The Project Gutenberg EBook of Memoria histórica, geográfica, política y
éconómica sobre la provincia de Misiones de indios guaranís, by Gonzalo de Doblas

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Title: Memoria histórica, geográfica, política y éconómica sobre la provincia de Misiones de indios guaranís

Author: Gonzalo de Doblas

Contributor: Pedro de Angelis

Release Date: November 25, 2007 [EBook #23617]

Language: Spanish

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MEMORIA

HISTÓRICA, GEOGRÁFICA, POLÍTICA Y ECONÓMICA

sobre la

PROVINCIA DE MISIONES

DE INDIOS GUARANÍS

POR

Gonzalo de Doblas

TENIENTE GOBERNADOR.

—————

Primera Edicíon.

—————

BUENOS-AIRES.

IMPRENTA DEL ESTADO.

———

1836.

Primera parte
Segunda parte

DISCURSO PRELIMINAR

A LA

MEMORIA SOBRE MISIONES


El aislamiento en que vivían los padres de la Compañía de Jesús en sus misiones del Paraguay, cuyo acceso impedían a los mismos españoles, ha hecho ignorar hasta ahora el plan de esta singular república, y los arbitrios de que se valían para gobernarla. Las relaciones que se publicaron para justificar su supresión no merecen crédito, por el espíritu que presidió a su redacción y el objeto que se propusieron los que las divulgaban. Ninguno de los miembros de aquella orden famosa se empeñó en rebatir estas calumnias; sea que los desalentase la desgracia, sea por la necesidad que sienten los que sufren males inmerecidos de buscar algún alivio en objetos nuevos y fantásticos. Sin desamparar el estudio, y conservando todos los hábitos de una vida laboriosa y arreglada, los Jesuitas perdieron de vista sus neófitos, y tomaron parte en los trabajos científicos y literarios que ilustraron los últimos años de la pasada centuria. En Roma, en Boloña, en Venecia, se hicieron admirar en las academias los que habían sido declarados enemigos de la sociedad y del trono.

Estos méritos no bastaron a restablecer su crédito, ni a librarlos del anatema de sus perseguidores. Los hombres más imparciales hacían justicia a los individuos, sin aprobar el espíritu de su instituto, sobre todo en lo concerniente a su modo de administrar las misiones del Paraguay.

Lo que más contribuyó a acreditar estas calumnias fue la publicación de una obra, titulada Reino Jesuítico del Paraguay[1], que el padre Bernardo Ibáñez escribió bajo el influjo de sentimientos rencorosos, después de haber sido expulsado de las Misiones por sus intrigas con el Marqués de Valdelirios en tiempo de la guerra guaranítica. Este impostor llegó a Madrid cuando se meditaba la destrucción de su orden, y se coligó con sus enemigos, denigrando a sus propios hermanos. Le salió al encuentro el padre Muriel en su apéndice a la traducción latina de la obra del padre Charlevoix; pero el idioma en que redactó sus notas, y el poco interés que inspiraba entonces esta apología, la dejaron ignorada en el público, para quien el silencio suele ser prueba de culpabilidad en los acusados.

Con estas prevenciones, que eran generales en Europa, llegó a Buenos Aires don Félix de Azara, uno de los comisarios españoles para la última demarcación de límites. Empeñado en recoger materiales para la publicación de su obra sobre la historia política y natural de estas provincias, solicitó del administrador de uno de los departamentos de Misiones, que había examinado con más esmero el carácter de los indios y el de sus instituciones, un informe detallado de su origen y progresos, indicando los arbitrios que, a su juicio, podían emplearse para sacarlos de su abatimiento.

Para formase una idea de los males que acarreó a estos pueblos la supresión de la Compañía de Jesús, basta echar la vista al siguiente estado comparativo de su situación en 1768, cuando salieron de las manos de sus doctrineros, y en 1772, cuando pasaron a las de don Juan Ángel de Lascano, su administrador general.

 ganado
de
rodeo.
bueyes.caballos.yeguas.potros.mulas.burros.burros
echores.
ovejas.
Año de 1768.743,60844,11431,60364,3523,25612,7056,0581,411225,486
Año de 1772.158,69925,49318,14934,6054,6198,1455,08310993,739
Falla584,90918,62113,45429,747 4,5609751,30229,747

La población disminuyó, si no en los mismos términos, al menos de un modo notable, llegando por último hasta dejar yermos los pueblos y solitarios sus campos. El de Candelaria, donde residía el autor de este informe, una de las principales reducciones de los Jesuitas, es en el día un montón de ruinas, y el mismo aspecto de desolación presentan los demás pueblos. Esta decadencia, que no podía atribuirse a los estragos de la guerra, que nunca asoló aquella provincia, era efecto inmediato de los vicios, o más bien de la incompatibilidad del nuevo régimen que se estableció en los pueblos de Misiones con el genio desidioso y apático de sus habitantes. El autor de la memoria da a esta conjetura toda la fuerza de una verdad, apoyándola en una serie de observaciones sobre las inclinaciones y hábitos de sus administrados.

Sagaz en sus investigaciones, y exento del espíritu de rutina que prevalecía en su época, descubre con una severa imparcialidad todos los defectos del nuevo gobierno económico, introducido por España en los pueblos de Misiones, y propone otro en que no supo evitarlos, substituyendo al sistema de comunidad, que formaba la base del régimen Jesuítico, el de factoría, que sólo difiere en el nombre.

Las objeciones que le hizo Azara sobre esta parte de su memoria le parecieron tan convincentes que le obligaron a refundirla en un nuevo escrito, que tituló: Disertación que trata del estado decadente en que se hallan los pueblos de Misiones, con los medios convenientes a su reparación. Como estos pensamientos han dejado de ser aplicables a la situación presente de aquellos pueblos, hemos prescindido de publicarlos, contentándonos con haberlos mencionado para acreditar el celo perseverante de don Gonzalo de Doblas.

Nacido en 1744, en el seno de una familia distinguida de la villa de Iznájar en el reino de Andalucía, abandonó la carrera del comercio, a que lo destinaban sus padres, para dedicarse al servicio público. Pasó a América en el año de 1768, y por una singular coincidencia se embarcó en el mismo jabeque que llevaba al gobernador Bucareli la cédula de supresión de la Compañía de Jesús, cuyas tareas estaba destinado a continuar en sus establecimientos de Misiones.

Su carácter afable y una razón despejada le ganaron la benevolencia del virrey Vertiz, que en 1781 le nombró Teniente de Gobernador del departamento de Concepción. En la memoria inédita que acabamos de citar, da cuenta él mismo de las disposiciones en que se hallaba cuando tomó posesión de su empleo. «Lo primero que se presentó a mi examen y consideración fueron las infelicidades y miserias de aquellos naturales, que bajo de un clima excelente y en terrenos fertilísimos, con cuantas proporciones se pueden apetecer por las comodidades de la vida y del comercio, se hallaban reducidos al estado más infeliz a que pueden bajar los hombres... Sentía que unos seres inteligentes y racionales, iguales míos por naturaleza, estuviesen, sin culpa suya, sumergidos en la ignorancia y privados de disfrutar de los derechos y halagos de la sociedad, y de las mismas producciones que les prodigaba su suelo natal».

Estas reflexiones envolvían un problema interesante, que emprendió a examinar, y de cuya solución se ocupó con más fervor para satisfacer los deseos de Azara. A más de la copia que puso en manos de este jefe, sacó otras para los brigadieres Alvear, Lecoq, Varela, y para los virreyes Loreto y Avilés, que la juzgaron distintamente. Pero Varela a su regreso a España la elevó al conocimiento del Rey, que se manifestó dispuesto a adoptar en gran parte el plan de reforma trazado por el autor.

Mientras esto sucedía en Madrid, Doblas fue reemplazado en su gobierno, y llamado a plantificar la población de Quilmes. Antes de salir de Misiones fue a reconocer la Isla de Apipé en el Paraná, y llegó a su destino poco antes de la segunda invasión de los ingleses, contra la que presentó también un plan de defensa.

Tantos méritos, contraídos en una larga y laboriosa carrera, no le merecieron más recompensa que la de recibir los despachos de teniente coronel; bajando al sepulcro, a principios de 1809, lleno de inquietudes sobre la suerte futura de su familia, a quien sólo legaba un nombre sin tacha.

Gran parte de estos recuerdos, honrosos para su memoria, se hubieran borrado sin el laudable empeño del señor canónigo doctor don Saturnino Segurola de acopiar en su biblioteca el fruto de tantos trabajos, y de franquearla generosamente a los que quieren aprovecharla.

Buenos Aires, noviembre de 1836.

PEDRO DE ANGELIS.


Al señor

D. FÉLIX DE AZARA,

Capitán de fragata de la Real Armada, y Comandante de la tercera partida de la demarcación de límites con Portugal por la provincia del Paraguay.

MUY SEÑOR MÍO:

Aunque mi deseo y la obligación de servir a usted me han estimulado a formar con la mayor brevedad la relación de noticias que usted me dejó encargadas cuando se retiraba de estos pueblos después de verificadas sus observaciones astronómicas, mis muchas ocupaciones, que le han sido notorias, me han impedido por algún tiempo el aplicarme a esta gustosa ocupación; pero, al fin, en los intervalos que los asuntos de mi obligación me dejan libres, y hurtando algunos ratos al preciso tiempo de mi descanso, determiné aplicarme con empeño y tesón, para no retardar más lo que tal vez le estará haciendo falta para perfeccionar su obra. Algo dilatado será este papel; pero, de todas las noticias que yo amontonare en él, podrá usted elegir las que le sean más oportunas, y desechar las menos necesarias; y si entre ellas encuentra usted algunas que puedan ser útiles al servicio del Rey, bien de estos naturales, o engrandecimiento del estado, podrá usted valerse de ellas en los términos que tenga por conveniente; pues me compadezco de ver una provincia tan fértil como ésta, y que ni sus habitadores ni el Rey disfruten las conveniencias y adelantamientos que les está ofreciendo.

Si mi intento fuera dar a usted una historia completa de esta provincia, sería preciso comenzar a lo menos desde que fueron reducidos estos naturales a poblaciones, y describir los diferentes parajes a que en distintas ocasiones han sido trasladados los más de los pueblos, con otras particularidades y noticias que hicieran amena la lectura. Esto pedía mucho tiempo para examinar los varios escritos que hay sobre ello, juntar las tradiciones de los naturales y, entresacando lo más conforme a la verdad, desechar lo que ha sido introducido por voluntad o interés de los escritores; pero, no siendo mi ánimo otro que el de instruir a usted de aquellas noticias que conceptúo pueden convenirle, o redundar en beneficio de estos naturales y aumento del real erario, me ceñiré a solo aquello que me parece conduce a este fin; y si a usted le conviniese para otros particulares algunas noticias más, podrá pedírmelas, con la seguridad de que no perdonaré fatiga ni diligencia hasta conseguir el satisfacer a usted.

Su atento y seguro servidor,

Gonzalo de Doblas.


Primera parte


Descripción del país, de sus habitantes y producciones.

Esta provincia de Misiones está situada entre los 26º y 30º de latitud meridional, y entre los 319º y 323º de longitud, contados desde la isla de Ferro. Se compone de treinta pueblos de indios, de la nación Guaraní, comúnmente llamados Tapes; su número en todos los pueblos ascendía el año de 1717 a 121.168 almas, en treinta y una reducciones que entonces había, según lo refiere el padre Juan Patricio Fernández, de la Compañía de Jesús, en su Relación histórica de los Chiquitos. El año de 1744 se contaban en los treinta pueblos que hay al presente 84.606 almas, según se hallan numeradas en un mapa de esta provincia impreso en Viena. Al tiempo del extrañamiento de los Jesuitas, curas de estos pueblos, se hallaron más de 100.000 almas; y al presente pueden computarse, los que existen numerados, en 60.000 almas, y en más de 8 o 10.000 los que no están empadronados, porque andan fugitivos de sus propios pueblos, dispersos en la misma provincia, y fuera de ella, en las jurisdicciones del Paraguay, Corrientes, Santa Fe, Buenos Aires, Montevideo, Arroyo de la China, Gualeguay y otras partes. El temperamento es benigno y saludable, y aunque se distinguen las estaciones de invierno y estío, ni uno ni otro son rigorosos, sucediendo en esta provincia lo que es común a la de Buenos Aires y del Paraguay, de experimentarse muchos días de calor en el rigor del invierno, y otros fríos en el verano. Es el aire más húmedo que seco, a causa de los muchos bosques y ríos, y en los pueblos inmediatos a ellos se experimentan en el invierno frecuentes neblinas, que duran hasta las 10 del día. Son frecuentes los huracanes, y mucho más las tormentas de truenos, en que caen algunas centellas, y no se experimentan terremotos. La tierra es regularmente doblada, no se encuentran cerros de mucha elevación, ni llanuras dilatadas; tampoco hay serranías, y las que principian entre el Paraná y Uruguay, cerca de los pueblos de San José y Santa Ana, pasando por el de los Mártires, y siguiendo hacia el este, por el del Corpus y el de San Xavier, son de poca elevación, y todas ellas están cubiertas de bosques inaccesibles por su espesura. En lo restante de la provincia hay muchas isletas de árboles, unas en las cumbres de los cerrillos y otras en los terrenos más bajos y orillas de los arroyos y ríos, dejando lo demás de la tierra enteramente limpio; de modo que donde hay árboles es tanta la espesura desde su orilla, y tan cubiertos de maleza, que es muy dificultoso el entrar a ellos, y en los terrenos descubiertos apenas se ve un árbol. En estos bosques, así en los que se hallan en las alturas como en los valles o quebradas, se encuentran muchas maderas de varias especies, a propósito para construcción de embarcaciones, fábricas de casas y muebles; algunas bastante preciosas, que para especificarlas todas se necesitaba una prolija relación que omito, porque hasta con que usted sepa que en maderas y frutas silvestres son estos montes unos mismos con la provincia del Paraguay. No obstante, si usted necesita la noticia extensiva de todas ellas, con su aviso la formaré y se la remitiré.

Toda la provincia la atraviesan los dos grandes ríos, Paraná y Uruguay, acercándose entre sí desde Corpus a Candelaria el Paraná, y desde San Xavier hasta cerca de Apóstoles el Uruguay, de modo que entre uno y otro apenas mediará de 15 a 18 leguas comunes. En ellos desaguan muchos riachuelos y arroyos, que dentro de la misma provincia tienen su origen y que son a propósito para fomentar la agricultura con el beneficio de los regados; así estos arroyos, como las muchas fuentes que hay en todas partes, deben su origen a algún pantano grande o chico, según el caudal del manantial de que se forma.

La calidad de la tierra es gredosa, mezclada con cieno o tierra hortense, con mucho esmeril y alguna arena; su color es rojo casi como la almagra, y sólo en algunos bajíos se halla tierra negra, que al parecer es compuesta de los residuos de los vegetales que por la humedad de los sitios crecen y se multiplican allí más que en otras partes. Es asimismo muy pedregosa y generalmente fértil, principalmente en las faldas de los cerros cerca de los montes y en los rozados; y sin embargo de lo poco que los naturales cultivan la tierra para sembrarla, recogen abundantes cosechas, particularmente de toda especie de legumbres. El trigo, aunque no rinde tanto como en Buenos Aires, con todo se recogen buenas cosechas, siendo lo regular dar diez por una. El arroz se cría bien, y viene con abundancia, el maíz lo mismo, y todo cuanto se siembra produce bien. Lo mismo sucede con los demás frutos comerciables. Los árboles de la yerba nombrada del Paraguay, se crían muy bien en los mismos pueblos, y todos tienen inmediatos a ellos algunos yerbales que han plantado y cultivan, de los que benefician todos los años para su gasto, y remitir a Buenos Aires. A estos naturales les es mucho más fácil y cómodo que a los vecinos del Paraguay el extraer de los yerbales silvestres grandes porciones de yerba, porque, además de estar no muy lejos los montes, tienen la comodidad de traerla por los ríos. El algodón se cría bien y produce con abundancia; la caña de azúcar, aunque no con tanta generalidad como en el Paraguay, en algunos pueblos se cosecha mejor que en aquella provincia. El cacao es sin comparación de mejor calidad el que se beneficia en estos pueblos que en el Paraguay. El añil se cría muy frondoso, aunque hasta ahora no se sabe su calidad, porque falta quien lo beneficie. Las batatas y mandiocas son el principal renglón para el alimento de estos naturales; y, en fin, cuantas simientes se arrojan a la tierra producen con abundancia; de modo que, si hubiera estímulo que obligara a los hombres a aplicarse a la agricultura, no faltarían en todo el año en las huertas cuantas verduras se recogen en las de los otros países en las varias estaciones del año. Lo mismo digo de las frutas, todos los frutales se crían y fructifican bien, particularmente los naranjos y limones, que crecen hasta llegar a una corpulencia desmedida. Las vides se crían bien, y dan muy buena uva, y en otros tiempos se ha hecho algún vino en los pueblos que lo han intentado; particularmente en el pueblo de la Cruz, en donde consta se hacía bastante y muy bueno en tiempo de los ex-jesuitas. Los ganados de todas especies se conservan y multiplican muy bien; y, en fin, por cuantos lados se miren estos terrenos se encontrarán los más fértiles y de mejores proporciones para formar una provincia la más comerciante; y, por consiguiente, si no la más rica, a lo menos la más cómoda de todo este virreinato.

Inmediato al Paraná, en una y otra banda, cerca de los pueblos de Candelaria y Santa Ana, hay minas de exquisito cobre; pero, aunque se trabajaron después de la expulsión, fueron abandonadas, porque no alcanzaban las utilidades a sufragar los costos; y aunque se asegura que las hay de azogue y de otros metales, hasta ahora no he visto prueba que me convenza de su existencia. También hay en muchos parajes minas de cristal de roca muy superior; éste se cría en el corazón de pedernales huecos de varios tamaños, y que en mi concepto crecen. Allí están embutidas las piedras por toda la circunferencia interior como los granos de una granada, pero dejando hueco en el centro, hacia donde todas terminan en punta con varias superficies, tan iguales que parece que con arte han sido colocadas y labradas. Algunas de estas piedras son moradas, tan diáfanas y duras que no me queda duda son amatistas finas; y es de creer que, si en los parajes donde se hallan en la superficie de la tierra se buscasen en su interior, tal vez se encontrarían algunas de valor.

En toda la provincia hay canteras de piedra para edificios, muy dóciles de labrar y de mucha consistencia para permanecer. De estas canteras sacaron los ex-jesuitas algunas columnas de cuatro y aún más varas de largo, muy sólidas y de superficie muy igual; en algunas son las piedras de la propiedad de las pizarras, compuestas de varias vetas que se desunen con mucha facilidad, formándose lozas de superficie tan igual que no es menester labrarlas. En el pórtico de la iglesia de San Ignacio Miní hay tres de estas losas, que la mayor tiene más de quince pies de largo y diez de ancho, y las otras dos son poco menores. Otra especie de piedra hay muy tosca, pero facilísima de labrar, y según su peso y algunas señales de ella parece vena de fierro, y es la que más comúnmente se emplea en las paredes de los edificios.

Las yerbas medicinales que se encuentran son muchas; los indios las usan en sus enfermedades, dándoles nombres propios en su idioma, pero el beneficio de su conocimiento no se podrá lograr con utilidad entretanto no se destine un inteligente que descubra sus virtudes y determine sus usos.

De los renglones más necesarios a la conservación y comodidad de los hombres sólo faltan dos en esta provincia, que son la sal y la cal; del primero es preciso abastecerse de Buenos Aires o del Paraguay, y el segundo se suple, para blanquear las iglesias y habitaciones, con caracoles grandes calcinados, que los hay en los campos con mucha abundancia, y de ellos se hace exquisita cal, pero ésta sólo alcanza para blanquear y no más.

En esta provincia son muy pocos los insectos que incomodan a los hombres. Las pulgas, chinches y piojos son raros. Mosquitos apenas se ve alguno dentro de las habitaciones, aunque en el campo los hay de varias especies que incomodan a los animales y a los hombres. La única molestia que hay en los pueblos es la de los que llaman piques, que son unos insectos que se introducen por el cutis en los pies, allí toman incremento y multiplican su especie prodigiosamente; pero, además de la facilidad de extraerlos, en teniendo un poco de aseo en las habitaciones se pasan muchos meses sin experimentar esta molestia.

Hay también víboras de muchas especies, y algunas de mortal veneno, pero no son tantas como se dice, y en los poblados raras veces se ve alguna.

En los montes y campos se crían tigres, leopardos, zorras, antas y avestruces, pero por lo regular no molestan a los hombres. Hay asimismo muchas aves particulares, como son loros, que los hay de muchas especies, guacamayos, cuervos blancos y tucanes; estos últimos son del tamaño de una paloma, y su pico tiene de largo una sesma de vara, y dos pulgadas y media de grueso; es también muy abundante de palomas torcazas, tórtolas, patos grandes y chicos, y muchos pájaros pequeños comestibles.

El clima es tan saludable que apenas se encuentra otro que lo sea más, aun para los forasteros; sólo los que se entregan al vicio de la incontinencia experimentan los estragos del mal venéreo de que los naturales están bastante tocados, aunque en ellos no se experimentan los fuertes efectos que en los españoles; y aunque en algunas estaciones del año, particularmente en el otoño, se experimentan fiebres intermitentes, que aquí llaman chuccho, son de tan poca malicia que si alguno muere es por falta de asistencia. Sólo las viruelas y el sarampión son los que causan estragos horrorosos; bien es que éstos provienen en parte de que, pasándose muchos años sin experimentarse estas epidemias, cuando acometen, como son pocos los que viven que las hayan tenido, y se extiende prontamente el contagio, no se halla quien asista a los enfermos, porque todos huyen de que se les comuniquen, con que no es mucho que mueran casi todos, siendo maravilla el que escape alguno a esfuerzos de la naturaleza. Yo me compadezco mucho de la miseria que padecen en sus enfermedades; y aunque he procurado proporcionarles los auxilios que me han parecido oportunos para su alivio en todas sus dolencias, no lo he podido conseguir como lo he deseado, porque cuanto se destina para los enfermos lo consumen los mismos por cuya mano se le suministra, sin que hayan bastado cuantas providencias y arbitrios he imaginado para evitarlo.

En toda esta provincia no he visto ni tengo noticia haya ningún loco ni demente; son raros los paralíticos y defectuosos y no se experimentan muchas enfermedades crónicas.

Esta provincia se compone de pueblos, todos ellos tan semejantes los unos a los otros que visto uno están vistos los demás; y aunque usted los tiene observados, le mando el plano del de Candelaria y el de Concepción, para que pueda satisfacer la curiosidad de otros. Sus casas son de teja, a excepción de los de San Cosme y Jesús, que la mayor parte son de paja. La figura de los edificios o casas de los indios es la de un galpón de 50 a 60 varas de largo y 10 de ancho, inclusos los corredores que tienen en contorno; son muy bajas, y cada galpón se divide en 8 o 10 divisiones. Las iglesias son bastante suntuosas y grandes, pero de irregular arquitectura y poca duración, por lo corruptible de sus materiales que son de madera. Los ornamentos, vasos sagrados, alhajas de plata y oro de que son servidas, son tantas, y en algunas tan preciosas, que pueden competir con las mejores catedrales de América. Las casas principales, llamadas comúnmente colegios, son muy capaces y cómodas, regularmente situadas en parajes de deliciosa vista.

Son estos naturales de regular estatura y disposición; su color es moreno algo pálido, particularmente las mujeres, las que, sin embargo de andar todas descalzas y casi desnudas, y estar ordinariamente ocupadas desde niñas en los trabajos de agricultura, como son carpidos y otros, se admira lo pequeño y bien formado de sus pies y manos, y buena disposición de sus cuerpos. Son todos de regular habilidad y comprensión en cuanto se les aplica; comprenden más por la vista que por el oído; cualesquiera cosa que se les pone por delante, la imitan con bastante perfección; pero, por más que se les explique lo que no ven, no aciertan con ello. Son tan humildes y obedientes, particularmente a los españoles, y a los que reconocen superiores, que obedecen ciegamente y sin examen cuanto se les manda. Son tenidos comúnmente por perezosos, fundándose en que es preciso compelerlos con rigor al trabajo, no tan sólo para lo que es de comunidad, sino también para lo que es propio de ellos. También son tenidos por ladrones diestros, y, en efecto, el menos notado de este vicio es el que no busca la ocasión, porque al que se le presenta no la pierde.

Es grande la inclinación que tienen estos indios a saber, de modo que siempre que se les proporciona ocasión de instruirse la aprovechan. Todo aquello que ven ejecutar a los españoles procuran imitarlo, y ponen atentos oídos cuando en su idioma se los refieren algunos puntos de historia, o se les hace relación de algunas particularidades de Europa, refiriéndolas ellos entre sí con gusto y admiración. Pero la lástima es que tienen cerradas las puertas a toda instrucción; ellos no entienden nuestro idioma, y en el suyo no hay quien les dé noticia de nada, sino únicamente de las cosas más precisas de la religión; no tienen libros en que aprender, ni objetos que mirar, con que es preciso que su imaginativa esté perpetuamente en inacción, y por consiguiente vivan envueltos en las tinieblas de la ignorancia.

Asimismo es grande en ellos la inclinación a tratar y contratar continuamente, cambiar unas cosas por otras; pero, como no tienen conocimiento del verdadero valor de ellas, por casualidad se verifica un trato con igualdad, y sucede muy frecuente el engañarlos algunos españoles de pocas obligaciones que clandestinamente tratan con ellos, sin que el gobierno ni los administradores puedan remediarlo; porque, aunque muchas veces se les hace ver el engaño que han padecido, no hay forma de persuadirlos a que no compren ni vendan por sí solos, teniendo por mengua el que los consideren incapaces de comprar y vender. Pero algunos, que en esta parte se han aventajado a los demás, no es fácil el que los engañen, pues saben muy bien darle la estimación a las cosas que poseen.

Todos ellos son inclinados a mandar y anhelar por cualesquiera empleo y ocupación por despreciable que sea; y procuran desempeñarlo el tiempo que les dura, y manifiestan mucho sentimiento cuando, fuera de tiempo y por algún motivo que hayan dado, se les priva del empleo, teniéndolo por mengua y deshonor; sienten asimismo las palabras injuriosas, y el estar en desgracia del que los manda, de modo que, en cometiendo alguna falta, aunque sean los muchachos, desean que luego los azoten, y no los maltraten de palabras, para volver a la gracia de sus superiores. Es en ellos circunstancia apreciable para emplearlos la elocuencia y persuasiva, y tienen en poco al que le falta esta prerrogativa, aunque tenga otras recomendables; se precian mucho de vergonzosos y pundonorosos, pero por falta de educación y de ideas no saben usar rectamente de estas virtudes. En ellos no es deshonor el emplearse en oficios ruines, aun los que acaban de obtener los empleos más honoríficos, porque no conocen ni distinguen lo noble de lo uno, ni lo ruin de lo otro. Tampoco es deshonor el que los azoten cada día, bien es que, si esto lo fuera, muy raro sería el que no se considerara deshonrado. La incontinencia de las mujeres, así solteras como casadas, se mira con indiferencia; aun los mismos maridos paran poco la consideración en eso, y así se entregan las mujeres al apetito de los hombres, particularmente si son españoles o mandarines, con poca repugnancia y ciega obediencia, tal es la disposición de su ánimo a obedecer a todos los que consideran superiores. Son inclinados estos naturales, como todos los indios, a la embriaguez, pero no la practican, porque no tienen proporciones para ello, y porque se castiga al que se embriaga; si alguno cae en este vicio es por causa de algunos inconsiderados españoles, que por obsequiarlos les dan bebida. Son también muy amantes de la música, a cuyo ejercicio se aplican sin ser compelidos, y así en cada pueblo hay infinidad de músicos; los tambores y todo instrumento estrepitoso son muy de su gusto, y así les acompañan para todo. No hay faena a que no se destinen tres o cuatro tamboriles que estén tocando entre tanto los otros trabajan, y se conoce desmayo en ellos cuando no tocan al tiempo que faenan. Son muy sufridos en todos los trabajos; apenas se les oirá quejarse, ni aun cuando rigorosamente los azotan, ni cuando por algún descuido son heridos de algún gran golpe en los obrajes o faenas. Lo mismo sucede en sus enfermedades, por agudos e intensos que sean sus dolores, sólo se les conoce porque ellos lo dicen cuando se les pregunta, o porque a la naturaleza del mal son inseparables algunas señales de sentimiento; pero ellos los sufren con una constancia y serenidad que admira. Yo me dedico bastante a visitar los enfermos, y en estas visitas, y en las veces que acompaño al Santísimo Sacramento cuando se les da por viático, nunca he visto ni a un solo enfermo desasosegado; siempre fijos en la hamaca o catre sobre un cuero, que es regularmente su cama, parecen difuntos, según la quietud con que se mantienen; sólo se conoce están vivos por el movimiento de los ojos, o por lo que responden cuando se les pregunta; así permanecen hasta que mueren o sanan.

En sus casas se tratan con mucha indecencia y desaseo; regularmente andan desnudos los padres y las madres delante de los hijos e hijas, aun siendo adultos, y éstos lo mismo delante de sus padres; y no tan solamente los de una propia familia, sino también los de otras que viven dentro de una sola habitación, pues son inclinados a vivir muchos juntos. Esto parece lo hacen porque en ello encuentran alguna conveniencia, pues con un solo fogón guisan la comida, se calientan y alumbran, y aun juntan sus viandas y comen juntos; y como todo esto lo hacen dentro de la vivienda en que asisten, la tienen tan inmunda, negra, llena de humo y hediondez, que es repugnante entrar en ellas, y contribuye no poco a su desaseo y abatimiento.

Los indios tratan regularmente a sus mujeres, y las tienen como muy inferiores a ellos, y las obligan a todo género de trabajo, así en sus chacras en las labranzas y carpidos, como en sus casas en hilados y traer a ellas todo lo necesario para la comida y disponerla, excusándose ellos cuanto pueden del trabajo y cargándole a la mujer, a la que no pocas veces maltratan inhumanamente, pareciéndoles le es lícito y pueden hacerlo, y de esto es rara la vez que la mujer se queja, aun sabiendo que la justicia castiga severamente a los que así se portan.

Los padres de familia cuidan poco o nada de la educación de los hijos, ni de su alimento y vestuario, porque de todo ha de cuidar el común, quien a su placer los emplea donde y conforme les parece, desde que son capaces de hacer algo; tampoco anhelan por adquirir bienes que dejarles a sus hijos, ni tienen idea de lo que es herencia, ni aun de la propiedad actual de las cosas, porque la costumbre de dejarlas, y de verlas dejar de otros para ir a donde el común los destina, les hace mirarlas con indiferencia y abandonarlas sin sentimiento. Resisten con notable constancia el trabajo y la hambre, pasándose muchas veces todo el día trabajando, sin haberse desayunado y sin manifestar flaqueza; pero al mismo tiempo admira lo que comen cuando lo tienen. El vestido regular en las mujeres es una especie de saco de lienzo de algodón, a que llaman tipoy, sin mangas ni cuello, sino sólo unas puntadas por una de sus bocas con que lo acomodan al cuerpo; otras forman con lo mismo una camisa larga a manera de una alba que es algo más decente, aunque ya esto está bastante mejorado.

Son estos naturales muy amantes al Rey, y muy obedientes a todo cuanto se les manda en su real nombre; en los cabildos el común modo de explicarse y de persuadir a los otros a que hagan lo que deben es decirles que así lo manda Dios y el Rey. Cuando alguno viene a pedir alguna gracia o justicia, su introducción es: «Dios y el Rey os ha mandado para que nos amparéis como a pobres miserables que somos, y así en su real nombre os suplicamos, etc.». Y de este modo se explican en todos sus razonamientos, trayendo siempre juntos a Dios y al Rey.

Del mismo modo aman a los españoles, y viven persuadidos que cuanto bien poseen lo deben a ellos, pareciéndoles que si los desamparasen perecerían; y se maravillan de que dejemos nuestras casas, parientes y amigos sólo por venir (como ellos dicen) a cumplir la voluntad de Dios y del Rey en beneficio suyo.

Estos pueblos, desde su reducción, se han mantenido y mantienen en comunidad; y aunque este método de gobierno sería útil a los principios, después no ha servido, en mi concepto, sino a impedir los progresos de policía y civilidad, los que subsistirán del mismo modo, entre tanto no se mude de gobierno, dando entera libertad a los indios como dicta la misma naturaleza. Pero antes de tratar de esto será bueno el dar a usted una idea de lo que fue esta comunidad en tiempo de los Jesuitas que la establecieron, y lo que es al presente desde su expulsión, con las consecuencias precisas que se siguen de ella.

Como la vida de estos naturales, en su gentilidad, era el andar errantes por los montes en pequeñas familias o cacicazgos, alimentándose de frutas silvestres, miel de abejas, que las hay en los montes de muchas especies, de los animales que cazaban, y tal vez de algunas semillas que sembraban; fue preciso, para reducirlos a pueblos y educarlos en nuestra santa fe, el proporcionarles el sustento fuera de los montes en que antes lo encontraban. Para esto parece no se presentaba mejor método, atendiendo a su rudeza, que el que eligieron aquellos primeros doctrineros, que fue constituirse cada uno en su reducción como padre temporal de sus neófitos, persuadiéndolos y obligándolos a sembrar de común, recoger y guardar sus frutos, y distribuírselos con economía, de modo que no les faltase en todo el año; y así en todo lo demás que establecieron con el tiempo, y que uniformemente practicaban en todos estos pueblos.

Por algunos cuadernos que existen del tiempo de los expatriados, por la costumbre de los indios y por las noticias que con facilidad se adquieren, se sabe con toda certeza que el gobierno de estos pueblos, al tiempo de la expulsión, era el siguiente. En cada pueblo había un corregidor indio, un teniente de corregidor, dos alcaldes y algunos regidores, y otros individuos de cabildo, todos sujetos enteramente a la dirección y voluntad del cura. Así mismo, había una casa grande contigua a la iglesia, con muchas viviendas, oficinas y almacenes, a la que llamaban colegio, que servía de vivienda a los padres, de almacenar los frutos y efectos de sus manufacturas y de oficinas para todos los oficios que mantenían. Cada pueblo tenía su estancia o estancias, bien provistas de ganados de todas especies, todo al cargo del cura que administraba los bienes de comunidad.

A los indios en aquel tiempo no se les permitía propiedad en cosa alguna, pues, aunque a todos se les obligaba a tener chacras propias, y se les daba tiempo para que las cultivasen, éstas habían de ser del tamaño que el padre quería y en el paraje que él señalaba, y sus frutos los habían de consumir y gastar conforme a la voluntad del padre; y, en fin, en un todo habían de vivir sin libertad.

Cada semana señalaban los tres primeros días para que todos los indios trabajasen para la comunidad, en los trabajos que el padre disponía, y los tres restantes habían de ir a trabajar a sus chacras, lo que asimismo celaba el padre que lo cumplieran, castigando a los que faltaban a ello.

Para los tejedores y demás empleados en oficios o faenas, como asimismo para las viudas, huérfanos y viejos, sembraban una grande chacra, cultivándola como lo demás de comunidad, y sus frutos los repartían entre aquellos para quien se sembraba.

A las indias repartían regularmente diez y ocho onzas de algodón a la semana, en dos porciones y en distintos días, las que traían en los mismos, seis onzas de hilo en dos ovillos. En esto había alguna diferencia de unos pueblos a otros, como asimismo en la cantidad de algodón; pues, si el hilo había de ser para lienzo grueso, la tarea era como queda dicho, pero, si había de ser para mediano o delgado, era menor, proporcionado a la calidad del hilo. Y como los carpidos de los algodonales y de otros sembrados los habían de hacer las indias, cuando las ocupaban en estos trabajos no les daban tarea de algodón sino a las embarazadas, a las que estaban criando y a otras que tenían legítimo impedimento para salir al campo. Lo mismo hacían con los muchachos y muchachas, que corrían, hasta que se casaban, al cargo del padre, así en el alimento y vestido como en la educación y aplicación al trabajo.

Tenían en cada pueblo una casa en que recogían a las indias de mal vivir, a los enfermos habituales y viejos impedidos; allí los sustentaban y vestían, aplicando cada uno a lo que podían.

Cuidaban de los enfermos con aquella asistencia que las circunstancias permitían; la falta de médico la suplían con enfermeros, que llamaban curusuyás, que a lo más sabían sangrar y aplicar algunos remedios que el padre le decía eran buenos, o a ellos les parecía lo eran. Éstos tenían obligación de visitar a menudo los enfermos, cuidar que la comida, que el padre les hacía disponer, se les llevase y comiesen, y principalmente el avisar al cura cuando les parecía estaba alguno de peligro, para que le administrase los santos sacramentos, pues los de casa, por más inmediatos que fueran, se consideraban desobligados de esto.

Todos los frutos de comunidad se recogían y almacenaban en el colegio, de los cuales los que eran comerciables los despachaban fuera de la provincia, la mayor parte a Buenos Aires, y con su producto pagaban los tributos, diezmos, etc. El sobrante lo retornaban en efectos para el consumo de los pueblos, de los que mucha parte se invertía en adornos y alhajas de las iglesias, en algunos efectos comerciables, y una no pequeña parte en comprar vestidos costosísimos, que más servían de ridiculizar que de adorno en sus festividades.

Uno de los mayores cuidados de los curas, y tal vez el mayor, era el mantener una perfecta igualdad entre todos los indios, así en el traje como en la asistencia a los trabajos; de modo que el corregidor y corregidora habían de ser los primeros en concurrir al paraje en donde debían acudir todos, y así los demás de cabildo y sus mujeres. A ninguno permitían calzado, ni distinguirse en la ropa, ni modo de traerla, todos habían de ser iguales, y sólo se distinguía el cabildo en las varas y bastones, y los días de fiesta o de función en los vestidos que la comunidad tenía guardados para aquellas ocasiones. Los caciques eran regularmente los más miserables; raro es de los de aquel tiempo el que sabe leer; y no los ocupaban en empleo alguno, o, si lo hacían, era con alguno muy raro. Así, se conoció al tiempo de la expulsión que en los treinta pueblos sólo había tres o cuatro caciques corregidores; sin duda recelaban que, juntándose a la veneración que los indios tienen a sus caciques, la que les correspondía por el empleo, quisieran tener más autoridad que la que en aquel tiempo convenía.

Cada semana daban, dos o tres días, ración de carne, o conforme el pueblo podía, y en los demás les daban menestras o carne en las faenas, particularmente a los muchachos y muchachas, a quienes siempre les daban cocida la comida; y en los años estériles, en que no recogían lo preciso en sus chacras, les repartían de la comunidad lo necesario para que no padeciesen; y lo mismo hacían con el vestuario, al que ocurrían conforme la necesidad pedía.

Ya usted ve, amigo mío, que éste era un régimen excelente practicado con pupilos, o por un padre con sus hijos entretanto están bajo la patria potestad, pero no para formar pueblos con ánimo de que sus habitadores adelantaran en cultura y policía, según ha sido en todos tiempos la voluntad del Rey. Así se practicaba, y las consecuencias fueron las mismas que se debían esperar. No podía ocultársele esto a sus curas, ni al cuerpo de la religión que los gobernaba, pero sus fines particulares tenían el primer lugar en todo lo que ejecutaban, y así preferían este método, separando por medio de él a los indios de todo lo que pudiera sacarlos de su ignorancia y abatimiento.

Con este régimen, y la economía jesuítica, no es de admirar que, en más de ciento y cincuenta años que hace están fundados estos pueblos, acopiasen los fondos que tenían al tiempo de su extrañamiento, así en las iglesias como en lo que se llama fondo de comunidad. Yo por mi parte no me admiro de lo que había, atendiendo a lo fértil de esta provincia y la mucha subordinación de los indios, que, con tenerles negado absolutamente el trato con los españoles, no conocían otra autoridad que la de los jesuitas, y así hacían cuanto querían de ellos.

Ya que he manifestado a usted del mejor modo que he podido lo que fueron estos indios en tiempo de sus antiguos curas, diré a usted lo que han sido y son hasta el presente, en el nuevo gobierno.

Después que fueron expulsados los Jesuitas, curas a cuyo cargo corrían estos pueblos tanto en lo espiritual como en lo temporal, se estableció en ellos el método de gobierno que aún subsiste, bajo las reglas y ordenanzas que formó el excelentísimo señor don Francisco Bucareli, Gobernador y Capitán General de Buenos Aires, las que, después de algunas mutaciones, vinieron a fijarse en los términos siguientes:

Se estableció un gobernador con jurisdicción sobre los treinta pueblos, equiparada a la que tienen por las leyes los corregidores y alcaldes mayores de pueblos de indios, pero subordinado al gobierno de Buenos Aires. Al mismo tiempo se establecieron tres tenientazgos subordinados al gobernador, pero con la misma jurisdicción los tenientes en sus respectivos departamentos, haciéndoles responsables, así al gobernador como a los tenientes, de las resultas de la parte que a cada uno se le encargaba, según se expresa en las citadas ordenanzas.

Para cada pueblo se nombró un Administrador español que manejase sus bienes, cuidase de sus aumentos, dirigiese a los naturales, así en sus faenas como en el giro y distribución que debe darse a los bienes de comunidad, teniendo obligación de dar cuenta de todo cuanto se le pidiere, con otros varios cargos que constan de las ordenanzas y órdenes expedidas posteriormente, a los que les señaló de sueldo 300 pesos al año y la manutención.

Asimismo se pusieron en cada pueblo dos religiosos con título de cura y compañero, para que cuidasen de la dirección de las almas y del culto divino, prohibiéndoles toda mezcla en los asuntos temporales, señalándole al cura 300 pesos de sínodo, y al compañero 250 pesos, y que a uno y otro les suministrase el pueblo el alimento. Esta asignación se les rebajó a ambos religiosos, señalando a cada uno 200 pesos por real cédula de 5 de octubre de 1778.

En las mismas ordenanzas se previene que en cada pueblo se continúe el nombramiento de un corregidor indio, dos alcaldes, cuatro regidores, un alguacil mayor, dos alcaldes de la hermandad y un mayordomo, con otros oficios correspondientes a la iglesia, como son un sacristán, tres cantores y dos fiscales, que cuiden de aquellos ministerios propios de su destino, y estas elecciones las confirma el gobernador de los pueblos.

El nombramiento de corregidores tocaba, según las ordenanzas, al gobernador de Buenos Aires, y cada corregidor no debía serlo por más tiempo que el de tres años; pero no se observan estos puntos, pues el gobernador de Misiones nombra los corregidores, y éstos toman posesión en clase de perpetuos, de modo que sólo por algún defecto se les priva del empleo, y así hay todavía en los pueblos corregidores que lo eran en tiempo de los jesuitas. Puede ser que esta práctica se haya seguido porque no es fácil encontrar en los pueblos muchos indios que puedan desempeñar el cargo de corregidores, pero, por cualquiera motivo que se haya seguido, debe tenerse por un abuso perjudicialísimo a los indios, pues priva a otros de la esperanza de conseguir este empleo, haciéndose acreedores a él con su aplicación y buenos procedimientos. Lo que tal vez no ponen en ejecución porque no esperan ningún premio, y se da lugar a los indios corregidores a que se hagan despóticos, y a que opriman a los otros, seguros de que su empleo no tiene término, lo que no sucedería si supieran que les había de durar sólo tres años; y si pasados éstos no se encontraba absolutamente otro en el pueblo capaz de ser corregidor, ningún inconveniente había en volverlo a proponer, después de haber dado los descargos que pudieran resultarle de los tres años de su empleo.

A todos los indios e indias se les dejó sujetos a la comunidad, como lo estaban en tiempo de sus precedentes curas, considerándolos incapaces de poder subsistir de otro modo; el gobierno y dirección de toda la comunidad se depositó en el corregidor y cabildo, ayudados y dirigidos del administrador español, y sujetos en un todo al gobernador o tenientes a quienes correspondiese el inmediato mando, dándose reglas en la misma ordenanza para el mejor manejo de los bienes y sus adelantamientos, como también para desterrar de los naturales la rudeza y abatimiento en que habían sido educados, infundiéndoles ideas políticas y racionales que les excitasen el deseo de una felicidad que no conocían, y a que les está convidando la fertilidad de sus terrenos, con otras muchas y sabias reglas que allí se establecen.

Para que el sobrante de los frutos y efectos que se recogen y benefician en estos pueblos se expendiesen con aquella estimación más ventajosa a los pueblos, se estableció un Administrador general en la ciudad de Buenos Aires, dándole reglas equitativas y muy útiles para que, puestos los frutos y efectos en una sola mano, no perdiesen la estimación, como sucedería distribuidos en las de muchos; y que por mano de éste se surtiesen los pueblos de lo necesario, pagasen los reales tributos según los padrones, a razón de un peso por cada tributario, y enterase a la iglesia los diezmos que están regulados a 100 pesos cada pueblo.

Aunque desde los principios se conoció que lo que más había influido para la incapacidad de estos indios era el haberlos tenido sujetos a la comunidad y no haberles inspirado otras ideas que las de la sumisión y obediencia, tratándolos como a hijos de familia menores de edad, no pudiendo ilustrar sus entendimientos para que desde luego aprendiesen a trabajar para ellos, tratar y comerciar unos con otros con sus frutos y efectos, conchabándose los de menos habilidad con los más expertos y laboriosos, y a verificar todos aquellos medios y arbitrios que se practican entre gente civilizada, tratando y comerciando, no tan solamente entre sí, sino también con los forasteros, que es en lo que consiste el aumento y felicidad de los pueblos y naciones; no pudiendo, como digo, darles a conocer desde luego estas ventajas, pareció lo más conveniente el dejarlos por entonces sujetos a la misma comunidad, como lo habían estado, hasta que con el tiempo se hiciesen más capaces. Pero, como el principal motivo que los tenía reducidos a la incapacidad era la sujeción a la comunidad, subsistiendo ésta, subsistía siempre el impedimento de sacarlos de tan miserable estado; y así se ha experimentado que, por más que se ha trabajado, es muy poco lo que se ha adelantado en el particular.

Establecido el gobierno en los términos que sumariamente va explicado, fueron colocados al principio, para administradores, unos hombres cuales los deparó la suerte. Eran los más de éstos de tan poca habilidad como los mismos indios; y como, aun los expertos, eran bisoños en aquel manejo, y no tenían a quien imitar ni consultar, se mantenían en la mayor inacción. Al mismo tiempo los indios, no acostumbrados a moverse a nada sin ser mandados y aun obligados, como los administradores nada o muy poco disponían, ellos tampoco hacían nada; de modo que sólo se daban prisa para mandar traer de las estancias crecidas mitas de ganado, a lo que los administradores no se oponían, porque ni sabían cómo debían manejar lo que tenían a su cargo, ni tenían valor para oponerse a los indios, ni aun sabían lo que ellos hacían. De este modo en pocos años disiparon y consumieron cuanto había en los pueblos y estancias, sin pensar en trabajar ni reponer lo que consumían. A esto se siguió la grande epidemia de viruelas que causó la desolación de los pueblos, que quedaron sin indios ni hacienda. Cuando el Gobierno conoció el daño, ya no tenía otro remedio que aplicarse a repararlo del mejor modo posible. Para esto se removieron todos aquellos administradores inútiles, sustituyéndolos con otros de más habilidad y mejor conducta; se trató de obligar a los indios al trabajo, poniendo el mayor empeño en el restablecimiento de las estancias, y, en fin, se adoptaron todos aquellos medios que parecieron conducentes; y efectivamente con ellos se consiguió, si no en todos los pueblos, en los más, el volverlos a poner en una medianía que promete algún alivio a sus naturales, y mayores adelantamientos en lo futuro.

Este atraso se les siguió a los pueblos por no haber verificado lo que se previene en las mismas ordenanzas, y es que cada año en el tiempo más oportuno se celebrase en Candelaria una Junta general, compuesta del gobernador, los tenientes, los corregidores y administradores de todos los pueblos, para que en ella se examinen con los libros de acuerdos que deben tener todos ellos, y las disposiciones acordadas semanalmente por los cabildos y administradores, sus efectos y consecuencias, proponiendo cada uno lo que considere más útil a los pueblos, acordando y determinando lo que a la misma Junta te pareciese más conveniente, de la cual debían resultar los estados anuales que debían remitirse al Gobierno de Buenos Aires, con los informes necesarios y las propuestas que en beneficio de los pueblos tuviesen por convenientes. Pero esta Junta, tan esencial y conveniente a los pueblos, no se ha verificado ni una sola vez; los motivos que la han impedido los ignoro, y el único que se presenta a mi idea es la dificultad de juntarse todos, por la distancia que hay de los pueblos más distantes. Pero haciéndose cargo que algunos administradores por solo concurrir a alguna función dejan su pueblo y van a otro, que dista tal vez más leguas que las que hay desde los más apartados al de Candelaria, no se hallará dificultad en que todos concurrieran a la Junta. Pero, aun dado caso que este motivo se estime como suficiente, con facilidad se allanaba por otro método que surtiría los mismos efectos, y era el que cada teniente en su distrito formase una junta particular de los de su jurisdicción, y con sus resultas uno o dos administradores y otros tantos corregidores de su satisfacción pasasen a Candelaria, en donde juntos todos los tenientes con sus asociados, y lo resultivo de sus juntas, formaran la general con el gobernador, evitando así los inconvenientes que pudieran seguirse de concurrir todos, y sin duda tendría los mismos efectos que si se celebrase como se previene en las ordenanzas. Si esta Junta hubiera tenido efecto, seguramente no hubieran experimentado los pueblos aquellos atrasos que tuvieron a los principios, y las cosas se hubieran arreglado en mejor pie del que se hallan; pues, tomando de cada uno aquello que había tenido mejor éxito, se establecerían con conocimiento las reglas más oportunas para lo futuro; allí se conocería el mérito y aplicación de cada uno, y se desecharían todos aquellos que por su impericia u otros motivos diesen lugar a ello, y se trabajaría con más uniformidad y acierto.

Como a los principios de nada se cuidaba, y después fue preciso atender solamente a poblar de ganados las estancias, se descuidaron los otros objetos que se encargan en las ordenanzas, y que exigían la atención de todo buen gobierno. Se ha desatendido la reparación y aumento de los edificios, así de las casas principales llamadas colegios, como de particulares de los indios, de modo que los pueblos se han arruinado y las iglesias algunas amenazan ruina. Los yerbales que se cultivan junto a los pueblos se han dejado casi perder, no haciendo otra cosa que sacarles cuanta utilidad han podido, sin cuidar de reponer con nuevas plantas las que se iban perdiendo o envejeciendo, por aplicar la poca gente que había quedado a otras labores, de que en el mismo año se recoge la utilidad.

Tampoco se ha cuidado de introducir el aseo en las personas y casas de estas gentes, ni el que se traten con honestidad, descuidando también el suministrarles aun lo preciso para su subsistencia, pues por atender al restablecimiento de las estancias fue preciso abandonar todo lo demás.

Como la experiencia dio a conocer la incapacidad de los indios y su propensión a gastarlo todo y no trabajar, fue preciso que las providencias del gobierno ampliasen las facultades a los administradores, subordinándoles en cierto modo a los corregidores y cabildos, para que así obligasen a los demás indios al trabajo y moderasen los gastos. Con estas providencias, en las que siempre se ha procurado en lo posible salvar el espíritu de las ordenanzas, se ha venido por último a fijar la práctica de gobierno que al presente se observa, la que en muchos puntos se aparta bastante de las ordenanzas, pero la necesidad ha dado lugar a ello.

Aunque por las ordenanzas se establece que la dirección del pueblo haya de correr a cargo del corregidor y cabildo, y que el administrador sólo sea un director que les aconseje y persuada lo mejor, y que nada debe hacerse sin que sea dispuesto y acordado por el cabildo, no sucede así, pues los administradores son los que tienen toda la superioridad, sirviendo los corregidores y cabildos solamente de ejecutores de las disposiciones que el administrador les da, sin que en ellas se encuentre repugnancia en practicar cuanto el administrador les dicta, ni tampoco en asentir a cualquiera trato que el administrador celebra, firmando cuantos papeles les ponen delante y consintiendo gustosos y sin examen en todo lo que el administrador quiera hacer de ellos y de su pueblo.

Y aunque es circunstancia precisa que todos los tratos que hacen los administradores los ha de autorizar con su permiso el gobernador o teniente a quienes corresponda el inmediato mando, como no siempre pueden enterarse de la calidad de lo que se compra, que lo regular es ganado vacuno o caballar, no puede saber si efectivamente es de la calidad que se le propone en la propuesta, ni sirve comisionar a otro para que presencie la entrega, porque o ha de ser de la parte interesada, o con facilidad puede ser sobornado, y los indios, que por interesados debían ser los más celosos, son los que más procuran ocultar sus mismos perjuicios, con que es preciso estar a la buena fe del administrador, sin que se encuentre medio de atajar los fraudes si él es de mala conciencia. A lo que puede agregarse la permisión o condescendencia del inmediato superior que, si tal sucediera en algún tiempo, yendo a la parte con los administradores, podrían con facilidad destruir los intereses de los indios; y éstos firmarían gustosos los documentos que acrediten la legítima inversión de sus caudales, aunque supieran y conocieran que se convertían en utilidades de otros.

Siendo el administrador, como lo es en las presentes circunstancias, el superior en el pueblo, él determina por sí solo todo cuanto se ha de hacer, a él se le presenta el corregidor y cabildo como súbditos, de él reciben las órdenes y a él dan cuenta de la ejecución y resultas. Por su informe y a su pedimento confiere el gobierno los empleos, porque, como la ocupación de éstos es más en las faenas que en la administración de justicia, el que el administrador propone para corregidor, a ése se nombra, y lo mismo los demás empleos y ocupaciones del pueblo.

Las faenas de los pueblos se reducen a podar, arar y carpir los algodonales, recoger el algodón, resembrarlos cuando se han perdido muchas matas, o sembrarlos de nuevo cuando se envejecen o hay necesidad. Estos trabajos se ejecutan por los indios (el arar, sembrar y podar), pero el carpir y recoger el algodón se hace con las indias, muchachos y muchachas. Las sementeras de trigo, maíz y toda clase de legumbres se verifican en la misma conformidad que el cultivo de los algodonales. Cuando los yerbales del pueblo están en sazón, se ocupan en el beneficio de la yerba, como en todo lo demás, cada uno a lo que puede o alcanzan sus fuerzas, y lo mismo en otras faenas menores de agricultura, para lo cual se destina la mitad del tiempo, y la otra mitad para que acudan a sus chacras particulares y se proporcionen su subsistencia. Pero, aunque regularmente se dice que se les deja a los indios la mitad del tiempo para sus particulares labores, siempre la comunidad cercena muchos días, de modo que apenas les quedará la tercera parte para ellos.

Las indias se ocupan regularmente en hilar para la comunidad, a las que se les reparten dos tareas a la semana, o tres cuando lo pide la necesidad. En cada tarea se les da diez onzas de algodón para que traigan tres de hilo, y se procura no ocuparlas en otra cosa; pero, en las ocasiones de carpidos y otras semejantes, destinan a ellas, cuando no a todas, las más robustas y que no están embarazadas ni criando; y las que no van a carpir se ejercitan en hilar.

Los indios de oficios, como son tejedores de lienzos, carpinteros, rosarieros y otros, que siempre se mantienen más por costumbre que por utilidad, trabajan en sus oficios el tiempo que deben hacerlo para la comunidad, y el restante van a sus chacras, que es preciso las tengan, pues de lo contrario no podrían subsistir. Sólo los tejedores permanecen algo más en sus oficios, del que no se les permite se aparten hasta que concluyan la pieza comenzada, y entonces se les da cinco varas de lienzo y una o dos semanas libres, para que vayan a sus chacras, y después vuelven a su ocupación.

Un pueblo que tenga 300 indios de trabajo, y correspondiente número de indias, muchachos y muchachas, con un administrador de buena conducta, se puede regular la cosecha de un año bueno en los frutos siguientes: 800 arrobas de algodón, otras tantas de yerba, 100 fanegas de trigo, 200 de todas las demás especies de grano, incluso el maíz, 50 arrobas de tabaco, otras tantas de miel, y 15.000 varas de lienzo. En lo que conocerá usted que, a excepción de los lienzos, en que el hilado es obra de las indias, todo lo demás podría verificarse con 25 o 50 peones bien distribuidos, mayormente en estos pueblos cuyos terrenos son muy fértiles, y que abundan de bueyes y todas las providencias para hacer ventajosas las faenas; pero sólo se tira a pasar el tiempo, como manifestaré a usted.

Como las estancias son el nervio principal que asegura la subsistencia de los pueblos, se ha puesto en ellas y se pone el principal cuidado; y en efecto se ha conseguido el que las más estén en un ventajoso estado comparadas con el que tenían ahora diez años; y, aunque se admire el buen gobierno que ahora tienen respecto al que entonces tenían, ¿quién negará que es perjudicialísimo el crecido número de indios que hay en cada estancia? En la que menos hay 30 indios, que con sus mujeres, muchachos y muchachas regularmente pasan de 70 personas, aunque no tengan que cuidar arriba de 20.000 animales de todas especies, cuando entre españoles con una docena de peones estaría bien servida una estancia semejante. Así consumen cada año más de 400 reses, fuera de las terneras que roban, y que precisamente han de ser muchas, cuando nunca pasa la yerra de la sexta parte del ganado que hay, siendo así que pudiera llegar cuando menos a la cuarta parte. Pero no hay arbitrio para remediar este desorden en las presentes circunstancias, porque, de quererlos apremiar, luego se experimenta la deserción.

Cada semana se les da, dos o tres días, ración de carne en el pueblo, según la posibilidad de él. Regularmente se mata para cada cien personas un toro, y los despojos de todos se distribuyen a los muchachos y muchachas.

Además de las reses que se distribuyen los días de ración, se matan cada día una o dos reses para el consumo diario de los curas, administrador, enfermos, corregidor, mayordomos, los de oficios, y generalmente los sirvientes del colegio, que son en gran número.

También se consumen varias reses en las faenas de comunidad, pues regularmente se les da de comer a mediodía, o al tiempo de retirarse del trabajo, mayormente cuando la faena es algo pesada. De modo que a un pueblo que tiene 300 indios de trabajo se le puede regular de consumo 2.000 reses al año.

Asimismo, todas las menestras que recogen se consumen en dar de comer a los muchachos y muchachas, y en suplir a algunos para que siembren.

En los pueblos que están bien asistidos se les da cada año de vestir a los muchachos y muchachas, a los impedidos, viejos y viejas, y regularmente a los que se les nota desnudez, que son aquellos y aquellas que no son de provecho para sí ni para la comunidad, en cuyos socorros, y las mortajas, que también se dan, puede regularse el consumo de un pueblo de indios del número insinuado en 4.000 varas al año.

También se les da ración de yerba, pero en el pueblo que más no pasa de 300 arrobas al año.

De los demás frutos y efectos es muy poco lo que disfrutan los indios; el trigo, el tabaco, la miel, la azúcar que se beneficia o se compra, lo comestible que de Buenos Aires viene, comprado con el caudal de los indios, todo se consume en la casa principal; sólo el corregidor, los de cabildo y los enfermos disfrutan alguna cortedad de estos efectos.

Esto es lo que los pueblos mejor arreglados, y que mejor asisten a los indios, distribuyen anualmente, cuyos frutos, regulado su valor por los precios más subidos de estos pueblos, pueden ascender a 5.000 pesos, a los que, agregando los reales tributos, diezmos, sueldo del administrador y gasto de iglesia, podrá computarse todo el gasto en 8.000 pesos al año.

Un pueblo de 300 indios de trabajo podrá tener 1.200 almas entre chicos y grandes, con que, teniendo presente que desde cinco años para arriba todos trabajan lo que pueden, y que los muchachos y muchachas no tienen días libres, se podrá regular en 800 trabajadores que emplean la mitad del año en beneficio de la comunidad; repartiendo entre ellos los 8.000 pesos de gastos precisos, toca a cada uno 10 pesos. Ahora bien, ¿en qué podrá usted ejercitar a un indio o india en esta provincia tan fértil y de tantas proporciones, que trabajando con una mediana aplicación no produzca su trabajo cuando menos 40 o 50 pesos en la mitad de un año? Agregue usted a esto el producto de las estancias que, llegando a 20.000 cabezas de ganado mayor, ha de rendir, fuera de gastos y costos, 3.000 pesos cuando menos cada año; y hallará usted que el no adelantarse los pueblos es, o porque la inacción de estos naturales es mucha, o porque el consumo y desperdicio de la casa principal es grande; uno y otro sucede, como manifestaré en su lugar.

Hasta ahora he referido a usted sencillamente el modo con que se gobiernan estos pueblos sin manifestarle las vejaciones, opresiones y violencias que sufren los naturales, todo ello consecuencia precisa de la comunidad a que viven sujetos; materia es ésta de tanta consideración que debiera tratarse por otra pluma más elocuente que la mía, pero escribo solamente para usted, que sabrá poner en mejor orden lo que yo desaliñadamente le noticiare. Volveré a tomar el hilo desde el principio, para su mayor claridad e inteligencia.

Puesto el gobierno particular de cada pueblo a cargo de un administrador secular que cuidase de la temporalidad, y de dos religiosos que doctrinasen a los indios, les administrasen los santos sacramentos y atendiesen a la dirección de sus almas, se dividió el mando, que antes estaba en una sola persona que cuidaba de lo espiritual y temporal. Estos religiosos fueron elegidos y nombrados conforme se encontraron; los más eran muy mozos, y sin prudencia ni conocimiento. Los indios, acostumbrados a obedecer solamente a sus curas, miraban al principio con indiferencia cuanto los administradores les dictaban, de modo que nada se hacía sin consultarlo primero al padre. De estos principios nacieron las grandes discordias entre curas y administradores, y que contribuyeron en gran parte a la ruina de los pueblos, como se queja don Francisco Bruno de Zavala en la representación que hizo a Su Majestad el año de 1774. Los curas se hicieron dueños de las casas principales, nombradas colegios, no permitiendo vivir en ellas a los administradores; lo mismo hicieron con las huertas y sus frutales, de todo pretendían disponer a su arbitrio; y como los indios estaban de su parte conseguían cuanto se les antojaba. Procurose poner remedio a estas imprudentes pretensiones de los religiosos con algunas providencias de gobierno, pero no se adelantaba un paso en ello sin ocasionar a los indios muchas vejaciones y molestias; porque, adictos siempre a obedecer a los religiosos, y no cesando éstos de influirles máximas contrarias a la paz, era preciso usar del rigor con ellos para sujetarlos al gobierno.

Consiguiose al fin el hacer conocer a los indios que sólo en las cosas concernientes a su salvación debían prestar atentos oídos a sus curas, y en lo demás a sus administradores; pero no por esto cesaron las discordias entre administradores y curas, porque, como unos y otros viven en una misma casa y con cierta dependencia en sus funciones, jamás se conformaban en sus distribuciones. Los curas querían que los indios asistiesen todos los días a la misa y al rosario, a la hora que se les antojaba, que muchas veces era bastante intempestiva; los administradores se lo impedían, unas veces con razón y otras sin ella, y lo que resultaba era que el cura mandaba azotar a los que obedecían al administrador, y el administrador a los que obedecían al cura; y unos y otros castigos se ejecutaban en los miserables indios, sin más culpa que obedecer al que les acomodaba mejor el obedecer; hasta los mismos corregidores y cabildantes no estaban libres de estas vejaciones, que no pocas veces se vieron apaleados y maltratados de los curas y administradores, sin saber a qué partido arrimarse. Esta persecución no es tanta en el día, y, aunque una y otra vez se experimenta, no es con tanto escándalo.

Por motivos menores y particulares se encendían cada día, y aún se encienden, grandes incomodidades entre curas y administradores; como los pueblos tienen obligación de alimentar a los curas, y esto corre a cargo de los administradores, éstos, estando enemistados como regularmente sucede, tienen ocasión de vengarse del cura haciéndole esperar, dándole lo peor y escaso, y por otros medios dictados por el espíritu de venganza. Bien es que no siempre tienen razón los curas para quejarse, pues solicitan que la comida sea con tanta abundancia que les sobre para dar de comer, además de los muchachos que les sirven, a seis u ocho que suelen agregárseles.

Como en los pueblos no hay maestros de oficios que trabajen para el que quiera comprarles su obra, ni aun se puede conchabar un peón sin dar cuenta al administrador, porque todos están sujetos a la comunidad, ni los indios saben vender su trabajo, ni hay cómo suplirse de las precisas necesidades, la práctica que se observa es: si uno de los empleados tiene necesidad de un par de zapatos, llama al zapatero, le da los materiales y le dice le haga zapatos; él los hace y los trae, y si le dan algo lo recibe, y si no se va sin pedir nada; lo mismo sucede con todas las demás necesidades. Si el cura ocupa al zapatero o a otro, y está mal con el administrador, si éste lo sabe, inmediatamente lo despacha a los trabajos de comunidad, para que retarde o no haga la obra; luego lo sabe el cura, y está armada la zambra, y de todas las resultas las paga el indio o los indios, a los que se persiguen porque otros los protegen.

Aunque en las ordenanzas se previene que para el servicio de la iglesia se destine un sacristán y tres cantores, lo que se practica es que en estos ministerios se ocupan dos sacristanes mayores con otros tres o cuatro menores y diez o doce muchachos para acólitos, con más una infinidad de músicos, que, aunque estos últimos no dejan de ocuparse en otras cosas, siempre es preciso tener algunos a mano para lo que se ofrezca; y no estando prontos, o pareciéndole al cura pocos los que acuden, ya hay riña sobre que se tira a arruinar el culto divino. También la hay muy frecuente sobre que algunos curas quieran tener ocupados todo el día a los sacristanes y acólitos en su beneficio.

Los bienes de los indios son tratados como sus personas; distribuyéndose éstos con la mayor escasez entre los indios necesitados, y aun enfermos, se gastan con la mayor profusión, no tan solamente entre los españoles empleados, sino también con cuantos pasajeros llegan, y que tal vez sin motivo ninguno se detienen en los pueblos los días que quieren, facilitándoles cuantas comodidades se les antoja, lo que reciben como cosa que de justicia se les debe, y de no hacerlo así se muestran quejosos de los administradores que no los han tratado (dicen) como deben; y aunque el gobierno ha dado algunas disposiciones sobre esto, ningún efecto han surtido.

Regularmente se tienen empleados uno o más indios para cuidar cada especie de frutos o efectos de los que se trabajan o benefician; pero, con todo, es increíble lo que se desperdicia y pierde, ya sea por impericia o descuido de los mismos indios, o por abandono de los administradores. ¿Quién creerá que llegando a 2.000, y aun a más, las reses que se consumen cada año en un pueblo, se gasten todos los cueros de ellas en sacos y otros ministerios? Pues ello es así, todos los dejan perderse, pudiendo con su beneficio y venta acrecentar los haberes de la comunidad. Lo mismo sucede con todo lo demás, sin encontrar medio para remediarlo.

Para el administrador y los religiosos, que tiene el pueblo obligación de alimentar, hay ocupados dentro del colegio más de 50 personas. A usted le parecerá ponderación, pues no lo es, y si no haga usted la cuenta: para uno o dos almudes de trigo que se amasan cada día se emplean dos o tres atahoneros, donde hay atahona, que donde no la hay se emplean seis lo menos, y cuatro o seis panaderos; en la cocina lo menos se emplean seis, y, si los religiosos cocinan, apartan otros tantos; dos lo menos de hortelanos, dos de aguateros, cuatro o más de refectoleros, y uno o dos cuidadores de los caballos de cada persona. Todos éstos alternan por semana con otros tantos, y ni unos ni otros trabajan para la comunidad, porque la semana libre es para ellos; a lo que agregará usted los muchachos sirvientes, que cada uno tiene dos lo menos, y verá usted qué cuenta tan abultada saca. Además de esto, todos los sábados ha de traer cada persona un palo para la leña del consumo de la semana.

Donde también se denota la facilidad con que se disipan los bienes de los indios es en las fiestas anuales de los santos patronos de los pueblos. No baja lo que se gasta, en las más reducidas, del valor de 300 a 400 pesos; y de éstos los que disfrutan menos son los indios, a los que sólo se da carne en abundancia esos días, y algún corto regalillo que se les distribuye; pero para los religiosos, administradores y otros españoles que concurren, como también para el gobernador o tenientes, si asisten, hay abundantes y exquisitas comidas, y regalos llamados tupambaes. Esta costumbre o abuso la hallé establecida, y se practicaba en el tiempo de los jesuitas; y aunque desde luego me repugnó y lo di a entender, como se me encargó siguiera en todo el método de mi antecesor, y vi que así en los pueblos del inmediato mando del gobernador como en los demás tenientazgos se practicaba lo mismo, no tuve por conveniente el hacer yo novedad en una cosa en que tienen imbuidos a los indios, que hacen un grande obsequio al santo de aquel día en repartir parte de sus bienes entre quienes no lo necesitan, y sería mejor los repartieran a los necesitados, y se ofenden si alguno rehúsa el recibir su regalo; en fin, ello va así hasta que Dios provea de remedio.

Otros muchos males y perjuicios se les siguen a los indios, así en sus bienes como en sus personas, pero por no ser tan comunes y frecuentes se omiten; pero es preciso advertir que los perjuicios referidos hasta ahora, aunque tienen su origen en la sujeción a la comunidad, su aumento lo ha ocasionado la imprudencia o mala versación de algunos de los que los administran y dirigen, y así no ha sido en todos los pueblos igual el desorden, sino en unos más que en otros. Pero los que ahora expresaré son comunes a todos los pueblos, y en mi inteligencia irremediables, aunque en todos los ministerios se empleasen hombres cuales convenía; porque estos males son inseparables del estado a que están reducidos por la comunidad, y que sólo podrán libertarse de ellos con la total extinción de aquésta.

Luego que los muchachos entran en la edad de 4 para 5 años, ya los toma a su cargo la comunidad, la que tiene nombrados dos o más indios con nombre de alcaldes y secretarios de los muchachos; éstos tienen la matrícula de todos ellos, y cuidan de recogerlos todos los días por la mañana temprano, tal vez al alba, los llevan a la puerta de la iglesia a rezar, allí los tienen hasta que se dice la misa, y después los distribuyen a los trabajos u ocupaciones que les están señaladas, y dejando en el pueblo los aprendices de música y de primeras letras, los de los tejedores y demás oficios, conducen los restantes a carpir, o al trabajo que les tienen señalado; a las 2 o a las 3 de la tarde los vuelven a traer y los tienen juntos, hasta que, habiendo rezado el rosario en la iglesia, les permiten que se vuelvan a sus casas.

La elección de oficios o destinos que se les da a los muchachos, no es a la voluntad de sus padres, sino de los que los gobiernan o los necesitan; para la música elige el maestro de ella los que le parecen más a propósito; los curas emplean los que mejor les parece para acólitos y sirvientes suyos; lo mismo en los demás oficios y ocupaciones, sin que a sus padres les quede el arbitrio de repugnarlo. Pero no les causa ningún sentimiento, porque, como ellos se criaron con la misma educación, y no conocen otra, viven tan desprendidos de sus hijos desde que llegan a la dicha edad que de nada cuidan de ellos, ni procuran el señalarles la doctrina cristiana y buenas costumbres, ni el alimentarlos y vestirlos. Si no vienen a casa a la hora que los sueltan sus cuidadores, tampoco los solicitan ni buscan, ni aunque se huyan del pueblo hacen diligencia de buscarlos y traerlos, pues se consideran desobligados de todo, y aun se tendrían por dignos de reprensión si tomasen a su cargo aquel cuidado. Lo mismo sucede con las muchachas, las que igualmente están al cargo de dos o más indios viejos con el mismo título de alcaldes y secretarios; éstas hasta los diez o doce años no tienen otra ocupación que carpir, recoger algodón al tiempo de la cosecha y otras ocupaciones de agricultura correspondientes a su edad; y en llegando a dicha edad se les aplica (cuando no hay mucho que hacer en las chacras) a que hilen, sin cuidar de darles ninguna otra enseñanza; pues, aunque la costura es tan propia de su sexo, es rara la que sabe ni aun malamente coser, y estos oficios regularmente los hacen los sacristanes y músicos; en todo lo demás se practica con las muchachas lo mismo que con los muchachos, hasta que se casan.

Ya usted conocerá que con esta educación es imposible el que conserven honestidad, ni aun tengan idea de esta virtud; así pierden hasta el nativo pudor, andan con libertad por donde quieren, sin que sus padres se lo impidan, porque no tienen dominio en ellos; se prostituyen muy jóvenes, y se entregan al vicio de la incontinencia, de modo que cuando se casan ya están relajadas, y aun perdida la fecundidad, y así se menoscaba considerablemente la población.

Como en todos tiempos ha sido tan frecuente entre estos naturales el azotarlos, tienen tan perdido el horror a los azotes, tanto los que castigan como los que son castigados, o los que los ven, que ninguna moción les causa el azotar, ser azotados o verlo ejecutar; y así castigan con la mayor inhumanidad a las criaturas en todas las ocupaciones a que los destinan, acostumbrándolos de este modo a sufrir con la mayor indiferencia los azotes, en cualesquiera tiempo o edad.

Con esta separación o enajenamiento que padecen los padres de los hijos, y que en su imaginación la tienen tan anticipada que desde que nacen los crían para aquel destino, no tiene lugar en ellos aquel cariño que vemos en los padres y madres que se han criado y crían a sus hijos con el régimen y educación que se acostumbra entre los españoles; y así, aunque vean maltratar a sus hijos, se les da poco o ningún cuidado, y del mismo modo miran los hijos a sus padres, como que ni los necesitan ni esperan nada de ellos.

Luego que los muchachos llegan a la edad de poderse casar, no retardan mucho el verificarlo, ya porque sus padres o el cura les dicen que se casen, o porque los estímulos de la concupiscencia les incitan a ello. Los más se casan con la que les dicen que se casen, pues hasta en esto tienen tan cautiva la voluntad que no se atreven a hacer elección de la que ha de ser su mujer.

Desde que se casan, así él como ella, salen de la potestad que tenían y entran en otra. A los secretarios de hombres toca desde entonces el tener en su matrícula al varón, y los de mujeres a ella. Lo primero a que se le obliga es a formar chacra propia, y si tiene oficio regularmente lo aplican a él, si no sigue las faenas de comunidad en los días que se destinan para ellas. A la mujer le reparten tarea como a todas, o la emplean en otras cosas, según lo dispone la comunidad.

Como estos matrimonios se efectúan sin que de parte de los contrayentes haya precedido aquella inclinación que une las voluntades, se juntan como dos brutos, con sólo el fin de saciar el apetito de la sensualidad; y como la comunidad dispone a su arbitrio de sus personas, nunca pueden conocer ni disfrutar de aquellas conveniencias que proporciona el matrimonio, ni mirarlo como un vínculo que les facilita el cuidarse mutuamente para su felicidad y la de su prole, y así se miran regularmente con indiferencia hasta la muerte; en la que, cuando sucede la de alguno, tiene poco o ningún sentimiento, porque no pierden ninguna conveniencia ni bienestar.

Con la misma indiferencia que miran los maridos a sus mujeres, y éstas a sus maridos, y ambos a sus hijos, y éstos a sus padres, con la misma miran unos y otros a los bienes que han adquirido o pueden adquirir, porque éstos no les pueden servir sino de peso y embarazo, y de ningún modo de conveniencia. Considere usted un indio que, desnudo de todas las impresiones que ha causado la educación a los demás, de genio activo y laborioso, y que llevado de la viveza de su natural, con las conveniencias que le facilita su pueblo de darle tierras para sembrar y bueyes para que las labren, quiere aprovecharse de la fertilidad de la tierra para proporcionarse una vida cómoda, empleando su actividad en los días que le deja libre la comunidad; que en efecto prepare un gran terreno, y lo siembre de todas aquellas semillas que pueden rendirle según su deseo; la estación del año le favorece, y, por último, aunque a costa de muchos afanes, por verse sólo sin poder conchabar a otros que le ayuden, ni aun valerse cuando quisiera de la ayuda de su mujer, porque la comunidad la tiene ocupada, ni aun de su persona que también la emplea la comunidad; por último, digo, recoge una cosecha tres o cuatro veces mayor que lo que él necesita para el sustento de su persona y familia en todo el año; ¿y qué hará éste de aquellos frutos? Venderlos a otros. ¿Y quiénes son estos otros? Los demás indios de su pueblo, o de otros pueblos. ¿Y éstos qué le darán por ellos? Nada tienen suyo, otros frutos semejantes a los suyos. Extraerlos fuera de la provincia no puede, porque o no tiene cómo poderlo hacer, o son mayores los costos que su valor, con que se ve precisado o a dejarlos perder, o a darlos a necesitados. Conociendo éste por experiencia que nada le ha servido su trabajo en aquel año, y no permitiéndole su genio el mantenerse en ociosidad, determina sembrar un buen algodonal, un cañaveral y un tabacal, persuadido de que el algodón, la miel o azúcar, y el tabaco son efectos comerciables. Pónelo en ejecución como lo determina, y consigue verlo todo logrado; el algodón y la caña no dan fruto, o muy poco, el primer año, y el tabaco es preciso, desde que comienza a sazonar hasta concluir su beneficio, no apartarse de él ni un instante; y como él tiene que acudir a los trabajos de comunidad, lo que recogió los días que tuvo para su utilidad se le pierde en los que dejó de atender, y al fin o no recoge nada, o recoge poco y malo. Al siguiente año, que esperaba tener algún beneficio del algodón y la caña, lo destinan de peón a la estancia o a los yerbales, o a otro paraje en que debe permanecer mucho tiempo; todo lo abandona y va a donde lo mandan, dejando todo su trabajo perdido.

Animales no puede tener ni criar, porque él no los puede cuidar siempre, por la obligación que tiene de acudir a la comunidad, ni conchabar a otros, porque todos están sujetos lo mismo.

Ahora bien, ¿qué hará este indio?, ¿y qué harán todos?, pues en poco o mucho están viendo y experimentando cada día esto mismo; la respuesta es clara, desmayar, entregarse a la ociosidad y el abandono de todo, y, cuando más, contentarse con sembrar aquello poco que le parece suficiente para su alimento, o que baste para libertarse del castigo que le darían si no sembrase, y si el año no favorece, como es poco lo sembrado, no les alcanza para nada lo que recogen. Así sucede y sucederá entretanto vivan como hasta aquí.

Agregue usted a esto las ideas tan bajas que tienen de sí mismos, el poco conocimiento de la vida acomodada de los que poseen bienes, y de las distinciones y honras que éstos logran entre los demás hombres, y el no tener ambición de dejar a sus hijos herencia después de su muerte, porque de esto ni idea ni noticia tienen; y concluirá usted que de necesidad forzosa los indios han de vivir en una continua ociosidad entretanto vivan en comunidad.

Si los indios miran don indiferencia los bienes suyos propios, los de comunidad los miran con aborrecimiento, y por consiguiente el tiempo que se les emplea en beneficio de ella es lo mismo para ellos que destinarlos para galeras. La costumbre en que se han criado, su mucha sumisión y el miedo del azote son los que les hacen sujetar a ello; y así cuesta un sumo trabajo el juntarlos y conducirlos a las faenas. Para cada ocupación es necesario nombrar un cuidador; hay cuidadores de los tejedores, de los carpinteros, de los herreros, de los cocineros, de los sacristanes, de los carniceros y, en fin, de todos los oficios. Lo mismo es menester en los trabajos de los chacareros de todas especies; y, como todos son indios, es preciso poner sobre estos cuidadores otros que reparen si aquéllos cumplen con su encargo. Estos segundos cuidadores regularmente son los alcaldes y regidores, de los que se tiene la misma confianza, con corta diferencia, que de los primeros; y así es preciso que el corregidor cuide de hacerlos cumplir. Pero, aun con esto, es preciso que el administrador cele sobre el corregidor y todos los demás para que hagan algo, que, por más cuidado que ponga, nunca se trabaja ni aun la cuarta parte de lo que se pudiera; pues antes que salgan del pueblo dan regularmente las ocho de la mañana, y sólo a las nueve, o después, comienzan a trabajar, lo que ejecutan como forzados. A las tres de la tarde ya dejan el trabajo y se vuelven, habiendo hecho poco más de nada.

Agregue usted a esto el crecido número de personas que se quedan ociosas, que cuando menos son más de la tercera parte, si no llega a la mitad, unos por empleados en cosas que no son necesarias en el colegio, otros que se fingen enfermos, otros que el corregidor y cabildantes ocultan y libertan de los trabajos de comunidad para emplearlos en sus chacras particulares, a más del crecido número de cuidadores, y verá usted los que quedan para trabajar, y cómo así los que trabajan y los que los cuidan no aspiran a más que a libertarse del castigo o represión, y en pareciéndoles que han hecho lo que basta para libertarse, ya no se mueven.

En la recogida de los frutos sucede el mismo desorden; los primeros que roban son los cuidadores, y, para que por los otros se les disimule, permiten a todos hagan lo mismo; de modo que, como son muchos, y la cosecha corta, en no habiendo mucho cuidado por parte del administrador roban cuando menos la mitad de lo que se recoge.

Pero ¿qué extraño es que así suceda si el corregidor y todos los demás de cabildo no tienen sueldo ni gratificación señalada por sus oficios? Es preciso que ellos se la proporcionen, ya sea robando a la comunidad, ya empleando clandestinamente indios en sus chacras; lo cierto es que todos los que tienen oficios, entretanto les dura, se asean y tienen sus casas con abundancia de todo, sin que se les pueda impedir este desorden. Porque, aunque entre todos ellos se sabe, ninguno es capaz de atreverse a denunciarles por no caer en desgracia y persecución de los que los mandan, y porque así los estrechan menos al trabajo.

La repugnancia y oposición que los indios tienen a la comunidad nace de dos principios; el uno es inseparable de toda comunidad de cualesquiera clase de gentes que se componga. Así lo vemos en las religiones, que, como cualesquiera de sus individuos pueden excusarse sin nota de los actos de comunidad de que no esperan premio, lo hacen, y se aplican con gusto de lo que conocen les ha de proporcionar adelantamientos; y el mejor prelado para ellos es el que con más profusión asiste a la comunidad, mas que conozcan que después les ha de hacer falta. Lo mismo sucede a los indios, que, como saben que de su aplicación lo que les resulta es trabajo y no premio, siempre que pueden excusarse con algún pretexto que los liberte del castigo, se excusan, y el mejor día para ellos es aquél en que se gasta parte de los bienes de la comunidad, aunque sea con extraños, por lo que a ellos les toca en aquella función. Parecidos en esto a los hijos de familia, que nunca están más contentos que el día en que su padre da un convite a sus amigos, que, por lo que participan, quisieran se repitiese todos los días, sin reflexionar que lo que el padre disipa les ha de hacer falta en sus herencias. ¿Pero, para qué me canso en símiles, cuando es patente a todo el mundo que los bienes de comunidad no los miran los individuos que la componen como propios, sino para disiparlos, porque les falta la propiedad en particular?

El segundo motivo que causa a los indios el aborrecimiento a sus comunidades es el ver que de los efectos y frutos más preciosos que se recogen y almacenan no tienen más parte en ellos que el haberlos cultivado y recogido; ellos siembran, cultivan y benefician la caña para la miel y azúcar, lo mismo el tabaco y trigo; ellos ven o saben que de Buenos Aires mandan sal, que ellos tanto apetecen, y otros efectos comprados con el importe de los frutos que produce su trabajo, y que todo se guarda en los almacenes, de donde no vuelve a salir para ellos; conque no es mucho que a vista de esto desmayen y aun aborrezcan todo cuanto se dirige a bien de la comunidad.

A todos los hombres nos estimulan dos motivos para obrar bien: la esperanza del premio y el miedo del castigo son los polos a que se dirige la recta razón y en los que se sustenta nuestra felicidad. Para los indios no hay sino un polo en que estribar, que es el miedo del castigo; conque si éste les falta nada se hace y todo da en tierra; y así es preciso estar con el azote levantado, descargándolo continuamente en estos infelices sin haber remedio para evitar este rigor. Y lo peor es que, con pretexto de castigar las faltas de asistencia a los trabajos de comunidad, castigan el corregidor y los de cabildo a muchos sin otro motivo que el de vengar sus particulares agravios o sentimientos, que es otra opresión que padecen estos infelices.

Aunque el gobierno sabe estos desórdenes y le toca remediarlos, por más empeño que ponga no es posible conseguirlo; porque, si se reprende al corregidor y cabildo por alguno de estos hechos, y se le quieren limitar sus facultades, éstos, por no verse segunda vez reprendidos, toleran las faltas que se cometen, no prestan aquella actividad que se requiere para hacer trabajar a gente forzada. Los indios conocen la falta de autoridad de su corregidor y cabildo, les pierden el miedo, que es el único motivo que les obliga a trabajar, y todo se convierte en desorden. El administrador se queja de que nada se hace, el corregidor se disculpa con que los indios no le obedecen, porque no le tienen miedo, y todo para en que es preciso dejar al corregidor y cabildo obrar con libertad, porque el pueblo no se pierda.

Del aborrecimiento que los indios tienen a la comunidad, de la corta asistencia que tienen de ésta y de las vejaciones que reciben de los corregidores y cabildos resulta la mayor parte de la deserción que se experimenta en los pueblos; la que es tanta que se puede computar que en el día está fuera de sus pueblos cuando menos la octava parte de los naturales que existen. Éstos están dispersos en las jurisdicciones de Buenos Aires, Montevideo, Santa Fe, Bajada, Gualeguay, Arroyo de la China, terrenos de Yapeyú, Corrientes y Paraguay, cuyos parajes aseguran todos están llenos de indios Tapes; y muchos de los prófugos de los pueblos permanecen en esta provincia de Misiones, pasados de unos pueblos a otros, en los que los tienen ocultos en sus chacras los mismos indios.

Los perjuicios que se ocasionan de estas deserciones son muchos, y algunos de la mayor consideración. De los reales tributos se hace inverificable la recaudación; la decadencia de los pueblos, así en la populación, que se disminuye con la falta de ellos y de su posteridad, como en la de sus bienes, privándose del trabajo de los desertores, es considerable; pero lo más doloroso es el daño espiritual que se experimenta en ellos y que pide se solicite remedio.

Los indios que se desertan llevan regularmente alguna india que no es su mujer, con la que vive como si lo fuera; y, ya salga de la provincia o se quede en ella, en todas partes pasan por casados, porque aquéllos a que se agregan, sean indios o españoles, sólo cuidan de disfrutar de su trabajo, sin reparar en que vivan como cristianos o no. Y así ni procuran que oigan misa, ni el que se confiesen, ni que ejerciten ningún acto de cristianos, pues saben que si los quieren obligar a ello se van a otra parte y los dejan; conque, por no privarse del servicio que les hacen, los dejan vivir como infieles.

Los que se van solos, abandonando a sus mujeres y familias, y lo mismo las indias que también se huyen solas, en cualesquiera parte que se establecen procuran, si pueden, casarse; luego es muy creíble que este desorden haya sido más frecuente en los años anteriores, por poco cuidado de los curas de españoles en las informaciones, o por testigos falsos que afirman la soltura; en los mismos pueblos se ha visto también este desorden. El señor Malbar en su general visita dejó proveído en forma de auto a todos los curas de españoles no pudiesen casar a ningún indio sin dar primeramente parte a sus propios curas. De esta acertada providencia se puede inferir que en el día no será tanto el exceso; pero, cuando esto no suceda, sucede el que el indio que se ahuyenta, dejando a su mujer, o la india que deja a su marido, el que permanece en el pueblo queda sin que jamás pueda tomar estado, aunque haya enviudado; porque, como se ignora dónde se halla el fugitivo, se ignora también si es vivo o muerto, y así no pueden pasar a segundas nupcias, de lo que resulta vivir siempre en continuo amancebamiento, con ruina de sus almas ocasionada de estas deserciones.

Tengo noticia que en Santa Fe y Corrientes, y aun dentro de los mismos pueblos, está sucediendo que los curas han casado indios con negras y mulatas esclavas, y, como las leyes previenen que la mujer del indio y sus hijos sean del pueblo de él, y por otra parte la esclava debe seguir a su amo y los hijos son esclavos, no sé cómo pueda componerse esto; al mismo tiempo el indio habrá de seguir a la mujer, y entonces se perjudican los reales tributos, y el pueblo con su falta y la de la posteridad; y me parece que éste es un punto que pide remedio.

Éste es el estado presente de estos pueblos en lo general, y al que viven reducidos estos naturales.

Ya que he manifestado a usted lo que han sido y son en general estos pueblos y su gobierno, quiero decir algo en particular de los del departamento de mi cargo, con la satisfacción de que hablo con quien los ha visto y comparado con el resto de los demás pueblos de esta provincia, y que puedo confirmar cuanto dijere, con la autoridad del señor don Pedro Melo de Portugal, Gobernador Intendente y Capitán General de esa provincia del Paraguay, que también los ha visto, cuya narración podrá servir de confirmación de cuanto llevo dicho, y de anticipación para lo que dijere cuando trate de los medios que me parecen oportunos para mejorar el gobierno de estos pueblos, aumento del real erario, y felicidad de estos naturales, a quienes deseo la mayor prosperidad.

A mediados del año de 1781 me encargué del mando de este departamento, que se componía de ocho pueblos, incluso el de Nuestra Señora de Candelaria, que ahora se ha separado por pertenecer al obispado del Paraguay, y por consiguiente a su gobierno e intendencia, quedándome ahora los de San Carlos, San José, Apóstoles, Concepción, Santos Mártires, Santa María la Mayor y San Francisco Xavier. Estos pueblos por su situación son los de menos proporciones para su adelantamiento: no tienen yerbales silvestres, campos para vaquerías, ni cómo extraer maderas, porque, por lo peligroso del Uruguay, sobre cuya costa están sus montes, nunca se ha intentado enviar a Buenos Aires; conque sólo la agricultura e industria les han de producir su subsistencia. Además de esto, son todos ellos de muy corto número de habitadores; el año de 1781 tenían 8.752 almas y 1.822 tributarios, según los padrones que formó mi antecesor, el teniente de dragones don Juan Valiente.

Por los años de 1773 y 74 estuvieron estos pueblos en la última miseria, solo el pueblo de Concepción tenía algún ganado en sus estancias, en las de los demás era muy poco el que había. Los almacenes de todos estaban vacíos, el chacarerío arruinado, sin algodonales ni cosa que les pudiera producir para su subsistencia. Pero la solicitud de dicho mi antecedente les proporcionó el volver a poblar sus estancias, hizo plantar algodonales y puso en regular estado todos los pueblos a él encomendados, de modo que a mi ingreso tenían las estancias de los ocho pueblos más de 100.000 cabezas de ganado vacuno y caballar, y demás especies en buen estado, y el chacarerío y algodonales bastante adelantados, bien que estaban empeñados en más de 90.000 pesos de comercio, resto del importe de los ganados acopiados para poblar las estancias. En lo demás estaban bastante atrasados, sus almacenes enteramente vacíos, las casas, así las principales nombradas colegios como las particulares de los indios, caídas o muy deterioradas; mucha desnudez, ninguna civilidad, en fin, en sus costumbres y preocupaciones convenían con los demás pueblos en los términos que queda dicho.

Al principio apliqué todo mi cuidado en granjearme la voluntad y confianza de todos los individuos del departamento, no tan solamente de los indios, sino también de los curas y administradores; y lo logré tan cumplidamente que hasta el presente nadie me ha ocasionado quebranto de consideración; todos desean complacerme, y así consigo cuanto deseo.

Conociendo que de las enemistades de curas y administradores resultaba parte de la ruina de los pueblos, o estorbaba su adelantamiento, procuré ante todas cosas arrancar de raíz el espíritu de discordia, estableciendo con algunos reglamentos una paz sólida, que cada día se ha asegurado más y más. Es verdad que alguna u otra vez ha habido algunos disgustos entre curas y administradores, pero éstos han sido de poca consideración, y con facilidad se han disipado sin que haya sido menester dar parte a la superioridad, adonde antes era preciso acudir a menudo.

Procuré también que a los corregidores y cabildos se les tratara con aquella atención que encargan las leyes, y que ninguna persona de ninguna calidad se atreviese a faltar al respeto debido a ninguno de sus individuos, haciéndoles conocer a éstos el modo con que debían portarse para no desmerecer las honras y distinciones debidas a sus empleos, y que yo quería se les guardasen como lo manda el Rey.

Establecí reglas para que entre el cabildo y administrador no hubiese motivo de discordia en la distribución de las faenas de comunidad y su verificación, con otros varios puntos concernientes al buen gobierno del pueblo; y particularmente para evitar las vejaciones que padecían los indios por los corregidores y cabildos, que muchas veces los castigaban por sus fines particulares, aunque con pretexto de otras faltas. Para remediar esto mandé que en el cabildo haya un libro en que se escriban todos los castigos que se ejecutan, en esta forma: «A fulano de tal se le dieron tal día tantos azotes por tal delito, por mandado de tal juez que entendió en su causa», y al fin del mes han de firmar y autorizar todos los del cabildo esta relación, y el administrador ha de certificar a continuación constarle no haberse hecho más castigos que los que allí se refieren, y si se ha dejado o no de castigar a otros que lo han merecido, con todo lo demás que le parezca digno de mi noticia; y sacando del libro una copia, me la envían mensualmente. Con esta providencia he atajado, cuando no todas, mucha parte de las injusticias que hacían, y he dado una regular forma al gobierno económico de los pueblos y a la armonía que debe haber entre el corregidor, cabildo y administrador de cada establecimiento.

Apliqué todo mi conato a promover la agricultura y la industria, animándolos con mis exhortaciones y consejos; y para que se aplicasen con más empeño, acrecenté la ración de carne que se les daba en un tercio más, y así he conseguido sin rigor el que se apliquen al trabajo, y el ver pagadas todas las deudas, y aumentado el ganado vacuno en las estancias, que al presente tienen cerca de 80.000 cabezas más de las que tenían a mi ingreso, y a proporción es al aumento de las boyadas, yeguas, potros, caballos, mulas y ovejas, no siendo menor la ventaja que se conoce en el chacarerío. Se han aumentado los algodonales, plantado cañaverales, reparado los yerbales y mejorado todos los ramos de agricultura; también he procurado se construyan casas nuevas en todos los pueblos, y que se reparen las que había, como asimismo las iglesias y casas principales. Aunque en esto no se ha adelantado tanto como yo quisiera, porque la falta de albañiles lo ha impedido, no ha sido tan poco lo que se ha hecho que no se conozca bastante diferencia de ahora a como estaban antes. Pero, para haber conseguido estos adelantamientos, me ha sido preciso recorrer a lo menos cada dos meses todos los pueblos, ver sus obrajes y chacareríos, mejorar lo que no estaba según debía, establecer lo que consideraba útil, animar a los indios y no perdonar diligencia ni fatiga como la considerase oportuna al logro del adelantamiento. Hasta las mismas estancias he visitado, sin embargo de estar muy separadas de los pueblos (algunas distan más de 40 leguas); he reconocido todos sus terrenos, poblaciones, puestos, rodeos, corrales, estado de sus ganados, aperos de los peones y, en fin, cuanto puede conducir al conocimiento práctico de ellas, remediando muchos abusos y otras faltas que encontré, dejando establecido con consejo de dos capataces hábiles y de experiencia cuanto consideré podía ser útil al aumento y buen estado de los ganados; y el éxito ha correspondido conforme a mis deseos.

Viendo que una de las principales causas que influía para el abatimiento en que vivían estos naturales era la indecencia y desaseo con que se trataban en sus casas, procuré que a los corregidores se les dispusieran habitaciones decentes, dándoles a entender lo que me agradaría el encontrarlos a ellos y sus mujeres con decencia siempre que yo los visitase, que sería a menudo. Después establecí que cada año aseasen y reparasen sus casas interior y exteriormente todos los de cabildo, y así se van mejorando los pueblos y acostumbrando a vivir con decencia.

Para que al aseo de sus casas correspondiese el de sus personas, les procuré persuadir cuán grato me sería el ver que en lugar de tipoy, de que usaban sus mujeres, vistiesen camisas, polleras o enaguas, aunque fueran de lienzo de algodón, y corpiños o ajustadores que ciñeran su cuerpo y ocultaran los pechos; y que las que se presentasen con más aseo serían tratadas por mí, y haría lo fuesen por todos con más distinción. En este punto hubo algo que vencer, porque, preocupados los indios con la igualdad en que los habían criado, no permitían que ninguna sobresaliese de las otras; pero al fin se les ha desimpresionado de este error, y el aseo se ha introducido con no pequeños adelantamientos.

Como las cosas que se intentan no se consiguen con el éxito que se desea si al mandarlas o persuadirlas no se acompañan con la práctica de algunos actos en que por la experiencia se conozcan los favorables efectos y conveniencias que se le propone, para que desde luego conocieran estos naturales lo que se les había de seguir del aseo, dispuse el que en las casas principales, en la del corregidor, o en las de otros indios principales, no se les impidiese el juntarse a tener sus diversiones caseras cuando hubiera un razonable motivo, y con la decencia y orden regular, a las que no pocas veces asistí yo con mi mujer, y a mi ejemplo asisten siempre los administradores y sus mujeres, con lo que he conseguido desterrar la odiosa separación que había entre españoles e indios, estableciendo el trato y comunicación mutua, no tan solamente en estas ocasiones, sino también en todos los días del año que mutuamente se visitan con los españoles y españolas todas las familias en quien resplandece el aseo; y éste es un poderoso estímulo para animarlos más y más cada día, como se va experimentando.

Considerando las pocas proporciones que tienen estos naturales para conseguir algunos adelantamientos, por faltarles los medios de beneficiar, por medio de la venta, los frutos que pueden adquirir con su trabajo, y que de no proporcionarles este beneficio serían inútiles mis esfuerzos y providencias, he dispuesto que todos los frutos que recojan en sus chacras particulares y quieran venderlos a la comunidad, se los han de comprar precisamente, pagándoles de contado su valor en aquellos frutos o efectos que ellos quieran o el pueblo tenga, haciéndoles reservar lo preciso para el alimento de aquel año. Asimismo deben comprarles por su justo precio cualquiera cosa que con su industria hayan adquirido, por los precios que señalé en un arancel que formé para el efecto.

Esta providencia ha tenido favorables efectos, que en sólo dos años que se practica han adquirido muchos indios unas regulares conveniencias, se han aseado muchas familias y, ya aseadas, no se avergüenzan de parecer delante de toda clase de gentes, con cuyo trato se van haciendo sociables y adquiriendo una perfecta civilidad, reinando en todos la abundancia, y cada día va a más, pues el ejemplo de unos sirve de estímulo a otros. Usted lo ha visto, y también lo ha visto el señor Gobernador Intendente de esta provincia, y así no me queda recelo de que le parezca a usted encarecimiento nacido del amor propio.

Aunque en la opinión común son tenidos estos naturales por perezosos e incapaces de poderles infundir deseo de salir de la miseria y abatimiento en que se hallan, pareciéndoles a los que así opinan que es natural en ellos este abandono, yo nunca me he podido persuadir de esta opinión. No negaré que el temperamento y alimentos pueden influir algo en la robustez y disposición del cuerpo, y hacerlo más o menos activo según sus cualidades; y mucho más puede influir, en mi concepto, la educación, por la cual se imprimen en el ánimo las ideas que determinan sus operaciones; pero negaré siempre que éstos sean unos estorbos incapaces de vencerlos, como muchos piensan. Convendré, sí, en que costará trabajo, pero no en que es imposible.

Por reiteradas experiencias tengo conocido que los indios Guaranís no son tan perezosos como los suponen, ni aun se les debe notar de perezosos. Del pueblo de Candelaria destiné a trabajar al de Santa María la Mayor a cuatro indios aserradores, por no haber indios de este oficio en Santa María; a éstos se les señaló de jornal dos reales cada día, el uno para la comunidad de su pueblo y el otro para ellos; en dicho pueblo trabajaban de sol a sol muy gustosos por el jornal que sabían estaban ganando. Llegó el caso de haber de despedir dos de ellos, por haber ya aprendido a aserrar otros de Santa María; ninguno de los cuatro quería ser despedido, todos querían continuar, sin acobardarse del fuerte trabajo de la sierra, y les causó mucho sentimiento cuando los despidieron. Lo mismo ha sucedido con los que han trabajado de calafates en los barcos de San José; y, en fin, cuantos se emplean en estos términos trabajan con gusto y empeño.

Todos los españoles empleados en los pueblos tienen uno o más indios que los sirven, sin darles más jornal que la comida, el vestido y algún corto realillo. Y con solo esto son muy puntuales y eficaces sirvientes, sin que jamás se excusen a lo que se les manda, aunque sea trabajosísima la ejecución, y el mayor castigo que puede dárseles a estos sirvientes es el despedirlos, porque es cosa que les cuesta mucho sentimiento.

Cualquier indio a quien se ofrezca un corto interés está pronto a todo cuanto quieran mandarle, brindándose ellos mismos, y procurando ser preferidos a los otros; conque éstos no son procedimientos de perezosos, porque, si lo fueran, ningún interés les moviera a trabajar.

En todas partes en que a los indios Tapes los ocupan pagándoles jornal son muy buenos peones, como se experimenta en la ciudad de Buenos Aires y en todas las de españoles, que los prefieren a otros peones; conque el no ser aquí aplicados es porque les falta el estímulo de la paga.

También son notados de ladrones, y es verdad que roban cuanto pueden, pero a ello les obliga la necesidad; ellos apetecen cuanto ven, y mucho más lo que no hay dentro de los pueblos, y como lo desean y no tienen cómo comprarlo, y aunque tuvieran no hallarían quien se lo vendiera, no conociendo otro modo de adquirirlo, roban, si hallan ocasión. Bien es que ya no es tan general este vicio, en el que no conciben infamia, pues tal vez el que este año lo castigaron por ladrón, al siguiente lo hacen alcalde. Yo en este vicio descubro en los indios una buena disposición para civilizarlos y hacerlos laboriosos, pues una vez que codician lo brillante, si se les proporciona poderlo adquirir a costa de su trabajo, se aplicarán con empeño, lo que no sucedería si mirasen las cosas con indiferencia.

Para completar esta relación quiero referir aquí lo más particular del gobierno político y económico de estos naturales, según la generalidad con que lo practican en estos pueblos, para que usted venga más en conocimiento de las luces, genio y costumbre de todos ellos.

Cada pueblo tiene un cabildo compuesto de un corregidor, teniente de corregidor, dos alcaldes, cuatro regidores, un alcalde de la hermandad, un alguacil mayor, un mayordomo y un secretario, los que se eligen el día de año nuevo, según lo prevenido en las leyes, a excepción del corregidor y teniente, que no tienen tiempo determinado. Las elecciones las practican juntándose ocho o más días antes, y cada capitular propone un indio para que ocupe el empleo que él ejerce, consultando antes la voluntad del corregidor y la del administrador, que son los principales en que rueda esta máquina. Estando todos acordes, llevan la lista de los que piensan nombrar al administrador, el que, si les parece bien, les dice que lo hagan así, y si alguno de los señalados tiene alguna tacha, o no es del gusto del administrador, les dice que aquél no conviene, y que señalen otro que tal vez el administrador les indica, o lo insinúa privadamente al corregidor, y así se hace. Además de los empleos de cabildantes, se nombran el año entrante todos los empleos militares, los de los cuidadores de las faenas y maestros principales de todos los oficios y artes, de modo que en cada pueblo pasan de 80 y aun 100 los que ocupan oficios, y si el pueblo es corto, todos se vuelven mandarines, y quedan pocos a quien mandar. Estos últimos empleos toca al corregidor privativamente el nombrarlos, pero siempre lo hace con acuerdo del administrador, particularmente aquéllos cuya ocupación es el cuidado de los bienes de comunidad.

Dispuestas las listas y acordes todos, se juntan el día de año nuevo, de mañana temprano, y a toque de caja van publicando en las puertas de la casa de cabildo los nombrados, a cuyo acto asiste toda la gente del pueblo, unos por curiosidad, y otros para recibirse de sus empleos, de que al instante toman posesión, sin aguardar la confirmación del gobierno. Allí entregan las varas y bastones a los alcaldes y demás cabildantes nuevamente nombrados, y a los oficiales militares las insignias correspondientes; desde allí van a misa, y después a casa del administrador a hacerse presente, el que les encarga el cumplimiento de su obligación; y si no está ya extendido el acuerdo de las elecciones, lo extiende, y firmado de los electores, que dicen siempre que todos unánimes y a pluralidad de votos han elegido y nombrado a los contenidos, se remite al gobernador de la provincia para su aprobación; para los demás empleos que no son de cabildo basta el visto bueno del teniente gobernador del departamento.

Todos los días del año, al amanecer, ya están juntos todos los cabildantes a la puerta del corregidor, en cuyos corredores tienen un banco o escaño en que se sientan entretanto es hora de ir a misa, que siempre es temprano. Los alcaldes llevan sus varas, y los regidores sus bastones, que rara vez los sueltan de las manos, y acabada la misa es la primera diligencia el ir a la puerta de la habitación del cura, a saludarlo, y tomar las gracias, y desde allí pasan a la del administrador, el que les previene lo que han de hacer aquel día; y, despedidos, se van juntos a la casa del corregidor, y a su puerta determinan el reparto de la gente, y demás que corresponde a las faenas. Entretanto llega la hora de ir a los trabajos, que siempre es tarde, oyen las quejas y demandas que hay, que casi siempre son faltas al trabajo, hurtos, amancebamientos y chismes de unos con otros. Si el acusador es cabildante, o tiene a su cargo el cuidado de alguna cosa, hacen traer preso al indio o india acusado, y con muy poco examen le mandan azotar, según les parece. Bien es que nunca pueden pasar sus castigos de 50 azotes que este gobierno les permite, reservándose los castigos de los delitos mayores para entender en sus causas y sentencias, a excepción de las capitales, o que merecen pena a otros que a los reos, que se despachan a Buenos Aires con las sumarias. A los ejecutores de las prisiones y castigos llaman sargentos, y éstos nunca dejan de la mano la alabarda, y el azote lo traen ceñido al cuerpo para estar prontos al instante que se lo mandan. Regularmente entienden en las causas todos los cabildantes, juntos con el corregidor y alcaldes; pero en las faenas y trabajos cualquiera del cabildo, aunque no sea sino regidor, manda azotar al que le falta o comete otro defecto.

Desde el tiempo de los jesuitas tienen por costumbre, y observan todavía puntualísimamente, el que, en acabando de azotar a los delincuentes, se han de levantar del suelo, donde los hacen tender, y con mucha humildad van delante del que los mandó castigar, y le dan los agradecimientos de haberles corregido sus defectos. Si alguno omite este requisito le hacen cargo de ello, y teniéndolo por prueba de soberbia, lo vuelven a mandar azotar para que se humille, quiera o no quiera.

Siempre se procura que en las cárceles no se detengan presos, sino aquellos procesados por delitos capitales, o a los que se desertan con frecuencia, y a los demás se les aplica la pena, luego que se justifica el delito, y se ponen en libertad, porque las cárceles son poco seguras, y los que las tienen a su cargo muy descuidados; y así se les van a menudo los presos sin que baste el castigar a los cuidadores. Ellos los dejan salir solos a sus necesidades, los llevan a oír misa, aun a los homicidas, de modo que no se va el que no quiere.

Todos los días clásicos y de función se visten de gala con los vestidos que tiene el pueblo para estas funciones. Vístense también los oficiales militares con los suyos, y otros muchos se visten y forman acompañamiento; entre estos vestidos hay algunos costosos, pero más les sirve de ridiculizarlos que de adornarlos. En el pueblo donde asiste el gobernador o algún teniente gobernador concurren todos a su habitación, lo acompañan de ida y vuelta a la iglesia en toda ceremonia, pero estando solos guardan poca formalidad. Siempre que van juntos van en pelotón, o más bien en hilera, el corregidor delante, al que sigue el teniente y alcaldes, y por su orden los demás, siendo el último el menos graduado. En la iglesia se sientan en escaños; regularmente se dividen en las dos bandas, aunque en algunos pueblos se sientan todos los de cabildo en un solo escaño, y el teniente de corregidor con los oficiales militares ocupan el puesto; pero los caciques, que debían ser preferidos, no tienen ningún lugar señalado, ni cosa que los distinga, sino es que, por tener empleo, ocupan el lugar que por él les toca.

Al gobernador de los pueblos le ponen en la iglesia silla, tapete y almohada, y se le guardan por los curas todas las preeminencias que disponen las leyes se guarden a los gobernadores los días de funciones clásicas, y en que asisten religiosos de otros pueblos. Le da paz un sacerdote con estola, y en los demás festivos un acólito con banda aseada; lo mismo se observa con los tenientes gobernadores, cuando no está presente el gobernador, por disposición del excelentísimo señor don Francisco Bucareli; aunque los gobernadores por condescendencia han permitido que al teniente se le ponga otra silla inmediata a la suya, cuando se halla algún teniente en donde él está. Supongo será esto porque, como los indios son tan rudos, no piensen es desaire que se les hace, o que el teniente, en ausencia del gobernador, le usurpa aquel honor; en fin, ello así se practica. A los cabildos da la paz un acólito, y el cura les da el agua bendita a la puerta de la iglesia los días más clásicos; pero al gobernador todos los festivos.

Los días de cumpleaños del Rey, los de su real nombre, y todos aquellos en que se festeja alguna felicidad de la monarquía o de la real familia, desde la víspera de mañana se pone el Cabildo en ceremonia; sacan de las casas de cabildo las cuatro banderas que tiene cada pueblo, dos con las armas reales y dos con cruces de Borgoña, y las demás insignias militares, que son cuatro picas largas de a cinco o seis varas, y muy delgadas, con mojarras pequeñas en las puntas, y algunos pequeños plumajes de colores; puestos con orden y distribución en algunas partes de ellas, cuatro jinetas a la usanza antigua, y algunos bastones, unos en la forma común, y otros con escudete de metal o acero por puños. Desde las diez del día comienzan a dar varias vueltas con orden, a toque o ruido de cajas, por la plaza, unos a pie y otros a caballo, en que arman varias escaramuzas y torneos; hasta las doce, a cuya hora se anuncia la festividad con repiques de campanas y algunos tiros de camaretas, a cuya señal concurren todos los del pueblo a la puerta de la iglesia, en cuyo pórtico está colocado el real retrato en el lado correspondiente al evangelio, en un cajón, con sus puertas y cortinas interiores, y al lado opuesto están las armas reales pintadas en la pared o en lienzo. Juntos todos, con la música completa, se abre el cajón y descubre el real retrato repitiendo varias veces: «Viva el Rey, Nuestro Señor, don Carlos III», y se pone una guardia con las banderas, y dos centinelas efectivas delante del real retrato. A la tarde se cantan vísperas con mucha solemnidad, esmerándose en esto no poco los religiosos curas, y después vuelven a las escaramuzas, entretanto disponen algunos bailes o danzas de muchachos, que maravilla el orden y compás que guardan, aunque sean de tan corta edad que no lleguen a ocho años. Los bailes que usan son antiguos o extranjeros; yo no he visto en España danzas semejantes, ni en las diversiones públicas de algunos pueblos, ni en las que se usan en el día y octava de Corpus. Ahora modernamente van introduciendo algunas contradanzas inglesas, danzas valencianas y otros bailes que usan los españoles. A estos muchachos danzantes los adornan con vestidos a propósito, con coronas y guirnaldas que hacen vistosas las danzas; hay algunas que se componen de 24 danzantes, que forman varios enlaces, y aun letras, con el nombre que quieren.

Entre danza y danza hacen juegos o entremeses, que en su idioma llaman menguas, todos de su invención, y algunos de ellos que parecen de bastante artificio y gracia a los principios, pero que no saben concluirlos con propiedad, los más los acaban a golpes y azotes, lo que celebran con mucha risa los circunstantes.

Al ponerse el sol se reserva el real retrato con las ceremonias y vítores con que se descubre, y a la noche se ponen luminarias y se arman fogones en la plaza, y se repiten los bailes como a la tarde. Al día siguiente, al salir el sol, se vuelve a descubrir el real retrato en la forma dicha, el que permanece descubierto todo el día. A la hora acostumbrada, y dados los repiques de campanas, se junta toda la gente en la iglesia, en la que se canta la misa y Te Deum con mucha solemnidad, y después se prosiguen en la plaza las carreras de caballos en contorno, en las que, divididos en cuatro cuadrillas, los indios hacen muchas evoluciones o figuras, a la usanza antigua, todo a toque de muchas cajas y clarines, y con grande algazara y ruido de cascabeles grandes, de que llevan cubiertos los pretales y cabezadas de los caballos, lo que tienen por adorno y grandeza.

Para mediodía tienen dispuestas seis u ocho mesas de convite, que se hace en casa del corregidor, y en las de algunos caciques y cabildantes, para las cuales se da de los bienes de comunidad, para cada mesa, un toro, un poco de sal y un par de frascos de miel, y ellos agregan de lo suyo lo que pueden. En cada casa en que hay convite disponen una mesa larga en los corredores, que suele ser una tabla angosta sobre dos palos, y una mesita chica adornada a manera de altarito, con respaldo, en la que colocan alguna imagen o estampa de santo; en esta mesita ponen las viandas más finas y delicadas, como son aves, pasteles, batatas cocidas o asadas, pan, etc. Estas mesas, con más algunos grandes pedazos de asados, y otras cosas, las traen a la plaza, cerca de la puerta del colegio, a las doce del día, a que el cura les eche la bendición, a cuya ceremonia gustan los indios que asistan todos los españoles que hay en el pueblo, particularmente si está el gobernador o teniente gobernador; y luego que el cura les bendice la comida, saludan con toque de cajas y clarines, y baten las banderas y la música, entonan una letra, que tienen dispuesta en su idioma, para dar gracias a Dios que les da de comer, y hecho esto se retiran con las mesas a sus casas, y se ponen a comer en los corredores, lo que ejecutan estos días con toda ceremonia. No se sientan en aquellas mesas sino los que son convidados, que deben tener oficio o cargo; tampoco se sienta ninguna india. En tomando asiento los indios, que todos dan la cara a la plaza, vienen las mujeres e hijas de los convidados, cada una con un plato de barro grande; llega y lo pone debajo de la mesa, a los pies del padre o marido, y se retira un poco, manteniéndose en pie, frente de su marido, todo el tiempo que dura la comida, la que van sirviendo algunos indios, que traen a cada convidado un plato de buen porte colmado de comida, del que come un poco o hace que come, y luego lo desocupa en el plato que tiene a sus pies; da el plato vacío, y se lo vuelven a traer lleno de otra cosa o de la misma, y hace lo mismo que con el primero; y así continúan hasta que concluyen. De modo que juntan en un plato todas las sobras de cuantas viandas les han servido a la mesa; hasta los dulces, si los hay, los juntan con lo demás. Luego que han acabado, llegan las mujeres y toman los platos de las sobras y se los llevan a sus casas, a donde también van los maridos, y juntos con sus hijos o amigos comen lo que ha sobrado en el convite.

Aunque los corregidores tenían el mismo estilo cuando yo vine a estos pueblos, lo han desterrado enteramente en sus particulares, y el convite, que en estas fiestas y en la del santo patrón titular del pueblo tienen en su casa, lo hacen ya del mismo modo que los españoles. Dentro de su casa disponen la mesa bien servida y aseada, en ella se sientan las mujeres juntamente con sus maridos y se portan con sobriedad, y los curas van a casa de los corregidores a bendecirles la mesa.

A la tarde corren sortija en la plaza, dando premios al que la lleva, y a la noche se repiten los bailes y menguas.

De estas funciones la que se hace con más solemnidad es la del día del santo del patrón titular del pueblo. Para ella disponen en la plaza, en la entrada de la calle que está en frente de la puerta de la iglesia, un castillo o andamio hecho de maderos altos, en el que forman pórticos y balcones, con ramos verdes, y adornan con colgaduras y bastidores de lienzo pintado; allí colocan en un altar la imagen del santo titular, y delante, al pie del mismo altar, dejan lugar para enarbolar el real estandarte. Desde muy temprano, la mañana de la víspera, ya están todos los cabildantes, oficios militares y demás empleados del pueblo vestidos y con caballos ensillados para salir a recibir al camino al gobernador, a los tenientes y a los curas, administradores y cabildos de otros pueblos, convidados a la fiesta; tienen puestas espías en todos los caminos, y en avisando que viene alguno salen a medio cuarto de legua a encontrarlo; allí lo saludan, le dan la bienvenida y lo acompañan hasta su alojamiento. En estos recibimientos pasan toda la mañana, empleando los intervalos de tiempo en correr a caballo alrededor de la plaza, que es la pasión más dominante de los indios, que no cesan de correr los tres días que dura la función; y para ello tienen reservados con mucho cuidado los caballos que han de servir esos días, a los que llaman los caballos del santo; y éstos sólo en faenas particulares sirven, pero no en el servicio diario de las estancias; lo que también es conveniente, pues se hallan en buen estado aquellos caballos cuando se necesitan.

En el regidor primero es en quien recae el empleo de alférez real, a cuya casa acude el cabildo a las doce del día, y lo acompañan a la casa de cabildo, en donde le entregan la insignia de alférez real, que es un bastón alto que tiene sobre el puño un escudo de plata del tamaño de una mano, en el que están grabadas las armas reales. Al alférez real acompaña un indiecito que le sirve de paje, y le lleva el bastón cuando él lleva el real estandarte. Para uno y otro tienen los pueblos vestidos iguales, con bordados y galones muy costosos; pero, como están cortados a la antigua y no les ajusta a sus cuerpos, los hacen ridículos. El alférez real toma el real estandarte y con todo el acompañamiento lo lleva y coloca en el castillo, repitiendo muchas veces: «Viva el Rey, Nuestro Señor, don Carlos III». Desde allí van todos a la puerta de la iglesia, y descubren el retrato en la forma que queda dicho; y después entran en la iglesia, en donde se canta el magnificat, y se retiran, acompañando hasta su casa al alférez real.

A la tarde, después de dados dos repiques de campanas para anunciar las vísperas, va el cabildo, montados y acompañados de los oficiales reales y demás concurrentes, a casa del gobernador, o teniente gobernador, a sacarlo para el paseo del estandarte, donde concurren todos los administradores y demás españoles concurrentes, como asimismo los corregidores y cabildos de otros pueblos; y todos montados van desde allí a casa del alférez real, al que acompañan y llevan a que tome el real estandarte; y al recibirlo repite el «viva el Rey» al son de cajas, clarines, campanas y varios tiros de camaretas; y dispuestos en buen orden dan vuelta la plaza, caminando delante los oficiales militares de a pie con las banderas, picas y demás insignias, jugando y batiendo las banderas de trecho a trecho, y repitiendo «viva el Rey». Llegan a la puerta de la iglesia, donde esperan los curas a todos los religiosos concurrentes, los que, después de dada el agua bendita, acompañan hasta el presbiterio al real estandarte, el que recibe el cura o el que ha de celebrar la misa, y coloca dentro del presbiterio, al lado del evangelio, en un pie de madera, y al alférez real le ponen silla, tapete y almohada, al mismo lado de afuera del presbiterio, enfrente de la que ocupa el gobernador o teniente gobernador; y, en acabándose las vísperas, vuelven a retirarse en la misma forma y, dando antes vuelta a la plaza, colocan el real estandarte en su lugar.

Al otro día se repite el paseo, y se canta la misa como la tarde antes las vísperas, y a las doce del día se reserva el real estandarte; pero el real retrato permanece descubierto todo el día, el que ocupan en correr en la plaza, en bailes, sortija a la tarde y otras diversiones. En la forma dicha continúan lo mismo el día siguiente, en el que suelen correr algunos toros, cortadas las aspas para que no lastimen a los toreros, que son muy torpes y atrevidos. En algunos pueblos representan a las noches óperas o comedias truncadas, pero, como los representantes son indios, y los más de ellos muchachos, y no entienden lo que dicen ni pueden pronunciar bien el castellano, se les entiende poco y tienen poca gracia estas representaciones para los españoles y para ellos.

Al mediodía juntan las mesas en la plaza para la bendición en la forma dicha; regularmente pasan este día de veinte mesas las que se disponen, y en algunos pueblos ricos aun llegan a ciento, y todas muy abundantes de carne, pues el pueblo más económico es preciso gaste este día cuando menos 50 toros, porque de los pueblos inmediatos concurre mucha gente, y a todos dan de comer con abundancia.

En esos días se reparten, al tiempo de los bailes, sortija y toros, varias menudencias de las que se trabajan en los pueblos, como son rosarios, vasos, cucharas, peines de aspa y lienzo de algodón; también se les da, si hay en el almacén, agujas, cintas, cuchillos y otras menudencias que ellos estiman mucho. De esto, unas cosas se dan por premio a los que bailan o llevan la sortija, y otras se tiran a que las cojan, que es en lo que ellos tienen más diversión, y se juntan todos a cogerlas; hasta los cabildantes, si cae alguna cosa hacia donde están sentados, olvidan la formalidad con que están y se arrojan como niños a coger lo que pueden; aunque ya en el día se contienen algo.

Todo el año trabajan gustosos sólo con la esperanza de que la fiesta se haga con grandeza; y si se les quiere cercenar algo, contestan que ellos trabajan contentos sólo con el fin de gastarlo ese día; y si a pesar suyo se moderan los gastos, se reconoce desmayo en adelante en la aplicación al trabajo.

Aunque por la costumbre que tienen de acudir a sus distribuciones saben el día y hora de todo, están tan acostumbrados a no hacer nada sin que se lo manden, que para todo aguardan la señal del tambor, o la voz del pregonero o publicador; y así en todo el día se oyen repetidos toques de cajas y publicar por las calles lo que deben hacer. Al alba, luego que la campana hace señal, corresponden los tambores, y se reparten por las calles algunos indios, que a voz alta les dicen se levanten a alabar a Dios, a disponerse para ir a la iglesia a oír misa, después al trabajo, y que así harán la voluntad de Dios, se proporcionarán el sustento y agradarán a sus superiores. En todas las horas del día repiten esta misma diligencia conforme lo que tienen que hacer; lo mismo para que acudan al rosario, sin embargo de que la campana les avisa.

Habiendo yo notado que en varias horas de la noche tocaban las cajas, particularmente a la madrugada, me movió la curiosidad a preguntar a qué fin eran aquellos toques; y me respondieron que siempre habían tenido aquella costumbre de recordar toda la gente en algunas horas de la noche, y que por eso lo hacían. Apurando más esta materia y su origen, me dijeron que los jesuitas, conociendo el genio perezoso de los indios, y que, cansados del trabajo de todo el día, luego que llegaban a sus casas y cenaban, se dormían hasta el otro día, que al alba les hacían levantar para ir a la iglesia y de allí a los trabajos; así no se llegaban los maridos a sus mujeres en mucho tiempo, y se disminuía la populación; y que por eso dispusieron el que en algunas horas de la noche los recordaran para que cumplieran con la obligación de casados.

No se nota en estos pueblos aquel bullicio que ocasionan las gentes en las poblaciones; cada uno en su casa observa un profundo silencio, no se juntan a conversación ni diversión alguna, ni aunque estén juntos se les ofrece qué hablar, porque están faltos de especies; ni tienen juegos para pasar el tiempo desocupado, ni aun los muchachos juegan ni se divierten en las plazas y calles, como es propio de su edad; no se oyen cantares en su idioma, ni en castellano, y así no se les oye cantar en sus faenas ni ocupaciones, como lo acostumbran los trabajadores para aliviar el trabajo; ni tampoco cantan las indias, ni aun saben ellos ni ellas hablar alto. Desde chicos los crían tan encogidos que, si les mandan llamar a alguno, aunque lo tengan a la vista, no saben levantar la voz para llamarlo, y van donde está, y allí le dicen que lo llaman; tampoco acostumbran ni les permitían el tocar en sus casas guitarras ni otro instrumento, y menos el tener bailes caseros; en el día se les permite, aunque con bastantes limitaciones.

Esto es lo más particular del gobierno político y económico de estos indios, cuya noticia podrá contribuir a formar cabal concepto de lo que son y del estado en que se hallan.

Ya que he referido a usted lo que me ha parecido más particular de esta provincia y sus naturales, discurro no le será desagradable el que, antes de pasar a tratar de otros puntos, le hable a usted algo de las naciones de indios infieles, confinantes con estos pueblos, así por lo que pueden con el tiempo aumentar esta provincia, como porque con su noticia se podrá formar más cabal concepto de todo lo dicho, y de lo que después propusiere para los fines de mejorarla. Y omitiendo la nación de los Guaicurus, que antes molestaba los pueblos más inmediatos al Paraguay, porque ya en el día se considera distante, mediante las acertadas providencias del actual gobernador, el señor don Pedro Melo de Portugal, que con haber establecido las poblaciones de Ñembuá, y tomado otras providencias, ha sujetado aquella nación, de modo que no ha dejado ni el menor recelo de invasión en estos pueblos, hablaré solamente de los Guayanás, los Tupís, los Minuanes y Charrúas.

Bajo de la nominación de Guayanás comprenden estos naturales a otras muchas naciones, que tienen cierta relación entre sí, y cuyo genio, costumbres y lenguaje se diferencian poco; éste es semejante al guaraní, y probablemente tiene el mismo origen; y, aunque alterado y desfigurado con distinto acento y pronunciación, los entienden con poca dificultad los indios de estos pueblos.

La nación Guayaná, junta con las demás naciones sus semejantes, es bastante numerosa; viven a una y otra banda del Paraná, desde unas 20 leguas del Corpus, hasta el Salto Grande de dicho Paraná y aún más arriba, extendiéndose hasta cerca del Uruguay, por el Río Iguazú, el de San Antonio y otros. Su natural es docilísimo, y tan sociable con los indios de estos pueblos que no hay noticia les hayan hecho el más leve daño en los frecuentes viajes que hacen a los yerbales; antes bien les ayudan a trabajarles, buscan y manifiestan los parajes en donde hay muchos árboles de yerba y aun les socorren con alimento cuando les escasea, contentándose con algunas frioleras que se les da, como son abalorios, espejitos, algunas hachas chicas y algún lienzo de algodón.

Estos indios viven dispersos por los montes, se alimentan de la caza, que matan con flechas sin veneno, que no lo usan ni conocen; comen de todas sabandijas, pero lo principal de su alimento es la miel de abejas de los montes. También siembran algunas chacras, pero no las cultivan; lo que hacen es derramar la semilla en algún paraje, y al tiempo que ya les parece tendrá fruto vuelven por allí y recogen lo que hallan; las semillas que tienen son: porotos de varias especies, y que algunos dan fruto todo el año hasta que el frío consume las matas, el maíz y calabazas o zapallos de varias especies, algunos de exquisito gusto.

A doce leguas del pueblo de Corpus, hacia la parte del este, hay una pequeña reducción de la nación Guayaná, nombrada San Francisco de Paula, que está a cargo de los religiosos dominicos; y aunque ya hace muchos años que se fundó, ni se aumenta, ni hay esperanza pueda permanecer con fruto; pues, aunque los indios manifiestan mucha inclinación a ser cristianos, hay muchos estorbos que dificultan el que se consiga el establecerlos a vida civil y cristiana.

El número de personas cristianas de que se compone la reducción al presente son unas 50, entre chicos y grandes; pero éstos no siempre asisten en la reducción, pues, acostumbrados a buscar su alimento en los montes, se entran por ellos a procurárselo, en donde tratan y conversan con sus parientes y amigos los infieles, estándose con ellos muchos meses, de lo que resulta el que tal vez no vuelven a la reducción. También los infieles frecuentan ésta a menudo, particularmente cuando los reducidos tienen qué comer; entonces se llena la reducción de infieles, y en consumiendo lo que hay se retiran, llevándose consigo a muchos de los cristianos, que, o aficionados del trato, u obligados de la necesidad, se van con ellos.

El paraje en donde está situada la reducción es una de las mayores dificultades que hay para que se aumente; la cercanía y trato con los suyos no les deja olvidar sus antiguas costumbres e inclinaciones; el poco terreno descubierto de bosques no les permite extender sus chacras, y mucho menos el criar animales, pues, además de la falta de terreno, abunda tanto de mosquitos, tábanos y jejenes de diversas especies, que ni aun pueden tener un caballo para el servicio del religioso doctrinero.

Por el mes de octubre del año próximo pasado de 1784, al tiempo que el ilustrísimo señor don Fray Luis de Velasco, obispo de esa ciudad del Paraguay, visitaba los pueblos de su diócesis, estando en el de Corpus bajaron los indios Guayanás cristianos a confirmarse en aquel pueblo. Con este motivo tuvo ocasión dicho señor ilustrísimo, y la tuve yo, de hablar con ellos, y particularmente con el corregidor, que, aunque de nación Guayaná, fue nacido y criado en el pueblo de Corpus; y preguntándole por las causas que a él le parecían motivaban el poco adelantamiento de su reducción, dijo que la cortedad de sus terrenos y la inmediación a los montes, donde encontraban lo necesario para su alimento, juntamente con no estar habituados al trabajo, eran los motivos que distraían de la reducción a los reducidos; y que los infieles, aunque todos deseaban ser cristianos, viendo que no tenían qué comer en la reducción, no querían venir a ella, y que sólo se acercan por allí cuando saben que hay qué comer, y en consumiéndolo vuelven a los montes; y que solamente que se les diese terrenos buenos en otra parte se conseguiría el aumento de la reducción. A lo que les dijo el señor obispo que hablasen a sus parientes y amigos y los persuadiesen a salir de entre los montes, que la piedad del Rey les concedería terrenos y modo de subsistir en otros parajes con las comodidades que veían en los de aquel pueblo, y les destinarían ministros que los doctrinasen y enseñasen el camino del Cielo; y que esta diligencia la pusiesen en ejecución luego que volviesen a la reducción, y que de sus resultas me avisasen a mí, para que yo lo participase al señor obispo y al excelentísimo señor virrey con el informe que tuviese por conveniente; y aunque quedaron en hacerlo, particularmente el corregidor, hasta ahora nada ha resultado, ni creo resultará por lo que diré a usted.

En el tiempo que el pueblo de Candelaria estaba comprendido en los de mi cargo, tenía dispuesto que aquellos indios frecuentasen los viajes a los yerbales silvestres; y entre otros puntos que encargaba para que se gobernasen en aquella faena, era el que conservasen la mejor armonía con los infieles, aficionándolos al trato con ellos; y que siempre que tuvieran oportunidad les persuadiesen a ser cristianos y a salir de los montes, convidándoles con las conveniencias que ellos tenían en sus pueblos; y para que les fuesen patentes, vieran si podían persuadir a algunos caciques a que, como de paseo, vinieran a ver su pueblo; y en efecto vino uno con otros dos indios con algunos de Candelaria, a los que agasajé y regalé bastante. Y tratándoles del asunto de su conversión y reducción, me respondieron que así ellos, como todos los demás de aquellos montes, deseaban ser cristianos, pero que fuesen allá los religiosos a enseñarlos, porque ellos no podían salir de allí, porque si venían a los pueblos se habían de morir; y de esta persuasión, de que no daban ninguna causa, no los pude disuadir. Pero me parece que no sería dificultoso el apartarlos de ella, aunque fuera poco a poco, porque como llevo dicho son muy dóciles; y de querer juntarlos en la reducción principiada o a otra en aquellos parajes, me parece que todos los esfuerzos y gastos serían inútiles; porque, aunque la piedad del Rey les facilite algunos socorros, al instante que éstos llegasen a la reducción vendrían a ella cuantos hay en los montes, y permanecerían allí hasta que los consuman o se los escaseen, y les quisieran obligar a trabajar; lo que no sucedería si los trasladasen a otra parte.

La prueba mayor que tengo para convencerme de la docilidad y buena disposición de estos indios es que hace tres años que se han mantenido sin religioso que los doctrine y gobierne, y en todo este tiempo ni han abandonado la reducción, ni han dejado de cumplir en lo posible con las obligaciones de cristianos. Y lo más es que, habiendo visto el señor obispo la desnudez de algunos, determinó socorrerlos, y en efecto lo hizo; y haciéndoles cargo que por qué no trabajaban en hilar y tejer para vestirse, dijo el corregidor que en aquel año habían recogido poco algodón, y que aquel poco lo habían hilado y tejido, y lo tenían guardado para tupambae del padre, y que de modo ninguno habían de gastarlo hasta que él viniera y dispusiera de él.

A la banda del sur del Uruguay, en los montes que principian desde el pueblo de San Francisco Javier, habita la nación nombrada Tupís. Ésta parece no es muy numerosa, o andan muy dispersos, porque nunca aparecen muchos juntos; son caribes, y tan feroces que ni aun los tigres les igualan. Viven siempre en los montes, desnudos enteramente, sus armas son arcos y flechas, que así aquéllos como éstas son de más de dos varas de largo; algunas veces se dejan ver junto al dicho pueblo de San Javier a la banda opuesta del Uruguay; y aunque siempre que esto sucede se les ha procurado hablar y atraerlos, ofreciéndoles y mostrándoles cintas, abalorios, gorros colorados, maíz y otras cosas, nunca han querido llegarse ni esperar, correspondiendo con sus flechas, con las que han herido algunos indios cuando han visto que las canoas o balsas se acercan hacia donde ellos están, retirándose precipitadamente al monte.

El pueblo de San Javier mantenía en aquel lado una estanzuela, y por las invasiones de estos indios les fue preciso abandonarla; pues, aunque no acometían a las casas, buscaban ocasión de encontrar algún indio solo para acometerle, y no se podían perseguir, porque ganaban el monte, del que jamás se apartaban mucho. En tiempo de los jesuitas pudieron los indios de San Javier aprisionar uno de estos indios, y lo trajeron al pueblo, en el que procuraron agasajarlo con la suavidad del trato; pero nada bastó para que depusiese su ferocidad, en la que permaneció sin querer tomar alimento ni hablar una palabra, hasta que murió.

Estos mismos indios se extienden por aquellos montes hasta cerca del pueblo de Santo Ángel, y por todos los montes que median entre el Uruguay y los pueblos del destacamento de San Miguel, conocidos por los de la Banda Oriental del Uruguay. Cuando los indios de estos pueblos van a los montes a beneficiar la yerba nombrada del Paraguay, es menester que vivan con la precaución de no separarse uno solo, porque los Tupís los acechan desde el monte a manera de tigres, y el que ven solo y retirado de los otros le acometen, y si no puede escapar, lo matan, lo llevan y lo comen.

De estos indios cuentan los Guaranís algunas patrañas, ocasionadas del miedo que les tienen; una de ellas es que sus pies no tienen dedos, y que en ellos tienen dos talones o calcañales, y que así no se puede conocer por las pisadas si van o vienen.

En los campos que se dilatan a la Banda Oriental del Uruguay, desde el río Negro hasta el Ibicuy, habitan las dos naciones de Charrúas y Minuanes; la primera hacia el lado del río Negro, y la otra hacia el Ibicuy y estancias que por allí tienen los pueblos. Estas dos naciones son semejantes en su genio, costumbres y modo de vivir, y así lo que dijere de los Minuanes, que son los más inmediatos a estos pueblos, conviene a los Charrúas.

Los indios Minuanes viven en tolderías, compuestas de parcialidades o cacicazgos, aunque regularmente conocen superioridad en alguno de los caciques de aquellos territorios, ya por tener mayor número de indios a su devoción, o por más valeroso y hábil; ahora el que domina es el cacique Miguel Caray. Estos indios son bastante tratables, guardan fe en sus contratos, castigan a los delincuentes, sin permitir se haga daño a nadie, si no han recibido antes algún agravio, y así viven en buena armonía con todos los de los pueblos, menos con los de Yapeyú, que, porque éstos les han hecho algunos daños, siempre que pueden se vengan de ellos.

Estos indios permiten en sus tolderías, y en todo el terreno en que se extienden, a cuantos indios Guaranís se desertan de sus pueblos y quieren vivir entre ellos; pero han de usar la política de avisarles y decirles que van a favorecerse de ellos. Del mismo modo permiten españoles gauderios y changadores, que andan por aquellos campos matando toros para aprovechar los cueros, los que extraen llevándolos a la ciudad de Montevideo, introduciéndolos en ella clandestinamente entre los que extraen con permiso o de otra forma, o pasándolos al Brasil por medio de inteligencia con los portugueses del Viamont y Río Pardo, en cuyos parajes introducen los mismos gauderios españoles algunas porciones de ganado de los mismos campos. Pero es mucho más lo que extraen los mismos portugueses, a los que ayudan y favorecen mucho los Minuanes, porque los regalan con más frecuencia, dándoles lo que más apetecen, particularmente el aguardiente, por medio de lo cual consiguen, no tan solamente el que les permitan matar y extraer todo el ganado que quieren y sus corambres, sino que, en caso de que alguna partida española los encuentre, los favorecen, no permitiendo se les haga ningún mal.

Aunque por la buena fe que estos indios observan con los de estos pueblos se conserva la paz, son muy perjudiciales; lo primero, por el asilo que dan a los indios que se desertan de estos pueblos; lo segundo, por el favor que prestan a los españoles y portugueses changadores que destruyen los ganados de aquellos campos; y, por último, porque siempre es preciso contemplar con ellos, regalándolos con yerba, tabaco y otras cosas, a fin de que con cualquier pretexto no impidan las vaquerías, robando las caballadas y haciendo otras extorsiones a los que van a ellas.

El buen natural de estos indios parece franquearía la entrada a su reducción y conversión, pero en nada menos piensan que en reducirse; y, aunque no les es repugnante nuestra religión, les es la sujeción que ven en los indios de estos pueblos reducidos a pueblos, y precisados a trabajar, lo que a ellos no sucede. Nadie determina sus operaciones, cada uno es dueño de las suyas, en el campo tienen su sustento en el mucho ganado que hay en él, y tienen pocas luces para conocer lo feliz de la vida civil, y mucha malicia para no dejarse sujetar al yugo de una reducción. A mí me parece que los Minuanes jamás se reducirán con sola la persuasión de la predicación evangélica.

Réstame ahora dar a usted una individual noticia del gobierno eclesiástico y culto divino de estos pueblos; pues, siendo mi ánimo el presentar al examen y consideración de usted la idea que me ha ocurrido de mejorar el gobierno temporal de esta provincia, será preciso mudar en parte el que se observa en la eclesiástico, así para conformarlo con el temporal, como para que se logren y tengan efecto las piadosas intenciones de Su Majestad y prelados eclesiásticos, y que estos naturales logren la asistencia, doctrina y sufragios necesarios a la salvación de sus almas. En esta narración tocaré algo de lo que alcanzo con certeza del tiempo de los expatriados, y me extenderé en el presente, como que tengo entera noticia, para que con conocimiento de lo que ahora se observa puedan conocerse las ventajas del que premedito.

En tiempo de los jesuitas había en cada uno de estos pueblos un cura que presentaba el gobernador de Buenos Aires, como vicepatrono de los treinta pueblos, al que daba la colación y canónica institución el obispo de Buenos Aires a los de los diez y siete pueblos del Uruguay, y el del Paraguay a los trece del Paraná. Estos curas tenían de sínodo 476 pesos, señalados en los reales tributos, los que percibía su religión, quien señalaba los compañeros y coadjutores que le parecía, poniéndolos y quitándolos a su arbitrio, o a pedimento de los curas, y a unos y otros les suministraba lo preciso para su comodidad y decencia. El cura se hacía cargo y cuidaba principalmente de las temporalidades, y daba al compañero el cargo el cargo de lo espiritual, sujetándolo en todo a sus disposiciones; y como ya dejo dicho del modo que se gobernaban en lo temporal, diré lo que alcanzo del que practicaban en lo espiritual.

Lo primero que se presenta a la vista son los templos; éstos, aunque no guardan regularidad en su arquitectura y son de poca duración, atendiendo a la pobreza de los pueblos y la de sus naturales, son muy suntuosos y están bien adornados interiormente de retablos, los más de ellos muy toscos, y todos dorados, y los bustos de los santos que ocupan sus nichos pocos son los que hay de buena escultura. Las pinturas que adornan sus paredes son toscas y desproporcionadas. Las alhajas de plata son muchas y grandes, aunque su obra es poco pulida, a excepción de alguna otra pieza. Los vasos sagrados son también muchos y de mejor obra, y algunos de ellos de oro; igualmente los ornamentos son muchos, ricos y costosos. De modo que, aunque para el servicio de Dios y culto divino ninguna riqueza puede decirse que es excesiva, con todo, atendiendo a la pobreza de los pueblos y sus naturales, parece que se excedieron en esto. Las torres o campanarios son de madera, formados de cuatro pilares u horcones gruesos y altos, con dos o tres entablados que hacen otros tantos cuerpos, y su tejadito. Estos campanarios están en los patios de las casas principales, contiguos a las mismas iglesias, y en ellos muchas campanas de varios tamaños, y algunas bastante grandes y de buenos sonidos, las más son fundidas en estos pueblos.

Una de las cosas en que he reparado es que, teniendo las iglesias de estos pueblos tantas alhajas de plata, aun para usos poco necesarios, y muchas de ellas duplicadas en un mismo uso, no hayan empleado parte de esta plata en coronas de las imágenes de la Madre de Dios, resplandores de crucifijos y laureolas de santos, siendo muy rara la imagen en cuyo adorno hayan empleado plata alguna. Lo mismo digo de los bustos de Jesús Nazareno, en los varios pasos de su pasión, el de la Virgen y otros santos que sacan en las procesiones de Semana Santa; todos éstos son unos trozos de madera mal labrados y peor pintados, sin ningún adorno en sus cuerpos, ni en las andas en que los colocan, siendo éstas una especie de parihuelas mal formadas, y parece que debían haber puesto en esto más que en otra cosa su esmero; pues, siendo la representación de estos pasos quien nos trae a la memoria la obra de nuestra redención, es muy conveniente que los bustos de Jesús, la Virgen y demás santos sean bien formados y adornados, mayormente entre estas gentes, que les entran las especies más por la vista que por el oído, y pudieran haber empleado parte de las ricas telas que emplearon en los ornamentos en vestidos decentes de estas imágenes y otros adornos de ellas.

Las funciones de iglesia correspondientes al culto divino las hacían con mucha solemnidad, pero no ponían tanto cuidado en lo que pertenecía al bien espiritual de las almas de sus feligreses, pues según se explica el señor don Manuel Antonio de La Torre, obispo que fue de Buenos Aires, en el informe que dio al excelentísimo señor don Francisco Bucareli, gobernador de dicha ciudad, tratando del señalamiento de sínodo a los nuevos curas que sustituyeron a los jesuitas, éstos no aplicaban ninguna de las misas por los difuntos, ni las de los días de fiesta por el pueblo, ni la que debían cantar los lunes por las almas del purgatorio, ni tampoco llevaban el Santísimo Sacramento a casa de los enfermos, pues a éstos, cuando se les había de administrar, los llevaban y ponían en una casa o capilla, frente de la misma iglesia, y allí solos administraban, sucediendo algunas veces el que al llevarlos o volverlos se morían algunos de frío en el camino. Esta costumbre permaneció algún tiempo después. Yo alcancé todavía en dos de los pueblos de mi cargo, lo que cesó a una leve insinuación mía; lo demás que practicaban era conforme a lo que expresaré adelante, cuando trate del culto divino presente. Pues en la mayor parte los curas actuales han seguido la costumbre que encontraron, según la practicaban los mismos indios, a excepción de tal cual cosa de poca consideración que han alterado; y si tenían alguna otra particularidad, la ignoro.

El lugar que ocupaban los jesuitas fue sustituido por religiosos de las tres órdenes: Santo Domingo, San Francisco y la Merced; para cada pueblo fueron nombrados dos religiosos con títulos de cura y compañero, señalando a cada uno distinto sínodo, como ya queda dicho.

Para el nombramiento del religioso que ha de servir el empleo de cura se guardan las formalidades que previenen las leyes del real patronato, haciendo la nominación el provincial, la presentación el vicepatrono, y dándole la institución el diocesano; pero a los compañeros los nombra el provincial, y con la aprobación y pase del vicepatrono vienen a ocupar su destino, dejando tomada razón en los tribunales de real hacienda para el abono de sus sínodos.

Luego que el cura se presenta al gobernador de la provincia o teniente del departamento en cuyo distrito está el pueblo de su destino, vistos sus títulos, despacha orden al cabildo y administrador para que por su parte lo reciban y le acudan con el sustento, según está mandado en las ordenanzas. Con esta orden y sus títulos se presenta en el pueblo, y el cura que cesa le hace entrega formal del curato, libros, iglesia, sacristía y ornamentos. Asistiendo a todo el cabildo y administrador, reconocen si los ornamentos y alhajas de la iglesia están cabales, según el primer inventario, anotando lo que deben anotar, y dan parte de la ejecución al inmediato superior.

Los compañeros se presentan con la licencia de su provincial y orden del vicepatrono, y mediante ella son admitidos sin hacerles entrega de nada.

Hace dudar, y aún dudo, si estos religiosos son ambos curas, o a lo menos si ambos tienen iguales cargas. Esta duda nace de que, gozando iguales y distintos sínodos, deben considerarse dos distintos beneficios, y por consiguiente cada uno debe tener anexas sus cargas particulares, o repartirse entre sí todas las comunes del curato. A que se agrega que, si sólo el que se nombra cura es el obligado a cumplir las cargas del curato, y el compañero a lo que el cura le encargare, la certificación de éste debía darla el cura, y la del cura el cabildo, según resulta la asistencia que lograba el pueblo; pero no es así, porque a cada religioso separadamente se le da su certificación, sin que el cura pueda quitar ni poner en la que dan a su compañero. Además de esto, el año de 82, por disposición real, publicó edictos el Ilustrísimo Señor Obispo de Buenos Aires, llamando a los clérigos que quisieran oponerse a los curatos de los diez y siete pueblos de indios de este obispado, y llama Su Señoría Ilustrísima para cada pueblo a dos individuos para curas, expresando que el sínodo de cada uno son 200 pesos; y añade Su Señoría Ilustrísima que para el pueblo de Yapeyú sólo llaman a uno por estar ya provisto otro clérigo en él. De lo que se infiere que los empleos de cura y compañero son dos beneficios distintos, cada uno con sus cargas anexas, o que todas las del curato son comunes a los dos, y deben dividirlas entre sí igualmente. Pero a esto se opone el que sólo el que se nombra cura trae los títulos de tal, con todas las formalidades debidas, y el compañero, aunque para el goce del sínodo sean suficientes los que traen, de ningún modo puede serlo para la administración de sacramentos; a excepción del de la confesión, pues para ese solo trae licencia del Obispo, y necesita para lo demás la del cura del pueblo a que viene destinado.

Aunque regularmente suelen avenirse bien los curas y compañeros, partiendo entre sí el trabajo, no dejan de ofrecerse algunas disensiones sobre esto, pretendiendo algunos curas que sólo deben los compañeros hacer aquello que determinadamente ellos les mandaren, y nada más; otros por el contrario quieren que los compañeros tengan las mismas obligaciones y cargas que ellos, y los compañeros quieren que todas las misas que deben aplicarse a los feligreses sean del cargo del cura; y nadie hay que resuelva esta duda, ni la haya querido consultar a la Superioridad. Pero lo cierto es que a los compañeros no les pasan en su religión, particularmente a los de San Francisco, el tiempo que lo han sido para su jubilación, contándoles sólo el que han servido de curas.

De estos principios nace el que los religiosos compañeros no reconocen superioridad en los curas, ni éstos se atreven a obligarlos y tratarlos como súbditos; de modo que ni unos ni otros conocen superior alguno dentro de esta provincia, porque por parte del real patronato el gobernador y teniente somos solamente unos celadores que debemos avisar al vicepatrono lo que consideremos digno de su noticia, y nada más. Por parte de los prelados regulares y diocesanos, no hay superior ni vicario que ejerza jurisdicción alguna, y así no es de maravillar el que hayan sucedido muchos desórdenes en estos pueblos, estando tan lejos los recursos, y tan enlazadas las tres jurisdicciones real, episcopal y regular, y que las más veces participan de todos tres fueros, las causas de que se originan, a las que da cuerpo y fomento la mucha ignorancia de todos. El gobernador y tenientes estamos lejos y sin ningún conocimiento de las leyes, y así ni podemos usar de ellas, ni aun formar con método y formalidad un expediente jurídico; los religiosos regularmente no saben más que alguna teología moral, y nada de derecho civil, ni canónico. Aquí no hay ningún profesor de derecho, con que unas veces por no errar, y otras por evitar mayores escándalos, es preciso que los más prudentes cedan el campo a los orgullosos, y si por ser los desórdenes de naturaleza que no puedan tolerarse se forma algún expediente, y se da parte con él a la Superioridad, va tan lleno de nulidades, unas por exceso y otras por defecto, que los tribunales superiores se ven embarazados con ellos, y no pueden resolver nada. Conque a vista de esto no es de extrañar nada de lo sucedido, antes es maravilla el que no suceda más.

Cuando sucede el enfermar algún religioso, que está solo en su pueblo, y que no puede atender al cumplimiento de su ministerio, y dan parte al gobernador o teniente inmediato, éste no tiene otro arbitrio que el de escribir una carta suplicatoria a otro cura o compañero de aquéllos en cuyos pueblos hay dos religiosos, manifestándole la necesidad; y si éste no quiere ir a suplirla, no le puede obligar. Ya ha sucedido tener el gobernador que escribir a muchos, sin hallar uno que quisiera ir a suplir una de estas necesidades.

Aunque por los concilios y otras disposiciones canónicas está mandado que los curas no se ausenten de sus feligresías sino en los tiempos y con los motivos que allí señalan, y con la licencia de los prelados y demás que pueden darlas, aquí no se observa nada de esto. Fuera de las frecuentes ausencias que hacen los curas y compañeros dentro de la misma provincia de unos pueblos a otros con motivo de funciones de iglesia, y otros particulares en que tal vez dejan solo el pueblo de su cargo por algunos días, hacen otras ausencias fuera de la provincia con motivo de ir a Buenos Aires a cobrar los sínodos, y a Corrientes y el Paraguay a ver sus parientas. Para estas ausencias, que siempre son de meses, y tal vez de año o años, lo que acostumbran es presentarse al gobernador o teniente del distrito pidiendo el pase para el viaje que va a emprender, el que se le concede en cuanto está de parte del gobierno secular; y con este solo requisito se ponen en camino, van a la capital, se presentan, negocian el cobro de sus sínodos y demás a que van, y ni por parte de su religión, ni por la del obispo, se les hace ningún cargo. Supongo les tendrán concedida tácita licencia, y los religiosos usarán de ella en las ocasiones que la necesiten, pues de otro modo no sé cómo podrán componerse con sus conciencias.

Como en tiempo de los jesuitas todo lo gobernaban curas en estos pueblos, los indios, acostumbrados a llevar todas las causas a ellos, continuaron lo mismo, después de la expulsión, con los religiosos que ocuparon su lugar. Éstos, unos por ignorancia y otros por ampliar su jurisdicción, se apoderaban de ellas, como si legítimamente les pertenecieran; y aunque el gobierno procuró poner remedio y consiguió el separarlos de tan ilícito y perjudicial abuso, siempre se han mantenido fuertes los religiosos en querer entender en las causas que por su naturaleza corresponden a los jueces eclesiásticos, y otras que son de mixto fuero, como son amancebamientos, riñas entre casados y otras semejantes, sin que el gobierno haya podido apartarlos de estas pretensiones. Aunque al presente se les va haciendo conocer que la jurisdicción de curas no se extiende al fuero externo, no teniendo comisión particular del obispo o vicario general del obispado, y por lo mismo no deben entender en ninguna causa externa, ni imponer condenaciones, ni prender indios; y mucho menos fulminar censuras, como antes lo han hecho, pues todo esto está reservado para los jueces eclesiásticos, que los curas no lo son; pero, aunque se abstienen, es con grandísima repugnancia.

En el modo de celebrar los divinos oficios parece se han conformado los curas con la práctica antigua que tenían los pueblos, aprendiéndola de los mismos indios, porque la uniformidad que en lo sustancial se observa en todos los pueblos lo manifiesta bastante. Todos los domingos y días festivos del año se anuncia, la víspera a las oraciones, con repique de campanas, que se repiten al alba; y al salir el sol, o poco después, se da el primer repique para convocar la gente a la iglesia, repitiendo otros dos con intermisión de seis u ocho minutos entre uno y otro. En cuyo tiempo se junta toda la gente del pueblo en la iglesia, y allí, haciendo coro algún fiscal u otro viejo instruido, y algunas veces los muchachos más hábiles, rezan las oraciones de la doctrina cristiana; después va el cura o compañero, y les explica algún punto de doctrina, empleando algún poco de moral sobre el mismo punto, en lo que regularmente gasta media hora; y, concluido, avisan con la campana que va a comenzarse la misa mayor, la que celebra el cura o compañero con bastante solemnidad, porque la música es numerosa, y regularmente instruidos los músicos. El altar mayor se adorna con muchas luces, unas de cera y otras de sebo; acompañan en el altar al sacerdote seis muchachos de diez a doce años, vestidos con sotanillas encarnadas los días que la iglesia viste de blanco o encarnado, y para los días de otros colores las tienen de los mismos que la iglesia usa, y con roquetes más o menos costosos y decentes, según la festividad del día. Dos de estos muchachos sirven el incensario y navetas, otros dos los ciriales y los dos restantes acuden a todo lo demás del altar, en que están bastante diestros y prontos. Además de estos muchachos hay alrededor del altar dos o más indios sacristanes, pero sin ninguna vestidura eclesiástica, pero aseados; éstos están allí para correr los velos, poner fuego en los incensarios, arrimar o poner sillas y otras ocupaciones semejantes. Al salir la misa lo anuncian los indios en la puerta de la iglesia, del umbral para adentro, con toque de cajas y trompetas, para lo que nunca faltan seis u ocho en esta ocupación, causando tal estrépito que aturden a cuantos hay en la iglesia, repitiendo lo mismo al tiempo del evangelio, al Sanctus, a la elevación de hostia y cáliz, a la segunda elevación y al último evangelio.

Si algunos han confesado, se les da la sagrada comunión luego que el sacerdote consume, y en acabando la misa entonan los tiples de la música el bendito y alabado, en tono muy dulce y agraciado, el que repite todo el común del pueblo; y en acabando se retiran a sus casas.

En los pueblos donde hay dos religiosos sería lo más conveniente que, en los días de precepto para los indios, el uno dijera la misa temprano, para que los que tienen enfermos que asistir fuesen a oírla, dejando otros entretanto que los cuidasen, y lo mismo aquellos o aquellas que por su desnudez no pueden ir a la iglesia, les prestarían otros y otras su ropa para que oyeran misa; pero es muy raro el pueblo en que se practica esto. En los más se dicen las misas a un tiempo, de modo que los que tienen éstos u otros impedimentos no pueden oírla; como tampoco los que el pueblo tiene empleados en guardar los chacareríos, que, como los robos se recelan de noche, y la misa se dice temprano, no pueden venir a oírla, lo que podrían hacer si la misa mayor se celebrase a una hora regular, que aunque estuvieran toda la noche en su ocupación tenían tiempo desde que amanecía de venir a misa sin ningún recelo.

Todos los demás días del año, que no son de precepto para los indios, aunque lo sean para los españoles, se dicen ambas misas al salir el sol o antes, y en algunos pueblos luego que amanece, de modo que muchos se quedan sin oírla si se descuidan en madrugar, por cuya causa se originan algunas de las disensiones entre curas y administradores. En todos los días, aunque la misa sea rezada, asiste la música y cantan en el coro los kiries, la gloria, credo y sanctus, y todo lo que cantarían siendo la misa cantada, y les tambores tocan y hacen el mismo estrépito que en los días festivos.

Todas las tardes se reza el rosario en la iglesia, una hora antes que el sol se ponga; en lo que también hay alguna diferencia de unos pueblos a otros, según la voluntad del cura.

Solemnízase en el año algunas fiestas con más particularidad que las demás, como son las principales de Nuestro Señor Jesucristo y la Virgen, la de San Miguel, la del Santo Patriarca de la religión de los curas, los días del Rey Nuestro Señor y su cumpleaños. Estos días se anuncia su festividad con repique de campanas la víspera al medio día, a cuya hora concurre lo más del pueblo a la iglesia, en donde el cura con la música canta el magnificat, y a la tarde se cantan vísperas solemnes, precedidas de los repiques de campanas, los que se repiten a las oraciones y ánimas, como asimismo al alba del otro día, y para convocar a la misa mayor, en que oficia la música con más solemnidad que otros días; y después se ejecutan en el pueblo algunas diversiones públicas, y se dan algunas reses y otras cosillas extraordinarias como ya queda dicho.

La función que más se singulariza entre todas es la del Santo Patrón titular del pueblo; para ésta se convidan algunos religiosos de los pueblos inmediatos, para que en las vísperas y misa se vistan de diáconos y asistan otros a los demás ministerios del altar; se encarga con anticipación el sermón que se predica, mitad en guaraní y mitad en castellano, cuya diligencia corre a cargo del cabildo y administrador; pero se comunica antes con el cura, el que también concurre a convidar a los religiosos que han de asistir a la función; y al tiempo que éstos van llegando al pueblo, la víspera del día de la fiesta los reciben a la puerta de la iglesia los curas con repiques de campanas y música, y lo mismo practican con el gobernador y teniente del departamento si concurre, cuya ceremonia sólo puede excusarla de abuso el estar introducida desde el tiempo de los jesuitas, que así lo practicaban con sus curas, y que de no hacerlo así ahora lo extrañarían los indios; lo demás de estas funciones queda ya dicho en otra parte.

Al día siguiente se celebra en los pueblos de este departamento, por disposición mía, un aniversario por las almas de los hijos del pueblo, con vigilia, misa y responso solemne, y aplican todos los religiosos que asisten las misas de aquel día, pagando su estipendio del común del pueblo.

Las funciones de Semana Santa se hacen con bastante solemnidad y devoción, aunque con poca decencia las procesiones, por lo imperfecto de las imágenes y ningún adorno de todo cuanto en ellas sirve. En algunos pueblos comienzan las procesiones desde el Lunes Santo, pero lo más común es desde el miércoles; este día a la tarde se cantan en la iglesia las tinieblas con toda la música, con tanta solemnidad como pudieran en una colegiata, en donde es de admirar el oír cantar las lamentaciones y demás lecciones a muchachos de ocho o diez años de edad, aunque no con propiedad latina, porque no entienden lo que leen, ni pueden pronunciar bien el latín, ni el castellano, porque carecen en su idioma de las letras L, F y R, ásperas, pero muy corridas y ajustadas a la música. Duran las tinieblas hasta las oraciones, a cuya hora, al tiempo del Miserere mei Deus, cerradas las puertas y apagadas las luces, se azotan rigorosamente los indios; poco después se hace plática de pasión en el idioma guaraní, la que, acabada, se dispone la procesión en esta forma.

Dispuestas las imágenes que han de salir en la procesión, y pronta la música en medio de la iglesia, van entrando por la puerta, que cae al patio del colegio, varios muchachos vestidos con sotanillas y roquetes de los acólitos, con los instrumentos y signos de la pasión de Cristo. Entra uno de éstos con la linterna, y dos a sus lados con dos faroles hechos con telas de las entrañas de los toros, puestos en la punta de cañas largas; se hincan de rodillas delante de la imagen que está en medio de la iglesia, y entre tanto canta la música un motete en guaraní, que expresa aquel paso, el que concluido se levantan estos muchachos y siguen a ponerse en orden en la procesión, y entran otros con otra insignia; y así van siguiendo hasta que concluyen todos, que son tal vez veinte o más, y las insignias que llevan tan toscas y materiales que la soga es un lazo de enlazar, el azote uno de cuero de los que ellos usan para castigar, la escalera la que el Viernes Santo sirve para el descendimiento, y así de lo demás.

Luego que acaban de pasar, se levanta el cura y los demás que han estado sentados entretanto, y sigue la procesión, que sale y anda alrededor de la plaza, que está iluminada, y dispuestos en las cuatro esquinas altares para hacer paradas. En toda la plaza se ven muchos indios disciplinantes, y entre ellos algunas indias, que unos y otros se azotan bárbaramente, haciéndose punzar las espaldas y algunos los muslos, de donde corre con abundancia la sangre; otros cargan pesadísimas cruces sobre sus hombros, otros aspados o puestos en cruz, otros con grillos, etc. En algunos pueblos se ejecutan en la plaza los pasos del encuentro de la Verónica, el de la Virgen y San Juan, como también el del descendimiento el Viernes Santo; pero estos pasos parece han sido introducidos después de la expulsión, porque ni son comunes en todos los pueblos, ni hay en todos imágenes a propósito para ellos, ni los curas se sirven de los indios para ejecutarlos, particularmente el descendimiento, sino de los españoles que concurren en aquellos días allí. Lo que en tiempo de los jesuitas se practicaba eran algunas más graves y disonantes penitencias, que los curas y superiores seculares del tiempo presente han prohibido; y sin embargo este presente año se me avisó que en uno de los pueblos de mi cargo habían vuelto a renovar algunas de ellas los indios, de cuyas resultas quedaron maltratados algunos en la cara y cuerpo, tanto que en muchos días estuvieron imposibilitados, por ser maltratados por ajenas manos, por lo que he reprendido a los que lo dispusieron, y prevenídoles no lo vuelvan a hacer.

El Jueves Santo se celebra la misa con mucha solemnidad, en la que regularmente comulga el cabildo, y después se lleva el Santísimo Sacramento en procesión alrededor de la iglesia, y se pone en el monumento; el que, aunque de bastidores de lienzo mal pintados, es vistoso en algunos pueblos, y en todos se adorna con las alhajas de plata que hay, con muchas luces, aunque las más son velas de sebo.

Luego que se coloca el Santísimo en el monumento, arriman las varas y bastones el corregidor, alcaldes y demás justicia, y en su lugar toman cruces pequeñas en las manos, las que traen hasta el Sábado Santo después de los oficios, que vuelven a tomar sus insignias de justicia.

El mismo día a la tarde se repite la función del antecedente, variando el paso de la procesión, y en el Viernes y Sábado Santo no hay nada de particular, pues los oficios de la mañana son como se practican en todas partes, y las tinieblas y procesiones como las de los días antecedentes, a excepción de los pueblos en que se hace descendimiento. En todas estas procesiones asisten los indios con pequeñas cruces en las manos, y las indias con cruces o bustos pequeños de cualquiera santo o vocación; algunas llevan entre sus brazos dos o tres de ellos, pero todos asisten con mucha modestia y veneración. El Sábado lo particular que hay es que a la puerta de la iglesia hacen una grande hoguera encendida con la nueva luz, de la que cada uno lleva a su casa un tizón para hacer fuego, y también llevan agua de la que se bendice ese día.

El Domingo de Quasimodo dan la comunión y cumplimiento de iglesia a los impedidos, a los cuales juntan en la casa o capillita que está frente a la iglesia, y allí se la administran; y aunque no se sigue detrimento en sacar a estos impedidos de sus casas, me parece sería de más edificación el llevarles el Santísimo a ellas.

La festividad que me agrada y edifica mucho es la del Corpus Christi; para esta función disponen y adornan la plaza toda en contorno, formando calles de arcos y pórticos o tabernáculos de ramos verdes, con enlaces y enrejados de cañas y hojas muy vistosas, y en las cuatro esquinas disponen altares para las paradas de la procesión. En los tabernáculos y arcos de todo el contorno de la plaza cuelgan cuantos animales y aves pueden coger muertos y vivos en el campo, y los animales domésticos que tienen atan allí; también cuelgan la ropa más decente que tienen, los tejidos, las telas urdidas, las herramientas de sus oficios y agricultura, los lazos, bolas y cencerros de sus animales, los arcos y flechas con que cazan, la comida de aquel día, y aun de muchos, siendo cosa que se pueda guardar, y así llenan los altares de tortas hechas de raíz, mandioca, amoldadas en moldes de varias figuras, vejigas de grasa, pedazos de carne asada y cuantos comestibles tienen; pero de lo que se ve con más abundancia es legumbres de todas especies, en canastas curiosamente labradas, las que guardan para sembrar, creyendo su fe que con la presencia las bendice Nuestro Señor Jesucristo. En los pueblos inmediatos a ríos ponen mucho pescado, alguno vivo en canoas pequeñas con agua; y, en fin, cuanto produce la tierra y alcanza su industria, todo sirve de adorno a los arcos y altares de la plaza, de modo que apenas se descubre lo verde de los ramos de que son formados, y dicen que a Dios, que es Señor y Criador de todas las cosas, se le debe servir con todas ellas.

El aparato de la procesión es correspondiente a lo que dejo dicho de las otras funciones: buena custodia de mano, numerosa música, mucho estruendo de campanas y tambores, muchas danzas de muchachos y bastante devoción. Por el suelo echan, en lugar de flores, granos de maíz tostado y reventado, que cada grano abulta más que una avellana, y parecen flores blancas, de que llevan varias canastillas, van rociando delante del sacerdote que lleva la custodia, y detrás los muchachos lo recogen y comen.

En las demás festividades del año no hay cosa digna de reparo; en todas se sigue el ceremonial de la iglesia en la forma ordinaria y en los términos que ya queda notado.

En las demás obligaciones anexas al ministerio de párrocos sucede aquí lo que en todas partes, que unos son más eficaces que otros; pero me es preciso notar algunas cosas que se practican y que me son disonantes, y que será muy raro el que, si no en todos los puntos a lo menos en algunos, ha de estar comprendido, y considero sería de mucha importancia se estableciese otro método más ajustado.

Aunque por razón de párrocos tienen obligación estos curas de aplicar las misas de los días festivos por el pueblo, cantar cada lunes una por las almas de los difuntos, y aplicar otra en cada entierro de los adultos que murieren, como todo se expresa en el informe ya citado que dio el Ilustrísimo Señor Obispo de Buenos Aires, no tengo noticia de que algún cura cumpla con todas estas cargas, y lo más que sé es que unos cumplen con unas y otros con otras, según la mayor o menor disonancia que le hace el faltar o no a ellas. Y aunque en conversación he significado a algunos curas esta falta que he notado, me han respondido que cuando el señor don Manuel Antonio de La Torre expresó las cargas de los curas en los términos que constan en las ordenanzas, haciéndose cargo de ellas, señaló 300 pesos de sínodo a cada cura, y 250 al compañero por precisa congrua, atendiendo a las cargas que tenían; y que, habiéndolos rebajado el sínodo, no están obligados a ellas, mayormente pensionándolos de ordinario sus prelados con misas que tienen que aplicar por el convento, y no les queda lugar para todas las del pueblo. A los religiosos de San Francisco los obligan regularmente los provinciales a que en el trienio apliquen por su intención 100 misas los curas y 150 los compañeros, fuera de las que tienen obligación de aplicar por los religiosos difuntos. Sea lo que fuere, la verdad es que estos naturales carecen en parte de los beneficios espirituales que la Silla Apostólica les concede por las obligaciones que impone a los párrocos, y que la piedad de nuestro Soberano quiere se les cumplan, señalando y pagando ministros para ello, en quienes descarga su conciencia, y estos pueblos acuden con puntualidad con los alimentos a sus curas, sin faltarles en nada.

En la administración de los santos sacramentos siguen estos curas el mismo método, con corta diferencia, que el que observaban los jesuitas. Éstos, en naciendo las criaturas, si estaban de peligro, se las traían a su cuarto y les administraban el bautismo privadamente, y el domingo bautizaban solemnemente a todas las criaturas que habían nacido en toda la semana, y ponían los óleos a las que les habían echado el agua. Esto mismo se practica en algunos pueblos; en los más no hay día fijo para administrar este sacramento.

El modo que se observaba y observa en todos los pueblos en la administración del sacramento de la penitencia merece me detenga un poco; porque, siendo éste la puerta que tenemos para el regreso a la gracia perdida, y la tabla que después del naufragio de la culpa nos conduce a la seguridad del puerto, me parece es en donde debían los curas poner mayor cuidado, así para que se confesasen bien, como para que llegasen con la disposición debida a recibir la sagrada comunión, y formasen idea perfecta de tan santos y necesarios sacramentos. Pero es mucho el descuido y abuso que hay en la práctica que se observa, como manifestaré a usted.

Los indios no se confiesan, por lo regular, sino una vez al año para el cumplimiento de la iglesia; el modo con que esto se verifica es el siguiente. Desde antes que entre la cuaresma disponen los curas que a cada día vengan los indios o indias de dos o tres cacicazgos a examinarse de la doctrina cristiana a la puerta de la iglesia, cuyo examen lo ejecuta uno o más indios de la confianza del cura, a que asiste él algunas veces, tal vez siempre, según su mayor o menor eficacia. Todos los que saben la doctrina a satisfacción del cura o del que los examina van aprobados, y los que no la saben continúan aprendiéndola con los que están señalados para enseñarla; y, estando capaces, se les da la aprobación de examen. En entrando la cuaresma, cita el cura para cada día los cacicazgos que han de venir a confesarse, a los que las justicias obligan a que vayan, estén o no dispuestos; las confesiones se hacen a las tardes, y aun a la noche, y al otro día temprano se les da la sagrada comunión al tiempo de la misa, y hasta la tarde no confiesan otros, en la que repiten lo mismo, hasta que concluyen con todos, cuya práctica merece algunas reflexiones.

Los indios, por la poca instrucción que tienen, carecen de un perfecto conocimiento de la gravedad de los pecados, y por consiguiente no pueden ser movidos sus interiores sentimientos a la detestación y aborrecimiento de ellos con aquella viveza y eficacia que es necesaria para disponerse a confesarlos y dolerse de haberlos cometido, en cuya disposición no piensan, porque no saben cuándo han de confesarse, y en mandándoselo, estén o no dispuestos para ello, se han de confesar, quieran o no quieran, y tal vez es cuando ellos menos piensan en ello. Sucediendo a menudo que, porque no han concurrido todos los citados, o porque al cura sobra tiempo, van los fiscales y traen a los primeros que hallan para que se confiesen, y ellos lo hacen como si estuvieran bien preparados, y al otro día comulgan como si se hubieran confesado bien, y no piensan en otra confesión hasta otro año, con que vea usted qué confesiones tan buenas serán éstas. Lo que sucede es que, estando a los pies del confesor, se acusan de lo que primero les ocurre, sin examinar si lo han cometido o no; de lo que resulta que, si el confesor se detiene en examinarlos, les encuentra en mil inconsecuencias imposibles de desatar, lo que atribuyen a malicia, y no lo es, siendo sólo la causa de ello su mucha ignorancia y la ninguna disposición con que llegan. Un cura me refirió que, estando confesando una tarde a algunos indios, habían traído para el mismo efecto algunas muchachas de edad suficiente para confesarse, las que, estando cerca del confesionario, tenían entre sí mucha risa y alboroto, tanto que le obligó a reñirles y mandarles callar. Comenzó a confesarlas, y halló que todas ellas se confesaron de unos mismos pecados en número y en especie, de lo que concibió que la risa que habían tenido sería originada de estar propalando entre sí los pecados de que habían de acusarse, pues no podía ser de otro modo el que todas se confesasen de unos mismos. A otros curas les he oído muchos casos semejantes, ya de acusarse de haber faltado al precepto de la misa más veces que los días a que están obligados en el año, otros en haber quebrantado el ayuno en mayor número que les obliga, y de algunos que han confesado pecados que moralmente es imposible que ellos los hayan cometido, y que examinándolos bien hallan ser mentira fraguada para confesarse de algo, por no tener hecho examen, o no querer confesarse de lo que verdaderamente han hecho, y parecerles que el padre no los ha de creer si no se acusan de muchos y graves pecados.

Como los más de los curas están persuadidos de que les toca de derecho el celar y corregir los pecados públicos de incontinencia, practican algunas averiguaciones sobre ello, en las que los acusados suelen negar, y cuando llega el caso de confesarse callan sus pecados, porque antes los han negado, sin distinguir que aquél es otro tribunal, y que por lo que allí confesaren no han de ser castigados. Otros, porque el cura no sepa sus defectos y los cele después, no se atreven a confesarlos, mayormente si saben que el cura los persigue por este vicio que en ellos es muy común.

A lo defectuoso de estas confesiones se agrega el que, confesándose el día antes, quedan expuestos por su rudeza y flaqueza a pecar antes de recibir la comunión; el poco recato que tienen en sus casas, en donde por lo regular viven distintos matrimonios, tal vez sin ser parientes, y aunque lo sean, reparan poco en los incestos; lo dados que están al vicio de la incontinencia y el poco conocimiento del sacrilegio que cometen son motivos para creer que pocos llegarán a la comunión sin haber añadido nuevos pecados a los que dejarían de confesar, principalmente las indias, que, si están amancebadas con español o algún indio mandarín, es cosa sentada que no dejará de condescender con la voluntad de su mancebo, por no tener resolución para negarse, aun cuando su voluntad fuera el abstenerse siquiera esa noche.

Ya usted ve, amigo mío, con cuánta razón digo merece este punto de atención y remedio, principalmente para que las confesiones se hagan en toda la mañana desde el alba hasta el mediodía, dando de hora en hora la sagrada comunión, y no hacer las cosas al revés, confesando toda la tarde y teniendo la mañana toda franca.

A los enfermos los confiesan los curas y llevan el santísimo por viático a sus casas, lo que se ejecuta con bastante decencia, a que asiste siempre un buen número de indios músicos y otros que no lo son. Llevan a Su Majestad debajo de palio, repican las campanas todo el tiempo que tarda desde que sale hasta que vuelve a la iglesia; van algunos indios con tamboriles, que éstos nunca faltan en las funciones, y todo se hace con bastante aparato. A la casa del enfermo llevan con anticipación de la iglesia lo necesario para disponer un altarito decente, con sitial, ara, candeleros, manteles y alfombra, y si el enfermo está muy de peligro le ponen la Santa Unción, y si no aguardan a que lo esté, y entonces se la administran. Todo esto se hace con bastante veneración, y si llueve o las calles están con lodo, llevan al sacerdote en silla de manos, o por mejor decir de hombros, pues en ellos la llevan cuatro o más indios, sin que por esto deje de sacarse el palio y demás decencia que queda explicada.

Para celebrar los matrimonios parece tenían los jesuitas tiempo determinado, y era después de cuaresma. Entonces se hacían traer lista de todos los muchachos y muchachas, viudos y viudas del pueblo, capaces de casarse, y aun los hacían concurrir a unos y a otros a la puerta de la iglesia, y allí examinaban si algunos o algunas tenían tratado el casarse, o los padres de los muchachos les tenían tratado matrimonio; y a los que ya lo tenían tratado, que eran pocos o ningunos, procuraban se efectuase, si no hallaban causa para impedirlo; y a los demás allí mismo les hacían elegir mujer, o ellos se la señalaban, y, guardando las ceremonias de proclamas, los casaban tal vez todos en un día, por lo menos a muchos juntos. Yo he visto un cordón compuesto de cuentas que servía de yugo para las velaciones con divisiones correspondientes para 26 pares. En el día, aunque no los estrechan tanto los curas, la costumbre de ellos no les hace pensar en casarse hasta después de Semana Santa, y para ello es preciso que los curas les amonesten que procuren casarse, para retirarlos así de los amancebamientos que tienen, tal vez con sus hermanas; y son tales los indios que no piensan en tomar estado hasta que se lo manda el cura o sus padres, no atreviéndose ellos a determinar por sí mismos materia en que tanto se interesa su bien en todo el resto de la vida.

Los entierros de adultos y párvulos hacen los curas de mañana, después de acabada la misa, o a la tarde, antes o después del rosario, para que asista la música y toda o la mayor parte de la gente del pueblo. No va el cura con la cruz a la casa del difunto a traer el cuerpo, pues con anticipación lo traen en el féretro los parientes o amigos, cubriéndolo con un paño negro, y amortajado con un saco de lienzo de algodón blanco, envuelto y cocido de modo que no se le ve pie, mano ni cara, y lo colocan en el pórtico de la iglesia, en frente de la puerta principal; allí sale el cura con capa, los acólitos con sotanillas negras y roquetes, y con cruz alta. Canta la música los responsos allí, y en dos o tres paradas hasta llegar al cementerio, que se comunica por puerta que tiene la iglesia que corresponde a aquel lugar, en donde lo entierran entretanto le cantan el oficio que llaman de sepultura; pero a muy pocos he visto les hayan cantado vigilia y misa de cuerpo presente. A los párvulos les hacen su entierro del mismo modo, con la diferencia que pide la diversidad que hay de párvulos o adultos.

No he visto a estos indios conserven ninguna superstición ni rito de los de su gentilidad con sus muertos; lo único que hacen es, luego que expira, y en el tiempo que el cuerpo permanece en sus casas, y también en el entierro, se oye que algunas indias viejas, parientas o cercanas del difunto, lloran con una especie de tono ronco y desagradable, mezclando algunas palabras de sentimiento. Pero ni esto es común en todos los que mueren, ni es tan ruidoso que merezca la atención; y al tiempo de estarle echando la tierra, se llegan algunas indias que llevan calabazas con agua encima, y van rociando la tierra, humedeciéndola; y en estando ya llena del todo la sepultura, echan agua bastante encima hasta que hacen barro, y la cubren toda. Pero en esto no concibo otra cosa sino el impedir que quede la tierra movediza, y que si es tiempo de seca levantarían mucho polvo los vientos sin esta precaución. Encima de la sepultura ponen una pequeña cruz de madera, y una tablita con el nombre del que allí está enterrado, con el día, mes y año de su fallecimiento.

Una cosa particular se observa en los cementerios de estos pueblos, y es que en las sepulturas se consumen los huesos de los difuntos, juntamente con la carne, de modo que cuando las abren todo está deshecho, sin encontrar calaveras, canillas, ni hueso alguno en ninguna. Yo deseaba saber si esto sucedía solamente con los cadáveres de los indios, y se me cumplió el deseo; pocos días hace que en la iglesia de este pueblo se abrió una sepultura en que fue enterrado un español hace cuatro años, y se encontraron todos los huesos enteros, aunque comenzados a deshacer por la superficie, de lo que infiero que, si hubiera estado más tiempo, también se hubieran desecho. Atribuyo la mayor facilidad en consumirse los huesos de los indios a que no comen sal, porque no la tienen; no sé si erraré el pensamiento.

En cada pueblo hay dos cofradías o congregaciones, que les llamaban los jesuitas: una de San Miguel, patrón universal de toda esta provincia, y la otra de la Santísima Virgen María, que en unos pueblos es con la advocación de la Asumpción, y en otros el de la Natividad; y aunque en esos días se celebra fiesta particular, no veo que al presente haya mucho esmero en promover esta devoción. Son pocos los cofrades que ahora hay; éstos tienen escritos sus nombres en una tabla que arriba tiene la imagen de la vocación de la cofradía, y al margen de los nombres hay agujeros con hilos y borlas de varios colores, que cada cofrade conoce el suyo. Estas tablas las ponen colgadas todos los días de mañana y tarde a la puerta de la iglesia, y al entrar el cofrade saca el hilo que corresponde a su nombre, y así se sabe los que asisten o faltan a la misa o rosario.

El cuidado de las iglesias, sacristías, ornamentos, vasos sagrados, alhajas de plata y oro y demás correspondiente al culto divino, está a cargo de los curas de los pueblos, aunque el gobierno secular está al reparo de que éstos no extraigan ni menoscaben lo que está a su cuidado, así por lo que toca este cuidado al real patronato, como porque los pueblos se interesen en su conservación y buen estado, pues tiene que costear todo lo que se vaya inutilizando o haga falta. Entrégase a los curas todo lo que existe en la iglesia por inventario, presenciando la entrega el corregidor, cabildo y administrador; tomando un tanto de dicho inventario firmado del cura, lo colocan en el archivo para poderle hacer cargo en todo tiempo. En estas entregas ha habido notable descuido y poquísima formalidad; son muy pocos los pueblos en donde el cura se haya recibido por peso de las alhajas de plata y oro que se le han entregado, ni aun expresan si la alhaja es chica o grande, si está sobre madera o maciza, poniendo a bulto tantos candeleros, tantas cruces, tantos cálices, tantas vinajeras, etc.; lo mismo de los ornamentos, diciendo tantas capas, tantas casullas, tantas albas, etc., siendo así que estas ropas debían especificarse con individualidad, porque hay casullas y capas de riquísimos tisús, y otras de tela de seda muy inferiores. En la visita que a fines del año pasado de 1784 practicó el Ilustrísimo Señor Obispo de esa ciudad en los pueblos de su distrito, y que en toda ella acompañé a Su Señoría Ilustrísima, me impuse bastante en este punto, pues, aunque no lo ignoraba, no me constaba con tanta certeza. Fue raro el pueblo en que se hallasen con alguna formalidad los inventarios de la iglesia, de modo que Su Señoría Ilustrísima tuvo a bien formarlos de nuevo con especificación de todo, para que a lo menos en adelante se observe alguna formalidad y cuidado.

Aunque los curas se reciben de las iglesias y sus alhajas, quien corre con ellas, las cuida y guarda, son los indios sacristanes, de modo que en algunos pueblos es tanto el descuido de los curas que ni saben lo que hay, ni dónde están las cosas, aun las más preciosas y usuales. Bien lo notó el Ilustrísimo Señor Obispo de esa diócesis en su visita, en la que dejó dadas las correspondientes providencias para remediar el doloroso abandono que advirtió en algunos pueblos, siendo maravilla el que con tanto descuido no faltasen ya muchas alhajas de la iglesia, mayormente sucediendo que a menudo suelen quitar y poner sacristanes, sin que a los entrantes se les entregue por cuenta la sacristía, ni a los salientes se les tome cuenta, de modo que si faltase alguna cosa sería imposible el averiguar cuándo o en qué tiempo había faltado; y si no suceden frecuentes extravíos o robos es porque los indios tienen mucha veneración a las cosas de la iglesia. Aunque, si hubiera rigoroso cotejo de las presentes existencias con las que había al tiempo de la expulsión, no dejaría de encontrarse alguna falla, a la que no podrían dar más salida los curas sino que se consumió con el uso.

Aunque las librerías que tenían los curas jesuitas en sus cuartos, pertenecientes a las comunidades por ser compradas con los haberes de los pueblos, no debían ni deben considerarse por bienes de la iglesia, pareció conveniente dejarlas al cuidado de los curas, así porque pueden tenerlas con más aseo, como para que se aprovechen de la lectura de los libros útiles a su ministerio. En cuyo poder permanecen, aunque algunas muy deterioradas, y de las que faltan muchos libros por la facilidad de prestarlos y descuido en recogerlos; de modo que rara de estas librerías se hallará hoy en buen estado, porque el polvo, los ratones y otras sabandijas las han menoscabado, y muchas obras truncadas por haberse perdido parte de sus libros.

Éstas son las noticias de estos pueblos que me parece puede apetecer usted, en las que he procurado no omitir cosa alguna digna de su noticia. Recíbalas usted con la satisfacción de que todo cuanto digo lo sé por experiencia y diligencia propia, y que puedo hacerlo patente siempre que se ofrezca; porque la aplicación de cuatro años, el trato continuo con los indios, el oficio de teniente gobernador y el haber visto y examinado todos los treinta terrenos con el mayor cuidado, me han puesto en estado de poder hablar con conocimiento de todo, como lo he hecho. En esta memoria es regular encuentre usted muchas cosas superfluas para su intento, las que desde luego podrá desechar como inútiles; pero, por malo que sea este papel, no lo será tanto que no tenga algo de bueno, a lo menos tiene el mérito de no contener cosa que no sea verdadera, y escrita con el ánimo de complacer a usted, y ser útil a estos naturales y a la monarquía. Y con estos deseos concluyo la primera parte de esta memoria, y paso a formar la segunda.


SEGUNDA PARTE


Plan general de gobierno, acomodado a las circunstancias de estos pueblos

Paréceme, amigo mío, habrá quedado satisfecho el deseo de usted con las noticias que le doy en la primera parte de esta memoria. Mi voluntad ha sido acertar a complacerle, y mover su ánimo a desear, como yo deseo, el bien de estos naturales, facilitándoselo con algún nuevo método de gobierno que los saque de la miseria, sujeción y abatimiento en que se hallan, y gocen en vida política y civil los bienes de la libertad que Su Majestad les franquea, y las abundancias y conveniencias que tan liberalmente les ofrecen sus terrenos; y que el real erario tenga los aumentos que son consecuentes al floridísimo comercio que se puede establecer, con otras muchas ventajas que lograría la monarquía.

Pero, como el deseo solo no es suficiente para mejorar las cosas si no se proponen los medios de conseguirlo, para que vistos y examinados pueda ponerlos en ejecución quien tiene facultad para ello, nada o muy poco habría yo adelantado con poner en la consideración de usted todos los males que padece esta provincia y causas de que se originan; y así me considero en la obligación de formar un plan o reglamento de nuevo gobierno, acomodado a las circunstancias del país y sus naturales, para que, examinándolo la perspicacia de usted, con el conocimiento e instrucción que le acompaña, lo corrija y reforme en los términos que le parezca; y si, después de corregido e ilustrado, conociese usted que puede ponerse en manos de la superioridad, podrá darle el giro que crea será útil y conveniente a los fines a que se dirige.

Cuando a un hábil arquitecto le proponen la fábrica de un suntuoso edificio, consulta la idea y voluntad del fundador, examina los materiales de que se ha de fabricar, el terreno en que ha de tener su asiento y las calidades del clima para precaver las principales habitaciones de las humedades, vientos nocivos y obstáculos que puedan impedirles la vista, y asegura toda la obra de los huracanes, terremotos y otros contratiempos que pueden sobrevenir, y principalmente consulta los fondos o caudales que se destinan para costear la obra; y considerado todo, y bien combinado, delinea el plano con todas sus dimensiones, y la perspectiva con todos sus adornos, y lo expone al gusto y censura del fundador y de otros críticos; y con sus pareceres pone en ejecución la obra, sin riesgo de que se malogren los gastos. Así, pues, el arquitecto político es preciso tenga presente todos los principios o elementos de que ha de componerse la fábrica que quiere levantar, para combinarlos y ajustarlos con la mayor naturalidad y proporción que sea posible, y que todas las piezas se unan con tal trabazón que parezca han sido criadas o formadas para que cada una ocupe el lugar a que se le destine. Porque los hombres, que son los principales materiales de que se componen los edificios políticos, son más difíciles de labrar y ajustar que los mármoles más duros en los edificios materiales; y así es menester que, en cuanto sea posible, se les busquen y acomoden las junturas tan a su natural que sea poco o nada lo que haya que vencer. El fundador de esta grande obra política es el Soberano, cuya real beneficencia se extiende hasta lo más remoto de sus dominios; el arquitecto, el vasallo o vasallos que, con el amor y lealtad que se debe a Su Majestad y a la patria, propone los pensamientos que su aplicación y experiencia le han producido. Esto es lo que haré yo, y espero del amor y celo que he conocido en usted al real servicio y bien de la sociedad coadyuvará, ilustrando este plan con las notas que le parezcan oportunas al logro de nuestro deseos, para mayor servicio de Dios y del Rey, Nuestro Señor, y bien de estos naturales.

Los materiales de que debe formarse esta obra no pueden ser ni más preciosos ni más abundantes. La bondad del clima, la fertilidad de los terrenos, la grande copia de los frutos que produce, comerciables con todas las provincias de este continente, los ríos navegables para extraerlos con facilidad y lo bien poblado de toda la provincia son principios todos que ofrecen el mejor éxito. A que debe agregarse la docilidad y buena disposición de estos naturales, que, como una masa docilísima, están en punto de admitir la forma que quieran darles, como los saquen de la opresión en que los tiene la comunidad, a la que aborrecen sobre todos los males que son imaginables.

Cuando se trata de fundar alguna población, o poblar alguna provincia, después de examinadas las ventajas que ofrece su situación y terrenos, presentan regularmente dos poderosas dificultades, que son: el persuadir u obligar a los primeros pobladores a que vayan a ocupar el sitio destinado, y el proporcionar fondos propios para los gastos de todo aquello que ha de resultar en bien común. Por falta de éstos, se ven tantas ciudades y poblaciones de mucha antigüedad sin las precisas comodidades y alivios que pudieran tener si los tuvieran, siendo preciso para establecer las indispensables ocurrir a los arbitrios u otras derramas que el pueblo mira con aborrecimiento, sin conocer la utilidad que les resulta. Pero aquí en estos pueblos, en las presentes circunstancias, ninguno de estos dos escollos hay que vencer. La provincia está bien poblada de gentes, y los pueblos con caudales crecidos, que pueden servir de propios, con más otras proporciones que expresaré en donde corresponde; de modo que me parece que en todo el mundo no pudiera hallarse otra provincia con iguales recursos, si se verificase el reglamento que voy a proponer.

Los pueblos de este departamento de mi cargo, sin embargo de ser los de menos proporciones, como tengo manifestado en otra parte, se hallan al presente con unos fondos más que medianos, y sin contar lo que puede tener o deber en Buenos Aires. Hay pueblo que no daría los haberes de comunidad por 100.000 pesos de plata sin poner en cuenta las casas, tierras, ni muebles, sino solamente los ganados, plantíos, frutos y efectos comerciables, y el que menos no bajará de 35.000. Y aunque es verdad que hay otros pueblos en la provincia que no llegará su caudal a esta suma, también lo es que hay algunos que sobrepujan mucho, y que ninguno hay que con lo que tiene y sus proporciones no pueda establecer unos propios que los quisieran tener muchas ciudades de América. Conque vea usted si tengo razón para decir que los materiales para esta obra son los más preciosos y más abundantes que pueden desearse. Vamos pues a delinear la planta.

El contexto de toda la narración de esa memoria habrá sin duda persuadido a usted que el medio único de adelantar esta provincia y sacar a sus naturales de la ignorancia, miseria y abatimiento en que se hallan es el extinguir las comunidades, dejando a los indios en plena libertad para que cada uno trabaje para su propia utilidad, comercie con los frutos y efectos de su trabajo e industria, y que en un todo vivan y sean tratados como los demás vasallos del Rey. Esto es lo que dicta la buena razón, y esto es a lo que parece se dirigen mis pensamientos. Pero, amigo mío, por la misma narración habrá usted conocido que la sujeción en que están los indios a sus comunidades les ha impedido, e impide, el adquirir luces para saber proporcionarse los auxilios y socorros necesarios a la vida; y esta incapacidad es un poderoso estorbo para franquearles la libertad, de modo que, entretanto estén en comunidad, jamás podrán adquirir las luces necesarias para proporcionarse por sí mismos las comodidades necesarias a la vida, y mientras no tengan éstas parece imposible el franquearles la libertad sin exponerlos a su total ruina. Siendo cosa evidente a todos los que los conocemos que el franquearles la libertad sería lo mismo que si a cada individuo lo colocasen en un desierto sin ninguna compañía, y allí tuviese que proporcionarse por sí solo todos los socorros necesarios a la vida, que sería lo mismo que ponerlo a perecer. Y no le parezca a usted ponderación; la falta de inteligencia en todo lo que es ayudarse mutuamente, el no saber vender ni permutar unos bienes por otros, ni valerse unos de la habilidad de los otros, los reduciría al más miserable estado, se imposibilitaría la recaudación de los reales tributos, se minoraría y aun acabaría el culto de los templos, y aun se dispersarían los indios, ocasionando tal vez la total ruina de los pueblos. Y aunque no pensemos tan melancólicamente, y consideremos más inteligencia en los indios que la que supongo, y que mediante la habilidad de algunos pocos se lograra el que éstos conchabasen a los menos expertos, y que por este medio se consiguiera el ponerlos a todos en ejercicio para adquirir lo necesario; en este caso sucedería que se llenarían estos pueblos de españoles vagabundos o de pocas obligaciones, que, con pretexto de poblar la tierra o de entrar a tratar y contratar, se aprovecharían del trabajo de los indios, poniéndolos en más opresión y menos asistencia que la que ahora tienen, y les quitarían por cuatro bagatelas todo lo que a costa de mucho trabajo hubieran adquirido, sin que el gobierno pudiera remediarlo, con otras peores consecuencias que podrían esperarse.

Por otra parte, si se piensa en dejar a los indios en comunidad como están ahora, también me parece que la ruina de los pueblos será infalible antes de muchos años, o a lo menos serán poquísimos los adelantamientos; y éstos los habrá si los que los gobernaren inmediatamente tienen todas las calidades que se requieren para estos parajes, porque los indios saben que son libres, y conocen los bienes de la libertad, como los conocen, los desean, y, deseándolos, la buscan; y esto es en parte causa de los muchos que se desertan de los pueblos, sin otro motivo que verse oprimidos y sin la libertad que desean, y los que permanecen es porque aún no han adquirido valor para dejar su patria; y en la repugnancia que tienen a todo lo que los destina la comunidad se conoce lo violento que están, y así es preciso mucha prudencia y suavidad para gobernarlos, para que no conozcan flaqueza de parte del gobierno, porque entonces nada harían, ni los exaspere el rigor, porque tendría peores consecuencias. Antes que los indios conocieran la libertad era cosa facilísima el dirigirlos como se quisiera, y por eso los jesuitas impedían tanto la entrada de españoles en estos pueblos (mayormente paraguayos, que saben el idioma de los indios), para ocultarles todas las noticias y especies que pudieran moverles el deseo de la libertad; pero ahora ni pueden gobernarse como entonces, y mucho menos el volverlos a poner en aquel estado, porque ya no están capaces de eso.

En medio de tantas dificultades no es de maravillar que hayan sido tantos los dictámenes que tengo noticia ha habido y hay sobre el gobierno de estos pueblos, y que nada se haya resuelto por la Superioridad hasta ahora. Todos es preciso convengan en que esta provincia es fertilísima, no tan solamente en los frutos para su consumo, sino también en otros comerciables; que sus habitadores todos trabajan, y fuera del grosero alimento es poco lo que gastan y es casi nada lo que les sobra, cuando en otras partes, en trabajando la sexta u octava parte de los hombres en la agricultura, hay para proveer a todos de alimento con abundancia; y con la mitad de los demás, que se apliquen a las artes y oficios, brilla el lujo, como se ve en las ciudades, quedando los restantes sin ocupaciones, de aquellas que aumentan los frutos y efectos. Convendrán también en que de esto es causa el estar los indios sujetos a la comunidad; pero, en llegando a tratarse del modo de remediarlo, es preciso haya tantos pareceres como hombres. Pero yo, sin que me atemoricen tantos inconvenientes, tengo por cosa facilísima la ejecución del reglamento que voy a proponer, y por infalibles las favorables consecuencias en todas partes de que se componga.

Sin embargo de los riesgos e inconvenientes que he manifestado a usted pueden seguirse de dar a los indios entera libertad, ésta deberá ser la base de toda la obra. Los indios, en mi reglamento, deberán quedar libres enteramente, con libertad absoluta, como la tenemos todos los españoles.

Supuesta la libertad de los indios, deberían quedar los bienes de las comunidades para propios de los pueblos, entregándolos a administradores hábiles y cuales convenía para los efectos que se expresarán, haciendo tasación de todos ellos, a lo menos de los que son comerciables y sirven para el aumento del giro que había de dársele a este caudal; y así para su entrega, como para el manejo que de él debían tener, era necesario establecer las reglas oportunas y convenientes.

El administrador, hecho cargo del caudal de un pueblo, debía considerarse como un factor (y este nombre le convendrá mejor que el de administrador) que abrazase en sí todos los ramos de agricultura, artes y faenas que el pueblo tuviera, o pudiera aún establecerse con utilidad; pero no había de precisar a ninguno a que trabajara contra su voluntad, y a todos los que voluntariamente quisieran conchabarse les había de dar ocupación, pagándoles su jornal y dándoles la comida del mediodía, sin que jamás se verificase que alguno, chico o grande, se había quedado sin jornal, habiéndolo pedido, pues para todos hay en los pueblos, en todos tiempos, destinos en que emplearlos con utilidad del que los ocupa; y los que no quisieran trabajar en la factoría, y lo verificasen en sus labores propias, o conchabándose con otros, ya fuesen españoles avecindados o con otros indios, dejarían hacerlo libremente. Pero a los que anduviesen ociosos (que en mi inteligencia serían raros) se les debía compeler a trabajar por aquellos medios más oportunos y eficaces que se tuviera por conveniente, hasta proceder contra ellos, como se ejecuta con los vagos en las repúblicas civilizadas.

Las indias se deberían ocupar en hilar algodón, comprándoles por su justo precio cada día o cada semana el hilo, pagándoselo de contado según su calidad, dándoles algodón en parte de pago, para que nunca les faltase qué hilar.

A los muchachos, muchachas, viejos, viejas y otros de esta calidad, se les debería emplear en cosas que cómodamente pudieran hacer, de forma que ganaran para comer y vestir; pues, como digo, hay para ocuparlos a todos con utilidad de la factoría.

Aunque con esta providencia se les aseguraba a los indios las proporciones de subsistir, quedaban siempre expuestos al riesgo de que los tratantes fuesen los que lograsen el fruto de su trabajo, así en los que les vendiesen como en lo que les comprasen, si no se tomasen otras precauciones: y así, para asegurarlos por todos lados de todo perjuicio, sería muy útil que el comercio de los efectos que se traen de fuera de la provincia corriese en cada pueblo a cargo del factor, y que fuera también de la obligación de éste el abastecer su pueblo de víveres y de cuanto es necesario a la vida y comodidad de los hombres; y del mismo modo había de estar obligado a comprar todos los frutos y efectos que los naturales quisieran venderle, asegurando la equidad, así en las compras como en las ventas, con reglamentos adecuados. De este modo aseguraban los naturales las ventas de sus frutos y manufacturas, y tenían con equidad dónde proveerse de cuanto necesitasen, y todas las utilidades que resultasen de estas compras y ventas a la factoría recaerían en beneficio del común, como que de cuenta de él se manejaba todo.

Dispuestas así las cosas, quedaba la comunidad reducida a un asiento y factoría, para que jamás faltase qué trabajar a los indios, y el pueblo estuviese abastecido de todo lo necesario; y los frutos y efectos que produjere el trabajo e industria de los particulares lograsen el giro más ventajoso, resumiendo en una sola mano todos los ramos de agricultura, industria y comercio, y con la ventaja de que todas las utilidades habían de recaer en los mismos que las producían, dejando, no obstante esto, la libertad a todos los particulares de disponer de sus frutos dentro y fuera de los pueblos, para venderlos o extraerlos como gustasen, como no fuese para traer en retorno efectos comerciables, porque esto debería ser privativo a la factoría.

Pero, para que este arreglo produjera las ventajas deseadas, era preciso introducir el uso de la moneda, pues sin ella todo sería embarazos, y los efectos perderían de valor pasando de mano en mano. Es la moneda el alma del comercio y la sangre de las repúblicas; faltando ésta, falta el estímulo, la actividad y la aplicación; no puede haber igualdad en los contratos, ni regla fija en la sociedad. Es este precioso signo del comercio más grato a la codicia de los hombres que lo fue el maná al paladar de los israelitas, porque al fin éstos se cansaron de él, y el dinero a nadie ha cansado hasta ahora.

Si yo escribiera para el común de los hombres, haría, antes de pasar adelante, algunas reflexiones sobre el diseño o plan propuesto, para dar a conocer a los que no profundizan las cosas las grandes utilidades y ventajosas consecuencias que ofrece; pero escribo sólo para usted, quien con su profunda penetración las conocerá mejor que yo pueda explicarlas; pero no pasaré en silencio dos, que son como origen de otras muchas. La primera, el evitar que en esta república haya tantos hombres ociosos como hay en todas las demás, empleados en comerciantes y tratantes, comiendo y enriqueciéndose a costa del público; y la segunda, el que todas las ganancias, que habían de recaer en éstos e invertirse en utilidad de sus fines particulares, recaerían en beneficio del público y se emplearían en aquello que fuese más útil a la sociedad, como más adelante se dirá.

Tampoco me detendré en patentizar lo justo y necesario que es el comercio privativo en estos pueblos; pues, además de ser una cosa forzosa para impedir los perjuicios de estos naturales, se halla autorizado con el ejemplo de muchas compañías establecidas en diferentes partes para precaver los perjuicios que pudiera originarse de un comercio libre, siendo así que aquellos perjuicios los sufrirían algunos particulares comerciantes, y en nuestro caso los sufriría toda la provincia, fuera de que esta exclusión podía durar el tiempo que fuese preciso, o el de la voluntad del Soberano.

Aunque en toda esta memoria he procedido sin método en la distribución de asuntos, procuraré en este reglamento tratar cada materia separadamente para mayor inteligencia de usted, previniendo que el que hasta ahora se ha llamado administrador ha de nombrarse en este plan factor, y lo que se ha dicho comunidad se llamará factoría; así porque me parece mejor convenirles estos nombres, como por desterrar de los oídos de los indios el nombre de comunidad y de administrador, que aun para los mismos que ejercen estos empleos no es de buen sonido; pero esto es accidental, pues puede dársele el nombre que se quiera.

Deben buscarse para factores mozos instruidos en casas de comercio u oficinas de real hacienda, para que con la instrucción que allí hayan adquirido les sea fácil el imponerse del vasto manejo que ha de ponerse a su cuidado; conviene no sean tan mozos que bajen de 30 años, ni tan viejos que pasen de los 50. Es preciso en ellos mucha viveza de genio y robustez, un trato dulce para con los indios y que estén libres de vicios, principalmente de los de incontinencia, embriaguez y juego de naipes, siendo cosa precisa que al que se le notare cualesquiera de estos vicios fuera al instante removido; pues, aunque en todas partes son perjudiciales los que los tienen, aquí serían intolerables por las ocasiones más frecuentes y por lo trascendental que serían, con notable perjuicio de los naturales, que es preciso evitarlo, mayormente en cualquiera nueva plantificación.

Al factor convendría se le entregasen los haberes del pueblo para su manejo, del modo que hasta ahora se les han entregado a los administradores, con sola la diferencia de que se le habían de entregar tasados y hacerle cargo de sus valores; pero con la misma intervención que ahora tienen el corregidor y mayordomo del pueblo, conservando cada uno una de las tres llaves de cada almacén; pues, no siendo fácil encontrar factores con las calidades expresadas, y que al mismo tiempo tengan fianzas para asegurar los caudales de su manejo, sería cosa arriesgada el poner en su mano, con libertad absoluta, este manejo.

Para que el factor se empeñara y buscara todos los medios imaginables en utilidad y beneficio de la factoría, era cosa conveniente el señalarle, en lugar de salario, un tanto por ciento de las utilidades anuales de la factoría; pero al mismo tiempo convendría el que la factoría no le suministrase nada para su alimento y comodidades, ni permitirle criado alguno indio ni muchacho que no fuese pagándole su salario y dándole el alimento, con más la circunstancia de que había de ser voluntario y no forzado. Con esta providencia se minoraría, y aun extinguiría, la multitud de empleados inútilmente en los colegios, y saldrían a trabajar en lo que fuese útil a ellos y al pueblo; se excusarían los crecidos gastos que diariamente tiene ahora la comunidad en alimentar no tan solamente al administrador y su familia, sino también los que se ocasionan dando de comer a cuantos tratantes y aun vagabundos andan en estos pueblos; pues, siendo a costa de los factores el mantener su mesa, no la franquearían con tanta liberalidad a todos. Si se examinan las facturas que han venido de Buenos Aires desde la expulsión, se verá en ellas que la mayor parte de lo que contienen son especies comestibles y utensilios de cocina y mesa, que todos los han consumido los administradores y nada se ha empleado en alivio de los indios; y todo esto estaba cortado conque cada uno comiese y se sirviese a su costa.

Sería del cargo del factor el determinar las faenas que debía mantener la factoría, prefiriendo siempre aquellas que ofreciesen mayores utilidades. El buen estado de las estancias debía llevar la primera atención, como que en ellas se afianzaba la principal subsistencia del pueblo, y que, estando bien atendidas, rinden con sus progresos considerables ganancias. Los yerbales de cultivo que hay en todos los pueblos, y que por falta de cuidado están muy deteriorados, y aun perdidos, se empeñaría el factor en restablecerlos con el oportuno cultivo y con la reposición y aumento de nuevas plantas, para lograr de este modo buenas cosechas de yerba, y la parte de aumento de valor que tendrían cuando entregase el pueblo, pues cada cosa se debería tasar según el estado de recibo y entrega. Atendería igualmente al aumento y buen estado de algodonales y cañas de azúcar, así para lograr las abundantes cosechas como para aumentar las fincas y sus valores.

Pueden también emprenderse otras muchas faenas en los pueblos, y los factores no se descuidarían en aprovecharse de las proporciones del país. El corte de maderas y remisión de ellas a Buenos Aires; la construcción de embarcaciones, así para venderlas en Buenos Aires como para trajinar con ellas por los ríos, trasportando las haciendas; los beneficios de yerba en los yerbales silvestres del Paraná y Uruguay, así por tierra como por agua; las vaquerías a los campos del ganado alzado, y otras muchas que se practican y se han practicado siempre.

También pueden inventarse otras nuevas faenas que ofrecen tantas o mayores ventajas como las ya establecidas y conocidas: el cultivo y beneficio del añil, de que hay ejemplar de haberse beneficiado muy bueno en los pueblos, y tengo noticia se beneficia en el Paraguay por un particular con bastante utilidad suya; ya harina de mandioca, conocida por fariña de páo entre los portugueses, y su almidón, que ambas especies se estiman y consumen mucho en Buenos Aires, y que es cosa facilísima el fabricarlas y abundantísima la mandioca en estos pueblos. El arroz también ofrece mucha cuenta, en construyendo ingenios para limpiarlo, y una infinidad de menudencias que ayudarían al aumento del comercio, ocupaciones y utilidades de los indios.

El cultivo y beneficio del tabaco, así el negro como el que llaman colorado, ofrece en estos pueblos crecidísimas ventajas. Este ramo, que en el estado presente no es posible adelantarlo, si se extinguieran las comunidades podía ofrecer muchos aumentos; es la siembra y cultivo del tabaco facilísima a cualesquiera particular que esté dedicado a la agricultura, pero el beneficiarlo después de recogida la hoja es penoso a los que no tenían libertad, tiempo y proporciones para ello, y mucho más el beneficio del tabaco negro para el que son necesarios muchos aperos. Al mismo tiempo serían embarazosas a la factoría las crecidas siembras, cultivo y recogidas del tabaco, pero sería fácil el beneficiarlo después de recogidas las hojas; y así lo que convendría era que los indios, y cualesquiera otros particulares, hiciesen las siembras en sus mismas chacras y comprarles la hoja en recogiéndola sazonada, pagándosela de contado al precio que se regulase, de modo que le quedase una moderada utilidad a la factoría, a la que, con los aperos correspondientes, le sería facilísimo el beneficiar crecidas porciones de tabaco negro y colorado, aplicando a cada clase el que fuese mejor para ella. De esta forma era preciso creciesen los acopios, pues, por poco que cada indio sembrase, como ellos son muchos, teniendo libertad para trabajar en los terrenos tan fértiles, se harían buenas cosechas, las que se acrecentarían con las siembras que por su parte hiciese la factoría, que también convendría las tuviese.

Las siembras de todos los frutos de abasto, como son trigo, maíz y toda clase de menestras, las verificarían los indios, como que están acostumbrados a hacerlas, y a ellos se las compraría la factoría para el abasto del pueblo. Bien es que, si fuese preciso o útil, también podía hacerlas la factoría.

Para mantener todas estas faenas, o aquellas que más cuenta ofreciesen, se deberían conchabar los indios que fuesen precisos para peones, aplicando a los muchachos y viejos a las ocupaciones en que ellos pudiesen dar cumplimiento. Estos peones deberían ser voluntarios, y se les habría de pagar semanalmente, regulándoles un jornal muy moderado, que en mi inteligencia bastaría para que no faltasen peones y que trabajasen con empeño, el que a los más trabajadores y aplicados se les regulase a 6 reales por semana, a 5, 4 y 3 a los de menos actividad, graduando la de cada uno; dándoles a todos una abundante comida al mediodía, y a los muchachos, muchachas, viejos y viejas bastaría el que les alcanzase el jornal a vestirse y alimentarse.

Aunque por la inclinación que conozco en todos estos indios a conchabarse y ganar jornal no me queda duda de que no faltarían cuantos peones necesitase la factoría para sus faenas, antes por el contrario, considero que tendría la factoría precisión de entablar otras para ocuparlos a todos; si mi concepto saliese errado en esta parte, y los indios se aplicasen más a sus labores particulares que a conchabarse en la factoría, ningún inconveniente se seguiría de que la factoría redujese sus faenas sólo a las más útiles y precisas, y que para éstas se obligasen semanalmente y por turno los peones necesarios, pagándoles sus jornales; y esto en caso de no haber indios desaplicados, pues, habiéndolos, a éstos y no a otros se debían precisar a trabajar, como a gente ociosa y vagabunda.

Será cosa muy conveniente que el factor pueda conchabar, y conchabe, cuantos españoles se presenten, o puedan hallarse, para peones de las estancias, faenas de yerbales, beneficio de tabaco y para todas las ocupaciones que tenga a bien destinarlos, para que, mezclados con los indios en el trabajo, les enseñen y animen a trabajar; y así mismo convendría el conchabar algunos de estos españoles para capataces de las varias faenas que se emprendiesen, aunque estos últimos se deberían admitir con aprobación del gobierno, y no de otro modo.

Al fin de cada semana se deberían hacer los pagamentos de los jornales que hubieran devengado los peones en toda la semana, según las papeletas que les diesen los capataces, que deberían ser arregladas a la asistencia y aplicación que cada uno hubiese tenido aquella semana.

Todos los acopios que se hiciesen de frutos o efectos deberían ponerse semanalmente en los almacenes de tres llaves con intervención del corregidor y mayordomo, y aun del cabildo, si se tuviese por conveniente, asentando en un libro, que debería existir dentro del mismo almacén, las entradas, firmando todos en él, practicando lo mismo con las salidas, que así unas como otras deberían hacerse por mayor en los almacenes; y el factor y mayordomo deberían tener libros particulares en que anotar las mismas partidas, como asimismo un diario en que apuntasen las partidas pequeñas que en el discurso de la semana se fueran acopiando o expendiendo, para que así constase con claridad la pureza de este manejo.

Dentro de la casa principal debería destinarse una pieza a propósito para poner en ella una tienda o pulpería a cargo de algún español o indio a propósito asalariado, en la que se vendiese de toda clase de comestibles y menudencias de diaria necesidad, entregando por cuenta todo lo que allí se había de vender, y recogiendo cada sábado el dinero que rindiesen las ventas de la semana, el que asimismo debería colocarse en el almacén en caja de tres llaves, que debería haber con libro en ella de entradas y salidas de dinero, con las mismas formalidades que el de los frutos y efectos; y cada cuatro meses, o cuando el factor tuviera por conveniente, tomaría cuentas finales de esta pulpería para conocer el estado de ella y de su manejo, avisando de sus resultas al gobierno.

Para que esta pulpería estuviese surtida de todo, debería cuidar el factor, por su parte, y hacer que cuidase el mayordomo, de que todo el sebo de las reses, así de las que se matasen en las estancias como en el pueblo, sirviese para velas que se pusiesen allí, como asimismo la grasa de ellas. Que se amasase pan, que no faltasen menestras, maíz y demás comestibles que produce el país y consumen los indios, como asimismo sal, azúcar, miel, jabón, de modo que nada les faltase de cuanto pudiera ofrecérseles, a excepción de bebidas fuertes, que éstas deberían prohibirse enteramente, como lo están por las leyes.

Para que los precios de las ventas que se hiciesen en estas pulperías al menudeo no fuese arbitrario a los factores ni pulperos, deberían dárseles por el gobierno aranceles, arreglados a los precios que estuviesen establecidos por otros aranceles, para las compras que hubiera de hacer la factoría a los indios; de modo que vendiendo al menudeo no pudiera excederse de 25 o 30 por ciento el aumento de precio de aquél a que se había comprado, y vendiendo por mayor sólo la mitad del de menudeo.

El abasto de carne debería estar a cargo de otro español o indio, arreglado de forma que cada res de buen tamaño dejara de utilidad a la factoría un peso de plata, y el valor del cuero para gastos de manipulantes y pastores.

Sería cosa conveniente y muy precisa que los almacenes estuvieran surtidos de ropas adecuadas para estas gentes, así de las que se llaman de Castilla como de las del país, procurando que en las fábricas de lienzos de los pueblos se trabajasen listadillos, y todos aquellos que usan y apetecen los indios; como asimismo el que no faltasen frenos, espuelas y cuantas menudencias se sabe les son de utilidad, y procurando no introducir cosas inútiles y superfluas; y solamente los sábados, y con asistencia del corregidor, mayordomo y algunos de cabildo, se deberían abrir los almacenes y verificar venta de estos efectos que no son de diaria necesidad, y su importe depositarlo allí mismo en la caja de tres llaves en la forma que queda dicho, y con separación de otras partidas. A estos efectos pudiera cargársele de aumento, sobre el principal costo de Buenos Aires, un 40 o 50 por ciento, para que así sufragasen los costos de conducción, averías y menoscabos que pudieran sufrir, y las alcabalas que debían pagar, y que dejasen una buena ganancia, para que ésta sirviese en utilidad del común, en los fines y términos que después se dirá.

A ningún español o indio, establecido o empleado en los pueblos, debería permitírsele el que introdujera efectos para vender, ni aun los de su preciso uso, pues todos deberían comprarlos a la factoría; pero a ésta le sería permitido el venderlos con las licencias necesarias a los particulares que de fuera de la provincia viniesen a comprarlos para extraerlos, aun rebajando algo del precio en que regularmente se vendieran al menudeo a los establecidos dentro de ella, para aumentar así el ramo de comercio, y por consiguiente las utilidades de la factoría.

Al mismo tiempo que la factoría y factor deberían dar jornal y ocupación a todos los que lo pidiesen, y obligar por medio de las justicias a que trabajasen los ociosos, deberían también comprar a los indios, y aun a los españoles avecindados, cuantos frutos y efectos adquiriesen con su trabajo e industria por los precios que el gobierno hubiese establecido, aun cuando no le resultase utilidad ninguna de la venta que de ellos hubiese de hacer; pues sería cosa muy conveniente que todos tuviesen asegurada la venta del producto de su trabajo. Bien es que el gobierno tendría cuidado de poner ínfimos precios a los frutos y efectos poco necesarios, para separar a los indios de la aplicación a cosas inútiles, inclinándolos a las útiles por medio de los mejores precios y utilidades que les rindieran, como se dirá cuando se trate del gobierno.

Al cargo del mayordomo estaría, con la intervención, dirección y cuidado del factor, el comprar diariamente cuantos frutos y menudencias le llevasen a vender los indios, pagándoles de contado a los precios establecidos, para lo cual debería tener en su poder algún dinero de que se le tomaría cuenta al fin de la semana, recibiendo y almacenando lo que hubiese comprado, y entregándole el dinero suficiente para la semana siguiente. Este mismo mayordomo debería comprar y pagar el hilo que las indias hilasen y quisiesen vender, arreglando los precios según sus calidades, que en mi inteligencia debía pagárseles a 3 reales la libra de pabilo, a 4 la de hilo para lienzo grueso, a 7 el de mediano, a 12 el de fino y a 16 el superfino, y venderlos en la pulpería a medio real la libra de algodón en rama, o a 10 reales la arroba, en el supuesto de que se les compraría a 8 reales la arroba del que quisiesen vender de sus cosechas.

El hilo que se acopiase podría destinarse para lienzos según sus calidades, pagando a los tejedores su trabajo, según las varas y calidades de las piezas.

El factor debería tener atahona para que todos los que quisiesen moler trigo tuvieran dónde hacerlo, sin más paga por la molienda que la que se considerase suficiente para mantener peones, mulas y composturas de atahonas; y así mismo tendría trapiches, y todos utensilios para moler la caña y beneficiar la miel y azúcar; y, en fin, tendría todas aquellas oficinas que no es fácil las costeen los pobres, y que por falta de ellas o no siembran ni plantan aquellos efectos, por la imposibilidad de beneficiarlos, o los pierden, por falta de ellos.

También deberían mantener inmediatos a los pueblos una buena porción de bueyes para alquilarlos a los que los necesitasen para sus labranzas, fuesen españoles o indios; bien es que a éstos se les arreglaría un precio moderado que sólo sufragase el menoscabo de los bueyes y salarios de pastores.

A ninguno debería dársele nada de balde, pudiendo trabajar, para que así cada uno procurara tener bueyes, caballos y todo lo necesario para ahorrarse de tener que pagar alquileres.

En poder del factor no debería extinguir ni por un solo día dinero, ni cosa alguna que perteneciese a la factoría, pues todo habría de almacenarse bajo de las tres llaves dichas; y entre tanto se verificaba al fin de cada semana, que permaneciese en poder del mayordomo y demás destinados al manejo, y que el factor cuidase de la conducta de éstos, y de tomar las cuentas semanalmente como queda dicho.

Tampoco se le debería permitir al factor, ni a ningún otro de los empleados, el tomar de la pulpería, carnicería ni almacenes cosa alguna con pretexto de suplemento, ni al fiado para el gasto diario, pues toda lo había de comprar al contado, y si tenía alguna necesidad, con la orden del gobierno y formalidades necesarias se les podía socorrer en dinero a cuenta de la parte de utilidad que en el ajuste de cuentas le correspondiese; ni tampoco habían de servirse de bueyes, caballos ni otros aperos de la factoría en sus fines particulares, si no es pagando de contado los alquileres de todo.

Deberían suprimirse y venderse, a beneficio de la factoría, todos los muebles y utensilios de cocina y refectorio, sin dejar otros muebles que los precisos para alhajar y adornar las casas capitulares, cuanto de hospedería del gobernador y algunos otros de esta clase; y estos muebles tenerlos y conservarlos como consejiles, destinados para ornatos de los mismos pueblos.

Los frutos comerciables sobrantes de los pueblos se deberían remitir por los factores a los parajes en que pudieran tener mayor beneficio en su venta, particularmente a la capital de Buenos Aires, para que los vendiesen a beneficio de la factoría y les remitiesen con su producto lo que pidiesen; y para que este giro fuese ventajoso y no estuviese expuesto a perjuicios e inconvenientes, me parece debía establecerse en esta forma.

Por la Junta superior de propios y arbitrios de Buenos Aires, o por quien la Superioridad tuviese por conveniente, pudieran nombrarse en aquella ciudad tres o cuatro sujetos de calidad, y con las fianzas convenientes, para apoderados de los pueblos, habilitándolos para que pudiesen recibir encomiendas de ellos; y que a éstos y no a otros dirigieran los factores las haciendas de sus respectivos manejos, pero dejándoles la libertad de elegir de estos apoderados aquel que quisieren, y la de remover las encomiendas cuando lo considerasen útil a sus intereses, sin necesitar de pruebas, como tampoco las necesitarían los mismos apoderados para excusarse a recibir las encomiendas cuando no les acomodase el recibirlas, así como se practica entre comerciantes. Y que estos apoderados estuviesen dependientes y sujetos a los respectivos pueblos de quien tuviesen encomiendas, para arreglarse a sus disposiciones, rendir las cuentas cuando se las pidieran y todo lo demás concerniente al manejo que administraba, entendiéndose sin perjuicio de las disposiciones y reglas que tuviese a bien darles la Superioridad, y demás que expresaré cuando trate del gobierno político de estos pueblos y modo con que los factores deberían rendir sus cuentas.

Con esta providencia se conseguiría el que los apoderados, por conservar las comisiones que ya tuviesen, y por adquirir otras más que pudieran agregárseles de otros pueblos, procurarían ser puntuales en el desempeño de sus cargos, dando el mejor valor a los efectos que se les remitiesen, y comprando con la posible equidad lo que se les pidiese; y asegurarían la confianza de los naturales y factores con el cotejo que harían de las ventas y compras de unos y otros apoderados, lo que jamás podrán hacer siendo uno solo como lo ha sido hasta ahora el que administre sus haciendas, evitándose también el perjuicio que se seguiría de que cada pueblo tuviese su apoderado particular, como algunos han opinado, en lo que concibo mayor perjuicio que en que haya uno solo.

Para que todas estas cosas se observasen con igualdad y puntualidad en todos los pueblos, era preciso formar una instrucción, en que menudamente con claridad y método se arreglase el gobierno económico de cada pueblo, y que sirviese de ordenanza a los factores y demás empleados en este manejo, la que, en caso necesario, me sería fácil de formar, mediante la práctica y conocimiento que tengo de cuanto se practica y puede practicarse.

Arreglado y puesto en práctica el método propuesto, serían en mi concepto infalibles las favorables resultas, así para la factoría como para los indios, pues tenían seguros los jornales, y dónde proveerse en todas sus necesidades, los que no tuviesen labranzas propias, y los que las tuviesen la seguridad de vender todos sus frutos a un precio fijo y determinado; y la factoría la seguridad de unos crecidos aumentos en todos los ramos que beneficiase, no quedándome duda que en un pueblo de medianos fondos y proporciones no bajarían de 8 a 10.000 pesos las utilidades anuales, aun considerados a los principios y con solas las faenas presentes, lo que evidenciaré a usted con el siguiente tanteo.

En un pueblo cuyas estancias tengan 20.000 cabezas de ganado vacuno, no baja el procreo de 4.000 de yerra al año; y teniendo, como todas tienen, crías de yeguas y de mulas, producen también el aumento de las crías; de modo que tengo bien averiguado que, rebajando las que se mueren, pierden, roban, consumo anual de estancias, y computando jornales de peones y capataz, pasa de 3.000 pesos el valor del aumento anual en una estancia como la propuesta.

En un pueblo que tenga 1.200 almas entre chicos y grandes, no baja el consumo anual de 2.500 cabezas de ganado; y aunque no regulemos sino 2.000, considerando las restantes para dar de comer a los peones que trabajaren por cuenta de la factoría, y consideremos un peso de utilidad en cada una, según lo que dejo dicho, son 2.000 pesos.

Por limitadas que sean las ventas en la pulpería de los efectos de consumo diario, habiendo de proveerse de allí todos los del pueblo, y no siendo dable que teniendo dinero de los jornales dejen de comprar lo que apetezcan, pueden computarse las ganancias de este ramo, cuando menos, en 1.000 pesos al año.

Aunque los yerbales de cultivo de los pueblos están bastante deteriorados y son cortas las cosechas, sin embargo siempre podemos regular en 500 pesos su producto anual, después de rebajados los jornales que pueden emplearse en cultivarlos y beneficiar la yerba.

La cosecha de algodón puede cómodamente producir lo mismo que la yerba, y aun excederles en mucho, siempre que se ponga un poco de aplicación.

El plantío y beneficio del tabaco, así torcido como enmanojado, es un renglón de mucha utilidad, y beneficiándolo como queda dicho puede asegurarse, sin riesgo de equivocación, que pasarían de 1.000 pesos las utilidades que rindiera.

Los tejidos de lienzos, en un pueblo del número de gentes expresadas, suben en el día a 16.000 varas, sin contar casi otras tantas que particularmente tejen para vestirse suyo propio; conque, aunque no contemos sino las mismas 16.000 varas, y en ellas medio real de utilidad en cada vara para la factoría, son 1.000 pesos.

El consumo de efectos traídos de Buenos Aires, para vender a los indios en los términos dichos, me parece no bajaría de 4.000 pesos de principal anuales, a lo menos pasado uno o dos años, los que, cargándoles un cincuenta por ciento, producirían en la venta 6.000 pesos, y de ellos 2.000 de utilidad, y considerando que los gastos de comisión de compra, conducción y alcabalas ascendiesen a 500 pesos, quedaban libres 1.500.

Aunque en los pueblos hay otros muchos ramos de que sacar utilidad, como son los beneficios de yerba en los montes, las vaquerías, el corte y remisión de maderas, el beneficio de la azúcar y miel, el del añil, si se estableciese, y otros muchos que quedan apuntados, no me detendré en hacer cómputo de las utilidades que rendirían, porque para mi intento bastan los insinuados, y que con ellos se evidencian suficientes utilidades, como se demuestra en el siguiente resumen.

 Pesos
Utilidades del procreo de las estancias3.000
Ídem del consumo de carnes en el pueblo2.000
Ídem de la pulpería1.000
Ídem de la yerba que se beneficia en el pueblo500
Ídem de los algodonales500
Ídem del beneficio de tabaco1.000
Ídem de los tejidos de lienzo de algodón1.000
Ídem del consumo de efectos de fuera de la provincia1.500
Son pesos10.500

Del antecedente resumen resultan, de utilidades libres a la factoría, 10.500 pesos.

Es verdad que en algunos pueblos no pueden esperarse estas utilidades, a lo menos en los principios, porque sus estancias están muy atrasadas, y el corto número de indios no permitiría el poder emprender muchas faenas, ni los abastos y comercios rendirían mucho; pero también lo es que hay otros que por sus proporciones, y lo numeroso de ellos, excederían en mucho. Yo no tengo duda en asegurar que, aun a los principios, no bajarían los aumentos anuales, en los treinta pueblos de la provincia, de 300.000 pesos, y sobre esta suma he de fundar el arreglo del gobierno, así general de la provincia como particular de cada pueblo.

Para establecer el arreglo propuesto era preciso a los principios el que de Buenos Aires se enviasen a los pueblos algunas cantidades de dinero, siquiera 2 o 3.000 pesos a cada pueblo, pues sin él nada sería verificable; y, siendo cosa cierta que muchos pueblos no tienen allí fondos propios, pudieran suplírseles del real erario a cuenta del tabaco que beneficiarían después. Para esta providencia me parece no habría embarazo, pues la piedad de Su Majestad franquea en la nueva ordenanza sus reales haberes para socorrer a los indios necesitados, supliéndoles por vía de préstamo, y sin ningún interés, lo que necesiten para fomentarlos, libertándolos así de los repartimientos que antes sufrían. Y aunque aquella disposición se dirige a socorrer a los particulares, y ésta al común, como en el común se incluyen los particulares, debe tenerse por una misma, teniendo ésta la ventaja de la mayor seguridad en la recaudación, que en mi concepto el pueblo más atrasado, al segundo o tercero año, ya habría satisfecho lo que le hubiesen suplido.

Habiendo de ser tan vasto el manejo de los factores, y ellos sujetos, como queda expresado, me parece debérseles señalar diez por ciento de las utilidades que quedasen libres a la factoría, que es lo mismo que señalan las leyes a los tutores de menores por la administración de sus bienes; pero no debía permitírseles ningún otro giro ni granjería particular por sí, ni por interpósita persona, ni tampoco el que usasen de cosa alguna de la factoría, a excepción de la habitación, que deberían tener en las casas principales, sin otra alguna cosa. Y si para que les aliviase del trabajo querían tener algún dependiente, fuese español o indio, deberían pagarle su trabajo de la parte que le tocase de sus utilidades, no entendiéndose esto con los que manejasen las pulperías, los capataces ni demás empleados en el beneficio, conservación y aumento de la factoría, pues a éstos, como a todos los demás peones y trabajadores, se les debería pagar su salarios y jornales del cuerpo del manejo, como que trabajaban en su beneficio y utilidad; y todos los demás gastos que se ofreciesen en el pueblo que no tuviesen relación ni se dirigiesen a beneficio de los bienes de la factoría, los debería sufrir la parte de utilidades que a esta correspondiesen, como son alimentos y vestuarios de viejos impedidos, cura de enfermos pobres, salarios de justicias, pago de reales tributos, diezmos y cualquiera obra útil o pía que se estableciese en beneficio del común, como se irá expresando en donde corresponda.

Con la asignación de diez por ciento a los factores me parece no faltarían personas útiles que las sirviesen, considerando que en los pueblos de una medianía ascenderían cuando menos a 10.000 pesos las utilidades, como queda demostrado, y de ellos le correspondían al factor 1.000 pesos. Y aunque en algunos no ascendiera a tanto, siempre tenían la esperanza de los ascensos, según el mérito y circunstancias de cada uno, hasta llegar a los más provechosos. Bien es que sería conveniente que ninguno pretendiese ascenso sin haber primero servido cinco años en el pueblo que ocupaba, siendo conveniente no se mudasen muy a menudo.

Para que el mayordomo indio de cada pueblo se aplicase al desempeño de tan importante encargo, y no tuviese motivo con que disculparse de cualquiera malversación, se le deberían señalar dos por ciento de las utilidades de la factoría.

Y pareciéndome bastante lo que llevo especificado en orden al gobierno económico de los pueblos, y de los bienes de sus comunidades, para que usted conozca las utilidades que se les seguirían, paso a manifestar a usted el que comprendo convendría se estableciesen en lo general de la provincia.

Por las novísimas disposiciones de Su Majestad quedan los treinta pueblos de esta provincia sujetos a un gobernador con sólo la jurisdicción en ellos en lo militar y causas de justicia, quedando los dos ramos de policía y hacienda real a cargo de los señores gobernadores intendentes de Buenos Aires y del Paraguay, cada uno en el distrito de su obispado. Y porque no he visto sino de paso las ordenanzas, ni tampoco es mi ánimo manifestar a usted las conveniencias y desconveniencias que de su total observancia pudieran seguirse a estos pueblos, según las circunstancias de ellos, diré a usted lo que me parece convendría, mediante el conocimiento que con la práctica he adquirido. Aunque siempre seguiré el espíritu y disposiciones de las nuevas ordenanzas, en cuanto a lo general de su establecimiento en este virreinato.

Según el conocimiento que me asiste de la situación de esta provincia, unión, relación y dependencia que tienen unos pueblos con otros, y otras circunstancias que son bien notorias, y que sería prolijo el referirlas, me parece que lo más conveniente sería el que permaneciesen unidos todos los treinta pueblos, a lo menos los veinte y seis, excluyendo o separando los cuatro más inmediatos al Paraguay, que son Santiago, Santa Rosa, Nuestra Señora de Fe y San Ignacio Guazú, que tienen poca o ninguna relación con los demás, y están en mejor situación para agregarse a aquella provincia; y que fuesen gobernados por un gobernador intendente que tuviese a su cargo todos los ramos, en la misma forma que los demás nuevamente creados, y con facultad de nombrar subdelegados en los partidos que lo necesitasen; que, según mi conocimiento, convendría se pusiese uno en los seis pueblos que comprende el departamento de San Miguel, y otro en los cuatro del Yapeyú; y si los pueblos del departamento de Santiago hubiesen de quedar sujetos a esta provincia y gobernación, convendría poner allí otro; y los pueblos restantes pudieran quedar todos sujetos al inmediato mando del gobernador, pues están cerca de Candelaria, que debería ser la capital.

Los límites de esta provincia, considerando inclusos en ella todos los treinta pueblos, me perece deberían ser los siguientes: por la banda del norte, el río Tebicuari, desde sus cabeceras hasta el estero de Ñembucú; por el oeste, el dicho estero hasta el Paraná, atravesándolo más abajo del Salto, siguiendo por la laguna Ibera, incluyendo las tierras que están a la banda occidental de dicha laguna y que sus vertientes caen a ella, y siguiendo a buscar el origen del río Miriñay, que podrá servir de límites por ese lado hasta el Uruguay, atravesándolo a buscar la embocadura del río Cuarey, que podrá servir de límites por la banda del sur, siguiendo hasta su origen y dirigiéndose por entre las cabeceras del Río Negro y las de Ibicuy a buscar las fronteras de Portugal, sirviendo éstas de término por la banda del este.

Si se excluyen los cuatro pueblos mencionados, pudiera servir de límites, por la banda del norte, el monte grande de Santiago, y sus esteros y pantanos, que corren hasta entrar por el Salto en el Paraná, y en lo demás como queda dicho.

Pero, según lo que considero, podrán estos pueblos dentro de pocos años hacer tales adelantamientos que juzgo podrán ser susceptibles de erigirse en ellos un obispado con rentas más pingües que el del Paraguay, y entonces convendría otra demarcación o división de límites, que propondré a usted para que la examine y me diga lo que le parece, dado caso que así sucediese.

Lo que a mí me parece es que los cuatro pueblos de Santiago, Santa Rosa, Nuestra Señora de Fe y San Ignacio Guazú deberían quedar agregados al obispado del Paraguay, y los veinte y seis restantes al de esta provincia; y que sus límites, por el norte, fuesen el monte de Santiago hasta el Paraná, como queda dicho, bajando por él hasta la ciudad de Corrientes, incluyendo en esta provincia aquella ciudad y su jurisdicción, y bajando hasta el río Guayquiraro, que sirviese de términos por la banda del oeste, y siguiendo el Guayquiraro hasta su origen, y de allí línea recta a buscar el arroyo Mocoretá hasta el Uruguay, pasando a buscar el río Cuarey, como ya queda dicho.

Me parece no poder ocultarse las conveniencias y utilidades de esta última demarcación. La ciudad de Corrientes y su jurisdicción tienen su trato y giro en estos pueblos, y mantienen cierta dependencia y correspondencia útil en su giro y comercio, y serían mayores la utilidades de unos y otros si estuviesen bajo de un solo gobierno. Esta provincia hace frontera con los dominios de Portugal por toda la banda del este, y en tiempo de desavenencias con aquella corona no tiene el gobernador en aquella provincia sino indios con que defenderse de las invasiones, y es preciso que de Buenos Aires le manden los auxilios de gente española; y teniendo bajo su mando a los Correntinos, tenía en ellos un pronto y eficaz socorro para cualquier urgencia. Los inconvenientes que para esta división puedan ofrecerse los ignoro, y así sólo manifiesto a usted las conveniencias que conozco, según las alcanzo.

Es tan corto el tributo que estos naturales pagan a Su Majestad, que aun en el día no alcanza a cubrir los sueldos y sínodos que devengan los empleados, que los cobran de la real hacienda, aun siendo éstos muy moderados. Y si se pusiera un gobernador intendente con la autoridad que a tal empleo corresponde, sería preciso asignarle un sueldo proporcionado, y sería gravar más el real erario; y para que así no sucediera, me parece que lo mejor sería que así al gobernador como a los subdelegados se les pagasen sus sueldos de las utilidades que resultasen a las factorías; pues, habiendo de dirigirse la nueva forma de gobierno al bien y utilidad de los naturales, sería regular que éstos costeasen cuanto en su beneficio se estableciese, mayormente hallándose tan aliviados en los tributos. Y así me parece que de las utilidades de todos los pueblos se sacasen dos y medio por ciento, y repartirlas en este forma: al gobernador medio por ciento de lo que rindiesen todos los pueblos, con más el dos por ciento restante de los pueblos que estuviesen sólo a su cuidado; y a los subdelegados el dos por ciento de lo que produjesen los de su inmediato cuidado. Así procurarían unos y otros el adelantamiento de los pueblos, pues en ello aseguraban los suyos.

Convendría que el gobernador tuviese un asesor o teniente letrado, un ayudante y escribano de gobierno, y que asimismo hubiese un protector de indios y un fiscal letrado, pues de otra forma no podría darse buena forma a este gobierno; y para pagar estas cinco plazas se podían sacar tres por ciento de las utilidades, señalando a cada uno lo que pareciese conveniente.

También sería conveniente se criase un ministro de real hacienda, con los dependientes necesarios pagados de los reales haberes, para que atendiesen al cobro de los reales derechos, reales tributos y demás perteneciente a Su Majestad, y principalmente al ramo de tabacos, que aquí son mejores que en el Paraguay, y pudiera adelantarse su cultivo y beneficio con muchos aumentos de la real hacienda.

El pueblo de Candelaria es muy a propósito, por su situación y proporciones, para capital de la provincia; y para que lo fuera con más lustre y esplendor pudiera solicitarse de Su Majestad la gracia de que le condecorase con el título y privilegios de ciudad; pues, poniéndose allí los tribunales y demás ministerios que después diré, no tengo duda que en breve se aumentaría su población con los muchos españoles que se avecindarían allí.

Para que en los pueblos floreciesen las ciencias y las artes sería lo más conveniente que en dicho pueblo de Candelaria se estableciese un colegio para letras y un hospicio para artes; en el primero se deberían enseñar desde las primeras letras hasta la teología, jurisprudencia, medicina y demás ciencias escolásticas que se tuviese por conveniente enseñarles a estos naturales, con todas las demás partes de educación y policía, teniendo a los jóvenes en clausura como colegiales para que, no rozándose con los otros, desechasen o no adquiriesen la rusticidad con que al presente se crían, y fuesen después útiles en sus pueblos, sin perder el amor a la patria, como sucedería si los sacasen a aprender fuera de la provincia. En el hospicio aprenderían las artes y oficios más útiles y necesarios en estos pueblos, poniéndoles maestros hábiles, y cuales convenía para que después, distribuidos en sus pueblos, trabajasen con perfección las obras de sus facultades y pudiesen enseñar a otros.

De las librerías de todos los pueblos pudiera formarse una muy buena para el colegio de la Candelaria y, dejando en cada pueblo aquellos libros que a los curas pudieran servirles para el preciso ejercicio de su ministerio, remitir los restantes a Buenos Aires para que allí se vendiesen, aunque fuera a bajo precio, y con su importe comprar las obras modernas que se necesitasen para la librería del colegio.

También sería bueno hubiese en la capital un seminario para enseñar niñas a todas las labores propias de su sexo, y principalmente al gobierno de una casa y familia, a la crianza y educación de los hijos y demás correspondiente a las mujeres; y así a éstas como a los muchachos se deberían instruir con perfección en el idioma castellano, formando, para que todo se consiguiese y tuviera el debido efecto, una buena instrucción y poniéndolo todo a cargo de un director cual convenía.

Las rentas para mantener estas casas deberían salir de las utilidades de todos los pueblos, sacando tres por ciento, y aplicando también al mismo fin el valor de las obras que se trabajasen en el hospicio, y el producto del paso de los ganados que atraviesan el Paraná por Candelaria, haciéndolo paso preciso y quitando el que transiten por otra parte; y si el gobierno encontraba algún otro ramo o arbitrio, pudiera aplicarlo a este mismo fin.

De cada pueblo deberían enviarse cada año a Candelaria, cuando menos, 4 muchachos y 2 muchachas, prefiriendo siempre a los hijos de los caciques, para que allí los destinasen a lo que fuese cada uno a propósito o tuviesen inclinación; y por cada uno de los que enviasen, debería acudir con uno o dos pesos mensuales, o con lo que se tuviese por conveniente señalar para ayuda de alimentos y vestuarios de ellos y ellas, que a todos se debían tener con decencia.

También convendría se solicitase el real permiso para que pudiesen fundar conventos en Candelaria las tres religiones, Santo Domingo, San Francisco y la Merced, para que los religiosos de ellas pudieran ocupar las cátedras del colegio y practicar lo demás concerniente a su instituto y a la salvación de las almas, pero con el cargo de admitir al hábito a los indiecitos que fuesen capaces para ello.

Cosa muy conveniente sería el que en la capital se estableciese una junta provincial, compuesta del gobernador, su asesor, el ministro de real hacienda, el fiscal y el protector, y que, si se hallase alguno de los subdelegados, tuviese lugar en ella, con voto o sin él, como pareciese conveniente. En esta junta se vería y trataría todo lo perteneciente a real hacienda, haberes de los pueblos y policía de ellos: dando parte de todo a la junta superior de Buenos Aires, para que, visto allí, se determinase lo más conveniente.

A esta junta presentarían los factores sus cuentas para que las examinase, y, con el parecer del protector, vista fiscal y el informe de la junta provincial, se remitieran a la superior de Buenos Aires para su aprobación.

Los apoderados de Buenos Aires sería conveniente el que sus cuentas las rindiesen cada dos años, dándolas a los pueblos de quienes eran dependientes; y los factores las invertirían con las suyas, como ramo dependiente de ellas, exponiendo o alegando lo que de ellas le pareciese, y la junta provincial las examinaría con las del factor, y las daría giro como ya queda dicho.

Todos los pueblos se hallan con cuentas pendientes, aun desde el tiempo de los expatriados, y cada día se va imposibilitando más su liquidación, sin que el gobierno pueda separar los estorbos que se ofrecen cuando se trata de ajustarlas; y la junta provincial les allanaría todos, trazándolas y liquidándolas en la mejor forma posible.

La junta provincial arreglaría los gastos que cada pueblo hubiera de tener anualmente en las fiestas del santo titular, las de los días del Rey y su cumpleaños, y otras que se ofrecieran; como así mismo los gastos ordinarios o extraordinarios de cada uno, dando la forma que en librarlos, gastarlos y dar las cuentas se debía observar.

Para que los indios se empeñasen a trabajar en lo que fuese más útil a la provincia, al real erario y a ellos, pudiera disponer la misma junta provincial que en cada uno de los pueblos se señalasen premios a los que más se aplicasen y adelantasen en las ocupaciones o ramos más útiles, a la manera que se practica en España en las reales sociedades económicas de los amigos del país, sacando estos premios de los fondos comunes, según los tuviesen los pueblos, y dando de todo parte a la junta superior para su aprobación.

Arreglándose en la forma dicha el gobierno de estos pueblos, me parece que los objetos a que el gobernador debería dirigir sus cuidados con particularidad son los siguientes:

En primer lugar, era preciso que el gobernador atendiese a que a los indios no se les faltase por los factores en nada, en la forma que queda explicado, que sus jornales les fuesen justamente pagados, que se les vendiesen los mantenimientos y demás necesarios a su conservación y comodidad con la mayor equidad, y que se les comprase cuanto ellos tuviesen y quisiesen vender por sus justos precios, formando aranceles para todo; de forma que cada año, por el mes de febrero o marzo, que es cuando se han verificado las cosechas y se disponen las futuras siembras, se publicasen los aranceles para el año siguiente, así de los precios a que se les había de comprar todo lo que ellos recogieran y beneficiasen, como a los que se había de vender, que, siendo por mayor la venta, no excediese del precio a que se compraba de un quince por ciento, y por menor de un veinte y cinco. Y para formarlos con acierto se atendería qué frutos son de más consumo y necesidad en la provincia, a cuáles se aplicaban más los indios o les costaba menos trabajo al adquirirlos o beneficiarlos, cuáles son de mayor comercio o valor fuera de los pueblos; y considerado todo, y conocida la ventaja, desventaja, aplicación o desaplicación por las cosechas anteriores, arreglar los aranceles, dándoles más valor a los frutos que se hubiesen aplicado menos los indios a su cultivo, y que son de mayor necesidad o utilidad en el comercio, y bajándolo a los que hubiesen abundado y fuesen menos necesarios, consultándolo con la junta provincial para el mayor acierto, y dando parte de todo a la superior de Buenos Aires para su aprobación.

En segundo lugar, cuidaría el gobernador de que a los indios no se les impidiese el sembrar y hacer sus chacras en donde les pareciese y acomodase, como lo practican ahora; pues, estando acostumbrados todos ellos a tener chacras, es preciso que a lo menos los primeros años sigan esta misma costumbre, hasta que la experiencia les haga conocer que no necesitan todos tenerlas; pues, con el dinero que adquieran con sus jornales o en otras ocupaciones, comprarían lo necesario a otros, y sería perjudicial a ellos si se les estorbasen las siembras donde y como quisieran hacerlas. Pero se les haría saber que, para adquirir propiedad de los terrenos que ocuparen, y para que nadie pudiera desposeerlos de ellos, habían de presentarse al gobernador pidiendo el terreno que pretendían ocupar; y siendo proporcionado a sus fuerzas, y no estando ocupado con título de propiedad por otro, se les podría despachar título condicionado de propiedad, encargándoles que dentro de tres años habían de tener en él las plantas de yerba, de naranjos, limones, duraznos, algodón, caña de azúcar y demás que al gobierno parezcan convenientes; y de no tenerlas en el término de los dichos tres años, podría otro cualquiera pedirlas, y le serían dadas; pero, si las plantase y tuviese como debía, a los tres años se le daría título de propiedad absoluta para él, sus hijos y descendientes, y para que la pudiera vender o enajenar como mejor le estuviera, y que adquirida la propiedad de un sitio pudiera pedir en la misma forma otro, que no se le negaría. En la misma conformidad y con las mismas condiciones sería conveniente el repartirles tierras a los españoles que se estableciesen en los pueblos, que no dudo serían muchos los que vendrían a esta provincia, a la que sería muy útil, pues habría más que ocupasen a los indios y les diesen jornal, y ellos tendrían donde emplearse a su gusto y abundaría todo. Pero ni a unos ni a otros se les deberían dar tierras para estancias, y si las necesitaban podrían arrendar las grandes y cómodas rinconadas que hay en los términos de los pueblos, o comprarlas según lo considerasen más útil, pero con la obligación de tener casa poblada en el pueblo a donde correspondieran.

En tercer lugar, cuidaría el gobernador se aumentasen los edificios de los pueblos y que se fabricasen con otra regularidad y conveniencias, destinando, con intervención de la junta provincial y aprobación de la superior, los caudales que se hubiesen de emplear en construcción de edificios nuevos y reparación de los existentes, y que en estos últimos se permitiese a los indios el vivir de balde, a lo menos en los cinco años primeros. Haciéndoles saber que, pasados éstos, habían de pagar alquileres, y los que ocupasen las casas que nuevamente se vayan construyendo, fuesen indios o españoles, que pagaran anual o mensualmente los alquileres que se les tasase; y los que quisieran fabricar casas propias, se les franquearía los solares de balde.

En cuarto lugar, debería cuidar el gobernador de que en los años estériles no les faltase a los indios en qué ocuparse, a lo menos para ganar para comer y vestirse. En estas ocasiones haría que los factores los aplicasen al corte de maderas en los montes, o que les comprasen la que ellos hubiesen cortado y labrado; y que los destinasen a los beneficios de la yerba en los montes, a las vaquerías y otras ocupaciones que la provincia ofrece aun en los años más estériles; y si aun esto no bastase, que de los fondos comunes se destinase mayor cantidad que la ordinaria para emplearla en composición de caminos, en construir puentes, fuentes y acequias para regadizos y otras obras públicas, que al paso que daban ocupación y jornales a los indios aumentarían la comodidad en la provincia y la utilidad de todos; y de esta forma jamás faltaría en qué trabajar ni qué comer a los naturales, suponiendo que en la factoría no faltarían los repuestos para estas ocasiones.

Lo quinto y último, cuidaría el gobernador de que en los pueblos se reedificase la casa de misericordia que había en tiempo de los jesuitas, y que en ella se recogiesen todos los viejos, viejas, pobres e impedidos que no tuviesen cómo mantenerse, o que voluntariamente quisiesen recogerse allí, como también los que enfermando no tuviesen cómo curarse; y que a todos éstos se les asistiese de los bienes de la factoría, y que, a los que pudiesen trabajar en algo, se aplicasen a lo que pudiesen hacer a beneficio de la misma factoría, de modo que no hubiese en los pueblos ningún necesitado.

Además de lo expresado, convendría se formase, con intervención del gobernador y la junta provincial y aprobación de la superior, un fondo que fuese común a todos los pueblos, sacando de cada uno tres por ciento de sus utilidades, para ocurrir a los infortunios de los pueblos que los padeciesen inculpablemente, como son naufragios, incendios, langosta, peste u otros, justificando no haber sido culpable aquella fatalidad, que debería cubrirse enteramente de aquellos fondos; y para préstamos para fomentar algunos pueblos que estuviesen atrasados, y para los demás fines que el gobierno y superioridad tuviese por conveniente; y también para gratificar a los factores que hiciesen descubrimientos útiles a beneficio de toda la provincia, como asimismo para los gastos que pudieran ofrecerse en pretensiones de la provincia y en todo lo que fuese de su esplendor y engrandecimiento. Y si estos fondos ofreciesen mucho, pudieran servir para facilitar la navegación por los ríos, rompiendo arrecifes o construyendo canales, y en fin para todo lo que se juzgase útil.

Aunque considero que, arreglándose el gobierno como queda dicho cesaría la deserción de los indios porque cesaban las causas que la motivaban, y aun se restituirían voluntariamente muchos a sus pueblos, con todo considero muy precisas algunas providencias de gobierno para que todos los indios dispersos fuera de esta provincia se restituyesen a sus respectivos pueblos, y que adelante no se desertasen de ellos. Y para esto sería conveniente que el excelentísimo señor virrey se sirviese mandar por bando, en los parajes en que puede haber indios Tapes, que todos se restituyesen a sus pueblos, imponiendo penas pecuniarias a los ocultadores y corporales a los indios, o a los que no tengan con qué satisfacer las pecuniarias. Y para que tuviese efecto la superior disposición, que el gobernador de estos pueblos pudiera nombrar y despachar partidas, a costa de los mismos pueblos, a los parajes en que se sabe hay indios de ellos; y a los que encontrasen con españoles, los prendiesen a unos y a otros, y que las justicias del partido les hiciesen exigir a los españoles la multa, que debería ser para los de la partida. Y trayendo los indios a los pueblos, que cada uno por los indios que le había traído le diese una gratificación, y que los indios fugitivos traídos trabajasen para el pueblo, hasta tanto que hubiesen devengado los costos de su aprensión y conducción. Y por lo que hace a los indios que andan en los mismos pueblos fuera de los suyos, si pareciese conveniente, pudiera permitírseles el que se quedasen avecindados en los pueblos en que se hallan, si en ellos quisiesen permanecer, agregándose al cacicazgo de su gusto dentro del término que se les señalase. Y esto sólo en esta nueva planta de gobierno, porque después no convendría el permitirlo, y se tendrían celadores en todos los pueblos para que no permitieran extraños, dando algún premio por cada uno que denunciasen, que satisfaría el pueblo a que correspondiese el fugitivo, haciendo que con su trabajo lo devengase, y dando el castigo merecido así al fugitivo como al encubridor, con lo que me parece cesarían las deserciones, y no se seguirían los daños y perjuicios que por esta causa suceden, como dejo manifestado en su lugar.

Éstos son los puntos más principales a que me parece debía dirigir su atención el gobernador de estos pueblos; y omitiendo otros, por no ser demasiado prolijo, paso a manifestar el particular gobierno que considero convendría a cada pueblo en particular.

El corregidor, teniente de corregidor, alcaldes, regidores y demás de que se componen los cabildos de estos pueblos, me parece convendría subsistiesen en el mismo número y denominaciones que tienen al presente; pero convendría que el corregidor y teniente de corregidor lo fuesen sólo por tres años, y, cumplidos éstos, cesasen y no pudiesen volverlo a ser, sin haber sido residenciados, para impedir el que con la perpetuidad se hagan despóticos, y para animar con la esperanza a otros indios, que arreglarían su conducta y procedimientos para merecer el ascenso a estos empleos.

Para quitar enteramente las parcialidades que siempre hay en los pueblos, me parece que convendría que los corregidores no lo fuesen del pueblo de su naturaleza; porque su parentela y amigos tienen mucho influjo en sus disposiciones, lo que no sucedería siendo de otro pueblo, ni podría apandillarse en tres años que debía durarle su empleo, ni los naturales sabrían los defectos de toda la vida del corregidor, que ahora los saben y tal vez se los echan en cara, y es causa de odios y vejaciones, y serviría de estímulo a todos, así empleados como no empleados; a los primeros para conseguir ascenso a otro mejor corregimiento, en cumpliendo bien el trienio en el que servían; y a los no empleados para merecer el que los empleasen, mayormente viendo que del pueblo en que había más aplicación y adelantamientos en cultura y civilidad salían más corregidores que de los otros. Pero el teniente de corregidor convendría lo fuese del mismo pueblo de su naturaleza.

El cuidado del corregidor y de las demás justicias lo habían de dirigir a que en los pueblos no hubiese nadie ocioso, que todos se ocupasen en las labores propias o ajenas, teniendo individual noticia en que se ejercitaba cada uno, y darle ocupación al que no la tuviese. Cuidando al mismo tiempo de que los indios no anduviesen vagantes de unos pueblos a otros, y de restituir al que encontrasen fuera de su pueblo, sin licencia de su corregidor, para que lo corrigiesen en la forma que tuviese dispuesto el gobierno.

Celaría el corregidor y cabildo el buen orden del pueblo, procurando impedir los delitos públicos y ofensas a Dios, particularmente aquéllos en que son más viciosos estos naturales, como son los de incontinencia y ladronicio; y para que en estos últimos no quedasen los agravios sin la debida satisfacción, si el ladrón tenía haberes se satisfaría de ellos el hurto, dándole el correspondiente castigo; y si era tan pobre que nada tenía, se satisfaría el robo al interesado de los bienes de la factoría, y se aplicaría el reo a que trabajase a beneficio de ella por el tiempo que fuese necesario para devengar lo que por él se había pagado, y dándole su merecido castigo, entendiéndose en uno y otro caso estar bien averiguado el robo y quién lo hizo, para no dar lugar a injusticias. Y haciéndolo así, me parece que se abstendrían de robar, porque si ahora lo hacen con tanta frecuencia es porque, además de no concebir ni conocer la ruindad del hecho, no se les compele a la satisfacción, si no existe la cosa hurtada, y sólo pagan su delito con azotes; pero, en sabiendo que además de los azotes les han de hacer pagar el valor de lo hurtado, ellos se abstendrían de este vicio.

La buena educación de la juventud es la parte principalísima para conseguir la civilidad, porque de los viejos, o casi viejos, poco o nada se podrá conseguir. Y como los padres y madres de familia en el gobierno presente no cuidan de la educación de los hijos, debe recelarse que seguirán en adelante lo mismo, y que, con la libertad que se les franqueaba de tener y disponer de sus hijos a su voluntad, se olvidasen enteramente de darles educación y aplicación; y para evitar esto sería muy conveniente que se les hiciese saber a todos que los padres o madres que no diesen educación a sus hijos o hijas se les quitaría el dominio de ellos, y se pondrían en donde fuesen bien educados; que la educación debería consistir en enseñarles la doctrina cristiana y buenas costumbres, a rezar el rosario todos los días en sus casas o en la iglesia, oír misa todos los días de fiesta, y los de trabajo que pudieran; y, en fin, a vivir como verdaderos y buenos cristianos, no permitiéndoles a los hijos hurtos, pendencias, amancebamientos ni ninguna otra cosa mala, y lo mismo a las hijas particularmente; deberían cuidar el que guardasen honestidad, y también deberían celar las justicias el tratamiento que daban los padres a los hijos, para que no fuese inhumano, y que los asistieran con el alimento necesario y los trajesen vestidos con honestidad, particularmente a las hijas. Y a los que así no lo hiciesen, si siendo amonestados y reprendidos no cumplían como debían, se les pudiera privar del dominio de sus hijos, como incapaces de darles educación, y a los que les diesen la crianza, aplicación y asistencia de vida, se les dejase libremente disponer de ellos.

Para que en los pueblos pudieran tener los muchachos una mediana enseñanza, sin la precisión de ir al de la Candelaria, se debería mantener en cada uno escuela de primeras letras, en que aprendiesen a leer, escribir y contar, la que debería estar a cargo del indio sacristán mayor, al que auxiliaría el pueblo con una ayuda de costa, para que, con lo que le estuviese señalado por la iglesia en su ministerio (como diré después), pudiese mantenerse sin ocuparse en otra cosa.

También se conservarían en todos los pueblos las escuelas de música y de danza, reduciéndolas a una misma, y en la misma conformidad que las de primeras letras, teniendo el maestro renta por la iglesia, y ayuda de costa por el pueblo, en los términos que se juzgase conveniente, y que a los muchachos de ambas escuelas les asistiese el pueblo con una comida cada día, y con algún socorro anual para su decencia, para que así los aplicasen los padres con voluntad a ellas.

Convendría que el gobierno formase ceremonial y ordenanza para el gobierno de los cabildos, así para sus elecciones como para las formalidades con que debían juntarse en cuerpo de ayuntamientos y los días que debían hacerlo, prohibiéndoles el que todos los días se juntasen, como ahora lo hacen, y el que los alcaldes traigan siempre la vara en mano, enseñándoles a que lleven bastones, y que cuando se junten en cuerpo de cabildo se vistan con decencia, y desde que salgan de las casas capitulares hasta que vuelvan y se disuelva aquella junta no se separen con ningún motivo del destino y objeto que debió juntarlos, y que las atenciones y cortesías las usen y tengan después de separados.

Para que los corregidores y cabildantes pudieran conservar con decencia el honor de sus empleos, sería conveniente que de los bienes del común se les señalase algún sueldo o gratificación, que me parece que en los pueblos de una medianía pudieran asignarle al corregidor 100 pesos anuales con más lo que diré después, 80 al teniente de corregidor, 60 a cada uno de los alcaldes, 50 al alguacil mayor y 40 a cada uno de los demás regidores, incluso el secretario de cabildo, y lo que pareciese conveniente a los demás empleados de justicia y otros que los pueblos mantienen, como son tamborileros, clarineros, etc.

El corregidor debería tener intervención en todos los asuntos de la factoría; tendría una llave de cada almacén y de la caja del dinero; celaría y procuraría se cumpliesen todas las disposiciones del factor, quien consultaría con él todas aquellas cosas en que los indios tienen experiencia, y le daría noticia de todo lo que se iba a emprender para que así llegase a noticia de todos los del pueblo y se asegurasen de que cuanto se hacía era en su beneficio. Y por este trabajo, y el cuidado que debería tener con todo lo perteneciente a la factoría y sus aumentos, se le deberían señalar dos por ciento de sus utilidades.

A ningún indio ni español, empleados o no empleados en los pueblos, se le debería permitir indios ni indias en su servicio sin pagarles sus jornales; pero pagándoles, y siendo voluntarios, que pudieran tener todos los que quisieran.

Las facultades de administrar justicia, y casos a que pudiera extenderse la jurisdicción de los indios, pudieran y deberían ser arregladas a lo que está prevenido por las leyes; y el gobierno les daría instrucción, a la que se deberían arreglar, como en todo lo demás que se tuviese a bien el instruirlos.

Esta provincia de Misiones está fronteriza con los dominios de Portugal, y con algunas naciones de indios infieles, como queda dicho, y por lo mismo era preciso que el gobernador de ella fuese militar, para que en las ocasiones de algún rompimiento con aquella corona se pudiesen hacer las defensas y ofensas necesarias por este lado, y lo mismo cuando fuese preciso contener las invasiones de los infieles; y para lo uno y lo otro era menester tener aquí un cuerpo efectivo de tropas veteranas que se compusiera a lo menos de tres compañías, de a ochenta o cien hombres con sus oficiales correspondientes, y un buen comandante, sujetos al gobernador de estos pueblos.

Esta tropa debería tener su destino en las fronteras de Portugal, desde la fortaleza de Santa Tecla hasta la guardia de San Martín, extendiéndose a los demás parajes ventajosos, que los prácticos de aquellos campos conocen, para impedir en tiempo de paz las introducciones de contrabandos que por allí pudieran hacer, y estorbar la saca de cueros y animales que los gauderios y changadores, españoles y portugueses, extraen de aquellos campos con mucho perjuicio de estos pueblos y de la real hacienda.

También impediría esta tropa la comunicación y abrigo que tienen los portugueses con los Minuanes, no permitiéndoles a éstos salir a comunicar con aquéllos; lo mismo harían que observasen con los indios guaranís que se desertan de estos pueblos, previniéndoles que no los permitiesen en sus tierras, lo que sin duda ejecutarían teniendo a la vista un cuerpo de tropas tan respetable, y que les haría cumplir lo que se les mandase, en caso de inobservancia, y aun se les podría obligar a vivir unidos en reducción, y conseguir, si no de los adultos a lo menos de los párvulos y de los que fuesen naciendo, el que se incorporasen en el gremio de la iglesia y obediencia del Rey.

De esta tropa pudiera destinarse, por destacamentos, la que se tuviese por conveniente al pueblo de la Candelaria, para que sirviese de autoridad y respeto al gobernador, quien destinaría la que le pareciese a los departamentos que fuese necesaria para la quietud de la tierra; y que en las entradas y salidas de la provincia celasen la introducción y extracción de todo lo que encontrasen sin las correspondientes licencias, o que no fuese lícito introducir ni extraer; y también el que los indios no se desertasen, y de recoger los fugitivos, remudándose estos destacamentos en los tiempos y manera que se tuviese por conveniente.

Para que ese cuerpo de tropas no fuese gravoso al real erario, era menester buscar un arbitrio para pagarles sus sueldos y demás necesario para que puedan subsistir; y sería el que propondré a la consideración de usted.

Bien sabida es la posesión en que se hallan algunos pueblos de esta provincia de ser dueños de los ganados que hay en los campos de la Banda Oriental del Río Uruguay, desde Paisandú, costas y cabeza de Río Negro, campos del Yi, y todos los que se incluyen desde la jurisdicción de Montevideo hasta estos pueblos. La mayor parte de estos campos son en mi concepto realengos, y aunque los ganados que pastan y procrean en ellos tengan su origen de los pueblos que gozan la propiedad de ellos, me parece que en mucha parte debían considerarse propios del Rey, pues en sus campos han tenido el incremento. Con esta consideración, y la de que la tropa de la frontera había de servir en beneficio de los pueblos y custodia de los campos de vaquerías, ningún agravio me parece se hará a los pueblos, que se tienen por interesados en aquellos campos y sus ganados, el que de ellos se sacase lo suficiente para mantener y pagar la misma tropa en los términos que diré.

Si los expresados campos se celasen como es debido, para que los portugueses y changadores no extrajesen los corambres y ganados que conducen al Brasil, y que los indios de estos pueblos que andan por los campos, y los que van a las vaquerías, no hicieran los horrorosos estragos que ejecutan en los ganados, y practicándose las faenas de cueros con arreglo, y sólo en las toradas viejas, y que la saca de ganados de las vaquerías se hiciesen arregladas, me parece que, aunque cada año se extrajesen de aquellos campos 150.000 cabezas, entre corambres y vaquerías, no se experimentaría decadencia en los ganados; y regulando cada cabeza a 4 reales de plata en el campo, importarían 75.000 pesos cada año.

Por el derecho que pueden tener los pueblos que están en posesión de aquellos ganados, podían percibir 2 reales de cada res que se extrajese de los campos, o se matase en ellos para aprovechar el cuero; y lo restante, que sería 37.500, para pagamento y asistencia de la tropa de la frontera, que me parece que con esta cantidad sería suficiente, y si no alcanzase pudiera destinársele uno o dos por ciento de toda la provincia.

A todos los pueblos de estas misiones se les daría permiso para hacer vaquerías y corambres, pagando a 4 reales los que no tienen derecho a ellas por cada res que matasen o extrajesen, y dos los que lo tienen; pero ni los unos ni los otros deberían hacerlas sin el permiso del gobierno, y arreglándose a la instrucción que para verificarlas se formase.

Para que en las ocasiones de rompimiento de guerra con alguna potencia se encontrase esta provincia en estado de defensa por sí misma, o de acudir con un buen socorro a la capital de Buenos Aires, convendría se levantase en ella un batallón de milicias provinciales de infantería, en el mismo pie y forma que lo están las de España, en su lugar un regimiento de Dragones. Estas milicias se procuraría tenerlas bien disciplinadas, de forma que en cualquiera tiempo estuvieran prontas y armadas para lo que se ofreciese o les mandasen; y para socorrer a los soldados en los tiempos de asamblea, que pudiera tenerse una o dos veces al año, y para pagar los oficiales de plana mayor que deberían tener sueldo, y lo que por vía de socorro se diese a los sargentos y cabos, pudiera destinarse uno y medio por ciento de las utilidades de toda la provincia.

Éste, amigo mío, es el proyecto que, entre otros muchos que se han presentado a mi imaginación, me ha parecido el más conveniente para arreglar el gobierno de esta provincia, atendiendo a las circunstancias presentes; y para que del todo vaya completo, quiero añadir a él un reglamento para que el gobierno eclesiástico concuerde con el secular, y se eviten los inconvenientes que hasta ahora se han experimentado.

Para poner en orden cuanto pertenece al gobierno eclesiástico y culto divino, y uniformar todos los pueblos en él, y acudir al remedio por lo que pueda ocurrir en adelante, me parece convendría que los curas tuviesen dentro de la provincia un inmediato superior o vicario, con todas las facultades necesarias, así en lo que pertenece a su vida y costumbres, como en lo que corresponde al oficio de curas; para que, sin embarazarse el gobierno secular en los varios recursos que le es preciso hacer, pudieran corregirse y cortarse aquí aquellas cosas menores, y las más graves se despacharían al tribunal correspondiente, después de formalizadas las causas aquí, para que la Superioridad determinase lo conveniente. Estos superiores o vicarios cuidarían de que ningún religioso se ausentase de su pueblo sin legítima causa, harían que todos cumplieran con las cargas anexas al curato, procurarían que la falta que ocurriese de cura en un pueblo la supliese el de otro, y que las vidas y costumbres de todos fueran ejemplares.

Asimismo, excusaría este dicho vicario los muchos embarazos que se ofrecen a los prelados y superiores con los informes encontrados que van de estos pueblos, pudiéndolos dar jurídicos con plena información de los casos.

Pero me dirá usted que para la nominación de vicarios se ofrecen muchas dificultades, como son el que, siendo tres las religiones que ocupan esta provincia, mezcladas en toda ella, es dificultoso el sujetar los religiosos de las unas a vicario de la otra; que, siendo dos las jurisdicciones eclesiásticas, pudiera haber alguna dificultad en conformarse los prelados; y lo que es más, que sería añadir nuevo gravamen al real erario con el sínodo que se hubiese de señalar al vicario para su decencia y manutención, siendo así que los tributos no alcanzan a los gastos que Su Majestad tiene en esta provincia, y algunos otros inconvenientes que yo no conoceré. Pero, amigo mío, en todo lo que se pretende reformar hay algo que vencer; todas estas dificultades me parece se salvarían con arreglo que voy a proponer a la consideración de usted.

Cuando se tomó la determinación de colocar mezclados en toda esta provincia los religiosos de las tres religiones que ocupan sus curatos, tendría el gobierno razones que le obligasen a esta determinación, pero en el día no descubro motivo que embarazase el que cada religión ocupe un partido; y así me parece que la de San Francisco pudiera ocupar los trece pueblos que corresponden al obispado del Paraguay, así porque esta religión es más numerosa y puede hacerse cargo de mayor número de pueblos, con la ayuda de las misiones que vienen de Europa, como porque tienen contiguos a ellos los pueblos que proveen en lo restante de la provincia del Paraguay.

A la religión de la Merced pudiera señalarse los diez pueblos de los departamentos de San Miguel y Yapeyú, y a la de Santo Domingo los siete de este departamento de mi cargo, porque esta religión es menos numerosa o carece más que las otras de religiosos lenguaraces.

Algunos de los pueblos de esta provincia, por el corto número de almas, y por estar con inmediación a otros, les sería muy suficiente tener sólo un religioso para el cumplimiento de todas las cargas del curato; así se experimenta en muchos que se han mantenido y se mantienen con solo el cura, y están asistidos como los que tienen cura y compañero.

El Rey, Nuestro Señor, tiene destinados 12.000 pesos cada año para los sínodos de curas y compañeros de los treinta pueblos, y aunque por no estar completos no se gastasen todos, siempre en la mente piadosa de Su Majestad el que, siendo necesario, se emplee este caudal en el bien espiritual de estos naturales. Bajo de este supuesto podía determinase que los pueblos de San Ignacio Guazú, Nuestra Señora de Fe, Trinidad, San Ignacio Miní y Loreto, en el obispado del Paraguay; San José, San Carlos, los Mártires, Santa María la Mayor y San Lorenzo, en los de Buenos Aires, tuviesen un solo religioso de cura, porque el corto número de indios de estos pueblos, y la inmediación que tienen con otros, les proporciona comodidad para ello.

De cada religión podía nombrarse un religioso, cual convenía para superior o vicario, de los de su orden. Sin cargo de curato, y en cuya nominación podía guardarse la forma del real patronato, proponiendo los tres prelados, para que de ellos nombrase uno el vicepatrono, al que podían los prelados regulares dar sus facultades en lo que les toca de la vida y costumbres de los religiosos, y los señores obispos las que corresponden al ministerio de curas para visitarlos, y lo demás anexo a la vicaría, pudiéndole ampliar las facultades para los casos en que la jurisdicción eclesiástica pueda conocer en causas de legos.

A cada uno de estos vicarios podía dársele de sínodo para su decencia y manutención 500 pesos, sacados de los 2.000 que componen los diez compañeros que pudieran suprimirse en los diez pueblos dichos.

Los 500 pesos restantes pudieran aplicarse a los diez curas que debían quedar solos en los pueblos señalados, dando 50 pesos de gratificación a cada uno sobre los 200 de sínodos que gozan, para suavizar así la molestia de estar solo, y para que pudiese gratificar a algún religioso que confesase la gente de la estancia en el tiempo del cumplimiento de iglesia, y para otros casos que pudieran ofrecérsele; y así todo quedaba remediado.

Aunque el Rey, Nuestro Señor, ha determinado que los curatos de estos pueblos se provean en clérigos, me parece no tendrá efecto por falta de sujetos que quieran oponerse a ellos por el corto sínodo que gozan, que sólo es suficiente para religiosos, y no para clérigos que necesitan más para su decencia; y entretanto no sean codiciales estos curatos, y que se verifique la real intención, me parece no lograrán tener curas como los necesitan, porque las religiones mandan solamente religiosos mozos, sin madurez ni experiencia, y que aunque hayan estudiado algo se les olvida por falta de ejercicios, faltándoles éste en el tiempo y edad que más lo necesitaban. Y aunque en el día hay algunos religiosos empleados de curas en estos pueblos de regulares luces, y de muy buenas costumbres, particularmente en este departamento de mi cargo, y que con el método propuesto arriba se mejoraría mucho más, con todo no puede esperarse que todo esté cual conviene para el bien de las almas de estos naturales, entre tanto no sean ocupados por sujetos que aspiren a mayores adelantamientos, y así voy a expresar a usted otro pensamiento que me parece que con su ejecución podían hacerse apetecibles estos curatos, y por consiguiente los ocuparían sujetos cuales se necesitan.

Siendo como son tan desiguales los pueblos en el número de personas, lo son también en el trabajo que los curas tienen en administrarles los sacramentos, y parece bien serlo también en el goce de sínodos, proporcionándolos según la gente de cada pueblo; y el método más equitativo que se me ofrece es el siguiente.

En lugar de dos curas, o cura y compañero que cada pueblo debe tener en la práctica presente, se podía arreglar que en cada uno hubiese solamente un cura, con el sínodo que proporcionalmente le tocase a cada pueblo, el que podía arreglarse como se dirá después; y suponiendo que este arreglo se dirige a que estos curatos los puedan ocupar clérigos, es lo más preciso el que éstos tengan vicario dentro de la provincia a quien estar sujetos, y parece sería lo mejor el que hubiera dos, uno en los pueblos pertenecientes al obispado de Buenos Aires y otro en los del Paraguay, así por lo dilatado de esta provincia como por ser dos las jurisdicciones; y dispuestas en esta forma la división de curatos y vicarías, se les podía señalar el sínodo en esta forma.

De los 12.000 pesos que deben invertirse en sínodos de curas, pudieran separarse, en primer lugar, 1.500 pesos para los dos vicarios, señalando al de los pueblos de Buenos Aires 850, y al del Paraguay 650. En segundo lugar, se podían separar 4.500 pesos, y repartirlos por iguales partes entre todos los curatos, a 150 pesos a cada uno, los que podían considerarse como renta fija de cada curato; y los 6.000 pesos restantes repartirlos proporcionalmente entre todos los curatos, según el mayor o menor número de almas de cada uno, regulándolas por los tributarios que cada pueblo tuviese. Supongamos que en los treinta pueblos se numeran 12.000 indios tributarios, entre cuyo número quieren partirse los 6.000 pesos dichos; les tocaría a 4 reales por cada tributario, y así diremos que el pueblo en que hubiese 200 tributarios deberá percibir el cura como por obvenciones 100 pesos, que juntos con los 150 de renta fija compondrían 250, y que éste sea su sínodo; en el que los tributarios sean 500, le corresponderían 250, que con los 150 componen 400; y en el que hubiese 800 tributarios, ascendería el sínodo del cura a 550 pesos; y dándoles los pueblos para que puedan alimentarse, como diré después, serían los curatos mayores muy apetecibles, y habría sujetos de conducta, habilidad y virtud que se opusieran a ellos.

Para que los curatos estuvieran bien servidos y que los feligreses no carecieran del pasto espiritual, que no podría subministrárseles como era debido un cura solo en un pueblo numeroso, pudiera obligárseles a los curas de los pueblos en que llegase el número de tributarios a 400 a que tuvieran tenientes de curas puestos para ellos mismos, con sola la aprobación del ordinario, como se acostumbra en curatos de españoles, que, dándole al cura la facultad de señalarle sueldo, según se convinieran entre ellos, y despedirlos no hallándose gustosos, con tal que luego pusieran otros en su lugar.

Dispuesta de este modo la distribución de curatos, me parece no faltarían sujetos que los sirvieran, aun los de poca renta, porque, siendo éstos escala para los más pingües, se opondrían a ellos para proporcionarse después el ascenso a los mayores; tampoco faltaría quienes ocupasen los tenientazgos, aun por muy corto estipendio, sólo para hacer méritos para oponerse a los curatos, siendo regular se atendiese con preferencia a los que actualmente servían en los pueblos.

Para que los factores ni ninguno otro del pueblo tuviese que embarazarse en la asistencia de los curas y sus alimentos, convendría que de las utilidades de la factoría se señalasen para alimento de cura, tuviese o no compañero, tres por ciento, que debería considerarse como por vía de primicias y otras obvenciones; y que el cura con esto y su sínodo se proporcionase su subsistencia, y que los criados que hubiera de tener los alimentase y pagase, y no los detuviese en su servicio contra su voluntad.

Todas las iglesias tienen en el día, con corta diferencia, igual número de empleados, y los mismos gastos las de los pueblos chicos o pobres que las de los grandes o ricos; y me parece no debía ser así, sino a proporción de los posibles se debían arreglar los gastos; y para que así se verificase, y que las iglesias no estuviesen dependientes de los factores ni de otros para sus gastos, me parece que lo mejor sería señalar cinco por ciento de las utilidades de la factoría para gastos de la iglesia, lo que debería ser en los términos que se arreglase por los prelados eclesiásticos y vicepatrones reales en la forma que lo tuviesen por conveniente, teniéndose esta asignación como renta perteneciente a la fábrica de la iglesia.

También deberían destinarse para aumentar esta renta los derechos que se tuviese a bien el imponer por las sepulturas de la iglesia, de modo que el que se hubiese de enterrar en ella, fuese indio o español, pagase la sepultura, y el que no, que se enterrase en el cementerio; y también debería tener su parte la fábrica de la iglesia en el arancel que debería formarse para los derechos que habían de pagar los españoles que se avecindasen en estos pueblos.

De estas rentas deberían pagarse todos los gastos de la iglesia, culto divino, salarios de sacristanes y cantores, que también tendrían ayuda de costa por el pueblo para que fuesen maestros de niños, como dejo dicho, los acólitos, que éstos sería bueno lo fuesen de los de la escuela; y así ellos como los maestros y discípulos de la música tendrían obligación de acudir a la iglesia a todo lo que se ofreciese, como que las escuelas habían de estar contiguas a la iglesia.

También tendrían salario los fiscales, y demás que fuese necesario para el mejor culto de la iglesia, y que hubiese quien celase y obligase a que todos acudieran a la iglesia y a todas las obligaciones de cristianos, lo que también celarían las justicias, como ya queda dicho.

Habiendo en los pueblos vicarios, en los términos que queda dicho, arreglarían todo lo demás concerniente al culto divino, y proveerían que a los indios se enseñase la doctrina cristiana, y que ellos acudiesen a ser educados en la mejor forma y con el menor gravamen que fuese posible, y según se viese se aplicaban o descuidaban, porque sobre esto no puedo formar concepto que me satisfaga; pero de todos modos el gobierno debería estar a la mira, y daría los auxilios necesarios para que se lograse tan importante fin.

Así como los pueblos pobres o de poca gente están gravados más que los ricos o numerosos en los gastos de las iglesias y sus empleados, también lo están en lo que pagan por razón de diezmos; es verdad que en esta parte están tan aliviados que se hace notable la moderación de su tasa, pues no paga cada pueblo sino solos cien pesos de plata cada año; y mi reparo es que, habiendo tanta desigualdad de unos a otros, así en caudales como en individuos, todos hayan de ser iguales en el pagar; y por no pasar en silencio este punto, diré algo sobre la materia, por lo que pueda importar.

En el año pasado de 74 representó el cabildo eclesiástico de Buenos Aires a Su Majestad; se les seguía notable perjuicio por no acudirles los pueblos de esta provincia, pertenecientes al obispado de aquella capital, con los diezmos que debían satisfacer estos naturales, y Su Majestad se sirvió resolver en 5 de octubre de 78 se cobrasen sólo 100 pesos de cada pueblo, así de los del obispado de Buenos Aires, como de los del de Paraguay, que era lo mismo que siempre habían pagado, hasta que en los sínodos que los prelados debían celebrar se arreglase este punto con las formalidades correspondientes; y como hasta ahora no ha tenido efecto la celebración de los dichos sínodos, tampoco ha habido novedad en este particular. Pero, hablando con usted con la satisfacción que tenemos y la ingenuidad que acostumbro, digo que, según el conocimiento que tengo de estos pueblos, es poquísimo lo que se da a Dios respecto a lo que se recoge; y aunque es menester tener consideración a que los indios mantienen en un todo sus iglesias y alimentan a sus curas, con todo vuelvo a decir que es poquísimo, mayormente estando resumido en los 100 pesos los diezmos de todos los frutos de comunidad y de particulares. Y así me parece que, teniendo presente lo que emplean en la iglesia, la conmiseración con que Su Majestad mira a estos naturales y la miseria de ellos, lo que deberían pagar por ahora hasta que estuviesen en otro estado, me parece, debía ser a razón de 4 reales por cada tributario de los que hay en cada pueblo; así se proporcionaría mejor y con más igualdad la satisfacción de los diezmos, y aun quedando tan moderados, considero se duplicaría su monta, porque ahora sólo importa 3.000 pesos, y creo que en esta forma llegaría a 6.000, o faltaría poco.

Los españoles que hay establecidos en estos pueblos, ninguno paga diezmos ni primicias, porque nadie se lo pide; y aunque no son muchos los que hay, y éstos son pobres, siempre sería bueno estuviesen sujetos a la ley, para que, así ellos como los que se vayan estableciendo, no se les haga costoso cuando se quiera hacerla cumplir.

Réstame solamente para concluir la segunda parte de esta memoria el formar un resumen de todos los gastos anuales de un pueblo en los términos que queda dicho, y suponiendo que las utilidades de la factoría ascenderán a 10.000 pesos; sobre este supuesto formaré la cuenta como sigue.

 Pesos.
Al factor, diez por ciento1.000
Al mayordomo, dos por ciento200
Para el gobernador y subdelegado, deberá contribuir cada pueblo dos y medio por ciento250
Para el teniente letrado, el ayudante de gobierno, el fiscal, protector y escribano, tres por ciento de cada pueblo300
Para el colegio y seminario de la Candelaria, tres por ciento de cada pueblo300
Para los infortunios que puedan suceder en algunos pueblos, tres por ciento de cada uno300
Para el corregidor, dos por ciento200
Para milicianos, uno y medio por ciento de cada pueblo150
Para alimentos de curas, tres por ciento300
Para renta de la fábrica de la iglesia, cinco por ciento500
Para gratificaciones de los empleados en cabildo, según el reglamento propuesto, puede considerarse que con siete por ciento es más que suficiente, incluyendo los empleados en tamboriteros, clarineros, etc.700
Para mantener la casa de misericordia, los maestros de escuelas y música, reparación de edificios, compostura de caminos y puentes, alimentos de los que se destinaren al colegio y hospicio a Candelaria, premios de los más aplicados, tributos, diezmos y todo lo demás que pueda ofrecerse, me parece que bastaría con diez y ocho por ciento1.800
Suma total de gastos y asignaciones6.000

De manera que, satisfaciendo cada pueblo las asignaciones que van señaladas, emplearía sesenta por ciento de sus utilidades, y siendo éstas 10.000 pesos, como se pone, importarán 6.000 pesos, y le quedarían de aumento cuarenta por ciento, o 4.000 pesos.

Aunque los pueblos no pueden ser iguales en sus adelantamientos, y es preciso que en muchos de ellos no puedan subir las utilidades a la suma expresada, particularmente a los principios, como hay algunos que las pueden tener muchos mayores, me parece que unos con otros no bajarían de los 10.000 pesos; y en este supuesto daré formada la cuenta de todo lo que se destinaba y debía servir generalmente a toda la provincia, y comprendiéndose en ella los treinta pueblos, montarían las utilidades de toda ella a 300.000 pesos, lo que se destinaba para objetos y empleos generales, como se manifiesta.

Para el gobernador y subdelegado, dos y medio por ciento7.500
Para el teniente letrado, el ayudante, fiscal protector y escribano, tres por ciento9.000
Para el colegio y seminario de la Candelaria, tres por ciento9.000
Para los infortunios de la provincia, tres por ciento9.000
Para las milicias, uno y medio por ciento4.500
 39.000

Suman las cinco partidas antecedentes 39.000 pesos, los que deberían invertirse en los empleos y destinos útiles a la provincia, y que juntos con los 141.000 pesos que los pueblos invertirían en lo particular de cada uno suman 180.000 pesos, que en su mayor parte pasaría a manos de los indios, y de las de éstos a las factorías, y con esta circulación se aumentaría el comercio y la aplicación, y crecerían los caudales, así comunes como particulares; todo redundaría en opulencia de la provincia y sus moradores, y se acrecentarían los haberes reales con las alcabalas que adeudaría el vasto comercio; se aumentarían los tributos, recogiéndose todos los indios a sus pueblos, y sobre todo el producto de los tabacos que aquí se fabricarían.

Ya, amigo mío, tengo concluido el plan de mi proyectado reglamento; no sé si habré acertado a delinearlo según conviene, lo que sí sé que todo es acomodado a las circunstancias presentes de esta provincia y sus naturales, y que nada propongo que se oponga ni aun indirectamente a las leyes, antes en la mayor parte conforma con ellas, como podría usted verlo en las Recopiladas de Indias, en todo el libro sexto, particularmente en los títulos 2, 10 y 12, que tratan de la libertad, del tratamiento y servicio personal de los indios.

Si agradase a usted, como lo deseo, ninguna duda me quedará de su utilidad, y desde luego debo suponer podrá tener aceptación en la Superioridad, a la que, si usted lo tiene a bien, podrá comunicar lo que de él le pareciese conveniente para el servicio de Dios y del Rey, bien y utilidad de estos pobres indios.

Nuestro Señor guarde a usted muchos años. Pueblo de Concepción y septiembre 27 de 1785.

B. S. M. su más atento y seguro servidor

GONZALO DE DOBLAS

NOTA:

[1] La publicó el Ministerio español en el tomo IV de la Colección de documentos relativos a la expulsión de los Jesuitas, Madrid, 1770, en 4.º.






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política y éconómica sobre la provincia de Misiones de indios guaranís, by Gonzalo de Doblas

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