes de la bóveda y en los varios grupos del Juicio Final, las almas escondidas en las ruinas; esas almas que flotan sobre las piedras, sobre los arcos ruinosos; esas almas errantes por la tierra del Foro, revistiendo formas humanas, colosales, violentas, como si el huracan del último dia del mundo las sacudiera, pero formas en debida proporcion y armonía con su histórica grandeza. Las figuras de Miguel Ángel son los héroes antiguos que han crecido en su sepulcro. La Capilla Sixtina toma su nombre de Sixto IV. El pontificado de éste fué agitadísimo. Maquiavelo aprendió parte de su política en la conducta de Sixto. Fué el primero que mostró cuán grande era el poder político de los Papas, y armando guerras contra los magnates de Italia, mereció ser atendido de todos y alabado por el autor del _Príncipe_. En su tiempo, y á sus instigaciones, murió asesinado Julian de Médicis en Santa María dei Fiori de Florencia, á la hora misma de alzar á Dios en la misa Mayor. Los Médicis, en cambio, colgaron de una ventana al Obispo nombrado por el Pontífice para Pisa. Las riquezas de Sixto IV montaban mucho, porque provenian de la venta de beneficios. Pedro Riario era cardenal á los veintiseis años, Patriarca de Constantinopla, Arzobispo de Florencia, y murió exhausto de oro, de sangre, á manos del placer, como Baltasar ó Sardanápalo. Las facciones combatian á la puerta del Vaticano y manchaban de sangre hasta las gradas de los altares de San Pedro. Pero la córte romana se enriquecia, y con estas riquezas levantaba capillas. Era este el tiempo en que por dinero se concedian permisos de robar á los bandidos, y en que un camarero decia á Inocencio VIII, que habia comprado la silla pontificia con simonías, y que habia vendido salvoconductos á los ladrones: «Procede bien V. S., porque Dios no quiere la muerte del pecador, sino que pague y viva.» Pero si la Capilla debe su nombre á Sixto IV, debe la maravillosa decoracion de la bóveda á Julio II. Este tiempo es el tiempo clásico de los horrores de Italia. Si, como dice Alfieri, la planta-hombre nace más robusta en la Península italiana que en el resto del mundo, y se conoce su robustez en sus crímenes, jamas ningun país los presenció tan grandes. Pisa espiraba en sus lagunas, despues de una resistencia que tenía algo de la furiosa locura del suicidio. Un Dux de Génova, alzado desde el movible seno de las clases plebeyas á la suprema dignidad, era asesinado, descuartizado; sus miembros, repartidos entre los enemigos, puestos como trofeos en los muros. Tres mil ciudadanos caian degollados sobre el suelo de Prato, al par que eran violadas las innumerables monjas de sus conventos. La nobleza veneciana moria tostada en una cueva de Verona, cuyos bosques ardian horriblemente. Ni siquiera fueron perdonados los niños de pecho. Era tan espantoso aquel tiempo, que hasta las mujeres se volvian crueles. Una campesina toscana descabezaba al soldado español que la habia robado á su hogar, y huia para presentarle á su marido, en desagravio de su honra, la lívida cabeza. Los suizos talaban el Milanesado, los alemanes Venecia, los franceses Ravéna, los españoles el resto de Italia. Allí Gaston de Foix se complacia en mostrar su camisa, roja de sangre italiana. Allí Bayardo ejercia las crueldades caballerescas de los tiempos feudales. Allí saltaban las minas inventadas por Pedro Navarro. Allí el Gran Capitan ganaba sus victorias á costa de cruentísimas luchas. Italia era un campo de matanzas. Hileras de insepultos cadáveres la cubrian desde los desfiladeros de los Abruzos hasta los desfiladeros de los Alpes. Pero en medio de todas estas catástrofes, el genio que truena, la voz que impera, es el genio y la voz de Julio II, austero en su vida, italiano en el fondo de su corazon, forjado para las batallas en el bronce del heroísmo; hábil hasta añadir ó sustraer á sus cálculos, como cifras aritméticas, los reyes y los emperadores y los pueblos; pagado de su autoridad religiosa, porque le sirve para afirmar su autoridad política, implacable en sus castigos como un sacerdote del antiguo Testamento, veloz como un condottiero para emprender correrías y asaltar ciudades hasta en los rigores del invierno; en la una mano los rayos espirituales para vibrarlos fuertemente y expulsar los herejes de la Iglesia; en la otra mano la mecha para encender los cañones y expulsar los bárbaros de Italia. Indudablemente hay una relacion de temperamento entre el papa Julio II y el artista Miguel Ángel. Aquél quiere extraer del fondo de las invasiones una raza de héroes que sirvan para sostener la patria, y éste del seno de las canteras otra raza de titanes que sirvan para excitar á la gloria. Así le propone á Julio II su sepulcro: una montaña de bronces y mármoles; ancha la base y elevada la cúspide; una gradería entre ellas de cornisas caprichosamente cinceladas; diversos genios en esas actitudes viriles, violentas, pero armónicas, cuyo secreto sólo él posee, teniendo sobre su cerebro mantenidas las cornisas y bajo sus piés encadenadas las naciones: las Virtudes y las Artes, por hermosísimas mujeres representadas, llorando y retorciéndose de dolor; sobre las cuatro esquinas de la primera cornisa, la Vida activa y la Vida contemplativa, San Pablo, cuya palabra es una espada, y ese Moisés que todavía nos aterra con su mirar, relampagueante como el Sinaí; arriba, sobre trofeos, tributos de la naturaleza y recuerdos de la historia, Cibéles, la tierra, sosteniendo una mortaja con la actitud de una Madre Dolorosa que abraza al Crucificado exánime en su amante seno, y mirando á Urano, el cielo, que todo lo remata sonriente, y que engarza el genio del Papa, como una estrella más, en el coro de sus bienaventuradas almas. Era aquella tumba un poema cíclico. Miguel Ángel corria á las montañas á buscar el mejor mármol. Llenaba de grandes piedras Roma. Luégo cogia su martillo, su cincel, y comenzaba á romper, á desbastar el mármol, buscando anhelante, sudoroso, con esfuerzos supremos, entre una nube de piedras que saltaban á sus golpes, la imágen tal como la descubria en su propia conciencia. Pero cuando estaba en el hercúleo trabajo empeñado, la envidia le mordió en el talon. Bramante, uno de los genios de aquella edad sobrenatural, quiso perderlo. Arquitecto principalmente el uno, escultor principalmente el otro, léjos de excluirse, debian completarse. Las grandiosas estatuas de Miguel Ángel parecen hechas para lucir bajo los atrevidos arcos de Bramante. Allí, entre aquellas largas líneas, bajo aquellas curvas prodigiosas, teniendo por decoracion uno de esos patios ó uno de esos templos cuyas perspectivas nunca se acaban, podian las estatuas de Miguel Ángel desplegar sus trágicas actitudes, sus titánicos miembros, que parecen sacudidos por los rayos de las ideas, y violentados por el esfuerzo supremo para subir desde la tierra al cielo. Se aborrecian Bramante y Miguel Ángel; pero se completaban. Así es la naturaleza humana. Aquellos dos hombres no sabian que eran los trabajadores de una misma obra. Por eso la historia no empieza á tener conciencia de sí misma, sino cuando la muerte ha pasado sobre sus héroes. Tales ejércitos, que se han combatido hasta aniquilarse sobre un campo de batalla; tales hombres, que se han odiado hasta herirse con la calumnia; tales genios, que se han perseguido mútuamente hasta querer borrarse de la tierra, como si no hubiera aire para todos, no saben, cegados por sus pasiones ú oscurecidos por el polvo de los hechos diarios, que mañana han de confundirse en una misma gloria, han de representar á los ojos de la posteridad una misma idea, han de tener en las hondas huellas dejadas por las obras de arte sobre el mundo los mismos adoradores y los mismos enemigos: que toda grande personalidad es un trabajador empleado en levantar esa serie inmensa de arcos triunfales llamados siglos, y todo espíritu individual es una faceta del prisma llamado espíritu humano, que descompone en mil matices la luz divina en la cual va bogando el Universo. La sociedad es como la naturaleza. El mal está en lo particular, en lo contingente, en los límites de las cosas; pero el mal desaparece en el conjunto, en lo universal, en lo eterno. Así os sucede que en ciertos siglos todos los individuos parecen perversos, todos los pueblos ciegos, todas las acciones malas; aquí un monstruo, allá una matanza, acullá una supersticion; y luégo, cuando la idea del siglo se desprende de aquel todo, resulta como benéfica nube henchida de consolador rocío que refresca los aires y empapa en vida nueva la tierra. En el Universo acontece lo mismo. El veneno, el rayo, la peste, las catástrofes, son accidentes que jamas llegan á perturbar la serenidad del conjunto, la vida que se desprende como una mansa cascada de los pechos de la naturaleza, la eterna luz del Cósmos. La víbora pica al hombre; pero no puede picar á la humanidad. La muerte siega al individuo; pero no siega á la especie. Me he sublevado siempre contra la idea maldita de la eternidad del mal. Por eso he combatido la otra idea, no ménos maldita, de la muerte completa y del completo aniquilamiento de la conciencia. Resolvemos todas las antinomias, todas las contradicciones por medio de la muerte. Mirad cómo Bramante y Miguel Ángel, que se han combatido en la vida, se han reconciliado en la inmortalidad. Pero prosigamos la historia de la Capilla Sixtina. Bramante inspira á Julio II la idea de encargar á Miguel Ángel los frescos de la bóveda. Pero el grande escultor ni siquiera conoce los procedimientos de la pintura al fresco, y así lo dice al Papa. Éste no admitia contradiccion, no toleraba que se le diera á la desobediencia ni siquiera la razon de las razones, la imposibilidad. El golpe iba asestado al corazon de Miguel Ángel, porque pintaba entónces á cuatro pasos de la Capilla Sixtina, en su inmortal serenidad y con toda suerte de prodigiosas venturas, Rafael, las estancias. El primer escultor de su siglo corria el peligro de quedar siendo el segundo pintor. Esta idea atormentaba su orgullo, pero no le descorazonaba. Viendo la imposibilidad de resistirse sin perderse, llama de Florencia á los pintores más hábiles en trazar frescos, aprende de ellos la parte de oficio que hay en todo arte, los despide. Y se encierra solo en la Capilla, contemplando aquella inmensa bóveda, alta, oscura, desnuda, vacía, semejante al espacio desierto ántes de la Creacion. Pero él va á poblarlo. Cuando mirais con atencion aquellas figuras, un extraño espejismo os hace creer que han sido pintadas en un relámpago. Se ve que han salido de los rayos de una tempestad y de las cóleras de un gigante. Sus labios están dibujados para exhalar una lamentacion de Jeremías, un terceto del Dante, una de las maldiciones del Prometeo de Esquilo. El alma de Rafael ha producido sus figuras, como diz que parió la Vírgen, sin dolor. Cada una de ellas parece nacida como Citerea, de las espumas del mar, en la concha de nácar, con la sonrisa en los labios, los rayos de la aurora en la frente y el cielo en los ojos. Una ola de aquella alma serena las ha depositado en las áridas riberas de la realidad. Las figuras de Miguel Ángel luchan, padecen, se retuercen, van montadas en las ráfagas de un huracan, tienen por luz un incendio, expresan la virilidad y la potencia del dolor, son los hijos gigantes de los estremecimientos desesperados de su genio en delirio, ansioso de marcar la realidad con el sello de lo infinito. Por eso parece que todas llevan en las carnes el hierro candente de la idea de aquel hombre, y gritan desesperadas desde la realidad por otro mundo infinito, como el náufrago por la tierra. Es necesario comprender todos los dolores que atenaceaban el corazon de Miguel Ángel cuando componia su obra. Rafael está siempre sostenido por su amada que le idolatra; por sus discípulos que le obedecen; rodeado de un coro de ángeles: el gran escultor está solo, separado del mundo, reducido á un coloquio perpétuo con sus ideas, sin amor y sin amistad, aislado como las grandes eminencias del globo, con la tempestad sobre su frente. Despues de haber aprendido los primeros procedimientos, ensaya el comienzo de su gigantesco poema. Sus colores se descomponen, las pinturas se caen á pedazos. Inmediatamente corre á ver á Julio II para pedirle que le libre de su compromiso. El Papa insiste: San Gallo, pintor, le da un medio sencillo de evitar la dificultad. Luégo el tablado que le ha construido Bramante se halla suspenso del techo por medio de cuerdas. Á cada estremecimiento de su pincel, que parece un manojo de rayos, el tablado se balancea. Miguel Ángel construye otro completamente fijo y completamente seguro. Por fin traza el cielo que contendrá sus figuras. Pero inmediatamente que tiene el espacio, le asalta la desesperacion, nacida del temor de no llenarlo. Cierra la Capilla con llave, y se lanza á todo correr solo, como un loco, por la campiña romana. Los arcos destrozados, los acueductos parecidos á gigantes esqueletos, las ruinas sobre cuya mole se asienta el pastor y por cuyos costados sube la cabra; los Apeninos tachonados de nieve en su cima y de cadáveres de pueblos en sus faldas; los cipreses, los sauces, los pinos, que dan á todo el paisaje aspectos del más vasto cementerio que han visto los hombres; las lagunas cubiertas de juncos y atravesadas por los salvajes búfalos y por tristes barcos donde van acostados seres semejantes á muertos reaparecidos en la tierra; los sepulcros dorados por el sol como fragmentos de planetas destruidos sobre aquella desolacion; las nubes fantásticas que parecen evaporaciones de las cenizas, volcanes flotantes entre los espejismos del desierto más poblado de ideas que hay en el globo; todo aquel espectáculo debia fortalecer el alma del titan y obligarle á producir lo que es superior á las fuerzas humanas: una obra sublime. Pero necesitaba hallarse abandonado á su soledad y á su inspiracion. El tiempo es el grande auxiliar de las obras de arte. Contra su inspiracion, contra su soledad, contra su tiempo, se habia conjurado la impaciencia del Papa. Era viejo y deseaba ver la obra ántes de su muerte. Tres maravillas debia hacer ó inventar Miguel Ángel para Julio II: su sepulcro, su estatua, la bóveda de la Sixtina. El sepulcro se interrumpió por difícil y costoso. La estatua de bronce, levantada en una plaza de Bolonia, fué convertida por los boloneses en pieza de artillería. Llamábanla Juliana, y la disparaban contra el Papa. Solamente le quedaba para su gloria la Capilla Sixtina. Apoyado en su báculo, el Papa entraba á interrumpir, impacientar, apresurar al artista. Miguel Ángel dejaba caer un tablon á sus piés.—«¿Sabes que si llega á darme en la cabeza me mata?»—gritó el Pontífice.—«Todo lo evitára Vuestra Santidad con no venir á distraerme»—le contestaba el pintor. Julio II aprende la leccion y se va. Pero á los pocos dias, cuando más entregado está Miguel Ángel á su furia creadora, aparece el Papa.—«¿Cuándo acabarás?»—le pregunta.—«Cuando podré»—contesta Miguel Ángel, encubriendo sus figuras con espeso velo negro que envolvia toda la bóveda. Otra vez se empeña Julio II en ver las figuras, agitado de impaciencia. Miguel Ángel se opone. Sube el Papa á duras penas la escala del tablado. Miguel Ángel se coloca entre las pinturas y el Papa. Hay algunos autores que dicen haber en tal ocasion y con tal motivo dejado caer su báculo sobre las costillas del pintor. Indudable es que un dia apaleó á su camarero por haber dicho que Miguel Ángel era, como todos los artistas, medio loco. En este conflicto descendió el pintor de su tablado, arrojó los pinceles, fuése á su casa, ensilló su caballo y partióse de Roma. Pero enamorado perdidamente de su obra, que comenzaba á salir del cáos, se volvió para concluirla. Bien es verdad que el Papa lo hubiera preso en el camino, ó hubiera declarado la guerra á la ciudad que lo retuviera sin su consentimiento soberano, como en otro tiempo estuvo á punto de declarársela á Florencia, en la cual, huyendo de su cólera, se habia el artista refugiado. Por fin apareció, sí, apareció aquella obra-siglo, aquella obra-humanidad. El Renacimiento habia encontrado su símbolo. Es la Edad del gran crecimiento del hombre. Por la brújula ha crecido en el mar, por la imprenta ha crecido en el tiempo, por el descubrimiento de América ha crecido en el planeta, por la filosofía ha crecido en el espíritu, por la reaparicion de las artes clásicas ha crecido en la historia, por el telescopio va á crecer en el cielo, por todo en el seno de Dios. ¿Quereis ver cuánto ha crecido? ¿Quereis tener la medida de su nueva estatura? Pues comparad las figuras tétricas, rígidas, estrechas de pecho, flacas, desmayadas, que ha dejado Fra Angellico en Florencia como el testamento de la Edad Media, con las figuras atrevidas, atléticas, gigantescas, hercúleas, que ha dejado Miguel Ángel en la Capilla Sextina, glorificacion del Renacimiento. Imaginaos un grande trecho plano, iluminado por doce ventanas, y dividido de las paredes colaterales por una cornisa. El tiempo, la humareda del incienso, de los cirios, le han dado un tono crepuscular que aumenta sus misterios. No parecen pinturas: segun la fuerza de encarnacion, segun lo saliente del dibujo, segun el relieve de las formas, parecen esculturas. Es la apoteósis del cuerpo humano regenerado. Por los frisos de la cornisa, y sobre las ventanas, ya tendidos, ya de pié, ya en actitudes y en posiciones inverosímiles, aquellos atletas vigorosos, desnudos, de nervios vibrantes como las cuerdas de un arpa, y de fibras endurecidas por los ejercicios de la gimnasia; jóvenes hermosísimos, que han combatido por Roma en los campos de batalla ó que han dado la vuelta al circo guiando la cuadriga en los juegos olímpicos de Grecia; renacidos al calor de esta nueva primavera del espíritu, á la evocacion de este genio extraordinario de Miguel Ángel, que convierte las piedras en hombres; y escalando audaces las cimas de la Roma católica, cual si fuera su antiguo Olimpo, á fin de celebrar, con la embriaguez de su nueva y no esperada vida, la propia resurreccion y la resurreccion de sus dioses, de sus filósofos, de sus poetas, de su patria en los cielos del arte. Pero aquí se acaban las reminiscencias clásicas. El resto de aquel techo no ha tenido precedente, no ha tenido consiguiente. Queda ahí como los primeros versículos de la Biblia, en la conciencia humana; como las aisladas cimas del Sinaí, del Calvario, del Capitolio, en las llanuras de la Historia. Son las sibilas y los profetas. Venidas las sibilas de Délfos, de Cúmas, de Eritrea, de Libia, despues de haber recogido en las encinas de Dodona, en las orillas del Egeo y del Tirreno, por las grutas del Pausilipo, ó por los golfos de Corinto y de Bayas, las profecías, las esperanzas, las promesas de redencion que los poetas han dejado caer de sus versos, y de sus discursos los filósofos; venidos los profetas del desierto, del Carmelo, de las grutas de Jerusalen, de los bosques primitivos del Líbano, despues de haber recogido las esperanzas consoladoras de aquella raza de sacerdotes; se juntan en la Capilla Sixtina como dos coros titánicos, para con sus fuerzas sostener el techo donde resaltan maravillosamente en cuadros, únicos por su grandeza, todas las alegorías y todas las tragedias de la Biblia; el cáos sumergido en sus sombras; la primera luz amaneciendo pura sobre las aguas serenas; Adan dormido aún completamente en el sueño de la materia; Eva recien creada, despertándose ya en el éxtasis del amor, encantada por el florecimiento de la vida que respira y absorbe delirante de alegría; el primer pecado que se desliza en la tierra, desposeida del paraíso, y el primer dolor que se desliza en el pecho desposeido de la inocencia; el diluvio, arremolinando sus verdosas aguas de hiel atravesadas por el relámpago y henchidas por el huracan sobre las cimas donde los últimos hombres se agarran para salvarse en el estertor de la desesperacion; el sacrificio de Noé sobre las montañas, en señal de la perpetuidad de la naturaleza y de la salvacion de la especie; todo agrupado, todo reunido, titanes, sibilas, profetas, tempestades, huracanes, diluvios, en torno de aquella gigantesca, sublime figura del Eterno, que irradia el pensamiento de su frente, la accion de sus manos, dominando aquellas criaturas con su mirada centelleante, en señal de que las anima y las vivifica á todas con su creador aliento. Pero despues de examinado el conjunto, descended á las particularidades. ¡Qué sobrenaturales son cada una de aquellas figuras! No se comprende cómo las frágiles fuerzas del hombre han llegado á tanto. He visto en muda contemplacion á muchos artistas, dejar caer los brazos con desaliento, menear la cabeza con desesperacion, como diciendo: jamas repetirémos esto. Las ideas madres que Goethe veia en las cavernas tejiendo las fibras de la vida, y las vestiduras de las formas para todos los seres, no son tan sublimes como esas sibilas. Los gigantes de la Biblia y de la poesía clásica no son tan altos como esos profetas. Isaías está leyendo el libro de los destinos del mundo. Su cerebro parece la curva de una esfera celeste, una urna de ideas, como las cimas de las altas montañas son las urnas de cristal de donde bajan los grandes rios. El Ángel lo llama y vuelve lentamente la cabeza al cielo sin abandonar el libro, como suspenso entre dos infinitos. Jeremías viste el sayal del penitente, cual conviene al profeta perdido en las cercanías de Jerusalen. Sus labios vibran á la manera que la trompeta de los conquistadores. Su barba desciende enroscada sobre el pecho como una tromba. La cabeza está inclinada como la copa de un cedro herido por el rayo. En sus ojos entornados braman océanos de lágrimas. Las manos aparecen fuertes, pero hinchadas de sostener las piedras vacilantes del santuario. Se ve que le rodean las quejas y las elegías de los hijos de Israel, cautivos á la orilla del extranjero rio, el lamento prolongadísimo de la señora de las naciones, solitaria y desolada como viuda. Ezequiel está furioso. Su espíritu lo posee. Habla con sus visiones como si fuera presa de un delirio divino. Monstruos invisibles deben agitar las potentes alas en su oido, y producir, segun escucha, un bramar tempestuoso como el ruido del oleaje oceánico. El viento marino hincha su manto como si fuera una vela. Daniel está completa, absolutamente absorbido en escribir, como que tiene que contar al mundo los castigos de los tiranos y las esperanzas de los buenos; los castigos de Nabucodonosor convertido de dios en bestia; los castigos de Baltasar, asaltado por la muerte en medio del festin donde ofrece á sus concubinas el vino orgiástico en las copas robadas al santo templo; los castigos de los cortesanos de Darío devorados en la fosa por los hambrientos leones; tras cuyos castigos pasarán setenta semanas de años, al cabo de las cuales, segun anuncio de Gabriel, vendrá un humilde varon, vestido de blanco lino, el cual despertará con su palabra los muertos acostados en el polvo de los siglos, y hará brillar con nuevos resplandores el firmamento. Jonás está espantado, como saliendo del seno del mar para ir al seno del desierto, á ver morir la grande ciudad de Nínive. Zacarías es el más viejo de todos. Parece que se cae, como si bajo sus piés se desgajára el suelo al sacudimiento del terromoto anunciado en la última de sus profecías. Lo más admirable de aquellas figuras colosales que nunca os cansais de admirar, es que no solamente son decoraciones de una sala, adornos de una capilla, sino hombres, sí, hombres que han padecido nuestros dolores; que se han clavado las espinas de la tierra; que tienen la frente surcada por las arrugas de la duda y el corazon traspasado por el frio del desengaño; que han asistido á los combates donde mueren los pueblos y á las tragedias donde se consumen tantas generaciones; que ven caer sobre sus cabezas la niebla de la muerte y quisieran preparar con sus manos una nueva sociedad; que tienen los ojos gastados, casi ciegos, de mirar contínuamente el movible y cambiante espejismo de los tiempos, y las carnes quemadas por el fuego de las ideas; que llevan sobre sus crispados nervios el peso de sus almas grandiosas, y sobre sus almas el peso, todavía más grave, de sus aspiraciones irrealizables, de sus ensueños imposibles, de sus luchas sin victorias, de sus deseos por lo infinito sin ninguna satisfaccion sobre la tierra. Yo quisiera definir estas figuras. Por lo que más en ellas se acerca á la humanidad, por la forma, por el organismo, son verdaderamente sobrehumanas. Todos esos seres gigantescos y extraordinarios que las várias cosmogonías han creido ver salir de la primera feracidad del planeta recien creado en la expansion de su vida, habian de tener esa colosal estatura. Pero por lo que hay en ellas de espiritual, de permanente, todas son humanas, todas hijas de esos dos elementos de nuestra vida, que tantas grandezas han producido: la aspiracion á lo infinito y el dolor de la realidad, contra la cual se estrella el alma, al querer esparcirse en lo invisible, en lo inmenso, en lo misterioso, volviendo á caer sobre su reducido lecho de barro con un horrible estremecimiento y un prolongado gemido. Pero donde veo el espíritu humanitario, reconciliador, universal, del siglo décimosexto, es en esas sibilas del paganismo alzadas al nivel de los profetas, puestas ahí á su lado, repitiendo la misma idea, anunciando la misma verdad, como dos coros apartados, cuyas voces y cuyos cánticos se encuentran confundidos en el cielo. No de otra suerte, en el laboratorio de los aires, se confunden la electricidad venida de diferentes montañas, los vapores exhalados por lejanos mares. ¡Cuán apartados nos hallamos de aquellos primeros iconoclastas, que destrozaban las bellas estatuas de los dioses, creyéndolas efigies del demonio! ¡Cuán léjos de aquel espíritu estrecho que condenaba la antigua historia, por creerla podrida! Las sibilas son los oráculos del paganismo. Cuando el dia espira, cuando las pléyades salen del mar, cuando las olas recamadas de fosforescentes resplandores mueren tranquilas en la arena; bajo el árbol lleno de misterios, sobre la piedra dorada por los siglos; vestidas con una túnica tan blanca como las nubes benéficas, coronadas de verbena; el ara encendida delante, el ídolo alzado á su espalda, el pueblo inmóvil á su alrededor, las cítaras de las vírgenes sonando en sus oidos, los ojos en el cielo y la mano en el corazon, delirante el alma, agitados los nervios; las sibilas dicen sus oráculos secretos en versos misteriosos, recogidos sobre hojas fugaces, confiados á veces á merced del viento, y descubren así los misterios del porvenir, y arrancan así por fuerza el feto del hecho venidero á las entrañas de las edades futuras, todavía dormidas en el abismo de la eternidad. San Agustin ha leido los libros misteriosos de estas mujeres. En su entusiasmo, hace lo que Miguel Ángel ha hecho; las coloca en la ciudad de Dios. Ellas han predicho la venida de Cristo. _Pertinent ad civitatem Dei_, exclama. Son aquellas mismas que delante del César, segun una leyenda piadosa, se arrancaron la corona de la frente y descendieron mudas del marmóreo altar, porque habia nacido el esperado por las naciones y se habian cumplido las promesas de los siglos. Virgilio mereció que San Jerónimo, despues de haber saludado la cuna de Cristo en Belen, saludára su sepulcro en el Pausilipo. Mereció más; mereció que San Agustin lo citára entre los testigos de mayor excepcion á favor del Cristianismo, entre los genios que han ahuyentado sus dudas y han fortalecido su fe. «No creeria tan fácilmente esto, si ántes no lo hubiera anunciado un poeta nobilísimo en lengua romana.» Mereció más; que el mayor poeta de la Edad Media exclamára, invocándolo: Per te poeta fuí, per te cristiano. Y todo por haber repetido Virgilio el oráculo de la sibila de Cúmas: la venida de un niño misterioso, por cuya presencia se cambiaria el órden de los siglos y perderia la naturaleza sus males, el leon su fiereza, la serpiente su veneno, los campos sus espinas, el trabajo su fatiga; y sin necesidad de ser por el sudor regados, henchiríanse de vida los campos, producirian las vides sus racimos, los trigos sus espigas, los árboles sus frutas, coronándose de lirios las colinas, tiñéndose de los matices del íris los vellones de los corderos, embotándose el aguijon de las abejas, que depositarian espontáneamente su miel en los labios, como las vacas destilarian su leche en los odres; y el Universo, á manera de un árbol mecido por una brisa celeste, entonaria un cántico sublime que pusiera en olvido la música de Lino, la flauta de Pan y las melodías de Orfeo, por ser el himno incomunicable de la nueva edad de justicia. La verdad es que la historia, en su moderna universalidad, ha destruido muchos odios. Los romanos y bárbaros, que peleaban como enemigos eternos, con furor, en el fin de las edades antiguas, eran hermanos, hijos de una misma raza. Y esos profetas de Jerusalen, esos incansables lectores del porvenir, esos invencibles enemigos de los tiranos, lo mismo que esas sibilas misteriosas, vagando por las arenas de la Libia, por las ruinas de Persia, por los mares de Jonia, por las grutas de Cúmas, apareciendo en las cimas del Archipiélago griego y en el cabo Miseno como almas sin cuerpo para decir ideas sin forma; los filósofos que desde la gran Grecia han pasado el Pireo y desde el Pireo han corrido á Alejandría, sembrando entre el Oriente y el Occidente una estela de ideas que ha sido un semillero de mundos, lo mismo que los sublimes y oscuros misioneros no comprendidos de la Roma imperial, que han pasado de las catacumbas á los circos, dejando con la sangre de sus venas el reguero inmortal que ha fecundado la fe; todos, durante muchos siglos enemigos, todos mútuamente desconocidos, todos apartados por abismos y por odios, todos se han unido en lo infinito, y han formado nuestro espíritu, y encendido nuestra conciencia religiosa. ¡Qué sublimes son esas sibilas de la Sixtina! El pensamiento y la mirada vuelan de una en otra sin acertar á fijarse. Paréceme que son las madres de las ideas, las formas de las cosas eternas. Cualquiera diria que tienen atravesado entre sus dedos el hilo de la vida universal, y que están tejiendo la trama de la naturaleza. Son la Pérsica, la Eritrea, la Délfica, la Líbica, la de Cúmas. Si buscais sus genealogías, encontraréis el Dante, encontraréis Platon, encontraréis Isaías, encontraréis Esquilo; son de esa raza. Si buscais sus parientes por el mundo moderno, los tendréis en algunos personajes de Shakspeare, en algunos pensamientos de Calderon, en algunas escenas de Corneille. Son de ese temple. Leed todos los tratados de lo sublime, y á duras penas acertaréis á comprender ese concepto. Es difícil de explicar un escalofrío que sólo se siente dos ó tres veces en la vida; una idea que sólo tiene media docena de ejemplos en la historia. Pero levantad los ojos á la bóveda de la Sixtina: ahí está lo sublime, ahí la desproporcion entre nuestro débil sér y las fuerzas infinitas de una idea que nos agobia, que nos anonada bajo su inconmensurable grandeza. Eso es lo sublime; un goce en una pena. Tú, Pérsica, en la vejez que te agobia, se conoce cómo el mundo en su cuna te ha confiado sus secretos y te ha dicho sus vagidos, y cómo ántes de morir te inclinas, abrumada por el trabajo y por los años, á escribir un poema cíclico en las hojas de tu libro de bronce. Tú, Líbica, vienes corriendo, como si la arena del desierto encendido te quemára los piés, á traernos una idea recogida en el espacio donde todas las ideas se han tranformado como larvas misteriosas. Tú, Eritrea, eres jóven como Grecia, bella como una de las sirenas de tu archipiélago, cantora como la tierra de los poetas, ondulante como los mares de que nacieron los dioses, y amiga de la luz, atizas la inmortal lámpara que está á tu lado, y á cuyo resplandor vendrá como una mariposa la conciencia humana. Tú, Délfica, eres vírgen como Ifigenia inmolada por los reyes; tú llevas el beso de Apolo en los labios, la sombra del laurel en la frente, la inmortalidad del genio en el pecho alzado, como para entonar un cántico armonioso, que se oirá hasta el fin de los siglos. Tú, Sibila de Cúmas, dejas tu caverna, y allí donde las montañas se cincelan más escultóricamente, donde los aires se cargan de aroma, donde el mar Tirreno más se embellece, en el golfo de Bayas, mirando la griega Parténope hermosísima y ébria como una bacante reclinada sobre su mullido cojin de pámpanos, modulas dulcemente la melodía de la esperanza. ¿Sois de carne, sois mujeres, habeis sentido la voluptuosidad, el amor, ó sois los arquetipos de las cosas, las ideales del arte, las sombras de esas musas que todos los poetas invocan y que ninguno ha visto sino á traves de sueños irrealizables, las formas várias de la eterna Eva, que ya se llama Safo, ya Beatrice, ya Laura, ya Victoria Colonna, ya Eloisa, y que está de pié en la cuna y en el sepulcro de todas las edades, sonriéndonos con la esperanza, despertándonos al deseo, y huyendo á nuestros brazos como una ilusion que se desvanece en lo infinito? Este techo de la Capilla Sixtina inspirará eternamente ensueños poéticos. Uno de los mayores literatos de Europa dice que ha empleado treinta años en estudiarlo. Cuando Miguel Ángel acababa de pintarlo, no podia mirar hácia abajo sin que inmediatamente se le oscurecieran los ojos. Tenía necesidad de llevar alzada la cabeza siempre y mirar hácia arriba. El objeto de su vista se encontraba en el cielo. Hácia allá, hácia el cielo tambien se dirigia su alma, henchida de inspiraciones infinitas, y por lo mismo de infinitos dolores. Y este hombre, con una sensibilidad tan viva, con un carácter tan áspero, con un pensamiento tan extraordinario y tempestuoso, ha vivido en el tiempo de los cambios más bruscos, de los contrastes más fuertes, en que el espíritu humano pasa de tristes desmayos á vida exuberante, de sombríos eclipses á súbitas iluminaciones, de la penitencia á la orgía, del sensualismo á la fe; inclinándose ya de un lado ya de otro, como si estuviera ébrio. Imaginaos un cuerpo trasladado súbitamente de la zona tórrida al polo, del abismo al cielo, de la cima de una montaña al abismo, de la mar tempestuosa á un lecho mullido; y quizas no tendréis idea de los saltos que ha dado el alma de Miguel Ángel por las contradicciones de su tiempo. El Luzbel de la Biblia, pasando de la naturaleza angélica á la naturaleza diabólica, y el Luzbel de Orígenes, volviendo de la naturaleza diabólica á la naturaleza angélica, podrian dar una idea lejana de las trasformaciones súbitas por que pasaron aquel siglo y aquel hombre empapado en los torrentes de su siglo. No es una division arbitraria ésta de las edades. La historia es como el calendario del espíritu; en cien años varían las ideas radicalmente, cambian de esencia y de aspecto las sociedades. En cien años se renuevan los átomos de un pueblo con la renovacion de las generaciones. Cada siglo es una grande personalidad cincelada por los siglos anteriores. La espada es muchas veces un cincel que obedece á una conciencia, á un espíritu desconocido. Todos los siglos tienen una fisonomía y una idea. Pero el siglo que llena Miguel Ángel con su larga vida es el más contradictorio de todos los siglos. Si á cada minuto amaneciera y anocheciera, acaso tendríamos en la naturaleza una imágen del tiempo de Miguel Ángel, es decir, del tiempo en que acaba la Edad Media y empieza la Edad Moderna. Cae Constantinopla, pero la hereda Venecia engrandecida y en todo su apogeo, nave empavesada que arroja un cable en el Adriático para tener unida Europa al Oriente. Renacen los antiguos dioses, revelando en sus cuerpos de mármol todos los secretos del arte, y arden las obras de los artistas en hogueras atizadas por un pueblo de monjes sobre la plaza de Florencia. El Perugino conserva todavía los penitentes macerados en los claustros, y el Hércules Farnesio se eleva en el suelo romano para mostrar toda la pujanza de la vida antigua. Escribe su sensual obra Ariosto, en que los héroes danzan como en brillante carnaval, y sueñan los platónicos de Florencia con las ideas puras, con las esencias misteriosas, con el cielo oculto tras del sepulcro, y el Dios oculto tras del mundo. Invoca Savonarola, ese Francisco de Asís de la política, los santos y los ángeles; recomienda el ayuno y la penitencia, restaura la imitacion de Jesucristo; é invoca Maquiavelo el demonio, llama á los traidores, recomienda el dolo, el crímen, el asesinato, restaura la imitacion de los césares. Toma el pueblo florentino por jefe al Crucificado, miéntras el pueblo romano toma á César Borgia, hermoso como el vicio, pero infame, traidor, manchado con la sangre de su hermano y de su cuñado, que salta á su frente y á la frente del Papa, perdido en neronianas cenas, reproduciendo los delitos eróticos de Heliogábalo unidos á las matanzas y á los envenenamientos de Tiberio. Parece que los partidos se van como sombras, y vienen los franceses por el Norte á sostener á los güelfos, y los españoles por el Mediodía á sostener á los gibelinos. Parece que el poder político de los papas y el poder político de los emperadores se acaba, y el Pontificado renace más fuerte con Julio II, y el Imperio renace más brillante con Cárlos V. Vuelve á restaurarse la autoridad espiritual de la Edad Media por las artes y los artistas, que sostienen sobre sus alas el Vaticano, convertido por Leon X en Olimpo, cuando se oye la voz de Lutero, que hiela súbitamente la sangre en las venas de Roma. Por todas partes se sublevan los plebeyos para salvar las repúblicas ó renovarlas, y por todas partes se restauran las monarquías. Las artes que Miguel Ángel queria unir á la libertad son el anillo funesto, el brillante talisman con que los tiranos adormecen á los pueblos. Los patriotas buscan un Bruto, y encuentran apénas un Lorencino. Por eso Miguel Ángel no ha querido concluir su busto del defensor de la república romana en la indigna Florencia, entregada á los Médicis. Es aquella edad el Filipos de los municipios que van cayendo en el polvo con su propio puñal en el pecho. La desgracia de Queronea se repite cien veces, y mueren cien Aténas sobre la tierra italiana empapada de sangre. Ancona entrega sus fortalezas para que la liberten de las amenazas de los turcos, y cae bajo la tiranía de los frailes. Los papas se convierten todos en gibelinos, desmintiendo su historia. La España, que ha arrojado á los judíos y á los moriscos por servir á Roma, saquea á Roma. Las siete mil revoluciones que ha habido en Italia desde el siglo décimo al décimosexto; los catorce millones de cadáveres caidos en los campos de batalla, producen el cáos.—¿Comprendeis ahora por qué el Moisés de Miguel Ángel mira su tiempo con tanto desden?—¿Comprendeis por qué en la Sixtina se queja con tan desgarradores lamentos su colosal Jeremías? La catástrofe de las catástrofes se aproximaba despues que Miguel Ángel habia concluido la bóveda de la Capilla; se aproximaba el saco de Roma por los españoles y los alemanes al mando del condestable Borbon. El hambre se cebaba en los españoles, desposeidos de sus pagas; la furia religiosa en los alemanes, enemigos del Papa. El general de éstos llevaba al cuello una cadena para colgar la cabeza del Sumo Sacerdote católico el dia que entrára en la ciudad que él llamaba sacrílega Babilonia. El Condestable deseaba dar una terrible leccion á Clemente VII, enemigo de su nuevo amo el emperador Cárlos V. Roma, restaurada por ochenta años de trabajos artísticos, revestida de mármoles, pintada por Rafael y sus discípulos, cubierta de estatuas que surgian como por encanto de las ruinas, enriquecida por Leon X con todas las preseas del Renacimiento; hartada por los pueblos que iban como peregrinos á besar sus sandalias de bronce, á orar en sus religiosos sepulcros, en sus admirables templos; llena de palacios construidos por una aristocracia poderosa, reconquistaba su antigua grandeza y brillaba entre los tributos del espíritu con la misma gloria con que brilló en otro tiempo entre los despojos del mundo. Esta riqueza tentaba así á los españoles como á los alemanes, todos guerreros de profesion, y por consiguiente amigos todos del saqueo, que era entónces la gran cosecha de la espada. Así en vano se pactó una tregua. Aquellos veinticinco mil hombres, italianos aventureros, españoles por profesion soldados, alemanes protestantes, se dirigian á Roma como el hambre voraz de las legiones de Atila, de esos cuervos lanzados por el polo sobre el cadáver de la Roma antigua. Era una mañana de Mayo de 1527. El Condestable pide paso para Nápoles; el Papa lo niega. Á esta negativa sucede el asalto. Los españoles vacilan, pero su generalísimo el Condestable arrima con sus propias manos la escala terrible al muro de la Ciudad Santa. Un arcabuzazo lo mata. Él, en la agonía, se cubre el cuerpo con una capa española para que no lo conozcan sus soldados y no desmayen un punto en la empresa. Los españoles entran por los muros que avecinan á San Pedro, los alemanes por la puerta del Santo Espíritu, los italianos por la puerta de San Pancracio, como tres torrentes que van á confundirse en el mismo lecho. El Papa apénas tiene tiempo de ir del Vaticano á San Angelo entre una lluvia de balas, y Pablo Jovio le arroja su muceta violácea para que las albas vestiduras pontificales no sirvan de blanco á los arcabuces enemigos. Parecia que se levantaban sobre la ciudad Genserico y Alarico, los godos y los vándalos. Aquí la pelea cuerpo á cuerpo; allá el incendio; en todas partes la matanza y el saqueo. Los unos cortaban los dedos de los vencidos para arrancarles los anillos; los otros violaban sobre el altar las vírgenes consagradas al Señor. Algunos abrian heridas en los vientres de las romanas para saciar de aquella original y sangrienta manera sus inmundos apetitos. Muchas doncellas se arrojaban avergonzadas en brazos de sus padres y de sus hermanos, pidiéndoles á gritos la muerte para libertarse de tanta vergüenza. La noche exacerbaba la sangrienta bacanal. Al resplandor de las antorchas los saqueadores descolgaban los cuadros; arrojaban en los sacos las alhajas; profanaban los santuarios buscando sus ricas pedrerías; celebraban la victoria bebiendo vino en los cálices; abofeteaban y escupian á los cardenales; remataban sus cascos guerreros con las mitras; envolvian á sus cantineras en el manto de las Vírgenes; pronunciaban sermones ridículos, alzándose erguidos sobre montañas de muertos y heridos, muchos de los cuales áun palpitaban; hacian procesiones fantásticas, colgando cabezas al cuello, y poniendo orejas cortadas á los burros en las caras acribilladas de los sacerdotes, y echando á los piés de las imágenes corazones y entrañas humeantes; carnaval espantoso, cuyo horror aumentaban la granizada de los mosquetes, el crujido de las ruinas, el chisporroteo del incendio, el suspiro de los voluptuosos, la carcajada de los ébrios, las maldiciones de los vencedores, las súplicas de los vencidos, el siniestro alentar de los fugitivos, el estertor de los moribundos y el silencio de los muertos, desnudos sobre las piedras ahumadas y sangrientas, como si aquella noche fuera la última noche de Roma, como si aquellas negras horas fueran las siniestras horas de los ángeles exterminadores del mundo. La desolacion de Roma no tiene igual. Clemente VII comió en su prision carne de caballo y de asno. Los cadáveres se vengaron de sus inmoladores sembrando la peste. Cuando todavía no estaba Roma repuesta de este siniestro terror, que llenó casi toda la segunda mitad del siglo, entraba por sus puertas Miguel Ángel á concluir su trabajo, á llenar con otra obra maestra la Capilla Sixtina, á dejar sobre el muro del centro el _Juicio Universal_. Todo le inspiraba esta gran tragedia; la muerte de la libertad en su patria, la nueva ruina de Roma, los triunfos de la reforma sobre una parte del género humano, los triunfos del tiempo sobre su vida, de la vejez sobre sus fuerzas, del dolor sobre su alma. Cuando estaba trazando su gigante obra, mil veces creyó morir. Como cayera del andamio, abriéndose una herida en la pierna, se encerró en su casa resuelto á no salir sino para el sepulcro. Uno de sus amigos, médico, fué á verle; llamó, y como no le contestára, asaltó la casa como un ladron, y logró arrancarlo á su melancolía. La suerte de Italia es una de las heridas que lleva en el corazon, y por consiguiente una de las inspiraciones de su conciencia. La lectura del Dante le anima y le sostiene, esa lectura apocalíptica. Posee un ejemplar de ancho márgen, y en él dibuja las visiones esculturales inspiradas por las visiones poéticas. Al traves de tres siglos el poema del Dante aviva el Juicio Universal de Miguel Ángel, como el poema de Homero avivó las tragedias de Esquilo. El cuerpo humano, el organismo, ántes de él desconocido y poco estudiado, es el principal elemento de sus inspiraciones plásticas. No ve en el Universo sino el hombre. Su antropomorfismo no es armonioso como el griego; es un antropomorfismo gigantesco. Sus hombres han crecido tanto como las ideas. De aquí cierto menosprecio por la hermosura en su serenidad inmortal, y cierto desenfreno por lo sublime. Cuando jóven, cambiaba sus figuras por cadáveres. Doce años vivió estudiando, analizando los muertos. Una vez se inficionó de la podredumbre, y estuvo á punto de morir en este trabajo de arrancar lo sublime al esqueleto arrojado como cosa inútil en el mundo. Sus profundos estudios en la forma humana se ven ahí, en ese cuadro, en ese poema. Todos los dolores han sacudido esos cuerpos crispados, agitadísimos. Y todos los cuerpos están desnudos. Miguel Ángel se atreve á tanto en la Capilla Sixtina, cuando comenzaba la reaccion contra el Renacimiento, cuando la hipocresía iba á recoger el sudario de la Edad Media para amortajar de nuevo á la Naturaleza. No puede imaginarse el escándalo que este atrevimiento produjo en aquel mundo ya alejado de los semipaganos dias de Leon X. El Aretino, que no vacilaba en mostrar al desnudo todas las inmundicias morales, se indigna contra aquella casta desnudez del arte. Biagio, maestro de ceremonias de Paulo III, conjura al pintor de parte del Pontífice para que encubra sus figuras, y no muestre tan real y tan completamente la naturaleza humana.—Decidle al Papa, le responde Miguel Ángel, que en cuanto corrija Su Santidad el mundo, será cosa de pocos minutos corregir las pinturas. Y en castigo pinta á su interlocutor con orejas de asno en lo más profundo del Infierno. Biagio corre á quejarse á Paulo III de la afrenta infligida á su respetable persona.—Me ha puesto en el cuadro, dice, llorando como un niño, trémulo como un viejo. Pido á Vuestra Santidad que me saque de allí.—Pero ¿dónde te ha puesto?—En el Infierno, Señor, en el Infierno, exclama compungido.—Si estuvieras en el Purgatorio, le contesta el Papa, te sacára; pero yo no tengo poder alguno en el Infierno. Es imposible resumir cuanto se ha dicho sobre este fresco. La escuela académica reinante en el siglo pasado, y tan parecida al clasicismo híbrido y enojoso de muchos críticos literarios que se asustan de toda grandeza porque aplasta su irremediable pequeñez, lo ha tratado como un mamarracho. Escritor hay que llama á esta grande obra una coleccion de ranas. Trescientas figuras desnudas, medio vestidas algunas más tarde por Volterra, á quien le valió esa profanacion artística el nombre de Braghetone; trescientas figuras desnudas se elevan en un cuadro mural de cincuenta piés de alto y cuarenta de ancho. Al pronto cuesta gran trabajo comprenderlo. Se necesita mirarlo con la misma atencion con que se necesita oir una sinfonía de Beethoven. El profano al arte concluirá al cabo de algun tiempo indudablemente por sentir y admirar, y absorberse en la contemplacion profunda de aquella maravilla del genio. El artista no debe imitarlo, porque hay ciertas personalidades en la historia, hay ciertos estilos en la literatura y en el arte, cuya individualidad es tan poderosa, cuya estatura es tan alta, cuyo centro de gravedad tan lejano de la esfera de gravitacion general, que seguirlos produce vértigos, é imitarlos expone á peligrosas caidas. Entrad en San Pedro despues de haber visitado las figuras de Miguel Ángel, y encontraréis en la estatuaria colosal, violenta, hinchada, de mal gusto, los estragos que en las medianías ha hecho la imitacion del genio único y cuasi sobrehumano de Miguel Ángel, que debe permanecer para asombro de los siglos como el Dante, como Shakspeare, como Calderon, allá en su inaccesible soledad. La Naturaleza no entra para nada en el cuadro; Miguel Ángel solamente la ha tomado el aire y la luz. No se ven los mundos rodando como pavesas por los espacios, ni el sol tiñéndose de color sanguíneo, ni los montes desgajándose, ni el mar airado evaporándose en las trompas de una tempestad infinita, no; en el aire azul, en el aire pasa la terrible escena ocupada sólo por cuerpos humanos y por nubes celestes, y sobre unas y sobre otros la cólera de Dios. Sí, todo parece airado, todo espantoso en aquel cuadro, como si nadie se salvára; de tal manera domina el terror á los demas sentimientos. En primer término la barca de Caronte sobre un rio plomizo, y á la izquierda el resplandor siniestro del Purgatorio. Encima los muertos que se despiertan al són de la trompeta, rompen las losas de sus tumbas, rasgan sus sudarios, sacuden el polvo de sus esqueletos casi desnudos y el sueño de sus ojos casi vacíos. De la esfera de los muertos se levantan muchos que ya han cobrado el movimiento, y que lo ejercen con violencia para dirigirse, agitados por la incertidumbre, á escuchar el fallo inapelable, llevando sobre las espaldas el peso más ó ménos grave de sus obras. Entre aquellos veloces caminantes hay unos que ya se desesperan, hay otros que ruegan, hay algunos que confian, hay varios que mútuamente se sostienen y se socorren. Á la derecha de Cristo brilla un grupo de mujeres ya salvas, que todas entonan un coro, y entre las cuales hay una sublime, una madre que acaba de oir la sentencia de su hija, y la estrecha extática en sus brazos, deteniéndola, asegurándola en la salud eterna, cual si no diera crédito á su dicha. Junto á las mujeres pasan grupos de ángeles que parecen recibir, segun lo tristes, en sus caras una lluvia de lágrimas, arrastrada por el viento. Bajo los ángeles, los bienaventurados, muchos de los cuales se reconocen, despues de tantos siglos, y se abrazan sobre las cimas de la ciudad eterna. En el centro, Jesus irritado, que maldice, que condena, que castiga, sin escuchar los ruegos de su madre, separándose de los condenados, y sin querer ni siquiera mirarlos, por no iluminar con sus ojos el eterno suplicio. Adan está á su lado en su vejez sublime para resumir la humanidad como Cristo resume el cielo. Pero donde se muestra el genio de Miguel Ángel en toda su grandeza, es en aquella inmensa catarata de condenados, que caen heridos por la terrible sentencia, tristes unos como hojas secas, desesperados otros y retorciéndose cual si contra su eterna suerte pudieran rebelarse, ya mordiéndose los puños, ya arrancándose el cabello, ya aterrados á la vista de las llamas que los aguardan, ya presa de un delirio; todos en los más atroces dolores físicos y morales; titanes llenos de vida y de carne y de sangre, como para ofrecer abundante pasto á los tormentos; titanes que roncan y maldicen y denuestan y escupen horrores de sus bocas, y luchan con las serpientes enroscadas en sus cuerpos, y buscan en el aire una nube donde reposar, y caen produciendo un escalofrío terrible, como si oyerais el primer contacto de sus carnes con el plomo derretido en las llamas eternas. No se puede sostener mucho tiempo la atencion concentrada en lo sublime. Cuando se siente de véras una idea grande, os sacude los nervios y os surca el cerebro como una chispa eléctrica. Yo sentia latir fuertemente las sienes, como si fueran á reventar las venas hinchadas por el torrente de pensamientos gigantescos desprendidos de aquella Capilla que abraza, desde la Creacion hasta el Juicio Universal, toda la vida humana. Necesitaba aire, y salí á respirarlo al campo romano, sobre cuyas ruinas tendia á la sazon admirablemente Abril su verdor alegre como una esperanza. Pero cuando volví la cabeza, en el azul de los cielos se dibujaba todavía una obra magnífica, sobre la cual extiende tambien sus alas el alma de Miguel Ángel; se dibujaba la rotonda de San Pedro, que parecia, dorada por los últimos rayos del sol poniente, un templo elevándose á lo infinito, para decir á Dios que la eternidad prometida á Roma por los dioses antiguos habia sido realizada en la Edad Antigua por sus tribunos y por sus héroes, fortalecida en la Edad Media por sus pontífices y sus doctores, y salvada en la Edad Moderna por el genio, que levantó allí aquella cúpula como la cima de la historia, como la corona del espíritu, como la tiara del mundo. EL CEMENTERIO DE PISA. Jamas creí que hubiera en el mundo una ciudad tan muerta como Toledo. Pero no habia visto á Pisa. La diferencia entre estas dos magníficas poblaciones, sin embargo, es grande. En Toledo, junto á edificios maravillosamente conservados, como la Catedral, hay edificios casi destruidos, como San Juan de los Reyes y el Palacio de Cárlos V. Las ruinas, en su desolacion, justifican la soledad. Pero en Pisa todos los monumentos se hallan de pié, todos cuidadosamente conservados, algunos enlucidos y resucitados por restauraciones modernas, los más pintados de vivísimos colores. Y sin embargo, la soledad es indescriptible. Diríais que aquellos palacios aguardan sus habitantes y se hallan preparados á recibirlos; pero que los habitantes no vienen. Yo me paré el dia mismo de mi llegada, por el mes de Mayo, en el puente central del Lungarno, á las dos de la tarde; y puedo asegurar que estaba solo, completamente solo, casi tentado á creer la inmensa ciudad destinada únicamente á mi persona. Magnífico sitio para un egoista. Era triste, tristísimo, ver aquellas dos largas hileras de edificios preciosos, de casas elegantísimas; aquellos varios puentes, aquellas magníficas aceras, aquella limpieza exquisita, el rio en el fondo, el cielo sonriente; por uno de los extremos copudos árboles mecidos al soplo de las frescas brisas marinas; y nadie, absolutamente nadie, más que yo, en aquella hora y en aquel delicioso sitio, para contemplar tanta hermosura. Tentado estuve á gritar, seguro de que solamente me responderia el eco. Un extranjero apostó á que, dando la vuelta á caballo por los muros de Pisa, no encontraria un alma, y ganó la apuesta. Los rusos y los ingleses, á quienes la frialdad del Norte ha roto los pulmones, se refugian, para vivir algunos dias, en Pisa, donde se hallan abrigados, por las montañas, de los vientos del Norte, y por la soledad, de las grandes emociones. Así, de vez en cuando, encontrais jóvenes muy bellas, con ese color arrebatado y ese brillo en los ojos propios de la tísis, acompañadas de algunas personas de su familia, tristes, sombrías, que parecen seguir un duelo y llorar ya el golpe irremediable de la muerte. Todas estas particularidades conspiran de contínuo á la tristeza general de la ciudad llamada con razon _Pisa morta_. Y sin embargo, hubo un tiempo en que sus libertades asombraron á Italia, su comercio al mundo; un tiempo en que el mar llevaba hasta sus puertas los tributos de Córcega y Cerdeña; en que sus naves trasportaban los cruzados al Asia y traian del Asia el oro, la púrpura, el marfil; un tiempo en que sus guerreros auxiliaban á los emperadores de Alemania contra los papas de Roma, y á los condes de Barcelona contra los moros de Mallorca; en que los piratas temian su poder, los sarracenos temblaban hasta en las costas de África al brillo de sus lanzas, y en que las columnas y los mármoles aportados por Pisa de lejanas expediciones formaban como el trofeo de la primer victoria de las artes. Entónces los últimos maestros mosaitas de Constantinopla llenaban con piedras brillantísimas de mosaicos los arcos de sus monumentos; entónces los primeros pintores que adivinaron las artes del dibujo, animaban sus muros y sus claustros con místicas figuras; entónces los judíos la colmaban de riquezas, guarecidos á la sombra de sus tolerantes leyes; entónces Nicolas y Juan de Pisa, inspirados genios de la Edad Media, desbastaban el mármol y producian esas blancas figuras que parecen los primeros ensueños de una nueva edad de inspiraciones; y despertábanse los penitentes místicos al resplandor de la nueva idea ántes que apareciese, como esas aves que anuncian desde el fondo de las tinieblas la venida del dia. Su libertad engendró su comercio, el comercio su riqueza, la riqueza el arte y la ciencia. Las máquinas de Buschetto levantaban en el siglo undécimo pesos enormes, cuya gravedad sólo podria vencer la mecánica moderna. Las ligeras naves, con sus graciosas velas latinas, traian en el siglo décimo las telas de seda crujientes, que podrian llamarse, por su color, por su brillo y por su orígen, radiosas apariciones de la antigua India, en medio de las tinieblas de la Edad Media. Las serpientes de bronce del Egipto se enroscaban á sus columnas de granito, y los hipogrifos de Grecia tendian sus alas junto á las rotondas bizantinas. Miles de trabajadores llenaban sus muelles, cuando los principios de libertad llenaban sus códigos. La República murió. Y Pisa es un cadáver. Por eso sin duda su primer monumento es un cementerio. En el zénit de su esplendor, Pisa presintió su porvenir y se fabricó el edificio que más debia convenir á su triste futura historia; se fabricó el Campo Santo. Con el alma entristecida por las sombras de la muerte, en medio de aquella ciudad solitaria, donde sólo se oia la vibracion de las brisas marinas, dirigíme á visitar este magnífico monumento, que me tenía reservadas tantas emociones y tantas enseñanzas. El sitio donde se halla el Campo Santo es el sitio más desierto de esta ciudad. En vano los montes de Pisa levantan sus cúspides azules en el éter de un espléndido cielo; en vano la vegetacion de la primavera, cargada de flores, de mariposas, de nidos, cubre con su lujo hasta las desnudas piedras de los altos torreones de las murallas; en vano ese magnífico baptisterio, al Campo Santo muy próximo, y que parece la alta rotonda de un templo subterráneo, dibuja sus calados botareles; en vano la blanca torre inclinada, semejante á una columna gigantesca, lanza allí cerca los agudos sonidos de sus campanas; y la Catedral, ornada de infinitas joyas, entona las salmodias de sus cantos; todo en vano quiere despertar la idea de la vida: las ortigas, que brotan por doquier en aquel inmenso desierto, os recuerdan y os inspiran la triste idea de la muerte. El Campo Santo es un edificio grande, severo, de altos muros, de estrechas puertas; un ataud de mármol para todo un pueblo. Los faraones de Egipto, los césares de Roma, los sátrapas de Oriente, han levantado pirámides, fortalezas, montañas, para enterrarse, para ocultar los gusanos que roian su púrpura y sus huesos; pero ninguno de esos monumentos soberbios, donde los déspotas perpetúan en la muerte el soberbio aislamiento de su vida, puede compararse en gracia y en hermosura con este cementerio de ciudadanos que se abrazan y se confunden allá en la eternidad, y cuyos huesos frios y mondados por la afilada guadaña, irradian el mismo calor, el mismo entusiasmo, que en vida irradiaban sus libres corazones. El exterior es sencillísimo. Parece un ataud inmenso tallado en una sola piedra. Las perspectivas de la muerte dan extraordinaria solemnidad á todos los objetos de la vida. Siempre que el hombre ha querido expresar la muerte, ha expresado la inmortalidad. En vano ha pintado su último trance como el dolor de los dolores; en vano su último asilo como la sombra de las sombras; allá, en el fondo del sepulcro vacío, en el seno del abismo insondable, se extiende siempre la luz misteriosa de una nueva vida. Sabemos todos que el hombre, este resúmen de la Creacion, este mineral sujeto á las leyes de la gravedad y á los límites de la extension; este vegetal que necesita del aire y del agua y de la luz; este animal que nace y se nutre á la manera de los demas mamíferos; este microcosmo, cuya cabeza esférica reproduce la esfera de los cielos, y cuyos ojos centellantes reflejan la luz de las estrellas; este ángel que se levanta más allá de los tiempos y de los espacios á contemplar en su pureza las ideas arquetípicas, de las cuales son sombras las cosas; el gran músico de los mundos, el gran sacerdote y el gran poeta entre todos los seres; el que saca de los hechos particulares las leyes universales, y de la tosca materia la esencia impalpable del espíritu; el que anota en su mente el cántico universal de las esferas; el que logra dar con su pensamiento como la conciencia de sí misma á la naturaleza, no podria enterrarse todo entero bajo unas cuantas paletadas de arcilla, sin soterrar consigo al mismo tiempo toda la creacion. Y sin embargo, no hay monumento que exprese la nada como este paralelógramo, irregular á la manera del eterno contrasentido de la muerte. Todos llevamos un oscuro abismo bajo nuestras plantas, que absorbe, como el desierto las gotas de la lluvia, los instantes de nuestra vida. Todos habitamos un cementerio. Esa desnudez del exterior del Campo Santo, esa monotonía, esa uniformidad, son la desnudez, la monotonía, la uniformidad de la muerte. Cuando la puerta se abre, creeis que se abre la puerta de la eternidad. El frio de aquellas bóvedas como que os petrifica; el silencio de aquel lugar como que os priva del habla. Yo estaba enteramente solo como un muerto abandonado á su ataud. Yo, errante, sin patria, sin hogar, me preguntaba si aquel viaje no era el símbolo de mi último viaje; si aquella entrada de un momento en el Cementerio no era la pintura anticipada del dia en que los hombres tendrán á bien recogerme y lanzarme á un hoyo para que no envenene con mis pútridos miasmas el aire que ellos respiren. El sepulturero, de pié á la puerta, me invitaba á entrar. Las ideas más tristes batallaban en mi cerebro, y se dejaban caer como gotas corrosivas sobre mi corazon. El ruido de un azadon que cavaba las huecas sepulturas, y el ruido de las llaves que el sepulturero agitaba, se mezclaron siniestramente en mi oido. Pero entré, entré pensando que la muerte es tan natural como la vida, que el ataud es la cuna de la eternidad. Y la gran puerta se cerró á mis espaldas. Si, como yo creo y como yo espero, al pasar de la vida á la muerte pasamos de este á otro mundo mejor, dificulto mucho que pueda ofrecerme tanta novedad el brusco cambio como el interior del Cementerio de Pisa. Yo contemplaba extasiado las altas bóvedas cubiertas de maderas preciosas; los largos muros realzados por todas las combinaciones posibles del color; las ventanas ojivales de una desmesurada altura, con sus ligeras columnillas y los elegantes rosetones del remate; los cipreses, los rosales, la hiedra, la madreselva, que á traves de las ojivas mecian blandamente en el patio central sus ramajes poblados de vida y de poéticos rumores; los toscos sepulcros de los tiempos monásticos guarecidos por la cruz, junto á los bellos sepulcros de los tiempos clásicos poblados de ninfas y de faunos; el vaso báquico de mármol de Páros, donde brillan los sacerdotes de la embriaguez de la vida, al lado de la Madre Dolorosa con su Hijo entre los brazos, embriagándose con las lágrimas de la agonía y con la contemplacion de la muerte; los trofeos de las cruzadas unidos á los ex-votos de los romanos; los frisos de los templos de la gran Grecia mezclados con los arquitrabes de los altares del siglo décimo; los bustos de los tribunos de Roma, como Bruto bajo las blancas alas de los ángeles de mármol nacidos del cincel cristiano; las estatuas yacentes que se extienden sobre las losas como rindiéndose al eterno sueño, y las estatuas erguidas que sobre su pedestal de huesos humanos se lanzan, coronadas por una idea, como á entrar vencedoras en la inmortalidad; las vírgenes, los santos, los patriarcas, los doctores, los serafines, los querubines, los coros de bienaventurados, los demonios, los gnomos, los vestiglos, nadando en la atmósfera multicolor de los gigantescos frescos que cubren todas las paredes; cáos indescifrable en aquellas cuatro galerías góticas; cáos sobre el cual se deslizaba en aquel momento el sonido de la campana, que parecia la trompeta del ángel y el ruido del azadon, que parecia la respuesta de los muertos, abriendo al llamamiento sus tumbas; cáos donde todos los siglos, todas las civilizaciones, todas las artes se hallan en desórden sobre los fragmentos de un mundo en ruinas; imágen del Valle de Josafat á la hora suprema del Juicio Universal. Y sin embargo, nada más regular que aquel cáos en cuanto volveis de vuestra primera sensacion. Cuatro muros, cuatro galerías, cuatro series de ventanas ojivales; un patio en el centro; al frente de la puerta principal una capilla, y al medio de la pequeña galería de la derecha una iglesia; en la tierra del gran patio, la vegetacion que brota hojas y flores con prodigiosa fecundidad; á los extremos cuatro grandes, copudos y verdinegros cipreses, que parecen alzarse allí para elevar al cielo las oraciones de sus hermanas, las plantas agradecidas, á la Providencia por el nutritivo alimento que les procuran los muertos. Hay pocos edificios góticos en Italia, muy pocos. Esta arquitectura de la Edad Media no ha podido desarraigar el eterno paganismo encerrado en la tierra de las artes. Parece que cuando los arquitectos se proponian levantar la católica ojiva, que concluye en punta, como el Universo en la unidad de Dios, las diosas gemian desde el fondo de los arroyos ó desde la corteza de los árboles para obligarles á continuar las antiguas columnas coronadas de guirnalda, como sus sienes inmortales. Parece que esta arquitectura gótica es la arquitectura del pensamiento y no la arquitectura de la imaginacion; es el espíritu interior más que el genio plástico. Por consiguiente, no puede ser la arquitectura de Italia. El Cementerio de Pisa es gótico. Pero ¡cómo se han hermanado todas las artes en su seno! Importábales poco á los italianos que un sepulcro representase las fábulas paganas combatidas por el cristianismo. Con tal que fuese hermoso, lo ponian en su Cementerio y lo llenaban de huesos cristianos. La madre de la condesa Matilde, de esta mujer católica por excelencia, de esta amiga de los Papas, de esta heroína ortodoxa, descansa en su sarcófago, donde se halla esculpida Fedra. Diana besa la frente de Endimion dormido en uno de los mármoles del Cementerio. Los bustos paganos se elevan junto á las imágenes de los santos. Las lámparas que la religion atiza iluminan el rostro de Bruto. Junto al sarcófago donde el caballero de la Edad Media pliega sus manos y dobla sus rodillas, se elevan Augusto, Agripa, el fundador de aquel Panteon donde se refugiaron por última vez los antiguos dioses. Una bacante duerme el sueño de la embriaguez con la copa vacía al lado, bajo el fresco que representa las maceraciones del cenobita, junto al sepulcro en que pende la corona de rosas blancas consagradas á la inocencia y en que abre sus alas, como para ocultar un nido, el Ángel de la Guarda. El Buen Pastor, encerrado en las catacumbas de los mártires y esculpido sobre un sepulcro que los primeros cristianos han regado con sus lágrimas, conduce sus ovejas al redil de la Iglesia; y á pocos pasos hay bajo-relieve cuyos tritones fueron del cortejo de Neptuno en las profundidades del Océano, cuando la naturaleza no habia sido despojada de sus dioses. Meleagro caza no léjos del altar donde Enrique VII ora. Sobre un chapitel María, llena de misticismo, y casi á sus piés las figuras etruscas empapadas en la realidad de la vida. El escultor Della Robia tiene allí una madonna en tierra cocida que se asemeja á las vírgenes bizantinas; y sobre una columna en piedra de Egipto brilla á su lado una cabeza de Aquíles. Andrea de Pisa ha esculpido los Evangelistas y los Profetas con toda la rigidez católica, en medio de las bacanales, por otros bajo-relieves representadas, con toda la voluptuosidad griega. Aquí un emperador de Alemania sentado en su silla sagrada; allá un hipogrifo árabe; acullá una Vénus simbolizando el amor en los dominios de la muerte. ¡Oh! Estos hombres sabian por intuicion artística, sobrenatural, que todas las generaciones, todas las edades se reconcilian en el seno de la muerte. Estos hombres sabian que los combatientes caidos á la luz del sol, odiándose y maldiciéndose bajo banderas enemigas en los campos de batalla, se unen allá en las regiones de las sombras. Estos hombres sabian que pueden los míseros humanos expulsarse de la vida, pero no pueden expulsarse de la muerte. Aunque aniquileis á un enemigo, aunque le quemeis dando al viento las cenizas, ¡oh! sus átomos están ahí en el laboratorio de la vida universal, en el inmenso seno de la naturaleza; y tal vez mañana los absorberán vuestros hijos y los llevarán sobre su corazon. Mas los odios de los hombres son tales que no quieren ni la paz de la muerte. Y sin embargo, contemplando el Cementerio de Pisa, yo pensaba, ante aquellos muertos de todas las generaciones y aquellos monumentos de todas las edades, que así como tenemos en nuestro cuerpo breves partículas de todos los seres, y en nuestra conciencia ideas de todas las generaciones, tenemos en nuestra vida parte de todos los siglos; y que nada hay tan estúpido y antihumano como separarnos de los demas hombres por sus creencias, cuando hijos de todos los tiempos, individuos de toda la humanidad, por esos altares que nos parecen más llenos de supersticiones, por el dólmen celta, por el ara de los dioses lares, por las pirámides egipcias, por las esfinges babilónicas, ha pasado el espíritu de la humanidad ántes de llegar á su presente plenitud, como pasan los grandes rios por lechos de hielo, y de piedra, y de fango, ántes de espaciarse en la inmensidad del Océano. Éste es el verdadero Cementerio de un pueblo, éste es el verdadero panteon de la Edad Media. En aquellos dias interesaba más la muerte que la vida. El Campo Santo era la ciudad eterna; el infierno y el purgatorio la epopeya; el jubileo la grande asociacion de las razas, y la cruzada la grande guerra. La Edad Media gravita entera al rededor de un sepulcro. Los más fuertes ó los más ricos entre los pisanos han tallado su barca, han tejido su vela, y se han marchado por los mares de Oriente á Constantinopla y á Siria, para desde allí partirse á Jerusalen; y despues de mil combates, despues de peligrosísimas correrías, cargados con el peso de la enorme armadura y la cruz al pecho, descubrir entre los espejismos del desierto, bajo el cielo reverberante, sobre colinas caldeadas, envuelto en las ráfagas de un viento que parece como voraz incendio, el sepulcro de Cristo; y morir á su lado, y envolverse eternamente en la tierra santificada por las lágrimas del Huerto y por la sangre del Calvario. Los ciudadanos que se quedaban en las riberas de Italia querian tambien participar de este bien, dormir en el seno de la tierra prometida, mezclar sus cenizas con las cenizas de los profetas. Y la igualdad republicana no podia consentir privilegios en la muerte. El gran comercio de la ciudad cumplió el deseo de los ciudadanos. Las escuadras vinieron hasta el puerto cargadas de tierra de Jerusalen. En esta tierra se envuelven todavía los huesos de los pisanos. Esta tierra era voracísima. En veinticuatro horas consumia los restos confiados á su seno como si fuera una tierra de fuego. La mayor parte de las sales que obraban este prodigio se han evaporado en alas de los siglos; pero áun consume, segun el erudito Valery, en cuarenta y ocho horas un cadáver. Yo la contemplaba extasiado. Un manto de aterciopelada verdura, sobre el cual parecia haber caido una lluvia de rosas, la ornaba; la zarzamora extendia sus espinosas ramas por todas partes; y nubes de mariposas blancas y puras fingian á mis ojos las almas de los niños, bañándose en aquellos aromas y bebiendo el dulce jugo de aquellas plantas que extendian los festones y las guirnaldas de la vida sobre la morada de los muertos. ¡Tierra, tierra santísima de Jerusalen, que mis piés huellan, tú has brotado la idea de Dios y la has tenido guardada largo tiempo en tu seno, para que la edad moderna reposára á su sombra; tú has recogido los huesos de aquellos profetas que encendieron la fe en la conciencia humana; de tu barro se halla amasada la cuna inmortal de nuestra civilizacion; y aquel Mártir divino que se sacrificó en tus montañas por salvar al mundo de la servidumbre y del yugo infame del destino, te ha hecho tan fecunda y tan sagrada como las semillas del martirio! Tierra de Jerusalen; filósofo ó cristiano, judío ó católico, hombre de lo pasado ú hombre de lo por venir, cualquiera que te huelle, ha de sentirse profundamente conmovido, porque tú entras, tierra inmortal, por grandes cantidades, en la levadura de nuestra vida. Pero salgamos del patio y vamos á ver la galería de nuevo, contemplando, no las tumbas, las pinturas. Los italianos son esencialmente artistas, y no comprenden que un arte pueda vivir solitario y aislado. Emplean para sus monumentos la escultura, la pintura; los llenan de versos y de inscripciones para que tengan pensamiento, y luégo de música para que tengan voz. El Cementerio de Pisa ha sido fabricado en el siglo décimotercio, no lo olvidemos. Para comprenderlo bien, precisa comprender el siglo de su nacimiento, porque la arquitectura no pierde nunca, y ménos en los monumentos religiosos, su carácter simbólico. El siglo décimotercio comienza siendo el siglo del catolicismo y concluye siendo el siglo de la herejía. El espíritu humano se exalta con la fe en los comienzos y abraza la razon en las postrimerías de este siglo. Lo abre Inocencio III, que mira la conciencia humana extendida á sus plantas, Europa postrada de hinojos en sus altares; y lo cierra Bonifacio VIII, que siente sobre su mejilla el bofeton de los laicos, y muere de rabia en su impotencia. Lo abre Fernando III en Castilla, que merece ser contado en el número de los santos; y lo cierra Alfonso X, que merece ser contado en el número de los filósofos. Pedro II de Aragon nace bajo la advocacion de la Iglesia, crece en su seno, vive para dar la batalla de las Navas contra los infieles, y muere en la batalla de Muret por los herejes. Y estos cambios bruscos son una ley general del siglo. Jaime I de Aragon en la primera mitad del siglo recaba tierras y tierras para la Iglesia, y Pedro II arranca feudos al Papa. Los santos que dirigian las cruzadas y sus ejércitos obran luégo milagros ante los muros de Gerona contra los soldados del Papa. Las guerras por el sepulcro de Cristo se suspenden. La ciencia árabe domina á las ciencias teológicas. La duda se desliza en la razon, la ironía en la literatura, el sentimiento de la naturaleza en el arte. La conciencia humana ha pasado del período de la fe al período de la razon. ¿Comprendeis ahora por qué el Cementerio de Pisa ha sido tan tolerante? En cuanto se miran sus galerías y sus pinturas, se ven como dos hemisferios del tiempo. Los arcos han sido animados por una idea; los muros por otra. Allí está el gótico, y aquí el anuncio lejano del Renacimiento. No podrá nunca escribirse la historia de las artes sin saludar como uno de los sitios de su nacimiento este Cementerio. No se podrá entrar en el Cementerio sin evocar las edades en que se construyó. Y no se podrán evocar estas edades sin traer á la memoria el nombre de Nicolas de Pisa. Nacido en el seno de los tiempos místicos, muere en el seno de los nuevos tiempos. Entre su cuna y su sepultura hay dos mundos. El espíritu humano ha cambiado de fase miéntras ha vivido ese hombre, que contó setenta y un años. Pero él ha sentido ese cambio, él ha anunciado el ocaso del misticismo. Sus padres, sus maestros, le han hecho arrodillarse, plegar las manos ante las estatuas bizantinas, encorvadas bajo los terrores del Juicio Universal; y él, más tarde, ha ido á postrarse ante las figuras griegas, radiantes de hermosura, erguidas como aquella civilizacion esencialmente humana, amamantadas á los fecundos pechos de la Libertad. Nicolas nació el año siete del siglo décimotercio, y murió el año setenta y ocho. Si yo quisiera expresar en un solo símbolo esta edad, escogeria una de sus figuras, y veríase en ella que el pensamiento místico áun corre por sus frentes, pero que las formas griegas se extienden por su cuerpo como una nueva planta brotando en tierra empapada por rocío reciente. Juan de Pisa, el arquitecto del Cementerio, escultor tambien, mira con los ojos de Nicolas de Pisa. Comparad las obras de estos dos genios con los gigantescos mosaicos y con las extrañas pinturas que á dos pasos se encuentran, en el seno de la Catedral, obras traidas de Bizancio, ó hechas por bizantinos artistas. Las vírgenes, los santos, los ángeles de Bizancio tienen una expresion de terror sublime, pero tambien la frialdad, la rigidez de la muerte; las vírgenes, los santos, las estatuas de Nicolas y de Juan de Pisa ya aspiran á la serenidad y á la perfeccion griegas. Es el mundo de la naturaleza, que se abre al soplo del nuevo espíritu. Es la belleza humana, que deja el sudario de la belleza monástica en el fondo oscuro de los claustros. Esas piedras son trofeos de las batallas del espíritu, ó mejor dicho, trofeos de sus victorias. Miéntras Nicolas y Juan modelaban las piedras para tallar estatuas, para construir cementerios, un pastorcillo, guardador de escaso ganado, dibujaba en el barro, en el polvo ó en la arena, extrañas figuras. Este pastor toscano debia ser el padre de la pintura, debia ser el Giotto. Su gloria llena todo el siglo décimocuarto. Este hombre extraordinario es, respecto á la pintura, lo que Nicolas de Pisa respecto á la escultura. En su genio estaban ya los primeros delineamientos del genio de Rafael. Son los brazos de sus santos áun rígidos, los cuerpos angulosos y puntiagudos, los piés deformes, como si no pudieran todavía fijarse en la tierra; pero las cabezas están llenas de benevolencia, las caras llenas de gracia, de esa gracia á que jamas llegaron los artistas bizantinos en su desesperacion; de esa gracia hija de la serenidad del espíritu y hermana gemela de la esperanza. Vese allí que si los cuerpos dibujados por el Giotto pertenecen aún á la tierra de su tiempo, las cabezas tocan ya en el cielo de los tiempos nuevos. Aquellos rostros están acariciados por la brisa matinal, inundados por la luz de la aurora. El artista se ha sumergido en el seno de la naturaleza, encontrando en ella la inspiracion inmortal. Su pincel es una nueva eflorescencia del espíritu humano. Mirad en ese muro de la izquierda su Job. Se está borrando como el recuerdo de aquellos dias; se está deshaciendo como la fe que lo animó: descúbrese á traves de una niebla, lejano, muy lejano, herido por la humedad y el viento marítimo, que lo arrancan á pedazos de la pared, afeada, manchada por las restauraciones posteriores; podeis verlo á la manera que se ven figuras fantásticas, en las nubes recamadas por el sol del ocaso; todavía podeis verlo como un penitente que se queja de Dios, sin atreverse á maldecirlo, rodeado de sus amigos infieles, entre el diablo, terrorífico, dantesco, y el ángel de la derecha, dulce y bello, nadando ya en luminosos horizontes. No sé por qué, mas aquel fresco desgastado me pareció el símbolo que, sin pensarlo y sin quererlo, habia trazado el Giotto ó cualquier otro contemporáneo suyo del estado crítico y extraordinario en que se encontraba su siglo, entre el demonio del feudalismo, que pugnaba por vivir, y el ángel del Renacimiento, que salia entónces de su larva. No sé por qué este Cementerio me parece por todas partes el Cementerio de la Edad Media. Un discípulo de Fra Angellico, de aquel místico en cuya retina se pintaban los ángeles y los querubines, de cuyas manos jamas una Vírgen ni un Cristo salió sino entre oraciones y lágrimas; un discípulo de ese fraile sublime, que pintaba de rodillas, ha dejado una graciosa figura en los inmensos frescos arrojados por su mano sobre casi toda la galería occidental del Cementerio; una figura que sólo podria nacer en tiempos más sensuales, y que representa la curiosidad infinita por los secretos de la naturaleza. Noé está desnudo y embriagado en el suelo. Una muchacha se cubre el rostro con las manos; pero á traves de los dedos entreabiertos se goza en contemplar la desnudez. Fra Angellico hubiera maldecido á su discípulo Gozzolli. Pero ésa es la nueva edad, la edad del renacimiento de la naturaleza, maldecida hasta entónces; la edad del despertar de los sentidos, hasta entónces embotados; la edad en que el fauno va á hollar de nuevo con su pié hendido los campos, y á coronarse de nuevo con guirnaldas de hiedra los cuernos; la edad en que las ninfas van á entregarse desnudas sobre un lecho de rosas á toda la orgiástica alegría de vivir; la edad en que los arroyos van á entonar un himno de nuevas églogas; y entre el delirio priapesco de todos los goces y el despertamiento de todas las antiguas divinidades, va á salir un nuevo Prometeo, pero sin cadenas, que con su mano rasgue los mares y descubra un nuevo mundo, con su pié impulse la tierra y la obligue á rodar por los espacios infinitos, y coja las estrellas con su telescopio, como el cazador las aves con su trampa, y las fuerce á dejarse pesar en su mano, y á murmurar en su oido los secretos del cielo. Sí, aquel Cementerio es el testamento de la Edad Media. Creo ver en sus muros la despedida última y el adios últimos de estos tiempos que precedieron á los nuestros, como el cáos á la luz. La Edad Media, al morir, en todas las literaturas reproduce la Danza de los muertos. Ese tétrico poema no podia faltar en el Cementerio de Pisa y en el cielo inmortal de sus pinturas del siglo décimocuarto y el siglo décimoquinto. Orcagna, el grande Orcagna, lo ha pintado ahí. Miradlo, y acordaos de los otros monumentos que acabais de ver, y encontraréis toda la genealogía del arte. La tumba donde reposa la primera Beatriz casi es la cuna del pensamiento nuevo. En ella ha estudiado Nicolas de Pisa. En las obras de Nicolas de Pisa ha estudiado su hijo Juan de Pisa, arquitecto y escultor del Cementerio. En las obras de Juan ha estudiado Andres de Pisa, en las obras de Andres ha estudiado Orcagna. En pos de Orcagna vendrá Guiberthi, que esculpirá las puertas del baptisterio de Florencia, las puertas triunfales del Renacimiento, llamadas por Miguel Ángel las puertas del Paraíso. Y en esas puertas se detendrán los grandes artistas á estudiar el dibujo. Y el arte será despues de esta larga y gloriosísima creacion, y tendrá esta sublime genealogía: los mosaitas de Venecia, los mosaitas de Pisa, Cimabue, Nicolas de Pisa, el Giotto, Juan de Pisa, Orcagna, Guiberthi, Massacio, Leonardo de Vinci, Miguel Ángel, Rafael. Inmortal espíritu del hombre, nunca fuiste tan grande como despues de haber encontrado nuevamente la forma humana, la hermosura plástica, á costa de extraordinarios esfuerzos, tras ocho siglos de maceracion, de ayuno, de penitencia. El fresco de Orcagna es el fresco de la muerte. El dibujo es todavía incorrecto, los cuerpos de las figuras todavía desproporcionados; la perspectiva todavía está ausente; pero los rostros tienen expresion sublime, y un alma que irradia pensamientos se asoma por los ojos é ilumina las frentes. Á la izquierda una cabalgata de caballeros y señoras en trajes de gala se detiene ante tres reyes; recien muerto é hinchado el uno, descompuesto y comido por gusanos el otro, esqueleto ya descarnado el tercero. No puede manifestarse bien el escalofrío que da ver aquellos tres despojos de la muerte en medio de la turba de caballeros vestidos ricamente con terciopelo y armiño, de las damas con su lujoso tocado, de los perros y los halcones de caza, de todos los signos de la vida entregada al combate y al placer. En el centro los viejos, los enfermos, los moribundos, llaman á gritos la muerte con versos que el pintor ha trazado para aumentar la expresion: _¡O morte! medicina d’ogni pena_. Pero la muerte no los escucha; se aparta de los que la desean para herir á los que la olvidan; para entrar con su tajante guadaña en ameno bosque, á cuya sombra reposan dos amantes, contemplándose extasiados y oyendo la guzla del trovador que canta las delicias de la pasion, rodeados de flores y de amorcillos. Allá, en una alta montaña, los penitentes ruegan por todos; pero abajo, en enorme confusion, reyes, nobles, pajes, obispos, espiran; y sus almas son, ya recogidas por los ángeles, ya por los demonios de horrible rostro y alas de murciélago. Se nota que concluyen las edades monásticas. Las almas escogidas principalmente por los demonios son las almas de los frailes. Y junto á este fresco se hallan, como contemplándolo, el Juicio Final y el Infierno. Áun despues de haber visto la Capilla Sixtina conmueve la cólera de Jesus, la tierna piedad de María intercesora, el dolor de los réprobos, el éxtasis de los bienaventurados; Salomon, que al salir de su tumba y sacudir el polvo secular de sus párpados, no sabe si le tocan en suerte las alturas celestes ó los abismos infernales; el genio vengador que arrastra por los cabellos hácia las tinieblas eternas un fraile, el cual se habia escondido entre los bienaventurados, y el genio misericordioso que lleva hácia la bienaventuranza un jóven mundano, ya perdido entre los malditos; la mujer que se retuerce los brazos de desesperacion á la boca de la insondable eternidad, y el viejo que se arroja hácia Jesus para recordar sus propias obras y pedir la divina gracia; el Ángel de la Guarda en el centro del cuadro, triste, herido por un dolor infinito, mirando con sus grandes y profundos ojos, llenos de una tempestad de ideas, caer como una catarata de hiel en los infiernos, en los mares de plomo derretido, las almas que habia querido vanamente proteger en el mundo contra el vicio con sus alas, y que vanamente habia querido salvar de la justa cólera divina con sus oraciones en la hora suprema del juicio; terrible epopeya de horrores y desolacion, que parece, en verdad, sobre aquellas tumbas, en aquel asilo de la muerte, representado por aquellas figuras demacradas, rígidas, frias, el dia último del Universo. Y sin embargo, en las figuras de todos estos cuadros descúbrese que los tiempos místicos han pasado y que los tiempos del Renacimiento no han venido todavía. En ninguno de ellos, en ninguno de los infinitos personajes pintados en esas paredes, hay ni el idealismo de Fra Angellico ni el naturalismo de Buonarroti. La historia humana es una lucha entre el pensamiento y la realidad. En esos cuadros vemos que la idea se evapora, mas la naturaleza no viene todavía. El espíritu místico se apaga, pero no le sustituye aquella adoracion del organismo humano que hizo tan grandes pintores y tan grandes escultores á los artistas del Renacimiento. Miguel Ángel se alzaba sobre un cadáver con el apetito de la hiena, y lo recogia y lo estudiaba hasta grabar en la mente cada uno de sus huesos. El estudio del desnudo era su estudio preferente, como si quisiese volver al hombre á la inocencia del Eden. Pero la anatomía se hallaba prohibida en la Edad Media. Esos pobres artistas de los siglos décimocuarto y décimoquinto no han podido estudiar nuestro cuerpo. Sus figuras están encerradas dentro de sus vestidos como dentro de un saco ó como dentro de un sudario. El hombre tiene todavía demasiado presente su culpa y se asusta de su propio cuerpo, de esa eterna sombra del pecado. Mas á pesar de hallarse en tal desfallecimiento, descúbrese bien que aguarda una nueva idea. Las figuras del Cementerio de Pisa son figuras de crepúsculo, seres que se levantan inciertos en los límites de dos épocas. Despues de todo, si miramos la historia humana, verémos así á todos los hombres; todos condenados á enterrar la mitad de las ideas aprendidas y la mitad de las caras aspiraciones de la existencia; todos arrastrados por la corriente interminable de los hechos, sin saber adónde; todos forzados al trabajo de la renovacion, sin saber por qué; todos dejando las vestiduras del alma, la inocencia de la niñez, la pasion de la juventud, la fe de la cuna, en las encrucijadas del camino; todos cayendo rendidos de cansancio y de fatiga sobre un monton de secas ilusiones, para que sus herederos los aparten con el pié, los arrojen á un hoyo y continúen repitiendo los mismos hercúleos trabajos sin fin, y representando la misma tragedia sin desenlace. ¿Creeis que la muerte es un desenlace? Yo no lo he creido nunca. Entónces el Universo ha sido creado para la destruccion. Dios es un niño que ha levantado los mundos, como un castillo de cartas, por el placer de derribarlos. El vegetal se come la tierra, el buey y la oveja al vegetal, nosotros al buey y á la oveja; seres invisibles, que llamamos la muerte ó la nada, se nos comen á nosotros; en la escala de la vida unas criaturas no sirven más que para roer á las otras criaturas; y el Universo es un inmenso pólipo con un estómago inmenso, ó si quereis una imágen más clásica, un catafalco sobre el cual arde el sol con una antorcha funeraria, y está levantada, como una estatua eterna, la fatalidad. Nacen unos pacientes porque tienen mucha linfa, otros héroes porque tienen mucha sangre, otros pensadores porque tienen mucha bílis, otros poetas porque tienen muy agitados los nervios; pero todos mueren de sus propias cualidades, y todos viven lo que duran sus entrañas, su corazon, su cerebro, su espina dorsal, para recostarse definitivamente todos en la nada. Lo que creemos virtudes ó vicios son tendencias del organismo; lo que creemos fe, algunas gotas de sangre ménos en las venas ó algunas cóleras más en el hígado, ó algunos átomos de fósforo en los huesos; y lo que creemos inmortalidad, una ilusion; sólo hay de real, de seguro, la muerte; y la historia humana es una procesion de sombras que pasan como los murciélagos entre el dia y la noche, para caer todas, unas tras otras, en ese abismo oscuro, vacío, insondable, que se llama la nada, atmósfera única del Universo. ¡Oh! No, no. Yo no puedo creer esto. Las maldades humanas jamas lograrán oscurecer en mi alma las verdades divinas. Yo, como distingo el bien del mal, distingo la muerte de la inmortalidad. Yo creo en Dios y en una vision de Dios sobre otro mundo mejor. Yo me dejo aquí mi cuerpo, como una armadura que me fatiga, para continuar mi infinita ascension á las altas cimas bañadas por la luz eterna. Es verdad que hay muerte, pero tambien es verdad que hay alma; contra la realidad, que me quiere envolver en su capa de plomo, tengo el fuego del pensamiento; y contra el fatalismo, que quiere apresarme en sus cadenas, tengo la potencia de la libertad. La historia es una resurreccion. Los bárbaros habian enterrado las antiguas estatuas griegas, y hélas ahí vivas en un Cementerio, engendrando generaciones inmortales de artistas con besos de sus frios labios de mármol. Italia estaba muerta como Julietta; cada generacion arrojaba una paletada de tierra sobre su cadáver y ponia una flor sobre su corona mortuoria, é Italia ha resucitado. Hoy los tiranos cantan el _Dies iræ_ sobre los campos donde están separados los miembros de Polonia. Pero ya veréis la humanidad venir, recoger los huesos que mondan con sus acerados picos los buitres del Neva, y renacer Polonia como una estatua de la fe, con la cruz en los brazos, sobre sus antiguos altares. Yo he sentido siempre la inmortalidad en los cementerios. Yo la siento más todavía en este Cementerio de Pisa, henchido de tanta vida, poblado de tantos seres inmortales que destilan inspiracion, y por consecuencia inmortalidad, como los troncos de las seculares encinas, cuando los pueblan las abejas, destilan miel. Insensiblemente la noche caia sobre nosotros. El sepulturero acabó su trabajo y cesó en sus golpes. El guardian vino á rogarme que saliera. Pero yo me dí traza para conseguir que me dejára allí una hora más en el seno de la noche y de las sombras. Yo esperaba sumergirme en la tristeza de la nada, anticiparme en aquel lugar de silencio el descanso eterno por una contemplacion de la tierra mortuoria, donde duermen olvidadas tantas generaciones. Allí me quedé apoyado en una tumba, reposando la frente agobiada sobre el mármol de una ojiva, los ojos fijos en el cuadro de la muerte y en los vestiglos del Juicio Universal, iluminados por los últimos resplandores del crepúsculo, aguardando las tristezas mayores que debia traerme la oscuridad de la noche. Pero no; fresca brisa vino como á despertarme de mis sombríos ensueños; las flores de Mayo levantaron sus corolas, ántes agobiadas por el calor del dia; un aroma penetrante, embriagador, lleno de vida se esparció por los aires; las luciérnagas voladoras comenzaron á discurrir entre las sombras del claustro y las líneas de las tumbas como estrellas errantes, miéntras la luna llena salia por el horizonte nadando majestuosa en el éter, cubriendo con sus gasas la frente de las estatuas funerarias; y un riseñor, oculto en el espeso ramaje de los altos cipreses, entonaba su cancion de amor, como una serenata á los muertos y una plegaria á los cielos. VENECIA. La noche avanzaba sobre nosotros en el momento en que atravesábamos la campiña de Padua dirigiéndonos á Venecia. El cielo estaba nublado, y á intervalos, entre los nubarrones, lucian algunos pedazos serenos, de extraordinaria limpidez, en los cuales nadaban las primeras estrellas de la tarde. Pero en el borde del horizonte, hácia la extremidad Norte, del lado de las montañas, las nubes relampagueaban, miéntras en el otro borde, hácia la extremidad Sur, del lado del mar, franjas de púrpura formadas por los vapores del lago y los últimos destellos del dia daban tinte cobrizo á los objetos, fantásticas apariencias á la naturaleza, como si la region que íbamos á visitar quisiese satisfacer todos nuestros deseos y premiar todos nuestros amores por ella, revelándose entre los misterios del más sublime de los crepúsculos. Sin embargo, mi impaciencia era infinita. Observaba que la vegetacion se extinguia, que comenzaban canales desecados, llenos de lodo, sobre cuyos bordes crecian tristemente algunas plantas marinas; pero por más que sacaba de mi wagon la cabeza para mirar al punto final de nuestra carrera, no veia ni la soñada laguna ni la querida ciudad, como si huyeran á mi anhelo y se esquiváran á mi deseo. Tengo tal idea de la fragilidad de esa hermosa Venecia, combatida de contínuo por los vientos y las aguas, que temia pudiera desaparecer ántes de serme permitido verla, y se encerrára en la concha marina en que nació, como un milagro vivo de la historia humana. Siempre recordaré el dia en que por vez primera vi la Alhambra. Corrí á buscarla, sin guía, sin ningun compañero, deseando un coloquio á solas, como todos los coloquios de amor, con la maga del Oriente perdida en nuestras montañas. Yo atravesé una puerta que no recuerdo, porque apénas la advertí. Yo vi á la izquierda una magnífica fuente del Renacimiento, que no respondia en nada ni á mi deseo ni á mi idea. Yo me perdí en las soberbias alamedas mecidas por el viento matinal, iluminadas por el espléndido sol de Granada, que, deslizando á duras penas sus rayos entre el follaje, formaba en el suelo como un arabesco de luz y de sombras. Yo vi aquella magnífica puerta judiciaria, inclinada sobre una cuesta, y en cuya arquitectura el árabe, sin perder su gracia, ha tomado toda la solemnidad del gótico. Yo entré creyendo encontrar en pos de aquella puerta el palacio. No estaba; sólo vi una plaza de armas y un altar de la Edad Media ante el cual ardia una lámpara. En torno mio se desplegaba larga fila de torreones; en medio de la gran plaza un palacio del siglo décimosexto, bellísimo, pero en pugna con todo cuanto yo soñaba; y á lo léjos, sobre una colina sembrada de laureles, dibujaba sus miradores, semejantes á blancos minaretes, el oriental Generalife. Yo buscaba la Alhambra, el palacio, la mágica gruta de estalactitas empapada en los fuertes colores asiáticos, donde se extinguieron, como odaliscas, en el placer, á fines del siglo décimoquinto, los que vinieron como leones á la conquista á principios del siglo octavo. Pero ninguna de las numerosas puertas á que llamé era la puerta de la Alhambra. Temia que un genio, una hechicera, de las que la magia de la Edad Media ha dejado en los bosques, bien diferentes por cierto de las hermosísimas diosas con que los pobló la clásica antigüedad, hubiera robado en aquella misma noche la Alhambra, contínuamente amenazada de muerte, para burlarse de mi anhelo. Nacemos y vivimos tan desgraciados, que nos parece mentira el cumplimiento de un deseo, mentira la realizacion de una esperanza, como si tristísima experiencia nos hubiera enseñado que solamente es en el mundo verdad el dolor. Así, en aquel momento, yo dudaba de la proximidad de Venecia, ó temia que Venecia hubiera desaparecido para mí. Al fin nos paramos en Mestres, á las puertas de la gran laguna veneciana. El aire nos trasmitia el eco de sus campanas, que tocaban el _Angellus_, y que nos recordaban la emocion sublime de Byron, cuando una tarde creyó ver al conjuro de esos mismos ecos, por los bordes del horizonte, deslizándose sobre las aguas, como las estrellas del cielo, á la Madre del Verbo, calzada por la luna, y con la misteriosa blanca paloma sobre su frente en aquella hora sublime de la oracion y del amor. ¿Era verdad que iba á ver á Venecia? Cuántas veces, en las largas horas de las noches de invierno, para pasar la uniforme velada de los pueblos, mi madre, que amaba mucho las letras, me habia contado misteriosas historias venecianas á la usanza de principios de siglo: la decapitacion de Marino Faliero, el destierro del jóven Foscari, el heroísmo inmortal de Dandolo, la salvaje pasion de Otelo, el esplendor de sus banquetes inmortalizados por Pablo Veronés, los desposorios del Dux con las aguas de los mares en la góndola recamada de brocados y movida por remos de oro, la tristeza infinita del último de sus magistrados, cuando se desmayó al firmar el protocolo que entregaba su patria al austriaco, por un criminal error de Napoleon; todas estas sencillas narraciones, medio históricas, medio legendarias, en que siempre se dibujaban algunos espías ó algunos calabozos para inspirar el terror trágico; algunas sesiones del Consejo de los Diez para sostener el interes dramático; y alguna enseñanza moral para fortificar estas dos ideas á cuyo culto no renunciaré nunca: la libertad y la patria. Despues, levantándome por una de esas transiciones tan naturales á otros recuerdos, veia en mi mente la Venecia histórica; aquellos nobles hijos de la antigua civilizacion, sacerdotes de sus últimos lares, cortejo fúnebre de sus últimos dias, que vencieron á la fatalidad, salvándose, en las inhabitables lagunas, de las irrupciones de Atila y sus feroces hunnos, para conservar en una ciudad misteriosa, única, anclada como hermosa nave á las puertas de Grecia, sus libertades clásicas, que los llevaron á luchar con las olas cuando la sociedad se perdia en los claustros; á extender el trabajo y el comercio como una redencion cuando en los terrores del siglo décimo los brazos más fuertes caian desmayados aguardando el fin del mundo como una necesidad y el juicio universal como un castigo; y por último, á reunir y atesorar en sus muelles, en sus canales; en sus palacios cincelados por todos los prodigios de la escultura; en sus monumentos públicos, singulares por la majestad y por la belleza, decorados por una fiesta contínua de colores y de matices; en sus trofeos de mármoles y bronces, los restos de tres civilizaciones perdidas en una serie de infinitos naufragios; siendo así Venecia asiática y griega, romana y bizantina, nunca germánica, la síntesis de tres edades mayores de la historia, la piedra preciosa del anillo nupcial con que se desposaron el Oriente, el mundo de los misterios, y Europa, la tierra de la nueva vida, de la nueva civilizacion. Y como no es posible renunciar ni á la nacion ni á la raza á que pertenecemos, yo, español, sentia en aquel momento agolparse á mi memoria los recuerdos históricos de los servicios prestados á la civilizacion por Venecia y España, unidas en memorable cruzada marítima. Un dia la media luna llegó hasta Constantinopla. Los bizantinos, los griegos, cayeron unos en pos de otros bajo la cimitarra de los turcos, cuyo filo brillaba siniestramente sobre Venecia. Las islas iban á ser cautivas; sus hijos, remeros en las galeras del turco; el Mediterráneo, el mar de la civilizacion, un lago de los serrallos orientales. Pero las naves de Barcelona, de Valencia, de Cádiz, de las ciudades españolas, se unieron con las naves de Génova y de Venecia, y marcharon á detener el turco, y consiguieron aquella insigne victoria de Lepanto, en que las olas se ensangrentaron hasta enrojecerse, é hirvieron bajo el fuego de los cañones; pero en que el fatalismo retrocedió en su carrera devastadora ante la fuerza y la civilizacion de Occidente. Pero sobre todo, iba á ver la ciudad, por la cual hemos tenido tantos dolores, tantas tristezas en su largo cautiverio de este siglo. ¡Cuántas veces se nos ha aparecido en sueños, rodeada de sus islas, como Niobe de sus hijas heridas, maldiciendo á los hombres que no la socorrian, y desesperando de la justicia de Dios que toleraba su opresion! ¡Cuántas veces hemos creido oir en los misteriosos ecos con que la resonancia de las playas repite el rumor de las olas del Mediterráneo, un largo lamento de Venecia! ¡Cuántas hemos creido que era posible verla en su dolor un dia arrojarse, como Ofelia, á sus lagunas, y desaparecer entre las aguas con su doble corona de mármol y de algas en la frente, y su melancólico último cántico en los labios! Venecia era para nosotros una Ciudad-Cristo suspendida á su infame suplicio por los cuatro grandes clavos del Cuadrilátero. Venecia habia perdido aquellas coronas de perlas, aquellas túnicas de terciopelo, aquellas naves de oro, aquellos leones de bronce con ojos de diamante, aquellos cocodrilos de esmeraldas y rubíes, aquellas infinitas preseas con que la ornaron los genios privilegiados de sus pintores, y sólo mostraba sus fragmentos ruinosos de mármol ennegrecido por la lluvia de sus lágrimas, como un mendigo enseña sus huesos cubiertos de rugosa piel á traves de los harapos. La historia de este martirio, el lamento de su pasada servidumbre, las infinitas elegías lloradas por tantos poetas, por tantos oradores ilustres sobre el calabozo de Venecia; todos estos recuerdos se entrechocaban en mi mente, aumentando la emocion producida en mi alma á la vista de aquellos misteriosos parajes ilustrados por el heroísmo y por el genio. Miéntras rodaban todas estas ideas por mi cabeza, penetraba el tren en la laguna de San Márcos. El cielo, como he dicho, de un lado claro, brillantísimo; de otro, oscuro, si bien relampagueante; á intervalos cubierto de nubes ú ornado de estrellas, tenía un aspecto de tal manera singular, que no me cansaba de contemplarlo, pidiéndole su luz para embeberme en aquel espectáculo, objeto de tantos deseos, asunto de tantos ensueños. La inmensa laguna que áun conservaba algo en su tranquila superficie de la claridad del dia, brillaba en toda la extension del vastísimo horizonte como un inmenso espejo atravesado por fajas, ya de ópalos allí donde se reflejaban las estrellas, ó ya de amatistas allí donde se reflejaban las nubes, encendiéndose de vez en cuando por siniestro modo al latigazo del relámpago. La humareda de la locomotora, el aliento de los lagos, las nubes sobre nuestras cabezas, las aguas bajo nuestros piés y en toda la inmensa extension descubierta por la vista, nos hacian creer que nos hallábamos fuera de la tierra, ó cruzando en el lomo de algun monstruo regiones ignotas de la atmósfera. Entre los dudosos resplandores, entre las inciertas sombras, como dibujados fantásticamente en oscuro espejismo, descubríanse los edificios de Venecia, aquí y allá iluminados por pálidas luces. Si no hubiera sabido que era Venecia, creyéralos, al verlos surgir como por encanto de las aguas, sostenerse entre la superficie líquida y el flúido del aire sin tocar visiblemente por ningun lado á la tierra, una ciudad flotante, una nómada caravana marítima, presidida por algun dios de las olas, y por aquel momento refugiada en el tranquilo seno de la celeste laguna adriática. ¡Qué armonía de colores á pesar de la noche! Ya tiemblan las estrellas en la ligera ondulacion; ya las plantas marinas dan algunos toque sombríos; ya un faro finge en su reflejo serpientes de topacios; ya el remo de una barca despide gotas de luz, produce como llamaradas de fósforo, deja estelas blanquísimas semejantes á la Vía Láctea; ya de un lado las sombras de los edificios, espesando la oscuridad, extienden festones de azabache, miéntras de otro lado alguna nube, perdida por el ocaso y que áun absorbe, como una esponja aérea, los últimos matices del sol ausente, los destila sobre raros puntos como una llovizna de púrpura, todo realzado por las gasas misteriosas y por los espléndidos reflejos que los vapores del aire y los cambiantes del lago dan por doquier á este mundo casi ideal de no soñados encantos. Por fin el tren se detiene. Las formalidades de entregar los billetes y recoger los equipajes molestan de una manera indecible en la natural impaciencia. Quisierais ser pez ó ave para llegar al agua y al aire de Venecia sin esas cargas de baules y sombrereras á que os obliga la nativa debilidad humana. Pisais aquellos muelles besados eternamente por las aguas. Larga fila de negras góndolas, ligeras, esbeltas, os aguardan. Escogeis maquinalmente la primera, sin curaros ni de la forma ni del precio de aquel viaje, como si todas las condiciones de la vida económica hubieran de perturbarse allí donde cambian casi todas las condiciones de la vida vulgar de las ciudades antiguas y modernas. Dais la direccion de vuestro proyectado albergue, y sentís por un movimiento casi imperceptible que os deslizais sobre las aguas. Apodérase del alma un gran sentimiento de tristeza. La góndola, mal iluminada por un pequeño farolito puesto en el fondo, y conducida por dos hombres, cada cual de pié á cada uno de sus extremos, parece ya un ataud, ya un cetáceo, ya un cisne negro, ya una luciérnaga fantástica, ya el cadáver de una de las antiguas sirenas del Adriático en sombra convertido, que os arrastra á las cavernas profundas de los profundos senos del Océano. Como venís deslumbrado por la claridad de la resplandeciente laguna, creeis entrar en una region de tinieblas. Las aguas tienen una oscuridad indefinible por lo espesas. Parecen realmente bituminosas. Los fuertes muros de los altos monumentos acrecientan la noche. Los faroles, colocados á largas distancias, sólo sirven como de ligero contraste para conocer mejor la negra y general oscuridad. Venecia tiene calles de tierra y calles de agua. Las calles de agua no están iluminadas. Solamente la blanquecina fosforescencia de la estela, ó el débil resplandor de una ventana, ó el mustio farolito de una muda góndola que pasa á vuestro lado, ó el reverbero de una esquina apartada, alumbran aquel tortuoso laberinto de piedras y de rejas y de puentes y de palos destinados á atar las góndolas; especie de grandes árboles acuáticos, pero sin ramas, sin hojas, tristes y secos. La ciudad parece inhabitada. De vez en cuando pasan sobre los arcos de los puentes algunos viandantes como sombras de las sombras. El silencio es sepulcral. Sólo oís el grito del gondolero que avisa á sus camaradas para que las góndolas no choquen. Este grito, por todas partes repetido, es ágrio y agudo como el grito de las aves marítimas. El verde limo que sale á la superficie de los canales flota á intervalos y lo tomais por un cadáver. La puerta de un palacio gira sobre sus goznes, algunas personas bajan silenciosas por sus escaleras de mármol y se instalan en sus góndolas. ¡Oh! Las tomariais por habitantes de un panteon que van á dormir sobre un ataud. De pronto salís al gran canal, respirais brisa más fresca y más libre, veis á la luz de las estrellas fustes de estriadas columnas, plintos y bases que salen del agua, rosetones góticos, ajimeces árabes, ventanas bizantinas, arcos del Renacimiento; pero la góndola corre de nuevo á perderse en el laberinto de los estrechos callejones, y aquella decoracion mágica desaparece en la realidad, como las horas rápidas del placer en las tristezas eternas de la vida. El camino desde la estacion á nuestro albergue era larguísimo. Los gondoleros continuaban de pié á cada lado de la góndola impulsándola con sus sendos largos remos y repitiendo sus agudos gritos. Á cada paso una esquina, sobre cada esquina un puente, al pié del puente y á las puertas de la casa las escaleras de mármol, sobre el último blanco escalon el agua verdinegra, y bajo los arcos del puente y junto á las graderías blancas, las góndolas negras cubiertas con sus largos paños pardos semejantes á los paños de un catafalco. El objeto más necesario á la vida veneciana es la góndola, y la góndola es tambien el objeto más triste. Imaginaos una elipse de madera negra con varios relieves; á uno de los extremos grande alabarda dentada, cuyo acero brilla siniestramente, y al otro extremo una especie de pequeña cola retorcida; en el centro, como antigua tartana de Valencia, el sitio de reposo, forrado por dentro de terciopelo negro, por fuera de paño negro con borlas de seda, lleno de mullidos cojines de tafilete, cerrado por cuatro ventanas, con cuyos cristales, con cuyas cortinas, con cuyas persianas podeis comunicaros ó incomunicaros á voluntad; todo oscuro, todo triste, todo misterioso, todo romántico, invitando la vida á las aventuras, la imaginacion á las leyendas, pues unas y otras se desprenden como consecuencia natural de todo cuanto os rodea, y sobre todo, de vuestra inseparable compañera, la silenciosa góndola. Así Roma es la ciudad sublime, Nápoles la ciudad placentera, Florencia la ciudad académica, Liorna la ciudad mercancil, Pisa la ciudad muerta, Bolonia la ciudad música, Milan la ciudad civil y Venecia la ciudad romántica. El Moro y el Mercader de Shakspeare, el Angello de Víctor Hugo, los dramas de Byron, han sido inspirados por estas sombras, y tienen aquí, en estas góndolas, sus misteriosas cunas. Hoy Venecia reune á la poesía de sus artes la poesía de sus recuerdos, y á la poesía de sus recuerdos la poesía de sus tristezas. Los palacios se caen, las estatuas bajan á pedazos de sus pedestales, las rientes figuras de sus cuadros se van como las mariposas al soplo del invierno. La herida que le causó el cambio del movimiento humano hácia otras regiones, por la aparicion de América en el mundo y el descubrimiento del Cabo de Buena Esperanza, esa herida que mató su comercio no ha podido ser curada por su reciente libertad, porque la libertad no puede destruir las fatalidades geográficas. Venecia se muere. Sólo que en vez de morir como una prostituta en los calabozos austriacos, muere como una matrona en el seno de su hogar y rodeada de sus hijos. Venecia cayó al pié de la cuna de América, como Ifigenia al pié de la cuna de Grecia. Los caminos de la humanidad están sembrados de víctimas, y el progreso no se exceptúa de esta ley necesaria. La vida se alimenta de la muerte. Pero no es por eso ménos triste ver morir una ciudad cuyos Dux tuvieron la corona imperial de Bizancio tantas veces en las manos, y la rechazaron por el gorro frigio de la vieja república; ver morir una ciudad cuya bandera ahuyentó á los turcos y despertó las fuerzas del comercio y del trabajo; ver morir una ciudad cuyas libertades son las más antiguas en la era cristiana, y que ella sola ha sido la Inglaterra de la Edad Media; ver morir á una ciudad que en sus copas de cristal, en sus banquetes báquicos, en sus voluptuosas serenatas, en sus sensuales cánticos, en sus guirnaldas de coral y algas trajo disuelto á nuestra vida el aroma inmortal del Renacimiento. ¡Cómo sentia en aquel viaje por las calles de Venecia no ser poeta, orador ni escritor de algun mérito para lamentar con elocuencia la muerte de esta ciudad única en el mundo! Ideas de luto y desolacion solamente me habian inspirado los ataudes flotantes, los palacios sombríos, las magníficas ventanas medio destrozadas, los monumentos medio ruinosos, el tortuosísimo laberinto de calles estrechas y de canales oscuros, las sombras que se dibujaban en los altos puentes, las separadas piedras de mármol lamidas por las olas, el ruido del agua, que parecia una lágrima cayendo sobre otra lágrima, y los gritos de los gondoleros que parecian un lamento repetido por otro lamento. Pero en esto llegamos al gran canal, frente á la iglesia de la Salud, donde íbamos á alojarnos, muy cerca de la piazzetta de San Márcos. Su anchura es allí la anchura de un brazo de mar. Sus aguas son claras como si lleváran disuelta la luz del dia. La fosforescencia que dejan los remos y la quilla dibujan por doquier largas cintas blanquecinas como rayos de luna. Al desembocar nosotros de los pequeños canales en aquella grande extension, várias góndolas se dirigian al Rioalto iluminadas por faroles venecianos, sólo comparables á guirnaldas de luminosas flores. Esta mágica iluminacion resaltaba en la oscuridad de la noche y se repetia en la trasparencia de las aguas. De las góndolas salia un coro armoniosísimo, solemne, acompañado por excelente música; acordes misteriosamente engrandecidos y dulcificados por la sonoridad del aire y de las lagunas. Despues de haber pasado aquella travesía, despues de haber hecho por la red infinita de canales aquel viaje, en que Venecia semejaba una de esas místicas ciudades pintadas por los artistas de la Edad Media en las paredes de los cementerios para representar el infierno, al verme en el gran canal, en aquella larga serie de monumentos, sobre el agua trasparente, bajo el cielo clarísimo, descubriendo las iglesias de blanco mármol iluminadas como grandes montañas de nieve por los rayos de los astros, contemplando las góndolas que se deslizaban rápidamente, festin flotante consagrado al arte, oyendo aquella música, aquella armonía deliciosa en alas de los vientos de la misteriosa laguna, creíme en la antigua Venecia, en la que traia la riqueza y los colores de Oriente, en la que escuchaba las serenatas de Leonardo de Vinci, en la que prestaba los matices del íris á la paleta de Ticiano, en la que se reia con la carcajada de Aretino, en la que llevaba, como un esclavo, el Imperio de Constantino á sus piés, y como una compañera á su lado, Grecia, la tierra de los poetas. Pero la serenata pasó, las luces se perdieron pronto en los recodos del canal, sumergióse la laguna en su profundo silencio, y las torres de las iglesias vecinas dieron el toque de Ánimas con elegíaco lamento. Al dia siguiente faltábame el tiempo para ver Venecia. Confieso que una de las artes á mis ojos más maravillosa y expresiva, es la arquitectura. Sus piedras, reguladas por las ideas, como las notas de un cántico ó como los miembros de un discurso, me inspiran siempre, cuando aciertan con sus armonías á expresar la belleza, un placer purísimo, intelectual. Las grandes líneas, los dilatados espacios, los ambiciosos arcos, las aéreas rotondas, las columnas con sus adornos, las galerías con sus léjos, los patios y los claustros, sumergen á la mente en profundas meditaciones y expresan siempre el genio del siglo con su carácter simbólico. Yo gusto mucho de la arquitectura griega, de su sobriedad, de su austera sencillez, de su gracia infinita, de la facilidad con que expresa grandes ideas con pocos medios y llega á la hermosura sin violentar sus formas, poniendo un ligero friso, cuadrado, sobre cuatro frentes de intercolumnios, cuyas armonías son tales, que puede decirse cantan como un coro. Yo admiro tambien á los romanos, que sobrepusieron los tres géneros de la arquitectura en sus monumentos, como sobrepusieron las tres edades de la historia en su civilizacion y en sus códigos. Yo no olvidaré nunca la rotonda del panteon donde espiró el paganismo; ni los arcos triunfales, puertas magníficas de la nueva edad del mundo. Sobre todo, lo que el arte antiguo me inspira siempre es un culto infinito á la sencillez de las formas y á la naturalidad de la expresion. Pero este entusiasmo por el arte antiguo no excluye la admiracion por todos los géneros bellos de arquitectura. No hay cosa peor que el exclusivismo en las artes. Los arquitectos del pasado siglo, en su ódio por el gótico, llegaron, áun los de más gusto, á construir unos edificios grandes, pero mudos; más que severos, rígidos, con toda la rigidez de la muerte. Hay arquitecturas que se distinguen por su sabiduría, por su perfecta sujecion á las leyes de la estática. Tales son la griega y la romana. Han pasado sobre ellas los siglos, y ese otro elemento más devastador todavía que los siglos, las cóleras de los hombres; pero se han estrellado contra su imperturbable firmeza. Hay, sin embargo, arquitecturas que se distinguen por su expresion. Tales son la oriental y la gótica. Venecia se parece á Granada, en que Venecia tiene una arquitectura propia, exclusiva, nacida de sus particulares circunstancias históricas y del ministerio único representado por ella entre el Oriente y el Occidente. Así como los granadinos, conservando siempre aquel carácter árabe que llegó á su perfeccion en la aljama de Córdoba, se acercaban al gótico, los venecianos, conservando el carácter bizantino y gótico, general en la Edad Media, le arrojaban encima como un velo de oro las ricas preseas del Oriente. Así ha creado Venecia esa serie de monumentos que son el prodigio de los prodigios, por su variedad y por su riqueza. Si vais á examinarlos con el Vitrubio en la mano, con las reglas de Vignola en la mente, llevando la escuadra y el compas, sometiéndolos á un exámen matemático, demandándoles obediencia ciega á las leyes de la estática, pronto á indignaros si veis que una galería está sostenida por un armazon de hierro, que una columna gruesa está sobrepuesta á una columna ligera como riéndose de los principios generales de la gravedad física, que una mole de mármol pesa, siendo como una montaña, sobre el encaje de una galería aérea y ligerísima; si ante todo y sobre todo poneis las matemáticas, no os pareis delante de esos edificios de la Edad Media, que ante todo y sobre todo ponen la riqueza de la expresion, riqueza grande, inverosímil, como son inverosímiles todas las hipérboles, pero en realidad muy bella. ¡Cómo influye en las artes el medio en que se desarrollan! Venecia es una maga que obliga á los artistas á seguirla y les imprime su beso de fuego en la frente. Los arquitectos del siglo décimoquinto construyen edificios severos en Roma, al mismo tiempo que el gótico florido abre sus calados rosetones en toda Europa como las primeras flores del Abril del Renacimiento. Y los arquitectos de Venecia, á fines del siglo décimosexto y principios del siglo décimoséptimo, cuando el arte clásico todo lo ha avasallado, sin dejar de seguir su influjo, coronan los frisos de sus monumentos, las cúspides de sus torres, las azoteas de sus palacios con joyas y cinceladuras, esmaltadas siempre por el oriental carácter veneciano. Salgamos, pues, á contemplar á Venecia. Nuestra góndola se desliza por el gran canal. Las aguas tienen un verde-esmeralda, el cielo un azul-turquesa, los bancos de arena un brillo de oro, las casas de las cercanas islas un esmalte de coral-rosa, y las iglesias de mármol una trasparencia tan extraordinaria que parecen iglesias de cristal: bruñe el sol todos los objetos con sus rayos, esos pinceles de la naturaleza, y la brisa cargada con los aromas de la primavera, con las salinas exhalaciones del mar, perfumada y picante, os convida con sus voluptuosos besos á la infinita alegría de vivir. No tenemos tiempo de mirar ese gran canal que los pintores venecianos, reproduciéndolo de todas maneras, desde los albores de la escuela con Carpacio hasta su extincion con Canalletto, han impreso indeleblemente en las retinas de los amadores del arte. Sólo es dado ver con una rápida ojeada que desde los edificios pesados bizantinos, hasta los edificios elegantes del siglo décimosexto, y desde los elegantes del siglo décimosexto hasta los abigarrados de la decadencia, unidos á monumentos góticos de todo género, ornados con guirnaldas sirias y árabes, la historia del arte se apiña en dos largos muros de mármol á uno y otro lado del canal, realzada por los reflejos del agua y por las tintas del cielo. En cada ciudad buscais primero un monumento, un punto. En Sevilla la catedral, en Granada la Alhambra, en Córdoba la mezquita, en Roma el Coliseo, en Nápoles el Vesubio, en Pisa el Cementerio, en Florencia la plaza de la Señoría, y en Venecia la plaza de San Márcos. Llegamos al pié de su magnífica escalera. Nos detenemos extasiados. No es posible pintar á Venecia. La palabra humana carece de bastantes matices para tan rico cuadro. Yo no lo intento siquiera. Se necesita ver, y sentir, y admirar, y empapar en aquellos colores los ojos, y absorber por todos los poros aquella vida, y luégo callarse. Nunca he deplorado tanto el compromiso contraido con mis lectores, á cuya inagotable bondad voy á faltar, encontrándome con este soberbio paisaje ante mis ojos y esta humilde pluma en las manos. En primer término, el lago, espléndidamente iluminado por el cielo y el sol, que lo borda con sus rayos; al Norte la desembocadura del gran canal con sus varios y ricos edificios; al extremo derecho de la desembocadura la mármorea iglesia de la Salud, cuyas blancas rotondas se dibujan maravillosamente en la nitidez del aire; ante esta iglesia, levantada en torre graciosa, una grande esfera de bronce dorado y en su polo un ángel de bronce oscuro; á la desembocadura izquierda, una terraza de jaspe sobre la cual ostenta sus flores primaverales, ameno, aunque estrecho, jardin, poblado de mariposas; en el centro la piazzetta, el palacio de Sansovino, cincelado como un escudo de Cellini y rematado por un coro de estatuas; el palacio de los Dux, al otro lado, descansando su mole de mármol rojo y blanco sobre una doble galería de arcos góticos entrelazados por un juego de caprichosos rosetones, y recamados en el chapitel de sus columnas con esculturas bizantinas, que se armonizan y se enlazan de una manera admirable con la diadema de agudos triángulos y los airosos campanarios de la cima; ante estos dos monumentos, las dos columnas de granito oriental, dos monolitos colosales, y encima el cocodrilo de San Teodoro y el leon de San Márcos, que parecen exhalar el huracan de sus abiertas fauces; en el fondo, al lado izquierdo, el Campanile, alto y airoso como nuestra Giralda, calzado por una tribuna maravillosamente esculpida, y coronado por un ángel que alza sobre su aguda aguja las alas de oro á lo infinito; al mismo fondo, en el lado derecho, la Basílica, oriental, gótica, griega, bizantina, árabe, mezcla de todas las arquitecturas, resúmen de todas las épocas, con sus arcos azules sembrados de estrellas, sus columnas de todos los jaspes, sus estatuas y sus bizarros campanarios, los cuatro caballos de Corinto sobre la puerta, los mosaicos de cristales venecianos en los huecos, de cuyo áureo cielo se destacan maravillosas figuras de todos colores, las rotondas en la cima, breves copias de las rotondas de Santa Sofía como una aparicion del Asia; y en las vastas proporciones de aquel paisaje, el muelle de los esclavones lleno de navíos, realzados por los pintorescos trajes de los turcos y de los griegos, por la gran multitud veneciana que en aquella vastísima calle desemboca; más léjos todavía las islas de San Jorge Mayor con su iglesia de color de rosa y blanco; la Giudecca con sus edificios empapados en todos los matices del íris; San Lázaro con su convento armenio, cuya torre oriental parece la vela rizada de un gran navío; el Lido poblado de bosques, que tocan las aguas con sus ramas y llenan los ruiseñores con sus cantares; los jardines como islas flotantes, como canastillos gigantescos de flores confiados al agua; todo atravesado por las gasas celestes de los canales, todo variadísimo, por el color ya dorado, ya argentado de los bancos de arena, todo animado por el contraste de las blancas velas latinas que entran y salen con las negras góndolas venecianas que por do quier se deslizan, todo arrullado por las ondas del Adriático; al lejano Occidente los Alpes, que bajan como un ejército de gigantes pirámides celestes, y en el lejano Oriente, como una música eterna, el viento que viene desde las playas de Grecia. No hay nada igual en el mundo. ¡Cuántas hermosas ciudades hemos recorrido en Italia! Cada una tiene su maravilla, y cada maravilla su carácter. Cuando vais de Roma á Nápoles, no os parece hallaros en otra tierra, sino en otro planeta. El cementerio de Pisa y el cementerio de Bolonia son magníficos; pero hay entre ellos tanta distancia como entre el panteon de Agripa y la catedral de Milan. De Florencia á Pisa vais en dos horas, de Pisa á Liorna en media; y cada una tiene abismos de diferencia en sus calles, en sus monumentos. La magnífica torre inclinada de Pisa parece hecha á millares de leguas del lugar donde se alza la divina rotonda de Santa María dei Fiori de Florencia. Cada una de estas ciudades ostenta su escuela especial de pintura y su especialísimo carácter de arquitectura. Cada una de ellas engendra un genio que le devuelve, en cambio del regalo de la vida, el regalo de la inmortalidad. Pisa tiene á Nicolas, que ha adornado con dos siglos de anticipacion el Renacimiento, haciendo florecer bajo su cincel los mármoles; Bolonia tiene á Juan, que detiene un momento la decadencia de la escultura; Fiezzolli tiene á Fra Angellico, que pinta los ángeles con la misma facilidad con que Platon describe las ideas puras, y de rodillas ante las Vírgenes salidas de su pincel, entre los límites de dos siglos, como el décimocuarto y el décimoquinto, que son los límites de dos mundos, simboliza el fin de las edades místicas; Venecia es la madre del Ticiano, Verona de Pablo Cagriari, Florencia de Miguel Ángel, y Roma puede llamarse, por las loggias, las estancias, la transfiguracion, las Sibilas, la Galatea de la Farnesina, la Madona de Foligno y el Isaías, la capital de Rafael.—¿De dónde proviene esta grandeza?—De la descentralizacion de sus gobiernos, de la libertad de sus repúblicas, de la independencia municipal. Sólo hay en la historia una época superior á su época, un pueblo más ilustre que sus pueblos, Grecia. Pero el secreto de su grandeza está en la misma causa que el secreto de la grandeza de Italia. Miguel Ángel es uno de esos titanes que llevan en sus piés las heridas de las moles calcinadas, puestas unas sobre otras para escalar al cielo, y en sus frentes las heridas de las tempestades que han atravesado, buscando solitarios por las regiones superiores de la atmósfera lo infinito. Pues bien; Miguel Ángel, cuando vió morir la libertad en su patria, cinceló una figura hermosísima pero triste, le puso la perfeccion griega en las formas, el dolor cristiano en la frente, le cerró los ojos, le extendió sobre un sepulcro y le llamó la noche. La ausencia de la libertad fué la muerte de Venecia, la muerte de Milan, la muerte de Pisa, la noche de Italia. Por todas partes se encuentra en la geología de la sociedad á la libertad, como en la geología del planeta á Dios. EN LAS LAGUNAS..... Al fin tenemos luz, ese flúido sólo comparable al pensamiento, en que esclarece y vivifica. Aquí me baño en el éter desprendido de un cielo sin nubes y reflejado por un lago sin sombras. Yo quisiera ver mi interior, mi espíritu, con el plástico relieve que toman á esta luz oriental todas las cosas. Nosotros mismos somos lo más oscuro y lo más incomprensible que existe en la creacion. ¿Por qué no habia de ser mi razon tan clara como el sol? Despues de todo, la luz del gran astro se perderia, como música no oida, si no iluminase la humana frente. ¿Por qué no habia de ser mi espíritu tan diáfano como estas aguas celestes, en cuyos espejos se repiten con todas sus asiáticas cresterías, con todos sus adornos ó todas sus grecas los edificios de Venecia? Despues de todo, el Universo sería como un libro cerrado y en blanco, si no llenase sus páginas de ideas el humano espíritu. ¿Por qué los horizontes de mi pensamiento no habian de tener el mismo esplendor de estos horizontes? Sombras de sombras serian todas las cosas si no las animasen de un alma las ideas. Quitad el espíritu del planeta, y decidme despues para quién cantarian las aves que ahora gorjean en los árboles cuyas ramas tocan las aguas, y para quién exhalarian su incienso esas flores que ahora beben la savia embriagadora de la primavera. Las cosas serian, sin las ideas, jeroglíficos sin lectores ni intérpretes. El Universo sin espíritu sería, cuando ménos, un teatro sin actores. Pero el espíritu, ¿qué luz interior tiene? Yo no conozco en la historia ninguna época de tanta angustia moral como nuestra época. Las creencias que cinco siglos de fe y de martirio habian levantado, se han caido en tres siglos de análisis. El antiguo dia de las almas se avecina á su ocaso, y no estamos seguros de que amanezca otro nuevo dia. La campana que ahora toca la oracion, el órgano que ahora acompaña el cántico de los monjes, la imágen que ahora veneran los marineros del Adriático, van pasando á ser como los himnos griegos, como los bajo-relieves del Parthenon, objetos de culto artístico, pero no objetos de culto religioso. Aquí tambien se oye alzarse de las aguas un lamento elegíaco, sólo comparable al lamento lanzado por las antiguas sirenas cuando oyeron de labios de los nazarenos que el mundo era llamado á una nueva fe en la maceracion y la penitencia. El Dios-espíritu ve condensarse contra su poder y contra su Verbo nubes de ideas tan amenazadoras como las que destronaron y destruyeron al Dios-naturaleza. ¿Qué luz interior tiene el espíritu en esta suprema crísis? Tales ideas me asaltaban una tarde de Mayo de 1868, al borde espléndido de la maravillosa laguna de San Márcos, y enfrente de la desembocadura del gran canal de Venecia, sobre la isla de San Lázaro, á la puerta del convento de los armenios. El sol, que se habia ocultado tras la Giudecca, doraba con sus últimos rayos las cúpulas de las iglesias y las rotondas orientales de la gran Basílica; las góndolas negras, que resaltaban sobre las aguas azules, corrian rápidas en todas direcciones como fantásticos seres; al frente agrupábanse los maravillosos palacios venecianos esmaltados por todas las artes; á la espalda se dibujaba el Lido, como un jardin flotante lleno de vegetacion, de flores, de gorjeos; y en todas direcciones surgian las islas, en que los árboles se balanceaban cual si tuvieran sus raíces en las aguas, y entre los árboles resplandecian maravillosos edificios, como anclados en aquel mar de indelebles recuerdos y de eterna poesía. Se necesita para comprender la hermosura sentir desde allí cómo espira el dia en las lagunas; cómo se iluminan de estelas fosforescentes las aguas; cómo brotan las primeras estrellas en el cielo y las primeras luces en las ventanas y en las calles de la ciudad; cómo estas luces tiemblan al reflejarse en los canales; cómo suenan los últimos toques de la campana de la oracion mezclados con los cantares voluptuosos de los gondoleros y las salmodias de los conventos; cómo se encuentran unísonas en el cielo voces del espíritu con voces del Universo. Espectáculo tan maravilloso no distraia mi alma del pensamiento, ni el pensamiento de la contemplacion de esta crísis suprema del humano espíritu. Cuando más absorto estaba, dirigióse á mí un monje para decirme oficiosamente la hora en que el convento cerraba á los curiosos sus puertas. Aunque aquel aviso pareciera urbana despedida, sentia yo deseo invencible de permanecer allí, puesto que la hora de clausura no era todavía; y mi góndola estaba pronta á conducirme á la ciudad, que dista de la isla de San Lázaro tres kilómetros. Los monjes armenios venden maravillosas obras orientales; yo no soy ajeno al estudio de las lenguas semíticas, y valíme de la treta de una conversacion sobre tema tan socorrido para prolongar mi visita á sitio tan delicioso. Inmediatamente se olvidó el monje de su consigna, y comenzó á departir conmigo de estudios y letras. Poco á poco la conversacion llegó á las materias religiosas. Yo he sentido siempre incontrastable ímpetu á difundir mis ideas entre las muchedumbres; pero jamas caigo en la tentacion de convencer ni persuadir en conversaciones particulares á mis interlocutores. Así como trazo una línea divisoria entre el lenguaje vulgar y el lenguaje oratorio, trazo otra línea divisoria entre los oyentes numerosos y el oyente singular con quien trabo ó mantengo un diálogo. He notado que si yo nunca me decido á convencer ni persuadir en la vida ordinaria, muchos de mis interlocutores caen, bien al reves, en la manía de convencerme y persuadirme á mí. El sacerdote con quien yo departia á la sazon, era un jóven, turco de nacimiento, católico de religion, armenio de rito, monje de entusiasmo, oriental en su lenguaje sembrado de imágenes, veneciano por su finura y su hospitalidad; en el fondo de la conciencia místico, cual un sectario asiático, pero en el comercio con sus semejantes, de una tolerancia en perfecta armonía con el carácter de nuestro siglo. Estaba enfermo, muy enfermo, y tenía seguridad de muerte próxima. Esta melancólica evidencia daba á sus ideas, severas como la moral, solemnes como el culto, poéticas como la tierra donde habia nacido y la tierra donde iba á morir, las infinitas perspectivas de la eternidad. Hoy, pasados cuatro años, todavía recuerdo con viveza aquella conversacion de la cual quiero trasmitiros un fragmento, porque muchas de sus ideas me fortalecen todavía en mis combates interiores, y todavía me alientan en mi esperanza de una renovacion moral análoga á las renovaciones sociales. La contradiccion que entre nosotros surgió vino á desvanecer muchas de las dudas que, relámpagos de sombras, pasaban por mi alma. —¿Creeis, me decia, que nuestro estado moral ha de continuar? ¿Creeis que podemos llevar tanto tiempo una fe muerta en la conciencia? Toda idea muerta mata el espíritu que en sí la lleva, como el feto muerto gangrena las entrañas que lo encierran. —Os lo he repetido ya várias veces en el curso de nuestra conversacion, le dije. Yo no creo que pueda mantenerse viva la conciencia en el seno de una fe completamente muerta. El espíritu tiene analogías con la naturaleza. Y la naturaleza no aniquila, transforma; no mata, renueva. Es necesario renovar el espíritu en la renovacion de la sociedad. —¡Renovarlo! me dijo. ¿Y cómo vais á crear una religion nueva? ¿De dónde sacaréis los apóstoles que prediquen, los mártires que mueran, las ideas necesarias, los sacrificios indispensables á una transformacion religiosa? El árbol de la fe se riega con sangre. La humanidad en nuestro tiempo tiene vocacion al trabajo; no tiene vocacion al martirio, como la tenía en la época del Redentor. Derramará hasta extenuarse todo el sudor que pueda destilar sobre las máquinas del trabajo; no derramará ¡ay! ni una gota de sangre ante las aras de la fe. Los pueblos me parecen hoy atletas llenos de energía física, pero faltos de alma. —No obráran las maravillas que obran si no sintieran dentro de sí el vapor de grandes ideas. Han subido á los cielos y les han arrancado el rayo, porque tenian estatura moral bastante á tocar con su frente en las nubes. Las épocas de decadencia ni crean, ni inventan, ni trabajan. El desaliento y la decrepitud se sienten á una en todas las esferas de la actividad y en todas las manifestaciones de la vida. —Pero creo haberos oido decir que los pueblos no creen si no tienen ideal. —Es verdad. Mas creo que el ideal no debe brotar sólo del sentimiento, sólo de la fantasía, sino de la razon. Vuestro ideal es todo entero para la imaginacion. Y en las épocas reflexivas, los ideales que sólo son hijos de la fantasía y sólo á la fantasía se enderezan, mueren como en la estacion de los frutos mueren las flores. —Vosotros no creeis en el milagro. —No hablemos de nuestras opiniones individuales, porque entónces nuestros debates serán disputas, contestéle yo. Hablemos de algo más alto, hablemos de la crísis que atraviesa el espíritu humano en nuestro tiempo. Vuestras ideas propias valen ménos en comparacion del alma infinita de la humanidad, que las gotas destiladas de ese remo en comparacion de los caudales del mar. —Pues bien; me rectifico, y digo: nuestro siglo no cree en el milagro. —Teneis razon. Su conocimiento de las leyes naturales hale llevado á proclamar que estas leyes no se interrumpen ni por un minuto. Mas hé aquí la base de mi tésis: no forjeis, ni mantengais un ideal religioso en oposicion absoluta con la ciencia. Las más inferiores de nuestras facultades, la sensibilidad, la fantasía, se conmoverán al tañido de las campanas, á la vista de las sagradas imágenes, al eco del órgano que eleva un himno á los cielos, á la aparicion de esas basílicas milagrosas, como la basílica de San Márcos, tachonada de mosaicos, donde el color agota sus matices, y poblada de obras donde el arte agota sus inspiraciones, monumentos en cuyas bóvedas se ven vagar las plegarias de diez siglos, y en cuyos pavimentos dormir los huesos de innumerables generaciones; pero por poeta que seais, por conmovido que esteis, en cuanto la razon penetre en tantas armonías y ensueños, los desvanecerá con sus glaciales pero incontestables afirmaciones, dejándoos en lucha perpétua entre la sensibilidad y el entendimiento, lucha que conviene terminar, si hemos de ser soberanos de la naturaleza, sólo sometida á la verdad y á la ciencia. —Esa lucha ¡oh! esa lucha será terminada por la fe. —Pero la fe no puede contrariar verdades probadas ó evidentes. Los dioses antiguos sonreian en la cima de las colinas sembradas de mirtos y de templos, á las orillas de mares que parecian dormirse bajo su amparo, entre coros de poetas que divulgaban sus nombres, sobre pueblos artistas y creyentes; pero un dia la ciencia demostró que aquellas divinidades repugnaban á la razon, y á pesar de tener en su defensa pueblos heroicos, invencibles, como el pueblo romano, murieron todas juntas al soplo de una idea. —Pero con aquellas divinidades murieron las sociedades que personificaban. —No murieron, se trasformaron. ¿Murió el derecho romano? ¿Murió aquella literatura clásica, modelo todavía en nuestras escuelas? ¿Murieron aquellas artes plásticas que copiamos y repetimos? ¿Murieron ni siquiera aquellas lenguas á cuyas sábias combinaciones debemos toda nuestra nomenclatura científica? Lo único que pereció fué lo único que se creia imperecedero, el Dios ó los dioses de aquel mundo. —¡Y cuántas lágrimas, cuánta sangre costó fundar la nueva creencia! me contestó el sacerdote. El mundo se encenagó en las orgías. Aquella Roma tan fuerte dejó caer la espada del combate para empuñar la copa del festin. Las venas de la humanidad se hincharon con el canceroso vino de todas las concupiscencias. Fué preciso para curar tanto mal, nada ménos que la irrupcion de los bárbaros y el destronamiento de Roma. —Ved adónde os lleva la implacable lógica de vuestras deducciones: á llorar la muerte del paganismo, vos, sacerdote católico. Seguramente en ningun lugar de la tierra se apena tanto el ánimo del artista, al sentir la desaparicion de aquellos hermosos seres, imaginados por los poetas, y en el mármol encarnados por los escultores, como aquí, en su patria, al rumor de las olas del Adriático, bajo este cielo que todavía refleja sus miradas. Pero si al estado químico-físico del planeta corresponden los organismos, al estado moral del espíritu corresponden las religiones. El mundo sigue su vida independiente de nuestras concepciones abstractas de esa vida. Y Dios existe independientemente de la relacion que con su sér incomunicable establezca nuestro espíritu. Hoy no comprendemos el mundo como lo comprendian nuestros padres. Para ellos estaba inmóvil, para nosotros se mueve. Para ellos el sol rodaba en torno de nuestra tierra, para nosotros la tierra rueda en torno del sol. ¿Ha cambiado la naturaleza porque cambie nuestra concepcion de la naturaleza? Pues tampoco cambia Dios porque cambie nuestra concepcion de Dios. Lo bueno, lo verdadero, lo hermoso, existen por sí, é independientemente de todos los juicios que acerca de ellos se formen. Para acercarnos al ideal, no hay sino aprender la verdad en la ciencia como en la conciencia, y realizar con desinteres absoluto en toda la vida el bien. Las religiones han servido para educar progresivamente á la humanidad. Sus esperanzas infinitas, sus terrores saludables, despertaron al hombre del seno de la naturaleza en que dormia para alzarle á una vida interior mucho más pura y mucho más elevada. El frágil espíritu humano obtuvo así la idea de lo infinito, y sintió así el soplo de lo divino como creándole de nuevo y en cierto sentido redimiéndole. Pero no hay que dudarlo; si la religion de la naturaleza fué un progreso respecto al fetichismo, y la religion del espíritu un progreso respecto á la religion de la naturaleza, ¿por qué, por qué imaginar, por qué creer que se ha parado ó que ha retrocedido esta permanente revelacion? —¿Imaginais que puede llegar más allá alguna revelacion? Dios, por un acto de su voluntad, por un soplo de su aliento, crea el mundo sin mal, y sobre el mundo al hombre sin pecado; la culpa cae del espíritu hecho libre sobre la naturaleza hecha su esclava, deslustra la creacion y rebaja á la humanidad; nacen los hijos de los hombres sujetos al pecado, y el pecado al castigo que crea generaciones de generaciones enfermas, cuyos cuerpos se pierden tristemente en el placer, cuyas almas se desvanecen como sombras de sombras en los abismos; hasta que el mismo Dios conocido sólo de un pueblo, desciende así á rescatar las culpas de todos los hombres, como á revelarse á todos los hombres; y desde entónces los aires están llenos de ángeles custodios, los altares de santos próvidos, la naturaleza regenerada por la pureza de la Vírgen Madre, el espíritu iluminado por el Verbo divino, y las esperanzas de la inmortalidad resplandeciendo más allá del sepulcro, para fortalecernos con la energía de una vida llamada á dilatarse en la eternidad. —Líbreme Dios de contradecir ningun dogma. Los respeto profundamente todos. Mas yo niego que pueda sostenerlos una autoridad externa, fuerte, coercitiva en estos tiempos de razon y de libertad. Es necesario que la fe brote espontáneamente de las almas. Es necesario que impulse á la conciencia, y la conciencia á la voluntad. Así la idea se encarnará en el espíritu, y el espíritu se encarnará en la vida, y la vida será verdaderamente religiosa, y la religion norma é ideal viviente. —¿Y no veis realizado esto en ninguna parte? —No. Veo, al contrario, que miéntras la civilizacion más se inclina á la libertad, se inclinan más las sectas religiosas á la autoridad. Veo que miéntras las ideas de igualdad democrática más profundamente se arraigan en la esfera social, más en la esfera dogmática se pretende divinizar absurdos privilegios, opuestos á cuanto hay de fundamental en nuestra naturaleza. Veo, bien al reves de los tiempos cristianos en que Dios se humillaba hasta revestir la naturaleza del hombre, los hombres, llamándose infalibles, que aspiran á exaltarse hasta revestir la naturaleza de Dios. Lo veo invadido todo por el egoismo y el sentido utilitario, cuando tanto necesitamos de que el lado ideal de nuestra naturaleza, el que á los cielos mira, se despierte y se avive. Las ideas religiosas, que debian ser puramente espirituales, van volviéndose fuerzas mecánicas; y los sacerdotes, que debian tener en sus manos y reflejar sobre nuestras frentes la luz de lo ideal, simples funcionarios del Estado. Veo todo esto con dolor, porque yo quisiera que en la aridez y desolacion de nuestra vida pudiéramos libar algunas gotas de rocío celeste que refrigerase la sequedad de nuestros labios, abrasados de sed por lo infinito. —Mas la creencia necesita una definicion que la contenga y la formule; la definicion, una autoridad que la imponga y la divulgue; la autoridad, una personificacion que la represente. La fe no sería sino el dogma; el dogma no se mantendria sin la definicion; la definicion, sin la Iglesia; la Iglesia, sin el Papa; el Papa, sin el Espíritu divino, que debe comunicarle su propia infalibilidad. —¿Creeis que Dios ha escogido una persona aparte, privilegiada, para comunicarle la verdad? Yo soy más creyente. Yo creo que así como ha extendido la luz por todos los orbes, ha extendido la razon por todos los espíritus. Yo creo que así como nos ha dado la propia vista para el mundo externo, y la propia vista no puede ser por ninguna autoridad, ni reemplazada ni sustituida, nos ha dado la conciencia para comunicarnos con el mundo interior, y la conciencia no puede ser tampoco por ninguna autoridad sustituida ni reemplazada. Yo creo que todos vemos la luz, que todos la confesamos; y los tenebrosos de alma son tan raros y tan excepcionales, como los ciegos de nacimiento. Los seres se bañan en la vida universal; los planetas y los soles, en el éter; las almas, en Dios. Creo más: creo que la revelacion es eterna, inmanente, progresiva, de todos los siglos; teniendo por sus órganos á los filósofos, á los poetas, que han revelado una verdad, y á los mártires que por la verdad han muerto. Sólo así la historia se ilumina, la vida se eleva á lo infinito, la conciencia se enrojece en la absoluta verdad, como el hierro en el fuego. Sólo así nos sentimos unos en todas las generaciones y nos elevamos á la comprehension de todas las ideas; sólo así traemos á nuestra alma el espíritu humano, y en el espíritu humano diluimos nuestra alma. Sólo así nos elevamos á Dios, y Dios se comunica íntimamente con nosotros. Sólo así podemos ser habitantes verdaderos del Universo, verdaderos hijos de Dios, y unos é idénticos en toda la sucesion de los siglos con el desarrollo progresivo del humano espíritu. —Yo de ninguna suerte puedo conformarme con vuestras ideas. Parécenme contrarias á todas las verdades y justificativas de todos los errores. Yo creo que un solo pueblo ha conocido á Dios en el mundo antiguo, el pueblo judío; y que una sola sociedad conserva y difunde esta vida en el mundo moderno, la Iglesia católica. Fuera de estas dos grandes ráfagas de luz tendidas por el tiempo como la Vía Láctea por el espacio, sólo descubro tinieblas y tinieblas, que ciegan y asfixian. —¿Y el resto del trabajo humano se ha perdido? ¿Y del resto de la conciencia humana se ha Dios ausentado? ¿Qué creeriais de mi razon si yo os dijese: este jilguero ó esta rosa deben su vida al Creador; pero no se la deben ni este helecho ni ese murciélago? Si dividimos las cosas en divinas y no divinas, entregamos el mundo al maniqueismo; y el diablo disputa con derecho á Dios una parte en la creacion.—Si dividimos los pueblos en elegidos y réprobos, entregamos la sociedad á un poder arbitrario más temible que el destino antiguo. El ázoe, el oxígeno, el carbono, que separados matan, forman juntos el aire vital. No separeis tampoco las várias revelaciones de la verdad y del bien, porque todas juntas forman la atmósfera del humano espíritu. Los profetas no han escrito solamente en Judea, no han bebido solamente las aguas del Jordan y del Eufrates; han escrito en la India tambien, y han bebido las aguas del Gánges. Á formar las ideas judías ha contribuido tanto el sacerdote egipcio como el mago de Babilonia y el dualista de Persia. La idea es como la savia, como la sangre, como la luz, como la electricidad, como los jugos de la tierra, como los gases de la atmósfera, como los flúidos del planeta. La idea no reconoce ni naciones, ni sectas, ni iglesias; pasa de la Pagoda á la Pirámide, y de la Pirámide á la Sinagoga, y de la Sinagoga á la Basílica, y de la Basílica á la Catedral, y de la Catedral á la Universidad, y de la Universidad al Parlamento, con la celeridad del rayo que truena, ilumina, quema y purifica. El cristianismo ha sido preparado lo mismo en las estancias de Isaías que en los diálogos de Platon. Á la revelacion universal ha llevado cada raza humana su contingente. El pueblo griego creia su vida completamente original, aparte de toda otra vida humana, sus dioses puramente nacionales y domésticos, y su casta Diana habia tenido templos en el Asia Menor, y su Baco, que representa la exaltacion, el delirio de la vida en el Universo, venía ébrio del néctar destilado por los bosques indios. Cuando el judío se aislaba al pié de sus altares y allí creia conservar su Dios alejado de todas las tentaciones paganas, iba Alejandro á perturbar aquel monólogo triste de un pueblo, y á llevar tras su carro de guerra las divinidades griegas, tocando el címbalo y la flauta frigia, despertadores de la alegría helénica en el seno de la triste, inmóvil y panteista Asia. El mesianismo no era una esperanza hebráica, era una esperanza universal. La sibila de Cúmas lo concebia en su gruta, á las orillas del sensual Tirreno, en los mismos dias en que Daniel contaba con los dedos las semanas de años que faltaban para su cumplimiento. Y en el Pausilipo, á la sombra de los altos olmos festoneados por las vides, á la vista de las ondas recamadas de espumas en que cantaban las sirenas griegas, entre las danzas báquicas, oyendo el caramillo del dios Pan y los coros de las vírgenes que trenzaban guirnaldas de flores sobre las aras humeantes de mirra, Virgilio anunciaba la redencion universal casi al mismo tiempo que el Bautista la pedia, vestido de sayal, macerado por el cilicio, en el desolado seno del desierto. Aténas con sus artes, Roma con su derecho, Alejandría con su ciencia, han contribuido tanto á la revelacion cristiana, como Jerusalen con su Dios. No olvideis, no, estas verdades evidentes, confirmadas por toda la historia. No seais como el judío que se encierra en las oraciones de su Biblia, y cree que despues el género humano ni una sola verdad religiosa ha podido añadir á las ideas judaicas. El cristianismo, más humano y más divino al mismo tiempo, ha tomado toda la Biblia y le ha añadido el Evangelio. ¿Por qué nosotros no añadirémos al Evangelio el Renacimiento, la Filosofía, la Revolucion, que ha llevado á la esfera social estas tres palabras cristianas: Libertad, Igualdad, Fraternidad? Leonardo de Vinci trazó Baco y trazó el Bautista en sus cuadros, que representan la primavera del espíritu moderno. Rafael encerró en las líneas de las diosas griegas el alma efusiva y santa de las Vírgenes cristianas. Miguel Ángel puso los dos coros de las sibilas y de los profetas en las bóvedas de la Sixtina. El espíritu humano es uno como el Universo, uno como Dios; y Dios, la naturaleza, el espíritu, son la eterna trinidad que ilumina las páginas de la historia. No nos separemos, ni del espíritu, ni de la naturaleza, ni de Dios. Estas palabras, si no arrastraron, comovieron á mi interlocutor. Yo mismo habíame exaltado extraordinariamente al calor de mis propias palabras. Así es que cogí la mano que el jóven sacerdote me tendia, la apreté, y dejéle entregado á sus pensamientos. La noche era serena, tranquila; brillaban las estrellas en el cielo y el fósforo en las aguas; un aliento primaveral refrescaba el ambiente y traia los ecos de la ciudad y del campo á los espacios celestes de la laguna, que convidaba á meditar sobre esta verdad evidente: como permanece inmóvil, serena, luminosa la naturaleza sobre las disputas y las discordias de los hombres. EL DIOS DEL VATICANO. ¿Creeis que en realidad ha sido roto y deshecho el paganismo en esta tierra de Roma? Cerca de mi alojamiento se eleva el Panteon de todos los dioses. El genio católico no se ha contentado con alzarlo á las alturas y ceñirlo, como diadema, á la Basílica madre de todas las Basílicas cristianas, sino que lo ha convertido en el templo de todos los santos. La oracion se apaga allí en los labios. Entra demasiada luz por el círculo que corona la Rotonda para que pueda entregarse el ánimo á la meditacion y al recogimiento. Bautizado, lleno de altares, convertido en iglesia como la gran aljama de Córdoba, protesta contra los innovadores, y suspira calladamente por su antiguo culto. Así es todo en Roma. El paganismo se ha transformado, no se ha destruido. Los meses del año y los dias de la semana llevan los nombres de las antiguas divinidades, de los antiguos césares, de la antigua numeracion romana, y no hemos osado tomar el calendario de la República francesa que parece concebido en las entrañas de la creacion. Los dos solsticios de invierno y de verano todavía los celebramos con fiestas análogas á las fiestas clásicas. Adónis nace, muere, resucita, cuando el trigo se siembra y brota y espiga. Las fiestas de la Candelaria, como las fiestas lupercales, hállanse consagradas á la luz. El romano agita las antorchas bajo el dominio de los papas, como las agitaba ántes bajo el dominio de los césares, y entona á la luz himnos que han cambiado en su forma, pero que no han cambiado en su esencia. Cuando el Papa aparece conducido en hombros, puesto sobre altísima silla, envuelto el cuerpo en crujientes brocados, coronada la cabeza por áurea tiara que reluce, en las manos el preciado báculo, á los piés aquellas legiones de mitrados con sus capas de mil colores, cree el ánimo hallarse en los dias en que el lujo oriental y las costumbres orientales invadieron con los césares venidos de Siria la Ciudad Eterna. No trato yo ciertamente con esto de combatir ni negar las virtudes del espíritu católico. De lo que trato es de negar esa originalidad que le atribuyen todos cuantos desconocen cómo obró el espíritu antiguo en el cristianismo, que fué al cabo su continuacion y hasta cierto punto su purificacion. El verbo es un concepto platónico-alejandrino, y es el concepto fundamental de la fe cristiana. La apoteósis de los héroes se ha reemplazado con la canonizacion de los santos. Cualquiera creeria oir un poeta católico cuando oye á Lucano decir ante la tumba de Pompeyo, cómo irán á orar sobre su losa los fieles que rehusan ofrecer incienso á los dioses del Capitolio. Es el infierno creacion pagana, como son los demonios creacion mágica. Satanás ha pasado por el mazdeismo ántes de pasar por el cristianismo. Las esperanzas mesiánicas no son exclusivas de la raza judía en el siglo del advenimiento de Cristo; son esperanzas universales. Cuando San Juan escribia el Apocalípsis, lo escribian tambien los estoicos, y palabras de desesperacion se pronunciaban por dos coros á un mismo tiempo, y se unian en los cielos paganos como en los cielos cristianos, el espanto religioso por la próxima conclusion del mundo. Nos extrañamos del número de dioses que tenian los antiguos. Los dioses hanse convertido en ángeles, dice el mismo San Agustin: _deos quos nos familiarios angeles dicimus_. ¿Por qué, pues, tanto ódio al mundo antiguo, á las ideas que vienen á ser como el blason de nuestra nobleza y la genealogía de nuestras propias ideas? Pues qué, ¿no recibimos tambien el agua lustral? ¿No colgamos de las capillas los ex-votos? ¿No tenemos procesiones como tenian los griegos teorías? ¿No encendemos la noche de San Juan hogueras como las encendian los rhodios, los corinthios, los grandes fundadores de las colonias helénicas? Nuestra personalidad no ha venido de súbito á la creacion; es, como el planeta que habitamos, obra lenta de los siglos, obra á su vez de las generaciones. Así, cuando yo veia pasar bajo los arcos triunfales de mármol, cuya sucesion compone el Vaticano, la figura majestuosísima del Papa, entre tantas aclamaciones, entre tanto lujo, no podia ménos de decir para mis adentros que aquella autoridad tan universal, tan grande, es una autoridad que no proviene tanto del espíritu cristiano, democrático, sobre todo en los primeros tiempos, como de la superioridad que tuvo Roma por sus derechos y por sus conquistas sobre todas las ciudades del mundo. ¿Qué Imperio habrá como el Imperio de Pío IX? Ya no se extiende sobre la tierra; la revolucion le ha quitado sus dominios, y lo ha reducido primero á Roma, despues al Vaticano. Pero nadie puede quitarle, nadie, que en la exaltacion de su propia fe pueda creerse con dominio eminente sobre la conciencia humana, y autoridad bastante á interpretar sobre la tierra el pensamiento y la voluntad de los cielos. Ningun Papa ha sido osado, ninguno, á prescindir de la Iglesia universal, del concilio ecuménico solemnemente convocado, para proclamar un dogma de fe y un dogma de tanta trascendencia como el dogma de la Purísima Concepcion de María, que, ademas de exceptuar á una criatura de las leyes generales humanas, sobrepone al cristianismo, que veló un tanto la pura idea deista de la Biblia, otra religion en la que se exalta á una criatura hasta las alturas donde sólo puede brillar el Creador. Pío IX ha reinado mucho tiempo. Su predecesor, el viejo Gregorio XVI, á pesar de todo su poder divino sobre las conciencias, no tenía igual poder sobre la naturaleza, y en una fiesta de la Ascension cogió agudo constipado que rápidamente le llevó al sepulcro. Rossi creyó definir á este Papa en tres palabras, diciendo: es un Patriarca austriaco. Para la eleccion de un Pontífice parece natural que se muevan los labios á murmurar oraciones, que se rodeen los altares de nubes de incienso y se pida á Dios de todas maneras su luz divina, indispensable á una acertada eleccion; y sin embargo, moviéronse para la eleccion de Pío IX regimientos de artillería en las Marcas, y naves de la imperial marina austriaca por las aguas de Ancona. Si los ejércitos marítimos y terrestres se movieron como si fueran los ángeles de la córte celestial, no se movieron ménos los embajadores, cuyo carácter de doblez y disimulo, si les da grande aptitud para entenderse con los reyes, no debe darles grande aptitud para entenderse con los cielos. Entre los embajadores, eran de excepcional influjo el embajador de la córte de Francia y el embajador de la córte de Austria; éste demasiado tímido, aquél demasiado atrevido. El conde Broglia hablaba en los siguientes términos al Gobierno sardo del representante de Luis Felipe en los dias del cónclave: «Emplea el conde Rossi una actividad febril, y se adjudica á sí mismo casi casi el poder del Espíritu Santo.» El embajador frances oponia su veto á todos los cardenales tachados de apego á los jesuitas y al Austria, en tanto que el embajador austriaco oponia su veto á todos los cardenales tildados de apego á Francia y al espíritu moderno. En el número de los que Austria ponia en verdadero entredicho, contábase al entónces cardenal Mastai, hoy Pío IX. Si el príncipe de la Iglesia, encargado de formular este veto, llega al cónclave á tiempo, no hubiera sido, no, Mastai Papa. El 14 de Junio de 1846 dirigíanse los cardenales al Quirinal. Gregorio XVI habia sido enterrado pocos dias ántes, y su cadáver insultado, y su memoria denostada por el pueblo. El cónclave prefirió los salones del Quirinal á los salones del Vaticano, porque si esperaba las inspiraciones del Espíritu Santo en todas partes, temia que en el palacio por excelencia pontificio no bastáran estas inspiraciones divinas á contrastar los efluvios de la fiebre. En la procesion, desde la iglesia, donde el cónclave se reunió, al Quirinal, donde el cónclave se encerró, faltaron los cardenales á todo el respeto que se debian á sí mismos; y como cayeran cuatro gotas, entraron en el palacio, sin órden y sin ninguna compostura. Por fin la hora de la votacion llegó. El cónclave estaba dividido. Fueron varios escrutinios indispensables. En ninguno de ellos resultaba el número de treinta y siete votantes que un Papa necesita para subir al sólio, y desde allí interpretar la voluntad del cielo. El escrutinio último fué impuesto despues de largas dilaciones. Pío IX era escrutador, y debia leer en voz alta los nombres de los votados. Conforme sacaba papeletas y las desdoblaba y leia, sus fuerzas flaqueaban, su voz balbuceaba, lágrimas amarguísimas caian de sus ojos, sollozos profundos anudaban su garganta, hasta que, al fin, temeroso de desmayarse, entregó á otro cardenal el escrutinio, y yéndose á un sitio apartado, cubrióse con ambas manos el rostro. Al término obtuvo los treinta y siete votos indispensables á su proclamacion. Ántes de que oficialmente se viera proclamado, dirigióse uno á uno á los cardenales, y les pidió, les rogó, les instó á que apartasen de sus labios aquel cáliz. Parecia anunciarle secreto presentimiento que él habia de ser último rey en el trono temporal de San Pedro. El cónclave no quiso oirle, y le confirmó en su altísima dignidad. Pío IX aceptó, y despues de haber aceptado, postróse de hinojos ante un altar, y salmodió entre dientes várias fervorosas oraciones por espacio de media hora, despues se volvió al Sacro Colegio, y el Espíritu Santo vino á posarse sobre aquella cabeza como su nido en la tierra. Busca el poder siempre en épocas de decadencia á los caractéres de escaso temple, á los indecisos, y sobre todo á los que han pasado su vida en una especie de crepúsculo, sin determinarse por ninguna de las ideas en guerra. Inocencio III en época favorable al Pontificado, á su poder y á su autoridad, dominará con imperio sobre el mundo; pero en época desfavorable á este mismo poder, la fuerza, el carácter de Inocencio, reproducido en Bonifacio VIII, solamente servirá para atraer sobre la mejilla del Pontificado el ruidoso bofeton de Nogaret. Débil, oscuro, su debilidad, su oscuridad sirvieron á Mastai como su apartamiento de los grandes combates que habian dividido en mil ocasiones el Sacro Colegio y el cónclave. Su vida habia sido muy vária. De la milicia armada pasó á la milicia espiritual. Su estancia en Chile fué digna de un profeta, digna de un mártir. Pero sus ideas habian quedado siempre en la incertidumbre del crepúsculo. Si se examinaba su conducta en Espoleto, Pío IX era un jesuita; pero si se examinaba su conducta en Imola, Pío IX era un liberal. Esta contradiccion de ideas y de carácter le sirvió admirablemente para obtener los sufragios de sus colegas y elevarse á la más alta autoridad religiosa que puede en nuestro tiempo ejercerse, y que, á pesar de tanta decadencia, todavía conserva señales de su antiquísimo esplendor. El cardenal Mastai, si deseó la tiara, no la pidió á sus colegas. Ni una súplica que no fuera para eximirse, ni una palabra que no fuera de renuncia y de alejamiento. Así no es mucho que algunos hayan comparado á Pío IX con Sixto V. Relaciones hay entre los predecesores de ambos Papas: rivalidades en Roma, y rivalidades temibles del embajador de Francia con el embajador de España; emulacion dentro del Sacro Colegio, y emulacion casi guerrera entre la familia Médicis y la familia Farnesio; inquietud é inquietud pavorosa en toda Italia; particularidades que, si tienen coincidencias y analogías con las particularidades de la eleccion del Papa reinante, no llegarán nunca á confundir dos caractéres verdaderamente contradictorios y opuestos, porque es el uno imperioso hasta constituir un cesarismo pontificio, y el otro humilde hasta ser dócil instrumento, quizá contra su voluntad, de todos modos contra su conciencia, del siniestro jesuiticismo. Sixto V subió al trono cuando espiraba el Renacimiento y venía la gran reaccion católica; Pío IX cuando espiraba la reaccion de la Santa Alianza y volvia el mundo á las ideas revolucionarias. En la eleccion de Pío IX, como en la eleccion de Sixto V, triunfó el cardenal que ménos probabilidades tenía de triunfar. Ninguno de sus colegas habia pensado en ellos al entrar; y aunque Pío fué elegido por simple mayoría y Sixto por unanimidad y adoracion, ambos vinieron á pacificar guerras del cónclave romano y rivalidades de la política europea. Pero aquí concluyen las analogías. Sixto V se habia educado en las montañas y Pío IX en la córte; Sixto era hijo de un jardinero y Pío hijo de un noble; Sixto habia tomado en su mocedad, casi al salir de la infancia, el hábito de monje, y Pío el uniforme de soldado; la juventud del uno corrió en el retiro y en el claustro, la juventud del otro en la sociedad y en el mundo; era el antiguo Papa de una familia puramente eslava, que se refugió en las costas del Adriático huyendo de los turcos; es el Papa actual de una familia puramente italiana, que desde el modesto oficio del comercio al por menor se elevó hasta la dignidad nobiliaria, por enlaces, por ardides políticos y hasta por empresas guerreras; predicador Sixto V, su elocuencia tenía el temple de su carácter, abundante pero viril y ruda; predicador Pío IX, su elocuencia es tambien abundante, pero melodiosa y melíflua; la idea de autoridad embargó el ánimo del gran Papa antiguo, y el hábito de la servidumbre es el carácter esencialísimo del Papa reinante, implacable ante todos los poderes, intransigente con todos los reyes cuando á sus ideas se oponen, y sometido por completo hoy, despues de algunas veleidades liberales, á las camarillas de los reaccionarios y de los jesuitas. Su madre dió una educacion distinguida al jóven Mastai. Pero enfermedad terrible, la epilepsia, impidió que esta educacion rindiera todos sus frutos. Eran los tiempos de las guerras de Napoleon y de sus victorias, cuando Mastai entraba en la adolescencia, y abrazó la carrera militar. Pero en la carrera militar gustó más de las aventuras que de las batallas, y curó más del color de su uniforme que del brillo de su hoja de servicios. La poesía le gustaba hasta el punto de tomarle todo su tiempo, y en poesía es seguro, dado su carácter, que prefirió Metastasio al Dante. Por fin entró en la Iglesia y se dió al oficio de predicador. Su atractiva figura, su majestuoso aire, sus facciones prominentes, dulcificadas por sonrisa de pura bondad; su complexion impresionable y nerviosa, la sensibilidad un poco enfermiza del temperamento, la viveza de la imaginacion poética, el timbre de voz, la más sonora y la más pastosa que he oido, así cuando entona la misa en San Pedro como la bendicion en el Vaticano; todas estas cualidades le dieron privilegios indudables para orador escuchado y querido de las muchedumbres. Algunos recuerdan todavía sus sermones nocturnos en la plaza pública, medio iluminada por las antorchas, con gran crucifijo á la espalda; sucia calavera sobre la cual se consumia amarilla vela, delante; en las manos, ya las bendiciones, ya la maldicion de la Iglesia, con ademanes verdaderamente trágicos; y en los labios una elocuencia, arrebatadora para el pueblo italiano por su sentimiento y su poesía. Con estas dotes debió brillar extraordinariamente en Chile, donde fué agregado á una legacion apostólica. Pero en Chile no podia su palabra mover los ánimos como en Italia, á causa de faltarle el conocimiento profundo de nuestra lengua y la armonía de nuestro acento. Sin embargo, áun habla el español, y á los oidos españoles suena su acento cómo si fuera puro acento americano. Yo solamente le he oido hablar en latin. Dos grandes diócesis regentó, y en las dos observó diversa conducta. En la primera diócesis desenterró el cadáver de un liberal, con lo que se atrajo el ódio de aquellas comarcas, y tuvo que huir á la primera revolucion que estallára por el año 30 ó 31; pero en la segunda diócesis, tal vez cediendo al influjo de su familia, toda liberal, fué con los liberales tolerante y benévolo. Tales son los rasgos principales de la vida del Pontífice ántes de subir al Pontificado. Pío IX conserva aún la vaga poesía de sus primeros años. Le gusta el arte como á casi todos los príncipes que se han sentado en el trono de San Pedro. Hay en su conversacion mucha gracia, su en fisonomía mucha dulzura, en su carácter mucha bondad, en su voz mucha música. Pero son de temer sus arrebatos, que le arrastran á resoluciones rápidas, irreflexivas, como la fuga, en 1848, del Vaticano. Algunas veces reconoce que su impetuosidad le ha perdido; pero no se arrepiente, creyendo, con razon, que á nada conducen los arrepentimientos tardíos. En tal trance castígase á sí mismo con dardos de amarga ironía que caen de sus labios sobre su corazon apenado. La ironía, la burla, sobresalen extraordinariamente en la conversacion de Pío, y llegan finamente hasta los objetos religiosos. Un embajador español pretendia en cierta ocasion que le canonizase un santo de su tierra; y para persuadirle hablábale de los muchos milagros que habia el santo obrado. El Papa, por toda respuesta, le dirigió una pregunta: ¿Puso la cabeza sobre los hombros de algun descabezado y le forzó á hablar y á andar de nuevo?—No, Santo Padre, no llegó á tanto.—Pues hé ahí el único milagro que me parece á mí verdaderamente grande, y debo deciros que todavía no he podido verlo. Como todos los artistas, Pío IX gusta de las grandes emociones. La popularidad y sus triunfos le enajenan. Yo lo he visto radiante de satisfaccion y alegría recoger los homenajes de los católicos enviados por todas las naciones con el extraordinario anhelo con que recogen los pulmones, salidos de atmósfera asfixiante, el aire oxigenado y fresco. Tambien la pompa, el lujo, las tiaras sembradas de brillantes, las capas pluviales llovidas de perlas, las cruces riquísimas, todas estas preseas de su altísimo ministerio le encantan, como á una dama de la alta sociedad sus joyas y sus vestidos. No exageraré yo esta cualidad como la ha exagerado Petruccelli en su retrato de Pío IX; pero sí diré que le he notado feliz cuando las muchedumbres se agolpan á su paso, y las preseas del Pontificado lucen sobre su majestuosa persona. Bien es verdad que las cabezas más firmes se desvanecerian al sentir tantas nubes de incienso, tantas serviles alabanzas, las legiones de obispos que le rodean, la córte oriental que le realza, los coros que cantan sus loores, las infinitas músicas que llenan los aires en su elogio de armonías, los peregrinos venidos de las más apartadas regiones para recibir el eco de una palabra, el gesto de una bendicion, el dibujo fugaz de una sonrisa, los infinitos homenajes que hacen del solitario viejo del Vaticano, más que un mortal privilegiado y aparte, un Dios vivo sobre la faz de la tierra. Herir al mundo con grandes atrevimientos en la esfera religiosa y política, fué siempre su anhelo; dejar un nombre ilustre entre los nombres ilustres del Pontificado, su ambicion. Mayor empresa que reconciliar el Evangelio con la libertad no la habia, no. Tornaba á ser Cristo el tribuno de los pueblos, el consuelo y la esperanza de los oprimidos. Los clavos de su cruz, las espinas de su corona, la hiel de su cáliz, dejaban de ser blason de los poderosos para convertirse en verdadera enseña de los humildes. La democracia recibia en su frente el bautismo cristiano, y el cristianismo tomaba el carácter de gran proemio al movimiento democrático de este siglo. Estremecimientos de alegría pasaron á un tiempo, así por el corazon de las gentes piadosas, como por el corazon de las gentes liberales. Para aquéllas, imposible dudar de la perennidad de una creencia compatible con todas las transformaciones de las ideas y con todo el desarrollo del espíritu moderno. Para éstas, la libertad, que necesita frenos morales ántes que frenos materiales, tenía un seguro rigorosísimo en el espíritu evangélico, un contrapeso espiritual á los peligros que podrian engendrar sus excesos. El pensamiento de reconciliar el Evangelio con la libertad era un gran pensamiento. Mas si Pío IX concibe los grandes pensamientos con facilidad, tambien los abandona al primer obstáculo; y en cuanto encontró á la libertad obstáculos, cedió en sus trabajos por la libertad; ¡grande error! Renunciar á la libertad porque la libertad puede engendrar excesos, ¡ah! sería como renunciar al aire porque el aire engendra vientos y huracanes. Los obstáculos que temia Pío IX eran principalmente los obstáculos suscitados en su córte y en sus cortesanos. Así es que para sus ensayos liberales no halló á su alrededor nada más que dificultades, y para sus ensayos de reaccion religiosa, facilidad y auxilio. Los jesuitas, que le juráran guerra á muerte, se pusieron á sus órdenes y rodearon su trono. La reaccion europea, que no le perdonó la gran política de 1847 y 1848, le entregó la direccion de su pensamiento y de su conciencia. El Papa se elevó á ser el capellan mayor de la Santa Alianza. Pero sus ambiciones eran mayores. Sus ambiciones eran fundar nuevos dogmas, traer mayor suma de ideas divinas á la Iglesia, y de piedad exaltada á los fieles; contrastar con negaciones rotundas el espíritu democrático y progresivo; reunir concilios ecuménicos á manera de los tiempos piadosos; crear una autoridad en la cima de la Iglesia, y un absolutismo sobre las conciencias que no haya tenido precedente en los siglos pasados, ni tenga igual en los siglos futuros. Hé ahí el pensamiento de Pío IX. Se comprende que intentára compensar la derrota sufrida en la esfera política con una victoria alcanzada en la esfera religiosa. Mas para alcanzar esta victoria necesitaba reforzar las ideas religiosas en el espíritu del siglo, porque fuera del espíritu de este nuestro siglo no pueden vivir, no, las ideas. Una ilustre escuela teológica habia existido en Italia, que trataba de armonizar la religion con la razon, la providencia con la libertad, la democracia moderna con el antiguo pontificado, la ley natural con la ley revelada, en una palabra, el catolicismo con el progreso. Un sacerdote ilustre, de talento quizá tan profundo como Santo Tomás y de igual entusiasmo por una sociedad teocrática, en que la direccion del mundo estuviera confiada á fuerzas morales y á ideas teológicas, contó con lágrimas en los ojos y sollozos en la voz todas las llagas de la Iglesia. Esa separacion entre el pueblo y el clero, á causa de la lengua muerta que el clero habla; ese aislamiento de la sociedad religiosa, que florecia cuando el sufragio popular y la libre asociacion la sustentaban; esa servidumbre á los poderes civiles que han convertido el puro espíritu cristiano en dócil instrumento de tiranía arriba, de vasallaje abajo; esa tenacidad de los clérigos en cerrar su conciencia á la luz de las nuevas ideas y su ánimo á la consideracion de las nuevas transformaciones sociales; todo este profundo malestar de la Iglesia fué admirablemente concebido, dicho; y llegó hasta la córte pontificia, siempre cerrada á la voz del espíritu moderno. Otro sacerdote, no ménos grande, aunque más político, habia querido sacar á la Iglesia del estado de secta para elevarla al ideal verdadero de la humanidad. Segun este sacerdote, la razon y la revelacion vienen á ser idénticas; el catolicismo, universal, no sólo por lo que tiene de divino, mas tambien por lo que tiene de humano; la palabra evangélica y la idea moderna, unas en esencia; la causa del divorcio entre la Iglesia y el siglo, la mala inteligencia traida ántes por la conducta del clero que por las trastornadas ideas de la revolucion. Para este sacerdote elocuentísimo habia que oponer á los males de la Iglesia enérgicos remedios: al poder temporal, la separacion de la vida civil y la vida eclesiástica; á la educacion reaccionaria del clero, una educacion científica; al jesuitismo, que tiene larga serie de resortes mecánicos y utilitarios para mover al hombre, la pura conciencia moral que le dirige hácia la perfeccion absoluta; á la predicacion por los principios antiguos, la predicacion verdaderamente evangélica, en los oidos de la muchedumbre y en el seno de la naturaleza, tomando las ideas en la fuente viva de la conciencia moral, y esparciéndolas como rocío vivificador sobre todos los espíritus, para llevarlos á una transformacion religiosa, análoga á la que produjo en el mundo la primera aparicion del cristianismo. Como algunos hombres imbuidos de racionalismo contestáran que la reconciliacion era imposible, á causa de la incompatibilidad entre la ciencia moderna y el milagro de la Edad Media, entre la razon y la revelacion sobrenatural, respondia el filósofo que tal sentir dimanaba de una falsa concepcion del milagro y la profecía, de considerarlos como hechos reales, sucedidos, históricos, cuando vienen á ser símbolos de sistemas por venir, de períodos palingenésicos en la vida sucesiva del espíritu y del planeta. Y lo que en realidad quieren decir los milagros y las profecías, es la llegada de una época, en que la revelacion natural y la revelacion religiosa se confundan, como se confundirán la rápida y casi milagrosa intuicion con la madura y profunda reflexion; como se confundirán lo sensible con lo inteligible, siendo cada una de nuestras sensaciones un pensamiento; como se confundirán por lo perfecto del lenguaje la idea con la palabra, á la manera que en el Verbo, por su encarnacion en nuestro sér, se confundió la naturaleza divina con la humana naturaleza. Cuando una religion se divorcia de su tiempo y de los progresos de su tiempo ¡ay! perece. Es imposible que se armonicen siglo liberal y religion autoritaria; siglo democrático y religion absolutista; siglo que se inspira en la conciencia viva y religion que se inspira en las tradiciones muertas; siglo de derechos y religion de jerarquías; siglo que se abre á todas las ciencias y religion que se cierra á cuanto no sea teológico: en tal estado, en crísis tan pavorosa y suprema, ó los pueblos se petrifican, como se ha petrificado el pueblo árabe por no modificar su fatalismo, ó las religiones desaparecen, como desapareció la religion pagana cuando no pudo extinguir, á causa de su carácter sensual, la sed espiritualista despertada en el alma humana, ya por tristes desgracias y desengaños, ya por las ideas sublimes de su inmortal filosofía. ¡Qué grande hubiera sido Pío IX, si al sentir que su ministerio religioso era incompatible con toda autoridad política, con todo poder político, abdica esta autoridad, abdica este poder, cambia la púrpura de los césares por la toga de los tribunos; renueva en el más exaltado idealismo la fe de su tiempo; organiza evangélicamente la Iglesia de Cristo; reune los pueblos en asambleas religiosas; vibra sus rayos sobre el poder de los déspotas y el orgullo de los aristócratas y la avaricia de los ricos; llama el esclavo al derecho, el oprimido á la libertad, el desheredado á la vida; evoca la resurreccion de Italia, la resurreccion de Polonia; envia los misioneros del espíritu contra la nueva sensualidad pagana, contra el empedernido egoismo de las clases gobernantes; y sostiene con profunda conviccion que la libertad, la igualdad, la fraternidad, no han de ser solamente fórmulas evangélicas, sino tambien verdades sociales, capaces de engendrar una nueva tierra y extender sobre ella nuevos cielos de luz bendita y perenne! Entónces sí que hubiera podido celebrar la pascua del espíritu moderno; entónces sí que hubiera podido levantar su voz con acento de himno triunfal; entónces sí que hubiera podido ver á las puertas de las iglesias de la Edad Media el ángel vestido de blanco y resplandeciente de hermosura, que las santas mujeres vieron al borde del sepulcro, anunciando que Cristo no estaba allí, que Cristo habia verdaderamente resucitado: _Resurrexit, non est hic._ La prueba de cuanto hubiera podido hacer con estos grandes medios se encuentra en lo que hizo con medios pobres, con reformas tímidas, con ligeros, ligerísimos paliativos. Una amnistía que reclamaba la fórmula servil de prévio juramento; una comision nombrada para estudiar las reformas indispensables; una cámara consultiva que se componia de un representante por cada provincia, á propuesta en terna del legado y eleccion del Pontífice; un consejo de cien miembros que deberian dar un senado de nueve: todos estos tímidos anuncios de renovacion social despiertan á Italia; imponen códigos liberales á príncipes reaccionarios como el de Módena y el de Parma; abren á Sicilia las puertas de su calabozo; derraman aliento de libertad por los emponzoñados aires de Nápoles; obligan á los extranjeros á retirarse de Ferrara ante una protesta pontificia; arman el brazo de Cárlos Alberto por la causa de la independencia; derriban á Guizot en París y á Metternich en Viena; producen los cinco dias de Milan, que son cinco dias de redentor martirio; levantan entre los espejismos de las deslumbradoras lagunas el alma muerta de Venecia; transforman con la nueva fe los corazones más cerrados á todo sentimiento religioso; infunden su antiguo valor á los italianos, y en pocos dias, de los cien mil austriacos enviados á oprimir su patria, cuatro mil son cadáveres, veintisiete mil heridos ó inútiles, los demas dispersos: que vagas palabras de libertad proferidas desde las alturas del Vaticano habian como derramado nueva sangre por las venas, nueva idea por la conciencia de la ántes aletargada Europa. Las campanas que tocáran á la oracion, sabian tambien tocar á rebato contra la tiranía. Pero en este momento supremo. Pío IX se acordó de que era Papa, y Papa á la antigua usanza. En una guerra entre los austriacos y los italianos, aunque todo el derecho estaba de parte de éstos y toda la sinrazon de parte de aquéllos, el Papa sintió que unos y otros eran católicos. Al mismo tiempo que el rey de Nápoles abandonaba la causa italiana por tristes competencias territoriales, por el logro de un botin pendiente aún del empeño de las armas. Pío IX helaba la sangre en las venas de su nacion, negándose á mandar refuerzos y á bendecir los combatientes por la más santa de las causas, por la causa de Italia. Y luégo convocó las potencias católicas, les pidió su auxilio, les señaló el camino de Roma, las vió impasible destruir los grandes monumentos, inmolar los piadosos católicos; y entre ruinas y cadáveres volvió á sentarse en el trono terrenal, mantenido por las bayonetas de las legiones extranjeras. Desde el dia en que volviera Pío IX de la proscripcion á Roma, en hombros de extranjeras legiones, no podia representar el espíritu evangélico de los primeros cristianos, sino el espíritu teocrático de los antiguos pontífices asiáticos. Y todavía no saben los que profesan con fe y sinceridad la religion cristiana, cuánto podrian conmover al mundo aliándola con la libertad. En la historia moderna ha sucedido que los católicos puros detestáran la libertad, miéntras los llamados liberales católicos cayeran en la herejía, sin haber logrado ni unos ni otros reconciliar el espíritu de nuestro siglo con la religion de nuestros padres. Y el antiguo y el nuevo Testamento guardan tradiciones republicanas. Sabido es que en la organizacion de la tribu ilustre de Judá representaban los reyes la confusion de las tradiciones mosáicas con las ideas y los ritos de los demas pueblos, en tanto que el profeta representaba con el austero vigor republicano, la idea pura de Israel. Lo repito; puede la moderna elocuencia tribunicia sacar acentos republicanos de las Sagradas Escrituras, como los sacaron aquellos fundadores de la democracia americana, cuyo renombre, á manera de todas las glorias sólidas, se aumenta con los siglos. El pueblo de Israel pidió rey, y Dios quiso negárselo. Una y otra advertencia les dirigió á los suyos el Dios de Abraham por boca de Samuel. Un rey sólo servirá para oprimiros y para deshonraros; para haceros sus soldados, sus palafreneros y sus lacayos; para escupir su saliva á vuestra frente y mezclar su hiel en la levadura de vuestro pan; para convertir los hijos de Israel en sus bestias de carga, á fin de que le forjen así los instrumentos de guerra, como los instrumentos de labranza, y cultiven sin descanso en provecho regio, con sudor los campos de trigo, con sangre los campos de batalla. Él se llevará vuestras hijas para que le diviertan, y le perfumen, y le embriaguen con sus besos y le hechicen con sus cánticos; vosotros sembraréis, y él segará; vosotros plantaréis, y él cosechará; vosotros trabajaréis, y él gozará; vuestros campos le servirán para granjearse á sus cortesanos, y vuestras vendimias para emborrachar á sus eunucos. Vuestros ganados le pertenecerán, y vosotros mismos no pasaréis jamas de ser, bajo su cetro, un rebaño de siervos. La emocion que una voluntariedad liberal de Pío IX ha producido en el mundo, prueba hasta qué punto las ideas progresivas descenderian sobre las conciencias de las muchedumbres si las difundiese la Iglesia. Pero ¡ah! el corazon se entristece cuando siente que si el Papa elevára su voz contra los reyes, la elevaria en nombre de principios más reaccionarios que los principios monárquicos, en nombre de aquella teocracia, cuya tutela rompió Europa en cuanto comenzára á dibujarse la vida civil y á madurar la razon humana. Esas monarquías son hoy odiosas, porque no corresponden al estado de nuestra civilizacion y cultura, á la esencia misteriosa del espíritu moderno; pero una de las causas de la supervivencia de esas instituciones, una de las causas primeras es el ataque tremendo que dieran á la teocracia, al predominio político del elemento sacerdotal sobre las sociedades humanas. Miéntras la monarquía creaba estos principios civiles, parapetábase la teocracia tras sus privilegios religiosos, y persistia en tener esclavizada la inteligencia. Por eso los reyes viven, porque lucharon con los Papas, porque disolvieron los templarios, porque expulsaron los jesuitas, porque opusieron á la vida teocrática la vida civil. La voz del Pontífice cuando combate la libertad de los pueblos modernos, la independencia de Italia, la secularizacion de las sociedades europeas, ¡ah! es una voz de las tumbas, que se pierde en el espíritu independiente del siglo décimonono, cuya conciencia jamas, jamas transigirá con la teocracia, con ese espectro de la Edad Media. El hombre, capaz de soñar la con restauracion pontificia, así en contra de los reyes como en contra de los pueblos, ¡ah! es el cardenal Antonelli, á quien yo por vez primera vi el Domingo de Ramos de 1866 en la Basílica de San Pedro. Á un guardia noble, que á mi lado se encontraba, preguntéle por el cardenal, y le dije que me lo mostrára al pasar. Trasladóme con amabilidad, cuyo recuerdo áun obliga mi gratitud, de un lado á otro, para colocarme entre la fila de soldados, delante de la cual forzosamente habia de detenerse el vicario del vicario de Cristo. Cierto frances, que cerca de mí estaba, acompañado de finísima é inteligente señora, asocióse á mi deseo de escudriñar la fisonomía del cardenal, desde aquel sitio adonde le llevára ó la casualidad ó el instinto. Era muy comunicativo el frances, y hacía sobre todo miles de observaciones, graciosas unas, impertinentes otras, excesivas todas, que moderaba la señora, su compañera, con grande oportunidad. Aquel charlatan tenía un ídolo en literatura, Enrique Heine, y un ódio en política, el cardenal Antonelli. El dia era caluroso, á pesar de ser uno de los primeros de Abril, y mi interlocutor, que acababa de atravesar jadeante la gran plaza de San Pedro, decia, limpiándose el sudor: «¡Qué calor fuera, y qué fresco dentro de la Basílica! Tiene razon Heine; cuando en dias estivales y sofocantes como éste acertais á entrar en una catedral, no podeis ménos de decir: ¡qué bella religion de verano es el Catolicismo! Al venir hácia aquí, me encontré un campesino apaleando á bíblico asno, y le dije al pobre animal, acordándome de Heine: padece, padece, que por eso comieron tus padres cebada prohibida en el paraíso. Y eso que Roma no puede compararse con el paraíso descrito por el gran poeta, donde los girasoles dan pasteles, y las aves van á buscaros ya asadas y aderezadas con la salsera en el pico.» Yo, al oir toda aquella garrulería, dicha con los ojos puestos en mí, contrastada sólo por los tirones de manga que la señora propinaba al impío, traté de mudar la conversacion, y le dije: —¿Conocéis personalmente al cardenal Antonelli? —No le conozco personalmente, pero me lo figuro. Moralmente lo sé de memoria, por haber leido á Liverani. —No conozco ese autor. —Es un canónigo de Santa María la Mayor, verdadero sacerdote; por su conciencia todo un hombre piadoso; por su vida todo un austero anacoreta; por su orígen un campesino convertido al sacerdocio. La agricultura es propicia á los prelados y dignatarios de la Iglesia. Sixto V no sólo fué pastor, sino hijo de jardinero. Y la escuela católica es de tal suerte pueril, que ha elevado á cuestion de primer órden probar que guardó cabras, en vez de guardar cerdos, y que los animales puestos bajo su cayado eran, no de ajeno dueño, sino de su padre. —¡Qué empeño tienes, Enrique, dijo la señora, en denigrar el Catolicismo en su misma capital y en su gran Basílica! Yo, por apoyar á la señora en sus observaciones, le dije: —Es necesario ver estos grandes monumentos con la inteligencia llena de las ideas que despiden de cada una de sus piedras. Para ver la aljama de Córdoba hay que inspirarse en el espíritu semítico, y para ver el Parthenon de Aténas, en el espíritu pagano. Comprendió el frances toda la trascendencia de mi observacion, y se amostazó un tanto. —Si algo me demuestra con demostracion irrefragable la decadencia del Catolicismo, es la nimiedad con que suele darse carácter anti-católico á toda observacion más ó ménos justa sobre el pontificado y su córte. ¿Tendrá algo que ver con los dogmas la naturaleza del ganado que guardára Sixto V? ¿Será más ortodoxo y eclesiástico el ganado de lana que el ganado de cerda? Yo, conviniendo en la justicia y hasta en la gracia de semejante afirmacion, volví la hoja y pregunté por el libro de Liverani. —Está dedicado al señor conde de Montalembert, que quiere la restauracion, es decir, Milan; Venecia bajo las espuelas de los croatas; el cuadrilátero puesto como una herradura austriaca sobre las armas de Italia, y todos los patriotas dispersos y errantes por el mundo. —No estarémos mucho tiempo en Roma, dijo la señora; tus imprudencias nos expulsarán pronto. —No temas. Hablamos en frances y no nos entienden. Un amigo que acaba de departir con el cardenal Antonelli me ha dicho que habla detestablemente el frances. Y si el cardenal Antonelli habla detestablemente el frances, figuraos cómo lo hablará y cómo lo entenderá la gente menuda. —Hablad, hablad, le dijo yo. —Nada de extraño tiene que así Antonelli se exprese en el idioma de la revolucion, cuando se expresa igualmente mal en el idioma de la teología. En los maitines de Navidad, por 1859, cuenta el Padre Liverani haberle oido cantar _erútus de potestate tenebrarum_, poniendo el acento en la segunda sílaba, cuando debió cantar _érutus de potestate tenebrarum_, poniendo el acento en la primera sílaba. El latin pronunciado por los franceses resulta á nuestros oidos una lengua casi ininteligible, y así es que no pude ménos de reírme al oir criticar en tan pésima pronunciacion aquella falta de gramática. —Lo que Antonelli sabe profundamente es economía doméstica. Sonnino, su villa natal, se ha convertido en la metrópoli burocrática de los Estados Romanos. Aquello es un plantel de empleados. Giacomo Antonelli, secretario de Estado y prefecto de los santos palacios apostólicos, natural de Sonnino; el conde Fillippo Antonelli, consejero de Hacienda, natural de Sonnino; el conde Luigi Antonelli, conservador de Roma, natural de Sonnino. Podia escribirse una letanía de Antonellis. Como Diocleciano era césar, Diocleciano pontífice, Diocleciano tribuno, Diocleciano cónsul; Antonelli es administrador, Antonelli hacendista, Antonelli diplomático, Antonelli militar, Antonelli cardenal, Antonelli enemigo de la civilizacion moderna, Antonelli monopolizador del Espíritu Santo, Antonelli Papa del Papa. Yo comprendí que la gárrula conversacion del frances me comprometia, y como empujado por grande oleada de gentes, apartéme de aquel sitio, cuando un rumor me advirtió que venía el Santo Padre. Pasó á mi lado, deteniéndose por algunos minutos ante mí el cardenal Antonelli, juntamente con la procesion de cardenales y obispos, que en parte precede al Papa y en parte rodea sus andas. Parecióme Antonelli alto, fuerte, cazador y no cardenal, montañes y no cortesano. Los ojos de ave nocturna, la nariz prominente, los labios gruesos, el color cetrino, la fisonomía ruda, el carácter atrevido, la complexion vigorosa, y los ademanes y el gesto, quizá por aprension mia, acusando el hombre acostumbrado de antiguo á mandar con imperio y á ser obedecido sin resistencia. Pero debo tambien decirlo: parecióme un hombre de gran vulgaridad. Yo recordaba mis lecturas históricas; recordaba la serie de aquellos cardenales ilustres, de aquellos ministros pontificios, descritos en la admirable historia de los Papas durante los siglos décimosexto y décimoséptimo, por Ranke, obra que tantos elogios ha merecido á los católicos más ardientes. Recordaba Gallio de Como, que dirigiera con habilidad la política en dos pontificados consecutivos; Rusticucci, tan severo en su conciencia como en su vida; Santorio, tenaz en las ideas, puro en las costumbres, enérgico para sus parientes, inflexible con los extraños, superior en su elevada soledad á todas las pasiones humanas; Madruzz, el Caton del Sacro Colegio; Sirlet, tan sabio en todas las ciencias, y especialmente en las ciencias filológicas, que departia con los doctores y con los niños, que compraba á los pastorcitos sus haces de leña, con la condicion de enseñarles la doctrina cristiana; Cárlos Borromeo, un santo, cuya memoria jamas se borrará del Milanesado y de las montañas que avecinan al Lago Mayor; Torres, que concluyó la Liga contra los turcos, cuya victoria se llama la victoria de Lepanto; Belarmino, el primero de los controversistas y de los gramáticos; Maffei, el historiador de la conquista de las Indias portuguesas por el Cristianismo; Felipe de Neri, el fundador de la Órden de los preclaros oradores, que parecian llamados á restaurar la religion en la conciencia de Europa, cuando el gran constructor Sixto V regaba con el agua _felice_ las colinas romanas, y las hacía florecer á un tiempo con bellos jardines y grandes monumentos; cuando Fontana erigia el obelisco ante San Pedro y lo remataba con la cruz de Cristo; cuando Patrizi armonizaba la teología católica con las tradiciones filosóficas, y Moisés con Hermes; cuando Torcuato Tasso emitia los últimos acentos de la Musa católica, y el Dominiquino y Guido Reni destellaban los últimos resplandores de la pintura; y al eco de la sublime música de Palestrina, el espíritu eclesiástico se reanimaba y revivia, como llamarada próxima á extinguirse. Grün compara el cardenal Antonelli al prelado de Benevento, que Montesquieu juzgó con extrema dureza, y que, miéntras el papa Benedicto XIII rezaba ante la efigie de San Vicente Ferrer, corria de monasterio en monasterio, besaba las manos de los frailes, hacía extremas penitencias, despreciando todos los placeres y todas las pompas terrestres, dábase él á las ambiciones, á los lucros y á las locuras del mundo. El carácter del Papa es la contradiccion radical, radicalísima, con el carácter del cardenal de Sonnino, como el carácter de Benedicto XIII era la contradiccion radicalísima con el carácter del cardenal de Benevento. Pío IX, á quien eligiera un milagro, juzgóse llamado por Dios á hechos milagrosos, extraordinarios; y desde el primer dia de su pontificado tuvo la ambicion del bien. Extremadamente sensible de alma, epiléptico de cuerpo, incapaz de exaltados odios, inocente en sus pasiones, puro en sus costumbres, de fantasía pronta, de lenguaje abundoso, de voz clarísima y sonora, fácil y hasta elocuente en sus improvisaciones, plácido en sus gestos, dulce y bondadoso en su mirada, místico hasta el éxtasis en sus oraciones y plegarias, majestuoso sobre el trono, artista al pié del ara, minuciosísimo en las ceremonias religiosas, amador de las humanas pompas, devoto á sus destinos históricos y á su elevado ministerio, cree, en sus más grandes equivocaciones y errores, que Dios le inspira, que le guía Dios, y que interpreta su pensamiento y expresa su voluntad sobre la faz de la tierra. Él no enriquece á sus parientes, no atesora dinero, no pone tasa á la limosna, no niega audiencia por importuna que sea, no echa ningun cerrojo á su corazon siempre abierto, ni mordaza ninguna á sus labios, vibrando siempre, en toda ocasion, la idea que vaga por los espacios más recónditos de su conciencia. Conoce de los hombres más las apariencias que la naturaleza; de las ideas más la forma que el fondo; de su poder más el aparato que el prestigio; de su autoridad más el brillo que la fuerza, y acostumbrado á vivir en regiones donde parece un Dios, gústale oirse llamar todos los dias: santo, santo, santo, y aspirar el humo del incienso. Pero en esas alturas, cuando declara dogmas de fe, cuando reune concilios ecuménicos, cuando la Iglesia entera le llama superior á los errores humanos, cuando su pensamiento es divino como el Verbo, y sus labios sagrados como los oráculos; ¡ah! la nube que pasa, la electricidad de la atmósfera, los cambios bruscos de temperatura, en Roma frecuentísimos, influyen sobre sus nervios, sus nervios sobre su carácter, y su carácter le arrastra á ímpetus de mal humor, á genialidades bruscas, que desdicen de su bondad, y que prueban cómo ese demiurgos, ese sér sobrenatural, se halla sujeto, cual todos los mortales, á los errores y á las debilidades que nacen de los límites de nuestra naturaleza, y á las leyes que rigen todo el Universo. Y bajo el dominio de este Papa que aspiraba á evangelizar el mundo, á cristianizar la democracia, hase convertido la autoridad pontificia á un absolutismo que fuera imposible bajo el imperio de los monarcas absolutos. Se estremece el ánimo considerando cómo ha caminado nuestra Iglesia á la inversa de nuestra civilizacion. Una institucion de la altísima jerarquía que ha pretendido, del ministerio altísimo que ha desempeñado la Iglesia, debia ser la luz y el calor de las almas, como es el sol la luz y el calor de los cuerpos. Y para ser la luz y el calor de las almas debia desplegar sobre la frente del hombre, sellada con el sello de eleccion divina, las etéreas alas de un ideal espiritualista, celeste, verdaderamente sobrehumano. De esta misteriosa suerte venció al mundo latino y sojuzgó á los bárbaros. De esta misteriosa suerte, por sus tendencias á lo ideal, congregó aquellos concilios, como el Concilio de Jerusalen, donde se reconciliaron los judíos y los paganos, separados por toda la historia, y donde el Cristianismo se dilató hasta ser la conciencia de la humanidad. Por esta misteriosísima manera formuló aquella primera teología griega que difundiera al soplo creador de lo divino en la mente humana. Por esta misteriosa manera alzó los esclavos á la dignidad de seres religiosos, y puso los césares á servicio de los nazarenos. Elevar al hombre, educarlo en puro idealismo, hacer de su conciencia como una hostia consagrada á la divinidad en los altares del Universo, ministerio era digno, dignísimo de una religion que triunfára por su radical oposicion al sensualismo pagano y á su cancerosa podredumbre. La Iglesia en los tres primeros siglos fué una federacion democrática. La Iglesia desde el pacto de Carlo-Magno ha sido un imperio, sí, un imperio á la manera romana, miéntras comenzaba Europa á ser una federacion por el individualismo de los bárbaros. Los obispos de Roma quisieron ser césares más que pontífices; quisieron continuar bajo el amparo de la Cruz en la dominacion del Universo. Al pié de los nuevos altares como al pié de los antiguos, Roma sólo de su propia autoridad se acordaba y de encerrar los nuevos bárbaros en sus Basílicas, como habia encerrado los bárbaros antiguos en su Capitolio. Para este fin hubo ejércitos que en vez de armas llevaban plegarias, y en vez de escudos sayales; tuvo á los monjes. Tuvo sus jurisconsultos, los canonistas. Tuvo su código, las falsas decretales. Tuvo hasta un título cesarista, la donacion de Constantino. Y tuvo su emperador, el Papa. Mas no siempre el Papa ostentó este carácter; durante algunos siglos sirvió á las democracias. Los movimientos religiosos de Roma se explican siempre por sus intereses políticos. Roma es entre las ciudades antiguas la más fiel á la religion pagana, por creer que la religion pagana es la más propicia á su poder y á su grandeza. Roma, en el diluvio de la invasion, donde mueren ahogados sus dioses, abrázase fuertemente al Catolicismo, no por ser la religion más verdadera, sino por ser la religion más opuesta á la religion de sus conquistadores, que es el arrianismo. Así Roma subleva á los italianos y al mundo contra el imperio bárbaro, apoyándose en dos ideas capitalísimas, en el catolicismo y en la república. Á la unidad longabarda se opone la democracia romana. La ciudad no sólo entrega su alma á los papas, sino que pide á voces el auxilio de Bizancio; y por medio de la virtud divina de las ideas, por medio de la fatalidad geográfica de la península, reune en las islas del Tirreno, en las lagunas del Adriático, tras los Apeninos, en los desfiladeros de los Abruzos, todos los náufragos que han conservado el antiguo ideal y la antigua cultura itálica. Imposible comprender cómo los papas se han apoderado del mundo sin comprender cómo se encuentra Italia en los siglos sexto y sétimo. La unidad bizantina, que es una sombra, en Rávena; la unidad longobarda, que es un cetro y una espada, en Pavía; la unidad federal, que es una religion y una democracia, en Roma. La ciudad Eterna no se defiende, no defiende la República, encontrada despues de quinientos años de imperio y de cinco invasiones bárbaras entre las ruinas de sus templos y las pavesas de sus ideas; no la defiende por los dictadores, por los cónsules, por los césares, por los magistrados antiguos, sino por los obispos, á causa de que los obispos son los defensores de las ciudades, los jefes de la plebe, los nuevos tribunos de la democracia, los únicos que tienen palabras de entusiasmo y de fe, bastantes á crear ejércitos de plebeyos, y mover estos ejércitos de plebeyos, donde se reclutan las legiones de los mártires, al combate y á la muerte. Pero se engañaria quien atribuyera la fuerza de los papas en esta crísis suprema solamente á milagros de la fe. Son fuertes porque tienen á su devocion el pueblo guerrero por excelencia, el pueblo franco. Los francos vienen á ser los soldados del Catolicismo. Cuanto nosotros hicimos por el Catolicismo en su edad de vejez y decadencia, hiciéronlo tambien los francos en la edad en que el Catolicismo tenía juventud y robustez. No hay como servir una idea progresiva. Ellos, los francos, crecieron, y nosotros menguamos sirviendo el mismo principio. Pero ellos lo sirvieron cuando la Iglesia educaba á la humanidad, cuando la Iglesia era un ideal religioso y una federacion republicana, miéntras lo servimos en Europa, despues que acabamos nuestras guerras con los árabes, nosotros que desde el siglo décimotercio representáramos por la casa de Aragon el principio civil opuesto al principio teocrático; lo servimos en Europa cuando la Iglesia se oponia en Alemania, en Holanda, en Inglaterra á la educacion de la humanidad. Los patriarcas de Constantinopla aspiraban á ser por los exarcas de Rávena los directores de la cruzada contra los longobardos. Pero los obispos de Roma mostraban la federacion de obispos á cuyo frente ellos se veian; las muchedumbres agitadas y encrespadas por las ideas católicas; y las lanzas milagrosas vibrando en manos de los francos, invencibles por su valor, dispuestos á pasar los Alpes y los Pireneos, el Rhin y el Ebro, para defender la nueva religion y sus pontífices. Hé aquí el camino verdaderamente misterioso por donde llegó el pontificado á ser el centro y la cabeza del mundo. Luégo las crísis de la sociedad, los movimientos del espíritu humano conspiran en los primeros siglos de la Edad Media á reforzar esta primacía. Los longobardos se convierten al catolicismo, abrazan la religion de los vencidos en Italia, un siglo despues de que los godos abrazáran la misma religion en nuestra España. Desde este momento el Papa, que ya no ha menester de los emperadores de Bizancio, se vuelve contra Bizancio, combate su monoteismo, sus iconoclastas, sus exarcas, sus legados que quieren prenderle; niégase á recibir toda sancion de la autoridad pontificia, todo cesarismo sobre su poder religioso, y subleva la conciencia católica contra el sentido heterodoxo de Constantinopla; y el patriotismo italiano, y la federacion italiana contra las reapariciones del antiguo imperio, asentado en una ciudad rival y enemiga de la ciudad eterna. Pero en cuanto se ha separado de Bizancio, y ha alcanzado la independencia moral, tiene que destruir á Pavía y alcanzar la independencia material. No importa que los longobardos se hayan hecho católicos; no se han hecho republicanos, y el Papa es á un tiempo el pontífice del catolicismo y el jefe de la federacion. Los pueblos de Italia en esta edad, en el siglo octavo, aborrecen la monarquía, y prefieren á la monarquía la teocracia. Todas las ciudades marítimas piden al Papa que las liberte en lo civil de la tutela del rey, como las ha libertado en lo moral y religioso de la tutela del emperador. El Papa no puede por sí solo alcanzar tan grande fin; pero puede, si cuenta con su pueblo fiel y escogido, con el pueblo franco. San Leon no detuviera la cólera de Atila, si ántes no desarmaran al gran exterminador los francos en los campos cataláunicos. Para desarmar á los longobardos se necesita la repeticion monótona, uniforme de la misma historia; que los francos hieran, maten, y el Papa entierre. En vano los mayores patriotas italianos maldicen este momento de la historia en que cae la unidad civil y monárquica de su patria para ser sustituida por la unidad teocrática del mundo. Tal vez si el reino longobardo vence y domina, fuera Italia pueblo más guerrero, nacionalidad más una y más fuerte; pero no sería, no, la nacion de la teocracia, que nutrió y educó por tantos siglos á Europa; no sería la nacion primera en la cultura moderna; no sería la patria de tantos municipios libres y de tantas ciudades republicanas; no sería, no, aquella escuela universal de música, de pintura, de escultura, donde el espíritu ha educado su sentido estético, para guarecerse en la adversidad, consolarse en el dolor, tener siempre un ideal vivo y luminoso; y como el aroma de las flores, como el cántico de las aves, como el rumor de las selvas, como el incienso de los campos, espaciarse en la celeste inmensidad, mereciendo á la Europa cristiana el nombre ilustre que llevára y el envidiable ministerio que ejerciera la inmortal Grecia en la antigua Europa. En el año 800, Europa se levanta sobre la idea primera del Pontificado, sobre el pacto con Carlo-Magno. El Papa entrega á los francos el viejo reino longobardo, y los francos entregan al Papa el nuevo patrimonio de San Pedro. Alzado en esta tierra feudal, puede ya el Papa, despues de haber concluido con sus enemigos, despues de haber separado su ciudad de Constantinopla, de Pavía, de Rávena, que la eclipsaban, entregarse á toda su ambicion espiritual, á toda su soberanía en las almas: ser demiurgos, casi Dios; dictar sus leyes morales superiores á todas las leyes escritas; extender su autoridad sobre un dominio que no conoce límites, sobre el dominio de la conciencia humana; poner su código moral más alto que todos los códigos, su Iglesia más elevada que todas las sociedades, su voz donde no osaron los antiguos oráculos, su persona donde no estuvieron los antiguos dioses; destruir las castas por el sacerdocio concedido á cuantos lo demandan, é imposibilitar al sacerdocio por el celibato para erigirse en dignidad hereditaria; oponer fuerza moral á tantas fuerzas materiales, la unidad religiosa al fraccionamiento del feudalismo; la democracia educada en los monasterios y en las Universidades á la aristocracia militar, que anidaba en los castillos; transformar el mundo, la tierra, como se transforma siempre la realidad, por una anterior y superior transfiguracion de las ideas. Importará poco, muy poco, que los Papas, ora caigan en el cieno del vicio, ora se alcen á la demencia de la soberbia y pasen de la tutela de los cortesanos á los brazos de las Marozias, su fuerza no está en sus costumbres, sino en sus ideas; y hechizarán al mundo por el bebedizo de su doctrina, por el sortilegio de sus reliquias, por los milagros de sus leyendas, por la muchedumbre de sus peregrinos, por el poder de sus obispos, casi todos afincados en territorios feudales; por los comentarios de sus jurisconsultos, que inventarán miles de leyes y falsearán miles de códices; por la necesidad, sobre todo, que tiene el mundo en su niñez, el espíritu en su inocencia, de una teocracia su nodriza, su maestra, la cual le aterra con fábulas como la próxima destruccion del mundo en el año 1000, y le tiene por estas fábulas sometido y sujeto. Lo esencial de la Edad Media subsistirá: el pacto de Carlo-Magno, un Papa sancionado por el emperador en el centro de Italia, un emperador coronado por el Papa en el centro de Alemania, y legiones de obispos feudatarios en torno de los dos grandes astros de la Edad Media, en torno del Pontificado y del Imperio. Los obispos, influyendo tan soberanamente, gozarán una supremacía que papas y emperadores querrán someter á su respectiva dominacion. De aquí una lucha entre el elemento italiano y el elemento aleman dentro de la Iglesia; de aquí el célebre litigio de las Investiduras. Los emperadores de Alemania llegarán á tener papas alemanes en Roma, y los papas alemanes llegarán á ser casi todos en Roma inmolados. Por fin sube al trono el César de los Papas, Gregorio VII. Él aspirará á la libre eleccion de los pontífices, á la independencia de los obispos, á reunir y administrar todos los bienes eclesiásticos, á hacer de la Iglesia una sociedad superior al mundo y aparte del mundo, á recabar por todos los medios el sepulcro de Cristo en una guerra cuyo símbolo sea la cruz, con un ejército cuyo general sea el Papa; y para emanciparse completamente del germanismo imperial, inventará la fábula de que el patrimonio de San Pedro es donacion de Constantino, y obligará á los emperadores, vestidos de sayal y de cilicio, á que aguarden de rodillas, temblando, una palabra de aquellos labios pontificales que sublevan ó domeñan á los pueblos, una bendicion de aquellas manos que apaciguan ó irritan á los cielos. Si el Papa hubiera desaparecido, Europa no se educa para la civilizacion en la Edad Media. Si el espíritu se hubiera sometido por completo al Papa, Europa sería hoy un imperio inmóvil, un imperio asiático, religioso, con su gran Lama en la Ciudad Eterna. Afortunadamente el principio de contradiccion está ahí para evitar estas tristes absorciones de toda la naturaleza humana por uno solo de sus elementos. Grande oposicion se abrió contra el Papa, recordádole su dependencia de la tutela civil, y el orígen reciente de la donacion que sólo debia á los emperadores occidentales. Ni la guerra, ni la paz de las investiduras aclaran nada; á pesar de las humillaciones de Enrique IV y de los proyectos de Pascual II, la naturaleza quiere que este combate se prolongue, que esta incertidumbre continúe, para que ninguno de los dos principios en lucha predomine y se sobreponga á su contrario. Así la Iglesia conserva su carácter moral, su carácter teológico, avivando el elemento idealista en el alma; y el Imperio conserva su carácter político, civil, impidiendo que la autoridad teocrática esclavice todo nuestro sér. Por esta lucha el mundo occidental constituye la unidad en la variedad; la quietud en medio de la guerra; el equilibrio entre fuerzas discordes y contrarias. Todas las armonías de la Edad Media provienen de esta enemiga entre el Pontificado y el Imperio. Sin aquél hubiera sido Europa un campamento; sin éste Europa hubiera sido un monasterio. Su mutua oposicion salvó por completo la cultura humana. Y el espíritu rebosa en Europa, y el Oriente surge cual mágico encanto para contenerlo, y los monjes predican, y los pueblos se mueven, sintiendo nueva vida despertarse en su seno, y se llenan de cruzados los caminos, y las muchedumbres no saben ni de dónde vienen ni adónde van; pero saben que algun misterio las envuelve y las sostiene, y creen que cada ciudad es Jerusalen, que cada monumento es el sepulcro, que cada estepa es el desierto; hasta que una gran parte de la ignorancia antigua se desvanece, y una gran parte de la igualdad moderna viene por la comun lucha y las penas comunes, reveladoras de la identidad y de la unidad de la naturaleza en cada hombre y en todos los hombres, que se van siervos de la teocracia, del feudalismo, y vuelven apercibidos á penetrar libres en los municipios; se van de Europa creyentes, y vuelven del desierto con la duda de Job en el alma, dispuestos á entrar en otra fase más progresiva y más humana de la civilizacion. El Papa ha creido conservar la fe agitando á Europa, y al agitarla ha despertado en Europa la razon. El comercio es una fuerza nueva de civilizacion y cultura. Como toda fuerza social, engendra organismos políticos. Al comercio se une el trabajo. Al comercio y al trabajo, el comienzo de emancipacion de los pecheros. Nacen los consulados en Italia, los municipios en España, los comunes en Francia. El Papa siente que esta evocacion de la naturaleza desvanecerá el hechizo de la fe religiosa; que estas invasiones de la democracia destruirán las aristocracias teocráticas. Como el Universo, deja de ser fuente de mal para convertirse en fuente de vida; el trabajo deja de ser maldito para convertirse en continuador de la creacion; el comercio acaba con el aislamiento de cada hombre, de cada pueblo, que engendraba la penitencia, la oracion, y comunica entre sí á católicos é infieles; el sayal, el cilicio, el saco, se truecan en gasas, en brocados, en crujientes sedas; esta aparicion de la naturaleza con todos sus hechizos en medio del mundo, presa de todos los terrores religiosos, parécele á la Iglesia obra del Antecristo, y lanza sus rayos contra la transfiguracion de la conciencia y de la vida. Pero Abelardo ha pensado. Y el pensamiento se hace verbo en la historia. Y el verbo se hace hombre. Y el hombre donde se encarnó el pensamiento de Abelardo fué Arnaldo de Brescia, monje y soldado, tribuno y asceta, filósofo y místico, predicador elocuentísimo y consumado político, radiosa aparicion de la democracia ante los altares teocráticos, capaz de suspender por un momento la autoridad política de los Papas en Roma, como para demostrar que nada podrán las excomuniones contra la razon que se emancipa, contra la herejía que toma carta de naturaleza, contra el trabajo que redime, contra el comercio que liga á los pueblos y aisla á la Iglesia. El Papa triunfa en definitiva, pero la idea de Arnaldo queda en el suelo de Europa. Ella retoñará. La herida está abierta en el corazon de la Iglesia. Piérdese el prestigio de las cruzadas; luchan entre sí los ejércitos cristianos, miéntras la cimitarra cautiva de nuevo el Santo Sepulcro y la verdadera cruz; van los cruzados á Jerusalen, y se detienen en el camino para depredar, saquear las ciudades cristianas, como Palermo y Constantinopla; quiere Federico II renovar las hazañas del rey Godofredo, y en Tierra Santa, léjos de recibir las bendiciones, recibe los anatemas del Papa: la herejía domina, los territorios en donde brotára la cultura moderna, el Langüedoc, La Provenza, y engendra una guerra nacional; pelean los reyes de Aragon, que poco ántes dejaban sus dominios á la Iglesia, en favor de los albigenses; una democracia desenfrenada, semidemagógica, compuesta de mendigos que se declaran enemigos de toda jerarquía y de toda propiedad, entra con los franciscanos en la Iglesia que, cercada de dolores, en aquella insurreccion de los reyes contra su poder, en aquellas invasiones contínuas de la herejía, apela á la inquisicion y enciende las hogueras para difundir, como con los franciscanos el terror sobre los aristócratas y sobre los reyes, con los dominicos el terror sobre los herejes y sobre los pueblos. De todos estos movimientos del espíritu humano, ¿cómo ha salido el Papa? Era jefe de la cristiandad, y es jefe de un partido, jefe de los güelfos. Era legislador por sus cánones, y tiene que ver mezclada la legislacion eclesiástica con la legislacion imperial y romana. Era maestro por los conventos, y compartirá el magisterio con los reyes. Las Universidades se llamarán pontificias y reales para educar una clase, la clase de los jurisconsultos, que trasladará la diadema del derecho divino de la frente de los Pontífices á la frente de los reyes. Transigirá la Iglesia con la escolástica; pero en la escolástica habrá más de Aristóteles, más de Averroes, más de los filósofos griegos y de los comentadores árabes, que de los padres y los apologistas cristianos. Al acabar el siglo décimotercio comienza realmente la decadencia del Pontificado. Y no consiste esta decadencia, como escritores superficiales han supuesto, en el carácter de los Papas; consiste en el cambio de las ideas y de los sentimientos. Inocencio III, que representa la mayor pujanza de la Iglesia, es ántes de los Papas de decadencia, como Marco Aurelio ántes de Commodo, un gran carácter que sostiene y eleva por su propia fuerza altísima institucion, herida de muerte. Ni valor, ni inteligencia, ni virtud bastan á robustecer instituciones que se debilitan, á salvar instituciones que perecen. ¿Pudo Probo sostener con sus virtudes el Imperio romano, ya en la agonía? Pocos hombres habrá en la historia de la elevacion de miras y de la fuerza de carácter que ostenta Bonifacio VIII. No le gana en valor San Leon, en actividad San Gregorio, en ideas atrevidas Hildebrando, en carácter Inocencio III. Él asedia en Roma la familia feudal y gibelina de los Colonnas, que durante siglos se opone al Pontificado y sirve á todos los enemigos del Pontificado; la persigue á sangre y fuego por los campos y por los montes; la acorrala en Palestrina; y allí la castiga con castigos cruentos, sin dejar una piedra en su madriguera, en la ciudad que guardaba recuerdos más preciosos de lo antiguo y obras de arte más bellas del genio moderno, ciudad cuya destruccion llorarán eternamente de consuno las musas latinas y las cristianas musas. Pero Bonifacio VIII no se detiene ante ningun respeto humano. Reivindica Polonia, Hungría; manda sobre Italia sin curarse ni del Emperador ni del Imperio; promulga jubileos que enriquecen con legiones innumerables de peregrinos la Ciudad Eterna; excomulga y depone magistraturas civiles, como si el cesarismo hubiera renacido bajo la tiara; desafia á Francia, conspira contra Alemania; pero sus enemigos se congregan en bandas armadas, lo buscan, lo encuentran, violan su ciudad, asaltan su palacio, matan sus servidores, se acercan á él, que los aguarda en el trono, con la serenidad y la inmovilidad de un Dios fiado en su omnipotencia, la tiara en la cabeza, el manto en los hombros, el báculo en las manos; y le imprimen, con el feudal guantelete de hierro, horrible bofeton en la mejilla, despues de cuya afrenta réstale sólo al Papa huir, esconderse, entregarse á otra familia señorial, á los Orsinos; y entre epilépticos sacudimientos y feroces maldiciones, morir siniestra muerte, al frenético dolor que le causáran su rabia y su impotencia. La vida y la muerte de Bonifacio VIII corroboran el dicho agudísimo y exacto del pueblo romano: «alcanzó la tiara como un zorro, dominó como un leon, murió como un perro.» Pero su pontificado señalará eternamente la decadencia de la teocracia, que fué tutora de Europa. Divídense los partidarios del Papa, los güelfos, en blancos y negros; los teólogos, en escotistas y thomistas, en nominalistas y realistas; los Papas mismos en Papas de Avignon y Papas de Roma; las naciones católicas en naciones cismáticas; las ciencias en sectas y herejías; los concilios en asambleas revolucionarias; los poetas en satíricos que turban la paz del alma con sus dudas y persiguen la fe con su finísima ironía, obligando á la conciencia humana á buscar en otras ideas más vivas que las ideas católicas su indispensable alimento. La Órden de los templarios, que naciera en los tiempos felices del Pontificado, que luchára por la Iglesia en Oriente sin descanso, soberana de Chypre, defensora de Jerusalen, sumisa á los Papas, es disuelta por el gran esclavo de Avignon, por el Pontífice frances, sometido á los reyes de Francia, y sus bienes confiscados, y sus fortalezas derruidas ú ocupadas por tropas reales, y sus caballeros quemados á fuego lento en los claustros y en los campos, testigos del poder y de la gloria de tan ilustre ejército. Hasta el gran poema inspirado en la teología, templo viviente del espíritu católico, consagrado, no á los combates pasajeros de los héroes, sino al viaje de las almas á la eternidad, al reino insondable de los muertos, allá en sus últimos círculos de fuego inextinguible y de perdurables penas, en lo más profundo de su infierno, casi en la boca de Satanás, pone á los Papas por enemigos de la grandeza y de la independencia de Italia. ¡Qué espectáculos! El hijo de pobre lavandera y oscuro tabernero, Rienzi, por interpretar las inscripciones romanas, por traer á la memoria con verdadera elocuencia los recuerdos antiguos, se ve aclamado y divinizado entre muchedumbres que le llevan homenajes de patricios, de cardenales, de reyes, de emperadores, de Papas, y personifica por algunos dias el genio de la Ciudad Eterna, hasta que su cabeza, llena de vértigos, cae rodando desde las cimas del Capitolio al mostrador de un carnicero. Y el mundo ve que mascaradas de tribunos llenan los palacios pontificios; que sangrientos cismas desgarran las naciones; que genios como Petrarca se vuelven con dolor á la antigüedad pagana para pedirle su inspiracion y su valor; que hay un Pontífice en Francia, otro en Italia, otro en Aragon sobre la triste Peñíscola; que el emperador Segismundo se arroga la facultad eclesiástica de convocar la Iglesia universal; que la jefatura del mundo católico pasa de un Papa simoniaco á un pirata, de un pirata á un loco, de un loco á un epicúreo, cual sucede en la decadencia de los Imperios; que los Concilios sólo aciertan á encender los ánimos, á subvertir los pueblos, á desencadenar las guerras; que las hogueras consumen á genios henchidos de fe como Juan Hus y Jerónimo de Praga; que se desentierra á Wiclef para arrojarlo á un rio por haber pedido la pureza del cristianismo; que los soldados de la igualdad, precedidos primero de un general ciego, llamados al redoble de tambores hechos de pieles humanas, derraman el incendio, la matanza, tan sólo por comulgar como los sacerdotes en las dos especies de pan y de vino; que la reconciliacion de la Iglesia latina y la Iglesia griega, obra de un momento, se rompe en otro momento; que los reyes se sobreponen á los obispos, y la Iglesia se declara superior al Papa; que el diablo huye de las leyendas, y la naturaleza recobra sus derechos, y la antigüedad su prestigio, y la conciencia su voz, miéntras el mundo pierde la antigua fe, y los césares-pontífices su dominacion sobre la humana conciencia. Por fin, este movimiento del espíritu humano llega á tener su idea concreta en la Reforma. Así como el cristianismo no ha sido aparicion súbita y milagrosa, obra de un momento, idea de un hombre, singular inspiracion, sino resultado de toda la antigüedad, tampoco ha sido la Reforma el ímpetu ó la corazonada de un fraile; el grito de un rebelde alzado en armas espirituales contra la Iglesia; la intuicion de una sola alma en parte movida por pasiones de su pecho, y en parte por odios históricos de su raza, sino el corolario preciso de las dudas sembradas por los poetas, de las ideas esparcidas por los filósofos, de la política impuesta por los reyes, de las pretensiones aducidas en los concilios, de todo el impulso que al espíritu humano habian dado las fuerzas vivas de la sociedad y los progresos incontrastables que á cada paso nos testifica la historia. Cada hombre aspira á ser sacerdote de sí mismo; cada generacion á interpretar como idea que se mueve y se trasforma el dogma tenido ántes por definitivo é inmóvil; la revelacion pasa á iluminar todas las frentes, á ser el patrimonio de todas las almas; el libro cae en las manos del pueblo; desaparece la casta sacerdotal é invaden las democracias el santuario; las órdenes monásticas dedicadas á la maceracion, las reliquias, el exorcismo y la indulgencia dejan paso al dogma severo que apaga el purgatorio, exalta el infierno, y atribuye la salud del hombre á la Divina gracia. Desde este dia, el predominio del Pontificado en Europa ha verdaderamente desaparecido, ese predominio que tanto contribuyó á nuestra educacion y á nuestra cultura. Es verdad que el protestantismo será repulsivo á la naturaleza de nuestra raza y al carácter de nuestra historia; que si pierde el Papa la mitad de Europa, nace á sus plantas para recibir su bautismo y dilatar su nombre toda la América, descubierta y conquistada por los héroes, eternamente católicos, que acababan en España su cruzada contra los moros y emprendian allende el Atlántico su cruzada contra los indios, yéndose en esquifes para volver, trayendo inmensos continentes, arrojándolos como un holocausto ante las aras de la Iglesia. Verdad tambien que la Iglesia obra sus mayores milagros, hace sus mayores maravillas cuando se ve circuida de mayores asechanzas y peligros. Nadie se cansará jamas de admirarla durante el siglo XVI. En la persona de Julio II restaura los Papas autoritarios y guerreros de la Edad Media, tan dispuestos á someter las almas con su palabra como las fortalezas con su espada. En el pontificado de Leon X despierta la antigüedad; dobla la historia; enseña la genealogía clásica de las ideas cristianas; sorprende el secreto de la belleza plástica en los monumentos antiguos; evoca las estatuas que vibran el cántico heleno en sus labios; resucita el alma de Platon sobre el sensualismo aristotélico; restaura la divina lengua hablada en los rostros; anima los bronces y los mármoles con sus inspiraciones; abre los cielos del arte; engendra en su seno los titanes de Miguel Ángel, y las vírgenes de Rafael que vienen á hermosear el planeta; devuelve á la naturaleza exhausta y macerada su vida y alegría; funda el Renacimiento, que compite con las edades más bellas de la humanidad, é inspira esas legiones de artistas, que quitan sus espinas á la realidad y reconcilian al hombre por la magia del genio, con la cual arrojan áurea gasa de ilusiones sobre el Universo, hasta con los acerbos dolores y las amargas tristezas de la vida. Católico era el mago maravilloso que volvió á llenar de seres fantásticos y hermosísimos, como en los dias de los dioses, la naturaleza y el espíritu, animados por los cánticos de su poema; católico el pensador eminente que trazó las leyes de las revoluciones y de las reacciones, que mostró el abismo insondable de odios y de crímenes encerrado en la perversion del sentimiento humano; católico el dulce poeta español que devolviera su voz á los bosques, su melodía á las auras y á los arroyos, su incienso á las flores, sus églogas vivientes á los campos; católico el jóven pintor, único en los anales humanos, que supo evocar la hermosura griega y redimir de la penitencia y de la flagelacion en sus cuadros, trasfigurándolo y embelleciéndolo, el organismo humano; católico el arquitecto, el escultor, el dibujante milagroso que coronó con la rotonda de San Pedro las sienes del Renacimiento; católica la música inmortal, que parecia haber encontrado en los abismos de las edades pasadas los acentos de David, los trenos de Jeremías; católico todo cuanto hay en el siglo décimosexto de verdaderamente bello y artístico. Y la fuerza del catolicismo es tan grande que produce en el siglo décimoséptimo una verdadera reaccion. Los jesuitas se disciplinan como ejército, y se entregan á someter almas al Pontificado; los soldados católicos inundan toda Alemania, pidiendo, como dice un grande escritor, las tierras de los vivos para los muertos; Guillermo de Orange cae al plomo de exaltado católico por el crímen de haber fundado la república holandesa; Cárlos Borromeo establece piadosa liga en los cantones de la Suiza católica para contrastar la Suiza protestante; Cárlos y Jacobo de Estuardo creen haber llegado á desterrar el protestantismo de Inglaterra; la revocacion del Edicto de Nántes lleva á Francia la larga serie de reacciones contra el humanitario tratado de Westfalia; al imperio español se le caen de las manos los pinceles de Velazquez y de la mente los sueños fantásticos de Calderon, hundiéndose en abismos más profundos y más oscuros que sus tumbas del Escorial, cayendo en los hechizos de Cárlos II; Roma se soprepone á todas las ciudades europeas con sus construcciones religiosas, con sus epopeyas como las epopeyas del Tasso, que celebran un sepulcro, y un sepulcro en manos de los infieles; y cualquiera diria que vuelve el mundo, que vuelve el espíritu á los templos y á los altares de la Edad Media. Pero ninguna de estas reacciones pudo restaurar el pontificado. Tras de aquella reaccion vino el espíritu filosófico del siglo XVIII, que negó hasta las excelencias del cristianismo, que se ensañó hasta en los grandes cadáveres de la historia. Y el espíritu de este siglo produjo la enciclopedia, que llevó las ideas filosóficas al sentido comun del género humano. Y estas ideas filosóficas, no sólo descendieron al sentido de las muchedumbres, sino que se elevaron á los tronos de los reyes. Los jesuitas, que habian sido, como los templarios, soldados de la Iglesia, ejército permanente del catolicismo, fueron disueltos por los reyes de Europa y por los pontífices de Roma. La nueva filosofía se apoderó de Austria, que habia sido como el eje de toda la reaccion europea, y de España, que habia sostenido el catolicismo en todas las crísis humanas, y le habia dado un Nuevo Mundo en compensacion del antiguo. ¿Qué más? La idea filosófica sube hasta el trono de San Pedro, se extiende por él como nueva savia por viejo tronco. Las ideas filosóficas llenan las conciencias, las conciencias engendran nuevas instituciones, las instituciones cambian la sociedad; el derecho, que parecia vincularse en familias aparte, en castas privilegiadas, se difunde entre todos los hombres; las democracias reemplazan á las aristocracias, la revolucion á la inmovilidad; y los Papas, que en vano habian suplicado de rodillas á los emperadores de Alemania detuvieran la revolucion regalista, huyen de Roma, y pactan concordatos con la revolucion francesa y ungen la frente del soldado de fortuna erigido en césar. El pontificado se representa, pues, en el mundo como una de esas instituciones, ántes grandiosas, despues desorganizadas por las fuerzas vivas de la sociedad. Y cuando uno de estos organismos se descompone y deshace, no puede recomponerlo ningun nuevo elemento social, ninguno. Lo han destruido las fuerzas mismas que lo engendráran. Lo ha devorado el espíritu mismo que lo produjera. El mundo pierde en él su confianza y su fe por una de esas íntimas convicciones que ni se combaten ni se contrastan; como que vienen á ser trabajo del pensamiento reflexionando sobre sí mismo. Cuatro siglos, desde la muerte de Marco Aurelio, empleó el espíritu humano en descomponer el mundo antiguo. ¿Quién lo ha recompuesto? Cuando vinieron los bárbaros se encontraron solamente con el gran cadáver. El alma habia huido á otra institucion. Y la institucion, heredera del antiguo espíritu, es en el mundo moderno el pontificado. Al pontificado se debe la altísima autoridad, primera fuerza de cohesion empleada en reunir las sociedades modernas. Al pontificado toda nuestra más antigua disciplina social. Mas desde el siglo décimotercio el pontificado cae en la triste irremediable decadencia, que lo han traido á los extremos presentes. Hoy el pacto de Carlo-Magno se ha roto. La donacion de Pipino se ha desvanecido. El dogma de la infalibilidad ha aumentado los enemigos de Roma. Interna lucha desgarra la Iglesia, que no produce cismas por faltarle fuerzas hasta para sostenerlos. Y Europa aprende en tan grande descomposicion como mueren y por qué mueren las instituciones más arraigadas, más poderosas, cuando cumplen el ministerio para que los engendrára la sociedad, la cual vive de contínuo produciendo y devorando organismos. Mas Pío IX ha creido que le tocaba á él restaurarlo, restaurar el pontificado. Pues qué, ¿no le han dado vida nueva, sangre nueva muchos papas? ¿No lo han restaurado, hasta cierto punto, Julio II por la fuerza, Leon X por el arte, Sixto V por la tradicion y la disciplina? ¿Y no podria él restaurarlo tambien ¡él! elegido y exaltado por un milagro? Pero ¿qué camino escoger? Habia dos igualmente abiertos á su pensamiento, á su vista. Ó bien tomaba el uno, ó bien el otro; ambos sembrados de escollos. El uno iba á la idea predicada por Rosmini, á la reanimacion del antiguo espíritu evangélico en la Iglesia; y al resultado presentido por Gioberti, á la primacía intelectual y moral de Italia por medio del pontificado sobre todas las naciones. El otro camino iba al jesuitismo. El Papa creyó, y creyó con razon, que el primer camino se le habia cerrado despues de sus desgracias de 1848. El Papa creyó que solamente le quedaba el camino de oposicion radical á las sociedades modernas y de restablecimiento inmediato de las ideas antiguas. Por eso elevó á símbolo de la fe en nuestro tiempo todo aquello que nuestro tiempo ha desechado y destruido. Por eso continuó proclamando un dogma de fe sin asistencia del Concilio. Por eso acabó arrojando en medio de la Iglesia atribulada el principio de su propia infabilidad, es decir, el gérmen de cuasi-divinidad para él, y de eterna servidumbre para los creyentes. Así, negar á Dios, desconocer su ley, desoir su voz en la conciencia, desacatar su moral en el mundo, ponerlo fuera del Universo y fuera de la historia, es error tan grande para nuestra córte romana como negar al Papa, como desconocer su infalibilidad, como desoir la voz de los oráculos eclesiásticos, hasta en aquellos puntos que no tocan á la fe. Aquellas apoteósis, aquellas divinaciones, á que los antiguos elevaban sus césares henchidos de orgullo, parécense mucho á las blasfemias dichas por un escritor católico que ha sostenido la siguiente tésis: tres seres hay adorables para el verdadero creyente, Dios en el cielo, Cristo en la hostia y el Papa en el Vaticano. Á estos extremos lleva el dogma de la infalibilidad. Jamas nos cansarémos de repetir que los dogmas en nuestro tiempo promulgados y el espíritu que á ellos ha presidido, convierten al catolicismo de religion en secta, y al Papa, por consiguiente, en jefe de sectarios. Aquel antiguo sentido humano, por cuya virtud se asimilaba toda la filosofía y toda la historia, halo perdido últimamente. En presencia de nuestra filosofía, en presencia de nuestra revolucion, sólo ha sabido, ó retroceder ó maldecir. Y es propiedad de las ideas casi extintas, de los sistemas en decadencia, cerrarse á todas las emanaciones del espíritu humano, á todos los progresos de la sociedad; á ideas, á progresos, que en tiempos mejores los nutrieran y los acrecentáran. El catolicismo se asimiló á filósofos paganos como Aristóteles y á filósofos musulmanes como Averroes. En esta fuerza de asimilacion estribaba su progreso. Y el mahometismo, que no tuvo fuerzas para esas asimilaciones, que tradujo á Aristóteles y engendró á Averroes, sin poder apropiarlos á sus dogmas fatalistas y monoteistas, poco á poco quedó siendo el credo de una sola familia humana, la religion de una raza, el alma de imperios militares, tan rápidamente engendrados como muertos. No protegerá Dios aquellas religiones, aquellas doctrinas, capaces de perder en su madurez el sentido humano, el sentido universal que tuvieran en su juventud. Cada movimiento del tiempo se creerá á sí mismo divino; cada revelacion de la conciencia se creerá á sí misma sobrenatural. Y no levantándose á mirar espíritu y naturaleza en su conjunto, perderá con el conocimiento de la vida el sentido de la historia. Cada secta se encierra en sí y hace más que ignorar la historia de sus opuestas; hace más que esto, las calumnia, las deshonra, las maldice, creyendo realizar un bien, y bien eterno. Imaginad lo que será la historia del cristianismo contada por un judío. Imaginad la historia del judaismo moderno qué será contada por un feroz inquisidor. El católico apénas comprende el desarrollo de los pueblos protestantes. El protestante llama Antecristo al Papa. Leed á un griego ortodoxo, y él os demostrará que ese bizantinismo, tenido por nosotros como el extremo de la decadencia moral, hubiera salvado al mundo con su metafísica, si el mundo no cayera en poder de los leguleyos, es decir, de los canonistas romanos. ¡Cómo ciega el espíritu de secta! Nosotros nos detenemos extasiados ante la Vénus de Milo. Su hermosura severísima; su majestuoso continente; la pureza y armonía de aquellas líneas; la gracia y serenidad de aquel rostro; la perfecta posesion de sí mismo, que indica aquel espíritu, asomado á los inmóviles ojos, dueños por completo de todos sus pensamientos y de todas sus pasiones; la serenidad de aquel perfecto tipo, bello ideal de las artes plásticas, nos extasían hasta el punto de absorbernos en misteriosa adoracion, miéntras que á un cristiano de los primeros tiempos, exaltado por su recien nacida fe, parecíale fealdad tanta belleza y vislumbraba en ella la siniestra y deforme efigie del demonio. No hay cosa en el mundo como el sol, que vivifique como el aire, que perfume como las flores, que regale como los frutos, que recree como los rumores y los aromas del campo, que absorba como las olas del mar, que eleve como las estrellas del cielo; y, sin embargo, el misticismo ha llegado hasta engendrar en el hombre desamor, ódio al Universo. ¿Qué mucho, si encerrado cada individuo en su egoismo, cada secta en su tradicion, cada tradicion en su dogma, cada dogma en su Iglesia, cada Iglesia en su intolerancia y cada género de intolerancia en su crueldad, no llega jamas á comprenderse cómo el espíritu humano rebosa en todas las obras humanas, vário, multiforme, contradictorio á veces, sin perder nunca su fundamental unidad? Y los que miran la vida por un lado, el tiempo por una edad, la ciencia por un solo sistema, el arte por una sola escuela, el ideal por una religion, la sociedad por un partido, la historia por una fase, la humanidad por un pueblo, jamas comprenderán el espíritu humano, que como no puede separarse aquí, en este planeta, de su primer organismo, del cuerpo en que se encarna, tampoco puede separarse, ni del hogar, ni del templo, ni del arte, ni de la ciencia, ni de la sociedad, que serán momentos de su vida, organismos de su sér, revelaciones inmanentes y perpétuas de su esencia, grados de su desarrollo, lo que se quiera; pero en cuya totalidad estamos virtualmente cada uno de nosotros, y en cuyo desarrollo está el desarrollo de nuestra propia vida. Hemos sido con los que fueron; serémos en los que vendrán. No creamos, pues, á una sola Iglesia depositaria de la verdad absoluta, ni á un solo pueblo representante del espíritu humano. Ved por qué yo arguyo de sectarios á los católicos, porque no comprenden sino una parte de la vida, nuestra vida histórica. Cuentan solamente con lo que fuimos, no cuentan con lo que somos, no cuentan con lo que serémos. Cuando la fisiología revela cada dia un secreto de este organismo humano, abreviado Universo; cuando la química llega á tener la fuerza de descomposicion y recomposicion de la naturaleza; cuando la astronomía nos comunica directamente con lo infinito; cuando prodigiosos descubrimientos nos entregan el rayo para que lo vibremos en nuestras manos, cual lo vibraban los antiguos dioses; cuando la tierra en que vivimos nos ha contado su ancianidad por medio de sus evoluciones geológicas, y el cielo que nos envuelve ha revelado en el espectro solar la fundamental unidad del Cósmos: en este crecimiento de la naturaleza humana y del espíritu humano, junto á un derecho que nos dice á todas horas la igualdad fundamental de los hombres en la sociedad, y junto á una ciencia que nos dice la igualdad fundamental de los seres en el Cósmos, ¿creeis puede satisfacernos una religion cuyos dos últimos dogmas, en vez de espiritualizar la vida, de idealizar la fe, nos enseña el privilegio y la excepcion de dos criaturas humanas; privilegio y excepcion incomprensibles para la inteligencia, é inverosímiles en la universalidad de la naturaleza? Así la sociedad, la ciencia, la vida andan por un camino; y por otro completamente opuesto el catolicismo. La córte pontificia sólo se alimenta de la tradicion. La ciencia católica es la arqueología. En Roma, en la Roma pontificia, se oye por todas partes un rumor elegíaco. Sobre las ruinas materiales álzanse la ortiga, el jaramago; sobre el jaramago y la ortiga las ruinas morales. El Viérnes Santo parece el dia eterno de esta ciudad singular, el dia en que el corazon está desolado, el santuario desierto, los cirios extintos, las aras desnudas, los altares velados, y el cántico de Jeremías resonando á la contínua por aquellos templos henchidos de evaporaciones de lágrimas. Yo recuerdo que aquel dia, despues de haber asistido por la mañana á la Capilla Sixtina, fuí por la tarde á la Vía Apia, á la vía de los antiguos sepulcros. Un momento me detuve á contemplar la entrada de las catacumbas y á recoger las benditas inspiraciones de sus cenizas. Parecíame que las almas de los mártires renacian al conjuro de mi evocacion y me acompañaban por aquel camino de tristezas y desolaciones. Alguna vez involuntariamente volvíanse los ojos á la ciudad, donde se dibujaban sobre las formidables ruinas paganas las aéreas rotondas católicas. Roma á la espalda, la cordillera sabina al frente, el desierto en derredor, los acueductos interrumpidos por todas direcciones, el camino de los siglos bajo las plantas, el cielo de las contínuas plegarias sobre la cabeza, cuatro leguas de sepulcros abiertos á la contemplacion; el pastor ó el fraile interrumpiendo con su pintoresca presencia ó su religioso saludo el viaje, os hacen creer que descendeis realmente á la region de las sombras, á los abismos de la historia. Esperais el dantesco guía que ha de conduciros. Á la derecha las catacumbas de San Sebastian, donde duermen los mártires, y á la izquierda el Circo Máximo, donde los mártires fueron inmolados. Unos pasos más adelante el sepulcro de Cecilia Metella, que recuerda los últimos dias de la República, sepulcro formidable, especie de fortaleza sobre la cual han levantado nuevas fortalezas otros tiempos, como nuevas leyes se han erigido sobre aquellas leyes y nuevas instituciones sobre aquellas instituciones. Las piedras agrupadas en ese monumento, bruñidas por el ardiente sol del Lacio, han resistido á la corriente de los siglos, á las pasiones de los hombres, como la República á todos los movimientos políticos de la historia. Á un lado y á otro piedras desprendidas de grandiosos monumentos, bajos relieves hermosísimos, restos de templos, restos de tumbas, cadáveres de pasadas civilizaciones, como si aquel campo fuera el campo de batalla, donde en lejanos tiempos peleáran, no ejércitos de hombres, sino ejércitos de mundos y planetas. Andais un tanto y veis el sepulcro de Séneca. La tiranía no quiso oir las quejas de su víctima, y el arte se ha burlado de la tiranía dejando en el bajo-relieve una protesta que los siglos repiten, contra la crueldad de los tiranos. Yo, que acababa de hollar el polvo de las catacumbas, no pude ménos de poner mi mano sobre las piedras de aquel sepulcro. ¿Cuántas ideas de los antiguos estoicos y cuántas ideas de los primitivos cristianos formarán la urdimbre de nuestra fe, de nuestra moral? ¿Qué arma habrá engendrado la ley á cuyo imperio me hallo sometido? ¿Qué apóstol ó qué mártir habrá levantado el altar de mis creencias? Inútil empeño. No le pregunteis á la nube de dónde se ha evaporado, ni al rayo de dónde se ha encendido, ni á las moléculas que recorren vuestro organismo dónde se han formado; el Universo es el laboratorio de la vida, y la conciencia universal es el laboratorio de la idea. Así, unos las engendran, otras las expresan, éstos las predican, aquéllos mueren por ellas; y los mismos que las contrarían y las combaten, las sirven sin quererlo, hasta que pasan á ser el sentido comun de la sociedad. Los sepulcros, sobre todo aquellos sepulcros de edades apartadísimas, podrán guardar huesos frios; pero guardan tambien ideas vivas. En la milla quinta de la Vía Apia, _regina viarum_, no léjos de antiguo túmulo circular, rematado por torrecillas de la Edad Media, se extienden las fosas de Cluilio, donde la tradicion, despues confirmada por Dionisio de Halicarnaso, pone el campo de batalla entre Alba y Roma, la tumba, por consiguiente, de los Horacios y de los Curiacios. Pueblos primitivos del Lacio, al ver tantas ruinas, que parecen como vuestros esqueletos, no puedo ménos de recordar los bellísimos dias de las ferias latinas, cuando os congregabais sobre las montañas de Albano para ofrecer sacrificios, y de allí ibais á la selva albanea para escuchar los cantares de los faunos; y de la selva á la gruta de Tívoli para interrogar á la fatídica Sibila; y miéntras, vuestras mujeres celebraban en primavera, cuando el cielo sonrie y la naturaleza resucita, las fiestas palilias en honor al Dios de los apriscos, ceñidas de follajes, coronadas de guirnaldas, bebiendo entre cánticos religiosos la leche áun caliente en copas recien talladas de las seculares encinas; vosotros sólo os acordabais de la naturaleza que os rodeaba, como si más allá de la naturaleza no hubiera otra vida ni otros seres. Mas acaso las creencias que han sustituido á vuestras creencias no se acuerdan bastante de que existe la naturaleza vivida, inmortal. Hoy la nave griega, trayendo mercancías é ideas, no ancla en vuestros puertos; los dioses rientes y cantores no corren por vuestras campiñas; el desierto se ha tragado hogares y templos; las batallas han esparcido hasta los mudos é inmóviles habitantes de las tumbas. El Viérnes Santo, consagrado á la muerte; la Vía Apia, camino de sepulcros; Roma, la gran necrópolis; todo, todo me habla contínuamente de los muertos, y todo me convida á pensar en este gran misterio. Nos imaginamos en la naturaleza monarcas absolutos, y vivimos bajo leyes que no conocemos apénas. ¿Por qué esta interrupcion de la muerte? ¿Por qué esta oscura piedra del sepulcro rodada de abismos insondables al borde oscuro de otros insondables abismos? Consolémonos. La dinámica natural no se interrumpe. Cuando nosotros dejamos el cadáver en la tumba y nos volvemos doloridos á pensar en la muerte de aquel sér, la corrupcion del cadáver es nueva forma de existencia, nueva funcion de vida, nuevo gérmen de seres. ¿Falta de jugos nutritivos en el estómago, falta de sangre en las venas, falta de oxígeno destruirán al hombre que se proclama dueño de la inmortalidad? Cada organismo humano es un pequeño universo en medio de la totalidad del universo material y moral. Por la nutricion, por la respiracion, por el cambio contínuo de moléculas, absorbemos la vida de la naturaleza; como por la síntesis, por la generalizacion, dilatamos nuestra alma concreta é individual en el espíritu humano. Como la luz y el calor se identifican en el Universo; como el tono grave y el tono agudo se combinan en la armonía; como las exhalaciones carbónicas de la respiracion animal y las exhalaciones oxígenas de la respiracion vegetal en la atmósfera, combínanse la vida y la muerte en nuestro sér. De estos contrasentidos resultan los mayores goces de la vida. El deseo no satisfecho es una pena. El amor es deseo no satisfecho, deseo inextinguible, y el amor es una felicidad. En el momento en que el deseo se acabára, acabárase tambien el amor. Y el deseo satisfecho deja de ser deseo. Hay, pues, que conservar el deseo para conservar el amor; hay que conservar la pena para conservar la felicidad. Hay que conservar la muerte para conservar la vida. La muerte es una resurreccion. Comprendo cuán sublime es el simbolismo de la Iglesia al celebrar la Pascua de Resurreccion. Dia de universal regocijo este dia. Cae en la estacion de las resurrecciones. El calor vivificante renace y abriga á la aterida tierra. Las nieves se derriten y envian sus claras aguas á los rios. El campo se cubre de verdura, la verdura de flores, las flores de mariposas. Los almendros, los manzanos, los limoneros y naranjos semejan otros tantos ramilletes. Las aves se entregan á sus cánticos y á sus amores. Hínchanse las yemas de savia, y las larvas se trasforman en pintados insectos. Sale de su agujero la hormiga, y la abeja de su panal. Las torres, que durante tres dias estuvieron mudas, echan al vuelo sus campanas. Vístense los campesinos de fiesta. La Vírgen-Madre, ántes llorosísima, se ciñe de guirnaldas para salir al encuentro del hijo de sus entrañas. En la procesion de la mañana de Pascua, por nuestros campos y nuestras aldeas todos á una entonábamos el cántico de la resurreccion: _aleluya, aleluya_. Parecíanos ver el Crucificado erguirse sobre su lecho de mármol, rasgar el sudario, quebrar la losa, volver á la vida, resplandeciendo de alegría. Las amapolas eran más rojas, las flores del almendro más sonrosadas, el aroma del azahar más penetrante, el cántico de las aves más sonoro en este dia á nuestros sentidos perfumados por la miel de santo misticismo. Yo declaro que veia la naturaleza más hermosa. No me extraña esta interior vision del mundo externo. Me han asegurado piadosos viajeros haber oido, atravesando las cordilleras de los Andes, palabras místicas á esas aves que remedan las articulaciones de la voz humana. Convertimos el Universo en verbo de nuestro pensamiento, y sus rumores en eco de las palabras murmuradas por la conciencia á nuestro oido. ¡Santa alegría de la mañana de Pascua, bendita, bendita seas! Comprendo que el doctor de la epopeya alemana, despues de haber sentido todos los dolores y miserias de la humanidad; despues de haber tocado todos los desengaños de la ciencia; al ver su frente coronada de dudas y su corazon coronado de espinas, pensase en apurar el tósigo, y sólo apartára la funesta copa de los labios al eco de las campanas que anunciaban la resurreccion; de las aleluyas que anunciaban la Pascua; de los cánticos sagrados cuya virtud puede reconciliar á la desesperacion con la naturaleza y con la vida. El dia de Pascua en Roma seguí yo todas las ceremonias religiosas. Escuché al amanecer el alegre repique de sus innumerables campanas; fuí á la basílica de San Pedro; atravesé la gran columnata del Bernino; oí el rumor de las dos fuentes que envian á las alturas sus aguas en surtidores, verdaderos arroyos; contemplé el obelisco de Calígula traido á Italia por la mayor nave de toda la antigüedad; subí la majestuosa escalinata que conduce al templo, y penetré en su interior con el espíritu regocijado por el recuerdo de mis antiguos afectos é ilusiones en el dia de Pascua. No me asaltó la comezon de crítica que suele asaltar á todos los visitantes de la basílica Vaticana. Como en ella se han empleado tan fabulosas riquezas, como han contribuido á ella los primeros arquitectos del mundo, no hay quien resista la tentacion de criticarla. Irrealizable idea, dicen unos, la idea de Bramante, que propuso una cúpula mayor aún que esta cúpula. Grande lástima, exclaman otros, no se realizára el pensamiento de Rafael, la cruz griega, que permitiera ver la rotonda desde la entrada en el templo. Variedad, riqueza le quitó Miguel Ángel, observan algunos, oponiéndose al plan de San Galo, porque tendia en sus pirámides y sus cúpulas al gótico, abominado en la pagana Roma; miéntras todos observan que la ilusion óptica contraría el efecto de la iglesia; que su grandeza no puede comprenderse á la primera ojeada; que la inmensidad de sus dimensiones daña á la hermosura artística; que el fondo se ve desde la puerta envuelto en una especie de engañoso vapor; que se necesita andar los doscientos pasos en torno de las colosales pilastras, sustentáculos de la inmensa linterna, para conocer en virtud del análisis toda la magnitud de esta iglesia única; que la riqueza de mármoles y bronces pasma, pero no extasía; que las violentas estatuas señalan época ya de triste decadencia, y época de triste decadencia tambien señala el altar mayor con sus columnas salomónicas, y la santa sede romana con los colosos en bronce dorado, representando cuatro Padres de la Iglesia, cuyos mantos henchidos deben estar por huracanes, segun se agitan, y el Espíritu Santo resaltando en trasparentes cristales de color amarillo, que parece paloma caida en gigantesca fuente de bien batidos huevos. No busquemos en la iglesia vaticana el misticismo que se exhala de nuestras catedrales góticas: la piedad retratada en el rostro de las estatuas y de las efigies que nacieran de espíritus puramente católicos; el misterio de aquellos rayos de luz cernidos por los vidrios de colores y quebrados en las agudas ojivas, no; el genio clásico, el espíritu clásico alzó el templo romano en ideas apartadas del ferviente espíritu católico, en ideas paganas; y la grandeza de los arcos semejantes á los antiguos arcos triunfales; y la elevacion de las áureas bóvedas; y las dimensiones de la maravillosa rotonda; y la riqueza de los mármoles cuyos matices tiran desde el blanco perla al ópalo, desde el ópalo al rosa, desde el rosa al lila, desde el lila al amatista; y el relumbrar de los bronces brillantes como el oro nativo; y la riqueza de los mosaicos que en piedra representan con vivísimos colores los más preciados cuadros; y los altares en su lujo, y las estatuas en sus gigantes nichos, y los ángeles abriendo por doquier las alas, y los papas tendidos sobre sepulcros de tan diversas formas y de tan contrarios siglos, forman realmente, si no un templo católico, uno de los monumentos mayores que sobrelleva la tierra. El Papa bajó á la Basílica. El aparato que le rodeaba el Domingo de Ramos habíase agrandado en el Domingo de Pascua. El número de obispos y arzobispos era mucho mayor. Llevaba Pío IX una capa blanca, recamada de riquísima pedrería, y coronaba su cabeza con la tiara de oro, en la cual iban sobrepuestas tres coronas de brillantes. Conducido á su sede, entonó la misa mayor con voz melodiosa; y despues de la misa, adoró las santas reliquias con extraordinario arrobamiento. Cumplida esta práctica, subiéronle á la ventana mayor de San Pedro, mostráronle á la gran plaza, henchida de gentes. Sus brazos se abrieron como si quisiera abrazarnos á todos, su voz tomó extraordinaria intensidad, y Roma y el orbe entero fueron bendecidos por su palabra y por sus manos. Yo, en medio de las exclamaciones de aquella muchedumbre, del sonoro repique de las campanas, del estampido de los cañones, del himno exhalado por tantas músicas, de la alegría pintada en tantos semblantes, pensaba cómo realmente aquella bendicion podia dirigirse al orbe entero; cómo alcanzaba desde las regiones boreales hasta las regiones del trópico, y cómo entraba en todos los pueblos, hasta en aquellos que más emancipados se creen de la Iglesia católica: en Inglaterra, por los irlandeses; en Rusia, por los polacos; en la América sajona, por los Estados del Sur; en Alemania, por los bávaros; en todo el mundo por las antiguas colonias portuguesas y españolas, que han sembrado de iglesias el África, el Asia, la América, y han enseñado el símbolo de Nicea, así á los indios del viejo como á los indios del nuevo continente. Si con todas estas ceremonias quieren mostrar que Roma conserva su predominio antiguo sobre el mundo, á maravilla lo consiguen. Ninguna ciudad tiene este poder. Ninguna envia sus bendiciones desde los palacios de París hasta las cabañas de Patagonia. Ninguna muestra su primer magistrado bendecido en todas las lenguas, adorado en todas las regiones, puesto á la altura de verdadero Dios. Ninguna puede decir que sus leyes son el código moral de una parte considerable del mundo; que su rey reina en las conciencias de pueblos diseminados por todo el orbe. Los obispos son verdaderos prefectos encargados de sostener la superioridad moral de Roma sobre todas las naciones. Tributarios somos, tributarios como las antiguas provincias romanas, tributarios del césar espiritual que nos bendice ó nos maldice á su grado, desde su inmenso santuario del Vaticano. Ántes oponíanle las várias Iglesias, las várias nacionalidades, sosteniendo la rica variedad de la vida bajo la unidad pontificia, algun freno. Hoy no tiene freno alguno. Hoy, declarada la infalibilidad, el Papa es toda la Iglesia. En vano los obispos reunidos en Fulda advirtieron el enorme riesgo que corria la unidad del catolicismo; en vano el Prelado de Orleans, tan entusiasta del Papa, calificó de peligrosa novedad los nuevos dogmas; en vano el elocuentísimo Strossmayer, que tan enérgicamente protestára contra la ruptura del concordato austriaco, hizo vibrar su gran palabra en los oidos del episcopado para separarle de vergonzosa abdicacion; en vano Döellinger apeló á toda su ciencia en demostracion de que diez y ocho siglos no vieron apuntar tamaña monstruosidad, sino por los concilios de Letran, verdaderas antecámaras del rey de Roma; en vano el Padre Gratry probó que el Papa Honorio habia sido condenado en el sexto concilio ecuménico por tender á la herejía de los que negaban las dos naturalezas en la persona de Cristo; en vano el cardenal Schwarzenbeg recordó que tras las pretensiones de Bonifacio VIII al dominio absoluto de la conciencia y del mundo, vinieron disentimientos, guerras religiosas, cismas, servidumbre para el Pontificado; todo en vano: una Asamblea cohibida por servil reglamento, impulsada por contínuas proclamas del Papa, puesta bajo el influjo de invasor jesuitismo, incapacitada de tener la unanimidad moral indispensable en la proclamacion de los dogmas, pues ciento cuarenta obispos, los más elocuentes, los más autorizados, los de mejores diócesis, se oponian; una Asamblea en tales condiciones llegó, entre grandes protestas, despues del retraimiento de los conciliares más célebres y más ilustres, en tarde tempestuosa, que semejaba prematura noche, á la divinizacion de Pío IX, superior desde entónces ¡él solo en la tierra! como Dios extraviado por nuestras bajas regiones, superior á los errores y á las debilidades propias de nuestra limitada y fragilísima naturaleza. La antigüedad tenía tambien sus apoteósis. El hombre, que habia llegado á césar, no se contentaba con ser césar, y aspiraba á Dios. El Senado se reunia y decretaba la divinidad á sus tiranos. Cónsules, sacerdotes, vestales, corrian en torno del césar, le coronaban, le ponian sobre un altar, le trenzaban guirnaldas, le degollaban víctimas, le ofrecian cánticos sagrados y olorosa mirra, celebraban su nacimiento y su inmortalidad con innumerables fiestas. Pero la igualdad de la vida, la igualdad de la muerte, la implacable igualdad que nos muestra á todos, hijos de la tierra, sujetos á idénticas leyes, decian que esas apoteósis, léjos de elevar á un hombre sobre el nivel de los demas hombres, le empequeñecian hasta ponerlo muy por bajo de nuestra naturaleza. El dolor y el esfuerzo, la pena y el error, están en la condicionalidad, en las limitaciones humanas. Y por consiguiente, los hombres-dioses caen pronto, muy pronto, como cayeron los Faraones y los Nabucodonosores. Casualmente las edades de las apoteósis fueron las edades mortales al paganismo. Despues de haber entrado los hombres en el cielo, salieron los dioses. Los pueblos dejaron de ir al templo de Délfos, donde se veian las cimas del Parnaso, donde se escuchaban los rumores de la fuente Castalia, donde hablaba la Pitonisa en versos que contenian los secretos del porvenir, donde se celebraban los juegos píthicos y las asambleas anfictiónicas, donde Apolo derramaba luz sobre la frente, é inspiracion sobre el alma de la madre Grecia. Inútilmente un sabio, filósofo, orador, poeta, guerrero, héroe y artista, Juliano, quiso restaurarlo, idealizarlo, rejuveneciendo el viejo dogma con la nueva metafísica; los sacrificios se interrumpieron, las aras se destrozaron, el paganismo se extinguió, porque habiendo comenzado por la divinizacion de las fuerzas naturales que rigen el Universo, concluyó por la divinizacion de los césares y de los pontífices. ¡Dia de Pascua en Roma! Despues de haber asistido á la misa católica, á las bendiciones pontificias, preguntéme á mí mismo si en realidad algo ha resucitado en estos últimos tiempos sobre aquella tierra, sobre la tierra de la resurreccion en el siglo décimosexto, sobre la tierra del Renacimiento. Aquí está Galatea, allá Psíquis, acullá las musas danzando en torno del antiguo Parnaso, en una parte las escuelas de Aténas más vivientes y más bellas que lo fueran jamas en la misma realidad; en otra parte las sibilas alzadas á las cimas de lo sublime para promulgar los oráculos; en un museo Diana, con la media luna sobre la frente, el arco entre las manos, seguida de sus ninfas, y saludada por las selvas; en otro museo la aurora abriendo las puertas eternales al dia; por doquier, en los arcos triunfales y en las serenas estatuas, renaciente, resucitada la plástica antigüedad en toda su serena perfeccion. Pero la Edad Media no ha resucitado. Por más que se haya sostenido la supremacía política de la Santa Sede; el predominio del clero sobre las demas clases sociales; la direccion de la política europea en los papas; el carácter religioso y feudal del antiguo patrimonio de San Pedro, la inquisicion para la conciencia, la censura para el pensamiento, la mezcla de la autoridad temporal y la autoridad espiritual en una sola persona; el anatema inapelable sobre el Estado independiente, sobre la escuela láica, sobre el matrimonio civil, sobre la libertad religiosa y de imprenta; la Edad Media no ha resucitado, no ha podido resucitar en Roma ¡Oh pontífices! Los dioses que quisisteis aniquilar se han levantado, sino en el cielo de la religion, en otro cielo hermosísimo, en el cielo del arte; miéntras el espíritu de la Edad Media, que intentais de resucitar, se hunde cada dia más en lo pasado. Renace todo cuanto maldecisteis, muere todo cuanto vivificasteis. ¿No dice esto nada al Papa infalible, al Dios del Vaticano? Mas no seré yo quien peque de exclusivo é intolerante. El siglo décimoctavo, en su obra de destruccion, pudo, mirando la vida por uno solo de sus aspectos, creer en la necesidad de destruir toda la Edad Media. El siglo décimonono, en su trabajo de reconstruccion, de reconciliacion, no puede, no, decir que diez siglos, mil años, han sido inútiles al progreso humano, y no han dejado nada en el fondo de nuestra civilizacion y cultura. Aquella tendencia espiritualista, aquella tendencia idealista de los siglos medios debe renacer en nuestro siglo, sin su carácter exclusivo, reconciliándose con la naturaleza y con la ciencia. Necesitamos, para que esta nuestra civilizacion sea perfecta, encender en su cima la clara luz y el fuego purificador de verdadero idealismo. Los milagros se repiten todos los dias en las ciencias naturales, en las ciencias exactas, en las ciencias físicas, en todo aquello que tiene por objeto lo natural y lo sensible. Sabemos observar, sabemos calcular como ningun otro siglo. ¿Pero sabemos con igual perfeccion sentir, sabemos pensar? Conocemos el sol, estamos seguros de que su volúmen es un millon cuatrocientas mil veces mayor que el volúmen de la tierra; y que andando sesenta kilómetros por hora, tardariamos doscientos setenta años en llegar á su ardiente superficie; y que puesto el grande astro en el platillo de una balanza, habria necesidad de poner para su equilibrio trescientos cincuenta mil globos terráqueos en el otro platillo; sabemos todo esto del sol, que á tan larga distancia se halla de nosotros; y apénas sabemos nada de la conciencia, de ese sol interior, que en nosotros mismos llevamos y tenemos eternamente. Estas maravillas de las ciencias físicas no se interrumpen. Ora descubrimos en la Vía Láctea fenómenos que casi escapan al dominio de nuestra dinámica; ora sabemos los cambios que en veinte años ha tenido la nebulosa de Orion. Conocemos el curso de las edades en el planeta; la aparicion de las primeras especies; el despertamiento de los infusorios en los bancos marinos formados durante la época oceánica; las causas de la milagrosa vegetacion, reveladas por los terrenos carboníferos. Miéntras la astronomía nos relaciona con el Universo y la geología evoca recuerdos del mundo histórico, la química revela secretos de la vida. Priestley descubre el oxígeno. Lavoissier descompone el aire y halla en su seno el gas que favorece y el gas que contraría nuestra existencia. El encuentro de virtudes, ocultas ántes, en los minerales impulsa la agricultura, como el encuentro de un gran número de alcalóides, ántes desconocidos, da nuevos recursos á la medicina. La electricidad viene á colaborar en estos prodigios. Desde los misterios de Cagliostro vamos á las claras experiencias de Galvani, que presta movimiento con sus centellas eléctricas á miembros de animales muertos; desde las experiencias rudimentarias de Galvani al conocimiento de la electricidad y de sus leyes, merced á haber puesto Volta maquinalmente un pedazo de periódico humedecido en sus labios entre las planchas de zinc y las planchas de cobre, descubriendo su maravillosa pila, hasta que, perfeccionados todos estos descubrimientos, encontrada la gran fuente de electricidad por los progresos conseguidos en la pila de Volta, Morse, un hombre perteneciente á la raza de Franklin, el primero á quien la naturaleza creyera digno de recibir en sus manos el rayo, ántes reservado á los dioses; Morse inventa el telégrafo, y pone el flúido electro-magnético, alma de las pavorosas tempestades, bajo la mano del hombre. Al pensamiento humano, á pesar de su infinita intensidad, le faltan fuerzas para seguir todos los adelantos seguidos por el vapor, y el magnetismo, y la electricidad, y el descubrimiento de nuevos gases, y la composicion de sustancias químicas, y las exploraciones de los telescopios en el cielo, y las exploraciones de los viajeros en la tierra, y la ascension á la atmósfera, y el descenso, así á los abismos de las minas como á los abismos de los mares, y las clasificaciones de las especies muertas como de las especies vivientes, y el progreso de la fisiología que estudia nuestro cuerpo, y el progreso de la cosmología que estudia el Universo. Pero ¿puede gloriarse de igual grandeza moral, de igual grandeza espiritual? ¿No peca, sin duda alguna, por exceso de materialismo como el antiguo mundo clásico? ¿No peca por olvidarse del alma que lleva dentro de sí mismo y del Dios que anima el Universo? Es necesario, indispensable, elevar á los ojos de esta civilizacion materialista un grande ideal. Yo conozco cuánto se oponen á ello las vocaciones exclusivas. Así como hay oidos que no perciben las armonías de la música, ojos que no ven las bellezas de los cuadros, hay almas que no sienten necesidad de la religion. Pero las sociedades humanas ¡ah! no pueden ser exclusivas, las sociedades humanas contendrán siempre como el derecho, como el arte, como la ciencia, como el trabajo, ese otro término de la misteriosa serie de su vida, la religion. Pero á medida que los progresos materiales son mayores, el espíritu religioso, como la inspiracion artística, deben tender más vivamente al idealismo. Y el Dios del Vaticano, especie de ídolo material, vestido de brocados, coronado de diamantes, envuelto en nubes de incienso, embriagado por palabras que saben á las antiguas apoteósis cesaristas, no responde á las necesidades de nuestra época, ni apaga con sus ideas teocráticas la sed inextinguible de nuestro espíritu. En Roma, á la sombra de tantos templos, entre aquel laberinto de altares, á la vista de las innumerables cúpulas por donde han subido como por su escala misteriosa innumerables oraciones al cielo; sobre las ruinas amontonadas en aquellos campos sacratísimos por los devastadores siglos; el pensamiento deja rodar en desórden al viento de todas las ideas los dioses muertos, y se eleva á considerar el Dios vivo, uno, absoluto, eterno; sér, esencia, verdad, bien, hermosura; el Dios de la naturaleza y del espíritu, que se alza sobre todos los cambios, sobre todas las trasformaciones de la historia, y comunica á nuestra alma la esperanza inefable en la inmortalidad. Esta grande idea crece con el crecimiento de las conciencias, y se purifica con su purificacion. Las revelaciones no han concluido, no, por más que algunos crean agotada su fuente. Los tiempos de la razon ahora comienzan, y no sabemos cuánta luz y cuánto calor la razon tendrá en su seno. El Zeus indio, nacido al pié de aquellas altas montañas, perfumado por el aroma de aquellas espesas selvas, no se detuvo en su cuna de palmas, sino que yendo de gente en gente, trasfigurándose de nacion en nacion, llegó á la cima del olimpo griego. Y un dia, en los pueblos educados por su sagrado númen, brotó la revelacion de la unidad de la conciencia humana, complemento necesario á la unidad de la naturaleza divina, que se revelára entre los relámpagos del Sinaí. Y estas dos ideas altísimas fueron creciendo, espiritualizándose en los diálogos de la Academia, al influjo mágico de la elocuencia platónica, como una infusion de la divinidad por las venas del hombre. Y cuando el pensamiento, extendiéndose, dilatándose, bajó de la metafísica á la moral, y de la moral pasó al derecho, fué necesario universalizarlo en la mente de las muchedumbres, dárselo en comunion á los pueblos para que tanto trabajo no se perdiera, para que tantas revelaciones no quedáran como ideas sin realidad y sin forma en las vagas abstracciones de las escuelas ¡Ah! La idea en su generalidad, en su pura abstraccion, parece espíritu sin cuerpo: no agita los ánimos, no alarma los intereses. Pero la idea, predicada al aire libre, dicha en los oidos de los pueblos, rompe con el sentido general de su tiempo y provoca las iras de la supersticion y de la ignorancia. Por eso el Redentor es necesario, el Redentor que ha nacido para divulgar la idea, que la lleva viva en el corazon, que la modula como plegaria incesante en sus elocuentísimos labios, que la reparte entre los pueblos, que enciende las iras de los viejos ídolos y de las inmóviles castas, que da su vida en afrentoso suplicio por los débiles, por los humildes, por los oprimidos, por los desheredados del mundo. Y la religion del Redentor se encarna en una Iglesia, que al pronto cree ser órgano de un solo pueblo, de una sola casta; pero luégo se abre á la invasion de todas las razas, al influjo de todas las ideas, por medio de un genio, que tiene la virtud de los innovadores, la elevacion de los filósofos, la elocuencia de los apóstoles, el heroísmo de los mártires. Y la revelacion no se interrumpe. Unos le llevan el espíritu judío y semita; otros el espíritu heleno-latino; otros el espíritu alejandrino. Las cuatro misteriosas ciudades, que tenian en sus manos la trama de la civilizacion europea, Jerusalen, Roma, Aténas, Alejandría, hablaron, y sus palabras fueron recogidas, y elevadas al cielo por el divino Verbo. Y no se interrumpió la serie infinita de las revelaciones; porque vino la revelacion del arte en el Renacimiento, la revelacion de la ciencia en la filosofía, la revelacion del derecho en las grandes revoluciones, cuya electricidad ha creado de nuevo al hombre y traido en lenguas de fuego un espíritu divino sobre su conciencia. ¡Ay de las sectas, de las magistraturas, de las iglesias que creen su ideal exclusivo, su doctrina estrecha, su sentido egoista, el espíritu y la doctrina y el sentido de la humanidad, de ese sér inmortal, cuya conciencia es como el espacio donde todos los grandes principios se contienen; cuya idea es como la luz que todos los mundos esclarece; cuyo espíritu es como el aire que todo lo vivifica! Las ruinas son esqueletos amontonados por los siglos. La idea se levanta de unos altares, y corre á otros altares sin detenerse, renaciendo á cada instante de sus cenizas, trasformándose en una serie de trasformaciones infinitas, como contínua renovacion de la tierra y contínuo holocausto que envia eterna nube de incienso hácia los cielos. EL GUETO. Despues de las altas cimas gusta ver los profundos abismos; despues del Vaticano el Gueto. Denomínase Gueto al barrio que habitan los judíos en Roma. Una poblacion dentro de otra poblacion es cosa para maravillar á otros, no á los españoles. Cerca de cuatrocientos años hace que expulsamos nuestros judíos, reservándonos el derecho de quemar á todos cuantos los imitáran ó siguieran, á los judaizantes; y áun quedan por nuestras ciudades, señalados y distinguidos, los barrios donde no entraba tocino, la judería. Recordad Toledo. Por San Juan de los Reyes, en las colinas que avecina la puerta del Cambron y el puente de San Martin; así la mudejar iglesia del Tránsito con sus ajimeces, sus alicatados, sus bóvedas de cedro incrustadas en oro y en marfil, sus salmos escritos por las paredes en caractéres hebráicos, sin ningun género de signos masoréticos; como la iglesia de Santa María la Blanca con sus columnas ochavadas, sus chapiteles sirios, sus arcos de herradura, una y otra seculares sinagogas, enseñan que allí habitaron los hijos de Israel, los tenaces adoradores del puro Dios semita, los perseguidos de los godos que en Guadalete vengáran sus afrentas, los comerciantes riquísimos, los trabajadores incansables, los que esparcieron las ideas de las escuelas árabes de Córdoba, de Sevilla, de Toledo, por el Mediodía de Francia y por todas las regiones de Italia; los que demostraron á Don Alfonso VI no haber tenido parte alguna en la muerte del Salvador; los que colaboraron en las obras de Don Alonso el Sabio; los acuchillados por la espada de Enrique de Trastamara; los escupidos y abofeteados por la elocuencia de San Vicente Ferrer; los expulsados por la piedad de Doña Isabel la Católica; los judíos toledanos. Raza verdaderamente extraña esta raza. Nosotros hemos devorado jerarquías innumerables de dioses. Las divinidades de los fenicios, de los griegos, de los romanos, unidas á las divinidades aborígenes, han caido en los abismos de nuestra conciencia, y de nuestra conciencia se han evaporado. Hoy mismo la gran teología católica, que fuera como la esencia de nuestro espíritu, se desvanece y se disipa. Nuestra alma es cambiante por lo mismo que es progresiva. En los pueblos occidentales, aquellos que piensan, ni creen ni rezan; aquellos que creen y rezan, no piensan. Pasamos la segunda mitad de la vida destruyendo con el raciocinio las creencias inspiradas por la educacion y por la fe de la primera mitad. No somos, no, raza religiosa. Y esos judíos hablan como hablaba Abraham, cantan los mismos salmos que cantaba David, guardan la idea de Dios recogida como el maná de las almas en el desierto, obedecen la ley descendida del Sinaí, resisten al cautiverio de Babilonia, á los halagos inmortales de Alejandro, al cetro incontrastable de Roma, á la dispersion impuesta por Tito, á las maldiciones de los papas, á los rescriptos de los reyes, á la cólera de los pueblos, al fuego de la Inquisicion, á la intolerancia de todas las sectas; y entre las corrientes de las ideas que sin punto de reposo se mueven y trasforman, ellos, cual si estuviesen fuera del tiempo, reedifican en su pensamiento el templo derruido, donde conservan inalterables la antigua fe y sus consoladoras esperanzas. Guiado de un doble sentimiento de compasion y de curiosidad, fuí á visitar el barrio de los judíos en Roma. La limpieza no es grande en la Ciudad Eterna. Montones de inmundicia os cierran á cada encrucijada el paso. Los claros rios, que en gigantescos acueductos vienen, y por fuentes monumentales se derraman, así en las cimas de las colinas como en las profundidades de los valles, no limpian, no lavan, como si bajo tierra se perdieran. El Tíber es verdaderamente el rio de las cloacas. Sus amarillentas aguas le dan aspecto de gigantesco vómito de hiel. La Ciudad Eterna es una ciudad sucia. Se necesita, á decir verdad, taparse mucho las narices para aspirar aquellos aromas espirituales que embriagaban el alma piadosísima de Luis Veuillot. Y en esta ciudad pasma, por su inmundicia, el barrio de los judíos. Húndense los piés en aquella mullida alfombra de excrementos, que parecen lechos de cerdos ó de hipopótamos. Niños medio desnudos, devorados por costras de porquería, que semejan costras de cancerosa lepra, juguetean en todas direcciones. Algunas viejas, de tez rugosa y amarilla, pelo cano, ojos vidriosos, aspecto macilento, sonrisa siniestra, guardan las puertas de las viviendas, que parecen sucias ratoneras. Cada uno de aquellos antros exhala insufrible hedor. Con la raza judía se confunden allí familias gitanas caidas de la misma grandeza y encorvadas bajo la misma maldicion. Algunas de sus pobres mujeres, que la Inquisicion hubiera quemado por untarse y volar, sobre todo en sábado, os detienen para convidaros, en dialecto ininteligible, gutural, á ver lo por venir en sus combinaciones de cartas. Sobre sucias piedras juegan muchos grupos á juegos que tienen algun parecido con nuestro mus, con nuestra peregila, con todas las combinaciones de cartas usadas en el Mediodía de España. Cuando hallan alguna dificultad, trampas ó trabacuentas, arman algazara que se difunde por todo el barrio. Éste rechina los dientes, aquél crispa los puños, el de más allá profiere palabras amenazadoras, todos manotean como si estuvieran á punto de romper en campal batalla. Los niños se mezclan al ruido y gritan en torno del corro. Las mujeres se asoman por los tragaluces, y participan del ardor general y se mezclan en la general disputa, guiándose, no por la razon y la verdad, sino por el sentimiento, que les dice ser mejor derecho el de sus más próximos parientes. Oidles y guardaos bien de mezclaros en sus contiendas, porque correis peligro de veros asaltados, heridos, magullados por la ira de todos aquellos furiosos. En el Gueto debeis limitaros á observar las sucias piedras, las inmundas calles, las feas madrigueras, los amarillentos y miserables habitadores, los harapos que penden de las ventanas, y la espesa atmósfera de pestilentes vapores que envuelve aquel infierno, donde se purga por los representantes de tenacísima raza la virtud más querida de los papas, la creencia en principios increibles. Y la condicion de esta tribu ha mejorado mucho en el presente pontificado. Las férreas cadenas que los separaban del resto de la poblacion y los tenian como prisioneros, han caido, merced á la generosidad de Pío IX. Ya no tienen necesidad de sepultarse desde el anochecer en sus pocilgas, y pueden andar á su arbitrio toda la ciudad. Aquel tributo de sangre, que repartido entre todos tocaba á cincuenta céntimos anuales por cabeza, no se paga desde 1848. El privilegio mismo de vivir en toda la ciudad es un privilegio que no aprovechan, á causa de serles difícil hallar alojamientos tan baratos como los alojamientos de su barrio, cuyos alquileres han sido tasados misericordiosamente por antiguos rescriptos pontificios. Pero ¡cuánto han padecido los judíos! Hacíalos ya Tácito objeto de sus aceradas invectivas, y Luciano de sus graciosas burlas. Castigábanlos muchas veces los emperadores echándolos como pasto á las fieras del circo. Confundíanlos en las persecuciones cristianas, á ellos, que abominaban de las novedades traidas por el cristianismo á sus creencias. Cebábanse en sus personas los bárbaros recien convertidos á la fe cristiana. Aislábanlos del mundo los papas..... Y sin embargo, hay naciones donde la persecucion ha sido más implacable aún contra tal raza que en la misma Roma; naciones donde sólo han quedado de ella recuerdos en la historia. Admiremos su fe. Por uno que de esa fe reniega, innumerables la sostienen. Hasta los más profundos de sus pensadores creen que el género humano se ha extraviado por haber admitido con el cristianismo las ideas de la metafísica griega en el dogma teológico de la unidad de Dios y en el severo y sublime decálogo de Moisés. Ellos creen que el pueblo judío renunciará á su primacía de pueblo sacerdote, de pueblo levita, el dia que sus hermanos, los sectarios del cristianismo, renuncien á las ideas antropomórficas de Grecia. Y la humanidad, unida en el mismo espíritu, del cual se derivará un solo derecho, podrá purificar su conciencia en el humano principio de la unidad divina, y su voluntad en los severos preceptos del Decálogo. Estas ideas no circularán por la mente de aquellos pobres judíos del Gueto, á quienes recelosa autoridad ha sumido en espesísima ignorancia, pero el cimiento de sólida fe queda en sus almas. No puedo comprender cómo algunos escritores religiosos se extrañan de la inmovilidad judía. Pues qué, ¿en Roma no participa toda la vida de esa misma inmovilidad? ¿Hay region alguna en la tierra donde esté la historia tan viva? Todavía se oye la ninfa Egeria en la caverna de Numa; todavía las sombras de los Tribunos andan errantes por las cimas del Aventino. Cuando descendeis á las catacumbas, os imaginais asistir á las perseguidas agapas cristianas; y cuando volveis de la Vía Apia, despues de haber visitado aquellos sepulcros, creeis volver de un romano entierro. La desolacion que los errores patricios sembráran en las majestuosas campiñas exhala hoy mismo vapores de muerte. Los Césares-Pontífices áun habitan los jardines de Neron. La antigua arquitectura romana áun se impone al espíritu católico. Tiene su aristocracia aquella debilidad contraida en los tiempos del Imperio, cuando los dictadores perpétuos que sucedieron á César le quitaron las armas para quitarle con ellas toda dignidad. Su clero cierra los ojos á la voz de la razon, se resiste al progreso, se opone á las reformas, de la misma suerte que los sacerdotes paganos, cuando agitaban su tirso de oro y se ceñian su corona de verbena sobre las legiones invasoras de los godos, y á pesar de la proclamacion del cristianismo como religion del Imperio por el Senado de Teodosio. Y si examinais con detenimiento el bajo pueblo, veréis las señales de lo antiguo, no solamente en su perfil griego y en su musculatura verdaderamente romana, sino en su mezcla de indolencia y de soberbia, como pueblo habituado á que le mantenga el patrono y lo diviertan todos los demas pueblos de la tierra. La tenacidad de los judíos está en su conciencia, en su religion. Y contra esta tenacidad, ¡cuántos y cuán crueles combates! ¡Qué porfiada enemiga! En Roma hay contra ellos la misma repugnancia que en Mallorca contra los chuetas. En este tiempo de tolerancia religiosa, de instituciones democráticas, hemos visto expulsados de público baile mallorquin dos ciudadanos por pertenecer á la raza de los chuetas, es decir, por descender de los judíos. El catolicismo de estas gentes, llevado á la más extrema exaltacion, no les ha exentado de su culpa original. Hay pueblos en la isla que tienen á gloria no haber consentido jamas en su recinto un chueta. Y algunos de estos chuetas firmaron el año cincuenta y cuatro exposiciones contra la libertad religiosa, cuando todavía está caliente casi el quemadero donde ardieran los huesos de sus padres. ¿Tendrá algo que ver con la raza maldita de Mallorca el rito catalan observado en una de las cuatro sinagogas hoy existentes en el Gueto? No pude de esto enterarme. Yo jamas he visto amor patrio como el amor de los judíos españoles. Tantas injusticias no han sido parte á inspirarles desvío á esta madre España, convertida para ellos en madrastra. Conocí en Florencia un matrimonio judío que viajaba por Europa y venía de Damasco. La mujer era hermosísimo tipo oriental. Su pálida tez, entonada por la lumbre de ojos negros y profundas, circuidos de larguísimas y umbrosas pestañas, resaltaba entre los rizos de largos cabellos, como la seda de finos y relucientes. Era su nariz griega, como la nariz de la Vénus de Milo, y sus labios rojos como el encendido carmin de la flor del granado. Llamóme la atencion tanta belleza, como á ella le llamó la atencion el idioma patrio que hablaba yo con varios españoles y americanos. Inmediatamente dirigióse á su marido y le dijo algunas palabras en español. La lengua nacional, hablada en tierra extraña, vibrando en los oidos del emigrado, transporta, enajena, como la más armoniosa música. No pude contenerme y le dije:—Señora, ¿es usted española? Entónces me refirió que era judía, que naciera en Liorna, que se casára con un griego, que habitaba Damasco, que aprendió el español en su sinagoga patria, y que lo hablaba con sus correligionarios de Oriente, entre los cuales muchos lo han conservado como piadoso recuerdo de su orígen, como glorioso timbre de su estirpe. Los afectos más vivos siempre son los afectos más contrariados. Mi amor patrio, con ser tan intenso, parecióme tibio al compararlo con el amor á España de esa raza, que perseguida como manada de fieras, injuriada por toda clase de afrentas, desarraigada del suelo nacional, en la dispersion, en el destierro de cuatro siglos, áun vuelve los ojos con amor á las tierras donde el sol se pone, y áun habla la lengua de sus perseguidores, á la manera que los antiguos israelitas entonaban los cánticos de sus profetas, en las orillas del Eufrates bajo los llorosos sauces de Babilonia. Al pensar esto, al sentir esto, vi como en vision magnética el movimiento político que habia de romper la cadena de las tradiciones antiguas en mi patria, y juré, si alguna vez obtenia la confianza de mis conciudadanos para el magisterio altísimo de legislador, combatir sin descanso hasta alcanzar que no fuéramos en el mundo moderno monstruosa excepcion por nuestra intolerancia, y abriéramos las puertas de la patria á todas las ideas como á todas las sectas, y consagráramos aquel derecho, sin el cual todos los demas derechos son como si no fueran, el derecho de abrir la conciencia á la luz, y adorar en público como en secreto el Dios que vive en la conciencia. ¡Y cuánto no influyó en el cumplimiento de esta promesa dada por mi corazon y mi inteligencia el recuerdo de aquella pálida y tristísima tribu judía del Gueto, consumida en la ignorancia y en la miseria! Y así como al entrar en los Estados Pontificios no pude ménos de comparar sus prohibitivas aduanas con el libre comercio de la república Suiza, al recorrer el barrio inmundo de los judíos en Roma, no pude ménos de recordar la libertad religiosa de Ginebra, el ámplio derecho de que allí gozan todos los cultos, las plegarias dirigidas por los hijos de Israel en la lengua republicana de los antiguos profetas para que Dios conserve á Suiza en sus libres instituciones, donde brillan las conciencias como las estrellas en la inmensidad de los cielos. Verdaderamente es de admirar que la raza judía se haya conservado en la córte de los jefes del catolicismo, cuando las naciones católicas ó han perseguido á los judíos, ó los han atormentado, ó los han proscripto. Pero si esto prueba de un lado la tolerancia de los Papas, tambien prueba de otro lado la tenacidad de los judíos. Se han conservado, es verdad; pero se han conservado en la miseria. La prohibicion de adquirir bienes inmuebles los condenaba eternamente al comercio. Y el comercio es infructuoso sin el ahorro; y el ahorro improductivo si no se trasforma en propiedad. Así que el judío romano ha logrado reunir algunas monedas, corre en busca de leyes más suaves que las leyes de su pocilga. Por esto en los abismos del Gueto sólo quedan los judíos miserables, los judíos hambrientos, que comercian con chismes viejos, y que apénas ganan para mantener su incierta vida y encender alguna que otra vez su oscuro y triste hogar. No es posible negar que Pío IX ha mejorado mucho la condicion de los judíos. Pero los judíos sienten el peso de las preocupaciones y el látigo de las teocracias. Para comprenderlo así no hay que guiarse exclusivamente por los autores racionalistas y revolucionarios. Es necesario leer á los autores católicos. Á primera vista parece difícil deducir la verdad del juicio contradictorio que sobre Roma emiten dos escuelas irreconciliables, la escuela católica y la escuela racionalista. Pasaron los tiempos en que clérigos como el Arcipreste de Hita, católicos como Hurtado de Mendoza flagelaban á Roma. Hoy para muchos el catolicismo no es una religion, es un partido. Y por consecuencia, sus doctrinas no se hallan tanto en estado de dogma que demande apologías, como en estado de polémica, que demanda datos, argumentos. Al reves, para muchos otros, el catolicismo es una dominacion que conviene destruir á todo trance, como conviene al forzado destruir su cadena. Los primeros sólo ven allá en la ciudad del catolicismo virtud; los segundos sólo ven abominaciones. Difícil es deducir la verdad de semejantes antinomias, que imperan hasta en los asuntos más baladíes. Un periódico liberal os dirá que en la Roma pontificia existen 2.000 mujeres consagradas al peligroso oficio de modelos; y un periódico religioso os dirá que en dos ceros se ha equivocado la perfidia de sus enemigos. El _Diario de los Debates_ contará la siguiente atrocidad: «Están de tal suerte embrutecidos los romanos, y son tan sanguinarios, que suelen encerrarse en vasto salon, y allí, despues de haber extinguido todas las luces, sacian su sed de sangre hiriéndose mútuamente al azar y á puñaladas. Á esta espantosa carnicería le dan el nombre de _cicciata_.» Un católico, protonotario apostólico, doctor en cánones, pone el hecho en su punto, y lo refiere de la siguiente suerte, que al pié de la letra copio: «El padre Caravita fundó, no un salon, como dice el periódico volteriano, fundó un oratorio. Este padre Caravita era un jesuita de la antigua Compañía. Congregaba, pues, en el oratorio que lleva su nombre, gentes de buena voluntad para pedir en comun al cielo la conversion de los pecadores. Esta sociedad piadosa tomó bien pronto denominaciones diversas, y se extendió por todo el orbe cristiano. Ábrese alternativamente á los hombres durante la noche y á las mujeres de dia. Desde el comienzo de la ceremonia cinco ó seis confesores se instalan en sus confesonarios y reciben la confesion de las faltas cometidas, y perdonan en nombre de Dios. Cuéntanse por año cincuenta mil absoluciones de hijos pródigos que, venciendo los escrúpulos humanos á favor de las tinieblas, van á purificar la conciencia y á encontrar reposo. No pára aquí esto. Miéntras unos se confiesan ó se preparan á la confesion, otros, de rodillas sobre el pavimento, recitan el oficio de la Vírgen y cantan salmos en coro. Concluida la oracion, un cofrade se separa del altar mayor y distribuye á cuantos las piden cuerdas bien flexibles con cabos bien apretados. Despues, extintas todas las luces, y en medio de la mayor oscuridad, un religioso, alzando la voz, exhorta á la penitencia y á la contricion. Á su palabra conmovedora todo el mundo se prosterna y en cuanto ha concluido de hablar, hiérense las espaldas á disciplinazos redoblados durante todo el tiempo que se canta la letanía y el _Nunc dimittis_, hasta que á la frase _lumen ad revelationem_, reaparecen los cirios.» De esta suerte, poniendo en parangon unos y otros relatos, puede fácilmente deducirse la verdad perfecta. Yo leí en autor digno del Índice, que los papas imponian á los judíos la obligacion de ir todas las semanas, una vez por lo ménos, á un sermon católico expresamente pronunciado contra ellos y contra sus doctrinas, á fin de tocarles en el corazon y atraerles á la verdadera fe. No creí tal enormidad. ¿Puede darse mayor desacato á la inviolabilidad de la conciencia humana? ¡Cómo! Yo creo que tal templo es sombra en vez de luz; que tal ceremonia es supersticion en vez de sagrado rito; que tal doctrina es error en vez de verdad; ¿y me arrastraréis por fuerza á entrar en esos templos, á presenciar esas ceremonias, á oir esas doctrinas, atormentando con tormentos miserables mi alma y sus creencias? Y no sólo haréis esto, que es ya una tiranía insufrible como todas las tiranías impuestas al pensamiento, sino que ofenderéis, sin permitirme ni observaciones ni réplica, con argumentos más ó ménos rebuscados, con injurias más ó ménos ofensivas, aquello que constituye el alma de mi alma, la sangre de mi corazon, la esencia de mis ideas, esa fe íntima bajo cuyo amparo vivo y pienso morir, la fe religiosa, que es mi ley nacional, el lazo que me ata á la vida, mi esperanza para la eternidad. Yo ni siquiera puedo por esfuerzos del pensamiento imaginar lo que hubieran padecido personas piadosísimas, de mí conocidas y estimadas, si las forzaran á ir todas las semanas á un templo donde se maldijera de Cristo y su madre, donde se denigrára esa escritura que renueva sus fuerzas, porque alimenta sus almas. Paréceme tal proceder desconocimiento completo de aquella máxima evangélica que nos obliga á desear para los demas lo mismo que para nosotros deseamos: la paz del hogar como la paz del alma, la inviolabilidad de la conciencia como la honra de la vida. Imposible comprender que se tiranizase así á los judíos, imposible. Hasta la polémica entre ellos y el cristianismo es difícil. Nosotros creemos todos los principales dogmas judíos. Su Dios es nuestro Dios, su ley es nuestra ley, su libro nuestro libro. Hémosle añadido á la Biblia el Evangelio, al Dios monotheista del desierto semítico, el Verbo y el Espíritu de la metafísica griega. Esta diferencia proviene de que nosotros creemos el Mesías ya venido, y ellos creen el Mesías áun esperado. Para nosotros la redencion se ha consumado; para ellos todavía no ha venido. Ellos no pueden comprender que se hayan cumplido las profecías cuando las profecías tenian un sentido nacional, é Israel todavía está disperso, y el templo de Dios todavía en ruinas. Id á persuadirles, si no les persuade su propia inspiracion, de que el pobre nazareno, en humilde establo nacido, sin más ejército que sus apóstoles, reclutados en el lago Tiberiades, sin más armas que la palabra confiada á los aires, sin más trono que la cruz, sin más título que su patíbulo y su muerte, es el Mesías poderosísimo venido á rescatar de la servidumbre á su pueblo. Les ofenderéis, pero no les persuadiréis; y saldrán del templo ántes heridos que edificados de vuestra palabra. Y recrudecida su fe, la blasfemia contra nuestra fe será casi una necesidad de su alma. Y sin embargo, imposible dudar de esta costumbre antigua, cuando el protonotario apostólico Mr. Gaissiat, en su libro de _Roma vengada_, no solamente la refiere, sino que la enaltece. Recréase en narrar como el predicador glosaba y comentaba los salmos leidos ó cantados por el rabino durante la semana. Asevera que jamas se oyeron en aquellas pláticas palabras malsonantes en labios de los judíos, lo cual, si no prueba temor, prueba prudencia no compartida por sus señores. Y añade que, al concluir la oracion, iban los judíos á dar la enhorabuena al predicador, sin duda maravillados del acerbo ataque á sus más arraigadas creencias. Dicho sea en honor de Pío IX, bajo su pontificado abolióse esta costumbre, que no daria seguramente las conversiones encarecidas por creyentes más realistas que el rey, más papistas que el papa. Y si esta costumbre, tan opuesta al espíritu religioso del Evangelio, ha existido, no podemos dudar de la existencia de otras costumbres, como la de entregar una Biblia al Papa recien exaltado, junto al arco de Tito, que recuerda la destruccion de Jerusalen, como la abolida desde 1848 de entregar el tributo de sangre, el tributo de extranjería, todos los años en vísperas de Carnaval á los senadores romanos, recibiendo en cambio alguna fórmula depresiva é injuriosa. Digámoslo guiados por verdadera imparcialidad. La prueba de que la legislacion de los papas todavía tiene incomprensibles crueldades, se encuentra en el ejemplo del célebre niño judío bautizado á hurtadillas por la oficiosidad de fanática criada, arrancado á la autoridad divina, á la tutela natural é irreemplazable de su padre, de su madre; y recluido en convento que no puede jamas sustituir al hogar para recibir educacion que, por contraria á las prescripciones del derecho natural, no puede ser bendecida de Dios. Cuando ese niño llegue á la mayor edad, si tiene madre, si la encuentra, si en su corazon siente hácia ella los afectos naturales de hijo, y la oye referir cuánto ha padecido viéndose apartada del santo objeto de sus amores, del pedazo inseparable de sus entrañas, del ángel de sus consuelos, ¿no temeis oirle maldecir y renegar de una religion que tanto ha hecho llorar á su madre? Yo, despues de este ejemplo, no tengo escrúpulo en creer otros hechos referidos por los escritores revolucionarios, y que prueban cómo, convirtiéndose al catolicismo los judíos de Roma, á manera de los antiguos moriscos de España, pueden romper á su arbitrio con las autoridades más naturales, como la autoridad del padre, y con los deberes más estrechos, como los deberes de familia, no sólo en la esfera civil, sino en la esfera moral, en aquella esfera donde debia ser escrupulosísimo el ministerio del Pontificado. Es necesario que acabe toda persecucion contra las ideas. Yo condeno el gobierno de Roma cuando oprime á los judíos, y al gobierno de Prusia cuando proscribe á los jesuitas. Yo proclamo que perseguir ideas es como perseguir luz, aire, electricidad, flúidos magnéticos, porque las ideas se escapan á toda persecucion, se sobreponen á todo poder. Si no puedo concebir que se persigan las ideas, ménos puedo concebir aún que se persigan las asociaciones, cuando tienen por objeto definir, divulgar un principio, un sistema de religion ó de gobierno. Las ideas se organizan por su propia virtud en asociaciones. La idea y su organismo están de tal suerte en perfecta union como alma y cuerpo, como luz y calor. Pero si no concibo que se persigan ideas, ni asociaciones que tengan por objeto definirlas y divulgarlas, concibo mucho ménos que se persiga á razas enteras, á familias humanas, con el pretexto de que un hecho histórico de esas razas las ha condenado, en toda la sucesion de los tiempos, á ser razas malditas. Sé todos los defectos de la raza judía, sé todo su desenfrenado amor al lucro y todo su egoismo. Pero mayores que sus defectos son sus desgracias. Y sobre todo es inmerecida la pena que ha pesado tantos siglos sobre su conciencia y su vida por haber castigado de muerte á un reformador religioso. El Redentor no es uno solo. En la historia humana los redentores son muchos. Éste ha redimido la conciencia, aquél ha redimido la razon, el otro ha redimido el trabajo. Y casi todos los redentores han muerto al pié de su obra, inmolados legal ó ilegalmente por las castas tiránicas, por las iglesias intolerantes, por las instituciones bárbaras, contra las cuales se han levantado su idea y su palabra. ¿Qué raza no lleva sobre sí algun crímen semejante al crímen de los judíos? ¿Qué grande hombre no ha sido víctima de las leyes ó víctima de las ingratitudes humanas? Los griegos sacrificaron al revelador de la conciencia humana; los romanos al tribuno de la reforma social; los florentinos al precursor de las revoluciones modernas; los britanos al profeta de la tolerancia religiosa; los franceses al gigante de las ideas democráticas; los españoles al descubridor, al creador casi de un Nuevo Mundo en la inmensidad del Océano. Pues bien; los judíos sacrificaron á Cristo. Pero decidme, ¿á cuántos profetas, á cuántos innovadores no han sacrificado los cristianos cuando han predicado contra la Iglesia, como Cristo predicó contra la Sinagoga, cuando han tratado de reformar ó completar la ley de Cristo, como Cristo trató de reformar y completar la ley de Moisés? Por eso el Huerto de las Olivas, donde el Salvador sudó sangre, el falso beso de Júdas, la infame prision, el interrogatorio en los tribunales, las angustias en el pretorio, los bofetones impresos en sus mejillas y las injurias escupidas á su nombre, la larga calle de Amargura donde cayó tres veces, los clavos que hirieron sus manos, las espinas que taladraron sus sienes, la hiel y vinagre que empaparon sus labios, la aguda lanza que traspasó su costado, la agonía en la cruz, las palabras, ora amargas, ora tristes de esta penosa agonía, el clamor de muerte á cuyo eco se partieron de pena hasta las piedras, deben ser la eterna epopeya de la libertad religiosa. Que no haya más razas malditas en la tierra. Que todas puedan mostrar su conciencia y comunicarse libremente con su Dios. Que el pensamiento no se corrija sino con la contradiccion del pensamiento. Que el error sea una enfermedad y no un crímen. Que convengamos en reconocer cómo las ideas se imponen, con independencia completa de nuestra voluntad, á la mente. Que seamos justos para ver hasta qué punto cada raza ha contribuido á la universal educacion del género humano. Esos judíos, de quienes las legislaciones cristianas han maldecido, son los que nos han dado la idea de la unidad de Dios, los que nos han traido el Decálogo impreso en el corazon de nuestras familias y en el santuario de nuestros hogares; los hijos de los antiguos profetas, los descendientes de David, cuyos salmos cantamos todavía bajo las bóvedas de nuestras iglesias, los súbditos de Salomon, cuyos proverbios constituyen la base de nuestras creencias vulgares, los redimidos de la esclavitud de Egipto por Moisés, á quien nosotros contamos entre nuestros héroes; los educados por Isaías, por Jeremías, que nosotros ponemos entre nuestros profetas; los que más han contribuido á formar la esencia de nuestras ideas y la levadura de nuestra vida. ¡Cuánto no ganaria el catolicismo en esta crísis suprema, decia yo al pisar las inmundicias del Gueto y al ver en el rostro de sus habitantes las señales de su enfermedad religiosa y moral, si la conciencia humana pesase los servicios prestados á la educacion de la humanidad por todas las instituciones y todas las razas! LA GRAN CIUDAD. Sin duda es Nápoles hoy la primera entre las ciudades de Italia por su numerosa poblacion, por sus grandes dimensiones, y una de las primeras entre las ciudades de Europa. Cuando se la mira desde alguna altura, cuando apénas se advierte el espacio que la separa de los pueblos circunvecinos, la creeis por su extension una ciudad como Lóndres. Los ojos se engañan tanto, que comparado el recuerdo de París mirado desde el Panteon y la vista de Nápoles mirada desde el Pausilipo, Nápoles parecíame mayor, mucho mayor, que París, por una de esas ilusiones ópticas á que tanto contribuyen la luz y el cielo del Mediodía. Siempre recordaré mi llegada á la hermosísima capital de las antiguas Dos Sicilias. En la emigracion el menor contratiempo os apesadumbra y os irrita. El disgusto se convierte en pena, la pena se acrecienta con la nostalgia. Os parece que todo el género humano debe aborreceros, puesto que os aborrece vuestra patria; que toda sociedad debe rechazaros, puesto que os rechaza la sociedad donde habeis nacido. Cuando veis un ciudadano que habla de los asuntos de su nacion en medio de los suyos; un padre ó un hijo que entran en el hogar y departen con su familia, os creeis el más desgraciado de los mortales y os imaginais que vuestros huesos van á quedar solitarios y olvidados en extraña tierra. Sobre todo, si el gobierno, si la policía de la nacion, donde esperais asilo, os molestan, lo sentís doblemente y os preguntais á vosotros mismos reconviniéndoos con acritud: «si de todas maneras habia de ser perseguido, ¿por qué, por qué abandoné la patria?» Yo me encontraba en Roma completamente consagrado á la meditacion y al estudio. Para mí en aquella ciudad sólo eran las ruinas interesantes y las obras de arte que entre las ruinas se levantan. Evité toda sociedad casi por completo, y consumí el tiempo en los museos, en las iglesias, en las catacumbas, en el mundo de lo pasado. Cada dia encontraba algo nuevo de puro viejo, y enlazaba estos descubrimientos con mis leyes históricas, á la manera que el naturalista corrobora sus clasificaciones y sus series con el descubrimiento, ya de nuevos, ya de repetidos ejemplares. Hallábame tranquilo en la ciudad donde todo gran dolor puede tener refugio por lo mismo que puede tener consuelo. La desolacion de su campiña se armonizaba con la desolacion de mi alma. El olvido que el espectáculo de tantas ruinas procuraba al corazon lacerado, no podia encontrarse, no se encontraba realmente en ninguna otra ciudad del mundo. Cuántas veces pensé desasirme de los lazos que pudieran atar mi vida á París, el centro de mi destierro, y quedarme allí en muda contemplacion de los monumentos, en comercio con las artes, en estudio incesante de la historia. Es verdad que mis ideas filosóficas y mis ideas políticas no podian ser aceptas al gobierno á la sazon imperante; mas ¿qué podia contra este gobierno un desgraciado, sin patria, sin hogar, sin familia, sin relaciones en aquella sociedad, decidido á oponer á los propios dolores el olvido, y consagrado á estudiar las instituciones muertas, enterradas en la tumba de aquella necrópolis tan triste como mi propio corazon? Asaltado me hallaba por estos pensamientos una mañana de primavera, cuando entra en mi modesta habitacion, despavorido, un camarero de la fonda de Minerva, y á boca de jarro y sin darme los buenos dias me dirige esta pregunta: —¿Por qué me ha ocultado usted su valer? —¿Mi valer? Nada tenía que ocultar, porque nada valgo en el mundo. —¿Su importancia? —No importo nada. —Usted es un hombre célebre. —¡Yo célebre! ¡Bah! ¿Tiene usted ganas de mofarse de mí? le pregunté. —He impedido que la policía llegára hasta su cuarto. —¡La policía! —Sí, la policía se hubiera ya encarado con usted si yo no le digo que le comunicaria á usted sus órdenes. —¿Qué órdenes? —La órden de dejar inmediatamente Roma. —¿Por qué causa? —Han dado muchas. —Pero ¿no puedo saber cuáles? —Dicen que los libros escritos y publicados por usted se hallan en el Índice. —Es verdad; pero si todos los autores cuyos libros se hallan en el Índice no pueden habitar esta literaria Roma, en verdad os digo que seréis visitados por pocos literatos contemporáneos. —Dicen que usted es amigo de Garibaldi, de Mazzini. —Es verdad. —Tiene usted mucho valor. —¿Por qué? —Por venir á Roma con tales antecedentes. —Pero debo aseguraros que ninguna idea política me ha traido á Roma. Usted pudo observar que ni he recibido ni he hecho ninguna visita. —Pues áun dicen más. —¿Qué dicen? —Que está usted condenado á muerte. —Y en garrote vil. —Por revolucionario. —Por liberal, por demócrata. —Ya sabe usted, me dijo con misterio, las relaciones cordialísimas que hay entre el gobierno de los cardenales de Roma y el gobierno de los Borbones de España. Es de temer que estando usted condenado á muerte en España, esta policía romana le coja, le aprese, le lleve á Civita-Vecchia, y le entregue á la fragata militar anclada en el puerto. Y lo ahorcarán á usted. —¡Qué idea tiene usted de este cristiano gobierno! le dije con extrañeza. Es bien imaginario ese peligro. —Pero el peligro real, efectivo, es el que usted corre de dar con su cuerpo en la cárcel si no sale de Roma por el primer tren. —¡La cárcel! Todavía la hubiera sufrido con resignacion en mi patria. La idea de que estaba entre los mios, la idea de que la merecia como conspirador, acaso dulcificáran mis dolores. Pero la cárcel aquí me aterra. ¿Á qué hora sale el primer tren? —Á las diez. —¿Qué hora es? —Las nueve y media. —¿Para dónde sale? —Para el Mediodía. —No estoy apercibido ni preparado; pero no importa. Llamé á mis compañeros de viaje, un propietario mejicano y dos jóvenes españoles que estudiaban en el colegio de Bolonia, y que recorrian durante las vacaciones de Pascuas Italia, encarguéles mi equipaje, partíme en uno de aquellos cochecillos que no corren, sino vuelan, á la estacion; tomé un billete, y me empaqueté en mi wagon con la guía del viajero en una mano y el periódico de Roma en la otra. Al partir el tren bordeamos la Vía Apia y descubrimos el sepulcro de Cecilia Metella. Estos grandes monumentos me inspiraron tristes reflexiones. Un desterrado, un condenado á muerte por el crímen de profesar ciertas ideas políticas, ¿no es una ruina más entre tantas ruinas, no es una sombra más entre tantas sombras, no es un muerto más entre tantos muertos? Ninguna inquietud debia engendrar en este poder inmenso, cuyo nombre invocan millones de seres todos los dias al pié de los altares en toda la redondez del planeta. Me arrojan, no sólo de mi patria, sino de aquella ciudad que parece tener el eterno derecho de asilo. Á un cadáver no se le niegan en el mundo, no, cuatro pasos de tierra, y se le niegan á un vivo. Para distraerme de estas melancólicas reflexiones convertí los ojos al periódico, y encontré la siguiente noticia: «El Papa ha ofrecido Roma al Rey de Hannover, destronado y proscripto, porque Roma es un asilo, un refugio eterno para todos los desgraciados.» Una sardónica sonrisa corrió por mis labios, y mi saliva tomó toda la amargura de la hiel. Con estos tristes pensamientos dejé la ciudad de las eternas tristezas. ¡Qué contraste entre la campiña de Nápoles y la campiña de Roma! Ésta es la unidad y aquélla la variedad; ésta lo sublime y aquélla lo bello; ésta la majestad y aquélla la gracia; en Roma se oye el cántico unísono de un lamento parecido al uniforme salmo de los profetas bíblicos, y en Nápoles el coro de las antiguas divinidades griegas. Pero si el contraste entre campiña y campiña es grande, es mayor aún el contraste entre ciudad y ciudad. Digan lo que quieran todos los enemigos jurados de la Roma pontificia, parecióme, en comparacion de Nápoles, una ciudad austera, austerísima. Por lo ménos reinan en Roma la tristeza y el silencio. Sus habitantes visten colores oscuros. Sus rostros tienen cierta solemne tristeza, como cuadra á una raza reina y destronada. Los innumerables conventos, la muchedumbre de frailes, las capillas que por todas partes se levantan, las imágenes que ornan las esquinas, denotan que el pueblo romano es un pueblo sometido á la teocracia; miéntras que los gritos de las calles de Nápoles, las vociferaciones contínuas, la infinidad de corrillos, la alegría universal, los bailes en un lado, los conciertos al aire libre en otro, la inmensa concurrencia á los aguaduchos y á los cafés, denotan que estais en ciudad civil, donde la vida es como contínua fiesta. Ya no hay la multitud de estampas religiosas que en otro tiempo. Á la imágen del Señor han sustituido la imágen de Garibaldi. Adorar es la necesidad de Nápoles, adorar fervientemente, y sea cualquiera el objeto de sus adoraciones; adorar á gritos, á manotadas, en medio de la algazara y del estrépito, con la exaltacion propia de los temperamentos nerviosos, y con el fanatismo que acompaña á las pasiones meridionales encendidas por el calor intensísimo del clima. Hay algo del Vesubio, algo de sus ardores, algo de sus erupciones, algo tambien de sus veleidades en la movible y ardiente naturaleza de los napolitanos, de estos griegos degenerados, que viven con la sonrisa en los labios, al borde siempre de la muerte; amenazados por el volcan de rigores iguales á los rigores que enterraron á Herculano y Pompeya. Muchas veces, cuando yo discurria por las calles de las grandes poblaciones del Norte y observaba su recogimiento y su silencio, pensaba lo que sería una poblacion como Lóndres, como París, situada en las regiones meridionales de Europa. ¡Qué mar embravecido, tanta gente bajo nuestro cielo! ¡Qué rumor se levantaria de las calles! Una ciudad del Mediodía es una selva del trópico. En su seno late vida tal y tanta, que en vano buscariais entre las brumas de Lóndres y de París. Yo nunca he oido desde las alturas de Montmartre ó del cementerio de Lachaise, al anochecer, los rumores que he oido desde las alturas del Retiro á la misma hora. Cualquiera diria que Madrid es una ciudad mayor que París. Pues en comparacion de Valencia, en comparacion de Sevilla, Madrid es una ciudad silenciosa. ¡Qué noches las noches de Sevilla! ¡Los niños juegan y gritan, los mozos cantan y puntean la guitarra, las familias acomodadas oyen el piano al fresco del patio, entre macetas de aromáticas plantas y surtidores de murmuradoras aguas! ¡Qué dias los dias de fiesta en Valencia, sobre todo por la estacion de verano! ¡Las campanas al vuelo, las músicas discurriendo por las calles, los tamboriles y las dulzainas dando el compas á las danzas, el morterete que estalla en estruendos semejantes á cañonazos; la _traca_, una hilera interminable de petardos por los suelos, y los cohetes voladores á manojos por los aires! Pues bien, yo os digo que Sevilla y Valencia son ciudades silenciosas en comparacion de Nápoles. Bien es verdad que Nápoles tiene seiscientos mil habitantes. Mas no consiste la diferencia en la mayor poblacion, no. Nuestro temperamento meridional está refrenado por nuestra gravedad española. Hay hasta en los pueblos más meridionales de España algo del recogimiento y de la silenciosa religiosidad árabe. Ni los andaluces ni los valencianos manotean, accionan, gritan como las gentes de Nápoles. Son nuestros campesinos, en medio de sus fiestas y de sus bromas, graves como españoles; son los napolitanos locuaces como griegos. ¡Qué baraunda de ciudad! Cuánto más se apropiaba al estado de mi ánimo Roma con todas sus grandes sublimidades; el Miserere de Pallestrina; los paseos por la Vía Apia bordada de sepulcros; las contemplaciones contínuas de las campiñas desoladas; la meditacion filosófica sobre las piedras desnudas, entre las ruinas del Coliseo, bajo los brazos de la Cruz. Aquellos que gusten del estruendo, corran, corran á Nápoles. Las aceras están llenas de trastos, de tiendas y de talleres ambulantes, de gentes durmiendo que parecen, por lo inertes, muertas. Mil organillos, arpas, violines, os atruenan los oidos. Nubes de titiriteros, funámbulos, prestidigitadores con sus correspondientes coros de extáticos curiosos, embarazan á cada instante el paso. Los trabajadores cantan ó disputan á voces. Los ociosos, cuando no tienen con quien hablar, hablan solos y á gritos. Los cocheros ó carreteros que pasan, vociferan como energúmenos, chasquean el látigo en todas direcciones, levantan huracanes de polvo y de ruido. Cada mula lleva centenares de cascabeles y de campanillas. Los carruajes crujen como si de intento los construyeran crujientes. Los vendedores de periódicos, y en general todos los vendedores ambulantes, vocean de la más descompasada manera. Cada mercader, á la puerta de su tienda, al frente de su puesto, os hace pomposo programa oral de sus ricas mercancías, y se proponen todos que las tomeis por fuerza. El vendedor de escapularios, sin pararse en vuestra religion ni en vuestro orígen, os arroja su amuleto al cuello, miéntras el limpia-botas, importándole poco que esté vuestro calzado sucio ó luciente, lo embadurna con su betun, bien ó mal de vuestro grado. El ramilletero, que lleva manojos de rosas y de flores de azahar, os adorna el sombrero, los ojales, los bolsillos, sin pediros ni vénia ni permiso. El horchatero sale con su vaso rebosante á la acera y os lo arrima á los labios. Aún no habeis logrado libertaros de sus importunidades, cuando viene otro importuno con su fruta de sarten calentita y chorreando aceite, á pediros que comais por fuerza. Los niños, acostumbrados á la mendicidad, aunque su gordura y su placidez indiquen el mayor bienestar, se os agarran á las rodillas y no os dejan dar un paso como no les deis una moneda. El pescador se acerca con traje color de alga, descalzo, arremangado el pantalon, cubierta la cabeza de su gorro catalan, la camisa azul desabrochada, abriendo las ostras, los mariscos, y presentándolos cual si le hubierais dado ese encargo. El cicerone se echa á andar delante de vosotros y desplega su elocuencia esmaltada de innumerables palabras de todas las lenguas, y llena de anacronismos y despropósitos históricos y artísticos. Si le rechazáis, si le decís que son inútiles sus servicios, apercibíos á oir las infinitas sirtes donde correis peligro de perder la bolsa ó la vida por no haber escuchado sus consejos ni atendido á su pasmosa ciencia. No creais que os eximís de todos estos importunos yendo en coche. Yo no he visto jamas gente más lista para saltar á los carruajes, colgarse á las portezuelas, seguir como agarrados á la trasera, al pescante, á cualquier parte, por más que intenteis desviarlos. Pues no digo nada si teneis aire de viajero recien llegado, y se empeñan los cocheros de plaza en que habeis de adoptar su vehículo. En medio segundo os veis rodeados de coches que andan en torno vuestro como culebras, áun á riesgo de aplastaros, y cuyos automedontes, hablando todos á un tiempo en coro desconcertado é infernal, os ofrecen llevaros al Pausilipo, á Bayas, á Puzzoli, á Castellamare, á Sorrento, á Cúmas, al fin del mundo. Los domingos son dias de verdadero vértigo. Parece que se han vuelto los habitantes de la ciudad, todos sin excepcion alguna, dementes. Yo no he visto andar en ninguna parte tan de prisa. Yo no he oido un campaneo tan ruidoso. Yo no pienso volver á encontrarme en medio de un aquelarre tan continuado. Proporcionalmente, ninguna ciudad de Europa, ninguna, tiene el número de carruajes que Nápoles. Suelen dar las carretelas de lujo una vuelta al pié de las hermosas colinas de las afueras y entrar por el Pausilipo á Chiaja. Imposible concebir mayor riqueza ni mayor número de elegantísimos trenes. Á los muchos de la aristocracia napolitana se unen los muchos que gastan los viajeros riquísimos, habituados á visitar la ciudad y á permanecer en ella durante la primavera y el invierno. Pero el carruaje que tiene que ver y áun que oir es el carruaje del pueblo en domingo. Es la antigua calesa madrileña, todavía más ligera. Los caballos, bastante flacos de suyo, van enjaezados vistosamente. Cintas, lazos, flores, bandera tricolor, campanillas resonantes, cascabeles innumerables, arreos bordados de lanas ó sedas vistosísimas, hasta grandes pañuelos de gasa los envuelven. El cochero no es nunca uno solo. Van dos ó tres haciendo gestos, dando saltos como acróbatas por el circo. En el carruaje, en el pescante, en la trasera, caballeros sobre el jaco matalon, colgados del estribo, tendidos por el respaldo, en equilibrios inverosímiles, en posiciones atrevidas y peligrosas van más de veinte hacinados, y todos gritan, y todos se mueven cual si todos bailáran. Despues de haber visto pasar seguidos unos cuantos, repletos, henchidos, acompañados de aquel ruido infernal, teneis vértigos, de atronados los oidos, de mareada la cabeza, como si hubierais rodado, á manera de peonza, en vals infernal. Guardaos bien de caer por gusto en aquellos carruajes. Aunque los hayais alquilado para vosotros solos, los que van de un punto á otro con alguna prisa, los cansados y fatigados, los que quieren correr en piés ajenos, como si la calesa fuera propiedad comun, la asaltarán, la poseerán como en pleno derecho, os acompañarán, pasando y repasando en ejercicios gimnásticos á vuestro lado, sin haceros ningun daño ni inferiros ningun agravio, ántes diciéndoos mil gentilezas, resueltos á ser vuestros compañeros, como si toda la vida os hubieran conocido. La subida al Vesubio es temible por estas gentes. Si no llevais guía, contad con sus dicterios, con sus emboscadas, con sus silbidos é injurias, imposibilitados de hallar quien os señale una senda, quien os saque de un mal paso. Siempre me acordaré del pobre inglés sin guía que encontré cerca del cráter. Parecia un Ecce-Homo. Pero si usais guías, ya podréis creeros un maniquí verdadero. Os entregan un jaco que no podeis ni arrear ni parar á vuestro arbitrio. Llegados á cierto sitio, cuatro ó cinco se apoderan de cada uno de vosotros. Éste os echa una cuerda á la cintura, el otro os coge el brazo derecho, el de más allá el izquierdo; empléanse en fingir que quitan piedras del camino, en tirar de vuestro cuerpo como de un fardo, en desriñonaros con apariencia de sosteneros, hasta que llegados á la cima, despues de haberos consentido escaso reposo, pintándoos los riesgos de morir como Plinio, os arrojan en carrera vertiginosa desde el cráter, por una ladera toda cubierta de cenizas, como alma que se lleva el demonio á los profundísimos infiernos. Y cuenta que, despues de haberse establecido el régimen constitucional, despues de haber penetrado las ideas y con las ideas las costumbres modernas, han desaparecido aquellos tradicionales lazzaronis que vivian casi desnudos sobre la arena, al sol, sustentándose de la corta pesca y de la larga limosna. La idea de que el pueblo no sea trabajador en Nápoles paréceme una idea falsísima. Gritan, cantan, gesticulan, vociferan, disputan, pero trabajan y trabajan con afan. Lo que hay, en medio de tanta luz, al influjo de aquella hechicera naturaleza, educados por la hermosura de los varios paisajes, sostenidos por la atencion de sus conciudadanos, como hijos naturales de la griega Parthenope, muchos poetas sin cultura que improvisan versos espontáneos cual la flora de los bosques y las selvas, muchos oradores que hablan con inimitable elocuencia del sentimiento y de la pasion. Las fuerzas no se agotan en esta eterna primavera. La sensibilidad no se gasta jamas en esta vida de emociones. Son sobrios como los antiguos griegos. Un puñado de higos, unas rebanadas de melon, pepinos, tomates y pimientos crudos, mariscos salados, forman la base de su alimento. Ignoro si serán ciertas las observaciones de un escritor inglés, el cual se queja mucho de que la patata ha disminuido la inteligencia de los pueblos meridionales haciéndolos linfáticos. Yo recuerdo en mi familia una vieja criada que murió hace tiempo en nuestro hogar, á los noventa años, y que no quiso nunca comer patatas. Nuestro inglés le hubiera dado un premio, pues dice que esa fécula no es como los guisantes, como las habas, alimentos cargados de fósforo y aptos por ende al desarrollo de la vida cerebral, y que debe ser restaurado como en tiempo de Pitágoras, el cual encarecia las habas y las recomendaba como alimento casi religioso. Yo puedo decir que el pueblo de Nápoles tiene una gran sobriedad, y no es dado en ninguna manera ni al vino ni á los licores. Si un dia faltára la nieve ó el agua fresca, habria en Nápoles una verdadera revolucion. Parécense en esto á sus padres los antiguos griegos. Una de las más hermosas odas pindáricas tiene bellísima y lírica introduccion consagrada al agua. Otra de las analogías que tiene el napolitano con el griego es la vida al aire libre. La perla no está unida á su concha, el espíritu á su organismo, la idea artística á su forma, como el napolitano á su ciudad. Apénas emigra. Necesita, para vivir, de aquella bahía, de aquellos muelles, de la sonrisa de aquel cielo, de la música de aquellos mares, hasta de las amenazas del Vesubio. El dia que volviese el volcan á encontrarse como se encontraba en tiempos de la República romana, extinto, creeria Nápoles que le faltaba algo para la vida, el sordo mugir en los oidos, la contínua erupcion en los ojos, la nube blanquecina de humo en los cielos, el reflejo de la gigantesca antorcha en las tranquilas aguas. Así la naturaleza y el hombre se abrazan y en sus abrazos se confunden. Mucha miseria hay en Nápoles y muchos pobres. Pero no causa la miseria en Nápoles el pesar que causa la miseria en Lóndres. Un pobre de Lóndres lleva raidas, remendadas, mugrientas las vestiduras desechadas por las altas clases; un pobre de Nápoles, si apénas lleva vestido, tampoco lo necesita, abrigado por aquel aire tibio, bruñido por aquel sol vivificador. Un pobre de Lóndres necesita bebidas espirituosas, carne abundante, carbon para calentar su vivienda. Un pobre de Nápoles vive de los frutos que da el campo, de los peces que guarda el mar, vida fácil y sóbria. Al uno le están cerrados todos los grandiosos espectáculos de la ciudad, el club aristocrático, el teatro, los saraos de la nobleza, las expansiones contínuas donde se entra por altas cantidades, miéntras que al otro nadie puede quitarle la fiesta por excelencia de su tierra, la vista de los Apeninos, la erupcion contínua del Vesubio, el collar de colinas volcánicas que rodea como un aderezo de diamantes negros su ciudad, la florida y espesísima vegetacion, el mar celeste, el cielo cargado con su rocío de estrellas, la música de la onda en la playa, las islas que sacan su cabeza entre los esmaltes y los celajes del divino Mediterráneo. Otra cosa he notado en Lóndres y en Nápoles. No hay pueblo donde la libertad haya echado tantas raíces como en el pueblo inglés, y no hay pueblo donde las clases sociales sean tan diversas y estén por tan profundos abismos separadas. Cuando veis uno de aquellos conductores de ómnibus, asentado con tanta solemnidad sobre su pescante, os parece ver en la majestad del continente, en la gravedad del aire, el primero de los lores sobre su saco de lana, presidiendo aquella cámara alta, que sólo ha tenido su igual ó su semejante en el antiguo Senado Romano. Y sin embargo, si la fisiología, si la naturaleza no señalan diferencias entre los aristócratas y los plebeyos, ¡cuántas, cuán grandes señalan las leyes! En cambio el plebeyo napolitano es plebeyo en toda la extension de la palabra; plebeyo por su orígen, plebeyo por su naturaleza, plebeyo por sus costumbres; y sin embargo, impone su voluntad, su opinion á los aristócratas, con los cuales se confunde por una mezcla felicísima de ligereza, de gracia y de dignidad personal, nacida del sentimiento íntimo de que en aquella naturaleza un hombre, por poco que trabaje, se basta siempre á sí mismo. ¿Conocéis algun pueblo moderno que haya sostenido por sí solo un teatro? Aquella intuicion estética de los pueblos en el siglo décimoquinto y décimosexto que creaba por sí misma un teatro y le infundia sus ideas, sus sentimientos, no existe ya en Europa. El teatro español nació, como el teatro griego, en una carreta, que iba de feria en feria, de fiesta en fiesta, seguida del pueblo; carreta sagrada como la de Théspis, sobre la cual flotaba el númen del pueblo. Poco á poco, desde que murió Lope, desde que se apagaron las centellas sobrenaturales del genio de Calderon y del genio de Shakspeare, el teatro dejó de ser el Auto religioso, dejó de ser el drama popular, para pasar á ser engendro de leyes académicas, sabroso pasto de aristocracias literarias. Hasta la guerra de los clásicos y de los románticos, en que éstos fingian representar el espíritu del pueblo, aquel espíritu que engendró los poemas homéricos y el romancero, no conmovió al pueblo, no llegó jamas á pasar de los folletines, de las revistas, de los bastidores y de las butacas. Pero Nápoles tiene su teatro, su teatro donde se ha ejercido en todo tiempo, hasta en los tiempos más nefastos, acre censura sobre las costumbres, y á veces sobre la política. Es verdad que este teatro no puede tener carácter alguno literario, como escrito y representado en el dialecto local. Dialectos han sido las lenguas neo-latinas, dialectos del latin. Pero un trabajo de seis siglos llevado á término por genios de primer órden, sin darles la perfeccion absoluta del latin, les ha dado gran sabor literario, les ha convertido en lenguas clásicas. Este pobre dialecto napolitano ¡ah! jamas podrá aspirar á tanto. El protagonista de su teatro será siempre el pobre polichinela, primo hermano del Pasquino de Roma. Pero en su modestia, en su humildad indicará que hay amor á la literatura, amor á la vida y á la accion dramática en el pueblo que lo sostiene, y que gusta de sus salpimentadas alusiones, algunas veces verdaderamente aristofanescas. Cuando yo asistí á sus representaciones criticaban amargamente esos patriotas, que toman á Roma en el café, de silla á silla, entre sorbo y sorbo de granita, pero nada hacen por Roma y por Italia, ni en los comicios electorales ni en los campos de batalla. Aparte la política, sólo sostenida por alusiones, el drama versaba sobre costumbres populares y relacion de estas costumbres con la pasion de las pasiones, con el amor. De todos modos, era de ver cómo aquel pueblo seguia anheloso, extático, su propia imágen reflejada en la escena. Tanto allí como en el gran teatro de San Cárlos, uno de los mayores y más hermosos del mundo, noté la parte que toma aquel público en los espectáculos. Su temperamento nervioso estalla á cada instante en manifestaciones tumultuosas, así de censura como de aplauso. El público es allí un actor, un verdadero actor. Su voz, y si no su voz su acento, su murmullo, acompaña á los actores como las olas del Pireo acompañaban al coro de la tragedia griega. Al mismo á quien ha aplaudido arriba con delirio, lo silba dos notas ó dos versos más abajo, sin piedad, con verdadero encarnecimiento. Una actriz sentiríase allí desairada si no atruenan sus oidos tempestades de aplausos, si no amenazan aplastarla lluvias de flores. Durante la representacion entera, la curiosidad del pueblo está viva y atenta. Con su indiferencia no conteis, no. Es un pueblo que ama ó aborrece. El crepúsculo de la crítica daña á su franca naturaleza de artista. Por eso ha sentido tanto. Y como ha sentido tanto, por eso ha cantado á su vez tanto y tan bien. Creedlo, cuando alguna vez os lleguen hasta el corazon tal romanza de Bellini, tal preludio de Cimarosa, tal aire de Passiello, hay en esas cadencias algun eco de la cancion griega, que el marinero entona en la isla de Capri, en el promontorio de Sorrento, al pié del Vesubio; como en las serenatas de Schubert y de Mozart hay algo de la cancion andaluza, y en la cancion andaluza algo del acento de la sublime cantata árabe, acompañada por el viento del desierto. Y sin embargo, en mis observaciones de la ciudad que los griegos llamaron sirena, algo hay que me disgusta: el exceso de alegría ruidosa en su conversacion, el exceso de movimiento en sus gestos, el exceso de vértigo en sus bailes, el exceso de acompañamiento de los más discordes instrumentos en sus canciones y en sus tarantelas. Y muchas veces fatigado me subia á la cartuja á ver el cielo y el Mediterráneo, y á pensar en cómo se pierden y se desvanecen necesariamente las variedades de pueblos y de razas en la inmensidad de lo infinito. PARTHENOPE. Una ciudad meridional no puede tener para nosotros, españoles, y españoles del Mediodía, la novedad que tiene para franceses, para alemanes, sobre todo para franceses y alemanes del Norte. Nosotros poseemos ciudades que en claridad de cielo, en abundancia de luz, en hermosura de contornos y campiñas, en ingenio de sus ciudadanos, en belleza de sus mujeres, en arte de sus monumentos y en aires aromatizados y bien olientes, compiten con las más hermosas y más ricas ciudades italianas. ¿Quién puede olvidar aquella Valencia, ceñida de torres árabes y góticas; muellemente reclinada á orillas del claro rio que por todos sus alrededores derrama abundancia; circuida de la huerta feracísima que entrelaza con las ramas de sus brillantes moreras las ramas de sus oscuros granados, y que al pié de la gallarda palma, dulcemente mecida por las brisas marinas, ostenta inacabables naranjales, deleitando la vista con los matices de su dorado fruto y el olfato con los aromas de su blanca flora? ¿Quién dejará de admirar la oriental Córdoba, con su aljama, única en Europa, donde se oyen los ecos de la poesía árabe, al pié de aquella Sierra Morena, esmaltada por selvas de rosales? No hay en la tierra otra Sevilla, cuando la primavera acaricia, su abundante suelo. Es de ver la ciudad en Abril, levantando sobre inmenso océano de claro verdor sus agujas, sus botareles, sus ajimeces, sus ojivas, sus cresterías, bajo el cielo resplandeciente de luz, y entre los giros del aire cargado con los ecos de las orientales canciones y las esencias del embriagador azahar. No se cansa la vista de mirar y admirar á Cádiz; sus blancos edificios, esmaltados por verdes balcones y ventanas-perlas y cristalinos cierros, donde flotan cortinas de todos colores; rematados por azoteas llenas de caprichosas torres y de floridas macetas; erigidos entre escollos donde las olas se quiebran en cataratas de espuma; rodeados por bandadas de naves, que ya dejan en los claros aires nubes de vapor, ya se gallardean con sus henchidas velas y sus pintorescas banderolas; asentados dentro de aquella sólida y oscurísima muralla, en torno de la cual aparece á un lado la bahía con sus blancas poblaciones, sus caños, cortados por pirámides de sal resplandecientes á la esplendentísima luz, sus lejanas cordilleras envueltas en vapores, ya violados, ya rosáceos, segun las horas del dia y los arreboles del ambiente, miéntras del otro lado el mar azul se dilata, retratando en sus claras aguas todos los matices del cielo y componiendo con sus vientos, su oleaje, sus brisas, sus corrientes, sus tempestades y sus tormentas, contínuo himno á lo infinito. Yo de mí sé decir que en medio de las ciudades más rientes de Italia he recordado siempre nuestra sin par Granada: la sierra con su cima de cristal; los apagados volcanes con sus pirámides de frias lavas; la ancha vega, toda cubierta de copudos árboles, alfombrada de verde grama, y limitada allá léjos por las celestes montañas de Loja; el blanco Albaicin en lo profundo, rodeado de áloes y de nopales, como si aguardára todavía á los hijos del Asia y del África, y todavía repitiera la cancion melancólica inspirada por los desiertos; el monte sacro rematado de pinos; la confluencia del Darro y del Genil, que vienen lamiendo los cármenes entre selvas de almendros, de avellanos y de gigantescos cáctus; en el centro la Alhambra, con sus torres doradas por la luz y por los siglos; sobre aquel cerrillo poblado de bosques y de jardines, á cuyos piés duerme Granada, y en cuya cima se dibujan con toda la poesía del Oriente los minaretes y los ajimeces y las bermejas torres, el Generalife, escondido en grutas de sonantes cascadas, de olientes jazmines, de melancólicos cipreses, de graciosas florestas, cuyos susurros, cuyos aromas, convidan de consuno á la vida árabe, toda consagrada, despues de las zambras y las guerras, al sueño, á la poesía y al amor. Nosotros tenemos adelfas para coronar á los poetas; bosques de mirtos dignos de ser habitados por los antiguos dioses; palmerales bajo cuyas anchas palmas parece vagar el genio del Asia; costas de áureas arenas y de celestes aguas; promontorios y cabos que el sol poniente dora con esmaltes dignos de las riberas de Grecia; el aroma del azahar y del jazmin en los aires, higos tan dulces como los higos de Aténas, en nuestras higueras; pasas tan azucaradas como las pasas de Corinto, en nuestras cepas; dias calurosos henchidos por el canto unísono del coro de cigarras que ensalzaron los antiguos poetas; noches tranquilas y luminosas como las noches de Oriente; serenatas en cuyas largas y tristes cadencias se oye resonar aún el acento inmortal de las canciones árabes con todo su intenso amor y toda su profunda melancolía. Á pesar de esto, áun extraña, aún maravilla la campiña de Nápoles. Conoceréis algo más agreste, más abrupto, más sublime en la tierra; no conoceréis nada tan clásico, tan digno de la égloga antigua, tan propio para que el ánimo repose y la naturaleza tome los tintes y las inspiraciones de nuestra alma. Así como la escultura es el arte pagano por excelencia, el arte que armoniza la idea y la forma en suave reposo, la Campania es la tierra de las églogas, la tierra de las geórgicas, la tierra por excelencia pastoril, donde los montes repiten el eco inmortal de las dulcísimas zampoñas de Virgilio, y los animales y las plantas se trasforman á los ojos del pensamiento con las metamórfosis cantadas por Ovidio. Dios mio, ¡qué riqueza de colores, de matices, de tonos! ¡Qué gradaciones desde el azul claro de la bahía hasta el violeta y amatista oscuro del Vesubio! Como la cordillera del Oriente, tachonada á intervalos de ventisqueros, que relucen cual diamantes entre turquesas y esmeraldas, contrasta con el matiz rosa claro, tomado al anochecer por los montes del Ocaso, por el cabo Miseno y por los contornos de la isla de Nisida, semejantes á promontorios de bruñidos jaspes. Mirad ese horizonte puro, purísimo, por el cual se desvanecen las columnas de blanco humo que despide el volcan; ese mar tan sensible á los cambios del horizonte, que puede llamarse su repeticion ó su espejo, ese suelo, que, donde lo permite la vegetacion, lujuriosa, viciosísima, enseña las lavas negras y lucientes como el azabache. Yo en ninguna parte he visto la luz quebrarse en refracciones tan várias ni dar á los contrastes apariencias de oposicion tan brusca. Por lo que respecta á la luz, diríase á esta tierra gigantesco prisma de múltiples colores. Por lo que respecta al contraste, enseñadme en ningun otro punto montañas más abruptas descendiendo en playas más suaves, bosques más agrestes junto á jardines más cultivados, ciudades más pobladas y ruinas más solitarias, suelo más amenazado de muerte por las bocas volcánicas, por las solfataras ardientes, por los terremotos repentinos, por las erupciones violentas, ni vida más múltiple, más alegre, que se espacie así en el cántico, en la danza, en los juegos, en los placeres; refinamientos de civilizacion mezclados á delicias del campo; recuerdos antiguos vagando sobre el indolente olvido moderno; la columna de fuego que el volcan agita como gigantesca antorcha frente á los picachos rematados de diamantinas nieves. Aquí veo las hayas y los robledales virgilianos; las cabras, irguiéndose á clavar el agudo diente en los arbustos; las ovejas con el vellon cargado de lana y las ubres cargadas de leche, rodeadas, seguidas de tiernos y baladores recentales; por las laderas, las zarzas, con cuyas moras se teñian las cejas y las mejillas los rabadanes para entonar sus bucólicos versos; en la orilla del torrente, las cañas con que formára el dios Pan sus canoros caramillos; de erguido olmo en erguido olmo, los festones de las parras, entre cuyo follaje se posa la paloma y arrulla la tórtola; en el fondo, los floridos cantuesos; en las colinas, el tomillo y el espliego; á la entrada de la caverna, por el tronco de la encina que sobre ella se avanza, el panal destilando miel y rodeado de zumbadoras abejas, cuyo aguijon trae los jugos de las flores; dentro de la caverna, el sileno, ébrio de vida y de vino, con su guirnalda en las sienes y su ánfora en las manos; por las corrientes de los arroyos, la blanca náyade que teje coronas; por las majadas y los oteros, el pastorcillo, juntando la amapola con el narciso y la blanca azucena con la madreselva, para ofrecérselas á su amada; en el ancho mar, rizado por los soplos de la brisa y herido por los cambiantes de la luz, la sirena antigua que palpita de amor en las ondas y canta eternamente con seductora cadencia la inmortal epopeya de la naturaleza. Junto á tales églogas, ¡qué terribles tragedias ofrece esta atormentada tierra! Hicieron los antiguos bien llamándola sirena que atrae, sirena que mata. Con frecuencia erupciones terribles destruyen, abrasan, entierran aldeas y ciudades enteras. El terremoto sacude con estremecimientos espantosos toda aquella region. Los edificios se balancean como las naves al oleaje del vendaval, y vienen columnas, trombas de acres vapores, lluvias, diluvios de cenizas, granizadas de brasas, tempestades de lavas. El mar hierve, el cielo reverbera fuego siniestro, como si las benéficas pluviosas nubes hubiéranse tornado ardientes hornos. Respira el volcan como ciclópea titánica fragua, ó relampaguean, truenan sus erupciones como legion de tempestades. Por doquier bancos de lavas candentes, océanos de negras cenizas, torbellinos y espirales de piedras, rocas fundidas, mugidos espantables de la montaña, estremecimientos dolorosísimos del valle, vapores sulfurosos, exhalaciones de ácido carbónico, nubes grises ruidosísimas atravesadas por reflejos siniestros y henchidas de menudos enrojecidos aerolitos, franjas de escorias por el suelo y manantiales de aguas hirvientes, el infierno confundido con el paraíso en la tierra, como la pena con la alegría en el alma, como el error con la verdad en la mente, copia fiel de las tragedias de nuestra existencia y los contrastes de nuestro sér. La encendida montaña es un gigante laboratorio de donde sale con igual fuerza la muerte y la vida, como la naturaleza es un conjunto de fuerzas que componen, descomponen y recomponen. De sus estremecimientos, de sus convulsiones puede quejarse el antiguo habitante de Pompeya y Estabia, incrustado en las frias seculares lavas; el moderno campesino de Resina y de Torre de Greco, que en trágica noche ve desaparecer bajo bituminosas encendidas materias sus viñas henchidas del dulce lácrima, tan celebrado en el mundo; pero el químico, el físico, encuentran en sus fecundas exhalaciones, sodas, potasio y diversas sales marinas, testimonio de su comunicacion con el Mediterráneo; depósitos de cloruro de hierro con todos los colores de las piedras preciosas y de las flores silvestres; manantiales de ácido clorhídrico y ácido sulfúrico; sustancias amoniacas y agujas de azufre tendidas en largos manojos sobre las oscuras escorias; depósitos de aguas termales que curan muchas de las enfermedades, y exhalacion contínua del gas ázoe y del carbónico, tan funestos para la vida y tan preciosos para la ciencia. Imposible formarse una idea, sin haberlo visto, del contraste profundísimo entre la serenidad riente del campo y el siniestro aspecto del volcan. Cuando los sentidos yerran por aquellas florestas y aquellas playas; cuando pasan de la colina al valle, del valle al bosque, de los bosques donde se entrelazan el olivo con el limonero al mar celeste, donde se rizan tantas velas latinas que parecen bandadas de blancas aves, creen ver y oir en la realidad los pastores de Virgilio, los marineros de Teócrito, cantando los unos entre redes y vergas, y los otros entre apriscos y praderas, dobles versos que han de repetir las auras y las brisas; pero si luégo se convierten al volcan y le ven relampaguear, llover fuego, y le oyen mugir, tronar, creen que sus cimas dibujan entre nubes de humo las legiones que ya pisaron aquellas altas cimas, las legiones del eterno víctima, del eterno paria, de Espartaco, el tracio defensor de los esclavos, cuya sombra ensangrentada y trágica vaga sobre todas estas églogas como la infame esclavitud sobre todas las bellezas y todas las armonías del antiguo mundo. ¡Qué exceso de cultura en la vida y de originalidad primitiva en la naturaleza! Aquí están sobrepuestas cuatro ó cinco civilizaciones distintas; desde la pelágica hasta la cristiana; y el suelo volcánico en sus estremecimientos, en sus convulsiones, en sus vapores, parece pertenecer á los tiempos en que todavía era el planeta materia incandescente, henchida de intensísimo calor y de tonante electricidad. Yo me figuro estar en las cavernas donde las ideas arquetípicas, las ideas madres, como Goethe las llama, tejen los hilos de la vida, ó donde los gigantes fabulosos en yunques colosales forjan las inconmovibles bases graníticas de la tierra. Esto es eternamente pagano. El agua bendita, cayendo quince siglos sobre los campos, no los ha bautizado todavía. Los dioses no quieren irse. En vano la vieja sibila de Cúmas, con la vista gastada de mirar á lo porvenir, con la túnica rasgada por las tormentas, desde el elevado promontorio donde se consume, ha dicho á los chicuelos de Nápoles cuando la apedrean, y le preguntan:—¿qué quieres?—Quiero morir.—En vano las sirenas se han reunido en torno del Cabo Miseno para quejarse de la muerte del dios Pan. Aquí están todas las divinidades, lo mismo Céres coronada de espigas, y Baco ceñido de pámpanos, y Minerva con sus ramas de olivo, y Sileno apoyado en su cipres, que Neptuno arrancando con el agudo tridente el espumoso caballo á la tierra, y Vulcano enrojeciendo el hierro en el fondo caliginoso de sus fraguas eternas. No se han ido, no. Están ahí, en el suelo, en los córtes escultóricos de los cabos, en los intercolumnios de las colinas, en los relieves de las costas, en la luz vivísima que no consiente ningun misterio, que todo lo recama de áureas aristas, para celebrar las nupcias eternas del espíritu con la naturaleza, como en el antiguo paganismo. Estas tierras tan bellas, tan graciosas, atraen eternamente á todas las razas; son las tierras de la comunicacion perpétua entre todos los hombres. Quédense para los agrestes montañeses conservar tras los desfiladeros de sus cordilleras, en el seno de las cavernas, velados de impenetrables bosques, sobre picachos sólo accesibles á las águilas, teniendo por defensa el risco, el pedrusco desprendido al menor esfuerzo de la altura al valle; quédense para ellos las guerras por la independencia, el culto fiero á las antiguas leyes y á los antiguos usos: que aquí, entre estas ondas sonoras, donde al reflejarse el sol finge de luz esplendorosa lagos y rios, cada una de cuyas gotas es una estrella; donde el fósforo, de matiz blanquecino como los rayos de la luna, deja en las tranquilas noches fajas lucientes, parecidas á las fajas de la vía láctea en el cielo; aquí donde las playas seducen como el seno de casta vírgen; donde cada árbol exhala nubes de aroma, y cada giro del aire repite suspiros de amor; sobre la hierba ó sobre las algas, entre las flores del campo y las conchas de la arena, á la sombra, ya del mirto, ya del olivo, ya de la vela crujiente, vendrán los dioses de todos los templos, los pilotos de todas las razas, los conquistadores de todos los pueblos á vivir, aunque sea un momento, ébrios de orgullo y de placer, en brazos de esta seductora y voluptuosa naturaleza. Lo mismo sucede entre nosotros. El cántabro verá estrellarse cien veces en su escudo de cuero la invasion romana; el asthur, sin tener la cultura de Bruto ó de Caton, sin aspirar á que Plutarco cuente y Lucano cante sus hazañas, preferirá la muerte á la servidumbre; el navarro desde las altas montañas, conjurará todas las conquistas y hará morder el polvo en su constancia á los soldados de Carlo-Magno; el vasco guardará, á traves de tantas revoluciones y de tantos siglos, leyes y usos que tienen caractéres patriarcales, antigua lengua que tiene puro carácter primitivo, al paso que las playas del Mediodía, serenas y risueñas, accesibles á todos los pueblos, abordables á todas las naves; con sus ondas celestes y sus espumas argentinas y sus áureas arenas y sus colinas graciosas y sus olivos y sus mirtos y sus laureles; teñidas por aquella luz deslumbradora, cuyos reflejos dan á las cordilleras toques metálicos, y á los orientes y á los ocasos de su sol arreboles indescriptibles, y á las estrellas y á las estelas de sus noches seductor centelleo; de contínuo embalsamadas por los aromas de flores que embriagan, como otros tantos misteriosos pebeteros; verán venir á su seno gentes de todas las regiones, naves de todos los puertos, y tendrán que abrirse y entregarse de grado ó por fuerza, ya al hierro, ya al halago. Así es que en la historia de la península ibérica, como en la historia de la península itálica, los pueblos del Norte fundarán la nacionalidad y la ilustrarán los pueblos del Mediodía. Las montañas del Norte serán las regiones históricas, las regiones, si es permitido hablar así, conservadoras; y las playas del Mediodía serán las regiones comunicativas, las regiones, si es permitido hablar así, humanitarias. Las unas darán al pueblo su carácter peculiar y propio, las otras comunicarán este pueblo autóctono con los demas pueblos de la tierra. El alobrogo se sostendrá en el Norte de Italia, fuerte y rudo, para realizar el sueño de quince siglos, la independencia y la unidad italiana, como el montañes de Covadonga, de San Juan de la Peña, del riscoso Sobrarbe descenderá al llano con el ímpetu de sus rios á formar la nacionalidad ibérica. Y así como por Rosas, por Sagunto, por Dénia, por Tarragona, por Calpe, por Algeciras, por Cádiz, vienen los griegos, los fenicios, los cartagineses, los romanos, los árabes, por las playas meridionales de Italia van casi todos los invasores, desde los que fundaron la Magna Grecia en el estrecho de Mesina y en el golfo de Tarento, hasta los que fundaron la monarquía española en las faldas del Etna y del Vesubio. Así en Nápoles todo cuanto hay de vida moderna recuerda España, nuestra España, hasta el punto de creeros en Barcelona, en Valencia, en Madrid mismo, cuando veis las celosías y los balcones y las casas pintadas de mil matices y los monumentos al gusto de Alfonso V y de Cárlos III, en tanto que toda la vida antigua os recuerda más, mucho más que la Italia civilizada por el arma de Roma, la Italia civilizada por la palabra de Grecia. Parthenope es griega, completa, absolutamente griega. Allí jamas se romperá, jamas, la eterna armonía entre el alma del hombre y el Universo que la rodea, verdadero secreto de la excelencia de la vida helénica no repetida en la historia. Parece que nadais en el éter cantado por Eurípides y henchido con los coros de las musas y las melodías de Apolo; que las aguas han llevado sobre su luciente superficie las áureas naves, donde iban las procesiones ó teorías griegas celebradas en el Banquete de Platon; que las islas guardan en sus frentes de mármol, como la antigua Cytheres, el beso de la diosa recien nacida en las blandas espumas de las ondas; que aquellas costas dibujadas como á compas y aquellas montañas en proporciones armónicas con todo cuanto las rodea, tienen el ritmo y la geometría de Euclídes y de Pitágoras; que el Mediterráneo se tranquiliza, se adormece allí, no sólo para repetir los matices todos del luminoso cielo, sino para juguetear con las ninfas, con las sirenas, con las divinidades, cuyas sienes coronadas de algas, de perlas, de corales, se ven á cada instante en el culebreo de los rayos del sol por las jaspeadas arenas, dentro de las trasparentes orillas marinas; que el hombre se encuentra sobre aquella tierra, bajo aquel cielo, como el dios antiguo sobre el ara de su altar y bajo la techumbre de su templo; que la naturaleza es clara, trasparente, de relieve, como aquella antigua conciencia clásica, como aquella lengua helénica, la más distinta, la más precisa, la más armoniosa y rica de las lenguas humanas; que todo convida allí á entregarse á la vida universal, todo á los cantares en coros, á las danzas por muchedumbres, á las carreras délficas, á los juegos píthicos, á los ejercicios atléticos y gimnásticos, á la vida griega, serena como su arte, regida por la geometría y por la música, consagrada á hacer de cada cuerpo una perfecta escultura, de cada alma un cielo trasparente; vida en paz completa y eterna con la naturaleza, que se cincela, se pule, se esculpe, se pinta á sí misma, para someterse al espíritu y á la idea y á las fuerzas del hombre. Yo no las he visto, pero he oido alabar y encarecer á cuantos las han visto, las bellezas del trópico. Yo tenía un amigo, viajero incansable, que á la contínua me hablaba de Cuba, de Haiti, del Brasil, y sobre todo de la isla de Java, de ese manojo de volcanes. Debe ser bello, terriblemente bello todo eso. Nuestros árboles parecerán femeniles ramilletes al lado de esos árboles gigantes que se hunden allá en la inmensidad de los cielos. Nuestros rios deben ser arroyos en comparacion de esos rios de la India y del Perú. Nuestra flora, raquítica, miserable, parangonada con la flora tropical, rebosante de savia y de aromas. Yo me he fingido mil veces en la mente, leyendo las relaciones de los grandes viajeros, esa isla de Java con sus fundamentos de granito, con sus montañas de basalto, con sus haces de volcanes; cubierto el suelo de madréporas y pólipos; cortado el paso por selvas, primitivas é inexplorables; desaguando de las raíces de sus montañas de fuego rios hirvientes en la inmensidad del Océano; los dias todos con tempestades, cuyos relámpagos son incendios, cuyos truenos desquiciamientos del cielo, cuyas lluvias electricidad; las noches iluminadas, no sólo por las estrellas y constelaciones, sino por las grandes aladas luciérnagas que en todas direcciones vuelan como nubes de animados aerolitos; los cocoteros saliendo de las aguas, á veces de las ondas, y elevándose á las alturas cargados de frutos, junto á las palmas resonantes; los bambúes al pié de los plátanos, árboles gigantescos, por cuyos troncos fluye el ámbar líquido; las hojas y las ramas de la vegetacion lujuriosísima entrelazándose hasta formar tinieblas perpétuas por donde vagan tigres negros de ojos verdes y murciélagos monstruosos con alas inmensas; el campo cubierto de plantaciones de tabacos, de té, de café, de especias, que con sus jugos, con sus esencias, con su humo nos embriagan; el aire embalsamado de aromas que perturban; la tierra entera, produciendo y devorando seres en contínua y desordenada exaltacion, como si aquella extraña naturaleza fuese la demencia, el delirio, el frenesí de la vida. Bella debe ser, bellísima; pero con toda su hermosura vence y anonada al hombre. Qué diferencia de los mares serenos, cuyas olas parece que esculpen las islas; de las costas armoniosísimas que se abren sin recelo á los vientos y á las aguas; de los olmos, graciosas columnas, entre las cuales se mantienen las parras con sus flexibles sarmientos y sus recortados pámpanos; de la flora artística de las orillas del Mediterráneo, flora llena de bálsamos, el jazmin entrelazado con la pasionaria, la verbena al pié del mirto, en el hondo valle el olivo, el granado, la higuera, el limonero, la viña; al borde del torrente la adelfa; en la montaña la salvia, el tomillo, el romero, la manzanilla, el árnica, todas llenas de remedios y de consuelos; sobre las flores las mariposas en su inocente jugueteo, la abeja en su trabajo, y por los aires dulces, suaves, templados al sol en los inviernos, templados á las brisas en los veranos, el coro eterno de nuestras pintadas, nerviosas é inocentes avecillas. El género humano amará eternamente esta naturaleza graciosa, bellísima, que le sostiene con su calor suave, que le alimenta con sus sabrosos frutos, que le regala con sus aromas, que le refresca con sus brisas, que le bruñe y le sana con su sol, que le recrea con los cambiantes de sus mares, y el tono rosado de sus altas montañas, y los cuadros de sus horizontes, y la arquitectura de sus cordilleras; naturaleza en la cual vive como el fauno en su gruta de hiedra y se baña como el silencio en la linfa de sus fuentes. Nosotros nos sentimos todos parte integrante del universo. Conocemos el estrecho parentesco que existe entre la naturaleza y el alma. Los minerales nos dan la base de nuestro esqueleto. El hierro penetra en las venas, colora y enciende la sangre. Con sólo mirar el cuerpo humano se ven sus relaciones y sus armonías con las plantas. La relacion es mayor en las esferas superiores de la vida. Todas las especies animadas tienen afinidades físicas, químicas, fisiológicas con este cuerpo humano, que las resume, las corona y las completa. Por todas partes nos sentimos unidos con el universo, y en relacion, así con la estrella lejana, perdida en los abismos del cielo, como con la humilde florecilla hollada por nuestros piés. Somos unos con todos los seres. ¿Y no reconocerémos el estrecho lazo que nos liga á nuestra propia especie? ¿Será más fácil y más grato sentirse unos con el mineral, con el vegetal, con los animales inferiores que con el resto de los humanos, en cuyas frentes centellea el espíritu? Y si nos reconocemos unidos á los demas hombres por identidad fundamental de la naturaleza, ¿cómo explicarémos, cómo, la guerra y la esclavitud? ¿Cómo la sed de corromper, de esclavizar, de combatir, de exterminar, que aqueja á tantos seres humanos, en detrimento, en ódio á aquellos que son de todo en todo sus iguales? Y en esta sonriente tierra de Nápoles nos recuerda la historia el orgullo de unos, la tiranía engendrada por este orgullo; y de otros la esclavitud, la degradacion, la miseria moral y material. Pues qué, ¿no veo á mi espalda el golfo de Bayas, donde Neron en su crueldad asesinó á su madre, donde Calígula en su demencia llamó á la luna á compartir su lecho, y veo á mi frente el cono del Vesubio, donde Espartaco citó á los gladiadores para que, en vez de volver las espadas contra sus propios corazones, las esgrimieran en el corazon de sus tiranos? Pero entreguémonos á la contemplacion de este bellísimo cuadro, de la campiña, de la ciudad. Parece que lo estoy viendo ahora mismo. Son los últimos dias del mes de Abril. Las hojas verdes y tiernas cubren las ramas. Los cielos sonrien y sonrien los mares. En el Este, dibujando sus crestas coronadas de nieve en claro cielo esmaltado de azul, los montes Apeninos, que á los toques del éter se pierden, se desvanecen; adelantándose hácia las playas, al Nordeste, la pirámide truncada que forma el Vesubio, y en cuyas laderas compuestas de lavas, de riscos casi metálicos, de oscuras cristalizaciones, la luz se rompe en matices violáceos, celestes, lilas, que son verdaderamente mágicos; desde el Vesubio al cabo Campanella, sobre colinas bellísimas, al borde del mar, entre bosques de olivos y limoneros, de robles y de higueras, de laureles y mirtos, Castellamare, Sorrento, blancas como palomas; hácia la curva central de este grande anfiteatro, primero las ruinas solitarias de Pompeya, los barrios luégo henchidos de vivientes, como Portici, como Torre del Greco, rodeados todos de maravillosas quintas y de floridos jardines por leguas de leguas; más hácia el Oeste Nápoles, entre aquellos muelles del comercio, donde las naves se agrupan á centenares, las barcas á miles, y este otro muelle de la contemplacion, del arte, llamado Chiaja, y lleno de alamedas, de estatuas maravillosas, de templos marmóreos, bordado de larga fila de palacios grandemente pintorescos por sus azoteas y sus balcones; tras todos estos palacios, quintas, villas, ciudades, un collar de pequeños conos volcánicos, que forman como graciosas ondulaciones, como series de colinas sobre cuya cúspide brillan iglesias, monasterios, castillos, monumentos de diversas clases, y á cuyos piés se extienden florestas contínuas en armoniosa gradería; hácia el Oeste la gruta de Pausilipo remata por la tumba de Virgilio, genio que reposa en aquella region como en su nido; más al Oeste aún el cabo Miseno, cantado por los poetas, eternamente querido de los artistas; todo el conjunto inundado de aquellos arreboles que dan aspecto fantástico, así á las nieves de los Apeninos como á las humaredas del Vesubio, y entonando por aquel mar de un celeste casi indescriptible, segun lo claro y lo bello, en el cual se bañan las islas de córtes verdaderamente arquitectónicos, y que parecen alzarse allí como sirenas para velar, para arrullar, para hermosear á la diosa de las sirenas, á la divina Parthenope. FIN. ÍNDICE. _Páginas._ Al que leyere v Llegada á Roma 1 La gran ruina 33 Los subterráneos de Roma 63 La capilla Sixtina 89 El Cementerio de Pisa 137 Venecia 171 En las lagunas 201 El Dios del Vaticano 223 El Gueto 317 La gran ciudad 343 Parthenope 369 End of the Project Gutenberg EBook of Recuerdos de Italia (parte 1 de 2), by Emilio Castelar *** END OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK 53741 ***