Title: La opinión ajena
Author: Eduardo Zamacois
Release date: December 31, 2024 [eBook #75004]
Language: Spanish
Original publication: Madrid: Renacimiento, 1913
Credits: Ramón Pajares Box and the Online Distributed Proofreading Team at https://www.pgdp.net (This book was produced from images made available by the HathiTrust Digital Library.)
Nota de transcripción
p. 1
LA OPINIÓN AJENA
p. 2
DEL MISMO AUTOR
(PUBLICADAS POR ESTA CASA EDITORIAL)
NOVELAS
p. 3
EDUARDO ZAMACOIS
LA OPINIÓN AJENA
(NOVELA)
RENACIMIENTO
SOCIEDAD ANÓNIMA EDITORIAL
Calle de Pontejos, núm. 3, 1.º
MADRID
p. 4Es propiedad.
Queda hecho el depósito que marca la ley.
Establecimiento tipográfico, Campomanes, 4.
p. 5
LA OPINIÓN AJENA
Contra su costumbre, aquella mañana don Higinio Perea se levantó tarde. Le despertaron las nueve argentinas campanadas del reloj del recibimiento, el testarudo piar de los pollitos que correteaban por el patio, entre el verde terciopelo de las macetas, y el rayo de sol otoñal tendido en la penumbra del dormitorio como un florete de similor. Por dos veces don Higinio bostezó ruidosamente; después encendió un cigarrillo, y mientras fumaba acarició la posibilidad de que le hubiese tocado la lotería. Luego, ágilmente, saltó fuera del lecho, ciñose unos raídos calzones, deslizó sus pies desnudos en unas pantuflas amarillas y, chancleteando, aproximose al armario de luna. A pesar de la holgachona indulgencia con que cada individuo a sí propio se reconoce y aprecia, su talle carnoso, demasiado esferoidal para la cortedad de su estatura, no le satisfizo. La grasa le aviejaba; treinta y seis años había cumplido en agosto y representaba cuarenta. Era pescozudo, ancho de espaldas, rollizo de brazos y de piernas; y además, el vientre, aquel vientre duro, redondo, dilatado por el trajínp. 6 expansivo de las digestiones laboriosas, abandonado siempre a sí mismo en la amplitud cómoda de los pantalones sujetos con tirantes...
—Estoy convirtiéndome en un verdadero mamarracho —murmuró.
Lo dijo fríamente, cruelmente, con esa ruda y leal honradez que usan los hombres cuando están solos. Se miró de frente, de perfil; suspiró...
—¡Cómo ha de ser!...
Aquel espejo, ante cuya luz, catorce años antes, se había endosado su levita de boda, era inexorable en sus afirmaciones, como una conciencia hecha cristal. Y la conciencia, a veces, tiene la franqueza bárbara del sol. Don Higinio examinó su coramvobis abermejado, noble y mollar; sus dientes caballunos, descarnados, pajizos, bajo el bigote frondoso y áspero; sus cabellos negros, cortados al rape, entre los cuales algunas canas se erguían como agujas de plata; sus cejas peludas y fuertes; sus ojos de un azul claro: ojos grandes, candorosos, buenos, en los que parecía flotar una tristeza de hazañas incumplidas o el dolor de algún alto destino no realizado...
Pero tales desmoronamientos y resquebrajaduras carecían de gravedad sustantiva. Allí lo único importante era el desarrollo incipiente de su barriga oronda, caricaturesca, sobre cuya tersura feliz no habían gemido nunca las hebillas opresoras de ningún cinturón.
—Tendré que hacer gimnasia —pensó.
Ordinariamente calzaba botas rústicas de cuero y vestía trajes de pana confeccionados por Antolín, el mejor sastre de Serranillas, y prefería, sin embargo, las elegancias jerarcas del charol y del frac; adoraba el deporte sedentario y comodón de la pesca, y hubiera querido ser cazador y alpinista; descuidaba su belleza y era grande y romántico admirador de la ajena; tenía los valimientos necesarios parap. 7 ser la figura más notable del pueblo, y procuraba vivir oscurecido; amaba a su mujer, a la cual ni siquiera una vez había traicionado, y persistía en él, no obstante, una especie de coquetería inocente, un deseo pinturero, limpiamente artístico y como a flor de piel, de ser agradable a las muchachas; no esperaba nada, y la llegada del cartero producíale diariamente intensa alegría; no era capaz de matar una hormiga y llevaba consigo siempre un cuchillo de monte. Y este leve desequilibrio interior, este sigiloso desacuerdo entre la voluntad y la imaginación, entre el ademán y el pensamiento; esta callada y sostenida disonancia entre lo que era y lo que hubiera querido ser, llenaba toda la psicología y perfilaba todo el carácter noblote, ecuánime y fantasioso a la vez de don Higinio.
Muy entonado, muy rígido, tieso como en un pedestal sobre la amarillez de sus pantuflas, don Higinio Perea repitió algunas flexiones de brazos. Era necesario ser joven, ser ágil, reprimir el grosero incremento de su bandullo, destruir el tejido adiposo donde, a traición, los males fermentan: para ello realizaría largas excursiones a pie, compraría una escopeta...
En el patio resonó imperativa la voz de doña Emilia, la esposa de don Higinio, llamando a su hermana.
—¡Teresa!... ¡Teresa!...
Y había en la brevedad impaciente con que las sílabas de este nombre fueron pronunciadas un indecible aceleramiento, una loca vehemencia de angustia. Hubo después bisbiseos ininteligibles, murmullos de regocijo y agonía, inquietud de pies infantiles, palabras jubilosas, interjecciones, frases de hiperbólica salutación y agradecimiento a los poderes celestiales. A dúo doña Emilia y Teresita improvisaban una jaculatoria fervorosa y vibrante:
—¡Gracias, San Antonio bendito!... ¡Virgen de lap. 8 Salud, Madrecita mía, que el Señor te lo pague!...
Doña Emilia gritaba en tiple, Teresita en soprano, y a sus voces apremiantes uniose el estridente vocerío de los niños. Anselmito, el primogénito, exclamó:
—¡Hay que decírselo a papá!...
La ocurrencia tuvo la eficacia de una orden: fue un revuelo de faldas, de pisadas diligentes, de cuerpos que rozaban las paredes y se manchaban de cal al apretujarse en la estrechez de los pasillos.
Al principio, don Higinio Perea estúvose quieto, un tanto sobresaltado, pero sin que su alboroto le determinase a la acción; en el tedio sempiterno de su vida, de su existencia sin altibajos, emborronada en la uniformidad del mismo apacible color, no concebía que pudiese ocurrir nada insólito. No obstante, proyectando una sombra perpleja sobre la bondad de los ojos azulinos, sus cejas densas se contrajeron: aquel apasionado hablar, aquella bulliciosa alegría de enjambre, aquel estremecimiento de domingo...
Iba hacia la puerta cuando esta, con recio ventoleo, se abrió de par en par. Doña Emilia, su hermana Teresa, los tres niños, Vicenta la cocinera, el ama de llaves, las dos azafatas que asistían a la mesa, el jardinero, estaban allí. La esposa de don Higinio, roja de emoción, avanzó la primera, tremolando victoriosamente un número de El Faro.
—¡Nos ha tocado la lotería! ¡Higinio de mi alma, Dios ha venido a vernos!...
Perea balbuceó:
—¿Nos ha tocado la lotería?...
La sorpresa producía en su ánimo sedentario el efecto del sueño; lejos de despabilarle, le amodorraba, y entumecía el entendimiento. Tomó el periódico que su mujer le ofrecía y no pudo leer. De pronto experimentó en las rodillas una gran flaqueza, una especie de íntimo temblor, y hubo de sentarse sobre el objetop. 9 que halló más próximo: un arcón roblizo, que crujió bajo sus anchas posaderas. Momentáneamente el buen hombre permaneció alelado, la boca lacia y estúpida, las piernas colgantes, las babuchas suspendidas de los pulgares de los pies...
Recobrándose un poco, buscó en El Faro la ratificación de su buena ventura.
—¿Nuestro número es el siete mil cuarenta y cinco? —preguntó.
—Sí.
Perea miró el sitio donde estaban los diferentes siete mil agraciados por la suerte. Doña Emilia exclamó colérica, celosa de que nadie dudase de su fortuna:
—¡No es ahí, tonto, más que tonto!... Si tenemos un segundo premio...
—¿Un segundo premio?...
El asombro había convertido a don Higinio en eco.
—Sí, mira bien; aquí está; aquí... Siete mil cuarenta y cinco... ¿Ves?... Siete mil cuarenta y cinco; cien mil pesetas.
—¡Cien mil pesetas! —repitió don Higinio absorto.
—¿De las cuales —agregó Teresita— le corresponden a don Gregorio Hernández cincuenta mil?...
—Cincuenta mil —afirmó Perea.
Teresita interpeló a su hermana:
—¿No te lo dije?... ¡Si había comprado el número a medias con el médico!...
—A medias —musitó don Higinio.
Doña Emilia, tan hacendosa, tan defensora de lo suyo, aguijoneada en aquellos momentos por la codicia, dardeó sobre su esposo una ojeada homicida.
—Es tonto; no sabe ir solo a ninguna parte.
Don Higinio asintió con la cabeza; tu mujer tenía razón: él «no sabía ir solo a ninguna parte». Un impreciso malestar le invadía, una especie de calor quep. 10 le abarcaba desde la nuca a las sienes, una sensación invasora de plétora que le congestionaba y aturdía, cual si dentro de su cerebro acabara de introducirse una idea demasiado grande. Así estábase coartado, las manos inactivas sobre la blandura de los muslos rollizos y cortos; sus pantuflas habían caído al suelo, y los morenos pies oscilaban en el aire, huesudos y grotescos. A su alrededor, sus familiares componían un grupo expectante y risueño: los criados cuchicheaban bajo el dintel de la puerta; Teresita y doña Emilia se habían abrazado cual si necesitaran favorecerse mutuamente para resistir el choque de una dicha tan impensada y crecida; Anselmo y Carmencita sonreían ante un Eldorado de juguetes.
—A mí me comprarán un sable.
—Yo quiero una muñeca y un pliego de calcomanías...
Joaquinito, el menor de los hermanos, había ido acercándose poco a poco a su padre y le observaba atentamente, metiéndose hasta la primera falange un dedo en la nariz.
Una voz clarineante, timbrada nerviosamente por el júbilo, resonó en el patio:
—¿No hay nadie en casa?...
Todos la reconocieron: era doña Lucía, la esposa del médico. Don Higinio reaccionó súbitamente; comprendía la ridiculez de su actitud; acababa de verse barrigón, en camiseta y sin pantuflas, encaramado sobre el arcón como en un altar.
—No la dejéis entrar —exclamó levantándose de un salto—; vendrá a hablar de la lotería; yo necesito vestirme...
Seguida de su prole doña Emilia escapó, empujando a su hermana; los criados salieron delante.
—¡Estamos aquí, Lucía, estamos aquí!...
Perea cerró la puerta, y acercando un oído al agujero de la llave púsose a escuchar. Las mujeres sep. 11 abrazaban, se besuqueaban apasionadamente, y su nerviosidad era tan pronto risa estridente como gozoso llanto: fue una algarabía ornitológica, una trepidación de golpes, de taconeos, de muebles removidos. De súbito doña Lucía sintiose indispuesta; empezó a suspirar: era la emoción, quizás el corsé...
Teresita gritaba:
—¡Que traigan vinagre!...
Y doña Emilia:
—¡Mejor es el azahar!... Ahí, en el comedor, está la botella. ¡Vicenta, Julia, ayuden aquí!...
Hubo voces belísonas, jadeos, empellones, carreras, y luego un silencio y el roce de algo muy pesado. Indudablemente, entre todas las mujeres se llevaban a doña Lucía hacia las habitaciones interiores de la casa, y como la señora de Hernández era muy altona y opulenta no pudieron tomarla bien en brazos, y sus pies inertes iban arrastrando por el solado. Después, casi de súbito, cual si acabasen de cerrar una puerta, el ruido decreció; la algarabía trocose en murmullo. Don Higinio, sonriendo, dejó su observatorio.
—Sería gracioso que a mí también me diera un ataque de nervios...
Pero, ¡quia!, no había cuidado; él era fuerte. No obstante, sentía miedo, un raro temblequeo interior que parecía enfriarle el estómago y le aceleraba el pulso. Terminó de lavarse, se puso otro pantalón y con el recién quitado, viejo y muy traído, se frotó las botas. Esparrancado ante el espejo, los tirantes colgando sobre los fondillos, iba anudándose la corbata, absorto, indeciso, vapuleado por un oleaje de jamás conocidas emociones. Sentíase desarraigado, desposeído del sereno dominio que tuvo siempre sobre sí mismo. No era porque necesitase aquellos diez mil duros con que la suerte, loca y próvida, acababa de exornarle el bolsillo: sus asuntos marchaban ricamente; su mina de Serranillas y las heredades quep. 12 poseía en otros pueblos de Ciudad Real le rendían anualmente mucho más de cuanto él, emperezado y metódico, hubiera podido gastar; las dos cosechas últimas fueron excelentísimas, cual si la lluvia y el sol hubiesen maniobrado de acuerdo para lozanear los trigales y madurar la uva; a su muerte sus hijos serían terratenientes por valor de más de ciento treinta mil pesetas cada uno...
Aquel recóndito alboroto que su ánimo desinteresado y artista no acertaba a clasificar bien, reconocía orígenes de otra muy noble y alquitarada raigambre espiritual. Era, sencillamente, lo Imprevisto, la Incógnita anónima y sin perfil que su alma ingenua esperaba desde que sus dieciocho años le dieron, con el primer ensueño, el zumo voluptuoso de la primera melancolía; el Azar farandulero, la alondra de la Ilusión, la bruja Aventura que le salía al camino, un antifaz sobre los ojos y una canción sobre los labios. ¡La lotería!... Perea no podía admitir que diez mil duros, ganados así, de sopetón, no fuesen motivo sobrado para desquiciar una existencia tan suave, mansurrona y encarrilada como la suya. Detrás de aquel segundo premio, que haría palidecer de envidia a la sociedad más apersonada y lucida de Serranillas, algo nuevo, muy grande, muy trascendental, le acechaba: quizás un largo viaje, acaso una mujer...
Don Higinio concluyó de vestirse; se atusó pulcramente las guías rebeldes de su bigote; colocose su sombrero de fieltro blando, color café, más inclinado que de ordinario, sobre la oreja izquierda; tosió fuerte, estirose los puños de la camisa y, pisando con majeza y aplomo, salió del dormitorio. Iba feliz. Los hombres son como los días: hay siempre en la historia de aquellos un momento de máxima ventura, de suprema prosperidad, semejante a esos segundos de plena luz en que el sol toca al meridiano. Don Higinio acababa de comprenderlo así; por primera vez enp. 13 el fastidio de su vida llana y uniforme, eran las doce.
Llegó al comedor: habitación espaciosa, alegre, con su larga mesa familiar cubierta por un hule blanco, su sillería vienesa de rejilla y dos ventanas abiertas sobre la luminosidad reverberante de un jardín. Allí estaban doña Lucía, ya vuelta y casi olvidada de su ataque; doña Emilia, Teresa y doña Benita, la esposa de don Cándido, el boticario. La aparición de don Higinio fue saludada con un jubiloso garbullo de risas y cordialísimas frases de salutación, enhorabuena y alabanza. Doña Lucía se permitió abrazarle: era una mujerona de carnes exuberantes y apretadas, recia de voz y de ademanes, colorada, saludable y vehemente, cuyos negros ojazos de harén siempre estaban húmedos.
—Es usted el hombre de la dicha —exclamó—, y mañana, en Ciudad Real, será usted «el hombre del día». Bien dicen que el dinero tira del dinero, y que los bienes, como los males, siempre van en traílla. ¿Pero qué le ha hecho usted a la suerte para que le quiera tanto?...
Doña Emilia intervino:
—Pues, ¿y tú?...
—¡Es verdad! Mi pobre Gregorio está como loco; hoy no receta. Cuando leyó en el periódico que el siete mil cuarenta y cinco había obtenido el segundo premio, se quedó blanco como un muerto. ¡Figúrense ustedes!... Aquí se puede decir: ¡Cincuenta mil pesetas!... Es la primera vez que vamos a ver tanto dinero junto.
Don Higinio permanecía aturrullado, sin palabras que oponer a la ardiente filatería de su interlocutora. Al cabo declaró que iba a afeitarse. Estaba rojo y un ligero mador bruñía su frente. Doña Emilia se levantó para manosearle las mejillas.
—¿Te sientes mal? Me parece que sí... ¿Quieres beber un poco de tila?...
p. 14Perea sonrió baladrón. ¡Ni que fuese una señorita! Aseguró hallarse tranquilo, ecuánime, dueño absoluto de sus nervios; para mayores emociones estaba templado su ánimo. Además, no convenía abandonarse al regocijo sin poseer la definitiva certidumbre de la fausta nueva. Aquellas cien mil pesetas adjudicadas, según el periódico, al número siete mil cuarenta y cinco, podía ser un error de imprenta.
—Eso mismo pensamos nosotros —interrumpió doña Lucía—, y ya Gregorio ha telegrafiado a Madrid pidiendo informes. Hoy recibiremos contestación.
Don Higinio saludó a su amiga con una cariñosa palmadita en el hombro, dio la mano a doña Benita, agradeciendo sus parabienes con frases urbanas, y salió a la calle. Eran las once. Parsimoniosamente, encaminose a la peluquería de Nicanor. En la esquina saludó al cura don Tomás Murillo, que volvía de la iglesia: un hombre alto, muy delgado, muy pálido y muy bueno.
—Ya me lo han dicho, don Higinio; de salud sirva...
—Gracias, don Tomás..., y que usted lo vea.
Siguió adelante, muy terne. Desde una ventana, Manolita, la esposa de Pepe Martín, el carpintero, le siseó con una cordialidad amistosa llena de afecto.
—¡Don Higinio!...
—Hola, mujer.
—¡Ya lo sé! ¡Que sea enhorabuena!...
—Gracias, recuerdos...
Al pasar por delante del Casino, Julio Cenén, secretario del Ayuntamiento y varios amigachos suyos, acudieron diligentes a saludarle. Perea se dejó regalar y luego obsequió generoso a los que le habían convidado. Así, invitando unas veces y comprometido otras a beber, trasegó nueve o diez copitas del mejor aguardiente que producen las destilerías famosas de Cazalla, con lo que su carácter, habitualmente mustiop. 15 y reservón, adquirió una verbosidad muy picante y simpática. Cuantas personas le veían se apresuraban a felicitarle. Don Higinio estaba asombrado; conocida la envidia social, jamás hubiese creído que una buena noticia pudiera divulgarse tan pronto; sin duda era el deseo que los hombres tienen de mortificarse unos a otros, refiriéndose la dicha ajena, lo que la servía de vehículo.
Acompañado de Cenén, prosiguió hacia la peluquería su camino; una verdadera marcha triunfal: desde los zaguanes y en los comercios, parados sobre los mostradores, mujeres y hombres le saludaban. El alarife don Nicolás salió de la zapatería, donde estaba probándose unas alpargatas, a darle la mano.
—Eso de echar de largo, don Higinio, no está bien. A la noche nos veremos en la fonda de Justo y tendrá usted que convidarme...
En la plaza, don Cándido Recio, parado ante la puerta de su botica, mostrando su vientre petulante y jocundo más redondo que el globo de bermejo cristal que regocijaba de noche el empolvado escaparate de la farmacia, también le reverenció y festejó tremolando un pañuelo. Llegó a la peluquería. Nicanor dejó la navaja que afilando estaba contra un suavizador, y acudió a estrecharle las manos. Él era uno de los vecinos de Serranillas que primero tuvo conocimiento de la fausta noticia; la supo minutos después de llegar el correo de Madrid por boca de Pablo el ciego.
—Piensa visitarles a usted y a don Gregorio —agregó—; porque, según parece, fue él quien les vendió el número premiado.
—Efectivamente.
Don Higinio ocupó uno de los dos sillones que había en el establecimiento. Cenén se marchó a despachar diligencias urgentes que Arribas, el notario, le había encomendado. Nicanor, arrastrando sus zapatillas en chanclas, se acercó a Perea.
p. 16
—¿Afeitamos, don Higinio?
Y como este hiciese un gesto afirmativo, Nicanor prosiguió:
—¿Damos el jabón con brocha o a mano?... Mi opinión, ya la conoce usted: estoy por lo antiguo; la brocha, como dice don Gregorio, será más limpia, más higiénica; pero la mano trabaja la barba mucho mejor.
—Pues... ¡como usted quiera!
—Entonces, a mano.
Era un viejecillo que ovillaron el trabajo y la edad, y cuya cabeza reducida y peliblanca, alargada por una barbilla quijotesca, movíase con temblor de epilepsia a un lado y otro, como si el largo espectáculo de todo lo hediondo, de todo lo ruin, de todo lo injusto que había visto en la vida, hubiese enseñado a sus pobres nervios aquel ademán de reprobación. Nunca se movió de Serranillas. La mayoría de los mozos estaban abonados a su establecimiento, y por un duro al año tenían derecho a un afeitado semanal, por cuanto este les costaba diez céntimos y aún salían beneficiados en dos servicios. Su clientela era numerosa; todas las cabezas que conoció jóvenes fueron blanqueando bajo sus tijeras; veinte años atrás, el mismo don Higinio había dejado sobre la navaja de Nicanor el terciopelo inocente de su primera barba.
De aquel episodio el buen Perea se acordaba aún: fue un domingo, después de misa mayor, mientras su padre y otros vecinos de viso iban a la estación a recibir al señor gobernador de Ciudad Real. ¡Cuántos años huyeron desde entonces! Por señas que la peluquería, con su largo espejo sin marco y sus paredes enjalbegadas, adornadas de cromos chillones, no había cambiado. Ahora, adormecido bajo los sobajeos rítmicos y suaves del barbero, don Higinio, los ojos medio cerrados y los soplados carrillos cubiertos de jabón, veíap. 17 pasar su historia: una de esas vidas horizontales que, por muy dilatadas que sean, se abarcan de una sola mirada, como las llanuras.
Si la dicha es aquel difícil estado de beatitud espiritual producido por la venturosa simultaneidad y ayuntamiento de una recia salud, de una familia honorable, numerosa y bien avenida, y de rentas pingües y seguras, don Higinio Perea tuvo a mano cuanto hubiese podido menester para ser dichoso. Acaso por esto mismo no lo fue del todo, que la felicidad, con aquella quietud y radical cesación de apetitos que trae consigo, empacha como la miel y produce una especie de sofoco íntimo, muy semejante a la congestión. Todo hombre, aun el más sencillo, es paradójico. Así, cabalmente, porque era muy feliz don Higinio considerose siempre un poco desgraciado. El deseo no es solamente algo adjetivo, inseparable del objeto que lo provoca y merece, sino que suele también producirse de modo espontáneo, en cuyo caso su impulso es el más truculento y aflictivo de todos, pues no adquiere orientación fija ni hay medio, por consiguiente, de definirlo. ¡Desear!... Pero, «desear» ¿qué?... A la agonía sedienta del sujeto ninguna realidad aplacadora responde; querer... y no saber lo que se quiere; anhelar... y que ese anhelo roedor carezca de nombre; sentir en lo arcano de la conciencia un flujo de energías y no poder encauzarlas y llevarlas al goce de la acción. ¡Desear!... Es un infinitivo que destriza las almas, las enerva, las entumece, las viste con harapos de aburrimiento, las infiltra ese horrible frío espiritual, peor que el de la nieve, que ningún termómetro podría medir, y unas veces se resuelve en egoísmo feroz, y otras en suicidio.
Don Higinio, a pesar de su empaque cordial y rollizo, padecía esa inquietud romántica. Don Salvador, su padre, uno de los caciques más adinerados de aquel sexmo, había nacido en Serranillas; su abuelo, donp. 18 Huberto, también, y ambos fueron labradores laboriosos y de costumbres comedidas. Su madre, doña Pastora Alcañiz, era natural del inmediato pueblo de Almodóvar del Campo, y su familia de las más acomodadas y queridas de la región, tanto que cuando doña Pastora y don Salvador unieron santamente sus voluntades ante el altar, la fiesta adquirió visos de holgorio público, y como los padres de los contrayentes regalasen a sus Ayuntamientos respectivos mil pesetas para los pobres, hubo música en la plaza, fuegos artificiales, bailes, columpios, carreras de burros y otros divertimientos rústicos y sencillos a los que concurrió todo el mocerío de ambos pueblos.
Si conocido y apreciado era el linaje de los Perea, de Serranillas, no menos valimiento, estimación y notoriedad tenían los Alcañiz, de Almodóvar. Ni una línea de bastardía, ni una acción vituperable, ni siquiera un rumor de galantes andanzas, ensombrecía la limpia progenie de aquellas dos familias que supieron mantenerse ajenas a cuantos desastres civiles asolaron a España durante la última centuria, y donde todas las mujeres fueron devotas, caseras y fecundas, y los hombres trabajadores y nada aficionados a emprender viajes ni a correr peligros. La honradez más escrupulosa, el culto al hogar, la fidelidad, la economía, el orden, el miedo burgués al porvenir, vinculados aparecían a la historia de ambas desde muy antiguo. La de los Perea, especialmente, anquilosada a lo largo del tiempo por la secular monotonía pueblerina, perpetuaba de generación en generación, con el mismo tipo moral, la misma figura. Don Higinio se parecía a don Salvador, como este se asemejó a don Huberto, como don Huberto fue el asombroso trasunto de don Miguel, su padre, cuyo retrato al óleo honraba la Sala capitular de aquel Ayuntamiento; de unos en otros repetíase la primitiva cabeza crecida y redonda, el coramvobis placentero, ingenuo y canonjil,p. 19 el pestorejo magro, el cuerpo cuadrado y ventrudo, sin alborotos nerviosos, sin arbitrariedades ni crispamientos de pasión, cual sumido en esa dulce modorra que extiende la grasa sobre los caracteres.
Por tanto, la frágil semilla de rebeldía que a espaciados intervalos conturbaba bordonera el ánimo de don Higinio, debía referirse a su madre; era algo cognático, pero tan efímero, impreciso y lontano, que ni aun el etógrafo más sutil hubiera podido determinarlo. El semblante bello y fosco de doña Pastora lo señalaba así: fue una hermosura genuinamente castellana, pálida y enjuta, con la tiniebla de los ojos muy bruñida y los finos labios rezumando misticismo, elación y desdén, y sobre la aguileña nariz un entrecejo reconcentrado, duro como un ramalazo tardío de violencia medieval.
Don Salvador hubo de doña Pastora Alcañiz tres hijos, de los cuales solo medró el primero: aquel Higinio que luego había de dar a la lucida estirpe de los Perea nuevos retoños llenos de sanidad.
Don Higinio fue un niño estudioso, reflexivo, incapaz de mentir, que pasó por la escuela sin conocer la vergüenza de ser castigado. Diríase que el prestigio de su apellido le obligaba a ser bueno. Hablaba en voz baja y sus ademanes, recogidos, expresaban una timidez simpática. Era amable, modesto, callado, un poco melancólico, con esa leve nostalgia de ausencia que embellece la fisonomía de los distraídos; mas no pecaba por ello de cobardón, que una y muchas veces, puesto a reñir con otros muchachos de su edad, supo acreditarles reciamente el neto temple manchego de su voluntad y el áspero esfuerzo y diligencia de sus puños. Algo había, sin embargo, dentro de él que renegaba de aquella ejemplar bondad. Si sus maestros otorgaban premios a su aplicación, se avergonzaba de sus honores como de una falta; si su padre le felicitaba por su laborioso comportamiento,p. 20 sus mejillas enrojecían y cerraba los ojos: él hubiera querido ser díscolo, revoltoso, peleador. De noche, en su casa, acordándose del compañero a quien el profesor había puesto de rodillas o encerrado en un calabozo, experimentaba estremecimientos agudos de envidia. ¡Si hubiese tenido el desparpajo necesario para ser travieso!... Pero le faltaban originalidad, gracia y arrestos. Una vez, ¡solo una vez!, que se decidió a cometer una inconveniencia, sus maestros le perdonaron. El director del colegio le dijo: «Eso no es digno de usted, señor Perea...». Y no sucedió más. Aquella noche, el muchacho lloró amargamente: comprendía que dejaba la niñez sin haber sido niño; le hablaban como a un hombrecito porque sus expansiones carecían del atolondramiento frívolo, lleno de ingenuidades graciosas, que distingue a la infancia, y reconociéndose obligado a ser reflexivo, circunspecto, mesurado en sus palabras y acciones, lloró como nunca. Su dolor era el inmenso dolor de los buenos arrepentidos de su virtud.
La pubertad corroboró esta inclinación a la melancolía; persistía en aquel jovenzuelo, habitualmente silencioso, una laxitud de fracaso, la tristeza noble de un viejo jardín señorial, algo semejante al remordimiento de un destino incumplido. Era la sangre cálida de su madre; savia inquieta de guerreros, de místicos, de cruzados, tal vez. Como su hijo, doña Pastora, al declinar el sol, contemplando los alcores breñosos que circundaban el árido valle de Serranillas, sin razón ninguna, se quedaba triste.
Una cometa lanzada al viento desde el hondo cauce de un barranco asciende muy mal; en cambio, subirá fácilmente si la remontan a orillas del mar o desde la altura de algún puente. Y como ese juguete son los individuos: el hombre, para medrar y manifestarse en la gloriosa plenitud de sus facultades, necesita aire, ambiente, espacio; la ráfaga de perdiciónp. 21 o de victoria que la alegre Fortuna levantó en cada vida una vez...
Don Higinio no recibió nunca la eficacia novelesca de aquel impulso. Su niñez fue deslizándose entre el cariño fraternal de sus compañeros de colegio y la indulgencia protectora de los amigos de su padre. Este ambiente familiar anquilosaba y reducía las propensiones fantaseadoras del muchacho. Como era un terrible imaginativo se aficionó a leer novelas, y pareciéndole poco esto y queriendo mezclarse en algo raro, inventaba cartas folletinescas donde hablaba de homicidios o raptos cometidos o por cometer; y luego, puestas en sobres dirigidos a un nombre cualquiera, las tiraba a la calle. Nunca faltaban transeúntes curiosos que las recogiesen, y si por azar empezaban a leerlas, su autor, oculto tras las persianas de su cuarto, sufría inexpresables emociones de regocijo y de miedo. Aquellas personas quizás entregasen su hallazgo al juez; era la pista de un crimen; se incoaría un proceso, se detendría a los individuos de vivir sospechoso; él mismo, acaso, tuviese que declarar...
La segunda enseñanza la estudió libremente, merced a una nueva disposición del Ministerio de Instrucción pública que dispensaba a los alumnos de la asistencia universitaria durante el período lectivo, y aunque en los meses de junio y septiembre hubo de ir a examinarse al Instituto de Ciudad Real, siempre fue custodiado, más que acompañado, por sus familiares. Jamás salió a la calle solo. El cariño vigilante de los suyos había levantado a su alrededor una especie de reducto carcelario: ni una hora de sabroso aislamiento, ni un resquicio de libertad por donde llegase a él un olor de aventura y paganía. A los dieciocho años terminó el grado, y como no mostrase inclinación hacia ninguna carrera, y, de otra parte, sus padres creyeran granada la ocasión dep. 22 adiestrarle en el gobierno de su hacienda, el flamante bachiller se quedó en Serranillas.
Poco a poco, Higinio, redondeado por las grasas del vivir ocioso, iba convirtiéndose en don Higinio. La figura lucia y pequeña de su padre reproducíase exactamente en él: tenía los ojos azules y suaves de los Perea, el caminar tranquilo, la mandíbula fuerte, la cabeza grande y juiciosa, bajo los cabellos cortados a máquina. Su juventud, sin pecar de taciturna, fue siempre prudente y ordenada, cual si todos los ensueños dramáticos de su niñez hubieran ido resolviéndose en nostalgia cortés, ecuanimidad y suave pereza interior. Su espíritu valiente, equilibrado, compacto, ofrecía la apretada solidez de la llanura manchega; su alma era firme y maciza, como su cuerpo. Hablaba poco, reía de tarde en tarde, y jamás, ni aun por inocente donaire o pasatiempo, dijo un embuste. Era triste porque era sincero; tenía la calma doliente de la vida. De esta misma sencillez un observador hubiera deducido que si aquel hombre bueno, noble y bravo, alguna vez, por obra de cualquier imprevisto impulso, se decidiese a mentir, su mentira cristalizaría y se haría realidad.
Con la figura de su padre heredó Higinio Perea las dos grandes aficiones de don Salvador: el dominó y la pesca. También jugaba al billar, aunque la cortedad y gordura de su talle le impedía dominar cómodamente la mesa, y en el Casino nadie descifraba charadas como él, ni supo fabricar mejores caramelos con los terrones de azúcar que derretía en una llama de alcohol sobre el mármol de las mesas. Nunca montó a caballo ni disparó un arma de fuego, y la única vez que llevado del ejemplo de sus amigos fue a cazar perdices, regresó con las manos vacías.
Por parecerse a sus progenitores, heredó de ellos hasta el reúma.
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A los veinte años sufrió un ataque de artritismo que le tuvo encamado mucho tiempo y pareció contribuir a uniformar y sentar su carácter. Dos años después celebró matrimonio con la señorita Emilia Álvarez, una de las mayorazgas más ricas y mirladas del pueblo. Aquella boda, asistida secretamente por los padres de los novios, fue tranquila, inocente, como esos festivales donde la gravedad burguesa adjudica premios a la virtud. Ni un momento de lucha, ni un barrunto de celos. Los mozos aspirantes a la hacienda de Emilia, al saber que el hijo de don Salvador la pretendía, depusieron su empeño, y Emilia aceptó a Higinio sin darse exacta razón de su sentimiento, sin paladearlo apenas, como esas medicinas que los enfermos, medio dormidos, beben de noche. Era una belleza voluntariosa, gorda y trigueña, que tocaba al piano valses de Strauss y sabía hacer dulces.
Don Higinio vio en su matrimonio y en el nacimiento de su primer hijo los dos golpes decisivos dados por el prosaísmo de la realidad a aquella especie de asimetría espiritual, tímidamente aventurera, que antaño había tremolado como un penacho sobre su alma infantil. Ya su porvenir quedaba trazado definitivamente; era diáfano, sosegado, horizontal: viviría en Serranillas, mejoraría sus tierras, asistiría vestido de negro al entierro de sus amigos, y cuando su última hora fuese llegada, iría a ocupar su lecho de piedra en el panteón familiar.
Esta reflexión, devolviéndole todo su reposo, acrecentó su afición a la pesca. Muchas mañanas, y aun por las tardes, unas veces vestido de dril y provisto de un blanco panamá, otras encapotado y metido en altas botas marineras, don Higinio requería sus trebejos de pescador y marchábase a guerrear contra los pececillos del Guadamil, cuyas aguas tersas y azules, de un azul heráldico, rodaban platicadoras a medio kilómetro del pueblo. Para él las riberas del Guadamilp. 24 no encerraban misterios: conocía los secretos de la hoya del Jabalí, muy difícil de vadear en la estación de las lluvias, su fuerza de atracción según la altura de las aguas y los sitios por donde podía pasarse de una orilla a otra a caballo o a pie; sabía también los lugares en que la corriente se amansaba y era así más propicia a la pesca, los remansos arbolados buenos para dormir las siestas estivales, y aquellas hondonadas, horras del viento y sin escobos, inmejorables para gozar en invierno plenamente del sol.
Don Higinio dedicaba a su deporte favorito muchas horas. Generalmente iba solo y cuando llegaba cerca del paraje donde había de instalarse, caminaba de puntillas para no intimidar con el ruido de sus pasos al enemigo. Seguidamente encebaba los anzuelos, armaba dos cañas que ponía sobre horquillas, y luego, sentado en un catrecillo de lona, las piernas cruzadas, el cigarro puro entre los labios gruesos y tranquilos, hundía sus miradas en la linfa azul donde las cañas proyectaban dos rayas amarillas y paralelas; los corchos que sostenían las carnazas vibraban inquietos en la tersura filante del agua. De súbito, uno de ellos se hundía, indicando que un pez había mordido el engaño. Inmediatamente Perea requería la caña levantándola con gesto victorioso, y el prisionero, arrancado a su elemento, convulsionado por la asfixia, pintaba sobre el gran telón verde y cobalto del paisaje una interrogación de plata. Don Higinio, fuera de sí, raras veces podía reprimir un grito de júbilo, fiero y ancestral. Era algo sádico, removedor, misteriosamente carnal, que le obligaba a entornar los ojos, y le producía una laxitud semejante a la que dejan en el ánimo las corridas de toros. Después iba al Casino, donde, jugando al dominó, esperaba a que fuesen a llamarle de su casa para cenar. De noche no salía a la calle casi nunca.
El tiempo, entretanto, proseguía su eternal laborp. 25 renovadora. Ya Anselmito, el primogénito de don Higinio, tenía cuatro años cuando falleció don Salvador; al año siguiente doña Pastora siguió a su marido, que es notorio cómo los viudos se sobreviven poco, y la rápida desaparición de aquellas dos cabezas blancas y amadas, al erigir a don Higinio en jefe supremo del hogar solariego, impuso a su natural reflexivo y grave una austeridad nueva. El buen hombre sintió que el amor a su casa, a la pesca y al dominó se acrecentaban. Pensó: «No pasaré de ahí». Fue aquello como una ratificación decisiva de su carácter. Pausadamente las viejas heridas cruentas se cerraban. Nació Carmen. Tres años más tarde, doña Emilia perdió a su madre, y Teresita, su hermana menor, que seguía soltera, prefirió quedarse con ella en Serranillas a vivir en Almodóvar con su padre. Después nació Joaquinito.
Doña Emilia era uno de esos temperamentos enérgicos que florecen y frutecen pronto y saben mandar. Su actividad belicosa, su instinto práctico, su fortaleza, beneficiaron su hacienda tantas veces, que Perea jamás se determinaba en asuntos de riesgo sin antes aconsejarse de ella. Madrugaba con las claridades prístinas del amanecer y se dormía tarde, luego de ver que las puertas estaban bien cerradas, los perros sueltos, el fuego de la cocina apagado, la servidumbre recogida y todo en su sitio. Durante el día trabajaba febrilmente: guisaba, zurcía, regañaba a sus hijos, vigilaba la salpresa de los tocinos, examinaba las ropas que las criadas tendían a secar en el jardín, y todo había de pasar por sus manos escrupulosas y a todo sabía poner reparo con una diligencia sin sueño y sin oasis. Ya no tocaba el piano; una madre de familia se debe a obligaciones más altas, y ella, dentro de su hogar y sobre su marido, ejercía una jefatura omnímoda. Este atrafagamiento mantenía su belleza y su salud. A los treinta y cuatro años doña Emiliap. 26 era una mujer embarnecida, de negros cabellos y ojos vivísimos, en cuyo rostro, grueso y moreno, lucía el almendrado regocijo de unos dientes pequeños y blancos.
Teresita, doncellona, dulce y un poco sorda, constituía el reverso de su hermana.
La bonitura de sus años primaverales se marchitó y arrugó tempranamente, cual roída por el fuego de un temperamento demasiado emotivo quizás. Alta, flaca, los cabellos de color tabaco, la sonrisa fácil, los ojos reservados y amables, sus pies apacibles recorrían las habitaciones sin ruido. Sus sobrinos la adoraban. Ella les ayudaba a vestir por las mañanas, les llevaba de paseo, les defendía de las cóleras maternales, y en la mesa les ponía la servilleta al cuello. Su timidez buscaba la sociedad de los niños. Era buena, callada, dócil y jamás tuvo verdadera personalidad. Teresita carecía de valor sustantivo; para los vecinos nunca fue Teresita: unas veces era «la hermana de doña Emilia»; otras, «la cuñada de Perea» o «la tía de Anselmito...». Ella no protestaba de este emborronamiento, un tanto despectivo, en que la dejaba la opinión; acaso no lo advirtió siquiera. Su cuidado único era no parecer sorda, y en disimular tal defecto cifraba todo su empeño. Muchas veces decía:
—¡Voy!... ¡Voy!...
Y echaba a correr hacia donde creía que la habían llamado. Sus sobrinos, advertidos de su debilidad, la burlaban:
—Tía Teresa, ¿no oyes que mamá pregunta por ti?
Ella respondía:
—Ya lo sé, ya lo he oído... ¿Creéis que soy sorda?...
¡Qué éxito! La chiquillería, ineducada y cruel, se desarticulaba de risa.
Pausadamente don Higinio envejecía sujeto a los cuidados de su hacienda, viéndose engordar mientrasp. 27 el tiempo movedizo, maestro de toda farándula, le quitaba unos afectos y le traía otros. Todo cambiaba a su alrededor y todo, sin embargo, continuaba igual. A través de los años las distintas generaciones de los Perea se copiaban, repitiendo tenazmente iguales caracteres y tipos; diríase que la uniformidad de la llanura y la semejanza de impresiones y de alimentos eternizaban en ellas los rasgos aborígenes. Carmencita, aún no tenía nueve años, y ya su perfil recordaba el rostro aguileño de su abuela doña Pastora; Anselmo, del cual todos creyeron que iba a ser alto, repentinamente dejó de crecer y su figurilla comenzó a adquirir carnosidades precoces. Evidentemente, la linfa pacifista de los Perea era inmortal. Don Higinio, siempre algo poeta, solía desesperarse ante aquel existir imbécil de rebaño. La sangre bulliciosa de los Alcañiz, aunque de tarde en tarde, resucitaba en él, desazonándole. En tanto tiempo, ni un viaje, ni una fuga al mundo de la quimera, ni un misterio donde poder sembrar la semilla de una poesía. Don Higinio reconocíase seguido, espiado, por la afectuosa vigilancia de sus conterráneos. Ellos le vieron nacer, ir a la escuela, casarse; año tras año asistieron a los menores incidentes de su breve historia; recordaban las fechas en que perdió a sus padres, y hubieran dicho de memoria la edad exacta de cada uno de sus hijos. También detallaban su hacienda: lo que le redituaba la mina, el número de olivos que poseía y cuánto producíale anualmente la recolección de la aceituna; las sacas de trigo que guardaba en el pósito, cuando ya sus trojes rebosaban; si binaba o no sus tierras, y en cuantos pegujales las tenía divididas y arrendadas para mayor comodidad; y qué bancales destinaba a maíz y cuales a heno, y qué predios languidecían cubiertos de breñas y amarillas retamas. En el Casino se murmuraba todo: si trabajaba su aceña, si se le murió un caballo o si la nochep. 28 antes rodó mucha agua por las caceras de su huerto... Inútilmente don Higinio procuraba aislarse, recogerse: no había en toda la comarca un rincón, un solo rincón, que fuese completamente suyo. Unas veces los criados, otras su propia mujer, o su cuñada, o sus hijos, lanzaban a la calle cuanto en la intimidad de su hogar sucedía; nunca hallaba esos instantes de aislamiento que todo hombre tiene; diríase que su notoriedad poseía la molesta virtud de mudar en transparentes los cuerpos opacos. Angustia horrible; dentro de su casa, aunque hablase en voz baja y las puertas y resquicios estuviesen herméticamente cerrados, don Higinio experimentaba la desagradable sensación de hallarse en cueros y metido en un globo de cristal.
A este punto de sus acedas rememoraciones y fantasías llegaba Perea cuando Nicanor, el peluquero, que concluía de afeitarle, le interpeló.
—¿Ponemos algo en la cabeza?
Don Higinio abrió los párpados y sus ojos, sus buenas pupilas azules, en las que había un místico desasimiento de cuantas raspaduras de malicia o de odio llevan consigo las almas vulgares, posáronse afectuosas en su interlocutor, cuyo rostro, de líneas enjutas, repetía sobre la delgadez del cuello un eterno movimiento negativo. El barbero creyó que no había comprendido su pregunta, y repitió:
—¿Quiere usted algo en el pelo?
—Écheme colonia.
Las manos de Nicanor, frotando ahincadamente la cabeza de su cliente, aligeraron el curso de sus meditaciones; su ánima sencilla orientose hacia el optimismo. Si los placeres de un domingo bastan a aromar el agrio y seco transcurso de la semana, ¿no bastará también un hecho cualquiera notable a embellecer una vida? Pensó en la lotería. ¡Aquellas cincuenta mil pesetas caídas así, como de una nube,p. 29 en la aridez de su existencia cotidiana!... ¿No vendría con ellas el viaje novelesco, el amor imprevisto, la aventura trastornadora y violenta, que luego, al deshacerse a lo largo de los días futuros, dejaría en su historia el perfume de algo hazañoso y distante?...
Don Higinio salió de la peluquería muy colorado; el aguardiente que Cenén le obligó a beber empezaba a turbarle, y además la seguridad de que durante muchos meses todo el vecindario tendría puestos en él los ojos contribuía a aturdirle. Ya cerca de su casa, encontró a Pablo. El ciego le reconoció por los pasos.
—Vaya con salud mi señor don Higinio, y colmado se vea siempre de satisfacciones, y viva más años buenos que penas tiene un pobre.
Gitano parecía por lo zalamero del acento y lo bronceado de la color. Perea echose mano al bolsillo y le dio quince pesetas.
—No llevo más dinero suelto —dijo—; pero otro día llégate a casa, mi mujer te hará un regalo.
El ciego, poco acostumbrado a que usaran con él de tanta largueza, deshízose en férvidas alabanzas, bendiciones y optimistas augurios hacia quien así le socorría; en el silencio de la calle desierta, inundada de sol, su jaculatoria resonaba ardiente. Don Higinio aceleró el paso, con ese delicado rubor de los hombres superiores a quienes los inciensos del aplauso molestan.
—En verdad —iba pensando irónico— que si como dice don Tomás los buenos deseos llegan al cielo, acabo de obtener la bienaventuranza por sesenta reales. ¡Ha sido un gran negocio!...
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Eran las doce cuando llegó a su casa. Doña Emilia le examinó inquieta. ¿De dónde venía tan colorado?...
—Media hora hace —exclamó— que don Gregorio y don Cándido están aguardándote. Hoy almuerzan con nosotros.
Don Higinio entró en el comedor, donde fue ovacionado. Antes de que pudiera trasponer la puerta, Anselmo, Carmen y Joaquinito le detuvieron, aferrándose a sus rodillas. El boticario le abrazó cordialmente, con una efusión sencilla reveladora de una leal amistad. El médico también arremetió a él, mostrándole victorioso un papel azul.
—Aquí está el telegrama que mi Lucía y yo esperábamos; ya nuestra felicidad es indiscutible. ¡Cincuenta mil pesetas para cada uno de nosotros, Perea de mi alma!... ¡Somos ricos!...
Y a don Gregorio Hernández, a pesar de su corpachón de jayán y aquella voz terrible con que aturdía a sus enfermos, se le aguaron los ojos. El benemérito don Higinio se sintió oprimido, aplastado, sobre el pechazo del médico como contra un muro. Al fondo, en la penumbra suave del comedor, los rostros de su cuñada, de doña Lucía y de doña Benita, componían una especie de coro sonriente y acogedor. Al fin, pudo desasirse, respirar libremente.
—¿Cuándo cobramos?
—En seguida —replicó Hernández—; hoy mismo o mañana. Como la cantidad es importante, necesitaremos ir a Ciudad Real.
Acababan de servir la sopa y todos se sentaron a la mesa. Don Higinio ocupó la presidencia, teniendop. 31 a su derecha a doña Lucía y a doña Benita a su izquierda. Los muchachos, bajo la vigilancia indulgente y regañona de Teresita, invadían la cabecera opuesta. Doña Emilia, que no quitaba ojo de su marido, preguntó:
—¿No les parece a ustedes que está muy colorado?...
Todas las miradas claváronse en Perea, quien, de súbito, por obra de un fenómeno nervioso reflejo, se sintió enrojecer. Don Cándido declaró que le hallaba como siempre; pero doña Emilia, maternal y vehemente, levantose para examinarle los pulsos.
—Tiene la cabeza muy caliente; ¿será calentura?...
Teresa y doña Benita se habían quedado serias; pensaban lo mismo; raras son las grandes alegrías que no van seguidas de algún grave dolor, y si don Higinio muriese... Doña Emilia quiso ponerle un termómetro. Tanta solicitud irritó a Perea. No padecía de nada, estaba bien, mejor que nunca...
—Es que he estado bebiendo aguardiente con Cenén, y la bebida me hace daño.
—Naturalmente —exclamó don Gregorio—; una pequeña sofocación sin importancia, que desaparecerá apenas los primeros alimentos bajen al estómago. Vaya, Emilia, no sea usted aprensiva; siéntese usted.
Ancho, alto, recio como un púgil clásico, el médico era un comedor formidable y regocijado que, sin cesar de alabar cuantos platos le ponían delante, mascaba a dos carrillos; trituraba los huesos de pollo y dejaba la huella grasienta de sus labios en el cristal de su copa de vino. En sus manos, terribles y oscuras, cualquiera cuchara parecía pequeña. Los huesos que doña Lucía colocaba intactos al borde de su plato don Gregorio los miraba con avidez salvaje.
—¿Pero dejas esto? —exclamaba.
Concluía por chuparlos glotonamente, y luego los rompía como si fuesen galleta; el fragor de sus mandíbulasp. 32 de gigante sorprendía a los niños y les daba risa. Cuando comía se cegaba, se transfiguraba; respiraba ordinariez...
«Es un hombre, decía Cenén, que lleva el cerebro en la barriga».
El almuerzo fue largo y tuvo alegre y bulliciosa sobremesa. Mientras los muchachos se llenaban los bolsillos de pasas, los adultos discutían el empleo de su nueva fortuna. Los hombres razonaban juiciosamente; don Gregorio pensaba mercar un perro y pedir a Éibar una escopeta: estas serían las únicas frivolidades que adquiriese; el resto del capital lo invertiría íntegro en tierras y aperos de labranza.
—Desciendo de agricultores —agregó— y adoro el campo; ¡ojalá no me hubiesen enviado a la Universidad nunca! Ya lo verán ustedes; yo, más que un médico metido a labrador, soy un labrador metido a médico.
El boticario y don Higinio asentían. ¡Nada de fábricas ni de negocios expuestos a huelgas y a competencias suicidas! Dinero empleado en tierras es salvo: la tierra es la fuente de todo, la verdad suprema, la madre que nunca engaña al hombre. Perea, por su parte, deseaba adquirir a orillas del Guadamil la hacienda denominada Los Cipreses, lugar muy a propósito para instalar un molino.
En cambio, las mujeres, más pintorescas, más imaginativas, anhelaban algo superfluo, pero bonito, raro, que orease sus espíritus con una ráfaga de novela: un viaje, por ejemplo... ¿Pero era posible que sus maridos quisieran reducir a tierra un dinero tan frívolo, tan riente como el de la lotería?...
Doña Emilia exclamó, golpeando en un plato con la cucharilla del café:
—¡Un viaje sería lo mejor!... Un viaje de un mes; nos iríamos los cuatro. ¿Digo bien, Lucía?...
Los circunstantes permanecieron callados, y lap. 33 mujer de Hernández hizo con sus labios, enrojecidos por la digestión, un mohín de desagrado. ¡Un viaje! ¿Y adónde y para qué? ¿A pasar trabajos?... Lo que no hubiese en Serranillas, respecto a comodidades, señorío y buen trato, no había que buscarlo en parte ninguna. Años atrás ella y su marido fueron a Ciudad Real a comprar un aparato ortopédico para el hijo del notario Arribas, que se había roto una pierna, y a poco mueren de sed: en ninguna parte hallaban agua fresca. Y en un viaje más largo, a Madrid, verbigracia, era absurdo pensar; Gregorio no podía dejar a sus enfermos tanto tiempo...
Este rio a carcajadas y descargó sobre los débiles omoplatos del boticario un vigoroso puñetazo.
—No les puedo dejar libres mucho tiempo porque se curarían todos. ¡Yo no debo cerrarle la botica a don Cándido!
Teresa y doña Benita, acariciadas un instante por la idea de viajar, miraban ahora con horror la posibilidad de moverse de Serranillas: los negocios no se abandonan así; cerrar una casa cuesta mucho trabajo; la humedad de las habitaciones deshabitadas es fatal para los muebles, y la polilla hace estragos en las ropas que no se remueven y solean. Además, ¿quién iba a cuidar de las gallinas y de las flores? Un viaje del que nadie sabe cuándo volverá, porque no se tiene la salud comprada, puede ser la ruina de una hacienda.
Doña Emilia, sin embargo, no renunciaba totalmente a su idea. Primero pensó salir del pueblo: fue una curiosidad noble, una atracción de cosas lontanas, nunca vistas; seguidamente aquel impulso artista se desdibujó y avillanó bajo una simulación práctica. Ella había oído decir que en el extranjero las ropas son tan baratas que lo mucho que en ellas se economiza equivale holgadamente a los gastos de viaje. Ahora que el invierno estaba cercano, doñap. 34 Emilia pensó en un abrigo de pieles: uno de esos magníficos sobretodos de pantera o de marta, donde las grandes heteras parisinas se arrebujan, semidesnudas, para que las retrate Reutlinger. Fue un deslumbramiento: viose en la iglesia, asistiendo los domingos a misa mayor, pasando con la solemnidad de una imagen ante sus amigas humilladas; y luego, por la tarde, en el andén, esperando la llegada del correo de Madrid, que se detiene en Serranillas dos minutos...
Encarose con don Higinio, y de sopetón, como quien tira a quemarropa:
—Tú —dijo— debías ir a París a comprarme un abrigo.
El saludable semblante de Perea adquirió la alelada expresión del que sueña.
—¿Yo?... ¿Yo solo a París?...
—¿Y qué?... Total, con seis o siete mil pesetas realizas la excursión, te distraes, descansas un poco, que bien lo necesitas, y me regalas un abrigo como yo te diga. ¿Quieres?...
Don Higinio sonreía; la sorpresa del primer momento había declinado; ahora estaba alegre, suspenso, trémulo de emoción ante aquel camino que la suerte acababa de tender generosa bajo sus pies, como una alfombra de hechicería y aventura. Para disimular la pueril algazara de sus sentimientos, juzgó oportuno oponer objeciones:
—Como yo no sé francés...
—¡Bah!... Llevando buenos billetes de Banco en el bolsillo —arguyó don Gregorio— crea usted que para comprar no precisa conocer el idioma del que vende. Además, en esos grandes hoteles extranjeros siempre habrá intérpretes que le acompañen a usted a todas partes.
Y tras una pausa:
—Yo, en el pellejo de usted, sin esa cadena quep. 35 me tienen echada al pie mis enfermos, tomaba el tren mañana mismo.
Don Higinio no respondió; parecía dudar y sus ojos miraban al mantel, mientras sus dedos amasaban nerviosamente una miguita de pan. En su ánimo, ingenuo y poltrón, Tartufo insinuaba su perfil hipócrita: deseaba que le rogasen, que le empujasen hacia aquel lance, mojado en mieles dulcísimas de zozobra; quería gozar de la aventura sin asumir probables responsabilidades. Era algo quintaesenciado, refinadamente voluptuoso y femenino, como aquel embustero ademán de sacrificio que, para salvar su recato, las mujeres dan siempre a sus favores.
El boticario insinuó:
—Si fuese usted a París me haría un altísimo favor trayéndome un tratado de Química vegetal que necesito. No recuerdo ahora el nombre del autor...
Las pieles con que doña Emilia pensaba engalanarse suscitaron en doña Lucía y en la esposa de don Cándido ambiciones paralelas.
—Si va usted a París —exclamó doña Lucía—, no le pido más que una cosa: un corsé del Louvre; yo le daré las medidas.
—¡Qué ocurrencia! Mejor es un reloj —interrumpió doña Benita.
—O una sortija —agregó Teresa.
—Tengo sortijas y relojes, Emilia lo sabe: dos relojes que no sirven para nada, porque no andan. ¡Ah! Prefiero el corsé: un corsé recto, elegante, de color malva; un verdadero corsé francés...
Don Higinio intentó defenderse. Él era un temperamento metódico, casero, que quizás no pudiera alterar sus viejas costumbres; echaría de menos su hogar, sus zapatillas, sus trebejos de pesca, sus duelos al dominó, el aliño y sazón que Vicenta daba a los guisos; ¡todo, en fin!... Por añadidura tenía faenas agrícolas que debía dirigir personalmente:p. 36 siembras, riegos, podas, rotura de tierras...
Hernández le atajó.
—¡Nada, no es cierto, no, señor! ¡Pretextos!... El campo, como la pesca, es para usted un deporte.
A las voces estentóreas de don Gregorio se aunaron las demás. Doña Emilia, su hermana, doña Lucía y doña Benita, rodearon a don Higinio que permanecía sentado, dándole en la cabeza y el cogote amistosos golpecitos.
—¡Sí, señor; tiene usted que marcharse!... ¡Hombre más roñoso!... Y todo por no obsequiarnos...
—¡Si yo estuviese en su pellejo! —repetía don Gregorio.
Los niños gritaban también, estimulados por el ejemplo de las mujeres: desde el quicio de las puertas la servidumbre asistía sonriente a la escena. Perea creyó llegada la ocasión de ceder.
—En fin —exclamó—, como ustedes quieran; yo no tengo voluntad...
Y en seguida, cual si lo que le proponían fuese madurando en su ánimo y ganándole:
—Verdaderamente siempre he tenido grandísimos deseos de conocer París, y miren ustedes por qué casualidad ahora...
Un muchacho que vino a buscar a don Gregorio para un alumbramiento desenlazó la sobremesa. El médico y el boticario se marcharon juntos; a poco doña Lucía y doña Benita se fueron también, y don Higinio, descalzo y libre de la opresora tiranía del cuello y de los tirantes, pudo dormir, según su costumbre, una horita de siesta. Despertó a las seis. Inmediatamente, con una diligencia nerviosa, nueva en él, se vistió y salió a la calle. Pepe Fernández, director de El Faro, bisemanario, defensor de los intereses de Serranillas, acudió a saludarle.
—Hablo de usted —dijo— en el próximo número de mi periódico y anuncio su viaje a París.
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Don Higinio se ruborizó; aquella inesperada popularidad, aquella exhibición constante, le quemaban las mejillas. Cuando llegó al Casino todos los jugadores de dominó se pusieron de pie para aplaudirle, y Julio Cenén tocó al piano los primeros acordes de la Marcha Real. A pesar de la infantil sencillez de tal agasajo, don Higinio avanzó descubierto y conmovido, agitando sobre su cabeza cuadrada su sombrero color café.
—¡Gracias, señores, gracias!...
El portero del Casino, que caminaba tras él, le abordó con una reserva que Perea halló misteriosa.
—Don Gregorio necesita verle a usted; él volverá en seguida; no vaya usted a marcharse...
A las siete apareció el médico. Su corpachón macizo y su rostro broncíneo, cubierto de espesas barbazas y sombreado por un fieltro de alas crecidísimas, erguíanse prepotentes sobre la multitud de parroquianos instalados alrededor de las mesas. Don Higinio hízole señas acogedoras.
—¿Qué hay? ¿Tenía usted algo que anunciarme?
—Que mañana temprano, en el tren de las siete, nos vamos los dos a Ciudad Real a cobrar «lo nuestro».
Perea tardó en responder; su haronía se rebelaba contra aquel propósito de acción.
—¿Y no sería mejor escribir diciendo que lo enviasen?
—¡No, hombre! ¿Pero le cuesta a usted trabajo recibir dinero? Nosotros salimos para Ciudad Real en el tren de las siete; luego almorzaremos donde yo disponga... ¡Ya sabe usted que a mi lado nadie se muere de hambre!... Pasamos un gran día, y a las nueve y media o diez de la noche estaremos de regreso. ¿Conformes?...
Don Higinio cedió; no había modo de esquivarse.
—Entonces —dijo Hernández— hasta mañana. Ahorap. 38 me voy porque están aguardándome. Mañana a las seis y media espéreme usted en su casa, vestido; yo iré a recogerle.
Aquella noche, tendido en su amplio lecho matrimonial a la izquierda de su mujer, que no podía dormir, don Higinio batalló inútilmente por conciliar el sueño. Su ánimo pusilánime, abandonado siempre a la inercia cobarde de la costumbre, hallábase desarraigado y como precipitado en un torbellino. La Fortuna invadía su vida, desarticulándola. Horas nada más transcurrieron desde que le notificaron su ventura, y parecíale que hubiese pasado mucho tiempo: el sobresalto de aquella mañana, las copas de aguardiente bebidas con Cenén, su almuerzo en compañía de don Gregorio y de don Cándido, la afectuosa ovación que le tributaron en el Casino, la perspectiva del viaje que a la mañana siguiente debía emprender... todo, atropelladamente, se barajaba en su memoria. ¿Cómo podían caber tantos proyectos, tanto trajín, tantas emociones, en el abreviado espacio de un día?... Y terminado aquel paseo a Ciudad Real, los cuidados, los preparativos, los encargos de su excursión a París, la metrópoli inmensa donde ningún vecino de Serranillas, que él supiese, había estado.
Al fin, la carne tarda y poltrona se sobrepuso al imaginativo y despabilado espíritu de don Higinio, cuyos párpados comenzaron a cerrarse; bajo las gasas sutiles del sueño, su inquietud se aletargaba dulcemente. De pronto, el temor de que pudiesen robarle en Ciudad Real, le estremeció; los ladrones no duermen. Dio un codazo a doña Emilia que ya roncaba:
—Mañana —ordenó— recuérdame que lleve el revólver...
Por dicha, estos prudentes resquemores fueron inútiles. Perea y don Gregorio llegaron a la capital, desayunaron con chocolate y picatostes en el café de la estación, cobraron sus veinte mil duros en hermososp. 39 billetes de quinientas y de mil pesetas, almorzaron opíparamente en una taberna, cuya dueña, rolliza y deseable todavía a pesar de los años, fue muy amiga del médico cuando este era estudiante, y, por no dilatar más su ausencia, regresaron a Serranillas en el mixto de las siete y cuarenta. Cargados iban de juguetes: pelotas, cornetas, soldados de plomo, un ferrocarril mecánico, una linterna mágica, un teatro guignol... Y con todo dieron en casa de don Higinio, donde doña Lucía, rodeada de sus cuatro hijos, doña Emilia con los suyos, Teresa, doña Benita y don Cándido, les esperaban. La ovación que la infancia tributó a los expedicionarios fue atronadora; Perea se quedó sordo; hubo momentos en que el techo del comedor, con su magnífica lámpara de bronce, pareció resquebrajarse y venir abajo.
Desde el día siguiente, y fortalecido por su mujer y su cuñada, emprendió don Higinio los prolegómenos de su éxodo. Su primer cuidado fue marcar para su partida una fecha. Con gravedad que disimulaba cierto vago temorcillo interior, había dicho:
—Me iré el sábado...
Y apenas lo declaró cuando lo supo y repitió el vecindario.
«Perea se marcha el sábado...».
Hacia ese día, llamado a ser memoratísimo en la historia de Serranillas, todo se disponía y enderezaba. Antolín recibió órdenes apremiantes de confeccionar dos trajes, un «completo» negro, de americana, y otro de chaquet, color gris. También juzgó prudente don Higinio reforzar el número de sus camisas y encargó media docena a Manolita, la mujer de Pepe Martín, que las aderezaba muy bien. Los calzoncillos se los hacían en casa, no por bajuna tacañería ni ridículo prurito de ahorro, sino porque Teresita sabía cortarlos y disponerlos a maravilla: eran unos calzoncillos, «antiguo régimen», con pretinasp. 40 bordadas en colores y cintas para sujetar y afirmar las perneras sobre los calcetines. Doña Emilia, en el exiguo vacar que sus quehaceres domésticos la permitían, le repasaba las camisetas y los pañuelos, y como su marido jamás supo anudarse la corbata, pidió al bazar de ropas del señor Feliciano varios lazos hechos. Don Higinio, por su parte, no estaba ocioso: había comprado dos sombreros; un hongo, que debía «rimar» con el traje de chaquet, y otro blando, color perla, para ponérselo con su «completo» de americana. También mercó un baúl: un legítimo cofre lugareño de recia tablazón, blindado de hojalata amarilla y con cantoneras azules de metal, que vacío pesaba los treinta kilos de equipaje que las Compañías ferroviarias otorgan a cada viajero.
Aquel baúl, abierto siempre en medio del dormitorio de don Higinio, parecía una boca. Con la preocupación de cuanto habían de meter en él, nadie se acordaba de cerrarlo, y su tapa erecta tenía la elocuencia de una amenaza. Acarreados por Teresita y doña Emilia, los calcetines de hilo de Escocia «para vestir», y los de lana para el reúma; las camisetas rusas, densas, blandas, capaces de resistir los fríos polares; los calzoncillos de abigarradas pretinas, la media docena de camisas que Manolita había traído, los pañuelos... todo iba desapareciendo en la panza insaciable del cofre. La flamante ola blanca crecía. En la mañana del jueves, dos días antes del señalado para la partida, se vio que el baúl era pequeño y fue necesario cambiarlo por otro mayor.
Entretanto llovían sobre Perea recomendaciones y encargos: hubiera podido llenar un cuaderno de solicitudes. Todos sus amigos querían algo de París: para don Gregorio, una escopeta; para doña Lucía un corsé del Louvre; para doña Emilia, un abrigo de pieles. Teresa deseaba un reloj; doña Benita, un sombrero; don Cándido, un tratado de Química vegetalp. 41 y algún pisapapeles o cachivache artístico con que adornar su mesa de trabajo; Julio Cenén le pidió una pitillera con algún desnudo en esmalte que ruborizase a las muchachas; el cura, don Tomás, quería unos espejuelos; el notario, don Jerónimo Arribas, una pianola; don Justo, el dueño de la fonda, una motocicleta. Hubo quien le encargó un juego de ajedrez...
Cansado de no hallar en el Casino un momento de tregua, don Higinio hacia frecuentes escapatorias al campo. Allí respiraba. Iba despacio, mirando a todos lados detenidamente, cual si en vísperas de emprender un viaje que estimaba larguísimo quisiera despedirse con los ojos de aquellos paisajes familiares, y si saludaba a alguien deslizaba en su reverencia una suave melancolía de «adiós». Bajo su grasa, los pruritos aventureros de su niñez se desentumecían cautelosos. Antaño su alma quimerista se fue muchas noches de fiesta, mientras su pobre cuerpo, aburrido y esclavo, quedaba en casa; pero ahora iba a ser él, tanto o más que ella, quien saliese a rondar. ¡Aquel premio, aquella fuga a París!... ¿Qué lances el Destino le tendría reservados? Hasta sentía miedo; se acordaba de la pantera dantesca:
En sus últimas batallas al dominó la suerte le fue adversa; estaba ausente, no llevaba cuenta de las fichas jugadas y siempre perdía; para no comprometer su fama de campeón, tuvo que retirarse. Una mañana salió a pescar y volvió con las manos vacías; si algún pececillo mordisqueó la carnaza, él no lo advirtió; pensaba en el Sena.
Ya tarde, al tramontar del sol, iba a la estación,p. 42 como si el sitio de donde en breve había de marcharse le atrajera. El mozo de andén Juan Pantaleón, a quien por su bordonera juventud de juglar don Higinio dedicó siempre disimulado cariño y aprecio, le daba palique.
—¿Conque el sábado, don Higinio?
—El sábado.
—¿Por mucho tiempo?
—¡Psch!... ¡Allá veremos!...
Y esta posibilidad de dilatar su ausencia o de acortarla, de ir o volver según su gusto y albedrío, de hallarse horro, siquiera fuese efímeramente, de lazos sentimentales y de sociales miramientos, de ser «él», por fin, causábale en el diafragma un frío estremecimiento de histeria. Muy apesarado, los ojos en el suelo, Juan Pantaleón suspiraba:
—¡Quién pudiera irse con usted!
Era un payo cuarentón, de talla vulgar, metido en carnes, con el lleno y rasurado semblante canonjil sombreado por una boina vasca. Su empaque cándido interesaba; era lento, redondo, suave, y corregía su rusticidad la nostalgia inteligente de sus ojos apaciguados. Al caminar balanceándose sobre sus piernas un poco abiertas, los flecos de la manta con que de noche se abrigaba los hombros, barrían el andén.
Juan Pantaleón tenía su historia, y en ella una desilusión y una lágrima: una historia humilde, a la vez cómica y triste, como un cuento de Daudet.
De pequeño cantaba en las iglesias; su voz dulce, vibrante, de tenor, llenando desde las alturas del coro la oquedad armoniosa del templo, distraía la devoción rezadora de las mujeres; las más jóvenes levantaban la cabeza para mirar... Y Juan Pantaleón, que apenas escribía su nombre, quiso cambiar la iglesia por el teatro, ser artista. El tábano de la codicia le picó cruelmente; fue un derramamiento alborozado de orgullo que, a no exteriorizarse, le hubiera enloquecido.p. 43 No sabía música, pero su memoria auditiva era excelente: tonadilla que oía repetíala inmediatamente sin vacilaciones, y fiado en esto emprendió la lucha. La farándula cascabelera le llevó consigo muy lejos, de pueblo en pueblo, sobre las carreteras polvorientas de la Mancha y de la vieja Castilla; a veces de meritorio, otras con un jornal miserable.
Pero Juan Pantaleón era dichoso: las piruetas del vivir errante, la existencia de bastidores, la alegría de los afeites, el prestigio versallesco de las pelucas blancas, la policromía grotesca de los trajes que se endosaba para salir en el coro, distraían su impaciencia ambiciosa. Transcurrieron varios años y siempre igual: comiendo malamente hoy, ayunando mañana, y, entretanto, la desaprensiva juventud que se va, el corazón que se enfría y depone su optimismo, los pies que olvidan el regocijo de caminar... Hasta que Juan Pantaleón perdió definitivamente aquel funesto hilillo de voz que a tan descabelladas andanzas le había llevado, y sintiendo por primera vez el imperio aplastante de la realidad, sus pobres ojos vertieron llanto amarguísimo sobre la esperanza muerta. Tespis le despedía de su carreta: ya nunca iría a Madrid, Eldorado de su alma ingenua; jamás los periódicos hablarían de él. Roto, afónico, sin oficio, regresó a Serranillas, su pueblo, donde los caritativos oficios del alcalde y de don Tomás Murillo, el cura, lograron emplearle en la estación. Catorce pesetas semanales tenía de jornal.
Allí le conoció don Higinio. No obstante su derrota y el total hundimiento de su pasado, Juan Pantaleón mostrábase contento. El trabajo era corto, las responsabilidades de su cargo, poco graves; bastante más comprometido veíase el guardagujas que custodiaba la boca del túnel. Mientras él podía leer periódicos y vivir sobre el andén, cerca de aquellos trenes que, viniendo de muy lejos, tenían para su imaginaciónp. 44 andariega una elocuencia poderosa. En esos expresos de lujo que ora están en Lisboa, ora en Berlín, viajan los artistas que un tiempo fueron «sus hermanos»: los músicos célebres, los tenores millonarios, bellos y famosos, las grandes divas de renombre mundial...
Por lo mismo, Juan Pantaleón no siempre arrojaba al viento de igual modo el nombre de su pueblo:
—¡Serranillas... dos minutos!...
Si el convoy que salía de las tinieblas del túnel era un mercancías, el antiguo artista apenas se molestaba en lanzar su pregón. ¿Para qué? En los mixtos las personas adineradas y distinguidas no viajan, y él, Juan Pantaleón, no se incomodaba por la muchedumbre de tercera clase. El trabajador, el campesino, los «sin patria», a quienes importase el nombre de aquella estación, podían preguntarlo. En cambio, cuando el tren era un rápido, uno de esos grandes expresos internacionales que llevan y traen a los reyes del dinero y del arte, Juan Pantaleón no decía el nombre de Serranillas, sino que lo cantaba, alargándolo, modulándolo amorosamente, cual deslizando una lágrima de su alma triste entre aquellas cuatro sílabas melódicas y amadas:
—¡Serraniiiillas... dos minutos!...
La i estirada, interminable, que alternativamente bajaba o subía con raros acrobatismos musicales, era algo lancinante, muy personal, muy hondo, que nadie comprendía. En el frío silencio nocturno, ante la impasibilidad de los vagones herméticos, oscuros, impenetrables como ataúdes tras el misterio de sus cortinillas corridas, Juan Pantaleón lanzaba al espacio su grito de costumbre:
—¡Serraniiiillas... dos minutos!...
En el empleado de hoy florecía el artista de ayer. Entonces cantaba para los inteligentes, o solo, tal vez, para sí mismo, cual evocando tiempos pretéritosp. 45 y mejores: era una especie de arrullo interior, de coquetería, de placer narcisista:
—¡Serraniiiillas... dos minutos!...
Lo decía varias veces y siempre con el mismo brioso ahinco; los mozos de la estación admiraban su voz ilusionada y dulce, y él lo sabía; aquel andén era su tribuna, su escenario; aquellos viajeros invisibles constituían su público. Juan Pantaleón pensaba:
«Ahora me oyen; quizás mi voz les impresione y sorprenda; acaso se lleven su timbre en la memoria...».
Si por casualidad algún viajero, hombre o mujer, se asomaba a una ventanilla y distraía los ojos en él, Juan Pantaleón se turbaba, enrojecía, bajaba los párpados... ¡Estaban mirándole!... ¿Por qué?... ¡Si fuese Anselmi! ¡Si fuese la De Lerma... o la Storchio!...
Hasta que el tren seguía, dejando el andén en silencio y en sombras: era su teatro que se cerraba, su público que se iba...
Secretamente, a pesar de su crédito, de su nombre y del amor a sus hijos, don Higinio envidiaba a Juan Pantaleón. El antiguo siervo de la farándula había viajado, pasado riesgos, tenido amoríos en encrucijadas y mesones; Juan Pantaleón, con sus días de ayuno y sus noches sin techo, llevaba a su espalda una linda historia de juglar. Como anduvo fuera de Serranillas muchos años podía referir lances ignorados de todos o inventarlos, refugiándose en el misterio de la distancia, para allí, con abundante espacio y gusto, bordar una mentira. ¡Él, en cambio, que una vez solo, cuando fue a graduarse Bachiller en Ciudad Real, perdió de vista la torre de la iglesia donde le bautizaron!... ¿Qué llegaría a contar que sus conterráneos no supiesen de memoria?... Por eso ahora, que la suerte le empujaba al extranjero, la compañía de aquel hombre que había corrido mundop. 46 producíale el efecto animador de un buen consejo.
Juan Pantaleón, que todo sabía explicarlo con sugestivo aplomo, le informaba de la fiebre de velocidad que tienen las comidas servidas en las estaciones; de su emoción al trasponer la frontera y sentir que repentinamente todas las personas hablaban otro idioma; de la alegría que sazona los almuerzos en las mesitas ambulantes de los dining-car; del extraordinario lujo y comodidades de los coches-dormitorio, donde el amor suele ofrecer a los hombres que viajan solos la sonrisa de una aventura...
El viernes, por la tarde, don Higinio también estuvo en la estación; le gustaba la casa, con su techumbre puntiaguda sombreada por un grupo de eucaliptos; la melancolía de los vagones olvidados sobre las vías de descarga; el andén pequeño, asfaltado, limpio, donde el ir y venir de los trenes parecía dejar estremecimientos de cosmopolitismo. Al marcharse, Juan Pantaleón le abordó:
—¿Así que, mañana, don Higinio?
—Sí, hombre, todo llega, mañana. ¿A qué hora pasa el rápido?
—A las nueve y cuarenta y cinco de la noche. ¡Quién pudiera irse en él!
Fue una lágrima disuelta en una exclamación. Sin poder contenerse, atropellando distancias y categorías, Juan Pantaleón dio su mano callosa a don Higinio. Ante el alborozado sobresalto del viaje, sus almas se acercaron, fraternizaron; era «un compañero». Don Higinio, que nunca le había dicho «adiós» a nadie, salió de la estación conmovido. Iba alegre, aunque su ufanía disimulaba una tristeza; su emoción recordábale historias de políticos desterrados que él antaño leyó; ahora, que se expatriaba, comprendía el dolor de aquellos hombres al pasar la frontera.
Perea comió poco, no tenía apetito, la inquietud llenaba su estómago como un manjar fuerte. Inútilmentep. 47 procuraba mantener la conversación; su espíritu no estaba allí; entre bocado y bocado o de un plato a otro, quedábase suspenso, la rubia empanadilla de escabeche o el trozo de pollo clavados en la punta del tenedor. Doña Emilia, que le avizoraba atenta y se imponía a él con ese ascendiente que las voluntades activas ejercen siempre sobre las mollares, indecisas o perezosas, se lo reprochó. ¿En qué diablos estaba cavilando?...
—¡Nunca —exclamó— has hecho tantas bolitas de pan!
Por la noche, ya acostados, la esposa sufrió la angustia de la separación que iba acercándose, y su pena tuvo acentos de simplicidad infantil. El alma de la mujer es exagerada y primitiva; los tonos medios de la pasión se dan en ella confusamente; cuando no es niña, es madre.
—Te cuidarás mucho, Higinio —decía—, te cuidarás mucho, ¿verdad?
—Sí, mujer.
—Te abrigarás bien y no te asomarás a las ventanillas del vagón, ni te apearás en ninguna estación hasta que el tren esté quietecito...
—No, mujer.
—Y en cuanto llegues a París me telegrafías; y si te enfermas, ¡no lo permita Dios!, me lo escribes para que yo vaya a cuidarte.
Acariciándose el bigote, los ojos muy despabilados bajo la tiniebla del dormitorio, don Higinio repetía, distraído:
—Sí, mujer...
Tras un silencio, lleno de supersticiones, doña Emilia agregó:
—Estoy arrepentida de ser la iniciadora de este viaje; a Teresa se lo decía; en el cuarto de costura ha estado volando toda la tarde un moscardón negro...
Don Higinio se estremeció; en esas agorerías, comop. 48 en todo, puede haber algo cierto. ¿Le amenazaría un peligro?... Callado, heroico, volviose hacia su mujer y la abrazó estrechamente; su erudición le permitió acordarse de Héctor despidiéndose de Andrómaca. Era aquella la última noche que pasaba a su lado...
—Por si no volviese a verla... —pensó.
La mañana siguiente fue agitadísima; en los rostros el insomnio había dejado huellas de palidez; doña Emilia amaneció con un ojo hinchado; al salir de su cuarto vio a Teresita y las dos hermanas cuchichearon; ninguna había podido dormir.
A las nueve se levantó don Higinio, y casi al mismo tiempo llegó el sastre, con los trajes. El pobre Antolín estaba lívido, lacio y desbaratado, como un difunto.
—Aún no me he acostado —declaró.
Ante el espejo del armario y en presencia de su mujer, de su cuñada y de los niños, don Higinio se endosó los dos trajes: el de americana estaba bien, pero el chaquet le hacía sobre la espalda una arruga oblicua y el pantalón le apretaba el vientre. Antolín aseguró que aquello no era nada, señaló con tiza las indispensables correcciones y llevose las prendas, prometiendo traerlas a media tarde.
Después de almorzar y ya un poco reanimado por los optimismos de la comida, concluyó Perea de arreglar su equipaje. Dentro del baúl colosal, cubierto de hojalata y bruñido y resplandeciente como una armadura, la ropa interior, pulcramente doblada y planchada, componía una especie de bloque macizo y lapidario: ni un intersticio quedó vacío; los calcetines y los pañuelos, sagazmente distribuidos rellenaban los huecos. Los cuellos y puños y los trajes fueron colocados arriba, en la bandeja, para evitar que se arrugasen. Los sombreros ocuparon una gran caja de cartón, blanca y cilíndrica, cuya tapa en caracteres dorados, decía: «Modas de París, Ciudad Real».p. 49 El paraguas y todos los bastones, menos uno de estoque que el expedicionario quiso llevar a mano por lo malo que pudiera sucederle, iban en el portamantas. Los enseres de tocador, toallas, cepillos, frascos de esencias, navajas de afeitar, y el botiquín, con su botellita de alcohol, su papel aglutinante para heridas y sus puñaditos de té, hierbabuena y manzanilla, distribuidos en sacos, llenaron un maletín.
Perea no quería llevar merienda. ¿Para qué, si en todos los rápidos, según Juan Pantaleón le había dicho, hay coche-comedor? Pero su mujer le atajó con una suposición irrebatible:
—¿Y si a media noche tuvieses ganas de comer?...
El caso, efectivamente, podía ocurrir, y don Higinio se dejó convencer. La tarde la pasó en su despacho revolviendo papeles; luego, cuando ya no veía, metódico siempre y con una tristeza de despedida, fue dando cuerda a todos los relojes de la casa.
La hora de cenar Teresita y su hermana la adelantaron un poco, temerosas de que alguien fuese a interrumpirles; querían estar solas, libres, en la deliciosa independencia del aislamiento. Doña Emilia tenía los ojos anegados en llanto; no podía olvidar que aquella noche era «la última», y, a cada momento, por encima de los platos, dejaba una caricia en las manos del esposo. A los postres llegaban cuando se presentaron don Gregorio y doña Lucía, seguidos de su prole, y tras ellos el boticario y doña Benita. No habían querido ir antes por no molestar.
—¿Vienen ustedes a la estación? —preguntó Perea.
—¿Lo duda usted? —gritó el médico—, allí estaremos todos; según dicen, va «medio Casino» a despedirle a usted. ¡No faltará ni el cura!... ¿Ha leído usted El Faro de hoy?... Fernández le dedica a usted una crónica.
Ruborizado el viajero bajó los párpados. Sus amigosp. 50 eran muy buenos. ¿Por qué se molestaban así? Él, francamente, no merecía tanto...
Acababan de beber el café cuando llamaron a la puerta don Jerónimo Arribas y Julio Cenén, a quienes don Higinio se apresuró a obsequiar con cigarros habanos y licores.
—¿Cómo andan esos ánimos? —interrogó el notario.
—Bien, muy bien.
—¡Naturalmente! ¡Todos le envidiamos a usted!...
Era pequeño y panzudo y tenía esa respiración anhelante de los obesos que sugiere deseos de abrir las ventanas. Siempre llevaba sueltos tres o cuatro botones del chaleco, y como al sentarse sus piernecillas le quedaban colgando, gustaba de enlazarlas a su bastón que ponía a modo de puente entre el suelo y el borde delantero de la silla.
—Yo solo le encargo, querido Perea —dijo Cenén—, la pitillera que usted sabe...
—Y yo —agregó Arribas—, que no eche usted en saco roto mi pianola.
Hubo un rato de discreteo ameno y picante. A don Gregorio le había intrigado la admonición del secretario del Ayuntamiento, y empezó a zaherirle.
—Ya tenemos en danza a Cenén, cada día con la cabeza más chiquita y los pantalones más cortos. ¿Qué pitillera es esa?...
El secretario, efectivamente, era como Hernández decía, y su cabecita aguda y calva, sus ojos ratoniles y su rostro pálido, terminado por una barba cortada en punta, carecían de majestad. Pero, en cambio, tenía la réplica fácil y virulenta y sabia molestar. Reprochó al médico su manera de comer, su gordura, la arruga horizontal que todos sus trajes le formaban en la espalda, el tamaño de sus pies de ogro, tan grandes que con el cuero de sus botas podría esterarse una habitación.
—De sus fuerzas —agregó— no digo nada: yo, cuandop. 51 le saludo en la calle, le doy la mano cerrada. De su elegancia tampoco hablemos; un día le vi de frac en el Casino y me dieron ganas de comer; parecía un mozo; solo le faltaba la servilleta al brazo; su frac me produjo el efecto de un aperitivo...
Picado don Gregorio quiso responder: él no sería elegante, pero sí trabajador, lo que tratándose de hombres casados es lo principal.
—¿Usted comprende que si no fuese así, yo, por ejemplo, que muchas veces me acuesto a las cinco de la mañana, a las ocho esté otra vez en la calle?
El ingenio de Cenén, que de socaliñas y venenosos apotegmas tenía siempre y a propósito de todo gran cosecha, halló en seguida una respuesta mortificante: se acordó de que Hernández no era muy limpio.
—Sí, ya lo sabemos —dijo—, efectivamente..., hay cosas que se huelen, pero no se explican...
Todos reían y la conversación iba a agriarse. Afortunadamente, una criada anunció desde la puerta a los hombres que habían de llevar el equipaje.
Los circunstantes se levantaron. Don Gregorio dio dos fragorosas palmadas, remedo de aquellas con que, siendo estudiante, los bedeles anunciaban la entrada en clase. Eran las nueve.
—El tren llega a las diez menos quince —dijo el médico—; pero debemos ir acercándonos a la estación. Necesitamos facturar y cuarenta y cinco minutos pasan en seguida.
Prevaleció su consejo. En un santiamén Teresita y doña Emilia acabaron de pergeñarse. La esposa de Perea estaba inconsolable; tenía la nariz y los párpados enrojecidos, y con su incesante llorar no podía empolvarse bien. Teresita secreteó con su cuñado:
—Las muchachas y el jardinero quieren ir a despedirte, ¿les das permiso?...
Magnánimo, ligeramente desdeñoso, don Higiniop. 52 accedió. ¿A qué venía tal pregunta? ¡Que fuesen! ¿Cuándo contrarió ni oprimió él a nadie?...
Uno de los mozos cargadores echose a cuestas los sesenta y tantos kilos que pesaba el baúl; el otro recogió la sombrerera, el portamantas, el maletín y la merienda envuelta en un número de El Faro. Inmediatamente, todos, ordenados de dos en fondo, salieron a la calle. El tiempo era hermoso: una noche otoñal apacible, tibia y lunada; acribillaban magníficamente las estrellas el soberbio terciopelo celeste; dormía la brisa entre los árboles, que erguían su misterio verde sobre la blancura de los bardales, y a lo largo de la calle ancha y desierta, el caserío de planta baja, con sus fachadas enjalbegadas lindamente y los quicios de puertas y ventanas pintados de ocre o de azul, dibujaban una perspectiva simpática. El viajero recontó su acompañamiento: rodeando a los hombres portadores del equipaje iban sus hijos y los del médico; la infancia componía la vanguardia. Seguíanles Teresa y doña Benita, luego él y su mujer, después don Gregorio y doña Lucía, que ocupaban con la amplitud de sus lomos toda la acera; tras ellos Julio Cenén y don Cándido, luego el notario, y, finalmente, el ama de llaves, Vicenta la cocinera, el jardinero y las dos azafatas que componían la servidumbre de don Higinio. Muchas persianas, esas persianas brujas desde las cuales las mujeres lugareñas todo lo ven, se entreabrían discretamente con disimulo de atisbo y misterio, al paso de la pequeña comitiva. Al cruzar la plaza incorporose a ella don Tomás Murillo. Saludáronle todos sin detenerse y prosiguieron caminando un poco azorados, pareciéndoles haber oído en el silencio religioso de la noche y allá muy lejos el silbido de un tren. Las pisadas resonaron más fuertes. Delante, balanceándose animador sobre los hombros del tagarote que lo llevaba, el baúl de don Higinio, con su blindaje de hojalatap. 53 bruñida, rebrillando bajo la palidez lunar, parecía un lábaro.
Cuando llegaron a la estación aún había poca gente; pero los amigos de aquel «medio Casino», de que don Gregorio Hernández había hablado, no tardaron en ir apareciendo. Les veían pasar en grupitos de cuatro y cinco individuos por detrás de la empalizada azul y blanca que aislaba el andén, y don Higinio les reconocía por la voz.
—Me parece que ahí viene don Pedro... Creo que esa tos es la de don Cesáreo...
Los que habían acompañado a Perea desde su casa rodeaban a doña Emilia y Teresita formando una guardia de honor. Aquella situación, un poco aparte, les enorgullecía: eran los buenos, los íntimos, los que «se hacían cargo» del trance doloroso por que la familia del expedicionario benemérito estaba pasando. Don Higinio andaba turulato de un lado a otro, repartiendo apretones de manos, oyendo y diciendo frases cuyo significado, en el cómico rebullicio de sus ideas, no comprendía bien. Y a todos sus amigos les decía lo mismo:
—¡Pero, hombre!... ¿Por qué se ha molestado usted en venir?... ¡No valía la pena!...
Las personas que acudieron a festejar con un saludo la marcha de Perea llegaban a doscientas. Nunca, excepción hecha del día en que todo el vecindario se reunió allí para vitorear al Rey, fue el modesto andén de Serranillas teatro de una manifestación igual. Entre los grupos, Juan Pantaleón, embozado en su manta, un farol en la mano, paseaba su emoción: una inquietud agridulce de antiguo trotatierras; él no era egoísta, ya que no podía moverse de allí, complacíale que se fuesen los demás.
Sobre las dos esferas del reloj saledizo que decoraba la fachada de la estación, las manecillas negras avanzaban inexorables. Doña Emilia tuvo frío, miedo, yp. 54 acercándose a su marido que charlaba con Gutiérrez, el jefe de Correos, le oprimió un brazo. ¿Por qué en el transcurso de aquel día no le habría besado más veces?...
—¡Qué pocos minutos nos quedan de estar juntos! —murmuró.
Al grupo formado por las familias de don Gregorio y de don Cándido, los chiquillos y los servidores de Perea traían noticias diversas, todas nerviosas, interesantes, que calofriaban la piel.
—Ya han facturado el baúl... El tren sale en este momento de la estación inmediata... Ahora dicen que pasa el puente...
Los enseres que el viajero llevaba consigo habían sido colocados al borde del andén, junto a la vía. De pronto la muchedumbre, sacudida por esos presentimientos raros del alma colectiva, osciló, se arremolinó. Iba a llegar el tren. Juan Pantaleón avanzaba separando al público:
—Señores, háganme el favor de retirarse; échense atrás; el andén ha de estar libre...
Se oyó una trepidación: algo hondo, arcano, como un sacudimiento telúrico; lejos, en la negrura inmensa, brilló una luz. El rápido. Vibró un silbido agudísimo y sobre la chimenea de la locomotora que acababa de dibujarse ondeó en graciosas espirales una blanca columna de humo. Pasó la máquina jadeante, enorme, cubierta de vapor, irradiando un calor de infierno, y casi al mismo tiempo, de súbito, tras un estridente atabaleo de frenos, el convoy se detuvo. Del fragor de la llegada al silencio de los vagones inmóviles, agarrotados, apenas hubo transición. Nadie se asomó a las ventanillas cerradas, oscuras; sin duda todos los viajeros iban durmiendo. Y fue entonces, en aquellos instantes de absoluta calma, cuando Juan Pantaleón, nervioso, emocionado y artista como nunca, cantó por tres veces, con su voz de tenor, el nombre de su pueblo. Miraba a don Higinio:
p. 55
—¡Serraniiiillas... dos minutos!...
A Perea, conmovido y ridículo, los ojos se le llenaron de lágrimas. Abrazó a su mujer, a su cuñada, a los niños; se deslizó de los brazos del médico para caer en los del farmacéutico, en los del notario, en los del cura...
Sonó una campana; no había momento que perder. ¡Pronto, arriba!... Empujado, aupado por todos y como en volandas, don Higinio subió a un vagón. Por la ventanilla le entregaron el portamantas, la sombrerera, el maletín, el paquete de la merienda... todo a escape, casi a golpes. Aún pudo estrechar varias manos, no sabía de quién...
Alguien gritó:
—¡Viva don Higinio Perea!
—¡Viva! —repitió la multitud.
Y don Gregorio:
—¡Viva el conquistador de París!
—¡Viva! —contestó el coro.
El tren rodaba ya. Los circunstantes despedían al viajero sacudiendo sus sombreros en alto. Inmóvil en la ventanilla, don Higinio agitaba un pañuelo; aquel pañuelo blanco lo vieron todos flamear largo rato; luego, como luz que se extingue, desapareció....
La leyenda empezaba.
Cuatro días después, a las siete de la mañana, don Higinio pasaba el Bidasoa. Siempre modesto, iba en segunda clase. Acodado sobre una ventanilla, el audaz manchego observaba con ojos de curiosidad y avidez los nuevos aspectos que la realidad le ofrecía. De Irún a Hendaya, a pesar de su vecindad física, ¡qué pasmosap. 56 distancia moral!... El paisaje no había cambiado, y, sin embargo, el idioma, los trajes, hasta los tipos, modificados de súbito por la proverbial amabilidad francesa, eran distintos. ¿Debía creerse que una montaña, un riachuelo o un túnel alejasen tanto a unos hombres de otros?... Más que la indumentaria de los gendarmes, admiraba Perea la urbana diligencia y corrección de los mozos de andén. ¿Cómo, individuos que ganaban su vida cargando baúles, podían hallarse tan bien educados?
Cuando arrancó el tren, don Higinio, aunque no tenía sueño, tendiose cómodamente sobre uno de los asientos, feliz de hallarse solo; su portamantas, su sombrerera, su maletín y el bastón de estoque que llevaba aparte, ocupaban una de las redecillas destinadas a equipajes. La idea de que por momentos la distancia que le separaba de Serranillas iba agrandándose, le hinchaba de orgullo. Ninguno de sus conterráneos se había atrevido a ir tan lejos.
—¡Cuánto hablarán de mí! —pensaba.
En la estación de San Juan de Luz subieron a su departamento un matrimonio francés y un caballero de barba rubia y cuadrada. Don Higinio inmediatamente se incorporó y fue a sentarse junto a una ventanilla, de espaldas a la máquina, para mejor resguardarse del viento y del polvo. El señor de la hermosa barba rútila ocupó cerca de la ventanilla contraria idéntica posición. El matrimonio instalose también en aquel asiento, y de modo que ella quedó a la derecha de don Higinio. Era una mujercita de mediana estatura, ni delgada ni gruesa, vestida de gris; representaba veinte años, pero la expresión y travesura de sus ojos azules declaraban muchos más. Llevaba los cabellos cortos y rizados lindamente, y en la alegría del semblante, rosado y saludable, se abría la tentación de una boca preciosa: una de esas boquirritas recogidas, carnosas, bermejas como fresas, absurdasp. 57 de puro correctas y bien concluidas, con que ríen los maniquíes de cera en los escaparates de las tiendas de modas. Tenía las manos cuidadas y pequeñas, y los piececitos, que apoyó cómodamente en el borde del asiento frontero, finos y bien calzados. El marido, alto, cenceño y rojo, el rostro decorado por un legítimo bigote francés, largo y caído, apenas arregló su equipaje y deslizó sus pies en la caliente blandura de unas zapatillas suizas, sumiose en la lectura de Le Matin. Todo lo observaba Perea, y hasta de lo más nimio se suspendía y maravillaba. Jamás ni en Serranillas, ni en Almodóvar del Campo, ni aun en Ciudad Real llegaron a ver sus ojos tres tipos así. ¡Esto era vivir! Y su cuerpo estremecíase de miedo, de júbilo, de pasmo, cual si a su lado, rozándole, pasase la Aventura.
Como hacía frío, don Higinio tuvo que abrigarse las piernas con su manta de viaje; sus manos se amorataban y sufría unos deseos rabiosos de fumar que no satisfizo por no parecer descortés. El matrimonio cambiaba a intervalos largos algunas palabras, muy pocas, y él volvía a la lectura de su periódico; el caballero de la barba dorada hojeaba un libro; y ella, la damita de la boca encendida, se abrillantaba las uñas con un pulidor de marfil; a cada movimiento, los crespos rizos color nogal temblaban sobre la nieve de la nuca. Perea tuvo vergüenza de su ociosidad y poltronería, y aunque tímido, como las novelas y el cinematógrafo le habían llenado la cabeza de lances galantes en ferrocarril, comenzó a mirar a la viajera con intención expresiva. En el extranjero, los españoles, si han de mantener su leyenda donjuanesca, necesitan ser así; a don Higinio aquel coqueteo inocente le parecía un compromiso de raza.
En Bayona pusieron calentadores de agua hirviendo para los pies, y entraron dos jóvenes alemanes, lampiños, rubios y blancos, como héroes nibelungos, quep. 58 por su buena traza, cortesana distinción de ademanes y mucha alegría, debían de ser estudiantes ricos. Habíanse sentado enfrente de don Higinio, y apenas reanudó su marcha el tren, cuando el más alto de ellos diose a observar a la señora francesa con ahinco y complacencia evidentes y como si el marido no estuviese allí. Perea observaba de reojo sus gestos: sin duda hablaban de él, y esto le molestó de manera que le puso en ánimos y disposición de pelea. Afortunadamente, su bastón de estoque estaba allí.
Para reprimir su enojo y distraerse quiso mirar el paisaje, mas no pudo; una densa neblina cubría los campos, y el vaho de las respiraciones y de los calentadores había empañado los cristales del vagón. Además los estudiantes alemanes le obsesionaban. ¿Estarían burlándose de él?... Ellos advirtieron la tenacidad con que el vidrioso manchego les espiaba, y acaso con el propósito ladino de tranquilizarle, le interpelaron amablemente:
—¿Comprende el alemán?
Don Higinio Perea se alzó de hombros, ruborizándose como una señorita, y su empacho arreció al notar que la viajera volvía hacia él su bonita cabeza y que su boca de grana se llenaba de risa. Los estudiantes, muy complacidos, repitieron su pregunta en francés:
—Ni una palabra —contestó don Higinio.
—¿Español?
—Sí, español...
Esto fue lo único que entendió bien, y replicó con tal entereza que hubo en su vehemencia como un desafío. Sin embargo, la cordial llaneza con que los alemanes le habían hablado, desvanecieron su odio y redujeron a simpatía y mansedumbre su voluntad.
—Sin duda creían que yo era el esposo —meditó.
Desde aquel instante sintiose recobrado y tranquilo, y hasta pareciole que la asistencia de la lindap. 59 viajera establecía entre él y los estudiantes cierta complicidad. Al otro extremo del vagón, el caballero de la barba cuadrada color de sol leía impasible en un libro. Los alemanes charlaban, reían y gesticulaban como si boxeasen; luego descorcharon una botella de cerveza, sacaron de un cestillo pan y fiambres y se pusieron a merendar. La joven parecía escucharles con singular interés y a ratos bajaba la cabeza, tragándose una sonrisa. Ellos la interrogaron:
—¿Entienden ustedes el alemán?
Aludían al hombre del bigote lacio y frondoso que leía Le Matin. Ella, muy avisadamente, repuso:
—Yo, sí, señores; lo comprendo y lo hablo; mi marido, no.
El esposo interpeló en voz baja:
—¿Qué dicen?
—Preguntan si sabes alemán.
—Ya...
Y les miró haciendo con la cabeza un gesto negativo. Ceremoniosos y correctísimos, los dos jóvenes se inclinaron.
Durante mucho tiempo don Higinio, fatigado de amoricones y miradas, se dedicó a buscar con su pie derecho los de la francesita, quien sin comprometedoras alharacas de mujer perseguida, delicadamente, esquivaba los suyos. Los estudiantes sorprendieron la torpe persecución y la comentaron con la hilarante y bulliciosa expansión que la seguridad de no ser comprendidos del esposo les permitía. La joven, deteniendo a duras penas su interior regocijo, se mordía los labios, y así acrecentaba su tentadora humedad y sanguinario color. Ellos proseguían hablando sin cesar de mirarla, vencidos igualmente por el hechizo rojo de su boca breve, casi redonda, ardiente como la fresca cicatriz de un botón de fuego.
De pronto la locomotora silbó y el tren, que llevabap. 60 sus luces apagadas, penetró en la lobreguez de un túnel. Don Higinio, cuya sexual glotonería iba ya muy alarmada, tanto por los traqueteos del vagón como por la tibia y fragante proximidad de la viajera, aprovechó aquella ocasión para pellizcar a la francesita en una nalga. ¡Si Emilia le viese!... Y entonces acaeció algo inaudito, tartarinesco y lejos de toda probabilidad y carril; y fue que, apenas había don Higinio realizado su pecaminoso pensamiento, cuando pareciole que en la tiniebla enorme del vagón una sombra avanzaba, y al mismo tiempo que oía crepitar cerca de él un beso ansioso, lleno de vehemente lujuria, recibió la más formidable, infamante y escandalosa bofetada que dieron a manchego; y como su enemigo, para mejor afrentarle y burlarle, se la recetó con la mano abierta, si la percusión no fue grande, el escozor de la mejilla golpeada y el ridículo consiguiente al estampido del porrazo fueron mayúsculos.
Cuando el tren volvió a la luz, Perea, los dos alemanes y el marido de la francesita se miraban interrogantes y amenazadores: unos parecían sorprendidos, otros iracundos. Hasta el señor de la barba de similor, que había oído la pronta furia con que al ósculo respondió la bofetada, monologueó algunas palabras en inglés.
El esposo de la francesa, trémulo, había tirado Le Matin al suelo y bajo su lacio bigote galo sus labios blanqueaban de cólera. Estaba cierto de que habían besado a su mujer y de que ella —la buena, la heroica—, apenas recibió la ofensa castigó rudamente al ofensor. Pero, ¿cuál de aquellos cuatro hombres sería el miserable?... Y sin moverse, sus puños se crispaban, y sus ojos, inflamados, taladrantes como cuchillos, iban insultadores de unos a otros, buscando una víctima.
La viajera tampoco conseguía explicarse lo ocurrido.p. 61 Unos labios jóvenes —ella juraría que eran jóvenes—, unos labios que olían a cigarrillos egipcios y a trébol, se habían aplastado rápida y frenéticamente contra los suyos; pero quién la besó —el ladrón de su boca podía ser cualquiera de los tres hombres que tenía más cerca— no la interesaba tanto como el autor de aquella bofetada oportuna y cruel que resonó como una pedrada en un espejo. ¿Quién pudo defenderla así? Su marido no era, bien claro lo decía la perplejidad que trastornaba el semblante del hombre de los bigotes desmayados. ¿Entonces?...
Don Higinio, por su parte, estaba embarullado; lo anómalo y ridículo de su situación poníanle fuera de sí. No dudaba de que uno de los estudiantes dio el beso, como también juraría que fue la francesita quien le abofeteó, y así, a la vez que envidiaba al teutón y adoraba la grácil y aniñada delicadeza de aquella mano, maravillábase de su esfuerzo viril. ¡Ah, si él hubiera podido explicarse!... Únicamente le tranquilizaba la seguridad de que era una mujer, no un hombre, quien había desarrollado en su mejilla aquel molesto calor, aquella especie de hormigueo profundo que por momentos iba transformándose en hinchazón. La suciedad en que su conciencia se hallaba, le permitía explicarse la equivocación de la viajera: él era el de las miraditas insinuantes, el de los pisotones, el del pellizco, en fin. Así, la joven, al sentirse besada, se revolvió contra él. ¡Era lo lógico! Perea, al término de sus meditaciones, se halló consolado: «manos blancas» si enojan no ofenden; ¡peor hubiera sido que el hombre de Le Matin se hubiese enterado!...
Entretanto, los alemanes cuchicheaban animadamente; el más alto explicaba a su compañero lo sucedido; fue un lance disparatado, vodevilesco, digno de Boccacio o del caballero Casanova. Minutos antes, en el preciso momento de inmergirse el tren bajo elp. 62 túnel, la oscuridad le inspiró un deseo loco, sádico, irrefrenable, de besar a su compañera de viaje en la boca; y al mismo tiempo que sin meditarlo apenas satisfacía aquel frenesí, para ponerse a salvo de sospechas descargó sobre el soplado coramvobis de don Higinio su mano abierta. Los dos estudiantes reían a carcajadas del donaire: era una improvisación maquiavélica, una genialidad bufa, estridente, de caricaturista.
La aventura no tuvo derivaciones ni pasó adelante. El matrimonio se apeó en Landas, y los alemanes y el caballero de la barba dorada se quedaron en Burdeos; por cuanto don Higinio, a no persistir la molesta tumefacción de su carrillo, hubiese llegado a creer que todo aquel cómico lance, con las figuras que en él intervinieron, invención goyesca fue de sueño y de risa.
En el café de la estación de Burdeos, Perea escribió dos postales: una, dirigida a su mujer, y otra, a don Gregorio. La primera decía:
«Llegué sin novedad. Dentro de breves momentos sigo hacia París. Francia es admirable. Ya irás conociendo mis impresiones. Besos».
Y la segunda:
«Acabo de beber a su salud y a la de mis amigos del Casino un vaso de este vino sin rival. Reanudo mi viaje. Abrazo a todos».
Don Higinio suspiró. Todo ello era mentira; pero, ¿sería admisible la realidad uniforme, soñolienta y pacata si, a intervalos, no echásemos sobre su vulgaridad la sazonada belleza de una inocente superchería?...
Al salir el tren de Burdeos llovía copiosamente: uno de esos aguaceros compactos, silenciosos, como hechos de neblina, del otoño francés. Por todas partes castañares espesos, campos verdes esmeradamente cultivados, casitas de dos pisos con puntiagudas techumbresp. 63 de pizarra, vacas normandas de ubres crecidas y mirar bondadoso que recibían el chaparrón tumbadas en el suelo. Y lejos, apareciendo o esquivándose alternativamente entre los grupos de edificios, un trozo de mar, mástiles de veleros, chimeneas, grúas, y las torres famosas de la catedral levantando su esbeltez sobre la gris monotonía de la ciudad entristecida por el agua y el humo.
Muchos días después de arribar al término de su viaje, don Higinio, todas las mañanas, al despertarse en su cuartito del hotel de los Alpes, tenía el mismo pensamiento:
«Estoy en París».
Y a esta idea pura, casi abstracta, un fuerte y candoroso regocijo interior respondía: ¡París!... El teatro de todas las novelas, de todas las bufas peripecias que se devanan en los cinematógrafos, de los millonarios, de las grandes heteras que hicieron olvidar a los reyes galantes de Inglaterra y de Bélgica la pesantez de sus coronas; el escenario de cuantos crímenes folletinescos y arcanos estremecen al mundo. ¡París!... ¡El foco de las elegancias, del arte y del vicio, donde el dinero, la belleza y el buen gusto de una civilización refinada instalaron las alcobas más célebres de Europa! ¡París!... ¡Y él, vecino modesto del modestísimo pueblo de Serranillas, estaba allí, en la Ciudad-Sol, a quince céntimos de ómnibus de la Venus de Milo, y a otros quince del Jardín de Plantas!...
Dos semanas eran transcurridas desde que las suelas de sus botas manchegas resonaron bajo las bóvedas de la Estación de Orleáns, y un coche le llevó al hotel de los Alpes, situado en el cruce de las calles de Trévise y Bleue, allá en las alegrías montmartresas del noveno distrito. A partir de entonces nada le sucedió que mereciese los honores de una postal: ni conocía El Louvre, ni tuvo ocasión de ir al bosque dep. 64 Bolonia, ni de visitar ninguno de los pintorescos cafés de Clichy: ni siquiera había vuelto a ver el Sena, después de la mañana en que lo cruzó por el puente Royal. Ni paseos, ni amigos, ni mujercitas de una noche, ¡nada!... Y, sin embargo, don Higinio estaba contento y los días escapábansele sin sentir, cual si el aire de la ciudad babélica bastase a ahitarle de satisfacción y ufanía.
Los primeros días, después de almorzar, acompañado de Francisco, el intérprete del hotel —un piamontés que aprendió el español en Cádiz—, recorrió los «grandes bulevares», desde la iglesia de la Magdalena a la plaza de la República: y el fragoroso trepidar de coches, automóviles y tranvías, la diligencia y abigarramiento de aquella multitud cosmopolita que congestionaba las aceras y la terrasse de los cafés; la sucesión de escaparates, todos lujosos; la profusión infinita de luces; el vaivén perenne de mujeres alquiladoras de amor, lindas, elegantes, con fragilidades de porcelana y párpados de color violeta, que pasaban mostrando bajo la fimbria de sus vestidos la retadora tentación de unas medias caladas; la frescura del ambiente otoñal, el ejercicio..., todo coadyuvaba a rendir la flaca musculatura y el ánimo sedentario y roncero de don Higinio de manera tal, que a cada momento sentíase obligado a comer algo. Su acompañante, que ya era viejo y tenía la nariz colorada, singularmente por las noches, pedía ajenjo y hablaba del Piamonte; don Higinio bebía cerveza y procuraba explicar a su interlocutor las amenidades del paisaje manchego: una tierra puede ser muy rara, interesante y merecedora de estudio, aunque no se parezca a Suiza. Al cuarto o quinto bock, el audaz viajero empezaba a marearse, y este ligerísimo aturdimiento exaltaba su natural bondadoso:
—Si alguna vez la suerte le llevase a Serranillas —decía—, no le faltaría a usted nada.
p. 65
Francisco arqueaba las cejas, levantaba los hombros: un gesto de aventurero que ignora adónde las andanzas de la vida pueden llevarle.
—¡Quién sabe! —respondía—, a mí me gusta tener amigos en todas partes. ¿Comprende?... ¡Amigos!... ¡No enemigos!...
Mojaba sus bigotes de antiguo sargento en la fatalidad verde de su ajenjo, y entornando los ojos sobre la rubicundez de su nariz, repetía:
—¡Amigos, nada más que amigos!...
Y don Higinio:
—Yo, antes de volver a España, le dejaré mis señas.
—Bien, muy bien; nadie sabe... ¿verdad?... Nadie sabe... Yo no tengo familia... ¿Me comprende?... No tengo familia, y eso del hotel... ¡Bah!... Cualquier día... ¿eh?... Nadie sabe. ¿Me comprende?... Eso es. ¡Amigos, nada más que amigos!...
El pobre diablo, con tres o cuatro ajenjos se emborrachaba; pero esto, lejos de ofender a Perea, le complacía. ¡Cómo disfrutaba y qué raros tipos iba conociendo! Al noble manchego le encantaba cuanto, según su sencillo criterio, tenía algo de snob, y la idea de hallarse con un italiano, que acaso fuera un asesino, bebiendo cerveza y ajenjo en la terrasse de un café de París, parecíale una nota aguda de cosmopolitismo. ¡Si lo supiesen en Serranillas, donde todo parecía mal!...
Ya de regreso al hotel, como don Higinio se dispusiera a meterse en el ascensor para subir a su cuarto, Francisco, familiarmente, le daba la mano. Luego, en voz baja:
—Si alguna vez necesitase usted una mujercita, no tenga reparo en decírmelo, ¿comprende?... No tenga reparo. ¡Cuerpo de la Madona!... ¡Yo conozco París!...
En días sucesivos, Perea se decidió a salir solo. Sabía que siguiendo la calle Bleue llegaba a la dep. 66 La Fayette y luego a la de Laffitte, que le conducía al bulevar de los Italianos. Después aprendió otro camino más sencillo y no menos animado: por la calle Faubourg Poissonnière al bulevar del mismo nombre. De aquella vía magnífica, llena de movimiento, de tentaciones y de luces, y echada, como resplandeciente collar, sobre el plano de París, no se atrevía a pasar: juzgaba imposible nada más hermoso, más cegador y desbordante de riqueza y de vida. ¡Luego, el miedo a «los apaches»!...
Así, la tarde en que sin otro valedor que su bastón de estoque decidiose a ir por el bulevar Sebastopol hacia el río, y vio desde la plaza Châtelet grisear las torres de Nuestra Señora sobre la melancolía de una tarde brumosa, húmeda y alegre, genuinamente parisina, su júbilo fue tan intenso como grande la cobarde inquietud que padeciera hasta llegar allí. Poco a poco, según sus arrestos aumentaban, su voluntad se desentumecía y resolvíase a trasponer mayores distancias, y de este modo, de vuelta al hotel, podía afectar a los ojos del intérprete el aire importante de un hombre que ha caminado mucho y tiene negocios. Las indicaciones de un plano que adquirió por tres francos le orientaban eficazmente. El alma bruja de la ciudad iba aproximándose a su alma tímida y seduciéndola. Una mañana se metió en el metropolitano y fue a parar al Arco de Triunfo; por la noche estuvo en Folies-Bergère; al día siguiente un ómnibus y un tranvía de vapor le llevaron al Bosque...
Generalmente, don Higinio, fiel a la saludable rusticidad de sus costumbres, despertábase temprano, pero nunca se levantaba antes de las diez. Eran aquellos momentos de exquisito sosiego interior: nada apetecía; ni recuerdos ni deseos removían su conciencia... ¡Todo igual en la mansa planicie de las horas que fueron y de las horas que iban llegando!... Desdep. 67 su lecho inspeccionaba cómodamente su habitación: la ventana abierta sobre un patio, el tocador con espejo y piedra de mármol, el armario de luna, aquella mesita, cubierta por un tapete rojo, donde él escribía con su letra igual y segura las cuatro o cinco postales que cotidianamente enviaba a Serranillas; la alfombra un poco raída; las sillas de yute azul y ovalado respaldo, y en un ángulo su baúl resplandeciente y policromo, la sombrerera, el portamantas, el maletín, todos los buenos objetos familiares que le acompañaron en aquel arriscado éxodo y le hablaban de su pacífico vivir manchego.
Fumando cigarrillos y emperezado en la dulce tibieza de las colchas, dejaba Perea transcurrir el tiempo. Como antes el fastidio, era el pecado, la tentación de un adulterio, lo que al presente le enardecía y conturbaba. Nunca había burlado a doña Emilia; por costumbre, por miedo a recibir algún peligroso contagio o acaso, sencillamente, por falta de ocasión, no lo hizo: fue una de esas fidelidades sin sacrificio que las mujeres no agradecen. Mas ahora su ociosidad, su prolongada continencia, la callejera exhibición de tantas voluptuosidades cotizables, y, sobre todo, el ambiente de París —ambiente de alcoba— embriagador y amoral como un vaso de jerez añejo, habíanle transfigurado. El lascivo capricho le alucinaba. Empezó a comprender el tormento de los ascetas solicitados por el diablo. ¡Ah, la musitadora, ladina, invencible Tentación!... Muchas veces permaneció inmóvil; los ojos clavados en un rincón del dormitorio, como si la mujer, sin nombre ni perfil todavía, estuviese acurrucada allí.
Luego, de un brinco se incorporaba, sujetábase los calzoncillos de punto, color tabaco, sobre la redondez del abdomen, se calzaba unas zapatillas de paño y abría la puerta. Allí estaban sus botas, ya limpias, y dentro de ellas las cartas que hubiese traído el correo.p. 68 Don Higinio las leía de pie, un poco trémulo. ¡Oh! Aquellas cartas venidas de España y sobre cuyo sello leía el nombre de Serranillas estampado, tal vez, por el mismo Gutiérrez, atizaban en su corazón el sentimiento de la patria. Pero inmediatamente se tranquilizaba: las noticias eran buenas; nada desagradable había ocurrido; doña Emilia le enviaba muchos besos y le recomendaba abrigarse bien para salir a la calle; Teresita, en una postdata, le recordaba el corsé para doña Lucía; Julio Cenén le hablaba de su pitillera, y don Gregorio de dos excelentes galgos que había comprado... Mirando hacia adentro, Perea recomponía toda la vida material y moral de su pueblo, inmóvil, monótono, como fosilizado, y sentía el horror de volver a él. ¡Bah, pero sí volvería!... El pasado es una terrible cadena que llevamos al pie, y el honrado manchego sentía que, de cuantas esclavitudes oprimen al hombre, ninguna tan fuerte como el recuerdo de las personas que, habiéndole sido siempre fieles, le quieren y le aguardan.
El comedor del hotel de los Alpes era espacioso, con techo de esmerilados cristales por donde descendía una claridad lechosa que armonizaba agradablemente con el fondo oscuro de la alfombra, la luminosidad joyante de la vajilla y la impecable blancura de los manteles. Don Higinio almorzaba a las doce en punto: a esa hora había poca concurrencia y los camareros servían mejor. Invariablemente ocupaba una mesita situada cerca de un balcón, desde donde oteaba la animada confluencia de las calles Bleue y Trévise. Cerca de él comía un joven inglés, rico y artista, míster Grand, que, según informes del intérprete, había ido a estudiar la pintura a París.
—Pero es un loco —decía Francisco, envidiándole— y no hará nada; creo que en un mes no ha dormido aquí tres noches...
Más allá se instalaba un matrimonio. La mujer,p. 69 bonita, elegante, muy nerviosa, muy pálida, con largos ojos brillantes y negros, parecía italiana. Él era un gigante holandés, rubio, enorme y rosado como un recién nacido. Tenía barba, unas tupidas y ondulantes barbazas patriarcales que casi le llegaban a la cintura, y tras los cristales de unos lentes de oro sus pupilas azules miraban con serenidad bovina. Comía mucho, y como estaba un poco cargado de hombros, aquella curvatura de su espina dorsal le daba una expresión repugnante de sensualidad y glotonería. ¿Cómo pudo casarse una mujercita tan agradable y menuda como aquella con un animal así?...
A falta de otras ocupaciones, entre plato y plato, don Higinio se dedicó a aborrecer, con todo el vigor de su sangre manchega, al holandés. Su odio parecía el presentimiento de algo malo. ¿De dónde habría salido tamaño virote?... Le molestaban su modo violento de partir el pan, de reír, de llevarse a los gruesos labios su copa de cerveza. Don Higinio sentía deseos de pegarle, y como su imaginación meridional se excandecía y descarrilaba fácilmente, fantaseaba que sostenía allí mismo con el holandés un «cuerpo a cuerpo» desesperado y caballeresco: él se abalanzaba sobre su enemigo, y, derribándole al suelo, le asestaba con su cuchillo de postre varios golpes mortales; luego se incorporaba trágico y galante, y entrecogiendo a la italiana por el talle huía con ella...
El origen de este aborrecimiento debía de referirse a la saludable ecuanimidad y ordenación que el más ligero examen advertía en todos los ademanes y pormenores del gigante. Aquel hombre vestía bien, era correcto, tranquilo, hercúleo: tenía la fuerza de sus músculos y la fuerza de su previsión. Perea le observaba y no sorprendió en él ni un guiño nervioso al hablar, ni un movimiento que denotase contrariedad u olvido de algo. El holandés tenía «de todo», hasta lentes y barba, y todo sabía usarlo oportunamente:p. 70 si llovía mucho, se presentaba en el comedor con impermeable, chanclos y polainas de cuero; si el tiempo era variable, traía paraguas. Por las noches, para ir al teatro, se endosaba un magnífico gabán de pieles; de día se abrigaba con una bufanda y un gabán inglés a cuadros verdes y grises. No alardeaba de elegante, pero poseía varios trajes de mañana, frac, smoking y un «completo» de luto para asistir a los entierros. También advirtió don Higinio cómo su compañero de hotel, siempre que mudaba de ropa, lo hacía de guantes, de calcetines, de corbata y de bastón; que fumaba unas veces en pipa y otras cigarros habanos, y cambiaba con frecuencia las sortijas que lucían sobre los dedos índice y meñique de su mano izquierda. A Perea, tan reglamentado por costumbre y por herencia, le irritaba, sin embargo, el ritmo cronométrico de aquel extranjero, rubio y carnoso, que todo parecía llevarlo previsto y en cuya existencia, por lo mismo, no podría haber nunca una exclamación de sorpresa. Además, le odiaba porque era alto. Nada, ni siquiera la figura de Napoleón, alivia en los hombres pequeños el dolor de no haber crecido. Las mujeres, obligadas a optar entre un enano y un gigante, preferirán siempre al segundo; para ellas, devotas de la forma, David no ha matado a Goliat. La estatura sobrada implica una idea de imperio. Los hombres altos son bellos, imponentes, decorativos; en el teatro, y lo mismo sucede en la vida, el público no acepta los éxitos amorosos de un galán chiquitín; la voz que viene de arriba es más convincente, más autoritaria; los comediantes de Atenas y de Roma calzaban coturno; el mismo Jehová, lo primero que hizo para ser respetado fue subirse al Sinaí...
Finaba noviembre y Perea ni pensaba volver a su pueblo, ni se curaba de cumplir los encargos a su honrada voluntad y diligencia encomendados. Las primeras semanas las empleó en curiosear, recorrerp. 71 calles, conocer cafés, asomarse a los teatros y recordar algo de aquellos dos cursos de francés que aprobó de muchacho en el Instituto de Ciudad Real. Después sufrió un catarro, acompañado de calentura, que le obligó a encamarse y buscar un médico. Don Higinio aceptó impertérrito esta malandanza, y, sin quejarse, se purgó y sudó cuanto fue necesario. La idea constante, reparadora, vagamente novelesca «de hallarse en París», le efervorizaba y bastaba a su contento. Nada hacía y para todo, sin embargo, le faltaba tiempo; hasta se descuidaba en escribir a Serranillas, a pesar de cuanto su mujer rabiaba y se dolía de aquellos silencios. Era un nirvana inexpresable y delicioso, un quietismo interior alquitarado, fragante, que guardaba un rumor de faldas, un exquisito deseo de aventura. Aunque hubiese entrado en París, según el decir gráfico del vulgo, París no había entrado en él: era demasiado grande para encerrado en una síntesis rápida; no lo paladeaba cómodamente, sus emociones se desordenaban. Y cual los días, se le iba el dinero: de las diez mil pesetas que sacó de su pueblo, llevaba gastadas cerca de la mitad. ¿En qué?... Don Higinio arqueaba sus cejas peludas; no lo sabía; que no le preguntasen nada: había en todo ello algo fantasmagórico, un emborronamiento de su personalidad, de sus antiguos hábitos previsores y rígidos; una amable inconsciencia bohemia y sedante que le hacía feliz.
Convaleciente todavía de su catarro, don Higinio Perea salió a la calle, y por las de La Fayette y Laffitte, llegó al bulevar. Iba bien abrigado, y el sol, ese buen sol de París que siembra las aceras de risas de mujer, se dejaba sentir sobre los hombros. Perea entró en un café, pidió un aperitivo y leyó en Le Journal un cuento galante. Le Matin no lo compraba casi nunca; lo aborrecía; le recordaba su desabrida aventura del tren. A mediodía emprendió el regresop. 72 al hotel de los Alpes. Para distraerse improvisó un nuevo camino por la calle Drouot. En la Grange Batelière, delante del pasaje Jouffroy, una vieja vestida de negro y que llevaba sobre la blancura de sus cabellos una capota de terciopelo violeta, adornada por un manojo de guindas, le abordó misteriosa.
—¿El señor es extranjero?
Don Higinio comprendió.
—Sí, señora; extranjero, español...
Lo dijo en un francés abominable, lentamente y adelantando mucho los labios, como los niños cuando empiezan a hablar. Su interlocutora, sin embargo, le entendió:
—Celebro que sea usted extranjero, porque así me costará menos vergüenza explicarme. Soy viuda y vivo en la mayor miseria. ¡Ah! ¡Si supiese usted cuánto he sufrido antes de llegar a esta situación extrema!... En los obradores el trabajo de la mujer se paga muy mal; puede usted creerme, señor: desde ayer no he comido...
Los hombros cuadrados de Perea, que se había detenido a escuchar, tuvieron un expresivo alzamiento de disgusto y desdén. ¿Y para eso le molestaban?... Chapurró una disculpa y trató de seguir adelante. Pero la anciana, caminando a su lado, insistía:
—Señor..., usted es un caballero distinguido..., un caballero de corazón...
—No llevo calderilla.
—Un sacrificio, señor...; un pequeño sacrificio. Si no lo hace por mí, hágalo por mis niñas. Tengo dos hijas, señor, una de dieciséis años, otra de dieciocho..., bonitas como amores..., a quienes usted podría proteger...
Involuntariamente don Higinio acortó el paso y su rostro, un momento enfoscado, empezó a iluminarse. Su pestorejo lucio, sensual, martirizado por la castidad, entre las sílabas de aquellas palabras mal traducidasp. 73 había sentido reír a la serpiente. La mendiga, trémula de emoción, los azules ojuelos brillantes de codicia, prosiguió:
—¡Si las viese usted!... La más pequeña, especialmente, tiene un cuerpo precioso. Yo quiero que usted las conozca, señor. ¡Son tan buenas!... Usted podría ser la salvación de ambas...
Y como él callase, atragantándose con lo que quería y no acertaba a decir, la vieja añadió:
—Yo, le soy a usted franca: las quiero muchísimo, ¡son mis hijas!... Pero si han de perderse, como fatalmente ocurrirá, me alegraría de que tuviesen un protector como usted; un hombre así, de mundo..., porque los hombres corridos son los que mejor juzgan del mérito de las mujeres...
Sofocado por la emoción, don Higinio preguntó:
—¿Dónde podría conocerlas?
—En mi casa. Yo vivo en la calle de Feydeau... ¿comprende usted? Cerca de la Bolsa...
—No recuerdo.
—¿Cómo? ¡Sí!... Al otro lado del bulevar... Calle Feydeau, número nueve, piso cuarto, puerta número dos. Madame Berta...
Don Higinio sacó un lápiz, y como no llevase cartera ni hoja ninguna de papel blanco, ofreció a su interlocutora el puño izquierdo de su camisa.
—Escriba usted misma las señas; es mejor.
Hízolo así la vieja; luego...
—¿Cuándo irá usted a vernos?
Perea consultó su estómago: tenía hambre y a los lances de amor conviene ir bien comido, pues de la generosa alimentación de la carne nacen casi siempre el optimismo y mejor talante del espíritu.
—¿A las seis, por ejemplo?
—Perfectamente, sí, señor; a las seis, porque hasta esa hora las niñas trabajan en un taller de lamparillas eléctricas.
p. 74
—¿Ganan mucho?
—Un franco entre las dos.
Y, agregó:
—Señor... ¿Puede usted socorrerme con algo?... Vea usted la hora que es; aún he de llevarlas el almuerzo al obrador y no tengo un céntimo.
Lentamente don Higinio se desabotonó el gabán; llevose una mano al chaleco. Reflexionaba. Si realmente se proponía acometer la seducción de ambas hermanitas, ¿por qué prevenirlas en contra suya mostrándose en aquella ocasión remiso y cicatero?... ¿Acaso las primeras impresiones no fueron siempre las mejores?... Con parsimonia y disimulo, llenos de nobleza, Perea deslizó en la rugosa mano de aquella madre, modelo de alcahuetas, una moneda de diez francos.
—Tome usted y hasta la tarde. ¿Buhardilla número dos, verdad?... Madame Berta...
—Eso es, caballero; muchas gracias...; eso es...; adiós, adiós...
Y ágil, feliz, bajo la estridencia grotesca que ponían sobre sus cabellos blancos las guindas de su gorro violeta, la vieja desapareció en el pasaje Jouffroy.
Don Higinio almorzó opíparamente. Estaba contento, y su regocijo producíale una hiperestesia y alegría estomacal indecibles. De la sopa, que era de cangrejos, se sirvió dos platos, y la fuente de empanadillas que le trajeron la retiró el camarero vacía; también en las perdices su desbocado apetito causó gran destrozo. Como siempre, el holandés y su mujer comían algunas mesas más allá; pero don Higinio apenas les miró: fue la primera vez que el hombre de las manos y de los pies colosales no le sugería ideas de exterminio.
Completamente absorto ante su taza de café, un poco congestionado por la digestión y el curso voluptuosop. 75 de sus ideas, don Higinio miraba danzar en el espacio perspectivas de harén. ¿Cómo serían sus futuras amigas? La imagen de la francesita que conoció en el ferrocarril volvía a su memoria. Se parecerían a ella: la carne nacarina, el pelo rubio y corto... Veíase subiendo las escaleras de la casa donde la tentación le dio cita, acariciando paternal las mejillas rosadas de dos criaturas a la vez vibrantes de pecaminosas curiosidades y de rubor, sentándolas sobre sus rodillas, besándolas con sabio detenimiento y explicándolas luego, en fin, con regaladas pausas, todos los capítulos del Misterio Goloso; y más tarde, recorriendo con ellas los alrededores de París: excursiones a Versalles, partiditas de pesca a orillas del Sena, almuerzos faunescos en los bosques centenarios de Saint-Cloud... Después, cuando tuviese que regresar a su pueblo, si continuaban siendo buenas y juiciosas, las llevaría a España, y en Ciudad Real buscaría un lugar reservado, una especie de Elíseo manchego, adonde ir a verlas sin escándalo dos veces por semana. De madame Berta no se cuidaba; ¡vieja ridícula!... A sus hijas, en cambio, había que llevárselas y para siempre. El pensamiento de don Higinio no pasaba de allí; ¿ni para qué más?... ¡Ser amante de dos hermanas y tenerlas reunidas bajo el mismo techo, enamoradas de él, alegres, sin celos, dedicadas a la tarea de inventar constantemente para su mayor distracción y halago caricias nuevas! ¿No sería esta la aventura inaudita que su ardiente corazón presintió oculta entre los billetes de Banco que le trajo la lotería?...
Como no pudiera estarse quieto, y según el tiempo transcurría la comezón de sus nervios se agravase, salió a la calle, y por la de Richelieu, de un tirón, llegó al Sena. Una reñida batalla de añejas costumbres y de ideas amorales, nuevas en él, trastornaban su espíritu. A ratos parecíale hallarse asomadop. 76 a un pozo hondísimo. El hombre que pudiendo robar una fortuna no lo hizo, acreditó su honradez; como demostró su caballerosidad quien respetó y volvió a su deber y honestidad a la doncella que inocentemente se le ofreciera; como probado dejaron su valor los que no temblaron habiéndose hallado en peligro y congoja de muerte. Pero quien no conoció ninguno de estos arriscados trances, ¿qué sabrá de sí mismo?... Esto sucedíale a él, lugareño y pazguato, que apenas se vio expuesto a las tentaciones sirenas del mundo empezó a temblar y a embarullarse como un adolescente. La evidente posibilidad en que estaba de burlar a su mujer con las hijas de madame Berta le parecía algo gravísimo, y considerando que sus futuras amantes eran hermanas y casi niñas aún, su delito crecía, convirtiéndose en caso monstruoso de incesto y bigamia. Pero luego su conciencia se tranquilizaba, que para servir a su egoísmo en todo halló la razón casuística del hombre motivo y disculpa. Hay afectos superficiales que, como la calderilla, pueden llevarse sin riesgo, a la vista de la muchedumbre, pues si alguien los codicia y se apodera de ellos no nos infiere daño mayor; y otros, en cambio, los grandes, los sagrados, los vinculados a las raíces más hondas de nuestro árbol sentimental, que deben ocultarse como tesoros y no son susceptibles de ser cambiados en cualquiera parte. Cuerdamente don Higinio reflexionó que su amor a doña Emilia pertenecía a los últimos, con lo que bien determinadas las lindes de su jardín interior, convencido de que el áspero capricho que lleva a la mancebía no ofende a la esposa, y, por lo mismo, que su hogar de Serranillas no se oponía a que las hijas de madame Berta tuviesen un hotelito en Ciudad Real, pudo desechar toda puritana y entristecedora laya de escrúpulos y abandonarse plenamente al regocijo que su mucha ventura le deparaba.
p. 77
Seguro de sí mismo, los puños apretados, la barbilla recogida, el paso corto, la mirada brillante, a las seis en punto don Higinio Perea se detenía frente al número nueve de la calle Feydeau. Consultó lo escrito en el puño de su camisa para cerciorarse: era allí. El zaguán, de modesta apariencia, olía a humedad. Al fondo, tras una puerta de cristales, estaba la escalera. Entretenido con sus verdes deseos, el galán pasaba de largo ante la portería, cuando una voz femenina le interpeló:
—Caballero, ¿dónde va usted?
—Al piso cuarto, madame Berta...
—¿Madame Berta?...
La mujer frunció las cejas; sus labios tuvieron una mueca hostil.
—No conozco a esa señora. ¿Ve usted, si no le hubiese llamado? Se debe preguntar siempre en las porterías. Aquí no vive ninguna madame Berta.
Humilde, conciliador, comprendiendo que en aventuras del jaez de la que allí le llevaba las porteras ejercen siempre cierta tercería, el galán puso entre las manos enmitonadas de su interlocutora una moneda de dos francos. Después, sonriente, seguro de que la buena mujer iba a recordar en seguida:
—Es una señora de luto, una señora viuda...
Un vago ruborcillo le impedía decir más. La portera, sin demostrar agradecimiento, se había guardado los dos francos en un bolsillo de su delantal. Bajo su cofia blanca, muy encañonada y limpia, su rostro huraño repitió lentamente, con lentitud llena de convicción, un movimiento negativo. Perea sintió una ola de sangre subir a su garganta; un presentimiento horrible acababa de traspasarle las sienes; lo declararía todo...
—Es una señora pobre, que tiene dos hijas jovencitas, la menor de dieciséis años, la otra de dieciocho, trabajan en un obrador de lamparillas eléctricas...
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—Vamos, sí, ya... Comprendo lo que venía usted buscando... Pues, no es aquí; le han mentido a usted...
Poniendo al servicio de su causa cuanto sabía de francés, y con el fanatismo del hombre que defiende su felicidad —toda su felicidad— don Higinio repuso:
—¡No es posible!... A madame Berta yo la conozco mucho. Una señora... con una capota color violeta y unas guindas... Vea usted; ella misma escribió estas señas: número nueve, calle Feydeau, piso cuarto, puerta número dos...
Y mostraba el puño donde la mendiga dejó una dirección imaginaria. La portera se echó a reír.
—Caballero, no se canse; le han engañado a usted, y juraría que usted no conoce a la señora que ha escrito eso. Yo se lo aseguro: le han engañado a usted.
Don Higinio no insistió más y salió a la calle; iba tan aturrullado, tan avergonzado de sí mismo, que ni siquiera se atrevía a reflexionar en la candorosa ridiculez de cuanto acababa de sucederle. ¡Era un mentecato, un redomado papamoscas, que no debió salir jamás de su pueblo! ¿Tendría él cara de tonto?... Primero, la bofetada en el tren; ahora, madame Berta. ¡La vieja, la maldita pécora! ¡Y cómo se habrían regodeado ella y las bigardonas de sus hijas con el medio luis que le estafaron! Pues, ¿y la portera?... ¿Y los dos francos que la dio neciamente para que, al cabo, se burlase de él?... La violencia de sus rencores aceleraba su andar y le encendía las orejas; iba que volaba. Cruzó el bulevar de los Italianos y siguió por la calle Drouot, hacia su casa. Todas las imágenes de voluptuosidad que en el transcurso de aquella tarde le emocionaron, habíanse convertido en brasas inextinguibles de odio. Llegó a detestar la calle Feydeau y hasta el nombre de Feydeau.p. 79 ¡Oh! ¡Jamás leería una novela de ese autor! Su corazón ardía; era un incendio horrísono alimentado por todos los escombros del hotelito que en Ciudad Real había soñado para las niñas de madame Berta...
Al verle llegar tan congestionado, Francisco creyose en la obligación de preguntarle si había tenido algún disgusto.
—No, nada —repuso evasivamente.
—Entonces, es el frío.
—Eso es, el frío... Hasta luego.
El reloj del comedor señalaba las siete y media. Perea ocupó su mesa, saludó con una leve inclinación de cabeza al holandés y a su señora, que ya estaban en los postres, y pidió dos huevos pasados por agua. El camarero, ágil y ceremonioso dentro de su frac, como un prestidigitador, interrogó:
—¿Y luego?...
—Nada más.
—¿Se siente usted mal?
—No; pero me falta apetito.
Trasegó un buen vaso de vino para limpiarse la boca, y esto comenzó a restaurarle el humor. Observaba a la italiana, pálida, interesante, más atrayente que otras veces con el traje ceñidísimo, corte sastre, que vestía aquella noche. Ella, a intervalos, distraídamente, acaso por coquetería, le miraba también. Don Higinio, reanimado, ordenó al camarero le trajese una sopa de tortugas y un bistec con patatas. Acabó por olvidar su descalabro y cenar opíparamente. Su espíritu voluble se rehizo. Estaba contento. Realmente merecía, por su mal corazón, la engañifa y burla de que fue objeto. ¡Qué canastos! Porque si él socorrió con medio luis a madame Berta lo hizo pensando más en la bonitura de sus hijas que en su desamparo.
Terminaba de apurar su taza de café y de pedir unap. 80 copita de coñac cuando llegó el intérprete. En aquel momento el holandés y su mujer dejaban el comedor; míster Grand, el joven inglés aprendiz de pintor, también se había marchado y don Higinio quedaba solo ante la vastedad del salón, tapizado de verde claro, alegre, con sus docenas de mesitas cubiertas de cristalería fina y brillante sobre la albura celosa de los manteles. Francisco abordó a Perea.
—Usted ha concluido de cenar y ahora empezaré yo.
Tenía la nariz acarminada, y bajo los párpados medio cerrados, los ojos azules, bruñidos por el ajenjo, miraban con quietud estúpida. Olía a alcohol.
—¿Se ha divertido usted mucho?
Don Higinio titubeó la cabeza con el ademán vago, indiferente, de un hombre de mundo.
—¡Psch... de todo hubo!...
Hablaron de mujeres. Bruscamente, tras una bulliciosa carcajada, el piamontés exclamó:
—Esta noche, cuando le vi a usted llegar de la calle con las orejas tan encendidas, pensé: «El señor Perea vuelve de pasar la tarde con una señorita». Ahora, dígame si me equivoqué: ¿es verdad o no es verdad?...
Perea echó el cuerpo hacia atrás, contra el respaldo de la silla; su rostro saludable tenía toda la insolencia de la felicidad: la mirada saltarina, el cigarro habano humeando entre el carmín húmedo de los labios, los pulgares de ambas manos metidos en los bolsillos del chaleco, mientras los otros dedos tamborileaban jactanciosos sobre la epicúrea redondez del abdomen...
—Sí —afirmó— es cierto. ¿A qué negarlo?... Aunque uno esté casado, ¿verdad?... puede permitirse ciertas distracciones. Esta mañana, delante del pasaje Jouffroy, una señora se acercó a mí...
Y aplomadamente, desenvolviendo lujos imaginativosp. 81 dignos de un dramaturgo, explicó una aventura donde lo fantaseado se plasmaba y fundía en lo sucedido, y viceversa. Describió a madame Berta: pequeña, enlutada, con sus cabellos de lino y su gorra violeta. Él había ido a su casa; una buhardillita de la calle Feydeau pobremente amueblada, pero muy limpia, desde cuya única ventana se dominaba un gran trozo de París. Allí conoció a Elisabet y Georgina, las hijas de madame Berta. Las dos eran bonitas, mimosas, perversas... ¡Especialmente la menor, Elisabet: una especie de Salomé, con todas las lubricidades de una pantera en la espalda!... ¡Oh!...
Diciendo así, cerraba los ojos. Francisco le escuchaba boquiabierto, una mueca de lujuria senil en los labios, la roja nariz caída y como echada sobre el bigote.
—Esas aventuras —observó— suelen costar caras: hay mucho souteneur, presidiarios que viven de las mujeres, y pueden darle a usted un susto. No se fíe usted; yo conozco París.
Don Higinio hizo un gesto desdeñoso y se puso de pie. Miró a su alrededor. Nadie. El comedor desierto. Entonces sacó un cuchillo de hoja triangular y mango negro que llevaba colocado atrás, sobre los riñones; cuchillo de carnicero que cuando fue con don Gregorio Hernández a cobrar las cien mil pesetas de la lotería mercó en Ciudad Real por nueve reales.
—Mientras me acompañe —exclamó— necesito dos hombres para reñir conmigo.
Hecha esta declaración heroica subió a su cuarto. Eran las diez, y las alborotadas emociones de aquel día le habían zarandeado y molido de manera que hasta los huesos le dolían. Comenzó a desnudarse y según iba quitándose las ropas las colocaba sobre el respaldo de las sillas, según doña Emilia le enseñó a hacer, para que no se arrugasen. Al pasar cerca de la ventana miró casualmente hacia afuera y vio en elp. 82 piso inferior, y al otro lado del patio, negro, profundo como un derriscadero, el rectángulo lleno de blanca claridad de una ventana. Era la del dormitorio del holandés. Unos momentos don Higinio permaneció tan suspenso y pasmado, que hasta la marcha de la sangre debió de retardarse en su impresionable corazón; pero reaccionando en seguida mató la luz, merced a lo cual las imágenes que sucesivamente iban dibujándose en la ventana iluminada redoblaron su intensidad y limpieza.
El matrimonio no se acordó de cerrar las persianas, y su intimidad se devanaba a la vista del público. Eran cuadros ridículos, grotescos, voluptuosos, que el arte bufón de Téniers hubiera querido pintar. El holandés, en calzoncillos, sentado sobre una sillita baja, se lavaba los pies: don Higinio veía sus pantorrillas, blancas y fuertes, dignas de un titán de mármol; su cabeza rubia, sus lomos poderosos, doblados trabajosamente hacia adelante. Ella, la italiana,, había comenzado a desnudarse cerca del lecho. Para verla mejor, don Higinio necesitó ponerse de rodillas. Agazapado como un tigre, vibrante de curiosidad, aguijoneado por deseos lascivos que, cual alfileres, asaeteaban su carne, Perea miraba aplastándose la nariz contra el cristal de la ventana. El espectáculo lo merecía. La joven se quitó su blusa; se desembarazó de la falda; manojos de encajes finísimos, como fabricados con hilos de venusinas espumas, orlaban sus brazos y su espalda y se ceñían a sus rodillas; a intervalos volvíase hacia su marido, como hablando con él. Ambas rodillas apoyadas contra un borde del lecho, el busto arqueado hacia atrás, la italiana se alzó la camisa y sus manos enjoyadas —aquellas manecitas que Perea vio ir y venir tantas veces, allá en el comedor, desde la fuente de los entremeses a la botella del vino— comenzaron a sobar lentamente la suavidad mate de las caderas,p. 83 donde las cintas crueles del corsé habían dejado una red de huellas bermejas. Era una linda escultura: ancha de hombros, breve de talle, redonda de caderas...
Hubo una pausa; la interesante película parecía detenerse allí. Repentinamente la italiana, obedeciendo quizás a una indicación tardía del holandés, apagó la luz y el dormitorio se anegó en tinieblas; fue como un párpado que cayese sobre el cristal de una linterna mágica. Don Higinio dejó su atalaya y suspirando, entelerido de frío, presa de indecible pesadumbre, se metió en la cama; y apenas lo hizo, de cara a la pared, quedose dormido: la tristeza le había servido de narcótico.
En días sucesivos, como arrepentido de las calaveradas que quisiera cometer, don Higinio empezó a observar una conducta prudente, perfectamente reglamentada: paseaba lo necesario a su salud, visitaba los museos y se recogía temprano. El intérprete, a pesar de su constante embriaguez, advirtió aquel cambio de costumbres.
—Hace usted bien —decía—, París es terrible. ¡Ah, estas mujeres!... ¡Muy difícil hallar una buena, muy difícil!... Nos engañan, nos dejan sin dinero... y luego... ni nos conocen. ¡Perras!... Debe hacerse lo que usted: de cuando en cuando... y... ¡abur!... Yo conozco París, señor Perea; yo conozco París. Se lo dice a usted un piamontés que ha visto mucho mundo: aquí el hombre que no sabe reservarse dura poco. Al principio la conducta de usted no me gustaba. Yo le observaba, ¿sabe usted?... ¡Oh, ya lo creo! Yo le observaba y me decía: «Este señor va al precipicio de cabeza; no se contiene; París es una serpiente y la serpiente le ha mordido...». Me equivoqué; usted, señor Perea, entiende la vida.
Estos diálogos rápidos se devanaban en el zaguán del hotel de los Alpes, sobre cuyas paredes campeabanp. 84 grandes carteles policromos, anunciadores de Compañías navieras y de viajes económicos a Italia y a Suiza. Don Higinio escuchaba a Francisco y sonreía, prestando así su asentimiento a las galantes suposiciones del intérprete; este inocente embuste lisonjeaba su amor propio y le consolaba de ser tan simple. Luego, metido en el ascensor, camino de su habitación, a solas ya con su conciencia, comprendía que era un lugareño desmañado, pacato y oscuro, y que estaba en ridículo.
Francamente, no comprendía en qué pueden malrotar su patrimonio y el de su mujer los grandes calaveras. ¿Juegan? ¿Tienen queridas? ¿Adoran los viajes, los muebles ricos y demás opulencias del buen vivir?... Misterio. ¿Cómo en la brevedad de una vida y en la flaqueza de un cuerpo pueden caber las horas necesarias para derretir tantos millones?... Lo ignoraba. No era roñoso, y, sin embargo, no gastaba mucho dinero. ¿Cómo se emplea el dinero? Tampoco lo sabía. El dinero, por lo visto, se gasta casi con el mismo trabajo con que se gana; es un brujo que primero no quiere venir y luego no hay manera de separarle de nosotros. Para esto, tal vez, es indispensable tener amistades, frecuentar Casinos... Pero, ¿cómo adquirir relaciones? ¿Cómo acercarse a los obradores donde el amor es alegre y barato, o a las heteras célebres cuyas noches deshacen familias y fortunas?... El primer movimiento de las ciudades es hostil, hermético; rechazan al forastero y hay que vencerlas, como a las personas. Don Higinio ignoraba esa labor de conquista; sin embargo, no se hubiese cambiado por nadie.
Fiel a su afición más arraigada había comprado una caña de pescar, y muchas mañanas iba a sentarse bajo el puente de las Artes. Sigilosamente el pasado le envolvía, le recobraba; parecíale hallarse en Serranillas y viendo el Sena se acordaba del Guadamil;p. 85 como otras veces, mirando en el bulevar las rotativas de Le Matin, se acordaba de El Faro. Por las tardes visitaba los grandes almacenes: Louvre, Bon-Marché, Samaritana..., y hoy compraba el corsé de doña Lucía, mañana la pitillera para Julio Cenén, o una torre Eiffel para adornar la mesa de don Cándido...
Únicamente las cartas de su mujer le molestaban, aunque de soslayo acariciasen su vanidad. Doña Emilia estaba celosa; no comprendía que su marido emplease tanto tiempo en conocer París, y le suponía enamoriscado de alguna francesa. La imaginación de las damas recogidas y caseras marcha muy de prisa.
«Me han dicho —escribía— que esas mujeres enloquecen a los hombres. ¿Es verdad?... ¡Cuídate, por Dios! Tú eres bueno, pero las malas compañías tiran mucho. Higinio: no quiero pensar que puedas olvidarte de tus hijos y de mí. ¿Cuándo vienes? La sola idea de verte llegar enfermo me saca de juicio».
A esta carta, que traslucía el espíritu altanero, dominador y vehemente de la antigua rica hembra, contestó Perea con otra muy afectuosa y razonada, donde hablaba de los muchos días que su catarro le impidió salir a la calle, y de aquella discreta parsimonia que la adquisición de los objetos, algunos de valor, que sus amigos le encargaron, requería. Mintió un poco.
«Por tu abrigo de pieles me han pedido cinco mil francos en una peletería del bulevar; yo me quedé aterrado; pero me aseguran que en cierto almacén, cuyo nombre ahora no recuerdo, lo hallaré tan bueno y más barato. También debo ocuparme de la pianola que nuestro amigo Arribas desea; para comprarla sin exponerme a ser engañado necesito que alguien me guíe y aconseje. Todo esto exige paseos, relaciones y tiempo, mucho tiempo; en Serranillas no podéis formaros idea del tiempo que se pierde en estasp. 86 ciudades enormes. Además necesito dinero; con el que traje no tengo para nada; aquí todo es carísimo. Mándame, pues, a vuelta de correo, cinco mil pesetas...».
La respuesta de doña Emilia tardó en llegar; venía acompañada de un cheque contra el Crédit Lyonnais por valor de mil duros, moneda española; y era una misiva breve, seca, llena de sombras. Decía la esposa:
«Me apresuro a enviarte la suma que necesitas. Ojalá no sea para tu mal. ¿Nos reuniremos pronto? No lo sé. Parece que un siglo ha pasado desde que te fuiste. Nuestros hijos me preguntan por ti: te echan mucho de menos. ¡Si vieras qué alta está la niña!...».
Perea se indignó; era una carta imbécil: su mujer hablaba de su ausencia de dos meses como de un destierro de varios años. En el mismo error tropezaban sus amigos: todos le suponían divirtiéndose, interviniendo en lances de magia y cinematógrafo, atropellando «estrellas» de café-concierto y despilfarrando con española bizarría los billetes de Banco. ¡Idiotas! ¡Creían a París un poco mayor que Ciudad Real!... ¡Si ellos supiesen su desventura del tren, la engañifa de madame Berta y el estado de monástica abstención en que vivía!... Don Higinio apretó los puños. Luego, con aquella admirable facilidad que su alma voluble tenía para pasar de la cólera al desdén y a la risa, se encogió de hombros. En la pobre vida humana todo a la vez es grotesco y trágico; solamente las apariencias varían; tan pronto el drama se viste el traje de Arlequín, como lo bufo, lo insignificante, «lo de todos los días», se emboza en la capa de Cyrano y tiene, como Romeo, una escala y una cita.
En este último caso se hallaba don Higinio. Había de volver a su pueblo casto como un San Luis Gonzaga y llevando intactos sobre los labios los besos que doña Emilia le diera al despedirle, y todos,p. 87 sin embargo, descubrirían en su rostro la honda fatiga, ruina y acabamiento de las orgías gozadas. Y aún podía disculparse que sus conterráneos, lugareños y sencillos, opinasen así; lo extraordinario, lo que bañaba a Perea en asombro, era que personas que vivían a su alrededor, el intérprete del hotel, verbigracia, creyesen lo mismo. Es el sino del individuo: hay hombres que tras una larga vida dedicada a darle gusto al diablo llegaron a viejos nimbados de un prestigio inamovible de rectitud, gravedad y melancolía; mientras otros, habiendo luchado y sufrido y llevado acuestas las cruces más penosas, jamás fueron tomados en serio. Nadie les cree: su cortesía sonriente es ligereza, desaprensión, liviandad de costumbres y de conciencia; sus momentos de tristeza, disimulo; su cansancio de trabajo, fatiga de placeres. La muchedumbre, sin saber cómo, clasifica a sus individuos apenas salen de la Universidad y les extiende ejecutorias de las cuales nunca podrán hallarse totalmente libres; y así, por decreto absurdo de la opinión, este será prudente y virtuoso, y aquel, loco y frívolo como un sombrero echado al aire.
¿De dónde proceden esos errores colectivos? ¿Es del modo que el sujeto tiene de mirar, de vestirse, de dar la mano? ¿A tanto alcanzan la gracia de unos guantes de ante o el color de un chaleco? Y, en caso afirmativo, ¿cómo la opinión ajena, que primero es para el sujeto porvenir y horizonte, y luego, por obra renovadora del tiempo, se muda en ayer y cristaliza en la Historia, consigue dar tan hueros cimientos a sus juicios?...
Evidentemente, la multitud, inclinada a encogerse de hombros cuando la invitan a realizar una obra filantrópica, descubre una resuelta simpatía hacia lo calumnioso, y lo acredita el éxito que obtienen las campañas difamatorias de los periódicos: una crónica laudatoria pasa inadvertida, cual si la envidia dep. 88 todos la circundase de silencio; mientras la gacetilla infamante se repite con complacencia, brinca de boca en boca, se agarra traviesa a todos los oídos, sugiere un eco de villana alegría en todas las almas...
Así se explicaba don Higinio el juicio absurdo que de su condición y tranquilos hábitos iba formándose el público. Al cabo, la idea de parecer desbaratado y calavera no podía enojar seriamente a quien, como él, siempre sintió el fastidio de ser virtuoso, y Perea, que nunca había mentido, siguió mintiendo: unas veces ante el intérprete de su hotel, otras en las cartas que escribía a sus paisanos; misivas ladinas en donde, sin decir nada, dejaba entrever mucho. Se debe aborrecer la calumnia por mala; la calumnia roe, mina, deshace: es el vitriolo del honor; pero, ¿cómo abominar de aquellos inocentes embustes que mientras mejoran a quien los dice regocijan al que los oye y le distraen discretamente?... Diosa Mentira, alma de los salones donde se murmura amablemente, nodriza de poetas, fontana de ensueños perlados, savia de toda cortesía, ¿cómo quiso el divino Platón desterrarte de su República?...
Las cartas de doña Emilia, recordando a don Higinio que en Serranillas estaba el inevitable desenlace de su historia, exacerbaron sus deseos de conocer París; pues son las urbes como las mujeres, que solo interesan fuertemente aquellas adonde llegamos accidentalmente o de paso, y así, ni estudiamos a nuestras esposas ni nos inspira curiosidad la ciudad que habitamos y que errantes de muy lontanos países acaso vengan a visitar.
Viviendo en buenos hoteles el viajero no puede inquirir el alma de la nación donde se halla, porque todas las fondas del mundo, salvo diferencias levísimas, son idénticas. Para acercarse a los «bajos fondos» oscuros y dolorosos de los pueblos, necesario será sentir la tragedia de sus necesidades; conocerp. 89 íntimamente la importancia o valor de su moneda, saber cuáles son los mercados más baratos y lo que vale un panecillo y una libra de carne, y cuánto carbón dan por diez céntimos; desmenuzar la vida, ver cómo los recursos del hombre se multiplican para resistir a la miseria.
Convencido de ello don Higinio aplicose a explorar los detalles de ese vivir mezquino y arcano. En sus largas excursiones por el barrio Latino, prolongadas muchas veces hasta el Jardín de Plantas, el curioso manchego escrutaba los detalles más ínfimos: la clientela abigarrada de las tabernas; las zapaterías donde enderezan tacones o echan medias suelas a unas botas en el tiempo que su dueño invierte en leer un periódico y fumarse una pipa; los bazares populares donde venden hasta trozos de vela; las tiendas de antigüedades de las calles Bonaparte y Mazarino; las librerías de lance metidas en cajones a lo largo del Sena...
También invertía muchas horas recorriendo los llamados, por antonomasia, «grandes almacenes»; centros de enorme actividad comercial que sostienen a millares de familias y cuyo balance diario equivale a una gigantesca jugada de Bolsa. Francisco, el intérprete, le había explicado la fundación y desarrollo de esos establecimientos, asombro de forasteros. Generalmente su origen fue humilde. Un comerciante inteligente y pobre instaló, verbigracia, una tienda de sombreros para señoras; lentamente la pequeña industria arraigó, y medrando, lo que empezó siendo sombrerería, fue más tarde zapatería también, y luego bazar. Cuando las existencias desbordaban del local primitivo, su dueño adquirió una de las tiendas inmediatas, y después otra, y más adelante el piso principal, y el segundo y el tercero... ¡hasta las buhardillas!... Y como el trajín arreciaba, puso ascensores y escalerillas especiales de servicio.
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Pasó tiempo...
Ya el negocio se hallaba sobradamente asegurado, el esfuerzo inicial había producido sus frutos, los asuntos afirmaban su rumbo próspero. Veinticinco o treinta años de ardiente trabajo habían bastado para que el insignificante despacho de sombreros se transformase en grandioso almacén.
El dinero llama al dinero; los que una vez quedaron victoriosos, sin procurarlo, hallan siempre aliados. Al antiguo modisto se unieron otros mercaderes que le brindaron sus iniciativas y su capital. Al principio fueron dos, tres; después, muchos; emitiéronse acciones y entonces la batalla fue de cientos de miles y aun de millones de francos. Compráronse ocho, nueve o diez casas juntas, toda una manzana; derribáronse los muros medianeros y sustituyéronse por columnas de hierro que, sin perjudicar la solidez, no mermasen la saludable amplitud y hermosa perspectiva de las salas; convirtiéronse los corredores en galerías, y uniendo unas habitaciones a otras improvisáronse magníficos patios cubiertos, a una altura de cinco o seis pisos, por gigantescas monteras de cristal. Así fueron organizándose esos titanes del comercio que flotan sobre el océano bursátil de París como boyas enormes, y gozan de prestigio mundial.
En cualquiera de esos bazares extraordinarios donde trabaja una verdadera muchedumbre de modistas, de corseteras, de zapateros, de sastres, de guanteras, de ebanistas, de tapiceros, de individuos pertenecientes a todos los oficios, y donde los trajes se entregan pocas horas después de encargados, hay zuecos para cocheros y mozos de cuadra, y botas de charol; vestidos de pana y de frac; sombreros de mil francos, dignos de ser lucidos en un palco de la ópera, y canotiers a ocho reales, para obrerillas; ropa blanca, perfumería, pieles, juguetes, enseres hípicos, muebles, pianos, libros, cuadros, estatuas, tapices... Dep. 91 cuanto la industria y el arte han producido, hay allí; y todo aparece bellamente expuesto al alcance del público, de modo que este pueda verlo y manosearlo con perfecto espacio y detenimiento.
Otra de las manifestaciones comerciales que más interesaban a Perea eran los mostradores a la intemperie.
El espíritu astuto de los mercaderes sabe cuánto abundan los transeúntes que, por falta de tiempo, distracción o quizás vergonzosa cortedad de carácter, se abstienen muchas veces de comprar. Para esta clase especialísima de público fueron ideadas las largas mesas que, desde las siete o las ocho de la mañana, según la estación, instalan los comerciantes al aire libre y son como un derramamiento pujante y alegre de la vida interior de cada almacén. Ante la plebeya alegría de aquellos mostradores, la multitud se detiene curiosa: allí los hombres se ponen en mangas de camisa para vestirse un chaleco, y las mujeres se prueban una blusa; cada cual va a su objeto; nadie se estorba. Esta venta se prolonga hasta la noche. A esa hora se recogen las mercancías, se levantan los mostradores y las pirámides de sombreros, los montones de zapatos y de corsés, las olas frufrutantes de faldas y de blusas, desaparecen en la amplitud del establecimiento. Es una inspiración o absorción gigante, que deja las aceras desembarazadas y limpias, como para que sobre ellas circule mejor la traviesa alegría del París noctámbulo.
De estas instructivas andanzas jamás regresaba don Higinio con las manos vacías. Poco a poco iba adquiriendo los cachivaches que necesitaba llevar a su pueblo: el reloj para Teresita, las navajas de Nicanor, la escopeta y unas polainas para don Gregorio, unos espejuelos para don Tomás... Amén de otras incontables baratijas que le sorprendían y enamoraban: figulinas de mármol, tinteros caprichosos, tarjetas postales,p. 92 juguetes, un espejo, un bidet: diríase que a Serranillas no había llegado aún la civilización. Estos sacrificios los hacía para acrecentar el éxito de su restitución al terruño, seguro de que el brillo de su regreso estaría en razón directa del número de regalos que llevase. En el hotel de los Alpes atónitos estaban de tanta adquisición; dentro del dormitorio de Perea, al pie de la cama, encima del armario, sobre las sillas, los objetos, cuidadosamente atados y envueltos en papeles de estridente policromía, iban hacinándose; flotaba en el aire ese olor indefinible a barniz de las cosas nuevas: la habitación parecía un bazar.
Todo esto ahondaba las raíces de amor que París iba echando en el embelequero carácter de don Higinio. París era el misterio. Nadie le conocía en aquella ciudad inmensa. ¿Quién acecharía sus pasos ni iría a contarle los peces cobrados en el transcurso de una tarde, bajo la umbría del puente? Así, por contraste, viendo rodar las aguas del Sena, pensaba en su pueblo. ¡Oh, la hora triste, la hora gris, en que hubiese de regresar a Serranillas para otra vez vivir ante los ojos de todo el mundo!... Sorprendíase entonces de haber podido alejarse tanto de aquel pasado anodino, y comprendía que las distancias no existen; el espacio, con ser infinito, lo lleva el hombre en sí. ¡Querer!... He ahí el secreto; millares de personas no hicieron nada nunca, porque jamás su voluntad se decidió a la acción. Él, un día, «quiso», y aquel impulso interior, que solo tardó segundos en producirse, había bastado a sacarle de España. Lo que antes imaginara dificilísimo, ahora se le antojaba insignificante; y es porque la vida remeda a esas montañas que vistas desde lejos parecen inaccesibles, y luego, de cerca, ofrecen innúmeros vericuetos y quebrajas por donde encaramarse hasta su cumbre. Y París, en una historia tan llana como la de don Higinio, era una cumbre.
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Aquella tarde la dedicó Perea a visitar los grandiosos mercados centrales. A las cinco, bajo su impermeable y su paraguas de algodón, emprendió el regreso hacia el café del bulevar donde acostumbraba a beber su aperitivo. Llovía copiosamente y la neblina, esa encantadora neblina de París que tanto embellece a las mujeres, emborronaba los edificios y suspendía halos de similor ante los escaparates iluminados de los comercios. Don Higinio seguía la calle Montmartre; iba cansado, salpicado de barro, empujado a cada momento por la muchedumbre.
En la esquina de la calle Croissant alcanzó a una joven «de la casa llana»; rubia, los ojos azules, la nariz respingona, la boca cínica y alegre como una pirueta de café-concierto, el seno redondo, las caderas apretadas y movedizas. Al sentir sobre la blancura de su nuca el cálido aliento de don Higinio, la muchacha volvió la cabeza: una cabecita pequeña, insolente, bajo la sombra de su canotier rojo.
—¡Me había usted asustado! —dijo.
Perea sonrió sosamente y no halló en su exiguo vocabulario francés palabra oportuna que replicar. Ella continuó:
—¿Extranjero? ¿Es usted extranjero?
—Sí.
—¿Español?
—Sí.
—Me gustan los españoles. Yo tuve un amigo de Bayona, del Mediodía... ¿Me paga usted un bock?...
Se agarró a su brazo, volviéndose hacia él para hablar, de modo que la pomposidad juvenil de sup. 94 seno rozase la mano que don Higinio llevaba recogida a la altura del pecho sosteniendo el paraguas. Ella había cerrado el suyo. Vestía de negro. Era una legítima hija del bulevar: lagotera, parlanchina, deseable, impúdica y cerril.
Prosiguió:
—¿Le gusto a usted?... ¿Sí? Lo más feo de mi persona es la cara: soy chatilla; mis ojos son graciosos, pero pequeños... El cuerpo, en cambio, es bueno; me lo han dicho muchos artistas. ¿Quiere usted verlo?... Espere usted un momento. Voy a enseñarle una fotografía que me hicieron desnuda.
Se iba con frivolidad de pájaro. Don Higinio la retuvo.
—¿Dónde vas?
—A buscar mi retrato. Yo vivo aquí mismo, en la calle Croissant. Vuelvo en seguida...
Y escapó. Perea quedose en medio de la acera, no sabiendo si aguardar a la moza o seguir su camino; mareado, los pies húmedos, mientras en su paraguas tropezaban los de todos los transeúntes. Decidió refugiarse en un portal. ¡Demonio de chiquilla!... Ella reapareció pronto: llegaba riendo, brincando, con una alegría que evocaba recuerdos de colegio.
—¡Vea usted!...
Don Higinio miró, mientras sus ásperos bigotes disimulaban una mueca faunesca de los labios. En aquel retrato la joven aparecía de perfil, las piernas juntas y los brazos en alto. Estaba bien: ni delgada ni gruesa; el seno en su sitio. ¡Muy bien!... El inflamable manchego sonreía gozoso; aquella imagen desvergonzada había sido una especie de toque de rebato para sus castigados deseos. Algo abrasador, quemante como un vaho de horno, le rozó la espalda. Los ojos duchos de la aventurera leyeron de corrido en la abochornada frente y las extraviadas pupilas de su interlocutor.p. 95 Comprendió que debía ganar tiempo: no siempre los prólogos son oportunos...
—Entonces —dijo— no bebamos cerveza. ¿Quiere usted?... Yo conozco aquí, en la calle Paul-Lelong, un hotel donde estaremos tranquilos.
Don Higinio, alucinado, sintiendo agolparse a su cuello toda su sangre, preguntó maquinalmente:
—¿Es casa de confianza?
—¡Oh, ya lo creo! No tenga usted miedo. Yo voy mucho allí.
Caminó tras ella diligente, sin cansancio, sin frío, con un ahinco para el que todos los caminos eran cuesta abajo. Doblaron la esquina de la calle Paul-Lelong. Sobre una puerta leyó don Higinio: «Hotel Amueblado».
—Aquí es —dijo ella.
Y entraron. En la portería un señor grueso, de cara afeitada y monacal, les dio una llave.
—Buenas tardes, señorita Leopoldina. Habitación número quince; ya sabe usted, en el piso segundo...
Subieron presurosos una escalera de caracol, cubierta por una alfombra verde muy raída y manchada de gotas de cera. Traspusieron un pasillo oscuro, impregnado de ese aire tibio, oliente a perfume y a carne, de las alcobas; abrieron la puerta de un cuarto tapizado de rojo, donde había un lecho dorado, un lavabo, un armario de luna...
La señorita Leopoldina arremetió a Perea, cubriéndole los redondos carrillos de bulliciosos besos.
—Te voy a querer mucho —repetía—, mucho: eres muy guapo. Mira, yo soy así: una loca... Mis amigas lo dicen: una loca; en seguida me enamoro. Cuando regreses a España tendrás que llevarme.
Y en seguida.
—¿Llevas navaja?...
El galán sonrió; hizo un signo afirmativo. No llevaba navaja, precisamente, pero sí un cuchillo; elp. 96 famoso cuchillo de mango negro y hoja triangular con que una noche asombró al intérprete del hotel de los Alpes. Desde que estaba en París, siempre, para salir a la calle, se lo ponía atrás, entre el pantalón y la faja, según la usanza marinera, y más por afición a lo heroico y decorativo que porque hubiese reflexionado nunca seriamente en la posibilidad de agredir a nadie. Leopoldina volvió a abrazarle; viendo el arma cortante, bruñida, sus ojos chispearon con regocijo ancestral; su alma vagabunda, acostumbrada a los lances violentos, se estremecía...
—Me gustan los hombres valientes —exclamó—. ¡Tú serás mi hombre!...
La señorita Leopoldina supo proporcionar a su amigo dos horas deliciosas: era infatigable, sabia, oportuna... Perea estaba abrochándose el chaleco, cuando recordó que no llevaba dinero en plata ni en oro. Solo tenía un billete de cien francos.
—Yo lo cambiaré —dijo ella—. ¿Cuánto he de devolverte?
Don Higinio, que empezaba a sentirse enamoriscado de la francesa, fue generoso.
—Dame la mitad.
Cambiaron un beso, el último, sobre los labios, y empezaron a bajar la escalera, cuyos peldaños en espiral daban la sensación de un remolino. La señorita Leopoldina, muy pizpireta, muy saltarina, bajo su sombrerito rojo, iba delante. Silbaba una canción. De pronto, al salir a la calle, echó a correr velozmente con un rapidísimo arranque de corza. Don Higinio la vio alejarse, esfumarse casi entre la niebla a través de la indescriptible baraúnda de peatones y de coches, y lanzose tras ella. Había comprendido que intentaban robarle. Al llegar a la calle Montmartre, la señorita Leopoldina se sintió trabada por un brazo. A su lado Perea, los ojos furiosos y los rudos bigotes mojados por la lluvia, estaba imponente.
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—Suelta mi dinero, ladrona.
—¿Qué dinero?
—Mi billete de cien francos. Devuélvemelo o te rompo un hueso.
Ella empezó a gritar, en tanto miraba a los transeúntes, implorando su simpatía y ayuda.
—¡Suélteme usted!... ¡Yo no le conozco!... ¿Qué dinero es ese?... Usted no me ha dado dinero ninguno.
Hizo un esfuerzo violentísimo, arqueando las caderas y echando el cuerpo hacia adelante, al mismo tiempo que intentaba morder la mano con que el valeroso manchego la atenaceaba. Al fin pudo escapar, esquivándose detrás de un ómnibus. Pero don Higinio volvió a alcanzarla, y esta vez la señorita Leopoldina comenzó a gritar como si la despellejasen.
—¡Socorro, que me matan!...
—Mi dinero —rugía el manchego sin soltar a la chiquilla—; mi dinero o te estrangulo.
Forcejeaban en medio de la calle, sobre el barro, bajo la lluvia, expuestos a ser atropellados por los coches; resbalaba ella, resbalaba él; a don Higinio se le cayó el paraguas. Leopoldina vociferaba improperadora:
—¡Socorro! ¡Es un «apache»!... ¡Que me matan!...
La muchacha se defendía bien; pero apenas conseguía librarse de los dedos de su acosador cuando de nuevo caía en su poder. Así luchando y sin atraer mucho la atención del público, en quien el aguacero parecía sosegar la curiosidad, fueron acercándose a un despacho de bebidas situado en la esquina de la calle Réaumur. Todo el empeño de Leopoldina parecía cifrarse en llegar allí.
—¡Socorro! ¡Es un «apache» —repetía—, un «apache»!... ¡Que me matan!... ¡¡Socorro!!...
De súbito la tragicomedia callejera mudó de aspecto y amenazó convertirse en drama. Un mocetónp. 98 como de treinta años, afeitado y robusto, con traje de pana color tabaco, los pantalones anchos de muslos y muy ceñidos sobre la bota, una boina azul derribada hacia atrás y alrededor del cuello un pañuelo rojo, salió de la taberna y trabando a don Higinio por los cabezones le zarandeó y obligó a soltar su presa.
—¡Eh, buen hombre!... —interpeló—. ¿Qué es eso?... ¿Qué le sucede?
Su acento zumbón, insolente, anunciaba un golpe.
—Me ha robado —repuso Perea algo sorprendido.
—Pues fastidiarse..., o si le parece... lo que había usted de decirle a ella me lo dice a mí. ¿No le es igual?...
Hablando así, sin soltar las solapas de don Higinio, llevose la mano hacia atrás, como buscando un arma. Era musculoso, tenía el mirar acerado y sobre su frente pálida caía, como un penacho belicoso, un mechón de cabellos rizados. La señorita Leopoldina, entretanto, se había refugiado en la taberna. Don Higinio vaciló: en Serranillas, seguramente hubiese andado a bofetadas con aquel pícaro; pero allí, a pesar de su cuchillo, tuvo miedo; miedo a la muerte, al misterio que envolvía todo aquel oscuro mundo de prostitutas y de ladrones; se acordó de los crímenes que había visto en los cinematógrafos, de los «apaches» que saben dar «el golpe del padre Francisco», y, como por ensalmo, sus fuegos de baratería y majeza se apagaron. Comprendiéndolo su contrincante, le volvió la espalda, y Perea, mal repuesto aún del susto, permaneció alelado, mirando hacia la taberna donde Leopoldina, de pie ante un grupo de mujeres y hombres, pirueteaba y reía agitando sobre su cabeza, como una bandera, el billete robado.
Amohinado y furioso, pálido a la vez de coraje y de miedo, don Higinio continuó su camino bajo la lluvia, sin siquiera acordarse de abrir su paraguas.p. 99 A pesar de su diligencia llegó al hotel muy tarde; en el comedor no había nadie. El camarero, al servirle la sopa, le dijo:
—Hoy es usted el último.
Había en aquella declaración una especie de reproche, de lamento, hacia las desgobernadas costumbres del huésped; y Perea comenzó a engullir velozmente, cual si quisiera desquitarse del tiempo perdido. Acodado a la mesa glotonamente, pequeño, redondo, cabezón, rojo y mofletudo, tras la blancura de su servilleta, parecía el anuncio de un aperitivo. Según comía, su malhumor iba encalmándose. ¿De qué se avergonzaba? Si algo parecido le ocurre en Serranillas se deja partir en pedazos antes que echar atrás un solo pie. Pero, ¡en París!... ¡Bah!... ¿Quién le conocía en París?... La gente que le vio retirarse, pensaría: «Hace bien; es un hombre prudente, enemigo de escándalos; un caballero que tendrá su alma en su almario, como cada cual, pero que no ha querido jugarse la vida por una pampirolada...». Además, dado su aspecto, comprenderían que estaba casado, que tendría hijos, y el hombre casado debe cuidarse porque pertenece a su familia. ¡Ah, si no fuera por sus hijos, llevando como llevaba su buen cuchillo a la cintura!...
Atacó rudamente el bistec con patatas que acababan de traerle, trasegó parsimoniosamente un bien colmado vaso de vino, y el curso de sus ideas abonanzó. Total... ¿qué? ¡Nada!... Unas palabras, celos... Si es cierto que el «apache» le había trabado por los cabezones, él también le agarró una muñeca. ¡Oh, y con qué fuerza! Ahora lo recordaba bien; y él tenía la mano dura... ¡ya lo creo!... debió de hacerle daño... ¡En fin, cosas de hombres!... Lo cierto era que había pasado una tarde muy agradable...
La llegada del intérprete concluyó de serenarle. Francisco le traía una noticia impresionante.
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—¿No le han dicho a usted la tragedia de esta tarde?...
Don Higinio hizo el gesto vago del individuo que acaba de llegar y no sabe nada. Francisco prosiguió:
—Ha sido algo horrible. ¿Se acuerda usted de Luisa, la camarera del segundo?
— ¿Una rubita, vestida de negro?
—Sí. Esta tarde se cayó al patio. ¡Pobrecita! La levantamos muerta.
Francisco observaba a Perea; al hablar había empleado esa lentitud sádica, llena de pausas, de reticencias crueles, con que los hombres saben dar las malas noticias que no les importan. Don Higinio hizo un ademán de sorpresa y derramó en la fuente de la ensalada una copa de vino. Pidió detalles. Acordándose de la pobre Luisa pensaba también en el «apache» de la calle Réaumur. ¡Si a él le hubiesen abierto el vientre de una cuchillada! Indudablemente hay días terribles.
Despacio, un poco emocionado tras el ajenjo que había pedido, Francisco refirió circunstanciadamente la tragedia.
Para los padres viejos que ahora lloraban su muerte se llamaba Luisa Soucy; para él y la servidumbre del hotel de los Alpes era la jeune femme de chambre du second. Luisa, bonita, traviesa y alegre como una doncellita de Marivaux, gozaba entre la gente de escalera abajo de cierta popularidad: había llegado a tener «cosas». Cuando iba por la calle, el carbonero de al lado, y el tabernero y el muchacho empleado en la mercería de la esquina, deslizaban en sus oídos frases galantes y ardorosas. El dueño de la épicerie próxima, si la veía aparecer con su delantalito muy pulcro y ceñido y su cestita colgada del redondo antebrazo, olvidaba sus propios intereses y la servía generosamente. Los domingos todas las muchachas de la vecindad querían salir con ella, porque Luisap. 101 era la más diabólica, la más feliz, la más ocurrente de todas, y a su lado no había dolor.
Según Francisco, esta pequeña celebridad la mató.
Luisa Soucy tenía temperamento de gimnasta: era atrevida, ágil, diablesca; lo que veía hacer a los titiriteros en las ferias de Saint-Cloud y Neuilly, ella lo repetía después puntualmente en el cuarto de la costura ante las ventanas abiertas, para que los vecinos la admirasen: brincaba sobre la mesa, se ponía cabeza abajo, orgullosa de sus piernas y de sus pantalones encintados, se columpiaba afianzada al montante de las puertas; hacía juegos malabares con los platos y si alguno de ellos saltaba en añicos contra el suelo, el público simple y bullicioso de Luisa Soucy reía a carcajadas. ¡Demonio de chiquilla y qué bien imitaba a los hércules de plazuela! ¡Cómo repetía sus farsas, sus gritos! Aquella criatura, realmente, tenía mucha gracia y acaso, de haberse dedicado a la farándula, hubiera sido una buena actriz. «No hay quien pueda con ella» —decían unos—. «No tiene miedo a nada» —agregaban otros—. Ella, la inocente princesita del patio, que conocía la admiración y hasta las mezquinas envidias de que era objeto, se hinchaba de orgullo como una heroína. Y así, jugando, mecida por el aplauso, llegó a la muerte.
Asomada a un balcón del piso segundo, Luisa Soucy bromeaba con una vecina. Había cesado de llover y aquella tregua pobló de mujeres las ventanas; un frívolo murmullo de cuchicheos femeninos alegraba los ámbitos húmedos y profundos del patio. Luisa, que estaba barriendo, dejó la escoba y quiso maravillar a su público con un ejercicio extraordinario.
—¿A que voy —exclamó dirigiéndose a su vecina— desde mi balcón al tuyo?...
Y la otra:
—¿A que no?...
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En el fondo de esta negativa latía, inconsciente, una crueldad. Las camareras, los cocineros, los marmitones, algunos huéspedes también, noticiosos de la apuesta, miraban ansiosos y los comentarios revolaban febriles, animadores, de ventana en ventana.
—Es capaz de hacer lo que dice...
—Sí; pero no se cae, no hay cuidado: es un diablo...
Las más tímidas gritaban:
—¡Luisa, Luisa!... No seas loca... No puedes pasar; la distancia es muy grande...
En aquel momento, ella, quizás, tuvo miedo. ¿Por qué no, si era mujer y era muy joven, y muy honda la altura sobre que iba a exponerse?... Pero acaso comprendió que ya no debía retroceder: había ofrecido a «su público» aquella diversión y al público no se le puede engañar porque se le pierde; sus entrañas experimentaron ese calofrío que solo conocen los militares y los artistas ante la expectación, a la vez admirativa y despiadada, de las muchedumbres. Automáticamente, sin alegría, obedeciendo al orgulloso prurito de quedar bien, de no desmejorar la celebridad adquirida, Luisa Soucy intentó deslizarse sobre la barandilla, mojada por la lluvia, del balcón. Bruscamente sus muñecas débiles flaquearon y dando una voltereta fue a estrellarse contra las losas del patio.
El intérprete terminó con esa prosopopeya que inspira a los hombres el haber sido testigos de algo grave.
—Yo estaba allí, yo la vi caer...
Don Higinio se había quedado serio; el alma de Luisa Soucy le preocupaba; se parecía a la suya. ¡Ah, el deseo tantas veces funesto de quedar bien!... Esa vanidad que mató a la pobre muchacha es uno de los sentimientos más tenaces del humano espíritu: por vanidad, más que por abstracto y desinteresado amor a la belleza, triunfan muchos artistas; por vanidadp. 103 se arruinan muchos mercaderes y se suicidan muchos amantes; la vanidad lleva al heroísmo. Ese aroma de las multitudes llamado «prestigio» puede, de consiguiente, ser lo mejor y también lo más malo; y si la popularidad es humo y por ella los hombres afrontan la muerte, ¿es que la celebridad vale tanto como una vida, o acaso la vida vale tan poco que puede darse por la celebridad?...
Don Higinio suspiró: ¡pobre Luisa!... ¡Y pensar que si él estaba allí sano y salvo era porque cuando su cuestión con el «apache» no tuvo público!...
Al día siguiente despertó enfermo: su frente y sus manos abrasaban; tenía la lengua sucia. Era una perturbación digestiva que achacó a su disgusto de la víspera y a la fuerte impresión que de sobremesa y a guisa de postre le dio el intérprete. Por segunda vez, desde que estaba en París, don Higinio sintió miedo. ¡Estar enfermo y tan lejos de Serranillas!... Con esta aprensión tomó una purga, y acostado y tosiqueando, quejándose unas veces de neuralgia y otras de dolores en el vientre, pasó varios días. La comida se la subían a su habitación; no se afeitaba ni ponía el menor aliño en el cuidado de su persona; las horas que estaba levantado las pasaba en un sillón, junto a la ventana, leyendo periódicos y viendo caer la nieve. En medio de tanto fastidio Perea, sin embargo, no se aburría. «Estoy en París», pensaba. Lo que equivalía a decir: «Nadie me ve, nadie fiscaliza mis acciones, nadie sabe de mí. De este breve período de mi vida, si el caso llega, podré decir lo que me parezca. En estos momentos la leyenda, cual una égida santa, me cubre de poesía...».
Una tarde Francisco fue a visitarle; el piamontés le echaba de menos; había preguntado por él y le dijeron que estaba indispuesto. Nada grave, por lo visto: le pulsó, le examinó la lengua y los ojos... ¡Bah, una insignificancia!...
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—Esos males —agregó truhanesco— antes los curan las mujeres bonitas que los médicos.
El paciente hizo un gesto ambiguo; en poco tiempo había corrido mucho y estaba fatigado. Refirió su aventura con la señorita Leopoldina, aunque adobándola de modo que el desenlace fuese perfectamente airoso para él. La muchacha, desde el primer momento, le había demostrado gran simpatía. Él la cortejó, la arrulló fervorosamente y consiguió arrastrarla a un «hotel amueblado» de la calle Paul-Lelong. Al salir de allí, un antiguo novio de Leopoldina les detuvo; era un tipo terrible. Ella, asustada, echó a correr y desapareció entre el gentío. El desconocido tenía ganas de reñir, los celos le oscurecían el entendimiento y hasta hizo ademán de asir a don Higinio por las solapas.
—Yo, entonces —continuó Perea—, le agarré por el cuello..., yo soy fuerte..., le agarré bien..., en fin..., unos transeúntes nos separaron y todo quedó así.
Había hablado brevemente, con esa sobriedad de los hombres prudentes y bravos, refractarios a comentar sus valentías. Lo único que deploraba era no haber revisto a Leopoldina. El intérprete le interrumpió:
—No le pese a usted; esa mujer, indudablemente, es una aventurera. ¡Yo conozco París!...
A don Higinio empezaba a cansarle la muletilla del intérprete; no pudo reprimir su enojo.
—«Usted conoce París...» —exclamó—. Caramba, también yo lo conozco. ¿Qué hay con eso?... ¿Cree usted que soy un chiquillo?... Yo no me chupo el dedo, señor Francisco.
El piamontés repuso:
—No importa; yo me entiendo, señor Perea. Aquí hay gente muy mala. ¿Qué necesidad tiene usted, un señor serio, de exponerse a recibir un golpe?... París es muy peligroso, muy traicionero; un día, cualquierap. 105 de esas lumias, de acuerdo con cuatro o cinco «apaches», le dan a usted un susto.
Perea titubeaba la cabeza, ni jaquetón ni pusilánime; pero con la tranquilidad de quien todo lo lleva meditado y previsto.
—A usted —agregó Francisco— le convenía una mujercita que viniese a verle dos o tres veces por semana; pero aquí mismo, en su cuarto, sin escándalo...
Don Higinio abrió mucho los ojos. Parecía un gallo.
—Pero, ¿puede ser eso?
—¿Por qué no?... Yo, precisamente, conozco una señorita que le gustaría a usted: no viste mal, es juiciosa...
—¿Y la dejarían subir?
—De eso yo me encargo. Además, en este hotel, como en la mayor parte de los hoteles de París, todo está permitido.
Don Higinio concluía de cenar cuando llamaron suavemente a la puerta de su habitación. Era una joven delgada, no muy alta, deliciosamente pálida entre la frondosidad negra de los cabellos, y en los bruñidos ojos una expresión sabia y humilde, llena de promesas. Sus manos desaparecían en un manguito.
—Yo soy la señorita Enriqueta...
Perea comprendió. El intérprete había sido eficaz. Mortificado por la vergüenza de su barba mal afeitada, don Higinio saludó a la joven muy amablemente y la invitó a sentarse. Ella aceptó, recogida y modosa. Tenía la voz impertinente. Vestía de gris y adornaba su cabeza una gorrita del mismo color con un sprit rojo. Ceñía su cuello una piel blanca. Llevaba guantes, chanclos de goma, paraguas, una carterita de mano; don Higinio se acordó del holandés: ¡cuánta previsión! También la señorita Enriqueta «tenía de todo...». Ella inició la conversación.
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—El señor Francisco, el intérprete, me habló de usted esta tarde. Dice: «Es un caballero español muy distinguido; un buen amigo». Eso es lo que a nosotras las mujeres nos conviene: personas distinguidas, serias, que no nos hagan perder el tiempo. Yo también soy muy seria. Otras jóvenes, así de mi edad, se enamoran de algún estudiante o de algún chauffeur o de cualquier comicucho, y andan por ahí desprestigiadas, sin dinero y expuestas a todo lo malo. Yo no soy de esas: yo soy formal; el señor Francisco me conoce hace tiempo. La mujer, para gustar, necesita ir bien calzada, bien vestida y eso cuesta dinero.
Había en el pequeño discurso de aquella señorita, que probablemente tenía ahorros en el Monte de Piedad, un exceso de seriedad, una sobra de equilibrio y buen juicio que afligieron a don Higinio. ¡Lástima que la señorita Enriqueta no fuese un poquito más loca!... No obstante, el noble manchego correspondía a las palabras de su interlocutora con graves cabezadas de asentimiento y elogio. ¡Muy bien, sí, señorita; todo aquello estaba muy en su punto; las muchachas galantes deben ser así!... Ella prosiguió con una destreza genuinamente mercantil:
—Tampoco soy de esas que dan escándalos: yo no bebo nunca, ni fumo, ni tengo malas amistades, ni pido lo que no debo pedir, como otras. Yo no abuso. Sobre todo la corrección. Si a usted le conviene ser amigo mío, yo vendré a visitarle cuando me llame: usted me lo dice ahora, o me escribe, o me envía recado por conducto del señor Francisco. Además, si quiere usted conocer bien París yo puedo acompañarle. Hay restaurants donde se come barato y muy bien, y con los ómnibus recorreríamos por poco dinero grandes distancias. Conmigo va usted seguro. Visitaremos los museos. Yo tengo alguna cultura artística y así, charlando, lo ve usted todo y practica el francés.
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Le dio su tarjeta: «Señorita Enriqueta Nussac, calle Rougemont, número diez. (Junto a los grandes bulevares)».
Don Higinio se inclinó cortés y puso la tarjeta en el espejo del armario. No sabía qué decir, ni precisaba que añadiese palabra a lo expuesto por la joven del traje gris y del sprit encarnado. Era la situación, un tanto desairada, en que caen los hombres cuando las mujeres toman la iniciativa. De nuevo el recuerdo del holandés cruzó por su memoria. Verdaderamente, la señorita Enriqueta, guía, profesora de francés, expendedora de caricias a domicilio, todo dentro de la más estricta discreción y formalidad, era una especie de enciclopedia de «despacho permanente», donde hasta las más heteróclitas necesidades del forastero estaban previstas. Y don Higinio, enamorado perpetuo de la emoción, de lo irregular, sintió esa melancolía indefinible que hay en todos los negocios que llegaron a nosotros completamente hechos. ¡Qué diablos! Él, tan inclinado a complicar las cosas para embellecerlas, después de lo dicho por su amiga no le restaba otro quehacer que meterse en la cama y apagar la luz.
Al otro día, cuando don Higinio abrió los ojos, vio a la señorita Enriqueta, ya empolvada y vestida, leyendo Le Journal delante del balcón. ¿También madrugadora?... Perea se quedó estupefacto.
—¿Qué hora es?
—Las nueve. Yo me levanto siempre muy temprano. ¿Le sorprende a usted, verdad?
Se acercó a su amigo mostrándole el periódico; acababan de traerlo. Perea la invitó a desayunar; pero ella rehusó el convite; quería ir pronto a su casa a dar de comer a su gozquecillo y a sus pájaros. Cuando pasaba una noche fuera de su hogar estaba intranquila; siempre temía encontrarlos muertos. Don Higinio la dio un luis, y ambos prometieron volverp. 108 a reunirse por la tarde, a las dos, en el pasaje Saulnier. Se besaron.
—Adiós, querida Enriqueta.
—Hasta luego, mi amor...
En seguida don Higinio se levantó y aseó pulcramente. Estaba contento; mientras se afeitaba no cesó de cantar; todos sus alifafes habían desaparecido. Después bajó al comedor y almorzó con un apetito de estudiante. Bebió una buena taza de café puro, pidió una copa de coñac, encendió un cigarro habano, se cercioró de que el cuchillo ocupaba su sitio, entre la faja y el pantalón, y salió a la calle. En la puerta del hotel encontró a Francisco.
—¿Qué tal mi amiguita?
—¡Deliciosa!...
El piamontés sonreía alegre.
—¿Volverá usted a verla?
—¿Cómo, si volveré?... ¡Esta misma noche! ¿Qué creía usted? En España somos así...
Y caminó sobre la acera, muy erguido, muy orondo, lanzando al aire una gran bocanada de humo...
La amistad grave y comedida de la señorita Enriqueta aportó al vivir habitual de Perea un nuevo elemento de orden. A pesar de sus comezones aventureras, don Higinio era un reglamentado, uno de esos caracteres sustancialmente metódicos, apegados a sus costumbres y a su casa, que hablan bien del matrimonio, usan paraguas y, cuando viajan, nunca dejan de comprar una guía de ferrocarriles. De aquí la rapidez con que la joven del traje gris se inhibió en su voluntad y acopló a sus mañas. Enriqueta iba a verle al hotel de los Alpes los martes y viernes, después de cenar; pasaban la noche juntos y el día siguiente lo dedicaban a pasear o a recorrer almacenes. Ella le favorecía con sus consejos, le señalaba lo mejor, y don Higinio experimentaba un travieso contentamientop. 109 obligándola a ponerse los diferentes regalos que había de llevar a sus amigas de Serranillas: el corsé de doña Lucía, el sombrero para doña Benita, el reloj de Teresa. Hasta el riquísimo abrigo de pieles que compró a doña Emilia en una peletería de la calle Royal por mil ochocientos francos, estuvo toda una tarde, durante una excursión a los museos del Louvre, sobre los hombros fragantes y redondos de la muchacha. Gracias a ella, también, conoció Perea los rincones favoritos del París noctámbulo, ojeó los alrededores de la ciudad, hermosos siempre, a pesar del frío, aprendió a utilizar los ómnibus y amplió notoriamente sus conocimientos del idioma francés. Considerando estos beneficios, los dos luises que semanalmente deslizaba entre las manos, alternativamente interesadillas y cariñosas de Enriqueta Nussac, constituían una recompensa irrisoria.
Sin embargo, el afectuoso corazón del hidalgo manchego no propendía a enamorarse de la señorita Enriqueta, bonita, elegante, bien educada, pero metódica, redicha y seria..., ¡horriblemente seria!..., fuera y dentro de aquella alcobita del hotel de los Alpes, como si el amor constituyese para ella una especie de oficina. Don Higinio se acordaba con cierta melancolía de Leopoldina; era una sinvergüenza, una verdadera lumia de plazuela, soez y ladrona; ¡pero, tan alegre, tan conversadora, tan aturdida!... ¡Buena diferencia de ella a Enriqueta, dulce, circunspecta, con algo de institutriz en la conversación y en el ademán!... ¡Oh! ¿Por qué lo alborotado, lo imprevisto, será también, casi siempre, lo más agradable?...
Esto no impedía al galán, pródigo como un poeta en novelescas invenciones, atribuir a su amiguita ciertas cualidades, muy recomendables, de emotividad y desinterés. Ella habíale dado a comprender, con veladas palabras, que dependía de cierto pobre señor, viejo y rico. Por esta razón tenía comercio conp. 110 muy pocos hombres. Fue preciso que Francisco, el intérprete, le hablase de don Higinio, celebrándole su buena disposición de ánimo, generosidad y altas dotes de caballero.
—Yo te conocía de vista —había dicho la señorita Enriqueta— y me gustabas. Al revés de mis amigas, los jovenzuelos me aburren: son indiscretos, sobones, pegajosos... Prefiero un hombre, un verdadero hombre, como tú...
Con esto que ella declaraba, más otro tanto que inadvertidamente y de la mejor buena fe añadía la manirrota imaginación de don Higinio, llegó este a componerse una especie de enredo sentimental que, si no le consolaba completamente, siempre extendía cierto artificio poético sobre la moza y el camino de simpatía que la llevó a él. ¿Y por qué no sería amado?... Evidentemente, no era hermoso; pero el amor se parece al talento; a veces depende exclusivamente del espíritu: se puede obtener mucha admiración y mucho cariño y ser muy feo. Así consolado, en el comedor don Higinio miraba al holandés derechamente y sin envidia: estaban iguales; a él también le querían, con la ventaja de que sus ojos podían vanagloriarse de haber visto a la italiana, siquiera fuese a hurtadillas, aquella parte de su cuerpo más crecida y golosa.
Pronto tres meses serían transcurridos desde que Perea llegó a París, y las cartas de doña Emilia eran, de día en día, más apremiantes. La excelente señora no dudaba de que su marido tuviese relaciones con alguna francesa maestra en el arte de sorber el juicio a los hombres, y hablaba de arreglar su equipaje y plantarse en el hotel de los Alpes: ya no quería abrigo de pieles, ni sombreros, ni ninguno de aquellos regalos que el traidor la describía marrullero con intención evidente de fortalecer su paciencia con su codicia; lo que ella necesitaba era a «sup. 111 Higinio», arruinado, tullido o ciego, o como las grandísimas tunantas de París le hubiesen dejado. No era posible resistir el imperio de aquel llamamiento furioso, y Perea lo reconocía así. Pero, ¿cuándo volver?... Serranillas era la verdad, la realidad odiosa, ¿y quién que conoció una vez el hechizo de una mentira podría tornar sin dolor a la aridez de la verdad?... Don Higinio no necesitaba mujeres, ni orgías, ni boatos desusados: con vivir en París tenía bastante. Hasta lo peor, la tristeza del invierno, la lluvia, la nieve, el frío, el barro que emporcaba las calles, el rumor oceánico de tantos millares de vehículos rodando entre la niebla, todo le producía una especie de mareo, de sopor de conciencia, que alimentaba su ufanía. Él regresaría a Serranillas, porque allí estaban su mujer, sus hijos y su hacienda; pero que le dejaran tranquilo algunos meses más, que no le hostigasen de aquel modo. ¿Es que el egoísmo de los suyos tenía envidia de su libertad?
Sus relaciones con Enriqueta también le sujetaban allí. Don Higinio, tonto a pesar de su traza y de sus años como un buen mozo, se creía amado; ella se lo había dicho varias veces, y una señorita tan seria no podía mentir ni enamorarse ligeramente. Se trataba de una pasión, de una verdadera pasión..., y afectos de tan subida calidad no deben pagarse con ingratitud. La señorita Enriqueta era dulce, mimosa, lloraría por él si le perdiese, clavaría en el encanto de sus cabellos sus uñas rosadas, enflaquecería..., y don Higinio tenía el corazón demasiado blando para consentir que nadie se arruinase por él. No, eso nunca. Todo menos dejar tras sí una estela de lágrimas. Pero, ¿cómo las pobres mujeres pueden interesarse así por hombres que apenas conocen? Él era un aventurero, un español, hijo del país de las leyendas sanguinarias, un corsario de carnes blancas... ¿Cómo Enriqueta, ofuscada, no pensó enp. 112 esto antes de rendirle su voluntad?... Debía, por tanto, llegar a la ruptura suavemente para ahorrarse futuros dolores de conciencia. Con estos humanitarios escrúpulos pasó varios días, hasta que un incidente grotesco acudió a sacarle de aquel atolladero sentimental.
Una tarde se hallaba don Higinio tomando su aperitivo en la terrasse de un café contiguo al hotel de los Alpes, cuando pasaron Francisco y un huésped, a quien Perea había saludado algunas veces. Don Higinio, con una sonrisa y un gesto galante, les invitó a sentarse y ellos aceptaron. El intérprete pidió un ajenjo.
—Creo que es el duodécimo que bebo hoy —dijo.
El huésped pidió ginebra. Se llamaba Clark. Era un joven suizo, rubio, alto, elegante, que debía de tener muchos éxitos entre las mujeres. Don Higinio, para mostrarse amable, se lo manifestó así. Clark sonrió evasivamente.
—Usted —dijo— tampoco se aburre. Ayer le vi con la señorita Enriqueta.
Perea se ruborizó.
—¿Sí?... Es posible ... ¿La conoce usted?
—Mucho. Es la amiga de Francisco.
Don Higinio miró al intérprete, cuyos ojos, con el deleite de beber, se inmovilizaban y adquirían una expresión imbécil y húmeda. Clark prosiguió:
—Es una muchacha muy agradable, ¿verdad?..., y no es cara. Demasiado seria, tal vez... Yo la he llevado a mi cuarto varias noches.
Don Higinio quedose aturdido, cual si acabase de recibir un porrazo en la cabeza, y se llevó a los labios la copa de su aperitivo sin advertir que estaba vacía. No obstante, trató de disimular su desconcierto. Habló de un modo indiferente...
—Ella me ha referido una historia; dice que tiene relaciones con un caballero rico.
p. 113
Clark lanzó una carcajada juvenil, y Francisco, que había oído las palabras de Perea, sonrió sin dejar de beber: los lacios bigotes, mojados en ajenjo; la nariz, roja; la mirada, turbia y feliz...
—Esas son invenciones —exclamó el suizo—. La señorita Enriqueta es la amante de nuestro amigo Francisco, vive con él... ¿Verdad, viejo?
El intérprete hizo un signo afirmativo; luego se encogió de hombros, significando con aquel movimiento que se echaba la moral a la espalda. Clark prosiguió:
—La señorita Enriqueta, como no es fea y sabe presentarse, constituye una mina. Aquí, el señor Francisco la administra muy bien, y, gracias a ella, donde usted le ve, ya tiene sus economías en la Caja de Ahorros. ¿Verdad, viejo?... ¡Bravo! El señor Francisco no es celoso.
El intérprete insinuó otro ademán de desdén. Estaba borracho.
—Yo conozco París —dijo—; aquí es preciso tener dinero. Mañana llega uno a viejo, y, si es pobre... ¡zas!, al hospital, ¿verdad? A pudrirse, ¿verdad?, a morirse como un perro... ¡Ah, y eso, no!... Hay que tener dinero, sea como fuere...; pero dinero, luises..., lo demás..., ¡bah!... Que no me vengan con cuentos, ¿eh?...; que no me vengan con cuentos... ¡Yo conozco París!...
Clark, que no sospechaba por qué el apasionado don Higinio se había quedado tan serio, le guiñaba los ojos picaresco y procuraba interesarle en la conversación. El suizo, por burla, quería que Francisco hablase.
—¿Hace mucho tiempo que la conoce usted?
—Tres años o cuatro..., ¡es igual!...
—Pero, veamos, señor Francisco; es incomprensible que una muchacha como la señorita Enriqueta esté enamorada de un hombre como usted. ¡Si fuesep. 114 del señor Perea o de mí!... ¡Pero de usted!... ¡Un hombre casi viejo!...
El intérprete movió la cabeza.
—¡Bah! No sé si me quiere; lo de menos es que las mujeres nos quieran: lo importante es que no nos dejen. Y para tenerlas sujetas, nada como esto...
Enseñaba los puños.
—¿Eh?... ¡Yo conozco París!...
Mientras Clark y el intérprete charlaban, don Higinio se prometía no volver a pasar ni siquiera una noche con la señorita Enriqueta. ¡Miren la mosquita muerta, qué bien mentía y con qué monacal humildad bajaba los párpados al hablar «del señor rico» que la protegía!... Y a fin de cuentas resultaba que la hipocritilla se había desnudado en todos los dormitorios del hotel de los Alpes, y que el sucio dinero así ganado iba a redondear el bolsillo del borrachón y repugnante señor Francisco. ¡Qué asco! Perea sentíase removido por belicosos ardores; de bonísima gana le hubiese sacudido al intérprete un par de bofetadas; su cinismo lo merecía. Le miró atentamente, analizándole implacable. Era feo, hediondo, con aquellos ojos vidriosos y azules de lagarto, aquellos bigotes lacios que, al hablar, parecían metérsele dentro de la boca, y aquella nariz carnosa y bermeja. ¡Y pensar que la señorita Enriqueta ponía sus labios sobre un adefesio así!...
Repentinamente don Higinio se quedó muy triste; dentro de su imaginación meridional, un andamiaje de ilusiones acababa de derrumbarse. Recordó sus andanzas desde que salió de España: la bofetada infamante que recibiera en el tren, la burla de madame Berta, el billete de cien francos que le robó Leopoldina, la aventurera de la calle Paul-Lelong; y, finalmente, su desabrido enredijo con la señorita Enriqueta, ¡una señorita al alcance de todos los huéspedes del hotel de los Alpes!... Verdaderamente,p. 115 para correr lances de tan pobrísimo jaez era ridículo que siguiese viviendo en París. Sí, regresaría a Serranillas. ¿Qué remedio? Aquel era su centro, el desenlace inevitable de su oscura vida.
A la mañana siguiente, los mozos de un bazar inmediato subieron a la habitación de Perea tres baúles mundos, que, unidos al reluciente cofre forrado de hojalata, compusieron un equipaje formidable, digno de un prestidigitador. En ellos fue colocando don Higinio las pieles, las ropas, los relojes de pared, los juguetes, las figulinas y los libros que, sin darse cuenta, había comprado en el largo holgar de aquellos tres meses, y tantos eran los objetos, que apuradillo se vio para que, al cabo, todos quedasen bien colocados y envueltos. Por la tarde recibió la visita de la señorita Enriqueta. La joven se sorprendió; el dormitorio parecía un andén.
—¿Cómo, te marchas?...
—Sí.
—¿Pero de una vez?...
Con el asombro sus ojos en aquel momento parecieron más lindos. Perea suspiró. Creía que su amiguita había cambiado de color, que acaso tenía deseos de llorar, y él no era capaz de hacerle daño a nadie. Arqueó las cejas, levantó los hombros cuanto pudo y luego dejolos caer desanimadamente, cual si todo su cuerpo fuera a desplomarse: el gesto de un deportado a Siberia o de un forzado a cadena perpetua.
—Me vuelvo a España —dijo.
—¡A España! —repitió la francesita—, ¿y por mucho tiempo?
Don Higinio aún pudo arrancar a sus omoplatos una nueva elocuencia.
—Probablemente para siempre.
Estaba triste; pero una repentina inspiración del comediante que acababa de surgir en él le aconsejaba apesararse cuanto quisiera, pues en momentos tales era belleza la melancolía.
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La francesita, ante un espejo, volvió a colocarse sobre la alborotada gracia de sus cabellos la gorrilla que se había quitado al entrar; su instinto práctico la decía que junto a un hombre preocupado con su equipaje y ante una cama cubierta de cachivaches frágiles y de sombreros de señora, nada tenía que hacer. Todo había concluido; como si entre ella y don Higinio acabaran de levantarse los Pirineos...
Para despedirse, la señorita Enriqueta recobró su seriedad; volvió a hablarle de usted.
—Bien; le deseo un buen viaje, y si vuelve usted a París espero se acuerde de mí. Ya sabe usted mi nombre y mis señas...
Don Higinio la interrumpió precipitadamente:
—Sí, sí; calle de Rougemont, número diez, muy cerca de los grandes bulevares...
Le horripilaba la idea de que la joven fuese a darle otra tarjeta. La escena era trivial, con una trivialidad rayana en lo ridículo, y, sin embargo, tenía intensidad emotiva, era punzante, removedora, como todas las despedidas, parodias de la muerte. Además, el desorden del dormitorio añadía al momento un interés decorativo muy apropiado: algo de hogar deshecho, de nido frío, de altar roto en pedazos...
La señorita Enriqueta había abierto su cartera de mano: de ella sacó un espejito, una polverita, un peine minúsculo. Parecía contrariada.
—Necesitaba cumplir varios encargos y no llevo dinero. ¿Me paga usted un coche?
Don Higinio, magnánimo, la entregó dos luises.
—Toma —dijo— para que adornes una pulsera.
Y se separaron. Demasiado se le alcanzaba al noble manchego que aquel dinero iría a parar derechamente a las puercas manos del intérprete. Pero a él, ¿qué le importaba? Si la señorita Enriqueta quería pagar las borracheras de ajenjo de su viejo amante... ¡ella allá!... Don Higinio ya no sentía celos; sobre lap. 117 ligera herida que en su amor propio dejaron las palabras indiscretas de Clark, la reflexión había extendido a modo de bálsamo una ecuanimidad tolerante y caballeresca.
Después llamó a un criado y le dio un franco para que le comprase periódicos.
—Aunque los traiga usted repetidos no importa: los quiero para envolver pequeños objetos que aún no están embalados.
El camarero volvió con casi toda la prensa del día: Le Journal, Le Petit Journal, Le Matin, Le Figaro, Le Temps, L’Écho de Paris, Le Gaulois, Le Petit Parisien, Gil Blas... Perea los ojeó rápidamente. Muchos de ellos hablaban en su primera página de un crimen misterioso perpetrado la víspera en una isla del Sena, y publicaban el retrato del muerto. Perea recordó su disputa con el «apache» amante de Leopoldina, y en medio de la pena que le producía volver a España experimentó un bienestar de liberación, una alegría de reo indultado; realmente, vivir en París era una temeridad.
Aquella noche —la última que pasaría en París— don Higinio no salió a la calle: prefería a la frivolidad de lo actual las gravedades enlutadas del recuerdo. Se acordaba de Hernán Cortés y de «su noche triste». ¿No valía París el imperio de Motezuma?... Subió a su habitación y extenuado, así de pesadumbre verdadera como de aquella otra que su imaginación fantaseaba y se atribuía, sentose sobre un baúl. Miraba a su alrededor.
«Mañana, a estas horas —se decía—, estaré muy lejos...».
Intentó llorar, y como no pudiese se pasó un pañuelo por los ojos y se metió en la cama, donde no tardó en empezar a roncar sonoramente.
Al otro día, a media tarde, para tener tiempo de facturar, don Higinio arregló sus cuentas con el dueñop. 118 del hotel, se despidió de Clark y del señor Francisco, repartió propinas entre los camareros y subió a un coche.
—¡A la estación de Orleáns!...
Llevaba consigo el portamantas, dos maletines y varias sombrereras. Tras él, en un camión, cubiertos por un hule, bajo la lluvia que caía a torrentes, iban sus cuatro baúles abarrotados de obsequios, y metidas en cajones especiales, la pianola del notario Arribas y una motocicleta.
En aquel viaje a través de París don Higinio parecía un rey mago.
Cinco años después de regresar de París don Higinio Perea experimentaba la desazonadora impresión de no haberse movido jamás de Serranillas; de tal modo sus antiguos hábitos habían vuelto a ganarle, y tan perfecto fue el ayuntamiento del día en que salió de su pueblo con aquel otro en que volvió a él, que a través del recuerdo entre ambos no parecía caber ni el intervalo brevísimo de una hora.
La restitución del audaz manchego al solar de sus mayores tuvo, durante varias semanas, estrépito y claridades de apoteosis. Don Higinio salió de París muy triste, y su negra pesadumbre le acompañó al trasponer la frontera y sobre el dolor de las llanuras castellanas: era una amargura de destierro, de paraíso perdido; don Higinio comprendía a Boabdil... Sin embargo, al columbrar nuevamente la iglesia de su pueblo, recibió una perforante emoción de ufanía; luego, según el tren adelantaba, iba reconociendo los semblantes, todos familiares, de las personas que lep. 119 esperaban en el andén, y cada uno de ellos obtenía de su impresionable corazón un latido alegre. Finalmente, cuando oyó la voz conocidísima, evocadora, de Juan Pantaleón que gritaba, más emocionado y más artista que nunca:
—¡Serraniiiillas, dos minutos!...
Sus ojos se arrasaron en lágrimas y su redondo coramvobis se empurpuró. La multitud le aclamaba; un tonante griterío desgarró el espacio:
—¡Viva don Higinio Perea!...
—¡Vivaaa!...
Allí estaban, en primer término, su mujer, su cuñada, el enorme don Gregorio Hernández con sus robinsónicas barbazas más revueltas que nunca, como si la emoción se le subiese a ellas y las encrespara; don Cándido el boticario; don Tomás Murillo, Julio Cenén, que había cogido en brazos a Joaquinito Perea para que su padre le viese antes que a sus hermanos; el notario, don Jerónimo Arribas; doña Lucía, doña Benita, Pepe Fernández, director de El Faro; Gutiérrez, el jefe de Correos, con sus hijas Águeda y Francisca... Y tras ellos todos los socios del Casino, el ingeniero y varios empleados y capataces de su mina, y otras muchas personas curiosas de ver al viajero, de quien últimamente se había hablado mucho y cuyas supuestas andanzas recorrieron el pueblo a expensas de la credulidad paya de los unos y de la desocupación y malicia de los otros. Zarandeado, besuqueado, oprimido, don Higinio, sin tiempo para desembarazarse de su maletín y de la manta en que iba envuelto, se revolvía bajo un enjambre de brazos obsequiosos: todos querían palparle, ofrendarle un testimonio material de su afecto, y al hacerlo le recordaban sus encargos.
—¿Me trae usted mis postales?
—¿Y mis floreros? ¿Qué hizo usted de mis floreros?...
p. 120
—¡Amigo Perea!... ¿A que se le olvidó a usted mi despertador?...
En la imposibilidad de responder puntualmente a tantas preguntas, el gran hombre repartía apretones de manos, frases de esperanza, sonrisas de asentimiento y parabién. A su alrededor y a propósito de su persona bullían los comentarios. Don Gregorio Hernández le encontraba más grueso; a don Cándido le parecía que no había variado. Agarrada a su brazo, estrechándose contra él enamorada y vagamente celosa, doña Emilia murmuraba:
—Perillán... bien te habrás divertido... Tenemos que arreglar muchas cuentas...
Desmayaba la tarde y en la claridad opalina de su agonía, la curiosidad adornaba de mujeres los balcones; tras las persianas latían ojos avizores; en las puertas de las tabernas la gente se agolpaba. Era la atención unánime, absoluta, de un pueblo, concentrada en un hombre. De este modo, rodeado por una multitud sobre la cual los cuatro grandes baúles que componían el principal equipaje del viajero flotaban como boyas, arribó don Higinio a su casa.
Aquellos primeros días fueron alternativamente de laxitud y de fiebre; a momentos de agitación calenturienta, durante los cuales el repatriado veíase obligado a divertir a cuantos amigos iban a visitarle, describiéndoles detalladamente lo mucho que vieron sus ojos, sucedían intervalos taciturnos de paz. Vaciados los cofres, repartidos los regalos, comentado hasta lo más nimio, amortiguada la curiosidad de todos, don Higinio recobraba su vida. Volvió a dar cuerda a los relojes y a sentir la suave melancolía de las cosas familiares y antiguas. Al principio añoró mucho las comodidades del hotel de los Alpes. ¡Qué lujo, qué refinamientos, qué manera de prever y adelantarse a las menores necesidades del pasajero! Don Higinio hablaba y no concluía: un criado parap. 121 abrir la puerta, otro dentro del ascensor, doncellas que parecían institutrices, mozos de comedor con frac, guantes y botas de charol, y en cada piso camareros vestidos de smoking, ceremoniosos y elegantes como galanes de comedia, que caminaban delante de los huéspedes encendiendo las luces, abriendo a su paso todas las puertas hasta dejarles en sus habitaciones, y retirándose luego tras una respetuosa curvatura de su espina dorsal. Perea suspiraba. Trabajillo iba a costarle restituirse a lo antiguo. Ello constituía el asunto predilecto de sus conversaciones, y a cada momento, para dar a sus frases relieve y prestigio históricos, exclamaba:
—Estos puños que llevo están planchados en París.
Y otras veces:
—El perfume de mi pañuelo lo compré en el bulevar, cerca del café donde iba todas las tardes a tomar el aperitivo...
Lo que más trabajo le costó fue acostumbrarse a tirar de los cordones de las campanillas. ¡Qué abominable atraso el de los pueblos! En su dormitorio del hotel de los Alpes había un timbre pequeñín, de porcelana, colocado en la pared, entre la cabecera del lecho y la mesilla de noche. Bastaba poner un dedo sobre aquel botoncito para que segundos después, cual salido de una caja de sorpresa, apareciese un camarero sonriente, amable y cordial como un diplomático. En cambio, el empleo de la campanilla le parecía indecoroso, especialmente de noche: si se hallaba acostado y a oscuras y necesitaba llamar, había de molestarse sacando un brazo fuera del embozo, buscar a tientas el cordón sobre la frialdad del muro y tirar luego de él, destapándose y despabilándose con el esfuerzo...
También echaba muy de menos la vajilla del hotel de los Alpes, tan fina, tan limpia, y la corrección y rapidez en el servicio de la mesa, y, sobre todo, elp. 122 arte pulquérrimo de lustrar el calzado. En Serranillas no había criada que supiese embetunar un par de botas. ¡Qué distinto de París!... Perea no podía olvidar su alegría cuando por las mañanas, ante la puerta de su dormitorio, hallaba, dentro de sus botas cepilladas y bruñidas como el azabache, su correspondencia del día y un número de Le Journal.
Merced a tales recuerdos, don Higinio, mucho tiempo después de salir de París, continuaba viviendo en París, fumando con fruición el detestable tabaco que en gran cantidad trajo de allí, discurriendo en francés y manteniendo abarrisco la hegemonía de Francia sobre todos los países de Europa.
En su pueblo se ahogaba: le parecía ruin, arcaico, tedioso, y esta carencia de dinamismo espiritual lo achacaba a la monotonía de la alimentación, por obra de la probada influencia que sobre el cerebro tuvo siempre el estómago. Aquel viaje revolucionó sus opiniones políticas y hasta su manera de hablar; su fonética cambió completamente; sin llegar a aprender el francés, parecía haber olvidado el español; las palabras más sencillas y corrientes las pronunciaba cerrando mucho los labios y oscureciendo las vocales cuanto podía. También interrumpíase a la mitad de una frase, titubeando cual si no hallase el verbo o el adjetivo exactos, y la desenlazaba de un modo raro y exótico. Pero estas inocentes supercherías con que esforzábase en dar a su persona un barniz europeo duraron apenas un año. La conversación lugareña de su mujer, los cuidados de sus haciendas, sus cotidianas disputas con aparceros y rabadanes, las horas amables del Casino, todo iba quitándole aquel sutil aroma de cosmopolitismo, y al fin tornó a ser quien era y se hundió en su pasado: fue como piedra caída en un lago tranquilo, cuyas aguas, luego de vibrar unos instantes en círculos concéntricos, se cerraran sobre ella impasibles. Otra vez volvió a sus labranzas,p. 123 a sus horas solitarias de pesca a orillas del Guadamil, a sus partidas de dominó y a sus caramelos de azúcar en el Casino, y al amor virgiliano de los frutales y de los geranios que medraban en su huerto.
Los tres meses vividos en París no le fueron, sin embargo, totalmente baldíos, que como algo deja de su filo el cuchillo en lo cortado, así guarda siempre el espíritu huellas de las emociones que pasaron por él. Serranillas había cobrado a sus ojos otra expresión más triste, y sus habitantes, aun los de mayor viso, un irritante empaque de vulgaridad y ordinariez que antaño no advertía; su viaje, educándole el gusto, descubriole muchas fealdades, pues suele ocurrir con las personas lo que con ciertos vestidos viejos, que si en la penumbra de la casa parecen bien, fuera, bajo la ruda luz de la calle, son inadmisibles.
De ello nació la imprevista afición de don Higinio a andar solo. Aquel hombre excelente pensaba en París, y a lo largo de las calles de Serranillas, anchas, calladas, en cuya paz algún estudiante de música desgranaba notas de Cramer y de Kalkbrenner, arrastraba, semejante a un ala rota, su melancolía incomprendida de desterrado. A intervalos el férreo tableteo de las herraduras de un caballo, el pregón del lañador o la cadencia monorrítmica con que unos colegiales repetían a coro los números de la tabla de multiplicar; luego nada: solo el eco de sus pasos en la quietud. Todas las casas, de fachadas revocadas de rosa o de azul y de aleros salientes, deshabitadas parecían; pero él sentía que desde las persianas verdes, con verdor de plátano, entre la alegría de las jambas pintadas de blanco, ojos femeninos le espiaban, le seguían, preguntándole, quizás, por su leyenda; y Perea, en quien sus pequeñas infidelidades conyugales agudizaron los instintos aventureros, experimentaba el roce de esa vehemente lujuria pueblerina, excitada por el silencio y la inacción en que la carne de lasp. 124 lugareñas jóvenes se tuesta, y que ardía tras las persianas semejante a un fuego vestal. Don Higinio suspiraba; ahora lo comprendía; ahora que era tarde. ¡Ah, si él veinte años antes hubiese sabido!...
La disposición de su casa le permitía mantenerse aislado. A derecha e izquierda del recibimiento o zaguán empedrado de cantos menudos y pulidos, abocaban las puertas del cuarto destinado a Teresita y a Carmen, y del gabinete contiguo a la alcoba conyugal. Después estaba el patio, adornado de macetas y con un pozo cuya roldana, a impulsos del aire, chirriaba en el silencio. Más adentro hallábanse el comedor, la cocina, la despensa, el ropero, el dormitorio de Anselmo y de Joaquín, y el despacho; una habitación sin otro moblaje que una vieja mesa, media docena de sillas de paja, varios arcones ratonados llenos de papeles y un armario con novelas y libros de agricultura y minería. Estas habitaciones abrían sus ventanas sobre el jardín, grande y bien arbolado. Los cuartos de la servidumbre ocupaban el desván. Los suelos, celosamente aljofifados; los techos, altos, y las paredes, blancas y sin adornos, daban a toda la casa una fuerte alegría de luz.
Don Higinio pasaba largas horas en el gabinete, lejos del rebullicio familiar y meditando en sí mismo. Contrajo la debilidad de suspirar. ¡Era un extranjero en su país! ¡Nadie le comprendía! ¡Estaba tan solo!...
Muchas mañanas cogía un libro, y, acompañado de sus hijos, trepaba bravamente a la cumbre más alta de los montes que parecían oprimir a Serranillas en un cinturón de piedra. Allí, mientras los muchachos jugaban, acomodábase en el suelo, ahincaba su bastón en la tierra, colocaba sobre él su sombrero y miraba el paisaje. La primavera restituía al campo sus temblores de esmeralda y prendía en el aire fragancias de azahares y de rosas. Una fuerte claridad blanca ungíap. 125 el espacio. Abajo, desde la iglesia a la estación del ferrocarril, siguiendo un plano levemente inclinado, se arracimaba pintoresco el caserío: calles tortuosas, encolados jastiales, tejados bermejos y aquí y allá, como manchas abrileñas, el rectángulo verde de algún jardín. Del pueblo, juntamente con el silencio, voz augusta del valle, se elevaba, parecida a un hervor, el inextinguible charloteo de los pajarillos encelados, y a intervalos, un rebuzno, el clarinear de un gallo o el grito de algún tren minero: silbido flexuoso que tan pronto crecía, como se apagaba tras un vallado para renacer después, según las zigzagueantes evoluciones del camino. Todo orquestaba en el paisaje, bueno y adusto a la vez: los montes, los predios jugosos, las arboledas cubiertas de serpollos lozanos, las minas con sus chimeneas humeantes y sus sólidos edificios de ladrillo, tiznados por el polvo del carbón; los sembrados de patatas y los campos de alfalfa, sobre los cuales el Guadamil, brillando a intervalos, parecía haber diseminado los pedazos de algún espejo roto; y a otro lado, el perímetro circular y amarillento, semejante a un enorme grano de trigo, de la Plaza de Toros, y el paseo donde anualmente se celebraba la feria y conducía a cierta ermita donde la gente piadosa veneraba una imagen de San Rosendo. Miraba don Higinio y del horizonte refluía hacia él, como vaho fatal, una ola crecidísima de tristeza. Allí había nacido y en aquel cementerio lejano cuyos cipreses pequeños, rígidos, se alzaban sobre el suelo jaquelado por las tumbas cual piezas de ajedrez, hallaría desenlace y reposo su oscuro afanar. Don Higinio, trágico en medio de su insignificancia y adocenamiento, resoplaba de dolor con tal brío que sus hijos volvían los ojos para observarle. El menguado sentía gravitar sobre sus sienes, como un amago de congestión, la austeridad litúrgica del silencio: ese terrible silencio campesino, voz de la tierra que invade el alma yp. 126 así la entumece y reduce a imbecilidad, como la exalta y lleva a la locura. ¡París, las torres maravillosas de Nuestra Señora, el puente de las Artes, bajo el cual vivió tantas horas felices! ¡El intérprete piamontés, el hotel de los Alpes!... ¿Y la francesita del tren? ¿Y madame Berta? ¿Y la pícara Leopoldina con su «apache»? ¿Y la señorita Enriqueta, tan interesadilla y tan formal, tan seria hasta en el instante de desembarazarse de su camisa?... De todas estas imágenes cínicas o triviales recordaba don Higinio y ninguna le sugería rencores. ¡Ah! ¡Y con cuanto gusto hubiese acudido nuevamente a ellas para ser engañado otra vez!...
A última hora, según costumbre añeja, iba al Casino, y al ver la ceremonia con que los porteros le saludaban, parecíale recibir un aliento de Europa y experimentaba bienestar indecible. Después se distraía sabrosamente oyendo mentir a sus amigos. Durante las interminables batallas de dominó, los jugadores inventaban historias, acuchillaban honras, aderezaban con graves salsas de pecado lo más inocente. Todas aquellas invenciones empezaban de igual modo: «Se dice...». La fórmula hipócrita, calumniosa y cobarde corría de boca en boca. Unas veces hablaban de cierto rico tabernero de Almodóvar, conocido por el remoquete de Tocinico, que acababa de establecerse en Serranillas y a quien suponían complicado en un negocio de moneda falsa; otras, de la operación que varios médicos de Ciudad Real practicaron a Águeda, la hija mayor del jefe de Correos: el tumor que, según su padre, la extrajeron del vientre, era un chiquillo de don Mariano, el dueño de la herrería. Se comentaban los menores incidentes acaecidos en el transcurso del día, los trajes que las muchachas llevaban al paseo y qué novios rondaban hasta más tarde; y si don Tomás solía dolerse de que no hubiera proporción entre los matrimonios y los bautizos; y sip. 127 las caderas de Primitiva y de María Luisa, las alegres sobrinas del Juez municipal, eran de carne o de algodón; y como fueron muchas las manos que ora en la calle, ya en la iglesia, aprovechando irreverentes las apreturas de la misa mayor, pellizcaron en ellas, las opiniones estaban divididas. La mayoría, sin embargo, propendía al mal: Julio Cenén obtuvo un éxito cuando dijo que, según el testimonio fidedigno del limpiabotas de la plaza, que las había servido varias veces, tanto María Luisa como su hermanita tenían las pantorrillas muy delgadas...
Luego de cenar, mientras doña Emilia acostaba a los niños, don Higinio, apoyado sobre la barandilla del balcón, hundía sus miradas en la fuliginosa vaguedad nocturna. Desde su casa, situada en la parte más alta del pueblo, se atalayaba bien todo el aspecto del caserío, blanqueando con blancura fantasmal bajo la claridad lechosa de las estrellas. El silencio era tan absoluto, tan denso, que parecía sentirse en la piel. Solo a muy espaciados intervalos, el rumor lontano de un tren, un ladrido vigilante o el grito agorero de las lechuzas. A un lado y cual presidiendo el descanso del villorio, surgía la iglesia con su torre cuadrangular de centenaria reciedumbre, oscurecida por los años y el polvo minero. Aquella torre, en cuyo remate latía un reloj de cuatro esferas, parecía registrar simultáneamente los extremos cardinales del horizonte. Hasta don Higinio llegaba su imperio; era la voluntad del pueblo: tenía la fuerza de una orden, el despotismo de un brazo levantado, la dramática elocuencia de un ¡alerta! dado en la solemnidad de la noche. Bajo el espacio negro, el remate aguileño de la vieja torre recordaba el corvo perfil de una ave maléfica: las esferas, que solo podían verse dos a dos, eran los ojos fosforescentes y circulares, y entre ambas, bruñida por la palidez del misterio astral, una arista semejante a un pico carnicero. En el jamás interrumpidop. 128 aburrimiento de la existencia lugareña, la torre de la iglesia constituía una obsesión inapelable como una ley: era el timón, la voluntad, la voz que clamaba ordenancista en todos los hogares. Ella despertaba a los hombres y les mandaba al trabajo; ella, al tramontar el sol, les restituía a sus casas; camino del colegio, los muchachos la miraban a hurtadillas. Era la alegría a veces, también el dolor; por lo mismo, su gesto, al reflejarse en las conciencias, tenía expresiones distintas: placentero con quien cumplió su deber, adusto para los que, holgazanes o distraídos, perdieron su jornada.
Don Higinio conocía de memoria estas calladas elocuencias. ¡Torre maga, torre de sugestión y embrujamiento! Sus campanas, que festejaban el amor de los casados y la inmersión de los recién nacidos en las aguas lustrales y gemían piadosas sobre los muertos, parecían las lenguas encargadas de referir al cielo la historia de aquel pequeño mundo olvidado. Ella lo disponía todo: el baile y la oración, la labor y el descanso; su clamor vibraba con voluptuosidades de epitalamio en la carne de las solteras; sus esferas luminosas, donde reía el tiempo, registraban el valle y fulguraban sobre él una amenaza. Solo un rinconcito se sustraía a su dictadura y era el cementerio, el camposanto; asilo de la eternidad ante cuyos muros se detienen las horas, y que a la orgullosa arquitectura de la torre erecta oponía la dócil negación, el inefable reposo igualatorio, de la línea horizontal.
Perdido en estas inútiles y acedas imaginaciones estábase don Higinio largo tiempo, hasta que la voz de doña Emilia, belicosa como un toque de corneta, le volvía a la humilde realidad.
—¡Higinio!... ¿Has cerrado la puerta de abajo? ¿Le diste cuerda al reloj del comedor?
Y luego, con la insolente autoridad del ama de casa abrumada de preocupaciones y deberes, añadía:
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—¡Diantre, haz algo!... Debías suponer que yo soy de carne y hueso y no puedo estar en todo.
Él, callado y pasivo, más pasivo que nunca, con el reposo y la noble tristeza de un rey destronado, cerraba el balcón, aseguraba las puertas, soltaba los perros y volvía al dormitorio conyugal. Muchas noches doña Emilia, que tardaba bastante en dormirse, le oía suspirar.
Por refinado esmero que pusiese don Higinio en ocultar sus emociones, era imposible que su disimulo y gobierno de sí propio fuesen absolutos, y la mutación de su carácter no tardó en trascender al público. Doña Emilia y Teresita fueron las primeras en advertirla, y hasta los murmuradores, que al principio se burlaron de la pronunciación exageradamente francesa que trajo Perea de París, comprendieron que el espíritu de este atravesaba una grave crisis. Creeríasele herido de amor o sujeto a cualquier implacable remordimiento o maleficio.
—Nos le han cambiado —decía don Gregorio.
Y doña Emilia:
—Sí, señor, es verdad: el marido que se me fue no es el que ha vuelto.
A ratos, efectivamente, parecía otro hombre: la tristeza había aristocratizado su rostro carrilludo, y hasta en su cuerpo, a pesar de su fea cortedad y robustez, parecía insinuarse tímidamente una elegancia nueva. Se había suscrito a Le Journal, dejó de ir a misa, se aficionó a las corbatas de colores oscuros, compró un plano de Francia, y siempre que hablaba de París lo hacía bajando la voz, como si al evocar aquel recuerdo su alma penetrase en algún lugar sagrado. Era el acento respetuoso, recogido, prudente que se emplea en las casas donde hay un enfermo grave...
Contraviniendo su antiguo régimen de vida, salía de casa todas las noches, y acompañado de un perrop. 130 caminaba por el campo diez y doce kilómetros. Ni el frío, ni la lluvia, ni el cierzo que pasaba ululante por los gollizos de la sierra, le detenían. Unas veces se plantaba en Argamasilla, otras en Almodóvar. Esto, amén de beneficiar su salud, le ayudaba a demostrar cuán cosida llevaba la costumbre de recogerse tarde. Sus convecinos se asombraban de verle y él sonreía, halagado y triste.
—Si me acostase antes de las doce —explicaba— no podría dormir.
No bebía más que cerveza y aseguraba que el olor del vino le producía náuseas. La primera botella de ajenjo que entró en Serranillas fue para él y suscitó largos comentarios: todos hablaban del brebaje verde donde Perea, que no podía renunciar a sus hábitos de París, disolvía lentamente un terrón de azúcar colocado sobre un tenedor. Julio Cenén compró la segunda botella, y como era muy novelero y gustaba de llamar la atención, la llevó al Casino para que todos lo supiesen. Este afrancesamiento de costumbres indignaba a don Gregorio e infundía a su vozarrón fragosidades de batalla.
—Son ustedes unos criminales —decía—, están envenenando al vecindario, y usted, amigo Perea, es el principal responsable. ¡Beber ajenjo en Serranillas! ¿Dónde se vio nada igual?...
Don Higinio hacía un signo de asentimiento y no contestaba; después se encogía de hombros, con la laxitud triste de quien sabe que no puede vencer sus vicios.
En la mesa familiar mantenía generalmente una actitud grave. Teresita hablaba trivialidades; doña Emilia regañaba a los muchachos por su desaplicación o sucia manera de comer y continuamente citábase como modelo.
—A tu edad —decía— yo no era así...
Perea callaba, aburrido, pensando que aquellasp. 131 conversaciones repetidas día tras día, a lo largo de los años, tenían un rumor somnífero de aguacero. Frecuentemente quedábase absorto, inmóvil, la cuchara en el aire, los ojos, que no veían, clavados sobre un punto del muro. Su mujer le pellizcaba:
—¡Que no estás en París!...
Él la miraba, sonriendo bondadoso:
—¿Cómo adivinaste?...
Y seguía comiendo con esa placidez que suelen adquirir los rostros cuando el espíritu se halla ausente.
Recién vuelto de su viaje había continuado usando varios objetos que denotaban cierto galán refinamiento de costumbres: como ligas, bigoteras, frascos de brillantina, cosméticos, piedras pómez que limpian los dedos y les dan delicado pulimento, limas, pastas de rosado color para las uñas, pomadas suavizadoras del cutis y otros afeites. Pero insensiblemente, según el ambiente de Serranillas iba dominándole, aquellas novedades traspirenaicas fueron cayendo en deplorable desuso: las ligas cedieron su lugar a las antiguas y aborrecibles cintas; las bigoteras, olvidadas quedaron en un cajón de la cómoda; las limas se cubrieron de moho; los niños llenaban de agua los pulverizadores para regar las macetas. Perea había llegado a olvidar el secreto de aquellos lazos de corbata que se hacía en París y de nuevo, hasta en estas nimiedades, hubo de someterse a la férula maternal de su mujer. Lentamente se abandonaba, descuidaba los perfumes, no se limpiaba los dientes. Cuando iba a salir a la calle, no encontraba nada: doña Emilia tenía que anudarle la corbata, le ayudaba a ponerse los tirantes, le estiraba el chaleco sobre la redondez del abdomen, y al cepillarle la ropa, ya puesta, como lo hiciese con mucha exageración y ahinco, solía darle con la madera del cepillo en los artejos. Entretanto, le sermoneaba.
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—¡Ah, qué hombre tan desmañado! La verdad, no comprendo cómo has podido arreglártelas por esos mundos separado de mí.
Él sonreía; su tristeza habíase resuelto en olvido o abandono de su persona, y en una novísima exaltación de su cariño a la naturaleza: pescaba más que antes y dedicose asiduamente al mejoramiento de los frutales del jardín. Amaba las uvas de reflejos metálicos; las fresas, que, con los últimos días abrileños, comenzaban a bermejear entre la verde alcatifa de sus hojas; las dulces sandías, que a veces se agrietaban de maduras, riendo con una bocaza clownesca, roja y feliz; las lechugas jóvenes, semejantes a esmeraldas sobre la gleba de la tierra removida y oscura. Entre los frutales, don Higinio tenía también preferencias. Sus favoritos eran los albaricoqueros y las higueras de frondoso y lozano ramaje, árboles peleadores, cuyas ramas enérgicas crecían rectilíneas hacia la luz. Ante estos tentáculos decididos, derechos y belicosos como bayonetas, los olivos más próximos, así como los manzanos y los guindos, de troncos blancos y redondos, recogían su follaje en un gesto notorio de huida. Perea desdeñaba aquellos árboles cobardes, cuya debilidad, por una larga concatenación de ideas, le movía a pensar en sí mismo.
A fines de mayo la llegada de unos acróbatas, procedentes de Ciudad Real, regocijó y puso en fiestas al vecindario. Los familiares del Casino no hablaban de otro asunto. Julio Cenén, que conoció al director de la farándula cuando este fue al Ayuntamiento por la necesaria licencia para levantar a un lado del paseo su circo de lona y tablas, aseguraba que las tres mujeres de la compañía eran hermosísimas, especialmente la más joven. Cenén y Pepe Fernández, director de El Faro, habían conversado con ella. Tenía diecinueve años y era de Perpignan.
—¿Habla español? —preguntó Arribas.
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—Muy poco; veinte o treinta palabras; eso es lo malo: hay que enamorarla por señas.
Todos miraron a Perea.
—¡Vamos, don Higinio!... Ahí tiene usted una francesa, casi una compatriota... ¡Sea enhorabuena!... Ahora puede usted lucirse...
Don Higinio sonreía modesto. Sí, es verdad, que él dominaba el francés; pero... ¡bah!... La ocasión no era la más a propósito. En los Pirineos Orientales se habla un dialecto híbrido y oscuro lleno de influencias catalanas. ¡Una francesa de Perpignan!... ¡Si hubiese sido de París!...
Alguien insinuó la posibilidad de que Perea la conociese; como esas mujeres de teatro viajan tanto... Don Higinio sentíase puerilmente mecido, enfatuado, por tal suposición. ¡Quién sabe!... Mientras estuvo en París había frecuentado mucho los teatros Casino y Olympia, donde conoció a las aventureras de más boato y renombre, y no sería extraordinario que él y aquella titiritera hubiesen bebido cerveza juntos alguna vez.
—Yo —añadía bajando la voz— llevaba en París una vida de infierno: bailes, cenas con mujeres... ¡En fin! ¡Como un muchacho! Raras eran las noches en que iba a dormir a mi hotel.
Insensiblemente, los tres meses que don Higinio permaneció en París fueron dilatándose hasta convertirse en cuatro, en cinco, en seis... Al principio, el intrépido viajero se daba cuenta de su superchería; pero luego, repitiéndola, llegó a embaucarse y tener por hecho real y valedero su propia mentira. Y como la realidad de los sucesos y personas se desdibuja tanto o más en las lejanías del tiempo que en las del espacio, el mismo don Gregorio y todos sus amigos llegaron a creer que Perea, efectivamente, había residido en la ciudad del Sena más de un semestre. Contribuyó a añadir visos de certidumbre a la invenciónp. 134 la época en que don Higinio salió de Serranillas: fue a mediados de noviembre, y el tránsito de aquel año al siguiente daba a su destierro longevidad increíble. Además, Perea, sumando discretamente lo poco que alcanzó a conocer a cuanto los periódicos le enseñaron, disertaba con notable desparpajo acerca de fiestas y cuadros de la vida parisina separados entre sí por grandes intervalos: de los bazares de juguetes que invaden los bulevares el día de Nochebuena y de la feria famosa del Catorce de Julio, aniversario de la rendición de la Bastilla; de los bailes de la ópera y del «Gran Premio» de Longchamps; de las borrascosas sesiones presenciadas por él en el Parlamento, y de las escenas galantes de las playas de Dieppe y Trouville... Y esta diablesca mescolanza de fechas y lugares coadyuvaba singularmente a dilatar su viaje.
El viernes, a las ocho y media de la noche, según El Faro había anunciado, celebrose la inauguración del circo: un verdadero acontecimiento que removió hasta el fondo los arcones olientes a naftalina, donde las muchachas acomodadas tenían guardados sus trapitos. A fiesta de tanta solemnidad y cosmopolitismo no podía faltar don Higinio. Acompañado de su mujer, de sus hijos y de su cuñada, ocupó seis sillas de la primera fila. Allí estaban también don Gregorio y doña Lucía, con sus rojas mejillas sopladas y tirantes; el boticario y doña Benita; Cenén, el notario Arribas, María Luisa y Primitiva Sampedro, las sobrinas del juez municipal; el jefe de Correos con su familia, y otros muchos nombres de la buena sociedad.
A lo largo de los asientos, como por hilos telegráficos, los chismes, las inquinas, las suposiciones calumniosas, corrían con inverecunda fertilidad y presteza. En aquel villano torneo de cobardía y maldad, los socios del Casino alcanzaban los primeros puestos.
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—¿Han visto ustedes qué pálida está la hija de Gutiérrez?...
—Desde la historia del tumor...
—Sí, sí... ¡Valiente tumor!... De tumores como ese hemos nacido todos...
El circo, hecho de tablas, era una especie de anfiteatro, cubierto por una gran lona que oscurecieron la intemperie y el polvo y salpicada de remiendos blancos; un recio horcón o puntal clavado en el preciso comedio de la pista daba forma cónica a la frágil techumbre. La gradería de la entrada general hallábase separada de los asientos de mayor aprecio por un callejón, y la constituían largos tablones sin numeración ni respaldo. Una traspillada cortina de yute ocultaba a los espectadores el sitio por donde entraban y salían los artistas. Al otro lado, sobre un andamiaje a modo de palco, seis individuos pertenecientes a la Banda municipal, soplaban en sus instrumentos las bélicas notas de un pasodoble. El formidable bataneo del platillo señalaba el ritmo. Del suelo arenoso, removido, pisoteado, ascendía un polvillo sutil que iba blanqueando los sombreros de los hombres y amortiguaba el resplandor de los dos arcos voltaicos pendientes de un alambre sobre la pista.
Callado, un poco triste porque se acordaba de París, don Higinio miraba el espectáculo. Doña Emilia, adivinando la situación de ánimo de su marido, se irritó: estaba aburrido y, lo que era peor, con aquella cara aburría a los demás; la gente lo notaba.
—¿Quieres que nos vayamos a casa?...
Perea, hablando muy bajito, tranquilizó a su mujer:
—No, hija; si estoy contento... ¡Créeme!... Ahora... ¡Claro es!... Como de todo esto he visto mucho y tan bueno...
Efectivamente, ni las malabaristas alemanas, ni elp. 136 payaso, ni el hércules que jugaba con una bala de cañón, le emocionaban; los perros amaestrados le aburrieron tanto que se puso a leer el último número de El Faro. Únicamente le interesó la francesita de Perpignan, que, de pie sobre una alfombrilla y a los acordes de un vals, realizaba ejercicios de dislocación. Era menudita, delicadamente carnosa, con cabellos de paje enguedejados y rubios y una boquita irónica como la de una dama galante del Renacimiento. La muchacha gustó; su juventud, su gracia, la cordial armonía de sus formas y ademanes, conquistaron al público; hombres y mujeres la observaban ávidamente, y la artista debió de sentir sobre su piel rosada, como efluvio magnético, el roce del deseo y de la envidia. Un grupo de amigos del Casino, Julio Cenén entre ellos, miraba a Perea, invitándole con exagerados guiños y aspavientos a que reparase bien en la francesita. Parecían decirle: «Ahí la tiene usted. Esas son de las que a usted le gustan». Viéndoles, don Gregorio reía. Don Higinio, molestado, miró a su mujer.
—Podían considerar que vengo contigo. Esas indiscreciones únicamente entre hombres solos pueden tolerarse.
Ella había enrojecido de celos.
—Cuando tus amigos te embroman así, algún motivo habrá. Yo no soy tonta. ¿Es que a esa mujer la conociste en París?
Perea, satisfecho y envanecido, se echó a reír.
—¡No digas disparates!... Claro que hubiera podido conocerla... Pero, no, te lo aseguro; no sé quién es...
Y su pueril petulancia era tal que quitaba eficacia a su negativa. Doña Emilia le miraba de hito en hito a los ojos, y bajo su rollizo corpachón toda su ingenua y caliente sangre manchega hervía. ¡Ah, la raza!
—Yo sabré enterarme —murmuró—; y si esa titiriterap. 137 ha venido a Serranillas detrás de ti, pierde el moño.
Su cólera era tanta que empezó a suspirar y a rebullirse en su asiento, cual si la pinchasen alfileres. Perea sintió a su lado una palpitación de tragedia y tuvo miedo. La idea de que dos mujeres se matasen por él le horrorizaba. Doña Emilia tenía el semblante cubierto de mador y salpicado de manchas rojizas, como si un ataque de herpetismo la amenazase.
—Esta misma noche he de saberlo —repetía—; esta misma noche...
Nada dijo don Higinio; pero cuando la francesita, terminados sus ejercicios, se retiró, pareciole que acababan de quitarle un gran peso de encima.
Al día siguiente, en el Casino, don Higinio Perea quiso a bofetadas madurarle los carrillos a Cenén y a Pepe Martín. Su broma de la víspera, en el circo, era imperdonable y sirvió para que su mujer le diera un disgusto; doña Emilia tenía celos de la francesita de Perpignan.
—Y si lo hicieron ustedes para mortificarme —agregó levantándose con bélica arrogancia—, se han equivocado: yo no tengo miedo a nadie; yo sé cerrar los puños y ponerlos donde sea menester.
Tosió, se aseguró las solapas sobre el pecho, dio algunos pasos hacia adelante, hacia atrás, de costado, ante las personas que le rodeaban expectantes, suspensas de tanta valentía.
—Porque a reñir —concluyó—, y esto se lo digo a usted..., y a usted..., y a usted..., y a quienquiera darse por aludido, no hay hombre que me eche el pie delante.
Aquel arranque de cólera había agotado los escasos fondos de rencor que podían incubarse en un espíritu tan evangélico y bonachón como el suyo, y así, apenas lanzó su viril desafío, cuando con las últimasp. 138 palabras sus odios claudicaron y sintiose descaecido y amansado como una oveja.
Julio Cenén, que le conocía perfectamente, aprovechó esta oportunidad para abrazarle. ¡Ea, pelillos a la mar!... Pero ¿a qué venía aquello?... Varios de los circunstantes intervinieron en favor de la paz y don Higinio, satisfecho de su airosa conducta y ya totalmente desarmado, concluyó echándose a reír. Estaba pesaroso de su arrebato; no se acordaba de nada, no quería que nadie lo recordase tampoco. Se acabó; él retiraba una a una cuantas frases agresivas hubiera podido decir...
Por la noche volvió al circo acompañado de Cenén; el secretario del Ayuntamiento quería a todo trance hablar con la francesita de Perpignan y le llevaba de intérprete. Al entrar vieron a don Gregorio Hernández. Cenén le echó un brazo por la cintura.
—¿Quiere usted venir? Vamos a decirle cuatro requiebros a la francesita de las dislocaciones.
El rostro aguileño del travieso secretario rebosaba malicia. Don Gregorio le miraba desdeñoso y burlón; a Cenén no le crecían ni el juicio ni los pantalones; no le inspiraba confianza; a él los hombres de cabeza pequeña nunca le habían gustado. Tras una pausa, demostró ceder:
—¿Y quién va a presentarnos?
—¿Quién ha de ser?... ¡Yo!... O mejor dicho, el amigo Perea, el único de nosotros que sabe francés...
Aquella noche el elemento masculino predominaba; los mineros invadían la entrada general; en los asientos de preferencia, en cambio, había pocas familias; las señoras decían que las saltimbanquis trabajaban demasiado desnudas...
Siguiendo un callejón llegaron Cenén, don Higinio y el médico a la parte del circo por donde salían y se retiraban los artistas. Allí estaban el clown de losp. 139 perros amaestrados, el hércules, las malabaristas alemanas y la francesita de Perpignan. Al ver a Cenén, a quien ya conocía, la joven sonrió. En familiar y limpio castellano, el secretario, con gran desparpajo, presentó a don Higinio:
—Aquí tienes un hombre que en eso de hablar francés es una especie de Gambetta.
Por los ademanes de su interlocutor comprendió la señorita de Perpignan que la traían un intérprete.
—Muchísimo gusto... ¿El señor habla francés?...
Perea tartamudeó:
—Sí, sí... un poco...
Cenén lanzó una carcajada grosera:
—Le hemos entendido a usted perfectamente. Ha dicho usted: «Sí, sí; un poco». Para eso no necesita usted ponerse tan colorado.
La joven miraba, alternativamente, a los tres hombres.
—España es muy bonita —dijo—, me gusta mucho. ¿Conoce usted París?...
Don Higinio afirmó. ¡Ah! ¡Ya lo creo! ¡París!... ¡No conocía otra cosa!...
—¿Vivió usted allí mucho tiempo?
Él extendió los cinco dedos de su mano derecha y el meñique de su mano izquierda, y luego, con un mohín de indecisión, alargó también el anular.
—¿Seis o siete años? —exclamó la artista asombrándose.
—No, no...
—¿Seis o siete meses?
—Sí... sí...
Se embarullaba. Al responder, por más esfuerzos de memoria que hacía, no daba con la palabra exacta; el buen hombre se hallaba en ridículo; su festera imaginación le había engañado; ahora su conciencia lo afirmaba: él no sabía francés. Cenén se reía, mortificándole:
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—¿Y para eso nada más, para decir «no, no» o «sí, sí», ha pasado usted la frontera?
Perea intentó disculparse; atribuía su torpeza a falta de costumbre; en la psicología de la conversación hay mucho de mecánico; él estaba cierto de que ocho días después de volver a París charlaría el francés de prisa y correctamente, lo mismo que antes. Además, en Perpignan se habla un dialecto estúpido, y no aquel francés limpio y sonoro que él había aprendido en el bulevar.
—Dígale usted —apuntó Cenén— si quiere cenar conmigo.
Don Higinio se mordía los labios. «Cenar —pensaba—, ¿cómo se dice “cenar” en francés?...».
Trató de corregir la torpeza de su verbo por medio de una mímica hiperbólica, perfectamente meridional. La artista se encogía de hombros, risueña y encantadora dentro de sus mallas color tabaco. Había comprendido.
—¿Cenar? —dijo—. No puedo; esas cenas después de la función suelen hacer daño...
Sonó un timbre y la señorita de Perpignan se despidió; sus manos duras y pequeñas de gimnasta oprimieron las de don Higinio con viril sacudida.
—Adiós, señores. Va a empezar «mi número». ¿Irán ustedes a aplaudirme?
—¿Qué dice? —interrumpió Cenén.
—Nada, que se marcha; dice que «buenas noches». ¿Vamos a verla?
La francesita dirigíase hacia la cortina de yute que velaba la pista, y a cada momento volvía la cabeza despidiendo a los tres hombres con una sonrisa de malicia. Don Higinio, Cenén y don Gregorio, que no había desplegado los labios, juzgando su misión terminada, se retiraron. El secretario iba furioso.
—Si lo sé —decía—, me traigo un diccionario. ¡Lástima de noche!... ¡Canastos!... ¿Sabe usted, amigop. 141 Perea, que en París, con un intérprete como usted, cualquiera se muere de hambre?...
Doña Emilia tenía prohibido a su esposo categóricamente que fuese al circo; él, mansurrón y ladino, la ofrecía obediencia y se iba al Casino so pretexto de que sus digestiones empezaban a ser difíciles y necesitaba aligerarlas haciendo un poco de ejercicio después de cenar. En el Casino, jugando al dominó, permanecía hasta las nueve y media o las diez; pero a esa hora él, don Gregorio, que también se finaba por las faldas y el secretario del Ayuntamiento, se marchaban a relamerse de gozo con las dislocaciones de la señorita de Perpignan.
Al médico corpulento, sanguíneo y feudal, y a Julio Cenén, picado de lascivia como un adolescente, les llevaba allí el deseo de ver casi en cueros a la francesa y complacerse en la anguilada multiplicidad de sus actitudes, con cuyas visiones don Gregorio se ponía rojo, y el secretario del Ayuntamiento, que en sus momentos de más férvida atención tenía el sucio vicio de morderse las uñas, se quedaba lívido.
En don Higinio las gelatinosas torceduras de la saltimbanqui producían emociones de otro orden más espiritual y depurado. La hermosura alechigada y maciza de las alemanas malabaristas, el francés bárbaro del payaso, los juramentos que mascullaba en italiano el director de la compañía, le interesaban por igual y unos instantes le alejaban de Serranillas. Aquello era un remedo de cuanto él vio en sus andanzas por Europa, una fiesta de cosmopolitismo que orientaba su alma nostálgica hacia las frivolidades babélicas de Clichy. ¿Por qué se habría unido a doña Emilia? ¿Por qué tendría hijos y casas y heredades que administrar? ¿Por qué producirían sus campos tantas aceitunas y tanto trigo? ¿Por qué rodaría el agua en su aceña?... Y como si todo ello no bastase a retenerle bien trabado y sujeto, sus negocios de carbón, su mina,p. 142 clavada en la tierra como profundísima raíz. Él hubiera deseado ser capitán de barco, pícaro, cantante o titiritero; entonces, como su rodar por el mundo le enseñara diversos idiomas, habría sabido exponer su amor a la señorita de Perpignan, y ella le hubiese querido y entregado a toda su voluptuosa disposición y merced. La idea de verse dentro de unos calzones de botarga y con la nariz pintada de bermellón no le intimidaba: tan grande era la eficacia poética de su ensueño. Ella vestiría sus mallas de color tabaco, y él se endosaría un traje de clown, de chino o de diablo... ¿Qué importaba?... Y luego, adelante por los caminos; muy pobres los dos, pero muy juntos, muy felices, con la suprema alegría de la libertad. La madre Casualidad, que siempre tuvo para los «sin patria» una sonrisa y una gota de leche, les acompañaría. ¡Ni hijos, ni muebles!... Nada que sujete; ningún lazo que obligue al corazón a mirar hacia atrás. Ante estos espejismos de hamponería, don Higinio suspiraba, amodorraba los ojos, cruzaba sobre la media esfera de su vientre sus manos cortas y peludas. Porque los hombres son en esto de desear lo mismo que las mujeres, que se desperecen y agotan por lo que no tienen, y así, mientras las pueblerinas sueñan con viajes, las titiriteras acaso diesen toda su independencia, todas las distracciones de su vivir quebrado y errante, a cambio de una casita rústica con gallinas y árboles frutales.
Estos ensimismamientos de don Higinio solía destruirlos un brusco codazo de Cenén. La francesita, inclinándose agradecida bajo los aplausos del público, se retiraba de la pista con corteses y graciosas zalemas.
—¡Mírela usted, qué pinturera! —rugía el secretario mordiéndose una uña—. ¡Había que comérsela!
—¿Cómo se llama?
—La Debreuil, Liana Debreuil... ¿Quiere ustedp. 143 que volvamos a verla?... ¡Cáscaras! ¡Usted está helado, amigo mío!...
Perea se alzaba de hombros.
—Pero, ¿qué quiere usted que haga?... Luego, el dialecto de esas francesas de los Pirineos Bajos es tan raro... Ya recordará usted lo que me sucedió con ella noches pasadas... ¿Verdad?... Hablamos, y... ¡ni media palabra!...
Al concluir el espectáculo Julio Cenén despidiose rápidamente de don Higinio y del médico. Don Gregorio le miró atento y poniéndole sobre el cogote una de sus manazas de cazador. El semblante del secretario tenía la inmovilidad de líneas, la fanática dureza de expresión, con que se manifiestan las resoluciones inexorables.
—¿Dónde va usted?... —exclamó el médico atenazándole un brazo.
—Eso no se pregunta.
—Sí, señor, se pregunta. ¿Dónde va usted, perillán?...
—A ver a la Debreuil.
—¿Solo?
—Completamente solo; es decir...
Con hipocresía discreta enseñó a sus amigos un billete de cien pesetas que llevaba en la cartera.
—¿Eh, amigo Perea, a usted que ha corrido mundo, qué le parece mi plan?
Luego, bajando la voz, los ojos relucientes de picardía:
—Voy a traducir mi pasión al Esperanto; esta vez creo que la señorita Liana y yo nos entenderemos.
Como el bien ajeno aflige tanto, a don Higinio y a don Gregorio las palabras del secretario les dejó tristes. Largo rato caminaron preocupados, en el silencio de las calles blancas, llenas de luna. Al fin, habló don Gregorio: los sanguíneos son impacientes.
—¿Cree usted que conseguirá algo?
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Don Higinio hizo un gesto ambiguo; un mohín prudente de hombre mundano que ha visto muchas veces cómo lo que parecía imposible, el azar en un santiamén lo allana y resuelve.
—Nadie sabe...
El médico afirmaba egoísta.
—¡Bah! Me parece que no.
—Sin embargo, ese Cenén es un diablo.
—¡Por muy diablo que sea! Yo le aseguro a usted que no consigue nada. Él hará lo posible..., ¡eso sí! Ya le conocemos; pero la francesita le sacará el dinero, se divertirá a su costa unos días, y luego... ¡la del humo!... ¡Buenas son las francesas! ¡Tías más interesadotas nadie las vio!... ¡Es decir, a quién voy a contárselo!... Usted ya las conoce...
Perea sonreía y bajaba los párpados, cual si en la lengua llevase alguna anécdota galante y sabrosa y no osara contarla.
—Sin embargo —dijo lentamente, con la parsimonia de quien va leyendo en su experiencia—, esas mujeres de teatro suelen tener caprichos...
—¡No me hable usted de ellas! Son unas pécoras. Yo no he tenido comercio con ninguna, pero lo sé por mis amigos de Ciudad Real. ¡Ya lo dice el pueblo! La carne de teatro, cara y mala.
—¡Cara, sí, es cierto!
—¡Y mala, don Higinio!...
—Mala no, don Gregorio.
—¡Sí, señor, mala! ¡Muy mala! ¡Canastos!... ¡Se lo dice a usted un médico!
Pero don Higinio no cedía; instintivamente se apasionaba por las artistas, no quería que se las ofendiese; el odio burgués que Hernández manifestaba hacia las amables servidoras de la farándula enardecía su ánimo; defendiéndolas parecíale defender algo suyo. Su actitud fue tan resuelta que el médico cedió un poco.
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—Bueno, no se encrespe usted así. ¡Caramba, Perea! Bien se conoce que habla en usted el agradecimiento. No obstante su opinión, yo sigo en mis trece y... ¡al tiempo! Estoy seguro de que Cenén, que en el fondo es un chiquillo, no consigue nada.
Era media noche cuando se despidieron. En la oscuridad, al lado opuesto de la plaza, el globo rojo de la botica de don Cándido tenía la expresión de una mirada.
—Hasta mañana, amigo Perea.
—Hasta mañana, don Gregorio.
Cuando don Higinio, andando de puntillas, llegó a su cuarto, fue interpelado agriamente por doña Emilia:
—¿Qué hora es?...
—Aproximadamente las doce y media.
—No mientas, estoy sin dormir hace dos horas. Ahora son la una y media.
—No, mujer...
—Si, señor. Antes oí: ¡tan!... la una. Y antes había oído otra campanada: ¡tan!... las doce y media. ¿Crees que soy tonta?...
Perea repuso flemático:
—Si deseas convencerte de tu engaño levántate y mira el reloj.
—No me hace falta. ¡Yo quisiera saber qué motivos te retienen por ahí hasta estas horas, las menos oportunas para que estén fuera de sus casas las personas decentes!
Don Higinio se había quitado la americana y el chaleco, que a tientas colocó abiertos sobre el respaldo de una silla, para que los sobacos se aireasen y secasen. La rolliza y encolerizada señora se removía en el lecho con un áspero roce de sábanas.
—¿Te diviertes mucho en el circo?... Como ahora, al cabo de los años, hemos descubierto que te mueres por las francesas. ¡Dichoso París, dichoso viajecito a París, dichosa lotería!...
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Perea, que se acordaba de su cuartito del hotel de los Alpes, lanzó un suspiro tan hondo, tan huracanado, como el aliento de un gigante. Ella lo glosó agresiva:
—¡Sí, te entiendo, ya puedes suspirar! Afortunadamente esas bribonas se marchan de aquí el domingo. Hacen bien; de no irse, entre yo y unas cuantas íbamos a arrastrarlas por las calles del pelo.
Don Higinio, que acababa de perder un botón, empezó a buscar por la pared la llavecita de la luz.
—No enciendas —ordenó doña Emilia—, me duelen los ojos.
Perea concluyó de desnudarse a oscuras.
Otra noche el secretario del Ayuntamiento, tras un ocultamiento de dos días, reapareció en el Casino con aires de misterio y de triunfo. Sus amigos le interrogaban sonrientes, y él a todos contestaba en voz baja y pasándoles un brazo por el hombro. En la sala del billar, don Higinio, el notario y el médico, oyeron de labios de don Cándido lo sucedido. Julio Cenén se hallaba en relaciones con la titiritera: él lo decía, daba detalles; además, varias personas le habían visto.
—¡No lo creo! —interrumpió don Gregorio.
El boticario insistió; era un casado pacífico a quien no irritaban los éxitos amorosos del prójimo.
—No lo dude usted, Hernández; anoche mismo, ya tarde, estaban cenando en la fonda.
Perea observó vengativo:
—¿No se lo dije a usted, don Gregorio? Pero usted no quiso creerme: las artistas son muy caprichosas.
—¡Caprichos!... Entendámonos, porque esa mujer no querrá a Cenén por su cara linda, buscará su dinero...
—También es posible —replicó Perea—: la mujer de teatro es cara.
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—Y mala, don Higinio.
—Mala no, don Gregorio; no sea usted tozudo. Ni malas, ni sucias, ni feas, hablo en general. ¿No dirá usted que la Debreuil es fea?...
Los omoplatos del médico tuvieron un encogimiento de supremo desdén:
—¡Bah!... Total, ¿qué?... Una saltimbanqui al alcance de todo el mundo.
Para distraer su envidia fue a sentarse a la mesa donde sus compañeros de tresillo le esperaban. Don Higinio y el notario continuaron informándose por don Cándido de la aventura de Cenén.
—¿Pero la francesita va a quedarse en Serranillas? —exclamó Arribas.
—No la juzgo tan loca.
—¡Naturalmente! Cenén carece de recursos para mantenerla.
Perea sonreía, atónito del buen atrevimiento, donaire y fortuna del secretario. Preguntó:
—¿Sabe algo la mujer de Julio?
—Lo sabe todo; nada había sucedido aún cuando ya fueron a contárselo. Pero, ¿qué hará la pobre?... ¡Aguantarse! ¡Ya sabemos cómo es él!...
El pasmo que despertaron estos pormenores en el alma ecuánime de don Higinio, pronto se fundió y deshizo en melancolía. Al principio, la mortificación de amor propio que sufriera don Gregorio le regocijó malévolamente; luego, él mismo y por idéntica causa, fue amustiándose. ¡Qué fortuna la de Cenén! Perea estaba seguro de no cederle en conversación y don de gentes y de aventajarle en dinero, respetabilidad y costumbre de hablar con francesas, que para algo había estado en París y conocido a la señorita Enriqueta. Y, sin embargo, él nunca hubiera sido capaz de acercarse a la Debreuil, mostrarla un billete de veinte duros y llevársela a cenar. Para esto hacía falta despreocupación, alegría desvergonzada, frescurap. 148 de espíritu, y no tener una mujer como la suya.
«¡Yo quisiera verle con Emilia!» —pensaba, consolándose.
Las relaciones de Julio Cenén con la señorita de Perpignan habían dado a la figurilla desmedrada y simpática del secretario un prestigio galán. Su popularidad creció. Todas las simpatías femeninas estaban de su parte, porque era el hombre más pintoresco del pueblo y el único capaz de requebrar a las esposas de sus amigos. Él explotaba bien su éxito. Ni una noche faltaba al circo y las mujeres que le veían pasar desde sus ventanas le advertían mejor afeitado y vestido con mayor pulcritud que antes. Cuando Liana Debreuil salía a la pista, sonrientes los labios impúdicos, los brazos en alto, el cuerpo mollar y felino perfectamente modelado y como desnudo bajo sus mallas, la muchedumbre miraba a Cenén. Ella saludaba al público con reverencias y piruetas de bailarina, y al tenderse en la alfombrilla pecho arriba, las piernas en flexión, las manos cruzadas bajo la nuca, velaba los ojos perversamente cual si el recuerdo del enamorado secretario la rozase los senos. Julio Cenén, triunfante, envidiado, faunesco, reía dichoso, como sobre un pedestal, entre un grupo de amigos.
En la noche del domingo hubo función extraordinaria, y, terminado el espectáculo, apenas se fue el público, los mismos artistas comenzaron a demoler el circo. Sus martillazos sonaban lúgubremente. En un santiamén quedaron desarmadas las graderías, guardada en largos cajones la tablazón de las paredes y arrollada a un palo, como un telón, la vieja lona que servía de techumbre. Apenas duró tres horas la faena, y al día siguiente, en el primer mixto que iba a Ciudad Real y pasaba por Serranillas a las siete y minutos de la mañana, salió la compañía con todos sus bagajes. Una gran pesadumbre de silencio, de oscuridad; una pesadumbre de casa vacía, quedó tras ella.
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Aquel día don Higinio lo pasó mal. ¿Qué podía importarle que los saltimbanquis se hubiesen ido? Nada, absolutamente; y, sin embargo, estaba triste. Por la noche, después de cenar y sin moverse de la mesa, pidió El Faro y se puso a leer. Leyó el artículo de fondo, los telegramas, el folletín, mientras fumaba bajo la blanca luz tranquila de la lámpara. Los niños se habían acostado. Doña Emilia le interrogó, irónica:
—¿No sales hoy?
—No... ¿Por qué?...
Perea intentaba dar a su voz un acento ingenuo.
Su mujer replicó:
—Me lo figuraba; como se acabó el circo... ¡Anda, que bien nos hemos reído a costa tuya Teresa y yo!... Conocemos tu mala suerte. ¿De modo que andabas bebiendo los vientos por la francesita esa?... ¿La Debreuil, no se llama la Debreuil?... Una noche estuviste hablando con ella lo menos hora y media; me lo han dicho... y te ponías muy colorado... Pero de nada te sirvieron tus conocimientos lingüísticos, porque Julio Cenén, más gracioso que tú y más joven, te la birló en un instante.
Calló, complaciéndose en el profundo amohinamiento y bochorno del esposo. Era su venganza. Luego:
—Francamente; te creía menos apocado. ¡Vamos, que dejarse engañar por un tipejo como ese, raquítico, feo y mal vestido!...
Perea no contestó; siguió leyendo. ¿Para qué replicar? A querer decir la compleja situación de su ánimo, sus penas sin nombre, sus inquietudes, el hondo fastidio que año tras año, según griseaban sus cabellos, fue envolviéndole como una red, hubiera necesitado estar hablando varias horas seguidas; al término de las cuales, ni ella le habría comprendido, ni él, probablemente, hubiese llegado a entenderse a sí propio: tan raro, tan heteróclito, tan ajeno a losp. 150 trillados carriles de su espíritu era cuanto por su conciencia estaba pasando.
Un accidente acaecido en la mina, la brusca aparición de una vena de agua que anegó varias galerías en el corto espacio de una noche, vino a remover saludablemente el sedentario dinamismo moral de Perea. El ingeniero, informado por los capataces de lo ocurrido, fue a verle antes de amanecer. Urgía buscar remedio al mal; la inundación era tan copiosa que amenazaba el porvenir de la mina. Inmediatamente comenzaron los trabajos de salvamento. Durante varios días doscientos hombres llegados de Almodóvar y de otros pueblos inmediatos, pues en Serranillas había pocos braceros ociosos, divididos en compañías de a cincuenta números, lucharon sin tregua contra la arriada; pero entre todos no bastaban a sacar los metros cúbicos de agua que por la hendidura del manantial salían bullentes y espumosos, y así el nivel de la inundación continuaba subiendo. Ante la gravedad del daño, don Higinio Perea estuvo varias semanas sin desnudarse. Fue necesario telegrafiar a París pidiendo un motor de cuarenta caballos que diese movimiento a una especie de noria que el ingeniero había mandado construir. Simultáneamente, y a pocos metros de la mina, cuadrillas de albañiles comenzaron a levantar con toda diligencia y solidez el edificio donde el motor sería instalado. Más de dos meses duró la obra, y en ellos lo mismo el ingeniero, que los capataces y peones trabajaron con discreción y buena voluntad admirables. El día en que la noria empezó a funcionar y el agua de sus cangilones profundos, de un metro, rodó bulliciosa por un azarbe hacia el Guadamil, fue de júbilo para patronos y obreros. La esperanza volvía a los mineros sin recursos, despedidos del tajo por la inundación. Así todo el vecindario acudió a ver trabajar la máquina, cuyo poderoso bataneo resonaba a más de medio kilómetro; el edificio quep. 151 ocupaba era sólido y grande, y sus muros bermejos de ladrillo se perfilaban con tan victoriosa ufanía sobre el infinito zafiro del espacio, que hasta los más envidiosos reconocieron la bizarría con que don Higinio, sin favor de nadie, supo hacer frente al desastre, invirtiendo en la nueva maquinaria y en las obras de albañilería a ella anejas un capital. Por suerte, tantos esfuerzos no fueron baldíos; la noria dominó a la vena de agua y la altura de la inundación empezó a decrecer. A la semana siguiente pudo maniobrar el ascensor y algunos mineros descendieron al pozo.
—Ha sido «un gesto» —decía don Cándido, comentando la actitud de su amigo en aquel peligroso fregado—; yo, francamente, no le creía hombre de tanto corazón.
Don Higinio, efectivamente, había demostrado un estoicismo ante el peligro y una generosidad en el remedio que le granjearon la simpatía y respeto de todos, y ello coadyuvó a fomentar cierto inesperado prestigio de bravura y galanía que, nacido nadie sabe cómo, empezaba a nimbar la figura del noble manchego. La leyenda fue desarrollándose insensiblemente en el filar de aquellos cinco años, y la elaboraron el viaje de Perea a Francia, los noventa días que estuvo allí y a través del tiempo se convirtieron en siete u ocho meses; la austeridad, más firme cada vez, de su rostro; la parquedad de su conversación; el hazañoso garbo con que una tarde, hallándose casualmente en la cárcel, dominó un «plante» y obligó a los presos a rendir los garrotes y cuchillos de que estaban provistos; el caballeresco tesón, nacido quizás al calor de amables recuerdos, que siempre empleó en la defensa de las mujeres de teatro; y finalmente, su voz velada y su reservado comedimiento al hablar de París, como si durante su estancia allí le hubiese sucedido algo muy grave. Talesp. 152 fueron los elementos que la triscadora imaginación popular utilizó para componer su leyenda; una de esas leyendas nobles o pícaras que el alma colectiva impone al individuo, y unas veces le ayudan a medrar y otras le pierden.
Bajo aquella reputación, don Higinio se hallaba bien; reconocíase pacífico, metódico, incapaz de seducir mujeres ni de causar daño a nadie; sabíase esclavo de sus obligaciones, del porvenir de sus hijos, de su propio temperamento, mansejón y apaisado, y, sin embargo, complacíale que el mundo le creyese galán y pronto a los más arriscados extremos. Esta quimerista inclinación de ánimo abunda: millares de hombres, entristecidos por la invencible distancia que separa sus actos de sus ensueños, procuran olvidar su fracaso mostrándose de muy enemiga manera a cómo son. Semejante farsa, no obstante su infantil sencillez, divertía a Perea; sin él precaverlo, aquel breve tiempo que estuvo en París había bastado a impregnar su pobre existencia de una fragancia de aventura: en Serranillas le querían y envidiaban sus ocultos amores, sus éxitos de viajero; era ese algo suave y triste, refinadamente distinguido, que la ingenua juventud prende, como un aroma de jardín, en los cabellos blancos de Don Juan...
«Soy vulgar —pensaba—; tan vulgar como don Cándido, que no ha salido jamás de su botica ni conoció otra mujer que la suya...».
Pero, y los demás, ¿no serían iguales? El notario Arribas, verbigracia, sargento del ejército que capituló en Santiago de Cuba y de quien se referían proezas dignas de ser celebradas en romances, ¿sabría, efectivamente, disparar un tiro o por dónde se agarraba una bayoneta?... También don Gregorio exaltaba, con grandes gritos, sus hazañas de cazador. Pero, ¿quién daría fe de tan notables lances?... Es muy fácil decir: «Yo hice esto», «A mí me sucedióp. 153 aquello...», cuando el narrador tiene la sospechosa precaución de rodear de absoluta soledad su aventura.
Julio Cenén había referido de casa en casa la historia de sus amores con la señorita de Perpignan, y alguien, efectivamente, les vio juntos en el circo y luego cenando en la fonda de don Justo; pero ello no significaba que el recato de la Debreuil, por muy usado, raído y discutible que fuese, hubiera concedido al arriscado secretario mayores favores. Nadie sabía lo que entre ambos sucediera; luego Julio Cenén, al amparo del misterio, podía mentir...
Cavilando en esto Perea, sentía que un ambiente de traición, de embuste, liviandad y superchería le circundaba. Como no hay cuerpos perfectos, tampoco existen almas modelos, sino que todas disimulan la caricatura o degeneración de algún fingimiento. Quienes blasonan de honrados, aquellos de valientes, otros de seductores, estos de metódicos y castos...; y entre los hilos incontables de tantas mentiras, nadie suele ser lo que parece, ni tampoco lo que la opinión del prójimo señala y divulga. De este modo se explicaba don Higinio que todos sus convecinos hubiesen algo notable que referir, mientras él no tenía en su historia, que ya iba siendo larga, ni el menor incidente digno de loa, recordación o comentario.
«No es que les haya ocurrido nada —rumiaba Perea—; pero lo dicen y luego lo repite el público».
El ejemplo más terminante de la influencia que una mentira puede ejercer en la vida de un hombre lo ofrecía Diego, el sobrino de Arribas.
A pesar de sus veinticinco o treinta años, el rostro de Diego conservaba la humildad y dulcedumbre de la adolescencia: era un bendito, una pobre voluntad dócil, asustadiza, enemiga de ruidos; y no obstante, a todas partes le acompañaba una desfavorable leyenda de matonismo y escándalo. ¿De dónde proveníap. 154 aquel temeroso renombre? ¿Qué conventos allanó el menguado?... ¿A qué rivales mató en desafío? ¿Qué fortunas perdió al juego? ¿Cuáles fueron sus bacanales? ¿Qué doncellas se malograron por él?... Nadie hubiese podido demostrar que incurriera en ninguno de estos errores, y, sin embargo, su familia le aborrecía; su esposa, favorecida por su padre, se negó a continuar viviendo bajo el techo conyugal, y así, de unos en otros, la murmuración cristalizó y convirtiose en historia y posteridad; y Diego, dulce y apocado como una liebre, fue tenido por una de las peores cabezas de Serranillas.
En los pueblos estos casos de injusticia social se cuentan por millares. Un hecho cualquiera, aun el más baladí, sirve para clasificar a un individuo, para «marcarle», y este juicio, repetido neciamente por el vulgo, se extiende, afianza y llega a ser indeleble. Es una labor de impresionismo. Hay individuos que fueron tontos toda su vida y murieron en olor de imbecilidad, únicamente porque sus conterráneos, cumpliendo un acuerdo tácito, acordaron negarles todo criterio.
Esto motivó, tal vez, el nimbo de tropelías y de maldad que rodeaba a aquel pobre Diego, tan silencioso, tan humilde, capaz de estarse sentado cinco horas seguidas sin hablar a nadie. Quizás cuando muchacho, y probablemente contra toda la inclinación de su voluntad misericordiosa, reñiría con otro chiquillo, a quien hirió, lo que fue causa de que su madre y la del descalabrado anduviesen a la greña.
¿Para qué más?... La noticia estremeció la población, abultándose, hinchándose de calle en calle a cada nueva glosa, y Diego quedó «clasificado»: era un rebelde, un inadaptado, un temperamento irreductible. Con las primeras alegrías de la juventud, aquella aventura inocente remozó su prestigio fatal. Diego se halló perdido; todos sus actos suscitabanp. 155 sospechas. Si le veían hablando de noche con una muchacha: «¡Es un mujeriego!», decía la gente. Si tallando una peseta en el «saloncito verde» del Casino: «¡Es un jugador!...». Si bebiendo un vaso de vino ante el mostrador de una taberna o en la fonda de don Justo: «¡Es un borracho!...». ¿Cómo destruir aquella voz fiscal, voz del pueblo, que resonaba por todas partes?... El historial bravucón del niño perdía al hombre; la muchedumbre, después de juzgarle pendenciero, arisco y maleante, negábase rotundamente a creerle de otro modo. Era necesario rendirse: el individuo caía de rodillas bajo el empuje de la colectividad.
Perea llegó a pensar que en la historia de las personas vulgares, los únicos capítulos de algún relieve novelesco suelen ser mentiras nacidas bruscamente al calor de una frase y precipitadas luego a los cuatro vientos de la murmuración por el vulgo inconsciente. ¡Ah, si él quisiera inventar teniendo, como había, el inmenso París a su espalda!... Pero no; don Higinio no sabía mentir; el embuste implica un disimulo, una felonía, que repugnaban a su carácter bravo y sencillo.
Estas menudas divagaciones filosóficas de una parte, y de otra los años, que sigilosamente y a hurto una de las conciencias más avisadas, así saben cambiar la traza física de los hombres como revolucionarles el humor hasta inclinarles a lo que nunca desearon y viceversa, fueron modificando la ética de don Higinio. Su afición a la soledad habíase trocado en misantropía. Fuera del Casino, adonde iba dos o tres veces por semana, no sostenía relaciones de amistad con nadie, y llevaba constantemente en su noble rostro una pesadumbre de condena. El amor a París había pasado por su alma como esos cariños intensos y románticos que suelen tatuar en muchos jóvenes una huella imborrable de tristeza. Pensaba en París con la misma melancolíap. 156 que una mujer puede recordar su primera falta. Una vez solo se acercó al maravilloso vitral de la inmensa cosmópolis, vio su luminosidad cegadora, oyó el babélico estruendo de su risa eternal, sintió resbalar las manos de sus cocotas sobre su carne pecadora y temblante, y, luego, de súbito, extinguiéronse las luces y la alucinación se deshizo en recuerdo y en sombras de destierro. Si veía el reloj de oro que compró para su cuñada en la calle de la Paz, o la petaca con que obsequió a Cenén, don Higinio se ponía triste; la pianola del notario Arribas, oída algunas veces en el silencio de las calles espaciosas y vacías, le inspiraba deseos de llorar: era la voz de París, inteligible solo para su alma. Igual emoción depresiva experimentaba cuando en la fachada de la Casa Correos ponían alguno de esos carteles con que las Compañías navieras llaman a los emigrantes: vapores blancos deslizándose sobre un mar de purísimo color esmeralda; vapores negros, empenachados de humo, recortándose violentamente bajo un cielo rojo; y debajo los nombres hacia donde los hambrientos de la vieja Europa orientan su esperanza: Buenos Aires, Méjico, Montevideo, Brasil... Viéndolos don Higinio se acordaba del zaguán del hotel de los Alpes, y la figura del intérprete, con sus lacios bigotes, su larga nariz enrojecida por el ajenjo y sus botas de paño, cruzaba grotesca y simpática su memoria. Comprendía el buen manchego que todo, con el favor ingrato del tiempo, iba dejándole, y él, a su vez, sentía un absoluto desasimiento y eremítico desdén hacia todo. Anselmo, su primogénito, había cumplido quince años y estudiaba el tercer curso del Bachillerato; Joaquinito iba a ingresar en el Instituto; Carmen, con ese raro pudor que separa a las hijas de los padres, para luego lanzarlas entre los brazos de un marido, ya no se desnudaba sin antes cerrar la puerta de su dormitorio; y doña Emilia, aunque no era vieja,p. 157 por su gordura y batalladora condición de carácter, había llegado a colocarse fuera del terreno sexual.
Hallándose desencentrado y un poco anacrónico, don Higinio se refugió en la pesca, única distracción compatible con su nostálgico amor al silencio, y hubo a su alrededor como un súbito germinal de flores melancólicas en las que nunca había reparado. Fue entonces cuando comprendió la tristeza del viejo nido de cigüeñas que coronaba la torre de la iglesia, y la sórdida aridez mental del vivir lugareño, y el aburrimiento de las vírgenes que allí frutecen y acaban; y como si iba por las calles tuviera la costumbre de mirar hacia el interior de las tiendas, advirtió el asombroso número de relojes parados que había en Serranillas; lo que, demostrándole cuán poco vale el tiempo en la existencia lenta de los pueblos, fue para su espíritu delicado un nuevo motivo de descaecimiento y pesadumbre. A última hora de la tarde, luego de visitar la mina que ya había recobrado su fértil trajín, iba al paseo de la Feria a beber agua ferruginosa de cierto manantial que un médico célebre descubrió antaño y a sus expensas convirtió en fuente. Algunas veces alargaba su camino hasta la estación, donde nunca faltaban amigos con quienes departir templadamente mientras llegaba el correo de Ciudad Real. Allí, cierta tarde, le saludó un individuo a quien solo conocía de vista.
—¿No se acuerda usted de mí, señor Perea?...
—No, en este momento, la verdad...
—Yo soy Paco Martínez.
—¿Martínez?...
—El que le vendió el baúl cuando le cayó a usted la lotería y se marchó a París...
—¡Ah, sí!...
Don Higinio le examinó afectuosamente, casi enternecido, como se mira a un cómplice, y en su memoria reavivose la imagen de su cofre forrado de hojalatap. 158 amarilla, y con él la visión de su bohemio cuartito del hotel de los Alpes. Martínez reiteró a Perea su amistad humilde y los servicios de su casa.
—Si hace usted otro viaje, ya lo sabe; acuérdese de este servidor.
Don Higinio esbozó un mohín de duda y melancolía.
—No es fácil —dijo como en un suspiro— que vuelva a moverme de aquí: voy llegando a viejo y los años son poco aficionados a mudanzas.
Hablando de esta suerte, inconsciente, miró al espacio, a los alcores rocosos que circuían la población, a la torre de la iglesia, donde las esferas iluminadas del reloj brillaban en la creciente oscuridad vesperal como las pupilas glaucas de una lechuza. ¡No; él ya nunca saldría de Serranillas!... ¿Ni para qué?... Solo el andén, con sus trenes que venían de lejos, de París acaso, parecía comprender su destierro. A su excelente corazón le emocionaba románticamente todo aquel trasiego; los amores son interesantes porque nos dejan; los paisajes parecen más bonitos cuando se van; el secreto de toda pasión y de toda belleza estriba en la misma angustia que nos produce sentir cómo lo más deseado irremediablemente se deshace y marchita entre nuestras manos ingratas.
Un día varias muchachas de Serranillas, hijas de mineros, subieron al correo de Madrid, donde las habían dicho que las criadas cobraban buenos sueldos. Eran mozuelas de quince a dieciocho años, y sus trajes de ligeros colores y los pañuelos de seda que cubrían sus cabezas mejoraban su gracia juvenil. Muchas personas de su intimidad y cariño las acompañaron a la estación; la despedida fue emocionante: sollozaban las madres, y las muchachas, apenadas de una parte y removidas de otra gozosamente con la alegría del viaje, no sabían si llorar o reír. Rodó el tren, llevándolas consigo hacia el mañana, donde,p. 159 emboscada, acecha la vida. Se fueron. ¡Oh, la pena desgarradora de ese instante en que las cosas son y dejan de ser para siempre, porque si algún día volviesen ya no serían las mismas!... Al salir del andén, seguro de que nadie le veía, don Higinio Perea, que hubiera querido marcharse con ellas, necesitó enjugarse los ojos.
Empezaba la otoñada con unos días frescos, ligeramente neblinosos, que olían a tierra húmeda. El paisaje cambió: los prados iban amarilleando, y entre el ramaje seco el viento sonaba de otro modo; el Guadamil venía crecido, y sus ondas, en la hoya profunda del Jabalí, tenían murmurios de amenaza. Ya del cielo azulino, de un azul enfermo, las últimas golondrinas se habían marchado; las cigüeñas de la iglesia se fueron también.
Una tarde de octubre, después de almorzar, don Higinio Perea enderezó sus pasos a la botica de don Cándido, que celebraba, juntamente con su fiesta onomástica, el cincuentavo aniversario de su natalicio. Llovía copiosamente y para no cruzar la plaza convertida por obra del mal tiempo y abandono del alcalde, en un barrizal, necesitó don Higinio dar un largo rodeo. Caminaba sin prisa y chupando un buen cigarro. Bajo su paraguas, que le defendía del chaparrón y sobre la sequedad de sus chanclos, iba contento y como transportado cinco años atrás: aquel día turbio, fangoso, en que las piedras de la calle oponían una brillantez acerada a la claridad lívida del espacio, era «un día de París...».
Cuando llegó a la farmacia ya la sobremesa, aunquep. 160 duró mucho, había terminado, y de cuantos amigos acudieron a la íntima y alegre zahora solo quedaban don Gregorio Hernández, el notario Arribas, Julio Cenén y Gutiérrez, el jefe de Correos. Don Higinio les halló en una de las habitaciones últimas de la casa, cómodamente repanchigados alrededor de un velador al que daban autoridad y simpático paramento tres botellas de coñac, dos intactas aún y la otra casi vacía. Perea fue recibido con estudiantil algazara.
—¿Cómo viene usted tan tarde, hombre de Dios? —le gritó el médico—. Ha perdido usted un almuerzo de primer orden. Aquí, el más desganado, se ha chupado los dedos. ¡Magnífico!... Ya lo sabe Cándido: a su mujer, quiera él o no, me la llevo de cocinera.
Don Higinio disculpó su retraso con sus ocupaciones; había estado haciendo números y escribiendo cartas; la mina le daba muchos calentamientos de cabeza. El farmacéutico quiso obsequiarle con una tacita de caracolillo y moka, y don Higinio aceptó. Sentose de espaldas a la luz, entre don Jerónimo Arribas y el secretario del Ayuntamiento; cruzó una pierna sobre otra, bebió su café aromado y caliente, trasegó medio vasito de coñac e inmediatamente, bajo la caricia tibia de aquel ambiente impregnado de olor a tabaco, fue feliz. Cenén le dio un amistoso golpecito en el hombro:
—¡Vaya, con don Higinio! Pues ha de saber usted que todos le hemos echado de menos.
—Yo iba a enviarle a usted un segundo recado —dijo don Cándido—; pero estos demonios se opusieron.
Hernández rectificó, dando una gran voz.
—¡Alto! Quien se opuso fui yo; estos señores nada dijeron; me opuse porque conozco a Perea: es un mátalas callando con quien, en ciertos días de la semana, no se puede contar. ¿Es o no verdad?...
p. 161
Todos rieron de bonísima gana, porque en aquellos momentos de sincero optimismo aun las frases más triviales sonaban a agudeza y donaire. Don Higinio rio también, moviendo la cabeza a un lado y otro, como si intentase objetar algo, muy colorado y mirándose los chanclos. Estaba contento; una atmósfera de cordial amistad le envolvía. Don Cándido le sirvió un segundo vasito de coñac.
—Tiene usted que beber de prisa para alcanzarnos, le llevamos mucha ventaja.
Como le temblase el pulso y no consiguiera escanciar limpiamente, Hernández le arrebató la botella.
—¡Eche usted sin miedo!... ¡Canastos, estos boticarios son unos miserables! ¡Todo lo dan por gotas!
Gutiérrez y Arribas intercedieron:
—Pero si a Perea no le gusta beber... Este coñac tiene muchos grados.
Aquella intromisión piadosa picó la vanidad de don Higinio.
—Nadie pase cuidado —dijo—, yo bebo mucho: ya saben ustedes que el ajenjo es agua para mí.
Y de un trago apuró el vaso. El médico aplaudió.
—¿Ven ustedes? Pero si este hombre, allá en París, se enjuagaba la boca con lejía. ¡Cuando yo digo que no le conocen!...
Don Higinio, que no estaba acostumbrado a ingerir bebidas fuertes, sintió que todo el calor de aquella buchada se le subía a las sienes, a la nuca. Como por ensalmo, la discreta melancolía habitual de su carácter desapareció, y sus párpados experimentaron una extraña y amable ligereza.
—¡Muy bien dicho, don Gregorio —exclamó campechano—, estos caballeros de alfeñique no me conocen!...
Para mejor demostrarlo, antes de que nadie le invitase a ello, se sirvió otro coñac. Todos le imitaron; hubiera sido descortesía dejarle solo en momentop. 162 de tanta gravedad y gusto. Julio Cenén insinuó:
—Yo desconocía este aspecto de nuestro amigo Perea: únicamente recuerdo que hace años, cuando llegó a Serranillas la noticia de que a él y a don Gregorio les había caído la lotería, estuvo en el Casino bebiendo aguardiente de Cazalla con Pepe Martín y conmigo.
—¡Pero si esos son detalles! —interrumpió el médico—. Donde este hombre se habrá acostumbrado a beber es en París; el pueblo francés bebe mucho, muchísimo..., como ustedes no pueden figurarse. ¿No es así, don Higinio?
El interpelado hizo un signo afirmativo; se acordaba de Francisco, el intérprete del hotel de los Alpes, con su nariz roja caída sobre el bigote lacio, su respiración de alcohólico y sus ojos azules, húmedos siempre y medio cerrados.
—Es verdad —declaró sentencioso—; yo, allí, francamente, es donde he abusado un poco de la bebida.
—¿Permaneció usted mucho tiempo en París? —dijo el notario.
—Cerca de ocho meses.
Hernández le miró asombrado. ¿Ocho meses?... Él creía que no habían llegado a siete, pero no estaba cierto. En la distancia de los cinco años transcurridos desde entonces sus recuerdos se embarullaban.
—¡Cómo corre el tiempo! —exclamó don Jerónimo.
La reflexión de Arribas arrancó un suspiro al jefe de Correos y tuvo la virtud de arquear melancólicamente todas las cejas. Hubo una pausa.
—Pues, sí, señor —insistió pérfidamente don Higinio—, ocho meses o poco menos, estuve en París. ¡Quién pudiera volver!...
Y al hablar así, de pronto, quedose triste, como si en París, efectivamente, se hubiese dejado el corazón.
Su ánimo volvía a inmergirse en un tranquilo,p. 163 inefable bienestar. El aposento donde se hallaban era hermoso; cromos vulgares metidos en dorados marcos y antiguos retratos de familia, exornaban el papel oscuro de las paredes; hacía calor; el recio aroma del tabaco invitaba al ensueño; por las dos ventanas enrejadas y sin cortinas, asomaba un retal de jardín y se percibía el monorritmo sigiloso de la lluvia.
El coñac desataba en los circunstantes el prurito lírico de hablar de sí mismos. El secretario del Ayuntamiento cedió sin gran resistencia a los ruegos de Gutiérrez y del notario, y comenzó a referir sus relaciones con la Debreuil. Los pormenores traviesos que el narrador añadía a su cinedológico relato eran tan expresivos y con tales gestos los ilustraba, que don Cándido creyose obligado a cerrar la puerta.
—¿Anda por ahí tu mujer? —preguntó Arribas.
—No, está en la botica; de todos modos...
La hiperbólica y mentirosa imaginación de Cenén daban a sus vulgares amoríos con la señorita de Perpignan visos novelescos de desinterés y sacrificio. ¡Adorable Liana! Era bonita, era buena... y, para mayor hechizo y simpatía de su persona, ¡era horriblemente desgraciada! A cada momento los ojuelos ratoniles del secretario se volvían hacia Perea, solicitando la irrecusable autoridad de su aprobación.
—Aquí, don Higinio, conoció mucho a Liana; toda una noche estuvo hablando con ella y él, mejor que nadie, puede decir si era o no una chiquilla encantadora.
Perea asintió pausadamente, con lentitud enfática y doctoral:
—Sí, era una criatura muy agradable, muy francesa... Es un tipo que abunda mucho en París.
Cenén prosiguió:
—Ella se había enamorado de mí; al principio, no; ¡como casi no nos entendíamos!... ¡Pero, luego!... Lap. 164 víspera de marcharse estuvo llorando toda la noche; parecía loca: tan pronto quería quedarse a vivir aquí, conmigo; tan pronto me invitaba a irme con ella a correr mundo. ¡Niña de mi alma! «Tú —decía— no tienes que hacer nada; yo te vestiré, te pagaré la fonda, los viajes...». Creo que si para seguirla la impongo la condición de llevarse también mi familia, acepta.
Movía su cabecita de pájaro a todos lados, y se sirvió un coñac.
—¡Luego dicen que las francesas son interesadas!... ¡Mentira!...
Miraba a don Higinio. Perea afirmó:
—Las francesas son como todas las mujeres: apenas se enamoran de verdad, se hace de ellas lo que se quiere.
El médico se mordió los labios; de excelente gana hubiese protestado poniendo al servicio de su opinión sus terribles pulmones; pero el medio le era hostil y prefirió callar. Las sentenciosas palabras de don Higinio merecieron el asentimiento general. ¡Bien se echaba de ver por ellas que había viajado y conocía el mundo!...
Gutiérrez empezó a contar una aventurilla de parecido jaez que años atrás tuvo con una muchacha de Almodóvar.
—Pido a ustedes acerca de esto —advirtió, queriendo sosegar caballerescos escrúpulos— la mayor reserva, pues la pobrecilla ya se ha casado...
Los circunstantes asintieron y continuaron mirándole, con la paciente y fingida atención que los hombres dedican a las historias ajenas para así adquirir el derecho de contar las suyas. Don Cándido, sencillo y crédulo como un eremita, se frotaba las manos: hacía mucho tiempo que no pasaba una tarde tan espiritual ni tan alegre como aquella. Su mujer apareció.
—¿Dónde están la valeriana y el jengibre?
p. 165
—En el estante de la derecha, segunda tabla.
Doña Benita se atrevió a decir:
—Ven un momento; yo no alcanzo.
—Y yo no puedo moverme de aquí. ¡Qué exigencias! Súbete en una silla.
Contra su costumbre, él, tan servicial, tan cariñoso, excitado por la bebida, había replicado ásperamente: estaba alegre y no quería molestarse por nadie; sus palabras tuvieron el egoísmo de la felicidad.
La historia del jefe de Correos fue muy celebrada y reída, y en su honor los circunstantes vaciaron de nuevo sus vasos. Al cabo don Gregorio pudo coger las riendas de la conversación y enderezarla hacia su afición favorita: la caza. El buen doctor tenía un pointer y un setter ingleses, con los que se proponía no dejar una perdiz en aquellos contornos.
—El pointer —decía— es cachorro aún; pero tiene unas orejas sedosas y largas, y tal distancia desde el entrecejo al extremo de la nariz, que apostaría la mano derecha a que va a ser un perro de vientos altos de primer orden. El setter ha cazado ya mucho, aunque siempre en terreno cubierto; por lo mismo tiene la fea inclinación de rastrear, que aquí, en nuestros campos manchegos, no sirve.
Internose en una erudita digresión relativa a la educación de los perros, según el género de caza que hayan de practicar. Citaba ejemplos, amontonaba razones y su caliente sangre de cazador hervía. Empezaron las anécdotas.
—¿Se acuerda usted, Arribas, de aquel matacán que cobramos en el barranco del Tojo?... Yo lo conocía bien; me había reventado dos meses atrás un galgo que valía millones; Gutiérrez puede decirlo. Pues yo estaba a un lado del barranco con Claudio Hinojosa, que en paz descanse. ¡Buen amigo! Y acabábamos de comer unos chicharrones, cuando oímos llegar la jauría. Como siempre, Rafael, el perro dep. 166 Hinojosa, iba delante, y apenas lo vi comprendí que el pobre animal no podía correr más. La liebre había sabido hallar la ventajilla de una cuesta y cortaba el terreno a su gusto. Conque... el tiempo indispensable para echarme la escopeta a la cara y... ¡allá fue el tiro!... Hecha una pelota rodó la pendiente.
Llamaron a la puerta.
—¡Adelante! —gritó don Cándido.
Era un muchacho que venía con gran prisa en busca del médico; el pobrecillo chorreaba agua y sudor.
—De parte de la maestra —dijo—, que vaya usted en seguida a la peluquería, que el amo se ha puesto peor.
—¿Está enfermo Nicanor? —preguntó el boticario a don Gregorio.
—¿No lo sabía usted? Hace tiempo. Por la vida que le reste no doy cuatro ochavos; tiene una enterodiálisis que se muere a chorros. ¡Naturalmente! Son personas que comen mal y no hacen ejercicio...
Volviose hacia el mensajero.
—Di que luego iré, después de cenar; ahora estoy ocupado.
Aún el recadero no había traspuesto de la habitación, cuando Hernández reanudó la evocación de sus hazañas cinegéticas. Aquel belicoso nieto de Nemrod y de San Huberto era inagotable y hablaba con una vehemencia resonante que no abría en su discurso suturas de silencio ni pausas de atención.
—Hace cuatro años —decía— a fines de noviembre, por el día de mi santo, precisamente, fuimos diez o doce amigos, los mejores tiradores de Almodóvar y yo, a cazar jabalíes a la sierra. Claudio Hinojosa vino con nosotros. ¿Se acuerda usted, don Cándido, que no quiso usted ser de la partida? La caza empezó dándose mal: había nevado mucho la víspera y los perros parecían acobardados; no rastreaban. Era al anochecer. Ibamos el pobre Andresito Bustin, que tambiénp. 167 ha muerto, y yo, por una cañada en busca del rancho donde habíamos de pasar la noche, cuando oigo ladrar a los perros...; pero con ese ladrido, a la vez de miedo y de rabia, que únicamente los cazadores conocemos.
Se interrumpió para avivar la lumbre de su cigarro.
—¿Habían visto algo? —interrogó Gutiérrez sirviéndose un coñac.
Esta observación alborozó la verbosidad de don Gregorio.
—¡Pues ya lo creo! ¡Atienda usted!... Le digo a Bustin: «Prepara la escopeta y no te muevas ni dejes de mirar hacia allí». Y le señalo una especie de trocha oscura sembrada de aznachos y retamas que a la izquierda se parecía. Yo avancé con mucho cuidado, porque el sitio era profundo y estaba orientado de modo que había en él poca luz. Ignoro lo que pasó entonces; todavía no he podido explicármelo. Los ladridos, si bien iban acercándose, sonaban lejos aún; y, sin embargo, de pronto oigo un estrépito de breñas y de jarales rotos y por entre el escobo aparece un jabalí que llegaba rebudiando y con los ojos encendidos como ascuas. Apenas había visto a la fiera cuando ya la tenía encima, a cinco o seis metros delante de mí. ¿Cómo escapar? Bustin, el pobre, disparó su escopeta, pero con el miedo de herirme apuntó alto. ¡Señores, puedo jurarles que, desde aquel día, conozco la cara que tiene la muerte!... En trances tales, los hombres deben jugarse el todo por el todo: yo soy de esos. ¿Qué hago entonces?... Tiro mi escopeta, que ya para nada me servía, hinco una rodilla en tierra y con el cuchillo de monte en la mano espero al jabalí. La fiera, que venía mordida por los perros y estaba furiosa, me acomete, pero, así, en línea recta, como un toro; yo ladeo un poco el cuerpo, lo indispensable para que sus colmillos no me toquen,p. 168 y la clavo el cuchillo hasta el corazón. Fue, modestia aparte, un golpe de maestro. Recuerdo que el animal se quedó parado unos instantes, y luego empezó a temblar y cayó al suelo.
—¿Hecho una pelota? —preguntó irónicamente Gutiérrez.
—¡Sí, señor, hecho una pelota! ¡Esa es la frase! «Hecho una pelota»... ¿Qué le parece a usted? ¿O no lo cree?... Pues debía usted creerlo, como yo creo que en la oficina de Correos, administrada por usted, no se pierde ninguna carta.
El enfurecido gesto del médico y la acritud venenosa de su réplica intimidaron a Gutiérrez.
—Pero, hombre, no sea usted terrible; yo no he querido molestarle; todo fue broma...
La lluvia había acelerado la brevedad otoñal del crepúsculo, y la noche llegó bruscamente. Don Cándido cerró las maderas de las ventanas y encendió la lámpara: una muy vieja de petróleo, suspendida del techo por una cadena que cubrieron de mugre las moscas, el polvo y el tiempo. En la atmósfera tórrida de la habitación, trastornados por los vapores del alcohol y del tabaco, los semblantes mostrábanse congestionados y llenaban los ojos fosforescencias extrañas. La tertulia continuó: Gutiérrez no tenía nada urgente que hacer; el notario y Julio Cenén, tampoco; Hernández, por su parte, había resuelto no visitar aquel día a ningún enfermo. Don Cándido mandó traer pasteles, que aportaron a la reunión un nuevo y agradable aliciente. En cuanto a don Higinio, hasta las ocho, hora de cenar, no tenía prisa.
La conversación devanábase tenaz, inagotable, alrededor de los mismos temas: Cenén sacó a relucir por segunda vez la historia de sus amoríos con la titiritera; don Gregorio comentaba sus cacerías; Arribas explicaba a Gutiérrez las proezas por él realizadas en Santiago de Cuba.
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Perea, al que la bebida había amodorrado un poco, les observaba en silencio. No obstante, conservaba la lucidez necesaria para comprender que mucha parte de cuanto sus amigos estaban refiriendo era mentira. Los heroísmos del notario, como la pelea cuerpo a cuerpo de don Gregorio con el jabalí, como la conquista y amoroso cautiverio de la Debreuil, se parecían en tener igual fondo de oscuridad y aislamiento: nadie había visto a Arribas acuchillar cubanos, ni a don Gregorio matar lobos ni jabalíes a brazo partido; nadie, tampoco, podía atestiguar que la señorita Debreuil hubiese tenido nunca la condescendencia de sentarse sobre las rodillas del secretario del Ayuntamiento. Todos estos eran combates sin brillo ni fanfarria, éxitos misteriosos obtenidos a puerta cerrada o en lugares remotos o ante personas que —¡oh, sospechosa casualidad!— ya habían muerto.
Y, sin embargo, reflexionaba don Higinio mientras se servía otro coñac, él y Gutiérrez y el excelente don Cándido, que no hablaban recelosos quizás de mentir, hallábanse oscurecidos por aquellos tres elocuentes y desvergonzados embusteros. Probablemente, ni el médico creía a Cenén, ni este a don Gregorio, ni el notario daba fe a ninguno de los dos, ni era, a su vez, tomado en consideración por ellos, lo que no impedía que todos, recíproca y educadamente, se aplaudieran y reverenciasen.
Por primera vez empezaba don Higinio a darse razón exacta de los hondos fundamentos que en el espíritu humano tiene la mentira. Los animales, las plantas, la misma Naturaleza augusta, traicionan, disimulan, encubren la verdad. Miente todo lo que lucha, todo lo que acecha: la zorra, que para huir mejor sabe fingirse muerta; el cocodrilo, que se cubre de lodo y, remedando el llanto de los niños, atrae al caminante; el gato, que para cazar al ratón se oculta tras una cortina; mienten la araña con su inmovilidad; losp. 170 camaleones astutos, que cambian de color; el oso hormiguero, que engaña a las hormigas con la quietud y dulzura asesina de su lengua; la flor, que cierra sus pétalos si un insecto la roza. Y mienten también el cielo, que parece azul y no es azul; el agua del mar, que siendo incolora se viste de verde; la tierra, que mostrándose llana es redonda; y el sol, que no se mueve y, sin embargo, parece andar; mienten, en fin, los ojos, donde las imágenes se pintan invertidas... Y, si todo miente, ¿cómo no mentiría el hombre que, amén de pelear contra sus semejantes, necesita librarse y defenderse constantemente del horrible fastidio de sí mismo?...
La mentira rodea al individuo, le ayuda en sus relaciones sociales, en sus investigaciones científicas, y al mismo tiempo que le estimula al trabajo le encanta. Es una hechicera, un perfume de la creación. La mentira invade lo más augusto, piruetea en los espacios inexplorables, ríe detrás del átomo, amenaza en el enigma de las bacterias, late en los millares de sentimientos indecisos, torvos, criminales tal vez, que no consigue esclarecer la conciencia. Es el porvenir, es también la historia. A la mentira exterior otra mentira, reflejo de aquella, responde en nosotros y a su vez proyecta sobre el mundo objetivo su perfil; pues ni todas las cosas existen según las vemos, ni los sentimientos que andan por nuestro espíritu son como la crédula conciencia los imagina, ni su naturaleza es tan abstracta que deje de influir en el ulterior funcionamiento de los sentidos. De todo lo cual se deduce que el hombre, especialmente en achaques amorosos, unas veces percibe las cosas como son y otras según su deseo quisiera que fuesen.
El misterio halló en la mentira la túnica maravillosa de Tanit y no se separa de ella nunca, y la omnipotencia de la mentira nace precisamente de la universalidad del misterio. Allí donde se detiene lap. 171 ciencia del químico, allí donde fracasa el telescopio, ante el jeroglífico o el fósil que desafían la sagacidad de los buceadores del pasado, allí donde la luz de la reflexión no desciende, allí mismo comienza el fraude.
Don Higinio, siempre tan sincero, no podía dejarse sofisticar por los embustes que a veces pasearon su espíritu hasta el malsano extremo de creerlos hechos reales, y así estaba ciertísimo de que su permanencia en París solo duró tres meses, y de que su vocabulario francés registraba apenas un centenar de palabras, y de cómo había sido y continuaba siendo un lugareño pazguato, sin mundología ni trato de mujeres. Por lo mismo, la mitad, al menos, de su «nostalgia de París» era mentira: engaño aquel ardimiento con que defendía a las señoritas de teatro y, en general, a toda persona de vivir equívoco; falsos los aires de experiencia, desdén y fatiga que adquiría para hablar de sus viajes; contrahecha también su afición al ajenjo. Con todo, a despecho de esta ruda pero saludable franqueza que aplicaba a sí mismo, era indudable que siempre había de tratarse con cierta indulgencia y atribuirse algunos méritos más de los que realmente poseía.
«Verdaderamente —pensaba—, ninguno de los individuos aquí reunidos vale más que yo».
Se sirvió un coñac.
Sus meditaciones continuaban. Si la mentira es algo tan multilateral y sutil que triunfa hasta del sentido íntimo, y ondulando de unos nervios en otros no solo se sustrae a la razón, sino que, a veces, brinca sobre ella y la impone su imperio, ¿por qué no había de subsistir en las relaciones sociales? A quien a sí propio se engaña, ¿no le sería fácil engañar también a los demás?
La mentira, como el rubor, el orgullo y la valentía, son sentimientos que surgen al calor de la colectividad.p. 172 Las personas que examinadas por separado son absolutamente leales, terminantemente sinceras, apenas se reúnen producen la mentira. Es una de las muchas veces en que, tratándose de las paradójicas matemáticas del espíritu, una suma no es el total de los sumandos que la componen. De aquí nace el llamado «espíritu de cuerpo»; los diversos uniformes con que el hombre castiga estúpidamente su libertad, fueron siempre viveros de mentiras.
Además, la credulidad ajena induce por sigilosos caminos a las dulzuras de la superchería. La opinión del prójimo, ese rumor de la colectividad que ahora es presente y mañana será recuerdo, historia, acaso inmortalidad gloriosa, depende de nosotros, de nuestros gestos y palabras; seremos vulgares y nada quedará de nuestro breve paso por la vida; pero sepamos sobresalir, y lo futuro eternizará nuestros ademanes y tendrá ecos perpetuadores de nuestra voz. ¡Y es tan fácil y, por lo mismo, tan tentador, decir un embuste que de súbito nos ennoblezca y aúpe sobre el rebaño!...
En aquel momento Arribas, gordiflón y excitado, decía:
—El yanqui y yo rodamos juntos hasta el fondo del tajo, las manos del uno clavadas, como garras, en el cuello del otro. Pero él cayó debajo..., ¡ah, ladrón!..., y yo, con mi bayoneta, le abrí la barriga de parte a parte...
—¡Viva España! —gritó electrizado Hernández, descargando sobre el velador un puñetazo de gigante.
El notario, de pie, muy sofocado, mostraba una sortija.
—Es un trofeo —dijo—, la llevaba mi enemigo. Yo, cuando le vi bien muerto, traté de quitársela; pero no podía y necesité cortarle el dedo con una navaja.
Don Higinio, lentamente, trasegó otro coñac. ¿Porp. 173 qué no sería él como los demás? ¿Por qué no proporcionarse, una vez siquiera, el frívolo, inofensivo y alquitarado goce de mentir?...
Los hombres más agradables, los mejores conversadores, recurren con frecuencia a la gracia y poesía del embuste, porque la verdad es demasiado seria, demasiado triste y semejante a sí misma siempre, para no aburrir. Los buenos narradores, si han de ser escuchados con agrado, necesitan suprimir ciertos detalles, abultar otros, inventar, en fin..., y aunque nadie les crea, ¿qué importa, si, al cabo, lo que dijeron fue bonito y distrajo un momento?... La mentira supone una reacción poética del sujeto contra la vulgaridad colectiva. El arte es delicioso porque eternamente, en el fondo y como soplo vivificador de sus producciones mejores, subsiste algo imaginado, convencional; una obra de arte es un trozo de realidad, bajo el cual, como un pájaro dentro de una jaula, canta una mentira.
La misma cortesía, por cuya virtud, según la observación agudísima de La Bruyère, «consigue el hombre aparecer por fuera como debiera ser interiormente», ¿no es también una falsedad? Pero traición exquisita, sin la que los engranajes de la máquina social, probablemente, se romperían.
Don Higinio estaba borracho; un aquelarre de ideas se arremolinaban confusamente tras su frente pálida y sudorosa. ¿Y si mintiese?... La mentira posee un don de polarización que trastorna aun lo más sencillo. Mentir es embarcarse hacia el ideal, amar, rendir corazones, ser héroe, ser millonario. ¿Qué valen el hachís, ni la morfina, ni los paraísos del opio, que produce el Oriente, comparados con el divino opio de la mentira?... Mentir es libertarse, convertirse en otro hombre; el alma que sueña y cree en sus sueños siempre irá vestida de domingo; una mentira equivale a la copa de vino que para olvidarp. 174 dolores beben los obreros los sábados. Platón, queriendo desterrar la mentira de su República, incurría en un gravísimo delito de belleza y vulneraba la liturgia, porque, sin los altos prestigios de la mentira, ¿qué sería de los dioses?...
Distraída y pausadamente don Higinio se sirvió otro coñac. A su alrededor continuaban improvisándose historias absurdas y dionisiacas, de sangre y de amor: violaciones, batallas, cacerías; toda una gama de terribles estremecimientos de muerte y voluptuosidad. ¿Por qué no inventar algo?... Esta idea producíale un secreto y suave regocijo. Cada una de las personas allí reunidas padecía una debilidad, un vicio, que las obligaba a caer en las exageraciones más desairadas y ridículas; y así don Gregorio, que era noblote, ingenuo y muy dado a llamar las cosas sin ambages y por su nombre, en hablando de cacerías se le nublaba el seso y atribuíase con la mejor buena fe mil arriscadas aventuras; y otro tanto acaecíale a Julio Cenén, en cuanto se refiriese al arte de rendir las castidades más austeras y los corazones más fríos y mejor guardados; y al notario Arribas, en achaques de matonismo, emboscadas, pendencias, desafíos a cuchillo, lances a pistola o florete y otros caballerescos modos de hacerle ascos a la vida. Y si todos, a pesar del merecido descrédito en que el frecuente abuso de la mentira les había puesto, dirigían alternativamente la conversación y narraban episodios que parecían interesar a los demás, él, que nunca cultivó la fábula, ¿qué sincero brío, qué fuerza persuasiva, qué irrecusable imperio de verdad no acertaría a imprimir a lo que dijese?...
La desconocida emoción le ofrecía una especie de plano inclinado, por donde su espíritu quimerista sentía la voluptuosa felicidad de dejarse ir. «Ahora no soy nadie —reflexionaba—; pero apenas inventase algo me convertiría en una especie de voluntad superiorp. 175 y todos repararían en mí...». Sufría una inquietud angustiosa, una trepidación interior, semejante a esos terribles alborotos espirituales con que suele revelarse en los hombres el genio. Mentiría, sí; ya estaba decidido; pero, ¿qué diría, de qué iba a hablar?... La idea de hilvanar torpemente su embuste le aterraba. Su invención no debía ser trivial, sino grande, novelesca, a la vez romántica y heroica, digna, en fin, de los largos años de aburrida sinceridad que la precedieron. Pero una mentira así, bella y recia como una obra de arte, una mentira con vistas a la posteridad, no se improvisaba fácilmente; era necesario discurrirla bien, madurarla, equilibrar minuciosamente los elementos de lugar y de tiempo que habían de robustecerla, para no caer más adelante en contradicciones que descubriesen la torpe armazón de la superchería. Todo ello implicaba graves dificultades; la historia apacible de Perea era demasiado conocida, y una pregunta cualquiera, hecha quizás con mala intención, podía desconcertar al narrador y dejarle en ridículo. Y don Higinio, midiendo el peligro a que su vanidad quería lanzarle, estremecíase de pavura. Aquel amor propio, rasgo máximo de su carácter lleno siempre de leal entereza, se ovillaba ruboroso y temblante ante la risa ajena; él quería que «su público» le aplaudiese, le admirase y tributara a su engaño los respetos que merece la Historia; él no quería fracasar; su mentira no debía ser silbada; nada dijo aún y ya sus pulsos latían de emoción; su miedo era el que oprime el corazón de los autores que estrenan por primera vez...
Para enfervorizarse se sirvió otro coñac. Escenas inconexas, recuerdos a medio vestir, frases que jamás habían granado en su cerebro, le zarandeaban. Como él nunca fue militar, como el notario, ni siquiera cazador de perdices, como don Gregorio, ni disfrutaba de aquel prestigio galán que la pública opinión concedíap. 176 a Cenén, su mentira necesitaba, desde luego, desarrollarse en otro ambiente; por ejemplo, en París...
Miró a su alrededor; el interés de las historias, acaso de las patrañas, con que unos y otros cebaban la curiosidad general, iba en auge. Los pasteles que doña Benita trajo en una larga fuente de porcelana habían desaparecido. Bajo la luz rojiza de la lámpara y a través del humo de los cigarros, los circunstantes, terriblemente excitados por el coñac y el calor de la habitación, mostrábanse rodeados de un extraño halo de vigor y amenaza. Ladrones, corsarios, parecían, o soldadesca allí reunida para disputarse el botín de un asalto.
De pronto, casi contra su voluntad y albedrío, empujado a ello por un imperativo superior, don Higinio movió los labios, insinuó con su mano derecha un gesto...
—Señores...
Y apenas habló, cuando tuvo la intuición de que algo gravísimo, irreparable, caía sobre él, como si el destino para que fue nacido acabara de cumplirse. No obstante, automáticamente, repitió:
—Señores...
Todos le miraron; su interpelación llegaba, precisamente, en una de esas pausas, semejantes a lagunas de silencio, que a intervalos interrumpen el hilo del diálogo. Aunque, según costumbre suya, había hablado muy bajo, su voz, dotada quizás en aquel momento de algún inexorable y taladrante magnetismo, avasalló la atención general. Don Higinio iba a decir algo...
Perea prosiguió lentamente, con un repentino aplomo de que él mismo, apenas lo advirtió, empezó a asombrarse.
—Yo también, si ustedes lo permiten, voy a contar algo interesante. Hay en mí, como en todos los hombres,p. 177 una historia íntima, una página secreta, un rincón sagrado donde nadie..., ¡compréndanlo ustedes bien!..., donde nadie entró nunca...
¿Una historia Perea? ¿Era posible? ¡Una historia aquel hombre que en todas las reuniones del Casino siempre se limitaba a oír!... Hubo un breve momento de expectación. Don Cándido se quitó su gorrilla de terciopelo para rascarse el cráneo, mondo y puntiagudo, con las uñas de sus dedos amarillados por el humo de los cigarrillos y el vaho de las medicinas. Estaba atónito. ¿De modo que el amigo Perea, a quien todos creían conocer perfectamente, escondía un misterio?... En el secreto que va a divulgarse, vibra una especie de violación, de atropello: un aroma de azahares deshojados, que inspira un regocijo casi sexual. El secretario del Ayuntamiento, muy alborotado, revolviendo a todos lados sus ojos ratoniles, interrogó al médico.
—¿Usted sabía algo, don Gregorio?
—Yo, no.
—Ni yo —afirmó Arribas.
—Ni yo —repitió Gutiérrez.
—Yo tampoco —dijo el boticario—, y el lance me interesa y sorprende tanto más, cuanto que don Higinio nunca se ha metido en bullas.
—No lo sabe nadie —interrumpió Perea con cierta vehemencia, que produjo en su auditorio bonísimo efecto—, y si ahora me decido a hablar es porque hay penas, remordimientos..., como ustedes quieran llamarlos..., que no pueden llevarse ocultos en el pecho toda la vida. Pero, ¡eso sí!..., han de jurarme ustedes, bajo palabra de caballeros, que mi desgracia..., porque se trata de una desgracia..., no se la dirán a nadie, no saldrá de aquí... Como si yo hubiese hablado dentro de una tumba, ¿verdad?... Yo estoy casado, tengo hijos... ¡Ustedes sabrán ponerse en mi lugar!...
p. 178
Los circunstantes asintieron; estaban sugestionados; el secreto de don Higinio Perea moriría con ellos. Y entonces fue cuando este, que había empezado a hablar sin saber aún exactamente lo que iba a decir, vio claro. Fue una improvisación maravillosa, un chorro de luz meridiana, un brusco y magistral andamiaje de palabras y de gestos tan precisos y terminantemente coordinados, como si dictados fuesen por la verdad misma: una especie de pasmoso monólogo en el cual los talentos de un dramaturgo y de un comediante los recursos mejores, acababan de aunarse para defender el éxito de una mentira. Fácilmente, con rapidez de vértigo, don Higinio inventaba, recordaba, zurcía lo imaginario con lo verdadero, y a la vez ligaba hechos que en la realidad histórica aparecían separados, o divorciaba, por el contrario, lo que estuvo unido; y todo febrilmente, sin un titubeo, con ese contagioso ardor que produce en los espíritus la visión rotunda, concluyente, de la verdad. Fue un caso precioso de aquella «síntesis imaginativa de imágenes dispersas y reales», de que tanto hablan los neurópatas.
Adelantando mucho el busto, la voz insegura y como estrangulada por la emoción, lo labios trémulos, descoloridos, bajo la hirsuta frondosidad del bigote, el rostro cubierto de histriónica palidez, don Higinio Perea agregó:
—Yo, señores... he matado a un hombre...
A esta declaración terrible nadie contestó: tan acerba fue la impresión, tan extraordinarios el asombro y el trágico espanto que cayeron sobre aquellas cabezas sencillas. El notario estuvo tentado de marcharse, y don Cándido miró hacia la puerta para cerciorarse de que estaba cerrada. Don Gregorio, Gutiérrez y Julio Cenén no se movieron: parecíales que, oyendo las confesiones de don Higinio, iban a ser cómplices de un crimen. El pánico de todos fue tanp. 179 manifiesto, que allí mismo Perea, interiormente, se arrepintió de su disparatada audacia. Pero, ¿cómo desdecirse, cómo retroceder, cómo retirar ya la palabra heroica?...
Sereno, temerario, dueño absoluto de la situación, el gesto parco, los ojos ligeramente vueltos hacia arriba, digno como Ulises, su hermano en mentiras, de tener un Homero para su hazaña, el narrador continuó:
—Fue en París, a los pocos meses de llegar allí. Vivía yo a la sazón en el hotel de los Alpes, del cual creo haberles hablado otras veces...
Para dar mayor verosimilitud a la novela que iba desenvolviendo, buscó arteramente la alianza y colaboración de su auditorio.
—¿Recuerdan ustedes que estuve una temporada bastante larga sin escribir?
Hernández asintió.
—Sí, me parece que sí..., tengo cierta idea...
—Mi pobre Emilia no la ha olvidado. ¡Cuánto sufrió entonces!... Pues bien; aquel silencio mío fue motivado por lo que voy a decir. Ya supondrán ustedes que en el fondo de mi historia, como en todo cuanto por algún concepto puede interesar mucho al hombre, hay una mujer... La inspiradora o causante de aquel drama fue una italiana, tipo admirable: pelinegra, el cutis mate, los labios muy rojos, los ojos azabachados: se llamaba Leopoldina y estaba casada con un holandés; míster Ruch: una especie de gigante, pesado, musculoso, con unos cabellos de oro muy planchados sobre la frente y los ojos grandes y azules, de un azul pálido. Podría dibujarlo. Lo más notable de aquel coloso era el color de su piel, blanca, blanca..., como las nieves de su país, como solo puede serlo la carne de las gentes del Norte. Aquí, en nuestras tierras manchegas, donde tan lindamente castiga el sol, no sabemos lo que es eso. ¡Pero enp. 180 Holanda!... El tipo de que hablo me producía la extravagante impresión de una estatua de mármol con peluca rubia.
Julio Cenén trató de adelantarse a los acontecimientos.
—Un tipo así no es el más a propósito para una italiana —dijo—; las italianas, como las españolas, son todo fuego.
Don Higinio le atajó.
—Eso parecían significar las apariencias; pero estas muchas veces engañan. Míster Ruch, obeso y rubicundo, era violento, dominador y grosero como un turco: una especie de Otelo con cabello de ángel. Leopoldina, sin embargo, tuvo la osadía de poner en mí sus bellísimos ojos..., y crean ustedes que los hombres más valientes son corderos comparados con la mujer que se enamora y dice: «¡Allá voy!...».
Continuó su relación con gran sobriedad, y poniendo siempre en ella un buen humor muy del gusto de su auditorio. Había sabido asociar el nombre de Leopoldina, la aventurera que una tarde en las calles de Paul-Lelong y Montmartre le robó casi a viva fuerza un billete de cien francos, a la figura del holandés y de su mujer; y como a estas imágenes iba vinculado el aspecto del comedor y de las habitaciones, escaleras y pasillos del hotel de los Alpes, su fantasía lo barajaba todo armónicamente y su improvisación iba devanándose como sobre rieles.
¿Por qué asoció la imagen del holandés a su folletinesca aventura?... El narrador ignoraba la causa: quizás por obra de la misma antipatía que sintiera hacia aquel hombre apenas le vio, y por las muchas veces que, mientras comía, se divirtió en observar a su mujer. El apellido «Ruch», que adjudicó al holandés, pertenecía a Francisco, el intérprete del hotel de los Alpes.
Don Higinio acababa de referir sus emociones lap. 181 noche en que, desde la ventana de su cuarto, alebrado como un cazador en acecho, había visto desnudarse a la italiana; y aun tuvo la perversidad de describir el rebuscado lujo y limpieza de su ropa interior, y aquellas señales que las cintas del corsé dejaron sobre su carne joven y rosada. Julio Cenén suspiró: aquel episodio le había puesto los ojos muy brillantes. Don Higinio suspiró también; su carrilluda fisonomía acababa de cubrirse de gravedad triste.
—¿Quién me hubiera dicho entonces —exclamó— que algunas horas más tarde aquel cuerpo hermosísimo se arrojaría entre mis brazos?...
Hubo un silencio. Según hablaba y veía la descomunal impresión que sus palabras producían, el narrador iba maravillándose de su obra. Era imposible mentir mejor que él lo hacía: su mentira fruto parecía de sazonadas meditaciones y de tenaces y escrupulosos ensayos. Instintivamente, con una intuición omnisciente de gran comediante, hallaba la inflexión vocal mejor, la frase y la actitud más adecuadas para vestir su fraude. Y así, unas veces mentía afirmando; y otras, negando tibiamente ciertos detalles que adulaban demasiado su amor propio o mostrándose arrepentido de lo hecho, continuaba mintiendo: que, si bien se repara, en la vida como sobre el mar, todos los caminos pueden conducir al mismo puerto.
—Una tarde, al volver de la calle y entrar en mi dormitorio —prosiguió don Higinio—, pisé un papel que habían echado por debajo de la puerta. Me agacho a recogerlo, lo desdoblo temblando y leo: «Una señora que se interesa por usted le espera esta noche, a las ocho y media, en la calle Feydeau, dentro de un coche que hallará usted parado frente al número nueve».
Esta cita fantástica tenía una raíz histórica: Perea se había acordado de las falsas señas que le dio madame Berta. Hernández le interrumpió:
p. 182
—¿La misiva estaría escrita en francés?...
A pesar de la limpia inocencia de la observación, don Higinio, que no la aguardaba, se desconcertó un segundo; pero su turbación fue tan rapidísima, tan leve, que nadie la advirtió. Tuvo, además, el discreto acuerdo de negar.
—La misiva estaba en italiano; pero yo la leí de corrido; ya saben ustedes que el italiano lo entendemos perfectamente.
Y continuó:
—Cinco minutos haría que yo esperaba en la calle Feydeau, cuando un coche se detuvo delante de mí. Ahora juzguen ustedes de mi sorpresa al reconocer tras el cristal de la ventanilla el encantador perfil de la italiana del hotel de los Alpes. No titubeé, sin embargo, y abrí la portezuela. ¡Ah, esos lances, que parecen de novela, no suceden nada más que en París!... Allí son moneda corriente; estoy por creer que ni siquiera llaman la atención: parece que flotan en la atmósfera, que los produce el clima... Pues bien; yo, la verdad, como he corrido pocas aventuras, estaba aturrullado y no sabía qué decir. Afortunadamente, Leopoldina vino en mi auxilio. Era una criatura de extraordinario talento. En pocos instantes, mientras el cochero nos llevaba hacia el Arco de Triunfo, me contó su historia, unas veces en su idioma, otras en francés. Tan pronto lloraba, tan pronto reía..., y, de repente, como si se hubiese vuelto loca, me echó los brazos al cuello y se sentó sobre mis rodillas.
Tronó una explosión de hilarante. Gutiérrez abrazó al victorioso don Higinio y el notario le hizo cosquillas pellizcándole en las corvas. Don Gregorio y Cenén apuraron sus copas de coñac en señal de alegría. Pero el agasajado no sonrió siquiera, y todos callaron respetando su pena, acordándose de que aquellos amores habían tenido un desenlace trágico.
—Mis relaciones con Leopoldina —continuó Perea— apenasp. 183 duraron una semana. Nos reuníamos en el domicilio de una señora amiga suya, y allí me narraba sus penas: su marido era un animal, un perfecto animal, celoso y terrible, que no la comprendía. ¡La pobre! Quería a todo trance escaparse conmigo. «Me llevas a España —balbuceaba llorando—, a España para siempre...». Y yo la hubiese traído..., ¡palabra de honor!..., la hubiese traído; los hombres, en ciertas ocasiones, no sabemos resistir. Ahora, cuando nuestro amigo Cenén decía que estuvo en peligro de marcharse con la Debreuil, me acordaba de esto...
Volvió a suspirar y por dos veces tragó saliva, como luchando con su pena.
—Omitiré detalles —prosiguió—; baste saber que míster Ruch, enterado de lo ocurrido, vino a desafiarme a mi propio cuarto. Era casi de madrugada cuando se presentó. Como ustedes comprenderán, traté de negar, más que por miedo..., ¡lo juro!..., por caballerosidad. Yo, francamente, el miedo no lo he sentido nunca. Pero él me obligó a callar diciendo: «Lo sé todo, mi mujer me lo ha contado todo; así pues, si no quiere usted salir a batirse inmediatamente conmigo, le mataré aquí mismo como a un perro». Y sacó un revólver. En aquel momento, señores, lo confieso, me acordé de mi pobre Emilia, de mis hijos, de mi España... Estos tragos, luego, examinados a distancia, no parecen graves... ¡Ah! Pero cuando se pasan son duros..., ¡duros de veras!... En fin, convencido de que nada podía hacer para evitar el lance, me vestí tranquilamente y cogí un cuchillo que días antes de emprender mi viaje había comprado en Ciudad Real. ¿Se acuerda usted, don Gregorio?
El médico, en efecto, se acordaba...
—¿No tenía usted revólver? —interrumpió don Cándido, a quien la bravura impasible de su amigo aterraba.
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—Sí —replicó don Higinio—; pero prefiero las armas blancas: con ellas hay que arrimarse al peligro; por lo mismo son más valientes, más nobles, y, desde luego, mucho más seguras. El holandés, sentado al borde de mi cama, me observaba impasible. Cuando acabé de vestirme, le dije: «Usted guía». Salimos a la calle y tomamos un coche que nos dejó en la plaza de la Concordia, junto a una estación del Metropolitano. Allí subimos al tren subterráneo, que en menos de cinco minutos nos llevó al Arco de Triunfo, donde ganamos el tranvía de vapor que va a Neuilly. ¡Un verdadero viaje! Yo iba inquietándome; pero callaba para que mi rival no se formase mala idea de mí.
—¡Qué valor! —exclamó el boticario.
—Fue una temeridad —dijo don Gregorio—, porque el holandés podía ser un miserable y tenderle a usted una celada. ¡No sería el primer caso!...
Don Higinio se alzó de hombros con desdén heroico.
—En esos momentos, amigo Hernández, crea usted que nadie piensa lo que hace.
Arribas, recordando sin duda los yanquis sacrificados por él como corderos, en Santiago de Cuba, aprobó:
—Dice usted bien: los hombres nos cegamos y somos peores que tigres.
Perea continuó:
—Las nueve de la mañana serían cuando llegamos al puente de Neuilly. A todas estas yo no había vuelto a cambiar con mi enemigo ni una palabra, y siempre que echábamos pie a tierra él caminaba delante, guiándome. Varias veces hubiera podido asesinarle a mansalva, y esta confianza que ponía en mí me tranquilizaba, pues demostraba que míster Ruch no era un cobarde capaz de una traición. Así, caminando el uno en pos del otro, seguimos bordeando el Senap. 185 largo trecho, hasta que el holandés llamó a un barquero para que nos llevase a la isla de la Grande Jatte.
Don Higinio, en efecto, arrastrado por su afición a la pesca, había pasado allí una tarde muy agradable, y de aquel solitario rincón conservaba una imagen bastante precisa. A esta circunstancia debía añadirse la de haberse cometido aquellos días y en la isla, justamente, de la Grande Jatte, un «crimen misterioso», al que los periódicos, a falta tal vez de mejor asunto, dedicaron columnas enteras y tuvo la virtud de remover la curiosidad de París. El autor de aquella fechoría no había dejado rastro y su víctima no pudo ser identificada. De estos diversos detalles se acordaba entonces Perea, y con rara presteza y habilidad de todos se servía para acrecentar la buena disposición, colorido y solidez de su patraña.
—El tiempo no era el más a propósito para andar por el campo —decía don Higinio—; estábamos a principios de enero, el día dos, bien me acuerdo, y el frío cortaba la piel. Caminábamos por un bosque; ni un soplo de viento; la neblina era espesa y se agarraba a los árboles; sobre el suelo escarchado apenas podíamos andar. Ni un alma, ni un ruido. De pronto el holandés se detuvo, y volviéndose hacia mí con la flema de su carne rubia, exclamó: «¿Le gusta a usted el sitio?...». «Mucho» —repliqué—. No hablamos más y nos acometimos. Fue un instante. Yo comprendí que era necesario jugarse la vida a un solo golpe, y así lo hice. Tuve una arremetida de fiera, y el corazón de míster Ruch sirvió de vaina a mi cuchillo.
—¿Acertó usted a darle en el corazón? —interrogó el notario.
—Se lo partí en dos pedazos —repuso sin vacilar el héroe—. Pero mi fortuna, con ser grande, no fue completa, porque en aquel momento el holandés disparaba a quemarropa su revólver sobre mí y la bala, penetrando por semejante sitio, me traspasó dep. 186 parte a parte y fue a clavárseme en la espina dorsal.
Si don Higinio se hubiese limitado a decir que mató al holandés, su mentira hubiera llamado menos la atención y probablemente habría fracasado, pues a embustes mucho mayores estaban avezados los oídos de todos. Su supremo acierto, por tanto, consistió en declararse herido. Aquella bala clavada allí, según generosa confesión del héroe, a la altura de la décima vértebra, tenía toda la certidumbre, todo el irrevocable imperio de un acta notarial. Así, el asombro que en los circunstantes produjo aquella jamás soñada declaración fue definitivo. Como por arte de hechicería don Higinio, a quien hasta allí diputaban hombre juicioso y casero, erguíase ante ellos llevando sobre la vulgaridad de su sombrero hongo la pluma de Don Juan. De aquel antiguo Perea sin leyenda y sin misterio, aficionado a pescar, a jugar al dominó y a hacer caramelos, había surgido otro hombre que, tanto por su propia historia como por la acrisolada limpieza de su abolengo, bien podía ser motivo de orgullo para Serranillas: un verdadero hombre de mundo, más conquistador que Cenén, más bravo indudablemente que el notario Arribas, y tan diestro, al menos, en el arte de manejar el cuchillo, como don Gregorio, el matador de jabalíes. Todos, dentro de las especialidades de seducción o matonismo que cada cual se atribuía, sentíanse humillados por aquel nuevo y brillante prestigio.
—¿Y por dónde le entró a usted la bala? —interrogó impaciente el médico.
Perea acababa de acordarse de que su pecho conservaba la cicatriz de una herida incisa que, siendo niño, se causó con un cristal una tarde al salir del colegio, y repuso:
—Por aquí, vean ustedes; el orificio de entrada, aunque muy reducido por el tiempo, se conoce aún.
Casi sin saber lo que hacía púsose de pie y comenzóp. 187 a desabotonarse el chaleco, la camisa; se levantó las puntas flotantes de su corbata. Gutiérrez bajó la lámpara y todos se levantaron, adelantando el rostro, frunciendo los párpados para reconcentrar mejor la mirada. Don Higinio, con audacia temeraria, mostraba por entre la abertura de su camiseta color salmón su pecho cobrizo, peludo como el vientre de un oso.
—Aquí está —dijo señalando con el índice de su mano derecha una huella blanca, perdida bajo la espesa pelambrera.
Los circunstantes siguieron aquel gesto, y el aplomo sugestivo del héroe de una parte, de otra el coñac, el espíritu de imitación, acaso un oportuno y sofístico parpadeo de la luz, realizaron el milagro. Todos vieron la herida.
—¡Es cierto! —exclamó Hernández—, aquí es.
Don Cándido la apreció también, y el secretario del Ayuntamiento, y el jefe de Correos, y el notario... Don Higinio brincaba de sorpresa en sorpresa; nunca hubiera creído que a la pobre humanidad, inclinada sistemáticamente a la desconfianza y tan incrédula, sin embargo, pudiera engañársela tan pronto.
—¿Y dice usted —añadió el médico— que la bala quedó incrustada en la décima vértebra dorsal?
—Sí, señor.
—¡No puede ser!
—¿Por qué?...
—¡Porque, no!... ¿No lo comprende usted? Es demasiado bajo.
A don Higinio no le importaba que el proyectil del holandés hubiera ido a instalarse una o dos o tres vértebras más arriba; pero su ágil y clarividente discreción comprendió que debía sostener lo dicho, lo que, conocida la pobrísima ciencia de su amigo, no había de serle difícil.
—Tenga usted presente —dijo— la aventajada estaturap. 188 de mi rival: míster Ruch era un hombretón; por lo mismo, la trayectoria del balazo debió de ser oblicua, de arriba a abajo. Yo, como usted comprenderá, me limito a repetir lo que dijeron las notabilidades médicas que me examinaron.
Hernández se dio por enterado; las últimas palabras del héroe acababan de convencerle. ¿Acaso no sabía él tanta anatomía como los profesores de París?... Para demostrarlo juzgó oportuno sorprender a sus oyentes determinando allí mismo el rumbo seguido por el proyectil, y oscureciendo lo más posible su descripción con términos profesionales.
—Todo está comprendido —exclamó—; la bala perforó el apéndice xifoides, que por su naturaleza cartilaginosa es poco resistente; rompería el peritoneo, atravesaría la cavidad del abdomen e iría a clavarse en la espina dorsal. ¡Y gracias que no desgarró ninguna asa intestinal!... ¿Le operaron a usted?
—Nada; no, señor.
—¡Es natural! ¡No hacía falta! Le recomendarían a usted, además del tratamiento indicado para tales casos, mucho reposo y la leche como único alimento...
—Precisamente.
Todos miraban a Perea con el respeto, humildad y devoción admirativa que inspiran a la multitud los supervivientes de alguna terrible catástrofe. ¡Qué hombre! Ahora comprendían mejor su carácter reservado y el celo galante con que en diferentes ocasiones había defendido a las mujeres de moralidad distraída.
—¿Y no se resiente usted nunca de la herida? —preguntó el boticario.
—Algunas veces; cuando realizo algún esfuerzo, verbigracia, o si cambia el tiempo.
A don Higinio le pareció oportuno interpolar una sonrisa en el relato de su aventura, y añadió:
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—Puedo decir que el holandés me puso un barómetro a la altura de los riñones...
El ático humor y desparpajo de Perea y la modestia con que hasta entonces había callado su historia, traía a todos suspensos y pasmados.
Habían vuelto a llamar a la puerta y don Cándido salió a abrir. Era Carmen, que iba en busca de su padre para cenar.
—Son las nueve —dijo—, estamos esperándote.
El héroe de la Grande Jatte la llamó a su lado, la estrechó contra su pecho y empezó a pasarla una mano por los cabellos. Se acordaba de un grabado, copia de un cuadro titulado: «Napoleón y su hija», que había visto alguna vez. Su gesto tenía una tranquilidad patriarcal y solemne; parecía decir: «¡Si no fuese por estas criaturas!».
Para marcharse, estrechó la mano del médico, la del boticario, la de Cenén, la de Arribas, la de Gutiérrez. Al mismo tiempo, aludiendo a la niña con un mohín, balbuceó:
—Que no sepa nada, ¿eh?... Ustedes se hacen cargo... ¡Sería horrible!...
El jefe de Correos habló en nombre de todos.
—Nada tiene usted que advertirnos: aquí, en este instante, no hay más que caballeros.
Don Higinio Perea salió de la botica apoyándose en su hija y echando aquel paso lento y largo, propio a su juicio, del hombre que arrastra algún remordimiento. Llovía y el globo rojo de la farmacia tendía sobre el lodazal de la plaza un cono sangriento. La niña levantó la cabeza.
—¿Has bebido, papá?...
Desconcertose el amante de Leopoldina.
—No... ¿Por qué?...
—Me había parecido: estás muy colorado.
Iba, en efecto, encendido como una amapola y con la boca tan seca que apenas podía mover los labios.p. 190 Al doblar la esquina volvió la cabeza. Hallábase excitadísimo; tenía miedo, un pánico de superstición; como si realmente el cadáver enorme, frío y blanco del holandés, le fuera pisando los talones.
En menos de un mes, la invención lanzada por don Higinio Perea en el refugio y misterio de la farmacia de don Cándido, había dado varias vueltas al pueblo. A pesar del silencio que los allí reunidos juraron guardar al héroe de la Grande Jatte, la noticia les pareció tan emocionante y golosa, y de tal manera sojuzgó y trastornó sus ánimos, que les faltó tiempo para feriar con ella la voraz curiosidad de sus mujeres. El boticario se lo dijo a doña Benita; don Gregorio, a doña Lucía; el secretario del Ayuntamiento, a su Inés; don Jerónimo Arribas, a doña Marcela y a los dos pasantes de la notaría; Gutiérrez, si bien con medias palabras y exigiendo aquella misma reserva de que él carecía, se lo confió a sus hijas... Y así la hazaña de Perea, tan pronto aplaudida como censurada, pero siempre comentada con prolija vehemencia, fue revolando de puerta en puerta hasta ser tan familiar al vecindario de Serranillas como la torre de la iglesia.
Por poco observador que fuese don Higinio, y olvidado y desasido que se hallase de su mentira, bien echó de ver que algo extraordinario se operaba a su alrededor. Durante los primeros días no supo a qué atribuirlo, pues el recuerdo de su embuste se le había ido del cerebro con los últimos vahos del coñac tragado en casa de don Cándido, y aunque lo tuviesep. 191 presente, nunca lo creyera capaz de subsistir, ni menos de merecer la atención de nadie. Pero no tardó en modificar su opinión, cediendo a la autoridad irrevocable de los numerosos y muy graves indicios que de múltiples partes y bajo artificios diversos llegaban a descubrirle el interés vivísimo, no exento de admiración, de que era objeto. El mentiroso es un sugestionador, y él, inconscientemente, había sugestionado al pueblo: se le discutía, se le espiaba, se le seguía desde lejos con los ojos. El artista se asombró de su obra; hallábase envuelto, cercado, apresado por ella; hubiera querido destruirla y no hubiese podido, tal vez; su mentira, como por ensalmo, se había hecho horizonte. A todas horas recibía pruebas fehacientes del sincero cariño y alta estimación que el alma colectiva le tributaba: Cenén, Gutiérrez, el notario, hasta don Gregorio Hernández y don Cándido, unidos a él por una amistad de muchos años, le trataban con mayor pleitesía y reverencia, y como de inferiores a jefe; y la misma doña Lucía, que continuaba sin hallar corsé que reparase el desbordamiento de su obesidad, solía mirarle con una languidez nueva. Si iba a la mina hallaba a sus obreros más obedientes y devotos, y cuando llegaba al Casino los porteros le saludaban, poniéndose de pie, con un acogimiento silencioso y humilde que le bañaba en dulce vanidad.
El buen hombre atisbaba curiosamente aquel interesantísimo cambio de opinión. El vulgo, al igual de las mujeres, es imaginativo, y como la imaginación solo de mentiras se satisface, siente la necesidad, casi fisiológica, de ser engañado; por cuanto lo extraordinario le atrae y le vence, y antes prefiere la pinturería folletinesca de un «se dice» a la gravedad histórica de un hecho comprobado. Ello explicaba el éxito que, a despecho de la fingida reserva de todos, había obtenido su mentira, y cómo, por imperativop. 192 caprichoso de la muchedumbre, en el pacífico ricachón de antaño, dedicado a los lisos placeres de la familia, del dominó y de la pesca, surgía ahora, cual de una caja de sorpresa, una personalidad andariega, belicosa, prudente, seductora, colmada, en fin, de interés teatral. Esta observación halagaba sus pueriles y romancescos humos de exotismo, y le inspiró una preocupación que, por lo constante, fue origen, a su vez, de un gesto reservado que bien pudiera ser, pensaba el público, el de un remordimiento.
Este ademán taciturno, tan cómico como su falsa afición al ajenjo o aquel postizo acento francés con que cinco años antes regresó de París, era una especie de traje que el héroe de la Grande Jatte se endosaba diariamente al salir a la calle. Realmente no hubiera podido adoptar otra actitud. Sus conterráneos habían empezado a dedicarle ese cariño dispensador de los padres hacia el hijo calavera que no quiso aprender carrera ni oficio, pero en quien reconocen las gallardías de un buen entendimiento y de una hermosa apostura física; les halagaba que de aquel noble predio manchego hubiese surgido, siquiera fuese merced a la intervención poco romántica de la lotería, la figura de un varón complicado, tracista y galán como un caballero Casanova, que hubiera viajado por el extranjero y seducido a una hermosura italiana y vencido en temerario desafío a un gigante holandés. De consiguiente, al agraciado por tan difíciles prestigios no le quedaba otro recurso que mantener «su papel», vivir su mentira, aquella mentira lanzada entre el exaltado aturdimiento de dos sorbos de coñac, y a cuya rápida divulgación sirvió de coadjutora la voz de todo un pueblo. Este le había dicho:
«Toma tu cruz de héroe, la más pesada de todas, y sigue».
Y don Higinio se cruzó de brazos: él sería héroe, como Dieguito, el sobrino de su amigo Arribas, seríap. 193 siempre un pillo; porque así lo había decretado la opinión ajena...
Para mejorar la disposición interior de su espíritu y no aparecer demasiado ridículo ante las miradas fiscales de su propia conciencia, no le faltarían razones. En primer lugar, era seguro que doña Emilia no sabría aquello, pues constantemente y para bien del individuo, el rumor de sus pequeñas ridiculeces o no llega nunca a conocimiento de su familia o llega muy tarde; y en segundo término, y a este asidero agarrábase principalmente la vanidad del héroe, nadie podría demostrarle que hubiese mentido. Las figuras y lugares que su fácil imaginación y novelesca facundia utilizaron en la erección de la leyenda existían: la italiana del hotel de los Alpes no le había amado, pero pudo amarle; como el holandés, que en aquellos momentos gozaría seguramente de perfecta salud, era innegable que hubiera podido morir a sus manos. Tales suposiciones, aun dentro de la lógica más estricta, siempre representaban un argumento. Además, la generosa casualidad le favorecía. La víctima que fue a elegir era la de un hombre cuyo cadáver halló la policía en una isla del Sena y no pudo ser identificado; él conservaba varios periódicos que lo decían así, y de los cuales se acordó en el caliente flujo de su improvisación. Esto constituía para don Higinio un argumento Aquiles, porque de darle la desgobernada y suicida ventolera de confesarse públicamente autor de aquel viejo crimen olvidado, y constituirse prisionero so pretexto de acallar remordimientos de conciencia, ¿qué tribunal le hubiera recusado?... Únicamente podía comprometer la certidumbre de su relato la bala del holandés, que él dijo llevar incrustada en la décima vértebra; pero, si nadie podía probarle que no la tuviese allí, ¿qué importaba?...
Discurriendo así consiguió serenar todos sus escrúpulos.p. 194 El delicioso matón de la isla de la Grande Jatte, por lo mismo que sus convecinos eran unos incorregibles y redomados embusteros, abominaba de la mentira, aunque este odio se parecía a la misoginia de muchos viejos moralistas, que reniegan de las enaguas precisamente porque de jóvenes no supieron descoserse de ellas. La mentira, según don Higinio, constituye uno de los pródromos, síntomas, o matices más graves de la patología social; ella retarda el avance de la ciencia, desorbita con invenciones grotescas la inspiración de los artistas jóvenes y envenena la existencia familiar: la mentira es el robo, el disimulo, la calumnia, la cobardía, la ostentación ruinosa, el adulterio; la mujer, huyendo del castigo del hombre, se acoge a la mentira.
Hay mentiras inocentes que jamás perjudican a tercera persona, como la del asesinato del holandés, y, en general, las de cuantos buenos conversadores, cultivadores felices del jardín del embuste, piden a la imaginación la amenidad ágil y la gracia que la realidad no tiene. Pero desdichadamente la mayoría de los hombres que incurren en delito de impostura no es por devoción estética o prurito de decir algo bello que frívolamente eduque o distraiga, sino por dañar los intereses o emporcar el honor de alguna persona.
La psicología de la mentira es interesantísima. A los que podrían calificarse de «profesionales» de la patraña, esta llega a dominarles tan sostenida y acabadamente que les impone una segunda personalidad, por cuanto muchos médicos les colocan en el número de los anormales. Hay, efectivamente, quien de buena fe se cree héroe y se atribuye majezas de Bayardo; o un terrible seductor más recuestado por las damas que Lovelace; o un rival dichoso de Magallanes en materia de viajes. También abundan los que gustan de mostrarse atrafagados en difíciles maquinaciones económicas. Generalmente, lap. 195 mentira, cuando no proviene de la timidez, es una hiperestesia, «un producto» de la imaginación, la gran arisca vestida de colorines y cascabeles, empeñada perpetuamente en corregir la vulgaridad social.
Existe, además, otra mentira que no se deriva del miedo ni de la fantasía, sino del cálculo; superchería que no es exaltación o alboroto romántico del carácter, mas sí represión, disimulo o empequeñecimiento del mismo. La mentira de la imaginación hincha lo más sencillo; la razonada, como su madre la hipocresía, tiende, por el contrario, a cepillar o reducir cuanto haya de saliente en el individuo; aquella, «multiplica»; la segunda, «resta»; y de ambas, evidentemente, esta es peor, porque su humildad inspira confianza: suele ser la mentira favorita de los inferiores, de los criados, de los niños. También es la más frecuente: su anguilada suavidad, su color gris, tan de acuerdo con la mediocridad colectiva, su respeto incondicional a lo instituido, su miedo lacayuno a las costumbres, equivalen a un uniforme. ¿Cómo diferenciar entre la bondad verdadera y la fingida o pegadiza? ¿Cómo saber quién es noble «por dentro» y quién muestra hidalguía accidentalmente y de paso?... En los espíritus caballerescos la decencia constituye algo sustantivo, rígido, muy incómodo, ciertamente, de llevar; en los solapados y rufianes, es una librea. Las apariencias, sin embargo, no varían: entonces, ¿cómo distinguir cuándo la honradez y la sinceridad son «trapo» y cuándo «piel»?...
Amén de la timidez y de la imaginación, los manantiales mentirosos más abundantes son la vanidad, el orgullo y la envidia. Lo que esta inventa, cae inmediatamente bajo la égida amparadora del amor propio, y el orgullo y la vanidad lo mantienen ante la opinión, aun a riesgo de grandes sacrificios. También se miente por misericordia.
En los hombres de espíritu cultivado, como donp. 196 Higinio Perea, y capaces de realizar complicadas síntesis mentales, las mentiras se alambican y esclarecen difícilmente, pues se afianzan al espíritu que las produce con numerosas raíces. El héroe de la Grande Jatte, aunque nunca había mentido, propendía a la mentira acaso por culpa del medio donde naciera, demasiado pequeño para su actividad, o tal vez porque envidiase la plenitud de vida que rebosan las biografías de los varones trotatierras y fuertes y quisiera igualarles. La sociedad lugareña que le circundaba, mundo tranquilo donde la desocupación servía de maravilloso abono a la murmuración y a la calumnia, le invitó al engaño y él mintió por el único pueril antojo de obtener durante el breve espacio de una tarde, el elogio envidioso de sus amigos más íntimos. Cuestión de vaya y pasatiempo. Pero como la seriedad de sus palabras y acciones fuese proverbial, su invención obtuvo resonancia estupenda, y rebasando los límites de Serranillas traspuso las márgenes verdes del Guadamil y levantó en Almodóvar del Campo un clamoreo admirativo.
Ante aquella inesperada realidad don Higinio, a la vez asustado y satisfecho, concluyó, tras detenido examen de conciencia, por encogerse de hombros. ¿Qué inmoralidad hay en el embuste que sin lastimar a nadie mejora a quien lo dice, y a todos por igual regocija y divierte?... Los agiotistas, los conquistadores, son hombres de voluntad que cultivan la acción; la quietud reflexiva pertenece a los artistas, a los sabios. Perea sintiose ligado a los individuos de este último grupo por cierta comunidad espiritual. ¡Su mentira, aquella mentira donde su destino parecía haber encarnado!... ¿Por qué no imponerla al vulgo como se impone una obra de arte? Don Quijote y Fausto carecen de realidad histórica, no vivieron jamás, y, sin embargo, ¿no es cierto que existen los dos?...
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Aquel día, muy temprano, los vecinos de la plaza vieron pasar a don Higinio cargado con todos sus pertrechos de pesca: las cañas al hombro como lanzones, su sillita de campaña a la espalda, y colgados sobre el brazo izquierdo el cesto de la merienda y el voluminoso paraguas de algodón negro guarnecido por una franja morada. Vestía traje de pana color vino, y llevaba echado hacia la nuca un amplio sombrero de fieltro gris. Caminaba de prisa, jaque, rechoncho, peludo y alegre, bajo la claridad plomiza de la mañana. Al enfrontar una calleja que por entre bardales y pobrísimas viviendas de mineros desembocaba en el ejido, saludó a don Gregorio.
—¡Bien madrugamos! —gritó Perea.
Hernández llevaba puestas sus polainas de cazador y un chubasquero que le cubría hasta cerca de los pies.
—Vuelvo de ver a Tocinico.
—¿Sigue mejor?
—Creo no llegue a la noche; si no reacciona...
Se habían detenido y hablaban de acera a acera, con familiaridad pueblerina. El brusco vozarrón de don Gregorio retumbaba en el silencio ecoico del callejón desempedrado, pendiente y vacío.
—¿Cómo sale usted a pescar en un día así?
—¿Qué le sucede al día?
Miró al espacio: el cariz del cielo, efectivamente, era intranquilizador. Soplaba un poniente frescachón que anunciaba lluvia. El médico extendió un brazo.
—Debía usted saber que cuando aquellos picos no se ven claros, en Serranillas llueve siempre.
—Es verdad.
—Y para el hombre que ha abusado de la vida como usted y lleva en su cuerpo lo que usted tiene la desgracia de llevar en el suyo, los cambios barométricos son fatales. Eso está al alcance de un niño; pero usted, por lo visto, no se quiere bien.
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Desdeñoso y heroico, el amante de Leopoldina se alzó de hombros. Sí, ya comprendía a qué aludía don Gregorio: a la bala del holandés... ¡Bah!... ¡Buena cosa le importaba a él la bala!...
—La humedad es un veneno terrible para las heridas viejas —agregó Hernández.
Campechanamente, levantando el brazo derecho con el gesto alegre del hombre que tira su sombrero al aire, don Higinio repuso:
—¡Historias, don Gregorio! ¡No haga usted caso!... ¿Quién se acuerda de esas antiguallas?...
Y siguió adelante. El médico exclamó, como si le tirase una piedra:
—¿Antiguallas? ¡Bueno! ¡Las locuras se pagan!...
Perea se alejaba sin mirarle y haciendo signos negativos con la cabeza.
—¿Que no se pagan?... ¡Dentro de algunos años me lo dirá usted!
A su vez, don Gregorio reanudó su camino. Una gota de agua acababa de caerle en la nariz y miró al cielo. ¡Marcharse a pescar con un tiempo como aquel! Decididamente don Higinio no tenía miedo a nada... Cuando llegó a su casa, su mujer le preguntó:
—¿Has visto a Perea?
—Ahora mismo, en el callejón. ¿Por qué?
—¡Nada! Por aquí pasó muy tieso, con un traje de pana flamante y un sombrero gris. Cada día está más joven.
Hernández se echó a reír.
—¡Bueno traerá a la noche el trajecito, con lo que va a llover!...
Don Higinio encontró crecida y más rápida que de ordinario la corriente del Guadamil, señal inequívoca de haber llovido la víspera en la sierra. Esto le obligó a caminar un buen trecho, remontando el curso del río hasta dar con un vado por el que pasó sin apenas mojarse los pies a la otra orilla, donde habíap. 199 hondonadas y quebrajas hospitalarias perfectamente defendidas del aire. Aún anduvo otro medio kilómetro buscando cierto paraje pedregoso llamado Hoyo Grande, al cual en los días ventosos y nublados los barbos y las sabrosas truchas acudían en mayor cantidad; y una vez allí, preparó las cañas, encebó los anzuelos y clavó en la tierra una estaca, a la que ató sólidamente su paraguas abierto, formando así una especie de minúscula tienda de campaña bajo la cual se instaló. Después encendió su pipa, una gran pipa marinera, recuerdo de París, y aguardó.
Durante la primera hora cayeron algunas gotas de lluvia; pero el viento, que debía de ser fuerte, barrió las nubes hacia levante, esclareciose el cielo y hubo momentos en que pareció asomarse el sol; pero de muevo el espacio se cubrió y muy lejos, al otro lado de la sierra, tal vez, se oyó rodar un trueno. Una fuerte claridad lechosa inundó el paisaje. El aire olía a tierra mojada y sobre los crecidos herbazales corrió un raro estremecimiento verde. Como las ráfagas del cierzo soplaban muy altas, cendales sutiles de bruma iban oscureciendo el cauce del río, cuyas ondas adquirían la muerta coloración de la ceniza. El silencio, ese silencio absoluto, quietud de letargo, de la niebla, ahogaba todos los ecos serrinos. Don Higinio se acordó de que una mañana así fue la elegida por él para deshacerse del temible holandés del hotel de los Alpes, y pensando en los buenos consejos de don Gregorio a propósito de la malsana influencia de la humedad en la cicatrización de las heridas antiguas, se echó a reír con un cinismo del que debió ruborizarse un poco su conciencia.
Encendió otra pipa, y para neutralizar los efectos del frío, que empezaba a entumecerle las rodillas, sacó del cesto de las vituallas el frasco de la ginebra y trasegó algunos sorbos largos. Desde el sitio donde se hallaba, bajo y rodeado de ribazos arboladosp. 200 y fragosos, el horizonte que exploraban sus ojos era limitadísimo. Nada se veía del pueblo, distante ocho o nueve kilómetros, ni del campo en que estaban las minas. Solo se divisaban las márgenes del Guadamil, que escapaban en pendientes ariscas hacia la sierra, y mucho más allá, la dentada crestería, semejante a airones basálticos, de los montes que cerraban el valle. Con ser tan reducido el panorama, la brumazón, por momentos, iba acortándolo; densas masas de vapores plomizos engrudaban el espacio, y la claridad diurna aumentaba su livor de agonía. En la oscuridad creciente, los contornos se borraban: los árboles parecían diluirse sobre el vasto fondo fuliginoso del suelo; el fastigio de los altos cerros concluyó por mezclarse a las nubes que los cubrían y desvanecerse en ellas, y de este modo, cielo y tierra se aunaron y perdieron tras la misma homogeneidad gris. Mientras el caudal del Guadamil, engrosado por el aguacero que probablemente desde hacía horas estaba cayendo en la sierra, aumentó tanto que Perea necesitó trasladarse a un sitio más alto. Su optimismo, empero, no claudicaba, y a mediodía almorzó reciamente, así por exigencias del estómago, como por la satisfacción de las tres libras de buen pescado que llevaba cobradas. ¡Bah! En total, aquel mal tiempo reducíase a cuatro gotas y a un poco de humedad.
Acabando estaba de preparar el café cuando empezó a llover tan furiosamente que en pocos minutos, y a despecho del paraguas, sintiose calado y remojado igual que si le hubiesen echado de cabeza al río. Al pronto creyó que se trataba de una grupada de corta duración, pues la misma violencia del chaparrón parecía señalarlo así, y confiado en ello, sin detenerse a recoger sus enseres de pesca, huyó pendiente arriba a refugiarse en una concavidad del terreno, una especie de casilicio que apenas le abrigabap. 201 los hombros. Desde su refugio, el paladín de la Grande Jatte observaba la melancolía de su paraguas inútil, chorreando agua, y de sus cañas que dejó suspendidas sobre la corriente del río, y la idea de que a su engaño hubiesen acudido más peces hacíale sufrir.
Transcurría el tiempo y el aguacero no amainaba, y como la tierra iba empapándose por instantes, la rústica hornacina que a Perea servía de escondite comenzó a rezumarse de modo que antes le mojaba que le cubría. Don Higinio empezó a inquietarse; para un reumático hereditario como él, aquellas humedades podían ser fatales. Hernández tenía razón: marcharse a pescar tan lejos en un día así, era una locura.
Caía la lluvia tan compacta que los retamales comenzaron a doblarse bajo ella, y su caudal componía hilos que resbalaban brillantes sobre los troncos de los allozos y de los pinos. Las aguas del Guadamil habían adquirido sonoridades y garrulerías de amenaza; su curso era más violento; rodaban sus ondas, oscurecidas por el tiznado dosel de las nubes, en remolinos espumeantes y al chocar contra los peñascales y raíces que dentaban las márgenes, saltaban destrizadas y convulsas. Recalado, los pies fríos y doloridos, el sombrero metido hasta el cogote, don Higinio se alentaba las manos para calentárselas. Estaba asustado. Desde el legendario diluvio que puso a flote el arca de Noé, no era verosímil que en tierras de la Mancha hubiese llovido nunca así. No sabía qué hacer y ni siquiera la distracción de fumar le quedaba, pues con la humedad el tabaco no ardía. Tuvo que guardarse la corbata en el bolsillo; el cuello de su camisa había perdido la tiesura del almidón y convertídose en un tirajo viscoso, frío, que le causaba la impresión de llevar un reptil enroscado al cuello.
La niebla de las primeras horas matutinas se habíap. 202 resuelto en agua pacíficamente; pero a media tarde cambió la expresión del cielo, y la que hasta allí fue lluvia susurradora, con el favor del viento hízose tempestad. El ciclón, improvisado al otro lado de la sierra, iba a pasar sobre el valle de Serranillas con iracundo aletazo. Sopló fragorosa una ráfaga que disciplinó los árboles y arrancó de los alcores rocosos gemebundeos de agorería y espanto; un relámpago cabrioló en el espacio, y su luz apocalíptica iluminó hasta los rincones profundos del bosque; el trueno tableteó rebotando de montaña en montaña. Flagelada por el huracán, la lluvia embestía rabiosamente contra la hornacina de don Higinio y el viento, revolviéndose sibilante entre aquellas hondonadas, recogía las hojas caídas y levantándolas a considerable altura las dispersaba por el aire; en cada arista, en cada hendidura del monte, su violencia producía alaridos bárbaros. Obedeciendo a una costumbre infantil, Perea se signó; jamás su cumplida experiencia de hombre rústico había visto espectáculo igual. De pronto sus cañas, su sillita de campo y su paraguas, arrebatados por el coraje de los elementos, cayeron al río. Instintivamente don Higinio corrió tras ellos para recobrarlos; mas su diligencia fue inútil, pues la corriente era muy rápida y hubiera sido temerario meterse en ella. El paraguas, especialmente, hinchado de aire, huía rápido, voltejeando como un animal de quimera sobre las ondas gruñidoras del Guadamil.
Ante este desastre, el esforzado galán de la italiana del hotel de los Alpes solo pensó en la huida. Pero, ¿cómo volver al pueblo si para ello necesitaba repasar el río y con la riada no habría manera de vadearlo?... Don Higinio quiso saber la hora para ceñir a ella sus planes de retirada, y hasta este auxilio le faltó, porque su reloj se había parado en la una y cinco. El bizarro manchego apretó las puños y dardeóp. 203 contra el cielo una mirada simoníaca. ¡Sin tabaco, sin reloj, calado hasta los huesos como un náufrago!... ¡Ah! ¿No es cierto que hay trances en que todo cuanto nos rodea, tierra y espacio, árboles, piedras, nubes, montañas, parecen burlarse de nosotros?
Alicaído recogió el cesto de sus provisiones, único objeto que por su pesantez y volumen exiguo no cayó al río, y echó a andar, indiferente, bajo el aguacero. El camino era ingrato, por lo resbaladizo unas veces, otras por encharcado y blanduzco. Después de recorrer tres kilómetros don Higinio hallose rendido y necesitó sentarse: sus botas, embarradas, parecían las de un gigante y pesaban de modo que se agarraban al suelo como raíces; su traje de pana, aquel flamante traje avinado en que doña Lucía detuvo una mirada furtiva, ahora agarrotaba sus movimientos y gravitaba sobre sus lomos cual una armadura. La lluvia caía siempre y el errante, los ojos apagados, la boca entreabierta, sentía correr por su espalda su caricia helada. Transcurridos unos momentos, prosiguió su camino.
Anochecía cuando llegó a la hoya temible del Jabalí. En aquel paraje, erizado de peñascos hostiles, el Guadamil se encrespaba y tenía fosquedades urañas de torrente. Los ojos azules y bondadosos de Perea registraban la orilla.
—¡Si mi paraguas se hubiese detenido aquí! —pensaba.
Siguió adelante, acuciado por el temor de que la noche le sorprendiese. En realidad no sabía qué hacer: la crecida había inutilizado seguramente todos los puntos vadeables del río, y aunque él estaba cierto de conocerlos palmo a palmo, comprendía el peligro de meterse en el agua sin saber nadar y confiando su salud a piedras movedizas que el ímpetu de la corriente acaso arrancó y trasladó a otros sitios. Lap. 204 lluvia había cesado, apaciguose el viento y en el espacio mudo, inexpresivo, como fatigado por la tormenta que pasó sobre él, los árboles se erguían inmóviles y brillantes. Pocos kilómetros más allá, en la oscuridad nocherniega, llena para los caminantes de hostilidad y zozobras, el campeón de la Grande Jatte vio brillar dos de las esferas del reloj de la iglesia, lo que le reanimó con la emoción de una subidísima alegría.
—Cuando el reloj está encendido —pensó— es que son las seis.
Y reanudó su marcha, siempre con cuidado, porque el Guadamil al echar fuera el pecho había arriado muchos parajes que horas antes estaban enjutos.
Entretanto, la ausencia inexplicable de don Higinio había convertido su hogar en una sucursal o abreviado remedo de aquel «valle de lágrimas» de que hablan las Escrituras. Por la mañana, apenas empezó a llover, doña Emilia fue al armario a cerciorarse de si estaba allí el impermeable de su marido, y como lo viese se contrarió muchísimo. Era uno de esos caracteres dominadores y vehementes, en los que todos los sentimientos, hasta el del amor, tienen un gesto de cólera.
—¡Se ha empeñado en no ponerse el impermeable —refunfuñó—; milagro será que no vuelva con un enfriamiento!
Su hermana Teresita, buena y sorda, con una sordera creciente que añadía a la natural expresión amable de su rostro una dulzura nueva, procuró tranquilizarla.
—No te apures, mujer; no se trata de un niño; a la hora de almorzar, seguramente, le tenemos aquí.
Los largos ojos árabes de doña Emilia resplandecieron rencorosos.
—¡Parece mentira que no le conozcas! ¡Él, volver!...p. 205 Pero, ¿no sabemos que en viendo una caña de pescar se vuelve loco?...
Según transcurrían las horas la nerviosidad de la excelente señora iba en aumento: todo influía sobre ella insanamente; de una parte, la ausencia de don Higinio; de otra, la atmósfera saturada de electricidad. Sus manos temblaban. Fue a la cocina y rompió varios platos; intentó coser y se pinchó los dedos. Un presentimiento aciago la traspasó el pecho; llamó a su hermana.
—Creo que va a sucedernos una desgracia; acabo de sentir un calofrío muy raro, como si algo me hubiese rozado la nuca.
Teresita no oyó bien.
—¿Cómo?
Arrepentida de sus palabras doña Emilia no quiso contestar; estaba irritadísima, con esa mortificación de vanidad que produce la conciencia de haber dicho una tontería.
Llegó la hora de almorzar y don Higinio no apareció. Doña Emilia apenas pudo catar bocado; sucesivamente poníase roja, blanca; nunca la había oprimido el corsé tanto como entonces. Sus hijos comieron perfectamente, pero hablaban de buscar al padre.
—Iré yo solo —dijo Anselmo.
El futuro jurisconsulto tenía el orgullo de sus dieciséis años y de sus músculos, endurecidos por dos cursos de gimnasia.
Joaquinito quería acompañarle, y el primogénito le humilló echándole en rostro su poca edad.
—Tú eres muy pequeño todavía.
Y luego:
—¡A callar, mocoso!...
No estando allí su padre, Anselmo creíase obligado a asumir las responsabilidades y derechos del cabeza de familia. Joaquinito, furioso, amenazó a sup. 206 hermano con un cuchillo de postre, que luego clavó sañudamente en un pastel de crema y cabello de ángel. Carmencita callaba, pensando que ella era ya una mujercita y que cuando hace mal tiempo las señoras distinguidas no salen de casa. Doña Emilia terminó la discusión.
—¡Aquí no se hace nada que yo no disponga! Ya lo sabéis. Y si alguno me desobedece se acordará del día de hoy.
Dejó la mesa y comenzó a pasear de un lado a otro; a cada momento iba a la calle, bajo el aguacero, con esperanza de ver llegar a Perea, y sus cabellos, al desrizarse con la humedad, invadían plañideros la frente y daban al rostro una expresión dramática. Teresita, sorda y dulce, arrastrada inconscientemente por la inquietud y dolor de su hermana, caminaba tras ella.
A media tarde, al resonar aquel formidable trueno que tanto empavoreció a don Higinio y le obligó a signarse, su mujer dio un grito y fue a ponerse de hinojos ante una imagen pequeñita de Nuestra Señora del Refugio que tenía en su dormitorio entre velas azules y flores de trapo. Allí permaneció dilatado rato, los llorosos y suplicantes ojos vueltos hacia arriba, los brazos abiertos. Teresita, que la había seguido, también se arrodilló; luego, absorta y como desvanecida en el fervor de su místico recogimiento, hundió la barbilla en el pecho y buscó actitud más cómoda sentándose sobre los talones. Fuera rugía la tormenta, y a intervalos el deslumbrante zigzagueo de los relámpagos inflamaba la habitación. Anselmo se asomó a la puerta; aquella escena le interesaba sin entristecerle; en Ciudad Real recordaba haber visto una zarzuela que se desenvolvía a orillas del mar y cuyo primer acto terminaba con un cuadro así.
Dieron las tres, las cuatro... y la tormenta, al alejarse, parecía dejar tras sí un indefinible latido dep. 207 desolación y tragedia que doña Emilia no pudo resistir.
—Me voy —declaró.
Iba a casa del médico; necesitaba ver gente, hablar con doña Lucía, desahogar su inquietud de algún modo. Tal vez Perea, de regreso de su malhadada excursión, se hubiese detenido allí... No quiso incomodarse en ceñirse el corsé; vistiose un abrigo encima de la bata que llevaba puesta, se rodeó al cuello una bufanda y salió a la calle.
Apenas había doblado la esquina, Anselmo y Joaquinito se aliaron.
—¿Buscamos a papá? —propuso el mayor.
—Vamos.
Cogieron sus boinas y se encaminaron al portal. Teresita, secundada por Carmen, intentó detenerles; pero su bondadoso prestigio no alcanzaba a tanto.
—Volvemos pronto —dijeron.
Y escaparon en dirección al río. Iban corriendo. En el fondo de aquel amor al padre había un juvenil deseo de libertad, de campo; un prurito ardiente de zapatear sobre la hierba húmeda...
Doña Emilia llegó a casa del médico tan demudada y diferente a sí misma, que la señora de Hernández se asustó.
—¿Qué tienes?... ¿Ocurre alguna desgracia?
Sin saber por qué, doña Emilia preguntó por don Gregorio.
—Ha salido, pero si le precisas irán a buscarle; está en el Casino.
Doña Emilia hizo un signo negativo y para serenarse pidió agua. Lo que ella necesitaba saber era el paradero de su marido; tenía el presentimiento de que le había sucedido un percance; en la sierra debía de haber llovido horrorosamente y el Guadamil, sin duda, arrastraba mucha agua; quizás Higinio intentó vadearlo y como la corriente sería muy fuerte y él no sabía nadar...
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La esposa de Hernández procuró tranquilizarla.
—Gregorio le saludó esta mañana y hablaron un momento.
—¿A qué hora?
—Temprano. Yo también le vi: iba muy currutaco con su sombrero gris y su traje nuevo de pana.
—¿Te dijo algo?...
—No me vio. A tu marido le sucede con su caña de pescar lo que al mío con su escopeta. Gregorio cuando va de caza no conoce a nadie.
Observaba a su amiga de un modo extraño, acariciador, lleno de piedad; se acordaba del duelo entre don Higinio y el holandés, que su esposo la refirió cierta noche de sobremesa y bajo secreto de confesión. ¡No!... ¡Ella nada diría; lo había jurado!... Además, ¿para qué darla celos con la hermosa Leopoldina?... Sin embargo, de saber Emilia quién era Perea, el verdadero Perea, aquel hombre terrible que no temía a la muerte y del cual ella solo conocía el aspecto casero, risueño y metódico, su dolor en aquellos momentos seguramente no sería tan hondo. Emilia se angustiaba porque, a su juicio, su esposo era un niño, una especie de hijo mayor... ¡Ya, ya!... Eso parecía con su aire mansito, y luego resultó lo que ya sabía todo el pueblo...
Doña Emilia creyó ver en los ojos de su amiga una expresión desacostumbrada de cariño, de misericordia...
—¿Por qué me miras así?
—¿Cómo, tonta?
—Con esa cara... ¿Es que sabes algo... algo malo, y no quieres decírmelo?...
Se levantó impetuosa y trabando a la señora de Hernández por los hombros la registró largamente y de hito en hito las pupilas.
—¿No me ocultas nada?...
Doña Lucía se mordió los labios.
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—¿Por qué preguntas eso? Bástete saber que a tu marido no le sucede ninguna desgracia.
—¿Lo sabes tú?... ¿Y cómo?
Doña Lucía titubeaba; sus deseos de hablar eran irresistibles; algo físico; una especie de cosquilleo lingual.
—Porque Higinio —dijo— no es lo que supones, ¿comprendes?... Vives a su lado hace dieciocho o diecinueve años y le conoces menos que yo. Higinio, para que te enteres, no es de los hombres que, como dice el vulgo, «se ahogan en poca agua»; de consiguiente, vive tranquila. Higinio vendrá luego o mañana..., y le verás llegar sano y salvo. Tu marido es valiente y sabe guardarse.
Calló unos instantes, durante los cuales su honrada reserva y su indiscreto deseo de proclamar el heroísmo de don Higinio lucharon a brazo partido. Al cabo, añadió gravemente:
—Tu esposo, hija, no se parece al mío; Gregorio es lo que todos vemos: con su vozarrón diríamos que va a comerse los niños crudos, y luego, en el fondo, nada: un infeliz; yo misma hago de él cuanto quiero. Pero tu Higinio es muy diferente. ¡Ay, Emilia, qué engañada vives!... Tu marido es un hombre de historia...
Las frases ambagiosas de la señora de Hernández y aquella sonrisita de ironía y misterio con que las subrayaba, atizaron en el levantisco ánimo de doña Emilia una sospecha celosa.
—¡Tú hablas así por algo! —exclamó—; no disimules; ¿a qué esas reticencias? ¿Tiene Higinio relaciones con alguna mujer?...
Para responder, doña Lucía adoptó un gesto solemne.
—No tengas celos; yo sé que tu marido no te engaña. ¿Entiendes?... Fíjate bien: tu marido, actualmente, no te engaña; pero en otra época ya lejanap. 210 pudo engañarte..., y si entonces, de algún enredo que acaso fue muy grave, supo escapar ileso, es inocente que ahora te asustes tanto por él.
Estaba rendida; sus esfuerzos para callar habían postrado sus energías. Tras un silencio, doña Emilia replicó absorta.
—No te entiendo, hija; la verdad: no te entiendo...
Quedose suspensa, los ojos puestos en el trozo de cielo que se divisaba por la ventana. Doña Lucía, muy inquieta, se levantó, arreglose los cabellos ante un espejo y volvió a sentarse. A pesar de la ajamonada solidez de su talle, el generoso crecimiento de los senos, la pomposidad durísima de las lucias caderas, el saludable color del rostro y la señoril bonitura de sus manos enjoyadas y pequeñas, daban a su figura notoria voluptuosidad y picante interés. Al decir de cuantos la conocieron joven, nunca fue muy hermosa; pero sus ojos y ademanes hubieron siempre una intención que inquietaba a los hombres, y esta fue la ventaja que envidiaron todas las mozas y trajo revueltos a los mozos mejores de su época. La misma doña Emilia recordaba que, muchos años atrás, siendo todos solteros, su marido y la actual señora de Hernández, cuya casa tenía a cierto callejón sin salida una reja muy florida y oscura, habían coqueteado un poco.
Doña Emilia, que tampoco podía estarse quieta, se acercó a la ventana, al espejo; bebió agua otra vez...
—¿Y tus hijos? —preguntó.
—En el colegio. Desde allí van al Casino en busca de su padre y luego vuelven todos juntos.
Anochecía rápidamente. En la penumbra del gabinete, sobre la blancura de las paredes, una antigua sillería de yute rojo alzaba sus respaldos ovalados; encima del sofá un espejo, semejante a un lago inmóvil, iba anegándose en sombras; cromos baratos y manojos de fotografías y tarjetas postales servíanp. 211 de sencillo paramento a los muros; sobre un viejo velador con piedra de mármol, colocado en el centro de la habitación, una planta descolorida por el polvo y la luz, abría la estupidez de sus flores de trapo.
Pisadas inquietas, juveniles, acompañadas de otras varoniles más lentas, turbaron la quietud del zaguán. Se oyó preguntar:
—¿Y mamá?... ¿Ha venido mamá?
Eran Anselmo y Joaquín. Doña Emilia reconoció la voz de sus hijos y acudió a su encuentro. Venían los muchachos acompañados de un minero, que se había destocado respetuosamente y miraba a las señoras de Perea y de Hernández muy compungido.
—Esto es lo único que hemos hallado —dijo Anselmo.
Y presentó a su madre el paraguas, hecho trizas, de don Higinio.
—¡El paraguas de papá! —exclamó doña Emilia crispando las manos y levantándolas blancas y trémulas sobre su cabeza—; pero, ¿y vuestro padre?... ¿Dónde está vuestro padre?...
Los dos mozalbetes, aunque consternados, no dejaban de gozarse secretamente en la importancia que les confería la noticia de que eran portadores.
—Nosotros —dijo Joaquín— apenas tú saliste de casa nos fuimos a buscar a papá, y ya en el campo encontramos a este hombre, que traía el paraguas.
Anselmo presentó al obrero.
—Trabaja en nuestra mina; es entibador.
Doña Emilia, lívida, temblante, fantasmal, tuvo que sentarse. La mujer del médico se mantenía a su lado, de pie, acariciándola los hombros con una mano, pronta a socorrerla, y por prudente indicación suya Joaquinito fue a buscar un vaso de agua.
El rústico se rascaba la cabeza.
—Yo —dijo— me sentía hoy mal, que llevo más de ocho días con calenturas, como sabe muy bienp. 212 don Gregorio, y ese fue el motivo de que dejase el trabajo antes de la hora. Cuando salí de la mina eran las cinco y llovía bastante. Yo vivo, para lo que las señoras gusten mandarme, a la entrada del Calvario Viejo, de modo que, para no rodear mucho, seguí el camino que guía a la llamada Venta del Ansia, por mal nombre. Conque al acercarme al río, que viene crecidísimo... ¡Aquí los señoritos lo saben y pueden decirlo!... Viene para darle un susto al más guapo. Conque ya iba a cruzarlo y me había arremangado el pantalón, con permiso de ustedes, hasta semejante sitio, cuando veo una cosa que flotaba sobre la corriente; según estaba, parecía una rueda. Pienso: «Eso es un paraguas abierto». Me paro, y como el viento lo traía hacia donde yo estaba, lo cogí sin trabajo. Entonces... «¡Pero si es el paraguas del amo!...». Lo reconocí por la cenefa morada, que no hay otro igual en Serranillas, y porque el amo ha bajado a la mina muchas veces con él. A poco encontré a los señoritos, y aquí estamos todos para cuanto las señoras quieran disponer. Yo, al menos, ya lo saben las señoras: si en algo puedo ser útil... Con toda confianza...
Calló, y como en el estupor de tragedia que sus palabras habían producido nadie hablase, añadió:
—Ahora lo que hace falta es que a don Higinio no le haya sucedido ninguna desgracia.
Todo volvió a quedar en silencio. Joaquinito procuraba abrir el paraguas, húmedo y siniestro como un ahogado. Su hermano se lo arrebató.
—Estate quieto, tonto, ¿no comprendes que vas a romperlo?
Doña Emilia permanecía inmóvil y sin color, los ojos enjutos, fijos, enormemente abiertos, cual si viera rodar las ondas turbias del Guadamil y flotando sobre ellas el cadáver de don Higinio. La misma doña Lucía, a pesar de la confianza que el campeónp. 213 de la Grande Jatte la inspiraba, empezó a inquietarse. Ella conocía el cariño que don Higinio profesaba a su paraguas; por lo mismo, cuando se resignó a perderlo debió de ser en circunstancias de terrible y excepcional peligro; probablemente, viendo que la tempestad no amainaba, decidiría repasar el Guadamil, y al intentarlo y sentirse vencido por la corriente tiraría sus enseres de pescador, su sillita de campo, su paraguas... ¿Y después?... Porque un hombre, por heroico que sea, si no sabe nadar se ahoga en seguida.
No obstante, la señora de Hernández supo hallar en su atribulado magín palabras discretas de esperanza.
—Yo creo —dijo— que don Higinio no habrá cometido la imprudencia de querer vadear el río hallándolo tan crecido.
Su insinuación piadosa halló eco en el minero.
—Eso mismo pienso yo. El amo conoce el río mejor que nadie, y sabe que con el Guadamil no es bueno jugar. Don Higinio se habrá escondido en el hueco de alguna peña, y allí estará aguardando a que la corriente baje un poco...
Ya el minero se había retirado y doña Emilia aún continuaba idiotizada por la impresión sufrida: «El paraguas —repetía— el paraguas...». Aquel dolor seco, reconcentrado y sin gestos comenzaba a ser de malísimo agüero. Para dicha de todos, la crisis resolviose al fin en un torrente de lágrimas.
—¡Ya no le veré nunca! —sollozaba—, ¡nunca!... ¡Ah!... ¿Por qué le dejé marchar?... ¡Si yo lo sabía!... ¡Si esta mañana, cuando le vi ponerse su traje de pana nuevo, me dijo algo el corazón!...
Hablaba a media voz, hipando, bebiéndose las lágrimas. Joaquinito también rompió a llorar. El primogénito, muy pálido, se mordía los labios enfrenando el llanto, obediente al bizarro consejo de sup. 214 padre, según el cual los hombres nunca deben demostrar dolor. Únicamente doña Lucía permanecía animosa: su confianza en el héroe resucitaba; era imposible que un hombre del temerario temple de Perea muriese así, tan oscuramente, tan prosaicamente, sin oponer al peligro un bello gesto de nadador. Pero, ¿y el paraguas?... ¿Cómo don Higinio, a no hallarse en riesgo extremado de muerte, pudo decidirse a perder su paraguas?...
—Eso es —dijo— que se le ha caído, y como el viento sería muy fuerte...
Pero doña Emilia, inconsolable, movía la cabeza negativamente.
—¡Nunca le veré, nunca! —repetía—. Ese traje, que hoy se puso por primera vez, era su mortaja... Yo no me engaño, Lucía; mi corazón no se equivoca...
Acompañada de sus hijos y de la esposa del médico, la presunta viuda volvió a su casa. Al verla tan caída, Teresita y Carmen empezaron a llorar. Vicenta, la cocinera, y las dos azafatas también tenían los ojos húmedos. Todas hablaban a la vez, sospechando las razones que inducían a creer en la muerte de don Higinio, y el paraguas, el maldito paraguas origen principal de tan lamentable alboroto, iba de unas manos a otras. Pepe, el jardinero, se presentó.
—Si a la señora le parece bien yo puedo ir a buscar al amo.
En la noche de tantas conversaciones inanes y estériles, aquella proposición resuelta y viril tuvo la eficacia de un rayo de luz. Súbitamente doña Emilia se reanimó; casi de un salto, a despecho de sus carnes, se puso de pie.
—¿Tú sabes dónde él pensaba pasar el día?...
—Aproximadamente, sí, señora. Es en un recodo del río que llaman Hoyo Grande.
—¿Muy lejos de aquí?
—Como a dos leguas. Pero la distancia no importap. 215 y si alguien me acompañase..., pues convendría que fuésemos varios y con hachones...
Doña Lucía intervino; aquello era lo mejor; de todos modos su optimismo opinaba que debían de esperar algo más; hasta las ocho, por ejemplo...
—Entretanto —añadió, dirigiéndose a Anselmo y a Joaquín—, vosotros iréis al Casino para informar a mi marido de lo que ocurre y decirle que venga aquí pasado un rato. Nadie como él para disponer qué hombres han de acompañar a Pepe.
Apenas los muchachos y el jardinero se marcharon, con urbanas razones doña Lucía rogó a Carmencita y a las criadas salir de la habitación. La buena señora no podía represar más tiempo la tentación de descubrir el terrible lance del hotel de los Alpes; a su juicio, era indudable que el conocimiento de la verdadera personalidad impasible y heroica de don Higinio había de infundir a su mujer grandes alientos. Ella misma, ¿de dónde sacaba su seguridad de que Perea había de volver, sino de la ciega fe que tenía en su valor?...
—¿Me marcho yo también? —interrogó Teresita.
—No, usted puede quedarse; lo que voy a decir es muy grave... ¡mucho!... Pero no tanto que usted no pueda oírlo.
El misterio de que la señora de Hernández rodeaba sus miradas, frases y gestos era tal, que oyéndola doña Emilia parecía olvidar su dolor. La esposa del médico se acercó a su amiga, la abrazó, la besuqueó sonora y efusivamente las mejillas...
—Lo que voy a decirte te asustará al principio, pero luego ha de tranquilizarte. ¡Emilia, mi pobre Emilia!... ¡Ah! ¡La mujer que tiene la suerte..., o la desgracia..., ¡nadie lo sabe!..., de pertenecer a un hombre como el tuyo, en la situación actual no debe asustarse!
La narradora miraba a las dos hermanas y a cadap. 216 momento se interrumpía, saboreando su secreto, complaciéndose en tenerlo sobre la lengua y paladearlo como quien paladea un caramelo.
—Higinio —prosiguió—, donde le veis, tan bueno, tan suave, tan incapaz de hacer daño a nadie..., porque pocos caracteres habrá mejores que el suyo, ¿verdad?... Pues bien; Higinio... ¡ha matado a un hombre!...
Doña Emilia se levantó trémula, balbuciente, espectral. Sus cabellos se erizaban.
—¿Ha matado a un hombre?
Y Teresita, más aterrada tal vez que su hermana, porque su doncellez servía de abono a su ingenuidad, repitió con voz agonizante:
—¿Mi cuñado ha matado a un hombre?...
La señora de Hernández se ratificó en un gesto lleno de melancolía y de gravedad.
—Como estáis oyéndolo.
A sus palabras siguió un silencio terrible. De súbito doña Emilia lanzó un grito y adelantó hacia su amiga la lividez de sus manos temblantes y crispadas:
—Pero, ¿cuándo? ¿Cuándo ha sucedido eso? ¿Ha sido esta tarde?...
—No, hija mía; fue hace cinco o seis años, allá en París...
La relativa antigüedad de la fecha no mermó en un ápice el sobresalto de doña Emilia; tan grande era que bruscamente hallose aliviada, cual si el horror de aquella tragedia ignorada oscureciese su congoja presente.
—Tu marido —prosiguió doña Lucía— se lo confesó a Gregorio y a otros amigos en casa de don Cándido; ya sabes que los hombres, entre ellos, no tienen secretos; y Gregorio me lo ha contado a mí. Higinio mató en desafío al esposo de una italiana hermosísima, según dicen, con quien tuvo relaciones...
Oyendo esto la señora de Perea no experimentóp. 217 malestar ninguno; ni siquiera tuvo celos; hallábase absorta y como desquiciada y fuera de sí. ¡Oh, la acre atracción del espanto! Ella, tan aficionada a leer novelas, creía asistir a la representación real, palpitante, de un inaudito folletín. Rápidamente, pero con una destreza que ni omitía detalles ni regateaba colores, la señora de Hernández fue refiriendo cuanto sabía del sangriento lance, y aun añadió bastante por cuenta de su propia imaginación y dadivoso temperamento: las citas de don Higinio con la italiana, las sospechas del marido, el encuentro de los dos hombres, su viaje a través de París, el Sena, la isla de la Grande Jatte, el barquero, la niebla, el combate a brazo partido, el tiro, y, finalmente, la cuchillada que partió en dos pedazos el tempestuoso corazón del holandés...
Víctima de indescriptible y jamás sentida tribulación, doña Emilia lloraba, reía, y tan pronto detenía la respiración, enfriábanse sus labios y dentro del pecho su ánima parecía ovillarse de miedo, como cobraba fueros y la sana color de la sangre volvía a sus mejillas. Cuando oyó que el holandés había disparado su revólver contra don Higinio quedose blanca, y segundos después, al saber que Perea, gallardamente y sin auxilio de nadie dio fin de su rival, se puso roja.
—¿Y dices que tiene una bala dentro del cuerpo?
—Sí.
—¿Dónde?...
—En la columna vertebral, un poco más arriba de los riñones.
—¿Y la herida?... ¡Yo no le he visto cicatriz ninguna!...
—No te habrás fijado; es pequeñita; Gregorio la conoce y... ¡ya comprenderás que un médico no puede equivocarse!... También la vieron don Cándido, Cenén, Arribas, el jefe de Correos..., todos, en fin, cuantos allí estaban; la cicatriz la tiene en la partep. 218 inferior del pecho: es una huella blanca, una especie de hendidura... ¡Como las balas de estos revólveres modernos apenas dejan rastro!...
Doña Emilia se persignaba: una inefable, recóndita y desconocida emoción la poseía. A pesar de saberse engañada no tenía celos, y al miedo que la patética historia la produjo iba aparejado una emoción muy dulce, muy consoladora, de admiración hacia el hombre que así, tan valerosamente, cuchillo en mano, defendió su vida. Su femenil vanidad se sentía halagada. Seguramente Higinio, al arremeter a su rival, pensó en sus hijos y también en ella... ¡sobre todo en ella!... Y su alma romántica, sin advertirlo, se esponjó de gozo. Se reconoció humilde; era débil, tímida; una pobre mujer sin valor y sin fuerzas. Él, en cambio, había dado pruebas concluyentes de heroísmo. ¡Ah! ¡Y ella durmió entre aquellos brazos temerarios y temblado de placer bajo la caricia viril de unas manos que, no obstante su proverbial bondad, si el caso llegaba sabían matar! ¡Qué revelación, qué alegría!... ¡Higinio!... «¡Su Higinio!...». ¿Por qué no estaría allí para abrazarse como esclava a sus rodillas?...
—De esto —concluyó doña Lucía— no hables a mi marido, pues le juré no decirte nada. Y hubiera mantenido mi juramento a no ser porque me he creído obligada a tranquilizarte, demostrándote que un hombre como el tuyo no es de los que se ahogan en un buche de agua.
A poco volvieron Anselmo y Joaquín; con ellos llegaban don Gregorio, Cenén y otros amigos de Perea, todos muy alborotados, conversadores y dispuestos a recorrer el bosque y aun a dragar el Guadamil, si era preciso, con tal de descubrir el paradero de don Higinio. Julio Cenén quería salir en su busca inmediatamente. Según las últimas noticias llegadas del campo, el nivel de las aguas había bajado mucho,p. 219 de modo que si Perea ya no estaba allí era porque, luchando tal vez por vadear el río, sufrió algún percance grave. El impresionable secretario se paseaba nervioso, y en aquel ir y volver continuo, bajo la luz de la lámpara, su monda cabecita ornitológica adquiría brillanteces distintas.
—No creo —añadió— que se trate de un accidente irreparable; pero de algo muy serio, sí, porque Higinio es un carácter que no se amilana fácilmente.
Los circunstantes asintieron y de soslayo, con disimulo enigmático, miraron a doña Emilia. La pobre mujer se ruborizó y en medio de su dolor experimentó un gran alivio: la satisfacción vanidosa y exquisita de ser la consorte, la viuda quizás, de un héroe.
«¡Todos saben lo del hotel de los Alpes!», pensó.
Hernández había sacado su reloj, que por dos veces se llevó al oído. Temía que no anduviese, porque él hubiera jurado que era más tarde.
—¡Pero, señores —exclamó—, si apenas son las seis! No nos asustemos tanto; es que los días han acortado mucho. Acaso no hayan encendido todavía el reloj de la iglesia.
Doña Lucía se asomó a una ventana.
—Sí —dijo—, ya lo han encendido; desde aquí se ve. El cielo está muy limpio; hay luna...
En atención a lo moderado de la hora, prevaleció el criterio de don Gregorio. Esperarían a las siete para emprender la batida. Mientras Pepe el jardinero podía buscar las teas con que los ojeadores habían de alumbrarse. También era muy conveniente llevar perros.
—De paso —ordenó Cenén a Pepe—, llégate a mi casa y pide mis polainas.
—Tráete además las mías —dijo don Gregorio—, mis hijos saben dónde están.
Todos se habían sentado formando semicírculo delante de doña Emilia, y la prodigaban frases vulgaresp. 220 de consuelo. Don Higinio conocía a palmos las orillas del Guadamil, y era un hombre sereno y valiente acostumbrado a desafiar riesgos mucho mayores. La esposa del médico abrazó a su amiga.
—¿Lo ves?... ¿No te lo decía yo?
Y doña Emilia, afligida y consolada a la vez, hacía signos de asentimiento y se restañaba los ojos. Había, sin embargo, en aquella escena algo fúnebre, que trascendía a velorio o a visita de pésame.
A poco llegó don Cándido; en el Casino le explicaron lo que sucedía y en seguida fue a la botica a calzarse sus botas montaraces y a tomar un piscolabis. A doña Benita se lo dijo:
—No cuentes conmigo en toda la noche.
Don Gregorio le ofreció a su lado un asiento y le informó de cómo permanecerían allí hasta las siete. En aquel momento apareció el notario; vestía traje de pana, boina azul y polainas del mismo color; parecía un guerrillero; noticioso de lo ocurrido, su afecto a Perea le obligaba a pedir un puesto entre los primeros amigos que fueran a buscarle. También se sentó jadeante y obeso, y puso entre sus piernas la cayada de pastor de que venía armado. La reunión se animaba; parecía una tertulia de cazadores y a ello contribuía el violento ladrar de los perros que acababan de traer y andaban por el patio; los animales venteaban una aventura. La excursión, que al principio pudo parecer desabrida, cobraba de repente un interés cinegético enorme; en la conciencia de todos, insensiblemente, don Higinio se convertía en una presa.
Bruscamente la puerta se abrió y apareció Pepe. Con voz ahogada:
—¡El amo! —gritó.
Los circunstantes se levantaron; doña Lucía dio un grito; doña Emilia preguntó heroica, con la bizarría de una espartana:
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—Pero, ¿viene vivo?...
—¡Sí, señora! Viene por su pie.
El jardinero desapareció. La esposa corrió hacia la puerta y todos la siguieron, apretujándose al salir. Nadie se asombraba de que Perea hubiese reaparecido, por muy recios obstáculos que hubiese necesitado vencer; ellos le conocían; el amante de Leopoldina era «un hombre». Doña Emilia atravesó el zaguán y salió a la calle, gritando:
—¡Higinio!... ¡Mi Higinio!...
Y allí mismo, bajo el perfil irónico de la luna y ante los balcones llenos de vecinos atisbadores y conmovidos, abrazó al héroe. A su vez sus amigos le rodearon, pero no osaban tocarle por miedo a mojarse. Don Higinio estaba densamente pálido, y era tan grande su frío, que los dientes le castañeteaban y apenas sabía concertar las palabras. Daba lástima y risa: llegaba embarrado hasta más arriba de las rodillas, traía roto el pantalón y había perdido la cinta del sombrero. Únicamente don Gregorio se atrevió a abrazarle, y lo hizo con la rudeza de un hércules.
—¿No le dije a usted esta mañana que el cielo amenazaba tormenta?... ¡Pero como usted es un hombre sin freno y sin ley!...
Don Higinio sonrió vagamente; estaba desjarretado, rendido y sus ojos buenos, medio cerrados por la fatiga, tenían el dolor de una infinita humildad. No podía hablar. Declaró que le dolían mucho la cabeza y la espalda, y necesitaba acostarse en seguida. Cuando supo que aquellos buenos amigos pensaban ir a buscarle con perros y antorchas se conmovió y supo dedicarles una sonrisa de gratitud.
—Gracias. Mañana les contaré lo sucedido..., mañana... ¿Eh? Ahora tengo frío... sueño... Sí, ustedes me perdonarán; hasta mañana...
Con esto despidiose de todos y entró en su casa. Doña Emilia clavó en don Gregorio una mirada suplicante.
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—No es nada —repuso el médico—; un poquito de fiebre. De todos modos, yo volveré después de cenar.
Perea llegó a su cuarto, entornó la puerta y sin hablar se metió en la cama. Doña Emilia le ayudó a desnudarse y a cada momento se persignaba, significando así su asombro: el traje de pana, con el agua y el barro que traía encima, bien pesaba una arroba y seguramente quedaría inservible; las botas estaban rotas, y de tal modo las había desgobernado y encogido la mojadura, que su dueño necesitó forcejear mucho para quitárselas; los calcetines también aparecieron inservibles, agujereados y cubiertos de lodo. Doña Emilia no cesaba de pasmarse; su marido llevaba salpicaduras de barro hasta en la corbata; eran manchas absurdas, que nadie hubiera explicado cómo pudieron caer allí. El héroe de la Grande Jatte terminó por quedarse en pelota y vestirse un traje de franela amarilla que usaba cuando padecía amagos de reúma. Después cerró los ojos. Su mujer le contempló amorosamente, con una ternura nueva en ella, y por dos veces le besó la frente.
—¿Tienes frío?... ¿Eh?... ¿Tienes frío?...
Perea repuso lacónico, sin molestarse en abrir los ojos:
—Sí.
Ella deslizó bajo las mantas una mano tibia y maternal, buscando los pies uñosos, duros y grandes de don Higinio.
—¿Quieres una botella de agua caliente?
—Bueno...
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El náufrago del Guadamil se dejaba mimar. Doña Emilia salió de la habitación a decir que inmediatamente pusiesen al fuego una olla con agua, y regresó a poco andando de puntillas. Aunque Perea tenía los párpados bien cerrados, ella, para que la luz no le hiriese si los abría, sujetó con alfileres, alrededor de la lámpara, un número de El Faro; hecho lo cual, enamorada y dócil como una sierva, prosternose delante de la cama. Don Higinio se había dormido, y bajo su bigote hirsuto los labios dejaron escapar un ronquido polífono y grotesco. Su mujer aprovechó estos instantes para ir en busca de la botella del agua caliente, que trajo envuelta en una toquilla y con gran diligencia. Aquel reparo, transmitiéndose rápidamente a los yertos pies del enfermo, debió de aliviarle, por cuanto no tardó en abrir los ojos. De ver el rostro de doña Emilia tan cerca del suyo pareció sorprenderse.
—¿Qué haces ahí?
—Mirarte... cuidarte...
—¿Por qué no te acuestas?
—Es muy temprano.
—¿Temprano?... ¿Qué hora?
—Las ocho, tal vez... Nadie ha cenado todavía...
—¡Las ocho! —repitió.
Había perdido la noción del tiempo; él hubiese jurado que estaba amaneciendo.
—Sin duda —dijo— cuando volví traía un poco de calentura, pero ahora me siento mejor.
Miró a su mujer y de nuevo maravillose de verla tan amable, tan hembra, tan cerca de él. Ella, sin deponer su actitud de inferioridad y adoración, comenzó a besarle las manos, y cuantas veces lo hacía entornaba los negros ojos, cual si gustasen sus labios el roce de algo exquisito. La inocente señora tenía deseos locos de abrazar a su esposo; mas no como a marido y persona vulgar o de este mundo, sinop. 224 como a héroe; asegurarle que de allí en adelante no volvería a reñirle ni habría en aquella casa otra voz que la suya; decirle que le perdonaba su travesura con la italiana de marras, y pedirle muchos detalles, muchos..., ¡muchos!... de su reyerta con el pavoroso holandés. Pero así, tan de sopetón, no se atrevía; temía que la detenida rememoración de aquellos momentos crueles mortificasen demasiado al vencedor de la Grande Jatte; un remordimiento, por adormecido que se halle bajo el tiempo, siempre es desagradable. Suavemente, mientras llegaba la ocasión propicia, interrogó:
—Ahora no tienes fiebre, ¿quieres comer algo?
Esta proposición evocó instantáneamente en don Higinio una sensación de hambre. Vio claro en su interior. Desde medio día no probaba bocado. Él no estaba enfermo, sino hambriento. Indolente, con la laxitud, follonería y la mala crianza de quien se reconoce muy mimado, manifestó deseos de comer unas sopitas de ajo.
—¿Con un huevo? —preguntó la esposa.
—Con dos.
Ella le besó.
—¿Las quieres claras o espesitas?...
—Mejor espesitas...
—¿Te gustaría tomar también una copita de jerez?... Una copa pequeña, de esas de licor...
El recuerdo de la comida enardecía a Perea, y su estómago, por segundos, recobraba toda su jovial prepotencia.
—Sí, quiero jerez, pero no en copa de licor; sírvemelo en vaso.
Doña Emilia sonrió maternal: antes esta exigencia la habría parecido una impertinencia estúpida; a nadie, con sentido común, hallándose en aquel estado de debilidad, se le ocurriría beber un vaso grande de jerez... Pero ahora se daba cuenta fácil de lo quep. 225 en otra ocasión no hubiese comprendido. Don Higinio era un hombre mucho más fuerte que la mayoría de los hombres; un temperamento excepcional; un varón fuerte, bravo, nacido para la orgía y la pelea, que, como los mosqueteros legendarios, tras de un asalto y entre los brazos de las hermosas que se les rindieron, se curaban sus heridas con vino.
Mientras Teresita y Vicenta aderezaban las sopas, doña Emilia quiso friccionarle al enfermo los lomos con alcohol alcanforado. Perea accedió, soboncito y mimoso; después de pasar a la intemperie tantas horas ingratas, necesitaba sentirse curado, defendido. Su mujer le ayudó a colocarse boca abajo, le subió la camiseta hasta arrollársela alrededor del cuello, como una bufanda, retiró las mantas, dejándolas en aquel lugar, honesto todavía, donde la túnica de la Venus de Milo se detuvo, y comenzó a resobarle las mollares espaldas. Pronto la piel fue coloreándose; pero doña Emilia proseguía su saludable tarea briosamente, pensando que bajo aquella carne, más amada entonces para ella que nunca, había una bala.
Con la friega, el calor de la botella que tenía a los pies y el sustancioso reparo de la comida, no tardó el paciente en hallarse tan ágil, ufano y bien dispuesto como si nada malo le hubiese acaecido. Sus ojos brillaban. ¿Por qué se mostraba su mujer tan cariñosa, tan femenina?... Pidió un cigarrillo, tenía ganas de fumar y de charlar, exagerando los riesgos y fatigas que había hurtado.
—¡El río estaba imponente! —exclamó—. ¡Cómo rugía!... Imposible vadearlo; hubo momentos en que me acordé mucho de vosotros, particularmente de ti, Emilia. «¿Si no volveré a verla?», pensaba.
En su imaginación, naturalmente romancera y con ayuda del jerez, los sucesos se abultaban; el Guadamil se convertía en Amazonas. La esposa se enterneció:
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—¿Es cierto —balbuceó lagotera— que cuantas veces te has visto en peligro de muerte te acordaste de mí?
—Siempre, hija mía.
Y al responder así don Higinio pensaba en su desafío con míster Ruch como en un hecho real. Doña Emilia se dejó resbalar de la sillita que ocupaba y quedó de hinojos sobre la alfombra, los brazos apoyados en el borde del lecho.
Teresita apareció, caminando de puntillas.
—Ahí está don Gregorio.
Perea se alegró; iba a llamarle; pero su mujer se lo impidió llevándose un índice a los labios. Volviose hacia su hermana:
—Dile que Higinio está profundamente dormido, y que si algo ocurriese ya le avisaremos.
Agregó, casi por señas:
—Vosotros podéis comer.
—¿Y tú?
—Yo, si tengo ganas, cenaré más tarde.
Teresita salió del aposento sin ruido, y al andar, a lo largo de su cuerpecillo rígido y seco de virgen cuarentona, su sencillo vestido negro se movía como una cortina sobre el vano de una puerta. Doña Emilia no quería separarse de su marido; la retenía a su lado la punzadora, la irrefrenable curiosidad de saber; sus manos suaves, nerviosas, acariciaban con fervor inexhausto las manos del héroe; y nuevamente Perea vio temblar en los ojos de su compañera, olvidada del amor durante largo tiempo, aquella expresión humilde, voluptuosa y rendida que antes, por dos veces, le había emocionado.
—¿Qué tienes? —preguntó.
Como las circunstancias le favorecían, acababa de hallar también en su garganta una inflexión dulce de voz. La esposa vaciló, se restañó los ojos con el embozo de la sábana, y de repente sus escrúpulosp. 227 y reservas flaquearon. A tropezones, ahogándose bajo un desatado aluvión de suspirones y de lágrimas, murmuró:
—¡Lo sé todo, Higinio..., todo!... ¡Todo!... ¡Ah!... ¿Por qué fuiste tan malo y tan reservado conmigo?
—¿El qué sabes? —replicó Perea.
—Tu aventura del hotel de los Alpes... esa aventura que es la mitad de tu vida... Me lo ha contado Lucía esta tarde... ¡Es horrible!... ¡Horrible!...
Y le besaba las manos:
—Tú, con estas manos tan buenas..., que jamás hicieron daño a nadie... ¡haber matado a un hombre!...
Su dolor desbordó al eco de sus propias palabras, y su respiración tornose tan espasmódica y anhelante que necesitó levantarse y quitarse el corsé. Don Higinio se había quedado estupefacto. A espaldas suyas su hazaña iba adquiriendo proporciones cómicas: lo que él dijo a don Gregorio, este se lo comunicó a doña Lucía, quien, a su vez, se lo confesó a doña Emilia. ¡Buenas son las mujeres para guardar secretos de nadie cuando jamás supieron defender los suyos!... Él debía haber pensado en esto antes de mentir como un tonto y de atribuirse rasgos de baratería tan contrarios a su sencillez, templanza de costumbres y juiciosa manera de ser. ¿No era bufo que su mujer, creyéndole un asesino, llorase de aquel modo? Él, que nunca proporcionó a su compañera penas reales, ¿permitiría que así se afligiese por fantasmas?... Y luego, sus hijos, cuando fuesen hombres y cediendo al testimonio público aceptasen la certidumbre de aquella tragedia que todo el pueblo repetía, ¿qué pensarían de él?... ¿No le juzgarían severamente, y con razón?... La conciencia de Perea tuvo un gesto honrado.
—Todo eso —dijo— es falso.
—No mientas —replicó doña Emilia—, ¿por qué mientes?... ¿Quién, mejor que yo, te guardaría un secretop. 228 así?... ¡Ay!... ¡Ahora es cuando comprendo cuán poco me has querido!...
—Repito que nada de eso es cierto...
Lo negaba con honradez hidalga; pero súbitamente el primer impulso noble de su espíritu decayó, y entre sus labios la misma blandura de su negativa equivalió a una confesión. Doña Emilia, las manos cruzadas sobre el pecho, volvió a arrodillarse...
—Ten confianza en mí —musitaba—, yo no soy mala, yo te perdono todo, aunque me hayas burlado con muchas mujeres... ¿Qué importa, si al cabo volviste a mí? ¿No soy la verdadera, la única compañera de tu vida?... Al hablarme Lucía de esto tuve celos, sí... ¡celos horribles!...; pero apenas duraron un instante y los olvidé para solo pensar en ti, en el peligro que corriste luchando con ese hombre... ¡Dios le tenga en su gloria!, que el pobre, haciendo lo que hizo, defendía su honor. En estos casos, yo lo he dicho siempre, la infame que no merece perdón es la mujer. ¡Las mujeres son las perras!... Vosotros, no; vosotros no tenéis culpa: los hombres buscan, piden, y si consiguen algo... ¡Tan contentos!
Sonrió y tuvieron sus labios una complacencia inefable.
—Yo sé que ella era italiana y muy guapa... ¿verdad?... Él era holandés, creo... ¡Oh!... Cuéntame, me muero de curiosidad; yo debo saberlo todo para consolarte y sufrir contigo; yo quiero que sean míos tus remordimientos...
Y como don Higinio, desconcertado por el imprevisto sesgo de aquel discurso, tardase en responder, agregó:
—Si soy muy buena, si te amo más que a mi vida... ¿Sabes lo que hice aquí mismo, mientras tu dormías?... Pues rezar dos padrenuestros y dos avemarías por el eterno descanso de tu víctima. ¿Di, no era ese mi deber?... ¿No estamos obligadas las mujeresp. 229 a pedir a Dios el perdón de cuantas locuras cometen sus maridos?...
Su verbo adquiría, con el entusiasmo, inflexiones proféticas.
—Créeme, Higinio: lo que no llegué a comprender en tantos años lo he visto ahora de golpe: todo en la vida tiene su razón, su «porqué» divino. Esto ya no hay quien me lo saque de la cabeza: si Dios me puso a tu lado y consintió nuestro matrimonio fue para que rezase por ti.
Se enternecía, su voz volvía a llenarse de lágrimas.
—Tu reserva de tantos años ha retrasado, sin duda, tu salvación. Pero yo sabré ganar el tiempo perdido, rezaré a Dios día y noche para que te perdone y Él me oirá...
Temblaba en su acento el deseo vehementísimo de que el drama de la isla de la Grande Jatte fuese cierto; y reiteradamente y entre grandes llamaradas pasó por sus pupilas mojadas en llanto aquella expresión lasciva y dulce que tanto había interesado a Perea. ¡Oh, paradojas del alma femenina! Doña Emilia, tan ordenada, tan rectilínea, devota y esclava del buen parecer burgués, no hallaba muy mal que su marido hubiese asesinado a un hombre: era una inconsecuencia pueril y deliciosa; algo truculento, pero también pintoresco, atrayente, como un romance de bandidos. Don Higinio sonrió por dentro. Si su mujer, efectivamente, con la seguridad de que él había matado a un holandés iba a ser en lo sucesivo más feliz que lo fue nunca, ¿por qué persuadirla de su error? ¿Qué mal había en ello?... En cuanto a sus hijos, ya les diría él la verdad más adelante... ¡Y eso si hacía falta!... Y, sobre todo, ¿dónde está lo cierto, dónde lo falso?... Hay millones de verdades que no lo son porque nadie cree en ellas. ¿Cuántos siglos, verbigracia, anduvo la humanidad sin saber que la tierra era redonda?...p. 230 En cambio, una mentira defendida por todos es una verdad...
De sofisma en sofisma don Higinio iba recobrando aquella alerta disposición de ánimo en que estaba cuando inventó su hazaña en la botica de don Cándido. La botella de agua caliente, la friega de alcohol, las sopas, el vaso de jerez, la actitud dócil de Emilia... todo le animaba a seguir mintiendo. La estimación más fuerte la obtenemos, sin duda, con nuestra sinceridad; pero si en un caso concreto y por circunstancias especiales sucede lo contrario, ¿por qué buscar en ella el demérito y la ruina?...
El amante de Leopoldina dejó de fumar, contrajo sus cejas poderosas, dio a su fisonomía las expresiones graves de la resignación y del remordimiento. Aquella mentira le producía el malestar físico de un salto de mucha altura.
—Es verdad —declaró—; si ya lo sabes..., ¿a qué negarlo?...
Sus manos acariciaron paternales la cabeza de doña Emilia, y merced a un extraño miraje romántico le satisfizo que la cabellera que él conoció joven tuviese algunas canas, cual si estas hubieran brotado al dolor de sus locuras juveniles.
—¡Pobre Emilia!... ¡Tan buena!... ¡Qué demontre!... Yo nunca había pensado hablar contigo de esto...
Su ademán sobrio, dulce, tuvo esa fina elegancia que infunden al hombre la amabilidad y la melancolía. Habló lentamente. ¡París..., los días de niebla..., la melancolía de verse solo..., la castidad..., la tentación emboscada en el fastidio de cada hora que pasa!... Una noche, después de cenar, en el momento de salir a la calle, conoció a Leopoldina: era alta, flexible, elegantísima y llevaba puestos un gabán de paño negro a guisa de guardapolvo y una gorrilla escocesa de viaje. Mientras su marido hablabap. 231 con el intérprete del hotel, ella se había quedado inmóvil, lívida y como petrificada, mirando a don Higinio. A doña Emilia se la escapó una exclamación de cólera:
—¡Tía bribona!... ¡Si yo hubiese estado allí!...
Perea tenía una imaginación eminentemente plástica que le permitía ver cuanto iba inventando; pero con tal diafanidad y bulto, que apenas lo fantaseaba cuando ya lo recordaba y percibía como si realmente se hubiese retratado en sus pupilas alguna vez. Así, según devanaba el hilo de su aventura, recomponía los lugares donde colocaba su acción, asociando para ello con arte y presteza sorprendentes sitios y personas: sucesivamente evocaba la figura maciza del holandés, el perfil espiritual, cera y violeta, de la italiana; el aspecto risueño del comedor, el ascensor, la portería con sus carteles multicolores, la disposición de las habitaciones y pasillos del hotel de los Alpes, la calle Feydeau...; y luego la escena entre él y el marido, su viaje a través de París, la lucha sin testigos y a muerte, entre la bruma, sobre un suelo resbaladizo, cubierto de escarcha...
Animado por los incidentes de su novelesca relación, el náufrago del Guadamil se había sentado en la cama, y con tan artística vehemencia sentía su mentira, que ni un instante cesó el ademán de responder con absoluta fidelidad a la palabra. Aquella ley fisiológica que impone a cada idea rotunda y vivaz un gesto terminante, cumplíase en él exactamente. Su patraña, síntesis magistral de observaciones y de movimientos, adquiría por instantes el vigor de lo vivido. Su numen halló frases felicísimas. En la descripción de la pelea, especialmente, la cálida fantasía del narrador se desbordó con la misma generosidad que lo hizo aquella tarde el Guadamil. El encuentro había sido rápido y salvaje. Primeramente él y su enemigo lucharon a brazo partido; míster Ruch poníap. 232 todo su empeño en agarrarle del pescuezo. Indudablemente quería estrangularle; él, comprendiéndolo así, procuraba zafarse merced a esguinces y agachadillas de extraordinaria agilidad. Hubo instantes en que su valor se sintió abrumado y casi vencido bajo el corpachón del terrible holandés. Al cabo, aprovechando un descuido de su rival, pudo desasirse y desenvainar su cuchillo; míster Ruch entonces dio dos pasos atrás, sacó su revólver y disparó. Perea ni siquiera tuvo tiempo de sentirse herido: ciego de ira lanzose sobre su agresor y mientras con la mano izquierda le arrebataba el revólver, con la otra le hundió el cuchillo, hasta el mango, en el corazón...
Doña Emilia lanzó un grito.
—¿Y quedó muerto?...
Don Higinio adelantó el labio inferior, desdeñoso y perdonavidas.
—¡Toma!... ¡Tú verás! ¡Creo que la hoja le salió por la espalda!...
Horrorizada abrazó a su esposo, escondiendo su rostro en el pecho velludo del héroe.
—Calla, Higinio, por Dios —murmuró—, calla; has tenido en este instante una manera de mirar que me ha dado miedo.
Y, tras una pausa:
—¿Y cómo escapaste de allí? ¿No dices que estabais en una isla?
—Sí —replicó Perea—, y confieso que libré de milagro. Apenas me cercioré de que míster Ruch era cadáver, me puse mi pañuelo sobre la herida para detener la hemorragia lo mejor posible, me abroché el gabán, y guiándome por las huellas que nuestras pisadas dejaron en la nieve, regresé al sitio donde momentos antes habíamos desembarcado. Comprenderás que iba enfurecido y dispuesto a todo, incluso a asesinar al botero si por azar se negaba a volverme a la orilla. Afortunadamente, el hombre parecióp. 233 alegrarse de verme; cuando yo llegué estaba dormido en el fondo de su lancha y para despertarle le sacudí por un brazo. Recuerdo que me preguntó: «¿Y su compañero?...». Yo, en previsión de que hubiese oído el tiro, le respondí: «Se ha quedado con unos amigos hasta más tarde; por cierto que ha matado con su revólver una rata terrible...».
Calló unos momentos y luego zambullose en el lecho diciendo con aire displicente:
—¡En fin!... ¿Para qué hablar más de eso?... Ya el tiempo se lo llevó todo, y... ¡menos mal!... que la policía no supo dar conmigo.
Doña Emilia sollozaba: acababa de representarse a su marido camino de la cárcel, maniatado y entre gendarmes. Perea continuó:
—Mi rival había tenido la precaución de no llevar consigo cédula, pasaporte ni ningún otro documento que señalase su personalidad; y como la pobre Leopoldina, por amor a mí, nada dijo, el lance quedó en el más absoluto misterio. Otro día te leeré lo que los periódicos dijeron del crimen de la Grande Jatte; ya verás; yo estaba aterrado; en París la gente no hablaba de otra cosa. Fue la época en que tú, pobrecita, te desesperabas porque yo no escribía. ¿Te acuerdas? ¿Comprendes ahora?... ¡Ah!... ¡Si supieses cuánto sufrí para que la servidumbre del hotel no se apercibiese ni de mi herida ni de las inquietudes horribles que me devoraban!... Al médico que me asistió, un señor anciano y muy bueno, pude convencerle de que el balazo me lo había dado yo mismo examinando una browning. ¡Cuántas penas! A no ser por tu recuerdo... ¡Ah!... Yo hubiese querido salir de París inmediatamente, pero no me atreví. «¿Y si me detienen?», pensaba. Un extranjero siempre es sospechoso, máxime a raíz de un crimen cuyo autor se ignora; por lo mismo preferí estarme quietecito y continuar mi vida ordinaria, y esto acaso me salvó.
p. 234
Aún tuvo don Higinio cinismo para añadir a su mentira otros detalles. Los nueve días que tardó en cicatrizarse su herida los pasó encamado, pretextando un ataque de reúma; la hermosa Leopoldina le acompañaba día y noche, con un tesón de madre, y para que nadie la viese, siempre que llamaban a la puerta, se escondía detrás de un armario. Para justificar la insólita desaparición de su marido dijo en el hotel que míster Ruch había regresado precipitadamente a La Haya por asuntos de familia, y que, transcurrido algún tiempo, si no volvía iría a reunirse con él. Entretanto su amor hacia Perea crecía; le miraba con devoción llena de agradecimiento y de cariño; como se mira a un padre, a un libertador...
El narrador suspiró, arqueó las cejas y adoptó una actitud más cómoda.
—La infeliz..., ¡eso es verdad!..., se portó como una heroína; más de una semana estuvo sin quitarse el corsé.
Doña Emilia se mordía los labios celosa de la italiana y al mismo tiempo agradecida a su abnegación. Empezó a rezongar: verdaderamente, comportándose así, se limitó a cumplir su deber; ella, en su puesto y tratándose de un hombre tan bravo y caballero como Perea, hubiese hecho lo mismo.
—¿Y después? —exclamó.
—¿Qué?...
—¿Dónde se marchó esa mujer; qué fue de ella?...
La idea torcedora de que su marido no la hubiese olvidado y quizás la escribiera aún acababa de herirla, sofocándola como una punzada en el corazón. Don Higinio comprendió que, al revés de la realidad, donde las pequeñas historias suelen prolongarse demasiado, su mentira, para mayor intensidad y poética melancolía del relato, debía concluir pronto. Volvió a suspirar y su voz fue profunda:
—La pobre Leopoldina —murmuró lacónico— fallecióp. 235 en La Haya al año siguiente... de remordimientos, tal vez.
—¿Tú me lo juras, Higinio; tú me juras que esa mujer ha muerto?...
Perea extendió su mano derecha; aquella mano que vertió sobre la nieve de la isla de la Grande Jatte, como una gota de lacre, la sangre de un hombre.
—Te lo juro, Emilia. Si no fuese así, créeme, no te ocultaría la verdad.
Las pupilas ingenuas de la esposa resplandecieron de júbilo; pero instantáneamente, como era muy devota y no quería alegrarse del mal y menos de la muerte de nadie, se amustió y quedó pensativa. Por sus mejillas, dos lágrimas resbalaron.
—Si Dios la ha perdonado —murmuró—, como yo en este instante la perdono, estará salva.
Enamorada como nunca de su marido, trastornada su conciencia bajo la explosión de un cariño fulminante y novelesco, la excelente señora hallaba muy natural que una mujer enloqueciera y atropellase por don Higinio sus obligaciones más sagradas. Sus ojos se clavaban en el héroe con lubricidades masoquistas de bacante. ¡Ella misma!..., tan recogida, tan fiel, tan dueña de su carne, puesta en la situación de la hermosa italiana del hotel de los Alpes, ¿qué hubiera hecho?...
Quiso después ver el orificio de entrada de la bala. Perea se desconcertó imperceptiblemente: allí estaba la prueba que había de desbaratar su fraude de raíz, o, por el contrario, infundirle visos inconcusos y terminantes de certidumbre. Con notable aplomo, medio incorporado en el lecho, comenzó a desabrocharse la camiseta y sus dedos tactearon en la base del pecho rollizo y peludo. No dudaba vencer: don Gregorio, don Cándido, el notario, el secretario del Ayuntamiento, Gutiérrez... todos habían visto la herida y daban fe de ella. ¿Cómo doña Emilia, guiada por elp. 236 ejemplo acaso más que por sus propios ojos, no la vería también? Por algo estaba enamorada y los enfermos de daño tan grave antes ven lo que quieren ver, que buscan y apetecen lo que realmente han visto.
—Mira —dijo Perea.
—¿Ahí?...
—Aquí mismo...
Su dedo índice señalaba la cicatriz blanca, tenue, que en aquel sitio le causara, treinta años atrás, un trozo de cristal. Doña Emilia levantó la cabeza, parpadeó, se frotó los ojos; la luz eléctrica suspendida en el comedio de la habitación, cerca del techo, estaba cansada y alumbraba mal. Miró, sin embargo...
—Veo entre el vello una especie de herida...
—Esa es.
—Sí, sí... ¡Ahora!... ¡Qué horror!... ¡Pensar que por un agujero así se nos puede ir la vida!...
—La bala —replicó audazmente don Higinio— era de esas delgadas y largas que ahora se usan; su diámetro, según dijo el médico, sería menor que el de un cigarrillo; por eso el orificio de entrada es tan pequeño.
Las grandes pupilas candorosas de doña Emilia estaban llenas de espanto.
—¿Y no sientes la bala?...
—Muy raras veces; únicamente cuando el tiempo cambia o ando mucho... o si realizo algún esfuerzo...
Añadió cruel:
—Hace un rato, por ejemplo, dejé que me friccionases con alcohol porque todo este lado de los riñones me dolía bastante.
Doña Emilia besó la herida del héroe dulcemente, con aquel mismo arrobo místico con que besar solía el costado sangrante de un Cristo que había en la iglesia, debajo del coro, y Perea sintió su saludable pechazo mojado en lágrimas. Aún charlaron copiosamente:p. 237 don Higinio empezaba a cansarse; había glosado su invención de diversas maneras y ya no se le ocurrían pormenores nuevos que añadir; la curiosidad de su mujer era insaciable. Al fin recordaron que sería muy tarde. Andando de puntillas doña Emilia se aproximó a la puerta, que entreabrió suavemente. Toda la casa yacía a oscuras y en silencio. Para cerciorarse llamó:
—¡Teresa!...
Y un momento después:
—¡Anselmo!... ¡Vicenta!...
Nadie contestó. Indudablemente todos se habían acostado. Entonces echó la llave del dormitorio y empezó a desnudarse; tenía los ojos brillantes y el rostro encendido; don Higinio la miraba ufano; su mujer, con el deseo, parecía más joven, más linda; aquello era una resurrección nupcial. Ella, que para mudarse de ropa interior había sentido el delicado miramiento de ocultarse detrás de una cortina, se acostó al lado de su esposo y le echó los brazos al cuello.
—¡Higinio de mi alma, Higinio de mi vida!... ¿Ves?... Para que te hubiesen matado. ¡Loco! Dímelo otra vez: ¿es cierto que cuando fuiste a batirte con ese hombre te acordabas de mí?...
Aquella noche en que, tras un dilatado intervalo de fraternal castidad, la antorcha fecunda de himeneo volvió a lucir ardorosamente, doña Emilia, trémula, imaginativa, presa de férvidas y extrañas angustias sexuales, más que con su esposo durmió con la bala del holandés.
A la mañana siguiente, no bien Perea abrió los ojos, su mujer le dijo solemne:
—Anoche, pensando en la muerte, hice una promesa a la que creo no has de oponerte.
Don Higinio, mal despabilado aún, se frotó los párpados:
—¿Qué promesa?
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—Oír el primer domingo de cada mes una misa por el descanso de Leopoldina y de su esposo, y vestir durante los años, pocos o muchos, que me queden de vida, el hábito de Nuestra Señora del Carmen.
Perea iba a indignarse:
—¡Qué disparate!... ¡Vestirse ahora de hábito!... Pero ¿por qué has de pagar tú mis locuras?...
—Debo pagarlas —interrumpió doña Emilia sentenciosa—, pues si tú pecas, yo estoy obligada a lavar tu espíritu de culpas y a salvarte conmigo.
Don Higinio se atusaba el bigote nerviosamente; su honradez y las ideas místicas que, aunque asaz olvidadas y disueltas, guardaba desde niño en su corazón, se revolvían contra aquellas consecuencias teológicas de su mentira. Quiso hablar, rojo de cólera; pero su mujer se lo impidió con un gesto grave y fanático.
—¡Es inútil! —exclamó—, no te haré caso; será la primera vez que te desobedezca; pero... no puedo desdecirme: ¡lo he jurado!...
—¿Y tu abrigo, tu magnífico abrigo de pieles, que todavía está intacto?...
—He renunciado a él; puedo llevarlo, pero no quiero; es un lujo y solo la sencillez y la pobreza son gratas a los ojos de Dios. ¿Qué importa? ¡Tonto!... ¿Vale lo mejor de este mundo la salvación eterna?
Fuerza de voluntad necesitó para imponerse aquel sacrificio que hería su vanidad más amada y crecida; pero ya lo hizo, y ahora gozaba de ese alquitarado sosiego interior que el alma experimenta venciéndose a sí misma.
Perea no replicó, y de súbito demostró tranquilidad. Acababa de comprender que el hábito del Carmen que su mujer deseaba vestirse, ponía al servicio de su invención la enorme fuerza de la Iglesia. Además, era algo romántico, bonito...
—¡Psch!... Bueno..., como gustes... —murmuró—; no deseo contradecirte... ¡Si lo has jurado!...
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En los días sucesivos el sanguinario misterio de la isla de la Grande Jatte flotó en el ambiente de la casa como un maleficio. Teresita se lo había contado a sus sobrinos y estos, a su vez, lo dijeron a la servidumbre. Nadie, sin embargo, hablaba de ello en voz alta, ni tampoco asunto de tan ingrata recordación aprovechó para discreteo o palique de sobremesa; pero, en cambio, todos lo glosaban secretamente: los criados, en la cocina; los muchachos, en el gabinete de estudio, sentados alrededor de la mesa, bajo el lechoso y quieto resplandor de la lámpara. A Joaquinito le ardían los ojos; Carmen, que ya era una mujercita, y Anselmo, en quien la edad dejó florecer ideas de honor y valentía, experimentaban al ver a su padre una desconocida turbación de cariño y respeto. Era el verdadero cabeza de familia, bueno y temerario a la vez, encanecido en el difícil arte de conocer a los hombres y de luchar con las pasiones. Pocos meses bastaron para que Perea sintiese esta nueva devoción filial que llegaba hasta él semejante a un incienso, como asimismo el dócil rendimiento y total pleitesía que su mujer le profesaba. Doña Emilia era otra: quizás la buena señora fuese más dura que nunca con la gente de escaleras abajo, cual si necesitase absolutamente eliminar aquel malhumor suyo originado por un exceso de actividad hepática; pero con respecto a don Higinio su carácter se había edulcorado, y, sin ella advertirlo tal vez, tratábale con mayor comedimiento y como a dueño, bajando los ojos en su presencia y apagando la voz. Los juicios de Perea eran inapelables: sin él procurarlo, de repente, en su casa no hubo otra voluntad que la suya; sus deseos, aunque los manifestase tibiamente, se cumplían como sentencias. Don Higinio se parecía a Moisés: sus palabras, en poquísimo tiempo, adquirieron la autoridad del Talmud.
El falso héroe de la Grande Jatte estaba asombradop. 240 y apenas podía darse cuenta de la vastedad, utilidad doméstica y helénica hermosura de su mentira, y de los pingües beneficios que más adelante pudiese traerle. Muchas mañanas, mientras se vestía, reflexionaba en la absoluta renovación moral producida a su alrededor merced a un sencillo embuste dicho sin pensar; por donde ratificó otra vez su creencia de que poco aprovecha el mérito si no se exterioriza, pues vivimos tan atropelladamente y atención tan exigua dedicamos al examen de nuestros juicios, que raras veces descendemos a su entraña; y así, mayor cuidado debe poner el hombre en aparentar lo que quisiera ser, que en serlo realmente. Como el añil se deshace en el agua, de igual manera la personalidad del individuo va desdibujándose y disolviéndose en la gran superchería del alma colectiva, hasta llegar un instante en que el eco se impone a la voz y la imagen tiene más fuerza que el cuerpo que la proyecta: del hombre solo restará entonces lo que quiera ver la muchedumbre; su conciencia, su voluntad, su historia, todo cuanto de más sustantivo hubo en él, merced a un maravilloso juego de escamoteo moral, se habrá hecho opinión.
A falta de negocios de mayor riesgo, don Higinio Perea se dedicó ardientemente al perfeccionamiento y cautelosa difusión de su falacia. Era un quehacer inocente que le distraía a la vez que, por momentos, iba rodeándole de mejor bienestar. El ambiente lugareño facilitaba su tarea: al principio su embuste había corrido de casa en casa solapadamente, como asustado de su misma gravedad; pero tan pronto fue del dominio público, cuando reaccionó triunfante y apoderándose de don Higinio le aupó y adornó su cabeza con un nimbo glorioso. Perea, que empezó a mentir en la oscuridad de una rebotica, hallose de improviso arrebatado y transportado a la luz por su propia mentira; gracias a la chismosa amistad de todos, sup. 241 invención habíase convertido para él en clarín, en tambor, en claridad vivísima. ¿Cómo detener aquel movimiento?... Y el héroe, asustado, deslumbrado, sonriendo unas veces, inquieto otras por las proporciones crecientes de su obra, dejose llevar. ¿Acaso puede nadie, ni siquiera el mismo instigador o causante de un movimiento, oponerse después a la inercia arrolladora de la opinión ajena?...
Ciñéndose discretamente a las circunstancias, don Higinio siguió cultivando su fraude, y pasmaba la multiplicidad e inexhausta riqueza de sus frases, expresiones de rostro y ademanes, según los años, condición intelectual y rústica credulidad de las personas a quienes embaucaba. El amante de Leopoldina, ora por gusto, ya por necesidad, porque el ambiente le obligaba a ello, iba dedicando su vida a su mentira, como el artista que aplica todo el esfuerzo de su existencia a una sola y suprema obra de arte; la llevaba en el centro de su conciencia, como base o punto de gravedad de su espíritu, y eran admirables la apretada lógica y la ardiente variedad de recursos que empleaba en su paramento, defensa y custodia.
En los epilépticos, histéricos, embusteros y visionarios, la introspección es defectuosa, y la ciencia advierte discontinuidades en el funcionamiento intelectual, faltas de centralización psíquica, incoherencias de carácter, motivadas por ausencias de coordinación o sistematización entre los dinamismos voluntarios y los pensantes. El cerebro de los neurasténicos, dicen los médicos, hecho está de montañas y de valles. Pero ninguno de tales síntomas rizaban dañinamente el alma equilibrada y burguesa de Perea: él nunca fue embustero; él, casualmente, solo mintió una vez, y aquella mentira, perfectamente fundamentada y dispuesta, pulida y maravillosamente fortificada por los trampantojos arteros del tiempo y de la opinión, llegó a ser una verdadera obra de arte y a tener lap. 242 compacta reciedumbre de la vida de su propio inventor.
Imponiéndola al crédulo vecindario de Serranillas, Perea realizaba aquel principio estético del poeta Oscar Wilde, para quien no es la Naturaleza, como dice Taine, la que produce el arte, sino este quien, con su pasmosa virtualidad creadora, modifica la Naturaleza y la revela a los hombres. Don Higinio ideó y planeó su mentira, lo mismo que Rembrandt imaginó y concertó su famosa Lección de Anatomía. Y hecho esto, fue simultaneando con su labor admirable y jamás concluida de autor, otra faena no menos artística, pertinaz y sorprendente de comediante, pues de su farsa solo él podía ser intérprete, y la realizaba fríamente, «viéndose» a todas horas para no incurrir en exceso de sinceridad, según los maestros del teatro aconsejan que debe hacerse.
Ni por casualidad se producían en el heroico burlador de la señora Leopoldina aquellos fenómenos —parpadeo, ligero temblor de las fosas nasales, palidez del rostro y de los labios, vacilaciones en la voz— que los médicos consignaron en el cuadro sintomático de la mentira. Había llegado a dominar su invención a fuerza de madurarla y burilarla, y en cualquiera de las síntesis que de ella hacía, la prolija y artificiosa concurrencia de imágenes era instantánea.
En la complicadísima psicología humana todas las expresiones y todos los gestos, según las circunstancias en que se producen, pueden llevarse admirablemente al servicio de la misma mentira: la indignación, el entusiasmo, el rubor, el desdén, la carcajada, los mohines de la reflexión, del arrepentimiento o del honor ofendido; la frase que afirmando miente y el silencio que, precisamente por no decir nada, miente también; los párpados entornándose como para disimular el sobresalto de una traición, y el suspiro o el alzamiento de hombros que pueden aludir al recuerdo de algop. 243 dañino que nubla la conciencia; la oración inconclusa, la sonrisa disimulada, el suspiro, la lágrima, el acceso de tos... cada uno de esos millares de inextricables ademanes o matices de pensamiento que llenan una conversación, ¿no constituye otros tantos escondrijos, vericuetos, quebradas, atajos, cuevas y laberintos de la gran selva de la mentira?...
Toda esta extensísima gama de expresiones la pulsaba don Higinio con rara maestría, y, según la calidad de su interlocutor, era ingenuo o malicioso, exagerado o reservón, fatuo o modesto. Al principio y dirigiéndose a individuos de su edad, su conversación y sus ademanes eran vehementes, hiperbólicos, pues siempre tiene lo superlativo algo caliente que deslumbra y arrastra; después modificó su táctica, especialmente si su auditorio lo componía gente joven, inexperta y fácil al engaño; entonces adoptaba un gesto cansino de hombre triste y hastiado, que vivió mucho y siente miedo a sus recuerdos. Y entre ambos extremos, todas las muecas, todas las piruetas, todos los guiños incontables, bufos o tristes, del embuste.
En los momentos de más íntima expansión amistosa, también refería la burleta de madame Berta, sus relaciones con Enriqueta y hasta su desventura del tren, pues todo no había de ser heroico en su vida, y para un hombre capaz, como él, de matar a otro, una bofetada de mujer no tiene importancia.
Perea consagraba su vida a su invención, y en ella su actividad se detenía y de allí sacaba generosos tesoros de distracción y buen humor: ya podía ver la petaca de Cenén, o los zapatos con que anduvo por París y que guardados tenía como reliquia, y oír la pianola del notario, o la motocicleta de don Justo latiendo como un corazón a lo largo de los caminos, que nada conseguiría entristecerle; su engaño bastaba a su alegría, y lo defendía y propagaba cual sip. 244 en él su destino se hubiese hecho carne. Nada le fatigaba; una y dos y muchas veces refería sus aventuras de París, y siempre hacíalo con habilidad suave y ladina o con invasor entusiasmo; aquella invención, tantas veces repetida, era como un libro maestro cuyo autor fuese leyéndolo de casa en casa.
Un domingo muy de mañana estaba don Higinio desayunándose cuando aparecieron en el comedor doña Emilia y su hermana vestidas con flamantes hábitos de nuestra Señora del Carmen. Viendo a su cuñada quedose suspenso y sin mascar el picatoste, mojado en chocolate, que acababa de meterse en la boca. Teresita se ruborizó; también ella, la pobre doncellona, en quien el miedo instintivo a los hombres sanguinarios y violadores crecía con los años, hizo voto de vestir así toda su vida. Perea dio un puñetazo sobre la mesa.
—Pero, ¿es que habéis adelantado el Carnaval? ¿Qué dirá el pueblo? ¿No comprendéis que van a burlarse de vosotras?...
Las hallaba más pequeñas y redondas con aquellos trajes de estameña parda sin otro adorno que un cinturón, sus cabellos partidos devotamente sobre la frente, sus manos cruzadas a la altura del vientre y sosteniendo un rosario y un libro de oraciones. Tras una pausa la misma ingenuidad primitiva de las dos figuras aplacó la cólera de don Higinio, quien se alzó de hombros, contuvo una sonrisa y siguió comiendo. Realmente, a él nada de aquello debía importarle.
—¡Allá vosotras! —exclamó—. ¡Por mí!... todo eso son pesetas que me ahorro de dar a la modista...
La entrada de doña Emilia y de Teresita en la iglesia causó una impresión que no tardó en divulgarse por todos los ámbitos de Serranillas; el mismo don Tomás, que en tal momento subía al púlpito apoyándose en su bastón de muletilla, no pudo abstenerse de mirarlas. ¿A qué poderoso motivo obedeceríap. 245 aquel severo cambio de indumentaria?... Durante la tarde la noticia, reverdecida y comentada prolijamente, revoló de tertulia en tertulia. Nadie comprendía aquella explosión de misticismo, y menos en doña Emilia, que siempre fue aficionada a vestir bien. ¿Qué haría entonces de los trajes, uno de pañete azul y otro de seda color gris, que últimamente recibió de Ciudad Real?... Y el magnífico abrigo que su marido la compró en París y aún estaba nuevecito, ¿seguiría usándolo?... Un hábito tan triste como el de Nuestra Señora del Carmen solo se ofrece a propósito de un viaje a Ultramar o en acción de gracias al cielo por habernos liberado de alguna terrible enfermedad o extremado accidente. Pero a los Perea nada ostensiblemente adverso les había ocurrido; su desgracia, por tanto, suponiendo que hubiesen padecido alguna, constituía algo íntimo, enigmático, cuyo misterio exasperaba duramente la curiosidad general. Hubo quien aseguró que doña Emilia había ofrecido vestir así porque, a pesar de sus años, deseaba tener otro hijo...
Para regocijo y sosiego del vecindario no tardó en saberse la verdad, que doña Emilia y Teresita descubrieron a la señora de Hernández, y esta, a su vez, reveló a sus amigas. La mujer y la cuñada de Perea habían hecho formal promesa de llevar mientras viviesen el hábito del Carmen, porque eran católicas ejemplares y querían desagraviar a Dios de lo mucho que don Higinio le ofendió el tiempo que estuvo en París; lavar en lo posible su alma de los terribles pecados que la manchaban, y pedir la salvación del holandés y de la italiana del hotel de los Alpes, los cuales, tanto por su lamentable fin como por el olor de protestantismo en que vivieron, debían de hallarse en el otro mundo bastante mal mirados. Y apenas el pueblo supo esto, cuando los juicios más halagüeños descendieron, como lluvia de bendición, sobre las dosp. 246 hermanas. A don Higinio, como a todos los pícaros, le sobraba la suerte. ¿Quién, si no él, después de lo hecho, dispondría para la asistencia y redención de su alma de dos mujeres tan buenas, humildes y gratas a los ojos del Creador, como su esposa y su cuñada?...
El mismo don Tomás, que conocía las torcidas andanzas del héroe, se sintió conmovido y le señaló la oportunidad de aligerar un poco ante el confesionario la grave carga de sus culpas.
—No tenga usted miedo en venir a mí —había dicho el cura—; no olvide que la misericordia de Nuestro Señor es tan grande que alcanzó a San Pablo. Conviene, sin embargo, no ofenderle con nuestro desdén: yo estoy cierto de que a los divinos ojos ha de ser más agradable la confesión que hacemos libremente y en estado de plena salud, que aquella arrancada a última hora a nuestro orgullo por el miedo a la muerte.
A las sentadas razones de su amigo, don Higinio contestó bromeando: él había viajado y leído bastante y tenía «sus ideas»; y aunque sus entrañas eran tan mansas y católicas como las de su padre y su abuelo, no podía sustraerse en absoluto al espíritu descreído del siglo. Reía y le daba a Murillo irónicos golpecitos en la espalda.
—¡Y, sobre todo, amigo don Tomás!... ¡Caramba!... No tome usted la cuestión tan a pecho; ¡yo, francamente, no pienso morirme todavía!...
Desde que en Serranillas empezó a susurrarse el novelesco empeño de galantería y bravura sostenido por don Higinio en París, la opinión había evolucionado muchas veces alrededor del héroe de la Grande Jatte, y tan pronto le acusaba del doble delito de adulterio y homicidio, como reaccionaba bondadosamente hallando en sus mismas bizarría y fortuna disculpa para su falta. De algo de esto estaba informado Perea, mas nunca hubiese llegado a maliciar losp. 247 extraordinarios apasionamientos que su figura sugería. Una noche, por causa suya, en la taberna de Tocinico, dos mineros anduvieron a bofetadas, y de entusiasmo semejante participaban todos. Para la minoría sensata, don Higinio era una mala persona: nadie debe poner los ojos en la mujer del vecino, por muy fácil, libre y hermosa que parezca, y menos a la edad y en la situación de Perea, casado y con hijos. ¡Lástima de bala que le traspasó sin apenas dañarle!... Hubiérale entrado un poco más arriba y a la izquierda, allí donde late el corazón, y no se hubiese perdido nada. Contra este juicio severísimo alzábase el parecer de la mayoría, especialmente el de las mujeres, retardatarias y crueles. Don Higinio, al verse solicitado por la italiana del hotel de los Alpes, aceptó la aventura como cualquier hombre, colocado en su situación, habría hecho. Si el holandés no llega a enterarse del engaño, el lance no acarrea consecuencias peores; pero lo supo, buscó a su rival, le desafió, y este, matándole, se limitó a cumplir con el natural instinto de conservación. Nada hizo el valeroso Perea que le arrebatase la estimación de sus conterráneos; antes se comportó bizarramente, según todo caballero debe conducirse, tanto si alguna dama bella y levantada de cascos le persigue, como si un hombre, aunque sea esposo ofendido, le reta y provoca. Don Higinio había observado en el transcurso de aquel lamentable enredo una actitud enérgica, pero pasiva: él no anduvo enamorando a la italiana ni buscó camorra al holandés; muy al contrario, fue él quien, por artes dañinas del diablo hallose seducido primero y amenazado de muerte después. En ambos casos, así cuando galán aceptó las caricias, como cuando luego, fieramente, rechazó el peligro, ¿no se mantuvo dentro de los límites de lo estrictamente humano? Cierto que pudo decir a Leopoldina: «Señora, déjeme usted en paz; usted pertenecep. 248 a su marido y no debe pensar en otro hombre...». Con cuyo saludable consejo el drama de la Grande Jatte no hubiese ocurrido. Mas ¿cómo pedir a don Higinio, joven todavía y aventurero, la reflexión severa y la templanza eremítica de que solo varones contadísimos fueron capaces?...
Esta cuestión, llevada y traída de boca en boca largo tiempo, se anticuó; los cinco o seis años que pasaron lentos sobre ella la infundieron cierto prestigio; era algo que por razones diversas hallábase ligado a muchas personas y pertenecía a la historia de Serranillas. La mentira de Perea, fortalecida por el tiempo y la opinión, se convirtió en realidad, en hecho inconcuso y sabidísimo. Para sus contemporáneos, don Higinio había sido una mala cabeza, un verdadero hombre de historia, de cuya agitada vida íntima solo se conocía lo que él buenamente quiso contar; para los jóvenes, don Higinio, a pesar de su figura maciza y grotesca, era «Don Juan»; la leyenda que pasa embozada en una capa roja y con ruido de espuelas; y todos, reservándose el derecho de imitarle alguna vez, se envanecían de que Serranillas hubiese servido de cuna a un temperamento así.
Con el ilusionista filar del tiempo, el drama de amor comenzado en el hotel de los Alpes y desenlazado a tiros y cuchilladas en una isla del Sena, iba perdiendo sus contornos primitivos: se emborronaron muchos detalles, algunos pormenores quedaron preteridos y fueron reemplazados por otros que añadía la suelta imaginación de los comentaristas; y al cabo de todo aquello solo quedó flotando en el ambiente un perfume de aventura, un aroma romántico que era la síntesis del vario y esforzado vivir de don Higinio. Como de muchos insignes autores clásicos a quienes el vulgo cita, pondera y no conoce, así de la historia de Perea subsistía únicamente, semejante a una estela, una fragancia de amores y de arriesgadosp. 249 empeños. Ya nadie le discutía, y la cristiana promesa que su mujer y su cuñada hicieron de vestir siempre de hábito añadió nuevas hojas de mirto y de laurel a la recia corona de sus prestigios. A través de los años, su mentira, galana y audaz como un gesto del caballero Casanova, repetía la vida perdurable y esclarecida de las obras de arte. Los hombres le respetaban y si hablaban de amores recurrían a su experiencia; muchas mujeres detenían en él una mirada sentimental; en la calle los mozos le saludaban como a maestro y le cedían la acera.
Una tarde, al salir del Casino, el sobrino de Arribas le saludó; don Higinio, que le quería bien, se alegró de verle.
—¿Dónde te metes, muchacho? A tu tío le he preguntado muchas veces por ti.
Diego suspiró; vestía pobretonamente y bajo su sombrerito hongo su rostro aparecía más lacio, desanimado y amarillo que nunca.
—Desgracias que le suceden a los hombres, señor Perea —repuso.
—¿Desgracias?... Cuéntame. Yo voy hacia mi casa; puedes acompañarme si no tienes que hacer.
—Con mucho gusto...
Caminaron lentamente por las calles solitarias llenas de bruma. Don Higinio, importante, egoísta y gordiflón, ocupaba la acera; Diego iba por el regajo, tropezando unas veces, resbalando otras sobre las piedras húmedas; indudablemente, las viejas botas que calzaba no eran suyas y le torturaban los pies. Mientras seguía hablando, un deseo punzante de confesión exaltaba su alma solitaria, acosada y despedida de todas partes por la opinión del pueblo: él no era pícaro ni tonto, pero acabaría en tonto y en pícaro, porque la gente se había empeñado en decirlo, y cada cual es lo que sus semejantes le permiten ser...
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A estas discretas meditaciones, Perea respondía con graves movimientos afirmativos de cabeza. La situación moral de su interlocutor se parecía extraordinariamente a la suya: su heroísmo, como las malas artes del pobre Diego, eran arbitrariedades fatales, incorregibles, de la opinión.
—Es cierto que me gusta jugar —prosiguió Diego— y que pierdo casi siempre. Pero sea usted imparcial, don Higinio de mi alma, y dígame lo que su buen criterio le aconseje: ¿Cree usted que merece perdón de Dios lo que la familia de mi mujer hace conmigo?...
Sus labios se plegaron hacia abajo y sus ojos azules y pacíficos se afligieron tanto que Perea pensó que Diego iba a echarse a llorar. Verdaderamente, al pobre le sobraban razones para desesperarse. De nada le valía ser casado y padre de dos criaturas: su suegro le había echado a la calle casi a pescozones y recogido a su hija y a sus nietos; para mayor desdicha, su mujer no quería saber de él; ¡ni siquiera le permitían ver a sus hijos!...
—¡Este día cuatro hará dos meses que no les doy un beso! ¡¡Dos meses!!...
Su pena rompió en llanto amarguísimo, y como iba aturdido tropezó y metió un pie en un charco de agua. Perea tuvo clemencia de él y cogiéndole de un brazo le ayudó a subir a la acera. Diego se lo agradeció:
—Muchas gracias, don Higinio... Déjeme usted... Si yo lo que debía hacer era morirme...
Prosiguió desahogándose:
—¡No soy tan malo, no, señor... no soy tan malo, ni tan sandio, ni tan inútil!... ¡Es que la gente lo dice!... Julio Cenén, por ejemplo, ¿no es peor que yo? Él juega, bebe y tiene queridas... Y, sin embargo, su mujer se aguanta. ¿Por qué no se conforma la mía?... Pero las tres o cuatro veces que me han dejado hablar con ella me ha dicho: «Yo no vivo conp. 251 un pillete». Eso lo ha aprendido de su padre, porque a ella no se le ocurre, ella es buena. Y mi suegro, el día en que me echó a la calle, me decía: «¿Tú crees que voy a darle mi hija a un granuja?». Y yo, don Higinio, ¿qué hago? ¡Aquí tiene usted un hombre de veintiocho años perdido!... Mi madre, la pobre, ya sabe usted, ¡gracias que pueda ir saliendo adelante con la cacharrería!... Allí duermo y es bastante. Y en mi tío no hay que pensar. Cuando fui a contarle mis desgracias se encogió de hombros: «Todo eso —me dijo— te sucede por pillo y por tonto...». ¿Qué le parece a usted el consuelo?... Y no puedo reñir con él porque perdería los cinco reales que gano en la notaría. ¿Y eso?... ¡Darme cinco reales con los miles de duros que tiene!... Y así estoy: sin ganas de vestirme ni de ir a ninguna parte...
Hubo un largo silencio; la respiración anhelante de Diego era la del hombre que acaba de quitarse de encima un gran peso; don Higinio parecía meditar. Al cabo, el héroe de la Grande Jatte, insinuó una protesta.
—¿Y tu suegro hasta cuándo se propone mantener esa actitud? Él no tiene derecho a despedirte como a criado; máxime que no es de su casa, sino de la tuya propia, de tu casa de marido y de padre, de donde te echa. La ley te ampara; todos los derechos más inviolables están de tu parte; tu mujer te debe obediencia absoluta, y si tú sabes amarrarte bien los pantalones tu suegro tendrá que callarse.
Diego hizo un mohín de duda.
—Mi suegro no es que me aborrezca, precisamente; pero me ha dicho: «Hasta que yo no sepa que has dejado los naipes y que ganas lo necesario para sostener a tu familia, no te presentes por aquí». ¿Usted comprende?... En el fondo tiene razón; yo de todo me doy cuenta. Y con mi suegro no se puede jugar; yo voy diciéndole que si el código..., y que si la ley...,p. 252 y que si no me devuelve a mi mujer y a mis hijos voy a llevarle a los tribunales... y me da un puñetazo que... Vamos..., ¡hay que conocerle!...
Esta confesión cobarde inflamó la belicosa sangre de don Higinio.
—Entonces —gritó con voz tonante—, no te quejes a nadie; en la vida, lo que no puede conseguirse con buenas razones se obtiene a puñaladas. ¡Ya lo sabes!...
Se detuvo porque habían llegado a su casa. Las mejillas del amante de Leopoldina echaban fuego; parecía defender algo suyo y su gesto era magnánimo y valiente. Se arregló la corbata, se estiró los puños de la camisa...
—¡Bah! —añadió—. Si a mí me hacen la mitad..., ¡fíjate bien!, nada más que la mitad de lo que te han hecho a ti..., ¡arde el pueblo!...
El pobre Diego bajó los ojos, empavorecido ante el ademán matasiete y las furibundas voces de Perea:
—Don Higinio, usted... ya sabemos quién es usted y de lo mucho que es capaz...; pero todos no somos iguales...
Perea, muy excitado, le interrumpió:
—¡Te digo que arde el pueblo, hombre; y arde la iglesia... y la provincia!... ¡Lo juro!....
Y poniendo los dedos índice y pulgar de su mano derecha en cruz los besó vehemente. En seguida se despidieron.
—Adiós, Dieguito; si algo se te ofrece, ya sabes...
—Adiós, don Higinio... y muchas gracias...
El sobrino del notario siguió calle abajo, asombrado de la fiereza y sanguinarios procedimientos de Perea, y don Higinio entró en su casa taconeando. Su mujer, que había estado atisbándole por una ventana, le preguntó:
—¿Ese que hablaba contigo es Diego, el sobrino de Arribas?
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—El mismo.
—¿Qué quería?
—Nada; venía contándome que su suegro le ha quitado su mujer y sus hijas, y le ha echado a la calle. ¡Y él, tan manso!
—¡Como que es tonto! —replicó doña Emilia.
En el comedor saludó a doña Lucía; la esposa del médico cenaba con ellos, porque don Gregorio había ido a Almodóvar y no regresaría hasta la mañana siguiente. La señora de Hernández estaba hermosa, y sobre la blancura almendrada de sus dientes, un poco grandes, los labios húmedos, gruesecillos y rojos, tenían mohines provocativos. Perea ocupó la cabecera de la mesa, entre ella y doña Emilia; al otro lado se instalaron Teresita, Carmen, Anselmo y Joaquín. Se habló de Dieguito y don Higinio repitió detalladamente cuanto el malpocado sobrino de Arribas le había dicho. Las mujeres reían implacables. Don Higinio, casi sin intervalo, se bebió dos grandes vasos de vino: experimentaba un buen humor, conversador y rudo, del que doña Lucía, especialmente, participaba en gran manera; un regocijo que le producía el deseo de algo raro, imprevisto. ¡El pobre Dieguito!...
—Yo le he dicho —exclamó clavando su tenedor en una perdiz— que le corte la cabeza a su suegro y la envíe a Ciudad Real para que hagan de ella una sopera...
Los muchachos reían a carcajadas. Doña Emilia se persignó, exagerando el espanto que la feroz ocurrencia de su marido la producía.
—¡Calla, hijo, calla!... Tú, sí, serías capaz de eso y de mucho más...
Y doña Lucía ratificó:
—¡Ya lo creo!...
Desde hacía mucho tiempo la señora de Hernández mostraba hacia su amigo una inclinación alarmante, y aquella noche no perdía ocasión de fijarp. 254 en él sus encandilados ojos; pero con insistencia voluptuosa tan manifiesta, que el bizarro manchego se reconoció comprometido por aquellas insinuaciones, cuyo pecaminoso alcance su hidalguía se negaba a comprender. ¿Era posible?... Y acordándose de la rancia amistad que le unía al médico y de que doña Lucía y doña Emilia tenían, años más o menos, la misma edad, sintió frío en la espalda. ¿Pero es que las mujeres, aunque vayan siendo viejas y estén cargadas de hijos, nunca acaban de decirle adiós a la traición?... Inconsciente, acaso contra todo el honrado propósito de su voluntad, buscó bajo la mesa los pies de doña Lucía con los suyos. El perverso contacto se produjo tímido al principio, resuelto y de regaladísima dulcedumbre después. La señora de Hernández, lejos de esquivar los rústicos zapatones del héroe, parecía buscarlos, y su presión la llenaba de sangre las mejillas. Don Higinio reía, charlaba a tente bonete; llegó a ponerse fuera de sí. Su mujer le llamó la atención.
—¡Pareces loco!... Fíjate en lo que haces... no vayas a echarle sal al café...
A las nueve y media doña Lucía se levantó para marcharse. Don Higinio quiso acompañarla, solícito y galán; pero ella rehusó el ofrecimiento: no quería que nadie se molestase, su casa estaba a dos pasos de allí. Perea quedose con tal negativa un poco amohinado. ¿Habría oprimido con excesiva fuerza los pies de su amiga? Lo que su presunción juzgó amor, ¿no sería afecto tolerante de hermana?... Esto meditaba su inocencia, mientras sus dedos distraídos amasaban una miga de pan. La señora de Hernández, por su parte, también se marchó triste: deseaba a Perea: empezó a desearle apenas conoció su valor y su buena suerte con las damas; era una pasión novelesca que inopinadamente la hirió en el otoño de su vida y la arrancó muchas lágrimas secretas y crueles. Pero al mismo tiempo que se finaba por él, le tenía miedo, yp. 255 así no consintió que la acompañase, pues la reputación de las mujeres antes pierde que gana con la sociedad de hombres mal afamados y libertinos.
A la mañana siguiente estaba Perea concluyendo de vestirse cuando le anunciaron que un individuo deseaba verle. Detrás de la criada, portadora del recado, apareció doña Emilia, demudado el rostro y con mucho sobresalto en los ademanes y en los ojos.
—Es un tipo —dijo— que no me gusta: parece esconder algo; yo le he visto en alguna parte, pero no sé quién es. ¿Qué le digo?...
Don Higinio vaciló; una aventura real llegaba a él y, sin razón, tuvo miedo. Pero tampoco había motivos para esconderse, y, además, su leyenda de bravo le prohibía ser débil. Tosió, se estiró los puños de la camisa y el chaleco, como hacía siempre que adoptaba una resolución importante; dirigió una mirada hacia el cajón de la mesa donde tenía el revólver...
—Bueno —dijo ahuecando un poco la voz—, decidle a ese hombre que pase y dejadme solo con él.
Obedecieron las dos mujeres y transcurridos pocos momentos apareció el desconocido. Era un individuo cuarentón, seco y alto y de color terroso. Vestía chaqueta y calzones de paño pardo que le llegaban a las corvas, según clásica usanza de la gente rústica de ambas Castillas; medias y alpargatas blancas, y faja de lana azul; llevaba el ancho sombrero campesino en la mano, y cubría su cabeza, de cabellos grises cortados al rape, un pañuelo negro anudado atrás. Bajo la frente deprimida, en el misterio del rostro anguloso y afeitado, los ojos pequeños y cenizos miraban oblicuamente.
—Buenos días, don Higinio, y usted disimule que así, tan de mañana, venga a molestarle...
—Buenos días.
El payo parecía cohibido; pero, aunque no levantaba la cabeza, sus pupilas astutas giraban de un sitiop. 256 a otro escrutándolo todo. Su mirar traidor desazonó a Perea. ¿Qué buscaba aquel hombre? Don Higinio recordó su mentira. «Debe de ser un valiente —pensó— cuando, sabiendo quien yo soy, se atreve de este modo a acercarse a mí». Luego, en alta voz:
—Bien, dígame qué desea, porque yo tengo que hacer; iba a salir.
—¿A la mina quizás?... Pues entonces, si usted lo permite, yo le acompañaré...
—No; prefiero que hablemos aquí.
Serenada la primera vibración de sus nervios, había recobrado el dominio de sí mismo y observaba a su interlocutor frente a frente.
—Yo lo decía —replicó el rústico dando vueltas a su sombrero— porque, vamos..., parece que los hombres, cuando estamos solos..., ¿usted me comprende?..., los hombres, cuando estamos solos, hablamos mejor...
—Solos estamos; ahora usted sabrá si tiene, efectivamente, algo que decirme.
Se dirigió al armario, lo abrió y cogió su revólver, que se guardó en una faltriquera con estudiada lentitud, significando así al intruso que desconfiaba de él y estaba apercibido a rechazar una agresión. Por el semblante cobreño del desconocido pasó una sombra. La inesperada gallardía de Perea le había desconcertado; destosió, se rascó la cabeza. De pronto cobró arrestos nuevos.
—Es el caso que yo necesitaba dos mil reales. Usted no me conoce; pero yo le conozco a usted..., yo sé muy bien quién es usted..., y me dije: «Pues nadie mejor que don Higinio Perea puede dártelos».
La proposición era tan extraordinaria, que a don Higinio le dieron ganas de reír.
—¡Caramba!... Conque dos mil reales, ¿eh?... Necesita usted dos mil reales y viene a pedírmelos. ¡Muy bien, muy bonito, muy cómodo!... ¿Y por quép. 257 cree usted que así, sin más ni más, voy a darle dos mil reales?...
Lanzó una carcajada y de súbito se quedó serio. La osadía y desvergüenza inauditas del payo volvían a irritarle.
—Pues me parece —agregó—, me parece... que va usted a marcharse sin ellos. ¡Valiente frescura! ¡Meterse de ese modo en las casas a pedir dinero!...
El intruso miraba a don Higinio tranquilamente y muy sobre sí; en sus ojuelos cenicientos ardía una llama de cólera contenida; sin duda no era tan páparo como simulaban sus montaraces apariencias. Replicó irónico y cazurro:
—Si empieza usted a amontonarse tan pronto no vamos a entendernos.
El héroe de la Grande Jatte pensaba soñar; la calma de su interlocutor le enardecía.
—Pero si no tenemos para qué entendernos; usted me pide quinientas pesetas, ¿no es así? Yo digo que no puedo dárselas, y basta: la conversación ha concluido.
—Está usted equivocado.
—¿Sí?... ¡Hombre!... ¿Estoy equivocado?
—Sí, señor; ya supondrá usted, que yo no vengo aquí por gusto o, como suele decirse, a humo de pajas. Yo sé de usted una historia que, francamente, no le hace a usted favor ninguno; una historia mala que todo Serranillas conoce...
—¿Una historia? —repitió don Higinio—. ¿Qué historia es esa?...
Estaba trémulo; sus manos se habían quedado frías. Su único pensamiento fue: «Emilia me ha engañado y vienen a decírmelo». Inconscientemente se acordaba de doña Lucía. Después su espíritu pareció quedarse rígido, sin una vibración, sin una idea. Volvió a pensar: «Emilia me ha engañado». Ni por asomo se le ocurrió que a lo que el desconocido aludía era a su aventura del hotel de los Alpes.
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—Sí, señor —continuó el labriego—; yo sé que usted hace años mató en París a un hombre.
Los ojos azules de don Higinio parpadearon, cual si ante ellos acabara de inflamarse una gran luz. Empezaba a comprender y una inefable alegría bañó su corazón. Instantes nada más tardó en reponerse, y de nuevo halló su máscara y sus ademanes estupendos de histrión.
—Bueno —repuso sombrío, como si el más negro y venenoso de los remordimientos acabase de resurgir en él—, es cierto, he matado a un hombre, pero fue noblemente y en defensa propia; ¿qué hay?...
Hablaba levantando la voz, porque le pareció haber sentido ruido en la habitación inmediata y supuso que fuese doña Emilia.
—Yo no digo cómo sucedió la reyerta —repuso el patán—; lo cierto es que usted ha matado a un hombre..., y el crimen ha quedado así..., como otros muchos...
—¿Qué más?...
El desconocido sonrió:
—¿Cómo, qué más?... Al buen entendedor... Que a usted no le gustaría andar en dimes y diretes con la justicia, y que yo conozco el secreto de usted... y que necesito dos mil reales...
Perea sintió que la ira le cegaba. ¿No había en toda aquella escena demasiada ridiculez?... Solemne, olímpico, extendió un brazo.
—¡Salga usted de aquí!
Y como el otro le mirase impávido, repitió añadiendo a su orden el insulto:
—¡Salga usted de aquí, ladrón!...
Su interlocutor no se movía:
—Cuidado con la lengua, don Higinio; cuidadito con la lengua, porque le puede a usted pesar...
—¿A mí? —gritó Perea—. ¿A mí? ¿Amenazas a mí?...
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Apretó los puños; iba a abalanzarse sobre el canalla. En tan dramático momento apareció doña Emilia; la excelente señora lo había oído todo. Al entrar en la habitación lo hizo tan violentamente que derribó una silla, lo que dio al cuadro cierto efectismo teatral. Corrió hacia don Higinio y le abrazó frenética, cubriéndole con su cuerpo.
—¡Quieto! —gritó—. ¡Por mí, por tus hijos!...
Luego, dignamente, fríamente, volviéndose hacia el desconocido:
—Yo, de mis ahorros, le daré los dos mil reales que necesita. Váyase tranquilo y vuelva por ellos esta tarde.
Y como el rústico vacilase, añadió:
—Se lo dice a usted una señora.
Perea no replicó: comprendía que su mentira le obligaba a callar. Cuando el rústico se marchó, doña Emilia rompió a llorar convulsivamente; sin embargo, era feliz: estaba cierta de haber librado a su esposo de un enorme peligro.
Al salir de misa, doña Emilia y su hermana fueron a la botica a comprar un frasco de citrato de litina con que purgar a Carmen. Hallaron la farmacia sola. La señora de Perea golpeó en un batintín, colocado como pisapapeles sobre el mostrador. A su llamamiento, desde muy lejos, la voz de doña Benita respondió:
—¡Va en seguida!...
La botica, pequeña y con suelo de ladrillo, estaba llena de sol. Sobre el papel rojo oscuro que revestía las paredes y servía de fondo a las anaquelerías,p. 260 frascos de porcelana blanca, altos y cilíndricos, muy distanciados unos de otros para la mejor ornamentación, mostraban sus panzas bienhechoras, donde dormían los gérmenes de la salud. En cada uno, escrito a mano, se leía un nombre: acetato de plomo, sulfato cíncico, polvo de nuez vómica, ácido bórico, polvo de genciana, crémor tártaro... Completaban el decorado cuatro sillas de yute, un reloj, dos bustos en escayola: uno de Hipócrates, otro de Galeno.
Apareció doña Benita, pequeña, servicial, con esa palidez de las personas que viven encerradas. Las tres mujeres se besaron; la esposa de don Cándido buscó el citrato de litina en un cajón.
—¿Tenéis algún enfermo?
—No; Carmen, únicamente, desde hace días sufre del estómago. Yo lo achaco a la fruta...
Doña Benita preguntó por Perea.
—Ayer tarde mi marido y yo le vimos cruzar por aquí acompañado de Cenén; iba hablando y parecía muy irritado. Decía: «¡No puede ser; eso no puede ser!...». Nosotros no oímos más; pero como Cenén es así y tu marido..., en fin... ¿Me explico?...
Doña Emilia repuso absorta:
—Sí, hija, demasiado; con un hombre como el mío no hay tranquilidad posible.
—Pues, por eso. A mí, francamente, su modo de hablar me llamó la atención. «Algo grave le sucede», pensé.
—¿Hacia dónde iban?
—No sé; ellos venían de ahí, de la izquierda...
Los hábitos de las dos hermanas y el semblante bondadoso de doña Benita, rimaban extrañamente con el ambiente evocativo de dolores de la farmacia. Doña Emilia añadió desahogándose:
—Higinio está muy acabado. El pobre sufre mucho; yo lo conozco, aunque él nada me dice. La conciencia no le deja vivir; se acuerda, ya sabéis... Esep. 261 remordimiento le mata. Aquí puedo decirlo: por las noches, apenas se acuesta, empieza a suspirar; pero cuando llega el dos de enero, aniversario de su desafío, suspira de tal modo y empieza a decir unas palabras tan raras en francés que no me deja dormir.
Al salir de la botica, doña Emilia y Teresita, cogidas del brazo, caminaron hacia su casa por la acera del sol. Tenían deseos de hablar; se hallaban en uno de esos momentos de íntima expansión en que los secretos se dicen.
—¡París, maldito París! —mascullaba doña Emilia—. ¡Y pensar que fui yo quien le animó a realizar ese viaje!...
Las palabras de doña Benita volvían misteriosas a su espíritu.
—¿De qué hablarían él y Cenén, hermana?...
Teresa afirmó:
—De nada grato a Dios, seguramente.
—Eso creo también. Tu cuñado se cae de bueno, pero como no sabe ponerle a nadie mala cara...
Mientras don Higinio Perea fue un hombre oscuro, ninguno de los capítulos de su historia llamó particularmente la atención colectiva. Su conducta parecía transparente. El público conocía su bondad, la sencillez de sus costumbres, su amor al orden. Hubiera cometido una grave calaverada, y sus amigos se habrían alzado de hombros indulgentes y echado sobre su error la misericordia del silencio. Pero apenas se divulgó su vida íntima y el pueblo hubo noticia de la fiera alebrada bajo la superficial mansedumbre de aquel hombre gordo, aficionado a la pesca y al dominó, cuando todos sus actos y palabras adquirieron resonancias orquestales: su figura se agigantó, su voz siempre tenía eco y bajo sus pies la tierra parecía resonar como un tambor. El vecindario de Serranillas en masa habíase convertido en espía y comentarista de su prohombre más ilustre; cuanto a élp. 262 concernía llamaba la atención. Si le veían transitar dos veces seguidas por alguna calle solitaria, el público lo murmuraba y la noticia no tardaba en llegar al Casino y luego a oídos de doña Emilia. La bondadosa señora, desde que se supo unida a un héroe, no disfrutaba instante de reposo. Además, don Higinio persistía en la intranquilizadora costumbre de salir de noche. Ella no le seguía; pero le espiaba desde lejos y las noticias que por diferentes conductos recibía sobraban a mantener su alerta. Frecuentemente no podía reprimir su curiosidad y le interrogaba:
—Ayer estabas mirando un escaparate en la calle Peninsular, ¿dónde ibas?
Y otras veces:
—¿A quién escribiste esta mañana?
Perea se asombraba:
—¿Cómo lo sabes?
—Porque te han visto echar una carta en el buzón de Correos.
Él, que nada tenía que ocultar, reíase interiormente, satisfecho de aquel espionaje y maravillado de que en una conducta lisa y diáfana como la suya la opinión viese tantas sombras; él lanzó su mentira, y esta, robustecida por la fantasía patrañera, la maledicencia y la desocupación de todos, semejante a las bolas de nieve, más crecía cuanto más rodaba. Era un caso modelo de inercia.
Don Higinio ya no mentía; ¿para qué, si todo un pueblo mentía por él?... Y de este modo, inventando los demás y enardeciendo él con actitudes ambagiosas y palabras ladinas aquellas fantasías, el vulgo diose a escudriñar las páginas más antiguas y olvidadas de su historia, y de tal examen la malévola imaginación de los glosistas dedujo y sacó en limpio que el héroe de la Grande Jatte tenía un hijo natural de dieciséis a dieciocho años, habido de una mujer llamada Indalecia, cuya liviandad de condición y hermosurap. 263 de carnes era notorio que dieron a los buenos mozos de su tiempo ratos muy agradables.
Cuando esta descabellada noticia llegó a presencia y conocimiento de don Higinio, ya todo Serranillas la sabía. El primer movimiento de Perea fue de asombro. ¡Un bastardo de dieciocho años!... Luego se indignó; ¿qué diría su mujer, que pensarían sus hijos verdaderos de aquel nuevo hermano?... Por lo mismo, su protesta tuvo tanta energía y vibró con acentos tales de sinceridad, que a punto estuvo de arruinar allí mismo la flamante invención. Pero en seguida mudó de parecer: él, más que un mentiroso activo, era un inspector de cuantos rasgos imaginarios le atribuían los demás, y en asuntos de esta índole su conciencia embelequera propendía resueltamente a la tolerancia. Doña Emilia, que tanto amaba a los niños, nada podía recriminarle; si acaso le afearía el abandono en que siempre tuvo al espurio, pues si no ante la ley, a los ojos de Dios tan hijos nuestros son los morganáticos como los legítimos. Don Higinio se frotó las manos placentero; aquellas inocentes farsas con que la casualidad iba amenizándole el tedio de sus días devanábanse magistralmente, dirigidas y llevadas hacia su desenlace por el genio teatral de la opinión. Él nada necesitaba hacer, si no era sonreír unas veces, amustiarse otras, mover la cabeza, suspirar y mirar al suelo como quien sabe muchos secretos golosos y no quiere decirlos. Indudablemente su posición abonanzaba y era por momentos más interesante y airosa. Si su padre y su abuelo y todos los Perea dejaron tras sí una memorable impresión de bondad, él estaba cierto de pasar a los tiempos futuros orlado de aquel nimbo de seducción y heroísmo que tanto, desde niño, le había lisonjeado; tendría su leyenda, su inmortalidad; se hablaría de él como de un señor feudal, terrible con los hombres, rendido, seductor y generoso con lasp. 264 damas, y ante su retrato las vírgenes soñadoras se pondrían tristes...
Conforme a esta idea maduró su plan: él nunca reconocería que Gasparito, el muchacho de la señora Indalecia, era suyo; pero permitiría que lo dijesen los demás. De la opinión de sus hijos no se curaba. Llevar al matrimonio y aun engendrar después de casado un bastardo, o dos, o cinco... ¿qué importa? ¿Acaso los Papas y los Reyes, obligados por su alta jerarquía a servir de ejemplo a los pueblos, no les tuvieron a docenas?...
Claro es que en tal asunto la fantasía lugareña no lo había inventado todo; algo antiguo mediaba, efectivamente, entre Perea y la señora Indalecia; pero fueron relaciones superficiales y de limpia amistad, nacidas de la ancha condescendencia que aquel tuvo de asistir a Gasparito en la pila del bautismo.
Los orígenes de su mesalianza remontábanse a muy atrás. Indalecia había servido de doncella en casa de don Higinio cuando este era pequeño y aún vivían don Salvador y doña Pastora; contaba seis o siete años más que él, lo que entre niños es bastante, y así le trataba como a hijo y reiteradas veces le sentó sobre su regazo para dormirle, o bien le desnudaba y metía en la cama, y los domingos, cogido de la mano, le llevaba a misa. Un día Indalecia, jugando, tropezó con una consola y rompió varios cachivaches de gran mérito, y doña Pastora, que tenía la musculatura varonil y el carácter violento, se descalzó una zapatilla, derribó a la muchacha en el suelo y levantándola la camisa la azotó hasta cansarse. Indalecia, a la sazón, había cumplido dieciséis años, y don Higinio, que asistió a su tormento, acobardado y metiéndose un dedo en la nariz, guardó largo tiempo en su memoria adolescente la visión de aquellas posaderas que, bajo los golpes, iban ruborizándose como mejillas.
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Tras de bien zurrada, Indalecia fue despedida y se marchó a Almodóvar del Campo; don Higinio la veía muy de tarde en tarde, y ella, acordándose quizás de los azotes recibidos en su presencia y a trasero mondo, poníase colorada. Con la pubertad medró mucho. A los veinte años era una real moza que siempre tenía en los labios una canción o una risa y balanceaba deshonestamente las caderas al andar. Perecíanse los hombres por ella; mas ninguno se animaba a desposarla, pues su madre, según viejas y venenosas lenguas decían, fue de las mujeres que Cervantes llamó graciosamente «de la casa llana», y todos temían que la hija hubiese heredado la misma dadivosa condición. No faltó, sin embargo, quien la llevase al altar, que a mucho obliga un buen palmito. Se llamaba Patricio Bengoa, de oficio, carpintero, conocido por el Señor, remoquete feliz que expresaba bien la condición hidalga, dulce y brava de aquel hombre. Vivía en Serranillas, y don Higinio, que ya estaba casado, reclamaba con frecuencia sus servicios. También, aunque a largos intervalos, veía a Indalecia, siempre muy pinturera y bien calzada, y sin advertirlo, el recuerdo infantil de la azotaina volvía pertinaz a su memoria: don Higinio no olvidaba que donde el Señor ponía entonces las manos, él, muchos años atrás, había puesto los ojos. Bromeaban a propósito del tiempo, que iba echándoles a perder, y de la poca diligencia que el maestro Bengoa se daba en tener hijos. Perea tuteaba a su antigua sirviente:
—Ya sabes —decía— que quiero ser padrino de tu primer chiquillo.
Frecuentaba el taller de Patricio su amigo Juan Matías, capataz de entibadores en la mina de Perea: era soltero y parecía tener unto simpático, según como sabía allegarse las voluntades y meterse en el corazón: los dos hombres emprendían negocios juntos y se llevaban bien. Para unirles mejor, Indaleciap. 266 se dio a Juan Matías. Sus relaciones duraron varios años y de ellas, excepto Patricio Bengoa, estaba informado el pueblo. Por lo mismo, Indalecia, que conocía el criterio celoso y vengativo de el Señor, vivía intranquila y sobre brasas. Juan Matías, por el contrario, aceptaba serenamente, casi sin escrúpulos de conciencia, su papel de amante; no tenía miedo; la costumbre del peligro había hecho a sus ojos, de la traición, una legalidad. Su querida, no obstante, le amonestaba:
—Guárdate de Patricio; hazme caso a mí; Patricio es de los hombres que hacen y callan...
Así opinaba también mucha gente, y esto mantenía sobre el taller del maestro Bengoa un cálido interés de drama. Al cabo, el tan previsto y temido desenlace llegó; mas no por razones gallardas de honor, sino obedeciendo a motivos triviales, pues en la eterna tragicomedia humana quiso el Destino que a lo solemne fuese barajado frecuentemente lo ridículo.
El Señor festejaba al otro día su cumpleaños e invitó a Juan Matías a comer en el campo. Precisamente era domingo. El entibador aceptó y a la mañana siguiente, muy temprano, se presentó en el taller. Era un espléndido día de julio, caliente y azul.
—Vámonos —dijo Patricio— antes de que apriete el sol.
Entre los dos hombres cargaron la merienda, suculenta y copiosa; Bengoa demostraba bonísimo humor. Indalecia manifestó que necesitaba dejar preparada la cena y no podría salir hasta más tarde; ellos se conformaron, y la joven prometió ir a buscarles al sitio denominado Los Alamos, lindante con el Guadamil. Era un paraje señero, tapizado de hierba lozana y crecida; canciones de pájaros alegraban el bosque; los árboles frondosos esparcían a su alrededor una gran sombra fresca; el terreno descendía en acelerada pendiente hacia el río, que formaba allí unp. 267 remanso, y la existencia de una hoya daba a las aguas quietud pavorosa y oscura.
Sentados en el suelo, Juan Matías y el Señor comenzaron a beber; el vino era bueno; poco a poco una leve embriaguez fue desatando sus lenguas y tocando llamada a las risueñas memorias juveniles. ¡Ah, placeres inolvidables de Ciudad Real! ¡Quién pudiera volver allí!...
Los dos, muy colorados, miraban al espacio con ojos húmedos y felices.
—¿Te acuerdas de Tomasa?
—¡Figúrate!... ¿Y de Natividad? A ti te traía loco.
—¡También ella me quería!...
—¿Y aquel domingo de Piñata en que nos disfrazamos todos?
Tras un breve silencio, Patricio Bengoa lanzó un hondo y entrecortado suspiro.
—Tú eres feliz —dijo— porque sigues soltero y el hombre mozo siempre es joven. Pero, ¡yo!...
Por primera vez en su vida, aquel esposo excelente, trabajador y ordenado, sentía que la fidelidad matrimonial pesaba un poco. Sus labios tuvieron un guiño amargo y lamentose de que Indalecia viniese a interrumpirles; delante de las mujeres no se puede hablar...
Continuaron bebiendo, exaltándose, sintiendo circular por sus miembros un ardor nuevo. El Señor desafió a su amigo al dominó; aceptó Juan Matías el reto y apostaron veinticinco pesetas para una cena en la taberna de Tocinico. La cantidad arriesgada era importante y merecía ser bien defendida.
—¡El seis doble!
—El seis y cinco.
—El doble cinco...
Las fichas iban trazando una línea blanca sobre el verdor de la hierba. El entibador tenía lo que los bebedores llaman «mal vino», y cierta jugada que estimóp. 268 poco limpia suscitó entre los dos hombres una disputa. Ante los peleadores acicates del vino y del sol, su rancia y fraternal amistad naufragó.
—¡Estás burlándote de mí! —gritó Juan Matías.
—Quien quiere burlarse de mí eres tú —contestó Bengoa.
—¡Mentira!... ¡Tú quieres robarme y para robar están las carreteras, ladrón!...
Al insulto replicó el Señor tirando a la cabeza de su rival las fichas que tenía en la mano; Juan Matías repelió la agresión rompiendo contra la nariz del carpintero una botella vacía; seguidamente se levantaron y engarfiñándose cual gatos furiosos, rodaron por el ribazo hasta el río.
En aquel momento preciso llegaba Indalecia; la pobre mujer lanzó un grito; pensó que reñían por ella.
—¡Juan Matías!... ¡Patricio!...
Ninguno la oyó. Agarrados el uno al otro cayeron al Guadamil, cuyas ondas, al principio, huyeron como espantadas, formando círculos homocéntricos y luego tornaron a juntarse sobre ellos. Sus cadáveres reaparecieron juntos ocho días después, tumefactos, verdosos...
Como nadie pudo sospechar la humilde verdad de lo acaecido entre Juan Matías y Patricio Bengoa, todos creyeron que se habían matado por Indalecia, lo que agregó a sus muy sazonadas perfecciones físicas un extraordinario paramento novelesco que ella, a su modo, supo aprovechar bien. Con los cuatro o cinco mil reales en que vendió a un ebanista de Almodóvar la carpintería, instaló en las afueras del pueblo, cerca de la Plaza de Toros, un taller de planchado. Durante los primeros meses su conducta fue tan laboriosa y recogida, que su virtud traía a los murmuradores desorientados y como dolidos; mas no era ella mujer que firmase contratos largos con la castidad, y así pronto el obrador se convirtió en una especie de cafetínp. 269 clandestino o lugar de holgorio, adonde, llegada la noche y siguiendo hipócritamente disimulados callejones, la gente alegre se dirigía como a un santuario.
Aquel raído tráfico, sin embargo, antes empobrecía a la viuda de el Señor que la mejoraba, pues si algunos de sus amigos recompensaban con largueza hidalga sus favores, aquel dinero y aun algo más pellizcado imprevisoramente a sus ahorros, lo daba ella después a los amantes jovenzuelos que tenía para servicio y regalo de su gusto. Entonces alcanzaba Indalecia la plenitud de su rústica hermosura, y la leyenda de los dos hombres que por afición a sus pedazos se ahogaron en el Guadamil, la nimbaba espléndidamente. Julio Cenén, don Gregorio Hernández, Gutiérrez, el notario Arribas, hasta don Cándido el farmacéutico, modelo de hombres caseros, llamaron alguna vez a la puerta de aquella mujer hospitalaria. Únicamente Perea, contenido por rancios y delicados miramientos, nunca fue a verla, y así Indalecia le respetaba y tenía en mucho, de manera que si le tropezaba en la calle sus mejillas enrojecían y humildemente bajaba los ojos.
Llegaron después los tiempos malos. La viuda de Patricio ganaba en carne cuanto perdía en belleza, sus labios se entristecían, sus ojos se circundaban de pequeñas arrugas y sus mejores amigos, poco a poco, iban olvidándola; que todos hubieran podido retratarla de memoria, y raras veces en estos ingratos lances de mancebía la costumbre no sirvió de estorbo al deseo.
Ante aquel enojoso crepúsculo, la pobre mujer cerró su casa y marchose a ocupar otra más modesta. Nadie habló de ella en mucho tiempo. Un día supo don Higinio que estaba enferma y deseaba verle. Perea acudió a su llamamiento y la halló sola, encamada y con un recién nacido en brazos.
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—¡Pero, criatura! —exclamó—, ¿es posible?...
—¡Ya ve usted!... A mi edad; ¿quién iba a pensarlo?...
No obstante su demacración púsose muy colorada, cual si toda la sangre que no perdió en el parto la hubiese subido al rostro. Don Higinio, que se perecía por los chiquillos, examinó al muchacho: era morenito y tenía la nariz bien perfilada y los cabellos rizos. El mocoso le ganaba la voluntad.
—Diga usted, ¿es bonito?... —preguntó la madre.
—Sí, es bonito; se parece mucho a mi Anselmo cuando nació.
Y, luego:
—¿De quién es?...
Hubo un silencio que pareció dibujar un signo de interrogación sobre el misterio de aquella nueva vida. Indalecia suspiró:
—¡Don Higinio de mi alma, no lo sé!... ¿Usted comprende?... ¿Cómo quiere usted que lo sepa?...
Perea, a su vez, suspiró; miró a su interlocutora con ojos clementes; un tropel de remembranzas infantiles invadía su memoria; se acordaba de cuando Indalecia le tomaba en brazos para mecerle, y de los cuentos que le refería de noche, inclinada sobre su cuna, mientras le cubría los carrillos de besos maternales; y vio la escena cruel de la azotaina y el turgente trasero de la muchacha tiñéndose de carmín bajo la zapatilla implacable de doña Pastora: ¡aquel trasero que tantos amigos suyos conocían y que siempre tuvo para él algo fraternal!...
—Bueno... ¿Y para qué me has llamado? ¿Qué quieres de mí?... ¿Dinero?...
Indalecia se emocionó tanto que empezó a llorar: se encontraba pobre y olvidada de todos, hasta de sus hermanos, que ni siquiera la escribían. Por eso recurría a don Higinio; nadie, acaso por la misma castidad de sus relaciones, la inspiraba tanta confianza:p. 271 le había visto pequeño, era algo muy suyo, muy amado, como un pedazo de aquellos años buenos en que ella también era niña...
—Y usted —agregó— se ofreció muchas veces a ser padrino de mi primer hijo...
No necesitaba haber apelado a tantos recursos sentimentales para derrotar una voluntad tan exorable como la de su antiguo amo: hubiera dicho la mitad y habría triunfado lo mismo. Perea aceptó el padrinazgo y entregó a Indalecia cincuenta pesetas para que le comprase al chiquillo la gorrita y la capa de cristianar. La madre besó las manos caritativas del noble manchego, y a este, que era muy impresionable, se le aguaron los ojos. Indalecia no cesaba de bendecirle y daba por bien empleados cuantos malos ratos sufrió hasta allí; nunca pudo esperar un honor semejante, ni ambicionar para el hijo de su alma una suerte mayor.
Días después el muchacho fue bautizado e inscrito en el Registro con los nombres de Gaspar, Higinio, Andrés; Gaspar, por ser este el nombre del hermano mayor de Indalecia; Higinio, por su padrino, y Andrés, para no agraviar al santo del día en que nació, que fue el último de noviembre. El neófito, dentro de su traje blanco cubierto de armiñados encajes, un helado de Chantilly parecía. Ofició de madrina Vicenta, la cocinera de Perea, y terminada la ceremonia don Higinio, generoso siempre, envió a Indalecia otras cincuenta pesetas, cuatro gallinas y doce libras de chocolate.
Este rasgo altruista se divulgó en seguida y fue muy elogiado. Nadie discutió la castidad y pulcritud del sentimiento que lo había inspirado; Perea, amparando a Indalecia, socorría a su antigua niñera, no a la pobre barragana a quien los mineros, en procesión escandalosa, iban a visitar los domingos. Además, don Higinio era un hombre casto, metódico, sincero,p. 272 absolutamente incapaz de burlar a su mujer con ninguna perdida.
El tiempo de una parte y de otra la reacción, muchas veces purificadora, de la maternidad, fueron cambiando radicalmente las costumbres de Indalecia. Loca de amor por aquel hijo concebido en la otoñada de su vida, y queriendo desagraviarle de la oscuridad de su origen, renunció a los hombres y buscó la subsistencia en el trabajo honesto: dedicose a confeccionar calzoncillos y camisas, que luego vendía a los mineros; también les repasaba y limpiaba la ropa. Perea, cuando salía a pescar, la encontró muchas veces lavando a orillas del Guadamil, los ojos puestos en aquel río que se llevó a su marido y a su amante.
—Buenos días, comadre...
Hablaban unos momentos y luego don Higinio, que aún no había ido a París, se alejaba taciturno, humillado, pensando que él, metido en Serranillas, no tendría nunca, como su antigua sirviente, «una historia».
Pasaron muchos años, tantos que el viaje de Perea a Francia empezaba a olvidarse, cuando de súbito el pueblo tembló con la relación del gravísimo lance de la Grande Jatte. Indalecia, que conocía mejor que nadie el pacífico y mollar temperamento de su compadre, no cesaba de asombrarse. ¡Quién lo hubiera pensado! ¡Aquel chiquillo tan bueno, tan dócil, haber tenido coraje para matar a un hombre!... Y la sencilla mujer, que le amaba como a hijo, reía y lloraba, unas veces de orgullo, otras de miedo. Cuando le vio, no pudo abstenerse de reñirle: su exaltación era sincera.
—¡Pero, compadre!... ¿Qué le dio a usted a beber esa italiana de Satanás para que así, con tanta frescura, se jugase usted la vida por ella?...
Don Higinio tuvo un gesto modesto.
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—¿Quién te lo ha dicho?
—Todo el mundo... ¡Los mineros! Pero, ¿usted no lo sabe?... En las minas, desde hace un mes, no hablan de otra cosa.
Prosiguió:
—¿Y si le hubiesen a usted matado? ¿Eh? ¿Y entonces?... ¿Qué hubiera sido de su señora y de sus hijos?... ¡Ah, loco!... ¡Y ya que le he visto chiquito..., así..., que no levantaba un palmo del suelo...; como quien dice, en pañales!... Tampoco se acordó usted de mí en ese momento ni de su ahijado. ¡Buenos son ustedes, los hombres, en cuanto hay de por medio una camisa de mujer!... Y si fuese usted soltero..., ¡bien va!..., haga de su capa un sayo y mátese con quien quiera que nadie le censurará; pero, ¡así..., cargado de obligaciones!... ¡Yo no lo entiendo! ¿Qué voy a decirle? ¡Los hijos, compadre de mi alma, atan mucho... mucho!... Véame usted a mí; ahora, casi de vieja, me he puesto a trabajar; pues todo lo hago para que Gasparito tenga algo que agradecerme el día de mañana...
Luego se puso triste y habló de la conciencia, y hubo en la tosquedad de sus palabras una emoción que, repentinamente, pareció purificar su rostro como una agua lustral: las malas acciones de nuestra juventud nos acosan a lo largo de la vida semejantes a perros rabiosos; los remordimientos son insaciables; sus dientes, que no hacen sangre, se clavan, sin embargo, como alfileres, en el corazón.
—Usted mató a ese hombre porque, de lo contrario, él le hubiese matado a usted, ¿no es así?... Él le buscó a usted, le provocó, le obligó a pelear... ¿Qué iba usted a hacer?... ¡Bueno, no importa!... Su cadáver estará usted viéndolo siempre, y cuantos más años pasen, peor. Usted conoce mi desgracia, compadre, y sabe que hablo por experiencia; pues yo le juro, sobre la cabeza de mi Gasparito, que ni un instantep. 274 olvido aquel momento en que mi Patricio y Juan Matías se agarraron y cayeron al río. Yo no les empujé, yo no les tiré al agua haciéndoles así, con la mano...; pero sé que se mataron por mí, y eso basta.
A pesar de tan razonables observaciones, don Higinio comprendía que, como todo el pueblo, Indalecia, desde que tuvo conocimiento de su hazaña, le estimaba más; y no precisamente como a persona de su intimidad y particular afecto, según hizo hasta allí, sino como a verdadero hombre de mundo, esforzado, vivido y galán. Sin embargo, delante de Indalecia el inocente Perea hallábase empequeñecido y sin aplomo: su prestigio era robado, carecía de fundamento, reposaba todo él sobre una mentira; mientras el de su comadre tenía por pedestal heroico e inamovible dos cadáveres, ante los cuales desfiló todo el vecindario de Serranillas. Al holandés del hotel de los Alpes nadie le había visto; pero a el Señor y a Juan Matías les trató mucha gente y el pueblo entero conocía los ocultos motivos de odio que mediaban entre ambos. ¡Ah! ¡Si él hubiera sabido que la historia de aquella doble muerte era falsa también! ¡Si hubiese sospechado que Patricio Bengoa y el entibador no se mataron por celos, sino por una jugada de dominó, habría visto que el drama famoso que embelleció la juventud de Indalecia, como la mayor parte de cuantos dolores torturan a la frágil humanidad, era un poco ridículo!...
A los quince años Gasparito llamaba la atención por sus donaires y la majeza y gitanesco garabato de su linda persona. Parecía de bronce. Era delgadito y de mediana estatura, pero vigoroso y muy ágil; no mostraba afición hacia ninguno de los oficios que su padrino quiso darle, pero los toros le robaban el sueño y llevaba siempre trajes ceñidos y los aladares muy peinados y brillantes de aceite. Su madre estabap. 275 desesperada, no sabía qué hacer de él. Don Higinio también empezaba a cansarse: le había colocado en su mina con una peseta de jornal y el muchacho vendió las herramientas para ir a ver en Manzanares una novillada; después le dedicó a herrero, y ni por casualidad llegaba puntualmente al taller; le metió de aprendiz en la sastrería de Antolín y sucedió lo mismo. Don Higinio, exasperado, llegó a pegarle, y cuando el chiquillo fue a decírselo a su madre, esta, lejos de atenderle como él esperaba, empezó a decir con grandes voces:
—¡Lo que haga tu padrino, bien hecho está! Había de matarte, ¿oyes?... había de rociarte con petróleo y prenderte fuego, y no sería yo quien le sujetase la mano. ¿Te parece que el hombre, sin obligación ninguna, ha hecho y está haciendo poco por nosotros, desagradecido? ¿No sabes, hampón, que sin él tu madre se hubiera muerto y tú habrías ido en cueros a bautizarte?...
De tal escena y de otras semejantes dedujo Gasparito que don Higinio era su padre, y como este parentesco satisfacía su vanidad, se convenció pronto de ello y empezó a decirlo a unos y otros, aunque dando siempre a sus palabras visos misteriosos de confesión. En otra ocasión, aquella fantasía seguramente no hubiese medrado; pero don Higinio Perea ya llevaba a su espalda una leyenda: un aventurero que como él había corrido Europa seduciendo italianas y matando holandeses, y acaso fuese autor de otros desafueros peores, ¿por qué no tendría un hijo de cualquiera de sus antiguas criadas?... Además, su resuelta protección al muchacho lo indicaba así: algo habría cuando don Higinio, que llevaba sobre su alma tantos recuerdos graves y no era, por lo mismo, hombre capaz de enternecerse fácilmente, no desamparaba a Gasparito. La especie cundió, como el fuego en un pajar, de conciencia en conciencia;p. 276 las mujeres se persignaban; don Gregorio, Julio Cenén, Arribas, don Cándido, Gutiérrez, todos los amigos del héroe de la Grande Jatte, arqueaban las cejas despavoridos. ¡Canario, con Perea, y qué historias iban descubriéndole!... Cuando a la señora Indalecia la hablaban de esto, la mujer sonreía halagada. Y así fue cómo don Higinio, de repente, por imperativo de la opinión, se vio obligado a aceptar la paternidad de Gasparito.
Al saber doña Emilia esta nueva calaverada de su marido, tuvo un disgusto tan grande como cuando doña Lucía la refirió el drama de la Grande Jatte, con la agravante de que ahora el origen de su pena era prosaico, vulgarísimo y exento de todo airón novelesco. ¡Tener un hijo de una criada!... ¿A quién se le ocurre?... ¡Y de una mujerzuela así, que ni los mineros la querían!... Todo el orgullo burgués de la noble señora protestaba de tan sucia mesalianza. Con los recuerdos su indignación se enardecía: precisamente don Higinio visitaba a Indalecia cuando ella estaba en meses mayores de Carmencita; un embarazo penosísimo, una verdadera enfermedad, que a poco la cuesta la vida. Doña Emilia había encontrado su belicoso carácter de antes y cerraba los puños. ¡El muy granuja! ¡Un hijo de diecisiete años!... ¡Ese era el fruto de las tardes que decía pasaba pescando en el Guadamil!... La esposa veía al adúltero saliendo, hipócrita, de su casa con el paraguas y la sillita de campo debajo del brazo y la caña al hombro, para ir a regodearse con su manceba. Los peces que el miserable traía luego a su hogar, Indalecia, seguramente, los compraba en el mercado. ¡Ah! ¡Cuánto se habrían reído de ella los dos!...
El encuentro de doña Emilia y su marido fue borrascoso: mucho gritaba ella, pero él ni se amilanaba ni cedía en un ápice; a una voz de la improperadora, replicaba el agredido con otra voz; a un ademán colérico,p. 277 con otro ademán de mayor hostilidad y violencia. Tan alto hablaban que Teresita, a pesar de su sordera, les oía perfectamente.
Desde el primer momento el acusado, con un arrebato que lejos de favorecerle corroboraba el delito que le atribuían, comenzó a negar. ¡Mentira, todo aquello era mentira!... Él no había tocado ni a la fimbria de las enaguas de Indalecia. Lo juraba, lo sostenía por su honor de caballero. Indalecia, a pesar de su baja condición, era para él una especie de hermana. Guardaba una actitud tan intransigente, tan irreductible y de tan furibunda y amedrentadora manera le relucían los ojos, que empavorecida doña Emilia comenzó a desconcertarse. De nuevo volvió a sentir la sugestión trágica que, durante aquellos últimos años, ejercía sobre ella el héroe.
—¡Pero, si lo dice todo el pueblo! —sollozó.
—¡Pues, miente todo el pueblo! —replicó Perea.
—¡Si te han visto entrar en casa de esa mujer!...
—Naturalmente. ¿Y qué? ¿Lo niego acaso?... Pero ya sabes en qué forma: como protector, como padrino de su hijo.
—De vuestro hijo, querrás decir.
—¡Emilia!... ¡No respondo de mí si se me agota la paciencia!...
El campeón de la Grande Jatte cerraba los puños y sus cejas peludas, donde blanqueaban algunas canas, se contraían olímpicas. Estaba magnífico. Añadió:
—Quisiera saber quién te ha contado esa infamia.
—Mucha gente.
—Pero, ¿quién?... Así, con tanta vaguedad, no se responde. Concreta, di... ¡yo necesito un nombre!... ¡Al canalla que fuese iba a costarle el corazón!...
Enardecido por la fanfarria baratera de sus gestos y palabras, don Higinio se acordaba del holandés como si efectivamente le hubiese matado. Doña Emilia tuvo miedo; conocía a su marido; los hombresp. 278 como él tardan en irritarse, pero ya furiosos llegan al crimen. Entonces bajó los párpados y su llanto empezó a correr ingenuo; estaba arrepentida de haber hablado tanto; es peligroso hostigar a la fiera...
Perea iba y venía por la habitación a descompuestas y sonantes zancadas. De pronto, se detuvo; abrió los brazos:
—No es verdad. ¿Oyes bien?... No es verdad, que Gasparito sea mío. Pero, aunque lo fuese, ¿es motivo suficiente para que te pongas así y de tal modo me pierdas el respeto?... Yo tengo mis ideas; yo soy un hombre moderno, inteligente..., un hombre que ha viajado, y por lo mismo, incapaz de abandonar a un hijo suyo, le hubiera habido de una princesa o de una fregona.
Hablando así el grandísimo farsante cohonestaba la verdad con lo que tanto adulaba su pueril inclinación a ser tenido por hombre de proceloso historial. Él nada había declarado, y, sin embargo, comprendía que aquella última reticencia ahincaba definitivamente en doña Emilia la convicción de que Gasparito era obra suya. Satisfecho de su victoria, agregó amansándose pérfidamente:
—Además, tonta, ¿qué les faltó nunca a nuestros hijos? A Anselmo le tenemos en la mejor casa de huéspedes de Ciudad Real y el año próximo empezará su carrera de Derecho; Joaquinito pronto será bachiller; Carmen ya tiene novio, ¿Eh? ¿Creías que lo ignoraba? Ya ves que no. Le conozco: Ismael Cañeja: no parece mala persona. ¡Bobina!... Yo sé muchas cosas, pero aparento no saberlas porque a las mujeres, para entretenerlas mejor, conviene engañarlas siempre un poquito... Entonces, si el porvenir de los muchachos está asegurado..., ¿de qué te quejas?...
Calló comprendiendo que el silencio le ayudaba a triunfar. Inclinose luego sobre su mujer, que permanecía sentada, y la besó en los cabellos tiernamente.p. 279 Aquellos cabellos que él conoció negros y el tiempo artero poco a poco iba espolvoreando de ceniza. Engañándose a sí mismo, pensó: «Verdaderamente la he hecho sufrir mucho»... Y su emoción fue tan sincera que se le aguaron los ojos. Ella, la inocente, le echó al cuello los brazos, y balbuciente:
—Yo sé..., yo sé..., ¡no te enfades!..., yo sé..., que Gasparito es hijo tuyo... Bueno, no hablemos más de eso; te lo perdono. Pero... ¡júrame que no has tenido más hijos de otras mujeres!...
Perea, desconcertado por tanta indulgencia y tanto candor, inició un ademán ambiguo.
—¡Júramelo! —repitió doña Emilia—. Quiero oírlo todo, lo bueno y lo malo, pero de tus labios; diciéndomelo tú, nada me hace daño. ¡Hablas tan bien!...
Su enamorado acento era apremiante, convulsivo; y como don Higinio, detenido por unas migajas de honradez, vacilase:
—¿Es que hay otra historia? —gritó.
Iba a llorar: el héroe comprendió que era indispensable volver a mentir.
—No —dijo pausado—, no hay más historias.
—¿No tienes otros hijos?
—No.
—¿Me lo juras?
—Te lo juro, Emilia; te lo juro.
Ella respiró consolada. Perea la dio muchos besos y salió a la calle. Camino del Casino, iba pensando:
«¿Hasta dónde me llevará la opinión ajena?...».
Como otros años, a mediados de mayo hubo feria en Serranillas. El carácter minero de la población, la tolerancia que las autoridades interesadamentep. 280 dispensaban al juego, los excelentes ejemplares de caballos, carneros moruecos y de toros que allí se mercaban, y el fuerte número de forasteros que estas y otras causas atraían, habían hecho de aquella fiesta una de las más ricas y frecuentadas de la región.
Ya dos días antes de empezar el holgorio comenzó a notarse en la estación del ferrocarril desusado barullo; los trenes llegaban abarrotados de feriantes, y sobre el pequeño andén unos momentos las mantas, las alforjas, los botijos, los colchones, los baúles forrados de hojalata y otros líos, maletas y rebujos de diversos colorines y trazas, componían barricadas pintorescas. Los vendedores más importantes llegaban en carros o sobre mulos. A los ganados se les veía avanzar bajo nubes doradas de polvo por los numerosos caminos de herradura que, faldeando la sierra abrupta, descendían ondulantes hacia el valle, donde humeaban las chimeneas de las minas; y todo componía un jubiloso estrépito de colorines estridentes y de voces, de gruñidos, de bramidos, de relinchos, de agrios, inacabables y flexuosos lamentos de ruedas mal engrasadas, chasquear de látigos, acelerado tintinear de colleras, todo revuelto, chorreando vida y subiendo al cielo en la paz rústica, soleada y azul de la naturaleza primaveral. El viernes, durante la noche, hubo en el paseo un atabaleo de martillos que mantuvo a la chiquillería del lugar nerviosa y despierta hasta muy tarde: eran los trajinantes, vendedores y titiriteros que levantaban sus barracas de lona y tablas. Por toda aquella parte, el pueblo parecía un campamento; en el misterio nocturno, a la luz remisa de los faroles, cuadrillas silenciosas y diligentes de mujeres y hombres, trabajaban afanosamente cavando hoyos, plantando horcones, aderezando con pasmosa destreza anaquelerías y mostradores que luego aislaban entre fantásticos tabiques de trapo; y de las grandes arcas donde los bujeros llevan sus mercancías,p. 281 las falsas joyas y los juguetes salían a millares.
La feria presentaba aquel año extraordinaria animación. En el Casino, y con unánime y fervoroso beneplácito de sus socios, fueron recibidos varios profesionales del juego, individuos corteses, bien vestidos y de manos muy alhajadas, y hubo partidas de baccarat hasta el amanecer. Las peripecias del azar removieron los ánimos. Se hablaba de los dos novillos que el domingo serían lidiados y estoqueados por unos acróbatas italianos, y de que Pedro Ramírez, director de la Banda municipal, había ensayado minuciosamente a sus músicos para lucirse en la Glorieta. También se dijo que Julio Cenén y dos amigos suyos estuvieron cenando en la taberna de Tocinico con las tonadilleras de una barraca.
Al otro día, sábado, después de almorzar y recibir las cuentas de sus capataces, don Higinio Perea se aseó cuidadosamente, vistiose un traje nuevecito de lanilla azul, y con el blando sombrero de fieltro gris ligeramente caído sobre la oreja izquierda se presentó en el comedor. Doña Emilia y su hija, sentadas en sillas bajas, cosían ante un gran cuévano lleno de ropa limpia. De una ojeada registró la esposa todos los perfiles y detalles de la pequeña, redonda y saludable figura de su marido: el hirsuto bigote untado de brillantina, irguiéndose en la satisfacción rosada y carnosa del rostro; la corbata roja con lunares negros, los zapatos de cuero amarillo, los pantalones doblados sobre la cursilería de los calcetines de hilo violeta. Con tantos colorines parecía don Higinio una puesta de sol.
—¡Mira —exclamó la buena señora dirigiéndose a Carmen—, qué majo ha sabido ponerse tu padre!...
Luego, con el aire indulgente y cansado de la mujer que necesitó perdonar muchas veces:
—¡Bien dice el refrán: quien malas mañas tiene...!
Perea sonrió orondo de parecer todavía, a pesarp. 282 de sus cuarenta y ocho años, joven y buen mozo. Doña Emilia, más enamorada de él que nunca, le miraba embelesada, asombrándose de cómo un hombre que llevaba una bala dentro estuviese tan fuerte. Don Higinio preguntó por Ismael Cañeja, el novio de Carmen: era un buen muchacho, rico y dócil, que acababa de abrir en Serranillas su bufete de abogado. Ismael no había llegado aún.
—Estamos esperándole —dijo Carmen.
Don Higinio se alegró, porque así le dejaban libre.
—Yo pensaba ir a la feria; ¿queréis acompañarme?
—Nosotras —repuso doña Emilia— iremos más tarde; si supiésemos dónde encontrarte a las seis o las siete..., por ejemplo...
—A esa hora —contestó Perea— os aguardo en la feria; ya sabéis, en la caseta del Casino. ¡Hasta luego!...
Desde su casa se encaminó a la Plaza de Toros. Aquella pueril afición a los payasos y los acróbatas le avergonzaba un poco; pero él era así y no podía envejecer sus gustos, a pesar de sus viajes, de sus fingidas tristezas de ciudadano cosmopolita y de aquellos terribles ajenjos que sin ganas solía beber en el Casino. Al acercarse al despacho de billetes, don Cándido le detuvo.
—Tengo un palco —exclamó riendo—; luego vendrá don Jerónimo Arribas con su familia. Acompáñenos usted.
La sana sencillez con que el boticario hablaba de lo que iban a divertirse alivió de su empacho a don Higinio. Declaró, sin embargo, que todo aquello le aburría; pero como en los pueblos, cuando llega un día festivo, no hay donde meterse... El farmacéutico, para consolarle, le adelantó algunas noticias: los toritos eran murcianos; él pudo verlos la víspera y le parecieron bravos y de mucho poder; el clown encargado de estoquearlos había dicho que si en la muertep. 283 de cada res tardaba más de quince minutos regalaría veinticinco pesetas al Hospital.
—Le aseguro a usted —repetía don Cándido—, que vamos a divertirnos: estas mojigangas me desternillan de risa.
La plaza era de madera, y tanto el redondel como el callejón, cubiertos estaban de hierba menuda. En medio de la arena, pendiente de una armazón metálica asegurada por hilos de acero y bruñida por el sol, había un trapecio. La multitud se apiñaba en las gradas, voceadora y riente. Sonaban gritos, pregones, insultos fieros. La tarde era alegre, luminosa, tibia. A lo lejos, dorados por el incendio vesperal, ondulaban los montes que cerraban el pétreo horizonte de Serranillas, y las figuras de los mozos, casi todos con chaleco negro y en mangas de camisa, ocupadores de la fila última y más alta del tendido, perfilábanse limpiamente sobre aquel gran fondo amarillento y azul.
A las cuatro y media comenzó la mojiganga, en la que para cumplido recreo y satisfacción de los más exigentes hubo de todo: farsas bufas, perros sabios, equilibristas, juegos malabares y ejercicios de fuerza. Pero lo que mayor alegría produjo fue la lidia de los dos novillos, que el payaso italiano, tras muchos sustos, caídas y grimosas congojas, logró matar antes del plazo de quince minutos que él mismo se impuso, por cuanto salvó las veinticinco pesetas de su apuesta y fue aclamado y sacado del redondel en hombros.
Eran las seis. Arribas se había marchado con su familia, y don Higinio y el boticario se hallaron un poco desconcertados ante la aburrida longitud y vacuidad de la tarde; el espectáculo había concluido demasiado pronto; todavía, para la hora de cenar, faltaba mucho tiempo.
Caminaron hacia la Glorieta, donde los músicos dep. 284 la Banda municipal, dirigidos por la vehemente batuta del maestro Ramírez, preludiaban un inspirado momento sentimental. Don Cándido, que no diferenciaba un vals de un pasodoble, preguntó:
—¿Qué tocan ahora?
Perea tampoco lo sabía; tenía un oído detestable y una educación musical tan precaria que no diferenciaba a Wagner de Lehar.
—No sé, no recuerdo...; pero debe de ser alemán.
Dieron algunas vueltas por la Glorieta, girando pausadamente alrededor del quiosco donde el maestro Ramírez, la cara roja, sudada y reluciente y los brazos en alto, se cubría de laureles. El gentío era enorme; apenas podían andar; del suelo arenoso el trajín de tantos pies arrancaba un polvillo que manchaba las ropas y enardecía las fauces. Dentro de sus trajes domingueros, mujeres y hombres iban graves, rígidos, como envarados por la preocupación de ver y ser vistos. Pasó Diego, solo, vestido de gris, las manos en los bolsillos del pantalón, el caminar descuidado de quien se aburre y no tiene qué hacer, y un palillo de dientes prendido en la cinta del sombrero.
—Buenas tardes, don Higinio, y la compañía.
—Adiós, Dieguito.
—¿Es el sobrino de Arribas? —preguntó don Cándido.
—El mismo.
—Me había parecido. No le trato; no me gusta.
—El pobre no sé cómo tiene humor de salir a la calle. Una vez me contó sus penas. Él juega; bueno... Pues nada más que por eso, porque se jugó tres o cuatro veces el sueldo que le daban en el Ayuntamiento, le dejaron cesante y su mujer le abandonó y se volvió con su padre.
—Algo me habían contado.
—Además, su suegro le ha quitado los hijos.
El boticario, tan bueno, tan fácil al enternecimiento,p. 285 tuvo, sin embargo, en aquella ocasión, por obra quizás de la opinión colectiva, un arranque cruel.
—No conozco a su mujer —exclamó—; pero estoy cierto de que ha procedido muy discretamente volviéndose de nuevo con su padre. Ese Diego, según dicen, es un pillete y un tonto, ¿y usted sabe, amigo Perea, cuán horrible será vivir con un tipo así?...
Pasó Gutiérrez.
—Adiós, señores.
—Buenas tardes. Adiós, señoritas.
Al jefe de Correos acompañaban sus hijas Águeda y Marina.
—Parece —insinuó malévolamente don Higinio— que a la niña de Gutiérrez no ha vuelto a reproducírsele el tumor.
—No era posible.
—Ya; ¿la operaron bien?
—Perfectamente; la cura fue radical: al novio... ya sabe usted quién digo: don Mariano, el de la herrería...; pues, nada: se marchó a León y no ha vuelto...
Los dos hombres rieron, apoyándose mutuamente el uno en el brazo del otro. Aquel torpe donaire no les producía malestar; ¿por qué, si lo decía todo el mundo?...
Caminaban lentamente, sofocados por el gentío y el polvo. A derecha e izquierda las barracas alzaban sus frontis de trapo: había tiros al blanco, acróbatas, boxeadores, fieras domadas, un gigante, un enano, un indio que comía carne cruda, un luchador australiano que regalaba diez duros a quien le venciese, una mujer con cabeza de lobo, una exposición de figuras de cera, puestos de avellanas, nueces, turrón, arrope y otras golosinas, y todo se anunciaba con estentóreas voces y zambra fragorosa de tambores, platillos y cornetas. Los «tío-vivos», alegrados por la canallesca algarabía de los pianillos de manubrio, giraban veloces, desplegando al aire la policromía dep. 286 sus banderitas y bambalinas; los columpios, llenos de muchachas que reían a la luz opalina del crepúsculo, mecíanse isócronos en el espacio límpido; delante de los pequeños bazares, bajo los toldos extendidos ante ellos como viseras, la multitud se apiñaba curiosa; todos buscaban algo: las mujeres, un dije; los mozos, una cartera o una navaja; los niños, un juguete. Allí se mascaba el polvo y el calor era más fuerte. En pie, tras el prestigio de sus mostradores, los mercaderes animaban al público a comprar. La rústica muchedumbre se detenía, dócil y curiosa, cautivada por el brillo de las botonaduras, de las peinetas, de las sortijas, alfileres y pendientes de similor distribuidos en cajitas de cartón blanco, y los chiquillos miraban asombrados, las cabezas echadas atrás, los montones de sables y fusiles de hojalata, látigos, cornetas, carricoches de cartón y muñecos de celuloide colgados del techo de los bazares como racimos de maravilla.
Lo que más interesaba al boticario era la abundancia de caras nuevas. Esto le envanecía.
—Serranillas —dijo— no tardará en ser una gran población; repare usted en su influjo sobre los pueblos cercanos: hoy, la mitad de las muchachas de Almodóvar y de Argamasilla, están aquí.
Don Higinio notó que muchas mujeres le miraban; don Cándido lo advirtió también.
—Le comen a usted con los ojos.
El héroe de la Grande Jatte sonrió; don Cándido prosiguió bromeando:
—¿Qué lleva usted hoy encima de su persona?... ¿Será el sombrero? ¿Será la corbata?...
Perea adoptó el aire reflexivo y disgustado del hombre a quien molesta la popularidad.
—Es —repuso bajando la voz— que conocen mi historia de París: las mujeres se mueren por lo raro.
Volvieron a cruzarse con Dieguito, con Gutiérrez y sus hijas, y con la familia del notario. También saludaronp. 287 a Julio Cenén y su mujer, y a lo lejos, por detrás de las casetas, como huyendo del bullicio, vieron pasar la silueta bondadosa y anciana de don Tomás Murillo.
—¿Quiere usted ver una buena moza? —propuso don Cándido.
Don Higinio se sobresaltó un poco.
—¿Dónde?...
—Aquí, cerca de la Glorieta. Volvamos hacia atrás: es de Valladolid; tiene un puesto de abanicos. Que yo sepa, nada malo dicen de ella todavía, pero parece así... muy alegre... Eso, usted que conoce a las hembras, lo juzgará mejor que yo.
Perea, aunque sin ganas, se dejó llevar. Cuando ya llegaban vieron a doña Emilia con Teresita, Carmen y su novio. Todos se saludaron sin detenerse.
—Hasta luego, Ismael.
—Hasta después...
La abaniquera de Valladolid vestía de luto: era una mocetona alta y gruesa, pelinegra, con las mejillas muy pálidas y la nariz larga, aguileña, dominadora entre la expresión impertinente de dos ojos vivaces, redondos y muy juntos. Se hallaba en pie detrás del mostrador, forrado de yute rojo, de su caseta; inmóvil sobre el fondo que ponía a su figura la anaquelería repleta de cajas de abanicos.
—¿Pero usted ha hablado con ella otra vez? —susurró don Higinio.
—Yo, nunca.
—Entonces no debemos acercarnos, sería ridículo.
—¿Ridículo? ¿Por qué?... ¡Vamos, tiene usted unos miramientos! ¿Y usted ha viajado?... ¡Bah! Usted no sabe tratar a esta gente.
Se adelantó un poco turbado, sin embargo:
—¡Bien por las caras bonitas! Si yo no fuese tan viejo, vendía la botica y me marchaba por esos mundos con usted a vender abanicos.
p. 288
No obstante lo manido y ramplón del requiebro, la muchacha sonrió, agradeciendo a don Cándido sus rendidos propósitos. Demostró apreciarle; sabía que la farmacia era suya; también conocía a doña Benita, con quien estuvo hablando una tarde. El boticario sentía apaciguarse por instantes el fuego de sus amorosas baterías y lo desairado de la conversación emprendida. Por decir algo exclamó, echando sobre Perea todas las responsabilidades de la entrevista.
—Pues... yo deseaba presentarle este amigo, que se ha enamorado de usted.
La indiscreción de don Cándido revolvió las bilis de don Higinio, que se puso encendido como un rábano. La abaniquera de Valladolid se echó a reír.
—Este señor don Cándido, a pesar de sus añitos, es un revoltoso.
El boticario prosiguió muy animado:
—¿Usted no ha oído hablar de don Higinio Perea?
—¿Que es dueño de una mina?
—Ese. Pues aquí le tenemos. Donde usted le ve, hecho un taco, conoce París y ha tenido con las mujeres mucha fortuna.
Volviéndose hacia Perea, añadió:
—Pero, hombre..., ¿va usted a ponerse por eso colorado?...
La abaniquera de Valladolid miró a don Higinio con la atención que inspira el individuo de quien se sabe una grave historia. Perea, sobrecogido, sin saber qué hacer ni qué decir para recobrarse, replicó:
—Casualmente traigo aquí el retrato de una de ellas.
—¿Qué retrato?
—El de la italiana del hotel de los Alpes.
Aludía a un antiguo retrato que compró en París por un franco, y aquella mañana encontró registrando un legajo de olvidados papeles. Para darle valor histórico, la facundia embustera y tracista de donp. 289 Higinio había discurrido dedicárselo con letra fingida, y luego raspar la dedicatoria cuidadosamente, pero no tanto que el nombre de Leopoldina no fuese bien legible.
—Me lo eché al bolsillo precisamente para enseñárselo a usted. Véanlo...
Era la fotografía de una mujer hermosa y medio desnuda, envuelta en un abrigo de pieles.
Don Cándido y la abaniquera de Valladolid miraron ávidamente el retrato que Perea les mostraba con cierto disimulo para no llamar la atención de los curiosos. Ambos reconocieron el buen gusto de don Higinio. Ella preguntó:
—¿Esta señora era del teatro?
—No...
Se ponía melancólico y un hondo suspiro le subió a la garganta. La joven agregó curiosa:
—Aquí decía algo: ¿la dedicatoria, verdad?... ¿Quién la borró? ¿Usted?... ¿Y por qué?... ¿Era escandalosa?...
—No, hija mía; no es que fuese escandalosa; es... que constituía una imprudencia. Tratándose de una mujer casada...
Gravemente, con la cara triste de quien acaba de lastimarse el alma contra un mal recuerdo, don Higinio guardó el retrato. Entonces la abaniquera de Valladolid interpeló a don Cándido:
—¿Ve usted? ¿Cómo quiere usted que este caballero, que ha conocido mujeres tan hermosas, se enamore de mí? Lo que el señor Perea querrá es comprarme un abanico.
Don Higinio, siempre cortés, accedió y pagó doce pesetas por un abanico que apenas valdría ocho o nueve reales. Con esta generosidad de gran señor se despidió de la muchacha. Al boticario le indignaba aquel dispendio inútil. Perea sonreía satisfecho de que su largueza hubiese enmendado su falta de desparpajo y conversación. Dijo:
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—Con las mujeres, para rendirlas pronto, hay que empezar así.
Regresaron a la Glorieta y subieron los cuatro peldaños que daban acceso a la caseta del Casino: era una amplísima azotea de asfalto donde se servían café y refrescos; una barandilla la circundaba y hallábase cubierta por una lona afianzada sobre altos pilares de hierro. Don Higinio y don Cándido se instalaron en un velador inmediato al paseo. Desde allí saludaron a varios amigos. El boticario pidió una cerveza, Perea un ajenjo, y ambos se desabotonaron los chalecos para mayor comodidad y holgura. También se quitaron los sombreros, y con toda parsimonia secáronse el sudor que les mojaba la frente y el cogote. Abajo, la multitud circulaba lentamente o se detenía ante los baratillos; en los árboles, cuyos tallos más altos doraban aún las llamaradas postrimeras del crepúsculo, suspiraba la brisa; los músicos de la Banda municipal se habían marchado y el silencio que dejaron tras sí añadió al ambiente vesperal una sensación de frescura.
Rompiendo por entre la multitud, un vendedor de globos se acercaba: era un hombrecillo pequeño, vestido de pana, con el chaleco abierto sobre el orondo declive de la panza. Un enjambre de chiquillos le precedía, le rodeaba, mirándole de hito en hito, como a un ídolo; cuando el mercader se detenía, el menudo batallón le imitaba y sus rostros, renegridos por la intemperie y el sol, ardían de deseo. Aquellos globitos chillones, pintureros, tan pronto hinchados y codiciosos de libertad, como propensos a amustiarse, eran un admirable símbolo de la psicología infantil. Viéndolos don Higinio, de pronto se quedó triste y empezó a suspirar. Su melancolía sorprendió al boticario:
—¿Qué le sucede a usted?
—¡Psch... nada!...
Mentía; recordaba sus años niños, sus años buenos.p. 291 ¡Los globos!... ¿Quién, de muchacho o de joven, no ha llevado dentro del alma un juguete igual?...
El vendedor iba acercándose. Inesperadamente el cordelillo con que sujetaba su liviana mercancía se rompió y los globos, atados unos a otros, se remontaron en brusco tropel: una bandada de raros pájaros parecían, y su áspera policromía clavaba sobre el fondo apacible y uniforme del cielo el júbilo chillón de un cartel. La muchedumbre, sorprendida, lanzó un grito; luego hubo risas y centenares de brazos señalaron al espacio. ¡Un espectáculo nuevo! La gente reía adivinando que el desdichado vendedor de globos debía de sentir ganas de llorar. Es lo humano: lo que fue lágrima en un individuo, después, al reflejarse sobre la conciencia social, se transmuta en risa.
Pero el viento había impelido al manojo de globos contra los árboles del paseo, y los fugitivos empezaron a tropezar, cual si unas ramas los despidiesen y otras los atrapasen; ellos, sin embargo, aunque entre golpes, seguían subiendo hasta que el cordelito que llevaban colgante a la zaga se enredó a uno de los tallos más altos. Entonces se detuvieron. El público prorrumpió en un largo «¡oh!...» admirativo. Vistos así, componían un airoso penacho, una especie de colosal y disparatado racimo que el sol moribundo teñía de rojo, de verde, de naranja, de violeta, de añil...
Su dueño, el hombrecillo del traje de pana, pateaba y se mesaba los cabellos. ¿Cómo recobrarlos? Su dolor era trágico y bufo; viéndole tan infeliz, tan mezquino, la multitud sentía indistintamente ganas de insultarle o de darle un abrazo. El pobre hombre miraba a sus queridos globos; comprendía que de no alcanzarlos en seguida, quedarían inservibles, sin barniz, lamentablemente desinflados bajo el rocío nocturno. De pronto echó a correr: recordaba que en el Ayuntamiento había una escalera muy larga e ibap. 292 por ella. Sobre la muchedumbre rodó un murmullo de hilaridad; los espectadores se imaginaban cuán cómica sería la figura del vendedor cuando reapareciese pequeñín, sudoroso, jadeante, bajo el peso de la escalera.
Parados al pie del árbol, los chiquillos observaban ávidamente los globos que el viento balanceaba allá arriba, en la luz, como un airón. ¡Si pudieran cogerlos antes de que su dueño volviese!... La gente les azuzaba, complaciéndose en aquella mala obra. Los muchachos titubeaban. Varios intentaron subir, mas no pudieron; el tronco era demasiado grueso. Súbitamente uno de ellos, más vigoroso o más resuelto, acometió la aventura; favorecido por sus compañeros, consiguió gatear hasta izarse sobre la primera bifurcación, y ya allí, de unas ramas en otras, continuó trepando.
Don Higinio, que no le quitaba ojo, se había puesto en pie, nervioso y asustado.
—Va a caerse —murmuraba— y nos dará un disgusto.
Don Cándido, muy inquieto también, afirmó:
—Me parece que sí...
En el público, que opinaba lo mismo, acababa de producirse un silencio imponente. Todos miraban. Cerca de la copa, las ramas delgadas ofrecían escasa seguridad; el muchacho lo comprendió y empezó a vacilar; tenía miedo. Pero ya no podía retroceder; su ambición de una parte, de otra el elogio de la muchedumbre, le obligaban a seguir. Aún adelantó algunos metros. Por fin logró alcanzar el cordel que pendía de los globos, y estos se estremecieron como si defendiesen su libertad. El entusiasmo del público, impresionable y desocupado, reventó en un aplauso.
De pronto surgió la tragedia. El muchacho, que iba descolgándose con destreza felina de rama en rama, hizo un mal movimiento y cayó al pie del árbol,p. 293 lívido, inerte, la cabeza bañada en sangre, mientras los globos, independizados unos de otros, volaban desgranando por el infinito añil la carcajada de sus colorines.
Unos guardias se llevaron al herido, quien, a pesar del agua con que le rociaron la cara, no recobraba el conocimiento. Don Cándido, muy inquieto, repetía:
—Pero, ¿ha visto usted qué chiquillos estos? ¿Ha visto usted?...
Perea, serenado el susto del primer momento, cayó en un silencio de reflexión y nostalgia. La opinión ajena, el elogio desprendido como aroma fatal de aquella multitud que llenaba el paseo, fue lo que hirió al muchacho; el chiquillo se expuso a morir por quedar bien, por la misma razón que una tarde Luisa Soucy, la camarera del hotel de los Alpes, ante el pequeño público que iba a juzgarla, arriesgó su vida. Y él sosteniendo un año y otro tercamente la farsa vanidosa de su heroísmo, ¿no era también una víctima de la opinión?... Volvió a suspirar y se quedó triste, muy triste, como nunca lo estuvo: la melancolía es el gesto donde cristaliza la experiencia de las vidas largas y la suya empezaba a serlo. En aquel oscuro drama pueblerino, en aquel niño que se mata y en aquellos globos que huyen, don Higinio veía repetirse el calvario de todos los conquistadores, de todos los fundadores de religiones, de cuantos grandes hombres, sabios o artistas, sucumbieron por el Ideal inaccesible, eternamente suspendido en lo azul...
Realmente, el héroe de la Grande Jatte se hallaba en un instante de depresión; además, sabía que su apesaramiento y su copa de ajenjo rimaban muy bien. Hasta que las voces de doña Lucía y su marido le trajeron a la realidad.
—Vengo de su casa —dijo el médico a don Cándido.
—¿Se ha enterado usted de lo sucedido aquí hace unos momentos?
p. 294
—¿El muchacho que se cayó de un árbol? Precisamente. Le llevaron a la botica de usted y allí le hice la primera cura. Es hijo de un pobre vecino del Matadero. Tres puntos he tenido que darle.
Doña Lucía preguntó a Perea por su familia, y al saber que doña Emilia y Carmen no tardarían decidió esperarlas. Los señores de Hernández se sentaron. Ella pidió cerveza y patatas fritas y su marido coñac; cortésmente don Cándido les acompañó con otro bock y don Higinio con un segundo ajenjo. Don Gregorio reprendió a Perea su culto al horrible brebaje que extenúa a Francia. Doña Lucía también le afeó su afición a las bebidas fuertes: el ajenjo es un veneno; su marido lo decía muchas veces. Don Higinio tuvo un movimiento desdeñoso de hombros; deliraba por el ajenjo; ¡la costumbre!...; era un vicio que adquirió en París y al cual no podía sobreponerse. Ella dardeó sobre el héroe una ojeada indefinible.
—¡Pobre Emilia!... ¡No quiero pensar cuánto habrá sufrido con un hombre como usted!...
Don Higinio miró a la mujer del médico y, por segunda vez, la adivinó muy cerca de sí. Estaba hermosa, con las redondeces opulentas de sus cuarenta años, su blusa blanca de seda y su semblante arrebolado por la opresión del corsé. Una cinta de terciopelo aniñaba la expresión matronil de su cabeza de cabellos negros, graciosamente recogidos sobre las sienes. La luz desfallecida del crepúsculo daba a su garganta suavidades tibias y exquisitas.
Hernández advirtió la tristeza de don Higinio.
—¿Qué le sucede a usted?
—Yo también lo había notado —confirmó su mujer—. ¿En qué piensa usted, amigo Perea? ¡Qué cara!... ¡Diríase que están presentándole a usted una factura!...
Don Higinio rio y trató de explicar su actitud. La caída del chiquillo le había impresionado; no porquep. 295 la sangre le marease... ¡Quia!... ¡Al contrario!... La sangre le animaba, le exaltaba, producíale una especie de reacción belicosa; pero se trataba de un niño..., el herido era un niño, un ser débil... y esto le apenaba. ¡Oh! Si en vez de ser un muchacho hubiera sido un hombre... ¡Bah, entonces, nada! ¡Tan tranquilo!... Doña Lucía escuchábale enternecida, pasmada de que pudiera ser a la vez tan valiente y tan bueno.
Don Cándido, que con el segundo bock se había despabilado el carácter, juzgó oportuno y gracioso dar de la melancolía de don Higinio otra explicación.
—Yo creo —dijo bajando la voz— que lo que trae alicaído a nuestro buen amigo es una mujer, o más exactamente, el recuerdo de una mujer.
—¿De cuál? —preguntó doña Lucía.
Perea fingió turbarse y miró al suelo: en realidad estaba encantado de la simplicidad del boticario. Este reía, se frotaba las manos.
—Él lo dirá; hasta puede enseñarles el retrato; lo lleva encima...
Llenos de emoción, los señores de Hernández arrastraron sus sillas acercándose a Perea cuanto permitía la mesa. Entonces don Higinio, para hablar, adoptó un aire grave: don Cándido, que no cesaba de reír, era un solemne indiscreto, un niño grande; a él no le gustaba remover ciertos recuerdos; pero, en fin..., ¡como ellos lo sabían todo!...
Curiosa, con una curiosidad agresiva en la que acaso hubiese un poco de celos, la señora de Hernández exclamó:
—Pero, ¿tiene usted otra querida?
—No, hija mía.
—¿Entonces, qué?... Explíquese. Porque usted es terrible.
—No; un poco de calma. El retrato que traigo aquí es... ya pueden ustedes figurárselo...
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—¿Nosotros?... Sí, sí... ¡Cualquiera adivina! ¡Como si no le conociésemos!...
—Lucía, por Dios...
—¡Habrá usted tenido tantas trapisondas!
Don Higinio sonreía ufano y modesto, al mismo tiempo que reventaba de orgullo. Nunca había disfrutado tanto. El seno duro y voluminoso de la mujer del médico le rozaba un brazo y parecía quemárselo; oía gemir tenuemente las ballenas del corsé de su amiga; doña Lucía olía a salud y se perfumaba con trébol. Don Higinio sintió un ligero y delicioso desvanecimiento. ¡Requerido, mimado!... No se hubiera cambiado por un rey.
—Pero todas las aventurillas que yo haya podido correr —dijo— fueron lances de poco momento y sustancia. Ahora se trata de algo muy antiguo, pero inolvidable para mí.
Su rostro tornó a ensombrecerse y miró al boticario.
—El retrato a que este simpático indiscreto se refiere es el de Leopoldina.
—¿La italiana del hotel de los Alpes? —interrogó don Gregorio.
—La misma.
—¡Caramba, celebro conocerla!...
—Dicho retrato lo escondí tan bien al salir de París que durante varios años estuvo perdido. Además, nunca puse verdadero empeño en hallarlo. ¡Ustedes lo comprenden! No quería que la pobre Emilia lo viese. Estaba cierto de poseerlo y eso me bastaba. Hasta que hoy, registrando unos periódicos de aquella época, lo encontré. ¡Tuve una alegría!... Y entonces, sin saber cómo..., acaso para llevarlo cerca de mí durante algunas horas, me lo eché en el bolsillo. Es este...
Sacó la fotografía, un tanto empalidecida por los años, de aquella hermosura cortesana, impúdica yp. 297 espléndida, medio desnuda bajo la suave piel del abrigo donde tuvo la coquetería de envolverse. Don Higinio observó astutamente:
—He borrado la dedicatoria...
Los ojos de doña Lucía brillaron de curiosidad, de desdén, de odio, de envidia, de celos. No se cansaba de mirar el retrato y, sin embargo, de buena gana lo hubiera hecho trizas.
El médico declaró rudamente:
—¡Buena mujer!...
Había visto que tenía el pecho fuerte y las caderas vigorosas, y no necesitaba más su devoción para rendirse. Doña Lucía, sin cesar de mirar el retrato, murmuraba:
—Los pies un poco grandes, quizás... La boca es bonita... Los ojos son hermosos; pero los encuentro demasiado juntos...
Examinó con minuciosidad hostil la línea impecable de aquella pierna que la inspiración gaitera del fotógrafo dejó desnuda; la armonía mórbida de los brazos y de los hombros; la gracia de los cabellos cortos, ensortijados, infantiles; la perversidad risotera de los labios entreabiertos sobre el júbilo de los dientes níveos y menudos. Realmente era una de esas bellezas artistas, teatrales y decorativas, que labran, con su impudicia atrayente, la desesperación de las señoras casadas.
—¿La quiso usted mucho? —preguntó.
Don Higinio tomó el retrato que su amiga le devolvía displicente, miró al suelo y se mordió los labios. No contestó, y jamás hubiera podido responder con mayor elocuencia: aquel silencio era una afirmación, un sollozo, toda su historia mojada en una lágrima...
—Pues, yo, francamente —agregó la señora de Hernández—, jamás me hubiese enamorado de ninguna mujer capaz de retratarse así.
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El amante de Leopoldina creyose obligado a decir algo:
—Ya sabe usted, Lucía, cómo son las extranjeras; París no es Serranillas...
Su ademán fue parco, triste, noble, caballeresco. ¡Bien se echaba de ver que la había amado!... ¿Y, cómo dudarlo, cuando arriesgó por ella la vida?...
—Mis palabras no han querido ofenderla —declaró apresuradamente doña Lucía—; ya sé que ha muerto y más de una misa, sépalo usted ahora, he oído en alivio de su alma; eso no impide que me haya parecido y me siga pareciendo una titiritera.
Hernández y el boticario, que se habían puesto a charlar aparte, se levantaron a dar una vuelta por el paseo. Doña Lucía no quiso acompañarles; esperaba a doña Emilia, que ya no podía tardar.
—Entonces —repuso el médico—, si no vuelvo por aquí antes de media hora, vete a casa.
Don Cándido llamó al camarero y pagó el gasto de todos.
—Hasta después...
Doña Lucía y Perea quedaron solos ante el velador, donde el misterio verde del ajenjo que don Higinio aún no había podido beber, parecía observarles como una pupila sabática. Acababan de encender los faroles y aquellas luces dispersas, rutilando aquí y allá, bajo la fronda, añadían a la escena un pique novelesco. La señora de Hernández bebió un sorbo de agua; su corazón latía con desconocida violencia; estaba roja, se ahogaba de calor. En cambio, sus manos y sus pies estaban yertos. Tras un breve silencio.
—Dígame usted —murmuró—, ¿cómo era esa mujer? Se llamaba Leopoldina, ¿verdad?
—Sí, Leopoldina.
—¿Y la quiso usted mucho?... Séame franco; ya sabe que he rezado por ella..., y lo hice porque, salvandop. 299 su alma, imagino que beneficio la de usted...
—Lucía..., amiga querida...
La oprimió ardorosamente una mano bajo el mármol del velador. Ella vibró: de pronto apagose el incendio de sus mejillas; se quedó lívida, espectral.
—Sí, soy su amiga..., una buena amiga..., una hermana de muchos años... que le quiere tanto como su misma esposa puede quererle... ¡Acaso más!...
Su voz se enturbiaba; aguáronse sus pupilas; iba a llorar... Afortunadamente pudo contenerse.
—Dígamelo usted todo...
—Pero, Lucía..., ¿a qué viene esto? ¿Qué quiere usted de mí?...
—Todo; necesito conocer su historia detalladamente. ¡Será tan interesante! Usted es un hombre extraordinario. Cuénteme su drama de París. He soñado con él muchas veces. ¡Hable, hable, por Dios, antes de que vengan a interrumpirnos!... ¿Cómo mató usted al holandés? ¿No era holandés el marido de la italiana del hotel de los Alpes?...
—Sí, holandés: ¡el pobre míster Ruch!...
Charlaron lentamente, sabrosamente, acercando un poco las cabezas, mientras, por discreción, miraban a la muchedumbre. Él, entretanto, buscaba furtivamente con sus rodillas las de su amiga, y ella dejábase estrechar, lánguida, absorta y sin defensa. Perea, entusiasmado, arreció su elocuencia: describió el Sena, la isla de la Grande Jatte, el misterio pavoroso de la barca donde iban él y su enemigo, deslizándose quedamente bajo la niebla, y luego el tiro, la lucha bárbara...
La señora de Hernández oprimió febrilmente las manos del héroe.
—¿Y no siente usted nunca remordimientos?
—Algunas veces.
—¿De noche, verdad?...
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Perea se asombró:
—¿Cómo lo sabe usted?
—Por Emilia. ¡Tiene conmigo tanta confianza! «Hay noches —me ha dicho— en que Higinio, con sus suspiros, no me deja dormir».
Iban acercándose en un idilio sin palabras, discreto y excitativo, mientras las rodillas proseguían triunfales su acción conquistadora. Don Higinio no se acordaba del amigo a quien ofendía; las vituperables complacencias de doña Lucía habíanle puesto fuera de sí y con la rienda de sus malos deseos sobre el cuello; al cabo, era la primera vez que una mujer, por caminos sinceros de amor o de capricho, llegaba a él. Bebió un sorbo de ajenjo para refrescarse las fauces caldeadas por el lascivo apetecer y el mucho hablar.
—Conservo todavía —dijo— muchos periódicos que hablan de aquel lance.
—¿Es posible?
—Publican el retrato de mi rival. Los guardo por curiosidad, así como las botas que usaba entonces. Varias veces he querido tirar esos recuerdos y no pude. ¡No sé!... Es una página de juventud que a la vez me atrae y me lastima.
La señora de Hernández entornaba los ojos.
—¡Qué hombre, qué hombre!... ¡Me da usted miedo!...
Replicó don Higinio:
—¿Por qué no va usted a verlos a mi casa?... Uno de esos periódicos reproduce una fotografía de la Grande Jatte, y conocerá usted el lugar exacto donde el pobre holandés y yo nos batimos.
—¿A su casa? —repitió balbuciente doña Lucía a quien aquel diálogo causaba la impresión de ir cruzando un abismo sobre un alambre.
—¿Por qué no?...
Y como tardase en responderle, agregó seductor:
p. 301
—Nadie la vería a usted entrar.
Ella preguntó sin mirarle:
—¿Cuándo?
—Después de la feria: el martes.
—¿A qué hora?
—Por la tarde: a la primera campanada de las seis.
—No puede ser.
—¿Cómo?
—A esa hora Emilia y Teresita van a la iglesia.
Don Higinio sonrió.
—Por eso lo dije, precisamente; para que estuviésemos solos.
Hubo otra pausa que tuvo todos los almíbares de un consentimiento, toda la edénica gravedad de una caída: algo cálido, íntimo, inefable, como esos silencios que siguen en las alcobas a la violencia jadeante del abrazo. Perea insistió:
—¿Irá usted?
Ella accedió con un gesto. Después los dos sonrieron con alegría hipócrita a doña Emilia, Teresita, Carmen y su novio, que se acercaban saludándoles desde el paseo.
La noche del domingo el galán del hotel de los Alpes la pasó muy inquieto, suspirando mucho y con más remordimientos, al parecer, que de ordinario. Estaba, sin embargo, muy ufano: al cabo, por primera vez, iba a correr una verdadera aventura. Al día siguiente madrugó, vistiose un traje cualquiera y se fue a la mina, de donde regresó muy entrada la tarde. Sentíase nervioso y aquella nerviosidad desbordante le obligaba al movimiento. En la mina sus fueros de amo tuvieron acentos de tempestad: examinó cuentas, reprendió agriamente a los capataces y despidió a un obrero; su voz retumbaba amedrentadora en las tinieblas del filón; los trabajadores le miraban con respeto y nadie se atrevió a replicarle; la figura macizap. 302 del héroe les imponía pavura; no recordaban haberle visto nunca así.
Por la tarde estuvo en la estación, impregnada de la suave tristeza de los trajinantes que se marchaban: aquel era el último día de feria. Juan Pantaleón le saludó. El antiguo artista había envejecido lamentablemente y ya no pregonaba el eufónico nombre de Serranillas con aquel ánimo optimista y victorioso de antaño. Sin embargo, manteníase erguido y conservaba la altanería del hombre que lleva una historia tras sí.
Después de cenar don Higinio fue al Casino, donde jugó al dominó hasta media noche. Don Gregorio invitole varias veces a una partida de billar, y no aceptó; su conciencia honrada, refractaria a la traición, no resistía la mirada noble, llena de amistad, del médico. Cada vez que el vozarrón franco de Hernández llegaba a sus oídos, todo su cuerpo se estremecía: el remordimiento, como un soplo de aire frío, que le rozaba la espalda.
Pensaba:
«¡Si tú supieses!...».
Salió del Casino acompañado de Julio Cenén y del notario, y animados los tres por la tibieza vernal y la esplendidez lechosa de la noche lunada, encamináronse hacia la feria. Los pequeños comerciantes, los saltimbanquis, los exhibidores de monstruosidades apócrifas y de películas, desmontaban sus barracas; las mercaderías desaparecían en vastos arcones; la tablazón de los mostradores quedaba atada sólidamente con cuerdas; los maderos que fijaron los cuatro ángulos de la tienda eran arrancados del suelo, y al instante la techumbre y las paredes desaparecían. Los martillazos de entonces eran idénticos a los que resonaron allí mismo noches atrás, y parecían, sin embargo, diferentes: el regocijo de la llegada habíase trocado en desilusión y despedida, yp. 303 flotaba sobre todos aquellos objetos como un cansancio. Las golondrinas se iban y, para mayor tristeza, se llevaban sus nidos.
Don Higinio saludó a la abaniquera de Valladolid. La muchacha no parecía llevarse buenos recuerdos de Serranillas; había vendido muy poco, sus ganancias —según dijo— apenas alcanzaban a cubrir los gastos de ferrocarril y de posada. Desde allí se dirigía a Manzanares; luego iría a Almadén; más tarde, a Valdepeñas.
—Veremos —añadió— si en lo sucesivo quiere la suerte ayudarme mejor.
Perea se despidió de ella deseándola mucha fortuna, y su acento emocionado tuvo una sinceridad paternal. Después él y sus amigos reanudaron su camino. Lentamente todos los ruidos iban extinguiéndose, las luces se apagaban y, según la oscuridad de la tierra acrecía, el cielo, anegado en la evaporación plata de la luna, mostrábase más profundo y solemne. Hallábanse a la conclusión del paseo, cerca de la ermita de San Rosendo y como a dos kilómetros del pueblo. El panorama, bajo la frialdad de la luz astral, tenía desdibujamientos misteriosos; alrededor del valle, que descendía en declive blando hacia las minas, las montañas insinuaban una larga línea de gibas y depresiones blancas, semejantes sobre el espacio oscuro a la raya que una tiza hubiese dejado en la tiniebla de una pizarra. Al fondo, la torre de la iglesia mostraba las esferas iluminadas de su reloj y su cúpula cuadrada, como la cabeza de un ave cabalística, y a su alrededor el caserío se agrupaba silencioso, recogido, lleno del hechizo que tienen los caballetes y las paredes enjalbegadas a luz de la luna.
Cuando Perea, don Jerónimo Arribas y el secretario del Ayuntamiento se retiraron a dormir, eran las dos, y de alquería en alquería, como un alerta, volaba el canto retador de los gallos.
p. 304
El martes por la mañana, apenas terminó de almorzar, don Gregorio se ciñó bien las polainas, cogió el morral y la canana de los cartuchos y se echó airosamente la escopeta a la espalda. La idea de que pronto llegaría la veda enfurecía sus ardores cinegéticos. Estaba rojo y contento. Su figura heroica, sus pies de jayán y la desmesurada amplitud de su sombrero, llenaban el comedor. Parecía una estatua de Nemrod con traje de pana. Los perros, retozones, ladraban, brincando alegres, frotando contra las piernas ciclópeas del amo sus hocicos fríos. Hernández dio un beso a su mujer y declaró que no volvería hasta la hora de cenar. Ernestín quiso acompañarle; aquel día, precisamente, el director del colegio celebraba su fiesta onomástica y no había clase.
—¿Puedo ir contigo, papá?...
El médico accedió:
—Bueno; pero a condición de no cansarte, pues te advierto que vamos a pegarle mucho al camino.
Doña Lucía, oculta tras una persiana, les miró partir, y tuvo su alma para el médico un sentimiento complejo de piedad y desdén. Luego, apenas se halló sola, experimentó una emoción de miedo, un temblor hondo que alborotaba la marcha de su corazón y parecía enfriar la raíz de sus cabellos.
«A la primera campanada de las seis», había dicho don Higinio.
Doña Lucía no quería acordarse del insinuante y pecaminoso misterio con que estas palabras fueron pronunciadas, ni del voluptuoso martirio que sus lindos zapatos de charol sufrieron bajo las rudas y enamoradas botas del héroe. Tampoco evocaría aquella época, ya tan lejana, en que Perea, soltero entonces, rondaba su reja. ¡Vayan en paz los verdores marchitos!... No: don Higinio, por muy acostumbrado que estuviese a rendir mujeres, no podía haber puesto en ella ninguna ilusión o deseo que no fuese de absolutap. 305 honestidad; don Higinio quería mostrarla sus botas y los periódicos que relataban su hazaña, y nada más; y si deseaba recibirla a solas era porque aquellos diarios comprometedores no podían ser vistos de nadie, pues si matando a míster Ruch obró noblemente y en propia defensa, no por eso dejaba de hallarse expuesto a que la justicia algún día le tomara cuentas estrechas y terribles de su acción.
A estas hipócritas invenciones recurría la honestidad de la comprometida señora para no asustarse excesivamente. Una vez más la mentira triunfaba: ella sabía que iba a caer, pero aparentaba no creerlo y así declinaba en Perea todas las horribles responsabilidades de su falta. Para engañarse mejor y sentir menos el peligro, su conciencia sofista levantaba nuevos reductos alrededor de su virtud. Don Higinio, seguramente, no pensaría seducirla; pero, aunque lo intentara, pues de hombre tan desbocado y libertino lo peor debía esperarse y temerse, ¿no tenía ella dientes y uñas con que rechazarle?... Al mismo tiempo otra emoción, que antes que de miedo o remordimiento era de suave complacencia y voluptuosidad, llegaba a turbarla. Claro es que ella sabría, en caso necesario, defenderse bizarramente. Pero... ¿tendría coraje y alientos bastantes para resistir el ciego asalto de la fiera encelada? Recordaba la figura redonda del héroe; don Higinio, puesto en tan apretado trance, debía de tener la violencia terrible de un piel roja. ¡Y como en achaques de amorosas caídas el papel de víctima es tan dulce!... Las supercherías tranquilizadoras de su conciencia, por una parte, y de otra el masoquismo inefable de luchar, pernear, anegarse en llanto si era preciso, y, al fin, ser tomada por fuerza, pacificaban su virtud. ¡Don Higinio!... Aquel hombre que oprimió entre sus brazos italianas y francesas y mujeres de nadie sabe cuantos países, ¿cómo sería en la intimidad?... ¡Susp. 306 manos! ¿Qué ardor, qué perversas sabidurías, qué vehemencias salvajes de presidio habría en ellas?... La señora de Hernández creía sentirlas ya sobre sus riñones y cerraba los ojos. Esta emoción, rotundamente sexual, la decidió. ¿Por qué esquivar aquel momento que, sin saberlo, esperó tantos años?... Sí, iría. ¿Acaso otras mujeres, como ella casadas y con hijos, no registraron en su historia una hora igual?... Iría y no vacilaría más; hay que permitir a la razón descansar de cuándo en cuándo en la casualidad, y si se llega a momentos u ocasiones de tanto riesgo, la vida debe cruzarse como cruzan los equilibristas los abismos, sin mirar hacia abajo...
Doña Lucía pasó la tarde tras las celosías de su dormitorio, y en un estado de hiperestesia que distinguía simultáneamente y por igual todos los ruidos de su casa y de la calle, y hasta las trepidaciones más leves de su enamorado corazón. ¡Oh, y con qué lentitud caminaban las horas! Nunca le pareció el pueblo tan callado, tan triste, ni sintió con más fuerza la melancolía de sus calles ociosas, manchadas de musgo. La esposa de Hernández se ahogaba dentro de su corsé. Jamás, ni cuando fue al altar vestida de blanco y el pecho y los cabellos cubiertos de azahares, sus sienes habían latido así. Alternativamente, al roce del menor pensamiento, tenía calor o frío, se ponía roja o se quedaba lívida... ¡Luego es cierto que las humanas entrañas son tan resistentes!... ¡Luego una mujer puede tener un amante y acudir a su cita sin miedo a que, antes de llegar a sus brazos, de alegría y de susto la estalle el corazón!... Y después de la caída, en la conciencia de la adúltera que juró pertenecer solo a un hombre, y de pronto es de dos, ¿qué pasa?...
A las cinco y media vio ir a doña Emilia, Teresita y Carmen, camino de la iglesia. Las dos hermanas llevaban, como siempre, desde hacía cinco años, susp. 307 graves hábitos de Nuestra Señora del Carmen, y en las manos, libros de devoción y sendos rosarios de cuentas negras. La señora de Hernández se estremeció, y para no seguir mirándolas tan tranquilas, tan fieles, se llevó su pañuelo a los ojos.
«Van a rezar por él» —pensó.
Y luego:
«¡Oh, es que si “él” fuese mi marido, yo haría lo mismo!...».
Con cuya reflexión y creencia su cariño hacia Perea se recobró y exaltó furiosamente. ¡Ah!... ¿Por qué los hombres peores, los más aventureros, los más díscolos, serán también los más amados?...
Doña Lucía halló al héroe de la Grande Jatte paseándose por el zaguán de su casa con las manos atrás, sobre los fondillos, y en mangas de camisa. A la buena señora no la molestó este detalle prosaico; ella no leía novelas; además, en un pueblo no había razón para que un hombre, por enamorado que esté, se vista de smoking a las seis de la tarde. Cruzaron el patio y llegaron al comedor.
—Estoy aquí de milagro —dijo ella.
—¿Cómo? ¿No se atrevía usted a venir?
—No..., no me atrevía...
—¿Por qué?
—Pues..., ya ve usted; porque no...
Don Higinio hizo un gesto de asombro y ella enrojeció, pues en su negativa palpitaba terminante la obsesión del pecado. Él, familiar, sobreponiéndose trabajosamente a su emoción, la estrechó una mano:
—¡Qué niña es usted!...
Estaba orgulloso y poco a poco adquiría el aplomo de un artista acostumbrado a recibir visitas de mujeres. Ladinamente propuso pasar al gabinete; doña Lucía rehusó; mejor estaban allí; insistió Perea diciendo que los periódicos los tenía guardados en su dormitorio, dentro de un arcón, y ella mantuvo su negativa;p. 308 en el comedor había más luz. La idea de hallarse con don Higinio cerca de la alcoba la intimidaba. El amante de Leopoldina, convencido de que no derrotaría la obstinada resistencia de su amiga, se alivió considerando que en el comedor, cubierto por una funda de crudillo, había un diván. Concluyó por ceder y fue a buscar los periódicos. Cuando reapareció, la señora de Hernández, a la vez esperanzada y medrosa, bordeaba ese delicioso momento de espíritu en que las mujeres lo desean todo y de todo, sin embargo, se asustan. También ella, apenas llegó al comedor, había visto el diván.
Perea deshizo el tan anunciado paquete de periódicos: eran números de Le Matin, Gil Blas, Le Journal, Le Figaro, Le Petit Parisien, L’Écho de Paris, Le Gaulois, amarilleados por la doble acción del tiempo y del polvo; algunos fueron manchados por la humedad. Allí también estaban las botas del héroe; unos brodequines rugosos, torcidos hacia arriba, manchados por el barro de París. Doña Lucía miraba curiosamente, los ojos abrillantados y como ensanchados por ese interés malsano que a los espíritus impresionables y sencillos inspiran los crímenes. El galán del hotel de los Alpes, entretanto, maniobraba parsimoniosamente, seguro de que su mejor discurso y el rendimiento y total sumisión de la amada residían en aquellos papeles.
Abrió un número de Le Journal y señaló un retrato inserto en la primera columna de la segunda plana.
—Aquí le tiene usted —dijo sencillamente.
Ella se inclinó para ver mejor.
—¿Al holandés?
—Sí.
—¡Oh!... ¡Pobre hombre! ¿Míster Ruch, verdad?... ¡Qué miedo!...
La fotografía, hecha probablemente en La Morgue famosa, era la de un mocetón como de treinta años,p. 309 desnudo de medio cuerpo arriba; el cuello recio y la mandíbula ancha acusaban una gran fuerza física; usaba bigote y tenía los ojos cerrados; en el pecho, inmediatamente encima de la tetilla izquierda, veíase claramente la mancha de una herida enorme. La impresión que aquel despojo humano produjo en la señora de Hernández fue demasiado intensa. Perea la había rodeado el talle con un brazo; ella empezó a temblar; sus dientes castañetearon y fascinada se estrechó contra el héroe.
Don Higinio leyó un epígrafe:
—«El crimen de ayer». ¿Usted comprende el francés?
Doña Lucía no contestaba; él repitió su pregunta:
—¿Usted traduce el francés?
La esposa del médico coordinaba mal sus ideas y tardó en responder:
—Yo, no.
—Es lástima, pues aquí todo está perfectamente explicado y hay detalles muy interesantes.
Continuó leyendo, mientras su índice de gruesos artejos, terminado por una uña ancha y roma, iba señalando en las columnas del periódico como sobre un mapa.
—Vea usted. Dice: «En la isla de la Grande Jatte». «Las primeras pesquisas». «El cadáver no ha sido identificado». «El móvil probable del crimen...».
Desdobló un número de Le Matin.
—Aquí está el sitio donde fue encontrado el cadáver.
Suspiró.
—Me acuerdo de él perfectamente: si cierro los ojos me parece verlo aún...
Pero la esposa de Hernández apenas le oía: el muerto, con su bigote lacio y la expresión de dolor y de paz que la agonía dio a su rostro, la fascinaba. Y luego..., ¡aquella herida horrible, espantosa, como la huella de un hachazo!...
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Con voz tímida, casi imperceptible, preguntó:
—¿Le dio usted muchos golpes?
—Uno nada más; pero espantoso..., ¡eso sí!... El cuchillo entró hasta el mango y la hoja tendría una anchura de tres dedos, tal vez...
Callaron. La seducción rápida, creciente, inevitable, seguía su curso. Ahora doña Lucía miraba temblando las botas; aquellas terribles botas cuyas suelas, quizás, se mojaron en la sangre del holandés.
—¿Las llevaba usted puestas?
—Sí.
—¿La mañana del lance?
—También; no usaba otras. ¡Si hablasen!
—¡Qué horror!... Los hombres... los hombres...
Recobrándose curiosa:
—¿El balazo lo recibió usted en el pecho?
—Un poco más abajo. Aquí; aquí, precisamente, donde las costillas se separan. La cicatriz es muy pequeña; con los años casi se ha borrado, pero todavía se conoce. ¿Quiere usted verla?
Ella no deseaba otra cosa, pero empezó a negar.
—No, no... ¡Qué vergüenza!...
—¿Vergüenza? ¿Por qué?... ¡No sea usted inocente! Si apenas necesito desnudarme.
Se desabotonó la camisa y por la abertura se arremangó la elástica. Apareció la carne blanda, cetrina, cubierta por una espesa pelambrera rucia. Doña Lucía, sin querer, miraba. Vio la herida. ¡Oh!... Y, al acercarse, su nariz percibió un olor acre, penetrante, lascivo: un olor a macho...
La sugestión trágica iba en aumento. La señora de Hernández comprendió que sus piernas empezaban a flaquear; estaba perdida; no la quedaban ni un grito en su garganta, ni un soplo de energía en sus músculos; además, en aquel preciso momento acababa de sentir posarse sobre su espalda la mano de Perea, cálida, impaciente...; la mano asesina...
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Sollozando, vencida, la excelente señora refugió su rostro, bañado en lágrimas, contra el chaleco del héroe. El recuerdo de Leopoldina la atormentaba.
—¡Higinio! —balbuceó—. ¡Higinio!... ¡Y todo eso lo hizo usted por el amor de una mujer, por ella se manchó usted la conciencia de sangre!... ¡Ah! ¡Yo adoraría al hombre que hubiera sabido amarme así!...
El dulce momento pasaba adornado con sus atavíos más bellos de humildad y de lágrimas; había que aprovecharlo. Don Higinio cerró la puerta del comedor con llave, y suavemente empujó a doña Lucía hacia el diván; ella cedía, poniéndose un brazo delante del rostro. Y hubo un largo silencio nupcial...
Perea, sofocado aún, pero triunfante y gozoso, se arreglaba precipitadamente el lazo de su corbata delante de un espejo. Ella le observaba, inmóvil, aturdida, pensando que desde hacía unos instantes era otra mujer. ¡Un amante! ¡Tenía un amante!... ¿Y no equivalía esto a haber hallado de nuevo su juventud?...
No pudo contenerse y levantándose le echó los brazos al cuello y le dio muchos besos largos, callados; besos de traición, de adulterio. El orgullo de pertenecer a un héroe llenaba su espíritu:
—¡Higinio mío! ¿Qué tienen los hombres como tú para ser tan amados?
A las siete oyeron llegar a doña Emilia; Teresita, Carmen y su novio, habían ido a visitar, sin duda, a la mujer del notario, que estaba enferma. Mientras la señora de Perea dejaba su rosario y su libro de oraciones en el gabinete, los dos amantes hubieron tiempo de serenarse: don Higinio encendió un cigarrillo y se estiró el chaleco; doña Lucía se pasó una mano por los cabellos y rápidamente, con una borla que sacó de una cajita de celuloide, se empolvó las mejillas. Cuando doña Emilia entró en el comedor, su marido se paseaba indiferente, silbando una canción. Para recibirp. 312 a su amiga, la señora de Hernández se levantó. Las dos mujeres se besaron.
—¿Cómo tú por aquí, a estas horas? —preguntó doña Emilia.
La interpelada, a pesar de su inexperiencia, halló inmediatamente, en ese gran fondo de hipocresía que caracteriza la arquitectura moral femenina, un aplomo perfecto.
—Me aburría en casa y vine a verte. Gregorio se fue esta mañana de caza y se llevó a Ernestín. ¡Comprende mi fastidio; todo el día sola!... Os vi esta tarde, a ti, a tu hermana y a tu hija, cuando ibais, a la novena, y pensé reunirme con vosotras en la iglesia; luego me entretuve demasiado preparando unos dulces, y ya se me quitaron las ganas de vestirme. Tu marido, para distraerme, me ha enseñado los célebres periódicos...
Perea dirigió hacia la mesa una mirada oblicua de inquietud y continuó paseando. Doña Emilia interrogó:
—¿Qué periódicos?...
—Esos...
Los reconoció en seguida y su rostro se nubló: la molestaba que su marido hubiese dispensado a doña Lucía un tan señaladísimo testimonio de confianza; al fin, aquellos periódicos eran documentos que, más o menos tarde, podían comprometerle. ¿Qué sabe nadie lo que en el día de mañana puede ocurrir? Hay secretos que ligan unas personas a otras como cadenas, y por lo mismo únicamente la esposa puede saber. La señora de Hernández mostró a su amiga el retrato del holandés.
—¿Le habías visto?
—Muchas veces. ¡Dios le haya perdonado!...
Ahogó un suspiro y sus ojos bondadosos se arrasaron en lágrimas. Las dos mujeres, de pie ante la mesa, contemplaban aquellas botas sucias y aquelp. 313 montón de papeles amarillentos, de donde parecía alzarse, como desde una tumba, la acusadora voz de la víctima. A intervalos, con pasmoso disimulo de histrionisa, los ojos de doña Lucía buscaban al héroe. A Perea se le antojó que aquella escena se prolongaba demasiado. Sin hablar, con la severidad de rostro que cumple a una honda preocupación mental, empezó a recoger los periódicos; apenas si miró el retrato del holandés; comprendíase que el semblante donde la muerte había inmovilizado una expresión de rabia y de angustia, le impresionaba dolorosamente. Para no hacerle sufrir más, doña Lucía quiso dar a la conversación un sesgo frívolo y picante.
—Y el otro retrato —exclamó—, ¿lo conoces?
—¿Cuál?
—El de la italiana.
Doña Emilia se encaró con su marido y sus manos gordizuelas, pacíficas, embarnecidas por los años y la ociosidad, se crisparon: hubo en ellas un temblor de garra.
—¿Es posible? ¿Tienes el retrato de esa tía y no me lo has enseñado? ¿Acaso la quieres aún?...
Doña Lucía azuzaba sus celos.
—Tú eres tonta. Di que te lo enseñe, lo lleva en el bolsillo; el sábado, en la caseta del Casino, estuvimos viéndolo Gregorio, don Cándido y yo.
Perea la miraba sorprendido de su actitud hostil. ¿Por qué aquel aborrecimiento a la hermosa italiana del hotel de los Alpes? Para tranquilizar a su mujer adoptó una expresión a la vez distraída y grave.
—Yo creí —dijo— que lo conocías; no se trata de un secreto, sino de un olvido. Voy a buscarlo; creo que lo tengo en la cartera.
Salió despacio, pero con el andar firme y noble que da una conciencia tranquila. Las dos mujeres, después de seguirle con los ojos hasta la puerta, se miraron.
p. 314
—¿Qué te parece? —exclamó doña Emilia.
La señora de Hernández arqueaba las cejas y se mordió los labios.
—Cuanto más le trato —dijo—, más me asombro de que haya hecho lo que sabemos.
—Pues, yo no. ¡Si le hubieses visto una mañana dispuesto a estrangular a un hombre que vino a pedirle dinero amenazándole con delatarle a la justicia!...
—¿Es posible?...
—¡Ay, hija! ¡Qué miedo pasé! Higinio se puso hecho un tigre, amarillo como la cera, los labios blancos... ¡Una fiera!... Si no llego tan a tiempo mata al individuo.
Doña Lucía miró a su amiga intensamente, envidiándola de todo corazón el trabajo de tener un marido así. ¡El amor de la italiana, la muerte del holandés!... ¿Pero sabe nadie el perfume que una aventura semejante deja en una vida?... La señora de Perea suspiró y bajó los ojos; dentro de su hábito y en aquella actitud, parecía una imagen. Su voz moribunda, su palidez, sus manos cruzadas devotamente sobre el abdomen, sus pies calzados con cómodos zapatos de paño, parecían decir: «A los hombres de esa condición hay que perdonarles, cuando menos, veinte veces al día».
Reapareció don Higinio, trayendo entre los dedos índice y mayor de su mano derecha una fotografía, que arrojó displicente sobre la mesa.
—¡Ahí tienes el retrato!...
Doña Emilia lo recogió; iba a insultarlo, pero se contuvo, acordándose de que la persona allí representada estaba muerta. Emociones nuevas y enemigas la sacudían: tan pronto sentía despecho de que su marido hubiese tratado a una mujer tan hermosa, tan pronto se holgaba de haber tenido una rival así. En realidad, la belleza teatral y decorativa de la italianap. 315 se imponía a sus celos. Doña Emilia y la señora de Hernández permanecían inmóviles, medio abrazadas, como socorriéndose mutuamente ante la expresión de aquella imagen lasciva, tentadora, medio desnuda entre la caricia de su abrigo de piel.
La esposa advirtió que la fotografía había estado dedicada.
—¿Tú conoces la dedicatoria? —murmuró.
—No.
—¿No te la dijo él?
—No.
—¿De verdad?
—¡Palabra!
—Alguna desvergüenza sería.
—¡Figúrate, cuando se ha decidido a borrarla!
—Solo se lee el nombre: «Leopoldina».
Quedáronse pensativas; don Higinio, que había seguido el diálogo, las miraba de reojo.
—Es hermosa, ¿verdad? —insinuó doña Lucía.
A regañadientes, la esposa del héroe declaró:
—Sí, hija mía; no es posible negarlo.
—Los pies un poco grandes, quizás...
—¡Psch..., quizás!...
—Y los ojos demasiado juntos...
—Sí, tal vez...
—No, «tal vez», no; fíjate: los tiene muy juntos.
Interpeló rencorosa a don Higinio:
—¿No es cierto que se los pintaba?...
Perea se encogió de hombros; no se acordaba; además, ¿qué mujer elegante, máxime si es francesa, no se pinta un poquito?... Continuó paseándose de un extremo a otro de la habitación, las manos cruzadas atrás, sintiendo que la bizarra conquista y rendimiento de doña Lucía le había endolorido las piernas un poco. La esposa del médico le observaba llena de devoción. En aquel comedor, pensaba, había tres mujeres: ella, Emilia y la del retrato, y las tres habíanp. 316 pertenecido a don Higinio. ¡Ah, qué hombre!...
De improviso, doña Emilia, herida por una presunción repentina, palideció, dilató los ojos, llevose una mano a la frente.
—¿Qué veo? —murmuró—. ¡Es verdad!... Sí... es verdad. El abrigo que tiene puesto esta reverendísima zurrona es el mío. ¡El mío!...
Don Higinio se asombró, se echó a reír. Las mujeres están locas; hay que dejarlas. Doña Lucía cogió el retrato, lo miró bien. Efectivamente, aquel abrigo era el de su amiga. Se volvió hacia Perea desdeñosa:
—¡Qué asco!... Parece mentira...
Don Higinio protestó:
—¡Ah! ¿Usted también?... ¡Cuerno, si no es verdad!... ¿Cómo iba yo a regalarle un abrigo así a una señora casada?
¡Qué coincidencias!... Ahora recordaba que el abrigo de su mujer había calentado, efectivamente, toda una tarde, los hombros de la señorita Enriqueta...
Doña Emilia lloraba abatidamente:
—¡Qué pena para mí!... Sí, es mi abrigo; y no digas que todos los abrigos de piel se parecen, porque este yo lo conozco: ¡es el mío, mi abrigo!... Si no se lo regalastes se lo prestarías para retratarse; ¡y en cueros!... ¡Qué vergüenza!... Ya no lo quiero, está maldito. ¡Ah, se acabó!... Yo pensaba dárselo a mi Carmen, cuando fuese mayorcita; pero ya, tampoco. ¡Se acabó para siempre! Ni ella ni yo. ¡Nunca!...
Así, lagrimeando y hablando, fue apaciguándose su despecho. Luego se acercó a su marido y cogiéndole las manos:
—¿Me dejas romper esa fotografía?...
—¿Por qué? —balbuceó—. ¿Qué te importa después de tantos años?
—Sí, me importa. Tengo de ella unos celos horribles... ¿Me dejas?...
p. 317
—No seas tonta... Yo no la quiero, ¿comprendes?...; pero me gustaría conservarla: es un trofeo...
Aquel retrato, comprado en el bulevar, no le interesaba ni decía nada a su memoria; sin embargo, quería defenderlo únicamente porque era de París. Pero doña Lucía acudió en auxilio de su amiga.
—¡Sí, señor —exclamó—; ese retrato muere ahora mismo! ¡No faltaba más!... Y hace usted mal, pero muy mal, en no acceder en seguida.
Él comprendió que no podría luchar contra las dos, y bajó la cabeza resignado.
—Hagan ustedes lo que gusten.
Su gesto fue débil y triste, como el de Pilatos entregando a Jesús.
—Ven, Emilia —gritó alborozada doña Lucía, que había cogido el retrato—. ¡Ven! ¡Ahora es la nuestra! ¡Vamos a quemarlo!
Escaparon corriendo y salieron al jardín. Don Higinio, gordo y en mangas de camisa, se había asomado a una de las ventanas para desde allí presenciar el auto de fe, y experimentaba una rara inquietud, como si efectivamente su pasado fuera a deshacerse en humo y cenizas. Era casi de noche y la gran melancolía crepuscular infundía a los árboles majestad y misterio. Salmodiaba una fuente. El jardín callado olía a mentas, a madreselvas, a jazmines, a hinojos.
Doña Emilia y doña Lucía estaban emocionadas. La señora de Hernández reía mucho; su risa era desapacible, estridente; Doña Emilia parecía acobardada y a cada momento miraba a su marido, esperando una reprensión. La presencia del héroe la cohibía. ¿Estaría mal lo que iban a hacer?... Al cabo la hilaridad carcajeante de doña Lucía la ganó, y a su vez, empezó a reír. La esposa y la querida se disponían a vengarse cruelmente de aquella rival por quien Perea, loco de amor, había matado. Ambas se disputaban el gusto de romper el retrato.
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—¡Yo, primero!... ¡Trae!...
—¡No, déjame a mí!...
La fotografía, en un santiamén, quedó hecha añicos; amontonaron los pedazos y con una cerilla los prendieron fuego; era algo infantil; una columnita de blanco humo subió retorciéndose en la penumbra violeta. Después, cuando las últimas llamas se extinguieron, las dos a porfía, para desmenuzar bien las cenizas, patearon sobre el rescoldo.
Entonces, de pronto, don Higinio se puso muy triste. ¿Por qué? Tal vez por doña Lucía, que llamó a su corazón tan tarde; quizás por aquella mujer del retrato, a quien no vio nunca.
Llegada la noche, ya en su cama, el héroe de la Grande Jatte suspiró mucho. Doña Emilia, suponiéndole comido de remordimientos, le aconsejó maternal:
—No pienses más en eso, no sufras. Dios querrá perdonarte. ¿No sabes que hay dos mujeres que rezan por ti?...
Doña Emilia penetró en el dormitorio como una ráfaga. Su hermana la seguía, caminando a pasos menudos y secándose las manos en su delantal. Don Higinio, que aún dormía, abrió los ojos. Tuvo una moción de sorpresa. El semblante humilde de Teresita decía asombro; el de doña Emilia, cólera.
—¿No sabes lo que sucede? —exclamó la esposa.
Y se detuvo para dar a su noticia, con aquel silencio, mayor importancia. Perea hizo un gesto negativo.
—Pues, nada, un escándalo; que Manolilla está embarazada.
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—¿Qué me cuentas?
—Me lo ha dicho ella misma. ¡Figúrate!... ¿Eh? ¡Qué vergüenza para nosotros!...
Viendo la estupefacción de su cuñado, como un eco, Teresita afirmó:
—Sí, no lo dudes; está embarazada.
Doña Emilia prosiguió:
—Inmediatamente, como supondrás, la he despedido; lo siento porque es una criada de buen carácter, trabajadora y limpia. Pero en ese estado no puede continuar aquí. Con quien tú eres y la fama que tienes, el pueblo iba a decir en seguida que el chiquillo era tuyo. ¿Qué te parece? ¡Una mocosa de dieciséis años! ¡Qué corrupción, Señor, qué corrupción!...
Don Higinio encendió un cigarrillo; la historia le interesaba; quiso oír detalles.
—Lo hemos descubierto —repuso doña Emilia— por casualidad. A Teresa y a mí nos había chocado el vientre de Manolilla; la encontrábamos demasiado redonda. ¡Pero como esa gente lleva siempre tantos refajos!... Ahora llego a la cocina y veo las torrijas que la di anoche intactas en un plato. ¡Lo que a mí se me escape!... «¿Por qué no las has comido?», pregunto. «Porque no tenía ganas». —«¿No estaban buenas?». —«Sí, señora». —«Y entonces, ¿cómo las dejas? Yo sé que te gustan mucho...». Se puso muy colorada y el corazón me dio un vuelco. Pensé que las torrijas estaban envenenadas, que alguien quería matarnos..., ¡no sé!... ¡Como el mundo esconde tanta maldad!... Entonces cierro la puerta, agarro a la chiquilla por los brazos, la doy un buen zamarreo y la digo: «Ahora mismo, delante de mí, te comes las torrijas». —«No, señora; no tengo ganas». —«Pues sin ganas; solo por complacerme vas a comértelas». Cojo el plato y se lo pongo delante. Y ella callada. «Come». Callada. «¡Come!». A la tercera vez no pude contenermep. 320 y la di una bofetada. La maldita, nada; muy encendida y sin levantar los ojos del suelo. A mí la rabia me ahogaba; al mismo tiempo no quería gritar, porque pensé: «Si Higinio se levanta, esto acaba mal». ¡Porque conozco tu genio! Tú eres muy bueno mientras no te pinchen; tú ves a Manolilla así, emperrada en no hablar ¡y la ahogas!...
Perea hizo un mohín modesto para encubrir la satisfacción que le causaba la convicción que su mujer tenía en su heroísmo. Doña Emilia y Teresita se habían sentado al borde del lecho. La narradora prosiguió:
—Yo no sé cuántas bofetadas la di; todavía me duele la mano. En estas llega Vicenta, y al enterarse de lo que sucedía, me dice: «No se canse usted, señorita; aquí la única que conoce a esta hipócrita soy yo; para hacerla hablar hay que quemarla el trasero con una plancha. ¡Yo me encargo!...». En fin, la chiquilla tuvo miedo y confesó. Me dijo que estaba embarazada de cinco meses... ¿Ves qué infamia?... ¡De cinco meses!... Y que así la despellejásemos no comería torrijas, porque el autor de su desgracia es un muchacho de Ciudad Real que trabaja de cocinero en la taberna de Tocinico, y la tarde en que por primera y única vez fue suya, el granuja la dio a probar de unas torrijas que estaba haciendo. ¿Qué te parece la explicación? ¡Yo me quedé fría! ¿Tú has oído nada con menos sentido común?...
Don Higinio no respondió. El odio africano, exquisitamente tierno y ridículo a la vez que la infeliz Manolilla dedicaba a las torrijas, él lo comprendía; era un odio semejante al que su corazón alimentó en otro tiempo hacia Le Matin, verbigracia, o contra la calle Feydeau. Las torrijas fueron para Manolilla lo que para doña Lucía aquellos viejos periódicos que hablaban del misterioso crimen de la Grande Jatte: un pretexto; y en la vida, donde nada es sólido, grandep. 321 ni definitivo, ¿qué es todo lo que ocurre sino el pretexto de cuanto ha de venir detrás?...
—¿Y qué piensas hacer con Manolilla? —preguntó.
—Despedirla, ¿no lo sabes?...
—¡Pero, así!... ¿El autor del desaguisado qué dice?
—El cocinero no quiere ni oír hablar de ella, y ya comprenderás que no estoy dispuesta a remediar culpas ajenas. Ahora menos mal, pues nadie lo sabe; pero, ¿y después?... Ella dice que no tiene dónde ir, y a su casa no quiere volver, porque si su padre la ve así, la mata. Yo lo comprendo y hasta la compadezco... ¡francamente!... la compadezco; pero... ¡allá cada cual con sus acciones!... ¡Que no hubiese comido torrijas!
Se levantó para marcharse y su gesto era austero, glacial, como el del arcángel que anunció a nuestros primeros padres la pérdida del Paraíso.
—A mí —dijo Teresita— esa Manolilla me da mucha compasión. ¡Como la hemos conocido pequeña!... Ahora la pobre está metida en su cuarto y llorando, pero llorando a ríos, mientras recoge sus ropitas...
Las dos hermanas salieron del dormitorio. Don Higinio quedose pensativo, y unos instantes su alma generosa censuró colérica la actitud desjugada, inhumanamente moral, de su mujer. ¡Ser buena!... ¡Es tan fácil la virtud cuando se han satisfecho todas las necesidades del corazón y del estómago!... Manolilla, en cambio, nada poseía. Como es lógico, la infeliz desearía emanciparse del fogón, conquistar un hogar, un marido; si se dio, acaso fuera para retener mejor a su amante; y de pronto sus esperanzas se derrumban, su burlador la abandona cobarde y se halla desamparada de todos, sin casa honesta donde refugiarse. Emilia razonaba bien: «¡Que no hubiese comido torrijas!...». Pero, ¿quién no delinque? ¿Quién, en cualquiera de las emboscadas que, tan pronto el amor, como el orgullo, la necesidad o la codicia, tiendenp. 322 a la integridad del hombre, no comió torrijas alguna vez?... Y, por lo mismo, Jesús, bajo cuyos pies descalzos se hundió el mundo antiguo, ¿no mandó perdonar siempre?... Después pensó en el cocinero que tan mal parada y raída dejó la doncellez de la muchacha. Le conocía de vista: era un mozalbete veintenario, picado de viruelas, rubio, presumido y desagradable. Sin embargo, Perea le envidiaba: aquel perillán, que seguramente no sabía escribir, corría aventuras y seducía criadas, aunque estas fuesen tan poco apetecibles como Manolilla; pero él, fuera de su noche de boda, ¿qué podía contar?... ¿No tenía su vida la sinceridad del sol, el aburrimiento de la llanada?... Ciertamente que doña Lucía se le rindió; mas no fue a él, al hombre, sino al prestigio de su mentira; acerca de esto ni su modestia ni su buen criterio y discurso podían equivocarse.
En tales pensamientos andaba el conspicuo manchego cuando llamaron a la puerta.
—¡Adelante!...
Era Manolilla. La muchacha raquítica, paliducha, esmirriada, se quedó en el dintel; las piernas un poco abiertas, los ojos bajos, cohibidos por la presencia del amo. Llevaba puesto un mantón a cuadros azules y blancos, y en las manos un hinchado atadijo de ropas.
—Ya le habrá dicho a usted la señora que me voy —murmuró.
—Sí, hija mía.
Ante la humillación y destierro de la pecadora sintió una emoción subidísima, un enternecimiento que, a durar, se hubiese resuelto en lágrimas. ¡La pobre criatura! Él, de seguir los evangélicos dictados de su voluntad, hubiera dicho: «Manolilla: Tú no te vas; tú te quedas con nosotros, pues no tienes adonde ir. Si tu padre, siguiendo preocupacionesp. 323 rancias, te maldice, yo, hombre moderno, hombre cristiano, te perdono y recojo. Vuelve a tu cuarto, infeliz, y deja en él tus ropitas. Seca tu llanto. Aquí darás a luz tu hijo, y, entre todos, te ayudaremos a criarle. Los pañales que mis niños se pusieron servirán al tuyo. Yo no continúo la obra execrable de traición, de egoísmo y de infamia que comenzó tu amante». Esto era lo hermoso, lo noble, lo que Cristo, de vivir en Serranillas, hubiera hecho. Pero don Higinio reconocíase incapaz de tan alta empresa. ¿Cómo obtener de doña Emilia el indulto de la muchacha? ¿Cómo llevar a su entendimiento y menos a su ordenado corazón, la idea de que todos los pequeñuelos, sean de quien fueren, deben sernos igualmente amados? Imposible; el criterio de doña Emilia era el de todo el pueblo; el egoísmo humano es tan colosal que llena el horizonte, y ¿cómo sustraerse al horizonte?...
Mientras estas egregias imaginaciones zarandeaban el espíritu de don Higinio, Manolilla permanecía inmóvil y humilde, como esperando un fallo. Al cabo, la cuitada pensó que debía despedirse:
—Bien, pues..., ustedes me perdonarán si en algo he faltado.
—No, mujer.
—Y hasta otro día..., si no me muero... y quieren ustedes recibirme...
Hablaba a tropezones, tragándose las lágrimas. Perea se incorporó en la cama y registró los bolsillos de su chaleco, colgado sobre el respaldo de una silla.
—Toma —dijo.
La ofrecía dos duros. Ella rehusó; acababa de cobrar su salario y sus ahorros ascendían a cuarenta pesetas. ¿Para qué más? Don Higinio admiró la despreocupación, el estoicismo, con que Manolilla miraba al porvenir.
—No importa —insistió—; esto es un regalo mío;p. 324 guárdatelo, guárdalo pronto y que nadie lo sepa.
Cedió ella, y, tímidamente, se acercó al lecho.
—Que Dios le aumente la salud.
—Gracias, Manolilla. ¿Dónde vas ahora?
—A la posada; allí pasaré la noche.
—¿Y mañana?
—Me voy a Ciudad Real, para ver de entrar en la Maternidad.
—Y a tu novio, ¿no piensas hablarle?
—No, señor. ¿Para qué?...
Su voz, que había ido debilitándose, expiró en un sollozo. Secándose los ojos con su delantal salió del dormitorio, y al cerrar la puerta don Higinio sintió que acababa de cumplirse una grave infamia. Sin embargo, allá en los entresijos más hondos de su alma, orientada perpetuamente hacia la aventura, envidiaba a Manolilla: era joven y el carnaval de lo imprevisto la aguardaba; pero, ¿y a él?... Gordo, viejo, rodeado de familia, atado de pies y manos a su hacienda, ya nada podría arrancarle de allí. Y, sin embargo, todavía su corazón estaba mozo, todavía esperaba. De aquí la emoción de envidia que Manolilla le dejó al marcharse.
«¡Quién hubiera comido torrijas como ella!...» —pensó.
Para todo, sin embargo, era ya un poco tarde. A los cincuenta y dos años, ligado a la tierra, más que por los negocios por hábitos inveterados de sedentarismo y de inacción, ¿adónde ir?... Don Higinio apreciaba las hondas mutaciones que en las personas, como en los afectos, el tiempo andariego había realizado, y de todas partes llegaba a él un aliento de silencio, olvido y desilusión. Lentamente, reconocíase apartado de la circulación y cual empujado hacia el margen de la vida; otras generaciones arrebataron a la suya las riendas de la actividad, y el ver cómo los matrimonios de personas que conoció pequeñasp. 325 iban cargándose de hijos, traíale la sensación de la humanidad que marchaba tras él. A su alrededor, todo decaía y retoñaba: doña Emilia tenía los cabellos grises; Teresita estaba más sorda y cenceña que nunca, y el carnoso y decorativo crepúsculo de doña Lucía, a la vez, por diversos lados se desmayaba y batía en deplorable retirada. Sus amigos hallábanse igualmente malparados, y de los más íntimos su fiel memoria conservaba dos imágenes: la garrida que lucieron de mozos, y la otra, fea y vieja, que los afanes del vivir les fue dejando. Don Jerónimo Arribas había engordado tanto, que el tejido adiposo le ahogaba y apenas podía ocuparse de su bufete; don Gregorio había perdido la fina vista y el seguro pulso de sus buenos tiempos, y apenas se acordaba de la escopeta; don Cándido envejecía dentro de su botica, como las antiguas imágenes de cera se decoloran y amustian en la penumbra polvorienta de las capillas; Julio Cenén, a pesar de su frivolidad ornitológica, también se había sosegado, al extremo de que su mujer, como si quisiera vengarse de cuanto sufrió a su lado, apenas le permitía salir de noche; Gutiérrez, clavado por el reúma en su sillón de la Administración de Correos, iba poco al Casino; desde la calle, a través de las enrejadas ventanas de la oficina, se le veía escribir, y en la semioscuridad de la estancia su cabeza, de cabellos blancos y rizosos, parecía una bola de algodón.
A los viejos perfiles achacosos y lentos sustituían otras figuras mozas y ágiles. El noble Perea reconocía la pesadumbre de los años, más que en sus propios achaques y goteras, en el pasmoso florecimiento de sus hijos. Anselmo, el primogénito, era abogado y había abierto bufete en Ciudad Real; Joaquinito cursaba segundo año de Medicina; Carmen se había casado y tenía un niño, Higinín, rubio como las mazorcas y con los ojos grandes, crédulos y azules de su abuelo.
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En aquel esperanzado y fecundo movimiento de avance, nadie quedó atrás, que el tiempo infinito de todo se acuerda por igual. Eugenio y Gorito, los hijos mayores de Hernández, también fueron muchachos de provecho. Eugenio terminó la carrera de perito agrónomo; Gorito era militar.
Baldomero, el heredero único de don Cándido, se había licenciado en Farmacia y ya se disponía a casarse y a sustituir a su padre detrás del mostrador de la botica.
Águeda y Marina, las niñas de Gutiérrez, a pesar de ciertas murmuraciones calumniosas, se habían casado: la primera, con un ambulante de Correos, y su hermana, con un acomodado labrador de Argamasilla.
Gasparito, el hijo de la señora Indalecia, era un trujamán redomado, con quien, por dos o tres veces, tuvo que ventilar cuentas la Guardia civil; afortunadamente, su caudalosa simpatía y mucha astucia le libraron siempre de los malos fregados en que su necesidad o su descomedida afición a lo ajeno le pusieron, y de zoco en colodro, unas veces de novillero y otras de chalán, ganaba su sustento y el de su anciana madre.
De este modo, cuanto más miraba en torno suyo el benemérito don Higinio más solo y olvidado se reconocía, así de los que por ancianos iban hacia la muerte, como de aquellos jóvenes a quienes llamaba la vida. ¡Y él mismo!..., con su cabeza calva, sus zapatos de paño, sus ropas interiores de franela y sus frecuentes ataques de anquilosis, ¿no era un hombre «pasado»?... El reúma, que como legado de raza empezó a atormentarle desde mozo, habíale producido una grave lesión en el pericardio, agravada por las humedades de la mina y sus aficiones de pescador. ¡Bastante le había sermoneado acerca de esto su amigo don Gregorio, y con hartas furibundas profecías tratóp. 327 de amedrentarle! Pero, ¿quién llevaría su sabiduría y prudencia al extremo de curarse en salud?...
Ahora que comenzaba a resquebrajarse comprendía mejor que nunca la majestad y artística belleza de la mentira que sirvió de centro de gravedad a su historia y la dio color y relieve. Aquel hermoso gesto falso era la pirosfera de su alma, lo que infundía cohesión a todos los actos de su vida, como el hilo que sujeta unas a otras las cuentas de un rosario. Si bien tarde y de modo incompleto, merced a su superchería, conquistó aquellas preeminentes satisfacciones de vanidad, solo a los más ínclitos varones reservadas. Mucho tuvo: la devoción sumisa de su mujer, el respeto de su familia, la estimación de sus amigos, una amante, un hijo natural, una dorada leyenda de galantería y de bravura, y con ella la admiración de todo un pueblo. La mentira, que primero fue murmuración y luego la opinión pública, con la ayuda y favor del tiempo, convirtió en historia, era para don Higinio lo que para los artistas el seudónimo con que llegaron a la celebridad: las muchedumbres admiran al Greco, pero ignoran a Domingo Theotocópuli; han leído quizás a Stendhal y desconocen a Enrique Beyle. La inmortalidad se alcanza con una estatua, con un libro, con un ademán. Así la obtuvo Perea: para sus conterráneos, orgullosos de su valor, siempre sería «un hombre que mató en París a un holandés»; su gloria, como la de Juan de Urbieta, el oscuro soldado que prendió a Francisco I en Pavía, cristalizó en un gesto, pero tan rotundo y feliz que todo el oro de su vida cupo en él. Durante esas horas raras de sinceridad que los hombres suelen tener consigo mismos, don Higinio examinaba con cruel imparcialidad el regio manto de heroísmo que durante años y años llevó puesto. ¡Oh! Si los vecinos de Serranillas supiesen la verdad... ¡Cómo le despreciarían, cómo acudirían a reírse de él en sus propias barbas!... Yp. 328 harían mal; su befa sería injusta: si él mintió fue llevado por el natural prurito de ennoblecerse, de ser «algo», y ¿en la historia de todos los hombres no late siempre, como un corazón, el mismo deseo de notoriedad?...
El esclarecido don Higinio, olvidado de la pesca, alejado un poco de los grandes torneos de dominó del Casino, dedicado bonachonamente a la cría de conejos y observando por las mañanas, a través de los cristales de su dormitorio, el cariz del tiempo, tenía, a despecho de su figura vulgar, algo de la grandeza triste de Carlos V en su celda de Yuste. ¿Con quién hablaría de su pasado? ¿A qué espíritu delicado confiaría el fracaso de sus ensueños de argonauta y su inmarcesible amor a París?... Antaño, cuando unos y otros eran jóvenes, aún había ganas de charlar: en las tertulias, este narraba sus cacerías, aquel sus éxitos amorosos; la mentira era como un sarpullido de su mocedad. Pero ahora, en todos, hasta la imaginación había callado.
—¡Soy un extranjero en mi país! —solía decir don Higinio.
Únicamente perduraba su historia: la leyenda que nimbaba su cabeza casi blanca, estaba escrita con indelebles caracteres y como claveteada en la memoria de todos. Nadie dudaba de aquel valor afirmado de manera inconcusa cuando los presos de la cárcel se amotinaron y el amante de Leopoldina, sin otras armas que su bien templado coraje y sus puños, se impuso a ellos; y análoga impresión dejó la bizarra generosidad con que atajó la inundación que hubo en su mina. Como si tales recuerdos no bastasen a su prestigio, la suerte quiso que Perea, ya en los umbrales de la vejez, añadiese a su bien cimentada historia de valiente nuevos laureles inmarcesibles.
Un anochecer las campanas de la iglesia repicaron a fuego desesperadamente. El vecindario se conmovióp. 329 y los hombres se echaron a la calle; llenáronse las ventanas de mujeres y de chiquillos; todos los rostros tenían la misma expresión inmóvil producida por el choque de la curiosidad y del miedo. El incendio era en una casa pobre del callejón del Hombre Ahorcado, detrás de la Plaza de Abastos, y las llamas, azuzadas por el viento, se alargaban siniestras en el cielo oscuro. Sus lampazos sanguinarios alcanzaban muy lejos. Un fuerte sacudimiento estremeció al pueblo. Los trabajadores que salían de las minas y veían el fuego aceleraban el paso, y como se acercaban en tropel, el ruido de sus voces y sus figuras harapientas, tiznadas de carbón, daban a su llegada apariencias intranquilizadoras de motín. Las calles retemblaron con el murmullo de sus respiraciones jadeantes y de sus pisadas. El siniestro iba en auge: torbellinos de chispas bermejas, perláticas, saltarinas como cohetes, lo coronaban; parecía un volcán, y sobre el tejado ardiente, convertido en cráter, las llamas flameaban lamiendo el espacio, hinchándose, retorciéndose, semejantes a un gigantesco pañuelo rojo y amarillo que dijese «adiós». Clamaban las campanas pidiendo auxilio. Sobre el gran fondo crepuscular las esferas pálidas del reloj de la iglesia, brillantes como ojos agoreros, tenían esta vez una rara expresión, y la corva arista que las separaba, enrojecida por el incendio, parecía un pico manchado de sangre.
Los dos bomberos que pagaba el Municipio, favorecidos por las varias parejas de guardias civiles y un numeroso grupo de vecinos de buena voluntad, habían conseguido sacar a la calle la única bomba servible que quedaba en el Ayuntamiento y llevarla al lugar del peligro. De todas partes, hombres provistos de azadones y de escaleras, acudían dispuestos a demoler lo que fuese necesario para aislar el fuego.
A don Higinio, en pie delante de su casa, le rozaban aquellas fuertes vibraciones de peligro y dep. 330 lucha, y su alma aventurera se estremecía. Doña Emilia, Teresita, Carmen, que llevaba a su hijo en brazos, doña Lucía y otras mujeres, le rodeaban, apretujándose medrosas contra él, como si el héroe de la Grande Jatte hubiese de preservarlas de algún riesgo.
Vieron a don Gregorio. El médico iba muy de prisa y no se detuvo; varios vecinos le siguieron; decían que había heridos...
Doña Emilia agarró a su marido por los brazos:
—Tú no vas.
—No, hija.
—Es que te conozco; el deseo de ir te llena los ojos; te estás conmigo; me darías un disgusto muy grande, y bastante me hiciste sufrir ya. Además, eres viejo.
Teresita, adivinando lo que decía su hermana, añadió:
—¿Le aconsejas que no vaya? ¡Naturalmente! ¡Sería una locura!...
Y doña Lucía, entornando los ojos:
—Usted se queda con nosotras.
Don Higinio, muy bien plantado sobre sus botas de cuero amarillo, las manos en los bolsillos del pantalón, el abdomen libre y orondo bajo el chaleco desabrochado, se mordió los labios. Su mujer decía bien: él quería ir al incendio. ¿Y por qué no? ¿No iban otros hombres y no era él, supuesta su condición heroica, el más obligado a acudir a los lugares de peligro? ¿De qué aprovechaba, si no, su valentía? El bravo que no usa de su valor cuando las circunstancias le invitan a mostrarlo, queda tan desairadamente como el rico tacaño que esconde su dinero.
En aquel momento pasó Julio Cenén; sobre su rostro flaco, de color cera, su barba puntiaguda, negra aún, parecía postiza.
—¿Viene usted conmigo? —gritó el secretario a Perea.
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—¡No, señor! —replicó doña Emilia—, ¡mi marido no se mueve de aquí!
Sin hacer caso de esta interrupción, Cenén prosiguió:
—Venga usted. Allí hacemos falta todos; dicen que hay un muerto.
Don Higinio, enardecido, avanzó algunos pasos. Las mujeres le rodearon: doña Emilia y Teresita se abrazaron a sus rodillas, arrastrando sobre la acera la gravedad de sus hábitos, y Carmen trató de conmover a su padre mostrándole la cabecita estúpida, mofletuda y colorada de Higinín.
—¡Higinio de mi alma, no vayas!...
—¡Papá, por Dios!...
Pero el héroe las rechazó a todas y a todas se impuso con un gesto de irrevocable autoridad; el mismo gesto temerario que habría tenido si algún día, efectivamente, hubiese necesitado matar a un holandés; y estoico, manchando con sus zapatos los trajes que aquellas dos santas mujeres llevaban para mejor rezar por él, siguió adelante.
Momentos después, el galán del hotel de los Alpes, se cubría de gloria.
A través de la turbamulta aglomerada en el lugar del siniestro, don Higinio y Julio Cenén se abrieron paso fácilmente; su prestigio les favorecía; al verles los curiosos se oprimían, franqueándoles respetuosamente el camino. ¿Adónde marchaba Perea tan resuelto? Todos recordaban de cuando conjuró el motín de los presos, y le seguían con los ojos, seguros de que iba a realizar alguna acción peligrosa, extraordinaria, digna de él, en fin...
Delante de la casa incendiada, que era de dos pisos, los muebles, colchones, líos de ropas, baúles y otros objetos que los vecinos arrojaron por los balcones, yacían en caótico hacinamiento, horriblemente manchados de agua, barro y humo. Allí el resplandorp. 332 del fuego era tan violento que abrasaba las mejillas; nadie se acercaba; ante la formidable hoguera, los semblantes, suspensos, acobardados, de la multitud, aparecían rojos. Por las ventanas de la casa, convertida en volcán, salían cortinajes terribles de llamas que renegreaban y agrietaban la fachada. Varios balcones se desplomaron con un espantoso fragor de inflamados cascotes. La bomba, aunque funcionaba bien, era insuficiente para dominar el incendio, y su vena de agua antes lo alimentaba que lo combatía. El calor había roto en añicos todos los cristales de las viviendas inmediatas. Los dos bomberos, heridos de gravedad, acababan de ser trasladados a la botica de don Cándido, y la cuadrilla de albañiles que capitaneaban el alcalde y el jefe de carabineros, persuadida de la imposibilidad de apagar el fuego, dedicábase a impedir que este, socorrido por el viento, se propagase.
De repente, una mujer que probablemente estuvo encerrada en alguno de los cuartos interiores, apareció desmelenada, loca de terror, en un balcón del piso segundo. Sus gritos desesperados dominaron el tumulto, semejante a un hervor, de la muchedumbre. Inclinada sobre la barandilla, los brazos extendidos, los cabellos colgantes, la boca desquijarada trágicamente en el espanto del rostro tiznado por el humo, parecía una furia. Julio Cenén la reconoció.
—Es Evarista, la hija de Matilde la cintera...
La infeliz impetraba:
—¡Socorro!... ¡Socorro!...
A su llamamiento, varias voces contestaron:
—¡Baja por la escalera!
—¡No puedo! ¡Está ardiendo!...
Sus brazos convulsos se retorcían frenéticos; parecía que iba a lanzarse de cabeza a la calle.
El alcalde la ordenó:
—¡Descuélgate despacio, y cuando ya no puedasp. 333 más, déjate caer; aquí te recibiremos! ¡No tengas miedo!...
Ella medía la profundidad del salto con ojos espantados. El señor alcalde repitió:
—¡No tengas miedo! ¡Tírate!...
Desafiando bravamente la proximidad quemante de las llamas, dos guardias civiles extendieron varios colchones en el suelo, y después, los cuerpos rígidos, los brazos abiertos, la mirada en alto, dispusiéronse a recibir a la joven. Pero ella no se atrevía a brincar; el abismo, realmente, era demasiado hondo.
—¡No puedo! —repetía llorando—, ¡no puedo!...
Julio Cenén murmuró al oído de Perea:
—Le advierto a usted que es una chiquilla preciosa: todavía no habrá cumplido dieciocho años y ya tiene uno de los panderos más hermosos del pueblo...
La inoportunidad de la observación repugnó a don Higinio. El secretario del Ayuntamiento era un cínico y un majadero. Ellos se habían puesto allí, delante de todos, para hacer algo notable, o cuando menos para ser útiles. Súbitamente, la idea de que la opinión pudiese juzgarle mal le asaltó. Irritado miró a Cenén:
—Hay que salvar a esa mujer.
—¿Salvarla? ¿Cómo?...
—Subiendo adonde está.
El secretario se inmutó.
—No intente usted semejante disparate; sería ir a una muerte segura; la escalera está ardiendo.
Perea no le oyó. Una ola de sangre temeraria, la sangre de los Alcañiz, le nubló la razón; abotonose su zamarra de pana, y antes de que nadie pudiese detenerle, brincando ágilmente sobre los muebles hacinados en medio de la calle, desapareció en el zaguán de la casa incendiada. La multitud lanzó un grito de admiración y de espanto. ¿Era creíble quep. 334 un hombre como él, gordo y respetable, desafiase así a la muerte? Julio Cenén pateaba y se mordía los puños de rabia.
—¡No sale! —decía—, ¡no vuelve más!... Y yo tengo la culpa de su desgracia, ¡porque fui quien le animó a venir!...
Inútilmente el alcalde trató de consolarle; los dos reconocían que a Perea, como a todos los valientes, le atraía el peligro, y quien ama el peligro —enseña un antiguo refrán—, más o menos tarde perece en él. Transcurrieron algunos instantes de angustiosa zozobra. De súbito, rápido, triunfante, don Higinio surgió en el balcón envuelto en una repentina ráfaga de humo rojizo, tomó a Evarista, medio desmayada, en brazos, echósela al hombro con varonil arranque y huyó a tiempo que un tabique, cediendo a la voracidad de las llamas, se desplomaba y el interior del piso resplandecía horrorosamente. Minutos después, bajo una explosión estruendosa de vítores y aplausos, el héroe de la Grande Jatte salía a la calle con Evarista. Había perdido el sombrero y sufrido en las manos varias quemaduras, pero aún tuvo la sangre fría de saludar con una sonrisa al pueblo entusiasmado.
Inmediatamente, ovacionado, sostenido por centenares de brazos amigos, se dirigió a la farmacia de don Cándido para ser curado. En el trayecto encontró a su familia, que acudía llorando, noticiosa de su nueva hazaña. Su mujer, su cuñada, su hija, doña Lucía, todas le abrazaban. Doña Emilia sufrió una congoja; fue necesario meterla precipitadamente en una casa y quitarla el corsé.
—¡Qué locura, señor! —hipaba la pobre señora—. ¡Qué locura!... ¡Un hombre como Higinio, enfermo del corazón!... ¡Exponerse a una emoción así!...
Julio Cenén, que llevaba a Perea cogido por la cintura, le preguntó misterioso:
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—Dígame, amigo don Higinio, usted que lo ha tocado: ¿cómo tiene Evarista el trasero?...
Don Higinio, en quien ningún sentimiento procaz había manchado el noble desinterés de su acción, se indignó:
—Pero, usted es tonto; ¿usted cree que cuando un hombre se juega la vida, como yo acabo de hacerlo, se fija en detalles?...
El lascivo secretario rompió a reír.
—¡Canastos! —exclamó—, ¡usted de nada se admira! ¿A un trasero así le llama usted «un detalle»?...
Esta hazaña fue el último de aquellos dos o tres rasgos preclaros de valor que fijaban otros tantos jalones gloriosos en la historia bizarra de Perea; una especie de canto de cisne o de verso gallardo con que el Azar le permitió rematar el magnífico soneto de su vida. Después, como si aquel sacrificio hubiese apagado bruscamente sus bríos, el héroe de la Grande Jatte tornose más sedentario y casero que lo fue nunca. Sus ocultos amores con doña Lucía duraron poco, y mucho tiempo hacía que sus relaciones eran rotundamente fraternales: se estrechaban las manos de cierto modo, se miraban con ojos en los que había una tristura de adiós, un calor de cenizas, y nada más. Don Higinio bajaba a la mina pocas veces; se levantaba a mediodía, y después de almorzar salía al jardín, donde las higueras, los naranjos, los albaricoqueros y los guindos de troncos plateados eternizaban la lucha de los árboles por el dominio del espacio y de la tierra: allí, tranquilo, solemne, un poco triste, como quien habiéndolo tenido todo, a todo renunció por generoso y estoico desasimiento de su voluntad, dedicaba horas dulcísimas a la crianza de sus conejos. Él mismo les construía sus viviendas y por su mano les aderezaba el pasto, compuesto principalmente de hojas de salvia, ramas de tomillo y dep. 336 hinojo y otras plantas fragantes, que si no sirven para el encebamiento de los animales, los robustecen y acrecientan su fecundidad. Conocía sus enfermedades y el modo de curarlas, el régimen a que deben someterse los machos durante ciertas épocas del año, las razas más ardientes y que mejores crías producen; y apuntados en un cuaderno llevaba los días de monta, las fechas en que las conejas habían de parir y aquellas en que los gazapitos necesitan ser destetados. Acerca de tales minucias, el amante de Leopoldina hubiera podido escribir un libro. En el Casino jugaba al dominó con los amigos de su edad; pero ya no bebía ajenjo, ni quemaba terroncitos de azúcar, ni reía como antes, y si algún mozo le hablaba envidiándole su historia de amores y de valentías, adoptaba una actitud triste.
—Veo —decía suspirando— que inspiro celos a la juventud. ¡Ahora es cuando reconozco que voy siendo viejo!...
La desilusión, que en el curso insensible del tiempo cae sobre todas las cabezas por igual, con la diferencia de que en las mozas y calientes se deshiela, mientras en las ancianas cuaja y perdura, había blanqueado, casi completamente, los cabellos ásperos y cortos del héroe. Doña Emilia, vieja también dentro de la parda tristeza de su hábito, sufría con el espectáculo de aquella lenta ruina. Sigilosamente los años realizaban su obra. ¡La primera cana! ¡Oh! ¿Qué frío lancinante, qué frío de otra vida hay en ese primer cabello blanco que nada, ni la hoguera de todas las ilusiones, ni el sol de todas las primaveras futuras, podrían curar?... Alma que lates dentro de nosotros, roto en pedazos tu traje verde, hecho con sedas de ilusión; ¿por qué no te envolviste, como en un sudario, bajo las primeras nieves que florecieron sobre tu frente? ¿Acaso no llega a ti el silencio de tus rizos de plata? Y si lo sientes, ¿por qué esperas aún?...
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De esto doña Emilia hablaba frecuentemente con su hermana y su hija, y Carmen, que tenía sobre sus rodillas a Higinín, suspiraba, y sin advertirlo iba habituándose a la idea de ser la huérfana de un héroe. A doña Lucía también la apenaba el natural apagamiento de su antiguo amante. Con los años su carne había callado, pero su corazón palpitaba aún por él. Muchas tardes, viéndole trabajar bonachonamente en la fabricación y limpieza de sus conejeras, meditaba:
«¡Y que ese hombre haya matado a otro por una mujer!...».
Una mañana de las últimas de octubre don Higinio declaró que no podía levantarse. Su mujer, cuando le llevó el desayuno a la cama, sorprendiose de hallarle acostado boca abajo y quejándose de fuertes dolores en los riñones y en el vientre. Tiempo hacía que el reúma le rondaba: unas veces se le fijaba en un codo, otras le atacaba las rodillas, y épocas hubo en que los pies, particularmente el izquierdo, se le hinchaban de modo que le era imposible calzarse. Ahora el mal parecía detenido y localizado, y con tal furia apretaba que el enfermo, bien a pesar suyo, no sabía estarse quieto.
—¿Quieres que llamemos a Hernández? —preguntó doña Emilia.
—No, todavía no; esperemos a que sea más tarde.
El médico, ignorantón y expeditivo en sus procedimientos, le inspiraba miedo.
—Mejor sería —agregó— que me dieses una buena friega de alcohol en los riñones.
Doña Emilia dejó la colación matutina del héroe sobre la mesilla de noche y salió en busca de un preparado de alcohol y romero muy eficaz contra toda clase de dolores. Teresita, a quien en los cambios de estación también se le inflamaban las articulaciones, lo empleaba mucho y siempre con fortuna. El rostro hundido en la almohada, la camiseta de bayeta recogidap. 338 hasta los sobacos, don Higinio resistió pacientemente el masaje. Mientras le frotaba con todo empuje y devoción, su mujer no cesaba de hablar, a la vez maternal y celosa:
—¡Ya!... Si no hubieses llevado la vida que sabemos, no estarías así; pero, ¡claro!, no quisiste oír mis consejos y ahora te ves como te ves... ¡hecho un valetudinario!... Entre las humedades de la mina y las que recibías cuando te ibas a pescar, ¡bueno te han dejado!... ¿Te acuerdas de la tarde en que se desbordó el río?... Aquella mañana yo no quería dejarte marchar; pero tú, según costumbre, no me hiciste caso. ¡Naturalmente!... Las mujeres propias nunca tienen razón, ¿verdad?... Somos un pedazo de carne con ojos, una especie de amas de llaves o de burras de carga, sin hermosura, sin entendimiento, ¡sin nada, hijo, sin nada!... Buenas solo para reñir a las criadas y darle teta a los niños. En cambio, si yo fuese una pelandusca cualquiera, de esas que no saben más que mirarse al espejo, pintarse los ojos y retratarse en cueros, como quien yo sé..., ¡Dios la haya perdonado!..., no sabrías dónde ponerme...
Según hablaba, sus recuerdos se desentumecían amenazadores, y sus manos se crispaban furiosas, como si los lucios lomos del paciente fuesen las entrañas aborrecidas de alguna rival. Perea, callado, sumiso, con la humildad que infunde una conciencia sucia, no respondía palabra, y apretados los dientes y los carrillos crecidos por el esfuerzo que le costaba no quejarse, resistía los aliados dolores del reúma y de las friegas.
Doña Emilia proseguía su rencoroso monólogo, y a veces, vencida por la fatiga, apoyábase inadvertidamente sobre el enfermo con grave escozor de su piel y quebrantamiento de sus costillas.
—¡Y si no fuesen más que los resfríos de la mina!... Pero otros..., ¡ya lo creo!..., otros son los motivosp. 339 que ahora te tienen tirado en esa cama. Los hombres que de jóvenes abusaron de los placeres, como tú has hecho, llegan a la vejez prematuramente. Porque, ¡eso no puedes negarlo!... Queridas no te han faltado: hoy una, mañana otra; cojo a la morena, dejo a la rubia... ¡un serrallo!... y de todos los países. Luego, esa herida... ¡Dios no permita que nos dé un disgusto!...
Seguía frotando, satisfecha de ver cómo las mollares espaldas del paciente enrojecían.
—Cuando te veo así comprendo que de todas tus amantes la que mayor aborrecimiento me inspira, a la que detesto con toda mi alma, tanto que si pudiese la quemaría viva, es a la italiana. A Indalecia, ahí tienes, a Indalecia, no la odio. ¡Pero a la italiana! ¡Grandísima perra! Dios me perdone; pero si considero que por culpa suya te pudieron matar y quedarse nuestros hijos sin padre, parece que voy a volverme loca. Es verdad que te tengo, que eres mío; pero, ¡cómo te han dejado!... Reumático, herido, enfermo del corazón... ¿Ves? Di... ¿Reconoces ahora las consecuencias de tu mala cabeza?...
Con el favor del alcohol y de los restregones, don Higinio sintiose mejor, y a ello coadyuvó el gran trozo de franela caliente que le aplicó su mujer sobre el abdomen. Una saludable reacción le permitió dormir hasta medio día. Cuando despertó, acordándose de que debía contestar sin dilación a la carta que el ingeniero belga monsieur Luis Berain, futuro director de la mina, le había dirigido, pidió recado de escribir y redactó un telegrama:
«Luis Berain. Escuela Politécnica. Bruselas. Urge presencia suya aquí. Póngase en camino cuanto antes. Banqueros místeres Witerbay, Sedwind y Compañía, le facilitarán fondos necesarios.—Perea».
Llamó a doña Emilia:
—Ordena a Vicenta que vaya a Correos y le digap. 340 a Gutiérrez me haga el favor de traducir este telegrama al francés y de darle curso en seguida. ¡Ah! Y tú, si ves a Gutiérrez, explícale que por hallarme enfermo no se lo he enviado traducido, no vaya a pensar que no sé francés...
Don Higinio no quiso almorzar; tenía el vientre inflamado y los dolores de riñones volvían a mortificarle. Por todo alimento, en el transcurso de la tarde, bebió dos vasos de leche azucarada y una taza de caldo. A la hora del crepúsculo se amodorró. Doña Emilia, que no se separaba de él, le tocó la frente y los pulsos y advirtió que estos eran muy recios y frecuentes.
—Tienes calentura. ¿Mandamos venir a don Gregorio?
—No, hija.
—¿Por qué?...
—Ya te lo he dicho; todavía no hace falta.
Su mujer le dio una segunda frotadura de alcohol y romero, y le abrigó el vientre con un buen fomento de algodón y una faja de franela: esta faja histórica, pues que sirvió a doña Emilia veinte años atrás, en su último parto, hizo florecer sobre los labios del héroe una sonrisa triste. Luego cerró los ojos y entre sueños sintió murmullo de pasos y creyó reconocer la voz de doña Lucía. La noche la pasó muy mal; punzadas fugaces, pero terribles, que parecían nacerle en los riñones, le zarpeaban el vientre, por momentos más hinchado y más duro. Carmen acompañó a su padre hasta media noche, hora en que se retiró porque a Higinín no podía dejarle solo más tiempo. Teresita y doña Emilia se quedaron velando al enfermo. A intervalos, Perea buscaba ansiosamente las manos de su mujer y las oprimía con fuerza.
—Me siento peor —decía—, ¿qué será?...
Entornaba los párpados y su respiración, con el dolor, era anhelante y ruidosa. Balbuceaba:
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—Me siento peor.
Por la mañana, su voluntad se debilitó y pidió que llamasen al médico.
—¡Es un animal! —suspiró—, un completo animal; pero... ¡qué vamos a hacer!...
A poco, metido en una tuina de paño pardo con bocamangas y cuello de astracán, pantalón de pana y botas amarillas de ternera, llegó don Gregorio. Su sombrero, su madura corpulencia, su tempestuoso vozarrón y los aspavientos de sus brazos enormes, llenaron el dormitorio. Traía los párpados hinchados de sueño; ni siquiera le habían dado tiempo a lavarse la cara. Apenas recibieron en su casa el recado de don Higinio, doña Lucía le echó a la calle.
—¡No he podido desayunarme! —exclamó.
Acercose al paciente y ligeramente, por debajo de las mantas, le exploró el vientre. Sus dedos de hierro iban de un lado a otro, golpeando, oprimiendo...
—¿Le duele a usted aquí? —decía—, ¿y aquí?..., ¿y ahora?...
Don Higinio tan pronto afirmaba como negaba; a ratos parecía perplejo y miraba al techo, cual si la sutil explicación y respuesta de lo que sucedía dentro de él estuviese allí. Doña Emilia, su hermana y Carmen, con Higinín en brazos, rodeaban el lecho, suspensas y pálidas.
—Se me figura —insinuó don Higinio tímidamente, porque los dedos del médico le hacían mucho daño— que esto es un ataque de reúma.
—¿Y por qué cree usted eso?
—Hombre..., como usted sabe que soy un reumático crónico...
Hernández calló; parecía tener otra opinión.
—Vamos a ver —murmuraba, como si hablase consigo mismo—, vamos a ver...
Doña Emilia suspiró, cruzando las manos:
—¡Ay!... ¿Cree usted que será grave?...
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—No sé, señora mía; no lo sé aún; pero espero saberlo; mis dedos algo han de decirme...
De pronto, su rostro bronceño de cazador se iluminó con la claridad de un hallazgo; pero instantáneamente aquella luz desapareció, y lo que unos momentos fue alegría fortísima, mudose en sombras de preocupación y de tragedia. Tan manifiesto y decidido imperio adquirió este segundo gesto, que doña Emilia, primero, y luego Teresita, se echaron a llorar.
Doña Emilia gritó:
—¿Qué es, don Gregorio de mi alma, qué es eso?... ¡Hable usted, por el amor de sus hijos; hable usted!...
El médico repuso absorto y solemne:
—El caso no es desesperado, pero sí grave. ¿A qué andar con eufemismos? ¡Muy grave!...
Cruzose de brazos, el mentón sepultado en el lazo de su corbata, las cejas fruncidas. Interrogó a Perea:
—¿Usted es cardíaco, verdad?
—¡Toma! ¿A qué viene esa pregunta? ¿No lo sabe usted de siempre?...
Hubo otra pausa. Hernández murmuraba:
—Muy grave..., muy grave...
Don Higinio, un poco inquieto, observaba a su amigo, pensando: «¡Qué disparate irá a decir este avestruz!...».
Al médico parecía costarle trabajo resolverse a hablar. Sin duda sus palabras iban a ser aterradoras. Al fin se decidió:
—Yo quisiera que estas señoras nos dejasen solos un momento...
Las tres mujeres, a la vez, prorrumpieron en gritos y sollozos, formando una ensordecedora algarabía. Por suerte don Higinio, agitando imperiosamente su diestra corta y heroica, las redujo a silencio.
—Hacedme la santa merced de callar. De lo contrario, me obligaréis a echaros de aquí.
Y, volviéndose hacia Hernández bonachonamente:
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—Pero, veamos; ¿usted no piensa, como yo, que se trata de un poco de reúma?
—No, señor.
—¿No?...
—No, señor: desgraciadamente, no es así. Si no fuese usted Higinio Perea hablaría de otra manera; pero usted es un hombre, un verdadero hombre, sereno y valiente... ¿Me explico?... ¡Un hombre que puede oírlo todo!
Las mujeres permanecían trémulas, boquiabiertas; en sus ojos dilatados, la curiosidad secó el llanto. Perea también empezaba a alarmarse, que el misterio y pavura de que don Gregorio rodeaba su diagnóstico a todos se imponía, y hubo en la habitación un silencio tal que se habría percibido el hilar de una araña. El rostro y el ademán del médico adquirieron expresión profética:
—Amigo don Higinio, en este bajo mundo, como recuerdo haberle repetido muchas veces, todo se paga.
Perea quiso bromear:
—¿Todo? ¡No exagere usted! ¡Recuerde sus deudas de estudiante!...
Pero Hernández permaneció serio; tan serio como jamás lo estuvo en su vida.
—¡Todo se paga! —insistió sibilino—; y así, quien sembró bienes, recogerá bonanzas, y quien fue malo, al finar su vida solo cosechará tempestades y dolores.
Y tras una pausa:
—Esto último le ha sucedido a usted, querido amigo. Usted es muy bueno, ya lo sabemos... ¡muy noble!... Pero la juventud de usted fue turbulenta; usted usó y derrochó sin cálculo las energías preciosas de la mocedad, y ahora es llegado el triste momento de pagar aquellas locuras. Usted cree que esos dolores son reumáticos; está usted completamente equivocado. Esas punzadas que, según dice muy bien, parecen desgarros..., algo como si le rajasen a ustedp. 344 por dentro..., ¿verdad?..., provienen de otra causa.
—¿De cuál?...
Por más esfuerzos imaginativos que hacía, no daba con el hito o término adonde su interlocutor iba a parar. Hernández prosiguió:
—Usted ha olvidado que sus aventuras dejaron en su cuerpo un rastro indeleble; usted no se acuerda de que lleva una bala dentro e ignora que las heridas viejas, cuando llegamos a cierta edad, suelen ser fatales...
El héroe de la Grande Jatte se estremeció; en aquellos momentos de sinceridad, las palabras del médico le produjeron la brutal sensación de un chorro de agua fría sobre la espalda.
—¿Qué quiere usted decir?
—Quiero decir —replicó don Gregorio con una lentitud llena de autoridad— que si yo desconociese la historia del balazo me inclinaría a creer que la enfermedad de usted se reducía, sencillamente, a un ataque agudísimo de reúma visceral. Es una clase de reúma muy frecuente en los cardíacos.
Don Higinio, agitando ambos brazos en el aire, comenzó a afirmar con resuelta vehemencia:
—¡Ah, pues no lo dude usted! ¡No lo dude usted!... ¡Lo que yo tengo es reúma visceral!...
—¿Por qué?
—¿Cómo, por qué?... ¡Toma! ¡Porque sí!... Porque mi padre y mi abuelo y todos mis ascendientes fueron reumáticos... y ellos me dieron su reúma como su apellido. ¡Ni más ni menos!...
—Está usted equivocado, amigo Perea.
Con la terquedad del médico, don Higinio empezaba a irritarse:
—Pero, ¿por qué no había de ser reúma?
Hernández, a su vez, dio una terrible voz.
—¿Y por qué no había de ser la bala, que, desprendida al fin del hueso donde estuvo alojada, al descenderp. 345 ahora obedeciendo a la gravedad, le produce a usted esos dolores de que se queja? Deme usted una razón siquiera en contra de lo que digo: ¿por qué no había de ser la bala?...
Como la cobarde y pesimista complexión humana, por obra de su misma poquedad y follonería, inclínase siempre a creer lo más malo, desde el primer momento, así doña Emilia, como Teresita y Carmen, rindieron su confianza a la opinión de don Gregorio; y apenas oyeron que la vengativa bala del holandés era la causa de los tenaces dolores que afligían al cabeza de familia, cuando se arrojaron unas en brazos de otras, deshaciéndose en lágrimas, sollozos e imprecaciones furibundas. Doña Emilia, especialmente, tuvo inflexiones de voz, encendidas miradas y gestos dignos de la tragedia griega. Olvidada de la mansedumbre a que su hábito parecía obligarla, mordíase los puños y zapateaba el suelo como si allí, bajo sus pies, tuviese a la italiana del hotel de los Alpes. Recordaba su retrato, roto y quemado en el jardín; la veía entre pieles, orgullosa de su belleza incitante, medio desnuda, y esto acrecentaba su cólera.
—¡Las perras! —rugía—. ¡Las grandísimas lobas, bribonas, viciosas y sinvergüenzas, que, no contentas con su marido, hacen cara a los hombres casados!... ¡Que se ha muerto!... ¿Y a mí, qué?... En el infierno habrá caído de cabeza y allí estará ardiendo por una eternidad. ¡La muy pécora!... ¡Poner frente a frente a dos hombres para que se maten!... ¿Qué hace Dios —¡la Virgen del Carmen me perdone!— que de un rayo no las parte a esas malas tías el corazón?...
Iba a proseguir su fervorosa perorata, cuando su marido, seca y desabridamente, la atajó y redujo a silencio.
—O callas, pero callas en absoluto, o te vas. ¡Elige!...
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Las tres plañideras se reportaron, y si bien continuaron llorando, pues las lágrimas sinceras ni corren ni se enjugan a voluntad, hacíanlo con tal temerosa parsimonia y comedimiento que no se las oía. El semblante del héroe reflejaba una honda preocupación: él estaba cierto de hallarse bajo un ataque de reúma; pero el médico afirmaba que aquellos dolores eran motivados por la bala en su movimiento de descenso, y, realmente, admitiendo la historia de su lance con el holandés, no había ninguna razón científica que rechazase lo que don Gregorio decía. Perea reconoció que ambas explicaciones, la suya y la de Hernández, se equilibraban. Entonces, gravemente, miró a su amigo.
—Bueno —dijo—; suponiendo que tenga usted razón, ¿qué cree usted que debemos hacer?...
Don Gregorio tuvo un ademán de indecisión que el paciente se apresuró a desvanecer; con él se podía hablar de todo: era «un hombre».
—Ya lo sé —replicó el médico—, ya lo sé; por consiguiente, expresaré mi opinión sin ambages. Amigo Perea, la situación en que usted se halla es comprometidísima: hay que operarle a usted.
—¿Operarme? —repitió don Higinio que, a pesar de su indiscutible valor, había sentido palidecer sus mejillas.
—Sí, señor.
—¿Operarme qué? ¿Dónde?
—¡Oh!... Nada más sencillo: abrirle a usted el vientre y sacarle el proyectil.
Estas palabras de tal manera pasmaron y suspendieron el ánimo de las mujeres, que, como por ensalmo, cesó su llanto. Hubo un dilatado y absoluto silencio. Don Higinio, no sabiendo qué actitud adoptar, encendió un cigarrillo; tan pronto se asustaba, como tenía ganas de echarse a reír, o el sufrimiento imponía a su rostro algún ridículo visaje.
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Hernández había comenzado a exponer un terrible diagnóstico.
—¿Usted no me ha dicho que el holandés era un hombre alto?
—Sí, señor.
—¿Más alto que yo, tal vez?...
El enfermo advirtió que su mujer, su hija y su cuñada le miraban fijamente, desesperadamente, invitándole a recordar bien, a no olvidar o descuidar ningún detalle. Sus cejas se fruncieron, como si ayudasen con aquel movimiento a la memoria.
—No, me parece que no —declaró con la parsimonia de quien mide y sospesa bien sus palabras—; míster Ruch sería como usted.
Don Gregorio, repuso:
—Eso creía yo, no sé por qué. Pues, bien; la bala que un hombre de mi estatura disparase sobre usted, al penetrar por debajo del apéndice xifoides, que es donde aparece el orificio de entrada del proyectil, seguiría una línea descendente, hasta tropezar en el raquis o columna dorsal, a la altura próximamente de la décima vértebra.
Las manazas del médico trazaban en el aire figuras geométricas.
—¿Ve usted? La bala entra por aquí y sigue hacia abajo...
Las mujeres hacían signos afirmativos; don Gregorio tenía razón: su explicación era sucinta, terminante. ¡Lo que es la ciencia!... Creían estar viendo la bala...
Hernández continuó:
—Ahora necesito saber si la convalecencia de usted fue rápida.
Don Higinio, aturdido, arrastrado por la fuerza de la situación en que estaba, declaró:
—Sí, rápida... Yo no recuerdo exactamente... ¡Han pasado tantos años! Pero, sí... desde luego, duró poco.
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—¿Unos quince días?
—Eso es: un par de semanas, o menos; calculemos doce días...
Su mujer intervino en aquella, al parecer, interesantísima ordenación de fechas:
—Yo sé que cuando te hallabas en París pasaste dieciocho días justos sin escribirme. ¿No serían esos los de tu enfermedad?...
Don Higinio hizo un mohín ambiguo.
—Es lo mismo —interrumpió don Gregorio—; cinco días más o menos no modifican lo que voy a decir. La bala, que de haber roto alguna asa intestinal hubiese acarreado la peritonitis y en seguida la muerte, es indudable que perforó el peritoneo y la cavidad abdominal, sin lesionar ninguno de los grandes vasos del tronco celíaco ni otros órganos capitales. A esta casualidad, verdaderamente milagrosa, debemos atribuir que la cicatrización de la herida fuese tan rápida. Ahora bien; los años han pasado, usted sabe que los cuerpos vivos tienen una marcadísima inclinación a desechar cuantos objetos extraños pudiera haber en ellos, y así los libros consignan numerosos casos de individuos que habiéndose tragado una aguja, verbigracia, mucho tiempo después se la encontraron en una pierna o en un pie. Esto es lo que aquí ha sucedido: la acción eliminadora, lentísima, pero cierta, del hueso, por una parte, y de otra algún movimiento o esfuerzo que usted ha realizado, consiguieron expulsar al proyectil de la especie de celdilla o alveolo que él mismo, al hundirse en el espinazo, se había formado. En estos momentos la bala, cumpliendo la ley de gravedad, va bajando, y lo hace desgarrando cuantas fibras, ligamentos y tejidos encuentra a su paso; quizás alcance al duodeno, parte del intestino delgado adherido a la parte posterior del abdomen, y al mesenterio... Esos dolores de riñones que usted siente señalan la trayectoria que sigue elp. 349 proyectil. Si hubiese aquí un encerado, yo la pintaría; esto, en cirugía, es una especie de tópico, algo que se ve...
Aunque completamente derrotado bajo la terrible coalición formada por su propia mentira y la irritante ignorancia del médico, el desventurado don Higinio aún se atrevió a insinuar:
—¿Y si la bala se hubiera estado quietecita y esto no fuese más que reúma?... Perdone usted mi insistencia, pero yo...
Hernández, con ese fanatismo especial que ponen los médicos en la defensa de sus opiniones, no le dejó concluir.
—No, señor, no es reúma —gritó—; yo le aseguro a usted que no es reúma. No niego la existencia de pleuritis y peritonitis reumáticas, motivadas por la acción directa de la sustancia tóxica específica, o acaso por una pericarditis reumática. Usted tiene el vientre inflamado, y pudiera ocurrir que dicha inflamación se hubiese transmitido desde el pericardio a la pleura y de esta al peritoneo, en cuyo caso la dolencia quedaría reducida, en último término, a un catarro gástrico. Esta explicación es la inmediata, la más sencilla, por no decir la única, tratándose de un hombre que no hubiera sido herido; pero no olvidemos que usted lleva una bala dentro y que ese trozo de plomo, estimando ciertos síntomas que son más para sentidos por el médico que para explicados, indudablemente acaba de deslizarse fuera de la cara anterior del cuerpo de la vértebra donde por espacio de doce o quince años estuvo presa, y lo hace suspendiendo sobre la vida de usted el terrible peligro de la peritonitis.
Disertó dilatadamente y con una abundancia pedantesca, que, no obstante su oscuridad, así maravillaba como afligía a su auditorio. Escuchándole, don Higinio pensaba socarrón: «¡Lucido estás, si siempre aciertas como ahora!...».
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Nuevamente don Gregorio rogó a las señoras que se marchasen; necesitaba hablar con el enfermo a solas un momento. Ellas retiráronse con sigilosos pasos, una tras otra, la cabeza inclinada sobre el pecho y debajo de la nariz el pañuelo empapado en lágrimas. Apenas Teresita, que iba la última, cerró la puerta, Hernández se instaló al borde del lecho y su voz y su rostro reflejaron una intensa emoción paternal.
—¿Sufre usted mucho? —preguntó.
—Bastante. El dolor empieza aquí detrás, a la altura de las caderas, y alcanza hasta el empeine...
Don Higinio se tocaba la amplitud de su abdomen, duro y redondo.
—Lo tengo hinchado —repetía—; es innegable que lo tengo hinchado.
—Vamos derechos a la peritonitis...
Perea tuvo un gesto de cansancio y desdén. Don Gregorio insistió:
—Usted me llamará machacón; pero yo estoy obligado a decirle lo que mi buena amistad y leal saber me aconsejan: vamos derechos a la peritonitis. ¿Lo quiere usted más claro? Pues bien; usted necesita operarse inmediatamente. Si yo no le inspiro confianza suficiente, llamemos a otro médico o a varios médicos, y seguro estoy de que dirán lo mismo: que debe usted dejarse operar antes de que la tumefacción de los tejidos imposibilite toda acción quirúrgica. La dificultad capital, sépalo usted de una vez, estriba en que para resistir una operación así es indispensable cloroformizarse, y usted no puede tomar el cloroformo porque es cardíaco.
Don Higinio miraba al techo; parecía tranquilo, como si no midiese bien el terrible dilema en que la ciencia de don Gregorio le colocaba. Hernández añadió:
—Yo le invito a meditar en esto; pero en seguida, pues el extremado riesgo de la situación permitep. 351 que cada minuto tenga para nosotros la importancia, de una hora. A usted, que ha expuesto la piel tantas veces, la muerte no puede asustarle; por eso hablo así: ha llegado el momento, querido amigo, de jugarse la vida a una carta; o poniéndonos en lo peor: de elegir entre dos muertes: dulce, suave, totalmente inconsciente, una de ellas, la del cloroformo; terrible, desesperada, llena de indescriptibles convulsiones, la otra, la de la peritonitis. Sin vacilar, yo escogería la primera. Cloroformizándose, siempre le quedan a usted esperanzas legítimas de salvarse; en cambio, dejando que la hinchazón siga su curso, va usted a un desenlace fatal. ¿Qué hacemos entonces?...
El héroe de la Grande Jatte se rascó la cabeza, se atusó el bigote, se frotó la nariz, volvió a un lado y otro sus nobles ojos azules. Después, majestuoso, con la lentitud reflexiva del hombre que, sintiendo su fin cercano, se dispone a testar, repuso:
—Querido don Gregorio, mi situación es demasiado difícil para resuelta de pronto; tengo muchos negocios pendientes; tengo también muchos afectos entrañables que me ligan a la vida y me la hacen amable. Morir no es nada... ¡nada!... un parpadeo y se acabó. Pero ¿y lo otro? ¿Cómo despedirse de todo aquello en que puso uno su corazón?... Déjeme usted pensar..., ordenar mis ideas..., hablar con mi conciencia... ¿Eh? ¿Le parece a usted bien?... Yo le avisaré a usted mañana...
En el acento con que estas atinadas razones fueron dichas, palpitaba un dejo de ironía y buen humor.
Y agregó:
—Ahora, provisionalmente, para mitigar un poco los dolores del vientre, ¿qué me aconseja usted?...
Don Gregorio le recomendó aplicarse de hora en hora en el vientre fomentos calientes de harina de linaza, aderezados con gotas de láudano.
—Es lo mejor —dijo— porque el láudano no cura,p. 352 pero encalma, y la linaza es un buen emoliente. Procure usted no moverse y permanecer boca arriba todo el tiempo posible; así retardaremos el movimiento de avance de la bala. Como alimento, nada más que leche y, si acaso, un poquito de caldo...
Apenas se fue Hernández, doña Emilia, Carmen y Teresita reaparecieron; querían saber lo que el médico había dicho, y don Higinio, tanto para satisfacer aquella afectuosa solicitud, como por que le dejasen en paz, informolas de todo minuciosamente. Ellas, paradas delante de la cama, le escuchaban silenciosas, clavados en él sus ojos implorantes, llenos de lágrimas. También pidió el héroe los fomentos de harina de linaza que le habían prescrito, y habiendo recibido el primero, casi abrasando, sobre la barriga, rogó que le dejasen solo.
En la media luz del dormitorio, apenas le rodeó el silencio, don Higinio Perea sintió desentumecerse en su interior una nueva y extravagante inquietud. Era algo parecido a un mal presentimiento. El estaba bien seguro de que todo aquello de la peritonitis explicado por don Gregorio con fraseología gárrula era, sencillamente, un mondo y formidable disparate. Sin embargo, el criterio del médico le preocupaba; diríase que su opinión era una amenaza real, un peligro verdadero, tangente, que vivía fuera de él y podía herirle; una fuerza enemiga contra la que acaso necesitase esgrimir su voluntad.
Al anochecer, doña Emilia y Teresita entraron en el dormitorio, y sus hábitos del Carmen impresionaron desagradablemente a Perea, sugiriéndole la emoción de hallarse muy enfermo. Las dos hermanas volvían de casa de don Gregorio y de hablar con él. Comentaron su conversación; Hernández, a quien sorprendieron estudiando sobre un atlas anatómico la herida de don Higinio, las había reiterado la absoluta necesidad y urgencia de la operación; doña Lucíap. 353 opinaba lo mismo; y como de pronto se interrumpiesen, el galán del hotel de los Alpes, que estuvo escuchándolas atento, preguntó:
—¿Y vosotras?... ¿Qué pensáis vosotras?...
Ninguna de ellas se decidía a responder, y mirábanse asustadas, como encomendándose mutuamente el trabajo de hablar. Era la indecisión caritativa de las personas comisionadas de recordarle a un moribundo la oportunidad de dictar su testamento. Al cabo, doña Emilia, más resuelta:
—Nosotras creemos —dijo— que debes operarte; la idea de que te abran el vientre me horripila; yo sé que tu operación me cuesta una enfermedad... Pero, ¡si de ello depende tu salud!...
Don Higinio volvió a estremecerse; un gran frío recorrió sus miembros; aquel mismo frío que el médico, al marcharse, le dejó en la conciencia. Un halo siniestro le circundaba; él lo sentía crecer a su alrededor, espesarse, adquirir consistencia palpable, y no podía evitarlo. Pero ¿es que su mujer y su cuñada, las personas que más le querían, contagiadas de la charladora y pedantesca ignorancia de Hernández, hablaban formalmente de ponerle los intestinos al sol para extraerle una bala imaginaria?...
El paladín de la Grande Jatte, entre los dolores del reúma y el recuerdo de la mortal conjura que iba cubriéndole, no pudo cerrar los ojos en toda la noche.
Muy de mañana don Gregorio fue a verle.
—¿Qué tal se ha dormido?
—Bastante mal, amigo mío —repuso Perea—; bastante mal; peor que ayer.
En efecto, estaba pálido, y sus barbas rucias y crecidas le aviejaban deplorablemente. Don Gregorio, por debajo de las mantas, le palpó el vientre, que halló más duro y crecido que la víspera.
—Esto —dijo— va en auge.
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Sacó un cigarrillo, le mudó el papel y lo encendió con lentitud estudiada, esperando a que don Higinio reflexionase. Después:
—¿Y bien? ¿Qué hacemos? Es imposible andarse por las ramas: ¿qué ha resuelto usted de la operación?...
El héroe detuvo en su interlocutor una mirada indefinible.
—¿No cree usted —murmuró suavemente— que para el reúma son buenos los salicilatos?... También, en otras ocasiones, he tomado yoduro...
Hernández se levantó indignado, y su rostro noble y rudo expresaba desdén.
—¡Amigo mío, no le creía a usted tan pusilánime!... Dicen que los años afeminan a los hombres, y es verdad. Lo veo en usted. Curarse una herida de bala con salicilatos o con yoduro, es lo mismo que ir a cazar liebres con una guitarra. Ya he dicho mi opinión y no volveré a repetirla: hay que operar, ¿estamos?; hay que operar, pues de lo contrario se muere usted. ¿Lo ha oído usted bien, lo ha comprendido usted bien?... Antes de ocho días se muere usted rabiando como un perro; pero, así, ¡como un perro!... ¿Hablo claro?... ¡Ahora, haga usted lo que quiera! Por mi parte, mientras usted no cambie de criterio, doy por concluida aquí mi misión y me retiro.
Dicho esto se marchó furioso, resoplante y encendido, sin atender a las conciliadoras voces con que don Higinio le llamaba; y al portazo tremebundo que dio al salir, los cuadros se estremecieron sobre las paredes y todo el dormitorio vibró como un tambor.
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La tarde transcurrió sin incidentes; Perea continuaba aplicándose los fomentos de harina de linaza, y ordenó que le trajesen un poco de yoduro.
Ya de noche, el boticario fue a visitarle; su figura alta, barrigona y dulce, complació al enfermo, que empezaba a aburrirse de que le dejasen tan solo. Don Cándido disculpó su tardanza en venir; llevaba tres días sin pisar la calle, porque su hijo había necesitado ir a Ciudad Real y la farmacia no podía quedarse sola.
—Yo sabía por don Gregorio que estaba usted enfermo. ¡Qué diablos!... ¡Quién iba a pensarlo!, ¿verdad?...
Don Higinio se inmutó:
—¿El qué?...
—Nada, eso..., lo de la bala... ¡Ya ve usted! ¡Una herida tan antigua!... Y el peligro, realmente, no está en la operación, sino en la lesión cardíaca que usted padece. En fin, el caso no es desesperado ni mucho menos; ya sabe usted que la moderna cirugía realiza milagros..., ¡verdaderos milagros!...
Perea no respondió; estaba absorto y como petrificado. Aterrado, volvía a preguntarse:
«Pero, Señor..., ¿qué inevitable maleficio hay suspendido sobre mí?...».
A poco llegó Julio Cenén, con sus pantalones muy cortos, su chaquet azul y su reducida cabecita de pájaro, llena de inconsciencia y de movilidad.
—¡Hola, don Higinio!... ¿Qué hay?... Ya me han dicho, lo supe anoche...
—¿Qué ha sabido usted?...
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—Lo de la operación. ¿Cuándo será?...
—Precisamente lo preguntaba yo hace un momento —exclamó don Cándido.
El secretario del Ayuntamiento pidió al farmacéutico algunos detalles.
—¿De modo que la bala, según parece, se ha desprendido del hueso?
—Eso asegura don Gregorio.
—Y es indudable: hace un instante estaban explicándolo en el Casino. Gutiérrez sostenía que el desprendimiento del proyectil proviene de un esfuerzo. Yo entonces me acordé del incendio que hubo en el callejón del Hombre Ahorcado, cuando aquí, nuestro amigo, salvó de entre las llamas a Evarista, la hija de Matilde la cintera. ¿Eh, Perea?... ¿Le parece a usted que tengo razón? ¿No sería entonces?...
Don Higinio tuvo un alzamiento de hombros despreciativo, genuinamente heroico, hacia aquella tarde en que, lanzándose a través de una hoguera, se jugó la vida.
—Tal vez... —murmuró.
No hubiese querido contestar afirmativamente; pero, ¿qué iba a hacer?... Admitiendo la leyenda de la isla de la Grande Jatte, ¿por qué no establecer conexiones entre el balazo del holandés y la salvación de Evarista? Lo uno explicaba lo otro, y él no podía rebelarse contra aquel lógico hilvanamiento de hechos; la mentira lanzada una tarde entre la alegría de dos copas de coñac proseguía triunfante su camino y era casi imposible detenerla; la opinión de los millares de personas que comulgaron en ella habíala conferido autoridad irrevocable; era un caso de inercia moral, una especie de cuesta abajo que un hombre, don Higinio Perea, rodaba impulsado por el parecer asesino de muchos hombres.
Don Cándido se levantó:
—¿Vámonos, amigo Cenén?
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—Como usted guste. Son las ocho: hora de cenar.
Ya se marchaban cuando llegaron el notario Arribas y Gutiérrez con otros dos amigos. Venían de jugar unas carambolas en la fonda de don Justo. Todos saludaron a don Higinio efusivamente, y Perea supo agradecerles la visita con corteses y bien peinadas razones. El notario tomó asiento: la dilatación de su vientre, que le obligaba a retreparse mucho, su alentar fatigoso y sus ojos grandes, muy abiertos, le daban el aspecto de un hombre asustado.
—¿Cuándo es la operación? —exclamó—. En el Casino decían que era mañana.
Don Higinio, que ya esperaba la pregunta, adoptó un gesto de irreductible impasibilidad:
—No lo sé aún —dijo—; ya veremos. Mañana, desde luego, no ha de ser.
—¿Sufre usted mucho?
—Bastante.
—¿Los riñones, verdad?... Me lo explicaba don Gregorio anoche.
—Sí, los riñones; y también el vientre; lo tengo hinchado.
El notario, Gutiérrez, Julio Cenén y don Cándido, hacían mohines de perplejidad y disgusto. Todos compadecían a don Higinio, y cuál más, cuál menos, sentía remordimientos de haber ayudado con sus consejos a que fuese a París.
—¡Pero cómo viene la desgracia! —decían—, ¡quién iba a creer que una herida tan vieja!...
Distraído, llevado de su costumbre de mentir, enredándose cada vez más en aquella fatal leyenda de heroísmo, de cuyo prestigio cuidaba como de un fuego sacro, Perea repuso suspirando, resignado y sentimental:
—¡Estas son cosas de hombres!...
Tampoco aquella noche el héroe de la Grande Jatte pudo dormir. Por momentos sus dudas eran másp. 358 lancinantes y pavorosas: había caído en una trampa; reconocíase acosado por todos y preso en una callejuela sin salida. Los leales amigos que iban a visitarle representaban la opinión colectiva; el pueblo que admiró su valor quería saberle curado, para que durante largos años continuara sirviendo de prez, honra y legítima vanidad a Serranillas. La muchedumbre, a un mismo tiempo buena, curiosa y cruel, necesitaba ver la bala, asistir desde lejos a la operación, oír de los autorizados labios de don Gregorio qué extraordinaria disposición y volumen tenían las temerarias entrañas del gran hombre. Evidentemente este peligro era imaginario; don Higinio, con solo una palabra sincera, podía destruir el aciago diagnóstico del médico; mas para ello necesitaba borrar su historia de bravo, aquella breve y ardiente historia mantenida, primero, con embustes, afirmada más tarde por los próceres alardes de su aventurero corazón. La mentira había arraigado demasiado en la conciencia social para que pudiera ser demolida sin riesgo; las fantasías, convertidas por obra del tiempo en realidad, constituyen bloques compactos, tenaces, y de una solidez perfectamente objetiva.
Ahora, al escudriñar su situación y hallarse amenazado por la majestad dramática de su obra, don Higinio Perea comprendía la implacable coalición formada contra él por los millares de sentimientos nacidos en torno suyo al poético calor de su mentira. Los más mortificantes, por ser los más ridículos, eran los detalles pequeños: aquellas miradas, aquellas gestos de aparente tristeza, aquellas medias frases hipócritas que durante cerca de veinte años fueron perfeccionando, burilando y esclareciendo la maravilla de su superchería. Se acordaba de los falsos suspirones con que interrumpió tantas noches el sueño pacífico de su mujer; la escena bufa del retrato quemado; la inverecunda exhibición de los periódicos,p. 359 donde, según él, constaban los pormenores de su hombrada, y en los cuales tropezó sin gloria la virtud de doña Lucía; su pasividad cínica cuando doña Emilia entregó dos mil reales de sus ahorros al miserable que una mañana le amenazó con descubrir a la justicia su crimen; la avilantez, en fin, con que, burlándose impíamente de las más respetables creencias, permitió que su esposa y su cuñada vistiesen de por vida el hábito del Carmen y oyesen misas por el eterno descanso de la italiana y del holandés...
Al presente todos estos pormenores se volvían contra la ordinariez de su vientre tumefacto y reumático como puntas de espadas. Sin saberlo, la opinión, obligándole a sufrir una operación inútil y mortal, parecía querer vengarse bárbaramente de su mentira. ¿Cómo hurtar el peligro? ¿Cómo librar la vida del cuerpo, sin caer en el ridículo, muerte del alma? ¿Cómo, sin que le acuchillasen la piel, salvar intacta la dignidad?...
Don Higinio experimentaba la desesperante angustia del hombre que cayó en un lodazal y se siente hundir lentamente en el barro. ¿Cómo llamar a su mujer y a Teresita para decirlas: «Quitaos esos hábitos y no recéis por la salvación de personas que solo vivieron en mi espíritu...»? ¿Cómo confesar a doña Lucía: «He robado tus besos; yo no merezco tu estimación ni la honestidad que me sacrificaste; ten vergüenza de mí; te he estafado; yo no soy el hombre galán y espadachín que tú creías...»? ¿Cómo, en fin, arrastrar la befa de la opinión, arrancándose de la frente, para tirarlo a los pies del populacho, su airón de mosquetero?... ¿Acaso no era este sacrificio suicida más doloroso que la misma muerte?...
Al día siguiente, durante el transcurso de su mañana, don Higinio estuvo oyendo el murmullo de los pasos y de las conversaciones de muchas personas que iban a informarse de su salud. El amante de Leopoldinap. 360 había ordenado que no dejasen entrar en su aposento a nadie; empezaba a tener miedo de aquella muchedumbre interesada, al parecer, en verle morir. No obstante, por la voz reconoció a varios visitantes, entre ellos al cura don Tomás Murillo, a Pepe Fernández, a don Remigio el maestro y a Juan Pantaleón. El rumor de sus diálogos era el eco indagador, impaciente y sanguinario de todo el pueblo, para quien la operación de don Higinio empezaba a tener el interés de una pena capital.
«Son ellos —pensaba el héroe—, los desocupados, los curiosos, los sedientos de emociones bárbaras, que vienen a indagar el día de mi ejecución...».
Por la tarde sus dolores arreciaron y pidió a grandes voces un papelillo de salicilato. Después, aliviado instantáneamente, se durmió. Al despertar, sorprendiose de ver a doña Emilia y a Teresita arrodilladas cada una a un lado del lecho.
—¿Qué hacéis ahí?...
Ellas cogieron las manos del héroe, y muy despacio y con mucho amor empezaron a besárselas. Según dijeron, hacía largo rato que estaban allí.
—Queremos —murmuró Teresita— pedirte un favor; Emilia te lo dirá; yo no me atrevo...
Doña Emilia interrumpió a su hermana:
—Se lo decimos las dos; es lo convenido.
—Bueno..., pues..., ¡las dos!...
Y, casi a la vez, clavando en los ojos de Perea los suyos implorantes y mojados en llanto copiosísimo:
—Es preciso que te dejes operar —balbucearon—; es preciso...
El enfermo ni siquiera tuvo fuerzas para asustarse; desfallecido, abúlico, murmuró:
—Pero, ¿será posible que vosotras también creáis en eso?...
—Nosotras, sí; ¡ya lo creo!...
—¿Por qué?
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—Lo ha dicho don Gregorio; lo dice todo el mundo.
—Pero es que don Gregorio, que no es ninguna notabilidad, puede equivocarse; vosotras sabéis que su especialidad es equivocarse... ¿Y si lo que tengo fuese reúma?...
Doña Emilia, sin cesar de besar la mano de su marido, replicó:
—Es que la opinión de don Gregorio es la de todas las personas con quienes hemos hablado: el notario, Julio Cenén, Gutiérrez, don Tomás... piensan lo mismo. No hay tal reúma. Don Cándido y su mujer, cuando fui a comprar anoche los salicilatos, exclamaron: «Todas estas son tonterías y ganas de perder el tiempo; mientras Higinio no se resuelva a extraerse la bala irá de mal en peor».
Perea se atusaba el bigote lentamente, la vista puesta en el techo, inmóvil, impasible, con la gravedad triste del reo que está oyendo leer su sentencia.
—¡Eso cree don Cándido! —murmuró.
Bebiéndose las lágrimas, prosiguió doña Emilia:
—Nosotras, en nombre de todos, venimos a rogarte que te decidas a la operación. No tengas miedo, Higinio mío, no tengas miedo. Dios querrá salvar tu vida; nosotras hemos rezado mucho por ti y seguiremos orando día y noche hasta verte sano y alegre. ¿Tú serás valiente, verdad?... A tu lado estaremos todos. Dicen don Gregorio y don Cándido que la hinchazón del vientre es un principio de peritonitis, y que si aumenta será imposible curarte y morirás rabiando. ¡Morir!... ¡Por Dios! ¡Yo no quiero verte morir!... ¡Muera yo antes mil veces, le pido a la Virgen!...
El raudal de sus lágrimas se desató de modo que la impidió seguir hablando. Hundió el rostro en el lecho, y agotada, dejose caer sobre los talones; sus pobres hombros temblaban convulsos de dolor. Teresita, fijos en su cuñado los ojos afligidos y humildes, repetía:
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—Higinio..., ya ves..., necesitas decidirte...; tú no has sido malo, Dios no te abandonará...
En aquel momento apareció Carmen; su madre levantó la cabeza.
—¿Has escrito a tus hermanos? —preguntó.
—No, ¿para qué?... Hasta no saber lo que papá resuelve...
Acercose a este y en las mejillas y sobre la frente diole muchos besos.
—Sí, papaíto...
Y continuaba besándole:
—Papaíto de mi alma, papá valiente..., es necesario que te operes...
El vencedor de la Grande Jatte sintió una torva, colosal, indescriptible angustia; la misma congoja que Julio César experimentaría cuando Bruto, su hijo, alzó su cuchillo contra él. Al principio creyó que únicamente sus amigos del Casino querían verle operar y no se asustó.
«Mi familia —reflexionaba— no puede consentir ese dislate, y el sacrificio, aunque yo adopte una actitud de heroica pasividad, no se llevará a efecto».
El malpocado no supuso que la terrible fuerza invasora de la opinión penetraría en su hogar, y, rápidamente, una a una, ganaría todas las voluntades. Ahora eran su cuñada, su mujer, su hija, las que de rodillas pedían su muerte. La mentira trágica, elaborada, madurada espaciosamente a lo largo de los años, de pronto florecía y sus frutos prometían ser de sangre.
«Me mata la opinión» —pensó.
Después, según sus ideas se coordinaban en la agitación grimosa de su espíritu, fue reconociendo el modo admirable que su invención tuvo de ir plasmándose y cobrando validez sustantiva. El marido de Leopoldina, aquel míster Ruch a quien él tanto había afrentado y groseramente vilipendiado a los ojos dep. 363 todo un pueblo, ahora, de súbito, parecía surgir de su tumba de la isla del Sena para exigirle cuentas crueles de sus acciones y palabras. ¡Oh, milagro!... Como los hombres, al morir, se truecan en ideas, en recuerdos, ¿será cierto que, de igual modo, las supercherías, vividas intensamente, se conviertan en realidad?... ¿Luego lo objetivo no existe sin nosotros?... ¿Luego los nominalistas, discípulos de Abelardo, tienen razón?...
«Es el holandés, mi enemigo —repetía don Higinio—, quien al fin me vence, y la puñalada que yo dije haberle dado en el corazón, me la asesta él a mí en el vientre con el bisturí de don Gregorio».
Perea lanzó un grito de cólera; sus energías se sublevaron; ¡no quería morir!... y bajo su bigote sus labios se abrieron trémulos, lívidos, dispuestos a declarar la verdad. Pero en aquel instante mismo su orgullo y su valentía reaccionaron, y nada dijo.
Las tres mujeres se habían levantado con una gran vehemencia de ufanía, creyendo que, al cabo, el enfermo accedía a sus ruegos. Don Higinio manteníase inmóvil, los ojos medio cerrados, meditando. Su espíritu griego, su alma noble enamorada de lo bello, pensaba:
«Nada importa morir, si se muere bien...».
Súbitamente sus anchas pupilas azules se iluminaron; bajo los párpados que acababan de levantarse con brusco alborozo, la divina ilusión renacía. La ciencia aún podía salvarle; la ciencia, representada por unos cuantos médicos doctos, comprendería que su mal era reumático y no consentiría que la infamia de abrirle el vientre, como a un marrano, se consumase, y así él, pese a todo, libraría su prestigio. En esto estaban el honor y la vida.
—Yo me dejo operar —dijo—; pero, como no me fío de don Gregorio, necesito que haya junta de médicos. Podéis avisar, desde luego, a don Salvador López,p. 364 que vive en Almodóvar, y al doctor Regatos, de Ciudad Real, y a otro más, si queréis... Decidles que vengan en seguida, porque el caso urge, y lo que ellos decidan eso haré.
Y agregó, esperanzado y alegre:
—Ahora, por lo pronto, ponedme otro emplasto de linaza y dejadme dormir.
Cuando estuvo solo experimentó una satisfacción tan honda y subidísima que le movió a risa. Aquella reunión de médicos no le costaría menos de dos mil quinientas a tres mil pesetas; pero la vida y la honra, ¿no valían mucho más?... El doctor Regatos, especialmente, uno de los médicos más notables de la provincia, no podía equivocarse como don Gregorio; el sabio doctor le reconocería, vería que era un artrítico crónico, y, convencido de que la bala del holandés no se había movido, le curaría de suerte que ni su historia ni su piel padeciesen merma ninguna.
Por la tarde recibió don Higinio la visita del cura. El pobre don Tomás estaba ya muy viejo, y sobre la raída negrura de su balandrán, su cabeza lívida, en la que parecía no quedar ni un glóbulo de sangre, tenía un melancólico temblor de ancianidad.
—Yo creía —dijo al entrar— que le operaban a usted hoy.
Cuando supo que habría junta de médicos demostró alegrarse; antes de lanzarse a una operación grave, siempre era prudente oír el parecer de buenos profesores. Su voz dulce, indulgente, acariciadora, con monotonía de oración, producía en el héroe una cristiana laxitud, una especie de suave y humilde indiferencia hacia todo. Cuando el cura se levantó para marcharse, don Higinio le estrechó la mano con rudeza optimista.
—Todavía —exclamó— no pienso morir; además, yo sé que un instante de contricción basta a lavar las culpas de toda una vida.
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—Así es, como usted dice —repuso Murillo—; pero también muchas veces la muerte suele herirnos sin avisarnos, por lo cual debemos llevar siempre el alma lo más limpia que nuestra carnal flaqueza lo permita.
El siguiente día lo pasó don Higinio lamentándose, y al atardecer sus dolores arreciaron con tal furia que fue necesario aplicarle una inyección de morfina. Por la noche llegaron de Ciudad Real sus hijos Anselmo y Joaquín, a quienes la brusca dolencia y gravedad de su padre había impresionado terriblemente. Don Higinio, entre sueños, les sentía voltejear alrededor del lecho, discutiendo en voz baja lo que debían hacer, y las palabras «operación», «bala» y «peritonitis» resonaban a cada momento en sus oídos. También el nombre de don Gregorio era repetido porfiadamente, como el leitmotiv de aquella pesadilla. Amodorrado por la morfina, el enfermo no podía hablar, pero aunque de manera confusa de casi todo se daba cuenta. Pasos tácitos de mujer susurraban en la quietud del dormitorio, y el roce de las faldas sobre el solado y el ruidito, apenas perceptible, con que manos cuidadosas cerraban o abrían la puerta de la habitación.
A la mañana siguiente doña Emilia recibió un telegrama del doctor Regatos, donde este anunciaba su llegada al otro día por la noche. Anselmo y Joaquín se indignaron; las celebridades gustan de la lentitud porque es teatral; debían buscar otro médico. Pero don Higinio se opuso terminantemente: él podía esperar; dentro de la reconocida gravedad de su estado, se hallaba bien y no tenía prisa...
Teresita se acercó a su cuñado y con mucho misterio:
—Ahí está Gasparito, que quiere verte.
—¡Ah!... ¿Gasparito?... ¡Pues, que entre Gasparito!...
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Y sonrió, considerando su situación para con aquel muchacho cuya paternidad le atribuían. Doña Emilia y sus hijos se retiraron discretamente; sus almas buenas, allá en lo más arcano compadecían el dolor del bastardo.
Gasparito se acercó a su padrino, a quien no veía desde muchos meses atrás, y con toda unción y respeto le besó la mano. Sus ojos gitanos, negros, grandes y luminosos, tenían huellas recientes de haber llorado.
—En Manzanares supe lo de la operación —dijo— y quise verle a usted antes.
—¿Por si me moría, verdad?...
—Padrino..., ¡no es que vaya usted a morirse!... ¡No lo permita Dios!... Pero, vamos, que el abrirle a un hombre la barriga siempre es grave.
—¿Y tu madre?
—Buena está, gracias. Fue ella, la pobre vieja, quien me dio la noticia; y dos velas le tiene ofrecidas a San Antonio, que estarán ardiendo hasta que usted se cure y volvamos a verle en la calle...
¡Dos velas!... ¡Como si no bastasen los hábitos de Nuestra Señora del Carmen vestidos por doña Emilia y Teresita!... Pero, ¿por qué rara asociación el cielo se levantaba también en contra de don Higinio? Luego, Perea, según reparaba en Gasparito, tan lindo, tan pinturero, con su piel de bronce, el ébano de sus aladares y la mucha gracia de su cuerpo ágil y vibrante, meditaba:
«¿De dónde habrá sacado la gente que este chiquillo es hijo mío?...».
Tras unos momentos de conversación, Gasparito pidió permiso para marcharse.
—Bueno, padrino; yo tengo que hacer en Manzanares; pero no me voy de aquí hasta saber lo que los médicos dicen de usted.
—Gracias, hombre.
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—Ya sé que don Salvador, el médico de Almodóvar, y el de Argamasilla, don Fidel Aranda, han venido; el único que falta es el doctor Regatos, que llegará mañana.
Don Higinio se sorprendía; él, a pesar de su condición de enfermo, estaba menos informado que el hijo de la señora Indalecia. Pero, ¿qué prodigiosas condiciones ecoicas tienen los pueblos que todo, aun lo más secreto, resuena y se vulgariza en seguida?...
Gasparito no se había equivocado; los médicos de Argamasilla y de Almodóvar se hallaban, efectivamente, en Serranillas desde hacía algunas horas.
Los dos, apenas echaron pie a tierra en la estación, sin avisarse y dóciles al espíritu de solidaridad, encamináronse a casa de Hernández. Necesitaban informarse del caso que iban a diagnosticar y querían conocer la opinión del médico de cabecera. Cuando llegaron al domicilio de don Gregorio, este y su mujer, que terminaban de almorzar, les invitaron a café. La dolencia que afligía a don Higinio sirvió de sobremesa. Tanto don Fidel Aranda, como don Salvador, sabían, desde muy antiguo, la historia del duelo habido entre Perea y un holandés en una isla del Sena, y esto les ayudó a ponerse de acuerdo en seguida. Eran dos pequeños espíritus oscuros, eclécticos, incapaces de comprometerse en una discusión.
—Pues, entonces —exclamó don Gregorio—, no necesitamos hablar mucho; la bala, que, según mis cálculos, permaneció incrustada años y años en el cuerpo de la décima vértebra, se ha desprendido y va desgarrando las membranas abdominales.
Don Fidel Aranda asintió:
—Perfectamente.
Y don Salvador López:
—Es claro...
Don Gregorio prosiguió:
—La bala entró por debajo de la apófisis xifoides yp. 368 probablemente sin tocarla, y como el agresor era un hombre muy alto, el proyectil siguió en el vientre de nuestro amigo un plano descendente. Por fortuna no rompió ninguna asa intestinal, y así, en menos de dos semanas, la herida se cerró. Ya le reconocerán ustedes. A mi juicio, queridos compañeros, el pobre Perea se halla amenazado de una peritonitis; él dice que sufre un ataque de reúma visceral, pero me parece que no es sincero: la verdad es que tiene miedo a operarse.
Don Salvador preguntó:
—¿Es cardíaco, tal vez?
—Ahí está la dificultad; sí, señor; es cardíaco. Perea es un hombre que ha abusado mucho de su corazón y muere de él.
Doña Lucía, presente a la conversación, masculló un largo suspiro lleno de recuerdos. Su marido continuó:
—De consiguiente, la disyuntiva que se ofrece a nuestra consideración es delicadísima; el paciente, ni puede tomar el cloroformo, ni puede tampoco, según mi modesto parecer, dejar de operarse. Su vida, como ven ustedes, se halla suspendida entre dos desenlaces fatales: o muere de peritonitis, o muere del corazón...
Tanto don Fidel Aranda como don Salvador López hacían lentos y graves signos afirmativos, hallando todas las razones aportadas por su compañero al diagnóstico de una claridad meridiana. Era la solidaridad criminal de muchos médicos que se abstienen de defender seriamente la vida de un enfermo por no contradecirse. ¡Infeliz don Higinio! A partir de aquel momento, ni don Salvador ni don Fidel sabrían servirse de su ciencia; no verían, no oirían; las palabras de don Gregorio, ahorrándoles el trabajo de formarse personalmente una opinión, gravitarían inexorables sobre sus sentidos como una venda. Todosp. 369 parecían encantados de haberse puesto de acuerdo tan pronto.
—Veremos —observó don Fidel— lo que dice mañana el doctor Regatos, aunque estoy cierto de que no tendrá nada que añadir ni quitar a lo expuesto por nuestro colega.
Cuando terminaron de beber el café se marcharon al Casino, y muy bien abrigados, porque hacía frío. Durante el trayecto, don Salvador López expuso una duda:
—¿La operación la hará usted, don Gregorio?
—Hombre... ¡es lo lógico!, puesto que el médico de cabecera soy yo; pero pienso cederle mis derechos al doctor Regatos, y creo que a nadie ha de parecerle mal.
Don Fidel Aranda ratificó gravemente:
—No, señor, al contrario; todos sabemos lo mucho que vale el doctor Regatos.
Don Salvador López añadió, comedido:
—Ha pensado usted muy bien, amigo Hernández; usted es como se debe ser.
A la tarde siguiente don Gregorio Hernández, don Fidel y don Salvador fueron a la estación a recibir al doctor Regatos, que venía de Ciudad Real en el tren de las siete y cuarenta y tres. Efectivamente, llegó. Era un hombre cincuentón, lucio y alto, muy pulcro y apersonado, y de poca conversación, lo que le daba esa importancia que a todo, aun a lo más trivial, infunde el silencio. Envarado, tieso, reflexivo, tras sus lentes de oro, parecía un buen señor provinciano en el momento de retratarse. Don Gregorio, que le conocía, le presentó a sus compañeros, y juntos los cuatro se dirigieron al domicilio de Perea. La gente, al verles pasar, comentaba:
—Son los médicos que van a operar a don Higinio...
Al cruzar la plaza, Pepe Fernández les salió al encuentro;p. 370 don Gregorio le presentó a sus colegas. El modesto director de El Faro miraba respetuosamente a la eminencia médica de Ciudad Real, cuya gravedad y sobrada estatura se imponían a todos. Sacó el último número de su periódico.
—Aquí hablo de ustedes...
Don Fidel y don Salvador, muy agradecidos, se apresuraron a leer en voz alta:
«Uno de estos días será operado en el vientre nuestro gran amigo don Higinio Perea, una de las figuras más conspicuas de la provincia. Dirigirá la operación, probablemente, el insigne doctor don Servando Regatos, gloria de la ciencia contemporánea, y los distinguidos médicos señores Hernández, Aranda y López.
»De todo corazón celebraremos el pronto restablecimiento del ilustre enfermo».
Las cejas del profesor de Ciudad Real tuvieron un leve temblor de aprobación y Pepe Fernández, satisfecho, se despidió.
El doctor Regatos había oído hablar diferentes veces de Perea como de uno de los hombres más acaudalados de Serranillas, pero ignoraba detalles de su vida. Quiso que sus compañeros le diesen algunos pormenores relativos a la constitución, costumbres, idiosincrasia y antecedentes patogénicos del enfermo.
—Nada sé —exclamó—; vengo a oscuras; únicamente creo que será indispensable operar a ese señor...
Don Gregorio tomó la palabra, y con la vehemencia y rudeza de voz en él habituales, comenzó su diagnóstico. De los progenitores gotosos o artríticos de Perea casi no habló, para antes llegar a la desordenada vida de don Higinio en París. Describió con pasmosa viveza de imaginación la lucha en la isla de la Grande Jatte, la corpulencia del holandés, la actitud en que don Higinio debía de hallarse al ser herido,p. 371 y cuantas veces se interrumpía para respirar, don Salvador López y don Fidel Aranda hacían con la cabeza signos de aprobación, y el doctor Regatos, hermético y decorativo, murmuraba:
—Perfectamente; siga usted...
Hernández habló de cómo el proyectil, a consecuencia sin duda de algún esfuerzo, se había desarraigado del hueso donde estuvo preso, y de las gravísimas dilaceraciones, seguidas de tumefacción y de terribles dolores, que su descenso iba causando. Entonces explicó la pericarditis de don Higinio: esto era lo peor; si le operaban, ¿cómo rajarle el vientre sin darle cloroformo? Y si le cloroformizaban, ¿no era exponerse a matarle deteniéndole el corazón?...
Como un eco de la opinión, de la pública opinión, imbécil y perezosa, que raras veces se molesta en examinar la falsedad o certidumbre de lo que oye decir, el doctor Regatos repetía:
—Perfectamente; muy bien; prosiga usted...
Esta conversación ligera bastó a su conciencia: cuando los cuatro médicos llegaron al domicilio de Perea, el famoso profesor de Ciudad Real estaba tan convencido como el mismo Hernández de que don Higinio tenía una bala en el cuerpo. De una parte la sugestión del criterio rotundo, unánime, sin el menor resquicio abierto a la duda, de sus compañeros, y de otra su orgullo profesional, su vanidad y también su interés de realizar una operación que acrecentase su fama, y de la cual, tanto por su propio mérito como por la importancia del enfermo, seguramente hablarían los periódicos, fueron los motivos que afirmaron en su espíritu la convicción y la resolución inexorables de abrirle a don Higinio el abdomen.
Al verles aparecer, el héroe de la Grande Jatte experimentó un gran alivio. La opinión que le condenaba a muerte, podía, por razones sentimentales,p. 372 ofuscar el buen juicio de su mujer y de sus hijos; pero en modo alguno nublaría el hondo, ecuánime y altísimo discurso de la ciencia; la ciencia no se equivoca tan fácilmente, ni a ella alcanzan las inanes chismografías del vulgo.
Inmediatamente los cuatro profesores se dispusieron a reconocer al enfermo. Este fue colocado en posición decúbito supino y con una almohada bajo los riñones para poner bien de relieve su vientre hinchado. Se trajeron más luces: doña Emilia, Teresita, Anselmo, Joaquín, Carmen y su marido estaban allí, formando alrededor del lecho un medio círculo palpitante y ansioso.
El doctor Regatos comenzó el examen: sus dedos ágiles, a intervalos se hundían en el abdomen redondo, casi caricaturesco, del héroe. Perea se quejaba, y a veces sus sufrimientos eran tan agudos que necesitaba morder la almohada para no prorrumpir en lamentos.
—¿Le duele a usted aquí?
—Sí, señor.
—¿Y aquí?
—También.
—¿Y aquí?... ¿Eh?... Aquí le dolerá a usted mucho más.
—¡Ay!... Sí, señor... ¡Ay!... ¡Mucho más!...
El suplicio le había bañado la frente en sudor; pero callaba, sostenido siempre por su bello deseo de quedar bien. El doctor Regatos, sin cesar de oprimirle la barriga con una mano, le puso la otra sobre el sacro. Perea dio un grito; el reúma parecía despedazarle las entrañas; iba a hablar...
El doctor Regatos le dejó, y con un estetoscopio, parsimoniosamente, le auscultó el corazón. Todos callaban. El paciente miraba despavorido a su alrededor, asombrándose de la lividez de los rostros, tan inmóviles y exangües, que casi se perdían en la granp. 373 blancura de la pared. Era una escena de inquisición o de hospital.
«Yo creo —pensaba el héroe— que Rembrandt ha pintado algo así...».
Don Gregorio señaló con un gesto la cicatriz que Perea, siendo muchacho, se produjo en el pecho con un cristal. Aparecía a la altura del cartílago xifoides y pintaba una especie de hendedura blanca bajo el espeso vello canoso que cubría el tórax.
—Ahí tenemos el orificio de entrada del proyectil.
El doctor Regatos repuso secamente, molestado por la inutilidad de la observación:
—Ya lo he visto.
Acercose para ver mejor y tuvo un movimiento de extrañeza.
—¿Esta es la herida?
—Sí, señor.
El profesor de Ciudad Real pareció muy sorprendido.
—Esta no es una herida de bala.
Quitose los lentes, que limpió detenidamente con su pañuelo; se los volvió a poner; la luz le daba en los ojos y tenía que contraer los párpados para mirar. Don Fidel y don Salvador, muy asombrados, miraban a Hernández.
En aquel momento el espíritu extravagante y bizarro de don Higinio reaccionó: él, que poco antes estuvo abocado a decir la verdad, había sentido el terror de que su mentira se descubriese. En las pupilas de su mujer, de su cuñada, de sus hijos y de su yerno, creía haber visto un reflejo de duda, una vacilación que envolvía la esperanza de que todo iba a resolverse satisfactoriamente y de pronto, como se solucionan en los melodramas los peores conflictos, y en aquella ilusión parecía latir también un suave menosprecio. Por segunda vez las sienes del héroe se cubrieron de sudor; mas no por obra afeblecedora delp. 374 miedo, sino por exacerbada exaltación de su orgullo. Prefería morir mil veces a confesar. Sin darle tiempo a Regatos de formarse una opinión, exclamó:
—Sí, doctor; nuestro amigo Hernández ha dicho bien; la cicatriz del balazo es esa.
El testimonio del enfermo era tan incontrovertible, que Regatos no supo qué argüir. Inmediatamente cambió de criterio; sus vacilaciones se aclararon; sin duda por la situación en que se hallaba, de cara a la luz, no había visto bien...
Sus dedos, sin embargo, tocaban y resobaban desconfiados la cicatriz. Buscaba una explicación.
—El revólver —dijo— sería de muy poco calibre.
Don Higinio repuso:
—Verdaderamente, no lo sé..., no recuerdo... Pero, sí; indudablemente era pequeño.
Este detalle ajaba un poco la importancia de su aventura; pero necesitaba ceder algo para colocarse en aquel término medio donde lo real y lo fantástico se mezclan; y sobre todo, él no podía haber obligado a míster Ruch a tirarle con un revólver de reglamento.
—El proyectil —añadió—, según el dictamen del médico que me asistió, era muy delgado; su diámetro sería la mitad del de un cigarrillo susini. ¡Casi nada!... ¡Y ha pasado desde entonces tanto tiempo!...
Al ver convencido al doctor Regatos, su calma renació. Nuevamente dominaba la situación; era el protagonista, el héroe. ¿Pero este éxito no iba a costarle demasiado caro?... Volvió a temblar. Ahora medía el abismo que la opinión puso bajo sus pies; era el mismo donde Luisa Soucy, la camarera del hotel de los Alpes, halló la muerte.
—El volumen del proyectil —declaró Regatos quitándose los lentes— no influye notablemente en el proceso del mal: lo importante es que exista.
Hernández, que si renunciaba a la gloria de la operación,p. 375 quería recabar para sí todo el mérito del diagnóstico, aprovechó el momento de silencio que siguió a estas palabras para decir:
—La línea seguida por la bala es terminante...
—Perfectamente clara —contestó el profesor de Ciudad Real.
—Una línea descendente, con horadación del peritoneo...
—Eso es.
—Y de los músculos que constituyen el cinturón abdominal.
—Muy bien.
—Hasta detenerse en el cuerpo de la décima vértebra.
—Exacto.
—Luego, desprendimiento del proyectil, seguido de dilaceraciones, tumefacción general, entorpecimientos en las funciones renales...
—Exacto, de acuerdo.
Don Gregorio Hernández no pudo reprimir una sonrisa satisfecha que mortificó a don Fidel y a don Salvador, celosos en aquel momento del triunfo alcanzado por el médico de Serranillas.
—Celebro —exclamó don Gregorio— que un compañero tan eminente como usted sea de mi opinión.
Nadie hablaba. Don Higinio estaba abobado, sin saber qué decir; le parecía soñar y llegó a preguntarse si su lance con el holandés del hotel de los Alpes no sería cierto. ¿Por qué no? Los hechos son reales cuando todo el mundo cree en ellos y los dice. Quiso hablar algo y no pudo. De su cabeza las ideas habían huido como avecillas asustadas; su voluntad, su memoria, su pensamiento, estaban rotos; se buscaba y no se reconocía; jamás, dentro de ninguna conciencia, hubo un vacío igual.
En el silencio de la habitación se percibía, semejante a un susurro, el llanto contenido de las mujeres.p. 376 Reposadamente, con lentitud autoritaria y fría, el doctor Regatos, en quien todas las miradas estaban puestas, habló, y su voz fue cortante, implacable, como la del fiscal que se levanta a pedir una pena de muerte.
—Hay que operar —dijo.
Y luego, dirigiéndose a don Higinio, ratificó:
—Hay que operarle a usted.
Idiotizado por el miedo, el héroe de la Grande Jatte, repitió:
—Hay que operarme...
—Sí, señor... Esto, claro es, si usted se decide a ello, porque, dada su condición de cardíaco, no he de ocultarle a usted que el caso es muy grave.
Don Higinio, a quien acababan de quitarle la almohada que tuvo bajo los riñones durante el reconocimiento, había vuelto a hundirse en el lecho con los párpados cerrados, yerto, blanco, como un cadáver dentro de su caja.
Transcurridos los momentos que juzgó necesarios para que el paciente se serenase, el doctor Regatos preguntó:
—Entonces ¿qué hacemos?...
Perea no contestó. La voz tonante de don Gregorio repitió la pregunta:
—¿Operamos?... ¡Hay que tener valor, canastos!...
Y después, en tono chancero:
—El trago, realmente, es duro.
Pero el héroe no se movía; a no ser porque respiraba, hubiéranle creído muerto. A su vez, doña Emilia le interpeló sollozante:
—Higinio... ¿no me oyes?...
Anselmo y Joaquín se acercaron, un poco inmutados por aquel silencio que parecía un síncope:
—Papá..., papá..., oye... ¿qué tienes?...
Entre don Fidel y don Salvador incorporaron al paciente, y Hernández le dio a beber un poco de agua con azahar. Don Higinio abrió los ojos.
p. 377
—¿Qué, está usted mejor?... —preguntó Regatos.
—Sí, sí...
—¿Fue un mareo, verdad?...
—Sí, un mareo; ya pasó...
Miró a su alrededor y se acordó de todo, y le ayudó a recobrarse aquel perenne deseo de belleza y de heroísmo que ardía en él.
—Perdonen ustedes —murmuró—; decían que si me operaba, ¿verdad?... Bien; pues..., mañana les contestaré...; mañana..., necesito pensar..., ahora no puedo...
Y de nuevo, desfallecido, agotado, cerró los párpados.
Al marcharse, el doctor Regatos llamó a doña Emilia y a sus hijos:
—Como la respuesta del enfermo —dijo— indudablemente será afirmativa, conviene que esta noche todo quede dispuesto para la operación. Aquí mis compañeros indicarán a ustedes lo que debe hacerse; yo, con permiso de todos, me voy a dormir.
Don Higinio, apenas comprendió que los médicos se habían marchado, llamó a su mujer, y con grande y enternecido amor la abrazó y besó.
—Puedes acostarte —la dijo—, duerme tranquila; esta noche no necesito nada... ¡Pobre Emilia mía!... Mañana a estas horas, probablemente, tampoco necesitaré nada...
Tenía unos terribles, sofocadores, deseos de llorar y de confesar su pueril mentira: una, dos, muchas veces... fue a hacerlo; pero siempre el orgullo que hace a Satán invencible, el orgullo que resiste a la muerte, se lo impidió. ¡No, no hablaría! Aunque con tenazas le partiesen los huesos y a túrdigas le arrancasen las entrañas, ¡no hablaría!...
Doña Emilia intentó darle una friega de alcohol, pero él rehusó; con un papelillo de salicilato tenía bastante.
p. 378
Preguntó:
—Me han dicho que El Faro habla de mí, ¿es cierto? Dámelo.
Leyó el suelto que anunciaba su operación, impávido. A lo largo de los años, por aquel periódico habían ido pasando los hechos más culminantes de su vida humilde: su viaje a París, su regreso...
«Mi esquela mortuoria —pensó— también aparecerá en él».
Después miró a su mujer.
—Quiero que descanses; acuéstate. Yo estoy muy fatigado y deseo dormir.
¡Dormir! Lo que Perea sentía era una grandísima necesidad de hallarse solo ante sí mismo. Dentro de su alma, sus facultades y sus pasiones sostenían discusión reñidísima, y sus actitudes eran tan desemejantes y rotundas, que el desdichado oía distintamente cuanto iban diciendo unas y otras. La imaginación se alebraba y reducía, lívida de terror, bajo el ademán acusador de la conciencia, que preguntaba: «Imbécil, ¿qué hiciste? Cascabelera maldita, ¿no comprendes que por tu culpa vamos a morir?...». Y la razón añadía: «Ha llegado el momento triste de vulgarizarse diciendo la verdad». Pero inmediatamente, sofocando esta voz de cordura, el orgullo, la vanidad y la soberbia, los tres grandes impulsos demoníacos del alma, se alzaban en un grito unánime de rebeldía: «No se debe ceder. ¿Por qué ceder, cuando las hieles de la muerte serían menos amargas que la vergüenza de la verdad?...».
Don Higinio se sentía aislado; más aislado, solitario y desasido de todo que nunca; su mentira se había divulgado y compenetrado con la realidad de modo tal, que dejó de ser abstracción y ensueño para mudarse en historia, y agigantándose habló por las lenguas innumerables de la opinión y fue ciencia también. EL mundo objetivo no existe mientras faltep. 379 un sujeto capaz de conocerlo, como no existe el sol para los ciegos de nacimiento; y así, las verdades no son tales verdades en tanto nadie cree en ellas. Por lo mismo, necesario era admitir que el galán del hotel de los Alpes había recibido un balazo, puesto que millares de personas primero, y más tarde su familia y últimamente la ciencia, lo aseguraban. Claro es que él solo podía más que todos juntos, y de allanarse a reconocer y proclamar su mentira le sería fácil cambiar su situación radicalmente; pero, ¿valía su vida un sacrificio así?... Él, apenas refirió su aventura con míster Ruch, dejó de ser don Higinio Perea para convertirse en otro hombre: aquel tipo aventurero que su esforzado corazón, desde que empezó a latir, llevaba dentro. Ahora bien: ¿era justo que el primer carácter, pacato, amorfo y vulgar, se impusiera al segundo lleno de relieve y de color?...
«Si confieso mi superchería —pensaba— viviré sin honra y en perpetuo ridículo; callando, nadie dudará de mí, pues no abundan los hombres capaces de llevar su vanidad tan adelante, y si la bala no aparece, el público lo achacará, no a que fuese invención mía, sino a la ineptitud de mis operadores que no supieron descubrirla».
Solo la maravilla de la muerte puede realizar ante la opinión el escamoteo de convertir lo irrisorio en triunfo, admiración e inmortalidad.
¡No, no hablaría! El que, por estética, durante tantos años, mantuvo incólume el prestigio eminente de su valor, no echaría jamás sobre la gallardía de su leyenda el baldón de un gesto cobarde. Una muerte heroica basta a dignificar la vida más llena de pusilánimes claudicaciones y renunciamientos; y asimismo el militar, por muchas cruces que lleve en el pecho, las deshonra todas si fuese a la muerte temblando: que tal es la augusta majestad de ese instante, que él solo basta a extender ejecutorias definitivasp. 380 de temeridad o de cobardía. Como en los sonetos el último verso, así en la vida de cada hombre el postrer ademán debe ser el mejor. ¡No; el héroe de la Grande Jatte no hablaría! Aunque los grandes dolores son refractarios a la mentira, y esta es la eficacia que tiene la tortura para arrancar, aun a los caracteres más fuertes, la verdad que no quieren decir, el admirable don Higinio sentíase capaz de afrontar el supremo peligro sin desplegar los labios. Daría lo poco que era por lo mucho que hubiese querido ser, y su caída igualaría en belleza arrogante a la de un gladiador. A última hora la sangre guerrera y artista de los Alcañiz triunfaba. ¿No pertenecía él a aquella estirpe caudal que seguramente contaba con más de un antepasado muerto en el rescate del Santo Sepulcro?... Sí; él era valiente; ahora lo veía claro, y esta seguridad le aliviaba y reparaba con las savias excelsas del orgullo satisfecho. Lucano abriéndose las venas o Sócrates bebiendo la cicuta, eran menos grandes que él tomando voluntariamente el cloroformo. Sucumbiría hermosamente, adorado, reverenciado, envidiado de muchos, tal vez; y al cerrar los párpados procuraría que el terrible anestésico dejase sobre sus labios una sonrisa. En su caso, ¿qué noble caballero templario hubiese sido capaz de ir más lejos?...
Apenas esta resolución medró en su ánimo, cuando sintiose poseído de una honda, jugosa y balsámica ecuanimidad. Las dudas que hasta allí le atormentaron se dispersaban como hojas secas barridas por un gran soplo de viento, y las horas de vida que aún le restaban componían a los ojos de su conciencia una especie de breve camino, llano, recto y glorioso. El alma de Perea miró a su alrededor: sus negocios marchaban prósperamente; su testamento estaba hecho; de consiguiente, nada inconcluso quedaba tras sí. ¡Morir! ¡Bah!... ¡Ningún hombre despuésp. 381 de cumplir los cincuenta años, y máxime si se halla enfermo del corazón, debe sentir miedo a la muerte!... Ciertamente le mortificaba la idea de separarse tan pronto de los seres que le eran queridos; pero aquel momento duraba segundos nada más. Don Higinio se acordaba de cuando se despidió de todos los suyos para irse a París. Algo así sería la muerte. Nada... Pensó en doña Emilia y en doña Lucía, las dos únicas mujeres que le amaron desinteresadamente; pensó en sus hijos, ya hombres, en quienes dejaría una impresión imborrable de heroísmo; en Higinín, su nieto, que aprendería sobre el regazo de su madre la historia bizarra y galante del abuelo...
También se acordó de don Gregorio, de don Cándido, de Gutiérrez, de Julio Cenén, del notario Arribas, de don Tomás, de Juan Pantaleón..., de todos aquellos centenares de personas, en fin, que de saber la verdad le hubiesen despreciado. Pues, ¿y el doctor Regatos? ¿Y don Fidel? ¿Y don Salvador?... Por el espíritu de don Higinio, a quien la idea de morir iba ennobleciendo, pasó la temeridad de una ironía. Pensó:
«¡Cómo voy a burlarme de ellos!...».
A la mañana siguiente, en presencia de su familia y de los cuatro médicos que le asistían, declaró tranquilamente que deseaba ser operado. Preguntáronle si quería confesar y recibir los últimos Sacramentos, y contestó negativamente. Solo tuvo un capricho:
—Si muero —dijo— ruego que mi cadáver sea envuelto en una bandera francesa.
La serenidad de sus ojos y la dulzura desdeñosa de sus palabras y sonrisas a todos sorprendía. Ni siquiera se quejaba de dolores. Parecía otro hombre. Únicamente cierta desacostumbrada palidez que había en sus mejillas delataba la existencia de alguna fuerte y arcana emoción.
El doctor Regatos dispuso que la mesa del comedor,p. 382 que era grande y sólida, fuese trasladada al dormitorio, donde había bastante luz, y cubierta por una sábana sirviese para la operación. Don Higinio, desde su lecho, lo observaba todo: vio los cubos donde su sangre había de ser recogida, las largas vendas yodoformizadas y los paquetes de algodón hidrófilo enviados por don Cándido. Vio también el frasco de cloroformo, esa combinación admirable de cloro y de clorhidrato de metileno con que un hombre piadoso, Simpson, en una sola batalla, derrotó al dolor; y el brillo acerado de los bisturíes, y las pinzas que detienen la hemorragia de las arterias y las agujas y los hilos de platino con que más tarde los bordes de su herida serían cerrados. Todo lo atisbaba el héroe y de nada parecía asombrado ni temeroso.
Los médicos se habían disfrazado con largos delantales blancos y limpísimos. Hernández era el encargado de administrar el cloroformo; don Fidel y don Salvador ayudarían al doctor Regatos, alargándole los objetos que este fuera necesitando en el transcurso de la operación.
Como la mañana era fría, trajeron un buen brasero. El doctor Regatos había dicho:
—Conviene que la temperatura de la habitación sea bastante alta.
Don Higinio, indiferente a todo, fumaba un cigarrillo. El doctor Regatos le invitó a no fumar; era necesario que la atmósfera estuviese lo más limpia posible. Perea sonrió y no hizo caso.
—Me parece —dijo— que de cuantos estamos aquí yo soy el más sereno.
Su pulso, efectivamente, era tranquilo. Oyó vibrar la campanilla de la calle y quiso saber quién había llamado. Le contestaron:
—Es el cartero.
—¿Trae algo para mí? —repuso—. ¿Por qué no me lo dan?...
p. 383
Los circunstantes le miraban asombrados, aterrados y enternecidos a la vez de tanta anchura de corazón. Teresita, que había ido a cumplir la orden del héroe, volvió con un número de Le Journal. Don Higinio se emocionó, y por primera vez, en las horas de aquella mañana ejemplar, el llanto se asomó a sus ojos. ¡Le Journal!... Él amaba aquel diario, que no leía nunca: Le Journal era París, era Leopoldina, era el hotel de los Alpes con su intérprete borracho y su ruidoso vaivén de viajeros; era la página mejor de su juventud, inocente y cómica... Y uno de esos graves suspiros que arranca a los hombres el luto del recuerdo, subió a sus labios.
Doña Emilia apareció trayendo una tarjeta, que entregó al héroe. Don Higinio leyó: «Luis Berain. Ingeniero».
—¡Oh, qué casualidad! —exclamó—; el ingeniero belga que yo esperaba. ¡Que pase en seguida!
Entró en el dormitorio un hombre de treinta y cinco a cuarenta años, corpulento, rollizo, de ojos azules, de tez nacarina y cabellos dorados. Sus manos enormes, su tórax amplísimo, su cuello atorado, eran los de un atleta. En un español gangoso, incoherente y pintoresco, saludó a Perea: él no sabía nada; acababa de apearse del tren; venía directamente de Bruselas y estaba aturdido, ¡cinco días de viaje! Sus baúles habían quedado en la estación...
Examinó a los médicos, reparó en la mesa vestida de blanco, bajo la gran claridad de la ventana, y comprendió. Miró a don Higinio:
—¿Enfermo?
—Sí.
—¿Le operan?...
—Sí.
—¿Barriga, tal vez?...
—Sí, sí...
—¡Ah!... ¡Lamentable!... No ser nada, nada... Sinp. 384 embargo, lamentable... ¡Oh! ¡Verdaderamente, muy lamentable!...
Hablaba con cierta flema elegante; usaba lentes de oro y su diestra blanca, apacible, a cada momento se detenía perpleja sobre la magnificencia de una barba bíblica.
Don Higinio le observaba de reojo, pensando:
«¡Señor, cómo se parece este hombre al holandés!...».
Él estaba cierto de que no era, porque el imaginario míster Ruch del hotel de los Alpes, después de los años transcurridos desde entonces, ya sería viejo; pero el ingeniero belga se parecía al holandés extraordinariamente, lo que atribuló a don Higinio y deslizó en su valeroso ánimo temblores de pavor. ¿No era aquello como su pasado, que, de súbito, volvía a él para verle morir?...
El doctor Regatos miró su reloj; las diez.
—Convendría —dijo— que la familia se marchase; aquí, excepto mis tres compañeros, no debe haber nadie.
Como pudo, pues el reúma le tenía casi privado de movimiento, don Higinio Perea se incorporó en el lecho. Comprendía que el instante de morir había llegado y quería despedirse de todos.
—Antes —exclamó— que vengan cuantas personas haya en la casa y deseen verme; sin distinción de clases, a todas quiero decirlas «adiós»...
Hablaba lentamente, con la majestad de un gran rey. A su alrededor estaban sus tres hijos, doña Emilia y su hermana; doña Lucía, los médicos, el ingeniero belga; después llegaron los criados y casi al mismo tiempo, en la puerta, apareció la linda cabeza de bronce de Gasparito, que no se atrevía a entrar. Don Higinio le llamó:
—Ven, Gasparito; tú también tienes derecho a darme un abrazo...
p. 385
El muchacho se acercó a su padrino y le besó llorando. Luego, muy bajo, metiéndole los labios en un oído para que nadie le oyese:
—Mi madre está en la calle; deme usted su bendición para ella...
Y sollozaba.
—Llévasela —repuso don Higinio conmovido.
Miró a todos: sus hijos legítimos, su bastardo, su esposa, su amante, cuanto un hombre aventurero puede reunir en torno suyo a la hora de la muerte, estaba allí. Los últimos momentos del héroe de la Grande Jatte tenían una solemnidad patriarcal.
En sus ojos enérgicos y dulces había una lección. Parecían decir:
«Así se muere».
Después, dirigiéndose a los médicos, la voz impávida:
—Señores, cuando ustedes gusten...
... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Don Higinio falleció en la operación; murió del cloroformo, tranquilamente, sin hacer un visaje, y de este modo su vientre, que no llegó a ser profanado, guardó su misterio.
A las dos de la tarde del día siguiente todo el pueblo acudió al entierro del gran hombre. Sus amigos, sus criados, sus aparceros, los trescientos obreros que trabajaban en la mina, formaron detrás del coche mortuorio. No faltó nadie; ni siquiera Higinín, el nieto del héroe, a quien don Gregorio llevaba de la mano. Al pasar por delante de la notaría de Arribas, unas manos románticas —manos de mujer, sin duda— tocaron en la pianola, cuya voz tuvo la virtud poética de entristecer al héroe, la Marcha fúnebre, de Mozart. Muchos ojos se llenaron de lágrimas. El cortejo siguió adelante y llegó al ejido. En la vastedad riente del paisaje otoñal, aquella manifestación enlutada pintaba un largo brochazo negro, triste como un reguero de tinta sobre un tapiz verde.
p. 386
Monsieur Luis Berain, el ingeniero belga, se había unido a la comitiva. A su lado, muy cabizbajo, iba Julio Cenén. Los dos hombres no se conocían, pero hablaron.
—¡Pobre, señor Perea!... ¡Un hombre joven todavía!... ¿De qué ha muerto?
—De un balazo.
—¿Cómo?... ¿Ah?
—Sí, es una historia; se lo dieron en desafío por una mujer...
—¿Ah?... ¡Interesante... interesante!
Encantado de poder lucirse, el secretario se agarró al brazo de su interlocutor:
—¿No lo sabía usted?... Yo se lo contaré. Higinio Perea fue un bravo; una vez en París...
Tras el cadáver, triunfante, inmortal, como polvillo de oro, volaba la leyenda...
FIN
Madrid.—febrero, 1913.