The Project Gutenberg eBook of Compendio del viaje del joven Anacarsis a la Grecia (1 de 2) This ebook is for the use of anyone anywhere in the United States and most other parts of the world at no cost and with almost no restrictions whatsoever. You may copy it, give it away or re-use it under the terms of the Project Gutenberg License included with this ebook or online at www.gutenberg.org. If you are not located in the United States, you will have to check the laws of the country where you are located before using this eBook. Title: Compendio del viaje del joven Anacarsis a la Grecia (1 de 2) Author: J.-J. Barthélemy Contributor: Antoine Caillot Translator: José March Release date: October 19, 2024 [eBook #74604] Language: Spanish Original publication: Spain: Oliva Credits: Ramón Pajares Box. (This file was produced from images generously made available by The Internet Archive / Fondo antiguo de la Universidad de Sevilla.) *** START OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK COMPENDIO DEL VIAJE DEL JOVEN ANACARSIS A LA GRECIA (1 DE 2) *** NOTA DE TRANSCRIPCIÓN * Las cursivas se muestran entre _subrayados_ y las versalitas se han convertido a MAYÚSCULAS. * Los errores de imprenta han sido corregidos. * La ortografía del texto original ha sido modernizada de acuerdo con las normas publicadas en 2010 por la Real Academia Española. * También se ha modernizado la puntuación así como los nombres propios de personas y lugares, y los gentilicios. * Los nombres de dioses y héroes aparecen con la denominación griega, no con la romana. Es decir, Venus y Hércules aparecen como Afrodita y Heracles. * En los casos de inteligencia dudosa se ha seguido el texto del original francés no compendiado. * Las rayas intrapárrafo que indican diálogo se han sustituido por comillas. COMPENDIO DEL VIAJE DEL JOVEN ANACARSIS. — TOMO I. BARCELONA: EN LA LIBRERÍA DE OLIVA, JUNTO A LA PLAZA DE SANTA MARÍA. COMPENDIO DEL VIAJE DEL JOVEN ANACARSIS A LA GRECIA. Por Juan Santiago Bartelemi. EXTRACTADO POR ANT. C.** Traducido del Francés y aumentado _Por J. March._ TOMO PRIMERO. GERONA: Diciembre 1830. EN LA OFICINA DE A. OLIVA, IMPRESOR DE S. M. — _Con las licencias necesarias._ Todos los ejemplares van rubricados por el propietario de la obra, quien demandará en juicio al que la reimprima sin su consentimiento. [Ilustración] PRÓLOGO DEL EDITOR. Aunque es bien conocido entre nosotros el singular mérito de la obra titulada _Viaje del joven Anacarsis a la Grecia_, cuya excelente traducción en castellano se publicó en Madrid en el año 1814, era de desear que se removiesen dos inconvenientes que privaban de la posesión de ella y de su interesante lectura a muchas personas amantes del conocimiento de la historia: a los unos la imposibilidad de adquirir la obra, atendido su costoso precio, por ser muy voluminosa, y a los otros, en particular a la juventud naturalmente poco reflexiva, el encontrarla a su entender difusa, sin embargo de que nada tiene que sea superfluo, ni prolijo. Con el fin de vencer estos obstáculos, facilitando y propagando el conocimiento de una obra tan apreciada, que hace mirar como incompleta en la parte histórica la biblioteca en que no se halle, se juzgó acertado publicar en nuestro idioma este compendio, lisonjeándose el editor con la grata idea de que hacia así un servicio a sus compatriotas. Sin perder de vista la grande obra con que hizo inmortal su nombre, _Juan Santiago Barthelemi_, al traducir el compendio de ella se han salvado cuidadosamente algunas equivocaciones en que incurrió el autor del mismo, y además se han añadido algunos pasajes interesantes del original, mejorando de este modo el presente compendio. Conservando pues el espíritu del _Viaje del Joven Anacarsis_, aunque reducidos a dos tomos los siete de que consta la obra principal, bajo un método conciso podrá adquirir fácilmente la juventud, y toda clase de personas, las noticias más útiles y precisas de la historia de la Grecia; de aquella región la más célebre del orbe, que fue, digámoslo así, un modelo de usos y costumbres, de valor y de virtudes, de ciencias y leyes, para todas las naciones cultas. INTRODUCCIÓN. Los primeros habitantes de la Grecia, según antiguas tradiciones, solo tenían por morada grutas profundas, de las cuales salían únicamente para disputar a las bestias los alimentos más groseros, y algunas veces nocivos. Capitaneados después por caudillos audaces, aumentaron sus luces, y por consecuencia sus necesidades y sus males, al paso que la fuerza constituía todo su derecho. Arribaron a las costas de la Argólida algunos legisladores egipcios, que se propusieron civilizar a aquellos pueblos salvajes, los cuales salieron a su encuentro y así consiguieron pasar sus días en un estado de inocencia y tranquilidad, que dieron el nombre de edad de oro a aquellos siglos remotos. Aconteció esta revolución bajo Ínaco, quien condujo la primera colonia egipcia, 1970 años antes de J. C., y continuando la empresa su hijo Foroneo cambiaron en breve de faz la Argólida, la Arcadia y los países vecinos. Cerca de tres siglos después llegaron Cécrope, Cadmo y Dánao, el primero al Ática, el segundo a la Beocia, y el tercero a la Argólida; llevando consigo nuevas colonias de egipcios y de fenicios. La industria y las artes traspasaron los límites del Peloponeso, y sus progresos añadieron, digámoslo así, nuevos pueblos al género humano. El reinado de Foroneo es la época más antigua de la historia de Grecia, y el de Cécrope de la historia de los atenienses. Desde este último príncipe hasta al fin de la guerra del Peloponeso, transcurrieron cerca de 1250 años, que se dividen en dos intervalos: el uno termina en la primera olimpiada (776 años antes de J. C.) y el otro en la toma de Atenas por los lacedemonios (año 404). De los cuales van a referirse los principales acontecimientos. PRIMERA PARTE. Acontecimientos que han pasado desde Cécrope, hasta el fin de la primera olimpiada. La colonia de Cécrope era oriunda de la ciudad de Sais en Egipto. Dejó las fértiles orillas del Nilo para evadirse de la ley de un vencedor, y después de una larga navegación arribó a las costas del Ática, habitadas siempre por un pueblo que desdeñaron sojuzgar las naciones feroces de la Grecia; pero Cécrope, poniéndose al frente de ellos, se propuso hacer feliz la patria que acababa de adoptar entonces. Los egipcios y los habitantes del Ática formaron en breve un solo pueblo, y sometidos a leyes sabias, origen de virtudes y placeres inocentes, pasaron muy pronto del estado salvaje a la civilización. Los primeros griegos ofrecían sus homenajes a dioses, cuyos nombres ignoraban; mas las colonias extranjeras dieron a estas divinidades los nombres que tenían en Egipto, en Libia y en Fenicia, atribuyendo a cada una un poder limitado, y unas funciones privativas. La ciudad de Argos fue consagrada especialmente a Hera, la de Atenas a Atenea, y la de Tebas a Dioniso. Multiplicando Cécrope los objetos de veneración pública, invocó al soberano de los dioses, bajo el título de todopoderoso, y erigió templos y altares en todas partes; pero prohibió que se derramase en ellos la sangre de las víctimas, ya para conservar los animales útiles para la agricultura, y ya para inspirar a sus súbditos el horror de las bárbaras escenas representadas en la Arcadia. El homenaje que Cécrope ofreció a sus dioses era más digno de la bondad de aquel legislador, pues se reducía a espigas o granos, primicias de las mieses que enriquecían el Ática, y tortas tributo de la industria que empezaban a conocer sus habitantes. Todos los reglamentos de Cécrope respiraban sabiduría y humanidad, brillando particularmente estas virtudes en el tribunal del Areópago, que parece fue fundado a fines del reinado de aquel príncipe, o al empezar el de su sucesor. Jamás se pronunció en él desde su origen un fallo injusto, contribuyendo a dar con esto a los griegos las primeras nociones de la justicia. Fueron tan rápidos los efectos de esta sabia legislación, que el Ática se vio muy pronto poblada de veinte mil habitantes, los cuales fueron divididos en tres tribus. Estos progresos llamaron la atención de los pueblos que solo vivían de rapiña, y a fin de poner Cécrope los pueblos a cubierto de los corsarios que talaban sus campos y esparcían el temor entre aquellos habitantes, les persuadió a que reuniesen sus moradas, esparcidas hasta entonces, y que las guareciesen con un recinto de muros. Puso los cimientos de Atenas en la colina donde hoy se ve su ciudadela, y edificáronse otras ciudades en diferentes sitios. Murió Cécrope después de un reinado de cincuenta años, y durante el transcurso de 565 le sucedieron diecisiete príncipes, siendo Codro el último de ellos. Bajo el reinado de Cránao, inmediato sucesor de Cécrope, penetraron en Beocia las luces de oriente: Cadmo, a la cabeza de una colonia de fenicios, introdujo la escritura, arte el más sublime, y de allí a poco tiempo se transmitió al Ática. En el reinado de Erictonio fueron uncidos al carro por primera vez los caballos ya dóciles al freno, y, aprovechándose de las útiles tareas de las abejas, se perpetuó la raza de estos industriosos insectos en el monte Himeto. Hizo nuevos progresos la agricultura en tiempo de Pandión, y Erecteo, sucesor suyo, ilustró su reinado con útiles establecimientos, por lo cual los atenienses le erigieron un templo después de su muerte. A proporción que el reino de Atenas se fortificaba con las leyes y las artes, veíanse aumentar insensiblemente y continuar su revolución sobre la escena del mundo los de Argos, Arcadia, Lacedemonia, Corinto, Sición, Tebas, Tesalia y Epiro. En tanto la antigua barbarie volvía a aparecer con desprecio de las leyes y las costumbres, levantándose de cuando en cuando hombres fuertes y feroces que atemorizaban a los pueblos con sus latrocinios, o príncipes crueles que atormentaban a súbditos inocentes con lentos y dolorosos suplicios; pero la naturaleza, que hace contrapeso al mal con el bien, produjo para destruirlos otros hombres más robustos que aquellos y más poderosos y justos que los demás, los cuales libertaron la Grecia de tan terribles calamidades; y entonces dio principio el imperio de aquellos héroes de la antigüedad, que afearon su vida maravillosa con manchas vergonzosas. Muchos de estos, bajo el nombre de Argonautas, concibieron el proyecto de pasar a un clima lejano para apoderarse de los tesoros de Eetes, rey de Cólquida, y llevaron a cabo su empresa arrostrando los peligros de una larga navegación por mares desconocidos. Entre aquellos héroes se hallaba Jasón, que sedujo y arrebató a Medea, hija de Eetes; Cástor y Pólux, hijos de Tindáreo, rey de Esparta; Peleo, rey de la Ftía y padre de Aquiles, que le excedió en valor; el poeta Orfeo y, últimamente, Heracles, mortal el más ilustre. Este héroe, tan célebre en la historia, descendía de los reyes de Argos: y se dice que era hijo de Zeus y de Alcmena, esposa de Anfitrión; que venció al león de Nemea, al toro de Creta, al jabalí de Erimanto, a la hidra de Lerna y a algunos monstruos aún más feroces: a Busiris, rey de Egipto, que por su propia mano quitaba la vida a los extranjeros; a Anteo de Libia, que les daba muerte después de vencerlos en la lucha; a los gigantes de Sicilia, los centauros de Tesalia y todos los bandidos de la tierra, cuyos límites fijó por occidente, así como lo hizo Dioniso por la parte oriental. Añaden que separó montañas, y abrió estrechos para reunir los mares, y que mediante su poder triunfaron los dioses en la batalla con los gigantes. Su historia es un ensarte de prodigios, o más bien la historia de todos cuantos han tenido su nombre, y sufrido iguales trabajos. Exagerando sus hazañas y atribuyéndolas todas a un solo hombre, se le han atribuido también todas las grandes empresas, cuyos autores se ignoraban; se le ha ensalzado, en fin, hasta quererle hacer superior a la especie humana, cuando solo es un fantasma de grandeza elevada entre el cielo y la tierra, como para llenar su intervalo. Otro de los héroes fue Teseo, hijo de Egeo, rey de Atenas, y de Etra, hija del sabio Piteo, que gobernaba en Trecén. Venció al cruel Sinis, que ataba los vencidos a las ramas de los árboles, que curvaba con esfuerzo, y que se enderezaban cargadas con los miembros ensangrentados de aquellos infelices; a Esciro, que precipitaba los viajeros al mar desde una alta montaña; y a Procusto, que los tendía en un catre de hierro, cuya longitud debía ser exacta con la de sus cuerpos, y la acortaba o prolongaba dándoles horrorosos tormentos. A todos estos bandidos les hizo morir en los mismos suplicios que ellos inventaron. Deshizo la facción de los Palántidas, que querían usurpar el trono a su padre; marchó luego a los campos de Maratón, asolados muchos años hacía por un furioso toro; le domó y presentole encadenado ante los atenienses, no menos absortos de la victoria que espantados del combate. Minos, rey de Creta, acusó a los atenienses de haber dado muerte a su hijo Androgeo, y obligoles a la fuerza a entregarle en ciertos plazos un número de mancebos y doncellas que debían ser encerrados en el laberinto de Creta, y entregados a la voracidad del Minotauro, monstruo medio hombre y medio toro, nacido de los amores infames de Pasífae, reina de Creta. Toma Teseo a su cargo la ardua empresa de libertar a su afligida patria de aquel tributo vergonzoso, y poniéndose en el número de las víctimas se embarca para Creta. Apenas llega al terrible laberinto, mata al monstruo y sale del encierro con sus jóvenes compatriotas, favorecido por Ariadna, hija del rey, la cual le dio un hilo que le sirvió de guía para salir del laberinto. Siguiole la princesa, y experimentó después el dolor de verse abandonada por él en las playas de Naxos. Tal es la relación de los atenienses acerca de estos hechos. Los cretenses dicen, al contrario, que los rehenes estaban destinados a los vencedores en los juegos celebrados en honor de Androgeo; que Teseo obtuvo permiso para entrar en lid, que venció a Tauro, general de las tropas de Minos, y que el príncipe fue tan generoso que hizo justicia a su valor y perdonó a los atenienses. Apenas subió este héroe al trono de su padre Egeo, cambió la faz del gobierno de los atenienses convirtiéndose en democrático. Las doce ciudades o pueblos del Ática no tuvieron ya magistrados particulares. Atenas se hizo metrópoli y centro del estado, y el poder legislativo únicamente residió desde entonces en la asamblea general de la nación, compuesta de los nobles, agricultores y artesanos. Instituyose al mismo tiempo que Teseo, a la cabeza de la república, haría ejecutar las leyes y tendría el mando supremo del ejército. Después de haber dado Teseo la libertad a su patria, y ensanchado los límites del estado, se cansó de los pacíficos homenajes de sus conciudadanos y contrajo amistad íntima con Heracles y Pirítoo, anhelante como ellos de acometer empresas célebres. Triunfó de las amazonas en las orillas del Termodonte y en las llanuras del Ática; concurrió a la caza del enorme jabalí de Calidón, y se distinguió contra los centauros de Tesalia, aquellos hombres audaces, los primeros que se ejercitaron en los combates a caballo. En medio de tantas acciones gloriosas, resolvió de acuerdo con Pirítoo el robo de Helena, princesa de Esparta, y de Perséfone, hija del rey de los molosos. Solo pudieron ejecutar este vergonzoso proyecto en cuanto a la primera; pero después de haberse fugado con ella de Lacedemonia, fueron detenidos en Epiro, cuyo rey hizo que devorasen a Pirítoo unos perros horribles, y que encerrasen a Teseo en una prisión, de que fue liberado por Heracles. Cuando Teseo regresó a sus estados encontró a su familia cubierta de oprobio por la infame pasión que Fedra, su esposa, tenía a Hipólito, cuyo hijo tuvo él de Antíope, reina de las amazonas. Para complemento de su pena, encontró la ciudad en anarquía por la facción de los Palántidas, y el territorio del Ática asolado por Cástor y Pólux, hermanos de Helena. Siendo ya para los atenienses un objeto de odio y de desprecio, quiso hacer uso de la fuerza para hacerse obedecer; pero este medio no tuvo el éxito que deseaba, y entonces se acogió a la protección del rey Licomedes en la isla de Esciros, donde pereció poco después, bien por accidente, o bien por la traición de aquel príncipe, amigo de Menesteo, sucesor suyo. Muchos siglos después, Cimón, hijo de Milcíades, trasladó los huesos de Teseo a los muros de Atenas, y habiendo construido sobre su sepulcro un templo embellecido por las artes, llegó a ser aquel punto un asilo de los desgraciados. EDIPO. Cadmo, arrojado del trono que había elevado, Polidoro, despedazado por las bacantes, y Lábdaco, arrebatado por una muerte temprana sin dejar más que un hijo en la cuna y rodeado de enemigos; tal había sido desde su origen la suerte de la familia real de Tebas cuando Layo, hijo y sucesor de Lábdaco, se casó con Yocasta, hija de Meneceo. Apenas fue celebrado este enlace cuando un oráculo predijo que el hijo que naciese de él sería el asesino de su padre y el esposo de su madre. Nació efectivamente este hijo, y sus padres le condenaron a ser presa de las fieras, dejándole abandonado en una selva; pero habiéndolo encontrado un pastor, lo recogió, y presentole a la reina de Corinto, que le crió en su palacio bajo el nombre de Edipo, adoptándolo por hijo. Siendo ya joven, salió un día de Corinto y tomó el camino de la Fócida; encontró en un sendero un viejo que le mandó con altanería que se apartase, y quiso obligarle a ello a la fuerza. Entonces Edipo se arrojó sobre el viejo, que era Layo, y le quitó la vida. Después de este funesto accidente, la mano de Yocasta y el reino de Tebas fueron prometidos al que liberase a los tebanos de los salteamientos y horrores de Esfinge, hija natural de Layo, que unida a unos malhechores asolaba el país, detenía a los viajeros haciéndoles preguntas capciosas y enigmáticas, y los extraviaba en lo intrincado del monte Fineo para entregarlos a sus pérfidos compañeros. Edipo adivinó sus enigmas, dispersó y quitó la vida a los facinerosos; Esfinge, despechada, se dio muerte estrellándose contra una roca, y el vencedor se casó con la viuda de Layo. No tardaron en reconocerse ambos esposos. Yocasta, horrorizada, terminó sus días dándose muerte violenta. Edipo, según algunos autores, se sacó los ojos y fue a morir al Ática, y según otros, contrajo segundas nupcias, y tuvo por hijos a Eteocles, Polinices, Antígona e Ismene. PRIMERA Y SEGUNDA GUERRA DE TEBAS. (Año 1329 antes de J. C.) Apenas tuvieron edad para reinar Eteocles y Polinices, cuando cerraron a su padre en lo interior de su palacio, y convinieron en reinar alternativamente, gobernando cada cual un año sí y otro no. Subió Eteocles el primero al trono y rehusó dejarlo, por lo cual se acogió Polinices a la protección de Adrasto, rey de Argos, que le ofreció poderosos socorros. Dividió Adrasto con Polinices el mando del ejército, a cuya cabeza estaba el bravo Tideo, el impetuoso Capaneo, el adivino Anfiarao, Hipomedonte y Partenopeo. Todos estos generales instituyeron los juegos nemeos al pasar por el bosque de Nemea. Al acercarse a Tebas, las tropas de Eteocles se encerraron en los muros; el sitio de la ciudad fue largo, y en él perecieron un gran número de guerreros de ambas partes. Acababa de ser precipitado Capaneo de lo alto de una escala, asaltando el muro, cuando Eteocles y Polinices resolvieron terminar su querella en un combate particular. Señalaron día y sitio, y acometiéronse los dos príncipes en presencia de ambos ejércitos, hasta que los dos cayeron muertos acribillados de heridas y fueron conducidos por sus soldados a una misma hoguera. Después de sus funerales continuó defendiéndose con éxito la ciudad de Tebas, mandada por Creonte, hermano de Yocasta, y tutor del joven Laodamante, hijo de Eteocles, hasta que al fin terminó aquel sitio mortífero con una salida aún más desastrosa, en que los tebanos dieron muerte a Tideo y a la mayor parte de los generales argivos. Obligado, pues, Adrasto a levantar el sitio, se retiró a su reino sin haber podido honrar con funerales a los guerreros que quedaron en el campo de batalla. (Año 1319 antes de J. C.) Algunos años después, los jóvenes príncipes, hijos de los generales argivos, resolvieron vengar a sus padres. Entre ellos se distinguieron Diomedes y Esténelo, el primero hijo de Tideo y el segundo de Capaneo. Quedaron los tebanos derrotados en una famosa batalla y abandonaron la ciudad, que fue entregada al saqueo. GUERRA DE TROYA. Paris, hijo de Príamo, rey de Troya, ciudad situada al pie del monte Ida en la costa del Asia, a la parte opuesta de la Grecia, pasó a la corte de Menelao, rey de Esparta, donde la belleza de Helena, mujer de este príncipe, llamaba la atención de todos. Sedujo a esta princesa, que abandonó esposo y trono por seguirle, y a la nueva de este atentado, por el cual el ultrajado esposo pidió en vano satisfacción al rey Príamo, los príncipes griegos indignados resolvieron vengarse de un modo ruidoso. Reúnense pues en Micenas, reconocen a Agamenón, el más poderoso de todos ellos, por jefe de la empresa, y juran reducir a cenizas la ciudad de Ilión. Entre ellos se hallaba el viejo y elocuente Néstor, rey de Pilos; el artificioso Odiseo, rey de Ítaca; Áyax de Salamina; Diomedes de Argos; Idomeneo de Creta; Aquiles hijo de Peleo; y una multitud de jóvenes y fogosos guerreros. Después de largos, costosos y formidables preparativos, el ejército, que se componía de cerca de cien mil hombres, se reunió en el puerto de Áulide y, embarcado en mil doscientas naves, pasó a las costas de la Tróade. La ciudad de Troya, fortificada con murallas y torres, estaba además defendida por un ejército numeroso mandado por Héctor, hijo de Príamo, el cual tenía bajo sus órdenes varios príncipes aliados que juntaron sus tropas a las de los troyanos. Los griegos rechazaron a sus enemigos reunidos en la costa, y atrincheraron luego su campo, en el cual se encerraron. Ambos ejércitos midieron de nuevo sus fuerzas, y siendo el éxito dudoso en varios combates, se entrevió que el sitio duraría largo tiempo. Entre la ciudad de Troya y la costa que ocupaban las tiendas y las naves de los griegos, se extendía una vasta llanura, teatro del valor y la ferocidad de sitiados y sitiadores. Troyanos y griegos, armados de picas, mazas y espadas, de flechas y venablos, cubiertos de cascos, de corazas y de broqueles, con las filas cerradas y los generales al frente, se abalanzaban unos contra otros, alzando los primeros grandes gritos, y guardando los segundos un silencio imponente. Embestíanse las tropas y se rompían las falanges con grande confusión y estrépito; la noche separaba a los combatientes, y la victoria costaba mucha sangre, sin que produjese fruto alguno. Al día siguiente la llama de las hogueras devoraba a los que la muerte había segado; honraban su memoria con lágrimas y juegos fúnebres, y apenas expiraba la tregua volvían de nuevo a la pelea con más furor que antes. Jamás fueron tan comunes las asociaciones de armas y sentimientos como durante la guerra de Troya. Aquiles y Patroclo, Áyax y Teucro, Diomedes y Esténelo, Idomeneo y Meríones; otros muchos héroes, en fin, dignos de seguir las huellas de aquellos, combatían frecuentemente el uno al lado del otro y arrojándose al combate participaban así de los peligros y de la gloria. Todo el mundo tenía fija su atención en los campos de Troya, y todos los príncipes, uno en pos de otro, se apresuraban a ir a señalarse en aquella carrera abierta a la fama de las naciones (año 1282 antes de J. C.). En fin, después de diez años de resistencia, después de haber perdido la flor de sus guerreros, cayó la ciudad vencida por los esfuerzos y artificios de los griegos. Sus muros, sus casas y sus templos, reducidos a polvo y cenizas; Príamo expirante al pie de los altares y rodeado de sus hijos degollados; Hécuba, su esposa, Casandra, su hija, Andrómaca, viuda de Héctor, que murió a manos de Aquiles, y otras muchas princesas, cargadas de cadenas y llevadas como esclavas de los vencedores... He aquí el desenlace trágico de aquella guerra fatal y memorable. El regreso de los griegos a sus reinos fue marcado por siniestros reveses y contratiempos. Áyax, rey de la Lócrida, pereció con su escuadra; Odiseo anduvo errante diez años por los mares antes de volver a entrar en su isla de Ítaca, e Idomeneo, Filoctetes, Diomedes y Teucro, vendidos por sus padres, parientes y amigos se retiraron a países desconocidos; Agamenón, en fin, murió asesinado por Clitemnestra, su infiel esposa, quien algún tiempo después pereció a manos de su hijo Orestes. En el decurso de algunas generaciones se vio extinguida la mayor parte de las casas soberanas que habían destruido la de Príamo, y ochenta años después de la ruina de Troya, una parte del Peloponeso cayó en poder de los Heráclidas, o descendientes de Heracles. VUELTA DE LOS HERÁCLIDAS. (Año 1220 antes de J. C.) Los descendientes de Heracles habían sido desterrados del Peloponeso por los de Pélope, e hicieron repetidas tentativas, aunque inútiles, para volver a entrar en aquel país. Eran aquellos tres hermanos, llamados Témeno, Cresfontes y Aristodemo, quienes, habiéndose asociado con los dorios, entraron con ellos en la patria de sus antecesores, de la cual arrojaron a los descendientes de Agamenón y de Néstor. Argos tocó en suerte a Témeno, la Mesenia a Cresfontes, y Eurístenes y Procles, hijos de Aristodemo, reinaron en Lacedemonia. Poco tiempo después atacaron los vencedores a Codro, rey de Atenas, que había dado asilo a sus enemigos. Este príncipe, habiendo sabido que el oráculo prometía la victoria al ejército que perdiese su general en la batalla, se expuso voluntariamente a la muerte, y este sacrificio inspiró tal ardor a sus tropas que derrotaron a los Heráclidas (año 1092 antes de J. C.). Aquí terminan los siglos llamados heroicos, cuya historia solo ofrece una mezcla confusa de verdades y mentiras, de tradiciones respetables y de imágenes risueñas inventadas por los poetas, que eran entonces los únicos historiadores de la Grecia y aun sus únicos teólogos. Las metáforas con que adornaron sus poemas fueron admirables, particularmente por su novedad, y la lengua, llegando a ser poética, produjo a un tiempo mismo el sistema más absurdo y maravilloso. ESTABLECIMIENTO DE LOS JONIOS EN EL ASIA MENOR. El Ática, y los países comarcanos estaban entonces sobrecargados de habitantes, y las conquistas de los Heráclidas habían hecho refluir en ella la nación entera de los jonios, que ocupaban doce ciudades en el Peloponeso. Los hermanos de Medonte, que reinaba en Ática, condujeron a aquellos extranjeros a las ricas campiñas donde termina el Asia, a la parte opuesta de Europa. Esta colonia a favor de las conquistas que hizo entre los bárbaros se vio muy pronto dueña de tantas ciudades como tenía en el Peloponeso, entre las cuales sobresalían Mileto y Éfeso, y todas ellas compusieron por su unión el cuerpo jónico. Medonte transmitió a sus descendientes la dignidad de arconte, cuyo ejercicio limitaron después los atenienses al espacio de diez años, y por último la dividieron entre magistrados anuales, que conservaron también el nombre de arcontes. Estas son las novedades que nos presenta la historia de Atenas desde la muerte de Codro hasta la primera olimpiada, en el espacio de trescientos dieciséis años. Durante la calma que reinó en el Ática en aquel largo transcurso de tiempo, se vieron florecer tres hombres, los más grandes que jamás existieron: Homero, Licurgo, y Aristómenes. HOMERO. (Hacia el año 900 antes de J. C.) Floreció Homero cerca de cuatro siglos después de la guerra de Troya. En aquel tiempo era ya conocido Orfeo, Lino, Museo y otros muchos poetas, cuyas obras se han perdido. Acababa de entrar también en la carrera Hesíodo, que con un estilo lleno de dulzura y armonía describió las genealogías de los dioses, los trabajos del campo y otros asuntos y objetos, a los cuales supo hacer interesantes. Homero, en su Ilíada y su Odisea, se hizo superior a todos los poetas conocidos hasta entonces, y aun a aquellos que después han escrito. En el primero de estos poemas describió algunos pasajes de la guerra de Troya, y en el segundo la vuelta de Odiseo a sus estados. Insultado Aquiles por Agamenón durante el sitio de Troya, se retiró a su campo, y en su ausencia Héctor, a la cabeza de los troyanos, consiguió ventajas sobre los griegos, persiguiéndolos hasta sus tiendas y quitando la vida a Patroclo en un combate. Aquiles, hasta entonces inflexible a los ruegos de los jefes del ejército griego, vuela de nuevo a la pelea, venga la muerte de su amigo dándosela al general troyano, dispone sus funerales y restituye al desgraciado Príamo el cuerpo de su hijo Héctor. Estos hechos ocurridos en muy pocos días, dieron campo bastante para la Ilíada. Al componerla, Homero se sujetó al orden histórico, pero a fin de dar mayor brillo a su relación, supuso que desde el principio de la guerra los dioses estaban divididos entre griegos y troyanos, y para hacerla aún más interesante, puso las personas en acción, con sumo arte y elocuencia. Diez años habían transcurrido desde que Odiseo dejó las costas de Ilión. Disipaban sus bienes infames usurpadores, y querían obligar a su desolada esposa a contraer segundas nupcias, y hacer una elección que ya no podía diferir. En este momento se abre la escena de la Odisea: Telémaco, hijo de Odiseo, va al continente de la Grecia a preguntar a Néstor y Menelao sobre la suerte y paradero de su padre. Durante su mansión en Lacedemonia, parte Odiseo de la isla de Calipso, y una tempestad le arroja a la isla de los feacios, próxima a Ítaca. Allí refiere al príncipe reinante los prodigios de que ha sido testigo, los males y contratiempos que ha sufrido y logra socorros para volver a sus estados. Llega, se da a conocer a su hijo, y acuerda con él las medidas convenientes para vengarse de sus comunes enemigos. La acción de la Odisea no dura más de cuarenta días. Cuando Licurgo se dejó ver en Jonia, apenas eran conocidas la Ilíada y la Odisea, pero aquel legislador, descubriendo lecciones de sabiduría en lo que el vulgo no veía más que ficciones agradables, copió los dos poemas y con ellos enriqueció su patria. De allí se comunicaron a los griegos, y entonces se vieron cantores, conocidos bajo el nombre de rapsodas, sacar fragmentos de aquellos escritos y recorrer la Grecia, que absorta los escuchaba. Como quiera que esta costumbre alteraba y destruía la estructura de los poemas, Solón prohibió a muchos rapsodas el que se apartasen del texto de Homero, interrumpiéndole por tomar hechos aislados, y les prescribió que siguiesen en sus relaciones el orden que el autor había observado. Después de Solón, Pisístrato e Hiparco, su hijo, observando muchas alteraciones introducidas en los poemas por un efecto del entusiasmo de aquellos que los cantaban o interpretaban públicamente, hicieron restablecer el texto en su pureza, valiéndose para ello de hábiles gramáticos. Aumentose la gloria de Homero a proporción que se iban conociendo más y mejor sus obras, y que se estaba en mayor disposición de apreciarlas. Dispútanse muchas ciudades el honor de ser su patria nativa; otros le han consagrado templos, y sus versos resuenan por toda la Grecia, siendo el ornato y el brillo de sus fiestas. En ellos es donde los mejores autores han hallado la mayor parte de las bellezas que sembraron en sus escritos, y donde el escultor Fidias y el pintor Eufránor aprendieron a representar dignamente al soberano de los dioses. Sean rígidos enhorabuena contra los defectos de Homero aquellos que pueden resistir a sus bellezas, porque, a la verdad, ¿por qué disimularlo? Unas veces descansa y otras dormita, pero su reposo es como el del águila que, después de haber recorrido por los aires sus vastos dominios, cae fatigada sobre una alta montaña, y su sueño parece al de Zeus que despierta lanzando el rayo, según el mismo Homero. SEGUNDA PARTE. Hablando con exactitud, la historia de los atenienses no empieza hasta cerca de ciento cincuenta años después de la primera olimpiada. Así pues, podemos dividirla en tres épocas, marcadas por caracteres particulares: a la primera denominaremos el siglo de Solón o de las leyes; a la segunda, el de Temístocles y Arístides, que es el de la gloria; y a la tercera, el de Pericles, que es el de las artes. SECCIÓN PRIMERA. Siglo de Solón, desde el año 630 hasta el 490 antes de J. C. Estaba gobernada la república por nueve arcontes o magistrados anuales, cuya autoridad no era suficiente para mantener la tranquilidad en el estado; y el Ática estaba dividida en tres facciones, que eran la de los pobres, la de los ricos, y la de los habitantes en las costas. Los primeros estaban por la democracia, los segundos por la oligarquía, y los terceros, dados a la marina y al comercio, querían un gobierno mixto, que les asegurase sus posesiones con la independencia. En tal estado de cosas las leyes antiguas carecían de vigor, y la licencia quedaba impune o solo se la imponían penas arbitrarias. DRACÓN. En esta anarquía, que amenazaba al estado su próxima ruina, fue escogido Dracón para tratar del arreglo de toda la legislación, extendiéndola y aplicándola hasta los más leves pormenores. Este legislador compuso un código de leyes y de moral por el cual se lisonjeaba de poder formar hombres libres y virtuosos; pero la extremada severidad de sus leyes solo hizo descontentos, cuyas murmuraciones le obligaron a retirarse a la isla de Egina, donde murió de allí a poco tiempo. Había dado en sus leyes un testimonio de su genio, que las hizo tan severas como lo fue siempre su carácter. La muerte es la pena que impone a la ociosidad, y la única que aplica tanto a los crímenes más leves, como a las maldades más atroces. Como no había tocado a la forma de gobierno, se aumentaron de día en día las disensiones intestinas después de su ausencia. Uno de los principales ciudadanos, llamado Cilón, se apodera entonces de la autoridad, le sitian en la ciudadela, y evita, en fin, con la fuga el suplicio que le aguardaba. Mas sus cómplices son extraídos del templo de Atenea, donde tomaron asilo, y al punto fueron degollados contra la palabra que se les dio de perdonarles la vida. Esta perfidia de los vencedores excitó la indignación general. Poco después se recibió la noticia de que los megarenses se habían apoderado de Nisea y de la isla de Salamina, y casi al mismo tiempo propagose por toda la ciudad una enfermedad epidémica. EPIMÉNIDES. En aquellas tristes circunstancias en que las imaginaciones estaban poseídas de un terror pánico, se consultó a los oráculos y adivinos, y oída su respuesta hicieron venir de Creta a Epiménides, mirado en su tiempo como un hombre que tenía comunicación con los dioses, y adivinaba lo futuro. Recibiole Atenas con aquel entusiasmo que inspiran la esperanza y el temor a un mismo tiempo en tales circunstancias. Después de haber hecho sacrificios en nuevos templos y sobre nuevos altares, aprovechose Epiménides de su ascendiente para hacer innovaciones en las ceremonias religiosas, y mediante una multitud de reglamentos trató de reducir a los atenienses a principios de unión y de equidad. Marchó, en fin, cubierto de gloria, honrado con el sentimiento del pueblo, que lloraba su ausencia, y rehusando admitir presentes considerables, únicamente pidió un ramo de olivo consagrado a Atenea. Poco tiempo después de su marcha volvieron a encenderse con más furor las disensiones civiles. LEGISLACIÓN DE SOLÓN. (Año 514 antes de J. C.) Para sostener al estado cuando amenazaba su ruina, la voz unánime elevó a Solón a la dignidad de primer magistrado, de legislador, y de árbitro soberano. Descendía de los antiguos reyes de Atenas; aplicose desde su juventud al comercio y viajó después por varios países para aumentar sus conocimientos. El depósito de estos se hallaba entonces en manos de algunos hombres virtuosos, conocidos bajo el nombre de sabios, y distribuidos en diferentes países de la Grecia. Su único estudio se dirigía a conocer al hombre según lo que es, lo que debe ser y cómo se le debe instruir y gobernar. Enlazados con una amistad íntima, se reunían algunas veces en un mismo lugar para comunicarse sus luces, y ocuparse en los intereses de la humanidad. En estas augustas reuniones se veían Tales de Mileto, Pítaco de Mitilene, Bías de Priene, Cleóbulo de Lindos, Milón de Quíos, Quilón de Lacedemonia y Solón de Atenas, que era el más ilustre de todos. Al número de estos sabios se puede añadir el antiguo Anacarsis, quien atrajo a Grecia desde lo interior de la Escitia la fama de la reputación de aquel país. A los conocimientos que Solón adquirió con el trato de aquellos sabios reunía talentos distinguidos, siendo uno de ellos el de la poesía, que recibió al nacer y cultivó hasta su edad más avanzada, pero siempre sin esfuerzos ni pretensiones. En los últimos años de su vida inventó pintar en un poema las revoluciones acontecidas en nuestro globo, y las guerras de los atenienses contra los habitantes de la isla atlántica, situada más allá de las columnas de Heracles, sumergida después por los mares. El primer acto de autoridad que ejerció, cuando se vio a la cabeza de la república, fue el de conciliar los intereses de los ricos y de los pobres, rehusando el repartimiento de las tierras que estos pedían a gritos. En este apuro, Solón abolió las deudas particulares, anuló todos los actos que comprometían la libertad del ciudadano y negó el repartimiento de las tierras. Ricos y pobres murmuraban al principio, creyendo que todo lo habían perdido porque no lo habían logrado todo; pero viendo en breve renacer la industria, restablecerse la confianza y volver en fin al seno de su patria tantos infelices alejados de ella por la crueldad de los acreedores, admiraron la sabiduría de su legislador y le concedieron nuevos poderes, de que se aprovechó para revisar las leyes de Dracón, dejando intactas las concernientes al homicidio. Alentado Solón con éxito tan feliz, acabó la obra de su legislación y, prefiriendo a cualquiera otro el gobierno que entonces existía, se ocupó lo primero de tres objetos esenciales cuales eran el de la asamblea de la nación, la elección de magistrados y el arreglo de los tribunales de justicia. Instituyose que el supremo poder residiese en las asambleas, a donde todos los ciudadanos tendrían derecho de asistir, y que en ellas se decidiría sobre la paz y la guerra, las leyes, los impuestos y todos los grandes intereses del estado. Para dirigir a la multitud en sus deliberaciones, estableció un senado compuesto de cuatrocientos individuos, sacados de las cuatro tribus que componían entonces el Ática. Estos cuatrocientos individuos fueron como diputados y representantes de la nación. A toda decisión del pueblo debía preceder un decreto del senado: instituyose también que los primeros opinantes en la asamblea popular tuviesen la edad de cincuenta años cumplidos, y que todo orador, antes de hablar sobre los asuntos públicos, sufriese un examen que versaría sobre su conducta; se dio permiso en fin a todo ciudadano para perseguir en justicia al orador que se hubiese valido de artificios y de amaños para ocultar en este examen la irregularidad de sus costumbres y de su conducta. Dejó Solón a la asamblea general el poder de elegir los magistrados, y el de hacerse dar cuenta de su administración. Esto no obstante, juzgó también conveniente el dejar las magistraturas en manos de los ricos, que las habían tenido hasta entonces, fundándose en que así las haría más respetables a la multitud. Después llegaron a ser anuales; las principales dependieron de la elección y las demás fueron dadas por suerte. Los nueve magistrados o arcontes presidían los tribunales, de cuyos juicios o sentencias se apelaba a los tribunales superiores. Para proveer los empleos de todos estos, decidió Solón que todos los ciudadanos sin distinción se presentasen a llenar las plazas de jueces, y que entre ellos decidiese la suerte. Tenía Atenas en el Areópago un tribunal respetado del pueblo por sus luces y su antigüedad. Para conciliarle aún más respeto e instruirle a fondo de los intereses públicos, quiso que los arcontes, al cesar en su empleo, fuesen contados en el número de los senadores, después de un maduro examen. De esta suerte, el senado del Areópago y el de los cuatrocientos se hacían dos contrapesos muy poderosos para poner la república a cubierto de las tempestades que suelen amenazar a los estados; pues el primero reprimía las tentativas de los ricos, y el segundo enfrenaba los excesos de la multitud. Estas disposiciones fueron sostenidas por varias leyes, siendo una de las más notables la que imponía penas contra los ciudadanos que en las turbulencias del estado no se declarasen por alguno de los partidos. Con está disposición admirable se proponía el legislador sacar a los hombres de bien de una inacción funesta, echarlos en medio de las facciones y salvar el estado con el ascendiente y la fuerza de la virtud. Por otra ley se condena a muerte a todo súbdito convencido de haber querido apoderarse de la autoridad soberana. Últimamente, en el caso de que uno u otro gobierno se elevase sobre las ruinas del popular, los magistrados deben hacer dimisión de sus empleos y a todo súbdito será lícito quitar la vida, no solo a un usurpador de la autoridad suprema y a sus cómplices, sino también al magistrado que continúe en sus funciones después de la usurpación del gobierno. Tal es en compendio la república de Solón. A estas disposiciones fundamentales siguió un código de leyes criminales y civiles, según las cuales el ciudadano debe ser considerado bajo tres aspectos, a saber: 1.º en su persona, como que hace parte del estado; 2.º en la mayor parte de las obligaciones que contrae como individuo de una familia, que pertenece también al estado; y 3.º en su conducta, como miembro de una sociedad, cuyas costumbres constituyen la fuerza del estado mismo. Para dar una idea de su legislación bajo estos tres puntos de vista, basta referir aquí algunas disposiciones generales. Cuando un ateniense intenta quitarse la vida, se hace reo del estado, porque le priva de un individuo; en este caso se enterraba separada su mano, y esta circunstancia era una afrenta. Pero si atentase contra la vida de su padre, las leyes guardan silencio contra esta atrocidad: así inspiraba Solón más horror a semejante crimen, suponiendo que no estaba en el orden de las cosas posibles el cometerle. Imponiendo la nota de infame al hombre ocioso, dispuso también Solón que el Areópago indagase el modo de vivir y proveer a su subsistencia cada particular; a todos ellos les permite ejercer artes mecánicas, y al que no ha cuidado de enseñar un oficio a su hijo, le priva del derecho de los socorros que como padre debía esperar de él en su vejez. El que se hace famoso por la depravación de sus costumbres, cualquiera que sea su estado, su clase y su talento, queda excluido del sacerdocio, de la magistratura, del senado y de la asamblea general; no podrá hablar en público, ni ser encargado de una embajada, ni tener tampoco asiento en los tribunales; y si ejerciere alguna de estas funciones, será acusado criminalmente y sufrirá las penas prescritas por las leyes. Las de Solón no debían conservar su fuerza más de un siglo, cuyo término señaló para no irritar a los atenienses con la perspectiva de un yugo eterno. Cuando ya fueron meditadas detenidamente, viose Solón rodeado de una multitud de importunos que le aburrían con preguntas, consejos, alabanzas o vituperios. Habiendo apurado todos los medios de suavidad y paciencia, y comprendiendo que el tiempo era lo único que podía consolidar su obra, tomó la resolución de ausentarse por diez años, y por un juramento personal obligó a los atenienses a que no tocasen a sus leyes hasta su vuelta. Fue al Egipto, donde trató con aquellos sacerdotes que se creen tener en sus manos los anales del mundo, y de allí pasó a Creta, donde instruyó al soberano de un reducido país en el arte de reinar y dio su nombre a una ciudad, cuya dicha había procurado. A su vuelta encontró a los atenienses muy próximos a caer de nuevo en la anarquía, y, siendo acogido con los más distinguidos honores, se aprovechó de estas favorables disposiciones para calmar la agitación de los partidos. Al principio se creyó poderosamente ayudado por Pisístrato; pero no tardó en conocer que este diestro político ocultaba una ambición sin límites bajo una moderación fingida. PISÍSTRATO. Jamás hubo hombre alguno que reuniese más circunstancias que este para cautivar los corazones, pues se hallaba dotado de un nacimiento ilustre y de grandes riquezas; de un valor acreditado, un aspecto y presencia que infundían respeto, una elocuencia persuasiva y un entendimiento abundante en dotes naturales e ilustrado con el estudio. Con tan grandes ventajas que le hacían accesible a los menores ciudadanos y les prodigaba los consuelos y socorros con que el hombre se granjea el afecto y la voluntad de sus semejantes. Así es que, haciéndose con su conducta el ídolo de la multitud, creyó poder elevarse fácilmente al poder soberano, y para ello se valió de la estratagema siguiente. Preséntase un día en la plaza pública acribillado de heridas que se había hecho él mismo, e implora la protección del pueblo. Convócase la asamblea; muestra ante ella sus heridas, y acusa al senado, tanto como a los cabezas de las demás facciones, de haber querido quitarle la vida. Óyense gritos a su favor por todas partes, y los principales ciudadanos callan o temen. Solón indignado de su cobardía, trata de inspirarles serenidad y valor, pero su voz, ya débil por la edad, es sofocada por los gritos sediciosos de la multitud preocupada, y la asamblea termina concediendo a Pisístrato una guardia de satélites encargados de custodiar su persona. Haciendo uso de esta fuerza, apodérase luego de la ciudadela, desarma al pueblo, y usurpa la soberanía. Solón, aunque consultado varias veces por el usurpador, a quien no dejaba de dar pruebas de deferencia y de respeto, no sobrevivió mucho tiempo a la esclavitud de su patria. Treinta y tres años transcurrieron desde esta revolución hasta la muerte de Pisístrato; pero se vio obligado por dos veces a dejar el Ática, en fuerza del crédito de sus adversarios, y no estuvo más de diecisiete años al frente del gobierno. Esto no obstante, antes de su muerte tuvo el consuelo de ver establecida su autoridad en su familia. Preciso es hacerle justicia confesando que, mientras estuvo al frente de la administración, consagró sus días a la utilidad pública, señalándolos con nuevos beneficios o con nuevas virtudes. Como no temía los progresos de las luces, publicó una nueva edición de las obras de Homero, y formó para el uso de los atenienses una biblioteca compuesta de los mejores libros conocidos hasta entonces. Justo será también añadir algunos rasgos que manifiestan su grandeza de alma. Jamás incurrió en la debilidad de vengarse de los insultos que le hicieron. Habiendo asistido su hija a una ceremonia religiosa, acercose a ella y le dio un abrazo un joven que la amaba con pasión, y poco tiempo después intentó robarla. Pisístrato respondió a su familia que le incitaba a la venganza: «Si aborrecemos a las personas que nos aman, ¿qué haremos con aquellas que nos aborrecen?». Y luego se la dio al joven por esposa. En fin: algunos de sus amigos, resueltos a separarse de su obediencia, se retiraron a una plaza fuerte, y habiéndolos él seguido inmediatamente con algunos esclavos que llevaban su equipaje, le preguntaron los conjurados cuál era su designio, a lo cual respondió: «Es preciso que me persuadáis a quedarme con vosotros, o que yo os persuada a que volváis conmigo». Estas palabras bastaron para reducirlos otra vez a su obediencia. Sucedieron a Pisístrato sus dos hijos, Hipias e Hiparco, que, aunque con menos prendas, gobernaron con igual sabiduría; pero desgraciadamente el segundo cometió una injusticia de la cual fue víctima. Harmodio y Aristogitón, dos jóvenes atenienses, unidos con amistad íntima, habiendo recibido una injuria difícil de olvidar, juraron quitar la vida a Hiparco y a su hermano. El día en que se celebraba la fiesta de las Panateneas, encubrieron sus puñales con ramos de mirto y se fueron a un sitio donde ambos príncipes ordenaban una procesión que debían conducir al templo de Atenea, y acercándose a Hiparco le clavan el puñal en el corazón. Muere también Harmodio en el acto a manos de los satélites del príncipe, y Aristogitón, arrestado casi al mismo instante, es llevado al tormento: nombra cómo cómplices a los más fieles partidarios de Hipias, y sin tardanza fueron llevados al cadalso. Desde entonces Hipias solo se hizo memorable por medio de injusticias; pero de allí a tres años le obligó a abdicar el trono Clístenes, jefe de los Alcmeónidas, familia poderosa de Atenas siempre enemiga de los Pisistrátidas, el cual había reunido bajo su mando a los descontentos y logró que le socorriesen los lacedemonios. Hipias, después de haber andado errante algún tiempo con su familia, se acogió a la protección de Darío, rey de los persas, y pereció en fin en la batalla de Maratón. Después de la expulsión de los Pisistrátidas, Clístenes, a fin de conciliarse la adhesión del pueblo, dividió en diez tribus las cuatro que desde Cécrope comprendían los habitantes del Ática, y anualmente se sacaban a la suerte de cada tribu cincuenta senadores, llegando así el número de estos a quinientos. Estas diez tribus, cual otras tantas repúblicas pequeñas, tenían cada una su presidente, sus empleados, sus tribunales y sus intereses. Desde esta época hasta la corrupción de las costumbres de los atenienses apenas transcurrió medio siglo. SECCIÓN SEGUNDA. Siglo de Temístocles y de Arístides, desde el año 490 hasta el 444 antes de J. C. Darío 1.º, rey de Persia, acababa de volver de la funesta expedición que emprendió para subyugar a los escitas, cuando las ciudades de Jonia, queriendo recobrar su libertad perdida por las conquistas de Ciro, expulsaron a sus gobernadores, incendiaron la ciudad de Sardes, capital del antiguo reino de Lidia, y envolvieron en su revolución a los pueblos de Caria y de la isla de Chipre. Los lacedemonios tomaron el partido de no acceder a esta liga, y los atenienses el de favorecerla sin declararse abiertamente; bajo este plan enviaron a Jonia algunas tropas que contribuyeron a la toma de Sardes, y los eretrios de la Eubea siguieron inmediatamente su ejemplo. El principal autor de esta sublevación fue Histieo de Mileto, que, desterrado en Susa, corte de Persia, e impaciente por volver a su patria, se valió de las turbulencias que en ella excitó bajo mano para que le alzasen el destierro. Mas no quedó su traición impune por mucho tiempo, pues fue cogido con las armas en la mano y los generales de Darío le dieron muerte al punto. Luego que Darío tuvo noticia del incendio de Sardes, juró vengarse de la revolución de los jonios y de la conducta de los atenienses; pero, antes de hostilizar a estos, dirigió sus armas contra los primeros. Esta guerra, que duró algunos años, terminó con la sumisión entera de la Jonia, la conquista de muchas islas del mar Egeo y de todas las ciudades del Helesponto. Darío, antes de romper abiertamente con la Grecia, envió por todas partes heraldos o reyes de armas pidiendo la tierra y el agua: esta era la fórmula que usaban los persas para exigir tributo y homenaje de las naciones. La mayor parte de las islas y de los pueblos del continente lo dieron sin titubear; pero los lacedemonios y atenienses no solamente lo negaron, sino que, con una violación manifiesta del derecho de gentes, arrojaron a los embajadores del rey en una profunda fosa. Los primeros llevaron aún a más extremo su indignación, pues condenaron a muerte al intérprete que había manchado la lengua griega explicando las órdenes de un bárbaro. Así que Darío recibió esta noticia, dio el mando de sus tropas a un medo llamado Datis, con orden de destruir las ciudades de Atenas y Eretria y de traerle los habitantes encadenados. Juntose el ejército y, embarcado en seiscientos bajeles, pasó luego a la isla de Eubea. La ciudad de Eretria fue tomada por la traición de algunos ciudadanos, después de haberse defendido vigorosamente durante seis días; sus templos fueron arrasados y sus moradores cargados de cadenas. La escuadra victoriosa, habiendo aportado luego a las costas del Ática, desembarcó cien mil infantes y diez mil caballos cerca del pueblo de Maratón, distante de Atenas unas seis leguas. A la noticia de este desembarco los atenienses, consternados, imploraron el socorro de los pueblos vecinos, y los lacedemonios fueron los únicos que les prometieron tropas: pero varias circunstancias imprevistas impidieron su pronta reunión a los atenienses. Por fortuna se dejaron ver entonces tres hombres destinados a dar un nuevo vuelo a los sentimientos y al entusiasmo patrio. Estos eran Milcíades, Arístides y Temístocles. El primero había militado mucho tiempo en Tracia, donde había adquirido una reputación esclarecida; basta un rasgo solamente para pintar a Arístides: fue el ateniense más justo y más virtuoso. Muchos serían necesarios para explicar sus talentos, los recursos y las altas miras de Temístocles. Inflamados de amor patrio con el ejemplo y los discursos de estos tres ilustres ciudadanos, cada una de las diez tribus presentó mil infantes con un capitán al frente, pero fue no obstante necesario alistar esclavos para completar su número. Luego que estas tropas estuvieron reunidas, salieron de la ciudad y bajaron a la llanura de Maratón, donde los habitantes de Platea, en Beocia, les enviaron un refuerzo de mil infantes. Apenas estuvo este corto ejército en presencia del enemigo, cuando Milcíades propuso atacarle. Para asegurar el éxito, Arístides y los demás generales dieron a Milcíades el mando que cada uno tenía por turno; mas él, a fin de ponerlos al abrigo de los acontecimientos, esperó a que llegase el día en que le tocaba de derecho ponerse al frente del ejército. Luego que hubo llegado, ordenó sus tropas al pie de un monte en un sitio cubierto de árboles, que debían detener la caballería persa, mediando un espacio de ocho estadios (o sean 760 toesas) entre el ejército de los griegos y el de los persas. A la primera señal del combate, los atenienses atravesaron corriendo esta distancia, y los persas, admirados de un modo de atacar tan extraño, permanecen al principio inmóviles; pero en breve oponen al furor impetuoso de sus enemigos un furor más tranquilo y no menos temible. Después de algunas horas de combate obstinado, las dos alas del ejército de los griegos empiezan a fijar la victoria derrotando las de los persas que se les oponen, y decídese en fin cuando en seguida se dirigen contra el centro del enemigo, que acosaba al cuerpo de batalla mandado por Arístides y Temístocles. Los persas, rechazados por todas partes, huyen hacia su escuadra; el vencedor los persigue a sangre y fuego; prende, quema, echa a pique muchas de sus naves, y sálvanse las demás a fuerza de remos. Milcíades salió herido, e Hipias y dos generales atenienses perecieron en el combate. Apenas se había decidido la victoria, cuando un soldado rendido de cansancio, concibió el proyecto de llevar a los magistrados de Atenas la primera noticia de este suceso: cargado de sus armas, corre, vuela, llega, anúnciales la victoria, y cae muerto a sus pies. Esta gran batalla se dio en el tercer año de la olimpiada setenta y dos, día 29 de septiembre del año 490 antes de J. C. Al día siguiente llegaron al campo de los atenienses dos mil espartanos que habían andado en tres días con sus noches 1200 estadios (cerca de 46 leguas y media) y no se retiraron hasta después de dar a los vencedores los elogios merecidos. Nada omitieron los atenienses para eternizar la memoria de los héroes que murieron en el combate. Hiciéronseles honrosas exequias, y fueron grabados sus nombres en medias columnas levantadas en la llanura de Maratón, y un hábil artista pintó circunstanciadamente la batalla en uno de los pórticos más frecuentados de la ciudad: allí representó a Milcíades a la cabeza de los generales, en el momento de exhortar las tropas del combate. No tardaron los atenienses en vengarse ellos mismos de Darío. Habían elevado tanto a Milcíades que empezaron a temerle: los que envidiaban sus glorias representaban que mientras mandaba en Tracia había ejercido todos los derechos de la soberanía, y que era tiempo de estar alerta tanto sobre sus virtudes como sobre su gloria. El mal éxito de una expedición que dirigió contra la isla de Paros dio nuevo pretexto al encono de sus enemigos. Acusáronle de haberse dejado corromper por el oro de los persas, y, a pesar de las declamaciones y solicitudes de los más honrados ciudadanos, fue condenado a ser arrojado en la fosa donde hacían perecer a los malhechores. Opúsose el magistrado a la ejecución de esta sentencia y fue conmutada la pena en una multa de cincuenta talentos (1.005.882 reales); pero no hallándose en disposición de poderla pagar, se vio al vencedor de Darío expirar entre cadenas en una prisión, de resultas de las heridas que había recibido en defensa de la patria. TEMÍSTOCLES Y ARÍSTIDES. Estos dos ilustres atenienses tomaban sobre sus conciudadanos aquel ascendiente que el uno merecía por sus varios y apreciables talentos, y el otro por la diversidad de su conducta, enteramente consagrada al bien público. Opuestos ambos en principios y en proyectos, llenaban de tal modo la plaza pública con sus divisiones que un día Arístides, después de haber conseguido una ventaja sobre su adversario, no pudo desentenderse de decir «que la república perecía si no le echaban a él y a Temístocles en una fosa profunda». He aquí un rasgo que da a conocer perfectamente la diferencia de carácter de estos dos atenienses. Anunció Temístocles públicamente que había formado un proyecto importante, cuyo buen éxito dependía de un secreto el más impenetrable; y el pueblo respondió: «Sea Arístides el depositario de ese secreto, y nos conformamos con su parecer». Llamó a este aparte Temístocles y le dijo: «La escuadra de nuestros aliados está tranquila en el puerto de Pagasas; propongo que la incendiemos y seremos dueños de la Grecia». «Atenienses», dijo entonces Arístides, «nada hay tan útil como el proyecto de Temístocles, pero nada tan injusto». «Lo reprobamos pues», contestaron a una voz los de la asamblea. Al fin triunfaron de la intriga el talento y la virtud. Como quiera que Arístides se conducía cual un árbitro en las discordias de los particulares, la reputación de su equidad hizo que estuviesen desiertos los tribunales de justicia. Acusole la facción de Temístocles de que establecía una realeza tanto más temible cuanto que estaba fundada en el amor del pueblo, y concluyó pidiendo que se le impusiese la pena de destierro. Estaban juntas las tribus que debían dar su voto por escrito, y Arístides asistía al juicio. Un ciudadano oscuro, que estaba sentado junto a él, le suplicó que le escribiese el nombre del acusado en una conchita que le presentó. «¿Os ha hecho algún agravio?», preguntó Arístides. «No», contestó el incógnito, «pero estoy fastidiado de oírle llamar por todas partes _el Justo_». Arístides escribió entonces su nombre, fue condenado y salió de la ciudad deseando el bien de su patria. Siguiose a su destierro la muerte de Darío. Jerjes, hijo y sucesor de este príncipe, se dejó fácilmente persuadir de Mardonio, su cuñado, para que reuniese la Grecia y la Europa entera al imperio de los persas: declarose la guerra y toda el Asia se conmovió. Se emplearon cuatro años en levantar tropas y hacer grandes preparativos, y cuando estuvieron acabados, salió de Susa el rey y fue a Sardes, en Lidia, desde donde envió reyes de armas a toda la Grecia, excepto al país de los lacedemonios y atenienses. En la primavera del año cuarto de la olimpiada setenta y cuatro (480 años antes de J. C.), llegó Jerjes con un ejército a las orillas del Helesponto, y queriendo recrearse en el espectáculo de su poder, subió a un trono elevadísimo, y desde allí vio la mar cubierta de sus naves, y la campiña de sus tropas. En aquel paraje solamente está separada de la Europa la costa de Asia por un brazo de mar de siete estadios de anchura, o sea un cuarto de legua. Dos puentes de barcas fuertemente ancladas, unieron las costas opuestas; pero habiendo destruido esta obra una tempestad, Jerjes mandó cortar la cabeza a los obreros, y queriendo tratar a la mar como esclava, mandó también que la azotasen con látigos, que la marcasen con un hierro ardiendo, y que echasen al fondo un par de cadenas. Su ejército, que se componía de un millón setecientos mil infantes y ochenta mil caballos, gastó siete días y siete noches en pasar el estrecho, y sus bagajes un mes entero. Habiendo llegado a la llanura de Dorisco, regada por el Hebro, revistó sus tropas y pasó luego a su escuadra, que siendo compuesta de mil doscientas siete galeras de tres órdenes de remos, podía llevar lo menos doscientos cuarenta mil hombres. A estas fuerzas, traídas del Asia, se juntaron en breve trescientos mil combatientes, sacados de muchas regiones europeas sometidas al rey de Persia. Después de haber pasado Jerjes revista a sus tropas de mar y tierra, consultó con el rey Demarato que, desterrado de Lacedemonia algunos años antes, había hallado un asilo en la corte de Susa; pero quedando poco satisfecho de las respuestas de este espartano, dio sus órdenes y el ejército se puso en marcha dividido en tres columnas, una de las cuales seguía la costa. Las naves todas cargadas de víveres iban costeando y reglaban sus movimientos por los del ejército que marchaba hacia la Tesalia, talando las campiñas, y consumiendo en un día las cosechas de muchos años. El monte Atos se prolonga dentro del mar formando una península, y este obstáculo retardaba la navegación de la escuadra que debía doblarle, mandó Jerjes que se abriese un paso por aquel istmo, y una multitud de obreros lo ejecutó ocupando mucho tiempo en hacer un canal, por el cual pasó la escuadra a dos galeras de frente. Viendo cercano el riesgo que les amenazaba, trataron los lacedemonios y atenienses de formar una liga general de todos los pueblos de la Grecia; convocaron una dieta en el istmo de Corinto y enviaron de ciudad en ciudad diputados encargados de difundir e inspirar por allí el entusiasmo y ardor de que ellos estaban animados. Mas sus esfuerzos no tuvieron el éxito deseado, porque los argivos, debilitados con las pérdidas considerables que habían tenido en una guerra contra Lacedemonia, permanecieron tranquilos hasta que por último estuvieron secretamente en correspondencia con Jerjes. Gelón, rey de Siracusa, no quiso darles socorros sino bajo la condición inadmisible de que él mandaría el ejército confederado, y los tesalios, en lugar de impedir el paso a los persas, resolvieron hacer convenios con ellos. De este modo no quedaba ya para la defensa de la Grecia más apoyo que el de un corto número de pueblos y ciudades, cuyas esperanzas procuraba reanimar Temístocles. Este grande hombre había emprendido el plan de que los atenienses volviesen sus miras hacia el mar, y les persuadió a que las sumas que rendían sus minas de plata se invirtiesen en construir doscientas galeras, ya para atacar a los habitantes de la isla de Egina, con los cuales estaban en guerra, y ya para resistir un día a los persas. Mientras que Jerjes continuaba su marcha, se resolvió en la dieta del istmo que un cuerpo de tropas capitaneado por Leónidas, rey de Esparta, se apoderase del paso de las Termópilas situado entre la Tesalia y la Lócrida, y que el ejército naval de la confederación esperase al de los persas en un estrecho formado por las costas de Tesalia y las de Eubea. Los atenienses que debían armar un número de galeras mucho más considerable que el de los lacedemonios, para evitar las consecuencias tuvieron a bien desistir de sus pretensiones al mando de la escuadra, cediéndolo a estos últimos. Eligieron por general a Euribíades, quedando sometido a sus órdenes Temístocles y los jefes de las demás naciones. Tomadas estas medidas, todas las naves se reunieron cerca de un paraje llamado Artemisio, en la costa septentrional de la Eubea. Enterado Leónidas de la resolución de la dieta, únicamente llevó consigo trescientos espartanos, cuyos sentimientos conocía. Aquellos valientes celebraron de antemano su muerte, algunos días después, con un combate fúnebre, y terminada esta ceremonia, salieron de la ciudad, seguidos de sus parientes y amigos, de quienes recibieron eternas despedidas. Al pasar por las tierras de los tebanos, cuya fe era dudosa, el rey de Esparta recibió de ellos cuatrocientos hombres, con los cuales fue a apostarse en las Termópilas. Llegáronle en breve incesantemente tropas, más o menos numerosas, de diferentes ciudades, y con ellas hicieron ascender sus fuerzas a más de siete mil hombres. Apenas había tomado Leónidas estas disposiciones para oponerse al paso del inmenso ejército de Jerjes, cuando se vio a este cubrir con sus tiendas la vasta llanura de Traquinia. Espantados de este espectáculo, la mayor parte de los jefes propusieron retirarse al istmo de Corinto; pero Leónidas desechó este parecer y contentose con enviar correos para acelerar la llegada de los socorros de las ciudades aliadas. Atónito Jerjes al ver la tranquilidad de los lacedemonios, esperó algunos días para darles tiempo a la reflexión, y al quinto escribió a Leónidas diciendo: «Si quieres someterte, te daré el imperio de la Grecia». Y Leónidas respondió: «Quiero más morir por mi patria que esclavizarla». Dirigiole Jerjes otra carta diciéndole: «_Entrégame tus armas_», y Leónidas escribió en el reverso: «_Ven a tomarlas_». Jerjes, furioso de cólera, hizo marchar a los medos y a los sirios con orden de que cogiesen y le llevasen vivos los trescientos espartanos, a que creía estar reducidas las fuerzas de Leónidas. Fueron entonces corriendo algunos soldados de este príncipe a decirle: «Los persas están cerca de nosotros». Y él respondió fríamente: «Decid más bien que nosotros estamos cerca de ellos». Sale inmediatamente de sus atrincheramientos, con lo escogido de sus tropas, y da la señal del combate: las primeras filas de los medos caen traspasadas de heridas, y otras que las reemplazan experimentan igual suerte. Suceden nuevas tropas a las primeras, pero después de repetidos e infructuosos ataques, emprenden por fin la fuga con desorden. Avanza contra los griegos la tropa de los diez mil inmortales, hácese el combate más sangriento, y por último se retiran después de haber sufrido una pérdida horrorosa. Al siguiente día comenzó de nuevo el combate, pero con tan poco éxito como los primeros por parte de los persas. Desesperaba ya Jerjes de forzar el paso de las Termópilas, cuando un habitante del país, llamado Epialtes, fue a descubrirle un sendero por el cual podía cercar a los griegos. Enajenado Jerjes de contento, hizo partir inmediatamente el cuerpo de los inmortales dirigido por aquel guía: favorecidos por las tinieblas de la noche, penetran por un espeso bosque y llegan hacia los sitios donde Leónidas había puesto un destacamento compuesto del contingente de los focidios. Habiéndose replegado esta tropa de bravos sobre las alturas vecinas, continúan los persas su marcha. Aquella noche supo Leónidas, por unos desertores de los persas, el proyecto de estos, y a la mañana siguiente uno de sus centinelas avanzados, que se retiró del monte, le enteró de la aproximación del enemigo. En tan crítica situación, envió fuera de los desfiladeros las tropas aliadas, y quedose únicamente con sus espartanos, y los tespienses y tebanos, que juraron no abandonarle. Desesperando de poder defender las Termópilas, toma la audaz resolución de marchar a la tienda de Jerjes e inmolar a este príncipe o perecer en medio de su campo; lo propone a sus soldados y todos le siguen gozosos: les hace tomar una comida frugal, y añade: _pronto tomaremos otra con Hades_. Próximo ya a atacar al enemigo, enterneciose en pensar en la suerte de dos espartanos parientes y amigos suyos; y habiendo dado una carta al uno, y al otro una comisión secreta para los magistrados de Lacedemonia: «No estamos aquí», le dicen ambos, «para llevar órdenes, y sí para pelear», y sin esperar respuesta fueron a colocarse en las filas que les estaban señaladas. Salen los griegos a media noche del desfiladero, capitaneados por Leónidas; arrollan los puestos avanzados del enemigo, penetran en la tienda de Jerjes, que acaba de dejarla, entran sin detención en las inmediatas, y esparcen por todo el campamento el terror y la carnicería. Reúnense en fin los persas y atacan a sus enemigos por todas partes, y cae Leónidas bajo una nube de dardos. Después de un terrible combate, los griegos se apoderan del cuerpo de su general, rechazan por cuatro veces al enemigo, consiguen llegar al desfiladero y, saltando el atrincheramiento, van a situarse sobre la pequeña colina que está cerca de Antela. Allí, después de haberse defendido con el más heroico valor contra las tropas que los cercaban, perecieron todos a manos de sus enemigos. Perdonad, oh sombras generosas; perdonad a la debilidad de mis expresiones. Yo os ofrecí un homenaje más digno cuando estuve en esta colina donde exhalasteis el último suspiro; y, recostado en uno de vuestros sepulcros, regué con mis lágrimas los parajes teñidos con la sangre vuestra. Hecho esto, ¿qué podría añadir la elocuencia a este sacrificio tan grande como extraordinario? Vuestra memoria subsistirá mucho más tiempo que el imperio de los persas, a quienes resististeis, y hasta el fin de los siglos vuestro ejemplo excitará en el corazón de los que aman a su patria el entusiasmo de la admiración. El sacrificio de Leónidas y sus compañeros produjo mejor efecto que la victoria más brillante, pues enseñó a los griegos el secreto de sus fuerzas, y a los persas el de su debilidad. Mientras Jerjes estaba en las Termópilas, su armada naval, después de haber experimentado una violenta tempestad en que se perdieron cuatrocientas galeras y muchos barcos de transporte, fue a anclar a unas dos leguas de distancia de la escuadra griega, encargada de la defensa del paso entre la Eubea y tierra firme. Al acercarse aquella, esta resolvió abandonar el estrecho, pero Temístocles la hizo detenerse allí, hasta que, habiendo sabido el paso de las Termópilas por los persas, se retiró en buen orden a la isla de Salamina. En tanto, el ejército terrestre de los griegos se había situado en el istmo de Corinto, y solo pensaba ya en disputar la entrada en el Peloponeso. Esta medida contrariaba el sistema de defensa adoptado por Temístocles, y a fin de que renunciasen a ella los atenienses les dice que es preciso abandonar los lugares que la cólera celestial entregaba al furor de los persas; que su escuadra por sí sola es un asilo seguro, y apoya en fin sus discursos en los oráculos que ha logrado de la Pitia. El pueblo se deja persuadir, y entonces expide un decreto mandando que la ciudad quede bajo la protección de Atenea: que todos los habitantes de armas tomar pasasen a las naves, y que cada particular cuidase de su mujer, sus hijos y sus esclavos. Ejecutose sin dilación este decreto: los soldados se embarcaron en la escuadra; los hombres de edad avanzada, las mujeres y los niños fueron conducidos en otras naves a Egina, a Trecén y a Salamina, y aquellos ancianos que por sus achaques no podían embarcarse, quedaron en la ciudad poseídos del dolor de verse separarados de sus familias desoladas. Jerjes salía entonces de las Termópilas y entraba en la Fócida, cuyas campiñas fueron taladas y las ciudades destruidas. Sometiose la Beocia, a excepción de Platea y Tespias que fueron arrasadas. Después de haber devastado el Ática, entraron los bárbaros en Atenas, donde solo hallaron algunos ancianos que esperaban la muerte, y un corto número de ciudadanos resueltos a defender la ciudadela. Rechazaron durante algunos días los ataques repetidos de los sitiadores, pero al fin vencieron estos, que saquearon la ciudad y la entregaron a las llamas. Este incendio causó una impresión tan viva en el ejército de los griegos, cuya escuadra fondeaba en las costas de Salamina, a corta distancia de la de los persas, que la mayor parte de los jefes resolvieron acercarse al istmo de Corinto, donde se habían atrincherado las tropas del ejército terrestre. Debía efectuarse la marcha en el día siguiente y durante la noche, que era la del 18 al 19 de octubre del año 480 antes de J. C. Temístocles se avistó con el lacedemonio Euribíades, almirante de escuadra, y trató de disuadirle del designio de abandonar la posición que se había tomado. Euribíades convoca inmediatamente el consejo de generales, opónense todos contra el dictamen de Temístocles, y en medio de sus acaloradas y tumultuosas discusiones, el general lacedemonio levantó su bastón para herirle, pero Temístocles en lugar de irritarse por tal ultraje, le dice con serenidad: «Descarga, pero escucha». Este rasgo de grandeza de alma asombra al espartano, hace reinar el silencio, y Temístocles, recobrando su ascendiente, patentiza al consejo con razones convincentes que el interés de todos los griegos se funda en combatir a los persas en Salamina. Su discurso, y más que todo su firmeza y su serenidad, persuadieron de tal suerte a Euribíades que al punto mandó que permaneciese la escuadra cerca de las costas de Salamina. Los mismos intereses se trataban al mismo tiempo en ambas escuadras. Jerjes, después de haber oído el dictamen de jefes de su escuadra, entre los cuales se hallaban los reyes de Sidón, de Chipre y de Tiro, Artemisia, reina de Halicarnaso, y otros muchos soberanos tributarios, mandó que avanzase la escuadra hacia la isla de Salamina, y su ejército de tierra hacia el istmo de Corinto. Este movimiento hizo adoptar a la mayor parte de los generales de la escuadra griega el designio de ir al socorro del Peloponeso, y Temístocles, cuyo dictamen prevaleció en el consejo, despachó durante la noche un hombre encargado de anunciar de su parte a los jefes de la escuadra enemiga que una parte de los griegos, con el general de los atenienses al frente, estaban dispuestos a declararse por el rey; que los otros, sobrecogidos de espanto, trataban de hacer una pronta retirada, y que debilitados por sus divisiones, si se viesen de repente rodeados del ejército persa, serían forzados a rendir sus armas o volverlas contra ellos mismos. Engañados los persas con esta relación, avanzan a favor de las tinieblas de la noche, y bloquean todas las salidas del estrecho por donde hubieran podido escaparse los griegos. Arístides, que poco antes había sido llamado a su patria levantándole el destierro, pasaba a la sazón desde la isla de Egina al ejército de los griegos. Advirtió el movimiento de los persas, y luego que hubo llegado a Salamina se fue al paraje donde los jefes estaban reunidos e hizo llamar a Temístocles, y le dijo: «Un solo interés debe animarnos hoy, que es el de salvar la Grecia, tú dando órdenes y yo ejecutándolas. Decid a los griegos que no se trata ya de deliberar, y que el enemigo acaba de hacerse dueño de los pasos que pudieran favorecer su fuga». Así dice, y enterado de la estratagema de Temístocles, entra en el consejo donde fue confirmada su relación por otros testigos oculares que llegaban a cada instante. Disolviose inmediatamente la junta, y solo se trató ya de prepararse para el combate. Queriendo Jerjes animar con su presencia a su armada, se situó en una altura inmediata al estrecho, rodeado de secretarios que debían describir todas las circunstancias de la batalla, y apenas se dejó ver cuando las dos alas de su escuadra se pusieron en movimiento. La suerte de la acción que iba a darse dependía de lo que pasase en el ala derecha de los griegos y a la izquierda de los persas, porque allí se encontraban los atenienses y fenicios, siendo mandados estos por un hermano de Jerjes. Muévense ambas escuadras: unos y otros se acometen y rechazan en el desfiladero, siendo Temístocles testigo de todos los peligros y riesgos. Se arroja en fin impetuosamente una galera ateniense sobre el almirante fenicio; el joven príncipe hermano de Jerjes se abalanza indignado sobre ella, cae al punto acribillado de heridas, y su muerte esparce la consternación entre los fenicios; reina una confusión horrible que dispersa sus naves; los chipriotas y otras naciones de oriente quieren restablecer el combate, aunque en vano, y después de una larga resistencia se dispersan como los fenicios. Poco satisfecho aún de esta ventaja, Temístocles condujo su ala victoriosa al socorro de los lacedemonios y de los otros aliados que se defendían contra los jonios. Estos, de los cuales muchos se reunieron a los griegos durante la batalla, combatieron con mucho valor sin pensar en la retirada hasta que se vieron encima todas las fuerzas enemigas. Entonces la reina Artemisia, rodeada de las naves griegas, no titubeó en echar a pique un buque de la escuadra de Jerjes. Un capitán ateniense, que la iba al alcance, se creyó por esta maniobra que la reina desertaba del partido de los persas y dejó de perseguirla, por lo cual Jerjes, persuadido de que la nave perdida era de los griegos, no pudo menos de decir que en aquel día los hombres se habían portado como mujeres, y las mujeres como hombres. El ejército vencido se retiró al puerto de Falero después de haber perdido un gran número de naves; al paso que la pérdida de los griegos no ascendió de cuarenta galeras. Durante el combate, Jerjes se sintió agitado por la alegría, el temor y la desesperación. Cuando vio la derrota de su armada, cayó en un profundo abatimiento, del cual solamente volvió en sí para ordenar los preparativos de un nuevo ataque, y juntar por una calzada la isla de Salamina al continente. De ambas partes estaban preparados para nueva batalla cuando, habiendo reunido aquel príncipe sus generales, la reina Artemisia le persuadió a que dejase a Mardonio el cargo de acabar su empresa, y que él se retirase a sus estados. Abrazó este consejo y dio al momento las órdenes para que su escuadra pasase al punto al Helesponto, y que cuidase de conservar el puente de barcas; pero el ejército de los aliados, siguiendo el dictamen de Euribíades, en lugar de perseguirle fue a invernar en el puerto de Pagasas. Algunos días después tomó el rey el camino de la Tesalia, donde Mardonio hizo tomar cuarteles de invierno a trescientos mil hombres, que había pedido y escogido de todo el ejército. Continuando Jerjes su ruta desde allí, llegó a las márgenes del Helesponto con un corto número de tropas, y encontrando el puente destruido por una tempestad, se metió como fugitivo en un esquife, seis meses después de haber pasado por allí como conquistador, y se trasladó a la Frigia para edificar y fortificar palacios. Lo primero que hicieron los vencedores cuando ganaron la batalla, fue enviar a Delfos las primicias de los despojos enemigos que se habían repartido, y en seguida los generales se reunieron en el istmo de Corinto para conceder coronas a aquellos que más habían contribuido a la victoria. Temístocles fue conducido a Lacedemonia, y allí recibió con Euribíades una corona de olivo. Al ausentarse le colmaron de honores, regaláronle una magnífica carroza, y trescientos jóvenes a caballo, de las familias más distinguidas de Esparta, tuvieron orden de acompañarle hasta las fronteras de Laconia. En tanto, Mardonio trataba de apartar de la liga a los atenienses, y con este designio hizo que marchase para Atenas Alejandro, rey de Macedonia, que estaba unido con aquellos por lazos de hospitalidad. Pero los esfuerzos de este embajador fueron inútiles, y Arístides hizo que la asamblea del pueblo expidiese un decreto mandando a los sacerdotes que sacrificasen a los dioses infernales todos aquellos que tuviesen inteligencias con los persas y se apartasen de la confederación con los griegos. Sabedor Mardonio de la resolución de los atenienses, hizo marchar luego sus tropas al Ática, cuyos habitantes se habían refugiado por segunda vez en la isla de Salamina; volvió a entrar en la Beocia, cuyos pueblos, a excepción de los plateos y tespienses, se habían declarado por los persas, y estableció su campo en la llanura de Tebas, a lo largo del río Asopo, cuya orilla izquierda ocupaba hasta las fronteras del país de los plateos. Los griegos, en número de cerca de ciento diez mil hombres, en los cuales se contaban diez mil espartanos y cinco mil atenienses, se situaron enfrente, al pie y sobre el declive del monte Citerón. Arístides mandaba los atenienses y Pausanias, rey de Esparta, todo el ejército. La dificultad de procurarse agua en presencia de la caballería de los persas, obligoles muy pronto a desfilar a lo largo del monte Citerón y entrar en el país de los plateos. No fue más pronto saber Mardonio que los griegos habían mudado de posición, retirándose al territorio de Platea, que hacer subir su ejército a lo largo del Asopo y situarle otra vez a su presencia. Ambos ejércitos permanecieron enfrente uno de otro por espacio de once días. Al undécimo los griegos, faltos ya de provisiones y de agua, levantaron su campo durante la noche con objeto de trasladarse más lejos, estableciéndole en una isla formada por dos brazos del Asopo. Desde allí debían mandar al paso del monte Citerón la mitad de sus fuerzas para arrojar de él a los persas, que interceptaban los convoyes. Al romper el día tomaron los atenienses el camino del llano, y los lacedemonios, seguidos de tres mil tegeatas, desfilaron al pie del monte; pero habiendo estos llegado al templo de Deméter, distante diez estadios de su primera posición y de la ciudad de Platea, se detienen para esperar a uno de sus cuerpos, que había rehusado mucho abandonar su puesto, y allí los alcanza la caballería persa. Al mismo tiempo Mardonio, a la cabeza de sus mejores tropas, pasa el río, avanza con paso acelerado a ocupar el llano, y su ala derecha ataca inmediatamente a los atenienses para impedir que den socorro a los lacedemonios. Forma Pausanias sus tropas en un terreno pendiente y desigual cerca de un arroyo y del recinto consagrado a Deméter, y se pone a consultar las entrañas de las víctimas. Como durante este intervalo quedaban sus tropas expuestas al alcance de las flechas enemigas sin atreverse a la defensa, los tegeatas, no pudiendo resistir el ardor que les animaba, se pusieron en movimiento y fueron inmediatamente sostenidos por los espartanos. Al acercarse, estrechan los persas sus filas, cúbrense con sus broqueles y forman una masa cuya espesura y el impulso de ella detienen y rechazan el furor del enemigo. Mardonio, al frente de mil soldados escogidos, hizo balancear por largo tiempo la victoria, pero cayó al fin herido mortalmente, y desde aquel momento, introduciéndose el desorden entre los persas, son arrollados y emprenden la fuga. Su caballería contuvo durante algún tiempo a los griegos victoriosos, pero no pudo impedir que llegasen al pie del atrincheramiento que Mardonio había levantado cerca del Asopo. Los atenienses, que habían tenido igual éxito en el ala izquierda, a pesar de la vigorosa resistencia de los beocios, lejos de perseguir a estos fueron a reunirse inmediatamente a los lacedemonios que atacaban el campo persa. Apodéranse de los atrincheramientos, precipítanse allí todos, y los vencidos se dejan degollar como víctimas, quedando la tierra cubierta de los ricos despojos de los persas, en cuyas tiendas resplandecía el oro y la plata. Artabazo huyó anticipadamente tomando el camino de la Fócida, y se fue al Asia donde miraron como un mérito el que salvase una parte del ejército. Diose la batalla de Platea el 21 de septiembre del año 479 antes de J. C. Los vencedores concedieron el honor de la victoria a los plateos, poniendo así en armonía a los atenienses y lacedemonios, que se lo disputaban con acaloramiento, y después de repartido el botín, cuya décima parte quedó reservada para el templo de Delfos, concedieron toda clase de honores a los que habían perecido con las armas en la mano. Cada nación hizo levantar un monumento a sus guerreros, y Arístides hizo expedir un decreto previniendo, entre otras cosas, que los plateos fuesen considerados como una nación inviolable y consagrada a la divinidad. En el mismo día de la batalla de Platea, la escuadra griega mandada por Leotíquidas, rey de Lacedemonia, y por Jantipo el ateniense, alcanzó una victoria señalada sobre los persas cerca del promontorio de Mícala en Jonia. Este fue el fin de la guerra de Jerjes, conocida más bien bajo el nombre de guerra meda. Duró dos años, y los pueblos respiraron en fin. Los atenienses se restituyeron a su ciudad, reedificaron sus murallas, a pesar de las quejas de los aliados que empezaban a tener celos de la gloria de aquel pueblo, y, no obstante las representaciones de los lacedemonios, cuyo dictamen era el de desmantelar las plazas de la Grecia situadas fuera del Peloponeso, temerosos de que en una nueva invasión sirviesen de retiro a los persas. Temístocles supo conjurar hábilmente la tempestad que en esta ocasión amenazaba a los atenienses, empeñándoles además a que formasen en el Pireo un puerto guarecido de un terrible recinto, y construir cada año un cierto número de galeras. Al mismo tiempo, una escuadra numerosa de los aliados, comandada por Pausanias, obligaba al enemigo a abandonar la isla de Chipre y la ciudad de Bizancio, situada en el Helesponto; pero estos resultados completaron la ruina de Pausanias, pues orgulloso de su gloria no se mostró ya a los ojos de los aliados sino como un duro e insolente sátrapa, y así es que se vio a los pueblos confederados proponer a los atenienses el combatir bajo sus órdenes. Sabedores los lacedemonios de esta sublevación, llamaron luego a Pausanias, le despojaron del mando y de allí a poco tiempo le dieron muerte, mediante pruebas de que había estado en correspondencia con el rey de Persia. Este castigo no bastó para aplacar a los aliados, pues lejos de estar acordes se negaron a reconocer al sucesor de Pausanias. En tan críticas circunstancias los lacedemonios deliberaron sobre el partido que habían de tomar. Entonces se les vio renunciar al antiguo derecho que tenían de mandar los ejércitos, y ceder a los atenienses el imperio del mar, y el cargo de continuar la guerra contra los persas. Determinadas todas las naciones por este generoso sacrificio, pusieron sus intereses en manos de Arístides, quien, después de haber repartido con la mayor equidad las contribuciones que debían pagar aquellos pueblos, resolvió atacar sin dilación a los persas. Mientras que este ilustre ateniense se adquiría el aprecio universal, elevándose por su mérito al primer lugar entre los griegos, Temístocles se hacia odioso tanto a los lacedemonios como a los aliados: a los primeros por haber dispuesto que fuesen admitidos en la asamblea de los anfictiones los pueblos que habían abrazado el partido de Jerjes, y a los segundos por las exacciones que hacía en el mar Egeo. Quejáronse además una multitud de particulares, los unos de sus injusticias, los otros de las riquezas que había adquirido, y todos del extremado deseo que tenía de dominar. Al fin prevalecieron sobre sus servicios tantos enemigos, y, siendo desterrado, se retiró al Peloponeso; pero acusado luego de que estaba en correspondencia criminal con Artajerjes, sucesor de Jerjes, le persiguieron de ciudad en ciudad, y precisado a refugiarse entre los persas, murió muchos años después. Los atenienses apenas conocieron esta pérdida, pues tenían a Arístides y a Cimón, hijo de Milcíades. Encargado este del mando de la escuadra griega, sale del Pireo con trescientas galeras, y obliga con su presencia y sus armas a las ciudades de Caria y de Licia a que se declaren contra los persas. Encuentra luego a la altura de la isla de Chipre la escuadra de estos últimos, echa a pique una parte de ella, y se apodera del resto. Aquella misma noche desembarca en las costas de Panfilia, ataca al ejército enemigo, lo dispersa y vuelve a su escuadra con un número prodigioso de prisioneros y de inmensos despojos. Esta doble victoria, la conquista de la península de Tracia, que se verificó a continuación, y algunas otras ventajas de que aquellas fueron precursoras, aumentaron sucesivamente la gloria de los atenienses y las confianzas que tenían en sus fuerzas. Acreció aún más su poder con el abandono que los aliados hicieron de sus naves, y la toma de las islas de Esciros, de Naxos y de Tasos, cuyos habitantes, exasperados por su orgullo, se habían separado de ellos mirándose como independientes. Los socorros que dieron a los lacedemonios contra sus esclavos sublevados en algunas ciudades de la Laconia, que se habían dejado llevar de la rebelión, dieron motivo entre ellos y Lacedemonia a un encono que producía funestas guerras. Creyeron advertir los lacedemonios que los generales atenienses estaban en correspondencia con los sublevados, y bajo pretextos plausibles les rogaron que se retirasen; pero los atenienses, irritados de semejantes sospechas, rompieron el tratado que les unía a los lacedemonios desde el principio de la guerra meda, y se apresuraron a celebrar otro con los argivos sus enemigos. (Año 462 antes de J. C.) Aumenta de día en día la ambición de Atenas. Al mismo tiempo que enviaba socorros al rey de Egipto contra los persas, sus tropas hostilizaban a los pueblos de Corinto y de Epidauro, triunfaban de los beocios y sicionios; dispersaban la escuadra del Peloponeso; precisaban a los habitantes de Egina a entregar sus naves, a demoler sus murallas y pagarles un tributo, y a Tesalia a restablecer un príncipe desgraciado sobre el trono de sus padres. No hacían entonces directamente la guerra a Lacedemonia los atenienses, pero ejercían contra ella y sus aliados frecuentes hostilidades. De concierto con los argivos, quisieron un día oponerse al regreso de un cuerpo de tropas que por intereses particulares habían atraído del Peloponeso a Beocia; pero fueron batidos, y los lacedemonios continuaron tranquilamente su marcha. Temiendo entonces Atenas un rompimiento, llamó sin tardanza a Cimón, a quien había desterrado algunos años antes. (Año 450 antes de J. C.) Este grande hombre de regreso a su patria empeñó sus conciudadanos a firmar una tregua de veinte años, pero no encontrándose ya bien con el reposo que gozaban, se apresuró a llevarlos a Chipre, donde logró tan grandes ventajas contra los persas, que obligó a Artajerjes a pedir la paz bajo condiciones las más humillantes. Mas no gozó por mucho tiempo de su gloria, pues terminó sus días en Chipre, siendo su muerte el término de las prosperidades de los atenienses. SECCIÓN TERCERA. Siglo de Pericles, desde el año 444 hasta el 404 antes de J. C. Pericles, ateniense de ilustre nacimiento y posesor de grandes riquezas, consagró sus primeros años al estudio de la filosofía, sin mezclarse en los negocios públicos, ni manifestar otra ambición que la de distinguirse por el valor. Cuando empezó a dejarse ver en la tribuna, sus primeros ensayos admiraron a los atenienses. Debía a la naturaleza el ser un hombre el más elocuente, y a la aplicación y al estudio el primero de los oradores de la Grecia. Conocía muy bien Pericles el carácter de su nación, y por tanto no solo fundaba sus esperanzas en el talento de la palabra, sino que era también el primero que respetaba la excelencia de este talento. Antes de presentarse en público, se advertía a sí mismo en secreto, que iba a hablar a hombres libres, a griegos, a atenienses. Apartábase no obstante cuanto podía de la tribuna; porque atento siempre a seguir con lentitud el plan de su elevación, temía elevar demasiado pronto la admiración del pueblo hasta aquel punto de donde ya es preciso descender. Júzguese pues si merecía la confianza que no ambicionaba un orador que desdeñaba unos aplausos de los que estaba seguro. Concibiose una alta idea del poder que tenía sobre sí mismo cuando, un día que la asamblea se alargó hasta la noche, vieron a un simple particular insultarle sin cesar, seguirle hasta su casa injuriándole, y a Pericles mandar fríamente a uno de sus esclavos que tomase un hachón y acompañase a su ofensor hasta su propia casa. No solamente entusiasmó Pericles a los atenienses con su talento sino también con sus eminentes virtudes, propias de todas las circunstancias en que se vio, siendo esto el principio de su elevación y sus honores. Así es que supo mantenerla en el decurso de cerca de cuarenta años, en una nación ilustrada, celosa de su autoridad, y que se cansaba tan fácilmente de su administración como de su obediencia. Al principio dividió el favor público con Cimón: este se hallaba al frente de los nobles y los ricos, y Pericles se declaró por la multitud que él despreciaba, y que le dio un partido considerable. Para hacerla enteramente de su parte, llenó la ciudad de Atenas de obras clásicas, asignó pensiones a los ciudadanos pobres, distribuyoles una parte de las tierras conquistadas, multiplicó las fiestas y concedió un derecho de presencia a los jueces, y a los que asistieren a los espectáculos y a las asambleas generales. El tesoro de los atenienses y el de los aliados sufragaban a todos estos gastos, pero el pueblo, no viendo más que la mano que daba, cerraba los ojos para no ver la fuente de donde aquella mano se surtía. Mediante el crédito que se adquirió, hizo desterrar a Cimón, falsamente acusado de comunicaciones sospechosas con los lacedemonios, y bajo frívolos pretextos destruyó la autoridad del Areópago, que se oponía con vigor a las innovaciones y la introducción de las malas costumbres. Después de la muerte de Cimón, trató su cuñado de reanimar el partido vacilante de los principales ciudadanos, y durante algún tiempo mantuvo el equilibrio, pero al fin terminó su empresa siendo desterrado. Desde este momento varió Pericles de sistema. Después de haber subyugado, por medio de la multitud, la facción de los ricos, subyugó a la multitud misma reprimiendo sus caprichos, ya con una oposición invencible, y ya con la sabiduría de sus consejos o los encantos de su elocuencia. Cuanto más aumentaba su poder, menos prodigaba su crédito y su presencia. Limitado al trato de unos cuantos parientes y amigos, desde lo interior de su retiro, velaba sobre todas las partes del gobierno, mientras solo se le creía ocupado en pacificar o trastornar la Grecia. Extendió los dominios de la república con victorias brillantes, pero cuando vio que el poder de los atenienses había llegado a cierta elevación creyó que sería una vergüenza el permitir que se debilitase, así como una desgracia el procurar su mayor aumento. Este pensamiento fue la norma de todas sus operaciones, y el triunfo de su política, el haber tenido a los atenienses en la inacción durante mucho tiempo, a los aliados en la dependencia y a los lacedemonios en el respeto. Era natural que tuviese Pericles un gran número de enemigos, no solamente entre las naciones de la Grecia, a las cuales se había hecho odioso y temible, sino también entre los mismos atenienses. Los de Atenas, no pudiendo atacarle directamente, dirigieron sus tiros contra aquellas personas que habían merecido su protección o su amistad. Fidias, encargado de la dirección de los soberbios monumentos de Atenas, fue acusado de haber sustraído una parte del oro con que debía adornar y enriquecer la estatua de Atenea; justificose de la calumnia, mas no por esto dejó de morir en una prisión. Anaxágoras, quizás el más religioso de los filósofos, fue citado ante la justicia por crimen de impiedad y precisado a huir. La esposa, la tierna amiga de Pericles, la célebre Aspasia, acusada de haber ultrajado la religión con sus discursos y las costumbres con su conducta, defendió por sí misma su causa, y las lágrimas de su esposo apenas pudieron salvarla de la severidad de los jueces. Estos ataques no eran más que el preludio de los que hubiera sufrido personalmente, cuando un suceso imprevisto aseguró su autoridad. Hacía algunos años que Córcira estaba en guerra con Corinto, de donde traía su origen; los atenienses, admitiendo esta isla en su alianza, la dieron socorros, y los corintios declararon que aquellos habían quebrantado la tregua estipulada algunos años antes. Potidea, una de las colonias de Corinto, abrazó el partido de los atenienses, y estos, sospechando de su fidelidad, mandaron que entregasen los rehenes, que demoliesen sus murallas y que arrojasen los magistrados que recibían cada año de su metrópoli; pero habiéndose negado a ello Potidea, y noticiosos de que se había reunido a la liga del Peloponeso, la sitiaron los atenienses. Algún tiempo antes habían estos prohibido bajo leves pretextos la entrada en sus puertos y mercados a los de Mégara, aliados de Lacedemonia, al mismo tiempo que otras ciudades se quejaban amargamente de la pérdida de sus leyes y de su libertad. Corinto escuchó sus quejas y supo empeñarles a tomar venganza de los lacedemonios, jefes de la liga del Peloponeso. Llegan pues a Lacedemonia los diputados de aquellas diferentes ciudades, los juntan y exponen sus agravios con tanta acrimonia como vehemencia. Habían ido también a Lacedemonia otros diputados de Atenas a tratar de diversos negocios, y pidieron la palabra para responder a las acusaciones que acababan de oír; mas los lacedemonios no eran sus jueces, y por tanto querían reducir la asamblea a suspender una decisión que podía tener las consecuencias más funestas. Concluido su discurso, en que recordaron las batallas de Maratón y de Salamina, y todo cuanto habían hecho por la libertad de la Grecia, salieron los embajadores de la asamblea. Después de su ausencia, el rey Arquidamo, que a una profunda sabiduría reunía una larga experiencia, conociendo por la agitación de los espíritus que la guerra era inevitable, quiso retardar el momento de su declaración, y al efecto pronunció un discurso en que, después de haber expuesto las dificultades y los peligros, propuso que se entablase con los atenienses una negociación capaz de arreglar las cosas cual deseaban los aliados. Sus reflexiones hubieran detenido acaso a los lacedemonios si, para estorbar su efecto, uno de los éforos, llamado Estenelaidas, no le hubiese incitado a opinar en el acto por la guerra contra los atenienses, opresores de la libertad de los pueblos. Así que hubo hablado la mayoría de los concurrentes, decidió que los atenienses habían quebrantado la tregua, y se acordó convocar una junta general de los diputados de las ciudades del Peloponeso para resolver definitivamente. Al llegar estos diputados, se puso de nuevo el asunto en deliberación y decidiose la guerra a pluralidad de votos, pero no estando aún en disposición de comenzarla, se encargaron los lacedemonios de enviar embajadores a Atenas para exponer allí las quejas de la liga del Peloponeso. Enviaron sucesivamente tres embajadores, y todos ellos se retiraron sin haber podido alcanzar nada de los atenienses, a quienes Pericles impelía a la guerra aún con más calor, aunque eran provocados a ella por los lacedemonios. (Año 431 antes de J. C.) Desde aquel momento se ocuparon por una y otra parte en hacer preparativos para una guerra la más larga y funesta que jamás ha desolado la Grecia, pues duró veintisiete años. Los lacedemonios tenían de su parte a los beocios, focidios y locrios, los de Mégara, de Ambracia, Leucadia, Anactorio y todo el Peloponeso, excepto los argivos que se quedaron neutrales. Por parte de los atenienses estaban las ciudades griegas situadas en las costas del Asia, las de Tracia y del Helesponto, casi toda la Acarnania, algunos otros pueblos pequeños y casi todos los isleños, excepto los de Melos y de Tera. Además de estos socorros, podían ellos mismos suministrar a la liga más de dieciséis mil hombres. Las mismas fuerzas, poco más o menos, de gente escogida entre ciudadanos muy jóvenes o muy viejos y extranjeros, se encargaron de la defensa de la ciudad y de las fortalezas del Ática. Para hacer frente a los gastos de armamento y demás de la guerra, había depositados en la ciudadela seis mil talentos, contando además con otros quinientos que podían adquirir valiéndose de diferentes recursos. Comenzó Arquidamo la campaña avanzando hacia el Ática al frente de sesenta mil hombres. Antes de entrar en aquel territorio, quiso entablar una negociación con los atenienses, y no habiendo sido recibido su embajador, marchó adelante esparciendo por todas partes el estrago y la desolación; pero en breve se vio precisado a la retirada a causa de no encontrar subsistencia para sus tropas. Pericles, por su parte, hizo marchar hacia el Peloponeso una escuadra de cien velas que taló todas las costas, y a su vuelta tomó la isla de Egina. Tales fueron los principales acontecimientos de esta primera campaña. Las que siguieron no ofrecen tampoco más que una continuación de acciones particulares, de rápidas correrías y de empresas que parecen ajenas del objeto que unos y otros se proponían. En el año séptimo de la guerra, los lacedemonios, por salvar un destacamento de soldados que los atenienses tenían sitiados en una isla, entregaron sesenta galeras bajo condición de que les serían restituidas si fuese desechada su demanda, pero no habiendo sido entregados los prisioneros por los atenienses, ni devueltas por estos las galeras, quedó así destruida la marina del Peloponeso, y no se restableció hasta el año veinte de la guerra cuando el rey de Persia se obligó a mantenerla mediante tratados. Entonces las naves de los lacedemonios cubrieron los mares; las dos naciones midieron sus fuerzas, y después de una alternativa de prosperidades y reveses, el poder de la una cedió a la potencia de la otra. Al principio del segundo año de la guerra volvieron a entrar los enemigos en el Ática, y la peste se declaró en Atenas. Este azote, que tuvo su origen en la Etiopía, se había extendido por el Egipto, la Libia, una parte de la Persia, la isla de Lemnos y otros lugares. Un buque mercante la introdujo sin duda por el Pireo, donde se manifestó primeramente y de allí se difundió con furor por la ciudad, y particularmente se difundió en las moradas oscuras y malsanas, donde los habitantes del campo vivían apiñados. La enfermedad parecía que despreciaba las reglas de la experiencia. Viendo el rey Artajerjes que ejercía sus estragos en muchas provincias de la Persia, resolvió llamar en su socorro al célebre Hipócrates, que se hallaba entonces en la isla de Cos. En vano le convidó con riquezas, haciendo brillar a sus ojos el oro y el fasto: este grande hombre respondió al poderosísimo monarca que no tenía necesidades ni deseos, y que se debía sacrificar por los griegos más bien que por sus enemigos. Fue en efecto a ofrecer sus servicios y conocimientos a los atenienses, que le recibieron con tanto reconocimiento cuanto era el apuro en que se hallaban, por haber perecido la mayor parte de sus médicos, víctimas de su celo. Agotó los recursos de su arte exponiendo muchas veces su vida, y si no logró todo el éxito que merecían tan preciosos sacrificios y tan grandes talentos, a lo menos prodigó consuelos y esperanzas. Al cabo de dos años parecía que calmaba ya aquella peste, que había hecho los mayores estragos y mudado enteramente la faz de Atenas: pero esta lisonjera perspectiva no era más que un reposo de la enfermedad, pues se advirtió más de una vez que no estaba su germen destruido. Desenvolviose ocho meses después, y en el decurso de un año entero renovó las mismas escenas de luto y de horror que había anteriormente producido. La pérdida más irreparable para Atenas fue la de Pericles, que murió de resultas de la enfermedad en el tercer año de la guerra. Algún tiempo antes los atenienses, incomodados por el exceso de sus males, le habían despojado de su autoridad y condenado a pagar una multa; acababan de reconocer su injusticia, y Pericles se la había perdonado. Al tiempo de morir dijo incorporándose en la cama, y dirigiéndose a sus amigos que le rodeaban refiriendo sus victorias: «El único elogio que merezco es el de no haber hecho poner luto a ningún ciudadano». Fue reemplazado por Cleón, hombre de humilde nacimiento, sin talento verdadero, pero vano, audaz, arrebatado y por lo mismo del gusto de la muchedumbre. Los buenos y honrados ciudadanos le opusieron a Nicias, uno de los primeros y más ricos particulares de Atenas, que había mandado los ejércitos y logrado muchas ventajas, pero únicamente gozó consideración y nunca crédito mientras vivió Cleón, que tenía mucho más talento para excitar a la plebe y ganar su voluntad. Después de la muerte de Cleón, que pereció en Tracia en un combate dado por él a Brásidas, el general más hábil de los lacedemonios, entabló Nicias negociaciones con Lacedemonia, a las cuales sucedió en breve una alianza ofensiva y defensiva, que debía durar cincuenta años; pero este tratado, que volvía las cosas a su primer estado, no subsistió sin embargo más de seis años y diez meses, y el rompimiento de que fue seguido lo causó la ambición de Alcibíades. Un origen ilustre, riquezas considerables, la más hermosa fisonomía y presencia, las gracias más seductoras, un entendimiento vasto y penetrante, el honor en fin de ser hechura de Pericles fueron otras tantas ventajas que deslumbraron desde luego a los atenienses, y con que él mismo se deslumbró primero. En una edad en que el hombre necesita más que todo indulgencia y consejos, Alcibíades tuvo ya una corte y aduladores: admiró a sus maestros por su docilidad y a los atenienses por sus costumbres licenciosas. Sócrates mismo solicitó su amistad conociendo que este joven sería el más peligroso para Atenas, y habiéndola conseguido a fuerza de cuidados no la perdió jamás. Cuando entró en la carrera de los honores, quiso deberlos con particularidad a los atractivos de su elocuencia. Dejose ver en la tribuna, y en breve fue tenido por uno de los más grandes oradores de Atenas, y acordándose todos de que había dado grandes pruebas de valor durante las primeras campañas, previeron que llegaría a ser un día el general más hábil de la Grecia. Tenía un carácter tan flexible que la necesidad de dominar o el deseo de complacer le hacía acomodarse fácilmente a las circunstancias o coyunturas en que se hallaba. Todos los pueblos fijaron en él su atención, y se hizo dueño de la opinión pública. Los espartanos quedaron absortos de su frugalidad; los tracios de su intemperancia; los beocios de su afición a los ejercicios más violentos; los jonios de su gusto por la pereza y la voluptuosidad, y los sátrapas del Asia por un lujo que ellos no podían igualar. Pero los rasgos de ligereza, de insustancialidad y de imprudencia, propios de su juventud, desaparecían en las ocasiones que requerían reflexión y constancia. Entonces juntaba la prudencia a la actividad, y los placeres no le robaban ya ninguno de los instantes que debía a su gloria o a sus intereses. Nacido en una república, debía elevarla haciéndola superior a sí misma antes de ponerla a sus pies. Este era sin duda el secreto de las brillantes empresas a que él arrastró a los atenienses. Con sus soldados hubiera sojuzgado pueblos, y sin advertirlo se hubieran visto esclavizados los mismos atenienses. Su primera desgracia, deteniéndole casi al principio de su carrera, hizo ver que su genio y sus proyectos eran muy vastos para la dicha de su patria. Dícese que la Grecia no podía sufrir dos Alcibíades; pero se debe añadir que Atenas tuvo uno de más. Él fue quien hizo decretar la guerra contra la Sicilia. GUERRA DE LOS ATENIENSES EN SICILIA. La ciudad de Egesta en Sicilia, que se decía estar oprimida por los de Selinunte y Siracusa, imploró el auxilio de los atenienses, sus aliados. Atenas envió diputados a Sicilia, y cuando regresaron hicieron una relación infiel del estado de las cosas. Resolviose la expedición y fueron nombrados por generales de ella, Alcibíades, Nicias y Lámaco. Lisonjeábanse de tal manera de su buen éxito que el senado arregló de antemano la suerte de los diferentes pueblos de la Sicilia. El primer proyecto fue el de enviar inmediatamente sesenta galeras a esta isla. Nicias, que se había opuesto a tal expedición, queriendo impedirla por una vía indirecta, expuso que además de la escuadra era necesario un ejército terrestre, y presentó a la vista de los ciudadanos el espantoso cuadro de los preparativos, de los gastos y del número de tropas que exigía tal empresa, mas la asamblea, lejos de anonadarse, dio a los generales plenos poderes para disponer de todas las fuerzas de la república. (Año 415 antes de J. C.) Todo estaba ya pronto para partir, cuando Alcibíades fue denunciado por haber mutilado durante la noche, con algunos compañeros, las estatuas de Hermes, colocadas en los diferentes barrios de la ciudad, y representado además, al salir de una cena, las ceremonias de los terribles misterios de Eleusis. Puesto a salvo del furor de la plebe mediante las disposiciones del ejército y de la escuadra, se presenta a la asamblea, desvanece las sospechas suscitadas contra él, y pide una de dos cosas: la muerte si es culpable, o una reparación satisfactoria si no lo es. Sus enemigos hacen diferir el fallo hasta que regrese, y él marcha cargado de una acusación que tiene la cuchilla de la ley pendiente sobre su cabeza. La escuadra, compuesta de trescientas velas, se había reunido en Córcira, y desde allí pasó a Regio, al extremo de la Italia. Alcibíades y Nicias manifestaron sus miras en el primer consejo que se tuvo. El segundo quería atenerse al decreto de los atenienses, el cual solo prevenía que se tratase de arreglar los negocios de la Sicilia del modo más ventajoso a los intereses de la república, y que para conseguirlo se protegiese a los egestanos contra los de Selinunte; y si las circunstancias lo permitiesen, que obligasen a los siracusanos a restituir a los leontinos las posesiones de que les habían privado. No era este el modo de pensar de Alcibíades y de Lámaco. Este último quería aún más que Alcibíades, el cual era de opinión que debía comenzarse haciendo negociaciones con algunas ciudades, a fin de sublevarlas contra los de Siracusa, al paso que Lámaco deseaba que al instante se marchase contra la ciudad de Siracusa. Pero no fue seguido este dictamen, y todos se conformaron con el de Alcibíades. Este general se apoderó lo primero de Catania por sorpresa, y Naxos le abrió luego sus puertas. La ciudad de Mesina iba a seguir este ejemplo, cuando se supo que habían llegado de Atenas unos emisarios de sus enemigos para prenderle. Al principio se propuso ir a confundir a sus acusadores, pero reflexionando después sobre las injusticias de los atenienses, se escapó retirándose al Peloponeso, y su retirada difundió el desaliento en el ejército. Para reanimar el ardor de los soldados, Nicias se determinó a sitiar a Siracusa. Esta ciudad, sumamente estrechada, estaba ya a punto de rendirse, cuando un general lacedemonio, llamado Gilipo, consiguió entrar en ella con algunas tropas, reanimó el valor de los sitiados, batió a los sitiadores y los tuvo encerrados en sus atrincheramientos. Vino a anclar cerca de Siracusa una nueva escuadra ateniense a las órdenes de Demóstenes y de Eurimedonte, pero estas nuevas tropas no fueron más felices que aquellas a las cuales reforzaron. Por causa de Nicias, que no quiso volver a hacerse a la vela, como se lo había aconsejado Demóstenes, los atenienses fueron batidos por mar y por tierra, y precisados a abandonar su campo, sus enfermos y sus naves, y a retirarse en número de cuarenta mil hombres a algunas ciudades de Sicilia. En su retirada fueron perseguidos por Gilipo al frente de los siracusanos, y tuvieron que luchar contra muchos e incesantes obstáculos. Demóstenes, que mandaba la retaguardia, habiendo sido arrinconado en un paraje estrecho, se vio forzado a rendirse; Nicias, no más dichoso, perdió ocho mil hombres cerca del río Asinaro y rindiose también a Gilipo. Fueron conducidos a Siracusa un número considerable de prisioneros y todos perecieron, los unos de enfermedades y los otros en prisiones como esclavos, a excepción de algunos de estos que debieron su libertad a las poesías de Eurípides, apenas conocidas entonces en Sicilia, y de las cuales recitaban a sus señores los mejores trozos. Nicias y Demóstenes fueron condenados a muerte, a pesar de los esfuerzos que hizo Gilipo para salvarles la vida. Experimentó Atenas en esta ocasión un revés tan grande como imprevisto, pero aún la esperaban otras desgracias. Sus aliados estaban ya dispuestos a sacudir su yugo; los demás pueblos juraban su pérdida, y los del Peloponeso se creían ya autorizados con su ejemplo para romper la tregua. Gozaba Alcibíades en Lacedemonia el crédito que sabía adquirirse en todas partes, y después de haber empeñado a los lacedemonios a dar socorro a los siracusanos y a comenzar de nuevo sus correrías en Ática, presentose en las costas del Asia menor, donde hizo que se declarasen en favor suyo Quíos, Mileto y otras ciudades florecientes. Cautivó con su agrado y buen trato a Tisafernes, gobernador de Sardes, y el rey de Persia se encargó del mantenimiento de la escuadra del Peloponeso. Hubiese terminado muy pronto esta segunda guerra, si Alcibíades, perseguido por Agis, rey de Lacedemonia, a cuya esposa había seducido, y por los demás jefes de la liga, a quienes su gloria daba celos, no hubiese suspendido los esfuerzos de Tisafernes y los socorros de la Persia, bajo pretexto de que convenía al gran rey el dejar a los griegos debilitarse mutuamente. No tardaron los atenienses en revocar el decreto del destierro de Alcibíades: pónese entonces al frente de ellos, somete las plazas del Helesponto, obliga a los gobernadores del rey de Persia a firmar un tratado ventajoso para los atenienses, y Lacedemonia a pedirles la paz, cuya petición fue desechada, porque creyéndose en adelante invencibles bajo el mando de Alcibíades, habían pasado rápidamente de la consternación más profunda a la más insolente presunción. Cuando este general volvió a su patria, su llegada a ella, su mansión y la prisa que se dio para justificarse fueron para él una serie continuada de triunfos y de fiestas para el pueblo; y cuando le vieron salir del Pireo con una escuadra de cien naves, nadie dudó que los pueblos del Peloponeso sufrirían en breve la ley del vencedor, y que a continuación anunciaría un correo la conquista de la Jonia. Engolfados se hallaban en tan lisonjeras esperanzas, cuando se supo que quince galeras atenienses habían caído en poder de los lacedemonios, a causa de un combate dado en ausencia y contra las órdenes de Alcibíades, y en ocasión que este había pasado a la Jonia obligado de la necesidad de exigir contribuciones para el mantenimiento de las tropas. A la primera noticia de este revés, volvió atrás y presentó la batalla al vencedor que no se atrevió a aceptarla. Había reparado el honor de Atenas y la pérdida era corta; pero bastó para que sus enemigos lograsen irritar al pueblo, que le quitó el mando de los ejércitos. La guerra continuó durante algunos años, siempre por mar, y concluyose con la batalla de Egospótamos, ganada por los lacedemonios en el estrecho del Helesponto. Lisandro, que los mandaba, sorprendió a la escuadra ateniense y se hizo dueño de ella cogiendo tres mil prisioneros (año 405 antes de J. C.). La pérdida de esta batalla trajo consigo la de Atenas, que después de un sitio de algunos meses se rindió por falta de víveres. Sus habitantes fueron condenados no solamente a demoler las fortificaciones del Pireo, sino también a entregar sus galeras a excepción de doce; a llamar a los desterrados, a sacar las guarniciones de las ciudades de que se habían apoderado, y a seguir a sus vencedores por mar y por tierra inmediatamente que se les mandase. Sus murallas fueron destruidas al son de música, y algunos meses después les fue permitido el elegir treinta magistrados, que en lugar de establecer una nueva forma de gobierno usurparon la autoridad. Protegían abiertamente sus injusticias las tropas lacedemonias que les facilitó Lisandro, y tres mil ciudadanos, que se asociaron para afirmar su potencia. La nación desarmada cae de repente en el exceso de la servidumbre y el destierro, las cadenas y la muerte son el patrimonio de aquellos que se atreven a quejarse contra la tiranía, o que parece la condenan con su silencio. Esta opresión no duró más de ocho meses, y en este corto espacio de tiempo más de mil quinientos ciudadanos fueron degollados y privados de los honores fúnebres; la mayor parte abandonó una ciudad donde las víctimas y los testigos de la opresión no se atrevían a manifestar sus quejas. Hallábase entonces Alcibíades en un lugar de la Frigia, bajo el gobierno de Farnabaces, que le dio pruebas de distinción y amistad. Creíase en perfecta seguridad, cuando de repente cercan su casa unos asesinos enviados por el sátrapa, y no teniendo valor para invadirla, le pegan fuego. Arrójase él con espada en mano por entre las llamas, aparta a los bárbaros, y cae muerto entre una lluvia de dardos; siendo entonces de edad de cuarenta años. Estaba reservada a Trasíbulo la gloria de libertar a su patria. Este generoso ciudadano, puesto por su mérito a la cabeza de aquellos que habían huido, se apoderó del Pireo y llamó al pueblo a la independencia. Algunos de los opresores perecieron con las armas en la mano y otros fueron condenados a muerte. Publicose una amnistía general, y bastó para restablecer el orden y la tranquilidad en Atenas. Algunos años después sacudió esta ciudad el yugo de Lacedemonia, restableció su gobierno, y aceptó el tratado de paz que celebró con Artajerjes el espartano Antálcidas. Por este tratado, las colonias griegas del Asia menor y algunas cercanas fueron abandonadas a la Persia, y los demás pueblos de la Grecia recobraron sus leyes y su independencia. Así terminaron las desavenencias causadas por las guerras de los medos y del Peloponeso. REFLEXIONES SOBRE EL SIGLO DE PERICLES. Al principio de la guerra del Peloponeso debieron sorprenderse extraordinariamente los atenienses al verse tan diferentes de lo que fueron sus padres. El mérito no obtuvo en breve más que una débil estimación, y todas las consideraciones fueron reservadas para el crédito: todas las pasiones se dirigieron hacia el interés personal, y todas las fuentes de corrupción se derramaron con profusión por el estado. El amor, que antes se cubría con el velo del himeneo y del pudor, encendió abiertamente fuegos ilegítimos: multiplicose en el Ática y en toda la Grecia el número de mujeres públicas, venidas la mayor parte de ellas de la Jonia, y Pericles, testigo ocular del abuso que favorecía sus miras ambiciosas, no trató de corregirlo como debiera. La célebre Aspasia, natural de Mileto, en Jonia, su querida y después su esposa, favoreció sus miras con sus gracias, su belleza y su talento. Ella se atrevió a formar una reunión de cortesanas, cuyos atractivos debían atraer a los jóvenes atenienses al partido de Pericles. Desencadenáronse contra ella los poetas cómicos, mas no la impidieron que reuniese en su casa la más lucida tertulia de Atenas. Pericles autorizó el libertinaje, Aspasia lo propagó, y Alcibíades lo hizo amable: la nación, arrastrada por los encantos de este ateniense, se hizo cómplice de sus extravíos, y a fuerza de excusarlos acabó por defenderlos, de modo que su funesta influencia sobre las costumbres públicas subsistió mucho después de su muerte. Hacia el tiempo de la guerra del Peloponeso, y cuando el desenfreno progresaba de día en día, la naturaleza redobló sus esfuerzos y prodigó repentinamente muchos genios en todos géneros. Atenas dio muchos a luz, y vio venir aún mayor número a solicitar allí los honores de su aprobación. Sófocles, Eurípides y Aristófanes brillaban sobre la escena; Antifonte, Andócides y Lisias se distinguían en la elocuencia; Tucídides, movido aún por los aplausos que había merecido Heródoto cuando leyó su historia a los atenienses, se disponía para merecer otros semejantes. Sócrates transmitía una doctrina sublime a unos discípulos, de que muchos han fundado escuelas; hábiles generales hacían triunfar las armas de la república: levantáronse los más soberbios edificios diseñados por los más sabios arquitectos; y los pinceles de Polignoto, de Parrasio y Zeuxis, y los cinceles de Fidias y de Alcámenes hermoseaban a porfía los templos, los pórticos y las plazas públicas. Todos estos grandes hombres, todos aquellos que florecían en otros países de la Grecia, se reproducían en discípulos dignos de reemplazarlos, y era fácil prever que el siglo más corrompido sería en breve el siglo más ilustrado. Las ciencias se manifestaban cada día con nuevas luces y las artes hacían nuevos progresos: la poesía no aumentaba su brillo, pero, conservando el que tenía, lo empleaba con preferencia en adornar las tragedias y la comedia, que llegaron de repente a su perfección. La historia, sujeta a las leyes de la crítica, desechaba lo maravilloso, discutía los hechos y llegaba a ser una lección poderosa que daba lo pasado a lo futuro. Las reglas de la lógica y de la retórica, las abstracciones de la metafísica, las máximas de la moral, fueron desenvueltas en unas obras que reunían a la regularidad de planes la exactitud de las ideas y la elegancia del estilo. La Grecia debió en parte estos adelantos a la influencia de la filosofía, que salió de la oscuridad después de las victorias alcanzadas sobre los persas. Apareció Zenón y los atenienses se ejercitaron en las sutilidades de la escuela de Elea. Anaxágoras les trajo las luces de las de Tales, y empezábase a creer, en fin, que los eclipses, los monstruos y los diversos fenómenos o descarríos de la naturaleza no debían ya mirarse como prodigios; pero se veían en la dura precisión de decírselo unos a otros con reserva, porque el pueblo, acostumbrado a mirar estos fenómenos como avisos del cielo, se enconaba contra los filósofos que trataban de despreocuparle. Perseguidos y desterrados, aprendieron muy a costa suya que, para que la verdad sea admitida entre los hombres, no debe presentarse a cara descubierta sino deslizarse furtivamente en pos de los errores. Las artes, no encontrando preocupaciones que combatir, alzaron de repente el vuelo. Hubo concursos en Delfos, en Corinto, en Atenas y en otros lugares; pero Atenas sobrepujó en magnificencia a todas las demás ciudades de la Grecia. En tiempo de Pericles empezó a introducirse el buen gusto por las artes entre un corto número de ciudadanos, y el de los cuadros y las estatuas entre las gentes pudientes. Desde entonces empezaron a apreciar y se estimuló con premios a los artistas que más se distinguían por sus obras. Los unos trabajaban gratuitamente por la república, y les concedieron honores y distinciones: otros se enriquecieron, ya formando discípulos, y ya exigiendo un tributo de aquellos que iban a sus talleres a admirar las obras excelentes de sus manos. Zeuxis llegó a tal estado de opulencia que, al fin de sus días, regalaba sus cuadros bajo pretexto de que nadie se encontraba en disposición de poder pagarlos. [Ilustración: _Encontramos en Panticapea un bajel de Lesbos pronto para hacerse a la vela. T. 1, P. 3. J. Amilla g._] COMPENDIO DEL VIAJE DEL JOVEN ANACARSIS EN GRECIA. CAPÍTULO I. Salida de Escitia. — El Ponto Euxino. — Estado de la Grecia desde la toma de Atenas año 404 antes de J. C. hasta el momento del viaje. — El Bósforo de Tracia. — Llegada a Bizancio. Anacarsis, escita de nación, hijo de Toxatis, es el autor de esta obra que dirige a sus amigos. Empieza exponiéndoles los motivos de su viaje. Desciendo, como sabéis, del sabio Anacarsis, tan célebre entre los griegos como indignamente tratado por los escitas. Tenía yo la edad de dieciocho años cuando un esclavo griego que adquirí me inspiró el deseo de ver la Grecia. Era este de una familia distinguida de Tebas en Beocia, quedó prisionero en la célebre retirada de los diez mil, y, después de haber arrastrado las cadenas en diferentes naciones, vino a parar adonde yo habitaba. Hasta entonces no había yo visto más que tiendas, rebaños y desiertos, y así es que todo cuanto me refirió hizo en mi una impresión profunda. En adelante, no pudiendo sufrir la vida errante que había pasado, y la profunda ignorancia en que estaba, resolví abandonar el país nativo. He pasado mis más floridos años en Grecia, en Egipto y en Persia, pero en el primero de estos países es donde más me he detenido: he gozado de los últimos momentos de su gloria, y no he salido de allí hasta después de haber visto expirar su libertad en la llanura de Queronea. (Año 365 antes de J. C.) A fines del primer año de la olimpiada ciento cuatro, partí con Timágenes, a quien acababa de dar libertad: después de haber atravesado vastas soledades, llegamos a las orillas del Tanais, cerca del paraje donde desemboca en la mar la laguna Meotis y de allí pasamos por mar a la ciudad de Panticapea, situada en una altura hacia la entrada del Bósforo cimerio. Esta ciudad, donde los griegos establecieron en otro tiempo una colonia, ha llegado a ser la capital de un pequeño estado que se extiende por la costa oriental del Quersoneso táurico. Reinaba en ella Leucón hacía ya cerca de treinta años, pero nosotros no le vimos porque entonces se hallaba al frente de su ejército haciendo la guerra a los habitantes de Heraclea en Bitinia. Encontramos en Panticapea un bajel de Lesbos pronto para hacerse a la vela, y Cleómedes, que lo mandaba, nos ofreció admitirnos a su bordo. Esperando el día de la marcha, iba y venía yo al puerto, y desde los muros y fuera de ellos fijaba mi atención en todos los objetos con la más viva curiosidad. Todo aquello que me causaba extrañeza o me sorprendía iba a decirlo a Timágenes cual si fuere para él un descubrimiento, así como lo era para mí. Preguntábale si el lago Meotis era el mayor de los mares, y si Panticapea la ciudad más hermosa del universo. No me es fácil manifestar la sensación que experimenté cuando se presentó insensiblemente a mis ojos en toda su extensión la mar denominada el Ponto-Euxino. Es un inmenso lago casi rodeado por todas partes de altas montañas, más o menos lejanas de su orilla, y en el cual cerca de cuarenta ríos vierten las aguas de una parte del Asia y de la Europa. En sus orillas habitan naciones que se diferencian entre sí por su origen, sus costumbres y lenguaje. Esta mar se ve con frecuencia cubierta de vapores sombríos y agitada por tempestades violentas, pero no es profunda sino hacia su parte oriental, donde la naturaleza ha abierto abismos insondables. Temiendo Cleómedes alejarse de las costas, dirigió su rumbo hacia el oeste, y en seguida hacia el sur, y vimos de lejos la embocadura del Borístenes,[1] la del Istro,[2] y algunos otros ríos. [1] Hoy día el Dniéper. [2] Antiguo nombre del Danubio. Un día el mismo Cleómedes, después de habernos hablado de la expedición del joven Ciro y del destierro de Jenofonte, nos hizo un elogio de Epaminondas, y refirió también la gloriosa revolución de los tebanos: «Ya sabréis», dijo a Timágenes, que estaba sorprendido de lo que oyó decir de Jenofonte, su antiguo general, y de Epaminondas, su compatriota, (año 404 antes de J. C.), «ya sabréis que por la toma de Atenas todas nuestras repúblicas se hallaron en algún modo esclavizadas por los lacedemonios. Las excelentes prendas de Agesilao y sus hazañas la amenazaban de una larga servidumbre, cuando el rey Artajerjes, que concibió el proyecto de llevar sus terribles fuerzas hasta el centro de aquellos estados, consiguió separar de Lacedemonia muchas ciudades de la Grecia. Tebas, Corinto, Argos y otros muchos pueblos formaron una liga poderosa y reunieron sus tropas en los campos de Coronea en Beocia (año 393 antes de J. C.). Vinieron muy pronto a las manos con los de Agesilao; venció este príncipe, y los tebanos tuvieron la gloria de retirarse sin emprender la fuga. »Esta victoria consolidó el poder de Esparta, pero hizo estallar nuevas turbulencias y nuevas ligas entre los mismos vencedores, porque los unos estaban como cansados de vencer y los otros de la gloria de Agesilao. Estos últimos, teniendo al frente al espartano Antálcidas, propusieron al rey Artajerjes que diese la paz a las naciones de la Grecia: el tratado que se celebró obligaba a los tebanos a reconocer la independencia de las ciudades de Beocia, y estos, de concierto con los de Argos, no accedieron a él hasta que se vieron precisados por la fuerza. (Año 382 antes de J. C.) »Algunos años después, el espartano Fébidas, pasando a la Beocia con un cuerpo de tropas, acampó delante de Tebas. La ciudad estaba dividida en dos bandos: Leontíades, jefe del partido adicto a los lacedemonios, empeñó a Fébidas a que se apoderase de la ciudadela, y para ello le facilitó los medios. Se estaba entonces en plena paz y era el momento en que los tebanos celebraban las fiestas de Deméter. Tan extraña perfidia se hizo aún más odiosa por las crueldades ejercidas contra aquellos ciudadanos que eran sumamente adictos a su patria. Cuatrocientos de ellos se acogieron a los atenienses, e Ismenias, jefe de aquel partido, sufrió la pena de muerte bajo vanos pretextos. »Alzose un grito general en toda la Grecia, y los lacedemonios mismos se estremecieron de indignación. Leontíades, que había ido a Lacedemonia, tranquilizó los espíritus irritándolos contra los tebanos. Decidiose por fin que se conservase la ciudadela de Tebas, y que Fébidas pagase una fuerte multa». «Así», dijo Timágenes interrumpiendo a Cleómedes, «se aprovechó Lacedemonia del crimen, y castigó al culpable al mismo tiempo; mas ¿cuál fue la conducta de Agesilao?». «Acusáronle», respondió Cleómedes, «de haber sido el autor oculto de la empresa y del decreto que llevó a su colmo la iniquidad. »Este decreto fue la época de la decadencia de los lacedemonios. La mayor parte de sus aliados los abandonaron, y tres o cuatro años después, los tebanos sacudieron un yugo odioso. Algunos ciudadanos intrépidos destruyeron una noche en un instante a los partidarios de la opresión, y secundando el pueblo sus esfuerzos fueron arrojados de la ciudadela los espartanos; uno de los desterrados, el joven Pelópidas, de ilustre nacimiento y distinguido por sus riquezas, fue uno de los primeros autores de esta conspiración famosa. »A la noticia de estos acontecimientos hicieron los lacedemonios algunas irrupciones en Beocia; Agesilao condujo por dos veces sus tropas a aquel país y fue herido en una acción poco decisiva. Cada día conducía Pelópidas a los tebanos contra el enemigo y enseñábales a medir sus fuerzas en varias escaramuzas con los espartanos, cuya reputación temían no menos que su valor. Instruido por sus propias faltas y los ejemplos de Agesilao, en una de las campañas siguientes recogió el fruto de sus fatigas y reflexiones. »Estando en la Beocia, se adelantaba hacia Tebas en ocasión que volvía por el camino un cuerpo de lacedemonios mucho más numeroso que el suyo. Un soldado de a caballo, que se había adelantado, los vio salir del desfiladero y volvió corriendo a decir a Pelópidas: “hemos caído en manos de los enemigos”. “¿Y por qué no han de haber caído ellos en las nuestras?”. Así responde el general y los ataca; pelean con encarnizamiento y permanece la victoria indecisa mucho tiempo; pero vencen al fin los tebanos, y los lacedemonios, después de haber perdido sus generales y lo mejor de sus tropas, se dispersan por el llano. »Este éxito inesperado admiró a Lacedemonia, Atenas y todas las repúblicas de la Grecia. Para terminar amistosamente sus desavenencias, envió cada cual sus diputados a una dieta convocada en Lacedemonia, y Epaminondas, a la edad de cuarenta años, se presentó en ella con los demás representantes de Tebas. Agesilao decidió las sesiones de esta gran asamblea, que terminó con un tratado en el cual no tuvieron parte alguna los tebanos. »Apenas habían regresado estos a su patria, cuando el rey Cleómbroto, que mandaba en la Fócida el ejército de los aliados, tuvo orden de conducirle a la Beocia. Las fuerzas de los tebanos eran inferiores a las suyas casi en la mitad, pero tenían a su cabeza a Epaminondas, y Pelópidas mandaba sujeto a sus órdenes. Hallábanse los dos ejércitos en un paraje de la Beocia llamado Leuctra (año 371 antes de J. C.). Al siguiente día se dio aquella batalla que los talentos del general tebano harán memorable para siempre, y en que los prodigios de valor de Cleómbroto no pudieron salvarle de la muerte, ni a su ejército de una completa derrota. »Los vencedores, cuya pérdida fue muy leve, levantaron un trofeo en el campo de batalla y se ensoberbecieron tanto con la victoria que el filósofo Antístenes decía: “me parece que veo a escolares orgullosos de haber pegado a su maestro”. »Dos años después fueron nombrados jefes de la liga beocia Epaminondas y Pelópidas. Estos dos ilustres amigos entraron juntos en el Peloponeso, y Epaminondas, que mandaba como general en jefe, condujo a Lacedemonia el ejército compuesto de setenta mil hombres, con esperanza de hacerse dueño de aquella ciudad y levantar en ella un trofeo. Al acercarse formó Agesilao su ejército en una eminencia situada entre aquella ciudad y el Eurotas, que iba crecido considerablemente con motivo de las nieves derretidas de los montes. Epaminondas hizo cuanto pudo para atraerle a la llanura, pero no pudo conseguirlo; y viendo que el invierno estaba próximo, que sus tropas, debilitándose cada día más y más, empezaban a carecer de víveres, y noticioso también de que los atenienses y otros pueblos hacían levas considerables en favor de Lacedemonia, taló los campos de la Laconia y retiró tranquilamente su ejército a Beocia. »A su vuelta fue acusado con Pelópidas y citado en juicio por haber conservado el mando de la liga beocia cuatro meses más del término prescrito por las leyes. El último se defendió sin dignidad y tuvo que recurrir a las súplicas; pero Epaminondas se justificó refiriendo sus hazañas, y sus jueces le absolvieron lejos de atreverse a condenarle; mas no por eso se libró de los tiros de la envidia. En la distribución de premios creyeron humillar sus émulos al vencedor de Leuctra, encargándole de la policía de las calles y la limpieza de los albañales y desagües de la ciudad, pero desempeñó perfectamente este encargo, probando así con su ejemplo que no se debe juzgar a los hombres por los empleos, sino a los empleos por los hombres que los ocupan. »Durante los diez años siguientes, Epaminondas hizo respetar más de una vez los ejércitos tebanos en el Peloponeso. Pelópidas, después de haber triunfado en Tesalia, pasó a la corte de Susa donde trastornó los planes de Atenas y de Lacedemonia, y en obsequio de su patria celebró un tratado que la unía estrechamente con el rey de Persia. (Año 364 antes de J. C.). Poco tiempo después de su vuelta, marchó contra un tirano de Tesalia llamado Alejandro, y pereció en el combate persiguiendo al enemigo después de haberle puesto en fuga vergonzosa. Tebas ha perdido uno de sus apoyos, pero aún le queda Epaminondas. Este grande hombre se ha propuesto dar a Lacedemonia el último golpe, y se cree que los atenienses se unirán a los lacedemonios; pero la primavera próxima decidirá sin duda esta gran cuestión». Aquí dio fin la relación de Cleómedes. Al cabo de muchos días de una feliz navegación llegamos al Bósforo de Tracia, que separa la Europa del Asia. Su longitud desde el templo de Zeus hasta la ciudad de Bizancio, donde termina, es de ciento veinte estadios. Su anchura varía: a la entrada es de cuatro estadios y a la parte opuesta de catorce. En ciertos parajes las aguas forman grandes balsas y profundas bahías. Hacia el medio de este canal nos mostraron el paraje donde Darío, rey de Persia, hizo pasar por un puente de barcas setecientos mil hombres que conducía contra los escitas. El estrecho, que solo tiene cinco estadios de anchura, se halla ceñido por un promontorio sobre el cual hay un templo de Hermes. En aquel sitio puestos dos hombres uno en Asia y otro en Europa pueden hablarse muy fácilmente. Poco después descubrimos la ciudadela y los muros de Bizancio, y entramos en su puerto dejando a la izquierda la ciudad de Crisópolis y habiendo avistado hacia la misma parte la de Calcedonia. CAPÍTULO II. Descripción de Bizancio. — Viaje desde esta ciudad a Lesbos. — El estrecho del Helesponto, etc. Bizancio, fundada en otro tiempo por los megarenses, está situada sobre un promontorio cuya forma es casi triangular. No puede darse a la verdad situación más bella ni perspectiva más agradable. La vista recorriendo el horizonte se recrea a la derecha en el mar llamado Propóntide, enfrente y más allá de un canal estrecho, en las ciudades de Calcedonia y Crisópolis, en seguida en el Bósforo y por último en fértiles colinas y en un golfo que sirve de puerto y se mete en tierra hasta la distancia de siete estadios. Además de un gimnasio y muchos edificios públicos, se encuentran en esta ciudad cuantas comodidades puede proporcionar un pueblo rico y numeroso. Su territorio produce abundantes cosechas de granos y de frutos; su puerto, inaccesible a las tempestades, atrae los navíos de todos los pueblos de la Grecia. Su posición a la cabeza del estrecho le facilita el medio de detener o sujetar a subidos derechos los que trafican en el Ponto-Euxino, y de privar de las subsistencias a las naciones que de ella se proveen. De esto proceden los esfuerzos que hacen los atenienses y lacedemonios para atraerla a sus intereses y tenerla por aliada, pero ella ha preferido a los primeros. Luego que Cleómedes despachó sus negocios de Bizancio, salimos del puerto y entramos en la Propóntide. La anchura de este mar es, según se dice, de quinientos estadios (cerca de 19 leguas) y su longitud de mil cuatrocientos (cerca de 52 leguas). Sobre sus orillas se ven muchas ciudades célebres, fundadas o conquistadas por los griegos; de una parte Selimbria, Perinto y Bizancio, y de la otra Ástaco en Bitinia, y Cícico en Misia. «Por más allá de las costas, en las cuales se han establecido los griegos, tenemos a la derecha», me dijo Timágenes, «las fértiles campiñas de la Tracia, y a la izquierda los límites del grande imperio de los persas, ocupados por los bitinios y los misios: estos últimos se extienden a lo largo del Helesponto, donde vamos a entrar». Este estrecho era el tercero que encontraba en mi navegación desde que salí de Escitia: su longitud es de 400 estadios (15 leguas y 300 toesas). Le pasamos en poco tiempo porque el viento era favorable y rápida la corriente; a las orillas de esta ría, que tal debe llamarse, se ven de trecho en trecho risueñas colinas pobladas de ciudades y de aldeas. A un lado la ciudad de Lámpsaco, cuyo territorio es famoso por sus viñedos; por otro la embocadura de un riachuelo llamado Egospótamos, donde Lisandro ganó sobre la escuadra ateniense aquella célebre victoria con que dio fin a la guerra del Peloponeso. Más allá están las ciudades de Sesto y de Abido, casi la una en frente de la otra. Cerca de la primera está la torre de Hero, donde, según dicen, una joven sacerdotisa de Afrodita se arrojó a las olas por haberse sumergido allí Leandro, su amante, quien para ir a verla tenía que atravesar el canal a nado. Dicen también que por esta parte solo tiene de anchura el estrecho siete estadios (cerca de un cuarto de legua). Jerjes, al frente de un ejército numeroso, atravesó por allí el mar, pasando por un puente doble que hizo construir, y poco tiempo después volvió a pasarle por el mismo paraje en una barca de pescador. En aquella parte está el sepulcro de Hécuba, mujer del rey Príamo, y en la otra el de Áyax. Este es el puerto a donde arribó la escuadra de Agamenón cuando fue al Asia, y aquellas son las costas del reino de Príamo. Nos hallábamos entonces a la punta del estrecho, y mi mente estaba poseída de la memoria de Homero y de sus pasiones; pedí con instancias que me echasen a tierra y me arrojé ansioso a la orilla; pero se desvaneció mi ilusión cuando no pude reconocer los lugares inmortalizados por aquel grande poeta, pues ya no quedan ni vestigios de la ciudad de Troya: hasta sus ruinas han desaparecido. Las arenas y el fango arrojados por el mar, y los temblores de tierra han mudado enteramente la faz de este país. Volví a la nave y me regocijé al saber que iba a terminar nuestro viaje; que nos hallábamos ya en el mar Egeo, y que al día siguiente entraríamos en Mitilene, una de las principales ciudades de Lesbos. Dejamos a la derecha las islas de Imbros, de Samotracia y de Tasos; célebre la última por sus minas de oro y la segunda por sus misterios. A media noche costeamos la isla de Ténedos; al amanecer entramos en el canal que separa a Lesbos del continente, y a breve rato nos vimos enfrente de Mitilene. El día estaba sereno, un céfiro suave jugueteaba en nuestras velas y yo estaba tan absorto que no advertí que nos hallábamos en el puerto. Cleómedes encontró en el muelle a sus parientes y amigos, que le recibieron enajenados de alegría, y fuimos a hospedarnos rodeados de una multitud de marineros y artesanos, para los cuales era yo un objeto de curiosidad. CAPÍTULO III. Descripción de Lesbos. — Pítaco. — Arión. — Terpandro. — Alfeo. — Safo. Aprovecheme de mi mansión en la isla de Lesbos para instruirme de todo cuanto había en ella digno de atención. Dan a Lesbos mil y cien estadios de circunferencia (cerca de 42 leguas). La principal riqueza de sus habitantes consiste en sus vinos, que en varios países los prefieren a los de Grecia. Lo largo de la costa está cortada de bahías por la naturaleza, alrededor de las cuales han edificado ciudades que ha fortificado el arte, y que el comercio ha hecho florecientes: tales son Mitilene, Arisba, Ereso y Antisa; cuya historia solo ofrece una serie de revoluciones. Después de haber gozado por mucho tiempo de la libertad o gemido en la servidumbre, sacudieron el yugo de los persas en tiempo de Jerjes, y durante la guerra del Peloponeso se apartaron más de una vez de la alianza de los atenienses; pero siempre se vieron en la precisión de volver a entrar en ella y la conservan en el día. Lesbos es la mansión de los placeres o más bien del libertinaje más desenfrenado. Sus habitantes tienen, con respeto a su moral, unas máximas que ceden a su voluntad y se acomodan a las circunstancias con la misma facilidad que ciertas reglas de plomo de que usan los arquitectos. Reinaba en este nuevo mundo una libertad de ideas y de sentimientos que me afligió al principio; pero los hombres me enseñaron insensiblemente a ruborizarme de mi sobriedad y las mujeres de mi recato. Menos rápidos fueron a la verdad mis progresos en la urbanidad y el lenguaje. Durante esta educación ocupábame en observar aquellos célebres personajes que Lesbos ha producido. Citaré al frente de los nombres más distinguidos el de Pítaco, a quien contaba la Grecia en el número de sus sabios. Después de haber libertado a su patria de la opresión, de la guerra contra los atenienses y de sus divisiones intestinas, no aceptó el poder que se le dio sino para hacerla el presente de una sabia legislación, y cuando estuvieron sus leyes en vigor, abdicó sin fasto el poder soberano. A continuación de Pítaco debo nombrar a Arión de Metimna, y Terpandro de Antisa. El primero, que vivía hace unos trescientos años, ha dejado una colección de poesías que cantaba al son de su lira, como lo hacían entonces todos los poetas. A su vuelta de Sicilia, donde ganó el premio en un certamen de música, se embarcó en Tarento a bordo de un buque corintio. Iban los marineros a echarle al mar para apoderarse de su equipaje, cuando se precipitó él mismo después de haber tratado en vano de disuadirles y aplacarles con la melodía de su voz; y se dice que un delfín, mostrándose más sensible que ellos, le transportó al promontorio de Ténaro. Este hecho, atestiguado por el mismo Arión en uno de sus himnos, conservado en la tradición de los lesbios, me lo confirmaron en Corinto, donde dicen que Periandro hizo sufrir la pena de muerte a los marineros. Terpandro vivía casi en el mismo tiempo que Arión; añadió tres cuerdas a la lira, que antes no tenía más de cuatro, compuso para varios instrumentos sonatas que sirvieron de modelos, introdujo nuevos ritmos en la poesía, y puso en acción y por consecuencia dio interés a los himnos que se cantaban en los certámenes de música. Cerca de cincuenta años después de Terpandro, florecieron en Mitilene Alfeo y Safo, que ocupan el primer lugar entre los poetas líricos. El primero cantó a los dioses, particularmente a los que presiden los placeres; sus amores, sus hazañas militares, sus viajes y sus desgracias en el destierro. Su ingenio necesitaba del estímulo de la intemperancia, y en una especie de embriaguez componía aquellas obras que han excitado la admiración en la posteridad. Reunió la dulzura a la fuerza de la expresión, y la riqueza a la precisión y claridad. La imagen de Safo está esculpida en las monedas de los lesbios, que tienen en gran veneración su memoria. «¿Pero cómo se puede conciliar», pregunté a un ciudadano de Mitilene, «los sentimientos que ha manifestado en sus escritos y los honores que la concedéis en público, con las costumbres infames que sordamente la atribuyen?». «No conocemos suficientemente», me respondió, «los pormenores de su vida para juzgar según ellos. Cuando leo algunas de sus obras, no me atrevo a absolverla, pero tuvo méritos y enemigos, y tampoco me atrevo a condenarla». Después de muerto su esposo consagró sus días a las letras, cuyo gusto quiso inspirar a las mujeres de Lesbos. Muchas de ellas, y aun algunas extranjeras, se hicieron discípulas de Safo, y amándolas con suma terneza, porque no sabía amar de otro modo, manifestábales su afecto con la violencia de la pasión. Sus intenciones eran quizás muy puras, pero una cierta facilidad de costumbres y el fuego de sus expresiones bastaron para engendrar el encono de algunas mujeres poderosas, a quienes humillaba su superioridad. Perseguida por ellas tuvo al fin que huir, y se retiró a Sicilia, donde oigo decir que se trata de erigirle una estatua. Safo era extremadamente sensible. Amó a Faón, de quien se vio abandonada, y desesperando de ser feliz en adelante, intentó el salto de Léucade y pereció en las aguas. Esta mujer célebre compuso odas, elegías y otras varias poesías, la mayor parte en metros que ella inventó e introdujo, y todas llenas de gracia y expresión con que ha enriquecido la lengua. ¡Oh, cuán admirable es su esmero en la elección de asuntos y palabras! Ella ha pintado cuanto la naturaleza ofrece de más bello y risueño con los colores más vivos y variados. Su gusto brilla hasta en el mecanismo de su estilo. Con dificultad se encontraría en una composición entera de las suyas algunos sones que quisiera suprimir el oído más delicado. CAPÍTULO IV. Partida de Mitilene. — Descripción de la Eubea. — Llegada a Tebas. Al día siguiente nos dieron prisa para embarcarnos y salimos de Mitilene con sentimiento. Al dejar el puerto, la tripulación cantaba himnos en honor de los dioses y en voz alta les dirigía sus votos para que nos diese próspero viento. Cuando hubimos doblado el cabo de Malea, situado al extremo meridional de la isla, tendieron la vela, y nuestra travesía fue dichosa y sin acontecimientos. Empezábamos a descubrir la cumbre de una montaña llamada Oché y que domina a todas las de la Eubea. «Esta isla», me dijo Fanes, capitán de la nave, «se extiende a lo largo del Ática, la Beocia, del país de los locrios y de una parte de la Tesalia; pero su anchura no es proporcionada a su longitud. Produce mucho trigo, vino, aceite, frutas, cobre y hierro; excelentes puertos, ciudades opulentas, ricas mieses que proveen muchas veces a Atenas; todo esto junto a su ventajosa posición, dan motivos para creer que el que se hiciese dueño de esta isla, pondría fácilmente trabas a las naciones vecinas. Menos súbditos que aliados de los atenienses, a favor de un tributo que les pagamos, podemos gozar en paz de nuestras leyes y de las ventajas de nuestra forma de gobierno. Podemos convocar en fin asambleas generales en Calcis, para tratar en ellas de los intereses y pretensiones de nuestras ciudades». Habiendo dado el capitán sus órdenes a la tripulación, doblamos el cabo meridional de la isla y entramos en un estrecho cuyas playas nos ofrecían por ambos lados ciudades más o menos grandes; pasamos por cerca de los muros de Caristo y de Eretria y arribamos en fin a Calcis. Esta ciudad está situada en un estrecho, o corto brazo de mar, llamado Euripo. Aquí se ve insensiblemente un fenómeno cuya causa no se ha comprendido todavía. Con frecuencia, durante el día y la noche, las aguas del mar suben y bajan alternativamente al norte y mediodía, y gastan el mismo tiempo en bajar que en subir. En ciertos días parece que el flujo y reflujo están sujetos a leyes constantes, como el océano, pero muy luego se advierte que no guardan regla alguna. Calcis está construida en la falda de una montaña del mismo nombre. Los altos y frondosos árboles que se elevan en las plazas y en los jardines preservan de los ardores del sol a los habitantes, y les surte de agua un manantial abundante llamado la fuente de Aretusa. La ciudad está hermoseada con un teatro, gimnasios y pórticos, templos, estatuas y pinturas. Pasamos allí la noche, y al amanecer del día siguiente arribamos a la costa opuesta al pueblo de Áulide, lugarcillo cerca del cual hay una gran bahía, donde la escuadra de Agamenón estuvo mucho tiempo detenida por los vientos contrarios. Desde Áulide pasamos a Antedón por un camino muy llano. Es una ciudad pequeña, con una plaza cubierta de árboles en la cual brotan muchas fuentes, y está rodeada de pórticos. Quedábanos que andar aún más de ciento sesenta estadios para llegar a Tebas, pero nos acercamos en breve a esta gran ciudad por el camino de la llanura. Al aspecto de la ciudadela, que descubrimos desde larga distancia, Timágenes no pudo contener sus sollozos. La esperanza y el temor se pintaron alternativamente en su rostro, porque al ausentarse de su patria dejó en ella a sus padres, un hermano y una hermana, y dudaba si tendría el dulce placer de encontrarlos todavía. Llegamos a Tebas, y las primeras noticias clavaron el puñal en el seno de mi amigo. Los autores de sus días habían fallecido de pena a causa de su ausencia, su hermano había muerto en una batalla, y su hermana, que casó en Atenas, tampoco existía ya, y había dejado un hijo y una hija solamente. Su dolor fue extremado, pero le mitigaron no obstante en algún modo los consuelos que le prodigaron sus conciudadanos y en particular Epaminondas. CAPÍTULO V. Mansión en Tebas. — Epaminondas. — Filipo de Macedonia. En la relación de otro viaje que hice a Beocia, hablaré de la ciudad de Tebas y de las costumbres de los tebanos. En el primer viaje solo fijé mi atención en Epaminondas. Me presentó a él Timágenes. Conocía mucho al sabio Anacarsis, y por tanto no pudo menos de sorprenderle mi nombre. Hízome algunas preguntas relativas a los escitas, pero yo estaba sobrecogido de tal respeto que titubeé para responderle. Él lo advirtió, y mudando de conversación habló de la expedición del joven Ciro y la retirada de los diez mil, rogándonos por último que le visitásemos a menudo. Me acuerdo con un placer mezclado de orgullo de haber vivido en familiaridad con el más grande hombre que quizás ha producido la Grecia. Mas ¿cómo no se ha de conceder este título al general que perfeccionó el arte de la guerra, que eclipsó la gloria de los generales más célebres, y jamás fue vencido sino por la fortuna; al político que dio a los tebanos una superioridad que jamás tuvieron y que desapareció con su muerte; al negociador que siempre tomó en las dietas el ascendiente sobre los diputados de Grecia, y que supo mantener en la alianza de Tebas, su patria, las naciones celosas del acrecentamiento de esta nueva potencia; al que fue, en fin, tan elocuente como la mayor parte de los oradores de Atenas, tan amante de su patria como Leónidas, y más justo quizás que el mismo Arístides? La casa de este ilustre tebano era más bien el asilo que el santuario de la pobreza; en ella reinaba con la alegría pura de la inocencia, con la paz inalterable de la dicha; reinaba en fin con tales virtudes, y con tal desprendimiento de las grandezas que parece increíble. Un día le encontramos acompañado de muchos amigos suyos que había juntado, y les decía: «Esfodrias tiene una hija en edad de tomar estado; pero él es tan pobre que no puede dotarla, y por lo mismo he dispuesto que cada uno de vosotros contribuya a esto en proporción de sus haberes. Me veo precisado a no salir de casa en algunos días, pero al momento que salga os presentaré a este honrado ciudadano. Justo es que reciba de vosotros este beneficio, y que conozca al mismo tiempo a sus autores». Todos se conformaron con lo que había dispuesto, y se despidieron de él dándole gracias por su confianza. Timágenes, inquieto al oír su intento de no salir de casa, le preguntó el motivo, y Epaminondas respondió francamente: «Tengo que hacer lavar mi manto». En efecto, no tenía más que uno. Siendo un celoso discípulo de Pitágoras, imitaba su frugalidad en términos que se había prohibido el uso del vino, y su alimento ordinario solía ser un poco de miel. La música que aprendió de muy hábiles maestros era algunas veces su encanto a las horas de descanso. Sobresalía en tocar la flauta y en los convites, donde le rogaban para que cantase, cuando le tocaba el turno se lucía acompañando el canto con su lira. Jamás pretendió ni rehusó los cargos públicos: más de una vez sirvió como simple soldado a las órdenes de generales inexpertos que fueron preferidos a él por la intriga, y más de una vez las tropas sitiadas en su campo, y reducidas a los más lamentables extremos, imploraron su auxilio. Entonces dirigía las operaciones, rechazaba al enemigo, y volvía tranquilamente con el ejército a sus hogares sin acordarse de la injusticia de su patria ni del servicio que acababa de hacer. Teníamos frecuentes ocasiones de ver a Polimnis, padre de Epaminondas. Los tebanos habían encargado a este respetable anciano que velase sobre el joven Filipo, hermano de Pérdicas, rey de Macedonia. Habiendo pacificado Pelópidas las turbulencias de este reino, recibió a este príncipe en rehenes con treinta jóvenes nobles de Macedonia. Filipo, de edad de cerca de dieciocho años, reunía ya el talento al deseo de agradar. Al verle causaba admiración su hermosura, no menos su talento, su memoria y su elocuencia al escucharle, pues sus gracias daban encantos a sus palabras. Siempre al lado de Epaminondas, estudiaba en el genio de este grande hombre el secreto de llegarlo a ser un día; escuchaba y aprendía con afán sus discursos, así como sus ejemplos, y en esta excelente escuela aprendió a moderarse, a oír la verdad, a retractar sus errores, a conocer a los griegos y a sujetarlos. CAPÍTULO VI. Partida de Tebas. — Llegada a Atenas. — Habitantes del Ática. (Año 362 antes de J. C.) Ya dije que no quedaba a Timágenes más que un sobrino y una sobrina establecidos en Atenas. El sobrino se llamaba Filotas y la sobrina Epicaris, la cual se casó con un rico ateniense llamado Apolodoro. Vinieron a Tebas en los primeros días de nuestra llegada, y siendo Filotas de la misma edad que yo, me uní a él y fue mi guía, mi compañero y amigo. Al separarnos nos hicieron darles palabra de que iríamos pronto a juntarnos con ellos; nos despedimos de Epaminondas algún tiempo después con un sentimiento de que él se dignó participar, y pasamos sin detención a Atenas, donde hallamos en casa de Apolodoro las satisfacciones y socorros que podíamos esperar de sus riquezas y su crédito. A la mañana siguiente a mi llegada, fijé mi atención en ver la ciudad, y durante algunos días admiré sus monumentos y recorrí sus cercanías. Atenas está como dividida en tres partes, a saber: la ciudadela, construida sobre un peñasco; en torno de este se halla situada la ciudad; y por último los puertos de Falero, de Muniquia y del Pireo. El circuito de la ciudad, comprendiendo en ella los tres puertos que están dentro de sus murallas, y muchísimas casas, templos y monumentos de toda especie, se considera de cerca de doscientos estadios (siete leguas y catorce toesas). El suelo es sumamente desigual: las calles en general son tortuosas, y la mayor parte de las casas, pequeñas y poco cómodas. A primera vista, los extranjeros buscan en Atenas aquella ciudad tan célebre en el universo, pero su admiración se aumenta insensiblemente cuando examinan a su placer aquellos templos, aquellos pórticos y aquellos edificios públicos donde todas las artes se han disputado la gloria de embellecerlos. Alrededor de la ciudad serpentean el Iliso y el Cefiso, y cerca de sus orillas se ven varios paseos públicos. El Ática es una especie de península de forma triangular. Su superficie, de cincuenta y tres mil doscientos estadios cuadrados (76 leguas cuadradas). Por todas partes está cortada de montañas y peñas; es muy estéril por sí misma, y solo a fuerza de cultivo rinde al labrador el fruto de sus fatigas; pero las leyes, la industria, el comercio y la extrema pureza del aire han favorecido de tal modo la población de este pequeño país, que en el día está cubierto de aldeas y lugares cuya capital es Atenas. Divídense los habitantes del Ática en tres clases: la primera comprende los ciudadanos, la segunda los extranjeros domiciliados, y la tercera los esclavos. Los esclavos de toda edad, sexo y nación son un artículo considerable de comercio en la Grecia. Los comerciantes usureros los transportan incesantemente de un lugar a otro, los amontonan en las plazas públicas, cual si fuesen viles animales, y cuando se presenta un comprador los hacen danzar en corro, a fin de que se pueda formar juicio de sus fuerzas y de su agilidad. En casi toda la Grecia el número de los esclavos excede infinitamente al de los ciudadanos. Casi en todas partes se buscan y apuran los recursos para tenerlos en la dependencia. Se cuentan sobre cuatrocientos mil de ellos en el Ática: cultivan las tierras, dan valor a las manufacturas, explotan las minas, trabajan en las canteras, y están encargados en las casas de todo el servicio mecánico. Cuando se da libertad a un esclavo, no pasa a la clase de ciudadano y sí a la de domiciliado, que participa de la primera en cuanto a la libertad, quedando como esclavo con respecto a la poca consideración de que goza. Los domiciliados son extranjeros establecidos con sus familias en el Ática, deben elegirse entre los ciudadanos un patrono que responda de su conducta, y pagar anualmente un tributo al tesoro; pero si hiciesen al estado servicios distinguidos, en tal caso se les concede la exención de aquel impuesto. Es ciudadano todo aquel que tiene padres conocidos como esposos; pero los atenienses por adopción gozan casi de los mismos derechos que los atenienses de origen. Se cuentan entre los ciudadanos del Ática veinte mil hombres capaces de llevar las armas. Todos aquellos que se distinguen por sus virtudes, su talento y sus riquezas forman aquí, como casi en todas partes, la principal clase de los ciudadanos, que puede llamarse la clase de los nobles. En ella se comprenden los ricos, porque llevan las cargas del estado, y los hombres virtuosos e ilustrados, porque ellos son los que más contribuyen a su conservación y su gloria. En cuanto al nacimiento, se les respeta, porque es de presumir que transmite de padres a hijos sentimientos los más nobles y mayor amor a la patria. Los nobles no forman cuerpo particular, ni gozan de privilegio alguno, ni de precedencia; pero su educación les da derechos a los primeros empleos y la opinión pública les facilita el medio de ocuparlos. La ciudad de Atenas tiene, sin contar los esclavos, más de treinta mil habitantes. CAPÍTULO VII. Asistencia en la Academia. Luego que hube visto, aunque rápidamente, las curiosidades de la ciudad de Atenas, mi huésped Apolodoro me propuso que fuese a la Academia. Atravesamos un barrio de la ciudad, llamado el Cerámico o las Tejeras y, saliendo por la puerta Dípilon nos hallamos en los campos denominados también cerámicos; allí vimos a lo largo del camino muchos sepulcros entre los cuales sobresalían el de Pericles y los de algunos atenienses a quienes concedieron honores después de su muerte, cual si hubiesen perdido la vida en las batallas. La Academia solo dista de la ciudad seis estadios (un cuarto de legua). Era antes un solar que pertenecía a un tal Academo, y en la actualidad se ve allí un gimnasio y un jardín cercado de tapias, adornado con paseos cubiertos y deliciosos, y hermoseado con las aguas que corren a la sombra de los plátanos y de otras muchas especies de árboles. A la entrada está el altar del Amor y la estatua de este dios, y en lo interior se ven los altares de otras muchas divinidades. No lejos de allí ha fijado Platón su residencia, cerca de un templete consagrado a las Musas. Concurre todos los días a la Academia, y nosotros le encontramos allí en medio de sus discípulos. Aunque tenía ya cerca de sesenta y ocho años, conservaba aún cierta viveza en el rostro. La naturaleza le había dotado de un cuerpo robusto: sus largos viajes alteraron su salud, pero la había restablecido con un régimen austero y solo se notaba en él una melancolía habitual, cual la tuvieron Sócrates, Empédocles y otros hombres ilustres. Recibiome con tanta urbanidad como sencillez, me hizo un elogio sublime del filósofo Anacarsis, de quien yo desciendo, y aunque se expresaba con lentitud, parecía que salían de sus labios las gracias de la persuasión. Voy a añadir oportunamente algunas particularidades que me contó entonces Apolodoro. «La madre de Platón», me dijo, «era de la misma familia que Solón, y su padre atribuía su origen a Codro, último de nuestros reyes, que murió hace ya cerca de setecientos años. Dotado de una imaginación fuerte y fecunda, compuso en su juventud ditirambos, se ejercitó en el género épico, y habiendo comparado sus versos con los de Homero los quemó luego. Compuso en seguida algunas tragedias; pero en tanto que los actores se preparaban para representarlas, conoció a Sócrates, recogió sus piezas y se dedicó enteramente a la filosofía. Estrechado por la necesidad de ser útil a los hombres, resolvió aumentar sus conocimientos y consagrarse a la instrucción nuestra. Con esta mira pasó a Mégara en Italia, a Cirene en Egipto, y a todos los países donde el entendimiento humano había hecho progresos. »Tenía cerca de cuarenta años cuando hizo el viaje a Sicilia para ver el Etna. Dionisio, tirano de Siracusa, deseó conversar con él, pero durante la conversación se atrevió a decir Platón que no hay hombre tan cobarde y desgraciado como un príncipe injusto, y Dionisio encolerizado le dijo: “Hablas como un delirante”. “Y tu como un tirano”, respondió Platón. Poco faltó para que esta respuesta le costase la vida, y Dionisio no le permitió que se embarcase hasta que exigió en secreto del capitán del buque la promesa de que le echaría al mar, o le vendería como un vil esclavo. Fue vendido en efecto, rescatado y vuelto a su patria. »A su regreso se ocupó en recoger las luces esparcidas en los países que había recorrido; y coordinando las opiniones de los filósofos que le habían precedido, compuso un sistema que desenvolvió en sus escritos y conferencias. Sus obras están en forma de diálogo, Sócrates es el principal interlocutor, y se dice que valiéndose de este nombre, acredita las ideas que él ha concebido o adoptado». Cuando Apolodoro acababa de hablar le pregunté: «¿Quién es ese joven flaco y seco que está cerca de Platón, que tartamudea y tiene los ojos pequeños y centelleantes?». «Ese», me dijo, «es Aristóteles de Estagira, hijo de un médico amigo de Amintas, rey de Macedonia: no conozco a nadie que tenga tanto talento y aplicación. Platón le distingue entre todos sus discípulos, y solo le reprende el ser muy pulcro en el vestido. »Aquel que veis al lado de Aristóteles», continuó Apolodoro, «es Jenócrates de Calcedonia, hombre de poco espíritu y sin amenidad. Platón le exhorta frecuentemente a que sacrifique a las gracias, y dice de él y de Aristóteles, que el uno necesita freno y el otro espuela. »Este otro joven, que parece ser de complexión débil y que de cuando en cuando se encoge de hombros, es Demóstenes, que acaba de ganar un pleito contra sus tutores, los cuales querían defraudarle una parte de sus bienes. Ha defendido él mismo su causa, aunque apenas tiene diecisiete años y acaba de dedicarse al foro. La naturaleza le ha dado una voz débil, una respiración anhelosa y una pronunciación desagradable, pero al mismo tiempo le ha dotado de uno de aquellos caracteres firmes que se irritan cuando encuentran obstáculos. Si viene a este lugar, es con el objeto de adquirir a la vez principios de filosofía y tomar lecciones de elocuencia. »Igual motivo atrae a los tres discípulos que veis junto a Demóstenes. El uno se llama Esquines, joven de robusta salud, que tiene gracias, despejo y talento, y cultiva con fruto la poesía. El segundo se llama Hipérides y el tercero Licurgo. Este último es de una de las familias más antiguas de la república». Platón daba comúnmente sus lecciones en las arboledas de la Academia, porque miraba el paseo como más saludable que los ejercicios violentos del gimnasio. Mientras conferenciaba con sus discípulos, sus amigos y aun enemigos, vi llegar un hombre de unos cuarenta y cinco años, descalzo, sin túnica, la barba larga, con un báculo en la mano, una alforja al hombro y una capa, bajo la cual llevaba un gallo vivo y pelado: echole en medio del concurso y dijo: «ved ahí el hombre de Platón», y al punto se fue. Sonriose Platón, y Apolodoro me dijo: «Platón había definido el hombre diciendo que es un animal de dos pies sin pluma, y Diógenes ha querido probar que esta definición no es exacta. Vamos a sentarnos a la sombra de este plátano», añadió Apolodoro, «y os diré en pocas palabras quién es aquel desconocido, dándoos a conocer también algunos atenienses célebres que se pasean en las arboledas inmediatas». Sentámonos pues enfrente de una torre que tiene el nombre de Timón el misántropo, y de una colina cubierta de verdor y de casas llamada Colono. «Por el tiempo en que Platón tenía su escuela en la Academia», continuó Apolodoro, «Antístenes, uno de los discípulos de Sócrates, estableció la suya en una colina situada a la otra parte de la ciudad. Decía que la virtud consistía en el desprecio de las riquezas y los deleites, y para acreditar sus máximas se dejó ver en público con un palo en la mano y una alforja al hombro, como uno de aquellos mendigos que se presentan a los pasajeros. Lo singular de este espectáculo le atrajo en un principio discípulos, entre los cuales se veía a Diógenes, que acababa de ser desterrado de su patria con su padre, el cual fue acusado de falsificar moneda. Antístenes trataba de corregir las pasiones, y Diógenes quiso destruirlas. El hombre, de que este se ha formado el modelo y al cual busca algunas veces con una linterna en la mano; este hombre extraño a cuanto le rodea, inaccesible a todo lo que lisonjea los sentidos, que se dice ciudadano del universo, sin saberlo ser de su patria, este hombre en fin, sería tan inútil como desgraciado en las sociedades cultas y no ha existido antes de nacer Diógenes. »Para bosquejar en sí mismo este hombre imaginario, se ha sujetado a las pruebas más duras, y ha sacudido en fin las trabas menos fuertes. Le veréis luchar contra el hambre, saciarla con los alimentos más groseros, alargar algunas veces la mano al pasajero, meterse durante la noche en una cuba; revolcarse en estío por la ardiente arena; andar descalzo en invierno por la nieve; satisfacer todas sus necesidades en público y en los parajes frecuentados por el populacho; arrostrar y sufrir con valor el ridículo, el insulto y la injusticia; y oponerse a las cosas más indiferentes establecidas por el uso. »Este hombre singular tiene un talento profundo, firmeza de alma y carácter alegre. La libertad con que se expresa en sus discursos le hace amable al pueblo. Le admiten en las tertulias, cuyo tedio desvanece con sus chistes repentinos, algunas veces agudos y siempre continuos, porque nada le detiene. No puedo creer que se entregue a los excesos de que le acusan sus enemigos, y me conformaría siempre con el juicio de Platón, quien dice de él: “Este es Sócrates delirante”». En aquel momento vimos pasar un hombre que se paseaba despacio cerca de nosotros, y parecía de edad de unos cuarenta años. Apolodoro se acercó a él presuroso, con cierto respeto mezclado de admiración y cariño, y después volviendo donde yo estaba me dijo: «Este es Foción. Este nombre debe despertar siempre en nosotros la idea de la probidad misma: concurrió desde muy joven a la Academia, y luego que salió de ella militó bajo el mando de Cabrias, quien le debió en gran parte la victoria de Naxos. En otras ocasiones ha dado también a conocer sus talentos militares. Durante la paz cultiva un reducido campo que posee, cuyo producto apenas sufraga a las necesidades del hombre más moderado, pero le da no obstante a Foción un excedente con el cual alivia las necesidades de los otros. »Jamás le veréis ni reír ni llorar, aunque sea feliz y sensible. Ni os espante tampoco el ver su aspecto como cubierto de una nube sombría, pues Foción es humano, afable, indulgente para nuestras flaquezas, así como amargo y severo para aquellos que corrompen las costumbres con sus ejemplos, o pierden el estado con sus consejos». Venían tras de Foción dos atenienses, uno de los cuales llamaba la atención por su estatura majestuosa y su fisonomía respetable. «Ese es hijo de un zapatero, y yerno de Cotis, rey de Tracia», me dijo Apolodoro, «y se llama Ifícrates. El otro es Timoteo, hijo de Conón, que fue uno de los hombres más grandes de este siglo. Ambos han mantenido a la cabeza de nuestros ejércitos la gloria de la república durante muchos años, y ambos han sabido juntar las luces a los talentos, las reflexiones a las experiencias y la astucia al valor; son en fin elocuentes oradores. La elocuencia de Ifícrates es retumbante e hinchada; la de Timoteo, más sencilla y persuasiva. Les hemos erigido estatuas y acaso los desterraremos algún día». CAPÍTULO VIII. Liceo. — Gimnasios. — Isócrates. — Palestras. — Funerales de los atenienses. Fue otro día Apolodoro a invitarme para ir a pasear al Liceo. Acababa yo de leer un discurso de Isócrates, y encantado de mi lectura le rogué que me llevase a ver este grande orador, a lo cual me respondió: iremos a su casa cuando volvamos del Liceo. Pasamos por el barrio de los pantanos, y saliendo por la puerta de Egeo seguimos una senda a lo largo del Iliso, torrente impetuoso o arroyuelo pacífico, que unas veces se precipita y otras se desliza corriendo mansamente al pie de una colina donde termina el monte Himeto, en el cual prosperan las abejas formando enjambres numerosos atraídos por el serpol y otras hierbas odoríferas que produce en abundancia: estos insectos, libando las flores, sacan de ellas precioso jugo, del cual hacen una miel estimada en toda la Grecia. Después de haber vuelto a pasar por el Iliso, nos hallamos en un camino que va al Liceo: este es el nombre de uno de los tres gimnasios destinados por los atenienses a la instrucción de la juventud. Son los gimnasios unos vastos edificios rodeados de jardines, en medio de un bosque sagrado, y en ellos se ejercitan los jóvenes en la lucha y la carrera de a pie, cuyos ejercicios están mandados por la ley, sujetos a reglas, animados con los elogios de los maestros, y aún más todavía por la emulación de los discípulos. Toda la Grecia los mira como la parte más esencial de la educación, porque hacen al hombre ágil, robusto, capaz de sufrir las fatigas de la guerra y de resistir a las delicias de la paz. El Liceo se ha ido aumentando y hermoseando sucesivamente. Las paredes están adornadas de pinturas preciosas. Apolo es la divinidad tutelar del lugar, y a la entrada se ve su estatua. Los jardines, que están hermoseados con frondosas y bien plantadas arboledas, fueron renovados en los últimos años de mi mansión en la Grecia; los poyos o asientos puestos bajo los árboles convidan a descansar en aquel sitio. Después de haber asistido a los ejercicios de los alumnos, y pasado algunos momentos en las salas donde se agitaban cuestiones sucesivamente interesantes y frívolas, tomamos el camino que va desde el Liceo a la Academia, junto a los muros de la ciudad. Apenas habíamos dado algunos pasos, cuando encontramos a un anciano venerable que Apolodoro se alegró de ver y, habiéndole saludado, le preguntó a dónde iba. «Voy», le respondió el anciano con voz aguda, «a cenar en casa de Platón con Éforo y Teopompo que me aguardan en la puerta Dípilon». «Cabalmente ese es también nuestro camino», añadió Apolodoro, «y tendremos mucho gusto de acompañaros». Entonces principiamos una conversación que me movió la curiosidad y el deseo de saber el nombre del anciano. Tenía una familia amable, salud robusta, un haber decente e innumerables discípulos; su nombre era célebre y sus virtudes le daban valimiento entre los más honrados ciudadanos de Atenas. A pesar de todas estas excelentes circunstancias se tenía por el hombre más infeliz porque la debilidad de su voz y una excesiva timidez le habían impedido llegar a ser magistrado, y aunque con sus lecciones y sus escritos había acelerado los progresos del arte oratoria de los sofistas audaces y los institutores ingratos que enseñaban en sus escritos los preceptos y los ejemplos, distribuyéndolos a sus discípulos, no por eso dejaban de ser estos los que más le desgarraban con sus lenguas. Luego que se fue con Éforo y Teopompo, quienes le aguardaban, pregunté a Apolodoro, quien era aquel anciano tan modesto, con tanto amor propio, y tan desgraciado con tanta dicha. «Ese es Isócrates», me dijo, «en cuya casa entraremos a la vuelta. Se cree rodeado de enemigos y envidiosos porque unos autores, a quienes desprecia, no juzgan de sus escritos tan favorablemente como él mismo. Desgraciadamente, por un efecto de amor propio, sus obras, llenas por otra parte de admirables bellezas, suministran armas poderosas a la crítica. Su estilo es puro y fluido, lleno de dulzura y armonía, algunas veces pomposo y elegante, pero otras tan desabrido, difuso y sobrecargado de adorno que le afean. Disgusta a veces el ver un autor estimable humillarse hasta no ser otra cosa que un escritor sonoro, y reducido su arte al solo mérito de la elegancia. Isócrates no diversifica bastante los modos de su estilo, y así es que acaba entibiando y causando fastidio al que lee sus obras. »Ha encanecido componiendo, corrigiendo, limando y rehaciendo un corto número de obras. Su panegírico de Atenas le costó, según dicen, diez años de tarea, mas a pesar de estos defectos, a que sus enemigos añaden otros muchos, sus escritos ofrecen giros felices y sanas máximas que servirán de modelo a los que tengan talento para estudiarlos. Éforo de Cime y Teopompo de Quíos pueden dar pruebas convincentes de ello. Después de haber dado vuelo al primero y reprimido la impetuosidad del segundo, ha destinado a entrambos a escribir la historia, y sus primeros ensayos hacen honor a la sagacidad del maestro y a los talentos de los discípulos». Mientras Apolodoro me instruía en estos pormenores, atravesamos la plaza pública, y llevándome luego por la calle de las Hermas, me hizo entrar en la palestra de Táureas, situada enfrente del pórtico real. Ejercítanse los niños en los gimnasios y los atletas de profesión en las palestras. La lucha, el salto, la palanca, todos los ejercicios del Liceo se renovaron a nuestra vista en aquel recinto bajo formas más variadas, con más fuerza y destreza por parte de los actores. Entre los diversos grupos que formaban, se distinguían algunos hombres muy bellos y dignos de servir de modelo a los artistas. El régimen de estos atletas es proporcionado a sus respectivos destinos. Muchos de ellos se abstienen de las mujeres y del vino, y los hay que observan una vida muy frugal; pero aquellos que se sujetan a pruebas difíciles y laboriosas necesitan para reponerse una gran cantidad de comidas sustanciosas, como son carne asada de vaca y de puerco. Se citan muchos que hacían un consumo espantoso; cuentan que Teágenes de Tasos se comía en un día un buey entero. El mismo hecho se atribuye a Milón de Crotona, cuya comida ordinaria era veinte minas de pan[3] y tres congios de vino;[4] añaden en fin que Astidamas de Mileto, encontrándose en la mesa del sátrapa Ariobarzanes, devoró él solo la cena que se había preparado para nueve convidados. [3] Cerca de 18 libras. [4] Cerca de 7 azumbres. Cuando estos atletas pueden satisfacer su voracidad sin riesgo, adquieren un vigor extremado, su estatura suele llegar a ser gigantesca, y sus adversarios, aterrorizados, o huyen de la lid o sucumben bajo el peso de aquellas masas enormes. El exceso de alimento les fatiga de tal manera, que se ven obligados a pasar durmiendo profundamente una parte de su vida. Luego adquieren una grosura que desfigura sus facciones, y de ello les sobrevienen unas enfermedades que les hacen tan infelices cuanto inútiles han sido siempre a su patria. Estos luchadores de profesión son malos soldados, porque no pueden sufrir el hambre ni la sed, las vigilias ni la más leve incomodidad. Al salir de la palestra supimos que Telaira, mujer de Pirro, pariente y amigo de Apolodoro, acababa de ser acometida de un accidente que arriesgaba su vida. Fuimos allá inmediatamente, y hallamos que los parientes rodeaban la cama y hacían súplicas a Hermes, conductor de las almas, y el desgraciado esposo recibía las tiernas y últimas despedidas de la moribunda. Cuando esta exhaló el último suspiro, resonaron por toda la casa los gritos y sollozos de dolor. El cuerpo fue lavado, perfumado y vestido de una ropa preciosa; pusiéronle un velo en la cabeza y una corona de flores; en las manos una torta de harina y miel para apaciguar al Cerbero, y en la boca una moneda de plata de uno o dos óbolos para pagar a Caronte. En esta disposición estuvo de cuerpo presente un día entero en el portal de la casa, rodeada de cirios encendidos, y en la puerta había un vaso de agua lustral, que sirve para purificar los que han tocado un cadáver. El acompañamiento estaba citado para el siguiente día antes de salir el sol, y habiendo concurrido los parientes y amigos, pusieron el cuerpo sobre un carro en un féretro de ciprés. Los hombres iban delante y las mujeres detrás, todos con la vista hacia el suelo, vestidos de luto y precedidos de un coro de músicos que entonaban cantos fúnebres. Llegamos a una casa de Pirro cerca de Falero, donde estaban los sepulcros de sus padres; allí pusieron el cadáver de Telaira en una hoguera y habiéndole consumido el fuego, los más cercanos parientes recogieron las cenizas, que metidas en una urna fueron sepultadas. Concluida esta ceremonia, nos llamaron al convite fúnebre y durante él solo se habló de las virtudes de Telaira. A los nueve y a los treinta días sus parientes vestidos de blanco y coronados de flores, se reunieron otra vez para tributar nuevos honores a sus manes, y determinaron que todos los años en el día de su nacimiento renovarían la memoria de su pérdida, como si acabase de ocurrir. Este juramento tan laudable se suele perpetuar muchas veces en una familia, en una compañía de amigos y entre los discípulos de un filósofo. CAPÍTULO IX. Viaje a Corinto. — Jenofonte. — Timoleón. Impaciente estaba Timágenes por ver a Jenofonte, quien habiendo dejado el Peloponeso se había establecido con sus hijos en Corinto. Partimos con Filotas, cuya familia tenía relaciones de hospitalidad con la de Timodemo, una de las más antiguas de esta ciudad. Así que llegamos, nos condujo Timodemo a casa de Jenofonte, que había salido, y de allí pasamos a un templo inmediato donde se hallaba ofreciendo un sacrificio. Consideraba yo a este hombre con un interés el más vivo. Parecía de edad de setenta y cinco años, y su rostro conservaba aún algunos restos de aquella belleza que le había distinguido cuando joven. Apenas se acabó la ceremonia arrójase Timágenes al cuello de Jenofonte, y con voz balbuciente le llama su general, su salvador, su amigo, y el anciano le mira con asombro; procura recordar quién es aquel cuyo semblante no le es desconocido, y al fin exclama: «¡Es Timágenes!». A esta exclamación siguieron tiernos y estrechos abrazos, y durante nuestra mansión en Corinto pasaron los días contándose mutuamente los sucesos de su vida. Jenofonte, nacido en un lugar del Ática y educado en la escuela de Sócrates, sirvió primeramente a su patria con las armas, y después se alistó voluntario en el ejército que reunía el joven Ciro para destronar a su hermano Artajerjes, rey de Persia. Después de la muerte de Ciro, se encargó con otros cuatro oficiales del mando de las tropas griegas, y entonces fue cuando hicieron aquella famosa retirada, tan admirable en su línea como lo es en la suya la relación que de ella nos ha dado él mismo. A su vuelta pasó al servicio de Agesilao, rey de Lacedemonia, de cuya gloria participó mereciendo al mismo tiempo su amistad. Algún tiempo después le condenaron a destierro los atenienses, envidiosos sin duda de la preferencia que concedía a los lacedemonios. Mientras que permanecimos en Corinto, contraje íntima amistad con Timoleón, hijo segundo de Timodemo, en cuya casa estábamos hospedados. Nadie tuvo tanta semejanza como él con Epaminondas, a quien por un secreto instinto había tomado por modelo. Gozaba de la estimación pública y de la propia, cuando el exceso de su virtud le enajenó todas las voluntades y le hizo el hombre más desdichado. Su hermano Timófanes, sostenido por cuatrocientos satélites y el populacho ganado con sus larguezas, ejercía una horrible tiranía sobre los más virtuosos ciudadanos. Después de haberle exhortado, aunque en vano, a que abdicase un poder odioso, fue a su casa pasados algunos días con dos amigos, uno de los cuales era cuñado de Timófanes. Habían convenido antes en que si se negase abiertamente a la abdicación pretendida, esto mismo sería como la señal de su pérdida. Negose efectivamente, y los dos amigos de Timoleón clavaron el puñal en el pecho de Timófanes, en tanto que su hermano, cubriéndose la cabeza con la falda de su manto, prorrumpía en lágrimas en un rincón de la estancia. Entre los corintios, los unos miraban este asesinato como un acto heroico y los otros como un crimen. Intentaron contra el hermano una acusación que no tuvo efecto alguno, pero él mismo se juzgaba con más severidad. Apenas advirtió que su acción era reprobada por la mayoría del público, dudó de su inocencia y salió de Corinto, llevando sobre sí las maldiciones de su madre. Anduvo algunos años errante por lugares solitarios, lamentándose amargamente de los extravíos de su virtud y a veces de la ingratitud de los corintios. Algún día le veremos comparecer con más brillo, y labrar la felicidad de un grande imperio que le será deudor de su independencia. Las turbulencias ocasionadas por la muerte de su hermano apresuraron nuestra marcha. Vinieron con nosotros los dos hijos de Jenofonte, que debían servir en un cuerpo de tropas que los atenienses enviaban a los lacedemonios. CAPÍTULO X. Levas, revista, y ejercicios de las tropas de los atenienses. Dos días después de nuestra vuelta a Atenas, fuimos a una plaza donde se hacía el alistamiento de tropas que se trataba de enviar a los lacedemonios y otros pueblos contra los tebanos y sus aliados. El estratega o general estaba sentado en una silla elevada; cerca de él un tajiarca, oficial general, tenía el registro en que están notados todos los ciudadanos en estado de llevar las armas, los cuales debían presentarse a este tribunal, y él los llamaba en voz alta uno por uno y tomaba nota de aquellos que el general escogía. Los atenienses están sujetos al servicio militar desde la edad de dieciocho años hasta la de sesenta. Están exentos de servir los arrendadores de impuestos públicos y los que representan en las fiestas de Dioniso. Únicamente en los casos de urgencia grave hacen servir a los esclavos, a los extranjeros establecidos en el Ática y a los ciudadanos pobres de solemnidad. La ley solo impone el honroso cargo de defender la patria a los ciudadanos que poseen alguna hacienda, y los más ricos sirven en clase de soldados. Algunos días después se hizo la revista de tropas, que constaban de seis mil hombres de infantería y caballería. Fui a verla en compañía de Timágenes, Apolodoro y Filotas, y encontramos allí a Ifícrates, Timoteo, Foción, Cabrias, todos los generales antiguos y los del año corriente. Estos últimos habían sido nombrados por suerte, según costumbre en la asamblea del pueblo, y eran en número de diez, uno por cada tribu. La infantería estaba compuesta de tres clases de soldados: los _hoplitas_ o armados pesadamente; las tropas ligeras y los _peltastas_, cuyas armas eran menos pesadas que las de los primeros y no tan ligeras como las de los segundos. Estos se llaman también _peltas_, nombre de un escudo pequeño que llevan. En tanto que yo hablaba con Apolodoro y le hacía varias preguntas sobre muchos objetos, vimos un hombre vestido con una túnica que le llegaba a las rodillas, y sobre la cual se conocía que debía haberse puesto una coraza que traía sobre el brazo con las demás armas. Acercose al tajiarca o teniente general de su tribu, junto al cual nos hallábamos, y este le dijo: «¿Camarada, porque no os ponéis la coraza?». «He cumplido el tiempo de mi servicio, respondió al punto; ayer cuando pasaron revista estaba yo labrando mis tierras. Estoy notado en el padrón de la milicia del arcontado de Calias: reconoced la lista de los arcontes, y veréis que desde entonces acá han pasado ya más de cuarenta y dos años. Esto no obstante, por si mi patria me necesita, he traído mis armas». Reconoció el oficial la lista y viendo justificado el hecho, después de hablar con el general, borró el nombre de aquel buen patricio y puso otro en su lugar. A poco rato indiqué a Apolodoro un hombre que tenía una corona en la cabeza y en la mano un caduceo. «He visto pasar ya», le dije, «otros muchos como ese». «Son los heraldos», me respondió. «Su persona es sagrada, denuncian la guerra, proponen la tregua o la paz, publican las órdenes del general, convocan al ejército, pronuncian los mandatos, anuncian el momento de la marcha, el sitio a donde se ha de ir, para cuantos días se han de hacer provisiones, etc.». En seguida fuimos al Liceo, donde pasaban revista a la caballería. La mandan por derecho dos generales que tienen bajo sus órdenes jefes particulares: solo consta de mil doscientos hombres, de los cuales cada tribu ha suministrado ciento veinte, con el jefe que debe mandarlos. El número de estos que se ponen en pie de guerra se arregla comúnmente por el número de soldados pesadamente armados; es decir, que se juntan doscientos caballos a dos mil hoplitas. Únicamente los ricos pueden entrar en la caballería, y de aquí nace la consideración que goza este servicio. Nadie puede ser admitido sin el beneplácito de los generales, de los jefes particulares, y sobre todo del senado, que cuida especialmente del mantenimiento y el brillo de un cuerpo tan distinguido. Sus armas son el casco, la coraza, el escudo, la espada, la lanza o el venablo, un manto corto, etc. Los días siguientes fueron destinados al ejercicio de las tropas. Encontramos cerca del monte Anquesmo un cuerpo de diez mil seiscientos hombres de infantería, pesadamente armados y formados a dieciséis de fondo y ciento de frente. A este cuerpo se juntaba un número determinado de armados a la ligera. Los mejores soldados estaban en las primeras y últimas filas, y en particular los jefes de fila y los cabos eran todos hombres distinguidos por su bravura y su experiencia. Mandaba los movimientos uno de los oficiales, que decía en voz alta: _Tomen las armas. — Criados, salid de la falange. — Pica arriba. — Pica abajo. — Estrechen las filas. — Alinearse. — Tomen distancias. — A derecha. — A izquierda. — Pica tras el escudo. — Marchen. — Alto. — Doblen las filas. — Estrecharse. — Evolución lacedemónica, etc._ A la voz de este oficial se veía la falange obedecer y ejecutar los movimientos. Se la veía presentar unas veces una línea continuada, otras cortada, cuyos espacios ocupaban algunas veces los armados a la ligera, y tomar en fin por medio de las evoluciones prescritas todas las formas de que es susceptible, y marchar formada en columna, en cuadro perfecto, en cuadrilongo ya de centro vacío, ya lleno, etc. Apenas habían acabado estas maniobras, cuando vimos levantarse a lo lejos una polvareda. Los puestos avanzados anunciaron la proximidad del enemigo, que era otro cuerpo de infantería que acababa de hacer el ejercicio en el Liceo, y se había propuesto llegar a las manos con el primero para ofrecer el simulacro de un combate. Al punto gritan al arma y los soldados corren a sus puestos. Suena luego la trompeta dando la señal, las tropas entonan el himno marcial, el general da la voz del combate, y apenas la oyen repiten todos los soldados: «¡Eleleu! ¡Eleleu!». Después de la acción los vencedores hicieron resonar por todas partes la palabra _alalé_, que es el grito de la victoria. Retirámonos a media noche, y la mañana siguiente y durante muchos días consecutivos vimos los de a caballo hacer diferentes ejercicios en el Liceo y cerca de la Academia. El ejército se preparaba para salir, por cuyo motivo se veían muchas familias consternadas. Mientras que las madres y esposas se entregaban al temor, los embajadores de Lacedemonia nos hablaban del valor que en estas ocasiones manifestaban las espartanas. Un soldado nuevo decía a su madre enseñándole su espada: «Es demasiado corta». «Pues bien», le respondía ella, «darás un paso más». Otra, dando un escudo a su hijo, le dijo: «Vuelve con él o sobre él». Asistieron las tropas a las fiestas de Dioniso, en cuyo día se hacia una ceremonia propia de las circunstancias, y la presenció el senado, un número infinito de ciudadanos de todas clases y de extranjeros de varios países. CAPÍTULO XI. Concurrencia al teatro. (Año 362 antes de J. C.) El último día de las fiestas de Dioniso vi una tragedia, y tanta fue la confusión de ideas que se agolparon a mi mente que solo puedo hacer de ello una pintura rápida. El teatro se abre al amanecer, y fui a él con Filotas. No hay a la verdad cosa más imponente al primer golpe de vista. Por una parte la escena adornada de decoraciones hechas por los más hábiles artistas, por la otra un vasto anfiteatro cubierto de gradas que se elevan unas sobre otras hasta una grandísima altura, varias banquetas y escaleras, que se prolongan y cruzan por intervalos, facilitan la comunicación y dividen las gradas en varias particiones, de las cuales hay algunas reservadas para ciertos cuerpos y ciertas clases. En medio de la multitud fueron llegando los nueve arcontes o primeros magistrados de la república, los tribunales de justicia, el senado de los quinientos, los oficiales generales del ejército y los ministros del culto. Todos estos cuerpos ocuparon las gradas inferiores. Más arriba se pusieron los jóvenes de al menos dieciocho años y las mujeres en otro paraje, separadas de los hombres y de las rameras. El lugar de la orquesta estaba desocupado, porque está reservado para los certámenes de poesía, de música y de danza, que se celebran después de las representaciones dramáticas. Viéndome Filotas absorto por el numeroso concurso que había, me dijo que cabían en el teatro hasta treinta mil personas, y que la solemnidad de las grandes fiestas de Dioniso atraía muchas gentes de todas partes de la Grecia. «El concurso de las piezas dramáticas solo se ve en otras dos fiestas, pero los autores reservan lo mejor para la presente. Se nos ha prometido unas siete a ocho piezas nuevas, pero algunas veces repetimos las de nuestros autores antiguos, y ahora van a dar principio a la competición con la Antígona de Sófocles. Tendréis mucho gusto de oír a dos excelentes actores, Teodoro y Aristodemo.» Apenas acababa de hablar Filotas cuando un heraldo, después de haber impuesto silencio, dijo en voz alta: «Salga el coro de Sófocles». Este era el anuncio de la pieza. Conforme se iba desenlazando el argumento, mi sorpresa se aumentaba más y más, y llevado de los prestigios que me cercaban, halleme en medio de Tebas. ¿Qué arte es pues aqueste que me hace experimentar a un mismo tiempo tanto placer y dolor, y me liga tan íntimamente con las desgracias, cuyo aspecto me era intolerable? ¡Oh conjunto maravilloso de ilusiones y realidades! Yo he visto a Antígona hacer los funerales a Polinices, a pesar de la severa prohibición de Creonte, y al tirano hacerlos arrastrar con violencia hacia una caverna oscura que había de ser su sepulcro. Espantado al punto por las amenazas del cielo, se adelanta hacia la caverna, de donde salen unos gritos horrorosos lanzados por Hemón, su hijo, que estrecha entre sus brazos a la infeliz Antígona, a quien un nudo fatal había terminado sus días. La presencia de Creonte irrita su furor, saca la espada contra su padre, traspásase el pecho con ella, y va a caer a los pies de su amante, a quien tiene abrazada hasta que expira. Treinta mil espectadores derramando lágrimas manifestaban muy al vivo la sensación y enajenamiento que les causaba aquel espectáculo, y yo como uno de ellos, concluida la tragedia de Sófocles, ya no tenía lágrimas que derramar, ni fijaba mi atención en las otra piezas que iban a representar. CAPÍTULO XII. Descripción de Atenas y de sus principales monumentos. Entre todas las ciudades de la Grecia, Atenas es la que presenta mayor número de monumentos respetables y célebres por su antigüedad y su elegancia. Las obras excelentes de escultura son tantas que se ven hasta en las plazas públicas, y hermosean, de concierto con las de pintura, los pórticos y los templos. Conduciendo al lector a los diferentes barrios de Atenas, nos pondremos en los últimos años de mi estancia en la Grecia, y daremos principio aportando al Pireo. En este puerto, que contiene otros tres menores, se ven ancladas algunas veces hasta trescientas galeras, y puede haber en él hasta cuatrocientas. Temístocles hizo, digámoslo así, este descubrimiento cuando quiso dar una máxima a los atenienses. Una piedra cuadrada y sin adornos que se ve en el promontorio inmediato es el sepulcro de aquel grande hombre, cuyo cuerpo fue llevado allí desde el lugar de su destierro. Entremos bajo uno de los pórticos que rodean el puerto. En él se verán encima de mesas diferentes mercancías del Bósforo y las muestras de trigo recién traído del Ponto, de Tracia, de Siria, de Egipto, de Libia y de Sicilia. Vamos a la plaza de Hipodamo, nombre de un arquitecto de Mileto que la ha construido, y allí veremos acumuladas las producciones de todos los países, pudiendo decirse que no es el mercado de Atenas y sí el de toda la Grecia. El Pireo está adornado con un teatro, varios templos y muchas estatuas. Debiendo Temístocles asegurar en este puerto las subsistencias de Atenas, le puso a cubierto de una sorpresa haciendo construir aquella hermosa muralla que sirve de recinto al lugar del Pireo y al puerto de Muniquia. Su longitud es de sesenta estadios (dos leguas y cuarto), su altura de cuarenta codos (poco más de cincuenta y seis pies) y su anchura más de lo necesario para pasar dos carros de frente. Tomemos el camino de Atenas y sigamos aquella larga muralla que se extiende desde el Pireo hasta la puerta de la ciudad, en una longitud de cuarenta estadios. Esta obra fue también proyecto de Temístocles, ejecutado prontamente bajo la dirección y gobierno de Cimón y de Pericles. Algunos años después se construyó otra semejante, acaso tan larga, desde los muros de la ciudad hasta el puerto de Falero. Por medio de estos dos muros de comunicación, está el Pireo encerrado hoy día en el recinto de Atenas, siendo su baluarte. Este camino que seguimos, está frecuentado en todo tiempo y a toda hora por un gran número de personas atraídas al puerto por la proximidad del Pireo, su comercio y las fiestas. Entramos en la ciudad y se ve uno confuso para escoger entre las muchas obras clásicas que la adornan y se ofrecen a la vista. Antes de llegar al pie de la escalera por donde se sube a la ciudadela, fijaremos primeramente la atención en el pórtico donde el segundo arconte, llamado el arconte rey, tiene su tribunal y donde reúne algunas veces el del Areópago; en seguida sobre el pórtico llamado Pecile, en cuya entrada se ve la estatua de Solón y cuyas paredes interiores están enriquecidas con las obras de Polignoto, de Micón, de Paneno y de otros muchos pintores célebres. La plaza pública, en la cual termina el pórtico, es muy espaciosa y está adornada de muchos edificios sobresalientes destinados al culto de los dioses o al servicio del estado, y que sirven de asilo algunas veces a los desgraciados y no pocas a los culpables. Todos los costados de esta plaza están adornados de estatuas de tal perfección y belleza que llaman la atención. En medio de las diez estatuas de aquellos que dieron su nombre a las diez tribus de Atenas, tiene establecido su tribunal el primer arconte. Voy a conduciros ahora al templo de Teseo, que fue construido por Cimón algunos años después de la batalla de Salamina, aunque menor que el de Atenea, del cual hablaré en breve y al que parece haber servido de modelo, es de orden dórico, de una forma muy elegante y enriquecido con obras de hábiles pintores. Después de haber observado algunos otros monumentos dignos de notarse, llegamos en fin a la escalera por donde se sube a la ciudadela. Al subir, la vista se explaya y recrea por todas partes. Detengámonos delante de este soberbio edificio de orden dórico que se llama los Propileos o vestíbulos de la ciudadela. Pericles los hizo construir de mármol, según los diseños y bajo la dirección del arquitecto Mnesicles, y se dice que costaron mil doscientos talentos (sobre cuarenta millones de reales). El templo que tenemos a la izquierda está consagrado a la Victoria; adornan sus paredes varias pinturas admirables, la mayor parte de la mano de Polignoto; sostienen el frontón seis hermosas columnas; el vestíbulo está dividido en tres partes por dos órdenes de columnas jónicas, y a la parte opuesta termina por cinco puertas, entre las cuales se descubren las columnas del peristilo que mira a lo interior de la ciudadela. Entramos en ella, y la vista se para a ver el prodigioso número de estatuas que han erigido allí la religión y la gratitud, y que parecen animadas por el cincel de los Mirones, los Fidias, los Alcámenes y otros célebres escultores. Todas las regiones del Ática están bajo la protección de Atenea, mas cualquiera diría que ha fijado su residencia en la ciudadela de Atenas. ¡Oh, cuántas estatuas, altares y edificios se ven erigidos en honor suyo! Entre las estatuas hay tres cuya materia y trabajo atestiguan los progresos del lujo y de las artes. La primera es tan antigua que se diría haber bajado del cielo informe y de madera de olivo. La segunda de aquel tiempo en que los atenienses no usaban más metales que el hierro para adquirir triunfos y el bronce para eternizarlos. La tercera, que es de oro y de marfil, está en aquel famoso templo de la diosa, uno de los más hermosos monumentos de Atenas, conocido bajo el nombre de Partenón. Esta estatua es célebre por su magnitud, la riqueza de su materia y la hermosura del trabajo. En la majestad sublime que brilla en todas las facciones y la efigie de Atenea, se conoce fácilmente la mano de Fidias. Las ideas de este artista tenían un carácter tan grande que ha tenido el acierto de representar mejor los dioses que los hombres, y así es que cualquiera diría que ve los segundos de muy alto y los primeros de muy cerca. La altura de la estatua es de veintiséis codos (36 pies 10 pulgadas). Está en pie, cubierta de la égida y vestida con una larga túnica: tiene en una mano la lanza y en la otra una efigie de la victoria, de tres codos de alta (cinco pies ocho pulgadas). Su casco, dominado por una esfinge, tiene en las partes laterales dos grifos. En la superficie exterior del escudo que se ve a los pies de la diosa, Fidias ha representado el combate de las amazonas, y en la interior el de los dioses y los gigantes; en el calzado el de los centauros y los lapitas, y en el pedestal el nacimiento de Pandora y otros muchos objetos; las partes aparentes del cuerpo son de marfil, excepto los ojos en que el iris está figurado con una piedra singular. Antes de comenzar esta obra, se vio Fidias obligado a informar a la asamblea del pueblo acerca de la materia que se gastaría y prefería el mármol, porque su brillo sería muy duradero. Escucháronle con atención; pero cuando añadió que el gasto sería menor, le impusieron silencio y resolvieron que la estatua fuese de oro y marfil. Escogieron el oro más puro, y fue preciso una cantidad de cuarenta talentos (sobre ocho millones y treinta mil reales). Siguiendo Fidias el parecer de Pericles, invirtió este metal de tal manera que se podía desprender fácilmente, cuyo dictamen se fundaba en dos motivos. El uno previendo el momento en que podría emplearse aquel oro para atender a las urgencias del estado, lo cual se propuso al principiar la guerra del Peloponeso; y el otro evitar que se les acusase a entrambos de haber extraído una parte de aquel metal; mas no por esto evitaron la acusación que se verificó, y en virtud de la precaución que habían tenido, convirtiose por fin en vergüenza de sus enemigos. El templo de Atenea, el de Teseo y aun algunos otros son verdaderamente el triunfo de la arquitectura y de la escultura. Observad otros muchos edificios a los lados y en las cercanías de la ciudadela. Tales son entre ellos el Odeón y el templo de Zeus olímpico. El primero es aquella especie de teatro que Pericles hizo edificar para los certámenes de música, y en el cual los seis últimos arcontes celebran alguna vez sus sesiones. Después de correr apresurados por lo interior de la ciudad, vamos a echar una ojeada por lo exterior. Al levante está el monte Himeto, que las abejas enriquecen con su miel, la cual exhala el perfume del romero: en torno de los muros serpentea el Iliso que corre por la falda del monte; y encima de este se ven los gimnasios del Cinosargo y del Liceo. Hacia el norte se descubre la Academia y algo más lejos una colina llamada Colono, donde Sófocles ha establecido la escena del Edipo que tiene el mismo nombre. El Cefiso, después de fertilizar con sus aguas este país, viene a mezclarlas con las del Iliso, que se agota algunas veces cuando los grandes calores. La vista se recrea a su placer por las hermosas casas de campo, que se ven por doquiera que se mire. CAPÍTULO XIII. Batalla de Mantinea. — Muerte de Epaminondas. (Año 362 antes de J. C.) Tocaba ya la Grecia en el momento de una revolución. Epaminondas estaba al frente de un ejército, y su victoria o su derrota iba a decidir, en fin, si habían de ser los tebanos o los lacedemonios quienes diesen leyes a los demás pueblos. Partió una tarde de Tegea, en Arcadia, para sorprender a Lacedemonia. Esta ciudad, enteramente abierta, solamente tenía entonces para su defensa niños y ancianos. Una parte de las tropas se encontraba en Arcadia, y la otra volvía a su país capitaneada por Agesilao. Llegan los tebanos al amanecer, y ven inmediatamente a Agesilao pronto a recibirlos. Avisado este por un desertor de la marcha de Epaminondas, había vuelto atrás aceleradamente y sus soldados ocupaban ya los puestos más importantes. El general tebano, sorprendido pero no desalentado, dispone varios ataques, y había ya penetrado hasta la plaza pública, haciéndose dueño de una parte de la ciudad, cuando Agesilao, no escuchando más que su desesperación y, aunque de edad de cerca de ochenta años, se arroja en medio del peligro y, ayudado por el valiente Arquidamo, su hijo, rechaza al enemigo y le obliga a retirarse. Isadas dio en estas circunstancias un ejemplo que excitó la admiración y la severidad de los magistrados. Este espartano que apenas había salido de la infancia, tan hermoso como el amor y tan valiente como Aquiles, no teniendo más armas que la pica y la espada, se mete impetuosamente por entre los batallones lacedemonios y acometiendo a los tebanos derriba a sus pies todo cuanto se opone a su furor. Los éforos le concedieron una corona para premiar su valor, y al mismo tiempo le impusieron una multa porque había peleado sin coraza y sin escudo. Retirose Epaminondas sin que le siguiese el enemigo, y a fin de reparar la mengua de su retirada con una victoria, marchó a la Arcadia, donde se habían reunido las principales fuerzas de la Grecia. Avistáronse luego los dos ejércitos: el de los lacedemonios y sus aliados constaba de más de veinte mil infantes y cerca de dos mil caballos, y el de la liga tebana de treinta mil infantes y cerca de tres mil caballos. Epaminondas observó en su orden de batalla los principios que le hicieron ganar la victoria de Leuctra. Una de sus alas, formada en columna, cayó sobre la falange de los lacedemonios, a la cual jamás hubiera forzado si él en persona no hubiese acudido a fortificar sus tropas con su ejemplo y un cuerpo de tropas escogidas. Los enemigos, sobrecogidos de espanto al acercarse, se desordenan y huyen; los persigue con un furor que no puede contener, y se halla cercado de un cuerpo de espartanos que disparan sobre él una nube de dardos. Después de haber luchado largo rato con la muerte y tendido en tierra una multitud de guerreros, cae traspasado de un venablo cuyo acero se le queda clavado en el pecho. El honor de recoger su cuerpo empeñó una acción tan reñida y sangrienta como la primera, y sus dignos compañeros redoblando sus esfuerzos tuvieron el triste consuelo de llevarle a su tienda. Su herida contuvo la carnicería en la otra ala, donde combatían con una alternativa de triunfo y de pérdida, y dando en fin la señal de retirada por una y otra parte, levantaron un trofeo en el campo de batalla. Aún respiraba Epaminondas. Los cirujanos declararon que expiraría al punto que le sacasen el acero de la herida. Temió que su escudo hubiese caído en manos del enemigo; mostrarónselo, y lo besó como el instrumento de su gloria. Manifestose inquieto por el éxito de la batalla; dijéronle que los tebanos la habían ganado, y contestó sereno: «Estoy contento; ya he vivido bastante». Preguntó seguidamente por dos generales a quienes juzgaba dignos de reemplazarle, y habiéndole dicho que habían muerto: «persuadid pues a los tebanos», añadió, «a que hagan la paz». Apenas hubo pronunciado estas palabras mandó que le arrancasen el acero, y habiendo exclamado uno de sus amigos, a quien dominaba la pena: «¡Conque mueres, Epaminondas! ¡Ah, si a lo menos dejases hijos!». «Dejo», respondió expirando, «dos hijas inmortales: la victoria de Leuctra y la de Mantinea». Su muerte fue precedida de la de mi amigo Timágenes, que había desaparecido de repente ocho días antes de la batalla, habiendo dejado una carta sobre la mesa a su sobrina Epicaris, y en ella nos decía que iba a reunirse con Epaminondas. Mi corazón se despedazó al leer esta carta y quise partir al instante; pero Apolodoro, a cuyo ruego fui considerado como ateniense, me hizo presente que no podía tomar las armas contra mi nueva patria. Esta consideración me detuvo y por ello no fui testigo de las proezas de mi amigo ni morí con él. La batalla de Mantinea aumentó en adelante las turbulencias de la Grecia, pero en el primer momento terminó la guerra. Los atenienses tuvieron cuidado de recoger los cadáveres de aquellos que habían perdido, los quemaron en una hoguera y llevaron sus cenizas a Atenas para hacer los funerales. CAPÍTULO XIV. Del gobierno actual de Atenas. Las ciudades y los arrabales del Ática están divididas en ciento setenta y cuatro distritos, que por sus diferentes reuniones forman diez tribus. Todos los ciudadanos están clasificados en estos distritos, y obligados a inscribir sus nombres en uno de los registros de aquel a que pertenecen. En los primeros días de cada año se juntan las tribus separadamente para formar un senado compuesto de quinientos diputados, que deben tener a lo menos treinta años. Cada una de ellas presenta cincuenta, y al mismo tiempo se nombran cincuenta suplentes, unos y otros sacados por suerte. Este senado se renueva cada año; durante el tiempo de su ejercicio debe excluir aquellos miembros suyos cuya conducta sea reprensible y rendir cuentas antes de separarse, se reúne todos los días, excepto en los festivos y aquellos que se tienen por aciagos. Las asambleas del pueblo suelen ofrecer poco o nada interesante. Como para empeñar a los ciudadanos a que concurran se les concede un derecho de presencia de tres óbolos (dos reales), y al mismo tiempo no se impone pena alguna contra aquellos que no concurren, sucede que los pobres son allí más que los ricos. Además de estas asambleas, hay otras extraordinarias cuando el estado se ve amenazado de un riesgo inminente. Si las circunstancias lo permiten, se convoca a todos los habitantes del Ática. No pueden asistir a la asamblea las mujeres, ni tampoco los hombres de menos de treinta años: quedan excluidos los que están tachados de infamia, y les está prohibido a los extranjeros el asistir bajo pena de muerte. La sesión se abre al amanecer, y se tiene en el teatro de Dioniso, o en la plaza pública, o en el Pnix, que es un gran recinto inmediato a la ciudadela. Son necesarios seis mil votos para que tengan fuerza de ley sus decretos. La presiden los jefes del senado, que en ocasiones importantes asiste en cuerpo; tienen asiento distinguido los oficiales militares; la guardia de la ciudad, compuesta de escitas, está encargada de mantener allí el orden. Cuando todos están sentados en el circo purificado con la sangre de las víctimas, y que se han hecho ya otras muchas ceremonias religiosas, propone un heraldo el asunto que va a deliberarse, contenido regularmente en un decreto preliminar del senado que se lee en voz alta. Aunque desde este momento cada asistente tiene libertad para subir a la tribuna, comúnmente no se ven en ella más que los oradores de estado. Estos son ciudadanos distinguidos por sus talentos, y especialmente encargados de los intereses del estado en las asambleas del senado y del pueblo. Hay simples particulares que tienen casi siempre en las deliberaciones públicas la influencia que el senado debiera tener en ellas. Los unos son facciosos de la más baja extracción, que ganan y llevan tras sí la multitud; los otros ciudadanos ricos que la corrompen con sus larguezas: los más acreditados son unos hombres elocuentes que renunciando a toda otra ocupación, dedican todo el tiempo a los negocios de estado. Estos regularmente empiezan a ensayarse en los tribunales de justicia, y cuando se distinguen en ellos por el don de la palabra, entran en una carrera más noble y toman sobre sí el penoso cargo de ilustrar al estado y de conducir el pueblo. Las leyes, previendo el imperio que tomarían sobre los ánimos unos hombres tan útiles y peligrosos, requieren que no se haga uso de sus talentos hasta después de haberse asegurado de su conducta. No permiten que ocupe la tribuna el que haya puesto manos violentas en los autores de sus días o les hubiese negado la subsistencia. Excluyen también al que disipa la herencia de sus padres; el que no tenga hijos legítimos o no posea bienes en el Ática; el que rehúse tomar las armas a la voz del general o que abandone el escudo en la pelea, y aun aquel que se entrega a placeres vergonzosos, porque la cobardía y la corrupción abrirían su alma a toda especie de traición o alevosía. Es preciso, pues, que el orador suba a la tribuna con la seguridad y autoridad de una vida irreprensible. Por desgracia, entre los oradores de Atenas hoy día los unos venden sus talentos y su honor a naciones enemigas de su patria; los otros tienen a su disposición ciudadanos que por medio de una humillación pasajera, aspiran a elevarse a los primeros empleos; y haciéndose todos una guerra de reputación y de interés, ambicionan la gloria y la ventaja de conducir el pueblo más ilustrado de la Grecia y del universo. CAPÍTULO XV. De los tribunales de justicia de Atenas. El número de los jueces en Atenas es tan inmenso que asciende a seis mil, poco más o menos. Un ateniense que pasa de treinta años, que ha observado una vida irreprensible y no es deudor a los fondos públicos, tiene las cualidades que se requiere para administrar justicia. La suerte decide todos los años cual es el tribunal a que pertenece. Este es el modo de proveer las plazas de los tribunales. Se cuentan diez de estos principales: cuatro para conocer de las causas de asesinatos, y seis de las demás, tanto civiles como criminales. Estos diez tribunales soberanos, compuestos la mayor parte de quinientos jueces y algunos de mayor número, no tienen actividad alguna por sí mismos, y los ponen en acción los nueve arcontes. Cada uno de estos magistrados lleva a él la causa de que ha tomado conocimiento, y preside el tribunal en tanto que la causa se sustancia. El más célebre de todos es el de los Heliastas, donde se presentan todas las grandes causas que interesan al estado o los particulares. En ciertas ocasiones los magistrados disponen que se reúnan a ellos otros tribunales, y entonces el número de los jueces suele llegar hasta seis mil. Todos los años recorren cuarenta ministros subalternos los pueblos del Ática y tienen allí sus juzgados, estatuyen sobre ciertos actos de violencia, terminan aquellos pleitos en que solo se trata de una corta suma, como de diez dracmas (33 reales 18 maravedís), y pasan a los árbitros las causas más graves. Estos árbitros son hombres de buen concepto y de edad de unos sesenta años. Al fin de cada año se les nombra por suerte en cada tribu, en número de cuarenta. Los habitantes de las islas y ciudades sometidas a la república están obligadas a elevar sus causas a los tribunales de Atenas, para que allí se juzguen en última apelación. El estado se utiliza así de los derechos que pagan al entrar en el puerto y del gasto que hacen en la ciudad. Otro motivo les priva de la ventaja de terminar entre ellos sus pleitos. Si tuviesen jurisdicción soberana, no tendrían que solicitar más que la protección de sus gobernadores, y podrían oprimir en muchas ocasiones a los partidarios del gobierno de Atenas, en lugar de que atrayéndolos aquí, se les obliga a humillarse ante el pueblo que les aguarda en los tribunales, y está muy propenso a medir la justicia que les hace por los grados de afecto que profesan a su autoridad. CAPÍTULO XVI. Del Areópago. El senado del Areópago es el más antiguo y al mismo tiempo el más íntegro de los tribunales de Atenas. Se reúne algunas veces en el pórtico real, pero comúnmente sobre una colina poco distante de la ciudadela, y en una especie de sala puesta al abrigo de la inclemencia del tiempo solamente por medio de un techo rústico. Las plazas de los senadores son perpetuas: el número de magistrados ilimitado. Los arcontes son admitidos en el Areópago después de su año de tales, pero deben justificar en un examen solemne que han desempeñado sus funciones con tanto celo como fidelidad. La reputación de que goza este tribunal muchos siglos hace, se funda en títulos que la transmitirán a los siglos venideros. La inocencia, obligada a comparecer ante él, se acerca sin temor, y los culpables convencidos y condenados se retiran sin atreverse a quejarse del fallo. Atribúyese su primer origen al tiempo de Cécrope, pero debe otro más brillante a Solón que le dio el encargo de velar sobre las costumbres. Entonces conoció de todos los crímenes, los vicios y los abusos. Debilitada considerablemente su autoridad por Pisístrato, en la actualidad únicamente ejerce una jurisdicción propiamente tal con respecto a los homicidios premeditados, incendios, envenenamientos y algunos delitos menos graves. Preceden a los juicios ceremonias espantosas. Ambas partes, situadas en medio de los restos sangrientos de las víctimas, hacen un juramento y le confirman con imprecaciones terribles contra ellas mismas y sus familias; ponen por testigos a las terribles Euménides, que desde un templo inmediato, donde las veneran, parece que oyen su voz y se proponen castigar los perjurios. Después de estos preliminares se discute la causa. Aquí la verdad es la única que tiene derecho de presentarse ante los jueces: temen la elocuencia tanto como la mentira; los abogados deben desterrar severamente de sus discursos los exordios, las peroraciones, las digresiones y adornos del estilo, y aun el tono del sentimiento. En vano se pintaría la pasión en los ojos y los ademanes del orador, pues el Areópago tiene casi siempre de noche sus sesiones. Cuando el punto está suficientemente aclarado, los jueces ponen secretamente sus votos en dos urnas, una llamada de la muerte, y otra de la misericordia. En caso de empate, un ministro subalterno añade en favor del acusado el voto de Atenea, llamado así porque, según una tradición antigua, esta diosa, asistiendo al mismo tribunal cuando juzgó a Orestes, dio su voto para decidir sobre el empate de los jueces. CAPÍTULO XVII. De las acusaciones y procedimientos entre los atenienses. Las causas que corresponden a los tribunales de justicia, versan siempre sobre delitos que interesan al gobierno o a los particulares. Cuando son de la primera especie, todo individuo del estado puede constituirse acusador; pero siendo de la segunda, solo tiene derecho para ello la persona agraviada. En las primeras, se falla muchas veces pronunciando las penas de muerte; en las otras, solo se impone la pena de indemnización o satisfacciones pecuniarias. Los trámites varían en algunos puntos, tanto según la diferencia de los tribunales, como la de los delitos. Las causas públicas se llevan algunas veces ante el senado o el pueblo, que después del primer juicio acostumbra a remitirlas al tribunal superior; pero comúnmente se dirige el acusador a uno de los principales magistrados, que le pregunta si ha reflexionado bien sobre su iniciativa, e indica a continuación el tribunal adonde debe acudir. Las partes hacen juramento de decir la verdad, empiezan a discutir ellas mismas, y se les concede para ello un tiempo medido por unas gotas de agua que caen de un vaso: cuando han acabado de hablar, pueden implorar el socorro de los oradores. Durante el litigio los testigos hacen en voz alta sus declaraciones, porque tanto en lo criminal como en lo civil, la instrucción debe ser pública. El acusador puede pedir que se dé tormento a los esclavos de la parte adversa. Algunas veces una de las partes presenta por sí misma sus esclavos a esta prueba cruel. No se puede mandar el tormento contra un ciudadano sino en casos extraordinarios. El que no prosigue la acusación que ha intentado o no obtiene la quinta parte de los votos, es comúnmente condenado a una multa de mil dracmas (cerca de cuatro mil reales); pero como nada es tan fácil como abusar de la religión, se condena a veces a la pena de muerte a un hombre que acusa a otro de impiedad sin poder hacerle condenar. Las causas particulares siguen en muchos puntos la misma marcha que las causas públicas. Hay algunas que se pueden proseguir civilmente por una acusación particular, y criminalmente por una acción pública. Tal es la de insulto hecho a un ciudadano. Las leyes, con el objeto de atender a su seguridad, autorizan a cualquiera para denunciar públicamente al agresor; pero dejan al ofendido la elección de la venganza, que puede limitarse al pago de una cantidad si el asunto se insta como civil, y llega hasta la imposición de pena capital si se sigue por lo criminal. Los oradores abusan con frecuencia de estas leyes cambiando con rodeos insidiosos los negocios civiles en causas criminales. CAPÍTULO XVIII. De los delitos y penas. Todos los atenienses están sujetos a las mismas penas; todos pueden ser privados de la vida, de la libertad y de su patria, de sus bienes y de sus privilegios. Castígase de muerte el sacrilegio, la profanación de los misterios, los atentados contra el estado y sobre todo contra la forma de gobierno; los desertores, los que entregan al enemigo una plaza, una galera, un destacamento de tropas, etc. El robo cometido de día, cuando se trata de más de cincuenta dracmas (cerca de 200 reales), merece la misma pena, así como el robo cualquiera que sea, si se ha cometido de noche o en los baños y los gimnasios. Por lo común se quita la vida a los delincuentes con el cordel, el hierro y el veneno; algunas veces mueren a palos; otras los echan al mar o a una fosa erizada de puntas cortantes para acelerar su muerte. Detienen en la prisión al acusado de ciertos crímenes hasta que sea juzgado, al sentenciado a muerte hasta que sea ejecutada y al deudor hasta que haya pagado. Hay ciertos delitos que se expían con muchos años o algunos días de prisión; otros deben serlo con una prisión perpetua. El destierro es un suplicio tanto más riguroso para un ateniense cuanto no encuentra en parte alguna los placeres de su patria, y que no pueden suavizar su infortunio los recursos de la amistad. En tales casos, cualquier ciudadano que le diese asilo, sufrirá igual pena. Esta proscripción tiene efecto: 1.º cuando un hombre queda absuelto de un asesinato involuntario, en cuyo caso debe ausentarse de Atenas durante un año y no volver hasta después de haber dado una satisfacción a los parientes del muerto y hallarse purificado por medio de ciertas ceremonias religiosas; 2.º cuando se le acusa de un asesinato premeditado ante el Areópago, si desespera de su causa después de la primera defensa, puede, antes que los jueces pasen a votar, condenarse el mismo al destierro y retirarse tranquilamente. Confíscanse sus bienes y su persona queda segura con tal de que no se deje ver ni en el territorio de la república ni en las solemnidades de la Grecia; pues si quebranta este precepto, cualquier ateniense puede acusarle en justicia o matarle. La degradación priva a un hombre de todos los derechos de que gozan los demás súbditos; no es una afrenta el haberse introducido en la caballería sin haber sufrido un examen; tampoco el ser deudor a los fondos públicos, porque pagando su deuda puede volver al goce de los derechos que gozan los demás hombres; pero se irroga infamia al que ha maltratado a sus padres, o que cobardemente abandonó su puesto o perdió el escudo. CAPÍTULO XIX. Costumbres y vida civil de los atenienses. Al cantar el gallo entran en la ciudad los habitantes del campo con sus provisiones cantando canciones antiguas. Al mismo tiempo se abren con estrépito las tiendas y todos los atenienses se ponen en movimiento. Entre el pueblo lo mismo que en el ejército, se hacen dos comidas al día; pero las personas de cierta clase se contentan con una sola, que hacen al medio día o antes de ponerse el sol. Después del medio día duermen un rato o juegan a la taba, a los dados y a varios juegos de comercio. En los intervalos del día, particularmente de mañana y por la tarde antes de comer y cenar, se va a las orillas del Iliso y alrededor de la ciudad a tomar el fresco o respirar el aire puro; pero comúnmente van las gentes a la plaza pública, paraje el más concurrido de la ciudad, porque allí tiene muchas veces sus sesiones la asamblea general, y está también el palacio del senado y el tribunal del primer arconte. Alrededor de esta plaza están las tiendas de los perfumadores, de los plateros, barberos, etc., abiertas para que entre quien guste, y allí se habla con ruido de los intereses del estado, de las anécdotas de las familias y de los vicios y las extravagancias de los particulares. Esto no obstante, se oyen ocurrencias graciosas y chistes agudos, y se ven algunos corrillos donde se oyen conversaciones instructivas y amenas. Estas especies de citas que allí se dan debían multiplicarse entre los atenienses, porque su gusto insaciable por las novedades, consecuencia de su activo genio y de su vida ociosa, les mueve a buscarse unos a otros y reunirse. Esta afición se reanima con frenesí en tiempos de guerra; entonces sus conversaciones públicas y privadas versan sobre expediciones militares; antes de saludarse se preguntan con afán: ¿qué hay de nuevo? Se ven por todas partes enjambres de noveleros trazar en el suelo o la pared el mapa del país donde se halla el ejército, anunciar noticias favorables en voz alta, reveses en secreto, y extender y abultar rumores que alegran en extremo a las gentes o causan temores y sobresaltos. Suelen invertir las horas ociosas en la caza y los ejercicios del gimnasio. Además de los baños públicos, adonde el pueblo acude en tropel, los particulares pudientes los tienen en su misma casa. Se bañan a veces después del paseo, pero lo más común es antes de comer, y salen del baño perfumados de esencias. Los más de los atenienses visten solamente encima una túnica que les llega hasta media pierna, un manto que les cubre cuasi enteramente. Muchos de ellos van descalzos; otros, ya estén en la ciudad, ya vayan de viaje, y aun a veces en las procesiones, se ponen un sombrero alicaído. Las mujeres llevan: 1.º Una túnica blanca, que sujetan por los hombros con botones, y la ciñen bajo el seno con una cinta ancha, y cae plegada y ondeante hasta los pies. 2.º Un vestido más corto, ajustado a la cintura con un ancho listón, que en la parte inferior termina de la misma manera que la túnica, con listas o bandas de varios colores, y a veces llevan mangas cortas hasta medio brazo. 3.º Un manto que unas veces suelen llevar cogido en forma de chal o banda, y que otras, desplegado sobre el cuerpo, parece, según sus bellos contornos, que solo se hizo para dibujarle. También suelen llevar un capotillo ligero, y cuando salen de casa se ponen un velo. Se tiñen de negro las cejas y se pintan el rostro con albayalde y carmín: se echan en el pelo, coronado de flores, unos polvos amarillos, y llevan el calzado más o menos alto según su estatura. Encerradas en sus aposentos, no pueden salir de ellos sino en ciertas circunstancias, y de noche solo en carruaje y con una antorcha que les alumbre. Pero encuentran bastantes y frecuentes motivos para salir a la calle: ciertas fiestas, prohibidas a los hombres, las reúnen muchas veces entre sí; en las fiestas públicas asisten también a los espectáculos, no menos que a las funciones religiosas, pero en general no pueden salir sino acompañadas de eunucos o esclavas suyas o alquiladas para llevar mayor acompañamiento. Regularmente se va a pie, bien sea en la ciudad o bien en sus cercanías. Los ricos suelen ir en litera o acompañados de un sirviente que lleva una silla de tijera para que pueda sentarse donde se le antoje. En las calles principales se tropieza continuamente con el gentío, y se ve uno estrechado y atropellado por los que van a caballo, los carreteros, aguadores y voceadores de edictos, mendigos, artesanos y otras varias gentes del pueblo. Un día que estaba yo con Diógenes viendo hacer habilidades a unos perros, pasó un peón de albañil cargado con una viga, le tropezó con mucha fuerza y al mismo tiempo gritó: «¡Cuidado!», a lo cual Diógenes respondió al momento: «¿Quieres acaso darme otra vez?». El pueblo es sobrio naturalmente, y su alimento más común se reduce a salazones y legumbres. Todos aquellos que no tienen de qué subsistir, ya porque han quedado imposibilitados en la guerra, ya porque sus achaques les impiden trabajar, reciben diariamente por decreto de la asamblea uno o dos óbolos diarios, pagados por el erario. Los pobres encuentran también alivio en su miseria, pues cada luna nueva ponen los ricos en las encrucijadas, en honor de la diosa Hécate, varias cosas de comer a merced del pueblo. El pueblo es aquí más vocinglero que en ninguna otra parte. En la primera clase de gentes reinan aquella decencia y decoro que da a entender que el hombre se estima a sí mismo, y aquella urbanidad que persuade que estima a los otros. El trato exige decencia en las expresiones y en el exterior, como igualmente cierta docilidad de costumbres, lejana de aquella complacencia que todo lo aprueba y de aquella austeridad fastidiosa que no aprueba cosa alguna. El tono de la buena compañía se ha formado casi en nuestro tiempo, y para convencerse de esto no hay más que comparar el teatro antiguo con el moderno. Hará como un medio siglo que las comedias estaban llenas de injurias groseras y obscenidades escandalosas que no se permiten hoy día en boca de los actores. Entre las diferentes sociedades de esta ciudad hay una cuyo único objeto es el de recoger toda especie de ridiculeces y divertirse con chanzas y jocosidades. Son sesenta sus individuos, todos gente de buen humor y de talento. Se juntan de cuando en cuando en el templo de Heracles, para dar allí decretos en presencia de una multitud de testigos atraídos por lo raro del espectáculo. Las desgracias o reveses del estado jamás han interrumpido sus juntas. CAPÍTULO XX. De la religión, de los ministros sagrados y de los principales delitos contra la religión. Solo se trata aquí de la religión dominante. El culto público se funda en esta ley: «Honrad en público y privadamente a los dioses y a los héroes del país, y cada cual les ofrezca anualmente las primicias de las mieses, según sus facultades y los ritos establecidos». Habíanse multiplicado desde los tiempos más remotos los objetos del culto entre los atenienses. Recibieron de los egipcios las doce principales divinidades, y otras de los libios y diferentes pueblos. Fue también antiguamente una institución muy bella la de consagrar con monumentos y fiestas la memoria de los reyes y de los particulares que habían hecho grandes servicios a la humanidad; tal es el origen de la profunda veneración que se tiene a los héroes. Los atenienses cuentan en el número de estos a Teseo, primer autor de su independencia; a Erecteo, uno de sus antiguos reyes, los que fueron dignos de que se diese su nombre a las doce tribus, y otros muchos, entre los cuales debe contarse a Heracles. El culto de estos últimos se diferencia esencialmente del de los dioses. Los griegos se postran ante la divinidad para reconocer su dependencia, implorar su protección o darle gracias por sus beneficios: consagran templos, altares, bosques, celebran fiestas y juegos en honor de los héroes para eternizar sus glorias y recordar sus ejemplos. Se enseñan dogmas secretos en los misterios de Eleusis, de Dioniso y de algunas otras divinidades, pero la religión dominante consiste toda en lo exterior, sin presentar ningún cuerpo de doctrina ni instrucción alguna pública como debiera. Los particulares dirigen sus oraciones a los dioses al empezar una obra, por la mañana, por la tarde, al salir y al ponerse el sol y la luna. Algunas veces se presentan en el templo con la vista baja y un aire de recogimiento y modestia que parecen suplicantes; besan el suelo, hacen oración de rodillas, postrados, teniendo ramos en las manos, los cuales levantan hacia el cielo o los tienden hacia la estatua del dios, después de haberlos llevado a la boca. Si el homenaje se dirige al dios de los infiernos, para llamar su atención dan golpes en tierra con los pies y con las manos. En las solemnidades públicas los atenienses pronuncian en común sus votos por la prosperidad del estado y la de sus aliados; algunas veces por la conservación de los frutos de la tierra, para que llueva o haga buen tiempo; y otras para librarse también de la peste y del hambre. En otro tiempo solo se presentaba a los dioses frutos de la tierra, y costó mucha repugnancia el introducir los sacrificios sangrientos. Horrorizábase el hombre de clavar el hierro en el seno de un animal destinado a la labranza, y que había llegado a ser como un compañero de sus afanes. Se lo prohibía expresamente una ley bajo pena de muerte, y el uso general le empeñaba a abstenerse de la carne de los animales. Cuando los hombres se alimentaban solamente con frutos de la tierra, tenían cuidado de reservar una porción de ellos para ofrenda a los dioses; esta costumbre fue observada también cuando empezaron a alimentarse con la carne de los animales; de aquí viene quizás los sacrificios sangrientos, que no son en efecto más que convites en obsequio de los dioses, y de los cuales participan los asistentes. La víctima se reparte entre los dioses, los sacerdotes y aquellos que la han presentado: consume el fuego la porción que toca a los dioses; la de los sacerdotes constituye una parte de sus rentas, y la tercera sirve de pretexto a los que la reciben para dar un convite a sus amigos. Como el sacrificio de buey es el más estimado, hacen para los pobres tortitas en figura de aquel animal, y los sacerdotes tienen a bien contentarse con esta ofrenda. Cada particular puede ofrecer sacrificios en un altar situado a la puerta de su casa en una capilla privada. Allí he visto yo muchas veces a un padre virtuoso, rodeado de sus hijos, confundir la ofrenda de estos con la suya y hacer votos dictados por la terneza, dignos de ser oídos. No pudiendo ejercer esta especie de sacerdocio sino en una misma y sola familia, ha sido preciso establecer ministros pura el culto público. No hay ciudades donde se encuentren tantos sacerdotes y sacerdotisas como en Atenas, porque no hay pueblo donde se hayan erigido tantos templos ni donde se celebren tantas fiestas. En los diferentes lugares del Ática y del resto de la Grecia basta un solo sacerdote para el servicio de un templo; en las ciudades populosas las obligaciones del ministerio se distribuyen entre muchas personas que forman como una comunidad, y tienen diferentes nombres y están bajo la obediencia del ministro del dios, calificado algunas veces con el título de gran sacerdote. Los sacerdotes celebran con ricos ornamentos, en los cuales se ven trazados con letras de oro los nombres de los particulares que los han regalado al templo. Esta magnificencia tiene más realce con la belleza del rostro, la presencia majestuosa, el tono de voz de los ministros y, sobre todo, por los atributos de la divinidad a que corresponden. Así es que la sacerdotisa de Deméter se presenta coronada de adormideras y de espigas, y la de Atenea con la égida, la coraza y el yelmo adornado de garzotas. Nadie puede llegar al sacerdocio sin un examen relativo a su persona y sus costumbres. Es necesario que el nuevo ministro no tenga deformidad alguna en el cuerpo, y que su conducta haya sido siempre irreprensible; con respecto a la ciencia, basta con que sepa el ritual del templo a que pertenece, que haga con decencia las ceremonias, y sepa distinguir las diversas especies de ofrendas y de oraciones que se deben dirigir a los dioses. Los sacerdotes no forman un cuerpo particular e independiente. No hay relación alguna de interés entre los ministros de diversos templos; aun las causas que les conciernen personalmente se siguen en los tribunales ordinarios. La clase inmediata a la de los sacerdotes es la de los adivinos, cuya profesión honra y mantiene el estado en el Pritaneo. Suponen que leen lo futuro en el vuelo de las aves y en las entrañas de las víctimas. Van siempre con los ejércitos, y de sus decisiones, compradas algunas veces a excesivo precio, dependen muchas veces las revoluciones de los gobiernos y las operaciones militares. Hay adivinos por toda la Grecia, pero los más famosos son los de la Élide, donde hace muchos siglos que dos o tres familias se transmiten de padres a hijos el arte de predecir los acontecimientos y suspender las calamidades de los mortales. La incredulidad de los atenienses ha hecho rápidos progresos de tres siglos a esta parte. Desde que los griegos recibieron las luces de la filosofía, algunos de ellos admirados de las irregularidades y de los escándalos de la naturaleza, no pudieron dejar de sorprenderse también de no encontrar la solución de ello en el sistema informe de la religión que habían seguido hasta entonces. Sucedieron las dudas a la ignorancia y produjeron opiniones licenciosas que la juventud abrazó con ansia, pero sus autores se convirtieron luego en objeto del odio público, y puedo citar muchos juicios en que los tribunales de Atenas han pronunciado sentencias contra el crimen de impiedad, hace cerca de un siglo. El poeta Esquilo fue denunciado por haber revelado en una de sus tragedias lo vergonzoso de sus misterios, y su hermano Amenias trató de conmover a los jueces mostrando las heridas que había recibido en la batalla de Salamina. Este medio no hubiera quizás bastado si Esquilo no hubiese probado claramente que no estaba iniciado. El filósofo Diágoras, acusado de haber revelado los misterios y negado la existencia de los dioses, tuvo que huir de su patria. Prometieron recompensa al que le entregase muerto o vivo, y el decreto que le cubría de infamia quedó grabado sobre una columna de bronce. Protágoras, uno de los más ilustres sofistas de su tiempo, habiendo empezado una de sus obras con estas palabras: _No sé si hay dioses o no_, fue procesado criminalmente y tuvo que fugarse. Buscáronse sus escritos en las casas particulares y fueron quemados en la plaza pública. Pródico de Ceos fue condenado a beber la cicuta por haberse atrevido a decir que los hombres habían puesto en la clase de los dioses a aquellos seres de los que sacaban utilidad, tales como el sol, la luna, las fuentes, etc. La facción opuesta a Pericles, no atreviéndose a atacarle abiertamente, resolvió perderle valiéndose de medios indirectos. Era amigo de Anaxágoras, quien admitía una inteligencia suprema, y en virtud de un decreto expedido contra aquellos que negaban la existencia de los dioses, Anaxágoras fue encerrado en una cárcel. Tuvo a favor suyo algunos votos más que su acusador, debiendo esta dicha a los ruegos y las lágrimas de Pericles, que le hizo salir de Atenas; y a no ser por el crédito de su protector, el más religioso de los filósofos hubiera sido apedreado como ateo. Ya hemos visto que Alcibíades fue acusado de haber mutilado en una noche las estatuas de Hermes, antes de embarcarse para la expedición de Sicilia; que fue citado en juicio al tiempo de marchar para apoderarse de Mesina, y que habiéndose negado a comparecer le condenaron a muerte. Algún tiempo después ocurrió el juicio de Sócrates, para lo cual sirvió de pretexto la religión, acerca de lo cual hablaré después. Los atenienses no son más indulgentes en cuanto al sacrilegio. Las leyes imponen la pena de muerte por este crimen y privan al delincuente de los honores de la sepultura. Parece increíble que se hayan visto ciudadanos condenados a perecer, los unos por haber arrancado un arbolito en el bosque sagrado, y los otros por haber muerto no sé qué ave consagrada a Esculapio. Óigase un hecho aún más horroroso. Habiéndose caído una hoja de oro de la corona de Artemisa, la recogió un niño, y, atendida su corta edad, fue preciso hacer prueba de su discernimiento: presentáronle de nuevo la hoja con unos dados, un sonajero y una moneda grande de plata, y habiendo echado mano al instante a la moneda, los jueces declararon que tenía ya bastante entendimiento para ser culpado y le condenaron a muerte. CAPÍTULO XXI. Viaje a la Fócida. — Juegos píticos. — Templo y oráculo de Delfos. (Año 361 antes de J. C.) Salimos de Atenas a la entrada de la primavera del año tercero de la olimpiada ciento y cuatro, con el objeto de asistir a la solemnidad de los Juegos píticos, que se celebran de cuatro en cuatro años en Delfos, en Fócida. Fuimos a embarcarnos cerca del istmo de Corinto, y en breve llegamos a Cirra, pequeña ciudad situada al pie del monte Cirfis, y de allí pasamos a Delfos por un sendero. Esta ciudad célebre presenta en anfiteatro, a la falda del monte Parnaso, una cadena de montañas que se extiende hacia el norte y que en su parte meridional termina en dos puntas. Delfos solo tiene dieciséis estadios de circuito y la rodean por tres partes unos precipicios. Está bajo la protección de Apolo, y asocian al culto de este dios a Leto, Artemisa y Atenea. Sus templos están a la entrada de la ciudad. Detuvímonos un instante en el de Atenea, donde vimos un broquel de oro enviado por Creso, rey de Lidia, y a la parte de afuera una grande estatua de bronce, consagrada por los marselleses de las Galias. Pasamos por junto al gimnasio y llegamos a las márgenes de la fuente Castalia, con cuyas aguas purifican a los ministros del culto y a los que van a consultar al oráculo. De allí pasamos al templo de Apolo, situado en la parte superior de la ciudad, el cual está rodeado de un vasto recinto y lleno de ofrendas preciosas hechas a la divinidad. Los pueblos y los reyes que reciben respuestas favorables, los que ganan victorias, y aquellos que se libran de las desgracias de que se ven amenazados, se creen obligados a erigir monumentos de gratitud en aquellos lugares. Los particulares que han alcanzado coronas en los juegos públicos de la Grecia, los que se hacen útiles a la patria mediante servicios, o que se ilustran por sus talentos, obtienen en este mismo recinto monumentos de gloria. Allí se ve uno rodeado de un pueblo de héroes; todo recuerda allí los acontecimientos más célebres de la historia, y el arte de la escultura brilla con más esplendor que en todos los demás países de la Grecia. Íbamos ya a recorrer aquella inmensa colección cuando un habitante de Delfos llamado Cleón se ofreció a servirnos de guía y de intérprete. Llamaron nuestra atención sucesivamente una infinidad de monumentos en el primer recinto, de los cuales un gran número son de oro macizo; y si los ojos quedaban encantados de la magnificencia de tantas ofrendas reunidas en Delfos, no lo estaban menos del primor con que todo estaba trabajado. Saliendo del recinto sagrado entramos en el templo que fue construido hace ya cerca de ciento cincuenta años. Habiendo consumido las llamas el que había allí anteriormente, mandaron los anfictiones que fuese reedificado, y el arquitecto corintio Espíntaro se empeñó en concluirle por la suma de trescientos talentos. El edificio está construido con piedra hermosísima, y el frontispicio es de mármol de Paros. En él han representado dos hábiles escultores de Atenas a Artemisa, Leto, Apolo, las Musas, Dioniso, etc. Los capiteles de las columnas están cargados de armas doradas, y en particular de escudos que ofrecieron los atenienses en memoria de la batalla de Maratón. El vestíbulo está adornado de pinturas que representan el combate de Heracles contra la hidra, el de los gigantes contra los dioses, y el de Belerofonte contra la Quimera. Se ven allí también altares, un busto de Homero, vasos de agua lustral, y otros vasos grandes donde se mezcla el vino y el agua para hacer las libaciones. En aquella pared se ven escritas muchas sentencias, de las cuales algunas fueron trazadas, según se dice, por los siete sabios de Grecia. No me detendré en describir las riquezas de lo interior del templo, pues se puede juzgar de ellas por las de lo exterior. En el santuario se ve una estatua de Apolo de oro y aquel famoso oráculo cuyas respuestas decidieron tantas veces del destino de los imperios. Su descubrimiento fue efecto de una casualidad. Andaban errantes unas cabras por los peñascales del monte Parnaso, y habiéndose acercado a una abertura de donde salían exhalaciones malignas, dicen que fueron agitadas repentinamente de movimientos extraordinarios y convulsivos. El pastor que las guardaba y los habitantes de los lugares cercanos acuden presurosos al ver este prodigio, respiran el mismo vapor, experimentan los mismos efectos y pronuncian en su delirio palabras sin concierto ni consecuencia. Tómanse inmediatamente por predicciones aquellas palabras, y el vapor de la caverna por un soplo divino que revela lo futuro. Salimos del templo y pasamos al teatro, donde se ejecutan los certámenes de poesía y de música, presididos por los anfictiones. Entraron en competencia muchos poetas: el objeto del premio es un himno a Apolo que canta el mismo autor acompañándose con la cítara. Los poemas que oímos tenían grandes bellezas. El que alcanzó la corona, recibió aplausos tan repetidos que los heraldos se vieron obligados a imponer silencio, e inmediatamente se presentaron los tocadores de flauta. El asunto que se acostumbra proponerles es el combate de Apolo contra la serpiente Pitón. Apenas adjudicaron el premio los anfictiones, cuando pasaron al estadio y allí dieron principio las carreras de a pie, la lucha, el pugilato y otros muchos combates de que hablaré cuando se trate de los juegos olímpicos. El día siguiente fuimos al templo con unos diputados atenienses que iban con el fin de consultar al oráculo. Filotas y yo dimos nuestras preguntas por escrito y esperamos a que la suerte decidiese del momento en que podríamos acercarnos a la Pitia. Apenas se nos hizo saber, cuando la vimos atravesar el templo acompañada de sacerdotes y poetas, triste, abatida, parecía que iba por fuerza, como una víctima que conducen al altar: mascaba laurel, tenía la cabeza coronada y la frente ceñida de una banda. En otro tiempo solo había una Pitia en Delfos, pero luego que se aumentó el concurso para consultar al oráculo, se establecieron tres, estatuyendo que pasasen de la edad de cincuenta años. Escógenlas entre los habitantes de Delfos y en la clase más oscura, y sirven por turno. Regularmente son doncellas pobres, sin educación ni experiencia; de costumbres muy puras y de un talento muy limitado: deben vestir sencillamente, no perfumarse jamás con esencias y pasar su vida en el ejercicio de las prácticas religiosas. Luego que nos purificaron con el agua santa, y que hubimos ofrecido un toro y una cabra, entramos en el templo coronados de laurel y llevando en la mano un ramo rodeado de una banda de lana blanca, y en seguida nos introdujeron en una capilla donde se respira de repente un olor suave en extremo. A poco rato vino un sacerdote a buscarnos y nos llevó al santuario, especie de caverna profunda cuyas paredes están adornadas con diferentes ofrendas. En el medio hay un respiradero, del cual sale una exhalación profética. Se va hasta él por una bajada insensible, pero no se puede verlo porque está cubierto con un trípode tan rodeado de coronas y ramas de laurel que no puede difundirse el vapor por afuera. La Pitia, fatigadísima, rehusaba contestar a nuestras preguntas, y los ministros que la rodeaban hacían uso alternativamente de amenazas y violencia. Cediendo en fin a sus esfuerzos se puso en la trípode después de haber bebido una agua que mana del santuario y sirve, según dicen, para descubrir lo futuro. Apenas bastarían los colores más vivos para pintar los arrebatos que se apoderaron de ella repentinamente. Vimos su pecho inflarse, su rostro ponerse encarnado y luego pálido, y agitarse todos sus miembros con movimientos involuntarios; mas a pesar de todo esto, no se le oían más que gritos lamentables y largos gemidos. Centellando en breve sus ojos, echando espuma por la boca y erizándosele el cabello, no pudiendo ya resistir el vapor que la ahogaba ni arrojarse del trípode, donde la tenían sujeta los sacerdotes, desgarró su banda y en medio de terribles y espantosos alaridos pronunció algunas palabras, que los sacerdotes se apresuraron a recoger; las coordinaron luego y nos las dieron por escrito. Había yo preguntado si tendría la desgracia de sobrevivir a mi amigo, y Filotas, sin ponerse de acuerdo conmigo, había hecho igual pregunta; pero la respuesta era tan oscura y equívoca, que la hicimos pedazos al salir del templo. Al día siguiente bajamos a la llanura para ver las carreras de caballos y carros. El hipódromo, nombre que dan al espacio que se debe recorrer, es tan vasto que en él se ven algunas veces hasta cuarenta carros disputarse la victoria. Vimos partir diez a un tiempo de la barrera, y solo volvieron unos cuantos, porque los demás se estrellaron y rompieron contra la meta o en medio de la carrera. Acabadas las corridas subimos otra vez a Delfos para ser testigos de los honores fúnebres que debían hacer a los manes de Neoptólemo y de la ceremonia que debía precederlos. Después fuimos a un banquete, al cual estaban convidados los sacerdotes, los principales habitantes de Delfos y los diputados de otras ciudades de la Grecia. Este convite fue suntuosísimo y muy largo. Hubo tocadores de flauta; un coro de tesalias cantaron tonadas tiernas, y los tesalios nos presentaron la imagen de los combates en sus danzas ejecutadas diestramente. Algunos días después subimos hasta el manantial de la fuente Castalia, cuyas aguas puras y de una frescura deliciosa forman bellas cascadas por la falda de la montaña. De allí, continuando nuestro camino hacia el norte, llegamos a la cueva de Coricio, llamada también la gruta de las ninfas porque les está consagrada lo mismo que a los dioses Dioniso y Pan. Aunque profunda, está clara toda ella, pues entra bien la luz del día por varias partes. Es tan espaciosa que cuando la expedición de Jerjes, la mayor parte de los habitantes de Delfos tomaron el partido de refugiarse en ella. Enseñáronnos en las cercanías otras varias grutas que excitan la veneración de los pueblos, porque en estos lugares solitarios todo está consagrado y poblado de genios. Cerca de Panopea, ciudad situada en los confines de la Fócida y la Beocia, alcanzamos a ver unos carros llenos de mujeres que se apeaban y danzaban en corro. Nuestros guías las conocieron y nos dijeron que eran las tíades atenienses, mujeres iniciadas en los misterios de Dioniso. Van todos los años a juntarse con las de Delfos, para subir todas juntas a las cumbres del Parnaso, y celebrar allí con furor las orgías de aquel dios. Continuando nuestro camino entre montañas aglomeradas unas sobre otras, llegamos al pie del monte de Licorea, el más alto de todos los del Parnaso y quizás de los de Grecia. Intentamos subir a él pero, después de dar muchas caídas, conocimos que si bien es fácil de subir hasta ciertas alturas del Parnaso, es dificilísimo llegar a la cumbre. Bajamos pues y fuimos a Elatea, ciudad principal de la Fócida, que defiende aquella reducida provincia de las incursiones de los tesalios. Al norte y al este del Parnaso se encuentran deliciosas llanuras regadas por el Cefiso, que nace al pie del monte Eta encima de la ciudad de Lilea. Corre sereno dando vueltas y revueltas en su curso, en medio de campiñas pobladas de diversas especies de árboles y cubiertas de granos y pastos diferentes. Parece que, apasionado a sus mismos beneficios, no acierta a salir de los sitios que hermosea. Los demás distritos de la Fócida se distinguen por diversas producciones particulares. Son muy estimados el aceite de Titorea y el eléboro de Anticira, ciudad situada en la costa del mar de Corinto. No lejos de allí, los pescadores de Bulis recogen aquellas conchas preciosas con que se tiñe la púrpura. Más arriba vimos en el valle de Ambriso ricos viñedos y muchos árboles, de los que producen aquellos granitos que dan a la lana un hermoso encarnado. CAPÍTULO XXII. Acontecimientos memorables en la Grecia, desde el año 361 hasta el de 357 antes de J. C. — Muerte de Agesilao, rey de Lacedemonia. — Advenimiento de Filipo al trono de Macedonia. — Guerra social. Mientras estábamos en los juegos olímpicos, oímos hablar varias veces de la última expedición de Agesilao, y cuando regresamos supimos su muerte. No pudiendo tolerar la idea de una vida quieta y de una muerte oscura, a pesar de sus ochenta años, al frente de mil lacedemonios se fue a servir bajo las órdenes de Teos, rey de Egipto, para hacer la guerra al rey de Persia. Esperábanle con impaciencia los egipcios, y a su llegada los principales de ellos se apresuraron a reunirse a un héroe que hacía muchos años que era famoso en el orbe; pero quedaron sorprendidos cuando vieron en la playa un anciano bajito, de figura despreciable, sentado en el suelo en medio de algunos espartanos, cuyo exterior tan desaliñado como el de su jefe no distinguía los súbditos del soberano. Los oficiales de Teos ostentan a sus ojos los presentes de la hospitalidad, que consistían en diversas provisiones, y Agesilao tomando algunos alimentos groseros distribuyó entre los esclavos los manjares más delicados y los perfumes. Echáronse entonces a reír a carcajadas muchos de los espectadores, pero los más prudentes se contentaron con manifestar su desprecio. Otros disgustos más sensibles pusieron en breve su paciencia a prueba. Teos se negó a darle el mando de sus tropas y desdeñó sus consejos. Agesilao esperaba, pues, la ocasión de salir del envilecimiento a que estaba reducido, y no tardó en presentársele. Habiéndose sublevado el ejército egipcio, formó dos partidos que querían destronar a Teos y nombrar otro rey. El de Esparta se declaró por Nectanebo, uno de los aspirantes al trono; dirigiole en sus operaciones, y después de haber consolidado su autoridad, salió de Egipto colmado de honores y con una suma de doscientos talentos que el nuevo rey enviaba a los lacedemonios. Obligole a saltar en tierra en la costa desierta de Libia una tempestad violenta, y allí murió de edad de ochenta y cuatro años. Al cabo de dos después de su muerte, sobrevino un suceso del cual no hicieron caso los atenienses, aunque debía mudar el semblante de las cosas de Grecia y de todo el mundo conocido. Muerto Pérdicas, rey de Macedonia, que pereció con la mayor parte de su ejército en una batalla contra los ilirios, Filipo su hermano, a quien yo vi en rehenes de los tebanos, burló la vigilancia de sus guardias, volvió a Macedonia y, aunque no tenía más de veintidós años, fue nombrado tutor del hijo de este príncipe. Estaba entonces amenazada de próxima ruina la Macedonia, ya por las divisiones y guerras extranjeras, ya por estar agotadas sus rentas, y ya por el desaliento de las tropas. No se espanta Filipo de esta crítica situación del reino, antes bien se propone hacer de su nación lo que había hecho de la suya Epaminondas, su modelo. Algunos triunfos, aunque insignificantes, enseñan al soldado a considerarse capaz de defenderse: la administración se arregla más y más, la falange de Macedonia adquiere nueva forma, los peonios que ocupaban las fronteras son ganados con dádivas y se retiran: el rey de Tracia sacrifica a Pausanias, que aspiraba a la corona, y los atenienses, que habían auxiliado a Argeo, quedan derrotados y sus prisioneros libres, sin rescate. Persuadidos los macedonios de que solo debía gobernarlos aquel que podía y sabía defenderlos, despojaron de la autoridad soberana al hijo de Pérdicas y diéronsela a Filipo. Animado este príncipe con la elección que en él había recaído, reunió a su reino una parte de la Peonia, derrotó a los ilirios y los redujo a sus antiguos límites. Poco tiempo después se apoderó de Anfípolis, plaza importante para el comercio de Atenas con la alta Tracia, pero nada aumentó más el poder de Filipo que el descubrimiento de algunas minas de oro que hizo explotar y de las que sacó más de mil talentos. En tanto hicieron liga la ciudad de Bizancio y las islas de Quíos, de Cos y de Rodas, para sustraerse a la dependencia de los atenienses, y empezó la guerra por el sitio de Quíos. Comandaba Cabrias la escuadra ateniense y Cares el ejército terrestre. El primero, incapaz de moderar su ardor, entró solo en el puerto y fue inmediatamente embestido por la escuadra enemiga. Al cabo de una defensa obstinada, se echaron a nado sus soldados para alcanzar las otras galeras, y aunque él podía seguir su ejemplo prefirió perecer antes que abandonar su nave. CAPÍTULO XXIII. De las fiestas de los atenienses. Las primeras fiestas de los griegos fueron caracterizadas por la alegría y el reconocimiento. Después de la cosecha de los frutos de la tierra, se reunían los pueblos para ofrecer sacrificios y entregarse a los arrebatos de alegría que inspira la abundancia. Aún dan indicios de este origen muchas de las fiestas de los atenienses, y así es que celebran el regreso del verdor de los campos, de la vendimia y de las cuatro estaciones del año. Con el tiempo la memoria de los acontecimientos útiles o gloriosos se fijó en días señalados para perpetuarlos en lo venidero. Recorred los meses de los atenienses y en ellos hallaréis un compendio de sus anales y los rasgos principales de su gloria. Además de las fiestas que debe hacer toda la nación, las hay particulares en cada uno de los pueblos. Las solemnidades públicas se repiten anualmente o al cabo de unos cuantos años, y algunas se celebran con suma magnificencia. Más de ochenta días arrebatados a la industria y a la agricultura se invierten en espectáculos que aficionan el pueblo a la religión y al gobierno. Estos son unos sacrificios que causan respeto por el aparato pomposo de las ceremonias; procesiones en que la juventud de ambos sexos ostenta sus atractivos; representaciones teatrales, fruto de los mejores ingenios de la Grecia; danzas, cánticos y combates, donde compiten la destreza con los talentos. En los primeros concursos, que se llaman gímnicos, se disputan el premio de la carrera, de la lucha y de otros ejercicios del gimnasio; en los otros es del canto y la danza: unos y otros son el ornato de las fiestas principales. Están consagrados muchos días del año al culto de Dioniso; su nombre resuena alternativamente en la ciudad, en el Pireo, en la campiña y en los lugares. Yo he visto más de una vez sumergida la ciudad en la más profunda embriaguez: he visto cuadrillas de bacantes de ambos sexos, coronados de yedra, de hinojo y de álamo, agitarse, danzar, aullar por las calles, invocar al dios con bárbaras aclamaciones, desgarrar con las uñas y los dientes las entrañas crudas de las víctimas, estrujar sierpes con sus manos, entrelazarlas en sus cabellos, ceñirse el cuerpo con ellas, y con estas especies de prestigios espantar o interesar a la multitud. Estas escenas se repiten en parte en una fiesta que se celebra al entrar la primavera. Entonces se ve en una procesión que representa el triunfo de Dioniso, el mismo acompañamiento que tenía este dios, según dicen, cuando fue a la conquista de la India; sátiros, dioses Pan, hombres arrastrando chivos para inmolarlos, otros en asnos a imitación de Sileno; otros disfrazados de mujeres, otros que cantan himnos cuya licencia es extremada; en fin, toda clase de personas de uno y otro sexo bajo diversos trajes, borrachos o fingiendo que lo están. Mientras duran estas fiestas, se mira como un crimen el menor acto violento contra un ciudadano, y está prohibido el proceder contra deudor alguno. En los días siguientes se castigan con severidad los delitos y desórdenes que se cometen. Las mujeres son las únicas que participan de las fiestas de Adonis, las cuales bajo el nombre de Tesmoforias se celebran en honor de Deméter y de Perséfone. Se repiten cada año hacia el medio del otoño y duran muchos días. Para su celebración van a Eleusis casadas y solteras, y pasan allí todo un día en el templo, sentadas en el suelo, y observando riguroso ayuno, en memoria de la abstinencia de Deméter cuando buscaba a su hija Perséfone. CAPÍTULO XXIV. De las casas y comidas de los atenienses. La mayor parte de las casas de Atenas son de dos apartamentos: uno en alto para las mujeres y otro abajo para los hombres, y están cubiertas de terrados cuyos aleros tienen mucho vuelo. Se cuentan más de diez mil, y hay un gran número de ellas que tienen detrás un jardín, delante un patio pequeño y muchas una especie de pórtico en cuyo centro está la puerta de la calle. Enseñan a los forasteros las casas de Milcíades, de Arístides, Temístocles y de los grandes hombres del último siglo: en nada se distinguían en otro tiempo, pero hoy día sobresalen por el contraste que hacen con los palacios que han construido cerca de estas humildes moradas unos hombres sin reputación y sin virtudes. Desde que se introdujo el buen gusto en los edificios, las artes hacen esfuerzos de día en día para extenderle. Se ha tomado la disposición de hacer las calles a cordel, de dividir las casas nuevas en dos cuerpos, poniendo en los pisos bajos la habitación del matrimonio, y hacerlas más cómodas, con acertadas distribuciones, y más elegantes por los adornos que en ellas se multiplican. Tal era la que ocupaba Dinias, uno de los ciudadanos más ricos y voluptuosos de Atenas, la cual ostentaba un fasto que acabó en breve con sus bienes. Un día le rogué que me la enseñase. Se iba rectamente a la habitación de las mujeres por una arboleda larga y estrecha. Pasamos por una praderilla rodeada de tres pórticos y llegamos a una pieza muy capaz donde estaba su mujer Lisístrata, a quien nos presentaron. Tenían a esta señora por una de las mujeres más bonitas de Atenas, y procuraba sostener esta fama con la elegancia de sus atavíos. Al cabo de una conversación interrumpida con la llegada de un amigo suyo, le pedimos permiso para ver lo demás de la casa. Me detuve primeramente en ver el tocador, que me causó admiración por los muchos muebles grandes y pequeños que en él había, todos de lujo, preciosos. Al notar Dinias mi sorpresa, me dijo que gustando de la industria y de la grande habilidad de los artesanos extranjeros, hizo traer las sillas de Tesalia, los colchones de Corinto y las almohadas de Cartago. Viendo que se aumentaba mi admiración, riose de mi sencillez, y para disculparse añadió que Jenofonte se dejaba ver en el ejército con un escudo de Argos, una coraza de Atenas, un yelmo de Beocia y un caballo de Epidauro. Pasamos a la habitación de los hombres, en cuyas piezas todas se ostentaba el lujo y el buen gusto. El oro, el ébano y el marfil realzaban el brillo de los muebles. Los techos y las paredes estaban hermoseados con pinturas: en las mamparas y alfombras hechas en Babilonia se veían representados persas con sus ricas ropas talares, buitres, otras aves y muchos animales fantásticos. El lujo que Dinias ostentaba en su casa reinaba también en su mesa. Diré algunos pormenores acerca de la primera cena a que nos convidó a Filotas y a mí, y suprimiré todo aquello que sea poco interesante. Debían juntarse todos por la tarde, y nosotros tuvimos el cuidado de no llegar ni tarde ni temprano. Antes de sentarnos a la mesa, nos echaron agua clara en las manos unos esclavos, y nos pusieron luego coronas en la cabeza. Se saca a la suerte el rey del banquete, cuyas funciones eran las de no permitir licencia alguna que ofenda al decoro, decir cuando se debe beber a un tiempo, indicar los brindis y cuidar de la observancia de las leyes establecidas entre los bebedores. Sentámonos luego en unos almohadones forrados de púrpura, y empezó la cena. Sacaron lo primero mariscos, huevos frescos, salchichas, pies de puerco, hígado de jabalí, una cabeza de cordero, vientre de cerda y pajaritos. Al segundo cubierto, caza de la más exquisita, tanto de pelo como de pluma, y pescado de varias clases. El tercer cubierto se componía de frutas varias y exquisitas. Tratándose de representar los banquetes de los sabios, el rey del festín decidió que cada uno hablase por turnos, y que expusiese ideas con mucha gravedad, sin detenerse en pormenores ni olvidarlos enteramente. Habiéndome llegado el turno, di entonces una idea de los convites de los escitas, diciendo en pocas palabras que desde su infancia se alimentaban con miel y leche de vaca o de burra, cuyo líquido batían por largo rato para separar la nata, y que estaban destinados a hacer esta operación aquellos enemigos suyos que caían en sus manos, a los cuales privaban de la vista para impedir que se escapasen. Tomaron sucesivamente la palabra los demás convidados, y muchos de ellos hablaron de los alimentos que constituyen un buen banquete. Filotas se extendió sobre lo exquisitas que son las legumbres del Ática; un parásito elogió las tortas y los pasteles de Atenas, y al acabar su discurso se apoderó de una torta de mosto y almendra que acababan de sacar. Otro convidado nos habló de la historia del arte de cocina que describió cual superior a todas las demás. Entre los autores que han tratado de la materia, citó con elogio a Arquéstrato, amigo de uno de los hijos de Pericles, el cual compuso sobre la gastronomía un poema del que cada verso es un precepto. A este interlocutor sucedió un médico que devoraba, callando y sin distinción de manjares, todo cuanto presentaban, donde él podía alcanzarlo. Hablonos primeramente de la elección de los alimentos, y citó todos los preceptos de Hipócrates acerca del asunto. No olvidó las propiedades de cada bebida y el efecto que causa cada uno de los diferentes vinos. Nunca habría acabado, si Dinias no le hubiese interrumpido para continuar el discurso sobre las diferentes clases de vino, a que él daba la preferencia. Acabó de hablar Dinias y mandó sacar muchas botellas de un vino que conservaba diez años había y que fue reemplazado por otro aún más añejo. Bebimos entonces sin interrupción, y Demócares, rey del banquete, después de haber echado varios brindis tomó una lira, y en tanto que la templaba nos habló del uso que siempre se ha seguido, de mezclar el canto a los placeres de la mesa. En otro tiempo, nos decía, todos los convidados cantaban juntos y al unísono; en seguida se dispuso que cada cual cantase por turno, teniendo en la mano un ramo de mirto o de laurel. La alegría era menos ruidosa ciertamente, pero también fue menos animada; la restringieron aún más cuando se unió la lira a la voz, y entonces muchos convidados se vieron en la precisión de callar. En un principio las canciones de mesa no contenían más que expresiones de reconocimiento o lecciones de sabiduría. Con ellas celebrábamos y celebramos aún a los dioses, los héroes y los ciudadanos útiles a su patria. A estos graves asuntos juntose después el elogio del vino, y de aquí resultaron muchas canciones báquicas, llenas de máximas ya sobre la dicha y la virtud, y ya sobre el amor y la amistad. Muchos autores se han ejercitado en este género de poesía y algunos han sobresalido: Alceo y Anacreonte han hecho célebre este género, el cual, lejos de exigir esfuerzo, requiere naturalidad y es opuesto a toda afectación y violencia. «Entreguémonos al enajenamiento que inspira este feliz momento, cantemos juntos en coro y tomemos en nuestras manos ramos de laurel o de mirto». Así dijo Demócares; al instante ejecutamos sus órdenes, y habiendo repetido muchas canciones acomodadas a las circunstancias, todo el coro entonó la de Harmodio y de Aristogitón. Acompañonos Demócares por intervalos, pero dominado repentinamente de un nuevo entusiasmo, «mi lira rebelde», exclamó, «se niega a tan nobles asuntos», e inmediatamente nos obliga a cantar con él una canción cuyo estribillo es el siguiente: _Amemos, bebamos, cantemos a Dioniso._ Aún no habíamos acabado la canción, cuando oímos a la puerta un gran ruido, y vimos entrar unos jóvenes que nos traían danzarines y tocadores de flauta. Empezaron a bailar al punto la mayor parte de los convidados, y al mismo tiempo nos sacaron varios manjares propios para excitar el apetito. Todo esto, acompañado de una nueva provisión de vino para beber en copas mayores que las primeras, anunciaba excesos que fueron felizmente reprimidos por un espectáculo inesperado. Uno de los convidados que había salido de la sala, volvió a entrar seguido de unos jugadores de manos y farsantes, de aquellos que en las plazas públicas divierten al populacho y le sacan el dinero con sus prestigios. Quitaron la mesa de allí a poco, hicimos libaciones en honor del buen genio y de Zeus salvador, y después de habernos lavado las manos en una agua odorífera empezaron los farsantes sus habilidades. CAPÍTULO XXV. Educación de los atenienses. El objeto de la educación es procurar al cuerpo la fuerza que debe tener, y al alma la perfección de que es susceptible, y así es que entre los atenienses empieza desde que nace un niño y no concluye hasta la edad de veinte años. Estando recién parida de un niño Epicaris, mujer de Apolodoro, en cuya casa estaba yo hospedado, vi suspender a la puerta de la calle una corona de olivo, símbolo de la agricultura a que está destinado el hombre. Si hubiese sido niña el recién nacido, una faja de lana puesta al lado de la corona hubiera designado la especie de trabajo en que deben ocuparse las mujeres. Este uso, que recuerda las costumbres antiguas, anuncia al estado que acaba de adquirir un ciudadano. Lavan al niño con agua tibia, según el dictamen de Hipócrates, y en seguida le acuestan en una de aquellas banastas de mimbre que usan para separar el grano de la paja, lo cual es el presagio de una grande opulencia o de una numerosa posteridad. Siendo muy famosas las nodrizas de Lacedemonia, Apolodoro hizo venir una de ellas y le confió la lactancia de su hijo. Al recibirle tuvo la precaución de no envolverle, antes bien para acostumbrarle al frío desde muy temprano, se contentó con ponerle unos pañales delgados. Al quinto día le tomó en brazos una mujer y, acompañada de todas las personas de casa, le purificó, pasándole repetidas veces alrededor del fuego que ardía en un altar. Dos días después, habiendo reunido Apolodoro a sus parientes, los de su mujer y sus amigos, dio en su presencia el nombre de Lisis a su hijo porque así se llamaba su padre, atendiendo a que, según el uso, el primogénito de una familia conserva el nombre de su abuelo. Siguió a esta ceremonia un sacrificio y un convite, y algunos días después se hizo una ceremonia más santa, cual es la de la iniciación en los misterios de Eleusis. A los cuarenta días salió de casa Epicaris: esto fue motivo de una fiesta para la familia de Apolodoro, y ambos esposos, después de recibir segundas enhorabuenas de todos sus amigos, se dedicaron con mayor celo a la educación del hijo. Deidamía, que así se llamaba la nodriza, escuchaba sus consejos y ella misma los ilustraba con su experiencia. Desde que el niño pudo tenerse en pie, esta discreta aya le enseñó a andar, siempre atenta a sostenerle, y le daba instrumentos cuyo ruido podía distraerle y divertirle; pero no tardó mucho en dedicarse a otros deberes más importantes. Acostumbró a su alumno a que no hiciese diferencia entre los alimentos que le presentaba, y jamás se valió de la fuerza y el miedo para acallar su llanto; pues le pareció más conveniente evitarlo al momento que conocía la causa, y dejar que se desahogase cuando no la conocía. Así es que dejó de derramar lágrimas desde que pudo manifestar con ademanes sus necesidades o sus deseos. Atenta particularmente a las primeras impresiones que podía recibir el infante, apartaba todo objeto de terror en lugar de hacerle miedo, amenazarle o darle golpes. Lisis era sano y robusto. No se le trataba ni con aquel exceso de indulgencia que hace a los niños indóciles, impacientes e inaguantables, ni con un extremo de severidad que los hace tímidos y los envilece. Oponíanse a sus gustos sin recordarle su dependencia, y castigábanle sus faltas sin añadir el insulto a la corrección. Pero lo que Apolodoro encargaba particularmente era que se tuviese cuidado de que no tratase mucho con los criados de la casa, y así es que prohibió severamente a estos que diesen a su hijo la más leve idea del vicio, ya fuese con palabras o ya con su ejemplo. Dedicó Apolodoro los cinco primeros años al desenvolvimiento y firmeza de su cuerpo, y a los seis le confió al cuidado de un conductor o pedagogo, el cual era un esclavo de confianza encargado de acompañarlo a todas partes y particularmente a casa de los maestros que le daban lección de los primeros elementos de las ciencias. Pero antes de confiarle al esclavo, determinó que fuese tenido por ciudadano, y al efecto se fue a una capilla que pertenecía a la curia de la tribu en que estaba comprendido, donde se hallaban reunidos muchos de sus parientes, los principales de aquella curia y de la clase particular de que era individuo. Presentoles su hijo con una oveja que se debía inmolar, y en tanto que la llama devoraba una parte de la víctima, se adelantó, y teniendo a Lisis de la mano puso a los dioses por testigos de que aquel niño había nacido de él y de una mujer ateniense, en legítimo matrimonio. Recogieron luego los votos, e inmediatamente fue inscrito el niño con el nombre de Lisis, hijo de Apolodoro, en el padrón de la curia. Este acto, por el cual se comprende a un niño en tal tribu, tal curia, tal clase de la curia, es el único que atestigua la legitimidad de su nacimiento y le concede el derecho a la sucesión de sus padres. Para ser la educación conforme al espíritu del gobierno, debe imprimir en el corazón de los jóvenes los mismos sentimientos y los mismos principios, y de aquí es que los antiguos legisladores los sujetaron a una institución común. La mayor parte se educan hoy día en el seno de su familia, circunstancia que choca abiertamente contra el espíritu del gobierno; pero Apolodoro, que no quiso apartarse del antiguo sistema, enviaba lodos los días su hijo a las escuelas públicas. Entre los institutores a quienes se confía la juventud ateniense, suelen encontrarse hombres de mérito sobresaliente. Tal fue en otro tiempo Damón, que dio lecciones de música a Sócrates y de política a Pericles: en mi tiempo Filótimo, que había concurrido a la escuela de Platón y juntaba al conocimiento de las artes las luces de una sana filosofía. Apolodoro, que le amaba mucho, había conseguido que fuese como un consultor acerca del modo de educar a su hijo. El curso de los estudios comprende la música y la gimnástica; es decir, todo lo relativo a las ciencias del entendimiento y a las del cuerpo. En esta división, la voz música está tomada bajo un sentido muy extenso. Conocer la forma y valor de las letras, trazarlas con elegancia y facilidad, dar a las sílabas el movimiento y la entonación que les conviene, tales fueron los primeros estudios del joven Lisis. Se le recomendaba que observase exactamente la puntuación mientras se le pudiesen dar reglas para ello. Leía repetidas veces las fábulas de Esopo, y en muchas ocasiones recitaba los versos que sabía de memoria. En efecto, para ejercitar la memoria de sus discípulos, los profesores de gramática les hacen aprender fragmentos sacados de Homero, de Hesíodo y de los poetas líricos, y con este fin se han formado para su uso una recolección de piezas escogidas, cuya moral es la más pura. Una de estas recolecciones puso en manos de Lisis su maestro, y después le dio una noticia de las tropas que se hallaron en el sitio de Troya, según la relación que hace la Ilíada. Algunos legisladores han decretado que en las escuelas se acostumbrase a los niños a recitarla, porque contiene los nombres de las ciudades y de las casas más antiguas de la Grecia. Atendiendo a que la gramática, con respecto a los sonidos que causan las letras, según lo más o menos juntas que están, tiene alguna relación con la música, el mismo institutor está por lo regular encargado de enseñar a sus discípulos los elementos de una y otra. Presencié algunas veces las lecciones que Filótimo daba a Lisis, y vi como este aprendía a cantar con gusto acompañándose con la lira. Nunca le dieron instrumentos de aquellos que agitan el alma con violencia o que solo sirven para afeminarla, y de aquí es que no le permitieron tocar la flauta, porque esta excita y calma alternativamente las pasiones. Salí de Atenas para Egipto, pero antes de emprender el viaje, rogué a Filótimo que me dijese por escrito los trámites y progresos de este método de educación, y según su diario voy a continuar la historia. Tuvo Lisis en adelante diferentes maestros según el estudio que seguía; aprendió la aritmética jugando con ella, porque el medio más acertado para facilitar el estudio a los niños es el de acostumbrarlos ya a repartir entre ellos, según su número, una cierta porción de manzanas y algunas coronas, ya a mezclarse en sus ejercicios, según las combinaciones hechas, de manera que el niño ocupa cada puesto a su vez. Apolodoro apreciaba la aritmética, porque entre otras ventajas que lleva consigo, aumenta la sagacidad del ingenio y le predispone para el conocimiento de la geometría y la astronomía. Tomó Lisis una tintura de estas dos ciencias, porque con el conocimiento de la primera, viéndose un día al frente de los ejércitos, podría con más facilidad sentar un campamento, estrechar un sitio, formar los ejércitos en batalla y hacerles mover rápidamente en una marcha o en una acción. La segunda podía preservarle de los espantos que no hace mucho tiempo inspiraban a los soldados los eclipses y los fenómenos extraordinarios. Nuestro joven alumno aprendía al mismo tiempo a atravesar los ríos a nado y a domar un caballo. La danza medía sus pasos y daba gracia a todos sus movimientos, e iba frecuentemente al gimnasio. Los niños empiezan sus ejercicios muy temprano, algunos a la edad de siete años y continúan en ellos hasta la de veinte. Primeramente se les acostumbra a tolerar el frío, el calor, todas las intemperies de las cuatro estaciones, y en seguida a jugar a las bochas y a la pelota. Este juego y otros semejantes son el preludio de las pruebas laboriosas que se les hace sufrir a medida que aumentan sus fuerzas. Corren por los arenales, lanzan venablos, saltan un foso o una valla llevando en las manos unas barras de plomo, tirando a lo alto o a lo largo tejos de piedra o de bronce, y a veces atraviesan corriendo el estadio cargados de armas pesadas; pero en lo que más se ejercitan es en la lucha, el pugilato y las diferentes contiendas que describiré cuando hable de los juegos olímpicos. Por la tarde, cuando Lisis se volvía a su casa, unas veces se divertía en cantar acompañándose con la lira, otras se entretenía dibujando, y muchas de ellas leía en presencia de sus padres algún libro que pudiera instruirle o divertirle. Preguntó un día cómo se juzgaba del mérito de un libro, y Aristóteles, que se encontró presente, respondió: «Si el autor dice todo lo que es necesario; si no dice más que lo necesario; si lo dice como es necesario». Educábanle sus padres con aquella urbanidad doble, de que ellos eran modelos. Deseo de agradar, docilidad en el trato social, consecuencia de carácter, ser atento con los de mayor edad cediéndoles el puesto, decencia en el porte y el talante, en el exterior, en las maneras, en las expresiones; todo estaba prescrito sin violencia y ejecutado sin esfuerzo. En otro tiempo los sofistas iban en gran número a esta ciudad, e incitaban a los jóvenes atenienses a disertar superficialmente sobre todas materias. Aunque ha minorado su número, se ven no obstante algunos que, rodeados de sus discípulos, atruenan con sus exclamaciones y sus disputas las salas del gimnasio. Lisis asistía pocas veces a estas contiendas, porque unos institutores más ilustrados le daban lecciones, y talentos del primer orden sabios consejos: de estos últimos era Platón, Isócrates y Aristóteles, todos tres amigos de Apolodoro. La lógica dio nuevas fuerzas y la retórica nuevos encantos a su razón. La historia de la Grecia lo iluminó acerca de las faltas y las preocupaciones de los pueblos que la habitan. Siguió el foro mientras pudo, a ejemplo de Temístocles y otros grandes hombres, defendiendo allí la causa de la inocencia. El estudio de la moral no le costó ninguna lágrima porque su padre le había puesto al lado de personas que le instruían con su conducta y no con demostraciones importunas. En su infancia le reprendía sus faltas con dulzura, y cuando empezó a tener uso de razón le hacía entrever que eran contrarias a sus mismos intereses. Le era difícil acertar en la elección de libros que tratan de la moral, porque la mayor parte de sus autores o son poco seguros en sus principios, o solo nos dan falsas ideas de lo que son nuestros deberes. En las conversaciones que se tenían en presencia de Lisis, Isócrates lisonjeaba su oído, Aristóteles iluminaba su mente, y Platón inflamaba su alma. Este último unas veces le explicaba la doctrina de Sócrates y otras le desenvolvía el plan de la república: en algunas ocasiones le hacía conocer que no existe verdadera elevación ni perfecta independencia sino en un alma virtuosa. Las más veces les mostraba circunstanciadamente que la ciencia consiste en la ciencia del sumo bien, que es Dios. De este modo mientras que otros filósofos solo daban por recompensa a la virtud la estimación pública y la felicidad pasajera de esta vida, Platón le ofrecía un apoyo y un premio más noble. «La virtud», decía, «es hija de Dios: únicamente podréis adquirirla conociéndoos a vos mismo, consiguiendo la sabiduría y prefiriéndoos a lo que os pertenece. Seguidme, Lisis: vuestro cuerpo, vuestras riquezas son vuestras, pero no son vos mismo. El hombre está todo entero en su alma. Para saber lo que es y lo que debe hacer, es menester que se mire en su inteligencia, en aquella parte del alma donde brilla la sabiduría divina; luz pura que conducirá insensiblemente su alma al manantial de donde emana. Cuando haya llegado a conseguirlo, cuando haya contemplado aquel ejemplar eterno de todas las perfecciones, entonces conocerá que es de su mayor interés el representárselas a sí mismo, y hacerse semejante a la divinidad, a lo menos tanto como es posible el semejar tan débil copia a un modelo tan hermoso. Dios es la justa medida de cada cosa, y nada hay bueno ni estimable en el mundo sino aquella que tiene alguna conformidad con él. Es soberanamente sabio, santo y justo, y el único medio de agradarle es el llenarse de sabiduría, de justicia y santidad. »Llamado a tan alto destino, colocaos en la clase de aquellos que, como dicen los sabios, unen por sus virtudes los cielos con la tierra, los dioses con los hombres. Ofrezca pues vuestra vida el sistema más feliz para vos y el espectáculo más bello para los otros, cual es el de un alma en que todas las virtudes están en perfecta armonía. Varias veces os he hablado de las consecuencias que tienen estas verdades, íntimamente unidas, si me atrevo a decirlo así, por relaciones de hierro y de diamante; pero, antes de acabar, debo recordaros que el vicio, además de envilecer nuestra alma, experimenta temprano o tarde el suplicio que merece. Dios, como se ha dicho antes de nosotros, recorre el universo teniendo en su mano el principio, el medio y el fin de todos los seres. La justicia sigue sus pasos pronta a castigar los ultrajes hechos a la ley divina. El hombre humilde y modesto encuentra su dicha en seguirla; el vano se aleja de ella y Dios le abandona a sus pasiones. Por algún tiempo parece ser alguna cosa a los ojos del vulgo, pero en breve cae sobre él la divina venganza, y si le perdona en este mundo, le persigue con furor en el otro. No es pues en medio de los honores ni en la opinión de los hombres donde debemos tratar de distinguirnos, y sí ante aquel tribunal terrible que nos ha de juzgar severamente después de nuestra muerte.» Tenía Lisis diecisiete años: su alma estaba llena de pasiones y su imaginación era viva y despejada. Explicábase con tanta gracia como soltura: sus amigos no cesaban de ensalzar estas prendas, y tanto con sus ejemplos como con sus chistes, la violencia con que había vivido hasta entonces; pero Filótimo le dijo un día: «Los niños y los jóvenes estaban más sujetos en otro tiempo que lo están hoy día. Solo usaban vestidos ligeros para preservarse del rigor de las estaciones y saciaban el hambre con alimentos los más comunes. En las calles, en casa de sus maestros y de sus padres y parientes, se presentaban con la vista baja y con una postura modesta. No se atrevían a desplegar los labios en presencia de las personas de mayor edad, y se les acostumbraba de tal modo a la decencia que estando sentados se hubieran avergonzado de cruzar las piernas». «¿Y que resultaba de esta rudeza de costumbres?», preguntó Lisis. «Aquellos hombres rudos», respondió Filótimo, «derrotaron a los persas y salvaron a la Grecia». «También los derrotaríamos nosotros». «Lo dudo: cuando en las fiestas de Atenea veo a nuestra juventud que apenas puede sostener el escudo, al mismo tiempo que mide los pasos de danzas groseras con tanta afeminación y elegancia.» Los triunfos de los oradores públicos excitaban la ambición de Lisis. Por casualidad oyó en el Liceo a algunos sofistas disertar largamente sobre política y creyose en estado de ilustrar a los atenienses. Reprobaba con calor la administración presente, y esperaba con igual impaciencia que la mayor parte de los de su edad el momento en que le fuese permitido subir a la tribuna; pero su padre le desvaneció esta ilusión, así como Sócrates destruyó la del joven hermano de Platón. Quedose Lisis pasmado al ver la extensión de conocimientos que eran necesarios al hombre de estado, cuyos pormenores le manifestaron. Aristóteles le instruyó de la naturaleza de las diferentes especies de gobierno, cuya idea habían concebido los legisladores; su padre, de la legislación, de las fuerzas y del comercio, tanto de su nación como de los otros pueblos; en seguida se decidió que, después de perfeccionada su educación, viajaría por todos aquellos que tenían algunas relaciones de interés con los atenienses. Yo llegué entonces de Persia y encontré a Lisis en la edad de dieciocho años, que es cuando los hijos de los atenienses pasan a la clase de los efebos y son alistados en la milicia. Condujeron pues a Lisis a la capilla de Agraula y allí, ante los altares, hizo el juramento solemne de no deshonrar las armas de la república, de no abandonar su puesto, de sacrificar su vida por la patria y de dejarla más floreciente que la había encontrado. No salió de Atenas en todo el año: velaba por la seguridad de la ciudad, hacía las guardias con puntualidad y se instruía en la disciplina militar. Satisfecho el pueblo de su conducta, a principios del año siguiente le entregó en la asamblea general el escudo y la lanza, partió sin detención y fue empleado sucesivamente en las plazas situadas sobre las fronteras del Ática. A su vuelta, habiendo llegado ya a la edad de veinte años, le faltaba un requisito formal cual era un acto que le pusiese en el goce de todos los derechos de ciudadano ateniense. Presentole pues su padre a la asamblea del distrito a que estaba agregada su familia, con cuyo acto había sido ya reconocido en la curia. Obtuvo Lisis los votos necesarios de aquella asamblea, quedó inscrito en el padrón, y desde aquel momento tuvo el derecho de asistir a las juntas, de aspirar a las magistraturas y de administrar sus bienes si llegaba a quedar sin padre. De vuelta a Atenas, pasamos segunda vez a la capilla de Agraula, donde Lisis, revestido de sus armas, renovó el juramento que había hecho ya dos años antes. CAPÍTULO XXVI. De la música de los atenienses. Fui un día a ver a Filótimo en una casita que tenía extramuros de Atenas en la colina del Cinosargo, distante tres estadios de la puerta Melítida. La situación era deliciosa: por todas partes se recreaba la vista en cuadros preciosos y variados. Después de haber recorrido los diferentes barrios de la ciudad y sus cercanías, se extendía hasta las montañas de Salamina, de Corinto y aun de la Arcadia. Pasamos a un huertecito que Filótimo mismo cultivaba y le daba frutas y legumbres en abundancia. Todo su adorno consistía en un bosque de plátanos, en medio del cual se veía un altar consagrado a las Musas. «Experimento sumo disgusto», dijo Filótimo, «cada vez que tengo que dejar este retiro. Vigilaré la educación del hijo de Apolodoro, pues lo he prometido, pero es el último sacrificio que haré de mi libertad». Y conociendo la sorpresa que me causaba este lenguaje, «los atenienses», añadió, «no necesitan ya instrucción; ¡son tan amables! Porque, en verdad, ¿qué puedo yo decir a unas gentes que establecen por principio que el placer de una sensación es preferible a todas las verdades de la moral?». La casa me pareció adornada con tanta decencia como gusto. Vimos en un gabinete liras, flautas e instrumentos de diferentes formas, de los cuales algunos ya no servían; y estaban ocupados varios estantes con libros de música. Supliqué a Filótimo que me indicase los que fuesen a propósito para enseñarme los principios, y me respondió que no había ninguno entre tantos. «Nosotros no tenemos», añadió, «más que un corto número de obras, muy superficiales, sobre el género enarmónico, y un número mayor sobre la preferencia que debe darse en la educación a ciertas especies de música. Ningún autor ha emprendido hasta ahora el ilustrar metódicamente todas y cada una de las partes de esta ciencia». Manifestele entonces un vivo deseo de tener a lo menos alguna noción, y cediendo a mis instancias, se explicó en los términos siguientes. «Podéis juzgar de nuestro gusto en la música por la multitud de acepciones que damos a esta palabra, pues la aplicamos indiferentemente a la melodía, a la medida, a la poesía, a la danza, al ademán, al gesto y a la reunión de casi todas las artes. Aún no basta. El espíritu de combinación que se ha introducido entre nosotros hace ya cerca de dos siglos, y que por todas partes nos obliga a buscar aproximaciones, ha querido someter a las leyes de la armonía los movimientos de los cuerpos celestes y los de nuestra alma». Después de este preámbulo, me habló de la música en su esencia. No referiré aquí todo lo que me dijo acerca del sonido, los intervalos, las concordancias, los géneros, los modos y el ritmo, pues todos estos pormenores serían quizás impertinentes y fastidiosos para la mayor parte de los lectores; pero juzgo útil hacerles una relación en compendio de la conversación que tuvimos juntos el día siguiente sobre la parte moral de la música. Levanteme en aquella hora en que los habitantes del campo llevan las provisiones a la plaza y los de la ciudad se esparcen confusamente por las calles. El cielo estaba despejado y sereno, gozaban mis sentidos de una frescura deliciosa, y parecía que me daba una nueva existencia. El oriente brillaba con los fulgores del Sol, y toda la tierra respiraba con la salida de este astro que parece reproducirla cada día. Absorto en vista de un espectáculo tan hermoso, no había reparado en la llegada de Filótimo, el cual me dijo: «os he sorprendido en una especie de arrebato». «No ceso de experimentarle», le respondí, «desde que estoy en Grecia. La extremada pureza del aire que en ella se respira, y los vivos colores con que se presentan a mis ojos los objetos, parece que ensanchan mi alma y la causan nuevas sensaciones». Tomamos pues de aquí ocasión para hablar de la influencia del clima. Filótimo atribuía a esta causa la admirable sensibilidad de los griegos, la cual, decía, es para ellos un manantial inagotable de placeres y de errores que parece se aumentan de día en día. «Yo creía, al contrario», repliqué, «que empezaba a debilitarse. Si me engaño, decidme pues: ¿por qué la música no obra los mismos prodigios que en otro tiempo?». «Es», respondió, «porque en otro tiempo era más grosera y las naciones estaban todavía en su infancia. Si en algunos hombres cuya alegría solo se excitaba con sonidos estrepitosos, una voz acompañada de algunos instrumentos les hacía conocer una melodía muy sencilla, aunque sujeta a ciertas reglas, en breve se les veía también, enajenados de gozo, explicar su admiración con las más fuertes hipérboles: he aquí lo que experimentaron los pueblos de la Grecia antes de la guerra de Troya. Anfión animaba con sus cantos a los obreros que construían la fortaleza de Tebas, como se ha practicado después cuando se reedificaron los muros de Mesina: por esto se dice que se habían levantado las murallas de Tebas al son de su lira. Orfeo modulaba la suya con un corto número de sones agradables, y no obstante se dice que los tigres se amansaban y venían a lamerle los pies». «No remonto», le dije, «a aquellos siglos remotos; pero os cito los lacedemonios, divididos entre ellos y de repente reunidos a los ecos armoniosos de Terpandro; los atenienses, dominados por los cantos de Solón en la isla de Salamina, con desprecio de un decreto que condenaba a muerte a un orador harto atrevido para proponer la conquista de aquella isla; las costumbres de los habitantes de Arcadia suavizadas por la música; y dejo de referir otros muchos hechos que ignoro, o de que no se tiene noticia, a pesar de las investigaciones vuestras». «Los conozco bastante», dijo Filótimo, «para aseguraros que desaparece lo maravilloso cuando se examina detenidamente. Terpandro y Solón debieron sus buenos resultados no tanto a la música como a la poesía; y menos quizás a esta que a las circunstancias particulares. Era preciso, pues, que los lacedemonios hubiesen comenzado ya a cansarse de sus desavenencias, pues consintieron en escuchar a Terpandro. En cuanto a la revocación del decreto conseguida por Solón, entiendo que jamás causará admiración a los que conocen la ligereza de carácter de los atenienses. El ejemplo de los habitantes de la Arcadia es más admirable. Estos pueblos habían contraído en un clima riguroso y en unos trabajos duros, una ferocidad que les hacía desgraciados. Sus primeros legisladores advirtieron la impresión que el canto hacía en sus almas, y los juzgaron susceptibles de la dicha, porque eran sensibles. Los niños aprendieron a celebrar a los dioses y los héroes del país. Establecieron las fiestas de los sacrificios públicos, pompas solemnes y fiestas de mancebos y de doncellas. Estas instituciones que aún duran, redujeron insensiblemente al trato unos hombres agrestes; llegaron a ser dóciles, humanos y benéficos; pero ¡cuántas causas no contribuyeron con la música a este cambiamiento! »Desde que la música ha hecho tan grandes progresos, ha perdido el augusto privilegio de instruir a los hombres y de hacerlos mejores». «¿En qué consiste», le dije, «que un arte que tiene tanto imperio en nuestras almas, se hace menos útil cuanto es más agradable?». «Vos mismo lo comprenderéis quizás», me respondió, «si comparáis la música antigua con la moderna. Sencilla en su origen, más rica y más varia después, animó sucesivamente los versos de Hesíodo y de Homero, de Arquíloco y de Terpandro, de Simónides y de Píndaro. Inseparable de la poesía, adquiría los encantos de esta o más bien le prestaba los suyos. »No hay más que una expresión para manifestar con toda su fuerza una imagen o un sentimiento. En la música vocal, la expresión única es la especie de entonación que conviene a cada palabra, a cada verso. Así es que los antiguos poetas que eran a la vez músicos, filósofos y legisladores, jamás perdieron de vista este principio. Las palabras, la melodía, el ritmo, confiados a una misma mano, dirigían sus esfuerzos de modo que todo concurría igualmente a la unidad de la expresión. Emplearon nuestros tres principales modos, y los aplicaron con preferencia a las tres especies de asuntos que se veían obligados a tratar casi siempre. Si se trataba de animar al combate una nación belicosa o hablarle de sus hazañas, entonces la armonía dórica prestaba su majestad y su fuerza; si era necesario para instruirle en la ciencia de la desgracia, ofrecen a su vista grandes ejemplos de infortunio las elegías, las endechas tomaban el tono penetrante y patético de la armonía lidia. Cuando era menester, en fin, inspirarle respeto y gratitud hacia los dioses, se hacia uso de la frigia, como la más propia para los cantos sagrados. Así es cómo los himnos de los primeros poetas inspiraban la piedad; sus poemas, el deseo de gloria; y sus elegías, la firmeza en los reveses. Los cantos fáciles, nobles y expresivos, imprimían fácilmente en la memoria los ejemplos con los preceptos; y la juventud, acostumbrada desde muy temprano a repetir estos cantos, adquiría con gusto el amor al deber y la idea de la verdadera belleza. »¿Por qué motivo la más bella institución de los hombres no ha de servir hoy día más que a nuestros placeres? ¿Sabéis que es lo que más ha contribuido al descrédito de la música antigua? Pues son los jonios: sí, este pueblo que no ha podido defender su independencia contra los persas, y que en un país fértil y bajo el cielo más hermoso del mundo se consuela de esta pérdida en el seno de las artes y del deleite. Su música ligera, brillante, llena de gracias, da a conocer al mismo tiempo la molicie en que se vive gozando de aquel clima afortunado. Nos costó algún trabajo y dificultad acostumbrarnos a sus acentos. Uno de aquellos jonios llamado Timoteo, fue en un principio silbado en nuestro teatro; pero Eurípides, que conocía el genio de su nación, le predijo que reinaría en la escena, y así ha sido. Entre nosotros los artesanos o los mercenarios deciden de la suerte de las composiciones filarmónicas. Llenan el teatro, asisten a los combates de este arte y se constituyen en los árbitros del gusto: como necesitan agitación más bien que entusiasmo, cuanto más atrevida, fogosa y arrebatada es la música, tanto más les arrebata; y así es que por más que algunos filósofos han querido gritar que el admitir semejantes innovaciones era trastornar los cimientos del estado, y a pesar de que los autores dramáticos lanzaron mil dardos contra aquellos que introducían las novedades, como quiera que no tenían decretos que lanzar en favor de la antigua música, los encantos de su enemiga han venido a parar en subyugarlo todo. Yo aprecio en las producciones de los antiguos un poeta que me haga amar mis deberes, y admiro en las de los modernos un músico que me causa placer. ¡Oh, qué lección me da un flautista cuando remeda el canto del ruiseñor, y en nuestros juegos el silbo de la serpiente, cuando en un pasaje bien ejecutado de su música, reúne en mi oído una multitud de sones rápidamente acumulados uno sobre otro! Yo he visto a Platón preguntar ¿qué significaba este ruido? Y en tanto que la mayor parte de los espectadores aplaudían con entusiasmo el atrevimiento del músico, tacharle de ignorante y presuntuoso; de una parte, porque no tenía la menor idea de lo que es la verdadera belleza, y de otra, porque solo aspiraba a la vanagloria de vencer una dificultad. Y en verdad, ¿qué efecto pueden causar unas palabras que, arrastradas por el canto, fuera de orden, contrariadas en su marcha, no pueden llamar la atención, aplicada únicamente a la melodía? »Se debe vituperar sin embargo en la música actual aquella dulce molicie, aquellos sones encantadores que arrebatan a la multitud, y cuya expresión, no teniendo objeto determinado, es siempre interpretada en favor de su pasión dominante. Su único efecto es el de enervar más y más una nación, donde las almas, sin vigor y sin carácter, solo se distinguen por los diferentes grados de su pusilanimidad. »No creáis», añadió Filótimo, «que la música pueda jamás levantarse de su caída. Sería menester cambiar nuestras costumbres y restituirnos nuestras virtudes, y es más difícil reformar una nación que civilizarla. Nosotros ya no tenemos costumbres; tenemos placeres. La antigua música convenía a los atenienses vencedores en Maratón; la nueva conviene a los atenienses vencidos en Egospótamos». «¿Por qué, pues», le pregunté, «por qué enseñáis a vuestro discípulo un arte tan funesto? ¿De qué sirve efectivamente?». «¿Para qué sirve?», repitió riendo. «Sirve como de chupete a los niños de toda edad para impedir que rompan los muebles de la casa. Ocupa y distrae a aquellos cuya ociosidad sería temible en un gobierno como el nuestro; divierte, en fin, a los que, no siendo temibles sino por el fastidio que llevan consigo, no saben en qué pasar las horas. »Lisis aprenderá música porque, estando destinado a ocupar los primeros empleos de la república, debe estar en disposición de dar su dictamen sobre las composiciones que se representen, ya sea en el teatro, ya en las contiendas musicales. Conocerá todos los tipos de armonía, y solo apreciará los que puedan influir en sus costumbres; porque a pesar de su depravación, la música puede darnos todavía algunas lecciones útiles. Yo le daré algunos instrumentos, bajo condición de que nunca llegue a ser tan diestro como los profesores del arte. Quiero que una música selecta ocupe agradablemente los ratos que pueda tener ociosos; que le descanse de sus tareas en lugar de aumentarlas, y que modere sus pasiones si es muy sensible. Quiero en fin que tenga presente esta máxima: que la música nos llama al placer y la filosofía a la virtud, pero que por medio del placer y de la virtud la naturaleza nos conduce a la dicha». CAPÍTULO XXVII. Continuación sobre las costumbres de los atenienses. Ya he dicho antes que en ciertas horas del día los atenienses se reunían en la plaza pública o en las tiendas que hay alrededor de ella. También fui yo allí muchas veces, ya para aprender alguna cosa nueva y ya para estudiar el carácter del pueblo. Me puse, pues, un día a recorrer los diferentes corrillos que había alrededor de la plaza, compuestos de gentes de toda edad y de todos estados, y habiendo vuelto la cabeza para ver una partida de dados, se acercó a mí un hombre muy apresurado y me dijo: «¿Sabéis la noticia que corre?». «No», le respondí. «¡Cómo! ¿Lo ignoráis? Tengo el mayor gusto de decírosla: me la ha dado Nicerato, que acaba de llegar de Macedonia. El rey Filipo ha sido derrotado por los ilirios y está prisionero, ha muerto». «¡Cómo!, ¿será cierto?». «No hay la menor duda. Acabo de encontrar a dos arcontes nuestros, y he visto pintada la alegría en sus rostros. Sin embargo, reservadlo y sobre todo no me citéis». Dejome al instante y se fue a comunicar el secreto a todo el mundo. Así que se marchó, me introduje en un grupo de gente que había alrededor de un adivino que se lamentaba de la incredulidad de los atenienses y exclamaba diciendo: «Cuando en la asamblea general hablo de las cosas divinas y os revelo lo futuro, os burláis de mí como de un loco; esto no obstante, los acontecimientos han acreditado mis predicciones; pero vosotros tenéis envidia a todos los que tienen luces superiores a las vuestras». Iba a continuar cuando vimos venir a Diógenes, que acababa de llegar de Lacedemonia. «¿De donde venís?», le preguntó uno. «Del aposento de los hombres al de las mujeres», respondió. «¿Había mucha gente en los juegos olímpicos?», le dijo otro. «Muchos espectadores y pocos hombres». Estas respuestas fueron aplaudidas, y al instante se vio Diógenes rodeado de una multitud de atenienses que le incitaba para que dijese agudezas. «¿Por qué coméis en el mercado?», le decía uno. «Porque tengo hambre en el mercado». «¿Cómo podré vengarme de mi enemigo?», preguntaba otro. «Siendo más virtuoso que él». «Diógenes», le dijo otro, «os ponen nombres ridículos». «Pero yo no los tomo». Un extranjero natural de Mindo, quiso saber qué le había parecido aquella ciudad. «He aconsejado a los habitantes», respondió, «que cierren las puertas para que no se les escape». El parásito Critón, que estaba subido encima de una silla, le preguntó por qué le llamaban perro. «Porque acaricio a los que me dan de comer, ladro a los que me lo niegan y muerdo a los malvados». «¿Y cuál es», replicó el parásito, «el animal más dañoso?». «Entre los animales salvajes el calumniador, entre los domésticos el que adula». Al oír esto los circunstantes soltaron la carcajada; el parásito desapareció y continuaron con más calor las incitaciones. «¿De dónde sois, Diógenes?», le dijo uno. «Soy ciudadano del universo», respondió. «No», replicó otro, «es de Sinope, y los vecinos le obligaron a salir de la ciudad». «Y yo les he condenado a quedar en ella». Un joven bien parecido se adelantó, y dijo una expresión tan indecente que se abochornó uno de sus amigos de la misma edad, y Diógenes le dijo a este: «Valor, hijo mío; esos son los colores de la virtud», y dirigiéndose en seguida al primero: «¿No tenéis vergüenza», le dijo, «de sacar una espada de plomo de una vaina de marfil?» El joven, encolerizado, le dio un bofetón y él sin inmutarse respondió: «muy bien; me enseñas una cosa, y es que tengo necesidad de un casco». «¿Qué fruto habéis sacado de vuestra filosofía?», le preguntó entonces uno. «Ya lo veis», respondió, «el estar preparado a todos los acontecimientos.» En aquel momento estaba cayendo agua de lo alto de una casa a Diógenes en la cabeza y no mudaba de sitio. Algunos circunstantes manifestaron compadecerse, y Platón, que por casualidad pasaba por allí, les dijo: «Si queréis que le aproveche vuestra compasión, haced como que no lo veis». Un día encontré en el pórtico de Zeus algunos atenienses que suscitaban cuestiones filosóficas. «No», decía un antiguo discípulo de Heráclito, «no puedo contemplar la naturaleza sin un secreto espanto. Los seres insensibles están en un estado continuo de guerra o destrucción. Los que viven en los aires, en la tierra, en el agua, no han recibido la fuerza o la astucia sino para perseguirse o destruirse. Yo mismo devoro el animal que he criado por mi mano, en tanto que unos viles insectos me devoran a mí también». «Yo fijo mi vista», dijo un joven partidario de Demócrito, «en objetos más risueños: el flujo y reflujo de las generaciones no me aflige más que la sucesión periódica de las olas del mar o las hojas de los árboles. ¿Qué me importa a mí que tales individuos aparezcan o desaparezcan? La tierra es una escena que muda de decoración a cada instante. ¿Acaso no se cubre todos los años con nuevas flores y nuevos frutos? Los átomos de que estoy compuesto, después de haberse separado se reunirán un día, y yo volveré a vivir bajo otra forma». Salimos del pórtico y fui a las orillas del Iliso, reflexionando sobre lo que acababa de oír sobre unos sistemas los más raros o más extravagantes con que me habían entretenido unos hombres llamados filósofos. Cansado de mi paseo y aún más de mis reflexiones, me senté al pie de un plátano bajo el cual solía ir Sócrates algunas veces a conferenciar con sus amigos. Invoqué en alta voz a aquel hombre tan sabio, y regaba con mi llanto aquel paraje donde estaba sentado, cuando vi desde lejos a Foco, hijo de Foción, y a Ctesipo, hijo de Cabrias, acompañados de algunos jóvenes. Como yo tenía relaciones con ellos, se acercaron a mí y me precisaron a seguirlos. Fuimos a la plaza pública, y nos enseñaron unos epigramas y cantares contra los que estaban al frente de los negocios, y se decidió que el mejor gobierno era el de Lacedemonia. Desde allí nos dirigimos al teatro, donde representaban aquel día unas piezas nuevas que nosotros silbamos pero que tuvieron aceptación. Luego montamos a caballo y fuimos a bañarnos, y a la vuelta nos quedamos a cenar con unas cantantes y unos flautistas. Entonces olvidé el pórtico, el plátano y Sócrates. Pasamos una parte de la noche bebiendo, y el resto en pasear por las calles insultando a los que pasaban. Cuando volví en mí, determiné fijar mis ideas sobre las opiniones que había oído manifestar en el pórtico, frecuentar la biblioteca de un ateniense amigo mío, y aprovecharme de esta ocasión para enterarme circunstanciadamente de los diferentes ramos de la literatura griega. CAPÍTULO XXVIII. Biblioteca de un ateniense. Clase de filosofía. Había muchos atenienses que tenían colecciones de buenos libros, pero la más digna de atención era la de Euclides. La adquirió de sus padres, y merecía poseerla porque conocía su mérito. Al entrar en ella experimenté admiración y placer al mismo tiempo, pues me hallaba en medio de los ingenios más ilustres de la Grecia. La reunión de todos los soberanos de estas regiones me hubiese parecido quizás menos imponente, y así es que exclamé al cabo de algunos momentos: «¡Ay de mí! ¡Qué de conocimientos están negados a los escitas!». Y después he dicho más de una vez: «¡Oh, cuántos conocimientos inútiles a los hombres!». Omitiré el hablar aquí de todos los materiales que se emplean para escribir sobre ellos. Sucesivamente se usaron pieles de cabra y de oveja y diversas especies de telas; después se echó mano de un papel hecho de las capas interiores del tallo de una planta que se cría en los lagos del Egipto, en medio de las aguas muertas del Nilo, después de sus inundaciones. De él hacen rollos, a cuya extremidad cuelgan un rótulo que contiene el título del libro. Solo escriben en una de las caras de cada rollo, y para que se pueda leer los dividen en varias partes o páginas. Hay copiantes de profesión que solo se ocupan en trasladar las obras que llegan a sus manos, aunque a veces algunos particulares se toman este trabajo con el deseo de instruirse. Demóstenes me dijo un día que, para formar su estilo, había copiado de su mano la historia de Tucídides. De aquí es que multiplican los ejemplares; pero a causa del coste de la copia no son bastante comunes, y de esto resulta que las luces se difunden con tanta lentitud. Un libro se hace más raro cuando sale a luz en un país lejano, o cuando trata de materias que no están al alcance de todo el mundo. Yo he visto al mismo Platón, a pesar de la correspondencia que tenía con la Italia, lograr con dificultad ciertas obras de filosofía, y dar cien minas (cerca de cuarenta mil reales) por tres obritas de Filolao. Los libreros de Atenas no pueden ni tomar esto a su cargo, ni hacer semejantes desembolsos; así es que por lo común tienen un surtido de libros de pura diversión, de los cuales envían una parte a los países limítrofes y a veces a las colonias griegas establecidas en las costas del Ponto Euxino. El frenesí de escribir fomenta sin cesar este comercio. Los griegos se han ejercitado en todos los géneros de literatura, y se puede juzgar de ello por las diversas noticias que daré relativas a la biblioteca de Euclides. Daré principio pues por la clase de filosofía, cuya ciencia solo remonta su origen al siglo de Solón, que floreció unos doscientos cincuenta años hace. Anteriormente tenían los griegos teólogos y no conocían a ningún filósofo. Cuidándose poco de estudiar la naturaleza, los poetas recogían y acreditaban con sus obras los embustes y las supersticiones que reinaban entre el pueblo; pero en tiempo de aquel legislador se hizo repentinamente una revolución maravillosa en las luces. Tales y Pitágoras echaron los cimientos de su filosofía; Cadmo de Mileto escribía la historia en prosa; Tespis dio nueva forma a la tragedia y Susarión a la comedia. Tales de Mileto, en Jonia, uno de los siete sabios de Grecia, nació en el año primero de la tercera olimpiada (hacia el 580 antes de J. C.). Desempeñó primeramente con tino los empleos distinguidos, a que le llamaron su sabiduría y su ilustre nacimiento, y luego la necesidad de instruirse más y más le obligó a viajar entre las naciones extrañas. A su vuelta se dedicó al estudio de la naturaleza, dejó atónita la Grecia con la predicción de un eclipse de sol, y la ilustró comunicándole las luces que había adquirido en Egipto sobre la geometría y astronomía; vivió libre, gozó pacíficamente de su reputación y murió exento de pesares. Nada hay tan célebre como el nombre de Pitágoras; nada tan poco conocido como los pormenores de la vida de este filósofo. Parece que en su juventud tomó lecciones de Tales y de Ferécides de Siros, y que después residió mucho tiempo en Egipto. Los arcanos de los misterios de los egipcios y las largas meditaciones de los sabios del oriente tuvieron tanto atractivo para su imaginación ardiente como le tuvo para su carácter firme el régimen severo que la mayor parte de ellos habían abrazado. Cuando volvió de sus viajes, hallando su patria oprimida por un tirano, fue a establecerse en Crotona de Italia. Los habitantes de esta ciudad se hallaban entregados a la mayor corrupción, pero sus instrucciones y sus ejemplos tuvieron tal influencia en su conducta que en un solo día se vio a las mujeres, subyugadas por su elocuencia, consagrar en un templo los más ricos adornos con que se ataviaban. Poco satisfecho de este triunfo, quiso perpetuarle educando a la juventud en los principios que le habían procurado. Imaginó pues un sistema de educación que, para hacer las almas capaces de la verdad, debía hacerlas independientes de los sentidos. Entonces fue cuando formó aquel famoso instituto que hasta en estos últimos tiempos se ha distinguido entre las demás sectas filosóficas. Habiendo llegado a una extrema vejez, tuvo el dolor de ver su obra casi destruida por la envidia de los principales habitantes de Crotona. Precisado a huir, anduvo errante de ciudad en ciudad hasta el momento en que su muerte hizo callar la envidia y tributar a su memoria los honores que el recuerdo de sus infortunios llevó al exceso. La escuela de Jonia debe su origen a Tales; la de Italia a Pitágoras; estas dos escuelas han formado otras que todas han producido grandes hombres. Euclides, al reunir sus escritos, tuvo cuidado de clasificarlos según los diferentes sistemas de filosofía. A continuación de Tales se veían las obras de los que se han trasmitido su doctrina. Estos son Anaximandro, Anaxímenes, Anaxágoras, el primero que enseñó filosofía en Atenas, y Arquelao que fue el maestro de Sócrates. Sus escritos tratan de la formación del universo, de la naturaleza de las cosas, de la geometría y de la astronomía. Los tratados siguientes tenían mucha más relación con la moral, porque Sócrates y sus discípulos se han ocupado menos de la naturaleza en general que del hombre en particular. Sócrates únicamente ha dejado por escrito un himno en honor de Apolo y algunas fábulas de Esopo que puso en verso cuando estaba preso. Encontré en casa de Euclides estas dos piececitas y las obras producidas por la escuela de este filósofo. Casi todas están en forma de diálogos en que Sócrates es el principal interlocutor, porque se propuso recordar así sus conversaciones. De la escuela de Italia ha salido un número de escritores mucho mayor que de la Jonia. Además de algunos tratados que atribuyen a Pitágoras y que no parecen auténticos, la biblioteca de Euclides contenía casi todos los escritos de los filósofos que han seguido o modificado su doctrina. Tales fueron Empédocles de Agrigento, a quien los habitantes de esta gran ciudad ofrecieron la corona y él prefirió establecer la igualdad entre ellos; Epicarmo, siciliano, que se atrajo la enemistad de los demás filósofos por haber revelado el secreto de sus doctrinas en sus comedias; Ocelo de Lucania, Timeo de Locres y Arquitas de Tarento, célebre por sus descubrimientos importantes en la mecánica; Filolao de Crotona, uno de los primeros griegos que hicieron mover la tierra alrededor del centro del universo; Eudoxo, a quien he visto muchas veces en casa de Platón, y que fue a un mismo tiempo geómetra, astrónomo, médico y legislador, en fin otros muchos que no fueron célebres hasta después de su muerte. Díjome Euclides que la escuela de Jonia había difundido por la tierra menos luces que la de Italia, pero que esta había incurrido en desaciertos, de que era natural que se apartase su rival. En efecto, los dos grandes hombres que las fundaron pusieron en sus obras el sello de su ingenio. Tales, distinguido por un juicio profundo, tuvo por discípulos unos sabios que estudiaron la naturaleza por caminos sencillos, y su escuela produjo al fin a Anaxágoras y la más pura teología. Pitágoras, dominado por una imaginación fuerte, fundó una secta de piadosos entusiastas, que al principio solo vieron en la naturaleza proporciones y armonía, y pasando luego de un género de ficciones a otro, dieron origen a la escuela de Elea en Italia y a la más abstracta metafísica. Esta última escuela debe su origen a Jenófanes de Colofón, en Jonia. De ella han salido muchos filósofos muy distinguidos, a saber: Parménides de Elea, que dio excelentes leyes a su patria; Zenón, que conspiró contra un opresor y murió sin haber querido declarar quiénes eran sus cómplices; Arquitas y Meliso, que mandaron ejércitos; Demócrito de Abdera, en Tracia, que hizo cesión de una parte de sus bienes en favor de uno de sus hermanos para viajar, a ejemplo de Pitágoras, por los pueblos que los griegos tratan de bárbaros y que eran depositarios de las ciencias. Protágoras, que llegó a ser uno de los sofistas más hábiles de Atenas y que terminó siendo acusado de ateísmo y desterrado del Ática. Entre los autores que han escrito de filosofía no debo omitir a Heráclito de Éfeso, que ha merecido el apodo de _Tenebroso_ por la oscuridad de su estilo. Este hombre de carácter sombrío y de un orgullo insufrible empezó confesando que nada sabía, y acabó diciendo que lo sabía todo. Los de Éfeso quisieron ponerle al frente de su república, a lo cual se negó irritado porque habían desterrado a Hermodoro, su amigo. Le pidieron leyes y contestó que estaban muy corrompidos. Habiéndose hecho odioso a todos, salió de Éfeso y se retiró a los montes, donde solo se alimentaba de hierbas silvestres y no sacaba más fruto de sus meditaciones que el aborrecer más y más a los hombres. Las obras de estos escritores célebres estaban acompañadas de otras muchas, cuyos autores son menos conocidos. Mientras que yo felicitaba a Euclides por ser el posesor de una colección tan preciosa, vi entrar en la biblioteca un hombre venerable por su aspecto, su edad y su porte. Caíale el cabello suelto por los hombros y tenía la frente ceñida de una diadema y una corona de mirto. Este era Calias, el hierofante o gran sacerdote de Deméter, íntimo amigo de Euclides, quien tuvo la atención de presentarme a él y hablarle en favor mío. Al cabo de algunos momentos de conversación volví yo a mis libros y los repasé con tal asombro que Calias lo notó y me preguntó si gustaría de tener algunas nociones de la doctrina que contenían. Satisfecho de mi respuesta, empezó a hablar de las causas primeras y de los sistemas de los filósofos, haciendo un discurso muy largo por el cual me hizo ver que en la enorme colección que teníamos a la vista las luces más vivas brillaban en medio de la mayor oscuridad, que el exceso del delirio estaba unido a lo profundo de la sabiduría, y que el hombre había desplegado al mismo tiempo la fuerza y la debilidad de su razón. De todo cuanto me dijo y yo escuchaba sin dejar de manifestarle mi sorpresa, me complazco en poder retener estas hermosas palabras: «Acordaos, hijo mío, que la naturaleza está cubierta con un velo de bronce, que los esfuerzos reunidos de todos los hombres y de todos los siglos no bastan para poder levantar el borde de este velo, y que la ciencia del filósofo consiste en discernir el punto donde empiezan los misterios y la sabiduría, en respetarlos». CAPÍTULO XXIX. Continuación de la biblioteca. — La astronomía y la geografía. Se fue Calias luego que hubo concluido su discurso, y Euclides, dirigiéndose a mí, me dijo: «Hace mucho tiempo que he mandado buscar en Sicilia la obra de Petrón de Hímera, quien no solamente admitía la pluralidad de los mundos, sino que contaba ciento ochenta y tres. Siguiendo el ejemplo de los egipcios comparaba el universo a un triángulo: ponía sesenta mundos a cada lado y los tres restantes en los tres ángulos. En medio del triángulo es el campo de la verdad: allí, en una inmovilidad profunda, residen los ejemplares y las relaciones de las cosas que han existido y de las que existirán. Alrededor de estas esencias puras está la eternidad, de cuyo seno emana el tiempo que, semejante a un arroyo inagotable, corre y se difunde en esta multitud de mundos». «Antes que vuestros filósofos», interrumpí yo, «hubiesen producido a lo largo tanta multitud de mundos, habían conocido con todos sus pormenores el que nosotros habitamos, y creo que no hay entre nosotros un cuerpo, del cual no hayan determinado la naturaleza, la magnitud y el movimiento». «Cada uno de ellos ha fundado su sistema. Habiéndose atrevido a decir Anaxágoras, en tiempo de nuestros padres, que la Luna era una tierra casi semejante a la nuestra y el Sol una tierra inflamada, lo tuvieron por impío y se vio en la precisión de huir de Atenas, pues el pueblo quería poner estos dos astros en la clase de los dioses». «¿Y cómo se ha probado», dije yo, «que la Luna es semejante a la tierra?». «No se ha probado», me respondió, «pero así se ha creído. Hubo uno que dijo: “si hay montes en la Luna, la sombra de ellos en su superficie será quizás las manchas que a nuestra vista se ofrecen”. Al punto se dedujo que en la Luna había montañas, valles, ríos, llanuras y muchas ciudades. A continuación ha sido preciso conocer sus habitantes que, según Jenófanes, pasan su vida lo mismo que nosotros. Según algunos discípulos de Pitágoras, las plantas son allí más bellas, los animales quince veces más grandes y los días quince veces más largos que los nuestros». «Y sin duda», le dije yo, «serán los hombres quince veces más inteligentes que los de nuestro globo. Esta idea divierte mi imaginación. Como quiera que la naturaleza es todavía más rica por las variedades que por el número de las especies, distribuyo a mi arbitrio en los diferentes planetas varios pueblos que tienen uno, dos, tres o cuatro sentidos más que nosotros. En seguida comparo los genios con los que la Grecia ha producido, y os confieso que compadezco a Homero y a Pitágoras». «Demócrito», respondió Euclides, «ha salvado su gloria de este paralelo humillante. Persuadido quizás de la excelencia de nuestra especie, ha resuelto que los hombres son individualmente los mismos en todas partes; y, según dice, existimos a un mismo tiempo y de la misma manera sobre nuestro globo, sobre el de la Luna y en todos los mundos del universo». «Se conviene generalmente hoy día», continuó Euclides, «en que los astros son de una forma esférica. En cuanto a su magnitud, no hace mucho tiempo que Anaxágoras decía que el sol es mayor que el Peloponeso, y Heráclito que solo tiene un pie de diámetro». Después de largas correrías por el cielo volvimos a la tierra, y dije a Euclides: «En verdad que no hemos traído grandes verdades de tan largo viaje. Seremos sin duda más felices sin salir de entre nosotros, porque la mansión que habitan los hombres debe serles perfectamente conocida». Euclides me preguntó que cómo podía sostenerse en equilibrio en medio de los aires una masa tan pesada como la tierra. «Esta dificultad jamás se me ha ocurrido», le respondí, «quizás sucede con la tierra lo mismo que con las estrellas y los planetas». «Para estos», replicó Euclides, «se han tomado precauciones a fin de evitar su caída; se les ha sujetado fuertemente a unas esferas más sólidas, tan trasparentes como el cristal, de suerte que las esferas giran y con ellas los cuerpos celestes; pero no vemos alrededor de nosotros ningún punto de apoyo para suspender la tierra. ¿En qué consiste, pues, que no se sumerge en el seno del fluido que la rodea? Es, dicen algunos, porque el aire no la rodea por todas partes; la tierra es como una montaña, cuyos cimientos o raíces se extienden sin límites hasta el seno del espacio, y nosotros estamos en la cumbre, donde podemos dormir tranquilamente. Otros hacen plana su parte inferior, a fin de que pueda reposar en un número mayor de columnas de aire o nadar sobre el agua. Pero en primer lugar, está casi demostrado que la tierra es de forma esférica. Por otra parte si se escoge el aire para sostenerla, este es muy débil; y si es el agua, se pregunta ¿en qué se apoya este líquido? Nuestros físicos han hallado en estos tiempos una vía más sencilla para desvanecer nuestros temores. En virtud de una ley general, dicen ellos, todos los cuerpos pesados propenden hacia un punto único, que es el centro del universo, centro de la tierra. Preciso es, pues, que las partes de esta en lugar de alejarse de este medio, se estrechen unas sobre otras para aproximarse. »De aquí es fácil concebir cómo los globos que habitan alrededor de este globo, y aquellos en particular que se llaman antípodas, pueden sostenerse sin dificultad, déseles la posición que se quiera». «¿Y creéis», le pregunté, «que efectivamente hay hombres cuyos pies estén opuestos a los nuestros?» «Lo ignoro», respondió. «Aunque algunos autores han dejado descripciones de la tierra, es cierto que nadie la ha recorrido y que hasta ahora únicamente se conoce una ligera porción de su superficie. Debemos reírnos de su presunción cuando se les ve asegurar, sin la menor prueba, que la tierra está por todas partes rodeada del océano y que la Europa es tan grande como el Asia». Pregunté a Euclides cuáles eran los países conocidos de los griegos y tuvo la bondad de satisfacer la curiosidad mía del modo siguiente: «Pitágoras y Tales dividieron el cielo en cinco zonas: dos heladas y dos templadas, y una que se extiende a lo largo del ecuador. Los hombres no pueden existir sino en una parte pequeña del globo, porque el exceso del frío y del calor no les ha permitido establecerse en las regiones cercanas a los polos y a la línea equinoccial, y así es que no se han multiplicado sino en los climas templados. No hay fundamento para dar en muchos mapas geográficos una figura circular a la porción de terreno que ocupan, pues la tierra habitada se extiende mucho menos del mediodía al norte que de oriente a poniente. Al norte del Ponto Euxino, tenemos las naciones escíticas, de las cuales unas cultivan la tierra y las otras andan errantes por sus vastos dominios; más allá habitan diferentes pueblos y entre otros los antropófagos. A la otra parte de este pueblo suponemos que hay desiertos inmensos. »Al este, las conquistas de Darío nos han dado a conocer las naciones que se extienden hasta el Indo. Se dice que más allá de este río hay una nación tan grande como el resto del Asia, la cual es la India, de la que una pequeña parte está sometida a la Persia y lo restante está desconocido. Hacia el nordeste, más arriba del mar Caspio, hay varios pueblos cuyos nombres se nos ha trasmitido, añadiendo que los unos duermen seis meses seguidos, que los otros no tienen más que un ojo y que otros en fin tienen pies de cabra. Juzgad, pues, por estas relaciones acerca de nuestros conocimientos geográficos. »Por la parte del oeste, hemos penetrado hasta las columnas de Heracles, y tenemos una idea confusa de las naciones que habitan las costas de la Iberia. El interior del país nos es absolutamente desconocido. Más allá de las columnas se abre un mar llamado Atlántico, y que, según las apariencias, se extiende hasta la parte oriental de la India; pero no concurren a él otras naves que las de Tiro y de Cartago, las cuales aún no se atreven a alejarse de la tierra; porque después de haber pasado el estrecho, unas bajan hacia el sur costeando el África y las otras dan vuelta hacia el norte. »Se han hecho varias tentativas para extender la geografía por la parte del mediodía. Se dice que por disposición de Necao, que reinaba en Egipto cerca de doscientos años hace, partieron del golfo de Arabia unas naves tripuladas de fenicios y volvieron a Egipto dos años después por el estrecho de Cádiz. Se añade que otros navegantes han dado vuelta a esta parte del mundo, pero estas expediciones, aun suponiéndolas verdaderas, no han tenido resultado alguno. Después se contentaron con frecuentar las costas tanto orientales como occidentales del África, y en estas últimas establecieron los cartagineses un gran número de colonias. En cuanto a lo interior de este vasto país, hemos oído hablar de un camino que lo atraviesa todo, desde la ciudad de Tebas en Egipto hasta las columnas de Heracles. Se asegura también que existen muchas naciones grandes en esta parte de la tierra, pero de ellas solo existen los nombres. CAPÍTULO XXX. Aristipo. Al día siguiente de esta conversación, corrió la voz de que acababa de llegar Aristipo de Cirene, a quien nunca había yo visto. Mirábanle muchos como un novador en filosofía, y le acusaban de que quería establecer la alianza monstruosa de las virtudes y deleites. Al punto que llegó a Atenas abrió su escuela, donde yo me introduje con la multitud. Después le traté particularmente, y en las conferencias que con él tuve me dio algunas nociones de su sistema y de su conducta. «Aún era yo joven», me dijo, «cuando recibí las nociones de Sócrates, y como la belleza de la doctrina de este gran filósofo exigía ciertos sacrificios de que yo no era capaz, resolví emprender otro camino más cómodo para llegar al término de mis deseos. Siguiendo pues mis propias reflexiones, me acostumbré a juzgar de todos los objetos por las impresiones de alegría o de dolor que causaban en mi alma; a buscar como útiles los que me procuraban sensaciones agradables, y evitar como dañosas las que producían un efecto contrario. »Tomando por reglas de mi conducta estas dos especies de sensaciones, las refiero todo a mí mismo, y no dependiendo del resto del universo sino por mi interés personal, me constituyo centro y medida de todas las cosas. Como no quiero que me mortifiquen los pesares ni las inquietudes, alejo de mí las ideas de lo pasado y lo futuro, y vivo enteramente entregado a lo presente. Cuando he agotado las delicias de un clima, voy a otro para hacer nueva cosecha. Aunque extranjero en todas las naciones, de ninguna soy enemigo; gozo de sus ventajas y respeto sus leyes. Aun cuando estas no existiesen, el filósofo no debiera turbar el orden público con máximas atrevidas ni con una conducta irregular y reprensible. Pasé a la corte de Dionisio, rey de Siracusa, y este príncipe me preguntó a qué iba a su corte. “Vengo a trocar”, le dije, “vuestros favores por mis conocimientos y mis necesidades por las vuestras”. Aceptó Dionisio el trato y me distinguió de los demás filósofos que le rodeaban». Sabía Aristipo que le habían desacreditado en la opinión de los atenienses; y dispuesto siempre a satisfacer los cargos que se le hacían, me instaba a que le diese ocasiones para justificarse. «Os acusan», le dije, «de haber adulado a un tirano, y esto es un crimen horrible». «La corte de Siracusa», me respondió, «estaba llena de filósofos que se erigían en reformadores. Yo tomé en ella el papel de cortesano sin dejar el de hombre de bien: aplaudía las buenas prendas del joven Dionisio, pero no alababa sus defectos ni tampoco los reprendía, porque no tenía autoridad para ello y solamente sabía que era más fácil tolerarlas que corregirlas. Jamás he faltado a la verdad cuando me ha consultado sobre puntos importantes. Cuando no se trataba de su gobierno, hablaba con libertad y aun a veces con indiscreción. Un día le dirigí una pretensión en favor de mis amigos, y, viendo que no me oía, me eché a sus pies y esto se miró como un crimen, a lo cual respondí: “¿Es culpa mía que este hombre tenga los oídos en los pies?”. »Mientras yo le instaba inútilmente para que me concediese una gratificación, le ocurrió hacer una a Platón, el cual no la aceptó, y entonces dije yo en voz alta: “No hay peligro de que el rey se arruine, pues da a los que rehúsan, y rehúsa a los que piden”. »Muchas veces nos proponía problemas, e interrumpiéndonos luego se daba prisa en resolverlos él mismo. “Tratemos”, me dijo en una ocasión, “de algunos puntos de filosofía; comenzad”. “Muy bien”, le dije, “así tendréis el placer de acabar y de enseñarme lo que queréis saber”. Picose de esto, y a la comida me hizo poner en el último asiento de la mesa. Al día siguiente me preguntó: “¿Qué os ha parecido aquel sitio?” “Quisisteis, sin duda”, le respondí, “que fuese el más honroso de todos durante algunos momentos”». «Os echan en cara», dije a Aristipo, «la afición que tenéis a las riquezas, al fasto, a los manjares, a las mujeres, a los perfumes y a toda clase de sensualidades». «Disfruto», me contestó, «de las comodidades de la vida y me es fácil pasar sin ellas. En la corte de Dionisio me han visto vestido de púrpura, en otras partes unas veces con vestido de lana de Mileto, y otras con un manto grosero. Dionisio daba libros a Platón, y a mi dinero, que paraba poco en mis manos, por no mancharlas. Compré una perdiz en cincuenta dracmas (ciento sesenta y siete reales de vellón), y dije a uno que se admiraba de esto: “¿No hubierais dado vos un óbolo (diecinueve maravedís)?”. “Sin duda”. “Pues bien: no estimo yo en más las cincuenta dracmas”. »Las liberalidades del rey de Siracusa me permitían tener buena mesa, ricos vestidos y gran número de esclavos. Muchos filósofos, rígidos partidarios de la moral severa, murmuraban de mí altamente, pero yo únicamente les respondía con dichos jocosos. Un día Políxeno, que creía tener en su alma el depósito de todas las virtudes, halló en mi casa unas lindas mujeres y los preparativos para un gran banquete; por lo que se entregó sin retentiva a toda la rigidez de su celo. Yo le dejé decir cuanto quiso y luego le invité a quedarse con nosotros. Aceptó y nos convenció en breve de que si no gustaba de gastar, a lo menos le gustaba comer bien, tanto como su corruptor mismo. El nombre de deleite que doy a la satisfacción interior que debe hacernos felices no merece el agrado de aquellos entendimientos superficiales que se sujetan a las palabras más que a las cosas. Algunos filósofos, olvidando que aman la justicia, han favorecido su opinión, y algunos de mis discípulos la justificarán quizás cometiendo algunos excesos; pero ¿cambiará acaso de carácter un excelente principio porque de él se saquen falsas consecuencias? Quizás llegará un día en que se diga que Sócrates y Aristipo algunas veces se apartaron de los usos ordinarios, ya en su conducta y ya en su doctrina, pero también se añadirá, sin duda, que enmendaron estos leves extravíos con los progresos que han hecho en la filosofía». CAPÍTULO XXXI. Desavenencias entre Dionisio el joven, rey de Siracusa, y Dion su cuñado. — Viaje de Platón a Sicilia. Desde que yo me hallaba en Grecia había recorrido las principales ciudades; pero poco satisfechos de estos viajes Filotas y yo, nos determinamos a recorrer con mayor detención todas las provincias, empezando por las del norte. La víspera de nuestra marcha comimos en casa de Platón, adonde fui en compañía de Apolodoro y de Filotas. Allí encontramos a Espeusipo, su sobrino, a muchos de sus antiguos discípulos, y a Timoteo, tan celebrado por sus victorias. Dijéronnos que Platón estaba encerrado con Dion de Siracusa, que acababa de llegar de esta ciudad y que, precisado a dejar su patria seis a siete años antes, había vivido mucho tiempo en Atenas. A breve rato salieron a reunirse con nosotros, y Platón me pareció al principio inquieto y pensativo, pero en breve se manifestó otra vez según su genio naturalmente sereno, y mandó sacar la comida. Reinaban en la mesa la decencia y el aseo. Algunos de los convidados se retiraron temprano y Dion les siguió luego. Quedamos todos prendados de su aspecto y sus discursos, y Platón nos dijo: «En la actualidad es víctima de la opresión, pero quizás lo será algún día de la independencia». Instole Timoteo para que se explicase y, accediendo a sus deseos, lo hizo en estos términos: «Hace treinta y dos años que, por razones y motivos largos de contar, tuve que hacer un viaje a Siracusa, donde a la sazón reinaba Dionisio. Quiso conocerme este príncipe, trató de colmarme de favores, esperando de mí lisonjas, y solo oyó verdades de mi boca. Omito hablaros ni de su favor que arrostré, ni de su venganza de que me costó trabajo evadirme. Entonces hice a favor de la filosofía una conquista de que debe honrarse, y es Dion, el mismo que acaba de salir de aquí: su hermana Aristómaca fue una de las dos mujeres con quienes Dionisio se casó en un mismo día. A las pláticas que yo tuve con Dion deberá su patria la independencia, si algún día es tan dichosa que puede recobrarla. Su alma, superior a las demás, se abrió a los primeros rayos de la luz, e inflamándose de repente con un violento amor a la virtud, renunció sin titubear a todas las pasiones que le habían antes degradado. Desde este momento se estremeció al pensar en la esclavitud a que su patria estaba reducida, y después de la muerte de Dionisio, cuya tiranía había durado treinta y ocho años, se aprovechó de la ocasión para trabajar por la felicidad de la Sicilia, dando sabios consejos al joven Dionisio, hijo y sucesor de este príncipe. Poco satisfecho con instruirle, velaba también en cuanto a la recta administración del estado; pero por más que quiso hacer, sus enemigos lograron precipitar a Dionisio en los más vergonzosos excesos. Esto no obstante, consiguió ponerme en gracia del príncipe, tanto que uno y otro me escribieron varias cartas expresivas instándome para que fuese a Siracusa. »Con la esperanza de realizar mis ideas relativas al mejor gobierno, y establecer el reino de la justicia en los dominios del rey de Sicilia, me decidí a emprender el viaje. Hallé la corte de Dionisio llena de disensiones y turbulencias, siendo Dion al mismo tiempo el blanco de atroces calumnias». Al oír esto, Espeusipo interrumpió a Platón diciendo: «Mi tío no se atreve a contaros los honores que le hicieron, ni las satisfacciones que tuvo a su llegada. El rey le recibió al saltar en tierra, y habiéndole hecho subir en una carroza magnífica tirada de cuatro caballos blancos, le llevó en triunfo en medio de un pueblo inmenso que ocupaba la playa; mandó que a cualquier hora se le permitiese la entrada en palacio, y ofreció un pomposo sacrificio en acción de gracias por el beneficio que los dioses concedían a la Sicilia. En breve se vieron anticiparse los cortesanos a la reforma, desterrar el lujo de sus mesas y estudiar con afición las figuras geométricas que varios maestros describían en la arena extendida en las salas mismas del palacio». «Los pueblos, atónitos al ver tan súbita mudanza, concibieron las esperanzas más halagüeñas, pero en breve llegaron a destruirlas los partidarios de la opresión. Me acusaron», añadió Platón, «de que favorecía la filosofía contra los intereses del trono, y despertaron las antiguas prevenciones contra Dion, mi amigo. Durante los primeros meses de mi mansión en Siracusa dediqué todo mi conato a destruirlas, pero lejos de conseguirlo, veía debilitarse el crédito de Dion de día en día. »Cayó por casualidad en manos de Dionisio una carta que Dion escribió a los generales de Cartago, con quien la Sicilia estaba en guerra. El rey ocultó al principio su descontento, y aun se esforzó a fingir dándole pruebas de bondad; pero un día le llevó a la orilla del mar, le echa en cara su traición, y sin permitirle que hable una palabra, le hace embarcar al punto en una nave que al momento se hizo a la vela. Esta acción fue como un rayo que dejó absorta a la Sicilia y consternó a los amigos de Dion, temiendo todos que descargase también sobre nosotros. Pero a esta tempestad violenta sucedió de repente una profunda calma. El rey, lejos de perseguir a los amigos del proscrito, no perdonó medio alguno para tranquilizarlos, procurando consolarme a mí en particular y exhortándome a quedar a su lado; pero yo insistía siempre en esta alternativa: o el regreso de Dion o mi despedida. No pudiendo vencer mi resistencia, me hizo trasladar a la ciudadela en su mismo palacio. Cautivo y con guardias de vista vi a Dionisio manifestarme mayor terneza y cariño, y siendo nuestras pláticas cada día más frecuentes, corrió la voz de que yo era el único depositario del favor del monarca, cuya opinión me hizo odioso al pueblo y al ejército, que me imputaban los desarreglos del príncipe y las faltas de la administración pública. Estaba muy ajeno de ser yo el autor de nada de esto, pues a excepción de algunos preámbulos de ley, en los cuales trabajé desde mi llegada a Sicilia, había rehusado mezclarme en los negocios públicos, aun en aquel tiempo en que podía aliviar del peso de ellos a mi fiel compañero. En vano pedía yo el fin de su destierro y el mío, cuando se encendió la guerra con Cartago. Llamaron la atención de Dionisio nuevos cuidados, y no teniendo ya pretexto alguno para detenerme, consintió en mi partida, para lo cual hicimos una especie de tratado. Yo prometí volver a su lado luego que se hiciese la paz, y él me dio palabra de que volvería Dion al mismo tiempo. Tan pronto como aquella se realizó, escribió a este para que retardase un año su regreso, y a mí para que apresurase el mío. Le contesté inmediatamente que mi avanzada edad no me permitía emprender tan largo viaje, y que faltando él a su palabra quedaba yo libre de la mía; mas no por esto dejó de escribirme con mayor instancia, ya por sí directamente o ya por medio de mis amigos de Sicilia, unas veces por los filósofos de Italia y otras particularmente por Arquitas, que se había ido a Siracusa. »Me pareció, en fin, que no debía ya resistir a tantas solicitudes. Costome mucho sentimiento el tener que dejar de nuevo mi retiro e ir en la edad de cerca de setenta años a hacer frente a un déspota altanero, cuyos caprichos son tan borrascosos como los mares que me era preciso atravesar; pero me hice cargo de que no hay virtud sin sacrificio. Espeusipo quiso acompañarme, y yo acepté sus ofrecimientos, lisonjeándome de que los atractivos de su genio seducirían al rey, si la fuerza de mis razones no podían convencerle. Partí en fin y llegué a Sicilia felizmente. »Manifestose Dionisio enajenado de contento, como también la reina y toda la real familia. Tuve muchas conferencias con este príncipe relativas al destierro de Dion, pero no pude conseguir que hiciese una reconciliación necesaria a la prosperidad de su reino. Al cabo, tan cansado como él de mis importunaciones, empecé a quejarme de un viaje tan infructuoso como molesto. Estábamos en verano y quise aprovechar la estación para volver a mi patria. Valiose entonces de cuantas seducciones son imaginables para detenerme, y por último me prometió una de sus galeras; pero como quiera que al mismo tiempo era árbitro de retardar los preparativos, pasó la estación favorable para navegar sin que pudiese embarcarme. »No me era posible escapar por el jardín sin conocimiento del centinela que guardaba la entrada. El rey, dueño de mi persona, empezaba ya a no reprimirse, y procedía sin miramiento alguno a la venta de los bienes de Dion, a pesar de la palabra que me dio de conservárselos, verificose la enajenación de una parte como quiso, sin dignarse hablarme de esto ni escuchar mis quejas. Mi situación se hacía más crítica de día en día; me vi precisado a salir del palacio, y me prohibieron no solo toda comunicación con mis amigos sino también el acercarme al rey. Únicamente oía hablar de sus quejas, de sus reconvenciones y de sus amenazas. Diéronme aviso de que corría riesgo mi vida, y en efecto unos satélites del tirano dijeron que me darían muerte si me encontraban. Hallé por fortuna un medio para enterar de mi situación a Arquitas y los demás amigos de Tarento. Antes de mi llegada les había dado Dionisio palabra de que podría dejar la Sicilia cuando me acomodase, y ellos me habían dado también la suya en garantía de la del monarca. La reclamé en esta ocasión, y de allí a poco tiempo llegaron unos diputados de Tarento, los cuales, después de haber desempeñado una comisión que había servido de pretexto para su embajada, consiguieron por fin la libertad mía. »A mi regreso de Sicilia desembarqué en Élide y fui a los juegos olímpicos, donde Dion me prometió que se hallaría. Le conté el resultado de mi misión, e indignado de los nuevos ultrajes que yo acababa de recibir, exclamó de repente: “No se debe ya conducir a Dionisio a la escuela de la filosofía; sí a la de la adversidad, y yo voy a abrirle el camino de ella”. En el discurso de tres años me he valido de diversos pretextos para tenerle en la inacción; pero acaba de declararme que ya es tiempo de volar al socorro de su patria. Los principales habitantes de Siracusa, los de la servidumbre, solo esperan su llegada para romper el yugo. Yo he visto sus cartas; no piden ni tropas ni dinero, sino su nombre para autorizarlos y su presencia para reunirlos. Va otra vez al Peloponeso; allí levantará soldados, y luego que haya hecho sus preparativos, pasará a Sicilia». Tal fue la relación de Platón. Nos despedimos de él, y al siguiente día partimos para la Beocia. CAPÍTULO XXXII. Viaje a Beocia. — Caverna de Trofonio. — Hesíodo; Píndaro. Se viaja con mucha seguridad por toda la Grecia, donde se hallan cómodas posadas en las principales ciudades y en los caminos reales, pero también extorsionan en ellas sin miramiento alguno. A causa de ser todo el país montuoso, no se hace uso de carruajes sino en cortas travesías, y aun en estas es preciso muchas veces echar el freno a las ruedas. Se prefiere para los viajes largos las mulas, y es necesario llevar consigo algunos esclavos para conducir el equipaje. En las principales ciudades se encuentran próxenos encargados de acoger a los extranjeros. Llámanse así a unos particulares que tienen a veces relaciones de comercio o de hospitalidad con otras ciudades, o bien personas de un carácter público, reconocidos por agentes de una ciudad o nación, que por un decreto solemne los ha elegido con beneplácito del pueblo a que pertenecen; en fin, los hay que son a un tiempo mismo agentes de negocios de una ciudad extranjera y de algunos de sus habitantes. Salimos de Atenas en la primavera del año tercero de la olimpiada ciento cinco (año 357 antes de J. C.). Llegamos en la tarde del mismo día a Oropo por un camino bastante escabroso, aunque plantado en algunos parajes de muchos laureles. Esta ciudad situada en los confines de la Beocia y del Ática, está lejana del mar como unos veinte estadios (cerca de tres cuartos de legua). Inmediato a ella está el templo de Anfiarao, uno de los jefes de la guerra de Tebas, el cual ejercía allí las funciones de adivino, y por esto suponen que daba oráculos después de su muerte. A distancia de treinta estadios (cerca de una legua) se encuentra en una altura la ciudad de Tanagra, cuyas casas tienen bastante apariencia. La mayor parte están adornadas con pinturas encáusticas y vestíbulos. El territorio de esta ciudad, regado por un riachuelo llamado Termodonte, está cubierto de olivos y árboles de diferentes especies; produce poco trigo y el mejor vino de la Beocia. No hay paraje alguno en esta provincia donde los extranjeros tengan que temer menos extorsiones. Prefieren la agricultura a las demás artes, y creo que en esto consiste el secreto de sus virtudes. Corina era natural de Tanagra, donde se dedicó a la poesía con aprovechamiento. Vimos su sepulcro en un lugar el más público de la ciudad y su retrato en el gimnasio. Cuando uno lee sus obras, pregunta por qué en los certámenes de poesía fueron tantas veces preferidas a las de Píndaro; pero al ver su retrato, se pregunta uno que por qué no lo fueron siempre. Salimos de Tanagra y después de haber andado doscientos estadios (seis leguas y media) por un camino quebrado y pedregoso llegamos a Platea, ciudad en otro tiempo poderosa y hoy día sepultada en sus ruinas. Estaba situada al pie del monte Citerón, en aquella hermosa llanura que riega el Asopo y en la cual fue derrotado Mardonio a la cabeza de trescientos mil persas. Después de esta batalla se unieron los de Platea a los atenienses y se sacudieron el yugo de los tebanos, que se miraban como sus fundadores, y que desde este momento se convirtieron para ellos en enemigos implacables. Llegó su odio a tal extremo que, habiéndose juntado a los lacedemonios durante la guerra del Peloponeso, atacaron la ciudad de Platea y la destruyeron enteramente. Volviose a poblar poco después, pero, a causa de estar siempre en alianza con los atenienses, los tebanos volvieron a tomarla y la destruyeron otra vez, diecisiete años hace. Solo quedan de ella en el día los templos respetados por los vencedores, algunas casas y una gran hospedería para los que van a ofrecer sacrificios en aquellos lugares. Es un edificio que tiene doscientos pies de largo y otros tantos de ancho, con muchas habitaciones en el piso bajo y en el principal. Vimos el templo de Atenea construido con los despojos arrebatados a los persas en Maratón, y adornado de muchísimas pinturas de excelentes maestros. La estatua de la diosa es obra de Fidias, de madera dorada, pero el rostro, las manos y los pies son de mármol. Pasamos después por el lugar de Leuctra y la ciudad de Tespias. Cerca del primero se dio algunos años antes aquella sangrienta batalla que derribó el poder de Lacedemonia. La segunda fue destruida, así como Platea, en las guerras últimas, y los tebanos solo respetaron los monumentos sagrados. Desde esta última ciudad fuimos a hacer noche en una aldea llamada Ascra, mansión tan incómoda que no se puede estar en verano ni en invierno; pero es la patria de Hesíodo. Al día siguiente fuimos por un sendero estrecho al templo de las Musas; a la subida nos detuvimos en las márgenes de la fuente Aganipe, y después junto a la estatua de Lino, uno de los antiguos poetas de la Grecia, la cual está colocada en una gruta como en un pequeño templo. Penetrando luego en hermosas arboledas nos creímos transportados a la brillante corte de las Musas: allí es efectivamente donde su poder y su influencia se anuncian de un modo extraordinario por los monumentos que adornan aquellos parajes solitarios y parecen animarlos. Sus estatuas, trabajadas por diferentes artífices, se ofrecen a los ojos del espectador y le paran. Más arriba del bosque corren entre márgenes floridas un riachuelo llamado el Permeso, la fuente Hipocrene y la de Narciso, donde suponen que expiró de amor aquel joven, obstinándose en contemplar su imagen en las aguas tranquilas de esta fuente. Nos hallábamos entonces sobre el Helicón, aquel monte famoso por la pureza del aire, la abundancia de las aguas, la fertilidad de los valles, la frescura de sus sombras y la belleza de los árboles antiguos que le cubren. Las Musas reinan sobre el Helicón. Su historia no presenta más que tradiciones absurdas, pero sus nombres indican su origen. Los primeros poetas solamente reconocieron en un principio tres Musas, Meletea, Mnemea y Aedea, es decir: la meditación, la memoria y el canto. A medida que el arte de los versos hizo progresos, personificaron los caracteres y los efectos, y el número de las Musas aumentose. En seguida se les asociaron las gracias que deben hermosear la poesía y el amor que es muchas veces el objeto de ellas. Estas ideas nacieron en un país bárbaro, en la Tracia, donde en medio de la ignorancia se dejaron ver de repente Orfeo, Lino y sus discípulos. Las Musas fueron honradas en los montes de la Piería, y extendieron desde allí sus conquistas sucesivamente sobre el Pindo, el Parnaso y el Helicón, y en todos los parajes donde los pintores de la naturaleza rodeados de las más risueñas imágenes experimentan el calor de su inspiración divina. Salimos de aquellos sitios deliciosos, y fuimos a Lebadea, situada al pie de un monte. Esta ciudad presenta por todas partes monumentos de la magnificencia y del gusto de los habitantes, y nos paramos a verlos con placer; aún teníamos mayor deseo de ver la caverna de Trofonio, pero una indiscreción de Filotas nos impidió bajar a ella. Una tarde que habíamos comido en casa de uno de los principales de la ciudad, recayó la conversación sobre las maravillas que se habían visto en aquella caverna misteriosa. Filotas alegó algunas dudas, y observó que estos hechos sorprendentes eran por lo común efectos naturales. «Yo estaba una vez», añadió, «en un templo; la estatua del dios parecía cubierta de sudor y el pueblo empezó a gritar: “_prodigio, prodigio_”; pero luego supe que aquella estatua era de una madera que tenía la propiedad de sudar por intervalos». Apenas pronunció estas palabras cuando vimos a uno de los convidados ponerse pálido y salirse de allí a pocos momentos: era este uno de los sacerdotes de Trofonio, y nos aconsejaron que no nos expusiésemos a la venganza metiéndonos en un subterráneo cuyas revueltas solo eran conocidas de aquellos ministros. Algunos días después nos avisaron que iba a bajar un tebano a la caverna, y tomamos el camino del monte acompañados de unos amigos, y tras de una muchedumbre de habitantes de Lebadea. Llegamos en breve al templo de Trofonio situado en medio de un bosque. La estatua que le representa bajo la figura de Asclepio es obra de la mano de Praxíteles. Era Trofonio un arquitecto que junto con su hermano Agamedo construyó el templo de Delfos. Hay variedad en los motivos que le atribuyen para haber merecido los honores divinos, como sucede con todos los objetos del culto de los griegos, cuyos orígenes no es posible aclarar, y por lo mismo inútil el discutirlos. El camino por donde se va de Lebadea a la caverna de Trofonio, está rodeado de templos y estatuas; la caverna, abierta un poco más arriba del bosque sagrado, ofrece primeramente a la vista una especie de vestíbulo rodeado de una balaustrada de mármol blanco, sobre la cual se levantan unos obeliscos de bronce. Desde allí se entra en una gruta abierta a pico, de ocho codos de alto y cuatro de largo. Allí se encuentra la boca de la caverna, a la cual se baja por una escala, y cuando se ha llegado a cierta profundidad solo se encuentra una abertura sumamente estrecha, por donde hay que meter los pies; y cuando con mucha pena se ha introducido el resto del cuerpo, se siente uno arrastrado con la rapidez de un torrente hasta el fondo del subterráneo. Si se trata de salir, es uno lanzado cabeza abajo con la misma velocidad y violencia. Hay que llevar unas composiciones de miel, y por no soltarlas se ve uno impedido de echar las manos a los resortes empleados para acelerar la bajada y la subida; mas para desvanecer todas sospechas de superchería, suponen los sacerdotes que la caverna está llena de serpientes, y que se libran de sus mordeduras echándoles tortas de miel. Nadie puede penetrar en la caverna sino durante la noche y después de largas preparaciones. El tebano que fue a consultar al oráculo pasó antes algunos días en una capilla consagrada a la Fortuna y al buen Genio, usando de baños fríos, absteniéndose del vino y de todas las cosas vedadas por el ritual, y alimentándose de las víctimas que él mismo había ofrecido. A la entrada de la noche sacrificaron un carnero; y los adivinos, habiendo examinado las entrañas, declararon que Trofonio aceptaba el homenaje de Tersidas, que así se llamaba el tebano, y que respondería a sus preguntas. Lleváronle en seguida a las márgenes del arroyo de Hercina, donde dos mancebos de edad de trece años le frotaron con aceite e hicieron varias abluciones. De allí le condujeron a dos fuentes cercanas, una de las cuales se llama la fuente de Lete y la otra Mnemósine. La primera borra la memoria de lo pasado y la segunda graba en la imaginación lo que se ve o se oye en la caverna. Introdujéronle luego y le dejaron solo en una capilla, donde hay una estatua de Trofonio a la que Tersidas dirigió sus oraciones, y se fue hacia la caverna vestido de una ropa de lino. Le seguimos a la débil luz de las antorchas que le precedían en la gruta, y desapareció de nuestra vista. En tanto que volvía estuvimos oyendo las conversaciones de los demás espectadores, entre los cuales había muchos que habían estado en la caverna. Los unos decían que nada habían visto, pero que el oráculo les había dado su respuesta de viva voz; otros al contrario nada habían oído, pero sí tenido apariciones capaces de ilustrar sus dudas. Pasamos la noche y una parte del día siguiente oyendo las diferentes relaciones, que cotejadas nos fue fácil de ver que los ministros del templo se introducían en la caverna por caminos secretos y que juntaban la violencia a los prestigios para turbar la imaginación de los que iban a consultar el oráculo. Era ya mediodía; Tersidas no parecía y nosotros andábamos alrededor de la gruta. Al cabo de una hora observamos la gente en tumulto hacia la balaustrada, y habiendo acudido nosotros, vimos al tebano sostenido por los sacerdotes que lo sentaron en una silla llamada de Mnemósine, donde debía decir cuanto había visto y oído en el subterráneo. Estaba sobrecogido de espanto, con los ojos amortecidos, sin conocer a nadie. Después de haber recogido de su boca algunas palabras interrumpidas, que tomaron por la respuesta del oráculo, los que venían con él le llevaron al templo del buen Genio y de la Fortuna. Recobró allí poco a poco los sentidos, pero no le quedaron más que ideas confusas de su mansión en la caverna o más bien una impresión terrible del trastorno que había allí experimentado; pues no se consulta este oráculo impunemente, y la mayor parte de los que salen de la caverna conservan durante su vida tan profunda tristeza que no pueden dominarla, habiendo dado esto motivo a un proverbio, y así es que se dice de un hombre melancólico: «_Viene de la caverna de Trofonio_». Algunos días después emprendimos la marcha hacia Tebas. Pasamos por Queronea, cuyos habitantes ofrecen sacrificios al cetro que Hefesto fabricó por orden de Zeus, y que Pélope pasó sucesivamente a manos de Atreo y de Agamenón. Desde Queronea fuimos a Tebas, cuya ciudad, una de las más considerables de la Grecia, está cercada de murallas y defendida por torreones. Se entra en ella por siete puertas, y su recinto es de cuarenta y tres estadios (una legua y 1686 pasos). La ciudadela está situada en una eminencia, donde se establecieron los primeros habitantes de Tebas. Entre las magnificencias que decoran los edificios públicos se ven estatuas de la mayor belleza. Admiré en el templo de Heracles la figura colosal de este héroe hecha por Alcámenes, y sus trabajos, obras de Praxíteles; en el de Apolo Ismenio, el Hermes de Fidias, la Atenea de Escopas, y entre muchos trípodes de bronce de excelente trabajo, uno todo de oro que fue regalado por Creso, rey de Lidia. Hay aquí, como en las demás ciudades de la Grecia, un teatro, un gimnasio o lugar de ejercicio para la juventud, y una espaciosa plaza pública. La ciudad está muy poblada; sus habitantes están, como los de Atenas, divididos en tres clases, cuales son: los ciudadanos, los extranjeros domiciliados y los esclavos. Tebas es no solo el baluarte de la Beocia sino también la capital de ella. Está a la cabeza de una grande confederación compuesta de las principales ciudades de la Beocia, y que puede poner en campaña más de veinte mil hombres. Esta potencia es tanto más temible cuanto los beocios son en general bravos, aguerridos y orgullosos por las victorias que han ganado bajo el mando de Epaminondas; tienen fuerza corporal extraordinaria y la aumentan sin cesar con los ejercicios del gimnasio. El aire es muy puro en el Ática, y muy denso en la Beocia, aunque este último país solo está separado del primero por el monte Citerón. Esta diferencia parece que es causa de otra semejante que se nota en los genios, y confirma las observaciones de los filósofos sobre la influencia del clima, pues los beocios no tienen aquella penetración, ni aquella vivacidad que caracterizan a los atenienses; pero quizás es menester atribuirlo aún más a la educación que a la naturaleza. Si parecen pesados y estúpidos, es porque son ignorantes y groseros. Ocúpanse en los ejercicios corporales más que en cultivar el entendimiento, y de aquí es que no tienen ni las gracias de la elocución, ni las luces que se adquieren con el trato de las letras, ni tampoco las exterioridades seductoras que vienen más del arte que de la naturaleza. Sin embargo, no debe creerse que la Beocia haya sido estéril en hombres de talento, pues muchos tebanos han hecho honor a la escuela de Sócrates. Epaminondas no se distinguía menos por sus conocimientos que por sus talentos militares. En Beocia nacieron Hesíodo, Corina y Píndaro. Hesíodo ha dejado un nombre célebre y obras muy estimadas, excediendo en un género de poesía que pide poca elevación; Píndaro en aquel que más exige. Este último floreció en tiempo de la expedición de Jerjes, y vivió unos sesenta y cinco años. Tomó varias lecciones de poesía, de diferentes maestros y en particular de Mirtis, mujer distinguida por sus talentos, más célebre todavía por haber contado entre sus discípulos a Píndaro y a la bella Corina, cuyos dos discípulos vivieron unidos, a lo menos en el amor a las artes. Ejercitose Píndaro en todos los géneros de poesía, y debió principalmente su reputación a los himnos que le pidieron ya para honrar las fiestas de los dioses, ya para ensalzar el triunfo de los vencedores en los juegos públicos de la Grecia. Su genio vigoroso e independiente solo se manifiesta con movimientos irregulares, altivos e impetuosos. Si los dioses son objeto de su canto, se eleva como un águila hasta los pies de sus tronos, y si son los hombres, se arroja a la lid cual un fogoso caballo. En los cielos, por la tierra, hace correr, digámoslo así, un torrente de imágenes sublimes, de metáforas atrevidas, de pensamientos fuertes y de máximas luminosas. Las victorias que los griegos acababan de conseguir sobre los persas les convencieron de que nada exalta más las almas que los testimonios brillantes de la estimación pública. Aprovechándose Píndaro de las circunstancias, acumulando las expresiones más enérgicas y las figuras más brillantes, parecía que tomaban su voz del trueno para decir a los estados de la Grecia: «No dejéis extinguir el fuego divino que abrasa vuestros corazones; excitad toda especie de emulación; honrad toda clase de mérito; y no atendáis más que los actos de valor y de grandeza de aquel que solo vive para la gloria». A los griegos reunidos en los campos de Olimpia: «Mirad», les decía, «esos atletas que para alcanzar a vuestra presencia algunas hojas de olivo, se han sujetado a tan duro trabajo. ¿Qué no haréis, pues, cuando se trate de vengar a la patria?». A pesar de la profundidad de estos pensamientos y el desorden aparente de su estilo, los versos de este gran poeta se llevan siempre los votos y la aprobación del público. La multitud los admira sin entenderlos, porque le basta para esto que pasen rápidamente las imágenes por delante de los ojos; pero los jueces ilustrados colocarán siempre al autor en el primer lugar de los poetas líricos, y ya los filósofos citan sus máximas y respetan su autoridad. Píndaro vivió en el seno del reposo y de la gloria; aunque es verdad que los tebanos le impusieron una multa por haber elogiado a los atenienses, sus enemigos, y que en los certámenes las composiciones de Corina fueron preferidas a las suyas por cinco veces; a estas tempestades pasajeras sucedieron muy en breve los días serenos. Los atenienses y todas las naciones de la Grecia le colmaron de honores, y la misma Corina hizo justicia a la superioridad de su ingenio. En Delfos, cuando se celebraban los juegos píticos, precisado a ceder a los deseos e instancias de un inmenso concurso, se colocaba coronado de laureles en un asiento elevado y tomando su lira hacia oír aquellos sones encantadores que excitaban por todas partes voces de admiración, y que eran el más bello ornato de las fiestas. Cuando concluían los sacrificios, el sacerdote de Apolo le convidaba con toda solemnidad al banquete sagrado, atendiendo a que el oráculo había mandado que se le reservase una porción de primicias que le ofrecían en el templo. Los tebanos son valerosos, insolentes, audaces y vanos; pasan rápidamente de la cólera al insulto, y del desprecio de las leyes al olvido de la humanidad. El menor interés es motivo entre ellos para cometer injusticias manifiestas, y el más leve pretexto para un asesinato. En vano se buscaría el distintivo de este carácter en un cuerpo de jóvenes guerreros, llamado el _Batallón sagrado_, el cual consta de trescientos individuos, todos educados y mantenidos en comunidad en la ciudadela, a expensas del público. Los ecos melodiosos de una flauta dirigen sus ejercicios y hasta sus diversiones; y a fin de evitar que su valor degenere en un furor ciego, les infunden en sus almas el sentimiento más noble y más vivo. Cada uno de estos guerreros debe escoger en el cuerpo un amigo con quien viva siempre inseparable. Toda su ambición consiste en agradarle, merecer su estimación, participar de sus placeres y sus penas en el discurso de la vida, y sus trabajos y peligros en la guerra. Si fuese capaz de faltarse a sí mismo, jamás faltaría a un amigo, cuya censura es para él uno de los tormentos más crueles, y sus elogios las más dulces delicias. Esta unión, casi sobrenatural, hace preferir la muerte a la infamia, y el amor a la gloria a todos los demás intereses. En lo fuerte de la pelea fue derribado y quedó tendido boca abajo uno de estos guerreros, y viendo a un soldado enemigo que le iba a meter la espada por los riñones: «Espera», le dijo incorporándose, «y traspasa con este acero mi pecho, pues mi amigo se avergonzaría si llegase a sospechar que he recibido la muerte huyendo». En otro tiempo formaban estos guerreros en pelotones, al frente de las diferentes divisiones del ejército. Pelópidas, que tuvo muchas veces el honor de mandarlos, habiéndoles hecho pelear en cuerpo, los tebanos les debieron casi todas las ventajas que lograron contra los lacedemonios. Filipo destruyó en los campos de Queronea esta cohorte, hasta entonces invencible, y el mismo príncipe, viendo aquellos jóvenes tebanos tendidos en el campo de batalla, llenos de heridas honrosas y abrazados unos con otros en el mismo puesto que habían ocupado, no pudo contener sus lágrimas, y dio un testimonio público de su valor y sus virtudes. Saliendo de Tebas pasamos por cerca de un gran lago llamado Hílice, en el cual desaguan los ríos que riegan el territorio de esta ciudad, y de allí fuimos a las orillas de otro lago llamado Copaide, cuyo circuito es de trescientos ochenta estadios (más de 12 leguas y media). Como no tiene ni puede tener ninguna salida aparente, inundaría en breve la Beocia si la naturaleza o más bien la industria humana no hubiese abierto en los montes unos conductos ocultos para que salgan las aguas. Es muy verosímil que el diluvio, o más bien las avenidas que en tiempo de Ogiges inundaron la Beocia, no tuvo otro origen que el de haberse atrancado estos conductos subterráneos. Después de haber pasado por Opunte y algunas otras ciudades de los locrios, llegamos al paso célebre de las Termópilas. Le anduvimos muchas veces, fuimos a ver las termas o baños de agua caliente de donde se deriva su nombre, y vimos la colina adonde se retiraron los compañeros de Leónidas después de la muerte de este héroe. Acercándonos a los monumentos que hizo levantar en aquel sitio la asamblea de los anfictiones, no pudimos resistir el impulso de nuestra admiración y enternecimiento. Son unos cipos pequeños en honor de los trescientos espartanos, y de las demás tropas griegas, que pelearon en aquel famoso día. En el primero que se ofreció a nuestra vista, leímos: «Aquí pelearon cuatro mil griegos del Peloponeso contra tres millones de Persas». Nos acercamos al segundo, y en él leímos estas palabras de Simónides: «Pasajero, ve a decir a Lacedemonia que descansamos aquí por haber obedecido a sus santas leyes». ¡Oh, con qué sentimiento de grandeza, con qué indiferencia sublime se han anunciado semejantes cosas a la posteridad! Después de estos monumentos célebres, hay un trofeo que Jerjes hizo levantar y que honra más a los vencidos que a los vencedores. CAPÍTULO XXXIII. Viaje a Tesalia. — Anfictiones. — Mágicas. — Reyes de Feres. — Valle de Tempe. (Año 357 antes de J. C.) Saliendo de las Termópilas se entra en la Tesalia. Este país, que comprende la Magnesia y otras muchas provincias, tiene por límites al este la mar, al norte el monte Olimpo, al oeste el Pindo, y al sur el Eta. De estos eternos límites salen otras cordilleras de montes y colinas que hacen varias ondulaciones en lo interior del país, y abrazan por intervalos fértiles llanuras que por su figura y circuito, parecen vastos anfiteatros. Elévanse ciudades opulentas en las alturas que rodean los llanos, y todo el país está bañado por ríos, de los cuales la mayor parte entran en el Peneo, que antes de desembocar en el mar atraviesa el famoso valle conocido bajo el nombre de Tempe. A pocos estadios de las Termópilas, vimos el lugarcillo de Antela, célebre por un templo de Deméter y por la junta de los anfictiones que se celebra allí todos los años. Unos dicen que Anfictión, que reinaba en las cercanías, fue su fundador, y otros que lo fue Acrisio, rey de Argos. Lo que parece cierto es que en los tiempos más remotos, doce naciones del norte de la Grecia, tales como los dorios, los jonios, focidios, beocios, tesalios, etc., formaron una confederación para evitar los males que la guerra trae consigo; en esta asociación determinaron enviar todos los años diputados a Delfos, que fuesen de la competencia de esta asamblea los atentados cometidos contra el templo de Apolo, quien había recibido sus juramentos, y todos aquellos que son contrarios al derecho de gentes, de que ellos debían ser los defensores; que cada una de las doce naciones tendría voto en la elección de aquellos diputados y se obligaría a que fuesen cumplidos los decretos de este tribunal augusto, el cual subsiste hoy día, casi bajo la misma forma con que fue establecido. La junta de los anfictiones se celebra en la primavera en Delfos y en otoño en el lugar de Antela. Concurren un gran número de espectadores y da principio con los sacrificios ofrecidos por la felicidad y reposo de la Grecia. De Antela entramos en el país de los traquinios, y vimos en las cercanías las gentes del campo ocupadas en recoger el eléboro precioso que se cría en el monte Eta. El ansia de satisfacer nuestra curiosidad nos obligó a tomar el camino de Hípata, porque nos habían dicho que allí había muchas mujeres mágicas, que, según decían, tenían la gracia de poder detener el sol, atraer la luna hacia la tierra, excitar o calmar las tempestades, resucitar los muertos o precipitar los vivos a la sepultura. Nos acompañaron en secreto a casa de unas mujeres viejas cuya miseria era tan excesiva como su ignorancia; se jactaban de tener hechizos contra las mordeduras de los escorpiones y las víboras, y para amortiguar y hacer impotente la fogosidad de los esposos jóvenes, o para matar los ganados y las abejas. Observamos que hacían figuras de cera, a las cuales echaban mil maldiciones, las metían alfileres por el corazón, y luego las exponían en algunos barrios de la ciudad. Aquellos cuyas facciones se hallaban imitadas en tales figuras, aterrorizados al ver tales objetos, se creían amenazados de muerte, y este miedo solía abreviar sus días. La profesión de las mágicas se reputa por infame entre los griegos; el pueblo las detesta mirándolas como la causa de todas las desdichas, y las acusa de que abren las sepulturas para mutilar los muertos. Es cierto que la mayor parte de estas mujeres son capaces de cometer los más horrendos crímenes, y que el veneno les sirve mejor que sus conjuros, y así es que la justicia las persigue por todas partes. Durante mi residencia en Atenas vi condenar a una de ellas a muerte, y sus parientes, como cómplices, sufrieron también la misma pena. Desde Hípata fuimos a Lamia, y de allí a Taumacia, donde se nos presentó el punto de vista más hermoso que se halla en la Grecia, porque esta ciudad domina un valle inmenso cuyo primer aspecto causa una sensación inexplicable. En esta rica y soberbia llanura están situadas muchas ciudades, siendo una de ellas Farsalia, que es de las ciudades mayores y más opulentas de la Tesalia. Este país ha sido la mansión de los héroes y el teatro de las hazañas más ilustres. Allí es donde se dejaron ver los centauros y los lapitas, se embarcaron los argonautas, murió Heracles, nació Aquiles, vivió Pirítoo, e iban los guerreros de los países más lejanos a hacerse famosos con hechos de armas. Los aqueos, los eolios, los dorios, de que descienden los lacedemonios y otras poderosas naciones de la Grecia, son originarios de la Tesalia. Los pueblos que se distinguen hoy día, son los tesalios propiamente tales, los eteos, los ftíos, los malios, magnetes, perrebos, etc., los cuales estaban sujetos a reyes en otro tiempo, y la mayor parte se hallan hoy día sometidos al gobierno oligárquico. La Tesalia puede poner en campaña unos seis mil caballos y diez mil hombres de infantería, sin contar los arqueros, que son muy diestros, y su caballería es famosísima, todo el mundo conviene en que es irresistible su carga. Se dice que los tesalios han sido los primeros que sujetaron al freno los caballos y los llevaron a la pelea, y añaden que esto dio motivo para creer que en otro tiempo hubo en Tesalia unos hombres, medio hombres y medio caballos, llamados centauros, cuya fábula prueba a lo menos la antigüedad de la equitación entre ellos. Desde los tiempos más remotos, los habitantes de la Tesalia cultivaron la poesía, y pretenden haber dado el ser a Orfeo, a Lino y a otros muchos que vivían en el siglo de los héroes, de cuya gloria eran partícipes, pero desde aquella época no han producido ningún escritor ni artista célebre. Hace casi siglo y medio que Simónides los encontró insensibles a los encantos de sus versos. Tienen tanto gusto y afición a la danza que aplican los términos de este arte a los usos más nobles. Hay parajes en que los generales o los magistrados se apellidan jefes de la danza. Cuando cazan, tienen obligación de respetar a las cigüeñas e imponen la misma pena que a los homicidas a cualquiera que mata a estas aves. Admirados de una ley tan extraña, preguntamos la causa de ello, y nos dijeron que las cigüeñas habían purgado la Tesalia de las enormes serpientes que antes la infestaban, de modo que, sin la ley de que se trata, se hubieran visto los tesalios obligados a abandonar su país, así como la multitud de topos había hecho emigrar a los habitantes de otra ciudad cuyo nombre he olvidado. En nuestros días se formó en la ciudad de Feras una potencia cuyo esplendor fue tan brillante como pasajero. Licofrón puso los primeros cimientos y su sucesor Jasón le dio tal auge que se hizo temible a la Grecia y a las naciones lejanas. Algunos años después de la muerte de este grande hombre, que murió al frente de su ejército, a manos de siete jóvenes conjurados que se dice estaban cansados de su severidad, llegamos a Feras, ciudad muy grande, rodeada de jardines. Alejandro, manchado con la sangre de Polidoro y de Polifrón, hermanos y sucesores de Jasón, ejercía allí la más vergonzosa tiranía. Una multitud de fugitivos y vagabundos, conocidos por sus crímenes, aunque menos pervertidos que Alejandro, siendo sus soldados y sus satélites, causaban la desolación en sus estados y los pueblos limítrofes. Los habitantes de Feras vivían atemorizados y con el abatimiento consecuente al exceso de los males, que es la mayor desgracia. El tirano mismo, agitado de los temores con que él agitaba a los demás, vivía en una continua desconfianza, y hasta sus mismos guardias le daban temores. Pasaba la noche en lo más alto de su palacio, en una habitación a la cual subía con una escalera de mano, y cuyas avenidas estaban guardadas por un alano que solo respetaba a su amo, a la reina y al esclavo encargado de mantenerle. Allí se retiraba todas las noches, llevando delante a este mismo esclavo con espada en mano, y el cual registraba cuidadosamente la estancia. Voy a referir un hecho singular sin detenerme en hacer reflexión alguna. Eudemo de Chipre, yendo de Atenas a Macedonia, cayó enfermo en Feras, y con motivo de haberle visto varias veces en casa de Aristóteles, de quien era amigo, le asistí durante la enfermedad con todo el cuidado que me fue posible. Una tarde que los médicos me manifestaron lo mucho que desconfiaban de la curación, me senté junto a su cama y, enternecido el enfermo al ver mi aflicción, me alargó la mano y me dijo con voz moribunda: «Voy a confiar a vuestra amistad un secreto que sería peligroso el revelarlo a cualquier otra persona. En una de estas últimas noches se me ha aparecido en sueños un joven de singular belleza anunciándome que curaría, y que dentro de cinco años estaría de vuelta en su casa. En prueba de su predicción añadió que al tirano le quedaban pocos días de vida». Escuché esta confidencia de Eudemo como un síntoma de delirio, y me fui a mi casa traspasado de dolor. Al amanecer del día siguiente nos despertaron estos gritos mil veces repetidos: «¡Ya murió! ¡Ya no existe el tirano, ha muerto a manos de la reina!». Acudimos al instante al palacio, y vimos allí el cadáver de Alejandro entregado a los insultos de un populacho que le pisaba, celebrando con entusiasmo el valor de la reina. Ella fue en efecto la que se puso al frente de la conspiración, bien fuese por odio a la tiranía o ya por vengar sus injurias personales. Era hija de Jasón esta princesa. Después de haber formado su plan, se lo comunicó a sus tres hermanos, los cuales estaban amenazados de muerte por Alejandro, y al instante se decidieron a favorecer el proyecto de la reina. La víspera de la ejecución los tuvo ocultos en el palacio: aquella noche Alejandro bebió con exceso, subió a su aposento, se tendió en el lecho y durmiose. La reina baja inmediatamente, aleja al esclavo y al alano, vuelve con los conjurados y se apodera de la espada que estaba colgada en la cabecera de la cama. En aquel momento parece que desmaya el valor de sus hermanos, pero amenazándoles de que despertará al rey, si aún titubean, se arrojan sobre él y le cosen a puñaladas. No me detuve y fui presuroso a dar la noticia a Eudemo, quien no se admiró al oírla. Recobró sus fuerzas, y cinco años después murió en Sicilia; Aristóteles, que después hizo un diálogo sobre el alma en memoria de su amigo, sostenía que el sueño se había verificado en todas sus partes, pues dejar la tierra es volver a la patria. Los conjurados, después de haber dejado que respirasen algún tiempo los habitantes de Feras, dividieron entre ellos el poder soberano, y cometieron tantas injusticias que sus súbditos se vieron precisados a llamar en su socorro a Filipo de Macedonia, el cual fue y arrojó no solamente a los opresores de Feras sino también a los que se habían establecido en otras ciudades. Después de haber recorrido las cercanías de Feras, vimos las partes meridionales de Magnesia, y en seguida tomamos el camino hacia el norte, dejando a la derecha la cordillera del monte Pelión. Este país es delicioso por lo benigno de su clima, la variedad de aspectos, y los muchos valles que forman, particularmente en la parte más septentrional, las ramas del Pelión y del Osa. Sobre una de las cumbres del primero hay un templo en honor de Zeus, y cerca de él está la célebre caverna donde suponen que el centauro Quirón estableció su morada en otro tiempo. Subimos allá, siguiendo a una procesión de jóvenes que van todos los años en nombre de una ciudad inmediata a ofrecer un sacrificio al soberano de los dioses. Continuando nuestro camino llegamos a Sicurio, ciudad situada en una colina al pie del monte Osa; y de allí hasta Larisa: el país es fértil aunque poco poblado y se hace más ameno a proporción que uno se acerca a esta villa tenida con razón por la más rica y hermosa de la Tesalia. El Peneo hermosea sus cercanías y baña sus muros con sus aguas tan delgadas como cristalinas. Teníamos vivos deseos de llegar a Tempe, cuyo nombre, común a muchos valles que se encuentran en este país, le dan particularmente al que se forma entre el monte Olimpo y el Osa. Este es el único camino para ir de Tesalia a Macedonia. Tomamos un barco, al rayar el alba nos embarcamos en el Peneo y, habiendo pasado la embocadura del Titaresio, llegamos a Gonos, distante de Larisa cerca de ciento sesenta estadios (6612 pies). Esta ciudad es importantísima por su situación como llave de la Tesalia a la parte de Macedonia, lo mismo que lo son las Termópilas por la parte de la Fócida. El valle se extiende del sudoeste al noreste; su longitud es de cuarenta estadios (una legua y 1290 pasos); su anchura de dos estadios y medio, pero disminuye a veces tanto que solo parece ser de unos cien pies. Los montes están poblados de álamos, plátanos y fresnos de extraordinaria hermosura; en las faldas brotan fuentes de agua clara como el cristal, y en los intervalos que separan sus cumbres se respira un aire fresco y puro con cierto deleite interior. El río presenta casi por todas partes un canal sereno, en ciertos parajes forma isletas cuyo verdor es perenne, y las grutas que se ven abiertas en las laderas de los montes, tapizadas de céspedes, parecen el asilo del placer y del reposo. Los laureles y otros varios arbustos forman toldos y bosquecillos, haciendo un hermoso contraste con los sotos que hay al pie del Olimpo. Los peñascos están tapizados de una especie de yedra, y los árboles, adornados de plantas que serpentean rodeando sus troncos, se enredan en sus ramas, y cuelgan formando festones y guirnaldas. Todo presenta en fin en estos deliciosos parajes la decoración más risueña y pintoresca: por todas partes que uno tiende la vista parece que los ojos respiran la frescura y que el alma recibe nuevo espíritu de vida. Añádese a tan maravilloso cuadro que en la primavera este valle encantador está por todos lados esmaltado de flores, y que las bandadas de pajarillos hacen resonar en él sus armoniosos cantos, a los cuales parece que la soledad y la estación les prestan una melodía más tierna y encantadora. Al salir del valle se ofreció a nuestra vista uno de los más bellos espectáculos, cual es el de una llanura cubierta de casas y de árboles, donde el río, cuyo cauce es más ancho y el curso más rápido, parece que se multiplica por sus revueltas. A la distancia de algunos estadios se ve el golfo Termaico; más allá se descubre la península de Palene y a lo lejos termina esta hermosa vista el monte Atos. Creíamos poder volver por la tarde a Gonos pero una tempestad furiosa nos precisó a pasar la noche en una casa situada en la orilla del mar, cuya posesión pertenecía a uno de Tesalia que se apresuró a recibirnos. Había estado algún tiempo en la corte del rey Cotis y durante la comida nos contó varias anécdotas referentes a este príncipe. «Cotis», nos dijo, «es el más rico, el más voluptuoso y más desordenado de los reyes de Tracia. En el verano anda errante con su corte por los bosques, donde se han abierto cómodos caminos. Cuando llega a las márgenes de algún arroyo, o algún sitio ameno, fresco y sombrío, hace allí parada y se entrega a todos los excesos de la gula. Actualmente lo domina un delirio capaz de causar lástima, si la locura unida al poder no hiciese crueles las pasiones. ¿Sabéis cuál es el objeto de su amor? Atenea. Al principio mandó que una de sus mancebas se adornase con los atributos de su divinidad; pero como esta ilusión le inflamaba más y más, tomó el partido de casarse con la diosa, y fueron celebradas sus bodas con la mayor magnificencia, siendo yo convidado a ellas. Esperaba él con impaciencia a su esposa, y en tanto se embriagó. Al fin del banquete uno de sus guardias fue de orden suya a la tienda donde estaba dispuesto el lecho nupcial, y a su vuelta, habiéndole dicho que Atenea no había llegado todavía, Cotis le traspasó con una flecha que le quitó la vida. Otro guardia experimentó igual suerte, pero el tercero, en vista de tales resultados, le dijo que acababa de ver a la diosa, que estaba acostada y que esperaba al rey. Al oír esto Cotis, sospechando que su esposa habría sido infiel, concediendo favores al guardia, se arrojó sobre él furioso y le despedazó con sus propias manos». Esta fue la relación del tesalio. Poco tiempo después, dos hermanos, Heráclidas y Pitón, conspiraron contra Cotis y le quitaron la vida. Disipose la tempestad durante la noche, y cuando despertamos vimos la mar en calma y el cielo sereno: volvimos al valle y vimos en él los preparativos para una fiesta que los de Tesalia celebran todos los años en memoria de un terremoto que, abriendo paso libre a las aguas del Peneo, descubrió los hermosos llanos de Larisa. Al día siguiente por la mañana regresamos a esta ciudad, y algunos días después tuvimos ocasión de ver las corridas de toros. Ya había yo visto otras semejantes en varias ciudades de la Grecia, pero los habitantes de Larisa mostraron en estas más destreza que los demás pueblos. Estábamos ya en el otoño y, como esta temporada es regularmente la más hermosa en Tesalia, hicimos algunas correrías por las ciudades inmediatas; pero habiendo llegado el momento de continuar el viaje, determinamos pasar por el Epiro y tomamos el camino de Gonfos, ciudad situada al pie del monte Pindo. CAPÍTULO XXXIV. Viaje a Epiro, a Acarnania y a Etolia. — Oráculo de Dodona. — Salto de Léucade. El monte Pindo separa la Tesalia del Epiro. Le pasamos por más arriba de Gonfos, y entramos en el país de los atamanes desde donde fuimos en derechura a Ambracia por un camino muy corto, pero escabroso. Esta ciudad, colonia de los corintos, está situada cerca de un golfo que tiene su nombre. Pasamos en ella algunos días, y durante ellos tomamos nociones generales sobre el Epiro. El Pindo al levante y el golfo de Ambracia al mediodía separan en cierto modo este país del resto de la Grecia. En lo interior del país hay varias sierras, y hacia las costas del mar se encuentran perspectivas amenas y ricas campiñas. Entre los ríos que la riegan se distingue el Aqueronte, que desemboca en un lago del mismo nombre, y el Cocito, cuyas aguas son amargas y saladas. A corta distancia hay un paraje llamado Aorno o Averno, de donde salen unos vapores que infestan el aire. Por estas señas se reconoce fácilmente el país donde en los tiempos remotos pusieron los infiernos. El Epiro tiene muchos puertos muy buenos. Entre otras cosas se extraen de esta provincia caballos muy veloces, y mastines excelentes para guardar los rebaños. Hay ciertos cuadrúpedos que son allí de un tamaño prodigioso. Es preciso estar en pie, o algo inclinados, para ordeñar las vacas que dan una cantidad extraordinaria de leche. En una de las partes septentrionales del Epiro está la ciudad de Dodona, donde se hallan el templo de Zeus y el oráculo más antiguo de la Grecia. He aquí como refieren las sacerdotisas del templo el origen de este oráculo. Escapáronse un día dos palomas de la ciudad de Tebas, en Egipto, y se detuvieron la una en Libia y la otra en Dodona. Esta última, habiéndose parado en una encina, pronunció estas palabras con voz inteligible: «Fundad aquí un oráculo en honor de Zeus». La otra paloma dijo lo mismo a los habitantes de la Libia, y ambas fueron miradas como intérpretes de los dioses. Por absurda que sea esta relación, parece que tiene algún fundamento verdadero, pues los sacerdotes egipcios sostienen que dos sacerdotisas llevaron en otro tiempo sus ritos sagrados a Dodona lo mismo que a Libia. Dodona está situada al pie del monte Tomaro. El templo y los pórticos que lo rodean están hermoseados de estatuas sin número y con las ofrendas de casi todos los pueblos del universo. El bosque sagrado campea cerca de allí, y entre las encinas que lo pueblan hay una con el nombre de divina o de profética, consagrada por la piedad de los pueblos muchos siglos hace. El bosque está rodeado de pantanos, pero el territorio es en general muy fértil y en sus bellas praderas se ven andar errantes numerosos rebaños. Hay tres sacerdotisas encargadas de comunicar las respuestas del oráculo, y los dioses las revelan sus secretos de diferentes maneras. Algunas veces van al bosque sagrado, y situándose cerca del árbol profético, permanecen allí atentas, ya sea al susurro de las hojas agitadas por el céfiro o ya al gemido de sus ramas combatidas por la borrasca. Otras veces se paran a la margen de una fuente, y allí escuchan el ruido que hacen los borbotones de sus aguas fugitivas. Distinguen diestramente los diferentes sonidos que llegan a su oído, y teniéndolos por presagio de lo venidero, los interpretan según las reglas que se han formado, y generalmente según el interés de aquellos que las consultan. Conservan los atenienses muchas respuestas del oráculo de Dodona, de las cuajes voy a referir una, que puede dar a conocer su espíritu. Ved aquí lo que prescribe a los atenienses el sacerdote de Zeus: «Habéis dejado pasar el tiempo de los sacrificios y de la diputación: enviad, enviad sin pérdida de tiempo diputados que, además de los presentes decretados por el pueblo, vengan a ofrecer a Zeus nueve bueyes que sean buenos para la labranza, acompañado cada buey de dos ovejas, que presenten también a Dione una mesa de bronce, un buey y otras víctimas». Dione era hija de Urano, y participa con Zeus del incienso que se quema en el templo de Dodona. Estas eran, entre otras, las cosas que nos contaban en Ambracia. Entre tanto se acercaba el invierno, y nosotros pensábamos en dejar esta ciudad. Nos embarcamos en una nave que se hacía a la vela para Naupacto, ciudad situada en el golfo de Crisa, y luego que se aseguró el buen tiempo, salimos del puerto y golfo de Ambracia. A poco tiempo encontramos la península de Léucade, separada del continente por un istmo muy estrecho. Su extremidad está formada por una montaña muy elevada, cortada a pico, y en cuya cumbre hay un templo de Apolo, que los marineros descubren y saludan desde lejos. Según la opinión más común entre los griegos, el salto que se da desde lo alto del peñasco de Léucade al mar es un remedio poderoso contra los furores del amor, y así es que más de una vez se han visto amantes desgraciados ir a aquel paraje, subir al promontorio, ofrecer sacrificios en el templo de Apolo, hacer formal voto de arrojarse al mar, y precipitarse efectivamente ellos mismos. Se enseña en Léucade el sepulcro de Artemisia, de aquella famosa reina de Caria que dio tantas pruebas de su valor en la batalla de Salamina. Dominada de una pasión violenta hacia un joven que no correspondía a su amor, le sorprendió dormido y le sacó los ojos. En breve se apoderaron de ella la pena y la desesperación, que la condujeron a Léucade, y allí pereció en las aguas a pesar de los esfuerzos que hicieron por salvarla. Tal fue también el fin de la desgraciada Safo. Abandonada de Faón su amante, fue a buscar allí un alivio a sus penas y solo encontró la muerte. Estos ejemplares y otros muchos han desacreditado de tal manera el salto de Léucade, que no se ven ya muchos amantes que se obliguen a imitarlos con votos indiscretos. Continuando nuestro camino vimos a la derecha las islas de Ítaca y de Cefalonia, y a la izquierda las orillas de Acarnania, país separado de la Etolia por el río Aqueloo, y cuyos habitantes son fieles a su palabra, y sumamente celosos de su independencia. Habiendo pasado la embocadura del Aqueloo, costeamos durante un día entero la Etolia. Este país, donde se encuentran campiñas fértiles, está habitado por una nación guerrera dividida en muchas poblaciones, que se reúnen todos los años, por medio de sus diputados, en la ciudad de Termo para elegir los jefes que deben gobernarlos. Los de Etolia no respetan ni alianzas ni tratados: cuando se declara la guerra entre dos naciones vecinas a su país, las dejan debilitarse, caen luego sobre ellas, y les arrebatan las presas que han hecho, llamando a esto _robar al ladrón_: son muy dados a la piratería lo mismo que los acarnanios y los locrios-ozolos. Al cabo de cuatro días de navegación llegamos a Naupacto, ciudad situada al pie de un monte. Vimos en la costa un templo de Poseidón, e inmediato a él una caverna llena de ofrendas, consagrada a Afrodita. Allí encontramos algunas viudas que habían ido a pedir a la diosa nuevo esposo. A la mañana del día siguiente tomamos un barco pequeño que nos condujo a Pagas, puerto de la Megáride, y de allí pasamos a Atenas. CAPÍTULO XXXV. Viaje a Mégara, a Corinto, a Sición y a Acaya. (Año 356 antes de J. C.) Pasamos el invierno en Atenas; después de haber viajado por las provincias septentrionales de la Grecia, nos quedaba por recorrer aún las del Peloponeso, y a la entrada de la primavera nos pusimos en camino. Atravesamos la ciudad de Eleusis, y entramos en la Megáride, que separa los estados de Atenas y los de Corinto, donde se encuentran algunas ciudades y lugares, cuya capital es Mégara. Hay en esta ciudad una célebre escuela de filosofía, fundada por Euclides, que era uno de los más celosos discípulos de Sócrates. A pesar de la distancia del sitio, no obstante la pena de muerte impuesta por los atenienses contra todo megarense que se atreviera a traspasar sus límites, le vieron más de una vez salir por la tarde disfrazado de mujer y volver al hacerse de día. Examinaban juntos en qué consistía el verdadero bien. Sócrates, que dirigía sus investigaciones hacia este único punto, solo hizo uso de medios sencillos para alcanzarlo, pero Euclides, muy versado en los escritos de Parménides y en la escuela de Elea, recurrió luego al medio de las abstracciones, medio comúnmente peligroso, y muchas veces impenetrable. Sus principios son muy conformes a los de Platón, pues decía que el verdadero bien debe ser uno, siempre el mismo. Era necesario definir sus diferentes propiedades, y bajo este concepto lo que más nos importa vino a ser lo más difícil de comprender. El método adoptado de oponer a una proposición la proposición contraria y de limitarse a disputar sobre ellas mucho tiempo fue lo que más contribuyó a oscurecerlo. Descubriose entonces un instrumento y con él se aumentó la confusión más y más; hablo aquí de las reglas del silogismo, cuyos tiros tan terribles como imprevistos, derriban al adversario que no es bastante diestro para evadirse de ellos. En breve, valiéndose las sutilezas de la metafísica, de las astucias de la lógica, las palabras tomaron el lugar de las cosas, y los discípulos no bebieron en las escuelas más que el espíritu de acrimonia y de contradicción, llegando a ser así más celosos para hacer triunfar el error en vez de la verdad. Para ir al istmo de Corinto, tomamos un guía que nos llevó por alturas sobre una cornisa abierta en peña, estrechísima y escabrosa, muy elevada del mar por la falda de un monte que levanta su cabeza hasta las nubes. Este es el famoso desfiladero donde se dice que estaba Esciro, aquel que arrojaba los viajeros al mar después de haberlos robado, y a quien Teseo hizo sufrir el mismo género de muerte. No hay cosa más espantosa que este paso a primera vista; no nos atrevíamos a detener nuestras miradas en el abismo, los mugidos de las olas parecía que a cada instante nos advertían que estábamos suspensos entre la muerte y la vida. Familiarizados luego con el peligro, gozamos con placer de un espectáculo interesante. Los vientos impetuosos que penetraban por la cumbre de los peñascos que teníamos a la derecha bramaban sobre nuestras cabezas, y, divididos en torbellinos, caían a plomo sobre diferentes puntos de la superficie del mar y la alborotaban blanqueándola de espuma en ciertos parajes, mientras que en los espacios intermedios quedaba unida y tranquila. El sendero que seguíamos se prolonga durante unos cuarenta estadios (legua y media), subiendo y bajando alternativamente hasta cerca de Cromión, puerto y castillo de los corintios, lejano de su capital ciento y veinte estadios (cuatro leguas y media). Costeando el mar por un camino más cómodo y alegre llegamos al sitio en que la anchura del istmo solo es de cuarenta estadios (una legua y 4280 pasos). Allí es donde los pueblos del Peloponeso han tomado algunas veces el partido de atrincherarse, y allí también donde celebran los juegos ístmicos, cerca de un templo de Poseidón y un bosque de abetos consagrado al mismo. La ciudad de Corinto está situada al pie de un monte en el cual han edificado una ciudadela. El mar de Crisa y el Sarónico vienen a expirar a sus pies, y la hermosean un gran número de edificios sagrados y profanos, antiguos y modernos. Después de haber visto la plaza, adornada, según el uso, de templos y estatuas, vimos el teatro donde la asamblea del pueblo delibera sobre los asuntos de estado, y celebran los certámenes de música y otros juegos que acompañan a las fiestas. Nos enseñaron el sepulcro de los hijos de Medea, muertos a pedradas por los corintios y arrancados por estos de los altares, donde esta madre desgraciada los había depositado. En castigo de este crimen, una enfermedad epidémica arrebataba de la cuna todos los niños, hasta que, dóciles a la voz del oráculo, se obligaron a honrar todos los años la memoria de las víctimas sacrificadas a su furor. Hay en Corinto muchos almacenes y manufacturas: hacen en esta ciudad, entre otras cosas, colchas de cama muy apreciadas de las demás naciones; expende mucho para adquirir estatuas y pinturas de buenos artífices, pero no ha producido hasta ahora ninguno de aquellos artistas que hacen tanto honor a la Grecia, ya sea porque no tiene para las obras clásicas otro gusto que el de mero lujo, o ya que la naturaleza, reservándose el derecho de crear los genios, deja a los soberanos el cuidado de buscarlos y hacerlos patentes. Esto no obstante, se aprecian ciertas obras de bronce y de barro cocido, que se hacen en Corinto: sus mujeres se distinguen por su hermosura, los hombres por la afición al lucro y los placeres. Destruyen su salud con los excesos de la gula, y el amor no es entre ellos más que una licencia desenfrenada. Su principal divinidad es Afrodita a quien están consagradas varias rameras, para que les alcancen su patrocinio. En las grandes calamidades, en los riesgos inminentes, asisten a los sacrificios y van en procesión con los demás ciudadanos, cantando himnos sagrados. Voy a dar una idea de las mudanzas que ha experimentado el gobierno de Corinto. Cerca de doscientos años después de la guerra de Troya, y al cabo de treinta de la vuelta de los Heráclidas, Aletes, que descendía de Heracles, obtuvo el reino de Corinto, y su familia lo poseyó por espacio de cuatrocientos diecisiete años. La dignidad real fue después abolida, y el poder supremo puesto en manos de doscientos ciudadanos que todos debían ser de la sangre de los Heráclidas. Ochenta años después, restableció Cípselo la dignidad real, que subsistió en su casa por espacio de setenta y tres años. Pasado este intervalo de tiempo, habiendo juntado los corintios sus tropas a las de Esparta, establecieron su gobierno que ha subsistido siempre porque propende más a la oligarquía que a la democracia, y los asuntos importantes no se someten en él a la decisión arbitraria de la multitud. Corinto, más que ninguna ciudad de la Grecia, ha producido ciudadanos hábiles en el arte de gobernar. Sición dista poco de Corinto. Pasamos muchos ríos antes de llegar a aquella ciudad: su territorio, que produce abundantemente trigo, vino y aceite, es uno de los países más bellos y más ricos de la Grecia. Los sicionios atribuyen la fundación de su ciudad a una época poco conforme con las tradiciones de los demás pueblos. Astrato, en cuya casa nos hospedamos, nos enseñó una larga lista de los príncipes que ocuparon el trono por espacio de cien años, y de los cuales el último vivía, poco más o menos, en el tiempo de la guerra de Troya; pero nosotros le suplicamos que no nos llevase a tiempos tan remotos, y que tampoco se alejase de tres o cuatro siglos. «Entonces fue», nos dijo, «cuando pareció una sucesión de soberanos que, para conservar su autoridad absoluta durante un siglo entero, la contuvieron en sus justos límites respetando las leyes. Ortágoras fue el primero de ellos y Clístenes el último. El uno reprimió con su moderación y su prudencia el furor de las facciones, y el otro se hizo adorar por sus virtudes y temer por su valor». Vimos la ciudad, el puerto y la ciudadela. Sición figurará en la historia de las naciones por el esmero con que allí ha cultivado las artes. Hacia la primera olimpiada (año 776 antes de J. C.), los artistas de esta ciudad y los de Corinto, que habían manifestado más inteligencia en sus dibujos que todos cuantos les habían precedido, se distinguieron por los ensayos de que se ha conservado memoria y que causaron admiración por su novedad. Mientras que Dédalo de Sición separaba los pies y las manos de las estatuas, Cleofanto de Corinto daba colorido a las facciones del rostro, haciendo uso para ello de ladrillo cocido y pulverizado. Hacia el tiempo de la batalla de Maratón, la pintura y la escultura salieron de su larga infancia, y los progresos rápidos que hicieron la han llevado al grado de belleza y majestad en que hoy la vemos. Casi en nuestros días ha producido Sición a Eupompo, jefe de una tercera escuela de pintura. Antes de él, únicamente se conocían las de Atenas y de Jonia. De la suya han salido ya artistas célebres, como son, entre otros, Pausias y Pánfilo, que la dirigía cuando hicimos mansión en esta ciudad. Sus talentos y su reputación lo atrajeron un gran número de discípulos que le pagaban un talento (21.117 reales) antes de ser recibidos. Él, por su parte, se obligaba a darles durante diez años lecciones fundadas en una excelente teoría y justificadas por el éxito de sus obras: al mismo tiempo les exhortaba a que cultivasen las letras y las ciencias, en las cuales estaba muy versado. Siguiendo su consejo, los magistrados de Sición mandaron que el estudio del dibujo se comprendiese en adelante en la educación de la juventud, y que las bellas artes no se entregasen a manos mercenarias. Las demás ciudades de la Grecia, movidas de este ejemplo, empezaron a conformarse con él de allí a poco tiempo. Conocimos a dos de sus discípulos que han adquirido después renombre, cuales son Melanto y Apeles. Tenía grandes esperanzas del primero y aun mayores del segundo, que se vanagloriaba de tener tal maestro. Pánfilo se felicitó también en breve de tener tal discípulo. Pasamos algunos días en Sición y entramos en la Acaya que es una faja de tierra limitada al mediodía por la Arcadia y la Élide, y al norte por el mar de Crisa. Las costas están casi por todas partes erizadas de peñascos. En lo interior del país la tierra es floja y estéril, aunque se encuentran buenos viñedos en algunos parajes. Este país fue ocupado en otro tiempo por los jonios que hoy habitan en la costa del Asia, y fueron arrojados por los aqueos, cuando estos se vieron forzados a ceder a los descendientes de Heracles los reinos de Argos y de Lacedemonia. Establecidos los aqueos en sus nuevas moradas, ya no se mezclaron en los asuntos de la Grecia hasta que sobrevino la guerra del Peloponeso. Entonces dejaron su reposo, y se unieron unas veces a los atenienses y otras a los lacedemonios. Después han hecho muchas alianzas: algunos años después de nuestro viaje, sus tropas se distinguieron en la batalla de Queronea. Habiendo visto ya a Pelene, ciudad pequeña edificada en la falda de una colina, así como un templo de Dioniso, donde se celebran todos los años, en una noche, la fiesta de las lámparas, pasamos a Egira, donde vimos algunos monumentos. Entramos también en una gruta que se encuentra cerca de esta ciudad, la cual es la mansión de un oráculo que se vale de la suerte de los dados para anunciar lo futuro. Más allá todavía vimos las ruinas de Hélice, en otro tiempo lejana del mar doce estadios (1587 pasos y 5 pies) y destruida en nuestros días por un temblor de tierra. Todos los habitantes perecieron en esta espantosa catástrofe, siendo en vano que en los días siguientes se tratase de sacar sus cuerpos para darles sepultura. Las oscilaciones del terremoto dícese que no se sintieron en la ciudad de Egio, distante únicamente cuarenta estadios de Hélice, (una legua y 1290 pasos) pero llegaron hasta la costa opuesta, y en la ciudad de Bura, que no distaba de Hélice más que Egio, muros, casas, templos, estatuas, hombres y animales, todo pereció. Los ciudadanos ausentes edificaron a su vuelta la ciudad que subsiste hoy día. Después de la destrucción de Hélice, Egio aumentó su territorio con el de aquella ciudad, y llegó a ser la principal de la Acaya. En esta ciudad se convocan los estados de las provincias, los cuales se reúnen en las inmediaciones, en un bosque consagrado a Zeus cerca del templo de este dios, y a la orilla del mar. La Acaya está desde los tiempos más antiguos dividida en doce ciudades, que comprende cada una siete u ocho lugares en su distrito, y todas tienen derecho de enviar diputados a la asamblea ordinaria que se celebra al principio de su año, hacia el medio de la primavera. En ella se expiden los reglamentos que exigen las circunstancias, y se nombran los magistrados que los deben ejecutar y que pueden convocar asambleas extraordinarias, cuando sobreviene una guerra o es menester deliberar sobre una alianza. Yendo a Patras pasamos por muchas ciudades y lugares, porque la Acaya está muy poblada. Antes de llegar a dicha ciudad, nos apeamos en un bosque delicioso, donde muchos jóvenes se ejercitaban en las carreras. En una de las arboledas encontramos un muchacho de doce a trece años, muy bien vestido y coronado de espigas de trigo. Hicímosle algunas preguntas y nos dijo: «Hoy es la fiesta de Dioniso Esimnetes. Todos los muchachos de la ciudad vamos a las márgenes del Milico; allí nos formamos en procesión para ir a aquel templo de Artemisa que se ve allá, donde pondremos esta corona a los pies de la diosa y, después de habernos lavado en el arroyo, tomaremos una de yedra e iremos al templo que está al otro lado». «¿Por qué llevas esa corona de espigas?», le pregunté. «Porque así nos adornaban la cabeza cuando nos inmolaban en el altar de Artemisa». «¿Y cómo es que os inmolaban?». «¿Pues que no sabéis la historia del hermoso Melanipo y de la bella Cometo, sacerdotisa de la diosa? Voy a contárosla: »Amábanse tanto, que siempre se iban buscando, y cuando no estaban juntos aún se veían. Pidieron al fin permiso a sus padres para casarse, y estos malvados se la negaron. Poco tiempo después ocurrieron grandes enfermedades y hambres en el país: se consultó al oráculo y respondió que Artemisa estaba enojada, porque Melanipo y Cometo se habían casado en su mismo templo la noche de su fiesta, y que para apaciguarla era preciso sacrificarle todos los años un muchacho y una jovencita de las más hermosas. Más adelante nos prometió el oráculo que cesaría esta bárbara costumbre cuando un desconocido trajese aquí cierta estatua de Dioniso. Vino en efecto, se puso la estatua en aquel templo, y desde entonces en lugar del sacrificio, se hace la procesión y las ceremonias de que os he hablado. Adiós, extranjero.» Esta relación, que nos confirmaron personas ilustradas, no nos causó mucha admiración porque sabíamos que, durante mucho tiempo, no se conoció mejor medio para aplacar la ira del cielo que el de derramar sobre los altares la sangre humana, particularmente la de las doncellas. Después de haber visto detenidamente los monumentos de Patras y de otra ciudad llamada Dime, pasamos el Lariso y entramos en la Élide. CAPÍTULO XXXVI. Viaje a la Élide. — Juegos olímpicos. La Élide es un país reducido, cuyas costas baña el mar Jónico y se divide en tres valles. En el más septentrional está la ciudad de Elis y un río del mismo nombre, pero menos caudaloso que el de Tesalia; el valle del medio es célebre por el templo de Zeus, situado cerca del río Alfeo; el último se llama Trifilia. Este país es de todos los del Peloponeso el más abundante y mejor poblado. Sus fértiles campiñas están cubiertas de esclavos laboriosos, y la agricultura florece en ellas porque el gobierno guarda con los labradores cuantas consideraciones merecen estos últimos ciudadanos. La ciudad de Elis es muy moderna, y está formada al estilo de otras muchas ciudades de la Grecia, particularmente del Peloponeso, por la reunión de muchas aldeas. Está adornada de templos, edificios suntuosos y muchas estatuas, algunas de ellas obra de Fidias. Entre estos últimos monumentos, vimos algunos en que el artista mostró tanto ingenio como habilidad. Tal es el grupo de las Gracias en el templo que les está consagrado. Su ropaje es suelto y elegante: la primera tiene un ramo de mirto en honor de Afrodita, la segunda una rosa simbolizando la primavera, la tercera una taba, símbolo de los juegos de la infancia; y para que nada falte a los encantos de esta composición, la figura del amor está en el mismo pedestal de las Gracias. No hay cosa que dé más lustre a esta provincia que los juegos olímpicos, celebrados de cuatro en cuatro años en honor de Zeus. Los instituyó Heracles, y después de una larga interrupción fueron establecidos por los consejos del célebre Licurgo y por el celo de Ífito, soberano de una comarca de la Élide. Ciento y ocho años después, fue inscrito por primera vez en los registros públicos de los eleos el nombre del que ganó el premio de la carrera en el estadio, que se llamaba Corebo. Este uso continuó, y de aquí vino aquella larga serie de vencedores cuyos nombres, indicando las diferentes olimpiadas, forman otros tantos puntos fijos para la cronología. Iban a celebrarse los juegos por la centésima sexta vez cuando llegamos a Elis. Todos los habitantes de la Élide se preparaban para esta solemnidad augusta, y se había promulgado ya el decreto que suspende toda hostilidad. Las tropas que entrasen entonces en esta tierra sagrada debían ser condenadas a una multa de dos minas (610 reales) por soldado. Hace cuatro siglos que los eleos tienen a su cargo el gobierno de los juegos olímpicos, y han dado a este espectáculo toda a perfección de que era susceptible. En cada olimpiada se sacan por suerte los jueces o presidentes de los juegos, en número de ocho, porque corresponde uno a cada tribu. Se reúnen en Elis antes de la celebración de los juegos, y durante el discurso de diez meses se instruyen por menor de las funciones que deben desempeñar. A fin de juntar la experiencia a los preceptos, ejercitan durante igual tiempo los atletas que han ido a inscribirse para disputar el premio de la carrera, y de la mayor parte de las contiendas a pie. Luego que hubimos visto lo que más podía interesarnos, tanto en la ciudad de Elis como en la de Cilene, que le sirve de puerto, partimos para Olimpia, adonde se va por dos caminos; el uno por la llanura, de trescientos estadios de largo (9 leguas y 3670 pasos) y el otro por las montañas; escogimos el primero, y llegamos a Olimpia después de haber visto al paso las ciudades de Dispontio y de Letrinos. Esta ciudad, conocida también bajo el nombre de Pisa, está situada a la orilla derecha del Alfeo, al pie de una colina que se llama el monte de Cronos. El Altis contiene en su recinto los objetos más interesantes: es un bosque sagrado, muy extenso y cercado, en el cual se encuentran el templo de Zeus y el de Hera, el senado, el teatro y otros muchos edificios hermosos, en medio de innumerables estatuas. El templo de Zeus fue construido en el siglo último con los despojos tomados por los eleos a algunos pueblos que se habían sublevado contra ellos. Es de orden dórico, rodeado de columnas, y construido de piedra sacada de las canteras inmediatas, pero tan lustrosa y tan dura como el mármol de Paros. Tiene de altura de sesenta y ocho pies, de longitud doscientos treinta, y de anchura noventa y cinco. Un hábil arquitecto llamado Libón estuvo encargado de la construcción de este edificio, y dos escultores no menos hábiles enriquecieron los frontispicios de ambas fachadas con discretas composiciones. Este soberbio templo está dividido por unas columnas en tres naves. Apenas se entra en él cuando las miradas se dirigen rápidamente a la estatua y al trono de Zeus. Esta obra clásica de Fidias y de la escultura hace a primera vista una impresión tanto más profunda cuanto más se examina. La efigie de Zeus es de oro y marfil, y, aunque sentada, llega casi al plafón del templo. En la mano derecha tiene una victoria, también de oro y marfil, en la izquierda un cetro primorosamente trabajado, enriquecido con varios metales y coronado con un águila; el calzado es de oro como también el manto, en el cual hay esculpidos animales y flores, y sobre todo lirios. El trono descansa en cuatro pies y sobre unas columnas intermediarias de la misma altura que los pies; todo está refulgente de oro, marfil, ébano y piedras preciosas, y le decoran varias pinturas y bajos relieves. Fidias aprovechó los menores espacios para multiplicar los adornos. Encima de la cabeza del dios, en la parte superior del trono, se ven a un lado las tres Gracias que tuvo de Eurínome, y las Estaciones que tuvo de Temis. Distínguense otros muchos bajos relieves, tanto en la peana como en la basa o estrado que sostiene aquella enorme, masa, la mayor parte de ellos de oro, y representando las divinidades del Olimpo. A los pies de Zeus se lee esta inscripción: _Soy obra de Fidias, ateniense, hijo de Cármides_. Además de su nombre, el artista, para eternizar la memoria y la belleza de un joven amigo suyo llamado Pantarces, grabó su nombre en uno de los dedos de Zeus. Causa sorpresa la grandeza de la empresa y la riqueza de la materia, la excelencia del trabajo y la feliz armonía de todas las partes; pero aún sorprende más la expresión sublime que el artista ha sabido dar a la cabeza de Zeus. La divinidad misma parece allí infundida con todo el esplendor de su poder, toda la profundidad de su sabiduría y la dulzura de su bondad. Antes los artistas no representaban al soberano de los dioses sino con facciones comunes, sin nobleza y sin carácter distintivo. Fidias fue el primero que, digámoslo así, alcanzó a la majestad divina. ¿En qué fuente bebió, pues, tan altas ideas? Él mismo respondió a los que le hacían esta pregunta citando los versos de Homero en que este poeta dice que una mirada de Zeus basta para estremecer el Olimpo. Desde el templo de Zeus pasamos al de Hera, que es igualmente de orden dórico, rodeado de columnas, pero mucho más antiguo que el primero. La mayor parte de las estatuas que hay en él, ya de oro, ya de marfil, descubren la rudeza del arte, aunque no tienen aún trescientos años de antigüedad. Cerca de este templo se celebran unos juegos en los cuales presiden dieciséis mujeres respetables por su virtud, no menos que por su cuna. Saliendo de allí recorrimos las calles del recinto sagrado. Entre los plátanos y los olivos que cubren con su sombra aquellos sitios, se ofrecían a nuestra vista por todas partes columnas, trofeos, carros triunfales, estatuas sin número de bronce y mármol, unas de los dioses y otras de los vencedores. Mientras admirábamos estas obras de escultura, nuestros intérpretes nos hacían largas relaciones y nos contaban anécdotas relativas a aquellos cuyo retrato nos enseñaban. Después de haber visto con detención dos carros de bronce, en uno de los cuales estaba Gelón, rey de Siracusa, y en el otro Hierón, su hermano y sucesor, nos hicieron observar de cerca la estatua de Cleómedes. «Este atleta», nos dijeron, «habiendo tenido la desgracia de matar a su adversario en el combate de la lucha, los jueces para castigarle le privaron de la corona, y esto le hizo tanta sensación que perdió el juicio. Algún tiempo después entró en una casa de educación de la juventud, asió una columna que sostenía el techo, la derribó, y perecieron bajo las ruinas del edificio cerca de sesenta niños. »Esta yegua que aquí veis, la llamaban Viento a causa de su ligereza. Un día que corría en el estadio, Filotas, que la montaba, se dejó caer: ella continuó la carrera, dobló el límite y fue a pararse ante los jueces que concedieron la corona a su amo, y le permitieron que se representase aquí con el instrumento de su victoria. Este otro atleta llevó su estatua al hombro, y él mismo la puso en este sitio. Es el célebre Milón; aquel que en la guerra de los habitantes de Crotona, su patria, contra los de Síbaris estuvo a la cabeza de las tropas, y ganó una famosa victoria. Triunfó muchas veces en nuestros juegos y en los de Delfos, haciendo siempre en ellos pruebas de sus fuerzas prodigiosas. Algunas veces se ponía sobre una losa untada de aceite para hacerla más resbaladiza, y a pesar de todo no podían menearle los más fuertes vaivenes; otras veces empuñaba una granada y, sin estrujarla, la tenía tan apretada que los atletas más forzudos no podían abrir sus dedos para arrancársela. Se cuenta también que recorrió el estadio llevando un buey al hombro, y que encontrándose un día en una casa con los discípulos de Pitágoras, les salvó la vida sosteniendo la columna en que se apoyaba el plafón próximo a caer; en fin, se dice que en su vejez llegó a ser presa de las fieras porque sus manos se encontraron atrapadas en el tronco de un árbol medio abierto con sus uñas, y que él intentaba acabar de abrir». En tanto que nos deteníamos con estas cosas, llegaban en cuadrillas las gentes a Olimpia, por mar y por tierra, de todas las partes de la Grecia y de los países más lejanos, presurosos por ver estas fiestas cuya celebridad excede infinitamente a las demás solemnidades, y que en el día carecen de un atractivo que antes las hacía más magníficas; pues ya no se permite en ellas la concurrencia de mujeres a causa de la desnudez de los atletas. El primer día de las fiestas empieza once días después de la luna nueva, pasado el solsticio de estío. Duran cinco días, y al fin del último se hace la proclamación solemne de los vencedores. Abriéronse las fiestas por la tarde dando principio con muchos sacrificios ofrecidos en altares dedicados a muchas divinidades, tanto en el templo de Zeus como en las cercanías. Las ceremonias duraron hasta muy entrada la noche, y se hicieron al son de instrumentos, a la claridad de la luna, próxima a estar llena, con tal orden y magnificencia que inspiraban a un tiempo sorpresa y respeto. A media noche cuando se acabaron, la mayor parte de los concurrentes fueron a situarse en la carrera para gozar mejor del espectáculo de los juegos que iban a dar principio. La carrera olímpica se divide en dos partes: el estadio y el hipódromo. El estadio es una calzada de seiscientos pies de largo y de anchura proporcionada. Allí se hacen las corridas a pie, y se dan la mayor parte de los combates. El hipódromo es para las corridas de carros y de caballos; uno de sus lados se extiende por un collado, y el otro, algo más largo, es formado por una calzada: tiene seiscientos pies de ancho, doble de largo, y está separado del estadio por medio de un edificio llamado la barrera, que es un pórtico delante del cual hay un patio espacioso en figura de una proa de nave; sus paredes van acercándose la una a la otra, y dejan a su extremidad una abertura más capaz para que puedan pasar a la vez muchos carros. El estadio y el hipódromo están adornados de estatuas, de altares y de otros monumentos. Al rayar el alba fuimos al estadio, que estaba ya lleno de atletas preludiando los combates, y rodeado de muchos espectadores; pero había mucho mayor número puestos confusamente sobre una colina que se presenta en anfiteatro más arriba de la carrera. Luego que hubieron ocupado sus asientos los ocho jueces presidentes de los juegos, vestidos magníficamente, gritó un heraldo diciendo: «Preséntense los corredores del estadio», y al punto se presentó un gran número de ellos que se formaron en línea, según el puesto que la suerte les había señalado, y entonces el heraldo publicó sus nombres y el de su patria. Si estos nombres se habían hecho ilustres con victorias precedentes, eran aplaudidos repetidas veces. Después de que el heraldo hubo añadido: «¿Hay alguien que acuse a alguno de estos atletas de haber estado preso o tenido mala vida?», guardó todo el mundo un silencio profundo, y en aquellos hombres del pueblo prontos a disputarse unas hojas de olivo, solamente vi ya hombres libres que se proponían sostener la gloria de su patria. En las miradas inquietas de los espectadores se veían pintados el temor y la esperanza, cuyos sentimientos eran más vivos a proporción que se acercaba el instante que debía desvanecerlos. La trompeta da en fin la señal, parten los corredores, llegan en un abrir y cerrar de ojos al término donde estaban los presidentes de los juegos; el heraldo proclama el nombre de Poro de Cirene, y mil bocas lo repiten. El honor que lograba es el primero y más lucido, porque la carrera del estadio sencillo es la más antigua de cuantas han sido admitidas en estas fiestas. En los días siguientes fueron llamados otros campeones a recorrer el estadio doble; es decir, que después de haber llegado al fin y dado vuelta a la meta, debían retroceder al punto de donde partieron. Estos últimos fueron reemplazados por otros atletas que corrieron doce veces a lo largo del estadio. Algunos concurrieron a muchos de estos ejercicios y ganaron más de un premio. Los vencedores no debían ser coronados hasta el último día de las fiestas, pero al fin de su carrera recibieron o más bien tomaron una palma que les estaba destinada. Este momento fue para ellos el principio de una serie de triunfos. Cada uno se apresuraba a verlos, a felicitarlos: sus parientes, sus amigos, sus compatriotas les llevaban en hombros para que los viesen los concurrentes que esparcían sobre ellos flores a manos llenas. Al día siguiente, muy temprano, fuimos al hipódromo, donde debían ejecutarse las corridas de caballos y de carros. Únicamente las gentes ricas pueden dar estos espectáculos, que cuestan mucho. Como los que aspiran a los premios no están obligados a disputarlos por sí mismos, los soberanos y las repúblicas entran muchas veces en el número de los concurrentes, y confían su gloria a diestros escuderos. En la lista de los vencedores se hallan Terón, rey de Agrigento; Gelón e Hierón, reyes de Siracusa; Arquelao, rey de Macedonia; Pausanias, rey de Lacedemonia; y otros muchos, como también muchas ciudades de la Grecia. Mientras esperábamos la señal, nos advirtieron que mirásemos atentamente a un delfín de bronce puesto al principio de la lid, y a un águila del mismo metal colocada en el altar en medio de la barrera. En breve vimos que el delfín se bajaba y ocultaba en tierra, y que el águila se elevaba con las alas abiertas mostrándose a los espectadores; y al mismo instante un gran número de jinetes se lanzaron en el hipódromo, y pasaron por delante de nosotros con la rapidez del relámpago dando vuelta a la meta que está en la otra parte: los unos separándose en medio de la carrera, y los otros precipitándola, hasta que uno de ellos, redoblando sus esfuerzos, dejó atrás a sus competidores afligidos. El vencedor había disputado el premio de la carrera en nombre de Filipo, rey de Macedonia, que aspiraba a toda suerte de gloria, y que se vio de repente tan satisfecho que pedía a la fortuna que moderase sus beneficios con una desgracia. Efectivamente, en muy pocos días ganó esta victoria en los juegos olímpicos, Parmenio, uno de sus generales, derrotó a los ilirios, y su esposa dio a luz un hijo, que es el famoso Alejandro. Después de que los atletas que apenas habían salido de la infancia anduvieron la misma carrera, se llenó esta de una multitud de carros, unos tras de otros, y al punto que se oyó la señal, se vieron los corredores cubiertos de polvo, cruzarse, tropezar y arrastrar los carros con tal rapidez que apenas podía seguirlos la vista. Aumentábase su impetuosidad cuando oían el son estrepitoso de las trompetas situadas cerca de la meta, famosa por los naufragios que ocasiona. Puesta en lo ancho de la carrera, solo deja para el paso de los carros un desfiladero muy estrecho, donde se estrella muchas veces la habilidad de los conductores. El peligro es tanto más terrible cuanto es menester doblar la meta hasta doce veces, porque hay que correr otras tantas a lo largo del hipódromo a la ida y a la vuelta. A cada evolución ocurría algún accidente que excitaba la compasión o la risa insultante de los espectadores. Algunos carros fueron arrojados fuera de la lid, otros se estrellaron chocándose con violencia: la carrera estaba sembrada de despojos que hacían de este modo más peligrosa la lid. No quedaban ya más de cinco competidores, que eran un tesalio, un libio, un siracusano, un corintio y un tebano. Los tres primeros iban a doblar ya la meta por última vez. El tesalio tropieza en este escollo, cae enredado con las riendas, y mientras sus caballos caen sobre los del libio que le iba al alcance, y los del siracusano se precipitan en un barranco cerca de la carrera en aquel sitio; mientras que por todas partes resuenan en fin mil agudos gritos, el corintio y el tebano llegan, se aprovechan del momento favorable, pasan la meta, aguijan sus fogosos caballos y se presentan a los jueces, quienes conceden el primer premio al corintio y el segundo al tebano. Mientras duraron las fiestas, y en ciertos intervalos del día, dejábamos el espectáculo y recorríamos las cercanías de Olimpia, volviendo muchas veces al recinto sagrado. Allí se nos ofrecían por todas partes objetos sorprendentes de fasto y de vanidad, porque los juegos atraen a todos aquellos que han adquirido celebridad o que quieren adquirirla por sus talentos, su saber o sus riquezas; así es que iban a exponerse a las miradas de la multitud, que siempre corre presurosa tras de aquellos que tienen o afectan tener alguna superioridad. Después de la batalla de Salamina dejose ver Temístocles en medio del estadio que inmediatamente resonó en aplausos en honor suyo. Nadie atendió ya a los juegos, y todos fijaron su atención en él durante el día. Mostraban a los extranjeros con gritos de alegría y admiración, aquel hombre que había salvado la Grecia, y Temístocles confesó que este día había sido el más hermoso de toda su vida. Supimos que en la última olimpiada ganó Platón un triunfo casi semejante. Cuando se presentó en estos juegos todo el concurso fijó la vista en él, y le manifestó con expresiones las más lisonjeras la alegría que inspiraba su presencia. Nosotros fuimos testigos de una escena más tierna todavía. Un anciano buscaba donde colocarse, y después de haber recorrido muchas gradas, repelido siempre por las chocarrerías ofensivas, llegó donde estaban los lacedemonios. Todos los jóvenes y la mayor parte de los hombres se levantaron y le ofrecieron sus asientos. Oyose al instante un gran palmoteo y aplauso por todas partes, y el anciano enternecido no pudo menos de decir: «Los griegos conocen las reglas de la buena crianza, los lacedemonios las practican». Seguíamos constantemente oyendo las lecturas que se hacían en Olimpia. Los presidentes de los juegos asistían allí algunas veces, y el pueblo concurría también afanoso. Un día que al parecer escuchaba con más atención que otros, se oyó resonar por todas partes el nombre de Polidamas, e inmediatamente acudieron a verle todos los circunstantes. Era Polidamas un atleta de Tesalia, de una corpulencia y vigor prodigiosos. Se contaba de él que hallándose sin armas en el monte Olimpo, venció a un león enorme que expiró por sus golpes; que habiendo sujetado a un furioso toro, el animal no pudo escaparse sino dejando una pezuña entre sus manos; y que los caballos más vigorosos no podían arrastrar un carro que él tuviese agarrado con una sola mano por la trasera. Había ganado muchas victorias en los juegos, pero habiendo venido muy tarde a Olimpia en esta ocasión, no fue posible admitirle al concurso. Más adelante supimos el trágico fin de este hombre extraordinario. Había entrado con algunos amigos suyos en una caverna para guardarse del calor; abriose la bóveda de la caverna, huyeron sus amigos, y, queriendo él sostener el monte, quedó allí sepultado. Me falta hablar de los ejercicios que exigen más fuerza que los precedentes, tales como la lucha, el pugilato, el pancracio y el pentatlo. Interrumpiré el orden con que se dieron estos combates y empezaré por la lucha. El objeto de este ejercicio es el derribar al adversario y obligarle a declararse vencido. Presentáronse tres parejas de luchadores para combatir, y el séptimo quedó reservado para combatir contra los vencedores de los otros. Se desnudaron enteramente y, después de haberlos frotado con aceite, se revolcaron en la arena a fin de que sus adversarios no pudiesen hacer tanta presa en ellos al asirse. Presentáronse al punto en el estadio un tebano y un argivo, se acercan, mídense con la vista y se empuñan por los brazos. Ya apoyando su frente el uno contra el otro se impelen con fuerza igual, parecen inmóviles, y se rechazan con esfuerzos inútiles; ya se mueven con violentas sacudidas, se enredan como serpientes, se estiran y encogen, se doblan hacia delante, hacia atrás y a los lados, bañan en sudor copioso sus miembros debilitados, respiran un momento, se agarran por medio del cuerpo, y después de haber empleado de nuevo la astucia y la fuerza el tebano levanta a su adversario, pero le dobla el peso; caen, revuélcanse en el polvo, y tan pronto está uno encima como debajo. Al fin el tebano, entrelazando sus piernas y sus brazos, suspende todos los movimientos del contrario, a quien tiene debajo, le aprieta la garganta, y le precisa a levantar la mano indicando estar vencido. Mas no basta para ganar la corona, porque es menester que el vencedor derribe lo menos tres veces a su rival, y comúnmente vienen a las manos por tres veces. El argivo ganó en la segunda acción, y el tebano nuevamente en la tercera. Habiendo acabado sus combates los demás luchadores, los vencidos se retiraron llenos de vergüenza y de dolor. Quedaron vencedores un agrigentino, un efesio, y el tebano de quien he hablado. Quedaba también un rodio reservado por suerte. Tenía este la ventaja de entrar descansado en la lid, pero no podía ganar el premio si no ganaba más de un combate. Triunfó del agrigentino, le echó por tierra el efesio, que luego fue vencido por el tebano, y este último ganó la palma. No se permite en la lucha dar golpes al adversario, y en el pugilato solo se permiten los golpes. Ocho atletas se presentaron para este último ejercicio, y fueron, así como los luchadores, pareados por suerte. Tenían la cabeza cubierta con un casco de bronce y los puños sujetos con una especie de guantes hechos de listas de cuero que se cruzaban por todos lados. Las embestidas fueron tan variadas como los accidentes que se siguieron. Algunas veces se veían dos atletas hacer diversos movimientos para que el sol no les diese en la vista, pasar horas enteras observándose, en espiar cada uno el instante en que su adversario dejase indefensa una parte del cuerpo, en tener los brazos levantados y tendidos de modo que estuviese su cabeza a cubierto, o agitándolos rápidamente para impedir que se acercase el enemigo. Algunas veces se acometían con furor y se descargaban uno a otro muchos golpes. Vimos que, precipitándose algunos con el brazo levantado sobre el enemigo, pronto a evitar el golpe, caían a plomo en tierra y se quebrantaban todo el cuerpo; otros, exánimes y llenos de heridas mortales, se incorporaban de repente y desesperados tomaban nuevas fuerzas; otros, en fin, que los retiraban del campo de batalla con el rostro desfigurado enteramente y sin otras señales de vida que la sangre que vomitaban a borbotones. En los demás ejercicios es fácil juzgar del éxito. En el pugilato es preciso que uno de los dos combatientes confiese su derrota; pero en tanto que le queda un grado de fuerza, no desespera de la victoria, porque esta puede depender de su fortaleza y obstinación. Nos contaron que habiendo roto a un atleta los dientes de un golpe terrible, tomó el partido de tragárselos, y viendo su rival lo infructuoso de su ataque, creyéndose perdido sin recurso se confesó vencido. Al pugilato sucedió el combate del pancracio, ejercicio compuesto del primero y del de la lucha. Los atletas no deben asirse al cuerpo, y por esta razón no llevan guantes: la acción terminó en breve. Había venido en la víspera un sicionio llamado Sóstrato, célebre por las muchas coronas que había ganado y las circunstancias que dieron motivo a ello. A su vista se apartaron la mayor parte de sus rivales, y los demás a sus primeros ensayos. Siguió al pancracio el pentatlo, juego que comprende no solamente la carrera a pie, la lucha, el pugilato y el pancracio, sino también el salto, el tiro del disco y el del venablo. Los atletas que disputan el premio, para ganarle deben triunfar a lo menos en los tres primeros combates en que entran. El último día de las fiestas se destinó a coronar a los vencedores, cuya ceremonia se hizo en el bosque sagrado, y fue precedido de sacrificios pomposos. Cuando se acabaron, los vencedores, siguiendo a los presidentes de los juegos, fueron al teatro vestidos magníficamente, y llevando una palma en la mano. Iban embriagados de alegría, al son de flautas y rodeados de un inmenso pueblo, cuyos aplausos resonaban en los aires. Habiendo llegado al teatro, los presidentes de los juegos mandaron que empezase el himno compuesto en otro tiempo por el poeta Arquíloco y destinado a ensalzar la gloria de los vencedores y el brillo de las ceremonias. Luego que los espectadores unieron en cada estribillo sus voces a la de los músicos, levantose el heraldo y anunció que Poro de Cirene había ganado el premio del estadio. Este atleta se presentó ante el decano de los presidentes, que ciñó su frente con una corona de olivo silvestre, cogida como todas las que se distribuyen en Olimpia, de un árbol que hay detrás del templo de Zeus, y ha llegado a ser por su destino el objeto de la veneración pública. Fueron tantas las expresiones de veneración y de alegría en aquel momento, renovando las que profusamente le honraron en el acto de ganar la victoria, que Poro me pareció en el colmo de la gloria. Nos dijeron en esta ocasión que el sabio Quilón expiró de gozo abrazando a su hijo que acababa de triunfar, y que la asamblea de los juegos olímpicos miró como un deber el asistir a sus funerales. En el último siglo, añadieron, nuestros padres fueron testigos de una escena más interesante todavía. Diágoras de Rodas que había ensalzado el lustre de su nacimiento con una victoria ganada en nuestros juegos, trajo a estos lugares dos hijos suyos que concurrieron y merecieron la corona. Apenas la hubieron recibido, cuando ciñeron con ella la frente de su padre, y llevándole en sus hombros, le pasearon en triunfo por en medio de los espectadores que lo felicitaban, echándole flores, y diciéndole algunos: «Morid, Diágoras, morid; pues ya nada tenéis que desear». El anciano, no pudiendo resistir a su dicha, expiró en medio de la asamblea, enternecido al ver este espectáculo, y bañado en el llanto de sus hijos que le estrechaban con sus brazos. El día mismo de la coronación ofrecieron los vencedores sacrificios en acción de gracias. Fueron inscritos en los registros públicos de los eleos, y les dieron un magnífico banquete en una de las salas del Pritaneo. En los días siguientes dieron ellos mismos otro convite, aumentando los placeres de él con la música y la danza. Encomendose luego a la poesía que inmortalizase sus nombres, y a la escultura que los representase en el mármol o en bronce, demostrando algunos la misma actitud, en que estaban cuando ganaron la victoria. Según el uso antiguo, estos hombres, colmados ya de honores en el campo de batalla, vuelven a entrar en sus casas con toda la ostentación y el aparato del triunfo, precedidos y seguidos de una comitiva numerosa; vestidos de una ropa de púrpura y a veces en un carro de dos o cuatro caballos, por una brecha que se abre en las murallas de la ciudad. En ciertos parajes, el tesoro público les asigna una pensión decente, y en otras quedan exentos de toda carga concejil; en Lacedemonia tienen el honor de pelear al lado del rey en un día de batalla. Casi en todas partes tienen asiento de preferencia en la representación de los juegos, y el título de vencedor olímpico, agregado a su nombre, les da una estimación y respeto que contribuyen a su bienestar durante su vida. Algunos hacen que las distinciones que reciben recaigan en beneficio de los caballos que se las han proporcionado, para lo cual les procuran una vejez dichosa, les dan honras, sepultura, y aun a veces les erigen pirámides sobre ellas. CAPÍTULO XXXVII. Continuación del viaje a la Élide. — Jenofonte en Escilunte. Tenía Jenofonte una habitación en Escilunte, ciudad pequeña situada a veinte estadios (media legua) de Olimpia. Las turbulencias del Peloponeso le obligaron a dejar su casa y establecerse en Corinto, donde le encontré cuando llegué a Grecia. Pero luego que se apaciguaron volvió a Escilunte, y al día siguiente de las fiestas fuimos a su casa con Diodoro su hijo, que nos acompañó mientras duraron. La posesión de Jenofonte era considerable. Reservaba el diezmo de su producto para mantener un templo que había erigido a Artemisa y para costear un pomposo sacrificio que hacía todos los años. Cerca del templo hay un huerto que produce varias especies de frutas. El Selinunte, riachuelo abundante en pesca, pasea lentamente sus aguas cristalinas al pie de un rico collado donde apacentan con sosiego los animales destinados a los sacrificios. Dentro y fuera de la tierra sagrada, hay unos bosques distribuidos por la llanura o los montes, y sirven de abrigo a los corzos, a los ciervos y a los jabalíes. En esta feliz mansión había compuesto Jenofonte la mayor parte de sus obras. Lo primero de que cuidó fue el proporcionarnos las diversiones propias de nuestra edad y aquella que el campo ofrece en una edad más avanzada. Nos enseñó sus caballos, sus plantíos y el arreglo de su casa, y casi en todas partes vimos puestos en práctica los preceptos que había sembrado en sus diferentes obras. Otras veces nos instaba para que fuésemos a cazar, cuyo ejercicio recomendaba frecuentemente a los jóvenes como el más a propósito para acostumbrarlos a las fatigas de la guerra. Seguimos su consejo, y durante muchos días, acompañados de su hijo Diodoro, hicimos guerra a las liebres, los ciervos y los jabalíes. No habiendo nada tan interesante como estudiar a un grande hombre en su retiro, pasábamos una parte del día en conversación con Jenofonte, escuchándole, haciéndole preguntas y enterándonos de todos los pormenores de su vida privada. Encontrábamos en sus conversaciones la dulzura y elegancia que reinan en sus escritos. Tenía a un mismo tiempo el valor de las cosas grandes y de las pequeñas, debiendo a lo uno una firmeza imperturbable, y a lo otro una paciencia invencible. Algunos años antes estuvo expuesta su fortaleza a la prueba más dura para un corazón sensible. Grillo, su hijo mayor, que servía en la caballería ateniense, fue muerto en la batalla de Mantinea, y le dieron la fatal noticia en ocasión que estaba rodeado de sus amigos y criados haciendo un sacrificio. En medio de la ceremonia se oyó un rumor confuso y lastimero, y acercándose un correo: «Los tebanos», dijo, «han vencido y Grillo...». Las lágrimas que inundaron sus ojos le trabaron la lengua y no pudo acabar. «¿Cómo? ¿Ha muerto?», preguntó el desgraciado padre quitándose la corona que ceñía su frente. «Sí, después de las mayores proezas, y con sentimiento general de todo el ejército», responde el correo. Al oír estas palabras, Jenofonte vuelve a ponerse la corona y concluye el sacrificio. Quise hablarle un día de esta pérdida, y se contentó con responderme: «¡Ay de mí! ¡Yo sabía que era mortal!», y distrajo la conversación. Otra vez le preguntamos cómo había conocido a Sócrates. «Era yo muy joven», respondió, «cuando le encontré un día en una calle de Atenas muy estrecha: impidiome el paso con su bastón y preguntome dónde se encontraban las cosas necesarias para vivir. “En la plaza”, le respondí. Y él me volvió a preguntar. “Pero ¿dónde se aprende a ser hombre de bien?”. Viendo que yo titubeaba, añadió: “Seguidme, yo os lo enseñaré”. Le seguí y ya no me separé de él hasta que fui al ejército de Ciro. A mi vuelta supe que los atenienses habían dado muerte al hombre más justo, y no tuve otro consuelo que el de transmitir por mis escritos las pruebas de su inocencia a las naciones de la Grecia, y quizás también a la posteridad». Viendo que tomábamos un interés tan vivo y tan tierno, nos instruyó circunstanciadamente del sistema de vida que Sócrates había adoptado, y nos expuso su doctrina tal como era, limitada únicamente a la moral, sin mezcla de dogmas extraños, exenta de todas aquellas discusiones de física y de metafísica que Platón ha atribuido a su maestro. ¿Cómo podría yo vituperar, pues, a Platón, a quien tanto respeto? Preciso es confesar, no obstante, que se debe estudiar menos en sus diálogos que en los de Jenofonte las opiniones de Sócrates. Jenofonte escribió con un talento de conocimientos útiles, y ejercitado por mucho tiempo en la reflexión, para hacer a los hombres mejores ilustrándolos. Tal era su amor a la verdad que jamás se fundó en la política sino después de haber sondeado la naturaleza de los gobiernos; en la historia, para referir los hechos que en gran parte había él presenciado; en el arte militar, después de haber servido y mandado con la mayor distinción; y en la moral, después de haber practicado las lecciones que daba a los demás. He conocido pocos filósofos tan virtuosos, y pocos hombres tan amables. CAPÍTULO XXXVIII. Viaje a Mesenia. Salimos de Escilunte y, habiendo atravesado la Trifilia, llegamos a las orillas del Neda, que separa la Élide de la Mesenia. Siendo nuestro objeto recorrer las costas de esta última provincia, fuimos a embarcarnos en el puerto de Ciparisia, y al día siguiente arribamos a Pilos, donde se nos dijo que el sabio Néstor había reinado: por más que quisimos hacer ver que, según Homero, reinaba en la Trifilia, por única respuesta se nos mostró la casa de este príncipe, su retrato, y la gruta donde encerraba a sus bueyes. Quisimos insistir, pero en breve quedamos convencidos de que los pueblos y los particulares orgullosos de su origen no siempre gustan que se dispute acerca de sus títulos. Después de haber visto muchas ciudades de la costa hasta lo interior del golfo de Mesenia, llegamos en fin a la embocadura del Pamiso, donde entramos a toda vela. Este río es el mayor de todos los del Peloponeso, aunque desde su nacimiento hasta el mar, solo hay la distancia de unos cien estadios (tres leguas y cuarto). Su curso es corto pero admirable al mismo tiempo, pues da la idea de una vida corta y de hermosos días. Sus aguas puras parecen que corren únicamente para la dicha de todos aquellos que las rodean. En todas las estaciones se cogen en él exquisitos peces, que a la vuelta de la primavera vienen a sus aguas para desovar en ellas. Atravesamos fértiles llanuras, y llegamos a Mesene, situada como Corinto al pie de un monte, y que ha llegado a ser, como esta ciudad, uno de los baluartes del Peloponeso. Las murallas de Mesene son de piedra de sillería, desde que Epaminondas restituyó la libertad a la Mesenia, y llamó a sus antiguos habitantes; están coronadas de almenas, flanqueadas de torres, y abrazan en su circuito el monte Itome. Por dentro vimos una espaciosa plaza adornada de templos, de estatuas y de una fuente abundante. Por todas partes se elevan hermosos edificios, y según estos primeros ensayos de la magnificencia de Mesene se pudiera juzgar de la que ostentaría en adelante. En la cumbre del monte y en medio de una ciudadela que une a los recursos del arte las ventajas de la posición, se eleva un templo de Zeus, en el sitio mismo donde se dice que las ninfas cuidaron de la infancia de este dios, cuya estatua, obra de Agéladas, estaba depositada en la casa del sacerdote Celeno. Desde esta casa se descubre toda la Mesenia, extendiéndose la vista hasta unos ochocientos estadios (26 leguas y media). Extiéndese también la vista al norte por la Arcadia y la Élide, al oeste y al sur por la mar y las islas contiguas, al este por una cordillera de montes que bajo el nombre de Taigeto separa esta provincia de la de Laconia, y en seguida se explaya y recrea por el cuadro ameno que encierra este recinto. Veíamos a diversas distancias ricas campiñas, cruzadas de colinas y de ríos, cubiertas de rebaños, y en particular de yeguadas que constituyen las riquezas del país. Entonces, dirigiéndome a unos cuantos labradores que veíamos: «Me parece», les dije, «que la población de esta provincia no guarda proporción con su fertilidad». «No lo atribuyáis», respondió un viejo llamado Jenocles que hacía poco había vuelto a su patria, «sino a los bárbaros, cuya odiosa vista nos impiden estos montes. Por espacio de cuatro siglos enteros, los lacedemonios han asolado la Mesenia, dejando únicamente, en patrimonio a sus habitantes, la guerra o el destierro, la muerte o la esclavitud». Únicamente teníamos una leve idea de estas revoluciones funestas. Jenocles lo conoció, lamentose de ello y, dirigiéndose a su hijo: «Toma tu lira», le dice, «y canta estas tres elegías con que mi padre, cuando llegamos a Libia, para aliviar sus penas, quiso eternizar la memoria de los males que nuestra patria había sufrido». Obedeció el joven y cantó las tres elegías que comprenden la historia de las tres guerras que los mesenios tuvieron que sostener contra los lacedemonios, de las cuales la última terminó con la sumisión completa de la Mesenia, y la expulsión de los habitantes, que se salvaron en Italia, en Sicilia y hasta en Libia. Durante la segunda guerra, los lacedemonios, de conformidad con la respuesta del oráculo de Delfos, pidieron a los atenienses un jefe que los dirigiese, pero Atenas, que temía contribuir al engrandecimiento de Esparta su rival, les propuso a Tirteo, poeta oscuro, que suplía sus defectos personales y su escasa fortuna con un talento sublime que los atenienses miraban como una especie de frenesí. Llamado Tirteo al socorro de una nación guerrera, que le comprendió en breve en el número de sus ciudadanos, sintió elevarse sus talentos y se entregó enteramente a su alto destino. Sus cantos inflamados inspiraban el desprecio de los peligros y de la muerte; se hace oír, y los lacedemonios, desanimados por un combate anterior, vuelan al campo de batalla, y en una acción derrotan al ejército de los mesenios. Cuando el joven dejó la lira, su padre Jenocles preguntó cómo se había realizado la revolución que le conducía a Mesenia desde las orillas de la Libia, y Celeno respondió: «Los tebanos, capitaneados por Epaminondas, habían vencido a los lacedemonios en Leuctra, en Beocia. A fin de debilitar para siempre su poder, concibió este grande hombre el proyecto de poner al lado de ellos un enemigo que tuviese que vengar grandes injurias, y envió por todas partes a invitar a los mesenios que volviesen a ver la patria de sus padres. Volamos a su voz, y lo encontré al frente de un ejército formidable, rodeado de arquitectos que trazaban el plan de una ciudad al pie de esta montaña. Poderosamente auxiliado por las naciones vecinas, en todo tiempo émulas de Lacedemonia, su empresa quedó ejecutada en breve. Habiéndose reunido las tropas, el día de la consagración de la ciudad, los arcadios presentaron las víctimas, y los de Tebas, de Argos y de Mesenia ofrecieron separadamente sus homenajes a sus divinidades tutelares. Todos juntos llamaron a los héroes del país y les suplicaron que fuesen a tomar posesión de sus nuevas moradas. Entre aquellos nombres preciosos para la nación excitó aplausos universales el de Aristómenes, príncipe valeroso que en la última guerra murió en el campo de batalla. Invirtiéronse en sacrificios y oraciones las primeras horas de aquel día, y en las siguientes, al son de la flauta pusieron los cimientos de las murallas, los templos y las casas. Quedó acabada la ciudad en poco tiempo, y la dieron el nombre de Mesene». Luego que Celeno acabó de hablar, le hice varias preguntas relativas al estado de las ciencias y de las artes. «Nunca hemos tenido tiempo», me respondió, «de dedicarnos a ellas». «¿Y en cuanto a la forma del actual gobierno?» «Aún no ha adquirido todavía una forma estable». «¿Y qué me decís del que subsistía durante las guerras con Lacedemonia?» «Que era una mezcla de realeza y de oligarquía, pero los asuntos se trataban en la asamblea general de la nación. El origen de la última casa reinante se atribuye a Cresfontes, que vino al Peloponeso con los otros Heráclidas, ochenta años después de la guerra de Troya. La Mesenia le tocó en suerte, casó con Mérope, hija del rey de Arcadia, y fue asesinado con casi todos sus hijos por los principales de su corte, a causa de haber amado al pueblo con exceso. La historia ha mirado como un deber el consagrar su memoria y condenar a la execración la de sus asesinos». Salimos de Mesenia, y después de haber atravesado el Pamiso, recorrimos la costa oriental de la provincia. Aquí, lo mismo que en el resto de la Grecia, el viajero se ve precisado a experimentar a cada paso las genealogías de los dioses, confundidas con las de los hombres. No hay ciudad, río, fuente, bosque ni monte que no tenga el nombre de una ninfa, de un héroe o de un personaje, hoy día más célebre que lo fue en su tiempo. Entre las numerosas familias que poseían en otro tiempo pequeños estados en Mesenia, la de Esculapio ocupa en la opinión pública un lugar distinguido. En la ciudad de Abia nos enseñaron su templo, en Gerenia el sepulcro de Macaón, su hijo, y en Feres el templo de Nicómaco y de Górgaso, sus nietos, honrados a cada instante con sacrificios, ofrendas y concurso de enfermos varios. CAPÍTULO XXXIX. Viaje a Laconia. Embarcámonos en Feres en una nave que se hacía a la vela para el puerto de Escandea, en la islilla de Citera, situada a la extremidad de la Laconia. Desde el puerto se sube a la ciudad, donde los lacedemonios mantienen una guarnición. El nombre de Citera despertaba en nuestros espíritus ideas las más halagüeñas. Allí subsiste con brillo, desde tiempo inmemorial, el templo más antiguo y respetado de cuantos hay consagrados a Afrodita; allí es donde la diosa se mostró por la vez primera a los mortales, y con ella tomaron los amores posesión de esta tierra, hermoseada aún en el día con las flores que se apresuraban a brotar en su presencia. Desde entonces se conocen en aquel sitio los atractivos de las dulces conversaciones y de las tiernas sonrisas. ¡Ah!, sin duda los corazones afortunados solo aspiran a unirse en esta región, y sus habitantes pasan los días en la abundancia y los placeres. Pasábamos así el tiempo en conversación con algunos pasajeros de nuestra edad, cuando el capitán del barco nos dijo que el suelo de la isla de Citera es árido y erizado de riscos; que sus habitantes sacan el fruto de él a fuerza del sudor de su frente, y que solo apreciaban el dinero; la estatua de Afrodita Urania situada en un viejo templo erigido por los fenicios, estaba llena de armas desde la cabeza hasta los pies. «Me han dicho, como a vosotros», añadió, «que al salir de la mar la diosa desembarcó en esta isla, pero también me han asegurado que subió inmediatamente a Chipre». De aquestas últimas palabras deducimos inmediatamente que algunos fenicios habían pasado el mar y arribado al puerto de Escandea, adonde trajeron el culto de Afrodita que se extendió a los países vecinos, y de aquí nacieron aquellas fábulas absurdas, cuales son el nacimiento de Afrodita, su salida del seno de las olas y su llegada a Citera. En lugar de ir con nuestro capitán a esta isla, le suplicamos que nos dejase en Ténaro, ciudad de Laconia, cuyo puerto es capaz de contener muchas naves: está situada cerca de un cabo del mismo nombre dominado de un templo, como lo están los principales promontorios de la Grecia. El de Ténaro, dedicado a Poseidón, está circuido de un bosque sagrado, asilo de criminales. La estatua del dios está a la entrada, y en lo interior se ve una caverna inmensa y muy famosa entre los griegos, quienes la miran como una boca de los infiernos, suponiendo que por allí sacó Heracles al Cerbero y Orfeo a su esposa. Esta caverna tiene anexo un privilegio del cual gozan otras muchas ciudades. Los adivinos vienen a ella a invocar las sombras pacíficas de los muertos, o arrojar al fondo de los abismos los que turban el reposo de los vivos. Hay unas ceremonias santas que causan estos efectos maravillosos; las primeras consisten en sacrificios, libaciones, plegarias y fórmulas misteriosas; es preciso pasar después la noche en el templo, y entonces la sombra, según dicen, jamás deja de aparecerse en sueño. «Ignoro», dijo Filotas al sacerdote del templo que nos hacía esta relación circunstanciada, «hasta qué punto se debe ilustrar al pueblo; pero a lo menos es preciso ponerle a cubierto del exceso del error. Los de Tesalia dieron en el último siglo una triste prueba de esta verdad. Estaba su ejército en presencia del de los focidios, que durante una noche muy clara destacaron contra el campo enemigo seiscientos hombres untados de yeso; por más grosera que fuese esta astucia, los tesalios, acostumbrados desde niños a los cuentos de apariciones de fantasmas, tuvieron a estos soldados por genios celestes que venían al socorro de los focidios, hicieron una débil resistencia, y se dejaron degollar como víctimas». «Semejante ilusión», respondió el sacerdote, «produjo en otro tiempo el mismo efecto en nuestro ejército. Hallábase en Mesenia, y creyó ver a Cástor y Pólux dando esplendor con su presencia a la fiesta que se celebraba en honor suyo. Dos mesenios, que llamaban la atención por su juventud y su belleza, se dejaron ver al frente del campo, montados en soberbios caballos, con lanza en ristre, una túnica blanca, manto de púrpura, y un gorro puntiagudo y dominado de una estrella; tales en fin como representan a entrambos héroes, objetos de nuestro culto. Entran y embisten a los soldados prosternados a sus pies, hacen una carnicería horrible y se retiran tranquilamente. Los dioses, irritados de esta perfidia, manifestaron en breve su venganza contra los mesenios». Salimos de Ténaro después de haber visto en las cercanías una cantera de donde sacan una piedra negra tan preciosa como el mármol, y fuimos a Gition, ciudad muy fuerte, con un excelente puerto, donde están las escuadras de Lacedemonia y se reúne cuanto es necesario para abastecerlas. La historia de los lacedemonios ha dado tanto lustre al reducido país que habitan que nos detuvimos a ver hasta los lugarcillos y las menores ciudades, tanto en las cercanías del golfo de Laconia como en lo interior del territorio. Por todas partes nos enseñaban templos, estatuas, columnas y otros monumentos, los más de ellos de un trabajo tosco y algunos de una antigüedad respetable. En el gimnasio de Asopo llamaron nuestra atención unas osamentas humanas de prodigiosa magnitud. Llegamos a las márgenes del Eurotas, subimos por su orilla atravesando un valle que se riega con sus aguas, y en seguida pasamos por medio de una llanura que se extiende hasta Lacedemonia; el río corría a nuestra derecha, y a la izquierda teníamos el monte Taigeto, al pie del cual ha cavado la naturaleza muchas cavernas grandes en el peñasco. En Briseas vimos un templo de Dioniso, cuya entrada está prohibida a los hombres, y en el cual únicamente las mujeres tienen derecho de hacer sacrificios. Anteriormente habíamos visto ya una ciudad de Laconia, donde las mujeres no asisten a los sacrificios que allí ofrecen al dios Ares. Desde Briseas nos enseñaron en la cumbre del monte cercano un lugar llamado Talet, donde inmolan caballos al Sol. Más allá, los habitantes de un lugarcillo se jactan de haber inventado las piedras de molino harinero. A breve rato descubrimos la ciudad de Amiclas, situada a la orilla derecha del Eurotas y alejada de Lacedemonia unos veinte estadios. Estábamos impacientes por llegar al templo de Apolo, uno de los más famosos de la Grecia. La estatua del dios, que tiene de altura cerca de 30 codos (49 pies y medio), es de tosco trabajo y da indicios del gusto egipcio. Este monumento es antiquísimo; últimamente fue colocado por un artista llamado Baticles en una base en forma de altar, en medio de un trono sostenido por las Horas y las Gracias. Está servido el templo por sacerdotisas; la principal de ellas toma el nombre de Madre, y cuando muere inscriben en mármol su nombre y los años de su sacerdocio. Enseñáronnos las tablas que contienen cronológicamente la serie de estas épocas preciosas, y leímos el nombre de Laodamía, hija de Amiclas, que reinaba en este país hace más de mil años. No lejos del templo de Apolo se ve otro, cuya magnitud solo tiene cerca de diecisiete pies de largo sobre diez y medio de ancho. Cinco piedras toscas y negruzcas, de cinco pies de grueso, forman las cuatro paredes y la cubierta, encima de la cual hay otras dos piedras que entran más adentro. El edificio tiene tres escalones de una piedra sola cada uno, y en la puerta se ven grabadas en caracteres antiquísimos estas palabras: _Eurotas, rey de los ictéucrates, a Onga_. Vivía este príncipe tres siglos antes de la guerra de Troya; el nombre de ictéucrates designa el de los antiguos habitantes de Laconia, y el de Onga una divinidad de Fenicia o de Egipto, la misma, según se cree, que la Atenea de los griegos. Este edificio es muchos siglos anterior a los más antiguos de la Grecia. Admirando lo sencillo y sólido de ella, imaginábamos absortos los numerosos siglos transcurridos desde su fundación con igual asombro que al llegar al pie de un monte hemos medido muchas veces con la vista su imponente altura. Lo extenso de la duración produce el mismo efecto que la del espacio, con la diferencia de que somos más adictos a la duración que a la grandeza. Hermosean las cercanías de Amiclas risueñas praderas y pomposos y elevados árboles. Esta ciudad, cuyo territorio produce excelentes frutas, es una mansión agradable, muy poblada, y siempre llena de extranjeros que concurren a ella, ya por sus lucidas fiestas o bien por motivos religiosos. Salimos de Amiclas para Lacedemonia, nos hospedamos en casa de Damonax, a quien Jenofonte nos había recomendado, y allí encontró Filotas algunas cartas que le precisaron a partir para Atenas el día siguiente. No hablaré de Lacedemonia hasta que haya dado una idea general de la provincia. Al este y al sur tiene por límites el mar, al oeste y al norte unos altos montes, o unas colinas que bajan de ellas y forman en medio amenos valles. Son tan altas las cumbres de estos montes, llamados Taigeto, que desde algunos de ellos puede extenderse la vista por todo el Peloponeso. Sus costados, casi del todo cubiertos de bosques, son asilo de muchas cabras, osos, jabalíes y ciervos. La naturaleza, esmerándose en multiplicar estas especies, parece que las ha conservado para que las destruyan unas razas de perros muy estimados en todos los pueblos, preferidos en particular para la caza del jabalí. Son ágiles, vivos, impetuosos y de un olfato finísimo. Por la parte de tierra es muy difícil la entrada en la Laconia, pues no se entra en ella sino por colinas escarpadas y desfiladeros fáciles de guardar. En Lacedemonia se dilata la llanura, y caminando hacia el mediodía se encuentran territorios fértiles, aunque en ciertos parajes requiere la agricultura mucho trabajo, atendido lo escabroso del suelo. En la llanura se ven esparcidas colinas muy elevadas, hechas a fuerza de brazos y antes del descubrimiento de las artes, para servir de sepulcro a los principales caudillos de la nación. En cuanto a las producciones de la Laconia, observaremos que se encuentran en ella muchas plantas medicinales, que se coge allí un trigo muy ligero y poco nutritivo, que es necesario regar muy a menudo las higueras, que los higos maduran más pronto que en cualquiera otra parte, y, en fin, que en todas las costas de la Laconia, así como en las de Citera, se hace abundante pesca de aquel marisco del que se saca una tintura de púrpura muy estimada. La Laconia está muy expuesta a los temblores de tierra. Dicen que en otro tiempo comprendía cien ciudades, pero que esto se entiende en aquellos días en que se daba tal título a cualquier lugarcillo. Lo único que yo puedo decir es que en la actualidad se halla muy poblada. Atraviesa el Eurotas todo su territorio, y recibe los arroyos, o más bien los torrentes, que bajan de las montañas vecinas, de modo que no se puede vadear en una gran parte del año. Corre siempre por un estrecho cauce, y en su nacimiento mismo su mérito consiste en tener más profundidad que superficie. En algunas épocas del año está cubierto de cisnes blanquísimos, y casi por todas partes de cañas muy estimadas, porque son altas, rectas y de varios colores. Además de los varios usos que se hacen de esta planta, los lacedemonios con ella fabrican esteras y se coronan en algunas de sus fiestas. A la derecha del Eurotas, a cierta distancia de la orilla, está la ciudad de Lacedemonia, llamada por otro nombre Esparta. No tiene murallas ni más defensa que el valor de sus habitantes, y algunas alturas que guarnecen con tropas en caso de ataque. La más alta sirve de ciudadela, y termina en un espacioso rellano donde se ven muchos edificios sagrados. Alrededor de esta colina hay cinco poblaciones, separadas una de otra por intervalos mayores o menores, y ocupada cada una por una de las cinco tribus de los espartanos. La plaza mayor, a la cual van a parar muchas calles, está adornada de templos y de estatuas, y en ellas se distinguen además las casas donde se reúnen por separado el senado, los éforos y otros cuerpos de magistrados; sobresale también un pórtico que erigieron los lacedemonios en memoria de la batalla de Platea a expensas de los vencidos, cuyos despojos se repartieron. El techo no está sostenido por columnas y sí por grandes estatuas colosales que representan a los persas vestidos con largos ropajes. El resto de la ciudad ofrece también muchos monumentos en honor de los dioses y de los héroes antiguos. Sobre la colina más alta se ve un templo de Atenea, en el cual se goza del derecho de asilo, así como en el bosque que le rodea, y una casita que de él depende, en la cual dejaron morir de hambre al rey Pausanias. Esto fue un crimen a los ojos de la diosa, y para apaciguarla mandó el oráculo a los lacedemonios que erigiesen dos estatuas, las cuales se ven todavía cerca del altar. El templo es de bronce como lo era en otro tiempo el de Delfos. A la derecha de este edificio se ve una estatua de Zeus, la más antigua quizás de cuantas hay de bronce, porque es del mismo tiempo en que fueron restablecidos los juegos olímpicos, y está compuesta de varias piezas unidas unas con otras y aseguradas con clavos. Los panteones de las dos familias que reinan en Lacedemonia están en dos barrios diferentes. Por todas partes se ven monumentos heroicos, es decir, edificios y bosques dedicados a los antiguos héroes. En ellos se renuevan con ceremonias santas la memoria de Heracles, de Tindáreo, de Cástor, de Pólux, y de otros muchos personajes más o menos conocidos en la historia, o más o menos dignos de serlo. Las casas son pequeñas y sin adornos. Se han edificado salas y pórticos donde van los lacedemonios a tratar de sus negocios o estar de tertulia. A la parte meridional de la ciudad, está el hipódromo para las carreras de a pie y a caballo; desde allí se entra en el Platanisto, lugar de ejercicio para la juventud, sombreado por hermosos plátanos, y situado a las márgenes del Eurotas y de un riachuelo que le cierran por medio de un canal de comunicación; se entra en él por dos puentes; a la entrada del uno está la estatua de Heracles o de la fuerza que lo doma todo, y a la del otro la imagen de Licurgo o de la ley que todo lo regula. CAPÍTULO XL. De los habitantes de la Laconia. Habiéndose apoderado de la Laconia los descendientes de Heracles, sostenidos por un cuerpo de dorios, vivieron sin distinción con los antiguos habitantes del país. Poco tiempo después les impusieron un tributo, y les despojaron de una parte de sus derechos. Las ciudades que convinieron en este arreglo conservaron su libertad; la de Helos resistió y, precisada a ceder en breve, vio a sus habitantes reducidos casi a la condición de esclavos. Desuniéronse después los de Esparta, y los más poderosos confinaron a los débiles en el campo o en las ciudades inmediatas. Aún se distinguen hoy día los lacedemonios de la capital de los demás de la provincia, y unos y otros de la multitud prodigiosa de esclavos dispersos en el país. Los primeros que comúnmente llamamos espartanos forman aquel cuerpo de guerreros de que depende el destino de la Laconia, y se dice que antiguamente ascendía su número a diez mil, aunque eran ocho mil en tiempo de la expedición de Jerjes. Las últimas guerras los han reducido de tal manera que al presente se encuentran muy pocas familias antiguas en Esparta. La mayor parte de las nuevas son oriundas de los ilotas, que han merecido primero la libertad y luego el título de ciudadanos en mérito de acciones distinguidas. Los habitantes de las provincias no reciben la misma educación que los de la capital. Sus costumbres son más agrestes al paso que su valor menos célebre. De aquí es que la ciudad ha tomado sobre las demás el mismo ascendiente que la de Elis sobre las de Élide, y la de Tebas sobre las de Beocia. Los ilotas han tomado este nombre de la ciudad de Helos, pero no se les debe confundir con los verdaderos esclavos, pues conservan más bien una medianía entre estos últimos y los hombres libres. Su suerte la suavizan algunas ventajas reales. Semejante a los siervos de Tesalia, toman el arriendo de las tierras de los espartanos, y al cabo de mucho tiempo pagan siempre el mismo rédito, que no es de ningún modo proporcionado al producto. Algunos profesan las artes mecánicas con tanta habilidad que se buscan en todas partes las llaves, camas, mesas y sillas que se hacen en Lacedemonia; sirven en la marina en calidad de marineros, y en el ejército un soldado armado pesadamente lleva consigo uno o varios ilotas. En la batalla de Platea cada espartano llevaba siete consigo. En los peligros graves se despierta su celo con la esperanza de la libertad, la cual han conseguido a veces algunos destacamentos numerosos en premio de sus acciones distinguidas. Reciben únicamente del estado este beneficio y ascienden a la clase de ciudadanos mediante otros servicios nuevos. Los espartanos y los ilotas, poseídos de una desconfianza mutua, se observan con temor, y para hacerse obedecer los primeros emplean un rigor que creen ser necesario, atendidas las circunstancias, porque los ilotas son malos de gobernar. Su número, su valor y sobre todo su riqueza los hacen presuntuosos y audaces; de aquí viene que algunos autores ilustrados condenan esta servidumbre y otros la aprueban. CAPÍTULO XLI. Ideas generales sobre la legislación de Licurgo. Hacía ya algunos días que me hallaba en Esparta sin que nadie lo extrañase. Me introdujeron a presencia de los dos príncipes que ocupaban el trono, el uno era Cleómenes, nieto de aquel rey Cleómbroto que murió en la batalla de Leuctra, y el otro Arquidamo, hijo de Agesilao. El primero era amante de la paz: el segundo solo respiraba guerra y gozaba de mucho crédito. Allí conocí a aquel Antálcidas que treinta años antes ajustó un tratado entre la Grecia y la Persia. Pero de todos los espartanos, Damonax, en cuya casa estaba yo hospedado, me pareció el más tratable y más ilustrado. Un día que le molestaba con preguntas, me dijo: «Juzgar de nuestras leyes por nuestras costumbres actuales, es lo mismo que juzgar de la hermosura de un edificio por un montón de ruinas». «Pues bien», respondí yo, «pongámonos en el tiempo en que esas leyes estaban en vigor. ¿Creéis acaso que sea fácil justificar los reglamentos extraordinarios y raros que ellas contienen?». «Respetad», me dijo, «la obra de un genio, cuyas miras son siempre nuevas y profundas, y que ha dado con sus leyes un nuevo carácter a su nación. »Un cuerpo sano y un alma libre, es todo lo que la naturaleza destina al hombre para hacerle feliz, y estas son las ventajas que, según Licurgo, deben servir de fundamento a nuestra dicha. De aquí conoceréis ya la causa por la que nos prohibió el casar a nuestras hijas muy temprano; porque ellas no se crían a la sombra de sus rústicos techos, sino a los ardientes rayos del sol, en el polvo del gimnasio, en los ejercicios de la lucha, de la carrera, del venablo y del disco. Debiendo dar ellas ciudadanos robustos al estado, es preciso que se formen en una constitución fuerte para comunicarla a sus hijos. »Desde nuestra más tierna infancia damos agilidad, soltura y fuerza a nuestro cuerpo con el trabajo y los combates no interrumpidos, porque un régimen severo disipa las enfermedades de que el cuerpo es susceptible. Aquí se ignora las necesidades facticias, y las leyes han tenido cuidado de proveer a las necesidades reales. El hambre, la sed, los sufrimientos, las muertes, todos estos objetos de terror se miran entre nosotros con una indiferencia que en vano la filosofía procura imitarla. »Licurgo, restituyéndonos los bienes de la naturaleza, ha querido asegurárnoslos dando por contrapeso a nuestras pasiones el amor de la patria con su energía, su plenitud, sus arrebatos y aun su delirio mismo. Este amor es tan ardiente y tan impetuoso que en sí solo reúne todos los intereses y movimientos de nuestro corazón, y no queda ya en el estado más que un espíritu y una voluntad. »En el resto de la Grecia, los hijos de un hombre libre están confiados al cuidado de un hombre que no lo es o no merece serlo; pero ni los esclavos ni los mercenarios son a propósito para educar espartanos: la patria misma es quien ejerce esta función tan importante. Nos deja sin embargo en los primeros años bajo la dirección de nuestros padres; pero luego que somos capaces de comprensión, hace valer altamente entre nosotros sus derechos; y sus miradas nos buscan y nos siguen por todas partes. De su mano recibimos el alimento y el vestido; de su parte asisten a nuestros juegos los magistrados, los ancianos y los ciudadanos todos; se inquietan por nuestros defectos, procuran descubrir en nuestras palabras o acciones algunas semillas de virtud, y nos enseñan en fin con su tierna solicitud que el estado nada tiene tan precioso como nosotros. »Uno de los principales magistrados nos tiene continuamente reunidos a su vista, y si se viese en la precisión de ausentarse por un momento, todo ciudadano puede ocupar su puesto y ponerse a nuestro frente. Auméntanse los deberes con los años: la naturaleza de las instrucciones se mide según los progresos de la nación, y las pasiones que despuntan son comprimidas con la multitud de los ejercicios, o hábilmente dirigidas hacia objetos útiles al estado. Desde el mismo instante que empiezan a desplegar su furor, dejamos de comparecer en público, y lo hacemos únicamente en silencio, con el pudor en la frente, la vista baja, y las manos metidas bajo del manto, como unos iniciados que se destinan al ministerio de la virtud; el amor de la patria debe introducir el espíritu de unión entre los ciudadanos, y el deseo de agradarle inspira la justa emulación. Aquí la unión no será turbada por las tempestades que en otras partes la destruyen. Licurgo nos ha preservado de casi todos los motivos de la envidia, porque casi todo lo ha hecho igual y común entre nosotros. Todos los días somos llamados a convites públicos donde reina la decencia y la frugalidad. Cuando las circunstancias lo exigen, me está permitido servirme de esclavos, carruajes, caballos y todo cuanto pertenece a cualquier otro ciudadano. »Los reglamentos de Licurgo nos disponen para una especie de indiferencia hacia los bienes cuya adquisición cuesta más disgustos que placeres proporciona la posesión de ellos. No conocemos otra moneda que la de cobre, y su volumen y peso es tal que descubrirían a cualquier avaro que quisiera ocultarla a la vista de sus esclavos. Si un particular escondiese en su casa oro o plata, no podría sustraerse a las pesquisas de los oficiales públicos ni a la severidad de las leyes. Nosotros no conocemos ni las artes, ni el comercio, ni los demás medios de multiplicar las necesidades y desgracias de un pueblo. ¿Y qué habíamos de hacer nosotros de la riqueza? Tenemos cabañas, vestidos y pan. Tenemos hierro y brazos para servir a nuestros amigos y a la patria, tenemos almas libres, vigorosas, incapaces de tolerar la opresión de los hombres y de las pasiones nuestras. Estos son nuestros tesoros. »Miramos como una debilidad el amor excesivo a la gloria, y como un crimen el de la celebridad. No tenemos ningún historiador, ningún orador, ningún panegirista, ninguno de aquellos monumentos que únicamente sirven para atestiguar la vanidad de una nación. Los pueblos que hemos vencido dirán a la posteridad nuestras victorias, y enseñaremos a nuestros hijos a ser tan valientes y virtuosos como sus padres. El ejemplo de Leónidas, siempre presente a su memoria, les atormentará día y noche. Preguntadles, y la mayor parte os referirán de memoria los nombres de los trescientos espartanos que perecieron con él en las Termópilas. Desde que sale el sol hasta que se pone, desde nuestros primeros años hasta los últimos, siempre estamos sobre las armas, y aun observando una disciplina más exacta que si estuviésemos en su presencia. Volved la vista a todas partes y os parecerá estar más bien en un campamento que en una ciudad, pues solo veréis muchas evoluciones, ataques y batallas. A este espíritu militar se atienen muchas de nuestras leyes. Siendo jóvenes todavía, vamos a cazar todas las mañanas, y en lo sucesivo siempre que nos lo permiten nuestras tareas, pues Licurgo nos recomendó este ejercicio como una imagen del peligro y la victoria. »Mientras los jóvenes se entregan a él con ardor, les está permitido recorrer los campos y quitar cuanto les acomode. El mismo permiso tienen en la ciudad, y son dignos de elogios si no se les convence de hurto, pero si lo fuesen, son reprendidos y castigados. Esta ley ha suscitado censores contra Licurgo. Parece en efecto que debía inspirar a los jóvenes el gusto al desorden, al latrocinio, pero únicamente produce en ellos actividad y destreza; en los demás ciudadanos más vigilancia, y en unos y otros más hábito de prever los designios del enemigo, ponerle acechanzas y preservarse de las suyas. »No olvidéis», me dijo Damonax al concluir, «que nuestra conversación solo ha versado sobre el espíritu de las leyes de Licurgo y las costumbres de los antiguos espartanos». CAPÍTULO XLII. Vida de Licurgo. Ya dije que los descendientes de Heracles, desterrados en otro tiempo del Peloponeso, volvieron a entrar en él ochenta años después de la toma de Troya. Témeno, Cresfontes y Aristodemo, todos tres hijos de Aristómaco, vinieron con un ejército de dorios e hiciéronse dueños de esta parte de la Grecia. La Argólida tocó en suerte a Témeno, y la Mesenia a Cresfontes; murió Aristodemo en estas circunstancias, y Eurístenes y Procles, sus hijos, poseyeron la Laconia. De estos dos príncipes traen su origen las dos casas que hace cerca de nueve siglos que reinan juntamente en Lacedemonia. Este imperio naciente se vio vacilante muchas veces por las facciones intestinas o a causa de grandes empresas, y estaba amenazado de una próxima ruina cuando uno de los reyes, llamado Polidectes, murió sin hijos. Sucediole su hermano Licurgo, ignorándose entonces el embarazo de la reina. Luego que tuvo noticia de él, declaró que si aquella princesa daba un heredero al trono, sería el primero en reconocerle, y en consecuencia no administró el reino sino en clase de tutor del joven príncipe. A pesar de esto le dio a entender la reina que si consentía en casarse con ella, no tendría reparo en dar muerte a su hijo. Para apartarla de la ejecución de tan bárbaro proyecto, la lisonjeó con esperanzas, y luego que parió, tomó Licurgo el hijo en los brazos, y presentándole a los magistrados de Esparta: «Aquí tenéis», les dijo, «el rey que os ha nacido». La mayor parte de los ciudadanos le atestiguaron tanto amor como respeto, pero sus virtudes tenían descontentos a los principales del estado, favorecidos por la reina que, ansiosa de vengar su afrenta, sublevaba contra él a sus parientes y amigos. Para desvanecer los rumores que circulaban contra él, se vio en la precisión de alejarse de su patria. Fijaron por mucho tiempo su atención en Creta las leyes del sabio Minos, y para juzgar mejor de los efectos que produce la diferencia de gobiernos y costumbres, visitó las costas de Asia. Allí vinieron a parar en sus manos las poesías de Homero, y admirado de las bellas máximas de moral y de política que hermoseaban las ficciones de este gran poeta, resolvió enriquecer con ellas la Grecia. Después de haber recorrido las regiones lejanas, estudiando por todas partes el genio y la obra de los legisladores, cedió a los deseos de los lacedemonios que le llamaban, y regresó a su patria. No tardó en conocer que lejos de tratarse de reparar el edificio de las leyes, solo se pensaba en destruirlas, elevando otro con nuevas proporciones. Previó todos los obstáculos y no se espantó de ellos. Antes de comenzar sus operaciones, las sometió al examen de sus amigos y de los ciudadanos más distinguidos, entre los cuales escogió treinta que debían acompañarle armados a las asambleas generales. Esta comitiva no siempre bastaba para contener el tumulto, y así es que en un alboroto excitado con motivo de una ley nueva, tomó la resolución de refugiarse en un templo inmediato; pero habiéndole alcanzado en tal momento un golpe violento que le privó de un ojo, se contentó con mostrar a sus perseguidores el rostro bañado en sangre. Al ver tal espectáculo, la mayor parte, sobrecogidos de vergüenza, le acompañan hasta su casa detestando el crimen, y le entregan el delincuente, que era un joven impetuoso e inquieto. Licurgo sin reconvenirle ni proferir siquiera una queja, le detiene en su casa, hasta que se retiren sus amigos y criados, y le manda que le cure la herida. Obedece el joven guardando silencio, y siendo a cada instante testigo de la paciencia y las grandes prendas de Licurgo, convierte su odio en amor, y siguiendo tan bello modelo, reprime la violencia de su carácter. Aprobose en fin la nueva constitución por todas las clases del estado, mas a pesar de ser excelente en todas sus partes, Licurgo no estaba satisfecho todavía de su duración. «Me queda que exponeros», dijo al pueblo reunido, «el artículo más importante de nuestra legislación, pero antes de todo quiero consultar al oráculo de Delfos. Prometed que hasta mi vuelta no tocaréis en nada las leyes establecidas». Los reyes, los senadores, todos los ciudadanos lo prometieron con juramento. Este compromiso debía ser irrevocable, porque el designio del legislador era no volver a ver su patria. Al punto se fue a Delfos y preguntó si las nuevas leyes bastaban para asegurar la dicha de los espartanos. Habiendo respondido la Pitia que Esparta sería la ciudad más floreciente mientras mirase como un deber el observarlas, Licurgo envió este oráculo a Lacedemonia, y se condenó él mismo a destierro. Murió lejos de la nación que hizo dichosa. Algún tiempo después de su muerte le consagró ella un templo, donde todos los años se le hace el honor de un sacrificio, y sus parientes y amigos formaron una sociedad que se ha perpetuado hasta nosotros, y se reúne de tiempo en tiempo para recordar la memoria de sus virtudes. CAPÍTULO XLIII. Gobierno de Lacedemonia. Las muchas luces de Licurgo no permitían que abandonase la administración de los negocios públicos a los caprichos de la muchedumbre. Veintiocho ancianos de experiencia consumada fueron elegidos para decidir con los reyes la plenitud del poder, quedando establecido que los grandes intereses del estado se discutiesen en este senado augusto; que ambos reyes tendrían el derecho de presidirle, y que la decisión fuese a pluralidad de votos. Hasta el tiempo de Polidoro y Teopompo, que reinaron cerca de ciento treinta años después de Licurgo, el senado había guardado el equilibrio, pero siendo perpetuas las plazas de los senadores era de temer que en lo sucesivo se uniesen estrechamente y no hallasen oposición a su voluntad; por esto hicieron pasar una parte de sus funciones a manos de los magistrados, llamados éforos o inspectores, destinados a defender al pueblo en caso de opresión, y el rey Teopompo estableció esta nueva autoridad intermedia con beneplácito de la nación. Ambos reyes deben ser de la estirpe de Heracles, y no pueden casarse con extranjera. Los éforos están encargados de vigilar la conducta de las reinas, a fin de que estas no den al estado hijos que no sean de aquella ilustre casa; de manera que si fuesen convencidas o hubiese vehementes sospechas de su infidelidad, sus hijos quedarían reducidos a la clase de particulares. En cada una de las dos ramas reinantes, la corona debe pasar al primogénito y, en defecto de este, al hermano del rey. Si el primogénito muere antes que el padre, pertenece al segundo; pero si deja un hijo, este es preferido a su tío. En defecto de los herederos próximos en una familia, llaman al trono a los parientes lejanos y nunca a los de otra casa. Al heredero presuntivo no se le educa con los demás hijos del estado, mas no por esto es su educación menos atenta, pues se le da una justa idea de su dignidad y aun más todavía de sus deberes. Licurgo ha trabado las manos a los reyes, pero les ha dado al mismo tiempo unos honores y prerrogativas de que gozan como jefes de la religión, de la administración y de los ejércitos. Arreglan todo lo respectivo al culto público, y presiden en las ceremonias religiosas, así como en el senado, donde proponen el objeto de la deliberación y vale por dos su voto. Cuando proponen de acuerdo un proyecto conocidamente útil para la república, a nadie le es permitido oponerse. La conservación de los caminos, las formalidades de la adopción y la elección del pariente que debe casarse con una heredera, todo esto está sometido a la decisión de los reyes. No puede ausentarse durante la paz, ni ambos a un tiempo durante la guerra, a menos que se armen dos ejércitos, cuyo mando les corresponde por derecho. El estado paga la manutención y demás gastos del general y de su casa, y este jefe, exento de todo cuidado doméstico, solo se ocupa de los preparativos para la guerra. Los dos éforos que le siguen, no tienen otra obligación que la de mantener las costumbres, sin mezclarse en los asuntos que él tenga a bien comunicarles. Durante la guerra, los reyes no son más que los primeros ciudadanos de una ciudad libre. Se presentan en público sin fasto y sin comitiva, pero se les cede el primer lugar, y todo el mundo se levanta en su presencia, excepto los éforos cuando están en su tribunal. Cuando no pueden asistir a los banquetes públicos, se les envía una medida de vino y harina, lo cual se les niega cuando se excusan sin motivo. Al momento que expira uno de ellos, recorren las mujeres las calles y anuncian la desgracia pública dando golpes en unos vasos de bronce. Se cubre de paja el mercado y se prohíbe vender en él durante cuatro días; salen hombres a caballo para esparcir la noticia por la provincia y avisar a los hombres libres y a los esclavos que deben asistir a los funerales. Concurren gentes a millares, cabizbajos y exclamando entre largos lamentos que ninguno fue mejor de todos cuantos príncipes han tenido. Cuando muere el rey en una expedición militar, exponen su imagen en un lecho fúnebre, y durante diez días no se permite ni convocar la asamblea general ni abrir los tribunales de justicia. Luego que llega el cuerpo, que se cuida de conservar en miel o en cera, se le sepulta con las ceremonias acostumbradas en el barrio de la ciudad donde está el panteón de los reyes. El senado, compuesto de los dos reyes y de veintiocho gerontes o ancianos, es el consejo supremo, donde se tratan en primera instancia la guerra, la paz, las alianzas y los negocios más importantes del estado. Obtener una plaza en este augusto tribunal es subir al trono del honor, de modo que únicamente se concede al que desde su infancia se ha distinguido con virtudes eminentes, y no se logra hasta la edad de sesenta años para poseerla hasta la muerte. Depende del senado no solamente la vida de los ciudadanos, sino también su fortuna, es decir, su honor, porque el verdadero espartano no conoce otro bien. Se invierten muchos días en examinar y justificar los delitos que merecen pena capital, y jamás se condena al acusado por simples presunciones; pero aunque sea absuelto una vez, se le persigue con más rigor si en adelante se adquieren nuevas pruebas de delito. Cuando acusan a un rey de haber violado las leyes o hecho traición a los intereses del estado, el tribunal que ha de juzgarle se compone de los veintiocho senadores, de los cinco éforos y del rey de la otra casa; pero puede apelar de su sentencia a la asamblea general del pueblo. Los éforos o inspectores, llamados así porque extienden su vigilancia a todos los ramos de la administración, son en número de cinco y se renuevan anualmente. Ocupan su empleo al principio del año, que empieza en la luna nueva que sigue al equinoccio de otoño. El primero de ellos da su nombre al año, y así para recordar la fecha de un acontecimiento basta decir que pasó u ocurrió en tiempo de tal éforo. El pueblo tiene el derecho de elegirlos, y de elevar a esta dignidad a los ciudadanos de todos los estados. Desde que los nombra, los mira como sus defensores, y bajo esta consideración no ha cesado de aumentar sus prerrogativas. Los éforos se toman un cuidado particular de la educación de la juventud. Diariamente se enteran por sí mismos si los hijos se crían con demasiada delicadeza, les nombran jefes que exciten su emulación, y se presentan al frente de ellos en una fiesta militar que se celebra en honor de Atenea. Los magistrados vigilan sobre la conducta de los ciudadanos, y es objeto de su celo y su censura todo aquello que puede atender al orden público y a los usos establecidos: así es que más de una vez han reprimido el abuso que hacían de sus talentos los extranjeros admitidos a sus juegos. Un orador ofreció hablar un día sobre toda suerte de materias, y ellos le arrojaron de la ciudad. Arquíloco sufrió en otra ocasión igual suerte, por haberse atrevido a sentar en sus escritos una máxima de cobardía, y casi en nuestros días el músico Timoteo, habiendo dejado absortos a los espartanos con la dulzura de sus cantares, se acercó a él un éforo con un cuchillo en la mano y le dijo: «Os hemos condenado a cortar cuatro cuerdas de vuestra lira: ¿de qué lado queréis que las corte?». Los espartanos tienen diversos intereses, algunos que les son comunes con los habitantes de las diferentes ciudades de la Laconia, y de aquí vienen aquellas dos especies de asambleas, a las cuales asisten siempre los reyes, el senado y las diversas clases de magistrados. Cuando hay que arreglar la sucesión al trono, elegir o deponer a los magistrados, pronunciar sobre los delitos públicos, estatuir sobre los grandes asuntos de religión o de la legislación, la asamblea solamente se compone de espartanos y se nombra asamblea menor. Cada asistente tiene derecho de votar, si es de edad de treinta años lo menos, pues antes no le es permitido hablar en público. Convócase la asamblea general cuando se trata de guerra, de paz y de alianzas. Primeramente se compone de los diputados de las ciudades de la Laconia, a los cuales se juntan los de los pueblos aliados y de las naciones que vienen a implorar la asistencia de Lacedemonia. Los reyes y los senadores llevan en ella la palabra comúnmente, y su autoridad es de mucho peso, pero aun más todavía la de los éforos. CAPÍTULO XLIV. De las leyes de Lacedemonia. Cuando llega un viajero a Lacedemonia, se cree transportado a una región nueva. La singularidad de los reglamentos de Licurgo le invita a meditarlos, y en breve queda absorto de aquella profundidad de miras y de aquella elevación de sentimientos que brillan en la obra de aquel legislador. Indicaré sucesivamente la mayor parte de estos reglamentos, hablando lo primero de la distribución de las tierras. La proposición que Licurgo hizo sobre esto irritó los ánimos, pero al cabo de las más acaloradas contestaciones fue dividido el distrito de Esparta en nueve mil porciones de tierra, y en treinta mil el resto de la Laconia. Cada porción adjudicada a una cabeza de familia, debía producir además de una cierta cantidad de vino y aceite, setenta medidas de cebada para él y doce para su esposa. Hecha esta operación, creyó Licurgo que debía ausentarse para dar tiempo a que los ánimos reposasen. A su vuelta halló los campos de la Laconia cubiertos de montones de mieses todos del mismo bulto, y situados a distancias casi iguales; le pareció ver una gran finca, cuyas producciones acababan de ser repartidas entre hermanos, y ellos creyeron ver un padre que en la distribución de sus dones no muestra más amor a unos hijos que a otros. ¿Pero cómo podría subsistir esta igualdad de bienes? Reservado estaba a Licurgo el intentar las cosas más extraordinarias y conciliar las más opuestas. En efecto, por una de sus leyes arregla el número de las heredades por el de los ciudadanos, y por otra concediendo exenciones a los que tienen tres hijos, y más aún a los que tienen cuatro, se expuso a destruir la proporción que quiso establecer, y restablecer la distinción entre ricos y pobres, que es lo que se propuso destruir. Los bienes raíces, tan libres como los hombres, no debían ser gravados con impuestos. El estado no tenía tesoro, en ciertas ocasiones los ciudadanos contribuían según sus facultades, y en otras recurrían a medios tales que probaban su excesiva pobreza. Los diputados de Samos vinieron una vez a pedir en préstamo una suma de dinero; no teniendo la asamblea otro recurso, propuso un ayuno general, así para los hombres libres como para los esclavos y los animales domésticos, y el ahorro que esto produjo se entregó a los diputados. Todo cedía al genio de Licurgo: empezó a desaparecer la afición a la propiedad; las pasiones violentas no turbaban ya el orden público, pero esta calma hubiese sido una desgracia más si el legislador no hubiese asegurado la duración de ella. Atento Licurgo al poder irresistible de las impresiones que el hombre recibe en su infancia, y que influyen en el resto de su vida, hacía mucho tiempo que estaba decidido por un sistema justificado en Creta por la experiencia. Educar a todos los hijos mancomunadamente, con una misma disciplina, bajo unos principios invariables, a la vista de los magistrados y de todo el público, a fin de que aprendan sus deberes practicándolos, y que los amen después de practicarlos; tal es el principal medio que creyó deber poner en uso para consolidar su legislación sobre la propiedad, así como los demás reglamentos suyos. CAPÍTULO XLV. Educación y matrimonio de los espartanos. Las leyes de Lacedemonia cuidan con sumo esmero de la educación de los niños; mandan que sea pública y común a los pobres y a los ricos. Apenas nace un niño le presentan a la junta de los más ancianos de la tribu, a que pertenece su familia; llaman a la nodriza, y en lugar de lavarle con agua, le dan lavatorio de vino. Hecha esta prueba, dañosa a los temperamentos débiles, y practicado además un reconocimiento riguroso, se pronuncia la sentencia del niño. Si no conviene ni para él ni para la república que viva más tiempo, le echan en una profunda sima; pero si parece sano y bien constituido, se le escoge en nombre de la patria para ser algún día uno de sus defensores. Vuelto a casa le ponen sobre un escudo, y al lado de esta especie de cuna le dejan una lanza, a fin de que sus primeras miradas se acostumbren a ver esta arma. Jamás aprietan sus miembros delicados con fajas u otras ligaduras que pudieran embarazar sus movimientos; ni contienen su llanto si se juzga que conviene que le vierta. Le acostumbran insensiblemente a la soledad, a las tinieblas y a la mayor indiferencia acerca de la variedad de alimentos. No se les hace ninguna impresión de terror, ninguna sujeción inútil ni ninguna reprensión; entregado del todo a sus juegos inocentes, goza completamente de las dulzuras de la vida y su dicha apresura el desenvolvimiento de sus fuerzas y de sus cualidades. La edad de siete años es la época en que acaba comúnmente la educación doméstica. Entonces se pregunta al padre si quiere que su hijo sea educado según las leyes: si se niega a ello el padre, queda este privado del derecho de ciudadano; pero si consiente; el hijo tendrá en lo sucesivo por ayos no solamente a sus padres, sino también las leyes, los magistrados y todos los ciudadanos. Se encarga de los niños uno de los hombres más respetables de la república, que los distribuye en diferentes clases, presidida cada una de ellas por un jefe joven, distinguido por su valor y su prudencia. Los niños deben someterse humildemente a las órdenes que estos les dan y a los castigos que les imponen, infligidos por otros jóvenes que han llegado a la pubertad, los cuales usan de disciplinas. La regla se hace más severa de día en día, les cortan el pelo, andan sin medias ni zapatos para acostumbrarles al rigor de las estaciones, y algunas veces se les hace luchar desnudos. A la edad de doce años dejan la túnica, y se cubren solamente con un manto que debe durar todo el año. Rara vez se les permite el uso de baños y perfumes. Cada cuadrilla se acuesta reunida sobre puntas suaves de unos juncos que se crían en el Eurotas, y que arrancan sin valerse de instrumento. Los alumnos no pueden sustraerse ni por un momento a la vista de las personas ancianas que tienen obligación de asistir a sus ejercicios y mantener allí el decoro; a la del director general de educación ni a la del irén o jefe particular que manda a cada división. Este irén es un joven de veinte años que en premio de su valor y prudencia recibe el honor de dar lecciones a aquellos que se le confían. Está a su frente cuando lidian, cuando pasan el Eurotas a nado y cuando van a cazar; cuando aprenden a luchar, a correr y a diferentes ejercicios del gimnasio. De vuelta a su casa toman un alimento sano y frugal que ellos mismos se preparan. Los más robustos recogen y traen leña, los más débiles hierbas y otros alimentos que han pillado, introduciéndose furtivamente en los huertos y en las salas de los banquetes públicos. Si son descubiertos, unas veces los azotan y otras se añade a este castigo la prohibición de acercarse a la mesa: hay ocasiones en que los llevan a un altar, alrededor del cual les hacen dar vueltas, cantando versos contra ellos mismos. No se da a los alumnos más que una ligera tintura de las letras; pero se les enseña a explicarse con pureza, a representar en los coros de danza y de música, a perpetuar en sus versos la memoria de los que han muerto por la patria, y la vergüenza de aquellos que la vendieron. En estas poesías se expresan con sencillez las grandes ideas y con calor los sentimientos elevados. Los éforos van a verlos todos los días, y de tiempo en tiempo van ellos a las casas de los éforos, quienes examinan si está bien dirigida su educación, si se ha introducido alguna delicadeza en sus camas y vestidos, y si están en disposición de engrosar demasiado. Este último punto es muy esencial, tanto que se han visto alguna vez en Esparta magistrados que citaron al tribunal de la nación y amenazaron con el destierro a ciudadanos cuya excesiva grosura parecía ser una prueba de vida desordenada, de debilidad o de afeminación; un rostro afeminado sería capaz de avergonzar a un espartano: es necesario pues que el cuerpo, en su incremento, adquiera agilidad y fuerza, conservando siempre justas proporciones. He concurrido varias veces a los combates que dan en el Platanisto los jóvenes que han cumplido dieciocho años. Hacen los preparativos en un colegio situado en el barrio de Terapne; divididos en dos cuerpos, uno de los cuales se distingue con el nombre de Heracles y el otro con el de Licurgo, se adelantan en orden y por caminos diferentes hacia el campo de batalla. Al oír la señal, se embisten unos a otros y se empujan y rechazan alternativamente. Aumentose luego su ardor por grados; se les ve lidiar a patadas y cachetes; desgarrarse a bocados y tarascadas, continuar una lucha desventajosa; a pesar de las heridas dolorosas, exponerse a perecer antes que rendirse y aumentar algunas veces la arrogancia, al paso que disminuían las fuerzas. Yo vi a uno de ellos, a punto de echar por tierra a su antagonista, exclamar de repente: «Me muerdes como una mujer». «No», respondió el otro, «te muerdo como un león». Presencian la acción cuatro magistrados que pueden moderar el furor con una sola palabra, y pasa a la vista de una multitud de testigos que unas veces prodigan alabanzas a los vencedores y otras sarcasmos a los vencidos. Termina la lid cuando los de un partido se ven precisados a pasar a nado el Eurotas o un canal que, unido al río, sirve de límite al Platanisto. He presenciado también otros combates, donde el mayor valor competía con los más agudos dolores. En una fiesta que se celebra anualmente en honor de Artemisa llamada Ortia, se sitúan cerca del altar diez espartanos jóvenes que apenas han salido de la infancia, escogidos entre todas las clases del estado, y los azotan cruelmente hasta que empiezan a derramar sangre. La sacerdotisa está presente teniendo en sus manos una estatuita de Artemisa muy ligera. Si los ejecutores o verdugos se manifiestan piadosos, exclama la sacerdotisa diciendo que no puede sostener el peso de la estatua; y redoblando entonces los golpes, se hace más vivo el interés general. Al mismo tiempo se oyen los gritos frenéticos de los padres que exhortan a aquellas víctimas inocentes a no proferir el menor quejido, y estas mismas provocan y desafían al dolor. La presencia de tantos testigos ocupados en notar hasta los menores movimientos, y la esperanza del triunfo concedido al que sufre con mayor constancia, les endurecen de tal manera que se presentan a estos horribles tormentos con faz serena y una alegría irritante. «Acordaos», me dijo Damonax, «de aquel muchacho que habiendo escondido el otro día una zorrilla en su seno, se dejó despedazar las entrañas antes que confesar el hurto, y con esto tendréis una idea más de la constancia con que sufren el dolor nuestros jóvenes espartanos». En muchas ciudades de la Grecia, cuando los jóvenes han cumplido dieciocho años, dejan de estar bajo la vigilancia de los institutores. Conocía Licurgo de tal manera el corazón humano, que no podía permitir que se abandonase a sí mismo en aquellos momentos críticos de los cuales depende casi siempre la suerte de un ciudadano y muchas veces la del estado. Opone pues al desenvolvimiento de las pasiones una nueva sucesión de ejercicios y tareas, y ordena a los jóvenes de Esparta a que se diseminen por la provincia con las armas en la mano, descalzos, expuestos a las intemperies de la estación, sin esclavos que los sirvan y sin techo que les preserve del frío por la noche; unas veces toman conocimiento del país y aprenden los medios de preservarle de las incursiones del enemigo; otras corren tras de los jabalíes y demás fieras; y otras en fin, con el objeto de ensayar varias maniobras del arte militar, se ponen en acecho y emboscada de día, y a la noche siguiente acometen y derriban a los ilotas que, aun previendo el peligro, han tenido la imprudencia de salir y de encontrarlos en el camino. Las niñas de Esparta, educadas bajo diferente método que las de Atenas, no se ven en la precisión de estar encerradas, de hilar lana, abstenerse del vino y de comidas fuertes, pero las enseñan a cantar, danzar y luchar entre ellas, a correr con ligereza por la arena, a lanzar con fuerza el tejo o el venablo, a hacer todos sus ejercicios sin velo y medio desnudas, en presencia de los reyes y de los magistrados y ciudadanos, sin exceptuar ni aun los mancebos, a quienes excitan a la gloria, ya con elogios lisonjeros o con ironías picantes. En Lacedemonia no se casan hasta que el cuerpo ha adquirido todo su incremento, y que la razón puede iluminar la elección que se hace. Ambos esposos deben reunir a las prendas del alma una hermosura varonil, una estatura ventajosa y una salud robusta. Licurgo, y después de él los filósofos ilustrados, han mirado con extrañeza que se pusiese tanto cuidado en mejorar las razas de los animales domésticos y se descuidase absolutamente la de los hombres. Cumpliéronse sus deseos, y con el acierto en la unión de ambos sexos, parece haberse añadido a la naturaleza del hombre un nuevo grado de fuerza y majestad. En efecto, no hay cosa más bella ni más pura que la sangre de los espartanos. Hay razones muy poderosas que pueden autorizar a un espartano a no casarse, pero cuando llega a la vejez no debe esperar las mismas consideraciones y consuelos que los otros ciudadanos. Cítase el ejemplo de Dercílidas que había mandado con mucha gloria los ejércitos. Habiendo ido a la asamblea, le dijo un joven: «No me levanto en tu presencia, porque no dejarás hijos que puedan levantarse ante mí un día». CAPÍTULO XLVI. Usos y costumbres de los espartanos. Este capítulo es una continuación del precedente, porque sigue la educación de los espartanos, digámoslo así, durante toda su vida. Desde la edad de veinte años se dejan crecer el cabello y la barba. Cuando los éforos entran en el ejercicio de sus funciones, expiden un bando a son de trompeta mandando rasurarse el labio superior y que se sometan a las leyes. Desterrando de su vestido los espartanos toda especie de adorno, han dado un ejemplo que las demás naciones han admirado sin imitarle de ningún modo. Entre ellos nada distingue en lo exterior de la ínfima clase de ciudadanos a los reyes y magistrados. Llevan todos una túnica muy corta, tejida de lana muy burda, y encima se ponen un manto o capa gruesa. Usan sandalias u otras especies de calzado, siendo el más común de color rojo. Representan a Cástor y Pólux con gorras que, juntas la una a la otra por la parte inferior, harían la figura de aquel huevo de donde se dice que traen su origen. Tomad una de estas gorras y tendréis la que usan todavía los espartanos. Las casas son chicas y hechas sin arte: no se deben labrar las puertas sino con la sierra y los techos con el hacha. Sirven de vigas y cuartones troncos de árboles apenas descortezados, y los muebles, aunque no tan rústicos, participan de la misma sencillez, jamás están amontonados ni sin orden. El régimen de los espartanos es austero. Un extranjero que los vio tendidos alrededor de la mesa y en el campo de batalla, miraba como más fácil sufrir tal muerte que pasar tal vida. Esto no obstante, Licurgo solo ha suprimido de sus comidas lo superfluo, debiendo su frugalidad a la virtud y no a la necesidad. Sus cocineros no se ocupan sino en preparar la carne, y les están prohibidas las salsas, menos el pisto negro, que es una salsa, cuya composición he olvidado, y en la cual mojan pan los espartanos, prefiriéndola a los manjares más exquisitos. Por la fama que tenía esta salsa, quiso Dionisio el tirano enriquecer con ella su mesa. Hizo venir un cocinero de Lacedemonia, y le mandó que no omitiese gasto alguno: sirviéronle el pisto negro y apenas lo probó el rey, lo arrojó indignado. «Señor», le dijo el esclavo, «falta en la salsa una especie muy esencial». «¿Cuál es, pues?», preguntó el príncipe. «Un ejercicio violento antes de comer», contestó el esclavo. La Laconia produce muchas especies de vinos. El que se hace de la uva de Cinco colinas, a corta distancia de Esparta, es tan fragante y tan suave como el olor de las flores. En sus convites nunca pasan la copa de mano en mano como se usa en los demás pueblos, sino que cada uno apura la suya, e inmediatamente la llena el esclavo que sirve a la mesa. Tienen licencia para beber cuando lo necesitan, y usan con placer de este permiso sin abusar de él nunca. El espectáculo desagradable de un esclavo que se embriaga, y que suelen ofrecerles a la vista algunas veces, les inspira suma aversión a la embriaguez. Tienen diferentes especies de banquetes públicos, siendo los más frecuentes los filitías.[5] Reyes, magistrados, simples ciudadanos, todos se reúnen para tomar su comida en unas salas donde hay preparadas muchas mesas, las más veces de quince cubiertos cada una. Comen echados en bancos de roble, con el codo apoyado en una piedra o en un pedazo de madera. Al lado de cada cubierto se pone un migón de pan para enjugarse los dedos. [5] Palabra que quiere decir: asociaciones de amigos. Durante la comida versa la conversación sobre rasgos de moral o ejemplos de virtud. Se cita una bella acción como una noticia digna de llamar la atención de los espartanos. Los ancianos toman comúnmente la palabra, hablan con discreción y los escuchan con respeto. Asisten a los banquetes las diferentes clases de alumnos sin participar de ellos; los más jóvenes para pillar mañosamente de las mesas alguna porción, que parten con sus amigos, y los otros para tomar lecciones de sabiduría y de jocosidad. Entre los espartanos, los unos no saben leer ni escribir, y otros apenas saben contar: no hay entre ellos la menor idea de geometría, de astronomía y otras ciencias. Los más instruidos encuentran sus delicias en las poesías de Homero, de Terpandro y de Tirteo, porque elevan el alma. Su teatro está destinado a los ejercicios, y en ellos no se representan ni tragedias ni comedias. Algunos, en corto número, han cultivado con fruto la poesía lírica, en la cual ha sobresalido Alcmeón, que vivía tres siglos hace. Su estilo es dulce y armonioso, aunque tuvo que combatir el duro dialecto dorio que se habla en Lacedemonia. Del rasgo siguiente puede juzgarse de su aversión a la retórica. Cuando la guerra del Peloponeso, fue enviado un espartano al sátrapa Tisafernes, para empeñarle a que prefiriese la alianza de Lacedemonia a la de Atenas, y expuso su misión en pocas palabras. Viendo a los embajadores atenienses desplegar todo el fasto de la elocuencia, tiró dos líneas que terminaban en un mismo punto, la una recta y la otra torcida, y mostrándolas al sátrapa le dijo: «Escoge». Dos siglos antes los habitantes de una isla del mar Egeo, acosados del hambre, se dirigieron a los lacedemonios, sus aliados, quienes respondieron al embajador: «No hemos comprendido el fin de vuestra arenga y hemos olvidado el principio». Nombraron segundo embajador encargándole que fuese más lacónico, y llegó presentando a los lacedemonios un costal de los que sirven para poner harina, el cual estaba vacío. La asamblea resolvió abastecer a la isla, pero advirtió al diputado que no fuese otra vez tan prolijo. En efecto, les había dicho que era necesario llenar el saco. Aunque este pueblo sea menos instruido que los otros, es mucho más ilustrado. Se dice que de él adquirieron Tales, Pítaco y otros sabios de la Grecia el arte de encerrar las máximas de la moral en cortas fórmulas. Lo que yo he visto me ha sorprendido muchas veces. Creía conversar con hombres ignorantes, pero bien pronto salían de su boca respuestas sentenciosas y penetrantes como dardos. Acostumbrados desde niños a explicarse con tanta precisión como energía, callan cuando no tienen que decir alguna cosa interesante, y si tienen mucho que decir procuran disculparse. Acomódase perfectamente a su carácter el estilo sencillo, y le usan frecuentemente en sus conversaciones y sus cartas. Elogiaba uno la bondad del rey Carilao, y respondió otro, diciendo. «¿Cómo podía ser bueno si lo era también con los malos?». En una ciudad de la Grecia dijo en voz alta el pregonero encargado de la venta de los esclavos: «Vendo un lacedemonio», y exclamó este poniéndole la mano en la boca: «Decid más bien un prisionero». Unos generales del rey de Persia preguntaban a los diputados de Lacedemonia en qué calidad contaban seguir la negociación, a lo cual contestaron: «Si sale mal, como particulares, y si bien, como embajadores». Se observa la misma concisión en las cartas que escriben los magistrados y en las que reciben de los generales. Temiendo los éforos que la guarnición de Decelia se dejase sorprender o interrumpiese sus ejercicios de costumbre, le escribieron únicamente estas palabras: «No os paseéis». Con la misma sencillez anuncian la derrota más completa y la victoria más ilustre. Cuando la guerra del Peloponeso, habiendo sido derrotada su escuadra, al mando de Míndaro, por la de los atenienses a las órdenes de Alcibíades, escribió un oficial a los éforos diciendo: «Perdiose la batalla; Míndaro ha muerto; no hay víveres ni recursos». Poco tiempo después recibieron una carta de Lisandro, general de su ejército, concebida en estos términos: «Hemos tomado Atenas», tal fue la relación de la conquista más gloriosa y más útil para los lacedemonios. La presencia de los ancianos honra siempre sus asambleas, sus banquetes y sus ejercicios públicos. Los demás ciudadanos, y en particular los jóvenes, guardan con ellos las consideraciones que exigirán ellos mismos cuando lleguen a ser ancianos. La ley les obliga a ceder a cada instante el paso a la vejez, a levantarse cuando se presenta y a callar cuando habla. La escuchan con deferencia en las asambleas de la nación y en las salas del gimnasio. De este modo los ciudadanos que han servido a su patria, lejos de llegar a serla extraños, al fin de su carrera son respetados los unos como depositarios de la experiencia, y los otros cual monumentos de que se tiene por sagrado conservar los restos. Las mujeres son altas, fuertes, de salud robusta y en general hermosas; pero su belleza es imponente y severa, de modo que hubieran podido suministrar a Fidias muchos modelos para su Atenea, y apenas alguno a Praxíteles para su Afrodita. Su atuendo consiste en una especie de túnica corta y un vestido que les llega hasta los talones. Las jóvenes, obligadas a dedicar todos los momentos del día a la lucha, la carrera, el salto y otros ejercicios penosos, regularmente no llevan más que un vestido ligero y sin mangas, prendido a los hombros con botones o corchetes, y cuyo ceñidor le tiene levantado encima de las rodillas. La parte inferior está abierta de cada lado, de manera que la mitad del cuerpo queda descubierto. Una espartana sale al público con la cara descubierta hasta que se casa, en cuyo caso como quiera que solo debe complacer y agradar a su esposo, sale con velo; y no debiendo ser conocida sino de él solo, no corresponde a otros el hacer de ella elogios. En ninguna parte son menos observadas las mujeres, ni tienen menos sujeción, ni en parte alguna han abusado menos de su libertad. Si las mujeres de Esparta son mucho más adictas a sus obligaciones que las demás mujeres de la Grecia, también tienen al mismo tiempo un carácter más vigoroso, que le emplean con feliz éxito en dominar a sus esposos, que las consultan con gusto tanto sobre sus asuntos como acerca de los del estado. Una extranjera decía un día a la mujer de Leónidas: «Vosotras sois las únicas que tomáis ascendiente sobre los hombres». «Sin duda», respondió ella, «porque somos las únicas que damos hombres al mundo». Tienen una alta idea del honor y de la libertad, y a veces la llevan a tal extremo que entonces no se sabe qué nombre dar al sentimiento que las anima. Una de ellas escribió a su hijo que se había salvado de la batalla: «Corren malas nuevas de ti; haz que cesen o deja de vivir». En otra ocasión semejante, una ateniense escribió al suyo: «Te doy gracias de haberte conservado para mí». No menos admiración causa la respuesta de Argileonis, madre del célebre Brásidas. Unos tracios le dieron la noticia de la gloriosa muerte de su hijo, añadiendo que jamás había dado Lacedemonia un general tan grande. «Extranjeros», les dijo, «mi hijo era un valiente, pero sabed que Esparta posee muchos ciudadanos que valen más que él». Aquí la naturaleza está sumisa sin ahogarla, y en ella reside el verdadero valor, por lo cual los éforos decretaron honores distinguidos a esta mujer. Pero ¿quién pudiera oír sin estremecerse a una madre, a quien dijeron: «Acaban de matar a vuestro hijo sin haber dejado su puesto»; y respondió inmediatamente, «Que le entierren y ocupe su lugar su hermano»? Otra esperaba en el arrabal la noticia del resultado de la batalla; llega el correo, le pregunta, y la dice: «Vuestros cinco hijos han muerto». «No te pregunto eso», responde ella; «¿peligra mi patria?». «Triunfa». «Pues bien, me resigno gustosa con mi pérdida». «A esta elevación de alma, que nuestras mujeres manifiestan todavía por intervalos», continuó Damonax, «sucederán en breve, sin destruirla, unos sentimientos bajos, y su vida no será ya más que una mezcla de pequeñez y grandeza, de barbarie y deleite. Muchas de ellas se dejan ya dominar por el brillo del oro y el atractivo de los placeres. Los atenienses, que reprobaban altamente la libertad que se concedía a las mujeres de Esparta, triunfan al ver que esta libertad degenera en licencia. Preciso es confesar que ya no somos lo que éramos hace un siglo. Los unos se engríen impunemente de sus riquezas, y otros corren en busca de los empleos que sus padres se contentaban con merecerlos. No hace mucho tiempo que se descubrió una ramera en las inmediaciones de Esparta, siendo aun no menos peligroso el que hemos visto a Cinisca, hermana del rey Agesilao, enviar a Olimpia un carro de cuatro caballos para disputar el premio de la carrera; los poetas celebrar su triunfo y el estado erigir un monumento en honor suyo». CAPÍTULO XLVII. Religión y fiestas de los espartanos. Los objetos del culto público solo inspiran en Lacedemonia un profundo respeto y un silencio absoluto. Acerca de este punto no se permiten disputas ni dudas, pues el único dogma de los espartanos se reduce a adorar a los dioses y honrar a los héroes. Entre los héroes a quienes han erigido templos, altares o estatuas se distinguen Heracles, Cástor, Pólux, Aquiles, Odiseo, Licurgo, etc. Helena participa con Menelao de honores casi divinos, y la estatua de Clitemnestra está colocada al lado de la de Agamenón. En otras partes hay que presentarse a los dioses con víctimas sin mancha, y algunas veces con el aparato de la magnificencia; en Esparta, con ofrendas de poco valor y con la modestia que conviene a todo suplicante; en otras partes importunan a los dioses con indiscretas y largas oraciones, pero en Esparta únicamente se les pide la gracia de hacer grandes acciones después de haber hecho buenas obras, y esta fórmula termina con estas palabras, cuya sublimidad conocerán las almas nobles: «Dadnos fuerza para sufrir la injusticia». Los atenienses han creído fijar entre ellos la Victoria representándola sin alas; por la misma razón los espartanos han representado alguna vez a Ares y a Afrodita encadenados. Esta nación guerrera ha dado armas a Afrodita y puesto una lanza en manos de todos los dioses y diosas; ha colocado la estatua de la Muerte al lado de la del Sueño para acostumbrarse a mirarlas bajo un mismo aspecto, y ha consagrado un templo a las Musas, porque marcha a las batallas al son melodioso de la flauta o de la lira; otro a Poseidón que conmueve la tierra, porque habita en un país expuesto a frecuentes oscilaciones, y otro al Temor, porque hay temores saludables, tales como el de las leyes. Invierten sus horas de descanso en muchas fiestas, siendo algunas de ellas las de Dioniso, de Apolo y de Jacinto. Estas últimas se celebran en la primavera, particularmente por los habitantes de Amiclas. Se dice que Apolo amaba tiernamente a Jacinto, hijo de un rey de Lacedemonia; que Céfiro, envidioso de su hermosura, impelió contra él el tejo que le quitó la vida; y que Apolo, que lo había tirado, no encontró en su dolor otro consuelo que el de trasformar al joven príncipe en una flor, a la cual dio su nombre, y con este motivo se instituyeron unos juegos que se celebran todos los años. El primero y tercer día no presentan más que la imagen de la tristeza y del luto, pero el segundo es un día de júbilo. Lacedemonia se entrega a la embriaguez del gozo en este día, que lo es de libertad, tanto que los esclavos comen a la mesa con sus amos. La disciplina de los espartanos es tal que siempre va acompañada de cierta decencia. Aun en las fiestas de Dioniso, sea en la ciudad o sea en el campo, nadie tiene atrevimiento de separarse de la ley que prohíbe el uso desmedido del vino. CAPÍTULO XLVIII. Servicio militar de los espartanos. Los espartanos están obligados a servir en el ejército desde la edad de veinte años hasta la de sesenta, y pasado este término están exentos de tomar las armas, a no ser que entre el enemigo en la Laconia. Cuando se trata de levantar tropas, los éforos por medio de los heraldos mandan a los ciudadanos, desde la edad de veinte años hasta la que señala el edicto, que se presenten a servir en la infantería pesadamente armada o en la caballería, y se hace el mismo requerimiento a los operarios destinados a seguir al ejército. Estando divididos en cinco tribus los ciudadanos, se ha repartido la infantería pesada en cinco regimientos, cada uno con cuatro batallones y dieciséis compañías. Consta cada batallón de doscientos sesenta hombres; y aun de quinientos doce. Además de los cinco regimientos existe un cuerpo de seiscientos hombres escogidos, que han decidido algunas veces la victoria. Las principales armas de un infante son la pica y el escudo; no cuento la espada, que es únicamente una especie de puñal que llevan en el cinto, y así es que fundan toda su esperanza en la pica. Decía un extranjero al ambicioso Agesilao: «¿Dónde fijáis los límites de la Laconia?». «En la punta de nuestras picas», le respondió. Los infantes cubren su cuerpo con un escudo de bronce ovalado, escotado por ambas partes, y a veces por una sola, que termina en punta por ambos extremos, y tiene las letras iniciales del nombre de Lacedemonia. Por esta señal se reconoce la nación, pero es necesaria otra para reconocer al soldado, que está obligado a volver del combate con su escudo, bajo pena de infamia: consiste pues en que lleva grabado en el campo de esta arma el símbolo que le es propio. Uno de ellos se expuso a las chocarrerías de sus amigos escogiendo por emblema una mosca de tamaño natural. «Me acercaré tanto al enemigo», les dijo, «que él distinguirá esta insignia». El soldado se viste con una casaca roja, cuyo color se ha preferido a los demás a fin de que el enemigo no vea la sangre que hace derramar. El día de la batalla, el rey, a imitación de Heracles, inmola una cabra mientras tocan las flautas la sonata de Cástor. En seguida entona el himno del combate, y todos los soldados con la frente coronada, lo repiten en coro. Después de este momento, tan terrible como hermoso, se peinan, asean el vestido, limpian sus armas, instan a los oficiales para que los lleven al campo del honor, se animan ellos mismos con rasgos de alegría, y marchan formados al compás de la flauta que excita o modera su valor. El rey se coloca en la primera fila, rodeado de cien jóvenes guerreros que deben, bajo pena de infamia, exponer la vida por salvar la del monarca, y de algunos atletas que ganaron el premio en los juegos públicos de la Grecia, y miran este puesto como una distinción la más gloriosa. Es ignominioso para todo hombre el emprender la fuga, y entre los espartanos lo es hasta el pensarlo. Los ejemplos de cobardía, tan raros en otro tiempo, entregan al delincuente a todos los horrores de la infamia, de modo que no puede aspirar a ningún empleo; si está casado, ninguna familia quiere enlazar con la suya, y si no lo está, no puede enlazar con ninguna, porque parece que esta mancha es capaz de mancillar a toda su descendencia. Los que mueren en el combate son enterrados como los demás ciudadanos, con el vestido encarnado y un ramo de olivo, símbolo de las virtudes guerreras entre los espartanos. Si se han distinguido, ponen sus nombres en sus sepulcros, y algunas veces la figura de un león; pero el que ha recibido la muerte volviendo la espalda al enemigo, queda privado de sepultura. En la caballería no entran más que hombres sin experiencia, que carecen de vigor o celo. El ciudadano rico es quien suministra las armas y mantiene el caballo. Si este cuerpo ha logrado algunas ventajas, las ha debido a los soldados extranjeros de caballería que Lacedemonia tomaba a sueldo. En general los espartanos quieren mejor servir en la infantería porque, persuadidos de que el verdadero valor basta por sí mismo, quieren pelear cuerpo a cuerpo. Estaba yo cerca del rey Arquidamo cuando le presentaron el modelo de una máquina nuevamente inventada en Sicilia para lanzar los dardos, y después de haberla visto y examinado detenidamente, dijo: «Se acabó el valor». CAPÍTULO XLIX. Segunda conferencia sobre las leyes de Licurgo. — Causas de su decadencia. Antes de volver con Filotas, que volvió a Atenas al siguiente día de nuestra llegada a Lacedemonia, quise tener con Damonax segunda conferencia relativa a las leyes de Licurgo. Una tarde que recayó insensiblemente la conversación sobre este legislador, afecté en ella menos consideración hacia este grande hombre. «¿Por qué», pregunté a Damonax, «estas leyes que antiguamente han sido tan respetadas ceden hoy día con tanta facilidad a innovaciones peligrosas? ¿Por qué el oro y la plata han forzado entre vosotros las barreras que les oponían, y no sois ya felices como en otro tiempo por las privaciones, y ricos, digámoslo así, con vuestra indigencia?». Iba a responderme Damonax cuando oigo en la calle repetidas voces que decían: «Abrid, abrid», porque no se permite en Lacedemonia llamar a la puerta. Era Filotas, cuya larga ausencia me tenía sin sosiego. Iba corriendo a darle mis brazos cuando estaba ya en los míos, y luego le presenté de nuevo a Damonax, que en breve se retiró por atención. Filotas había vuelto por la Argólida, desde la cual hasta Lacedemonia el camino es tan áspero y escabroso que rendido de cansancio me dijo antes de acostarse: «Sin duda que según vuestra laudable costumbre me haréis trepar a algún vericueto para admirar a discreción las cercanías de esta soberbia ciudad, pues no faltan aquí montañas que facilitan este placer a los viajeros». «Mañana», le respondí, «iremos al Menelaion, eminencia situada al otro lado del Eurotas. Damonax tendrá la bondad de llevarnos». Al siguiente día por la mañana pasamos el Babix, nombre que se da al puente del Eurotas, e inmediatamente se ofrecieron a nuestra vista los restos de muchas casas construidas en otro tiempo a la izquierda del río, y destruidas en la última guerra por las tropas de Epaminondas. Más adelante descubrimos tres o cuatro lacedemonios embozados, con mantos guarnecidos de varios colores y la cara afeitada de un lado solamente. «¿Qué farsa representan aquellos?», preguntó Filotas. «Son», respondió Damonax, «unos tembladores, llamados así porque huyeron en aquella batalla en que rechazamos las tropas de Epaminondas. Su exterior sirve para darlos a conocer, y les humilla tanto que no concurren sino a los parajes solitarios, ya veis cómo huyen de encontrarse con nosotros». Después de haber recorrido con la vista desde lo alto de la colina aquellas hermosas campiñas que se extienden hasta el mediodía, y los soberbios montes que limitan la Laconia hacia el poniente, nos sentamos enfrente de la ciudad de Esparta. Tenía yo a mi derecha a Damonax y a la izquierda a Filotas, que apenas se dignaba fijar la vista sobre aquel montón de cabañas arrimadas sin orden las unas a las otras. «Tal es, sin embargo», le dije, «el humilde asilo de esta nación, donde se aprende tan temprano el arte de mandar y el de obedecer, que es todavía más difícil; de una nación que nunca se ensoberbeció con las victorias ni se abatió con los reveses; que siempre ha tenido el ascendiente sobre las demás naciones, que desafió a los persas, venció muchas veces a los generales de Atenas, y por último se apoderó de su capital; de una nación, en fin, que no es ni frívola, ni inconsecuente, ni gobernada por oradores corrompidos». Al oír estas palabras no pudo Filotas contenerse, y respondió a este elogio de Lacedemonia haciendo severas reconvenciones relativas a los vicios de que adolecen las leyes de Licurgo, la ambición, el disimulo, la mala fe, la codicia, la crueldad de los espartanos y la disolución de sus esposas. Cuando hubo acabado, sin perder Damonax su calma natural, tomó la palabra para rebatir tan graves acusaciones. «¿Qué nos importa», dijo, «el juicio que hace de nosotros una nación siempre rival y muchas veces enemiga? A nosotros no nos faltan hábiles defensores entre vuestros filósofos e historiadores, aunque durante la guerra vuestros oradores y poetas, a fin de animar al populacho contra nosotros, nos han representado bajo un aspecto el más feo. Vituperad en hora buena nuestros vicios actuales, pero respetad al mismo tiempo nuestras virtudes. Acerca de nuestro gobierno, siempre sostendré que entre todos cuantos se conocen, no hay otro mejor que el de Lacedemonia. Este es el dictamen de Platón, genio el más ilustre de Atenas». A continuación entró Damonax en largos pormenores relativos a las leyes, las costumbres, las guerras y la política de su patria, y todo lo que dijo sobre estos diferentes puntos, obligó a Filotas a admirar sus luces, su imparcialidad y su moderación sobre todo. «No obstante», dijo, después de haber atribuido a Lisandro y a Agesilao la decadencia de las leyes de Licurgo, «haced el último homenaje a nuestras leyes. Por otra parte, la corrupción, que hubiera comenzado por afeminar nuestras almas, entre nosotros ha hecho brotar pasiones grandes y fuertes: la ambición, la venganza, la envidia del poder y el frenesí de la celebridad. Parece que los vicios se acercan a nosotros con circunspección. Aún no se siente en todos los estados la sed del oro, y los atractivos del placer no han invadido hasta ahora más que a un corto número de particulares. Más de una vez hemos visto a los magistrados y los generales mantener con rigor nuestra antigua disciplina, y a simples ciudadanos mostrar unas virtudes dignas de los siglos más hermosos. Semejantes a aquellos pueblos que situados en las fronteras de dos imperios han hecho una mezcla de las lenguas y de las costumbres de uno y otro, los espartanos están, digámoslo así, en las fronteras de las virtudes y de los vicios. Pero no conservaremos por mucho tiempo este puesto peligroso. Cada instante que pasa nos advierte que una fuerza invencible nos arrastra al fondo del abismo. Yo mismo estoy espantado del ejemplo que os he dado en este día. ¿Qué diría Licurgo si viese a uno de sus discípulos discurrir, disputar y emplear fórmulas oratorias? ¡Ah! Harto he vivido con los atenienses: no soy más que un espartano degradado». FIN DEL TOMO PRIMERO. TABLA DE LOS CAPÍTULOS CONTENIDOS EN ESTE PRIMER TOMO. INTRODUCCIÓN al viaje de la Grecia. pág. III PRIMERA PARTE. Acontecimientos que han pasado desde Cécrope, hasta el fin de la primera olimpiada. IV SEGUNDA PARTE. Sección 1.ª Siglo de Solón, desde el año 630 hasta el 490 antes de J. C. XXIV Sección 2.ª Siglo de Temístocles y de Arístides, desde el año 490 hasta el 444 antes de J. C. XXXVIII Sección 3.ª Siglo de Pericles, desde el año 444 hasta el 404 antes de J. C. LXIX CAPÍTULO I. Salida de Escitia. — El Ponto Euxino. — Estado de la Grecia desde la toma de Atenas año 404 antes de J. C. hasta el momento del viaje. — El Bósforo de Tracia. — Llegada a Bizancio. 1 CAP. II. Descripción de Bizancio. — Viaje desde esta ciudad a Lesbos. — El estrecho del Helesponto, etc. 12 CAP. III. Descripción de Lesbos. — Pítaco. — Arión. — Terpandro. — Alfeo. — Safo. 17 CAP. IV. Partida de Mitilene. — Descripción de la Eubea. — Llegada a Tebas. 22 CAP. V. Mansión en Tebas. — Epaminondas. — Filipo de Macedonia. 25 CAP. VI. Partida de Tebas. — Llegada a Atenas. — Habitantes del Ática. 29 CAP. VII. Asistencia en la Academia. 33 CAP. VIII. Liceo. — Gimnasios. — Isócrates. — Palestras. — Funerales de los atenienses. 43 CAP. IX. Viaje a Corinto. — Jenofonte. — Timoleón. 51 CAP. X. Levas, revista y ejercicios de las tropas de los atenienses. 54 CAP. XI. Concurrencia al teatro. 60 CAP. XII. Descripción de Atenas y de sus principales monumentos. 63 CAP. XIII. Batalla de Mantinea. — Muerte de Epaminondas. 71 CAP. XIV. Del gobierno actual de Atenas. 76 CAP. XV. De los tribunales de justicia de Atenas. 80 CAP. XVI. Del Areópago. 82 CAP. XVII. De las acusaciones y procedimientos entre los atenienses. 84 CAP. XVIII. De los delitos y penas. 87 CAP. XIX. Costumbres y vida civil de los atenienses. 89 CAP. XX. De la religión, de los ministros sagrados y de los principales delitos contra la religión. 95 CAP. XXI. Viaje a la Fócida. — Juegos píticos. — Templo y oráculo de Delfos. 104 CAP. XXII. Acontecimientos memorables en la Grecia desde el año 361 hasta el de 357 antes de J. C. — Muerte de Agesilao, rey de Lacedemonia. — Advenimiento de Filipo al trono de Macedonia. — Guerra social. 114 CAP. XXIII. De las fiestas de los atenienses. 118 CAP. XXIV. De las casas y comidas de los atenienses. 121 CAP. XXV. Educación de los atenienses. 128 CAP. XXVI. De la música de los atenienses. 144 CAP. XXVII. Continuación sobre las costumbres de los atenienses. 156 CAP. XXVIII. Biblioteca de un ateniense. Clase de filosofía. 162 CAP. XXIX. Continuación de la biblioteca. — La astronomía y la geografía. 171 CAP. XXX. Aristipo. 179 CAP. XXXI. Desavenencias entre Dionisio el joven, rey de Siracusa, y Dion su cuñado. — Viaje de Platón a Sicilia. 184 CAP. XXXII. Viaje a Beocia. — Caverna de Trofonio. — Hesíodo; Píndaro. 193 CAP. XXXIII. Viaje a Tesalia. — Anfictiones. — Mágicas. — Reyes de Feres. — Valle de Tempe. 213 CAP. XXXIV. Viaje a Epiro, a Acarnania y a Etolia. — Oráculo de Dodona. — Salto de Léucade. 228 CAP. XXXV. Viaje a Mégara, a Corinto, a Sición y a Acaya. 234 CAP. XXXVI. Viaje a la Élide. — Juegos olímpicos. 247 CAP. XXXVII. Continuación del viaje a la Élide. — Jenofonte en Escilunte. 272 CAP. XXXVIII. Viaje a Mesenia. 276 CAP. XXXIX. Viaje a Laconia. 283 CAP. XL. De los habitantes de la Laconia. 295 CAP. XLI. Ideas generales sobre la legislación de Licurgo. 298 CAP. XLII. Vida de Licurgo. 305 CAP. XLIII. Gobierno de Lacedemonia. 309 CAP. XLIV. De las leyes de Lacedemonia. 316 CAP. XLV. Educación y matrimonio de los espartanos. 319 CAP. XLVI. Usos y costumbres de los espartanos. 328 CAP. XLVII. Religión y fiestas de los espartanos. 338 CAP. XLVIII. Servicio militar de los espartanos. 341 CAP. XLIX. Segunda conferencia sobre las leyes de Licurgo. — Causas de su decadencia. 345 FIN DE LA TABLA DEL TOMO PRIMERO. *** END OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK COMPENDIO DEL VIAJE DEL JOVEN ANACARSIS A LA GRECIA (1 DE 2) *** Updated editions will replace the previous one—the old editions will be renamed. Creating the works from print editions not protected by U.S. copyright law means that no one owns a United States copyright in these works, so the Foundation (and you!) can copy and distribute it in the United States without permission and without paying copyright royalties. Special rules, set forth in the General Terms of Use part of this license, apply to copying and distributing Project Gutenberg™ electronic works to protect the PROJECT GUTENBERG™ concept and trademark. Project Gutenberg is a registered trademark, and may not be used if you charge for an eBook, except by following the terms of the trademark license, including paying royalties for use of the Project Gutenberg trademark. If you do not charge anything for copies of this eBook, complying with the trademark license is very easy. You may use this eBook for nearly any purpose such as creation of derivative works, reports, performances and research. 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