The Project Gutenberg eBook of Orígenes de la novela, Tomo I

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Title: Orígenes de la novela, Tomo I

Author: Marcelino Menéndez y Pelayo

Release date: February 17, 2023 [eBook #70058]

Language: Spanish

Original publication: Spain: Casa editorial Bailly-Bailliére

Credits: Andrés V. Galia and the Online Distributed Proofreading Team at https://www.pgdp.net (This file was produced from images generously made available by The Internet Archive/Canadian Libraries)

*** START OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK ORÍGENES DE LA NOVELA, TOMO I ***
cover

NOTAS DEL TRANSCRIPTOR

En la versión de texto sin formatear las palabras en itálicas están indicadas con _guiones bajos_; mientras que las palabras en Versalitas se han escrito en mayúsculas. Además, una letra precedida por el signo “^” indica que esa letra es un superíndice. Por ejemplo ^e representa la letra “e” en tamaño más pequeño que la escritura del resto del texto y se encuentra ligeramente por encima de la línea de escritura. En la obra original aparecen letras o conjunto de letras con un signo diacrítico que muestra una línea horizontal (macrón) en la parte superior de esas letras. Algunos de esos signos no pueden representarse en la versión sin formatear y en consecuencia están representados con la marca [=texto]; es decir que ese signo representa la palabra “texto” con una línea horizontal superior sobre dicha palabra.

El criterio utilizado para llevar a cabo esta transcripción ha sido el de respetar las reglas de la Real Academia Española, vigentes cuando la presente edición de esta obra fue publicada. En referencia a lo mencionado precedentemente, cabe destacar que palabras como “vio”, “fue”, “dio”, por ejemplo, en esa época llevaban acento ortográfico. Eso ha sido respetado. El lector interesado puede consultar el Mapa de Diccionarios Académicos de la Real Academia Española.

Lo mencionado en el párrafo precedente fue el criterio utilizado para el texto escrito por el autor de la obra. Sin embargo, el texto citado de otros autores en esta obra, fue revisado controlando que la ortografía coincidiese con la que aparece en la imagen utilizada para llevar a cabo la transcripción. En consecuencia, es posible detectar para una misma palabra inconsistencias en la ortografía usada en otra parte del texto.

En la presente transcripción se decidió adecuar la ortografía de las mayúsculas acentuadas a las reglas indicadas por la RAE, que establecen que el acento ortográfico debe utilizarse, incluso si la vocal acentuada está en mayúsculas.

La cubierta del libro fue creada por el transciptor y se ha agregado al dominio público.

Errores evidentes de impresión y de puntuación en el texto escrito por el autor han sido corregidos.

El Índice de capítulos y una Fe de Erratas incluidos al final de la obra han sido mudados al principio.


[1]

Orígenes de la novela

Tomo I

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Nueva Biblioteca de Autores Españoles
bajo la dirección del
Excmo. Sr. D. Marcelino Menéndez y Pelayo.

Orígenes de la novela

Tomo I

Introducción.
Tratado histórico sobre la primitiva
novela española

por

D. M. Menéndez y Pelayo
de la Real Academia Española.

Madrid
Librería Editorial de Bailly/Baillière é hijos
Plaza de Santa Ana, núm. 10.
1905

ÍNDICE

PÁGINA
     Introducción I
I. Reseña de la novela en la antigüedad clásica, griega y latina III
II. El apólogo y el cuento oriental.—Su transmisión á los pueblos de Occidente,
y especialmente á España.—El cuento y la novela entre los árabes y judíos españoles
XV
III. Influencia de las formas de la novelística oriental en la literatura de nuestra
Península durante la Edad Media.—Raimundo Lulio.—D. Juan Manuel.—Fray
Anselmo de Turmeda.—El Arcipreste de Talavera
LXXI
IV. Breves indicaciones sobre los libros de caballerías.—Su aparición en España.—Ciclo
carolingio (Turpín, Maynete, Berta, Reina Sevilla, Fierabrás, etc.).—Influencia
de los poemas italianos (Reinaldos de Montalbán, Espejo de Caballerías,
etc.).—Asuntos de la antigüedad clásica (Crónica Troyana).—Novelas
grecoorientales (Partinuplés, Flores y Blancaflor, Clamades y Clarimonda,
Pierres y Magalona, etc.).—Novelas varias (Oliveros de Castilla
y Artús de Algarbe
, Roberto el Diablo, etc.).—El ciclo de las Cruzadas en
la Gran Conquista de Ultramar (El Caballero del Cisne).—Otras novelas
de los siglos XIV y XV.—El ciclo bretón en España (Tristán, Lanzarote, Demanda
del Santo Grial
, Baladro del Sabio Merlín, Tablante y Jofre).—Carácter
exótico de toda esta literatura
CXXV
V. Aparición de los libros de caballerías indígenas.—El Caballero Cifar.—Orígenes
del Amadís de Gaula.—Libros catalanes de caballerías: Curial y
Guelfa
, Tirante el Blanco.—Continuaciones del Amadís de Gaula.—Ciclo
de los Palmerines.—Novelas caballerescas sueltas.—Libros de caballerías
á lo divino.—Libros de caballerías en verso.—Decadencia y ruina del
género á fines del siglo XVI
CLXXXVI
VI. Novela sentimental. Sus orígenes: Influencia de Boccaccio y Eneas Silvio.—Juan
Rodríguez del Padrón (El siervo libre de amor).—Diego de San
Pedro (Cárcel de Amor, Tratado de Arnalte y Lucenda).—Cuestión de
amor
, de autor anónimo.—Juan de Flores (Grisel y Mirabella, Grimalte
y Gradissa
).—Otras novelas del mismo estilo.—Juan de Segura (Proceso
de cartas de amores
).—Hernando Díaz (Historia de los amores de Peregrino
y Ginebra
).—Novela bizantina de aventuras.—Influencia de Heliodoro
y Aquiles Tacio.—Alonso Núñez de Reinoso (Clareo y Florisea).—Jerónimo
de Contreras (Selva de aventuras)
CCXCIX
VII. Novela histórica: Crónica del rey don Rodrigo, de Pedro del Corral.—Libros
de caballerías con fondo histórico.—Novela histórico-política: el Marco
Aurelio
de Fray Antonio de Guevara.—Novela histórica de asunto morisco:
El Abencerraje, de Antonio de Villegas.—Las Guerras civiles de
Granada
, de Ginés Pérez de Hita.—Libros de geografía fabulosa.—Viajes del infante D. Pedro
CCCLII
VIII. Novela pastoril.—Sus orígenes.—Influencia de la Arcadia, de Sannazaro.—Episodios
bucólicos en las obras de Feliciano de Silva.—Menina e Moça,
de Bernardim Ribeiro.—Diana, de Jorge de Montemayor.—Continuaciones
de Alonso Pérez y Gil Polo.—El Pastor de Fílida, de Luis Gálvez
Montalvo.—Otras novelas pastoriles anteriores á la Galatea
CDXI
     Adiciones y rectificaciones DXIX

ERRATAS QUE SE HAN NOTADO

PÁGINA LINEA DICE LÉASE
XVI 42 (nota 2.ª) Bentey Benfey
XXII 14 Bocaccio Boccaccio
    (La misma errata se repite en algún otro lugar).    
CXII { 12 a ti te lo acomiendo a ti lo acomiendo
16 atrevesase atravesase
22 de mi comadre a casa de mi comadre
27 ahora agora
CXXXVII 1 que difiere y difiere
CCLXIII 10 enmendada emendada
CCLXV 42 Cuento de Verano Cuento de Invierno
CCLXXX { 7 Cristalión Cristalián
10 D. Cirongilio de Francia D. Cirongilio de Tracia.
CCCLIII 1.ª de la nota 1.ª D. Aureliano Fernández D. Aureliano Fernández-Guerra.
CCCLXXXIV 25 Teccin Temin
CDXI 30 Monsalvo Montalvo

[i]

INTRODUCCIÓN

Dedicó la Biblioteca de Autores Españoles tres de sus primeros volúmenes á Cervantes y á los novelistas anteriores y posteriores al que fué y es monarca del género en la literatura del mundo. Aquella colección de narraciones amenas y libros de pasatiempo pudo parecer suficiente en la época en que salió á luz, cuando apenas comenzaban á despertar los estudios hispánicos largo tiempo aletargados, y era forzoso introducir al público con hábil parsimonia en el conocimiento de una literatura que tenía tan olvidada. Pero hoy que las exigencias, no ya de los eruditos, sino de los meramente aficionados y curiosos, son mucho mayores; hoy que libros antes ignorados ó desdeñados son perseguidos con afán y alcanzan altísimo precio, que no siempre es rasgo de ostentación en sus compradores, sino testimonio del interés que despiertan y de la importancia que se les concede para elevados fines de cultura histórica, no puede menos de sentirse la necesidad de ampliar ésta como las demás secciones de la Biblioteca de Rivadeneyra con obras que por uno ú otro concepto no deben ser omitidas ni postergadas en nuestra historia literaria, y que siendo de difícil adquisición rara vez llegan á manos del investigador estudioso. Á tal fin responde el suplemento que en varios volúmenes nos proponemos hacer de la colección de novelistas, dedicando el mayor espacio, como es justo, á los del siglo XVII, muy imperfectamente representados en aquel vasto repertorio de las letras patrias. Pero antes de llegar á ellos, todavía hemos creído indispensable recoger en un tomo algunas producciones de fines del siglo XV y del siglo XVI, que son, á nuestro juicio, dignas de tenerse en cuenta en un estudio sobre la novela anterior á Cervantes. Y aun hubiéramos ampliado el número de ellas si los límites en que hemos tenido que encerrarnos por inevitable condición editorial no nos hubieran obligado al sacrificio de alguna muy curiosa y que ya teníamos dispuesta para la imprenta.

Nadie puede poner reparos á la elección que con su acostumbrado buen gusto y fino conocimiento de la literatura castellana hizo D. Buenaventura Carlos Aribau de las obras que forman el antiguo tomo de Novelistas anteriores á Cervantes. No hay una sola que pueda rechazarse, y como escogidas en géneros distintos dan idea bastante completa del mundo vastísimo á que pertenecen. La Celestina, obra esencialmente dramática, pero escrita para la lectura y no para la representación, no podía faltar en un cuadro de la novela, en cuyos progresos influyó de modo tan decisivo, y á la cual transmitió el poderoso instrumento de la observación realista y el arte insuperable del diálogo. Las dos grandes novelas picarescas del siglo XVI, Lazarillo de Tormes y Guzmán de Alfarache, acompañadas de sus continuaciones, son, y no podía menos, el fondo principal del libro. La novela corta imitada de los maestros italianos y el cuento ó anécdota fugitiva tienen su representación en el Patrañuelo, de Timoneda, y en su Sobremesa ó Alivio de caminantes. La novela de aventuras al gusto bizantino, mezclada con elementos caballerescos, puede estudiarse en el Clareo y Florisea, de Alonso Núñez de Reinoso, y en la Selva de aventuras, de Jerónimo de Contreras. Y, finalmente, la[ii] novela histórica, enteramente indígena como la picaresca, hace alarde de su gracia infantil en el delicioso cuento de El abencerraje, atribuido á Antonio de Villegas, y en las Guerras civiles de Granada, de Ginés Pérez de Hita.

Nada sobra, por consiguiente, en este tomo, al cual antecede un prólogo de Aribau que es joya de buen decir y sana crítica, y documento de erudición nada vulgar para los días en que fué compuesto. Pero es evidente que algo falta, y el mismo Aribau confiesa estas omisiones y procura dar la razón de ellas, prometiendo subsanarlas en el curso de la Biblioteca que entonces comenzaba. Esta promesa fué cumplida por lo tocante á los Libros de Caballerías, cuyo gran número, vasta mole y especial carácter imponían un estudio separado, que realizó con gran conciencia y doctrina bibliográfica D. Pascual de Gayangos, persona la más competente acaso que en toda Europa podía encontrarse para tal empresa. Pero los demás vacíos quedaron sin llenar, faltando entre otras cosas las novelas pastoriles, salvo la Galatea y la Arcadia, que figuran, respectivamente, en los tomos de Cervantes y Lope de Vega. Hubiera sido excesivo, en verdad, dedicar un volumen entero á este género falso y empalagoso, en que la insipidez del fondo sólo está compensada por las galas del buen decir y los destellos de la fantasía poética; pero no parecía justo que se echase de menos en una biblioteca de autores españoles la obra capital y más antigua de nuestra novela bucólica, la Diana, de Jorge de Montemayor, ni que dejase de ir acompañada de la continuación de Gil Polo, preferida por el gusto de muchos y célebre por la lindeza de los versos que contiene; elogio que debe extenderse á El pastor de Fílida, de Luis Gálvez Montalvo, que Cervantes manda guardar como joya preciosa.

Grave omisión hubiera sido también la de la Cárcel de Amor, de Diego de San Pedro, y la Cuestión de Amor, de autor anónimo, pues aunque escritas en tiempo de los Reyes Católicos, no deben considerarse como producciones de los tiempos medios, sino como muestra de un género nuevo, la novela sentimental y amatoria, de la cual puede encontrarse algún germen en El siervo libre de amor, de Juan Rodríguez del Padrón, pero que tiene durante el siglo XVI su principal desarrollo. Contemporáneas de la Celestina, la Cárcel y la Cuestión, no hay motivo para relegarlas al tomo de los prosistas del siglo XV, de cuyo estilo tanto se apartan.

Otras manifestaciones que prepararon el advenimiento de la novela de costumbres, aunque no puedan confundirse con ella, reclamaban también algún lugar en esta colección de libros de pasatiempo. Me refiero al diálogo satírico-moral, á imitación de Luciano y de Erasmo, género importantísimo en la literatura del Renacimiento y que fué, á no dudarlo, la expresión más avanzada del libre espíritu aplicado á la crítica de la sociedad, y el arma predilecta de todos los innovadores teológicos, políticos y literarios. El padre y maestro de esta sátira lucianesca en España es Juan de Valdés, pero como quiera que las obras selectas de este gran prosista han de formar parte de la presente biblioteca, no van incluidos en este tomo ni el Diálogo de Mercurio y Carón ni el de Lactancio y un arcediano. Figuran, en cambio, dos obras del andante humanista Cristóbal de Villalón; una su famoso Crotalon, que ahora aparece purgado de muchos errores con que antes se había impreso, y otra cierto diálogo inédito de Las transformaciones de Pitágoras, que puede considerarse como el embrión de aquella vasta galería satírica. Obra en cierto modo análoga á las anteriores, aunque contiene menos elementos novelescos y la sátira es mucho más clemente, inofensiva y mesurada, son los Coloquios satíricos de Antonio de Torquemada, libro de muy apacible lectura por lo sabroso de la dicción y por las raras noticias que ofrece de usos y costumbres de su tiempo. Y no hemos querido separar de ella el Coloquio pastoril con que termina, obra entre dramática y novelesca. De buen grado hubiéramos incluido también otra muy semejante, los Coloquios matrimoniales, de Pedro de Luján, y no hubiéramos dejado en olvido la ingeniosa novela alegórica de Loyola, Viaje y naufragios del Macedonio, pero habrán de quedarse para mejor ocasión con otros libros análogos, no menos raros ó interesantes que los anteriores.

Tales son las obras que en este tomo se ofrecen á la consideración del lector. Pero antes de discurrir particularmente sobre ellas, debemos apuntar algunas consideraciones acerca de la novela española del siglo XVI, no limitándonos á las que ahora reimprimimos, sino abarcando el cuadro general, para que mejor se entienda el valor y significación de cada una, y remontándonos, como es forzoso, á los orígenes del género, para explicar la evolución de sus formas, si bien procederemos en esto con la mayor sobriedad posible.

[iii]

I

Reseña de la novela en la antigüedad clásica, griega y latina.

Género tan antiguo como la imaginación humana es el relato de casos fabulosos, ya para recrear con su mera exposición, ya para sacar de ellos alguna saludable enseñanza. La parábola, el apólogo, la fábula y otras maneras del símbolo didáctico son narraciones más ó menos sencillas, y gérmenes del cuento[1], que tiene siempre en sus [iv]más remotos orígenes algún carácter mítico y transcendental, aunque este sentido vaya perdiéndose con el transcurso de los tiempos y quedando la mera envoltura poética. Narración mucho más grandiosa, y compañera también de las primitivas civilizaciones, es la epopeya, teogónica primero y después heroica, divina al principio y humana luego, pero representación entonces de una humanidad más excelsa y vigorosa que la de las edades históricas. En estos géneros espontáneos se agota la actividad estética de las razas vírgenes y de los pueblos jóvenes, y salvo la poesía lírica, ninguna otra forma del arte literario coexiste con ellos. La novela, el teatro mismo, todas las formas narrativas y representativas que hoy cultivamos, son la antigua epopeya destronada, la poesía objetiva del mundo moderno, cada vez más ceñida á los límites de la realidad actual, cada vez más despojada del fondo tradicional, ya hierático, ya simbólico, ya meramente heroico. La novela, considerada como representación de la vida familiar, puede insinuarse en la epopeya misma. ¿Qué es la Odisea sino una gran novela de aventuras, en la mayor parte de su contenido? Pero los naufragios y trabajos del protagonista, los detalles domésticos más menudos, están envueltos en una atmósfera luminosa y divina que los ennoblece y realza, bañándolos de pura y serena idealidad. La categoría estética á que tal obra corresponde es sin duda superior á la de la ficción novelesca, que más ó menos se caracteriza siempre por el predominio de la fantasía individual, por el libre juego de la imaginación creadora. La epopeya tiene raíces mucho más hondas, que descienden á lo más recóndito del alma de los pueblos; es cosa venerable y sagrada, que oculta misterios étnicos y genealógicos, emigraciones y sangrientos conflictos de razas y gentes, ascensión del espíritu humano á la vida religiosa y civilizada, símbolos medio borrados de una revelación primitiva y de verdades eternas. Nacida en un período de viva y fresca intuición y de religioso terror ante los arcanos de la Naturaleza misteriosa y tremenda, que apenas comenzaba á levantar una punta de su velo, la poesía épica, contemporánea de los primeros esfuerzos y de las primeras conquistas del trabajo humano, no domina la realidad, sino que es dominada y sobrepujada por ella. La personalidad del poeta no existe: yace abismada y sumergida en el espíritu colectivo, del cual es eco sonoro; su nombre es un mito más, que se confunde con los nombres de sus héroes. No hay obra sin autor, es cierto; pero el nombre de autor, en el sentido que la literatura le ha dado, es el que menos cuadra al poeta épico, que hasta cuando logra la perfección de la forma, como por privilegio estético de su raza aconteció á Homero ó á los poetas homéricos, la alcanza por instinto semidivino, que no excluye el aprendizaje técnico transmitido por generaciones de aedos y rapsodas, pero que aleja toda sombra de artificio literario y parece una comunicación inmediata y continua de la esencial belleza de las cosas reflejada en la mente del poeta.

Tales momentos no pueden menos de ser fugaces en la vida de la Humanidad. Cuando nace la literatura propiamente dicha, es decir, el arte reflexivo de la composición y del estilo, obra enteramente personal, y que coincide en todas partes con el advenimiento de la prosa, principal instrumento del discurso humano y de la cultura científica, la epopeya muere ó por lo menos se transforma. Unas veces se combina con la poesía lírica, como vemos en las odas triunfales de Píndaro, tan llenas todavía de mitos y de recuerdos heroicos; otras presta su metro y sus formas á la didáctica, y es maestra de la vida en Hesiodo, ó intérprete del pensamiento filosófico aplicado á la interpretación del enigma de la Naturaleza, como en la poesía física de Empédocles y[v] Parménides; otras se convierte de narrativa en activa, y los héroes y las divinidades de la epopeya, conservando todavía su grandioso y sobrenatural prestigio, pisan las tablas de la escena trágica y pronuncian las aladas palabras que en su boca ponen Esquilo y Sófocles. Y no paran aquí las transformaciones del genio homérico, que es á modo de río inagotable para el pensamiento y el arte de la Hélada, pues también la Historia crece á los pechos de la epopeya, y al despojarse de la forma métrica no abjura de su origen, ni de la pasión á lo maravilloso, ni de la candorosa y patriarcal ingenuidad del relato, que hacen de Herodoto un poeta épico, tan lejano del tipo de historiador político que hallamos en Tucídides.

La novela, última degeneración de la epopeya, no existió, no podía existir en la edad clásica de las letras griegas. Pero elementos de ella hubo sin duda, y pueden encontrarse dispersos en otros géneros. Aparte de los apólogos esópicos y de las fábulas libycas, que son género de muy remoto abolengo y más oriental que griego, fué peculiar de aquella cultura en su mayor grado de refinamiento sabio el mito filosófico, que unas veces es metamorfosis ó interpretación de un mito religioso y otras veces parábola ó alegoría libremente imaginada para exponer alguna doctrina metafísica ó moral. De este género de mitos es maestro prodigioso Platón en el Timeo, en el Protágoras, en el Critias, en el Fedro, en el Convite y en tantos otros diálogos. Á veces estos mitos tienen notable desarrollo poético, como el de Her el Armenio en el libro X de la República (que sirve al filósofo para exponer sus ideas acerca de la vida futura), y la leyenda geográfica de la isla Atlántida, que probablemente oculta una verdad histórica desfigurada por la tradición y acomodada por Platón á un sentido político.

Desprovistas de tal sentido y de cualquier otro que no fuese el de la curiosidad y mero deleite, conoció la antigüedad helénica gran número de narraciones fabulosas históricas y geográficas, muchas de ellas de origen oriental, asirio, persa ó egipcio, como las que de buena fe sin duda recogió Herodoto de boca de los intérpretes de Memfis, y todas las maravillas que contenían los libros de Ctesias, frecuentemente citados por Diodoro Sículo. Basta leer el satírico y ameno tratado de Luciano sobre el modo de escribir la Historia para comprender á qué punto llegó el furor de mentir en los historiadores de la decadencia, incluso en los que escribían de cosas de su tiempo, como los biógrafos de Alejandro. Prescindiendo de los mitógrafos de profesión, como Apolodoro, que al fin recogían leyendas antiguas, aunque muchas veces las exornasen y amplificasen, no puede omitirse que las relaciones de viajes apócrifos á países apenas conocidos ó á tierras enteramente fabulosas llegaron á constituir un género, al cual corresponden la Pancaya, de Evhemero; la Isla Afortunada, de Iámbulo; el libro de Hecateo de Abdera sobre las costumbres de los Hiperbóreos, y otras varias expediciones imaginarias, de las cuales es chistosa parodia la Historia verdadera, del mismo Luciano.

Engendró la muelle ociosidad de las ciudades de Jonia y de la Magna Grecia un nuevo género de narraciones, destinadas al frívolo halago de la imaginación, cuando no al de los sentidos, y análogo en gran manera á los cuentos orientales, de los que acaso en parte procedían. Perdidas las primitivas fábulas sibaríticas y milesias, sólo es dado formar juicio de ellas por imitaciones griegas y latinas muy tardías, como el cuento de la Matrona de Efeso en el Satyricon, de Petronio; el Asno, atribuido á Luciano ó á Lucio de Patras, y el mucho más extenso y complejo Asno de Oro, de Apuleyo, obras que justifican ciertamente la fama de libidinosas y aun de brutalmente obscenas que[vi] gozaban dichas fábulas, aunque no sea difícil encontrar en esos mismos libros, sobre todo en el del retórico africano, narraciones de más noble carácter, y alguna tan pura, ideal y exquisita, tan llena de profundo y místico sentido como la historia de los amores de Psique[2], que fué adoptada como símbolo por la teurgia neoplatónica.

Todas las formas seminovelescas hasta ahora enumeradas, con la sola excepción de los mitos filosóficos, fueron poco cultivadas en la edad de oro de la literatura griega, y tenidas sin duda en concepto de géneros inferiores. Su mayor desarrollo, y también el mayor número de ejemplares que de ellas conocemos, pertenecen á épocas de decadencia, á la alejandrina, á la greco-romana y finalmente á la bizantina. Hay que exceptuar una obra sola, compuesta en los mejores tiempos del aticismo, la Cyropedia, de Xenophonte, novela histórica, pedagógica y política, que bajo el disfraz de una fabulosa biografía de Ciro el Mayor, envuelve un curso completo de educación regia y una exposición grave y amena de las doctrinas morales de la escuela socrática. Este libro, célebre en todos tiempos, ha sido progenitor de numerosa literatura ético-política: nuestro obispo Guevara le imitó en su Marco Aurelio; Fenelón juntó en el Telémaco los risueños cuadros de la Odisea y la tendencia práctica de la Cyropedia, y aun el Emilio, de Rousseau, aunque no sea doctrinal de príncipes sino catecismo de educación democrática, puede considerarse como el último eslabón de esta cadena de novelas pedagógicas, donde la intención doctrinal se sobrepone en gran manera al interés estético de la fábula.

Si en alguno de los clásicos griegos quisiéramos personificar el genio de la novela antes de la novela misma, no escogeríamos otro que Luciano, á quien la intachable pureza de su estilo coloca entre ellos, si bien cronológicamente pertenezca al siglo II. En sus obras, tan numerosas, tan varias, tan ricas de ingenio y de gracia, tan sabrosas y entretenidas, no sólo hay muestras de todos los géneros de cuentos y narraciones enumerados hasta ahora, las imaginarias de viajes, las licenciosas ó milesias, las alegorías filosóficas, sino que el conjunto de todos sus diálogos y tratados forma una inmensa galería satírica, una especie de comedia humana y aun divina, que nada deja libre de sus dardos ni en la tierra ni en el cielo. La ironía, el sarcasmo, la parodia, alternan con el razonamiento filosófico, con la gravedad del moralista, con el desenfado del cínico, con el libre vuelo de la fantasía del poeta. Juntando dos géneros harto diferentes, el diálogo filosófico y el de la comedia, logra Luciano un singular compuesto de la manera de Platón y de la de Aristófanes, con un sabor acre y picante peculiar suyo, que recuerda la fuerza blandamente corrosiva del estilo de Voltaire y todavía más la prosa de Enrique Heine. La antigua sátira menipea renace en sus coloquios, y se combina con la observación de costumbres y caracteres practicada por Teofrasto y otros peripatéticos. Aun descartada la polémica contra la mitología y la polémica contra los filósofos, hay en Luciano magistrales invenciones cómicas, como Timón el Misántropo y El banquete ó los Lapitas; singulares historias de maravillas y encantamientos en el Philopseudes, y de rasgos heroicos de amistad en el Toxaris; cuadros tan livianos como ingeniosos de la mala vida de las meretrices y de los parásitos; sátiras generales de la vida humana, como Carón y el Icaro-Menipo; sátiras personales en forma biográfica, como Alejandro el Falso Profeta [vii]y la Muerte de Peregrino. Dejo aparte, porque es para mi gusto la obra maestra del sofista de Samosata, el diálogo del zapatero Simylo y su gallo, joya de buen sentido, de gracia ática y de dulce y consoladora filosofía. No menos que la variedad y riqueza de los argumentos pasma en Luciano la fecundidad de recursos artísticos con que sazona y realza sus invenciones: sueños, viajes al cielo y á los infiernos, diálogos de muertos, de dioses y de monstruos marinos, epístolas saturnales, descripciones de convites, de fiestas y regocijos, de audiencias judiciales, de subastas públicas, de cuadros, de estatuas, de termas regaladas, de sacrificios é iniciaciones, de toda la vida pública y privada, religiosa y doméstica, del mundo greco-oriental en tiempo de los Antoninos. Salvo Plutarco en sus obras morales y en sus biografías, ningún autor clásico nos pone tanto en intimidad con el mundo antiguo. Es un ingenio de decadencia, pero saturado del más puro helenismo. Y al mismo tiempo, por la fuerza demoledora de su crítica, por la nimia curiosidad del detalle pintoresco y raro, por el artificio sutil; por la riqueza de los contrastes, por el tránsito frecuente de lo risueño á lo sentencioso, de la más limpia idealidad á lo más trivial y grosero; por el temple particular de su fantasía, que con voz moderna podemos definir humorística, nos parece un contemporáneo nuestro de los más refinados, originales y exquisitos. Sus cualidades y sus defectos le predestinaban para ser uno de los grandes maestros y educadores del espíritu satírico y del arte literario moderno. En él buscó sus armas toda la literatura polémica del Renacimiento; no las desdeñó la filosofía del siglo XVIII, y á parte de esta vena petulante y agresiva, grandes observadores de la vida humana, que la contemplaron con más sano y piadoso corazón y con mente serena y desinteresada; grandes y honrados satíricos, cuya musa dominante fué la indignación contra el error y el vicio, encontraron provechoso recreo en las páginas de Luciano, y acomodaron á la literatura de los pueblos cristianos mucho que no puede rechazar el más ceñudo moralista. Tan abigarrado y extraño resulta, pues, el catálogo de los imitadores del Samosatense como es abigarrada su doctrina y vario el objeto de sus burlas y el tono de sus escritos. El Elogio de la Locura y los Coloquios, de Erasmo y Pontano; el Mercurio y Carón, de Juan de Valdés; el Crotalon, de nuestro Cristophoro Gnosopho, y el Cymbalum mundi, de Buenaventura Desperiers; alguna parte de Rabelais; la Sátira Menipea francesa; el Coloquio de los Perros y El Licenciado Vidriera, de Cervantes; los Sueños, de Quevedo; los Diálogos de los muertos, de Fenelón y Fontenelle; los Viajes de Gulliver; muchos diálogos de Voltaire y algunos de sus cuentos, como Micromegas y el Sueño de Platón; el Sobrino de Rameau, de Diderot; no pocos escritos de Wieland; las Sátiras políticas de Courier, y aun si se quiere las fantasías cómico-científicas del autor norteamericano que escribió el viaje del holandés Hans Pfaal á la Luna; todas estas y otras innumerables producciones, tan divergentes en gusto, estilo y tendencias, son obras en que más ó menos se refleja la inspiración de Luciano, ó por involuntaria reminiscencia, ó por imitación deliberada, ó por mera analogía del cuadro estético ó por semejanza de temperamento en los autores; influencia no siempre pura, sino mezclada con otras muchas, y en algunas ocasiones oscurecida y casi anulada por el genio triunfante del imitador. No importa que alguno de ellos no conociera directamente el texto de Luciano ó no se acordase de él al tiempo de escribir. La influencia no por ser latente es menos poderosa, y la de Luciano estaba en la atmósfera de las escuelas del siglo XVI, en el polvo que levantaba la literatura militante, en la tradición literaria de los siglos posteriores. Lo que no se veía en el mismo Luciano se aprendía con creces[viii] en sus discípulos, que han sido formidable legión. Voltaire, por ejemplo, no había frecuentado mucho la lectura de Luciano, y sin embargo se parece á él como se parecían los dos Sosias, aunque tiene más hiel y menos imaginación, ó si se quiere una imaginación menos poética y libre.

Comparados con los brillantes caprichos de la musa de Luciano, pierden mucho de su valor otros diálogos, cuentos y visiones que nos restan de la antigüedad; la Tabla, de Cebes, es una alegoría moral, prolija é incolora, pero que tuvo la rara fortuna de ser conocida y parafraseada por los árabes; Los Césares, del emperador Juliano, una invectiva mordaz y apasionada en que se ve más al sectario y al sofista que al hombre de gusto. Lo que es verdaderamente muy agradable, y no tiene toda la fama que merece, sin duda por estar como perdida en las obras de un retórico que nadie lee, es la Historia Eubea, de Dión Crisóstomo, idilio venatorio en prosa, cuento moral en que se contrapone la pacífica existencia de dos cazadores que viven en el seno de la Naturaleza y de la familia al tumulto de la ambición y de la codicia que reinan en las ciudades. Hay en esta ingeniosa y simpática narración un grado de delicadeza moral que anuncia la vecindad del Cristianismo.

Tanto la Historia Eubea, en su género purísimo, como el monstruoso cuento de Lucio ó el Asno, que anda entre las obras de Luciano, aunque no á todos parece suyo, presentan todos los caracteres de la novela corta. Pero la novela extensa de amor y de aventuras es un producto de la extrema decadencia de la literatura griega y se cultivó principalmente en la época bizantina. Para que esta clase de composiciones tuviese existencia propia era menester que todos los grandes géneros fuesen muriendo y que el rumbo de la sociedad cambiase, tornándose cada vez más indiferente á la vida pública y menos capaz del arranque heroico de la epopeya, del vuelo majestuoso de la lírica, del interés patético y sagrado de la tragedia, de la gravedad de la historia, de la sutil profundidad del diálogo filosófico y hasta de la amargura, saludable á veces, de la sátira doctrinal y severa. Por otra parte, el desarrollo creciente de la vida familiar, sus relaciones cada día más complejas, los excesos de la vanidad y del lujo, la confusión de razas distintas dentro de la unidad del Imperio romano, con peculiares ritos y supersticiones, con varias y pintorescas costumbres, cierto género de cosmopolitismo, en suma, alimentado por frecuentes y largos viajes, era medio adecuado para que el ingenio lozanease en ficciones de toda casta, aun sin traspasar los límites de la verosimilitud. El mundo moral comenzaba á transformarse, y estos novelistas de decadencia, á quien los griegos llamaban escritores eróticos (incluyendo entre ellos, no sólo á los narradores de profesión, sino á los sofistas que componían cartas amatorias, como Alcifrón y Aristeneto), llevan en su nombre mismo el calificativo de su género, puesto que el amor, secundario siempre en la epopeya y en la tragedia clásica (salvo en Eurípides), es, por el contrario, la principal inspiración, y puede decirse el fondo común, de esta literatura tardía, que alguna vez, como en la novela de Heliodoro, llega á la castidad del arte cristiano, pero que con más frecuencia no sale de la esfera puramente sensual en que se mueve el lindo y gracioso pero amanerado idilio de Longo.

Las dos obras á que aludimos son las que principalmente merecen atención en este grupo. El Teágenes y Cariclea, aunque no sea la más antigua de las obras de su estilo, puesto que fué precedida por las Babilónicas de Iámblico el Sirio y acaso por alguna otra, es sin disputa la más célebre, sirvió de modelo á otras muchas dentro del mundo[ix] greco-oriental y tiene la gloria de haber inspirado el último libro de Cervantes y de haber encantado la juventud de Racine. No puede ser libro vulgar el que ha logrado tales admiradores y panegiristas, pero es seguramente un libro de muy cansada lectura. El interés de las aventuras es muy pequeño y casi todas pertenecen al género más inverosímil, aunque de fácil y trivial inverosimilitud: raptos, naufragios, reconocimientos, intervención continua de bandidos y piratas. El mérito de Heliodoro no consiste en la fábula ni tampoco en el estilo, que, aunque superior á su tiempo, es una especie de prosa poética llena de centones de Homero y Eurípides, sino en la moral pura y afectuosa que todo el libro respira, en la ternura de algunos pasajes y en cierta ingeniosa psicología con que el autor expone y razona los actos de sus personajes, dando el primer ejemplo de novela sentimental, aunque no muy apasionada. Tal novedad, unida al prestigio que cualquier libro griego ó latino, aun de los más endebles, tenía en tiempos pasados, explica la gran popularidad del Teágenes, cuya importancia en la historia de la novela es innegable, y que, tal cual es, aventaja en gran manera á los Amores de Leucipe y Clitofonte, de Aquiles Tacio; á los de Abrocomo y Anthia, de Jenofonte de Éfeso; á los de Chereas y Calirrhoe, de Chariton de Afrodisia; á los de Ismene é Ismenias, de Eustacio ó Eumatho, y á otras novelas bizantinas que nadie lee y con cuyos títulos es inútil abrumar la memoria[3]. Sólo debe hacerse una excepción en favor de la interesante y romántica historia del príncipe Apolonio de Tiro, por la difusión que tuvo en la Edad Media y en el siglo XVI, como lo testifican la versión latina, atribuida á Celio Simposio, el Gesta Romanorum y otras colecciones de cuentos; nuestro Libro de Apolonio, perteneciente al siglo XIII y á la escuela del mester de clerecía; la Confessio amantis, del inglés Gower; la novela Tarsiana, del Patrañuelo de Juan de Timoneda, y el Pericles, príncipe de Tiro, drama atribuido á Shakespeare. Por de contado que este rey Apolonio nada tiene que ver, salvo el nombre, con el filósofo pitagórico del siglo I de nuestra era, Apolonio de Tiana, ni con su fabulosa biografía, escrita por el sofista Filostrato, la cual debe contarse entre las novelas filosóficas y taumatúrgicas que pulularon en los últimos tiempos del paganismo, especialmente entre las sectas dadas á la teurgia y á las ciencias ocultas[4].

[x]

Aspecto muy diverso que todas las novelas hasta aquí mencionadas, tiene la célebre pastoral de Dafnis y Cloe, obra de tiempo y de autor inciertos, atribuida, quizá por error de copia, á un sofista llamado Longo. Es la primera novela del género bucólico, y sin duda la más natural y agradable, aunque su aparente ingenuidad nada tenga de primitiva y sí mucho de refinado y gracioso artificio. Su autor imita constantemente á los bucólicos sicilianos Teócrito, Bión y Mosco, y en general á los poetas de la escuela alejandrina, de la cual no parece muy distante. Tiene el gusto y el sentimiento de la Naturaleza en mayor grado que otros antiguos, y en la pintura de la pasión candorosamente sensual de sus protagonistas procede sin velos, como gentil que no tiene recta noción del pecado; pero su fantasía es más voluptuosa y amena que torpe, y la belleza y placidez del cuadro campestre, los discursos platónicos del viejo Filetas y hasta algo de sobrenatural y misterioso que hay en el destino de los dos amantes, infunden á la novela cierto encanto poético, y, trasladándola á la región de los sueños, la purifican un tanto de la grosería realista. Pero entiendan los incautos que ni ésta es la verdadera y sagrada antigüedad ni ésta la gracia y sencillez del mundo naciente, sino una linda pintura de abanico, que recuerda las del siglo XVIII francés, al cual pertenece cabalmente la única y pudorosa imitación de Longo, Pablo y Virginia. La ilusión que produce Dafnis y Cloe consiste en que los griegos, aun los sofistas y decadentes, conservan una relativa pureza y simplicidad de estilo que contrasta con las afectaciones del gusto moderno.

No pequeña parte del atractivo de esta novelita ha de atribuirse también al arte peregrino con que en distintos tiempos la han trasladado á sus lenguas respectivas intérpretes tan esclarecidos como el obispo Amyot y Pablo Luis Courier en Francia, Aníbal Caro en Italia y entre nosotros D. Juan Valera. Así como las obras verdaderamente clásicas pierden siempre en la versión, por esmerada que sea, un libro mediano, como Dafnis y Cloe, puede salir mejorado en tercio y quinto de manos de sus traductores, y por eso Amyot, escribiendo en el francés viejo y sabroso del siglo XVI, prestó al cuento griego una rusticidad patriarcal que en el original no tiene y que Courier remedó á fuerza de erudición ingeniosa; Aníbal Caro hizo hablar á Longo en la prosa láctea y florida, melodiosa y suave del Renacimiento italiano, y Valera, postrero en tiempo, no en mérito, labró con el cincel de su prosa castellana, tan sabiamente familiar, expresiva y donairosa, cuanto acicalada y bruñida, una ánfora que conserva el rancio y generoso olor de nuestro vino clásico de los mejores días.

Con ser tantas la variedades del género novelesco que en su senectud y aun en sus postrimerías ofrece el mundo clásico, es singular que casi nadie (exceptuando á Luciano y á los epistológrafos eróticos Alcifrón y Aristeneto, inventores de la novela en forma [xi]de cartas) diese indicios de seguir la senda abierta por la comedia nueva de Menandro y sus imitadores, presentando bosquejos de la vida familiar y escenas de costumbres. El cuadro de género, la novela realista, que en Roma se manifiesta con todos sus caracteres en el libro de Petronio, no hace en los autores griegos más que fugaces y episódicas apariciones, y aun en ellas puede decirse que el campo de la observación está restringido á las costumbres de las rameras y de los parásitos, presentadas con notable monotonía.

Muy lejanos estaban los tiempos en que el análisis ético y psicológico, la interpretación fina y sagaz de las pasiones humanas y de los casos de la vida, fuesen principal materia del novelista. En la novela greco-bizantina lo borroso y superficial de los personajes se suplía con el hacinamiento de aventuras extravagantes, que en el fondo eran siempre las mismas, con impertinentes y prolijas descripciones de objetos naturales y artísticos, y con discursos declamatorios atestados de todo el fárrago de la retórica de las escuelas, plaga antigua del arte griego. Por otra parte, aunque la filosofía de los afectos y de los caracteres hubiese avanzado mucho con los trabajos de los peripatéticos, quedaba por descubrir una región del mundo moral oculta todavía á los ojos de Aristóteles y de Teofrasto. Casi irreverencia parece hablar de la novela cristiana de los primeros siglos, y sin embargo, es cierto que esta novela existía, á lo menos en germen, no por ningún propósito de vanidad literaria ó de puro deleite estético, sino por irresistible necesidad de la imaginación de los fieles, que, no satisfecha con la divina sobriedad del relato evangélico y apostólico, aspiraba á completarle, ya con tradiciones, á veces muy piadosas y respetables, ya con detalles candorosos, que apenas pueden llamarse fábulas, puesto que del inventarlas al creerlas mediaba muy corta distancia en la fantasía fresca y virgen de los que las inventaban de un modo casi espontáneo. Pero hubo casos en que la ficción no fué enteramente inofensiva, por haberse mezclado en ella el interés de las diversas sectas heréticas, que llegó á viciar hasta los mismos evangelios canónicos. Aun en libros que, andando el tiempo y olvidadas las circunstancias en que habían nacido y las doctrinas particulares que reflejaban, fueron alimento de la piedad sencilla de los siglos medios é inspiraron maravillosas obras al arte religioso, es fácil reconocer huellas de gnosticismo, como en el Evangelio de Nicodemus (cuya triunfal Bajada del Cielo á los Infiernos es el tipo más antiguo de la epopeya cristiana); las Actas de San Pablo y Tecla sabemos que fueron compuestas por un presbítero de Asia, imbuido en la falsa opinión de que era lícito á las mujeres el sacerdocio y la predicación en la Iglesia, y las Clementinas ó Recognitiones fueron en su origen un libro ebionita ó de cristianismo judaizante, y el texto griego actual conserva muchos vestigios de ello. Pero muerta con el tiempo ó casi ininteligible ya la parte de polémica teológica que estos libros contenían, quedó sólo la parte edificante y con ella el interés novelesco, pudiendo decirse que la novela místico-alegórica nació con las suaves visiones del Pastor de Hermas; que la Santa Tecla de las Actas fué el primer tipo de virgen cristiana trasladado á la narración poética, y que en las Clementinas la novela de aventuras, viajes y reconocimientos, que por antonomasia llamamos bizantina, cobró interés nuevo, á pesar de las espinas de la controversia, y no fué ya relato insulso de peripecias irracionales, sino demostración palpable de los caminos de la Providencia. Tan patente está el carácter de novela en las Actas de la mártir de Iconio y en la historia de la familia de Clemente, que todavía en el siglo XVII pudo aprovecharlas nuestro Tirso de Molina para el libro de cuentos espirituales que tituló Deleitar[xii] aprovechando. Pero ninguna de ellas igualó en popularidad á otra novela griega muy posterior, comúnmente atribuida á San Juan Damasceno (siglo VIII), la Historia de Barlaam y Josafat, libro de procedencia oriental, en que aparece cristianizada la leyenda del príncipe Sakya Muni, tal como se ha conservado en el Lalita Vistara y en otros textos budistas. No afirmamos, de ningún modo, que á esta novela ascética se limitase la influencia del extremo Oriente sobre la antigüedad griega. Otra no menos profunda, pero más tardía, ejercieron las colecciones de cuentos, el libro de Calila y Dina, traducido en el siglo XI por Simeón Sethos, el Sendebar transformado en Sintypas por el gramático Miguel Andreópulos. Estos apólogos y ejemplos traducidos del siriaco ó del árabe procedían de versiones persas de libros sánscritos, y sin entrar aquí en su embrollada historia, baste consignar que fué Bizancio uno de los focos por donde penetraron en Europa, así como otro fué la España musulmana, que transmitió á nuestra literatura versiones independientes de las demás occidentales, ya en la forma latina de la Disciplina clericalis, ya en la prosa castellana de Alfonso el Sabio y el infante D. Fadrique, ya en la catalana del Libro de las Bestias, de Raimundo Lulio.

Insensiblemente vamos invadiendo el campo de la Edad Media, al cual la decadencia griega nos ha arrastrado; pero conviene dar un salto atrás, para fijarnos en los escasos, pero muy curiosos, productos de la novela latina. Redúcense, como es sabido, á dos obras, la de Petronio y la de Apuleyo, si bien algunos añaden, con poco fundamento, la alegoría pedagógica y enciclopédica de Marciano Capella sobre las Bodas de Mercurio con la Filología, y la Vida de Alejandro, por Quinto Curcio, que es historia anovelada y en muchas partes indigna de fe, pero de ningún modo novela histórica, como no lo es tampoco, aunque sea mucho más fabulosa, la del Pseudo-Calístenes, tan importante para los orígenes de la leyenda de Alejandro y sus transformaciones en la Edad Media. No lo son menos para el ciclo troyano los libros apócrifos que llevan los nombres de Dictys cretense y Dares frigio, pero más que novelas propiamente dichas son una prosaica degeneración y miserable parodia de la epopeya homérica, á la cual suplantaron en Europa hasta que amaneció la luz del Renacimiento[5].

Petronio y Apuleyo son, pues, los únicos representantes de la novela latina, á no ser que queramos añadir á Ovidio como autor de deliciosos cuentos en verso (que á esto se reducen las Metamorfosis), donde las aventuras y transformaciones de los dioses [xiii]gentiles están tratadas con la más alegre irreverencia y con el sentido menos religioso posible.

El Satyricon, de Petronio, auctor purissimae impuritatis, pertenece sin duda al primer siglo del Imperio, y una de las digresiones literarias en que abunda muestra que su autor era contemporáneo y émulo de Lucano. Pudo ser la misma persona que el epicúreo árbitro de las elegancias de Nerón, cuya valiente semblanza nos dejó Tácito; pero de fijo el Satyricon, obra muy pensada y refinadamente escrita, que debió de ser enorme á juzgar por la extensión de los fragmentos conservados y por lo que dejan adivinar de la parte perdida, no puede confundirse con las tablillas satíricas que aquel varón consular escribió pocas horas antes de morir y envió al emperador á modo de testamento cerrado, contando, bajo nombres supuestos, sus propias torpezas y las de sus cortesanos. Prescindiendo de la notoria imposibilidad que el caso envuelve, no se encuentran, en la parte conservada del Satyricon, alusiones de ningún género á Nerón, ni menos se le puede considerar retratado en la grotesca figura del ricacho Trimalchion, que más bien presenta algún rasgo de la estúpida fisonomía de Claudio. El Satyricon es una novela de costumbres, de malas y horribles costumbres, escrita por simple amor al arte y por depravación de espíritu; no es un libro de oposición ni una sátira política. En su traza y disposición es una novela autobiográfica, muy descosida y llena de episodios incoherentes; pero en la cual se conserva la unidad del protagonista, que es una especie de parásito llamado Encolpio. Sus aventuras y las de sus compañeros de libertinaje, entre los cuales descuella el poetastro Eumolpo, son menos variadas que brutales, pero ofrecen un cuadro completo de la depravación de la Roma cesárea, y por la riqueza extraordinaria de los detalles, tienen el valor de un testimonio histórico de primer orden. Si se logra vencer la repugnancia que en todo lector educado por la civilización cristiana ha de producir este museo de nauseabundas torpezas, no sólo se adquiere el triste y cabal conocimiento de lo que puede dar de sí el animal humano entregado á la barbarie culta, que es la peor de las barbaries cuando la luz del ideal se apaga, sino que se aprenden mil raras y curiosas especies sobre el modo de vivir de los antiguos, que en ningún otro libro se hallan, y hasta formas de latín popular (sermo plebeius) que han recogido con gran esmero los filólogos. En los trozos que pueden calificarse de honestos y en los que sin serlo del todo no pecan por lo menos contra la ley de naturaleza ni ofenden la fibra viril, es admirable la elegancia y á veces la energía viva y pintoresca del estilo de Petronio. Sus digresiones sobre la elocuencia y la poesía y sobre las causas de la decadencia de las artes, muestran que era un dilettante muy ingenioso, partidario de la tradición clásica y enemigo de los declamadores, aunque también declamase no poco en sus tentativas épicas sobre la Guerra civil y la Destrucción de Troya. En cambio, sus versos ligeros, amorosos y epicúreos, son de una gracia mórbida que recuerda, con menos pureza de gusto, la manera de Catulo. Los mezcla en su narración á ejemplo de las antiguas sátiras menipeas, naturalizadas en Roma por Varrón; pero con ser muy lindos estos versos quedan inferiores á su prosa, que si de algo peca es de exceso de lima y artificio. El cuento milesio de la Matrona de Éfeso es un dechado de fina ironía; el banquete de Trimalchion, un gran cuadro de género que puede aislarse del resto de la obra y que sorprende por la valentía y crudeza de las tintas; el episodio de los amores de Polyeno y Circe, un trozo de literatura galante y algo amanerada, en que se advierte una cortesanía erótica poco familiar á los antiguos. En todo el libro reina una discreta ironía, un escepticismo frío y de buen tono que, por desgracia, envuelve la indiferencia moral más cínica é inhumana. El Satyricon es un fruto vistoso y lleno de ceniza, como las manzanas de Sodoma.

Aunque las Metamorfosis del africano Apuleyo, más conocidas con el título de El Asno de Oro, presenten alguna escena tan repugnante y bestial como las peores de la novela de Petronio, no son tan licenciosas en conjunto y abarcan un cuadro novelesco mucho más amplio. Son, si se prescinde del estilo extravagante y afectadísimo, una de las novelas más divertidas y variadas que se han escrito en ninguna lengua. La forma es autobiográfica, como en Petronio; pero el héroe narrador interesa mucho más y no se pierde el hilo de sus raras aventuras, á pesar de los muchos episodios intercalados. El Asno griego, de Luciano, ó de quien fuere, ha pasado íntegro al de Apuleyo, pero no es más que el esqueleto de su fábula. La parte picaresca y realista procede enteramente de éste ó de otros cuentos griegos, pero la parte mística, simbólica y transcendental de la obra es toda de Apuleyo y refleja á maravilla su propia vida, tan llena de extraños casos, las incertidumbres de su conciencia, sus peregrinaciones filosóficas, su insaciable y supersticiosa curiosidad, su magisterio de las ciencias ocultas, su iniciación en los misterios egipcios, su neoplatonismo teúrgico, su charlatanismo oratorio. El Lucio griego se burla de lo que cuenta; su transformación en asno es mera bufonada. El Lucio latino, aunque no tome al pie de la letra tan ridícula historia, cree en lo sobrenatural y en el prestigio de la magia, cuyos ritos parece haber practicado, á pesar de las hábiles negaciones de su Apología, y se muestra doctísimo en materia de purificaciones y exorcismos. En el último libro de El Asno nos conduce hasta el umbral de los misterios de Isis, aunque no llegue á levantar el velo de la Diosa, y su tono solemne y religioso no es el del fabulador liviano, sino el del inspirado hierofante. Hasta la fábula de Psiquis parece adoptada por Apuleyo con alguna intención alegórica, aunque no fuese la muy sutil que vemos en Fulgencio Planciades. Mezcla abigarrada de cuentos milesios, casos trágicos, historias de hechicerías y mitos filosóficos, El Asno de Oro, que como novela de aventuras está llena de interés y de gracia, es, sin duda, el tipo más completo de la novela antigua, y nos deleitaría hoy tanto como á los lectores del siglo II si estuviese escrita con más llaneza de estilo y no en aquella manera decadente, violenta y afectada, llena de intolerables arcaísmos y grecismos, de frases simili-cadentes, de palabras compuestas ó torcidas de su natural sentido, de metáforas y catacreses monstruosas, de diminutivos pueriles y de todo género de aliños indecorosos á la grave majestad de la lengua latina. El estilo de Apuleyo, aunque africano, no tiene la corrupción bárbara y férrea como el de algunos apologistas cristianos, sino enervada y delicuescente, como si quisiera remedar las contorsiones, y descoyuntamientos de algún eunuco sacerdote de Cibeles.

Petronio ha influido muy poco en la literatura moderna. Los antiguos humanistas no le citaban ni le comentaban más que en latín; así lo hizo nuestro D. Jusepe Antonio González de Salas, grande amigo y docto editor de Quevedo. Y realmente, libros como el Satyricon nunca debieran salir de lo más hondo de la Necrópolis científica. Apuleyo, en quien la obscenidad es menos frecuente y menos inseparable del fondo del libro, ha recreado con sus portentosas invenciones á todos los pueblos cultos, y muy especialmente á los españoles é italianos, que disfrutan desde el siglo XVI las dos elegantes y clásicas traducciones del arcediano Cortegana y de Messer Agnolo Firenzuola; ha inspirado gran número de producciones dramáticas y novelescas, y aun puede añadirse que toda novela autobiográfica y muy particularmente nuestro género picaresco de los siglos XVI y XVII, y su imitación francesa el Gil Blas, deben algo á Apuleyo, si no en la materia de sus narraciones, en el cuadro general novelesco, que se presta á una holgada representación de la vida humana en todos los estados y condiciones de ella.

Tal es la herencia, ciertamente exigua, que la cultura greco-latina, principal educadora del mundo occidental, pudo legarle en este género de ficciones tan poco frecuentado por los pueblos clásicos. Pero la Edad Media, prolífica en todo, creó y adaptó nuevos tipos de narración, que son el origen más inmediato y directo de la novela moderna y que pasamos á considerar en sus relaciones con España.

[xiv]

NOTAS:

[1] Los más antiguos cuentos conocidos son hasta ahora los egipcios, que ha coleccionado G. Maspero en un precioso volumen (Les Contes populaires de l'Egipte ancienne, traduits et commentés par G. Maspero, París, 1889, tomo 4.º de Les littératures populaires de toutes les nations). El primero de los cuentos que comprende, descubierto en 1852 por Rougé, es una novela de la época faraónica, enteramente análoga á las de Las Mil y una noches, con una de cuyas historias, la de los príncipes Amgiad y Assad, tiene gran semejanza este cuento de los dos hermanos, y también con otros muchos temas de novelística popular (falsa acusación de una madrastra ó cuñada, encantamiento del corazón en un árbol, transformaciones del protagonista Bitiu análogas á las de Proteo, etc.). Todavía más extraordinario y fantástico es el cuento de Satni, hijo de un rey de Menfis, en que intervienen momias parlantes, hechiceras, magos y otros seres misteriosos, pasando gran parte de la acción fuera de los límites de este mundo. Otros cuentos son de género muy diverso. El de la toma de la ciudad de Joppe por los soldados de Tutii escondidos en grandes vasijas de barro recuerda en seguida la estratagema de Alí Baba y los cuarenta ladrones en Las Mil y una noches. No falta una muestra de novela de viajes y naufragios, análoga á la de Sindbad el marino, y todavía más á las griegas que parodió Luciano en la Historia verdadera. Hay verdaderos cuadros de costumbres populares, como la historia del aldeano que va á pedir justicia á la ciudad. Pero en general son cuentos prodigiosos, en que la magia predomina, como el del rey Kufní; el de la princesa de Baktan, poseída por el espíritu maligno; el del príncipe predestinado á ser muerto por la serpiente, por el cocodrilo ó por el perro, ó bien relatos de aventuras épicas que han podido pasar por historias, como las Memorias de Sinuhit. Á estos y otros varios cuentos más ó menos íntegros, recogidos directamente de los papiros egipcios, ha unido Maspero el de Rhampsinito, que sólo conocemos en la forma griega que le dió Herodoto. Los papiros que contienen algunos de estos cuentos son del siglo XIII ó XIV antes de la era cristiana, y algunos todavía más antiguos en centenares de años, según la opinión de Maspero. La India no tiene nada que se aproxime á esta antigüedad, y los cuentos egipcios son hasta ahora las primicias del género en la literatura universal.

[2] Psique escribimos, á ejemplo de Juan de Malara y otros humanistas españoles del siglo XVI, que no modificaron la terminación griega, aunque también la forma Psiquia tiene en castellano antiguas y buenas autoridades.

[3] Pueden verse recopiladas las principales en los Erotici Scriptores de la colección Didot (texto griego y traducción latina). Anteriores á todas ellas son los fragmentos de otra que en 1893 descubrió Wilcken (vid. Hermes, XXVIII, p. 161 y ss.), y que su principal editor é ilustrador, Enrique Weil (Études de Littérature et de Rythmique Grecques, París, 1902, p. 90 y ss.), llama la Ninopedia, por ser su argumento las mocedades del rey Nino, fundador de Nínive, y especialmente sus amores con una prima suya, que en los fragmentos no está nombrada, pero que al parecer es la famosa Semíramis. Estos fragmentos, que conservan mucho carácter épico, pero que están escritos con la misma fraseología retórica que las demás novelas griegas conocidas, se han conservado en un papiro egipcio del siglo I de nuestra era.

[4] Con ser tan medianas, generalmente hablando, las novelas helénicas, todas, aun las de la decadencia bizantina, importan para la literatura comparada, porque tienen rasgos y situaciones que han sido explotados con más habilidad por grandes poetas de diversas naciones, que á veces las han tomado del fondo común de la tradición popular. Así, la historia de la doncella que se hace enterrar en vida, adormecida por medio de un narcótico, para librarse de un matrimonio odioso, está ya en las Efesiacas de Xenofonte, con la diferencia de que aquí la heroína cree beber un veneno mortal y el amante no está enterado. Forma juntamente con el tema de Pyramo y Thisbe uno de los elementos del cuento de Romeo y Julieta (Massuccio, Luigi da Porta, Bandello, Lope de Vega, Shakespeare...). Aparece también en una copiosa serie de cantos populares (vid. núm. 96 de las English und Scottisch Ballads, de Child), entre ellos varios romances españoles que todavía se cantan en Asturias, Portugal y Cataluña. En muchas de estas versiones se añade el pormenor del plomo ó del oro fundido con que se traspasan las manos de la supuesta muerta. (Vid. G. París, Journal des Savans, diciembre de 1892). Aparte de la comunidad de temas folklóricos, que sólo prueba el parentesco inmemorial de las tradiciones de Oriente y Occidente, no son escusas las huellas de la novela griega en el campo de la literatura moderna, aun prescindiendo de los novelistas propiamente dichos. Con no poca sorpresa averiguó la crítica, hace pocos años, que el germen de uno de los más bellos idilios de Andrés Chénier, El Joven Enfermo, está en una de las peores y más olvidadas novelas bizantinas, Los Amores de Rhodantes y Dosicles, de Teodoro Prodromo, monje del siglo XII, pésimo imitador de Heliodoro.

[5] En este imperfectísimo bosquejo de la novela antigua me he guiado únicamente por la impresión y el recuerdo de mis propias lecturas de los textos clásicos, puesto que á nada conduciría extractar lo que ya dicen, y dicen muy bien, las obras especiales sobre este argumento, entre las cuales merece la palma la de E. Rhode, Der griechische Roman und seine Vorlaüfer (Leipzig, 1876). Para las últimas imitaciones bizantinas debe consultarse también la excelente Geschichte der byzantinischen Literatur, de Carlos Krumbacher (Münich, 1891). La Histoire du roman dans l'antiquité, de A. Chassang (1862), es un inventario crítico muy apreciable, pero acaso su erudito autor amplía demasiado el concepto de la novela, confundiéndole con el de la falsa historia, y se detiene poco en las novelas propiamente dichas. La antigua History of fiction, de Dunlop, todavía es útil por lo copioso de sus análisis; pero más bien que en el original inglés, debe ser consultada en la traducción y refundición alemana de Félix Liebrecht, uno de los fundadores de la novelística comparada (Geschichte der Prosadichtungen, Berlín, 1851). Contiene ideas originales, expuestas con ingenioso talento crítico, la pequeña y sustanciosa obra del profesor norteamericano F. M. Warren, A History of the novel previous to the seventeenth century (New-York, 1895).

[xv]

II

El apólogo y el cuento oriental.—Su transmisión á los pueblos de Occidente, y especialmente á España.—El cuento y la novela entre los árabes y judíos españoles.

Mucho más que la novela clásica, aunque pueda reconocerse en tal cual fabliau el tema de algún episodio de Petronio y Apuleyo, no derivado, según creemos, de ningún género de tradición literaria, sino de un fondo popular mucho más antiguo[6], influyeron en la Edad Media los apólogos y cuentos orientales, representados principalmente por dos famosísimas colecciones, que ya hemos mencionado, y cuya profunda acción es imposible negar, aunque modernos y excelentes trabajos obliguen á reducirla un tanto, concediendo mucha mayor espontaneidad á la fantasía é inventiva de los pueblos modernos y rectificando en algún caso supuestas ó exageradas analogías.

Ambos libros son de remotísimo abolengo, y su origen ha de buscarse en la India, aunque por ventura no existan ya los primitivos textos sánscritos, sustituidos por imitaciones posteriores, por versiones en las lenguas modernas del Indostán y por otras más antiguas, persas, siriacas y árabes. Conviene decir dos palabras acerca de estas colecciones, puesto que precisamente España las recibió más pronto y por distinto camino que el resto de los pueblos occidentales, les dió primero vestidura latina y las hizo hablar, también por primera vez, en lengua vulgar. Las traducciones castellanas del Calila y Dimna y del Sendebar, no sólo tienen importancia en el proceso cronológico de la novela, por estar inmediatamente derivadas de un texto arábigo, sino que lo tienen capitalísimo para la historia de nuestra lengua, entre cuyos más vetustos monumentos se cuentan.

La versión árabe que sirvió de texto al Calila y Dimna castellano, lo mismo que á la versión hebrea de la cual proceden la latina y todas las demás occidentales á excepción de la nuestra, es conocida desde antiguo y fué publicada por Silvestre de Sacy[7].

[xvi]

Tiene por autor á Abdalá-ben-Almocafa y pertenece al siglo VIII de nuestra era. Fué hecha bajo los auspicios del segundo califa Abasida, Almanzor, y el intérprete, que era un persa convertido al islamismo, tomó por texto una versión en lengua pehlvi, presentada en la primera mitad del siglo VI al rey Cosroes por su médico Barzuyah, que había ido á buscar los tesoros de la sabiduría en la India, donde encontró las fábulas de Bilpay, las cuales tradujo libremente, dándolas el título de Calila y Dimna, que son los nombres de dos lobos cervales, narradores de una buena parte de los cuentos del libro. Esta traducción persa no existe, pero sí otra siriaca (Kalilag y Damnag), también del siglo VI é independiente de ella, atribuida á un monje nestoriano, llamado Bud, que en calidad de periodeutes ó visitador recorrió, por los años de 570, las comunidades siriacas de Persia y de la India. El insigne orientalista Teodoro Benfey[8], á quien se debe este precioso descubrimiento que nos hace adelantar un grado más en el árbol genealógico de estas fábulas, no ha podido encontrar en la India texto alguno que responda exactamente al Calila y Dimna árabe, persa y siriaco, pero su existencia antes del siglo VI se acredita no sólo por este grupo de traducciones, sino por la célebre refundición conocida con el nombre de Pantschatantra[9], que de los doce ó trece capítulos del Calila sólo contiene cinco, pero muy desarrollados y amplificados interiormente. Cada sección ó capítulo se compone de un apólogo principal y en el cual se intercalan otros varios recitados por los personajes de la fábula y exornados con sentencias en verso, á la manera de las moralidades que D. Juan Manuel puso en El Conde Lucanor. Es opinión muy seguida ahora que la mayor parte de estos apólogos habían servido como ejemplos á los predicadores budistas, que se dirigían al pueblo y le hablaban en parábolas (jatakas); pero puede presumirse que la mayor parte de esas parábolas, fábulas y proverbios son anteriores al nacimiento del Budismo, y que precisamente por ser familiares á sus oyentes los empleaban con nuevo sentido moral los propagandistas de la religión nueva[10]. Síguese de aquí que las fábulas indias son antiquísimas, ora naciesen de la natural tendencia de la mente humana á tomar la metáfora por realidad y las figuras del lenguaje por historias y cuentos, que es el punto de vista filológico indicado por Kuhn y vulgarizado tan elocuentemente por Max Müller, ora tengan su remota y misteriosa fuente en vagas memorias de la primitiva comunidad de los pueblos Arios, como parece que lo indica el encontrarse alguna de ellas en otras ramas de la misma familia, especialmente en las tradiciones germánicas que recopiló Grimm. Sólo muy tarde se pusieron estas narraciones en cabeza del fabuloso Bildpai, que es el Esopo de los orientales.

[xvii]

Suscitó el Pantschatantra gran número de imitaciones en la India misma, siendo la más célebre el Hitopadesa ó instrucción salutífera, que suele emplearse como texto de lectura en la enseñanza del sánscrito y ha sido traído recientemente por un joven filólogo á nuestra lengua[11].

No menos prolífico ha sido el Calila y Dimna árabe, que fué puesto dos veces en verso, retraducido tres veces al persa moderno en los siglos X, XII y XV, sirviendo una de estas versiones, titulada Anwuairi Sohaili (Luces Canópicas), de original para el libro turco Homayun-Nameh (El libro imperial), redactado en tiempo de Solimán el Magnífico por Alí Tchelebi, profesor de Adrianópolis. Ya hemos mencionado la traslación griega de Simeón Sethos (siglo XI), en que por un yerro del intérprete, que tradujo materialmente las raíces, se convirtieron Calila y Dimna en Stephanites (el coronado) é Ichnelates (el investigador)[12].

No es inútil para el estudioso de la novelística la mención de estas versiones, porque algunas de ellas, aunque muy tardíamente, han penetrado en Europa é influido en la literatura moderna, dando en diversos tiempos nueva boga y prestigio al apólogo oriental, con entera independencia de la gran corriente de los siglos medios. Así la traducción incompleta del Libro de las luces de Canopo, publicada en francés en 1644 por el [xviii]intérprete David Sahid de Ispahan[13], prestó á Lafontaine argumentos para algunas de sus mejores fábulas, y algunas tomó también del Specimen Sapientiae Indorum veterum del P. Possino, que es una traducción latina de la griega de Simeón Sethos[14]. Y hasta el Homayun-Nameh turco tuvo por intérpretes en castellano al ragusés Vicente Bratuti[15] y en Francia á Galland[16], aunque fué menos leído que Las Mil y una noches.

Pero todas éstas son derivaciones excéntricas, manifestaciones sporádicas. El río verdaderamente caudaloso, el que inundó toda Europa con sus aguas, es el que pasa del árabe al hebreo, del hebreo al latín y del latín á las lenguas vulgares.

Dos son las versiones hebraicas del Calila y Dimna, publicadas entrambas por Derenbourg en 1881[17]. La primera y más importante de estas traducciones se atribuye á un cierto Rabí Joel, que parece haber florecido á principios del siglo XII, y que probablemente residía en Italia. La segunda, de la cual sólo se conoce el principio, fué trabajo de un Jacob ben Elazar, gramático y lexicógrafo del siglo XIII, y permaneció ignorada fuera de la Sinagoga. Es un producto literario del hebraísmo moderno, donde las fábulas de Bildpai quedan anegadas en un centón de textos bíblicos.

En cambio, la versión de Rabí Joel importa mucho para la literatura. Un judío converso, Juan de Capua, intérprete también de dos obras médicas de Avenzoar y Maimónides, trasladó al latín el Calila hebreo con el título de Directorium vitæ humanae, dedicándoselo al cardenal Mateo Orsini, que vistió la púrpura romana desde 1263 á 1305[18]. Bajo tan alto patrocinio, el Directorium, cuyo autor no pasaba, según [xix]Derenbourg, de mediano hebraizante y detestable helenista, penetró inmediatamente en las escuelas cristianas, y de él proceden una antigua traducción alemana, intitulada Ejemplos de los sabios de raza en raza ó Libro de la Sabiduría, que se ha atribuido al duque de Wurtemberg, Eberhardo I (1445 á 1496), y que á lo menos fué hecha por su mandado[19]; otra castellana de fines del siglo XV, Exemplario contra engaños y peligros del mundo, que tiene con la alemana singulares semejanzas[20]; dos imitaciones italianas debidas á Messer Agnolo Firenzuola y al Doni[21], excelentes prosistas florentinos del siglo XVI, que fueron á su vez imitadas por Gabriel Cottier y Pedro de Larivey, autores franceses del mismo siglo[22].

[xx]

Mucho antes que el Directorium de Juan de Capua estuviese trasladado á ninguna lengua vulgar, disfrutaron los castellanos de la Edad Media el texto primitivo y auténtico de Abdalá ben Almocaffa, romançado por mandado del infante don Alfonso, fijo del muy noble rey don Fernando, en la era de mill é dozientos é noventa é nueve años, es decir en 1261, si hemos de dar fe á la suscripción de uno de los códices escurialenses que contiene esta obra. Pero debe de haber algún pequeño error en la fecha, puesto que ya en 1261 era rey Alfonso el Sabio, á quien la nota llama infante. Esta traducción, mucho más fiel y sabrosa que la de Juan de Capua, no fué «sacada de arábigo en latyn» y romanzada después, como afirma esa misma nota, sino sacada directa é inmediatamente del árabe, como probó D. Pascual de Gayangos[23], primero y hasta la fecha único editor de tan interesante libro, y han confirmado luego Teodoro Benfey[24], José Derenbourg y otros orientalistas; reconociendo todos que hay tal afinidad y semejanza entre el texto arábigo y la versión castellana, y son tantas las palabras, frases y modismos literal y aun servilmente traducidos, que alejan toda sospecha de un texto latino intermedio. El castellano es tan importante, que de él se valen los arabistas mismos para la crítica y enmienda del original de Almocaffa, sumamente estragado en las numerosas copias que de él se hicieron, por haber sido libro popularísimo entre los musulmanes, como lo acreditan las frecuentes citas que de él hace Averroes en su extraño comentario á la Poética de Aristóteles. Esta primitiva versión castellana no fué enteramente ignorada fuera de España, puesto que sirvió de texto principal á la que hizo en francés, por orden de Juana de Navarra, mujer de Felipe el Hermoso, el médico Raymundo de Béziers (Raymundus de Biterris), si bien no la terminó en vida de aquella princesa, sino en 1313, presentando al Rey en las fiestas de Pentecostés el espléndido códice iluminado que hoy puede admirarse en la Biblioteca Nacional de París.

Un libro de tan peregrina y larga historia no puede menos de haber dejado huella profundísima en las literaturas de todos los pueblos modernos. Y así aconteció, en efecto. El Calila y Dymna fué el prototipo de todos los libros que «departen por enxemplos de homes é de aves et de animalias». Tan grande era su popularidad en el siglo XIV, que los moralistas cristianos llegaron á considerar como peligroso contagio el de aquellas moralidades de tan profano origen, persa ó bracmánico. El obispo de Jaén, San Pedro Pascual, cuyos escritos se dirigían principalmente á robustecer la fe de los que como él gemían cautivos en las mazmorras de Granada, tiene sobre esto un curiosísimo pasaje: «E, amigos, cierto creed que mejor despenderédes vuestros dias y vuestro tiempo en leer é oyr este libro, que en decir é oyr fablillas y romances de amor y de otras vanidades que escribieron, de vestiglos é de aves que dizen que fablaron en otro tiempo. E cierto es que nunca fablaron: mas escribiéronlo por semejanza. E si algun buen exemplo hay, hay muchas arterías y engaños para los cuerpos y para las ánimas»[25].

Lo que llama Larivey Tratados de Sendebar es La filosofía moral del Doni, sin que tenga nada que ver con el libro oriental del mismo título.

[xxi]

La moral del Calila y Dimna no es ciertamente muy elevada ni muy severa[26]. En la fábula ha predominado desde sus más remotos orígenes cierto sentido utilitario, un concepto de la vida muy poco desinteresado y que concede más de lo justo á la astucia y á la maña. «Un rey que tomara por modelo al rey de los animales tal como está pintado en estos cuentos (dice con razón Derenbourg), carecería de energía y de valor, cedería al primer movimiento de cólera, violaría sin escrúpulos la fe jurada y olvidaría por el menor capricho el servicio de un amigo y la fidelidad de una esposa». Añádase á esto que las ideas religiosas, muy lejanas ya de su fuente budista ó bracmánica, puesto que si algo había de esto debieron de suprimirlo el persa Barzuyeh y el árabe Almocaffa, son de una teología simplicísima, y puede decirse que se reducen á un elemental deísmo, sin profundidades de ningún género, salvo algún conato para resolver la contradicción entre la presciencia divina y el libre albedrío humano. Sólo así se explica que estos apólogos hayan podido acomodarse con tanta facilidad á civilizaciones tan diversas y hayan tenido tanto séquito entre hombres de tan opuestas creencias. Expresión antiquísima del sentido común, cuando no degenera en vulgar, representan una primera, aunque no muy elevada, fase de la sabiduría práctica; pero mucho más que por su doctrina influyeron por sus ejemplos, por la parte pintoresca y formal del cuento.

Se imitó el cuadro general; se imitó cada uno de los apólogos separadamente. El Calila y Dimna es un cuento de cuentos, una serie de apólogos comprendidos en una ficción general, como lo son Las Mil y una noches, el Decamerón, los Cuentos de Cantorbery, de Chaucer, é innumerables colecciones más. Este apólogo principal es distinto en cada uno de los capítulos ó secciones de la versión arábigo-persiana, como lo es también en cada uno de los cinco libros de donde toma nombre el Pantschatantra indio; pero el más extenso, el más célebre, el que por mayor excelencia ha dado título á toda la obra, es el primero de la colección sánscrita, que corresponde al quinto de Almocaffa y tercero de la traducción castellana. Es lo que Grimm llamaba Thier-epos, esto es, epopeya de animales. Sus héroes son el león, rey de los animales, llamado en el texto indio Pingalaca; su confidente y ministro el toro Sanchivaca (en la traducción castellana Senceba), y los dos chacales ó lobos cervales Carataca y Damanaca (es decir, Calila y Dimna, que Juan de Capua transformó en zorras), los cuales, envidiosos de la privanza del toro, se proponen y consiguen con sus malas artes hacerle pasar por traidor, á los ojos del león, que acaba por matarle en un arrebato de ira. ¿Quién no ve aquí un cuadro análogo al del Roman de Renart, la grande epopeya satírica de los tiempos medios, que el genio de Goethe no se desdeñó en renovar en su Reineke Fuchs? Es cierto que las primitivas ramas de este ciclo, sea alemán ó francés de origen, se remontan á tiempos anteriores á la introducción del apólogo oriental en Europa por medio de traducciones directas, pero no se olvide que la elaboración del terrible poema continuó hasta el [xxii]siglo XIV, y además pudo haber, por medio de las Cruzadas[27], transmisión puramente oral de algunos de los cuentos del Calila, tan vulgares entre los musulmanes, como vemos que la hubo en el Libro de las Bestias, de Ramón Lull, que es un Calila no leído, sino recordado vagamente.

Bien sabemos que la teoría de la influencia oriental en la novelística de la Edad Media anda hoy un tanto de capa caída, después del brillantísimo libro de Bédier sobre los Fabliaux[28], que, sin embargo, no convenció al venerable y malogrado patriarca de estos estudios Gastón París. Aun tratándose de cuentos aislados, empieza á parecer coincidencia mucho de lo que se tenía por derivación indubitable. No me empeñaré, por consiguiente, en sostener, como lo hizo Loiseleur Deslongchamps en un libro ya anticuado, pero excelente para su tiempo[29], que el cuento de los dos cabrones monteses que peleaban entre sí y cogieron entre los cuernos á la vulpeja que lamía su sangre, esté en el Renart por imitación del Calila; ni que el cuento de la mujer de las narices cortadas sea el original del fabliau des cheveux coupés y del cuento análogo de Bocaccio (giorn. VII, nov. VIII), dramatizado por el inglés Massinger en su comedia El Guardián; ni mucho menos que el caballo mágico de Clamades y Clarimonda y el de Orsón y Valentín, parodiados por Cervantes en su Clavileño, tenga que ver con el pájaro de madera que sirvió á un personaje del Pantschatantra para penetrar en el palacio de una princesa y conseguir su amor haciéndose pasar por el dios Visnú. Tampoco es seguro que la novela segunda de la tercera giornata del Decamerone proceda del cuento «de la mujer que se dió á su siervo sin saberlo», puesto que cuentos análogos hay también, no sólo en Los Mil y un días y otras colecciones orientales, sino también en las Cento novelle antiche que precedieron á Bocaccio. Además, varios apólogos del Calila tienen correspondencia con otros de la tradición esópica, como El Águila y la Tortuga, El León y la Mosca, El Ratón y el León, La Serpiente y el Labrador, El Asno vestido con la piel del león; y no era preciso ir á buscarlos en la India ni en Persia, puesto que el recuerdo de las fábulas clásicas no se perdió nunca en Occidente. De Lafontaine ya queda dicho que pudo disfrutar el libro de Calila y Dimna en dos diversas traducciones, derivadas la una del persa y la otra del griego, y sin disputa tomó de allí algunas de sus mejores fábulas, como El Cuervo, la Gacela, la Tortuga y el Ratón, El Lobo y el Cazador, El Gato, la Comadreja y el Conejo, El Marido, la Mujer y el Ladrón, la Rata convertida en mujer; El Hijo del rey y sus compañeros, Los dos Papagayos y alguna otra. Pero así como en todas ellas se revela su origen por la conformidad de los detalles, no [xxiii]puede decirse lo mismo de otras, como Los Animales enfermos de pestilencia, que Lafontaine tomó probablemente de una fábula latina de Francisco Philelpho, el cual á su vez la había imitado del Directorium humanae vitæ, de Juan de Capua.

Todas las fábulas del Calila y Dimna están puestas en boca de animales; pero muchas, quizá las mejores, aunque por ventura no las más honestas, tienen protagonistas racionales y pueden considerarse como verdaderos cuentos. Su traducción debe estimarse como el más antiguo libro de ellos en nuestra lengua, y como precedente forzoso de las obras originales del incomparable D. Juan Manuel. Para que se vea que el traductor no carece de gracia narrativa y maneja ya con cierta soltura el arte del diálogo, copiaré dos apólogos de los más breves, que amenicen algo la aridez bibliográfica de estos prolegómenos. Sea el primero el lindo apólogo «de la niña que se tornó en rata»:

«Dicen que un religioso[30] cuya voz Dios oia, estando asentado en la ribera de vn rio, pasó por y un milano é traia en las uñas una rata, et soltósele de las uñas é cayó al religioso en las faldas. Et ouo piedad della é falagóla, et envolvióla en una foja, et queriéndola levar á su ermita, temióse que le seria fuerte cosa de criar, é rogó á Dios que la mudase en niña. Et Dios oyóle, é tornóla en niña muy fermosa, é levóla el religioso á su posada, et criábala bien, et non le decia cosa de su fazienda. Et ella bien pensaba que era fija del religioso. Et desque ouo doce años complidos díxole el religioso: «Tú eres de edat conplida é non estás bien sin marido que te mantenga, é te gobierne, é me desenbargue de ti». Dixo ella: «Pláceme; mas quiero yo tal marido que non tenga par en valentía, nin en fuerza, nin en nobleza, nin en poder». Dixo el religioso: «Non conozco que sea otro tal como tú dices, salvo el sol». Et él echóse en rogaria á Dios porque el sol quisiese casar con aquella doncella, et el sol dixo al religioso: «A mi placeria de aceptar tu ruego por el bien que Dios te quiere, salvo porque te amostraré otro que me sobrepuja en fuerza é en valentía». Dixo el religioso: «¿Cuál es ése?» Dixo el sol: «Es el ángel que mueve las nubes, el cual con su fuerza abre mi luz, é tuelle mi claridad, que la non deja resplandecer por la tierra». Et luego el religioso fizo rogaria al ángel porque casase con su fija, el cual le respondió que él lo feciera, salvo porque él mostraria otro que era más fuerte que él». Dixo el religioso que gelo amostrase, é él le dixo que era el viento, que era más fuerte que él, é traia a las nubes de una parte á otra por todas las partes del mundo, que non se podian amparar dél. Et él fizo oracion á Dios como solia, porque el viento casase con su fija, e luego el viento aparecióle é díxole: «Verdad es como tú me dices, que Dios me dio gran fuerza é poder sobre las criaturas; mas mostrarte-he quién es más fuerte que yo». Dixo el religioso: «¿Quién es éste?» Dixo: «El monte que es acerca de ti». Et él llamó al monte como llamara á los otros para que casasen con su fija. E dixo el monte: «En verdad tal só como tú dices; mas mostrarte-he quién es más fuerte que yo; ca con su gran fuerza non puede haber derecho con él, é non me puedo defender dél, ca me roye de contino». «¿Quién es?», dixo el religioso. Dixo el monte: «Es el mur»[31]. Et fuése el religioso al mur, et rogóle como á los otros, et dixo el mur: «Tal só como tú dices; mas ¿cómo podrá ser de me casar yo con mujer seyendo yo mur, é morando en covezuela é en forado?» Et dixo el religioso á la moza: «Quieres ser mujer del mur? pues que ya sabes que todas las otras [xxiv]cosas nos han dicho que es el más fuerte, et bien sabemos que non dejamos cosa que sopimos que era fuerte é valiente á quien non fuemos, é todos nos mostrararon á este mur; et ¿quieres que ruegue á Dios que te torne en rata et casarás con él é morirás con él en su cueva? et yo que só cerca de aquí requerirte-he é non te dexaré del todo». Et ella dixo: «Padre, yo no dubdo en vuestro consejo; et pues vos lo tenedes por bien, faceldo así, ca contenta estoy de tornarme rata por casar con él». Et luego el religioso rogó á Dios que la volviese en rata, et Dios oyóle, é volvióse en rata, et fuése pagada porque tornaba á su raiz e á su natura».

Y ya transcrita esta fábula, no quiero omitir tampoco, aunque sea de las más conocidas, la «del religioso que vertió la miel et la manteca sobre su cabeza», no sólo porque es de las mejor contadas, sino por la singular curiosidad que la da el ser la más antigua forma conocida del famosísimo apólogo de La Lechera, sobre cuyas transmigraciones y vicisitudes á través de todas las literaturas escribió en 1870 Max Müller una deliciosa monografía[32]:

«Dicen que un religioso habia cada dia limosna de casa de un mercader rico, pan é manteca é miel et otras cosas, et comia el pan é lo ál condesaba, et ponia la miel é la manteca en una jarra, fasta que la finchó, et tenia la jarra colgada á la cabecera de su cama. Et vino el tiempo que encareció la miel é la manteca, et el religioso fabló un dia consigo mismo, estando asentado en su cama, et dixo así: «Venderé cuanto está en esta jarra por tantos maravedís, é compraré con ellos diez cabras, et empreñarse-han, é parirán á cabo de cinco meses; et fizo cuenta de esta guisa, et falló que en cinco años montarian bien quatrocientas cabras». Desi dixo: «Venderlas-he todas, et con el precio dellas compraré cien vacas, por cada cuatro cabezas una vaca, é haberé simiente é sembraré con los bueyes, et aprovecharme-he de los becerros et de las fembras, é de la leche é manteca, é de las mieses habré grant haber, et labraré muy nobles casas, é compraré siervos é siervas, et esto fecho casarme-he con una mujer muy rica, é fermosa, é de grant logar, ó empreñarla-he de fijo varón, é nacerá complido de sus miembros, et criarlo-he como á fijo de rey, é castigarlo-he con esta vara, si non quisiere ser bueno é obediente». Et él deciendo esto, alzó la vara que tenía en la mano, et ferió en la olla que estaba colgada encima dél, é quebróla, é cayóle la miel é la manteca sobre su cabeza».

He aquí el más remoto original de la Doña Truhana de El Conde Lucanor y de la Perrette, de Lafontaine, sin que sea fácil decir á punto fijo cuándo se efectuó la transformación y cambio de sexo del religioso ó bracmán del cuento primitivo en lechera que iba con el cántaro al mercado. Sólo se sabe que esta variante es antigua, y se encuentra ya en un libro del siglo XIII, el Dialogus creaturarum optime moralizatus, que es una colección de ejemplos para uso de los predicadores.

Tal fué el primero y tímido conato que hizo la lengua castellana en el arte de la narración ejemplar y recreativa: ensayo venerable por su antigüedad, interesante por su origen y que puede sumarse, sin desdoro, con los grandes servicios y aplicaciones que al Rey Sabio debieron nuestra prosa histórica, legal y científica. Juntamente con el Calila y Dimna penetró en nuestra literatura otro libro oriental, de historia tan peregrina[xxv] y embrollada como la suya y mucho más próximo que él á lo que hoy entendemos por novela. Este libro es el Sendebar indio, llamado en castellano Libro de los engannos et los asayamientos de las mugeres, trasladado de arábigo en castellano por orden del Infante Don Fadrique, hermano de Alfonso el Sabio, en el año 1291 de la era española, 1253 de la era vulgar, dos años después que el Calila y Dimna. Esta traducción, cuya existencia reveló por primera vez Amador de los Ríos[33], ha sido admirablemente estudiada por el profesor italiano Domenico Comparetti[34], haciendo resaltar toda la importancia que tiene, no en el proceso de la novelística europea, en que nada pudo influir por haber sido enteramente desconocida, sino en la historia de los orígenes del libro, puesto que habiendo perecido no sólo el texto sanscrito, sino el persa (que racionalmente hubo de servir de intermedio) y el árabe, que ya en el siglo X está citado por Almasudi[35] y que sirvió de original al libro castellano, queda éste como representante casi único de la forma más pura y antigua de tan célebre novela, en cuya historia se repiten, punto por punto, las vicisitudes del Calila y Dimna. Como él pasó del árabe al siriaco, y del siriaco al griego, por obra de Miguel Andreópulos, en los últimos años del siglo XI, con el título de Syntipas[36]. Independiente de esta versión es la hebrea, que lleva el título de Parábolas de Sandabar, y pertenece á la primera mitad del siglo XIII, según toda apariencia[37]. Formas orientales del libro son también el Sindibad-Nameh, poema persa escrito en 1375 é inédito aún; la octava noche del Tuti-Nameh (cuentos del papagayo), del poeta, también persa, Nachshebi, que murió en 1329[38]; el Baktiar-Nameh ó Historia de los diez visires, oriundo también de Persia, y que traducido al árabe entró en algunas redacciones de Las Mil y una noches[39].

[xxvi]

Tales son las principales obras que forman el grupo calificado de oriental por Comparetti, y al cual corresponde la traducción del Infante Don Fadrique.

Las del grupo occidental son en número mucho mayor y proceden remotamente de la versión hebrea, imitada con mucha libertad por el monje Juan de Alta Silva (siglo XIII) con el título de Dolophatos ó Historia septem sapientum Romae[40]. No hubo lengua de Europa en que este libro de los siete sabios no fuese traducido ó imitado en prosa y en verso. Pero algunas de estas imitaciones se apartan considerablemente del original, suprimiendo muchos cuentos, intercalando otros y conservando sólo el cuadro general de la fábula. Tal sucede con el Dolophatos, del trovero Herbers[41], y con el Erasto italiano. No entraremos en la enumeración de las versiones que se hicieron en italiano, en inglés, en alemán, en holandés, en danés, ni mencionaremos, si no de pasada, el Ludus septem sapientum, del jurisconsulto Modio, que retradujo el texto alemán en la elegante latinidad del Renacimiento[42]. Sólo nos importa registrar cuatro versiones españolas pertenecientes á este grupo, y son: una catalana del Dolophatos, en el mismo metro del original (versos de nueve sílabas), que se conserva en la Biblioteca de Carpentras y ha sido publicada con un comentario filológico por Adolfo Mussafia[43]; la castellana de Diego de Cañizares, en prosa (mediados del siglo XV), tomada, según él dice, de un libro llamado Scala Celi, que será el de Juan Gobio[44]; otra más completa, cuyas ediciones se remontan por lo menos á 1530, y que sigue reimprimiéndose como libro de cordel, con el nombre de Marcos Pérez, aunque cada vez más groseramente modernizada en el estilo[45], y por último, la Historia del Príncipe Erasto, hijo del Emperador Diocleciano (1573), traducida por Pedro Hurtado de la Vera del libro italiano del mismo título[46].

[xxvii]

No entraré en la enmarañada tarea de deslindar el parentesco de cada una de estas innumerables refundiciones. Tomo el libro De los Engannos de mugeres ó Libro de Cendubete en su forma primitiva hispano-arábiga, reducido á veintiséis cuentos, que se enlazan por una ficción general análoga á las de Las Mil y una noches. Un hijo de rey, acusado falsamente por su madrastra de haberla querido hacer violencia en su persona, es condenado á muerte por su padre; pero la ejecución se va dilatando durante siete días, en que combaten á fuerza de apólogos la acusadora y siete sabios. Al octavo día se cumple el plazo del horóscopo que había anunciado al príncipe un gran peligro si despegaba los labios en toda la semana, y renunciando á su mudez fingida, logra justificarse plenamente, siendo entregada á las llamas la proterva madrastra. El horóscopo y el encerramiento del príncipe traen en seguida á la memoria el del Segismundo calderoniano, pero en La Vida es sueño tal situación no procede del Sendebar, sino del Barlaam y Josafat, donde tiene más alto y transcendental sentido.

Los cuentos recitados por los siete sabios tienen por único objeto mostrar los engaños, astucias y perversidades de la mujer, tal como la habían hecho la servidumbre del harem y la degradación de las costumbres orientales. Son, pues, extraordinariamente livianos en el fondo, ya que no en la forma, que es grave y doctrinal, y nunca llega al cinismo grosero de los fabliaux ni á la sugestiva y refinada lujuria de Bocaccio. Sirva de muestra el enxienplo, tan absurdo como gracioso, del papagayo, sustituido en otras versiones con una picaza:

«Señor, oy desir que un omne que era celoso de su muger, et compró un papagayo et metiólo en una jabla, et púsolo en su casa et mandóle que le dixesse todo quanto viesse faser á su muger et que no le encobriese ende nada; et despues fue su via á recabdar su mandado. Et entró su amigo della en su casa do estava; el papagayo vio quanto ellos fisieron, et quando el omne bueno vino de su mandado, asentóse en su casa en guisa que non lo viese la muger, et mandó traer el papagayo et preguntóle todo lo que viera; et el papagayo contógelo todo lo que viera faser á la muger con su amigo; et el omme bueno fué muy sañudo contra su muger, et non entró más do ella estava. Et la mugier coydó verdaderamente que la moça lo descobriera, et llamóla estonce et dixo: «Tú dexiste á mi marido todo quanto yo fise». E la moça juró que non lo dixiera; mas sabet que lo dixo el papagayo. Et descendiólo á tierra et começóle á echar agua de suso como que era lluvia; et tomó un espejo en la mano et parógelo sobre la jabla, et en la otra mano una candela, et parávagela de suso; et cuydó el papagayo que era relámpago; et la muger començó á mover una muela, et el papagayo cuidó que eran truenos; et ella estovo así toda la noche fasiendo así fasta que amanesçió. Et después que fué la mañana vino el marido et preguntó al papagayo: «¿Viste esta noche alguna cosa?» Et el papagayo dixo: «Non pude ver ninguna cosa con la gran lluvia et truenos et relámpagos que esta noche fiso». Et el omme dixo: «¿En quanto me has dicho es verdat de mi muger así como esto? Non ha cosa más mintrosa que tú; et mandarte he matar». Et embió por su [xxviii]muger et perdonóla et fisieron pas. Et yo, Señor, non te di este enxiemplo, si non porque sepas el engaño de las mugeres, que son muy fuertes sus artes et son muchos, que non an cabo nin fin. Et mandó el rrey que non matasen su fijo».

Fuerte contraste con los picantes y malignos ejemplos del Sendebar y con la egoísta y utilitaria enseñanza de muchos de los apólogos del Calila y Dimna ofrece otro libro, también de origen indostánico, que ha tenido la rara fortuna de servir de manual ascético sucesiva ó alternativamente á budistas, cristianos, musulmanes y judíos, y esto no sólo por la fábula principal, sino por las parábolas intercaladas en su contexto. Claro es que me refiero á la célebre novela mística de Barlaam y Josafat, cuya forma occidental y cristiana, compuesta en lengua griega, ha sido atribuida por mucho tiempo á San Juan Damasceno, si bien hoy se estima generalmente (y Zotenberg parece haberlo dejado fuera de duda) que el autor fué otro Juan, monje en el convento de San Sabas, cerca de Jerusalén, á principios del siglo VII, y anterior, por consiguiente, en más de una centuria á aquel gran Padre de la Iglesia Oriental.

Aunque el texto griego del Barlaam y Josafat no haya visto la luz hasta nuestro siglo[47], eran numerosas las ediciones de una traducción latina, malamente atribuida á Jorge Trapezuncio ó de Trebisonda, puesto que existía siglos antes de él, como lo prueban las numerosas citas de Vicente de Beauvais (en el Speculum Historiale), de Jacobo de Voragine (en la Legenda Aurea) y de otros escritores muy conocidos de la Edad Media. Nuestra Biblioteca Nacional posee un Barlaam manuscrito del siglo XII, y todavía los hay más antiguos en otras bibliotecas de Europa. Impresa esta versión en 1470, fué reproducida muchas veces, ya suelta[48], ya acompañando á las ediciones de San Juan Damasceno, hasta que fué sustituida por la más correcta de Jacobo Billio en 1611. Una y otra traslación, pero especialmente la más antigua, que era por lo mismo la más popular, sirvieron de base á todas las que se hicieron en las diversas lenguas vulgares, á excepción de una española muy capital, que indicaré luego.

La Iglesia griega reza de los santos confesores Barlaam y Josafat el día 16 de agosto, y la latina el 27 de noviembre. Pero ni la existencia de un santo ni su culto inmemorial implica el reconocimiento del valor histórico de todas las circunstancias de su leyenda. Además, en la Iglesia latina no aparecen estos santos hasta el siglo XIV, en el Catalogus Sanctorum de Pedro de Natalibus. Pero dejando aparte la cuestión canónica, que no es de nuestra incumbencia, conviene decir que aun en tiempos de mayor fe hubo críticos que consideraban el libro atribuido á San Juan Damasceno como [xxix]una novela mística, como «una fábula ó invención artificiosa». De esta opinión se hizo cargo, para impugnarla, el P. Rivadeneyra en su Flos Sanctorum. El P. Le Quien, ilustre dominico, que dirigió la edición clásica de las obras de San Juan Damasceno (París, 1712), excluyó de ella y relegó á la categoría de las apócrifas la Historia Indica de Barlaamo eremita et Josaphat. Huet, el Obispo de Avranches, en su famosa Lettre sur l'origine des romans (que es el más antiguo ensayo de novelística comparada), la llama á boca llena «novela espiritual» y añade: «Trata del amor, pero del amor divino; hay en ella mucha sangre derramada, pero es sangre de mártires. Toda la obra está compuesta conforme á las leyes de la novela, y aunque la verosimilitud está bastante bien observada, muestra el libro tantos indicios de ficción, que no se puede dudar ni por un momento que es historia de pura fantasía. Fuera una temeridad decir que nunca existieron Barlaam y Josafat, puesto que el Martirologio los pone en el número de los santos, y San Juan Damasceno implora su protección al acabar la obra. Ni quizá fué el primer inventor de esta historia, la cual creyó, sin duda, de buena fe por habérsela oído á otros. Este libro, ya por la elegancia del estilo, ya por la piedad, ha tenido tal aceptación entre los cristianos de Egipto, que le han traducido en su lengua copta, y es frecuente hallarle en sus bibliotecas. Y acaso no sea traducción del texto griego, sino otra historia diversa de estos santos[49]».

El juicio de un prelado tan ortodoxo como Huet, corroborado hoy con el de los sabios continuadores de la obra de los Bolandos, parece que debe tranquilizar á los más meticulosos. Hoy es verdad generalmente reconocida que la novela de Barlaam y Josafat es, en lo fundamental de su contexto, una transformación cristiana de la leyenda de Buda. Ya en pleno siglo XVI, el portugués Diego de Couto, continuador de Juan de Barros, notó en su sexta década las relaciones entre ambas historias, aunque naturalmente las explicaba por la difusión en la India del culto de San Josafat. Casi olvidada esta especie, creemos que fué enteramente desconocida para Eduardo Laboulaye, que en un célebre artículo publicado en 1859 en Le Journal des Débats, volvió á plantear la comparación entre el Barlaam y el Lalita Vistara, resolviendo de plano que San Josafat era la misma persona que Buda.

Pero la cuestión no podía ser resuelta mientras no hablasen los especialistas. No entraremos aquí en los pormenores de esta investigación curiosísima, cuya gloria debe repartirse entre varios orientalistas y varios cultivadores de la moderna rama de la erudición conocida con el nombre de novelística; comenzando por el gran maestro de ella Félix Liebrecht, prosiguiendo con Samuel Bean, traductor inglés de los viajes de los peregrinos budistas, y con Max Müller, que es quien principalmente popularizó esta cuestión con la brillantez y amenidad que le eran propias, y terminando con Zotenberg y Kuhn, que verdaderamente parecen haber agotado la materia[50]. Pero antes de hacernos [xxx]cargo de sus conclusiones, presentaremos juntos los datos principales de ambas leyendas, valiéndonos de la exposición de Müller, por ser la más breve y clara que conocemos:

«En el Lalita Vistara, el padre de Buda es un rey. Cuando nace su hijo, el brahmán Arifa le predice que este hijo alcanzará gran gloria y llegará á ser un monarca poderoso, ó bien que renunciará al trono, se hará ermitaño y llegará á ser un Buda. El padre se empeña en evitar que esta segunda parte de la profecía tenga cumplimiento. Cuando el joven Príncipe va creciendo, le encierra en los jardines de su palacio, le rodea de todos los halagos que pueden quitarle el gusto de la meditación y darle el del placer, le mantiene en la ignorancia de lo que son la enfermedad, la vejez y la muerte; aparta de sus ojos todas las miserias de la vida. Pero un día acierta á salir de su dorada prisión, y tiene los tres famosos encuentros: con el viejo enfermo, con el muerto á quien llevaban á enterrar y con el asceta mendicante.

«Si pasamos ahora al libro atribuido á San Juan Damasceno, encontraremos que los principios de la vida de Josafat son puntualmente los mismos que los de Buda. Su padre es un rey á quien un astrólogo predice que su hijo alcanzará la gloria, pero no en su propio reino, sino en otro mejor y más excelso, es decir, que se convertirá á la religión nueva y perseguida de los cristianos. Para impedir el cumplimiento de esta predicción, el rey encierra á su hijo en un palacio magnífico y le rodea de todo lo que puede suscitar en él sensaciones agradables, teniendo gran cuidado y vigilancia para que ignore la existencia de la enfermedad, de la vejez y de la muerte. Al cabo de algún tiempo, su padre le concede permiso para salir á pasear en su carro.

«Aquí se intercalan los tres encuentros, pero no en el mismo orden ni con las mismas circunstancias, puesto que en la primera salida encuentra el Príncipe dos hombres, uno ciego y otro leproso, y en la segunda un viejo decrépito y casi moribundo. La diferencia puede explicarse si admitimos, como de las mismas palabras de San Juan Damasceno[51] puede inferirse, que aprendió esta historia de la tradición oral y no de los libros. Pero [xxxi]la lección moral es la misma: el Príncipe entra en su casa para meditar sobre la muerte, y en tal meditación permanece hasta que un ermitaño cristiano le hace comprender lo que es la vida según la doctrina del Evangelio... Todavía pueden notarse otras coincidencias entre la vida de Josafat y la de Buda. Los dos acaban por convertir á sus respectivos padres; los dos resisten victoriosamente á las tentaciones de la carne y del demonio; los dos son venerados como santos antes de su muerte. Hasta parece que un nombre propio ha pasado del canon de los budistas al libro del escritor griego. El cochero que conduce á Buda la noche en que huye de su palacio, abandonando su mujer, sus hijos y todos sus tesoros, para consagrarse á la vida contemplativa, se llama Chandaka; el amigo y compañero de Barlaam se llama Zardán».

Hasta aquí Max Müller, cuyo somero extracto basta[52], y si á alguno ocurriera la idea de que tal leyenda pudo pasar de la cristiandad oriental á las comunidades budistas, y no al contrario, bastaría para excluir tal conjetura el viaje del chino Fa-Hian, que á principios del siglo V de nuestra era vió en la India las torres levantadas por el rey Asoka en conmemoración de los tres encuentros de Buda; al paso que al libro griego nadie le da mayor antigüedad que la del siglo VII, y en él mismo se afirma que «es una historia edificante traída á la santa ciudad de Jerusalem desde el interior de la región de los Etíopes, que se llama también región de los Indios».

Admitido, pues, que la leyenda del príncipe Josafat es, en sus principales rasgos, ya que no en su espíritu, la biografía popular de Sakya-Muni, tal como se ha conservado en el texto tibetano del Lalita Vistara, debe añadirse, sin embargo, que esta semejanza se refiere sólo á los elementos puramente humanos que concurren en la historia del príncipe Sidharta, sin que en el Barlaan quede rastro ninguno de las mil invenciones fantásticas y maravillosas que sobrecargan la leyenda de Buda en todas sus versiones. Hay, por otra parte, en el Barlaan y Josafat, una parte teológica, una exposición sumaria del dogma cristiano, que es original del monje sirio ó palestino autor del libro. Á él ha de atribuirse también el muy original y fecundo pensamiento del conflicto y controversia entre las principales religiones, caldea, egipcia, griega, judía y cristiana; pensamiento que luego, interpretado con los más diversos sentidos, tiene tan varia representación en la teología judaica del Cuzary, de Judá Leví; en la popular teología cristiana del Libro del Gentil y de los tres sabios, de Ramón Lull, y del Libro de los Estados, de D. Juan Manuel, y pudiéramos añadir en el cuento profundamente escéptico de Los tres anillos, de Bocaccio, germen á su vez del drama deísta de Lessing Nathan el sabio[53]. Hay, finalmente, en el Barlaam y Josafat una serie muy considerable de [xxxii]parábolas y apólogos, que son seguramente de origen indio y aun budista, puesto que algunas de ellas están en el Maharanso, y además es sabido que los misioneros populares de esta secta empleaban el apólogo con tanta frecuencia como los predicadores cristianos de la Edad Media. Pero estos ejemplos ó cuentos seguramente no proceden del Lalita Vistara, sino de fuentes mucho más antiguas. Algunos de ellos, pasando por el intermedio del Gesta Romanorum, han andado largo camino en las literaturas modernas; dos por lo menos, celebérrimo uno de ellos (el del joven educado en la soledad, á quien se hace creer que las mujeres son demonios), figuran en el Decameron[54], y el cuento de las tres cajas como escena episódica, en El Mercader de Venecia.

No es óbice la profunda y sublime doctrina que en el Barlaam se contiene para que se reconozca su parentesco con otros libros menos ascéticos, de tan probado origen indio y remota fecha como el Calila y Dimna, que ya estaba traducido al persa en el siglo VI, y con el Sendebar, que tiene poco más ó menos la misma antigüedad. Una de las parábolas más pesimistas del Barlaam, una de las que ponen de manifiesto con más terrible energía la vanidad de los goces del mundo, se encuentra literalmente en el prólogo autobiográfico del traductor persa del Calila, el médico Barzuyeh ó Bersehuey, que peregrinó á la India en busca de las hierbas que resucitan á los muertos y trajo de allí las palabras de sabiduría que dan medicina y salud á las almas: «Despues que hobe pensado en las cosas de este mundo... busqué enxemplo é comparación para ello, et vi que semejan en esto á un home que con cuita é miedo llegó á un pozo, é colgóse dél, é trabóse á dos ramas que nacieran á la orilla del pozo, é puso sus pies en dos cosas á que se afirmó, é eran cuatro culebras que sacaban sus cabezas de sus cuevas; et en catando al fondón del pozo vió una serpiente la boca abierta para le tragar cuando cayese, et alzó los ojos contra las dos ramas, é vió estar en las raíces della dos mures, el uno blanco é el otro negro, royendo siempre que non quedaban; et él pensando en su [xxxiii]facienda é buscando arte por do escaparse, miró á suso sobre sí, é vio una colmena llena de abejas, en que había una poca de miel, et comenzó a comer della, é comiendo, olvidósele el pensar en el peligro en que estaba, et olvidó de como tenía los pies sobre las culebras, é que non sabía cuando se le ensañarían, nin se le membró de los dos mures que non cesaban de tajar las ramas, et cuando las hobiesen tajadas, que caería en la garganta de la serpiente. Et seyendo así descuidado é negligente, acabaron los mures de tajar las ramas, et cayó en la garganta del dragón et pereció. Et yo fice semejanza del pozo á este mundo, que es lleno de ocasiones é de miedos, é de las cuatro culebras á los cuatro humores que son sostenimiento del home, et quando se le mueve alguno dellos, este atal es como el venino de las víboras ó el tósigo mortal. Et fice semejanza de los dos ramos á la vida flaca deste mundo, et de los mures negro y blanco á la noche é al día, que nunca cesan de gastar la vida del home; é fice semejanza de la miel á esta poca del dulzor que home ha en este mundo, que es ver, é oir, é sentir, é gustar, é oler, é esto le face descuidar de sí é de su facienda, é fácele olvidar aquello en que está et fácele dejar la carrera porque se ha de salvar»[55].

Con el Sendebar se enlaza el Barlaam, no ya por fábulas aisladas, sino por el principal argumento: el horóscopo que del príncipe forman los astrólogos, el encerramiento en que el rey le mantiene, la persecución de que le hace blanco una de las mujeres de su harem. Veamos algo de esto en la antiquísima versión castellana hecha para el Infante D. Fadrique:

«Desy embio el rey por quantos sabios avía en todo su rreyno que viniesen á él et que catasen la ora et el punto en que nasiera su fijo; et despues que fueron llegados plógole mucho con ellos et mandólos entrar antél, et díxoles: «Bien seades venidos». Et estuvo con ellos una gran pieça alegrándose et solasándose, et dixo: «Vosotros sabios, fágoos saber que Dios, cuyo nombre sea loado, me fiso merced de un fijo que me dió con que me esforçasse mi braso, et con que aya alegría, et gracias sean dadas á él por siempre». Et díxoles: «Catad su estella del mi fijo, et vet qué verná su facienda». Et ellos catáronle et fisiéronle saber que era de luenga vida et que sería de gran poder, mas a cabo de veynte annos quél avia de acontecer con su padre, porque veia el peligro de muerte. Quando oyó decir esto, fincó muy espantado, ovo grand pessar, e tornósele el alegría, et dixo: «Todo es en poder de Dios, que faga lo que él tuviere por bien». Et el ynfante creció et fízose grande et fermoso, et dióle Dios muy buen entendimiento: en su tiempo non fué ome nascido tal como él fué... Cendubete (el sabio encargado de su enseñanza) tomó este dia el mismo por la mano, et fuese con él para su posada; et fiso faser un gran palacio fermoso de muy grant guisa, et escribió por las paredes todos los saberes quel avie de mostrar et de apprender, todas las estellas et todas las figuras et todas las cosas. Desy díxole: «Esta es mi siella et esta es la tuya, fasta que depprendas los saberes todos que yo aprendí en este palacio; et desembarga tu corazon, et abiba tu engeño, et tu oyr, et tu veer. Et assentóse con él a mostralle; et trayanles ally que comiessen et que beviessen, et ellos non sallian fuera, et ninguno otro non les entrava allá; et él mismo era de buen engenno et de buen entendymiento, de guisa que ante que llegase el plaso, [xxxiv]apprendió todos los saberes que Cendubete, su maestro, avía escripto del saber de los ommes... Et tornóse Cendubete al mismo, et dixo: «Yo quiero catar tu estrella». Et católa et vió quel mismo sería en grand cueyta de muerte si fablase ante que pasasen los syete dias...» etc.[56].

Indudablemente aquí está la leyenda budista, pero degenerada y sin sentido religioso[57]. Este sentido se conservó en el Lalita-Vistara y en las demás biografías populares de Buda, pero ¿de dónde procede el texto cristiano del Barlaam? En este punto andan divididos los críticos. Zotenberg no admitió más hipótesis que la de un texto intermedio, escrito también en lengua de la India, por algún monje nestoriano del siglo VI ó VII, que acomodó á la religión cristiana, por él imperfectamente profesada, la historia de Sakya Muni y las parábolas de sus discípulos, mezclando algunas reminiscencias evangélicas, como la parábola del sembrador, é inventando el personaje del misionero Balahuar ó Barlaam, que no está en la leyenda primitiva, pero que era necesario para preparar la conversión del príncipe y educarle en los fundamentos de la religión. Este libro hubo de ser el mismo que, llevado á Jerusalem, sirvió de texto á la novela griega del monje Juan.

Pero es más verosímil la opinión de Kuhn, que supone para el Barlaam una serie de etapas semejante á la que recorrieron los demás libros sánscritos. Un persa del siglo VI, convertido al budismo, tradujo al pehlevi el libro de Judasaf (Bodhisattva). Un cristiano, de los muchos que había en la parte del imperio de los Sassanidas confinante con la India, es decir en el Afghanistán actual, hizo el arreglo conocido con el nombre de Libro de Judasaf y Balahur. Del persa pasó al siriaco, haciendo el nuevo traductor grandes modificaciones, sobre todo en la segunda parte, que es enteramente nueva y apartada de las fuentes búdicas. De esta redacción siriaca proceden, pero con independencia, una versión georgiana, que todavía existe, y la griega atribuida por tanto tiempo á San Juan Damasceno, en la cual se acentuó grandemente el carácter teológico y polémico de la obra.

Este proceso, hipotético en parte, tiene, sin embargo, firme apoyo en la existencia actual de dos versiones del Barlaam independientes de la griega, y una de ellas ni siquiera cristiana; es á saber: la versión árabe, hecha probablemente del persa, y la ya citada redacción georgiana, que representa á los ojos de Kuhn un texto intermedio entre la forma pehlevi-árabe y la novela griega.

¿Pero por ventura hubo una sola versión árabe? Parece que fueron dos cuando menos, y reflejo de ella son dos libros escritos en España durante la Edad Media. Una es el Libro de los Estados, de D. Juan Manuel, de que hablaré muy pronto. Otra la novela hebrea de Abraham ben Chasdai, judío barcelonés del siglo XIII, titulada El Hijo del Rey y el Derviche, que es refundición en sentido israelita de otro Barlaam árabe traducido del griego, según expresamente se declara en el mismo libro de Chasdai, y lo [xxxv]persuade la comparación de entrambos, aunque no es verosímil que la traducción fuese directa, sino que habría, como de costumbre, un truchimán sirio de por medio[58].

Sería tarea imposible para nuestros exiguos conocimientos, y además pedantesca é impertinente aquí, seguir la transformación de la leyenda del príncipe de Kapilavastu á través de todas las literaturas de Oriente y Occidente, ya en su primitiva forma búdica, ya en las que fué recibiendo de manos árabes, hebreas ó cristianas. Aun las del Barlaam propiamente dicho son innumerables; durante la Edad Media fué traducido no sólo en las lenguas ya citadas, sino en armenio y en etiópico, en latín, en francés[59], en italiano, en alemán, en inglés, en holandés, en polaco y en bohemio.

La bibliografía española de este argumento es bastante copiosa, y sobre ella ha publicado un reciente y muy instructivo trabajo el joven erudito holandés F. de Haan[60]. Las dos traducciones completas que tenemos de la novela griega pertenecen al siglo XVII: la del licenciado Juan de Arce Solórzano apareció en Madrid, en 1608[61]; la de Fr. Baltasar de Santa Cruz, en Manila, en 1692[62]. Es más exacta la segunda, como hecha sobre el texto de Billio, pero resulta mucho más apacible y gallardo el estilo de la primera, no desemejante del que mostró su autor en otras obras de entretenimiento. También salió de las prensas de Manila en 1712 un Barlaam traducido en lengua tagala por el jesuíta Juan de Borja, con fines de edificación y catequesis para los indios, á lo cual admirablemente se prestaba el carácter oriental y parabólico del libro, y hasta su remoto origen budista.

[xxxvi]

Pero ya en la Edad Media era popularísimo entre nosotros el Barlaam en forma de compendios ó traducciones abreviadas, como son todas las que se derivan de la Legenda Aurea, de Jacobo de Voragine. Un Flos Sanctorum catalán del siglo XV y dos castellanos, por lo menos, reconocen este origen. Pero tiene mucha más importancia una versión, al parecer independiente y original, que, á juzgar por la lengua, es, cuando menos, del siglo XIV. Está contenida en un códice misceláneo de 1470, que lleva en la Biblioteca de Palacio el rótulo de Leyes de Palencia[63]. No conociéndose hasta ahora la versión catalana de Francisco Alegre, impresa en 1494, más que por una nota del Registrum de D. Fernando Colón[64], no cabe indicar con precisión su origen. Igual duda tengo en cuanto á la traducción portuguesa atribuida á Fr. Hilario de Lourinham, inédita todavía[65].

Son varias las colecciones hagiográficas impresas en el siglo XVI que traen con extensión la vida de nuestros santos. Figuran en el Flos Sanctorum de Alonso de Villegas, en el del P. Rivadeneyra, en la Hagiografía del Dr. Juan Basilio Santoro (Bilbao, 1580) y en otros menos célebres. Pero no parece que llegasen á penetrar en los breviarios particulares de nuestras iglesias, ni que tuvieran culto en España[66].

Los autores de vidas de santos suelen suprimir las parábolas del Barlaam, pero en cambio se las encuentra por todas partes, lo mismo en los tratados piadosos y de ejemplos ascéticos que en las colecciones de cuentos y en otros libros de recreación y pasatiempo. Ya Kuhn las señaló en El Conde Lucanor, en el Libro de los Gatos, en los Castigos et documentos del rey D. Sancho y en la Historia del caballero Cifar. De las parábolas que no están en el texto corriente, sino que se añadieron en la versión hebrea hecha por el barcelonés Aben Chasdai, se encuentra una en las Leyendas moriscas publicadas por Guillén Robles, y esta misma se lee en el Libro de las Bestias, de Ramón Lull. Haan añade nuevas comparaciones con el Libro de los Enxemplos, de Clemente Sánchez; con los Coloquios satíricos, de Torquemada; con el Libro de los Gatos; con la Silva curiosa, de Julián de Medrano (cuyos cuentos están tomados casi [xxxvii]literalmente del Alivio de Caminantes de Timoneda), y hasta con la Segunda Celestina, de Feliciano de Silva[67].

Finalmente, esta peregrina historia ha entrado en el teatro popular de varias naciones. En francés hay dos Misterios de Barlaam, Josaphat y el rey Abenir su padre: uno del siglo XIV y otro del XV[68]. Al mismo siglo pertenece la Rappresentazione di Barlaam e Josafat, de Bernardo Pulci, que ha reimpreso Ancona[69], el cual cita otra de mérito inferior, compuesta por Solci Perretano ó Paretano, y añade que bajo la forma rústica de un Mayo, la leyenda continúa representándose en el país toscano, especialmente en Pisa, y se reimprime para uso del pueblo. Son numerosas é igualmente populares las narraciones en prosa, y hay también una en octava rima.

Lope de Vega, que se asimiló todos los elementos del drama sagrado y profano anteriores á él, no podía olvidar tan hermoso argumento. Su comedia Barlam y Josafá, escrita en 1611, acaso después de una lectura de la traducción, entonces tan reciente, de Arce Solórzano, tiene un primer acto de extraordinaria belleza, que entró por mucho en la concepción de La Vida es sueño y aun dejó su reflejo en algunos versos de Calderón[70]. Varios y complicados son los orígenes de aquel famoso drama simbólico. La conseja oriental del durmiente despierto (incluida hoy en Las Mil y Una Noches), que tiene tan cómicas derivaciones en Bocaccio, en Lasca y en el prólogo de La fiera domada, de Shakespeare, y que ya en la Edad Media fué escrita entre nosotros (como lo prueba un cuento de los añadidos en una de las copias de El Conde Lucanor), pudo llegar á Calderón por medio de El Viaje entretenido, de Agustín de Rojas, y aun es muy verosímil que allí la leyese. Pero el dato muy importante de la reclusión del príncipe á consecuencia de un horóscopo no procede de este libro, sino del Barlaam y Josafat, á través de Lope, como lo prueba la identidad de algunos versos y situaciones. El pensamiento filosófico de los monólogos de La Vida es sueño parece tomado de uno de los tratados de Philon Hebreo (Vida del político), que Calderón pudo leer en la versión latina de Segismundo Gelenio; pero las ráfagas pesimistas que de vez en cuando asoman en la obra y parecen contradecir su general sentido tienen ahora fácil explicación, conocidos los orígenes budistas de la leyenda.

El Calila y Dimna, el Sendebar y el Barlaam son los tres libros capitales que la novelística oriental comunicó á la Edad Media. Pero mucho antes que ninguno de ellos estuviese traducido en lengua vulgar, corría ya de mano en mano un libro latino de autor español, que indisputablemente da la primacía cronológica á nuestra patria en el género de los cuentos, puesto que precedió al Gesta Romanorum y á todas las demás colecciones de su género. Este libro celebérrimo, que de intento hemos reservado para este lugar, aun infringiendo el orden de los tiempos, por no ser mera traducción como los anteriores, es la Disciplina Clericalis del judío converso de Huesca, Pedro Alfonso (Rabí Moséh Sephardí), nacido en 1062, bautizado en 1106, ahijado de Alfonso I el Batallador, y conocido también por una obra en diálogos en defensa de la ley cristiana contra los hebreos[71]. Nadie esperaría de tan ferviente apologista un libro tan profano [xxxviii] como la Disciplina Clericalis[72], donde apenas se encuentra indicio de cristianismo, salvo en el prólogo y en el título de la obra, que ha de ser entendido como disciplina ó enseñanza propia de clérigos, dando á esta palabra el sentido lato que tenía en la Edad Media, como hoy le tiene la palabra scholar, sinónimo entre los ingleses de hombre estudioso y letrado. Todos los elementos que entran en la composición de la Disciplina Clericalis son orientales, y aun la rara sintaxis que el autor usa tiene más de semítica que de latina. Pedro Alfonso declara haber compaginado su libro, parte de los proverbios y castigaciones de los filósofos árabes, parte de fábulas y versos, parte de ejemplos ó similitudes de animales y aves[73]. Nuestros escasos conocimientos en literatura oriental no nos permiten determinar á ciencia cierta los orígenes inmediatos de cada una de las treinta fábulas ó cuentos de la Disciplina Clericalis, pero basta el más superficial cotejo entre este libro del siglo XII y las traducciones que en el XIII y XIV se hicieron de las grandes colecciones tantas veces citadas, para deducir que el converso aragonés bebió en las mismas fuentes, y que la mayor parte de sus apólogos proceden del Calila, de un libro de Engaños de Mujeres, análogo al Sendebar, del Barlaam, de las fábulas de Lokman[74] y de otros libros muy conocidos. En dos capítulos figuran los nombres de Platón y Sócrates, pero estos nombres eran familiares á los árabes y no arguyen influencia clásica de ninguna especie. Las fábulas están puestas en boca de un padre que las da como instrucciones á su hijo, reforzándolas con gran número de proverbios y sentencias. Son ciertamente de muy saludable y moral doctrina algunos de estos ejemplos. Otros son picantes y festivos, sin ofensa del decoro. En uno ú otro concepto pueden recomendarse el de la prueba de los amigos (que pasó al libro del Rey Don Sancho y á El Conde Lucanor); el de los dos mercaderes de Egipto y de Baldach, tan fieles y heroicos en su recíproca amistad como el Tito y el Gesipo de Bocaccio; el muy ingenioso del depósito de los toneles de aceite; la linda fábula de la avecilla que con dulces y sabias palabras se libró de las manos del rústico; el gracioso cuento del jorobado en el portazgo, que todavía en el siglo XVI versificó el licenciado Tamariz; el famosísimo de las cabras, que Sancho contó á Don Quijote en la temerosa noche de los batanes, y algunos más[75]. Pero otros son tan libres como los del Sendebar, siendo de [xxxix]advertir que en varios de ellos es la suegra quien hace el papel de Celestina y sugiere á su nuera astucias para burlar al marido, lo cual da triste idea de la familia oriental. El cuento del viñadero, el de la espada desnuda, el muy absurdo y extravagante de la perrilla, el del engaño de la sábana, y sobre todo el famosísimo que sirve de argumento á la farsa de Molière, George Dandín, pertenecen á este género[76], y todos ellos son muy conocidos gracias á Bocaccio y á los demás cuentistas italianos y franceses. Pedro Alfonso cuenta con muy poca gracia en su bárbaro latín historias verdes, que luego se contaron mucho mejor; pero es más casto que sus imitadores, porque no es inmoral de caso pensado, ni excita jamás la fantasía con cuadros licenciosos, ni sale nunca de su habitual manera insípida y trabajosa.

Con toda su medianía, este libro tuvo una fortuna que muchas obras de primer orden pudieran envidiar, pero que se explica bien por la novedad y extrañeza de su contenido y por la singular mezcla, tan grata al gusto de aquella edad, de la sabiduría práctica de los documentos morales y de la cándida libertad de las narraciones. Las lenguas vulgares le adoptaron muy pronto por suyo. Varias veces fué puesto en prosa y en verso francés con el título de Castoiement d'un père à son fils[77]. Íntegramente traducido al castellano aparece en el Libro de los exemplos, de Clemente Sánchez de Vercial[78], y la mayor parte de los cuentos figuran también en el Isopete historiado, que mandó trasladar el infante Don Enrique de Aragón, duque de Segorbe[79] y cuyas reimpresiones populares alcanzan al siglo XIX. Hasta dialectos muy oscuros y muy poco cultivados literariamente se honraron con la posesión de este librillo; una traducción del siglo XIV, existente en nuestra Biblioteca Nacional, que pasó mucho tiempo por catalana, resulta ahora bearnesa[80]. Los cuentos de Pedro Alfonso asoman la cabeza por todas partes: en el Gesta Romanorum, en el Speculum Historiale, de Vicente de Beauvais; en los Exemplos, de Jacobo de Vitry, para uso de los predicadores[81]; en los Fabliaux, en los Gesammtabenteur alemanes, en las Cento Novelle Antiche, en Boccaccio, cuyo solo nombre es legión.

Árabes son las fuentes inmediatas de la Disciplina Clericalis, y acaso en lengua arábiga ó hebrea fué compuesta primeramente por su recopilador antes de traerla al latín[82], pero el proceso novelístico demuestra en la mayor parte de los casos que el cuento árabe viene de Persia y el cuento persa viene de la India. Ya hemos indicado varios que se derivan de los Engaños de Mujeres; del Calila y Dimna hay uno muy singular, el del ladrón que se tira del tejado de una casa creyendo que por artes mágicas [xl]y por virtud de un conjuro que pronuncia va á ser transportado en un rayo de la luna. El cuento del depositario infiel está en la colección persa de Los mil y un días[83].

Pero ¿no habría entre los árabes de España un desarrollo original del cuento y la novela que pudiera influir en nuestra literatura vulgar? ¿No habría entre los mismos árabes de Oriente narraciones originales, propias de su raza y de su ley, que no debiesen nada á los odiados adoradores del fuego ni á los anacoretas del budismo? La respuesta á estas cuestiones no es fácil, porque la literatura árabe está en gran parte sin explorar, y los profanos tenemos que contentarnos con lo poco que han querido decirnos los orientalistas. Ya Casiri, al catalogar en 1760 los manuscritos árabes de la Biblioteca del Escorial, indicó que entre ellos existían no sólo colecciones de fábulas y apólogos, sino verdaderas novelas, fictos amatorum casus, y otras «amenidades y delicias de la filología»[84]. Las descripciones, algo confusas y no siempre exactas, de Casiri, han sido puntualizadas y corregidas en el nuevo y excelente catálogo de Derenbourg[85]. Pertenecen casi todas las obras de entretenimiento que él señaló al género de las makamas ó sesiones, cuyo tipo es el libro clásico entre los orientales, de Hariri, nacido en Bassora el año 1055 de la era cristiana. Fúndase principalmente la celebridad de esta obra en ser una vasta compilación de todos los términos de la lengua árabe, de sus más raros modismos, de todos los primores y figuras de dicción, de proverbios, de enigmas, de juegos de palabras, de rimas, de aliteraciones; un monumento de paciencia filológica y de mal gusto, muy propio de una raza en quien llega á la superstición el culto de la gramática y el arte de hablar con finura y elegancia. Pero toda esta erudición léxicográfica, tan insípida para el lector europeo, está vertida en una especie de novela que se divide en cincuenta sesiones, las cuales no están unidas solamente por el débil hilo que engarza los cuentos del Sendebar ó de Las mil y una noches, sino que reciben muy ingeniosa unidad de la persona del protagonista de todas ellas, que es un aventurero llamado Abu Zeid, cuyas extrañas metamorfosis refiere otro personaje honrado y sensato, Hareth ben-Hammam, que á cada momento le encuentra en su camino, disfrazado con los más varios trajes y desempeñando los más contrarios oficios: unas veces predicando en la vía pública con gran compunción de su auditorio, otras emborrachándose en la taberna con la limosna que recoge de sus predicaciones; ya presentándose como abogado, ya como médico; ora como maestro de escuela, como falso anacoreta, como mendigo, ciego y cojo, explotando siempre de una manera ú otra la credulidad pública.

[xli]

Esta especie de filósofo cínico, de parásito literario, que por final se arrepiente y muere de imam de una mezquita, es un verdadero tipo de novela picaresca, un precursor de Guzmán de Alfarache y de Estebanillo González. Envuelto en sus sórdidos harapos, reduce á sistema su larga experiencia de la vida, y en la sesión treinta dirige á la chusma de vagabundos y truhanes, que le aclama por su monarca, un pomposo discurso en que hace gala de su solemne desprecio del género humano, estafado y defraudado por él de tantos modos. Sea cual fuere la ejecución (de la cual nos es imposible juzgar), la idea de este vasto cuadro de la sociedad musulmana del siglo XII, y el estudio de un tipo tan original é interesante, que, según parece, está tomado de la realidad contemporánea, aunque tenga precedentes en otro libro compuesto cien años antes por Hamadani[86], contando las aventuras de otro bufón llamado Abulfath Escanderi, prueba en su autor gran riqueza y fertilidad de invención no menos que talento de moralista. Un poeta alemán tan ilustre como Federico Rückert no ha retrocedido ante la ardua empresa de poner en su lengua estas macamas, á pesar de todas sus extravagancias de estilo, y según el parecer de los entendidos, ha salido triunfante de la empresa.

En opinión de Renán, es Hariri el autor más ingenioso é interesante de la decadencia árabe. «Pocas obras (añade) han ejercido tan extensa influencia como estas Sesiones. Del Volga al Níger, del Ganges al estrecho de Gibraltar, han sido consideradas como un dechado de estilo por todos los pueblos que han adoptado juntamente con el islamismo la lengua de Mahoma. Todavía hoy son clásicas en todas las escuelas musulmanas de Asia, especialmente en la India. Extraña ha sido la fortuna de este libro, compuesto en Bassora, impreso por primera vez en Calcuta, y cuyos dos principales comentadores nacieron, uno en Jerez y otro en las orillas del Oxo. Las personas que han viajado por Levante dan testimonio del portentoso efecto que producen las macamas cuando son leídas en público ante un auditorio numeroso. Han producido muchas imitaciones árabes, siriacas, hebreas, y todavía hoy suelen aparecer en Oriente algunos ensayos del mismo género»[87].

Pero como las formas y las razones del gusto varían tanto de unas razas á otras, aprende uno, no sin sorpresa, que la mayor parte del interés que el libro despierta en los orientales no consiste en las aventuras del mendigo Abu Zeid, sino en las ridículas [xlii]afectaciones retóricas, en el mérito de la dificultad vencida, ya intercalando composiciones en que se huye sistemáticamente de una letra (como en nuestras novelas sin vocales del siglo XVII), ya encerrando en una novela todos los verbos que tienen cierta irregularidad, ya con otros artificios no menos pueriles.

Hasta ocho ejemplares, más ó menos completos, de las Macamas de Hariri («totius elegantiae et eruditiones arabicae specimen», en frase de Casiri) posee la Biblioteca del Escorial. Uno de ellos (el 495 del catálogo de Derenbourg) encierra parte de un comentario de autor español, Abul Abas-Jarischi, ó el jerezano, que murió el año 619 de la Hégira, 1222 de nuestra era vulgar. Se conservan varias imitaciones de este libro, y no puede menos de ser sumamente curiosa la que Casiri calificó de comedia satírica (género enteramente desconocido entre los árabes), y tuvo, acaso sin fundamento, por obra de autor español, intitulada Sales y elegancias pronunciadas en los banquetes de los miembros de las corporaciones[88]. Estos miembros son nada menos que cincuenta, y representan todos los oficios y profesiones conocidos en la sociedad musulmana. La obra parece haber sido compuesta en 1345, y ha sido impresa modernamente en El Cairo. No sabemos si son propiamente macamas ó compilaciones de anécdotas (porque ambos géneros andan mezclados entre los orientales) las Conversaciones nocturnas de los comensales y la intimidad de los hermanos, del persa Arrazi (núm. 501). Pero del libro denominado Frutos de los califas y recreación de los hombres ingeniosos, por Aben ben Mohammad ben Arabs de Damasco (núms. 513 y 514), no hay duda, á juzgar por la descripción de Casiri (núm. 511), que, además de relatos históricos, contiene apólogos en prosa rimada, análogos á los del Calila y Dimna, tales como la disputa del Hombre con el fabuloso Rey de los Genios, la guerra entre el Príncipe de los Atletas y el Rey de los Elefantes, el juicio del León, las sentencias del Camello. Apólogos también y aun verdaderas novelas, como la de los amores del caballero Gallego, alternan con trozos de historia y máximas y sentencias en prosa y verso, en la obra política y moral del siciliano Mohammed-ben-Abi-Mohammed-Aben-Zafer (muerto en 1160), conocida por el Solwan, que Miguel Amari ha traducido al italiano con el título de Consolaciones Políticas[89], ilustrando doctamente sus orígenes. «Los argumentos históricos (dice) están tomados casi todos de los tiempos clásicos de Arabia, de los primeros siglos del islamismo, de los acontecimientos de Persia en tiempo de los Sassanidas, y tal vez de las hagiografías cristianas de Oriente; las narraciones fabulosas están imitadas, no ya copiadas, de los modelos indios, especialmente del Calila. Encontramos textualmente una novela de Las mil y una noches (la del Molinero y el Asno), y debemos suponer que alguno de los últimos compiladores de aquel deleitosísimo libro la haya tomado del Solwan y no al contrario. Otros pedazos del tratado de Zafer, y no pocos, parecen paráfrasis y acaso traducciones de textos persas... El mérito principal del Solwan (cuyo autor florecía á mediados del siglo XII) consiste en el camino, nuevo para los musulmanes, que abrió, de inculcar máximas morales con el ejemplo de hechos imaginarios. Antes de él la literatura árabe poseía ciertamente versiones é imitaciones de las fábulas persas é indias, pero no parece que ningún escritor las hubiese empleado en obra de serio y grave argumento. No obstante los escrúpulos del austero y triste genio semítico, varios orientales han traducido este libro, le han imitado ó han hecho paráfrasis de él en persa y en turco. En suma, el Solwan ha estado siempre en gran crédito entre los musulmanes, como lo prueban las muchas copias que de él tenemos en las bibliotecas europeas y una reciente edición de Túnez». Es singularísimo el ejemplar manuscrito de la Biblioteca Escurialense por las cuarenta y siete miniaturas que le adornan, obra de algún morisco español del siglo XVI. Entre las imitaciones del Solwan me parece que debe contarse El Collar de Perlas, que el granadino Abuhamu Muza II, de la estirpe de los Beni-Zeyán, rey de Tremecén en el último tercio del siglo XIV, compuso para la educación de su hijo; libro de sabia doctrina moral y política, entreverada con muchos trozos de poesía y prosa rimada, con largos apólogos y ejemplos históricos[90]. Por su fecha no pudo influir este libro en los Castigos é documentos del rey D. Sancho, ni en las obras de D. Juan Manuel; pero tan evidente es en ellas el parentesco con estos libros árabes de educación de príncipes, que apenas puede dudarse de que el Solwan ó algún otro de los más antiguos fué conocido por sus autores.

[xliii]

Cultivaron también los árabes de Oriente y de España un género novelesco muy afín á los libros de caballerías. Pero son muy raros los monumentos que restan de él, acaso porque el fanatismo de los alfaquíes se encarnizó en diversas épocas con la literatura profana y de puro entretenimiento. Salvo el prodigioso libro de Antar, cuya última redacción se atribuye al médico español Abul-Muyyad Muhammad Ben El-Moggellis Aben-Essaig, el Antarí, residente en Damasco, contemporáneo de Hariri á lo que parece[91], y dejando aparte, por ser relativamente moderno y tener visos de parodia, el libro turco de Bathal, que dió á conocer Fleischer en 1849 y tradujo al alemán Ethó en 1871, apenas se había publicado en lengua vulgar ninguna muestra de este género hasta que en 1882 nuestro aventajado orientalista D. Francisco Fernández y González, digno rector de la Universidad de Madrid, tuvo la suerte de encontrar en el códice 1876 del Escorial (no catalogado por Casiri) una importante colección de doce novelas árabes[92], la primera de las cuales, es un verdadero libro de caballerías, doblemente interesante por ser de autor español, según todas las trazas, y posterior á la época de los Almoravides. Titúlase Libro del Alhadís ó Historia de Zeyyad ben Amir el de Quinena y de las maravillas y casos estupendos que le acontecieron en el alcázar de Al-laualib y Albufera del aficionado á la sociedad de las mujeres. El Sr. Fernández se apresuró á traducir con soltura y elegancia este sabroso relato, pero tuvo la mala idea de esconder su versión en uno de los ponderosos é inmanejables volúmenes del Museo Español de Antigüedades[93], con [xliv]lo cual hubo de quedar casi tan ignorada para el vulgo de los lectores como si continuase en árabe. Y en verdad que no lo merecía, pues el cuento es tal que puede competir con los buenos de Las mil y una noches. El nacimiento y educación de Zeyyad, y los ejercicios caballerescos de su juventud; sus amores con la guerrera princesa Sadé, cuya mano tiene que conquistar venciéndola en batalla campal; sus viajes y peregrinaciones, su llegada á los jardines de la infanta llamada «Arquera de la hermosura», las maravillas del lago encantado y del palacio de los aljófares, el rescate de las tres princesas cautivas, la peregrina aventura de la hermosa gacela (que recuerda el encuentro de D. Diego López de Haro con la «dama pie de cabra», en el Nobiliario portugués), la conquista de la ciudad de los Magos adoradores del fuego, su conversión al mahometismo y otros lances, á cual más estupendos, coronados con el castigo providencial de Zeyyad por haberse casado con más de cuatro mujeres, contraviniendo á los preceptos del Corán, forman un conjunto sobremanera fantástico y recreativo, que tiene sobre otros méritos el de estar encerrado en muy razonables límites de extensión, en vez de las desaforadas proporciones del Antar y del Amadís.

Á pesar de ciertas semejanzas muy generales, que á fuerza de probar mucho no probarían nada, no puede admitirse influencia de las novelas caballerescas de los árabes en los libros occidentales de caballerías, cuyos orígenes están, por otra parte, bien conocidos y deslindados. Mucho más se parece el Shah-Nameh, y, sin embargo, sería una paradoja absurda suponer que el gran poema persa intervino para nada en la elaboración de la novelística occidental. Tampoco puede suponerse influencia contraria. Todas las analogías se explican por un fondo común de tradiciones y una semejanza de estado social, aunque no sea metafísicamente imposible la transmisión directa de algún tema.

¡Lástima que el docto arabista á quien debemos la vulgarización del apacible alhadiz de Zeyyad el de Quinena no haya realizado el propósito de dar á conocer en nuestro vulgar romance los demás cuentos de la colección escurialense, que á juzgar por sus títulos deben de ser no menos curiosos y entretenidos: «el mancebo hijo del cazador y la doncella prodigiosa», «las islas del ámbar», «la isla de la esmeralda», «las maravillas del mar», «la isla de las dos estrellas», «el mancebo prodigioso y la hechicera», «el rey Sapor[94]», «el amante perfumista», «el príncipe de los creyentes Chafar Almotauaquil, y lo que le sucedió con la gacela y el hijo del mercader», «la hechicera prodigiosa».

Obsérvese cuánto abundan los temas de geografía fantástica, propios del gusto de un pueblo avezado á largas peregrinaciones y que llevó su religión hasta los límites del mundo antiguo. Es riquísima en geógrafos y viajeros la literatura árabe, y algunos de ellos se cuentan entre los más insignes y memorables, como Abén-Batuta y el Idrisi; pero no es caso raro encontrar en las obras de este género gran número de consejas y leyendas sobre las costumbres y tradiciones maravillosas de diversos pueblos, semejantes á las que Herodoto recogió en Egipto, y á las novelas geográficas de la antigüedad griega. Inestimable debía de ser, aun bajo tal aspecto, la gran enciclopedia de Abú Obaid el Becrí, señor de Huelva y de la isla de Saltes, á mediados del siglo XII, titulada Libro [xlv]de los caminos y de los reinos. Pero de esta obra, tan ensalzada por Dozy[95], que considera á su autor como el primer geógrafo de la España árabe, falta una parte considerable, y los cuatro manuscritos hasta ahora conocidos apenas contienen más que las descripciones del Irac, de Persia, del Egipto y del Mogreb ó África Septentrional. Para nosotros tienen especial interés las leyendas relativas al Egipto, porque han servido de principal fuente á la Grande et General Estoria de Alfonso el Sabio, en los capítulos que dedica á aquella región. «Mas fallamos que un rey sabio que fue sennor de Niebla et de Saltes, que son unas villas en el reyno de Seuilla a parte de Occidente cerca la grand mar, escontra una tierra a que llaman el Algarbe, que quiere dezir tanto como la primera part de Occidente o de la tierra de Espanna, et fizo un libro en aravigo et dizenle la Estoria de Egipto; et un su sobrino pusol otro nombre en arabigo: Quiteb Almazahelic Whalmelich, que quiere decir en el nuestro lenguaje de Castiella tanto como Libro de los Caminos et de los Regnos, porque fabla en él de todas las tierras et de los regnos quantas iornadas ay et quantas leguas en cada uno dellos en luengo et en ancho...». De allí tomó la General el relato novelesco de Josep y donna Zulayme[96], transformación de la historia bíblica de José, con notables variantes y adiciones respecto de la versión coránica, siendo ésta del llamado rey de Niebla diversa también en muchos pormenores de los otros dos textos de la misma leyenda en nuestra literatura aljamiada, el poema de Yusuf perteneciente al siglo XIV y una novela en prosa del siglo XVI. Del Libro de los caminos deben de proceder también otras historias fabulosas que la Grande et General reproduce y que todavía esperan editor, como la de los palacios encantados de la sabia Doluca la vieja (¿la Nitocris de Herodoto?), que fabricó los sortilegios de sus cámaras en el instante propicio de la revolución de los astros, y puso en sus templos las imágenes de todos los pueblos vecinos á Egipto, con sus caballos y camellos; la de la infanta Termut; acaso también las que Amador llama «sabrosas y sorprendentes de la reina Munene y de Tacrisa».

Á la clase de los mitos geográficos enlazados con la conquista de España por los árabes, conforme á las fantásticas tradiciones de egipcios y sirios, corresponde el cuento de la ciudad de latón ó alatón, que se encuentra ya en la crónica de Abén Abib, autor del siglo IX, y después de haber pasado por el pseudo Abén Cotaiba y otros pretensos historiadores, encontró su puesto natural en Las mil y una noches y en las leyendas aljamiadas de nuestros moriscos[97]. Algún otro cuento árabe, como el de La hija del rey de Cádiz, ha sido romanceado en nuestros días, pero de otros muchos que todavía existen sólo conocemos los títulos: El gigante de Loja, El falso anacoreta y otros tales.

La ficción novelesca se insinúa por todas partes en las compilaciones y enciclopedias árabes. Los Áureos Prados, de Almasudi, por ejemplo, tienen tanto de libro de [xlvi]recreación y pasatiempo como de crónica. La historia de los árabes, cuando da tregua á la sequedad cronológica, es esencialmente anecdótica y suele estar sembrada de cuentos. Recuérdese cuánto partido sacó Dozy de estos episodios para tejer su elegante Historia de los musulmanes de España.

Pero con ser tantos los géneros indicados hasta ahora, no se agotó en ellos la actividad creadora del ingenio árabe, mostrándose quizá en España con más brío y pujanza que en Oriente, hasta llegar á producir, aunque aisladamente, algunos libros que parecen modernos y cuyos rasgos cautivan por lo inusitados dentro de la cultura á que pertenecen. Tal conceptúo la sorprendente aparición (en que Dozy reparó el primero) del idealismo amoroso, de una especie de petrarquismo más humano que el de Petrarca en el bellísimo cuento de los Amores, del cordobés Abén-Hazam[98], primera novela íntima que en los tiempos modernos puede encontrarse; una especie de Vita nuova escrita siglo y medio antes de Dante, y que ofrece testimonio, contra vulgares y arraigadas preocupaciones, del grado de fuerza y profundidad afectiva á que, si bien por excepción, podían llegar, no ciertamente los árabes puros, sino los musulmanes andaluces de origen español y cristiano, como lo era este gran polígrafo Abén-Hazam. El mismo Dozy, tan poco sospechoso en este punto, explica por el origen de Abén-Hazam su galantería delicada y sensibilidad exquisita. «No hay que olvidar, escribe, que este poeta, el más casto, y estoy por decir el más cristiano entre los poetas musulmanes, no era árabe de pura sangre. Biznieto de un español cristiano, no había perdido por completo la manera de pensar y de sentir propias de la raza de que procedía. Estos españoles arabizados solían renegar de su origen y acostumbraban perseguir con sarcasmos á sus antiguos correligionarios; pero en el fondo de su corazón quedaba siempre algo puro, delicado, espiritual, que no era árabe»[99].

[xlvii]

Tampoco es árabe, ni siquiera totalmente persa, sino derivada por recónditos caminos de las especulaciones metafísicas de la escuela alejandrina, la profunda y valiente inspiración de la novela filosófica en que el guadijeño Abubéquer Abentofáil (m. en 1185) expuso los misterios de la sabiduría oriental. Abentofáil, que á sí propio se califica de filósofo contemplativo, no es un iluminado, aunque en ocasiones lo parece; no es un sufí ni un asceta, aunque en cierto modo recomienda el ascetismo; no es un predicador popular, sino un sabio teórico que escribe para corto número de iniciados; no es un musulmán ortodoxo, aunque tampoco pueda llamársele incrédulo, puesto que busca sinceramente la concordia entre la razón y la fe, y al fin de su libro presume de haberla logrado. Es, sin duda, un espíritu más religioso que Avempace y Averroes, que constituyen con él la trilogía de la filosofía arábigohispana, pero toma mucho de las enseñanzas del primero, así como de las del gran peripatético oriental Avicena. No es del caso quilatar aquí el valor filosófico del libro de Abentofáil, sobre el cual ya he escrito con alguna extensión en otra parte[100], pero algo he de repetir de lo que allí apunté sobre la originalísima forma literaria de este Robinsón metafísico. Sólo remotamente ha podido señalársele algún modelo en cierta alegoría mística de Avicena, que ha sido modernamente publicada por Mehren[101]. Basta comparar este opúsculo con la novela española para convencerse de que entre los dos apenas hay más semejanza que el nombre simbólico de Hay Benyocdán (el viviente hijo del vigilante), y que por lo demás el contenido del libro es de todo punto diverso. El Hay Benyocdán de Avicena no es más que un sabio peregrino que cuenta sus viajes por el mundo del espíritu. El Hay Benyocdán de Tofáil es un símbolo de la humanidad entera, empeñada en la prosecución del ideal y en la conquista de la ciencia. Las andanzas del primero nada de particular ofrecen, ni traspasan los límites de una psicología y de una cosmología muy elementales. Las meditaciones del segundo son de todo punto extraordinarias, como lo es su propia condición, su aparición en el mundo, su educación física y moral. Este libro, cuya conclusión es casi panteísta ó más bien nihilista; este libro, que acaba por sumergir y abismar la personalidad humana en el piélago de la esencia divina, es por otra parte el libro más individualista que se ha escrito nunca, el más temerario ensayo de una pedagogía enteramente subjetiva, en que para nada interviene el principio social. Hay no tiene padres: nace por una especie de generación espontánea; abre los ojos á la vida en una isla desierta del Ecuador; es amamantado y criado por una gacela; rompe á hablar remedando los gritos de los irracionales; conoce su imperfección y debilidad física respecto de ellos, pero comienza á remediarla con el auxilio de las manos. Muerta la gacela que le había servido de nodriza, se encuentra Hay enfrente del formidable problema de la vida. La anatomía que hace del cuerpo del animal le mueve á conjeturar la existencia de algún principio vital superior al cuerpo. Sospecha que este principio sea análogo al fuego, cuyas propiedades descubre por entonces, viendo arder un bosque, y aplica muy pronto en utilidad propia. Á los veintiún años había aprendido á preparar la carne, á vestirse y calzarse con pieles de animales y con plantas de tejido filamentoso; á elaborar cuchillos de espina de pescado y cañas afiladas sobre la piedra; á edificar una choza de cañas, guiándose por lo que había visto hacer á las golondrinas; á convertir los cuernos de los búfalos en hierros de lanza; á someter las aves de rapiña para que le auxiliasen en la caza; á amansar y domesticar el caballo y el asno silvestres. Su triunfo sobre los animales era completo; la vivisección hábil y continuamente practicada ensanchaba el [xlviii]círculo de sus ideas fisiológicas y le hacía entrever la anatomía comparada. Había llegado á comprender y afirmar la unidad del espíritu vital y la multiplicidad de sus operaciones según los órganos corpóreos de que se vale.

Luego dilató sus investigaciones á todo el mundo sublunar, llamado por los peripatéticos mundo de la generación y de la corrupción. Entendió cómo se reducía á unidad la multiplicidad del reino animal, del reino vegetal, del reino mineral, ya considerados en sí mismos, ya en sus mutuas internas relaciones. Elevándose así á una concepción monista de la vida física y de la total organización de la materia, quiso penetrar más hondo, é investigando la esencia de los cuerpos, reconoció en ella dos elementos: la corporeidad, cuya característica es la extensión, y la forma, que es el principio activo y masculino del mundo. ¿Pero dónde encontrar el agente productor de las formas? No en el mundo sublunar, ni tampoco en el mundo celeste, porque todos los cuerpos, aun los celestes, tienen que ser finitos en extensión. El solitario contempla la forma esférica y movimiento circular de los planetas; concibe la unidad y la armonía del Cosmos; no se decide en pro ni en contra de su eternidad, pero en ambas hipótesis cree necesaria la existencia de un agente incorpóreo, que sea causa del universo y anterior á él en orden de naturaleza, ya que no en orden de tiempo; un sér dotado de todas las perfecciones de los seres creados y exento de todas las imperfecciones.

Hasta aquí no ha usado Hay más procedimiento que el de la contemplación del mundo exterior. Su creencia en Dios se basa en la prueba cosmológica. Pero llegado á este punto, emplea muy oportunamente y con gran novedad el procedimiento psicológico. Si el espíritu humano conoce á Dios, agente incorpóreo, es porque él mismo participa de la esencia incorpórea de Dios. Esta consideración mueve á Hay, á los treinta y cinco años de edad, á apartar los ojos del espectáculo de la naturaleza y á indagar los arcanos de su propio sér. Si el alma es incorpórea é incorruptible, la perfección y el fin último del hombre ha de residir en la contemplación y goce de la esencia divina. Tal destino es mucho más sublime que el de todos los cuerpos sublunares, pero quizá los cuerpos celestes tienen también inteligencias capaces, como la del hombre, de contemplar á Dios. ¿Cómo lograr esta suprema intuición de lo absoluto? Procurando imitar la simplicidad é inmaterialidad de la esencia divina, abstrayéndose de los objetos externos, y hasta de la conciencia propia, para no pensar más que en lo uno. Estamos á las puertas del éxtasis, pero nuestro filósofo declara que tan singular estado no puede explicarse más que por metáforas y alegorías. No se trata, sin embargo, de un don sobrenatural, de una iluminación que viene de fuera é inunda con sus resplandores el alma, sino de un esfuerzo psicológico que arranca de lo más hondo de la propia razón especulativa, elevada á la categoría transcendental.

Hay no renuncia á ella, ni aun en el instante del vértigo; afirma poderosamente su esencia en el mismo instante en que la niega, porque la verdadera razón de su esencia es la esencia de la verdad increada. Razonando de este modo, todas las esencias separadas de la materia, que antes le parecían varias y múltiples, luego las ve como formando en su entendimiento un concepto y noción única, correspondiente á una esencia única también.

Las últimas páginas del libro parecen un himno sagrado ó el relato de una iniciación en algún culto misterioso, como los de Eleusis ó Samotracia. Allí nos explica Abentofáil con extraordinaria solemnidad y pompa de estilo, con una especie de imaginación que[xlix] podemos llamar dantesca en profecía, lo que Hay Benyocdán alcanzó á ver en el ápice de su contemplación, después de haberse sumergido en el centro del alma, haciendo abstracción de todo lo visible para entender las cosas como son en sí, y de qué manera descendió otra vez al mundo de las inteligencias y al mundo de los cuerpos, recorriendo los diferentes grados en que la esencia se manifiesta cada vez menos pura y más oprimida y encarcelada por la materia. ¡Lástima que para alcanzar tales éxtasis y visiones recurra al grosero y mecánico ejercicio del movimiento circular!

Tiene, pues, la metafísica expuesta en la novela de Hay dos partes, una analítica y otra sintética. Con la primera se levanta de lo múltiple á lo uno, con la segunda desciende de lo uno á lo múltiple. Lo que llama éxtasis no es sino el punto más alto de la intuición transcendental. Hasta aquí el principio religioso no interviene para nada; todo es racionalista en el libro menos su conclusión. Cuando el solitario ha llegado á obtener la perfección espiritual suma, mediante su unión con las formas superiores, acierta á llegar á la isla donde moraba Hay un venerable santón musulmán, llamado Asal, quien, más inclinado á la interpretación mística de la ley que á la literal, y más amigo de la vida solitaria que del tráfago de la vida mundana, había llegado á las mismas consecuencias que el hombre de la caverna, pero por un camino absolutamente diverso, es decir, por el de la fe y no por el de la razón. Poniendo al uno enfrente del otro, ha querido mostrar Abentofáil la armonía y concordancia entre estos dos procedimientos del espíritu humano, ó más bien la identidad radical que entre ellos supone. Sorprendido el religioso mahometano con el encuentro de un bárbaro tan sublime, le enseña el lenguaje de los humanos y le instruye en los dogmas y preceptos de la religión musulmana; Hay, á su vez, le declara el resultado de sus meditaciones; pásmanse de encontrarse de acuerdo, y deciden consagrarse juntos al ascetismo y á la vida contemplativa. Pero Hay siente anhelos de propagar su doctrina para bien de los humanos y propone á su compañero salir de la isla y dirigirse á tierras habitadas. Asal, que le venera como maestro de espíritu, cede, aunque con repugnancia, porque su experiencia del mundo le hace desconfiar del fruto de tales predicaciones. En efecto, aunque Hay es bien acogido al principio por los habitantes de la isla de donde procedía Asal, su filosofía no hace prosélitos, se le oye con indiferente frialdad y aun con disgusto, nadie comprende su exaltado misticismo ni simpatiza con él. Hay se convence por fin de la incapacidad del vulgo para entender otra cosa que el sentido externo y material de la ley religiosa; determina prescindir de aquellos espíritus groseros, y en compañía de Asal se vuelve á su isla, donde uno y otro prosiguen ejercitándose en sublimes contemplaciones hasta que les visita la muerte. Se ve que en el pensamiento de Abentofáil, la religión no era más que una forma simbólica de la filosofía, forma necesaria para el vulgo, pero de la cual podía emanciparse el sabio. Era la misma aristocrática pretensión de los gnósticos, y la misma que en el fondo inspiró la Educación progresiva del género humano, de Lessing, y el concepto que de la filosofía de la religión tuvo y difundió la escuela hegeliana.

Tal es, no extractado, porque lo impiden la concentración del estilo de Abentofáil y la trama sutil y apretada de sus razonamientos, sino ligeramente analizado, este peregrino libro, arrogante muestra del punto á que llegó la filosofía entre los árabes andaluces. No hay obra más original y curiosa en toda aquella literatura, á juzgar por lo que hasta ahora nos han revelado los orientalistas. Libro psicológico y ontológico á la vez, místico y realista, lanzado como en temerario desafío contra todas las condiciones de la[l] vida humana, para reintegrarlas luego bajo la forma suprema, entrevista en los deliquios del éxtasis. Falsa y todo como es la doctrina, irracional en su principio, que aisla al hombre de la humanidad, irracional en su término, que es un iluminismo fanático, hay en ella un elemento personal tan poderoso que la impide caer en los extremos enervantes del neobudismo, del quietismo y otros venenos de la inteligencia, tan funestos para ella como para el cuerpo lo es el uso inmoderado del opio. La genialidad serena de Abentofáil, abarcando con amplia mirada el universo, regocijándose en su contemplación, dando su propio y adecuado valor á la anatomía, á la fisiología, á la investigación de los fenómenos naturales y de sus causas, y sobre todo enalteciendo el heroico y sobrehumano esfuerzo de Hay, que no sólo triunfa del mundo exterior y le adapta á sus fines é inventa las artes útiles, como Robinsón, sino que triunfa en el mundo del espíritu y rehace á su modo la Creación entera, no puede confundirse con el idealismo nihilista, á pesar de todas las aparentes protestas de aniquilamiento. En el fondo es un idealismo realista, donde la personalidad humana se salva por la enérgica conciencia del propio yo, la cual nunca, aun en sus mayores temeridades, desamparó á los filósofos y místicos españoles.

La obra de Abentofáil, que fué acaso entre los árabes tan solitaria como su protagonista, aunque no fuese de seguro proles sine matre creata, fué muy pronto conocida de los judíos, como lo prueban el comentario y traducción hebrea de Moisés de Narbona. Pero aun entre ellos influyó poco, y cuando por este camino llegó á noticia de los escolásticos cristianos (especialmente de Alberto Magno), que alguna vez citan á su autor con el nombre de Abubacher, es cierto que le consultaron mucho menos que á Algazel y á Maimónides, á Avicebrón y á Averroes, de quienes tanto uso hicieron, ya para refundirlos, ya para combatirlos. El mismo Ramón Lull, tan versado en la lengua arábiga y en las doctrinas de sus filósofos, tan análogo á los sufíes, si no en el fondo de su pensamiento, á lo menos en las exterioridades de su vida y enseñanza, no presenta indicios de haber leído el Autodidacto, que en sus manos hubiera podido ser el germen de otro Blanquerna.

Pero no puede decirse que su patria olvidara completamente á Abentofáil, y si admitimos que le olvidó, habrá que suponer que en el siglo XVII volvió á inventarle ó á adivinar su libro, cosa que rayaría en lo maravilloso y que para mí, á lo menos, no tiene explicación plausible. Léanse los primeros capítulos de El Criticón, de Baltasar Gracián, en que el náufrago Critilo encuentra en la isla de Santa Elena á Andrenio, el hombre de la Naturaleza, filósofo á su manera, pero criado sin trato ni comunicación con racionales, y se advertirá una similitud tan grande con el cuento de Hay, que á duras penas puede creerse que sea mera coincidencia. «La vez primera, dice Andrenio, que me reconocí y pude hacer concepto de mí mismo, me hallé encerrado dentro de las entrañas de aquel monte... Allí me ministró el primer sustento una de estas que tú llamas fieras... Me crié entre sus hijuelos, que yo tenía por hermanos; hecho bruto entre los brutos, ya jugando, ya durmiendo. Diome leche diversas veces que parió, partiendo conmigo de la caza y de las frutas que para ellos traía. Á los principios no sentía tanto aquel penoso encerramiento, antes con las intensas tinieblas del ánimo desmentía las exteriores del cuerpo, y con la falta de conocimiento disimulaba la carencia de la luz, si bien algunas veces brujuleaba unas confusas vislumbres, que dispensaba el cielo á tiempos, por lo más alto de aquella infausta caverna.

[li]

«Pero llegando á cierto término de crecer y de vivir, me salteó de repente un tan extraordinario ímpetu de conocimiento, un tan grande golpe de luz y de advertencia, que, revolviendo sobre mí, comencé á reconocerme, haciendo una y otra reflexión sobre mi propio sér. ¿Qué es esto? decía, ¿soy ó no soy? Pero pues vivo, pues conozco y advierto, sér tengo[102]. Mas si soy, ¿quién soy yo? ¿Quién me ha dado este sér y para qué me lo ha dado?...

«Crecía de cada día el deseo de salir de allí, el conato de ver y saber, si en todos natural y grande, en mí, como violentado, insufrible; pero lo que más me atormentaba era ver que aquellos brutos, mis compañeros, con extraña ligereza trepaban por aquellas siniestras paredes, entrando y saliendo libremente siempre que querían, y que para mí fuesen inaccesibles, sintiendo con igual ponderación que aquel gran don de la libertad á mí solo se me negase[103].

«Probé muchas veces á seguir aquellos brutos, arañando los peñascos, que pudieran ablandarse con la sangre que de mis dedos corría; valíame también de los dientes, pero todo en vano y con daño, pues era cierto el caer en aquel suelo, regado con mis lágrimas y teñido con mi sangre... ¡Qué de soliloquios hacía tan interiores, que aun este alivio del habla exterior me faltaba! ¡Qué de dificultades y dudas trababan entre sí mi observación y mi curiosidad, que todas se resolvían en admiraciones y en penas! Era para mí un repetido tormento el confuso ruido de estos mares, cuyas olas más rompían en mi corazón que en estas peñas...».

Por fin, un espantable terremoto, destruyendo la caverna donde se guarecía, le liberta de su oscura prisión y le pone enfrente del gran teatro del universo, sobre el cual filosofa larga y espléndidamente:

«Toda el alma, con extraño ímpetu, entre curiosidad y alegría, acudió á los ojos, dejando como destituídos los demás miembros, de suerte que estuve casi un día inmoble y como muerto, cuando más vivo... Miraba el cielo, miraba la tierra, miraba el mar, y á todo junto, y á cada cosa de por sí; y en cada objeto de estos me transportaba, sin acertar á salir de él, viendo, observando, advirtiendo, discurriendo y lográndolo todo con insaciable fruición».

Critilo envidia la felicidad de su amigo, «privilegio único del primer hombre y suyo». «Entramos todos en el mundo con los ojos del alma cerrados, y cuando los abrimos al conocimiento, ya la costumbre de ver las cosas, por maravillosas que sean, no dejan lugar á la admiración».

No seguiremos á Andrenio en sus brillantes y pomposas descripciones del sol, del cielo estrellado, de la noche serena, de la fecundidad de la tierra y de los demás portentos de la Creación: trozos de retórica algo exuberante, como era propio del gusto de aquel siglo y del gusto del ingeniosísimo y refinado jesuíta aragonés, que fué su legislador y el oráculo de los cultos y discretos. Aun en medio de esta frondosidad viciosa no dejan de encontrarse pensamientos profundos y análogos á los de Abentofáil sobre la [lii]armonía del universo, sobre la composición de sus oposiciones, sobre los principios antagónicos que luchan en el hombre y sobre la existencia de Dios demostrada por el gran libro de la Naturaleza.

Pero lo más semejante es sin duda la ficción misma, y ésta no sabemos cómo pudo llegar á noticia del P. Gracián, puesto que la primera parte del Criticón (á la cual pertenecen estos capítulos) estaba impresa antes de 1650 y el Autodidacto ni siquiera en árabe lo fué hasta el año 1671, en que Pococke le publicó acompañado de su versión latina[104].

No hay que extremar tampoco el paralelo, porque Abentofáil es principalmente un metafísico y Baltasar Gracián es principalmente un moralista, si bien Schopenhauer veía en él una doctrina más transcendental y encontraba antecedentes de su propio pesimismo. El Criticón, que el mismo Schopenhauer calificó de uno de los mejores libros del mundo, es una inmensa alegoría de la vida humana; no es el trasunto de las cavilaciones y de los éxtasis de un solitario. Desde que Andrenio y Critilo empiezan á correr el mundo puede decirse que cesa toda relación entre ambas obras. De todos modos, algo significa este misterioso parentesco entre dos novelas filosóficas nacidas en España á más de cinco siglos de distancia, con todas las posibles oposiciones de raza, religión y lengua.

No fueron ajenos los judíos de nuestra Península á las aficiones novelescas de los árabes, á pesar de la severidad con que los doctores de su ley solían mirar el cultivo de la literatura frívola y profana. Los novelistas hebreos de nuestra Edad Media, aunque mucho más escasos y menos inspirados que sus poetas líricos, no son indignos de consideración, siquiera por el nuevo y raro uso que hicieron del hebreo bíblico y del rabínico. Y fué acaso una razón filológica la que primeramente les estimuló al cultivo de género tan exótico, queriendo mostrar que en la lengua de los profetas cabían todos los primores y artificios retóricos que los árabes admiraban en las Macamas, de Hariri, y que procuraban imitar á porfía varios ingenios españoles, como Abén el Asterconi, autor de las cincuenta Saracostíes ó novelas zaragozanas. Á imitación del modelo de Hariri, pero con fábula distinta y bastante ingeniosa, el cordobés Salomón Abén Sacbel, que florecía en el primer tercio del siglo XII, israelita no de los más piadosos, cultivador de la poesía erótica y autor de cantares para danzas, compuso, con el título de Tachkemoni y en la consabida forma de prosa poética mezclada de versos que tienen las macamas árabes, un libro que hoy llamaríamos humorístico, en que se narran las múltiples ilusiones y falacias de que fué víctima el protagonista Asser en el proceso de sus aventuras amorosas, hasta encontrarse finalmente con una muñeca colocada por sus amigos, para burlarse de él, en lugar de la bella dama á quien ansiosamente perseguía, engañado por un falso mensaje de amor. La obra, á juicio de los críticos que han tenido ocasión de examinarla, es frívola por todo extremo, y ni el carácter superficial y atolondrado del joven Asser, ni las triviales peripecias de su entrada en el harem, merecen equipararse en modo alguno con la valiente creación del mendigo Abu Zeid y con el portentoso ciclo de sus aventuras picarescas.

Otro imitador tuvo Hariri, á fines del mismo siglo XII ó principios del XIII, en el [liii]toledano Judá ben Salomón Alharizi, á quien Graetz[105] llama el último representante de la poesía neohebraica en España, comparándole con Ovidio, tanto por su facilidad como por el liviano desenfado de su musa. Para probar que el hebreo no cedía al árabe en riqueza ni en armonía, había comenzado la traducción de las macamas, de Hariri, pero las abandonó muy pronto para componer un Tackhemoni original, imitando el estilo de aquel autor y de Abén Sacbel. El protagonista Heber es un aventurero, como Abu Zeid; sus diálogos con Emán el Ezrahita (nombre que toma Alharizi) contienen, no sólo aventuras novelescas, sino largas discusiones literarias en que Alharizi hace la crítica de todos los poetas hebreos anteriores á su tiempo. Á juzgar por los pocos fragmentos que hemos visto citados, debe de ser fuente importante para la historia de la literatura rabínica y de la poesía sinagogal, que con tanto esplendor floreció en España. Ya hemos hecho mención del arreglo que el filósofo barcelonés Abraham Abén Chasdai (á quien Alharizi llama «fuente de la sabiduría y mar del pensamiento») hizo de la leyenda búdica del Lalita Vistara en su novela El hijo de rey y el Nazir, con nuevas parábolas, que no se encuentran en el Barlaam ni en otras formas de la misma leyenda. Cítase como novelista también é imitador de Alharizi á otro rabino catalán, Joseph Abén Sabra[106].

Mucha más atención que estas débiles tentativas de literatura secular y profana merece un famoso libro del siglo XII, que propiamente no es novela, sino tratado de religión y de altísima filosofía, pero que encierra la enseñanza teológica en un cuadro novelesco, no sin ciertos dejos y apariencias de histórico. Tal es el Hozari ó Cuzari, escrito en árabe por el excelso poeta Judá Leví (Abul-Hassán el Castellano), príncipe de los poetas neohebraicos y uno de los más grandes é inspirados líricos que en toda la literatura de la Edad Media florecieron. Un hecho verdaderamente peregrino, la embajada que el gran privado de Abderramán III, el sabio y magnífico jefe y protector de la aljama cordobesa Abú Joseph Abén Hasdai, envió, por los años de 960, en demanda del rey de los Hazares, sirvió de base á la sencilla ficción con que empieza Judá Leví su libro apologético. Es hecho innegable y que en nada contradice á los divinos oráculos, aun entendidos en el sentido más literal posible, la existencia durante largo período, más de dos siglos, desde la segunda mitad del VIII hasta el último tercio del X, de un rey y un pueblo judíos en un apartado rincón de las márgenes del Volga. Pero ni este rey era de la casa de Judá ni sus vasallos pertenecían á ninguna de las diez tribus extraviadas que no concurrieron á la edificación del segundo templo. Eran sencillamente judíos de religión, prosélitos del judaísmo, descendientes de la raza escítica, bávaros y búlgaros, que habían sido catequizados por algunos rabinos de las costas del Mar Negro[107]. Doce reyes se habían sucedido, desde Bulán, que fué el primer prosélito, hasta Joseph Abén-Arhon, que regía el cetro en tiempo del emperador de Bizancio, Constantino VIII, cuyos embajadores, venidos á Córdoba, dieron al ministro Hasdai la primera noticia de tan inaudito personaje. Entusiasmado aquel poderoso y ferviente talmudista [liv]con estas nuevas, no paró hasta enviar, en nombre de la Sinagoga, á Isahak Abén Nathán con una epístola al rey de los Hazares, escrita en lengua hebraica por el poeta y gramático Menahem Abén Saruq. El mensajero no llegó á su destino, pero la carta, cuyo texto poseemos aún, fué entregada al rey de los Hazares por otros dos judíos, Saúl y Joseph, á quienes nuevamente la confió Hasdai. Existe también la contestación del rey, el cual declara humildemente su origen pagano, y la flaqueza y precaria situación de su reino, que efectivamente sucumbió dos años después al empuje de las hordas eslavas. Ocupaba un territorio poco más que de treinta millas, entre el Don, el Dnieper, las montañas del Cáucaso y el Norte del Mar Caspio.

Cerca de dos siglos habían pasado desde la embajada de Hasdai y todavía el nombre del rey de los Hazares sonaba entre los judíos de España, como iba á sonar el del Preste Juan entre los cristianos. La conversión de Bulán al judaísmo pareció á Judá Leví admirable tema para presentar en paralelo las religiones y las filosofías y proclamar las excelencias de la ley mosaica y de la interpretación talmúdica. El drama interior de la conciencia del rey tenía que desenvolverse en forma de diálogos, y parecerse mucho al de Barlaam y Josaphat, aunque las consecuencias fuesen tan diversas[108].

Advertido en sueños el rey Cuzar por un ángel para que busque la recta manera de adorar y servir á Dios, saliendo de las nieblas del gentilismo, interroga sucesivamente á un filósofo, á un cristiano, á un musulmán y, por último, á un judío, que, naturalmente, es quien le convence y lleva la palma. El cuadro era sencillo por demás, pero tenía la ventaja de ser holgado, porque se prestaba á todas las soluciones posibles. Raimundo Lulio y D. Juan Manuel hicieron con los mismos datos dos novelas cristianas. Y ya hemos visto que el tópico de la comparación entre las tres leyes produjo en manos escépticas el cuento de los tres anillos, al paso que la grosera impiedad, que se disfrazaba en las postrimerías de la Edad Media con el falso é inadecuado nombre de averroísmo, inventaba el mito ó blasfemia de tribus impostoribus.

No es su artificio literario lo que más realza el libro de Judá Leví, ni lo que le da el alto puesto que ocupa en la historia del pensamiento humano, sino la expresión elocuente y sincera de un espíritu profundamente religioso y la habilidad dialéctica con [lv]que se esfuerza en concordar los datos de la filosofía arábigoperipatética con las enseñanzas tradicionales del judaísmo. Pero, á diferencia de Maimónides y otros racionalistas, que sin escrúpulo, y merced á interpretaciones libérrimas, sacrifican la Biblia á Aristóteles, Judá Leví es fervoroso tradicionalista, acata con fidelidad rabínica la letra, se inclina con simpatía al misticismo y á la cábala, y aunque no niega ni amengua las fuerzas de la razón, sólo la permite intervenir subordinada á la fe, que no está contra ella, pero sí sobre ella. Mira, pues, con cierto recelo la filosofía griega, que «da flores y no fruto», pero no deja de aprovecharse en gran manera de sus enseñanzas. De este aspecto del libro no nos incumbe tratar aquí, puesto que el Cuzary apenas tiene de novela más que la forma, y ésa muy tenue, sin la complejidad y riqueza de elementos artísticos que hay en las parábolas del Barlaam.

Nunca fueron muy inventivos los semitas propiamente dichos, á pesar de la aparente fecundidad de su literatura de imaginación. En el fondo de todas las colecciones de cuentos árabes (y no hay que hablar de las raras tentativas de los hebreos, que son labor de imitación y reflejo) suele descubrirse una mina indoeuropea.

El modelo inmediato es casi siempre persa, el remoto y lejano es indio. La misma evolución que explica el Calila y Dimna, el Sendebar y el Barlaam se cumple, aunque no de un modo tan palmario, porque faltan muchos eslabones de la cadena, y en gran parte hay que recurrir á conjeturas, en la celebérrima y deleitosísima compilación de Las Mil y una noches, que, según la opinión más acreditada entre los orientalistas, adquirió su forma actual ú otra muy parecida á fines del siglo XV ó principios del XVI. El traductor inglés Lane la fija resueltamente entre 1475 y 1525. Fuertemente arabizados están muchos de estos cuentos, y no hay duda que las anécdotas atribuídas á los califas Harún-al-Raxid y Almamum son de legítima procedencia arábiga ó siria[109]; pero en otros cuentos son tan visibles las huellas de gentilismo, de magia y demonología persa, y tan frecuente la alusión á usos y costumbres extraños á los musulmanes, que no puede dudarse de su origen exótico, el cual, por otra parte, está comprobado respecto de la ficción general que sirve de cuadro al libro y respecto del apólogo que hace veces de proemio.

[lvi]

Cuando en 1704 Galland, que nunca llegó á ver íntegro el texto de Las Mil y una noches, hizo de ellas un ingenioso y encantador arreglo para uso de lectores europeos, purgándolas de las mil inmundicias que en su original tienen, aligerándolas de rasgos de mal gusto, suprimiendo enteramente muchas novelas y llenando los huecos con otras que tomó de diversos libros persas y turcos, el éxito fué inmenso y unánime, pero más popular que literario. Las Mil y una noches corrieron de lengua en lengua y de mano en mano como libro de inocente pasatiempo, y lo que entre los orientales servía para incitar la dormida lujuria en los harenes ó entretener en los cafés turcos la viciosa pereza de los fumadores de opio, pudo ponerse en manos de la niñez europea, sin más grave riesgo (y alguno es á la verdad) que el de acostumbrar su imaginación á fábulas y consejas desatinadas, que pueden conducir á un falso concepto de la vida y de lo sobrenatural.

Admitida la obra como recreación gustosísima por todos los pueblos de Europa, fué mirada con desdén al principio por los orientalistas, que no solamente desconfiaban de la fidelidad de Galland, sino que continuaban en cuanto al original mismo la tradición de los musulmanes rígidos y severos, así en escrúpulos de dogma y de moral como de gramática y literatura, que miran tal obra con ojos de reprobación, no sólo por la licencia de su contenido (que es brutal á veces y comparable con lo peor de la decadencia griega y latina), sino por lo plebeyo y vulgar del estilo, que es enteramente opuesto á la pomposa y florida retórica de las macamas, tipo de novela clásica para ellos. Á tal punto llega este despego, que el gran bibliógrafo turco Hachi Jalfa, que da en su léxico los títulos de más de veinte mil libros en árabe, turco y persa, no se digna nombrar el más conocido entre los occidentales, el Alif Leylah wa Leylah.

Un texto mirado con tanta ojeriza por los moralistas y por los eruditos, entregado á la recitación vulgar y á la copia de personas poco peritas, no ha podido menos de ser estragado, mutilado, amplificado é interpolado de cien modos diversos.

«Cotejadas las cuatro ediciones que hasta ahora se han publicado del texto arábigo de este libro (escribía D. Pascual de Gayangos en 1848) y los varios ejemplares manuscritos que se conservan en las bibliotecas públicas de Europa, no hay dos que se parezcan, diferenciándose mucho en el estilo y en el número y orden de los cuentos. Y la razón es obvia: Las Mil y una noches forman, por decirlo así, el patrimonio de cierta clase de gente que abunda en el Cairo, Alejandría, Damasco y otras ciudades populosas de Siria y Egipto, los cuales van por las casas, mesones, plazas y demás lugares públicos recitando, mediante una módica gratificación, cuentos sacados de ellas, á la manera que nuestros ciegos cantan romances por las calles. Los más las saben de memoria, y de aquí la corrupción de estilo que en ellos se nota y la divergencia entre varias copias de una misma relación ó cuento»[110].

Sólo á principios del siglo XIX comenzó á fijarse la crítica sabia en la indagación de los orígenes de esta obra, que pesa y significa tanto en la literatura universal, no sólo [lvii]por el intrínseco valor de muchos de los cuentos, que son obras maestras de la ficción humana, sino por las múltiples y embrolladas relaciones que tienen todos ellos con la novelística general, y por haber servido de tema, después de la publicación de Galland, á numerosas obras poéticas, especialmente del género dramático.

Los eruditos que trataron por primera vez el problema aparecieron en grave desacuerdo por lo que toca á la originalidad de los cuentos árabes. Silvestre de Sacy, ilustre restaurador de la filología oriental en Francia, sostuvo en una Memoria presentada en 1832 á la Academia de Inscripciones y Bellas Letras que nada había en Las Mil y una noches que no pudiera pasar por musulmán; que la escena era casi siempre en países dominados por los árabes, como Siria y Egipto; que los genios buenos y malos formaban parte de su mitología anteislámica, y no habían desaparecido después, aunque se habían modificado; que no se hablaba más que de las cuatro religiones que ellos conocieron: el judaísmo, el cristianismo, el mahometismo y el sabeísmo, y se manifestaba grande aversión á los adoradores del fuego. De todo esto infería que el libro hubo de ser escrito en Siria y en árabe vulgar, y que, sin duda por estar incompleto, se le añadieron para completar el número de las Noches varios cuentos traducidos del persa, como los Viajes de Sindbad el marino y la Historia de los siete visires, y finalmente, que debe de haber cuentos muy modernos, puesto que en algunos se hace mención del café, que no comenzó á usarse como bebida hasta principios del siglo XVI.

Las conclusiones de Sacy fueron hábilmente impugnadas por Augusto Guillermo de Schlegel, cuya intuición crítica adivinó que Las Mil y una noches, en su fondo y partes principales, eran indias de origen y de antigüedad mucho más remota de lo que se suponía, aunque forzosamente hubiesen cambiado mucho en el camino. En una carta escrita á Silvestre de Sacy en 20 de enero de 1833[111], se esforzó en probar que el cuadro y los rasgos esenciales de la mayor parte de los cuentos fantásticos, así como también varios cuentos jocosos y de intriga, son de invención india, porque se parecen extraordinariamente á otras composiciones sanscritas que conocemos, tales como los treinta y dos cuentos de las estatuas mágicas alrededor del trono de Vicramaditya y los sesenta cuentos del Papagayo (Suka-Saptati). Añadió que en muchas novelas quedaban rastros de politeísmo, á pesar del esfuerzo que habían tenido que hacer los imitadores árabes para adaptarlos á las ideas de sus correligionarios, sustituyendo el Corán á los Vedas; el nombre de Salomón, hijo de David, al de Visvamitra, hijo de Gadhi, ó á cualquier otro santo y milagroso varón de la mitología bracmánica. En el cuento del pescador, los hombres de las cuatro religiones diferentes, convertidos en peces de diversos colores, habían sido primitivamente las cuatro castas de la India. La facultad de entender el lenguaje de los animales está ya en el Ramayana, etc. De todo esto deducía Guillermo Schlegel que Las Mil y una noches estaban compuestas de materiales muy heterogéneos, á lo cual se prestaba muy bien la forma holgadísima del cuadro, pero que su fondo debía de estar tomado de un libro indio que ya en la primera mitad del siglo X era conocido entre los musulmanes, según un precioso testimonio del polígrafo Almasudi.

Este texto capital y decisivo fué alegado por Hammer Purgstall en el Journal Asiatique de 1827, y antes, según Schlegel, lo había sido por Langlés, editor y traductor [lviii]de los Viajes de Sindbad. Habla Almasudi, en el capítulo 62 de sus Prados de Oro, de cierta descripción fabulosa del Paraíso terrenal, y añade estas palabras, que copiamos según la traducción de nuestro Gayangos:

«Muchos autores ponen en duda esta y otras cosas semejantes que se hallan consignadas en las historias de los árabes, y principalmente en la que compuso Obeyda ben Xeriya, y trata de los sucesos de tiempos pasados y descendencia de las naciones. El libro de Obeyda es muy común, y se halla en manos de todos; pero la gente instruída pone estas y otras relaciones del mismo género en el número de esos cuentos ó historietas inventadas por astutos cortesanos con el solo fin de divertir á los príncipes en sus momentos de ocio y procurarse por este medio el acceso á su persona. Pretenden, en efecto, que el dicho libro no merece crédito alguno, pues pertenece á cierta clase de obras traducidas del persa, indio y griego, como son el Hezar Efsaneh ó Mil cuentos, más generalmente conocido con el título de Las Mil y una noches, y son la historia y aventuras de un rey de la India y de su guacir, y de la hija del guacir, llamada Xeheryada, y de una nodriza de ésta, por nombre Duniazada. Á la misma clase pertenecen la historia de Gilkand y Ximás, la del rey de la India y de sus diez guacires, las peregrinaciones y viajes de Sindebad el marino y otros».

El pasaje es, como se ve, terminante, pues no sólo da el título de Las Mil y una noches, sino los nombres de las dos hijas del visir que refieren los cuentos, y aunque no indica la fecha en que fueron traducidos, fácilmente se colige por el hecho de mencionarlos juntamente con la Historia de los diez visires (que es una de las variantes del Sendebar) y por la noticia que en otra parte da el mismo Almasudi de haberse comenzado á traducir en tiempo del califa Abu-Giafar Almansur, que reinó desde 754 á 774, varios libros del persa, siriaco y otros idiomas, entre ellos el de Calila y Dimna.

Pero ¿en qué lengua estaba el Hezar Efsaneh, que sirvió de base á Las Mil y una noches? Todo induce á creer que en persa, por más que Almasudi hable vagamente de libros traducidos del indio y del griego. Por lo que toca á esta última derivación, sólo en los Viajes de Sindbad, que formaban libro aparte en tiempo de aquel polígrafo, pueden reconocerse desfiguradas reminiscencias de la Odisea. Y la hipótesis de una colección de cuentos sanscritos, traducida directamente al árabe, es de todo punto inverosímil y pugna con todo el proceso de la novelística.

Cuáles eran los cuentos que esta primera redacción contenía, ni aun por conjetura puede decirse, pero seguramente estaba en ella el cuento proemial ó inicial que acaba de ilustrar con docta y sagaz erudición el insigne profesor italiano Pío Rajna[112], movido á tal estudio por la estrecha semejanza que dicha novela presenta con el liviano episodio de Yocondo y el rey Astolfo en el Orlando Furioso del Ariosto, cuyas fuentes ha investigado maravillosamente el mismo Rajna en uno de los libros que más honran la erudición moderna. Este cuento, famoso en la numerosa serie de los que ponen de resalto los ardides de la malicia femenina, se encuentra no sólo en el Tuti-Nameh persa, sino en la colección india conocida con el nombre de Çukasaptati ó Libro del Papagayo. Posteriormente, las investigaciones de Pavolini, citadas por el mismo [lix]Rajna, han demostrado positivamente que Las Mil y una noches, aun como colección, pasaron de la India á Persia. «No sólo es india la joya que hace oficio de broche en este collar (dice Rajna), sino que es indiana también la seda en que las perlas están enfiladas».

Desconocidas como lo fueron del mundo occidental Las Mil y una noches hasta principios del siglo XVIII, es claro que no pudieron ejercer influencia alguna directa ni indirecta. Pero como tienen cuentos comunes con el Calila y Dimna, con la Disciplina Clericalis y con el Sendebar (por ejemplo, el de la cotorra acusadora y el de la nariz cortada), éstos se divulgaron por medio de dichos libros. Y no es inverosímil tampoco que algunos entrasen por tradición oral en tiempo de las Cruzadas, y fuesen utilizados en algunas narraciones francesas ó provenzales. Así nos lo persuade la semejanza entre la historia del caballo mágico y la novelita caballeresca de Clamades y Clarimonda, y la que muestra, no menor, Pierres de Provenza y la Linda Magalona con la historia del príncipe Camaralzamán y la princesa Badura, en el incidente del cintillo de diamantes arrebatado por un gavilán, que determina la larga separación de los dos amantes. Y es cierto también que de la tradición oral, y no de ningún texto escrito, vino á Sercambi y al Ariosto el cuento de Yocondo y Astolfo, aunque no se tome por lo serio la aserción del poeta genovés que dice haberle aprendido de su amigo el caballero veneciano Juan Francisco Valerio, grande enemigo y detractor del sexo femenino.

Un solo cuento de los que hoy figuran en Las Mil y una noches[113] se incorporó desde muy antiguo en la literatura popular castellana transmitido directamente del original árabe, y es por cierto uno de los que Galland no tradujo. Me refiero á la Historia de la doncella Teodor, que todavía figura entre los libros de cordel, aunque lastimosamente modernizada, y cuyas ediciones conocidas se remontan al año 1524 por lo menos[114]. El [lx]texto, publicado por Knust[115] con arreglo á dos códices del Escorial (Capítulo que fabla de los ejemplos e castigos de Teodor, la doncella), tiene todos los caracteres del estilo del siglo XIV (si es que no pertenece á fines del XIII, en que se tradujeron tantas obras análogas) y en todo lo sustancial conviene con los textos de Las Mil y una noches modernamente impresos en Bulac y en Beirut, y con otro, al parecer más moderno, que Gayangos poseyó, atribuido á Abu Bequer Al-warrac, célebre escritor del segundo siglo de la Hégira (Historia de la doncella Teodor, y de lo que le aconteció con un estrellero, un ulema y un poeta en la corte de Bagdad)[116].

Algunas ediciones del texto impreso castellano le atribuyen á un mossen Alfonso Aragonés, que ignoramos quién fuese, pues no puede pensarse ni en el autor de la Disciplina Clericalis, por demasiado antiguo, ni en el poeta morisco de fines del siglo XVI, autor de los romances contra la fe cristiana, por demasiado moderno. De todos modos, poco importa tal atribución, porque el texto impreso no es más que una corruptela del manuscrito. Daré un breve extracto de este cuento, que tiene importancia en nuestra literatura, no sólo por su constante popularidad, sino por haber dado argumento á una comedia de Lope de Vega, que lleva el mismo título que la novela.

«Havia en Babilonia un mercader muy rrico e bueno e muy linpio e oracionero en las cinco oraciones e fasedor de bondades a los menesterosos e a las viudas, e havia muchos algos e muchos hermanos e muchos parientes, e non tenia fijo nin fija. E acaesció un dia que mercó una donsella, e dió por ella muchas doblas e florines. E llevola a su casa e ensennole todas las artes e sabidurias quantas pudo saber. E dende a poco llegó el mercader a grand menester, e dixo a la donsella: «Sabed que me ha Dios traydo a grand menester que nin he algo nin consejo, e non se me escusa que vos non haya menester de vender, pues dadme consejo por do habré mejoria e bien». E abaxó la donsella los ojos e la cabeça contra la tierra, e despues alçó los ojos arriba, e dixo: «Non havedes de rrescelar con la merced de Dios». E dixo: «Idvos agora a la alcaceria de los boticarios, e traedme afeytamientos para muger e nobles vestiduras, e llevadme al alcaçar del rrey Abomelique Almançor. E cuando vos preguntare qué es vuestra venida, dezilde: quiero vos vender esta donsella, e pedidle por mi dies mill doblas de buen oro fino, e si dixere que es mucho, desilde: sennor, si conosciesedes la donsella non lo havriades por mucho». E fuesse el mercador a la alcaceria de los boticarios, e fue a uno [lxi]que desian Mahomad, e saluolo. E el boticario le dixo: «Mercador, ¿que havedes menester?» E el mercador le contó la razon por que venia, e dixo: «Quiero que me dedes fermosas vestiduras e fermosos afeytamientos para mi donsella»... E el mercader tomolo todo, e llevolo a la donsella, e ella pagose dello, e dixo: «Estos vos serán buen comienço con la ayuda de Dios». E levantose la donsella, e adobose e afeytose muy bien, e dixo a su sennor: «Levantadvos, e sobid comigo al alcaçar del rey». E levantose su sennor, e fueronse al alcaçar del rey, e pedieron licencia que entrasen al rrey. E el rrey mandoles que entrassen. E entraron... e quando el rey los vido, començó a fablar con el mercador, e preguntole por su venida, e que era lo que queria. E el mercader le dixo: «Sennor, quiero vos vender esta donsella». E dixo el rrey: «¿Quanto es su precio?» E dixo el mercador. «Sennor, quiero por ella dies mil doblas de buen oro fino bermejo». E el rrey lo tomó por estranno el prescio de la donzella, e dixo al mercador: «Mucho vos estendistes en su precio, e salistes de vuestro acuerdo, o la donsella se alaba mas de lo que sabe». E respondiole el mercador e dixo: «Sennor, no tengas por mucho el precio de la donsella, que yo la crie de pequenna, e es moça, e costome muchos haveres fasta que aprendió todas las artes e los nobles menesteres. E esto non será celado á vos». E començó el rrey á fablar con la donsella, y ella abaxó el velo de verguenza, e el rrey alçó los ojos, e vido su fermosura que rrelunbrava commo el sol, que non havia en este tiempo mas fermosa que ella. E dixole el rrey: «Donsella, ¿commo havedes nonbre?» E rrespondió la donsella, e dixo: «Sabed, sennor, que a mi dicen Theodor». E dixo el rrey: «Donsella, ¿qué aprendistes de las artes?» E dixo la donsella: «Sennor, yo aprendí la ley e el libro, e aprendi mas los quatro vientos e las siete planetas e las estrellas e las leyes e los mandamientos e el traslado e los prometimientos de Dios e las cosas que crió en los cielos, e aprendi las fablas de las aves e de las animalias e la fisica e la logica e la filosofia e las cosas probadas, e aprendi mas el juego de axedres, e aprendi tanner laud e canon e las treynta e tres trobas, e aprendi las buenas costunbres de leyes, e aprendi baylar e sotar e cantar, e aprendi labrar pannos de seda, e aprendi texer pannos de peso, e aprendi labrar de oro e de plata, e aprendi todas las otras artes e cosas nobles». E cuando el rrey oyó estas palabras de la donsella fisose muy maravillado, e mandó llamar los mayores sabios de la corte, e dixoles que probasen aquella donsella».

Aquí comienza un ridículo y pedantesco certamen, al cual en puridad se reduce toda la novela. Los examinadores son tres: un «alfaquí sabidor de justicias e de leyes», un físico y «un sabidor de la gramática, de la logica e de la buena fabla». En el original de Las Mil y una noches, los exámenes son nada menos que siete: 1.º, de Derecho; 2.º, de Ascética; 3.º, de lecturas alcoránicas, gramática y lexicología; 4.º de Medicina; 5.º, de Astronomía y Astrología; 6.º, de Filosofía; 7.º, de todas las ciencias, sosteniendo la discusión Abraham el polemista. La sabia doncella triunfa de todos sus adversarios; no sólo responde á todas las preguntas, sino que les dirige otras que quedan sin contestación, y á medida que los va venciendo, el Califa los despoja de las insignias de su grado académico y se las pone á la doncella.

Recorrida toda la enciclopedia de las ciencias musulmanas, se presentan los más hábiles jugadores de ajedrez, dados y tablas, y la doncella les gana todas las partidas. Vence finalmente á todos los tañedores de instrumentos músicos. Asombrado de tal sabiduría, exclama el Califa: «Bendígate Dios y á quien te enseñó». La doncella se postra en tierra. El Califa manda traer dinero; entrega al mercader 100.000 dinares, y[lxii] no satisfecha todavía su generosidad, devuelve la esclava á su dueño, obsequiándola con un presente de otros 5.000 dinares.

Ya en el texto de Gayangos, que es una especie de compendio ó refundición abreviada, están reducidos los exámenes á cinco, y se prescinde del despojo de las insignias académicas y de la investidura de la doncella. Mucho más abreviado está todo en la versión castellana, donde naturalmente se han suprimido casi todas las preguntas alcoránicas y de jurisprudencia musulmana, quedando sólo las de Física, Medicina, Historia natural, Astronomía y Moral práctica. La mayor parte de estas preguntas son de una candidez increíble, y no dejan muy bien parada la sabiduría de la doncella ni la de los examinadores. El último es el sabio universal Abrahén el trovador (el polemista de las Mil y una noches), y su derrota da pie á un incidente grotesco. Conciertan Abrahén y Teodor que el que fuere vencido cederá al otro sus vestiduras. La doncella vencedora exige hasta los paños menores, y el polemista, para no verse en tal vergüenza delante del Califa y de tan lucido concurso, consiente en pagar á la doncella 10.000 doblas de oro bermejo.

Es patente la analogía de algunas de las preguntas y respuestas de la doncella Teodor con las de otro libro, muy popular en la Edad Media, cuyo contenido se encuentra sustancialmente en la Crónica general de Alfonso el Sabio[117], en el Speculum historiale de Vicente de Beauvais (lib. XI, cap. 70) y en un antiguo texto griego publicado por Orelli[118]. Knust ha impreso una versión suelta que se halla en un códice escurialense juntamente con los Bocados de oro. Titúlase Capítulo de las cosas que escribió por rrespuestas el filósofo Segundo á las cosas que le preguntó el emperador Adriano[119]. Á pesar de lo clásico de los nombres y de algunas de las sentencias, esta novelita parece de origen oriental, y tiene cierta semejanza con el Sendebar, aunque el motivo del silencio del protagonista es otro y á la verdad bien repugnante. Nunca se ha expresado con más grosería el espíritu de aversión y desprecio á la mujer, que domina tanto en esta casta de ficciones.

«Este Segundo fue en Athenas muy sesudo en tiempo de Adriano, emperador de Rroma, e fue grand filósofo, e nunca quiso fablar en toda su vida, e oyd por qual rrason. Quando era ninno, enviaronlo al escuela. E duró allá mucho tiempo, fasta que fue muy grant maestro. E oyó allá desir que non havia muger casta. E despues fue acabado en todo el saber de la filosofia, e tornose a su tierra en manera de pelegrino con su esclavina e con su esportilla e con su blago, e todos los cabellos de la cabeça muy luengos, e la barba muy grande. E posó en su casa misma. E non le conosció su madre nin ninguno que ahi fuese. E quiso él probar lo que le dixeran en las escuelas de las mugeres. E llamó la una de las sirvientas de casa, e prometiole que le daria dies libras de oro, e que guisase commo yoguiese con su madre. E la sirvienta tanto fiso que lo otorgó la madre, y demandó que se lo llevase de noche. E la mancebilla fisolo asy. E la duenna cuydando que yaseria con ella metiole la cabeça entre las tetas, e dormiose cerca de ella toda la noche bien como cerca de su madre. E quando veno la mannana [lxiii]levantose para yr su via, e ella trabó dél, e dixole: «¿Commo, por me probar fesiste esto?»... E dixo: «Yo so Segundo tu fijo». E ella quando lo oyó començó a pesar tanto que non pudo sofrir el su grand confondimiento, e cayó en tierra muerta. E Segundo que vio que por su fabla muriera su madre diose de pena por si mismo e pensó en su coraçon de nunca fablar jamás en toda su vida. E fue para Athenas a las escuelas, e viviendo alli e fasiendo buenos libros e nunca fablando.

«E fue el emperador Adriano a Athenas, e sopo de su fasienda e envió por él. Desy saludóle el emperador, e Segundo calló, e non le quiso fablar ninguna cosa. E el emperador Adriano dixole: «Fabla, filosofo, e aprenderemos algo de ti».

El filósofo no consiente en hablar, ni con amenazas de muerte ni con tormentos, y tiende serenamente la cerviz sobre el tajo, aguardando el hacha del verdugo. Maravillado el emperador de tan increíble resistencia, le da una tabla para que escriba, y con ella se entienden por preguntas y respuestas, siendo por lo común las segundas explanación metafórica del concepto de las primeras, más bien que verdaderas definiciones. Sirvan de ejemplo las siguientes: «¿Qué es la tierra?»—«Fundamento del cielo, yema del mundo, guarda e madre de los frutos, cobertura del infierno, madre de los que nascen, ama de los que viven, destruymiento de todas las cosas, cillero de vida».—«¿Qué es el omne?»—«Voluntad encarnada, fantasma del tiempo, asechador de la vida, sello de la muerte, andador del camino, huesped del lugar, alma lazrada, morador del mal tiempo». «¿Que es la fermosura?»—«Flor seca, bienandança carnal, cobdicia de las gentes».

Tanto La doncella Teodor y El filósofo Segundo como las mismas colecciones de apólogos orientales trasladados á nuestra habla vulgar cuando todavía estaba en la cuna tienen estrecho parentesco con otro género literario que desde el siglo XIV al XV floreció en España con más fecundidad que en ninguna otra parte de Europa. Me refiero á aquel género de sabiduría práctica que se formulaba en colecciones de sentencias y aforismos, ya para educación de los príncipes, ya para utilidad y enseñanza del pueblo, viniendo á formar una especie de catecismos políticos y morales, dignos de atención, no sólo por la cándida pureza y gracia de su estilo, sino por la profundidad y acierto de algunas máximas, aunque se presenten desligadas, como es propio del saber popular y precientífico. La mayor parte de estos libros, que han sido admirablemente ilustrados por el docto filólogo Hermann Knust, proceden de fuente oriental, y los más importantes están traducidos de compilaciones árabes conocidas. El libro de los buenos proverbios está sacado, como demostró Steinschneider, de las Sentencias morales de los filósofos, escritas por Honein ben Ishak (809-875), y el mismo texto castellano lo declara al principio: «Éste es el libro de los buenos proverbios que dixieron los philosophos e los sabios antiguos, e de los castigos que castigaron a los sus discipulos e a los otros que quisieron aprender. E trasladó este libro Yoanicio, fijo de Isaac, de griego a arabigo, e trasladamosle nos agora de arabigo a latin». El Bonium ó Bocados de Oro, que tantas veces reprodujo la imprenta en los siglos XV y XVI, son las Sentencias de Abul-Wefa-Mobeschir Aben-Fatik (siglo XII). Otros, como el Libro de los doce Sabios y las Flores de Philosophia, que generalmente se colocan en el reinado de San Fernando, y el libro de la Saviesa, compuesto en catalán por el glorioso rey D. Jaime el Conquistador, no tienen dependencia tan estricta de un texto determinado, pero la mayor parte de las máximas son del mismo origen y hasta suelen estar expresadas en los mismos términos, sin que por eso falten otras de sentido cristiano ó derivadas de los moralistas clásicos. Pero el colorido,[lxiv] el sello asiático (árabe, sirio, persa, indio), es el que predomina en esta sabrosa y familiar doctrina, que por haber sido estudio predilecto de insignes monarcas de la Edad Media, y haber descendido del trono al pueblo para hacer patriarcalmente la educación política de las muchedumbres, ha sido calificada gráfica y expresivamente de filosofía regia.

Patentes son las relaciones de esta infantil literatura didáctica con las primeras producciones de la literatura novelesca, con la cual se enlazan por sus orígenes, por su tendencia, por muchos de sus elementos y hasta por la continua invasión de la una en la otra. No sin fundamento pudo juntarlas Amador de los Ríos bajo la denominación algo enfática, pero exacta en el fondo, de género didáctico simbólico. Cuál más, cuál menos, suelen estos libros contener apólogos, y algunos de ellos comienzan con una fábula general que presta cierta unidad á sus capítulos, repitiéndose mucho la del consejo de sabios ó filósofos que se reparten la tarea de la doctrina. En algunos la parte de ficción es mayor. El libro de los buenos proverbios, que se abre con la relación del «avenimiento que avino a Anchos el propheta y el versificador» (que es el cuento de las grullas de Ibyco), describe largamente y con detalles pintorescos las juntas que hacían los filósofos gentiles, y se extiende en los dichos y hechos de Sócrates, Diógenes y otros tales, copiando varias anécdotas. Intercalada en este libro va una fabulosa y extensa biografía de Alejandro: «Estos son los ensennamientos de Alixandre, fijo de Philipo... al qual dizien el señor de los dos cabos (el Dulcarnain de los orientales)». La retórica de los árabes, heredera indirecta en este caso de la de los sofistas y gramáticos griegos, brilla y lozanea en las dos elocuentes cartas de Alejandro á su madre, en la descripción de las exequias del héroe, en las palabras que los sabios de Babilonia pronunciaron sobre su ataúd y en la carta consolatoria de Aristóteles, trozos en que la prosa castellana, rompiendo las ligaduras de la infancia, se muestra ya inspirada, solemne y grandiosa. Alejandro también, pero no ya sólo el coronado discípulo del Estagirita, el que por haber tenido tal preceptor era contado entre los filósofos y los sabios, sino el poderoso conquistador, el gran rey del mundo antiguo, ocupa con sus hechos fabulosamente amplificados el capítulo XIV (que es el más largo) del Bonium ó Bocados de Oro. Este mismo libro empieza con un apólogo: «de commo Bonium, rey de Persia, fue a las tierras de India por buscar el saber», que es imitación evidente del preliminar de Calila y Dimna, en que se narra el viaje á la India del médico persa Barzuyeh. Finalmente, tan juntos vivieron ambos géneros novelesco y didáctico, y tanto se nutrió cada uno de la savia del otro, que el autor de El Caballero Cifar, rara conjunción de elementos literarios, intercaló casi al pie de la letra en su libro todo el texto de las Flores de Philosophia.

De un modo harto rápido, porque no permiten otra cosa las condiciones del presente estudio ni nuestra precaria erudición en tan difíciles materias (que sólo los especialistas en lenguas orientales pueden tratar con verdadera competencia, aunque á todos nos interesen sus descubrimientos y conclusiones), hemos enumerado las principales direcciones que el género de la narración poética en prosa siguió entre árabes y hebreos, fijándonos especialmente en aquellas obras que, ó por haber sido escritas en nuestra Península ó por haberse incorporado en nuestra literatura nacional desde sus primeros pasos, tienen especial interés para el historiador de la novela española. La herencia es ciertamente cuantiosa, no tanto por lo que aportasen los árabes de su propio fondo, puesto que la parte de invención en sus libros va pareciendo cada día más exigua, sino[lxv] por la misión histórica que tuvieron y cumplieron de poner en circulación una cultura anterior, debida en gran parte á pueblos del tronco aryo, cuya afinidad remota y misteriosa con los pueblos clásicos explica la facilidad con que arraigaron estas ficciones en Occidente, pues teniendo bastante de exóticas para sorprender y encantar la imaginación, encerraban al mismo tiempo una doctrina humana, y á veces profunda, envuelta en símbolos de fácil interpretación, aun para hombres de diversas religiones y separados entre sí por el abismo de muchos siglos. La misma transmutación que estos apólogos y cuentos habían ido experimentando al pasar del panteísmo indostánico al dualismo de los adoradores del fuego, y de éste al fiero y rígido monoteísmo del Islam, los había despojado de su contenido religioso, reduciéndolos á puras lecciones de moral. Por tal modo se habían tornado inofensivos; más de un apólogo budista pasó á enriquecer los libros de ejemplos de la predicación cristiana, y los mismos cuentos que habían servido para recrear á los califas de Bagdad, á los monarcas Sasanidas y á los contemplativos solitarios de las orillas del Ganges, distrajeron las melancolías de Alfonso el Sabio, acallaron por breve plazo los remordimientos de D. Sancho IV y se convirtieron en tela de oro bajo la hábil é ingeniosa mano de D. Juan Manuel, prudente entre los prudentes.

Pero antes de mostrar cómo se cumplieron estas evoluciones debemos acompañar hasta su tumba á la literatura hispano-oriental, que, olvidando su lengua, pero no sus tradiciones religiosas y poéticas, prolongó su vida oscura y degenerada hasta principios del siglo XVII, entre los restos de la morisma española, que con los nombres sucesivos de mudéjares y moriscos vivieron en los reinos cristianos de la Península á la sombra de pactos y capitulaciones mejor ó peor cumplidas. Los mudéjares propiamente dichos, los moros de más antigua conquista, cuya condición social y jurídica fué siempre mucho más honrosa y tolerable que la de los moriscos, influyeron por muy notable modo en el arte y en las industrias artísticas de la España cristiana, y se asociaron desde muy temprano al cultivo de la lengua y poesía castellana, como lo prueba el célebre poema aljamiado de Yusuf, que puede ser del siglo XIII y que seguramente no es posterior al XIV. La adopción del metro de los clérigos, la cuaderna vía, para escribir una leyenda coránica, indica pretensiones cultas en el autor, y todo lo que conocemos en verso castellano de otros moros de la Edad Media, como el anónimo autor de las alabanzas de Mahoma, y el maestro Mahomat el Xartose, físico de Guadalajara, uno de los poetas del Cancionero de Baena, comprueba el fenómeno de la aproximación de ambas razas en prácticas de estilo y versificación. El principal resultado del trato familiar con los cristianos fué el abandono creciente de la lengua propia, á lo menos en el uso vulgar, y la adopción del romance castellano, que los musulmanes decían ajamí ó extranjero, de donde aljamía y aljamiado. Pero como los árabes, y en general los pueblos semíticos, miran con cierto género de supersticiosa devoción su alfabeto, prosiguieron escribiendo con letras arábigas, lo cual les daba la ventaja de ocultar á los profanos las materias escritas bajo aquellos caracteres. Así se formó la literatura aljamiada, que si entre los mudéjares de la Edad Media no fué muy rica, á juzgar por las pocas muestras que de ella se han publicado, fué en cambio abundantísima entre los moriscos del siglo XVI, y se enriquece cada día con el hallazgo de nuevos códices, que suelen encontrarse en aldeas y villorrios de Aragón y Valencia, al derribar paredes de casas viejas, en cuyos nichos ó huecos los dejaron enterrados y ocultos sus poseedores antes de abandonar aquellos reinos en cumplimiento del edicto de expulsión de 1610. El descubrimiento (bien puede[lxvi] decirse así) de esta singular literatura no es el menor entre los innumerables servicios que á la erudición española prestó el inolvidable D. Pascual de Gayangos, á quien acompañaba en estas aficiones el ameno y castizo escritor D. Serafín Estébanez Calderón, conocido por el seudónimo de El Solitario. La historia crítica y el inventario completo de los códices aljamiados hoy existentes es tarea que realizó magistralmente D. Eduardo Saavedra, persona versada con eminencia en los estudios más diversos[120]. Tanto Gayangos como Saavedra, Guillén Robles, Ribera y otros arabistas españoles, juntamente con los extranjeros lord Stanley y Marcos José Müller, han publicado gran número de textos aljamiados, en prosa y verso[121], y hoy puede decirse que la mayor parte de los artículos de esta bibliografía, antes tan misteriosa, son accesibles á todo el mundo en ediciones de fácil lectura. La poesía está representada por los largos y fáciles romances de Mahomad Rabadán, que vienen á constituir una especie de poema cíclico en alabanza del Profeta, y por los versos de polémica anticristiana del ciego Ibrahim de Bolfad y del aragonés Juan Alfonso. Abundan los libros de recetas y de conjuros, supersticiones é interpretación de sueños, como el de las suertes de Dulcarnain. Muchos códices se reducen á extractos del Alcorán, rezos muslímicos, ceremonias y ritos, compendios de la Sunna para «los que no saben la algarabía en que fué revelada nuestra santa ley... ni alcanzan su excelencia apurada, como no se les declare en la lengua de estos perros cristianos, ¡confúndalos Alá!». La filosofía religiosa lanza sus postreras llamaradas en las obras del Mancebo de Arévalo, secuaz de las doctrinas místicas de Algazel y narrador de los infortunios de sus hermanos. Con los devocionarios y libros de preces alternan los pronósticos, jofores y alguacías, llenos de esperanzas de futura gloria, reservada para tiempos en que los moriscos no sólo se harán libres y dominarán á España, sino que irán á Roma y «derribarán la casa de Pedro y Pablo, y quebrarán los dioses y ídolos de oro y de plata y de fuste y de mármol, y el gran pagano de la cabeza raída será desposeído y disipado».

La amena literatura de los moriscos está representada por un número bastante crecido de tradiciones, leyendas, cuentos y fábulas maravillosas, traducciones casi todas de originales árabes conocidos. Ya decía el P. Bleda en su Crónica de los moros que los moriscos «eran muy amigos de burlerías, cuentos y novelas». Algo hay que rebajar, sin embargo, del fervor y entusiasmo de la primera hora, con que D. Serafín Calderón anunciaba en 1848, desde su cátedra de árabe del Ateneo, la importancia de este ramo de la novelística. «El que quiera entrar por regiones desconocidas sin dejar de ser españolas, hallando fuentes inagotables de ideas nuevas, de pensamientos peregrinos y [lxvii]de maravillas y portentos semejantes á Las Mil y una noches, no tiene más trabajo que el abrir, por medio de las nociones del árabe, las ricas puertas de la literatura aljamiada. Ella es, por decirlo así, las Indias de la literatura española, que están casi por descubrir y que ofrecen grandes riquezas á los Colones primeros que las visiten[122].

El éxito no ha correspondido del todo á tan risueñas esperanzas. En los tres tomos de Leyendas Moriscas[123] recogidas y doctamente ilustradas por D. Francisco Guillén Robles, hay muchas que por referirse únicamente á las creencias muslímicas, tienen más interés en la historia religiosa que en la literatura general, y hablando con toda propiedad no puede decirse que fueran novelas á los ojos de quien las escribía, ó por mejor decir, las traducía literalmente del árabe, considerándolas como escritos edificantes. Así, las que se refieren á la infancia de Jesús, conforme á la tradición de los evangelios apócrifos seguida por Mahoma; el Recontamiento de Isa y la calavera, que contiene una descripción del infierno; las relativas á Job, Moisés y otros personajes del Antiguo Testamento; el gran ciclo de las tradiciones relativas al falso profeta Mahoma, con la leyenda de su ascensión á los cielos, y las primeras batallas de los apóstoles del Islam, especialmente del califa Omar. Pero no hay inconveniente alguno en clasificar dentro del género de imaginación las caballerescas leyendas que cuentan las proezas de Alí ben Abí Talib, tales como el Alhadits del alcázar de oro y la estoria de la culebra y el Alhadits de Alí con las cuarenta doncellas.

Singular entre todas las historias moriscas, por ser un tema de folk-lore universal, que tiene innumerables formas en todas las literaturas de Europa, y acaso explica los orígenes de nuestro romance de Silvana ó Delgadina, uno de los más populares y vulgarizados en toda la Península á pesar de lo ingrato y repugnante de su argumento, es el Recontamiento de la donzella Carcayona, hija del rey Nachrab con la paloma. Un rey gentil de la India, llamado Aljafre, que adoraba una ídola de oro, se enamora brutalmente de su hija como el Antíoco del libro de Apolonio. La doncella Arcayona se resiste á sus incestuosos deseos, y el rey manda cortarla las manos, como en la leyenda de la hija del rey de Hungría y en muchas similares, y abandonarla en un monte fragoso, donde se le aparece una hermosa y blanca cierva que la guía á su cueva y la regala y conforta, al modo que en la leyenda de Santa Genoveva de Brabante. El príncipe de Antioquía, andando un día de caza, persigue á la cierva, que se refugia en la cueva y se arroja á los pies de la doncella. Enamórase de ella el príncipe y se casa con ella. La aborrece su madrastra, como en el romance de Doña Arbola, y aprovechando una ausencia del príncipe, la hace exponer en un monte juntamente con su hijo recién nacido. La desvalida princesa hace un acto de fe musulmana pronunciando las sacramentales palabras leylaha y la alla, y al despertar del dulce sueño que Allah infunde en ella se encuentra otra vez con las lindas manos que la habían cortado y es recogida amorosamente por el príncipe su esposo, que la conduce en triunfo á la ciudad. Seguramente esta conseja no es árabe en cuanto á sus elementos novelescos, y ya lo indica el poner la escena en la India, y la mención que luego se hace de Antioquía y de las orillas del río de Alfirat ó Eufrates; pero está fuertemente islamizada mediante la intervención de la maravillosa [lxviii]paloma que instruye á la doncella en el islamismo, y la revela las delicias del paraíso y los tormentos del infierno.

Muy curioso es también el Alhadiz de Musa (Moisés) con Jacob el carnicero, que tiene por objeto inculcar la piedad filial con un ejemplo muy semejante al que sirve de eje á nuestro admirable drama teológico El condenado por desconfiado. La profunda y sagaz erudición de D. Ramón Menéndez Pidal ha perseguido hasta las últimas raíces de esta leyenda, y hoy sabemos á ciencia cierta que tanto este cuento árabe como otro hebreo muy análogo y las versiones cristianas que son en gran número tienen su primer tipo en un episodio del inmenso poema Mahabharata y en uno de los relatos de la colección también india que se designa con el nombre de Çukasaptati ó cuentos del Papagayo[124].

El Recontamiento muy bueno de lo que aconteció á una partida de sabios zelihes (santones), tiene también un fin religioso y aun ascético. Trátase de la caída de un anacoreta musulmán, que enamorado locamente de una mujer cristiana llega á abjurar de su fe y se degrada hasta guardar una piara de animales inmundos; pero haciendo luego áspera penitencia con terribles ayunos y maceraciones, logra no sólo el perdón de Allah, sino la conversión al mahometismo de la mujer adorada. Parece que hay varias versiones de esta anécdota, popular todavía entre los musulmanes de Africa.

Entre los personajes de la Biblia ninguno tiene entre los árabes una historia fabulosa tan desarrollada y peregrina como el sabio rey Salomón, á quien los orientales atribuyen mil conocimientos peregrinos, además de los que la Escritura le concede, suponiendo, entre otras cosas, que tenía á sus órdenes los vientos y podía ser trasladado por ellos en breve espacio de un lugar á otro; que entendía el canto de las aves, el susurro de los insectos y el rugir de las fieras; que veía á enormes distancias; que le obedecían sumisos los leones y las águilas; que poseía incalculables tesoros y un sello mediante el cual conocía lo pasado y lo porvenir, y dictaba sus órdenes á los genios, para que le construyesen templos y alcázares, etc. Verdad es de que de poco le sirvió tanta prosperidad y tanta ciencia, porque habiéndose dejado arrastrar del orgullo, le reprobó Allah, y tuvo Salomón que peregrinar cuarenta días, demandando su sustento de puerta en puerta, mientras que los genios, libres ya de la servidumbre en que los tenía, se apoderaron de su sello y penetrando en su palacio forzaron á todas sus esclavas. Ésta y otras cosas estupendas se refieren en varios libros árabes y aljamiados, de los cuales es muestra el Recontamiento de Sulaimen nabí Allah (profeta de Dios), cuando lo reprobó Allah en quitarle la onrra y andó cuarenta días como pobre demandando limosna en servicio de Allah. Pero falta en lo que conocemos hasta ahora de la literatura de los moriscos la más interesante y poética de las leyendas relativas á Salomón, la de sus amores con la reina de Saba, Balquis, la de pie de cabra, aunque este cuento oriental (que todavía en nuestros días ha contado deliciosamente Anatolio France) arraigó muy temprano en España, y ya en el siglo XIV se encuentra en el Nobiliario del Conde Don Pedro de Barcellos, aplicado á Don Diego López de Haro, para explicar la genealogía de los señores de Vizcaya.

Posee la literatura aljamiada dos extensas narraciones en prosa, que con buen acuerdo [lxix]ha separado el Sr. Guillén Robles de las restantes[125]. Una es la de José y Zelija, asunto también del más antiguo poema mudéjar conocido. Ni este poema ni la leyenda en prosa tienen por única fuente la Sura XII del Korán, sino que están enriquecidas con todos los peregrinos pormenores que en tiempo del califato de Omar inventó ó puso en circulación un judío del Yemen, converso al islamismo, cuya autoridad invoca continuamente nuestra leyenda en prosa llamándole Caab el historiador, y á quien cita también y toma por guía el gran poeta persa Firdusi en su poema de Yúsuf y Zuleija. Ni estos textos ni el que la Grande et general Estoria copió del libro genealógico del Rey de Niebla, están conformes en todos los detalles, pero en ninguno faltan las principales adiciones de Caab: el episodio del lobo que habla á Jacob para excusarse de la muerte de José que le achacan sus hermanos, el llanto de José en el sepulcro de su madre, la carta de venta de José, el palacio que Zalija adornó de pinturas licenciosas para triunfar de la castidad del mancebo, la medida mágica que servía á éste para descubrir las verdades y las mentiras; atavíos todos de una fantasía opulenta, aunque desquiciada por el mal gusto[126].

No menos interés ofrece la lectura del Recontamiento del Rey Alixandre, llamado por los árabes Dulkarnain. La historia fabulosa del conquistador macedonio, elaborada ya en la antigüedad por el Pseudo Calistenes, Julio Valerio, Quinto Curcio y otros retóricos y sofistas, se prolongó triunfalmente en la Edad Media occidental siguiendo las etapas que marcan entre otras muchas obras la Alexandreis, de Gualtero de Châtillon; el Roman d'Alexandre, de Lambert Li Tors, y nuestro poema de mester de clerecía, cuyo autor, tenido antes por leonés, resulta ahora ser Gonzalo de Berceo, si hemos de dar fe al testimonio de un códice recientemente hallado. Un desarrollo análogo, pero mucho más prolífico y monstruoso, habían recibido en Oriente estas ficciones griegas, que ya en el siglo V estaban traducidas al armenio y que la poesía persa del siglo X inmortalizó en él Xah-Nameh de Firdusi, trasunto de otra crónica en prosa intitulada Bastán Nameh ó Syur al muluc. La literatura persa influyó, como de costumbre, en la árabe, y el Iskender-Dulkarnain (Alejandro el de los dos cuernos), apareció totalmente islamizado y convertido en brazo de Dios y propagandista del dogma de su unidad. El Alejandro de la leyenda aljamiada no se contenta con menos que con «ligar sus caballos al signo del Buey y arrimar sus armas á las Cabriellas»; y el fin de sus conquistas no es otro que dilatar la religión de Allah, y quebrar los ídolos y confundir á sus adoradores. Cuantos prodigios de pueblos fabulosos, con un solo ojo, con cabeza de perro, con orejas que les dan sombra; cuantas aves y animales prodigiosos; cuantas virtudes escondidas en los metales y en las piedras pueden hallarse en las leyendas griegas y persas de Alejandro, otras tantas se ven reunidas en esta prodigiosa historia.

Particular elogio ha merecido de la crítica el fantástico Recontamiento de Temim Addar (uno de los compañeros de Mahoma), en que la intervención de genios buenos y malos, los viajes maravillosos por tierra y mar á regiones incógnitas, y por decirlo así suspendidas en el límite entre el mundo de la realidad y el de los sueños, y las visiones [lxx]místicas del protagonista, forman un conjunto más extraño que bello, pero de rica invención al cabo.

Es tan raro encontrar en la literatura de los moriscos (gente piadosísima á su manera) ningún cuento enteramente profano, que sólo por esta circunstancia merecería ya atención el Alhadiz del baño de Zarieb, novelita cordobesa del género de Las Mil y una noches, recomendable además por lo sencillo y gracioso de la fábula, reducida al inocente ardid con que una doncella logra salvarse de las manos de un libertino y tahur, en cuya casa había entrado por equivocación buscando el baño de Zarieb. Pero el verdadero interés de esta novela consiste en su carácter semihistórico y en los curiosos pormenores que da acerca de la vida doméstica de los árabes andaluces en los años de mayor esplendor y prosperidad del califato, puesto que la acción se coloca en tiempo de Almanzor el Victorioso. El Zarieb mismo que da el nombre al baño es aquel famoso músico de Bagdad, arbiter elegantiarum en la corte de Abderramán II é inventor de la quinta cuerda del laúd. La descripción de baño merece citarse, no sólo por la curiosidad arqueológica, sino como muestra del raro lenguaje en que están compuestos estos libros.

«Yo querria fazer un baño con cuatro casas, y que haya debaxo de la tierra cañones de cobres y de plomo frío, que entre el agua fría á la casa caliente y que salga el agua caliente á la casa fría. Y en somo de cada cañón figuras con ochos (ojos) de vidrio bermecho, y otras figuras de alatón de aves, que lançen el agua fría por sus picos, y otras figuras de vidrio, que lançen el agua caliente por sus picos. Y en las partes clavos de plata blanca. Y sea todo el baño con tiles (sic) de oro y de plata con escripturas fermosas. Y que sean las piedras mármoles, puestas macho con hembra y que haya en medio del baño un assehrech (bolsa ó estanque) con figuras de pagos (¿pavos?) y de gacelas, y leones de cobre y de mármol colorado, que lançen el agua caliente dentro en la assehrech, y otros que lançen el agua fría, y que puedan sacar agua sutilmente de la assehrech, y que sean los lugares de l'alguado (ablución) de vidrio colorado, y las cosas de l'alguado pintadas y debuxadas con ladrillos y con oro y plata y azarcón (minio) y clavos de archén (plata), de manera que se trobe en el baño de todas figuras de animales del mundo, y que haya en el baño mançanas roldadas de oro y de perlas preciosas y xafires y esmeraldas. Y que haya allí un cruzero de bóveda con estrellas archentadas y el campo de azul cárdeno. Y que haya una gran sala y muy alta con finestraches de cuatro partes y con grandes perchadas»[127].

De Las Mil y una noches sólo un cuento figura hasta ahora en las colecciones moriscas, y este seguramente no procede de aquella colección, sino de fuentes mucho más antiguas, puesto que conserva más puro el rastro de las tradiciones fabulosas relativas á la pérdida de España. Refiérome á la Estoria de la ciudad de Alatón y de los alcancames, ó vasijas, en que Sulaymén (Salomón) tenía encerrados los diablos[128]. Las maravillas de esta encantada ciudad; de latón ó azófar, á cuyos habitantes encontró Muza como aletargados ó sorprendidos por repentina muerte, colócalas todavía el narrador aljamiado en España, al paso que el compilador de Las Mil y una noches las lleva al centro de África.

Finalmente, como solitaria muestra de que no fueron enteramente desconocidas á los míseros descendientes de la grey musulmana las obras de ficción y pasatiempo compuestas por los cristianos, debe citarse el extenso fragmento de la novela caballeresca, de origen provenzal, Paris y Viana, traducida, al parecer del catalán, por un morisco aragonés[129].

La prosa de los moriscos vale siempre más que sus versos, y suele tener un dejo muy sabroso de antigüedad y nativa rustiqueza, libre de afectaciones latinas é italianas, aunque enturbiada por gran número de arabismos inadmisibles. Gente, al fin, de pocas letras, no curtida en aulas ni en palacios, que decía sencilla y llanamente lo que pensaba, claro es que había de mostrar, á falta de otros méritos, el de la ingenuidad y sencillez. Voces hay, en estos libros aljamiados, de buen sabor y buena alcurnia, felices, pintorescas y expresivas, que ya en aquel entonces rechazaban como plebeyas los doctos; pero que el pueblo usaba y aún usa, y que los moriscos, gente toda plebeya y humilde, no tenían reparo en escribir.

Sirven además estos libros para fijar la mutua transcripción de los caracteres árabes y los comunes, tal como en España se hacía, y por lo tanto, para resolver muchas cuestiones de pronunciación hasta ahora embrolladas. Y son, finalmente, rico tesoro del dialecto aragonés; en que casi todos fueron compuestos, percibiéndose en algunos, como el Baño de Zarieb, gran número de voces y modismos valencianos.

NOTAS:

[6] Víctor Le Clerc, en su memorable estudio sobre los Fabliaux (Histoire Littéraire de la France, tomo XXIII, pág. 71), indica como tales el de la Matrona de Éfeso, «mucho más antiguo que Petronio y que se encuentra hasta en la China», y dos episodios de Apuleyo (Metamorph., IX), el del tonel y el de las sandalias de Philesietero.

[7] Calila et Dimna ou Fables de Bildpay, en arabe, avec la Moallaca de Lebid... Paris, imprimerie Royale, 1816.

Del texto árabe publicado por Sacy proceden dos traducciones, una inglesa (Kalila and Dimna or the fables of Bildpai, translated from the Arabic by the Rev. Windham Knatchbull, A. M. Oxford, 1819), y otra castellana de D. José Antonio Conde, inédita en la Academia de la Historia, y que es la tercera, ó por mejor decir la cuarta de las que tenemos en nuestra lengua, como iremos viendo.

Sacy hizo su edición con tres manuscritos de la Biblioteca Nacional de París, pero existen otros varios que ofrecen considerables divergencias, no sólo en el texto, sino en el número de los cuentos, como puede verse en los Studii sul texto arabo del libro di Calila e Dimna, por Ignacio Guidi (Roma, 1873). Estos estudios tienen por base un códice del Vaticano, otro de los Maronitas de Roma y otro de Florencia.

[8] Kalilag u. Damnag, von G. Bickell, mit einer Einleitung von Th. Benfey (Leipzig, 1876).

Hay otra versión siriaca publicada por Wright en 1884 y traducida al inglés por M. Keith-Falconer en 1887, pero procede del texto árabe y es más bien una paráfrasis que una traducción.

[9] Ha sido publicado por Kosegarten y traducido y sabiamente comentado por Benfey: Pantschatantrum sive Quinquepartitum, edidit E. G. L. Kosegarten (Bonn, 1848). Pantschatantra, fünf Bücher indischer Fabeln Märchen und Erzählungen aus dem sanskrit übersetz. Von Th. Benfey (Leipzig, 1859), 2 vols. Con una introducción de 600 páginas, que es lo más profundo y completo que se ha escrito sobre el apólogo indio. Á juicio de Benfey, el Pantschatantra es obra de un budista que vivía lo más tarde en el siglo III de nuestra era.

[10] Vid. sobre estas cuestiones la muy interesante History of the Æsopic Fable de José Jacobs (London, published by David Nutt, 1889), y su estudio anterior sobre las fábulas de Bildpai, con un cuadro cronológico-bibliográfico de las diversas adaptaciones y traslaciones del original sánscrito, y una concordancia analítica de los cuentos, que acompaña á la Filosofía Moral del Doni, traducida del italiano al inglés por Tomás North (1888).

[11] Hitopadesa ó provechosa enseñanza; colección de fábulas, cuentos y apólogos; traducida del sanscrito por José Alemany y Bolufer. Granada, 1895.

El Hitopadesa es uno de los libros sanscritos que han tenido más editores y traductores. Mencionaré sólo algunos de los más conocidos:

Hitopadesa, id est institutio salutaris. Textum codd. mss. collatis recensuerunt... A. G. à Schlegel et Ch. Lassen (Bonn, 1829).

Hitopadesa, eine alte indische Fabelsammlung aus dem sanscrit zum ersten mal in das Deutsche übersetz (por Max Müller). Leipzig, 1844.

Hitopadesa, with interlinear translation, grammatical analysis, and English translation (por el mismo Max Müller en sus Manuales para el estudio del sanscrito). Londres, 1854.

Hitopadeza, ou l'instruction utile. Recueil d'apologues et de contes, traduit du sanscrit par Ed. Lancereau, París, 1882 (tomo 8.º de la colección titulada Les littératures populaires de toutes les nations).

También ha sido traducido al persa, al indostaní y á otras lenguas orientales.

Aunque el Hitopadesa sea un compendio del Pantschatantra, hay en él algunos cuentos que proceden de otra colección desconocida. Dos de ellos tienen analogías con el VII, VIII y IX de la Disciplina Clericalis de Pedro Alfonso, que los tomó seguramente de algún libro árabe de engaños y astucias de mujeres.

[12] The Anwar-i suhaili, or the lights of Canopus, being the Persian version of the fables of Bilpay, or the book, Kalilâh and Damnah, rendered into Persian by Husain Váiz U-L-Kashifi litteraly translated by E. B. Eatswick. Hertford, 1854.

Specimen Sapientice Indorum veterum, id est Liber Ethico-politicus pervetustus, dictas Arabice Kalilat ue Demnah, Graece Stephanites et Ichnelates, nunc primum Graece ex ms. cod. Holsteniano prodit cum versione latina, opera S. G. Starkii (Berlin, 1697).

[13] Livre des lumières de la conduite des roys, composé par le sage Pilpay indien, traduit en français par David Sahid d'Ispahan, ville capitale de Perse (Paris, chez Simeon Piget, 1644). Reimpresa en 1698. Las imitaciones de Lafontaine están en los cinco últimos libros de sus fábulas, publicados en 1678 y 1679.

[14] Specimen Sapientiae Indorum veterum, liber olim è lingua Indica in Persicam a Perzoe medico; è Persica in Arabicam ab anonimo; ex Arabica in Graecam a Simeone Seth, a Petro Possino Societ. Iesu, novissime ex Graeca in latinam translatus. En el apéndice al primer tomo de su edición de la crónica de Pachymeres (Georgii Pachymeris Michael Palaeologus, sive Historia rerum a M. P. gestarum, edidit Petrus Possinus, Romae, 1666). El P. Possino suprimió algunas fábulas que le parecieron demasiado libres, por lo cual su versión es menos completa que la de Stark.

[15] Espejo Político y Moral para Príncipes y Ministros y todo género de personas, por Vicente Bratuti Raguseo, etc. Madrid, dos tomos, impreso el primero en 1654 por Domingo García y Morras y el segundo por Josef Fernández de Buendía, 1659. El tercero, que debía contener los seis últimos capítulos de los catorce en que el libro turco se divide, no llegó á publicarse. Los nombres de Calila y Dimna están sustituidos con los de Chelio y Demenio.

[16] Les Contes et Fables indiennes de Bidpaï et de Lokman traduites de Ali-Tchelebi-ben-Saleh, auteur turc; œuvre posthume, par M. Galland. (París, 1724, 2 vols.).

Esta traducción fué completada muchos años después por Cardonne, Contes et Fables indiennes... ouvrage commencé par feu M. Galland, continué et fini par M. Cardonne (París, 1778, 3 vols. 12.º.).

[17] Deux versions hebraïques du livre de Kalilâh et Dimnâh. La première accompagnée d'une traduction française, publiées d'après les manuscrits de Paris et d'Oxford, par Joseph Derenbourg. París, Vieweg, 1881.

[18] Johannis de Capua. Directorium vitæ humanae, alias Parabola antiquorum sapientum. Version latine du livre de Kalilâh et Dimnah, publiée et annotée par Joseph Derenbourg. (París, Vieweg, 1887). Tanto esta publicación como la anterior forman parte de la Bibliothèque de l'École des Hautes Études.

Las antiguas ediciones latinas del Directorium son extraordinariamente raras. Brunet enumera cuatro, la primera de 1480. Llevan grabados en madera, lo mismo que las ediciones en alemán y en castellano, y convendría compararlas.

[19] También son de singular rareza las ediciones del Beispiele der Weisen von geschlecht zu geschlecht, ó más brevemente llamado Das Buch der Weisheit, impresas en los siglos XV y XVI. Ha sido reimpresa por W. Ludwig Holland en el tomo 56 de la Bibliothek des Literarischen Vereins de Stuttgart (1860).

[20] Ocho son, por lo menos, las ediciones del Examplario contra engaños y peligros del mundo (Vid. Gayangos, Escritores en prosa anteriores al siglo XV):

a) Colofón, Acábase el escellente libro intitulado: Aviso e enxēplos contra los engaños e peligros del mundo. Emprētado en la insigne e muy noble ciudat de Çaragoça de Aragon con industria e espensas de Paulo Hurus, aleman de Constancia, fecho e acabado a XXX dias de Março del año de nuestra salvacion Mill CCCC. XCIII. Fol. gót.

b) Emprētado en la muy noble e leal ciudad de Burgos por maestre Fadrique aleman de Basilea, a xvi dias del mes de febrero. Año de nuestra saluacion. Mill. CCCC. XC. VIII (1498).

c) Acabose el escellente libro... Emprētado en la insigne... ciudad de Çaragoça de Aragon. Por la industria de George Coci Aleman. Acabose a XX dias del mes de Octubre del año de nuestra saluacion. Mil quinientos y treinta y uno.

d) Libro llamado Exemplario, en el cual se contiene muy buena doctrina y graves sentencias debaxo de graciosas fabulas: nuevamente corregido.

(Al fin): Fué impreso... en la muy noble e afamada cibdad de Sevilla, en la emprenta de Joan Cromberger. Año de MDXXXIIII (1534).

e) Sevilla, por Jacobo Cromberger, 1537. Reproducción de la anterior.

f) Sevilla, en las casas de Joan Cromberger, que santa gloria aya, 1541.

g) Zaragoza, por Esteban de Nájera, 1547.

Todas las ediciones citadas hasta aquí son en folio y letra de tortis, y llevan las mismas estampas en mayor ó menor tamaño.

h) Amberes, sin fecha (es de los últimos años del siglo XVI), en octavo. Acompaña á las Fábulas de Esopo.

Á pesar de tantas ediciones, el Exemplario es libro muy raro, y debe reimprimirse, como se ha hecho con los demás de su género.

Se ha supuesto que el anónimo traductor castellano tuvo á la vista la versión alemana, puesto que concuerda con ella en algunos pasajes en que se aparta del original latino. El caso no es inverosímil, puesto que alemanes fueron los dos primeros impresores del Exemplario, y aun es de suponer que copiasen ó imitasen los grabados del Buch der Beispiele der alten Weisen.

[21] La prima veste de discorsi degli animali. (En las Prose di M. Agnolo Firenzuola, Fiorentino, Florencia, 1548) Calila y Dimna están sustituidos por dos carneros Carpigna y Bellino. El Doni, á su vez, los transformó en un mulo y un asno.

La filosofia simple del Doni tratta da molti antichi scrittori (Venecia, 1552). Traducida al inglés por Thomas North en 1570. Esta traducción ha sido reimpresa en 1888 por Jacobs (The Fables of Bidpai: or the Morall Philosofie of Doni: Drawne out of the ancient writers, a work first compiled in the Indian tongue).

[22] Plaisant et facetieux discours sur les animaux (Lyon, 1556). Este libro de Cottier es una traducción de Firenzuola.

Deux livres de filosofe fabuleuse; le premier prins des discours de M. Ange Firenzuola... le second estraict des traictez de Sandebar, Lidien, philosophe moral... par Pierre de la Rivey, Champenois (Lyon, 1579).

[23] En el tomo de Escritores en prosa anteriores al siglo XV, de la Biblioteca de Rivadeneyra, impreso en 1860.

[24] Véase su recensión del trabajo de Gayangos en Orient und Occident, I, pp. 497-507.

[25] Citado por Argote de Molina, Nobleza de Andalucia. II, fol. 180.

[26] Entiéndase esto de las fábulas mismas, no del singularísimo capítulo que contiene la autobiografía del filósofo Bersehuey, porque éste es adición del traductor persa y ajeno á la índole de la obra primitiva, sin que tenga correspondencia en ninguna de las colecciones de apólogos indios conocidas hasta ahora, aunque probablemente la tendrá en algún texto budista. Es una profesión de fe filosófica, entremezclada de apólogos, y domina en ella un alto sentido de pesimismo y escepticismo místico, siendo de notar en la vetusta traducción castellana el nervio y dignidad con que nuestra lengua, todavía en la cuna, se prestaba á la expresión de tan sutiles conceptos psicológicos.

[27] En la Crónica de Mateo de París (apud Loiseleur, p. 67) figura uno de los cuentos de Calila y Dimna, el de El viajero y el orífice, como parábola recitada en 1195 por Ricardo Corazón de León para censurar á los príncipes cristianos que no querían armarse para la Cruzada. Seguramente el rey de Inglaterra había aprendido en Palestina este cuento de boca de algún árabe.

[28] Les Fabliaux. Études de littérature populaire et d'histoire littéraire du Moyen Age, par Joseph Bédier. París, 1895 (Fascículo 98 de la Bibliothèque de l'École des Hautes-Études).

Este libro es uno de los más originales y profundos de la erudición moderna, pero acaso extrema por reacción la tesis que defiende. De todas suertes, lo que impugna victoriosamente no es la influencia literaria del cuento oriental, atestiguada por tantas traducciones é imitaciones, sino el supuesto origen indio de los cuentos populares.

[29] Essai sur les fables indiennes et sur leur introduction en Europe par A. Loiseleur Deslongchamps, suivi du roman des sept sages de Rome, en prose... avec une analyse et des estraits du Dolophatos par le Roux de Lincy. París, Techener, editor, 1838.

[30] La palabra religioso equivale al bracmán del apólogo sánscrito.

[31] Ratón.

[32] Sobre la emigración de las fábulas, lección pronunciada en la Institución Real de Londres en 3 de junio de 1870. En la Contemporary Review de julio de aquel año, y en la traducción francesa de los Ensayos sobre la Mitología comparada, de Max Müller, hecha por Perrot (París 1874).

[33] Historia de la literatura española, III, p. 536.

[34] Ricerche intorno al libro di Sindibad, Milán, 1869. (En las Actas del Instituto Lombardo).—Researches respecting the book of Sindibad, Londres, 1882. (Publicado por The Folk-Lore Society).

Es lástima que el único manuscrito conocido de los Engannos de mujeres sea tan incorrecto, y que fuese tan descuidada la copia que de él enviaron á Comparetti desde Madrid. Sabemos que el Sr. D. Ramón Menéndez Pidal prepara una nueva edición, que será tan esmerada como todas las suyas.

[35] Almasudi, que murió en el año 345 de la Hégira (956 de Cristo), al tratar de los antiguos reyes de la India en su famosa compilación los Prados de Oro, menciona al filósofo indio llamado Sendabad, autor del libro de Los siete Visires, el Pedagogo, el Joven príncipe y la Mujer del rey, título que corresponde exactamente al argumento del Sendebar actual (Apud Loiseleur Deslongchamps, p. 81).

[36] De Syntipa et Cyri filio Andreopuli narratio e codd. Pariss, edita a Jo. Fr. Boissonade. París, 1828. La última y más correcta edición de este texto es la del Dr. A. Eberhard en el primer volumen de la colección titulada Fabulae Romanenses Graece conscriptae ex recensione e cum adnotationibus Alfredi Eberhardi (Leipzig, Teubner, 1872).

La versión siriaca que, al parecer, sirvió de tipo á ésta ha sido publicada y traducida al alemán por el Dr. Baethgen: Sindban oder die Sieben Weisen Meister, Syrisch und Deutsch. Leipzig, 1879.

[37] Las Mischle Sandabar han sido traducidas al alemán por Sengelman (Das Butch von den Sieben Weisen Meistern aus dem Hebräischen und Griechischen, zum ersten Male übersetzt, Halle, 1842), y al francés por Carmoly (Paraboles de Sandabar traduites de l'Hébreu, París, 1849)

[38] Traducida al italiano por el profesor Teza, en la publicación de Alejandro Ancona, Il Libro dei Sette Savi di Roma. Pisa, 1864.

Del Sindibad-Nameh hay un extracto en el Asiatic Journal, 1841.

[39] Histoire des dix vizirs (Bakhtiar-Nameh) traduite et annotée par René Basset. París, E. Leroux, 1883.

[40] Joannis de Alta Silva, Dolophatos sive de Rege et Septem Sapientibus, herausgegeben von Hermann Oesterley. Strasburgo, Trübner, 1873.

Las ediciones góticas de la Historia Septem Sapientum son más raras, si cabe, que las del Directorium. Una de ellas lleva el título de Historia de calumna novercali (De la mala madrastra), Amberes, 1490, y puede considerarse como un rifacimento del texto de Juan de Alta Silva.

[41] Edición de Gastón, París, 1876. El Roman des Sept Sages, en prosa, había sido publicado por Le Roux de Lincy en 1838, como apéndice al libro de Loiseleur.

[42] Ludus Septem Sapientum de Astrei regii adolescentis educatione, periculis, liberatione, insigni exemplorum amoenitate iconumque elegantia illustratus, antehac latino idiomate in lucem nunquam editus. (Al fin): Impressum Francoforti ad Moenum apud Paulum Reffeler, impensis Segismundi Feyrabent (hacia 1570).

[43] Die Catalanische Metrische Version der Sieben Weisen Meister. Von Adolf Mussaña. Viena, 1878.

[44] Novela que Diego de Cañizares de Latyn en Romance declaró y trasladó de un libro llamado «Scala Coeli» (Publicada por D. A. Paz y Meliá, en los Opúsculos Literarios de los siglos XIV á XVI, dados á luz en 1492 por la Sociedad de Bibliófilos Españoles).

Sobre la Scala puede verse lo que dice Benfey, Orient und Occident, III, 397.

[45] Libro de los siete sabios de Roma. (Al fin): Aquí se acaba el libro de los siete sabios de Roma, el qual tiene maravillosos exemplos y avisos para todo hombre que en él quisiere mirar: es impresso en la muy noble y más leal ciudad de Burgos por Juan de Junta, impresor de libros. Acabóse á onze del mes de Março. Año de mil e quinientos e treinta años. 4. v gót. 44 hs. sin foliar.

En el Ensayo de Gallardo se citan otras ediciones sin fecha, y de Sevilla, 1538; Barcelona, 1583, 1595 y 1621, etc.

[46] Historia lastimera d'el Principe Erasto, hijo del Emperador Diocletiano, en la qual se contienen muchos exemplos notables y discursos no menos recreativos que provechosos y necessarios, traduzida de Italiano en Español, por Pedro Hurtado de la Vera. En Anvers, en casa de la Biuda y herederos de Iuan Stelsio, 1573. 8.º, 113 pp. dobles.

El original italiano se titula, en la edición que tengo á la vista, Erasto dopo molti secoli ritornato al fine in luce. Et con somma diligenza dal Greco fedelmente tradotto in italiano. In Vinegia appresso di Agostino Sindoni l'anno M.D.LI (1551). La 1ª edición es también de Venecia: Li compassionevoli avvenimenti d'Erasto, opera dotta et morale di greco tradotta in volgare (1542).

[47] Fué publicado por primera vez en 1832 en la colección de Boissonade, Anecdota Graeca, t. IV, con presencia de 17 manuscritos de la Biblioteca Nacional de París. Sobre él hizo Lebrecht su versión alemana.

Meyer, en la Bibliothèque de l'École des Chartres (año 27, t. 2.º, serie VI, pág. 313 y ss.), dió á conocer un curioso fragmento del Barlaam en antiguo francés, derivado no del texto latino, sino del griego, y escrito en las márgenes de un manuscrito del monte Athos á principios del siglo XIII.

[48] La que tengo á la vista, sin año ni lugar de impresión, pero evidentemente de la segunda mitad del siglo XVI, lleva por título:

S. Joannis Damasceni. Historia de ritis et rebus gestis Sanctorum Barlaam Eremitae et Josaphat regis Indiorum, Georgio Trapezuncio interprete. In eandem Scholia Aloisii Lippomani Veronensis Episcopi... Antuerpiae, apud Ioannem Bellerum sub Aquila Aurea. 8.º pequeño.

Las dos primeras ediciones, de fines del siglo XV, sin año ni lugar (de Strasburgo, según parece, la una, y la otra de Spira), están descritas en el Lexicon Bibliographicum, de Hoffmann.

[49] No teniendo á la vista el original francés de Huet, me valgo de la traducción latina que lleva por título Petri Danielis Huetii Episcopi Abrincensis. Opuscula duo, quorum unum est «De optimo genere interpretandi et de claris interpretibus»; alterum de origine fabularum romanensium. Editio prima Veneta, 1757, pág. 53.

[50] F. Liebrecht. Die Quellen des Barlaam und Josaphat, en el Jahrbuch für romanische und englische literatur, t. II, 1860, pág. 314. El mismo Liebrecht había publicado antes una traducción alemana del Barlaam con importantes observaciones críticas: Des heiligen Johannes Damascenus Barlaam und Josaphat Aus des Griech... (Münster, 1847). La Memoria del Jahrbuch, que es capitalísima y en algunos puntos definitiva, está reimpresa en el volumen Zur Volskunde (Heilbronn, 1879), y traducida al italiano por E. Teza, se lee también en el tomo segundo de las Sacre Rappresentazioni, de Ancona (capítulos 146-162)

Travels of Fa-hian und Sund-Yu, Budhist pilgrims, from China to India (400 A. D. and 518 A. D.). Translated from the chinese by Samuel Beal (Londres, Trübner, 1869).

Sobre la emigración de las fábulas, artículo de Max Müller, publicado en la Contemporary Review de julio de 1870. Traducido al francés en sus Essais de Mythologie comparée (París, Didier, 1875).

La Légende des Saints Barlaam et Josaphat; son origine. Artículo de Cosquin (autor católico) en la Revue des questions historiques, 1880.

Braunholz, Die erste nichtchristliche Parabel des Barlaam und Josaphat. (Halle, 1884).

Zotenberg, Notice sur le livre de Barlaam et Josaphat, en las Notices et extraits des manuscrits de la Bibliothèque Nationale (tomo 28, parte 1ª, 1886).

Ernesto Kuhn, Barlaam und Josaraph: eine bibliographisch-literatur—geschitliche Studie (en las Memorias de la Real Academia de Ciencias de Baviera, 1ª clase, tomo 20, Münich, 1893).

J. Jacobs. Barlaam and Josaphat, English Lives of Budha edited and induced by Joseph Jacobs (Londres, Nutt, 1896).

G. París, Saint Josaphat. En su libro Poèmes et Légendes du Moyen Age (París, s. a. ¿1900?), pp. 181-214.

Estando tan poco vulgarizados aún en España los buenos trabajos modernos de novelística, acaso no se tengan por superfluas las indicaciones bibliográficas que de intento multiplico en servicio de los estudiosos.

[51] Max Müller acepta todavía la atribución del libro á San Juan Damasceno.

[52] El que quiera estudiar á fondo la leyenda de Buda, independientemente del Barlaam, tiene á su disposición, en lenguas vulgares, gran número de libros, entre los cuales basta mencionar, además del conocidísimo resumen de Barthélemy Saint Hilaire, Le Boudha et sa religion (París, 1860), los más recientes de E. Sénart, Essai sur la légende de Boudha, son caractère et ses origines (segunda edición, París, Leroux, 1882), y el de H. Oldenberg, profesor de Kiel, traducido al francés por Foucher, Le Boudha, sa vie, sa doctrine, sa communaté, (Paris, 1894).

El Lalila Vistara (conforme al texto tibetano) ha sido traducido al francés por E. Foucaux (París, 1848). Como exposición agradable y popular, á la vez que exacta, puede citarse la de Mary Sumer, Histoire du Boudha Sakya Mouni dépuis sa naissance jusqu'à sa mort (Paris, Leroux, 1874), autorizada con un prólogo de Foucaux.

[53] Me refiero al sentido general del cuento, que evidentemente está enlazado con el pensamiento de la disputa y comparación de las tres leyes. En sus detalles, el cuento es de origen hebreo y nació probablemente en España. Se encuentra en la célebre crónica de R. Salomón aben Verga (compuesta en el siglo XV, con el título de Schebet Juda), como ingeniosa respuesta de un judío al rey D. Pedro II de Aragón (La Vara de Juda compuesto por el Rab. Selomoh, hijo de Verga, en la lengua Hebrea y traduzida en la Española por Mr: Del. Y nuevamente corregido con licencia de los Sres. del Mahamad. Em Amsterdam, por Mosseh d'Abraham Pretto Henriq: en la officina de Jan de Wol. Año 5504, que corresponde á 1744. Págs. 114 y 115).

Sobre las transformaciones de esta leyenda, ya en sentido cristiano, ya en sentido escéptico, véase lo que escribió Gastón París en una conferencia dada en la Sociedad de Estudios Judíos en 9 de mayo de 1884, reimpresa en la segunda serie de sus estudios sobre La Poèsie du Moyen-Âge (París, 1895).

[54] En la introducción de la jornada cuarta, y antes en el Novellino antico (novela 14), con este título Come un re fece nodrire uno suo figlinolo dieci anni in luogo tenebroso, e poi li mostrò tutte le cose, e più li piacque le femmine. Du Mèril, en su estudio Des sources du Decamerone et de ses imitations, inserto donde menos pudiera esperarse, esto es, en sus Prolegómenos á la historia de la poesía escandinava (París, 1839, pp. 344 á 360), encuentra grandes relaciones entre este apólogo y un episodio del Ramáyana, conocido con el nombre de La seducción de Richyasringa. Liebrecht se inclina á ver la misma semejanza; pero Ancona advierte con razón (en su estudio sobre Le fonti del Novellino) que Richyasringa, cuando ve mujeres por primera vez, no las toma por demonios, sino por «anacoretas de ojos centelleantes... parecidos á cosa sobrehumana». (A. d'Ancona, Studii di critica e storia letteraria, Bologna, 1880). En este precioso trabajo de Ancona, así como en el de Landau, Die Quellen des Decamerone (Viena, 1889), pueden verse indicadas muchas versiones de este cuento, entre ellas la española de Clemente Sánchez de Vercial en la Suma de Enxemplos (comúnmente llamada hasta ahora Libro de Enxemplos, ej. 231).

[55] Calila y Dimna, cap. II, la historia de Bersehuey, el filósofo (ed. Gayangos, p. 14). Compárese el mismo apólogo en la Historia de Barlaam y Josafat, cap. 8.º de la traducción castellana del licenciado Arce Solorzeno, fols. 65 vto. y 66.

[56] Pág. 75 de la edición de Comparetti.

[57] Acaso sucediera lo contrario, es decir, que un cuento profano tradicional fuese utilizado por la predicación budista.

En otros casos aconteció lo mismo, como largamente demuestra Joseph Jacobs en su admirable History of the Æsopic Fable (p. 53 y ss.): «Were evidently folk-tales current in India long before they were adapted by the Buddists to point a moral, and some of them were probably used by Budda himself for that purpose...»

[58] Steinschenider fué el primero que llamó la atención en 1851 sobre este texto hebreo, que luego ha sido traducido al alemán por Mansel. No he llegado á verle, pero de la comparación hecha por el docto hebraizante italiano Salomone de Benedetti, entre El Hijo del Rey y el Barlaam, resulta que el primero sigue paso á paso al segundo en los 21 primeros capítulos de los 35 que contiene, separándose luego de él para sustituir la conversión del padre de Josafat y de sus vasallos con una serie de instrucciones religiosas y políticas dadas por el Derviche. Es decir, que omite toda la parte cristiana; pero la parte búdica está conforme al texto griego, y no conforme al Lalita-Vistara.

[59] Sobre las redacciones francesas, que son en bastante número, consúltese principalmente el trabajo de Meyer y Zotenberg, publicado en 1864, en la Bibliotheck des litterarische Vereins in Stuttgart (vol. 75, Barlaam und Josaphat, französisches gedicht des dreizehnden jarhrhunderts von Gui de Cambray).

[60] En el tomo X de las Modern Langage Notes de Baltimore (enero de 1895).

[61] Historia de los dos soldados de Christo Barlaam y Josaphat. Escrita por San Juan Damasceno, Doctor de la Iglesia Griega. Dirigida al Illustrissimo y Reverendissimo Don Fr. Diego de Mardones, Obispo de Córdoba, Confesor de Su Magestad y de su Consejo & mi Señor. En Madrid, en la Imprenta Real, 1608. 8.º.

[62] Verdad nada amarga: hermosa bondad, honesta, útil y deleitable, grata y moral Historia. De la rara vida de los famosos y singulares Sanctos Barlaam y Josaphat. Según la escribió en su idioma griego el glorioso Doctor y Padre de la Iglesia San Juan Damasceno, y la passó al latin el doctíssimo Jacobo Billio: de donde la expone en lengua castellana á sus Regnícolas, el mínimo de los Predicadores de la provincia del Sancto Rosario de las islas Filipinas, Fr. Baltasar de Santa Cruz, Comissario del Santo Officio de Manila. Impresso en Manila en el Collegio de Sancto Thomás de Aquino. Por el Capitan D. Gaspar de los Reyes, impresor de la Universidad. Año de 1692, 4.º. Libro muy raro, como todos los estampados en Filipinas antes del siglo pasado, y probablemente la más antigua novela que se imprimió en aquellas islas.

[63] «Aquí comienza el libro de la vida de Berlan et del rey Joasapha de India, siervos et confesores de Dios, et de como el rrey de India martiriara los christianos et los monges et los hermitanos et los segundava de su tierra et de como se tornó christiano el rey Iosapha.


«Segund cuenta Sant Johand Damasceno, que fue griego muy sancto et muy sabedor que ovo escripto en griego esta vida de Berlan et del rey Josapha...

Folio 94 vto., 213 del códice. El cual dice al fin: «Escriptus fuit anno Domini MCCCCLXX, Petrus Ortis». Ha sido detalladamente descrito por Morel-Fatio (Romania, X, p. 300, nota).

[64] Núm. 3.962 del Registrum. La Vida de Sant Josafat en lengua catalana, compuesta por Francisco Alegre, divisa in 29 cap... Estampada en Barcelona, año 1494. Costó en Barcelona un real de plata, por agosto de 1513. En 4.º.

[65] Vida angelica do Infante Josaphat, filho de Avenir, rei indiano. El nombre del traductor, Fr. Hilario da Lourinhã, está de letra del siglo pasado. Ocupa 43 hojas de texto, en el códice 266 del Archivo Nacional de la Torre do Tombo (T. Braga, Curso de historia da litteratura portugueza, Lisboa, 1885, p. 115).

[66] Á lo menos ha sido negativo el resultado de las pesquisas del Sr. Haan en los veinte que ha examinado, todos ellos impresos y pertenecientes á nuestra Biblioteca Nacional.

[67] El trabajo del Sr. Haan representa un gran avance en la parte española de este fecundísimo tema de literatura comparada; pero creemos que en la intención de su autor no es todavía más que el programa ó índice de un estudio mucho más amplio, cuya próxima publicación deseamos.

[68] Vid. Petit de Julleville, Les Mystères (París, 1880), t. II, pp. 277 y 474.

[69] En el tomo 2.º de sus Sacre Rappresentazioni (Florencia, 1872, pp. 163-186).

[70] También la parábola de los demonios mujeres, una de las más célebres del Barlaam, sirvió á Calderón para una escena de su comedia En esta vida todo es verdad y todo es mentira.

[71] Dialogi lectu dignissimi, in quibus impiae iudaeorum opiniones evidentissime cum naturalis, tum coelestis philosophiae argumentis confutantur, quaedamque prophetarum abstrusiora loca explicantur (En el tomo 157 de la Patrología latina de Migne, pp. 535-671).

[72] La primera edición de este libro fué hecha en 1824 por la Sociedad de Bibliófilos Franceses, acompañada de una traducción francesa en prosa del siglo XV, intitulada Discipline de clergie, y otra más antigua en verso, Castoiement d'un père à son fils, que había sido ya impresa en 1760 por Barbazan.

Es mucho más correcta y estimable la de Valentín Schmidt: Petri Alfonsi, Disciplina clericalis; Zum ersten mal herausgegeben mit enleitung und anmerkungen, von Fr. V. Schmidt. Ein beitrag zur geschichte der romantischen litteratur (Berlín, 1827, 4.º.). Pero ambas ediciones escasean tanto que no hay más remedio que acudir á la indigesta mole de la Patrologia de Migne, en cuyo tomo 157 está reproducida la edición de los bibliófilos de 1824.

[73] Propterea libellum compegi, portim ex proverbiis philosophorum, et suis castigationibus arabicis, et fabulis et versibus, partim ex animalium et volucrum similitudinibus... Huic libello, nomen injungens, et est ex re, id est «Clericalis Disciplina». Reddit enim clericum disciplinatum (Pág. 673 de la edición de Migne).

[74] Balaam, qui lingua Arabica vocatur Lucaman, dixit filio suo: «Fili, ne sit formica sapientior te, quæ congregat in aestate unde vivat in hieme. Fili, ne sit gallus vigilantior te, qui in matutinis vigilat, et tu dormis»... (Pág. 674, col. 1.ª).

[75] Tienen en la Disciplina Clericalis estos apólogos los números I, II, XIV, XX, V y X.

[76] Son los números VII, IX, XI, VIII, XII, de la Disciplina.

[77] Uno de estos Castoiements ó Chastoiements se encuentra en el tomo 2.º de la colección de Barbazan y Méon (1808), Fabliaux et contes des poëtes français des XI, XII, XIII, XIV et XVe siècles tomo 2.º, pp. 39-183.

[78] De esta colección hablaremos más adelante.

[79] Las fábulas de Pedro Alfonso comprendidas en el Isopete son (por el orden de la Disciplina Clericalis y no de la traducción) las siguientes: I, II, V, VII, VIII, IX, X, XI, XIII, XIV, XV, XVII, XVIII, XX y XXI.

La primera edición es de 1489.

Ésta es la vida del Isopet con sus fabulas historiadas.

(Fin). Aqui se acaba el libro de Isopete hystoriado aplicadas las fabulas, en fin, junto con el principio a moralidad provechosa a la correccion e avisamento de la vida humana, con las fabulas de remisio (sic por Remigio), de aviano, Doligamo (?), de Alfonso e Pogio, con otras extrauagantes: el qual fue sacado de latin en romance e emplentado en la muy noble e leal cibdad de çaragoça por Johan Hurus, aleman de constancia en el año del señor de mil CCCCLXXXIX años. Fol. 132 hojas numeradas, 204 láminas en madera.

Como han demostrado Leopoldo Hervieux (Les Fabulistes Latins, París, 1884, tomo I, pág. 378 y ss.) y A. Morel-Fatio (Romania, XXIII, p. 561 y ss.), nuestro Isopete es trasunto de la compilación latina del alemán Steinhövel, cuya primera edición, sin fecha, no puede ser anterior á 1474. El D. Enrique de Aragón, que mandó hacer la traducción, no fué, como ligeramente se había creído, el infante D. Enrique, hermano de Alfonso V, sino su hijo del mismo nombre, apodado el Infante Fortuna, que era virrey ó lugarteniente general de Cataluña en 1480.

Esta célebre colección de fábulas fué reimpresa en Tolosa de Francia, 1489; Burgos, 1496; Sevilla, 1526; Toledo, 1547; Sevilla, 1562; Amberes, sin fecha (á mediados del siglo XVI); Amberes, 1607; Madrid, 1728; Segovia, 1813, y seguramente en otros varios años y lugares. (Vid. nuestra Bibliografia hispanolatina clásica).

[80] Es un manuscrito en pergamino de la segunda mitad del siglo XIV: «Assi comenssa la taula de la clergie de discipline en continuant en apres la clergie de moralitatz de philosophia partitz en deu libres, compillat e ordenat per mestre Pieres Allfonssa» (Vid. Milá y Fontanals, Obras completas, tomo 3.º, Barcelona, 1890, pp. 492-494).

[81] Exempla of Jacques de Vitry, edited by Th. Fred. Crane (Londres, 1890).

[82] Tal era la opinión de D. Pascual Gayangos, fundándose en este pasaje del prólogo de Pedro Alfonso: Deus in hoc opusculo sit mihi in adjutorium, qui me librum hunc «componere» et «in latinum transferre» compulit.

[83] Edición de Loiseleur, p. 652. Hállase también en el Gesta Romanorum (núm. 118), en las Cento Novelle Antiche (núm. 74), y tiene relaciones con la novela 10.ª de la octava giornata del Decameron.

[84] Bibliotheca Arabico-Hispana Escurialensis... opera et studio Michaelis Casiri Syro-Maronitae, Presbyteri... Madrid, 1760, t. I, pág. 10.

[85] Les Manuscrits Arabes de l'Escurial décrits par Hartwig Derenbourg, París, 1884, t. I.

[86] Ahmed ben Al-Hosain-Al'Hamadhani, muerto el año 398 de la Hégira (1007 de la era cristiana), pasa por inventor ó introductor del género de las macamas en la literatura árabe.

[87] Essais de Morale et de Critique, par Ernest Renan. París, 1868, pp. 297-298.

[88] Núm. 497 de Casiri, 499 de Derenbourg. El primero da los nombres de todos los personajes.

[89] Conforti Politici, Florencia, 1851, 12.º. Sobre esta traducción se ha hecho otra inglesa, Solwan or Waters of Comfort, Londres, 1852, 2 vs. 8.º.

El mismo Amari trata extensamente de la vida y obras de Aben Zafer, en el tomo 3.º de su Storia dei musulmani di Sicilia, pp. 714-734.

[90] El Collar de Perlas, obra que trata de Política y Administración, escrita por Muza II, Rey de Tremecén; vertida al castellano por el doctor D. Mariano Gaspar, catedrático de Lengua Árabe en la Universidad de Granada. Zaragoza, 1899. (En la Colección de Estudios Árabes).

[91] Discurso leído ante la Academia Española por D. Francisco Fernández y González el día de su recepción pública, 28 de enero de 1894, pág. 32.

[92] El malogrado orientalista D. Enrique Alix había sacado en 1848 una copia de este códice, la cual se conserva actualmente en la Biblioteca Nacional. (Vid. Guillen Robles, Catálogo de los manuscritos árabes existentes en la Biblioteca Nacional de Madrid, 1889, pág. 82).

[93] Historia de Zeyyad ben Amir el de Quinena, hallada en la Biblioteca del Escorial y trasladada directamente del texto arábigo original á la lengua castellana. (Publícala el Museo Español de Antigüedades). Madrid, imp. de Fortanet, 1882. En el tomo X del Museo. Se tiraron aparte, en la misma forma de gran folio, unos pocos ejemplares.

[94] Un cuento del rey Sapor hay en Las mil y una noches. Otro, mezclado con la historia de los amores del caballero de Galicia, se encuentra en el Collar de Perlas del rey de Tremecén Muza II.

[95] Notice sur les Becrites, seigneurs d'Huelva et de Djezirah Schaltisch, et sur la vie et les ouvrages du célebre géographe Abou-Obaid Al Becri. En la primera edición de las Recherches sur l'histoire politique et littéraire de l'Espagne pendant le Moyen Âge, de Dozy, 1.ª ed. 1849, pp. 282 y ss. Este capítulo, como otros varios, falta en las ediciones posteriores.

[96] Estos capítulos de la Grande et General Estoria han sido publicados recientemente por don Ramón Menéndez Pidal en su precioso estudio sobre el Poema de Yúçuf (en la Revista de Archivos, Bibliotecas y Museos, Madrid, 1902), pp. 73-87.

[97] La historia de la ciudad de Alatón ha sido publicada por D. Eduardo Saavedra en la Revista Hispano-Americana, 1882.

[98] Narra Aben Hazam en este precioso relato (que ha sido muy linda y poéticamente traducido por Dozy en el tomo III de su Histoire des Musulmans d'Espagne, pp. 344 y ss., y al castellano por Valera en su versión de Schack, Poesía y arte de los árabes en España y Sicilia, t. 1.º, p. 108) sus platónicos amores con una dama cordobesa, á quien sirvió más de treinta años sin ser correspondido, ni siquiera cuando la edad comenzaba á hacer estragos en su hermosura antes que en la firme é intensa pasión del poeta.

Encontró Dozy esta narración en un libro de Aben Hazam (manuscrito de la Biblioteca de la Universidad de Leyden), que debe de ser curiosísimo á juzgar por el índice de los capítulos y que seguramente contendrá varias anécdotas y novelas. Se denomina Collar de la paloma acerca del amor y de los enamorados, y trata sucesivamente de la esencia del amor, de los signos ó indicios del amor, de los que se enamoraron por imagen aparecida en el sueño, de los que se enamoraron por mera descripción de una mujer, de los que amaron por una sola mirada, de aquellos cuyo amor no nació sino con el largo trato; pasando luego á discurrir sobre los celos y demás cuestiones de psicología erótica, terminando con la reprobación del libertinaje y el elogio de la templanza. Es, en suma, una Filosofía del Amor, tal como podía escribirse en el siglo XI. Sería interesante compararla con la de Stendhal.

[99] Histoire des Musulmans d'Espagne, III, p. 350.

[100] El filósofo autodidacto de Abentofáil, novela psicológica, traducida directamente del árabe por D. Francisco Pons Boigues, con un prólogo de Menéndez y Pelayo. Zaragoza, 1900. (De la Colección de Estudios Árabes).

[101] Traités mystiques d'Avicenne. Texte arabe publié d'après les manuscrits du Brit. Museum, de Leyde et de la Bibliothèque Bodleyenne par M. A. J. Mehren. 1.er fascicule. L'allégorie mystique Hay ben Yagzan. Leyde, E. J. Brill, 1889.

[102] Nótese, entre paréntesis, la analogía de este razonamiento con el que sirve de base al método cartesiano.

[103] Notable es la similitud de algunas de estas frases con las del Segismundo calderoniano, pero el imitador no debe de ser Calderón, porque La Vida es sueño se había representado ya en 1635, años antes que apareciese ninguna de las partes del Criticón. El monólogo de Calderón está calcado en uno de Lope en su comedia Barlaam y Josafá.

[104] Philosophus Autodidactus sive Epistola Abi Jaafar, Ebn Tophail de Hay Ebn Jokdhan, inqua ostenditur quomodo ex inferiorum contemplatione ad Superiorum notitiam Ratio humana ascendere possit. Ex Arabica in Linguam Latinam versa ab Edvardo Pocockio A. M... Oxonii, excudebat H. Hall Academiæ Typographus, 1671.

[105] Les Juifs d'Espagne. 945-1205. Par H. Graetz; traduit de l'allemand par Georges Stenne. París, 1872. Págs. 294 y ss.

[106] Graetz, pág. 300.

[107] Amador de los Ríos, Historia social, política y religiosa de los judíos de España y Portugal. Madrid, 1875. Tomo I. Ilustración VI. Aben-Joseph, Aben-Hasdai y el imperio judío de los Hozares, págs. 538 y ss.

[108] Cuzary, Libro de grande sciencia y mucha doctrina. Discursos que pasaron entre el Rey Cuzar y un singular sabio de Israel llamado R. Ishach Sanguery. Fue compuesto este libro en la Lengua Arábiga por el Doctissimo R. Yenda Levita, y traducido en la lengua Santa por el famoso traductor R. Yenda Aben Tíbon en el año de 4927 á la Criación del mundo. Y agora nuevamente traducido del Ebrayco en Español, y comentado. Por el Hacham R. Jacob Abendana. Con estilo fácil y grave. En Amsterdam, Año 5426 (según el cómputo hebraico, 1663 de nuestra era).

Liber Cosri, continens colloquium seu disputationem de religione, habitam ante nongentos annos inter Regem Cosareorum, et R. Isaacum Sangarum Judaeum; Contra Philosophos praecipue è Gentilibus, et Karraitas è Judaeis; Synopsim simul exhibens Theologiae et Philosophiae Judaicae, variâ et reconditâ eruditione refertam. Eam collegit, in ordinem redegit, et in Lingua Arabica ante quingentos annos descripsit R. Jehudah Levita, Hispanus; Ex Arabica in Linguam Hebraeam, circa idem tempus, transtulit R. Jehudah Aben Tybbon, itidem natione Hispanus, Civitate Jerichuntinus. Nunc, in gratiam Philologiae, et Linguae Sacrae cultorum, recensuit, Latinâ versione, et Notis illustrauit Joannes Buxtorfius, Fil. Accesserunt Praefatio, in qua Cosareorum historia et totius operis ratio et usus exponitur; Dissertationes aliquot Rabbinicae: Indices locorum Scripturae et Rerum... Basileae, typis Georgi Deckeri. A. MDCLX (1660). Texto hebreo y traducción latina.

Hay también una traducción moderna alemana del Cuzari, por David Cassel, con amplios comentarios.

[109] «El género particular de placer de imaginación que Las Mil y una noches han proporcionado al mundo entero, y que ha rodeado el Califato de Bagdad de una tan brillante aureola de fantasía, se encuentra en Masudi (Aureas Praderas), no como dependiente de una ficción, sino como resultado de cuadros históricos. Mucha importancia tiene que dar la crítica á tales cuadros, trazados por un erudito árabe posterior solamente en un siglo á la época de que habla. Las Mil y una noches, en su última redacción, son de escasa antigüedad. El compilador era un hombre de gusto, que acertó á agrupar en torno de un centro brillante todos los cuentos que sabía. En cuanto al color histórico, no inventó nada. El ideal novelesco del califato existía setecientos ú ochocientos años antes que él le tomase por fondo de sus relatos... El tipo popular de Harún-al-Raxid, extraño compuesto, atractivo y algo cómico, de fina benevolencia, de escepticismo y de malignidad; sus gustos alternativamente vulgares y distinguidos; su ferocidad sin perversión y que un chispazo de ingenio desarma; este jefe de religión, beodo, glotón, hablador, pero ávido sobre todo de placeres intelectuales, viviendo en medio de compañeros de libertinaje, de sabios y de alegres ingenios, se muestra en Masudi con tanto relieve y viveza y con menos monotonía que en los autores de cuentos». (Renán, Mélanges d'histoire et de voyages, París, 1890, pp. 256 y 261).

Basta comparar Las Mil y una noches con el Calila ó con el Sendebar para comprender la profunda diferencia de unas y otras colecciones. En éstas no pusieron los árabes más que la lengua, continuando los cuentos tan persas ó tan indios como antes. En Las Mil y una noches hay muchos elementos tomados de la vida doméstica de los árabes, y un trabajo de elaboración que puede considerarse como una creación nueva, aunque secundaria.

[110] Antología Española, núm. 3 (1848). Artículo sobre la edición árabe de Las Mil y una noches de Calcuta, 1847. Gayangos había comenzado á traducirla, y publica como muestra la Historia del rey Yunán y de lo que le aconteció con un físico llamado Dubán.

[111] Œuvres de M. Auguste Guillaume de Schlegel, écrites en français et publiées par Edouard Böcking, Leipzig, 1846, t. III, pp. 3-23.

[112] P. Rajna, Per l'origine della novella proemiale delle «Mille e una notte». (En el Giornale della Società Asiatica Italiana, Florencia, 1809, t. XII, pp. 171-96).

Pavolini, Di un altro richiamo indiano alla «cornice» delle «Mille e una notte». (En el mismo volumen del Giornale, pp. 159-62).

[113] Existen en lengua inglesa dos versiones muy autorizadas de Las Mil y una noches, á las cuales forzosamente tiene que recurrir el lector no arabista. La de Lane es más compendiosa y algo expurgada; la de Burton, literalísima.

The Thousand and One Nights, commonly called in England the Arabian Nights' Entertainments. A new translation from the arabic, with copious notes. By E. W. Lane (Londres, 1839-41).

A plain and literal translation of the Arabian Nights' Entertaintments, now entitled The book of the Thousand Nights and a Night. Benares, 1885.

La traducción francesa del Dr. Mardrus, de la cual van publicados doce volúmenes (Le Livre des Mille et une Nuit; Traduction littérale et complète du texte arabe, París, 1900 y ss.), goza de poco crédito entre los orientalistas.

[114] Las dos ediciones más antiguas de que hay memoria son las que se mencionan en el Registrum de D. Fernando Colón (núms. 2.172 y 4.062), ambas sin fecha, pero seguramente anteriores á 1539, en que murió aquel célebre bibliófilo, y una de ellas á 1524, en que D. Fernando la adquirió por seis maravedís en Medina del Campo.

Una de estas ediciones pudo ser la que tuvo Salvá (núm. 1.592 de su Catálogo), que la supone impresa hacia 1520. Vio otra de hacia 1535.

D. Pascual Gayangos (apud Gallardo, Ensayo, núms. 1.209-1.216) describe una de Zaragoza, por Juana Millán, viuda de Pedro Hardoyn, á quince días del mes de mayo de 1540; otra de Toledo, en casa de Fernando de Santa Catalina, 1543; dos sin fecha, impresas, respectivamente, en Segovia y Sevilla, y existentes ambas en la Biblioteca Imperial de Viena. Todas estas ediciones son góticas, suelen constar de dos pliegos de impresión; llevan en el frontispicio tres figuras, que representan una doncella, un mercader y un rey sentado, y tienen, además, estampas intercaladas en el texto. Del siglo XVII existen, por lo menos, una de Alcalá de Henares, en casa de Juan Gracián, 1607; otra de Sevilla, por Pedro Gómez de Pastrana, 1642 (La historia de la doncella Teodor, por Mossen Alfonso Aragonés), y una de Valencia, por Jerónimo Vilagrasa, 1676, que se dice nuevamente corregida é historiada y adornada por Francisco Pinardo. En 1726 imprimió en Madrid Juan Sanz la Historia de la doncella Teodor, en que trata de su grande hermosura y sabiduría. En el siglo presente han continuado las ediciones de cordel, muy modernizadas en el lenguaje. La leyenda castellana fué traducida al portugués (Historia da donzella Theodora, por Carlos Ferreyra. Lisboa, 1735-1758); pero la traducción debe de ser anterior por lo menos en un siglo, si es que á ella se refiere la prohibición que el Índice Expurgatorio de 1624 hizo del Auto da Historia de Theodora donzella. T. Braga (O Povo Portuguez, Lisboa, 1886, t. II, p. 466) cita una continuación ó imitación que en portugués se hizo con el título de Auto de un certamen politico que defendeu a discreta donzella Theodora no reino de Tunes; contém nove conclusōes de Cupido, sentenciosamente discretas e rhetoricamente ornadas.

[115] Mittheilungen aus dem Eskurial von Hermann Knust. Tübingen, 1879 (publicado por la Sociedad Literaria de Stuttgart), pp. 307-517.

[116] Este ms. se conserva ahora en la Biblioteca de la Academia de la Historia, y de él dió noticia Gayangos en sus notas á Ticknor (edición castellana de 1851, tomo II, pp. 554-557).

[117] Fols. 126 y 127 de la 2.ª ed. del texto de Ocampo (Valladolid, 1604).

[118] Opuscula Graecorum veterum sententiosa et moralia, edidit J.C. Orellius, tomo 1.º, pp. 208-213, y con más comodidad en los Fragmentos philosophorum graecorum de Mullach (París, Didot, 1860, pp. 512.517).

[119] Mittheilungen aus dem Eskurial... pp. 498-506.

[120] Véase su discurso de entrada en la Academia Española, 1878, reimpreso en el tomo 6.º de las Memorias de dicha Academia.

[121] Todavía en el siglo XVIII se desconocía hasta tal punto el carácter de estos libros aljamiados, que algunos los creyeron persas ó turcos. Casiri los juzgó obra de renegados de África, pero Conde trasladó ya algunos manuscritos de los caracteres árabes á los comunes. Silvestre de Sacy habló de otros en las Notices et extraits des mss. de la Bibliothèque Nationale de Paris, tomo IV. Finalmente, Gayangos, primero en un artículo del British and Foreign Review, núm. 15, y luego con la publicación de algunos poemas de Mohamad Rabadán en el tomo IV de la traducción española del Ticknor, y de parte de la Historia de Alejandro en los Principios elementales de escritura arábiga, que anónimos estampó en 1861, puso en moda la literatura aljamiada, siguiéndole lord Stanley, que imprimió los Discursos de la luz en el Journal of the Royal Asiatic Society, 1868, y J. Müller, que en 1860 dió á conocer, en los Sitzungsberichte der Akademie der Wissenschaften zu München, tres poemas anónimos y muy antiguos, sacados de un códice del Escorial.

[122] En el Semanario Pintoresco Español de 1848.

[123] Leyendas Moriscas sacadas de varios manuscritos por F. Guillén Robles (tres tomos de la Colección de Escritores Castellanos). Madrid, 1885-1886.

[124] Discursos leídos ante la Real Academia Española, en la recepción pública de D. Ramón Menéndez Pidal, el 19 de octubre de 1902.

[125] Leyendas de José y de Alejandro Magno, sacadas de dos manuscritos moriscos de la Biblioteca Nacional de Madrid, por F. Guillén Robles, Zaragoza, 1888. (En la Biblioteca de Escritores Aragoneses).

[126] Vid. Poema de Yúsuf; Materiales para su estudio, por R. Menéndez Pidal. (Revista de Archivos, Bibliotecas y Museos, 1902).

[127] El Baño de Zarieb fué publicado en parte por D. Eduardo Saavedra en El Mundo Ilustrado de Barcelona (tomo IV, pág. 490, primera serie), valiéndose de un códice incompleto de la colección Gayangos. El texto íntegro fué hallado después en un códice descubierto en Aragón y forma parte de la Colección de textos aljamiados, dada á luz por D. Julián Ribera y D. Pablo Gil (Zaragoza, 1881, en edición litografiada). Transcrito en caracteres vulgares y doctamente anotado por el canónigo de Valencia D. Roque Chabas, se publicó después en El Archivo, revista de Ciencias Históricas, tomo 32. (Denia, 1888 y 1889), págs. 156-165, 169-174.

[128] La historia de la ciudad de Alatón ha sido publicada por D. Eduardo Saavedra en el tomo V de la Revista Hispano-Americana (Madrid, 1882), págs. 321-343.

[lxxi]

III

Influencia de las formas de la novelística oriental en la literatura de nuestra Península durante la Edad Media.—Raimundo Lulio.—D. Juan Manuel.—Fray Anselmo de Turmeda.—El Arcipreste de Talavera.

Á las traducciones de libros orientales de apólogos, cuentos y sentencias siguió muy pronto la aparición de obras originales vaciadas en el mismo molde, siendo quizá la primera el Libro de los Castigos é documentos que D. Sancho el Bravo compuso para educación de su hijo D. Fernando, terminándole en 1292[130], en medio de los cuidados del cerco de Tarifa.

[lxxii]

Este importante catecismo político moral parece compuesto á la traza de los libros árabes del mismo género, tales como el Solwan del siciliano Aben Zafer y el Collar de Perlas del rey de Tremecen Abuhamti, si bien éste es posterior á D. Sancho. En el uno como en los otros se confirma la doctrina con gran copia de ejemplos históricos, anécdotas de varia procedencia, y algunos cuentos propiamente tales. Muchas de las fuentes á que D. Sancho acudió pertenecen á la literatura cristiana, siendo tan frecuentes las citas de la Sagrada Escritura y de los Santos Padres y escritores eclesiásticos, San Agustín, San Gregorio, San Isidoro, San Bernardo, Pedro Lombardo, etc., que ha podido sospecharse que intervino la mano de un obispo ó clérigo en la reunión y preparación de estos materiales, aunque no en el pensamiento y estilo del libro, que tiene carácter muy personal y nada impropio del monarca cuyo nombre lleva al frente, príncipe de gran cultura, segun lo acreditan el Lucidario y otros libros que mandó compilar ó traducir, como digno continuador de las empresas científicas de su padre. A parte de los elementos recibidos de la cultura bíblica y eclesiástica (sin exceptuar los libros apócrifos, como el tercero de Esdras, que cita con el título de Sorobabel), y las menciones de algunos sabios antiguos, como Cicerón, Séneca y Boecio, hay en el Libro de los Castigos curiosas narraciones tomadas de nuestra poesía épica é historia nacional, como la de la muerte del conde Don García á manos de los Velas; algunas leyendas piadosas, entre las cuales sobresale, por lo fantástica y bien contada, la de la monja herida y castigada por un crucifijo cuando iba á huir del convento en pos de su amante, y algún cuento de la Disciplina Clericalis, como el de la prueba de los amigos. Pero aunque no pueda negarse que este libro pertenece á la didáctica oriental por su forma, el contenido tiene mucho más de latino que de árabe, siendo Valerio Máximo uno de los autores cuyos ejemplos gusta más de citar el rey Don Sancho. La sintaxis del libro tampoco muestra el carácter acentuadamente semítico que tienen las versiones literalísimas del Calila y Dimna, del Sendebar, del Bonium y, en general, todas las que se hicieron en el reinado de Alfonso el Sabio.

Oriental es también en fondo y forma la inspiración de los libros catalanes de Ramón Lull (Raimundo Lulio), en medio de la potente originalidad de su carácter y de la transcendencia de su pensamiento filosófico, que voló con alas propias á la región más alta del realismo metafísico de los tiempos medios. Saben todos los que han saludado sus escritos que uno de los medios más eficaces de su exposición y propaganda doctrinal, y una de las notas más populares de su escuela, fué el empleo de procedimientos artísticos, desde los esquemas gráficos (círculo, triángulo y cuadrángulo) hasta el símbolo, la alegoría, la parábola en prosa y la poesía lírica en muy varias combinaciones de metros y rimas. Hasta la lógica pretendió exponerla en verso. Muchos de sus libros, escritos originalmente en lengua vulgar, en su materna lengua catalana, mezclan la exposición didáctica, aun de las materias más áridas, con efusiones poéticas y místicas que son trasunto de su alma ardiente y enamorada de la Belleza Suma y del Bien Infinito. No son pocos, especialmente entre los de controversia, los que adoptan la forma semidramática del coloquio y disputa con adversarios reales ó ficticios, ó comienzan con una introducción en que el filósofo, perdido por un espeso bosque cuya descripción suele hacer con poético hechizo, encuentra á algún venerable ermitaño á quien confía sus cuitas y el desaliento que á veces le invade viendo menospreciado su Arte por los doctores escolásticos y desoídos sus proyectos de cruzada por reyes y pontífices. Estas lamentaciones, continuamente repetidas, logran su forma más bella en la admirable elegía del Desconort.

Otra de las formas elementales de la pedagogía luliana es el apólogo puramente didáctico, sin verdadera determinación en forma artística y reducido á ser tenue veladura[lxxiii] de superiores enseñanzas, tal como le encontramos en el Arbol Exemplifical, que es una de las ramas del Arbol de la Ciencia[131].

Pero este arte simbólico, infantil y rudo, que apenas traspasa los límites del enigma paremiológico, ni parece inventado con otro fin que el de presentar á la inteligencia fáciles semejanzas y analogías que aviven la atención y fortalezcan el recuerdo, aparece sometido en otros tratados de la enciclopedia luliana á una concepción artística superior, que se encarna en las aventuras de un personaje ó en el desarrollo de una situación culminante. Domina siempre el propósito de enseñanza, porque el arte de Ramón Lull nunca es enteramente desinteresado; pero su vigorosa imaginación constructiva, que hace de él un gran poeta de la metafísica, dotado de singular virtud para revestir de forma sensible todas las abstracciones; su extraño concepto y visión del mundo, interpretado por él de una manera vagamente teosófica; sus mismas alucinaciones, que son á veces relámpagos de genio; su ascetismo, más misericordioso que ceñudo, son elementos altamente poéticos que animan con vida intensa y desordenada, pero profunda y humana, estas raras creaciones, medio científicas, medio fantásticas, del Doctor Iluminado. Cuatro de las obras de R. Lulio, que afortunadamente han llegado á nosotros en su texto original lleno de gracia y candidez, y no en bárbaras interpretaciones latinas, el Libro del Gentil y de los tres sabios, el Libro del Orden de la Caballería, el Blanquerna y el Libro Félix ó de las Maravillas del Mundo, realizan, aunque de un modo muy primitivo, las condiciones de la novela filosófica, y deben contarse, especialmente las dos últimas, entre los monumentos más curiosos de la literatura de la Edad Media. En todas ellas dejó algún reflejo el sol de Oriente, pues sabido es que el beato misionero mallorquín tenía en todas las exterioridades de su persona y doctrina grandísima semejanza con los sufies y filósofos contemplativos que en Persia, en Siria y en España florecieron bajo la dominación musulmana; se había amamantado en la doctrina de Algozel, cuya Lógica tradujo, y hablaba y escribía el árabe como segunda lengua propia, usándola de continuo en sus controversias con los doctores mahometanos y en sus predicaciones al pueblo de Africa, que le valieron por fin la palma del martirio.

En árabe compuso primitivamente R. Lulio el Libre del Gentil é los tres Savis[132], una de sus obras más antiguas, y una de las que tuvieron más difusión y boga en el siglo XIV, siendo traducida al hebreo, al latín, al francés y al castellano en 1378 por el cordobés Gonzalo Sánchez de Uceda[133]. El modelo literario que nuestro filósofo tuvo [lxxiv]presente fue un Barlaam árabe ó más probablemente el Cuzari de Judá Leví[134], pues aunque nofuénsta que estuviese versado en la literatura rabínica, aquella obra, compuesta también en lengua arábiga y manejada de continuo por hombres de las tres religiones, debía de serle familiar. El plan de ambos libros es análogo, pero naturalmente muy diverso el sentido religioso, y más profundo y transcendental el de Lull, aun haciendo abstracción, si posible es, de su fe cristiana. Hay también más riqueza de pormenores dramáticos en el libro catalán que en el judío, es más pintoresca la introducción, más vivo y animado el diálogo, más hábil la presentación de los interlocutores, y eso que Ramón Lull no tenía por apoyo de su tratado una anécdota tan interesante como la de la conversión del rey de los Cazares. Algunas líneas del prólogo, mostrarán el sencillo cuadro novelesco y la apacible y hechicera suavidad con que está dibujado é iluminado.

«Por ordenamiento de Dios sucedió que en una tierra había un gentil muy sabio en filosofía, y consideró en su vejez y en la muerte y en las bienandanzas de este mundo. Aquel gentil no tenía conocimiento de Dios, ni creía en la resurrección, ni que después de la muerte hubiera ninguna cosa. Y mientras hacía estas consideraciones, sus ojos se llenaban de lágrimas, y su corazón de suspiros y de tristeza y de dolor, porque tanto agradaba al gentil esta vida mundana, y tan horrible cosa era para él el pensamiento de la muerte y el recelo de que no hubiera nada detrás de ella, que no podía consolarse ni abstenerse de llorar, ni desterrar de su corazón la tristeza. Estando el gentil en esta consideración y en este trabajo, le vino voluntad de partirse de aquella ciudad é irse á tierra extraña, para ver si por aventura podría encontrar remedio á su aflicción, y poniendo en ejecución tal pensamiento, llegó á una gran floresta, la cual era abundosa de muchas fuentes y de muy bellos árboles frutales, que podían dar al corazón nueva vida. En aquella selva había muchas bestias y muchas aves de diversas maneras. Por todo lo cual resolvió detenerse en tan ameno y solitario paraje, para ver y oler las flores, y con la belleza de los arboles, y de las fuentes y de las yerbas, dar alguna tregua y refrigerio á los graves pensamientos que muy fuertemente le atormentaban y trabajaban. Cuando el gentil estuvo en el gran bosque, y vio las riberas, y las fuentes, y los prados, y que en los árboles cantaban muy dulcemente pájaros de diversas castas, y bajo los árboles había cabras monteses, gamos, gacelas, liebres, conejos y muchas otras bestias agradables de ver, y que los árboles estaban cargados de flores y frutos de diversas maneras, de donde salía muy agradable olor, se quiso consolar y alegrar con lo que veía y oía y olfateaba, pero le sobrevino el pensamiento de su muerte y de la aniquilación de su ser, y se cubrió su corazón de dolor y tristeza, y se multiplicaron sus tormentos. Pensó volver á su tierra, pero desistió de tal pensamiento, considerando que la tristeza en que estaba acaso podría salir de su corazón con algún encanto ó aventura que la suerte le deparase. Y así prosiguió andando de monte en monte, y de fuente en fuente, y de prado en ribera, para probar y tentar si había alguna cosa tan placentera de ver y oir que le quitase el pensamiento que le angustiaba. Pero cuanto más andaba y más [lxxv]bellos lugares encontraba, más fuertemente la perseguía él pensamiento de la muerte. Cogía flotes el gentil y comía frutos de los árboles, pero ni el olor de las flores ni el sabor de los frutos le daban ningún remedio. Estando el gentil en este trabajo, y no sabiendo qué partido tomar, hincó las rodillas en tierra, y levantó las manos y los ojos al cielo, y besó la tierra, y dijo estas palabras, llorando y suspirando muy devotamente: «¡Ay mezquino! ¡en qué ira y en qué dolor has caído cautivo! ¿Por qué fuiste engendrado ni viniste al mundo, pues no hay quien te ayude en los trabajos que padeces, ni hay ninguna cosa que tenga en sí tanta virtud que te pueda ayudar?».

«Cuando el gentil hubo dicho estas palabras, empezó á caminar por el bosque como hombre fuera de sentido, hasta que salió á un ancho y hermoso camino. Y aconteció que mientras el gentil andaba por aquella vía, tres sabios se encontraron á la salida de una ciudad. El uno era judío, el otro cristiano, el tercero sarraceno. Saludáronse afablemente, y después de haberse informado con mucha cortesía de su salud y estado, determinaron ir de paseo para recrear el ánimo que tenían muy trabajado del estudio que hacían. Iban hablando los tres sabios, cada uno de su creencia y de la doctrina que mostraban á sus escolares, cuando llegaron á un hermoso prado, donde una bella fuente regaba los cinco árboles que al principio de éste libro van figurados[135]. Junto á la fuente encontraron á una hermosísima doncella, muy noblemente vestida, que cabalgaba en un palafrén al cual daba de beber en la fuente. Los sabios que vieron los cinco árboles y aquella dama de tan agradable semblante, se acercaron á la fuente para saludarla; y ella respondió cortésmente á su saludo. Preguntáronle su nombre, y ella les dijo que era la Inteligencia. Entonces los sabios la rogaron que les declarase la naturaleza y propiedad de los cinco árboles y lo que significaban las letras que estaban escritas en cada una de sus flores».

No nos detendremos en esta exposición alegórica, que está repetida en otros muchos libros del beato mallorquín y que pertenece á la parte más conocida y externa de su sistema.

«Cuando la dama hubo dicho estas palabras á los tres sabios, se despidió de ellos y alejóse. Quedaron los tres sabios en la fuente, y uno de ellos comenzó á suspirar y á decir: «¡Ay Dios! ¡Cuán gran bienaventuranza sería si por medio de estos árboles pudieran reducirse á una sola ley y creencia todos los hombres que hoy son, y que no hubiese entre los humanos rencor ni mala voluntad por ser diversas y contrarias sus creencias y sectas, y así como hay un Dios tan solamente, padre y creador y señor de todo cuanto es, que así todos los pueblos se uniesen para formar un pueblo solo, y que aquéllos estuviesen en vía de salvación, y que todos juntos tuviesen una fe y una ley, y diesen gloria y loor á nuestro señor Dios! Considerad, señores, cuántos son los daños que se siguen de tener los hombres diversas sectas, y cuántos son los bienes que resultarían si todos tuviesen una fe y una ley. Siendo esto así, ¿no os parecería bien que nos sentásemos bajo estos árboles, á la vera de esta apacible fuente, y que disputásemos sobre lo que creemos, y puesto que con autoridades no nos podemos convencer, tratásemos de avenirnos por medio de razones demostrativas y necesarias?». Cada uno de los sabios tuvo por bueno lo que el otro decía, y alegráronse, y comenzaron á mirar las flores de los [lxxvi]árboles, y á recordar las condiciones y palabras que la dama les había dicho. Y cuando comenzaban á mover cuestiones el uno contra el otro, he aquí que comparece el gentil que andaba perdido por el bosque. Gran barba tenía y largos cabellos, y venía como hombre cansado, flaco y descolorido por el trabajo de sus pensamientos y por el largo viaje que había hecho; sus ojos eran un torrente de lágrimas, su corazón no cesaba de suspirar ni su boca de plañir. Por la gran angustia de su trabajo tenía sed, y quiso ir á beber en la fuente, antes que pudiese hablar ni saludar á los tres sabios. Cuando hubo bebido, y su aliento y espíritu recobraron alguna virtud, el gentil saludó en su lenguaje, según su costumbre, á los tres sabios. Y los tres sabios contestaron á su saludo, diciendo: «Aquel Dios de gloria, que es padre y señor de cuanto es, y que ha creado todo el mundo, y que resucitará á buenos y malos, sea en vuestra ayuda y os valga en vuestros trabajos».

«Cuando el gentil hubo oído la salutación que los tres sabios le hicieron, y vio los cinco árboles y leyó en las flores, y vio el extraño continente de los tres sabios y sus raras vestiduras, maravillóse muy fuertemente de las palabras que había oído y de lo que veía. «Buen amigo (le dijo uno de los tres sabios), ¿de dónde venís y cómo es vuestro nombre? Asaz trabajado me parecéis y desconsolado por alguna cosa. ¿Qué tenéis y por qué habéis venido á este lugar? ¿En qué os podemos consolar ó ayudar? Sepamos vuestra intención». El gentil respondiendo dijo que venía de luengas tierras, y que era gentil, y andaba como hombre fuera de sentido por aquel bosque, y que la casualidad le había traído á aquel lugar, Y contó el dolor y la pena en que estaba sumergido. Y añadió: «Como vosotros me habéis saludado, diciéndome que me ayude Dios que creó el mundo y que resucitará á los hombres, me he maravillado mucho de esta salutación, porque en ningún tiempo oí hablar de ese Dios que decís, ni tampoco de la resurrección oí hablar nunca. Y quien pudiera significarme y mostrarme por vivas razones la resurrección, podría desterrar de mi alma el dolor y tristeza en que está». «¿Cómo, buen amigo (dijo uno de los tres sabios), no creéis en Dios ni tenéis esperanza de la resurrección?» «Señor, no (dijo el gentil); y si podéis explicarme alguna cosa por donde mi alma pueda tener conocimiento de la resurrección, os ruego que lo hagáis, porque veo que la muerte se acerca, y después de la muerte no sé que haya ninguna cosa». Cuando los tres sabios oyeron y entendieron el error en que estaba el gentil, entró gran piedad en sus corazones, y determinaron probar al gentil la existencia de Dios, y la bondad, grandeza, eternidad, poder, sabiduría, amor y perfección que en él había».

Gustosos hemos dilatado la pluma en la traducción de este delicioso idilio, que sirve de proemio á la más serena y amplia discusión teológica que puede imaginarse. Uno de los tres sabios demuestra al gentil la existencia de Dios y la resurrección. Extraordinaria es su alegría cuando comienzan á disiparse las nieblas de su conciencia. Pero un nuevo conflicto estalla en su alma al saber la existencia de las tres leyes ó religiones que dividen á los tres sabios. Entonces comienza cada uno á exponer los fundamentos de su creencia, hablando primero el judío, por ser su ley la más antigua, luego el cristiano y por último el sarraceno. No hay verdadera disputa entre ellos, pues mientras uno habla los demás callan (excepto el gentil para pedir aclaraciones), porque «la contradicción (dice Raimundo Lulio) engendra mala voluntad en el corazón de los hombres, y la mala voluntad turba la recta operación del entendimiento».

No menos original que esta declaración en pro de la tacita cognitio, tan opuesta á[lxxvii] la vocería de las escuelas, en tiempos del más batallador y agresivo escolasticismo, no menos sorprendente que la mansedumbre filosófica de las exposiciones y el profundo y detallado conocimiento que Lulio muestra de la teología mahometana y de las tradiciones sarracenas, es el final, lleno de unción y caridad, en que los tres sabios se despiden amistosamente, pidiéndose mutuamente perdón si alguna palabra ofensiva se les ha escapado contra la ley respectiva de cada uno de ellos. Esta tolerancia llega hasta el extremo de dejar en suspenso la conversión del gentil, limitándose á poner en sus labios una fervorosísima oración en que loa y magnífica la grandeza, bondad y justicia de Dios. Pero mucho erraría quien imaginase que ésta era la verdadera solución dada por Raimundo Lulio al conflicto religioso que plantea. Ni un punto sólo cruzó por su mente la idea de fundir en un sincretismo las tres religiones monoteístas, ni tampoco el pensamiento de una teología meramente natural, que afirmando los dogmas en que ellas concordaban, dejase libre é indiferente la profesión de las divergencias. El ardiente proselitismo cristiano del beato Ramón, sellado con su sangre, excluiría por de contado tal hipótesis, que repugna además al fondo de su sistema, caracterizado por el empeño de demostrar con razones naturales todas las verdades de la teología católica y aun los misterios mismos. Cuando Lulio, después de haber conducido al gentil hasta los umbrales de la creencia, deja á la consideración de sus lectores el averiguar «qual lig lur es semblant quel gentil haja triada per esser agradable á Deu», usa de un inocente artificio literario para llamar la atención sobre otros libros suyos que son indispensable complemento de éste y que se hallan á continuación de él en la edición de Maguncia. En el Liber de Sancto Spiritu, donde volvemos á encontrar el árbol simbólico y la dama Inteligencia, un griego y un latino disputan en presencia de un sarraceno sobre la procesión del Padre y del Hijo según los artículos de su Iglesia respectiva. En el de quinque sapientibus, el círculo de la controversia se agranda, interviniendo, además de los tres doctores citados, un nestoriano y un jacobita, probando contra el primero, por razones que llama de equivalencia, la unidad de persona en Cristo; contra el segundo, las dos naturalezas divina y humana, y contra el sarraceno, la Trinidad y la Encarnación. El Libro del Tártaro y del Cristiano es una nueva variante del Gentil. Un tártaro, que aunque vive en la ceguedad de la idolatría, se inquieta de la vida futura, quiere consultar á los doctores de las tres leyes; pero al salir de su tienda piensa en su mujer, en sus hijos, en la vida libre y deliciosa que disfrutaba, y desiste de su propósito. Más adelante el espectáculo de la muerte de un caballero amigo suyo hace en él el mismo efecto que en Barlaam, y vuelve á su primer designio de procurar la salvación de su alma, consultando sucesivamente á un judío, á un sarraceno y á un ermitaño cristiano. Fácilmente destruye las razones de los dos primeros. El ermitaño se confiesa ignorante, y le remite á otro anacoreta llamado Blanquerán que hacía penitencia en un desierto. Blanquerán, que no es otro que el propio Raimundo Lulio, le expone los artículos de la fe valiéndose del método de su arte general y demostrativa. El tártaro queda convencido; va á Roma, se hace bautizar por el Papa, y vuelve á su tierra con letras apostólicas para propagar la fe y convertir al rey de los tártaros. Las reminiscencias del Cuzari son quizá más visibles en este tratado que en el del Gentil[136].

Todos estos diálogos, cuya contextura es casi idéntica, apenas pueden calificarse de [lxxviii]ficciones poéticas, siendo más bien una nueva y amena forma de enseñanza teológica; pero no sucede lo mismo con el Libre del Orde de Cauayleria[137], que es uno de los pocos relativamente profanos que pueden encontrarse en la enorme masa de las obras de Lulio. Es un doctrinal del perfecto caballero, muy interesante porque completa el ideal pedagógico desarrollado por el autor en el Blanquerna y en otras obras suyas, y por las noticias de costumbres caballerescas que incidentalmente nos da y que pueden servir para la historia social de la Corona de Aragón en los siglos XIII y XIV. No es menos curioso el cuadro novelesco del libro, que tuvo la fortuna de ser imitado sucesivamente por D. Juan Manuel y por el autor de Tirante el Blanco. Á semejanza de lo que hicimos con el libro del Gentil, traduciremos íntegro este prefacio, porque un extracto en prosa moderna no puede dar idea de la candorosa gracia de estos relatos, que recuerdan las tablas de los artista llamados primitivos:

«En una tierra aconteció que un sabio caballero que por largo tiempo había mantenido la orden de caballería con la nobleza y fuerza de su alto corazón, y á quien sabiduría y ventura habían acompañado en guerras y en torneos, en asaltos y en batallas, eligió vida de ermitaño cuando vio que sus días eran breves y que su naturaleza le desfallecía por vejez para usar de armas. Entonces desamparó sus heredades, y las dio á sus hijos, y en un bosque muy abundoso de aguas y árboles frutales hizo su habitación, y huyó del mundo para que el menoscabo y desmedro de su cuerpo, traídos por la vejez, no le deshonrasen en aquellas cosas en que sabiduría y ventura por tanto tiempo le habían honrado; y púsose á meditar en la muerte y en el tránsito de este siglo al otro, y en la sentencia perdurable que sobre él había de caer. En aquel bosque donde el caballero moraba había un árbol muy grande cargado de fruta, y debajo de aquel árbol corría una fontana muy bella y clara, que regaba abundosamente el prado y los árboles que le estaban en torno. Y el caballero tenía costumbre de venir todos los días á aquel lugar á adorar y contemplar á Dios, al cual daba gracias y mercedes por el grande honor que le había hecho en todo el curso de su vida en este mundo. En aquel tiempo, á la entrada del gran invierno, sucedió que un gran Rey muy noble y de buenas costumbres y poderoso había pregonado Cortes, y por la gran fama que en todas las tierras corrió, un arriscado escudero, montado en su palafrén, caminaba enteramente solo hacia la corte, con intención de ser armado caballero. Y por el trabajo que había tenido en su cabalgar, quedóse dormido sobre el palafrén. En aquella hora el caballero que en el bosque hacía su penitencia había venido á la fuente á contemplar á Dios y á menospreciar la vanidad de este mundo, según tenía por costumbre cada día. Y mientras el escudero caminaba así, su palafrén salió del camino y se entró por el bosque y anduvo por él á la ventura, hasta que llegó á la fuente donde el caballero estaba en oración. El caballero que vio venir al escudero dejó la oración y se sentó en el verde prado á la sombra del árbol, y comenzó á leer un libro que tenía en su falda. El palafrén llegando á la fuente bebió del agua, y el escudero que sintió entre sueños que su palafrén no se movía ni se despertaba, abrió los ojos y vio delante de sí al caballero, que era muy viejo, y tenía gran barba y largos cabellos, y rotas las vestiduras de [lxxix]puro viejas, y estaba flaco y descolorido por la penitencia que hacía, y por las lágrimas que solía derramar estaban sus ojos anublados, y tenía aspecto de varón de muy santa vida. Mucho se maravillaron el uno del otro, porque el caballero había estado largo tiempo en su ermita sin ver á ningún hombre, después que había desamparado el mundo y el ejercicio de las armas. El escudero se apeó de su palafrén, saludando agradablemente al caballero, y el caballero le acogió lo más cortésmente que pudo, y sentáronse en la verde yerba uno junto á otro. El caballero que conoció que el escudero no quería hablar antes que él por respeto, habló primeramente y dijo: «Buen amigo, ¿cuál es vuestra voluntad, y adónde vais y por qué habéis venido así?» «Señor (dijo el escudero), fama es por luengas tierras que un Rey muy sabio ha pregonado Cortes, y que él mismo se armará caballero, y después hará caballeros á otros barones de su reino y de los extraños; por eso yo voy á aquella corte para ser novel caballero, y mi palafrén, mientras yo me dormía por el trabajo que he tenido de las grandes jornadas, me ha traído á este lugar». Cuando el caballero oyó hablar de caballería y lo que pertenece al oficio de caballero, lanzó un suspiro y empezó á cavilar, recordando el honroso estado que por tanto tiempo había mantenido.

El escudero le pregunta la causa de su cavilación. El caballero se la declara. El escudero ruega al anciano que le instruya en el orden y regla de la caballería. El caballero le entrega el libro que estaba leyendo y le hace la siguiente recomendación: «Amable hijo, yo estoy cerca de la muerte y mis días están contados; este libro ha sido compuesto para restaurar la devoción y la lealtad y el buen ordenamiento que el caballero debe tener en su orden; por tanto, hijo mío, hacedme el favor de llevar este libro á la corte adonde vais, y mostrádselo á todos los caballeros noveles..... Y cuando estéis armado caballero, volved por este lugar y decidme quién son aquellos caballeros que no hayan sido obedientes á la doctrina de caballería». El caballero dio su bendición al escudero, y el escudero tomó el libro, y se despidió muy devotamente del caballero, y montó en su palafrén, y prosiguió su camino alegremente.

La obra, al parecer, no está completa en ninguno de los dos códices existentes, puesto que falta la vuelta del escudero y el cumplimiento de su promesa. No así en el libro de D. Juan Manuel, donde el escudero vuelve y recibe las instrucciones del caballero anciano, y asiste á su muerte, y le da devota sepultura.

El caballero ermitaño, que no es otro que Raimundo Lulio mismo, el cual por la descripción que hace de su persona física parece un precursor del ingenioso hidalgo, lo es también por su doctrina noble, generosa, cándidamente optimista y de una pureza moral intachable. Nunca ha sido interpretada la caballería con más alto é ideal sentido. Consta el libro de siete partes, en significación de los siete planetas; discurre la primera sobre el origen de la caballería, que nació, según Lulio, de una especie de pacto social. «Habían desfallecido en el mundo la caridad, la lealtad, la justicia y la verdad, comenzando á imperar la enemistad, la deslealtad, la injuria y la falsedad, y de aquí nació gran trastorno en el pueblo cristiano. Y como el menosprecio de la justicia había sido causado por falta de caridad, fue menester que la justicia tornase á ser honrada por temor; y para eso todo el pueblo fue repartido en millares, y de cada mil fue elegido un hombre más amable, más sabio, más leal, más fuerte, dotado de más noble valor, de más experiencia y más perfecta crianza que los restantes. Y se buscó entre todas las bestias cuál era la más hermosa, y la más ligera y corredora, y la más sufridora de trabajos, y la[lxxx] más digna de servir al hombre. Y como el caballo es la bestia más noble, por eso fue elegido y entregado al hombre que había sido preferido entre los mil, y por eso á este hombre se le llamó caballero». La segunda parte trata del oficio de caballería. La tercera, del examen que ha de hacerse al escudero que quiere entrar en la orden de caballería. La cuarta, de la manera de armar caballeros. La quinta, de lo que significan las armas. La sexta, de las costumbres que pertenecen al caballero. La séptima, del honor que debe tributársele.

Al fin de este tratado se refiere el autor á otro análogo que había compuesto sobre el orden de clerecía. No ha sido descubierto hasta ahora, pero la materia sobre que debía versar está tratada extensamente en el Blanquerna, una de las obras capitales de R. Lull, bajo el concepto literario, y que merece con toda propiedad el título de novela social y pedagógica. Los doctos autores de la Historia Literaria de Francia[138] van todavía más allá, y suponen que esta larga historia de un joven que buscando la felicidad y la perfección recorre diversos estados y condiciones del mundo, matrimonio, religión, prelacía, sumo pontificado, y acaba por hacerse ermitaño, reconociendo que la vida contemplativa es superior á todas, puede considerarse, aunque muy remotamente, como una especie de preparación anticipada de las novelas biográficas, cuyo primer modelo había de producir España más adelante, y que con tendencia moral infinitamente menos ascética hacen atravesar igualmente á su héroe todas la situaciones sociales, sirviéndose de esta ocasión para pintar la sociedad contemporánea bajo los aspectos más diversos. Tal semejanza, si existe, es ciertamente de las más lejanas, y no puede imaginarse más raro precursor de Lazarillo de Tormes y de Guzmán de Alfarache que el contemplativo ermitaño Blanquerna, autor de las divinas efusiones del Cántico del Amigo y del Amado.

De todos modos, el plan biográfico del Blanquerna, aunque parece tan natural y sencillo, era enteramente original y creaba un nuevo tipo en la novela moderna. El Barlaam pudo sugerir á R. Lulio la idea de un relato largo y piadoso, entremezclado de apólogos, ejemplos y reflexiones morales y ascéticas, pero el plan de la leyenda budista y el del Blanquerna son enteramente diversos. Además, el Blanquerna tiene mucho de memorias personales: la vida que el protagonista hace en el yermo es la de Raimundo en Miramar y el monte Randa; la censura, á veces acerba, de las imperfecciones del clero secular y regular, y de los vicios que la opulencia engendraba en la poderosa burguesía de las ciudades marítimas y mercantiles de Levante, está dictada por una larga experiencia de la vida, y demuestra un espíritu observador fino y penetrante, que no pierde de vista la tierra hasta cuando parece que más se aleja de ella en sus ensueños místicos y [lxxxi]en sus construcciones transcendentales. Este realismo literario de algunas partes del libro no es lo que menos sorprende.

Fué el beato Ramón una naturaleza mixta de pensador y poeta, de tal manera que ni su arte dejó de ser didáctico nunca ni las ideas se le presentaban primeramente en forma especulativa y abstracta, sino de un modo figurativo y arreadas con los colores de la poesía simbólica. Pensaba con la imaginación antes de pensar con el entendimiento, ó más bien, en su intuición maravillosa, iban mezcladas la idea y la forma inseparablemente. Y así como el mito y la ironía son elementos perpetuos y esenciales en la filosofía platónica, así lo son en la filosofía luliana la alegoría, el apólogo y las representaciones gráficas en forma de árboles y de círculos. El carácter popular de la doctrina estaba de conformidad con esto, y puede decirse que el bienaventurado mártir filosofaba por colores y figuras. Sus mismas aficiones cabalísticas, y las misteriosas virtudes que parece reconocer en los números y en los nombres, encierran un elemento estético, aunque de orden inferior: el elemento combinatorio. El árbol de la ciencia es un paso más, y dependientes de aquel vasto, aunque sencillo, simbolismo, aparecen ya los apólogos, si bien subordinados á un fin de prueba y enseñanza, y dotados por lo común de más virtud silogística que eficacia estética. Del apólogo, aun concebido así, no era difícil el tránsito á la novela docente, representada en la vasta biblioteca luliana por el Libro de Maravillas y el Blanquerna: el primero, más ameno y curioso por la variedad de materias; el segundo, muy superior por la grandeza de la concepción, por el plan lógico y bien ordenado y por tener intercaladas las páginas más bellas que en prosa escribió su autor; el Cántico del Amigo y del Amado, joya de nuestra poesía mística, digna de ponerse al lado de los angélicos cantos de San Juan de la Cruz.

Es el Blanquerna una novela utópica, pero no fantástica y fuera de las condiciones de este mundo, como lo son, por ejemplo, la República, de Platón; la Utopía, de Tomás Moro; la Ciudad del Sol, de Campanella; la Oceana, de Harrington, ó la Icaria, de Cabet. Al contrario, Raimundo Lulio, tenido comúnmente por entusiasta y aun por fanático, aparece en este libro suyo hombre mucho más práctico y de más recto sentido que todos los moralistas y políticos que se han dado á edificar ciudades imaginarias. No hay una sola de las reformas sociales, pedagógicas ó eclesiásticas propuestas por Ramón Lull cuyo fondo no esté dado en alguna de las instituciones de la Edad Media y de su patria catalana, ninguna de las cuales él intenta destruir, sino avivarlas por la infusión del espíritu cristiano, activo y civilizador. Es cierto que á través de las peripecias y episodios de la novela, y mezclados con sus raptos y efusiones místicas y con la exposición popular de su teodicea, va persiguiendo el beato Ramón los propósitos y preocupaciones constantes de su vida: la liberación de Tierra Santa; la enseñanza de las lenguas orientales; la polémica con los averroistas, y el querer probar por razones naturales los dogmas de la fe. Pero todo esto, que, con ser más ó menos aventurado é irrealizable, pertenece, sin duda, á la esfera más alta de la especulación y de la actividad humana, es, en cierto sentido, independiente de la utopía social y de la fábula novelesca, la cual, á decir verdad, está cifrada en los ejemplos de perfección que en sus respectivos estados nos dan Evast y Aloma y su hijo Blanquerna.

No será bien que abra tal libro quien busque solamente en lo que lee un frívolo y pasajero deleite. No se enfrasque en su lección quien no tenga el ánimo educado para sentir lo primitivo, lo rústico y lo candoroso. Nunca se vió mayor simplicidad de palabras[lxxxii] cubriendo más peregrinos conceptos y magnánimos propósitos. Todo es natural y llano; todo plática familiar y desaliñada, en cuyos revueltos giros fulguran de vez en cuando las iluminaciones del genio. Si la lengua que el autor usa conserva todavía algún dejo y resabio de provenzalismo[139], y no es con toda pureza la lengua del pueblo de Cataluña en el siglo XIII, es, con todo eso, lengua eminentemente popular, no tanto por las palabras y por los giros, como por el jugo y el sabor villanesco: verdadero estilo de fraile mendicante, avezado á morar entre los pobres y á consolar á los humildes.

Y era el alma del autor tan hermosa, y de tal modo, á pesar de su triste experiencia mundana, había vuelto, por auxilio de la Divina Gracia, á la bienaventurada simplicidad de los párvulos y de los pobres de espíritu, que nadie, al leer una buena parte de sus capítulos, recuerda al gran filósofo sintético, llamado por alguien, con frase audaz, el Hegel cristiano de los siglos medios, sino que la primera impresión que se siente es que tal libro hubo de brotar del espíritu de un hombre rudo y sin letras, pero amantísimo de Dios y encendido en celestiales y suprasensibles fervores. Y sin embargo, ¡cuánta doctrina! Pero toda ella popular y acomodada al entendimiento de las muchedumbres, para quien este prodigioso varón escribía. Aquí está el último fondo del Arte Magna y del Libro del ascenso y descenso del entendimiento; pero no en la forma aceda, conveniente á paladares escolásticos, sino todo en acción, en movimiento, en drama.

Y este drama tiene para nosotros otro valor, el valor histórico, como que puede decirse que todo el siglo XIII va desfilando á nuestra vista. Aquí penetramos en el cristiano hogar de Aloma, y asistimos á las castas y reposadas pláticas de los padres de Blanquerna, y á su conversión á Dios entera y heroica, fecundísima en frutos de buen ejemplo. Aquí, en la delicadísima figura de Cana, la monja y la abadesa, renace con todos sus místicos esplendores y suavísimas consolaciones el huerto cerrado de las esposas de Cristo. Aquí el caballero feudal, robador y tirano, aparece domado por la cruz y las parábolas del monje y del ermitaño. Aquí vemos poblarse de anacoretas las benditas soledades de Miramar y de Randa, y es tal el encanto de realidad contemporánea que el libro tiene, que á ratos nos parece recorrer las plazas de alguna ciudad catalana de los siglos medios, y mezclarnos en el tráfago de mercaderes, juglares y menestrales, y á ratos acompañar el séquito de los Cardenales por las calles de Roma, y oir en el Consistorio la voz del Papa Blanquerna, repartiendo las rúbricas del Gloria in excelsis.

[lxxxiii]

Hay en el Blanquerna algunos versos intercalados, pero lo más poético, ya lo hemos dicho, es el Cántico del Amigo y del Amado, que está en prosa, si bien partida en versículos, que contienen ejemplos y parábolas, tantos en número como días tiene el año, formando el conjunto un verdadero Arte de contemplación. Pero de este admirable diálogo, que fácilmente puede separarse del Blanquerna, y varias veces ha sido impreso aparte como libro de devoción[140], ya he escrito bastante otras veces, y su estudio incumbe á la historia del misticismo español y de la poesía lírica. Únicamente recordaremos, porque explica en parte la forma poética del cántico (de ningún modo su espíritu), lo que el mismo Lulio dice de la ocasión que tuvo para componerle: «Acordóse Blanquerna de que siendo Papa le refirió un moro que entre los de su ley había algunas personas religiosas, las cuales son muy respetadas y estimadas sobre las demás, y se llaman sofíes ó morabitos, que suelen decir algunas palabras de amor y breves sentencias que inspiran al hombre gran devoción, pero necesitan ser expuestas, y por la exposición sube el entendimiento más arriba en su contemplación, y con él asciende la voluntad y se multiplica más la devoción. Después de haber considerado todo eso, resolvió Blanquerna componer su libro según el dicho método, para multiplicar el fervor y devoción de los ermitaños».

Escrito el Blanquerna en 1283, según plausible conjetura del P. Pascual, antecedió en tres años á otra larguísima novela titulada Libre de Maravelles, ó más propiamente, Libre apellat Felix de les maravelles del mon, que el beato Ramón terminó en París el día de la Natividad de 1286[141]. El lazo entre ambas narraciones es manifiesto, puesto que el ermitaño Blanquerna es uno de los personajes de la segunda. La fábula general tiene mucho menos interés en el Libro Félix, y puede contarse en dos palabras. Un hombre llamado Félix va por el mundo, maravillándose de todas las cosas que encuentra al paso (de aquí el título del libro) y sacando de la consideración de todas ellas fundamentos y razones para loar y glorificar continuamente á Dios. Así, como el Blanquerna es el primer specimen de novela biográfica en las literaturas occidentales de la Edad Media, el libro de las peregrinaciones de Félix es el más antiguo tipo de la novela episódica que los franceses llaman à tiroirs. Cada una de las personas que Félix va encontrando en su viaje, sea pastor, ermitaño ó filósofo, hombre de cualquier estado ó [lxxxiv]condición, cuenta diversas historias, ejemplos y parábolas, para responder á las continuas preguntas de aquél.

Dos cosas son de considerar en el Libro Félix, y explican la predilección con que la crítica le ha mirado: lo enciclopédico de su contenido y la presencia de elementos profanos, de sumo interés para la historia general de la novelística, y que en ninguna otra de las producciones de su autor aparecen. En cuanto á lo primero, el Félix es un tratado popular, no sólo de moral y teología, sino de ciencias físicas y naturales, y en algunos puntos contiene importantes ideas que no están desenvueltas, á lo menos con tanta claridad, en ningún otro libro luliano; sirvan de ejemplo la clarísima descripción de las propiedades del imán y de la aguja náutica (en que tanto hincapié hizo el P. Pascual para atribuirle, bien gratuitamente, su descubrimiento), las ideas acerca de la generación de los metales y la reprobación paladina del arte vana é irrisoria de la alquimia, entre cuyos adeptos se pretendió luego afiliar al beato Ramón, inventándose multitud de libros apócrifos con su nombre, siendo así que él negaba en redondo la posibilidad de la transmutación artificial de las sustancias metálicas[142].

En diez libros ó partes, de muy desigual extensión, trata Lulio sucesivamente de la existencia de Dios, de la Unidad de su esencia y Trinidad de personas, de la Creación, de la Encarnación, del pecado original, de la Virgen Nuestra Señora, de los Profetas, de los Apóstoles, de los ángeles, del cielo empíreo y del firmamento; expone la teoría cosmológica de los cuatro elementos, su composición, corrupción y movimiento; explica las nociones meteorológicas sobre el rayo, el relámpago, el trueno, las nubes, la lluvia, la nieve, el hielo, los vientos y las estaciones del año; discurre alegóricamente sobre las plantas y los minerales; sustituye la zoología con el grande apólogo que examinaremos después; escribe un largo tratado de antropología y ética, en que es digno de especial atención el estudio de los afectos y pasiones, de las virtudes y de los vicios, y dedica los dos últimos libros á cuestiones de teología popular sobre el Paraíso y el Infierno.

Ya hemos dicho que toda esta enciclopedia está expuesta en forma de diálogos y corroborada con innumerables ejemplos é historietas: hasta 365, según la división favorita de su autor. Muchos de estos apólogos, como inventados por él con puro fin de enseñanza, carecen de verdadero contenido poético y rayan en secos y triviales, lo mismo que otros que hay sembrados en el Blanquerna. Pero con ellos se mezclan algunos de origen popular ó de tradición literaria, ora procedan de sermonarios y repertorios de ejemplos para los predicadores (como el de la dama que por extraña manera, difícil de ser expuesta en términos limpios, curó de su loca pasión á un Obispo[143], anécdota que luego, muy adecentada y poetizada, atribuyó la tradición al mismo Lulio y á una dama genovesa), ora, y es caso más frecuente, tengan sus paradigmas en algún apólogo oriental, como el del gallo y el zorro, tratado también por Lafontaine, ó el del ciego, que enterró un tesoro [lxxxv]y viéndose burlado luego por un infiel vecino suyo encontró hábil é ingeniosa manera para hacer que el mismo ladrón volviera á poner en el escondite las mil libras que le había robado.

Pero el verdadero interés literario del Libro Félix consiste en la parte 7.ª, que sin dificultad puede aislarse de las restantes, como lo hizo Conrado Hofmann, publicándola con el título algo pomposo de Thierepos, ó sea epopeya animal[144]. En el original se llama Libre de les Besties, y hay indicios para creer que R. Lulio le compuso antes de pensar en escribir el Félix, donde aparece violentamente intercalado.

El Libre de les Besties es un vasto apólogo con honores de poema satírico en prosa, dentro del cual se intercalan muchos apólogos cortos. Comienza el relato con la elección de rey de los animales, que recae en el león, y descríbense luego las intrigas de la corte de éste, en que principalmente interviene el zorro, representación de la astucia.

No cabe controversia ni sobre el origen de la ficción principal ni sobre los apólogos accesorios. Pudo creerse al principio que teníamos aquí la única forma española conocida del ciclo satírico de Renart. No era enteramente desconocida esta creación poética para R. Lulio, puesto que de ella tomó el nombre de su protagonista, á quien designa siempre, no con el genérico de volp, sino con el propio y peculiar de Na Renart, siendo de notar la sustitución del género femenino al masculino que este animal tiene en las versiones francesas.

Pero á esto se reduce toda la decantada influencia, puesto que las demás semejanzas que una lectura superficial pudiera sugerir como verosímiles entre ambas obras no son más que las muy vagas y remotas que existen entre el Renart y el verdadero modelo que R. Lulio tuvo á la vista, el cual no es otro que el famoso libro árabe de Calila y Dimna, del cual imitó el cuadro de la fábula y también muchos de los cuentos, pero todo ello con tan notables y sustanciales diferencias, que, á no suponerlas nacidas de su propio ingenio y capricho, indican que no tenía el original á la vista, aunque recordaba los principales puntos de él. Desde luego es original de Raimundo la grande escena de la elección del rey de los animales, el apoyo que al león presta el zorro, la oposición del buey y del caballo, que ofendidos se entregan al hombre. Le pertenece también el importante episodio de la embajada que el rey de los animales envía al rey de los hombres por medio del leopardo y de la onza, llevándole como presentes el gato y el perro. La descripción de la corte del rey de los hombres da pretexto á nuestro autor para censurar la licencia y deshonestidad de los cantos y músicas de los juglares. Otro episodio enteramente nuevo y propio de un libro de caballerías es el combate singular entre la onza y el leopardo, á quien el león había robado tiránicamente su mujer. De los dos chacales ó lobos cervales del texto árabe no ha conservado más que uno, convirtiéndole en zorra, lo mismo que el traductor latino, Juan de Capua. Todo lo [lxxxvi]restante de la primera parte del Calila y Dimna está imitado con la misma libertad, pasando á veces á formar parte del cuadro general los que en el libro árabe eran apólogos sueltos recitados por varios animales y atribuyéndose á unos las aventuras de otros. El animal, verbigracia, que por necia confianza se sacrifica para aplacar el hambre del león, no es aquí el camello, sino el buey. La conspiración del zorro contra el rey, descubierta por el elefante, y el castigo y suplicio del pérfido consejero, difieren en gran manera del relato análogo del Calila.

Los apólogos sueltos están imitados con más fidelidad y conservan mejor las líneas generales. Entre ellos figuran el de la rata convertida en mujer, el del cuervo y la serpiente, el de la garza y los pescados, el terrible cuento budista del hombre ingrato y las bestias agradecidas, que ya Ricardo Corazón de León contaba en 1195 y que todavía encontramos en el Criticón de Baltasar Gracián, el del zorro y los dos machos cabríos. Dos ó tres no menos curiosos hay en el Libro Félix que no proceden del Calila, pero que se encuentran en otras colecciones novelescas de la misma familia; por ejemplo, el de la mujer curiosa y el gallo, que está en la introducción de Las Mil y una noches. Acaso estos cuentos estarían intercalados en el Calila que vió Ramón Lull, ó llegarían á él por tradición oral de los musulmanes, que es lo más probable. Todos ellos están narrados con facilidad y gracia; pero cuando los autores de la Historia Literaria conceden á Lulio el mérito de haber traído por primera vez la mayor parte de estos apólogos á una lengua vulgar, parecen olvidar la traducción castellana del Calila, que es de 1261 por lo menos, al paso que el Libro Félix tiene la fecha de 1286. La diferencia es muy pequeña, como se ve, y siempre le queda á Lulio la ventaja de haber dado á sus ejemplos una forma relativamente original, acaso porque escribía de memoria.

La influencia de R. Lulio en las obras didácticas de D. Juan, hijo del infante don Manuel, ha sido exagerada en los términos[145]; pero es innegable respecto de un libro, y puede presumirse racionalmente respecto de otro. El libro del caballero et del escudero, que el nieto de San Fernando compuso «en una manera que dicen en Castiella fabliella», tiene por modelo en sus primeros capítulos el Libre del orde de cavayleria, y el mismo D. Juan Manuel confiesa esta imitación, aunque sin nombrar á Lulio: «Yo don Johan, fijo del Infante don Manuel, fiz este libro, en que puse algunas cosas que fallé en un libro, et si el comienço dél [es] verdadero o non, yo [non] lo sé, mas que me paresció que las razones que en él se contenían eran muy buenas, tove que era mejor de las scrivir que de las dexar caer en olvido. E otrosi puse y algunas otras [lxxxvii]razones que fallé scritas, et otras algunas que yo puse, que pertenescian para seer y puestas». En efecto, la sencillísima fábula novelesca es casi la misma en ambas obras, si bien debe advertirse que habiéndose perdido un enorme trozo del libro castellano (desde el capítulo III al XVII), no es posible apreciar las variantes de detalle que pudo introducir el nieto de San Fernando. Lo que tenemos del principio se reduce á lo siguiente: «Dise en el comienço de aquel libro que en una tierra avia un Rey muy bueno et muy onrado et que fazia muchas buenas obras, todas segun pertenescia á su estado... Acaesció una vez que este Rey mandó fazer unas cortes, et luego que fue sabido por todas las tierras, vinieron y de muchas partes muchos omnes ricos et pobres. Et entre las otras gentes venia y un escudero mancebo, et commo quier que él non fuesse omne muy rico, era de buen...»[146]. Aquí queda interrumpido el relato, y cuando volvemos á encontrar al caballero y al escudero es en plena plática sobre el oficio y orden de la caballería. En estas instrucciones doctrinales hay mucha semejanza, pero no identidad ni mucho menos, y aun D. Juan Manuel cita otra fuente: «Pero si vos quisierdes saber todo esto que me preguntastes de la cavallería conplidamente, leed un libro que fizo un sabio que dizen Vejecio, et y lo fallaredes todo».

En el prólogo de Raimundo Lulio nada se dice de lo que aconteció al escudero en las justas, ni de su vuelta á la ermita, ni de las nuevas lecciones que recibió del caballero anciano, ni de la muerte y entierro de éste último. Todas estas son adiciones de D. Juan Manuel para dar más interés y atractivo á la novela y poder intercalar en ella nuevos elementos didácticos. Las enseñanzas que contiene esta segunda parte del libro, que es la más larga, no pertenecen ya al doctrinal caballeresco, sino que constituyen una pequeña enciclopedia, en que sucesivamente se trata de Dios, de los ángeles, del Paraíso y el Infierno, de los cielos, de los elementos, de los planetas, del hombre, de las bestias, aves y pescados, de las yerbas, árboles, piedras y metales, de la mar y la tierra. El plan es, con corta diferencia, el del Libro Félix, y me parece seguro que don Juan Manuel le conoció, pero en su exposición nada hay que recuerde el peculiar tecnicismo luliano ni los procedimientos dialécticos á que nunca renunciaba el Doctor Iluminado, y que dan tanta originalidad formal á su doctrina hasta cuando no hace más que exponer las nociones vulgares del saber de la Edad Media. Tal sucede en el caso presente, y la misma vulgaridad de estas nociones hace difícil la investigación precisa de sus fuentes, pues lo mismo que en R. Lulio pudo encontrarlas el Príncipe castellano en las Etimologías de San Isidoro, en el Speculum de Vicente de Beauvais, en las obras de su propio tío Alfonso el Sabio ó en el Lucidario de su primo el rey D. Sancho. Cuando habla por su propia cuenta, como al tratar de las aves, bien se ve al gran cazador y al observador entusiasta, que enriquece su estilo con admirable caudal de rasgos pintorescos.

Tan pagado quedó D. Juan Manuel del Libro del caballero et del escudero (que debió de ser el primero que compuso), que al citarle años después en el Libro de los Estados, [lxxxviii]no pudo menos de elogiarse á sí mismo candorosamente: «Et como quier que este libro fizo D. Johan en manera de fabliella, sabed, señor infante, que es muy buen libro et muy aprovechoso, et todas las razones que en él se contienen son dichas por muy buenas palabras et por los muy fermosos latines que yo nunca oí decir en libro que fuese fecho en romance». Este singular cuidado del estilo, esta preocupación literaria, tan rara en la Edad Media, aleja notablemente el arte reflexivo de D. Juan Manuel de la espontaneidad abandonada y genial de Ramón Lull. Don Juan Manuel era un escritor aristocrático y refinado; R. Lulio un predicador popular, un asceta sublime, un iluminado. Entre dos naturalezas tan diversas pudo haber contacto fortuito, pero no verdadera compenetración. R. Lulio influyó en D. Juan Manuel como tratadista enciclopédico y como autor de apólogos y fabliellas, pero su misticismo y su doctrina de la ciencia le fueron extraños siempre; no así sus razones de teología popular, que acepta y da por buenas en varios pasajes de sus obras.

El Libro de los Estados, que es la más extensa, aunque no la más importante de las obras del egregio sobrino del Rey Sabio, tiene notoria semejanza con el Blanquerna en cuanto ofrece una revista completa de la sociedad del siglo XIV en todas sus clases, condiciones y jerarquías, así de clérigos como de laicos. Pero en D. Juan Manuel esta revista es puramente expositiva, al paso que en el filósofo mallorquín está toda en acción y es el fondo mismo de la novela. Con el Libro del Gentil y de los tres Sabios conviene el de los Estados en incluir una breve comparación de las tres leyes. Pero ni este tratado, ni el Blanquerna, ni el Félix, ni mucho menos el Poema de Perceval, como alguien ha supuesto, explican los verdaderos orígenes de la ficción de D. Juan Manuel, que se deriva directamente de la tradición oriental representada por un libro de los más conocidos y famosos.

El Libro de los Estados es, sin disputa, un Barlaam y Josaphat, el más antiguo y el más interesante de los que tenemos en nuestra lengua. Pero ofrece tales divergencias respecto del Barlaam cristiano atribuido á San Juan Damasceno y vulgarizado en todas las literaturas de la Edad Media, que para mí no es dudoso que fué otro libro distinto, probablemente árabe ó hebreo, el que nuestro príncipe leyó ó se hizo leer, y arregló luego con la genial libertad de su talento, trayendo la acción á sus propios días y enlazándola con recuerdos de su propia persona. En una palabra, creemos que el Libro de los Estados, aunque en el fondo sea un Barlaam, en su forma es una nueva y distinta adaptación cristiana de la leyenda del reformador de Kapilavastu. Hasta el nombre de Johas, que D. Juan Manuel le da, parece mucho más próximo que el Josaphat griego á la forma Joasaf, usada por los cristianos orientales, la cual á su vez era corruptela de Budasf, como ésta de Budisatva; explicándose tales cambios por la omisión en árabe de los puntos diacríticos. Además, en D. Juan Manuel, los tres encuentros de Buda están reducidos á uno solo, y éste es precisamente el que falta en el Barlaam y Josaphat, aunque sea el más capital de todos en el Lalita Vistara. En D. Juan Manuel, el Príncipe no ve al ciego, ni al leproso, ni al viejo decrépito, sino solamente el cuerpo del ome finado, y por eso es más grande y dramática la forma de su única iniciación en el misterio de la muerte (cap. VII).

«Et andando el infante Johas por la tierra, asi como el Rey su padre mandara, acaesció que en una calle por do él pasaba, tenian el cuerpo de un home muy honrado que finara un dia antes, et sus parientes et sus amigos et muchas gentes que estaban y ayuntados,[lxxxix] facían muy grant duelo por él. Et cuando Turin, el caballero que criaba al Infante, oyó de lueñe las voces, et entendió que facían duelo, acordóse de lo que el rey Morován, su padre del infante, le demandara, et por ende quisiera muy de grado desviar el Infante por otra calle do non oyese aquel llanto, porque hobiese á saber que le facían porque aquel home muriera. Mas porque al logar por do el Infante queria ir era más derecho el camino por aquella calle, non le quiso dexar pasar, et fue yendo fasta que llegó al logar do facían el duelo, et vió el cuerpo del home finado que estaba en la calle, et cuando le vió yacer et vió que habia faciones et figura de home, et entendió que se non movia nin facia ninguna cosa de lo que facen los homes buenos, maravillose ende mucho... Et porque el Infante nunca viera tal cosa nin lo oyera, quisiera luego preguntar á los que estaban qué cosa era; mas el grant entendimiento que habia le retuvo que lo non feciese, ca entendió que era mejor de lo preguntar más en puridad á Turin, el caballero que lo criara, ca en las preguntas que home face se muestra por de buen entendimiento ó non tanto... A Turin pesó mucho de aquellas cosas que el Infante viera, é aun más de lo que él le preguntara, et fizo todo su poder por le meter en otras razones et le sacar de aquella entencion; pero al cabo, tanto le afincó el Infante, que non pudo excusar dél decir alguna cosa ende, et por ende le dixo: «Señor, aquel cuerpo que vos allí viestes era home muerto, et aquellos que estaban en derredor dél, que lloraban, eran gentes que le amaban en cuanto era vivo, et habian grant pesar porque era ya partido dellos, et de alli adelante non se aprovecharían dél. É la razon porque vos tomastes enojo et como espanto ende, fue que naturalmente toda cosa viva toma enojo et espanto de la muerte, porque es su contraria, et otrosi de la muerte, porque es contraria de la vida...».

Coincide el Libro de los Estados con el de Barlaam y Josafat en la disputa de las religiones, en la conversión del rey, padre de Joas, y en otros pormenores, pero no en el motivo del encerramiento del Príncipe, que aquí no se funda en un vaticinio de los astrólogos, ni en el recelo de que se convirtiera á la nueva fe, sino en el motivo puramente humano, aunque quimérico, de ahuyentar de él la imagen del dolor y de la muerte. «Este rey Morován, por el grant amor que había á Johas su fijo el Infante, receló que si supiese qué cosa era la muerte ó qué cosa era pesar, que por fuerza habría á tomar cuidado et despagamiento del mundo, et que esto seria razón porque non viviese tanto ni tan sano».

El libro de D. Juan Manuel, aunque curiosísimo históricamente y tan bien escrito como todas sus obras, no corresponde del todo á tan soberbia portada. Desde la conversión y bautizo del Infante pierde todo interés novelesco. Las instrucciones morales y políticas que el ayo Julio da á Joás se leen con gusto por la gracia de la expresión y por el fino sentido práctico que caracteriza á nuestro moralista, pero carecen de la profundidad dogmática y del inefable hechizo que tienen las ascéticas parábolas del Barlaam.

Y llegamos á la obra capital de D. Juan Manuel, á la obra maestra de la prosa castellana del siglo XIV, á la que comparte con el Decameron la gloria de haber creado la prosa novelesca en Europa, puesto que ni las Cento novelle antiche en Italia, ni en España las obras que hasta aquí van enumeradas, son productos de arte literario, maduro y consciente, sino primera materia novelística, elementos de folk-lore, obra anónima y colectiva, ó bien parábolas y símbolos, puestos, como en el caso de R. Lull,[xc] al servicio de una enseñanza moral ó teológica. El cuento por el cuento mismo, como, en Boccaccio; el cuento como trasunto de la varia y múltiple comedia humana, y como expansión regocijada y luminosa de la alegría de vivir; el cuento sensual, irreverente, de bajo contenido á veces, de lozana forma siempre, ya trágico, ya profundamente cómico, poblado de extraordinaria diversidad de criaturas humanas con fisonomía y afectos propios, desde las más viles y abyectas hasta las más abnegadas y generosas; el cuento rico en peripecias dramáticas y detalles de costumbres, observados con serena objetividad y trasladados á una prosa elegante, periódica, cadenciosa, en que el remedo de la facundia latina y del número ciceroniano, por lo mismo que se aplican á tan extraña materia, no dañan á la frescura y gracia de un arte juvenil, sino que le realzan por el contraste, fué creación de Juan Boccaccio, padre indiscutible de la novela moderna en varios de sus géneros y uno de los grandes artífices del primer Renacimiento.

En 1335, trece años por lo menos antes de la composición del Decameron (puesto que la peste de Florencia, con cuya descripción empieza, acaeció en 1348), había terminado D. Juan Manuel la memorable colección de cuentos y apólogos que lleva el título de Libro de Patronio, y más comúnmente el de Conde Lucanor. No puede haber dos libros más desemejantes por el temperamento de sus autores, por la calidad de las narraciones, por el fondo moral, por los procedimientos de estilo, y sin embargo, uno y otro son grandes narradores, cada cual á su manera, y sus obras, en cuanto al plan, pertenecen á la misma familia, á la que comienza en la India con el Calila y Dimna y el Sendebar y se dilata entre los árabes con Las Mil y una noches. El cuadro de la ficción general que enlaza los diversos cuentos es infinitamente más artístico en Boccaccio que en D. Juan Manuel; las austeras instrucciones que el conde Lucanor recibe de su consejero Patronio no pueden agradar por sí solas como agradan las introducciones de Boccaccio, cuyo arte es una perpetua fiesta para la imaginación y los sentidos. Además, el empleo habitual de la forma indirecta en el diálogo comunica cierta frialdad y monotonía á la narración; en este punto capital, Boccaccio lleva notable ventaja á don Juan Manuel y marca un progreso en el arte. Y sin embargo, el que lee los hermosísimos apólogos de D. Illán, el mágico de Toledo; de Álvar Fáñez y Doña Vascuñana; de los burladores que hicieron el paño mágico; del mancebo que casó con una mujer áspera y brava y llegó á amansarla; del conde Rodrigo el Franco y sus compañeros; de la prueba de los amigos; de la grandeza de alma con que el Sultán Saladino triunfó de su viciosa pasión por una buena dueña, mujer de un vasallo suyo, no echa de menos el donoso artificio del liviano novelador de Certaldo, y se encuentra virilmente recreado por un arte mucho más noble, honrado y sano, no menos rico en experiencia de la vida y en potencia gráfica para representarla é incomparablemente superior en lecciones de sabiduría práctica. No era intachable D. Juan Manuel, especialmente en lo que toca á la moralidad política, y su biografía ofrece hartos ejemplos de mañosa cautela, de refinada astucia, de inquieta y tornadiza condición, y aun de verdaderas tropelías y desmanes que la guerra civil traía aparejados en aquella edad de hierro. Pero, con todo eso, fué quizá el hombre más humano de su tiempo, y lo debió en parte al alto y severo ideal de la vida que en sus libros resplandece, aunque por las imperfecciones de la realidad no llegara á reflejarle del todo en sus actos. Criado á los pechos de la sabiduría oriental, que adoctrinaba en Castilla á príncipes y magnates, fué un moralista filosófico más bien que un moralista caballeresco. Sus lecciones alcanzan á todos los estados y situaciones[xci] de la vida, no á las clases privilegiadas únicamente. En este sentido hace obra de educación popular, que se levanta sobre instituciones locales y transitorias, y conserva un jugo perenne de buen sentido, de honradez nativa, de castidad robusta y varonil, de piedad sencilla y algo belicosa, de grave y profunda indulgencia y á veces de benévola y fina ironía. El triunfo que Boccaccio consigue muchas veces adulando los peores instintos de la bestia humana, lo alcanza no pocas D. Juan Manuel dirigiéndose á la parte más elevada de nuestro sér. Hay en su libro, como en todas las colecciones de apólogos, algunas lecciones que pueden parecer dictadas por el egoísmo ó por el principio utilitario, pero son las menos, y ni una sola hay en que se haga la menor concesión á los torpes apetitos que sin freno se desbordan en la parte inhonesta del Decameron, que es por desgracia la más larga. Esta virtud, que lo sería en cualquier tiempo, lo es mucho más en un autor de la Edad Media, laico por añadidura y nada ascético, que pasó su vida en el tráfago mundano como hombre de acción y de guerra. Para no escribir en el siglo XIV como Boccaccio ó como el Arcipreste de Hita, se necesitaba una exquisita delicadeza de alma, una repugnancia instintiva á todo lo feo y villano, que es condición estética, á la par que ética, de espíritus valientes, como el de Manzoni por ejemplo, y que nada tiene que ver con los ñoños escrúpulos de cierta literatura afeminada y pueril.

La vida doméstica está concebida en el Conde Lucanor como rígida disciplina de la voluntad, pero no como lazo de sumisión servil. La mujer aparece en condición dependiente ó inferior, si se compara con las vanas y adúlteras quimeras del falso idealismo provenzal ó bretón, que profanaron el tipo femenino en son de apoteosis; pero ejerce dentro del hogar su tierna y callada influencia, ya con ingeniosa sumisión, como Doña Vascuñana, ya con bárbaro heroísmo, como la mujer de D. Pedro Núñez. Hay que retroceder á las canciones de gesta para encontrar en las Aldas, Jimenas y Sanchas los verdaderos prototipos de las heroínas de D. Juan Manuel, que en esta como en otras cosas es continuador de la poesía épica.

Porque entre los varios aunque no discordes elementos que entraron en la composición del Libro de Patronio, no fué el último ciertamente la tradición castellana, ya oral, ya cantada, que revive en las anécdotas relativas al conde Fernán González, vencedor en Hacinas; al prudente y sagaz Álvar Fáñez y á las hijas de D. Pedro Ansúrez; al Adelantado de León Pero Meléndez de Valdés, el de la pierna quebrada; al conde Rodrigo el Franco, último señor de las Asturias de Santilana, que murió de la lepra en Palestina, y á los tres fieles compañeros de armas que le siguieron en su postrera y dolorosa peregrinación, asistiéndole con caridad heroica y transportando sus huesos á Castilla; á los adalides de la conquista de Andalucía, Garci Pérez de Vargas y Lorenzo Suárez Gallinato, el que descabezó en Granada al capellán renegado; á Garcilaso de la Vega, el que cataba mucho en agüeros, y á otros personajes no legendarios, sino históricos, que se mueven en estos lindos relatos con la misma bizarría y denuedo que en las Crónicas, pero al mismo tiempo con cierto gracioso y familiar desenfado.

Otras historietas como aquellas, en que suenan los nombres de Saladino y Ricardo Corazón de León, nos transportan al gran ciclo de las Cruzadas, cuya popularidad era grande en España y está atestiguada por la traducción de la Gran conquista de Ultramar.

El conocimiento que D. Juan Manuel tenía de la lengua arábiga, y no sólo de la vulgar que como Adelantado del reino de Murcia debió de usar con frecuencia en sus tratos de guerra y paz con los moros de Granada, sino también de la literaria, como ya[xcii] lo indica el Libro de los Estados, se confirma en El Conde Lucanor con ejemplos como el de los caprichos de la reina Romayquia, mujer del gran poeta y desventurado rey Almotamid de Sevilla (que se encuentra narrado de igual modo en la gran compilación histórica de Al-Makari); el del añadimiento ó perfección que el rey Alhaquime (Al-Haken II de Córdoba) introdujo en el instrumento músico llamado albogón, y el de la mora que quebrantaba los cuellos de los muertos; en todos los cuales se encuentran palabras de aquella lengua transcritas con toda puntualidad. Hemos de creer, por consiguiente, que, además de los libros de cuentos que ya corrían traducidos al castellano, como el Calila, ó al latín, como la Disciplina Clericalis, manejó D. Juan Manuel otras colecciones en su lengua original. Por ejemplo, la novela fantástica, á la par que doctrinal, del mágico de Toledo, que es por ventura la mejor de la colección, se encuentra también en el libro, árabe de Las cuarenta mañanas y las cuarenta noches[147]. Pero don Juan Manuel, como todos los grandes cuentistas, imprime un sello tan personal en sus narraciones, ahonda tanto en sus asuntos, tiene tan continuas y felices invenciones de detalle, tan viva y pintoresca manera de decir, que convierte en propia la materia común, interpretándola con su peculiar psicología, con su ética práctica, con su humorismo entre grave y zumbón. Tan fácil es alargar indefinidamente, como lo han hecho Knust respecto del Conde Lucanor y Landau respecto del Decameron, la lista de los paralelos y semejanzas con los cuentos de todo país y de todo tiempo, como difícil ó imposible marcar la fuente inmediata y directa de cada uno de los capítulos de ambas obras. Ni D. Juan Manuel ni Boccaccio tienen un solo cuento original; este género de invención se queda para las medianías; pero el cuento más vulgar parece en ellos una creación nueva.

Con ser tan reducido el número de cuentos del Libro de Patronio, pues no pasa de cincuenta[148], la mitad exactamente que los del Decameron, y mucho más breves por lo general, hay en ellos variedad extraordinaria, y no sería temerario decir que en esta parte aventaja al novelista florentino, si se tiene en cuenta que nuestro rígido moralista no admitió una sola historia libidinosa, y hasta prescindió sistemáticamente de las aventuras de amor (pues nadie dará tal nombre á la victoria moral de Saladino), ni abrió la [xciii]puerta tampoco al elemento antimonástico y anticlerical, que en la obra de Boccaccio tiene tanta parte. Hay en el Conde Lucanor fábulas esópicas y orientales como la del raposo y el cuervo; la de la golondrina cuando vió sembrar el lino; la de Doña Truhana, que vertió la olla de miel por distraerse en pensamientos ambiciosos y vanos; la de los dos caballos y el león; la del raposo y el gallo; la de los cuervos y los búhos; la del león y el toro (que se encuentra, como la anterior, en el Pantschatantra y en el Hitopadesa); la del raposo que se hizo el muerto (contada también por el Arcipreste de Hita); la del falcón sacre, el águila y la garza, que es una anécdota de caza acontecida á su propio padre el Infante D. Manuel. Otras son sencillas parábolas, como la de las hormigas; la del corazón del avaro lombardo, que se encontró después de su muerte en el fondo del arca de sus caudales, ó las palabras que dijo un genovés moribundo á su alma. Otras son alegorías bastante desarrolladas, como la del Bien y el Mal y la de la Mentira y la Verdad. Abundan, como hemos visto, los ejemplos de la historia patria y de las ajenas, y los casos y escenas de la vida familiar. El cuento maravilloso está dignamente representado, aunque por muy pocos ejemplares, como el sabrosísimo de don Illán y el del hombre que se hizo amigo y vasallo del diablo, á quien invocaba con el nombre de D. Martín. Son cuentos de profundísima intención satírica el del paño mágico y el del alquimista. Finalmente, parece imposible reunir en tan corto espacio tantas fuentes de interés diversas. No es maravilla que al repasar las hojas de tan ameno libro nos salgan al paso á cada momento asuntos que nos son familiares. El salto del Rey Richarte de Inglaterra es una leyenda análoga á la de El Condenado por desconfiado, aunque D. Juan Manuel la trata más caballeresca que teológicamente. El apólogo de los dos sabios en La Vida es sueño se titula en El Conde Lucanor: «De lo que aconteció á un home que por pobreza et mengua de otra vianda comia atramuces». El mismo Calderón, y antes de él Lope de Vega, en su comedia La Pobreza Estimada, dramatizaron el caso del conde de Provenza y el consejo que le dió Saladino respecto del matrimonio de su hija. La Fiera Domada, de Shakespeare (Taming of the shrew), tiene el mismo argumento que la historia, deliciosamente contada, del «mancebo que casó con una mujer muy fuerte et muy brava». El apólogo del filósofo que fingiendo entender la lengua de las cornejas corrigió al Príncipe de cuya educación estaba encargado pasó al Gil Blas, donde se atribuye equivocadamente á Bildpay. El cuento de los tres burladores que labraron el paño mágico (cuya idea fundamental es la misma de El retablo de las Maravillas, de Cervantes) se encuentra todavía en los cuentos daneses de Andersen, por imitación directa del Lucanor. Bastan estas sucintas indicaciones para comprender la importancia que el Conde Lucanor tiene en la tradición literaria y en la novelística universal, en la cual figura acaso como el primer libro original de cuentos en prosa, puesto que el Novellino italiano del siglo XIII es cosa tan descarnada, tan seca, tan poco literaria, que deja atrás la sequedad de Pedro Alfonso y del compilador del Gesta Romanorum[149].

Porque la grande y verdadera originalidad de D. Juan Manuel consiste en el estilo. No puede decirse que creara nuestra prosa narrativa, porque de ella había admirables ejemplos en la Crónica general; pero aquella prosa tenía el carácter de las construcciones anónimas, participaba de la impersonalidad de la poesía épica, y en muchos casos era una [xciv]continuación, una derivación suya, era la misma epopeya desatada y disuelta en prosa. En sus elementos léxicos y en su sintaxis, la lengua de D. Juan Manuel no difiere mucho de la de su tío; es la misma lengua, pulida y cortesana ya, en medio de su ingenuidad, en que se escribieron las Partidas y se tradujeron los libros del saber de Astronomía; lengua grave y sentenciosa, de tipo un tanto oriental, entorpecida por el uso continuo de las conjunciones. Nada tiene de la redundante y periódica manera con que halaga los oídos la prosa italiana de Boccaccio, pero en cambio está libre de todo amaneramiento retórico. D. Juan Manuel era extraño al renacimiento de los estudios clásicos, que tenían en Boccaccio uno de sus más ilustres representantes; nada innovó en cuanto á las condiciones externas de la forma literaria, pero, dotado de una individualidad poderosa, la trasladó sin esfuerzo á sus obras y fué el primer escritor de nuestra Edad Media que tuvo estilo en prosa, como fué el Arcipreste de Hita el primero que le tuvo en verso. Hay muchos modos de contar una anécdota; reducida á sus términos esquemáticos, como en la Disciplina Clericalis ó en el Libro de los enxemplos, no tiene valor estético alguno. El genio del narrador consiste en saber extraer de ella todo lo que verdaderamente contiene; en razonar y motivar las acciones de los personajes; en verlos como figuras vivas, no como abstracciones simbólicas; en notar el detalle pintoresco, la actitud significativa; en crear una representación total y armónica, aunque sea dentro de un cuadro estrechísimo; en acomodar los diálogos al carácter, y el carácter á la intención de la fábula; en graduar con ingenioso ritmo las peripecias del cuento. Todo esto hizo D. Juan Manuel en sus buenos apólogos, que son todos aquellos en que la materia no era de suyo enteramente estéril. Toma, por ejemplo, el cuento oriental de la prueba de las promesas; le naturaliza en Castilla; aprovecha la tradición de las escuelas de nigromancia de Toledo para dar color local al sabroso relato; describe con cuatro trazos firmes y sobrios el aula mágica («et entraron amos por una escalera de piedra muy bien labrada, et fueron descendiendo por ella muy grand pieza, en guisa que parescian tan bajos que pasaba el río Tajo sobre ellos; et desque fueron en cabo de la escalera fallaron una posada muy buena en una cámara mucho apuesta que y habia, do estaban los libros et el estudio en que habían de leer»); copia de la realidad contemporánea un deán de Santiago y un sabio de Toledo, que ciertamente no han pasado por Bagdad ni por el Cairo; les atribuye ambiciones y codicias enteramente propias de su estado y condición; prepara hábilmente los cinco rasgos de ingratitud, y no deja traslucir hasta el fin la clave fantástica envuelta en el convite de las perdices. Todo esto en un cuento que apenas tiene tres páginas. El que con tanta habilidad combina un plan y con tanta gracia mueve los resortes de la narración en la infancia del arte, bien merece ser acatado como el progenitor de la nutrida serie de novelistas que son una de las glorias más indisputables de España[150].

[xcv]

Era tan inclinado D. Juan Manuel á la forma del apólogo, que lo usó hasta en el prólogo general de sus obras, donde intercala el del trovador de Perpiñán y el zapatero que le estropeaba sus versos. Esta anécdota, que se encuentra también, atribuida á Dante con un herrero, en uno de los cuentos de Sacchetti, hizo sospechar á D. Manuel Milá que acaso las novelas rimadas de los provenzales, de las cuales es una muestra dicho apólogo, pudieran contarse entre las fuentes posibles del Conde Lucanor. Aunque el caso sea aislado, la sospecha no parece inverosímil, si se considera que D. Juan Manuel conocía la literatura catalana, tan emparentada con la provenzal, ó imitó alguna vez á Ramón Lull. Además, en la poesía provenzal, propiamente dicha, uno de los principales representantes del género narrativo era español de nacimiento, aunque intransigente purista en cuanto al empleo de la lengua clásica de los trovadores: el gramático y preceptista Ramón Vidal de Besalú, que visitó la corte de Alfonso VIII de Castilla, donde supone recitada su liviana novela del Castia-gilós (castigo ó amonestación de celosos), una variante del eterno tema del marido burlado, apaleado y contento[151]. Pero de la novela [xcvi]en verso prescindimos en este estudio, aunque una sola excepción hemos de hacer tratándose del gran monumento poético que comparte con las obras de D. Juan Manuel la mayor gloria del ingenio castellano en el siglo XIV. Suprimir enteramente al Arcipreste de Hita sólo porque usó la forma métrica sería dejar sin explicación genealógica futuras formas de la novela, precisamente las que mejor caracterizan las tendencias del genio nacional.

No es mi intento rehacer el largo estudio que hace años dediqué á este poeta. Sólo recordaré algo que importa á mi objeto actual, é insistiré en algún punto que entonces traté de pasada.

Escribió el Arcipreste en su libro multiforme la epopeya cómica de una edad entera, la Comedia Humana del siglo XIV; logró reducir á la unidad de un concepto humorístico el abigarrado y pintoresco espectáculo de la Edad Media en el momento en que comenzaba á disolverse y desmenuzarse. Se puso entero en su libro con absoluta y cínica franqueza, y en ese libro puso además todo lo que sabía (y no era poco) del mundo y de la vida. Es, á un tiempo, el libro más personal y el más exterior que puede darse. Como fuente histórica vale tanto, que si él faltara ignoraríamos casi totalmente un aspecto de la vida castellana de los siglos medios, así como sería imposible comprender la Roma imperial sin la novela de Petronio, aunque Tácito se hubiese conservado íntegro. Las Crónicas nos dicen cómo combatían nuestros padres, los fueros y los cuadernos de Cortes nos dicen cómo legislaban; sólo el Arcipreste nos cuenta cómo vivían en su casa y en el mercado, cuáles eran los manjares servidos en sus mesas, cuáles los instrumentos que tañían, cómo vestían y arreaban su persona, cómo enamoraban en la ciudad y en la sierra. Al conjuro de los versos del Arcipreste se levanta un enjambre de visiones picarescas que derraman de improviso un rayo de alegría sobre la grandeza melancólica de las viejas y desoladas ciudades castellanas: Toledo, Segovia, Guadalajara, teatro de las perpetuas y non sanctas correrías del autor. Él nos hace penetrar en la intimidad de truhanes y juglares, de escolares y de ciegos, de astutas Celestinas, de troteras y danzadoras judías y moriscas, y al mismo tiempo nos declara una por una [xcvii]las confituras y golosinas de las monjas. No hay estado ni condición de hombres que se libre de esta sátira cómica, en general risueña y benévola, sólo por raro caso acerba y pesimista. El Archipreste es uno de los autores en quien se siente con más abundancia y plenitud el goce epicúreo del vivir, pero nunca de un modo egoísta y brutal, sino con cierto candor, que es indicio de temperamento sano y que disculpa á los ojos del arte lo que de ningún modo puede encontrar absolución mirado con el criterio de la ética menos rígida. Apresurémonos á advertir que las mayores lozanías de Juan Ruiz todavía están muy lejos de la lubricidad del Decameron. Más que á Boccaccio se asemeja el Archipreste á Chaucer, tanto por el empleo de la forma poética cuanto por la gracia vigorosa y desenfadada del estilo, por la naturalidad, frescura y viveza de color, y aun por la mezcla informe de lo más sagrado y venerable con lo más picaresco y profano.

¿Qué valor autobiográfico puede darse al Libro de buen amor del Archipreste? ¿Podemos tomar al pie de la letra todo lo que nos cuenta, no en los innumerables episodios traducidos ó imitados de diversas partes, sino en lo que manifiestamente es original y se refiere á su propia persona? Por nuestra parte, creemos que el fondo de la narración es verídico, como lo prueba su misma simplicidad y llaneza y la ausencia de orden y composición que en el libro se advierte. Algún mayor artificio habría si se tratase de una mera novela, por rudo que supongamos entonces el procedimiento narrativo. Pero también parece evidente que sobre un fondo de realidad personal ha bordado el Archipreste una serie de arabescos y de caprichosas fantasías en que no se ha de buscar la nimia fidelidad del detalle, sino una impresión de conjunto. Sus poesías son, pues, sus Memorias, pero libre y poéticamente idealizadas. Lo soñado y lo aprendido se mezcla en ellas con lo realmente sentido y ejecutado. Las aventuras amorosas, aunque generalmente coronadas por algún descalabro, son tantas y tan varias, que aun para Don Juan parecerían muchas. Hay también evidentes inverosimilitudes, y algunos pasos en que la alegoría se mezcla de un modo incoherente y confuso con la realidad exterior.

Prescindiendo de los elementos líricos, sacros y profanos, de las sátiras, de las digresiones morales, de la parodia épica ó poema burlesco sobre la Batalla de Don Carnal y Doña Cuaresma, de la paráfrasis del Arte de Amar de Ovidio y de todo lo que en el libro del Archipreste no es puramente narrativo, encontramos, sirviéndole de centro, una novela picaresca, de forma autobiográfica, cuyo protagonista es el mismo autor; una colección de enxiemplos, esto es, de cuentos y fábulas, que suelen aparecer envueltos en el diálogo como aplicación y confirmación de los razonamientos, y finalmente una comedia de la baja latinidad, imitada ó más bien parafraseada, pero reducida de forma dramática á forma novelesca, no sin que resten muchos vestigios del primitivo diálogo. El Archipreste confiesa llanamente el origen de este episodio, que forma por sí solo una quinta parte de su obra:

Si villanías he dicho, haya de vos perdón,
que lo feo de la estoria dis Pánfilo é Nasón.

¿Y quién era este Pánfilo, cuyo nombre se encuentra aquí tan inesperadamente asociado al de Ovidio? Un imitador suyo muy tardío, un poeta ovidiano de la latinidad eclesiástica, cuyas obras llegaron á confundirse con las de su maestro, si bien vemos[xcviii] que el Archipreste las distinguía ya perfectamente. La edad del Pamphilus[152] es muy incierta, ni tampoco puede fijarse el país en que tuvo su cuna, aunque es muy verosímil que se escribiese en algún monasterio del centro de Europa (Francia del Norte ó Alemania rhenana), foco principal de este género de literatura en los tiempos medios. De todos modos, en la primera mitad del siglo XIII era conocida ya esta obra en Italia, puesto que la cita y copia un verso de ella el dominico genovés Juan de Balbi, compilador del famoso Catholicon sive summa gramaticalis. Pero ni esta mención, ni la que, según testimonio del bibliógrafo Ebert, se halla en el Compendium Moralium notabilium de un cierto Hieremías que falleció en 1300, nos autorizan para dar á esta comedia la remota antigüedad que su último editor (A. Baudouin) quiere asignarla. La comedia de Pánfilo, obra de pura imitación, obra enteramente impersonal, mero ejercicio de estilo de un monje desocupado y algo libidinoso que había leído los dísticos de Ovidio y procuraba remedar su versificación y su estilo, no tiene color local ni carácter de época. Pudo haber nacido en cualquier siglo de la Edad Media, porque nunca faltaron enteramente cultivadores de esta retórica. El poemita es pagano de pies á cabeza, pero con cierto paganismo artificial y contrahecho; carece á un mismo tiempo del sentido de la vida clásica y del ambiente de la vida moderna. Los interlocutores son figuras yertas, casi abstracciones; sólo en la escena lúbrica del final cobra alguna animación el estilo.

[xcix]

Pero si, juzgando por comparación con otras piezas análogas, hubiéramos de señalar fecha probable al Pamphilus, no nos remontaríamos, en verdad, al siglo X, como quiere Mr. Baudouin, que emplea para ello el cómodo aunque ingenioso procedimiento de comparar frases de esta comedia con frases del poema de Gualterio de Aquitania (Waltarius) y otras obras de aquella centuria, enteramente distintas de ésta por su carácter y espíritu; argumento que, en fuerza de probar mucho, nada prueba, tratándose de producciones artificiales, escritas en una lengua muerta y con un vocabulario aprendido en los libros. Nos fijaríamos más bien en aquellas comedias de fines del siglo XII y principios del XIII, compuestas en hexámetros y pentámetros como ésta; tanto ó más desvergonzadas que ella, aunque menos dramáticas, y con las mismas pretensiones de estilo ovidiano. Y si nos fuera permitido tener opinión en materia tan oscura, diríamos que el Pamphilus debe de ser contemporáneo de la Comedia Lydia y de la Comedia Milonis, de Mateo de Vendôme; de la Comedia Alda, que es del mismo tiempo y acaso del mismo autor, aunque algunos la atribuyan á Guillermo de Blois[153], y de otros cuentos en verso con forma elegiaca, varios de los cuales repiten argumentos de comedias clásicas. Así, el Geta y Birria, de Vital de Blois (Vitalis Blessensis) es un remedo del Amphitruo, de Plauto, y su Querolus lo es, no de la Aulularia, sino del antiguo Querolus en prosa, escrito, al parecer, en las Galias y en el siglo IV. En este grupo de obras creo que ha de colocarse el Pamphilus, aunque el estilo parezca más sobrio y la latinidad menos mala[154].

Esta pieza, tan seca, desnuda y elemental como es, tiene la importancia de ser la primera comedia exclusivamente amorosa que registran los anales del teatro. Por lo mismo que no procede de Plauto ni de Terencio, no calca sus intrigas, y en ella viene á ser principal lo que en la comedia clásica es accesorio. La única fuente del poeta es Ovidio: se ve por sus máximas eróticas, por su estilo, por el metro que usa y por los versos y frases que íntegramente copia de su modelo. La novedad está en haber dramatizado hasta cierto punto lo que en Ovidio se presenta con aparato didáctico; es decir, la teoría de la seducción, encarnándola en una fábula simplicísima, que viene á ser la comprobación práctica del Arte de Amar. Y como desgraciadamente este fondo, aunque bajo y ruin, es de todos tiempos, el desconocido autor pudo, sin gran esfuerzo, dar á su obra un interés general, que la hizo adaptable á tiempos y civilizaciones muy diversas. Pero él no encontró más que la primera materia, tratándola con rudeza suma. La forma, es decir, la verdadera creación artística, pertenece únicamente á los grandes ingenios españoles que después de él se apoderaron de este argumento.

Si alguna prueba necesitáramos del prodigioso talento poético del Archipreste de Hita, tan manifiesto en cualquiera de los episodios de su múltiple novela rimada, nos le daría la mágica transformación que hizo de la pobre comedia latina, trocándola en un cuadro de la vida castellana, rico de luz, de alegría y de color. Todo el Pamphilus [c]está traducido, parafraseado ó, por mejor decir, transfundido en los versos del Archipreste; pero las figuras, antes rígidas, adquieren movimiento; las fisonomías, antes estúpidas, nos miran con el gesto de la pasión; lo que antes era un apólogo insípido, á pesar de su cinismo, es ya una acción humana, algo libre sin duda, pero infinitamente más decorosa que el original, y esto no sólo porque el Archipreste, á pesar de su decantada licencia, retrocedió ante las torpezas de la última escena, sino por haber infundido en todo el relato un espíritu poético, que insensiblemente realza y ennoblece la materia y los personajes. La candorosa pasión del mancebillo don Melón de la Huerta es algo más que apetito sensual: hay en él rasgos de cortesía, de caballerosidad y hasta de puro afecto. El carácter de Doña Endrina, la noble viuda de Calatayud, vale todavía más; está tocado con suma delicadeza, con una apacible combinación de señoril bizarría, de ingenuo donaire, de temeridad candorosa, de honrados y severos pensamientos que se sobreponen á su flaqueza de un momento, traída por circunstancias casi fortuitas, é inmediatamente reparada. Con mucho arte va notando el Archipreste cómo el amor se insinúa blandamente en su alma, hasta llegar á dominarla. Doña Endrina es muy señora en cuanto dice y hace; casi nos atreveríamos á tenerla por abuela de la Pepita Jiménez de un gran escritor, contemporáneo nuestro, que en vida ha alcanzado la categoría de los clásicos.

Creación también del Archipreste es el tipo de Trotaconventos, comenzando por la intensa malicia del nombre. La anus de la comedia de Pánfilo no tiene carácter: es un espantajo que no hace más que proferir lugares comunes. Trotaconventos muestra ya los principales rasgos de Celestina: el tono sentencioso, reforzado con proverbios y ejemplos de los que tan sabrosa y lozanamente contaba el Archipreste; el arte de la persuasión diabólica, capaz de encender lumbre en la honestidad más recatada; el fondo de filosofía mundana y experiencia de la vida, malamente torcido á la expugnación de la crédula virtud. Hasta en las astucias exteriores, en el modo de penetrar la vieja en casa de Melibea, so pretexto de vender joyas y baratijas, se ve que Fernando de Rojas tuvo muy presente la obra de su predecesor.

Pero es inútil proseguir un cotejo que está al alcance de todo el mundo[155] y en el cual habría que reconocer á cada momento rastros de costumbres, ideas y supersticiones enteramente ajenas al Pamphilus. Hasta en los casos en que la imitación del Archipreste es más directa, hasta cuando va más ceñido al texto latino, le traduce con tal brío que parece original. La semejanza con la Celestina es mucho más general y remota. El Pamphilus no es más que el esqueleto de la tragicomedia de Calixto y Melibea, que no le debe ninguna de sus inmortales bellezas trágicas y cómicas. En rigor aun puede dudarse que el bachiller Rojas le conociera; lo que de seguro tuvo presente fué el Libro de buen amor del Archipreste, donde encontró á Trotaconventos con todo su caudal de dulces razones, de trazas y ardides pecaminosos.

Entre los apólogos que esmaltan el libro del Archipreste, la mayor parte proceden sin duda de las colecciones esópicas, pero algunos pueden venir de fuente oriental. El Archipreste sabía árabe: consta por el mensaje de Trotaconventos á la mora; por la declaración de los instrumentos que convienen á los cantares de arábigo; por el hecho[ci] dl número no exiguo de palabras de dicha lengua que con gran propiedad usa en sus poesías. Pero, ¿cómo y hasta qué punto lo sabía? ¿Por uso puramente familiar ó por doctrina literaria? En otros términos, ¿era capaz de entender un texto en prosa ó en verso y de imitarle? Para nosotros, la cuestión es dudosa; por lo menos hasta ahora no se ha señalado ninguna imitación directa y positiva. Basta con los libros que ya corrían traducidos en romance para explicar el origen árabe de algunos apólogos; el color enteramente oriental con que aparecen otros que pueden hallarse también en la tradición clásica, como el horóscopo del nacimiento del fijo del rey Alcarás, y hasta la semejanza exterior que en su forma descosida y fragmentaria, pero con una historia central que sirve de núcleo, presenta el libro con las producciones de la novelística oriental ya examinadas.

Menos discutible es el influjo de la poesía francesa en el Archipreste, pero ha sido grandemente exagerado. Todo lo que en la parte narrativa de su obra puede considerarse como imitación de los troveros franceses, y aun esto no siempre con seguridad, se reduce á cinco ó seis cuentos: el de la disputa entre el doctor griego y el ribaldo romano, que Rabelais tomó también de antiguos fableaux para tejer la chistosa controversia por señas entre Panurgo y Thaumasto; el de los dos perezosos que querían casar con una dueña; el del garzón que quería casar con tres mujeres; el del ladrón que fizo carta al diablo de su ánima; el del ermitaño que se embriagó y cayó en pecado de lujuria; el de D. Pitas Payas, pintor de Bretaña, que lleva indicios de su origen hasta en ciertos galicismos; verbigracia: «monsennor, volo ir á Flandes», «portar muita dona», «volo facer en vos una buena figura», «fey arditamente todo lo que vollaz», «petit corder»; que no pertenecen á la lengua habitual del Archipreste, y que sin duda están puestos en boca de personajes franceses para el efecto cómico.

Lo que no tomó de ninguna parte fué la forma autobiográfica en que expuso la novela de su vida. En este punto es inútil la indagación de orígenes; esa forma debió presentársele naturalmente como el marco más amplio y holgado para encajar todos sus estudios de costumbres, todos sus rasgos líricos, todas sus sátiras. La idea de un personaje espectador de la vida social en sus distintos órdenes y narrador de sus propias aventuras no fué desconocida de los antiguos. Dos novelas de la decadencia latina, el Satyricon y el Asno de Oro (sin contar con el Asno griego de Luciano ó de Lucio de Patras), presentan ya esta forma enteramente desarrollada, aunque en ella no se identifican el autor y el protagonista, que es la gran novedad del Archipreste. Pero el libro de Petronio parece haber sido ignorado en España durante la Edad Media, y de todos modos no hubiera sido entendido, tanto por lo refinado y exquisito de su latinidad cuanto por lo monstruoso de las escenas que describe; y en cuanto á Apuleyo, que era más celebrado en aquellos siglos como filósofo y taumaturgo que como cuentista, hasta el punto de tomarse al pie de la letra la transformación en asno y confundirle con su héroe, no creemos que el Archipreste le hubiera leído, puesto que, de conocerle, algunos cuentos hubiera sacado de su rica galería de fábulas milesias. Tenemos por seguro que estos modelos no influyen hasta el Renacimiento, y aun entonces nuestras primeras novelas picarescas son el producto enteramente espontáneo de un estado social, sin relación alguna con la novela clásica, ni tampoco con el arte oriental que en las Makamas de Hariri (tantas veces imitadas en árabe, en hebreo y en persa) nos ofrece en las transformaciones del[cii] mendigo Abu-Zeid, algo remotamente parecido á las andanzas de nuestros Lazarillos y Guzmanes.

Las fabliellas métricas del Archipreste de Hita no tuvieron imitadores por de pronto. El arte no menos personal de D. Juan Manuel en la prosa, tampoco los tuvo en rigor, porque no estimamos como tales á los autores de algunos libros de apólogos y ejemplos, en que la intención doctrinal ó satírica se sobrepone con mucho al interés de la narración, y que, por otra parte, suelen ser meras compilaciones fundadas en textos latinos.

Tal acontece con el Espéculo de los legos, obra interesante de moral ascética, de la cual existen varios códices, pero que todavía aguarda editor. En cada uno de sus 91 capítulos se intercalan, para confirmar la doctrina, anécdotas y parábolas, tomadas de la Sagrada Escritura, de las obras de los Santos Padres, de las vidas de los Santos, de las historias romanas, con algunos apólogos orientales que conocemos ya por otras colecciones, como el del hijo del home bueno que tenía muchos amigos, tomado de Pedro Alfonso, y el de la falsa beguina, que se encuentra también en El Conde Lucanor.

Mucho más importante, por ser una colección copiosísima, es el Libro de Exemplos ó Suma de exemplos por A. B. C., obra que, conocida imperfectamente al principio por un manuscrito de la Biblioteca Nacional, al cual faltan las primeras hojas donde debía constar el nombre del autor, ha corrido como anónima y atribuida á la literatura del siglo XIV[156], hasta que el Sr. Morel Fatio dió razón de otro códice íntegro, que empieza con una dedicatoria de Clemente Sánchez, arcediano de Valderas en la iglesia de León, á Juan Alfonso de la Barbolla, canónigo de Sigüenza[157]. Clemente Sánchez, bastante conocido como autor de una especie de manual litúrgico, titulado Sacramental, que tuvo varias ediciones en los siglos XV y XVI, hasta que la Inquisición le puso en sus índices, escribió esta segunda obra por los años de 1421 á 1423. No es imposible que la Suma de exemplos, que no tiene fecha, pertenezca á los últimos años del siglo XIV, pero parece más natural ponerla en el XV.

La colección, como queda dicho, es de las más ricas: 395 cuentos tiene el manuscrito de Madrid, 72 más el de París. Á cada uno de ellos precede una sentencia latina, traducida en dos líneas rimadas que quieren ser versos, y que contienen la moralidad del apólogo; procedimiento que parece imitado de El Conde Lucanor, y que es viejísimo, pues se encuentra ya en el Hitopadesa.

El carácter no recreativo, sino doctrinal, del Libro de exemplos salta á la vista y está indicado al fin de la dedicatoria: «Exempla enim ponimus, etiam exemplis utimur in docendo et praedicando ut facilius intelligatur quod dicitur». Se trata, pues, de un repertorio para uso de los predicadores, dispuesto por orden de abecedario para mayor comodidad en su manejo. ¿Pero cuál es la parte personal que podemos atribuir á Clemente Sánchez en ese trabajo? Él dice que «propuso de copilar un libro de exenplos por a. b. c. e despues reducirle en romance». Parece, pues, que no sólo el trabajo de la traducción, sino el de la compilación, es suyo, y que no se limitó á traducir cualquiera de los Alphabeta exemplorum ó Alphabeta narrationum, que en gran número se escribieron durante [ciii]el siglo XIII. Ninguno de los que se han citado hasta ahora, incluso el de Esteban de Besanzón, convienen con nuestro texto, aunque algunos ejemplos se repitan en todos. Las narraciones del arcediano de Valderas pertenecen al fondo común, y él mismo indica las fuentes de muchas de ellas; pero estas fuentes ¿las consultó por sí mismo? En algunos casos nos parece que sí. La Disciplina Clericalis de Pedro Alfonso está íntegra y fielmente traducida en el Libro de exemplos. No hemos hecho igual comparación con los Diálogos de San Gregorio, que cita á cada momento; con las Vidas y colaciones de los Santos Padres; con los Hechos y dichos Memorables, de Valerio Máximo; con la Ciudad de Dios, de San Agustín; con la enciclopedia de Bartolomé Anglico, De proprietatibus rerum; pero nos parece seguro que todas estas obras, de tan vulgar lectura en la Edad Media, le eran familiares, y las explotó directamente. Otras citas pueden ser de segunda mano, y en cambio hay muchos cuentos tomados del Gesta Romanorum, obra que no cita nunca. El estilo nada tiene de particular, aunque es puro y sencillo: la narración es tan somera y rápida como en las Cento novelle antiche, pero el libro es de inestimable valor para la literatura comparada y merece un largo comentario, que todavía no ha obtenido[158], menos feliz en esto que la colección italiana, magistralmente estudiada por Alejandro de Ancona.

Acompaña al Libro de los exemplos, en el manuscrito de nuestra Biblioteca Nacional y en la edición de Gayangos, otra colección de cincuenta y ocho exemplos que llevan el título enigmático de Libro de los Gatos, no justificado por el contexto, pues aunque casi todos los apólogos son de animales, sólo en seis ó siete de ellos interviene el gato. Acaso el autor entendía figuradamente por gatos á los que son blanco predilecto de su sátira. Porque en este libro, mucho mejor escrito que el de los Exemplos y que todos los de su género, exceptuando los de D. Juan Manuel, lo que importa menos es el apólogo, que á veces no pasa de una ligera comparación ó semejanza, sino la sátira enconada, acerba, feroz, que recuerda el espíritu y aun los procedimientos del Roman de Renart en sus últimas formas. Esta sátira, no blanda y chistosa como la del Archipreste, sino armada de fuego y disciplinas, recae sobre las más elevadas condiciones sociales: sobre los magnates y ricos hombres tiranos, robadores y opresores de los pobres; sobre la corrupción y venalidad de los alcaldes y merinos reales, pero muy especialmente sobre los vicios de la clerecía secular y regular. Véase alguna muestra de estas invectivas, que reflejan fielmente el desorden moral del siglo XIV, bien conocido por otros documentos: «Debedes saber que son muchas maneras de moscas; hay unas moscas que fieren muy mal é son muy acuciosas por facer mal, é otras que ensucian, é otras que facen gran roido. La mosca que muerde se entiende por algunos clérigos que han beneficios en las iglesias, é mantiénense con ello commo avarientos, é non lo quieren dar á los pobres, antes allegan dineros, é todo su cuidado é todo su entendimiento es puesto en tomar dineros de sus clérigos, é en allegar grand tesoro, commo quier que ellos tienen asaz de lo suyo; aquestos tales son moscas que fieren. Otrosí, algunos son que viven lujuriosamente, é tienen barraganas é fijos, é expenden cuanto han de la iglesia; en aquestos es la mosca que ensucia. Otrosí hay otras maneras de clérigos que tienen muchas compañas é muchos escuderos é muchos caballeros; aquellos son semejantes á la [civ]mosca que face roido, é á postremas viene un grand viento que todo lo lieva. El gran viento es la hora de la muerte, etc.».

Nada hallamos de peculiarmente español en el Libro de los Gatos, que parece traducción bien hecha de algún Liber Similitudinum escrito en latín. Su sátira es tan general que puede aplicarse á cualquier nación de la Edad Media, y la irreverencia de algunos cuentos recuerda las canciones de los goliardos, ó los episodios de la burlesca epopeya, francesa ó flamenca, cuyo protagonista es el zorro. El exemplo 46 de la muerte del lobo llega hasta la parodia sacrílega. Citaremos alguno más mesurado de tono; sea el XIX (exemplo del lobo con los monjes): «El lobo una vegada quiso ser monje é rogó á un convento de monjes que lo quisiesen y recebir, é los monjes ficiéronlo ansí, é ficieron al lobo la corona é diéronle cugula é todas las otras cosas que pertenecen al monje, é pusiéronle á leer Pater noster. Él en lugar de decir Pater noster, siempre decía «Cordero ó carnero», é decíanle que parase mientes al crucifijo é al cuerpo de Dios. Él siempre cataba al cordero ó al carnero. Bien ansí acaesce á muchos monjes, que en logar de aprender la regla de la Orden, é sacar della casos que pertenescen á Dios, siempre responden e llaman «carnero», que se entiende por las buenas viandas, é por el vino, é por otros vicios deste mundo».

Algunos de los ejemplos del Libro de los Gatos son fábulas esópicas de las más conocidas, como el Galápago y el Águila; el Lobo y la Cigüeña; el de los dos ratones, ciudadano y campesino. La del cazador y las perdices se halla también en el Conde Lucanor, aunque con variantes y distinta aplicación. Cuentos propiamente dichos, y de alguna extensión, no hay más que las parábolas de los dos compañeros que apostaron el uno á decir verdad y el otro á mentir, y la «de un ome que había nombre Galter», tomada del capítulo CI del Gesta Romanorum. No fueron ciertamente las únicas obras que se compusieron ó tradujeron al castellano en aquella primera edad de nuestra literatura. En esos mismos libros encontramos mencionados otros cuyos títulos excitan sobremanera la curiosidad. ¿Qué sería el Libro del Oso, alegado en el de los Gatos? ¿Qué el libro de las trufas de los pleytos de Julio César, citado por el compilador del Libro de los Exemplos?

Repertorios de anécdotas con fin ascético y predicable hubo también en las demás literaturas de la Península. Los portugueses poseen el Orto do Sposo, de Fr. Hermenegildo Tancos, monje cisterciense de Alcobaza, que escribía en el siglo XIV[159]. En catalán existe, por lo menos, un Recull de eximplis e miracles, gestes e faules e altres ligendes ordenades per A. B. C.[160], texto del siglo XV que está evidentemente traducido del castellano[161], pero no de la Suma de Exemplos de Clemente Sánchez, aunque sigue el mismo plan alfabético y tiene muchos cuentos comunes. Libros por el estilo debía de haber en casi todos los monasterios. La colección catalana es de las más copiosas, pues llega á la enorme cifra de 712 ejemplos, incluyendo algunos que no suelen figurar en [cv]otras colecciones, como el de los dos leales amigos Amico y Amelio, héroes de un poema francés de la Edad Media, transformado luego en el libro de caballerías de Oliveros de Castilla y Artus de Algabe. Á las autoridades alegadas en el Libro de los Exemplos se añaden otras, como Jacobo de Vitry, Cesario (de Heisterbach), Helinando, Pedro Damiano, Juan el Limosnero y la Leyenda Lombárdica. De Cesáreo ó de Helinando debe de proceder, aunque en esta ocasión no los cita, el curioso ejemplo 493 de los escolares suecos que fueron á aprender nigromancia á Toledo.

Ni el satírico autor del Libro de los Gatos, ni menos los compiladores de libros de exemplos, que no se proponían ningún fin literario, pueden ser considerados como discípulos de D. Juan Manuel. Raimundo Lulio tuvo en su propia lengua un solo imitador, pero de tan pronunciada originalidad y espíritu tan diverso del suyo, que casi puede considerarse como su antítesis, á pesar del misterioso lazo que en algún modo los une. Mallorquín como él, franciscano como él (si bien Lulio perteneció sólo á la Tercera Orden), Fr. Anselmo de Turmeda, popular todavía en Cataluña por el libro de sus Consejos métricos, que hasta muy entrado el siglo XIX ha servido de texto en las escuelas, poeta didáctico y paremiológico, astrólogo y profeta, cuyos obscuros vaticinios, semejantes á los del zapatero Bandarra en Portugal ó á los de Nostradamus en Provenza, sirvieron para alentar la resistencia de los parciales del Conde de Urgel contra el Infante de Antequera, y aun fueron invocados en otras contiendas civiles posteriores; renegado no sólo de su orden, sino de la fe cristiana, prosélito del mahometismo, en defensa del cual compuso en árabe un largo tratado, que recientemente ha sido impreso[162], intérprete ó truchimán [cvi]de la Aduana de Túnez y gran escudero del Rey Maule Brufret por los años de 1417 á 1418, en que compuso su libro de El Asno, presenta tales enigmas y contradicciones en su vida y en sus obras, que bien puede decirse que la crítica apenas comienza á dilucidarlas. Por desgracia, nos falta el texto catalán de su obra más importante, y mientras la buena suerte de algún bibliófilo no llega á dar con algún ejemplar salvado de la proscripción que fulminó el Santo Oficio, habrá que contentarse con la versión francesa (así y todo rarísima), cuya primera edición es de Lyon, 1548[163]. Titúlase este libro Disputa del Asno contra Fr. Anselmo de Turmeda sobre la naturaleza y nobleza de los animales, y consta al final que fué acabado en la ciudad de Túnez el 15 de septiembre de 1418. El cuadro en que se desenvuelve la Disputa del Asno recuerda inmediatamente el Libro de las Bestias, de R. Lull, y también el Calila y Dina, en el cual entrambos tienen su primer modelo. Perdido Fr. Anselmo por una floresta, encuentra congregados á los animales en torno del león, á quien acaban de elegir por su rey. Un conejo advierte su presencia, y le delata en estos términos: «Muy alto y poderoso señor, aquel hijo de Adán que está sentado á la sombra de aquel árbol es de nación catalán, natural de la ciudad de Mallorca, y tiene por nombre Fr. Anselmo de Turmeda; es hombre muy sabio en toda ciencia, y mayormente en Astrología, y es oficial de Túnez por el grande y noble Maule Bufred, y gran escudero del dicho Rey». Acusado Fr. Anselmo de profesar y defender en sus discursos y predicaciones la opinión de la mayor excelencia y dignidad del hombre sobre todos los animales, se ratifica en ella con gran altanería, y ofrece defenderla en [cvii]pública disputa. El campeón designado para contradecirle es, con gran humillación suya, un asno de ruin y miserable catadura, sarnoso y sin rabo, tal que no hubiera valido diez dineros en la feria de Tarragona. Entáblase la controversia, en la cual, además de los principales interlocutores, toman alguna parte el piojo, la pulga, la chinche y otros todavía más repugnantes insectos. Pero el asno es quien verdaderamente se luce, pulverizando todos los argumentos de Fr. Anselmo, demostrando la superioridad de los animales, ya en la perfección de los sentidos corporales, ya en las obras maravillosas del instinto, y haciendo la crítica más acerba y el más cruel proceso del género humano, de sus vanidades, torpezas y locuras, con un género de escarnio que recuerda á veces la amarga misantropía de los Viajes de Gulliver. Sólo la consideración de que Dios quiso hacerse hombre y vestir carne mortal detiene la pluma de Turmeda para no dar terminantemente la victoria al asno en este litigio. La disputa está sostenida con mucho ingenio y agudeza, con viva y fresca imaginación; pero no es lo más curioso que el libro de Turmeda contiene. Lo que le presta más originalidad y le hace más interesante para la historia es lo que contiene de sátira social, y muy especialmente los cuentos que ingiere al tratar de los siete pecados capitales. Estos cuentos, que no sé si han sido estudiados ó citados hasta ahora (tan peregrino es el volumen en que se hallan), compiten con los más libres de Boccaccio, no sólo en la liviandad de las narraciones, sino en el espíritu laico é irreverente que los informa, puesto que todos, sin excepción, tienen por tema las relajadas costumbres del clero secular y regular, ensañándose sobre todo con las órdenes mendicantes, y en especial con la de San Francisco, que Fr. Anselmo persigue con rencores de apóstata[164]. La acción de algunos de estos cuentos pasa en Cataluña y Mallorca, con indicación muy precisa de nombres y pormenores locales; otros no ocultan su origen italiano, como los dos que se suponen acaecidos en Perugia. La manera de contar de Fr. Anselmo, tal como puede adivinarse al través de una traducción, parece muy suelta y picante; su tono socarrón y malicioso contrasta en gran manera con[cviii] lanuel, pero tampoco parece modelada sobre el tipo clásico de Boccaccio; más bien recuerda la abundancia fácil y desvergonzada de los cuentistas franceses del siglo XV, de las Cent Nouvelles Nouvelles, por ejemplo.

El más brutal de los cuentos de Turmeda es, sin duda, el primero, cuyo argumento apenas puede indicarse honestamente. Juan Juliot, franciscano de Tarragona, prevalido de la necia simplicidad de su hija de confesión Tecla, mujer de Juan Stierler, abusa torpemente, de ella so pretexto de cobrarla el diezmo.

Carácter muy distinto, y en alta manera trágico, tiene el ejemplo ó anécdota que castiga el pecado del orgullo. Un abad, que en nombre de la Iglesia tiranizaba el señorío de Perusa, había convertido su castillo feudal en guarida de malhechores, cometiendo á porfía él y otros clérigos y religiosos de su séquito todo género de desmanes contra los inermes vasallos, robándoles y deshonrándoles sus hijas y mujeres. Las cosas llegaron á punto de abandonar un canónigo los oficios de Viernes Santo para introducirse en casa del noble ciudadano Micer Juan Ester, aprovechando su ausencia, con intento de forzar á su mujer, bella y honestísima, que yacía en cama embarazada de ocho meses. Para salvarse de su horrible lascivia se arroja la mujer por la ventana, malpare de resultas del golpe y muere poco después, revelando todo el caso á su marido. Éste acude al Abad, quien menosprecia sus quejas y le amenaza fieramente. Entonces él, recogiendo en una pequeña vasija los restos de la criatura muerta, para irlos mostrando por donde pasa y excitar lástima y furor en cuantos oyen la dolorosa historia, va á buscar apoyo para su venganza en la república de Florencia, que se hallaba á la sazón en guerra con el Papa. Los florentinos se ponen de su parte y le dan recursos para sublevar la tierra perusina, que se levanta como un solo hombre contra sus tiranos. Más de doscientos lugares se emancipan del dominio eclesiástico. El Abad tiene que encerrarse en su castillo; pero los perusinos, ayudados por gente de armas, le obligan á capitular, y el gobierno comunal queda restablecido en Perusa.

Á la misma ciudad se refiere el episodio siguiente, que conviene en gran manera con una de las más sabidas justicias de nuestro Rey D. Pedro de Castilla, la del zapatero y el prebendado. El rector de la parroquia de San Juan de Perusa persigue con sus pretensiones amorosas a una bella y devota mujer, llamada Marroca. Su marido va á querellarse al Obispo, y éste, que adolecía de la misma liviandad de costumbres que el Párroco, le manda llamar, y le impone la blandísima penitencia de no entrar en la iglesia durante tres días. Malcontento el ofendido esposo se alza en querella ante el Podestá de Perusa, Messer Filippo de la Isla, y éste le da por consejo que, llevando consigo dos hombres bien armados, propine al clérigo una tremenda paliza, hasta dejarle medio muerto, y se retire tranquilamente á su casa, sin inquietarse para nada de las consecuencias. Así lo ejecuta, y el escándalo es enorme. El Obispo llama á capítulo toda su clerecía, y al frente de ella comparece en el palacio del Podestá, pidiendo justicia contra el vengador marido. Pero el magistrado se limita á imponerle la pena del talión, prohibiéndole entrar tres días en la taberna.

Si el clero secular sale mal parado de las pecadoras manos de Fr. Anselmo, no es con todo el blanco predilecto de sus iras, las cuales más bien se ceban en los regulares, como si aquel fraile cínico y renegado se complaciese en asociarlos á su propia deshonra, pintándolos como los más viles y corrompidos de los mortales. Si de avaricia se trata,[cix] nos referirá la burla que un marinero mallorquín hizo al dominico catalán Juan Oset, que le prometía la absolución por un florín. Si de ira es el discurso, nos contará que dos franciscanos de Mallorca, cuyos nombres da, mataron de una paliza á su hermano de hábito el francés Aimerico de Grave. Si de gula, nos informará de la sutil estratagema que usó un fraile predicador de Tarragona para hincar los dientes en el pastel de congrio que tenía escondido el ama del cura de Cambrils. Aun en el sabido cuento del envidioso y el codicioso ha de hacer por fuerza dominico al que pide el doble de lo que den al otro, y franciscano al que se contenta de buen grado con recibir doscientos palos, á condición de que toque doble paliza á su amigo.

Estos cuentos son medianos y algo pueriles; pero no sucede lo mismo con el de Nadalet, que está contado con ligereza y chiste y tiene algunos toques de carácter muy bien dados, más en la fina manera de Chaucer que en la de Boccaccio. Francisco Citges, fraile conventual de Mallorca, famoso predicador y hombre avaro, reúne en poco tiempo mil reales y se los da á guardar á una monjita de su orden y muy especial amiga suya, Sor Antonieta, de quien se hace picaresca descripción. Un rufián, llamado Nadalet, que había dado de puñaladas á una francesa á quien tenía por su cuenta en el burdel de la villa, toma asilo en el convento de San Francisco, y oculto debajo del altar de San Cristóbal oye la conversación del fraile con Sor Antonieta, á quien reclama el dinero para hacer un viaje á Roma y lograr el nombramiento de Obispo in partibus. Nadalet estafa á la monja haciéndose pasar por el mercader de Barcelona Luis Regolf, encargado por el fraile de recoger el dinero.

Abundan de tal manera las sátiras anticlericales en los siglos XIV y XV, que llegan a constituir un lugar común, del cual poco ó nada puede inferirse sin temeridad acerca de los verdaderos propósitos y tendencias de sus autores. Pero las de Fr. Anselmo tienen un sello peculiar de violencia que delata al fraile corrompido, al vicioso apóstata cuya conciencia fluctúa entre la ley mahometana, qué exteriormente profesa y defiende; el cristianismo, al cual en el fondo de su alma no renunció nunca, y ciertas ráfagas de incredulidad italiana ó averroísta, que le llevan á insinuar por boca del asno mal veladas dudas nada menos que sobre la inmortalidad del alma[165].

Para que nada falte en tan extraño y abigarrado libro hay en él algunos trozos poéticos y una larga profecía del asno: nueva muestra de la superstición astrológica de Fr. Anselmo, ó más bien del charlatanismo con que explotaba el crédito que le había granjeado esta falsa ciencia después de su famoso pronóstico de 1407, que tan graves consecuencias políticas tuvo, acalorando la ambición materna de Margarita de Montferrato para armar en hora aciaga el brazo de su hijo Jaime el Desdichado y lanzarlo á la desigual lucha en que sucumbió sin gloria y sin fortuna.

Considerada la Disputa del Asno como creación novelesca, aunque muy elemental, es el primer libro de su género que revela influencias italianas, lo cual no nos maravilla en Fr. Anselmo, cuyo libro más popular, el de los Consejos, citado mil veces como fiel [cx]trasunto del buen sentido y de la filosofía práctica del pueblo catalán, es en gran parte imitación y á veces traducción de un libro italiano, La Dottrina dello Schiavo di Bari. No he encontrado hasta ahora el original de ninguno de los cuentos de Fr. Anselmo, pero basta leer dos de ellos para sospechar su procedencia. Es, por consiguiente, Turmeda el primer cuentista español influido directamente por los italianos, lo cual no quita que sea un autor profundamente catalán por el modo de expresión. Ojalá llegue á descubrirse el texto genuino de su libro, que seguramente contendrá un caudal riquísimo de dicción familiar y muchas frases dignas de convertirse en proverbios, como han llegado á serlo gran parte de los amonestaments, incorporados desde antiguo en el folk-lore ó saber popular del Principado.

La traducción francesa, que tuvo varias ediciones, prueba que la Disputa del Ase no estaba olvidada todavía en el siglo XVI, y que había salvado los límites de España. En algún tiempo sospeché que Nicolás Macchiavelli pudo inspirarse en ella para el capítulo octavo de su poema satírico Dell'asino d'oro, en cuyo capítulo octavo se introduce una disputa del puerco con el hombre, algo semejante á la de Turmeda con el asno, excepto en el final, que es mucho más pesimista y desesperado en Maquiavelo, puesto que el cerdo queda triunfante ponderando las delicias del hediondo cenagal en que se revuelve, y aventajándolas con mucho á la condición humana.

E se alcuno infra gli uomin ti parve
Felice e lieto, non gli creder molto;
Che' n questo fango più felice vivo
Dove senza pensier mi bagno e volto.

Pero examinando más despacio el asunto, me parece que tal imitación es inverosímil, puesto que nada, en las obras del secretario de Florencia, revela conocimiento alguno de la literatura española en general ni de la catalana en particular. Lo que seguramente imitó Maquiavelo fué el diálogo de Ulises y Grilo, en Plutarco.

La literatura castellana del siglo XV nos ofrece un singular escritor, que, sin ser novelista ni haber cultivado el apólogo más que ocasionalmente, influyó como pocos en el desarrollo de la literatura novelesca, transformando el tipo de la prosa, sacándola de la abstracción y aridez didáctica, de que sólo D. Juan Manuel, aunque por diverso camino, había acertado á librarse, vigorizando los lugares comunes de moral con la observación concreta y pintoresca de las costumbres, y derramando un tesoro de dicción popular en el cauce de la lengua culta. La lengua desarticulada y familiar, la lengua elíptica, expresiva y donairosa, la lengua de la conversación, la de la plaza y el mercado, entró por primera vez en el arte con una bizarría, con un desgarro, con una libertad de giros y movimientos que anuncian la proximidad del grande arte realista español. El instrumento estaba forjado: sólo faltaba que el autor de la Celestina se apoderase de él, creando á un tiempo el diálogo del teatro y el de la novela. La obra del Archipreste de Talavera fué de las más geniales que pueden darse; no tiene más precursor en Castilla que el Archipreste de Hita, á quien algunas veces cita y en cuyo estudio parece empapado[166]; [cxi]pero con ser tantas las analogías do humor entre ambos preclaros ingenios, resultando justificado el ingenioso dicho de D. Tomás A. Sánchez: «Fue tan buen Arcipreste el de Talavera en prosa como el de Hita en verso», todavía establece entre ellos gran diferencia el fin de sus obras y el material artístico que emplearon. Se parecen, sin duda, en lo opulento y despilfarrado del vocabulario, en la riqueza de adagios y proverbios, de sentencias y retraheres, en la fuerza cómica y en la viveza plástica, en el vigoroso instinto con que sorprenden y aprisionan todo lo que hiere los ojos, todo lo que zumba en los oídos, el tumulto de la vida callejera y desbordada. La intensidad de la concepción poética, la fuerza creadora de personajes y escenas, la continua invención de felices detalles, la amplitud del cuadro y la variedad y complejidad de elementos y temas literarios es mucho mayor en el Arcipreste de Hita, que hizo obra de arte libre, y no obra que, en la intención á lo menos, debía ser de doctrina y reprensión moral como la del Arcipreste de Talavera. Pero la frase del Arcipreste de Hita, aunque parece que tiene alas, no llega á romper el duro caparazón de los tetrástrofos alejandrinos, al paso que la del Arcipreste de Talavera, suelta de toda traba, se dilata impetuosa por los campos del discurso vulgar, rompiendo lo mismo con la pausada y patriarcal manera de nuestros prosistas primitivos, atentos á la enseñanza más que al deleite, que con el intemperante y pedantesco latinismo de los que en la corte de D. Juan II se empeñaron en remedar torpemente el hipérbaton latino. De este crudo y prematuro ensayo de Renacimiento ningún contagio llegó al Arcipreste de Talavera, por más que fuera hombre cultísimo y muy versado en los escritos de Petrarca y de Boccaccio[167]. Le salvaron su buen instinto y la directa y frecuente comunicación en que parece haber vivido con el pueblo. Mentira parece que las páginas de su Corvacho, tan frescas hoy como cuando nacieron, sean contemporáneas de los descoyuntamientos y tropelías con que estropearon y atormentaron nuestra sintaxis D. Enrique de Villena y sus secuaces.

Si de algo peca el estilo del Arcipreste de Talavera es de falta de parsimonia, de exceso de abundancia y lozanía. Su vena es irrestañable, su imaginación ardiente y multicolor apura los tonos y matices; pero tanta acumulación de modos de decir, por chistosos y peregrinos que sean; tantas repeticiones de una misma idea, tantos refranes y palabras rimadas, pueden fatigar en una lectura seguida. Así y todo, ¿quién no le perdona de buen grado sus interminables enumeraciones, sus diálogos y monólogos sin término? ¿Quién no se deja arrastrar por aquel raudal de palabras vivas, que no son artificial trasunto de la realidad, sino la realidad misma trasladada sin expurgo ni selección á las hojas de un libro? Oid las lamentaciones de una mujer á quien se le ha perdido su gallina:

«Item si una gallina pierden, van de casa en casa conturbando toda la vezindat. ¿Do mi gallina la rubia, de la calza bermeja, o la de la cresta partida, cenicienta escura, cuello de pavo, con la calza morada, ponedora de huevos? ¿Quién me la furtó? Furtada [cxii]sea su vida. ¿Quién menos me fizo della? Menos se le tornen los dias de la vida. Mala landre, dolor de costado, rabia mortal comiese con ella; nunca otra coma; comida mala comiese, amen. ¡Ay gallina mia, tan rubia! Un huevo me dabas tú cada dia; aojada te tenia el que te comió, asechándote estaba el traidor; desfecho le vea de su casa á quien me comió; comido le vea yo de perros ayna; cedo sea, veanlo mis ojos, e non se tarde. ¡Ay gallina mia gruesa como un ansaron, morisca, de los pies amarillos, crestibermeja, mas avia en ella que en dos otras que me quedaron! ¡Ay triste! Aun agora estaba aqui, agora salió por la puerta, agora salió tras el gallo por aquel tejado. El otro dia, triste de mi, desaventurada, que en ora mala nascí, cuytada, el gallo mio bueno cantador, que así salían dél pollos como del cielo estrellas, atapador de mis menguas, socorro de mis trabajos, que la casa nin bolsa, cuytada, él vivo, nunca vacía estaba. La de Guadalupe señora, á ti te lo acomiendo; señora, non me desampares ya, triste de mí, que tres dias ha entre las manos me lo llevaron. ¡Jesús cuánto robo, cuánta sinrazón, cuánta injusticia! ¡Callad, amiga, por Dios; dexadme llorar, que yo sé qué perdí e qué pierdo hoy!... Rayo del cielo mortal e pestilencia venga sobre tales personas; espina o hueso comiendo se le atrevesase en el garguero, que Sant Blas non le pusiese cobro... ¡O Señor, tanta paciencia e tantos males sufres; ya, por aquel que tu eres, consuela mis enojos, da lugar á mis angustias, synon rabiaré o me mataré o me tornaré mora!... Hoy una gallina e antier un gallo, yo veo bien mi duelo, aunque me lo callo. ¿Cómo te fiziste calvo? Pelo á pelillo el pelo levando. ¿Quién te fizo pobre, María? Perdiendo poco á poco lo poco que tenía... ¿Dónde estades, mozas? Mal dolor vos fiera... Pues corre en un punto, Juanilla, ve de mi comadre, dile si vieron una gallina rubia de una calza bermeja. Marica, anda, ve á casa á casa de mi vecina, verás si pasó allá la mi gallina rubia. Perico, ve en un salto al vicario del Arzobispo que te de una carta de descomunión, que muera maldito e descomulgado el traidor malo que me la comió; bien sé que me oye quien me la comió. Alonsillo, ven acá, para mientes e mira, que las plumas no se pueden esconder, que conocidas son. Comadre, vedes qué vida esta tan amarga, yuy, que ahora la tenía ante mis ojos. Llámame, Juanillo, al pregonero que me la pregone por toda esta vecindad. Llámame á Trotaconventos, la vieja de mi prima, que venga e vaya de casa en casa buscando la mi gallina rubia. Maldita sea tal vida, maldita sea tal vecindad, que non es el hombre señor de tener una gallina, que aun no ha salido del umbral que luego non es arrebatada. Andémonos, pues, á juntar gallinas, que para esta que Dios aquí me puso cuantas por esta puerta entraren ese amor les faga que me fazen. ¡Ay gallina mía rubia! Y, ¿adónde estábades vos agora? Quien vos comió bien sabía que vos quería yo bien, ó por me enojar lo fizo. Enojos e pesares e amarguras le vengan por manera que mi ánima sea vengada. Amen. Señor, así lo cumple tú por aquel que tú eres; e de cuantos milagros has fecho en este mundo, faz agora éste por que sea sonado»[168].

[cxiii]

Así hablan las mujeres del Arcipreste, y así hablaban sin duda las de Toledo y Talavera en su tiempo. Nadie antes que él había acertado á reproducir la locuacidad hiperbólica y exuberante, los vehementes apóstrofes, los revueltos y enmarañados giros en que se pierden las desatadas lenguas femeninas. Cuando á la gracia de los diálogos se junta el primor de las descripciones, que en el Arcipreste nunca están hechas por términos vagos sino concretos y eficazmente representativos, el efecto cómico es irresistible. Véase, por ejemplo, el cuadro de la salida á paseo de la mujer vanagloriosa y lozana.

«Dice la fija a la madre, la mujer al marido, la hermana a su hermano, la prima a su primo, la amiga a su amigo: ¡Ay, como estó enojada, dueleme la cabeza, sientome de todo el cuerpo; el estomago tengo destemprado estando entre estas paredes; quiero ir a los perdones, quiero ir a San Francisco, quiero ir a misa a Santo Domingo; representacion facen de la Pasion al Carmen; vamos á ver el monesterio de Sant Agustin. ¡O qué fermoso monesterio! Pues pasemos por la Trenidad a ver el casco de Sant Blas; vamos a Santa María; veamos como se pasean aquellos gordos, ricos e bien vestidos; vamos a Santa María de la Merced, oiremos el sermon... E lo peor que algunas non tienen arreos con que salgan, nin mujeres nin mozas con que vayan, e dizen: Marica, veme a casa de mi prima que me preste su saya de grana. Juanilla, veme a casa de mi hermana que me preste su aljuba, la verde, la de Florencia. Inesica, veme a casa de mi comadre que me preste su crespina e aun el almanaca. Catalinilla, ve a casa de mi vecina que me preste su cinta e sus arracadas de oro. Francisquilla, ves a casa de mi señora la de Fulano, que me preste sus paternostres de oro. Teresuela, ve en un punto á mi sobrina que me preste su pordemas el de martas forrado. Mencigüela, corre en un salto a los alatares o a los mercaderes, traeme soliman e dos oncillas cinamomo, o clavo de girofre para levar en la boca... E sy a caballo quieren ir, la mula prestada, mozo que le lieve la falda, dos o tres, o cuatro hombres de pie en torno della que la guarden non caiga, e ellos por el lodo fasta la rodilla e muertos de frio, o sudando en verano, como puercos, de cansancio, trotando tras su mula a par della e teniendola, e ella faciendo desgaires como se acuesta e que se lleguen a tenella, la mano al uno en el hombro e la otra mano en la cabeça del otro; sus brazos e alas abiertos como clueca que quiere volar; levantandose en la silla a do vee que la miran; faciendo de la boca gestos [cxiv]doloriosos, quexandose a veces, doliendose a ratos, diziendo: Avad, que me caigo; ¡yuy qué mala silla, yuy qué mala mula! el paso lieva alto, toda vó quebrantada, trota e non ambla; dueleme la mano de dar sofrenadas; cuitada; molida me lieva toda, ¡qué será de mí! E va faciendo plant como de Magdalena. E si algun escudero le lieva de la rienda e hay gente que la miren, dice: ¡ay amigos! adobadme esas faldas, enderesçadme este estribo; yuy, que la silla se tuerce; e esto a fin que esten allí un poquito con ella e que sea mirada»[169].

Salvo algunos textos históricos, cuya excelencia es de otra índole, no hay prosa del siglo XV que ni remotamente pueda compararse con la sabrosa y castiza prosa del Corbacho. Castiza he dicho con toda intención, porque en sus buenos trozos no hay vestigio alguno de imitación literaria, sino impresión directa de la realidad castellana. Es el primer libro español en prosa picaresca: la Celestina y el Lazarillo de Tormes están en germen en él.

El Bachiller Alfonso Martínez de Toledo (que tal era el nombre del Arcipreste)[170] se propuso ser moralista, y realmente el primer libro de su tratado es un largo sermón contra la lujuria, inspirado al parecer en un opúsculo de Gersón sobre el amor de Dios y la reprobación del amor mundano[171]. Pero en la segunda parte, dedicada toda á tratar de los vicios, tachas y malas artes y condiciones de las mujeres, no es más que un satírico mundano, entre cáustico y festivo, que aparenta más indignación de la que siente, se divierte y regocija con lo mismo que censura, y demuestra tal conocimiento de la materia, tan rara pericia en las artes indumentarias y cosméticas, que él mismo llega á recelar que parezca excesiva y pueda ser materia de escándalo y aun de mala enseñanza para las mujeres: «Non lo digo porque lo fagan, que de aqui non lo aprenderan si de otra parte non lo saben, por bien que aqui lo lean; mas dígolo porque sepan que se saben sus secretos e poridades». Pero ciertamente que ni el más consumado arbiter elegantiarum del tiempo de D. Álvaro de Luna supo tanto de atavíos y afeites mujeriles como manifiesta saber el capellán de D. Juan II, ni hay documento alguno tan importante [cxv]como su libro para juzgar del extremo á que habían llegado el lujo y las artes del deleite en el siglo XV. La extraordinaria opulencia del vocabulario del Arcipreste de Talavera nunca se explaya más á gusto que en estas descripciones de trajes y modas:

«¡Yuy, y cómo iba Fulana el domingo de Pascua arreada, buenos paños de escarlata con forraduras de martas finas, saya de florentin con cortapisa de veros trepada de vn palmo, faldas de diez palmos rastrando forradas de camocan, un pordemas forrado de martas cebellinas con el collar lanzado fasta medias espaldas, las mangas de brocado, los paternostres de oro de doce en la onza, almanaca de aljofar, de ciento eran los granos, arracadas de oro que pueblan todo el cuello, crespina de filetes de flor de azucena con mucha argentería, la vista me quitaba. Un partidor tan esmerado e tan rico que es de flor de canela de filo de oro fino con mucha perlería, los moños con temblantes de oro e de partido cambray, todo trae trepado de foja de figuera, argentería mucha colgada de lunetas e lenguas de páxaro e retronchetes e con randas muy ricas; demas un todo seda con que cubría su cara, que parescía á la Reina Sabba por mostrarse mas fermosa; axorcas de alambar engastonadas en oro, sortijas diez ó doce, donde hay dos diamantes, un zafir, dos esmeraldas, luas forradas de martas para dar con el aliento luzor en la su cara e revenir los afeytes. Reluzía como un espada con aquel agua destilada, un texillo de seda con tachones de oro, el cabo esmerado con la hebilla de luna muy lindamente obrada, chapines de un xeme poco menos en alto pintados de brocado, seis mujeres con ella, moza para la falda, moscadero de pavón, todo algaliado, safumada, almizclada, las cejas algaliadas, reluciendo como espada. Piénsase Mari Menga que ella se lo meresce»[172].

Pero esta es la parte exterior y pomposa del arreo femenil. La penetrante y algo indiscreta curiosidad del Arcipreste nos revela cosas mucho más íntimas; se complace en descerrajar y abrir los cofres y arcas de las mujeres, y nos pone de manifiesto todas sus baratijas de tocador, sin perdonar detalle ninguno sobre sus más recónditos usos: «Espejo, alcofolera, peyne, esponja con la goma para asentar cabello, partidor de marfil, tenazuelas de plata para algund pelillo quitar si se demostrare, espejo de alfinde para apurar el rostro... Pero después de todo esto comienzan á entrar por los ungüentos, ampolletas, potecillos, salseruelas donde tienen las aguas para afeytar, unas para estirar el cuero, otras destiladas para relumbrar, tuétanos de ciervo e de vaca e carnero; destilan el agua por cáñamo crudo e ceniza de sarmientos, e la reñonada (de ciervo) retida al fuego echanla en ello cuando face muy recio sol, meneandolo nueve veces al dia una hora fasta que se congela e se faze xabon que dicen napoletano. Mezclan en ello almisque e algalia e clavo de girofre remojados dos dias en agua de azahar, o flor de azahar con ella mezclado, para untar las manos que se tornen blancas como seda. Aguas tienen destiladas para estirar el cuero de los pechos e manos a las que se les facen rugas; el agua tercera, que sacan del soliman de la piedra de plata, fecha con el agua de mayo, molida la piedra nueve vezes e diez con saliva ayuna, con azogue muy poco despues cocho que mengue la tercia parte, fazen las malditas una agua muy fuerte que non es para screvir, tanto es fuerte; la de la segunda cochura es para los cueros de la cara mudar; la tercera para estirar las rugas de los pechos e de la cara. Fazen más agua de blanco de huevos cochos estilada con mirra, cánfora, angelores, trementina con tres aguas purificada e bien lavada que torna como la nieve blanca. Rayces de lirios blancos,[cxvi] borax fino; de todo esto fazen agua destilada con que reluzen como espada, e de las yemas cochas de los huevos azeyte para las manos...

«Todas estas cosas fallareys en los cofres de las mujeres: Horas de Santa María, syete salmos, estorias de santos, salterio en romance, nin verle del ojo; pero canciones, decires, coplas, cartas de enamorados e muchas otras locuras, esto sí; cuentas, corales, aljofar enfilado, collares de oro e de medio partido e de finas piedras acompañado, cabelleras, azerafes, rollos de cabellos para la cabeza, e demas aun azeytes de pepitas o de alfolvas, mezclando simiente de niesplas para ablandar las manos, almisque algalia para cejas e sobacos, alambar confacionado para los baños, que suso dixe, para ablandar las carnes, cinamomo, clavos de girofre para la boca. Destas e otras infinidas cosas fallarás sus arcas e cofres atestados, que seyendo bien desplegado, una gruesa tienda se pararía sin vergüenza»[173].

Basta con las muestras transcritas para estimar en su justo precio el talento dramático y el talento descriptivo del Arcipreste de Talavera, sin que haya encarecimiento alguno en estimar su libro como la mejor pintura de costumbres anterior á la época clásica. Con menos garbo y desenvoltura están escritos los cuentos bastante numerosos con que sazona su libro, tomados algunos de ellos de la Disciplina Clericales, de Calila y Dimna, del Sendebar, y vulgarísimos casi todos en la rica galería de las astucias y malicias femeninas, sin que falten por de contado el de la mujer encerrada que sirve de argumento á la farsa de Molière, Georges Dandin, ni el del tonel, que aquí es un caldero, ni el de tijeretas han de ser, ni el de la otra mujer porfiada que disputaba sobre si el pájaro era tordo ó tordillo, hasta que su marido la dejó manca de un garrotazo. El Arcipreste relata todos estos cuentos de un modo algo seco y por decirlo así esquemático, dejándolos reducidos á sus elementos simplicísimos. Ninguno de ellos puede ni remotamente compararse con los de D. Juan Manuel. Aun sus propios recuerdos personales, los terroríficos excesos y crímenes de mujeres que dice haber presenciado en Barcelona, Tortosa y otras partes de Cataluña, donde al parecer residió algún tiempo, están medianamente contados y no pueden figurar entre las buenas páginas de su libro. Indudablemente sus facultades de narrador eran inferiores á las que tenía como pintor de costumbres. Sabía trazar un cuadro satírico, pero no combinar el plan de una fábula por sencilla que fuese.

Débilmente enlazadas con el propósito general del libro están las partes tercera y cuarta, en que respectivamente se discurre sobre las complisiones de los hombres y la disposición que tienen para amar ó ser amados, y se impugna, sin venir muy á cuento, la creencia vulgar en hados, fortuna, horas menguadas, signos y planetas. El interés literario de estas partes es menor también; pero en la viva y pintoresca descripción de los temperamentos y en el curiosísimo pasaje que enumera las trapacerías y embustes de los hipócritas llamados begardos y fratricellos, volvemos á encontrar al maligno observador y al ardiente y vigoroso satírico.

Todavía no hemos dado el verdadero título de la obra heterogénea y abigarrada del Arcipreste, y es porque en realidad no le tiene. El autor, por una de sus genialidades, no quiso ponérsele: «Sin bautismo sea por nombre llamado Arcipreste de Talavera donde quier que fuere levado». Á pesar de tan terminante declaración, los impresores le rotularon cada cual á su manera: «El Arcipreste de Talavera que fabla de los vicios de las malas mujeres et complexiones de los hombres»; «Tratado contra las mujeres que con poco saber, mezclado con malicia, dicen é facen cosas non debidas»; «Reprobación del loco amor»; «Compendio breve y muy provechoso para informacion de los que no tienen experiencia de los males y daños que causan las malas mujeres»; y finalmente, Corbacho, que fué el título que prevaleció, sin duda por más breve, aunque puede inducir á error sobre el origen y carácter del libro de Alfonso Martínez, amenguando su indisputable originalidad.

[cxvii]

Generalmente se le clasifica en el grupo numeroso de libros compuestos durante el siglo XV, ya en loor, ya en vituperio del sexo femenino, inspirados todos evidentemente por dos muy distintas producciones de Juan Boccaccio, que en las postrimerías de la Edad Media era muy leído en todas sus obras latinas y vulgares, y no solamente en el Decameron, como ahora acontece. Estos dos libros son Il Corbaccio ó Laberinto d'Amore, sátira ferocísima, ó más bien libelo grosero contra todas las mujeres para vengarse de las esquiveces de una sola, y el tratado De claris mulieribus, primera colección de biografías exclusivamente femeninas que registra la historia literaria. Tan extremado es en este segundo libro el encomio (aunque mezclado no rara vez con alguna insinuación satírica) como extremada fué la denigración en el primero. Uno y otro tratado, recibidos con grande aplauso en Castilla, alcanzaron imitadores entre los ingenios de la brillante corte literaria de D. Juan II, dividiéndolos en opuestos bandos.

Pero basta comparar cualquiera de estos libros con la Reprobación del amor mundano para comprender que pertenece á otra escuela y á un género muy diverso. Tómese, por ejemplo, el Triumpho de las donas, de Juan Rodríguez del Padrón, escrito con el deliberado propósito de refutar «el maldiciente et vituperoso Corbacho, del non menos lleno de vicios que de años Boccaccio», y se verá que, salvo un curioso pasaje sobre las modas afeminadas de los galancetes de su tiempo, aparta los ojos de la realidad contemporánea para probar en forma escolástica, y nada menos que con cincuenta razones y grande aparato de autoridades divinas, naturales y humanas, la mayor excelencia de la mujer sobre el hombre. Otros apologistas del sexo femenino acuden al arsenal de los ejemplos históricos, como lo hace Mosén Diego de Valera en su Defensa de virtuosas mujeres, y más metódicamente D. Álvaro de Luna, en su Libro de las virtuosas é claras mujeres, donde por un escrúpulo de inoportuna galantería nada quiso decir de sus contemporáneas, prefiriendo discurrir en elegante prosa acerca de las mujeres del antiguo Testamento, las santas del Martirologio y las heroínas de las edades clásicas de Grecia y Roma. El Arcipreste de Talavera nada tiene que ver con estas apologías y polémicas. En realidad tampoco es un escritor misógino; su libro, en el propósito á lo menos, no debía ser una invectiva contra las mujeres, sino un preservativo contra las locuras del amor mundano. Digo que esto debía ser; pero no afirmo que esto sea, porque la condición picaresca y maleante del Arcipreste, la cínica libertad con que escribió y el desenfado con que se burla de sí propio y de los demás, echan á perder de continuo todo el fruto de sus pláticas y exhortaciones, y hasta nos hacen dudar de la sinceridad de su celo por las buenas costumbres. Parece que encuentra más curioso y divertido el espectáculo de las malas. Ya receló él que muchos capítulos parecerían poco serios, como ahora suele decirse: «Consejuelas de viejas, patrañas o romances, e algunos entendidos reputarlo han á fablillas e que non era libro para la plaza». ¿Qué pensar, por ejemplo, del extraño epílogo, donde después de referir un sueño en que se le aparecen las mujeres para vengarse[cxviii] de él, martirizándole con «golpes de ruecas e chapines, puñadas e remesones», acaba por pedirlas perdón, y cierra el volumen con esta nota de picante humorismo?: «Dios lo sabe, que quisiera tener cabe mí compañía para me consolar. ¡Guay del que duerme solo!... ¡Guay del cuitado que siempre solo duerme con dolor de axaqueca, e en su casa rueca nunca entra todo el año: este es el peor daño!»[174] ¡Digno remate para un libro de filosofía moral!

Por su temperamento literario, el Arcipreste no podía menos de gustar de las obras de Juan Boccaccio, y en efecto le cita varias veces y hasta le traduce en el largo debate entre la Fortuna y la Pobreza, que ocupa buen espacio en la parte cuarta de la obra del Bachiller Martínez[175]. También le menciona al tratar de los afeites femeniles, aunque se precia, y con razón, de haber profundizado la materia mucho más que él: «E aun desto fabló Juan Bocacio de los arreos de las mugeres e de sus tachas e cómo las encubren, no tan largamente». Pero comparados entre sí el Corbacho italiano y el castellano, no se advierte entre ellos más que una semejanza vaga y genérica, á lo sumo cierto aire de familia. Boccaccio emplea la forma alegórica, evoca el espectro del marido de la dama que le había desdeñado y le hace prorrumpir en una odiosa y repugnante invectiva contra su consorte, siendo esta venganza particular el principal objeto del libro. La sátira del Arcipreste es mucho más general y desinteresada, y por lo mismo más amena, regocijada y chistosa: emplea la forma directa, sin mezcla de visiones ni alegorías. «El Corbaccio del novelista de Certaldo (según acaba de escribir un crítico italiano) parte de un hecho individual; expone con profundo análisis psicológico una batalla interna de amor, es un libro de sentimiento que no ha prestado absolutamente nada á la obra de Alfonso Martínez. Lo único que puede ser materia de comparación, es decir, la sustancia de las acusaciones contra las mujeres, se deriva en el uno y en el otro del fondo común de la Edad Media»[176]. Tampoco hay relación ninguna directa entre los dos Corbachos y la sátira valenciana de Jaime Roig contra las mujeres (Libre de les dones), que si tiene algún modelo conocido es el poemita latino de Matheolus.

Quizá más que Boccaccio influyó en la parte doctrinal de la Reprobación del amor mundano el enciclopédico escritor catalán Fr. Francisco Eximenis. No puede dudarse que el Arcipreste de Talavera conocía su Libro de las Donas, puesto que el códice de tal obra existente en El Escorial fué de su propiedad y en él estampó su firma, aunque en fecha posterior á la de la composición del Corvacho[177]. Pero esto no es obstáculo para que le hubiese leído antes en otro ejemplar, y realmente es notable la semejanza en algunos pasajes, como el que citó Amador de los Ríos acerca de las galas de las mujeres[178].

[cxix]

Tales consideraciones en nada menoscaban el arranque genial de la obra del Arcipreste de Talavera. Es el único moralista satírico, el único prosista popular, el único pintor de costumbres domésticas en tiempo de D. Juan II. Su libro, inapreciable para la historia, es además un monumento de la lengua. Le faltó arte de composición, le faltó sobriedad y gusto, pero tuvo en alto grado el instinto dramático, la sensación intensa de la vida, y adivinó el ritmo del diálogo. El Bachiller Fernando de Rojas fué discípulo suyo, no hay duda en ello; puede decirse que la imitación comienza desde las primeras escenas de la inmortal tragicomedia. La descripción que Pármeno hace de la casa, ajuar y laboratorio de Celestina parece un fragmento del Corbacho. Cuando Sempronio quiere persuadir á su amo de la perversidad de las mujeres y de los peligros del amor, no hace sino glosar los conceptos y repetir las citas del Arcipreste. En el uno como en el otro, para probar cómo los letrados pierden el saber por amar, se alegan los ejemplos de David, Salomón, Aristóteles y Virgilio el Mago[179]. El Corbacho es el único antecedente digno de tenerse en cuenta para explicarnos de algún modo la perfección de la prosa de la Celestina. Hay un punto, sobre todo, en que no puede dudarse que Alfonso Martínez precedió á Fernando de Rojas, y es en la feliz aplicación de los refranes y proverbios [cxx]que tan exquisito sabor castizo y sentencioso comunican á la prosa de la tragicomedia de Calixto y Melibea, como luego á los diálogos del Quijote.

Puede decirse que el Arcipreste de Talavera, á la vez que abrió las puertas de un arte nuevo, enterró el antiguo género didáctico-simbólico. Raras veces aparece durante el siglo XV, y nunca puro: se combina con elementos caballerescos y acaso con la novelística italiana en el extraño mosaico de El Caballero Cifar, de que hablaremos luego; entra como elemento accidental en algunos libros morales, como los Castigos et doctrinas de un sabio á sus fijas[180]; pero las pocas ficciones morales y políticas que en la segunda mitad de aquel siglo pueden encontrarse tienen ya carácter marcadamente clásico, y denuncian la acción eficaz de otros modelos muy diversos de las colecciones orientales.

Tal acontece, por ejemplo, con dos opúsculos del cronista Alfonso de Palencia, uno de los primeros obreros del Renacimiento en España, traductor de Plutarco y de Josefo, historiador más sañudo que elegante de las cosas de su tiempo, autor del primer vocabulario latino-hispano que vió Castilla, obscurecido muy pronto por el de Antonio de Nebrija; varón, en suma, cuyos conatos fueron útiles, y que contribuyó en gran manera á ensanchar los dominios de la lengua patria y á darla majestad y nervio. Tales cualidades son las que principalmente recomiendan su novelita alegórica Batalla campal de los perros y lobos y su Tratado de la perfección del triunfo militar. Con decir que estas obrillas fueron compuestas primeramente en latín y traídas luego por su autor á nuestro romance, como ejecutó con otras suyas, puede sospecharse ya que se trata de ejercicios de estilo, sospecha que se confirma con la declaración del propio Palencia, que dice haberlas [cxxi]compuesto para «experimentar por estas fablillas cuánto valdría mi péñola en la historial composición de los hechos de España». No sin fundamento se ha sospechado, y el autor mismo parece insinuarlo, que es la Batalla campal una sátira política disfrazada. Si algo hay de esto, hemos perdido la clave; de todos modos, no puede referirse al período más turbulento del reinado de Enrique IV, puesto que fué compuesta muy á los principios de él, en 1457, cuando la guerra civil no había estallado ni era de temer aún. Leída sin prevención, la Batalla de los lobos es un grande apólogo, que, por su generalidad, puede aplicarse á cualquier batalla y contienda humana, y que da pretexto al autor para ejercitar la pluma en describir consejos militares, ardides y astucias de guerra, y poner pulidas arengas en boca de los animales, adiestrándose así para la narración histórica que iba á emprender en sus Décadas. Creemos que el valiente lobo Harpaleo, el rey Antarton y su esposa Lecada; el fuerte Halipa, capitán de los perros, y los demás personajes de esta fábula, no encierran misterio alguno en sus hechos ni en sus dichos. La raposa (Calidina) interviene en el libro como embajadora y va á notificar la guerra á los perros como faraute; pero no parece de la misma casta que la diabólica zorra de los poemas franceses, y es asimismo independiente de la tradición del Calila y Dimna seguida por Ramón Lull. Los elementos que combina Alonso de Palencia pertenecen todos á la fábula esópica, y quizá tuvo presente también la Batracomiomaquia, que cita al principio: «Fizo lo semeiante el muy artificioso y muy grande Homero, sabidor en todas las artes, el cual antes que començase escribir la Iliada, muy fondo piélago de grandes y maravillosas batallas, compuso la guerra de las ranas y mures, sin dubda contienda entre animales viles, mas no con vil péñola escrita. E yo, cobdiciando seguir, o muy valeroso varón (su amigo Alfonso de Herrera, á quien dedica el tratado), el camino y doctrina de tan gran cabdillo, antes que pusiese la péñola en escribir los fechos de España, quise someter á tu sabia enmienda lo que sobre la guerra cruel entre los lobos y perros habida compuse».

Á esta novelita de animales siguió dos años después (1459) otra fablilla más importante por algunas curiosidades históricas que contiene y también por ser uno de los más antiguos ejemplares de la literatura militar española, que tanto había de florecer en la centuria décimasexta. Partiendo del principio de que los españoles brillan más por el valor que por la disciplina, y son «más aptos para exercitar las armas que sometidos á orden y obediencia, de donde proceden muchos inestimables daños e quizá menguas», personifica la milicia española en un mancebo llamado Exercicio, que va á buscar la enseñanza y la perfección del triunfo en Italia, y acaba por asistir en Nápoles á la gloriosa entrada de Alfonso V de Aragón (disfrazado con el nombre de Gloridoneo) en 26 de febrero de 1443. El libro, á pesar de la frialdad que pudiera recelarse de la continua presencia de figuras alegóricas, tales como la Discreción, la Prudencia, la Obediencia y el mismo Triunfo, es de amena y fácil lectura, y tiene todo el interés de un viaje por comarcas que el mismo Alonso de Palencia había recorrido y cuyas costumbres había observado sagazmente. Notable es bajo este aspecto la descripción de Barcelona, que «resplandece por un increíble aparato sobre las otras cibdades de España», aunque se encontraba entonces en cierta decadencia comercial, y un ciudadano le dijo que retenía solamente una faz afitada de lo que había sido. Así y todo, comparándola con la anarquía y postración de Castilla, no puede contener su entusiasmo y exclama: «Oh buen Dios, ya agora miro una çibdad situada en una secura, y en medio de la esterilidad es muy abundosa, y veo los cibdadanos vencedores sin tener natural apareio, y el pueblo[cxxii] poseedor de toda mundanal bienandanza por sola industria. Por cierto estos varones consiguen los galardones de la virtud, los cuales, por ser bien condicionados, poseen en sus casas riquezas; y por el mundo, fasta más léxos que las riberas del mar asiático, han extendido su nombre con honra, y con todo no piensan agora vevir sin culpa, mas afirman que su república es enconada de crímines. La semeiante criminacion procede de una sed de bien administrar; mas nosotros, demonios muy oscuros, demandamos guirlanda de loor viviendo en espesura de aire corrompido, y porfiamos perder todas las cosas que nos dio conplideras la natura piadosa, desdeñando los enxemplos de los antepasados y aviendo por escarnio lo que es manifiesto. Et por ende siguiendo este camino, me ha causado una cierta mezcla de cuyta y de alegría, ca tanto se me representa la oscuridad de los nuestros cuanto me deleyta mirar el resplandor de los otros»[181]. Esta imparcial y generosa apreciación de los catalanes por uno de los castellanos más ilustres del siglo XV es sin duda página histórica digna de recogerse, y muy propia del experto político que tan eficazmente trabajó después en la feliz unión de las dos coronas y en la regeneración política de Castilla bajo el cetro de los Reyes Católicos.

Prosiguiendo el Exercicio su viaje llega á París, donde queda encantado de la alegría y cordialidad de los franceses, describiendo su oficiosa y zalamera hospitalidad con vivísimos colores que parecen robados á la paleta del Arcipreste de Talavera. La misma rapidez en el diálogo, la misma fuerza expresiva en las palabras del huésped: «Sa, sa, Colin, Guillaume, Jacotin, fiebre cuartana te pueda luego matar. Guillaume, perezoso, tragón, piélago de vino, ¿por qué no corres? toma la rienda, ves aquí el caballo del señor. Vos, familiares embriagos, ¿por qué no levais dentro las cabalgaduras destos caballeros? El rodado ponedlo á la man derecha del establo porque es rifador, y el morzillo ponlo do quisieres, estará quedo. Tú, bestia campesina, ¿por qué no traes del vino? Trae, trae de aquel vino plazible, ¿sabes cuál digo? el colorado; lava prestamente los vasos; vé tú, trae lardo á la cocina, por cierto rancioso es... Veyste aquí los capones, veyste aquí las perdices, aquí tienes los palominos caseros muy gruesos, carnero castrado, ternera, y las tripas dél aparéialas con gran diligencia muy presto... ya el tiempo del yantar requiere la diligencia de los muy buenos familios (?); veys aquí especias. O señores, ¿sabe bien el vino? razonable creo que es. Trae, Colin, de aquello que á ninguno he mostrado, ¿sabes? en la cubilla, ya me entiendes, en la pequeña, que está á la man derecha de la bodega; grueso es, ó mis señores, grueso, amable, sin dubda su nombre es amable, no burlo; esto es. Ves aquí otro más delicado, de lo que más quisierdes mientras se apareia el maniar. O rosa bela, tú, Rogier, lieva el tenor; Jaques, guarda la contra, y yo lievo la voz del canto, ó rosa bela... yo bebo á vus, o alegre caballero de España»[182].

De Francia pasa el Exercicio á Lombardía y Toscana, y le sorprenden las maravillas del arte del Renacimiento, alegóricamente compendiadas en el palacio que la Discreción tenía á la falda del Apenino, morada no sólo de recreación, sino, que contenía además estudios de diversas disciplinas. Florencia, Siena, Perusa y Rímini son etapas de su camino. Los despedazados restos de la grandeza romana mueven á admiración y duelo su alma de humanista. «Iba cuasi fuera de su sentido por las carreras, afeadas [cxxiii]por miserable caida, en las cuales daban no pequeño empacho á los viandantes los pedazos rotos de muy grandes colunas y montones que de una parte y de otra estaban fechos de muros destroydos. Ya llegó delante del Capitolio, donde no vió, segund se falló escripto, aquella maiestad de la antigüedad y dignidad del señorío. Mas lo que había aun remanescido de las probrezas caidas se podía juzgar cuerpo de edificio muerto y afeado con llagas...»[183].

No nos detendremos en la parte militar del libro; baste decir que el autor tenía puestos los ojos en la legión romana, como era de esperar de sus estudios y aficiones, y aunque extraño al ejercicio de las armas, obedecía á aquel grande impulso que en los albores de la Edad Moderna iba á transformar el arte de la guerra con el ejemplo vivo de las campañas del Gran Capitán y con los preceptos de Maquiavelo.

Salvo algún ligero resabio de afectación retórica, el Tratado de la perfección del triunfo militar es uno de los libros mejor escritos del siglo XV. Alonso de Palencia vacia su frase en el molde latino; pero no desatentadamente y sin gusto, como lo habían hecho el traductor del Omero romanzado y el autor de los Trabajos de Hércules, sino con cabal conocimiento de ambas lenguas y con el tino suficiente para no romper á tontas y á locas el organismo gramatical de la nuestra. Educado por el obispo D. Alonso de Cartagena, que conservó cierta sobriedad en el latinismo, y familiarizado luego en Italia con la cultura clásica de primera mano, discípulo de Jorge de Trebisonda y familiar del cardenal Bessarión, llegó á adquirir una idea noble y alta del estilo, y si en sus obras latinas no llegó á realizarla, no fueron infelices sus conatos para imprimir en la lengua nativa un sello grave y majestuoso, una especie de dignidad romana, bastante bien sostenida. Y como al mismo tiempo era hombre de lozana fantasía, venció con talento las dificultades del género alegórico, amenizando sus razonamientos, que se deslizan con suave corriente y largos rodeos, á estilo ciceroniano. Páginas hay en el Triunfo y en la Batalla de los lobos y perros dignas de cualquier prosista clásico del tiempo del emperador Carlos V. Los Olivas, los Guevaras, los Valdés, tienen en él un precursor muy digno, aunque con las imperfecciones anejas al primer ensayo[184].

Anterior á los opúsculos de Alonso de Palencia es la Visión delectable de la filosofía y artes liberales, compuesta por el Bachiller Alfonso de la Torre para instrucción del príncipe de Viana; pero creemos que esta obra, una de las más notables que produjo el ingenio español en el siglo XV, no entra en el cuadro de la novela, aunque ofrezca cierta composición artística, del mismo modo que no se incluyen en la historia de la novela latina el libro de Marciano Capella, De nuptiis Mercurii et Philologiae, ni el De consolatione de Boecio, que parecen ser los dos modelos que el bachiller La Torre tuvo presentes. Su obra es una enciclopedia de carácter primordialmente científico, por más [cxxiv]que se desarrolle en forma de coloquios entre la Verdad, la Razón, el Entendimiento, la Sabiduría y la Naturaleza, y aparezcan personificadas todas las virtudes y todas las artes liberales. El fin didáctico se sobrepone al estético, y la obra entera merece figurar en los anales de la filosofía española más bien que en los de la ficción recreativa. Como texto de lengua científica, no tiene rival dentro del siglo XV; la grandeza sintética de la concepción infunde respeto; algunos trozos son de altísima elocuencia, y la novedad y atrevimiento de algunas de sus ideas merecen consideración atenta, que en lugar más oportuno pensamos dedicarlas[185].

Tampoco creemos que debe incluirse entre las novelas, sino entre los diálogos político-morales, el impropiamente llamado Libro de los pensamientos variables[186], que su autor, de quien sólo sabemos, por lo que él dice, que era «un pobre castellano con algo de portugués», dedicó á la Reina Católica con el loable fin de poner á sus ojos la opresión y servidumbre en que yacían los villanos y campesinos y excitar su celo justiciero contra los tiranos y robadores que habían estragado á Castilla en el infeliz reinado de Enrique IV. Valiéndose el anónimo escritor de una ficción que recuerda otras de los cuentos orientales é italianos, y que andando el tiempo inspiró á Lope de Vega su bellísima comedia El villano en su rincón, imitada en todos los teatros del mundo, presentaba á un rey perdido en la caza, que se encuentra con un rústico, de cuyos labios oye durísimas verdades. Es notable el atrevimiento de las ideas de este diálogo, que llega hasta discutir, por boca del rústico, el fundamento del derecho de propiedad y predicar una especie de colectivismo anárquico. «Los hombres, en este mísero mundo venidos todos, fueron igualmente señores de lo que Dios, antes de su formación, para ellos había criado, é desta manera, si honestamente dezir se puede, gran enemiga debemos haber é tener los tales como yo con los altos varones, pues forzosamente, habiéndose usurpado el señorío, nos han hecho siervos. É puesto que su magestad diga que aquesta larga é gran costumbre es ya vuelta en naturaleza, sepa que por aquellas leyes por donde lo dicho se principió, querríamos el contrario rehacer, porque toda cosa que con fuerza se haze, con fuerza deshazer se tiene». Verdad es que en la controversia con el Rey se templan mucho estas proposiciones, viniendo á parar todo en una inofensiva declamación contra las vejaciones y tropelías de que era víctima la clase labradora y contra el insolente lujo de los cortesanos. Puede creerse que el Rústico interlocutor de este diálogo sirvió de modelo para el Villano del Danubio, á quien hizo prorrumpir Fr. Antonio de Guevara en tan vehementes invectivas contra la tiranía del Imperio Romano.

Ignoramos el actual paradero de cierta novela alegórico-política, al parecer extensa y dividida en doce libros, compuesta en 1516 por autor anónimo, con el título de Regimiento de Príncipes ó gobierno del rey Prudenciano en el reino de la Verdad[187]. De este libro, dedicado al futuro Emperador Carlos V, sólo conocemos el curiosísimo pasaje relativo á la Inquisición, que publicó Llorente en los apéndices de su Historia[188] y que tiene trazas de estar muy modernizado en el lenguaje. Traslúcese que el autor era cristiano nuevo, y aunque no ataca de frente el Santo Oficio, pone de manifiesto sus abusos y propone algunas reformas ó innovaciones para asimilar sus procedimientos á los de los tribunales ordinarios.

La tradición de esta clase de libros de política recreativa y de enseñanza de príncipes no se interrumpió durante el siglo XVI, pero cada vez se hizo más fuerte en ellos la influencia clásica, quedando enteramente anulada la oriental. Tal acontece en el Marco Aurelio del obispo Guevara, visiblemente imitado de la Cyropedia de Xenofonte. Pero como el Relox de Príncipes, además de su intención pedagógica, tiene caracteres de novela histórica, reservamos para más adelante el dar razón de su contenido.

NOTAS:

[129] Publicada por D. Eduardo Saavedra en la Revista Histórica de Barcelona, febrero de 1876.

[130] Esta fecha consta al principio del libro mismo. «El qual libro fizo é acabó el noble rey el año que ganó á Tarifa».

El Libro de los Castigos fué publicado por D. Pascual de Gayangos en el tomo de Escritores en prosa anteriores al siglo XV.

[131] Arbol de la Ciencia, de el iluminado Maestro Raymundo Lulio. Nuevamente traducido y explicado por el teniente de Maestro de Campo general D. Alonso de Zepeda y Andrada... En Brusselas, por Francisco Foppens... 1663, pp. 323-378. Arbol Exemplical ó de Exemplos.

[132] El texto catalán, inédito hasta ahora, puede leerse en el tomo I de la excelente edición de las Obras de Ramón Lull... textos originales, publicados é ilustrados con notas y variantes por don Jerónimo Roselló: Prólogo y Glosario del Dr. M. Obrador y Bennasar (Palma de Mallorca, 1901). El original árabe existía todavía á fines del siglo XV, según resulta de los documentos relativos á la escuela luliana de Barcelona, que ha publicado D. Francisco de Bofarull (Barcelona, 1896).

[133] La traducción francesa del siglo XIV fué publicada en 1831 por Reinaud y Francisco Michel al fin del Roman de Mahomet. La existencia de la hebrea consta por la nota final de la francesa. La latina (Liber de gentili et tribus sapientibus) está en el tomo II de la grande edición maguntina dirigida por Ivo Salzinger (1722). De la castellana se conservan dos códices: uno en la Biblioteca Nacional y otro en el Museo Británico. «Este libro sacó é trasladó de lenguaje catalán en lenguaje castellano, en la cibdat de Valencia del señorio del Rey de Aragon, Gonzalo Sanchez de Useda, natural de la cibdad de Cordova, de los Regnos de Castilla. Acabólo de escrevir lunes XXIX dias del mes de março de la era de mil e quatrocientos e diez e seys años (de C. 1378)».

[134] «Seguint la manera del libre arabich del Gentil», es la frase, harto concisa, que emplea Lulio. Puede aludir á la primera redacción que hizo de su libro en árabe; pero no por estas palabras, sino por razones intrínsecas, es evidente la filiación del libro.

[135] Alude á los conocidos árboles simbólicos de la filosofía luliana, que efectivamente se hallan dibujados en los códices y en las ediciones de esta obra.

[136] Todos estos libros figuran, traducidos al latín, en los tomos II y IV de la edición maguntina.

[137] Véase la lindísima edición elzeviriana de D. Mariano Aguiló y Fuster en la Bibliotteca d'obretes singulars del bon temps de nostra llengua materna estampades en letra lemosina (Barcelona, Verdaguer, 1879).

[138] Histoire Littéraire de la France. Ouvrage commencé par des religieux bénedictins de la Congregation de St.-Maur et continué par des membres de l'Institut (Académie des Inscriptions et Belles-Lettres). Tomo 29. París, Imprenta Nacional, 1885, pág. 347.

Sabido es que en esta obra monumental figuran, no solamente los escritores nacidos en Francia, sino todos los que por algún concepto han influido en la cultura francesa de los tiempos medios. R. Lulio no podía faltar, como jefe de una escuela famosa que tuvo en Francia numerosos partidarios. La monografía que le concierne y ocupa la mayor parte de este volumen fué redactada en su mayor parte por Littré y terminada por Hauréau. Trabajo excelente y utilísimo desde el punto de vista de la erudición literaria, no satisface de igual modo las exigencias de la crítica filosófica, por la estrechez é intransigencia del criterio positivista y nominalista en que se informa, el menos adecuado para penetrar en el alma de un teólogo, de un metafísico y de un místico del siglo XIV.

[139] El verdadero texto catalán del Blanquerna no se ha impreso todavía, aunque existen de él dos ó tres códices más ó menos completos. De uno de ellos, perteneciente á M. E. Piot, publicó extractos el Sr. Morel-Fatio, en el tomo VI de la Romania (1877).

La edición de Valencia, 1521, por Juan Joffre, es un rifacimento de Mosen Juan Bonlabii, como ya lo anuncia la portada: Traduit y corregit ora novament dels primers originals, y estampat en llengua Valenciana.

De ella proviene, pero no exclusivamente, la traducción castellana del siglo XVIII, impresa en Mallorca:

Blanquerna, Maestro de la perfección cristiana en los estados de Matrimonio, Religion, Prelacia, Apostolico Señorio y Vida Eremitica. Compuesto en lengua lemosina por el iluminado Doctor, Martir invictissimo de Iesu-Christo y Maestro universal en todas Artes y Ciencias, B. Raymundo Lulio... Traducido fielmente ahora de el valenciano, y de un antiguo Manuscrito Lemosino en lengua castellana, 1749. Mallorca, imp. de la Viuda de Frau. 4.º.

Hay una reimpresión de Madrid, 1881-1882, dos volúmenes en 8.º con un breve prólogo mío.

Un breve pero atinado estudio sobre el Blanquerna hay en el libro de Adolfo Helfferich, Raymond Lull und die anfänge der catalonischen literatur (Berlín, J. Springer, 1858), pp. 114-118.

[140] En este mismo año de 1903 se ha reimpreso en Madrid la traducción castellana de este librito, por diligencia del insigne escritor mallorquín D. Miguel Mir.

[141] El texto catalán fué publicado por D. Jerónimo Roselló en dos volúmenes de la Biblioteca Catalana dirigida por D. Mariano Aguiló. Carece todavía de portada y preliminares, como los demás de tan preciosa colección.

Estando ya en prensa este pliego, recibo de Mallorca el tercer volumen de las obras lulianas, donde aparece nuevamente el Libro Félix, con un bello prólogo de D. Mateo Obrador.

Son raros en las colecciones lulianas los códices de esta obra. Seis únicamente menciona la Histoire Littéraire. Poseo otro del siglo XVII, que me legó D. José María Quadrado, de buena y gloriosa memoria.

Al castellano fué traducido por un lulista anónimo, acaso el mismo que interpretó el Blanquerna (Libro Felix ó Maravillas del Mundo. Compuesto en lengua lemosina por el Iluminado Doctor, Maestro y Martyr el Beato Raymundo Lulio Mallorquin, y traducido en Español por un Discipulo; puestas algunas notas para su mas fácil inteligencia) (Mallorca, 1750, imp. de la Viuda Frau), 2 ts. 4.º. Se atribuye esta versión al P. Luis de Flandes. Sobre una traducción francesa del siglo XV, que permanece inédita en un lujoso códice de la Biblioteca Nacional de París, puede consultarse la Historia Literaria de Francia (t. XXIX, pp. 345-362), que da algunos extractos.

[142] Véanse los excelentes trabajos de D. José R. de Luanco, Ramon Lull, considerado como alquimista (Barcelona, 1870), y La Alquimia en España (Barcelona, 1889-1897).

[143] «Era un bisbe luxurios qui amaua una dona qui molt amaua castedat. Moltes vegades hac pregada lo bisbe la dona que faes sa volentat, e la dona li deya totes les vegades ques partis de ella, e que no volgues donar a menjar al lop les ouelles que li eren comanades. En tan gran cuyta tenia lo bisbe la dona, que ella ne fo enujada, e secretament feu lo bisbe venir tot sols a la sua cambra, e en presencia de dues donzelles de la dona e de un seu nebot, despullas denant lo bisbe, e romas en sa camisa que era sutza de sutzetat vergonyosa a nomenar e a tocar. Com la bona dona li hac mostrada sa camisa, puxes sa despulla e mostras a ell tota nua, e dix li que si hauia uyls que guardas per qui perdia castedat e Deu, e auilaua lo cors de Ihesuchrist com lo sacrifficaua, e que guardas per que la volia fer venir en ira de Deu, e de son marit, e de sos amichs, e en blasme de les gents, e que fos enemiga de castedat e sotsmesa a luxuria. Hac lo bisbe gran vergonia e contriccio, e marauellas desa gran follia, e de la gran castedat e virtut de la dona, e fo puxes hom just e de santa vida. (Tomo II de la ed. de Roselló y Aguiló, pp. 54-55).

[144] Ein katalanisches Thierepos von Ramon Lull (Münich, 1872).

[145] Particularmente en los curiosos estudios del malogrado profesor D. Francisco de Paula Canalejas, que tuvo el mérito de llamar por primera vez la atención sobre estas semejanzas y relaciones de Raimundo Lulio y D. Juan Manuel (Revista de España, mayo y octubre de 1868).

También pecó de exageración el inolvidable D. Mariano Aguiló en estas palabras de su prólogo al Libre del Orde de Cauayleria: «En lo catorzen segle la gentil ploma de D. Juan Manuel, gran saltejadora de les obres de Ramon Lull, se apodera dest tractat y feusel seu sens anomenar a son autor».

Más imparciales están aquí los autores de la Histoire Littéraire: «Le Livre du Chevalier et de l'Ecuyer, de D. Juan Manuel, diffère beaucoup du traité de Lulle, et comme on peut s'y attendre de la part d'un tel auteur, est bien autrement original» (T. 29, p. 364). La frase, sin embargo, parece demasiado desdeñosa para Lulio, que es tan original como el que más, y el mismo Littré reconoce que el principio del libro fué fielmente reproducido, tanto por D. Juan Manuel como por el autor del Tirante.

[146] Don Juan Manuel, El Libro del Cauallero et del Escudero. Mit Einleitung, Anmerkungen und einem Anhang über den Sprachgebrauch Don Juan Manuels, nach der Handschrift neu herausgegeben von S. Gräfenberg. Erlangen, 1893, p. 449.

En esta correcta edición (tirada aparte de los Romanische Forschungen) debe leerse el Libro del Caballero et del Escudero. Para el de los Estados hay que recurrir todavía al tomo de Escritores en prosa anteriores al siglo XV en la Biblioteca de Rivadeneyra.

[147] Cuentos análogos remotamente á éste se hallan en las Novelas Turcas, traducidas por Petis le Croix; en el Libro de los cuarenta visires (Historia del jeque Chehabedin); en el Meshal-ha-Quad-moni de Isaac-ben-Salomon-ben Sahula, traducido por Steinchschneider (Manna, Berlín, 1847); en la historia de Kandu, traducida del sanscrito (Journal Asiatique, I, 3). Se derivan del cuento de don Juan Manuel, La Prueba de las Promesas, comedia de D. Juan Ruiz de Alarcón; un cuento del abate Blanchet, Le Doyen de Badajoz, puesto luego en verso por Andrieux; la comedia de Cañizares, Don Juan de Espina en Milán, y hasta cierto punto la comedia italiana traducida por D. M. A. Igual con el título de Sueños hay que lecciones son, y El Desengaño en un sueño, drama fantástico del Duque de Rivas. Basta este solo ejemplo para comprender la riqueza y variedad de comparaciones literarias que sugiere cualquiera de los capítulos de El Conde Lucanor.

[148] Cuarenta y nueve en la edición de Argote, porque suprimió el ejemplo que es 28 de la edición Gayangos: «De lo que conteció á D. Lorenzo Suarez Gallinato, cuando descabezó al capellán renegado». El códice S-34 de la Biblioteca Nacional añade un apólogo, pero no es seguro que pertenezca á D. Juan Manuel. Es la interesante leyenda del emperador soberbio (tomada del Gesta Romanorum), que dió argumento á una pieza anónima de nuestro teatro primitivo, Auto del Emperador Juveniano, y á la comedia de D. Rodrigo de Herrera, Del cielo viene el buen Rey. En el códice que fué de los condes de Puñonrostro hay otros dos apólogos que seguramente no pertenecen al Conde Lucanor: uno de ellos (el de El durmiente despierto de Las Mil y una noches) está incompleto al fin.

[149] Gesta Romanorum herausgegeben von Hermann Oesterley (Berlín, 1872).

[150] El Conde Lucanor. Compuesto por el excelentissimo principe don Iuan Manuel, hijo del Infante don Manuel y nieto del sancto rey don Fernando. Dirigido por Gonçalo de Argote y de Molina, al muy Illustre Señor Don Pedro Manuel, Gentil hombre de la Cámara de su Magestad, y de su Consejo. Impresso en Seuilla, en casa de Hernando Diaz. Año de 1575.

De esta edición son copias la de Madrid, por Diego Díaz de la Carrera, 1642; la de Stuttgart, 1840, dirigida por Keller, y la de Barcelona, 1853, con un prólogo de Milá y Fontanals.

Ninguno de los tres códices que Argote tuvo presentes para su edición ha llegado á nuestros días. Pero existen otros cinco: el de la Biblioteca de la Academia de la Historia, tres de la Biblioteca Nacional (incluyendo el que fué de Gayangos), y uno que, después de haber pertenecido á la casa de los Condes de Puñonrostro, vino últimamente á poder del ilustrado editor y tipógrafo suizo Eugenio Krapf, tan benemérito de la erudición española, á la cual había comenzado á prestar grandes servicios, lastimosamente interrumpidos por su repentina muerte.

En el tomo de Prosistas anteriores al siglo XV (B. Rivadeneyra) insertó Gayangos El Conde Lucanor, corrigiendo y completando el texto de Argote con el códice que él poseía. Sobre la base de ambos textos, el de Argote y el de Gayangos, hizo Krapf en Vigo su primera edición popular de El Conde Lucanor en dos pequeños volúmenes. El mismo Krapf reprodujo en 1902 el texto del códice de Puñonrostro, en elegantísima edición, salida también de sus prensas de Vigo.

De intento hemos reservado para el final la edición que debe consultarse con preferencia á todas. La dejó preparada el malogrado filólogo Hermann Knust, á quien debemos las mejores investigaciones sobre nuestros moralistas de los tiempos medios, y ha visto la luz pública después de su muerte. Su título es:

Juan Manuel. El Libro de los Enxiemplos del Conde Lucanor et de Patronio. Text und Anmerkungen aus dem Nachlasse von Hermann Knust. Herausgegeben von Adolf Birch-Hirschfeld. Leipzig, Dr. Seele et co. 1900.

Tomó Knust por base de su edición el códice S-34 de nuestra Biblioteca Nacional, que es el más autorizado, y contiene, además del Lucanor, todas las obras conocidas de D. Juan Manuel, y apuntó las principales variantes de los demás códices y de los impresos. Dan gran valor al comentario de Knust las amplias referencias á las fuentes y cuentos similares, pero en esta parte hay algo que añadir y mucho que expurgar.

El Conde Lucanor ha sido traducido al alemán por Eichendorff (1840), al francés por Puibusque (1854) y recientemente al inglés por James York, con el título de The Tales of Spanish Boccaccio (1896).

[151] Acerca de Ramón Vidal y sus lindos cuentos ó narraciones métricas, En aquell temps... Unas novas... Abril issi' e mays intruva... véanse Los Trovadores en España, de Milá y Fontanals (tomo II de sus Obras, pág. 233 y ss.). Visitó este trovador todas las cortes poéticas de España y del Mediodía de Francia, y es muy interesante la descripción que hace de la de Alfonso VIII de Castilla, «el rey más sabio que hubo de ninguna ley, coronado de prez, de sentido, de valor y de proeza»:

«Unas novas vuelh contar
Que auzi dir á un joglar
En la cort del pus savi rey
Que anc fos de neguna ley,
Del rey de Castela N'Anfos
E qui era conduiz e dos
Sens e valors e cortesía
E engenhs e cavalairia
Qu'el non era ohns ni sagratz
Mas de pretz era coronatz
E de sen e de lialeza
E de valor e de proeza».

En los fáciles versos de Ramón Vidal revive á nuestros ojos aquella brillante corte que oyó la novela del Castiá-gilós, y se levanta la gentil figura de Leonor de Inglaterra, «ceñido el manto rojo de cisclatón con listas de plata y leones de oro».

Los versos de Ramón Vidal ilustran la historia de la poesía provenzal más que su propia Poética. Por él conocemos la vida errante de los juglares, ocupados en llevar de una parte á otra versos y canciones, novas, saludos, cuentos y lays. Aunque suele lamentarse de la decadencia en que por falta de protección y mengua de liberalidad en los grandes señores comenzaba á verse en sus días la poesía lírica, nunca le faltaron Mecenas, como el caballero catalán Hugo de Mataplana, de cuyo castillo y de las fiestas que en él se daban hay una linda descripción en cierto poemita de R. Vidal, donde se presenta un arbitraje algo parecido al de las Cortes de Amor reales ó ficticias. (Vid. Mahn, Gedichte der Troubadours in Provenzalischer Sprache, II, p. 23 y ss. En aquell temp...).

Hay que recurrir á la incómoda edición de Mahn (donde el texto está escrito como prosa), porque Milá no quiso publicar íntegras ni ésta ni las otras narraciones de Ramón Vidal, por escrúpulos morales bastante fundados. Tenía nuestro poeta una casuística amorosa algo pedantesca y no poco laxa, basada principalmente en las sentencias de antiguos trovadores, tales como Bernardo de Ventadorn, Giraldo de Borneil, Arnaldo Marueil, etc. De ellos conserva la ligereza de tono y la falta de sentido ético; pero tanto en el fondo como en la forma, es visible la preocupación retórica de quien afectaba ser preceptista, así de urbanidad y buen tono cortesano como de gramática, mostrándose en lo uno y en lo otro nimio hasta el exceso é intransigente celador de las tradiciones aristocráticas de los finos amantes y los donadores valientes y corteses.

[152] Pamphile ou l'Art d'étre aimé. Comédie latine du Xº siécle, précedée d'une étude critique et d'une paraphrase par Adolphe Baudouin. París, Librairie Moderne, 1874.

Resulta de las investigaciones del Sr. Baudouin que se conservan manuscritos del Pamphilus (no anteriores al siglo XV) en las bibliotecas públicas de Basilea y Zurich, y que hubo otro en la de Strasburgo, el cual pereció en el incendio de 1870. Ediciones se citan hasta doce, todas de extremada rareza, impresas la mayor parte en los últimos años del siglo XV y primeros del XVI. La biblioteca de Basilea posee una que tiene escrita de letra antigua la fecha de 1473, pero parece por ciertos indicios que hubo otra anterior hecha en Auvergne hacia 1470. Brunet menciona las de Venecia, 1480; Roma, 1487; París, 1499; París, 1515; Roma, sin fecha, y otras dos sin lugar ni año.

En esta época, que fué la de gran boga del Pamphilus muy olvidado después, se publicaron además una paráfrasis francesa en verso con el texto latino al margen (París, 1494; París, 1545) y una Farsa di Pamphylo in lingua thosca (toscana), Siena, 1520. En estas primitivas ediciones no hay división de actos ni escenas, pero el humanista Juan Prot, cuyo Comento familiar, escrito para acompañar á la primera edición, se reprodujo en la de 1499 (fuente de la del Sr. Baudouin), notó ya el carácter dramático de la pieza y marcó perfectamente la división, aunque no la introdujese en su libro. Fué, pues, un retroceso, tanto en esta parte como en la pureza del texto, la edición que en Francfort, 1610, hizo Melchor Goldasto en un centón de obras eróticas falsamente atribuidas á Ovidio en la Edad Media (Ovidii Erotica et Amatoria opuscula... nunc primum de vetustis membranis et mss. codicibus deprompta et in lucem edita, diversa ab iis quæ vulgo inter ejus opera leguntur). Goldasto dividió caprichosamente el Pamphilus en 63 elegías.

He reimpreso el Pamphilus, con una advertencia, en el segundo tomo de la elegante edición de La Celestina, publicada por E. Krapf en Vigo, 1900.

[153] Vid. Histoire Littéraire de la France, tomo XXII, pp. 39-61, y el tercer tomo de la colección de du Méril, Poésies inédites du Moyen Âge... 1854 (pp. 350-445).

[154] Para evitar confusiones en que yo mismo he incurrido antes de ahora, debo advertir que el Pamphilus nada tiene de común con otro poema estrafalario titulado De Vetula, que en la Edad Media se atribuyó á Ovidio, suponiéndole encontrado en su sepulcro de Tomos, y que también figura en la colección de Goldasto. Esta obrilla, cuyo verdadero autor, según recientes investigaciones, fué Ricardo de Furnival, maestrescuela de la Catedral de Amiens en el siglo XIII, se divide en tres libros de carácter muy enciclopédico, con interesantes digresiones sobre los juegos, sobre la aritmética y la alquimia, sobre la natación, la pesca y la caza, en todo lo cual dice el autor que se ejercitaba Ovidio, después que renunció al amor, á consecuencia del tremendo chasco que le dió una vieja (de donde el título del poema), haciéndose pasar en la oscuridad de una cita amorosa por la dama á quien Ovidio cortejaba y de quien ella había sido nodriza. Este ridículo poema fué traducido al francés en el siglo XIV por Juan Lefèvre (Vid. La Vieille ou les dernières amours d'Ovide. Poëme français du XIVe siècle, traduit du Latin de Richard de Fournival par Jean Lefèvre. Publié pour la première fois et précedé de recherches sur l'auteur du Vetula par Hippolyte Cocheris, Paris, 1861).

[155] El texto del Archipreste debe leerse únicamente en la edición crítica de J. Ducamin (Libro de buen amor, Tolosa de Francia, 1891).

[156] Hállase en el tomo de Escritores en prosa anteriores al siglo XV, y como producción de aquella centuria le estudia también Amador de los Ríos en el tomo IV de su Historia de la literatura Española, pp 305 y ss.

[157] El Libro de Enxemplos por A. B. C. de Clemente Sánchez de Vercial. Notice et extraits par Alfred Morel Fatio (tomo VII de la Romanía, pp. 481-526).

[158] Véanse, sin embargo, las indicaciones copiosas y útiles del Conde de Puymaigre (Les Vieux Auteurs Castillans, 2.ª edición, 1890, pp. 107-116).

[159] Casi todos sus ejemplos han sido publicados por J. Cornu (Vieux textes portugais en la Romania, tomo XI) y por Teófilo Braga en sus Contos tradicionaes do Povo Portuguez, t. II, pp. 36-60.

[160] Recull de exemplis e miracles, gestes e faules e altres ligendes ordenades per A. B. C., tretes de un manuscrit en pergami del començament del segle XV, ara per primera volta estampades (son dos tomos de la Biblioteca Catalana de Aguiló, que carecen todavía de portada y preliminares).

[161] Lo demostró D. Cayetano Vidal y Valenciano en un artículo inserto en Lo Gay Saber, Barcelona, 15 de mayo de 1881.

[162] Le Present de l'homme lettré pour réfuter les partisans de la Croix, par Abd Alláh ibn Abd-Allâh, le drogman. Traduction française inedite. Paris, Ernest Leroux, editeur, 1886.

La apostasía de Fr. Anselmo ha sido puesta en duda por algunos de sus biógrafos (vid. especialmente el trabajo de D. Estanislao Aguiló en el Museo Balear, Mallorca, 1884); pero no sólo tiene en su apoyo la tradición franciscana (Crónica de la Santa Provincia de Cataluña, del P. Jaime Coll, Barcelona, 1738, t. I, lib. VI, cap. X) y la de los cronistas benedictinos que trataron de Fr. Pedro Marginet, compañero de Fr. Anselmo (véase especialmente á Finestres, Historia del Real Monasterio de Poblet, III, pág. 272); no sólo tiene apoyo en antiguas ediciones del Libro de los Consejos (por ejemplo, la que D. Fernando Colón adquirió en Medina del Campo en 1524), donde se dice del autor que «por su desventura fue cautivado de moros y levado á Túnez, donde con diversos tormentos ó temor dellos fue forzado renegar la santa fe católica», sino que ha recibido irrecusable confirmación con el hallazgo en el Archivo general de la Corona de Aragón de un salvoconducto dado á Turmeda por Alfonso V en 23 de septiembre de 1423, donde textualmente se lee: «quatenus non obstantibus quod fidem christianam, ut percepimus adnegasti, et propterea crimina plurima et enormia commissistis». Del mismo documento se infiere que el renegado mallorquín vivía entregado á la poligamia, puesto que el salvoconducto se extiende á sus mujeres, hijos é hijas: «Affidamus et assecuramus vos dilectum filium nostrum fratrem Entelmum Turmeda, alias Alcaydum Abdalla, ita quod libere et secure et absque impedimento, novitate et detrimento cujuscumque, cum quibusvis navibus, galeis, bergantinis et aliis fustibus marinis, tam christianorum quam sarracenorum, et tam nobis amicorum quam inimicorum, possitis et libere valeatis, una cum uxoribus, filiis et filiabus, servitoribus et servitricibus sarracenis et christianis... recedere a civitate seu portu Tunici». Ha publicado este importantísimo documento el joven y erudito presbítero D. P. M. Bordoy Torrents en la Revista Ibero-Americana de Ciencias Eclesiásticas (octubre de 1901).

Lo que añade la tradición, y no resulta confirmado hasta ahora, es que, habiéndose arrepentido fray Anselmo y confesando en altas voces la fe católica que profesaba, el Rey de Túnez le descabezó por su propia mano. De todas suertes, el año de su martirio no pudo ser 1419, como dicen Torres Amat y otros, puesto que el salvoconducto de Alfonso V es de 1423.

[163] La que poseo, y de la cual me valgo para este ligero análisis, lleva el título siguiente:

La dispute d'vn asne contre Frere Anselme Turmeda, touchant la dignité, noblesse et preeminence de l'homme par deuan les autres animaux. Utile, plaisante et recreatiue à lire et ouyr. Il y a aussi una prophetie du dit Asne, de plusieurs choses qui sont advenues et aduienent encor iournellement en plusieurs contrées de l'Europe, dez l'an 1417, auquel temps ces choses ont esté escrites en vulgaire Espagnol, et depuis traduites en langue Françoise. Tout est reueu et corrigé de nouueau. A Pampelune, par Guillaume Brisson, 1606.

Esta portada es evidentemente falsa, y el libro debe de estar impreso en Lyon, como lo persuade la conformidad del apellido del impresor y la semejanza de los tipos con los de esta otra edición, que también he visto:

La disputation de l'asne contre frere Anselme Turmeda sur la nature et noblesse des animaux, faicte et ordonnée par le dit frere Anselme en la cité de Tunnies l'an 1417... Traduicte de vulgaire hespaygnol en langue françoyse A Lyon par Laurens Buysson, 1548.

No habiendo podido comparar los ejemplares que cita Brunet de Lyon, sin año, chez Jaume Jaqui, y de Lyon, 1540, chez D. Arnoullet, no puedo afirmar si son realmente distintos ó sólo varían en la portada. El mismo Brunet dice que la fecha del segundo es apócrifa, y hecha á mano en el ejemplar que fué del Duque de La Vallière. La dedicatoria del traductor G. Lasne está firmada en 7 de octubre de 1547. Todo induce, pues, á creer que no hubo edición anterior á esa fecha.

En contra de este libro salió otro titulado La revanche et contre dispute de frere Anselme Turmeda contre les bestes, par Mathurin Maurice (París, 1554).

El original catalán no ha sido descubierto hasta ahora, pero consta que D. Fernando Colón poseyó un ejemplar impreso (n.º 3.867 del Registrum). Disputa del Ase contra frare Enselm Turmeda, sobre la natura et nobleza dels animals, ordenat per lo dit Enselm... Imp. en Barcelona, año de 1509. Costó en Lérida 29 maravedis, año de 1512, por junio.

No puede afirmarse la existencia de una traducción castellana. La prohibición del Índice Expurgatorio puede referirse al original ó á la traducción francesa. El vulgar español de que ésta se hizo no ha de entenderse del castellano, sino del catalán. Son terminantes las palabras del traductor en el prólogo: «Aussi que le dit libre est escrit en vraye langue cathalaine, qui est fort barbare, estrange et eloignée du vray langage castillan, par moy quelquefois practiqué».

[164] Sin llegar, ni mucho menos, á tan feroces demasías, asoma de vez en cuando en el mismo Libre de bons ensenyaments, la tendencia satírica de Fr. Anselmo contra sus cofrades:

...«no t'fies massa de vestiment
qui burell sia.
.................................
Ço que ohirás dir farás
E ço qu'els fan squivarás,
Daycells ho dich qu'han lo cap ras
Hoc e la barba.
.................................
Diners alegran los infants,
E fan cantar los capellans
E los frares carmelitans
A les grans festes.
Diners, donchs, vulles aplegar
Si'ls pots haver nols leixs anar,
Si molts n'hauras porás tornar
Papa de Roma.

Por otra parte, la doctrina de los Consejos dista mucho de ser irreprochable. En uno de ellos se recomienda sin ambages el empleo de la mentira.

Vulles tostemps dir veritat
De ço que serás demanat
Mas de cas de necessitat
Pots dir falçía.

[165] «Car vous liset l'Escriture, et ne l'entendez. Vous sçavez bien, que Salomon, qui a esté le plus sage que iamais ait esté entre les fils d'Adam dit en son Ecclesiaste chap. 3. Qui est celuy qui sçait si les ames des fils d'Adam montent en haut, et les ames des iumens et autres animaux descendent en bas? Comme s'il vouloit diré: nul ne le sçait, si non celuy qui les a creé. Et vous asseure, frere Anselme, que vostre parler est peu sage en cela. Voulez-vous determiner ce que Salomon met en doute, parlant sagement?» (p. 84).

[166] Hay, entre otras reminiscencias, el nombre de Trotaconventos: «Llámame á Trotaconventos, la vieja de mi prima, que vaya de casa en casa buscando la mi gallina rubia» (p. 120). Le cita expresamente en el cap. IV de la primera parte (p. 18): «E un exemplo antiguo es, el qual puso el Arcipreste de Fita en su tractado», y en el VIII de la tercera parte (p. 213), «Dice el Arcipreste: Sabyeza temprado callar, locura demasiado fablar».

El caso es digno de notarse, porque las citas del Arcipreste de Hita son rarísimas en los autores de la Edad Media. Sólo recuerdo la del Marqués de Santillana en su Prohemio, pero de paso y sin calificación alguna.

[167] Del segundo se hablará más adelante. Del Petrarca cita dos veces el Tratado de remediis utriusque fortunæ (pp. 139 y 162).

[168] Arcipreste de Talavera (Corvacho ó Reprobación del Amor Mundano), por el Bachiller Alfonso Martínez de Toledo. Lo publica la Sociedad de Bibliófilos Españoles. Madrid, 1901, pp. 118-120.

Esta edición, dirigida por el insigne erudito D. Cristóbal Pérez Pastor, tiene por base el códice iij-h-10 de la Biblioteca del Escorial, copiado por Alfonso de Contreras en 1466; pero como su texto no es intachable ni mucho menos, se han añadido las variantes de las dos primeras ediciones entre las seis antiguas que hasta ahora se conocen. Digo seis y no siete, porque la que se cita de Sevilla, 1495, sólo es conocida por una vaga mención, acaso equivocada, de Panzer. Las restantes son: a) Sevilla, por Meynardo Ungut Alemán y Stanislao Polonio, 1498; b) Toledo, por Pedro Hagembach, 1499; c) idem, por el mismo impresor, 1500; d) Toledo, 1518, por Arnao Guillén de Brocar; e) Logroño, por Miguel de Eguía, 1529; f) Sevilla, por Andrés de Burgos, 1547; todas en folio, á excepción de la última, que es en octavo y sumamente incorrecta.

La fecha en que el Arcipreste compuso su obra consta en el encabezamiento del códice escurialense: Libro compuesto por Alfonso Martínez de Toledo, Arcipreste de Talavera, en hedat suya de quarenta annos, acabado á quince de Março, anno del Nascimiento de Nuestro Salvador Ihesu Xº de Mil e quatrocientos e treynta e ocho años.

Sobre el donoso pasaje de las lamentaciones del huevo y la gallina hizo Rodrigo de Reinosa unas coplas, que se imprimieron en un pliego suelto gótico, y son nuevo testimonio de la popularidad del Arcipreste: «Síguense unas coplas que hablan de cómo las mujeres, por una cosa de nonada, dizen muchas cosas; en especial, una mujer sobre un huevo con su criada».

Hay buenos extractos del Arcipreste en Lemcke, Handbuch der Spanischen Literatur (Leipzig, 1855), t. I, (pp. 105-117), que es el primer crítico que concedió á este autor la importancia debida. Véase también Wolf, Studien zur Geschichte der Spanischen und Portugiesischen Nationalliteratur (Berlín, 1859), pp. 232-235, y Puymaigre, La Cour littéraire de Don Juan II (París, 1873), tomo I, pp. 155-166.

[169] Págs 165 y 167.

[170] Quedan muy pocas noticias de él. Consta por una escritura que vivía aún en 1466. Por varias referencias de sus libros sabemos que hizo larga residencia en la Corona de Aragón, especialmente en Barcelona, donde estuvo dos años. Habla como testigo de vista de los terremotos de 1421 y 1428. Además de la obra que vamos examinando escribió una compilación histórica llena de curiosidades que se titula Atalaya de las Cronicas, y unas Vidas de San Isidoro y San Ildefonso, ilustradas con traducciones de algunos opúsculos de uno y otro Santo. Fué curioso colector de libros, y todavía existen algunos que le pertenecieron y llevan su autógrafo, entre ellos el Libro de las Donas, que citaré después, y el hermoso ejemplar de la Crónica Troyana, que hoy posee la Duquesa de Alba, y tiene al fin la siguiente anotación: «Et ego Alfonsus Martini, archipresbyter talaverensis domini nostri regis Joannis capelanus in decretis bachalaureus ac porcionarius eclesiae Toletanae eadem oriundus civitate capelanus idemque capelae regis sancii dictae eclesiae librum hoc scribi feci tempore supra scripto (alude á la fecha de 20 de mayo de 1448 que se estampa antes) propter dulcissimam latini sui ac stili necnon nobilissimi seriem et suavitatem. Deo gratias. A. Talaverensis porcionarius Toletanus».

[171] Gerson dice en el texto impreso, Juan de Ausim en el manuscrito, pero creo que se trata de la misma persona: «Tomé algunos notables dichos de un doctor de París, por nombre Juan de Ausim, que ovo algund tanto scripto del amor de Dios y de reprobacion del amor mundano de las mujeres» (p. 3). Y más adelante: «Tomando, como dixe, algunos dichos de aquel doctor de Paris que en un su breve compendio ovo de reprobacion de amor compilado para informacion de un amigo suyo, hombre mancebo que mucho amaba, veyendole atormentado e aquexado de amor de su señora» (p. 5).

[172] Págs. 124-125.

[173] Págs. 129-132.

[174] Pág. 330.

[175] «Otra razon te diré la qual Juan Bocacio prosygue, de la qual pone un exemplo tal. Dize que él, estando en Nápoles oyendo un dia licion de un grand filosofo natural maestro que ally tenia escuela de estrologia, el qual avia nombre Andalo de Nigro, de Genova cibdadano, leyendo la materia que los cielos en sus movimientos facen e de los cursos de las planetas e sus influencias, dixo esta razon: non deve poner culpa á las estrellas, signos e planetas cuando el causador busca su desaventura e es causador de su mal; e pone un enxemplo para probanza desta razon, el qual queriendolo entender alegoricamente, tiene en sy mucha moralidad, quien en él bien pensare, aunque á primera vista paresca patraña de vieja. E el ensemplo es este...». (Págs. 285-317).

[176] I primi influssi di Dante del Petrarca e del Boccaccio sulla Letteratura Spagnuola. Saggio di Bernardo Sanvisenti, Milán, 1902, pág. 318.

[177] «Este libro es de Alonso Martínez, arcipreste de Talavera, racionero en la iglesia de Santa María de Toledo, comprado en xxvj d'agosto de 48 años de mas de mil CCCC en Toledo. Quinientos maravedis, et otro libro, Alfonsus Talaverensis, porcionarius Toletanus».

[178] «¿Qué diremos de las mugeres presentes, que se fasen desir mujeres del tiempo, mujeres de la guisa, mujeres de la ventura e mujeres de la arte? Que van con nuevos tajos de vestiduras e con enamorados gestos, que vuelven los ojos acá et allí, van juntas brazo por brazo et se muestran todas las joyas, si bien no es dia de mercado; que cuando se muestran, colean et cabecean más espesso que la sierpe, et fasen á todos los maridos bestias et más que locos... et traen las cejas pintadas en arco, et coloradas con catorce colores; que de cabeza á pies son remifadas, et non les fallesce solo vn chaton; que todas van enjoyadas, todas almiscadas et con olores de tunique; solamente de punta tocan en el suelo, quando van, et los chapines con polaynas, et de verano guantes dorados en las manos...». (Cap. XXIV del tratado 3.º de la primitiva versión castellana del Libro de las Donas, distinta de la que luego se imprimió con el título de Carro de las Donas. Apud Amador de los Ríos, Historia de la literatura española, t. VI, p. 283).

Curioso es, sin duda, el pasaje de Eximenis, pero ¡qué frío y seco parece al lado de los atrevidos toques y ardientes pinceladas del Arcipreste de Talavera! Este era un poeta á su modo; Eximenis, un moralista.

Una cita de su Vita Christi hallamos también en el Corbacho, nuevo argumento de lo familiares que eran á Alfonso Martínez las obras del franciscano catalán: «segund en el libro de Vita Christi dixo maestre Francisco Ximenes, frayle menor» (pág. 235).

[179] El cuento de Aristóteles enamorado procede, como es sabido, de un fabliau francés (Lai d'Aristote). Véase cómo le aprovecha el Arcipreste: «E demas Aristotyles, uno de los letrados del mundo e sabidor, sustentó ponerse freno en la boca e silla en el cuerpo, cinchado como bestia asnal, e ella, la su coamante, de suso cavalgando, dándole con unas correas en las ancas. ¿Quién non debe renegar de amor sabiendo que el loco amor fizo de un tan grand sabio, sobre cuantos fueron sabios, bestia enfrenada andando á cuatro pies?»

La leyenda de Virgilio es todavía más famosa; pero copio la versión del Arcipreste, porque no la cita más que por referencia Comparetti en su admirable libro Virgilio nel Medio Evo:

«¿Quién vido Vergilio, un hombre de tanta acucia e ciencia, cual nunca de mágica arte nin ciencia otro cualquier o tal se sopo nin se vido nin falló, segund por sus fechos podrás leer, oyr e veer, que estuvo en Roma colgado de una torre a una ventana, a vista de todo el pueblo romano, solo por dezir e porfiar que su saber era tan grande que mujer en el mundo non le podía engañar? E aquella que le engañó presumió contra su presuncion vana cómo le engañaría, e así como lo presumió lo engañó de fecho: que non ha maldad en el mundo fecha nin por facer que á la mujer mala deficile á ella sea de esecutar e por obra poner... Pero non digamos de los engaños que ellas rescibieron, resciben e rescibirán de cada dia por locamente amar, pues el susodicho Virgilio sin penitencia non la dexó que mucho bien pagó a su coamante, que apagar fizo en una hora, por arte mágica, todo el fuego de Roma, e vinieron á encender en ella todos fuego, que el fuego que el uno encendia non aprovechaba al otro, en tanto que todos vinieron á encender en ella fuego en su vergonçoso logar e cada cual para sí, por venganza de la desonrra que fecho avia á hombre tan sabio» (págs. 49-53).

Más adelante trae otra variante de la misma leyenda, atribuyéndosela á un personaje español, al almirante D. Bernardo de Cabrera:

«Mas te diré, que yo vi en mis dias enfinidos hombres, y aun fembras sé que vieron á un hombre muy notable, de casa real e cuasi la segunda persona en poderío en Aragon, mayormente en Çezylia, por nombre mosen Bernad de Cabrera, el cual estado en cárceles preso por el rey e reyna, porque facia en Çeçilia mucho mal e daño al señor rey, por cuanto tenia por sí muchos castillos e logares fuertes e non andaba á la voluntad del rey, fue preso; e por lo aviltar e desonrrar fizieron con una mujer que él amaba que le consejase que se fuese e se escolase por uña ventana de una torre do preso estaba, para ir á dormir con ella, e después que se fuese e fuyese desde su casa; esto por enduzimiento del rey, e ella que le plogo de lo facer. E él creyendo la mujer, pensando que le non engañaría, creyola e tomó una soga que le ella envió. E el que le guardaba dióle logar á todo e dexóle limar el cerrojo de la ventana, e començó á descender por la torre abaxo e enmedio de la torre tenia una red de esparto gruesa, abyerta, que allá llaman xábega, con sus arteficios. E cuando fue dentro en la red, cerráronla e cortaron las cuerdas los que estaban dalto en la ventana, e asi quedó alli colgado fasta otro dia en la tarde que le levaron de allí sin comer nin beber. E todo el pueblo de la cibdad e de fuera della, sus amigos e enemigos, le vinieron á ver allá, donde estaba en jubon como Virgilio, colgado».

[180] Publicado por Knust en la colección de los Bibliófilos Españoles (Dos obras didácticas y dos leyendas), 1878, págs. 249-295. Contiene la historia de Griselda, pero no tomada de la última novela del Decameron, sino de uno que llama «libro de las cosas viejas», donde sin duda estaba muy abreviada.

[181] Págs. 41-42 de la reimpresión.

[182] Págs. 44-47.

[183] Pág. 102.

[184] Las primeras ediciones de estos opúsculos de Alonso de Palencia, impresas en caracteres góticos á fines del siglo XV, sin año ni lugar de impresión, son de extremada rareza. De la Batalla campal de los perros y lobos no se conoce más ejemplar que el de la Biblioteca de Palacio, procedente de la Mayansiana. Eli original latino de la Perfección del triunfo militar se guarda en un códice de la Biblioteca Capitular de Toledo. De la versión castellana hay un ejemplar impreso en la Biblioteca Nacional y otro poseyó Salvá. Ambos tratados fueron reimpresos en la colección de Libros de antaño (tomo V, 1876) por el docto y malogrado académico D. Antonio María Fabié, con un buen estudio biográfico y un glosario.

[185] Por ejemplo, su teoría del profetismo, muy semejante á la de Maimónides; sus ideas sobre el entendimiento agente, más afines á las de Avempace y Algazel que á las de los escolásticos; su doctrina de las tres vidas del hombre, que reaparece en muchos místicos; sus ideas sobre la música, que para él es una especie de metafísica latente, como para Schopenhauer; su clasificación de las lenguas en guturales, paladiales y dentales; sus ideas sobre la palabra, que son las de la escuela tradicionalista, etc.

[186] Hállase en un códice de la Biblioteca Nacional (S. 219), y fué publicado por Amador de los Ríos en los apéndices al tomo VII de su Historia crítica, pp. 578-590. El extraño título con que se le designa en loa antiguos índices se debe al encuadernador, y sólo tiene relación con las primeras frases del tratado, que realmente es acéfalo.

[cxxv]

IV

Breves indicaciones sobre los libros de caballerías.—Su aparición en España.—Ciclo carolingioTurpín», «Maynete», «Berta», «Reina Sevilla», «Fierabrás», ETC.).—Influencia de los poemas italianosReinaldos de Montalbán», «Espejo de Caballerías», ETC.).—Asuntos de la antigüedad clásicaCrónica Troyana»).—Novelas greco-orientalesPartinuplés», «Flores y Blancaflor», «Cleomedes y Clarimonda», «Pierres y Magalona», ETC.).—Novelas variasOliveros de Castilla y Artús de Algarbe», «Roberto el Diablo», ETC.).—El ciclo de las Cruzadas en la «Gran conquista de Ultramar» («El Caballero del Cisne»).—Otras novelas de los siglos xiv y xv.—El ciclo bretón en EspañaTristán», «Lanzarote», «Demanda del Santo Grial», «Baladro del Sabio Merlín», «Tablante y Jofre»).—Carácter exótico de toda esta literatura.

Nadie espere encontrar en el presente bosquejo de nuestra primitiva novela un tratado completo y formal sobre los libros de caballerías. Esta materia vastísima y sobremanera compleja debe ser estudiada aparte y con toda la extensión que su importancia requiere. La investigación comenzada por Gayangos en 1857 va á ser continuada en dos ó tres volúmenes de la presente Biblioteca por un joven erudito, de grande ingenio y saber, á quien sus primeros trabajos han dado ya muy honorífico puesto entre los cultivadores de nuestra historia literaria. De buena voluntad hubiese dejado yo enteramente intacta la materia caballeresca para que dignamente la ilustrara el Sr. D. Adolfo Bonilla y San Martín, si no me detuviese la consideración de que, omitiendo por completo esta [cxxvi]enorme masa de libros, quedaría incompleta la historia de la novela en uno de sus puntos capitales, y nos faltaría la clave para explicar sus transformaciones posteriores. Pero como no gusto de meter la hoz en mies ajena, y menos cuando ha de ser tan bien espigada, procederé aquí muy rápidamente, trazando sólo las líneas generales del cuadro, sin entrar en una exposición detallada ni en un examen crítico, que aquí serían de todo punto imposibles. Lo que procuraré establecer con claridad es la clasificación y deslinde de los diversos ciclos y grupos de novelas, la época precisa de su aparición en España y la cronología de su desenvolvimiento.

Los libros de caballerías, á pesar de su extraordinaria abundancia, que excede con mucho á todas las demás novelas juntas de la Edad Media y del siglo XVI, no son producto espontáneo de nuestro arte nacional. Son una planta exótica que arraigó muy tarde y debió á pasajeras circunstancias su aparente y pomposa lozanía. Muchos de ellos son traducciones, otros, imitaciones muy directas; pero es cierto que en el Amadís, en el Tirante, en los dos Palmerines, el género se nacionalizó mucho, hasta el punto de parecer nuevo á las mismas gentes que nos le habían comunicado y de imponerse á la moda cortesana en toda Europa durante una centuria. Una reacción del genio hispano, encarnándose en su hijo más preclaro, mató y enterró para siempre tan enorme balumba de fábulas; la misma facilidad con que desaparecieron y el profundo olvido que cayó sobre ellas indican que no eran verdaderamente populares, que no habían penetrado en la conciencia del vulgo, aunque por algún tiempo hubiesen deslumbrado su imaginación con brillantes fantasmagorías. Había, con todo, en algunos de esos libros una parte de invención española, de originalidad y creación, aunque fuese subalterna. El autor del Amadís, sobre todo, digno de ser cuidadosamente separado de la turba de sus satélites, hizo algo más que un libro de caballerías á imitación de los poemas del ciclo bretón: escribió la primera novela idealista moderna, la epopeya de la fidelidad amorosa, el código del honor y de la cortesía, que disciplinó á muchas generaciones. Fué, sin duda, un hombre de genio, que combinando y depurando elementos ya conocidos y todos de procedencia céltica y francesa, creó un nuevo tipo de novela más universal que española, que en poco ó en nada recuerda el origen peninsular de su autor, pero que por lo mismo alcanza mayor transcendencia en la literatura del mundo, á la par que es gloria de nuestra raza el haberle impuesto á la admiración de las gentes con una brillantez y una pujanza que ningún héroe novelesco logró antes de Don Quijote.

No hay para qué entrar en inútiles disquisiciones sobre el origen de la literatura caballeresca. No procede de Oriente ni del mundo clásico, por más que puedan señalarse elementos comunes y hasta creaciones similares. Nació de las entrañas de la Edad Media, y no fué más que una prolongación ó degeneración de la poesía épica, que tuvo su foco principal en la Francia del Norte, y de ella irradió no sólo al Centro y al Mediodía de Europa, sino á sus confines septentrionales: á Alemania, á Inglaterra y á Escandinavia, lo mismo que á España y á Italia. Pero esta poesía, aunque francesa por la lengua (muy lejana por otra parte del francés clásico y moderno), era germánica unas veces y otras céltica por sus orígenes, y más que la poesía particular de una nación cuya unidad no estaba hecha, fué la poesía general del Occidente cristiano durante los siglos XII y XIII. Independientes de ella, pero recibiendo su influjo, florecieron otras epopeyas como la de Alemania y la de Castilla; se vigorizaron en todas partes las tradiciones heroicas; se despertó el genio poético de algunas razas que parecían próximas á desaparecer de la[cxxvii] historia; germinaron en confuso tropel los símbolos de olvidadas mitologías, convertidos en personajes y acciones humanas; la fecunda dispersión del mundo feudal se tradujo en el enmarañado cruzamiento de ciclos y subciclos, y en medio de tal anarquía, un ideal común de vida guerrera brilló en medio de las tinieblas de la Edad Media. Esta gran poesía narrativa tuvo por primer instrumento la forma métrica, asonantada al principio y rimada después; pero en los tiempos de su decadencia, desde la segunda mitad del siglo XIII, y mucho más en el XIV y en el XV, cuando el instinto creador había huido de los juglares, cuando la amplificación verbosa y la mala retórica habían suplantado á la poesía, cuando las narraciones no se componían ya para ser cantadas sino para ser leídas, cuando se había agrandado en demasía el público sin mejorarse la calidad de él, y á la vez que la aristocracia militar, avezada ya á los refinamientos cortesanos y á los artificios del lirismo trovadoresco y de las escuelas alegóricas, volvía desdeñosamente la espalda á las gestas nacionales, comenzaba la burguesía á apoderarse de los antiguos relatos, imprimiéndoles un sello vulgar y pedestre; la Musa de la Epopeya se vió forzada á descender de su trono, calzó el humilde zueco de la prosa, y entonces nacieron los libros de caballerías propiamente dichos. No hay ninguno entre los más antiguos, ni del ciclo carolingio, ni del ciclo bretón, ni de los secundarios, ni de las novelas aisladas, ni de las que toman asuntos de la antigüedad ó desarrollan temas orientales y bizantinos, que no sea transformación de algún poema existente ó perdido, pero cuya existencia consta de una manera irrecusable.

De esta ley se eximió la epopeya castellana, que por su carácter hondamente histórico no engendró verdaderas novelas (á excepción de la Crónica del Rey Don Rodrigo, que examinaremos más adelante), sino que se disolvió en cantos breves ó se perpetuó en la forma histórica directa, penetrando en la prosa de las Crónicas y siendo tenida en concepto de historia real aun por los analistas más severos: tal era de verídico y sencillo su contexto, tal su penuria de elementos maravillosos y tan llana y sincera la representación de la vida. Los romances, por una parte, y por otra las grandes compilaciones históricas, á partir de la de Alfonso el Sabio, recogieron el tesoro de los Cantares de Gesta, muy pocos de los cuales poseemos en su forma primitiva, y le salvaron en cuanto á la integridad y á la sustancia. Fué una transformación análoga, pero no igual, á la que experimentaron los poemas franceses. Hubo con el tiempo breves crónicas para uso del pueblo, verdaderos libros de cordel sobre Bernardo, Fernán González, los Infantes de Lara y el Cid, que todavía corren en manos de nuestro vulgo; pero no añaden circunstancias novelescas al relato, son meros extractos torpemente sacados de las crónicas más amplias. Bajo este aspecto, la crónica popular del Cid no representa un libro distinto de la impresa por Belorado. Sólo en Portugal, y muy tardíamente (¡en el siglo XVIII!), se prolongó con cierto desarrollo novelesco la leyenda de Bernardo, por capricho particular de un escritor[189].

[cxxviii]

Después de los temas nacionales, ningunos más divulgados en la vieja literatura española que los del ciclo carolingio, como lo atestiguan los numerosos romances, algunos bellísimos, que nos cuentan las andanzas de sus principales héroes, muy españolizados á veces y tratados con tanto amor como si fuesen compatriotas. Estos romances en su forma actual no son anteriores al siglo XV, pero el grado de elaboración que en ellos alcanza la materia épica, la gran distancia á que se encuentran de sus originales ultrapirenaicos, hasta el punto de ser difícil reconocerlos, hace evidente que descansan en una poesía anterior, en verdaderos Cantares de Gesta, compuestos libremente en España sobre temas traídos por los juglares franceses ó provenzales.

Había entre nosotros particulares motivos para que fuese en algún tiempo grata la canción épica de los franceses. Su sentido era religioso y patriótico. Hablaba de empresas contra infieles, y el más antiguo y más bello de sus poemas tenía por teatro la misma España, aunque muy vaga é imperfectamente conocida. En el centro de esta floresta épica de tan enmarañada vegetación descollaba, como majestuosa encina entre árboles menores, la figura del grande Emperador, que por varios conceptos había sonado en nuestra historia y cuyo nombre aparece enlazado desde muy antiguo con la leyenda compostelana. Las nuevas de Roncesvalles y de las empresas de Carlomagno llegaron á nuestra Península por dos caminos, uno popular, otro erudito, pero derivados entrambos de la poesía épica de allende el Pirineo, cuyas narraciones eran ya muy conocidas en España á mediados del siglo XII. La Chanson de Rollans, ó alguna de sus variedades, fué de seguro entonada mucho antes por juglares franceses y por devotos romeros, que precisamente entraban por Roncesvalles para tomar el camino de Santiago, cuya peregrinación era el lazo principal entre la España de la Reconquista y los pueblos del centro de Europa, que así empezaron á comunicarnos sus ideas y sus artes. Aquel gran río que periódicamente se desbordaba sobre la España del Norte tenía en Galicia su natural desembocadura, y en Galicia hemos de buscar los primeros indicios de la tradición épica francesa, algo españolizada ya. Precisamente en Santiago, y entre los familiares de la curia afrancesada de los Dalmacios y Gelmírez, se forjó, según la opinión más corriente, la Crónica de Turpín, que es uno de los libros apócrifos más famosos del mundo, y sin género de duda el primer libro de caballerías en prosa, aunque no vulgar, sino latina y de clerecía.

Los dos sabios críticos que de un modo más cabal y satisfactorio han tratado de este libro[190] convienen, aunque en otras cosas estén discordes, en distinguir en él dos partes de muy diverso contenido y carácter, ninguna de las cuales, por supuesto, puede ni remotamente ser atribuida al Arzobispo de Reims, Turpín, muerto hacia el año 800, sino á dos falsarios muy posteriores. Los cinco ó seis primeros capítulos poco ó nada tienen que ver con las narraciones épicas; es cierto que hablan del sitio de Pamplona, cuyos muros se derrumban ante Carlomagno, como los de Jericó al son de las trompetas de Josué; pero el Emperador, más bien que como guerrero, aparece con el carácter de pío y devoto patrono de la iglesia de Santiago, cuyo camino abre y desembaraza de paganos, movido á tal empresa por la visión de la Vía Láctea tendida desde el mar de Frisia hasta Galicia y por sucesivas apariciones del mismo Apóstol. El autor insiste mucho en [cxxix]las iglesias que Carlos fundó y dotó, en los infieles que hizo bautizar, en los ídolos que derribó, dando sobre el de Cádiz noticias que concuerdan, como ha advertido Dozy, con las de los escritores árabes. Fundándose en los conocimientos geográficos, bastante extensos, aunque no muy precisos, que el autor demuestra de la Península, creyó Gastón París que estos capítulos podían ser de un monje compostelano del siglo XI; pero Dozy, no solamente los juzga posteriores en más de ochenta años á tal fecha, fundándose en varias circunstancias históricas, y entre ellas en la frecuente mención de los almoravides con el nombre de moabitas, sino que tiene por imposible que el autor fuese español, en vista del desprecio que manifiesta por todas las cosas del país y los vituperios que dice de los naturales, hasta contar, entre otras fábulas no menos absurdas, que casi todos los gallegos habían renegado, y que tuvo que rebautizarlos el Arzobispo Turpín, á excepción de los contumaces, que fueron decapitados ó reducidos á esclavitud. Si con esta denigración se compara el entusiasmo ciego del autor por la gente francesa, «optimam scilicet, et bene indutam et facie elegantem», resulta más y más confirmado el parecer de Dozy; es á saber: que los primeros capítulos del Turpín fueron compuestos por un monje ó clérigo francés residente en Compostela, el cual formaba de la rudeza española el mismo petulante juicio que los tres canónigos biógrafos de Gelmírez, por ejemplo.

Desde el capítulo VI en adelante, la Crónica de Turpín cambia de aspecto. No faltan en ella reminiscencias de los libros históricos de la Biblia, y hasta una controversia en forma teológica entre Roldán y el gigante Ferragut; no falta tampoco el obligado panegírico de la Iglesia de Compostela, para la cual el osado falsario reclama la primacía de las Españas, que le supone otorgada por Carlomagno en un concilio. Pero lo que predomina es el elemento épico, derivado de las gestas francesas, aunque transformado conforme al gusto de la literatura latino-eclesiástica. Reaparecen, pues, en el Pseudo-Turpín, y le debieron su crédito entre los letrados, la traición del rey Marsilio y de Ganelón; la sorpresa de los 20.000 hombres de la retaguardia «por haberse entregado al vino y á las mujeres»; el cuerno de Roldán; la roca herida por su espada Durenda; la muerte de Roldán y su apoteosis, celebrada por coros de ángeles que conducen al Paraíso su alma; el sangriento desquite de la derrota, con tres días de matanza, en que el sol permaneció inmóvil; el castigo de Ganelón... y en suma, casi toda la materia de la Chanson de Rollans ó de otra más antigua que ella, y más antigua también que el Carmen de proditione Guenonis, compuesto en dísticos latinos sobre el mismo argumento. Recogió además el Turpín ciertas tradiciones locales relativas á las sepulturas de los héroes en varias ciudades del Mediodía de Francia.

¿Quién fué este segundo é impudente fabulador que llega á tomar el nombre de Turpín y poner en su boca la narración, lo cual nunca hace el primero? Gastón París atribuyó estos capítulos á un monje de Viena del Delfinado, pero Dozy manifiesta opinión muy contraria. Que este nuevo Turpín era también francés no tiene duda, como tampoco que le interesaban mucho las pretensiones de Compostela, donde probablemente escribía, y donde se ha conservado su libro, formando parte del célebre códice calixtino. Esta compilación, dividida en cinco libros (de los cuales el último era como el manual ó guía del peregrino en Santiago), fué donada por Aimerico Picaud, del Poitou, á la Iglesia de Santiago por los años de 1140 (fecha que no puede ser muy posterior á la de su primitiva redacción, en que acaso intervino el mismo Aimerico), y copiada luego en[cxxx] todo ó en parte por los peregrinos, es la que mayormente extendió por Europa el conocimiento del Pseudo-Turpín, á la vez que entre los clérigos españoles autorizó el principal tema de la epopeya carolingia. Las más antiguas obras históricas francesas son traducciones del Turpín; hay nada menos que cinco, hechas á fines del siglo XII y principios del XIII[191].

En España, aunque el Turpín fuese muy leído, especialmente por los gallegos, á quienes halagaba con el panegírico de la Iglesia de Santiago, y pasasen algunas de sus fábulas á la Crónica de D. Lucas de Tuy, hubo de suscitar muy pronto impugnaciones y protestas fuera del círculo en que imperaban las ideas galicanas y cluniacenses. Las fabulosas conquistas de Carlomagno en España encontraron muchos incrédulos, y el sentimiento nacional herido, no sólo protestó por boca del monje de Silos y del arzobispo D. Rodrigo, sino que, invadiendo los campos de la épica nacional, que estaba entonces en su período de mayor actividad y pujanza, españolizó la leyenda en términos tales, que más que imitación ó continuación fué protesta viva contra todo invasor extraño. Un personaje enteramente fabuloso, pero en cuya fisonomía pueden encontrarse rasgos de otros personajes históricos, apareció primero como sobrino de Carlomagno y asociado á sus triunfos, después como sobrino del Rey Casto y como único vencedor de Roncesvalles. La creación de Bernardo del Carpio se levanta en algún modo sobre el carácter local de la epopeya castellana, y la engrandece en el sentido de la patria española, haciendo combatir mezclados, bajo la enseña de Bernardo, á castellanos, navarros y leoneses, á infieles y cristianos juntamente.

Pero la misma vehemencia de la reacción patriótica prueba lo muy vulgarizados que estaban los relatos poéticos franceses. El cantor del sitio de Almería, y cronista del Emperador Alfonso VII, los recordaba como cosa notoria á todos, para sacar de ellos comparaciones en honor de su héroe favorito, Álvar Fáñez:

Tempore Roldani si tertius Alvarus esset,
Post Oliverum, fateor sine crimine verum,
Sub juga Francorum fuerat gens Agarenorum,
Nec socii chari jacuissent morte perempti.

El Poema de Fernán González, compuesto en el siglo XIII, contiene una enumeración de personajes carolingios, tomada del Turpín (copla 350). Y la Crónica General ó Estoria d'Espanna, mandada compilar por Alfonso el Sabio, encierra ya prosificado un tema de este ciclo, que había dado materia á un cantar de gesta. La leyenda de Maynete y Galiana, sea ó no francesa de origen, se naturalizó muy pronto en España, y de las versiones extranjeras sólo una puede creerse anterior á la nuestra, que difiere de todas en muy singulares circunstancias. Extractaremos rápidamente lo que hace poco hemos escrito sobre este asunto.

En 1874, Mr. Boucherie descubrió seis fragmentos (en total unos 800 versos) de cierto poema francés del siglo XII en versos alejandrinos, intitulado Mainet, al cual Gastón París dedicó largo estudio en la Romania del año siguiente. Véase, en brevísimo resumen, el contenido de esta leyenda. El joven Carlomagno, perseguido por sus [cxxxi]hermanos bastardos, «los hijos de la sierva», viene á pedir hospitalidad á Galafre, rey moro de Toledo; le presta en la guerra la ayuda de su poderoso brazo y de los caballeros franceses que le acompañan, venciendo y matando sucesivamente á varios reyes paganos, y entrando triunfante en la ciudad de Monfrín, que sus enemigos disputaban á Galafre. Este le honra y agasaja mucho, y Carlos vive disimulado en su corte bajo el nombre de Maynete. La hija del Rey, que en el poema francés se llama Orionde Galienne, se enamora de él. Su padre consiente en la boda y en dar á Maynete una parte de sus estados, aunque son nada menos que treinta los príncipes que pretenden el honor de llegar á ser yernos suyos. Entre ellos el más ofendido es el terrible Bramante, que declara la guerra á Galafre para vengar su ofensa. El héroe se compromete á traer la cabeza de Bramante; se arma con su famosa espada Joyosa, y como era de suponer mata á su rival, se apodera de su espada Durandal y vuelve vencedor á Toledo. Pero Marsilio, hermano de Galiana, envidioso de la gloria del forastero, urde una trama contra él. Galiana se la descubre á su padre. Galafre toma al principio la defensa de Maynete, y amenaza á su hijo con desheredarle; pero habiendo llegado á persuadirle los traidores que Maynete conspiraba contra él, ayudado por una banda de sirios, á quienes había hecho bautizar, tiende asechanzas á la vida del príncipe franco, que hubiera perecido infaliblemente en la emboscada si Galiana, que era muy sabia en las artes mágicas y había leído en los astros la suerte que amenazaba al joven, no le hubiese salvado con un oportuno aviso. Huye Maynete de Toledo, se embarca para Roma con sus sirios, entra por el Tíber muy á tiempo para salvar al Papa de un ejército innumerable de sarracenos, á quienes derrota en campal batalla, y aquí termina la parte conservada del poema[192].

Las lagunas que el texto ofrece pueden completarse con ayuda de una refundición de los primeros años del siglo XIV, el Carlomagno de Gerardo de Amiens, obra desprovista de todo valor poético y enormemente prolija, puesto que consta nada menos que de 23.320 versos, distribuídos en tres libros.

Esta rapsodia, insignificante y soporífera, no tuvo popularidad alguna, siendo independiente de ella todos los demás textos que fuera de Francia popularizaron la leyenda de Galiana[193]. Los principales son las Infancias de Carlomagno ó el Karleto (manuscrito del siglo XIII en la Biblioteca de San Marcos, de Venecia), canción anónima en decasílabos épicos, compuesta por un juglar italiano, que acomoda un texto francés al oído é inteligencia de su público[194]; el libro VI de la gran compilación italiana, en prosa, I Reali di Francia, obra del florentino Andrea da Barbarino, que vivía á fines del siglo XIV ó principios del XV[195]; el Karl Meinet, alemán, de Stricker (1230), reproducción de otro Meinet neerlandés que, según Bartsch, pertenece á la segunda [cxxxii]mitad del siglo XII; un segundo Karl Meinet, alemán, de principios del siglo XIV, y otros que parece inútil citar, atestiguándose además la popularidad del tema por las alusiones que se hallan en varios cantares de gesta franceses, tales como el Renaus de Montauban y el Garin de Montglane, y en algún poema provenzal como el de la Cruzada contra los Albigenses.

Una narración poética como ésta, cuyo teatro era España, debió de ser de las primeras del ciclo de Carlomagno que en España tuviesen acogida, y es cierto que se difundió tan rápidamente como la de Roncesvalles. Ya á mediados del siglo XII tenía conocimiento de ella el autor de la segunda parte del falso Turpín. En el capítulo XII dice que el Emperador había aprendido la lengua sarracena cuando en su juventud estuvo en Toledo, y en el XX se excusa de referir menudamente los hechos de Carlomagno, contando entre ellos su destierro en la corte toledana de Galafre y su victoria contra el alto y soberbio Rey de los sarracenos Bramante. Falta, como se ve, el nombre de Galiana; pero ya le consigna el Arzobispo D. Rodrigo, añadiendo que la infanta mora se convirtió á la fe de Cristo, y que Carlomagno edificó para ella palacios en Burdeos. Estos palacios son los que la leyenda transportó más adelante á Toledo, donde ya estaban localizados á fines del siglo XIII ó principios del XIV. La forma poco precisa en que D. Rodrigo se expresa en cuanto al origen de estas noticias (fertur... fama est) no nos permite afirmar resueltamente si tuvo á la vista algún cantar ó se apoyó tan sólo en la tradición oral; pero más verosímil parece lo primero, puesto que el poema castellano debía de existir ya, y dentro del mismo siglo XIII le encontramos reducido á prosa en la Crónica General, pero conservando gran número de asonancias y aun versos enteros, que dejan fuera de duda cuál era la lengua en que estaba escrito, porque lo indica la naturaleza de las terminaciones asonantadas; nunca en su texto francés la palabra equivalente á ciudad hubiera podido concertar con los nombres propios Durante y Morante.

Esta ingeniosa observación de Milá y Fontanals[196] es concluyente; pero ¿no se la podría llevar todavía más lejos, viendo en el Maynete de la General un poema más indígena de lo que se ha creído é independiente, á lo menos en parte, de las gestas francesas?

Ante todo hay que advertir que la leyenda, tal como la presenta el Rey Sabio, sólo en lo sustancial concuerda con las demás versiones, pero en los detalles varía tanto que no puede decirse emparentada con ninguna. No hablemos del poema franco-itálico de Venecia, en que Galafre es rey de Zaragoza y no de Toledo, variante que se repite en los Reali di Francia. Pero aun limitándonos á los fragmentos del primitivo poema francés, descubiertos por Boucherie, y al rifacimento de Gerardo de Amiens, es patente que faltan en el nuestro la rivalidad de los hermanos bastardos de Carlomagno (Heudri y Hainfroi); el envenenamiento, perpetrado por ellos, del rey Pipino y de la reina Berta; la descripción de la fiesta en que Carlos y sus amigos se disfrazan de locos, y en que el príncipe hiere á su falso hermano con un asador de cocina que le proporciona su fiel Mayugot; el viaje de Carlos y su confidente David á Burdeos y Pamplona; el sitio de la ciudad de Monfrín y las primeras hazañas de Carlos, que se presenta como un aventurero, montado en un mal caballo y armado con una estaca; los vencimientos [cxxxiii]y muertes sucesivas de los reyes Caimante, Cayter y Almacu; la oferta de soberanía que los ciudadanos de Monfrín hacen á Carlos y él rechaza; la conspiración del rey Marsilio; el bautizo de los 10.000 sirios catequizados por Solino, capellán de Maynete; la noche de orgía que pasan los franceses con sus amigas en el campo sarraceno, y en la cual sólo guarda continencia Maynete, que se abstiene de tocar á Galiana «porque todavía era pagana»; el viaje á Italia y la defensa del Papa. Estos personajes, lances y aventuras, muchos de ellos extravagantes y pueriles, se buscarían inútilmente en el relato, tan sobrio y racional, pero al mismo tiempo tan interesante y poético, de la Estoria d'Espanna, y, por el contrario, llenan los dos poemas franceses, encontrándose ya todos en los fragmentos conservados del primero, al cual se asigna la muy respetable antigüedad del siglo XII. En ventajosa compensación de todo este fárrago, tiene nuestra Crónica la bella, la delicada escena de amor entre Carlos y Galiana, que Gastón París, al encontrarla en otro poema francés muy posterior (Jourdain de Blaives), declara ser una de las más felices inspiraciones de la poesía de la Edad Media, inclinándose á creer que procede de un Maynete perdido[197]. ¿Y por qué no del nuestro?

¿Qué resta, por tanto, de común entre los dos poemas franceses y el cantar de gesta utilizado por la Crónica? Sólo el fondo del argumento, es decir, el refugio de Carlomagno en Toledo y su boda con Galiana. Y aun aquí hay profundas diferencias, puesto que la General nada dice de los hijos de la sierva, hermanos de Carlomagno, y el destierro de éste se atribuye á disensiones con su padre, á quien se supone vivo durante todo el curso de la leyenda. Por el contrario, ninguno de los poemas franceses menciona la estratagema de herrar los caballos al revés, ni la salida de Galiana por el caño, ni las demás circunstancias de la fuga de Maynete, que en uno y otro parte de Toledo al frente de su ejército de sirios y sin la compañía de la princesa sarracena, la cual sólo mucho después va á reunirse con él en Francia.

Si es ley constante en la poesía épica que lo más natural, sencillo y humano preceda siempre á lo más artificioso y novelesco, tenemos derecho á afirmar que la canción española, disuelta en la prosa de la Crónica General, representa una forma primitiva de la leyenda, y que los fragmentos del poema francés, sean ó no del siglo XII, correspondan á una elaboración épica posterior.

Admitir influjo de nuestra poesía épica en la francesa en tiempo tan remoto, y en que son tan raros los documentos y noticias de la primera, parecerá, sin duda, aventurado é inverosímil. Los dos casos análogos que pueden recordarse son harto posteriores: el Anseis de Cartago, que reproduce la leyenda de D. Rodrigo y la Cava, es del siglo XIII, y el Hernaut de Belaunde, que imita uno de los principales episodios del Poema de Fernán González, es del XIV. Pero son tantos los elementos históricos que se vislumbran en la leyenda de Maynete, y tan localizada y arraigada quedó entre nosotros (como lo prueba hoy mismo la tradición toledana), que cuesta trabajo admitir que nada de español hubiera en su origen, sobre todo cuando se repara en los anacronismos de las canciones de gesta y en el imperfecto conocimiento que de las cosas del Centro y Mediodía de España tenían los mismos autores del Turpín, aunque escribiesen en Galicia, según la opinión más probable. La estancia de Carlomagno en Toledo es seguramente fabulosa, pero el rey Galafre puede muy bien ser identificado, conforme á la discreta[cxxxiv] conjetura de Quadrado[198], reproducida por Milá[199], con el emir Yusuf-el-Fehri, que efectivamente dominaba en aquella ciudad y en gran parte de la España árabe en la fecha que se supone. Bramante es de seguro Abderrahmán I, cuya larga lucha con Yusuf duró desde el año 747 hasta el 758, si bien con resultado enteramente contrario al que la leyenda supone, puesto que Yusuf fué el vencido y Abderrahmán el vencedor. Pero tales trasmutaciones son frecuentísimas en la poesía épica, y ésta no basta para invalidar (no obstante el parecer del doctísimo Rajna)[200] el extraño y curioso sincronismo de la leyenda, porque, efectivamente, Carlomagno tenía diez y seis años cuando terminó la lucha entre Yusuf y Abderrahmán. Algún trabajo cuesta suponer en juglares franceses tan puntual conocimiento de lo que pasaba entre los moros de España, de cuya historia interna se muestran tan ignorantes en todas las demás canciones.

Por otro lado, es grande la semejanza entre los casos fabulosos de Maynete y las tradiciones históricas concernientes á la estancia de Alfonso VI en la corte del rey Alimaymón de Toledo, sin que falten ni el buen acogimiento del moro, ni el proyecto de fuga, ni siquiera la estratagema de herrar los caballos al revés, sugerida á D. Alonso por su consejero el conde Peransúrez, que corresponde exactamente al D. Morante del poema; así como en Galiana (llamada en otra versión Halia) pudiera reconocerse á Zaida, la hija de Almotamid de Sevilla, cuya boda con Alfonso VI cuenta la Crónica General[201] con circunstancias novelescas análogas á las del enamoramiento de la princesa toledana.

Si no está aquí el germen de la leyenda del Maynete, confieso que pocas conjeturas se presentan con tanto grado de probabilidad como ésta, indicada ya por el conde de Puymaigre[202]. Zaida se declara á Alfonso VI, como Galiana á Maynete; se convierte á la fe cristiana lo mismo que ella, y se une al rey de Castilla como mujer velada y no como barragana, según frase textual de la Crónica. Y siendo Zaida personaje histórico é histórico su matrimonio con Alfonso VI, del cual tuvo al infante D. Sancho, muerto en la batalla de Uclés, lo natural es creer que la historia haya precedido á la fábula.

No quiero disimular que contra esta solución se presentan dificultades muy graves, pero no insolubles. ¿Cómo admitir que en el breve período comprendido entre 1099, en que murió Zaida (según la cronología del P. Flórez)[203], y 1140, que es la fecha más moderna que hasta ahora se ha asignado á los últimos capítulos del Turpín, naciese, creciese y se desarrollase toda esta historia, y pasara los Pirineos, y se verificase la extraña metamorfosis de un monarca casi contemporáneo, como Alfonso VI, en el gran emperador de los francos? Aunque la fantasía épica iba muy de prisa en la Edad Media, parecen poco cuarenta años para tan complicada elaboración. Pero obsérvese que el Turpín no dice una palabra de Galiana; sólo menciona á Galafre y á Bramante. ¿Habría, por ventura, un cantar de gesta que tuviese por único tema el vencimiento y muerte de este rey pagano, y al cual se añadiese luego el episodio de amor, que ya se cantaba en Provenza en 1210, fecha del poema de la Cruzada contra los Albigenses:

[cxxxv]

Ara aujatz batalhas mesclar d'aital sensblant
C'anc non ausitz tan fera des lo temps de Rotland,
Ni del temps Karlemaine que venquet Aigolant,
Que comquis Galiana la filha al rei Braimant
En Espanha de Galafre, lo cortes almirant
De la terra d'Espanha?

De este modo se gana un siglo en el proceso cronológico, pero todavía quedan en pie dos reparos á que no encuentro salida. Uno es la existencia de los fragmentos del poema francés, que la crítica más autorizada coloca en el siglo XII, y en los cuales la leyenda aparece, no ya enteramente formada, sino groseramente degenerada. Otro es la dificultad de suponer que un poeta castellano, tratándose de hechos no muy remotos, atribuyese á Carlomagno los que eran propios de un héroe nacional como Alfonso VI. Tal hipótesis parece que contradice al carácter dominante en nuestra epopeya, y además vemos que en tiempo de Alfonso el Sabio coexistían independientes la leyenda de Zaida y la de Galiana, puesto que es la Crónica General quien nos transmite una y otra. Quede, pues, indecisa esta cuestión, que acaso nuevos descubrimientos vengan á resolver el día menos pensado.

Mucho menos nos detendrá, á pesar de su extensión desmedida, el segundo texto castellano del Maynete; es á saber: el que se encuentra embutido, como otras fábulas caballerescas que iremos enumerando, en la enorme compilación historial relativa á las Cruzadas, que se tradujo en tiempo de D. Sancho el Bravo con el título de La gran conquista de Ultramar[204]. Aunque el original francés de este libro no ha sido descubierto hasta ahora, todo induce á creer que las intercalaciones de carácter novelesco no fueron hechas por el intérprete castellano con presencia de los poemas de los troveros, sino que las encontró ya reunidas en una crónica en prosa que, por otra parte, tradujo con cierta libertad, introduciendo nombres de la geografía de España y mostrando algún conocimiento de la lengua arábiga.

La narración de Maynete, que según el sistema general de La gran conquista aparece con ocasión de la genealogía de uno de los cruzados, á quien se suponía descendiente de Mayugot de París, supuesto consejero de Carlomagno, va precedida de la historia de Pipino y Berta, hija de Flores y Blancaflor (que en los relatos franceses son reyes de Hungría y aquí reyes de Almería), y seguida de la indicación más rápida de otros dos temas, también del ciclo carolingio: el de la falsa acusación de la reina Sevilla, á quien el autor de la Crónica identifica con Galiana, y el de la guerra contra los sajones, cantada en un poema de Bodel de fines del siglo XIII.

Los relatos de La gran conquista se derivan (mediatamente, según creemos) de poemas franceses más antiguos que los conocidos, lo cual puede comprobarse no sólo en el caso de la Canción de los sajones, sino en el de la historia de Berta, cotejándola con la que escribió el trovero Adenés. Respecto del Maynete puede decirse que ocupa una posición intermedia entre la sobriedad de la Crónica General y la complicación de los [cxxxvi]poemas franceses, no ya del de Gerardo de Amiens y del Karleto de Venecia, sino de los mismos fragmentos primitivos, con los cuales tiene alguna relación, especialmente al principio. Cuando comienza la acción ya ha muerto Pipino; la causa del destierro de Carlos es la rivalidad de los hijos de la falsa Berta, cuyos nombres aparecen ligeramente desfigurados, llamando al uno Eldois y al otro Manfre. Aunque Carlos «era muy pequeño, que non habia de doce años arriba, empero era tan largo de cuerpo como cada uno de sus hermanos, y porque creciera tan bien é tan aina pusiéronle nombre Maynete». El primer ensayo que hace de sus fuerzas es herir á Eldois con un asador el día que se celebraba el juego de la tabla redonda y se hacían los votos del pavón. Carlos y sus partidarios no se dirigen inmediatamente á España, como en la Crónica General, sino que se refugian primero en las tierras del duque de Borgoña y del rey de Burdeos, que en La conquista de Ultramar es moro, y no lo sería probablemente en el texto francés. El redactor castellano altera casi todos los nombres para darles fisonomía más oriental ó acercarse más á la que él creía verdadera historia. Al rey de Toledo no le llama Galafre, sino Hixem, del linaje de Abenhumaya; Galafre, ó más bien Halaf, queda reducido á la categoría de un simple alguacil suyo. En cambio, Bramante asciende á rey de Zaragoza con el nombre de Abrahim. Galiana se convierte en Halia, pero su nombre se conserva al tratar de sus palacios, por cierto con detalles locales dignos de consideración; el conde Morante y los treinta caballeros que le acompañan son aposentados por el rey «en el alcázar menor que llaman agora los palacios de Galiana, que él entonces había hecho muy ricos á maravilla, en que se tuviese viciosa aquella su hija Halia, é este alcázar é el otro mayor de tal manera fechos, que la infanta iba encubiertamente del uno al otro cuando quería». Algún otro rasgo parece también añadido por el traductor, verbigracia, el encarecimiento de la ciencia mágica de las moras, «que son muy sabidas en maldad, señaladamente aquellas de Toledo, que encadenaban á los hombres y hacíanles perder el seso y el entender». En algunos puntos sigue muy de cerca á la General, y tiene de común con ella los nombres topográficos de Cabañas y Valsomorián, y la estratagema de herrar los caballos al revés, que falta, según creo, en todas las demás versiones; pero al final se aparta de ella, inclinándose á las enmarañadas aventuras de los textos franceses y acabando por confundir la leyenda de Galiana con la de la reina Sevilla.

Ya hemos indicado que La gran conquista de Ultramar contiene también la leyenda de Berta, madre de Carlomagno, suplantada por una sierva que fué madre de dos bastardos y reconocida al fin por su esposo Pipino á consecuencia de un defecto de conformación que tenía en los dedos de los pies. El relato castellano es conforme en lo sustancial al poema del trovero Adenés (último tercio del siglo XIII), pero las variantes de detalle indican que el traductor ó compilador castellano se valió de un texto más antiguo, y distinto también de la versión italiana, representada por un libro del siglo XIV, I Reali di Francia.

La gran conquista de Ultramar, que mirada sólo en sus capítulos novelescos es el más antiguo de los libros de caballerías escritos en nuestra lengua, no tuvo por de pronto imitadores; pero á fines del siglo XIV y en todo el siglo XV fueron puestas en castellano otras novelas del mismo ciclo, siendo probablemente la primera el Noble cuento del Emperador Carles Maynes de Rroma é de la buena Emperatriz Sevilla, su mujer, que Amador de los Ríos halló en un códice de la Biblioteca Escurialense [cxxxvii][205], que difiere en gran manera de un libro de caballerías posterior sobre el mismo argumento[206], aunque uno y otro se deriven remotamente de un mismo poema francés, que también sirvió de base á un libro popular holandés, según las investigaciones de Wolf[207]. Como de la primitiva canción sólo quedan fragmentos, tienen interés estas versiones en prosa, además del que encierra la historia misma, que es de apacible lectura, aunque pertenece ya á la degeneración novelesca de la epopeya. Tanto la dulce y resignada emperatriz perseguida por el traidor Macaire y acusada falsamente de adulterio, como el buen caballero Auberí de Mondisdier, que muere en su defensa, y el valiente y honrado villano Varroquer, que la toma bajo su protección, son nobilísimas y simpáticas figuras; pero el héroe más singular de la novela es un perro fiel, que combate en el palenque contra Macaire y le vence y obliga á confesar sus crímenes, yendo luego á dejarse morir de hambre sobre la tumba de su señor.

Al ciclo carolingio pertenece también la Historia de Enrrique fi de Oliva, rey de Iherusalem, emperador de Constantinopla[208], personaje caballeresco que ya era conocido en Castilla á principios del siglo XV, puesto que le cita Alfonso Álvarez de Villasandino en unos versos del Cancionero de Baena, que por cierto aluden á una aventura no contenida en el libro que hoy tenemos:

Desque Enrique, fi de Oliva,
Salga de ser encantado.

De uno de los personajes de esta novela hizo memoria Cervantes en el cap. XVI, parte primera, del Quijote: «¡Bien haya mil veces el autor de Tablante de Ricamonte y aquel del otro libro donde se cuentan los hechos del conde Tomillas, y con qué puntualidad lo describen todo!». Aunque el elogio parece de burlas, como tantos otros que Cervantes hace de autores y de libros, pues no hay tal puntualidad en la narración, que es, por el contrario bastante rápida y seca, no puede dudarse que se trata del mismo libro y que Cervantes se acordó del conde Tomillas, personaje secundario en la novela, porque el nombre de este traidor se había hecho popular, pasando á los romances de Montesinos. Los primeros capítulos del fi de Oliva ofrecen mucha semejanza con la historia de la reina Sevilla; hay también una gran señora, doña Oliva, hermana del rey Pepino y duquesa de la Rocha, víctima de las malas artes y calumnias de D. Tomillas, y obligada á probar su inocencia «metiéndose desnuda y en carnes en una gran foguera». Lo restante del libro contiene las proezas de su hijo Enrique como caballero andante en tierras de Ultramar, donde conquista á Jerusalén y á Damasco, venciendo innumerables huestes de paganos; salva á Constantinopla, asediada por los turcos; se casa con [cxxxviii]la infanta Mergelina, heredera del imperio bizantino, y volviendo á Francia disfrazado de palmero, prende al alevoso Tomillas, entregándoselo á su madre, que con ferocidad inaudita manda descuartizarlo por cuatro caballos salvajes. El original en prosa de este libro no ha sido señalado aún, que yo sepa; pero basta fijarse en los nombres de personas y lugares, y en la frecuencia de galicismos, para comprender que el traductor no puso nada de su cosecha. El original remoto es la canción de gesta de Doon de la Roche[209], que se atribuye á fines del siglo XII. De todos modos, este libro vulgarísimo, plagado de todos los lugares comunes del género, apenas merecería citarse, á no ser tan escasas en España las obras impresas de este ciclo, cuya flor se llevaron los romances.

Por raro capricho de la fortuna, bien desproporcionado á su mérito, obtuvo, sin embargo, extraordinaria popularidad, que ha llegado hasta nuestros días, puesto que todavía se reimprime como libro de cordel y sirve de recreación al vulgo en los rincones más olvidados de la Península, lo mismo que en las ciudades populosas, el Fierabrás francés, disfrazado con el nombre de Historia de Carlo Magno y de los doce Pares, del cual se cita ya una edición de 1525, aunque seguramente las hubo anteriores[210]. Nicolás de Piamonte, cuyo nombre suele figurar al frente de este libro, no hizo más que traducir la compilación en prosa, hecha á instancias de Enrique Balomier, canónigo de Lausana, impresa en 1478; basta comparar los prólogos y la distribución de los capítulos para reconocer la identidad. «Y siendo cierto que en la lengua castellana no hay escriptura que de esto faga mencion, sino tan solamente de la muerte de los doce Pares, que fué en Roncesvalles, paresciome justa y provechosa cosa que la dicha escriptura y los tan notables fechos fuesen notorios en estas partes de España, como son manifiestos en otros reinos. Por ende, yo, Nicolás de Piamonte, propongo de trasladar la dicha escriptura de lenguaje francés en romance castellano, sin discrepar, ni añadir, ni quitar cosa alguna de la escriptura francesa. Y es dividida la obra en tres libros: el primero habla del principio de Francia, de quien le quedó el nombre, y del primer rey cristiano que hubo en Francia; y descendió hasta el rey Carlomagno, que después fué emperador de Roma; y fué trasladado de latin en lengua francesa. El segundo habla de la cruda batalla que hubo el conde Oliveros con Fierabrás, rey de Alexandría, hijo del gran Almirante Balán, y éste está en metro francés muy bien trovado. El tercero habla de algunas obras meritorias que hizo Carlomagno, y finalmente de la traicion de Galalon y de la muerte de los doce Pares; y fueron sacados estos libros de un libro bien aprobado, llamado Espejo historial».

El Speculum historiale de Vicente de Beauvais, el poema francés de Fierabrás, y acaso un compendio de la Crónica de Turpín, son las fuentes de este librejo, apodado por nuestros rústicos Carlomano, que, á pesar de su disparatada contextura y estilo vulgar y pedestre, no sólo continúa ejercitando nuestras prensas populares y las de Épinal y Montbelliard en Francia, no sólo fué puesto en romances de ciego por Juan José López, sino que inspiró á Calderón su comedia La Puente de Mantible.

[cxxxix]

La epopeya feudal, que tanta parte ocupa en el ciclo carolingio, tenía para nosotros menos interés que la gesta del Rey, y por la diferencia de costumbres y condición social hubo de penetrar muy tardíamente en Castilla, donde ni siquiera está representada por narraciones de directo origen francés, sino por imitaciones de poemas italianos. Por tal camino entró en nuestra literatura uno de los más célebres temas carolingos, Renaus de Montauban, que pertenece al grupo de los que narran las luchas de Carlomagno con sus grandes vasallos. La versión más arcaica que hasta ahora se conoce de tal leyenda es de fines del siglo XII ó principios del XIII, y ha sido atribuida con poco fundamento á Huon de Villeneuve. La primitiva inspiración puede ser anterior, aunque en las más antiguas gestas no se encuentre mencionado ninguno de los personajes de este ciclo, que parece haberse desarrollado con independencia de los restantes. Pero con el tiempo vino á suceder lo contrario: difundida esta leyenda de Reinaldos y sus hermanos por toda Europa, y especialmente en Italia, su héroe llegó á ser uno de los más famosos, rivalizando con el mismo Roldán en los poemas caballerescos italianos, y ocupando tanto lugar en la historia poética de Carlomagno, que algunos llegaron á considerarle como centro de ella.

Quien desee conocer en todos sus detalles el antiguo cantar de los hijos de Aimon, puede acudir al tomo XXII de la Historia literaria de Francia[211], donde Paulino París hizo un elegante análisis de él y de sus continuadores, ó al prolijo y siempre redundante León Gautier, que en el tomo III de sus Epopeyas[212] le dedica cerca de 50 páginas, emulando con su irrestañable prosa la verbosidad de los antiguos juglares. Á nuestro propósito basta una indicación rapidísima.

Aimon de Dordonne tenía cuatro hijos, Reinaldos, Alardo, Ricardo y Guichardo. Cuando entraron en la adolescencia los llevó á París y los presentó en la corte del Emperador, quien los armó caballeros y les hizo muchas mercedes, obsequiando á Reinaldos con el caballo Bayardo, que era hechizado. Jugando un día Reinaldos á las tablas con Bertholais, sobrino de Carlomagno, perdió éste la partida, y, ciego de rabia, dió un puñetazo á Reinaldos, el cual fué á quejarse de esta afrenta al Emperador; pero Carlos, dominado por el amor á su sobrino, no quiso hacerle justicia. Entonces Reinaldos, cambiando de lenguaje, recuerda á Carlomagno otra ofensa más grande y antigua que su familia tiene de él: la muerte de su tío Beuves de Aigremont, inicuamente sentenciado por el Emperador cediendo á instigaciones de traidores.

Semejante recuerdo enciende la ira del Monarca, que responde brutalmente á Reinaldos con otro puñetazo. Reinaldos vuelve á la sala donde estaba Bertholais y le mata con el tablero de ajedrez. Los cuatro Aimones logran salvar las vidas abriéndose paso á viva fuerza; se refugian primero en la selva de las Ardenas y luego en el castillo de Montauban, y allí sostienen la guerra contra el Emperador, haciendo vida de bandoleros para mantenerse, y llegando el intrépido Reinaldos á despojar al propio Carlomagno de su corona de oro. Finalmente, ayudados por las artes mágicas de su primo hermano Maugis de Aigremont (el Molgesí de nuestros poetas), que con sus encantamientos infunde en Carlos un sueño letárgico y le conduce desde su tienda al castillo de Montauban,[cxl] llegan á conseguir el indulto; y la canción termina con la peregrinación de Reinaldos á Tierra Santa y su vuelta á Colonia, donde muere oscuramente trabajando como obrero en la construcción de la catedral y víctima de los celos de los aprendices.

Tal es el esqueleto de la leyenda. Hay mil peripecias, que por brevedad omito, recordando sólo las escenas de miseria y hambre en que se ven obligados á devorar las carnes de sus propios caballos, á excepción del prodigioso Bayardo, de quien Reinaldos se apiada cuando le ve arrodillarse humildemente para recibir el golpe mortal; el encuentro de Reinaldos con su madre Aya, que le reconoce por la cicatriz que tenía en la frente desde niño; la recepción de los cuatro Aimones en la casa paterna; la carrera de caballos que celebra Carlomagno con la idea de recobrar á Bayardo, y en que viene á quedar él mismo vergonzosamente despojado por la audacia de Reinaldos y la astucia de Malgesí, y otras mil aventuras interesantes, patéticas é ingeniosas, á las cuales sólo faltaba estar contadas en mejor estilo para ser universalmente conocidas y celebradas.

El Norte y el Mediodía de las Galias se disputan el origen de esta leyenda, inclinándose los autores de la Historia literaria á suponer que las primeras narraciones proceden de Bélgica ó de Westfalia, más bien que de las orillas del Garona y del castillo de Montauban, lo cual tienen por una variante provenzal muy tardía. Según esta hipótesis, la historia de los cuatro hijos de Aimon hubo de correr primero, en forma oral, por los países que bañan el Mosa y el Rhin, y de allí transmitirse, con notables modificaciones, á las provincias del Mediodía. Los manuscritos del siglo XIII presentan huellas de una triple tradición, flamenca, alemana y provenzal, que á lo menos en parte había sido cantada.

Á principios del siglo XV, la leyenda francesa fué refundida por autor anónimo en un poema de más de 20.000 versos, donde aparecen por primera vez los amores de Reinaldos con Clarisa, hija del rey de Gascuña. Y siguiendo todos los pasos de la degeneración épica, este poema fué, cincuenta años después, monstruosamente amplificado y convertido en prosa por un ingenio de la Corte de Borgoña en un enorme libro de caballerías que consta de cinco volúmenes ó partes, de las cuales sólo la última llegó á imprimirse. No nos detendremos en otras redacciones prosaicas, bastando citar la más famosa de todas, la que hoy mismo forma parte en Francia de la librería popular, de lo que allí se llama bibliothèque bleue y entre nosotros literatura de cordel. Sus ediciones se remontan al siglo XV. La más antigua de las góticas que se citan no tiene lugar ni año; las hay también de Lyon, 1493 y 1495; de París, 1497... Las posteriores son innumerables, y llevan por lo general el título de Histoire des quatre fils Aymon. Se ha reimpreso con frecuencia en Épinal, en Montbelliard, en Limoges, etc., exornado con groseras aunque muy características figuras, entre las cuales nunca falta el caballo Bayardo llevando á los cuatro Aimones. El estilo ha sido remozado, especialmente en algunos textos[213], pero sustancialmente el cuento corresponde al del siglo XV y éste es bastante fiel á la canción de gesta del XIII. La popularidad del tema se explica no sólo por su interés humano, sino por su carácter más novelesco que histórico; por la conmiseración que inspira á lectores humildes el relato de la pobreza y penalidades de los Aimones; por la mezcla de astucia y valor en las empresas de estos héroes; por cierto sello democrático que marca ya la transformación de la epopeya. Lo cierto es que de todas sus gloriosas tradiciones épicas, ésta es casi la única que conserva el pueblo francés, harto desmemoriado en este punto.

[cxli]

No importan á nuestro propósito las versiones inglesas y alemanas, pero no debemos omitir los poemas italianos, especialmente La Trabisonda, de Francesco Tromba (1518); la Leandra innamorata (en sexta rima), de Pedro Durante da Gualdo (Venecia, 1508); el Libro d'arme e d'amore cognominato Mambriano, de Francesco Bello, comúnmente llamado il cieco da Ferrara (1509), y otros, á cual más peregrinos, cuyas numerosas ediciones pueden verse registradas en las bibliografías de Ferrario y Melzi[214] sobre los libros caballerescos de Italia; terminando toda esta elaboración épica con Il Rinaldo, de Torquato Tasso, cuya primera edición es de 1562. Téngase en cuenta además la importancia del personaje de Reinaldos en los dos grandes poemas de Boyardo y del Ariosto. Fuera de Orlando, no hubo héroe más cantado en Italia; pero en las últimas composiciones de los ingeniosos é irónicos poetas del Renacimiento, apenas quedó nada del fondo tradicional del cuento de los hijos de Aimon.

De esta corriente italiana, y no de la francesa, se derivan todas las manifestaciones españolas de este ciclo. No hay que hacer excepción en cuanto á los tres romances que Wolf admitió en su Primavera (núms. 187-189). Los dos primeros proceden, como demostró Gastón París, de la Leandra innamorata; el tercero, de la Trabisonda historiata.

Los libros de caballerías que más expresamente tratan de las aventuras y proezas de Reinaldos son dos compilaciones de enorme volumen. La primera estaba en la librería de Don Quijote. «Tomando el barbero otro libro, dijo: Este es Espejo de Caballerías. Ya conozco á su merced, dijo el cura; ahí anda el señor Reinaldos de Montalbán con sus amigos y compañeros, más ladrones que Caco, y los doce Pares, con el verdadero historiador Turpin; y en verdad que estoy por condenarles no más que á destierro perpetuo, siquiera porque tienen parte de la invención del famoso Mateo Boyardo». En efecto, el Espejo de caballerías, en el qual se tratan los hechos del conde don Roldán y del muy esforzado caballero don Reynaldos de Montalbán y de otros muchos preciados caballeros, consta de tres partes, y es, por lo menos la primera, una traducción en prosa del Orlando innamorato de Boyardo. Lo restante tampoco debe de ser original, puesto que se dice «traducido de lengua toscana en nuestro vulgar castellano por Pedro de Reinosa, vecino de Toledo»[215].

Hubo otra compilación, todavía más rara, la cual contiene traducidos varios poemas italianos y consta de cuatro partes. El Libro primero del noble y esforzado caballero Renaldos[cxlii] de Montalbán, y de las grandes prohezas y estraños hechos en armas que él y Roldán y todos los doce pares paladines hicieron; y el Libro segundo... de las grandes discordias y enemistades que entre él y el Emperador Carlos hubieron, por los malos y falsos consejos del conde Galalon, son traducción, hecha por Luis Domínguez, del libro toscano intitulado Innamoramento di Carlo Magno[216]. La Trapesonda, que es tercero libro de Don Renaldos, y trata cómo por sus caballerías alcanzó á ser emperador de Trapesonda, y de la penitencia é fin de su vida, es la ya mencionada Trabisonda historiata de Francesco Tromba[217]; y la tercera, de la cual no se conoce más que un ejemplar existente en la biblioteca de Wolfembuttel, debe de ser, á juzgar por la descripción que hace Heber de sus preliminares y portada, el famoso y curiosísimo poema macarrónico de Merlín Cocayo (Teófilo Folengo)[218].

En Italia habían encontrado los relatos del ciclo carolingio segunda patria, supliendo la falta de una epopeya indígena. Cantados primero en francés y luego en una jerga franco-itálica, antes de serlo definitivamente en italiano, pasaron como materia ruda é informe á manos de los grandes poetas del Renacimiento, Pulci, Boyardo, Ariosto, que les dieron un nuevo género de inmortalidad, tratándolos con espíritu libre é irónico. La España del siglo XVI adoptó por suyos todos estos libros. El Morgante maggiore estaba ya traducido en 1533 y su continuación en 1535[219]. Del Orlando enamorado, además de la traducción en prosa ya citada, pusieron en verso algunos cantos Francisco Garrido de Villena y Hernando de Acuña. El Orlando furioso tuvo tres traductores, á cual más infelices, Hernando de Alcocer, el capitán Jerónimo de Urrea y Diego Vázquez de Contreras, sin contar á Gonzalo de Oliva, cuyo trabajo, muy superior [cxliii]al parecer, quedó inédito[220]. Otros poemas italianos de menos nombre ejercitaron también la paciencia de algunos intérpretes: así, El nacimiento y primeras empresas del conde Orlando, de Ludovico Dolce, castellanizado por el regidor de Valladolid Henríquez de Calatayud en 1594. Varios ingenios españoles intentaron proseguir la materia de Francia, tal como la habían entendido y tratado los poetas ferrareses. En tal empresa fracasaron el valenciano Nicolás de Espinosa, que quiso continuar al Ariosto en una Segunda parte de Orlando (1558); el aragonés D. Martín de Bolea y Castro, que escribió una continuación del poema de Boyardo con el título de Orlando determinado (1578); Francisco Garrido de Villena, autor de El verdadero suceso de la famosa batalla de Roncesvalles, con la muerte de los doce Pares de Francia (1583), y Agustín Alonso, que compuso otro Roncesvalles con las Hazañas de Bernardo del Carpio (1585). Pero luego cayó el asunto en mejores manos, y fueron verdaderos poetas los que celebraron las Lágrimas y la Hermosura de Angélica, y el inspirado obispo de Puerto Rico que hizo resonar de nuevo el canto de guerra de Roncesvalles, dando fantástica inmortalidad al héroe de nuestras antiguas gestas en un poema que es el mejor de su género en castellano y quizá la mejor imitación del Ariosto en cualquier lugar y tiempo. Libros de caballerías son todos estos, pero la circunstancia de estar escritos en verso y contener muchos materiales de origen clásico, propios de la poesía culta del siglo XVI y ajenos á la épica de la Edad Media, los excluye de nuestro análisis, bastando notar que en algunos de ellos reaparece y domina la versión española del tema carolingio tomada de las crónicas ó de los romances, pero se la trata de un modo novelesco y arbitrario, aunque á veces muy ingenioso, atendiendo sólo á recrear la imaginación y el oído con fáciles versos y peregrinas invenciones, de las que Horacio llamaba speciosa miracula. Todo esto no pasó de la poesía erudita; el pueblo se contentó con leer el Fierabrás, y ni siquiera parece haber conocido el libro popular italiano I Reali di Francia, que sólo muy tardíamente explotó Lope de Vega para una comedia, La Mocedad de Roldán, y el navarro Antonio de Eslava para algunas de sus Noches de invierno, no impresas hasta 1609, fuera, por consiguiente, del período que ahora estudiamos. En la literatura portuguesa no tuvo representación alguna este ciclo, como no se tenga por tal una traducción muy moderna del Carlomagno castellano seguida de dos extravagantes continuaciones. El gusto de aquel pueblo, inclinado con preferencia á las ficciones de la Tabla Redonda, puede explicar este vacío; pero es muy singular que se note también en la literatura catalana, contra lo que pudiera esperarse de las antiguas relaciones de la Marca Hispánica con el Imperio carolingio y de la parte que tomaron los francos en la reconquista del Principado. Verdad es que en aquella privilegiada porción de España no parece haberse despertado el genio épico durante la Edad Media, dominando solas la poesía lírica, la literatura didáctica y la historia.

Antes de pasar al ciclo bretón, que comparte con el carolingio los vastos dominios de la literatura caballeresca de los tiempos medios, diremos dos palabras acerca de otras [cxliv]novelas no pertenecientes á dichos ciclos, algunas de las cuales pueden considerarse como de transición entre el uno y el otro. No incluiremos entre ellas las pocas que tratan asuntos de la antigüedad clásica, porque es patente su carácter erudito y su derivación literaria de obras compuestas en la decadencia greco-romana. Tal sucede con la historia fabulosa de Alejandro, que ya en el siglo II de nuestra era circulaba en Alejandría á nombre del falso Calístenes, y que antes de la mitad del siglo IV había sido traducida al latín por Julio Valerio, de cuya obra se hizo en tiempo de Carlomagno un Epítome que sirvió de base á los poemas franceses del siglo XII (Alberico de Besanzón, imitado en alemán por el clérigo Lamprecht, Simón, Lamberto Li Tort y sus continuadores)[221]. En España (prescindiendo de las versiones aljamiadas, cuyo origen es persa), este ciclo está representado exclusivamente por un poema de clerecía del siglo XIII, que, si hemos de atenernos al testimonio de un códice recientemente hallado, hay que contar entre las obras de Gonzalo de Berceo. Su erudito autor, fuese quien fuese, conoció y explotó en gran manera dos de los poemas franceses, pero tomó por fuente principal de su obra y tradujo casi íntegramente un poema latino de fines del siglo XII, la Alexandreis de Gualtero de Châtillon, que representa con mucha más pureza la tradición clásica, puesto, que es por lo común una paráfrasis de Quinto Curcio. El poeta castellano parece haber consultado además el Liber de praeliis (nueva traducción del pseudo-Calístenes hecha por el arcipreste León en el siglo X), y acaso la epístola fabulosa de Alejandro á Aristóteles sobre las maravillas de la India[222]. Resultó, por consiguiente, el Alejandro castellano una producción de carácter mixto, en que se combinan los elementos medioevales con los clásicos, y que tiene además carácter enciclopédico por el gran número de digresiones geográficas, astronómicas y morales que contiene.

Uno de los episodios más extensos del Alejandro es el pasaje relativo á la guerra de Troya (estancias 299-716), que aquí por primera vez aparece en nuestra literatura y que luego tuvo numerosas versiones en prosa. Bajo el título común de Crónica Troyana se han confundido obras diversas, que importa deslindar aunque sea rápidamente. Cuando en los tiempos de la decadencia greco-latina comenzó á perderse el culto y hasta el sentido de la poesía homérica, pulularon miserables rapsodias de sofistas que pretendían suplir lagunas de la narración, corregir errores, añadir circunstancias ignoradas por el padre de la poesía. Entonces se forjaron los dos insípidos libros que llevan los nombres de Dares frigio y Dictys cretense[223], supuestos héroes de la guerra de Troya y testigos de su ruina, aunque en opuestos campos. Todo mueve á creer que estas crónicas fabulosas se escribieron primeramente en griego, pero no las tenemos más que en latín. La de Dares se dice encontrada y traducida por Cornelio Nepote y dedicada por él á Salustio; embrollo y ficción pura, que se desmiente por lo bárbaro del estilo, indigno de la era de Augusto. En la obra de Dictys, que está mejor escrita, comienza la novela [cxlv]desde el prefacio. Un temblor de tierra dejó patente, en tiempo de Nerón, el sepulcro del guerrero cretense cerca de Gnoso; en él pareció una caja de plomo, que contenía, escritas en caracteres fenicios, sus memorias sobre el sitio de Troya; un tal Eupraxidas las tradujo al griego, y las puso en latín Lucio Septimio. Pero la crítica más benévola no concede á esta falsificación mayor antigüedad que la del siglo IV. El libro atribuido á Dares es un epítome sumamente descarnado, en que apenas ofrece interés otra cosa que el episodio de los amores de Polixena y muerte de Aquiles. En general, se aparta menos que Dictys de la tradición homérica; el falso griego demuestra más talento de invención que el falso troyano. Personajes secundarios de la antigua epopeya, como Palamedes, Troilo, tienen aquí una leyenda muy desarrollada.

Olvidado Homero en la Edad Media ó sustituído á lo sumo con el epítome del pseudo-Píndaro tebano, los poetas en lengua vulgar y aun los clérigos que cultivaban exclusivamente la latina se lanzaron ávidamente sobre las novelas de Dictys y Dares, que afectaban gran puntualidad histórica, y en la cándida ignorancia de aquellos tiempos pasaban por libros auténticos y mucho más fidedignos que la Iliada, á cuyo autor se tachaba de mentiroso y mal informado[224]. Un poeta de Turena, Benito de Sainte-More, compuso por los años de 1160 y dedicó á la reina de Inglaterra Leonor de Aquitania un Roman de Troie[225] en más de treinta mil versos pareados de nueve sílabas (para los franceses de ocho), forma que desde principios del siglo XVI había sustituído al antiguo metro épico en las narraciones que se destinaban, no al canto, sino á la lectura. Amplificó prodigiosamente y con fácil estilo las dos narraciones fabulosas que tenía á la vista; añadió como introducción la historia de los Argonautas; aduló la vanidad nacional con el supuesto parentesco entre los Francos y los Troyanos; transportó al mundo feudal los héroes pelasgos y aquivos; modificó á su guisa los caracteres y las costumbres con muy gracioso anacronismo, y tuvo el mérito de inventar, entre otros episodios, uno de amor que tuvo grande éxito, el de Troilo y Briseida, que inspiró sucesivamente á Boccaccio en su poema Filostrato, á Chaucer en el suyo Troilus and Cressida y á Shakespeare en su tragedia del mismo nombre.

El poema de Benito de Sainte-More fué traducido al alemán y á otros idiomas y compendiado en prosa francesa; pero todavía más que en su lengua primitiva corrió por Europa en la refundición latina que hizo Guido delle Colonne, juez de Messina, con el título de Historia Troiana (comenzada en 1272, terminada en 1287), callando maliciosamente su verdadero original, refiriéndose sólo á Dictys y Dares y dando [cxlvi]al libro una pedantesca apariencia histórica que contribuyó á su crédito entre los letrados[226].

Todas las variantes, así italianas como españolas, que se conocen de la Crónica Troyana se fundan ó en la Historia de Guido de Columna ó en el poema de Benito de Sainte-More. Nuestros antiguos eruditos, y el mismo Amador de los Ríos, que dió abundantes noticias de los códices de este ciclo, confundieron ambos grupos ó familias, que comenzó á distinguir el docto profesor Adolfo Mussafia en una Memoria publicada en 1871[227]. Para deslindarlas completamente sería precisa la comparación de todos los textos que hoy se conocen: tarea que no hemos podido realizar aún, y que, por otra parte, sería impropia de este lugar. Daremos noticia sólo de las principales versiones, prescindiendo de la del poema de Alejandro que está tomada á medias de Guido de Columna y de la Iliada del pseudo Píndaro tebano.

Del enorme Roman de Troie, de Benoît de Sainte-More, tenemos dos traducciones castellanas hechas del francés y otra gallega hecha del castellano. Su respectiva filiación, así como el tiempo en que se tradujeron y las personas para quien los códices se escribieron, constan en las suscripciones finales de una y otra. «Este libro mandó faser (dice la castellana) el muy alto e muy noble e muy escelent rey don Alfonso, fijo del muy noble rey don Fernando e de la Reyna doña Costanza. E fue acabado de escribir e de estoriar en el tiempo que el muy noble rey don Pedro su fijo regnó all cual mantenga Dios al su servicio por muchos tiempos et bonos. Et los sobredichos donde él viene sean heredados en el regno de Dios. Amen. Fecho el libro postremero dia de diziembre. Era de mill et trecientos et ochenta et ocho años. Nicolas Gonçales, escriban de los sus libros, lo escribi por su mandado».

El códice gallego más completo de los dos que se han conservado[228] traduce la suscripción del escribán castellano y añade: «Este liuro foy acabado VIII dias andados do mes de Janeyro, era de mill é quatroçentos et onze años». El que escribió en parte y dirigió en lo demás la copia de este códice fué, según consta en otra suscripción, el clérigo Fernán Martis (¿Martínez?), capellán de Fernán Pérez de Andrade. Es inestimable el valor lingüístico de esta versión (que parece hasta ahora el monumento más antiguo de la prosa literaria gallega); pero ha de tenerse en cuenta que es traducción de traducción, y que abunda por tanto en formas castellanas y francesas. Publicada ya con estricto rigor paleográfico, gracias á los desvelos de D. Andrés Martínez Salazar[229], ofrece abundante y novísima materia al estudio de los filólogos.

Del Canciller Pero López de Ayala dijo Fernán Pérez de Guzmán en sus Generaciones y semblanzas que «por causa dél son conocidos algunos libros que antes no lo [cxlvii]eran», contando entre ellos la Historia de Troya. No parece que esto pueda entenderse del poema de Benoît de Sainte-More (Beneyto de Santa María que dijo el intérprete castellano), puesto que ya estaba traducido en 1350 (era 1388), cuando el futuro Canciller no pasaba de los diez y siete años, sino que debe referirse á la crónica latina de Guido de Columna, lo cual también está más de acuerdo con el género de estudios y aficiones propios de Ayala; pero siendo varias las versiones manuscritas de este libro, no parece fácil determinar en cuál de ellas pudo intervenir el Canciller, ni realmente dice su biógrafo que él hiciese la traducción, sino que dió á conocer el libro en Castilla. Pero, de todos modos, no fué obstáculo para que el Roman de Troie volviese á ser traducido por autor anónimo de fines del siglo XIV, que intercaló algunos trozos en verso (á la manera de los lays que se leen en el Tristán y en otras novelas bretonas), dejando con esto marca indeleble del origen poético del libro[230]. Proceden, por el contrario, de la Crónica de Guido de Columna la traducción catalana del protonotario Jaime Conesa, terminada en 18 de junio de 1367[231], y la castellana de Pedro de Chinchilla, emprendida á instancias del primer conde de Benavente, D. Alonso Pimentel, en 1443[232]. La Crónica Troyana, varias veces impresa en el siglo XVIn el nombre de Pedro Núñez Delgado[233], toma á Guido por principal fuente en lo que toca á la leyenda troyana, pero añade otras fábulas mitológicas sacadas de diversos autores[234]. Es probable que utilizase una compilación ya existente análoga al Recueil des histoires de Troye, de Raoul Lefèvre.

Aun hay otras pruebas de la extraordinaria difusión del ciclo troyano en España. El conde D. Pedro recuerda en su Nobiliario las «grandes fazemdas e grandes cavallarias» que hubo en Troya «assy como falla na sa estorea». El cronista de D. Pedro Niño, Gutierre Díaz de Gámez, tomó de un libro que llama de la Conquista de Troya un largo episodio sobre Bruto, supuesto progenitor de los ingleses, y la reina de Armenia, Dorotea, que no está en ninguna de las versiones conocidas y difiere mucho del relato de Godofre de Monmouth, al cual se conforma la crónica impresa. Últimos ecos de esta vivaz leyenda fueron, en pleno siglo XVI, el poema de las Guerras de Troya, de Ginés Pérez de Hita[235], y los dos de Joaquín Romero de Cepeda, El infelice robo de [cxlviii]Elena, reyna de Esparta, por Paris Infante Troyano[236], y La antigua memorable y sangrienta destruicion de Troya... á imitacion de Dares, troyano, y Dictys, cretense griego[237]. Los romances semipopulares y relativamente viejos de la reina Elena, de la reina de las Amazonas y de la muerte que dió Pirro á la muy linda Policena, son reminiscencias de la Crónica Troyana, en la cual también se inspiró bizarramente la musa lírica para el Planto de la reina Pantasilea, bella composición atribuida, no sé si con fundamento, al Marqués de Santillana.

Por medio de la escuela erudita del mester de clerecía había penetrado en el siglo XIII la novela bizantina de Apolonio de Tiro, cuyo original griego se ha perdido, pero que tuvo en su forma latina extraordinaria boga, sobre todo después que fué incorporada en el Gesta Romanorum. Menos afortunada entre nosotros que en Inglaterra, donde, después de la Confesio amantis de Gower, suscitó el drama Pericles príncipe de Tiro, atribuido á Shakespeare, quedó enterrada en el viejo poema en versos alejandrinos, que no carece de expresión y gracia narrativa, y sólo á fines del siglo XVI reapareció en el Patrañuelo, de Juan de Timoneda.

La fábula de Psiquis (cambiando el sexo del protagonista), no tomada, según creemos, de Apuleyo, sino del fondo primitivo y misterioso de los cuentos populares, donde permanece viva aún, sirve de principal argumento á la linda novela francesa del siglo XII Partinopeus de Blois. Traducida al castellano, probablemente en el siglo XV, y del castellano al catalán, ha sido muchas veces impresa como libro de cordel en ambas lenguas, y es uno de los mejores relatos de su género, de los más racionalmente compuestos y de los más ingeniosos en los detalles, aunque por acaso no de los más honestos[238]. En todo el cuento se advierte un color clásico muy marcado, y siendo la escena en Constantinopla, puede presumirse que la narración oral fuese recogida allí por algún cruzado. El poemita francés pertenece al siglo XII.

Otro tanto puede decirse de la interesante historia de Flores y Blancaflor, sencilla y tierna novela de dos niños, hijo el uno de un rey sarraceno é hija la otra de una esclava cristiana. El amor que nace en ellos desde la infancia, las peripecias que los separan, sus largas peregrinaciones, el encerramiento de Blancaflor en la torre del emir de Babilonia, donde consigue penetrar el enamorado Flores escondido en una cesta de rosas; el peligro en que se ven los dos amantes de perecer juntos en la hoguera (patética situación análoga á la de Olindo y Sofronia en el episodio del Tasso), forman un conjunto sobremanera agradable, que recuerda, sin exagerarlos, los procedimientos de la [cxlix]novela bizantina de viajes y aventuras; pero con una delicadeza moral que en ella no suele encontrarse, salva la excepción de Heliodoro. Dos poemas franceses del siglo XII, publicados el uno por Bekker y el otro por du Méril, desarrollan con notables variantes este argumento, del cual es también bellísima imitación la novelita (chantefable) de Aucassin y Nicolette, escrita parte en prosa, parte en versos trocaicos asonantados. En todas las literaturas tuvo grandísimo éxito esta ficción[239]; prestó á Boccaccio argumento para su primer libro en prosa italiana Il Filocolo, y entre nosotros era ya conocida á fines del siglo XIII, puesto que la Gran Conquista de Ultramar no sólo la menciona, sino que la presenta ya enlazada con el ciclo carolingio. «Flores libró al rey de Babylonia de mano de sus enemigos quando le dio á Blancaflor por mujer... Estos fueron los mucho enamorados que ya oistes hablar... Según su ystoria lo cuenta». Estas referencias, como tomadas de un libro francés de origen, no prueban que la novela estuviese ya traducida; pero al ver que en la Gran Conquista Flores y Blancaflor (fabulosos abuelos de Carlomagno) son calificados de reyes de Almería, hay que reconocer que había comenzado á españolizarse la leyenda. También la conocía el Arcipreste de Hita:

Ca nunca fue tan leal Blancaflor á Flores,

dice en la cantiga de los clérigos de Talavera. Para Micer Francisco Imperial y otros poetas del Cancionero de Baena, Flores y Blancaflor son prototipo de leales amadores, como otras parejas célebres, Paris y Viana, Tristán é Iseo, Oriana y Amadís. La traducción, varias veces impresa en el siglo XVI, y de la cual es vil extracto el libro de cordel que todavía se expende, debió de hacerse en el siglo XV, como casi todas las de su género, y los nombres son casi los mismos que en el Filocolo de Boccaccio, con el cual tiene también otras semejanzas, que du Méril explica por una fuente común y no por imitación de la novela italiana. Pero no se limita á ella la popularidad de este sabroso cuento en nuestra literatura, pues aunque falta este tema en las antiguas colecciones de romances abundan los nombres de Blancaflor y el conde Flores en la tradición oral de la Península, como lo prueban las muchas versiones recogidas en Portugal, Asturias, Montaña de Santander, Cataluña, Andalucía, en la isla de Madera, en las Azores y hasta en el Brasil. Es cierto que estos romances, designados por los coleccionistas con los varios nombres de Reina y cautiva, Las dos hermanas, etc., conservan sólo una vaga impresión de la leyenda primitiva. Pero sin duda suponen otros más antiguos, en que la fidelidad al tema novelesco sería mayor.

De origen oriental parecen otros dos libros populares que la literatura francesa comunicó á la nuestra, y que todavía siguen reproduciéndose en miserables compendios, al paso que las ediciones góticas se cuentan entre las joyas más preciadas de la bibliografía. Una de ellas es la Historia del muy valiente y esforzado caballero Clamades, hijo del rey de Castilla, y de la linda Claramonda, hija del rey de Toscana, cuyo original francés en prosa, indicado recientemente por el Sr. Foulché-Delbosc[240], es Le livre de Clamades, filz du roy despaigne et de la belle Clermonde... impreso en Lyon por los años de 1480, el cual, como todos los de su especie, procede de un antiguo [cl]poema que aquí es Li Roumans de Cleomades, del famoso trovero Adenet le Roi. Gastón Paris considera posible que la fuente inmediata de Adenet haya podido ser española. Se trata, en efecto, de un cuento árabe, que lo mismo pudo entrar por España que por Oriente. Nuestro vulgo le designa con el nombre de historia del caballo de madera, fijándose en el episodio más saliente, que tiene su paradigma en el caballo mágico de las Mil y una noches, y fué parodiado por Cervantes en el episodio de Clavileño. Otro poema francés, el Méliacin, de Gerardo de Amiens, trata el mismo argumento.

Más moderna es la famosa novela caballeresca de Pierres de Provenza y la linda Magalona, compuesta en provenzal ó en latín por el canónigo Bernardo de Treviez, y tan celebrada en tiempo del Petrarca, que se dice que este gran poeta y humanista empleó algunas horas de su juventud, cuando en Montpellier estudiaba Derecho, en corregirla y limar su estilo[241]. El texto francés actualmente conocido es del siglo XV; ha sido impreso innumerables veces[242] y de él proceden las versiones italiana, alemana, flamenca, danesa, polaca, castellana y catalana, y hasta una griega en versos políticos[243]. Pierres y Magalona continúa siendo libro de cordel en Francia y en España, pero ya muy refundido y modernizado en el estilo, como lo está también el rifacimento galante que hizo el conde de Tressan para la Bibliothèque Universelle des Romans (1779).

Esta novelita es, sin duda, de las mejores de su género; las aventuras, aunque inverosímiles, no son excesivamente complicadas; los dos personajes principales interesan por su ternura y constancia, y la narración tiene en los textos viejos una gracia y frescura que contrasta con la insipidez habitual de los libros de pasatiempo del siglo XV y con las ridículas afectaciones de sus refundidores modernos. Expondremos en dos palabras su argumento para amenizar algo la aridez de esta enumeración:

Pedro, hijo del conde de Provenza, acababa de ser armado caballero, y deseando dar muestras de su valor y gentileza, se encamina á la corte de Nápoles, llevado por la fama de la bella Infanta Magalona, cuya mano iban á disputarse en unas justas los [cli]príncipes más ilustres y bizarros de Europa. Al partir le entrega su madre tres anillos. Como es de suponer, el novel caballero sale vencedor de todos sus rivales en el torneo; pero, á consecuencia de un juramento que había hecho, oculta constantemente su nombre y su linaje, con lo cual es claro que el rey no le concede la mano de su hija, pero le admite en su corte, donde muy pronto conquista el amor de Magalona, siendo medianera de su trato lícito y honesto la nodriza de la Princesa. El Caballero de las Llaves (que así se hacía llamar Pierres) da á su amada en prenda los anillos de su madre y la declara su verdadero nombre. Conciertan y emprenden los dos amantes la fuga, y al caer el sol llegan á un valle cercado de ásperas montañas. Magalona, rendida por la fatiga del camino, se duerme en el regazo de Pierres. Baja un gavilán y arrebata de encima de una piedra el cendal rojo que contenía los tres anillos. Pierres se lanza en persecución del gavilán, que vuela de roca en roca, hasta salir del valle y llegar á la orilla del mar, de donde pasa á una isla desierta que distaba próximamente doscientos pasos. Pierres no desiste de seguir al ave de rapiña, y viendo amarrada una barca á la ribera, entra en ella, empuña el timón y se dirige hacia la isla. De pronto se desencadena un viento furioso que arrastra la embarcación á alta mar, donde es asaltada por una nave de corsarios sarracenos, que llevan cautivo á Pierres á la corte del Soldán de Alejandría, y allí permanece tres años.

Entre tanto, Magalona, abandonada en el bosque y próxima á la desesperación, había sido recogida por una peregrina, que cambió con ella de vestidos y la puso en camino de Roma. Aquí comienza la parte devota de la leyenda, que fué quizá la causa principal de que el piadoso canónigo Bernardo de Treviez la consignase por escrito. Magalona, después de muchas oraciones, penitencias y austeridades, y de recorrer varias tierras en hábito humilde, recogiendo limosnas, funda un hospital de peregrinos cerca del Puerto de Aguas Muertas, y cobra gran fama de santidad en todo el Mediodía de Francia, mereciendo especial protección del Conde y la Condesa de Provenza, que lloran muerto á su hijo Pierres desde el día en que unos pescadores hallaron en el vientre de un monstruoso cetáceo el tafetán con los tres anillos. Fácil es adivinar el desenlace de esta historia. Pierres, libre del cautiverio, llega un día al hospital de Magalona; los dos amantes se reconocen, y la novela termina con sus bodas, que se celebran en Marsella, con gran regocijo de sus padres.

Á pesar de la pía intención con que parece haberse escrito esta novela, no falta en ella algún cuadro de graciosa sensualidad, digno de la pluma de Boccaccio, ni es maravilla, por lo tanto, que nuestro rígido moralista Luis Vives la incluyese en el severo anatema que lanza contra las fábulas deshonestas, en el cap. V., lib. I, de su tratado De institutione christianae feminae, haciendo muy curiosa enumeración de las que eran más leídas y celebradas en su tiempo[244].

[clii]

El episodio del pájaro que arrebata los anillos se encuentra también en un poema francés del siglo XIIIL'Escoufle scoufle (el milano), y debe de ser de procedencia oriental, puesto que se halla también en un cuento de Las Mil y una noches (historia del príncipe Camaralzamán y la princesa Badura).

Al mismo grupo de novelas erótico-caballerescas en que figuran Flores y Blanca Flor y Pierres y Magalona puede reducirse la Historia de Paris y Viana, libro de origen provenzal, traducido al francés en 1487 y del francés al castellano[245]. Hay una traducción catalana, al parecer independiente de ésta, y fragmentos de una redacción aljamiada[246]. Como todos los demás libros de su género hubo de tener primitivamente forma poética. Ya á principios del siglo XV era conocida en Castilla, según lo acreditan unos versos de Micer Francisco Imperial compuestos en 1405, con ocasión del nacimiento de D. Juan II:

Todos los amores que ovieron Archiles
Paris et Troilos de los sus señores,
Tristan, Lançerote, de las muy gentiles
Sus enamoradas é muy de valores;
El é su muger ayan mayores
Que los de Paris é los de Vyana
E de Amadis é los de Oryana,
E que los de Blancaflor é Flores.

Se ha querido ver en esta novelita una alegoría histórica, la anexión del Delfinado á Francia, cumplida al mediar el siglo XIV; pero aunque los nombres de los personajes induzcan á sospecharlo, el argumento se reduce á una sencillísima fábula de amor constante y perseguido, amenizada con los habituales recuerdos de las Cruzadas y el obligado cautiverio en Palestina.

No hay duda en cuanto al origen de la Historia de la linda Melosina, mujer de Remondin, la qual fundó á Lezinan y otras muchas villas y castillos por extraña manera: la qual ovo ocho hijos: los quales dellos fueron reyes y otros grandes señores por sus grandes proezas, libro impreso en Tolosa en 1489; porque los mismos impresores Juan Paris y Esteban Clebat alemanes, declaran que «con gran diligencia le hizieron pasar de francés en castellano», y en efecto es traducción del libro de Juan de Arras, impreso en Ginebra en 1478. Hay textos del siglo XIV, en prosa y en verso, sobre el mismo asunto. Es un cuento de hadas localizado en Francia, pero que tiene grandes analogías con los del ciclo bretón y acaso procede de tradiciones célticas consignadas en algún lai.

[cliii]

No hemos tenido ocasión de leer el rarísimo libro Del Rey Canamor y del infante Turian su fijo[247]; pero á juzgar por el largo romance juglaresco que sobre motivos de esta novela compuso Fernando de Villarreal[248], relatando el rapto de la infanta Floreta por el príncipe Turián, le creemos del mismo género y procedencia que los anteriores, sin ningún carácter español. Á mayor abundamiento tenemos el testimonio de Luis Vives, que cita entre los libros más leídos en Bélgica el de Leonella et Canamorus; Leonela es el nombre de la reina, mujer de Canamor y madre de Turián.

Casi todos los libros que vamos citando convienen en ser novelas de amor, contrariado al principio y triunfante al fin, más que de caballerías y esfuerzo bélico, y seguramente eran destinados al solaz y pasatiempo de la sociedad más culta y aristocrática, especialmente de las mujeres. Compuestos al principio en el ligero metro narrativo de nueve sílabas y reducidos luego á cortos libros en prosa, hasta por su tamaño contrastaban con los cantares de gesta y con las grandes compilaciones historiales, formadas, en buena parte, de materiales poéticos. Pero al lado de estas frívolas y galantes narraciones, donde las aventuras de mar y tierra, las escenas de esclavitud y de naufragio, y á veces (como en Partinuplés y en Melusina) los encantamientos y las transformaciones mágicas, sólo servían para hacer resaltar la invencible pasión de los amantes, hubo otras de tendencia moral y religiosa, consagradas á enaltecer el heroísmo de la virtud ó la eficacia del arrepentimiento. Dos obras muy importantes de este género forman todavía parte de nuestra biblioteca de cordel. Una es el Oliveros de Castilla y Artús de Algarve, cuya más antigua edición conocida (Burgos, 1499) acaba de ser espléndidamente reproducida por el bibliófilo norteamericano Mr. Archer Huntington[249]. Es traducción del texto francés impreso en Ginebra, 1492, y reproduce hasta los cuarenta grabados que le exornan[250]. En el preámbulo se declara lisa y llanamente la historia de este libro, que sin razón alguna ha estado pasando por español entre los bibliófilos nacionales y forasteros: «Entre las quales ystorias fue fallada una en las corónicas del reyno de Inglaterra que se dize la ystoria de Oliveros de Castilla e de Artus d'Algarbe su leal compañero y amigo... E fue la dicha ystoria por excelencia levada en el reyno de Francia e venida en poder del generoso e famoso cavallero don Johan de Ceroy, señor de Chunay: el qual deseoso, del bien comun, la mando volver en comun vulgar francés... y la trasladó el honrrado varon Felipe Camus, licenciado in utroque. Y como viniesse á noticia de algunos castellanos discretos é desseosos de oyr las grandes cavallerías de los dos cavalleros y hermanos en armas pescudaron y trabajaron con mucha diligencia por ella, á cuyo ruego y por el general provecho fue trasladada de francés en romance castellano y empremida con mucha diligencia y puesto en cada capítulo su ystoria, porque fuesse [cliv]más fructuosa y aplacible á los lectores y oydores». Felipe Camus es, pues, el autor ó traductor francés, y no el castellano, como creyó Nicolás Antonio y han repetido otros muchos.

En Oliveros de Castilla y Artús de Algarbe hay combinación de dos temas poéticos diversos: uno es el de Amis y Amile (Amicus et Amelius), dos perfectos amigos y compañeros de armas, cuya mutua y heroica adhesión se acrisola con las más extraordinarias pruebas, llegando el uno á degollar á sus hijos para curar de la lepra al otro lavándole con la sangre de ellos, encontrándolos luego milagrosamente resucitados. Un cantar de gesta del siglo XIII, que fué refundido y amplificado en el XIV y en el XV; una leyenda latina en prosa y otra en versos hexámetros; un milagro ó pieza dramática, y otras varias formas más ó menos antiguas acreditan el vasto desarrollo de esta fábula[251]. Con ella entrelazó el autor del Oliveros otra igualmente popular y antiquísima, la del Muerto agradecido, fundada en la antigua costumbre jurídica de la privación de sepultura á los deudores[252]. El muerto, cuyo cadáver había rescatado Oliveros de manos de sus acreedores, se le aparece en las situaciones más críticas y le saca triunfante de todos los peligros y de las más temerarias empresas. Nuestra literatura vulgar se apoderó de este argumento en los romances de La Princesa cautiva, y sobre él construyeron Lope de Vega sus dos comedias de Don Juan de Castro ó hacer bien á los muertos y Calderón la suya El mejor amigo el muerto[253].

Del libro francés, popular todavía, La vie du terrible Robert le diable, publicado en 1496, procede La espantosa y admirable vida de Roberto el diablo, assi al principio llamado: hijo del duque de Normandia: el qual despues por su sancta vida fue llamado hombre de Dios, impresa en Burgos, 1509[254], cuento fantástico y devoto en que la inagotable misericordia divina regenera á un monstruoso pecador, engendrado por arte diabólica en castigo del temerario y sacrílego ruego de su madre. La terrible penitencia que un ermitaño le impone, obligándole á permanecer mudo, á pasar por loco y á no probar alimento alguno sin arrancarle antes de la boca de un perro, es el episodio más original [clv]y famoso de esta leyenda, que no sólo penetró en nuestro teatro, sino que en el siglo XVII recibió nueva forma novelesca en El Conde Matisio, de D. Juan de Zabaleta.

En la enumeración que precede no hemos seguido orden cronológico, porque es imposible establecerle entre obras cuya fecha precisa se ignora. Creemos, sin embargo, que la mayor parte de los libros extranjeros de caballerías fueron traducidos durante el siglo XV. Algunos hay, sin embargo, de fecha positivamente anterior, que hemos reservado para este lugar por su mayor analogía con los del ciclo bretón.

Las más antiguas ficciones de este género que pueden leerse en castellano son sin duda las que contiene la Gran Conquista de Ultramar, vasta compilación histórica relativa á las Cruzadas, que ya hemos tenido ocasión de mencionar tratando del ciclo carolingio. No sabemos á punto fijo si el compilador tuvo á la vista algunos poemas franceses ó si (como parece más verosímil) los encontró ya incorporados en una crónica en prosa, aunque ninguna de las que se conocen hasta ahora en francés corresponde exactamente con la nuestra. En torno de la primera Cruzada se había formado un ciclo épico, dividido en cinco ramas: la Canción de Antioquía, la de Jerusalén, los Cautivos, Helías y la Infancia de Godofredo de Bullón. Algunos de estos poemas eran esencialmente históricos; otros, por el contrario, habían nacido de libre invención de los juglares ó eran antiguas fábulas mitológicas transformadas en leyendas heráldicas. Tal acontece con la del Caballero del Cisne (supuesto antepasado de Godofredo), á quien se dedican en la Gran Conquista más de cien capítulos[255], que impresos aparte formarían un libro de caballerías, no de los más breves y seguramente de los más poéticos y entretenidos. En cuentos populares se encuentran esparcidos muchos de los rasgos de esta bellísima historia. La infanta Isomberta, embarcándose á la ventura en un batel que encuentra amarrado á un árbol, y dejándose ir por el mar sin velas ni remos, aporta á una ribera por donde andaba de caza el conde Eustacio. «Los canes de la caza, que andaban delante del conde, aventaron la doncella é fueron yendo hacia do ella estaba, é desque la vieron fueron contra ella, ladrando muy de recio. La infanta, con el gran miedo que hobo de los canes, metióse en una encina hueca que falló allí cerca; é los canes que la vieron cómo se metia ahí, llegaron á la encina é comenzaron á ladrar en derredor della. E el conde, cuando vió los canes latir é ladrar tan de apriesa é tan afincadamente, creyó que algún venado tenían retraído en algún lugar, é fuese para allí do los oia; é cuando llegó, oyó las voces que la infanta daba dentro en el tronco de la encina, con el gran miedo que había de los canes que la morderian de mala gana é la comerian...». Esta situación recuerda mucho el principio del célebre romance de la Infantina. El encuentro del caballero y la bella infanta para en matrimonio, como era de suponer; pero el odio de una madrastra (tema común de folk-lore, que inspiró los romances de Doña Arbola) viene muy pronto á emponzoñar su ventura. Da á luz Isomberta, en ausencia de su esposo que había partido para la guerra, siete [clvi]niños de un parto[256], á quienes un ángel va colocando sendos collares de oro en los cuellos conforme nacen. Pero la maligna suegra hace creer á Eustacio, con un falso mensaje, que su mujer ha parido siete podencos adornados con collares de oropel ó alquimia. Y no satisfecha con este embuste, manda matar secretamente á la infanta y á los siete recién nacidos. El fiel caballero Bandoval, que tenía en custodia á Isomberta, no puede resolverse á tal atrocidad y deja abandonados á los niños en un monte, donde son criados por una cierva y amparados por un ermitaño. Aun en aquel escondido asilo los descubre el odio vigilante de su madrastra, que llega á apoderarse de seis de ellos y ordena á dos escuderos, Dransot y Frongit, que los maten. Pero al tiempo de quitarles los collares se convierten en hermosísimos cisnes y desaparecen volando. La vieja condesa irritada manda á un platero hacer una copa con todos los collares para evitar que pueda deshacerse el encanto. Pero el platero, asombrado con la cantidad de oro que logra fundiendo uno de los collares, éste solo emplea en la copa, reservando los otros cinco para sí. Entretanto, los niños transformados en cisnes habían llegado á un lago muy grande é muy fondo, cerca de la ermita donde vivía el único hermano suyo que conservaba forma humana. Tanto él como el ermitaño se quedan asombrados del extraño cariño que les manifiestan las hermosas aves nunca vistas en aquel estanque, y se deleitan y solazan con ellas amorosamente.

Á la sazón había vuelto de la guerra el conde Eustacio, y su mujer, acusada de adulterio, esperaba afrentoso suplicio en la fortaleza de Portemisa si no presentaba algún campeón que combatiese en su defensa. Sólo faltaban dos días para terminar el plazo, cuando la Providencia intervino milagrosamente en socorro de la inocencia calumniada y perseguida. Un ángel reveló en sueños al ermitaño el peligro de Isomberta y le intimó que fuese su hijo á libertarla. Así lo ejecuta el mozo, entrando al día siguiente en el palenque y venciendo y cortando la cabeza al caballero retador. Este episodio es un lugar común de todas las novelas caballerescas de decadencia, y sin ir más lejos ya le hemos encontrado en la Reina Sevilla. Más interesante es lo que se refiere al desencanto de los príncipes, que, como es de suponer, se realiza mediante los cinco collares que había reservado el artífice, pero quedando siempre encantado en forma de cisne el sexto, que se convierte desde entonces en guía y protector de su hermano.

¡Qué melancólica y dulce poesía tiene todo esto en el trozo de la crónica novelesca que vamos siguiendo!

«É este cisne, desque vió su madre, fuéle besar las manos con su pico, é comenzó á ferir de las alas é facer gran alegría é subirle en el regazo, é nunca todo el dia se quería partir della; é era tan bien acostumbrado, que nunca comia sino cuando ella, é nunca se quitaba de los hombres, é todo el dia queria estar con ellos, é no le menguaba otra cosa para ser hombre sinon la palabra é el cuerpo, que no habia de hombre, ca bien tenia entendimiento. É aquel mozo que lidió por su madre hobo esta gracia de nuestro Señor Dios sobre todas las otras gracias que él le ficiera: que fuese vencedor de todos los pleitos é de todos los rieptos que se ficiesen contra dueña que fuese forzada de lo suyo ó [clvii]reptada como no debia; é aquel su hermano que quedó hecho cisne, que fuese guiador de le levar á aquellos lugares do tales rieptos ó tales fuerzas se facian á las dueñas, en cualquier tierra que acaesciese; é por eso hobo nombre el Caballero del Cisne, é asi le llamaban por todas las tierras do iba á lidiar, é no le dician otro nombre sino el Caballero del Cisne... E cuando este cisne lo levaba iban en un batel pequeño, é levábanlo en esta guisa: tomaban aquel batel é levábanlo á la mar, que era muy cerca de aquella tierra do habia el condado su padre, é desque era en la mar ataban al batel una cadena de plata muy bien fecha, é demás desto ponian al cisne un collar de oropel al cuello, ó tomaba el caballero su escudo é su fierro de lanza é su espada, é un cuerno de marfil á su cuello, é desta guisa le levaba el cisne por la costera de la mar, fasta que llegaba á cualquier de aquellos rios que corriese por aquellas tierras do él hobiese á lidiar».

El resto de la historia narra largamente las proezas del Caballero del Cisne, especialmente el desafío que tuvo en Maguncia con el duque de Sajonia Rainer, sosteniendo el reto de la duquesa de Bullón y de Lorena (asunto que Pedro del Corral transportó á Toledo en su fabulosa Crónica de Don Rodrigo), y el matrimonio que contrajo con Beatriz, hija de esta duquesa, «con tal condición que nunca le preguntase cómo había nombre ni de cuál tierra era». El interés romántico mengua mucho en esta última parte de la novela, que es algo cansada y prolija; pero se reanima con la indiscreta curiosidad de la condesa, que cual otra Psiquis quiere averiguar el nombre de su incógnito esposo y se ve castigada de igual manera, y lo que es peor, sin esperanza de redención, pues aun el hechizado cuerno de marfil que su esposo le había entregado como prenda de cariño al abandonarla, «en que había tres cercos de oro con muchas piedras preciosas é de gran virtud», tuvo el desconsuelo de vérsele arrebatar por el cisne, en pena de no haberle guardado tan limpiamente como debiera del contacto de manos profanas, «poniéndolo con los otros que estaban allí para cuando fuesen sus hombres á caza». Enciéndese á deshora un gran fuego en su palacio: los burgueses y la gente de la villa corren en tumulto á apagarle, y «cuando ellos estaban así mirando, vieron venir un cisne muy grande á maravilla volando por el aire, tan albo como una nieve. E cuando llegó al lugar del fuego voló tres veces derredor, é dió una muy gran voz, é cogió las alas, é dejóse meter por medio de la puerta del palacio, por do salía la llama mayor, é entró así, que sola una péñola no se le quemó, ni le embargó el fuego, ni le fizo ningún pesar en cosa; é tomó el cuerno de marfil con el pico por los colgaderos, e salió con él por medio de la puerta muy desembargadamente é sin ningún peligro, é comenzóse á alzar é ir volando así con él hasta que le perdieron de vista». También de este pasaje hubo de acordarse Pedro del Corral para contar la destrucción de la Casa encantada de Toledo y la aparición del ave fatídica entre sus cenizas. No puede dudarse que la Gran Conquista dejó huella en nuestros libros indígenas de caballerías: Gayangos ha señalado frases idénticas en la historia del Caballero del Cisne y en el Amadís de Gaula, y Puymaigre sospechó que el episodio de Amadís y Briolanja pudo tener su tipo en el gran ofrecimiento que de su persona hizo al joven Gudufre de Bullón la doncella cuyas tierras había rescatado de la tiranía de Guión de Montefalcone: «Cuando la doncella vio que por Gudufre de Bullón había la tierra cobrado, cayó á los pies é pidióle merced que della é de cuanto había feciese á su voluntad; é él respondió que gelo grádescía mucho, mas que aquella lid no tomara él por amor de mujer ni por cobdicia de haber nin de tierra, salvo tan solamente por Dios é por el derecho que él creía firmemente que ella[clviii] tenía. Mas pues que ella había cobrado su tierra no demandaba él más, é con aquello era él pagado». (Lib. I, cap. CLI).

No es el poema del Caballero del Cisne el único del ciclo de las Cruzadas que entró en el vasto cuadro de la Crónica de Ultramar. Al mismo género pertenecen la historia de Corbalán (Kerbogan, sultán de Mossul) y de su madre la profetisa Halabra; la de Baldovin y la sierpe; la del conde Harpin de Bourges y su combate con unos ladrones, etc. Pero ninguna está contada tan extensamente ni con tanta independencia del asunto principal de la Gran Conquista como la del Caballero del Cisne, á la cual tampoco iguala ninguna en valor legendario ni en atractivo estético. Aunque localizada por los troveros en el ducado de Cleves, la tradición mitológica en que se funda es mucho más antigua, y se la encuentra en otras partes: en una saga islandesa se supone que el Caballero del Cisne era hijo de Julio César. En Alemania hizo su triunfante aparición en 1200 con el nombre de Lohengrin, y ha sido renovado con inmensa gloria por el genio ardiente y profundo de Ricardo Wagner.

Siguen en antigüedad á las novelas contenidas en la Gran Conquista de Ultramar las que halló Amador de los Ríos en un códice de la Biblioteca del Escorial, ya citado al hablar del Noble Cuento del emperador Carlos Maynes. Los restantes son (prescindiendo de cuatro vidas de santos) la Estoria del rey Guillerme de Inglaterra, el Cuento muy fermoso del emperador Ottas et de la infanta Florencia su fija et del buen caballero Esmere, el Fermoso cuento de una sancta emperatriz que ovo en Roma et de su castidat y la Estoria del cavallero Plácidas, que fué después cristiano é ovo nombre Eustacio.

La primera y la última han sido publicadas con excelentes ilustraciones por el malogrado filólogo alemán Herman Knust, que ha dicho sobre sus orígenes cuanto puede decirse y averiguarse[257]. La Estoria del rey Guillerme no está traducida del poema francés de Cristián ¿de Troyes? (siglo XII), sino de otro texto (probablemente en prosa) que se apartaba de él en algunos detalles. Versión distinta y muy amplificada es la que en el siglo XVI se imprimió con el título de Chronica del rey don Guillermo rey de Inglaterra e duque de Angeos: e de la reina doña Berta su muger: e de como por revelación de un angel le fue mandado que dexasse el reyno e ducado e anduviesse desterrado por el mundo: e de las extrañas aventuras que andando por el mundo le avino[258]. Por el título puede colegirse ya que se trata de un libro de caballerías á lo divino, tanto que podría, si tuviera algún fundamento histórico, figurar entre las leyendas hagiográficas. Está escrita con talento y apacible sencillez, pero es mucho menos fantástica y atrevida que la de Roberto el Diablo, y el narrador abusa en demasía de las monótonas peripecias por separación y reconocimiento, de tal modo que su libro pudiera llevar, como las Clementinas, el subtítulo de Recognitiones. Aunque puesta en Inglaterra la acción de este piadoso libro, ninguna semejanza tiene con los del ciclo bretón, y parece producto de la caprichosa fantasía de algún clérigo ó poeta culto.

Todavía más profundamente hagiográfica es la Estoria del caballero Plácidas, puesto que se reduce á una traducción de la famosa leyenda de San Eustaquio, mencionada [clix]ya por San Juan Damasceno en el siglo VIII, inserta en el Menologio Griego del emperador Basilio en el X, y divulgada en Occidente por el Speculum Historiale de Vicente de Beauvais, por la Legenda Aurea de Jacobo de Voragine y por el Gesta Romanorum[259].

Adolfo Mussafia, editor del Fermoso cuento de una santa emperatriz que ovo en Roma[260], ha probado que se deriva del poema francés de Gautier de Coincy (1177-1236) sobre la emperatriz Crescentia.

De carácter mucho más profano que las historias anteriores es el cuento del emperador don Ottas, de la infanta Florencia y del caballero Esmere[261], enmarañada selva de aventuras en que fácilmente se pierde la atención y el hilo. Su fuente es una narración poética francesa, Florence de Rome[262], de la cual existen varias redacciones, aunque se haya perdido la primitiva, que es acaso la que mediata ó inmediatamente sirvió de guía á nuestro traductor, puesto que su relato difiere bastante del de los poemas franceses del siglo XIV. Algún episodio de este cuento se halla en otras colecciones novelísticas. La Patraña 21.ª de Juan de Timoneda reproduce varias de sus peripecias, pero no están sacadas del viejo cuento, sino del Pecorone de Ser Giovanni Fiorentino (novela 1.ª de la 10.ª jornada).

Traducidas ó imitadas entre nosotros las ficciones del ciclo carolingio y las que podemos llamar novelas sporádicas ó independientes, no podía dilatarse mucho la invasión de los poemas del ciclo bretón, de los cuales ya en el siglo XIII pueden encontrarse en España bastantes indicios, aunque la época de su relativo apogeo fué el siglo XIV. Aquella nueva y misteriosa literatura que de tan extraña manera había venido á renovar la imaginación occidental, revelándola el mundo de la pasión fatal, ilícita ó quimérica, del amoroso devaneo y del ensueño místico; el mundo tentador y enervante de las alucinaciones psicológicas y del sensualismo musical y etéreo, de la vaga contemplación y del deseo insaciable; el mundo de los mágicos filtros que adormecen la conciencia y sumergen el espíritu en una atmósfera perturbadora, no tenía sus raíces ni en el mundo clásico, aunque á veces presente extraña analogía con algunos de sus mitos, ni en el mundo germánico, que engendró la epopeya heroica de las gestas carolingias. Otra raza fué la que puso el primer germen de esta poesía fantástica, ajena en sus orígenes al cristianismo, ajena á las tradiciones de la Edad Media, poesía de una raza antiquísima y algún tiempo dominante en gran parte de Europa, pero á quien una fatalidad histórica llevó á ser constantemente vencida y á mezclarse con sus vencedores, siendo muy pocos los puntos en que conservó su nativa pureza, su lengua y el confuso tesoro de las leyendas y supersticiones de su infancia. Los celtas de las Galias y de España fueron asimilados por la conquista romana, pero no aconteció lo mismo en la Gran Bretaña, donde tal conquista fué muy incompleta, y hasta se abandonó del todo en los últimos días del Imperio,[clx] recobrando su independencia el elemento indígena y afirmándola en terribles luchas con los invasores sajones, que sólo al cabo de sesenta años (450-510) llegaron á prevalecer en la antigua provincia romana, obligando á emigrar á una parte de los bretones insulares, los cuales, atravesando el canal de la Mancha, fueron á establecerse en la parte occidental de la península de Armórica, que tomó desde entonces el nombre de Bretaña, y rechazando el resto de la población céltica á las comarcas de Oeste y Sudoeste de la isla (país de Gales y de Cornwal). Á este período belicoso y heroico, en que se afirmó el sentimiento de la nacionalidad céltica, por lo mismo que estaba próxima á sucumbir para siempre, se atribuye la primera explosión del genio épico de los bretones, prescindiendo de más oscuros y remotos orígenes, en que han fantaseado grandemente los celtistas, así galeses é irlandeses como franceses[263]. Á esta primitiva epopeya, que hubo de apropiarse la poesía mitológica que antes existiera y transformarla en histórica según el natural proceso del género, se remonta el nombre del rey Artús ó Arturo, vencedor de los sajones en doce batallas, mencionado ya en un libro latino del siglo X, la Historia Britonum, que lleva el nombre de Nennio.

La conquista de Inglaterra por los normandos vino á vengar á los bretones de sus antiguos opresores y á ponerlos en contacto con un nuevo pueblo, brillante é inteligente, amigo de cuentos y canciones y que poseía ya una epopeya nacional en plena eflorescencia. La rota ó arpa pequeña de los cantores irlandeses resonó muy pronto en los festines de los barones venidos de Francia, y como acontece siempre, la música sirvió de vehículo á la poesía, despertando en los oyentes el deseo de conocer el sentido de las palabras. Establecida cierta especie de fraternidad entre bretones y normandos, gracias al odio común contra los sajones, quisieron los segundos conocer las tradiciones de los primeros, y muy pronto aparecieron en lengua latina obras de supuesto carácter histórico, pero llenas en realidad de ficciones poéticas, las cuales se suponían traducidas de antiquísimos libros gaélicos, y en mucha parte por lo menos debían de fundarse en cantos [clxi]populares y en tradiciones no cantadas. Jofre de Monmouth, obispo de San Asaph (☨1154), fué el principal creador de esta pseudohistoria, y por decirlo así el Turpin de esta nueva epopeya.

Suya parece haber sido la invención del personaje de Merlín y de sus profecías, amplificando las predicciones de un cierto Ambrosio, citadas por el supuesto Nennio, y aprovechando el nombre mitológico de un antiguo poeta y encantador, llamado por los celtas Myrdhin. Pero el héroe principal de su Historia regum Britanniæ es el rey Artús, hijo de Uterpendragón, cuyas hazañas habían venido acrecentándose monstruosamente de boca en boca, y que aquí aparece ya, no sólo como vencedor de los sajones y dominador de toda Inglaterra, sino también de Escocia, Irlanda, Noruega y otros muchos países combatidos y allanados por sus invencibles caballeros, que hasta de la misma Roma se hubieran hecho dueños á no ser por la traición de Morderete, sobrino de Artús, que se rebeló contra él durante su ausencia y quiso usurparle su corona. Trábase sangrienta lid entre Morderete y Arturo, y sucumbe el primero; pero el segundo, mortalmente herido también, es trasladado por las hadas á la isla de Avalón, donde permanece oculto hasta el día en que volverá á rescatar su pueblo y á llenarle de gloria. Extraño mesianismo céltico, que en nuestra Península vemos reproducido en la creencia popular portuguesa relativa al rey don Sebastián.

Considerada la Crónica de Jofre de Monmouth como un libro histórico, y tenidas por auténticas las profecías de Merlín que su inventor hizo llegar hasta 1135, continuaron haciéndose de ellas aplicaciones á los sucesos contemporáneos, y los oscuros vaticinios del profeta cámbrico fueron consultados por muchas almas crédulas y supersticiosas con la misma fe que los oráculos de las Sibilas. El trabajo del obispo de San Asaph no es la fuente inmediata de los poemas franceses del ciclo bretón, que en su mayor parte se derivan de la tradición popular y no de la erudita; pero de ésta procede otro género de narraciones métricas, como el Bruto de Roberto Wace (1155), que no son sino la propia Historia regum Britanniæ puesta en verso francés. El número y variedad de estas traducciones indica la celebridad del libro, siendo de notar además que la leyenda bretona se va enriqueciendo con nuevos elementos poéticos al pasar por estos intérpretes y refundidores. Así, la Tabla Redonda, de que Monmouth no habla todavía, está ya en el Bruto de Wace.

Pero el verdadero camino por donde penetraron en el arte vulgar las fábulas de los bretones fué aquel género de poesía lírica, conocida con el nombre de lays de Bretaña, que conservaban no sólo las melodías, sino los temas de las antiguas canciones célticas, aunque estuviesen ya redactados en lengua francesa, que era la lengua oficial y cortesana de Inglaterra después de la conquista normanda. Sobre ellos dejaremos hablar al crítico más profundo y mejor informado de la literatura de Francia en la Edad Media, porque su hábil resumen caracteriza con pocos rasgos estos interesantes poemas[264].

«Tenemos unos veinte lays en versos de ocho sílabas (para nosotros de nueve), de los cuales quince por lo menos fueron compuestos por una mujer, María de Francia, que habiéndose establecido en Inglaterra, donde aprendió el bretón ó por lo menos el inglés (puesto que estos lays de Bretaña parecen haber sido adoptados ya por los sajones), puso en versos amables y sencillos algunos de estos dulces relatos durante el reinado [clxii]de Enrique II (Plantagenet). Son fábulas de aventuras y de amor, en que intervienen con frecuencia hadas, maravillas, transformaciones; se habla más de una vez del país de la inmortalidad, á donde las hadas conducen y retienen cautivos á los héroes; se menciona á Artús, en cuya corte suele ponerse la escena, y también á Tristán. Pueden descubrirse allí vestigios de una antigua mitología, por lo común mal comprendida y casi imposible de reconocer; reina en general un tono tierno y melancólico, al mismo tiempo que una pasión desconocida en las canciones de gesta; por otra parte, los personajes de los cuentos célticos aparecen transformados en caballeros y damas. Los más célebres ó los más bellos de los lays de María son los de Lanval (un caballero amado por una hada, que acaba por llevarle á sus misteriosos dominios), de Iwenec (que viene á ser el cuento de El Pájaro Azul), del Fresno (emparentado con la historia de Griselidis), de Bisclavret (que es una historia de licantropía), de Tidorel (amores de una reina con un misterioso caballero del lago), de Éliduc (doble amor de un caballero, resurrección de una de sus dos amigas y resignación de la otra), de Guingamor (estancia de un caballero en el país de las hadas, donde trescientos años se le pasan como tres días), de Tiolet (historia del matador de un monstruo, á quien un rival quiere arrebatar por fraude el premio de su victoria; relato ya conocido en la epopeya griega), de Milón (combate de un padre contra su hijo), etc. Entre los lays que no son de María (algunos más antiguos que los suyos) citaremos Graelent (el mismo asunto que Lanval), Melion (asunto semejante al de Bisclavret), Guiron é Ignaura (que desarrollan el tema del marido celoso que hace comer á su esposa el corazón de su amante), el Cuerno en que no podían beber más que los maridos de las mujeres fieles (encantador poemita, en la forma rara de versos de seis sílabas (siete), compuesto en el siglo XII por el anglonormando Roberto Biket; el cuento del manto corto es una variante del mismo tema, rimada más tarde en Francia), etc.».

Aunque en tesis general no puede dudarse que los lays de Bretaña son la célula lírica de los poemas del ciclo de la Tabla Redonda, es cierto que con los lays existentes ahora no se explica ninguno de los grandes ciclos: hay que suponer otros muchos cantos que se perdieron. Ya en 1150 estaba formada y al parecer completa la leyenda de Tristán, sobre la cual se compuso en Inglaterra el poema de Béroul, del cual se conservan fragmentos, que en muchas cosas difieren de la versión alemana hecha en 1175 por Eilhart de Oberg, lo cual demuestra que éste se valió de un original distinto. Como otros muchos héroes de la epopeya céltica, Tristán de Leonís tiene orígenes mitológicos, y es patente la semejanza de algunas de sus aventuras con las que atribuyeron los griegos á Teseo. Así como éste triunfó del Minotauro que infestaba el Ática exigiendo tributo de mancebos y doncellas, así Tristán combate al monstruo irlandés (el Morhout) que exigía igual tributo del país de Cornualles. Por una funesta equivocación del piloto de la nave de Teseo, que trocó la vela blanca por la negra, se precipita su padre Egeo en las ondas del mar á que dió su nombre; por una equivocación semejante de Tristán, engañado por su celosa mujer, se extingue en él el aliento vital que á duras penas conservaba, y expira antes que Iseo llegue al puerto. Ni son estas solas las semejanzas clásicas: el rey Marco tiene orejas de caballo, como Midas orejas de asno, y el secreto del primero es revelado por su enano, como el del segundo por su barbero. El arco de Tristán es infalible y no yerra nunca el blanco, como el de Céfalo. Y hasta la muerte de Iseo sobre el cadáver de Tristán recuerda la de Enone sobre el cadáver de Paris en circunstancias[clxiii] muy análogas. Tan extraordinarias analogías no pueden explicarse de ninguna manera por una comunicación literaria que sería enteramente inverosímil, ni acaso tampoco por la simple transmisión oral, que tantos casos de folk-lore resuelve, sino que es preciso recurrir á la antigua pero todavía no arruinada hipótesis que reconoce un fondo común de mitos y tradiciones en la raza indo-europea antes de la separación de helenos y celtas.

Pero muchos de estos elementos son adventicios y ninguno es esencial en la leyenda. Sea ó no Tristán un dios solar; sean ó no las dos Iseos representación simbólica del día y de la noche, ó del verano y del invierno (según la cómoda y pueril teoría que por tanto tiempo sedujo y extravió á los cultivadores de la mitología comparada), lo que importa en él es la parte humana de la leyenda: su amor y sus desdichas; el filtro mágico que bebió juntamente con la rubia Iseo y que determinó la perpetua é irresistible pasión de ambos, mezcla de suprema voluptuosidad y de tormento infinito; la vida solitaria que llevan en el bosque; la herida envenenada que sólo Iseo podría curar; la apoteosis final del amor triunfante sobre los cuerpos exánimes de los dos amantes enlazados en el postrer abrazo y no separados ni aun por la muerte, puesto que se abrazan también las plantas que crecen sobre sus sepulturas.

«En el concierto de mil voces de la poesía de las razas humanas (ha dicho admirablemente Gastón París), el arpa bretona es la que da la nota apasionada del amor ilegítimo y fatal, y esta nota se propaga de siglo en siglo, encantando y perturbando los corazones de los hombres con su vibración profunda y melancólica... Una concepción del amor, tal como no se encuentra antes en ningún pueblo, en ningún poema; del amor ilícito, del amor soberano, del amor más fuerte que el honor, más fuerte que la sangre, más poderoso que la muerte; del amor que enlaza dos seres con una cadena que todos los demás y ellos mismos no pueden romper; del amor que los sorprende á pesar suyo, que los arrastra al crimen, que los conduce á la desdicha, que los lleva juntos á la muerte, que les causa dolores y angustias, pero también goces y delicias incomparables y casi sobrehumanas; esta concepción dolorosa y fascinadora nació y se realizó entre los celtas en el poema de Tristán é Iseo»[265].

Hemos dicho que nada subsiste de los textos primitivos de esta leyenda; pero la rudeza de algunos detalles y la ausencia de todo rasgo de cristianismo permiten atribuirla remota antigüedad, inclinándose el mismo G. París á creer que recibió su última forma céltica en el siglo X. Los poetas franceses del siglo XII no le prestaron más que la lengua, y hasta parece seguro que se inspiraron en poemas ingleses intermedios; el nombre mismo de Lovedranc, dado á la fatal bebida, indica este origen, confesado además por el traductor anglo-normando del poema Waldef. Aunque nada quede de los lais de Tristán, consta no sólo que existieron y que eran tenidos por los mejores, sino que se atribuían al mismo Tristán, á quien la tradición proclamaba el más diestro tañedor de arpa y de rota, al mismo tiempo que el primer corredor y luchador, el primer esgrimidor de espada y tirador de arco, el más diestro de los cazadores y el más hábil en cortar y preparar la carne de las bestias muertas en la caza. En inglés estaba el lai del gotelef [clxiv]que recogió María de Francia, y en que el mismo Tristán compara su amor y el de Iseo con el indestructible entrelazamiento de la madreselva y el avellano, comparación poética que acaso explica uno de los episodios más bellos entre los que fueron sobreponiéndose al núcleo de la leyenda. Otros dos lais, al parecer posteriores, contienen en germen el episodio de la locura de Tristán. Fuese únicamente por Inglaterra, fuese también por la Bretaña francesa y por medio de los cantores de la península armoricana (lo cual es verosímil, pero no se ha probado hasta ahora), al siglo XII hay que referir la plena eflorescencia de esta historia de amor y su difusión universal, atestiguada no sólo por los poemas franceses, sino por las referencias de los trovadores provenzales y por las traducciones en alemán y noruego. Hemos mencionado ya los fragmentos del poema de Béroul y la imitación alemana de su texto perdido; tampoco se conserva el poema de Cristián de Troyes, que fué el más fecundo de los autores de este período. Pero existe, y es la obra más bella de este ciclo y una de las más bellas de la poesía de la Edad Media, el poema del anglo-normando Tomás, que dice fundarse en el relato de un bretón, llamado Breri. El poema de Tomás, aunque escrito en francés (como era de rigor entonces) representa lo que G. París llama la versión inglesa en oposición á la francesa, á la cual pertenecen no sólo los textos citados hasta ahora, sino la prolija novela en prosa, amplificada y refundida varias veces durante el siglo XIII, y hasta las representaciones frecuentes de episodios de este ciclo en obras de la escultura y de las artes decorativas, especialmente en cofres y espejos. Pero el poema de Tomás, aunque menos divulgado, tiene un valor estético muy superior por el profundo sentimiento que en él rebosa, y ha logrado una fortuna, si menos popular, no menos envidiable. Ninguno de los cinco manuscritos que se conservan de él ofrece un texto completo; pero conocemos íntegra su materia poética por la traducción en prosa noruega que hizo en 1226 el monje Roberto para uso del rey Hakon; por otra en verso inglés del siglo XIV, y sobre todo por el poema alemán de Gotfrido ó Gotofredo de Strasburgo, en el cual se inspiró el genio sombrío y tempestuoso de Ricardo Wagner para la obra inmortal que con más fascinador y penetrante hechizo consagra las nupcias del amor y la muerte. En el enorme libro de caballerías francés (al cual sirvió de base el poema perdido de Cristián), la historia de Tristán es una anécdota galante y liviana, propia para entretener los ocios de una sociedad culta y mal avenida con la rigidez de los deberes conyugales; la melancólica leyenda céltica se reduce casi á un fabliau, más tierno y menos picante que otros, envuelto en ciertas nubes de galantería equívoca, esbozándose ya los convencionales tipos del perfecto amador y de la perfecta dama. En Tomás y sus imitadores la parte trágica de la leyenda recobra su dolorosa eficacia, que en el arte místico-sensual de Wagner llega hasta los linderos de la conmoción patológica: escollo inevitable en la profunda inmoralidad del asunto, que es, dicho sin ambages, no sólo la glorificación del amor adúltero y de la pasión rebelde á toda ley divina y humana, sino la aniquilación de la voluntad y de la vida en el más torpe y funesto letargo, tanto más enervador cuanto más ideal se presenta.

Además de esta febril poesía del delirio amoroso trajeron á la literatura moderna los cuentos de la materia de Bretaña un nuevo ideal de la vida que se expresa bien con el dictado de Caballería andante. Los motivos que impulsaban á los héroes de la epopeya germánica, francesa ó castellana, eran motivos racionales y sólidos, dadas las ideas, costumbres y creencias de su tiempo; eran perfectamente lógicos y humanos,[clxv] dentro del estado social de las edades heroicas. Los motivos que guían á los caballeros de la Tabla Redonda son, por lo general, arbitrarios y fútiles; su actividad se ejercita ó más bien se consume y disipa entre las quimeras de un sueño; el instinto de la vida aventurera, de la aventura por sí misma, los atrae con irresistible señuelo; se baten por el placer de batirse; cruzan tierras y mares, descabezan monstruos y endriagos, libertan princesas cautivas, dan y quitan coronas, por el placer de la acción misma, por darse el espectáculo de su propia pujanza y altivez. Ningún propósito serio de patria ó religión les guía; la misma demanda del Santo Grial dista mucho de tener en los poemas bretones el profundo sentido místico que adquirió en Wolfram de Eschembach. La acción de los héroes de la Tabla Redonda es individualista, egoísta, anárquica. Aunque la corte del rey Arturo sirva materialmente de centro, esta agrupación es exterior y ficticia; al principio cada uno de estos lais gozaba de vida independiente. El caballero de los leones, el de las dos espadas, Erec, Fergus, Ider, Guinglain, hijo de Gauvain, y tantos otros tenían cada uno su biografía aparte, pero no todas llegaron al punto de desarrollo que la de Tristán, la de Perceval y la de Lanzarote[266]. En todas ellas se describe un mundo caballeresco y galante, que no es ciertamente el de las rudas y bárbaras tribus célticas á quienes se debió el germen de esta poesía, pero que corresponde al ideal del siglo XII, en que se escribieron los poemas franceses, y al del XIII, en que se tradujeron en prosa; mundo ideal, creado en gran parte por los troveros del Norte de Francia, no sin influjo de las cortes poéticas del Mediodía, donde floreció antes que en ninguna parte la casuística amatoria y extendió su vicioso follaje la planta de la galantería adulterina. Pero si era cosa corriente entre los trovadores y las grandes damas de Provenza la teoría del amor cortés y su incompatibilidad con el matrimonio, y es cierto que esta liviana tendencia se asoció de buen grado á las narraciones bretonas, en que casi siempre ardía la llama del amor culpable, nunca esos frívolos devaneos pueden confundirse con la intensa y desgarradora pasión que sólo el alma céltica parece haber poseído en el crepúsculo de las nacionalidades modernas. Lo accesorio, lo decorativo, el refinamiento de las buenas maneras, las descripciones de palacios, festines y pasos de armas, la representación de la corte del rey Artús, donde toda elegancia y bizarría tiene su asiento, es lo que pusieron de su cuenta los imitadores, y lo que por ellos transcendió á la vida de las clases altas, puliéndola, atildándola y afeminándola del modo que la vemos en los siglos XIV y XV. Los nuevos héroes diferían tanto de los héroes épicos como en la historia difieren el Cid y Suero de Quiñones. Y aun vinieron á resultar más desatinados en la vida que en los libros, porque los paladines de la postrera Edad Media no tenían ni la exaltación imaginativa y nebulosa, ni la pasión indómita y fatal, ni el misterioso destino que las leyendas bretonas prestaban á los suyos, y de que nunca, aun en las versiones más degeneradas, dejan de encontrarse vestigios.

El más fecundo de los poetas que en Francia explotaron durante el siglo XII la materia de Bretaña fué Cristián de Troyes, que además de su Tristán, ya citado, y de [clxvi]otros poemas como Erec, Cliges, Ivain ó El caballero del León, compuso por los años de 1170 el Cuento de la carreta ó de Lancelot (Lanzarote), cuyo asunto le había comunicado la condesa María de Champagne, hija del rey de Francia Luis VII y de la reina Leonor de Poitiers, y en 1175, Perseval ó el Cuento del Graal, valiéndose de un libro anglonormando que le había prestado Felipe de Alsacia, conde de Flandes. Ambas ficciones se cuentan entre las más célebres y capitales de este ciclo, y no contribuyó poco á vulgarizarlas el talento de estilo con que las refirió Cristián, que pasa por el mejor poeta francés de su tiempo.

Perceval, así en los cuentos bretones y anglo-normandos como en el poema de Cristián de Troyes, que terminó después de él Godofredo de Lagni, distaba mucho de tener el sentido religioso y la transcendencia que luego alcanzó, especialmente en el gran poema que los alemanes se atreven á colocar muy cerca de la Divina Comedia. En uno de los mabinogion gaélicos, el de Peredur, hay ciertamente una lanza misteriosa, de la cual manan tres gotas de sangre, y una vasija ó plato grande en que nada la cabeza ensangrentada de un hombre; pero estos fúnebres objetos, cuya declaración se hace sólo al final de la leyenda, no envuelven ningún enigma religioso; con la lanza fué herido un tío de Peredur, y la cabeza era la de uno de sus primos, inmolado por las hechiceras de Kerlow. En un poema inglés del siglo XIV, Sir Percivall, derivado probablemente de otro anglo-normando mucho más antiguo, no hay el menor rastro del plato ni de la lanza y la historia es mucho más sencilla. Perceval, educado por su madre lejos del mundo y en la ignorancia de la vida caballeresca, para librarle de la triste suerte de su padre, muerto en un torneo por su émulo el caballero Rojo, monta un día en pelo una yegua salvaje, y armado de una azagaya ó dardo escocés de los más rudos se dirige á la corte del rey Artús, toma venganza del matador de su padre, y después de extraordinarias aventuras se casa con una princesa á quien había libertado de sus enemigos, y rescata á su madre aprisionada por las artes de un maligno encantador. El Perceval inglés es un poema biográfico, y todo el interés consiste en la pintura del campeón salvaje y su repentina aparición en la corte de Artús, con circunstancias que recuerdan algo las mocedades de Roldán en leyendas carolingias muy tardías.

Cristián de Troyes siguió una versión mucho más parecida al mabinogion céltico, pero no sabemos lo que pensaba hacer con el plato y la lanza que Perceval encontró en el castillo del rey Pescador, el cual no podía ser curado de su dolencia mientras un novel caballero no le interrogase sobre el sentido de aquellos objetos. Perceval, que debía de ser muy poco curioso, no le preguntó nada, y como Cristián de Troyes no acabó su poema, dejó abierto el campo á todas las continuaciones posibles. Hubo una de autor anónimo, que más que historia de Perceval es historia de Gauvain (Galván), sobrino del rey Artús. Otra, de Gaucher de Dourdan, quedó incompleta también y recibió nada menos que tres finales diferentes, entre los que obtuvo la preferencia de los lectores el de un poeta llamado Mennesier, que por los años de 1220 dedicó su trabajo á la condesa Juana de Flandes. Unidas estas continuaciones á otra de Gerberto de Montreuil, llegan en algunos manuscritos al enorme número de 63.000 versos. En estos rapsodas que prosiguieron la obra de Cristián de Troyes se presenta, aunque no enteramente desarrollada, la interpretación religiosa del santo Graal. Perceval encuentra en Viernes Santo una compañía de piadosos varones, que le exhortan á hacer penitencia[clxvii] de sus pecados y vida mundana; se confiesa con un ermitaño, que resulta ser su tío materno, y siguiendo sus instrucciones vuelve al castillo del rey Pescador, que, contestando á sus preguntas, le declara todas las maravillas de la lanza sangrienta y del plato misterioso. Muere á poco tiempo, y Perceval hereda tan prodigiosos objetos, con los cuales, se retira á una ermita, donde hace austera penitencia, hasta que el día mismo de su muerte son arrebatados milagrosamente á los cielos la lanza y el Graal, sin que después se los haya vuelto á ver en la tierra. La leyenda dió un paso más cuando uno de los autores ó interpoladores de la primera continuación identificó la lanza con la de Longinos, y afirmó que el Graal era el vaso en que José de Arimatea había recogido la sangre del Crucificado. De aquí procedían todas sus virtudes milagrosas: tenía el don de curar las heridas, de llenarse de los manjares más exquisitos á voluntad de su dueño, y finalmente, procuraba todos los bienes de la tierra y del cielo; pero para acercarse á él era menester estar en gracia, y sólo un sacerdote podía declarar sus maravillas. En el pensamiento de los troveros el Graal parece haber sido un símbolo eucarístico. La caldera mágica de los bretones nada tiene que ver con ella, ni es posible admitir la hipótesis de Villemarqué, repetida por Renán, según los cuales el Graal primitivo era una supervivencia de la antigua mitología, una especie de símbolo francmasónico, que se conservó en el país de Gales mucho tiempo después de la predicación del Evangelio y que luego se fué cristianizando lentamente dentro de la misma raza kímrica. Porque la verdad es que ni los mabinogion bretones ni los más antiguos poemas franceses presentan indicios de semejante transformación, ni encierran nada que no sea esencialmente profano. La metamorfosis de Perceval en caballero espiritual no se cumplió hasta principios del siglo XIII, y no puede contarse entre las creaciones originales del genio céltico, mientras no se pruebe mejor que lo ha sido hasta ahora la existencia de una visión sobre José de Arimatea y el plato de la Cena, escrita en el siglo VIII por un ermitaño bretón.

El desarrollo completo de la leyenda del Santo Graal se encuentra en una especie de trilogía compuesta por Roberto de Boron, poeta del siglo XIII, nacido en el Franco-Condado. En la primera parte (José de Arimatea) narra el origen, consagración y prodigiosas virtudes de la santa reliquia; en la segunda (Merlín) convierte en verídico profeta á este hijo del diablo y le hace anunciar las maravillas futuras; en la tercera refiere cómo Perceval hizo la demanda y conquista del plato sagrado, y cómo éste fué transportado al cielo después de su muerte. Se ha perdido el tercero de estos poemas y gran parte del segundo, pero queda de todos ellos una redacción en prosa. Lo mismo sucede con otra Demanda del Santo Graal, de autor anónimo, en que intervienen, además de Perceval, Gauvain y Lanzarote, sin que ninguno de ellos, por sus aventuras mundanas, pueda alcanzar la posesión de la sagrada reliquia, reservada sólo para la pureza de Perceval. Pero no faltó quien le despojase de esta palma en favor de Galaad, hijo de Lanzarote, y hubo una nueva Demanda del Santo Graal, falsamente atribuida á Roberto de Boron, y de la cual tendremos que volver á hablar, porque fué traducida al portugués y se incorporó también con el Lanzarote castellano, y uno y otro con el Merlín.

De intento hemos prescindido del poema de Wolfram de Eschenbach, porque fué enteramente desconocido fuera de los países germánicos y por ser obra de altísima y soberana originalidad en todo lo que no es imitado ó traducido de Cristián de Troyes,[clxviii] único modelo francés que parece haber tenido presente, puesto que el provenzal Kyot, á quien cita, puede ser un personaje imaginario. Wolfram se apoderó del cuento céltico para transformarlo, creando una epopeya mística, que es, sin duda, una de las más poderosas inspiraciones de la poesía cristiana, y sea cual fuere la rudeza de la forma, una de las pocas obras de la Edad Media que tienen valor perenne y universal. Parece indudable que en la milicia que custodiaba el Santo Graal en el castillo de Montsalvatge, quiso representar el poeta alemán la Orden de los Templarios; pero el simbolismo de la obra es mucho más transcendental y solemne, puesto que abarca la totalidad del destino humano, con los misterios del pecado original, de la Redención y de la presencia real de Cristo en la Eucaristía. El poeta, lleno á la vez de pavor y reverencia, no toca directamente tan altas materias; huye de exponer el dogma teológico; sus representaciones, figuras y alegorías pertenecen al mundo corpóreo, pero aparecen bañadas por un reflejo de aquella luz sobrenatural que Parcival vió en el castillo del rey Amfortas salir de un disco formado de una sola piedra preciosa, más rutilante que el sol. Sólo en las profundidades del alma germánica, sedienta siempre de lo infinito, pudo renovarse así y florecer con tan espléndida primavera poética lo que en su origen había sido poco más que un cuento de hechicerías. La influencia grave y religiosa del poema de Wolfram de Eschembach, que fué muy leído y admirado por los románticos alemanes, no fué indiferente en la reacción religiosa del primer tercio del siglo XIX; penetró en sus imitadores, hasta en los menos ortodoxos, y puso su sello en la última de las obras de Wagner, que es, sin duda, la menos pesimista y la más luminosa y serena de todas las suyas: el drama de Parsifal, expresión artística de su doctrina de la regeneración.

El tercero de los grandes temas de la epopeya bretona fué el de Lanzarote y Ginebra. Las raíces de esta leyenda se ocultan en el subsuelo de la mitología céltica como las del Tristán. Lanzarote del Lago (Lancelot), libertando á la reina Ginebra, robada por «el rey del país de donde nadie vuelve», es decir, por el rey de los muertos, y teniendo que atravesar para ello un río de fuego, sobre un puente tan estrecho como el filo de una espada, recuerda en seguida el rapto de Proserpina por Plutón, el descenso de Teseo y Piritoo á los infiernos. Pero ese sentido se borró muy pronto, y Lanzarote quedó convertido en un personaje enteramente humano, uno de tantos héroes de la Tabla Redonda, criado por una hada ó dona del lago, de quien tomó el nombre. Un poema anglo-normando, del cual sólo se conoce una traducción alemana hecha á fines del siglo XII por Ulrico de Zatzikhoven, contó sus aventuras en las ciudades de Limors y Chadilimort y sus amores con las bellas princesas Ada é Iblis, sin mentar para nada á la reina Ginebra. Esta debió su celebridad á Cristián de Troyes, que en su Roman de la Charrette, comenzado en 1190, y que terminó Godofredo de Lagni, concedió largo espacio á la relación de aquellos adúlteros amores. El título del poema se funda en el célebre episodio de haber subido Lanzarote á una carreta para ir en seguimiento de la reina, siendo tal género de vehículo deshonroso desde el punto de vista caballeresco. La novela de Lanzarote en prosa francesa, compuesta á principios del siglo XIII, tiene por base el poema de Cristián de Troyes, pero muy amplificado con ayuda de la crónica latina de Monmouth y con otros libros, hasta formar una historia seguida de la Tabla Redonda, que termina con la última batalla en que desapareció el rey Artús y con el hundimiento de su reino y corte poética. En 1220 este Lanzarote prosaico fué refundido[clxix] é incorporado con el Merlín y con una de las Demandas del Santo Grial, aquella en que el protagonista es Galaad, hijo de Lanzarote, soldándose así, de un modo artificial, ambos temas, que eran de todo punto independientes al principio. Esta redacción es la que en algunos manuscritos lleva el nombre del célebre arcediano de Oxford Gualtero Map, á quien también se han atribuido, con más ó menos fundamento, gran número de poesías latinas rítmicas, del género satírico y goliárdico. Pero en cuanto á los libros de caballerías citados, todo induce á creer que fueron escritos en Francia y no en Inglaterra, y en fecha muy posterior á Gualtero Map, que murió á fines del siglo XII.

Mencionaremos, finalmente, por la rara circunstancia de haberse perdido el texto francés y conservarse sólo una versión española, que citaremos luego, el Baladro del sabio Merlín (conte du brait), atribuido á un tal Elías de Boron. Toma su nombre este libro del baladro ó grito espantoso que dió Merlín al encontrarse encantado y encerrado en un espino por las malas artes de su amada Viviana.

Puede decirse que toda esta enorme literatura estaba completa á mediados del siglo XIII y empezaba á ser organizada en vastas compilaciones. Por los años de 1270, el italiano Rusticiano, de Pisa (de quien es una de las redacciones del viaje de Marco Polo), hizo en prosa francesa un extracto de todos los poemas de este ciclo, la cual fué muy pronto traducida al italiano. El entusiasmo con que fueron recibidos allí igualó al que antes habían despertado la epopeya del Norte de Francia y la poesía lírica de Provenza:

Versi d'amore e prose di romanzi...

Dante (De vulgari eloquentia) alega como privilegio de la «fácil, deleitable y vulgar lengua de oil», el cultivo de la prosa y lo mucho que en ella se había traducido, así las gestas de Romanos y Troyanos como las bellísimas aventuras (ambages pulcherrimæ) del rey Artús[267]. Su maestro Bruneto Latini tomaba del Tristán ejemplos de estilo. Finalmente, el efecto trastornador de la muelle y lánguida poesía de dichos libros, no en vano mirados con recelo por los antiguos moralistas, quedó consignado para la inmortalidad con rasgos de fuego en el episodio de Francisca de Rímini:

Noi leggevamo un giorno per diletto
di Lancilotto come amor lo strinse...
Per più fiate gli ochi ci sospinse
quella lettura e scolorocci 'l viso...
Quando leggemmo il disiato riso
Esser baciato da cotanto amante...
Galeotto fu il libro e chi lo scrisse:
quel giorno più non vi leggemmo avante.

Menos rápida que en Italia, y mucho menos, por supuesto, que en el centro de Europa, fué la introducción de estas ficciones en España. Oponíanse á ello, tanto las buenas cualidades como los defectos y limitaciones de nuestro carácter y de la imaginación [clxx]nacional. El temple grave y heroico de nuestra primitiva poesía; su plena objetividad histórica; su ruda y viril sencillez, sin rastro de galantería ni afeminación; su fe ardiente y sincera, sin mezcla de ensueños ideales ni resabios de mitologías muertas (salvo la creencia, no muy poética, en los agüeros), eran lo más contrario que imaginarse puede á esa otra poesía, unas veces ingeniosa y liviana, otras refinadamente psicológica ó peligrosamente mística, impregnada de supersticiones ajenas al cristianismo, la cual tenía por teatro regiones lejanas y casi incógnitas para los nuestros; por héroes, extrañas criaturas sometidas á misterioso poder; por agentes sobrenaturales, hadas, encantadores, gigantes y enanos, monstruos y vestiglos, nacidos de un concepto naturalista del mundo que nunca existió entre las tribus ibéricas ó que había desaparecido del todo; por fin y blanco de sus empresas, el delirio amoroso, la exaltación idealista, la conquista de fantásticos reinos, ó á lo sumo la posesión de un talismán equívoco, que lo mismo podía ser instrumento de hechicería que símbolo del mayor misterio teológico. Añádase á esto la novedad y extrañeza de las costumbres, la aparición del tipo exótico para nosotros del caballero cortesano; el concepto muchas veces falso y sofístico del honor, y sobre todo esto el nuevo ideal femenino: la intervención continua de la mujer, no ya como sumisa esposa ni como reina del hogar, sino como criatura entre divina y diabólica, á la cual se tributaba un culto idolátrico, inmolando á sus pasiones ó caprichos la austera realidad de la vida; con el perpetuo sofisma de erigir el orden sentimental en disciplina ética y confundir el sueño del arte y del amor con la acción viril.

Las precedentes observaciones se aplican, no solamente á Castilla, sino á Cataluña, donde tampoco arraigó esta alambicada y galante caballería, á pesar de ser conocidos allí desde antiguo los asuntos del ciclo bretón, gracias á la poesía de los trovadores provenzales, algunos de los cuales tuvieron á Cataluña por patria. Basta recordar la célebre poesía de Giraldo de Cabrera, dirigida al juglar Cabra por los años de 1170 (reinado de Alfonso II de Aragón), en la cual se enumeran las narraciones poéticas más en boga, para encontrar, á la vez que alusiones á la música de los Bretones:

Non sabz finir
Al mieu albir,
A tempradura de Breton,

expresamente designados, varios temas de este ciclo: el de Erec, que conquistó el gavilán:

Ni sabs d'Erec
Con conquistec
L'espervier for de sa rejon...

el de Tristán é Iseo:

Ni de Tristan
C'amava Iceut a lairon...

el de Gauvain:

Ni de Guavaing
Qui ses conpaing
Fazia tanta venaison...

y probablemente el de Lanzarote, aunque está menos claro:

Ni d'Arselot la contençon...[268]

[clxxi]

Pero á pesar de estas y otras varias referencias, tanto en la poesía provenzal como en la catalana propiamente dicha, y á pesar de la frecuencia con que los libros franceses de la materia de Bretaña se encuentran registrados en los inventarios de las bibliotecas de los príncipes, pues vemos que el rey Don Martín poseía las Profacies de Merlin en francés (núm. 71 de su catálogo) y el Príncipe de Viana un Sangreal y un Tristán de Leonís (núms. 36 y 38) en la misma lengua, apenas se conoce traducción catalana de ninguno de ellos, aunque consta que las hubo por este pasaje terminante de la novela de Curial y Güelfa, escrita en el siglo XV: «En aquest libre se fa mencio de cavallers errants, jatsia que es mal dit errants, car deu hom dir caminants. Empero yo vull la manera de aquells cathalans qui trasladaren los libres de Tristan e de Lançarote e tornaren los de la lengua francesa en lengua cathalana, e tots temps digueren cavallers errants»[269].

Había, no obstante, una región de la Península donde, ya por oculta afinidad de orígenes étnicos, ya por antigua comunicación con los países celtas, ya por la ausencia de una poesía épica nacional que pudiera contrarrestar el impulso de las narraciones venidas de fuera, encontraron los cuentos bretones segunda patria, y favorecidos por el prestigio de la poesía lírica, por la moda cortesana, por el influjo de las costumbres caballerescas, despertaron el germen de la inspiración indígena, que sobre aquel tronco, que parecía ya carcomido y seco, hizo brotar la prolífica vegetación del Amadís de Gaula, primer tipo de la novela idealista española. Fácilmente se comprenderá que aludo á los reinos de Galicia y Portugal, de cuyo primitivo celticismo (á lo menos como elemento muy poderoso de su población, y también de la de Asturias y Cantabria) sería demasiado escepticismo dudar, aunque de ningún modo apadrinemos los sueños y fantasías que sobre este tópico ha forjado la imaginación de los arqueólogos locales. Si no se admite la persistencia de este primitivo fondo, no sólo quedan sin explicación notables costumbres, creencias y supersticiones vivas aún, y casos de atavismo tan singulares como el renacimiento del mesianismo de Artús en el rey Don Sebastián, sino que resulta enigmático el proceso de la literatura caballeresca, que tan profundamente arraigó allí, que conquistó sin esfuerzo las imaginaciones como si estuviesen preparadas para recibirla y que fué imitada con tanta originalidad á la vuelta de algunas generaciones.

También fué allí la poesía lírica el vehículo de las tradiciones galesas y armoricanas. Existía en la región galaicoportuguesa una escuela lírica que por cerca de dos siglos impuso sus formas y hasta su lengua, no sólo á los trovadores del Noroeste, sino á los [clxxii]del centro de la Península. Son raras en estos poetas las alusiones literarias, pero hay algunas al ciclo bretón y han sido recogidas ya varias veces. Nuestro rey Alfonso el Sabio citaba á Tristán al lado de Paris para ponderar el exceso de su pasión:

Ca ja Paris
D'amor non foi tan coitado,
Nen Tristan
Nunca soffren tal afan,
Nen soffren quantos son nen seerán.

Su nieto D. Diniz comparaba uno de sus innumerables amores con el de Tristán é Iseo, á la vez que con el de Flores y Blanca Flor:

...e o mui namorado
Tristan sei ben que non amou Iseu
Quant'eu vos amo, esto certo sei eu.

Su escribano, ó secretario de la poridad, Esteban de la Guarda, hablaba de la muerte de Merlín y de las grandes voces que dió al sentirse encantado:

A tal morte de qual morreu Merlin,
O dara voces fazendo sa fin...

Gonzalo Eannes de Vinhal habla de los cantares de Cornoalha.

Pero nada de esto importa tanto como la existencia de cinco composiciones líricas, de cinco Lays de Bretanha, con los cuales se abre uno de los dos grandes cancioneros galaico-portugueses de Roma: el apellidado Colocci-Brancuti, por los nombres de sus poseedores, antiguo y moderno[270]. Tres de estos lays son traducciones libres del francés, como ha probado con admirable pericia crítica y filológica Carolina Michaëlis de Vasconcellos[271]; en los otros dos puede afirmarse igual origen, aunque la imitación no sea tan directa. Trátase de dos sencillas baladas (canciones de baile), que, á no ser por las rúbricas que las acompañan, no se distinguirían mucho de otras poesías semipopulares del mismo género que en gran número figuran en los cancioneros gallegos. Pero la primera, puesta en boca de cuatro doncellas que la cantaban para burlarse de Marot de Irlanda (el raptor Morhout, vencido por Tristán), se dice expresamente que fué «tornada em lenguagem (esto es, en portugués) palavra por palavra:

O Marot aja mal grado,
Porque nos aqui cantando
Andamos tan segurando
A tan gran sabor andando!
Mal grado aja! que cantamos
E que tan en paz dançamos...

[clxxiii]

La antigüedad de este lai debe de ser grande, puesto que el compilador del cancionero portugués dice: «esta cantiga é a primeira que achamos que foi feita. La otra balada, que comienza:

Ledas sejamos ogemais!
E dancemos! Pois nos chegou
E o Deos con nosco jontou,
Cantemos-lhe aqueste lais!

y tiene por estribillo:

«Ca este escudo é do melhor
Omen que fez Nostro Senhor»,

se refiere á la historia de Lanzarote y Ginebra: «Este lai hicieron las doncellas á don Ansaroth (sic) cuando estaba en la isla de la Alegría; cuando la reina Ginebra le halló con la hija del rey Peles y le prohibió que volviese á comparecer delante de ella».

De los otros tres lais existen los originales franceses en varios manuscritos del Tristán, pero se ve que en todos ellos el traductor procedió con gran libertad, amplificando unas veces, abreviando otras, cambiando los versos de nueve sílabas en versos de ocho y amoldando las estrofas al tipo lírico de los trovadores peninsulares. Estos lais se ponen en boca del mismo Tristán: «Don Tristan o Namorado fez esta cantiga:»—Este lais fez Elis o Baço, que foi duc de Sansonha, quando passou aa Gran Bretanha, que ora chaman Inglaterra. E passou la no tempo de rei Artur, pera se combater con Tristan, porque lhe matara o padre en ūa batalha. E andando un día en su busca, foi pela Joyosa-Guarda u era a Rainha Iseu de Cornoalha. E viu a tan fremosa que adur lhe poderia omen no mundo achar par. Enamorouse enton d'ela e fez por ela este lais».

El haber sido traducidos dentro del siglo XIII[272] estos poemitas líricos, que apenas podían ser comprendidos sin la lectura de las novelas en prosa, donde fueron primitivamente intercalados, prueba hasta qué punto era familiar á los trovadores gallegos y portugueses la materia de Bretaña. Por otro camino lo comprueban las tradiciones que el conde D. Pedro de Barcelos, hijo bastardo del rey D. Dionis, de Portugal, recogió á mediados del siglo XIV en su famoso Nobiliario, que pasa comúnmente por el más antiguo de la Península, si bien fué precedido por otros dos más breves, y también portugueses: el llamado Libro Velho y el fragmento que anda unido al Cancioneiro de Ajuda[273].

El libro de D. Pedro, como todos los nobiliarios, ha llegado á nosotros estragadísimo; aun en el famoso códice de la Torre do Tombo, que no es más que de principios del siglo XVI. Herculano llega á decir que el Libro de Linajes, en su estado actual, tiene tanto del conde D. Pedro como de diez ó veinte sujetos diversos, de cuyos nombres se duda, y que en varias épocas le enmendaron, acrecentando y disminuyendo, para [clxxiv]servir intereses y vanidades de las familias[274]. Pero esta falsificación interesada de nombres y apellidos no es verosímil que trascendiese ni á las importantes y características anécdotas históricas que el Nobiliario contiene, y que arrojan inesperada y siniestra luz sobre la vida doméstica de los tiempos medios, ni á las consejas fabulosas que son harto poéticas para haber nacido de la pedestre y mercenaria musa heráldica. Hay algunas leyendas que parecen indígenas, y son acaso páginas preciosas del folk-lore peninsular. Dos de ellas, la de la dama pie de cabra y la de la mujer marina, localizadas una y otra en el Norte de España, son de carácter fantástico y guardan acaso vestigios de supersticiones antiquísimas. Trae la primera el conde D. Pedro, al tratar del origen de los señores de Vizcaya; la segunda en la genealogía de los caballeros Mariños de Galicia.

Todo el mundo conoce la primera en la forma elegante y romántica que la dió Alejandro Herculano. Los elementos de esta fábula son simplicísimos, y no es difícil encontrarle paradigmas en otras historias de demonios íncubos y de caballos alados. Si la fantasía popular localizó tales prodigios en Vasconia, es porque se la consideraba como tierra clásica de brujerías, y lo era aún á principios del siglo XVII, aunque más bien allende que aquende los puertos. Muy semejante á esta leyenda, pero menos desarrollada y sin intervención diabólica, es la de la sirena ó doncella marina. Otras narraciones del Libro de Linajes tienen carácter marcadamente épico. Anterior al libro del Conde, puesto que se halla contenida ya, aunque más sucintamente, en el segundo de los fragmentos de nobiliarios primitivos, que publicó Herculano[275], es la leyenda del rey D. Ramiro II y de la infanta mora, que se enlaza con la topografía y los orígenes de la ciudad de Oporto, aunque la acción se suponga en tiempos muy anteriores á la separación del Condado portugués. Esta sabrosa historia conserva todavía rastros de forma poética, y pudo muy bien servir de argumento á un cantar de gesta.

El conde D. Pedro, cuya expresiva y pintoresca prosa parece una feliz imitación del estilo de las obras históricas de D. Alfonso el Sabio, imitó también sus procedimientos de compilación, transcribiendo íntegros los relatos que tenía á la vista. Sus noticias sobre el ciclo bretón (en el título II del Nobiliario) están tomadas de la Historia Britonum, de Monmouth. Traza la genealogía del rey Artús; hace mención de Lanzarote del Lago, de Galván, de Merlín y de la isla de Avalón, y cuenta rápidamente la historia del rey Lear; todo según la misma fuente erudita:

«Cuando hubo muerto el rey Balduc el Volador, reinó su hijo, que tenía por nombre Leyr. Y este rey Leyr nunca tuvo hijo, pero sí tres hijas hermosas á maravilla, y las amaba mucho. Y un día tuvo sus razones con ellas y las mandó que dijesen con verdad cuál de ellas le amaba más. Dijo la mayor, que no había cosa en el mundo que tanto amase como á él, y dijo la otra, que le amaba tanto como á sí misma, y dijo la menor, que le amaba tanto como debe amar hija á su padre. Y él quísola mal por esto y determinó no darla parte en el reino. Y casó la hija mayor con el duque de Cornualla, y casó la otra con el rey de Tortia, y no se curó de la menor. Mas ella, por su ventura, casóse mejor que ninguna de las otras, porque se prendó de ella el rey de Francia y la tomó por mujer. Y cuando su padre llegó á la vejez, tomáronle los otros yernos su tierra [clxxv]y hallóse malandante, y hubo de ponerse á merced del rey de Francia y de su hija la menor, á la cual no había querido dar parte en el reino. Y ellos recibiéronle muy bien y diéronle todas las cosas que le fueron menester, y le honraron mientras vivió, y murió en su casa. Y después combatió el rey de Francia con ambos cuñados de su mujer y quitóles la tierra. Y murió el rey de Francia sin dejar hijo vivo, y los otros dos á quien quitara la tierra hubieron sendos hijos y apoderáronse de la tierra toda, y prendieron á la tía, mujer que fuera del rey de Francia, y metiéronla en una cárcel y allí la hicieron morir»[276].

De este modo se contaba en Portugal á mediados del siglo XIV uno de los futuros argumentos de Shakespeare. Tal interés alcanza en la historia literaria el Libro de Linajes, del conde Barcellos, por lo mismo que con tanta cautela debe ser manejado en la parte genealógica, á pesar del respeto que por su antigüedad infunde á muchos. Tan lleno está de patrañas y tan falto de cronología y discernimiento como casi todos los de su clase; pero estas patrañas tienen aquí un sello poético, una rudeza primitiva, un bárbaro candor que es indicio de muy nobles orígenes, y que no puede confundirse con las estúpidas fábulas forjadas para solaz de los necios por la raquítica fantasía de Gracia Dei y otros reyes de armas. Al recoger como verdadera historia tantas reliquias novelísticas, cediendo sin duda á su propensión á lo maravilloso, prestó el bastardo de don Diniz mayor servicio á la Península que con sus interminables, fatigosas y poco seguras listas de apellidos. Él pensaba, sin duda, haber hecho una obra histórica, según el tono solemne que emplea en el proemio: «Por ende, yo D. Pedro, hijo del muy noble rey D. Diniz, busqué con gran trabajo por muchas tierras escrituras que hablasen de los linajes; y leyéndolas con grande estudio, compuse este libro para poner amor y amistad entre los nobles fidalgos de España».

Á fines del siglo XIV y principios del XV acrecentóse en Portugal el entusiasmo por la caballería de la Tabla Redonda, especialmente en la corte de don Juan I, á causa de la estrecha alianza de aquel monarca con los ingleses y su casamiento con doña Felipa de Lancaster. Fué moda cortesana el tomar por dechados á los paladines del rey Ártús y hasta el adoptar sus nombres. El mismo condestable Nuño Álvarez Pereira, cuya pureza moral igualaba á su heroica resolución, había elegido por modelo al inmaculado Galaaz, conquistador del Santo Grial. El Ala de los Enamorados, que combatió en la batalla de Aljubarrota; la orden de los caballeros de la Madreselva, reminiscencia de uno de los lays de María de Francia; la aventura caballeresca de Magricio y los doce de Inglaterra, que inmortalizó Camoens en uno de los más bellos episodios de su poema; y hasta los elementos del Tristán que pasaron á la leyenda histórica de doña Inés de Castro, son pruebas convincentes de esta influencia social. Todavía lo es más la [clxxvi]abundancia de nombres de este ciclo entre los hidalgos portugueses, especialmente después de 1385. Se encuentran una doña Iseo Perestrello, otra doña Iseo Pacheco de Lima. No faltan los nombres de Ginebra y Viviana, y hay, sobre todo, gran cosecha de Tristanes y Lanzarotes: Tristán Teixeira, Tristán Fogaça, Tristán de Silva, Lanzarote Teixeira, Lanzarote de Mello, Lanzarote de Seixas, Lanzarote Fuas, sin que falte un Percival Machado y varios Arturos, de Brito, de Acuña, etc.[277]. Por supuesto que en las bibliotecas de los príncipes nunca faltaban ejemplares de las codiciadas novelas. El rey don Duarte poseía un Tristán, un Merlín y el Libro de Galaaz (núms. 29, 30 y 36 de su inventario).

Nada diré de la hipótesis probable, pero no comprobada hasta ahora, de un Tristán portugués del siglo XIII, en el cual estuviesen intercalados los lays que ahora vemos sueltos en el Cancionero. Pero del siglo XIV poseemos, aunque incompleta, una Historia dos caballeiros da mesa redonda e da demanda do Santo Graal, que según Gastón París corresponde á la Quête du Saint Graal, cuyo protagonista es Galaaz, y que se ha atribuido sin fundamento á Roberto de Boron. Habiéndose perdido el texto original francés de este libro en prosa, tiene más valor la traducción portuguesa, que Varnhagen encontró en la Biblioteca de Viena y ha sido impresa después[278]. Es, según la descripción de aquel benemérito aunque ligero aficionado, un voluminoso códice de 199 folios en pergamino, escritos á dos columnas, y parece haber figurado como tercer tomo en una vasta compilación cíclica que abrazaría otros poemas análogos. Los caballeros de cuyos nombres se trata en la parte conservada son: Galaaz, Tristán, Erec, Perceval, Palamedes y Lanzarote.

Ignórase el paradero actual de otro manuscrito de este género que vió Varnhagen en Lisboa por los años de 1846[279]. Era copia hecha en el siglo XV de un códice datado de 1307 á 1313: Libro de Josep ab Arimatia intitulado a primera parte da Demāda do Sāto Grial ata a presēte idade nunca vista treladado do proprio original por ho Doutor Manuel Avēz, corregedor da Ilha de Sā Miguel. Al fin del códice original escrito en pergamino é iluminado constaba que le había mandado escribir Juan Sánchez, maestrescuela de Astorga, en el quinto año de la erección del estudio de Coimbra.

Mencionaremos finalmente la Estoria do muy nobre Vespasiano, emperador de Roma (Lisboa, por Valentino de Moravia, 1496), que no sabemos si es original ó traducción del libro castellano del mismo título, reduciéndose uno y otro á combinar los datos del Josep de Arimatea (primera parte del Graal) con el Evangelio apócrifo de Nicodemus[280]. Ni siquiera el Renacimiento clásico del siglo XVI bastó á borrar la devoción de los portugueses á este ciclo, como lo prueban las dos novelas de Jorge Ferreira de Vasconcellos, Triunfos de Sagramor y Memorial das proezas da segunda Tavola Redonda, impresas respectivamente en 1554 y 1569. En una y otra se intercalan [clxxvii]muchos versos, entre ellos un romance de la batalha que el Rei Artur teve con Morderet seu filho[281]. ¿Y qué son las mismas trovas del zapatero Bandarra, extraño apocalipsis de los sebastianistas, sino una supervivencia de las de Merlín?

Hemos indicado que eran rarísimas antes del siglo XIV las alusiones á este ciclo en la literatura castellana. La más antigua que hasta ahora se ha señalado es esta de los Anales Toledanos primeros, que llegan hasta el año 1217: «Lidió el rey Citús (Artús) con Mordret en Camlec (Camlan) era 1080»[282]. Estas ficciones eran conocidas entre los eruditos por la crónica latina de Monmouth, de la cual tomó el Rey Sabio la leyenda de Bruto para su Grande et General Estoria[283]. En la Gran Conquista de Ultramar se cita de pasada La Tabla Redonda, que fué en tiempo del rey Artús, y algunos de los cuentos allí incluíidos tienen mucha analogía con los de este ciclo, especialmente el del Caballero del Cisne, que en el Lohengrin alemán vino á enlazarse con el Perceval.

Sabida es la reminiscencia del Arcipreste de Hita en la Cantiga de los clérigos de Talavera, escrita en 1343:

Ca nunca fue tan leal Blancaflor á Flores,
Nin es agora Tristan con todos sus amores.

Don Juan Manuel, en el Libro de la Caza (escrito antes de 1325), menciona un falcón célebre que llamaban Lanzarote[284], y otro que decían Galrán, y había pertenecido al infante D. Enrique (el famoso aventurero, conocido por el Senador de Roma, hermano de Alfonso X). En el Poema de Alfonso XI, de Rodrigo Yáñez, cuya primitiva redacción parece haber sido gallega, se nombra entre los instrumentos que tañían los juglares en la coronación del Rey en Burgos la farpa de don Tristán (copla 405), y en dos ocasiones distintas se hace aplicación de las profecías de Merlín á los acontecimientos de Castilla. La primera vez al contar el suplicio de D. Juan el Tuerto (coplas 242-246):

En Toro conplio ssu fin
E derramó la ssu gente;
Aquesto dixo Melrrin,
El profeta de Oriente.
Dixo: «el leon de Espanna
De ssangre fará camino,
Matará el lobo de la montanna
Dentro en la fuente del uino».
Non lo quiso más declarar
Melrrin el de gran ssaber,
Yo lo quiero apaladinar,
Commo lo puedan entender.
El leon de la Espanna
Fue el buen rey ciertamente,
El lobo de la montanna
Fue don Johan el ssu pariente.
E el rey quando era ninno
Mató á don Johan el tuerto,
Toro es la fuente del vino
A do don Johan fue muerto.

[clxxviii]

La otra profecía, que alude á la invasión de los Benimerines y á la victoria de los reyes de Castilla y Portugal en el Salado, es mucho más larga (coplas 1808-1841), y el poeta dice haberla traducido, pero no de qué lengua; probablemente es invención suya, á imitación de las que se leen en el libro 7.º de la historia de Jofre de Monmouth.

Merlin fabló d'Espanna
E dixo esta profecía,
Estando en la Bretanna
A un maestro que y avia.
Don Anton era llamado
Este maestro que vos digo,
Sabidor y letrado,
De don Merlín mucho amigo...
La profecía conté
E torné en desir llano,
Yo Ruy Yannes la noté
En lenguaje castellano...

Hasta en los moros de Granada habríamos de suponer conocimiento de los vaticinios del adivino céltico, si hubiéramos de tener por auténtica la «carta que el moro de Granada sabidor que decían Benahatin (¿Ben Aljatib?) envió al rey D. Pedro» y que leemos en la Crónica de Ayala (año 1369, cap. III). ¡Cuánto crece en la fantasía el prestigio pavoroso de la catástrofe de Montiel, con aquella especie de fatalidad trágica que se cierne sobre la cabeza de D. Pedro hasta mostrar cumplida en su persona la terrible profecía «que fue fallada entre los libros é profecías que dicen que fizo Merlin» y sometida por el Rey á la interpretación del sabio moro! «En las partidas de occidente, entre los montes é la mar, nascerá un ave negra, comedora é robadora, é tal que todos los panares del mundo querrá acoger en sí, é todo el oro del mundo querrá poner en su estómago. E caérsele han las alas, é secársele han las plumas, é andará de puerta en puerta, é ninguno le querrá acoger, é encerrar ha en selva, é morirá y dos veces, una al mundo é otra ante Dios».

El mismo canciller Ayala, que probablemente forjó, para insinuar su propio pensamiento político, esta sentenciosa carta, así como la otra de muchos exemplos é castigos, que atribuye al mismo Benahatín, se duele en su confesión, inserta en el Rimado de Palacio, de haber perdido mucho tiempo en la lectura de libros profanos, contando entre ellos el Amadís y el Lanzarote:

Plogóme otrosi oyr muchas vegadas
Libros de deuaneos é mentiras probadas,
Amadis, Lanzalote é burlas assacadas,
En que perdí mi tiempo á muy malas jornadas.

(Copla 162)

[clxxix]

Citan de continuo este género de libros los poetas del Cancionero de Baena, comenzando por Pero Ferrús, que es de los más antiguos:

Nunca fue Rrey Lysuarte
De rriquesas tan bastado
Como yo, nin tan pagado
Fué Rroldan con Durandarte...
..........................................
E qual quier que á mi dixiere
Que Ginebra nin Isseo
Fueron tales é quisyere.
Presto sso para el torneo

(Núm. 301).

decía ponderando la belleza de su amiga. Y contestando á Ayala que se mostraba descontento de la vida de la sierra:

Rey Artur é don Galás,
Don Lançarote é Tristán,
Carrlos Magno, don Rroldan,
Otros muy nobles asaz,
Por las tales asperezas
Non menguaron sus proezas,
Según en los libros yas.

(Núm. 305).

Fray Migir, de la orden de San Jerónimo, capellán del obispo de Segovia D. Juan de Tordesillas, llorando la muerte del rey D. Enrique III, hacía pedantesca enumeración de personajes históricos y fabulosos, entre ellos

Eneas é Apolo, Amadys aprés,
Tristán é Galás, Lançarote de Lago,
E otros aquestos, dezit me qual drago
Tragó todos estos ó dellos qué es?

(Núm. 38).

Micer Francisco Imperial, el introductor de la alegoría dantesca en nuestro Parnaso, cantaba en 1405 el nacimiento de D. Juan II en un largo y artificioso decir, deseando al infante, entre otras venturas,

Todos los amores que ovieron Archiles,
París é Troylos de los sus señores,
Tristán, Lançarote, de las muy gentiles
Sus enamoradas é muy de valores;
El é su muger ayan mayores
Que los de París é los de Vyana,
E de Amadis é los de Oryana,
E que los de Blancaflor é Flores.
E más que Tristán sea sabidor
De farpa, é cante más amoroso
Que la Serena...

(Núm. 226)

[clxxx]

Un decir del comendador Ferrant Sánchez Talavera contra el Amor recuerda, después de los sabidos ejemplos de Virgilio y Sansón, el de Merlín y los caballeros del Santo Grial:

Onde se cuenta qu'el sabio Merlyn
Mostró á una dueña atanto saber,
Fasta que en la tumba le fyzo aver fyn
Que quanto había nol'pudo valer...

En la demanda de Santo Greal
Se lee de muchos que anduvieron
Grant cuyta sufriendo, asás mucho mal,
E nunca de ty jamás al ovieron.
Muchos cavalleros e dueñas murieron,
Tan bien esso mesmo fermosas donzellas;
Non digo quien eran ellos nin ellas,
Que por sus estorias sabrás quales fueron.

(Núm. 533).

No haremos especial mención de las compilaciones traducidas del francés, como el Mar de historias, que lleva el nombre de Fernán Pérez de Guzmán; pero es imposible omitir el delicioso Victorial de Gutierre Díez de Gámez, que Llaguno mutiló impíamente al publicarle con el impropio título de Crónica de don Pero Niño. En la parte que conservó están, sin embargo, los consejos que daba á don Pero Niño su ayo, y en ellos un pasaje curiosísimo sobre Merlín: «Guardadvos non creades falsas profecías, nin ayades fiucia en ellas, así como son las de Merlin, é otras; que verdad vos digo, que estas cosas fueron engeniadas é sacadas por sotiles omes é cavilosos para privar é alcanzar con los Reyes é grandes señores... É si bien paras mientes, como viene Rey nuevo, luego facen Merlin nuevo: dicen que aquel Rey ha de pasar la mar, é destroir toda la morisma, é ganar la Casa Sancta, é ser Emperador; é despues vemos que se face como á Dios place... Merlin fue un buen ome, é muy sabio. Non fue fijo del diablo, como algunos dicen; ca el diablo, que es esprito, non puede engendrar; provocar puede cosas que sean de pecado, ca esse es su oficio. Él es sustancia incorporea; non puede engendrar corporea. Mas Merlin, con la grand sabiduría que aprendió, quiso saber más de lo que le cumplia, é fue engañado por el diablo, é mostrole muchas cosas que dixesse; é algunas dellas salieron verdad: ca esta es manera del diablo, é aun de cualquier que sabe engañar, lanzar delante alguna verdad, porque sea creido... Asi en aquella parte de Inglaterra dixo algunas cosas que fallaron en ellas algo que fue verdad; mas en otras muchas fallesció; é algunos que agora algunas cosas quieren decir, componenlas é dicen que las falló Merlín»[285].

Arrastrado el grave Llaguno por su odio á las ficciones caballerescas (muy natural en un golilla del tiempo de Carlos III), arrancó de cuajo nada menos que ocho enormes capítulos del Victorial (desde el XVIII al XXV), donde, con ocasión de explicar «cómo son los ingleses diversos é contrarios de todas las otras naciones de christianos», cuenta, refiriéndose á una Crónica de los Reyes de Inglaterra, que seguramente no es la [clxxxi]Historia Britonum de Monmouth, y de una Conquista de Troya, que tampoco es la Crónica Troyana, puesto que se aparta en muchos puntos de una y otra, la fabulosa historia de Bruto, hijo de Silvio y nieto de Eneas, supuesto progenitor de los reyes de Inglaterra, é intercala personajes y episodios enteramente nuevos, á lo menos para nuestra escasa erudición, relatando «cómo Néstor, fijo del rey Menelao, se alzó con el reino de Grecia contra su padre»; cómo hizo la guerra Bruto á Dorotea, tetrarca de Armenia, hija de Menelao; las cartas y mensajes que entre ellos mediaron; los razonamientos del obispo Pantheo, del conde Pirro y de Porfirio, que habla en roz de la república, aconsejando á la reina el casamiento con Bruto para evitar mayores daños: y cómo, después de hechas las bodas, «Bruto armó gran hueste de navíos é ayuntó muchas gentes de armas, é se fue por la mar, buscando ventura, quedando Dorotea muy cuitada y triste»; cómo aportó Bruto á Galicia, cuyo señor era del linaje de los troyanos, y le llevó consigo á la conquista de Inglaterra, habitada entonces por furibundos jayanes, que no tenían armas de hierro, sino de cuero ó de cuerno; la lucha personal en que el agigantado caballero gallego, enteramente desnudo y sin más armas que sus puños, triunfó del rey de Inglaterra y decidió del éxito de la contienda en favor de Bruto. Mientras estas cosas sucedían en las islas Británicas, la reina Dorotea, que «por la vida limpia que vivía fue tenida por deesa en aquel tiempo y fue una de las sebilas que fablaron ante de la venida de Jesu Christo», había triunfado en campal batalla de su hermano Menelao, y armando una gran flota con naves de Tarso y de Constantinopla, se había hecho á la mar en demanda de su marido, había vencido en el estrecho de Gibraltar á una escuadra africana, valiéndose de su arte matemática y nigromántica, y finalmente, llegaba á reunirse con su esposo, que la recibió con gran triunfo. Quede para más desocupado y sagaz investigador el deslindar y poner en su punto los elementos españoles que al parecer contiene esta leyenda, en cuyos pormenores curiosísimos no puedo detenerme ahora[286].

En pocos, pero bellísimos romances, más artísticos que populares y más líricos que narrativos, dejó su huella el ciclo de la Tabla Redonda. Sólo tres admitió Wolf en la Primavera y escasamente puede añadirse algún otro. Uno de estos romances, el primero de Lanzarote «Tres hijuelos había el rey» era ya calificado de antiguo, en tiempo de los Reyes Católicos, por el Maestro Antonio de Nebrija; los otros dos son del mismo estilo y deben de ser del mismo tiempo (principios del siglo XV ó fines del XIV á lo sumo); pero aunque tienen algo de peregrino y exótico en su factura, y domina en ellos un melancólico y vago lirismo, no hay razón para suponerlos derivados directamente de ningún lay bretón ó francés. Lo natural es que hayan salido de los libros de caballerías en prosa. El que comienza «Ferido está don Tristan—de una muy mala lanzada»[clxxxii] se conforma con la versión del Tristán castellano en prosa, y omite, como él, el episodio de la vela negra. El final de este romance, perdiendo con el tiempo su carácter legendario, ha persistido en la tradición popular hasta nuestros días. Los romances de Doña Ausenda, tan divulgados en Asturias y Portugal, atribuyen á cierta planta la misma virtud generadora que el antiguo poeta asignaba á la azucena que creció regada con las lágrimas de Tristán ó Iseo:

Júntanse boca con boca—cuanto una misa rezada;
Llora el uno, llora el otro—la cama bañan en agua;
Allí nace vn arboledo—que azucena se llamaba,
Cualquier mujer que la come—luego se siente preñada.

El segundo romance de Lanzarote «Nunca fuera caballero—de damas tan bien servido», célebre por la cita de Cervantes, parece una imitación libre y general de las aventuras de este ciclo; pero el que comienza Tres hijuelos había el rey, cuyo origen no pudo descubrir Milá en los poemas que en su tiempo se conocían, tiene el mismo argumento que el poema neerlandés (flamenco ú holandés) de Lanzarote y el ciervo del pie blanco, que procede, sin duda alguna, de un texto francés perdido, y sólo en francés pudo ser accesible á nuestro juglar[287].

Al primer tercio del siglo XIV pertenece, en la opinión de buenos jueces, un fragmento del Tristán castellano en prosa contenido en un códice de la Biblioteca Vaticana, del cual ha publicado un facsímile Ernesto Monaci. Y la misma antigüedad alcanza otro pequeño fragmento que acaba de hallar en las guardas de un manuscrito de nuestra Biblioteca Nacional el Sr. D. Adolfo Bonilla, que ha de publicarle muy pronto.

En los inventarios de las bibliotecas del siglo XV es corriente la mención de estos libros, bastando citar uno solo, porque es acaso donde menos se esperaría encontrarla. La Reina Católica poseía, entre los libros de su uso que estaban en el alcázar de Segovia, á cargo de Rodrigo de Tordesillas, en 1503, los tres volúmenes siguientes:

Núm. 142. «Otro libro de pliego entero de mano escripto en romance, que se dice de Merlin, con coberturas de papel de cuero blancas, é habla de Jusepe ab Arimathia.

Núm. 143. Otro libro de pliego entero de mano en romance, que es la tercera parte de la demanda del Santo Greal; las cubiertas de cuero blanco.

Núm. 144. Otro libro de pliego entero de mano en papel de romance, que es la historia de Lanzarote, con unas coberturas de cuero blanco»[288].

La imprenta madrugó mucho para difundir este género de libros. Ya en 1498 había salido de las prensas de Burgos El Baladro del sabio Merlín con sus profecías[289], según [clxxxiii]resulta de las investigaciones de Gastón París (que no son definitivas, sin embargo, puesto que sólo conoció de este libro algunos extractos y la tabla de los capítulos). El Baladro contiene no sólo el Merlín de Roberto de Boron y parte de la continuación de autor anónimo, sino que los dos últimos capítulos parecen ser traducción del episodio capital del Conte du Brait, de Elías, cuyo original francés se ha perdido[290].

Hay otro Baladro distinto de éste, á lo menos en parte, y adicionado con una serie de profecías, el cual se imprimió varias veces juntamente con la Demanda del Santo Grial[291].

Y hubo finalmente un Tristán de Leonís, ya impreso en Valladolid en 1501[292], que seguramente es traducción de una de las últimas novelas francesas en prosa. Al señor Bonilla, que muy pronto nos dará reimpresos estos rarísimos libros, toca apurar las semejanzas y diferencias que ofrecen con sus prototipos, y lo hará sin duda como de su mucha erudición y recto juicio se espera.

Á pesar del gran interés novelesco y sentimental de estas peregrinas historias, fueron muy pronto arrolladas por la furiosa avenida de los libros indígenas de caballerías que aparecieron después del Amadís de Gaula. Ninguno de los del ciclo arturiano parece haber sido reimpreso después de la mitad del siglo XVI. Ninguno de ellos estaba en la librería de D. Quijote, el cual, sin embargo, hizo donosa conmemoración de este ciclo en el capítulo XIII de la Primera Parte: «¿No han vuestras mercedes leído los anales é historias de Inglaterra donde se tratan las famosas hazañas del Rey Arturo, que comúnmente en nuestro romance castellano llamamos el Rey Artús, de quien es tradición antigua y común en todo aquel reino de la Gran Bretaña que este Rey no murió, sino que por arte de encantamiento se convirtió en cuervo, y que andando los tiempos ha de volver á reinar y á cobrar su reino y cetro, á cuya causa no se probará que desde aquel tiempo á éste haya ningún inglés muerto cuervo alguno? Pues en tiempo de este buen Rey fue instituida aquella famosa orden de caballería de los Caballeros de la Tabla Redonda, y pasaron sin faltar un punto los amores que allí se cuentan de don Lanzarote del Lago con la reina Ginebra, siendo medianera dellos y sabidora aquella [clxxxiv]tan honrada dueña Quintañona, de donde nació aquel tan sabido romance y tan decantado en nuestra España de:

Nunca fuera caballero
De damas tan bien servido,
Como fuera Lanzarote
Cuando de Bretaña vino;

con aquel progreso tan dulce y tan suave de sus amorosos y fuertes fechos».

Un solo libro de esta familia caballeresca citó nominalmente Cervantes, y es también el único que muy abreviado forma todavía parte de la biblioteca de cordel. Es la Crónica de los nobles caballeros Tablante de Ricamonte y Jofre, hijo de D. Asson, é de las grandes aventuras y hechos de armas que uvo yendo á libertar al conde don Milian, que estaba presso, la cual fué sacada de las crónicas é grandes hazañas de los caballeros de la Tabla Redonda[293]. «¡Bien haya mil veces el autor de Tablante de Ricamonte (exclamó Cervantes)... y con qué puntualidad lo describe todo!» (Parte 1.ª, capítulo XVI). Pero el elogio debe de ser tan irónico como el que allí mismo hace del autor que escribió Los hechos del Conde Tomillas (el Enrique Fi de Oliva), pues el Tablante es muy corto y muy seco en la narración, á pesar de las aventuras que en él se acumulan, y cuyo verdadero héroe es Jofre, hijo del conde D. Asón. Él es quien vence á un enano, hijo del Diablo; él quien allana la torre encantada de Montesinos; él quien mata al Malato, poniendo en libertad á una doncella y trescientos niños que tenía encarcelados para degollarlos; él quien obliga á todos los caballeros andantes que va venciendo á ir á la corte de Camelot á prestar homenaje á la reina Ginebra; él, finalmente, quien triunfa en singular batalla del feroz Tablante, y pone en libertad al conde D. Milián, á quien aquél se complacía en azotar públicamente dos veces al día para afrentar á su rey Artús y á la reina Ginebra.

El original remoto de esta novela es un poema provenzal del siglo XIII, Jaufre e Brunesentz, publicado por Raynouard[294]. Brunesentz (Brunessen en el texto castellano) es el nombre de la sobrina del conde D. Milián, con quien se casa Jofre después de su victoria. Taulat de Rugimon es el nombre que Tablante tiene en este poema, dedicado á un rey de Aragón, que no puede ser D. Pedro II, como creyó Fauriel[295], sino D. Jaime el Conquistador, como han probado Bartsch y Gastón París[296]. Pero el libro de caballerías español no procede inmediatamente de este poema, sino de una redacción en prosa francesa, atribuida, según era costumbre en esta clase de libros, al honrado varón Felipe Camus, cuyo nombre debía de ser muy popular en España, puesto que tantas novelas se le adjudicaron además del Oliveros de Castilla (que realmente tradujo) y hasta se puso su nombre en una edición del Tristán de Leonís.

Independientes de la Tabla Redonda, pero enlazadas con otro género de leyendas bretonas, aparecen las fabulosas narraciones relativas al Purgatorio de San Patricio, que [clxxxv]tienen en nuestra literatura tan varia y rica representación, comenzando por el apócrifo viaje del caballero Ramón de Perellós en 1398, cuyo original catalán se ha perdido, pero del cual restan una traducción provenzal del siglo XV, recientemente impresa[297], y una latina del XVII. El autor de esta relación, fuese Perellós ú otro que tomó su nombre, no hizo más que apropiarse el viaje al otro mundo que se suponía hecho en 1153 por el caballero irlandés Owenn (el Ludovico Enio de Calderón). La Visio Tungdali, otra forma más conocida de dicha leyenda, fué puesta dos veces en catalán, llamando Tutglat al protagonista[298]; otras dos veces se tradujo al portugués con el nombre de Tungulu[299], y en castellano fué impresa con el rótulo de Historia del virtuoso caballero don Tungano, y de las grandes cosas y espantosas que vido en el infierno y en el purgatorio y el parayso[300]. Pero ni de estos libros ni de la nueva forma que dió á la leyenda el doctor Juan Pérez de Montalbán en su Vida y purgatorio de San Patricio (1627), fuente única de la comedia de Lope de Vega El mayor prodigio, y de la famosa de Calderón El Purgatorio de San Patricio, nos incumbe tratar aquí, porque este género de temas no pertenecen en rigor á la historia de la novela, sino á la de las leyendas hagiográficas, campo vastísimo que reclama para sí solo la labor de muchos investigadores. Por igual motivo prescindo de las leyendas, también de origen céltico, relativas á los viajes de San Brandán, de las cuales queda un reflejo en nuestra Vida de San Amaro[301], y de los mitos geográficos que con ellas se enlazan, y que no estaban olvidados por cierto en la grande época de las navegaciones y los descubrimientos de portugueses y castellanos.

[clxxxvi]

V

Aparición de los libros de caballerías indígenas.—«El Caballero Cifar».—Orígenes del «Amadís de Gaula».—Libros catalanes de caballerías: «Curial y Güelfa», «Tirante el Blanco».—Continuaciones del «Amadís de Gaula».—Ciclo de los Palmerines.—Novelas caballerescas sueltas.—Libros de caballerías á lo divino.—Libros de caballerías en verso.—Decadencia y ruina del género á fines del siglo XVI.

Aunque la opinión común, expresada ya por Cervantes en el donoso escrutinio de la librería de D. Quijote, da por supuesto que fué el Amadís de Gaula el primer libro de caballerías que se escribió en España[302], afirmación que puede ser verdadera si se refiere á los orígenes remotos de la célebre novela, hay que considerar que la época de la composición del Amadís es muy incierta y que hasta ahora el más antiguo libro de caballerías con fecha conocida es El Caballero Cifar, que pertenece sin disputa á la primera mitad del siglo XIV. En un largo prólogo que falta en la edición sevillana de 1512[303], pero que se halla en los dos códices de París y Madrid, únicos que se conocen de obra tan rara[304], comienza el autor hablando del jubileo de 1300 y de la ida á Roma del arcediano Ferrand Martínez, que trasladó á Toledo el cuerpo del cardenal D. Gonzalo[clxxxvii] García Gudiel, fallecido en 4 de julio de 1299, Por tratarse del primer cardenal que recibía sepultura en España, y por las dificultades que hubo que vencer en Roma para lograr la entrega del cadáver, se dió mucha importancia á este, suceso, y el autor refiere muy prolijamente cómo salieron á recibirle en Burgos el rey D. Fernando IV y su madre Doña María, y en Toledo el arzobispo D. Gonzalo Díaz Palomeque, sobrino del difunto; Entre otros personajes que va citando como asistentes á la traslación figura uno, el obispo de Calahorra D. Fernando González, que murió antes de 1305. Con esto tenemos la fecha aproximada del fúnebre viaje, y también la de El Caballero Cifar, cuyo autor, que bien pudiera ser el mismo Ferrand Martínez, arcediano de Madrid en la iglesia de Toledo, tuvo el raro capricho de anteponer esta relación á la historia de aquel caballero, la cual suponía trasladada de caldeo en latín y de latín en romance. El impresor de Sevilla suprimió el prólogo, sin duda por considerarle impertinente al propósito de la fábula; pero recalca mucho la antigüedad de la obra, que con efecto se manifiesta en el lenguaje, contemporáneo del de D. Juan Manuel, aunque mucho más rudo y pobre de artificio: «Puesto que el stilo della sea antigo, empero no en menos deue ser tenida: que avnque tengan el gusto dulce con el estilo de los modernos, no de vna cosa sola gozan los que leen los libros é historias...


«Por donde las tales obras son traydas en vilipendio de los grosseros. Assi que si de estilo moderno esta obra carece, aprouechar se han della de las cosas hazañosas e aguadas que en ella hallarán, y de buenos enxemplos: e supla la buena criança de los discretos... las faltas della e rancioso estilo, considerando que la intención suple la falta de la obra».

El título verdadero, y completo de tan peregrino libro es: Historia del Cavallero de Dios que avia por nombre Cifar, el qual por sus virtuosas obras et hazañosas cosas fue rey de Mentón. Pero no sólo se cuentan sus hechos, sino también los de sus hijos Garfín y Roboán, el segundo de los cuales «vino á ser emperador de Tigrida». El título de Caballero de Dios parece que anuncia un libro de caballerías á lo divino, género que abundó tanto en la literatura del siglo XVI, pero no lo es enteramente el Cifar, aunque encierra «muchas e catholicas doctrinas e buenos enxemplos, assi para cavalleros como para las otras personas de cualquier estado». Contiene además elementos de procedencia hagiográfica y el hecho mismo de hacer á Cifar natural de la India revela la influencia del Barlaam y Josafat, que veremos confirmada luego en las parábolas. Pero en conjunto el Cifar no es libro de caballerías espirituales, sino mundanas, si bien recargado en extremo de máximas, sentencias y documentos morales y políticos, que le dan una marcada tendencia pedagógica y le afilian hasta cierto punto en el género que Amador de los Ríos llamaba didáctico-simbólico.

La composición, de esta novela es extrañísima, y son tantos y tan heterogéneos los materiales que en ella entraron, no fundidos, sino yuxtapuestos, que puede considerarse como un spécimen de todos los géneros de ficción y aun de literatura doctrinal que hasta entonces se habían ensayado en Europa. Tiene, por tanto, capital importancia el estudio de sus fuentes, como acaba de mostrarlo en una excelente y erudita memoria el joven profesor norteamericano Carlos Felipe Wagner[305].

[clxxxviii]

Para orientarse en el enmarañado laberinto del Cifar, hay que distinguir tres cosas; la acción principal de la novela, la parte didáctica y paremiológica y los cuentos, apólogos y anécdotas que por todo el libro van interpolados.

La fábula principal, que es muy desordenada é incoherente, reproduce, aunque con notables variantes, una de las leyendas piadosas más populares en la Edad Media, la de San Eustaquio ó Plácido, narración de origen griego, que, popularizada en Occidente por el Speculum Historiale de Vicente de Beauvais, por la Legenda Aurea y por el Gesta Romanorum, fué vertida desde el siglo XIII en todas las lenguas principales de Europa. Ya hemos tenido ocasión de mencionar la traducción castellana publicada por Knust, que probablemente es anterior á El Caballero Cifar[306].

La historia de Plácido, aunque escrita con intento piadoso, pertenece al género de las novelas de aventuras y reconocimientos, cuyo más antiguo tipo cristiano son las Clementinas. Fácil era, por consiguiente, secularizarla cambiando los nombres de los personajes y algunas peripecias de la fábula, y esto fué lo que hizo el autor del Cifar, convirtiendo al Santo en caballero andante, pero sin borrar las huellas de la obra primitiva, que está recordada expresamente en el capítulo 42. Cuando el caballero Cifar se ve separado de su mujer y de sus hijos hace una fervorosa oración, rogando á Dios que torne á reunirle con su familia, así como había reunido «á Eustachion é Teospita, su muger, e sus fijos Agapito é Teospito». Expondremos rápidamente la marcha de los acontecimientos:

Aunque el caballero Cifar era muy valeroso y de buen consejo, hubo de incurrir en la indignación del rey de la India por malas artes de los envidiosos y por cierta mala estrella suya que hacía muy costosos sus servicios militares, pues tenía la rara desventura de no haber caballo ni bestia alguna que no se le muriese ó desgraciase al cabo de diez días. Por tal razón, él, la buena dueña Grima, su mujer, y sus dos hijos vivían en gran pobreza y alejamiento de la corte, en la cual prevalecían tanto los malsines, que el rey dejó de llamarle para las guerras, á pesar de su grande esfuerzo y reconocida pericia. Cifar se afligía mucho con esto, y su mujer procuraba consolarle. En recompensa de tal solicitud, se decide el caballero á confiarla un secreto que había recibido de su abuelo á la hora de la muerte; es á saber, que descendía de linaje de reyes, el cual había perdido su estado por la maldad de uno de ellos, y no le recobraría hasta que de su propia sangre naciese otro caballero tan bueno y virtuoso como perverso había sido el rey destronado. Parte por confiar en el cumplimiento de esta profecía, parte por la esperanza de que su abatida fortuna podría mejorarse en tierra extraña, determinan ambos cónyuges abandonar su país. Venden cuanto poseían, convierten sus casas en hospital y emprenden su peregrinación sin más compañía que la de sus dos hijos, de corta edad. Á los diez días, precisamente cuando acababa de sucumbir, como era de rigor, el palafrén que Cifar montaba, llegan á la ciudad de Galapia, que estaba cercada á la sazón por el ejército del conde Roboán, señor de las Torres de Fesán, el cual, empeñado en hacer casar á un su sobrino con la señora de Galapia, la hacía guerra cruda por no querer consentir ella en tal matrimonio. El caballero Cifar se pone al frente de los sitiados, mata [clxxxix]al sobrino del conde, hace levantar el cerco de la ciudad, derrota en batalla campal al ejército enemigo, deja mal ferido «al señor de la hueste» y hace prisionero á un hijo suyo que, como era «mancebo muy apuesto, e muy bien rrasonado e de buen lugar», cae en gracia á la señora de Galapia, y acaba por casarse con ella, trayéndola en dote la herencia de los estados de su padre. En los tratos y ajustes de la paz y de la boda interviene mucho con su prudente consejo el caballero Cifar, á quien todos colman de honores y agasajos, invitándole para que se quede á morar en aquella tierra. Pero él resueltamente se niega á permanecer más de un mes, y aun en tan breve tiempo todas las alegrías se le acibaran con la inevitable muerte de sus caballos dentro del plazo fatal de los diez días. Peores aventuras le aguardaban en la prosecución de su jornada. Una leona le arrebata á su hijo mayor Garfín. El otro se le pierde en la ciudad de Falac. Unos marineros, con quienes había concertado el pasaje al reino de Orbin, roban á su mujer y se van mar adentro, dejándole abandonado en la ribera. En tan amargo trance le consuela una voz del cielo: «Caballero bueno, non desesperes, ca tu verás de aqui adelante que por cuantos pesares e cuytas te vinieron, que te vernan muchos plaseres e muchas alegrias e muchas onrras; ca non tengas que has perdido la mujer e los hijos, ca todo lo cobrarás a toda tu voluntad». Confortado con estas palabras y encomendándose á Dios, el devoto caballero se aleja de la ciudad, precisamente cuando entraba en ella para buscarle con inútil empeño durante ocho días un burgués de los más ricos y poderosos, que yendo de caza había rescatado al niño robado por la leona, y después había recogido y prohijado también al otro niño perdido en las calles de Falac. Entretanto Grima, invocando el nombre de la Virgen Santísima, se libraba de la brutalidad de los marineros, que, entregados á un diabólico furor, acabaron por matarse unos á otros en fiera contienda sobre su posesión. Entonces la buena dueña «alçó los ojos arriba e vido la vela tendida e yva la nave con un viento el mas sabroso que podiese ser, e non yba ninguno en la nave que la guiase, salvo ende vn niño que vido estar encima de la vela muy blanco e muy fermoso, e maravillose como se podia tener atan pequeño niño encima de aquella vela; e este niño era Jhesu Christo que le viniera a guiar la nave por ruego de su madre Santa Maria, ca asy lo avia visto la dueña esa noche en vision. E este niño non se quitaba de la vela de dia nin de noche, fasta que la pusso en el puerto do avia de arribar... la nave catando todas las cosas que eran en ella, e falló alli cosas muy nobles e de grand precio e mucho oro e mucha plata e mucho aljofar e muchas piedras preciosas e otras mercaderias de muchas maneras, assy que un reyno muy pequeño se ternie por abondado de tal riquesa, entre las quales falló muchos paños tajados e guarnidos de muchas guisas e muchas tocas de dueñas, segund las maneras de la tierra, e bien le semejó que avie paños e guarnimentos para dosientas dueñas, e maravilló que podrie esto ser, e por tan buena andança como esta alçó las manos al Nuestro Señor Dios gradesciendole quanta merced la fisiera, e tomó de aquella ropa que estava en la nave, e fizo su estrado muy bueno en que se posase, e vistiose un par de paños los mas onrrados que alli falló e asentose en su estrado e alli rogaba a Dios de noche e de dia que oviesse merced della, e le diese buena cima a todo lo que avia començado». Dos meses anduvo sobre la mar, hasta que aportó á la ciudad de Galapia, cuyos reyes la hicieron el más honroso acogimiento, viéndola tan maravillosamente protegida por el auxilio celestial. Allí fundó un monasterio, donde permaneció nueve años, cumplidos los cuales pidió por merced al rey y á[cxc] la reina que la dejasen tornar á su tierra. El niño Jesús volvió á guiar su nave, y la condujo prósperamente primero á la tierra del rey Ester y luego al reino de Menton. De este reino era señor entonces el caballero Cifar, después de muchas y muy raras aventuras en que le había acompañado su fiel y sentencioso escudero Ribaldo, figura la más original del libro, en la cual insistiremos después. El rey de Menton, cercado por el de Ester, había prometido la mano de su hija y la herencia de sus estados á quien hiciese levantar el cerco y le librase de su poderoso enemigo. Cifar lo consigue; parte por la fortaleza de su brazo, parte por las astucias del Ribaldo, mata en sendas lides á dos hijos y á un sobrino del rey de Ester, entra en la ciudad fingiéndose loco, conquista el afecto del rey y de la infanta, se pone al frente de los sitiados y alcanza la más espléndida victoria. Todos le aclaman y comienzan á llamarle «el caballero de Dios», título con que se le designa en todo lo restante de la novela. El rey le otorga la mano de su hija; pero como era «pequeña de días, la ovo él de atender dos años». Antes de cumplirse, muere el rey su suegro, y el caballero de Dios le sucede en el trono; pero acordándose muy á tiempo de su primera mujer y de sus hijos, hace creer á la Infanta que tenía hecho voto de castidad por dos años para expiar un gran pecado, que había cometido. Fácil es adivinar cómo la anagnorisis de los dos esposos por tan largo tiempo separados viene á resolver tan difícil situación. Grima llega al reino de Menton con propósito de fundar un hospital para «fijosdalgo viandantes». Cifar la reconoció en seguida «e demudosele toda la color, pensando que ella dirie cómo ella era su mujer», lo cual no es indicio de gran ternura conyugal en el «Caballero de Dios». Á ella le costó más trabajo reconocer á su marido «porque avie mudado la palabra e non fablava el lenguage que solia, e le avia crescido mucho la barva»; pero cuando llegó á convencerse de que le tenía delante «non se osó descubrir, porque el rrey non perdiese la honra en que estava». La buena dueña funda su hospital, protegida por la reina, que desde su primera entrevista en la iglesia la cobra entrañable afecto. «E la buena dueña estava todo lo mas del dia con la rreyna, que non quería oyr misa nin comer fasta que ella viniese; e en la noche yvase para su ospital e todo lo mas de la noche estava en oracion en una capilla que alli avie, e rogava a Dios que antes que muriese le dexasse ver alguno de sus hijos, e señaladamente el que perdiera en la cibdad ribera de la mar; ca el otro que le levara la leona, non avie fiucia ninguna de lo cobrar, ca bien creye que se lo avrie comido».

La Providencia había dispuesto las cosas de otro modo, y el deseo de Grima iba á verse cumplido muy pronto, pero no sin exponerla á un nuevo y gravísimo peligro. Sus hijos, educados por el buen burgués que los prohijó, aventajaban á todos los de su edad en los ejercicios caballerescos, en el bofordar, en el tiro de la lanza, en la cetrería, en los juegos de tablas y ajedrez; eran de mucho esfuerzo y gran corazón, corteses y mesurados en sus palabras, y ardían en deseos de ser armados caballeros por el rey de Mentón, monarca tan famoso por sus triunfos bélicos como por su santa vida. Se dirigen, pues, á su corte, y son acogidos en el hospital de «fijosdalgo» que dirigía su madre, la cual los reconoce por ciertas palabras y señales, y queda casi amortecida con el gozo de verlos. Cuando torna en sí, comienza á referirse sus aventuras, y la sabrosa plática se alarga tanto que los tres quedan dormidos en la misma cámara hasta la hora de tercia. Así los sorprende el portero que viene de parte de la reina á llamar á Grima para que la acompañe á misa. Lleno de asombro, vuelve á contar á su señora lo[cxci] que había visto. El rey sorprende á los dormidos, y con gran saña, como hombre fuera de seso, condena á los tres á la hoguera. Pero antes que la bárbara sentencia se cumpla quiere hablar con los dos mancebos, y por las explicaciones que le dan reconoce que son sus hijos. Él, por su parte, no les revela el secreto, pero los arma caballeros y les da tierras y vasallos. Su pobre mujer continúa al cuidado del hospital y no sabemos si alguna vez la hubiera reconocido, á no morirse muy oportunamente la reina pocos días antes de cumplirse el plazo del supuesto voto de castidad por dos años. Con esto se allana todo de la mejor manera posible; el caballero de Dios convoca á sus vasallos y les cuenta sus aventuras: todos aclaman á su mujer por reina y á su hijo mayor por heredero del trono.

Tal es, muy en esqueleto, la materia del primer libro de El Caballero Cifar, descontadas las aventuras personales de Garfín y Roboán y del Ribaldo, que deben ser consideradas aparte. El fondo principal de este relato tiene carácter marcadísimo de novela bizantina, que saltaría á los ojos aunque no conociésemos sus precedentes. Las principales aventuras se reducen á viajes, naufragios, piraterías, pérdidas de niños y reconocimiento de padres, hijos y esposos. Salvo las escenas, harto insignificantes, de los dos sitios de Galapia y de Mentón, poco hay en esta parte del Cifar que anuncie la intemperancia belicosa de los libros de caballerías posteriores. Las empresas atribuidas al héroe no traspasan cierto límite que relativamente puede llamarse razonable. Las descripciones de batallas son muy pálidas, y se ve que el autor, que debía de ser hombre de iglesia, da más importancia á las virtudes pacíficas y á la piadosa aunque algo egoísta resignación del caballero de Dios que á los tajos y mandobles de su espada. Además, la novela es de una castidad perfecta, sólo comparable con la de El conde Lucanor.

En todos los puntos capitales (peregrinación de un caballero con su mujer é hijos, pérdida y encuentro de la una y de los otros, aventuras paralelas del marido y de la mujer) conviene el Cifar con la leyenda de San Eustaquio; pero no sólo difiere en el desenlace, que en la vida del santo es su martirio y el de su familia, y en la crónica del caballero su mayor ensalzamiento y prosperidad mundana, sino que mezcla, como ha mostrado Wagner, episodios y circunstancias de pura invención ó tomados de otras fuentes novelescas. La mala estrella que persigue á los caballos de Cifar puede ser amplificación original del novelista sobre el sencillo dato de haber perdido San Eustaquio todos sus caballos en una pestilencia; pero la milagrosa intervención de la Virgen para libertar á Grima de los marineros parece imitada de la Historia de una Santa Emperatriz que ovo en Roma (Crescencia) ó de una cantiga de Alfonso el Sabio. La situación de Cifar, marido de dos mujeres, pertenece á una leyenda muy conocida, cuya más bella expresión es el Lai de Eliduc de María de Francia[307], La promesa que un rey hace de la mano de su hija al vencedor en la guerra ó en un torneo es lugar común que se repite en el Fermoso cuento del Emperador Don Ottas, y que por raro caso se halla también en la versión inglesa del Gesta Romanorum[308], donde Averroes, emperador de Roma, pregona las justas en que sale vencedor el caballero Plácido (otra variante de San Eustaquio). Son innumerables las versiones del tema de la inocente mujer perseguida y condenada á la hoguera por falsos indicios; pero el cuento que tiene verdadera [cxcii]analogía ó más bien identidad con el de Grima y sus hijos es el 36 de El conde Lucanor «de lo que contesció á un mercadero, cuando falló a su muger e a su fijo durmiendo en uno».

Con la historia de los hijos de Cifar, Garfín y Roboán, que comienza en el capítulo XCVII del primer libro, penetramos en un mundo enteramente distinto, en el mundo encantado, fantástico y lleno de prestigios, en que se mueven los héroes del ciclo bretón. El contraste no puede ser más grande ni menos hábil la fusión de elementos tan discordes como el bizantino y el céltico. Sublévase el conde Nasón contra su señor el rey; van á combatirle los dos príncipes acompañados del Ribaldo, le vencen y llevan preso á la corte, donde es condenado por traidor, quemado y hecho polvos, los cuales son lanzados en un lago muy hondo. «E quando alli los lançaron, todos los que estavan alli oyeron las mayores boses del mundo que davan so el agua; mas non podien entender lo que se desie. E assy como començo a bullir el agua, levantose della un viento muy grande a maravilla; de guisa que todos quantos alli estavan cuydaron peligrar e que los derribarie dentro, e fuyeron todos e vinieronse para el rreal, e contaronlo al rey e a todos los otros que maravillaronse mucho dello. E sy grandes maravillas parecieron alli aquel dia, muchas mas parescen y agora, segund cuentan aquellos que las vieron, e disen que oy dia van muchos a ver aquellas maravillas, ca veen alli cavalleros armados lidiando derredor del lago, e veen cibdades e castillos muy fuertes, combatiendo los unos a los otros, e dando fuego a los castillos e las cibdades. E quando se fasen aquellas visiones e van al lago, fallan que está el agua bulliendo tan fuerte que la non osan catar; e al derredor del lago, bien dos migeros (millas), es todo ceniza. E a las vegadas, parase alli una dueña muy fermosa en medio del lago, e faselo amansar, e llama a los que estan de fuera por los engañar, assi como acontesció a un cavallero que fue a ver estas maravillas, que fue engañado desta guisa».

Y aquí comienza la peregrina y sabrosa historia de la Dama del Lago, de la cual, por ser la más antigua de su género escrita en nuestra lengua, daremos un extracto:

«Dise el cuento que un cavallero del rreyno de Panfilia oyó desir destas maravillas que parescien en aquel lago e fuelas a ver; e el cavallero era muy syn miedo e muy atrevido, ca non dubdara de provar las maravillas e aventuras del mundo e por esto avie nonbre el Cavallero atrevido, e mandó fincar una su tienda cerca de aquel lago e alli se estava de dia e de noche, veyendo aquellas maravillas... Assi que un dia paresció en aquel lago una dueña muy fermosa, e llamó al cavallero, e el cavallero se fue para ella... E ella le dixo que el omen del mundo que ella mas querie e mas amava que era a él, por el grand esfuerço que en él avie, e que non sabie en el mundo cavallero tan esforçado como él. E el cavallero, quando estas palabras oyó, semejole que mostrarie covardia sy non fisiese lo que ella queria; e dixole assi: «Señora, sy esta agua non fuese mucho mas fonda, llegaria a vos.—Non está fonda, dixo ella, ca por el suelo ando, e non me da el agua synon fasta el tovillo». E ella alçó el pie del agua e mostró gelo; e al cavallero semejole que nunca tan blanco nin tan fermoso ni tan bien fecho pie viera como aquel, e cuydando que todo lo al se siguie asy segund aquello que parescie, llegose a la orilla del lago, e ella lo fue tomar por la mano, e dio con él dentro en aquel lago, e fuelo a levar por el agua, fasta que lo abaxó ayuso, e metiolo en una tierra muy estraña. E segund que a él le semejava, era muy fermosa e muy viciosa, e vido alli muy gran gente de cavalleros e de otros muchos omes que[cxciii] andavan por toda aquella tierra muy estraña; pero que no le fablaba ninguno dellos, nin le desia ninguna cosa, por la qual razon él estaba muy maravillado (cap. CX).


«Antes que llegasen a la cibdad, salieron a ellos muchos cavalleros e otra gente a los recibir con muy grandes maravillas e alegrias, e dieronles sendos palafrenes ensellados e enfrenados muy noblemente, en que fuesen; e entraron en la cibdad e fueronse a los palacios do morava aquella dueña, que eran muy grandes e muy fermosos; ca asy le parescieron aquel cavallero tan noblemente obrados, que bien le semejava que en todo el mundo non podrien ser mejores palacios nin más nobles, nin mejormente obrados que aquellos; ca encima de las coberturas de las casas parescie que avie rrubies e esmeraldas e çafires, todos fechos a un talle o tan grandes como la cabeça de un ome; en manera que de noche asy alumbravan todas las cosas, que non avie camara nin logar por apartado que fuese que tan lumbroso non fuese como sy estuviese lleno de candelas. E fueronse a posar el cavallero e la dueña en un estrado muy alto que les avien fecho de paños de seda e de oro muy nobles; e alli vinieron delante dellos muchos condes e muchos duques... e otra mucha gente, e fueron besar la mano al cavallero por mandamiento de la dueña; e rescibieronlo por señor. E de sy fueron puestas tablas por todo el palacio, e delante dellos fue puesta una mesa la mas noble que omen podie ver, ca los pies della eran todos de esmeraldas e de çafires e de rrubies; e eran tan altos como un cobdo o mas, e toda la tabla era de un rrubi, e tan claro era que non parescia synon una brasa. E en otra mesa apartada avie y muchas copas e muchos vasos de oro, muy noblemente obrados e con muchas piedras preciosas, asy que el menor dellos non lo podrien comprar los mas ricos tres reyes que oviese en aquella comarca; e atanta era la baxilla que alli era, que todos quantos cavalleros comien en aquel palacio, que era muy grande, comien en ella. E los cavalleros que alli comien eran dies mil; e bien semejó al cavallero que sy él tantos cavalleros toviese en su tierra e tan bien guisados como a él parescien, que non avrie rey, por poderoso que fuese, que lo podiese sofrir, e que podrie ser señor de todo el mundo. E alli les truxieron manjares de muchas maneras adobados, e trayanlos unas doncellas las mas fermosas del mundo e muy noblemente vestidas... pero que non fablavan nin desien ninguna cosa. E el cavallero se tovo por muy rico e por muy bien andante con tales cavalleros e con tanta rriquesa que vido ante sy, pero tenia por muy estraña cosa non fablar ninguno, ca tan callando estavan, que non semejava que en todos los palacios ome oviese; e por ende non lo pudo sofrir e dixo: «Señora, ¿qué es esto? ¿por qué non fabla esta gente?—Non vos maravilledes, dixo la dueña, ca costumbre es desta tierra, ca quando alguno rresciben por señor, fasta siete semanas non han de fablar, e non tan solamente al señor mas uno a otro; mas deven andar muy omildosos delante de su señor, e serle mandados en todas las cosas del mundo quales les él mandare. E non vos quexedes, ca quando el plaso llegare, vos veredes que ellos fablarán mas de quanto vos querredes; pero quando les mandaredes callar, callarán, e quando les mandaredes fablar, fablarán, e asy en todas las otras cosas que quisieredes». E de que ovieron comido, levantaron las mesas muy toste, e alli fueron llegados muy grand gente de juglares; e unos tocavan estrumentos e los otros saltavan; e los otros subian por el rrayo del sol a las finiestras de los palacios que eran muy altos, e descendien por él, asy como sy descendiesen por cuerda, non se fasien ningún mal. «Sennora, dixo el[cxciv] cavallero, ¿qué es esto que aquellos omes suben tan ligeramente por el rrayo de aquel sol e descienden?» Dixo ella: «Ellos saben todos los encantamentos para faser todas estas cosas e mas. E non seades tan quexoso para saber todas las cosas en una ora, mas ved e callad; asy podredes aprender mejor las cosas; ca las cosas que fueron fechas en muy grand tiempo e con muy grand estudio, non se pueden aprender en un dia (cap. CXII).

«De que fue ya anochecido, fueronse todos aquellos cavalleros de alli e todas las donsellas que alli servien, salvo dos; e tomaron por las manos la una al cavallero, e la otra a la señora, e levaranlos a una camara que estava tan clara como si fuese de día por los rrubies que estaban alli engastonados encima de la camara e echaronlos en una cama tan noble que en el mundo non podie ser mejor, e ssalieronse luego de la camara, e cerraron las puertas, asy que esa noche fue la dueña en cinta. E otro dia, en la mañana fueron alli las donsellas, e dieronles de bestir, e luego en pos desto agua a las manos en sendos bacines amos a dos de finas esmeraldas e los aguamaniles de sendos rrubies; e de sy vinieronse para el palacio mayor, e asentaronse en rico estrado, e venien delante dellos muchos trasechadores que plantavan arboles en medio del palacio, e luego nacien e florecien e crecien e levaban fruta; del qual fruto cogian las donsellas, e trayan en sendos bacines dello al cavallero e a la dueña. E creye el cavallero que aquella fruta era la mas fermosa e la mas sabrosa del mundo. «¡Valme Nuestro Señor, qué extrañas cosas ay en esta tierra! dixo el cavallero.—Cierto sed, dixo la dueña, que mas extrañas las veredes, ca todos los arboles de aquesta tierra e las yervas nacen e florecen e dan fruto nuevo de cada dia; e las otras reses paren á siete dias.—¿Cómo? dixo el cavallero, señora, puesto que vos soes en cinta, ¿a siete dias avredes fruto?—Verdad es, dixo ella.—Bendita sea la tierra, dixo el cavallero, que tan ayna lieva fruto e tan abondada es de todas las cosas». E asy pasaron su tiempo muy viciosamente, fasta los syete dias que parió la dueña un fijo, e dende a otros syete dias fue tan grande como su padre. «Agora veo, dixo el cavallero, que todas las cosas crecen aqui a desora; mas maravillome por qué lo fase Dios más en esta tierra que en otra». E pensó en su coraçon de yr a andar por la cibdat por preguntar a otros qué podrie ser esto, e dixo: «Señora, sy lo por bien tovieredes, cavalgariamos yo e este mi fijo comigo, e yriamos andar por esta tan noble cibdat por la mirar que tan noble es.—Mucho me place que vayades, dixo la dueña» (cap. CXIII).

En este paseo por la ciudad, el Caballero atrevido no sólo quebranta el juramento que había hecho á la dama del lago de no dirigir la palabra á ninguna dueña, sino que comienza á requerir de amores á una que le parece más hermosa que su señora. Al enterarse ésta de tal perfidia, «fue la mas sañosa cosa e la mas ayrada del mundo contra él; e asentose a un estrado e tenie el un braço sobre el conde Nason, al qual dio por traydor el rey de Menton, e el otro sobre su bisauuelo que fuera dado otrosy por traydor... E quando entraron el cavallero e su hijo por la puerta, en sus palafrenes, vieron estar en el estrado un diablo muy feo e muy espantable, que tenie los braços sobre los condes, e parescia que les sacava los coraçones e los comie. E dio un grito muy fuerte é dixo: «Vete, cavallero loco e atrevido, con tu fijo e sal de la mi tierra, ca yo soy la señora de la traycion». E fue luego fecho un gran terremoto que le semejó que todos los palacios e la cibdad se venien a la tierra; e tomó un viento torbellino al cavallero e a su fijo, que bien por alli por do descendio el cavallero por alli los subio[cxcv] muy de rresio, e dio con ellos fuera del lago, cerca de la su tienda. E este terremoto syntieron bien á dos jornadas del lago, de guisa que cayeron muchas torres e muchas casas en las cibdades e en villas e en los castillos» (cap. CXVI).

El maltrecho caballero y su diabólico hijo fueron recogidos por sus escuderos en la tienda que habían plantado cerca del lago, pero los dos palafrenes en que venían montados se sumergieron en las pestilentes aguas de aquel mar muerto: «el uno en semejança de puerco, e el otro en semejança de cabra, dando las mayores bozes del mundo». Al niño, que ya era mayor que su padre, «acordaron de lo bautisar, e pusieronle nombre Alberte diablo, e este fue muy buen cavallero de armas, e muy atrevido e muy syn miedo en todas las cosas, ca non avie en el mundo en que dubdase e que non acometiese. E deste linaje hay hoy dia cavalleros en aquel reyno de Panfilia mucho endiablados e muy atrevidos en sus fechos» (cap. CXVII).

Alguna reminiscencia de la leyenda de Roberto el diablo puede reconocerse en este final. En cuanto á la tradición de la Dama del Lago pertenece al fondo común de la mitología céltica, y está emparentada con otras creencias supersticiosas que á cada paso se encuentran en el folk-lore de toda Europa, sin excluir el de España (las [:x]anas de Asturias, las moras encantadas, etc.). Las maravillas del sulfúreo lago recuerdan, por otra parte, el cuento del joven sultán de las Islas Negras en Las Mil y una noches, donde se habla de una ciudad sumergida, cuyos habitantes se habían convertido en pescados; y una leyenda de Frisia, en que se supone que la ciudad de Staverne padeció el mismo castigo por su soberbia, y que cuando la mar está tranquila, se oye todavía el son de sus campanas tocadas por los peces. Pero el pasaje más curioso, porque en España fué escrito seguramente y á España se refiere, es el del capítulo III del pseudo Turpin, que contiene una especie de geografía de la Península, enumerando las villas y lugares que según el fabuloso cronista conquistó Carlo-Magno. Entre ellas se cita una llamada Lucerna, situada in valle viridi (Valverde), la cual por mucho tiempo se resistió á las armas del Emperador, hasta que, invocando éste la protección de Dios y del Apóstol Santiago, cayeron los muros por tierra y la ciudad quedó desolada hasta el día de hoy, ocupando su centro una gran laguna de pestíferas aguas, llena de peces negros[309].

Pero si en los pormenores de esta leyenda puede encontrarse algo que no corresponde peculiarmente al ciclo bretón, el colorido general de la historia del Caballero Atrevido es el de los cuentos de la Tabla Redonda, y no hay duda posible respecto á la historia de Roboam, hijo menor de Cifar, que forma por sí sola el libro tercero de tan voluminosa novela. Sería fatigoso detallar las proezas que lleva á cabo en el reino de Pandulfa, en el condado de Turbia, y finalmente en el imperio de Tigrida, cuyo dominio obtiene con la mano de la emperatriz. Pasaremos por alto sus victorias sobre el rey de Grimalet y el de Bres en defensa de la infanta Seringa; la pasión, mal correspondida al principio, que por él siente esta dama, y las pláticas de honesta tercería en que interviene la discreta [cxcvi]viuda Gallarda. Pero no podemos menos de mencionar el extraño episodio del emperador de Tigrida, que no se reía nunca, y á quien le preguntaba la causa de no reírse mandaba cortar la cabeza, si bien con Roboam mostró más clemencia, por el mucho amor que le tenía, contentándose con desterrarle. Baist ha conjeturado que este episodio, que se encuentra también en cuentos populares de varias naciones, puede proceder de un lai francés de Tristan qui onques ne risi, del cual sólo se conserva el título. Todo el fantástico relato de ínsulas dotadas (es decir, afortunadas) entra de lleno en la materia de Bretaña, y el autor no disimula su origen. La emperatriz Nobleza, señora de aquellas ínsulas, había tenido por madre á «la Señora del Parescer, que fue a salvar e guardar del peligro muy grande a Don Juan, fijo del rrey Orian, segund se cuenta en la su estoria, quando Don Juan dixo a la reyna Ginebra que él avie por señora una dueña mas fermosa que ella, e ovose de parar a la pena que el fuero de nuestra tierra manda, sy no lo provase, segund era costumbre del reino. ¿E quien fue su padre? dixo el Infante.—Señor, Don Juan fue casado con ella, según podredes saber por el libro de la su estoria, sy quisierdes leer por él... E la doncella lleuaba el libro de la estoria de Don Juan, e començo a leer en él; e la donzella leye muy bien e muy apuestamente e muy ordenadamente de guissa que entendie el infante muy bien todo lo que ella leye, e tomaua en ello muy grande placer e grand solaz; ca çierta mente, non ha omen que oye la estoria de Don Juan que non rresciba ende muy grand plazer por las palabras muy buenas que en él dise, e todo omen que quisiere aver solaz e plazer, e aver buenas costunbres, deue leer el libro de la estoria de Don Juan».

¿Cuál sería esta ponderada historia de Don Juan? Aunque este nombre parece corresponder al Ivain de la Tabla Redonda, la aventura que el autor del Cifar le atribuye no pertenece á él, sino á otro paladín bretón, Lanval (héroe de uno de los lais de María de Francia), según observan Baist y Wagner. Hay aquí, por tanto, una confusión, derivada quizá de que el autor citaba de memoria su fuente. Otra mención expresa de las novelas de este ciclo hace el Ribaldo en el capítulo CV del primer libro: «ca non se vido el rrey Artur en mayor priesa con el gato Paus que nos vimos nosotros con aquellos malditos». El combate entre Artur y el monstruoso gato del Lago de Ginebra (cath Palug) está contado en una de las variantes del Merlín. Otro libro que no ha podido identificarse hasta ahora cita nuestro autor, y la cita no parece imaginaria: «De tal natura era aquel cauallo que non comie nin beuie; ca este era el cauallo que gané Belmonte, fijo del rrey Trequinaldus, a Vedora quando se partio de su padre, segund se cuenta en la estoria de Belmonte: e tenielo esta Emperatriz en su poder e a su mandar por encantamiento» (cap. XXXVI del libro III).

Todo el cuento de las ínsulas dotadas, que es una de las mejores partes del libro, está tejido con reminiscencias de los poemas de la materia de Bretaña. El batel sin remos en que se aventura Roboam y que le conduce al país encantado donde le brinda con su amor la emperatriz Nobleza, tiene similares en el lai de María de Francia Guigemer, y en una novela que, sin pertenecer estrictamente á este ciclo, puede considerarse afín á él: el Partinuplés de Blois. El diablo que se presenta á Roboam en una cacería disfrazado de mujer «la mas fermosa del mundo», y para derribarle del feliz estado en que le veía le induce á pedir sucesivamente á la emperatriz su alano, su azor y su caballo, dones funestos que ella no podía negarle, pero que habían de traer la separación de los dos amantes, es un trasunto de las maléficas hadas ó encantadoras de[cxcvii] la leyenda céltica. En las quejas de la abandonada señora parece que hay un eco de las de Dido, pero, más afortunada que la mísera reina de Cartago, no la faltó un parvus Æneas con quien consolarse. Llamáronle el caballero Afortunado, y sin duda el autor del Cifar pensó en escribir su historia, puesto que nos dice que hay un libro en caldeo, donde se cuentan «los buenos fechos que fiso, despues que fue de edad, e anduvo en demanda de su padre».

Hemos indicado que la parte didáctica ocupa largo espacio en El caballero Cifar. Todo el libro segundo, en que la narración se interrumpe por completo, está dedicado á los castigos y documentos morales que el rey de Mentón daba á sus hijos Garfín y Roboam. La mayor parte de estos castigos están tomados literalmente de las Flores de Filosofía, como ya demostró Knust, pero el autor parece haber aprovechado también, aunque de un moda menos servil, la Segunda Partida, y es evidente que manejó mucho el libro compuesto por D. Sancho el Bravo para la educación de su hijo.

Según costumbre general en esta clase de catecismos ético-políticos, tan del gusto de la Edad Media, la enseñanza está corroborada con una serie de apólogos, cuentos y anécdotas, casi todos de fuente muy conocida. Unas son fábulas esópicas, como la del asno que quiso remedar los juegos y travesuras de un perrillo faldero, y la del lobo y las sanguijuelas; otras proceden de la novelística oriental, como el lindísimo apólogo del cazador y la calandria, más conocido por el de los tres consejos; en que el autor del Cifar parece haber seguido la versión del Barlaam y Josafat, con preferencia á la de la Disciplina Clericalis, aunque probablemente conocía las dos[310]. La alegoría del Agua, del Viento y de la Verdad no tiene fuente literaria señalada hasta ahora, pero ha dejado rastros en el folk-lore peninsular, y también en las Noches de Straparola (XI, 3). El cuento de la prueba de los amigos ha salido del fondo eternamente explotado de Pedro Alfonso, y ya sabemos que se encuentra también en el libro del Rey D. Sancho, en El conde Lucanor y en el Espejo de Legos, para no hablar de las innumerables versiones forasteras. Á esta historia sirve de complemento en la Disciplina, y también en el Cifar y en el Libro de los Enxemplos, otra todavía más célebre, la de los dos constantes amigos, que pasó al Decamerone (novela de Tito y Gesipo), aunque notablemente ampliada en los pormenores. El cuento del alquimista es una variante muy curiosa del que traen D. Juan Manuel en el Libro de Patronio y R. Lull en el Felix. Hay también algunas leyendas piadosas de las más conocidas, como la del niño salvado del horno. Fácil sería proseguir en el cotejo de otras leyendas, pero es trabajo que ya ha realizado Wagner satisfactoriamente.

El autor del Cifar cuenta bien todos estos ejemplos, con bastante riqueza de detalles, y aunque está á mucha distancia de D. Juan Manuel, todavía lo está más de la seca y esquemática manera de la Disciplina Clericalis y del Libro de los Enxemplos. Para mí es evidente que merece el segundo lugar entre los cuentistas del siglo XIV.

Pero su mérito mayor no consiste en esto, ni tampoco en haber incorporado en nuestra literatura gran número de elementos extraños, sino en la creación de un tipo muy original, cuya filosofía práctica, expresada en continuas sentencias, no es la de los libros, sino la proverbial ó paremiológica de nuestro pueblo. El Ribaldo, personaje enteramente[cxcviii] ajeno á la literatura caballeresca anterior, representa la invasión del realismo español en el género de ficciones que parecía más contrario á su índole, y la importancia de tal creación no es pequeña, si se reflexiona que el Ribaldo es hasta ahora el único antecesor conocido de Sancho Panza. Cervantes, que tan empapado estaba en la literatura caballeresca y tantos libros de ella cita, no menciona El caballero Cifar; acaso le había leído en su juventud y no recordaría ni aun el título, pero no puede negarse que hay parentesco entre el rudo esbozo del antiguo narrador y la soberana concepción del escudero de D. Quijote. La semejanza se hace más sensible por el gran número de refranes que el Ribaldo usa á cada momento en la conversación. Hasta 61 ha recogido y comentado Wagner, sin contar con los proverbios de origen erudito. Quizás no se hallen tantos en ningún texto de aquella centuria, y hay que llegar al Arcipreste de Talavera y á la Celestina para ver abrirse de nuevo esta caudalosa fuente del saber popular y del pintoresco decir. Pero el Ribaldo no sólo parece un embrión de Sancho en su lenguaje sabroso y popular, sino también en algunos rasgos de su carácter. Desde el momento en que, saliendo de la choza del pescador, interviene en la acción de la novela, procede como un rústico malicioso y avisado, socarrón y ladino, cuyo buen sentido contrasta las fantasías de su señor «el caballero Viandante», á quien, en medio de la cariñosa lealtad que le profesa, tiene por «desventurado e de poco recabdo», sin perjuicio de acompañarle en sus empresas y de sacarle de muy apurados trances, sugiriéndole, por ejemplo, la idea de entrar en la ciudad de Menton con viles vestiduras y ademanes de loco. Él, por su parte, se ve expuesto á peligros no menores, aunque de índole menos heroica. En una ocasión le liberta el caballero Cifar al pie de la horca donde iban á colgarle, confundiéndole con el ladrón de una bolsa. No había cometido ciertamente tan feo delito, pero en cosas de menor cuantía pecaba sin gran escrúpulo y salía del paso con cierta candidez humorística. Dígalo el singular capítulo LXII (trasunto acaso de una facecia oriental), en que se refiere cómo entró en una huerta á coger nabos y los metió en el saco:

«Ellos andudieron ese dia atanto fasta que llegaron a una villeta pequeña que estava a media legua del real de la puente; e el cavallero, ante que entrasen en aquella villeta, vido una huerta en un valle muy fermosa; e avia allí un nabar muy grande, e dixo al Ribaldo: «Ay, amigo, qué de buen grado comería de aquellos nabos, si oviese quien me los adobar bien!—Sseñor, dixo el Rribaldo, yo vos los adobaré, ca lo sé faser muy bien». E llegó con él a una alvergueria, e dexólo alli, e fuese para aquella huerta con un saco a cuestas; e falló la puerta cerrada, e subio sobre las paredes, e saltó dentro, e començó de arrancar de aquellos, e los mejores metiolos en el saco. E él estando arrancando los nabos, entró el señor de aquella huerta, e quando lo vido, fuese para él e dixole: «Don ladron, malo falso, vos yredes agora comigo preso delante de la justicia, e dar vos han la pena que merescedes, porque entraste por las paredes a furtar los nabos.—Ay, sseñor, dixo el Rribaldo, sy Dios vos dé buena ventura que lo non fagades, ca forçadamente entré aqui.—¿E cómo forçadamente? dixo el sseñor de la huerta, ca non veo en ti cosa porque ninguno te deviese faser fuerça, si vuestra maldad non vos la fisiese faser.—Sseñor, dixo el Rribaldo, yo pasando por aquel camino, fizo un viento atan fuerte que me fizo levantar por fuerça de tierra, e lançóme en esta huerta.—E pues ¿quién arrancó estos nabos? dixo el señor de la huerta.—Sseñor, dixo el Ribaldo, el viento era tan rresio e atan fuerte que me levantaba de tierra, e con miedo[cxcix] del viento que me non lançase en algund mal logar, traveme a las fojas de los nabos e arancavanse.—¿Pues quién metió estos nabos en este saco? dixo el hortelano.—Sseñor, dixo el Rribaldo, deso me fago yo muy maravillado.—Pues que tú te maravillas, dixo el señor de la huerta, bien das a entender que non has culpa en ello, e perdonotelo esta vegada.—Ay sseñor, dixo el Rribaldo, ¿e qué perdón ha menester el que está sin culpa? Mejor fariedes de me dexar levar estos nabos por el laserio que llevé en los arrancar; pero que lo fise contra mi voluntad, forçándome el grand viento.—Plaseme, dixo el señor de la huerta, porque tan bien te defiendes con mentiras tan fermosas, e toma los nabos, e vete tu carrera, e guárdate de aqui adelante, que non te contesca otra vegada, si non tú lo pagarás». E fuese el Rribaldo con sus nabos muy alegre, porque tan bien escapara; e adobolo muy bien con buena cecina que falló a comprar, e dio a comer al cavallero, e comió él».

Aunque en ésta y en alguna otra aventura el Ribaldo parece precursor de los héroes de la novela picaresca todavía más que del honrado escudero de D. Quijote, difiere del uno y de los otros en que mezcla el valor guerrero con la astucia. Gracias á esto su condición social va elevándose y depurándose: hasta el nombre de Ribaldo pierde en la segunda mitad del libro: «Probó muy bien en armas e fizo muchas cavallerias e buenas, porque el rrey tovo por guisado de lo faser cavallero, e lo fizo e lo heredó e lo casó muy bien; e desianle ya el Cavallero Amigo».

Nos hemos dilatado tanto en el estudio del Caballero Cifar, no sólo por el interés que despiertan su remota antigüedad y lo abigarrado y curioso de su contenido, sino por ser obra casi enteramente ignorada en España, aunque muy estudiada fuera de aquí. Los historiadores de nuestra literatura han prescindido de ella casi por completo. Amador de los Ríos y Ticknor dan indicios de no conocer más que su título, y el mismo Gayangos parece considerarla como una de las imitaciones del Amadís, al cual puede ser anterior, á lo menos como ficción en prosa, y con el cual no tiene el menor punto de analogía. Creemos, por el contrario, que Baist[311] está en lo firme cuando califica el Cifar de la más antigua novela original castellana (die älteste selbständige kastilische fiktion). No es libro de caballerías puro, sino un libro de transición en que se combinan lo caballeresco, lo didáctico y lo hagiográfico. Esta rara combinación daña al efecto artístico, pero agrada al investigador curioso y hace menos fatigosa su lectura que la de otras obras de su género. Hasta la ranciedad y llaneza de su estilo le pone á salvo de la retórica amanerada y enfática que corrompió estos libros desde la cuna. Suponemos que la influencia del Cifar hubo de ser pequeña, puesto que una vez sola fué impreso, pero basta el que pueda contársele entre los precedentes remotos del Quijote para que ofrezca atractivo y novedad su estudio.

Mucho más importa, sin embargo, el Amadís de Gaula, obra capital en los anales de la ficción humana, y una de las que por más tiempo y más hondamente imprimieron su sello, no sólo en el dominio de la fantasía, sino en el de los hábitos sociales. Larga y enojosa disputa que ya debiera estar resuelta en cuanto á la sustancia, si no se hubiesen mezclado apasionamientos y prevenciones nacionales en el ánimo de los [cc]contendientes, apartándolos de la serena y justa estimación de los hechos, ha dividido á los eruditos portugueses, castellanos y franceses, que por distintos motivos reclaman para sus respectivas literaturas el honor de tan famosa composición. Otros literatos menos interesados en la querella, especialmente alemanes é ingleses, han terciado en favor de una ú otra de las partes litigantes, y aunque el fallo ha quedado en suspenso, existe ya entre los jueces imparciales una poderosa corriente de opinión, que acaso se convertirá pronto en sentencia definitiva. Pero entiéndase que esta sentencia no podrá disipar todas las tinieblas que cercan la cuna del Amadís. Sólo el hallazgo de nuevos documentos, y sobre todo el de alguna de las redacciones primitivas de la novela, podría aclarar el misterioso problema de sus orígenes.

El texto actual de los cuatro libros del «esforzado et virtuoso caballero Amadis, hijo del rey Perion de Gaula y de la reina Elisena», está en lengua castellana, y su primera edición conocida es la de Zaragoza, por Jorge Coci, 1508[312], descubierta en estos últimos años, no la de Roma de 1519, por Antonio de Salamanca, que hasta ahora ha venido pasando por tal en las bibliografías. Según se expresa en el encabezamiento del primer libro, «fue corregido y emendado por el honrado e virtuoso caballero Garci Rodriguez de Montalbo (en las ediciones posteriores Garci-Ordóñez), regidor de la noble villa de Medina del Campo, e corrigiole de los antiguos originales, que estaban corruptos e compuestos en antiguo estilo, por falta de los diferentes escriptores; quitando muchas palabras superfluas, e poniendo otras de más polido y elegante estilo, tocantes a la caballería e actos della; animando los corazones gentiles de mancebos belicosos, que con grandísimo afecto abrazan el arte de la milicia corporal, avivando la inmortal memoria del arte de caballería no menos honestísimo y glorioso».

[cci]

Á primera vista pudiera creerse que esta declaración alcanza á los cuatro libros, y que la tarea de Montalvo fué meramente la de un corrector ó á lo sumo la de un refundidor; pero basta leer con atención el prólogo para comprender que su parte fué mucho mayor, á lo menos respecto del libro cuarto, tan diverso en estilo y carácter de los tres primeros, al cual añadió después el libro quinto, ó sean las Sergas de Esplandián, que son enteramente de su cosecha: «Corrigiendo estos tres libros de Amadis, que por falta de los malos escriptores o componedores muy corruptos o viciosos se leian, y trasladando y emendando el libro quarto con las Sergas de Esplandian, su hijo, que hasta aqui no es memoria de ninguno ser visto; que por gran dicha parescio en una tumba de piedra que debajo de la tierra de una ermita cerca de Constantinopla fue hallado y traido por un hungaro mercader a estas partes de España, en la letra y pergamino tan antiguo, que con mucho trabajo se pudo leer por aquellos que la lengua sabian. Los cuales cinco libros, como quiera que hasta aqui más por patrañas que por coronicas eran tenidos, son, con las tales enmiendas, acompañados de tales ejemplos y doctrinas, que con justa causa se podran comparar a los livianos y febles saleros de corcho, que con tiras de oro y de plata son encarcelados y guarnecidos».

Prescindiendo de la tumba de piedra y del mercader húngaro, que es una de las ficciones habituales en los proemios de este género de libros, cuyos autores pretenden siempre haberlos traducido de lenguas más ó menos exóticas y remotas, y también de la manifiesta contradicción que las últimas palabras envuelven, puesto que si no había memoria de hombre que hubiese visto el libro cuarto, ni las Sergas[313], no era fácil que fuesen calificados de patrañas ni de crónicas; lo que resulta claro es que el regidor de Medina establece una distinción entre los tres primeros libros, conocidos ya, y el cuarto con su secuela de las Sergas ó sea «el ramo que de los cuatro libros de Amadís de Gaula sale».

Y en efecto, desde fines del siglo XIV era conocido y aun popular en España un Amadís de Gaula en tres libros. Cítale el llamado Pero Ferrús, cuyo verdadero nombre parece haber sido Pero Ferrandes, según recientes investigaciones del Sr. Rodríguez Marín. Ferrús ó Ferrandes, que es uno de los más antiguos poetas del Cancionero de Baena, puesto que compuso versos á la muerte de D. Enrique II, acaecida en 1379[314], escribe en un dezyr al canciller Ayala, ponderando la vida de la sierra:

Amadys, el muy fermoso,
Las lluvias y las ventiscas
Nunca las falló ariscas
Por leal ser e famoso:
Sus proezas fallaredes
En tres libros, e diredes
Que le dé Dios santo poso.

(Núm. 305).

[ccii]

El texto es terminante en cuanto al número de los libros, pero hay otra mención del Amadís, probablemente anterior: la del mismo Canciller Ayala en su Rimado de Palacio. Sea cualquiera la opinión que se adopte acerca de la fecha de la composición de este libro (rechazando por supuesto el falso epígrafe de uno de los códices que le supone escrito durante la breve prisión de Ayala después de la batalla de Nájera (1367) y en Inglaterra á donde no llegó á ir nunca), no hay duda que una parte considerable del poema fuéta en el castillo de Oviedes, donde por quince meses le tuvieron en duro cautiverio los portugueses después de la batalla de Aljubarrota (1385), y que las 704 estrofas primeras, en que no hay alusión alguna á su prisión, deben ser anteriores, puesto que la última fecha que en ellas se cita es la de 1380. El Rimado empieza, como es sabido, con la confesión de Ayala, que entre sus pecados incluye la lectura de libros profanos:

Plógome otrossi oyr muchas vegadas
Libros de deuaneos e mentiras probadas,
Amadis, Lanzalote e burlas asacadas
En que perdi mi tiempo a muy malas jornadas.

(Copia 162).

Ayala había nacido en 1332; no sabemos á qué época de su vida se refiere esta parte de la Confesión, pero tales lecturas parecen más propias de la mocedad alegre y frívola que de la edad madura de un tan grave hombre político, historiador y moralista como era el Canciller, aunque pagase no ligero tributo á las flaquezas de la carne, según insinúa su biógrafo Fernán Pérez de Guzmán.

Es digno de repararse que la mención del Amadís en nuestros poetas de los primeros reinados de la casa de Trastamara va unida casi siempre con la de los héroes más populares del ciclo carolingio y bretón. Pero Ferrandes le cita al lado de Roldán, del rey Artús, de don Galaz, de Lanzarote y de Tristán. Con el mismo Lanzarote le equipara el canciller Ayala. En 1405 escribía Micer Francisco Imperial, celebrando el nacimiento del príncipe don Juan II en la ciudad de Toro:

Todos los amores que ouieron Archiles,
Paris e Troylos de las sus señores,
Tristán, Lançarote de las muy gentiles
Sus enamoradas, e muy de valores;
Èl e su muger ayan mayores
Que los de Paris e los de Vyana,
E de Amadis e los de Oriana
E que los de Blancaflor e Flores.

(Núm. 226).

Un año después (1406) el monje Jerónimo Fr. Miguel, capellán del obispo de Segovia D. Juan de Tordesillas, en un dezir compuesto con ocasión de la muerte de don Enrique III, decía, enumerando varios personajes históricos y fabulosos:

........ Amadís apres,
Tristán e Galás, Lançarote del Lago,
E otros aquestos decitme: quál drago
Tragó todos estos, e d'ellos qué es?

(Núm. 38).

[cciii]

Citado siempre el Amadís en compañía de las novelas más célebres del ciclo de la Tabla Redonda, no cabe duda que era tan popular como ellas. Su contenido debía de ser sustancialmente el mismo que el de los tres primeros libros actuales; la heroína se llamaba Oriana, y entre los personajes secundarios figuraba Macandón, paje del rey Lisuarte, que á los sesenta años solicitó y logró ser armado caballero, con gran risa y algazara de damas y doncellas. Á él aluden estos versos de un dexir de Alfonso Álvarez de Villasandino, dirigido al condestable Ruy López Dávalos:

E pues non tengo otra rrenta,
Quise ser con gran rrazon
El segundo Macandon,
Que despues de los sesenta
Comenco a correr tormenta,
E fue cavallero armado;
Mi cuerpo viejo cansado
Dios sabe sy se contenta.

(Núm. 72).

El episodio á que se alude está en el libro II, cap. XIV del Amadís que hoy leemos, y al recordar Villasandino tan insignificante pasaje estaba seguro de ser entendido por toda la sociedad cortesana de su tiempo. Toda ella se deleitaba con aquellas escripturas provadas, á que se refiere Fernán Pérez de Guzmán en un decir á la muerte, inserto en el mismo Cancionero de Baena:

Ginebra e Oriana,
E la noble rreyna Iseo,
Minerva e Adriana,
Dueña de gentil asseo,
Segunt que yo estudio é leo,
En escripturas provadas
Non pudieron ser libradas
Deste mal escuro y feo.

(Núm. 572).

Comprobada de este modo la existencia y celebridad del libro á principios del siglo XV y aun antes, sería inútil allegar textos de poetas más modernos, como el Cartagena del Cancionero General, que llamó Oriana á su dama. Por otra parte, esta cita nada probaría, puesto que hoy está plenamente demostrado que el Cartagena trovador no fué ni pudo ser el celebérrimo Obispo de Burgos D. Alonso de Santa María, sino un caballero de su mismo apellido y familia, que floreció en tiempo de la Reina Católica y cantó en elegantes metros sus virtudes[315].

[cciv]

Aparte de la tradición literaria[316], el Amadís dejó otros vestigios en la sociedad castellana del siglo XV. En el monumento sepulcral del Maestre de Santiago, D. Lorenzo Suárez de Figueroa, muerto en 1409, que estaba antes en la iglesia de su orden y hoy está en la de la Universidad de Sevilla, á los pies de la estatua yacente del caballero se encuentra un perro que en el collar lleva escrito dos veces en letras góticas el nombre de Amadís[317]. Popular debía de ser en tiempo de D. Juan II el héroe caballeresco, cuando su nombre se aplicaba hasta á los perros.

No es menos curiosa, sino acaso más, porque prueba que el tema de Amadís había pasado de la literatura al arte pictórica cuando el arte español estaba en la cuna, la noticia que nos proporciona el sabio humanista, pintor y poeta Pablo de Céspedes en el Discurso de la comparación de la antigua y moderna pintura y escultura que en 1604 escribió á instancias de Pedro de Valencia: «Acuérdome haber visto en Nápoles unas sargas ya viejas en la guarda-ropa de un caballero, que las estimaba harto, hechas en España. La manera de pintar era gentilísima de algún buen oficial antes que se inventase la pintura al olio, y todas las figuras (era la historia de Amadís de Gaula) con sus nombres apuestos en español, que también esto se usó cuando después de perdida la pintura comenzaba á levantarse de sueño tan largo»[318]. La fecha más moderna que se asigna á la invención de la pintura al óleo por los flamencos es 1410. Júzguese por este dato de la antigüedad de las sargas.

Pero ese libro tan traído y llevado durante el siglo XV, ¿en qué lengua se leía? ¿en castellano, en portugués, en francés? Los textos no nos autorizan para afirmar nada, y sólo podemos proceder por conjetura razonable.

La tradición portuguesa sobre el origen del Amadís es antigua y tiene en su abono poderosas razones, aunque con ellas se hayan mezclado otras vanas y sofísticas, que tampoco faltan en los abogados de la parte castellana. No hay en los poetas portugueses del siglo XV alusiones al Amadís tan antiguas como en los poetas castellanos, lo cual se explica bien considerando que casi todo el caudal poético de la primera mitad del siglo XV ha desaparecido, quedando una gran laguna entre los cancioneros de la escuela galaica que propiamente terminan en el reinado de Alfonso IV y el Cancionero de [ccv]Resende compilado en los primeros años del siglo XVI con obras líricas de autores que florecieron los más después de 1450 y aparecen enteramente dominados por la influencia de Castilla. Pero tenemos en cambio un libro en prosa, la Crónica del Conde don Pedro de Meneses, escrita en 1454 por Gomes Eannes de Azurara, donde terminantemente se dice que «el Libro de Amadis fué compuesto á placer de un hombre, que se llamaba Vasco de Lobeira, en tiempo del rey D. Fernando, siendo todas las cosas del dicho libro fingidas por el autor»[319]. En vano el Dr. Braunfels, que es acaso el más ingenioso y hábil defensor de la originalidad castellana del Amadís[320], quiere desvirtuar la autoridad de este pasaje, suponiéndole apócrifo ó interpolado. Las razones que da no convencen, y el procedimiento crítico es de los más aventurados y peligrosos que pueden emplearse. Lo que importa es graduar el crédito que puede darse á la noticia de Azurara.

Desde luego causa extrañeza que un libro compuesto por capricho individual en tiempo del Rey de Portugal D. Fernando (1367-1383), cuando la literatura portuguesa apenas había producido obras en prosa y no influía en la España central más que por el elemento lírico, se popularizase tan rápidamente que pudiera arrepentirse de su lectura el Canciller Ayala en versos que seguramente son anteriores á 1385. La inverosimilitud sube de punto si se atiende á los únicos datos positivos que tenemos de Vasco de Lobeira. Consta, en efecto, que este hidalgo, natural de Oporto, fué armado caballero por D. Juan I el día de la batalla de Aljubarrota, y figura en la lista que trae Duarte Núñez de León en su Crónica. Según el rigor de las costumbres y prácticas caballerescas, la orden de caballería no se daba antes de los veintiún años; pero estas prácticas estaban harto relajadas en las postrimerías del siglo XIV, y más en trances tan solemnes y críticos como el de aquel día, en que el Maestre de Avís debía esforzarse á toda costa en honrar y alentar á todos sus partidarios. Admitiendo, no obstante, que Vasco de Lobeira hubiese cumplido la edad legal ó pasase algo de ella, siempre resultaría que aquel escudero ó doncel era un mozalbete, comparado con el Canciller Mayor de Castilla, que tenía cincuenta y tres años cuando cayó prisionero en aquella misma jornada. ¿Cómo es posible que la lectura del libro que acababa de componer aquel oscuro joven figurara ya en la lista de los pecados del viejo? Porque suponer que le leyó durante su cautiverio sería forzar demasiado los límites de la paradoja. Durante los quince meses que los portugueses le tuvieron en «jaula de hierro» hasta que pagó su rescate, no debía de estar templado el ánimo de Ayala para lecturas de pasatiempo; más graves pensamientos embargaban su espíritu, pensamientos de sátira social generosa y elevada, ardientes efusiones de devoción á la Virgen, lamentaciones sobre el estado de la Iglesia y los progresos del cisma, la poesía viril y austera que en el Rimado de Palacio se contiene y que es antítesis viva de los devaneos caballerescos. El imitador y traductor de los Morales de Job y de la Consolación de Boecio, estos libros y otros tales debió de tener por compañeros de su prisión, y por único solaz y refugio de su ánimo afligido y conturbado á un tiempo por el desastre nacional, por los recios huracanes que combatían la nave de San Pedro y por el duelo de la muerte de su padre.

[ccvi]

Algunos eruditos portugueses no han dejado de advertir la dificultad cronológica de que Ayala pudiera conocer la obra de Lobeira, y han procurado eludirla con el peregrino recurso de suponerle muy viejo en 1385, tan viejo que pudo alcanzar la corte de Alfonso IV cuando todavía era infante, es decir, antes de 1325, y componer entonces el Amadís y hacer á instancias del príncipe la enmienda del episodio de Briolanja. ¡Buena edad tendría cuando fué armado caballero: ni el Macandón de la novela esperó tanto! Pero, además, el texto de Azurara es terminante y hay que tomarle como suena. Vasco de Lobeira, si escribió en todo ó en parte el Amadís, lo escribió en tiempo del rey D. Fernando.

Azurara fué el primero que consignó esta tradición, pero seguramente no la había inventado, porque otros la repiten en el siglo XVI, sin tomarla de su crónica, que estuvo inédita hasta 1792 y sepultada en un solo códice. En 1549 componía el gran historiador Juan de Barros su Libro das antiguidades e cousas notaveis de antre Douro e Minho, que todavía permanece inédito, según creo. Entre los varones ilustres de Oporto hace esta conmemoración de Lobeira: «E d'aqui foi natural Vasco Lobeira, que fez os primeiros 4 libros de Amadis, obra certo mui subtil e graciosa e aprovada de todos os gallantes; mas como estas cousas se secam en nossas māos, os castelhanos lhe mudaran a linguagem, e atribuiram a obra a si»[321].

Azurara no había dicho en qué lengua escribió Lobeira; Juan de Barros da un paso más, y considera el texto castellano como traducción del portugués: «y como estas cosas se secan en nuestras manos, los castellanos le mudaron el lenguaje, y se atribuyeron la obra».

Vienen luego los dos sonetos que con afectación de lenguaje arcaico compuso el célebre poeta quinhentista Antonio Ferreira[322]. El primero puesto en boca del infante [ccvii]D. Alfonso, exigiendo la famosa corrección del episodio de Briolanja (que trataremos aparte), empieza con estos versos:

Bom Vasco de Lobeira, e de grā sen
De prāo que vos avedes bem contado
O feito d'Amadis o namorado
Sem quedar ende por contar hi ren...

El segundo soneto es una imitación del Petrarca, que nada tiene que ver con el Amadís, salvo el nombre de Briolanja. Es de suponer que Ferreira, como todos sus contemporáneos, leía el Amadís en castellano. De todos modos, no es él quien afirma la existencia del manuscrito original en el archivo de la casa de Aveiro. Esta problemática noticia la dió su hijo Miguel Leite Ferreira en una nota curiosísima[323] que puso en la edición póstuma de los Poemas Lusitanos de su padre (Lisboa, 1598, por Pedro Cressbeck); nota que, por estar algo escondida debajo de la fe de erratas, se ocultó á la erudición de D. Pascual Gayangos, llevándole á negar su existencia. Es, por consiguiente, Miguel Leite Ferreira quien afirma, en 1598, que «el original del Amadis (no dice en qué lengua, pero es de suponer que en portugués) andaba en la casa de Aveiro».

Nada se sabe del paradero de tal manuscrito. Consta, sí, que entre los libros raros de la biblioteca del conde de Vimeiro existía en 1686 un Amadis de Gaula em portuguez. Pero este libro invisible había desaparecido ya en 1726, puesto que el conde da Ericeyra, al dar cuenta á la Academia de Historia Portuguesa de los restos de aquella insigne librería, formada en gran parte con los impresos y manuscritos que habían pertenecido al erudito chantre de Coimbra Manuel Severim de Faria, no cita el Amadís más que con referencia al catálogo alfabético, del cual faltaban ya muchos artículos, ni da la menor indicación acerca de él. Después se pierde todo rastro de esta ave fénix de la bibliografía. «El terremoto de 1755 (dice algo candorosamente T. Braga), en que ardieron las más ricas bibliotecas portuguesas, vino á poner un límite á las esperanzas de encontrar el original del Amadís, ignorado desde 1686»[324]. ¿Un límite? ¿Por qué? En estos casos no debe desesperarse nunca. Pero la verdad es que toda esta vaga historia de un códice perdido, sin que en tanto tiempo se le ocurriera á nadie leerle ni describirle siquiera, trae á la memoria aquella redondilla de D. Antonio Solís:

Amor es duende importuno
Que revuelto al mundo tray.
Todos dicen que le hay,
Mas no le ha visto ninguno.

[ccviii]

Además, cabe en lo posible que ese Amadís portugués fuese una traducción más ó menos antigua del castellano. La vaguedad con que se habla de él abre la puerta á cualquier conjetura. El hijo de Ferreira le califica de original, pero no sabemos con qué fundamento; ni siquiera dice haberle visto, sino sólo que «andaba en casa de Aveiro».

Lo único digno de tenerse en cuenta que hemos encontrado hasta ahora es la antigua y persistente tradición acerca de Vasco de Lobeira, recogida aisladamente por Azurara, Juan de Barros y Antonio Ferreira. Los Poemas de éste, por la estimación en que fueron tenidos, contribuyeron á difundirla, pero ya antes de escribirse, ó á lo menos antes de publicarse el nombre de Vasco de Lobeira, había traspasado los límites de Portugal, y había tenido el honor de figurar en los Diálogos de Medallas[325], del grande Arzobispo de Tarragona Antonio Agustín, el cual no dice, como Teófilo Braga le achaca, que Vasco de Lobeira fué el primer autor del Amadís, sino que los portugueses se jactaban de que había sido el primer autor de este género de fábulas, lo cual es bastante diverso: «quarum fabularum primum fuisse auctorem Vascum Lobeiram Lusitani iactant».

Pero aunque esta tradición fuese la dominante, distaba mucho de ser única. Aun en Portugal se atribuía el libro á otras personas. Según D. Luis Zapata, en su Miscelánea, «era fama en aquel reino que el infante D. Fernando, segundo duque de Braganza, había compuesto el libro de Amadís[326]. Nació este infante por los años de 1430, y con esto sólo basta para probar lo absurdo de tal especie, aunque Zapata la oyera de labios de la infanta doña Catalina, biznieta de D. Fernando. Lope de Vega, al principio de su novela Las Fortunas de Diana, dice que «una dama portuguesa compuso el celebrado Amadis, padre de toda esta maquina» (de libros de caballerías)[327]. Obsérvese que el nombre de Portugal va mezclado siempre en este negocio, al paso que nunca fué atribuido el Amadís á autor castellano determinado.

Muy divergente de todos los textos citados hasta ahora es el de Jorge Cardoso en su Agiologio Lusitano (Lisboa, 1652), porque no sólo cambia el nombre á Lobeira, sino que le rebaja á la condición de escribano de Elvas, y dice que tradujo del francés su libro por mandado del infante D. Pedro, el famoso viajero de quien dice nuestro vulgo que anduvo las siete partidas del mundo[328].

[ccix]

Si la tradición portuguesa no tuviera mejores apoyos que estos vagos rumores, no se la podría conceder críticamente gran valor. Pero tiene en su abono razones mucho más fuertes, que si no llevan la convicción al ánimo despreocupado, encierran, no obstante, una gran dosis de probabilidad.

Comencemos por el episodio de Briolanja, en que se fijó por primera vez Walter-Scott[329], y que luego ha tenido la rara fortuna de ser alegado, ya en pro del origen portugués, ya del origen castellano del libro. Á nuestro entender no prueba ni una cosa ni otra, pero sí otras tres muy importantes: 1.º, que en Portugal era conocido el Amadís de Gaula á principios del siglo XIV, lo cual nos hace adelantar casi una centuria en el proceso histórico de la famosa novela; 2.º, que ya entonces fué refundida en un punto muy esencial, lo cual arguye la existencia de un texto anterior, y 3.º, que los antiguos originales de que se valió Garci Ordóñez de Montalvo eran tres por lo menos, confirmándose así lo que él dice de los diferentes escriptores.

Todo el que haya leído el Amadís recordará el episodio en cuestión. Nuestro cortés é invencible caballero toma sobre sí la empresa de restituir á la «fermosa niña Briolanja» el reino de Sobradisa, del cual había sido despojada por su tío Abiseos, el mismo que había dado muerte á su padre. Briolanja se enamora locamente de él y quiere rendírsele á todo su talante y discreción, como suelen las andariegas y desvalidas princesas de estos libros. «Briolanja a Amadis miraba e parecíale el más fermoso caballero que nunca viera; e por cierto tal era en aquel tiempo, que no pasaba de veinte años, e tenia el rostro manchado de las armas; mas considerando cuán bien empleadas en él aquellas mancillas eran, e cómo con ellas tan limpia e clara la su fama e honra hacía, mucho en su apostura y hermosura acrecentaba, y en tal punto aquesta vista se causó, que de aquella muy fermosa doncella, que con tanta aficion le miraba, tan amado fue, que por muy largos e grandes tiempos nunca de su corazon la su membranza apartar pudo; donde por muy gran fuerza de amor constreñida, no lo pudiendo su ánimo sofrir ni resistir, habiendo cobrado su reino, como adelante se dira, fue por parte della requerido que del y de su persona sin ningun entrevalo señor podia ser; mas esto sabido por Amadis, dio enteramente a conocer que las angustias e dolores, con las muchas lagrimas derramadas por su señora Oriana, no sin gran lealtad las pasaba, aunque el señor infante don Alfonso de Portugal, habiendo piedad desta fermosa doncella, de otra guisa lo mandase poner. En esto hizo lo que su merced fue, mas no aquello que en efecto de sus amores se escribia.

«De otra guisa se cuentan estos amores, que con más razon a ello dar fe se debe: que seyendo Briolanja en su reino restituida, folgando en él con Amadis e Agrajes, que llegados estaban, permaneciendo ella en sus amores, fablando aparte en gran secreto con la doncella... demandóle con muchas lagrimas remedio para aquella su tan crecida pasion; y la doncella doliendose de aquella su señora, demandó a Amadis, para cumplimiento de su promesa, que de una torre no saliese hasta haber un hijo o hija en Briolanja... e que Amadis, por no faltar su palabra, en la torre se pusiera, como le fue demandado, donde no queriendo haber juntamiento con Briolanja, perdiendo el comer e dormir, en gran peligro de su vida fue puesto. Lo cual sabido en la corte [ccx]del rey Lisuarte cómo en tal estrecho estaba, su señora Oriana, porque no perdiese le envió mandar que hiciese lo que la doncella le demandaba, e que Amadis con esta licencia, considerando no poder por otra guisa de alli salir ni ser su palabra verdadera, tomando por su amiga aquella fermosa reina hobo en ella un fijo e una fija de un vientre. Pero ni lo uno ni lo otro no fue asi, sino que Briolanja veyendo cómo Amadis de todo en todo se iba a la muerte en la torre donde estaba, que mandó a la doncella que el don le quitase (es decir, que le levantase el juramento o promesa que la habia hecho, y en virtud del cual le habia encarcelado) so pleito que de alli no se fuese fasta ser tornado don Galaor, queriendo que sus ojos gozasen de aquello que lo no viendo en gran tiniebla y escuridad quedaban, que era tener ante sí aquel tan fermoso e famoso caballero. Esto lleva más razon de ser creido, porque esta fermosa reina casada fue con don Galaor, como el cuarto libro lo cuenta» (cap. XL del libro I).

Un poco más adelante, después de referir la descomunal batalla en que Amadís y Agrajes triunfaron de Abiseos y sus dos valientes hijos, y la restauración de Briolanja en el reino de Sobradisa, añade Montalvo: «Todo lo que más desto en este libro primero se dice de los amores de Amadis e desta fermosa reina fue acrecentado, como ya se os dijo; e por eso, como superfluo e vano se dejará de recontar, pues que no hace al caso, antes esto no verdadero contradiría lo que con más razon esta grande historia adelante os contará» (cap. XLII).

Montalvo, como todos los compiladores de la Edad Media, se mueve con cierta torpeza entre las versiones contrarias, pero su pensamiento se ve bastante claro. Conocía tres variantes del episodio de Briolanja. En la primera, que era de seguro la más antigua, la genuina, la que él prefiere, Amadís se resistía á los halagos y solicitudes de la enamorada y desaforada doncella y conservaba íntegra su fidelidad á la señora Oriana. En la segunda, ó sea en la brutal corrección impuesta por el infante don Alfonso, Amadís sucumbía á la tentación y al fastidio del encierro y tomaba por amiga á Briolanja, en la cual «tuvo un fijo e una fija de un vientre». Había, finalmente, una variante atenuada de la segunda versión, en que la caída y flaqueza de Amadís se disculpaba con un mandamiento expreso de su señora Oriana.

Suponer que la extraña enmienda del infante don Alfonso fué impuesta al primitivo autor de la novela es inadmisible, porque hubiera sido lo mismo que anular la concepción fundamental de la obra. Amadís es el prototipo de los leales amadores: Oriana es la única señora de sus pensamientos; si falta en lo más mínimo á la fe jurada no podrá pasar el arco de los leales amadores que el sabio Apolidón dispuso en la Ínsula Firme. Sobre el arco había una estatua de cobre en actitud de tocar una trompa, y no lejos una inscripción que decía: «De aqui adelante no pasará ningun hombre ni mujer si hobieren errado a aquellos que primero comenzaron a amar, porque la imagen que vedes tañerá aquella trompa, con son tan espantoso e fumo e llamas de fuego, que los fará ser tollidos, e asi como muertos seran de este sitio lanzados; pero si tal caballero o dueña o doncella aqui vinieren que sean dignos de acabar esta aventura, por la gran lealtad suya, entrarán sin ningun entrevalo, e la imagen hará tan dulce son que muy sabroso será de oir a los que le oyeren».

Esta aventura es tan esencial que sin ella no tendría sentido el Amadís. El que fué capaz de imaginar este dechado de idealismo caballeresco, esta imagen de perfección ideal, ¿iba á destruir groseramente su propia obra por el ridículo capricho de un principe?[ccxi] Y dado que se resignase á tal sacrificio, habría tenido que retocar, no solamente el episodio de Briolanja, sino otros muchos capítulos; hacer, en suma, una novela nueva con distinto plan y distintas aventuras, con un Amadís y una Oriana diversos de los que conocemos.

La consecuencia racional que de todo esto se saca es que la orden del infante don Alfonso fué dada á un mero traductor ó refundidor, que interpoló toscamente el cuento de los amoríos de Briolanja, sin cuidarse de salvar la contradicción que envuelve con todo lo demás de la fábula.

Ahora conviene averiguar quién fué el infante D. Alfonso que por tan rara manera se apiadó de Briolanja, porque esto importa mucho para la cronología de la novela. Sólo dos príncipes de este nombre hallamos en Portugal durante el siglo XIV y principios del XV. El segundo fué un hijo bastardo del Maestre de Avís (D. Juan I), pero no sabemos que se le titulase infante, y además, habiendo nacido su padre en 1357, no es verosímil que le engendrase antes de los quince años, que sería bastante madrugar aun para aquellos tiempos. Admitido que naciera en 1372, sólo en los últimos años del siglo, es decir, cuando hay testimonios fehacientes de la popularidad del Amadís en Castilla, pudo enterarse y compadecerse del infortunio de la reina de Sobradisa.

El infante de quien se trata no puede ser otro (y en esto conviene todo el mundo) que don Alfonso IV, hijo primogénito del rey D. Dionis á quien sucedió en el trono en 1325, y que desde 1297 tuvo casa y corte separada de la de su padre. Entre estas dos fechas hay que colocar la enmienda del episodio de Briolanja, y por consiguiente una versión del Amadís, que acaso estaría en lengua portuguesa, puesto que todavía no era moda en los naturales de aquel reino el escribir en castellano.

¿Pero quién sería este incógnito autor, traductor ó refundidor? No puede pensarse en Vasco de Lobeira, ni tampoco en el Pedro Lobeira citado por Cardoso, puesto que el caballero de Aljubarrota vivió á fines del siglo XIV, y el escribano de Elvas debe de ser todavía posterior, puesto que se dice que fué protegido por el infante D. Pedro, el cual nació en 1392.

Pero pudo ser, y probablemente fué, otro de su apellido, Juan Lobeira, trovador de la corte del rey D. Dionis, y del cual se hallan en el Cancionero Colocci Brancuti (números 230 y 232) dos fragmentos de una canción portuguesa, cuyo estribillo es exactamente el mismo de otra canción inserta en el libro II, cap. XI, del Amadís castellano. La comparación es muy fácil. Empezaremos por transcribir el texto de Juan Lobeira, tal como lo ha restaurado Braga:

[ccxii]

Senhor, genta mi tormenta
Voss' amor em guisa tal,
Que tormenta que eu senta
Outra non m' e ben nen mal,
Mays la vossa m' e mortal.
Leonoreta sin rosetta,
Bella sobre toda fror,
Sin roseta non me metta
En tal coita vosso amor.

Das que vejo non desejo
Outra senhor, se vos non;
E desejo tan sobejo
Mataria hum leom,
Senhor do meu coraçon.
Leonoreta sin roseta, etc.
Mha ventura em loucura
Me metteu de vos amar,
É loucura que me dura
Que me non posso en quitar,
Ay fremosura sem par.
Leonoreta sin roseta, etc.

La canción castellana no sólo reproduce el estribillo, sino el tipo de la estrofa, aunque escrito de diversa manera, y conserva con leve diferencia los principales pensamientos y expresiones:

Leonoreta sin roseta,
Blanca sobre toda flor.
Sin roseta no me meta
En tal cuita vuestro amor.

Sin ventura yo en locura
Me meti;
El vos amar es locura
Que me dura,
Sin me poder apartar,
¡Oh fermosura sin par,
Que me da pena e dulzor,
Sin roseta no me meta
En tal cuita vuestro amor!

De todas las que yo veo
No deseo
Servir otra sino a vos;
Bien veo que mi deseo
Es devaneo,
Do no me puedo partir,
Pues que no puedo huir
De ser vuestro servidor,
No me meta sin roseta
En tal cuita vuestro amor.

Esta canción ó villancico, como la llama Montalvo, no constituye por sí sola un argumento decisivo é irrefutable en pro del origen portugués del Amadís, pero es indicio de mucha fuerza. Los versos son probablemente de fines del siglo XIII, á lo sumo de principios del XIV; ninguna poesía del Cancionero alcanza menos antigüedad. El nombre del autor Juan Lobeira nos pone sobre la pista de las confusas atribuciones que más adelante se hicieron del Amadís á personas del mismo apellido. No puede sospecharse interpolación, tanto porque los versos vienen traídos por la acción de la novela, cuanto por el olvido profundo en que yacía en tiempo de Montalvo la vetusta escuela de los trovadores gallegos y portugueses. La canción, por otra parte, tiene estrecha semejanza y parentesco métrico con los cinco lays de materia bretona que se hallan en el mismo[ccxiii] Cancionero Colocci, y que hemos examinado en el capítulo anterior. La consecuencia más obvia que de todo esto parece deducirse es que en tiempo del rey D. Dionis existía ya un Amadís portugués en prosa con algún trozo lírico intercalado, según se acostumbraba en las novelas del ciclo bretón, y aun en obras de otro linaje, como alguna de las versiones de la Crónica Troyana.

Por documentos dignos de toda fe, consta que Juan Lobeira, á quien se califica de miles, es decir, de simple caballero, en oposición á rico-hombre de pendón y caldera, figuró en la corte portuguesa desde 1258 hasta 1285 por lo menos. Su apellido es gallego, de la provincia de Orense, pero no sabemos por qué razón lo llevaba, puesto que él era hijo de Pero Soares de Alvim.

Según toda verosimilitud, este Juan Lobeira fué el refundidor del Amadís á quien el infante D. Alfonso impuso la corrección del episodio de Briolanja; pero autor original no creemos que lo fuese, por las razones ya apuntadas y que sería inútil repetir. El Amadís debía de existir antes. ¿En qué lengua? Dios lo sabe. La prosa gallega ó portuguesa se había cultivado muy poco, y vivía principalmente de traducciones del castellano, como la Crónica General, las Partidas y la Crónica Troyana. La historiografía portuguesa propiamente dicha no nace hasta el siglo XV con Fernán López, evidente imitador de las crónicas de Ayala. Pero aunque la influencia castellana, como más vecina, fuese la predominante, no puede admitirse respecto de los libros de caballerías, que eran aquí muy poco populares en los siglos XIII y XIV, al paso que en Portugal (y probablemente también en Galicia) arraigó mucho más aquella planta exótica, por las razones que en el capítulo anterior hemos indicado, y principalmente porque faltaba allí el contrapeso de una tradición poética indígena, á la vez que existía en plena eflorescencia una escuela lírica que fué terreno adecuado para la trasplantación de los lays bretones. Estos vinieron seguramente de Francia, y con ellos ó poco después las novelas en prosa, donde figuran á modo de intermezzos líricos.

En su profundo y penetrante estudio sobre los Lays de Bretaña se inclina Carolina Michaëlis á colocar el primer Tristán peninsular en el reinado de Alfonso III de Portugal y Alfonso X de Castilla, y añade las siguientes eruditísimas conjeturas:

«Como las redacciones francesas del Tristán datan la primera de 1210 á 1220 y la segunda de 1230, no sería de modo alguno imposible que el Boloñés (es decir, Alfonso III, llamado así por haber sido conde de Boulogne) y los que con él anduvieron en Francia (á más tardar de 1238 á 1245) se aficionasen no sólo al género de las pastorelas y canciones de baile, sino también á las últimas novedades en prosa sobre matière de Bretagne, predilección que, propagándose, debía más tarde ó más pronto, creo que en la mocedad de D. Dionis, conducir á la nacionalización de los textos franceses.

«¿Por quién? ¿En la corte del Rey Sabio? ¿Por el portugués D. Gonzalo Eannes do Vinhal, el de los Cantares de Cornoalha, ó por el clérigo Ayres Nunes de Santiago, que poetizaba en lengua provenzal y cuyo nombre aparece en el Cancionero de Santa María? ¿En la corte portuguesa, donde la influencia francesa fué superior á la de Provenza? ¿Por D. Pedro, el cantador de lays, que había venido de Aragón? ¿Por D. Juan de Aboim, el introductor de la pastorela artística? ¿Por Fernán García Sousa, el único rico hombre á quien oimos citar versos franceses? ¿Por D. Alfonso Lopes de Bayam, que da muestras de haber conocido los cantares de gesta de Roland? ¿Por Mem García de Eixo, que también se sirvió de la lengua provenzal? ¿Por Juan Lobeira, hijo y sobrino[ccxiv] de privados del Boloñés y supuesto autor del primer Amadís? ¿O por algún obscuro escribano de las cancillerías regias? No lo sé ni nadie lo sabe»[330].

Imitando la sabia parsimonia de tan docta maestra, sólo podemos afirmar que ya en tiempo de Alfonso el Sabio se imitaban en su corte los sones de los cantares de Cornoalha, como lo prueba el ejemplo de Gonzalo Eannes do Vinhal, portugués de origen y de lengua, pero vasallo del rey de Castilla, como tantos otros trovadores del Cancionero nacidos en diversas partes de la península. De la imitación de los sones, es decir, de la música, se pasó naturalmente á la de los lays, y no debió de retardarse mucho la traducción de las novelas en prosa.

El insigne profesor de Freiburg, G. Baist, en su corto pero sustancioso resumen de la primitiva literatura castellana[331], niega en absoluto á los portugueses prioridad alguna en este género, y aun toda clase de originalidad en el cultivo de la prosa, tanto histórica y didáctica como novelesca. Cuanto poseen en este género es traducción textual y tardía de redacciones castellanas. En el primer tercio del siglo XIV, según conjetura muy verosímil, se tradujo el Tristán; pero esta traducción, de la cual todavía existe un fragmento, estaba en prosa castellana. El traductor, siguiendo la moda lírica de su tiempo, usaría para los trozos líricos la lengua de los trovadores peninsulares, la lengua galaico-portuguesa, y éstos son los lays del Cancionero Colocci. Lo mismo haría el autor del Amadís, obra que debió de ser castellana desde su principio, y así se explica la canción de Leonoreta, que también puede ser una interpolación tardía en el texto de Montalvo.

No son débiles estos argumentos, pero en algunos se afirma demasiado ó se procede por mera conjetura. La fecha asignada al Tristán del Vaticano es caprichosa; el primero que cita esta novela en Castilla es el arcipreste de Hita en 1343, y pudo haberla leído en francés. No hay ejemplo de intercalación de poesías portuguesas en textos castellanos en prosa; las que hay en una de las versiones de la Crónica Troyana están en castellano, aunque muy agallegadas, lo cual se explica suficientemente por el influjo de la tradición lírica.

Lo que alguna vez se encuentra son códices bilingües, en que alternan fraternalmente la prosa gallega y la castellana: así es el de la Estoria de Troya, que yo poseo, y así uno de los de la Crónica General. La promiscuidad en que entonces vivían ambas lenguas es un hecho indudable, y no lo es menos la inferioridad de la prosa portuguesa en cantidad y calidad, que es el más sólido apoyo en que Baist funda sus razonamientos.

Sin decidir este punto lingüístico, que en el actual estado de los estudios no puede resolverse por falta de datos, lo único que podemos tener por averiguado es la existencia de un Amadís peninsular á fines del siglo XIII.

Y dejando aquí este curioso pleito entre Portugal y Castilla (no entre España y Portugal, como anacrónicamente dicen algunos, porque no había en los siglos XIV y XV reino de España, sino varios reinos españoles, uno de los cuales era Portugal), entremos en otra cuestión mucho más grave y todavía más oscura que la precedente. ¿El Amadís es original en todo ó en parte? ¿Tiene fuentes conocidas en la literatura general de la Edad Media y particularmente en la francesa? Si pudiéramos contestar categóricamente á estas palabras; si conociésemos las fuentes del libro, tendríamos la clave para penetrar en el misterio de su concepción y apreciar su peculiar carácter. Pero á pesar de ensayos prematuros y temerarios, es muy poco lo que puede decirse con certeza.

[ccxv]

Lo primero que llama la atención en el Amadís, sea cualquiera la opinión que se tenga sobre el punto de la Península en que apareció, es (como ya advirtió sagazmente Fernando Wolf) la ausencia de toda base nacional y legendaria, de «todo fundamento vivo é histórico que se refleje en la concepción»[332]. El Amadís, bajo este respecto, no es ni castellano ni portugués, ni de ninguna otra parte de España: es una creación enteramente artificial, que pudo aparecer en cualquier país y que se desarrolla en un mundo enteramente fantástico. No es obra nacional, es obra humana, y en esto consiste el principal secreto de su popularidad sin ejemplo.

Pero salta á la vista que su autor estaba muy versado en la literatura caballeresca de la materia de Bretaña, y que le eran familiares todas las narraciones que los cantores gaélicos habían enseñado á los troveros anglo-normandos. Todos los nombres de lugares y personas tienen este sello exótico. Perion, rey de Gaula (esto es del país de Gales); Garinter, rey de la pequeña Bretaña, y su hija Elisena; Languines, rey de Escocia; Gandales y Gandalín, Urganda la Desconocida, el clérigo Ugán el Picardo, Lisuarte[333], rey de la Gran Bretaña y padre de Oriana; D. Galaor, hermano de Amadís; el encantador Arcalaus, Agrajes, Grimanesa y otros muchos serán acaso nombres de pura invención, pero inventados á imagen y semejanza de los nombres que suenan en el Lanzarote ó en la Demanda del Santo Grial. En otros la derivación francesa se ve patente; comenzando por el mismo nombre de Amadís (Amadas, como veremos luego), y lo mismo Brian de Mongaste, Bruneo de Bonamar, Androian de Serolís (Charolais), el encantador Arcalaus (¿Arc-à-l'eau?), Briolanja (Brion l'ange), Angriote de Estravaus (Andrieux des Travaux), Guilan (Guillaume), Mabilia (Mabille). La manera de hacer los diminutivos, por ejemplo Leonoreta y Darioleta, revela el mismo origen. La geografía es también inglesa ó francesa: Norgales (North Wales), Vindilisora (Windsor), Gravisanda (Gravesend), Mostrol (Montreuil sur Mer), etc.

Si de los nombres pasamos á la fábula, la imitación de los poemas del ciclo de Artús («el muy virtuoso rey Artur, que fué el mejor rey de los que en Bretaña reinaron») es patente desde los primeros capítulos, aun sin tener en cuenta las alusiones directas al Tristán, al Lanzarote y al Santo Grial que hay en el libro cuarto, porque nos inclinamos á creer que este libro, de todos modos muy posterior á los tres primeros, es original de Montalvo. Ya Baret, Amador de los Ríos y otros críticos notaron las semejanzas entre el encantador Arcalaus y el Tablante de Ricamonte del Román de Jaufre; entre el episodio de Briolanja y el de la reina Corduiramor del Perceval, poema que también parece imitado en la escena del reconocimiento de Amadís y Galaor.

La influencia del Tristán es acaso la más profunda, aunque el concepto difiera mucho en ambas novelas y se purifique tanto en el Amadís. Pero cuando el autor se [ccxvi]resbala, aunque ligeramente, en la parte erótica de su libro, es por la mala influencia de sus modelos[334].

Aparte de estas imitaciones de pormenor, cuyo número podría ampliarse considerablemente[335], pero que no tocan al pensamiento generador de la obra ni á su estructura orgánica, ¿tuvo el Amadís algún modelo francés más directo?

Ya en el siglo XVI, Nicolás de Herberay, señor des Essarts, célebre traductor del Amadís por orden del rey Francisco I de Francia, afirmó que había existido un libro en langage picard, del cual todavía quedaban fragmentos y que había sido el original de la novela castellana[336]. Esta pretensión, aunque renovada en el siglo XVII por el erudito obispo Huet y en el XVIII por el Conde de Tressan, que pretendía haber visto el manuscrito en la Biblioteca Vaticana, entre los libros que pertenecieron á la reina Cristina de Suecia, no pasa de ser una afirmación destituida de pruebas, y por consiguiente sin valor crítico.

Puede conjeturarse que los fragmentos vistos por Herberay des Essarts («quelques restes escrits à la main en langage picard») correspondían al poema de Amadas et Idoine. Víctor le Clerc fué el primero que en su célebre Discurso sobre el estado de las letras en Francia durante el siglo XIV (1862) indicó que quizá de este poema francés, que ya en 1365 figuraba en la librería de un canónigo de Langres, y de los fragmentos de otro Amadas inglés, podrían sacarse nuevas luces para ilustrar los orígenes del Amadís peninsular[337].

Nada más que esto dijo Le Clerc con su habitual sobriedad crítica, pero esto bastó para que Teófilo Braga, con el espíritu aventurero y temerario que suele comprometer y deslucir sus mejores investigaciones, inventase una completa teoría, que con grandes apariencias de rigor científico ocupa gran parte del volumen que dedicó al Amadís de Gaula.

El primer error de esta teoría consiste en aplicar á una composición enteramente subjetiva y aislada de todo ciclo, á una invención arbitraria que pudo nacer en cualquier parte, pero que nació seguramente de la fantasía de un solo individuo, los mismos procedimientos que se aplican á la reconstrucción de las epopeyas primitivas. Este falso concepto estético lleva al erudito portugués á señalar como orígenes del Amadís leyendas que no tienen ninguna conexión con la novela, como no se les haga extraordinaria violencia. Supone gratuitamente que el Amadís de Gaula tuvo: primero, un rudimento hagiográfico; segundo, la forma de cantilena anónima ó de lai; tercero, la forma cíclica de gesta ó poema de aventuras; cuarto, la forma actual de novela en prosa.

[ccxvii]

Veamos la poca consistencia de todo este proceso.

Empecemos por el rudimento hagiográfico. Al contar el nacimiento de Amadís dice su historia: «La doncella (Darioleta) tomó tinta e pergamino e fizo una carta que decía: «Este es Amadis sin tiempo, fijo de rey». E sin tiempo decia ella, porque creía que luego sería muerto; y este nombre era alli muy preciado, porque assi se llamaba un Santo a quien la doncella lo encomendaba». Según T. Braga, este santo es San Amando; admitamos la identidad, y pasemos á examinar en la leyenda de este santo, publicada por los PP. Bolandistas, los paradigmas que el crítico señala. San Amando huyó de casa de sus padres á los quince años y se escondió en la isla Ogia ú Oge, de la Bretaña armoricana; Amadís salió de la corte de sus padres casi á la misma edad, y también se retiró en la Peña Pobre, á hacer vida de ermitaño con el nombre de Beltenebrós. Prescindiendo de que la huida al desierto es un lugar común que ocurre en las vidas de muchos santos, no hay paridad alguna entre las circunstancias y móviles de uno y otro. Amadís sale de su casa para buscar aventuras, y sólo después de haber cumplido muchas, entre ellas la espantable de la Tumba Firme, es cuando se retrajo una temporada en la ermita de la Peña Pobre, medio loco de amores, muy dolido de una carta de su señora Oriana. «La serpiente monstruosa que vió San Amando (continúa Braga) es la Gran Serpiente, en que andaba Urganda la Desconocida». Y lo mismo puede ser cualquiera otra serpiente, dirá aquí el lector de recto juicio. Todos los argumentos son de la misma fuerza, y los hay extraordinariamente peregrinos. El espantoso monstruo que en la novela se llama el Endriago ¿por qué no ha de ser símbolo de un tal Heridago, presbítero, á quien Carlo-Magno hizo donación del monasterio de Rotnasce, fundado por San Amando? ¿Por qué Oriana, ó Idoine, su prototipo según Braga, no ha de ser una discípula del Santo llamada Aldegundis? Con suponer formas populares que expliquen los cambios de letras, nadie puede dudar que estos tres nombres son casi el mismo, aunque á la vista de los profanos no lo parezca. Á este tenor va explicando los demás: Lisuarte es Sigeberto, el encantador Arcalaus es Erchenaldum, uno y otro discípulos de San Amando. ¿Pero por qué mágica transformación pudieron convertirse estos piadosos anacoretas, el uno en rey de Bretaña y el otro en un maligno y desaforado encantador? Y esto baste en cuanto al rudimento hagiográfico.

El sistema de las cantilenas primitivas, que está ya casi abandonado aun tratándose de las epopeyas nacionales, lleva á Teófilo Braga á suponer que antes del Amadís prosaico, y aun del Amadís poético, existió un canto anónimo, breve, de carácter popular, y cree encontrarle en la que llama chacona de Oriana, y es ni más ni menos que la famosa canción de Gonzalo Hermingues Traga-Mouros, inserta por el gran fabulador Fr. Bernardo de Brito en su Crónica del Cister (lib. VII, cap. I). Convienen los más severos críticos en tener por apócrifa tal canción, como otras supuestas reliquias de la más antigua poesía portuguesa (las canciones de Egas Moniz, el fragmento de la pérdida de España, etc.), sin que valga en contra la dudosa alegación del Cancionero del Dr. Gualter Antunes, que nadie, salvo Antonio Ribeiro dos Sanctos, declara haber visto. Los versos de esta canción, que comienza: «Tinhera-vos, non tinhera-vos», son oscurísimos y casi ininteligibles por el afán de remedar torpemente el lenguaje antiguo; pero aun admitiendo todas las correcciones de Ribeiro dos Sanctos y de Braga, nada hay en aquel insignificante fragmento que tenga que ver con el Amadís, salvo el nombre de la dama Ouroana, y para explicarlo no hay que recurrir á la Oriana de la novela, puesto[ccxviii] que Ouroana, según los mismos portugueses reconocen, es mera corrupción del nombre de Aurodonna, muy frecuente en los diplomas de la Edad Media, así como la forma Ouroana abunda en los nobiliarios del siglo XIV. Se cita ya una Aurodonna en 1074[338], antigüedad que nadie concederá al Amadís.

Es cierto que Fr. Bernardo de Brito, ora inventase esta canción, ora se dejase engañar por algún falsario, lo cual de su candidez es más presumible, quiso darla un sentido histórico, suponiendo que aludía al rapto que Gonzalo Hermínguez hizo de una hermosa mora de Alcázar de Sal, llamada Fátima, la cual después de bautizada tomó el nombre de Oriana y se casó con aquel valeroso caballero, el cual al perderla sintió tanto el dolor de la viudez que se hizo monje en Alcobaza. El rapto de la mora recuerda ciertamente el de Oriana, salvada por Amadís de las garras del encantador Arcalaus; pero no alcanzo á ver semejanza alguna entre el viudo que se retira al claustro y la transitoria penitencia que por despecho amoroso cumple Amadís en la Peña Pobre. Como quiera que sea, la chacona no dice una palabra de nada de esto, por mucho que se atormente su letra. Todo ello es pura fantasía de Brito ó de cualquier otro cronista fabuloso, sugestionado acaso por la lectura del Amadís, que todavía á principios del siglo XVII conservaba muchos aficionados en la Península.

Con el pomposo nombre de «forma cíclica de gesta» designa el erudito profesor de Lisboa el poema francés de Amadas et Idoine, y las dos versiones fragmentarias, escocesa é irlandesa, del Sir Amadace. Estas citas son mucho más importantes que las anteriores, pero no resuelven la cuestión del Amadís ni por asomos. El Amadas et Idoine es un poema francés del siglo XIII, escrito en versos de nueve sílabas, que llegan al número de 7.936. Existe en un gran códice de la Biblioteca Nacional de París, que contiene gran número de narraciones caballerescas, ya de asunto clásico, como las de Tebas, Troya y Alejandro, ya de la Tabla Redonda, como el Roman de Rou, el de Cliges, el de Erec y Enida, ya novelas sueltas como las de Guillermo de Inglaterra, Flores y Blanca-Flor y otras análogas. La copia del Amadas fué acabada de escribir en 1288 por Juan de Mados, y ha sido impresa por C. Hippeau en 1863. No se conoce otro manuscrito de este poema y son raras las alusiones á él en la antigua literatura francesa, lo cual indica que no fué grande la celebridad que obtuvo. Es, en efecto, una muy mediana imitación de los poemas del ciclo bretón, con todos los caracteres y señales de la decadencia. Littré, que le estudió por primera vez en el tomo XXII de la Historia Literaria de Francia, no hubo de advertir en el ninguna semejanza con nuestro Amadís, puesto que nada dice. Si no fuera por el nombre del protagonista, quizá á nadie se le hubiese ocurrido la idea de establecer relación entre ambos textos. Uno y otro libro están destinados á hacer la apoteosis de la fidelidad amorosa, pero ¡por cuán distinto camino! Amadas, hijo de un simple senescal, cae enfermo de mal de amores por la hija del duque de Borgoña, Idoine, y los físicos más sabios no aciertan á curarle. La doncella se muestra al principio desdeñosa, pero viéndole á las puertas de la muerte se apiada de él, declara que desde entonces será su dama y le promete eterna felicidad, animándole á buscar prez y gloria con el noble ejercicio de la caballería. Amadas se hace armar caballero, sale á buscar aventuras, y en Francia, en Bretaña, en España, en Lombardía y en [ccxix]otras partes se distingue en guerras y torneos, cobrando fama no sólo de valeroso sino de cortés. Al volver á su patria después de varios años de ausencia se encuentra con la triste noticia de que su amada Idoine va á casarse con el conde de Nevers. Estas nuevas trastornan el seso del infortunado Amadas, que después de maltratar al mensajero corre por los bosques como loco, hasta que sus compañeros logran apoderarse de él y llevarle en cadenas al castillo de su padre, de donde consigue escaparse sin haber recobrado el juicio. Entretanto Idoine, deseando impedir aquel odioso matrimonio, consulta á tres hechiceras, que se introducen en el castillo de Nevers y anuncian al Conde que si consuma su matrimonio morirá. El Conde, aunque algo aterrado con tan lúgubre presagio, persiste en su resolución, y el matrimonio se realiza; pero Idoine consigue que la primera noche se abstenga el desposado de llegar á sus brazos, y finge luego una larga enfermedad, que llega á convertirse en real por la pena que le causa no tener noticias de Amadas. Este, que seguía completamente loco, había ido á parar á Luca, donde servía de diversión á la gente menuda. Así le encontró un fiel servidor de la Condesa, que andaba por el mundo indagando el paradero de su amante. Apenas Idoine se entera de su triste estado, solicita y obtiene permiso de su marido para ir en peregrinación á Roma y pedir á San Pedro su curación. Encuentra en Luca á Amadas, que, dominado por su frenesí, no la reconoce al principio, pero apenas ella pronuncia en voz muy queda el nombre de Idoine, va volviendo en sí aquel infortunado, como si un mágico poder obrase sobre su razón. Esta escena es sin duda la más bella del libro. Juntos ambos amantes emprenden la peregrinación á Roma; allí se agrava la enfermedad de la Condesa, y temiendo que Amadas quiera acompañarla al reino de la muerte, se le ocurre la extraña idea de referirle falsamente que antes de ser amada por él había faltado á la castidad con otro hombre y cometido un pecado de infanticidio, para reparación del cual era preciso que él se quedase en el mundo y mandase hacer muchos sufragios por su alma. Amadas se resigna á ello, y la Condesa muere contenta por haberle salvado de la desesperación. El infeliz amante iba todas las noches á visitar su sepulcro. Una de ellas se encuentra con un caballero desconocido, que con risa y mofa le dice: «La dama cuyo cuerpo guardas fué mía: ella me entregó el anillo que tú la habías dado». Amadas, fuera de sí, desmiente al caballero, le provoca á singular combate, le postra y rinde. Encantado de su valor, el caballero incógnito le da la clave del enigma. Idoine no estaba muerta más que aparentemente; él había intentado robarla en el camino de Roma, y había sustituido en su mano el anillo de Amadas por otro anillo fadado que producía un sueño profundo que se confundía con la muerte. Bastaba deshacer el trueco del anillo para que la dama resucitase. El había pensado hacer esta resurrección en provecho propio y llevarse á la dama, pero el valor y la fidelidad amorosa de su rival le hacían arrepentirse de su mal pensamiento. Amadas, pues, resucita á Idoine y emprende con ella el viaje á Borgoña. La Condesa vuelve á engañar á su marido con el cuento de que San Pedro se le ha aparecido, anunciándole que morirá de fijo si consuma el matrimonio. El pobre Conde, aburrido ya de tantas dilaciones, logra que los obispos disuelvan su matrimonio, y entonces Idoine, con el consentimiento de su padre y de los barones de Borgoña, se casa con Amadas[339].

Tal es, en sucinto extracto, este poema, en que nada hay tolerable más que la [ccxx]locura del héroe, manifiestamente imitada del Tristán y del Lanzarote. Todo el que haya leído el Amadís de Gaula, ó tenga noticia, por superficial que sea, de su argumento, comprenderá el abismo que hay entre ambos libros. El autor español pudo conocer el poema de Amadas, porque conocía seguramente toda la literatura caballeresca, pero no le imita de propósito, como parece que imita otros libros que ya hemos mencionado y algunos que pueden añadirse: el Frégus y Galiana, donde hay una doncella Arundella, semejante á la doncella de Dinamarca; la Gran Conquista de Ultramar, que atribuye á Godofredo de Bullón una resistencia parecida á la de Amadís respecto de Briolanja; el Paternopeus de Blois, en que el héroe, habiendo caído del favor de su dama, se retira al bosque de las Ardenas, como Beltenebrós á la Peña Pobre; el Meliadus de Leonnoys, en que la pasión súbita y fatídica del protagonista por la reina de Escocia recuerda el principio de los amores de Amadís y Oriana, como ya apuntó du Méril[340].

Las coincidencias que se han notado entre el poema francés y la novela española no son de gran bulto. La más importante es, sin duda, que Amadas, el hijo del senescal, sirve á la mesa á la infanta de Borgoña, así como el Doncel del Mar asiste al servicio de Oriana, hija del rey Lisuarte. Uno y otro piden al rey la merced de ser armados caballeros. Ambos se postran de hinojos ante sus respectivas damas para hacer la confesión de su amor, pero con resultado bien diverso, puesto que Idoine empieza por rechazar y desesperar al suyo, mientras que Oriana le toma desde luego por su caballero. Todo lo demás es diverso hasta lo sumo. El nombre de Amadas parece el mismo que el de Amadís, y uno y otro variantes de Amadeo más que de Amando. Pero de Idoine no creo que haya podido salir Oriana, ni aun suponiendo la forma anterior Idana. T. Braga habla de una doña Idana de Castro, que vivía en tiempo de D. Juan I; pero para explicar su nombre no hay que acudir á novela alguna, pues aun perseveran en la antigua Lusitania, al Occidente de Coria, las ruinas de Idanha a Velha, ciudad romana y sede episcopal con el nombre de Egitania, llamada antes Igaeditania, como se infiere de una de las inscripciones del soberbio puente de Alcántara[341].

El Amadas francés paso á la literatura inglesa en el siglo XIV con el título de Sir Amadace, y de esta versión ó imitación se conocen dos textos diferentes: uno de la biblioteca del Colegio de Abogados de Edimburgo, publicado en 1810 por Weber en el tercer volumen de sus Metrical Romances, y el segundo en un manuscrito irlandés de Blackburne, dado á luz por John Robson en 1842. Pero no es de presumir que por este camino se tuviese conocimiento en nuestra Península del poema de Amadas é Idoine, por más que se encuentre citado en la Confessio Amantis, de Gower, que fué el primero y único libro inglés traducido en el siglo XV, primero al portugués por Roberto Payno (Payne), canónigo de Lisboa, y luego al castellano por Juan de Cuenca, vecino de la ciudad de Huete. Las relaciones políticas entre Portugal é Inglaterra fueron bastante estrechas en tiempo de D. Juan I y de sus hijos, pero la incomunicación literaria entre ambos pueblos era absoluta. Lo que en uno y otro y en todos los de la Edad Media se encuentra es el fondo común de la literatura caballeresca francesa.

Á pesar de los malos y contraproducentes argumentos con que á veces ha sido [ccxxi]defendida la originalidad portuguesa del Amadís, á mis ojos es una hipótesis muy plausible, y hasta ahora la que mejor explica los orígenes de la novela y su nativo carácter, y la que mejor concuerda con los pocos datos históricos que poseemos. Claro es que esta persuasión no se funda en argumentos tales como el que Braga deduce del estado político de Portugal, donde «el feudalismo no fué nunca una constitución orgánica de la sociedad, sino una imitación nobiliaria, un prequijotismo»; porque esto mismo podría decirse de Castilla, país todavía más democrático que Portugal y regido por fueros y costumbres idénticas. Braga lleva su desconocimiento de nuestra historia y cuerpos legales hasta el punto de suponer que son portuguesismos en el Amadís las cortes del rey Lisuarte, los ricos-hombres y los hombres buenos, las doncellas en cabellos que se querellaban de sus forzadores y otras cosas por el estilo. Digo lo mismo de los supuestos portuguesismos de dicción que se han querido encontrar en la prosa de Montalvo. Todo libro portugués ó castellano de cualquier tiempo, y mucho más de los siglos XIV y XV, puede ser literalmente trasladado de la una lengua á la otra sin cambiar la mayor parte de las palabras ni alterar la colocación de ellas. Las dos únicas voces que Braga cita como portuguesas, entre la innumerable copia de ellas que dice que hay en el Amadís, se vuelven contra su tesis. Soledad, en el sentido de melancolía que se siente por la ausencia de una persona amada ó por el recuerdo del bien perdido, es palabra tan legítimamente castellana como es portuguesa saudade; se ha usado en todos tiempos, da nombre á un género especial de cantares andaluces, y nuestro Diccionario académico consigna esta voz como de uso corriente. Fucia, derivado del latino fiducia, es tan viejo en nuestra lengua como lo prueba el sabido refrán: «En fucia del conde, no mates al hombre».

No por estas fútiles presunciones, sino por motivos algo más hondos, aun sin contar con los indicios históricos y documentales, se siente inclinado el ánimo á buscar en el Oeste ó Noroeste de España la cuna de este libro. Domina en él un idealismo sentimental que tiene de gallego ó portugués mucho más que de castellano: la acción flota en una especie de atmósfera lírica que en los siglos XIII y XIV sólo existía allí. No todo es vago devaneo y contemplación apasionada en el Amadís, porque la gravedad peninsular imprime su huella en el libro, haciéndole mucho más casto, menos liviano y frívolo que sus modelos franceses; pero hay todavía mucho de enervante y muelle que contrasta con la férrea austeridad de las gestas castellanas. Todo es fantástico, los personajes y la geografía. El elemento épico-histórico no aparece por ninguna parte, lo cual sería muy extraño en un libro escrito originalmente en Castilla, donde la epopeya reinaba como soberana y lo había penetrado todo, desde la historia hasta la literatura didáctica.

Resumiré, para mayor claridad, esta prolija indagación sobre la historia externa del Amadís[342] en las siguientes conclusiones, que doy sólo como provisionales y sujetas á la rectificación que puedan traer los nuevos descubrimientos literarios:

[ccxxii]

1.ª. El Amadís es una imitación libérrima y general de las novelas del ciclo bretón, pero no de ninguna de ellas en particular, y mucho menos de la de Amadas et Idoine, que es de las que menos se parecen, á pesar del nombre del protagonista y de la coincidencia, acaso fortuita, de algunos detalles poco importantes. El Tristán y el Lanzarote parecen haber sido sus principales modelos.

2.ª. El Amadís existía ya antes de 1325, en que empezó á reinar Alfonso IV, que siendo infante había mandado hacer la corrección del episodio de Briolanja. Esta corrección hace suponer la existencia de otro texto más antiguo, que conjeturalmente puede llevarse hasta la época del rey de Portugal Alfonso III ó de nuestro rey de Castilla Alfonso el Sabio, en cuya corte estaban ya de moda los cantares de Cornualla.

3.ª. El autor de la recensión del Amadís, hecha en tiempo del rey D. Diniz, pudo muy bien ser, y aun es verosímil que fuese, el Juan Lobeira, miles, de quien tenemos poesías compuestas entre 1258 y 1286. Suya es, de todos modos, la canción de Leonoreta, inserta en el Amadís actual, y su apellido explica la atribución de la obra al Vasco y al Pedro de Lobeira, personajes muy posteriores[343].

4.ª. No tenemos dato alguno para afirmar en qué lengua estaba escrito el primitivo Amadís, pero es probable que hubiese varias versiones en portugués y en castellano, puesto que Montalvo no dice haber traducido, sino corregido, los tres primeros libros, únicos que aquí importan.

[ccxxiii]

5.ª El Amadís era conocido en Castilla desde el tiempo del Canciller Ayala, que probablemente lo había leído en su mocedad. Los poetas del Cancionero de Baena, aun los más antiguos, como Pero Ferrús, le citan con frecuencia. Este Amadís constaba de tres libros.

6.ª La tradición consignada por Azurara respecto de Vasco de Lobeira merece poco crédito, siendo anterior la obra, como sin duda lo es, á la época del rey D. Fernando, en que vivía el llamado Vasco.

7.ª Es leyenda vaga é insostenible la del manuscrito portugués de la casa de Aveiro.

8.ª La única forma literaria que poseemos del Amadís es el texto castellano de Garci Ordóñez de Montalvo, del cual no se conoce edición anterior á 1508 y que seguramente no fué terminado hasta después de 1492, puesto que en el prólogo se habla de la conquista de Granada como suceso reciente y que excita el entusiasmo del autor[344]. Á los tres libros del Amadís que desde antiguo se conocían añadió Garci Ordóñez de Montalvo el cuarto, que es probablemente de su invención.

Este proceso crítico, que no tendría interés tratándose de un libro vulgar, es en alto grado interesante por referirse á una obra tan capital como el Amadís, que es una de las grandes novelas del mundo, una de las que más influyeron en la literatura y en la vida. Y aun puede añadirse que en el orden cronológico es la primera novela moderna, el primer ejemplo de narración larga en prosa, concebida y ejecutada como tal, puesto que las del ciclo bretón son poemas traducidos en prosa, amplificados y degenerados. Son, por consiguiente, una derivación inmediata, una corruptela de los relatos épicos, cuya objetividad y fondo tradicional conservan, y por eso no aparecen aisladas, sino que se agrupan en vastos ciclos, y se entrelazan y sostienen unas á otras, formando todas [ccxxiv]juntas un mundo poético que no es creación particular de nadie, sino que surgió del contacto de dos razas, la céltica y la francesa. El caso del Amadís es muy distinto. Á pesar del número prodigioso de aventuras y de personajes, que forman á veces enmarañado laberinto, es patente la unidad orgánica, no en el sentido cíclico, sino en el de norma y ley interna que rige todos los accidentes de una fábula sabiamente combinada. El Amadís es obra de arte personal, y aun de raro y maduro artificio. Forma, como ha dicho Wolf, «un todo cerrado en sí y por sí mismo»; camina, aunque por largos rodeos, á un fin determinado y previsto, al cual concurren los personajes secundarios y los episodios que pudieran tenerse por indiferentes. Se ve que el autor dispone con toda libertad de la materia que va elaborando, sin sujetarse á ninguna tradición escrita ni oral, creando él propio su leyenda en fondo y forma é infundiendo en ella, no el sentir común, sino su propia y refinada sensibilidad; no el modo de ver impersonal y sencillo propio de la épica, sino su manera individual de contemplar el mundo.

Los poemas de la Tabla Redonda habían sido cantados antes de ser leídos; la forma prosaica es lo que marca el principio de su decadencia y el advenimiento de un nuevo estado social. El Amadís fué escrito de primera intención para la lectura, y cada vez me convenzo más de que sólo ha existido como libro en prosa. Esta prosa no es poética, como la de las crónicas cuando refunden textos épicos, sino muy retórica y pulida, y aunque pueda suponerse que el regidor de Medina del Campo dejó el estilo como nuevo al corregir los antiguos originales y trasladarlos en la elegante lengua clásica que se hablaba en la corte de la Reina Católica (porque aquel tipo de prosa no pertenece en verdad al siglo XIII ni al XIV), la refundición no pudo ser tal que quitase á la obra todo sabor arcaico y la desnaturalizase por completo. Esa sabrosa mezcla de ingenuidad y artificio, de candor primitivo y de afectación galante que hay en el Amadís actual, y no es el menor de sus encantos, debía existir ya, á lo menos en germen, en la obra original. Montalvo, que era un prosista de mucho talento, pudo exagerar la retórica del Amadís conforme al gusto de su tiempo, pero no inventarla por completo. La obra, tal como salió de sus manos, tiene el delicioso carácter de aquellas construcciones en que el ojival florido combinó su propia y graciosa decadencia con las menudísimas labores del arte plateresco. Yo, por mí, no deploro que el Amadís nos haya llegado sólo en esta forma.

Á pesar de lo mucho que el Amadís conserva de la literatura caballeresca anterior, puede decirse que con él empieza un nuevo género de caballerías. El ideal de la Tabla Redonda aparece allí refinado, purificado y ennoblecido. Sin el vértigo amoroso de Tristán, sin la adúltera pasión de Lanzarote, sin el equívoco misticismo de los héroes del Santo Graal, Amadís es el tipo del perfecto caballero, el espejo del valor y de la cortesía, el dechado de vasallos leales y de finos y constantes amadores, el escudo y amparo de los débiles y menesterosos, el brazo armado puesto al servicio del orden moral y de la justicia. Sus ligeras flaquezas le declaran humano, pero no empañan el resplandor de sus admirables virtudes. Es piadoso sin mogigatería, enamorado sin melindre, aunque un poco llorón, valiente sin crueldad ni jactancia, comedido y discreto siempre, fiel é inquebrantable en la amistad y en el amor. Á las cualidades de los personajes heroicos de gesta junta una ternura de corazón, una delicadeza de sentir, una condición afable y humana, que es rasgo enteramente moderno. Por eso su libro adquirió un valor didáctico y social tan grande: fué el doctrinal del cumplido caballero, la epopeya de la fidelidad amorosa, el código del honor que disciplinó á muchas generaciones; y aun[ccxxv] entendido más superficialmente y en lo que tiene de frívolo, fué para todo el siglo XVI el manual del buen tono, el oráculo de la elegante conversación, el repertorio de las buenas maneras y de los discursos galantes. Ni siquiera el Cortesano de Castiglione llegó á arrebatarle esta palma, precisamente porque el Amadís conservaba mucho del espíritu y de las costumbres de la Edad Media, no extinguidas aún en ninguna parte de Europa, mientras que los diálogos italianos estaban escritos para un círculo más culto y refinado, y por lo mismo más estrecho.

No todas eran ventajas, sin embargo, en el nuevo ideal caballeresco que el Amadís proponía á la admiración de las gentes. Por carecer la obra de toda base histórica, apenas entraban en ella los grandes intereses humanos, las grandes y serias realidades de la vida, ó sólo aparecían como envueltos en la penumbra de un sueño. El carácter de Amadís es noble y digno de admiración si se le considera en abstracto, pero sus empresas llevan el sello de lo quimérico, su actividad práctica se gasta las más veces inútilmente y deslumbra más que interesa. Sin que lleguemos á decir, con el crítico alemán antes citado, que «la caballería en Amadís es una forma hueca, abortada, sin principio vivo ni fin transcendental», no dudamos en calificarla de forma de decadencia, sobre todo si se la compara con lo que fué la caballería histórica en sus grandes momentos y con la representación grandiosa que de ella hicieron los cantores de gesta franceses y castellanos. Mientras la caballería era una realidad social, no hubo necesidad de idealizarla; por eso son tan realistas, tan candorosos y á veces tan prosaicos sus verdaderos poetas, en quienes lo sublime alterna con lo trivial. Cuando la institución empezó á descomponerse, no fué posible ya esta infantil simplicidad. La caballería se hizo cortesana, y los poetas se trocaron de juglares en trovadores; no cantaron ya para el auditorio de la plaza pública, sino para lisonjear á los príncipes y para entretener el ocio de las damas en los castillos y residencias señoriales. La llama épica se fué extinguiendo; el amor, que en las canciones heroicas no tenía importancia alguna, se convirtió en el principal motivo de las acciones de los héroes; el elemento femenino invadió el arte, y Europa no se cansó de oir durante tres siglos los infortunios amorosos de la reina Ginebra, de la reina Iseo y de otras ilustres adúlteras.

En el Amadís predomina también lo eterno femenino, y Oriana es personaje tanto ó más importante que Amadís. La pasión constante y noble de estos amantes no es de absoluta pureza moral[345] ni tal cosa puede esperarse de ningún libro de caballerías, [ccxxvi]conocida la sociedad que los engendró; pero lo más grave y lo que hizo sospechoso desde luego á los moralistas el Amadís con su innumerable progenie fué la falsa idealización de la mujer, convertida en ídolo deleznable de un culto sacrílego é imposible, la extravagante esclavitud amorosa, cierta afeminación que está en el ambiente del libro, á pesar de su castidad relativa. Profundamente inmoral es la historia de Tristán é Iseo; pero hay en ella una grandeza de pasión, una fatalidad sublime, que en el Amadís no se encuentra. En Amadís el amor aparece como reglamentado y morigerado de un modo didáctico y algo pedantesco. Es el centro de la vida, el inspirador de toda obra buena; pero á fuerza de querer remontarse á una esfera etérea, no sólo pierde de vista la realidad terrestre, sino que se expone á graves tropiezos y caídas; que también el espíritu tiene su peculiar concupiscencia, como la tiene la carne[346]. Pero en general es buena, es sana la tendencia moral del Amadís, y si en algo se conoce el origen español del autor es principalmente en esta especie de transformación y depuración ética que aplicó á las narraciones asaz livianas de sus predecesores. Aun las escenas más libres, como los amores de Perión de Gaula y Elisena, que dan principio á la obra y son antecedente necesario de ella, no reflejan una fantasía sensual, aunque estén presentadas casi sin velo, según la rústica simplicidad de aquellos tiempos. Y lo mismo puede decirse de la pintura del libertinaje de D. Galaor[347], personaje por otra parte tan bien dibujado como las dos figuras principales, y cuya ligereza é inconstancia, heredada de sus modelos bretones, forma tan ameno contraste con la devoción algo quimérica y empalagosa que el protagonista tributa á la señora Oriana, y que le hace decir á su escudero Gandalín: «Sábete que no tengo seso, ni corazón, ni esfuerzo, que todo es perdido cuando perdí la merced de mi señora; que della e no de mí me venía todo, e así ella lo ha llevado; e sabes que tanto valgo para me combatir cuanto un caballero muerto». (Lib. II, cap. III).

Este concepto del amor tampoco puede confundirse con el idealismo platónico y petrarquista, que es otra quimera mucho más sutil, nacida de doctrinas filosóficas sobre el bien y la hermosura, las cuales no estaban al alcance del que escribió el primer Amadís, aunque algo pudieran influir en la refundición de Montalvo[348]. El amor, tal [ccxxvii]como en la novela española se decanta, implica no sólo el reconocimiento de la belleza sensible, sino el deseo de poseerla, y ya hemos visto que Amadís y Oriana no descuidan la primera ocasión que tienen para ser el uno del otro. Es, por consiguiente, muy humano su amor; pero lejos de extinguirse con la posesión, crece y se agiganta é invade del todo el corazón enamorado. «E Amadis siempre preguntaba por su señora Oriana, que en ella eran todos sus deseos y cuidados, que aunque la tenía en su poder no le fallecia un solo punto del amor que siempre le hobo, antes agora mejor que nunca le fue sojuzgado su corazon, e con mas acatamiento entendia seguir su voluntad, de lo cual era causa que estos grandes amores que entrambos tovieron no fueron por accidente, como muchos hacen, que más presto que aman y desean aborrecen, mas fueron tan entrañables e sobre pensamiento tan honesto e conforme a buena conciencia, que siempre crecieron, asi como lo facen todas las cosas armadas e fundadas sobre la virtud; pero es al contrario lo que todos generalmente seguimos, que nuestros deseos son más al contentamiento e satisfacción de nuestras malas voluntades o apetitos que a lo que la bondad e razon nos obligan». Estas palabras son ya del libro cuarto (capítulo XLIX), escrito por Montalvo en tono más doctrinal que los anteriores y con notorio progreso en el concepto moral, pero con menos vida poética y menos lozanía de inspiración.

Así como el Amadís crea un nuevo tipo erótico, así también es nuevo, ó á lo menos transfigurado, el orden social que en el libro se representa. Los poemas de la Tabla Redonda habían sido esencialmente feudales, sin que el rey Artús fuese más que el primero entre sus pares. Lo habían sido también las gestas carolingias, que tantas veces exaltan y eligen por héroes á los vasallos rebeldes y poderosos. Nada de esto ha pasado al Amadís, escrito en tierra castellana ó portuguesa, donde el feudalismo en su puro concepto no arraigó nunca. Es un libro lleno de espíritu monárquico, en que la institución real aparece rodeada de todo poder y majestad, sirviendo de clave al edificio social, y en que los deberes del buen vasallo se inculcan con especial predilección. Amadís es fiel á su rey en próspera y en adversa fortuna, favorecido ó desdeñado. Hay evidente antítesis entre este organismo político, representado por el rey Lisuarte y sus sabios consejeros, y la caballería andante, cuya característica es la expansión loca de la fuerza individual. En este punto, como en otros, el Amadís marca la disolución del ideal caballeresco y el advenimiento de un estado nuevo, la monarquía del Renacimiento. Ya veremos con qué grandiosa utopía coronó Garci Ordóñez de Montalvo todo este edificio.

No cabe en estas páginas, ni cuadraría á nuestro propósito, un análisis, por somero que fuese, de la enorme materia novelesca contenida en el Amadís de Gaula, obra accesible á todo el mundo en tres reimpresiones modernas, y especialmente en la que D. Pascual Gayangos hizo en 1857 para la Biblioteca de Rivadeneyra. Pero no podemos menos de llamar la atención sobre algunos episodios capitales que atestiguan la fuerza creadora y el singular talento narrativo de su autor, á la vez que sirvieron de esquemas para todos los libros de caballerías posteriores.

En el Amadís, como en las grandes novelas de la Tabla Redonda y como en los poemas italianos de Boyardo y del Ariosto, hay una intrincada selva de aventuras que se cruzan unas con otras, se interrumpen y se reanudan conforme al capricho del narrador, manteniendo viva la curiosidad en medio de las más extraordinarias peripecias.[ccxxviii] Pero nuestro autor no pierde nunca el hilo de su cuento, y todos los innumerables personajes que introduce (más de trescientos) sirven como de triunfal cortejo al héroe, ya sean auxiliares y devotos suyos, como Galaor, Agrajes y Florestán, cuyas proezas, con ser grandes, quedan siempre eclipsadas por las del caballero de la Peña Pobre; ya sean descomedidos jayanes, como el príncipe del Lago Ferviente, ó malignos encantadores, como Arcalaus, que ponen á prueba continua el recio temple de su alma y amenazan sumergirle en el abismo de la desdicha; ya hermosas princesas y doncellas que le persiguen con su amor y quieren hacerle quebrantar la fe jurada; ya misteriosos seres que le otorgan sobrenatural protección, como la gran sabidora Urganda la Desconocida. Porque todos ellos, hadas, encantadores, caballeros, damas, gigantes y enanos, monstruos y endriagos, siguen el carro de Amadís, ó encadenados á él por la victoria ó sometidos al incontrastable poderío de su belleza, que era como la de un ángel, de su ingenuidad verdaderamente heroica y del alto y justiciero espíritu que movía su invencible brazo. Todo concurre, pues, á la glorificación de Amadís, y la unidad del pensamiento es tan evidente en medio de la riquísima variedad del contenido, que no sé cómo ha podido sostenerse que el Amadís era amplificación ó desarrollo de varios relatos poéticos que antes existían con independencia. Todo el libro puede decirse que está contenido en germen en el horóscopo de Urganda la Desconocida: «Dígote que aquel que hallaste en la mar, que será flor de los caballeros de su tiempo; éste hará estremecer los fuertes, éste comenzará todas las cosas e acabará a su honra, en que otros fallescieron; éste hará tales cosas que ninguno cuidaria que pudiesen ser comenzadas ni acabadas por cuerpo de hombre; éste hará los soberbios ser de buen talante; éste hará crueza de corazon contra aquellos que se lo merecieren; e aun más te digo, que éste será el caballero del mundo que más lealmente manterná amor e amará en tal lugar qual conviene a la su alta proeza; e sabe que viene de reyes de ambas partes. E cree firmemente que todo acaescerá como te lo digo».

El libro primero es el que presenta carácter más arcaico, y probablemente el que fué menos refundido por Montalvo. En él se contienen la novelesca historia del nacimiento de Amadís, arrojado al río en una arca embetunada, con una espada y un anillo, que había de servir para su reconocimiento (leyenda que inmediatamente aplicó Pedro del Corral al rey D. Pelayo en su Crónica Sarracina); la crianza de Amadís en casa del caballero Gandales de Escocia; el delicioso idilio de sus amores infantiles con la princesa Oriana, tratado con extraordinaria sobriedad y delicadeza; la ceremonia de armarse caballero, cuyo valor poético ha resistido aún á la parodia de Cervantes; las primeras empresas de Amadís; el reconocimiento por sus padres Perión y Elisena; el encantamiento de Amadís en el palacio de Arcalaus y la extraña manera como fué desencantado por dos sabias doncellas, discípulas de Urganda la Desconocida; el fiero combate entre los dos hermanos Amadís y Galaor, sin conocerse, inspirado evidentemente por el de Oliveros y Roldán en la isla del Ródano; las cortes que celebra en Londres el rey Lisuarte; la liberación de Amadís por Oriana y su voluntaria entrega amorosa; la reconquista del reino de Sobradisa y la aventura de Briolanja.

Hay en este libro más acción y menos razonamientos y arengas que en los otros. Se han notado reminiscencias, no solamente del ciclo bretón, sino del carolingio, además de la ya citada del Gerardo de Viena, en que parece verse el germen del paralelismo entre Amadís y Galaor, que hacen aquí el papel de Roldán y Oliveros. Las estratagemas[ccxxix] y artificios mágicos de Arcalaus recuerdan análogos pasajes de Maugis d'Aigremont y Renaud de Montauban. En las descripciones de combates se repiten los lugares comunes épicos: «De los escudos caian en tierra muchas rajas, e de los arneses muchas piezas, e los yelmos eran abollados e rotos; asi que la plaza donde lidiaban era tinta de sangre»... «El Doncel del Mar se firio con Galain, que delante venia, y encontrole tan fuertemente, que a él e al caballo derribó en tierra, e hobo la una pierna quebrada, e quebró la lanza e puso luego mano a su espada, e dejose correr a los otros como leon sañudo, faciendo maravillas, en dar golpes a todas partes». En suma, este primer libro, por donde quiera que se le mire, es el que se conserva más fiel á sus orígenes.

No se disminuye la fertilidad de invención en el segundo, de cuya masa harto compacta se destacan dos episodios de gran valor: la concepción fantástico-simbólica de los encantamientos y palacios de la Ínsula Firme y del arco de los leales amadores, y el retiro y penitencia de Beltenebrós en la Peña Pobre. Aquí el buen sentido de nuestro poeta, que á fuer de español no podía menos de ser algo realista aun en medio del romanticismo más desenfrenado, convierte en un pasajero acceso de melancolía lo que es frenético delirio amoroso en Tristán, Iwain y otros personajes de la Tabla Redonda.

Pero no obstante estas bellezas de pormenor, comienzan á sentirse en el segundo libro síntomas de cansancio. No era posible extender una fábula tan enorme sin caer en monotonía y repetir las situaciones. Como sabemos á priori que el héroe ha de triunfar siempre, vemos con cierta indiferencia sus estupendas victorias sobre «Famongomadán, el jayán del Lago Ferviente», y «Madanfabul su cuñado, el jayán de la Torre Bermeja», y «don Cuadragante, hermano del rey Abies de Irlanda», y «Lindoraque, hijo del gigante de la Montaña defendida», y otros caballeros y gigantes, de nombres igualmente revesados, todos los cuales hacen las mismas cosas y combaten de igual modo. Las cartas de Oriana son de una coquetería afectada, sin asomo de la cándida pasión que mostró al principio. Una peripecia desarrollada con cierto arte de composición, que sorprende en época tan ruda, cambia la situación de Amadís y da feliz remate á esta sección de la obra, presentándole bajo un nuevo aspecto. Dos envidiosos, Gandandel y Brocadán, logran enemistarle con el rey Lisuarte y hacerle caer de su gracia. La actitud del andante caballero y de sus parciales delante del rey recuerda nuestras gestas heroicas, y especialmente la de Bernardo del Carpio[349], con la capital diferencia [ccxxx]de que tanto Amadís como sus clientes, que pasaban de quinientos, no eran vasallos naturales del rey de la Gran Bretaña, sino auxiliares y paniaguados suyos, por lo cual al retirarse de Londres y embarcarse para la Ínsula Firme, verdadero dominio del héroe, no cumplen un acto de desnaturamiento feudal, sino que recobran su libertad de acción para buscar nuevas aventuras. «E no me puedo despedir de vasallo (dice Amadis) pues que lo nunca fui vuestro, ni de ningun otro, sino de Dios. Mas despídome de aquel gran deseo, que cuando vos plogo teníades de me facer honra y merced, y del gran amor que yo de lo servir e pagar tenía».

También el libro tercero carece de la variedad de incidentes y rapidez de acción que son timbre característico del primero. Hay quien supone que en este libro comienza ya la invención de Montalvo, fundándose en que la historia del nacimiento de Esplandián parece imaginada para justificar las Sergas que luego escribió el buen regidor de Medina. Esta historia es, á la verdad, muy extravagante, y ofrece síntomas de degeneración. La princesa Oriana, que había incurrido en desgracia de su padre por la súbita partida de Amadís, parió en secreto un niño «que tenía debajo de la teta derecha unas letras tan blancas como la nieve, e so la teta izquierda siete letras tan coloradas como brasas vivas; pero ni las unas ni las otras no supieron leer ni qué decian, porque las blancas eran de latin muy escuro e las coloradas en lenguaje griego muy cerrado». Esplandián fué amamantado por una leona, y criado luego por una hermana del ermitaño Nasciano, que le recogió. El nombre Nasciano está tomado del Santo Grial, lo cual parece signo de antigüedad, pero no tenemos inconveniente en creer que todo el episodio sea una interpolación del refundidor para preparar las aventuras de Esplandián; y hasta puede verse en él una reminiscencia clásica de la historia de Rómulo y Remo, más propia de un escritor del Renacimiento que de un cuentista del siglo XIV. Otras novedades dignas de consideración hay en este libro, ora fuesen imaginadas por el autor primitivo, ora por Montalvo, ganoso de dar más variedad é interés al argumento. El escenario de las hazañas de Amadís se agranda: no se encierran ya en los límites de las Islas Británicas y de la península de Armórica, sino que se dilatan por Alemania y Bohemia, por Italia y Grecia y las islas del Mediterráneo. Amadís triunfa del emperador de Roma, y es recibido triunfalmente en Constantinopla, pero no ya con su nombre propio, sino disfrazándose sucesivamente con los de «Caballero de las Sierpes», «Caballero de la Verde Espada» y «Caballero del Enano»; incógnito que no se rompe hasta que en el choque con la flota de los romanos que conducían para el tálamo de su emperador á la señora Oriana, lanzan los caballeros de la Ínsula Firme su acostumbrado grito de guerra y de victoria: «Gaula, Gaula, que aquí es Amadís».

El pasaje más interesante y romántico del tercer libro, y seguramente el mejor que toda la obra contiene en el orden de lo sobrenatural, maravilloso y fantástico, es la temerosa aventura á que dió cima el caballero de la Verde Espada en la Ínsula del Diablo, venciendo y matando al diabólico Endriago, nacido de incestuoso ayuntamiento del gigante Bandaguido con su hija. La descripción del monstruo, su horrible genealogía y la pintura del combate en que sucumbe son pasajes admirablemente escritos, en que la prosa castellana del siglo XV se ostenta con una fiereza y una potencia gráfica digna de los mejores escritores de la centuria siguiente. Los que no consideran á Garci Ordóñez de Montalvo más que como un retórico afectado pueden pasar la vista por el trozo siguiente:

[ccxxxi]

«Tenía (el Endriago) el cuerpo y el rostro cubierto de pelo, y encima habia conchas sobrepuestas tan fuertes que ninguna arma las podia pasar, e las piernas e los pies eran muy gruesos e recios, y encima de los hombros habia alas tan grandes que fasta los pies le cobrian, e no de peñas (plumas), mas de un cuero negro como la pez, luciente, velloso, tan fuerte que ningun arma las podia empecer, con las cuales se cobria como lo ficiese un hombre con un escudo, y debaxo de ellas le salian los brazos muy fuertes, asi como de leon, todos cobiertos con conchas más menudas que las del cuerpo, e las manos habia de hechura de aguila, con cinco dedos, e las uñas tan fuertes e tan grandes que en el mundo no podia ser cosa tan fuerte que entre ellas entrase que luego no fuese desfecha. Dientes tenía dos en cada una de las quixadas, tan fuertes y tan largos que de la boca un codo le salian, e los ojos grandes e redondos muy bermejos como brasas, asi que de muy lueñe siendo de noche eran vistos, e todas las gentes huian de él. Saltaba e corria tan ligero, que no habia venado que por pies le podiese escapar; comia y bebia pocas veces, e algunos tiempos ningunas, que no sentia en ello pena ninguna; toda su holganza era matar hombres e las otras animalias vivas, e cuando fallaba leones e osos que algo se le defendian, tornaba muy sañudo y echaba por sus narices un humo tan espantable, que semejaba llamas de fuego, e daba unas voces roncas espantosas de oir, asi que todas las cosas vivas huian ante él como la muerte; olia tan mal que no habia cosa que no emponzoñase. Era tan espantoso cuando sacudia las conchas unas con otras, e facia crujir los dientes e las alas, que no parecia sino que la tierra facia estremecer, tal era esta animalia, Endriago llamado, como os digo (dixo el maestro Elisabat). E aun mas vos digo, que la fuerza grande del pecado del gigante e de su fija causó que en él entrase el enemigo malo, que mucho en su fuerza e crueza acrecienta»[350].

La lucha de Amadís con este espantable vestiglo, símbolo del infierno y del pecado; la victoria del mismo héroe sobre el emperador de Occidente, símbolo del mayor poder en lo humano; la definitiva liberación y reconquista de Oriana, y el reposo de ambos amantes en la Ínsula Firme, debían de ser la magnífica coronación de la novela primitiva, que ya en tiempo de Pero Ferrús constaba de tres libros.

Pero Garci Ordóñez de Montalvo no creyó que la historia debía terminar aquí, y [ccxxxii]ora fuese porque él había creado (según toda apariencia) la figura del niño Esplandián, y quería dar razón de su destino, ora por atar varios cabos sueltos que en tan prolija narración quedaban, ora por el propósito didáctico y moralizador que muy á las claras regía su pluma, emprendió componer un libro cuarto, que, de acuerdo con la mayor parte de los críticos, creemos enteramente de su invención. El peculiar carácter de esta continuación lo expresa bien Francisco Delicado, corrector de la impresión de Venecia de 1533, en el epígrafe que la puso:

«En el qual libro cuarto os seran contadas cosas muy sabrosas de leer y entender con un orden muy maravilloso y muy deleitoso a los lectores, que con su dulce estilo los incitará a leerlo y tornarlo a leer. Enseña asimismo a los caballeros el verdadero arte de caballeria; a los mancebos a seguirla; a los ancianos a defenderla. Otrosi aqui encerrado el arte del derecho amor, la lealtad y cortesia que con las damas se ha de usar, las defensas y derechos que a las dueñas los caballeros les deben de razon, las fatigas y trabajos que por las doncellas se han de pasar; assi que cuanto los caballeros y hombres buenos, condes, duques, marqueses, reyes, soldanes y emperadores deben ser obligados a las mugeres, aqui, por enxemplo, el muy sabido componedor de la sobredicha historia lo enseña, el cual maravillosamente cada cosa en su lugar y tiempo contó. Y destas tales historias no se notan salvo el arte del componer y aplicar las semejantes cosas a las virtudes, que esto es lo que de aqui se ha de sacar; contiene a saber: tomar por enxemplo el modo, la virtud y bondad que de Amadis se cuenta, y de los otros muy valientes caballeros, para por aquel camino seguir; y si lo de los sobredichos no fué verdad, hacer cada uno que lo que él hiciere sea verdadero por dar ocasion a los cronistas que dél puedan escrebir el verdadero efeto, porque digo yo, a mi parecer, que la historia de Amadis puede ser apropiada a todo buen caballero... Porque el arte de la caballeria es muy alto, y el altisimo y soberano Señor la constituyó para que fuese guardada la justicia y la paz entre los hijos de los hombres, y para conservar la verdad, y dar a cada uno lo suyo con derecho. Asi que todos estos frutos sacarás de esta tan alta historia, la qual el Delicado, que fué corretor de la impresión, tanto le parecio divina como humana, por ser con tanta razon ordenada».

Después de tales encarecimientos, que no dejan de ser singulares en el autor de La Lozana Andaluza, no hay que insistir mucho en los defectos y las cualidades de este libro cuarto, que evidentemente huelga dentro del plan novelesco, pero que constituye un doctrinal de caballeros, el más perfecto y cumplido que puede imaginarse. Por primera vez aparece un personaje español en el libro: D. Brián de Monjaste, «hijo de Lidasán, rey de España». Montalvo, que no carecía de imaginación, como lo mostró después, hasta con exceso, en las Sergas de Esplandián, no abusa de ella en el libro cuarto, que es muy inferior bajo este respecto. La mayor parte de las aventuras son fastidiosa repetición de lugares comunes: las descripciones de combates interminables y pesadísimas. La manía oratoria del refundidor, que ya despuntaba en los libros anteriores, se desborda aquí sin traba ni freno en continuos razonamientos, arengas, embajadas y cartas mensajeras, plagadas de sentencias en que se ve el empeño de imitar á los historiadores y moralistas de la antigüedad. La acción es muy pobre, comparada con la vegetación riquísima que hemos contemplado hasta ahora. Puede decirse que se reduce á la guerra que Amadís y sus vasallos de la Ínsula Firme, ayudados por el rey[ccxxxiii] Perión de Gaula, sostienen contra el rey Lisuarte de Bretaña, aliado con el emperador de Roma. Amadís triunfa, como era natural, pero usa con tal moderación de la victoria, que hace detenerse á sus tropas en medio de ella, y se reconcilia con el rey Lisuarte, mediante la intervención del ermitaño Nasciano, que llega muy oportunamente para aclarar el secreto del nacimiento de Esplandián. Y como en la batalla había muerto el emperador romano, á quien Lisuarte, ignorando los amores de su hija, había prometido su mano, no queda obstáculo para que los dos amantes celebren sus bodas y sean declarados herederos del reino de Bretaña. Quizá uno de los motivos que el honrado regidor de Medina tuvo para añadir este epílogo fué el casar á Amadís y Oriana en haz y en paz de la Iglesia, cosa de que el autor primitivo, que vivía en la atmósfera medio pagana de las leyendas célticas, no se habría cuidado para nada. Y tan allá lleva su furor matrimonial, que de una vez, y en una sola misa, casa el ermitaño Nasciano á todos los personajes de la novela que no lo estaban, correspondiéndole á Galaor la mano de la reina Briolanja.

Pero temeroso sin duda de que este final, aunque tan honrado y de buen ejemplo, no pareciese demasiado pedestre y casero para finalizar un libro de caballerías, recurrió al elemento maravilloso, que no emplea en lo restante del libro, é hizo salir de la mar á Urganda la Desconocida, la reina de «la Ínsula non Fallada», para hacer armar caballero á Esplandián y anunciar en magnífica profecía sus destinos. Las circunstancias de esta aparición son tan peregrinas, que no podemos menos de llamar la atención sobre ellas, porque parecen la adivinación genial de un gran descubrimiento.

«Los reyes se juntaron para dar orden en los casamientos cómo se ficiesen con mucho placer, y se tornasen a sus tierras... Y estando juntos debaxo de unos arboles cabe las fuentes que ya oistes, oyeron grandes voces que las gentes daban de fuera de la huerta, e sonaba gran murmullo, e sabido qué cosa fuese, dixeronles que venía la más espantable cosa e más extraña por la mar de cuantas habian visto. Entonces los reyes demandaron sus caballos, e cabalgaron, e todos los otros caballeros, e fueron al puerto, e las reinas e todas las señoras se subieron a lo más alto de la torre, donde gran parte de la tierra y de la mar se parescia; e vieron venir un humo por el agua más negro e más espantable que nunca vieran. Todos estuvieron quedos fasta saber qué cosa fuese, e dende a poco rato que el fumo se comenzo a esparcir, vieron en medio dél una serpiente mucho mayor que la mayor nao ni fusta del mundo; e traia tan grandes alas que tomaban espacio de una echadura de arco, e la cola enroscada hacia arriba, muy más alta que una gran torre; e la cabeza, e la boca, e los dientes eran tan grandes, e los ojos tan espantables, que no habia persona que lo mirar osase; e de rato en rato echaba por las narices aquel muy negro humo, que fasta el cielo sobia, y desque se cubria todo daba los roncos e silbos tan fuertes e tan espantables, que no parescia sino que la mar se queria fundir. Echaba por la boca las gorgoradas del agua tan recio e tan lejos, que ninguna nave, por grande que fuese, a ella se podria llegar que no fuese anegada. Los reyes e caballeros, como quiera que muy esforzados fuesen, mirabanse unos a otros, e no sabian qué decir; que a cosa tan espantable e tan medrosa de ver no fallaban ni pensaban que resistencia alguna podria bastar, pero estuvieron quedos. La gran serpiente, como ya cerca llegase, dio por el agua al traves tres o cuatro vueltas, faciendo sus bravezas, e sacudiendo las alas tan recio, que más de media legua sonaba el crujir de las conchas... Pues estando asi todos[ccxxxiv] maravillados de tal cosa cual nunca oyeran ni vieran otra semejante, vieron cómo por el un costado de la serpiente echaron un batel cubierto todo de un paño de oro muy rico e una dueña en él, que a cada parte traia un doncel muy ricamente vestidos, e sofriase con los brazos sobre los hombros dellos, e dos enanos muy feos en extraña manera, con sendos remos, que el batel traian a tierra... En esto llegó el batel a la ribera, e como cerca fué, conoscieron ser la dueña Urganda la Desconocida, que ella tovo por bien de se les mostrar en su propia forma, lo cual pocas veces facia; antes se demostraba en figuras extrañas, cuándo muy vieja demasiado, cuándo muy niña, como en muchas partes desta historia se ha contado» (cap. XLII).

Todo lo que se refiere á la intervención de Urganda en estos últimos capítulos es de extraordinaria y poética belleza: sus vaticinios envuelven la más espléndida glorificación del linaje de Amadís; su voz solemne y venida de lo alto rasga el velo de lo futuro y da unidad á las aventuras cumplidas hasta entonces; paz y reposo á los caballeros que ya han cumplido su misión en el mundo; una nueva generación caballeresca se levanta; Amadís se convierte de paladín andante en monarca justiciero, y quien empuñe la ardiente espada será su hijo Esplandián, cuyo altos hechos han de oscurecer los de su padre. «Vosotros, reyes y caballeros que aqui estais, tornad a vuestras tierras, dad holganza a vuestros espiritus, descansen vuestros ánimos, dexad el prez de las armas, la fama de las honras a los que comienzan a subir en la muy alta rueda de la movible fortuna; contentaos con lo que della fasta aqui alcanzasteis, pues que más con vosotros que con otros algunos de vuestro tiempo le plogo tener queda e firme la su peligrosa rueda; e tú, Amadis de Gaula, que desde el dia que el rey Perion, tu padre, por ruego de tu señora Oriana, te fizo caballero, venciste muchos caballeros e fuertes e bravos gigantes, pasando con gran peligro de tu persona todos los tiempos fasta el dia de hoy, haciendo tremer las brutas y espantables animalias, habiendo gran pavor de la braveza de tu fuerte corazon, de aqui adelante da reposo a tus afanados miembros... e tú que fasta aqui solamente te ocupabas en ganar prez de tu sola persona, creyendo con aquello ser pagada la deuda a que obligado eres, agora te converná repartir tus pensamientos e cuidados en tantas e diversas partes, que por muchas veces querrias ser tornado en la vida primera, y que solamente te quedase el tu enano a quien mandar podiesses; toma ya vida nueva, con más cuidado de gobernar que de batallar como fasta aqui feciste; dexa las armas para aquel a quien las grandes vitorias son otorgadas de aquel alto Juez... que los tus grandes fechos de armas por el mundo tan sonados, muertos ante los suyos quedarán; ansi que por muchos que no saben será dicho que el hijo al padre mató, mas yo digo que no de aquella muerte natural a que todos obligados somos, salvo de aquella que, pasando sobre los otros mayores peligros, mayores angustias, gana tanta gloria que la de los pasados se olvide, e si alguna parte les dexa no gloria ni fama se puede decir, mas la sombra della» (capítulo LII).

Esta vida nueva, este ideal del perfecto «gobernante» que hace todo derecho, que acalla y pacifica toda contienda, que desarma á sus enemigos con la clemencia, que se levanta como árbitro entre príncipes y pueblos, que ciñe con la corona imperial de Roma las sienes de Arquisil, no por ser el más noble sino por ser el más honrado y virtuoso, es la nota más original que Garci Ordóñez de Montalvo puso en su continuación y es lo que la presta cierto interés para la historia de las ideas ético-políticas, mostrándole[ccxxxv] imbuido en el espíritu filantrópico de los pensadores del Renacimiento, que tiene en Erasmo y en Luis Vives su expresión más alta.

Transformado de esta manera el primitivo cuento de Amadís, enriquecido con los despojos de toda la literatura caballeresca anterior y con el fruto de una varia si no muy selecta cultura que en el aliño algo redundante y en la majestad periódica del estilo se manifiesta: novela de amor y de aventuras juntamente, y que recopilaba casi todos los temas poéticos que en los libros de la Tabla Redonda andan esparcidos; obra que por sus raíces arrancaba del fondo más oscuro de la Edad Media, y que por el desarrollo amplio y brillante era muy digna de abrir la época clásica, el Amadís del regidor Montalvo, único que para la posteridad existe, se levanta como una de las columnas de la prosa española en tiempo de los Reyes Católicos y comparte con la Celestina la gloria de haberla fijado en aquel momento supremo.

¿Y qué sabemos del elocuente é incansable narrador que en las llanuras de Castilla la Vieja dió forma definitiva al mejor de los libros caballerescos? Poco más que lo que consta en los principios de su obra y lo que él quiso decirnos por boca de Urganda la Desconocida en el cap. XCVIII de las Sergas de Esplandián, consignando algunos rasgos de su carácter que, salvo lo que dice de su ignorancia, bien desmentida en sus escritos, deben de ser muy aproximados á la verdad. «Yo he sabido (le dice la sabia y profética dueña) que eres un hombre simple, sin letras, sin ciencia, sino solamente de aquella que asi como tú los zafios labradores saben, y como quiera que cargo de regir a otros muchos y más buenos tengas, ni a ellos ni a ti lo sabes hacer, ni tampoco lo que a tu casa y hacienda conviene. Pues dime, hombre de mal recaudo, ¿cuál inspiracion te vino, pues que no sería del cielo, que dexando y olvidando las cosas necesarias en que los hombres cuerdos se ocupan, te quisiste entremeter y ocupar en una ociosidad tan excusada, no siendo tu juicio suficiente, enmendando una tan grande escriptura de tan altos emperadores, de tantos reyes y reinas, y dueñas y doncellas, y de tan famosos caballeros?»...

Esta confesión tan ingenua confirma lo que ya por los enormes volúmenes del Amadís y del Esplandián podría sospecharse; es decir, que en el regidor de Medina del Campo la imaginación novelesca era la facultad predominante, y que debió de tener bastante descuidado su oficio municipal y el regimiento de sus convecinos, embebido como estaba siempre en las dulces quimeras que inventaba ó hacía suyas por derecho de conquista. De otras palabras de Urganda, que no sabemos si se refieren al Esplandián sólo, sino también al Amadís, parece inferirse que escribía en edad muy madura y no la más propia para fábulas de amores, lo cual puede explicar la frecuencia é intemperancia de sus sentencias y digresiones morales. «¡Oh, loco! cuán vano ha sido tu pensamiento con creer que una cosa tan excelente que en muy gran numero de escripturas caber no podria, en tan breves y mal compuestas palabras lo pensaste dexar en memoria, no temiendo en ella ser tan contraria tu edad de semejantes autos como el agua del fuego y la fria nieve de la gran calentura del sol, que en una tan extraña cosa como ésta no pueden nin deben hablar sino aquellos en quien sus entrañas son casi quemadas y encendidas de aquella amorosa flama».

Sabemos también que era muy aficionado á la caza, ejercicio muy propio de un cronista de caballeros andantes y con el cual debía completarse su noble y poética ociosidad. En el cap. XCIX de las Sergas finge que en una de estas expediciones cinegéticas,[ccxxxvi] cerca del lugar de Castillejo, le aconteció caer en una cueva donde tuvo la visión que allí describe[351].

La historia póstuma del Amadís es tan curiosa é importante como el libro mismo; pocas obras del ingenio humano han tenido una posteridad tan larga, han influido tanto en literaturas distintas, han contado imitadores tan ilustres y han dado norma y tono al trato social por tanto tiempo. Á pesar de su enorme volumen, que hoy retrae á los lectores impacientes, pero que entonces era obstáculo menos grave, porque las obras de imaginación no eran numerosas y se leían muy despacio, procurando cada cual prolongar su placer, los cuatro libros de Amadís tuvieron en el siglo XVI más de veinte ediciones castellanas, que hoy existen ó de que se tiene segura noticia, y es de creer que hubiese otras, porque la más antigua no ha sido conocida hasta fecha muy reciente, y sabemos que fué grande la destrucción de estos libros cuando pasaron de moda, y se los miró con desprecio ó indiferencia[352]. Añádase á esto la masa enorme de las continuaciones, de que hablaremos después. Los descendientes de Amadís son legión: nadie se hartaba de leer las proezas de sus nietos, biznietos y tataranietos, y para orientarse la crítica en el laberinto de sus parentescos ha habido que construir árboles genealógicos, como si se tratase de una familia histórica. No faltaban aficionados delirantes, precursores de D. Quijote, que la tuviesen por tal, extremándose en esto los portugueses, tan encariñados con este libro que estimaban como suyo. D. Simón de Silveira juraba sobre un Misal que todo lo que se contenía en el Amadís era verdad. En su curioso Arte de Galantería refiere D. Francisco de Portugal la siguiente anécdota: «Vino un caballero muy principal para su casa, y halló a su muger, hijas y criadas llorando; sobresaltose y preguntóles muy congoxado si algun hijo o deudo se les havia muerto; respondieron ahogadas en lagrimas que no; replicó más confuso: pues ¿por qué llorais? Dixeronle: Señor, hase muerto Amadis»[353].

[ccxxxvii]

La poesía lírica de metro y sabor popular, y la cortesana y erudita se apoderaron simultáneamente del episodio de la Peña Pobre. Hay tres romances de la primera mitad del siglo XVI referentes á Beltenebrós (números 335, 336 y 337 del Romancero de Durán). En el Cancionero General de Amberes, 1557, se halla un canto en octavas reales sobre el mismo argumento, que acaso tenga relación con el Amadigi italiano de Bernardo Tasso. Entre los poemas que se perdieron de Hernando de Herrera menciona un Amadís Francisco de Rioja en la carta al Conde Duque de Olivares, que precede á las Rimas del patriarca de la escuela sevillana en la edición de 1619.

Amadís pisó muy pronto las tablas del teatro peninsular. Gil Vicente, el más poeta entre los dramaturgos de nuestros orígenes, fué el primero que comprendió que en los libros de caballerías había una brava mina que explotar, y se internó por ella abriendo este sendero, como otros varios, al teatro español definitivo, al teatro de Lope, y aun pudiéramos decir al de Calderón, que todavía trató algunos temas caballerescos como brillantes libretos de ópera. La tragicomedia de Amadís de Gaula, compuesta por Gil Vicente en lengua castellana, es una dramatización de los amores de Oriana, especialmente del episodio de la Peña Pobre, que parece haber sido el predilecto de todos los imitadores. Á fines del siglo XVI, Micer Andrés Rey de Artieda compuso otro drama de Amadís de Gaula, pero no queda más que su título, vagamente citado por los bibliógrafos valencianos. El Amadís, además de su éxito popular, fué obra altamente estimada por los más preclaros ingenios españoles de la áurea centuria. Es sabida, aunque no muy comprobada, la anécdota de D. Diego de Mendoza, que al ir á su embajada de Roma no llevaba más libros en su portamanteo que el Amadís y la Celestina[354]. Juan de Valdés, el más [ccxxxviii]agudo crítico del reinado de Carlos V, pone con su habitual severidad algunos reparos al estilo y á la fábula del Amadís; pero no sólo le tiene por el mejor de los libros de su clase, sino que asiente á la común opinión que daba á su autor la primacía «entre los que han escrito cosas de sus cabezas». Por eso mismo y porque el Amadís estaba universalmente considerado como texto de lengua, se dilata en su censura más que en la de ningún otro, y termina con estas palabras: «y vosotros, señores, pensad que aunque he dicho esto de Amadis, también digo tiene muchas y muy buenas cosas, y que es muy dino de ser leido de los que quieren aprender la lengua; pero entended que no todo lo que en él halláredes, lo habeis de tener y usar por bueno»[355].

Finalmente, y para no amontonar inútiles citas, baste por todas la de Cervantes, que no sólo le salvó de las llamas en el escrutinio de la librería del ingenioso hidalgo, como á único en su arte, aludiendo infinitas veces á él y á su protagonista, que Don Quijote llamaba «el norte, el lucero, el sol de los valientes y enamorados caballeros a quienes debemos imitar todos aquellos que debajo de la bandera del amor y de la caballería militamos», sino que parodió con benévola sonrisa algunas de sus principales escenas, dándoles la inmortalidad que el genio comunica á lo mismo que parece destruir.

Ningún héroe novelesco se ha impuesto á la admiración de las gentes con tanta brillantez y pujanza como se impuso el Amadís á la sociedad del siglo XVI. Hay que llegar á las novelas de Walter-Scott para encontrar un éxito semejante, á la vez literario y mundano, para el cual no hubo fronteras en Europa. Una breve excursión por los anales literarios nos convencerá de ello.

[ccxxxix]

Cuando tanto y con tanta razón se encarece la benéfica influencia del gusto italiano en nuestra literatura del siglo XVI, suele olvidarse demasiado la influencia recíproca, que en algunos géneros fué muy notable. Tal acontece con los libros de caballerías. Desde 1546 á 1594 fueron impresos y traducidos en Venecia, no sólo los cuatro libros primitivos del Amadís y el quinto de las Sergas de Esplandián, sino todas las continuaciones españolas, á las cuales se añadieron otras italianas hasta completar la respetable cifra de 23 volúmenes, de 25 si se añaden, como acostumbran algunos, las dos partes de Don Belianis, que en rigor no pertenecen á este ciclo. Todos estos volúmenes fueron reimpresos varias veces: algunos alcanzaron hasta diez ediciones, y el gusto público no los abandonó hasta muy entrado el siglo XVII. Cuando ya el género estaba enteramente muerto en España, todavía las prensas venecianas reproducían en 1625 la obra de Montalvo, en 1629 el Amadís de Grecia y el D. Silvis de la Selva, en 1630 el Lisuarte de Grecia.

Pero mucho antes de leerse en toscano la célebre novela española la manejaban los italianos en su lengua original, y de ello tenemos prueba gloriosa ó irrecusable. El divino Ludovico Ariosto, uno de los mayores poetas que en el mundo han sido, no se desdeñó de entretejer en la riquísima tela del Orlando Furioso algunos retazos del Amadís; debiendo advertirse que estas imitaciones se encuentran ya en los 40 primeros cantos del poema, impresos en Ferrara en 1516, ocho años después de la publicación del texto castellano, si admitimos como primera edición la de Zaragoza de 1508.

Estas imitaciones han sido señaladas y discutidas por el sagacísimo crítico italiano Pío Rajna en su libro sobre «las fuentes del Orlando Furioso»[356], que es uno de los monumentos de la erudición moderna. Entre estos vestigios del Amadís en el Orlando es evidente y seguro el de la aspra legge di Scozia en la historia de Ginebra (cantos IV y V), imitada por otra parte de un episodio de Tirante el Blanco, como veremos luego. «En aquella sazon era por ley establecido que cualquiera muger, por de estado grande e señorio que fuese, si en adulterio se hallaba, no se podia en ninguna guisa excusar la muerte, y esta tan cruel costumbre e pesima duró hasta la venida del muy virtuoso rey Artur». (Pág. 4, ed. Gayangos).

El Ariosto traduce casi á la letra estas palabras:

L'aspra legge di Scozia empia e severa,
Vuol ch' ogni donna e di ciascuna sorte
Ch' ad uom si giunga e non gli sia mogliera,
S' accusata ne viene, abbia la morte.

(IV, 59).

Para que todo sea complicación de fuentes españolas en este episodio, todavía hay otra del Grisel y Mirabella, de Juan de Flores, de que nos haremos cargo más adelante.

La locura de Orlando procede evidentemente de la de Tristán, pero también á título de analogía menciona Rajna el estado de desesperación á que Amadís queda reducido por la carta de Oriana, que creyéndole infiel le prohíbe verla. Amadís no se vuelve loco [ccxl]propiamente, pero el abandono de las armas, los lamentos á la margen de una fuente, son rasgos comunes á estas dos narraciones. Ya D. Quijote en Sierra Morena había relacionado ambos pasajes, dudando si imitaría «á Roldan en las locuras desaforadas que hizo ó á Amadis en las malencónicas».

La escena del canto 24, en que Zerbino recoge las armas que Orlando en su locura había sembrado por el suelo, y hace con ellas un trofeo que suspende de un pino, se parece mucho á lo que hizo D. Guilán con el escudo de que Amadís se había despojado para entregarse á vida penitente: «E cuando Guilan vio el escudo, hobo gran pesar, e descendiendo de su caballo, dixo que no era para estar asi el escudo del mejor caballero del mundo; e alzólo del suelo llorando de corazon, e pusolo en aquel brazo de aquel árbol, e dixonos que lo guardassemos en tanto que él buscaba a aquel cuyo era» (libro II, cap. V). Pero como este pasaje es imitado del Tristán, no puede decirse con seguridad á cuál de los dos libros recurrió el Ariosto.

Juntos el Tristán y el Amadís, puesto que el poeta italiano aprovecha circunstancias de uno y otro, explican el paso honroso que en un estrecho puente defiende Rodamonte después de la muerte de Isabella (canto 29). Otro paso igual defiende el caballero Gandalod contra D. Guilán que se encaminaba á la corte del rey Lisuarte (libro II, capítulo VII). «Y el agua era grande, e habia en él una puente de madera tan ancha como pudiese venir un caballero e ir otro». Finalmente, Rajna compara el papel de Urganda la Desconocida en el Amadís con el de Melisa en el Orlando Furioso, si bien puede explicarse por las relaciones comunes que ambas obras tienen con el ciclo bretón.

Un poeta inferior sin duda al Ariosto, pero que ocupa muy distinguido lugar entre los épicos y líricos italianos de segundo orden, Bernardo Tasso, á quien ha oscurecido en demasía la gloria de su hijo, emprendió en la corte española de Napóles convertir en poema épico toda la materia novelesca del Amadís, alentándole en tal propósito el príncipe de Salerno Ferrante Sanseverino, el virrey D. Pedro de Toledo, el Comendador Mayor de Alcántara D. Luis de Ávila y Zúñiga y otros grandes señores que eran ornamento de aquella sociedad italohispana. El Amadigi del Tasso, comenzado en Sorrento por los años de 1539 y no terminado hasta 1557 en la corte de Urbino, tuvo en expectación durante tan largo plazo al mundo literario, fué leído á trozos por su autor en los círculos más elegantes y sometido por él á la censura de los poetas y humanistas que en toda Italia pasaban por mejores jueces: Giraldi, Varchi, Ruscelli, Bartolomeo Cavalcanti, Muzio, Veniero, Mocenigo, Antonio Gallo y otros muchos. El autor se sometió á las correcciones con una docilidad rara en los de su oficio; volvió su obra al yunque varias veces, y cuando definitivamente la hizo salir de las prensas de Venecia en 1560[357], tuvo tan buena acogida que algunos críticos de aquel tiempo, como Sperone Speroni, llegaron á darle la palma sobre el Orlando mismo; enorme exageración que la posteridad ha reducido á sus justos límites, si bien reconociendo en Bernardo Tasso condiciones poéticas mucho mayores que en el Trissino, en Luis Alamanni y en otros autores de [ccxli]epopeyas tan celebrados entonces como olvidados hoy. El que al parecer no quedó muy satisfecho del Amadigi fué Felipe II, á quien el Tasso dedicó su poema, por consejo del Duque de Urbino, puesto que ni devolvió al poeta los bienes que se le habían confiscado en el reino de Nápoles cuando siguió en su defección á Sanseverino, ni siquiera se dió por entendido del ejemplar que recibiera por medio de su capitán general en Italia. Era el Rey Prudente más aficionado á otras artes que á la poesía, y no parece que se recreara mucho con la lectura de ficciones caballerescas. Además el Tasso había vacilado largo tiempo en cuanto á la dedicatoria, cambiándola al compás de las circunstancias políticas, puesto que al principio se la dirigía al todavía príncipe D. Felipe, después (1547) al rey de Francia Enrique II y, por último, en 1558 se la restituía á su primitivo dueño. Triste falta de sinceridad y de convicción de que la mayor parte de los poetas italianos del siglo XVI adolecen, y que solía ser pagada con el olvido ó con el desdén de los mismos príncipes á quienes adulaban. Bernardo Tasso, que había acompañado al Emperador en la jornada de Túnez, estuvo dos veces en España, en 1537 y 1539, y conocía perfectamente nuestra lengua. Trabajaba sobre el texto original de Montalvo, del cual había empezado por hacer una traducción en prosa para su uso. Al principio pensó imitar la unidad de acción de las epopeyas clásicas, y por este camino llegó á componer hasta diez cantos. Pero muy pronto se convenció, por la frialdad con que los oyeron sus amigos, de que tal regularidad era incompatible con el argumento, acabando de abrirle los ojos el notable escrito de Giraldi sobre las novelas y los poemas romancescos que apareció en 1544. Determinó, pues, afiliarse resueltamente en la escuela del Ariosto, y seguirle en el agradable desorden del relato, así como en el metro, ya que por fortuna suya el príncipe de Salerno y D. Luis de Ávila le habían disuadido de escribir su poema en verso suelto, con lo cual sería hoy tan ilegible como la Italia Liberata del Trissino.

El Amadigi de Bernardo Tasso es un poema en cien cantos, de unos quinientos á seiscientos versos cada uno. Comprende toda la materia de los cuatro libros del Amadís de Gaula español, terminando como él con la aparición de Urganda la Desconocida. Pero como el poema, aun siendo enorme, lo es mucho menos que la novela original, y además la narración poética no tolera tantos detalles como la prosaica, el poeta bergamasco abrevia muchas cosas y omite otras, aunque también pone de su cosecha algunas. Como si le pareciese todavía poco complicada la historia de los amores de Amadís y Oriana, añade otras dos parejas enamoradas, Alidoro y Mirinda y Floridante y Filidora. De este modo consiguió que su poema tuviese tres acciones, como el del Ariosto (sitio de París, locura y curación de Orlando, amores de Roger y Bradamanta), pero con la desventaja de ser las tres del mismo género y muy poco interesantes las dos que el Tasso inventó. En todo el poema se observa una irregularidad fría y calculada, que quiere simular el libre juego de la fantasía. La versificación es elegante, pero monótona, y lo mismo puede decirse del estilo, que es ampuloso, recargado de símiles y de lugares comunes. Son muchos los cantos que empiezan con una descripción del amanecer y terminan con otra de la noche. Al principio había pensado el Tasso que todos tuviesen este principio y este fin: ¡cien variaciones sobre el mismo tema! En conjunto, y aparte del mérito de algunos detalles y de la brillantez general, pero demasiado uniforme, de la ejecución, este compendio poético del Amadís se lee con más fatiga que el Amadís en prosa, y hace deplorar que su autor malgastase tanto tiempo y un talento poético nada vulgar en una obra tan inútil, la cual nosotros debemos agradecer, no obstante, como[ccxlii] homenaje prestado á la literatura española por un insigne poeta de la edad clásica italiana[358].

Si tal suerte logró el Amadís en Italia, donde las maravillas de Boyardo y del Ariosto tenían que hacer ruda competencia á cualquier invención forastera, mucho mayor debía ser, y fué en efecto, el triunfo del Amadís entre los franceses que, al trasladarle á su lengua, recobraban en cierta manera un género de invención poética cuyos primeros modelos les pertenecían, aunque ya comenzasen á olvidarlos. Fué menester que Francisco I, cautivo en Pavía, entretuviese los ocios de su prisión de Madrid con la lectura del libro de Garci Ordóñez de Montalvo—en la cual también se había recreado Carlos V[359],—para que al volver á Francia ordenase á Nicolás Herberay, señor des Essarts, la traducción al francés del Amadís de Gaula, al cual pronto siguieron casi todas las fabulosas crónicas de los descendientes de Amadís, escritas por Feliciano de Silva y otros, y trasladadas á la lengua de nuestros vecinos por el mismo Herberay, por Gil Boileau y otros traductores que más adelante citaremos. La serie primitiva de estos Amadises forma doce libros ó partes, publicadas desde 1540 á 1556, en espléndidos volúmenes en folio, con grabados en madera, edición lujosa y propia del público aristocrático al cual se dedicaba. Hubo reimpresiones más modestas, en las cuales, desde 1561, comenzaron á añadirse nuevos libros traducidos del español y del italiano, ó compuestos por imitadores franceses, hasta que la serie de Amadís quedó completa en 24 volúmenes, llevando los tres últimos la fecha de 1615.

Ya hemos dicho que Herberay procuró defender con malos argumentos el origen francés del Amadís, posición semejante á la que había de tomar nuestro P. Isla cuando tradujo el Gil Blas, restituyéndole, como él decía, á su lengua nativa. Erraban uno y [ccxliii]otro en la argumentación, pero acertaban en el fondo, puesto que el Amadís es imitación, no de uno, sino de muchos poemas franceses, y el Gil Blas imitación, no de una, sino de muchas novelas y comedias españolas. Precisamente por lo mucho que la caballería bretona tiene que reclamar en el Amadís, fué tan prodigioso el éxito de esta traducción de Herberay entre los cortesanos franceses y aun en la imaginación popular. Añádese á esto que Herberay era un traductor de notable mérito, aunque no muy escrupuloso y fiel, que aderezó la obra al gusto de los franceses, aligerando la parte moral y didáctica y reforzando la erótica, especialmente en el personaje de D. Galaor, ya tan francés de suyo. Trocado así el Amadís en obra más mundana y menos severa, no por eso perdió los caracteres de su estilo primitivo, y por ellos vino á influir notablemente en el desarrollo de la prosa francesa, entonces menos adelantada que la italiana y que la nuestra. Un crítico francés, más olvidado de lo que merece, dice sobre este punto lo siguiente:

«El numero del período, y aun la elección de las palabras, deben mucho á Herberay-des-Essarts, que acertó á reproducir en su traducción algo de la armonía pomposa que caracteriza á la lengua española. Se le podría llamar, sin mucha audacia, el Balzac de su tiempo[360]. La lengua francesa, á pesar de los esfuerzos aislados de algunos espíritus eminentes, carecía aún de nobleza. Des-Essarts fué el primero que imitó la marcha grave y periódica de la frase castellana. Intentó algunos cambios no siempre afortunados, pero en él principia el cuidado de la armonía en el estilo, y de una cierta solemnidad en el pensamiento y en la expresión: cualidades mezcladas de defectos, pero muy útiles entonces por ser precisamente las que nos faltaban...

«Un estilo más florido y más pomposo que el de Calvino y Felipe de Comines, abundancia en las expresiones, una elegancia á veces demasiado prolija, justifican en parte el inmenso éxito de que la traducción del Amadís gozó por tanto tiempo. Los sabios que comenzaban á reconciliarse con su lengua materna, miraron á d'Herberay como un legislador. Su obra penetró hasta en los conventos, según dice Brantôme. Los predicadores fulminaron contra ella mil anatemas... Aquellos amores, aquellos torneos, aquellos encantamientos hacían olvidar las cosas divinas, como si todos los espíritus estuviesen sujetos á los prestigios de algún encantador[361].

[ccxliv]

«Los cortesanos, los jóvenes, las mujeres se entregaban sin freno á la lectura del Amadís[362]».

Y no era leído solamente en la traducción. El estudio de la lengua española estaba tan de moda en Francia, que muchos preferían saborear directamente las bellezas del original. Miguel de Montaigne era de éstos. En el corto número de libros de su biblioteca[363] que han llegado á nuestros días (unos 76, según sus más recientes biógrafos) no figuran más que dos novelas, el Amadís en su texto castellano y una traducción italiana de la Cárcel de Amor de Diego de San Pedro. Una vez, por lo menos, se acuerda del Amadís en los Ensayos, citando la pomposa descripción de los palacios de Apollidon[364].

No es inverosímil, sino muy natural, que los Amadises influyesen en las novelas heroico-sentimentales del siglo XVII francés, como el Gran Ciro, la Clelia, la Casandra, que libros de caballerías son aunque se dé en ellos más importancia á las sutilezas de la galantería y á los refinamientos seudopsicológicos que al tropel de las aventuras. La novela española estaba tan presente en la memoria de todos, que el mismo Luis XIV indicó al poeta Quinault este asunto para un libreto de ópera, que puso en música el compositor Lully y fué representado en la Academia Real de Música el 15 de febrero de 1684 con éxito brillantísimo, sosteniéndose en el repertorio hasta mediados del siglo XVIII. Sirve de argumento á esta pieza, escrita con bastante ingenio y melodiosos versos, el doble amor del mágico Arcalaus y de su hermana Arcabona por Oriana y Amadís respectivamente, interviniendo en el desenlace Urganda la Desconocida. Hasta cinco parodias (una de ellas del célebre poeta cómico Regnard con el título de El Nacimiento de Amadís) atestiguan la popularidad que tuvo esta ópera.

Como la traducción de Herberay no podía menos de parecer anticuada y demasiado voluminosa para el gusto del siglo XVIII, fueron varios los que emprendieron la tarea de compendiarla y rejuvenecerla. De estos compendios el más antiguo es el de mademoisselle de Lubert (1750) en cuatro volúmenes, á los cuales añadió en 1751 otros dos que contienen las Sergas de Esplandián. Pero el más célebre es el del Conde de Tressan (1779), que desnaturalizó enteramente la obra, convirtiéndola en una novela galante y de salón, y afeminándola con todos los artificios de una sociedad caduca, frívola é insustancial. Todos los arreglos de la Bibliothèque universelle des Romans adolecen del mismo defecto, y en parte ninguna ha sido tan desconocida y falseada la poesía de la Edad Media como en esa curiosísima compilación de obras de pasatiempo, que tuvo, sin embargo, el mérito de renovar, aunque fuese desfigurándolas, una porción de narraciones antiguas, las cuales, despertando al principio un interés de curiosidad algo pueril, acabaron por ser materia de estudio serio.

[ccxlv]

Con esta misma renovación, poco formal, de los temas poéticos de los siglos medios, se enlaza el extenso poema de Creuzé de Lesser, poeta del primer Imperio, sobre la Caballería, dividido en tres partes, que juntas tienen cincuenta mil versos: Roldan, Los Caballeros de la Tabla Redonda y Amadís de Gaula. Esta última apareció en 1814, y todas yacen hoy en el más profundo olvido, á pesar de la facilidad demasiado fácil de la versificación y de cierta ironía mal imitada de Voltaire. Otro enorme poema de muy distinto carácter, puesto que está lleno de símbolos filosóficos y transcendentales y presenta encarnada en sus personajes una especie de teoría sobre las razas humanas, ha aparecido en 1887 con el título de Amadís, obra póstuma del Conde de Gobineau, diplomático y orientalista bien conocido por sus importantes estudios sobre la historia de Persia y sobre las religiones y las filosofías del Asia central. Conserva este autor los nombres de Amadís, de Oriana, de Briolanja, de Urganda, de Gaudalin, de Galaor, del rey Lisuarte, é imita, sobre todo en el primer libro, algunas de las aventuras, pero todo lo transforma ó interpreta conforme á sus meditaciones de filosofía de la historia. Así, por ejemplo, Amadís y Oriana son los tipos de la humanidad superior, de la raza aria. Tal es la última y bien inesperada manifestación francesa de la leyenda de Amadís.

Por Francia había pasado en el siglo XVI á las literaturas del Norte. La traducción alemana publicada en Francfort, y la holandesa, de la cual ya se cita edición de 1546, aunque la más completa es la de 1619 á 1624, están hechas sobre la francesa de Herberay y sus continuadores, y contienen (por lo menos la alemana de 1569 á 1595) los mismos 24 libros y por el mismo orden[365]. El Amadís encontró en Alemania el mismo éxito mundano que en Francia; fué el manual del buen tono, el repertorio de los cumplimientos, como decía Grimmelshausen. Todas las novelas heroicas del siglo XVII llevan su huella, hasta por antítesis, puesto que algunos de sus autores, movidos por respetables escrúpulos morales ó por una tendencia didáctica, hacen al Amadís cruda guerra y procuran sustituirle con fábulas más ejemplares. Así Buchholtz, Lohenstein y el mismo Grimmelshausen, autor de la única novela realista de aquel tiempo, el Simplicissimus, curiosa adaptación alemana de nuestros libros picarescos, en la historia de Proximus y Limpida lanza fiero anatema contra Amadís y todos los libros de caballería andantesca, tachándolos de corruptores de las costumbres y de escollo en que naufragaba la castidad á cada momento.

Pasó con el siglo XVII la moda de las novelas caballerescas y sentimentales en Alemania, que juntaban los dobles extravíos del gusto francés y del español. Y cuando á fines del siglo XVIII, la gran literatura alemana, que con razón llamamos clásica, pero que fué al propio tiempo prerromántica, volvió los ojos á las leyendas y temas poéticos de la Edad Media, fué Wieland el nuevo Ariosto risueño y malicioso de la renovada caballería, y su primer ensayo en este género, publicado en 1770, un Nuevo Amadís, seguido muy pronto de otro poema, Gandalín ó el amor por el amor. Gandalín es el nombre del escudero de Amadís, y en ambas obras se ve el reflejo del rifacimento poco honesto y serio del Conde de Tressan. Por lo demás, sus argumentos son enteramente [ccxlvi]diversos, y aunque domina en ambos poemas de Wieland una fantasía harto sensual, anuncian ya el delicioso talento que sobre otro relato caballeresco mal traducido en prosa francesa creó la amenísima fábula de Oberon.

Parecía natural que en Inglaterra, que durante todo el siglo XVI vivió en continuas relaciones, ya amistosas, ya hostiles, con España, y en que tanta influencia ejercieron algunos prosistas nuestros, como Fr. Antonio de Guevara; en Inglaterra, donde pasan la mayor parte de las escenas del Amadís, según recordaban con tanta fruición los caballeros castellanos que acompañaron á Felipe II á Inglaterra en 1554[1], fuese directo y[ccxlvii] no mediato el conocimiento de la obra de Garci Ordóñez de Montalvo, y sin embargo no sucedió así: en Inglaterra, como en todo el Norte, las traducciones francesas sirvieron de intermedio. The Treasurie of Amadis de Thomas Paynel (1568) está tomado de otro compendio que desde 1559 corría con el título de Trésor de tous les lirres d' Amadis de Gaule[366], en que el compilador había reunido con un fin retórico las epístolas, arengas y carteles de desafío que tanto abundan en este género de novelas. No gustó el epítome de Paynel, pero esto no fué obstáculo para que en 1589 Antonio Munday, traductor de otros libros de caballerías, emprendiese la versión de los cuatro libros de Amadís, conforme al texto de Herberay, si bien no aparecieron completos hasta 1619, á ruegos y expensas de una ilustre dama aficionada á estas lecturas. Tan larga dilación indica que los Amadises iban pasando de moda, y que no estaba lejano el tiempo de su completo abandono. Pero en el siglo XVIII tuvieron una especie de renacimiento erudito. Los ingleses, que se adelantaron á los españoles mismos en el estudio y comentario del Quijote, como lo prueba el excelente trabajo del Dr. Bowle, comprendieron la gran utilidad que estos libros podían prestar para la inteligencia de aquella fábula inmortal y se dieron á buscarlos con ahinco, pagándolos á subido precio. Hubo algo de bibliomanía en esto, pero el elegante compendio del Amadís que en 1803 dió á luz el laureado poeta Roberto Southey, uno de los corifeos de la escuela de los lagos, brotó de un impulso artístico serio y es acaso la mejor traducción del Amadís en ninguna lengua[367]. ¡Qué distancia del impertinente rifacimento del Conde de Tressan á esta hábil refundición, donde está conservado el color poético del original y el noble decoro de su estilo!

En todas estas literaturas, y en otras más peregrinas, penetró el Amadís, que tuvo hasta el honor, quizá no logrado por ninguna otra novela moderna, de pasar á la lengua de los profetas. En hebreo ó en rabínico estaba una traducción que Wolfio declara haber visto en la biblioteca de Oppenheimer[368].

La fortuna internacional del Amadís apenas tiene igual en los fastos de la novela, pero no ha de empezar á contarse desde el hipotético texto portugués, sino desde principios del siglo XVI, cuando la imprenta vulgarizó la que en gran parte, á lo menos, es creación de Montalvo. Durante el siglo XV fué enteramente ignorado fuera de España, y aun aquí apenas tuvo imitadores. En portugués no hay ningún libro de caballerías de esa centuria. En castellano, prescindiendo de la Crónica del rey D. Rodrigo, que por su especial carácter reservamos para las novelas históricas, sólo se citan otros dos que pueden llamarse originales, ambos inéditos y al parecer de poca importancia. Es el primero la Crónica del infante Adramón, llamado también el Príncipe Venturín y el Caballero de las Damas, y se conserva entre los manuscritos de la Biblioteca Nacional [ccxlviii]de París[369]. Las aventuras del protagonista tienen por principal teatro el reino de Polonia, á cuyo monarca se da el nombre portugués de D. Dionis, lo cual puede ser indicio de la patria del autor. Termina la acción en Roma, siendo proclamado el príncipe gonfalonier de la Iglesia.

Tampoco ha logrado los honores de la impresión, y probablemente no los merece, otra novela que forma parte de la colección de Salazar (biblioteca de nuestra Academia de la Historia): «el libro del virtuoso y esforzado cavallero Marsindo, hijo de Serpio Lucelio, principe de Constantinopla». Tiene trazas de ser fragmento de otra composición más larga, que comprendía las aventuras de Serpio, con las cuales se enlaza al principio, así como anuncia al final las del príncipe Paunicio, hijo de Marsindo, del cual al parecer había historia aparte: «e fizo tan extrañas cosas en armas, que ygualó a la bondad de su padre, y aqui non vos lo contamos como él las passó, porque en la su grande ystoria lo cuenta muy complidamente». Amador de los Ríos[370] da bastante razón de esta novela, cuyo asunto son las proezas que Marsindo (llamado así por haber nacido en el mar) ejecuta en África y en Constantinopla, venciendo todo lo que se le pone por delante. Al parecer hay en este libro imitaciones del Amadís, pero pueden proceder del texto impreso, porque no es muy seguro que el Marsindo ni el Adramón sean anteriores á los primeros años del siglo XVI, á juzgar por la letra de los códices en que han llegado á nosotros, y que quizá serían los únicos que de estas anónimas y oscuras historias se escribiesen.

Mucha más importancia tienen dos libros de caballerías catalanes, que indisputablemente son del siglo XV: famoso el uno en la literatura novelesca, Tirant lo Blanch; casi ignorado el otro, Curial y Güelfa, hasta que recientemente le ha dado á luz en primorosa edición la Real Academia de Buenas Letras de Barcelona con eruditas y oportunas observaciones de mi fraternal amigo y condiscípulo el profesor D. Antonio Rubió y Lluch[371].

Más que libro de caballerías propiamente dicho, el Curial es una novela erótico-sentimental, influida por modelos italianos, y especialmente por la Fiammeta de Boccaccio, de cuyas imitaciones españolas se tratará en el capítulo siguiente. La colocamos, sin [ccxlix]embargo, en este lugar porque conserva en mayor grado que las otras el espíritu caballeresco, principalmente en el libro segundo, que está lleno de descripciones de combates. Sobre la plena originalidad de esta obra pueden caber algunas dudas. Luis Vives, en un importante pasaje que ya hemos citado, enumera entre los libros de entretenimiento que corrían en Flandes, y cuya lectura reprueba, uno que llama Curias et Floreta. ¿Tendría que ver con el nuestro? Si hubiese sido español, estaría citado por Vives con los demás de nuestra literatura que menciona; es á saber, el Amadís, el Florisando, el Tirante, la Celestina y la Cárcel de Amor. Parece, pues, que se trataba de un texto francés. En el Curial ha notado su diligente editor inscripciones y divisas en lengua francesa, alusiones continuas á los libros de Tristán y Lanzarote, algunos que parecen galicismos, como armurers, mestre dostal, renarts burells y otros, y sobre todo un gran número de nombres y apellidos (históricos algunos) que son enteramente franceses.

Pero la influencia italiana es la que en el libro predomina, y se manifiesta de mil modos, ya en las frecuentes citas de Dante, de quien manejaba no sólo la Commedia, sino Il Convito y la Vita nuova, ya en el conocimiento que manifiesta de otras obras de aquella literatura, tan familiar entonces á los catalanes, dominadores de Sicilia y de Nápoles y émulos de las repúblicas marítimas en el comercio de Levante. Así recuerda, como cosa que debía estar presente en la memoria de todos sus lectores, la trágica historia de Guiscardo y Guismunda, que es la novela primera de la jornada IV del Decameron. El fondo mismo del Curial, la sencilla historia de amor que le sirve de principal argumento, tiene su origen directo en una colección de cuentos italianos, Il Novellino ó las Cento Novelle Antiche (núm. 61), «d' una novelle ch' avenne in Provenza alla corte del Po». Esta narración, como tantas otras, había pasado de Provenza á Italia, y de Italia volvió á Cataluña, rota ya la hermandad entre provenzales y catalanes, y olvidada la antigua literatura occitánica que había sido común á ambos pueblos. Aun los rasgos que más localizan el cuento y dan testimonio de su origen, la mención del Puig de Nostra Dona, y el primer verso de la canción del trovador Barbassieu, «Atressi cum l'olifans» (que quizá fué el fundamento de toda la leyenda), están tomados del texto italiano. La anécdota es ingeniosa y del género de otras que se leen en las biografías de los trovadores. Una dama, gravemente ofendida por la indiscreción de su caballero, le previene que no volverá á admitirle en su gracia hasta que cien varones, cien caballeros, cien damas y cien doncellas griten todos á una voz perdón, sin saber á quién se lo piden. El ladino caballero, que era de gran saber en el arte de trovar, inventa las palabras y la melodía de una canción alegórica, y va á cantarla en el gran concurso poético del Puis de Nostradame. Apenas había terminado su canción, en que empezaba por compararse con el elefante caído, que no se puede levantar si no se le anima con gritos y voces, todos los circunstantes pidieron perdón por él, y la altanera dama consintió en perdonarle[372].

El teatro de los amores de Curial y Güelfa es la corte de Monferrato (otro indicio de italianismo), pero se da á entender, aunque no está claro del todo[373], que el padre del [ccl]héroe era catalán, y en los episodios de la novela intervienen, llevándose la prez en justas y torneos de Francia é Italia, varios caballeros catalanes y aragoneses de apellidos muy ilustres: Dalmau de Oluge, Pons d'Orcan, Aznar de Atrosillo, Galcerán de Mediona, Pere de Moncada, Ramón Folch de Cardona. El autor ha querido, con justo entusiasmo, que la acción de su novela coincidiese con el momento más glorioso y solemne de la historia de la corona de Aragón, es decir, con el reinado de don Pedro III el Grande, que es su héroe predilecto, á quien llama «lo millor cavallero del mon sens tota falla», aludiendo repetidas veces á su bizarra aventura del palenque de Burdeos y comentando aquel célebre verso que le dedicó Dante en el cap. VII del Purgatorio:

D'ogni valor portò cinta la corda.

Aun en esta glorificación del gran rey vencedor de los franceses se revela también el asiduo lector de los autores italianos, y no de Dante sólo, sino de Boccaccio, que hizo á don Pedro héroe de una de sus más delicadas y gentiles narraciones.

Hay, pues, un elemento histórico ó indígena en el Curial, pero el caso no es único en las novelas españolas del siglo XV. Aparte de El Siervo Libre de Amor, de Juan Rodríguez del Padrón, donde hay tantas reminiscencias geográficas é históricas de Galicia, ahí está la Crónica Sarracina de Pedro del Corral, escrita antes de 1450, la cual, más que libro de caballerías, es una verdadera novela histórica, en que se amplifican y desarrollan todas las tradiciones y consejas relativas á la pérdida de España y á los reyes don Rodrigo y don Pelayo.

La impresión que el Curial deja es la de una obra forastera, refundida por un catalán, más bien que concebida originalmente en Cataluña. Acaso fuese en su origen una breve historia de amor, escrita en italiano, que al pasar á nuestra Península se enriqueció no solamente con las alusiones históricas, con los apellidos ya citados y con algunos nombres geográficos como Barcelona, La Roca, Solsona, sino con gran número de aventuras y razonamientos intercalados con poco arte de composición. Todo lo que se refiere á las andanzas de Curial en Grecia y África tiene este carácter, y lo tiene muy especialmente el curiosísimo intermedio clásico del sueño de Curial en el Monte Parnaso, donde Apolo y las Musas le eligen por juez para sentenciar sobre la veracidad de Homero en cuanto á la guerra de Troya. Curial no desprecia al poeta griego, pero como era de suponer da la palma á Dictis y Dares: «Homero ha escrit libre que entre los homens de sciencia man que sia tengut en gran estima: Ditis e Dares scriuiren la veritat e axi ho pronuncie». Toda esta disputa es un pedantesco alarde del autor para mostrarse muy leído en la Crónica de Guido de Columna, á quien alega varias veces, como también la compilación llamada Fiorita, que Armannino, juez de Bolonia, compuso en 1325: una especie de Eneida anovelada al gusto de la Edad Media. Parece haber manejado también las Metamorfoses de Ovidio, que cita al principio del libro tercero.

Milá y Fontanals, primer crítico que se fijó en el Curial, aunque muy de paso, reconoció en él aquella singular mezcla de gótico y renacimiento que se encuentra en muchas obras artísticas y literarias del siglo XV y principios del XVI[374]. Tanto por esta [ccli]mezcla, que para el gusto ecléctico y curioso de ahora no es desagradable, como por el interés que ofrece cualquier texto de lengua catalana, ya que son relativamente pocos los que han logrado salvarse del naufragio, merece el Curial, á pesar de la afectación y mal gusto de muchos trozos y del poco interés de la narración, la solicitud con que ha sido impreso y las investigaciones que se hagan sobre sus fuentes.

Pero no puede establecerse paridad alguna entre esta composición retórica y amanerada y la muy sabrosa, aunque demasiado larga y demasiado libre, historia valenciana de Tirant lo Blanch, que es uno de los mejores libros de caballerías que se han escrito en el mundo, para mí el primero de todos después del Amadís, aunque en género muy diverso.

El elogio que hace de él Cervantes en el escrutinio de la librería de D. Quijote nunca me ha parecido irónico, sino sincero, aunque expresado en forma humorística: «¡Valame Dios, dijo el cura dando una gran voz; que aqui está Tirante el Blanco! Dadmele aca, compadre, que hago cuenta que he hallado en él un tesoro de contento y una mina de pasatiempos. Aqui está D. Quirieleisón de Montalban, valeroso caballero, y su hermano Tomas de Montalban y el caballero Fonseca[375], con la batalla que el valiente de Tirante[376] hizo con el alano, y las agudezas de la doncella Placerdemivida y con los amores y embustes de la viuda Reposada, y la señora Emperatriz enamorada de Hipolito su escudero. Digovos verdad, señor compadre, que por su estilo es éste el mejor libro del mundo: aqui comen los caballeros y duermen, y mueren en sus camas, y hacen testamento antes de su muerte, con otras cosas de que todos los demas libros deste genero carecen. Con todo eso os digo que merecia el que lo compuso, pues no hizo tantas necedades de industria, que le echaran a galeras por todos los dias de su vida».

Cervantes señaló, entre burlas y veras, el carácter realista del Tirante, fijándose en detalles tales como la lucha del héroe con un perro, que es, en efecto, de lo menos caballeresco que puede imaginarse, aunque tiene precedente en la del rey Artús con un monstruoso gato; no olvidó la sensual pintura de los amores de la vieja emperatriz y del escudero Hipólito, ni las intrigas por todo extremo livianas y celestinescas en que intervienen la doncella Placer-de-mi-vida y la viuda Reposada: felicísimos nombres uno y otro, que acreditan la inventiva y buen humor de quien los discurrió. No se le pasó por alto el grotesco nombre de D. Quirieleisón de Montalbán, digno del repertorio de Rabelais, y tan empapado se muestra en el libro de Martorell, que ni siquiera omite la insignificante mención del caballero Fonseca, á quien se nombra una sola vez en toda la novela.

No puede negarse que el final del pasaje sea oscuro, y confieso que no me satisface [cclii]ninguna de las explicaciones que de él se han dado. Si hay errata, como se sospecha, podrá consistir en la adición del no, pues suprimiéndole, la frase hace sentido y puede interpretarse de esta suerte: «merecia el autor las galeras porque siendo hombre de buen ingenio le dio mal empleo, poniéndose de industria, es decir, de caso pensado, a escribir necedades». Por necedades entiende Cervantes las extravagancias caballerescas y eróticas del Tirante; que también hay necedad en los discretos. Muy duro parece el castigo de las galeras para tales pecados, pero la frase es humorística á todas luces. Y es lo cierto que las lozanías del Tirante pasan á veces de la raya, y explican la chistosa frase de Cervantes, la cual es á un tiempo elogio del ingenioso autor del libro y vituperio de las escenas lúbricas en que solía complacerse[377].

El «Libre del valeros e strenu caualler Tirant lo Blanch», impreso por primera vez en Valencia, 1490[378], tiene, á diferencia de otros muchos libros de caballerías, especialmente de los más antiguos, autor, ó por mejor decir autores conocidos, puesto que en el mismo consta que las tres primeras partes fueron escritas por el magnífico y virtuoso caballero Mossen Johanot Martorell, y que después de la muerte de éste, fué acabada la cuarta parte, á ruegos de la señora doña Isabel de Loris, por Mossen Marti Johan de Galba, que acaso fuera un notario, á juzgar por la forma curialesca en que redactó los testamentos de Tirante y la princesa Carmesina, á que alude Cervantes.

Sabemos además la fecha en que Martorell comenzó á escribir su libro: 2 de enero de 1460. Esta importante noticia consta al fin de la dedicatoria al infante D. Hernando de Portugal, la misma persona á quien hemos mencionado ya como una de las varias á quien se atribuyó sin fundamento el Amadís de Gaula. En su carta dice Martorell que «la historia y actos de Tirante estaban escritos en lengua inglesa, y que el infante le habia rogado que los trasladase al portugues, entendiendo que por haber residido Martorell algun tiempo en la isla de Inglaterra habia de serle más familiar aquella [ccliii]lengua que a otros. Por lo cual él, obedeciendo a este ruego o más bien mandato del señor a cuyo servicio estaba, se habia atrevido a traducir la obra no solamente de lengua inglesa en portuguesa sino de portuguesa en vulgar valenciana, para que la nacion de donde él era natural disfrutase de aquel beneficio». Y finalmente disculpa los defectos que puedan hallarse, con la oscuridad de la lengua inglesa, cuyos vocablos es difícil entender bien algunas veces.

Generalmente se ha hecho poco aprecio de estas declaraciones de Martorell, y como ni en inglés ni en portugués se encuentra rastro de tal libro, se ha creído que todo el prólogo era ficción pura, según la costumbre de los autores de libros de caballerías, que procuraban darles autoridad y crédito suponiéndolos traducidos de otras lenguas. Pero obsérvese que los que tal hacían afectaban, por lo común, trasladar sus libros de lenguas sabias ó muy remotas y peregrinas, como el griego, el hebreo, el caldeo y el húngaro, más bien que de las vulgares, y no recuerdo que ninguno de ellos quisiese autorizar su obra suponiéndola traída de una lengua tan de casa y tan familiar á los nuestros como era el portugués. Además, ¿qué objeto había de tener esta superchería, si el mismo Martorell es quien se reconoce autor de la versión portuguesa y de la valenciana, y así lo declara en un prólogo dirigido al infante de Portugal, en cuyo servicio estaba y que le había encargado la traducción? Si todo esto es invención, ¿qué podía ganar el libro con ello?

Para mí está fuera de duda que Juan Martorell, valenciano de nacimiento, pero residente en la corte de Portugal por los años de 1460, escribió primero en portugués y luego en su nativa lengua (que tratándose de aquel tiempo debe llamarse sin ambages catalana) el libro de Tirante el Blanco, y que Micer Juan de Galba tradujo del portugués la cuarta parte, que en tono y estilo no difiere de las demás ni es adición pegadiza, sino desenlace natural y complemento necesario de la fábula, por lo cual hay que desechar el pensamiento de que sea labor suya y no del mismo Martorell[379].

¿Pero será verdad lo que éste dice de un original inglés? Aquí la cuestión es mucho más problemática. No hay razón para negar el viaje de Martorell á Inglaterra, y leyendo atentamente su libro se notan indicios que nos persuaden que estuvo allí. En Inglaterra empieza la acción: las justas reales de aquel país y sus fiestas caballerescas están descritas con la minuciosidad de un testigo de vista; se cuenta muy á la larga el origen y estatutos de la Orden de la Jarretiera. Y prescindiendo, porque nada probarían, de las frecuentes imitaciones del ciclo bretón, y de la familiaridad que el autor muestra con los personajes más conocidos y vulgarizados de aquel ciclo, como el rey Artús, á quien hace intervenir en una aventura de que hablaré después, se encuentran en el Tirante otras narraciones que parecen tomadas de libros ingleses. La misma leyenda del dragón de Cos, más que aprendida en las playas del Mediterráneo, parece trasladada del libro fantástico de viajes de John de Mandeville[380]. La historia del conde Guillem de Varoychi, [ccliv]con que la obra comienza, es ni más ni menos que el antiguo poema de Guy de Warwycke, escrito al parecer por un trovero anglonormando en el siglo XII y traducido en verso inglés á principios del XIV. En él se narra cómo el conde, recién casado, se separó de su mujer para ir en peregrinación á Tierra Santa; cómo volvió, después de muchas aventuras, para arrojar de Inglaterra á los daneses, y cómo, finalmente, se hizo ermitaño[381].

Pero al lado de estas reminiscencias, cuyo número es ciertamente muy escaso, hay en el Tirante innumerables cosas que denuncian el origen catalán de su autor y que no han podido ser escritas más que por algún súbdito de la corona de Aragón. Gran parte del primer libro, es decir, el encuentro del joven Tirante con el caballero ermitaño, y las instrucciones que éste le da sobre el oficio y deberes de la caballería, está calcada, puede decirse que servilmente, sobre un tratado de Ramón Lull que conocemos ya, el Libre del orde de Cavaleyria. El tema principal de la novela, las empresas de Tirante en Grecia y Asia, sus triunfos sobre el Gran Turco y el Soldán de Egipto, su entrada triunfal en Constantinopla, sus amores y desposorio con la hija del Emperador griego, su elevación á la dignidad de César y heredero del Imperio, y hasta la muerte que le sorprende en medio de la alegría de sus bodas, si bien traída por causa natural y no por el hierro de la traición, dan al Tirante cierto sello de novela histórica, donde se reconoce, no muy desfigurada (dentro de los límites que separan siempre la verdad de la ficción), la heroica expedición de catalanes y aragoneses á Levante y el trágico destino de Roger de Flor. Ninguno de los personajes de la novela es español: á Tirante se le supone francés, ó por mejor decir bretón, pero antes de terminarse el libro primero abandona por completo las regiones del centro y norte de Europa y se pone al servicio del rey de Sicilia, es decir, de un príncipe de la dinastía catalana. Los intereses políticos que le preocupan son los que en nuestro litoral mediterráneo tenían que ser primordiales: el socorro de Rodas, heroicamente defendida por los caballeros de San Juan, la competencia mercantil con los genoveses, la aspiración al dominio de la vecina costa africana, el peligro de Constantinopla, el creciente poderío de los turcos.

La materia episódica del Tirante puede estar y en efecto está tomada de fuentes muy diversas. Ya hemos mencionado la bellísima fábula de la doncella convertida en serpiente, que no sabemos si es bizantina ó bretona de origen, puesto que se la encuentra lo mismo en el poema francés de Guinglain y en el italiano de Carduino que en la tradición oral de las islas del Archipiélago griego. Tal como la cuentan Martorell y Juan de Mandeville, en quien probablemente se inspiró nuestro autor, tiene todos los caracteres de un mito grecooriental. El dragón de la isla de Cos (Lango) era la hija del sabio Hipócrates, encantada en aquella forma y que no podía recobrar la suya propia hasta que un joven se dejase besar por ella. Espercio, uno de los personajes secundarios del Tirante, es el que lleva á cabo la aventura, haciéndose con ella dueño de la hermosura de la doncella y de los tesoros de la isla. Se ha conjeturado que en la aplicación de esta leyenda al famoso médico griego hay una reminiscencia del papel que representaba la serpiente en el culto de Esculapio.

Otras anécdotas hay en el Tirante, cuyo origen es fácil señalar: por ejemplo, la [cclv]estratagema de Zopiro, tomada, no de Herodoto, desconocido en la Edad Media, sino de cualquier compilador. Las fabulosas biografías do Virgilio y de Esopo le han prestado los dichos que pone en boca del filósofo á quien la princesa de Sicilia llama á su corte. Y aunque no se me alcanza de dónde pudo tomar el chistoso cuento del príncipe tonto D. Felipe de Francia, cuyos desaciertos y necedades va remediando con tanta habilidad Tirante, para hacerle grato á los ojos de su prometida, bien se ve que esta historia de burlas es una intercalación y que antes hubo de existir aislada. El que se fiara de la vieja traducción castellana ó de la francesa del Conde de Caylus podría creer que Martorell, además de los libros bretones, conocía el Amadís de Gaula, puesto que en aquellos dos textos se encuentra el nombre de Urganda la Desconocida, aplicado á una hermana del rey Artús. Pero en el texto catalán no hay semejante cosa: la hermana de Artús, que va en demanda suya á Constantinopla y le desencanta por medio de un rubí de mágica virtud, no es Urganda, sino el hada Morgana. La pasión de la Emperatriz por el escudero Hipólito tiene mucha semejanza con la de la Emperatriz Athenais y el joven Párides en un poema francés de la segunda mitad del siglo XII, el Éracles de Gautier de Arras[382], aunque el trovero francés es mucho más casto que nuestro novelista, que agotó en esta ocasión todos los recursos de su pincel voluptuoso.

Leído el Tirante con la atención que merece, salta á la vista que Juan Martorell conocía muchos libros de pasatiempo, de los cuales se valió para enriquecer y amenizar el suyo, pero que la concepción general le pertenece, tanto ó más que al autor del Amadís. Pudo encontrar en Inglaterra uno ó varios poemas que le diesen la primera idea del suyo, y quizá el nombre del héroe; acaso al principio se limitó á traducir ó arreglar, y por eso el primer libro tiene un carácter más caballeresco, sin mezcla de pormenores vulgares ni escenas deshonestas; es también el único en que intervienen gigantes ó á lo menos personajes muy agigantados, como D. Kirieleisón de Montalbán y su hermano: el único en que las aventuras de Tirante se parecen algo á las de cualquier otro paladín. Pero en seguida cambió de rumbo, acaso por haberse trasladado desde las brumas de Inglaterra á las risueñas costas de Portugal: la musa del realismo peninsular le dominó por completo, y los ejemplos venidos de Italia, especialmente el de Boccaccio, cuyos libros estaban entonces en su mayor auge, hicieron que este realismo no fuese siempre tan sano y comedido como debiera. De todos modos, el Tirant lo Blanch, escrito en una lengua mucho más próxima á la popular que el Curial y Güelfa, resultó uno de los libros más catalanes que existen, con cierta indefinible nota de gracia y ligereza valenciana que le da un puesto aparte entre los prosistas de aquella literatura, como á Jaime Roig entre los poetas.

[cclvi]

No ha faltado algún excelente critico[383] que considerase el Tirante como una parodia deliberada de los libros de caballerías, que en todo caso sería más parecida á la de Merlín Cocaio ó á la de Rabelais, que á la fina ironía del Ariosto ó á la grande y humana sátira de Cervantes. No faltan en aquella novela episodios que superficialmente considerados pudieran hacer verosímil esta opinión: desafíos tan ridículos como el de Tirante con el caballero francés Villermes, batiéndose los dos adversarios en paños menores con escudos de papel y guirnaldas de flores en la cabeza; bufonadas en que sacrílegamente se mezcla lo humano con lo divino (por ejemplo, el rezo de la Emperatriz en el capítulo CCXLV): un regocijo sensual bastante grosero y lo más contrario que puede haber al ideal caballeresco. Todo esto es verdad, y no obstante, considerado el Tirante en su integridad, no puede dudarse que fué escrito en serio, y que las empresas guerreras del héroe son las más serias que en ningún libro de esta clase pueden encontrarse. Lo son por su finalidad alta é histórica, y lo son por los medios muy racionales que el héroe emplea para llevar á cabo sus victorias y conquistas. No es un aventurero andante que consume su actividad en delirios y vanas quimeras, como la mayor parte de los paladines de Bretaña y sus imitadores, sino un hábil capitán, un príncipe prudente que pone su espada y su consejo al servicio de la cristiandad amenazada por los turcos. Las artes con que triunfa de ellos no deben nada al sobrenatural auxilio de magas y encantadores; vence, sí, y desbarata con fuerzas pequeñas innumerables ejércitos; pero esta hipérbole ha sido permitida siempre á los narradores épicos, y no podía menos de serlo cuando no se abstenían de ella los más graves historiadores.

No es el Tirante una parodia, sino un libro de caballerías de especie nueva, escrito por un hombre sensato, pero de espíritu burgués y algo prosaico, que no huye sistemáticamente del ideal, pero lo comprende á su manera. No sólo modifica el sentido del heroísmo, y en esto merece alabanza, sino que cambia radicalmente el concepto del amor, y aquí resbala de lleno en la más baja especie de sensualismo. También él ha querido hacer de Tirante y Carmesina una pareja modelo de leales enamorados, pero las situaciones en que los coloca no son más que un pretexto para cuadros lascivos. Mucho más honesta es Oriana, rindiéndose la primera vez que se encuentra á merced de su amador en el bosque, que la refinada princesa de Constantinopla, que se complace en excitar brutalmente sus sentidos en repetidas entrevistas, y no cede del todo hasta la última parte del libro. Hay en todo esto una especie de molinosismo erótico sobremanera repugnante. Nada diremos de la senil pasión de la Emperatriz, que tan caro paga al joven Hipólito su complacencia amorosa, ni de la consumada maestría que en las artes del lenocinio muestran las doncellas Estefanía y Placerdemivida, que más bien que en palacios imperiales parecen educadas en la zahúrda de la madre Celestina. Adviértase que Martorell describe todas estas escenas sin correctivo alguno, antes bien con especial fruición, y las corona escandalosamente con el triunfo de Hipólito, elevado nada menos que al trono imperial de Constantinopla por el desaforado capricho de una vieja loca.

Si todo esto indica la depravación de la fantasía del autor (la cual contrasta por otra parte con el tono grave y doctrinal de los razonamientos de que su libro está plagado), otras cosas de distinto género prueban en él la obsesión de la vida común, el amor al detalle concreto y preciso, el instinto que le llevaba á copiar la realidad, fuese ó no poética. Tirante saltando por una ventana de la habitación de Carmesina se rompe una pierna; accidente muy natural, pero que ningún otro autor de este género de historias hubiese atribuido á un héroe suyo, ni menos hubiese insistido tanto en los detalles de la curación. La enfermedad de que muere es una prosaica pulmonía, y como ya notó Cervantes, hace en toda regla su testamento. Por lo demás, el final de la historia es tierno y patético. Tirante, cayendo herido por la muerte cuando se ve á las puertas de la dicha mundana, y Carmesina expirando de dolor, abrazada al cadáver de su esposo, pertenecen[cclvii] á la esfera ideal del arte y recuerdan el sublime desenlace de los amores de Tristán é Iseo.

El Tirante, aunque tan ingenioso y tan cargado de picantes especias, no parece haber tenido muchos lectores en España. Casi nadie le cita, fuera de Cervantes, cuyo voto vale por todos. En su lengua original tuvo dos ediciones, ambas dentro del siglo XV; en castellano una sola, la de Valladolid de 1511. Las tres se cuentan entre los libros más raros del mundo. De la versión castellana proceden la italiana de Lelio di Manfredi, hecha por los años de 1514 á 1519, aunque no salió de las prensas de Venecia hasta 1538, y el galante rifacimento francés del Conde de Caylus (1737?), que vale un poco más que el compendio del Amadís hecho por el Conde de Tressan[384].

Pero el original catalán del Tirante había penetrado en Italia antes que estuviese traducido en ninguna lengua. Ya en 1500 lo leía Isabel de Este, marquesa de Mantua, y un año después comenzaba á traducirlo, á instancia suya, Niccolo da Correggio[385]. Extraño libro parece el desvergonzadísimo Tirante para entretener los ocios de una princesa honesta y sabia; pero las costumbres de las cortes italianas lo autorizaban todo, y después de Boccaccio, á quien todo el mundo respetaba como un clásico, no había que escandalizarse de nada. La novela valenciana fué conocida y utilizada también por los dos grandes poetas de la escuela de Ferrara. Mateo Boyardo parece haber tomado de allí la leyenda del dragón de Cos, atribuyéndola al paladín Brandimarte en los cantos 25 y 26 del Orlando Innamorato (refundición del Berni). En cuanto al Ariosto, ya apuntó Dunlop, y ha confirmado Rajna[386], que el núcleo del episodio de Ariodante y Ginebra (canto V del Orlando Furioso), tan importante en sí mismo, y además por haber sido el germen de una novela de Bandello, de la cual tomó Shakespeare el argumento de su comedia Much ado about nothing, está en los embustes de la viuda Reposada, que ardiendo en liviano amor por Tirante y deseando alejarle de los brazos de la princesa Carmesina, urde contra ésta una monstruosa intriga, haciendo creer al caballero que su dama le era infiel con un negro feísimo, hortelano de palacio, con cuyas vestiduras y máscara hace disfrazar á una de las doncellas de la princesa. La mayor alteración que el Ariosto introdujo en el relato, sin duda por el espíritu de galantería, que rara vez le abandona, consistió en hacer recaer la parte odiosa de la estratagema, no en una mujer, sino en un hombre, Polinesso, el rival de Ariodante. Conjetura también Rajna que la industria de que se vale un marinero, en el Tirante, para abrasar la nave capitana de los genoveses, que sitiaban á Rodas como auxiliares de los sarracenos, dió al poeta la idea del artificio de que Orlando se vale para arrastrar á la playa por medio de una gruesa cuerda el monstruoso cetáceo que guardaba á Olimpia (canto XI).

Á pesar de haber tenido tales imitadores, Tirante el Blanco quedó sporádico y cayó muy pronto en olvido. Quizá su realismo demasiado prematuro para un libro de caballerías, aunque ya hubiese penetrado en otros géneros, le hizo poco grato á los lectores habituales de esta clase de obras. Acaso también su desenfrenada licencia en las pinturas eróticas fué obstáculo para que siguiera circulando, aunque la Inquisición no le puso nunca en sus índices. Pero antes de la mitad del siglo XVI ya la imprenta española había ido moderando mucho el verdor y lozanía de sus abriles y habían desaparecido del comercio vulgar las Tebaidas, las Serafinas y los Cancioneros de burlas. Aun la misma traducción de las Cien novelas de Boccaccio no se reimprimió después de 1543.

[cclviii]

En cambio el Amadís proseguía su carrera triunfal en España y en Europa, y á su buena sombra comenzaban á medrar una porción de descendientes suyos, que tenían más de bastardos que de legítimos. Así nació el ciclo de Amadís, ciclo enteramente artificial, sin lazo íntimo ni principio orgánico; sarta de continuaciones inútiles y fastidiosas, cada vez más extravagantes en nombres, personajes y acontecimientos, pero con una extravagancia fría y sin arte, que ni siquiera arguye riqueza de invención, puesto que todos estos libros se parecen mortalmente unos á otros. Nacieron de un capricho de la moda, alimentaron una curiosidad frívola, que pedía sin cesar aventuras más imposibles y descomunales, y se convirtieron en una industria y granjería literaria. Fueron acaso los primeros libros que dieron de comer y aun de cenar á sus autores. Su éxito puede compararse con el de las novelas de folletín á mediados del siglo XIX.

La mejor ó la menos mala de estas secuelas del Amadís es la primera, compuesta por Garci Ordóñez de Montalvo con el título de las Sergas dé Esplandián (del griego [Greek: ernk], hechos). Fingió el regidor de Medina que este libro (el cual en la serie de los Amadises es el quinto) había sido compuesto en lengua griega por el maestro Elisabad, que en esta historia aparece con el triple carácter de clérigo de misa, cirujano y cronista; aquel bellacón del maestro Elisabad, sobre cuyo supuesto amancebamiento con la reina Madasima armaron tan brava pendencia en Sierra Morena Cardenio y Don Quijote. El cura del escrutinio de Cervantes no anduvo muy blando con el Esplandián, puesto que es el primero que condena á las llamas, sin que le valiera al hijo la bondad del padre. Rigor acaso excesivo si se compara no sólo con el hiperbólico elogio que allí mismo se hace del Palmerín de Inglaterra (obra de algún mérito al cabo), sino con la relativa misericordia que se otorga al disparatadísimo Don Belianis de Grecia.

Al cabo el Esplandián salió de la misma cantera que el cuarto libro de Amadís, y no podía menos de conservar algún rastro de tan buen origen. En el estilo no me parece tan inferior, como en el plan, que es desordenado, incoherente y confuso. Hay mucha riqueza de aventuras; pero denotan la imaginación ya cansada de un viejo, que se plagia á sí mismo y continúa explotando el fondo poético que acumuló en mejores días. El mayor defecto del Esplandián es venir después del Amadís, y suscitar á cada momento el recuerdo de la obra primitiva. Fué una idea infeliz presentar al hijo como vencedor del padre. Siendo Amadís el tipo del perfecto é invencible caballero no podía tener rivales, cuanto menos vencedores, aun dentro de su propia familia. Todo lo que hemos visto en la primera obra se reproduce en la segunda, siempre con menos brillo. Las apariciones de Urganda la Desconocida en la fusta de la Gran Serpiente se repiten hasta la saciedad, y ninguna hace el efecto que la primera. La mayor parte de las aventuras tienen por teatro Grecia y Asia. Se conoce que Montalvo había leído el Tirante, y hasta cierto punto le imita, huyendo de sus deshonestidades. Los amores del héroe con la princesa Leonorina, hija del Emperador de Constantinopla, no trasponen los límites del recato, y la intervención de la doncella Carmelia en nada participa del carácter rufianesco que tiene la desenvuelta y libidinosa Placerdemivida. Hay[cclix] algunos episodios ingeniosos, como el del ejército de grifos, que combate por los aires en ayuda de Calafia, reina de las Amazonas; fábula de origen clásico. En resumen, el Esplandián debe ser tenido por una novela mediana, pero no de las peores y más monstruosas en su género, y es sin duda de las mejor escritas. Fué también de las más leídas. La primera edición de que se tiene noticia cierta es la de Sevilla, 1510, dos años después de la que pasa por primera del Amadís. Nueve veces, por lo menos, fué reimpresa en aquel siglo, y modernamente la ha reproducido el Sr. Gayangos á continuación del Amadís. Con él figura en todas las antiguas traducciones hechas en francés, italiano y alemán, y en el compendio de mademoiselle de Lubert[387].

Sin duda Montalvo pensaba continuar indefinidamente su historia, puesto que no se decide á matar á Amadís, ni á Galaor, ni á Esplandián, ni á ninguno de sus héroes predilectos, sino que los deja encantados en la Tumba Firme y envueltos en una especie de sueño letárgico, hasta que un caballero de su progenie venga á libertarlos. Al mismo tiempo anunció cierto «libro muy gracioso y muy alto en toda orden de caballeria, que escribió un muy sabio en todos los paises del mundo», donde había de tratarse de las proezas de Talanque, Maneli el Mesurado, Garinter y otros caballeros de poco nombre.

Pero Montalvo no llegó á escribir, ó por lo menos á imprimir nada de esto, acaso porque se le adelantó un autor andaluz, de quien sólo sabemos que se llamaba Páez de Ribera, publicando en Salamanca el año de 1510 (lo cual prueba que tiene que ser anterior á aquel año la primera edición del Esplandián) un Sexto libro de Amadís de Gaula, «en que se recuentan los grandes e hazañosos fechos del muy valiente e esforçado cauallero Florisando, principe de Cantaria, su sobrino, fijo del rey Don Florestan». El nuevo cronista tiraba nada menos que á desacreditar el Esplandián, como libro vano y mentiroso, «reprobando el antiguo e falso decir que por las encantaciones e arte de Urganda fuessen encantados el rey Amadis, e sus hermanos, e su fijo el emperador Esplandián, e sus mujeres». Quizá por esta impertinencia, que venía á introducir confusión en tan verídica historia, el Don Florisando, especie de aventurero introducido de contrabando en la familia de los Amadises, no gustó; sólo fué impreso dos veces, y no alcanzó los honores de ser citado en el Quijote. Al francés no se tradujo, pero sí al toscano, de donde nuestro autor decía haberle tomado[388].

El que en la colección de Herberay des Essarts hace veces de libro sexto es el que en España llamamos séptimo, ó sea el Lisuarte de Grecia (Sevilla, 1514), que además de los hechos de este hijo de Esplandián y nieto de Amadís, contiene también los de su tío Perión de Gaula y sus amores con la infanta Gricileria, hija del emperador de Trapisonda. Este libro se enlaza directamente con el Esplandián, prescindiendo del intruso [cclx]Don Florisando. Lisuarte es quien realiza el desencanto de Amadís y todos los personajes de su familia, los cuales vuelven á correr nuevas y cada vez más desatinadas aventuras. Pero, en cambio, Lisuarte y Perión quedan encantados al fin del libro, y sin desenlazarse ninguna de las historias pendientes, empieza á fraguarse otra, la del niño Amadís de Grecia, hijo de Lisuarte, á quien roban unos corsarios negros.

No se sabe á ciencia cierta el nombre del autor de esta rapsodia, que tuvo la osadía de dedicarla al insigne arzobispo de Sevilla Fr. Diego de Deza, para «pasar algun tiempo y trabajo de su mucho estudio»; lo cual indica que todavía los varones más respetables no miraban con ceño esta clase de libros, que tanto reprobaron más adelante. Algunos le han atribuido á Feliciano de Silva, pero en 1514 no debía de tener edad para escribir tales historias, pues la más antigua de las que se conocen suyas es de 1532. Las palabras del corrector del libro noveno de Amadís, afirmando que había salido de la misma pluma que el séptimo, deben entenderse no de Feliciano de Silva, que se daba por mero traductor, sino del fabuloso autor griego, que en ambos se suponía ser «el gran sabio de las Mágicas, Alquife», marido de Urganda la Desconocida, que moraba en la ínsula de los Gimios.

Como la manía de proseguir y amplificar sin término cualquier novela era todavía más desenfrenada en Francia y en Italia que en España, Herberay des Essarts no se contentó con traducir este primer Lisuarte, sino que le añadió una continuación con las hazañas de otro hijo de Esplandián, D. Flores de Grecia, llamado el Caballero de los Cisnes.

Dejó en cambio sin traducir un segundo Lisuarte castellano, ó sea el octavo libro de Amadís, que trata de las extrañas aventuras y grandes proezas de su hijo Lisuarte y de la muerte del ínclito Amadís (Sevilla, 1526); obra del bachiller en Cánones Juan Díaz, que fingió haberla traducido del griego y toscano, y se la dedicó al Duque de Coimbra, D. Jorge, hijo del rey D. Juan II de Portugal, para que siempre anden envueltos los portugueses en este laberinto de los libros de caballerías. El segundo Lisuarte, que tuvo una sola edición, ni merecía más por su pesadísimo estilo, es un nuevo intruso en la serie de los Amadises, y realmente no debía llamarse octavo, sino séptimo, puesto que es continuación del Don Florisando. Sospechamos que el bachiller Díaz perdió todo crédito con sus lectores por la mala ocurrencia que tuvo de matar á Amadís de pura vejez, refiriendo prolijamente sus exequias y dándonos hasta el texto del sermón que se predicó en sus honras. Á D. Galaor y á Agrajes los hizo frailes, y á la viuda Oriana abadesa en el monasterio de Miraflores.

Tan pacífico y ejemplar desenlace no satisfizo á nadie. Amadís tenía que continuar viviendo y asistir á las proezas de sus nietos hasta la sexta generación por lo menos, y el bachiller Díaz fué reprobado como un historiador falsario. Su libro se tuvo en cuenta para la numeración de los tomos, pero nadie hizo caso de él.

Entonces apareció el gran industrial literario, que por primera vez puso en España, y quizá en Europa, taller de novelas, publicando por sí solo tres desaforados Amadises, divididos en varias partes, que el público de aquel tiempo aguardaba y devoraba con tanta avidez como los innumerables lectores de Alejandro Dumas seguían el hilo de las continuaciones de Los Tres Mosqueteros ó de cualquiera otra de sus más famosas novelas.

Era el sujeto á quien nos referimos un caballero de Ciudad Rodrigo, patria fecunda de novelistas de este jaez, pues también parece que se escribieron allí el Palmerín de[cclxi] Oliva y el Primaleón. Llamábase Feliciano de Silva y era antiguo servidor de la casa de Niebla, en cuyas crónicas se hace mención de él por haber salvado la vida á la Duquesa de Medinasidonia, doña Ana de Aragón, en cierto hundimiento de la puente de Triana en que se ahogaron catorce doncellas y dueñas suyas. Hombre de fácil pluma, de mediano ingenio, de fantasía superficial y desordenada, y de mucha aunque mala invención, diose á imitar las producciones más en boga, siquiera fuesen entre sí tan desemejantes como la Celestina y el Amadís. En el remedo de la primera anduvo más afortunado, quizá porque la índole de su talento le llevaba más á lo picaresco que á lo heroico. Su Segunda comedia de Celestina está á muchas leguas del inaccesible modelo, pero así y todo es la única obra de Silva que hoy puede leerse sin mucha fatiga por los que no hacen profesión de estas erudiciones. Pero entre sus contemporáneos le dieron más reputación y dineros sus libros de caballerías, predilecta lectura de los ociosos. En cambio le asaetearon con donosas ó imperecederas burlas nuestros mayores ingenios. En la Carta del Bachiller de Arcadia, que desde antiguo, y creo que con fundamento, se atribuye á D. Diego Hurtado do Mendoza, encárase el maleante censor con el capitán Pedro de Salazar, autor de cierta crónica de la campaña de Carlos V en Alemania, y le consuela irónicamente de no haber tenido tanta fortuna literaria como Feliciano de Silva y Fr. Antonio de Guevara, á quien con mucha injusticia equipara con el otro: «¿Paréceos, amigo, que sabría yo hacer, si quisiese, un medio libro de D. Florisel de Niquea, y que sabria ir por aquel estilo de alforjas, que parece el juego de «este es el gato que mató el rato», etc., y que sabria yo decir «la razon de la razon que tan sin razon por razon de ser vuestro tengo para alabar vuestro libro». Mi fe, hermano Salazar, todo está en ventura... Veis ahi al Obispo do Mondoñedo que hizo, que no debiera, aquel libro de Menosprecio de corte y alabanza de aldea, que no hay perro que llegue a olerle. Veis ahi a Feliciano de Silva, que en toda su vida salio más lejos que de Ciudad Rodrigo a Valladolid, criado siempre entre Nereydas y Daraydas, metido en la torre del Universo, a donde estuvo encantado, segun dice en su libro, diez y ocho años; con todo eso tuvieron de comer y aun de cenar; y vos que habeis andado, visto, hecho y peleado, servido, escrito y hablado más que todo el ejercito junto que envió la Santidad de nuestro Señor el Papa a esa guerra, no tenéis ni aun de almorzar, y es menester que os andeis a inmortalizar a los hombres con vuestros escritos para que os maten la hambre»[389].

Y quién no recuerda que á D. Quijote ningunos libros «le parecian tan bien como los que compuso el famoso Feliciano de Silva, porque la claridad de su prosa y aquellas entrincadas razones suyas le parecian de perlas; y más cuando llegaba á leer aquellos requiebros y cartas de desafios, donde en muchas partes hallaba escrito: «la razon de la sinrazon que a mi razon se hace, de tal manera mi razon enflaquece, que con razon me quejo de la vuestra fermosura». Y también cuando leía: «los altos cielos que de vuestra divinidad divinamente con las estrellas os fortifican, y os hacen merecedora del merecimiento que merece la vuestra grandeza». Con estas razones perdia el pobre caballero el juicio, y desvelábase por entenderlas y desentrañarlas el sentido que no se lo sacara ni lo entendiera el mismo Aristóteles, si resucitara para solo ello».

[cclxii]

Son además numerosos los pasajes del Quijote en qué se parodian aventuras ó se recuerdan lances de las obras de Feliciano de Silva, como puede verse en los comentarios de Bowle y Clemencín.

Lo primero que hizo Feliciano de Silva (suponiendo que su trabajo comience en el Amadís de Grecia) fué resucitar á Amadís de Gaula, alevosamente muerto por el bachiller Díaz, y volver á tomar el hilo de la historia en el punto en que la dejó el incógnito autor del primer Lisuarte, manifestando alto desprecio para el segundo: «y fuera mejor aquel octavo (libro) fenesciese en las manos de su autor y fuera abortivo, que no que saliera a luz a ser juzgado e a dañar lo que en esta grande genealogía escripto está; pues dañó asi poniendo confusion en la decendida e continuación de las hystorias».

Algún escrúpulo me queda en cuanto a la paternidad de El noveno libro de Amadis de Gaula, que es la crónica del muy valiente y esforçado Principe y cauallero de la Ardiente Espada Amadis de Grecia, hijo de Lisuarte de Grecia, emperador de Constantinopla y de Trapisonda, y rey de Rodas, que tracta de los sus grandes hechos en armas y de los sus altos y extraños amores, del cual se cita vagamente una primera edición de 1530. Don Pascual Gayangos, cuya pericia bibliográfica, y más en este género de libros, no hay para qué encarecer, afirmaba que en algún ejemplar visto por él estaba el nombre de Feliciano de Silva. Por mi parte no he podido encontrar otro que el del sabio Alquife, fabuloso autor de tal historia. Tampoco el estilo se parece mucho al de D. Florisel; es mejor y sobre todo más llano, y recuerda algo el del primer Lisuarte, no siendo imposible que ambas obras hayan salido de la misma mano. Pero si cierto Sueño de amor[390], compuesto por Feliciano de Silva en prosa y puesto en verso por un apasionado suyo (rarísima pieza gótica que vió Gayangos en Inglaterra), coincide con otro Sueño sobre el mismo tema que se encuentra al fin de la primera parte de Amadís de Grecia, la opinión de nuestro doctísimo bibliógrafo podrá adquirir caracteres de evidencia. Hasta entonces procede suspender el juicio y considerar el Amadís de Grecia como anónimo.

La historia de Amadís de Grecia, biznieto del de Gaula é hijo de Lisuarte y Onoloria, llamado también el caballero de la Ardiente Espada, «por haber nacido con una figura de espada bermeja, que le cogia desde la rodilla izquierda hasta ir a darle en derecho del corazon la punta, y en ella se parescian unas letras blancas muy bien talladas», contiene algunos episodios interesantes que prueban cierto grado de imaginación poética, como los amores de la princesa de Tebas, Niquea, con el caballero de la Ardiente Espada, y el encantamiento de esta princesa y de su hermano Anastarax en una cámara de cristal llamada la Gloria de Niquea. Pero lo más curioso que ofrece, bajo el aspecto literario, es la introducción de un nuevo elemento, el pastoril, con anterioridad á todas las novelas de este género publicadas en España, sin excluir Menina é Moça, que no es bucólica más que en parte, y que de todas suertes no se imprimió hasta 1544. Tuvo, pues, Feliciano de Silva, ó quien quiera que fuese el autor del Amadís[cclxiii] de Grecia, la prioridad cronológica, sin que se le puedan señalar otros modelos que la Arcadia de Sannazaro y las églogas que á imitación de ella y de los bucólicos antiguos empezaban á componerse en Italia y en España[391]. Verdad es que la tentativa del cronista caballeresco fué infelicísima. Las cuitas amorosas de los pastores alejandrinos Darinel y Silvia, y la transformación en pastor también del infante D. Florisel, hijo de Amadís de Grecia y de Niquea, constituye uno de los más fastidiosos episodios del libro y justifica la indignación de Cervantes.

En 1532, y ya declarando el nombre de Feliciano, apareció en Valladolid La coronica de los muy valientes y esforçados e invencibles cavalleros don Florisel de Niquea y el fuerte Anaxartes, hijos del muy excelente Principe Amadis de Grecia; enmendada del estilo antiguo segun que la escriuio Cirfea, reyna de Argines... traduzida de griego en latin y de latin en romance castellano por el muy noble cauallero Feliciano de Silva. Inútil es advertir que la reina Zirfea pertenece á la misma bibliografía fantástica que el Maestro Elisabad y el mago Alquife. Este libro, que en la serie de los Amadises es el décimo, abre al mismo tiempo una nueva serie, la de las aventuras de D. Florisel y su familia, que se dilataron hasta cuatro partes, de las cuales este volumen contiene sólo las dos primeras. ¡Qué abundancia tan ridícula y tan estéril! Aquí es donde se encuentra la aventura del Palacio del Universo, á que alude D. Diego de Mendoza. D. Florisel vence aquel temeroso encantamiento en que yacían su tercer abuelo el sempiterno Amadís de Gaula y diez príncipes ó reyes de su familia. El episodio pastoril continúa, y hay en la segunda parte una disparatada historia de «la segunda Elena» y de las grandes guerras que por ella hubo en torno de Constantinopla, donde se trasluce el empeño de imitar á los autores de las crónicas troyanas.

Se cuenta como libro onceno de Amadís la Parte tercera de la Crónica de D. Florisel de Niquea, que más bien debiera llamarse Don Rogel de Grecia, puesto que de sus espantables hazañas trata principalmente, y también de las de otro caballero llamado Agesilao, hijo de D. Falanges de Astra.

Pero todavía con este formidable volumen, impreso en Medina del Campo en 1535, no se agotó la vena de Feliciano de Silva, puesto que, viendo cada vez más celebrados sus disparates, vació el saco de ellos en una Cuarta parte de D. Florisel (Salamanca, 1551), donde principalmente trata de los amores del príncipe D. Roger y de la muy hermosa Archisidea. Tanto en este libro como en el anterior prescinde ya de las crónicas de la reina Zirfea y alega otros dos historiadores no menos auténticos, Filastes Campaneo y el sabio Galersis. El tono de este libro, dedicado á la reina de Hungría Doña María, hija de Carlos V, es más grave y sentencioso que en los anteriores, porque, según dice el autor, así lo demandaba su edad; y aun da á entender en el prólogo que quiso aludir á las hazañas del emperador: «quiero en esta soberana imagen de la fortaleza cesarea tractar un poco de su dibujo, con los colores, oscuridades, claros y lexos que yo supiere, para dezir con lo menos algo de lo más».

Como ya la novela pastoril había aparecido con todos sus caracteres, entre ellos el de intercalar gran número de poesías en la prosa, Feliciano de Silva dió gran desarrollo al intermedio pastoril tímidamente ensayado en el Amadís de Grecia, y quiso[cclxiv] presentarse bajo un nuevo aspecto, el de poeta, tanto en los antiguos metros castellanos como en los italianos, y tan mal en los unos como en los otros, dicho sea de pasada. Éstas son las églogas de que tanto se burla Cervantes: «Y quisiera yo (dice Don Quijote á Cardenio) que vuestra merced le hubiera enviado, junto con Amadis de Gaula, al bueno de Don Rogel de Grecia; que yo sé que gustara la señora Luscinda mucho de Daraida y Garaya, y de las discreciones del pastor Darinel, y de aquellos admirables versos de sus bucólicas, cantadas y representadas por él con todo donaire, discreción y desenvoltura».

Adviértese que Feliciano de Silva estaba muy atento á todas las modas literarias y cambios de gusto, como quien había convertido en oficio el arte de novelar. Era imposible que el público no comenzara á hartarse de un género que, en medio de su aparente complicación, era la monotonía misma. En la segunda mitad del siglo XVI el cansancio se acentúa hasta el punto de que nadie se atrevió á continuar la fábula de Amadís después del doceno libro, «que trata de los grandes hechos en armas del esforzado caballero Don Silves de la Selva... junto con el nascimiento de los principes Espheramundi y Amadis de Astra, y assimismo de los dos esforzados principes Fortunian y Astrapolo», obra que salió anónima de las prensas de Sevilla en 1546, pero de la cual se declara autor Pedro de Luján en la segunda parte del Lepolemo. Era Luján hombre de cultura clásica, secuaz de las doctrinas de Erasmo y mucho mejor prosista que Feliciano de Silva, como lo acreditan sus elegantes y sesudos Colloquios Matrimoniales. Pero Don Silves de la Selva, por bien escrito que estuviera, llegaba tarde; no fué reimpreso más que una vez, y ni siquiera el anuncio del nacimiento de Esferamundi y de los otros príncipes fué parte á excitar la curiosidad de nadie, por lo cual sus hechos hubieron de quedarse sin cronista español, aunque no italiano, puesto que Mambrino Rosseo los refirió, muy á la larga, en seis volúmenes ó partes, que supuso traducidas de nuestro idioma y publicó en Venecia, desde 1558 á 1565.

Á todo esto, Amadís de Gaula debía de tener más de doscientos años, aunque aparentaba muchos menos gracias á una confección que le había propinado la sabia Urganda. Por fin el continuador italiano se decidió á librarnos de él, haciéndole morir á manos de dos gigantes en una batalla en que perecen también tres emperadores, varios reyes y hasta cincuenta y cinco mil caballeros cristianos: que no se requería menor hecatombe para los funerales de Amadís. Nicolás Antonio consigna también la noticia de un libro de caballerías portugués, Penalva[392], en que Amadís moría á manos de un caballero de aquella nación, por lo cual decían burlescamente los castellanos que sólo un portugués podía haber acabado con Amadís; pero nadie ha visto el tal Penalva, que parece invención chistosa, nacida de la antigua malquerencia entre ambos pueblos y de las pullas que en sus cuentos vulgares suelen lanzarse el uno al otro.

Sobre esta bastarda progenie de Amadís hay que estar al fallo inapelable del licenciado Pero Pérez, hombre docto, graduado en Sigüenza. «Este que viene (dijo el barbero) es Amadis de Grecia, y aun todos los deste lado, a lo que creo, son del mismo [cclxv]linaje de Amadis. Pues vayan todos al corral (dijo el Cura), que a trueco de quemar a la Reina Pintiquiniestra y al pastor Darinel, y a sus églogas y a las endiabladas y revueltas razones de su autor, quemara con ellos al padre que me engendró, si anduviera en figura de caballero andante».

Aquel auto de fe imaginario, seguido por ventura de otros más reales, cuando estos infolios cayeron en absoluto desdén y vilipendio, fué causa remota de que andando el tiempo lograsen el único género de perpetuidad que merecían, renaciendo, como el fénix, de sus cenizas, á impulsos de la curiosidad bibliográfica avivada por el cervantismo. Pero en el limbo bibliográfico se quedaron, y no hay fuerza humana que los resucite. ¡Triste y memorable ejemplo de lo efímeras que son las modas literarias, y más si se trata de obras de entretenimiento, destinadas á un pasatiempo fugaz, y no concebidas en las regiones superiores del arte! Porque se ha de tener en cuenta que el éxito de estos libros no fué exclusiva ni principalmente español, sino que la sociedad más culta y privilegiada de Europa se recreó por más de un siglo con las grotescas invenciones de Feliciano y con las bizarrías de D. Silves, que no sólo fueron traducidas y adaptadas al italiano, al francés, al alemán y á otras lenguas, sino que suscitaron nuevas é inacabables continuaciones, todavía peores que sus originales, y llegó á duplicarse la serie de los Amadises; resultando una maraña tan inextricable de personajes y aventuras, que un señor Du Verdier tuvo que emplear siete grandes volúmenes, publicados desde 1626 á 1629, con el título de Le Roman des Romans, en la absurda tarea de recoger todos los cabos sueltos de estas historias y dar á cada una de ellas el debido complemento y desenlace, lo que ejecutó también con El Caballero del Sol y con Don Belianis de Grecia; que á tanto llegaba su furor de continuarlo y acabarlo todo. Obsérvese que esto pasaba en Francia nueve años después de la muerte de Cervantes, y más de veinte después de publicada la primera parte del Quijote, que si en España consumó la ruina del género, ya muy decaído y postrado entonces, no tuvo por de pronto el mismo benéfico influjo en la novela de otros países, donde las corrientes realistas eran menos enérgicas.

Tales como son, los libros de Feliciano de Silva tuvieron, aun en el teatro y en la poesía lírica, menos ilustre descendencia en España que fuera de ella. Aquí sólo podemos citar alguna comedia mediana cuyo argumento esté tomado de esos libros, como La Gloria de Niquea, del conde de Villamediana, representada en el Palacio de Aranjuez á 8 de Abril de 1622 con las novelescas circunstancias que son notorias; ó el Don Florisel de Niquea, del doctor Juan Pérez de Montalbán; ó el Amadís y Niquea, del poeta malagueño D. Francisco de Leyva. En cambio Roberto Southey afirma que hay imitaciones del Amadís de Grecia en la Arcadia de Sidney, en la Reina de las Hadas (Faery Queene) de Spenser (episodio de la máscara de Cupido) y finalmente en el don Florisel que Shakespeare introduce en su comedia Cuento de Invierno (Winter's Tale). Si todo esto es verdad, y debe serlo, puesto que lo afirma un inglés tan profundamente versado en ambas literaturas, ¡qué honor para el pobre caballero de Ciudad Rodrigo! No he estudiado bastante á Sidney y á Spenser para hacer la comparación; pero siendo el primero traductor é imitador de la Diana y de otros libros españoles, el caso es muy verosímil. En lo tocante al Cuento de Verano, cuyo argumento principal se deriva, como es notorio, de la novela de Roberto Greene Pandosto ó el Triunfo del Tiempo (1588), creo que tiene razón Southey, y que el personaje episódico de D. Florisel, hijo de rey y enamorado de una pastora, es el mismo D. Florisel del libro nono de Amadís, enamorado de la pastora Silvia.

[cclxvi]

Simultáneamente con la estirpe de los Amadises floreció en España otra familia caballeresca menos dilatada, que tiene con ella muy próximo parentesco: la de los Palmerines, que sólo ceden en antigüedad á las dos obras de Montalvo, puesto que la primera edición del Palmerín de Oliva es de 1511[393], posterior sólo en tres años á la que pasa por primera del Amadís de Gaula, y en uno á la más antigua del Esplandián. ¡Bien madrugaba entonces la imitación literaria, aunque tengamos por muy verosímil que ambos libros corrían ya de molde desde el siglo anterior! Porque no hay duda que el Palmerín de Oliva carece de originalidad, y no es más que un calco servil de las principales aventuras de Amadís y de su hijo. El nacimiento secreto de Palmerín de Oliva, que se llamó así por haber sido expuesto entre palmas y olivos cerca de Constantinopla, tiene las mismas circunstancias que el de Amadís y el de Esplandián, salvo que éste fué recogido por un ermitaño y Palmerín por un colmenero. La historia amorosa de Palmerín y Polinarda reproduce punto por punto la de Amadís y Oriana. Si Amadís triunfa del endriago, Palmerín mata á la gran sierpe que guardaba la maravillosa fuente Artifaria. Si Amadís se resiste á los halagos de la reina Briolanja, Palmerín, no menos constante en amores, rechaza á Archidiana, hija del Soldán de Babilonia, y á la infanta Ardemia. Finalmente, Palmerín, lo mismo que Esplandián, llega á ser emperador de Constantinopla. En suma, el primer Palmerín es un calco mal hecho de un excelente original. Si alguna aventura añade, es del género más extravagante, como la lucha de Palmerín con tres leones, á quienes rinde y mata sin la menor dificultad (germen de un episodio de la segunda parte del Quijote). En cambio le faltan todas las bellezas del Amadís: el estilo es pobre, el sentimiento ninguno. En las descripciones de batallas y desafíos es pesadísimo; en las escenas amorosas, lúbrico por extremo[394], aunque no iguala al Tirante. Este libro no tiene orígenes antiguos ni puede ser muy anterior á la fecha de su impresión. Se compuso seguramente poco después de la guerra de Granada, de la cual parece que conserva algunas reminiscencias. Gayangos hizo notar el gran número de personajes con nombres moros que andan en el libro, y apuntó la sospecha muy fundada de que la batalla en que Palmerín y Trineo hacen prisionero al Soldán de Babilonia (cap. CLXII) sea trasunto anovelado de la prisión del rey Boabdil por el conde de Cabra [cclxvii]y el Alcaide de los Donceles. De este modo se confirma lo que dió á entender Francisco Delicado en el prólogo á la edición de Venecia de 1534[395].

El Palmerín de Oliva, á pesar de su nulidad, gustó tanto, que tuvo inmediatamente un libro segundo (Salamanca, 1516), salido al parecer de la misma fábrica, pero algo mejor escrito. Uno y otro están dedicados á don Luis de Córdoba, hijo del conde de Cabra don Diego, y en ambos (si hemos de creer al cordobés Delicado) se ensalza bajo nombres supuestos á los caballeros de este linaje, y al Gran Capitán entre ellos, aunque por mi parte no he llegado á percibir las alusiones históricas. El Primaleón, fábula más complicada que el Palmerín, tiene en realidad tres protagonistas: Primaleón mismo, su hermano Polendos (hijos uno y otro del de Oliva) y el príncipe de Inglaterra don Duardos, que es realmente el que interesa más por sus amores con la infanta Flérida, hija del emperador de Constantinopla. De este romántico episodio, en que el príncipe se disfraza de hortelano, sacó el gran poeta portugués Gil Vicente su tragicomedia castellana de Don Duardos, escrita en pulidas y gentiles coplas de pie quebrado. Toda la pieza es un delicioso idilio; pero como si al fin de ella hubiese querido Gil Vicente dar una muestra de lo más exquisito de su poesía lírica, hizo cantar al coro un romance incomparable, como, apenas se hallará otro compuesto por trovador ó poeta de cancioneros: tan próximo está á la inspiración popular, y de tal modo la remeda, que casi se confunde con ella. No podemos menos de copiarlo íntegro, porque él basta para justificar y dar por bien empleada la existencia del Primaleón, del cual se deriva:

En el mes era de Abril,
De Mayo antes un dia,
Cuando los lirios y rosas
Muestran más su alegria,
En la noche más serena
Que el cielo hacer podia,
Cuando la hermosa Infanta
Flérida ya se partia.
En la huerta de su padre
A los arboles decia:
—«Quedaos a Dios, mis flores,
Mi gloria que ser solia,
Voyme a tierras extranjeras
Pues ventura allá me guia.
Si mi padre me buscare,
Que grande bien me queria,
Digan que el Amor me lleva,
Que no fue la culpa mia;
Tal tema tomó conmigo,
Que me venció su porfia.
Triste, no se a donde vo
Ni nadie me lo decia».
Alli hablara don Duardos:
«No lloreis, mi alegria;
Que en los reinos de Inglaterra
Más claras aguas habia,
Y más hermosos jardines,
Y vuestros, señora mia.
Terneis trescientas doncellas
De alta genealogia;
De plata son los palacios
Para vuestra señoría,
[cclxviii] De esmeraldas y jacintos,
De oro fino de Turquia,
Con letreros esmaltados
Que cuentan la vida mia;
Cuentan los vivos dolores
Que me distes aquel dia
Cuando con Primaleon
Fuertemente combatia.
Señora, vos me mataste,
Que yo a él no lo temia».
Sus lagrimas consolaba
Flérida, que aquesto oia.
Fueronse a las galeras
Que don Duardos tenia.
Cincuenta eran por cuenta.
Todas van en compañia;
Al son de sus dulces remos
La princesa se adormia
En brazos de don Duardos,
Que bien le pertenecia.
Sepan cuantos son nacidos
Aquesta sentencia mia:
«Que contra muerte y amor
Nadie no tiene valia»[396].

Sin fundamento alguno, y generalizando malamente lo que sólo es verdad respecto del Palmerín de Inglaterra, se ha supuesto que también el de Oliva y el Primaleón eran de origen portugués. Uno y otro nacieron en Castilla, aunque muy cerca de la raya, y uno y otro son de autor femenino, cuyo nombre no ha podido descubrirse hasta ahora. En la primera edición del Palmerín, hecha en Salamanca en 1511, se leen después del colofón unos versos latinos, sumamente bárbaros, de un Juan Augur de Trasmiera, que con su verdadero apellido Agüero (tan frecuente en aquella parte de las montañas de Santander) publicó algunos opúsculos de gran rareza. El tal Augur dice repetidas veces que la obra que recomienda ha sido escrita por una mujer:

.....Collige flores
Quos sevit, quos dat femina corde tibi.
....................................................
Hunc lege quo tractat femina multa sua.
Quanto sol lunam superat, Nebrissaque doctos,
Tanto ista hispanos femina docta viros
....................................................

Pero hace la oportuna insinuación de que en la parte militar del libro, que en efecto está recargadísima, fue asistida la autora por un hijo suyo:

Femina composuit: generosos atque labores
Füius altisonans scripsit et arma libro.

En varias ediciones del Primaleón, tales como la de Medina del Campo, 1563; la de Lisboa, 1566, se hallan seis coplas de arte mayor en elogio de la obra. La última, cuyo verso final solía cambiarse según el punto de impresión, dice de esta manera:

[cclxix]

En este esmaltado e muy rico dechado
Van esculpidas muy bellas labores,
De paz y de guerra y de castos amores,
Por mano de dueña prudente labrado;
Es por exemplo de todos notado
Que lo verisimil veamos en flor;
Es de Augustobriga aquesta labor,
Que en Medina se ha agora estampado.

Augustobriga no es Burgos, como creyó Wolf, ni mucho menos ninguna población portuguesa[397], sino el nombre que en la imperfecta geografía histórica del siglo XVI solía darse á Ciudad Rodrigo, que el P. Flórez y la mayor parte de los modernos reducen á Mirobriga.

Pero es el caso que en la edición sevillana del Primaleón (1524), y es de presumir que también en la primera de Salamanca, que no hemos visto, se dice que tanto este libro como el Palmerín fueron «trasladados de griego en nuestro lenguaje castellano, corregidos y emendados en la muy noble cibdad de Ciudarrodrigo (sic) por Francisco Vazquez, vecino de la dicha ciudad». Dejando aparte la ficción del origen griego, ¿este Francisco Vázquez sería sólo un corrector ó tuvo alguna parte en la composición de ambas novelas? ¿Sería, por ventura, aquel hijo altisonante que colaboró con su madre en las escenas belicosas del Palmerín, según indica Juan Agüero? No nos atrevemos á afirmarlo, pero lo que parece fuera de duda es el origen femenino de la obra. Francisco Delicado, corrector de la edición veneciana de 1534, insiste en él varias veces, aunque confiesa que no sabía el nombre de la autora: «Avisandoos que cuanto más adelante va es más sabroso, porque como la que lo compuso era mujer, y filando al torno se pensaba cosas fermosas, que dezia a la postre, fue más encimada al amor que a las batallas, a las quales da corto fin». Y en la introducción al libro tercero de la obra: «Digo que es sabroso; mas no sé quién lo hizo, porque calló su nombre al principio y al fin... Y es opinion de personas que fue muger la que lo compuso, fija de un carpintero...» y defendiendo luego el libro de los defectos que se le achacaban: «Mas el defeto está en los impresores y en los mercaderes que han desdorado la obra de la señora Augustobrica con el ansia de ganar».

El autor del Diálogo de la lengua, que juzga con mucha severidad toda la literatura caballeresca, parece indulgente con el Palmerín y el Primaleón, aunque no da los motivos de su juicio, limitándose á decir que por ciertos respetos habían ganado crédito con él. En cambio Cervantes ni siquiera menciona el Primaleón, y manda que la oliva de Palmerín se haga «luego rajas y se queme, que aun no queden della las cenizas». Nadie dirá que la sentencia sea injusta, pero contrasta con tan fiero y ejecutivo rigor el exorbitante panegírico que á renglón seguido hace del Palmerín de Inglaterra: «Esa palma de Inglaterra se guarde y se conserve como a cosa unica, y se haga para ella otra caja como la que halló Alejandro en los despojos de Dario, que la diputó para guardar en ella las obras del poeta Homero. Este libro, señor compadre, tiene autoridad por dos cosas: la una porque él por sí es muy bueno, y la otra porque es fama que le compuso un discreto rey de Portugal. Todas las aventuras del castillo de Miraguarda son bonisimas y de grande artificio; las razones cortesanas y claras, que guardan y miran el decoro del que habla con mucha propiedad y entendimiento».

[cclxx]

Á estas palabras debe su fortuna póstuma el Palmerín de Inglaterra, que en su tiempo no la tuvo muy grande, puesto que una sola vez fué impreso en lengua castellana. Aquí también nos encontramos con un problema de historia literaria, pero nos detendrá poco, porque á mi juicio está definitivamente resuelto en favor de los portugueses, y nada tengo que añadir á los argumentos que expusieron, en dos curiosas monografías el brasileño Manuel Odorico Mendes[398] y el agudo, aunque descarriado comentador del Quijote, D. Nicolás Díaz de Benjumea[399]. Claro es que si á las pruebas extensas y bibliográficas se atendiera únicamente, tendrían razón Salvá y Gayangos, y el Palmerín castellano impreso en Toledo durante los años 1547 y 1548[400], atribuido primero á Miguel Ferrer y luego á Luis Hurtado, sería el original, y el texto portugués de Francisco de Moroes, del cual no se conoce ejemplar anterior al de Évora de 1567, una mera traducción posterior á la francesa de Jacobo Vincent y á la italiana de Mambriano Roseo, que aparecieron en 1553.

Pero las pruebas intrínsecas que el mismo libro de Toledo, cotejado con el de Évora, suministra, nos llevan forzosamente á la conclusión contraria. Es traducción del portugués y traducción muy desaliñada, en que no han desaparecido los rastros de su origen, hasta el punto de llamarse Tejo al Tajo, forma inverosímil en un toledano. Por ningún concepto puede atribuirse la prosa del Palmerín al elegante escritor Luis Hurtado, que terminó la Comedia Tibalda del comendador Perálvarez de Ayllón, las Cortes de la Muerte de Miguel de Carvajal, y compuso con fecundo estro la Égloga Silviana, el Teatro pastoril, el Hospital de necios, el Espejo de gentileza, el Hospital de galanes enamorados, el Hospital de damas heridas de amor, los Esponsales de amor y sabiduría y otras ingeniosas obrillas; amén del inestimable Memorial de las cosas de Toledo, escrito en 1576 para contestar al célebre interrogatorio de Felipe II. En 1547, el futuro rector de la parroquia de San Vicente, que en su poema de las Trecientas, acabado en 1582, declaró haber cumplido cincuenta años, no podía tener más que diez y ocho, edad muy tierna para producir una obra que revela tanta madurez, cultura mundana y experiencia de la vida, como el Palmerín de Inglaterra. En las octavas acrósticas que [cclxxi]van al fin de la dedicatoria de la primera parte, y juntando las letras iniciales, dicen: Lvys Hurtado Avtor al lector da salud, dice bien claramente que la obra era ajena, y ni siquiera insinúa que la traducción fuese suya:

Leyendo esta obra, discreto lector,
Vi ser espejo de hechos famosos,
Y viendo aprovecha á los amorosos,
Se puso la mano en esta labor.
Hallé que es muy digno de todo loor
Un libro tan alto, en todo facundo;
....................................................

Lo de autor (que se repite en el epígrafe de las octavas) ha de entenderse, para que no resulte contradicción, ó en el sentido de autor de la composición poética laudatoria, ó en la acepción vaga y general de escritor. No creo que quisiera apropiarse el Palmerín de un modo vergonzante, ni tampoco la Tragedia Policiana, impresa aquel mismo año, y en la misma oficina, con tres octavas del mismo corte, que bien leídas sólo indican que Hurtado fué el corrector de la edición y que pide perdón por las erratas que puedan encontrarse:

Y si algún error hallases mirando,
Supla mi falta tu gran discrecion,
Pues yerra la mano y no el corazon,
Que aqueste lo bueno va siempre buscando.

El que, al parecer, quiso adjudicarse la paternidad del Palmerín, llamándole fruto, trabajo y atrevimiento suyo, fué el mercader de libros Miguel Ferrer, que en un enfático prólogo dirigido á su Mecenas, Galasso Rótulo, después de haber enumerado los grandes capitanes y excelentes artífices «que han sido aficionados a escrebir y en tiempos hurtados de sus trabajos han sacado maravillosas historias recreando sus ánimos en cosas delicadas, dando a los que después dellos venimos doctrina y dechado», se pone modestamente en el número: «Todo esto he dicho a vuestra magnificencia para excusarme que siendo hombre que deprendi arte para sustentar la vida, ocupe mi tiempo en escrebir hystorias».

Si Miguel Ferrer no hubiera tenido otra intervención en el libro que la de pagar los gastos de la edición para especular con ella, habría razón para calificarle de imprudente plagiario, pero todo puede conciliarse suponiéndole traductor. Al cabo, la traducción era fruto, trabajo y atrevimiento suyo, y había empleado su tiempo en escribir con palabras castellanas aquella historia. Las expresiones son vagas de intento, y hay sin duda un conato vergonzante de apropiarse el libro; pero si omitió el nombre del autor original, fué acaso porque no le conocía. El Palmerín portugués que llegó á sus manos, impreso ó manuscrito, y que tradujo con la rudeza y desmaño propios de un hombre inculto, estaba anónimo probablemente.

Pero en la misma obra revelaba el autor no solamente su patria portuguesa, sino hasta su historia personal é íntima. «Quien estudia el Palmerín (dice Odorico Mendes) reconoce á cada paso la complacencia con que se extiende en los loores de aquella tierra y la preferencia en que la tiene sobre todas las de España; reconoce que Moraes, tan abundante en las descripciones, se esmeró más en las de Portugal, y no perdió ocasión[cclxxii] de exaltar á sus naturales, tal vez con quiebra de los demás españoles». Miraguarda, una de las principales heroínas del libro, es portuguesa, y la predilección con que el autor la trata á pesar de su carácter soberbio, altivo, áspero y cruel, contrasta con las liviandades que atribuye á una pobre reina Arnalta de Navarra y á las hijas del duque Calistrano de Aragón. No tienen término los elogios de la belicosa Lusitania, «provincia entonces poblada de muchos y muy esforzados caballeros, donde, por virtud del planeta que la rige, los hubo siempre muy famosos». Hay menudos detalles de topografía local muy significativos. El castillo de Miraguarda existe hoy mismo, con el nombre de castillo de Almourol, donde el autor le puso, cerca de Tancos y de Thomar. La leyenda que en el Palmerín se refiere acerca de este castillo y el de Cárdiga es de seguro un cuento popular.

Pero lo que pone el sello á la demostración son los capítulos CXXXVII á CXLVIII, en que se refiere cierta aventura de cuatro damas francesas, apellidadas Mansi, Telensi, Latranja y Torsi, siendo castigada la soberbia y coquetería de esta última por el príncipe Floriano del Desierto, hermano de Palmerín, que emplea un procedimiento análogo al de El desdén con el desdén. Pues bien, la señora Torsi es personaje real, y si no la misma aventura, otras muy semejantes acontecieron con ella al hidalgo portugués Francisco de Moraes, que fué víctima de los desdenes de aquella presuntuosa doncella, por la cual había concebido una vehemente pasión cuando estuvo en París desde 1541 á 1543, como secretario del embajador D. Francisco de Noronha, segundo conde de Linhares. Francisco de Moraes, en el discurso que tituló Desculpa de uns amores[401], hace en forma directa una confesión, que nos da la clave de este episodio del Palmerín. Y como este episodio se halla, no sólo en la edición portuguesa de 1567, en que Moraes descubrió su nombre, sino en el texto castellano de 1547, donde también ocupa once capítulos, no es posible admitir que Ferrer ni nadie escribieran antes que él cosas tan íntimas suyas y que á él sólo interesaban. La presencia de este elemento personalísimo en la novela quita toda duda sobre su autor, aunque no lo persuadiese el estilo, que en la versión castellana es muy flojo y en portugués de calidad superior, quizá la mejor prenda del libro.

Que apareciese la traducción antes que el original es caso raro, pero no único en los anales de la bibliografía; sin salir de estos pleitos entre castellanos y portugueses, le tenemos también en la Nise lastimosa de Fr. Jerónimo Bermúdez (1577), impresa antes que la Castro de Ferreira (1598). Nadie puede negar la posibilidad de que el manuscrito de Moraes llegase á Toledo, pero todo induce á creer que la edición de 1567 no es la primera del Palmerín portugués. El que reimprimió esta novela en 1786 dice en su prefacio: «En la copiosa librería del convento de San Francisco de esta ciudad (Lisboa) se conserva, aunque muy estragada y falta, una edición de esta obra en carácter entre gótico y redondo, que da algunas muestras de ser impresa fuera del Reino». Esta edición, que sin fundamento alguno da el prologuista por segunda, ¿no podría ser la primera, hecha en París muy probablemente? No puede decirse con certeza, porque, al parecer, ese ejemplar ha perecido.

[cclxxiii]

Pero el punto principal está fuera de litigio. De la vida de Francisco de Moraes se sabe muy poco, pues hasta se disputan el lugar de su nacimiento Lisboa, Braganza y otros pueblos. Dicen que murió asesinado en 1572 en la puerta del Rocío de la ciudad de Évora.

Pero si hay algo relativamente claro en su biografía, es el tiempo y circunstancias de su viaje á París, que es precisamente la época de la composición del Palmerín de Inglaterra, del cual es único ó incontrastable autor, aunque, siguiendo la costumbre de sus colegas en este género de literatura, le supusiese traducido de antiguas crónicas. Dice así en el prólogo, dirigido á la infanta doña María, hija del rey D. Manuel: «Yo me hallé en Francia los dias pasados, en servicio de D. Francisco de Noronha, embajador del rey nuestro señor y vuestro hermano (D. Juan III), donde vi algunas cronicas francesas e inglesas: entre ellas vi que las princesas y damas loaban por extremo la de D. Duardos, que en esas partes (es decir en España) anda trasladada en castellano y estimada de muchos. Esto me movio a ver si hallaria otra antigualla que pudiese trasladar, para lo cual conversé en Paris con Alberto de Renes, famoso cronista de este tiempo, en cuyo poder hallé algunas memorias de naciones estrañas, y entre ellas la cronica de Palmerin de Inglaterra, hijo de D. Duardos, tan gastada por la antigüedad de su nacimiento que con asaz trabajo la pude leer».

Desmintiendo una vez más el vulgar proverbio que afirma la inferioridad de las segundas partes, escribió Moraes un libro que deja á larga distancia al Palmerín de Oliva, al Primaleón y á todos los de la misma familia: libro que para los portugueses es un texto de lengua de los mejores que tienen en prosa, aunque no deja de fatigarles á ellos mismos la cadencia algo monótona y acompasada de los períodos y la afectación retórica, que poco ó nada se disimula, especialmente en las descripciones. De todos modos sería gran temeridad decir como Clemencín que «allá se van ambos Palmerines». El de Inglaterra tiene estilo, y de calidad no vulgar; el de Oliva, si no tan detestable como Cervantes da á entender, es por lo menos adocenado y pedestre, sin ningún género de estudio ni artificio de dicción. Y si el estilo no es la única prenda en una novela, nadie puede negar que sea parte muy principal, y que sirve de piedra de toque para distinguir las obras verdaderamente literarias de las que no lo son. Dentro de su elegancia un poco amanerada, Francisco de Moraes tiene trozos que pueden servir de modelo: en vano se buscarían en el Palmerín de Oliva descripciones tan pulidas y galanas como la del jardín de la Ínsula Encubierta; cuadros de tan brillante color como el incendio de la flota musulmana y los combates que se riñeron en el cerco de Constantinopla; invenciones fantásticas tan felices como el desencanto de Leonarda por el caballero del Dragón, ó la aventura de la copa mágica donde estaban congeladas las lágrimas de Brandisia, esperando que viniese á liquidarlas la mano del caballero que más fiel y profundamente amase á su dama.

Pero si de los episodios interesantes, aunque no todos nuevos; de los rasgos de ingenio, que no son escasos; de las páginas bien escritas, que son muchas, se pasa á la fábula misma, es imposible para un lector moderno suscribir al juicio encomiástico de Cervantes, cuya crítica, como genial é intuitiva que era, no podía menos de tener los caprichos propios de la crítica de los grandes artistas. Ni acierto á comprender cómo el brasileño Odorico Mendes, humanista de fino gusto y hábil intérprete de Virgilio, pudo hacer tan desaforada apoteosis del Palmerín de Inglaterra, que á sus ojos era un poema[cclxxiv] épico en prosa como el Telémaco y los Mártires, atreviéndose á comparar á Moraes nada menos que con el divino Ariosto. Ni en el plan, ni en los caracteres, ni en los afectos, ni en la máquina sobrenatural, ni en la mayor parte de los lances y aventuras tiene el segundo Palmerín cosa alguna que no se encuentre hasta la saciedad en todos los libros de su clase. Si alguna originalidad se le concede, sólo puede consistir en los recuerdos personales y en cierto espíritu cáustico y desengañado respecto de las mujeres, nacido quizá de los desvíos y burlas de la señora Torsi. La relativa perfección y tendencia clásica del estilo no trascienden á la composición, que es tan floja y descosida como en cualquier obra de Feliciano de Silva. El interés se divide entre una porción de caballeros, á cual más incoloros. En el protagonista se repite el eterno tipo de Amadís, como el de su hermano Galaor en Floriano del Desierto, enamoradizo perpetuo é inconstante; como el de Florisel, disfrazado de pastor en Florimán. El encantador Arcalaus tiene nueva encarnación en Dramusiando, aunque por fin se convierte y hace cristiano. Urganda la Desconocida reaparece con todos sus prestigios. Florendos, el caballero de las Armas Negras, resiste á los halagos de la reina Arnalta por amor de Miraguarda, como Amadís á los de la reina Briolanja por amor de Oriana. En suma, el Palmerín de Inglaterra yacería confundido entre el fárrago de libros de su género si no le salvase el estilo y no le hubiese hecho famoso la recomendación de Cervantes. Así y todo, cuesta verdadero esfuerzo terminar la lectura de los tres gruesos volúmenes de que consta en la edición portuguesa más estimada[402].

Como este segundo Palmerín se enlaza directamente con el Primaleón por medio del personaje de D. Duardos, no he hecho mérito de las peregrinas historias de Don Polindo (1526) y del caballero Platir (1533), que algunos cuentan como libro tercero y cuarto de esta serie, aunque en rigor son novelas independientes. En lengua portuguesa continuaron el Palmerín de Inglaterra con poca fortuna Diego Fernandes, que escribió la tercera y cuarta parte (1587), y Baltasar Gonzales Lobato, á quien se deben la quinta y sexta (1604). En estos libros fastidiosísimos puede enterarse quien tenga valor para ello de las empresas de un segundo D. Duardos, hijo de Palmerín, y de D. Clarisel de Bretaña, su nieto.

Estas últimas partes portuguesas apenas circularon fuera de la Península, pero todas las demás crónicas de esta familia fueron puestas en italiano por el infatigable Mambrino Roseo (1544-1553), añadiendo todavía la historia del caballero Flotir, hijo de Platir, que dice traducida del castellano, pero que hasta ahora no se conoce en nuestra lengua. Al francés tradujo Juan Maugin, en 1546, el Palmerín de Oliva[403]; Francisco Vernassol y Gabriel Chapuis el Primaleón (1550-1597), y Jacobo Vincent, en 1553, el Palmerín de Inglaterra. Sobre las traducciones francesas é italianas se hizo la inglesa que [cclxxv]lleva el nombre de Antonio Munday[404], aunque, según Southey, sólo en parte le pertenece (1581-1588-1589); siendo de notar que el traductor inglés alteró el orden de la serie, poniendo primero el Palmerín de Inglaterra. Si bien las novelas de este ciclo han sido menos leídas en todo tiempo que los Amadises, todavía prestaron inspiración á algunas obras literarias. El fecundísimo poeta veneciano Ludovico Dolce, siguiendo el ejemplo de Bernardo Tasso en su Amadigi, versificó enteros el Palmerín de Oliva y el Primaleón en dos poemas en octavas reales, el primero de treinta y dos cantos y el segundo de treinta y nueve, que trabajó con celeridad increíble en el corto plazo de dos años (1561-62) y yacen hoy en el olvido más profundo[405]. Finalmente, el erudito poeta inglés Roberto Southey, que con tanto arte y buen gusto había compendiado el Amadís de Gaula, llevó á cabo la misma tarea con la obra de Moraes, tomando por base el texto portugués, cuya originalidad adivinó y defendió antes que nadie[406].

No se agotó en los Amadises y Palmerines la fecundidad estéril de los forjadores de narraciones caballerescas. Más de cien cuerpos de libros grandes de este género tenía D. Quijote, aunque en el escrutinio de su librería no se citan nominalmente más que quince, condenándose los demás en masa al brazo seglar del ama y de la sobrina. Seguramente no eran todos los que existían, y en el curso mismo de la inmortal novela están citados ó aludidos algunos más, con los cuales debe contar el que aspire á reunir (empeño casi temerario) lo que suele llamarse la biblioteca de D. Quijote. Pero los hay más peregrinos é inaccesibles todavía entre los omitidos por Cervantes, si bien la mayor parte de ellos no merecen salir de los limbos más oscuros de la bibliografía, á cuyo dominio pertenecen más que al de la historia literaria. Nada podré decir, puesto que nunca he tenido ocasión de leerlas, de las rarísimas historias del caballero Arderique (1517); de D. Clarián de Landanis (1518), que acaso tenga algún interés para la historia de las leyendas nacionales, puesto que una de las aventuras del héroe es (según se encarece en la portada) «la muy espantosa entrada en la gruta de Hercules (¿la de Toledo?), que fué un hecho maravilloso que parece exceder a todas las fuerzas humanas»; de sus continuaciones Floramante de Colonia y Lidamán de Ganayl (1528); de D. Floriseo, llamado por otro nombre el Caballero del Desierto, «el qual por su gran esfuerzo y mucho saber alcanzó a ser rey de Bohemia» (1517), obra del bachiller Fernando Bernal, que no debe de ser de los peores, á juzgar por el romance juglaresco que sobre él compuso Andrés Ortiz (núm. 287 de Durán); de D. Reymundo de Grecia [cclxxvi](1524), que es del mismo autor de D. Floriseo y no menos inaccesible que él; de Don Valerián de Hungría, obra del notario valenciano Dionisio Clemente (1540), que, según se dice, contiene alusiones á los hechos de D. Rodrigo de Mendoza, marqués del Zenete, durante la guerra de las Germanías; de D. Florando de Inglaterra y sus amores con la princesa Roselinda (1545). Con algún más fundamento podría hablar del D. Florambel de Lucea, puesto que poseo un ejemplar algo incompleto de sus tres primeras partes (Sevilla, 1548), pero confieso que todavía no he tenido valor para enfrascarme en su lectura[407].

Dos grandes y famosos historiadores, uno de las Indias Orientales y otro de las Occidentales, honran con sus nombres la bibliografía caballeresca, y prueban que no siempre eran ingenios baladíes los que en estas composiciones se ejercitaban. Gonzalo Fernández de Oviedo, que con el tiempo había de tronar contra la vana lección de los Amadises[408], había dado principio á su carrera literaria publicando El libro del muy esforzado et invencible caballero de la Fortuna propiamente llamado «Don Claribalte» (1519), y Juan de Barros, antes de convertirse en el Tito Livio de las hazañas lusitanas en Oriente, imprimía en su lengua nativa la Crónica do emperador Clarimundo (1522), fabuloso antepasado de los Reyes de Portugal, la cual suponía haber traducido del húngaro. Pero contra lo que pudiera esperarse del nombre del autor, y aun del [cclxxvii]propósito declarado en el título, son muy raras en este libro las alusiones históricas y geográficas[409].

Más notable es bajo este aspecto el «Don Florindo, hijo del buen Duque Floriseo de la Extraña Aventura, que con grandes trabajos ganó el castillo encantado de las Siete Venturas, en el qual se contienen differenciados riebtos de carteles y desafios, juyzios de batallas, experiencias de guerras, fuerzas de amores, dichos de reyes, assi en prosa como en metro, y escaramuzas de juego e otras cosas de mucha utilidad para el bien de los lectores y plazer de los oyentes» (1530), obra del aragonés Fernando Basurto, de la cual hizo Gayangos un análisis extenso y suficiente. Hay en ella episodios de las campañas de Italia, minuciosas descripciones de fiestas, torneos y pasos de armas, saraos y diversiones populares; reminiscencias de la Crónica General, como la noticia de los castillos levantados por los fabulosos reyes Ispan y Pirrus, y lo que es más de notar, aventuras enteramente realistas, del género de Tirante el Blanco. El personaje mismo de D. Florindo dista mucho de realizar con pureza el ideal caballeresco, y sobre todo se deja arrastrar y vencer constantemente por la pasión del juego. Es, en suma, un héroe degenerado, un aventurero bastante vulgar y más bien un espadachín que un caballero andante.

Mención particular y muy honrosa debe hacerse de la extensa novela que otro aragonés mucho más célebre, el capitán Jerónimo de Urrea, infeliz traductor del Orlando Furioso, pero autor del precioso Diálogo de la honra militar[410], compuso con el título de D. Clarisel de las Flores, obra todavía inédita en su mayor parte[411], pero ya estudiada con toda minuciosidad y conciencia por el difunto catedrático de la Universidad de Zaragoza D. Jerónimo Borao en una apreciable memoria[412]. Si se atiende á los [cclxxviii]méritos del estilo puro, abundante y lozano, y á veces muy expresivo y pintoresco, á la prodigiosa riqueza y variedad de incidentes y aventuras, y al interés y amenidad de algunas de ellas, D. Clarisel es uno de los mejores libros de caballerías y de los que pueden leerse con menos trabajo: vale bastante más que el ponderado Palmerín de Inglaterra, y si no puede hombrearse con el Amadís y el Tirante, porque le falta la originalidad creadora de aquéllos y es fruto tardío de una moda literaria que comenzaba á decaer, debe ser citado inmediatamente después de ellos, á pesar de la falta de consistencia de los caracteres y del embrollo desmesurado de la fábula, que llega á convertirse en un laberinto. Pero si se considera aisladamente cada relato de los que en esta maraña se cruzan, hay muchos que agradan y entretienen. Como podía esperarse de un traductor del Ariosto, se inspira Urrea en su poema tanto ó más que en los libros de caballerías indígenas, aunque también reproduce las principales situaciones del Amadís. El episodio de Astrafélix, por ejemplo, corresponde al de Briolanja, si bien la infidelidad de D. Clarisel (llamado entonces el Caballero del Rayo), á su amada Felisalva, resulta involuntaria por haber sido maleficiado el caballero con una yerba mágica que le propinó, á instancias de la apasionada princesa, la anciana Sofronisa. Las reminiscencias del Orlando son tan continuas que imprimen carácter al libro[413] y explican la liviandad de algunos trozos. Á veces se inspira también en la comedia latina ó italiana: la estratagema de que se vale Belamir para engañar á Lirope, transformándose por arte de nigromancia en la figura de su esposo el duque de Silesia, es la misma en que está fundado el Amphitrion de Plauto, con todas sus imitaciones, haciendo aquí el mayordomo Rustán el papel de Sosia.

Además de estos elementos, ó nuevos ó poco usados en esta clase de libros, Urrea introdujo, en mayor escala que sus predecesores (exceptuando á Feliciano de Silva), la forma poética que en el Amadís se inicia tímidamente con dos canciones. Todos los versos intercalados en Don Clarisel son de arte menor, versos de Cancionero, en los cuales era Urrea tan aventajado como torpe en los endecasílabos. De Juan del Enzina parecen, por ejemplo, estas coplas pastoriles:

¿Qué haces aquí en el prado,
Ciego Amor?
Anda, vete a lo poblado,
A dar dolor.
[cclxxix]Deja libres nuestras flores,
Y claras las fuentes frias;
Tus fuerzas y tus porfias
Muestra a los grandes señores.
Deja los simples pastores,
Ciego amor;
Que es vileza a los cuitados
Dar dolor.

El lindo romance que canta en Nápoles la artificiosa Faustina para atraer á Belamir al estanque, donde le deja burlado, está ya en la manera lírica que prevaleció á principios del siglo XVII, aunque todavía no impera sola la asonancia:

Decidme, oh vos, blancos cisnes,
Los que gozais de las aguas,
¿Cómo podreis defenderos
De las amorosas llamas?
Plegue al amor que vos junte
En sombras de verdes ramas,
Donde goceis para siempre
Una vida dulce y blanda,
Sin temer que se os enturbien
Esas vuestras olas mansas.
Salid, oh cisnes, de entre ellas
Que las vereis alteradas,
Y de un gran fuego amoroso
Encendidas y abrasadas.
Dejad que se apague en ellas
Ansia tan desordenada.

Después del D. Clarisel de las Flores apenas se encuentra ningún libro de caballerías que traspase la raya de lo vulgar y adocenado. El apogeo de esta literatura corresponde á la primera mitad del siglo XVI, es decir, al reinado del emperador Carlos V. Todavía dentro de él hay que mencionar el Lepolemo ó Caballero de la Cruz (1521), del cual dijo donosamente Cervantes: «Por nombre tan santo como este libro tiene, se podia perdonar su ignorancia; mas tambien se suele decir tras la cruz está el diablo: vaya al fuego». No es de los más disparatados de su clase, y las aventuras tienen cierta sensatez relativa, pero es sin duda de los más insulsos. Su autor, que se llamaba al parecer Alfonso de Salazar[414], le supuso traducido de original arábigo compuesto por el cronista Xarton, lo cual acaso dio á Cervantes la idea de su Cide Hamete Benengelí. El sevillano Pedro de Luxán, á quien ya conocemos como autor de D. Silves de la Selva, añadió al Lepolemo una segunda parte, en que se trata de los hechos de su hijo Leandro el Bel «según lo compuso el sabio rey Artidoro en lengua griega». aunque ambos libros están regularmente escritos, se perdieron muy pronto entre el fárrago de libros caballerescos.

[cclxxx]

Sólo por ser labor femenina puede hacerse mérito del Don Cristalión de España, que publicó en 1545 doña Beatriz Bernal, dama de Valladolid, parienta acaso del bachiller Fernando Bernal, autor del D. Floriseo[415]. Sólo por la circunstancia de estar mencionados en el Quijote hay todavía quien recuerde el D. Cirongilio de Francia, de Bernardo Vargas (1545); el Felixmarte de Hircania, de Melchor Ortega, vecino de Úbeda (1556); el D. Olivante de Laura, de Antonio de Torquemada (1564), que Cervantes llamó tonel, aunque es de moderado volumen para libro en folio; el D. Belianis de Grecia, «sacado de lengua griega, en la cual la escribió el sabio Friston por un hijo del virtuoso varon Toribio Fernandez» (1547), con el cual mostró el cura benignidad inusitada, condenándole sólo á reclusión temporal y recetándole «un poco de ruibarbo para purgar la demasiada colera suya», por la cual eran sin cuenta las heridas que daba y recibía: hasta ciento y una, todas graves, contó Clemencín sólo en los dos primeros libros. Pero á todos éstos vence en lo prolijo, absurdo y fastidioso el Espejo de príncipes y caballeros, que para no confundirle con el Espejo de caballerías, citado en otra parte (compilación del ciclo carolingio), suele designarse con el nombre de El Caballero del Febo ó Alphebo, aunque no solamente trata de él, sino de su padre el emperador Trebacio, de su hermano Rosicler, de su hijo Claridiano, de D. Poliphebo de Trinacria y de otros muchos paladines y hasta belicosas damas, viniendo á formar todo ello una vasta enciclopedia de necedades, que llegó á constar de cinco partes y más de dos mil páginas á dos columnas en folio; labor estúpida á que sucesivamente se consagraron (desde 1562 hasta 1589 y aun más adelante) varios ingenios oscuros, tales como el riojano Diego Ordóñez de Calahorra, el aragonés Pedro de la Sierra y el complutense Marcos Martínez[416].

Estas obras monstruosas y pedantescas[417] marcan el principio de la agonía del género, cuyo último estertor parece haber sido la Historia famosa del príncipe don Policisne de Beocia, hijo y único heredero de los reyes de Beocia Minandro y Grumedela; por D. Juan de Silva y Toledo, señor de Cañada-hermosa; impreso en Valladolid, [cclxxxi]1602, en vísperas, como se ve, de la aparición del Quijote; después del cual no se encuentra ningún libro de caballerías original, ni reimpresiones apenas de los antiguos. Toda esta enorme biblioteca desapareció en un día, como si el mágico Fristón hubiese renovado con ella el encantamiento de la del ingenioso hidalgo.

Aunque escritos en verso, deben incluirse entre los libros de caballerías, más bien que entre las imitaciones de los poemas italianos, el Celidón de Iberia, de Gonzalo Gómez de Luque (1583); el Florando de Castilla, lauro de Caballeros, del médico Jerónimo Huerta (1588), y la Genealogía de la Toledana Discreta, cuya primera parte, en treinta y cuatro cantos, publicó, en 1604, Eugenio Martínez, no atreviéndose sin duda á imprimir la segunda por justo temor á la sátira de Cervantes, que acaso influyó también en que quedasen inéditas otras tentativas del mismo género, como el Pironiso y el Canto de los amores de Felis y Grisaida[418]. De estos poemas, el más interesante es sin duda el del licenciado Huerta, que andando el tiempo llegó á ser hombre insigne en su profesión y docto intérprete y comentador de Plinio. Si no hay error en la fecha de su nacimiento, y realmente imprimió el Florando á los quince años[419], la obra es maravillosa para tal edad, aunque poco original y muy sembrada de imitaciones literales de Ovidio, Ariosto, Garcilaso, Ercilla y otros poetas antiguos y modernos. Tiene el Florando la curiosidad de estar escrito, no todo en octavas reales, aunque éstas predominan, sino en variedad de metros, sin excluir los cortos; género de polimetría que no recordamos haber visto en ningún otro poema con pretensiones de épico hasta llegar á los románticos del siglo XIX. Tiene también la de contener (en el canto noveno) una de las más antiguas versiones conocidas del tema de los Amantes de Teruel (trasplantación aragonesa de un cuento de Boccaccio). Finalmente, es digno de notarse, y puede no ser casual, la coincidencia que presentan las palabras de D. Quijote vencido en Barcelona por el caballero de la Blanca Luna, con las que pronuncia Ricardo rendido por Florando en el último canto del poema:

Viendose ya vencido, dice: Acaba,
Caballero feroz, de darme muerte;
Que este es el fin honroso que esperaba
De un brazo como el tuyo, bravo y fuerte.
[cclxxxii] Vencido soy, mas lo que sustentaba
No me haras negar de alguna suerte;
Bien puedes de la vida ya privarme,
Pues tengo de morir, y no mudarme.

Por estas particularidades, así como por la fluidez de la versificación, que en algunos trozos llega á la elegancia, y por las proporciones no exageradas del poema, resulta de lectura bastante apacible el Florando de Castilla y merece la reimpresión que de él se hizo en nuestros días.

Eran antiguos y muy justificados los clamores de los moralistas contra los libros de caballerías, que ellos miraban como un perpetuo incentivo de la ociosidad y una plaga de las costumbres. El mayor filósofo de aquella centuria, Luis Vives, los acriminó con verdadera saña, no sólo en el pasaje ya citado De institutione feminae christianae[420], tan interesante por contener una especie de catálogo de los que entonces corrían con más crédito, sino en su magistral obra pedagógica De causis corruptarum artium[421]. El reformador de los estudios teológicos Melchor Cano, tan análogo á Vives en su tendencia crítica, tan diverso en el carácter, refiere haber conocido á un sacerdote que tenía por verdaderas las historias de Amadís y D. Clarían, alegando la misma razón que el ventero de D. Quijote; es á saber: que cómo podían decir mentira unos libros impresos con [cclxxxiii]aprobación de los superiores y con privilegio real[422]. Cano los despreciaba demasiado para considerarlos muy peligrosos: teníalos por meras vaciedades, escritas por hombres ignorantes y mal ocupados; le alarmaban mucho más (y lo dice claramente) los libros de devoción escritos en lengua vulgar, cuando trataban hondas materias teológicas ó místicas[423].

Pero es claro que los ascéticos, escritores de índole mucho más popular, no podían afectar la misma desdeñosa tolerancia que, precisamente por animadversión á ellos, mostraba el clásico expositor de los lugares teológicos, encastillado en el alcázar de su ciencia escolástica y de su arte ciceroniana. «En nuestros tiempos (decía el maestro Alonso de Venegas), con detrimento de las doncellas recogidas se escriven los libros desaforados de cavallerias, que no sirven sino de ser unos sermonarios del diablo; con que en los rincones caza los animos de las doncellas...». «Vemos que veda el padre a la hija que no le venga y le vaya la vieja con sus mensajes, y por otra parte es tan mal recatado que no le veda que leyendo Amadises y Esplandianes, con todos los de su bando, le esté predicando el diablo a sus solas; que alli aprende las celadas de las ponzoñas secretas, demás del habito que hace en pensamientos de sensualidad; que assi la hacen saltar de su quietud como el fuego a la pólvora[424]».

Envolviendo en la misma condenación los libros caballerescos, las novelas pastoriles y hasta las poesías líricas de asunto profano, por honestas que fuesen (lo cual era llevar la intransigencia ética hasta el último término posible), lanzaba contra todos ellos [cclxxxiv]ardorosa invectiva el elocuente y pintoresco autor de la Conversión de la Magdalena Fr. Pedro Malón de Chaide: «¿Qué otra cosa son los libros de amores y las Dianas y Boscanes y Garcilasos, y los monstruosos libros y silvas de fabulosos cuentos y mentiras de los Amadises, Floriseles y Don Belianis, y una flota de semejantes portentos como hay escritos, puestos en manos de pocos años, sino cuchillo en poder del hombre furioso?... otros leen aquellos prodigios y fabulosos sueños y quimeras sin pies ni cabeza, de que están llenos los libros de caballerías, que asi los llaman, a los que si la honestidad del termino lo sufriera, con trastrocar pocas letras se llamaran mejor de bellaquerías que de caballerías. Y si a los que estudian y aprenden a ser cristianos en estos catecismos les preguntais que por qué los leen y cuál es el fruto que sacan de su licion, responderos han que alli aprenden osadia y valor para las armas, crianza y cortesia para con las damas, fidelidad y verdad en sus tratos, y magnanimidad y nobleza de ánimo en perdonar a sus enemigos; de suerte que os persuadirán que Don Florisel es el libro de los Macabeos, y Don Belianis los Morales de San Gregorio, y Amadis los Oficios de San Ambrosio, y Lisuarte los libros de Clemencia de Seneca... Como si en la Sagrada Escritura y en los libros que los santos dotores han escrito faltaran puras verdades, sin ir a mendigar mentiras; y como si no tuvieramos abundancia de ejemplos famosos en todo linaje de virtud que quisiesemos, sin andar a fingir monstruos increibles y prodigiosos. ¿Y qué efeto ha de hacer en un mediano entendimiento un disparate compuesto a la chimenea en invierno por el juicio del otro que lo soñó?»[425].

Aun escritores que no tenían cargo especial de almas, ó no enderezaban sus trabajos á la edificación popular, humanistas, historiadores, moralistas mundanos ó simples eruditos, fulminan las mismas censuras, y abogan de continuo, sobre todo en los prólogos de sus obras, por la absoluta proscripción de los libros de caballerías. Así Fr. Antonio de Guevara, tan poco escrupuloso en materia de fábulas históricas, y que á su modo también cultivaba la novela, decía en el argumento de su Aviso de Privados: «Vemos que ya no se ocupan los hombres sino en leer libros que es afrenta nombrarlos, como son Amadis de Gaula, Tristan de Leonís, Primaleon, Carcel de amor y Celestina, a los quales y a otros muchos con ellos se debria mandar por justicia que no se imprimiesen[cclxxxv] ni menos se vendiesen, porque su doctrina incita la sensualidad a pecar, y relaxa el espiritu a bien vivir»[426]. Indignábase el magnífico caballero Pero Mexía, elegante vulgarizador de las historias clásicas, de ver aplicado el nombre de crónicas á «las trufas e mentiras de Amadis y de Lisuarte y Clarianes, y otros portentos que con tanta razon debrian ser desterrados de España, como cosa contagiosa y dañosa a la republica, pues tan mal hacen gastar el tiempo a los autores y lectores de ellos. Y lo que es peor, que dan muy malos exemplos e muy peligrosos para las costumbres. A lo menos son un dechado de deshonestidades, crueldades y mentiras, y según se leen con tanta atencion, de creer es que saldran grandes maestros de ellas... Abuso es muy grande y dañoso, de que entre otros inconvenientes se sigue grande ignominia y afrenta a las cronicas e historias verdaderas, permitir que anden cosas tan nefandas a la par con ellos»[427]. Otro escritor sevillano, contemporáneo de Mexía, Alonso de Fuentes, cuya Summa de philosophia natural (1547) encierra tantas curiosidades, no sólo traza la semblanza de un doliente, precursor de D. Quijote, que se sabía de memoria todo el Palmerín de Oliva «y no se hallaba sin él, aunque lo sabía de cabeza», sino que conmina á los gobernadores y prebostes de las ciudades para que persigan libros semejantes, por «el mal exemplo que dellos resulta. Porque, dad aca, en el más cendrado libro destos, ¿qué se trata, dexando aparte ser todo fabulas y mentiras, sino que uno llevó la mujer de aquel y se enamoró de la hija del otro; cómo la recuestaba y escrevia, y otros avisos para los que estan acaso descuidados? Y no yerro en lo que digo, que me admiro que se tenga cuidado en prohibir meter en este reino las sábanas de Bretaña (á causa que se hallaban enfermas por su respecto muchas personas de muchas enfermedades contagiosas, de las cuales las dichas sábanas venían inficionadas), y no se provea en suplicar que se prohiban libros que dan de sí tan mal exemplo y tanto daño dellos depende[428]». Nada menos que «partos de ingenios estupidos», «hez de libros», «inmundicias recogidas para perder el tiempo y estragar las costumbres de los hombres», llamaba nuestro gran hebraizante Arias Montano á los libros de caballerías en su elegante Retórica, compuesta en versos latinos, llegando á incluir al mismo Orlando en la caterva de los Amadises y Esplandianes:

...Namque per nostra frequenter
Regna libri eduntur, veteres referentia scripta
Errantesque equites, Orlandum, Splandiana graecum,
Palmirenumque duces et coetera: monstra vocamus
Et stupidi ingenii partum, faecemque librorum,
Collectas sordes in labem temporis; et æquae
Nil melius tractent, hominum quam perdere mores.
[cclxxxvi] Temporis hic ordo nullus, non ulla locorum
Servatur ratio, nec si quid forte legendo
Vel credi possit vel delectare, nisi ipsa
Te turpis vitii species et foeda voluptas
Delectat; moresque truces, et vulnera nullis
Hostibus inflicta, ac stolide conficta leguntur[429].

Á pesar de tan insistente clamoreo, entre cuyas voces sonaban las de los hombres más grandes de España en el siglo XVI, Vives, Cano, Arias Montano, Fr. Luis de Granada, la Inquisición mostró con los libros de caballerías una indulgencia verdaderamente inexplicable, no sólo por los pasajes lascivos que casi todos ellos contienen, sino por las irreverencias y profanaciones de que no están exentos algunos, como el Tirante. Pero es lo cierto que, por tolerancia con el gusto público ó por desdén hacia la literatura amena, en los reinos de Castilla y Aragón corrieron libremente todos esos libros: ni uno solo se encuentra prohibido en el índice del Cardenal Quiroga (1583), que es el más completo de los del siglo XVI[430]. Algo más severa se mostró con ellos la legislación civil, aunque no en el grado y forma que lo solicitaban los Procuradores de las Cortes de Valladolid de 1555, en su petición 107: «Otrosi decimos que está muy notorio el daño que en estos Reinos ha hecho y hace a hombres mozos y doncellas e a otros generos de gentes leer libros de mentiras y vanidades, como son Amadis y todos los libros que despues dél se han fingido de su calidad y letura y coplas y farsas de amores y otras vanidades: porque como los mancebos y doncellas por su ociosidad principalmente se ocupan en aquello, desvanecense y aficionanse en cierta manera a los casos que leen en aquellos libros haber acontecido, ansi de amores como de armas y otras vanidades; y aficionados, cuando se ofrece algun caso semejante, danse a el más a rienda suelta que si no lo oviesen leido... Y para remedio de lo susodicho, suplicamos a V. M. mande que ningun libro destos ni otros semejantes se lea ni imprima so graves penas; y los que agora hay los mande recoger y quemar, y que de aqui adelante ninguno pueda imprimir libro ninguno, ni coplas ni farsas, sin que primero sean vistos y examinados por los de vuestro Real Consejo de Justicia; porque en hacer esto ansi V. M. hará gran servicio a Dios, quitando las gentes destas lecciones de libros de vanidades, e reduciendolas á leer libros religiosos y que edifiquen las ánimas y reformen los cuerpos, y a estos Reinos gran bien y merced».

Esta petición no fué atendida, y su misma generalidad y violencia se oponía á que prosperase, porque siempre fué temerario contradecir de frente el gusto popular. Lo que el Santo Oficio, con todo su poder y autoridad sobre las conciencias, no había intentado siquiera, menos había de acometerlo la potestad secular, cuyo influjo en estas materias era bien escaso. Los libros de caballerías siguieron vendiéndose libremente en la Península; no sé publicó jamás la Pragmática anunciada por la Princesa Gobernadora doña Juana, contestando, en 1558, á las peticiones de las Cortes; y sólo en los dominios [cclxxxvii]de América continuaron siendo de contrabando estos libros, á tenor de una real cédula de 4 de abril de 1531, confirmada por otras posteriores que prohiben pasar á Indias «libros de romances, de historias vanas o de profanidad, como son de Amadis e otros desta calidad, porque este es mal ejercicio para los indios, e cosa en que no es bien que se ocupen ni lean».

En vista de la indiferencia de los poderes públicos, discurrieron algunos varones piadosos, pero de mejor intención que literatura, buscar antídoto al veneno caballeresco en un nuevo género de ficciones que en todo lo exterior las remedasen, pero que fuesen, en el fondo, obras morales y ascéticas, revestidas con los dudosos encantos de la alegoría; procedimiento frío y mecánico, al cual no debe el arte ningún triunfo y que nunca puede ser confundido con el símbolo vivo, último esfuerzo de la imaginación creadora. Así nació el extravagante género de los libros de caballerías á lo divino, como á lo divino se parodiaron también los versos de Bosán y Garcilaso y la Diana de Montemayor.

La alegoría caballeresca con fin moral tiene antecedentes en dos obras francesas traducidas á nuestra lengua, la una en el siglo XV y la otra en el XVI: el Pélerinage de la vie humaine, de Guillermo de Guileville, que fué puesta en castellano por Fr. Vicente Mazuelo é impresa en Tolosa de Francia en 1490[431], y el mucho más célebre Chevalier Délibéré, de Olivier de la Marche, libro de larga y curiosa historia en España, pues no sólo alcanzó dos traductores en verso, Hernando de Acuña y el capitán Urrea, sino que antes había entretenido los ocios del Emperador Carlos V, que le tradujo en prosa, movido, sin duda, de los elogios de la Casa de Borgoña que el poema de la Marche contiene. Esta versión cesárea es la que Acuña recibió encargo de poner en antiguas coplas castellanas y publicar con su nombre[432], y ora fuese porque se trasluciera su egregio origen, ora por la fluidez y gracia de las quintillas de Acuña, El Caballero Determinado tuvo tanto éxito que fué reimpreso hasta siete veces durante aquel siglo, y dejó en la sombra la traducción de Urrea[433], hecha en tercetos tan infelices como las octavas de su Orlando.

Pero el Pelegrinaje de la vida humana, cuya autor se propuso imitar á lo divino el

[cclxxxviii]

Roman de la Rose, es más bien un viaje alegórico-fantástico que un libro de caballerías, y el poemita de Olivier de la Marche, salvo en lo que tiene de histórico y panegírico, apenas traspasa los límites de una sencilla y poco ingeniosa personificación de vicios y virtudes.

No se contuvo en tan modestos límites el valenciano Jerónimo de San Pedro (ó más bien Sempere), autor de las dos partes de la Caballería celestial de la Rosa Fragante (1554). «Advirtiendo (dice en su prólogo) que los que tienen acostumbrado el apetito a las lecciones ya dichas (de los libros fabulosos y profanos) no vernian deseosos al banquete destas, aviendo de passar de un extremo a otro, propuse les dar de comer la perdiz desta historia, alborada con el artificio de las que les solian caer en gusto, porque mas engolosinandose en ellas pierdan el sabor de las fingidas, y aborreciendolas se ceven desta que no lo es... Donde hallarán trazada, no una Tabla Redonda, mas muchas; no una sola aventura, mas venturas diversas; y esto no por industria de Merlin ni de Vrganda la Desconocida, mas por la Divina Sabiduria del Verbo Hijo de Dios... Hallarán tambien, no un solo Amadis de Gaula, mas muchos amadores de la verdad no creada; no un solo Tirante el Blanco, mas muchos tirantes al blanco de la gloria; no una Oriana ni una Carmesina, pero muchas santas y celebradas matronas, de las quales se podra colegir exenplar y virtuosa erudicion. Veran assi mesmo la viveza del anciano Alegorin, el sabio, y la sagacidad de Moraliza, la discreta doncella, los quales daran de sí dulce y provechosa platica, mostrando en muchos pasos desta Celestial Caballeria encumbrados misterios y altas maravillas, y no las de un fingido cauallero de la Cruz, mas de un precioso Christo que verdaderamente lo fue».

Este singular programa no basta para dar completa idea de tan absurdo libro, que en su primera parte, intitulada del Pie de la Rosa Fragante, y en ciento doce capítulos, llamados maravillas, recopila, en forma andantesca, gran parte de la materia del Antiguo Testamento, y en la segunda, ó sea en las Hojas de la Rosa Fragante, alegoriza por el mismo procedimiento los Evangelios, convirtiendo á Cristo en el caballero del León, á los doce Apóstoles en los doce paladines de la Tabla Redonda, y á Lucifer en el caballero de la Serpiente. Todo ello es una continua parodia de los libros caballerescos, cuyas principales aventuras imita; pero lo que resulta escandalosamente parodiado por la cándida irreverencia del autor es la Sagrada Escritura; por lo cual no es maravilla que la Inquisición pusiese inmediatamente el libro en sus índices, y nunca llegara á imprimirse la tercera parte, que el autor promete con el título de La Flor de la Rosa Fragante[434]. El rígido puritano Ticknor, que eludió, sin duda por escrúpulo de conciencia, el estudio de nuestros grandes ascéticos y místicos, hasta el punto de dedicar sólo una menguada página á Fr. Luis de Granada y otra á Santa Teresa (¡y á esto se llama «Historia de la Literatura española»!), se extiende con morosa fruición en el análisis de la Caballería celestial, pretendiendo, á lo que se ve, hacer cómplice á la Iglesia católica de las necedades de un escritor tan oscuro como Jerónimo de San Pedro. Tres cosas olvidó el crítico americano: primera, que el Santo Oficio se había adelantado á su censura prohibiendo La Rosa Fragante desde que apareció; segunda, que el libro es ridículo por la falta de talento y gusto de su autor, pero que la poesía simbólica, nacida del maridaje [cclxxxix]entre el misticismo y la caballería, no puede condenarse en sí misma, puesto que en manos de un gran poeta como Wolfram de Eschembach puede producir una maravilla como el Parsifal, y tercero, que sin salir de la cristiandad protestante y de la misma secta á que Ticknor pertenecía, puede encontrarse uno de los tipos más curiosos de novela alegórica á lo divino en el Pilgrim's Progress de Bunyan, tan popular y tan digno de serlo. La obra del calderero anabaptista, con su gigante Desesperación, su Prudencia Mundana, su demonio Apollyon, símbolo del Papismo, está más inspirada, sin duda, que la historia del maestro Anagogino, del anciano Alegorín, de la doncella Moraliza y del caballo de la Penitencia, pero las alegorías son igualmente absurdas y en manos de un incrédulo pueden prestarse á la misma rechifla.

Aleccionados sin duda por la prohibición de la Rosa Fragante, no picaron tan alto los que después cultivaron este género, absteniéndose de profanar el texto sagrado y limitándose á modestas fábulas didácticas, que más tenían de morales que de propiamente teológicas. En este orden es muy apreciable por méritos de estilo y lenguaje, no menos que por su sana y copiosa doctrina, El Caballero del Sol, ó sea la Peregrinacion de la vida del hombre puesto en batalla... en defensa de la Razon, que trata por gentil artificio y extrañas figuras de vicios y virtudes, envolviendo con la arte militar la philosophia moral, y declara los trabajos que el hombre sufre en la vida y la continua batalla que tiene con los vicios, y finalmente enseña los dos caminos de la vida y de la perdicion, y cómo se ha de vivir para bien acabar y morir; libro impreso en Medina del Campo en 1552, cuyo autor fué Pedro Hernández de Villaumbrales, uno de los buenos prosistas ascéticos del siglo XVI y de los más injustamente olvidados. No es la mejor de sus obras El Caballero del Sol, pero no se puede negar que están vencidas con ameno ingenio las dificultades inherentes al gusto alegórico, y que esta ética cristiana es un curioso ensayo de novela filosófica, enteramente libre de las monstruosidades que afean el libro de Jerónimo de San Pedro. Tuvo éxito el de Villaumbrales, siendo inmediatamente traducido al italiano por Pietro Lauro (1557) y al alemán por Mateo Hofsteteer (1611)[435]. Á su imitación se compusieron otros que no llegaron á igualarle, como la Caballeria christiana de Fr. Jaime de Alcalá (1570), el Caballero de la Clara Estrella ó Batalla y triunfo del hombre contra los vicios, poema en octavas reales de un tal Andrés de la Losa (1580); la Historia y milicia cristiana del caballero Peregrino, conquistador del cielo, metaphora y symbolo de cualquier sancto, que peleando contra los vicios ganó la victoria, obra pesadísima de Fr. Alonso de Soria, impresa en Cuenca en 1601. Algunos incluyen también en esta sección El Caballero Asisio, de Fr. Gabriel de Mata (1587), pero este prolijo poema no contiene más que la vida de San Francisco y algunos santos de su orden, sin que lo caballeresco pase del título y del extravagante frontispicio de la edición de Bilbao, que representa al Santo á caballo y armado de todas armas, ostentando en la cimera del yelmo la cruz con los clavos y la corona de espinas, en el escudo las cinco llagas y en el pendón de la lanza una imagen de la Fe con la cruz y el cáliz. Lo que pertenece enteramente al género alegórico [ccxc]caballeresco á lo divino es otro poema rarísimo del mismo Fr. Gabriel de Mata, titulado Cantos Morales (1594)[436].

Como se ve, no es grande el número de ejemplares de este género, y si se añade que casi ninguno obtuvo los honores de la reimpresión, se comprenderá la poca importancia que tuvieron estos piadosos caprichos, sin duda porque la mayor parte de los lectores del siglo XVI opinaban con Cervantes y con el sentido común que los libros de pasatiempo «no tienen para qué predicar a ninguno, mezclando lo humano con lo divino, que es un género de mezcla de quien no se ha de vestir ningun cristiano entendimiento».

En cambio fué enorme, increíble aunque transitoria, la fortuna de los libros de caballerías profanos, y no es el menor enigma de nuestra historia literaria esta rápida y asombrosa popularidad, seguida de un abandono y descrédito tan completos, los cuales no pueden atribuirse exclusivamente al triunfo de Cervantes, puesto que á principios del siglo XVII ya estos libros iban pasando de moda y apenas se componía ninguno nuevo. Suponen la mayor parte de los que tratan de estas cosas que la literatura caballeresca alcanzó tal prestigio entre nosotros porque estaba en armonía con el temple y carácter de la nación y con el estado de la sociedad, por ser España la tierra privilegiada de la caballería. Ticknor llega á clasificar estos libros entre las producciones más genuinas de nuestra literatura popular, al lado de los romances, las crónicas y el teatro. Pero en todo esto hay evidente error, ó si se quiere una verdad incompleta. La caballería heroica y tradicional de España, tal como, en los cantares de gesta, en las crónicas, en les romances y aun en los mismos cuentos de D. Juan Manuel se manifiesta, nada tiene que ver con el género de imaginación que produjo las ficciones andantescas. La primera tiene un carácter sólido, positivo y hasta prosaico á veces; está adherida á la historia, y aun se confunde con ella; se mueve dentro de la realidad y no gasta sus fuerzas en quiméricos empeños, sino en el rescate de la tierra natal y en lances de honra ó de venganza. La imaginación procede en estos relatos con extrema sobriedad, y aun si se quiere con sequedad y pobreza, bien compensadas con otras excelsas cualidades, que hacen de nuestra poesía heroica una escuela de viril sensatez y reposada energía. Sus motivos son puramente épicos; para nada toma en cuenta la pasión del amor, principal impulso del caballero andante. Jamás pierde de vista la tierra, ó por mejor decir una pequeñísima porción de ella, el suelo natal, único que el poeta conocía. Para nada emplea lo maravilloso profano, y apenas lo sobrenatural cristiano. Compárese todo esto con la desenfrenada invención de los libros de caballerías; con su falta de contenido histórico; con su perpetua infracción de todas las leyes de la realidad; con su geografía fantástica, con sus batallas imposibles; con sus desvaríos amatorios, que oscilan entre el misticismo más descarriado y la más baja sensualidad; con su disparatado concepto del mundo y de los fines de la vida; con su población inmensa de gigantes, enanos, encantadores, hadas, serpientes, endriagos y monstruos de todo género, habitadores de ínsulas y palacios encantados; con sus despojos y reliquias de todas las mitologías y supersticiones del Norte y del Oriente, y se verá cuan imposible es que una literatura haya salido de la otra, que la caballería moderna pueda estimarse como prolongación de la antigua.

[ccxci]

Hay un abismo profundo, insondable, entre las gestas y las crónicas, hasta cuando son más fabulosas, y el libro de caballerías más sencillo que pueda encontrarse, el mismo Cifar ó el mismo Tirante.

Ni la vida histórica de España en la Edad Media ni la primitiva literatura, ya épica, ya didáctica, que ella sacó de sus entrañas y fué expresión de esta vida, fiera y grave como ella, legaron elemento ninguno al género de ficción que aquí estudiamos. Queda ampliamente demostrado en el capítulo anterior que los grandes ciclos nacieron fuera de España, y sólo llegaron aquí después de haber hecho su triunfal carrera por toda Europa; y que al principio fueron tan poco imitados, que en más de dos centurias, desde fines del siglo XIII á principios del XVI, apenas produjeron seis ó siete libros originales, juntando las tres literaturas hispánicas y abriendo la mano en cuanto á alguno que no es caballeresco más que en parte.

¿Cómo al alborear el siglo XVI, ó al finalizar el XV, se trocó en vehemente afición el antiguo desvío de nuestros mayores hacia esta clase de libros, y se solazaron tanto con ellos durante cien años para olvidarlos luego completa y definitivamente?

Las causas de este hecho son muy complejas, unas de índole social, otras puramente literarias. Entre las primeras hay que contar la transformación de ideas, costumbres, usos, modales y prácticas caballerescas y cortesanas que cierta parte de la sociedad española experimentó durante el siglo XV, y aun pudiéramos decir desde fines del XIV: en Castilla, desde el advenimiento de la casa de Trastamara; en Portugal, desde la batalla de Aljubarrota, ó mejor aún desde las primeras relaciones con la casa de Lancaster. Los proscritos castellanos que habían acompañado en Francia á D. Enrique el Bastardo; los aventureros franceses é ingleses que hollaron ferozmente nuestro suelo, siguiendo las banderas de Duguesclín y del Príncipe Negro; los caballeros portugueses de la corte del Maestre de Avis, que en torno de su reina inglesa gustaban de imitar las bizarrías de la Tabla Redonda, trasladaron á la Península, de un modo artificial y brusco sin duda, pero con todo el irresistible poderío de la moda, el ideal de vida caballeresca, galante y fastuosa de las cortes francesas y anglonormandas. Basta leer las crónicas del siglo XV para comprender que todo se imitó: trajes, muebles y armaduras, empresas, motes, saraos, banquetes, torneos y pasos de armas. Y la imitación no se limitó á lo exterior, sino que trascendió á la vida, inoculando en ella la ridícula esclavitud amorosa y el espíritu fanfarrón y pendenciero; una mezcla de frivolidad y barbarie, de la cual el paso honroso de Suero de Quiñones en la Puente de Órbigo es el ejemplar más célebre, aunque no sea el único. Claro es que estas costumbres exóticas no trascendían al pueblo; pero el contagio de la locura caballeresca, avivada por el favor y presunción de las damas, se extendía entre los donceles cortesanos hasta el punto de sacarlos de su tierra y hacerles correr las más extraordinarias aventuras por toda Europa. Sabido es lo que á propósito de esto dice Hernando del Pulgar en sus Claros Varones de Castilla: «Yo por cierto no vi en mis tiempos ni lei que en los pasados viniesen tantos caballeros de otros reinos e tierras extrañas a estos vuestros reinos de Castilla e de Leon, por facer armas a todo trance, como vi que fueron caballeros de Castilla a las buscar por otras partes de la cristiandad. Conosci al Conde D. Gonzalo de Guzman e a Juan de Merlo; conosci a Juan de Torres e a Juan de Polanco, Alfaran de Vivero e a Mosen Pero Vazquez de Sayavedra, a Gutierre Quijada e a Mosen Diego de Valera, y oi decir de otros castellanos que con ánimo de caballeros fueron por las reinos extraños a facer[ccxcii] armas con cualquier caballero que quisiese facerlas con ellos e por ellas ganaron honra para sí e fama de valientes y esforzados caballeros para los fijosdalgo de Castilla»[437].

Los que tales cosas hacían tenían que ser lectores asiduos de libros de caballerías, y agotada ya la fruición de las novelas de la Tabla Redonda y de sus primeras imitaciones españolas, era natural que apeteciesen alimento nuevo, y que escritores más ó menos ingeniosos acudiesen á proporcionárselo, sobre todo después que la imprenta hizo fácil la divulgación de cualquier género de libros y comenzaron los de pasatiempo á reportar alguna ganancia á sus autores. Y como las costumbres cortesanas durante la primera mitad del siglo XV fueron en toda Europa una especie de prolongación de la Edad Media, mezclada de extraño y pintoresco modo con el Renacimiento italiano, no es maravilla que los príncipes y grandes señores, los atildados palaciegos, los mancebos que se preciaban de galanes y pulidos, las damas encopetadas y redichas que les hacían arder en la fragua de sus amores, se mantuviesen fieles á esta literatura, aunque por otro lado platonizasen y pertrarquizasen de lo lindo.

Creció, pues, con viciosa fecundidad la planta de estos libros, que en España se compusieron en mayor número que en ninguna parte, por ser entonces portentosa la actividad del genio nacional en todas sus manifestaciones, aun las que parecen más contrarias á su índole. Y como España comenzaba á imponer á Europa su triunfante literatura, el público que esos libros tuvieron no se componía exclusiva ni principalmente de españoles, como suelen creer los que ignoran la historia, sino que casi todos, aun los más detestables, pasaron al francés y al italiano, y muchos también al inglés, al alemán y al holandés, y fueron imitados de mil maneras hasta por ingenios de primer orden, y todavía hacían rechinar las prensas cuando en España nadie se acordaba de ellos, á pesar del espíritu aventurero y quijotesco que tan gratuitamente se nos atribuye.

Porque el influjo y propagación de los libros de caballerías no fué un fenómeno español, sino europeo. Eran los últimos destellos del sol de la Edad Media próximo á ponerse. Pero su duración debía ser breve, como lo es la del crepúsculo. Á pesar de apariencias engañosas no representaban más que lo externo de la vida social; no respondían al espíritu colectivo, sino al de una clase, y aun éste lo expresaban imperfectamente. El Renacimiento había abierto nuevos rumbos á la actividad humana; se había completado el planeta con el hallazgo de nuevos mares y de nuevas tierras; la belleza antigua, inmortal y serena, había resurgido de su largo sueño, disipando las nieblas de la barbarie; la ciencia experimental comenzaba á levantar una punta de su velo; la conciencia religiosa era teatro de hondas perturbaciones, y media Europa lidiaba contra la otra media. Con tales objetos para ocupar la mente humana, con tan excelsos motivos históricos como el siglo XVI presentaba, ¿cómo no habían de parecer pequeñas en su campo de acción, pueriles en sus medios, desatinadas en sus fines, las empresas de los caballeros andantes? Lo que había de alto y perenne en aquel ideal necesitaba regeneración y transformación; lo que había de transitorio se caía á pedazos, y por sí mismo tenía que sucumbir, aunque no viniesen á acelerar su caída ni la blanda y risueña ironía del Ariosto, ni la parodia ingeniosa y descocada de Teófilo Folengo, ni la cínica y grosera caricatura de Rabelais, ni la suprema y trascendental síntesis humorística de Cervantes.

[ccxciii]

Duraban todavía en el siglo XVI las costumbres y prácticas caballerescas, pero duraban como formas convencionales y vacías de contenido. Los grandes monarcas del Renacimiento, los sagaces y expertos políticos adoctrinados con el breviario de Maquiavelo no podían tomar por lo serio la mascarada caballeresca. Francisco I y Carlos V, apasionados lectores del Amadís de Gaula uno y otro, podían desafiarse á singular batalla, pero tan anacrónico desafío no pasaba de los protocolos y de las intimaciones de los heraldos ni tenía otro resultado que dar ocupación á la pluma de curiales y apologistas. En España los duelos públicos y en palenque cerrado habían caído en desuso mucho antes de la prohibición del Concilio Tridentino; el famoso de Valladolid en 1522, entre D. Pedro Torrellas y D. Jerónimo de Ansa, fué verdaderamente el postrer duelo de España. Continuaron las justas y torneos, y aun hubo cofradías especiales para celebrarlos, como la de San Jorge en Zaragoza; pero aun en este género de caballería recreativa y ceremoniosa se observa notable decadencia en la segunda mitad del siglo, siendo preferidos los juegos indígenas de cañas, toros y jineta, que dominaron en el siglo XVII. Fuera de España, los antiguos ejercicios caballerescos eran tenidos en más estimación y ejercitados más de continuo. Recuérdese, por ejemplo, el torneo en que sucumbió el rey Enrique II de Francia (1559). ¿Y quién no recuerda en el minucioso y ameno relato del Felicísimo viaje de nuestro príncipe don Felipe á los estados de Flandes, que escribió en 1552 Juan Cristóbal Calvete de Estrella, la descripción de los torneos de Bins, en que tomó parte el mismo príncipe, y de las fiestas en que fueron reproducidas como en cuadros vivos varias aventuras de un libro de caballerías que pudo ser el de Amadís de Grecia, si no me engaño?

Pero aunque todo esto tenga interés para la historia de las costumbres, en la historia de las ideas importa poco. La supervivencia del mundo caballeresco era de todo punto ficticia. Nadie obraba conforme á sus vetustos cánones: ni príncipes, ni pueblos. La historia actual se desbordaba de tal modo, y era tan grande y espléndida, que forzosamente cualquiera fábula tenía que perder mucho en el cotejo. Lejos de creer yo que tan disparatadas ficciones sirviesen de estímulo á los españoles del siglo XVI para arrojarse á inauditas empresas, creo, por el contrario, que debían de parecer muy pobre cosa á los que de continuo oían ó leían las prodigiosas y verdaderas hazañas de los portugueses en la India y de los castellanos en todo el continente de América y en las campañas de Flandes, Alemania é Italia. La poesía de la realidad y de la acción, la gran poesía geográfica de los descubrimientos y de las conquistas, consignada en páginas inmortales por los primeros narradores de uno y otro pueblo, tenía que triunfar antes de mucho de la falsa y grosera imaginación que combinaba torpemente los datos de esta ruda novelística.

Y si tal distancia había entre el mundo novelesco y el de la historia, ¡cuan inmensa no debía de ser la que le separase del mundo espiritual y místico en que florecen las esperanzas inmortales! Por inconcebible que parezca, se ha querido establecer analogía, si no de pensamiento, de procedimientos, entre la literatura caballeresca y nuestra riquísima literatura ascética, dando por supuesto que la una representaba nuestro espíritu aventurero en lo profano y la otra en lo sagrado. Hechos mal entendidos, sacados de quicio y monstruosamente exagerados, han servido para apoyar tan absurda hipótesis. Grima da, por ejemplo, ver al erudito y laborioso Ticknor comparar, con el criterio protestante más adocenado, los milagros de la Iglesia Católica con las patrañas de los libros de caballerías, y suponer que la fe implícita que se prestaba á los unos preparaba[ccxciv] el ánimo para la credulidad con que se acogían los otros. Los libros de caballerías se leían por pasatiempo, como leemos Las mil y una noches, como se han leído todas las novelas del mundo, sin que nadie creyese una palabra de lo que en ellos se contenía, salvo algún loco como Don Quijote ó sus prototipos el clérigo que conoció Melchor Cano y el caballero andaluz de que habló Alonso de Fuentes[438]. Toda Europa los leía con la misma fruición, y todo, absolutamente todo el material romántico de estas ficciones procede de Francia y de Inglaterra. Las oscuras supersticiones en que se funda la parte fantástica de los libros de caballerías son indígenas de ambas Bretañas; aquí no tenían sentido, ni eran más que una imitación literaria para solaz de gente desocupada. Ni España ni la Iglesia tienen que responder de tales aberraciones, que eran del gusto, no de la creencia. ¿Ni qué significa que el futuro San Ignacio de Loyola fuese, como todos los caballeros jóvenes de su tiempo, «muy curioso y amigo de leer libros profanos de caballerías», y que en la convalecencia de su herida los pidiera para distraerse? ¿Por ventura aprendería en Amadís de Gaula el secreto de la organización de la Compañía, que es á los ojos de sus más encarnizados enemigos un dechado de prudencia humana ó (como ellos quieren) de astucia maquiavélica y para cualquier espíritu imparcial un portento de sabia disciplina y de genio práctico; lo más contrario, en suma, que puede haber á todo género de ilusiones y fantasías aun en el campo teológico? ¿Qué significa tampoco que Santa Teresa leyera en su niñez libros de caballerías, siguiendo el ejemplo de su madre[439], y aun que llegara á componer uno en colaboración con su hermano, según refiere su biógrafo el P. Ribera?[440]. Curiosa es la noticia, pero ¿quién va á creer, sin notoria simpleza, que de tales fuentes brotase la inspiración mística de la Santa, ni siquiera su regalado y candoroso estilo, el más personal que hubo en el mundo? Del que no sepa distinguir entre las Moradas y Don Florisel de Niquea, bien puede creerse que carece de todo paladar crítico.

Aparte de las razones de índole social que explican el apogeo y menoscabo de la novela caballeresca, hay otras puramente literarias que conviene dilucidar. Pues ¿á [ccxcv]quién no maravilla que en la época más clásica de España, en el siglo espléndido del Renacimiento, que con razón llamamos de oro, cuando florecían nuestros más grandes pensadores y humanistas; cuando nuestras escuelas estaban al nivel de las más cultas de Europa y en algunos puntos las sobrepujaban; cuando la poesía lírica y la prosa didáctica, la elocuencia mística, la novela de costumbres y hasta el teatro, robusto desde su infancia, comenzaban á florecer con tanto brío; cuando el palacio de nuestros reyes y hasta las pequeñas cortes de algunos magnates eran asilo de las buenas letras, fuese entretenimiento común de grandes y pequeños, de doctos é indoctos, la lección de unos libros que, exceptuados cuatro ó cinco que merecen alto elogio, son todos como los describió Cervantes: «en el estilo duros, en las hazañas increibles, en los amores lascivos, en las cortesias mal mirados, largos en las batallas, necios en las razones, disparatados en los viajes y, finalmente, dignos de ser desterrados de la republica cristiana como gente inútil»? «No he visto ningun libro de caballerías (dice el canónigo de Toledo en el mismo pasaje) que haga un cuerpo de fábula entero con todos sus miembros, de manera que el medio corresponde al principio y el fin al principio y al medio, sino que los componen con tantos miembros, que más parece que llevan intención á formar una quimera ó un monstruo que á hacer una figura proporcionada... y puesto que el principal intento de semejantes libros sea el deleitar, no sé yo cómo puedan conseguirlo yendo llenos de tantos y tan desaforados disparates... Pues ¿qué hermosura puede haber... en un libro ó fábula donde un mozo de diez y seis años da una cuchillada á un gigante como una torre, y le divide en dos mitades como si fuera de alfeñique? Y ¿qué cuando nos quieren pintar una batalla después de haber dicho que hay de la parte de los enemigos un millón de combatientes? Como sea contra ellos el señor del libro, forzosamente, mal que nos pese, habremos de entender que el tal caballero alcanzó la vitoria por solo el valor de su fuerte brazo. Pues ¿qué diremos de la facilidad con que una Reina ó Emperatriz heredera se conduce en los brazos de un andante y no conocido caballero? ¿Qué ingenio, si no es del todo bárbaro é inculto, podrá contentarse leyendo que una gran torre llena de caballeros va por la mar adelante como nave con próspero suceso, y hoy anochece en Lombardía y mañana amanece en tierras del Preste Juan de las Indias ó en otras que ni las describió Tolomeo ni las vio Marco Polo?».

¿Cómo es posible que tan bárbaro y grosero modo de novelar coexistiese en una civilización tan adelantada? Y no era el ínfimo vulgo quien devoraba tales libros, que, por lo abultados y costosos, debían ser inasequibles para él; no eran tan sólo los hidalgos de aldea, como Don Quijote; era toda la corte, del Emperador abajó, sin excluir á los hombres que parecían menos dispuestos á recibir el contagio. El místico reformista conquense Juan de Valdés, uno de los espíritus más finos y delicados, y uno de los más admirables prosistas de la literatura española, Valdés, helenista y latinista, amigo y corresponsal de Erasmo, catequista de augustas damas, maestro de Julia Gonzaga y de Victoria Colonna, después de decir en su Diálogo de la lengua que los libros de caballerías, quitados el Amadís y algún otro, «a más de ser mentirosisimos, son tan mal compuestos, asi por dezir las mentiras muy desvergonzadas como por tener el estilo desbaratado, que no hay buen estomago que los pueda leer», confiesa á renglón seguido que él los había leído todos. «Diez años, los mejores de mi vida, que gasté en Palacios y Cortes, no me empleé en ejercicio más virtuoso que en leer estas mentiras,[ccxcvi] en las cuales tomaba tanto sabor, que me comía las manos tras ellas. Y mirad qué cosa es tener el gusto estragado, que si tomaba un libro de los romanzados de latin, que son de historiadores verdaderos, o a lo menos que son tenidos por tales, no podia acabar conmigo de leerlos[441]».

La explicación de este fenómeno parece muy llana. Tiene la novela dos aspectos: uno literario y otro que no lo es. Puede y debe ser obra de arte puro, pero en muchos casos no es más que obra de puro pasatiempo, cuyo valor estético puede ser ínfimo. Así como de la historia dijeron los antiguos que agradaba escrita de cualquier modo, así la novela cumple uno de sus fines, sin duda el menos elevado, cuando excita y satisface el instinto de curiosidad, aunque sea pueril; cuando prodiga los recursos de la invención, aunque sea mala y vulgar; cuando nos entretiene con una maraña de aventuras y casos prodigiosos, aunque estén mal pergeñados. Todo hombre tiene horas de niño, y desgraciado del que no las tenga. La perspectiva de un mundo ideal seduce siempre, y es tal la fuerza de su prestigio, que apenas se concibe al género humano sin alguna especie de novelas ó cuentos, orales ó escritos. Á falta de los buenos se leen los malos, y éste fué el caso de los libros de caballerías en el siglo XVI y la razón principal de su éxito.

Apenas había otra forma de ficción fuera de los cuentos cortos italianos de Boccaccio y sus imitadores. Las novelas sentimentales y pastoriles eran muy pocas, y tenían todavía menos interés novelesco que los libros de caballerías, siquiera los aventajasen mucho en galas poéticas y de lenguaje. Todavía escaseaban más las tentativas de novela histórica, género que, por otra parte, se confundió con el de caballerías en un principio. De la novela picaresca ó de costumbres apenas hubo en toda aquella centuria más que dos ejemplares, aunque excelentes y magistrales. La primitiva Celestina (que en rigor no es novela, sino drama) era leída y admirada aun por las gentes más graves, que se lo perdonaban todo en gracia de su perfección de estilo y de su enérgica representación de la vida; pero sus continuaciones é imitaciones, más deshonestas que ingeniosas, no podían ser del gusto de todo el mundo, por muy grande que supongamos, y grande era en efecto, la relajación de las costumbres y la licencia de la prensa. Quedaron, pues, los Amadís y Palmerines por únicos señores del campo. Y como la misma, y aun mayor penuria de novelas originales se padecía en toda Europa, ellos fueron los que dominaron enteramente esta provincia de las letras por más de cien años.

Por haber satisfecho conforme al gusto de un tiempo dado necesidades eternas de la mente humana, aun de la más inculta, triunfó de tan portentosa manera este género literario y han triunfado después otros análogos. Las novelas seudohistóricas, por ejemplo, de Alejandro Dumas y de nuestro Fernández y González, son, por cierto, más interesantes y amenas que los Floriseles, Belianises y Esplandianes; pero libros de caballerías son también, adobados á la moderna; novelas interminables de aventuras belicosas y amatorias, sin más fin que el de recrear la imaginación. Todos las encuentran divertidas, pero nadie las concede un valor artístico muy alto. Y sin embargo, Dumas el viejo tuvo en su tiempo, y probablemente tendrá ahora mismo, más lectores en su tierra que el coloso Balzac, ó infinitamente más que Mérimée, cuyo estilo es la perfección misma. La novela-arte es para muy pocos; la novela-entretenimiento está al alcance de todo el mundo, y es un goce lícito y humano, aunque de orden muy inferior.

[ccxcvii]

La verdadera razón del hechizo con que prendían la imaginación estas ficciones la declara perfectamente Fr. Luis de Granada en su Introducción al Símbolo de la Fe: «Agora querria preguntar a los que leen libros de caballerias fingidas y mentirosas ¿qué les mueve a esto? Responderme han que entre todas las obras humanas que se pueden ver con ojos corporales, las más admirables son el esfuerzo y fortaleza. Porque como la muerte sea (segun Aristóteles dice) la ultima de las cosas terribles y la cosa más aborrecida de todos los animales, ver un hombre despreciador y vencedor deste temor tan natural causa grande admiracion en los que esto ven. De aqui nace el concurso de gentes para ver justas y toros y desafios y cosas semejantes, por la admiracion que estas cosas traen consigo, la cual admiracion (como el mismo filosofo dice) anda siempre acompañada con deleite y suavidad. Y de aqui tambien nace que los blasones e insignias de las armas de los linajes comúnmente se toman de las obras señaladas de fortaleza y no de alguna otra virtud. Pues esta admiracion es tan comun a todos y tan grande, que viene a tener lugar, no sólo en las cosas verdaderas, sino tambien en las fabulosas y mentirosas, y de aqui nace el gusto que muchos tienen de leer estos libros de caballerias fingidas... acompañadas con muchas deshonestidades con que muchas mujeres locas se envanecen, pareciendoles que no menos merecian ellas ser servidas que aquellas por quien se hicieron tan grandes proezas y notables hechos en armas[442]».

Por haber hablado, pues, de armas y de amores, materia siempre grata á mancebos enamorados y á gentiles damas, cautivaron á su público estos libros, sin que fuesen obstáculo su horrible pesadez, sus repeticiones continuas, la tosquedad de su estructura, la grosera inverosimilitud de los lances y todos los enormes defectos que hacen hoy intolerable su lectura. Pero es claro que esta ilusión no podía mantenerse mucho tiempo; la vaciedad de fondo y forma que había en toda esta literatura no podía ocultarse á los ojos de ningún lector sensato, en cuanto pasase el placer de la sorpresa. La generación del tiempo de Felipe II, más grave y severa que los contemporáneos del Emperador, comenzaba á hastiarse de tanta patraña insustancial y mostraba otras predilecciones literarias, que acaso pecaban de austeridad excesiva. La historia, la literatura ascética, la poesía lírica, dedicada muchas veces á asuntos elevados y religiosos, absorbían á nuestros mayores ingenios. Con su abandono se precipitó la decadencia del género caballeresco, al cual sólo se dedicaban ya rapsodistas oscuros y mercenarios.

Nunca faltaron, sin embargo, á estos libros aficionados y aun apologistas muy ilustres. Pero si bien se mira, todos ellos hablan, no de los libros de caballerías tales como son, sino de lo que podían ó debían ser, y en este puro concepto del género, es claro que tienen razón. Así Lope de Vega, acaso por llevar la contra á Cervantes, habla de ellos con cierta estimación en la dedicatoria que hizo de su comedia El Desconfiado al maestro Alonso Sánchez, catedrático de hebreo en Alcalá: «Riense muchos de los libros de caballerias, señor maestro, y tienen razon si los consideran por la exterior superficie; pues por la misma serian algunos de la antigüedad tan vanos e infructuosos como el Asno de Oro de Apuleyo, el Metamorfoseos de Ovidio y los Apologos del moral filosofo; pero penetrando los corazones de aquella corteza, se hallan todas las partes de la filosofia, es a saber: natural, racional y moral. La más comun accion de los caballeros [ccxcviii]andantes, como Amadis, El Febo, Esplandian y otros, es defender cualquiera dama por obligacion de caballerias, necesitada de favor, en bosque, selva, montaña o encantamiento[443]».

Pero quien hizo, á mi juicio, más hábil defensa de estos libros fué el ingenioso portugués Francisco Rodríguez Lobo en el primero de los diálogos, que tituló Corte em Aldeia e Noites de inverno. Uno de los interlocutores del diálogo sostiene la superioridad de las historias fabulosas sobre las verdaderas; aplicando la doctrina de Aristóteles sobre la ventaja que la poesía lleva á la historia. «En el libro fingido cuentanse las cosas como era bien que fuesen y no como sucedieron, y asi son más perfectas; describese el caballero como era bien que los hubiese, las damas cuán castas, los reyes cuán justos, los amores cuán verdaderos, los extremos cuán grandes, las leyes, las cortesías, el trato tan conforme con la razon. Y assi no leereis libro en el cual no se destruyan soberbios, favorezcan humildes, amparen flacos, sirvan doncellas, se cumplan las palabras, guarden juramentos y satisfagan buenas obras. Vereis que las damas andan por los caminos sin que haya quien las ofenda, seguras en su virtud propia y en la cortesia de los caballeros andantes. En cuanto al retrato y ejemplo de la vida, mejor se coge de lo que un buen entendimiento trazó y siguio con mucho tiempo de estudio, que en el succeso que a veces se alcanzó por mano de la ventura, sin que la diligencia ni ingenio pusiesen algo de su caudal»[444].

Evidentemente, aquí se habla del libro de caballerías posible, no del actual, como no nos remontemos al Amadís, único y solo á quien cuadran en parte estos elogios. No difiere mucho de este ideal novelístico el plan de un poema épico en prosa que expuso Cervantes por boca del canónigo, mostrando con tan hermosas razones que estos libros daban largo y espacioso campo para que un buen entendimiento pudiese mostrarse en ellos. Este ideal se vió realizado cuando el espíritu de la poesía caballeresca, nunca enteramente muerto en Europa, se combinó con la adivinación arqueológica, con la nostalgia de las cosas pasadas y con la observación realista de las costumbres tradicionales próximas á perecer, y engendró la novela histórica de Walter-Scott, que es la más noble y artística descendencia de los libros de caballerías.

Pero Walter-Scott y todos los novelistas modernos no son más que epígonos respecto de aquel patriarca del género, que tiene entre sus innumerables excelencias la de haber reintegrado el elemento épico que en las novelas caballerescas yacía soterrado bajo la espesa capa de la amplificación bárbara y desaliñada. La obra de Cervantes, como he dicho en otra parte, no fué de antítesis, ni de seca y prosaica negación, sino de purificación y complemento. No vino á matar un ideal, sino á transfigurarle y enaltecerle. Cuanto había de poético, noble y humano en la caballería, se incorporó en la obra nueva con más alto sentido. Lo que había de quimérico, inmoral y falso, no precisamente en el ideal caballeresco, sino en las degeneraciones de él, se disipó como por encanto ante la clásica serenidad y la benévola ironía del más sano y equilibrado de los ingenios del Renacimiento. Fué, de este modo, el Quijote el último de los libros de caballerías, el definitivo y perfecto, el que concentró en un foco luminoso la materia poética difusa, á la vez que elevando los casos de la vida familiar á la dignidad de la epopeya, dió el primero y no superado modelo de la novela realista moderna.

NOTAS:

[187] Existió el manuscrito en la Biblioteca de San Isidro hasta 1838, en que desapareció misteriosamente con todos los demás del mismo establecimiento, trasladados de Real orden al Congreso, para la Biblioteca de Cortes que había empezado á formar D. Bartolomé J. Gallardo. Consta con el núm. 89 en el Índice de dichos códices, publicado en el tomo VI de la Revista de Archivos, Bibliotecas y Museos (1876), pág. 32.

[188] Histoire critique de l'Inquisition d'Espagne... París, 1817, t. IV, pp. 389-412. Según advierte Llorente, el manuscrito de San Isidro había pertenecido á un jesuíta llamado Enríquez.

[189] Verdadeira terceira parte da historia de Carlos-Magno, em que se escreven as gloriosas açoes e victorias de Bernardo del Carpio. E de como venceo em batalla os Doze Pares de França, con algumas particularidades dos Principes de Hispanha, seus poovadores e Reis primeiros, escrita por Alexandre Caetano Gomes Flaviense... Lisboa, 1745, 8.º. Llámase tercera parte porque se cuenta como primera la traducción portuguesa del Fierabrás castellano ó Historia de Carlomagno, de Nicolás del Piamonte, y por segunda una continuación muy curiosa del médico Jerónimo Moreira de Carvalho, traductor de la primera.

[190] De Pseudo-Turpino (tesis latina de Gastón París). París, Franck, 1865.—Dozy, Le Faux Turpin (en el tomo II, tercera edición de las Recherches, 1881, pp. 372-431, y XCVIII y CVIII).

[191] Á las antiguas ediciones de la Crónica de Turpín, por Sichardo (1566, Francfort, en los Germanicarum rerum vetustiores chronographi), y de Ciampi (Florencia, 1822) ha sustituido la de M. Castets, profesor de Montpellier, más correcta que las precedentes.

[192] Véase el estudio de Gastón París sobre estos fragmentos, publicado en la Romania (julio á octubre de 1875).

[193] El mejor análisis de todos ellos es el que se halla en la admirable Histoire poétique de Charlemagne, de G. París (1865), pp. 230-246, y en el artículo de la Romania antes citado. Nada sustancial añade León Gautier, Les Epopées françaises, segunda edición, 1880, III, pp. 30-52, y aun parece que no examinó directamente las versiones españolas y alemanas.

[194] Analizado por P. Rajna en la Romania, 1873.

[195] Sobre las fuentes de este famoso libro, todavía popular en Italia, y cuya primera edición se remonta á 1491, es magistral y definitivo el trabajo de Rajna, Ricerche intorno a I Reali di Francia, Bolonia, 1872.

[196] De la Poesía heroico-popular castellana, Barcelona, 1874, pp. 330-341.

[197] Histoire poétique de Charlemagne, 239, nota.

[198] En el tomo de Castilla la Nueva, de los Recuerdos y bellezas de España, pág. 229.

[199] De la Poesía heroico-popular, pág. 334.

[200] Le Origini dell'Epopea Francese indagate da Pio Rajna (Florencia, 1884), pp. 222 y ss.

[201] Fol. 245 de la edición de Valladolid, 1604.

[202] Les Vieux Auteurs Castillans, primera edición, 1861, I, 441.

[203] Reinas Católicas, I, 215.

[204] Reimpresa por Gayangos en la Biblioteca de Autores Españoles, t. XLIV. Las leyendas carolingias están en el libro II, cap. XLIII. Vid. en el tomo XVI de la Romania el importante estudio de G. París, La Chanson d'Antioche provençale et La Gran Conquista de Ultramar, y en Les Vieux Auteurs Castillans, del Conde de Puymaigre (segunda edición, 1890), el cap. VII del tomo II, que trata extensamente de la Gran Conquista y de sus relaciones con la literatura francesa.

[205] «Códice en folio mayor, escrito en pergamino, á dos columnas, á fines del siglo XIV ó principios del XV, y señalado con el título de Flos Sanctorum; tiene la marca h. j. 12». Lo de Flos Sanctorum se le puso sin duda porque comienza con una Vida de Santa María Magdalena y otra de Santa María Egipciana. Contiene además otras leyendas, que se especificarán más adelante.

[206] Historia de la Reyna Sebilla. Eds. de Sevilla, por Juan Cromberger, 1532, y Burgos, por Juan de Junta, 1551.

[207] Ueber die Wiederanfgefundenen Niederländischen Volksbücher von der Königin Sibille und von Huon von Bordeaux, Viena, 1857.

[208] Reimpresa por la Sociedad de Bibliófilos Españoles en 1871, con un excelente prólogo de D. Pascual Gayangos. La rarísima edición incunable que sirvió de texto (Sevilla, 1498) se guarda en la Biblioteca Imperial de Viena. Hay otras de Sevilla, 1533, 1545, etc.

[209] Vid. su análisis en Gautier, Les Epopées françaises, II, 260.

[210] Hystoria del emperador Carlomagno y de los doze pares de Francia; e de la cruda batalla que hubo Oliveros con Fierabras, Rey de Alexandria, hijo del grande Almirante Balan... Colofón: «Fue impressa la presente hystoria... en la muy noble e muy leal cibdad de Sevilla por Jacobo Cromberger aleman. Acabose a veynte e cuatro dias del mes de abril. Año del nacimiento de nuestro Salvador Jesuchristo de mill e quinientos XXV» (ejemplar que poseyó D. José Salamanca).

[211] Histoire Littéraire de la France; ouvrage commencé par des Religieux Bénédictins de la Congrégation de Saint-Maur, et continué par des Membres de l'Institut (Académie des Inscriptions et Belles Lettres). Tomo XXII (suite du treizième siècle). París, 1852. Pp. 667-700.

[212] Les Epopées Françaises, t. III, pp. 190-801.

[213] Esta refundición lleva por título Les quatre fils d'Aymon, histoire héroïque, par Huon de Villeneuve, publiée sous une forme nouvelle et dans le style moderne, avec gravures (París, 1848. Dos pequeños volúmenes). Esta versión es distinta de la que se expende con el título de Histoire des quatre fils Aymon, très nobles, très hardis et très vaillants chevaliers. (Vid. C. Nisard, Histoire des livres populaires ou de la littérature du colportage, t. II, pp. 448 y ss.).

[214] Bibliografia dei romanzi e poemi romanzeschi d'Italia, que sirve de apéndice y tomo cuarto á la obra del Dr. Julio Ferrario, Storia ed analisi degli antichi romanzi di cavalleria (Milán, 1829). Melzi, Bibliografia dei romanzi e poemi cavallereschi italiani. Seconda edizione (Milán, 1838).

[215] La más antigua edición que se cita de la primera parte del Espejo es de 1533, de 1536 la de la segunda y de 1550 la de la tercera, todas de Sevilla. Hállanse juntas las tres en la de Medina del Campo, por Francisco del Canto, 1586, que parece haber sido la última. La traducción no es enteramente de Reinosa; al fin de la segunda parte consta que trabajó en ella Pero López de Santa Catalina.

[216] Este origen está confesado en el encabezamiento del primer libro: «Aquí comiençan los dos libros del muy noble y esforçado caballero D. Renaldos de Montalban, llamado en lengua toscana El enamoramiento del emperador Carlos Magno... Traducido por Luys Dominguez». La edición más antigua que cita Gayangos es de Toledo, por Juan de Villaquirán, «á doze días del mes de Octubre de mil e quinientos y veinte y tres años»; la última de Perpiñán, 1585.

[217] Trabisonda historiata con le figure a li suoi canti, nella quale si contiene nobilissime battaglie, con la vita et morte di Rinaldo, di Francesco Tromba da Gualdo di Nocera. In Venetia, per Bernardino Veneziano de Vidali, nel 1518, a di 25 de Otobrio. 4.º Cítanse otras ediciones de 1535, 1554, 1558, 1616 y 1623. La Trapesonda castellana estaba ya impresa en 1526, ed. de Salamanca, citada en el Registrum de D. Fernando Colón.

[218] El único ejemplar conocido de este libro pertenece á la Biblioteca de Wolfembuttel: La Trapesonda. Aqui comiença el quarto libro del esforçado caballero Reynaldos de Montalban, que trata de los grandes hechos del invencible caballero Baldo, y las graciosas burlas de Cingar. Sacado de las obras del Mano Palagrio en nuestro común castellano. Sevilla, por Domenico de Robertis, á 18 de Noviembre de 1542.

[219] Libro del esforçado gigante Morgante y de Roldan y Reinaldos, hasta agora nunca impresso en esta lengua (Colofón)... «Acabose el presente libro del valiente y esforçado Morgante en la insigne ciudad de Valencia, al moli de la Rovella. Fue impresso por Francisco Diaz Romano, a diez y seis dias del mes de Setiembre. Año de mil y quinientos y treynta y tres»... Libro segundo de Morgante... Valencia, por Nicolás Durán de Salvaniach, 1585. Trata de «las faceciosas burlas de Margute y las hazañosas victorias de Morgante; el fin de la guerra de Babilonia, con muchas otras grandes y valerosas empresas de Reinaldos y Roldan y de todos los doze pares, con los sabrosos amores del señor de Montalvan», y es traducción del Marguttino ó Morgante Minore. El traductor de la segunda parte fué, según N. Antonio, Jerónimo de Auner, poeta valenciano. No consta el de la primera. Ambas partes fueron reimpresas en Sevilla, 1552.

[220] Le menciona Clemencín en sus notas al Quijote (t. I, pág. 121), diciendo que había visto «el original en folio escrito de mano del mismo Oliva», con sus enmiendas interlineales, y firmado en Lucena á 2 de agosto del año 1604. «Oliva (añade) evitó los numerosos defectos de Urrea: tradujo fielmente; su versificación es fácil, armoniosa, y su libro, á pesar de algunos pequeños lunares, harto más digno de ver la luz pública que los de otros muchos traductores de su tiempo». Sobre los demás poemas citados en el texto, véase el Catálogo de Gayangos y nuestras bibliografías generales.

[221] Todo lo relativo á las versiones francesas del ciclo de Alejandro está magistralmente expuesto en la obra de Pablo Meyer: Alexandre le Grand dans la littérature française du moyen âge (Paris, Vieweg, 1886). El primer tomo contiene los textos y el segundo la historia de la leyenda.

[222] Véase el precioso estudio de Alfredo Morel-Fatio, Recherches sur le texte et les sources du «Libro de Alexandre» (Romania, t. IV, 1875).

[223] Dictys Cretensis sive Lucii Septimi Ephemerides belli Troiani... Accedit Daretis Phrygii de excidio Troiae historia... Bonnae, impensis. E. Weberii, 1837.

[224] «Todos aquellos que verdaderamente quisieredes saber la estoria de Troya (dice la traducción castellana del poema de Benoît de Sainte-More) non leades por un libro que Omero fiso; et desirvos he por qual rason. Sabet que Omero fue un gran sabidor et fiso un libro, en que escrivio toda la estoria de Troya, assi commo el aprendio; et puso en el commo fuera cercada et destroyda et que nunca despues fuera poblada. Mas este libro fiso el despues mas de cient annos que la villa fue destroyda; et por ende non pudo saber verdaderamente la estoria en commo passara. Et fue despues este libro quemado en Atenas. Mas leet el de Dytis, aquel que verdaderamente escrivio estoria de Troya en commo passaua, por ser natural de dentro de la cibdad, et estudo presente a todo el destruymiento, et veya todas las batallas et los grandes fechos que se y fasian, et escrivia siempre de noche por su mano en qual guisa el fecho pasaua». (Apud Amador de los Ríos, Historia Crítica, t. IV, p. 346).

[225] Fué publicado por A. Joly (Benoît de Sainte-More et le Roman de Troie... Paris, A. Franck, 1870). Vid. sobre el poema de Benoît, Romania, XVIII, 70.

[226] Sobre el desarrollo de este ciclo en Italia véase la introducción de E. Gorra á sus Testi inediti di storia trojana (Turín, 1887).

[227] Über die Spanische versionen der Historia Trojana, Von Dr. Adolf Mussafia. Viena, 1817.

[228] Es el que perteneció á la librería del Marqués de Santillana y existe hoy en la Biblioteca Nacional, procedente de la de Osuna. Otro códice bilingüe (gallego y castellano) figura en mi biblioteca de Santander. De uno y otro procede la correcta edición recientemente publicada por el Sr. Martínez Salazar.

[229] Crónica Troyana. Códice gallego del siglo XIV de la Biblioteca Nacional de Madrid, con apuntes gramaticales y vocabulario, por D. Manuel R. Rodríguez. Publícalo á expensas de la Excelentísima Diputación de esta provincia Andrés Martínez Salazar. La Coruña, Imprenta de la Casa de Misericordia, 1900. Dos tomos 4.º grande.

[230] Códice de la Biblioteca Nacional de Madrid, procedente de la de Osuna. D. A. Paz y Meliá ha publicado en la Revue Hispanique (núm. 17, primer trimestre de 1899) las poesías y algunos extractos de la prosa de esta Crónica.

[231] Ms. de Osuna, hoy en la Biblioteca Nacional. Otro posee D. Pablo Gil en Zaragoza, y otro, falto de bastantes hojas, vimos estos últimos años.

[232] Poseo un códice que parece el mismo que el autor presentó al Conde de Benavente. Es en gran folio, papel fuerte, escrito á dos columnas; consta de 174 hojas. Dice el traductor en el prohemio que antes se habían hecho otras versiones, pero menguadas en algunas cosas, y ofrece en la suya no añadir ni quitar nada «segunt Guido de Colupnia (sic) en su volumen en lengua latina copiló».

[233] Crónica Troyana, en que se cōtiene la total y lamentable destruycion de la nombrada Troya. En Medina. Por Francisco del Canto. M. D. L. XXXVII. A costa de Benito Boyer, mercader de libros. No he visto edición posterior á ésta. La más antigua parece ser la de Pamplona, por Arnao Guillen de Brocar, sin año, citada en el Registrum de D. Fernando Colón.

[234] Entre estas adiciones son notables las relativas á Hércules, Eneas y Bruto. La fabulosa historia de este último procede de la Historia Britonum, de Godofre de Monmouth.

[235] Los diez y siete libros de Daris del Belo Troyano, agora nuevamente sacado de las antiguas y verdaderas ystorias, en verso, por Ginés Pérez de Hita, vecino de la ciudad de Murcia. Año 1596. (Ms. de la Biblioteca Nacional, rubricado en todas sus planas para la impresión).

[236] Este poema en quintillas y en diez cantos se halla en el rarísimo tomo de Obras de Ioachin Romero de Cepeda (Sevilla, Andrés Pescioni, 1582).

[237] La antigua, memorable y sangrienta destruicion de Troya. Recopilada de diversos autores por Ioachin Romero de Cepeda... A imitacion de Dares, troyano, y Dictis, cretense griego... Ansimismo son autores Eusebio, Strabon, Diodoro Siculo. Repartida en diez narraciones y veinte cantos. Toledo, Pero Lopez de Haro, 1583, 8.º. Las narraciones están en prosa, y los que llama cantos son veinte romances.

[238] Libro del esforçado cauallero conde Partinuplés, que fue emperador de Constantinopla. La más antigua edición que Gayangos cita es de Alcalá de Henares, por Arnao Guillen de Brocar, 1513. De la catalana no se conoce impresión anterior á la de Tarragona, 1588 («Açi comença la general historia del esforçat caualler Partinobles compte de Bles. Novamement traduyda de llengua castellana en la nostra catalana. Estampat en Tarragona por Felip Roberte, estamper. Any 1588. A costa de Llatzer Salom, llibrater).

[239] Véase el eruditísimo estudio que precede á la edición de du Méril: Floire et Blanceflor. Poèmes du XIIIe siècle. Publiés d'après les manuscrits, avec une introduction, des notes et un glossaire, par M. Edelstand du Méril. París, Jannet, 1865.

[240] Revue Hispanique, 1902, p. 587.

[241] Pétrarque (dice el más antiguo historiador municipal de Montpellier) fit son cours en droit à Montpellier pendant quatre ans, comme lui-mesme le témoigne, et pour se delasser et divertir en cette sérieuse estude, il polit et donna des grâces nouvelles, aux heures de sa récreation, a l'ancien roman de Pierre de Provence et de la belle Maguelone, que Bernard de Treviez avait fait couler en son temps parmi les dames, pour les porter plus agréablement à la charité et aux fondations pieuses. (Idée de la ville de Montpellier, par Pierre Gariel, p 113, segunda parte. Citado por Fauriel, Histoire de la Poésie Provençale. París, 1846. Tomo III, p. 507. Vid. también el discurso de Víctor Le Clerc Sobre el estado de las letras en el siglo XIV, en el tomo XXIV de la Histoire Littéraire de la France, p. 563).

[242] Brunet describe cuatro ediciones incunables, sin fecha. En una de ellas, que al parecer salió de las prensas de Lyon por los años de 1478, consta la fecha en que fué escrita la redacción actual de la novela (1453).

[243] La edición más antigua de que hay noticia entre las castellanas es la siguiente, mencionada en el Registrum de D. Fernando Colón: Historia de la linda Magalona, hija del rey de Nápoles, et del esforçado cauallero Pierres de Provencia. Burgos, 1519, a 26 de Julio. Del mismo año, con fecha de 10 de diciembre, hay otra de Sevilla, por Jacobo Cromberger. De la versión castellana proceden una portuguesa que se imprimió en Lisboa, 1783, 4.º, y otra más antigua catalana: La historia del Caualler Pierres de Provença, fill del conde de Provença y de la gentil Magalona, filla del rey de Nápoles, traduyda de llengua castellana en la llengua catalana por Honorat Comalda. Barcelona, en casa de Sebastián Cormellas, 1650, 4.º.

[244] Tum et de pestiferis libris, cujusmodi sunt in Hispania: «Amadisus», «Splandianus», «Florisandus», «Tirantus», «Tristanus», quarum ineptiarum nullus est finis; quotidie prodeunt novae: «Celestina», laena nequitiarum parens, «Carcer Amorum»; in Gallia: «Lancilotus á Lacu», «Paris et Vienna», «Ponthus et Sydonia», «Petrus Provincialis et Magvelona», «Melusina, domina inexorabilis»; in hac Belgica: «Florius et Albus Flos», «Leonella et Canamorus», «Curias et Floreta», «Pyramus et Thisbe»; sunt in, vernaculas linguas transfusi ex latino quidam, velut infacetissimae «Facetiae Poggii», «Euryalus et Lucretia», «Centum fabulae Boccatii», quos omnes libros concripserunt homines otiosi, male feriati, imperiti, vitiis ac spurcitiae dediti; in queis miror quid delectet, nisi tam nobis flagitia blandirentur». (Vivis Opera, t. IV de la ed. de Valencia, p. 87).

[245] La Istoria d'l noble cauallero Paris e d'la muy hermosa doncella Viana. Comiença la historia de Paris e Viana: la qual es muy agradable e placentera de leer y especialmēte para aquellas personas que son verdaderos enamorados: segun que se sigue en la presente obra. (Al fin) Fue impresso el presente libro de Paris e Viana en la muy noble e mas leal ciudad de Burgos por Alonso de Melgar. Acabose a VIII dias del mes de Noviembre. Año de nuestro Salvador jesu christo de mil e quinientos e XXIIII años (Museo Británico). De la traducción catalana poseyó un ejemplar, falto de hojas, el insigne erudito y poeta don Mariano Aguiló (Historia de las (sic) amors e vida del cavaller Paris: e de Viana, filla del dalfi de França). Conjeturaba Aguiló que la edición era de Barcelona, por Diego de Gumiel, hacia 1497, por ser muy semejante á la que este impresor hizo del Tirant lo Blanch en el referido año.

[246] Publicados por D. Eduardo Saavedra (Revista Histórica, de Barcelona, febrero de 1876).

[247] Hubo por lo menos cinco ediciones, la primera de Sevilla, por Jacobo Cromberger, 1528.

[248] Falta en el Romancero de Durán y en la Primavera de Wolf. Le publicó el mismo Wolf en su importante memoria Ueber eine Samlung Spanischer Romanzen in fliegenden Blättern auf der Universitats Biblioteck zu Praga, 1850 (P. 251). Por otro texto que parece menos antiguo se reprodujo en el primer tomo del Ensayo de Gallardo (i, 1215-1219).

[249] La historia de los nobles caualleros Oliveros de Castilla y Artus dalgarbe. (Al fin) Fue acabada la presente obra en la muy noble e leal cibdad de Burgos a XXV. días del mes de mayo. Año de nuestra redempcion mil.CCCC. XCIX (Printed in facsimile at De Vinne Press from the copy in the library of Archer M. Huntington nineteen hundred and two).

[250] Vid. R. Foulché Delbosc, Revue Hispanique, p. 587.

[251] Vid. Histoire littéraire de la France, t. xxii, pp. 288-300. Contribuyó mucho á la popularidad de esta leyenda el haberla insertado Vicente de Beauvais en su Speculum Historiale (lib. XXIII, caps. 162-166 y 169).

[252] Vid. sobre esta bárbara costumbre la magistral monografía de D. Eduardo de Hinojosa, en sus Estudios sobre la historia del Derecho español (Madrid, 1903), pp. 144-177.

[253] Sobre las innumerables versiones de la leyenda de El Muerto agradecido debe consultarse el libro de Simrock, Der gute Gerhard und die dankbaren Todten (Bonn, 1856), y las demás fuentes indicadas por Alejandro de Ancona en su estudio sobre Il novellino. Hállase también en Straparola (noche XI, novela 2.ª) y en un cuento catalán publicado por Maspons y Labrós (Rondallayre, II, 34). Comparetti (Prefazione alla novella di Messer Dianese, Pisa, 1868) cree de origen clásico esta fábula y busca sus orígenes en Cicerón, De Divinatione, I, 27, y Valerio Máximo, I, 7, 3. Benfey la deriva de la literatura india y Simrock de la mitología germánica. En la literatura francesa aparece, antes del Oliveros, en Richars li Biaus, poema del siglo XIII. Véase, finalmente, sobre este tema, Romania, XVIII, 197.

[254] «Aquí comiēça la espantosa y admirable vida de Roberto el Diablo. Burgos á XXI dias del mes de junio de mil quinientos e nueve años» (En el Registrum de D. Fernando Colón). Continúa reimprimiéndose todavía, aunque muy abreviada y estropeada, como todos los libros de cordel. Hay una traducción portuguesa de Jerónimo Moreyra de Carvalho: Historia do grande Roberto, duque de Normandia e emperador de Roma. Lisboa, 1733, 4.º.

[255] Desde el 47 en adelante, anunciándose la intercalación de este modo: «Agora deja la hestoria de fablar una pieza de todas las otras razones, por contar del caballero que dijeron del Cisne, cuyo fijo fué é de cuál tierra vino, é de los fechos que fizo en el imperio de Alemania, é de cómo casó con Beatriz, é de cómo lo llevó el cisne á la tierra de su padre, donde lo trajiera, é de la vida que despues fizo la duquesa su mujer con su fija Ida, que fué casada con el conde de Tolosa, de que hobo un fijo á que dijeron Gudufre, que fizo muchos buenos fechos en la tierra santa de Ultramar, ansi como la hestoria lo contará de aquí adelante». (PP. 26-94 de la edición de Gayangos).

[256] También este género de parto monstruoso con el número simbólico de siete es un lugar común en los cuentos populares. Véase lo que sobre ello escribió D. Ramón Menéndez Pidal en su admirable libro La leyenda de los Infantes de Lara (1895), y lo que yo mismo expuse al ilustrar la comedia de Lope de Vega, Los Porceles de Murcia.

[257] Dos obras didácticas y dos leyendas sacadas de manuscritos de la Biblioteca de El Escorial. Dalas á luz la Sociedad de Bibliófilos Españoles. Madrid, 1878.

[258] La ha reimpreso Knust al fin del volumen mencionado en la nota anterior, tomando por texto la edición de Toledo, de 1526.

[259] Esta leyenda no ha sido de las más populares en España. Fuera del texto antiguo, apenas puede citarse otra cosa que una mala comedia de fines del siglo XVII ó principios del XVIII, Las cuatro Estrellas de Roma, y el Martirio más sangriento de San Eustachio, de un ingenio de Talavera de la Reina.

[260] Eine altspanische Darstellung der Crescentiasage. En los Sitzungsberichte der K.K. Akademie der Wissenschaften: Philos. Histor. Classe, vol. 53. Viena, 1867. Pp. 508-562.

[261] Publicado por Amador de los Ríos, Historia critica, t. v, pp. 391-468.

[262] Vid. el análisis de Florence en el tomo XXVI de la Histoire littéraire de la France, 335-350.

[263] Por nuestra absoluta incompetencia nos abstenemos de penetrar en esta oscurísima región de los orígenes célticos. Pueden consultarse, entre otras obras famosas: The Mabinogion, from the Llyfr Coch o Hergest, and other ancient Welsh Manuscripts, with an english translation and notes, by lady Charlotte Guest. London and Llandovery, 1837-1849. Los Mabinogion, nombre que se daba en el país de Gales á este género de relatos fabulosos, han llegado á nuestros días en dos principales manuscritos: uno del siglo XIII y otro del XIV. Sobre el texto de este último, conocido con el nombre de Libro Rojo de Hergest, y perteneciente al colegio de Jesús de Oxford, ha hecho su edición Lady Guest. Esta colección fué traducida en parte al francés por M. de la Villemarqué (Contes populaires des anciens Bretons, 1842); libro refundido después en otro más importante, que se titula Les Romans de la Table Ronde et les contes des anciens Bretons (París, Didier, 1859). Villemarqué, crítico muy ameno é ingenioso, pero que concedia á la imaginación más parte de la que en estas investigaciones le corresponde, popularizó esta rica é interesante materia en los libros titulados Mirdhin ou l'enchanteur Merlin, Les Bardes Bretons, poèmes du sixième siècle, La Légende Celtique et la poésie des cloîtres en Irlande, en Cambrie et en Bretagne, obras deliciosas, pero que conviene leer con precaución al decir de los inteligentes, porque propenden á exagerar la antigüedad y el carácter indígena de los fragmentos y relatos de la poesía céltica. De aquí el desdén acaso excesivo con que hablan de él los celtistas modernos, por ejemplo J. Loth, nuevo traductor de los Mabinogion y colaborador de d'Arbois de Jubainville en el Cours de littérature celtique (Paris, Thorin, 1883 y ss).. El segundo tomo de esta obra (1884) contiene el estudio del ciclo mitológico irlandés y la mitología céltica. En el tercero (1889) da principio la versión de los Mabinogion.

[264] G. París, La littérature française au moyen âge, 2.ª ed. París, 1890. Pp. 91-92.

[265] Poëmes et Légendes du moyen âge, pp. 117 y 139-40. Los trabajos críticos de estos últimos años han renovado por completo el estudio del Tristán. Véanse especialmente los tomos XV, XVI y XVII de la Romania, donde aparecieron varios de ellos y se da cuenta de los restantes.

[266] El tomo XXX de la Histoire littéraire de la France, publicado en 1888, contiene el análisis hecho por Gastón París de todas las novelas en verso del ciclo bretón, con referencias á las que ya habían sido analizadas en tomos anteriores, y es hasta la fecha el trabajo capital sobre el asunto. Como obra amena é instructiva de vulgarización conserva siempre su valor el libro de Paulino París, Les Romans de la Table Ronde mis en nouveau langage et accompagnés de recherches sur l'origins et le caractère de ces grandes compositions (Paris, Techener, 1868-77, cinco volúmenes).

[267] Allegat ergo pro se lingua «oil», quod propter sui faciliorem, ac delectabiliorem vulgaritatem, quicquid redactum, sive inventum est ad vulgare prosaicum, suum est: videlicet biblia cum Trojanorum Romanorumque gestibus compilata, et Arturi regis ambages pulcerrimæ, et quam plures aliæ historiæ ac doctrinæ (De vulgari eloquio, lib I, cap. X).

[268] Milá y Fontanals, De los Trovadores en España (Barcelona, 1861), pp. 269-277.

[269] Varnhagen, en su ligero opúsculo Da litteratura dos livros de cavallarias (Viena, 1872), cita de pasada un códice de la Ambrosiana, de Milán, escrito en 1380, que contiene la última parte del Lanzarote en valenciano (?); pero debe de haber algún error en cuanto á la lengua, porque ninguno de los que han tratado ex professo de literatura catalana le menciona, ni siquiera A. Morel Fatio en la muy esmerada reseña inserta en la colección de Gröber, Grundriss der Romanischen Philologie. Los textos novelísticos en catalán son sumamente escasos. Aun de cuentos devotos apenas pueden citarse otros que la conocida leyenda del paje de Santa Isabel (Romania, V, 453) y la Historia de la filla del rey de Hungría (asunto del célebre poema la Manekine, compuesto en el siglo XIII por Felipe de Beaumonoir), del cual se han impreso dos versiones, la una en el tomo XIII de Documentos del Archivo de Aragón (pp. 63 y ss.) y otra en Palma, 1873, por D. Bartolomé Muntaner. En un códice sustraído con otros de la Biblioteca Colombina, y que para actualmente en la Nacional de París (fondo español núm. 475), hay otra variante del mismo tema con el título de La istoria de la filla del emperador Contasti.

[270] Il Canzoniere Portoghese Colocci-Brancuti pubblicato nelle parti che completamo il codice Vaticano 4803 da Enrico Molteni. Halle, Nieemeyer, 1880, pp. 6-9.

[271] Lays de Bretanha. Capitulo inedito do Cancioneiro da Ajuda, Porto, 1900 (tirada aparte de la Revista Lusitana, VI).

[272] No antes, porque el Tristán francés en prosa fué compuesto entre 1210 y 1230, y no empezó á vulgarizarse por Europa antes de 1250.

[273] Todos ellos están reunidos en los Monumenta Portugalliæ Historica a sæculo octavo usque ad quintumdecimum jussu Academiæ Scientiarum Olisiponensis edita.—Scriptores, vol. I (Lisboa, 1860). Esta publicación, dirigida por Alejandro Herculano, ha hecho inútiles las antiguas ediciones de Lavaña y Faria y Sousa, aunque todavía tienen estimación bibliográfica.

[274] Memoria sobre a origem provavel dos Livros de Linhagens (Apud Scriptores, p. 133).

[275] Scriptores, pp. 180-181.

[276] Scriptores, p. 238. Las noticias relativas á los héroes de la Tabla Redonda se hallan más adelante (pp. 242-245). La narración de la batalla entre Artús y su sobrino Mordech en el monte de Camblet, termina así: «Aqui morreo Modrech e todollos boos caualleros de huma parte e da outra. El rey Artur teve o campo e foy malferido de tres lançadas e de huma espadada que lhe deu Modrech, e fezesse levar a Isla Avalom por Saar. Daqui adiante nom fallamos del se he vivo se he morto, nem Merlin non disse dell mais nem eu nom sey ende mais. Os bretōes dizem que ainda he vivo. Esta batalha foy na era de quinhentos e oitenta annos». ¡No difiere poco esta fecha de la era de 1042, propuesta por los Anales Toledanos!

[277] T. Braga, Curso de historia da litteratura portugueza, 1885, p. 145.

[278] A historia dos cavalleiros da Mesa Redonda e da demanda do Santo Graal, ed. R. von Reinhardstoettner (Berlín, 1887).

[279] Varnahagen, Cancioneirinho de Trovas antigas, Viena, 1870, pp. 165-167.

[280] Historia del rey Vespesiano (Al fin). Esta istoria hordenaron Yacop e Josep Abarimatia que a todas estas cosas fueron presentes, e Jafet que de su mano la escribió... Este libro fue emprimido en la muy noble e muy leal cibdad de Sevilla por Pedro Brun, savoyano, anno del Señor de mill. CCCC. XC. VIII. a XXV dias de Agosto.

[281] Vid. Floresta de varios romances colligidos por Th. Braga. Porto, 1869, pp. 36-38.

[282] España Sagrada, t. XXII, p. 381.

[283] «En la Grande et General Estoria se extractan de la crónica de Monmouth, á la que da el rey el título de Estoria de las Bretañas, todas las proezas atribuidas al hijo de Silvio, no olvidadas tampoco las historias de Corineo y Locrino, de doña Guendolonea y Mandon, Porex y Flerex, Belmo y Brenio, etc.».—Amador de los Ríos, Historia Critica, V, p. 29.

[284] Ed. de Baist, p. 42.

[285] Crónica de Don Pedro Niño, conde de Buelna, por Gutierre Diez de Games, su alférez. La publica D. Eugenio de Llaguno Amírola... Madrid, Sancha, 1782, pp. 29-30.

[286] Para esta sucinta indicación de una de las partes inéditas de la llamada crónica de D. Pedro Niño me valgo de un códice del siglo XVI que poseo. (Este libro ha nombre el Victorial, y fabla en él de los quatro Principes que fueron mayores en el mundo, quién fueron, y de algunos otros breuemente por enxiemplo a los buenos caualleros y fidalgos que han de usar officio de armas y arte de caualleria, trayendo a concordia de fablar de un noble caballero, al qual fin este libro fice.) La traducción francesa de los condes de Circourt y de Puymagre (La Victorial, París, Palmé 1867) está completa, conforme al manuscrito de la Academia de la Historia. Mengua es que el original castellano de tan ameno é interesante libro no haya sido impreso en su integridad todavía. Esperamos que en alguno de los tomos sucesivos de la presente Biblioteca ha de subsanarse la falta.

[287] Vid. t. XXX de la Histoire littéraire de la France, pp. 113-118.

[288] Clemencín, Elogio de la Reina Católica, en el tomo VI de Memorias de la Academia de la Historia, p. 458.

[289] Libro rarísimo, del cual no se conoce más ejemplar que el que perteneció á D. Pedro José Pidal y conservan sus herederos. Al fin dice: «Fue impresa la presente obra en la muy noble e más leal cibdad de Burgos, cabeça de Castilla, por Juan de Burgos. A diez dias del mes de febrero del año de nuestra saluacion de mill e quatrocientos e noventa e ocho años». Los preliminares, la tabla de capítulos y el final de este Baladro se hallan reproducidos en la publicación de Gastón París, de que doy cuenta en la nota que sigue.

[290] Merlin, roman en prose du XIIIe siècle, publié avec la mise en prose du Poème de Merlin, de Robert de Boron... par Gaston Paris et Jacob Ulrich. París, Didot, 1886. Publicado por la Société des anciens textes français. Pp. LXXIII-XCI.

[291] «Aquí se acaba el primero y el segundo libro de la Demanda del Sancto Grial con el Baladro del famosísimo poeta e nigromante Merlin con sus profecias. Ay, por consiguiente, todo el libro de la Demanda del Sancto Grial, en el qual se contiene el principio e fin de la Mesa Redonda, e acabamiento e vidas de ciento e cinquenta caballeros compañeros della. El qual fue impreso en la muy noble y leal ciudad de Seuilla, y acabose en el año de la Encarnación de Nuestro Redemptor Jesu Christo de mil e quinientos e treynta e cinco años. A doce días del mes de octubre.» (Biblioteca Nacional). En el Museo Británico existe otra edición anterior, de Toledo, por Juan de Villaquirán, 1515.

[292] No hemos manejado más edición que la de Sevilla, 1534, por Dominico de Robertis, con el título de Crónica nuevamente emendada y añadida del buen caballero don Tristan de Leonís y del rey don Tristan de Leonís, el joven, su hijo. Contiene, en efecto, una segunda parte, de autor español desconocido, que comienza en la corte del rey Artús, pero que tiene á España por teatro de la mayor parte de las aventuras. Los nombres geográficos de Pamplona, Logroño, Burgos, Nájera y la Coruña; los apellidos de Velasco, Guzmán, Mendoza y Torrente; la intervención del Miramamolín de África, enamorado de la hermosura de la infanta Doña María, no dejan duda sobre el carácter indígena de esta ficción, que, por lo demás, vale poco y no sale de los lugares comunes propios de la decadencia del género caballeresco.

[293] La más antigua edición parece ser la de Toledo, por Juan Varela de Salamanca, á 27 días de julio de 1513. En algunas ediciones del siglo XVII (Alcalá, 1604; Sevilla, 1629) se da por autor de ella á Nuño de Garay, que á lo sumo sería refundidor.

[294] En el tomo I de su Lexique Roman, con el título de Roman de Jaufre (pp. 48-173).

[295] Histoire Littéraire de la France, t. XXII, pp. 224-234.

[296] Histoire Littéraire de la France, t. XXX, pp. 215-217.

[297] Voyage au Purgatoire de St. Patrice. Visions de Tundal et de St. Paul. Textes languedociens du quinzième siècle, publiés par A. Jeanroy et A. Vignaux. Toulouse, 1903. La traducción latina se halla en el raro libro del irlandés O'Sullivan, Historiæ Catholicæ Iberniæ Compendium (Lisboa, 1621), fols. 15-31.

[298] La primera de estas versiones fué publicada por D. Próspero Bofarull en el tomo XIII de la Colección de Documentos inéditos del Archivo de la Corona de Aragón (pp. 81-105); la segunda por Baist (Zeitschrift für romanische Philol., IV, pp. 318-229).

[299] Estoria d'hun cavaleyro a que chamavā Tungulu, ao qual forom mostradas visibilmente e nō per outra revelaçāo todas as penas do inferno e do purgatorio. E outrosi todos os bēēs e glorias que ha no sancto parayso, andando sempre hu angeo cō el. Esto lhe foy demonstrado por tal que se ouvesse de correger e emendar dos seus peccados e de suas maldades (Ms. de la Biblioteca Nacional de Lisboa, procedente del monasterio de Alcobaza). En otro de la misma procedencia, existente en el Archivo de la Torre do Tombo, se lee una versión distinta de la misma leyenda. La primera se atribuye á Fr. Hilario de Lourinham; la segunda á Fr. Hermenegildo de Payopelle.

[300] Historia del virtuoso cavallero dō Tungano: y de las grādes cosas y espātosas que vido en el infierno: y en el purgatorio: y en el Parayso... Fue impressa la presente obra en la Imperial ciudad d' Toledo por Ramon de Petras. A tres dias del mes de Julio. Año de mil y quinientos y veynte y seys Años (N.º 1682 del Catálogo de Salvá). Sobre la Visión de Tundal véase el estudio de A. Mussafia (Sitzungsberichte der Kais. Akad. der Wissench. Viena, 1871, pp. 157-206).

[301] La vida del bienauenturado sant Amaro, y de los peligros que passó hasta que llegó al Parayso terrenal. (Al fin) Fue impressa la presente vida del bienauēturado sant Amaro en la muy noble y mas leal ciudad de Burgos. En casa de Juan de Junta a veynte dias del mes de febrero mil quinientos y LII años (Reproducido fotolitográficamente por el Sr. Sancho Rayón). Continúa reimprimiéndose como libro popular. La tradición del purgatorio de S. Patricio, juntamente con la leyenda italiana del paraíso de la Reina Sibila, se encuentra también en la célebre novela italiana Guerino il Meschino, compuesta por Andrea da Barberino en 1391 y que continúa siendo popular hoy mismo. Existe de ella una traducción castellana sumamente rara: «Cronica d'l noble cauallero Guarino mesquino. En la qual trata de las Hazañas y auenturas que le acontecieron por todas las ptes. del mundo y en el purgatorio de Sant patricio, en 'l monte de Norça donde está la Sibila. (Al fin) Acabose la famosa historia d'l valiēte y muy virtuoso cauallero Guarino llamado Mesquino la qual se imprimio en la muy noble y muy leal cibdad de Seuilla en casa de Andres de Burgos. En el año de nro. Señor jesu Xpo d' mil y quinētos e XLVIII a diez dias de mayo». El traductor fué, según en la dedicatoria se declara, Alonso Hernández Alemán, vecino de Sevilla. La primera edición es la de Sevilla, 1512, citada en el Registrum de D. Fernando Colón. Sobre la leyenda del Paraíso de la Reina Sibila vid. Gastón París, Légendes du Moyen Age, París, 1903, pp. 66-111.

[302] Propiamente lo que dice Cervantes es que fué el primero que se imprimió, y esto todavía parece más dudoso, porque del Amadís no se conoce edición anterior á 1508. Los dos libros de caballerías más antiguos que hasta ahora conocen los bibliógrafos son el Tirant lo Blanch, de Valencia (1490), y el Baladro del sabio Merlín, de Burgos (1498).

[303] Cronica del muy esforçado y esclarescido cavallero Cifar nuevamente impresa. En la qual se cuentan sus famosos fechos de caualleria. Por los quales e por sus muchas e buenas virtudes vino a ser rey del reyno de Menton. Assi mesmo en esta hystoria se contienen muchas e catholicas doctrinas e buenos enxemplos: assi para caualleros como para las otras personas de cualquier estado. Y esso mesmo se cuentan los señalados fechos en caualleria de Garfín, e Roboán hijos del cauallero Cifar. En especial se cuenta la historia de Roboán, el qual fue tal cauallero que vino a ser emperador del imperio de Tigrida. (Al fin): «Fue impressa esta presente historia en Seuilla por Jacobo Cromberger, aleman. E acabosse a IX dias del mes de Junio año de mill. d. e xii años. Fol., 100 hojas á dos columnas, letra de Tortis. Valiéndose del ejemplar probablemente único que de esta novela posee la Biblioteca Nacional de París, la reimprimió Enrique Michelant, en Tubinga, 1872 (tomo 112 de la Bibliothek des Litterarischen Vereíns de Stuttgart)». Pero esta reimpresión salió incorrectísima, en tal grado que parece que el editor ignoraba la lengua castellana y ni siquiera sabía disolver las abreviaturas. Á cada paso se tropieza con formas tan monstruosas como muchón por mucho, fechón por fecho y otros desatinos semejantes. Esperamos que el Sr. Wagner publique pronto una edición crítica y esmerada de tan importante texto.

[304] Véase la descripción del primero en el Catalogue des Manuscrits espagnols de la Bibliothèque Nationale de Paris de A. Morel-Fatio (n.º 615). El de nuestra Biblioteca Nacional procede de la de Osuna. Sobre la relación entre los tres textos véase á Wagner en la memoria que citaré inmediatamente.

[305] The Sources of el Cavallero Cifar (Revue Hispanique, tomo X, 1903).

[306] Á las obras allí citadas sobre este argumento debe añadirse un curioso poema del siglo XVIII: «El Eustaquio ó la Religión Laureada. Poema Épico por el P. Fr. Antonio Montiel, Lector jubilado en su provincia de Menores Observantes de Granada». Málaga, 1796. 2 tomos.

[307] En su precioso estudio sobre la leyenda del marido de dos mujeres no menciona Gastón París (La Poésie du Moyen Age, 2.ª ser., 1885, pp. 109 y ss.) la versión del Cifar.

[308] Vid. Knust, Dos obras didácticas y dos leyendas, p. 109.

[309] Omnes praefatas urbes, quaedam scilicet sine pugna, quasdam vero cum magno bello et maxima arte, Karolus tunc acquisivit, praeter praefatam Lucernam, urbem munitam, quæ est in valle viridi, quam capere usque ad ultimum nequivit. Novissime vero venit ad eam et obsedit eam, et sedit circa eam quatuor mensium spatio, et facta prece Deo et Sancto Jacobo ceciderunt muri eius, et est deserta usque in hodiernum diem. (Véase el comentario geográfico que sobre este pasaje hace Dozy en la tercera edición de sus Recherches, II, 384-385).

[310] Sobre las diferencias entre ambas versiones vide G. París, Le Lai de l'Oiselet (Légendes du Moyen-Âge, p. 225).

[311] En su reseña de la literatura española, publicada en la colección de Gröber (Grundriss der romanischen Philologie, II, pp. 416 y 439, Strasburgo, 1898), Baist es el primer crítico que ha hecho plena justicia al Cifar, aunque algo había dicho el Conde de Puymaigre en La Cour Littéraire de Don Juan II (Paris, 1873, tomo I, p. 81),

[312] Los quatro libros del virtuoso cauallero Amadis de Gaula: Complidos. Colofón: «Acabanse los quatro libros... Fueron emprimidos en la muy noble y muy leal ciudad de Çaragoça: por George Coci, Aleman... mil y quinientos y ocho años». Fol. gót. El ejemplar que pasa por único de esta edición, desconocida hasta que en 1872 fué descubierta en Ferrara y adquirida por el barón Seillière en 10.000 francos, fué anunciado por el librero de Londres Quaritch, en su Catálogo de Febrero de 1895, en 200 libras esterlinas. Ignoro quién sea su poseedor actual. La edición de Salamanca, de 1510, es hipotética. No así la de Sevilla, 1511, citada en el Registrum de D. Fernando Colón. Para las restantes, véase el catálogo de Gayangos, tal como lo reimprimió adicionado en el tomo I del Ensayo de Gallardo. La más estimada por la corrección del texto es la de Venecia: Los quatro libros de Amadis de Gaula nueuamēte impressos e hystoriados. 1533. (Al fin). «Acabanse aqui los quatro libros del esforçado e muy virtuoso cauallero Amadis de Gaula, fijo del rey Perion y de la reyna Elisena: en los quales se fallan muy por estenso las grādes aventuras y terribles batallas que en sus tiēpos por el se acabaron e vencieron, e por otros muchos caualleros assi de su linaje como amigos suyos. El qual fue impresso en la muy ínclita y singular ciudad de Venecia por maestro Juan Antonio de Sabia, impressor de libros a las espensas de M. Juā Batista Pedrezano e cōpañō, mercadante de libros. Está al pie del puēte de Rialto, e tiene por enseña una torre. Acabose en el año de MDXXXIII, a dias siete del mes de Setiembre... Fue reuisto, corrigiēdolo de las letras que trocadas de los impressores erā por el Vicario del ualle de Cabeçuela Frācisco Delicado, natural de la peña de Martos». Las últimas ediciones antiguas del Amadís que citan los bibliógrafos son la de Sevilla, 1586, y la de Burgos, 1587. Modernamente ha sido reimpreso tres veces (Madrid, 1838; Barcelona, 1847-1848, en el Tesoro de Autores ilustres, de Oliveres; Madrid, 1857, en la colección de Rivadeneyra, siguiendo el texto de la edición veneciana).

[313] Los que niegan á Montalvo la paternidad del libro cuarto entienden que esta declaración se refiere sólo al Espandián; pero la gramática no lo tolera, puesto que visto concierta con libro y no con Sergas.

[314] Basta leer estos versos (Cancionero de Baena, edición de Leipzig, t. II, p. 320) para convencerse de que se refieren á Enrique II y no á Enrique III, como han supuesto algunos; Enrique II es el que guerreó treinta años continuos, el que murió de cincuenta y cinco años, el que estuvo casado con la reina doña Juana, el que dejó á su hijo casado con una infanta de Aragón. Nada de esto cuadra á D. Enrique el Doliente.

[315] En la novela catalana de Curial y Güelfa,que pertenece probablemente á la segunda mitad del siglo XV, se cita (pág. 498) á Amadís y Oriana entre los famosos amadores, juntamente con Píramo y Tisbe, Flores y Blanca Flor, Tristán é Isolda, Lanzarote y Ginebra, Frondino y Brissona, Fedra é Hipólito, Aquiles y Pirro, Troilo y Briseyda, Paris y Viana.

Los primeros trovadores portugueses que citan el Amadís son Nuño Pereira y Francisco de Silveira, que en 1482 sostuvieron con otros poetas en los palacios de Santarem el certamen de Cuidar y suspirar, con que empieza el Cancionero de Resende (tomo I de la edición de Stuttgart, pp. 7-14):

Se o disesse Oryana
E Iseu allegar posso...
Alegays-me vos Iseu
E Oriana com ella,
E falays no cuidar seu,
Como que nunca ly eu
Sospirar Tristán por ella...

[316] En la Crónica del rey Don Rodrigo, que Pedro del Corral compuso por los años de 1443, hay evidentes imitaciones del Amadís.

[317] Amador de los Ríos, Sevilla Pintoresca, 1844, p. 236.

[318] Diccionario histórico de los profesores de las Bellas Artes en España, por D. Juan Agustín Cean Bermúdez, Madrid, 1800, t. V, p. 299.

El mismo Cean Bermúdez, en su Carta sobre la pintura de la escuela sevillana (Cádiz, 1806. p. 19), da esta definición de la palabra sargas: «Llamaban sargas á unos lienzos crudos, en los que, sin aparejo alguno, usaban de colores bien molidos con agua, y que después de secos mezclaban con agua, cola ó con agua de engrudo, sirviéndoles de blanco el yeso muerto».

[319] «Estas cousas diz o Commentador, que primeiramente esta Istoria ajunton e escreveo, vāo assy escriptas pela mais chā maneira... jaa seja que muitos auctores cubiçosos de alargar suas obras, forneciam seus livros recontando tempos, que os Principes passavam em convites, e assy de festas e jogos, e tempos alegres, de que se nem seguia outra cousa se nom a deleitaçam d'elles mesmos, assi como som os primeiros feitos de Ingraterra, que se chamava Gram Bretanha, e assi o Liuro d'Amadis, como que somente este fosse feito a prazer de um homem, que se chamava Vasco de Lobeira, em tempo d' el Rei Dom Fernando, sendo todas las cousas do dito livro fingidas do autor». (Cap. LXIII).

(Collecçāo de livres ineditos de historia portugueza... publicados de ordem da Academia Real das Sciencias de Lisboa, por José Correa da Serra, t. II, Lisboa, 1792, p. 422).

[320] Kritischer Versuch über den Roman Amadis von Gallien, von Dr. Ludwig Braunfels, Leipzig, 1876. Sobre esta obra publicó un elegante artículo D. Juan Valera en La Academia (1877), el cual fué reproducido en sus Disertaciones y juicios literarios (Madrid, 1878), pp. 319-347.

Entre los trabajos anteriores al de Braunfels merece especial consideración la tesis doctoral de Eugenio Baret: De l'Amadis de Gaule et de son influence sur les mœurs et la littérature au XVIe et au XVIIe siècle, d'après la version espagnole de García Ordóñez de Montalvo, avec une notice bibliographique, la seule complète, de la suite des «Amadis». (Paris, 1853. Cf. la recensión de Teodoro Müller en los Götting. gelehrt. Anzeigen, 1854).

Wolf cita con grande elogio las observaciones bibliográficas de Adalberto de Keller en su esmerada edición del primer libro del Amadis alemán (Stuttgardt, 1857, 8.º). No la conozco.

[321] Ms. A-6-2 de la Biblioteca Pública de Lisboa, citado por Teófilo Braga, Amadis de Gaula, página 203.

[322] El diplomático brasileño F. A. de Varnhagen, en su insustancial ensayo Da litteratura dos livros de cavallarias, estudo breve e consciencioso (Viena, 1872), todavía tuvo valor para atribuir al infante don Alfonso y á Vasco de Lobeira estos sonetos, enmendando la plana al hijo de Ferreira y mostrando desconocer de todo punto la historia de las formas métricas en el Parnaso peninsular (p. 62).

[323] «Os dous sonetos que vāo no fol. 24 fez meu pay na linguagem que se costumava neste Reyno en tempo del Rey Don Dinis, que he a mesma em que foi composta a historia de Amadis de Gaula por Vasco de Lobeira, natural da cidade do Porto, cujo original anda na casa de Aveiro. Divulgarāōse em nome do Inffante Don Affonso, filho primogenito del Rey Don Dinis, por quā mal este princepe recebera (como se vê da mesma historia) ser a fermosa Briolanja em seus amores maltratada». (Poemas Lusitanos, hoja 4.ª sin numerar).

[324] Historia das Novellas Portuguesas de Cavalleria, por Theophilo Braga. Formaçāo do Amadis de Gaula. Porto, 1873, p. 227. Hay del mismo autor otros tres escritos sobre el origen portugués del Amadis, coleccionados en sus Questōes de litteratura e arte portugueza (Lisboa, sin año, pp. 98-122). En el segundo replica á la impugnación de Braunfels; en el tercero estudia la canción de Leonoreta, sobre la cual le llamó la atención Ernesto Monaci.

[325] La traducción latina de los Diálogos de Medallas es de Andrés Scotto. En el original castellano dice Antonio Agustín: «A los quales doy yo en esto tanto crédito como á Amadis de Gaula, el qual dizen los portugueses que lo compiló Vasco Lobera». Y replica el otro interlocutor: «Esse es otro secreto que pocos lo saben». (Antonii Augustini Archiepiscopi Tarraconensis, Opera Omnia, Luca, 1774, t. VIII, pp. 23-24).

[326] «Y Don Hernando, segundo duque de Berganza (nieto del rey D. Alonso de Portugal, de donde aquella Real Casa salió, y rebisabuelo del gran Príncipe, duque Don Teodosio II, que hoy es), también como los demás fué escritor, que escribió á Amadis de Gaula, como lo supe yo de aquella Real Casa y de su Alteza la señora doña Catalina su biznieta; y bien creo yo que tan alta y generosa composición había de ser de buena casta, que hombre rudo no pudo hacerla; y así me alegré de lo saber, como fabulosamente el mismo Doncel del Mar de se hallar hijo del Rey». (Memorial Histórico Español, t. XI, Madrid, 1859, p. 141).

[327] Acaso Lope recordaba confusamente que el Palmerín de Oliva y el Primaleón habían sido escritos por una dama, aunque no era portuguesa, sino de Ciudad-Rodrigo.

[328] «E por seu mandado trasladou de francés em a nossa lingua Pero Lobeiro (sic), Tabaliáo d'Elvas, o livro de Amadis que (a parecer de varōes doctos) he o melhor que saiu a luz de fabulosas historias». (Agiolog. Lusit., t. I, p. 410, Lisboa, 1652). Apud T. Braga, Amadis de Gaula, 189.

[329] En un artículo de la Quarterly Review citado por Baret, De l'Amadis, p. 35, y por Gayangos en su Discurso preliminar sobre los libros de Caballerías (p. XXIV).

[330] Lais de Bretanha, p. 27.

[331] Grundriss, de Gröber, II b, pp. 416-438-441.

[332] Studien zur Geschichte der Spanischen und Portugiesischen Nationalliteratur, Berlín, 1859, p. 174 y ss. En la traducción castellana de Unamuno, t. I, p. 197 y ss.

[333] Baret quiere derivar este nombre del bretón Lych-warch.

[334] Aun en esta parte no le abandona la graciosa castidad de su estilo. Pero es evidente que aquel célebre pasaje del lib. I, cap. XXXV: «Assi que se puede bien decir que en aquella verde yerba, encima de aquel manto, más por gracia y comedimiento de Oriana que por la desenvoltura ni osadía de Amadis, fue fecha dueña la más fermosa doncella del mundo», procede en línea recta de estas palabras del Tristán: «Fit sa volonté de la belle Iseult et lui tolut le dous nom de pucelle».

[335] Más adelante tendremos ocasión de apuntar otras. Convendría un estudio minucioso del Amadís en comparación con las novelas bretonas, especialmente con el Lanzarote, y un índice de personajes y lugares que facilitara el cotejo.

[336] «Il est tant certain, qu'il fut (el Amadís) premier dans nostre langue françoise, estant Amadis Gaulois et non espagnol; et qu'ainsi soit, j'en ai trouvé encore quelques restes de un vieil livre escrit à la main en langage picard, sur lequel j'estime que les espagnols ont fait leur traduction».

[337] Tomo XXIV de la Histoire Littéraire de la France, p. 540.

[338] «Aurodonna et filii quartam partem ecclesiae de Sozello Monasterio S. Joanni de Perdorada donant». (Monumenta Portugalliæ historica. Diplomata et chartae, p. 315).

[339] Histoire Littéraire de la France, t. XXII, pp. 758-765.

[340] Introducción al poema de Flores y Blanca-Flor, p. CCIV.

[341] Flórez, España Sagrada, t. XIV, 1758, p. 136.

[342] Por parecerme demasiado absurdas no he hecho mención de algunas opiniones acerca del origen del Amadís. Así el abate Quadrio (Della Storia e Ragione d'ogni Poesia, IV, 520) menciona la de Luis Lollino, Obispo de Belluno, el cual sostenía «che fosse quest'Opera lavoro d'un incantatore di Mauritania, che sotto falso nome di christiano, essendo mahometano, e pieno di vanità magiche, lo componesse in lingua antica di Spagna».

El P. Sarmiento, en una disertación todavía inédita, que cita Gayangos, «unas veces quiero que Lobeira sea gallego y no portugués (en esto no andaba del todo descaminado, puesto que de la provincia de Orense procedía), otras que el Amadís sea la narración verídica de las amorosas aventuras de un caballero natural de la Coruña, llamado Juan Fernández de Andeiro (el que mató á puñaladas al Maestre de Avis en la corte del Rey Don Fernando); cuándo se le atribuye á Vasco Perez de Camoens, poeta del siglo XIV; cuándo al Canciller Ayala, y aun al Obispo de Burgos, D. Alonso de Cartagena». Esta última opinión apuntó D. Bartolomé Gallardo varias veces, persuadido de que el Cartagena del Cancionero General era el Obispo de Burgos y Oriana su dama. Para eludir el texto del Canciller Ayala, se empeñaba, con fútiles razones, en leer Tristán, donde los dos códices del Rimado dicen uniformemente Amadis.

Pero entre todas las conjeturas no puede negarse la palma del desatino á la de cierto abate Jacquin en unos Entretiens sur les romans, citados por Pellicer (Discurso preliminar, en su edición del Quijote, 1797, p. 44), donde se atribuye el Amadís á ¡Santa Teresa de Jesús! (nacida en 1515). Sin duda el abate francés había oído campanas y no sabía dónde, pues consta, por testimonio del P. Francisco de Ribera, biógrafo de la Santa (ampliando lo que ella misma dice en su Vida), que «se dio á estos libros con gran gusto, y gastaba en ellos mucho tiempo, y como su ingenio era tan excelente, ansí bebió aquel lenguaje y estilo, que dentro de pocos meses ella y su hermano Rodrigo Cepeda compusieron un libro de caballerías con sus aventuras y ficciones, y salió tal, que había harto que decir despues dél» (Lib. I, cap. V). No hay especie tan disparatada que no haya nacido de algo y no tenga algunas sombras y lejos de verdad.

No han faltado interpretaciones alegóricas del Amadís, para que aun en esta desgracia fuese parecido al Quijote. Un erudito de Oporto, D. José Gomes Monteiro, citado por T. Braga (Amadís de Gaula, p. 256), veía en el famoso libro una especie de poema simbólico de las Cruzadas. Amadís, Galaor y el Endriago eran Ricardo Corazón de León, Saladino y Santo Tomás de Canterbery.

El mismo Braga, que al principio patrocinaba estas fantasías, echó á volar en 1869 otra todavía más estupenda, de la cual afortunadamente ha prescindido después. En una nota á los Cantos populares do Archipelago Açoriano (p. 405), dice, al parecer en serio: «La novela de Amadís de Gaula es la historia de la persecución de los Albigenses ó del partido democrático del siglo XII».

[343] La mención de la artillería en el Amadís («en señal de alegría fueron tirados muchos tiros de lombardas») no prueba, como creyó Clemencín, que la obra sea posterior á 1342, en que, con ocasión del cerco de Algeciras, hablan por primera vez nuestras crónicas de «pellas de fierro lanzadas con los truenos», porque este detalle pudo añadirle Garci Ordóñez de Montalvo en su refundición.

[344] El Amadís y el Esplandián, como obras de larga composición, debieron de ocupar á Montalvo muchos años, según conjeturó Clemencín (Quijote, I, 107). Este pasaje del capítulo LII del libro IV no cuadra al tiempo de los Reyes Católicos, pero se ajusta maravillosamente al de Enrique IV:

«Pero ¡mal pecado! los tiempos de agora mucho al contrario son de los pasados, segun el poco amor e menos verdad que en las gentes contra sus Reyes se halla; y esto debe causar la costelacion del mundo ser mas envejecida, que perdida la mayor parte de la virtud, no puede llevar el fruto que debia, asi como la cansada tierra, que ni el mucho labrar ni la escogida simiente pueden defender los cardos y las espinas con las otras yerbas de poco provecho que en ella nacen. Pues roguemos a aquel Señor poderoso que ponga en ello remedio; e si a nosotros como indinos oir no le place, que oya aquellos que aun dentro en las fraguas sin dellas haber salido se fallan, que los faga nacer con tanto encendimiento de caridad e amor, como en aquestos pasados habia; e a los Reyes que, apartadas sus iras e sus pasiones, con justa mano e piadosa los traten y sostengan».

Ni en el Amadís ni en las Sergas se menciona acontecimiento ninguno posterior á la conquista de Granada y á la expulsión de los judíos, que está expresamente recordada en la exclamación con que finaliza el cap. CII del Esplandián: «No retiniendo sus tesoros, echaron del otro cabo de las mares aquellos infieles que tantos años el reino de Granada tomado y usurpado contra toda ley y justicia tuvieron; y no contentos con esto, limpiaron de aquella sucia lepra, de aquella malvada herejia que en sus reinos sembrada por muchos años estaba».

No es inverosímil, por consiguiente, que ambas novelas fuesen impresas dentro del siglo XV, aunque hasta ahora no hayan sido descubiertas tales ediciones.

[345] No se ha de perder de vista, sin embargo, que el Amadís se escribió dos siglos antes de que el Concilio de Trento declarase nulos los matrimonios clandestinos. De este género es el de Amadís y Oriana, en que faltan los testigos, pero no la forma esencial del sacramento, que es el mutuo consenso por palabras de presente. El autor prefirió sin duda el matrimonio secreto por ser más novelesco, pero procede con toda la corrección canónica que su tiempo permitía, haciendo que el santo ermitaño Nasciano imponga á Oriana una penitencia por el pecado de clandestinidad, aunque reconociendo la validez del matrimonio. «Mas ella le dijo llorando cómo al tiempo que Amadís la quitara de Arcalaus el encantador, donde primero la conoció, tenia dél palabra como de marido se podia e debia alcanzar. Desto fue el ermitaño muy ledo, e fue causa de mucho bien para muchas gentes... Entonces la absolvió, e le dio penitencia cual convenía» (lib. III, cap. IX). Y en el libro IV, capítulo XXXII, vuelve á confirmarlo el mismo ermitaño hablando con el rey Lisuarte: «Cuando esto fue oido por el Rey, mucho fue maravillado e dijo: ¡Oh padre Nasciano! ¿es verdad que mi hija es casada con Amadis?—Por cierto, verdad es (dijo él) que él es marido de vuestra fija, y el doncel Esplandian es vuestro nieto». Si esta doctrina no hubiese sido enteramente ortodoxa, la Inquisición no la hubiese dejado pasar, tratándose de materia tan delicada.

[346] Dice el cínico Brantôme en su libro, demasiado conocido, Les dames galantes, que «quisiera tener tantos centenares de escudos en la bolsa como mujeres, así seglares como religiosas, había pervertido la lectura del Amadis». Aunque Brantôme no sea autoridad muy abonada en estas materias, su testimonio es curioso porque concuerda con el de nuestros moralistas del siglo XVI. Y, en efecto, la experiencia enseña que los libros más peligrosos para la gente moza é inexperta suelen ser los que no lo parecen. La licencia brutal tiene atractivo para muy pocos; el idealismo que pudiéramos llamar sensual, con aparente paradoja, es mayor escollo para las almas delicadas.

[347] Por lo general, Montalvo pasa como sobre ascuas por esta clase de escenas, y da á entender que los detalles le repugnaban; por ejemplo, en el cap. XII del primer libro: «Galaor holgó con la doncella aquella noche a su placer, e sin que más aqui os sea recontado, porque en los autos semejantes, que a virtud de honestad no son conformes, con razon debe hombre por ellos ligeramente pasar, teniendolos en aquel pequeño grado que merecen ser tenidos». ¿Podrá indicar esta salvedad que suprimió algo del texto primitivo?

[348] Esta tesis sostuvo el malogrado profesor D. Francisco de Paula Canalejas en su tratadito sobre Los Poemas Caballerescos y los libros de caballerías (Madrid, 1878), p. 196 y ss.

Sobre la psicología del amor en el Amadís formularon algunas ingeniosas observaciones St. Marc Girardin en el tomo III de su Cours de Littérature Dramatique, cap. XXXIX, y un crítico belga menos conocido de lo que merece, León de Monge, en el segundo tomo de sus Etudes Morales et Littéraires. Epopées et romans chevaleresques (Bruselas, 1889), pp. 256-275.

[349] Dice don Cuadragante, en nombre de los parciales de Amadís, al rey Lisuarte: «Qué mal os acordais de cuando vos sacó de las manos de Madanfabul, de donde otro ninguno os sacar pudiera, y del vencimiento que os hizo haber en la batalla del rey Cildadan, y de cuanta sangre él y sus hermanos é parientes allí perdieron, e cómo quitó a mí de vuestro estorbo... y que todo esto se olvidase de vuestra memoria, habiendo mal galardon; pues si estos que digo contra vos en aquella batalla fuéramos, e no fuera Amadis de vuestra parte, mirad lo que dende vos pudiera venir». (Lib. II, cap. XX).

Me parece indudable que el autor del Amadís se inspiró aquí en las palabras que á Bernardo atribuye la primera Crónica General, recordando él mismo sus servicios en ocasión idéntica, es decir, cuando va á dejar el servicio del rey Alfonso el Casto: «Et dixol Bernaldo: Sennor, por quantos servicios vos yo fis, me devedes dar mio padre, ca bien sabedes vos de cómo yo vos acorri con el mio cavallo en Venavente, quando vos mataron el vuestro, e la batalla que ovistes con el moro Ores... Otrossi quando fuistes desa ves lidiar con el moro Alchaman que yasie sobre Zamora, bien sabedes lo que yo y fiz por vuestro amor, etc.».

Es la única derivación de la epopeya castellana que he creído notar en el Amadís.

[350] Paréceme evidente que el autor del Amadís se inspiró para este retrato en la descripción que hace la Gran Conquista de Ultramar (libro II, cap. CCXLII) de la sierpe que mató Baldovín, hermano de Godofredo de Bullón. «Habia una muy gran sierpe... en aquella tierra del monte Tigris en una peña muy alta. E esta era una bestia fiera, muy grande e muy espantosa ademas, que estaba en una cueva. E tenia en el cuerpo treinta pies de largo e en la cola, que habia muy gorda, doce palmos, con que daba tan grande herida que no habia cosa viva que alcanzase que no la matase de un golpe; las uñas... de cuatro palmos, e cortaban como navajas, e eran tan agudas como alesnas... El su cuerpo era como concha, e tan duro que ninguna arma no gelo podría falsar... E avia cabellos luengos cuanto un palmo, e duros... la cabeza grande e ancha... e las orejas mayores que una adarga... E daba tan grandes voces que se podrian oir grandes dos leguas; e traia en la frente una piedra que relumbraba tanto, que podria hombre ver de noche la su claridad a dos leguas e media; e no pasaba ninguno por aquel camino que della pudiese escapar a vida. E habia destruido esa tierra yerma aderredor tres jornadas».

Si tuviéramos seguridad de que la historia del Endriago estaba ya en el Amadís primitivo, y no fué una de las interpolaciones de Montalvo, tendríamos una fecha importante para circunscribir la época de la composición del libro, puesto que sabemos con certeza que la Gran Conquista de Ultramar se tradujo entre 1284 y 1295, principio y fin del reinado de D. Sancho IV.

[351] «Pues que asi fue que saliendo un dia a caza, como acostumbrado lo tengo, a la parte que del Castillejo se llama, que por ser la tierra tan pedregosa y recia de andar, en ella más que en ninguna otra parte de caza se halla; y alli llegado, hallé una lechuza, y aunque viento hacía, a ella mi falcon lancé, etc.».

[352] Para todo lo relativo á la bibliografía de los libros de caballerías en lengua castellana y portuguesa, es trabajo casi único el de Gayangos (adicionado por él mismo en el primer tomo del Ensayo de Gallardo); pero ya necesita ser refundido por completo, como sin duda lo hará el Sr. Bonilla en esta misma colección. Salvá, en su Catálogo, describe los que poseía, que no eran muchos, pero entre los cuales había algunos de singular rareza. Para las traducciones extranjeras deben consultarse los Manuales de Brunet y Graesse, y para las italianas en especial las bibliografías de novelas y poemas caballerescos de Ferrario y Melzi.

[353] Arte de Galanteria. Escreuiola D. Francisco de Portogal. Offrecida a las Damas de Palacio por D. Lucas de Portogal Comendador, de la villa de Fronteira, y Maestresala del Principe nuestro Señor. En Lisboa, en la Emprenta de Ivan de la Costa. M. DC. LXX (1670). Pág. 96.

De otros extremos de algunos apasionados, especialmente portugueses, por los libros de caballerías hace curiosa mención Francisco Rodríguez Lobo en el primero de los diálogos de su Corte na Aldêa: «Un curioso en Italia (segun un autor de credito cuenta), estando con su muger a el fuego, leyendo al Ariosto, lloraron la muerte de Zerbino con tanto sentimiento, que acudió la vecindad a saber la causa. Y en lo que toca a exemplo, un capitan valeroso hubo en Portogal, que no lo tuvo mejor el Imperio Romano, que con la imitacion de un cavallero fingido fue el mayor de sus tiempos imitando las virtudes que del se escribieron (alude, sin duda, al Condestable Nuño Álvarez Pereira, que había tomado por prototipo á Galaaz, el de la Demanda del Santo Grial). Muchas doncellas guardaron extremos de firmeza y fidelidad, por aver leido de otras semejantes en los libros de cavallerias. En la milicia de la India, teniendo un Capitan Portugues cercada una ciudad de enemigos, ciertos soldados camaradas, que albergavan juntos, traian entre las armas un libro de cavallerias con que passaran el tiempo: uno dellos, que sabia menos que los demas, de aquella lectura, tenía todo lo que oia leer por verdadero (que hay algunos inocentes que les parece que no puede aver mentiras impressas). Los otros, ayudando a su simpleza, le decian que assi era; llegó la ocasion del assalto, en que el buen soldado, invidioso y animado de lo que oia leer, se encendio en desseo de mostrar su valor y hacer una cavalleria de que quedasse memoria, y assi se metio entre los enemigos con tanta furia, y los comenzó a herir tan reciamente con la espada, que en poco espacio se empeñó de tal suerte, que con mucho trabajo y peligro de los compañeros, y de otros muchos soldados, le ampararon la vida, recogiendolo con mucha honra y no pocas heridas; y reprehendiendole los amigos aquella temeridad, respondió: Ea, dexadme, que no hice la mitad de lo que cada noche leeis de qualquier caballero de vuestro libro. Y él dalli adelante fue muy valeroso».

Corte en Aldea y Noches de Invierno, de Francisco Rodriguez Lobo. De Portugues en Castellano por Iuan Bautista de Morales. En Valencia, en la oficina de Salvador Fauli. Año M. DCC. XCVIII. Pp. 18-20. La primera edición portuguesa de esta obra es de 1619; la primera castellana, de Montilla, 1622.

[354] «Quando fue a Roma por Embaxador, lleuaua solamente, yendo por la posta, en un portamanteo, Amadis de Gaula y Celestina, de quien dixo alguno que le hallaua mas sustancia que a las Epistolas de San Pablo. Estando un dia a la comida del Cardenal D. Henrique, que era inquisidor general, le perguntó (sic) Ilulano: «¿affirmaos vos en aquello que haueis dicho?», y él le respondió: «Señor, hay muchos dias que no me afirmo en nada», que hay muchos que ni a la ley de Dios perdonan por parecer discretos». (Arte de Galanteria de D. Francisco de Portugal, p. 49).

Muchas veces he visto citado este texto, pero suprimiendo siempre los últimos renglones, sin los cuales la Inquisición no hubiera dejado pasar el irreverente disparate de las Epístolas de San Pablo, puestas en cotejo con la Celestina. De todos modos, quien lo dijo no fué D. Diego, sino un caballero anónimo, portugués por las señas.

[355] Todo el pasaje es muy interesante, como muestra de la crítica del siglo XVI, pero por abreviar omito las observaciones gramaticales, en las cuales se trasluce que el estilo del Amadís parecía ya arcaico en tiempo del Emperador, lo cual prueba el rápido cambio de la lengua. Del argumento dice lo siguiente:

«Cuanto a las cosas, siendo esto asi, que los que escriben mentiras las deben escribir de suerte que se alleguen, cuanto fuere posible, a la verdad, de tal manera que puedan vender sus mentiras por verdades, nuestro autor de Amadis, una vez por descuido y otras no sé por qué, dize cosas tan a la clara mentirosas, que de ninguna manera las podeis tener por verdaderas. Inorancia es muy grande dezir, como dize al principio del libro, que aquella historia que quiere escribir, acontezió no muchos años despues de la pasion de nuestro Redentor, siendo asi que algunas de las provincias de que él en su libro haze menzion i hace cristianas se convirtieron a la fe muchos años despues de la Pasion. Descuido creo que sea el no guardar el decoro en los amores de Perion con Elisena: porque no acordandose que a ella haze hija de Rei, estando en casa de su Padre, le da tanta libertad i la haze tan deshonesta, que con la primera plática, la primera noche, se la trae á la cama. Descuidase tambien en que, no acordandose que aquella cosa que cuenta era muy secreta, y pasaba en casa del padre de la Dama, haze que el rey Perion arroje en tierra el espada y el escudo, luego que conoce a su señora, no mirando que al ruido que harian, de razon se habian de despertar los que dormian zerca y venir a ver qué cosa era. Tambien es descuido dezir que el Rey miraba la hermosura del cuerpo de Elisena con la lumbre de tres antorchas que estaban ardiendo en la camara, no acordandose que habia dicho que no habia otra claridad en la camara sino la que de la luna entraba por entre la puerta; y no mirando que no hay mujer, por deshonesta que sea, que la primera vez que se vee con un hombre, por mucho que lo quiera, se deje ver de aquella manera. De la mesma manera se descuida, haziendo que el Rey no eche menos el espada hasta la partida, habiendosela hurtado diez dias antes; porque no se acordó que lo haze con caballero andante, al cual es tan aneja la espada como al escribano la pluma. Pues siendo esto asi, ¿n'os paresze que sin levantarle falso testimonio se puede dezir que peca en las cosas?».

(Diálogo de la Lengua, ed. de Usoz, Madrid, 1860, pp. 185-187).

[356] Le fonti dell Orlando Furioso. Ricerche e Studi di Pio Rajna. Seconda edizione corretta e acresciuta. Florencia, 1900, pp. 155, 465, y en otros varios lugares que es fácil hallar por el índice.

[357] Amadigi del signor Bernardo Tasso. A l'invictissimo e cattolico Re Filippo. Con privilegio. In Vinegia, apresso Gabriel Giolito de Ferrari, 1560, 4.º. Fue reimpreso en Venecia, 1581 y 1583, y en Bérgamo, 1755, cuatro volúmenes en dozavo, con la vida del autor y otras ilustraciones del abate Pierantonio Serassi.

Hay un larguísimo análisis del Amadís del Tasso en el tomo V de la Histoire Littéraire de l'Italie, de Ginguené (París, 1824), pp. 62-115, que habla con exagerado encomio de este poema.

[358] Torquato Tasso parece haber heredado la afición de su padre al Amadís, puesto que en la Apología de su Jerusalem Libertada, que escribió contestando á los reparos de la Academia de la Crusca, hace dél este magnífico elogio: «Sappiate dunque che essendo mio Padre nella Corte di Spagna, per servizio del Principe di Salerno, suo padrone, fu persuaso da i principali di quella Corte a ridurre in poema l'istoria favolosa dell' Amadigi, la quale, per giudizio di molti, e mio particolarmente, é la più bella che si legga fra quelle di questo genere, e forse la più giovevole; perchè nell' affetto, nel costume si lascia addietro tutte l'altre, e nella varietà degli accidenti non cede ad alcuna che da poi o prima sia stata scritta». (Opere di Torquato Tasso, tomo IV, Florencia, 1724, página 178, col. 2.ª).

[359] En una de sus cartas burlescas, fechada en octubre de 1513, dice el famoso bufón D. Francesillo de Zúñiga: «El Emperador está mejor de su cuartana, y fue por una purga que yo le ordené, que es la cosa más probada y averiguada que para los cuartanarios se puede dar, y fue que le mandé que cuando le viniese el frío, que le leyese el Amadis el duque de Arcos, porque tiene gentil lengua, y le contase cuentos el marqués de Aguilar». (Curiosidades bibliográficas, en la colección Rivadeneyra, p. 57, col. 2.ª).

Sobre lectura de libros de caballerías ante el Emperador, refiere esta curiosa anécdota D. Luis Zapata en su Miscelánea (Memorial Histórico Español, tomo XI, pág. 116): «Doña Maria Manuel era dama de la Emperatriz nuestra señora, y leyendo ante la Emperatriz una siesta un libro de caballerías al Emperador, dijo: «Capitulo de cómo D. Cristóbal Osorio, hijo del Marques de Villanueva, casaria con doña Maria Manuel, dama de la Emperatriz y reina de España, si el Emperador para después de los dias de su padre le hiciese merced de la encomienda de Estepa». El Emperador dijo: «Torna a leer ese capitulo, Doña Maria». Ella tornó a lo mismo, de la misma manera, y la Emperatriz añadio diciendo: «Señor, muy buen capitulo y muy justo es aquello». El Emperador dijo: «Leed más adelante, que no sabéis bien leer, que dice: sea mucho enhorabuena». Entonces ella besó las manos al Emperador y a la Emperatriz por la merced».

[360] Alúdese aquí, por supuesto, al antiguo moralista francés Juan Luis Guez de Balzac (nacido en 1594), autor del Sócrates cristiano y de otros libros tan famosos en su tiempo como poco leídos hoy, pero que tienen importancia en la historia de la prosa clásica del siglo XVII.

[361] Es notable en este punto el texto del P. Possevino (Biblioteca selecta, 1603, pp. 397-398), citado en varias monografías sobre el Amadís:

«Iude igitur quo non intrarunt Lancelotus a Lacu, Perseforestus, Tristanus, Giro Cortesius, Amadisius Primaleo, Boccaciique Decamero et Ariosti poema? Ne hic enumerem aliorum ignobiliorum Poetarum carmina male texta et caro vendita. Et plerisque igitur istis omnibus ut suavius venena influerent, dedit de spiritu suo Diabolus, eloquentia, et inventione fabularum ditans ingenia quæ tam miseræ supellectilis officinæ fuerunt. In uno Amadisio ista intueamur... Venerat hic liber aliena lingua in Gallias... Sparserat enim eo in libro, quisquis ejus fuit auctor, amores foedos, inauditos congressus equestres, magicas artes. Sic his mentes illis corpora pertraxit in nassam, in qua innumeræ propemodum animæ perierunt alternum. Nam sic ablegata sunt studia sacrarum rerum, divinæque historiæ oblivioni sunt traditæ atque horum loco Pantogrueles et ramenta quæque Tartari successerunt... Quin etiam visum est peccatum leve, atque adeo festivum sapere si quis Magiam Urgandœ et Arcelai, Meliæ, magni Apollidonis passim recenseret; ut interim desideria sensim irreperent eadem experiendi, Magosque accersendi qui novas ipsi humanarum mentium libarent primitias, et homines ad ipsam imaginem Dei factos revocarent ab uno unius Dei syncerissimo cultu».

[362] Philarète Chasles, Études sur le seizième siècle en France (París. 1876), pp. 113-114.

[363] Bonnefon, Montaigne et ses amis (Paris, 1808), tomo I, p. 248, y el estudio del mismo autor sobre la biblioteca de Montaigne en la Revue d'Histoire Littéraire de la France, 1895, pp. 313-371.

[364] «Je ne sçais s'il en advient aux antres comme à moy, mais quand j'oys nos architectes s'enfler de ces gros mots de pilastre, architrave, corniches, d'ouvrage corynthien et dorique et semblables de leur jargon, que mon imagination se saisisse incontinent du palais d'Apollidon et par effet je treuve que ce son les chestives pièces de la port de ma cuisine». (Essais, lib. I, cap. L).

[365] Sobre la bibliografía alemana de nuestros libros de caballerías puede consultarse el libro del Dr. Adam Schneider, Spaniens Anteil an der Deutschen Litteratur des 16. und 17. Jahrhunderts (Strasburgo, 1898), págs. 165-205, y sobre la influencia literaria las eruditas y penetrantes observaciones de Arturo Farinelli en su obra, desgraciadamente no terminada, Spanien und die Spanische Litteratur in Lichte der deutschen Kritik und Poesie (Berlín, 1892), parte 1.ª, págs. 23-25.

[366] Sobre todo lo relativo á las traducciones inglesas de libros españoles durante el siglo XVI debe consultarse principalmente la docta tesis del joven norteamericano J. Garrett Underhill, Spanish Literature in the England of the Tudors (Nueva York, 1899).

[367] Amadis of Gaul, by Vasco Lobeira, from the spanish versión of Garci Ordóñez de Montalvo, by Robert Southey. Londres, 1803, cuatro volúmenes en dozavo.

Del mismo año hay un poema inglés sobre Amadís, que no conozco:

Amadis de Gaul, a poem in three books; freely translated from the first part of the french version of N. de Herberay, sieur des Essars; with notes, by Will. Stewart Rose (Londres, 1803).

[368] Rodríguez de Castro, Biblioteca Rabínico Española, t. I, p. 639.

[369] Ochoa, Catálogo de los mss. españoles de las Bibliotecas de París (1844), p. 537.—Morel-Fatio, Catalogue des manuscrits espagnols de la Bibliothèque National (1892), p. 616.

[370] Historia de la literatura española, t. VII, pp. 382-385.

[371] Curial y Güelfa; Novela catalana del quinzen segle, publicada á despeses y per encarrech de la «Real Academia de Buenas Letras» per Antoni Rubió y Lluch, soci numerari de dita corporació, Barcelona, 1901.

Además de estos libros en prosa se escribieron en catalán algunas narraciones en versos cortos pareados de nueve y de seis sílabas (novas rimadas), que por su forma especial corresponden á la historia de la poesía lírica. Á este género pertenece la Faula de Guillem de Torrella, publicada en parte por Milá (Obras, tomo III, págs. 364-378), composición agradable y llena de reminiscencias del ciclo de la Tabla Redonda, interviniendo en ella el propio rey Artus y el hada Morgana. Parece ser de la segunda mitad del siglo XIV. En cuanto al Blandin de Cornouailles, tanto Pablo Meyer como Milá y Fontanals, opinan que su autor fué un catalán que quiso escribir en provenzal. También es más provenzal que catalana, y al parecer traducida del francés á fines del siglo XIV ó principios del XV, la Storia del amat Frondino et de Brissona, on se contenen quatre libres d'amors ab alguns cansons en frances, publicada por Meyer en la Romania (1891, tomo XX, págs. 599 y ss.). Es una novelita sentimental mezclada de prosa y verso, y tiene de curioso el empleo de la forma epistolar. Frondino y Brissona están citados en el Curial (pág. 498); como famosos amantes, al lado de Amadís y Oriana.

[372] Vide Milá y Fontanals, De los Trovadores en España, 2.ª ed., pp. 109-110.

[373] El libro comienza de esta suerte: «Fonch ja ha lonch temps, segons jo he llegit, en Cathalunya, un gentil hom...». etc. Según se ponga coma antes ó después de Cataluña, resultará que el padre de Curial era catalán ó que el autor había leído la historia en Cataluña.

[374] Obras completas del Dr. D. Manuel Milá y Fontanals, Tomo III. Estudios sobre historia, lengua y literatura de Cataluña (pp. 485-492).

[375] Es singular, y prueba la portentosa memoria de Cervantes (que no siempre ha de ser la memoria cualidad de los tontos), el que se acordase de este insignificante personaje, que sólo una vez está mencionado en el enorme libro del Tirante (cap. CXXXII): «Toda la gent se arma e pujaren a cavall per partir. Primerament ixque la bandera del Emperador portada per un cavaller qui era nomenat Fonsequa, sobre un gran e maravellos cavall tot blanch».

[376] Detriante dice la primera edición del Quijote y repitieron todas las sucesivas hasta la de Bowle, que escribió, como es debido, de Tirante. Pero el primero que propuso la enmienda fué el académico francés Fréret, autor del curioso prólogo que lleva la traducción francesa de aquel libro de caballerías hecha por el Conde de Caylus.

[377] Es en extremo forzada la interpretación que da á este pasaje D. Juan Calderón en su curioso y á veces atinado libro, Cervantes vindicado en ciento y quince pasajes del texto del Ingenioso Hidalgo... que no han entendido, ó que han entendido mal, algunos de sus comentadores ó críticos (Madrid, 1854), pp. 19-27. Supone que la expresión con todo eso no tiene fuerza adversativa; que el verbo merecía está usado como neutro, y que la frase «que le echaran á galeras» es una oración incidente determinativa del sustantivo necedades, por lo cual debe omitirse la coma después de industria. Con todos estos desesperados recursos viene á resultar la siguiente frialdad indigna de Cervantes: «por todas estas razones os digo que el tal autor tenía mérito (merecía), puesto que de industria (esto es, sabiendo lo que traía entre manos) no hizo tantas necedades como otros dignos de ir á galeras por toda su vida». Para atormentar así los textos vale más confesar lisa y llanamente que no se entienden.

[378] Es libro rarísimo, del cual existe un ejemplar en la biblioteca de la Universidad de Valencia y otro en el Museo Británico. D. José Salamanca poseyó otro procedente del colegio de la Sapiencia de Roma. Pero todavía es más rara la segunda edición de Barcelona, 1497, que puede verse descrita detalladamente en el tomo primero del Ensayo de Gallardo (núm. 1.218) con presencia del ejemplar que, procedente de la Biblioteca de Oporto, estuvo algún tiempo en poder del mismo Salamanca y no sabemos dónde se encuentra hoy. No menos peregrina es la traducción castellana impresa en Valencia, 1511, por Diego Gumiel, de la cual he visto un solo ejemplar, que perteneció al Marqués de Casa-Mena y posee actualmente el bibliófilo barcelonés D. Isidro Bonsoms. Otro ejemplar, falto de hojas, se vendió en Londres, en 1854, en la subasta de la librería de Lord Stuart de Rothsay, antiguo ministro de Inglaterra en Lisboa.

El texto original del Tirante, conforme á la edición príncipe de Valencia, fué reimpreso con mucha corrección y elegancia por D. Mariano Aguiló en cuatro tomos de su Biblioteca catalana, que, como casi todos los de la misma serie, carecen todavía de portadas y preliminares.

[379] Si algo puso de su cosecha Juan de Galba, sería en lo que toca á las hazañas de Tirante en Túnez y Tremecen, episodio ciertamente muy largo y no indispensable para la acción. Pero los últimos capítulos, que comprenden la vuelta de Tirante á Constantinopla, su casamiento y su muerte, no es verosímil que nadie sino Martorell los escribiera, porque son esenciales en el plan y propósito del libro.

[380] Vide Dunlop-Liebrecht, Geschichte der Prosadichtung, p. 175, y G. París, Histoire Littéraire de la France, t. XXX, pp. 191-192.

[381] Véase el extenso análisis que de este poema hizo Littré en el tomo XXII de la Histoire Littéraire de la France, pp. 841-851.

[382] Extensamente analizado en el tomo XXII de la Histoire Littéraire de la France, pp 796-806.

[383] J. M. Warren, A History of the Novel previous to the seventeenth century (Nueva York, 1895), página 175.

[384] Histoire du vaillant chevalier Tiran le Blanc, traduite de l'espagnol. À Londres. Dos tomos en 8.º sin año, que al parecer fueron impresos hacia 1737, y no en Londres, sino en París. Por lo licencioso del libro se le puso este pie de imprenta falso. Fué reimpreso en París, 1775; tres tomitos en 12.º.

[385] Vide Giornale Storico della letteratura italiana, t. XXII, pp. 70-73.

[386] Le fonti dell'Orlando Furioso, 2.ª ed., pp. 149-53. En Dunlop-Liebrecht, p. 172.

[387] Les hauts faits d'Esplandian. Suite d' Amadis des Gaules. A Amsterdam, chez Jean-François Jolly,1751. 2 ts. en 8.º.

[388] Como sólo trazo un bosquejo general de la novela, y no intento escribir una monografía del género caballeresco, empresa reservada (como dicho queda) á mejor pluma, no entraré en el análisis de ninguno de los libros secundarios de los diversos ciclos. De los argumentos de varios de ellos se da sucinta pero interesante noticia en la History of fiction de Dunlop, y en el discurso preliminar de Gayangos. Hay también compendios de algunos de ellos en la curiosa y enorme enciclopedia novelística que lleva el título de Bibliothèque universelle des romans, publicada en 112 volúmenes desde 1775 á 1789. Hubo una tentativa de continuación desde 1798 á 1805.

[389] Sales Españolas ó Agudezas del ingenio nacional, recogidas por A. Paz y Meliá. Primera serie. Madrid, 1890, pág. 80.

[390] Sueño de Feliciano de Silva. En el qual le fueron Representadas las excelencias del amor; agora nuevamente puesto de prosa en metro castellano por un su cierto servidor que porque tan notable ficion fuesse mas manifiesta a todos quiso tomar este pequeño trabajo. Con otro Romance en que la muerte de Hector brevemente es contada; segun los mas verdaderos hystoriadores de Troya affirman; hecho por el mesmo autor. Año M. D. XLIIII (1544).

Pliego suelto en 4.º, de ocho hojas á dos columnas (Núm. 4.498 de Gallardo).

[391] También en su Segunda comedia de Celestina, cuya primara edición es de 1534, intercaló Feliciano de Silva un episodio pastoril, como veremos más adelante.

[392] Anonymus, lusitanus, scripsit fabulam ex his unam, quibus otiosi homines superioribus saeculis valde gaudebant lectis, nempe «Penalva» nuncupatum, in quo occisus magnus ille fabulosorum heroum Amadisius refertur heros: unde Castellani per jocum usurpare solebant, Lusitani tantum gladio tantum virum occumbere potuisse: quo Lusitanorum philautiæ palpum obtruderent (Bibliotheca Hisp. Nova, tomo II, pág. 404).

[393] Existe en la Biblioteca Imperial de Viena y Wolf lo describe minuciosamente en sus Studien (pp. 185-186).

[394] Lo mismo puede decirse del Primaleón, que tiene capítulos indecentísimos, en que las doncellas quedan fechas dueñas con la mayor facilidad del mundo. Nada de esto escandalizaba al maleante clérigo Francisco Delicado, y, en efecto, era un idilio en comparación de su Lozana Andaluza, uno de los libros más obscenos que se han escrito en lengua castellana. «Todo él (dice hablando del Primaleon) es un doctrinal de andantes caballeros, donde éstos podran deprender, leyendo, a mantener justicia y verdad, e mas la mesurada vida que han de tener con las dueñas y doncellas, la cortesia y crianza con las damas, asi mesmo los atavios que han de usar asi de armas como de caballos, la gentil conversacion y el moderamiento de la ira, la observancia y religion de las armas».

Fué Delicado, á pesar de su tendencia groseramente realista, muy afecto á los libros de caballerías, que defiende con mucho brío en sus curiosos prólogos: «Algunos, fingiendo ser sabidos, menosprecian estas coronicas diziendo ser fablillas. Fablilla es ser el hombre ynorante, y no conoscer qué cosa sean los buenos amaestramientos de los caballeros que fueron mesurados, y leales mantenedores de derechos, y tenedores de fe; y, si como dizen que no fueron tales hombres que asi hayan obrado, seanlo ellos y deprendan a ser hazañosos en estos dechados, porque el caballero y el Rey y el Emperador no han juez: su juez es su palabra».

[395] «Porque estas cosas que cuentan los componedores en la lengua española, si bien dizen que son fechos de estrangeros, dizenlo por dar más autoridad a la obra, llamándola Greciana por semejança de sus antiguos hechos. Mas componen los estraños acaecimientos de algunos caualleros de los Reynos de Spaña, como de aquellos que han fecho cosas estremadas, como lo fué el rey don Enrique e su fijo don Iuan e| primero deste nombre, Rey de Castilla, que se asemejan a los fechos de Palmerin con el Rey de Granada; y otro Primaleon como lo fue el Conde de Cabra, señor de Vaena, don Diego Fernandez de Cordoua; y a don Duardos fue semejante otro su pariente don Gonçalo Fernandez de Cordoua; y assi tomando de cada uno sus hazañas fizo esta Philosophia para los caualleros que seguirla quisieren, y fue tan marauillosamente fingida esta ystoria llena de doctrina pora (sic, por para) los caualleros e amadores de dueñas».

[396] También el famoso predicador Fr. Hortensio Félix Paravicino, á quien llamaron el Góngora del púlpito, lo cual no sé si ha de entenderse como alabanza ó como censura, pues confieso que no he leído sus sermones, aunque sí sus insípidas poesías, sacó del Primaleón el argumento de una comedia fantástica, á modo de libreto de ópera, con el título de La Gridonia ó cielo de amor vengado, «invención real», como él la llama por haber sido escrita en breve plazo por orden expresa de Felipe IV. Hállase en el tomo de sus Obras posthumas, divinas y humanas, donde se disimuló su nombre con el de D. Félix de Arteaga (1641).

[397] La identificación que algunos eruditos del siglo XVI hicieron entre la Lusitania antigua y el Portugal moderno, confundiendo el todo con la parte, es tan absurda, que puede hacer pasar por portugués á cualquier vecino de Mérida, de Salamanca ó de Ávila. Hubo en Lusitania una población llamada Augustobriga, pero estaba, según el itinerario de Antonino, en el camino de Mérida á Zaragoza, y generalmente se la reduce á Villar del Pedroso, en los montes de Toledo. Otra había en el país de los Arevacos, al Oriente de Numancia, y era mansión en la vía romana de Astorga á Césaraugusta.

[398] Opusculo acerca de Palmeirin de Inglaterra e do seu autor no qual se prova haver sido a referida obra composta originalmente em portuguez. Por Manuel Odorico Mendes, da Cidade de S. Luiz do Maranhão. Lisboa, 1860.

[399] Discurso sobre el Palmerín de Inglaterra y su verdadero autor, presentado á la Real Academia de Ciencias de Lisboa, por Nicolás Díaz de Benjumea, académico correspondiente extranjero. Lisboa, imprenta de la Real Academia de Ciencias, 1860.

Antes había publicado Benjumea otros trabajos sobre la misma materia, que están refundidos en éste.

[400] Este Palmerín de Inglaterra castellano es de la mayor rareza. No se conocen de él más ejemplares que el del Museo Británico y el que perteneció á Salvá (núm. 1 646 de su Catálogo), cuyo actual paradero ignoro.

[401] «Desculpa de huns amores, que tinha em Pariz com hūa dama Francesa da Rainha Dona Leonor, per nome Torsi sendo Portugues pella qual fez a historia das Damas Francesas no seu Palmeirim.» (Al fin del tomo III de la edición portuguesa del Palmerin de Inglaterra, hecha en 1786, donde están reimpresos sus Diálogos, cuya primera edición (póstuma) es de Évora, 1624).

[402] Cronica de Palmeirin de Inglaterra, primeira e segunda parte, a que se ajuntāo as mais obras do mesmo autor. Lisboa, 1786, tres tomos en 8.º prolongado.

[403] Propiamente Juan Maugin no fué el autor, sino el corrector de esta versión, según declara la portada.

Le premier livre de Palmerín d'Olive, fils du roi Florendos de Macedone et de la belle Griane, fille de Remicius empereur de Constantinople, histoire plaisante de singulière recreation; traduite iadis par un auteur incertain de Castillan en françoys, lourd et inusité, sans art ou disposition quelconque, maintenant reueuë et mise en son entier selon nostre vulgaire par Iean Maugin. Paris, de l'imprimerie de Ieanne de Marnef, vefue de Denis Ianot, 1546. Fol.

[404] Así lo afirma el Sr. Garrett Underhill, que ha hecho estudio especial de este fecundo traductor (Spanish Literature in the England of the Tudors, pág. 294 y ss.). Al parecer, el Palmerín de Inglaterra va adicionado con la tercera parte de Diego Fernandes, traducida del italiano por Mambrino de Roseo. El Primaleón tiene también una secuela de origen italiano, Darineo de Grecia.

[405] Il Palmerino di M. Ludovico Dolce. In Venetia appresso Gio. Battista Sessa, M. D. LXI. 4.º (reimpreso en 1597).

Primaleone figliuolo di Palmerino di messer Lodovico Dolce. In Venetia, appresso Gio. Battista et Marchio Sessa fratelli. M. D. LXII. 4.º. Existen ejemplares de esta misma edición con el título y el año cambiados:

L'Imprese et Torniamenti con gli illusiti fatti d'arme di Primaleone figliuolo del invitto imperator Palmerino, et di molti altri famosissimi cavalieri del suo tempo. Ridotto in ottava rima da M. Lodovico Dolce di nuovo con diligentia ristampato. In Vinegia M. D. XCVII, appresso Giov. Bat. e Bernar. Sessa.

[406] Palmerin of England, translated from the portuguese of Fr. de Moraes, by Rob. Southey. Londres, 1807. Cuatro vols. en 12.º.

[407] Tanto las cinco partes del Florambel de Lucea como el Don Valerián de Hungría pasaron inmediatamente al italiano, las primeras por obra del infatigable traductor Mambrino Roseo (1559-60), el segundo por diligencia de Pietro Lauro (1558). El lugar de impresión fué, como de costumbre, Venecia, que era el gran centro editorial para esta clase de libros.

[408] Son varios los pasajes de las Quinquagenas en que se consigna esta reprobación:

«Non relates cosas que inciten a pecado; e tales son esas de los caualleros de la tabla rredonda, y otras que andan por este mundo, de Amadis, e otros tractados vanos e fabulosos, llenos de mentiras, e fundados en amores, e luxuria, e fanforrerias, en que vno mata e vençe a muchos: e se cuentan tantos e tan grandes disparates, como le vienen al vano çelebro del que los compone, en que haze desbariar e cogitar a los neçios, que en leellos se detienen, e mueven a esos e a las mugeres flacas de sienes a caer en errores lividinosos, e incurrir en pecados que no cometieran si esas liçiones no oyeran». (P. 233).

Sancto consejo seria
que dexassen de leer
y tambien de se vender
esos libros de Amadis.

«Razon muy grande es, sancto y provechoso, de mucha vtilidad y nesçessario seria dexar de leer esos libros de Amadis; y que essos ni otros semejantes no se vendiesen, ni los oviese, porque es una de las cosas con que el diablo enbauca, e enbelesa y entretiene los neçios y los aparta de las leçiones honestas y de buen exemplo... Sçiençia, o mal saber, es la de esos libros viçiosos, reprouada por los sabios varones e honestos; e alabada por los vanos e aderentes a la poçilga de Venus... Ya el libro de Amadis ha crescido tanto y en tanta manera, que es un linaje el que dél en libros vanos ha proçedido, que es más copiosa casta que la de los de Rojas, como suelen dezir que porque son muchos acostumbran dezir «mas son que los de Rojas». Y Amadis es tan acresçentado que tiene hijos y nietos, e tanta moltitud de fabulosa estirpe, que paresce que las mentiras e fabulas griegas se van passando a España, y asi van cresçiendo como espuma, e quanto más cresçieren menos valor tienen tales fiçiones; aunque no para los libreros e impresores, porque antes les compran esos disparates, e se los pagan, que no los libros autenticos e provechosos de leçiones fructuosas e sanctas». (PP. 481-486).

(Las Quinquagenas de la nobleza de España por el capitán Gonzalo Fernandez de Oviedo y Valdés, alcayde de la fortaleza de Sancto Domingo, publicadas por la Real Academia de la Historia... Madrid, 1880. Tomo I y único hasta ahora).

[409] También Juan de Barros se arrepintió, andando el tiempo, de este pecado de su juventud, y como grave historiador condenó los libros de caballerías, según puede verse en estas líneas que traduzco de su Espelho de Casados (ed. de Tito de Noronha, introd., p. IV): «Cuando los mancebos comienzan a tener entendimiento del mundo, gastan el tiempo en libros innecesarios y poco provechosos para sí ni para otros, como la fabulosa historia de Amadis, las patrañas del Santo Grial, las simplezas insulsas del Palmerín, Primaleon y Florisando y otros a este tenor, los cuales habian de ser totalmente exterminados porque de ninguna cosa sirven, habiendo tantos otros de que se puede sacar partido, asi como de San Agustin y de San Jeronimo y de Seneca, y para pasar el tiempo en mayores hazañas que las de Esplandian, lean a Livio, Valerio, Curcio, Suetonio, Eutropio y otros muchos historiadores, donde se hallarán mayores hazañas provechosas para los que desean saber, y ademas avisos y muy necesarias doctrinas». Hay edición asequible y moderna del Clarimundo (Lisboa, 1790, cuatro tomos en 8.º).

[410] Compuso además un poema inédito (y digno de estarlo), El Victorioso Carlos V, cuyo argumento es la guerra del Emperador contra los protestantes alemanes. Tradujo, como á su tiempo veremos, la Arcadia de Sanazaro y el Caballero Determinado de Olivier de la Marche. Se ha perdido una novela original suya, al parecer del género pastoril, La famosa Epila.

[411] Primera parte del libro del invencible caballero Don Clarisel de las Flores y de Austrasia, escrito por D. Jerónimo de Urrea, caballero aragonés. Sevilla, 1879 (Publicado por la Sociedad de Bibliófilos Andaluces). No comprende este tomo más que los XXV primeros capítulos de los XCII de la primera parte de Don Florisel contenida en el códice del Sr. D. Francisco Caballero Infante, que sirvió para la publicación. Las partes segunda y tercera, que ocupan sendos volúmenes en folio, de la misma letra que el primero, se conservan en la biblioteca de la Universidad de Zaragoza, y de ellos da cabal idea la Memoria del Sr. Borao.

[412] Noticia de D. Jerónimo Jiménez de Urrea, y de su novela caballeresca inédita Don Clarisel de las Flores, por D. Jerónimo Borao... Zaragoza, imp. de C. Ariño, 1866.

[413] Casi todas estas imitaciones del Orlando están hábilmente agrupadas por el Sr. Borao (página 124 de su Memoria): «Aquella Cristilena tan ingrata con Orfelín después de haber sabido tan por sí propia su amor, y aquella Aquilina, tan infamemente desleal con su esposo Silván, recuerdan á Lidia, princesa de ese reino, que mata á desaires al gran guerrero Alcestes después de haberle obligado á trabajos como los de Hércules; aquella Coronea, reina de los palacios de Plutón; aquella Verecundia, señora de los Valles del Deleite, y aquella Recisunda, reina goda que mantenía costumbres intolerables contra los hombres, recuerdan á la Orontea del canto XX y á la Marfisa de los cantos XIX y XXXVIII; aquella celada resplandeciente de que se apoderó valientemente Clarisel recuerda el escudo deslumbrador con que Ruger venció á la orca que iba á devorar á Angélica; aquellas rosas blanca y roja del sabio Altineo, que denotaban con sus cambios de color la lealtad ó deslealtad de la mujer ausente, recuerdan el vaso de Melisa que, bebido sin derramarse el líquido, anunciaba fidelidad; aquella flecha de Paris y aquella yerba do Astrafelis, que hacían olvidar el antiguo amor é inclinaban á otro nuevo, recuerdan la fuente helada en que bebió Reinaldo, de que resultó desdeñar á Angélica; aquel fruto olvidador de Escocia recuerda la otra fuente en que el desdén, en forma de caballero, hizo beber al mismo Reinaldo».

[414] Así parece que constaba en la primera edición, sólo conocida hasta ahora por la anotación del Registrum de D. Fernando Colón: «Cronica de Lepolemo llamado el Cavallero de la Cruz, hijo del emperador de Alemania, compuesta en arabigo por Xarton y trasladada en castellano por Alonso de Salazar. Valencia, 1521, a, 10 de abril».

En Valencia terminó otra impresión del mismo libro Juan Jofré, á 2 de septiembre de 1525, y en ella se advierte que «fue mejorado y de nuevo reconocido por el bachiller Molina», que será probablemente el traductor bien conocido de los Triunfos de Apiano; de las Epístolas de San Jerónimo y de otras varias obras.

[415] Obtuvo, más bien que mereció, los honores de una traducción italiana, que apuntaré porque no la registran nuestras bibliografías:

«Istoria di Don Cristaliano di Spagna, e dell Infante Lucescanio, suo fratello, figliuoli dell' Imperatore di Trabisonda, tradotta dallo Spagnuolo nelle lingua Italiana, novamente ristampata e con somma diligenza corretta. Venezia, apresso Lucio Spineda: 1609». Dos tomos en 8.º. Es segunda edición como se ve. También el original castellano tuvo dos (Valladolid, 1545; Alcalá de Henares, 1586).

[416] En el Romancero Historiado de Lucas Rodríguez (Alcalá de Henares, 1585) hay trece romances largos y desmayados sobre las aventuras del Caballero del Febo (n. 338-350). El Castillo de Lindabridis, comedia de D. Pedro Calderón, funda también su argumento en un episodio del Espejo de príncipes.

[417] Fácil sería adicionar con más títulos esta lista, pero todos é casi todos constan en el catálogo de Gayangos. Mencionaremos sólo el Don Philesbian de Candaria, de autor desconocido (1543), por ser casi el único libro de caballerías que se cita en el Quijote de Avellaneda.

[418] El Satreyano de Martin Caro del Rincon, pagador de artilleria de la Real Magestad, el qual trata de los valerosos hechos en armas y dulces y agradables amores de Pironiso, principe de Satreia y de otros caualleros y damas de su tiempo. Dirigido al illustrisimo señor don Juan Manrique de Lara, señor de la villa de San Leonardo y su tierra (son 49 cantos en octava rima). Existe manuscrito en la Biblioteca Nacional, donde se halla también, procedente de la de Segovia, el Canto de los amores de Felixis y Grisaida, que es un poema en 19 libros, de autor anónimo.

[419] En la última octava da á entender que ya era médico, y parece imposible que á tal edad lo fuese:

Mas porque mis cuidados y fatiga,
Y el acudir forzoso á mi ejercicio,
Que es conservar las vidas, más me obliga,
Dejo á los más ociosos este oficio...

Debe de haber equivocación en la fecha de su nacimiento, que Morejón y otros fijan en 1573.

El Florando de Castilla fué reimpreso por D. Adolfo de Castro en el tomo de Curiosidades bibliográficas de la colección Rivadeneyra.

[420] Completaré la cita con el final de este pasaje, que en la pág. CI omití por tener aquí lugar más propio:

«Eruditio non est expectanda ab hominibus (los autores de libros de caballerías), qui ne umbram quidem eruditionis viderant; jam quum narrant, ¿quæ potest esse delectatio in rebus, quas tam apertè et stultè confingunt? hic occidit solus viginti, ille triginta; alius sexcentis vulneribus confossus, ac pro mortuo jam derelictus, surgit protinus, et postridie sanitati viribusque redditus, singulari certamine duos Gigantes prosternit; tum procedit onustus auro, argento, serico, gemmis, quantum nec oneraria navis posset portare. ¿Quae insania est, iis duci aut teneri? Deinde argutum nihil est, praeter quaedam verba ex penitissimis Veneris scriniis deprompta, quæ in tempore dicuntur ad permovendam, concutiendamque quam ames, si fortè sit paullo constantior: si propter hæc leguntur, satius erit libros de arte lenonia (sit honos auribus) scribi; nam in aliis rebus; ¿arguta quæ possunt proficisci ab scriptore omnis bonae artis experte? Nec ullum audivi afirmantem illos sibi libros placere, nisi qui nullos attigisset bonos; et ipse interdum legi, nec ullum reperi vel bonae mentis, vel melioris ingenii, vestigium (tomo IV de la ed. de Valencia, p. 87).

Se ve que además del peligro moral, lo que preocupaba á Vives y á la mayor parte de los sabios de su tiempo contra los libros de caballerías era la ignorancia de sus autores, ingenios legos la mayor parte y ayunos de cultura clásica.

[421] Hablando de la aridez de las crónicas y compilaciones historiales de su tiempo, dice que muchos se retraían de leerlas por lo pesado de su estilo, y se daban á la vana lección de los libros fabulosos de caballerías:

«Idcirco nec eos, nisi homo curiosus legit, et cognoscendi temporum cupidus; qui vero relegant, non inveniunt, ut satius ducant libros legere aperte mendaces, et meris nugis refertos, propter aliquod stili lenocinium, ut «Amadisum» et «Florisandum» hispanos, «Loncilotum» et «Mensam Rotundam» gallicam, «Rolandum» italicum; qui libri ab hominibus sunt otiosis conficti, pleni eo mendaciorum genere, quod nec ad sciendum quidquam conferat; nec ad bene, vel sentiendum de rebus, vel vivendum, tantum ad inanem quandam, et praesentem titillationem voluptatis; quos legunt tamen homines corruptis ingeniis ab otio atque indulgentia quadam sui, non aliter quàm delicati quidam stomachi, et quibus plurimum est indultum, saccareis modo et melleis quibusdam condituris sustentantur, cibum omnem solidum respuentes» (De Causis corruptarum artium, lib. II, cap. VI, p. 109 del tomo VI de la edición de Valencia).

[422] Nam et aetas nostra sacerdotem vidit, cui persuasissimum esset, nihil omnino esse falsum, quod semel typis fuisset excusum. Non enim est, ajebat, tantum facinus Reipublicae administros commissuros, ut non solum divulgari mendacia sinerent, sed suo etiam communirent privilegio, quo illa tutius mentes mortalium pervagarentur. Quo sane argumento permotus animum induxit credere, ab Amadisio et Clariano res eas vere gestas, quæ in illorum libris commentitiis referuntur (De locis Theologicis, libro XI, cap. VI).

[423] «Nec de fabulis istis polissimum excrucior, quas modo dixi, quamvis ineruditis, et nihil omnino conferentibus, non dico ad bene, beateque vivendum, sed ne ad recte quidem de rebus humanis sentiendum. Quid enim conferant, merae ac vanae nugae ab hominibus otiosis fictae, a corruptis ingeniis versataes? Sed acerbissimus est dolor, et vix omnino consolabilis, quod dum quidem (utinam tam prudenter, quam ferventer) incommodum hoc rejicere, ac devitare cupiunt non pro fabulis veras et graves historias edunt, id quod esset plebi utilissimum; sed libros mysteriorum ecclesiae plenos, a quibus arcendi profani erant: id quod est, mea quidem sententia, pestilentissimum, eo vero magis, quo vulgus eos libellos securius legit, quia probatos non videt modo a civili magistratu, verum etiam ab iis, qui doctrinæ censores sunt in Christi Republica definiti» (Ib.).

La primera edición de la obra de Locis es de Salamanca, 1563. Sigo el texto de la de Padua, 1734, página 333.

Quien haya leído la Censura de Melchor Cano sobre el Catecismo de Carranza comprenderá que su alusión va contra los libros místicos en romance, y particularmente contra los de Fr. Luis de Granada.

[424] Prólogo al Apólogo de la Ociosidad y del Trabajo del protonotario Luis Mexia, en las Obras de Francisco Cervantes de Salazar, Madrid, Sancha, 1772, p. IX. (La primera edición es de Alcalá de Henares, 1546). Análogos conceptos expresa Venegas en la prefación que escribió para la moral y muy graciosa historia del Momo, obra de León Bautista Alberti, florentino, traducida al castellano por Agustín de Almazán (1553).

Á Venegas siguió casi literalmente su discípulo Francisco Cervantes de Salazar en una de sus adiciones á la versión que hizo de la Introducción y camino para la sabiduría, de Luis Vives: «Tras el sabroso hablar de los libros de caballerías bebemos mil vicios como sabrosa ponzoña: porque de alli viene el aborrecer los libros sanctos y contemplativos, y el desear verse en actos feos, cuales son los que aquellos libros tratan... Guarda el padre a su hija, como dicen, tras siete paredes, para que quitada la ocasion de hablar con los hombres sea más buena; y dexandola un Amadis en las manos, donde deprende mil maldades y desea peores cosas, que quiza en toda la vida, aunque tratara con los hombres, pudiera saber, ni desear; y vase tras el gusto de aquello, que no querria hacer otra cosa; ocupando el tiempo que habia de gastar en ser laboriosa y sierva de Dios, no se acuerda de rezar ni de otra virtud, deseando ser otra Oriana como alli y verse servida de otro Amadis. Tras este deseo viene luego procurarlo; de lo cual estuviera bien descuidada si no tuviera donde lo deprendiera. En lo mesmo corren tambien lanzas parejas los mozos, los cuales con los avisos de tan malos libros, encendidos con el deseo natural, no tratan sino cómo deshonrarán la doncella y afrentarán la casada. De todo esto son causa estos libros, los cuales plega a Dios, por el bien de nuestras almas, vieden los que para ello tienen poder». (P. 24 de la ed. de Sancha, ya citada).

[425] Libro de la Conversion de la Magdalena, en que se ponen los tres estados que tuvo de Pecadora, y de Penitente, y de Gracia... Compuesto por el Maestro Fray Pedro Malón de Chaide, de la orden de S. Agustin... En Lisboa, impresso por Pedro Crasbeeck. Año 1601. Pág. 2 vta. y ss. La primera edición de este clásico libro parece ser la de Barcelona, 1588.

[426] Libro llamado auiso de | priuados y doctrina de cortesanos. Compuesto por el illustre señor don Antonio de Guevara | obispo de Mōdoñedo, predicador y chronista y del cōsejo de su magestad... M. D. XXXIX (Valladolid, por Juan de Villaquiran). Hoja 7 sin foliar.

[427] Historia Imperial y Cesarea... compuesta por el Magnifico Cavallero Pedro Mexia, vezino de la Ciudad de Seuilla... Año 1655... En Madrid, por Melchor Sanchez. Pág. 205. La primera edición es de Sevilla, 1545.

[428] Summa de philosophia natural, en la qual assi mismo se tracta de Astrologia y Astronomia, y otras sciēcias. En estilo nūca visto, nueuamēte sacada. Por el magnifico cauallero Alonso de Fuentes... 1547 (Sevilla, por Juan de León). Fols. CXV y CXVI.

[429] Rhetoricorum libri IIII. Benedicti Ariae Montani... Antuarpiae, ex officina Christophori Plantini. M. D. LXIX. Pág. 64.

[430] El Caballero Celestial, de que hablaré en seguida, es una alegoría mística, y se prohibió por razones teológicas. El Peregrino y Ginebra, traducido del italiano por Hernando Díaz, no es libro de caballerías, sino una novela erótica.

[431] Colofón: Fenesce el quarto libro y ultimo del pelegrinaje humano trasladado de françes en castellano por el rreuerendo padre presentado fray vinçente de maçuelo a ynstancia del honorable señor maestre henrrico aleman que con grand diligencia lo hizo imprimir en la villa de tholosa en el año del señor de mill e quatroçientos e LXXXX. Fol. gót.

[432] El cavallero determinado traducido de lengua Francesa en Castellano por don Hernando de Acuña y dirigido al Emperador don Carlos Quinto Maximo. Anvers, por Juan Steelsio, 1553. 4.º, con grabados en madera, que se repiten en todas las posteriores de Barcelona, Salamanca y Madrid. La plantiniana de 1591 tiene grabados en cobre.

Sobre la colaboración de Carlos V en este trabajo véanse las Lettres sur la vie interieure de l'empereur Charles Quint, par Guillaume Van Male, gentilhomme de sa chambre, publiées pour la première fois par le baron de Reiffenberg (Bruselas, 1843, publicado por la Sociedad de Bibliófilos Belgas). En la ep. VI, escrita en enero de 1551, dice Van Male: «Caesar maturat editionem libri, eui titulus erat Gallicus «Le Chevalier deliberé». Hunc per otium a seipso traductum tradidit Ferdinando Acunae, Saxonis custodi, ut ab eo aptarentur ad numeros rithmi hispanici; quæ res cecidit felicissime. Caesari sine dubio, debetur primaria traductionis industria, cum non solum linguam sed et carmen et vocum significantiam mire expressit.

[433] Discurso de la vida humana y aventvras del Cauallero determinado, traducido de Francés, por don Ieronymo de Vrrea. Anvers, en casa de Martin Nucio, M. D. LV. 8.º.

[434] Las partes primera y segunda fueron impresas en folio por Juan Mey en Valencia, 1554, y reimpresas en octavo por Martín Nucio en Amberes el mismo año.

[435] Il Cavalier del Sole, che con l'arte militare dipinge la peregrinazione della vita umana... tradotto di Spagnuolo in Italiano per messer Pietro Lauro. In Vinegia, per Gioanbattista et Marchio Sessa, 1557. Tuvo tres reimpresiones: en 1584, 1590 y 1620.

Sobre la traducción alemana (Der Edele Sonnenritter), impresa en Giesen, 1611, vid. Schneider en su citado libro Spaniens Anteil, p. 205.

[436] Para la bibliografía de todos estos libros puede verse, el Catálogo de Gayangos y las notas que puso en su traducción castellana del Ticknor.

[437] Título XVII de los Claros Varones de Castilla.

[438] No hay inconveniente en admitir que el germen de la creación de D, Quijote haya sido la locura de un sujeto real. De uno muy semejante nos da cuenta D. Luis Zapata (Miscelánea, pág. 91): «Mas en nadie estas cosas maravillaron en nuestros tiempos tanto como en un caballero muy manso, muy cuerdo y muy honrado. Sale furioso de la corte sin ninguna causa, y comienza á hacer las locuras de Orlando; arroja por ahí sus vestidos, queda en cueros, mató un asno á cuchilladas, y andaba con un bastón tras los labradores á palos, y no pudiendo escudriñar de él la causa, decían que de una tía suya lo había heredado, y así es cierto que hay dolencias y condiciones hereditarias».

[439] «Era aficionada (mi madre) a libros de caballerías, y no tan mal tomaba este pensamiento como yo le tomé para mí; porque no perdia su labor, sino desenvolviemonos para leer en ellos; y por ventura lo hacia para no pensar en grandes trabajos que tenia, y ocupar sus hijos, que no anduviesen en otras cosas perdidos. Desto le pesaba tanto a mi padre, que se habia de tener aviso a que no lo viese. Yo comencé a quedarme en costumbre de leerlos, y aquella pequeña falta que en ella vi, me comenzo a enfriar los deseos, y comenzar a faltar en lo demas; y pareciame no era malo, con gastar muchas horas del dia y de la noche en tan vano ejercicio, aunque ascondida de mi padre. Era tan en extremo lo que en esto me embebia, que si no tenia libro nuevo no me parece tenia contento». (Vida, cap. II).

[440] «Diose, pues, a estos libros con gran gusto, y gastaba en ellos mucho tiempo, y como su ingenio era tan excelente, ansi bebio aquel lenguaje y estilo, que dentro de pocos meses ella y su hermano Rodrigo Cepeda compusieron un libro de caballerias con sus aventuras y ficciones, y salió tal que hubo que decir dél», (Vida de Sta. Teresa, libro I, cap. V).

[441] Diálogo de la lengua (ed. de Usoz), pág. 180.

[442] Obras de Fr. Luis de Granada, ed. Rivadeneyra, tomo I, pág. 327.

[443] Trezena parte de las Comedias de Lope de Vega... 1620. El Desconfiado es la quinta de las comedias incluidas en este tomo.

[444] Corte en aldea y noches de invierno (Traducción de Juan Bautista de Morales), Valencia, 1793, página 17.

[ccxcix]

VI

Novela sentimental; sus orígenes; influencia de Boccaccio y Eneas Silvio.—Juan Rodríguez del Padrón («El siervo libre de amor»).—Diego de San Pedro («Cárcel de amor». «Tratado de Arnalte y Lucenda»).—«Cuestión de amor», de autor anónimo.—Juan de Flores («Grisel y Mirabella». «Grimalte y Gradissa»).—Otras novelas del mismo estilo.—Juan de Segura («Proceso de cartas de amores»).—Hernando Díaz («Historia de los amores de Peregrino y Ginebra»).—Novela bizantina de aventuras.—Influencia de Heliodoro y Aquiles Tacio.—Alonso Núñez dé Reinoso («Clareo y Florisea»).—Jerónimo de Contreras («Selva de aventuras»).

Simultáneamente con los libros de caballerías floreció, desde mediados del siglo XV, otro género de novelas, que en parte se deriva de él y conserva muchos de sus rasgos característicos, pero en parte acaso mayor fué inspirado por otros modelos y responde á un concepto de la vida muy diverso. Tal es la novela erótico-sentimental, en que se da mucha más importancia al amor que al esfuerzo, sin que por eso falten en ella lances de armas, bizarrías y gentilezas caballerescas, subordinadas á aquella pasión que es alma y vida de la obra, complaciéndose los autores en seguir su desarrollo ideal y hacer descripción y anatomía de los afectos de sus personajes. Es, pues, una tentativa de novela íntima y no meramente exterior como casi todas las que hasta entonces se habían compuesto, y aunque no produjo, ni podía producir, obras maestras, porque no habían llegado todavía los tiempos del análisis psicológico, dejó algunas curiosas muestras de retórica apasionada y trajo á nuestra prosa un nuevo é importante elemento.

Ya algunas novelas cortas venidas del francés ó del provenzal, como Flores y Blancaflor, Paris y Viana, Pierres y Magalona, preparan y anuncian la aparición de este género; pero son todavía novelas de aventuras, aunque sencillas y tiernas, no son novelas propiamente afectivas. Los verdaderos ó inmediatos modelos de la novela erótica hay que buscarlos en Italia. Ignorado como lo estuvo siempre de los cristianos el precioso tratado de los amores del cordobés Aben-Hazam, no hay duda que el primer libro subjetivo ó íntimo de las literaturas modernas, el primer análisis detallado y profundo de la pasión amorosa es la Vita Nuova del gran Alighieri, donde la autobiografía sentimental del sumo poeta está mezclada con el comentario de algunos de sus sonetos, baladas y canciones. Pero no obstante lo muy admirado é imitado que fué Dante en la literatura española del siglo XV, no parece que este librito suyo fuese tan familiar á nuestros ingenios como la Divina Comedia. No le encuentro citado en parte alguna, aunque el Marqués de Santillana poseyó un códice, y sólo en la novela catalana de Curial y Guelfa (lib. I, p. 64) se encuentra una imitación de la maravigliosa visione del corazón comido, que está en él capítulo III de la Vita Nuova.

En cambio fué extraordinariamente leída la Fiammetta de Juan Boccaccio, curiosísimo ensayo de psicología femenina, larga elegía de amor puesta en boca de la protagonista, que es, con transparente disfraz, la hija natural del rey Roberto de Nápoles, María de Aquino, de cuyos amores con el poeta de Certaldo queda tanta memoria en otras[ccc] obras suyas, tales como el Filostrato y la Amorosa Visione. Los defectos que la Fiammetta tiene para el gusto de ahora; su estilo redundante y ampuloso lleno de rodeos y circunloquios; su afectación retórica y ciceroniana, que desde las primeras páginas empalaga; el pedantesco abuso de citas y reminiscencias clásicas, no lo eran para los contemporáneos y parecían otros tantos primores. Nuestros prosistas del siglo XV la tuvieron en gran estima, procuraron imitarla, y no sólo en la Cárcel de Amor y en los libros de Juan de Flores, sino en la parte seria y trágica de la Celestina se ven las huellas de este modelo de tan dudosa belleza. Las pedanterías que dice Melibea al encerrarse en la torre y resuelta ya á despeñarse; las lamentaciones de sus padres Pleberio y Alisa, parecen trozos de la Fiammetta. Pero si influyó por sus defectos, influyó también por sus cualidades, que son admirables, especialmente por la penetración psicológica, que Boccaccio tuvo en alto grado, y aplicó antes que ningún moderno al estudio del alma de la mujer, llegando en algunos momentos de expresión apasionada á emular Fiammeta, despechada por el abandono de su amador Pamphilo, las inmortales quejas de la Dido virgiliana y de la Ariadna de Catulo. Los lunares que esta obra tiene, como todas las demás latinas é italianas de Boccaccio (exceptuado sólo, y no totalmente, el Decameron), son propios de la cultura todavía imperfecta del primer Renacimiento, que conservaba muchos restos de barbarie; pero lo que tiene de genio novelístico, de impulso juvenil, de potencia gráfica, de opulenta ejecución y sobre todo de pintura de afectos y situaciones patéticas, le pertenece á él solo; apareció en sus libros por primera vez y le pone, en el orden de los tiempos, á la cabeza de los novelistas modernos.

Nada más fácil que encontrar citas de la Fiammetta en los autores españoles del siglo XV; basten por todas una castellana de D. Iñigo López de Mendoza, y otra catalana del comendador Rocaberti. Sabido es que en la Comedieta de Ponza del Marqués de Santillana es Boccaccio uno de los interlocutores, y á él se dirige la reina viuda de Aragón doña Leonor, aludiendo al capítulo III de su novela con estas palabras:

E como Fiameta con la triste nueva
Que del peregrino le fue reportada,
Segunt la tu mano registra e aprueva,
La mas fiel d'aquellas no poco turbada...

Entre la procesión de célebres enamorados que desfila por los tercetos del poema alegórico de Rocaberti intitulado Comedia de la gloria de amor, figuran Pánfilo y Fiammetta:

O nobla Fiameta
Lo teu gran dol a planyer m'a vençut,
Sobres dolor la pensa m'a costreta.

En ambas lenguas fué traducida la Fiammetta dentro del siglo XV. De la versión catalana[445] existe en el Archivo de la Corona de Aragón un códice procedente del monasterio de San Cucufate del Vallés, escrito con tinta tan corrosiva que le va destruyendo á toda prisa, por lo cual urge su publicación. La traducción castellana, de la cual [ccci]se conserva un códice en el Escorial, fué impresa tres veces, por lo menos, en 1497, 1523 y 1541, ediciones todas de gran rareza por haberlas prohibido el Santo Oficio[446].

Notable influencia ejerció en el desarrollo de nuestra novela amatoria otro libro ó más bien fragmento de libro de Boccaccio, es á saber, las trece cuestiones de la cuarta parte del Filocolo, traducidas y publicadas con el impropio título de Laberinto de Amor, que sólo conviene á otra obra del mismo autor llamada más frecuentemente el Corvacho. Cuando por primera vez se imprimió anónima esta traducción en Sevilla (1546), el intérprete declaró de esta manera el origen del libro: «Leyendo por mi pasatiempo el verano pasado un libro en lengua toscana, que se llama Filoculo, que quiere decir tanto como Fatiga de Amor, el cual compuso el famoso Juan Bocacio a instancia de Madama Maria, hija del rey Ruberto de Napoles, entre muchas materias subtiles de Amor que la Historia trata, hallé trece cuestiones que se propusieron delante della en una fiesta, seyendo elegida de todos los que la celebraban Reina para que las determinase. Y paresciendome bien, acordé de traducirlas en nuestro romance castellano...»[447].

[cccii]

Aquel mismo año, y en Toledo, se hizo nueva y más correcta edición de las Trece questiones, suprimido ya el impropio título de Laberinto, y declarando el nombre del traductor, que fué el canónigo D. Diego López de Ayala, asistido en pequeña parte por el capitán Diego de Salazar. Todo ello consta en una advertencia de Blasco de Garay al lector: «Entrando cierto dia... a visitar y besar las manos al muy Reverendo y Magnifico señor don Diego López de Ayala, vicario y canónigo de la Santa Iglesia de Toledo, y Obrero della, sucedio que como me metiese (segun su costumbre de rescebir sabrosamente a los estudiosos de las letras) en su libreria y encomenzase a comunicar algunas obras raras que habia en ella, topé acaso con un libro de mano que contenia Trece Cuestiones muy graciosas, sacadas y vueltas en nuestro romance de cierta obra toscana llamada El Filoculo... De las cuales haciendo yo la cata por diversas partes, encomenzaronseme a encender las orejas de calor con la pureza de su estilo: tanto que no pude dexar luego de preguntar quién habia sido el autor de tan suave clareza. El cual, dubdoso entre conceder y negar, trahiame suspenso con respuestas que me obligaban a ser adivino. Una cosa se me declaró luego por cierta, los sumarios de las preguntas que iban en metro o copulas (sic) por hablar más castellano, haberlas compuesto Diego de Salazar que primero fue capitan, y al fin Hermitaño, varon en verdad el más suficiente en aquella arte, asi de improviso como de pensado, que jamas tuvo nuestra España... Pero como los tales sumarios en el dicho libro fuesen lo accesorio y de menos importancia (aunque en sí muy buenos), no cesé de querer saber adelante quién habia compuesto tan elegante y polida castellana prosa. Y por la negativa que se me hizo de muchos que yo reputaba haberla compuesto (aunque siempre me parecía exceder la obra á la opinion mia), conosci en fin la afirmativa, que era ser el verdadero interprete del tal libro el dueño en cuyo poder estaba. Del cual, porque no caresciese nuestra lengua moderna de semejantes riquezas, no con poca instancia trabajé que consintiese sacarle a luz, pues tan digno era de ella, puesto que ya a hurtadas se le habia otro antes divulgado. Y como a la sazon no le hallase título, pusole el que a él mejor le parescio, llamandole Laberinto de Amor de Juan Bocacio; como el Laberinto sea libro distinto del Filocolo, aunque todos de un mismo autor. Asimismo sacóle muy vicioso, como cosa de rebato hurtada. Agora, pues, amigo lector, os le damos correctisimo y con la ultima lima de su autor afinado»[448].

Los dos escritores mencionados en esta advertencia son bastante conocidos: el canónigo Ayala como traductor de la Arcadia de Sannazaro, y el capitán Salazar, como traductor de Apiano y otros historiadores clásicos, y traductor también, ó por mejor decir plagiario, del Arte de la Guerra de Maquiavelo, que se apropió con pocos cambios en su diálogo De Re Militari, disimulando el nombre del autor original.

Alfonso de Ulloa, infatigable editor de libros españoles en Venecia, puso las Trece Cuestiones del Filocolo al fin de la Cuestión de Amor, que estudiaré después; y en efecto, el parentesco de ambos libros salta á la vista, aunque la Cuestión española tiene un desarrollo novelesco mucho más amplio y un carácter histórico muy original. Pero el problema de casuística amatoria es del mismo género que los que se debaten en el Filocolo. Ambas obras tienen por teatro la corte de Nápoles, y reflejan las costumbres aristocráticas de sus saraos, que en esta parte continuaban la tradición de las tensones y jocs partits de Provenza y Francia. Tienen mucha importancia en el arte novelesco de Boccaccio estas Cuestiones, porque el episodio en que están introducidas se parece mucho al cuadro general del Decameron[449] y dos de ellas son verdaderas novelas que reaparecen luego en esta colección (la cuarta y la quinta de la décima jornada, es á saber la del jardín mágico y la de la dama enterrada en vida).

[ccciii]

Además de las obras de Boccaccio creemos que influyó en nuestros novelistas sentimentales, y especialmente en Diego de San Pedro, una singular narración latina de autor italiano, que tanto por su mérito intrínseco como por la calidad de la persona del autor, tuvo en el siglo XV una celebridad extraordinaria. Me refiero á la Historia de duobus amanibus Eurialo et Lucretia, que el egregio humanista de Siena, Eneas Silvio Piccolomini, futuro Papa con el nombre de Pío II, compuso en 1444, cuando no había pasado de las órdenes menores; obra que fué para él (lo mismo que su comedia Chrysis y otros ensayos juveniles suyos) motivo de grave remordimiento cuando llegó á ocupar la cátedra de San Pedro, moviéndole á exclamar con honda compunción Æneam rejicite, Pium suscipite. La recomendación no fué oída: al contrario, el nombre del autor acrecentó lo picante del libro; la Historia de Eurialo y Lucrecia fué impresa en latín más de veinte veces antes de acabar el siglo XV, y traducida á las principales lenguas vulgares, entre ellas al castellano[450].

Era Eneas Silvio gran admirador de Boccaccio, á quien se parece algo como geógrafo, historiador y polígrafo. En la novela de Eurialo y Lucrecia le imita manifiestamente, y aunque tiene pasajes tan lúbricos como cualquiera de los relatos más inhonestos del Decameron, predomina el tono sentimental y romántico, lo cual aproxima más esta obrita al tipo de la Fiammetta. El estilo es muy otro: retórico también y lleno de exclamaciones, pero vivo, rápido, animadísimo, como cuadra á los movimientos desordenados y febriles de la pasión; es, en suma, obra maestra de una latinidad refinada y voluptuosa. Á los recursos artísticos empleados por Boccaccio agrega Eneas Silvio el empleo de la forma epistolar: parte de la novela está en cartas entre los dos amantes; nuevo y poderoso medio de análisis afectivo, mucho más natural que el de los soliloquios empleado por Boccaccio. Ya veremos que el autor castellano de Arnalte y Lucenda y de Leriano y Laureola fué de los primeros que adoptaron esta feliz innovación. Ojalá hubiese imitado también al futuro Pontífice en el interés profundamente histórico y humano que éste había dado á su narración, fundada en un suceso realmente acaecido en Siena cuando entró en ella el emperador Segismundo. Un alemán y una italiana son los héroes de este sencillísimo cuento de amores, el cual en todos sus detalles revela aquella fina observación que da tanto precio á muchos pasajes de las epístolas y de las historias de Eneas Silvio, escritor enteramente moderno cuando describe países ó costumbres.

[ccciv]

Entre los primeros maestros de la psicología erótica que fueron aquí leídos é imitados, creo que debe incluirse también al florentino León Bautista Alberti, uno de aquellos genios universales y enciclopédicos que el Renacimiento produjo, una especie de prefiguración de Leonardo de Vinci. Pequeña cosa parecen en el cuadro de su portentosa actividad estética y científica los dos diálogos Ecatonfila y Deifira, el primero. de los cuales enseña el ingenioso arte de amar y el segundo exhorta á huir del amor mal comenzado[451]. Pero aquí debe hacerse mención de ellos, porque fueron traducidos al catalán en el siglo XV[452] y porque alguna relación tienen con la Fiammetta, aunque más bien pertenecen á aquel género de platonismo erótico que tiene en el libro del hebreo español Judas Abarbanel su más curioso monumento. Pero de esa philographia ó doctrina del amor y la hermosura he discurrido largamente en otra parte[453]. bastando recordar aquí el lazo que une estos conceptos alejandrinos renovados en Florencia con la literatura cortesana del siglo XVI, con la poesía lírica y con las novelas sentimentales y pastoriles que fueron su reflejo.

Pero no adelantemos especies que luego se verán confirmadas. Los libros españoles de que voy á tratar se escribieron durante un período de dos siglos, y no todos obedecen á las mismas influencias, aunque en todos ellos persiste el tipo esencial y orgánico, mezcla de caballeresco y erótico, combinación del Amadís y de la Fiammetta. Por lo demás, estas producciones tienen mucho de original é interesante, y su corto volumen y la variedad de los motivos poéticos que tratan las hacen más amenas y de más fácil digestión que los libros de caballerías.

La más antigua, y una de las más interesantes, es la de Juan Rodríguez del Padrón, último trovador de la escuela gallega, paisano y amigo de Macías, á quien parece que se propuso imitar en los amores, ya que no en la muerte:

Si te place que mis dias
Yo fenezca mal logrado
Tan en breve,
Plegate que con Macias
Ser meresca sepultado;
Y decir debe
Do la sepultura sea:
Una tierra los crió,
Una muerte los levó,
Una gloria los possea.

[cccv]

Su reputación poética, cifrada hasta ahora en pocos y medianos versos, aunque sencillos y á veces tiernos, habría de subir al más alto punto si realmente fuese autor de los bellísimos romances del Conde Arnaldos, de la Infantina y de Rosa Florida, que un manuscrito del Museo Británico le atribuye[454]; pero aun concediendo (lo que para nosotros no es dudoso) que un poeta cortesano del tiempo de D. Juan II pudiera alcanzar en algún momento feliz esa plenitud de inspiración, las lecciones que el manuscrito de Londres da son de tal modo inferiores á los textos impresos, que si Juan Rodríguez las compuso realmente, no puede ser tenido por autor original de estos romances, sino por refundidor bastante torpe.

Su prosa vale más que sus versos, y su biografía y su leyenda, todavía muy oscuras, interesan más que sus versos y su prosa. La novela que vamos á examinar encierra sin duda una parte de las confesiones del propio poeta. Titúlase este libro, inédito hasta nuestros días[455], El siervo libre de amor, y está dedicado á Gonzalo de Medina, juez de Mondoñedo. Divídese alegóricamente en tres partes, cuyo sentido declara el autor en el proemio: «El siguiente tratado es departido en tres partes principales, según tres diversos tiempos que en sy contiene, figurados por tres caminos y tres arbores consagrados, que se refieren a tres partes del alma, es a saber, al corazon y al libre albedrio y al entendimiento, e a tres varios pensamientos de aquellos. La primera parte prosigue el tiempo que bien amó y fue amado: figurado por el verde arrayan, plantado en la espaciosa via que dicen de bien amar, por do siguio el corazon en el tiempo que bien amaba. La segunda refiere el tiempo que bien amó y fue desamado: figurado por el arbor del paraiso, plantado en la desciente via que es la desesperacion, por do quisiera seguir el desesperante libre albedrio. La tercera y final trata el tiempo que no amó ni fue amado: figurado por la verde oliva, plantada en la muy agra y angosta senda, que el siervo entendimiento bien quisiera seguir...».

En esta obra, de composición algo confusa y abigarrada, hay que distinguir dos partes: una novela íntima, cuyo protagonista es el autor mismo, y otra novela, entre caballeresca y sentimental, que es la Estoria de los dos amadores Ardanlier é Liessa, en la cual no negamos que pueda haber alguna alusión á sucesos del poeta, pero que en todo lo demás parece un cuento de pura invención, exornado con circunstancias locales y con reminiscencias de algún hecho histórico bastante cercano á los tiempos y patria del autor.

Á diferencia de los demás libros de su clase, que se desenvuelven en una atmósfera fantástica, la novela de Juan Rodríguez está llena de recuerdos de su tierra natal, notados con toda precisión topográfica. Las principales escenas pasan en las cercanías de la villa del Padrón, probablemente en la Rocha. Se menciona la puerta de Morgadan que «muestra la via por la ribera verde a la muy clara fuente de la selva, y el [cccvi]nuevo templo de la diosa Vesta, en que reinaba la deesa de amores contraria de aquélla», ó sea la iglesia de Santa María de Iria, edificada sobre las ruinas de la que en tiempo de los romanos fué templo de Vesta. No se contenta el novelista con las grandes hazañas que su héroe consuma en la corte del Emperador, en Hungría, Polonia y Bohemia, sino que le trae para mayores aventuras «a las partes de Iria, riberas del mar Oceano, a las faldas de una montaña desesperada, que llamaban los navegantes la alta Crystalina, donde es la vena del albo crystal, señorio del muy alto principe glorioso, excelente y magnifico rey de España». Allí escoge un paraje en la mayor soledad, y haciendo venir «muy sotiles geometricos», les manda romper por maravilloso arte «una esquiva roca, dentro de la cual obraron un secreto palacio rico, fuerte, bien labrado, y a la entrada un verde, fresco jardin, de muy olorosas yervas, lindos, fructiferos arboles, donde solitario vivia», entregado á los deportes de la caza. Este secreto palacio, donde se desata la principal acción de la novela con el trágico fin de los dos leales amadores Ardanlier y Liessa, es «el que hoy dia llaman la Roca del Padron, por sola causa del padron encantado, principal guarda de las dos sepulturas que hoy dia perpetuamente el templo de aquella antigua cibdad, poblada de los caballeros andantes en peligrosa demanda del palacio encantado, ennoblecen; los quales, no pudiendo entrar por el encantamiento que vedaba la entrada, armaban sus tiendas en torno de la esquiva Rocha, donde se encierran las dos ricas tumbas, y se abren por maravilla al primero de Mayo, e a XXIV y XXV de Junio y Julio, a las grandes compañas de los amadores que vienen de todas naciones a la grand perdonanza que en los tales dias los otorga el alto Cupido, en visitacion y memoria de aquellos. E por semblante via fue continuado el sytio de aquellos cavalleros, principes y gentiles omes e fue poblado un gracioso villaje, que vino despues a ser gran cibdad, segund que demuestran los sus hedificios... A la parte siniestra miraba aquella nombrada fuente de los Azores, donde las lindas aves de rapiña, gavilanes, azores, melyones, falcones del generoso Ardanlier, acompañados de aquellas solitarias aves que en son de planto cantan los sensibles lays, despues de vesitadas dos veces al dia las dos memoradas sepulturas, descendian tomar el agua, segun fazer solian en vida del grand cazador que las tanto amaba: e cebandose en la escura selva, guardaban las aves domesticas del secreto palacio, que despues tornaron esquivas, silvestres, en guisa que de la Naya, y de las arboledas de Miraflores salen hoy dia esparveres, azores gentiles y pelegrynos, falcones que se cevan en todas raleas, salvo en gallinas y gallos monteses, que algunos dizen faysanes, conociendolas venir de aquellas que fueron criadas en el palacio encantado, en cuyas faldas, no tocando al jardin o vergel, pacian los coseres, portantes de Ardanlier, despues de su fallecimiento, e las lindas hacaneas, palafrenes de las fallecidas Liessa e Irena y sus dueñas e donzellas; que vinieron despues en tanta esquividad y braveza, que ninguno, por muy esforzado, solo, syn armas, osaba passar a los altos bosques donde andaban. En testimonio de lo qual hoy dia se fallan caballos salvajes de aquella raza en los montes de Teayo, de Miranda y de Bujan, donde es la flor de los monteros, ventores, sabuesos de la pequeña Francia (Galicia), los quales afirman venir de los tres canes que quedaron de Ardanlier».

Bien se perdonará lo extenso de la cita, si se considera lo raro que es encontrar en toda la literatura caballeresca, un paisaje que no sea enteramente quimérico, y tenga algunas circunstancias tomadas del natural. Juan Rodríguez del Padrón es el primero[cccvii] de nuestros escritores en quien, aunque vagamente, comienza á despuntar el sentimiento poético de la naturaleza, y no es ésta la menor singularidad de sus obras.

Pero aun lo es más la nota personal é íntima que hay en ellos. Su novela contiene, en cifra que para los contemporáneos debió de ser clara, la historia de unos desventurados amores suyos. Teatro de estos amores fué la corte de Castilla, que Juan Rodríguez frecuentó, después de haber vivido en la domesticidad del Cardenal D. Juan de Cervantes, á quien probablemente acompañó en su viaje al Concilio de Basilea. Corre en muchos libros la especie, no documentada, pero sí muy probable, de que fué paje de don Juan II. Sólo este cargo ú otro análogo pudo darle entrada en la corte, puesto que á pesar de su hidalguía y de sus pretensiones heráldicas era persona bastante oscura. Entonces puso los ojos en él una grand señora, de tan alta guisa y de condición y estado tan superiores al suyo, que sólo con términos misteriosos se atreve á dar indicio de quién fuese y de los palacios y altas torres en que moraba. El analista de la Orden de San Francisco, Wadingo, dijo ya que Juan Rodríguez había sido engañado artificiosamente por una dama de palacio (artificiosè a regia pedisequa delusus). Mil referencias hay en El siervo libre de amor á esta misteriosa historia, aunque se ve en el autor la firme resolución de no decirlo todo, por pavor y vergüenza. «Esfuerzate en pensar, (dice á su amigo el juez de Mondoñedo), lo que creo pensarás: yo aver sido bien afortunado, aunque agora me ves en contrallo; e por amor alcanzar lo que mayores de mi deseaban... desde la hora que vi la gran señora (de cuyo nombre te dirá la su epístola) quiso enderezar su primera vista contra mí, que en sólo pensar ella me fue mirar, por symple me condenaba, e cuanto más me miraba, mi simpleza más y más confirmaba; si algun pensamiento a creer me lo inducia, yo de mí me corria, y menos sabio me juzgaba... ca de mí ál non sentia, salvo que la grand hermosura e desigualdad de estado la fazia uenir en acatamiento de mí, porque el más digno de los dos contrarios más claro luciese en vista del otro, e por consiguiente la dignidad suya en grand desprecio menoscabo de mí, que quanto más della me veia acatado, tanto más me tenia por despreciado, e quanto más me tenia por menospreciado, más me daba a la gran soledad, maginando con tristeza...».

Á través de este revesado estilo, bien se deja entender que la iniciativa partió de la señora, avezada sin duda á tales ardimientos, y que Juan Rodríguez, haciendo el papel del Vergonzoso en palacio, incierto y dudoso al principio de que fuese verdad tanta dicha, acabó por dejarse querer como vulgarmente se dice, y «la prendió por señora, y juró su servidumbre». La muy generosa señora cada día le mostraba más ledo semblante. «E quanto más mis servicios la cautivaban, mas contenta de mí se mostraba, y a todas las señales, mesuras y actos que pasaba en el logar de la fabla, el Amor le mandaba que me respondiesse... E yo era a la sazon quien de placer entendia de los amadores ser más alegre, y bien afortunado amador, y de los menores siervos de amor más bien galardonado servidor». Cuando en tal punto andaban las cosas, y creía que se le iban abrir las puertas de aquel encantado paraíso (si es que ya para aquel tiempo no le habían sido franqueadas de par en par, como sin gran malicia puede sospecharse), perdióle al poeta el ser muy suelto de lengua y hacer confianza de un amigo suyo, que al principio no quiso creer palabra de lo que le contaba y luego acabó por darle un mal consejo. «El qual, syn venir en cierta sabiduria, denegóme la creencia, e desque prometida, vino en grandes loores de mí, por saber yo amar y sentir yo ser amado de[cccviii] tan alta señora, amonestandome por la ley de amistad consagrada, no tardar instante ni hora enviarle una de mis epistolas en son de comedia, de oracion, peticion o suplicacion, aclaradora de mi voluntad... Por cuya amonestacion yo me di luego a la contemplacion, e sin tardanza al dia siguiente, primero de año, le envié ofrecer por estrenas la presente, en romance vulgar firmada:

Recebid alegremente,
Mi señora, por estrenas
La presente.
La presente cancion mia
Vos envía,
En vuestro logar de España,
A vos y a vuestra compaña
Alegria.
E por más ser obediente,
Mi corazon en cadenas
Por presente...».

En respuesta á estas estrenas ó aguinaldo recibió un ledo mensaje, por el cual le fué prometido logar a la fabla y merced al servicio. Es tan malo y estragado el único texto que poseemos de la novela, que apenas se puede adivinar cómo acabó la aventura, ni en qué consistió la deslealtad de que acusa al amigo. Lo que resulta claro es que la muy excelente señora llegó á entender que su galán había quebrado el secreto de sus amores, y se indignó mucho contra Juan Rodríguez, arrojándole de su presencia. Entonces él, lleno de temor y de vergüenza, se retrajo al templo de la gran soledat, en compañia de la triste amargura, sacerdotisa de aquélla, y desahogó sus tristezas en la prosa y versos de este libro, haciendo al mismo tiempo tan duras penitencias como Beltenebros en la Peña Pobre ó D. Quijote en Sierra Morena. «Enderezando la furia de amor a las cosas mudas, preguntaba a los montaneros, e burlaban de mí; a los fieros salvajes, y no me respondian; a los auseles que dulcemente cantaban, e luego entraban en silencio, e quanto más los aquexaba, más se esquivaban de mí». Algunas de estas canciones pone en El siervo, entre ellas una escrita en variedad de metros, como lo exigía la locura de amor del poeta y lo romántico de sus afectos.

Así anduvo «errando por las malezas, hasta que se falló ribera del grand mar, en vista de una grand urca de armada, obrada en guisa de la alta Alemaña, cuyas velas... escalas e cuerdas eran escuras de esquivo negror». Allí venía por mestresa una dueña anciana, vestida de negro, acompañada de siete doncellas, en quienes fácilmente se reconoce á las siete virtudes. Una de ellas, la muy avisada Synderesis, recoge al poeta en su esquife, y es de suponer que le devolviera el juicio perdido, porque aquí acaba la novela, en la cual indudablemente falta algo.

Si levantamos el velo alegórico y prescindimos de oscuridades calculadas, que se acrecientan por el mal estado de la copia, apenas se puede dudar de que el fondo de la narración sea rigurosamente autobiográfico. De lo que no es fácil convencerse, á pesar de las protestas del poeta, es de lo platónico de tales amores. El temor de la muerte pavorosa, que amaga al poeta con el trágico fin de Macías; el misterio en que procura envolver todos los accidentes del drama, y la antigua tradición consignada al fin de la[cccix] Cadira del honor, que le supone desnaturado del reyno á consecuencia de estos devaneos, son indicios de una pasión ilícita y probablemente adúltera, como solían serlo los amoríos trovadorescos. Así se creía en el siglo XVI, cuando un autor ingenioso, y que seguramente había leído El siervo libre de amor, forjó sobre los amores de Juan Rodríguez una deleitable y sabrosa, aunque algo liviana, novela, del corte de los mejores cuentos italianos, en la cual se supone que la incógnita querida de Juan Rodríguez del Padrón era nada menos que la reina de Castilla doña Juana, mujer de Enrique IV y madre de la Beltraneja[456]. El nombre de esta señora anda tan infamado en nuestras historias, que poco tiene que perder por que se le atribuya una aventura más ó menos; pero basta fijarse en los anacronismos y errores del relato, que le quitan todo carácter histórico. Ni Juan Rodríguez era aragonés, como allí se dice, sino gallego; ni sus aventuras pudieron ser en la corte de Enrique IV, puesto que El siervo libre de amor, principal documento que tenemos sobre ellos, no contiene ninguna alusión á fecha posterior á 1439, ni puede sacarse del tiempo en que Gonzalo de Medina era juez de Mondoñedo, es decir, por los años inmediatos á 1430. Y sabido es que el primer matrimonio del príncipe D. Enrique, no con doña Juana de Portugal, sino con doña Blanca de Navarra, no se efectuó hasta 1440. Verdad es que el autor de la novela anónima no se para en barras, y no contento con hacer á Juan Rodríguez amante de la reina de Castilla, le lleva luego, no al claustro, sino á la corte de Francia, donde «la Reina, que muy moza y hermosa era, comenzó a poner los ojos en él, y aficionándose favorecello, de manera que los amores vinieron a ser entendidos, pasando en ellos cosas notables, de manera que vino a estar preñada... y a él le fue forzoso irse para Inglaterra, donde, antes de llegar a Cales para embarcarse... fue muerto por unos caballeros franceses».

El hecho de inventarse tan absurdos cuentos sobre su persona, prueba que el trovador gallego quedó viviendo como tipo poético en la imaginación popular y en la tradición literaria. Fué el segundo Macías, único superior á él entre los llagados de la flecha de amor, que penaban en el simbólico infierno de Guevara y Garci Sánchez de Badajoz. Su trágica muerte pudo ser inventada también para asimilar más y más su leyenda á la de Macías, el cual, más que su amigo, fué su ídolo poético, el único de sus días á quien creía merescedor de las frondas de Dafne. Pero si no muerte sangrienta, destierro y extrañamiento largo parecen haber sido la pena de los amores de Juan Rodríguez, hasta que en el claustro de Herbón, que contribuyó á edificar con sus bienes patrimoniales, encontró refugio contra las tempestades del mundo y de su alma. Es cierto que no hay datos seguros acerca de la fecha de su profesión, y aun algunos dudan de ella; pero algo vale la constante creencia de la orden franciscana, consignada por el erudito Wadingo[457] y robustecida por la tradición local.

Ya hemos dicho que además de la novela íntima contiene El siervo libre de amor [cccx]una pequeña narración caballeresca. Esta historia de Ardanlier y Liessa ha sido escrita, por quien conocía no sólo las ficciones bretonas, sino el Amadís de Gaula, puesto que la prueba de la roca encantada recuerda la de la ínsula Firme y el arco de los leales amadores; pero con esta derivación literaria se juntan recuerdos de los aventureros españoles que fueron con empresas de armas á la dolce Francia, como don Pero Niño; á Hungría, Polonia y Alemania, como Mosén Diego de Valera. Ardanlier sostiene un paso honroso cerca de Iria, como Suero de Quiñones en la puente de Órbigo; hay también un candado en señal de esclavitud amorosa, salvo que no le lleva el héroe, sino la infanta Irene, que le entrega la llave en señal de servidumbre. Y para que la ficción tenga todavía raíces más hondas en la realidad, la trágica historia de los amores de Ardanlier, hijo de Creos, rey de Mondoya, y de Liessa, hija del señor de Lira, reproduce en sus rasgos principales la catástrofe de doña Inés de Castro, si bien el novelista, buscando un fin todavía más romántico, hace al desesperado príncipe traspasarse con su propia espada después del asesinato de su dama, fieramente ordenado por el rey su padre.

Es, pues, El siervo libre de amor, como otras novelas del siglo XV, una obra de estilo compuesto, en que se confunden de un modo caprichoso elementos muy diversos, alegóricos, históricos, doctrinales y caballerescos, sin que pueda llamarse en rigor libro de caballerías, puesto que en él se da más importancia al amor que al esfuerzo, y es pequeña, por otra parte, la intervención del elemento fantástico, y sobrenatural de magia y encantamientos. De las novelas sentimentales que en adelante, se escribieron, quizá la que tiene más directo parentesco con ella es la dulce y melancólica Menina e Moça de Bernardim Ribeiro.

Ya hemos indicado cuánto realzan la novela de Juan Rodríguez ciertos accidentes de color local gallego, y hasta puede verse una extraña é irreverente transformación de la sepultura del Apóstol en aquel otro padrón encantado, donde perseveran en dos ricas tumbas, «los cuerpos enteros de Ardanlier y Liessa, fallecidos por bien amar, fasta el pavoroso dia que los grandes bramidos de los quatro animales despierten del grand sueño, e sus muy purificas animas posean perdurable folganza». Aquel recinto era encantado y tenía tres cámaras ó alojes de fino oro y azul, para probar sucesivamente á los leales amadores que quisiesen arrojarse á aquella, temerosa aventura. «Grandes principes africanos, de Asia y Europa, reyes, duques, condes, caballeros, marqueses y gentiles hombres, lindas damas de Levante y Poniente, Meridion y Setentrion, con salvoconducto del gran rey de España venian a la prueba: los caballeros a haber gloria de gentileza, fortaleza y de lealtad; las damas de fe, lealtad, gentileza y gran fermosura... Pero sólo tristeza, peligro y afán, por más que pugnaban, avian por gloria, fasta grand cuento de años quel buen Macias... nacido en las faldas de esa agra montaña, viniendo en conquista del primer aloje, dio franco paso al segundo albergue... y entrando en la carcel, cesó el encanto, y la secreta camara fue conquistada»[458].

No son novelas, pero corresponden más bien al género recreativo que al didáctico, y tienen algo de alegoría, otros dos libros de Juan Rodríguez del Padrón: el Triunfo de [cccxi]las donas y la Cadira del honor[459], obras enlazadas entre sí de tal modo que la una puede considerarse como introducción de la otra, pero tratan muy diversa materia: la primera el elogio de las mujeres, la segunda el panegírico de la nobleza hereditaria. En el primero de estos tratados, que, por lo demás, es una refutación en forma escolástica del Corbaccio italiano, se encuentra la graciosa fábula, de gusto ovidiano, de las transformaciones de la ninfa Cardiana en fuente y del gentil Aliso en arbusto, cuyos pies bañaba ella con sus aguas.

Juan Rodríguez, no ajeno á las enseñanzas del humanismo que pudo recibir en la misma Italia cuando servía al Cardenal Cervantes, parece haber frecuentado, además de la lectura de Boccaccio, la de Ovidio. Se le atribuye, y á mi ver con fundamento, una traducción (muy incorrecta y poco exacta, pero de expresión apasionada en ciertos pasajes) de las Heroidas con el extraño título de Bursario[460], que el traductor explica de este modo: «porque asy como en la bolsa hay muchos pliegues, asy en este tratado hay muchos obscuros vocablos y dubdosas sentencias, y puede ser llamado bursario, porque es tan breve compendio que en la bolsa lo puede hombre llevar; o es dicho bursario porque en la bolsa, conviene a saber, en las células de la memoria, debe ser refirmado con gran diligencia, por ser más copioso tratado que otros». El carácter de estas epístolas eróticas del más ingenioso de los poetas de la decadencia romana, lo alambicado y falso muchas veces de los sentimientos que expresan, recuerdan más bien la moderna novela galante que la elegía antigua, y no juzgo inútil aquí su indicación, porque á mi juicio influyeron en las prosas poéticas de Boccaccio y sus imitadores. El nuestro añadió á las cartas del vate sulmonense otras más modernas, y de color todavía más novelesco, como la de Madreselva á Mauseol y las de Troylo y Briseyda, cuya sustancia procede de la Crónica Troyana[461]. En todas ellas se ve la misma pluma devaneadora y sentimental que trazó los razonamientos de El siervo libre de amor.

[cccxii]

Á pesar del olvido en que andando el tiempo hubo de caer esta novela, de la cual queda un solo códice, en su tiempo debió de ser bastante leída, especialmente en Galicia y Portugal. Unos versos de Duarte Brito, insertos en el Cancionero de Resende, prueban que esta popularidad continuaba á principios del siglo XVI, puesto que la enamorada pareja de Ardanlier y Liessa está allí recordada al lado de Pánfilo y Fiameta, y de Grimalte y Gradissa, héroes de una novelita de Juan de Flores.

Pero más importante todavía que esta referencia es una nota de la Sátyra de felice e infelice vida del Condestable de Portugal D. Pedro, que resume todo el argumento de la novela del trovador iriense, de cuyo estilo revesado é hiperbólico es manifiesta imitación la Sátyra misma, tanto en la prosa como en los versos. Por lo demás, el libro de Juan Rodríguez, en medio de sus rarezas, tiene valor autobiográfico y un cierto género de inspiración romántica y caballeresca, de que la Sátyra de felice e infelice vida enteramente carece; reduciéndose á una serie de insulsas lamentaciones atestadas de todos los lugares comunes de la poesía erótica de entonces, sin que tal monotonía se interrumpa, antes bien se refuerza, con el obligado cortejo de figuras alegóricas tan pálidas como la Discreción, la Piedad y la Prudencia.

El simpático y desventurado príncipe que con este fruto algo acedo de su ingenio se mezclaba al coro literario del siglo XVI, es una noble y trágica figura histórica, cuya vida corta y azarosa (1429-1466) se desenvolvió casi siempre fuera de Portugal, lo cual explica que no dejase ningún escrito en su nativa lengua. La catástrofe de su padre, el infante don Pedro, en Alfarrobeira; la persecución de su familia y la confiscación de sus bienes, le obligaron á buscar asilo en Castilla desde 1449 á 1457. Entonces fué cuando dió la última forma á su extraño libro, del cual hizo presente á su hermana la reina de Portugal doña Isabel, no menos desdichada que él, puesto que murió en edad muy temprana, no sin sospechas de envenenamiento. De la dedicatoria se infiere que había comenzado á escribir en portugués, pero que «traido el texto a la deseada fin, e parte de las glosas en lengua portuguesa acabadas», determinó traducirlo todo «e lo que restaba acabar en este castellano idioma; porque segund antiguamente es dicho, e la experiencia lo demuestra, todas las cosas nuevas aplazen». Haciendo alarde de su infantil erudición, y para que su obra no pareciese desnuda y sola, llenó las márgenes de copiosas é impertinentísimas glosas, que con muy buen acuerdo ha suprimido en gran parte el editor moderno[462]; porque no contienen más que triviales especies de mitología é historia antigua, salvo algunas de excepcional valor por referirse á personajes españoles, como la interesante y larga nota en que se describen las virtudes de Santa Isabel de Portugal, y el curiosísimo pasaje relativo al enamorado Macías, «grande e virtuoso martir de Cupido», cuya pasión y trágico fin están contados de un modo mucho más romántico que en las versiones ordinarias, si bien el Condestable no le concede más que la segunda silla ó cadira en la corte de Cupido, reservándose para sí propio la primera, como prototipo de leales amadores.

[cccxiii]

Nada menos satírico que esta llamada Sátira, como nada menos dramático que la Comedieta de Ponza. Estos caprichosos títulos corresponden á una preceptiva infantil, en que los géneros literarios tenían distintos nombres que ahora. El Condestable dice que llamó á su obra «Sátira, que quiere decir reprehension con ánimo amigable de corregir; e aun este nombre Sátira viene de satura, que es loor» (sic). Y como en la obra se loa el femíneo linaje, y el autor se reprende á sí mismo, va mezclada de alabanza y de corrección, entendiéndose por vida infeliz la del poeta y por feliz la de su dama. Esto en cuanto al título, pues en cuanto á la materia, este fastidiosísimo libro, que su autor tuvo más de una vez propósito de sacrificar al Dios Vulcano, con lo cual ciertamente no se hubiera perdido mucho, es una especie de novela alegórica del género sentimental, aunque de pobre y trivialísimo argumento.

Expresamente declaró el Condestable que era este el primer fruto de sus estudios, á la par que la historia de sus primeros amores, entre los catorce y los diez y ocho años. Tal circunstancia desarma mucho la severidad del lector, á la vez que explica la confusa mezcla de imitaciones sagradas[463] y profanas, la fácil erudición traída por los cabellos y el continuo recuerdo de otros libros contemporáneos, como el De las claras y virtuosas mujeres, de D. Álvaro de Luna, que explotó mucho para las glosas. Creemos que fué el Condestable el primer portugués que escribió en prosa castellana, y no se puede decir que fuesen infructuosos sus esfuerzos. Siguió la corriente latinista, abusando del hipérbaton, á veces en términos ridículos[464], que sólo admiten comparación con el hórrido galimatías de D. Enrique de Villena; pero otras veces, como por instinto ó imitando la Vita Nuova, que seguramente conocía, acertó á dar á la frase un grado notable de viveza y elegancia, mostrando ciertas condiciones pintorescas y algún sentido de la armonía del período[465]. Su manera, en los buenos trozos, parece ya muy próxima al tipo que habían de fijar en Castilla el autor de la Cárcel de Amor y en Portugal el de Menina e Moça.

[cccxiv]

No es fácil conjeturar quién fuese la hermosa Princesa (así la nombra) que inspiró al Condestable esta juvenil pasión, puesto que, á despecho de las afectaciones del estilo, creemos que se trata de amores verdaderos. En las ponderaciones de su belleza, discreción y honestidad no pone tasa, llegando á aplicarla aquel mismo encarecimiento poco ortodoxo que Cartagena hizo de nuestra Reina Católica. Salvo la Madre de Dios, «no nascio, desde aquella que fue formada de la costilla... quien a sus pies por meritos de gloriosa virtud asentarse debiese». Y en verso todavía pasa más la raya, según necio estilo de trovadores:

Oid tan gran culpa vos,
Cumbre de la gentileza,
Mi gozo, mi solo Dios,
Mi placer e mi tristeza
De mi vida.

Las poesías con que la Sátyra del Condestable acaba son en extremo conceptuosas y alambicadas, pero están escritas con soltura muy digna de notarse en un poeta que no tenía el castellano por lengua nativa.

La fecha de la Satira de felice é infelice vida no puede traerse más acá de 1455, puesto que aquel año pasó de esta vida la reina doña Isabel de Portugal á quien está dedicada. Precisamente este doloroso suceso prestó argumento á otra obra del Condestable mucho más importante y digna de elogio que la Sátira, aunque aquí no haremos más que mencionarla, porque pertenece á los dominios de la filosofía moral, no á los de la ficción amena, y es en fondo y forma una elocuente imitación del tratado De Consolatione de Boecio, intercalando, á imitación suya, la prosa con los metros, á los cuales procuró dar toda la variedad que estaba á su alcance, puesto que además de las octavas de arte mayor usó los versos de siete y de seis sílabas combinados de varias maneras. Tal es la Tragedia de la insigne Reina Doña Isabel, de la cual dió la primera noticia en 1840 Federico Bellermann[466], sin que los eruditos peninsulares se hiciesen cargo de ella, hasta que en fecha muy reciente, y en ocasión para mí memorable, la publicó íntegra, acompañada de un estudio tan sabio y profundo como todos los suyos, la ilustre[cccxv] romanista doña Carolina Michaelis de Vasconcellos[467]. Tanto la prosa como los versos de la Tragedia son muy superiores á todo lo que conocíamos del Condestable. Hasta los lugares, comunes de la ética consolatoria, que no podían menos de ser el fondo de la composición, están como rejuvenecidos por el sentimiento personal del poeta, que recorre todos los grados del dolor hasta conquistar la resignación sumisa. Es, como ha dicho, su editora, un Recuerde el alma adormida, escrito en prosa poética y puesto en boca del viejo Cronos, único personaje alegórico que en la obra interviene.

El género de las prosas poéticas, á estilo de Boccaccio, está representado en la literatura catalana por el fecundo y clásico escritor Mosén Juan Roiz de Corella, tan penetrado de la influencia italiana que sus endecasílabos, aunque sujetos todavía á la cesura obligada de la cuarta sílaba, se mueven con una gentileza muy apartada de la monotonía del tipo provenzal. Su prosa es muy elegante y estudiada, tanto en las obras profanas como en las sagradas, y la aplicó á muy diversos géneros de narraciones, especialmente á las mitológicas, tomando de Ovidio la mayor parte de sus argumentos: «razonamiento de Telamón y Ulises sobre las armas de Aquiles»; «llanto de la Reina Hécuba sobre la muerte de Príamo» «historia de Leandro y Ero»; «lamentaciones de Mirra, Narciso y Tisbe»; «fábulas de Orfeo, Scyla y Nyso, Pasifae y Minos, Progne y Filomena, Biblis y Cauno»; «juicio de Paris»; «carta que Aquiles escribió á Policena en el sitio de Troya», y aun no sé si las he mencionado todas[468]. Ovidio y Boccaccio juntos explican la elaboración de estas piezas. Pero hay entre ellas una microscópica novelita amatoria, en prosa y verso, la Tragedia de Caldesa[469], que parece referirse á un hecho real de la vida del autor, puesto que á una dama de ese nombre están dedicadas varias composiciones suyas y además la acción se supone en Valencia. El fragmento de la llamada Tragedia, aunque no limpio de afectaciones retóricas, tiene pasión y brío. El poeta sorprende á su amada en flagrante delito de infidelidad, se querella desesperadamente y lanza contra sí mismo atroces maldiciones si vuelve á acordarse de tal amor. Ella, con muchas lágrimas, suspiros y sollozos, pide perdón por su culpa en versos amorosísimos:

Si us par que y bast | per vostres mans espire,
O si voleu | cuberta de salici
Iré pel mon | peregrinant romera.

Muy lentos habían sido, como se ve, los pasos de la ficción sentimental en España durante la mayor parte del siglo XV: Sólo al fin de aquella centuria, y en la corte de los Reyes Católicos, apareció el notable ingenio, que, dando forma definitiva á esta clase de libros, acertó á escribir uno que conquistó inmediatamente el aplauso de sus contemporáneos y corrió triunfante por Europa, leído y admirado donde quiera. Tal suerte cupo [cccxvi]á la Cárcel de Amor, obra del bachiller Diego de San Pedro, de cuya persona poco sabemos, salvo que anduvo al servicio del Maestre de Calatrava D. Pedro Girón y del Alcaide de los Donceles[470], y que tuvo en nombre del primero la tenencia de la fortaleza de Peñafiel y otros lugares[471].

[cccxvii]

No fué la Cárcel de Amor su primer ensayo novelesco. Un año antes, en 1491, había publicado otra novela del mismo carácter, el Tratado de amores de Arnalte y Lucenda, endereszado a las damas de la reina doña Isabel; en el qual hallarán cartas y razonamientos de amores de mucho primor y gentileza. Este librito es de tan extraordinaria rareza[472] que nunca he podido leerle en castellano, á pesar de existir cuatro ediciones por lo menos, teniendo que valerme para el extracto que voy á dar de las dos traducciones, francesa de Herberay des Essarts é italiana de Bartolomé Maraffi, que varias veces se imprimieron juntas[473]. Fué además traducida dos veces al inglés en prosa y en verso[474].

La fábula de esta novelita, que Diego de San Pedro fingió haber traducido del griego[475], es muy semejante á la de la Cárcel de Amor, y puede considerarse como su primer esbozo. El autor, extraviado por una selva[476], llega á un castillo, que desde los cimientos hasta la cumbre estaba pintado de negro. Tropieza con unos hombres de aspecto muy melancólico. El que parecía señor de los otros lanzaba dolorosos suspiros. Recibe cortésmente al caballero y le conduce á su morada, en que todas las cosas representaban gran dolor. Le agasaja, no obstante, con una delicada cena, y le conduce á la cámara donde había de pasar la noche. Oye durante ella músicas tristes, lamentos y suspiros angustiosos del atribulado señor del castillo. Á la mañana vuelve éste para conducirle á la iglesia, donde descollaba un túmulo enlutado, que era el que el castellano tenía reservado para sí. Á la hora del desayuno platican de diversas materias, y finalmente el afligido caballero le refiere su historia. Se llamaba Arnalte, y era natural de Tebas. Enamoróse de Lucenda, viendo el gran duelo que hacía en los funerales de su padre. La enviaba por medio de un servidor cartas y mensajes que se transcriben á la letra. La dama hace pedazos la primera carta. Sabedor Arnalte de que Lucenda va á maitines en la vigilia de Navidad, determina disfrazarse de mujer para poder hablar con ella, y así lo ejecuta. Ella le contesta con una voce tremolante, quitándole toda esperanza. Intercálase una canción que entonó una noche el amador delante de las ventanas de su dama, traducida en un soneto italiano y en tres cuartetas francesas. Nuevas y fastidiosas lamentaciones de Arnalte. El rey le manda concurrir á unas justas que los caballeros de la corte habían ordenado. Son invitadas las damas á la mascarada de la noche y al torneo del día. Descripción de la divisa del caballero. Durante las máscaras Arnalte logra introducir una carta nella tasca della veste de Lucenda, que por estar presente la reina se ve obligada á disimular, pero luego nada responde. Belisa, hermana de Arnalte, viéndole tan afligido, le pregunta la causa de su mal, y él se niega á manifestársela. Confíase al fin á su amigo Gerso, que vivía cerca de Lucenda, pero no consigue verla en ninguna de las varias ocasiones en que va á su casa. Belisa, informada secretamente del motivo de las tristezas de su hermano, comienza á frecuentar asiduamente á Lucenda, de quien era amiga. Razonamiento de Belisa á Lucenda. Réplica de Lucenda negándose á admitir los obsequios amorosos de Arnalte. Nueva embajada de Belisa, que quiere picar á Lucenda, diciéndola que su hermano renuncia á su loco amor y va á ausentarse. Lucenda consiente en escribir por una vez sola á Arnalte, á condición de que desista de su amor. Extremos que hizo Arnalte al recibir de manos de su hermana la carta de Lucenda. Vuelve á escribir, suplicando que le permita verla antes de partir, y no á solas, sino en presencia de Belisa, lo cual consigue después de largas instancias.

[cccxix]

«Entonces (prosigue) todas mis penas se trocaron en alegria por haber conseguido tal victoria. De tal modo aquellas benditas nuevas festejaron mi ánimo y mi corazon; de tal modo me acariciaba el amor, que no deseaba ya cosa alguna, aunque en realidad nada tenia. Y cuando llegó la hora que teniamos aplazada para ir al sitio señalado, mi hermana y yo nos dirigimos, al salir el sol, a una iglesia de religiosos, y alli me retiré a una pequeña estancia, donde ella solia confesarse y donde no tardó en aparecer». En la entrevista obtiene Arnalte hasta el singular favor de besarla la mano, pero á condición de que en adelante no sea tan importuno. «¡Oh Dios (exclama), si alguien me hubiese dado a escoger entre el imperio del mundo y perder el bien que habia conseguido, llamo por testigos a los que perfectamente aman, de que hubiera preciado mucho más mi contentamiento que la monarquía universal!».

Algo fortalecido con aquella muestra de cortesía y piedad, que él tomó por signo de amor, consiente en acompañar á su hermana á un lugar que tenía cerca de la ciudad de Tebas, para distraerse con la caza de cetrería. Pero un día le asaltan tristes agüeros al montar á caballo. «De subito, el tiempo, que era claro y sereno, apareció nebuloso y lleno de tempestad. Un lebrel que yo mucho amaba, empezó a dar saltos entre mis piernas, y temblando sin cesar, lanzaba espantosos aullidos. Pero yo, que entonces me cuidaba poco de presagios y de casos semejantes, por ninguna de estas cosas quise abandonar mi empresa, antes con un halcon en el puño sali a correr el campo. Pero apenas habia comenzado a caminar, me acordé que hacia mucho tiempo no habia visto al caballero Gerso, de quien antes te he hablado, y empecé a considerar que nunca despues que le hube manifestado el afecto que por Lucenda sentia me habia mostrado el buen semblante que antes solia, sino que poco a poco se habia ido alejando de mí, no visitandome ya ni cuidándose de saber nuevas mias. Y como la mayor parte de los hombres son variables en sus amistades, pensé que esta habria sido la causa de su ausencia. Y por otro lado pareciame cosa imposible en él verme padecer cuando me podia prestar algun alivio. Mientras yo revolvía estos pensamientos, el halcon que llevaba en el puño cayó por tierra muerto, lo que me confirmó en la sospecha que habia empezado a tener de mi compañero Gierso, y me acordé tambien de aquel perro que a la madrugada habia aullado tan dolorosamente; y perdido el gusto con esto, determiné volverme a casa. Pero antes quise subir a una colina desde donde se parecia el castillo de Lucenda, y senti un rumor de musicales instrumentos que resonaban entre las montañas; lo cual me pareció extraño porque la estacion no era conveniente para tales solaces, y me puso más pensativo que antes, entrando en gran sospecha de mi futuro daño. No acertaba a mover los pies de alli, y sólo cuando la noche sobrevino comencé a retirarme a casa de mi hermana, la cual tenia costumbre de salir a esperarme a la puerta, y entonces no vino, acrecentándose con esto los temores y angustias de mi ánimo. Y lo que fue todavía peor: cuando llegué donde ella estaba no me dijo palabra, pero tenia la cara tan triste que era muy de maravillar».

Al fin, entre sollozos y lágrimas su hermana le declara que Lucenda se había casado con su falso y pérfido amigo Gierso. Arnalte cae desmayado, y cuando vuelve en sí hace pedazos las cartas de Lucenda, se arranca la barba y los cabellos, y viste á todos sus[cccxx] servidores de duelo. Una criada y confidenta de Lucenda viene á hacerle saber de parte de su señora que se ha casado, no por su voluntad, sino por importunidad de sus parientes. Con esto toda la indignación de Arnalte recae sobre Gierso, á quien envía un cartel de desafío, retándole para delante del rey como traidor y felón. Gierso acepta el reto, pero alegando que uno de los motivos que había tenido para casarse con Lucenda era curar á su amigo de su insensata pasión, haciéndole perder toda esperanza. El rey les concede campo para el desafío, y Arnalte vence y mata á Gierso. Pero Lucenda, justamente ofendida, no quiere que su mano sea galardón del matador, y entra de monja profesa en un convento, rechazando las solicitudes de Belisa en favor de su hermano. Arnalte determina retirarse á la soledad, á pesar de los consuelos de Belisa, edifica el lúgubre castillo y se sepulta en él de por vida.

El interés romántico de esta sencilla y patética historia, que resultará más agradable de seguro en el estilo ingenuamente retórico de Diego de San Pedro, explica el éxito que tuvo, no sólo en España[477], sino en Italia, en Francia y en Inglaterra. No eran frecuentes todavía narraciones tan tiernas y humanas, conducidas y desenlazadas por medios tan sencillos, y en que una pasión verdadera y finamente observada es el alma de todo. Bajo este aspecto quizá Arnalte y Lucenda aventaja á la Cárcel de Amor, que es más larga, más complicada, más novela en fin, pero que adolece por lo mismo de graves defectos de composición, inevitables acaso en un arte tan primitivo.

Es la Cárcel de Amor libro más célebre hoy que leído, aunque merece serlo, siquiera por la gentileza de su prosa en los trechos en que no es demasiadamente retórica. Fúndense en esta singular composición elementos de muy varia procedencia, predominando entre ellos el de la novela íntima y psicológica, tipo de la Fiammetta de Boccaccio. Pero á semejanza de Juan Rodríguez del Padrón, ingiere Diego de San Pedro en el cuento de los amores de su protagonista Leriano (que quizá sean, aunque algo velados, los suyos propios), episodios de carácter enteramente caballeresco, guerras y desafíos, y durísimas prisiones en castillos encantados; diserta prolijamente sobre las excelencias del sexo femenino, tema tan vulgar en la literatura cortesana del siglo XV, y lo envuelve todo en una visión alegórica, dando así nuevo testimonio de la influencia dantesca, que trascendía aún á todas las ramas del árbol poético cuando se escribió la Cárcel. En la cual no es menos digno de repararse, y puede atribuirse, según ya apuntó, á la influencia del cuento latino de Eneas Silvio, el empleo de la forma epistolar, con tanta frecuencia que una gran parte de la novela está compuesta en cartas; lo cual, unido á las tintas lúgubres del cuadro y á lo frenético y desgraciado de la pasión del héroe, y aun al suicidio (si bien lento y por hambre) con que la narración acaba, hace pensar involuntariamente en el Werther y en sus imitadores, que fueron legión en las postrimerías del siglo XVIII y en los albores del XIX. Observación es ésta que no se ocultó á la erudición y perspicacia de D. Luis Usoz, el cual dice en su prólogo al Cancionero de Burlas: «La Cárcel de Amor es el Werther's Leiden de aquellos tiempos».

[cccxxi]

Aunque erróneamente suele incluirse la Cárcel de Amor entre las producciones del reinado de don Juan II, basta leerla para convencerse de que no pudo ser escrita antes de 1465, en que empezó á ser Maestre de Calatrava D. Rodrigo Téllez Girón, y además la dedicatoria á Diego Hernández, alcaide de los Donceles, retrasa todavía más la fecha del libro, que no puede ser anterior al tiempo de los Reyes Católicos.

Finge el autor que yendo perdido por unos valles hondos y oscuros de Sierra Morena, ve salir á su encuentro «un caballero, assi feroz de presencia como espantoso de vista, cubierto todo de cabello á manera de salvaje», el cual llevaba en la mano izquierda un escudo de acero muy fuerte y en la derecha «una imagen femenil entallada en una piedra muy clara. El tal caballero, que no era otro que el Deseo», principal oficial en la casa del Amor, llevaba encadenado detrás de sí á un cuitado amador, el cual suplica al caminante que se apiade de él. Hácelo así Diego de San Pedro, no sin algún sobresalto; y vencida una agria sierra llega, al despuntar la mañana, á una fortaleza de extraña arquitectura, que es la durísima cárcel de amor, simbolizada en el título del libro. Traspasada la puerta de hierro, y penetrando en los más recónditos aposentos de la casa, ve allí sentado en silla de fuego á un infeliz cautivo, que era atormentado de muy recias y exquisitas maneras. «Vi que las tres cadenas de las ymagenes que estaban en lo alto de la torre, tenian atado aquel triste, que siempre se quemaba y nunca se acababa de quemar. Noté más, que dos dueñas lastimeras, con rostros llorosos y tristes le servian y adornaban, poniendole en la cabeza una corona de unas puntas de hierro sin ninguna piedad, que le traspasaban todo el celebro. Vi más, que cuando le truxeron de comer, le pusieron una mesa negra, y tres servidores mucho diligentes, los quales le daban con grave sentimiento de comer... Y ninguna destas cosas pudiera ver segun la escuridad de la torre, si no fuera por un claro resplandor que le salia al preso del corazon, que le esclarescia todo».

Aquí la imitación del Santo Grial y de la penitencia del rey Amfortas es evidente, aunque transportada de la materia sagrada á la profana. El prisionero, mezclando las discretas razones con las lágrimas, declara llamarse Leriano, hijo de un duque de Macedonia y amante desdichado de Laureola, hija del rey Gaulo. Y tras esto explica el simbolismo de aquel encantado castillo, terminando por pedir al visitante que lleve de su parte un recado á Laureola, diciéndola en qué tormentos le ha visto. Promete el autor cumplirlo, no sin proponer antes algunas dificultades fundadas en ser persona de diferente lengua y nación, y muy distante del alto estado de la señora Laureola. Pero al fin emprende el camino de la ciudad de Suria, donde estaba el rey de Macedonia, y entrando en relaciones de amistad con varios mancebos cortesanos, de los principales de aquella nación, logra llegar á la presencia de la infanta Laureola y darle la embajada de su amante. «Si como eres de España fueras de Macedonia (contesta la doncella), tu razonamiento y tu vida acabaran a un tiempo». Tal aspereza va amansándose en sucesivas entrevistas, aunque el cambio se manifiesta menos por palabras que por otros indicios y señales que curiosa y sagazmente nota el autor. «Si Leriano se encontraba en su presencia, desatinaba de lo que decia, volviase subito colorada y despues amarilla; tornabase ronca su voz, secabasele la boca». Establécese, al fin, proceso de cartas entre ambos amantes, siendo el poeta medianero en estos tratos. Así prosigue esta correspondencia llena de tiquismiquis amorosos y sutiles requiebros, entreverados con algunos rasgos de pasión sincera, viniendo á formar todo ello una especie de anatomía del[cccxxii] amor, nueva ciertamente en la literatura castellana. Al fin Leriano determina irse á la corte, donde logra honestos favores de su amada. Pero allí le acechaba la envidia de Persio, hijo del señor de Gaula, quien delata al rey sus amores, de resultas de lo cual Laureola es encerrada en un castillo, y Persio, por mandato del rey, reta á Leriano á campal batalla, enviándole su cartel de desafío, «segun las ordenanzas de Macedonia». Los dos adversarios se baten en campo cerrado: Leriano vence á Persio, le corta la mano derecha y le pone en trance de muerte, que el rey evita arrojando el bastón entre los dos contendientes. Pero las astucias y falsedades de Persio prosiguen después de su vencimiento. Soborna testigos falsos que juren haber visto hablar á Leriano y Laureola «en lugares sospechosos y en tiempos deshonestos». El rey condena á muerte á su hija; por la cual interceden en vano el cardenal de Gaula y la reina. Leriano, resuelto á salvar á su amada, penetra en la ciudad de Suria con quinientos hombres de armas, asalta la posada de Persio y le mata. Saca de la torre á la princesa, la deja bajo la custodia de su tío Galio y corre á refugiarse en la fortaleza de Susa, donde se defiende valerosamente contra el ejército del rey, que le pone estrechísimo cerco. Pero muy oportunamente viene á atajar sus propósitos de venganza la confesión de uno de los falsos testigos por cuyo juramento había sido condenada Laureola. De él y de sus compañeros se hace presta justicia, y el rey deja libres á Leriano y á Laureola.

Aquí parece que la novela iba á terminar en boda, pero el autor toma otro rumbo y se decide á darla no feliz, sino trágico remate. Laureola, enojada con Leriano por el peligro en que había puesto su honra y su vida con sus amorosos requerimientos, le intima en una carta que no vuelva á comparecer delante de sus ojos. Con esto el infeliz amante pierde el seso y determina dejarse morir de hambre. «Y desconfiando ya de ningun bien ni esperanza, aquejado de mortales males, no pudiendo sostenerse ni sufrirse, hubo de venir a la cama; donde ni quiso comer ni beber, ni ayudarse de cosa de las que sustentan la vida, llamandose siempre bienaventurado, porque era venido a sazon de hacer servicio a Laureola, quitandola de enojos». Sus amigos y parientes hacen los mayores esfuerzos para disuadirle de tan desesperada resolución, y uno de ellos, llamado Teseo, pronuncia una invectiva contra las mujeres, á la cual Leriano, no obstante la debilidad en que se halla, contesta con un formidable y metódico alegato en favor de ellas, dividido en quince causas y veinte razones, por las cuales los hombres son obligados á estimarlas; trozo que recuerda el Triunfo de las donas de Juan Rodríguez del Padrón más que ninguna otra de las apología del sexo femenino que en tanta copia se escribieron durante el siglo XV, contestando á las detracciones de los imitadores del Corbacho. En este razonamiento (que fué sin duda la principal causa de la prohibición del libro) se sustenta, entre otros disparates teológicos, que las mujeres «no menos nos dotan de las virtudes teologales que de las cardinales», y que todo el que está puesto en algún pensamiento enamorado cree en Dios con más firmeza porque pudo hacer aquélla que de tanta excelencia y fermosura les paresce», por donde viene á ser tan devoto católico «que ningun Apóstol le hace ventaja»[478]. El enamorado Leriano desarrolla esta nueva philograhia, que en la mezcla de lo humano y lo divino anuncia ya los diálogos platónicos de la escuela de León Hebreo.

[cccxxiii]

La novela termina con el lento suicidio del desesperado Leriano (que acaba bebiendo en una copa los pedazos de las cartas de su amada), y con el llanto de su madre, que es uno de los trozos más patéticos del libro, y que manifiestamente fué imitado por el autor de la Celestina en el que puso en boca de los padres de Melibea. El efecto trágico de este pasaje de Diego de San Pedro, en que es menos lo declamatorio que lo bien sentido, estriba principalmente en la intervención del elemento fatídico de los agüeros y presagios. «Acaeciame muchas veces, quando más la fuerza del sueño me vencia, recordar con un temblor subito que hasta la mañana me duraba. Otras vezes, quando en mi oratorio me hallaba rezando por su salud, desfallecido el corazon, me cubria de un sudor frio, en manera que dende a gran pieza tornaba en acuerdo. Hasta los animales me certificaban tu mal. Saliendo un dia de mi camara, vinose un can para mí, y dio tan grandes aullidos, que asi me cortó el cuerpo y la habla, que de aquel lugar no podia moverme. Y con estas cosas daba más credito a mi sospecha que a tus mensajeros; y por satisfacerme, acordé de venir a verte, donde hallo cierta la fe que di a los agüeros».

Aunque la Cárcel de Amor (escrita por su autor en Peñafiel, según al fin de ella se declara) quedaba en realidad terminada con la muerte y las exequias de Leriano, no faltó quien encontrase el final demasiado triste, y demasiado áspera y empedernida á Laureola, que ningún sentimiento mostraba de la muerte de su amador. Sin duda por esto, un cierto Nicolás Núñez, de quien hay también en el Cancionero General versos no vulgares, añadió una continuación ó cumplimiento de pocas hojas, en que mezcla con la prosa algunas canciones y villancicos, y describe la aflicción de Laureola y una aparición en sueños del muerto Leriano, que viene á consolar á su amiga. Pero aunque este suplemento fué incluido en casi todas las ediciones de la Cárcel de Amor, nunca tuvo gran crédito, ni en realidad lo merecía, siendo cosa de todo punto pegadiza é inútil para la acción de la novela.

[cccxxiv]

Tal es, reducida á breve compendio, la segunda narración amorosa de Diego de San Pedro, interesante en sí misma, y de mucha cuenta en la historia del género por la influencia que tuvo en otras ficciones posteriores. Es cierto que la trama está tejida con muy poco arte, y los elementos que entran en la fábula aparecen confusamente hacinados ó yuxtapuestos, contrastando los lugares comunes de la poesía caballeresca, tales como la falsa acusación de la princesa (que parece arrancada de la Historia de la Reina Sevilla ó de cualquier libro análogo) con las reminiscencias de la novela sentimental italiana. El mérito principal de la Cárcel de Amor se cifra en el estilo, que es casi siempre elegante, sentencioso y expresivo, y en ocasiones apasionado y elocuente. Hay en toda la obra, singularmente en las arengas y en las epístolas, mucha retórica y no de la mejor clase; muchas antítesis, conceptos falsos, hipérboles desaforadas y sutilezas frías; pero en medio de su inexperiencia no se puede negar á Diego de San Pedro el mérito de haber buscado con tenacidad, y encontrado algunas veces, la expresión patética, creando un tipo de prosa novelesca, en que lo declamatorio anda extrañamente mezclado con lo natural y afectuoso. Este tipo persistió aun en los maestros. Hemos visto que el autor de la Tragicomedia de Calixto y Melibea se acordó de la Cárcel de Amor en la escena final de su drama; y aun puede sospecharse que el mismo Cervantes debe al alcaide de Peñafiel algo de lo bueno y de lo malo que en esta retórica de las cuitas amorosas contienen los pulidos y espaciosos razonamientos de algunas de las Novelas Ejemplares ó los episodios sentimentales del Quijote (Marcela y Crisóstomo, Luscinda y Cardenio, Dorotea...).

No es maravilla, pues, que la novela de Diego de San Pedro, que tenía además el mérito de ser corta y la novedad de contener una ingeniosa aunque elemental psicología de las pasiones, se convirtiese en el breviario de amor de los cortesanos de su tiempo y fuese reimpresa (sin contar con las dos ediciones incunables de 1492 y 1496 y con la traducción catalana de 1493) más de veinticinco veces en su lengua nativa y más de veinte en las extrañas, siendo vertida al italiano, al francés, al inglés y al alemán, durando esta celebridad hasta fines del siglo XVII, puesto que todavía hay ediciones de Hamburgo de 1660 y 1675[479]. En 1514 la cultísima princesa Isabel de Este hacía revolver todas las librerías de Milán para encontrar una Cárcel de Amor y volver á solazarse con su lectura.

[cccxxv]

Además de la Cárcel de Amor y del Arnalde y Lucenda, compuso Diego de San Pedro otras varias obras profanas en verso y prosa, que le dieron entre los donceles enamorados grande autoridad y magisterio, aunque fuesen miradas con ceño por las personas graves y timoratas, que muy justamente se escandalizaban de oirle llamar continuamente Dios á su dama y comparar su gracia con la divina, y aplicar profanamente á los lances y vicisitudes de su amor la conmemoración de las principales festividades de la Iglesia, llegando una vez, en el colmo de la exaltación, á comparar lo que llamaba su pasión con la del Redentor del mundo. Á este período de frenesí erótico, probablemente menos sentido que afectado, pertenece cierto Sermón que compuso en prosa, «porque dijeron unas señoras que le deseaban oir predicar». Este Sermón, que se imprimió en un pliego gótico y se halla también al final de algunas ediciones de la Cárcel de Amor, apenas tiene otro interés literario que el haber servido de modelo á otro mucho más discreto y picante que puso Cristóbal de Castillejo en su farsa Constanza, y que como pieza aparte se ha impreso muchas veces, ya en las obras de su autor (aunque en éstas con el nombre de Capítulo y no poco mutilado), ya en ediciones populares en que el autor usó los seudónimos de El Menor de Aunes y de Fray Nidel de la Orden de Tristel. El Sermón en verso de Castillejo enterró completamente al de Diego de San Pedro, que es obra desmayada y sin el menor gracejo, como dice con razón Gallardo. Todo se reduce á parodiar pobre ó ineptamente la traza y disposición de los sermones, comenzando por una salutación al Amor, explanando luego el texto In patientia vestra sustinete dolores vestros, y contando, á modo de ejemplo moral, los amores de Píramo y Tisbe[480].

[cccxxvi]

Tales profanidades y devaneos hubieron de ser grave cargo para la conciencia de su autor, cuando Dios tocó en su alma y le llamó á penitencia. Fruto de esta conversión fué el Desprecio de la fortuna (núm. 263 del Cancionero General), poema sentencioso y de notable mérito, al principio del cual reprueba y detesta sus obras anteriores:

Mi seso lleno de canas,
De mi consejo engañado,
Hast' aquí con obras vanas
Y en escripturas livianas
Siempre anduvo desterrado.
...................................
Aquella Carcel d'amor
Que assi me plugo ordenar,
¡Qué propia para amador!
¡Qué dulce para sabor!
¡Qué salsa para pecar!
Y como la obra tal
No tuvo en leerse calma,
He sentido, por mi mal,
Cuán enemiga mortal
Fue la lengua para el alma.
Y los yerros que ponia
En un Sermon que escrebi,
Como fue el Amor la guia,
La ceguedad que tenia
Me hiso que no los vi.
Y aquellas Cartas de amores
Escritas de dos en dos,
¿Qué seran, decí, señores,
Sino mis acusadores
Para delante de Dios?

Pero ni los arrepentimientos del autor, ni los anatemas del Santo Oficio, que puso la Cárcel en sus índices (sin duda por las herejías que contiene el razonamiento en loor de las mujeres), ni los rigores de Luis Vives y otros moralistas que no cesan de denunciarle como libro pernicioso á las costumbres, y uno de los que con mayor cautela deben ser alejados de las manos de toda doncella cristiana, pudieron sobreponerse á la corriente del gusto mundano, y el librillo de la Cárcel de Amor, fácil de ocultar por su exiguo volumen, no sólo continuó siendo leído y andando en el cestillo de labor de dueñas y doncellas, sino que dió vida á una serie de producciones novelescas, que difundieron un idealismo algo distinto del de los libros de caballerías, aunque conserve con él bastantes relaciones.

Á esta familia pertenece, aunque con notables caracteres de originalidad, la Cuestión de Amor, obra anónima, mixta de prosa y verso, cuya primera edición parece ser de 1513 y que, como libro de circunstancias, obtuvo tal boga que fué reimpresa diez ó doce veces antes de 1589, ya suelta, ya unida á la Cárcel, que es como más fácilmente[cccxxvii] suele encontrarse[481]. Ticknor y Amador de los Ríos hablaron de ella, pero con mucha brevedad, y sin determinar su verdadero carácter, ni entrar en los pormenores de su composición, ni levantar el transparente velo que encubre sus numerosas alusiones históricas, y que en parte ha sido descorrido por el erudito napolitano Benedetto Croce en un estudio reciente[482].

El título de la Cuestión, aunque largo, debe transcribirse á la letra, porque indica ya la mayor parte de los elementos que entraron en la confección de este peregrino libro: Question de amor de dos enamorados: al uno era muerta su amiga; el otro sirve sin esperanza de galardon. Disputan quál de los dos sufre mayor pena. Entretexense en esta controversia muchas cartas y enamorados razonamientos. Introducense más una caza, un juego de cañas, una egloga, ciertas justas, e muchos caballeros et damas, con diversos et muy ricos atavios, con letras et invenciones. Concluye con la salida del señor Visorrey de Napoles: donde los dos enamorados al presente se hallaron, para socorrer al sancto padre: donde se cuenta el numero de aquel lucido exercito, et la contraria fortuna de Ravena. La mayor parte de la obra es historia verdadera; compuso esta obra un gentilhombre que se halló presente a todo ello.

Basta pasar los ojos por este rótulo para comprender que no se trata de una novela puramente sentimental y psicológica á su modo, como lo es la Cárcel de Amor, sino de una tentativa de novela histórica, en el sentido lato de la palabra, ó más bien de una novela de clave, de una pintura de la vida cortesana en Nápoles, de una especie de crónica de salones y de galanterías, en que los nombres propios están levemente disfrazados con pseudónimos y anagramas. La segunda parte, es decir, todo lo que se refiere á los preparativos de la batalla de Rávena, es un trozo estrictamente histórico, que puede consultarse con fruto aun después de la publicación de los Diarios de Marino Sanudo. Poseer, para época tan lejana, un libro de esta índole modernísima, y poder con su ayuda reconstruir un medio de vida social tan brillante y pintoresco como el de la Italia española en los días más espléndidos del Renacimiento, no es pequeña fortuna para el historiador, y apenas se explica que hasta estos últimos años nadie intentara sacarle el jugo ni descifrar sus enigmas.

El primero es el nombre de su autor, esto es, del gentilhombre que se halló presente á todo y escribió la historia, y éste permanece todavía incógnito, aunque puedan [cccxxviii]hacerse sobre su persona algunas razonables conjeturas. Lo que con toda certeza puedo asegurarse es que el libro fué compuesto entre los años de 1508 á 1512, en forma fragmentaria, á medida que se iban sucediendo las fiestas y demás acontecimientos que allí se relatan de un modo bastante descosido, pero con picante sabor de crónica mundana.

La cuestión de casuística amorosa que da título á la novela está imitada de las del Filocolo de Boccaccio, y tiene la curiosidad de contener en germen los dos temas poéticos que admirablemente desarrollan los pastores Salicio y Nemoroso, en la égloga primera de Garcilaso. Esta cuestión se debate, ya por diálogo, ya por cartas (transmitidas por el paje Florisel) entre dos caballeros españoles: Vasquirán, natural de Todomir (¿Toledo?), y Flamiano, de Valdeana (¿Valencia?), residente en la ciudad de Noplesano, que seguramente es Nápoles. Vasquirano ha perdido á su dama Violina, con quien se había refugiado en Sicilia después de haberla sacado de casa de sus padres en la ciudad de Circunda (¿Zaragoza?) y Flamiano es el que sirve sin esperanza de galardón á la doncella napolitana Belisena. Esta acción, sencillísima y trabada con muy poco arte, tiene por desenlace la muerte de Flamiano en la batalla de Rávena, cuyas tristes nuevas recibe Vasquirán, en Sicilia, por medio del paje Florisel, que le trae la última carta de su amigo; carta que, por mayor alarde de fidelidad histórica, está fechada el 17 de abril de 1512 en Ferrara.

El cuadro general de la novela vale poco, como se ve; lo importante, lo curioso y ameno, lo que puede servir de documento al historiador y aun excitar agradablemente la fantasía del artista, son las escenas episódicas, la pintura de los deportes y gentilezas de la culta sociedad de Nápoles, la justa real, el juego de cañas, la cacería, la égloga (que tiene todas las trazas de haber sido representada con las circunstancias que allí se dicen[483], y que si bien escasa de acción y movimiento, compite en la expresión de afectos y en la limpia y tersa versificación con lo mejor que en los orígenes de nuestra escena puede encontrarse); el inventario menudísimo de los trajes y colores de las damas, de las galas y los arreos militares de los capitanes y gentes de armas que salieron para Rávena con el virrey D. Raimundo de Cardona; todo aquel tumulto de fiestas, de armas y de amores que la dura mano de la fatalidad conduce á tan sangriento desenlace.

Bellamente define el Sr. Croce el peculiar interés y el atractivo estético que produce la lectura de una novela por otra parte tan mal compuesta, zurcida como de retazos, á guisa de centón ó de libro de memorias. «Aquella elegante sociedad de caballeros, dada á los amores, á los juegos, á las fiestas, recuerda un fresco famoso del Camposanto de Pisa; aquella alegre compañía que, solazándose en el deleitoso vergel, no siente que se aproxima con su guadaña inexorable la Muerte. En medio de las diversiones llega la noticia de la guerra: el virrey recoge aquellos elegantes caballeros y forma con ellos un ejército que parte, pomposamente adornado, lleno de esperanzas, entre los aplausos de las damas que asisten á la partida. Algunos meses después, aquella sociedad, aquel ejército, yacía en gran parte solo, sanguinoso, perdido entre el fango de los pantanos de Rávena».

[cccxxix]

¿Hasta qué punto puede ser utilizada la Cuestión de Amor como fuente histórica? ó en otros términos, ¿hasta dónde llega en ella la parte de ficción? El autor dice que «la mayor parte de la obra es historia verdadera», pero en otro lugar advierte que «por mejor guardar el estilo de su invención, y acompañar y dar más gracia a la obra, mezcla a lo que fué algo de lo que no fué». En cuanto á los personajes, no cabe duda que en su mayor parte son históricos; y el autor mismo nos convida á «especular por los nombres verdaderos, los que en lugar d' aquellos se han fengidos ó transfigurados».

Á nuestro entender, B. Croce ha descubierto la clave. Ante todo, hay que advertir que, según el sistema adoptado por el novelista, la primera letra del nombre fingido corresponde siempre á la inicial del verdadero nombre. Pero como diversos nombres pueden tener las mismas iniciales, este procedimiento no es tan seguro como otro que constantemente sigue el anónimo narrador, es á saber: la confrontación de los colores en los vestidos de los caballeros y de las damas, puesto que todo caballero lleva los colores de la dama á quien sirve. Y como en la segunda parte de la obra, al tratar de los preparativos de la expedición á Rávena, los gentiles hombres están designados con sus nombres verdaderos, bien puede decirse que la solución del enigma de la Cuestión de Amor está en la Cuestión misma, por más que nadie, que sepamos, hubiera caído en ella hasta que la docta y paciente sagacidad del Sr. Croce lo ha puesto en claro, no sólo presentando la lista casi completa de los personajes disfrazados en la novela, sino aclarando el argumento principal de la obra, que parece tan histórico como todo lo restante de ella, salvo circunstancias de poca monta puestas para descaminar, ó más bien para aguzar, la maligna curiosidad de los contemporáneos. Es cierto que todavía no se ha podido quitar la máscara á Vasquirán, á Flamiano ni á la andante y maltrecha Violina; pero lo que sí resulta más claro que la luz del día es que la Belisena á quien servía el valenciano Flamiano (¿D. Jerónimo Fenollet?) con amor caballeresco y platónico, sin esperanza de galardón, era nada menos que la futura reina de Polonia, Bona Sforza, hija de Isabel de Aragón, duquesa de Milán, á quien en la novela se designa con el título ligeramente alterado de duquesa de Meliano, que era una muy noble señora viuda y residía con sus dos hijas, ya en Nápoles, ya en Bari. Esta pobre reina Bona, cuyas aventuras, andando el tiempo, dieron bastante pasto á la crónica escandalosa, no parece haber escapado siempre de ellas tan ilesa como de manos del comedido hidalgo Flamiano, ni haberse mostrado con todos sus galanes tan dura, esquiva y desdeñosa como con aquel pobre y transido amador, al cual no sólo llega á decirle que recibe de su pasión mucho enojo, sino que añade con ásperas palabras: «y aunque tú mil vidas, como dices, perdieses, yo dellas no he de hazer ni cuenta ni memoria». Á lo cual el impertérrito Flamiano responde: «Señora, si quereys que de quereros me aparte, mandad sacar mis huessos, y raer de alli vuestro nombre, y de mis entrañas quitar vuestra figura».

Los demás personajes de la novela han sido identificados casi todos por Croce con ayuda de los diarios de Passaro. El Conde Davertino es el conde de Avellino; el Prior de Mariana es el prior de Messina; el Duque de Belisa es el duque de Bisceglie; el Conde de Porcia es el conde de Potenza; el Marqués de Persiana es el marqués de Pescara; el Señor Fabricano es Fabricio Colonna; Attineo de Levesin es Antonio de Leyva; el Cardenal de Brujas, el cardenal de Borja; Alarcos de Reyner, el capitán Alarcón; Pomarín, el capitán Pomar, Alvalader de Caronis, Juan de Alvarado;[cccxxx] la Duquesa de Francoviso, la duquesa de Francavilla; la Princesa de Saladino, la princesa de Salerno; la Condesa de Traviso, la de Trivento; la Princesa de Salusana, la princesa Sanseverino de Bisignano. Y luego, por el procedimiento de parear los colores, puede cualquier aficionado á saber intrigas ajenas penetrar en las intimidades de aquella sociedad como si hubiese vivido años en ella.

Esta sociedad bien puede ser calificada de italohispana, y aun de bilingüe. Menos de medio siglo bastó en Nápoles para extinguir los odios engendrados por la conquista aragonesa. «Todos estos caballeros, mancebos y damas, y muchos otros principes y señores (dice el autor de la Question) se hallaron en tanta suma y manera de contentamiento y fraternidad los unos con los otros, assi los españoles unos con otros como los mismos naturales de la tierra con ellos, que dudo en diversas tierras ni reynos ni largos tiempos passados ni presentes tanta conformidad ni amor en tan esforzados y bien criados caballeros ni tan galanes se hayan hallado». Las fiestas que en la novela se describen, las justas de ocho carreras, la tela de justa real ó carrera de la lanza, y sobre todo el juego de cañas y quebrar las alcancías, son estrictamente españolas, y no lo es menos el tinte general del lenguaje de la galantería en toda la novela, que, con parecer tan frívola, no deja de revelar en algunos rasgos la noble y delicada índole del caballero que la compuso. Es muy significativo, en esta parte el discurso de Vasquirán á su amigo al partir para la guerra, enumerando las justas causas que debían moverle á tomar parte en tal empresa: «La una yr en servicio de la Iglesia, como todos is: la otra en el de tu rey, como todos deben, la otra porque vas a usar de aquello para que Dios te hizo, que es el hábito militar, donde los que tales son como tú ganan lo que tú mereces y ganarás: la otra y principal que llevas en tu pensamiento a la señora Belisena, y dexas tu corazon en su poder».

La Cuestión de Amor encontró gracia ante la crítica de Juan de Valdés, aunque prefería el estilo de la Cárcel: «Del libro de Question de Amor ¿qué os parece?—Muy bien la invencion y muy galanos los primores que hay en él, y lo que toca a la question no está mal tratado por la una parte y por la otra. El estilo en quanto toca a la prosa, no es malo, pudiera bien ser mejor; en quanto toca al metro, no me contenta.—Y de Cárcel de Amor ¿qué me dezis?—El estilo desse me parece mejor...».

Lo es, en efecto, y no hay duda que al anónimo autor de la Cuestión se le pegaron demasiados italianismos. Pero tal como está, su obra resulta interesante, como pintura de una corte que, distando mucho de ser un modelo de austeridad, era por lo menos muy elegante, bizarra, caballeresca y animada. Otro, documento tenemos en el Cancionero General de Hernando del Castillo para restaurarla mentalmente, y es una larga poesía con éste encabezamiento: Dechado de amor, hecho por Vazquez a peticion del Cardenal de Valencia, enderezado a la Reina de Nápoles[484]. Esta poesía se compuso probablemente en 1510. No puede ser posterior á 1511, porque en ella aparecen todavía como vivos el cardenal de Borja, la princesa de Salerno, la condesa de Avellino y la princesa de Bisignano, todos los cuales fallecieron en aquel año. No puede ser anterior á 1509, porque en este año se celebraron en Ischia las bodas de Victoria Colonna, que ya aparece citada como Marquesa de Pescara en este Dechado. El Vázquez que [cccxxxi]le compuso parece hasta ahora persona ignota; ¿será el mismo Vázquez ó Velázquez de Ávila, á quien por diversos indicios atribuyó D. Agustín Durán un rarísimo cancionerillo ó colección de trovas, existente en el precioso volumen de pliegos sueltos góticos que perteneció á la biblioteca de Campo-Alanje? ¿Será, como. B. Croce insinúa, el mismo Vasquirán que interviene en la Cuestión de Amor, y que es quizá el autor de la novela? Lo cierto es que entre el Dechado y ella hay parentesco estrechísimo, y que cada una de estas piezas puede servir de ilustración á la otra.

Rápidamente trataremos de las novelas sentimentales posteriores á la Cuestión de Amor, porque casi todas tienen más interés bibliográfico que literario; se buscan por raras, no por amenas. Rarísima es sobre todo encarecimiento la Repetición de amores de Lucena, famoso tratadista del arte de ajedrez, hijo del protonotario Juan de Lucena, tan conocido por su diálogo de vita beata, Compuso Lucena el mozo su obrilla «en servicio de la linda dama su amiga, estudiando en el preclarísimo estudio de Salamanca»; y bien se conoce que es ensayo poco maduro de escolar, en la profusión de textos que alega de Hipócrates, Platón, Aristóteles, David, Tulio, Séneca y otros autores sagrados y profanos, y en la extraña forma de conclusiones escolásticas que adopta, tomando por tesis de su Repetitio de amoribus unos versos de la famosa sátira del poeta catalán Torrellas contra las mujeres. Con esta cuestión tan debatida en el siglo XV, y con la otra no menos manoseada de armas y letras, intercala el breve y sencillo cuento de sus propios amores, con una carta suya y otra de su dama. No tiene fecha la edición gótica de este libro, pero seguramente es anterior á 1497, porque la Arte breve é introducción muy necesaria para saber jugar al ajedrez, que forma parte integrante del mismo libro, está dedicada al príncipe D. Juan, hijo de los Reyes Católicos, que falleció en dicho año, como es sabido[485].

En el Cancionero General de Hernando del Castillo, pero no en su primera edición valenciana de 1511, sino en la de 1514 y en las posteriores, apareció una corta novela alegórico-sentimental del Comendador Escrivá, con el título de Queja que da á su amiga ante el dios de Amor, por modo de diálogo en prosa y verso. Los versos no carecen de mérito, dentro de su género conceptuoso, y también en la prosa se nota cierto aliño y esfuerzo para buscar el número y armonía que en ella caben[486]. Era Escrivá valenciano, y en este género de prosas poéticas parece haber seguido las huellas de Mossén Ruiz de Corella, cuyos versos alternan con los suyos y con los de Bernardo Fenollar en el pequeño pero curiosísimo cancionero barcelonés que lleva el extraño título de Jardinet d' orats (huertecillo de los locos).

[cccxxxii]

Distinta persona de este comendador Juan Escrivá (que fué Maestre Racional del Rey Católico y su Embajador en 1497 ante la Santa Sede) es Ludorico Scrivá, caballero valenciano, que en 1537 dedicó al Duque de Urbino, Francisco María Feltrio, el Veneris Tribunal, rarísima novela que no tiene en latín más que el título, estando todo lo restante en lengua castellana, con hartas afectaciones y pedanterías de estilo, que hacen de ella una de las peores de su género[487]. Es libro sin interés alguno; todo se reduce á la pomposa descripción de la corte de Venus y á la controversia que ante su tribunal se debate sobre el siguiente tema: «cual sea mayor deleyte al amante, o ver la cosa amada, o sin verla pensar en ella». La discusión es ingeniosa y sutil á veces, pero todo lo estropea el abuso inmoderado del hipérbaton y la amanerada construcción de los períodos.

Mucho más conocido que estos autores, á lo menos por una de sus obras, es Juan de Flores, autor del Breve Tractado de Grimalte y Gradissa y de la Historia de Grisel y Mirabella. Bien se ve que Flores se había propuesto por modelo á Boccaccio. Grimalte y Gradissa es no sólo una imitación, sino una continuación de la Fiammetta, como su mismo encabezamiento declara: «Comiença un breve tractado compuesto por Johan de Flores, el qual por la siguiente obra mudó su nombre en Grimalte. La inuencion del qual es sobre la Fiometa (sic), y porque algunos de los que esto leyeren, por ventura no habrán visto tan famosa scriptura, me parecerá bien declararla en suma». Lo que Juan de Flores añadió se reduce á lo siguiente: Grimalte, enamorado de Gradissa, recibe de ella el encargo de peregrinar por el mundo en busca de la desventurada Fiameta. La encuentra por fin y la acompaña á Florencia, donde moraba su antiguo y ahora desdeñoso amante Pánfilo. Vanamente intenta la infeliz señora, ya por cartas, ya por una entrevista que prepara Grimalte, renovar la pasión dormida en el corazón del mancebo, y al verse con ásperas palabras rechazada y abandonada para siempre, cae en la más furiosa desesperación y muere impenitente. Grimalte la da sepultura, describe largamente su túmulo, y cumplidos estos fúnebres honores, desafía á campal batalla al ingrato Pánfilo, que arrepentido de la fealdad de su conducta y pesaroso de la catástrofe de que ha sido causa, niégase á aceptar el reto, se da por vencido y desaparece de su casa con intento de hacer asperísima penitencia en lugar apartado de todo comercio humano. Grimalte vuelve con estas nuevas á Gradissa, que en vez de concederle su amor se muestra cada vez más esquiva, y le ordena buscar de nuevo á Pánfilo, cuya resolución atribuye á cobardía. Más de veintisiete años empleó en este segundo viaje, hasta que en las partidas de Asia, y en lo más espeso de «una muy desesperada montaña», encontró á Pánfilo haciendo vida salvaje, y en [cccxxxiii]talle y figura que recuerda la aparición de Cardenio en Sierra Morena. Al principio guarda obstinado silencio, que era una de las condiciones de su penitencia, pero Grimalte no sólo consigue hacerle hablar, sino que se le ofrece por compañero en su soledad y espantosa vida. Por las noches son perturbados con infernales visiones en que ven pasar la sombra de la enamorada Fiameta, condenada á las llamas eternas por su desesperación final. Y aquí termina bruscamente la novela, quedando juntos en aquel horrible desierto el amante ingrato y el desdeñado. No está mal imitada en los razonamientos de esta novela la prosa de Boccaccio: hay calor de pasión en algunos trozos. Los versos que con frecuencia aparecen intercalados valen poco, y no son de Juan de Flores, sino de otro autor igualmente desconocido, cuyo nombre se expresa al final: «La sepultura de Fiometa con las coplas y canciones quantas son en este tractado hizo Alonso de Cordova». Este libro, cuyo original castellano es tan raro que sólo se conoce un ejemplar[488], fué traducido al francés por Mauricio Sceva, é impreso dos veces en Lyon y París, 1535 y 1536[489].

Más importancia tiene y más éxito logró la Historia de Grisel y Mirabella con la disputa de Torrellas y Braçayda, la qual compuso Juan de Flores a su amiga[490]; libro que tiene muy curiosa historia literaria, pues no sólo fué leído en las principales lenguas de Europa, sino que dejó algún rastro en las creaciones de muy preclaros ingenios. Una cuestión de amor, á la manera de las del Filocolo, constituye el fondo de este libro; pero está envuelto en una ficción sencillísima que ofrece por sí misma algún interés, y en la cual interviene un personaje español histórico.

«En el reyno de Escocia ovo un excelente rey de todas virtudes amigo, e principalmente en ser justiciero... Y este en su postrimera hedad ovo una hija que despues de sus dias sucedia en el reyno y a ésta llamaron Mirabella, y fue de tanta perfecion de gracias acabada, que ninguno tanto loarla pudo que el cabo de su merecer contar pudiesse. Y como ella fuesse heredera de su señorio del padre, no avia ningun emperador ni poderoso principe que en casamiento no la demandasse... Y el rey su padre, por no tener hijos y por el grande merecimiento que ella tenia, era dél tanto amada que a ninguno de los ya dichos la queria dar, y assimismo en su tierra no avia tan gran señor a quien la diesse, salvo a gran mengua suya. De manera que el grande amor suyo era a ella mucho enemigo, y como ya muchas vezes acaece quando hay dilacion en el casamiento de las mujeres ser causa de caer en verguença y yerros, assi a ésta despues acaescio. Pues en aquellos comedios, assi como su hedad crescia, crescian y doblaban las gracias de su beldad en tanto grado que qualquier hombre dispuesto a amar, assi como la mirasse le era forçado de ser preso de su amor, e tan en estremo la amavan que por su causa venian a perder las vidas, tanto que la flor de casa del rey su padre fenecio sus dias en esta tal guerra. De manera [cccxxxiv]que sabido por el rey la hizo meter en un lugar muy secreto que ningún varón verla pudiesse, por ser su vista muy peligrosa».

Al fin un caballero llamado Grisel logra por ocultos modos penetrar en la torre donde estaba encerrada Mirabella, la cual se rinde á su amor con la indecorosa presteza que era tradicional en las heroínas caballerescas: «E despues que algunos dias muy ocultos en grandes plazeres conservaron sus amores, ella no pudo encobrirlo a una grande y antigua sierva suya, porque en su camara más comunicara, y esta camarera suya amava mucho a un maestresala del rey, y como supo el secreto de su señora, no pudo su lealtad tanto sufrir que no lo descubriese al su amante lo que Mirabella y Grisel passavan, y él veyendo tan grande error, doliéndose mucho de la honra de su señor o por ventura de envidia movida, no pudo callarlo que al rey no publicasse la maldad que en su casa Grisel cometia. El qual como oyó tan feo caso, con gran discrecion buscó manera cómo ambos los tomassen en uno, y una noche estando Grisel en la cama con Mirabella el rey mandó cercar la casa, y aunque gran rato se defendio, pero a la fin tomados, en estrechas carceles por fuerça fueron puestos, y como el rey fuesse el más justificado principe que a la sazon se fallase en el mundo, aun en aquel caso no quisso usar de rigor ni de enojo acidental, mas como si fuessen sus yguales, con ellos se puso a justicia. E las leyes de su reino mandavan que qualquier que en tal yerro cayesse, el que más causa fuesse al otro de aver amado que padesciesse muerte, y el otro destierro por toda su vida, y como acaesce quando dos personas se aman el uno tener más culpa que el otro en la requesta, por esto las leyes no disponian que las penas fuessen yguales. Y luego por el rey expresamente fue mandado la pesquisa se hiziesse porque la verdad fuesse sabida quál de aquellos dos fuesse más digno de culpa... Pero tan secreto fue el trato de sus amores, que no podían saber quién avia más trabajado en la requesta y seguimiento del otro, salvo quanto la camarera dezia no averlo ella sabido hasta que ya entre ellos concertado estava. Y como por la pesquisa no oviesse lugar en condenar a uno más que a otro, fueron los juezes por mandado del rey donde Mirabella y Grisel estavan, a los quales tomaron juntamente y les demandaron que dixessen quién fue más causa al otro de tal error».

Como era natural, se establece entre los dos amantes una generosa competencia; quieren sacrificar recíprocamente sus vidas, y se echan á porfía todas las culpas. El enigma continúa insoluble y los letrados y oidores del Consejo Real se recusan por incompetentes. «Entonces dixo el rey que determinasen ellos en su consejo, a lo qual ellos respondieron que como fuessen personas más dadas al estudio de las leyes que de los amores, que no sabian en aquella causa determinar la verdad, pero que se buscasse por todo el mundo una dama y un caballero, los quales más pudiessen saber en amores, y más esperimentados fuessen en tales cosas. E que ella tomasse la voz de las mujeres, y él de los varones, e quien mejor causa y razon mostrasse en defension de su derecho, que aquel venciesse aqueste pleyto comenzado».

Tratábase, pues, de discutir y averiguar en tesis general, la cual había de tener sangrienta aplicación en aquel caso concreto, quién da mayor ocasión de amor, los hombres á las mujeres ó las mujeres á los hombres. Para llevar la voz del sexo femenino en este litigio fué elegida «una dama de las más prudentes del mundo en saber y en desenvoltura y en las otras cosas a graciosidad conformes, la cual por su gran merescer[cccxxxv] se habia visto en muchas batallas de amor y en casos dignos de gran memoria que le avian acaescido con grandes personas que la amaban y pensaban vencer... y esta señora avia nombre Braçayda».

El nombre de Brasaida parece reminiscencia del de Briseida, heroína de la Crónica Troyana; pero el abogado de los hombres y detractor de las mujeres es un caballero español muy conocido en nuestros cancioneros del siglo XV. «E assi mesmo fue buscado en los reynos de España un cavallero qual para tal pleyto pertenecia: al qual llamavan Torrellas, un especial hombre en el conocimiento de las mujeres y muy osado en los tratos de amor y mucho gracioso, como por sus obras bien se prueba».

Trátase, en efecto, de Mosén Pere Torrellas ó Torroella, mayordomo del príncipe de Viana y uno de los más antiguos poetas catalanes que alternaron el cultivo de su lengua nativa con el de la castellana. Muchas fueron, y por lo general picantes y de burlas, las poesías de Torrellas, pero ninguna le dió tanta notoriedad, haciéndole pasar por un nuevo Boccaccio, infamador sistemático de las mujeres, como sus Coplas de las calidades de las damas, insertas en el Cancionero de Stúñiga, en el General, y en otros varios, impugnadas por diversos trovadores, entre ellos Suero de Rivera y Juan del Enzina, glosadas y recordadas á cada momento por todos los maldicientes del sexo femenino, y sobre las cuales hasta llegó á inventarse la extraña leyenda de que las mujeres, irritadas con los vituperios de Torrellas, le habían dado por sus manos cruelísima muerte. Tal fué, sin duda, el germen de esta segunda parte de la novela de Juan de Flores. Torrellas está representado allí, no como un misógino intratable, sino como un burlador empedernido, como una especie de D. Juan Tenorio, que afrenta á las mujeres después de seducirlas[491].

No entraremos en los detalles del pleito entre Bresayda y Torrellas, cuyos repetidos alegatos son una serie de sutilezas bastante enfadosas. Triunfa el maligno catalán, y la infeliz Mirabella es condenada á la hoguera, á pesar de los llantos y súplicas de su madre. «Y después que el dia fue llegado que Mirabella muriese, ¿quien podria escrevir las cosas de gran magnificencia que para su muerte estaban ordenadas, y todas muy conformes a tristeza segun que el caso lo requeria?... Entre las cosas de piedad que alli fueron juntadas, eran quince mil doncellas vestidas de luto, las quales con llantos diversos y mucha tristeza ayudavan a las tristes lagrimas de la madre y desconsolada reyna... e despues desto trayan un carro, en el qual yva Mirabella con quatro obispos, que el cargo de su ánima tomavan, y luego alli Grisel, que por más crecer y doblar en su pena mandaron que viesse la muerte de Mirabella, y el rey con infinitas gentes cubiertas de luto y va al fin de todos, segun costumbre de aquel reyno, e salieron fuera de la ciudad donde Mirabella avia de morir quemada, porque las leyes de la tierra eran quien por fuego de amor se vence en fuego muera».

La despedida de Grisel y Mirabella está escrita con ternura. El desventurado amante se precipita en las llamas para no presenciar el suplicio de su amada, y el clamor popular salva á Mirabella. Pero no pudiendo sobrevivir á la pérdida de su amante, determina poner desesperado fin á sus días, y por una ventana de palacio se arroja «al corral donde el rey tenia sus leones», y es inmediatamente devorada por ellos.

[cccxxxvi]

Á Torrellas, principal causante de estos desastres, le perdió su vanidad y petulancia, porque «esforçandose en su mucho saber, presumia que él desamando alcanzaria mujeres más que otro sirviendo». Tuvo, pues, la extraña ocurrencia de ponerse á galantear á Brasayda, tan ofendida con él por su derrota, y atraído por ella con el señuelo de una falsa cita, cayó en poder de la reina y de sus damas, que para vengar á la cuitada Mirabella asieron de él, le ataron de pies y manos y le atormentaron con todo género de espantables suplicios, dejando, como se verá, poco que hacer á los catalanistas fervientes que ahora quisieran ejecutar sus iras en el triste de Torrellas, por haber coqueteado un tanto cuanto con la lengua castellana: «E fue luego despojado de sus vestidos, e ataparonle la boca porque quexar no se pudiesse, e desnudo fue a un pilar bien atado, e alli cada una traia nueva invencion para le dar tormento; y tales ovo, que con tenazas ardientes et otras con uñas y dientes raviosamente le despedazaron. Estando assi medio muerto, por crecer más pena en su pena, no lo quisieron de una vez matar, porque las crudas e fieras llagas se le resfriassen e otras de nuevo viniessen; e despues que fueron assi cansadas de atormentarle, de gran reparo la reina e sus damas se fueron alli cerca dél porque las viesse, e alli platicando las maldades dél, e trayendo a la memoria sus maliciosas obras... dezian mil maneras de tormentos, cada qual como les agradaba... E assi vino a sofrir tanta pena de las palabras como de las obras, e despues que fueron alzadas las mesas fueron juntas a dar amarga cena a Torrellas... E despues que no dexaron ninguna carne en los huesos, fueron quemados, de su ceniza guardando cada qual una buxeta por reliquias de su enemigo. E algunas ovo que por joyel en el cuello la traian, porque trayendo más a la memoria su venganza, mayor placer oviesen». Esta escena trágico-grotesca vale bastante más que las coplas satíricas de Torrellas, á las cuales confieso que nunca he podido encontrar gracia, ni menos malignidad, que mereciera tan cruento y espeluznante castigo. Verdad es que en su tiempo se le atribuían todos los libelos antifeministas, de lo que él mismo se queja en su primera carta á Brasayda: «E quando alguno quiere contra las damas maldezir, con malicias del perverso Torrellas se favorece, y aunque diga lo que yo por ventura no dixe, mi fama me haze digno que se atribuyan a mí todas palabras contra mujeres dañosas, y esto porque de los yerros agenos y mios faga agora penitencia».

Tal es la curiosa, aunque absurda, novela de Juan de Flores, cuyo éxito en el siglo XVI fué tan grande como es inexplicable hoy, considerando su flojo y desmazalado estilo. En su patria no tuvo más que cinco ediciones que sepamos, la última en 1533[492], [cccxxxvii]pero traducida al italiano por Lelio Aletiphilo (que parece ser la misma persona que el Lelio Manfredi, traductor de la Cárcel de Amor y del Tirante), salió remozada de las prensas de Milán en 1521 con el nuevo y flamante título de Historia de Aurelio é Isabella, nombres que al intérprete parecieron más elegantes y sencillos que los de Grisel y Mirabella. Sustituyó además el clásico nombre de Afranio al catalán de Torrellas, y el de Hortensia al de Brasaida. Esta versión fué reimpresa seis veces[493] y sirvió de texto á la francesa de Gil Corrozet[494] y á la inglesa de autor anónimo[495]. Utilizado el libro de Aurelio é Isabela como texto para la enseñanza de idiomas, sufrió en su mismo original castellano una especie de refundición en lenguaje más moderno, adoptando el cambio de nombres introducido por el traductor italiano, y desde 1556 por lo menos hubo ediciones bilingües francoespañolas, y más adelante ediciones políglotas en español, italiano, francés é inglés[496]. Al alemán fué traducido más tardíamente, y del francés, por Christiano Pharemundo, que la imprimió en Nuremberg, en 1630[497].

Libro tan leído no podía menos de ser imitado. Y lo fué primero nada menos que por el Ariosto, que en el episodio de Ginebra complicó las reminiscencias del Amadís y del Tirante con algunas circunstancias derivadas de la novela de Juan de Flores, fundada, como hemos visto, en l'aspra legge de Scozia. El lugar de la escena, la circunstancia que sólo en Ginebra y en Mirabella, y no en las demás heroínas similares, concurre, de ser hijas de un rey de Escocia; la intervención de la camarera que revela el secreto de los amores de su ama, y hasta las reflexiones de Reinaldo contra la injusta y tiránica ley, son indicios evidentes de esta imitación, á los ojos del sagacísimo Rajna[498].

[cccxxxviii]

Lope de Vega, que tantos temas novelescos aprovechó en sus comedias, tomó de la de Aurelio é Isabela el argumento de los dos primeros actos de La ley ejecutada. Antiguos comentadores ingleses de Shakespeare, entre ellos Malone, afirmaron sin fundamento alguno que Shakespeare, en La Tempestad, se había valido de la novela de Juan de Flores; no hay ni la más remota analogía entre ambas obras. Todavía hay quien habla vagamente de una novela española utilizada en esta ocasión por el gran dramaturgo inglés; pero esa novela, si existe, no es seguramente Aurelio é Isabela. En cambio, otro poeta contemporáneo de Shakespeare, Fletcher, tomó del libro de Juan de Flores una parte del argumento de su comedia Women pleased[499], y lo mismo hizo el francés Scudéry en su drama Le Prince déguisé (1636).

Ningún dato biográfico tenemos de Juan de Flores; ninguno tampoco de Juan de Segura, á quien pertenecen dos novelitas que imprimió anónimas en Venecia Alfonso de Ulloa en 1553[500], pero que llevan el nombre de su verdadero autor en las ediciones de Toledo, 1548; Alcalá, 1553, y Estella, 1564[501]. El primero de estas ensayos es un [cccxxxix]epistolario erótico: Processo de cartas de amores que entre dos amantes pasaron. Dícese traducido «del estilo griego», pero ninguna relación tiene con las colecciones de epístolas amatorias de los sofistas Alcifron y Aristeneto. Tampoco procede de las Lettere amorose del veneciano Alvise Pasqualigo, que no se imprimieron hasta 1569 y cuyo asunto es enteramente distinto. Creemos que Juan de Segura fué el primero entre los modernos que escribió una novela entera en cartas, generalizando el procedimiento que habían empleado ocasionalmente Eneas Silvio, Diego de San Pedro y aun otros autores más antiguos, como el poeta provenzal autor de Frondino y Brissona. Tiene la novela epistolar grandes ventajas para el análisis psicológico, como en el siglo XVIII lo mostró Richardson, y después de él los autores de La Nueva Heloisa, de Weríher y de Jacopo Ortis, por lo cual conviene notar aquí esta tan temprana aparición del género. Por lo demás, la acción en el librito de Juan de Segura es sencillísima, reduciéndose á los contrariados amores del protagonista con una dama á quien sus hermanos encierran en un convento para impedirla contraer el matrimonio que desea. Las cartas están bien escritas, en estilo agradablemente conceptuoso, muy urbano, elegante y pulido, en el tono de la mejor sociedad del siglo XVI.

Acompaña al Proceso otra obrita de Juan de Segura (que también se finge traducida del griego), Quexa y aviso contra Amor, la cual por los nombres de sus personajes podemos titular Lucindaro y Medusina. Es una extraña mezcla de discursos sentimentales, alegorías confusas y gran copia de aventuras fantásticas; en lo cual se distingue de todos los demás libros de su género, asimilándose mucho más á los de caballerías y aun á las novelas orientales. Todo el cuento está fundado en los prestigios de la magia. Un rey de Grecia muy versado en las artes de astrología encierra en un castillo á una hija suya para librarla de cierto horóscopo; pero la gran sabia Acthelasia desbarata sus planes haciendo que Lucindaro, hijo del rey de Etiopía, cuyos oráculos, signos y planetas le predestinaban para tal empresa, se enamore de la infanta por haberla visto en sueños, y penetre en la torre, merced á un anillo encantado que á ratos le hacía invisible. No entraremos á detallar las demás peripecias de tan complicada fábula: amor desdeñado al principio y favorecido después; tormentas y naufragios; un delfín que arrastra al sin ventura amador á los palacios submarinos de su protectora, la cual con sus artes mágicas le restituye á Medusina, cuyo bizarro atavío se describe en una página que es de las mejores del libro; sus desposorios y corto período de felicidad en el castillo del Deleite; la muerte de la princesa, contada con sencillez y ternura y acompañada de presagios que contribuyen al efecto trágico, y finalmente, la desesperada resolución de Lucindaro, que, imitando al Leriano de la Cárcel de Amor, se deja morir de hambre, después de haber devorado las cenizas del cuerpo de su amada.

No creo que puedan añadirse muchas novelas de este género á las que ya quedan mencionadas. En la Biblioteca Nacional existe una inédita, «Tratado llamado Notable de amor, compuesto por D. Juan de Cardona, á pedimento de la señora doña Potenciana de Moncada, que trata de los amores de un caballero llamado Cristerno y de una señora llamada Diana, y de las guerras que en su tiempo acaecían». Propónese el autor demostrar, mediante una narración que dice ser verdadera, «que en estos tiempos de agora ha tenido lugar el amor en los hombres acerca de las mujeres con tanta pasion y verdad y perseverancia como se cree haber habido en los tiempos pasados». Todos los nombres de los personajes de la novela encubren los de sujetos reales, y el[cccxl] autor nos da la clave al principio, aunque poco adelantamos con ella tratándose de personas desconocidas. La misma sustitución hay en los nombres de lugares: Medina del Campo está encubierto con el nombre de isla de Mitilene, y el riachuelo Zapardiel se transforma nada menos que en el mar Egeo.

Prescindiremos del primoroso Diálogo de amor de Dorida y Dameo, «en que se trata de las causas por donde puede justamente un amante, sin ser notado de inconstante, retirarse de su amor»; porque esta obra de autor anónimo, que imprimió corregida y enmendada Juan de Enzinas, vecino de Burgos, en 1593[502], no es novela, sino un tratado de psicología amatoria, que oscila entre la literatura galante y la filosófica, y puede considerarse como una imitación ó complemento de los Diálogos de Amor de León Hebreo, aunque carece de su profundidad metafísica.

Hay que eliminar, finalmente, del catálogo de nuestras novelas eróticas, la Historea de los honestos amores de Peregrino y Ginebra (que ya corría de molde antes de 1527), porque el «Hernando Diaz, residente en la universidad de Salamanca», que dedicó esta obra á D. Lorenzo Suárez de Figueroa, conde de Feria[503], no hizo más que traducir el libro italiano de Il Peregrino, compuesto por Jacopo Caviceo y dedicado por él en 1508 á la duquesa de Ferrara Lucrecia Borja[504]. El Peregrino no es sólo novela de amores, sino también de aventuras y de viajes; abunda en episodios ingeniosos, aunque no siempre honestos, y á pesar de la afectación del estilo, que es archilatinizado, se comprende que en su tiempo gustase. En castellano tuvo seis ediciones, por lo menos, y aunque el Santo Oficio la puso con razón en sus Indices desde 1559, creemos que sirvió de modelo á Jerónimo de Contreras para su Selva de aventuras, y que del título por lo menos se acordó Lope de Vega al escribir El peregrino en su patria.

Tanto el libro de Peregrino y Ginebra como el de Lucindaro y Medusina marcan un intento de renovación en el contenido y forma de la novela sentimental, que reducida á sus propios y escasos recursos no podía menos de caer en gran monotonía. Faltaba en ella lo que el vulgo de los lectores de este género de libros busca con preferencia: el interés de la acción exterior, los lances complicados y de difícil solución, que sin llegar á la maquinaria extravagante de los libros de caballerías, pudieran mantener gustosamente entretenida la curiosidad del lector, llevándole por peregrinos rodeos al [cccxli]desenlace. Satisfacían en parte esta necesidad las novelas bizantinas, cuyo carácter procuramos determinar al comienzo de este tratado. La erudición del Renacimiento las había desenterrado, y ya las principales corrían en lengua vulgar á mediados del siglo XVI. Heliodoro y Aquiles Tacio suscitaron muy pronto imitaciones, y en España se escribió la más memorable de ellas, los Trabajos de Persiles y Sigismunda, precedida por alguna otra no indigna de recuerdo. Pero antes de tratar de ella, diremos dos palabras sobre los intérpretes castellanos de uno y otro novelista griego.

La más antigua traducción del Teágenes y Clariclea, que sería probablemente la mejor, no ha sido descubierta hasta ahora. Consta que la hizo el docto helenista Francisco de Vergara, catedrático en la Universidad de Alcalá, discípulo de Demetrio el cretense y autor de la primera Gramática griega de autor español que se usó en nuestras aulas. Andrés Scotto y Nicolás Antonio[505] se refieren vagamente á un códice de su versión del Teágenes que se conservaba en la librería del Duque del Infantado, pero no existe ya entre los restos de aquella famosa biblioteca, incorporada después á la de Osuna y últimamente á la Nacional de Madrid.

Francisco de Vergara falleció en 1545, dejando inédito el Teágenes, y fué gran lástima que en vez de su trabajo se imprimiese otra versión ni buena ni directa, sino sacada servilmente de la francesa de Jacobo Amyot por un secreto amigo de su patria (¿acaso un protestante refugiado?) que lo entregó á las prensas de Amberes en 1554. En la portada confiesa lisa y llanamente el origen del libro: Historia Ethiopica, trasladada de frances en vulgar castellano... y corregida segun el Griego; pero de tal corrección dudamos mucho, porque si el traductor era capaz de leer el texto griego, para nada necesitaba recurrir al francés, ni menos emplear el original como supletorio, y además el prólogo mismo en que se habla de correcciones y de cotejo de varios ejemplares está traducido de Amyot, como todo lo restante[506].

Las traducciones de Amyot, especialmente su Plutarco, hacen época en la historia de la prosa francesa; pero el calco del anónimo de Amberes, en estilo incorrecto y galicano, no podía contribuir mucho á la popularidad del Teágenes en España, así es que en esta forma sólo fué reimpreso una vez, en Salamanca, 1581[507]. Pocos años después cayó en manos de un nuevo traductor, que tampoco sabía griego, pero que tuvo el buen acuerdo de guiarse por la interpretación latina literal del polaco Esteban Warschewiczk, [cccxlii]y encontró además un helenista de mérito que le hiciese el cotejo con el original. Tal fué la labor no despreciable del toledano Fernando de Mena, asistido por el Padre Andrés Schoto, flamenco de nación y profesor de Lengua Griega en la Universidad de Toledo. En esta forma apareció nuevamente la Historia de los leales amantes Teagenes y Cariclea, en Alcalá de Henares, 1587, y obtuvo hasta cinco reimpresiones, una de ellas la de París, 1615, algo retocada por el famoso intérprete y gramático César Oudín[508]. En esta versión de Mena, pura y castiza aunque algo lánguida, se leía aún el Teágenes á fines del siglo XVIII, como lo comprueba una edición de 1787, sin que prevaleciese contra ella la redundante y culterana paráfrasis que en 1722 había publicado D. Fernando Manuel de Castillejo con el título de La Nueva Cariclea[509]. Nada puedo decir de la traducción ó imitación en quintillas del médico de Granada D. Agustín Collado del Hierro, pues sólo la conozco por una referencia del Fénix de Pellicer[510] y por la noticia de Nicolás Antonio. Pero de la influencia persistente de Heliodoro en nuestra literatura da testimonio no sólo el Persiles, donde la imitación del Teágenes es menor de lo que generalmente se cree y de lo que da á entender el mismo Cervantes, sino la comedia de Calderón Los hijos de la fortuna y otra más antigua del doctor Montalbán Teágenes y Clariquea.

Afortunado hubiera sido Aquiles Tacio Alejandrino en encontrar por intérprete á D. Francisco de Quevedo, si la versión que éste hizo de la Historia de los amores de Leucipe y Clitophonte conforme á la letra griega no hubiese padecido el mismo naufragio que otras obras suyas, quedándonos sólo su memoria en las notas del Anacreonte Castellano del mismo Quevedo[511]. Y habiéndose perdido también, lo cual es menos de sentir, el Poema Jónico ó Épica Griega, extraño título que dió á su traducción derivada del latín, aunque «enmendada», según dice, «por el original griego» el inagotable grafómano D. José Pellicer de Ossau Salas y Tovar[512], sólo corrió de molde una paráfrasis harto infiel que D. Diego de Agreda y Vargas, novelista mediano y poco original, publicó en 1617, valiéndose de la traducción toscana de Francesco Angiolo Coccio[513].

(El Fenix y su historia natural, escrita en 22 ejercitaciones, diatribes o capitulos... por Don Josef Pellicer de Salas y Tobar... Madrid, 1603, fol. 107).

[cccxliii]

Pero ya en 1552 gran parte de los episodios de esta novela habían venido, á través de otra traducción italiana menos completa, á incorporarse en un libro español por varias razones notable que publicó en Venecia el poeta alcarreño Alonso Núñez de Reinoso con el título de Historia de los amores de Clareo y Florisea y las tristezas y trabajos de la sin ventura Isea, natural de la ciudad de Éfeso[514]. Ya Liebrecht indicó, aunque sin pararse á puntualizarlo, que esta obra era imitación de Leucipe y Clitofonte. Lo es, en efecto, pero sólo de los cuatro últimos libros, únicos que Reinoso conocía, según confiesa en su prólogo: «Habiendo en casa de un librero visto entre algunos libros uno que Razonamiento de amor se llama, me tomó deseo, viendo tan buen nombre, de leer algo en él; y leyendo una carta que al principio estaba, vi que aquel libro habia sido escrito primero en lengua griega y despues en latina, y ultimamente en toscana; y pasando adelante hallé que comenzaba en el quinto libro. El haber sido escrito en tantas lenguas, el faltarle los cuatro primeros libros fué causa que más curiosamente desease entender de qué trataba, y á lo que pude juzgar, me pareció cosa de gran ingenio y de viva y agraciada invencion. Por lo cual acordé de, imitando y no romanzando, escribir esta mi obra, que Los amores de Clareo y de Florisea y trabajos de la sin ventura Isea llamo; en la cual no uso más que de la invencion, y algunas palabras de aquellos razonamientos».

[cccxliv]

Alonso Núñez omite el nombre del autor griego á quien verdaderamente imita, porque de seguro la obra era anónima para él. Los Ragionamenti Amorosi, de que él se valía, eran los de Ludovico Dolce, impresos en 1546, y en ellos la novela se da como fragmento de un antiguo escritor griego[515]. Anónima estaba también en la versión latina que siguió Dolce, que es la primera de Aníbal Cruceio milanés, impresa en 1544 y dedicada á D. Diego Hurtado de Mendoza[516]. Tal omisión se explica teniendo en cuenta que Cruceio tradujo de un manuscrito griego imperfecto, donde faltaban los cuatro primeros libros, y con ellos el nombre del autor, y sólo diez años después llegó á descubrir la obra entera con la noticia de su legítimo dueño.

Disipada, pues, la oscuridad que hasta ahora envolvía los orígenes de Clareo y Florisea, á pesar de la honrada y leal confesión de su autor, conviene estudiar en la novela misma los cambios, adiciones y supresiones que en ella hizo el imitador. Consta Clareo y Florisea de treinta y dos capítulos, pero la imitación de Leucipe y Clitofonte termina en el diez y nueve. Aun en estos primeros capítulos hay algunos enteramente ajenos á la fábula griega, que por lo demás sigue con bastante fidelidad, traduciendo pasajes nada cortos. Pero suele abreviar con buen gusto las interminables descripciones en que se complace el gusto sofístico de Aquiles Tacio, y prescinde casi siempre de sus digresiones geográficas y mitológicas, tan curiosas algunas. Reducida la acción á sus elementos novelescos, todavía hizo en ella algunas alteraciones más ó menos felices. Como no conocía los cuatro primeros libros de la novela griega, ni el motivo del viaje de Leucipe y Clitofonte (nombres que cambió por los menos exóticos de Clareo y Florisea), tuvo que inventarle, é imaginó una combinación que luego reprodujo Cervantes en el Persiles. Clareo y Florisea son prometidos esposos; pero el primero, á causa de un voto ó promesa, había dado palabra de no casarse con Florisea en un año, «sino tenella como su propia hermana». Con la llegada á Alejandría de ambos amantes comienza la imitación de Aquiles Tacio, conservando algunos nombres del original y cambiando otros. Menelao, por ejemplo, es en el texto griego un amigo fiel de Clitofonte; en el español desempeña el mismo papel que el corsario Cherea de la primitiva novela. Roba á Florisea con engaño, y viéndose perseguido en la mar, finge descabezarla y echar su cuerpo á las olas, inmolando en lugar suyo á una infeliz [cccxlv]esclava. Clareo queda solo é inconsolable en Alejandría, donde se enamora de él una dama rica y hermosa, que en nuestro libro se llama Isea y en el de Aquiles Tacio Melita, la cual se creía viuda por tener falsas nuevas de haber naufragado su marido. Clareo resiste por largo tiempo al amoroso asedio de la apasionada Isea, pero vencido por lo precario de su situación y por los consejos é instancias de su amigo Rosiano acaba por consentir en el matrimonio, si bien poniendo por condición que no se consumará hasta que lleguen á Éfeso, patria de la supuesta viuda. Hacen, en efecto, el viaje, pasando el suplicio de Tántalo la pobre Isea; pero Clareo, siempre fiel á la memoria de Florisea, inventa nuevos pretextos para dilatar la unión conyugal, y entre tanto encuentra á su amada entre las esclavas de su nueva mujer. Para complicar la situación, sobreviene en mal hora Tesiandro (Tersandro en Aquiles Tacio), el marido de Isea, que pasaba por muerto; arma tremendo escándalo en su casa, insulta y golpea furiosamente al que tiene por adúltero, y acaba por hacerle encerrar en una prisión y someterle á un proceso. Un confidente de Tesiandro le habla de su esclava Florisea, ponderándole su hermosura; la ve, queda prendado de ella; intenta vencer brutalmente su resistencia, y no lográndolo, la secuestra en escondido lugar y hace correr voz de que había sido asesinada. Llega la falsa noticia al preso Clareo: cae en la más negra desesperación, y para salir pronto de esta vida y vengarse al mismo tiempo de Isea, á quien tiene por autora ó instigadora del crimen, se declara culpable de él y la delata como cómplice. Es sentenciado á muerte, pero le salva la oportuna aparición de Florisea, que ha logrado escapar de su encerramiento y viene á poner en claro la verdad de todo. Los dos amantes vuelven á su patria Bizancio, donde celebran sus bodas, y la infortunada Isea, en cuya boca pone el autor castellano la narración de todos estos trabajos, que en la novela griega cuenta el mismo Clitofonte, vuelve á peregrinar por tierras y mares, pero ya como mera espectadora de muy diversas aventuras.

Comparado este relato con el de Aquiles Tacio, se observan algunas modificaciones muy felices. Reinoso ha ennoblecido el carácter de Clareo; le ha hecho menos pasivo, menos quejumbroso, menos apocado y cobarde que en la novela original, donde todo el mundo aporrea impunemente al triste Clitofonte, sobre todo el brutal marido de Isea. Ha presentado con más tino, y delicadeza la pasión de la viuda, que llega á interesar en algunos momentos por lo patético y bien sentido de sus quejas. Otro rasgo notable de depuración moral y estética á un tiempo se debe al imitador español. Tanto Clareo como Isea quedan libres de toda mancha y sospecha de adulterio, ni involuntario siquiera, si vale la expresión. Por el contrario, Aquiles Tacio hace que Melita, aun después de la vuelta de su marido, insista en su furiosa pasión y logre triunfar por una vez sola de la resistencia de Clitofonte; con lo cual destruye todo el pensamiento de su obra, fundada en la mutua fidelidad de Leucipe y su amante. Esta distracción del novelista griego tiene consecuencias análogas á las que trajo en el Amadís la famosa enmienda de Briolanja. Leucipe, que había guardado incólume su castidad, puede arrostrar impávida la prueba de la gruta de la siringa, que sonaba melodiosamente cuando entraba una virgen (aventura tan parecida á la del arco de los leales amadores)] pero Melita no puede salir airosa de la prueba del agua Stygia, sino merced á una restricción mental que dista poco de un falso juramento. Alonso Núñez suprimió estas pruebas, en lo cual no hizo bien, porque son interesantes y poéticas, y abrevió además secamente el final, suprimiendo todas las escenas del templo de Diana[cccxlvi] y la oportuna llegada de Sostrato, padre de Leucipe, que tanto contribuye al desenlace. Pero en general la novela bizantina no salió empeorada de sus manos, y aunque la prosa de Aquiles Tacio es más trabajada, su elegancia sofistica agrada menos que la candorosa y apacible sencillez del estilo de Reinoso. La imitación clásica no se limita en éste á un solo modelo. El mismo dice en su segunda dedicatoria que quiso remedar también á Ovidio en los libros de Tristibus, á Séneca en las tragedias y á otros autores latinos. Con efecto, son visibles estas imitaciones, especialmente las de Séneca el Trágico. Gran parte del capítulo IX, que contiene las quejas y lamentaciones de Isea desdeñada por Clareo, está tejida con palabras y conceptos que pronuncia Fedra en el Hipólito, y la confidenta Ibrina representa el mismo papel que la Nutrix en la tragedia del poeta cordobés. Hay una bajada al infierno llena de reminiscencias del libro sexto de la Eneida, y un lindo elogio de la vida pastoril taraceado del «O fortunatos nimium» de las Geórgicas y del «Beatus ille» de Horacio[517]. Trozo es éste que no me parece muy inferior al celebrado discurso de Don Quijote sobre la edad de oro, con el cual tiene mucha analogía de factura. Y es cierto que Cervantes había leído con mucha atención el libro de los Amores de Clareo, del cual hay algunas reminiscencias en el Persiles[518].

Aunque la fábula general, en la primera parte del libro de Reinoso, sea la de Aquiles Tacio, hay varios episodios que parecen originales del poeta de Guadalajara, y nada tienen que ver con la antigüedad griega y latina. Tales son las maravillas de la Ínsula Deleitosa y la historia de la infanta Narcisiana, la cual era tan hermosa y tenía tanta fuerza en el mirar, que con su vista mataba; por lo cual sus padres la habían confinado en aquella isla donde ningún hombre verla pudiese, y aun allí, «tenia delante de su rostro una forma de velo o antifaces, porque ansi pudiera ver, y siendo por ventura [cccxlvii]vista no matar». Otra novela hay (cap. X) cuya acción pasa en Valencia, y que pertenece al género trágico de Mateo Bandello, recordando algo su principio y su fin la de Diego de Centellas, que tiene el número 42 en la colección del ingenioso dominico lombardo. La descripción de la ínsula de la Vida y de los huertos, ejercicios y recreaciones de sus moradores (caps. XI y XII) es una curiosa pintura de la vida cortesana en Italia, enteramente anacrónica con el resto del libro. No lo es menos el reto y batalla campal de Clareo y el corsario Menelao. Y aunque Reinoso insiste mucho en que su obra no se confunda con «las vanidades de que tratan los libros de caballerias», y aguza su ingenio para explicar alegóricamente todas las acciones de sus personajes, es lo cierto que en cuanto abandona las pisadas de Aquiles Tacio, y aparece en escena el andante paladín Felesindos, su libro se convierte en uno más de caballerías, tan absurdo y desconcertado como cualquier otro, aunque mejor escrito que la mayor parte de ellos. No nos perderemos en el laberinto de esta última parte, que ningún interés ofrece, siendo conocidas tantas muestras de su género. Lo más curioso é inesperado es el final, que contiene una sátira nada benévola contra los conventos de monjas[519]. Viéndose rechazada Isea de uno de ellos por su pobreza y oscuro linaje, determina recogerse en la ínsula Pastoril, donde escribe sus memorias, de las cuales promete una segunda parte.

Pocas noticias quedan del autor de este ingenioso libro, fuera de las que él mismo da en las poesías líricas que acompañan á su novela. Era natural de Guadalajara, como queda dicho, y parece haber pasado algunos años de su juventud en Ciudad Rodrigo, donde frecuentó el trato y amistad de Feliciano de Silva, á quien admiraba demasiado, pero cuyo estilo no imitó por fortuna suya. En una de las composiciones que escribió en Italia deplora en términos muy sentidos la ausencia de su amigo:

Y si con estos enojos
Soledad[520] de España siento,
Luego revientan los ojos
[cccxlviii]Con las lágrimas, despojos
Del cansado pensamiento.
..........................................
Que estoy en Ciudad Rodrigo
Muchas veces finjo acá,
Y conmigo mismo digo:
«Este camino que sigo
A los Alamos irá».
Y digo: «contento, ufano
Y alegre podré llegar
A casa de Feliciano,
A donde continuo gano
Por tal ingenio tratar»...

De otros amigos y amigas suyas de aquella ciudad y de Guadalajara trata en los versos que siguen, acordándose especialmente de doña Ana de Carvajal, de una doña Juana Ramírez y de su propia hermana doña Isabel de Reinoso. En una de sus dedicatorias habla de «cierta comedia» que había dirigido al duque del Infantado, y que había sido corregida y enmendada por el señor de Frexno de Torote, D. Juan Hurtado de Mendoza, buen caballero, buen regidor y procurador á Cortes, pero poeta infeliz, autor de El buen placer trobado en trece discantes de cuarta rima castellana (1550); libro que, como tantos otros, tiene su mayor mérito en la rareza. Reinoso se muestra agradecido á sus buenos oficios, no menos que á los del caballero italiano Juan Micas, á quien dedicó la historia de Clareo. Su vida parece haber sido aventurera y azarosa. De una epístola suya á Feliciano se infiere que comenzó la carrera de Leyes, probablemente en la Universidad de Salamanca, lo cual puede explicar sus estancias en la vecina Ciudad Rodrigo. Como tantos otros españoles pasó á Italia, pero su viaje debió de tener más de forzado que de voluntario, á juzgar por los versos en que habla de su destierro, que no parece metafórico:

Ha consentido mi hado
Y mi suerte me condena
A que viva desterrado
Y que muera sepultado
Sin placer en tierra ajena;
A donde todo me daña,
Donde mi muerte se ve,
Pues morando en tierra extraña,
Con la memoria d' España
Como viva yo no sé.

En Italia obtuvo fama de poeta, y uno de sus encomiadores fué el mismo Ludovico Dolce, de cuyos Ragionamenti tomó la idea de su novela, que el mismo Dolce celebró en un soneto inserto en los preliminares del libro. Los endecasílabos de Reinoso valen poco, y él mismo confiesa que muchas veces no tienen la acentuación debida, sino la que cuadraría al verso de doce sílabas ó de arte mayor. En las coplas castellanas es fácil, tierno y afectuoso, pero su prosa es infinitamente mejor y más limada que sus versos. La Historia de Clareo y Florisea fué traducida inmediatamente al francés[cccxlix][521] y tiene el mérito de ser, si no nos equivocamos, la más antigua imitación de las novelas griegas publicada en Europa, puesto que la del seudo Atenágoras, que pasa por la más antigua, no apareció hasta 1599.

Más independiente de los modelos bizantinos, y más enlazada con la vida actual, se presenta la Selva de aventuras que el cronista Jerónimo de Contreras publicó antes de 1565, puesto que la edición de Barcelona de dicho año no parece ser la primera. Hay, por lo menos, seis posteriores á esa fecha[522] y una traducción francesa de Gabriel Chapuys (1580), que fué reimpresa varias veces[523]. Todo esto prueba que la Selva se leyó bastante, y hoy mismo es de fácil y no desapacible lectura. El argumento es sencillo y bien combinado, en medio de la extremada pero no confusa variedad de episodios.

Un caballero sevillano llamado Luzmán, enamorado de la doncella Arbolea, á quien había conocido desde la infancia, la pretende en matrimonio; pero ella, resuelta á abrazar la vida monástica, le quita toda esperanza con muy corteses razones: «Nunca yo pudiera creer, Luzmán, que aquel verdadero amor trabado y encendido desde nuestra juventud, pudiera ser por ti en ningun tiempo manchado, ni derribado de la cumbre donde yo por más contentamiento suyo y mio le habia puesto. Pesame que de casto y puro amor le has vuelto comun deseo y apetito sensual, siendo primero contemplacion y recreación del ánima... No dejo de conocer que lo que pides, y como hombre deseas, que es bueno; mas si hay otro mejor, no se debe de dejar lo más por lo menos.

[cccl]

Quiero decir que yo te he amado por pensamiento, que en mí no se efectuase otro amor más que aquel que sola nuestra amistad pedia; porque yo siempre estuve determinada de nunca me casar, y asi he dado mi limpieza a Dios y toda mi voluntad, poniendo aqui el verdadero amor, que jamas cansa ni tiene fin».

El desconsolado amante busca alivio en la ausencia, y parte para Italia en hábito de peregrino. La narración de este viaje y de las extrañas cosas que en él vió Luzmán es el principal asunto de los siete libros cortos en que la Selva se divide. Siguiendo el holgado modo de novelar que ya vimos indicado en el Libro Félix de Raimundo Lulio y que adoptaron los autores de novelas picarescas, cada uno de los personajes que el protagonista va encontrando le refiere su historia y le pide ó le da consejo. Entre estas historias hay algunas muy interesantes y románticas, como la del caballero aragonés Erediano (¿Heredia?) y Porcia, sobrina del duque de Ferrara: dos amantes que hicieron vida solitaria y murieron en el desierto; la del penado Salucio, que parece prototipo de Cardenio; la del marqués Octavio de Mantua. Hay tipos ingeniosamente trazados, como el pobre Oristes, el rico y avaro Argestes, el espléndido y hospitalitario Virtelio; episodios de novela pastoril, disputas de casuística amorosa, tres églogas representables, una de las cuales, la de Ardenio y Floreo, el pastor amoroso y el desamorado, recuerda la disputa de Lenio y Tirsi en la Galatea de Cervantes; una representación escénica del Amor Humano y el Amor Divino, y otra que se supone hecha en la plaza de San Marcos de Venecia, y gran cantidad de versos líricos de todas medidas, escritos con elegancia y rica vena. En el curso de su peregrinación, el héroe visita la cueva y oráculo de la Sibila Cumea (la sabia Cuma), y encuentra reinando en Nápoles al magnánimo Alfonso V de Aragón. Volviendo á España, cae en poder de unos corsarios que le llevan cautivo á Argel (lugar común de tantas novelas y comedias posteriores); logra rescatarse, y al llegar á Sevilla encuentra que su amada Arbolea había tomado el velo. Hay rasgos muy delicados en la última entrevista de los dos amantes.

«Y luego esa tarde se fue Luzmán al monasterio donde estaba su señora, y preguntó por ella: a Arbolea le fue dicho cómo un pelegrino la buscaba; ella, no sabiendo quién fuese, se paró a una reja, y aunque vio a Luzmán, no le conocio; mas él, cuando vido a ella, conocióla muy bien; y sin poder detener las lagrimas, comenzo a llorar con gran angustia. Arbolea, muy maravillada, no pudiendo pensar qué fuese la causa porque aquel pobre asi llorase ante ella, le preguntó diciendo: «¿Qué sientes, hermano mio, o qué has menester desta casa? ¿Adónde me conoces, que has llamado a mí más que a otras destas religiosas?» Luzmán, esforzando su corazón, y volviendo más sobre sí, respondió a Arbolea, diciendo: «No me maravillo yo, señora Arbolea, que al presente tú no me conozcas, viéndome tan mudado del que solia ser con los grandes trabajos que por tu causa he pasado: ves aqui, señora, el tu Luzmán, a quien despreciaste y tuviste en poco sus servicios, no conociendo ni queriendo conocer el verdadero amor que te tuvo, a cuya causa ha llegado al punto de la muerte, la cual de más cortés que piadosa ha usado con él de piedad; y esto ha sido porque volviese a tu presencia; pues agora venga la muerte, que contenta partirá esta afligida ánima, guardando el cuerpo en su propia naturaleza»; y diciendo esto, calló vertiendo muchas lagrimas.

«Arbolea, que entendio las palabras de Luzmán y le conocio, que hasta entonces no habia podido conocerlo, porque vio sus barbas muy largas, sus cabellos muy cumplidos y ropas muy pobres, aquel que era la gentileza y hermosura que en su tiempo[cccli] habia en aquella ciudad, lleno de gracias, vistiendose tan costosamente que ningún caballero le igualaba; pues, vuelta en sí, aunque con gran turbacion, alegrose en ver aquel a quien tanto habia amado, que por muerto tenia, y respondiole diciendo asi: «No puedo negar ni encubrir, mi verdadero hermano y señor, la gran tristeza que siento en verte de la manera que te veo; mas por otra parte, muy alegre doy gracias a Dios que con mis ojos te tornase a ver, porque cierto muchas veces he llorado tu muerte, creyendo que ya muerto eras; y pues eres discreto y de tan principal sangre, yo te ruego me perdones, si de mí alguna saña tienes, y te conformes con la voluntad de aquel por quien todas las cosas son ordenadas; que yo te juro por la fe que a Dios debo, que no fue más en mi mano, ni pude dejar el camino que tomé, que ya sabes que no se menea la hoja en el árbol sin Dios, cuanto más el hombre con quien él tanta cuenta tiene. To te ruego, desechada tu tristeza, alegres a tus padres y tomes mujer, pues por tu valor la hallarás como la quisieres, y de mí haz cuenta que fui tu hermana, como lo soy y seré mientras viviere». Decia estas palabras la hermosa Arbolea con piadosas lagrimas, a las cuales respondio Luzmán: «Al tiempo que tú, señora, me despediste cuando más confiado estaba, entonces desterré todo el contentamiento, y propuse en mí de no parecer más ante tus ojos, y nunca ante ellos volviera, sino que entendi que estabas casada, lo cual jamas pude creer, mas por certificarme, quise venir ante tu presencia; y pues ya no tienen remedio mis lagrimas ni mis suspiros, ni mis vanos deseos, quierome conformar con tu voluntad, pues nunca della me aparté; y en lo que me mandas que yo me case, no me tengas por tal que aquel verdadero amor que te tuve y tengo pueda yo ponerlo en otra parte: tuyo he sido y tuyo soy, y así quiero seguir lo que tú escogiste, casandome con la contemplación de mi cuidado, que no plega a Dios que otra ninguna sea señora de mi corazón sino tú que lo fuiste desde mi juventud».

Para cumplir su propósito, Luzmán se despide de sus padres, construye una ermita cerca del monasterio de Arbolea y hace allí vida penitente el resto de sus días. Bello y romántico final, que recuerda la balada de Schiller El caballero de Togenburgo ó la imitación que de ella hizo nuestro Piferrer en su Ermitaño de Monserrat.

La originalidad de la Selva de aventuras parece incontestable. De las novelas anteriores, sólo la de Peregrino y Ginebra tiene alguna remota analogía de plan, pero hay mucha distancia del espíritu liviano de aquella narración á la intachable pureza moral de ésta. Todo en ella respira gravedad y decoro, y á la verdad, no se explica que el Santo Oficio, tan indulgente ó indiferente con este género de literatura, hiciese la rara excepción de llevar Luzmán y Arbolea al Índice expurgatorio.

Poco sabemos de la vida de Jerónimo de Contreras, que se titula capitán en el frontispicio de alguno de sus libros. Consta por declaración propia que en 1560 obtuvo de Felipe II la merced de un entretenimiento en el reino de Nápoles, y que todavía permanecía allí diez años después cuando puso término á su Vergel de varios triunfos, que luego se imprimió con el título de Dechado de varios subjectos (1572), especie de alegoría moral en forma de sueño, entremezclada con elogios en prosa y verso de reyes y varones ilustres españoles antiguos y modernos[524]. «Contreras es escritor fácil, rico y castizo (dice Gallardo hablando de esta obrita); sus versos parece que se le caían de la pluma, especialmente el que llamamos por excelencia verso castellano, las redondillas». Á pesar de su título de cronista, no conocemos obras históricas de él, y no son flojos, aunque sin duda voluntarios, los anacronismos en que incurre en su novela, bien que en su tiempo nadie reparaba en esto.

Así como el Clareo y Florisea es el germen del Persiles, así la Selva de aventuras, con sus cuadros de viajes, con sus intermedios dramáticos y líricos, nos parece el antecedente más inmediato de El Peregrino en su patria de Lope de Vega y de otras misceláneas novelescas semejantes á ésta.

NOTAS:

[445] En el libro ya citado, del Dr. Sanvisenti, I primi influssi di Dante, del Petrarca e del Boccaccio sulla Letteratura spagnola (pág. 395 y ss.) se da noticia detallada de este códice, insertando el índice de los capítulos.

[446] La Fiameta de Juan Vocacio (frontis grabado, al reverso del cual está la tabla de los nueve capítulos ó partes de la obra). Al fin: «Fue impresso ē la muy noble e leal cibdad de Salamanca en el mes de enero del año de mil y quatrocientos y noventa y siete años». Fol. gót. á dos columnas.

Libro llamado Fiameta por q trata d' los amores d' una notable dueña napolitana llamada Fiameta, el ql libro cōpuso el famoso Juan Vocacio, poeta florentino... (Colofón): «Fenesce el libro de Fiameta... impresso en la muy noble y leal ciudad d' Sevilla por Jacobo Crōbreger aleman: acabose en diez y ocho días de agosto. Año d' l señor de mil y quinientos y veynte y tres años». Fol. gót. á dos columnas.

Libro llamado Fiameta... Va compuesto por sotil y elegante estilo. Da a entender muy particularizadamente los efectos que hace el amor en los animos ocupados de pasiones enamoradas. Lo qual es de gran prouecho por el auiso que en ello se da en tal caso. 1541.

(Colofón)... «Fue impresso en la muy noble y leal ciudad de Lisboa por Luys Rodriguez, librero del Rey nro. señor, Acabose a XII dias de Diciembre. Año de M.d.XL. y uno. 4.º let. gót.

No creo que esta traducción anónima sea la misma que, según dice Pons de Icart en sus Grandezas de Tarragona (fol. 262 vto.), hizo Pedro Rocha, natural de aquella ciudad. Más verosímil es que le pertenezca la versión catalana.

[447] Laberinto de amor: que hizo ē toscano el famoso Juā bocacio: agora nueuamēte traduzido en nuestra lengua castellana. Año de M.D.XLVI.

(Colofón): «Fue impresso este tratado ē la muy noble y muy leal ciudad de Seuilla: en Casa de Andres de Burgos, impressor de libros. Acabose a tres dias del mes de Agosto. Año del nascimiento de nuestro Saluador Jesu Cristo de mil y quinientos y quarenta y seys. 4.º.

[448] Trece questiones muy graciosas sacadas del Philoculo del famoso Juan Bocacio, traducidas de lēgua Toscana en nuestro Romance Castellano con mucha elegancia y primor. 1546.

(Colofón): «Impresso en la imperial ciudad de Toledo en casa de Juan de Ayala. Año M.D.XLVI». En 4.º.

Edición descrita por Gallardo (n.º 2.724 del Ensayo). Hay otra de Toledo y del mismo impresor, 1549, de la cual existe un ejemplar en la Biblioteca de Palacio.

[449] Véase en el volumen XXXI de la Romania el interesante estudio de Rajna, L'episodio delle questioni d'amore nel «Filocolo» del Boccaccio.

[450] Historia muy verdadera de dos amātes Eurialo Franco y Lucrecia Senesa que acaecio enl año de mil y quatrocientos y treynta y qtro años en presencia del emperador Sigismundo hecha por Eneas Silvio despues papa Pio segundo. Item otro su tratado muy prouechoso de remedios contra el amor. Item otro de la vida y hazañas del dicho Eneas. Item ciertas sentencias y prouerbios d' mucha excelencia d'l dicho eneas.

Salvá describe esta edición, al parecer de fines del siglo XV, en 4.º let. gót. sin foliatura. El volumen estaba incompleto, comprendiendo sólo la historia de Eurialo y Lucrecia. Puede ser el mismo libro que en el Registrum de D. Fernando Colón está anotado con el siguiente colofón: «Fue impressa la presente historia en Salamanca a xviii dias del mes de octubre de mil y quatrocientos y noventa y seys». Advierte D. Fernando que contenía los otros tres tratados.

Hay otras impresiones de Sevilla por Jacobo Cromberger, 1512, 1524 y 1530.

Tengo presente el original latino en una edición de 1485, cuyo final dice: «Æneæ Silvii Picholominei Senensis poetæ laureati: postea Pii papæ Secundi nūcupati: hystoria de duobus amantibus feliciter finit: Sub anno dni. M.CCCC.LXXXV, die XV. mēsis Julii. Sedente Innocentio Octauo pontifice maximo: anno eius primo».

Forma parte también de la colección de las obras de Eneas Silvio formada por Hoper (Basilea, 1571), fols. 623-644.

Conviene advertir que la llamada traducción italiana de Alejandro Braccio, impresa en 1489 y muchas veces después, es una paráfrasis sumamente amplificada, ó más bien una composición nueva, en que se cambia hasta el desenlace de la novela, trocándole de trágico y lastimero en alegre y festivo. Vid. Epistole di due amanti composte dal fausto et eccellente Papa Pio tradutte in vulgare con elegantissimo modo. In Venetia per Mathio Pagan, 1554. 8.º.

[451] Ambos trataditos están reimpresos en un tomo de la Biblioteca rara del editor Daelli (Mezcolanze d'amore, Milán, 1863).

[452] Cita de pasada esta versión el prologuista de Curial y Güelfa, pág. X.

[453] Historia de las ideas estéticas en España, t. III, segunda edición.

[454] Vid. Lieder des Juan Rodriguez del Padron... von Dr. Hugo A. Rennert... Halle, 1893 (extracto del tomo XVII del Zeitschrift für Romanische Philologie).

[455] Es lástima que libro tan peregrino haya llegado á nuestros días en una sola é incorrectísima copia, la contenida en el códice Q-224 de la Biblioteca Nacional. En algunas partes apenas hace sentido, y parece que faltan palabras. De ella proceden las dos ediciones que se han hecho de esta novela, la primera por D. Manuel Murguía en su no terminado Diccionario de escritores gollegos (Vigo, 1862) y la segunda por D. Antonio Paz y Meliá en su excelente colección de las Obras de Juan Rodríguez de la Cámara (ó del Padrón), impresa en 1884 por la Sociedad de Bibliófilos Españoles.

[456] Esta entretenida narración, que se halla en un códice de la Biblioteca Nacional, y que á juzgar por su principio debió de formar parte de una colección de biografías ó cuentos de trovadores, en que también se hablaba de Garci Sánchez de Badajoz, fué publicada por D. Pedro José Pidal en la Revista de Madrid (noviembre de 1839), reproducida en las notas del Cancionero de Baena y últimamente en los apéndices de las Obras de Juan Rodríguez del Padrón.

[457] Minorum subiit institutum in patria, ubi, concessis facultatibus cœnobio construendo, vitam duxit religiosissimam. Floruit sub annum 1450 (Scriptores Ordinis Minorum, en el articulo Fray Juan de Herbón).

[458] El P. Fidel Fita, S. J., discurre docta é ingeniosamente sobre la topografía y alusiones históricas de la novela de Juan Rodríguez del Padrón, en el capítulo VIII del libro que en colaboración con D. Aureliano Fernández Guerra publicó en 1880, con el título de Recuerdos de un viaje á Santiago de Galicia.

[459] Del Triunfo de las donas no se conocen más que dos códices: uno de la biblioteca del Duque de Frías y otro de la Nacional. Las copias de la Cadira abundan más; hay una en el Museo Británico, otra en la Academia de la Historia y otra entre los manuscritos de la Casa de Osuna, agregados hoy á la Nacional. Teniendo presentes la mayor parte de estos textos y notando las variantes, ha publicado ambas obras el Sr. Paz y Meliá, sin olvidarse de añadir la traducción francesa del Triunfo, hecha en 1460 por un portugués llamado Fernando de Lucena, en la corte de Felipe el Bueno, Duque de Borgoña. Se conservan dos manuscritos de esta versión (uno de ellos muy lujoso) en la Biblioteca de Bruselas, y Brunet cita una edición de 1530.

[460] Publicada por el Sr. Paz y Meliá en los apéndices de su colección.

[461] En una de estas epístolas apócrifas, la de Troylo á Briseyda, se lee el siguiente pasaje, en verdad muy poético, y que á su discreto editor le ha traído á la memoria una divina escena de Julieta y Romeo:

«Miembrate agora de la postrimera noche que tú e yo manimos en uno, e entravan los rayos de la claridat de la luna por la finiestra de la nuestra camara, y quexavaste tú, pensando que era la mañana, y decias con falsa lengua, como en manera de querella: «¡Oh fuegos de la claridat del radiante divino, los quales, haziendo vuestro ordenado curso, vos mostrades y venides en pos de la conturbal hora de las tinieblas! Muevan vos agora a piedad los grandes gemidos y dolorosos sospiros de la mezquina Breçayda, y cesat de mostrar tan ayna la fuerza del vuestro gran poder, dando logar a Bresayda que repose algund tant con Troylos su leal amiga». E dezias tú, Bresayda: «¡Oh quánto me ternia por bienaventurada si agora yo supiese la arte magica, que es la alta sciencia de los magicos, por la qual han poder de hacer del dia noche y de la noche dia por sus sabias palabras y maravillosos sacrificios!... ¿E por qué no es a mí posible de tirar la fuerza al dia» E yo, movido a piedat por las quexas que tú mostrabas, levantéme y salli de la camara, y vi que era la hora de la media noche, quando el mayor sueño tenia amansadas todas las criaturas, y vi el ayre acallantado, y vi ruciadas las fojas de los arboles de la huerta del alcazar del rey mi padre, llamado Ilion, y quedas, que no se movian, de guisa que cosa alguna no obraban de su virtut. E torné a ti y dixete: «Breçayda, no te quexes, que no es el dia como tú piensas». E fueste tú muy alegre con las nuevas que te yo dixe...».

Como Shakespeare conoció las Historias de Troya en la versión de Guillermo Caxton, y tomó de allí el argumento de Troilus and Cressida, puede explicarse fácilmente la analogía de ambos pasajes.

[462] D. Antonio Paz y Meliá, en el tomo de Opúsculos literarios de los siglos XIV á XVI, dado á luz por la Sociedad de Bibliófilos Españoles en 1892. Esta edición va ajustada al único códice de la Sátira que se conoce, y es el de la Biblioteca Nacional de Madrid, copiado en Cataluña dos años después de la muerte del Condestable, según consta en la suscripción final: «Fon acabad lo present libre a X de May any 1468 de ma den Cristofol Bosch librater».

La dedicatoria tiene este encabezamiento: «Siguese la epístola a la muy famosa, muy excellente Princesa, muy devota, muy virtuosa e perfecta señora doña Isabel, por la deifica mano Reyna de Portugal, gran señora en las Libianas partes, embiada por el su en obediencia menor hermano e en desseo perpetuo mayor servidor».

[463] Para encarecer su desesperación amatoria se vale de palabras del Libro de Job. «¡Maldito sea el dia en que primero amé, la noche que velando, sin recelar la temedera muerte, puse el firme sello a mi infinito querer e iuré mi servidumbre ser fasta el fin de mis dias! No se recuerde Dios dél e quede enfuscado e escuro syn toda lumbre. Sea lleno de muerte e de mal andanza. Aquella noche tenebrosa, turbiones, relampagos, lluvias con terrible tempestad acompañen. Aquel dia no sea contado en los dias del año; no se nombre en los meses. Sea aquella noche sola e de toda maldicion digna... ¿Para qué fue a hombre tan infortunado luz dada, sino escuridad e tinieblas? ¿Para qué al que vive en toda pena e tormento vida le fue dada, sino que fuera como que no fuera, del vientre salido, metido en la tumba?»

[464] Véase, por ejemplo, la jerigonza con que acaba el libro:

«Fenescida (la Sátira) quando Delfico declinaba del cerco meridiano a la cauda del dragon llegado, e la muy esclarecida Virgen Latona en aquel mismo punto sin ladeza al encuentro venida, la serenidad del su fermoso hermano sufuscaba; la volante aguila con el tornado pico rasgaba las propias carnes e la corneia muy alto gridaba fuera del usado son; gotas de pluvia sangrientas moiaban las verdes yerbas; Euro e Zefiro, entrados en las concavidades de nuestra madre, queriendo sortir, sin fallar salida, la fazian temblar; e yo, sin ventura, padesciente, la desnuda e bicortante espada en la mi diestra miraba, titubando con dudoso pensamiento e demudada cara si era mejor prestamente morir o asperar la dubdosa respuesta me dar consuelo».

[465] Trozo agradable, por ejemplo, es el siguiente:

«Assi caminava, semblando a aquellos que pasando los Alpes, el terrible frio de la nieve e agudo viento dan fin a sus dolorosas vidas; que asi pegados en las sillas, helados del frio, siguen su viaje fasta que de aquéllas, no con querer o desquerer suyo, son apartados e dados a la fria tierra. Tal parecia como los navegantes por la mar de las Serenas, que, oindo el dulce e melodioso canto de aquéllas, desamparado todo el gobierno de sus naos, embriagados e adormescidos, alli fallan la su postrimería...».

El retrato de la dama tiene también algunos toques graciosos, mezclados con otros de muy mal gusto.

[466] Die alten Liederbücher der Portugiesen oder Beiträge zur geschichte der portugiesischen Poesie vom dreizenhnten bis zum Aufang des sechzehnten Jahrhunderts Berlin; bei Ferdinand Dümmter. 1840, Pp. 29-31.

[467] Homenaje á Menéndez y Pelayo en el año vigésimo de su profesorado. Estudios de erudición española... Madrid, 1899, pp. 637-732.

[468] Varias de ellas existen en un códice de la biblioteca de la Universidad de Valencia, procedente de la Mayansiana, y cuyo índice publicó ya Ximeno (Escritores del Reyno de Valencia, I, 63). Otras en el Jardinets d' Orats de la Biblioteca Universitaria de Barcelona, publicado sólo en parte, y muy incorrectamente, por Pelayo Briz.

[469] Jardinet d' Orats, manuscrit del segle XV (fragment) publicat per Francesch Pelay Briz (Barcelona, 1869), pp. 117-120.

[470] Pudiera sospecharse que fué de origen judío, si es que á él se refieren estas anécdotas que trae D. Luis Zapata en su Miscelánea (pág. 395):

«Al que trobó la Pasion dijeron, y no sin causa, que lo habia dicho tan bien como testigo de vista. Este prometio a otro de su jaez que haria cierta cosa, y añadio que le daba su fe y palabra de ello. Tardabase en cumplir la promesa, y dijo el otro: «Señor, hacedlo, pues me distes vuestra fe de hacello». «Señor (dijo aquél), yo no puedo agora, y si os di mi fe, fue para remendar la vuestra». Estaba alli otro hombre honrado, y por ponerlos en paz dijo: «Bien está, señores, que como sois ambos de un paño, no se parecerá el remiendo».

«Dicen que entre los mismos confesos envio a tratar el uno con el otro de darle su hija en casamiento, y él le respondio: «Señor compadre, en merced os tengo la oferta, mas de judio harto tenemos aca, aunque no tan ruin como lo vuestro».

Entre las Pasiones trovadas ninguna fué tan popular entre los devotos como la de Diego de San Pedro, de la cual todavía se hicieron ediciones en el siglo XVIII. La última que conozco es del año 1720.

[471] Así resulta de las siguientes noticias, que debo á la buena amistad de los doctos investigadores D. Francisco Rodríguez Marín y D. Manuel Serrano y Sanz.

Por haber quedado sin efecto la donación que Enrique IV había hecho al Maestre de Calatrava D. Pedro Girón de la ciudad de Alcaraz, y la merced que también le otorgó de la villa de Fregenal de la Sierra, se hizo donación al referido Maestre, en 7 de octubre de 1459, de la villa de Gumiel de Izán, Briones y los lugares de Langayo, San Mamés y Pinel de Abajo, en tierra de Peñafiel. En 1.º de noviembre del mismo año, el dicho Maestre confirió poder en Segovia, ante el escribano Fernando Yáñez de Badajoz, al Bachiller Diego de San Pedro para tomar la posesión de aquella villa, sus aldeas, jurisdicción y rentas, y así lo verificó éste, según consta por copia de tal posesión (Gumiel de Izán, 21 del mismo mes).

(Archivo de la Casa de Osuna, bolsa 10, legajo 1.º, núms. 5 y 6).

Á virtud de otro poder del Maestre (Peñafiel, 24 de noviembre de 1459), otorgado ante el mencionado escribano Yáñez de Badajoz, Diego de San Pedro, en 23 y 24 del dicho mes, tomó posesión de la villa y lugar de Pinel de Abajo y de los lugares de Langayo y San Mamés.

Empieza así el poder del Maestre: «Don Pedro Giron, por la gracia de Dios, Maestre de la caballeria de la orden de Calatrava, etc., etc.

«Damos nuestro poder cumplido con general administracion, segun y como mejor podemos y devemos, a vos el Bachiller Diego de San Pedro, para que por nos e en nuestro nombre e para nos mesmos, podades tomar e tomedes la posesion vel cuasi de los dichos lugares, etc., etc., = que podades facer e fagades todos e qualesquier acttos de posesion, asi en quitar qualesquier oficios de Alcaidia, e rregimiento e alguacilazgo e escrivanias e otros cualesquier oficios de los dichos lugares».

Se autoriza además á Diego de San Pedro para presentar á los pueblos cartas reales de la donación hecha á D. Pedro Girón de los mismos por los reyes.

Sigue al poder la toma de posesión, en la que los vasallos besaron las manos al San Pedro como si fuera el Señor.

(Archivo de la Casa de Osuna, bolsa 9.ª, letra Y, legajo 1.º, núms. 14, 15 y 16).

El mismo Maestre D. Pedro Girón, en su testamento, otorgado en Villarrubia á 28 de abril de 1466, ante el escribano Gil Gómez de Porras, legó al bachiller Diego de San Pedro, teniente de Peñafiel, veinte mill maravedís.

(Archivo de la misma Casa, bolsa 19, núm. 1).

Este testamento ha sido publicado íntegramente por D. F. R. de Uhagón en los apéndices á su discurso de entrada en la Academia de la Historia.

Opina el Sr. Rodríguez Marín que la dedicatoria del Desprecio de la Fortuna, en que San Pedro dice: «Veintinueve años sirviendo comunico con V. S.», se refiere á D. Juan Téllez Girón, segundo Conde de Ureña, nacido con su hermano gemelo D. Rodrigo, el Maestre, en 1456, y Conde desde 1469, año en que murió su hermano mayor D. Alfonso, primero de aquel título. D. Juan murió á 21 de mayo de 1528. Por la frase copiada parece darse á entender la edad de aquel prócer. Siendo así, el Desprecio de la Fortuna resultaría escrito, ó á lo menos dedicado, en 1485.

[472] Cítanse de él las dos siguientes ediciones castellanas:

Tractado de amores de Arnalte e Lucenda.

(Al fin): «Acabase este tractado llamando San Pedro a las damas de la reyna nuestra señora. Fue empreso en la muy noble y muy leal cibdad de Burgos por Fadrique Aleman, en el año del naçimiento de nuestro Salvador ihsu christo, de mill y CCCC y noventa e un años, a XXV dias de noviembre». 4.º gót. Sin foliatura ni reclamos (Descrito por D. Pascual Gayangos).

Tractado de Arnalte y Lucenda por elegante y muy gentil estilo hecho por Diego de Sanct Pedro y enderesçado a las damas de la reina doña Isabel. En el qual hallarán cartas y razonamientos de amores de mucho primor y gentileza, segun que por el veran. Impresso en B. por A. D. M. Año de 1522.

(Al fin): «Aquí se acaba el libro de Arnalte y Lucenda... fue agora postreramente impresso... «en Burgos, por Alonso de Melgar». 4.º gót. de 28 hojas (Descrito por Brunet). Hay un ejemplar en la Biblioteca Nacional de París.

Quadrio cita una edición de Sevilla, 1525, y D. Ignacio de Asso (De libris quibusdam rarioribus), otra de Burgos, 1527.

[473] Petit Traité de Arnalte et Lucenda, Picciol trattato D'Arnalte et di Lucenda intitolato L'Amante mal trattato dalla sua amorosa, nouamente per Bartholomeu Marrafi Fiorentino in lingua Thoscana tradotto. A Lyon. A l'Escu de Milan. Par la vefue Gabriel Cotier, 1578. 8.º pequeño, 251 páginas (Biblioteca Nacional).

La traducción de Nicolás Herberay, Señor des Essars, que aquí se reproduce, había sido impresa en París, 1539, con el título de L'amant mal tracté de sa mye, y reimpreso en Tolosa, 1546. Con su título verdadero y la indicación expresa del nombre del traductor, acompañado de su divisa, apareció en 1548.

Petit traité de Arnalte et Lucenda autrefois traduit de langue espagnole en la françoyse, et intitulé l'amant maltraité de sa mye; par le seigneur des Essars Nicolas de Herberay, acuerdo olvido. Paris, Estienne Groulleau, 1548. 16.º.

Brunet enumera otras ediciones de París, 1561; Lyon, 1550; Gante, 1556. Omite la de Lyon, 1578, pero trae otra de la misma ciudad, 1583, que incluye también la traducción italiana de Maraffi.

[474] The pretie and wittie historie of Arnalte and Lucenda, with certain rules and dialogues set forth for the learner of th' Italian tong. Londres, 1575.

El traductor es Claudio Holyband, que se valió de la versión de Bartolomé Maraffi. La suya fué reimpresa en 1591 y 1597. La traducción en verso es de Leonardo Lawrence (Londres, 1639), según Brunet.

[475] «Avertisca vostra prudenza, nobili lettori, che l'Authore della presente lamentevole storia, fù un nobilissimo Greco che per alcune faccende caualcando, ismarrito arrivò in un solitario luogo, doue un valorosissimo cavalier Thebano Arnalte nominato, fatto edificare un palagio scuro et inconico, con molti suoi servidori (come romito) in continovi sospiri, lamenti et pianti, havitava. Da cui humanissimanente ricevuto et acarezzato, fù di tutta la miserabile et pietosa disgrazia sua pienamente informato: et assai pregato che per honore delle graziose, pietose, et virtuose Donne: et per utile degl'incauti et troppo arditi giovani, egli la scrivesse, et la facesse venire in chiara luce, et notitia d'il Mondo. Il che prontamente senza alcuna dimora da lui in lingua greca, senza il suo propio nome, fù fatto. Fù poi tradotta in spagnuolo, et per l'egregio Messer Niccolo Herberai franzese, poscia in Francese: et al presente (come cosa degnissima d'essere in ogni lingua letta) da Bart. Marraffi, Fiorentino, in Thoscana lingua ridotto. Ascoltate hora attentamente esso Autore: che senza dubio vi farà intenerire i cuori et lagrimare».

[476] La imitación dantesca parece visible en este principio:

«Sendomi io questa state passata, messo à far un viaggio più per la necessità d'altrui, che di mia propia volontà per il quale mi bisognava grandemente da questo paese allontanare, poi ch'ebbi molto camminato, per caso, in un gran deserto mi trovai, non manco di genti solitario, che ad à traversarlo difficile. Et perchè questo luogo m'era incognito, pensando io d'andare pe'l mio dritto cammino, ismarrito mi ritrouai...».

[477] De su popularidad da testimonio Fr. Antonio de Guevara en el primer prólogo de su Relox de Principes (Valladolid, 1529): «Compassion es de ver los dias y las noches que consumen muchos en leer libros vanos: es a saber, a Amadis, a Primaleón, a Durarte (?), a Lucenda, a Calixto, con la doctrina de los quales ossaré dezir que no passan tiempo, sino que pierden el tiempo: porque alli no deprenden cómo se han de apartar de los vicios, sino qué primores ternán para ser más viciosos». (Fol. VII).

[478] «La octava razon es porque nos hazen contemplativos, que tanto nos damos a la contemplacion de la hermosura y gracias de quien amamos, y tanto pensamos en nuestras passiones, que quando queremos contemplar la de Dios, tan tiernos y quebrantados tenemos los corazones, que sus llagas y tormentos parece que recebimos en nosotros mismos, por donde se conoce que tambien por aqui nos ayudan para alcanzar la perdurable holganza».

Otras razones son más profanas y también más sensatas; por ejemplo, las siguientes, que pongo como muestra del buen estilo de Diego de San Pedro, y curioso specimen de la galantería cortesana de la época:

«Por ellas nos desvelamos en el vestir, por ellas estudiamos en el traer, por ellas nos ataviamos... Por las mujeres se inventan los galanes entretalles, las discretas bordaduras, las nuevas invenciones. De grandes bienes por cierto son causa. Porque nos conciertan la musica y nos hacen gozar de las dulcedumbres della. ¿Por quién se asonan las dulces canciones, por quién se cantan los lindos romances, por quién se acuerdan las vozes, por quién se adelgazan y sutilezan todas las cosas que en el canto consisten?... Ellas crecen las fuerzas a los braceros, y la maña a los luchadores, y la ligereza a los que voltean y corren y saltan y hazen otras cosas semejantes... Los trobadores ponen por ellas tanto estudio en lo que troban, que lo bien dicho hazen parecer mejor. Y en tanta manera se adelgazan, que propiamente lo que sienten en el corazon, ponen por nuevo y galan estilo en la cancion o invencion o copla que quieren hazer... Por ellas se ordenaron las reales justas y los pomposos torneos y alegres fiestas. Por ellas aprovechan las gracias y se acaban y comienzan todas las cosas de gentileza».

De esta prosa á la de Boscán, en su traducción de El Cortesano de Castiglione, no hay ya más que un paso.

[479] La edición más antigua de la Cárcel de Amor es la de Sevilla, 1492, que existe en la Biblioteca Nacional, y es la que hemos seguido en esta colección:

El seguiente tractado fue fecho a pedimēto del señor don Diego herrnādes: alcayde de los donzeles y de otros caualleros cortesanos; llamase Carcel de amor. Compuso lo San Pedro. (Al fin): Acabose esta obra intitulada Carcel de amor. En la muy noble e muy leal cibdad de Sevilla a tres dias de março. Año de 1492 por quatro alemanes compañeros.

4.º let. gót. sin foliación, signaturas A-F, todas de 8 bojas, menos la última que tiene 10.

Entre las posteriores, citaremos especialmente la de Burgos por Fadrique Alemán de Basilea, 1496; la de Logroño, por Arnao Guillén de Brocar, que parece ser la primera en que se incluyó la continuación de Nicolás Núñez; la de Sevilla, 1509; la de Burgos, por Alonso de Melgar, 1522; la de Zaragoza, por Jorge Coci, 1523 (si es que realmente no fué impresa en Venecia con falso pie de imprenta, como Salvá sospecha); la de Sevilla, por Cromberger, 1525; la veneciana de 1531, por Micer Juan Bautista Pedrezano, junto al puente de Rialto, corregida probablemente por Francisco Delicado; la de Medina del Campo, 1547, por Pedro de Castro, que es quizá preferible á todas los anteriores, por contener, además de la Cárcel, las obras en verso de Diego de San Pedro y su Sermón de amores; la de Venecia, 1553, corregida por Alfonso de Ulloa, y que contiene los mismos aditamentos que la de Medina; las varias de Amberes, por Martín Nucio (1556, 1576, 1598...), unidas siempre á la Cuestión de Amor, que son las que con más facilidad se encuentran; las de París, 1567, 1581. 1594, 1616, y Lyon, 1583, en español y francés. La traducción es de Gil Corrozet. De la italiana de Lelio Monfredi se citan impresiones de 1515, 1518, 1525, 1530, 1533, 1537, 1546..., y por ella se hizo una traducción francesa anterior á la de Corrozet (París, 1526; Lyon, 1528; París, 1533).

La traducción catalana, que es rarísima, fué hecha por Bernardino de Vallmanya, y se acabó de imprimir diez y seis meses después que el original: Obra intitulada lo Carcer d'Amor. Composta y hordenada por Diego de Sant Pedro... traduit de lengua castellana en estil de valenciana prosa por Bernadí Vallmanya, secretari del spectable conte d'Oliva. (Colofón): Fon acabat lo present libre en Barchelona por Johan Rosembach. Any MCCCCXCIII (1493).

4.º let. gót. El único ejemplar conocido pertenece al Museo Británico. Tiene diez y seis curiosísimas estampas en madera, que luego se reprodujeron en la edición de Burgos, 1496, y son hasta ahora los primeros grabados españoles que se conocen. Véase el interesante y erudito articulo que sobre esta materia ha publicado D. S. Sampere y Miguel en el núm. 4 de la Revista de Bibliographia Catalana (1902).

La traducción inglesa de Lord Berners The Castel of Love (de la cual también existe ejemplar único en el Museo Británico) fué impresa en letra gótica sin año, pero se cree que es de 1540.

En alemán se imprimió tres veces, traducida por Hans L. Khueffstein (Leipzig, 1630; Hamburgo, 1660, 1675).

Para la bibliografía de la Cárcel deben consultarse (además de Brunet, Gayangos y Salvá) el mencionado artículo del Sr. Sampere y el libro de Schneider Spaniens Anteil an der Deutschen Litteratur (p. 245 y ss.).

[480] El Sermón de Diego de San Pedro está en un pliego suelto de la preciosa colección de Campo-Alanje (hoy en la Biblioteca Nacional), y también en las ediciones de la Cárcel de Amor de Medina del Campo, 1547; Venecia, 1553, y acaso en alguna otra. Le hemos reproducido en la presente.

[481] La más antigua edición que conozco de la Question de amor es la de Valencia, por Diego de Gumiel: Acabose a dos de Julio año de mil e quinientos y treze. En la Biblioteca Imperial de Viena existe una edición sin fecha, que parece de las más antiguas. Hay otras de Salamanca, 1519 y 1539; Venecia, 1533, con esta nota, final: «Hizo lo estampar miser Iuan Batista Pedrezano, mercader de libros: por importunacion de muy muchos señores a quien la obra y estillo y lēgua Romance castellana muy mucho place. Correta de las letras que trastrocadas estavanse» (el corrector de este, como de otros muchos libros españoles salidos de aquella imprenta, fué Francisco Delicado, autor de La Lozana Andaluza); Zamora, por Pedro de Tovans, 1539; Medina del Campo, 1545; Venecia, por Gabriel Giolito, 1554 (añadidas al fin las Treze questiones del Philocolo de Juan Boccaccio, de que hablé antes; el corrector de la edición fué Alonso de Ulloa, que añadió una introducción en italiano sobre el modo de pronunciar la lengua castellana); Amberes, 1556, 1576, 1598; Salamanca, 1580, etc. En estas últimas impresiones va unida siempre á la Cárcel, pero con paginación distinta. Hay una traducción francesa con el título de Le débat de deux gentilzhommes espagnolz sur le faict damour (París, 1541, por Juan Longis).

[482] Di un antico romanzo spagnuolo relativo alla storia di Napoli, La Question de Amor (en el Archivio Storico per le Provincie Napolitane, y luego en tirada aparte).

[483] Era ya frecuente en Italia la representación de piezas españolas. Consta que en 6 de enero de 1513 fué recitada en Roma una égloga de Juan del Encina, probablemente la de Plácida y Vitoriano.

[484] Vid. B. Croce, La corte delle Tristi Regine a Napoli (en el Archivio storico per le Previncie Napolitane, 1894).

[485] Vid. Gallardo, Ensayo, tomo III, columnas 546-550.

[486] Véase, por ejemplo, este pasaje bastante agradable, á pesar de ciertas afectaciones retóricas: «Esperaba con estremo deseo la venida del dichoso nuncio, cuando el Amor mandó en una cerrada nube con melodiosos cantares llevarme; y al tiempo que suelen los rayos de Febo, relumbrando, esclarecer el dia, yo me hallé en un campo tan florido, que mis sentidos, ya muertos, al olor de tan excellentes olores resucitaban: cerrado el derredor de verdes e altas montañas, encima de las quales tan dulces sones se oian, que olvidando a mí, la causa de mi venida olvidaba; mas despues de cobrado mi juicio por lo poco que mi alma en alegrias descansaba, maravillado de cómo tan subitamente en tan plácido e oculto lugar me hallase, volvi los ojos a todas partes de la floresta, en medio de la qual vi un pequeño monte de floridos naranjos, e de dentro tan suave armonia fazian, que las aves que volaban, al dulzor de tan concertadas voces en el aire pasaban; circuido al derredor todo de un muy claro e caudal rio, a la orilla del qual llegado, vi un pequeño barco que un viejo barquero regia».

Esta composición alegórica está ya en el Cancionero de Toledo de 1527.

[487] Sólo dos ejemplares, además del que poseo, he alcanzado á ver de este rarísimo libro, que lleva en el frontispicio grabado, en que aparecen varias figuras desnudas, el solo título de Veneris Tribunal y el nombre del autor, y en la última hoja dice: Impressa en la nobilissima Ciudad de Napoles: a los doze dias del mes de April: del año de nuestra redempcion de M.D.XXXVII por Ancho Pincio Veneciano publico impressor. 8.º Gót. 4 hs. prls. 67 folios y una blanca.

Del Veneris Tribunal acaba de hacer una exacta reproducción el opulento bibliófilo norteamericano Mr. Archer Huntington, á quien debe España eterno agradecimiento por las preciosas ediciones en facsímile que va haciendo de muchas de nuestras joyas literarias.

[488] El que perteneció á D. Serafín Estébanez Calderón, y se halla hoy en la Biblioteca Nacional. 4.º let. gót., sin año, lugar ni foliatura. Signaturas a-g, todas de ocho hojas. En 1883 se hizo una corta reimpresión fotolitográfica de este tratadillo, con un breve y no muy exacto prefacio que lleva las iniciales de D. Pascual Gayangos.

[489] La deplourable fin de flamete, elegante invention de Johan de flores espaignol traduicte en langue françoyse, 1535. On les vend a Lyon, chez Françoys Juste. Reimpreso en París por Denis Ianot, 1536.

[490] Nos valemos de la reproducción fotolitográfica que D. José Sancho Rayón hizo de la edición de Sevilla, por Juan Cromberger, 1529.

[491] Además de sus famosas coplas, llamadas por el Cancionero general «de maldecir de mujeres», hay en el mismo Cancionero otras tres composiciones de Torrellas (números 173, 175 y 856 de la edición de los Bibliófilos Españoles).

Sobre Torrellas véase nuestra Antología de Poetas Líricos Castellanos, tomo V, pp. 285-287.

[492] Tractado compuesto por Johan de flores a su amiga. (Colofón): Acaba el tractado compuesto por Joan de flores: donde se contiene el triste fin d' los amores de Grisel y Mirabella, la qual fue a muerte condemnada: por iusta sentencia disputada entre Torrellas y Breçayda: sobre quien da mayor occasīō de los amores: los hombres a las mujeres o las mujeres a los hombres: y fue determinado que las mujeres son mayor causa. Donde se siguio: que con su indignaciō y malicia por sus manos dierō cruel muerte al triste de Torrellas. Deo Gracias. 4.º let. gót. sin foliatura, signaturas a-d. Edición sin año ni lugar, pero que positivamente es del siglo XV, según Salvá y Gayangos.

—Sevilla, por Jacobo de Cromberger, alemán, 1524. —Toledo, 1526. —Sevilla, por Cromberger, 1529. —Sevilla, por Cromberger, 1533.

[493] Historia in lingua castigliana composta et da M. Lelio Aletiphilo in parlare italico tradutta... Después de la dedicatoria se encuentra este segundo título: Historia de Isabella et Aurelio, composta da Giovanni de Fiori... tradutta in lingua vulgare italica per M. Lelio Aletiphilo. (Al fin): Stāpeto (sic) in Milano in casa di Gianotto da Castiglio: alle spese di Andrea Caluo: del M.D.XXI con gratia et privilegio del Papa: et del nro Re christianiss. 4.º sign. A-K, letra redonda (Brunet).

Esta traducción fué reimpresa en Venecia, 1526, 1529, 1533, 1543, 1548, y últimamente en las Delizie degli eruditi bibliofili italiani: Terza publicazione (Florencia, 1864).

[494] Le juguement damour auquel est racomptee l'hystoire de Isabel fille du roy Descoce, translatee de Espaignol en Francoys (de Jean de Flores), M.D.XXX.

Á pesar de lo que se afirma en la portada, la traducción debe de proceder del italiano, como lo prueba el cambio de nombre de la heroína. Fue reimpresa en Lyon, 1532. Hay otra edición sin año ni lugar que parece ser de 1533.

Ignoro si esta versión, citada por Brunet y que no he visto, es la misma de Corrozet, impresa en 1547 con este título: Histoire d'Aurelio et d'Isabelle, fille du roi d'Escose, en laquelle est disputé qui baille plus d'occasion d'aimer, l'homme à la femme ou la femme à l'homme; mise d'italien en Francois par Gilles Corrozet. París, 1547, 1555; Lyon, 1555, 1574; París, 1581; Ruán, 1582; todas ó casi todas en italiano y en francés.

[495] History of Aurelio and of Isabell. En la edición cuatrilingüe de Amberes, 1556. Reimpresa sin el texto español en Londres, 1586.

[496] Historia de Aurelio y Isabela hija del Rey de Escocia mejor corregida que antes, puesta en Español y Frances para los que quisieren deprender una lengua de otra. En Anuers chez Jehan Withaye à l'enseigne du Faucon, 1556. La edición de Bruselas, 1596, es también en castellano y francés. La de Bruselas, por Juan Montmart y Juan Reyne, 1608, en cuatro lenguas: francés, italiano, español é inglés.

[497] Vid. Schneider, pp. 249-256.

[498] Le Fonti dell' Orlando Furioso, p. 156.

[499] Vid. E. Köppel: Quellen-Studien zu den Dramen Ben Jonsons, John Marstons und Beaumont and Fletcher (en los Münchener Beiträge zur romanischen und englischen Philologie, 1895).

[500] Processo de cartas de amores que entre dos amantes passaron y una quexa y aviso contra Amor, traducido del estilo griego en nuestro pulido castellano por Juan de Segura, Toledo, 1548.

Epistolario o processo de cartas de amores: con una carta para un amigo suyo: y una quexa y auiso contra amor. Traducido del estilo griego en nuestro polido castellano: por Joan de Segura. Asse añadido en esta impression una egloga en q por subtil estilo el poeta castellano Luis Hurtado tracta del gualardon y premio de amor. M.D.LIII. (Al fin): Impresso en Alcala de Henarcs por Juan de Mey Flandro a costa de Juā Thomas, librero.

Processo de cartas de amores... Assi mesmo hay en este libro otras excellentissimas cartas que allende de su dulce y pulido estilo, estan escriptas en refranes traydos a proposito. Y al cabo se hallara un Dialogo muy sabroso que habla de las mujeres. Todo con diligentia nuevamente corregido. Imprimiose en Venetia, en casa de Gabriel Giolito de Ferrariis, y sus hermanos. M.D.LIII. 8.º let. itálica. Suele encuadernarse con la Cárcel y la Cuestión de Amor. Las Cartas en refranes son las de Blasco de Garay; el Diálogo de las mujeres, el de Cristóbal de Castillejo, íntegro y sin expurgar, lo cual da mucho valor á este tomito.

Processo de Cartas de Amores... Traducido de estilo griego en nuestro polido castellano; por Iuan de Segura, dirigido al mag. señor Galeazo Rotulo Osorio. Unas cartas y coplas para requerir nuevos amores al cabo.

(Colofón): Fue impresso en la muy noble y muy leal ciudad de Estella, en casa de Arian (sic) de Anuers. Acabose a xxi dias del mes de Enero, año de M.D.LXIIII.

Sin duda por no haber visto más edición que la de Venecia, donde está anónimo este epistolario, le han atribuido Ticknor y otros á Diego de San Pedro, fundándose en un pasaje de sus versos sobre el Desprecio de la Fortuna, en que se arrepiente de aquellas cartas de amores, escritas de dos en dos, lo cual bien puede aplicarse al Arnalte y Lucenda, donde hay varias cartas, lo mismo que en la Cárcel de Amor.

No hago mención, en este tratado, de las cartas de Blasco de Garay, porque no contienen acción novelesca, y porque escritas como están en refranes, son más que otra cosa un ejercicio de lengua y su estudio incumbe á la paremiología. Sólo las dos primeras cartas, de las cuales la segunda no está en refranes, sino en sentencias, pertenecen á Blasco de Garay. En la primera «finge cómo sabiendo una sennora que un su servidor se queria confessar, le escrive por muchos refranes para tornalle a su amor». En la segunda, persistiendo el galán en su buen propósito de confesarse, amonesta á su señora que se dé al servicio de Dios. Las otras dos cartas son anónimas: Garay dice que las hubo de Juan Vázquez de Ayora, y que limó y corrigió el estilo hasta dejarlo como nuevo. Hay muchas ediciones antiguas y modernas de estos ingeniosos juguetes, que ya estaban impresos antes de 1544.

[501] Vid. Gallardo, Ensayo, t. II, cols. 220-221.

[502] Dialogo de Amor intitulado Dorida. En que se trata de las causas por donde puede justamente un amante (sin ser notado de inconstante) retirarse de su amor. Nuevamente sacado a luz, corregido y emendado por Iuan de Enzinas, vezino de Burgos. Con privilegio. En Burgos en la imprimeria de Philippe de Iunta y Iuan Bautista Varesio. 1593. 8.º.

[503] En el catálogo de D. Fernando Colón se cita ya una edición de la Historia de Peregrino en español por Fernando Diaz, sin lugar ni año, pero anterior sin duda á la siguiente:

Libro de los honestos amores de Peregrino y Ginebra... (Al fin): Fenesce la hystoria de los amores... La qual es obra tan sutil como discreta y de alto estilo. Es muy apacible a todo genero de lectores. Porque es como un jardin en que ay mucha diuersidad de fructales. Donde cada uno coge del fructo que más agrada a su gusto. Fue impressa en la insigne y leal ciudad de Seuilla por Jacobo Cromberger, aleman. Año de mil y quinientos XXVII a XXVII de enero. Fol. let. gót. (Biblioteca Imperial de Viena).

Se citan otras dos ediciones de Sevilla y Salamanca, 1548, y dos sin lugar ni año.

La obra original italiana había sido impresa en Parma, 1508.

[504] Vid. un estudio sobre esta novela en el libro de Adolfo Albertazzi Romanzieri e Romanzi del Cinquecento e del Seicento (Bolonia, 1891), pp. 7-33.

[505] Heliodori denique Æthiopicam historiam lepidissimam in gratiam civium, quod male conversa vulgo legeretur, sua lingua de Gracis loquentem fecit, eamque apud Carracam, quæ hodie Guadalfaiara, in Bibliotheca ducis Infantatus, cui dedicauerat, latere audio.

(Hispaniæ Bibliotheca sev de Academiis ac Bibliothecis... Francoforti, apud Claudium Marnium et hæredes Ioan. Aubrii. M.DC.VIII. Obra del P. Andrés Scotto, cuyas iniciales están al fin de la dedicatoria A.-S. Peregrinus. Pág. 555). N. Antonio copia esta noticia sin añadir nada.

¿Cuál sería la mala traducción de Heliodoro anterior á la de Vergara á que se refiere Andrés Scotto? No puede ser la del anónimo de Amberes, que no apareció basta 1554, nueve años después de la muerte de Vergara, á no ser que supongamos una edición anterior.

[506] Historia Ethiopica, Trasladada de frances en vulgar castellano, por un secreto amigo de su patria y corrigida segun el griego por el mismo, dirigida al ilustrissimo señor, el señor Don Alonso Enriquez, Abad de la villa de Valladolid. En Anvers, en casa de Martin Nucio. M.D.LIIII. Con Preuilegio Imperial. 8.º. Es libro bastante raro, que se ocultó á la diligencia de D. N. Antonio.

[507] De esta edición de Salamanca, en casa de Pedro Lasso, 1581, sólo he visto un ejemplar falto de los primeros folios en la Biblioteca Nacional, entre los libros que fueron de D. Agustín Durán.

[508] La historia de los leales amantes Teagenes y Chariclea. Trasladada agora de nueuo de Latin en Romance por Fernādo de Mena, vezino de Toledo. Dirigida a don Antonio Polo Cortes, señor de la villa de Escariche: y Patron del monesterio de la purissima Concepcion de Nuestra Señora de dicha villa. Con privilegio. Impressa en Alcala de Henares, en casa de Iuan Gracian. Año 1587.

—Barcelona, Geronymo Margarit, 1614.

—Madrid, Alonso Martín, 1615, añadida la vida del autor y una tabla de sentencias y cosas notables.

—París, 1616, en la imprenta de Pedro Le Mur. Vista y corregida por César Oudín.

—Madrid, por Andrés de Sotos, 1787, en dos volúmenes.

De todas estas ediciones y de sus preliminares se da más extensa noticia en un erudito artículo publicado por D. J. L. Estelrich en la Revista Contemporánea (15 de julio de 1900).

[509] La Nueva Cariclea, o Nueva Traduccion de la novela de Theagenes y Cariclea, que con titulo de Historia de Etiopia escrivio el antiguo Heliodoro. Sacóla a luz Don Fernando Manuel de Castillejo. Año 1722. En Madrid: por Manuel Roman, 4.º.

[510] «Imita también á Claudiano en la traduccion docta de Heliodoro D. Agustín Collado, comparando á Cariclea al fénix».

[511] De esta versión, que desgraciadamente ha perecido como tantas otras cosas de su autor inmortal, nos da razón el mismo Quevedo en los comentarios de su Anacreon Castellano.

Oda V: Sólo es de advertir que el ingenioso Achiles Stacio, en los Amores de Clitophonte y Leucippe, lib. II, al principio, dice esto mismo de la rosa con las mismas palabras en boca de Leucippe, que canta sus alabanzas. Pongo, por haberle traducido, las palabras castellanas:

«Luego cantó otra cosa menos áspera, como fueron las alabanzas de la rosa, de esta manera: Si Júpiter hubiera de dar rey á las flores, á ninguna hallara digna de este imperio sino á la rosa, porque es honra del campo, hermosura de las plantas, ojo de las flores, vergüenza de los prados y la más hermosa de todas ellas. Espira amor, es incentivo de Venus, adórnase con olorosas hojas, deleita con ellas, pues de tiernas se ríen con Zéphiro temblando. Esto era en suma lo que cantaba». Hasta aquí Achiles Stacio Alexandrino. Tiénese por cierto que es himno de Sapho acomodado aquí.

Oda XLIII:

Confirma esto Achiles Stacio Alexandrino en su Clytophon y Leucippe, lib. I: «En el bosque de las aves, unas eran domésticas y regaladas con mantenimento humano, y así se sustentaban con él; otras libres jugaban en las copas de los árboles, y parte insignes por su propio canto, como las cigarras y las golondrinas». Y más adelante dice: «Las cigarras cantaban los retretes del Aurora, y las golondrinas las mesas de Tereo». Aquí también las llama insignes por su voz, y el decir que canta los aposentos del Aurora, no es más de decir que canta á la mañana, que puede ser en agradecimiento del sustento que le da en su rocío.

(Anacreon Castellano con Paraphrasis y Comentarios por Don Francisco Gomez de Quevedo... Madrid, 1794, en la Imprenta de Sancha, pp. 112-113 y 147).

[512] En el catálogo de los Libros de D. Joseph Pellicer, que se perdieron llevados de su Estudio, figura con el núm. 2 el siguiente artículo:

Historia o Epica Griega de Leucippe i Clitophonte, Poema Ionico.

«Escriviola Achiles Tacio Alexandrino, que despues fué Obispo, como escrive Suydas. Traduxola en Latin Anibal Crucio Milanés, y en Castellano Don Joseph Pellicer, Emendada por el Original Griego. Teniala ya con licencia para imprimirla el año 1628, que permanece original en poder suyo, haviendola aprobado Don Lorenço Vander Hammen y Leon, a catorce de Marzo de 1628, donde dize: Está paraphraseado con valentia por ser Don Joseph de los que mejor saben la Lengua Materna, y en las que veneran los Estudiosos exercitadisimo. Hurtaronla i jamas parecio».

(Bibliotheca formada de los libros i obras públicas de Don Joseph Pellicer de Ossau y Tovar... En Valencia por Geronimo Vilagrasa, 1671. Pág. 152).

[513] Los amores de Leucipe y Clitofonte... En Madrid por Iuan de la Cuesta. Año M.DC.XVII (1617), 8.º.

La traducción de Coccio, que sirvió de texto á la de Agreda y Vargas, puede verse en la Collezione degli erotici greci tradotti in volgare (Florencia, 1833). La primera edición es de Venecia, 1550.

[514] Historia de los amores de Clareo y Florisea, y de los Trabajos de Isea, con otras obras en verso, parte al estilo español y parte al italiano, agora nuevamente sacada a luz... En Venecia por Gabriel Giolito de Ferraris y sus hermanos, 1552.

La novela de Reinoso figura en el tomo de Novelistas anteriores á Cervantes de la Biblioteca de Rivadeneyra.

Por no haber entendido la portada, dice Brunet, disparatadamente, que «el estilo de esta novela es una mezcla de español é italiano». Cita una traducción francesa tan rara como la obra primitiva:

La plaisante histoire des amours de Florisée et de Clareo, et aussi de la peu fortunée Isea, trad. du castillan en françois par Jacq. Vincent. París, Kerver, 1554, 8.º.

[515] Amorosi Ragionamenti. Dialogo nel quale si racconta un compassionevole amore di due amanti, tradotto per M. Ludovico Dolce, dal fragmento d' uno antico Scrittor Greco... In Vinezia appreso Gabriel Giolito de Ferrari. MDXLVI.

[516] Narrationis amatoriæ fragmentum e græco in latinum conversum, Annibale Cruceio interprete. Lugduni, apud S. Gryphium, 1544, 8.º.

[517] «La cual vida, como yo viese y considerase cuan buena y verdadera era, con razon comencé a decir: «¡Oh bienaventurados y venturosos pastores, a los cuales cupo por suerte tan venturosa y sosegada vida; y cómo no una vez, pero ciento os podeis llamar dichosos y bienaventurados, pues tan dulce y sosegadamente en estos valles vivis, ajenos y apartados de todas las cosas que tan gran pesar y trabajo a todos los que las buscan dan! ¡Oh cuán dulces y más sabrosas os son aqui a vosotros las claras y naturales aguas de lo que son los artificiales y escogidos vinos a los principes y grandes señores! ¡Oh cuán de mejor sabor es aqui la fresca y blanca leche de lo que por las ciudades son los pavos, perdices y faisanes! ¡Oh y cuán más suave olor es este que destas flores nace, que no aquel que el ambar de Oriente, ni almizquer de Levante causar suele! ¡Oh y cuán más dulce y alegremente canta aqui un pajaro de su natural, que no aquel que con grande trabajo en las cortes y grandes ciudades es enseñado! ¡Oh cuán mayor contento recebis aqui vosotros, metidos en la pastoril cabaña, de lo que reciben aquellos cuyas moradas estan fabricadas sobre altas columnas, cubiertas todas de oro y entretalladas de blanco marfil y de diversas historias todas acompañadas! ¡Oh y cuán más contenta vive aqui una serrana o pastora vestida descuidadamente con paños de gruesa lana o de lino hilados con sus propias manos, y con sus cabellos revueltos, y su blanco pie descalzo, y el grosero huso en la mano, cantando por estos campos, de lo que vive la honesta y recogida doncella, a la cual sobran los paños de seda y las joyas de oro, las piedras y perlas que no tienen precio, pero falta el contento, que de todo es lo mejor y más principal y de mayor estima».

[518] Persiles y Sigismunda fingen ser hermanos en cumplimiento de un voto, y en esta ficción está basada la novela. Clareo promete no casarse con Florisea, sino «tenella como su propia hermana» durante el término de un año. Las pretensiones del príncipe Arnaldo respecto de la fingida Auristela (en el capítulo segundo del Persiles) están presentadas del mismo modo que las del corsario Menelao respecto de Leucipe en el capítulo sexto del Clareo. Sin gran trabajo podrían notarse otras semejanzas ó coincidencias.

[519] «Y entrando, hallé a la abadesa muy bien adrezada y cercada de muchas monjas, muy bien vestidas, que todas estaban labrando con sus almohadillas de raso y sus guantes cortados; y esto con tanta reputacion que las damas en los saraos no tienen más. Yo, viéndola asi, hice mi cortesia, y en pocas palabras dije mi intencion, y la abadesa me respondio que yo fuese bien venida; pero que cuanto a entrar en aquella casa, que era menester traer mil ducados de dote y ser de don y de buen linaje; porque todas aquellas señoras lo eran: que una se llamaba doña Elvira de Guzman, y otra doña Juana de Mompalau, y otra doña Teresa de Ayala, y otra doña Maria Manrique, y otra doña Marina Imperial, y otra doña Ambrosia de Chaves, y otra doña Isabel de Silva, y otra doña Antonia del Águila, y otra doña Ana de Carvajal, linaje de mucho precio y valor. Y diciendo esto la abadesa, respondio una monja, y dijo: «Otras habra de tanto», y sobre esto repitio otra y otra; y vinieron cuasi a darse unas a otras de chapinazos; y yo viendo aquella quistion, y que no tenia dineros para entrar alli, ni menos se podia saber quién era, acordé de dejar a las monjas en sus quistiones y de partirme».

La sátira parece escrita contra un determinado convento, y los nombres de las monjas pueden ser reales. De una doña Ana Carvajal habla el mismo Reinoso en sus versos como de amiga suya:

Y despues con gloria igual,
Con temor que llevo, digo:
Ana de Caravajal,
Mi enemiga capital
Veré que riñe conmigo.

[520] Uno de los muchos pasajes en que Soledad está usada en el mismo sentido que la decantada. Saudade portuguesa.

[521] De esta traducción de Jacques Vincent hemos hablado ya.

En O Panorama, periódico literario de Lisboa, 1837, tomo I, pág. 164, se dió noticia de una Historia de Isea, novela caballeresca portuguesa, impresa en el siglo XV (?), que según se dice existió en la biblioteca del vizconde de Balsemão en Oporto, y se perdió en el sitio de aquella ciudad por los partidarios de D. Miguel. Si esta novela ha existido realmente, y era de la fecha que se supone, tenía que ser independiente de Clareo y Florisea, cuya fuente principal fué un libro italiano no impreso hasta 1546. Pero acaso haya equivocación en la noticia y se trate sólo de un ejemplar de la obra de Reinoso.

[522] Selva de Aventuras, compuesta por Hieronimo de Contreras, coronista de S. M. Va repartida en siete libros, los cuales tratan de unos extremados amores que un caballero de Sevilla, llamado Luzmán, tuvo con una hermosa doncella llamada Arbolea, y las grandes cosas que le sucedieron en diez años que anduvo pelegrinando por el mundo, y el fin que tuvieron sus amores. En Barcelona, en casa de Claudes Bornat, al Aguila Fuerte, 1565. Con privilegio por diez años. 8.º.

—Sevilla, por Alonso Escribano, 1572.

—Sevilla, por Alonso Escribano, 1578.

—León de Francia, 1580.

—Alcalá de Henares, 1588. Con notables adiciones y cambiando el desenlace. Contiene nueve libros.

—Bruselas, por Juan Mommarte, 1591.

Á pesar de lo que dice Salvá, es indudable que hay ejemplares de esta edición con la fecha de 1592; el mío es uno de ellos. Tampoco es imposible, ni siquiera raro en aquellos tiempos, que un mismo impresor hiciese en el espacio de dos años dos tiradas de un libro de entretenimiento y de poco volumen.

—Murcia, por Diego de la Torre, 1603. «Va repartida en nueve libros y añadida por el autor».

—Cuenca, por Salvador Viader, 1615.

[523] Etranges aventures contenant l'histoire d'un chevalier de Seville dit Luzmán a l'endroit d'une belle demoiselle appelée Arbolea, trad. de l'espagnol por Gabr. Chapuys. Lyon, Rigaud, 1580.

Reimpreso con el título de Histoire des amoèmes d'un chevalierurs extrèmes d'un chevalier... (París, 1587) y con el de Aventures Amoureuses... (París, 1598).

[524] Dechado de varios subjectos, compuesto por el Capitan Hieronimo de Contreras, Cronista de S. M... En Zaragoza, en casa de la viuda de Bartolome de Najera, año de 1572. 8.º.

El primitivo original de este libro, con el título de Vergel de varios triunfos, existe en la Biblioteca del Escorial, y es sin duda el mismo que el autor presentó á Felipe II (vid. Gallardo, Ensayo, tomo II, núm. 1.886). En el prólogo dice: «Acordandome que en el año de sesenta, en Toledo, despidiendome de V. M. para ir a gozar del entretenimiento que en el reino de Nápoles me hizo merced, dije que haria alguna cosa en la cual mostrase una pequeña parte del valor de España... y asi he cumplido mi palabra componiendo este tratado. Le acabó á 30 de agosto de 1570.

[ccclii]

VII

Novela histórica: «Crónica del rey don Rodrigo», de Pedro del Corral.—Libros de caballerías con fondo histórico.—Novela histórico-política: El «Marco Aurelio», de Fr. Antonio de Guevara.—Novela histórica de asunto morisco: «El Abencerraje», de Antonio de Villegas.—«Las Guerras Civiles de Granada», de Ginés Pérez de Hita—Libros de Geografía fabulosa.—Viaje del Infante don Pedro.

La primitiva novela histórica española es una rama desgajada de las crónicas nacionales, é injerta en el tronco de la literatura caballeresca. Quien escudriñe sus orígenes no los encontrará anteriores á las prosificaciones que la Crónica general nos ofrece de las leyendas de Bernardo, de Fernán González y sus sucesores los Condes de Castilla, de los Infantes de Lara y del Cid, sin contar con la de Mainete, que es de asunto forastero. Pero todas estas narraciones, que primitivamente fueron cantadas y que conservan todavía rastros de versificación, pertenecen á la poesía épica en cuanto á su fondo y son una mera versión de ella. Su estudio debe reservarse, pues, para el tratado de los cantares de gesta en que se apoyaron, y de los romances viejos que de la prosa histórica, más que de los cantares mismos, nacieron. Esta materia, que en otro libro procuramos ilustrar, sale de los límites del tratado de la novela, la cual sólo empieza cuando un elemento puramente fabuloso y de invención personal se incorpora en la antigua tradición épico-histórica.

Tal género de transformación de la poesía heroica en prosa novelesca sólo se verificó en uno de nuestros ciclos épicos, el que nuestros mayores llamaban de la pérdida de España. Por los años de 1403[525], «un liviano y presuncioso hombre llamado Pedro del Corral hizo una que llamó Crónica Sarracena, que más propiamente se puede llamar trufa o mentira paladina». Son palabras de Fernán Pérez de Guzmán en el prólogo de sus Generaciones y Semblanzas, y es el único que nos revela el nombre del [cccliii]autor, no consignado en ninguno de los códices ni ediciones de su obra[526]. Es, en efecto, la llamada Crónica del Rey Don Rodrigo con la destruycion de España, no un libro de historia verídica, sino un libro de caballerías, de especie nueva, y no de los menos agradables é ingeniosos, á la vez que la más antigua novela histórica de argumento nacional que posee nuestra literatura. Pedro del Corral, siguiendo la costumbre de los autores de libros de este jaez, atribuyó su relato á los fabulosos historiadores Eleastras, Alanzuri y Carestes, á quienes hace intervenir en la acción; pero ocultó su verdadera fuente, que era un libro realmente histórico, si bien muy corrompido é interpolado. La existencia de este original, que sigue hasta con servilismo, determina ya una profunda y radical diferencia entre la Crónica de Don Rodrigo y todos los demás libros de caballerías, que son parto caprichoso de la fantasía de sus autores, sin ningún respeto a la geografía ni á la historia.

Sabido es que de los tres puntos capitales que abarca la leyenda de Don Rodrigo, uno sólo, el de su penitencia, es seguramente de origen cristiano. Los otros dos (casa ó cueva encantada de Toledo, amores de la Cava) pasaron de las crónicas árabes á las nuestras; lo cual no quiere decir que careciesen de todo fundamento histórico, pues aquí se trata sólo de la forma escrita ó literaria, ni nos autoriza para negar ó afirmar que semejantes tradiciones ú otras análogas fuesen conocidas en los reinos de Asturias y León, aunque á la verdad ninguno de los cronicones de la Reconquista antes del siglo XII da indicio de ello.

En cambio todas las crónicas árabes que en número bastante considerable han sido [cccliv]traducidas ó extractadas hasta ahora, ya sean de origen oriental, ya español, lo mismo las que se escribían en el Cairo, en Damasco y en Persia que las que se recopilaban en Córdoba ó en África, consignan con pormenores más ó menos verosímiles, más ó menos novelescos, las tradiciones relativas á la conquista de España, que ya en el siglo IX, época en que las recogieron el cordobés Aben-Habib y el egipcio Aben-Abdelháquem, estaban mezcladas con elementos fantásticos y maravillosos, los cuales varían según el grado de credulidad de los distintos narradores, pero incluyendo siempre los dos temas capitales ya indicados: casa prodigiosa de Toledo y violación de la hija de Julián. Hasta en el Ajbar-Machmuâ, compilación anónima del siglo XI, hecha con bastante crítica y muy limpia de circunstancias fabulosas, se admite la segunda de estas tradiciones, aunque no la primera.

No es el caso de analizar ni discutir estos textos, tarea que rápidamente intentamos en otra parte[527] y en que se han ocupado más de propósito y con más caudal de doctrina otros autores, desembrollando la oscura personalidad del llamado conde D. Julián, y restituyéndole, al parecer, su verdadera patria y nombre[528]. Fábula ó historia, la de la violencia hecha á su hija (ó á su mujer, según otros textos) tiene en su apoyo la constante tradición de los árabes, y ninguna inverosimilitud encierra, aunque recuerde demasiado otros temas épicos y pueda estimarse como un lugar común del género. Pero si la historia se repite, no es maravilla que se repita la epopeya, que es su imagen idealizada.

Sólo muy tardíamente llegaron estas especies á noticia de los cronistas cristianos, y acaso por la tradición oral más que por los libros. El Albeldense y Alfonso III el Magno ni siquiera nombran á Julián, cuanto menos á su hija. El primero que los cita es el Monje de Silos, que escribía en tiempo de Alfonso VI y á quien siguió literalmente D. Lucas de Tuy. Pero la primera narración formal es la del Arzobispo de Toledo don Rodrigo Ximénez de Rada, que tuvo directo acceso á las fuentes arábigas y las siguió con una puntualidad que hoy es fácil comprobar. Su relato de la pérdida de España (lib. III De Rebus Hispaniæ, cap. XVIII y ss.), que conviene bastante con el del Ajbar Machmuâ, es el mismo que traducido al castellano pasó á la Crónica General en todas sus varias redacciones.

[ccclv]

Un resumen tan sobrio y sucinto como el que en esta parte ofrecen el Toledano y la General no podía engendrar, y no engendró en efecto, ningún género de poesía. Pero ¿no habría en los siglos XII y XIII otra manifestación de esta leyenda que los concisos y severos epítomes de los analistas eclesiásticos y oficiales? ¿Fué posible que de ellos se pasase sin transición alguna á la monstruosa efluescencia poética que logran los lances de amor y fortuna de D. Rodrigo en la Crónica de Pedro del Corral y en los romances derivados de ella? En otra parte he expuesto las razones que tengo para admitir como muy verosímil, ya que no como enteramente probada, la existencia, no sólo de uno, sino de varios cantares de gesta concernientes á D. Rodrigo, cuya antigüedad y carácter puede rastrearse por varios indicios. Uno de ellos, aunque acaso no el principal, es la aparición en el siglo XIII de un poema francés titulado Anseis de Cartago, que en su primera parte no es más que una versión de la historia de D. Rodrigo y la Cava, pero con variantes muy sustanciales que no se hallan en los libros de historia, ni parecen tampoco invención del juglar francés, que seguramente recogió la leyenda en España, no sabemos si de la tradición oral ó de la escrita.

Pero tiene mucha más importancia la llamada Crónica del moro Rasis, ya como fuente de nueva materia que utilizaron la poesía y la novela, ya por contener acaso interpolaciones de origen épico. El llamado vulgarmente moro Rasis no es otro que Ahmed-Ar-Rasi, que, si no es, ni con mucho, el más antiguo de los historiadores árabes españoles, como á veces se ha afirmado por confundirle con otros miembros de su familia, oriunda de Persia, fué, por lo menos, el historiador más notable del siglo X, denominado por los suyos el Atariji, lo cual dicen que vale tanto como el cronista por excelencia. Del texto original de su obra sólo se hallan referencias en otros historiadores más modernos, y la traducción castellana del siglo XIV, fundada en otra portuguesa hecha por el maestro Mahomad y el clérigo Gil Pérez, cuya autenticidad en todo lo substancial ha sido puesta fuera de litigio por Gayangos[529] y Saavedra, no sólo ha llegado á nosotros en códices estragadísimos, después de pasar por dos intérpretes diversos, sino que es sospechosa de adulteración ó intercalación en algunas partes secundarias. Pero esto mismo acrecienta su interés. No hay texto de la historiografía arábiga que tanto importe como éste para el estudio de la leyenda de D. Rodrigo, ni que se enlace de un modo tan inmediato con las versiones castellanas, sobre todo con la Crónica de Pedro del Corral, que no es más que una amplificación monstruosa y dilatadísima del libro de Rasis, el cual tampoco pecaba de conciso en la narración de los casos de D. Rodrigo. Tan fabuloso pareció este cuento á algunos copistas de la Crónica del moro Rasis, que por mal entendido escrúpulo de conciencia histórica dejaron de transcribirle, resultando en los códices más célebres, como el de Santa Catalina de Toledo y el que perteneció á Ambrosio de Morales, una considerable laguna, precisamente en el sitio que debía contener la aventura de la hija de D. Julián. El descubrimiento de esta preciosa narración no es el menor de los servicios que deben las letras españolas al Sr. D. Ramón Menéndez Pidal, que la halló intercalada en uno de los códices de la Segunda crónica general, es decir, de la de 1344[530].

No es posible apuntar aquí todos los pormenores de tan prolijo é interesante relato, pero importa saber que contiene ya todo lo que puede estimarse como tradicional en la Crónica de D. Rodrigo, limitándose con esto mucho la parte de invención hasta ahora atribuida á Pedro del Corral, que en muchos trozos copia casi literalmente á su predecesor. No es, pues, Corral, sino Rasis, el primero que llamó Casa de Hércules á la de Toledo, y amplificó prolijamente el cuadro con una galana descripción del encantado palacio y [ccclvi]de las maravillas que en él había puesto su fundador[531]. Rasis es también el primer cronista en quien se halla el nombre de la Cava, que probablemente no es más que la alteración de un nombre propio (Alatsaba) y no tiene el sentido de mala mujer ó ramera que impropiamente se le ha dado por una supuesta etimología árabe[532]. Creemos que también Rasis ó su traductor es el primero que llamó conde á D. Julián, cuya fisonomía histórica altera bastante, inventando quizá el vínculo de clientela ó vasallaje feudal que le enlazaba con D. Rodrigo, aunque no fuese súbdito suyo[533].

[ccclvii]

Á Rasis pertenecen también, aunque nada más que en germen, las escenas de la seducción de la Cava, que luego desarrolló novelescamente Pedro del Corral; el nombre de la confidenta Alquifa; el primitivo texto de la carta que la desflorada doncella escribió á su padre[534]; el viaje de éste á Toledo; los preparativos de su venganza y la intervención de su mujer en ella.

La parte historial de la conquista en Rasis era ya conocida desde antiguo, aunque generalmente poco apreciada hasta que Saavedra mostró cuánto partido podía sacarse de ella para ilustrar las postrimerías del reino visigótico. En la descripción de la batalla presenta nuevos pormenores, que luego se incorporaron en la tradición poética: una descripción muy larga y pomposa del carro de D. Rodrigo[535], las lamentaciones del rey derrotado[536] y ciertas dudas acerca de su paradero después del vencimiento.

«Et nunca tanto pudieron catar que catasen parte del rey D. Rodrigo... e diz que fue señor despues de villas y castillos, et otros dicen que moriera en la mar, et otros dixeron que moriera fuyendo a las montañas y que lo comieron bestias fieras, y más desto no sabemos, et despues a cabo de gran tiempo fallaron una sepultura en Viseo en que están escritas letras que decian ansi: «Aqui yace el rey D. Rodrigo rey de Godos, que se perdio en la batalla de Saguyue»[537].

Esta noticia del hallazgo del sepulcro consta desde el siglo IX en el Cronicón de Alfonso el Magno, y no es verosímil que de allí la tomase Rasis. Tal especie debe de ser añadida por los traductores cristianos, y sospecho que no fué ésta la principal ni la más grave de sus intercalaciones. Me rindo ante la opinión de los arabistas, que en otras partes geográficas é históricas de este libro han visto una fiel traducción de las obras perdidas del historiador Ahmed-Arrazi. El estilo mismo parece que lo comprueba. La narración de la conquista, la historia del palacio encantado de Toledo, tienen un sello oriental innegable, aun en la sintaxis. Además, los nombres propios latinos y visigodos [ccclviii]están transcritos del modo que de un árabe pudiera esperarse: Wamba se convierte en Benete, Ervigio en Erant, Egica en Abarca, Witiza en Acosta. El autor, según costumbre de los historiadores de su raza, gusta de apoyarse en testimonios tradicionales. «E dixo Brafomen, el fijo de Mudir, que fue siempre en esta guerra»... y aun llega á invocar el dicho de un espía de D. Julián: «E dixo Afia, el fijo de Josefee, que andaba en la compaña del rey Rodrigo en talle de cristiano»...

Pero hay una parte considerable del fragmento de Rasis en que no se encuentran tales referencias, en que los nombres están transcritos con entera fidelidad, y son de lo menos árabe que puede imaginarse: D. Ximon, Ricoldo ó Ricardo, Enrique, y en que la sintaxis, á lo menos para nuestros oídos y corta pericia lingüística, nada tiene de semítico. Me refiero especialmente al consejo y deliberación que D. Julián, después de su vuelta á África, celebra con sus parciales. Todo lo que el conde y su mujer y sus amigos dicen en este consejo tiene un sabor muy pronunciado de cantar de gesta, y aun me parece notar en algunos puntos rastros de versificación asonantada. Pero como tengo experiencia de cuán falibles son estas conjeturas, no doy á esta observación más valor del que pueda tener, fijándome sólo en la impresión general que deja este trozo. Compárese con todos los textos árabes que en tan gran número conocemos relativos á la conquista, y creo que se palpará la diferencia. Téngase en cuenta, por otra parte, que este episodio falta en la mayor parte de los manuscritos de Rasis, y faltaba de seguro en el códice que tuvo Pedro del Corral, pues de otro modo le hubiera reproducido como reprodujo todo lo demás. Aumenta las sospechas de interpolación el ver de cuán rara manera viene á cortar é interrumpir este episodio el cuento ya comenzado de la casa de Toledo. Esta falta de orden y preparación no debió de ocultársele al mismo compaginador del Rasis, puesto que candorosamente exclama al reanudar el roto hilo de su exposición: «E quantos hy avia todos eran maravillados qué le podría acontecer al rrei don rrodrigo que ansi se le escaesció el fecho de la casa que le dixeron los de Toledo».

Hubo otras consejas relativas al postrero de los reyes godos que no constan en la Crónica de Rasis. Así el biógrafo de D. Pedro Niño (Gutierre Díaz de Gámez), apoyándose en un autor innominado, que pudo muy bien ser un texto poético, cuenta que don Rodrigo halló dentro del arca famosa, no las consabidas figuras de alárabes, sino tres redomas, y que en la una estaba una «cabeza de un moro, y en la otra una culebra, y en la otra una langosta». También parece anterior á Pedro del Corral la hermosa leyenda del incendio del encantado palacio, puesto que la refirió casi simultáneamente con él el arcipreste Alfonso Martínez en su Atalaya de Crónicas[538].

Todo lo demás que contiene el enorme libro de la Crónica del rey D. Rodrigo es [ccclix]parto de la fantasía del autor, ó más bien de su rica memoria, puesto que compaginó su novela con todos los lugares comunes del género caballeresco, llenándola de torneos, justas, desafíos y combates singulares, jardines suntuosos, pompas y cabalgatas; convirtiendo á D. Rodrigo en un paladín andante que ampara á la duquesa de Lorena (como en la crónica de Desclot lo hace el conde de Barcelona con la emperatriz de Alemania), celebra Cortes en Toledo, se casa con Eliaca, hija del rey de África, y ve concurrida su Corte por los más bizarros aventureros de Inglaterra, Francia y Polonia.

Abundan en la novela los nombres menos visigodos que pueden imaginarse: Sacarus, Acrasus, Arditus, Arcanus, Tibres, Lembrot, Agresses, Beliarte, Lucena, Medea, Tarsides, Polus, Abistalus, tomados algunos de ellos de la Crónica Troyana, que fué evidente prototipo de este libro español en la parte novelesca. Las fábulas ya conocidas logran exuberante desarrollo bajo la pluma de Pedro del Corral, pero en realidad inventa muy poco. Hasta en el nombre de la mujer de D. Julián coincide con el canciller Ayala[539], coincidencia que en autores de tan diversos estudios y carácter como el severo analista de D. Pedro y el liviano fabulador de la Destruycion de España sólo puede explicarse por la presencia de un texto común que desconocemos.

Lo que hizo Corral, que era hombre de ingenio y de cierta amenidad de estilo, fué aderezar el cuento de los amores de la Cava con todo género de atavíos novelescos: coloquios, razonamientos, mensajes, cartas y papeles, que fueron después brava mina para los autores de romances y aun para los historiadores graves. No es posible extractar tan larga narración, pero no queremos omitir la primera escena del enamoramiento:

«E un dia el rey se fue a los palacios del mirador que avia fecho, e anduvo por la sala solo sobre las puertas e vio a la Cava, fija del conde D. Julian, que estava en las puertas bailando con algunas doncellas; y ellas no sabian parte del rey ca bien se cuidavan que dormia, e como la Cava era la más fermosa doncella de su casa, e la más amorosa de todos sus fechos, y el rey le avia buena voluntad, ansi como la vio echó los ojos en ella, e como otras doncellas jugaban, alzo las faldas, pensando que no la veya ninguno... E como la puerta era muy guardosa e cerrada de grandes tapias, e alli do ellas andaban no las podian ver sino de la camara del rey, no se guardaban, mas facian lo que en placer les venia ansi como si fuesen en sus camaras. E crecio porfia entrellas desque una vez gran pieza ovieron jugado, de quien tenia más gentil cuerpo, e dieronse a desnudar e quedar en pellotes apretados que tenian de fina escarlata, e paresciansele los pechos y lo más de las tetillas, e como el rey la miraba, cada vegada le parescia mejor e decia que no habia en todo el mundo doncella ninguna ni dueña que ygualar se pudiese a la su fermosura ni su gracia; el enemigo no asperaba otra cosa sino esto, e vio que el rey era encendido en su amor; andábale todavia al oreja que una vegada cumpliese su voluntad con ella»[540].

Viene á continuación una escena de galantería harto extraña, que pasó íntegra á los [ccclx]romances: «E asi como o vieron comido, el rey se levantó y assentose a una ventana. Y antes que se levantase de taula, comenzó de meter a la reyna e a las doncellas en juego. Y como las vio que jugaban, llamó a la Cava, e dixole que sacase aradores de las sus manos. E la Cava fue luego a la ventana do el rey estaba e hincó las rodillas en el suelo, y catavale las manos; y él como estaba ya enamorado y en ardor, como le fallaba las manos blandas y blancas, y tales que él nunca viera a mujer, encendiose cada hora más en su amor»[541].

La Cava no opone gran resistencia al rey; pero después de violada y escarnecida, se aflige y avergüenza mucho, y comienza á perder su hermosura, con gran pasmo de todos, especialmente de su doncella Alquifa, á quien finalmente confía su secreto y por consejo de la cual escribe á su padre. El conde jura vengarse y urde su traición de concierto con el obispo D. Opas, hermano de su mujer doña Frandina y señor de Consuegra. La parte que pudiéramos llamar histórica de la conquista prosigue bastante ceñida al moro Rasis, si bien con grandes amplificaciones. Lo más original que la Crónica de D. Rodrigo contiene es todo lo que se refiere á la muerte del rey después de la batalla, de la cual sale «bien tinto de sangre y las armas todas abolladas de los grandes agolpes que habia recebido»; sus lamentaciones confusas y pedantescas, que no tienen la vivacidad que luego cobraron en el romance[542]; su romántico encuentro con un ermitaño y la áspera penitencia que hizo de sus pecados, conforme á la regla que aquel santo varón le dejó escrita al morir tres días después de recibirle en su ermita, y cómo resistió á las repetidas tentaciones del diablo, que en varias figuras se le aparecía, tomando en una de estas apariciones el semblante de la Cava y en otra el del conde don Julián[543] rodeado de gran compañía de muertos en batalla (¿la hueste de las supersticiones asturianas?), y cómo finalmente rescata todas sus culpas con el horrible martirio de ser enterrado vivo en un lucillo ó sepultura en compañía de una culebra de dos cabezas, que le va comiendo por el corazón e por la natura. Cuando al tercer día sucumbe, las campanas del lugar inmediato suenan por sí mismas anunciando la salvación de su alma.

[ccclxi]

Divídese la llamada Crónica de D. Rodrigo en dos partes: la primera consta de doscientos sesenta y dos capítulos; la segunda, de doscientos sesenta y seis; interminable difusión que es el mayor pecado del libro. En rigor, sólo la primera parte y los últimos capítulos de la segunda tienen relación con aquel monarca. El protagonista de la segunda es el infante D. Pelayo. En esta Crónica es donde se encuentra por primera vez, y muy prolijamente narrada, la fabulosa historia de su infancia, los amores de su padre, el duque Favila, con la princesa doña Luz; el secreto nacimiento del futuro restaurador de España, expuesto á la corriente del Tajo, como nuevo Moisés, nuevo Rómulo ó nuevo Amadís; el juicio de Dios, en que el encubierto esposo de doña Luz defiende su inocencia, y todo lo demás de esta sabrosa, aunque nada popular y nada original leyenda, á la cual dió nuevo realce en las postrimerías del siglo XVII la pintoresca pluma del Dr. Lozano, en su libro vulgarísimo de los Reyes Nuevos de Toledo, del cual tomaron este argumento, Zorrilla para la leyenda de La Princesa doña Luz, que es de las mejores suyas, y Hartzenbusch para aquella transformación castellana del asunto trágico de Mérope, que llamó La Madre de Pelayo, drama menos conocido y celebrado de lo que merece.

Tiene el libro de Pedro del Corral larga é ilustre descendencia en la historia literaria; pero no es menor la que obtuvo, sin merecerla, un retoño suyo, harto degenerado. De la primitiva Crónica proceden todos los romances calificados de viejos entre los de D. Rodrigo; vejez muy relativa, puesto que ninguno de ellos parece anterior al siglo XVI. No puede llamarse vulgar el libro que inspiró algunos de estos bellos fragmentos. Todavía[ccclxii] hoy el tema épico de la penitencia de D. Rodrigo continúa vivo en la tradición popular, como lo prueban los romances que se han recogido en Asturias. Aquella trufa ó mentira paladina, no sólo penetró en la imaginación del vulgo, sino que arrastró á egregios historiadores, en quienes pudo más el amor á lo maravilloso que la severidad crítica. El P. Mariana, que escribía la historia como artista y cuidaba más del gran estilo que de la puntualidad histórica, manifestó ciertas dudas sobre el palacio encantado de Toledo («algunos tienen todo esto por fábula, por invención y patraña; nos ni la aprobamos por verdadera ni la desechamos como falsa»); pero no tuvo reparo en valerse, para su elegantísima narración de los amores de la Cava, del libro apócrifo de Pedro del Corral, dándonos, como él, aunque en locución muy diversa, el texto de la carta en que la triste heroína notició á su padre la deshonra[544].

Pero antes de expirar la misma centuria décimasexta, la Crónica de D. Rodrigo, que comenzaba á parecer arcaica en el lenguaje y participaba tanto del género ya desprestigiado de los libros de caballerías, fué indignamente suplantada por un inepto falsificador que trató de sustituir aquella leyenda con otra de más pretensiones históricas y más acomodada al gusto de la época. Esta nueva ficción tuvo un carácter de mala fe y de impudencia que no había tenido la primera. Un morisco de Granada, llamado Miguel de Luna, intérprete oficial de lengua arábiga (lo cual agrava su culpa, á la vez que da indicio de la postración en que habían caído los estudios orientales en España), hombre avezado á este género de fraudes, y de quien se sospecha por vehementes indicios que tuvo parte en la invención de los libros plúmbeos del Sacro Monte[545], fingió haber descubierto en la biblioteca del Escorial una que llamó Historia verdadera del rey D. Rodrigo y de la pérdida de España... «compuesta por el sabio alcayde Abulcacim Tarif Abentarique, natural de la ciudad de Almedina en la Arabia Petrea»[546], y publicó esta supuesta traducción, haciendo alarde de sacar al margen algunos vocablos arábigos para mayor testimonio de su fidelidad. Este libro, disparatado é insulso, que como novela está á cien leguas de la Crónica Sarracina, cuanto más de [ccclxiii]las deliciosas Guerras de Granada, que quizá el autor se propuso remedar, logró, sin embargo, una celebridad escandalosa, teniéndole muchos por verdadera historia y utilizándole otros como fuente poética. De Luna procede el nombre de Florinda, no oído hasta entonces en España, y nada gótico ni musulmán tampoco, sino aprendido en algún poema italiano. De Luna, la carta alegórica y poco limpia en que Florinda da á entender á su padre la desgracia que la había acontecido con el Rey; carta que versificó Lope de Vega en su comedia El Último Godo, basada enteramente en este libro apócrifo. Luna estropea todas las invenciones de Pedro del Corral: convierte, por ejemplo, al ermitaño en un simple pastor ó villano, cuyo encuentro con D. Rodrigo conduce sólo á un cambio de trajes. En lo único que lleva ventaja poética á su modelo es en el género de muerte que da á la Cava: Pedro del Corral la hacía morir prosaicamente de la gangrena producida por una espina de pescado que se la clavó en la mano derecha, estando en Ceuta. Miguel de Luna, aprovechando cierta tradición malagueña, indicada ya por Ambrosio de Morales, hace que Florinda ponga fin á sus días arrojándose de una torre de aquella ciudad.

Ambas novelas, la de Corral y la de Luna, han servido de guía á insignes autores modernos. Walter Scott, para su poemita The Vision of Don Roderik (1811), consultó al supuesto Abentarique. Á éste también, y á Pedro del Corral, á quien equivocadamente llama Rasis, sigue Washington Irving en sus Legends of the conquest of Spain (1826); pero á todos superó Roberto Southey, autor de Roderick the last of the Goths, poema en verso suelto y en veinticinco cantos, publicado en 1815. Era Southey persona doctísima en nuestra literatura é historia, como lo acreditan varias obras suyas, entre ellas sus Cartas sobre España (1797), sus refundiciones del Amadís de Gaula y del Palmerín de Inglaterra, su Crónica del Cid (1808) y su Historia de la guerra de la Península (1823). Se preparó, pues, concienzudamente para su tarea del modo que lo indican las notas de su poema, donde están apuntadas casi todas las fuentes, aun las menos vulgares, así históricas como fabulosas. Poseedor de una colección de libros españoles que debía de ser muy rica, á juzgar por las muestras, procuró aprovecharlos para dar color á su obra y llenarla de mil curiosidades históricas y geográficas. Pero el principal fundamento de su poema fué, sin duda, la Crónica del Rey D. Rodrigo, que mejoró y embelleció en gran manera con invenciones poéticas dignas de la mayor alabanza. En vez de la desatinada y grosera penitencia que Pedro del Corral y los romances atribuyen á don Rodrigo, el héroe de Southey, después de cerrar los ojos al monje Romano que le había acogido en su ermita, y vivir en soledad un año entero, macerando su cuerpo y purificando su espíritu, toma sobre sí la grande y desinteresada empresa de contribuir á la restauración de la monarquía visigótica en provecho ajeno; busca y encuentra en Pelayo al héroe providencial que había de dar cima á la empresa, hace á su lado prodigios de valor en la batalla de Covadonga y desaparece después del triunfo, reconociéndole tardíamente los cristianos por sus armas y caballo. En esta obra de cristiana y generosa poesía, la regeneración moral no alcanza solamente á D. Rodrigo, sino al mismo conde D. Julián y á su hija, que mueren en una iglesia de Cangas, perdonando á D. Rodrigo y recibiendo su perdón[547]. El poema de Southey es seguramente el mejor de los que se han dedicado á este argumento de nuestra historia[548].

[ccclxiv]

El camino abierto de tan notable manera á los ingenios españoles por Pedro del Corral no tuvo por de pronto quien le siguiese. La Crónica de D. Rodrigo es la única novela histórica de la Península en el siglo XV. Hubo, no obstante, algunos libros de caballerías, traducidos del francés, donde predomina en gran manera el elemento histórico sobre el novelesco[549]. Tal sucede con la Hystoria de la doncella de Francia y de sus grandes hechos: sacados de la chronica Real por un cavallero discreto embiado por embaxador de Castilla en Francia por los reyes Fernando e Isabel a quien la presente se dirige[550], que es una crónica anovelada de Juana de Arco; y tal con la Cronica llamada el triunpho de los nueve preciados de la fama, en la qual se contienen las vidas de cada uno, y los excelentes hechos en armas y proezas que cada uno hizo en su vida grandes, con la vida del muy famoso cavallero Beltrán de Guesclin, condestable que fue de Francia y duque de Molina; nuevamente trasladada de lenguaje frances en nuestro vulgar castellano, por el honorable varon Antonio Rodriguez Portugal, principal rey de armas del rey nuestro señor. El traductor, que era portugués, publicó su obra en Lisboa, 1530, siendo retocado el estilo en posteriores ediciones por el humanista maestro de Cervantes Juan López de Hoyos «ajustando los vocablos de ella al uso presente y policia cortesana», porque tenía «la lengua barbarica y sin stylo y en algunas impropiedades muy licenciosa». Los nueve de la Fama son Josué, David, Judas Macabeo, Alejandro, Héctor, Julio César, el rey Artús, Cario Magno y Godofredo de Bullón, á cuyas biografías se añade la de Duguesclin por complemento; extraño consorcio de historia sagrada y profana, mitología y caballería andantesca. Es traducción de una obra francesa anónima dedicada al rey Carlos VIII é impresa en 1487[551].

Pocas, pero muy notables, manifestaciones tiene la novela histórica en el gran cuadro literario del siglo XVI. Apenas me atrevo á contar entre ellas el Marco Aurelio [ccclxv]de Fr. Antonio de Guevara, porque aun siendo fabulosa la mayor parte de su contenido, carece de verdadera acción novelesca. Predomina en este famoso libro la intención didáctica, y la forma no es narrativa, sino completamente oratoria, tanto en los razonamientos como en las cartas. En ser un doctrinal de príncipes con estilo retórico y ameno se parece á la Cyropedia de Xenofonte, que seguramente había leído Guevara en la traducción latina de Francisco Philelpho, impresa ya en 1474[552].

Aunque la singular fisonomía de Xenofonte, á un tiempo filósofo socrático y jefe de bandas mercenarias, no se haya reproducido totalmente en ningún escritor de los que han florecido fuera de las extrañas condiciones históricas en que tal tipo fué posible, todavía es de los autores clásicos que parcialmente han influido más en la cultura de los pueblos modernos. Á ello han contribuido la forma popular y accesible de sus obras, lo interesante, simpático y á veces familiar de sus asuntos, la candorosa nobleza de su estilo, aquella templada y suave armonía de cualidades que hacen de él uno de los dechados más perfectos de la urbanidad ática en su mejor tiempo, por lo mismo que en ciertas condiciones superiores, todavía más humanas que griegas, cede á Platón y á tantos otros. La mediana elevación de su pensamiento, el buen sentido constante, la honradez benévola pero no exenta de cálculo, unidas á cierto grado de elevación moral y de sinceridad religiosa, hacen sobremanera deleitables sus enseñanzas, vertidas en una forma que es un prodigio de naturalidad elegante y graciosa.

No tiene la Cyropedia la deliciosa sencillez de la Anabasis (dechado de narraciones militares), cuyo estilo fluye con la limpieza de un arroyo transparente. Es obra mucho más retórica, y pertenece á un género híbrido de historia y de novela. Los antiguos la consideraron siempre como historia ficticia[553], y sólo en tiempos sin crítica se la pudo estimar como documento fehaciente. Entre las novelas es la más antigua de las pedagógico-políticas, y aunque escrita por un ciudadano ateniense, rebosa de espíritu monárquico. Enfrente del ideal de perfecta república comunista soñado por Platón y de sus poéticos ensueños sobre las tierras atlánticas, el espíritu aristocrático de Xenofonte se complace en trazar el ideal del príncipe perfecto, mezclando reminiscencias de Persia y de Lacedemonia. Algunos admirables trozos, como la dulcísima historia de Abradato y Panthea, ó el testamento de Cyro, apenas bastan para compensar la fatiga con que se leen los innumerables razonamientos é instrucciones políticas y morales que llenan lo restante del libro. Tal como es, en él comienza un género muy cultivado en las literaturas modernas, y cuyo más antiguo ejemplar pertenece á la nuestra del Renacimiento.

El Libro llamado Relox de Principes, más generalmente conocido por Libro Aureo del emperador Marco Aurelio, aunque no fué impreso con anuencia de su autor hasta 1529[554], era muy conocido antes en copias manuscritas, y había tenido varias ediciones fraudulentas, siendo además usurpados por impudentes plagiarios algunos de sus mejores fragmentos, de todo lo cual se queja amargamente en su prólogo el ingeniosísimo cronista y predicador de Carlos V, que era entonces obispo electo de Guadix y luego lo fué de Mondoñedo[555]. La aparición de éste su primer libro fué uno de los grandes acontecimientos literarios de aquella corte y de aquel siglo, tanto en España como en toda Europa. Fué tan leído como el Amadís de Gaula y la Celestina, y es cuanto puede encarecerse. Se multiplicaron sus ediciones en latín, en italiano, en francés, en inglés, en alemán, en holandés, en danés, en húngaro, en casi todas las lenguas vulgares de Europa, y todavía en el siglo XVIII hubo quien le tradujese al armenio. Tuvo panegiristas excelsos y encarnizados detractores. Fué la biblia y el oráculo de los cortesanos, y el escándalo de los eruditos. Hoy yace en el olvido más profundo. En realidad, ni una cosa ni otra merecía. El Marco Aurelio no es la mejor obra de Guevara: vale mucho menos que sus epístolas tan graciosas y tan embusteras, según frase del P. Isla; vale menos que sus tratados cortos de moral mundana, como el Menosprecio de la corte y el Aviso de privados. Pero Guevara es un escritor de primer orden, uno de los grandes prosistas anteriores á Cervantes, y no hay rasgo de su pluma que no merezca atención, cuanto más este libro que era el predilecto suyo, el que trabajó con más esmero y el que más ruido hizo entre sus contemporáneos.

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¿Influyó algo en esto el que se le tuviese por historia verdadera del emperador Marco Aurelio y por epístolas auténticas de aquel emperador las que contiene? Creemos que no. La ficción era demasiado transparente para que nadie de mediano juicio cayese en engaño. Ya antes de imprimirse el Relox de príncipes, negaban muchos la autenticidad de tales cartas; y la parte del prefacio en que Guevara les contesta, alegando el [ccclxvii]testimonio del códice que le habían traído de Florencia, está escrita en tono de burlas, y sirve para confirmar lo mismo que niega: «Muchos se espantan en oir dotrina de Marco Aurelio, diziendo que cómo ha estado oculta hasta este tiempo, y que yo de mi cabeza la he inventado... Los que dizen que yo solo compuse esta dotrina, por cierto yo les agradezco lo que dizen, aunque no la intención con que lo dizen, porque a ser verdad que tantas y tan graves sentencias haya yo puesto de mi cabeza, una famosa estatua me pusieran los antiguos en Roma. Vemos en nuestros tiempos lo que nunca vimos, oimos lo que nunca oimos, experimentamos un nuevo mundo, y por otra parte maravillámonos que de nuevo se halle ahora un libro». Y como si no bastase el hallazgo del códice Florentino, nos anuncia á continuación otro no menos prodigioso que le habían enviado de Colonia: el de los diez libros de Bello Cantabrico, escritos nada menos que por el emperador Augusto; y añade con sorna: «Si por caso tomasse trabajo de traducir aquel libro, como son pocos los que le han visto, también dirian dél lo que dizen de Marco Aurelio».

Todos los libros profanos de Fr. Antonio de Guevara, sin excepción alguna, están llenos de citas falsas, de autores imaginarios, de personajes fabulosos, de leyes apócrifas, de anécdotas de pura invención, y de embrollos cronológicos y geográficos que pasman y confunden. Aun la poca verdad que contienen está entretejida de tal modo con la mentira que cuesta trabajo discernirla. Tenía, sin duda, el ingeniosísimo fraile una vasta y confusa lectura de todos los autores latinos y de los griegos que hasta entonces se habían traducido, y todo ello lo baraja con las invenciones de su propia fantasía, que era tan viva, ardiente y amena. Lo que no sabe, lo inventa; lo que encuentra incompleto, lo suple, y es capaz de relatarnos las conversaciones de las tres famosas cortesanas griegas Lamia, Laida y Flora, como si las hubiese conocido.

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Todo esto en un historiador formal sería intolerable, pero ¿por ventura lo era fray de Guevara? No creemos que nadie le tuviese por tal, á pesar de su título de cronista del César. Él no se recataba de profesar el más absoluto pirronismo histórico, y cuando uno de los mejores humanistas de su tiempo, el Bachiller Pedro de Rhua, profesor de letras humanas en la ciudad de Soria, emprendió, quizá con más gravedad y magisterio de lo que el caso requería, pero con selecta erudición, con crítica acendrada y á veces con fina y penetrante ironía, poner de manifiesto algunos de los infinitos yerros y falsedades históricas que las obras de Guevara contienen, el buen Obispo le contestó con el mayor desenfado que no hacía hincapié en historias gentiles y profanas, salvo para tomar en ellas un rato de pasatiempo, y que fuera de las divinas letras no afirmaba ni negaba cosa alguna. La réplica del Bachiller Rhua es una elocuente y admirable lección de crítica histórica, pero Guevara no estaba en disposición de recibirla. Le faltaba el respeto á la santa verdad de las cosas pasadas y á los oráculos de la venerable antigüedad. Pero tampoco era un falsario de profesión como los Higueras y Lupianes del siglo XVII, sino un moralista agridulce que buscaba en la historia real ó inventada adorno ó pretexto para sus disertaciones, donde lo de menos era la erudición y lo principal la experiencia del mundo; un satírico, entre mordaz y benévolo, de las flaquezas cortesanas; y sobre todo un original artífice de estilo, creador de una forma brillante y lozana, culta y espléndida, cuyo agrado no podemos menos de sentir aun teniendo que declararla muchas veces viciosa y amanerada.

Claro es que la profesión religiosa y la dignidad episcopal del agudo autor montañés[556] no se compadecían muy bien con tan desenvuelta y extravagante manera de atropellar la certidumbre histórica, y sin duda por eso le censuraron con tanta acrimonia varones doctísimos como Antonio Agustín y Melchor Cano. Pedro Bayle, que en su famoso Diccionario histórico le dedica dos páginas llenas de vituperios, se arrebata hasta llamarle «envenenador público, y seductor que en el tribunal de la república de las letras merecería el castigo de los profanos y de los sacrílegos»; pero se me antoja que el maligno y eruditísimo crítico de Amsterdam no llegó á comprender, á pesar de toda su perspicacia, el verdadero carácter é intención de los escritos de Guevara, cuya seudohistoria es una broma literaria.

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Del verdadero Marco Aurelio, del admirable filósofo estoico, cuyo examen de conciencia, el más sublime que pudo hacer un gentil, leemos con pasmo y reverencia en los Soliloquios, apenas hay rastro alguno en el libro de Guevara, en lo cual no se le puede culpar mucho, puesto que los doce libros [Greek: eis ekyton] no fueron impresos hasta 1559 ni en griego ni en latín, siendo su primer intérprete Guillermo Xylandro[557]. Tenía Guevara una muy vaga idea de que existían escritos de Marco Aurelio, y de aquí tomó pie para su invención: «Todo lo más que él escribió fué en Griego, y tambien algunas cosas en Latin; saqué, pues, del Griego con favor de mis amigos, de Latin en romance con mis sudores propios». Para la vida del Emperador se valió de Herodiano y de los escritores de la Historia Augusta, Lampridio y Julio Capitolino, á los cuales añadió muchas circunstancias de propia minerva, invocando para ello el testimonio de tres biógrafos imaginarios, Junio Rústico, Cina Catulo y Sexto Cheronense, de quienes dice: «Estos tres fueron los que principalmente como testigos de vista escrivieron todo lo más de su vida y doctrina».

En Realidad, el Marco Aurelio y el Relox de Príncipes son dos libros distintos y que pudieron correr independientes. El primero está incorporado en el segundo, según frase de su mismo autor, pero se infiere de sus declaraciones que fué compuesto antes. El Marco Aurelio, único que se da como traducción, es libro de falsa historia; el Relox de Príncipes es obra didáctica y de plan mucho más vasto. «No fue mi principal intento de traduzir a Marco Aurelio, sino hazer un Relox de Principes, por el qual se guiasse todo el pueblo Christiano. Como la dotrina avia de ser para muchos, quiseme aprovechar de lo que escrivieron y dixeron muchos sabios, y desta manera procede la obra en que pongo uno o dos capitulos mios, y luego pongo alguna epistola de Marco Aurelio, ó otra dotrina de algún antiguo... Este Relox de Principes se divide en tres libros. En el primero se trata que el Principe sea buen Cristiano, En el segundo, cómo el Principe se ha de aver con su mujer y hijos. En el tercero, cómo ha de gobernar su persona y republica».

Expuesto ya, por boca del autor, el plan del libro, en cuya doctrina moral y política no nos detendremos, por ser materia ajena de este lugar, sólo nos cumple advertir que las supuestas cartas de Marco Aurelio son más bien largos discursos en forma epistolar, donde se desarrollan, con elocuencia á veces, otras con verbosidad empalagosa, todos los lugares comunes que vienen atestando desde tiempo inmemorial los libros destinados para la educación de los príncipes, sin que los príncipes aprendan gran cosa en ellos. Es el defecto del género, y no se libraron de él ni Xenofonte en su tiempo ni el autor [ccclxx]del Telémaco en el suyo. Hay en Guevara elegantes amplificaciones sobre la paz y la guerra, sobre la fortuna y la gloria, sobre la ambición y la justicia; invectivas muy valientes contra la tiranía y todo género de iniquidades; sanos consejos pedagógicos; advertencias, máximas y documentos de buen gobierno, que no por ser vulgares, dejan de ser eternamente verdaderos, y que cobran nuevo realce por la alusión no muy velada á las cosas del momento. Hay trozos escritos con gran propiedad, nervio y eficacia, muestras de la más culta y más limada prosa del tiempo de Carlos V; por ejemplo, la invectiva contra la corrupción romana, que se lee en la carta de Marco Aurelio á su amigo Cornelio sobre los trabajos de la guerra y la vanidad del triunfo. Aunque el estilo de Fr. Antonio de Guevara sea por lo común más deleitoso que enérgico, y abuse en extremo de todos los artificios retóricos, que le enervan, recargan y debilitan, alguna vez se levanta con ímpetu desusado y descubre una genialidad oratoria poderosa, pero intemperante. Puede decirse que ninguna condición de buen escritor le faltó, salvo la moderación, el tino para saber escoger, el buen gusto para saber borrar. Es un autor terriblemente tautológico, y Cicerón mismo puede pasar por un portento de sobriedad á su lado. Anega las ideas en un mar de palabras, y siempre hay algo que se desearía cercenar, aun en sus mejores páginas. Pero ¡qué variedad de tonos y recursos de estilo, desde las cartas graves y doctrinales de los primeros libros, hasta aquel singular epistolario galante que puso por apéndice, en que nos da las cartas de Marco Aurelio á sus amigas y enamoradas de Roma! ¡Qué correspondencia para atribuida al cándido y ejemplar marido de Faustina![558].

Incansable cultivador de la literatura apócrifa, va entretejiendo Guevara en los interminables capítulos del Relox de Principes otra porción de piezas tan legítimas como las de Marco Aurelio: un razonamiento que el filósofo Bruxilo (?) hizo sobre la idolatría, al tiempo de morir (tomado, nos dice con mucha seriedad, de «Pharamasco, [ccclxxi]lib. XX De libertate Deorum»; autor nunca visto por nadie); sentenciosas cartas de Cornelia, la madre de los Gracos; supuestas leyes de los Perinenses, de los Rodios, de los Garamantas, y lo que es más grave, un concilio apócrifo de Hipona; cuanto la fantasía más novelera y desenfrenada puede zurcir y barajar. Pero si se examina despacio cada capítulo, se ve que no todo está inventado ni con mucho. La trágica historia de Camma y Sinoris, por ejemplo, está tomada de Plutarco (de mulierum virtutibus), cuyos apotegmas y tratados morales parecen haber sido la principal fuente de la doctrina de Guevara. Para las anécdotas de los filósofos se valió de Diógenes Laercio, y quizá todavía más de la vieja compilación de Gualtero Burley De vita et moribus philosophorum, traducida antiguamente al castellano con el título de Crónica de las fazañas de los filósofos. Conocía también las cartas apócrifas de Pitágoras, de Anacarsis, del tirano Falaris y otras tales, que pasaron por auténticas hasta los días de Ricardo Bentley, y realmente el libro de Guevara recuerda algo las biografías fabulosas que componían los sofistas griegos de la decadencia, por ejemplo, la que Filostrato hizo de Apolonio de Tiana.

El parentesco del Marco Aurelio con la Cyropedia está en la concepción general más que en los pormenores. No se percibe imitación directa fuera de los capítulos L á LVII del libro III, donde se contienen las pláticas que Marco Aurelio poco antes de morir hizo á su secretario Panucio y á su hijo Commodo, y los consejos que dió á este último para la gobernación de su reino. La obra de Guevara, como la de Xenofonte, vale principalmente por los episodios: allí el de Pantea y Abradato; aquí el famoso de El villano del Danubio (cap. III, IV y X del libro III), que dió asunto á una comedia de nuestro antiguo teatro[559] y á una de las más bellas fábulas de Lafontaine. No hay razón alguna para negar á nuestro Fr. Antonio la total invención de este episodio, que Carlos Nodier, con alguna hipérbole, declara «perfectamente antiguo y del estilo más admirable[560]». El estilo es el del obispo de Mondoñedo, con sus buenas cualidades y sus defectos, tan pomposo y exuberante como siempre, pero con mucho calor y valentía en algunos trozos, con cierta especie de elocuencia tribunicia, revolucionaria y tempestuosa. El discurso que se supone pronunciado por el rústico de Germania ante el Senado romano es una ardiente declamación contra la esclavitud y una reivindicación enérgica de los derechos naturales de la humanidad hollados por el despotismo de la conquista. El sentido político y social de este trozo prueba la franca libertad con que se escribía en tiempos de Carlos V. La indignación del autor contra la tiranía y los malos jueces parece sincera, á pesar del énfasis retórico y nada rústico con que el villano expresa sus audaces pensamientos.

Tiene el obispo Guevara dos estilos, ambos muy distantes de la elegancia ática y de la perfecta transparencia del estilo de Xenofonte. Uno el que podemos llamar triunfal y de aparato, y es el que suele reservar para los discursos. Otro es la prosa de las cartas (sin excluir algunas de las que atribuyó á Marco Aurelio), aguda y sabrosísima, pero cargada de picantes especias, de antítesis, paronomasias, retruécanos y palabras [ccclxxii]rimadas, que indican un gustó poco seguro y algo pueril, un clasicismo á medias[561]. Con todo eso, hay mucho que aprender en sus obras, si se leen con cautela y discernimiento, y el mismo Cervantes, que parece burlarse de él en el prólogo del Quijote, las tenía muy estudiadas, y no se desdeñaba de imitarlas en sus digresiones morales, como lo indica, entre otros ejemplos, el razonamiento sobre la edad de oro, que está enteramente en la manera retórica de fray Antonio, y recuerda otro análogo del libro I, capítulo XXXI, del Marco Aurelio. Curioso motivo de comparación con el Emilio de Rousseau ofrecen también los capítulos XVIII y XIX del libro II, «que las princesas y grandes señoras, pues Dios les dio hijos, no deben desdeñarse criarlos á sus pechos». El mismo Rousseau, declamando sobre las excelencias de la vida salvaje y contra la desigualdad de las condiciones humanas, era una especie de villano del Danubio redivivo y acomodado al gusto del siglo XVIII.

Según el hijo de Casaubon afirmaba, ningún libro fuera de la Biblia tuvo en su tiempo tanta difusión como el Marco Aurelio[562]. El marqués de Pescara galardonó al autor con una pluma de oro. Ya sabemos que fué hurtado de la misma cámara del emperador y corrió de mano en mano, con universal admiración, mucho antes de imprimirse. «En lo que decis de Marco Aurelio (escribía el chistoso fraile al condestable D. Íñigo de Velasco), lo que pasa es que yo le traduje y le di al César, aun no acabado, y al emperador le hurtó Laxao, y a Laxao la reina, y a la reina Tumbas, y a Tumbas doña Aldonza, y a doña Aldonza vuestra señoria, por manera que mis sudores pararon en vuestros hurtos» (Ep. 38). Las mismas burlas del truhán Don Francesillo de Zúñiga, que á fray Antonio «predicador parlerista» y «gran decidor de todo lo que le parecía», «llamado por otro nombre Marco Aurelio», y le hace preguntar con sorna «si han de creer todo lo que yo digo», prueban lo asentado de su crédito entre los cortesanos, á la vez que el poco caso que se hacía de su veracidad histórica.

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En Francia, donde el Marco Aurelio de la primitiva forma fué reimpreso el mismo año en que apareció en Valladolid el Relox de Príncipes[563], no fué menos estrepitoso el éxito de Guevara, que tuvo, entre otros traductores, uno muy hábil en Herberay des Essars, el mismo que trasladó al francés el Amadís de Gaula y otros libros de caballearías. Montaigne, que admiraba poco las Epístolas doradas, dice que el Marco Aurelio español era una de las lecturas favoritas de su padre (Essais, lib. II, cap. II). Brantôme, en las Damas galantes, repite los cuentos de Lamia y Flora, con gran indignación de Bayle, que escribe largas notas para refutar á Guevara y sus copistas, ó más bien para despacharse á su gusto en materia tan de su agrado. En las Historias prodigiosas de Bouistan, Tesserant y Belleforest (1560), ocupa muchas páginas la historia del villano del Danubio, que antes de ser inmortalizada por Lafontaine ejercitó el ingenio de cuatro poetas distintos[564]. Todavía las cartas y los tratados del primer Balzac, que pasa por reformador de la prosa francesa en los primeros años del siglo XVII y por el primero que puso número en ella, me parecen un producto de la escuela retórica de Guevara, salvo el mejor parecer de los críticos franceses.

Pero todavía fué más honda y persistente la influencia de nuestro autor en la literatura inglesa del tiempo de la reina Isabel, como recientes investigaciones han venido á demostrar. La imitación de las obras de Guevara, traducidas por cinco ó seis intérpretes diferentes, fué uno de los principales factores que determinaron la aparición del nuevo estilo llamado euphuismo. El doctor Landmann sostuvo en un excelente trabajo sobre Shakespeare y el euphuismo, publicado por la Sociedad Shakespiriana en 1884, que todos los elementos del estilo de Lily (uso inmoderado y monstruoso de la antítesis, [ccclxxiv]paralelismo entre los miembros de la frase, balanceo rítmico del período y de la cláusula), proceden de Guevara, aunque algunos están modificados conforme al genio de las lenguas del Norte; Guevara, por ejemplo, abusa de las palabras consonantes al fin de los períodos, y sus imitadores ingleses emplean con el mismo fin la aliteración. Añade Landmann que muchas de las ideas y aun largos pasajes de la célebre novela Euphues, the anatomy of wit, que dió nombre al género, están tomados de las obras del obispo de Mondoñedo, á quien también sigue Lily en el empleo de una historia antigua imaginaria[565]. «El Marco Aurelio sobre todo (dice J. Jusserand), traducido por Lord Berners en 1532 y por Sir Thomas North en 1537, gozó de extrema popularidad. Las disertaciones morales de que el libro estaba lleno encantaron á los espíritus serios; el lenguaje insólito del autor español encantó á los espíritus frívolos. Antes de Lily, ya varios autores ingleses habían imitado á Guevara; cuando Lily apareció, embelleciendo todavía más aquel estilo, el entusiasmo fué tan grande, que se olvidó el modelo extranjero, y aquel estilo exótico fué rebautizado en signo de adopción y de naturalización inglesa»[566]. Gran parte de las dos novelas de Lily están compuestas de epístolas morales imitadas de las de Guevara.

Á algunos críticos ha parecido demasiado radical la tesis del doctor Landmann. El joven erudito norteamericano Garrett Underhill, á quien debemos un libro muy interesante sobre la influencia española en la literatura inglesa del siglo XVI, se inclina á no admitir conexión directa entre Lily y Guevara, si bien reconoce semejanzas ocasionales entre el Euphues y el Libro Aureo, además de las que son debidas á la imitación que Lily hizo del estilo de Pettie, que era un guevarista. Los hubo muy anteriores á él, como Sir Thomas Elyot, embajador en la corte de Carlos V, autor de una Image of gouernance compiled of the acts and sentences of the most noble emperour Alexander Seuerus (1540), que es una imitación manifiesta del Libro Aureo y se finge como él traducida del griego. El crítico á quien nos referimos dedica un capítulo entero á lo que llama el grupo de Guevara en la corte de Enrique VIII[567]. Con este grupo comenzó el estudio de la literatura española en Inglaterra. Las obras del obispo de Mondoñedo fueron las primeras que se tradujeron é imitaron, sin que haya antes otra cosa que una adaptación de los cuatro primeros actos de la Celestina, atribuida á John Rastell. Al frente de los admiradores cortesanos de Guevara figuran el segundo Lord Berners (John Bourchier), á quien llaman algunos «padre putativo del eufuismo», que fué el primer traductor del Marco Aurelio, y su sobrino Sir Francis Bryan, que trasladó al inglés el Menosprecio de la corte y alabanza de la aldea. Uno y otro se valieron de las traducciones francesas, aunque Berners había estado de embajador en España. Las de Sir Thomas North (Relox de Principes, Aviso de Privados), que pertenecen al tiempo de la reina María, y las de Eduardo Hellowes, que son del reinado de Isabel, están sacadas del original, á lo menos en parte. Es muy interesante saber que la influencia de Guevara empezó á declinar en los últimos años del siglo XVI, sucediendo á sus obras en la estimación del público inglés las de fray Luis de Granada, que fué más leído y traducido que ningún otro autor español, salvo el nuestro.

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El triunfo de la espontánea y arrebatadora grandilocuencia del venerable dominico sobre el artificio del predicador cortesano fué completo después de 1582, en que apareció la primera traducción de las Meditaciones. Pero Guevara se sobrevivió en sus imitadores, no sólo en Lily y en su precursor Pettie, sino en Jerónimo Painter, que insertó en su colección novelística Palace of pleasure cinco de las supuestas cartas de Plutarco y Trajano inventadas por nuestro obispo, y en los dos principales eufuistas Tomás Lodge y Roberto Greene. La sugestión ejercida por las obras y por el inmenso prestigio de Guevara, á quien Thomas North ponía por encima de todos los escritores modernos, opinión que fué la dominante en Inglaterra durante poco menos de una centuria, no debe tenerse por causa única de la aparición de esta escuela, pero se combinó con ciertas tendencias extravagantes del humanismo inglés, para favorecer el desarrollo del nuevo estilo, cuya analogía de procedimientos con el del obispo de Mondoñedo es obvia.

Abundan en la literatura alemana las traducciones de Guevara por Egidio Albertino y otros intérpretes, siendo memorable también la espléndida edición latina del Relox de Príncipes, acrecentada con innumerables aforismos y notas que mandó hacer en 1611 el duque de Sajonia Federico Guillermo. Pero no sabemos que lograse allí tan notables imitadores, como los tuvieron Quevedo y Gracián en Moscherosch y otros satíricos y moralistas del siglo XVII. Durante aquella centuria fué declinando en toda Europa el astro de Marco Aurelio, hasta quedar definitivamente eclipsado cuando apareció otra invención pedagógico-política, en que las reminiscencias de la Cyropedia se combinaban con las de la Odisea. El filósofo emperador sucumbió á manos del joven Telémaco, pero después de haber tenido una dominación de las más dilatadas que recuerda la historia literaria, y que seguramente estaban lejos de adivinar el bachiller Rhua cuando descargaba sobre el obispo de Mondoñedo la formidable maza de su crítica y D. Diego de Mendoza cuando escribía la chistosa carta de Marco Aurelio á Feliciano de Silva, burlándose del estilo de uno y otro y confundiéndolos con notoria injusticia[568]. Con lo cual se comprueba una vez más que nadie es profeta en su patria.

Á muy diverso campo que el de la historia seudoclásica nos trasladan las preciosas narraciones de asunto granadino que en el siglo XVI nacieron al calor de los romances fronterizos, última y espléndida corona de nuestra musa popular, que en ellos se mostró á un tiempo espontánea y artística, enriquecida con los progresos de la poesía culta y libre de sus amaneramientos, clásica, en fin, si se la compara con la de los rudos é inexpertos cantores de otros tiempos. En estas bellas rapsodias épicas están inspiradas las dos casi únicas[569], pero muy notables tentativas de novela morisca que debemos á nuestros ingenios del siglo XVI: la Historia de Abindarráez y Jarifa y las Guerras civiles de Granada, cuyos autores hicieron con la poesía narrativa más próxima á su tiempo una transformación análoga á la que había intentado Pedro del Corral respecto de la epopeya más antigua.

La anécdota del Abencerraje pasa generalmente por auténtica, y nada tiene de inverosímil ni de extraordinaria en sí misma, aunque el primer historiador propiamente [ccclxxvi]tal que la menciona es Gonzalo Argote de Molina[570], á quien su romántica fantasía hacía demasiado crédulo para todo género de leyendas caballerescas. De todos modos, el principal personaje, Rodrigo de Narváez, es enteramente histórico, y Hernando del Pulgar le dedica honrosa conmemoración en el título XVII de sus Claros varones de Castilla: «¿Quién fue visto ser más industrioso ni más acepto en los actos de la guerra que Rodrigo de Narvaez, caballero fijodalgo, a quien por notables hazañas que contra los moros hizo le fue cometida la cibdad de Antequera, en la guarda de la qual, y en los vencimientos que hizo a los Moros, ganó tanta fama y estimacion de buen caballero, que ninguno en sus tiempos la ovo mayor en aquellas fronteras?» Pero ni el cronista de la Reina Católica ni Ferrant Mexía, el autor del Nobiliario Vero (1492), que se gloriaba de contar entre sus parientes á Narváez, á quien llama «caballero de los bienaventurados que ovo en nuestros tiempos, desde el Cid acá, batalloso e victorioso» (lib. II, cap. XV), se dan por enterados de su célebre acto de cortesía con el prisionero abencerraje. Es cierto que al fin de la Historia de los Árabes de D. José Antonio Conde se estampa, con el título de Anécdota curiosa[571], este mismo cuento, y aun se añade que «la generosidad del alcaide Narváez fue muy celebrada de los buenos caballeros de Granada y cantada en los versos de los ingenios de entonces». Pero semejante noticia tiene trazas de ser una de las muchas invenciones y fábulas de que está plagado el libro de Conde, y por otra parte, basta leer su breve relato de la aventura para comprender que no está traducido de ningún texto arábigo, sino extractado de cualquiera de las novelas castellanas que voy á citar inmediatamente. Arrastrado quizá por la autoridad que en su tiempo se concedía á la obra de Conde, y más aún por el justo crédito del genealogista Argote, todavía D. Miguel Lafuente Alcántara, en su elegante Historia de Granada[572], dió cabida á la anécdota del moro. Y sin embargo, bien puede sospecharse que Argote no conocía la historia de los amores de Abindarráez más que por el Inventario de Villegas, á quien cita, ni Conde más que por ese mismo libro, ó más probablemente por la Diana de Montemayor.

Pasando, pues, del dominio de la historia al de la amena literatura, nos encontramos con dos narraciones novelescas, casi idénticas en lo sustancial, y que á primera vista pueden parecer copia la una de la otra. La más breve, la más sencilla, la que con toda justicia puede considerarse como un dechado de afectuosa naturalidad, de delicadeza, de buen gusto, de nobles y tiernos afectos, en tal grado que apenas hay en nuestra lengua escritura corta de su género que la supere, es la que fué impresa por dos veces en la miscelánea de verso y prosa que, con el título de Inventario, publicó un tal Antonio de Villegas en Medina del Campo. La primera edición de este raro libro es de 1565, la segunda de 1577; pero consta en ambas que la licencia estaba concedida desde 1551, circunstancia muy digna de tenerse en cuenta por lo que diremos después[573].

[ccclxxvii]

Algo amplificada esta historia, escrita con más retórica y afeada con unas sextinas de pésimo gusto, sé encuentra inoportunamente intercalada en el libro IV de la Diana de Jorge de Montemayor; pero entiéndase bien: no en las primeras ediciones, sino en las posteriores al mes de febrero de 1561, en que Montemayor fué muerto violentamente en el Piamonte. El plagio ó superchería se cometió poco después de su muerte por impresores codiciosos de engrosar el volumen del libro con éstas y otras impertinentes adiciones, que ya figuran en una edición de Valladolid, comenzada en el mismo año de 1561 y terminada en 7 de enero de 1562. De allí pasaron á todas las posteriores, que son innumerables[574].

Basta comparar el texto malamente atribuido á Jorge de Montemayor con el de Villegas para ver que el primero está calcado de una manera servil sobre el segundo. Poco importa saber quién hizo tal operación, ni es grave dificultad que la Diana de Valladolid estuviese ya impresa en 1561 y el Inventario no lo fuese hasta 1565, pues sabemos que estaba aprobado desde 1551. El autor, por motivos que se ignoran, dejó pasar quince años sin hacer uso de la cédula regia, con lo cual vino á caducar ésta y tuvo que solicitar otra. Pudo llegar el manuscrito á manos de muchos, y pudo el impresor Francisco Fernández de Córdoba, ó cualquier otro, copiar de él la historia del Abencerraje para embutirla en la Diana; pero si tal cosa sucedió, ¿no parece extraño que Antonio de Villegas, vecino de Medina del Campo, y que debía de estar muy enterado de lo que pasaba en la vecina Valladolid, no hubiese reivindicado de algún modo la paternidad de obra tan linda? El silencio que guarda es muy sospechoso, y unido á otros indicios que casi constituyen prueba plena, me obligan á afirmar que tampoco él es autor original del Abencerraje.

Ante todo, le creo incapaz de escribirle. Hay en el Inventario algunos versos cortos agradables, en la antigua manera de coplas castellanas; pero la prosa de una novelita pastoril que allí mismo se lee, con el título de Ausencia y soledad de amor, forma perfecto contraste, por lo alambicada, conceptuosa y declamatoria, con el terso y llano decir, con la sencillez casi sublime de la historia de los amores de Jarifa. Es humanamente imposible que el que escribió la primera pueda ser autor de la segunda. Villegas es tan plagiario como el refundidor de la versión impresa con la Diana.

Existe, en efecto, un rarísimo opúsculo gótico sin año ni lugar (probablemente Zaragoza), cuyo título dice así: Parte de la Cronica del inclito infante D. Fernando que ganó a Antequera: en la qual trata cómo se casaron a hurto el Aberdarraxe (sic) Abindarraez con la linda Xarifa, hija del Alcayde de Coin, y de la gentileza y liberalidad que con ellos usó el noble Caballero Rodrigo de Narbaez, Alcaide de Antequera y Alora, y ellos con él. Es anónimo este librillo, y va encabezado con la siguiente dedicatoria:

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«Al muy noble y muy magnifico señor el Sr. Hieronymo Ximenez Dembun, señor de Bárboles y Huytea, mi señor.

«Como yo sea tan aficionado servidor de vuestra merced, muy noble y muy magnifico señor, como de quien tantas mercedes tengo recebidas, y a quien tanto debo; deaseando que se ofresciese alguna cosa en que me pudiese emplear para demostrar y dar señal desta mi aficion; habiendo estos dias pasados llegado a mis manos esta obra o parte de cronica que andaba oculta y estaba inculta, por falta de los escriptores, procuré, con fin de dirigirla a vuestra merced, lo menos mal que pude sacarla a luz, enmendando algunos defectos della. Porque en partes estaba confusa y no se podia leer, y en otras estaba defectiva, y las oraciones cortadas, y sin dar conclusion a lo que trataba, de tal manera que aunque el suceso era apacible y gracioso, por algunas impertinencias que tenia, la hacian aspera y desabrida. Y hecha mi diligencia, como supe, comuniquéla a algunos mis amigos, y pareciome que les agradaba: y asi me aconsejaron y animaron a que la hiziese imprimir, mayormente por ser obra acaescida en nuestra España...».

Esta crónica, aunque ha llegado á nosotros incompleta en el único ejemplar que de ella existe, ó existía en tiempos de Gallardo, concuerda, según declaración del mismo erudito, con el texto de Antonio de Villegas, que no hizo más que retocar y modernizar algo el lenguaje. Y realmente, en las primeras líneas, qué Gallardo transcribe como muestra, no se advierte ningún variante de importancia[575].

Consta, por tanto, que antes de 1551, en que Villegas tenía dispuesto para salir de molde su Inventario, corría por España una novela del moro Abindarráez igual á la que él dió por suya, y que tampoco aquélla era original, sino refundición de un pedazo de Crónica que andaba oculta, inculta y defectiva, y que muy bien podía remontarse al siglo XV, aunque no la creemos anterior al tiempo de los Reyes Católicos, por el anacronismo de suponer á Rodrigo de Narváez alcaide de Álora, que no fué conquistada hasta la última guerra contra los moros granadinos.

Muy natural parece que la hazaña de Rodrigo de Narváez, antes de ser contada en prosa, diera tema á algunos romances fronterizos, y quizás pueda tenerse por rastro de ellos el cantarcillo no asonantado que Villegas pone en boca del moro antes de su encuentro con Narváez:

Nascido en Granada,
Criado en Cartama,
Enamorado en Coín,
Frontero de Alora.

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Pero los romances que hoy tenemos sobre este argumento, todos, sin excepción, son artísticos, y han salido del Inventario ó de la Diana, principalmente de esta última. Abre la marcha el librero valenciano Juan de Timoneda con el interminable y prosaico Romance de la hermosa Jarifa, inserto en su Rosa de amores (1573); siguióle, aunque con menos pedestre numen, el escriptor ó escribiente de la Universidad de Alcalá de Henares Lucas Rodríguez, que en su Romancero Historiado (1579) tiene dos composiciones sobre el asunto: le trató luego con gran prolijidad Pedro de Padilla, versificando en cinco romances el texto atribuido á Montemayor, trabajo tan excusado como baladí (1583); Jerónimo de Covarrubias Herrera, vecino de Rioseco, se limitó á un solo romance de Rodrigo de Narváez, que insertó en su novela pastoril La Enamorada Elisea (1594). Todo esto apenas pertenece á la poesía; pero no sucede lo mismo con un romance anónimo, de poeta culto, que comienza así:

Ya llegaba Abindarráez—á vista de la muralla...

y con otro que puso Lope de Vega en la Dorotea:

Cautivo el Abindarráez—del alcaide de Antequera...[576]

Todas estas variaciones sobre un mismo tema poético prueban su inmensa popularidad, á la cuál puso el sello Cervantes, haciendo recordar á D. Quijote, entre los desvaríos de su imaginación, después de la aventura de los mercaderes toledanos (Parte primera, cap. V), «las mismas palabras y razones que el cautivo Abencerraje respondía á Rodrigo de Narvaez, del mismo modo que él habia leido la historia en la Diana de Jorge de Montemayor, donde se escribe». Después de tan alta cita, huelga cualquiera otra; pero no quiero omitir la indicación de un poema en octavas reales y en diez cantos, tan tosco é infeliz como raro, que compuso en nuestra lengua un soldado italiano, Francisco Balbi de Correggio (1593), con el título de Historia de los amores del valeroso moro Abinde-Arraez y de la hermosa Xarifa[577].

Ninguna de estas versificaciones, ni siquiera la linda comedia de Lope de Vega El remedio en la desdicha[578], que por el mérito constante de su estilo, por la nobleza de los caracteres, por la suavidad y gentileza en la expresión de afectos, por el interés de la fábula, y aun por cierta regularidad y buen gusto, tiene entre las comedias de moros y cristianos de nuestro antiguo repertorio indisputable primacía, puede disputar la palma á la afectuosa y sencilla narración del autor primitivo. El verdadero lenguaje del amor que, con tan inútil empeño las más de las veces, buscaron los autores de novelas sentimentales y pastoriles, extraviados por la retórica de Boccaccio y de Sannazaro, suena como deliciosa música en los coloquios de Jarifa y Abindarráez. ¡Y qué bizarro [ccclxxx]alarde y competencia de hidalguía y generosidad entre el moro y el cristiano! La historia de Abindarráez fué el tipo más puro, así como fué el primero, de la novela granadina, cuya descendencia llega hasta el Último Abencerraje, de Chateaubriand. Con candoroso, pero no irracional entusiasmo, pudo escribir D. Bartolomé Gallardo en su ejemplar del Inventario, al fin de las páginas que contienen el cuento de Jarifa: «Esto parece que está escrito con pluma del ala de algun angel».

Lo que había hecho en lindísima miniatura el autor, quien quiera que fuese, del Abencerraje, lo ejecutó en un cuadro mucho más vasto el murciano Ginés Pérez de Hita en su célebre libro de las Guerras civiles de Granada, cuya primera parte, que es la que aquí mayormente nos interesa, fué impresa en Zaragoza, en 1595, con el título de Historia de los bandos de los Zegríes y Abencerrajes... agora nuevamente sacada de un libro arabigo, cuyo autor de vista fue un moro llamado Aben Hamin, natural de Granada. La segunda parte, concerniente á la rebelión de los moriscos en tiempo de Felipe II, es historia anovelada y en parte, memorias de las campañas de su autor, obra verídica en el fondo, como se reconoce por la comparación con las legítimas fuentes históricas, con Mármol y Mendoza. Pero la primera parte, única que hizo fortuna en el mundo (aunque la segunda, por méritos distintos, también lo mereciese), es obra de otro carácter: es una novela histórica, y seguramente la primera de su género que fué leída y admirada en toda Europa, abriendo á la imaginación un nuevo mundo de ficciones.

Nadie puede tomar por lo serio el cuento del original arábigo de su obra, que Ginés Pérez de Hita inventó[579] á estilo de lo que practicaban los autores de libros de caballerías; su misma novela indica que no estaba muy versado en la lengua ni en las costumbres de los mahometanos, puesto que acepta etimologías ridículas, comete estupendos anacronismos y llega á atribuir á sus héroes el culto de los ídolos («un Mahoma de oro») y á poner en su boca reminiscencias de la mitología clásica. Pero sería temerario dar todo el libro por una pura ficción. Otras muchas novelas se han engalanado con el calificativo de históricas sin merecerlo tanto como ésta. Histórico es el hecho de las discordias civiles que enflaquecieron el reino de Granada y allanaron el camino á la conquista cristiana. Histórica la existencia de la tribu de los Abencerrajes y el carácter privilegiado de esta milicia. Histórico, aunque no con las circunstancias que se supone, ni por orden del monarca á quien Hita le atribuye, el degüello de sus principales jefes. Aun el peligro en que se ve la Sultana parece nacido de alguna vaga reminiscencia de las rivalidades de harem entre las dos mujeres de Abul-Hassán (el Muley Hazén de nuestros cronistas): Zoraya (D.ª Isabel de Solís) y Aixa, la madre de Boabdil. La acusación de adulterio, la defensa de la Reina por cuatro caballeros cristianos, es claro que pertenece al fondo común de la poesía caballeresca; y sin salir de nuestra casa, le encontramos en la defensa de la Emperatriz de Alemania por el conde de Barcelona Ramón Berenguer (véase la crónica de Desclot), en la de la Reina de Navarra por su entenado D. Ramiro (véase la Crónica general), en la de la duquesa de Lorena por el rey D. Rodrigo, según se relata en la Crónica de Pedro del Corral. Pero aun siendo falso el hecho, y contradictorio con las costumbres musulmanas, todavía la circunstancia de intervenir D. Alonso de Aguilar es como un rayo de luz que nos hace entrever la vaga memoria que á fines del siglo XVI se conservaba del reto que á aquel magnate cordobés, de triste y heroica memoria, dirigió su primo el Conde de Cabra, dándoles campo franco el rey de Granada Muley Hazén, según consta en documentos que son hoy del dominio de los eruditos[580]. Aun por lo que toca á los juegos de toros, cañas y sortijas, al empleo de blasones, divisas y motes, y al ambiente de galantería que en el libro se respira, y que parece extraño á las ideas y hábitos de los sarracenos, ha de tenerse en cuenta que el reino granadino, en sus postrimerías y aun mucho antes, estaba penetrado por la cultura castellana, puesto que ya en el siglo XIV podía decir Aben-Jaldún que «los moros andaluces se asemejaban á los gallegos (es decir, á los cristianos del Norte) en trajes y atavíos, usos y costumbres, llegando al extremo de poner imágenes y simulacros en el exterior de los muros, dentro de los edificios y en los aposentos más retirados»[581].

[ccclxxxi]

La elaboración de la Historia de los Bandos fácilmente se explica sin salir del libro mismo, ni conceder crédito alguno á la invención del original arábigo de Aben-Hamin, no menos fantástico que el de Cide Hamete Benengeli[582]. Á cada momento cita é intercala Ginés Pérez, en apoyo de su relación, romances fronterizos del siglo XV, históricos á veces y coetáneos de los mismos hechos que narran. Y con frecuencia también resume ó amplifica en prosa el contenido de otros romances mucho más modernos y de diverso carácter: los llamados moriscos, que á fines del siglo XVI se componían en gran número; género convencional y artificioso, cuanto animado y brillante, que Pérez de Hita no inventó, pero á cuya popularidad contribuyó más que nadie con su libro. Con este material poético mezcló algo de lo que cuentan los historiadores castellanos, Pulgar y Garibay especialmente, que son casi los únicos á quienes menciona. Y sin duda se aprovecharía también del conocimiento geográfico que adquirió del país cuando anduvo por él como soldado contra los moriscos[583], y quizá de tradiciones orales, y por tanto algo confusas, que corrían en boca del vulgo, en los reinos de Granada y Murcia. Á esta especie de tradición familiar puede reducirse el personaje de aquella Esperanza de Hita, que había sido esclava en Granada y cuyo testimonio invoca á veces nuestro apócrifo é ingenioso cronista, á menos que no sea pura invención suya para enaltecer su apellido[584].

[ccclxxxii]

Compuesta de tan varios y aun heterogéneos elementos, la novela de Ginés Pérez no podía tener gran unidad de plan, y realmente hay en ella bastantes capítulos episódicos y desligados, que se refieren por lo común á lances, bizarrías y combates singulares de moros y cristianos en la vega de Granada. Son los principales héroes de estas aventuras el valiente Muza, el Maestre de Calatrava D. Rodrigo Téllez Girón, Malique Alabéz, D. Manuel Ponce de León y el áspero y recio Albayaldos. El estrépito de los combates se interrumpe á cada momento con el de las fiestas. Pero la acción principal es sin dudad la catástrofe de los abencerrajes, leyenda famosa, cuyos datos conviene aquilatar.

[ccclxxxiii]

La voz Abencerraje es de indudable origen arábigo: Aben-as-Serrach, el hijo del Sillero[585]. Esta poderosa milicia, de procedencia africana, interviene á cada momento en la historia granadina del siglo XV, ya imponiéndose á los emires de Granada, como una especie de guardia pretoriana, ya sosteniendo á diversos usurpadores y pretendientes del solio. Los reyes, á su vez, se vengaban y deshacían de ellos cuando podían. Los historiadores más próximos á la conquista y mejor enterados de lo que en Granada pasaba atribuyen á Abul-Hassán, no uno, sino varios degüellos de abencerrajes y de otros caballeros principales, hasta un número muy superior al de treinta y seis que da Pérez de Hita, quien, por lo demás, yerra únicamente en atribuir la matanza á Boabdil y no á su padre. Hernando de Baeza, intérprete que fué del Rey Chico, narra el caso en estos términos:

«Estando, pues, este rrey (Abul-Hassán) metido en sus vicios, visto el desconcierto de su persoua, levantaronse ciertos caballeros en el rreyno... y alzaron la obediencia del rrey, y hicieronle cruda guerra: entre los cuales fueron ciertos que decían Abencerrajes, que quiere decir los hijos del Sillero, los quales eran naturales de allende, y habian pasado en esta tierra con deseo de morir peleando con los christianos. Y en verdad ellos eran los mejores caballeros de la gineta y de lanza que se cree que ovo jamas en el rreyno de Granada: y aunque fueron casi los mayores señores del Reyno, no por eso mudaron el apellido de sus padres, que eran Silleros: porque entre los moros no suelen despreciarse los buenos y nobles por venir de padres officiales. El rey, pues, siguio la guerra contra ellos, y prendio y degollo muchos de los caballeros, entre los quales degollo siete de los abencerrajes; y degollados, los mandó poner en el suelo, uno junto con otro, y mandó dar lugar a que todos los que quisiesen los entrasen a ver. Con esto puso tanto espanto en la tierra, que los que quedaban de los Abencerrajes, muchos de ellos se pasaron en Castilla, y unos fueron a la casa del duque de Medina Sidonia, y otros a la casa de Aguilar, y ahi estuvieron haciendoles mucha honrra a ellos y a los suyos, hasta que el rrey chiquito, en cuyo tiempo se ganó Granada, rreynó en ella, que se volvieron a sus casas y haciendas: los otros que quedaron en el Reyno, poco a poco los prendio el rrey, y dizen que de solo los abencerrajes degollo catorze, y de otros caballeros y hombres esforzados y nombrados por sus personas fueron, según dizen, ciento veinte y ocho, entre los quales mató uno del Albaicin, hombre muy esforzado...»[586].

Pero no eran estas inauditas crueldades las primeras del emir Abul-Hassán. Otras había perpetrado antes, conforme refiere Hernando de Baeza; y por ellas se explica una creencia tradicional todavía en la Alhambra, y enlazada en la fantasía del pueblo con la matanza de los abencerrajes. Siendo todavía príncipe, prendió al rey Muley Zad, competidor de su padre, «y lo truxo al Alhambra, y el padre le mandó degollar, y ahogar con una tovaja a dos hijos suyos de harto pequeña edad; y porque al tiempo que lo degollaron, que fue en una sala que está a la mano derecha del quarto de los Leones, cayó un poco de sangre en una pila de piedra blanca, y estuvo alli mucho tiempo la señal de la sangre, hasta hoy los moros y los cristianos le dixen a aquella pila la pila en que degollaban a los reyes»[587].

[ccclxxxiv]

Ginés Pérez de Hita, aunque no habla de la mancha de sangre, dice que los treinta y seis abencerrajes fueron degollados en la cuadra de los Leones, en una taza de alabastro muy grande (Cap. XIII). En esto pudo engañarle su fantasía, porque es difícil admitir que los abencerrajes penetrasen hasta el cuarto de los Leones, que pertenece á la parte más reservada del palacio árabe, es decir, al harem[588].

En la novelita de Abindarraez y Jarifa, muy anterior á las Guerras Civiles de Granada (pues aun la refundición de Antonio de Villegas estaba hecha en 1551), se cuenta la matanza de los abencerrajes de un modo bastante próximo á la historia, sin hacer intervenir al rey Boabdil ni mentar para nada los amores de la Sultana ni el patio de los Leones. Verdad es que, en cambio, se hace remontar el suceso á la época de D. Fernando el de Antequera. Pero ya en este relato se ve á los abencerrajes presentados con la misma idealización caballeresca que en las novelas y en los romances posteriores[589].

Falta averiguar cómo pudo mezclarse el nombre de una reina de Granada en tal asunto, ajeno al parecer á toda influencia femenina. Pero creo que todo se aclara con este pasaje del juicioso y fidedigno historiador granadino Luis del Mármol Carvajal[590], que, [ccclxxxv]aunque escribía á fines del siglo XVI, trabajaba con excelentes materiales: «Era Abil Hascén hombre viejo y enfermo, y tan sujeto a los amores de una renegada que tenia por mujer, llamada la Zoraya (no porque fuese este su nombre propio, sino por ser muy hermosa[591], la comparaban á la estrella del alba, que llamaron Zoraya), que por amor della había repudiado a la Ayxa, su mujer principal, que era su prima hermana, y con grandisima crueldad hecho degollar algunos de sus hijos sobre una pila de alabastro que se ve hoy dia en los alcazares de la Alhambra en una sala del cuarto de los Leones, y esto a fin de que quedase el reino a los hijos de la Zoraya. Mas la Ayxa, temiendo que no le matase el hijo mayor, llamado Abi Abdilehi o Abi Abdalá (que todo es uno), se lo habia quitado de delante, descolgandole secretamente de parte de noche por una ventana de la torre de Comares con una soga hecha de los alamaizares y tocas de sus mujeres; y unos caballeros llamados los Abencerrajes habían llevadole a la ciudad de Guadix, queriendo favorecerle, porque estaban mal con el Rey a causa de haberles muerto ciertos hermanos y parientes, so color de que uno dellos habia habido una hermana suya doncella dentro de su palacio; mas lo cierto era que los queria mal porque eran de parte de la Ayxa, y por esto se temia dellos. Estas cosas fueron causa de que toda la gente principal del reino aborreciesen a Abil Hacén y contra su voluntad trajeron de Guadix a Abi Abdilehi su hijo, y estando un dia en los Alixares le metieron en la Alhambra, y le saludaron por rey; y cuando el viejo vino del campo no le quisieron acoger dentro, llamandole cruel, que habia muerto sus hijos y la nobleza de los caballeros de Granada».

El testimonio de Mármol, que siempre merece consideración aun tratándose de cosas algo lejanas de su tiempo, aparece confirmado en lo sustancial por el del famoso compilador árabe Almacari[592] y por el de Hernando de Baeza, que habla largamente de la rivalidad entre las dos reinas, y como cliente que era de Boabdil, trata muy mal á la Romía (Zoraya), á la cual, por el contrario, tanto quiso idealizar Martínez de la Rosa en la erudita y soporífera novela que compuso con el título de Doña Isabel de Solís (1837-1846).

Lo que sólo aparece en Mármol, y casi seguramente procedo de una tradición oral, verdadera ó fabulosa, es la intervención de los abencerrajes en favor de la sultana Aixa, y el pretexto que se dió para su matanza, es decir, los amores de uno de ellos con una hermana del Rey. De aquí al cuento de Pérez de Hita no hay más que un paso; dos actos feroces de Abul-Hassán, confundidos en uno solo y transportados al reinado de su hijo: los abencerrajes, partidarios de una sultana perseguida; una aventura amorosa atribuida primero á la hermana de Abul-Hassán, después á su mujer y por último á su nuera. Ginés Pérez no pudo aprovechar el libro de Mármol, que no se imprimió hasta el año 1600, pero pudo oir contar cosas parecidas á algún morisco viejo, y sobre ellas levantó la máquina caballeresca de la acusación y del desafío, que pudo tomar de cualquiera parte, pero á la cual logró dar cierta apariencia histórica, mezclando nombres de los más famosos en Murcia y Andalucía, y especialmente los del mariscal D. Diego de Córdoba y D. Alonso de Aguilar, de quienes vagamente se recordaba que el Rey de Granada les había otorgado campo para algún desafío.

[ccclxxxvi]

De este modo se explican para mí lisa y llanamente los orígenes de esta famosa narración. Otras muchas cosas de las Guerras Civiles de Granada proceden de fuentes poéticas; ésta no. Entre los romances fronterizos, uno sólo hay, el de «¡Ay de mi Alhama!» (de origen árabe, si hubiéramos de dar crédito á la declaración de Pérez de Hita), que alude rápidamente á la muerte de los abencerrajes, sin especificar la causa:

Mataste los Bencerrajes | que eran la flor de Granada.

Otros dos romances que trae el mismo Hita:

En las torres del Alhambra | sonaba gran vocerío...
Caballeros granadinos, | aunque moros hijosdalgo...

son composiciones modernas, y probablemente suyas, hechas para dar autoridad á su prosa[593].

La mayor originalidad del libro de Pérez de Hita consiste en ser una crónica novelesca de la conquista de Granada, tomándola, no desde el real de los cristianos, sino desde el campo musulmán y la ciudad cercada. La discordia interior; está pintada con energía, y en el color local hay de todo: verdadero y falso. Los moros de Ginés Pérez de Hita, galantes, románticos y caballerescos, alanceadores de toros, jugadores de sortija, «blasonados de divisas como un libro de Saavedra»[594], según la chistosa expresión del Conde de Circourt, son convencionales en gran parte y no dejan de prestarse á la parodia y á la caricatura con sus zambras y saraos, sus marlotas y alquiceles, que allá se van con los cándidos pellicos y zampoñas de los pastores de las églogas. Pero en la novedad de su primera aparición resultaban muy bizarros y galanes; respondían á una generosa idealización que el pueblo vencedor hacía de sus antiguos dominadores, precisamente cuando iban á desaparecer del suelo español las últimas reliquias de aquella raza. Moros más próximos á la verdad hubieran agradado menos, y el éxito coronó de tal modo el tipo creado por Ginés Pérez de Hita y por los autores de romances moriscos, que se impuso á la fantasía universal, y hoy mismo, á pesar de todos los trabajos de los arabistas, es todavía el único que conocen y aceptan las gentes de mundo y de cultura media en España y en Europa. Esos moros son los del Romancero General, los de las comedias de Lope de Vega y sus discípulos, los de la fiesta de toros de Moratín el padre[595], los de las novelas sentimentales de Mademoiselle de Scudéry (Amahide) [ccclxxxvii]y de Madame de Lafayette (Zaïde)[596], los del caballero Florián en su empalagoso y ridículo Gonzalo de Córdoba, los de Chateaubriand en el Último Abencerraje[597], los de Washington Irving en su crónica anovelada de la conquista de Granada[598], los de Martínez de la Rosa en Doña Isabel de Solís y en Moraima[599]; son los moros de toda la literatura granadina anterior al poema de Zorrilla, donde la fantasía oriental toma otro rumbo, poco seguido después. Una obra como la de Hita, que con tal fuerza ha hablado á la imaginación de los hombres por más de tres centurias y ha trazado tal surco en la literatura universal, por fuerza ha de tener condiciones de primer orden. La vitalidad épica, que en muchas partes conserva; la hábil é ingeniosa mezcla de la poesía y de la prosa, que en otras novelas es tan violenta y aquí parece naturalísima; el prestigio de los nombres y de los recuerdos tradicionales, vivos aún en el corazón de nuestro pueblo; la creación de caracteres, si no muy variados, interesantes siempre y simpáticos; la animación, viveza y gracia de las descripciones, aunque no libres de cierta monotonía, así en lo bélico como en lo galante; la hidalguía y nobleza de los afectos; el espíritu de tolerancia y humanidad con los enemigos; la discreta cortesía de los razonamientos; lo abundante y pintoresco del estilo, hacen de las Guerras Civiles de Granada una de las lecturas más sabrosas que en nuestra literatura novelesca pueden encontrarse.

Pero sobre las excelencias de su dicción, más expresiva que correcta y limada (porque al fin Ginés Pérez no era un retórico, sino un pobre soldado de mucha fantasía y mucho sentido poético), conviene rectificar una creencia admitida muy de ligero y fundada en un error ó más bien en una honesta superchería: «Una de las singularidades que más admiramos en Ginés Pérez de Hita (dice Aribau y han repetido otros) es que si se toma cualquier pasaje de su obra, nos parecerá escrito modernamente por una diestra pluma, después que el lenguaje ha participado del progreso de los conocimientos en materias ideológicas. Parece que adivinó el modo con que habían de hablar los españoles más de dos siglos después que él: rara palabra de las que usa se ha anticuado».

[ccclxxxviii]

Hay una equivocación profunda en estas palabras del distinguido colector de los novelistas anteriores á Cervantes. Sin duda por no haber manejado ninguna edición antigua de las Guerras Civiles cayó Aribau cándidamente en el lazo tendido por la experta mano del que cuidó de la reimpresión hecha por Amarita en 1833, y fué según mis noticias D. Serafín Estebánez Calderón. Es un texto el suyo completamente refundido y modernizado, sobre todo en la segunda parte, como ha advertido recientemente D. Rufino J. Cuervo[600]. Á esta versión así retocada, que es también la de la Biblioteca de Autores Españoles, le cuadran las palabras de Aribau; á la primitiva y auténtica no, porque Ginés Pérez peca muchas veces de desaliñado, y su estilo no es ni más ni menos moderno que el de cualquier contemporáneo suyo. Escribe en la excelente lengua de su tiempo, sin género de adivinación alguna.

La segunda parte carece del interés novelesco de la primera, y sin duda por eso fué reimpresa muy pocas veces y llegó á ser libro rarísimo[601]. Las poéticas tradiciones de los últimos tiempos del reino de Granada tenían que interesar más que las atrocidades de una rebelión de salteadores, en que las represalias de los cristianos estuvieron á la altura de la ferocidad de los moriscos. Con ser tan grandes las cualidades de narrador en Ginés Pérez de Hita, tenía que perjudicarle la inferioridad de la materia. Además, los romances que esta segunda parte contiene, escritos casi todos por él mismo, son meras gacetas rimadas, que repiten sin ventaja alguna lo que está dicho mucho mejor en la prosa[602]. Aun en ésta abusa demasiado de las arengas militares, y no faltan imitaciones, traídas con poco tino, de los poemas épicos de Virgilio y Ercilla (el combate de Dares y Entelo, la prueba del tronco); pero hay trozos bellísimos, como la patética historia del Tuzani de la Alpujarra, donde encontró Calderón el argumento de su drama Amar después de la muerte. Por lo ameno y florido, el primer libro de las Guerras Civiles se llevará siempre la palma, pero nada hay en él que iguale á la arrogante semblanza del hercúleo marqués de los Vélez D. Luis Fajardo, que se lee en el capítulo IV de la Segunda parte. Bastaría esta página estupenda, que oscurece á las mejores [ccclxxxix]de Guzmán y Pulgar, para poner á Ginés Pérez de Hita en primera línea entre los escritores españoles que han poseído en más alto grado el don de pintar con palabras y de dar vida perenne á las criaturas humanas cuyos hechos escriben[603].

[cccxc]

Una idealización algo semejante á la que Ginés Pérez de Hita hizo de la historia granadina, imponiéndosela al mundo entero, tenemos respecto de la primitiva historia del Perú en los Comentarios Reales del Inca Garcilaso de la Vega[604], obra que participa tanto del carácter de la novela como del de la historia, y que no sólo por lo pintoresco y raro de su contenido, sino por las singulares circunstancias de la persona de su autor, excitó en alto grado la curiosidad de sus contemporáneos y ha seguido embelesando á la posteridad. Garcilaso era el primer escritor americano de raza indígena que hacía su aparición en la literatura española. Nacido en el Cuzco en 1540, no era criollo, sino mestizo, hijo de un conquistador y de una india principal descendiente de Huayna Capac, y no estaba menos ufano de su ascendencia materna que de la [cccxci]paterna, gustando de anteponer el regio título de Inca á su muy castizo apellido[605]. Su educación había sido enteramente española y muy esmerada: desde los veinte años residió en la Península, pasando en Córdoba la mayor parte de su vida; pero por la ingenuidad del sentimiento y la extraordinaria credulidad, conservaba mucho de indio. Algo tardíamente se manifestó su vocación literaria, acaso porque en su juventud gustaba más, como él dice, «de arcabuces y de criar y hacer caballos que de escribir libros»; pero sus dotes de excelente prosista campean ya en la valiente versión que en 1590 publicó de los célebres Diálogos de Amor de León Hebreo, mejorando en gran manera la forma desaliñada del texto italiano, que es traducción, al parecer, de un original español perdido. Pero la celebridad de Garcilaso, como uno de los más amenos y floridos narradores que en nuestra lengua pueden encontrarse, se funda en sus obras historiales, que mejor calificadas estarían (sobre todo la segunda) de historias anoveladas, por la gran mezcla de ficción que contienen: «La Florida del Inca o Historia del Adelantado Hernando de Soto»; los «Comentarios Reales que tratan del origen de los Incas, reyes que fueron del Perú; de su idolatría, leyes y gobierno en paz y en guerra, de sus vidas y conquistas, y de todo lo que fue aquel Imperio y su República antes que los españoles pasaran á él»; la «Historia general del Perú, que trata el descubrimiento de él y cómo lo ganaron los españoles; las guerras civiles que hubo entre Pizarros y Almagros sobre la partija de la tierra; castigo y levantamiento de los tyranos, y otros sucesos particulares».

La autoridad histórica del Inca Garcilaso ha decaído mucho entre los críticos modernos, y son muy pocos los americanistas que se atreven á hacer caudal de ella. Aun en las cosas de la conquista y de las guerras civiles es cronista poco abonado, porque salió muy joven de su tierra, y escribió, no á raíz de los sucesos, sino entrado ya el siglo XVII, dejándose guiar de vagos recuerdos, de relaciones interesadas, de anécdotas soldadescas y de un desenfrenado amor á todo lo extraordinario y maravilloso. Pero donde suelta las riendas á su exuberante fantasía es en los Comentarios Reales, libro el más genuinamente americano que en tiempo alguno se ha escrito, y quizá el único en que verdaderamente ha quedado un reflejo del alma de las razas vencidas. Prescott ha dicho con razón que los escritos de Garcilaso son una emanación del espíritu indio: «an emanation from the indian mind». Pero esto ha de entenderse con su cuenta y razón, [cccxcii]ó más bien ha de completarse advirtiendo que aunque la sangre de su madre, que era prima de Atahualpa, hirviese tan alborotadamente en sus venas, él al fin no era indio de raza pura, y era además neófito cristiano y hombre de cultura clásica, por lo cual las tradiciones indígenas y los cuentos de su madre tenían que experimentar una rara transformación al pasar por su mente semibárbara, semieducada. Así se formó en el espíritu de Garcilaso lo que pudiéramos llamar la novela peruana ó la leyenda incásica, que ciertamente otros habían comenzado á inventar, pero que sólo de sus manos recibió forma definitiva, logrando engañar á la posteridad, por lo mismo que había empezado engañándose á sí mismo, poniendo en el libro toda su alma crédula y supersticiosa. Los Comentarios Reales no son texto histórico: son una novela tan utópica como la de Tomás Moro, como la Ciudad del Sol de Campanella, como la Oceana de Harrington; pero no nacida de una abstracción filosófica, sino de tradiciones oscuras, que indeleblemente se grabaron en una imaginación rica, pero siempre infantil. Allí germinó él sueño de un imperio patriarcal y regido con riendas de seda, de un siglo de oro gobernado por una especie de teocracia filosófica. Garcilaso hizo aceptar estos sueños por el mismo tono de candor con que los narraba, y la sinceridad, á lo menos relativa, con que los creía, y á él somos deudores de aquella ilusión filantrópica que en el siglo XVIII dictaba á Voltaire su Alzira y á Marmontel su fastidiosísima novela de Los Incas, y que en el canto triunfal de Olmedo en honra de Bolívar evocaba tan inoportunamente, en medio del campo de Junín, la sombra de Huayna Capac, para felicitar á los descendientes de los que ahorcaron á Atahualpa. Para lograr tan persistente efecto se necesita una fuerza de imaginación muy superior á la vulgar, y es cierto que el Inca Garcilaso la tenía tan poderosa cuanto deficiente era su sentido crítico. Como prosista es el mayor nombre de la literatura americana colonial; él y Alarcón, los dos verdaderos clásicos nuestros nacidos en América.

Trabajo cuesta descender de la apacible lección de tales maestros de nuestra prosa narrativa como fueron Ginés Pérez de Hita y el Inca Garcilaso al torpe y grosero matorral de fábulas con que escritores sin ciencia ni conciencia, sin arte ni estilo, de los cuales ya hemos visto un specimen en Miguel de Luna, afearon los anales eclesiásticos y civiles de España abriendo tristísimo paréntesis entre la era clásica de los Zuritas y Morales y la era crítica de los Mondéjares y Antonios, que tantos monstruos tuvieron que exterminar en el campo de nuestra historia, dejando aun así reservado para el P. Flórez el lauro mayor y lo más arduo y peligroso de la empresa. La literatura seudo-histórica del siglo XVII, que por otra parte ha tenido ya magistral y ameno cronista[606], no nos incumbe en su mayor parte, tanto porque traspasa el límite cronológico que en este trabajo nos hemos impuesto, cuanto por la falta de imaginación y de sentido literario que sus autores mostraron, y aun por la lengua en que comúnmente escribían. Ni los plomos granadinos, ni los falsos cronicones de Dextro, Marco Máximo, Luitprando y Julián Pérez, abortos del cerebro delirante del P. Román de la Higuera; ni los de Hauberto Hispalense y Walabonso Merio, compilaciones todavía más degeneradas de Lupián Zapata; ni el cronicón gallego de D. Servando, supuesto confesor de los reyes D. Rodrigo y D. Pelayo; ni otros escritos apócrifos menos divulgados, tienen nada que ver con la historia de la novela, aunque sea ficción casi todo lo que en ellos [cccxciii]se contiene. Pero son ficciones descaradas é impudentes, nacidas al calor de un falso celo religioso, de un extraviado sentimiento de patriotismo local, de una estúpida vanidad genealógica ó de torpes móviles de lucro y codicia, no de un propósito de amenidad y recreación sin pecado, como el que había dado vida á las lozanísimas páginas del moro Aben Hamin, historiador no menos fidedigno que el propio Cide Hamete Benengeli. Estos inocentes juegos de la fantasía poética son cosa bien diversa de aquella aberración mental y moral que llenó de santos falsos ó trasladados caprichosamente de Grecia y Asia los fastos de nuestras iglesias, corrompió nuestros episcopologios, profanó con insulsas fábulas los libros de rezo y llevó su audacia hasta adulterar feamente antiguos códices é inscripciones venerables.

Pero existen otras ficciones, un poco más antiguas, en que es menor la dosis de malicia y mucho mayor la intervención del elemento novelesco. Dos obras hay, por lo menos, anteriores á la publicación de la primera parte del Quijote, que es imposible omitir en una historia de la novela, á pesar de las pretensiones históricas que afectan. Una de ellas es la Centuria ó Historia de los famosos hechos del Gran Conde de Barcelona Don Bernardo Barcino, y de Don Zinofre su hijo y otros caballeros de la Provincia de Cataluña (Barcelona, 1600); obra disparatadísima del franciscano Fr. Esteban Barellas, el cual tuvo la avilantez de dedicarla como verdadera historia nada menos que á la Diputación General del Principado. En el prólogo invoca, según costumbre de todos los falsarios, el testimonio de un autor inédito, que aquí por caso singular es un judío: «Vino a mis manos, Illustrissimos señores, el año de mil y quinientos setenta y seys, harto estragado y rompido, lo que trabajó el Rabino Capdevila, hijo de padres nativos christianos naturales del lugar Duas ayguas, morador en la villa de Momblanc. Prohijó al dicho Capdevila el Rabino Ruben Hiscar, christiano falto de padres, y por la comun calamidad mora, le llevó consigo en la retirada a los montes, como los demas christianos, donde fue enseñado por el Hiscar en las letras divinas y humanas. Assistió el Capdevila, a lo que se vee, en las mayores jornadas, sin las que le vinieron a noticia, escriviendo en varias letras y lenguas». Refiere luego que en la Academia Complutense, ó sea en la Universidad de Alcalá, donde acabó sus estudios, le había servido de intérprete para el Capdevila el Dr. Hernando Diaz, Catedrático de Lengua Hebrea y Profesor de Medicina. Preceden al libro unas tablas cronológicas en toda forma y varios apuntamientos de simulada erudición geográfica é histórica para deslumbrar á los incautos[607].

El libro es tal que quizá no se encuentre otro más absurdo en toda la dilatada serie de los libros de caballerías, á cuyo género pertenece indisputablemente. No sin razón le comparó el Marqués de Mondéjar con El Caballero del Febo ó con las obras de Feliciano de Silva. Si se exceptúan los nombres topográficos y los apellidos, derramados como á granel, todo es pura patraña en la Centuria de Barellas, comenzando por los dos imaginarios héroes D. Barcino y D. Zinofre. Ni siquiera acertó el mísero autor á incorporar en su obra los episodios y rasgos poéticos y tradicionales con que le brindaban las antiguas crónicas catalanas, y que aun no teniendo certidumbre histórica habían podido arraigar ya en la mente popular. Pero algo aprovechó de ellas, aunque con torpeza. En las Historias y Conquistas de Mosén Pere Tomich, crédulo compilador del siglo XV, encontró el germen de la fábula heroica de Otger Cathalon y los nueve Barones de la fama, supuestos héroes de la restauración pirenaica, y la historia no menos apócrifa del monasterio de Grassa, atribuida á Filomena, secretario de Carlomagno. Las juveniles aventuras de Vifredo el Velloso (á quien Barellas da el extravagante dictado de D. Zinofre 2.º Peloso ó Astrodoro), su estancia en la corte del Conde de Flandes y la venganza que tomó del usurpador Salomón eran invenciones añejas, que ya en el siglo XIII fueron escritas en el Gesta Comitum, y á las cuales el Dr. Pujades había dado en su Crónica de Cataluña más amplio desarrollo. Finalmente, la historia del dragón vencido por D. Zinofre Barcino, que tanta parte ocupa en la Centuria, además de ser un lugar común del género caballeresco (la sierpe de Baldovín en la Gran Conquista de Ultramar, el endriago de Amadís), es tradición antiquísima localizada en varios puntos del Principado Catalán, y que ha dejado rastros en representaciones artísticas, en fiestas populares y en la leyenda muy interesante de la espada de Vilardell[608].

[cccxciv]

Por desgracia es muy poco lo que hay de tradicional en el libro del P. Barellas, y aun esto se halla torpemente desfigurado y revuelto con mil invenciones ineptas; la reina Delphina y sus amazonas, la fuente del Salvaje, la pesadísima descripción del templo de Venus y de las artes mágicas que en él se practicaban; todo ello en un castellano poco menos que bárbaro, y con tal carencia de sentido poético é histórico, que apenas se hallará libro más fastidioso ni peor escrito en toda la enorme biblioteca caballeresca.

Así como los Condes soberanos de Barcelona tuvieron en Barellas indigno y fabuloso cronista, así le tuvo la antigua y nobilísima ciudad de Ávila en el P. Luis Ariz, de la Orden de San Benito, que en 1607 imprimió la que llamaba Historia de sus Grandezas[609], obra monstruosa, que en sus dos primeras partes puede competir con[cccxcv] el más estupendo de los libros de caballerías. Desde la portada ofrece poner en claro «qual de los quarenta y tres Hercules fue el Mayor, y como siendo Rey de España tuvo amores con una Africana, en quien tuvo un hijo que fundó a Avila». No hay que decir que sale triunfante de su empeño, pero no por el trillado camino del Beroso y Anio Viterbiense, que siguen otros historiadores de pueblos, sino exhibiendo entera y verdadera una crónica novelesca de Ávila que alcanza desde los tiempos de Hércules hasta los del Emperador Alfonso VII, escrita en una fabla que quiere ser antigua. Este raro documento, que contiene pormenores interesantes y tradiciones que alguna vez parecen de origen épico, lleva por título Leyenda de la muy noble, leal e antigua Ciudad de Avila, pendolada por Hernan de Illanes, fijo de Millan de Illanes, uno de los primeros pobladores de Avila, en la ultima recuperacion por el señor Rey don Alfonso sexto, año 1073. La qual se sacó del original por mandado del Alcalde Fernan Blazquez, año 1315. Pero como sin duda Hernán de Illanes pareció personaje demasiado oscuro para autorizar tal leyenda, diose por primer autor de ella al obispo de Oviedo D. Pelayo, á quien su bien ganada fama de escritor fabuloso é interpolador de antiguos cronicones hacía digno patrono de tal engendro, donde se contienen, por cierto, cosas muy posteriores al año 1153, en que aquel prelado pasó de esta vida. En su boca se pone la narración como dirigida en Arévalo á los primeros pobladores de Ávila el año 1087. No falta, por supuesto, la cita de un fantástico historiador griego en apoyo de los delirios sobre Hércules y la africana, y su hijo el barragán Alcideo, que mamantó siete años, y á quien se atribuye la fundación de las murallas de Ávila: «Todo lo que vos he fablado, mis buenos amigos e parientes, del noble Hercules, pendola Nestorino Griego en su leyenda». Este ridículo verbo pendolar, juntamente con el de otear, torcido de su verdadera significación, reaparece fastidiosamente en cada párrafo de esta rapsodia, probando los menguados recursos de su inventor y lo poco que se le alcanzaba de lenguaje antiguo. «Dice más el obispo de Oviedo, que estando ellos en Arévalo con los pobladores que venian a Avila a su segunda poblacion, e aviendo oteado bien esta leyenda de Nestorino que la pendola, e es bien antigua, me[cccxcvi] dio codicia (aquí no se sabe si habla el Obispo ó Hernán de Illanes) de otear si otro pendolador oviese que lo tal pendolase, e fallé en la leyenda que pendoló Guido Turonense de Urbibus, ca este tal pendoló bien cien años antes yo Pelayo obispo de Oviedo naciese, e asi pendoló...».

Esto baste en cuanto al estilo de la leyenda atribuida á D. Pelayo, que no puede ser más anacrónico y ridículo. Pero el contenido no es tan necio como el estilo ni con mucho. Un buen ingenio podría sacar partido de los informes materiales que esta ruda patraña ofrece, y que acaso tienen origen más noble y antiguo de lo que suponemos. Todo lo que se refiere á las hazañas de Ximén Blázquez, Sancho Zurraquines y demás pobladores de Ávila; el fabuloso cerco puesto á la ciudad por D. Alfonso el Batallador y el hecho bárbaro que se le atribuye de haber mandado freír en calderas á los avileses que tenía en rehenes; el reto de Blasco Ximeno al rey de Aragón, que recuerda el de D. Diego Ordóñez á los zamoranos; la muerte alevosa dada al campeón del concejo; el arbitraje de Burdeos, que pone fin á la discordia entre castellanos y aragoneses; la defensa de Toledo por los adalides de Ávila contra el rey moro Jazimin; los amores de la infanta Aja Galiana con el gobernador de Ávila, Nalvillos Blázquez; la animada descripción de los desposorios de Sancho de Estrada y Urraca Flores, conservan bastante carácter de poesía heroico-popular, y algunos de ellos parecen superiores á lo que podía dar de sí el pobre y malaventurado falsificador que redactó esta escritura en la forma en que hoy la leemos. Lo que parece increíble es que un libro semejante haya podido extraviar el juicio de historiadores serios, aunque algo crédulos, como Sandoval y Colmenares, repitiéndose hasta nuestros días el absurdo y calumnioso cuento de las fervencias, que todavía tuvo que impugnar en una larga memoria D. Vicente de la Fuente. Y todavía causa mayor sorpresa que el erudito y severo autor de las memorias de los arquitectos españoles, D. Eugenio Llaguno, diese entrada en el catálogo de nuestros primitivos artífices (si bien con algún recelo) á los fabulosos maestros Casandro Romano y Florín de Pituenga, cuya existencia no tiene más apoyo que el dicho de esta falsa crónica abulense. ¡Tal es la virtud prolífica y funesta que tienen el error y la mentira; por donde incurren en no leve responsabilidad los que á sabiendas, y aunque sólo fuere por alarde de ingenio, siembran tan pestífera cizaña en el campo de la historia![610].

La de Ávila venía falsificándose desde muy antiguo. El P. Ariz no fué autor, sino editor, y á veces interpolador de la extraña y curiosa novela, escudada con el nombre del obispo D. Pelayo. En sendos manuscritos de la Biblioteca Nacional y de la Academia de la Historia, que pertenecieron á cierto regidor de Ávila llamado D. Luis Pacheco, se halla un texto de esta leyenda, más completo que el publicado por Ariz. Su encabezamiento es como sigue: «Aqui se face rrevelacion de la primera fundacion de la ciudad de Avila e de los nobles varones que la vinieron a poblar, e cómo vino a ella el santo ome Segundo».

No es posible todavía designar el autor material de esta falsa crónica (acaso el mismo regidor Pacheco, que vivía á mediados del siglo XVI), pero es cierto que está ligada con un grupo entero de invenciones abulenses, las cuales se remontan por lo[cccxcvii] menos al año 1517, en que «siendo Corregidor el noble caballero Bernal de Mata, entre otras cosas buenas de hedifficios e noblecimiento de dicha ciudad, assi en reparo de muros e puertas de ella como en hacer plantar pinares e saucedas por las riberas de Adaja e Grajal, e en otros hedifficios de puentes e passos, tuvo especial cuidado de inquirir e buscar el fundamento de la dicha ciudad de dónde avia avido origen e cómo se habian ganado las armas reales que tienen, e sus privillegios, sobre lo mal halló en un libro antiguo que tenia Nuño Gonzalez del Aguila un cuaderno de escriptvras». Este cuaderno, cuya narración alcanza hasta los tiempos de Alfonso el Sabio, se conserva también en las dos bibliotecas citadas, y por su estilo poca antigüedad revela, á pesar del afectado uso de ciertas palabras arcaicas. Puede ser contemporáneo del mismo corregidor Bernal de la Mata, que le hizo trasladar en pergamino y poner en el arca del Concejo. Pero no hay duda que su autor, quien quiera que fuese, tenía noticia de nuestros antiguos cantares de gesta, y no sería temeraria la sospecha de que pudo basar su ficción en alguno que se ha perdido. Un autor original del siglo XVI no se hubiera mostrado tan profundamente imbuido en la superstición de los agüeros, como lo muestra esta primera cláusula de la leyenda, que nos recuerda análogos pasajes del Poema del Cid y de la feroz historia de los Infantes de Lara: «Quando el conde don Remond, por mandado del Rey don Alonso, que ganó a Toledo, que era su suegro, ovo de poblar a Avila, en la primera puebla vinieron gran compaña de buenos omes de cinco villas e de Lara, e algunos de Coualeda e de Lara venien delante e ovieron sus aves a entrante de la villa, e aquellos que solian catar de agueros entendieron que eran buenos para poblar alli e fueron poblar en la villa lo más cerca del agua, e los de cinco villas en pos dellos ovieron esas aves mesmas, e Muño Enavemudo que venia con ellos era más agorador e dixo por los que primero llegaron que ouvieron buenas aves, mas que erraron en possar en lo baxo cabe el agua».

No sabemos si valiéndose del manuscrito de Bernal de la Mata, pero coincidiendo en gran parte con sus noticias, escribió el famoso comunero Gonzalo de Ayora su Epílogo de algunas cosas dignas de memoria pertenecientes a la illustre e muy magnifica e muy leal ciudad de Avila, obrilla casi inasequible en su primitiva edición de 1519[611]. Toda la historia fabulosa de Ávila estaba, por consiguiente, inventada y aun en parte divulgada antes del P. Ariz; pero él fué quien la dió los últimos toques, y la presentó con más aparato de erudición, confusa y amañada[612].

Otras historias de reinos y ciudades pudiéramos citar en que entra por mucho el elemento novelesco, pero bastan los dos casos típicos de Barellas y Ariz para dar idea de esta derivación tardía de los libros caballerescos; de este género híbrido y contrahecho, que todavía á fines del siglo XVII cultivaba con ciertas dotes de imaginación y estilo el popularísimo Dr. Lozano en sus Reyes Nuevos de Toledo y otros libros análogos, tan menospreciados por los doctos como amados por el vulgo, y que tantos argumentos suministraron á Zorrilla y otros poetas románticos para sus mejores leyendas.

[cccxcviii]

Verdaderas leyendas ó novelas en verso se componían ya en el siglo XVI sobre episodios históricos nacionales, ora de tradición piadosa, como El Monserrate del capitán Virués, ora de antigüedades romanas, como El León de España de Pedro de la Vecilla Castellanos. Pero la forma y entonación de estos poemas, escritos al modo clásico é italiano, nos retraen ahora de su estudio, que más bien pertenece al tratado de la poesía épica. Sólo una excepción hemos de hacer en favor de Las Havidas del poeta tudelano Jerónimo de Arbolanche ó Arbolanches[613], porque lo raro de su asunto, lo libre y holgado de su ejecución, la variedad de metros en que está escrito, la mezcla de elementos caballerescos y pastoriles que en él caprichosamente se combinan, han hecho que la mayor parte de los eruditos le clasifiquen entre las novelas más bien que entre los poemas con pretensión de heroicos. Es ciertamente un parto de la fantasía novelesca, á la vez que uno de los más curiosos ensayos que se han hecho para poetizar las oscuras tradiciones de la España prehistórica. El asunto está perfectamente elegido, porque es el único mito turdetano que se conserva íntegro en sus rasgos esenciales á través de la narración de Trogo Pompeyo abreviada por Justino (lib. XLIV, cap. IV) y nada impide suponer que pueda ser un vestigio de aquellas antiquísimas epopeyas de que nos habla Strabón. Es fábula muy conocida, porque la mayor parte de nuestros historiadores la reproducen; para traerla á la memoria basta copiar el argumento del libro de Arbolanches: «Gargoris, a quien por fallar el uso de las abejas llamaron Melicola, tuvo un hijo llamado Abido, y hubolo, segun algunos cuentan, en su misma hija, por lo cual el padre, deseoso de que no se sintiese su pecado, echó el niño a las fieras para que se lo comiesen. Como aquéllas no le hiciesen daño señalóle en el brazo y echóle en la mar, imaginando que con el fin del niño no quedaria memoria de su culpa; pero por permision divina, segun Justino cuenta, le echaron las ondas vivo a las riberas. Finalmente, dando en manos de un pastor, fue tanta su prudencia, que, fuera de las ficciones que lleva la poesia, saliendo de pastor tuvo oficio en la casa real de su padre, donde por las señales del brazo fue de su madre conocido, y reinó despues de muerto su padre, siendo el postrero rey antes de la venida de diversas naciones en España, y antes de la seca que cuentan los cronistas».

De este Abidis, pues, rey del Saltus Tartessiorum y uno de los civilizadores de la Bética (puesto que, según Justino, dió leyes á su pueblo y enseñó á uncir los bueyes al arado y á lanzar al surco la semilla de trigo, con lo cual el pueblo de los Cynetas abandonó el agreste alimento que hasta entonces le había nutrido), emprendió Arbolanches contar las aventuras en un poema que dividió en nueve libros. Para dar á su narración cierto color de antigüedad majestuosa y venerable, tuvo el buen instinto de [cccxcix]tomar por principal modelo la Odisea, que es sin duda el poema que mejor nos transporta á la vida familiar de las primeras edades humanas. Por desgracia no la leía en su original, sino en la versión del secretario Gonzalo Pérez, estimable para su tiempo por la fidelidad, pero muy tosca y desaliñada en la versificación, si bien su mismo desaliño tiene algunos dejos de rusticidad patriarcal que no desdicen del argumento del poema. Los versos sueltos en que Arbolanches compuso gran parte del suyo no valen más que los de Gonzalo Pérez; pero los versos cortos, que abundan mucho, especialmente en el episodio pastoril de los amores de Abidis (ó Abido) con una zagala, son fáciles, melodiosos y de apacible sencillez, como puede juzgarse por esta canción:

Cantaban las aves
Con el buen pastor
Herido de amor.

Si en la primavera
Canta el ruiseñor,
Tambien el pastor
Que está en la ribera,
Con herida fiera,
Con grande dolor,
Herido de amor.
Los peces gemidos
Dan allá en la hondura,
El viento murmura
En robres crecidos,
Los cuales movidos
Siguen al pastor
Herido de amor.
Las claras corrientes,
Montes y collados,
Praderas y prados,
Cristalinas fuentes,
Estaban pendientes
Oyendo al pastor
Herido de amor.

El tono satírico y desenfadado con que Jerónimo de Arbolanches pasa revista á la literatura de su tiempo y aun más antigua, en una epístola que dirige á D. Melchor Enrico, su maestro en artes (compuesta, por cierto, en pésimas octavas reales), no debió de ganarle muchas simpatías entre la grey literaria; pero como en dicha epístola no está ni podía estar incluido Cervantes (las Habidas son de 1566 y la Galatea de 1585), no me explico la desusada indignación con que aquel grande ingenio, que tanto solía pecar por exceso de benevolencia en su crítica, habló del poeta navarro en su Viaje del Parnaso (cap. VII), en que son tan pocos los ingenios nominalmente reprobados:

En esto, del tamaño de un breviario
Volando uu libro por el aire vino,
De prosa y verso que arrojó el contrario;
De verso y prosa el puro desatino.
Nos dio á entender que de Arbolanches eran
Las Abidas pesadas de contino.

Ni Las Avidas tienen el tamaño de un breviario, pues son un librito en octavo de poco más de veinte pliegos, ni están escritos en verso y prosa, á no ser que Cervantes entendiera por prosa los versos sueltos de Arbolanches, que, en efecto, suelen confundirse con ella.

No sería difícil extender á Portugal esta ligera indagación sobre la novela histórica, pues aunque ninguna propiamente tal se escribiese allí durante el siglo XVI, la historia de aquel reino sufrió la misma transformación novelesca que la de los demás de la Península, bajo la pluma ya de interesados falsarios, ya de cándidos compiladores, cuyas[cd] invenciones van acumulándose desde el gran fabulador Fr. Bernardo de Brito hasta el enfático y pomposo Manuel de Faria y Sousa. De una sola de estas leyendas queremos hacernos cargo aquí, porque está fundada nada menos que en un antiguo cantar de gesta, del cual conocemos todavía una redacción prosaica.

De origen castellano parece, á pesar de los nombres geográficos de Aljubarrota y Alcobaza con que fué exornada, la gesta del abad Juan de Montemayor, que ya se cantaba antes de mediar el siglo XIV, según testimonio de Alfonso Giraldes en un fragmento de su poema sobre la batalla del Salado:

Outros falan da gran rason
De Bistoris gram sabedor,
E do Abbade Don Joon
Que venceo Rei Almançor...[614]

Ignoramos quién fuese el gran sabidor Bistoris, pero el cantar del abad Juan ha llegado á nosotros en dos distintas redacciones prosaicas, ambas de fines del siglo XV, independientes entre sí, aunque derivadas de un mismo texto poético, á través quizá de otra prosificación perdida. Una de estas refundiciones está en el Compendio Historial de Diego Rodríguez de Almela, inédito todavía, que su autor presentó á los Reyes Católicos en 1491[615]. La otra es un libro de cordel, que corría de molde desde 1506, que fué reimpreso en Valladolid en 1562 y que todavía se estampó en Córdoba en 1693[616]. Ambas versiones acaban de ser publicadas con todo rigor crítico por don [cdi]Ramón Menéndez Pidal, é ilustradas con el admirable caudal de doctrina que él posee en estas materias[617]. Á su libro nos remitimos para todo, limitándonos á dar breve idea de la leyenda y del enlace que con alguna otra tiene.

El abad Juan de Montemayor, gran hidalgo, señor de todos los abades que había en Portugal, recogió una noche de Navidad, á la puerta de la iglesia, á un niño expósito, nacido del incesto de dos hermanos. Le bautizó, llamándole D. García; le crió con mucho amor, y cuando llegó á edad adulta, le hizo armar caballero por el rey D. Ramiro de León, sobrino del abad, y le nombró capitán de toda su hueste. Pero como «toda criatura revierte á su natura», el D. García salió malo, ingrato y traidor, y concertó pasarse á los moros y venderse á su rey Almanzor. Así lo ejecutó en Córdoba, renegando públicamente de la fe cristiana, prometiendo hacer todo daño á los cristianos, y sometiéndose, además de la circuncisión, al extraño rito de beber de su propia sangre. Almanzor y el renegado, que tomó el nombre de D. Zulema, entraron con formidable ejército por tierras de cristianos, llegando hasta Santiago de Galicia, cuya iglesia profanó D. Zulema, quemando las reliquias. Á la vuelta destruyeron á Coimbra y pusieron apretado cerco á Montemayor, que el abad defendió valerosamente por espacio de dos años y siete meses, rechazando con indignación las proposiciones de su criado, que le ofrecía, de parte de Almanzor, hacerle pontífice de todos los almuedanos y alfaquíes de su ley si consentía en renegar. En una de las salidas que hizo el valeroso abad llegó á arrojar su lanza dentro de la tienda del rey y á hincarla en el tablero de ajedrez sobre el cual jugaban Almanzor y D. Zulema. Crecían las angustias del sitio al acercarse la festividad del Bautista, y entonces el abad tomó una resolución bárbaramente heroica y desesperada. Reunió en la iglesia á todos los defensores del castillo, les cantó misa, les predicó fervorosamente, y terminó su plática con este fuerte consejo:

«Amigos, bien veis la lazeria y el mal y la cuita en que estamos... Por ende os digo que yo he pensado una cosa; como quier que será peligrosa de los cuerpos, será muy gran salvacion de las animas, y será muy gran servicio de Dios nuestro señor, y acrecentamiento de nuestras honras. La qual es que matemos los hombres viejos y las mujeres y los niños, y todos aquellos que no fueren para pelear ni para hecho de armas, y despues quememos todas las cosas del castillo y todo el oro y la plata y las alhajas que en él son, y despues que esto huvieremos hecho, todos salgamos a los moros nuestros enemigos, y matemonos con ellos. Y nuestro señor Dios avrá merced de nos; y estos nuestros parientes que ahora mataremos iran a tomar posada para sí y para nos al sancto paraiso; y assi no avremos cuita de lo que aqui quedare. Y esto es lo que yo pienso que será mejor que no que los moros lleven vuestras mugeres y vuestros hijos y vuestros parientes, para que les hagan tantas deshonrras y tantos males, quales nunca fueron hechos á hombres en este mundo que fuessen nascidos». Y entonces todos ellos dixeron llorando de los ojos: «Señor abbad don Juan, pues vos sois placentero y quereis que assi sea, placenos de coraçon, y no saldremos de vuestro mandado».

Y aquí el libro de cordel, cuyo relato es mucho más extenso que el de Almela y parece seguir con más fidelidad la tradición poética, coloca una escena asombrosa que [cdii]el cronista suprime, y que sólo cede en afectuosa ternura al hermosísimo romance del Conde Alarcos.

«Entonces el abbad don Juan mandó que, despues de missa dicha, que todos fuessen ayuntados en el corral grande, que era un lugar donde se ayuntavan a hazer su consejo... Y quando el abbad don Juan huvo dicho la missa, fuese para doña Urraca su hermana; y doña Urraca quando lo vio, levantóse en pie a él, y dixole: «Hermano y señor, bien seais venido y en buen dia vos vengais... que otro bien en el mundo no tengo sino a vos». Y el abbad don Juan le dixo: «Señora hermana doña Urraca, plázeme de todo esto que me dezis; mas esto durará poco». Y doña Urraca le dixo: «Señor hermano, ¿por qué?» Y el abbad don Juan le dixo: «Porque sabed que aveis de morir». Y ella le dixo: «¿Por qué es, mi buen señor?» Y el abbad don Juan le dixo: «Porque todos havemos concertado oy en este dia que matemos los hombres viejos y las mugeres y los niños y todos los que no fueren para tomar armas». Y ella dixo: «Señor hermano, ¿mis hijos moriran?» Y él dixo que sí, y mandóle que tomasse sus hijos y que se fuesse para el corral grande. Y entonces apartose el abbad don Juan de su hermana doña Urraca, mucho llorando de los sus ojos; mas sabed que no podia al hazer. Y doña Urraca sentose, dando tan grandes gritos y tan grandes voces que semejava que el cielo queria horadar; y hazia un duelo tan grande que era maravilla, ca no havia muger en todo el mundo que la oyesse que no la quebrasse el coraçon y no llorasse y tomasse gran cuita y gran pesar. Y entonces doña Urraca tomó cinco hijos que tenia, y pusolos en el corral, uno cerca de otro, y miravalos cómo eran niños y pequeños y hermosos y apuestos y sin entendimiento, y dezia que esperança tenia en Dios y en ellos que serian buenos cavalleros, porque eran hijos de un escudero muy honrado y de muy buena sangre, y de una muy noble dueña; y que esperava en Dios y en su hermano que tuviera mucha honra por ellos. Y abraçavalos mucho a menudo y miravalos y besavalos con gran pesar y amargura que tenia, y caiase en tierra amortecida; y quando acordava, dava tan grandes gritos que era muy grande maravilla, con el duelo que ella hazía. Y dixo: «Ahora vos haced de mí y dellos lo que quisieredes y tuvieredes por bien». E quando esto oyó el abbad don Juan, hincharonsele los ojos de agua; y sabed que estuvo una gran pieza llorando de los sus ojos, hasta que a malavés la pudo hablar, diziendo: «Hermana señora doña Urraca, venid vos y vuestros hijos, y tomad la muerte por aquel que la tomó por los peccadores salvar». E todos los hombres y mugeres que ai estaban, llorando de los sus ojos, havian muy gran duelo de doña Urraca y de sus hijos. Y entonces el abbad don Juan tomó la espada en la mano y fuesse para la hermana y para sus sobrinos; y dixo doña Urraca: «Ay señor hermano! Por Dios vos ruego que mateis a mí primero que no a mis hijos, porque yo no vea tan grande manzilla ni tan gran pesar, ni vea la muerte de mis hijos». Y en esto tomó doña Urraca un velo y posóle ante los ojos, y hincó los inojos ante el abbad don Juan su hermano; y alçó el abbad don Juan la espada y cortóle la cabeça a doña Urraca su hermana; y tomó a sus sobrinos cinco y degollólos y echólos sobre la madre encima de los pechos. Y todos los hombres, cuando vieron que el abbad don Juan esto hazia a doña Urraca su hermana y a sus sobrinos, hizieron ellos todos assi a cada uno de sus parientes...

«Y despues que la mortandad fue hecha, como oydo aveis, el abbad don Juan y todos los otros hombres que fueron vivos dieron tan grandes gritos contra Dios y tan grandes voces llorando de los sus ojos y haciendo tan gran duelo en tal manera que no[cdiii] havia hombre, en el mundo que lo viesse que no se le quebrantasse el coraçon da pesar... Y esto assi hecho, allegaron quanto aver fallaron en el castillo, assi de oro como de plata y dineros y ropas y alhajas, y pusieronlo todo en un lugar, y quemaronlo todo, que no quedó nada; y alli vierades arder tan buena ropa de seda y de otras muchas cosas, que no avia hombre en el mundo que no tomasse en ello pesar y muy gran dolor. Y luego el abbad don Juan fue al castillo, por ver si hallaria aí algunas cosas que quemassen, y no halló nada; y tornóse luego para el corral y dixoles: «Amigos, pues que aqui en el castillo no hay alguno de que nos dolamos; que los parientes que haviamos todos son muertos y son idos a la gloria del paraiso a tomar posadas para ellos y para nosotros y son martires en el cielo, ningun pensar tengamos assi mesmo del aver del castillo, porque cuando aquellos traidores acá entraren, no hallarán qué tomar ni llevar»... Y entonces dieronse paz los unos a los otros, y comulgaron y perdonaronse los unos a los otros, porque Dios perdonasse a ellos, y fueronse a armar los cavalleros muy bien; y cavalgaron todos en sus cavallos, y los otros armaronse lo mejor que pudieron y salieron todos a una puerta que dezian Puerta del Sol, y fueron a herir en los moros muy reciamente... Y alli vierades cómo herian muy de rezio y sin ninguna piedad, con golpes de espadas y a muy grandes lanzadas y grandes porradas, y tan grande era la pelea y tan fuerte que no podia en el mundo mayor ser... Y el abbad don Juan era muy cavallero en armas y muy ardid y muy rezio en su coraçon que no parescia cuando entrava entre los moros sino como el lobo quando degüella las ovejas; y él y su gente hicieron tamaña mortandad en los moros, que no havia por do andar».

Los infieles son completamente desbaratados; el abad D. Juan corta la cabeza al traidor D. Zulema, y al volver al castillo encuentra resucitados á todos los muertos de la noche anterior.

¿Cómo llegó a localizarse en Portugal esta leyenda, diciendo ya Almela con evidente anacronismo, que el abad D. Juan con el quinto del botín edificó la iglesia y monasterio de Alcobaza, donde acabó santamente sus días? Cualquiera persona versada en las tradiciones castellanas habrá reconocido desde luego la patente analogía entre la feroz hazaña que se atribuye al abad Juan y la del alcaide de Madrid Gracián Ramírez degollando á sus hijas, que fueron resucitadas por Nuestra Señora de Atocha. Otros paradigmas pueden buscarse más lejanos ó menos completos, pero éste conviene en todas las esenciales circunstancias. Otro caso de niños resucitados se encuentra en el antiguo poema francés de Amico y Amelio, de donde pasó al libro de caballerías de Oliveros de Castilla y Artus de Algarve. Hay además en la leyenda del abad Juan reminiscencias de algunos pasos de nuestros cantares de gesta (Mudarra y Zulema, encuentro del Cid con el rey Búcar, remedado en el del abad Juan con el rey Almanzor, etc.); imitaciones de las fórmulas y frases hechas de la poesía épica y aun del mester de clerecía de Fernán González, y finalmente, muchos rastros de asonantes y aun algún verso entero de diez y seis sílabas. De todo esto infiere con recta crítica el señor Menéndez Pidal que el primitivo poema del abad Juan era un cantar de gesta, compuesto en el metro propio de la épica castellana, y que no hay motivo para suponerle de origen portugués, puesto que la acción se coloca en tiempo del rey Ramiro de León, mucho antes de la formación del Condado. La mención de Alcobaza, lejos de ser prueba de tal origen, es indicio de lo contrario, pues ningún portugués podía ignorar que Alfonso Henríquez, su primer rey, era el verdadero fundador de aquel famosísimo[cdiv] monasterio. Otros indicios que aquí sería prolijo exponer conducen al Sr. Menéndez Pidal á sospechar que el juglar que compuso la gesta era leonés, y probablemente del Vierzo, y tenía muy superficial conocimiento de Portugal, aunque localizase allí su historia por mero capricho poético, por deseo de novedad ó por cualquier otro motivo imposible de averiguar ahora.

Pero si no nació en Portugal esta leyenda, fué pronto aclimatada por vía erudita y localizada en el pueblo de Montemayor (Monte mor o velho). Su ilustre hijo, el autor de la primera Diana, recordaba á mediados del siglo XVI aquella tradición en términos que convienen con los del cuaderno impreso, salvo en haber añadido el nombre del rey Marsilio:

Miraba a aquella cerca antigua y alta
Que por tropheo quedó de las hazañas
Del sancto abad don Juan, en quien se esmalta
La honra, el lustre y prez de las Españas;
Alli la fuerza de Hector no hizo falta,
Pues destruyó su brazo las compañas
Del sarracino Rey que le seguia,
Y a su traidor sobrino don Garcia.
Miraba aquel castillo inexpugnable,
Por tantas partes siempre combatido,
De aquel falso Marsilio y detestable,
Y del traidor Zulema en él nascido...

(Historia de Alcida y Silvano.)

Á principios del siglo XVII el crédulo analista cisterciense Fr. Bernardo de Brito, primero en la Crónica de su Orden (parte 1.ª, 1602) y luego en la Monarchia Lusitana (1609), no sólo incorporó esta leyenda como historia verdadera, sino que la exornó con nuevos y descabellados pormenores, que parecen tomados de una redacción distinta del libro de cordel, y con dos escrituras apócrifas, forjadas probablemente en el monasterio de Lorván. En una de ellas, el rey Ramiro I hace donación de la villa de Montemayor á Juan, supuesto abad de dicho monasterio, en 848. La otra es una carta del abad Juan, dando cuenta de su maravillosa victoria y del milagro que la siguió, y haciendo renuncia de la abadía en favor de Teodomiro, prior de Lorván. No faltaron en la familia benedictina otros historiadores que de buena fe copiasen estas patrañas, sin que se salven de tal nota el diligentísimo Fr. Prudencio de Sandoval ni el elegante Fr. Angel Manrique. Y á la verdad que no tenían disculpa, pues apenas había comenzado Brito á divulgar estas fábulas, le había atajado los pasos muy discreta pero muy enérgicamente el grave y sesudo analista de la Orden de San Benito Fr. Antonio de Yepes (tomo I, 1609, fol. 99). «Acá en Castilla (dice Yepes) la historia del abad D. Juan está tan mal recebida, que se tiene por más fabulosa que la del conde Roldan y Paladines y por tan verdadera como la que escribio el arzobispo Turpin; pero tambien entiendo que, como de Roldan y de Bernardo del Carpio, cuyas hazañas fueron grandes, por haberlas querido engrandecer y dilatar, se han mezclado muchas burlas entre pocas verdades y han ahogado la historia de aquellos caballeros, de manera que ya se tiene por fabulosa; asi tengo por cierto que hubo un abad de Lorván muy valeroso y que sería santo, y algunas[cdv] veces haria oficio de gran capitan contra los moros; pero estan tan perdidas y estragadas estas verdades con patrañas e imaginaciones y sueños, que tengo por muy dificultosa esta empresa».

Pero ni siquiera su ciega credulidad en los apócrifos de Lorván disculpa á Brito, que inventó por su parte la genealogía del abad Juan, haciéndole medio hermano del rey Bermudo el Diácono, é hijo bastardo de D. Fruela, hermano de Alfonso el Católico.

Siguiendo en todo las pisadas de Brito repitieron el famoso cuento otros historiadores portugueses, aun de los más estimados, como Fr. Antonio Brandam; y por supuesto, el infatigable Manuel de Faria y Sousa no dejó de celebrar en su crespa y enmarañada prosa «aquella resolucion dignamente portuguesa, en mitad del peligro de reputarse por bruta».

Triunfante de este modo la leyenda en la historiografía erudita, adquirió una especie de segunda vida en la popular. El libro castellano de cordel fué traducido y aderezado con retazos históricos de Brito por el capitán Antonio Correa de Fonseca y Andrada, que por los años de 1713 á 1715 compaginó una llamada Historia Manlianense (de Manliana, supuesto nombre antiguo de Montemayor, que dicen reedificada por el procónsul Manlio). Y no quedó la tradición en los libros, puesto que pasó al teatro popular, y todavía se celebra, ó se celebraba hace pocos años, en Montemayor el 10 de agosto una fiesta ó representación, hoy ya enteramente pantomímica, en que un ejército de moros embiste el castillo defendido por el abad Juan y sus compañeros[618].

Antes de abandonar el campo de la novela histórica debemos hacer alguna mención de los libros de geografía fabulosa y viajes imaginarios, que en tantas formas conoció la antigüedad griega, y de los cuales es la Historia Verdadera de Luciano chistosa parodia. Este género renació en los dos últimos siglos de la Edad Media, no por imitación ni remedo de los Iámbulos y Antonios Diógenes, que yacían en el más completo olvido, sino por un movimiento de curiosidad científica mezclada de profunda credulidad, enteramente análogo al que había engendrado estas ficciones entre los antiguos. Á medida que se ensanchaba el conocimiento del mundo, la imaginación, siempre insaciable en pueblos jóvenes y ávidos de lo maravilloso, completaba y refundía á su modo las nociones geográficas vagamente aprendidas, y poblaba de vestigios y de monstruos las regiones nuevamente descubiertas. Las Cruzadas primero, y después los viajes de misioneros y mercaderes al centro del Asia, habían producido en la fantasía europea una fermentación grande y tumultuosa, que era como el preludio de la era de los descubrimientos. Los pueblos de nuestra Península, destinados por decreto providencial á encarnar en sí la mayor gloria de aquel momento sin par en la evolución histórica, no fueron los primeros en sentir la pasión de los viajes; y era natural que así sucediese, dada su posición en el extremo de Europa más remoto del continente asiático, y su doméstica y peculiar historia, que hasta cierto punto los aislaba de los intereses generales del Occidente cristiano; pero desde el siglo XIV, en que fué más íntimo su [cdvi]trato con Francia, Inglaterra é Italia, empezaron á prestar atento oído á las maravillosas relaciones de los reinos de Tartaria, del Cathay y de la corte del Preste Juan. Ya en el Caballero Cifar, que es novela de las más antiguas, se concede buen espacio á la cosmografía, y al siglo XIV pertenece también el notable manual que lleva por título Libro del conocimiento de todos los reinos, tierras y señoríos que son por el mundo, obra anónima de un franciscano español, interesante sobremanera en la parte africana[619]. Á fines del mismo siglo, el Maestre de San Juan, Fernández de Heredia, incluía en una de sus grandes, compilaciones históricas, redactadas en dialecto aragonés (Flor de las historias de Oriente), el Libro de Marco Polo, ciudadano de Venecia[620], que en tiempo de los Reyes Católicos lograba nuevo intérprete en el arcediano Rodrigo Fernández de Santaella, principal fundador del estudio universitario de Sevilla[621]. Inútil es encarecer la importancia de tal texto y la acción eficaz que su lectura ejerció en la mente de los grandes descubridores y navegantes de aquella edad heroica.

Con los viajes traducidos ó compilados de fuente extranjera alternaban ya relaciones originales de no poco precio. España, que en el siglo XII había tenido un viajero de primer orden en la persona de Benjamín de Tudela, enriquecía su literatura del siglo XV con dos itinerarios admirables: la embajada de Ruy González de Clavijo en demanda del Gran Tamorlán, y las Andanzas y viajes del caballero andaluz Pero Tafur, brillante y pintoresco narrador de sus correrías por gran parte de Europa, Egipto y Siria.

Á la sombra de los viajes verdaderos comenzaban á pulular los fabulosos, sin que el vulgo hiciera gran distinción entre unos y otros. Ninguno igualó en popularidad al del inglés Sir John de Maundeville, obra de fines del siglo XIV, de la cual se conocen tres textos, al parecer originales: uno en la propia lengua del autor, otro en francés y otro en latín, encaminados sin duda á diversas clases de lectores. La traducción castellana es algo tardía, pero en breve tiempo tuvo tres ediciones góticas[622], exornadas con [cdvii]muchos y estupendos grabados en madera, que reproducen al vivo las principales monstruosidades y patrañas del texto: unicornios y centauros, cinocéfalos, hombres con los dos sexos, otros con los ojos y la boca en el pecho ó como dos astas en la cabeza, etcétera. En la portada campea en rojas letras el nombre de Juan de Mandavila, el cual dice de sí propio al fin de la obra: «Has de saber que yo Johan de Mandevilla, caballero susodicho me parti de mi tierra e passé la mar en el Año de la gracia y salud de la natura humana de Mill y ccc y xxii Años, y despues acá he andado muchos pasos e tierras y he estado en compañias buenas y en muchos y diversos fechos bellos y en grandes empresas: agora soy venido a reposar en edad de viejo antiguo, y acordandome de las cosas passadas he escripto como mejor pude aquellas cosas que vi y oi por las tierras donde anduve: tornado a mi tierra en el Año del nascimiento de Mill y CCC y LVI y quando yo parti de mi tierra avia xxiiii».

No es del caso, ni para ello tengo competencia, determinar lo que puede haber de fidedigno en los recuerdos de viajes que consignó Juan de Mandeville siendo viejo antiguo. Su descripción de Tierra Santa es detallada y merece crédito. Parece confirmado que estuvo algunos años al servicio del Soldán de Egipto, y que conocía bien la Siria y la Palestina. Pero de la autenticidad de sus peregrinaciones por la Armenia, el Turquestán, la Mongolia y la China septentrional puede dudarse sin grave cargo de conciencia, no sólo por las increíbles fábulas que refiere (puesto que no las hay menores en los viajeros de la Edad Media tenidos por más verídicos), sino por lo confuso del itinerario, por la escasez de circunstancias personales en la narración, por el calco evidente de otros viajes anteriores, especialmente del de Marco Polo, y por el aspecto de compilación que toda la obra tiene. En ella entran todas las fábulas transmitidas por los naturalistas de la antigüedad á los de la Edad Media, y entraron también cuentos orientales muy parecidos á los de Las Mil y una Noches. Parece haber conocido los Viajes de Simbad el marino, puesto que en uno y otro se hallan el pájaro Rock (que en Mandeville es un grifo), las montañas de piedra imán que atraen los navíos, los negros pigmeos, los gigantes antropófagos y la isla en que se enterraba á los maridos vivos con sus mujeres muertas. Y así como del rey de Ceylán cuenta Simbad que llevaba delante dos heraldos, uno que ensalzaba en altas voces su poderío y otro que le recordaba la inevitable necesidad de la muerte, así del Preste Juan refiere Mandeville que sus servidores conducían delante de él un vaso de plata lleno de piedras preciosas, como símbolo de su poder y de su riqueza, y un vaso de oro lleno de tierra, para recordarle que todo había de convertirse en polvo[623]. Es la misma alegoría, aunque expresada con figuras distintas.

Hay en Mandeville bellísimas historias, como la del castillo del Halcón, guardado por una dama en las montañas de Armenia, ó la de la hija de Hipócrates, convertida en dragón en la isla de Cos; leyenda que pasó, como sabemos, á nuestro Tirante el Blanco. La isla encantada de La Tempestad de Shakespeare, poblada de espíritus aéreos, henchida unas veces de mágica armonía y otras de espantables ruidos, se parece mucho á cierto valle descrito por Mandeville. Y sin paradoja ha podido sostenerse que todavía el autor de los Viajes de Gulliver y el de Robinson Crusöe son tributarios [cdviii]de este libro de viajes fantásticos, el más antiguo acaso de toda la literatura europea.

En España suscitó una imitación, que hasta nuestros días continúa siendo popular, y que se enlazó con el nombre de un personaje histórico del siglo XV, célebre por su noble vida y trágica muerte, el infante D. Pedro de Portugal, duque de Coimbra, regente del reino durante la menor edad de Alfonso V y víctima de los consejeros de su pupilo en la celada de Alfarrobeira. D. Pedro, digno hermano de D. Enrique el navegante, del tan preclaro moralista como desventurado monarca D. Duarte, de D. Fernando, el príncipe constante mártir en Tánger, dejó entre sus contemporáneos reputación de gran viajero, aunque sus viajes no fuesen, ni con mucho, los que la leyenda supone.

Nunca fue, despues ni antes,
Quien viese los atavios
E secretos de Levante,
Sus montes, islas e rios,
Sus calores e sus frios,
Como vos, señor Infante,

le decía Juan de Mena en unos versos á él dedicados[624]. Es cosa de todo punto averiguada que desde 1425 á 1428 visitó casi todas las cortes de Europa, pudiendo seguirse con documentos fehacientes sus pasos en Inglaterra, Francia, Flandes, Alemania, Hungría, Venecia, Roma, Aragón y Castilla, por donde hizo el viaje de vuelta; siendo en todas partes agasajado por príncipes y soberanos, asistiendo á torneos y paseos de armas, tomando parte en la guerra que el Emperador Segismundo hacía á los turcos y recibiendo valiosos presentes, entre los cuales no debió de ser el menos estimado por él, dadas sus aficiones geográficas, un ejemplar de Marco Polo y una colección de cartas geográficas con que le obsequió el Dux de Venecia. Éste y no otro fué el curso de sus peregrinaciones, y no habla de otras quien debía de conocerlas mejor que nadie: su hijo el Condestable D. Pedro, tan semejante á él en desdichas y en méritos. Dice así en su Tragedia de la Reina Doña Isabel, al conmemorar los méritos del padre de ambos: «Aquel que pasando la grande Bretaña y las gálicas y germánicas regiones a las de Ungria e de Boemia e de Rosia pervino, guerreando contra los exerçitos del grand Turco por tiempos estovo; e retornando por la maravillosa çibdad de Veneçia, venido a las ytalicas o esperias provincias escodriñó e vido las insignes e magnificas cosas, e llegando a la cibdad de Querino tanyó las sacras reliquias, reportando honor e grandissima gloria de todos los principes e reynos que vido».

Pero tales andanzas, aunque para el siglo XV fuesen notables, no podían satisfacer en el XVI á los que estaban familiarizados con las navegaciones y descubrimientos más portentosos. Así es que la tradición de los viajes del Infante fué ampliándose desmesuradamente, y no sólo se dijo de él que había visitado la Casa Santa de Jerusalén, lo cual [cdix]acaso tuvo propósito de hacer, pero seguramente no hizo, sino que había estado en la corte del Gran Turco y del Soldán de Babilonia; especies que patrocinó, como patrocinaba todo género de patrañas, el docto y estrafalario Manuel de Faria y Sousa en su Europa Portuguesa: «Corrio todas las provincias del mundo que entonces eran descubiertas, no tratando con Circs, Polifemos y monstruos de bien soñadas fabulas, mas con principes y Cortes y gentes de varias policias»[625].

La desaforada hipérbole de Faria y Sousa no era más que un eco de cierta ficción popular debida á un autor castellano seguramente anterior á la mitad del siglo XVI, que lleva por título Libro del infante don Pedro de Portugal, el qual anduvo las cuatro partidas del mundo, y se dice compuesto por «Gomes de Sant Esteban, uno de los doze que anduvieron con el dicho infante a la vez», sin duda en remembranza de los doce apóstoles. Este tratadillo, cuya primera edición conocida es de Salamanca, 1547, fué reimpreso muchas veces, ya en tipo gótico, ya en letra redonda, y hoy mismo se reimprime y se vende por las esquinas, muy adulterado y modernizado en el estilo, como todos los libros de la llamada gráficamente literatura de cordel. En Portugal existe en la misma forma, pero es traducido del castellano, y no se cita edición anterior á 1644[626].

El gran artista histórico que la península produjo en el siglo XIX, mi inolvidable amigo Oliveira Martins, en aquel libro, el más excelente de los suyos, que tituló Os filhos de D. Joaõ I[627], quiso dar cierto valor documental á esta relación de viajes, rechazando la parte, evidentemente fabulosa, que se refiere al Preste Juan, pero admitiendo la peregrinación á Tierra Santa y las jornadas del príncipe por Turquía, Egipto y Arabia. Mediante hábiles correcciones y supresiones, que dejan el texto como nuevo, y suponiendo interpolado todo lo que estorba, llegó á reconstruir un itinerario que fascina y deslumbra por la hábil agrupación de los datos y la brillantez de las descripciones. Pero toda esta fábrica, por primorosa que sea bajo el aspecto estético, no resiste al análisis. Es una restauración quimérica, sin más apoyo que el frágil y deleznable de un libro apócrifo, cuya insensatez es palpable, á menos que le supongamos monstruosamente corrompido en los nombres, en las distancias, en todo; y en este caso, ¿dónde encontrar el texto genuino que repare tales faltas?

Si el admirable narrador portugués extremó en este punto los derechos de la fantasía, hasta un punto incompatible con la severidad histórica, al alto y penetrante espíritu crítico de Carolina Michaëlis[628] estaba reservado poner las cosas en su punto y enterrar definitivamente la leyenda de los viajes orientales de D. Pedro, que es no sólo apócrifa sino incompatible con la cronología de su vida y con las declaraciones de sus [cdx]contemporáneos. El auto atribuido á Gómez de San Esteban es una novela geográfica del mismo género que Simbad el marino, y muy análoga al Libro de las maravillas del mundo de Juan de Mandeville, del cual en cierto modo puede estimarse como un epítome. Hasta la frase disparatada de las cuatro partidas del mundo (convertidas luego en siete) se tomó de una de las ediciones del Mandeville castellano, en que también son siete las partidas, por grotesca confusión con las del Código de Alfonso el Sabio. Quien haya leído á Mandeville nada encontrará de original en nuestro libro de cordel, salvo ser mucho más confuso y disparatado el itinerario. El infante D. Pedro, recibida la bendición paterna, sale de su villa de Barcellos con doce compañeros y veinte mil doblas de oro; pasa por Valladolid, donde le obsequia D. Juan II con cien mil escudos y un intérprete llamado García Ramírez; se embarca en Venecia para la isla de Chipre; de Chipre salta á Damasco, capital del Gran Turco; visita las ruinas de Troya, y de allí se encamina á Grecia por un desierto asperísimo. Nada más fácil que pasar desde Grecia á Noruega, donde los días son de seis horas, peregrinación que realizan en ocho días D. Pedro y sus compañeros montados en dromedarios. Pero encuentran aquella tierra muy fría, y determinan ir á Babilonia (nombre que en la Edad Media se daba al Cairo) y hacer una visita de cortesía al hijo del Soldán de Egipto, anunciándole su propósito de visitar las tierras del Preste Juan. En el camino tropiezan con el país de los centauros, gente soez, indómita y sin religión. Continúan sus jornadas por la Arabia Feliz y Palestina; descríbese minuciosamente la Tierra Santa, repitiendo las mismas tradiciones que se hallan en Mandeville y en Bernardo de Breidembrach, deán de Maguncia, cuyo viaje corría traducido al castellano desde 1483[629]. En las sierras de Armenia alcanzan á distinguir, aunque de lejos, el arca de Noé, que tenía los costados llenos de plantas marinas y de musgo. Finalmente, llegan al Cairo, y se encuentran con la agradable sorpresa de que el Soldán era medio paisano suyo, un renegado extremeño de Villanueva de la Serena, á quien habían cautivado en su infancia los moros granadinos. Disfrutan algún tiempo de su franca hospitalidad, y cargados de joyas y piedras preciosas continúan su caminata por regiones tan peregrinas, que ni aun los nombres es posible identificar muchas veces. En Nínive (la versión portuguesa dice en Samasa, y parece reminiscencia de Samarcanda) visitan la corte del gran Tamerlán, cuyo aparato y suntuosidad se relatan con rasgos que parecen tomados de Ruy González de Clavijo, aunque su viaje no estaba impreso todavía cuando salió á pública luz el librejo del infante D. Pedro. En las cercanías del Mar Muerto contemplan la estatua de sal de la mujer de Lot, que cuando crece la luna se hincha más de un palmo y se disminuye cuando mengua. Permanecen dos meses en el convento de franciscanos del monte Sinaí, donde veneran el cuerpo de santa Catalina y la fuente que Moisés hizo brotar de la piedra hiriéndola con su vara.

En la Meca penetran por gracia especial en la Caaba, donde ven el zancarrón de Mahoma suspendido entre ocho imanes.

Aquí empieza la parte puramente fantástica del viaje, que está calcada, todavía más que lo restante, en la obra de Mandeville: los pigmeos, el reino de las Amazonas, los gigantes antropófagos, los idiotas con ladrido de perros, que se comen á sus padres cuando llegan á la vejez; los cíclopes ó gomeos que viven en un valle hondísimo, de donde no saldrán hasta la venida del Antecristo; los centauros, diestros saeteros; otras gentes muy pacíficas que tienen el pie redondo y de él se valen para cultivar la tierra, los dragones de siete cabezas y otros varios monstruos espantables de generación humana ó bestial. Muchos de ellos eran vasallos del Preste Juan, príncipe cristiano y piadoso, conforme al rito de santo Tomás, apóstol de las Indias. Si el libro del infante D. Pedro, en vez de ser un miserable extracto de una compilación fabulosa de la Edad Media, hubiese sido una emanación genuina del alma peninsular del siglo XVI, ¡qué partido hubiera podido sacarse de este gran mito geográfico que inspiró tan prodigiosas aventuras, y del admirable y auténtico viaje de Alfonso de Paiva y Pero da Covilham en demanda de aquel príncipe fantástico, buscado en la India primero y en Etiopía después! Pero el ignorante falsario se limitó á repetir de mala manera lo que desde el siglo XIV estaba en la imaginación popular. Su viaje termina á las puertas del Paraíso Terrenal, pero incluye, á modo de apéndice, una carta del Preste Juan al rey de Castilla, D. Juan II, dándole razón de los ritos y ceremonias de su país y de la variedad de gentes que le pueblan.

La novela geográfica, que de tan pobre modo comenzaba con esta rapsodia callejera, tuvo en el siglo XVII cultivadores mucho más brillantes, entre los cuales merece preeminente lugar el clérigo agradecido Diego Ordóñez de Ceballos, cuyo Viaje del Mundo, impreso en 1614, traspasa ya el límite cronológico de nuestra actual investigación.

NOTAS:

[525] La fecha de la Crónica puede determinarse con exactitud cabal, puesto que el último de los reyes que menciona es D. Enrique III, que subió al trono en 1390 y murió en 1407; además, en la Crónica se habla, como de persona viva, del almirante D. Diego Hurtado de Mendoza, que falleció en julio de 1404.

[526] D. Aureliano Fernández, que hizo un detallado estudio de la Crónica de Don Rodrigo en el precioso libro que lleva por título Caída y ruina del imperio visigótico español (Madrid, 1883), tuvo presentes tres antiguos manuscritos de El Escorial, que ofrecen grandes variantes respecto del impreso. Dos de ellos contienen sólo la Parte segunda. Otro, voluminosísimo, que abraza las dos partes, aunque no completa la segunda, lleva al fin de la primera una nota en que se especifica que J. de Hugo la acabó de trasladar á 17 de junio de 1485.

El de la Biblioteca Nacional (F. 89) lleva este epígrafe: «Este libro es la ystoria del rrey don Rodrigo con la genealogia de los rreyes godos et de su comienço, de dónde vinieron et assy mesmo desde el comienço de la primera poblacion d'Espanna, segunt lo cuenta el arzobispo don Rrodrigo desde la edificacion de la torre de Babilonia fasta dar en la Cronica del rrey don Rodrigo. Et aqui se cuentan en el principio parte de los trabajos de Ercoles et de como veno en Espanna».

La edición que tengo y sigo es la de Sevilla, 1527. Anteriores á ésta hay las de 1511 y 1522, también sevillanas; y posteriores las de Valladolid, 1527; Toledo, 1549; Alcalá de Henares, 1587; Sevilla, del mismo año, y seguramente otras, porque fué uno de los libros más leídos de su género. No me detengo en esta bibliografía porque ya la incluyeron Gayangos y Salvá en la de los libros de caballerías.

En un tratado moral de autor anónimo, llamado Confectio Catoniana (ms. 9.208 de la Biblioteca Nacional), hermoso códice en vitela, de letra del siglo XV, dedicado al conde de Haro, D. Pedro Fernández de Velasco, se lee este curiosísimo pasaje contra los libros de caballerías, y especialmente contra la Crónica de Don Rodrigo, cuya composición debía de ser muy reciente:

«Quid igitur expedit illa ut ystoriabilia legere quæ nedum non fuerint, sed forsan nec esse potuerunt. Sicuti sunt Tristani ac Lanceloti, Amadisiive ingentia volumina quæ absque aliqua edificationis spe animos legentiuns oblectant, illiusque torneamenti narratio quæ apud Toletum Roderici Regis temporibus factum fuisse deponitur quam audivi nudius tercius compositam esse. Hujuscemodi enim scripturæ, etsi nocivæ nimium non siut, infructuosæ tamen et nullæ utilitatis esse videntur».

La descripción del torneo de Toledo, á que aquí se alude, es uno de los episodios más largos de la Crónica de Don Rodrigo.

[527] Tratado de los romances viejos (tomo XI de la Antología de Poetas Líricos Castellanos, Madrid, 1890), pp. 133-175.

[528] Saavedra (D. Eduardo), Estudio sobre la invasión de los árabes en España... (Madrid, 1892).

Menéndez Pidal (D. J.), Leyendas del último rey godo. (Estudio que comenzó á publicarse en la Revista de Archivos, Bibliotecas y Museos en diciembre de 1901, y no ha terminado aún)

Codera (D. Francisco), Estudios Críticos de Historia Árabe Española, Zaragoza, 1903 (págs. 45-96, «El llamado conde D. Julián»).

[529] Memoria sobre la autenticidad de la Crónica denominada del moro Rasis (en el tomo VIII de Memorias de la Real Academia de la Historia, 1850).

[530] Catálogo de la Real Biblioteca. Manuscritos. Crónicas generales de España, descritas por Ramón Menéndez Pidal, Madrid, 1898. Hállase impreso el texto de Rasis desde la página 26 á la 49.

[531] «E él sin ninguna detenencia fue a las puertas de la casa e fizo las quebrantar, mas esto fue por muy gran afan, e tantas eran las llaves e los canados que era maravilla. E despues que fue abierto, entró el dentro... e fallaron un palacio en quadra tanto de una parte como de la otra, tan maravilloso que non ha ombre que lo puediese dezir: que la una parte del palacio era tan blanca como es hoy la nieve, que non puede mas ser; e la otra parte del palacio era tan verde como es el limon o como de una cosa que de su natura fuese muy verde; e de la otra parte era tan bermejo como una sangre. E todo el palacio era tan claro como un cristal, nin viera en el mundo cosa tan clara, e semejaba que en cada una de aquellas partes del palacio non avia mas de sendas puertas, e de quantos entraron que lo vieron non ovo ay atal que sopiese dezir que piedra con piedra hi avia juntada, nin que lo podiese partir, e todos tovieron aquel palacio por el más maravilloso que nunca vieron... E en el palacio non avia madero nin clavo nenguno... e avia hi finestras por do entraba toda la lumbre, por do podian veer quanto hy avia; e despues cataron como el palacio era fecho, e tovieron mientes, e nunca pudieron veer nin asmar sino lo mejor que vieron: ester un esteo (poste ó pilar) non muy grueso, e era todo rredondo e era tan alto como un ombre; e avia hy en él una puerta muy sotilmente fecha e asaz pequeña, e encima della letras gruesas que dezian en esta guisa: «quando Ercoles fizo esta casa andava la era de Adam en quatro mill e seis años». E despues que la puerta abrieron, fallaron dentro letras abiertas que dezian: «esta casa una de las maravillas de Ercoles». E despues que estas letras leyeron, vieron en el esteo una casa fecha en que estaba una arca de plata, e esta era muy bien fecha e labrada de oro e de plata e con piedras preciosas e tenia un canado de aljofar tan noble que maravilla es, e avia en él letras griegas que dezian: «ó rrey en tu tiempo esta arca fuere abierta, non puede ser que no verá maravillas antes que muera». E ese Yercoles, señor de Grecia, supo alguna cosa de lo que avia de venir».

[532] Fué inventor de esta etimología el falsario Miguel de Luna, en la supuesta Crónica de Abentarique. «Esta dama Florinda, así llamada por propio nombre, nombraron los árabes la Cava, es decir, la mala mujer». Existe, en efecto, la palabra cahba en el sentido de manceba ó prostituta, pero sólo cuadraría á la liviana heroína del Anseis de Cartago, de ningún modo á la desdichada hija de Julián, tal como aparece en las leyendas musulmanas.

[533] «Avia en Cepta un conde que era señor de los puertos de allen mar e de aquen mar e avia nombre don Juliano, e avia una fija muy fermosa e muy buena donzella e que avia muy gran sabor de seer muy buena muger; e tanto que esto supo el rey Rrodrigo, mando dezir al conde don Juliano que le mandase traer su fija a Toledo, quel non queria que la donzella de que tanto bien dezian estuviese sino con su muger, e que de alli le daria mejor casamiento que otro ombre en el mundo. E quando al conde le vino este mandado fue muy ledo e pagado, e mandó luego llevar su fija, e mandole dezir quél que le agradescia, mucho quanto bien e quanta merçed hazia a él e a su hija».

En boca del mismo D. Julián, enumerando sus servicios, se ponen estas palabras: «e mis amigos e mis parientes muchos que avia en España, dellos por lo mio, e dellos por lo de mi mujer, que es pariente dellos».

Uno de sus consejeros y clientes le dice, para apartarle de sus proyectos de venganza: «el rey Don Rodrigo es tu señor e as le hecho homenaje, como quier que dél no tengas tierra».

[534] Esta carta comienza así:

«Al honrrado, sesudo e presciado e temido señor padre, conde don Julliano e señor de Cebta, yo la Taba vuestra desonrrada fija, me enbio encomendar»...

En esta carta está calcada la de Pedro del Corral, que luego fué parafraseada y amplificada de mil modos.

El detalle de haber comenzado á perder la Cava su hermosura inmediatamente después de la deshonra es también común á los dos autores.

[535] «Et ¿que vos contaremos del Rey de cómo venia para la batalla, y de las vestiduras que trahia, y que eran las noblezas que traia, y non creo que ha home que las pudiese contar; ca él iba vestido de una arfolla que en esse tiempo dezian purpura que entonces trayan los Reyes por costumbre, et segun asinamiento de los que la vieron, que bien valia mil marcos de oro, y las piedras y los adobos en esto non ha home que lo pudiese decir qué tales eran, ca él venia en un carro de oro que tiraban dos mulas; éstas eran las más fermosas y las mejores que nunca ome vio, et el carro era tan noblemente fecho que non havia en él fuste ni fierro, mas non era otra cosa si non oro y plata y piedras preciosas, et era tan sotilmente labrado que maravilla era, y encima del carro habia un paño de oro tendido, y este paño non ha home en el mundo que le pudiese poner precio, et dentro, so este paño estaba una silla tan rica que nunca ome vio otra tal que le semejase; et aquella silla era tan noble y tan alta que el menor home que havia en la puerta la podia bien veer; et ¿qué vos podia home dezir que desde que Hispan, el primero poblador que vino a España, fasta en aquel tiempo que el rey don Rodrigo vino a aquella batalla, nunca fallamos de rey ninguno nin de otro home, que saliese tan bien guisado nin con tanta gente como éste salio contra Tarife?»

[536] Estas lamentaciones, en Rasis, se ponen, no después de la catástrofe del lago de la Janda, sino después de la muerte de D. Sancho, sobrino del rey.

[537] Otros códices dicen de la Sigonera (Sangonera, en el Poema de Fernán González). Es la batalla que Saavedra llama de Segoyuela, cerca de Tamames, en tierra de Salamanca. Andando el tiempo esta batalla se confundió con la del río Barbate, erróneamente llamada de Guadalete.

[538] Véase qué valiente es la descripción en la Crónica de Don Rodrigo:

«Y desta guisa salieron fuera de la casa... et non eran bien acabadas de cerrar (las puertas) quando vieron un aguila caer de suso del ayre que parescia que descendia del cielo, e traya un tizon de fuego ardiendo, e pusolo de suso de la casa e comenzo de alear con las alas, y el tizon con el aire quel aguila fazia con sus alas comenzo de arder, y la casa se encendio de tal manera como si fuera hecha de resina, asi vivas llamas y tan altas que esto era gran maravilla, e tanto quemó que en toda ella no quedó señal de piedra, y toda fue fecha cenizas. E a poca de hora llegaron unas avecillas negras, e anduvieron por suso de la ceniza: e tantas eran que davan tan grande viento de su vuelo, que se levantó toda la ceniza y esparziose por España toda quanta el su señorio era, et muy muchas gentes sobre quien cayó los tornava tales como si los untasen con sangre... y este fue el primero signo de la destruycion de España».

[539] «A la qual dezian la Caba, e era fija del Conde e de su mujer doña Frandina, que era hermana del Arzobispo don Opas (Orpas en Corral) e fija del rey Vitiza» (Crónica del rey Don Pedro, año segundo, cap. XVIII). Sigo el texto de Llaguno.

[540] Un pasaje de Ausias March, citado muy á cuento por D. Manuel Milá, alude á esta escena de la Crónica y prueba su rápida difusión fuera de Castilla:

Per lo garró—que lo rey veu de Cava
Se mostra Amor—que tot quant voll acaba.

[541] Los autores de romances encontraron más pulcro y galante que fuese D. Rodrigo el que «sacase los aradores» á la Cava, y no al contrario:

Ella hincada de rodillas,—él la estaba enamorando:
Sacándole está aradores—de su odorífera mano...
.................................................................
Sacándole está aradores—en sus haldas reclinado...

[542]

Ayer era Rey de España—y hoy no lo soy de una villa,
Ayer villas y castillos,—hoy ninguno poseía,
Ayer tenía criados,—hoy ninguno me servía,
Hoy no tengo una almena—que pueda decir que es mía.

[543] Es el germen más remoto de la tradición que, pasando por el poema de Southey, llega hasta El Puñal del Godo. El falso conde don Julián saca su propia espada y se la entrega al Rey para que por su mano tome venganza de su traición. «E el falso conde, como llegó a él, fizo su reverencia, y el Rey como lo vido fue muy espantado, ca lo conocio bien: empero estuvo quedo. Y el falso conde se llegó a él; e provole de le besar la mano, y el Rey no se la quiso dar, ni se levantó de su oratorio, y el falso conde, las rodillas fincadas en el suelo ante el Rey, dixole: «Señor, como yo sea aquel que te haya errado de aquella manera que hombre traydor a su señor erró... e como nuestro Señor Dios es poderoso ovo piedad de la mi ánima e no quiso que yo me perdiesse, ni que España fuesse destruyda: ni tú, Señor, abaxado de la tu grand honra y estado ni del tu gran señorio que en España tienes, hame mostrado por revelacion cómo estavas aqui en esta hermita faziendo tan gran penitencia de tus pecados. Porque te digo que fagas justicia de mí, e tomes de mí venganza a tu voluntad como de aquel que te lo merece, ca yo te conozco que eres mi Señor»... E sacó entonces el conde don Julian su espada e davala al Rey, e dixole: «Señor, toma esta mi espada, e con tu mano misma faz de mí justicia, e toma de mí la tu venganza qual quisieres: ca yo la sufrire con mucha paciencia pues que te erré». Y el Rey fue muy turbado de la su vista, e assimismo de las sus palabras... Y el falso conde don Julian le dixo: «Señor, ¿no tornas sobre la sancta fe de Jesu-Christo, que del todo se va a perder? levantate y defiendela: que muy gran poder te traygo, y servirás a Dios e cobrarás la honra que tenias perdida: levantate e anda acá, e da duelo de la mezquina de España que se va a perder, e adolecete de tantas gentes como perescen por mengua de no tener señor que las defienda». Y el conde don Julian le dezia todas estas palabras por lo engañar: el diablo que avia tomado la su forma era, que no el conde. Mas el Rey no se pudo detener que le non dixesse: «Conde, id vos y defender la tierra con essa gente que tenedes, assi como lo fuistes a perder por la vuestra tan grandissima traycion que a Dios et a mí fezistes. E assi como traxistes los moros enemigos de Dios e de su sancta fe, e los metistes por España, assi los lanzad fuera della y la defended: que yo no vos mataré ni vos ayudaré a ello, y dexadme a mí ca yo no soy para el mundo; que aqui quiero facer penitencia de mis pecados: e no me movades más con estas razones». Y el falso del conde don Julian se levantó y se fue a la gran compaña que avia traydo; e traxolos todos antel Rey. Y el Rey como vido aquella gran compaña de cavalleros vido entrellos algunos que él bien pensava que eran muertos en la batalla. E dixeronle todos a muy altas vozes: «Señor, ¿a quien nos mandas que tomemos por Rey nuestro señor e por señor que nos ampare y nos defienda, pues que tú no quieres defender la tierra ni yrte con nosotros?... Cata, señor, que no es servicio de Dios que dexes perecer tanta christiandad como de cada dia se pierde por tú estar aqui solo y apartado como estás»... Y el Rey cuando oyo estas palabras, fue movido a piedad, e vinieronle las lagrimas a los ojos, que las non podia tener: y estava de tal manera tornado, que el seso se le avia fallecido, et callava, et non respondia cosa ninguna que le dixessen. E todas estas compañas que lo veyan quexavanse muy mucho, e da van muy grandes vozes, e fazian muy grandes ruydos e clamores... Y el Rey en todo esto no fazia sino llorar, e nunca les fabló cosa ninguna». (Cap. CCL de la segunda parte).

[544] No para aquí el epistolario de la Cava, que se convirtió en un tema retórico:

Cartas escribe la Cava,
La Cava las escribía

es principio de un romance antiguo. Miguel de Luna hilvanó otra carta; otra distinta de todas las anteriores trae Saavedra Fajardo en su Corona Gótica, y finalmente, hay una en verso del coronel D. José Cadalso, en el estilo de las Heroidas de Ovidio.

[545] Vid. Godoy Alcántara, Historia Critica de los falsos cronicones (Madrid, 1867), pág, 97 y ss. El libro de Miguel de Luna está allí perfectamente caracterizado.

Los Plomos de Granada, escritos en lengua arábiga, son composiciones fantásticas análogas en gran manera á los libros apócrifos de los primeros siglos cristianos; pero forjados con un fin de proselitismo religioso, y no con miras literarias, salen fuera del cuadro que voy bosquejando, y por otra parte nada podría añadir yo al admirable estudio que de ellos hizo el malogrado Godoy Alcántara en su obra citada.

[546] La verdadera hystoria del rey Don Rodrigo, en la qual se trata la causa principal de la pérdida de España y la conquista que della hizo Miramamolin Almanzor, Rey que fue del Africa y de las Arabias. Compuesta por el sabio Alcayde Abulcacim Tarif Abentarique, de nacion arabe, y natural de la Arabia Petrea. Nuevamente traduzida de la lengua arabiga por Miguel de Luna, vezino de Granada, e interprete del rey don Phelippe nuestro señor. Impresa por René Rabut: año de 1592. 4.º.

Hay, por lo menos, nueve ediciones de este libro, que todavía es muy vulgar en España. Casi todos los catálogos de libros antiguos empiezan por él.

[547] Roderick, the last of the goths. By Robert Southey, Esq. Poet Laureate and Member of the Royal Spanish Academie... London, 1815, printed for Longman, Hurst, Rees, Orme and Brown, 1815. 2 vols.

[548] Nuestro Zorrilla concentró enérgicamente algunos de los mejores rasgos del poema de Southey en sus dos tan populares cuadros dramáticos El puñal del Godo y La Calentura.

[549] Al mismo género puede reducirse una obra muy rara, original y de asunto clásico: La fundacion y destruycion de la cibdad de Monuedro antiguamente llamada Sagunto. Cō la vida y hystoria del fuerte cauallero Anibal, emperador de Africa. Ay mas la fundacion de Roma y la fundacion de Cartago llamado Tunez, y la fundacion de la torre de Babilonia. (Colofón): Fue empremida la presente obra en la metropolitana Cibdad de Valēcia por Jorje Costilla īpressor de libros acabose a xiij Dias del mes de deziembre. Año de Mill y Quinientos y veinte años.

Posee un ejemplar de este rarísimo libro mi amigo D. José E. Serrano Morales en su selecta biblioteca de Valencia.

[550] Tuvo, por lo menos, tres ediciones: Sevilla, por Juan Cromberger, 1531; Burgos, por Felipe de Junta, 1557; Burgos, 1562, todas en 4.º, y de letra de tortis. El difunto conde de Puymaigre escribió un artículo sobre las fuentes de esta Crónica, pero no puedo encontrarle en este momento, ni siquiera recordar el título de la revista ó colección en que se publicó.

[551] Cy fine le liure intitulé le triumphe des neuf preux, ouquel sont contenus tous les fais et proesses quilz ont acheuez durant leurs vies, avec lystoire de bertran de guesclin. Et a esté imprimé en la ville dabbeuille par Pierre gerard, et finy le penultieme iour de may lan mil quatre cēs quatre vingt et sept (Brunet).

Es libro raro y precioso, y no menos la primera edición castellana, impresa en Lisboa, por Germán Gallarde, a costa de Luis Rodriguez, librero del rey... acabóse a XXVj de junio del año de la saluacion de mil quinientos y treynta años.

Fué reimpreso en Valencia, por Juan Navarro, 1552; en Alcalá de Henares, 1585 (corregido por el maestre López de Hoyos), y en Barcelona, por Pedro Malo, á costa de Ricardo Simón, 1586.

[552] La cita expresamente y con gran encarecimiento en el prólogo general del Relox de Principes.

[553] Cicerón lo dice expresamente: «Cyrus ille a Xenophonte non ad historiæ fidem scriptus, sed ad effigiem justi imperii, cuius summa gravitas ab illo philosopho cum singulari comitate conjungitur (Epistolar, ad Quintum fratrem, I, I, 8).

[554] Libro llamado Relox de Principes en el qual va encorporado el muy famosa libro de Marco Aurelio: auctor del un libro y del otro que es el muy reverendo padre fray Antonio de Guevara predicador y cronista de su magestad: y agora nueuamente electo en obispo de Guadix; el auctor avisa al lector q lea primero los plogos si qere entender los libros. Cō preuilegio imperial pā los reynos de Castilla y otro pvilegio pā la corona de aragon.

(Al fin): Aqui se acaba el libro llamado relox de principes y marco aurelio: libro ciertamente muy prouechoso: y por muy alto estilo escripto: y que salva pace en la lengua castellana podemos con verdad dezir que es unico: bien paresce el auctor aver en él consumido mucho tiēpo pues nos le dio tan corregido: roguemos a dios todos por su vida: pues es de nuestra nacion española: para que siempre vaya adelante con su doctrina. Acabose en la muy noble villa de Valladolid: por maestre Nicolas tierri impsor de libros. A ocho dias de abril de mil y quinientos y veynte y nueve años.

Fol. gót. 6 hs. prels. sin foliar, 14 de prólogo, 309 de texto y una en blanco.

La edición de 1532, Barcelona, por Carlos Amorós, lleva añadidos «nueve cartas y siete capítulos, no de menor estilo y altas sentencias que todo lo en él contenido». Los capítulos añadidos (entre los cuales figuran las epístolas amatorias de Marco Aurelio) son los que van del 58 al 73 del libro III.

Es de presumir que contenga las mismas adiciones el Libro Aureo de Marco Aurelio Emperador, eloquentissimo orador, impreso en Venecia por Juan Bautista Pedrezano, en 1532 (según creemos, con asistencia del corrector Francisco Delicado) «por importunacion de muy muchos señores a quien la obra y estilo y lengua romāce castellana muy mucho aplaze: correcto de las letras que trocadas estavan». Á lo menos, en el frontis se dice que contiene «muchas cosas hasta aqui en ningun otro impresas».

Son muy numerosas las ediciones posteriores á éstas, pero no tienen estimación bibliográfica.

[555] «Yo comencé a entender en esta obra el año de mil y quinientos y diez y ocho, y hasta el año de veynte y quatro ninguno alcançó en qué yo esta va ocupado: luego el siguiente año de veynte y quatro, como el libro que tenia yo muy secreto estuviesse divulgado, estando su Magestad (Carlos V) malo de la quartana, me le pidio para pasar tiempo y aliviar su calentura. Yo serví a su Magestad estonces con Marco Aurelio: el qual aun no le tenia acabado ni corregido, y supliquéle humildemente que no pidia otra merced en pago de mi trabajo, sino que a ninguno diesse lugar que en su real camara trasladasse el libro, porque en tanto que yo yva adelante con la obra, y que no era mi fin de publicarla de la manera que estonces estava, si otra cosa fuesse, su Magestad sería muy deservido y yo perjudicado. Mis pecados que lo uvieron de hacer: el libro fue hurtado y por manos de diversas personas traydo y trasladado, y como unos a otros le hurtavan y por manos de pajes le escrevian, como cada dia crescian en él más la faltas, y no avia más de un original por do corregirlas. Es verdad que me trugeron algunos a corregir: que si supieran hablar, ellos se quexasen más de los que los escrivieron, que no yo de los que le hurtaron. Añadiendo herror sobre herror, ya que yo andava al cabo de mi obra y queria publicarla, remanesce Marco Aurelio impresso en Seuilla, y en este caso yo pongo por juezes a los lectores entre mí y los impresores, para que vean si cabia en ley ni justicia un libro que estaba a la imperial majestad dedicado, era el auctor niño, estava imperfecto, no venia corregido, que osase ninguno imprimirlo ni publicarlo. No parando en esto el negocio imprimieronse otra vez en Portugal y luego en los reynos de Aragon, y si fue viciosa la imprission primera no por cierto lo fueron menos la segunda y tercera; por manera que lo que se escrive para el bien comun de la republica, cada uno lo quiere aplicar en provecho de su casa. Otra cosa acontesció con Marco Aurelio, la qual he verguença de la dezir, pero más la habrán de tener los que la osaron hazer, y es que algunos se hazian auctores de la obra toda, otros en sus escripturas enxerian parte della como suya propria: lo qual paresce en un libro impresso do el auctor puso la plática del villano, y en otro libro tanbien impresso puso otro la habla que hizo Marco Aurelio a Faustina, quando le pidio la llave. Pues estos ladrones han venido a mi noticia, bien pienso yo que se deve aver hurtado más hazienda de mi casa. En esto veran que Marco Aurelio no estava corregido, pues agora se le damos muy castigado. En esto veran que no estava acabado, pues agora sale perfecto. En esto veran que le faltava mucho, pues agora le veran añadido...». (Fol. XIIII de la edición de Valladolid).

[556] La patria de Guevara consta de una manera explícita en su letra al abad de San Pedro de Cardeña, que es la XXXIV de la primera serie de las Epístolas Familiares: «Que como naci en Asturias de Santillana y no en el potro de Cordoba, ninguna cosa pudiera enviarme a mí más acepta que aquella carne salada» (alude á unas cecinas que le había regalado el abad).

Los que creen salir del paso con decir que ésta es una frase proverbial y metafórica, harían bien en presentar algún ejemplo de ella. Entretanto séanos permitido tomarla en su sentido recto, mucho más cuando, sin salir de la misma carta, la corroboran otras palabras del mismo Guevara, tan terminantes como éstas: «A los que somos montañeses no nos pueden negar los castellanos que cuando España se perdió, no se hayan salvado en solas las montañas todos los hombres buenos, y que despues acá no hayan salido de alli todos los nobles. Decia el buen Iñigo López de Santillana que en esta nuestra España, que era muy peregrino o muy nuevo el linaje que en la Montaña no tenia solar conocido». Y en la epístola XV de la segunda serie á D. Alonso Espinel, corregidor de Oviedo: «Verdad es que los viejos de mi tierra, la Montaña, más cuenta tienen con la taberna que no con la botica».

Contra afirmaciones tan terminantes nada prueba el epitafio de Guevara donde se le llama patria alavensis, aunque se le suponga compuesto por él mismo. La voz patria admite varias acepciones, entre ellas la de origen. No hay duda que el linaje de Guevara procede de Álava, y en este sentido, Fr. Antonio pudo llamarse alavés. Pero en el verbo nacer no cabe anfibología alguna. Nació, pues, Fr. Antonio de Guevara en la merindad de Asturias de Santillana, nombre que antiguamente se daba á la parte mayor de lo que hoy es provincia de Santander, denominada también montañas de Burgos, ó simplemente la Montaña, como todavía la llaman, por antonomasia, castellanos y andaluces. En cuanto al lugar de su nacimiento, apenas puede dudarse que lo fue Treceño (en el actual ayuntamiento de Valdáliga), donde persevera la torre de los de su apellido y donde consta que pasó su infancia: «Acuerdome que siendo muy niño, en Treceño, lugar de nuestro mayorazgo de Guevara, vi a D. Ladron, mi tio, y a D. Beltrán, mi padre, traer luto por vuestro padre». (Letra al obispo de Zamora, D. Alonso de Acuña). Pudiéramos añadir otras pruebas genealógicas, pero serían superfluas después de lo dicho.

[557] M. Antonini Imperatoris Romani, et Philosophi de seipso seu vita sua Libri XII. Graecè et Latinè nunc primum editi, Gulielmo Xylandro Augustano interprete: qui etiam Annotationes adjacit Tigvri apvd Andream Gesnerum, 1559.

[558] En la epístola 60 de las familiares á D. Fadrique de Portugal, arzobispo de Zaragoza y virrey de Cataluña, se muestra pesaroso de haber traducido (como él dice) estas cartas que, por lo demás, aunque profanas, nada tienen de licenciosas «Para deciros, señor, verdad, á mí me quedaron pocas cartas de Marco Aurelio, digo de las que son morales y de buenas dotrinas; que de las otras que escribio siendo mozo a sus enamoradas, aun tengo razonable cantidad dellas, las cuales son más sabrosas para leer que no provechosas para imitar. Muchas veces he sido importunado, rogado, persuadido y aun sobornado para que publicase estas cartas, y a ley de bueno le juro que no ha faltado caballero que me daba una muy generosa mula porque le diese una carta de alguna enamorada, diciendome que se la habia pedido una dama y le iba la vida en complacerla. Mil veces me he arrepentido de haber romanceado aquellas cartas de amores, sino que el conde de Nasao, y el principe de Orange, y D. Pedro de Guevara mi primo, me sacaron de seso y me hicieron hacer lo que yo no queria ni debia. Siendo como yo era en sangre limpio, en profesion teologo, en hábito religioso y en condicion cortesano, bien excusado fuera a mí tomar oficio de enamorado, es á saber, en pararme á escribir aquellas vanidades o aquellas liviandades; por lo cual, yo pecador, digo mi culpa, y mi gravisima culpa, pues ofendia a mi gravedad y aun a mi honestidad. Muchos señores y aun señoras se paran a lisongearme y alabarme del alto estilo en que traduje aquellas cartas, y de las razones tan delicadas y enamoradas que puse en ellas; y mejor salud les dé Dios, que yo tome dello gloria ni aun vanagloria; porque asi me afrento cuando me hablan en aquella materia, como si me echasen una pulla. Si por traducir yo aquellas cartas amatorias, y haber puesto en ellas razones tan vivas y requebradas, algun enamorado o alguna enamorada han pecado, cogitatione, delectatione, conseneu, visu, verbo et opere, otra y otras mil veces pido a Dios perdon de lo en que le ofendi y del mal ejemplo que de mí di».

[559] El Villano del Danubio de D. Juan de la Hoz y Mota. Pone en verso, abreviándole mucho, el discurso del rústico en el Senado.

[560] Mélanges tirées d'une petite bibliothéque, p. 162.

A. Chassang (Histoire du roman dans l'antiquité grecque et latine, p. 464) aventura la temeraria conjetura de que el Marco Aurelio de Guevara puede ser la última refundición de alguna novela filosófica de la antigüedad, en el género de la Vida de Apolonio de Tyana.

[561] Extractos bien escogidos del Relox de Principes hay en el tomo II del Teatro de la elocuencia castellana de Capmany. También D. Adolfo de Castro, en el tomo de Filósofos de la biblioteca de Rivadeneyra, donde no tenia para qué figurar Guevara, que es un moralista práctico sin filosofía de ningún género, pone algunos de los mejores trozos del Marco Aurelio, entre ellos la arenga del villano del Danubio y el largo razonamiento del emperador á su mujer Faustina, que le pedía la llave de su estudio.

[562] La bibliografía, aun incompleta, de sus traducciones ocuparía sin provecho largo espacio en estas páginas. Indicaremos sólo las principales y más antiguas en cada lengua:

Livre doré de Marc Aurele, empereur et eloquent orateur, traduict du vulgaire castillan en francoys par R. B. (René Bertaut). París, Galliot du Pre, 1531.

L'orloge des princes... París, 1540. (Es la traducción del señor de la Grise, pero revisada y completada por Antonio du Moulin, con presencia del original español).

L'horloge des princes... traduit en partie de castillan en francois par feu Nicolas d'Herberay (sieur des Essars) et en partie reueu et corrigé nouvellement entre les precedentes editions, París, por Guillermo le Noir, 1555. La parte traducida por Herberay des Essars es el libro primero; los otros dos están tomados de las traducciones anteriores.

Todas ellas se reimprimieron muchas veces, como puede verse en Brunet.

Vita di M. Aurelio Imperadore, con le alte et profonde sue sentenze, noteuoli documenti, ammirabili essempli, et lodevole norma di vivere. Novamente tradotta di Spagnuolo in lingua Toscana per Mambrino Roseo da Fabriano, 1543.

Vita, gesti, costumi, discorsi, lettere di M. Aurelio Imperatore, sapientissimo Filosofo et Oratore eloquentissimo. Con la giunta di moltissime cose, che ne lo Spagnuolo non erano, e de le cose spagnuole, che mancavano in la tradottione italiana... In Vinegia, appresso Vicenzo Vaugris... 1544. Firma la dedicatoria Fausto da Longiano.

Hasta veintidós ediciones más en italiano se citan en el Lexicon Bibliographicum de Hoffmann (t. I, pág. 193).

The Golden Boke of Marcus Aurelius Emperour and eloquent oratour. (Al fin): Thus endeth the volume of Marke Aurelie Emperour, otherwise called the golden boke, translated out of Frenche into Englishe by John Bourchier Knight lorde Barners, deputie generall of the kynges town of Caleis and marches of the same at the instaunt desire of his neuewe sir Francis Bryan knighte, ended at Caleis y tenth daie of Marche, in the yere of the reigne of our soueraygne lorde kyng Henry the VIII, the XXIIII.

Fué reimpreso catorce veces por lo menos en el siglo XVI.

—Traducción alemana de Egidio Albertino, impresa en Münich, 1599 (Vid. Schneider, pp. 89 y ss.). Fué de las más tardías, pero alcanzó siete reimpresiones; la última en Francfort 1661.

—Traducción holandesa, impresa en 1612 (Vid. Hoffmann).

Horologii Principum sive de vita M. Aur. Imperatoris libri 3, de lingua castellana in latinam linguam traducti operâ et studio Joannis Wanckelii. Torgae, 1606. Hay, por lo menos, otra edición.

Horologium principum ad normam vitæ M. Aurelii Severi concinnatum per Johannem Wanckelium de lingua castellana in latinam linguam translatum (Francfort, 1664).

—Traducción armenia por Kapriel Hamuzasbian, Venecia, 1738.

[563] Libro Avreo de Marco Avrelio, emperador y elocuentissimo orador. Nueuamente impresso. En la triumphante villa de Paris, por Galleot de Prado, librero, MDXXIX. Un ejemplar de esta rarísima edición, que á juzgar por su título y por su fecha debe de reproducir, no el texto del Relox de Principes, sino el primitivo de las ediciones fraudulentas de Sevilla, Portugal y Aragón á que alude Guevara en su prólogo, apareció en las ventas de Seillière y de Heredia (n. 356).

[564] Fueron, según Brunet, Pedro Sorel, Chartrain, Nicolás Clément y Gabriel Fourmenois.

Taine, en su ingeniosa tesis La Fontaine et ses fables (pp. 273-286), hace un detenido y brillante análisis de la fábula del villano del Danubio, que Lafontaine parece haber tomado de los Paralelos históricos de Cassandre, uno de los muchos compiladores que explotaron el libro de Guevara.

[565] Shakespeare and Euphuism (en las Transactions of the New Shakespeare society, 1884).—Der Euphuismus (Giessen, 1881), y en su edición del Euphues (Heillbronn, 1887).

[566] Le Roman au tempe de Shakespeare (París, 1887), págs. 45 y ss.

[567] Spanish Literature in the England of Tudors, pp. 65-84, y por incidencia en otras partes.

[568] Vid. Sales Españolas... recogidas por D. A. Paz y Meliá, págs. 229 y ss.

[569] Digo casi únicas, porque la historia de Osmin y Daraja, que Mateo Alemán insertó como episodio en su Guzmán de Alfarache, pertenece al mismo género. Ya hablaremos de ella á su tiempo.

[570] En su Nobleza de Andalucía, 1588, fol. 296.

[571] Historia de la dominación de los árabes en España, sacada de varios manuscritos y memorias arábigas, por el doctor D. José Antonio Conde... Tomo III (Madrid, 1821), pp. 262-265.

[572] Tomo II (edición de París, Baudry, 1852), pp 42-45.

[573] Inventario de Antonio de Villegas, dirigido a la Magestad Real del Rey Don Phelippe nuestro Señor... En Medina del Campo, impresso por Francisco del Canto. Año de 1565. Con previlegio. 4.º.

Inventario de Antonio de Villegas... Va agora de nuevo añadido un breve retrato del Excelentissimo Duque de Alua... Impresso en Medina del Cāpo por Francisco del Canto, 1577, A costa de Hieronymo de Millis, mercader de libros. 8.º.

Amplios extractos de este libro, y entre ellos la novela del Abencerraje, reproducida con entera sujeción á la ortografía y puntuación del original, se hallan en el libro de D. Cristóbal Pérez Pastor La Imprenta en Medina del Campo (Madrid, 1895), pp. 199-218.

El mérito de haber renovado en nuestro siglo la memoria, ya casi perdida, de este sabroso cuento, corresponde al bibliófilo D. Benito Maestre, que llegó á reunir una colección muy selecta y numerosa de antiguas novelas españolas, incorporada hoy á la Biblioteca Nacional. Maestre fué quien en 1845 hizo imprimir en uno de los periódicos ilustrados de entonces, El Siglo Pintoresco (tomo I, pp. 8-16), la historia de Jarifa y el Abencerraje, que todavía se popularizó más cuando fué incluida por Aribau en el tomo de Novelistas anteriores á Cervantes. Desde entonces se ha reimpreso varias veces, mereciendo especial recuerdo la linda reproducción fotolitográfica de la segunda edición de Medina, hecha por el difunto bibliófilo D. José Sancho Rayón.

[574] Téngase en cuenta lo que más adelante diremos sobre las primeras ediciones de la Diana.

[575] Encontró Gallardo este desconocido opúsculo en la biblioteca de Medinaceli, encuadernado con una Diana, edición de Cuenca, por Juan de Canova, 1561. Nos hemos valido del extracto que formó aquel incomparable bibliógrafo, y que se conserva entre el grandísimo número de papeles suyos recientemente descubiertos, y que, Dios mediante, se han de publicar como quinto tomo de su Ensayo.

Otro libro se cita con el título de El moro Abindarráez y la bella Xarifa, novela. Toledo, por Miguel Ferrer, 1562, 12.º.

[576] Los romances relativos á Abindarráez figuran en la colección de Durán con los números 1.089 á 1.094, pero hay que añadir los de Padilla, que sólo se encuentran en su Romancero, reimpreso por la Sociedad de Bibliófilos españoles en 1880 (pp. 220-241), el de Jerónimo de Covarrubias (fol. 245 de La Enamorada Elisea) y quizá algún otro que no recuerdo.

[577] Historia de los amores del valeroso moro Abinde-Arraez y de la hermosa Xarifa Abencerases. Y la battalla que hubo con la gente de Rodrigo de Narvaez a la sazon Alcayde de Antequera y de Alora, y con el mismo Rodrigo. Vueltos en verso por Francisco Balbi de Correggio... En Milan, por Pacifico Poncio, 1593.

[578] Inserta en la parte XIII de su teatro (1620) y reimpresa en el tomo XI de las Obras de Lope, edición de la Academia Española, con un breve estudio de quien esto escribe.

[579] «Algunas cosas de aquestas no llegaron a noticia de Hernando del Pulgar, coronista de los Catolicos Reyes, y asi no las escribio, ni la batalla que los cuatro caballeros cristianos hizieron por la reina, perque dello se guardó el secreto... Nuestro moro coronista supo de la sultana debajo de secreto todo lo que pasó. Visto por el coronista perdido el reino de Granada, se fue a Africa y a Tremecen, llevando todos los papeles consigo; alli murio y dexó hijos y un nieto suyo, no menos habil que él, llamado Argutarfa, el cual recogio todos los papeles de su abuelo, y en ellos halló este pequeño libro, que no estimó en poco, por tratar la materia de Granada, y por grande amistad se lo presentó a un judio llamado Saba Santo, quien le sacó en hebreo por su contento, y el original arabigo le presentó a D. Rodrigo Ponce de Leon, conde de Bailen. Y por saber lo que contenia y por haberse hallado su abuelo y bisabuelo en las dichas conquistas, le rogó al judio que le tradujese al castellano, y despues el conde me hizo merced de darmelo». (Cap. XVII).

Cervantes parodió todo este cuento al referirnos el hallazgo de los cartapacios arábigos que compró en el Alcaná de Toledo, y que un morisco le tradujo por dos arrobas de pasas y dos hanegas de trigo.

[580] Relaciones de algunos sucesos de los últimos tiempos del reino de Granada, que publica la Sociedad de Bibliófilos Españoles. Madrid, 1868, pp. 69-143.

[581] Prolegómenos de Aben-Jaldún, en el tomo XVI, pág. 267, de las Notices et extraits des manuscrits de la Bibliothèque Imperiale de France.

[582] El libro de Pérez de Hita fué leído entre los moriscos, y uno de ellos le tradujo al árabe ó más bien le compendió en un manuscrito que Gayangos poseía, adquirido en Londres; en la venta de los libros de Conde. Éste es el pretenso original de que algunos han hablado.

[583] Son muy escasos los datos que poseemos acerca de Ginés Pérez de Hita. Fueron recogidos, no con el mejor orden, por el difunto magistrado D. Nicolás Acero y Abad, en su libro Ginés Pérez de Hita, estudio biográfico y bibliográfico (tomo I, único publicado), Madrid, imprenta de Hernández, 1889.

No es seguro que pertenezca á nuestro Hita la partida bautismal de un Ginés Pérez, hallada por el Sr. Acero en la parroquia de San Miguel de la villa de Mula, pero todo induce á creer, que nació en aquella villa, que tan expresivamente elogia en la segunda parte de las Guerras Civiles (cap. IV):

Francisco de Melgarejo
De Mula salió alistado,
Fuerte villa del Marqués
Y la mejor del reinado.

En la portada de sus libros se titula «vecino de la ciudad de Murcia», y de aquella capital le supone hijo el P. Morote, en su Antigüedad y blasones de la ciudad de Lorca (pp. 340 y 358). Según las noticias genealógicas sacadas por el Sr. Acero del Archivo municipal de Mula, la familia de los Hitas se encuentra sin interrupción en aquella villa y procede de uno de los primeros pobladores de ella.

Además de las Guerras Civiles de Granada se conocen dos obras de Ginés Pérez de Hita, compuestas, por desgracia, no en su apacible prosa, sino en pésimos metros. La una es cierto poema ó más bien crónica rimada que en 1572 escribió en octavas reales y en diez y seis cantos con el título de Libro de la población y hazañas de la muy noble y muy leal ciudad de Lorca, y que, sin gran menoscabo de las letras patrias, ha permanecido inédita hasta nuestros días, estragándose más y más en las repetidas copias, después de haber servido de fondo principal á la narración en prosa del P. Morote. Le ha publicado íntegro el Sr. Acero en su libro ya citado (pp. 341-368). La otra, que ya hemos tenido ocasión de mencionar, es una versión de la Crónica Troyana en verso suelto, con algunos trozos rimados. En la Biblioteca Nacional se conserva el manuscrito, al parecer autógrafo, rubricado en todas las planas para la impresión y encabezado así: Los diez y siete libros de Daris del Belo troyano, agora nuevamente sacado de las antiguas y verdaderas ystorias, en verso, por guines perez de hita, vecino de la ciudad de Murcia. Año 1596.

Había militado á las órdenes de D. Luis Fajardo, marqués de los Vélez, en la guerra contra los moriscos (1569-1571), y la relación de estas campañas forma el principal asunto de la segunda parte de las Guerras Civiles de Granada, donde quedan muchas pruebas de la nobleza de su corazón, de su humanidad con los vencidos y del horror y lástima que le causaban los desmanes de sus compañeros de armas. Al fin condena en términos expresos el destierro de los moriscos: «Finalmente, los moriscos fueron sacados de sus tierras, y fuera mejor que no se les sacara por lo mucho que han perdido dello su Majestad y todos sus reinos». Se precia de haber salvado, en el horrible estrago que en el pueblo de Felix hizo el endiablado escuadrón de Lorca, á veinte mujeres y un niño de pecho (Parte II, cap. VIII).

[584] «Estas y otras lastimosas cosas decia la afligida Sultana con intento de romper sus transparentes venas para desangrarse; y resuelta en darse este genero de muerte, llamó a Celima y a una doncella cristiana llamada Esperanza de Hita, que la servía, la cual era natural de la villa de Mula, y llevandola su padre y cuatro hermanos a Lorca a desposarla, fueron salteados de moros de Tirieza y Xiquena, y defendiendose los cristianos mataron más de diez y seis moros; y siendo mortalmente heridos los cristianos, cayeron muertos los caballeros». (Parte I, cap. XIV).

[585] Eguilaz (D. Leopoldo), Glosario etimológico de las palabras españolas de origen oriental (Granada, 1886), p. 10.

[586] Relaciones de los últimos tiempos del reino de Granada, p. 9.

[587] Pág. 5 de las Relaciones.

[588] Como tradiciones análogas á la del degüello de los Abencerrajes recuerda Schack (Poesía y arte de los árabes en España, traducción de D. Juan Valera, tomo II, 1868, pp. 236-238), la leyenda oriental del exterminio de la tribu de Teccin por un rey de Persia, y la famosa noche toledana del tiempo de Alhaken II (siglo IX). Pudo haber imitación en los pormenores del relato, pero la leyenda granadina no es una mera trasplantación, puesto que tiene un fondo histórico.

[589] «Hubo en Granada un linaje de caballeros, que llamaban los Abencerrajes, que eran la flor de todo aquel reino, porque en gentileza de sus personas, buena gracia, disposicion y gran esfuerzo hacían ventaja a todos los demas; eran muy estimados del rey y de todos los caballeros, y muy amados y quistos de la gente comun. En todas las escaramuzas que entraban salian vencedores, y en todos los regocijos de caballería se señalaban. Ellos inventaban las galas y los trajes, de manera que se podia bien decir que en ejercicio de paz y guerra eran ley de todo el reino. Dicese que nunca hubo Abencerraje escaso ni cobarde, ni de mala disposicion; no se tenia por Abencerraje el que no tenia dama, ni se tenia por dama la que no tenia Abencerraje por servidor. Quiso la fortuna, enemiga de su bien, que desta escelencia cayesen de la que oiras. El rey de Granada hizo a dos destos caballeros, los que más valian, un notable e injusto agravio, movido de falsa informacion que contra ellos tuvo, y quisose decir, aunque yo no lo creo, que estos dos, y a su instancia otros diez, se conjuraron de matar al rey y dividir el reino entre sí, vengando su injuria. Esta conjuracion, siendo verdadera o falsa, fue descubierta, y por no escandalizar el rey al reino, que tanto los amaba, los hizo a todos en una noche degollar; porque a dilatar la injusticia, no fuera poderoso de hacella. Ofrecieronse al rey grandes rescates por sus vidas, mas él aun escuchallo no quiso. Cuando la gente se vio sin esperanza de sus vidas, comenzó de nuevo a llorarlos: lloranbanlos los padres que los engendraron y las madres que los parieron; llorabanlos las damas a quien servian y los caballeros con quien se acompañaban, y toda la gente comun alzaba un tan grande y continuo alarido, como si la ciudad se entrara de enemigos... Sus casas fueron derribadas, sus heredades enajenadas y su nombre dado en el reino por traidor».

[590] Historia del rebelión y castigo de los moriscos del reino de Granada (Málaga, por Juan René, 1600), lib. I, cap. XII.

[591] En esto de la hermosura no parece que anduvo muy bien informado Mármol, porque Hernando de Baeza que la conoció, aunque ya vieja, dice que le pareció que «no habia sido mujer de buen gesto».

[592] The history of the Mohammedan dynasties in Spain... by Ahmed ibn Mohamed Al-Makkari... translated by Pascual de Gayangos... London, 1843, t. II, pp. 370 y 371.

[593] Siguiendo fielmente la prosa de Hita se compusieron luego dos romances vulgares de La gran Sultana, que todavía venden los ciegos (ns. 1.208 y 1.209 del Romancero de Durán).

[594] Histoire des Mores Mudejares et des Morisques ou des Arabes d'Espagne sous la domination des chrétiens, por M. le Comte Albert de Circourt. París, 1846, t. III, p. 325.

[595] También el romance endecasílabo de su hijo D. Leandro sobre La toma de Granada, presentado á un concurso de la Academia Española en 1779, debe toda su erudición morisca á las Guerras Civiles, que el clásico Inarco leía con fruición cuando niño. «Libro deliciosisimo para mí», dice en unos apuntes autobiográficos.

[596] Y de Mad. de Villedieu en sus Aventures et galanteries grenadines, divisées en cinq parties (Lyon, 1711), que es en parte traducción y en parte imitación del libro de Pérez de Hita. Otras varias novelas del género granadino, compuestas por autores más ó menos conocidos de los siglos XVII y XVIII, pueden verse extractadas en la Bibliothèque universelle des romans, que es el panteón de toda la novelística olvidada.

[597] No cabe duda que manejó las Guerras Civiles, puesto que de ellas imitó con bastante gracia el romance de Abenámar, Abenámar-moro de la morería.

[598] A Chronicle of the Conquest of Granada. From the ms. of Fray Antonio Agapida. By Washington Irving. Paris, Didot, 1829. 2 vols. Irving remedó á Pérez de Hita hasta en atribuir su crónica á un historiador fabuloso, como lo es el llamado Fr. Antonio Agapida.

De Walter-Scott se refiere que leyó en sus últimos años las Guerras Civiles, y que lamentaba no haberlas conocido antes para haber puesto en España la escena de alguna de sus novelas. El gran maestro de la novela histórica no podía menos de estimar á uno de sus predecesores más ilustres. Vid. Ferd. Denis, Chroniques chevaleresques (París, 1839), t. I, p. 323.

[599] En la advertencia que precede á Moraima, dice Martínez de la Rosa: «Compuse esta tragedia seis años después de La viuda de Padilla, y como menos mozo y más avisado, procuré escoger un argumento que ofreciese menos inconvenientes y que se brindase de mejor grado á una composición dramática. La casualidad también me favoreció en la elección: acababa de caer en mis manos, no sé cómo, un libro muy vulgar en España, pero que yo no había leído hasta entonces, la Historia de las Guerras Civiles de Granada, y bien fuera por lo extraño y curioso de la obra, bien por el interés que debía excitar en mí, ausente á la sazón de mi patria y con pocas esperanzas de volverla á ver, lo cierto es que la lectura de tal libro me cautivó mucho, y que tuve por buena dicha poder sacar de él un argumento, alusivo cabalmente á mi país natal y á propósito para presentarse en el teatro».

[600] Bulletin Hispanique, enero á mayo de 1903.

[601] Fué también menos imitada que la primera; pero además del espléndido drama de El Tuzani que inspiró á Calderón, todavía se encuentra su rastro en Aben-Humeya, excelente drama histórico de Martínez de la Rosa; en La Alpujarra, de Alarcón, y aun en Los Monfies de la Alpujarra, tremebunda novela de D. Manuel Fernández y González.

[602] Hay que exceptuar dos ó tres únicamente: el que comienza

Las tremolantes banderas
Del grande Fajardo parten
Para las nevadas sierras
Y van camino de Ohánez,
¡Ay de Ohánez!... (cap. X),

que tiene mucho ímpetu bélico y produce cierto efecto de tañido fúnebre con la repetición de las palabras finales, y el de la toma de Galera (cap. XXII), que no es de Pérez de Hita, sino de un amigo suyo, y conserva algunos felices rasgos del bellísimo romance popular de El Conde Arnaldos. Pero la joya poética de esta segunda parte son las proféticas y sombrías endechas que canta una mora delante de Aben Humeya, «haciendo un sonido sordo y melancólico con un plato de estaño» y cayendo muerta al terminar su lúgubre canción:

La sangre vertida
De mi triste padre
Causó que mi madre
Perdiese la vida.
Perdí mis hermanos
En batalla dura,
Porque la ventura
Fue de los cristianos.
Sola quedé, sola,
En la tierra ajena;
¡Ved si con tal pena
Me lleva la ola!
La ola del mal
Es la que me lleva
Y hace la prueba
De dolor mortal.
Dejadme llorar
La gran desventura
Desta guerra dura
Que os dará pesar.
De las blancas sierras
Y ríos y fuentes,
No verán sus gentes
Bien de aquestas guerras;
Menos en Granada
Se verá la zambra
En la ilustre Alhambra
Tanto deseada;
Ni á los Alijares
Hechos á lo moro,
Ni á su río de oro,
Menos á Comares.
Ni tú, don Fernando,
Verás tus banderas
Tremolar ligeras
Con glorioso bando;
Antes destrozadas,
Presas y abatidas
Y muy doloridas,
Tus gentes llevadas
A tierras ajenas;
Metidas en hierros
Por sus grandes yerros
Pasarán mil penas.
No verán los hijos
Dónde están sus padres,
Y andarán las madres
Llenas de letijos,
Con eternos llantos
Muy descarriados
En sierras, collados,
Hallarán quebranto.
Y tú, don Fernando,
No verás los males
De los naturales
Que te están mirando;
Porque tus amigos
Quiere el triste hado
Te habrán acabado
Siéndote enemigos.
Otro rey habrá
También desdichado,
Que amenaza el hado
Como se sabrá.
Y tú, Habaquí,
Por cierto concierto
También serás muerto
¡Mezquino de ti!
El cristiano bando
Viene poderoso;
Volverá glorioso
Despojos llevando;
Y yo estoy llorando
Mi gran desventura,
Y la sepultura
Ya me está aguardando (Cap. XIV).

[603] Sin proponernos apurar aquí la extensa bibliografía de la obra de Ginés Pérez, apuntaremos sólo las ediciones más notables:

Historia de los vandos de los Zegries y Abencerrages, Caualleros moros de Granada, de las Civiles guerras que huuo en ella, y batallas particulares que huuo en la Vega entre Moros y Christianos, hasta que el Rey D. Fernando Quinto la gano. Agora nvevamente sacado de un libro Arauigo, cuyo autor de vista fue un Moro llamado Aben-Amin, natural de Granada. Tratando desde su fundacion. Traduzido en Castellano por Gines Perez de Hita, vezino de la ciudad de Murcia. En Çaragoça. Impreso en casa de Miguel Ximeno Sanchez. M.D.LXXXXV. A costa de Angelo Tabano. 8.º 8 hs. pres. y 307 de texto.

Esta rarísima edición se halla en la Biblioteca Nacional de París, y por ella publicó varios capítulos el Sr. Acero en su curioso centón sobre Pérez de Hita, ya mencionado. Hasta ahora no se conoce otra más antigua, y el editor Angelo Tavano dice rotundamente que era libro nunca hasta ahora impresso. Cítase vagamente una de Alcalá, 1588, pero Brunet duda de su existencia.

Esta primera parte fué reimpresa en Valencia, 1597; Alcalá de Henares, 1598; Lisboa, 1598; Alcalá, 1601; Lisboa, 1603; Barcelona, 1604; Alcalá, 1604; Valencia, 1604; Málaga, 1606; París, 1606 (con dedicatoria de un tal Fortan á la Marquesa de Vernoil; el mismo Fortan aclara al margen varias palabras para inteligencia de los franceses); Barcelona, 1610; Sevilla, 1613; Valencia, 1613; Lisboa, 1616; Barcelona, 1619; Alcalá, 1619; Cuenca, 1619, Valencia, 1613; Sevilla, 1625; Madrid, 1631. Suprimo todas las ediciones posteriores á esta fecha. Hay, por lo menos, doce en todo lo restante del siglo XVII, y aunque vulgares y de surtido, todas son raras, lo cual prueba el gran consumo que se hacia del libro como lectura popular. En el extranjero también servía para texto de lengua; la edición de Fortan fué reimpresa varias veces, una de ellas en 1660.

Seis ediciones, por lo menos, de la primera parte suelta salieron en el siglo XVIII.

La segunda parte, como al fin de ella se declara, fué «sacada en limpio y acabada» por su autor «en 25 de noviembre de 1597», é impresa en Alcalá de Henares, por Juan Gracián, en 1604; pero de esta primera edición no se conserva (que yo sepa) ejemplar alguno, y su existencia consta sólo por los preliminares de las siguientes. Las dos más antiguas que se conocen son la de Barcelona, 1619, por Esteban Liberós, y la de Cuenca, 1619, por Domingo de la Iglesia, una y otra con este título: Segunda parte de las guerras civiles de Granada y de los crueles bandos entre los convertidos moros y vecinos cristianos con el levantamiento de todo el reino y ultima rebelion sucedida en el año de mil quinientos sesenta y ocho. Y assimismo se pone su total ruina y destierro de los moros por toda Castilla; con el fin de las granadinas guerras por el rey nuestro señor don Felipe II de este nombre, por Gines Perez, vecino de la ciudad de Murcia, dirigida al Excmo. Sr. Duque del Infantado, Mayordomo mayor del Rey Nuestro Señor Don Felipe III deste nombre.

Fué reimpresa en Barcelona, 1631; Madrid, 1696, por Juan García Infanzón, y tres veces más en el siglo XVIII, siendo la edición más conocida la que hizo en 1731 el famoso librero Padilla.

Las ediciones de ambas partes juntas, hechas, en Madrid, por D. León Amarita, 1833; en París, por Baudry, 1847, y en el tomo III de Rivadeneyra, están adulteradas del modo que se indica en el texto. Creo que no lo estará todavía la de Gotha, por Steudel y Keil, 1805-1811, que ocupa los tres primeros tomos de la Bibliotheca Española de aquellos editores.

De la primera parte existen traducciones y arreglos en varios idiomas. En francés hay dos por lo menos: una de autor anónimo, con el título de Histoire des guerres civiles de Grénade (París, 1608), y otra de A. M. Sané, con el de Histoire chevaleresque des Maures de Grénade (1809). Esto sin contar con las imitaciones, de las cuales ya hemos mencionado algunas, y todavía pueden añadirse la Histoire des guerres civiles de Grénade de Mademoiselle de la Roche Guilhen (París, 1683), y la Histoire de la conquête de Grénade, de Mad. Gómez.

En lengua alemana fué traducida por Carlos Augusto Spalding (Geschichte der Bürgerlichen Kriege in Granada), Berlín, 1821. En inglés, por Tomás Rodd (Las Guerras Civiles, and the history of the factions of the Zegries and Abencerrages, to the final conquest by Ferdinand and Isabella... Londres, 1801).

[604] Primera parte de los Comentarios reales que tratan del origen de los Incas, reyes que fueron del Perú; de su idolatria, leyes y gobierno en paz y en guerra, de sus vidas y conquistas, y de todo lo que fue aquel imperio y su República antes que los españoles pasaran a él. Escritos por el Inca Garcilaso de la Vega, natural del Cuzco... Lisboa, Pedro Crasbeck, 1609.—Reimpreso en Madrid, 1723.

[605] «El hijo tercero de Alonso Hinestrosa de Vargas y de D.ª Blanca de Sotomayor fue Garcilaso de la Vega, mi señor y padre. El qual empleó treynta años de su vida hasta que se le acabó en ayudar a conquistar y poblar el Nuevo Mundo, principalmente los grandes reynos y provincias del Peru, donde con la palabra y el exemplo enseñó y doctrinó a aquellos gentiles nuestra santa Fee catholica, y aumentó y magnificó la corona de España, tan larga, rica y poderosamente que por sólo aquel imperio que entre otros posee, le teme hoy todo lo restante del mundo. Huvome en una india llamada doña Isabel Chimpu Oello: son dos nombres, el cristiano y el gentil, porque las indias e indios en comun, principalmente los de la sangre real, han hecho costumbre de tomar por sobrenombre, después del bautismo, el nombre propio o apelativo que antes de él tenian. Y estales muy bien por la representacion y memoria de los nombres y sobrenombres reales que en sus magestades antiguas solían tener. Doña Isabel Chimpu Oello fue hija de Hualipa Tupac Inca, hijo legitimo de Inca Yupanqui y de la Coya Mama Oello, su legitima muger, y hermano de Huayna Capac Inca, ultimo rey que fue en aquel imperio llamado Peru».

Así Garcilaso, en su Genealogía de Garci Perez de Vargas, escrita en Granada á 5 de mayo de 1596 (apud Gayangos, notas á Ticknor, III, p, 555).

[606] Vid. Historia critica de los falsos cronicones, por D. José Godoy Alcántara. Madrid, 1868.

[607] Centvria o Historia de los famosos hechos del Gran Conde de Barcelona don Bernardo Barcino, y de don Zinofre su hijo, y otros Caualleros de la Prouincia de Cathaluña. Sacada a luz por el Reverendo Padre Fray Esteuan Barellas, predicador de la Ordē del Seraphico Padre san Francisco de la misma Prouincia. Dirigida al illustre Senado de los Señores Diputados de Cathaluña... En Barcelona en casa Sebastian de Cormellas, Año M.DC. (1600). Fol.

Torres Amat, en sus Memorias para un diccionario de escritores catalanes (p. 94), dice, pero no es muy verosímil, que la palabra catalana barrellada, en significación de fábulas ó disparates, está tomada del apellido de este falso historiador Barellas. Esa voz debe de ser mucho más antigua, y tiene etimología bien obvia. Ni Barellas (ó Barrellas, como T. Amat escribe) fué nunca escritor de tal notoriedad que de su apellido pudieran formarse derivados.

[608] Vid. Milá y Fontanals, Obras completas, tomo VI (Barcelona, 1895), pp. 84-86.

[609] Historia de las Grandezas de la Ciudad de Auila. Por el Padre Fray Luis Ariz. Monge Benito, Dirigida a la Ciudad de Auila, y sus dos Quadrillas. En la Primera Parte trata quál de los quarenta y tres Hercules fue el mayor, y cómo siendo Rey de España tuuo amores con una Africana, en quien tuuo un hijo, que fundó a Avila. Tratase qué naciones la poseyeron, hasta que la conuirtio el glorioso san Segundo, compañero de los seys obispos que embiaron san Pedro y san Pablo dende Roma, y adónde estan los seys. Prosigue el Autor los demas obispos que ha tenido Auila, y los cuerpos santos que tiene, y cómo fue hallado san Segundo, y su traslacion, con las fundaciones de sus Iglesias. Con preuilegio, En Alcala de Henares, Por Luys Martinez Grande. Año de 1607. Además del frontis, tiene una portada grabada, que representa, á estilo de libros de caballerías, los principales episodios de la historia de Ávila.

Segunda Parte de las Grandezas de Auila. Prosigue el Autor las vezes que fue perdida y ganada, hasta el año 992. Su poblacion por el Conde don Ramon. Quiénes y de dónde fueron los pobladores. Qué calidades han de tener los candileros, y la estimación de la honrra, y cómo pende dellos el bien de la República. Cómo fue defendido en Auila el Emperador don Alonso Ramon contra su Padrastro el Rey de Aragon. La respuesta que Auila le imbió, y cómo vino contra ella, y mató los infantes que le dieron en rehenes. Cómo fue nombrado Blasco Ximeno para reptarle, y la muerte aleuosa que le dieron, y la sentencia sobre si pudo ser reptado el Rey. Cómo fueron los Adalides de Auila a defender a Toledo, en la muerte del Rey don Alonso 6.º contra los Moros que auian alçado por Rey a Iezmin, y Aya de Talauera, con quien auia de ser casada Aja Galiana, mujer de Naluillos Blazquez, Prima hermana de Santa Casilda y del infante Petran. Por cuya conuersion y Bautismo entró por Castilla el Infante contra el Rey don Fernando I. Y cómo el Infante fue Bautizado, por mano de la Reyna de los Angeles, y fue fundador del Real Monasterio de nuestra Señora de Sopetran. Cómo Ximena Blazquez, Tia de Naluillos Blazquez, en ausencia de su marido el Alcayde, Hernan Lopez Trillo, y de los Adalides y gente de guerra de Auila, defendio la Ciudad con sus hijas y nueras, vistiendose de hombres, contra el poder del Rey Abdalla Alhaçen. Continuase la historia en el lenguaje Antiguo que la escriuio y conto el obispo don Pelayo de Obiedo, a los que yban a poblar a Auila, en Arebalo. El año mil y ochenta y siete.

Copio íntegras estas pesadísimas portadas, porque bastan para dar idea de la insensatez de la obra. Las partes tercera y cuarta son más propiamente históricas, y, como otros muchos libros de su clase, contienen noticias curiosas y útiles.

Las cuatro partes están reunidas en un volumen en folio, pero cada una de ellas tiene paginación diversa.

[610] Todavía el Sr. D. Juan Martín Carramolino, en su Historia de Ávila en tres volúmenes, impresa en 1873, prohija muchas de las fábulas del P. Ariz, por lo cual su obra ha de ser caute legenda.

[611] El ejemplar, acaso único, que del Epílogo se conoce perteneció en Londres al canónigo Riego, de cuyos herederos le adquirió D. Pascual de Gayangos. El colofón dice así: «La presente obra fue impresa en Salamanca por el muy honrrado varon Lorenço de Lion de Dei, mercader e impresor de libros. Acabose a veynte y dos dias del mes de abril, año de mill e quinientos e dezinueve años, a pedimento de Juan Gallego, vecino de Avila, para el señor Gonçalo de Ayora, capitan e coronista de sus Altezas...».

Hay una reimpresión de Madrid, 1851, con un breve prólogo de Gayangos.

[612] Sobre las sucesivas falsificaciones de la historia de Ávila discurrió D. Vicente de la Fuente en su opúsculo Las Hervencias de Avila (1867), reimpreso en parte en el tomo I (pp. 236-279) de sus Estudios críticos sobre la Historia y el Derecho de Aragón.

[613] Los nueve libros de las Hauidas de Hieronymo Arbolanche, Poeta Tudelano. Dirigidos a la Illustre Señora Doña Adriana de Egues y de Biamonte. En Çaragoça, en casa de Iuan Millan. Vēdense en casa de Miguel de Suelues Infançon. 8.º.

Es libro de la mayor rareza, del cual sólo he manejado dos ejemplares.

Gayangos, en las notas al Ticknor castellano (III, 536-539), y Gallardo y Salvá, en sus respectivas bibliografías, presentan algunas muestras bien escogidas de la versificación de Arbolanche.

[614] Citado la primera vez por Fr. Antonio Brandāo en su Monarchia Lusitana, 3.ª parte, 1652, libro X, cap. XLV: «Hum romance tenho que trata da batalla do Salado, composto por Alfonso Giraldes, autor daquelle tempo, em o principio do qual, entre outras guerras antigas que se apontāo, se faz mençāo desta que o Abbade Joāo teve com os mouros e com seu capitāo Almanzor, etc.». (Jorge Cardoso, Agiologio Lusitano, 1652, t. I, pág. 328).

[615] Poseo un manuscrito de este Compendio, en tres volúmenes, letra del siglo XVI. La leyenda del abad Juan se encuentra en el segundo, págs. 400-408. El Sr. Menéndez Pidal cita, además de éste, tres manuscritos de la Biblioteca Nacional y uno de la Escurialense, advirtiendo que el P—1 de la Biblioteca Nacional, letra de la segunda mitad del siglo XV, corresponde á una primera redacción de Almela.

[616] Gayangos, en su Catálogo de Libros de Caballerías, cita un fragmento que poseía D. Mariano Aguiló, con el siguiente encabezamiento: «Comiença el libro de Juan Abad, señor de Montemayor: en el qual se escrive todo lo que le acontecio con don Garcia su criado». Estaba impreso al parecer en el primer tercio del siglo XVI.

Historia de el abbad dō Juan. Al fin: «Fue impresso el presente Libro en casa de Francisco Fernandez de Cordova, impresor. Año de mil y quinientos y sesenta y dos». Es edición sin duda de Valladolid, donde Francisco Fernández de Córdoba tuvo famosa imprenta. El único ejemplar conocido de este cuaderno fue comunicado por su dueño, D. Aníbal Fernández Thomas, á la señora doña Carolina Michaëlis de Vasconcellos, que hizo sacar copia de él para el Sr. Menéndez Pidal.

Cítase otra edición de Sevilla, 1584. Una de las últimas fué sin duda la que se describe en el Ensayo de Gallardo (núm. 807):

«Comiença la historia del Abad Juan, señor de Montemayor, compuesta por Juan de Flores». Colofón: «Impresso en Cordoba en las callejas del alhondiga por Diego de Valverde y Leiva, Acisclo Cortés de Ribera, año 1693». (4.º, sin foliar).

El encabezamiento debe de estar tomado de alguna edición antigua. Juan de Flores es, como sabemos, autor ó refundidor de varias novelas cortas publicadas á principios del siglo XVI (alguna acaso á fines del XV), tales como Grisel y Mirabella, Grimalte y Gradissa, etc.

[617] Gessellschaft für romanische literatur, Band 2. La leyenda del Abad D. Juan de Montemayor, publicada por Ramón Menéndez Pidal. Dresden, 1893.

[618] El pueblo de la Mancha llamado La Torre de Juan Abad, tan conocido por el señorío que en él tuvo Quevedo, ¿deberá su nombre á esta leyenda? Según las relaciones topográficas del tiempo de Felipe II, utilizadas por D. Aureliano Fernández-Guerra (Obras de Quevedo, ed. Rivadeneyra, tomo II, pág. 657). todavía en el siglo XVI persistían allí «los vestigios de una torre con sus dos cavas y foso, cuyo fundador, dueño ó alcaide, el buen Johan Abbad, defendiéndola contra muchedumbre de enemigos, hubo de dar nombre á la villa».

[619] Publicado é ilustrado por D. Marcos Jiménez de la Espada (Madrid, 1877).

[620] Esta versión ha sido modernamente impresa conforme á la copia que sacó el benemérito erudito H. Knust del Códice de la Biblioteca Nacional.

El Libro de Marco Polo. Aus dem Vermächtnis des Dr. Hermann Knust nach der Madrider Handschrift herausgegeben von Dr. Stuebe. Leipzig, 1902.

[621] Libro del famoso Marco Polo, Veneciano, de las cosas maravillosas que vido en las partes orientales; conviene saber en las Indias, Armenia, Arabia, Persia y Tartaria; e del poderio del Gran Can y otros Reyes. Con otro Tratado de Micer Pogio Florentino e trata de las mismas islas y tierras. Logroño, por Miguel de Eguía, 1529.

Hay otra edición de Salamanca con el título de Cosmografia introductoria en el libro de Marco Paulo Veneto, de las cosas maravillosas de las partes orientales y tratado de Micer Pogio, Florentino (Sevilla, por Juan Varela, de Salamanca, 1518).

[622] Barcia, en sus adiciones á León Pinelo, cita dos ediciones de 1515 y 1540, entrambas de Valencia. Pero no he visto más que la de 1521, que es la misma que tuvo Salvá:

Libro d' las marauillas del mūdo y d'l viaje de la Tierra Sancta de jerl'm y de todas las prouincias y cibdades de las Indias y d' todos los ōbres mostruos q ay por el mūdo Cō muchas otras admirables cosas.

Colofón... Fue ympremida la presente obra en la metropolitana Ciudad de Ualencia. Por arte e yndustria de Jorje Costilla. Acabose en el Año de las discordias de Mill y Quinientos y XXj. A quinze de Julio.

Fol. let. gótica á dos columnas.

[623] Estas comparaciones fueron ya hechas por E. Montégut en un ameno é ingenioso estudio sobre el Viaje de Mandeville (Vid. Heures de lecture d'un critique, París, 1891), pp. 233-337.

[624] En las Settanta Novelle Porretane, del boloñés Sabadino degli Arienti, se halla una que tiene por héroe á un «hijo del rey de Portugal», que seguramente es el infante D. Pedro por la alusión que se hace á sus viajes:

«El filiol del Re di Portogallo fingendo andare per voto in Ierosolima ne va in Anglia; et mena via la figliola del Re sua amante: ambe doi in diuersi lochi rapiti sono in Servitu posti: in la quale dimorati vn tempo in Portogallo inopinatamēte se trouano: done cō grāde festa et leticia se mariteno»...

Fol. XIX de la edición de Venecia, 1510.

[625] Europa Portuguesa, 2.ª edición, Lisboa, 1679, t. II, p. 325.

[626] La edición castellana de 1547 (Salamanca, por Juan de Junta, «a veinte e cinco dias de enero») existe en la Biblioteca Nacional de París. En la de Madrid, otra edición gótica, de Burgos, por Felipe de Junta, 1563, procedente de la librería de D. Pascual Gayangos.

De las dos relaciones de cordel que actualmente se expenden en castellano y portugués ha hecho una curiosa reproducción comparativa D. Cesáreo Fernández Duro (Viajes del infante D. Pedro de Portugal en el siglo XV... Madrid, 1903).

[627] Lisboa, Imprenta Nacional, 1891; pp. 83-135 y 369-378.

Siento no conocer el trabajo del Sr. Sousa Viterbo O infante D. Pedro o das sete partidas, Lisboa, 1902.

[628] Véase el precioso estudio ya citado: Una obra inedita do Condestavel D. Pedro de Portugal (en el Homenaje á Menéndez y Pelayo, t. I, pp. 637-732).

[629] La versión del aragonés Martín Martínez de Ampiés fué bellamente estampada en Zaragoza por el alemán Paulo Hurus, en 1498, con muchas curiosas estampas en madera, que representan ya animales exóticos, ya trajes de diversas naciones peregrinas (griegos, surianos ó sirios, abisinios, etc.) y muestras de los alfabetos árabe, caldeo, armenio, etc., todo lo cual acrecienta el valor bibliográfico de este rarísimo libro. El traductor pone de su cosecha al principio un breve Tratado de Roma, ó sea compendiosa descripción é historia de esta ciudad, y suele añadir algunas notas muy curiosas, especialmente la que se refiere á los gitanos, que él llama bohemianos ó egipcianos.

De los viajes españoles á Jerusalén del marqués de Tarifa y de Juan del Encina es inútil decir nada, por ser tan conocidos.

[cdxi]

VIII

Novela pastoril.—Sus orígenes.—Influencia de la «Arcadia» de Sannazaro.—Episodios bucólicos en las obras de Feliciano de Silva.—«Menina é Moça» de Bernardim Ribeiro.—«Diana» de Jorge de Montemayor.—Continuaciones de Alonso Pérez y Gil Polo.—«El Pastor de Fílida» de Luis Gálvez Monsalvo.—Otras novelas pastoriles anteriores á la «Galatea».

Además de los libros de caballerías y los que pudiéramos llamar sentimentales tuvo el arte idealista en la literatura española del siglo XVI otra manifestación muy interesante, tanto por el número de libros á que dió origen como por el valor poético de algunos de ellos y por el aplauso y fama que alcanzaron en toda Europa. Á la falsa idealización de la vida guerrera se contrapuso otra no menos falsa de la vida de los campos, y una y otra se repartieron los dominios de la imaginación, especialmente el de la novela, sin dejar por eso de hacer continuas incursiones en la poesía épica y en el teatro y de modificar profundamente las formas de la poesía lírica. El bucolismo de la novela no es un hecho aislado, sino una manifestación peculiar, y sin duda alguna la más completa, de un fenómeno literario general, que no se derivó de un[cdxii] capricho de la moda, sino de la intención artística y deliberada de reproducir un cierto tipo de belleza antigua vista y admirada en los poetas griegos y latinos. Ninguna razón histórica justificaba la aparición del género bucólico: era un puro dilettantismo estético, que no por serlo dejó de producir inmortales bellezas en Sannazaro, en Garcilaso, en Spenser, en el Tasso. Poco se adelanta con decir que es convencional el paisaje, que son falsos los afectos atribuidos á la gente rústica y falsa de todo punto la pintura de sus costumbres; que la extraña mezcla de mitología clásica y de supersticiones modernas produce un efecto híbrido y discordante. De todo se cuidaron estos poetas menos de la fidelidad de la representación. El pellico del pastor fué para ellos un disfraz, y lo que hay de vivo y eterno en estas obras del Renacimiento es la gentil adaptación de la forma antigua á un modo de sentir juvenil y sincero, á una pasión enteramente moderna, sean cuales fueren los velos arcaicos con que se disfraza. Agotadas ya hasta la monotonía las formas del lirismo petrarquista, hubo de encontrarse cierta agradable novedad en estos temas que, dentro de un cuadro más ó menos dramático, y haciendo intervenir el mundo exterior, bajo sus más apacibles y risueños aspectos, en la obra del ingenio, abrían margen á discretas confidencias, que hubieran podido ser imprudentes en la forma directa; se prestaban á ser amenizados con brillantes descripciones, con novelescos episodios, con hábiles injertos de las mejores plantas de la antigüedad, y al mismo tiempo que reflejaban, candorosamente depurados, los afectos del poeta, satisfacían la perenne aspiración de la mente humana á un mundo de paz y de inocencia ó le hacían pensar en las delicias de la edad de oro y de la florida juventud del mundo. La égloga y el idilio, el drama pastoril á la manera del Aminta y del Pastor Fido, la novela que tiene por teatro las selvas y bosques de Arcadia, pueden empalagar á nuestro gusto desdeñoso y ávido de realidad humana, aunque sea vulgar, pero es cierto que embelesaron á generaciones cultísimas, que sentían profundamente el arte, y envolvieron los espíritus en una atmósfera serena y luminosa, mientras el estrépito de las armas resonaba por todos los ámbitos de Europa. Los más grandes poetas, Shakespeare, Milton, Lope, Cervantes, pagaron tributo á la pastoral en una forma ó en otra.

Un género tan refinado, tan culto, tan artificial, en ninguna parte ha podido ser contemporáneo de la infancia de las sociedades. Cantos de boyeros, de labradores, de cazadores, de pescadores, deben de haber existido desde los tiempos más remotos; pero estas primitivas efusiones líricas nada tienen que ver con la contemplación retrospectiva y en gran parte quimérica que de la vida campestre y de las costumbres patriarcales gusta de hacer el hombre civilizado, cuando comienza á sentir el tedio de los goces y ventajas de la civilización. Por eso la poesía bucólica no aparece como un género distinto antes de la escuela docta y sabia de Alejandría, nacida á la sombra de un Museo y criada bajo la protección de los Tolomeos como exquisita planta de invernadero. Los elementos que esta poesía se asimiló, ya épicos, ya didácticos, ya líricos, ya dramáticos, se hallan esparcidos en toda la literatura griega anterior[630] pero de un modo episódico, subordinados á una más amplia concepción, á un más sincero sentimiento poético, á una representación total de la vida humana majestuosamente idealizada, no reducida al estrecho marco de cuadritos de género y de paisaje, que rara vez pasan de la categoría de lindos para alcanzar á la de bellos. Todas las labores humanas, siendo primordial entre ellas la de la tierra, habían sido entalladas en el escudo de Aquiles y en el de Hércules. La acción de la Odisea se mueve en un ambiente rústico: labrador es el viejo Laertes y porquerizo el fiel Eumeo; no hay en toda la literatura idilio más delicioso que el episodio de la princesa Nausicas. Las instrucciones agrícolas y meteorológicas de Hesiodo envuelven un sentimiento de la naturaleza mucho más familiar y profundo que los idilios de Teócrito. El drama satírico, del cual todavía tenemos una muestra en el Ciclope de Eurípides, era campesino y montaraz hasta por la índole de los personajes y del coro. La comedia aristofánica (en La Paz, por ejemplo) mezcla á veces con la sátira política la plácida descripción de la holgura y bienestar de los labriegos del Ática. Uno de los medios de que Eurípides se valió para remozar la tragedia decadente fué el empleo de personajes y escenas de la vida común y de la humanidad no heroica. Siguieron sus huellas los poetas de la comedia nueva, que, á juzgar por los fragmentos que de ellos quedan, encontraron en la simplicidad maliciosa de los rústicos, en su frugalidad y economía, en el contraste entre la vida de la ciudad y la del campo, una mina de interesantes situaciones y de discretas sentencias. En Sicilia misma, patria de Teócrito, y sin remontarse al fabuloso Dafnis, á quien atribuían los antiguos la invención del canto pastoril, halló aquel delicioso poeta muchos de los materiales de su obra en los poemas de Stesicoro, en las comedias de Epicarmo, en los mimos de Sofrón.

[cdxiii]

Pero la idea de convertir en tema principal lo que había sido hasta entonces accesorio, de hacer pequeños cuadros (idilios) de la vida rústica, de transformar el bucoliasmo ó canto rudo de los boyeros en un poema artístico, fué invención original del poeta siracusano trasladado á Alejandría, de cuyo nombre son inseparables los de sus discípulos Mosco y Bión. El cuerpo de los idilios de estos tres autores (en el cual entran algunas composiciones de dudosa atribución, que pueden pertenecer á otros poetas) es todo lo que la literatura griega nos ofrece en materia de poesía bucólica, y no ha sido superado ni igualado siquiera en ninguna otra lengua. Teócrito conserva, aun en medio de lo artificial del género, un grado de ingenua sencillez á que ninguno de sus imitadores ha llegado; tiene más viva penetración de la naturaleza y altera menos la fisonomía de los que viven en contacto con ella. La atmósfera tibia y regalada de Sicilia; la perspectiva de su volcánico suelo, y del mar que la arrulla; el áureo beso que la luz imprime en los mármoles de sus templos; los recuerdos familiares del Etna sagrado, de la corriente del Anapo y de la fugitiva Aretusa; la tradición de amores, coloquios y desafíos pastoriles, que él recogió, viva aún, en el canto y música popular, comunican á sus idilios una fuerza poética á que no alcanza ninguna otra producción de este género. Quien no conozca el desarrollo anterior de la literatura griega, y no se fije mucho en el sabio y elegante artificio de la dicción, puede creer á veces que lee á un poeta primitivo, y lo es sin duda comparado con Virgilio, para no hablar de los modernos.

Hay en la colección de los bucólicos griegos muchas piezas que no responden al concepto vulgar del género, tal como suele definirse en las poéticas, aunque estén conformes con la etimología de la voz idilio, que indica sólo un poema pequeño: fragmentos épicos, como el Rapto de Hilas, los Dioscuros, la Infancia de Hércules, la Opulencia de Augias (en Teócrito), Megara y aun el Rapto de Europa (en Mosco); composiciones[cdxiv] puramente líricas, como Las Gracias, el Elogio de Tolomeo, el Epitalamio de Helena, el bellísimo envío de La Rueca (en Teócrito), el Epitafio de Adonis, de Bión, ó el de Bión por Mosco; cuadros dramáticos, como Las Siracusanas en la fiesta de Adonis; una extraordinaria riqueza poética, que representa á veces reliquias de géneros perdidos. Pero lo mismo para los antiguos que para los modernos, Teócrito es ante todo el inventor, el padre de todas las maneras de égloga, no solamente la de pastores de bueyes y cabras, sino la de segadores, la de pescadores, la de caminantes, la de semidioses rústicos y apenas emancipados de la naturaleza animal como el Cíclope, la de hechiceras de aldea como la trágica y apasionada Pharmaceutria. El poeta mismo interviene en este drama rural tan ingenioso y vario, y en «la reina de las églogas», en las Thalysias, es su propio viaje á la isla de Quios el que relata, es su juventud la que recuerda, no en el modo alegórico y un tanto frío de Virgilio, sino con una vena de poesía familiar y graciosa que nos enternece y hace sonreír á un tiempo cuando nos relata el mito infantil del cabrero Comatas, encerrado en un cofre y mantenido por las abejas, mensajeras de las Musas, y nos arrebata con toda la pujanza de la inspiración naturalista en el cuadro de la entrada del otoño y de las fiestas de Ceres, pintado de tan cálida y opulenta manera.

Después de Teócrito, el idilio, que ya comienza á perder mucho de su carácter pastoril en sus discípulos Bión de Smirna y Mosco de Siracusa, penetra en la prosa por industria de los sofistas autores de narraciones amatorias. La pastoral de Longo, única que nos queda, es en gran parte un mosaico de frases de los bucólicos alejandrinos, y á la misma escuela pueden referirse las Cartas de aldeanos y de pescadores de Alcifrón y Eliano.

Discípulo é imitador declarado de Teócrito en la mayor parte de sus églogas fué Virgilio, que traduce libre y poéticamente muchos de sus versos, pero quedando siempre inferior cuando repite los mismos temas; compárese, por ejemplo, la égloga VIII con la Pharmaceutria ó la égloga V con el idilio de la muerte de Dafnis. Hay poco de pastoril en las bucólicas de Virgilio: la I y la IX aluden á sucesos de su propia vida, á la pérdida y recuperación de su hacienda, y á las guerras civiles; la IV, ó sea el genethliacon del hijo de Polión, asciende á las más arduas cumbres de la poesía lírica, y ha sido estimada desde los primeros siglos cristianos como una especie de vaticinio; el canto de Sileno en la égloga VI es una mezcla de teogonía y de física epicúrea; en la égloga X, que canta los amores de Galo, domina un sentimiento tempestuoso y casi romántico. Todo lo demás es labor de imitación brillantísima, pero en la cual falta muchas veces la unidad orgánica, y se conocen demasiado los retazos de la púrpura ajena. El Virgilio de las Geórgicas y de la Eneida es sin duda mayor poeta que Teócrito, pero en el carmen bucolicum todas las ventajas están de parte del autor griego, que en su línea es original y perfecto, no sólo en los detalles, como Virgilio, sino en el total de la composición, en la vida poética derramada sin esfuerzo por todas sus partes, en la visión directa y luminosa de la naturaleza, en el interés dramático y humano de sus personajes. El molle atque facetum, la blandura y la amenidad, el suave halago y la gracia melódica que Virgilio imprime en las sílabas de cada verso, el dulce y reposado sentimiento de que á veces están impregnadas sus palabras, son sin duda bellezas de alto precio y que se graban para siempre en la memoria de todos los que tuvieron la fortuna de habituar el oído á tan gratos sones desde la infancia; pero el canto de las[cdxv] musas sicilianas (Sicelides Musæ) es mucho más juvenil, fresco y lozano, más rico de color y al mismo tiempo más puro de líneas. Virgilio tenía en tanto grado como cualquier otro poeta de la antigüedad el sentimiento de la naturaleza y de la vida del campo, pero le tenía no al modo griego, sino al modo romano, de que las Geórgicas nos ofrecen el más cumplido dechado. No era el poeta de las muelles canciones pastoriles, sino de la ruda y áspera labor de los agricultores del antiguo Lacio.

La égloga virgiliana tuvo dos elegantes imitadores en época muy tardía y decadente, á fines del siglo III de nuestra Era. Estos bucólicos menores son el siciliano Tito Calpurnio y el cartaginés Nemesiano, poetas ingeniosos, aunque poco originales, pues cuando no calcan á Virgilio remedan á Teócrito. Merecen, sin embargo, ser leídos, no sólo por la florida amenidad de su estilo y por el buen gusto que conservan, ya muy raro en su tiempo, sino porque los imitaron en gran manera todos los bucólicos italianos y españoles del siglo XVI, comenzando por Sannazaro y acabando por Valbuena y Barahona de Soto, y porque todavía en el XIX lograron (más felices en esto que otros poetas mayores) un admirable traductor castellano en el docto humanista D. Juan Gualberto González.

«Desde éstos hasta la edad de Petrarca y Boccaccio no hubo poetas bucólicos», dice Herrera en su comentario á Garcilaso[631]. No los hubo, en verdad, á la manera clásica, pero tuvo la Edad Media su riquísima poesía villanesca en las pastorelas y vaqueras de los trovadores provenzales y de sus imitadores del Norte de Francia, que dieron á estos cuadros un carácter más realista. Cuando este género penetró en España y se combinó con un fondo popular preexistente, produjo, en la primitiva poesía galaico-portuguesa la riquísima eflorescencia de las cantigas de amigo y de ledino, que son la joya de los cancioneros medioevales, la única parte de ellos que conserva vitalidad. Á pesar de todos los esfuerzos que la erudición de nuestros vecinos franceses ha hecho para no ver en estas canciones más que una imitación de su propia lírica[632], apenas puede dudarse de la existencia de una poesía gallega popular que sirvió de modelo á la artística y la prestó sus formas y sus temas, aunque una y otra cosa se modificasen mucho por el contacto con una poesía extranjera[633]. Hay un acento de espontaneidad, que no engaña, en muchas de estas composiciones. El ideal que reflejan es el que corresponde á un pueblo de pequeños agricultores, dispersos en caseríos y que tienen por principal centro de reunión santuarios y romerías. El mismo Jeanroy confiesa que este motivo es ajeno á la poesía francesa[634]. Tema el más frecuente de tales composiciones, puestas, por lo común, en boca de mujeres, y trasunto, sin duda, más ó menos acicalado, de las que realmente entonaban las raparigas del Miño al volver de la fuente, son las quejas de la niña á quien su madre veda el ir á la romería, donde la espera seu amigo. Otras veces la doncella enamorada se duele de ingratitud y olvido, y aun llega á manifestar candorosamente al mismo santo de la romería sus propósitos de venganza contra el desleal amador, ó bien se enoja con el santo porque no la libra de su cuita á pesar [cdxvi]de las candelas que había quemado en su altar. Hay ciertamente mucha distancia de arte entre estos rudos acentos y las quejas de Safo á Afrodita, ó las imprecaciones de la Pharmaceutria de Teócrito; pero el fondo humano de la pasión ardiente y devoradora es el mismo, y hasta las supersticiones se asemejan cuanto es posible dentro de un orden moral tan distinto.

Todo parece darnos la certidumbre de que nos hallamos en presencia de verdaderas letras vulgares, que los trovadores y los juglares explotaban como un fondo lírico anterior á todos ellos, acomodándolas á diversos sones.

Pero no fué sólo la Galicia rural la que dejó impresa su huella en este lirismo bucólico de nuevo cuño. Azotada de mares por Norte y Occidente, y predestinada á grandes empresas marítimas, la región galaico-portuguesa tuvo desde muy temprano lo que clásicamente llamaríamos sus églogas piscatorias, si la brava costa del Cantábrico ó la más risueña y amigable del Atlántico recordase en algo la diáfana serenidad que envuelve á los barqueros sicilianos en los idilios de Teócrito y de Sannazaro. Son frecuentísimas en el Cancionero vaticano, hasta en las villanescas y en los versos de ledino, las alusiones á cosas de mar, y aun hay juglares, como Martín Codax y Juan Zorro, que parecen haberse dedicado particularmente á la composición de estas marinas y barcarolas. Por el contrario, en otras poesías, especialmente en las muy lindas de Pero Meogo, parece que resuenan los ecos de la trompa venatoria, y son frecuentes las alusiones á la caza de los ciervos.

Es fácil notar en el Cancionero pequeños ciclos ó series enteras de composiciones, enlazadas entre sí por un mismo sentimiento poético, por un mismo género de imágenes y por la repetición de ciertas palabras predilectas. Así se agrupan los versos del mar de Vigo; los cantos de las diversas romerías de San Servando, San Mamés, San Eleuterio, Santa Cecilia de Soveral, San Clemente, San Salvador; formando cada una de estas series un poemita de amor con unidad interna, no sólo lírica, sino en cierto modo dramática. Así el último juglar antes citado, Pero Meogo, cierra con broche de oro en un diálogo, que llamaríamos balada en el sentido romántico y septentrional de la palabra, la historia, fragmentariamente contenida en ocho canciones anteriores, de la doncella que rompió el brial en la fuente de los ciervos.

Los mismos trovadores cortesanos, que tan insípidos y pueriles resultan en sus versos de imitación provenzal, parecen otros hombres en cuanto aplican sus labios á este raudal fresquísimo de la inspiración popular. Compárense, por ejemplo, las poesías que escribió el rey D. Diniz al modo trovadoresco con sus cantigas de amigo y sus cantares guayados, dichos así por contener el estribillo ¡ay ó guay amor! En las primeras no pasa de ser un versificador elegante y atildado; en las segundas, ninguno de los juglares de atambor más próximos al pueblo puede arrancarle la palma.

No sostendré que sea realmente indígena todo lo que con trazas de popular se nos presenta en los dos Cancioneros de Roma. Para mí no hay duda que con elementos poético-musicales de origen gallego se combinaron reminiscencias muy directas de ciertos géneros subalternos de la lírica provenzal, que, poco cultivados por los trovadores más antiguos, adquieren señalada importancia en los del último tiempo, y especialmente en el fecundísimo Giraldo Riquier, que visitó las Cortes de nuestra Península y dirigió á Alfonso el Sabio el célebre memorial ó requesta sobre el oficio de juglar. Las vaqueras ó pastorelas entran en la técnica portuguesa con el nombre de villanescas ó villanas[cdxvii]. No se trata aquí solamente (como en el caso de las baladas ó canciones de danza) de la repetición de «un tipo tradicional que debió de ser común á diversas poblaciones de lengua romana (provenzales, franceses, italianos, etc.)», según la atinada observación de P. Meyer, sino de una imitación literaria y deliberada. En la serranilla artística y provenzalizada se nota un giro más abstracto, impersonal y vago, menos intimidad lírica, menos hechizo de poesía y misterio y también menos soltura de versificación. Aun en las más graciosas, como lo son sin duda la del rey don Diniz, es visible la imitación francesa ó provenzal, con todos los lugares comunes de papagayos, vergeles y entradas de primavera.

Gracias al inapreciable tesoro de las canciones descubiertas en Roma, no hay que buscar en otra parte que en Galicia el origen inmediato y el tipo estrófico de las cantigas de serrana del Archipreste de Hita, las cuales son originalísimas sin embargo, porque el Archipreste más bien que imitar la poesía bucólica de los trovadores, lo que hace es parodiarla en sentido realista. Sus serranas son invariablemente interesadas y codiciosas, á veces feas como vestiglos, y con todo eso de una acometividad erótica digna de la serrana de la Vera que anda en los romances vulgares. Así era la serrana de Tablada, y no con más apacibles colores se nos presentan la chata resia del puerto de Lozoya, que lleva á cuestas al poeta como á zurrón liviano, la Gadea de Riofrío, la vaquera lerda de la venta de Cornejo. Hay, en medio de lo abultado de estas caricaturas, cierto sentido poético de la vida rústica sano y confortante: la impresión directa del frío y de la nieve en los altos de Somosierra y de Fuenfría; la foguera de ensina, donde se asa el gazapo de soto, y á cuyo suave calor va el Archipreste desatirisiendo sus miembros.

En el siglo XV, el marqués de Santillana ennobleció este género con suave y aristocrática malicia, muy diversa de la brutal franqueza de su predecesor. Gracias á esta nota de blanda ironía, logró el marqués rejuvenecer un tema que había entrado en la categoría de los lugares comunes, el del encuentro del caballero y la pastora. Y obsérvese cómo, siendo el tema siempre el mismo, el marqués acierta á diversificarle en cada uno de estos cuadritos, gracias á la habilidad con que varía el paisaje y reúne aquellas circunstancias topográficas é indumentarias que dan color de realidad á lo que, sin duda, en la mayor parte de los casos es mera ficción poética. La gracia de la expresión, el pulcro y gentil donaire del estilo, prendas comunes á todas las composiciones cortas del de Santillana, llegan á la perfección en estas serranillas, de las cuales unas parece que exhalan el aroma de tomillo de los campos de la Alcarria, mientras otras, más agrestes y montaraces, orean nuestra frente con la brisa sutil del Moncayo ó nos transportan á las tajadas hoces de Liébana. El paisaje no está descrito, pero está líricamente sentido, cosa más difícil y rara todavía. Ninguno, entre los poetas que cultivaron la serranilla en el siglo XV, ni el atildado Bocanegra, ni Carvajal, que transportó el género á Italia, pudieron aventajar al marqués de Santillana, y la mayor alabanza que de ellos puede hacerse es que alguna vez recuerdan, sin igualarle nunca, el tipo encantador de la Vaquera de la Finojosa.

Pero estaban reservados nuevos desarrollos á este género en la fecunda época literaria de los Reyes Católicos. Por obra de los padres de nuestro teatro Juan del Encina, Lucas Fernández, Gil Vicente y sus numerosos imitadores, las antiguas villanescas no sólo adquieren la forma definitiva del villancico artístico, sino que se transforman en poemita dramático, y son como la célula de donde sucesivamente se van desenvolviendo[cdxviii] la égloga y el auto. Ya la profunda intuición de Federico Díez adivinó, sin más elementos apenas que las canciones de amigo del rey D. Diniz, esta influencia tan honda del lirismo popular en Gil Vicente. Las canciones que en su teatro intercala, arremedando as da serra, son del mismo género y hasta del mismo tipo métrico que las del Cancionero, con idéntico paralelismo, con la misma distribución simétrica, con los mismos ritornelos.

Pero en estos ingenios se reconoce ya la influencia del Renacimiento y de los bucólicos clásicos. Antes de escribir sus propias églogas, nombre que por primera vez se oía entre nosotros, Juan del Encina, discípulo del grande humanista Antonio de Nebrija, había comenzado por traducir las de Virgilio, ó más bien por adaptarlas libremente a nuestra lengua con brío y desenvoltura, haciendo hablar al vate mantuano en coplas de arte menor y cambiando los argumentos de las églogas para aplicarlas á los sucesos históricos de su tiempo. El estudio que empleó en esta versión parafrástica debió de adiestrar al poeta salmantino en el arte del diálogo, que luego aplicó, á sus propias églogas y representaciones, muchas de las cuales no tienen más acción dramática que las bucólicas antiguas. Leyendo á Juan del Encina no es aventurado decir que la égloga de Virgilio tuvo alguna influencia en los primeros vagidos del drama español cuando todavía estaba en mantillas. El mismo nombre de égloga le tomó de Virgilio, y algo más que el nombre, según creo: cierto concepto ideal y poético de la vida rústica, que en él se va desenvolviendo lentamente, no en contraposición, sino en combinación con el remedo, á veces tosco y zafio, de los hábitos y lenguaje de los villanos de su tiempo.

Ya antes de Juan del Encina, y antes que influyese en España la égloga clásica, los pastores, además del papel que desempeñaban en los autos de Navidad, habían servido para otros fines artísticos. Las famosas coplas de Mingo Revulgo, que son un diálogo sin acción, ofrecen ya el mismo tipo de lenguaje villanesco que predomina en el teatro de nuestro autor, con la diferencia de ser en Juan del Encina poéticamente desinteresada la imitación de los afectos y costumbres de los serranos, al paso que en Mingo Revulgo sirve de disfraz alegórico á una sátira política. Un artificio muy superior, si bien candoroso, mostró el padre de nuestro teatro, especialmente en las dos églogas que, por los nombres de sus interlocutores, pudiéramos llamar de Mingo, Gil y Pascuala, y que en realidad pueden considerarse como dos actos de un mismo pequeño drama. El contraste entre la vida cortesana y la campesina, con los efectos que causa el rápido tránsito de la una á la otra en personas criadas en uno ú otro de estos medios, se halla representado en esta graciosa miniatura por el escudero á quien el amor de una zagala hace tornarse pastor y por dos pastores transformados súbitamente en palaciegos.

También Gil Vicente era humanista, pero son muy raras en él las imitaciones directas de los poetas clásicos. En la Fragoa d'amor, pieza alegórica representada en 1525, Venus aparece buscando á su hijo el Amor, y se queja de su pérdida en términos análogos á los del primer idilio de Mosco, atribuido por algunos á Teócrito. Pero ni á Teócrito, ni á Mosco, ni á ninguno de los maestros del culto idilio alejandrino ó siciliano, ni á Virgilio su imitador, debe Gil Vicente su propio y encantador bucolismo, que ya apunta en alguno de sus cantos sagrados, y que luego más libremente se manifiesta en la Tragicomedia pastoril da Serra da Estrella (1527) y en los dos bellísimos Triunfos del Invierno y del Verano. Es evidente que también en esta parte tuvo por precursor á Juan del Encina, pero dejándolo á tal distancia que apenas se advierte el remedo.[cdxix] La égloga en Juan del Encina es muy realista y algo prosaica: en Gil Vicente es lírica, es un impetuoso ditirambo, un himno á las fuerzas de la naturaleza prolífica y serena, eterna desposada que resurge al tibio aliento de cada primavera, vencedora de las brumas y de los hielos del invierno, y pone su tálamo nupcial en la Sierra de Cintra.

No se graduará de impertinente esta rápida excursión por los campos de la poesía lírica y dramática en demanda del castizo bucolismo peninsular, si se repara que no sólo persistió en todos aquellos ingenios castellanos y portugueses del siglo XVI que resistieron total ó parcialmente á la influencia del Renacimiento italiano y fueron, por decirlo así, los últimos poetas de cancionero; y no sólo entró con todos los demás elementos nacionales en el inmenso raudal del teatro, difundiendo su agreste hechizo y sus aromas de la serranía por muchas escenas villanescas de Lope y de Tirso, sino que nuestra novela pastoril, con ser género tan artificioso, debe á este primitivo fondo poético más de lo que comúnmente se cree. No es mera casualidad que los dos más antiguos cultivadores de este género en nuestra Península sean dos portugueses, el uno en su lengua nativa, el otro en la castellana, y que uno y otro fuesen notables artífices de versos de arte menor. Bernardim Ribeiro nunca empleó otros, y Jorge de Montemayor se distingue en ellos mucho más que en los de la medida italiana.

Volviendo á anudar el hilo deja tradición clásica, que en rigor no se interrumpió nunca en Occidente, aunque fuese á veces de muy extraño modo interpretada, las églogas de Virgilio continuaban siendo leídas en las escuelas, pero se las miraba como composiciones alegóricas, llenas de sentidos profundos y misteriosos de moral y de teología, á los cuales la letra era implacablemente sacrificada. Y alegóricas fueron también las primeras imitaciones latinas que de estas églogas se hicieron. El mismo Dante que, como admirablemente ha demostrado Comparetti[635], es el primero de los modernos que tuvo un concepto lúcido del arte virgiliano, compuso dos égoglas dedicadas á su maestro Giovanni del Virgilio, y si son las mismas que con su nombre tenemos ahora[636], nada menos pastoril que ellas puede encontrarse. Las doce del Petrarca que llevan el título general de Bucolicum Carmen[637], importantísimas para la historia de su vida y de las cosas de su tiempo, tampoco tienen de bucólico más que la corteza, la imitación externa de las formas de Virgilio. Bajo el disfraz pastoril, el poeta escribe amargas sátiras contra la corrupción de la curia pontificia de Aviñón; habla de la muerte del rey Roberto de Nápoles, de los proyectos revolucionarios de Rienzi, toma parte activa y militante en la política de su tiempo. La forma alegórica vela un contenido enteramente histórico, que el Petrarca no se atrevía á exponer en forma directa. Él mismo explicó en sus epístolas familiares algunas de estas alegorías, y de otras se hicieron cargo sus comentadores Benvenuto de Imola y Donati. Hay en estas églogas, como en todas las poesías latinas del Petrarca, trozos de indisputable belleza, y lo es sin duda el lamento sobre la tumba de Laura en la égloga undécima.

Todavía más raras y menos leídas que el Carmen Bucolicum del Petrarca son las [cdxx]diez y seis églogas latinas de Boccaccio[638], todas alegóricas, excepto dos, pero muy inferiores en pureza de estilo y en valor poético á las de su maestro. Pero no por ellas, sino por sus obras en lengua vulgar, merece ser aclamado como renovador de este género en las literaturas modernas, y aquí como en todos los caminos de la novela, su influjo fué profundo y duradero.

Compuso Boccaccio dos novelas pastoriles, una en verso, el Ninfale Fiesolano, otra en prosa interpolada de versos, el Ninfale d'Ameto ó Comedia delle ninfe Fiorentine[639]. Una y otra están enteramente penetradas por el espíritu de la antigüedad clásica, y abundan en imitaciones directas y deliberadas de los poetas y aun de los prosistas latinos, pero no recibieron en ningún grado la influencia de los bucólicos griegos, que Boccaccio no conocía ni hubiera podido leer en su lengua, puesto que el conocimiento que alcanzó del griego fué muy incompleto y tardío. Tampoco tuvo la menor noticia de las Pastorales de Longo, que ningún humanista leyó hasta muy entrado el siglo XVI, y cuya celebridad empieza en Italia con la traducción de Aníbal Caro, como en Francia con la de Amyot[640].

Aun en la literatura latina Boccaccio no conocía más poeta bucólico que Virgilio, puesto que Calpunio y Nemesiano no estaban descubiertos aún. Pero no fué Virgilio el autor que principalmente imitó Boccaccio; ni á tal imitación le inclinaba la índole de su genio, nada casto ni severo ni recogido, sino pródigo, vicioso y exuberante, muy análogo, en suma, al de Ovidio, que fué sin duda su poeta predilecto, y á quien saqueó á manos llenas lo mismo en las Metamorfoses y en las Heroidas que en las obras amatorias. El idilio voluptuoso y novelesco de Boccaccio es profundamente ovidiano y no virgiliano: es lo más semejante á Ovidio que hay en toda la literatura moderna. Con esta influencia se combinaron otras, la de Claudiano y Séneca el Trágico entre los poetas; la de Apuleyo entre los prosistas. Pero los dos poemas bucólicos de Boccaccio distan mucho de ser un centón como la Arcadia de Sannazaro. No conociendo, como no conocía, las novelas griegas, hay que tener por idea original suya la de aplicar la forma narrativa al idilio, y en este sentido no debe decirse que restauró, sino que volvió á inventar la novela pastoril, sin más guía que su poderoso instinto de narrador. La narración en verso ó en prosa era la forma natural de su espíritu. En cuanto á la mezcla [cdxxi]de prosa y verso, usada en el Ameto, y que luego fué ley nunca infringida del género, Boccaccio no hizo más que transportarla de otras obras de muy distinto carácter, ya latinas, ya vulgares, en que había sido empleada, tales como la Consolación de Boecio y la Vita Nuova y el Convito de Dante[641]; si bien en estas últimas la prosa es el comentario de las canciones y de los sonetos, al revés de lo que sucede en el Ameto, donde la prosa es lo principal y los tercetos son una especie de intermedio lírico.

El Ninfale Fiesolano pertenece á la juventud de su autor, aunque no se sabe con precisión la fecha. Es un poema en octava rima, forma predilecta de Boccaccio, y de la cual se le considera como inventor, habiendo sido por lo menos el primero que la trasplantó de la poesía popular á la erudita y la usó en composiciones extensas. El argumento es una sencilla fábula de amores y transformaciones al modo de las de Ovidio, y el poeta la enlaza con el origen de la ciudad de Fiesole, cerca de la cual corren dos arroyuelos llamados Africo y Mensola, que conservan los nombres de dos amantes infelices. Mensola era una ninfa de Diana, seducida por el joven pastor Africo, disfrazado de mujer por consejo de Venus, que se le apareció en sueños. Mensola, sorprendida por la diosa en el momento de dar á luz el fruto de sus amores, queda transformada en agua corriente, y lo mismo acontece á su amador cuando, desesperado por su tardanza en acudir al bosque donde la aguardaba, se da cruda muerte por sus propias manos. En el Filocolo, en la Teseida, en el Filostrato, en todos sus poemas, había puesto Boccaccio algún episodio idílico; pero en el Ninfale Fiesolano triunfa resueltamente la égloga pagana y naturalista. Es, en concepto de los críticos italianos, la obra maestra de su autor, considerado como poeta. En el Ninfale (dice Carducci), «el idilio de amor dictado por la naturaleza misma se entrelaza con la epopeya de los orígenes; la sensualidad en medio de los campos y de los torrentes es selvática como en Dafnis y Cloe; y la verdad de todos los días, una aventura casi vulgar, se levanta á la esfera poética en alas del canto de las ninfas mitológicas, sobre las cimas de Fiesole suavemente iluminadas por los esplendores de mayo y de la leyenda, en los floridos valles que han de servir luego de escena al Decamerón»[642]. La forma métrica de este poemita sirvió luego de modelo para otras narraciones villanescas, tales como la Nencia y la Ambra de Lorenzo el Magnífico.

El Ameto es composición muy diversa. Pertenece á la edad madura de su autor (1341 ó 1342)[643]. No es frívola historia de amores, sino una alegoría que quiere ser moral y hasta teológica. Por otra parte, los elementos de la novela pastoril están mucho más desarrollados y las imitaciones clásicas más al descubierto. La impresión que deja el libro es indecisa y contradictoria. Su asunto es nada menos que el conflicto entre la Venus terrestre y la Venus Urania, y la emancipación del alma que, rotos los lazos de la sensualidad, se va levantando mediante la ciencia y la virtud al conocimiento y amor de Dios. La iniciación sucesiva del rudo cazador Ameto en estos misterios del amor y la hermosura se cumple mediante el magisterio de siete ninfas que, sentadas en torno de una fuente, van relatando cada una su historia y cantando las alabanzas de la diosa á quien están particularmente consagradas. Ameto [cdxxii]se va enamorando, una tras otra, de todas ellas, y recorriendo así la escala de las virtudes cardinales y teologales que en ellas están simbolizadas. El símbolo es á veces muy peregrino: Venus representa la caridad; Vesta, la esperanza; Cibeles, la fe. Cuando las ninfas han terminado sus historias y sus cánticos, aparece una columna de fuego sobrenatural, que deslumbra los ojos de Ameto, y oye una voz suavísima que dice:

Io son luce del cielo unica e trina,
Principio e fine di ciascuna cosa...

Era la aparición de la Venus celeste, cuyo cuerpo luminoso llega á percibir Ameto cuando, bañado y purificado por las ninfas, y libre ya de todo pensamiento mundano y de toda concupiscencia, discierne la verdad suprema, oculta bajo el velo sutil de tantas fábulas, y se siente y reconoce como transformado de animal bruto en hombre.

Visible es aquí la imitación del Purgatorio dantesco, y puede decirse que comienza desde que Ameto, perdido en la caza, oye sonar por primera vez el canto de Lia. El uso constante de los tercetos en la parte poética contribuye á que la semejanza sea mayor, pero la hay también en el pensamiento, y no puede dudarse que Boccaccio escribió con sinceridad su libro, y con sinceridad acaba sometiéndole al examen y corrección de la Santa Iglesia Romana, temeroso de haber incurrido en algún defecto de ignorancia. Pero aunque Boccaccio estuviese ya inclinado en aquella fecha á pensamientos más graves que los de su alegre juventud, todavía distaba mucho de haberse despojado completamente del hombre viejo, y su conversión moral no se efectuó por entero hasta 1362.

El Ameto refleja un estado de ánimo vacilante y antinómico consigo mismo. Los dogmas católicos de la Trinidad, de la Encarnación, de la Transustanciación, aparecen envueltos en un fárrago mitológico que los empaña y desnaturaliza. En el himno que entona Lia en loor de la divina Cibeles se mezclan del modo más abigarrado el paganismo y el cristianismo, formando una especie de teología sincrética, que recuerda las especulaciones de los gnósticos alejandrinos. La elevación del pensamiento de la obra, que sólo se manifiesta claramente en las últimas páginas, contrasta con el carácter lascivamente erótico de las narraciones, que podrían figurar sin incongruencia entre las del Decameron, á cuya simétrica disposición, que también hallamos en las cuestiones de amor del Filocolo, se asemeja, por otra parte, la traza y disposición del Ameto, sin que falte, por supuesto, el obligado recuerdo de la napolitana Fiameta, que refiere los fabulosos orígenes de su ciudad natal. Todavía disuenan más de la tendencia de la obra, y hasta comprometen su sentido y eficacia, las siete descripciones prolijas, voluptuosas, minuciosísimas, de la belleza corporal de las ninfas. La fruición harto grosera con que estos retratos están dibujados ni siquiera tiene disculpa en el ardor de los sentidos, puesto que en medio de todo son fríos, analíticos, uniformes, hechos parte por parte y miembro por miembro. El Ameto está escrito en una prosa más redundante y latinizada que ningún otro libro de Boccaccio, pero hay en ella tanta lozanía y frondosidad, era tan nueva aquella pompa y armonía en ninguna lengua vulgar, que se comprende que aún dure el entusiasmo de los italianos por tal estilo, aun reconociendo que tiene mucho de retórica viciosa y que en los imitadores llegó á ser insoportable.

El Ameto influyó en los autores de novelas bucólicas, no por la parte mística y alegórica, sino por la relativa novedad de mezclar los versos líricos y las narraciones en prosa. Influyó también por los episodios de carácter más pastoril, tales como el del pastor[cdxxiii] Theogapen, que á ruego de las ninfas repite el canto interrumpido, ó la descripción de las fiestas de Venus, ó la contienda entre los pastores Achaten y Alceste, que al son de la zampoña del mismo Theogapen disputan sobre su mayor ó menor pericia en el arte de criar el ganado. Todos éstos, que fueron lugares comunes del género, se encuentran ya en el Ameto, y todos tenían precedentes en la poesía clásica.

Sabido es que ningún autor italiano, ni el mismo Dante, ni el mismo Petrarca, tuvo en España más lectores y admiradores que Boccaccio durante el siglo XV. La mayor parte de sus obras latinas y vulgares pasaron á la lengua castellana, y algunas también á la catalana. En ésta no conocemos traducción del Ninfal de Ameto, pero, existió un códice castellano entre los restos de la librería del marqués de Santillana, y probablemente esta versión, que no llevaba nombre de traductor, fué hecha por su mandado[644]. El mismo marqués cita con encomio esta obra en su famoso Prohemio al condestable de Portugal, al enumerar los que después de Dante escribieron en tercio rimo elegantemente: «Johan Bocacio el libro que Ninfal se intitula, aunque ayuntó a él prosas de grand eloquencia, a la manera del Boecio consolatorio».

Más adelante otros modelos italianos y latinos suplantaron á Boccaccio, pero todavía nuestros poetas del siglo XVI leían y estudiaban el Ameto. Herrera le cita en el comentario á Garcilaso; y me parece evidente que se acordó de él en algún pasaje de su brillante y apasionada Égloga venatoria[645].

[cdxxiv]

Pero fuera de ésta y otras excepciones, que pueden notarse en los escritos de varones doctos, y que habían abarcado en sus lecturas todo el círculo de la poesía anterior á su tiempo, bien puede decirse que el Ameto fué muy olvidado, aun en la misma Italia, después de la ruidosa y triunfante aparición de la Arcadia, del poeta y humanista napolitano Jacobo Sannazaro, tan insigne en la poesía latina como en la vulgar. Y este triunfo se debió, no á que la Arcadia tenga más condiciones de novela que los dos ninfales de Boccaccio, puesto que seguramente ofrece menos originalidad y viveza de imaginación que cualquiera de ellos, y es muy inferior en el arte narrativo, en el vigor del estilo y en el sentimiento enérgico y profundo de las bellezas naturales, sino porque satisfacía á maravilla las aficiones eruditas de su tiempo, ofreciendo en una especie de centón, formado, por otra parte, con gusto y elegancia, lo más selecto de los bucólicos griegos y latinos y de otros muchos escritores de ambas antigüedades, mezclándolo todo con alusiones á sucesos de la vida del poeta ó de sus amigos, los cuales intervenían en la fábula con disfraces que para los contemporáneos debían de ser muy transparentes, puesto que todavía lo son para nosotros. Así, el pastor Sincero es el mismo Sannazaro, Summontio es Pedro de Summonte, segundo editor de la Arcadia; Meliseo es el admirable poeta latino Giovanni Pontano, gloria imperecedera de la escuela de Nápoles, y Barcinio es el poeta ítalo-catalán Bernardo Gareth, poéticamente llamado Chariteo, del cual pienso discurrir largamente en otra ocasión.

Cuando Sannazaro compuso la Arcadia, cuya primera edición incompleta y mendosa, hecha sin noticia ni consentimiento de su autor, es de Venecia, 1502, y que de nuevo corregida y completa se publicó en Nápoles, en 1504, el círculo de la erudición de los humanistas era mucho más amplio que en tiempo del primer Renacimiento, al cual pertenece Boccaccio. El florentino Poggio había descubierto en Inglaterra las Bucólicas de Calpurnio, y ya antes eran conocidas las cuatro églogas de Nemesiano. Sannazaro las estudió con mucha atención en un precioso códice que adquirió en Francia. Podía además leer en su lengua original los idilios de Teócrito (con los cuales andaban entonces mezclados los de Bión y Mosco, sin distinción de autores), pues aunque no hubo edición completa de ellos hasta 1515, diez y ocho composiciones habían sido impresas ya en Milán en 1493, y treinta en Venecia, 1495, por Aldo Manucio. En cuanto á la antigüedad latina, es claro que no tenía secretos ya para la gentil escuela napolitana, que tanto floreció bajo el patronato de la casa aragonesa y de la cual fué grande ornamento Sannazaro.

La investigación de las fuentes de la Arcadia puede decirse que es materia completamente agotada. Ya los antiguos comentadores Porcachi, Sansovino, Massarengo[646], notaron las más obvias, especialmente las de Virgilio, modelo predilecto del vate partenopeo, que quiso reposar tan cerca de la tumba del mantuano. Fácil era ver, por ejemplo, que la prosa IV de la Arcadia responde á la égloga III de Virgilio y al idilio I de Teócrito; que la égloga IX del poeta italiano está calcada en la III del latino; que la descripción de los juegos funerales de Ergasto en la prosa XII está traducida en parte del [cdxxv]libro V de la Eneida. Pero los procedimientos de imitación en Sannazaro son mucho más complicados, y estaba reservado á una erudición más diligente y sutil ir enumerando una por una todas las piedrezuelas de más ó menos valor que entraron en su mosaico, pulidas y combinadas con un artificio tan docto y reflexivo. Tarea es ésta que han desempeñado, como en competencia, dos eruditos italianos, Francisco Torraca y Miguel Scherillo, en libros publicados simultáneamente, y después de los cuales nada resta que decir sobre la Arcadia[647]. Sannazaro no era un imitador vulgar, ni mucho menos un plagiario, sino un hombre enamorado y penetrado de la belleza antigua, que recogió en su libro lo más selecto y exquisito de sus lecturas para recrearse de nuevo con su contemplación, y renovarla también en la mente de los eruditos y hacerla sentir por primera vez á los indoctos. Y esto lo hizo eligiendo, alterando, coordinando los pormenores, según cuadraba al intento y plan general de su libro, tomando de un autor el cuadro general de cada episodio y enriqueciéndole con los despojos de otros muchos, fundiendo y sobreponiendo dos ó tres modelos, remontándose á veces en la cadena de la imitación desde el ejemplar latino al griego que le había servido de prototipo, y aprovechando frases y detalles del imitador y del imitado. Así, de Virgilio asciende no sólo á Teócrito, sino á Homero, y, por ejemplo, en la descripción ya citada de los juegos celebrados por Ergasto sobre la tumba de Massilia, no sólo explota la descripción virgiliana de los juegos funerales de Anquises, y la que hace Stacio de las exequias del niño Ofeltes, sino la que ha servido de modelo á todas ellas, la descripción homérica de los funerales de Patroclo. En los trozos más virgilianos se encuentran mezcladas imitaciones de Ovidio, de Calpurnio, de Claudiano, y hasta de los prosistas didácticos como Plinio el Naturalista, de quien se deriva casi toda la erudición mágica y supersticiosa que poseía el viejo sacerdote á quien va á consultar Clónico en las prosas IX y X. De los poetas, el que más influyó en Sannazaro, fuera de los bucólicos, fué Ovidio, hasta en sus obras menos leídas, como los Fastos, en cuyo libro II encontró la descripción de las fiestas de Pales, diosa de los pastores, que transportó á la prosa III.

La influencia del Ameto en la Arcadia ha sido exagerada por algunos como Scherillo y muy reducida por otros como Torraca. Claro es que los dos libros pertenecen al mismo género, y que probablemente sin el primero no hubiera existido el segundo, puesto que Sannazaro carecía de imaginación novelesca y no le creemos capaz de crear un tipo nuevo. Tomó, pues, de Boccaccio la forma mixta de prosa y verso, y también fué influido por él en la parte métrica, pues aunque no todas las doce églogas de la Arcadia están compuestas en tercetos, como lo están todas las poesías intercaladas en el Ameto, es, sin embargo, la combinación que predomina ó reina sola en la mayor parte de ellas. En tres de las églogas, por completo, y en otras con grande abundancia, los tercetos no son llanos, sino esdrújulos; género de rima que Sannazaro no inventó y que ya otros habían aplicado á la poesía pastoril, queriendo remedar acaso la cadencia de los dáctilos antiguos. Este género de terminaciones, que aun en italiano es desabrido y molesto, suele hacer en castellano tan extraño y á veces ridículo efecto, que muy cuerdamente se abstuvieron de seguir en esto á Sannazaro, como no fuese por [cdxxvi]excepción y en trozos muy breves, los innumerables poetas nuestros que le imitaron. Y aunque es cierto que se encuentran algunos ejemplos en Montemayor, en Gil Polo y en el inmenso Lope de Vega, era tan poco el caso que se hacía de tales versos, que pudo pasar por inventor de ellos el canónigo de Canarias Bartolomé Cairasco de Figueroa, por haberlos prodigado sistemáticamente, hasta la insensatez y el delirio, en el Flos Sanctorum que escribió en verso con el título de Templo Militante, obra monstruosa, en que brillan de vez en cuando algunas ráfagas de ingenio poético, depravado por el mal gusto. Tampoco logró mucho éxito entre nosotros, aunque tuvo más imitadores (el primero de ellos nada menos que Garcilaso en una parte muy considerable de su égloga segunda), otro artificio métrico favorito de Sannazaro, el de colocar la rima en medio del endecasílabo (rima percossa en la Poética del Minturno), forma de origen provenzal, que el Petrarca había empleado incidentalmente en algunas de sus canciones.

Es, por consiguiente, la métrica de la Arcadia mucho más variada y rica que la del Ameto, pues además de todo lo que hemos referido contiene sextinas simples y dobles, canciones petrarquistas de estancias largas y composiciones polimétricas, escritas con toda la soltura de un versificador muy ejercitado. Pero todo este lujo de destreza técnica contrasta con la pobreza de la acción, si es que acción puede llamarse la de aquellas prosas ensartadas una tras otra sin ninguna razón interna y orgánica. En esta parte Montemayor y otros bucólicos nuestros valen más que él, dan más interés á sus relatos, son más novelistas. Boccaccio lo había sido también á su manera, pero Sannazaro, que procura imitarle en la riqueza de su dicción toscana y en el lujo de sus descripciones, y se inspira no sólo en el Ameto, sino en el Filocolo, en la Fiameta, en las églogas latinas y en todos sus libros, no acierta con lo más íntimo á su arte, no sabe dar interés dramático á sus ficciones, no tiene fantasía plástica ni conoce el arranque de la pasión amorosa. Es un mero artífice de estilo, mucho más paciente que inspirado. En todo su libro no ha inventado nada, ni siquiera el ingenioso medio de que se vale el pastor Charino para declararse á su zagala, haciéndole contemplar su propia imagen en las aguas de una fuente: Sus últimos comentadores, prueban, que este episodio, ciertamente ingenioso, aunque en demasía alabado[648], además de las reminiscencias que conserva de la fábula ovidiana de Narciso, es un tema de novelística popular que se encuentra lindamente desarrollado en el Heptameron da la reina de Navarra (novela XXIV), donde la declaración amorosa se hace por medio de un espejo de acero que el enamorado llevaba sobre el pecho á guisa de coraza. Las prosas de Sannazaro son lánguidas é incoloras á pesar de la profusión de epítetos. Hasta el paisaje es artificial, y los mismos recuerdos de Nápoles, que debían de ser tan familiares al autor, están vistos á través de Boccaccio, que tanto amó y cantó en las riberas de Bayas y en los collados de Sorrento, y tanto se saturó y embriagó de su atmósfera voluptuosa.

Libro mediano si se quiere, pero afortunado por la oportunidad con que apareció en concordancia con el gusto reinante, la Arcadia fué la primera obra de prosador no toscano que alcanzase en toda Italia reputación clásica. Serafino Aquilano, Galeoto del Carretto y otros poetas imitaron sus églogas en la corte de Mantua; Baltasar Castiglione en la de Urbino. En Nápoles hubo verdadera escuela de poetas bucólicos, que se ejercitaron á porfía en el enfadoso terceto esdrújulo. Tansillo, Minturno, el mismo Torquato Tasso, son discípulos, aunque más independientes, de Sannazaro, para no hablar de los oscuros autores de la Siracusa, de la Amatunta y de la Mergellina, que prolongaron el género durante tres siglos. Pero en general la bucólica italiana adoptó la forma dramática con preferencia á la narrativa, y dramáticas son sus dos obras maestras, el Aminta y el Pastor Fido.

[cdxxvii]

La influencia de la Arcadia considerada como novela fué mayor en las literaturas extranjeras. Hasta el título de la obra, tomado de aquella montuosa región del Peloponeso, afamada entre los antiguos por la vida patriarcal de sus moradores y la pericia que se les atribuía en el canto pastoril, se convirtió en nombre de un género literario, y hubo otras Arcadias tan famosas como la de Sir Felipe Sidney y la de Lope de Vega, sin contar con la Fingida Arcadia que dramatizó Tirso. Todas las novelas pastoriles escritas en Europa desde el Renacimiento de las letras hasta las postrimerías del bucolismo con Florián y Gessner, reproducen el tipo de la novela de Sannazaro, ó más bien de las novelas españolas compuestas á su semejanza, y que en buena parte le modificaron, haciéndole más novelesco. Pero en todas estas novelas, cual más, cual menos, hay no sólo reminiscencias, sino imitaciones directas de la Arcadia, que á veces, como en El Siglo de Oro y en La Constante Amarilis, llegan hasta el plagio. Aun en la Galatea, que parece de las más originales, proceden de Sannazaro la primera canción de Elicio («Oh alma venturosa»), que es la de Ergasto sobre el sepulcro de Androgeo, y una parte del bello episodio de los funerales del pastor Meliso, con la descripción del valle de los cipreses[649]. Lo que Sannazaro había hecho con todos sus predecesores lo hicieron con él sus alumnos poéticos, saqueándole sin escrúpulo. El género era artificial de suyo, y vivía de estos hurtos honestos, no sólo disculpados, sino autorizados y recomendados en todas las Poéticas de aquel tiempo. «No se andaba entonces (dice Rajna hablando nada menos que del Ariosto) en busca de un mundo nuevo; el sumo grado de la belleza parecía alcanzado, y no se creía que restase otra labor á los venideros que seguir lo más de cerca que pudiesen los pasos de los antiguos, al modo que Virgilio había imitado á Homero, y sin embargo era Virgilio»[650].

En 1549 apareció en Toledo una traducción castellana de la Arcadia de Sannazaro, en prosa y verso, en la cual intervinieron tres personas que conocemos ya por haber tomado parte en la del Filocolo de Boccaccio: el canónigo Diego López de Toledo, el capitán Diego de Salazar y el racionero de la Catedral toledana Blasco de Garay, tan conocido por sus Cartas en refranes, persona distinta del célebre proyectista del mismo nombre á quien en algún tiempo se atribuyó la aplicación del vapor á la navegación. La Arcadia española está dedicada al arcediano de Sepúlveda Gonzalo Pérez, conocido traductor de la Odisea y padre del secretario Antonio. En la dedicatoria dice el editor Garay: «Esta palabra empeñé quando divulgué las treze questiones, que del Filoculo del famoso poeta y orador Iuan Bocacio trasladó elegantemente don Diego López de Ayala, canónigo y vicario de la Sancta Iglesia de Toledo y obrero de ella. Tras la qual divulgacion prometi dar luego esta obra, porque juntamente con aquélla la libré con inoportunos ruegos de la tiniebla o (por mejor decir) oluido en que su intérprete la avia puesto: sin pensamiento de hazer jamas lo que agora yo hago por él. Porque más la tenia para communicacion y passatiempo de amigos, que para soltarla por el incierto y desuariado juyzio del vulgo... La otra razon que a ello me movió, que aunque no es la primera es la más principal, fue seruir a v. m. con cosa no agena de su delicado gusto. Para lo qual tuve de ésta algun concepto, assi por ser tal como todos saben que es, como por pensar que en la primera lengua en que se escriuio la tenía vuestra erudition y prudentia tan conocida y familiar, que si era menester, de coro (como dizen) relatauades todos los más notables lugares y puntos de ella. Y no sólo esto, mas vuestro singular ingenio contendia algunas vezes darnos en nuestra misma lengua castellana a gustar los propios versos en que primero fue compuesta; por donde espero agora no seros desagradable mi presente seruicio... El author que compuso el presente libro en su primer lenguaje que llaman Toscano... se llamaua Iacobo Sannazaro, cauallaro Neapolitano, aunque de origen español[651], tan claro por sus letras, que a quererle yo agora de nueuo loar seria obscurecer sus alabanzas con las faltas de mi rudo ingenio. Porque a lo que affirman los más sabios, o ygualó a Virgilio en el verso latino o se acercó tanto a él que a ninguno quiso dexar en medio. Y en el verso vulgar (siguiendo materia pastoril) vnos dizen que sobrepujó, otros que igualó al mejor de los poetas Toscanos... El segundo que trasladó toda la prosa de la presente obra fue el ya nombrado don Diego López de Ayala, de cuyo poder salió ella... que creo no va mal arreada assi de stilo y primor, como de propiedad de hablar, no sólo Castellana, mas Toledana y de cortés cauallero. Avnque algunos medio letradillos podrian achacar los muchos epithetos que lleva, diziendo ser agenos de buena prosa. No considerando que toda esta obra tiene nombre de poesia y fiction, donde aquéllos largamente se consienten; y que assi estauan en la primera lengua, en que no descuydadamente la compuso su sabio author, de adonde él como fiel interprete la trasladó. El tercero fue Diego de Salazar, que antes era capitan, y al fin y vejez suya fue hermitaño, amigo mio tan intimo y familiar que vsaua llamarme su compañero. De lo cual yo holgaua no poco, como hombre que conocia (si algo puedo decir que conozco) el valor y quilates de su ingenio. Porque osaria afirmar lo [cdxxix]que otras veces he dicho: en el verso castellano, asi de improuiso como de pensado, ser la Phenix de nuestra Hespaña, puesto que en prosa no fue de menospreciar, como nos muestran sus claras obras. Este compuso toda la parte del verso que aqui va: harto más elegante en estilo, que atada a la letra del primer author. Lo qual no tengo por inconuiniente, pues es menos principal, apartarse de la letra, quando ni es hystoria ni scientia que comprehende alguna verdad, que impedir vna tal vena y furor poético...».

Á pesar de los extravagantes encomios que hace del talento poético del capitán Salazar, confiesa Garay en una advertencia final que había retocado sus versos hasta dejarlos como nuevos, para que fuesen más fieles á la letra del original: «Ni tampoco querria que pensassedes que por auentajarme al ingenio de mi buen amigo Diego de Salazar lo he hecho. Porque antes en verdad estimo y estimaré siempre en más (como es razon) su troba que la mia, por ser facil, graciosa, elegante y muy sonorosa. Mas como hay muchos tan curiosos que avn en las obras fingidas y de passatiempo quieren que sea fiel la traduccion... a esta causa, casi forçado, me puse a traducir (como de nuevo) las más de las presentes Eglogas, admitiendo y dexando en su primera forma todo aquello que en alguna manera se podia entender en el sentido del Toscano author; si quiera fuere copula entera o media, o si quiera fuesse solamente un pie, si con los demas que yo añadia se podia enxerir y juntar. Y avn (por hablar la verdad) consintiendo a las vezes los forasteros vocablos y repeticion de unos mismos consonantes de que a menudo auia vsado el ya nombrado amigo Diego de Salazar, más (a lo que creo) por escusarse de fatiga como viejo que era a la sazon que por otra falta que dél se pudiesse presumir en este caso».

Los versos son todos de arte menor, excepto un breve trozo traducido en endecasílabos con la rima en medio. La mala elección del metro deslustra enteramente el carácter clásico de la poesía original, que apenas puede reconocerse en aquellas coplas triviales y pedestres. La prosa es algo mejor, pero de todos modos esta versión no hubiera podido dar á los que ignorasen el toscano grande idea de esta obra, que para Blasco de Garay era «una nata» de toda la poesía[652]. Tuvo, sin embargo, dos reimpresiones, pero no debió de satisfacer á todos, puesto que volvieron á traducirla Juan Sedeño, vecino de Arévalo, que también puso en verso la Celestina, y el capitán Jerónimo de Urrea, ya mencionado más de una vez en estas páginas. Uno y otro se sometieron á la imitación de los metros del original, pero ni Sedeño ni Urrea eran hábiles versificadores en la manera toscana, y no perdió mucho nuestra literatura con que quedasen inéditos estos trabajos[653].

[cdxxx]

Mucho antes que ninguno de ellos se emprendiese, poseía la lengua castellana lo más selecto de la Arcadia maravillosamente trasladado á las églogas de Garci Laso, y convertido en nueva materia poética por el estro juvenil del imitador, por la gracia y gentileza de su estilo, por aquel instinto de la perfección técnica que rara vez le abandona, por aquel dulce y reposado sentimiento que le da una nota personal en medio de todas sus reminiscencias. Garci Laso, que hacía elegantísimos versos latinos, y que por ellos mereció alto elogio del Bembo, no necesitaba del intermedio de Sannazaro ni de nadie para apropiarse las bellezas de los bucólicos antiguos; pero es cierto que algunas veces, cediendo á la fascinación que todas las cosas de Italia ejercían sobre los españoles del Renacimiento, se valió de los centones ya hechos, y entretejió en sus poesías imágenes, conceptos y versos enteros de la Arcadia, y aun versificó trozos no breves de su prosa. Todas estas imitaciones fueron lealmente notadas por sus antiguos comentadores españoles, y entre ellas sobresale el razonamiento de Albanio en la égloga II, cuyos tercetos van siguiendo paso á paso el racconto de Charino en la prosa VIII de la novela napolitana, si bien con alguna diferencia en el desenlace. Pero aun imitando ó traduciendo tan de cerca, todavía el imitador, ya porque su alma tenía más jugo poético, ya por la ventaja que los buenos versos llevan á la prosa poética, artificial y contrahecha de suyo, vence en muchas partes á su modelo y reproduce más que él la blanda melancolía virgiliana. Si no lo supiéramos tan de positivo, apenas podríamos creer que hubiese habido intermedio entre estos divinos versos del Mantuano:

Tristis at ille: tamen, cantabitis Arcades, inquit,
Montibus hæc vestris, soli cantare periti
Arcades: mihi tum quum molliter ossa quiescant,
Vestra meos olim si fistula dicat amores!

y estos otros que todavía repite el eco en las florestas de Aranjuez y entre los peñascos de Toledo:

Vosotros los del Tajo en su ribera
Cantaréis la mi muerte cada día.
Este descanso llevaré aunque muera,
Que cada día cantaréis mi muerte
Vosotros los del Tajo en su ribera.

[cdxxxi]

El ejemplo y la autoridad del mayor poeta entre los del grupo italo-hispano entronizó para más de una centuria esta casta de poema lírico dialogado con protagonistas campesinos ó disfrazados de tales. Herrera, en su comentario, que puede considerarse como la mejor Poética del siglo XVI, da la teoría del género, siguiendo á Scalígero y otros tratadistas anteriores: «La materia desta poesia es las cosas y obras de los pastores, mayormente sus amores; pero simples i sin daño, no funestos con rabia de celos, no manchados con adulterios: competencias de rivales, pero sin muerte i sangre; los dones que dan a sus amadas tienen mas estimacion por la voluntad que por el precio, porque envian manzanas doradas o palomas cogidas del nido; las costumbres representan el siglo dorado; la dicion es simple, elegante; los sentimientos afetuosos y suaves; las palabras saben al campo y a la rustiqueza de l' aldea, pero no sin gracia, ni con profunda inorancia y vegez; porque se tiempla su rusticidad con la pureza de las voces propias al estilo... las comparaciones son traidas de lo cercano, que es de las cosas rústicas»[654].

Muy rara vez cumplió el idilio clásico este programa, ni siquiera en Virgilio, cuanto menos en sus imitadores. Y aunque por nuestra parte le debamos singulares bellezas poéticas en las églogas de Sá de Miranda y Camöens, de Francisco de la Torre y Francisco de Figueroa, de Luis Barahona de Soto y el obispo Valbuena, para no citar otros varios, no puede menos de deplorarse aquella moda, y convención literaria que por tanto tiempo encadenó á tan excelentes poetas al cultivo de un género artificial y amanerado, en que rara vez podían explayarse libremente, la imaginación y el sentimiento.

La pastoral lírica por una parte, y por otra la égloga dramática de tono y sabor más indígena (hasta frisar á veces en grosero realismo), que tantos cultivadores tuvo desde Juan del Encina hasta Lope de Rueda, no podían menos de trascender al campo de la novela; pero al principio el bucolismo apareció episódicamente y con cierta timidez, sin constituir un género nuevo. Así le encontramos en las obras de Feliciano de Silva, á quien corresponde la dudosa gloria de haber introducido este nuevo elemento en el arte narrativo. Tanto en el Amadís de Grecia, que generalmente se le atribuye, como en las varias partes de D. Florisel de Niquea, encontramos á los pastores Darinel y Silvia con «aquellos admirables versos de sus bucólicas» que tanto dieron que reír á Cervantes. Aun en obra de tan distinto carácter y que parece la negación de todo idealismo, en la Segunda Comedia de Celestina, obra rufianesca, cuya primera edición es de 1534[655], se halla intercalado de la manera más estrambótica el episodio del pastor Filínides y la pastora Acays (trigésima tercera cena ó escena de la obra). En él aparecen ya todos los lugares comunes del género, como puede juzgarse por esta muestra: «Habés de saber, mi señora, que andando yo con mi ganado al prado de las Fuentes de los hoyos, que es una fresca pradera, ya que el sol quería ponerse teniendo el cielo todo lleno de manera de ovejas de gran hermosura, gozando yo de lo ver junto con el son que la caida de una hermosa fuente hacía sobre unas pizarras, mezclada la melodía del son del agua, de los cantares de los grillos, que ya barruntaban la noche con la caida del sol y frescura de cierto aire que el olor de los poleos juntamente con él corria; estando, pues, yo a tal tiempo labrando una cuchara con mi cañivete, probando en el cabo della a contrahacer a la mi Acays de la suerte que la tenía en la memoria, diciendo que quién la tuviera alli para podelle decir toda mi grima y cordojos, héteosla aqui dónde asoma para beber del agua de la fuente con un capillejo en su [cdxxxii]cabeza, con mil crespinas, y dos zarcillos colgando de sus orejas con dos gruesas cuentas de plata saliendo por somo sus cernejas rubias como unas candelas, vestida una saya bermeja con su cinta de tachones de plata, que no era sino gloria vella. Pues a otear sus ojos monteros, tamaños como de una becerra, no eran sino dos saetas con la gracia y fuerza con que ojeaba: por cierto que el ganado desbobado por otealla, dejaba el pasto. Y asi agostó con su hermosa vista la hermosura de los campos, como los lirios y rosas, agostan con hermosura las magarzas. Y junto venía cantando, que mal año para cuantas calandrias ni risueñores hay en el mundo que asi retumbasen sus cantilenas, pues el gritillo de la voz ni grillos ni chicharras que asi lo empinen. Y como yo la oteé y con aquella boca, que no parescia sino que se deshacia sal de la blancura de sus dientes, manando por la bermejura de sus labios, y que me habló diciendo: ¿Qué haces ahí, Filínides?».

El elemento pastoril, que es grotesco por lo inoportuno en Feliciano de Silva, tiene, por el contrario, hondo y poético sentido en un singular libro portugués, que debemos considerar más despacio.

El tránsito de la poesía cortesana del siglo XV á la italo-clásica del siglo XVI, cuyo patriarca es en Portugal Sá de Miranda, como entre nosotros lo son Boscán y Garci Laso, no fué violento ni se hizo en un día. Sirvieron de lazo entre ambas escuelas ciertos poetas inspirados y sentimentales, que conservando la medida vieja, es decir, la forma métrica del octosílabo peninsular, la adaptaron á un contenido diferente y mucho más poético que el de los versos de cancionero, creando una escuela bucólica, en que parece que retoñó la planta de la antigua pastoral gallega, no por imitación directa, según creemos (pues si la hubo fué más bien de las serranillas castellanas), sino por condiciones íntimas del genio nacional. Pero es cierto que tanto en Bernaldim Ribeiro, como en Cristóbal Falcāo[656], que son los dos representantes de este grupo, influyó el renacimiento de la égloga clásica, influyó la égloga dramática de Juan del Encina y Gil Vicente, é influyó grandemente la novela sentimental del siglo XV (El Siervo libre de amor de Juan Rodríguez del Padrón, la Cárcel de Amor de Diego de San Pedro); género influido á su vez, como ya demostramos, por los libros de caballerías que en toda la Península pululaban, y á cuya lección se entregaba con delicia la juventud cortesana. Bernaldim Ribeiro, que no era gran poeta, pero sí un alma muy poética, de sensibilidad casi femenina (sea cual fuere el valor de las leyendas, que hacen de él una especie de Macías portugués y que van cediendo una tras otra al disolvente de la crítica moderna), atinó con la forma que convenía á todas estas vagas aspiraciones de sus contemporáneos, y poetizando libremente los casos de su vida, con relativa sencillez de estilo (no libre, sin embargo, de tiquis miquis metafísicos), y con una ingenua, melodía, desconocida hasta entonces en la prosa, escribió, no el primer ensayo de novela pastoril, como generalmente se dice, sino una novela sui generis, llena de subjetivismo [cdxxxiii]romántico, en que el escenario es pastoril, aunque la mayor parte de las aventuras son caballerescas. De Sannazaro, á quien acaso no conoció, no presenta reminiscencia alguna. Procede con entera independencia de él y de los demás italianos, á cuya escuela no pertenece. El poeta napolitano imita, ó, por mejor decir, traduce y calca á Virgilio, á Teócrito, á todos los bucólicos antiguos; Bernaldim Ribeiro, hijo de la Edad Media, y que en sus obras no revela erudición alguna, combina el ideal caballeresco con el pastoril, reviste uno y otro con las formas de la alegoría, y valiéndose, como el autor de la Cuestión de Amor, del sistema de los anagramas, expone bajo el disfraz de la fábula hechos realmente acontecidos, si bien sobre la identificación de cada personaje haya larga controversia entre los eruditos.

La verdadera biografía de este raro poeta está envuelta en nieblas, y casi todo lo que de él se ha escrito son fábulas sin fundamento alguno. Aun los datos que pasan por más verídicos hay que entresacarlos de sus églogas, y ya se ve cuán arriesgado es el procedimiento de interpretar enigmas y alegorías.

Barbosa Machado, en su Biblioteca Lusitana, confundió al autor de las Saudades con otras dos personas del mismo nombre que vivieron muy posteriormente: un Bernardim Ribeiro Pacheco, Comendador de Villa Cova en la Orden de Cristo y Capitán mayor de las naos de la India en 1589, y otro Bernardim Ribeiro, que fué gobernador del castillo de San Jorge de Mina. Esta confusión fué deshecha por el ingenioso novelista Camilo Castello Branco, que era también un curioso indagador histórico[657]. Resulta de sus investigaciones genealógicas que el Bernaldim Ribeiro poeta, cuyo segundo apellido era probablemente Mascarenhas, fué un hidalgo principal de la villa de Torrāō en el Alemtejo, y al parecer había pasado ya de esta vida en 1552[658].

Lo primero que se ignora de él, y sería dato capitalísimo para cualquiera interpretación histórica de su novela, es la fecha de su nacimiento. Camilo le puso por buenas conjeturas en 1500 ó 1501. Teófilo Braga, para sustentar una frágil hipótesis suya, que examinaremos después, le hace mucho más viejo, nacido en 1475. La autorizadísima opinión (no la hay mayor en estas materias) de D.ª Carolina Michaëlis de Vasconcellos ha venido á confirmar la primera fecha, que se ajusta muy bien al texto de la égloga segunda, en que el poeta declara que tenía veintiún años cuando las grandes hambres del Alemtejo le obligaron á emigrar de su tierra y pasar el Tajo. El hambre á que se alude es, según D.ª Carolina, la de 1521 á 1522, puesto que de otras anteriores, como la de 1496, á que recurre Braga, no dicen los cronistas que ocasionasen tal emigración de los alemtejanos á Lisboa.

Admitida esta cronología, que es la más plausible, hay que suponer que Bernaldim Ribeiro fué sobremanera precoz como poeta y como enamorado, pues ya en el Cancionero de García de Resende, publicado en 1516, hay versos suyos dirigidos á una doña [cdxxxiv]María Coresma, que Braga pretende que sea la Cruelsia de Menina e Moça. ¿Tendremos aquí el caso de otro homónimo? Las doce composiciones, bien insignificantes por cierto, que Resende da con su nombre, y son las más de ellas esparsas y villancetes, no anuncian en nada la manera muy personal de nuestro poeta.

El único hilo conductor que tenemos en la biografía de Ribeiro, aparte de las oscuras confesiones de sus versos, son las obras del Dr. Francisco de Sá de Miranda, que no aparece con él en relaciones de discípulo á maestro, como sin fundamento se ha pretendido, sino de amigo y compañero, aunque siguiesen muy diverso rumbo poético. «Sá de Miranda (dice la Sra. Michaëlis), á pesar de los loores que concede á los «versos lastimeros», á la «vena blandísima» de su amigo, nunca alude á él como antecesor suyo, antes le trata como á un camarada, colocándose en una posición enteramente diversa de aquélla que toma respecto de Garci Laso, que fué su verdadero maestro[659]».

Sá de Miranda había nacido en 1495; tenía probablemente más edad que Bernaldim Ribeiro, en cuya égloga segunda interviene con el imperfecto anagrama de Franco de Sandovir:

Este era aquelle pastor
A quem Celia muito amou,
Nympha do maior primor
Que em Mondego se banhou,
E que cantava melhor.

Uno y otro poeta parecen haber concurrido juntos á los saraos de palacio; juntos hicieron versos á una celebrada belleza de la Corte del rey D. Manuel, doña Leonor Mascarenhas, poetisa también, y que podía contestar en verso á sus servidores, comparada por Sá de Miranda nada menos que con Victoria Colonna. Todo induce á creer que uno y otro se hacían mutuas confidencias sobre sus amores y sus poesías y que mantuvieron siempre firme y leal amistad.

Concordando é interpretando sagazmente los varios textos de Sá de Miranda, relativos á nuestro poeta, especialmente en la égloga Alejo, infiere la doctísima escritora que Bernaldim Ribeiro, después, de haber disfrutado de mucho favor en la Corte, cayó en desgracia por intrigas palaciegas, incurrió en el enojo de un gran señor, que parece haber sido D. Antonio de Ataide, primer conde de Castanheira, omnipotente valido de D. Juan III, y hubo de buscar asilo contra aquella tormenta ó en la soledad del campo ó fuera del reino (en Castilla ó en Italia), arrastrando en su desgracia á su generoso amigo, que tomó denodadamente su defensa y hubo de salir por ello de la Corte en 1532. Nada nos autoriza para afirmar ni para negar que fuese una aventura amorosa la causa del destierro de Bernaldim. Queda aquí un misterio hasta ahora no descifrado, y que acaso no lo será jamás.

Pero el libro de las Saudades está ahí, vago y melancólico, revelando en balbuciente [cdxxxv]lenguaje, en frases entrecortadas, los devaneos y tormentas de un alma que sólo parece haber nacido para el amor. El autor, como de intento, ha huido de toda indicación precisa sobre los personajes y el lugar de la escena. El relato está puesto en boca de dos mujeres, cuya historia anterior ignoramos de todo punto; pero que debía de ser muy amarga y dolorosa, á juzgar por los afectos que las embargan, única cosa que de ellas acertamos á percibir, puesto que se nos ocultan hasta sus nombres. Una nube de tristeza resignada envuelve toda la obra, y cuando aparecen en ella nuevas figuras humanas, pronto se hunden en la región de las sombras, dejándonos contemplar apenas sus pálidos rostros. Todos parecen víctimas de una fatalidad invencible, que los arrastra en el torrente de la pasión, casi sin lucha. Una ternura muy poco viril, un sentimentalismo algo enfermizo, pero que llega á ser encantador por lo temprano y solitario de su aparición, un prerromanticismo patético y sincero dan extraño y penetrante encanto á esta narración, en medio de lo imperfecto del estilo, no educado todavía para estos análisis subjetivos, ó quizá en virtud de esta imperfección misma, que hace resaltar lo candoroso de los esfuerzos que el autor hace para vencerla.

Las Saudades de Bernaldim Ribeiro, en todas las ediciones, excepto la primera y rarísima de Ferrara, 1554, y la moderna del Sr. Pesanha[660], lleva una continuación que hoy la mayor parte de los críticos convienen en desechar como apócrifa, aunque á mi ver contiene algunos trozos auténticos. De todos modos, la obra personal y exquisita de Bernaldim Ribeiro son los treinta y un capítulos de la primera parte, de los cuales paso á dar rápida cuenta, que procuraré amenizar con la inserción de algunos fragmentos, traduciéndolos lo más literalmente que pueda, aunque de seguro perderán gran parte del hechizo que tienen en el habla ingenua y mimosa en que fueron escritos.

Para que todo sea raro en la fortuna de este libro, lo fué hasta el modo de su aparición póstuma, inesperada y como clandestina, en una ciudad de Italia de las que tenían menos relaciones con nuestra Península; y lo fué también el título con que salió á luz, tomado de las primeras palabras de la novela: «Menina e moça, me levaram de casa de meu pay»; título que no debe de ser el que puso Ribeiro, pues no es la historia de la menina la que se cuenta en el libro, sino que es ella la que cuenta historias ajenas. De todos modos, el título prevaleció, y lo merece, porque cuadra al carácter vago y enigmático de la novela. La Inquisición de Portugal la prohibió en 1581, acaso por las alusiones que en ella veían los contemporáneos, pues de otro modo no se comprende tal rigor con una obra tan honesta é inocente. Cuando permitió que se reimprimiese en 1645, impuso un cambio de título, como si se tratase de un nuevo libro, sin duda para que no pareciese que procedía de ligero volviendo sobre su acuerdo. Pero el nuevo rótulo de Saudades no llegó á desterrar el de Menina e Moça..., que reapareció en la edición de 1785 y es hoy el único que se usa.

El capítulo primero es una especie de prefacio, en que la cuitada menina e moça, que había buscado refugio para sus tristezas en un lugar solitario donde no veía «sino de un lado sierras que no se mudan nunca y de otro aguas de la mar que nunca están quedas», comienza á escribir las cosas que vió y oyó, aunque declarando que las escribe para ella sola.

[cdxxxvi]

«Si en algún tiempo fuere hallado este librillo por personas alegres, no lo lean, que por ventura, pareciéndoles que sus casos serán mudables como los aquí contados, su placer les será menos agradable; y esto donde yo estuviese, me dolería, porque asaz bastaba nacer yo para mis aflicciones, y no para causar las de otros. Los tristes lo podrán leer; pero hombres tristes no los hay desde que en las mujeres hubo piedad. Mujeres, sí, porque siempre en los hombres hubo desamor. Mas para ellas no escribo yo, que pues su mal es tamaño que no se puede comparar con otro ninguno, sería en mí gran sinrazón querer que me leyeran para entristecerse más; antes las pido muy ahincadamente que huyan de este libro y de todas las cosas de tristeza; que aun así pocos serán los días que tengan alegres, pues así está ordenado por la desventura con que nacen.

«Para una sola persona podía este libro ser; pero de ésta nada volví á saber después que sus desdichas y las mías le llevaron para luengas tierras extrañas, donde yo bien sé que, vivo ó muerto, le posee la tierra sin placer ninguno. ¡Amigo mío verdadero! ¿quién os llevó tan lejos de mí? Vos conmigo y yo con vos, solos, acostumbrábamos pasar nuestros enojos que entonces nos parecían tan grandes, y eran tan pequeños, comparados con los que vinieron después. Á vos lo contaba yo todo. Cuando os fuisteis todo se convirtió en tristeza, y no parece sino que la tristeza estaba anhelando para que os fueseis. Y porque todo más me afligiese, ni siquiera me dejaron en vuestra partida el consuelo de saber hacia qué parte de la tierra ibais, porque si lo supiera descansara mis ojos en levantar para allá la vista.

«Aun con vos usó vuestra desventura algún modo de piedad (de la que no acostumbra con ninguna persona) en alejaros de la vista de esta tierra, pues ya que no había remedio para que no sintierais tan grandes lástimas, á lo menos para no oirlas os le dió. ¡Cuitada de mí, que estoy hablando, y no veo que el viento lleva mis palabras, y que no me puede oir aquel á quien yo hablo!

«Bien sé que el escribir alguna cosa pide mucho reposo, y á mí me llevan de una parte á otra mis tristezas, y me es forzoso tomar las palabras que me dan, porque no estoy tan obligada á servir al ingenio como á mi dolor. De estas culpas se hallarán muchas en este librillo; culpas de mi mala ventura fueron todas. ¿Pero quién me manda mirar en culpas ni en disculpas? El libro ha de ser de quien va escrito en él. De las tristezas no se puede contar nada ordenadamente, porque desordenadamente acontecen ellas. Tampoco me importa que no las lea ninguno, porque yo escribo para uno solo ó para ninguno, pues de él, como dije, nada sé mucho ha. Ojalá me sea en algún tiempo otorgado que esta pequeña prenda de mis largos suspiros vaya ante sus ojos».

He transcrito casi íntegra esta sollozante elegía, donde las palabras parece que van empapadas en lágrimas, porque basta para dar idea del genio poético de Bernaldim Ribeiro, de su lírico y apasionado estilo, y de la profunda emoción á que debe su gloria.

Después de este misterioso preludio comienza la narración de la doncella, trasladándonos á un paisaje idílico, pero de tono gris y velado por la misma melancolía saudosa que domina en toda la obra.

«Al despertarme uno de los días pasados vi cómo la mañana se alzaba hermosa y se extendía graciosamente por entre los valles, porque el sol, levantado hasta los pechos,[cdxxxvii] venía tomando posesión de los oteros, como quien se quería enseñorear de la tierra. Las dulces aves, batiendo las alas, andaban buscándose unas á otras. Los pastores, tañendo sus flautas y rodeados de los rebaños, comenzaban á asomar por las cumbres. Para todos se mostraba alegre el día. Pero lo que hacía alegrar todas las cosas, á mí sola daba ocasión de estar triste, acordándome de algún tiempo que fué, y que ojalá nunca hubiese sido, y deseaba irme por lugares solitarios, donde me desahogase con suspirar.

«Y aun no era alto día cuando yo (parece que de propósito) determiné venir al pie de este monte que de arboledas grandes y verdes hierbas y deleitosas sombras está lleno, por donde corre todo el año un pequeño raudal de agua, cuyo ruido, en las noches calladas, hace en lo más alto de este monte un soledoso tono, que muchas veces me quita el sueño, y otras muchas voy á lavar en él mis lágrimas, y otras muchas, infinitas, las torno á beber...

«Llegando á la orilla del río, miré para dónde había mejores sombras. Y me parecieron mejores las que estaban á la otra parte del río... Y pasé allá, y fuí á sentarme bajo la espesa sombra de un verde fresno que un poco más abajo estaba. Algunas de las ramas extendía por encima del agua, que allí hacía algún tanto de corriente, é impedida con un peñasco que en medio de ella estaba, se partía por uno y otro lado murmurando. Yo, que llevaba puestos los ojos allí, comencé á pensar que también en las cosas que no tienen entendimiento había esto de hacerse enojo las unas á las otras...

«No había pasado mucho tiempo en esta meditación, cuando sobre un verde ramo que por cima del agua se extendía, vino á posarse un ruiseñor y comenzó á cantar tan dulcemente que del todo me llevó detrás de sí mi sentido de oir. Y él cada vez crecía más en sus quejas, y cuando parecía que cansado quería acabar, tornaba á comenzarlas como antes. ¡Triste del avecilla que mientras se estaba así quejando, no sé cómo se cayó muerta sobre aquella agua! Cayendo por entre las ramas, muchas hojas cayeron también sobre ella.

«Parecióme aquello señal de pesar y de caso desastrado. Llevaba el avecilla el agua en pos de sí, y las hojas detrás de ella, y quisiera yo ir á cogerla; pero por la corriente que allí hacía y por el matorral que se extendía de allí para abajo cerca del río, prestamente se alejó de mi vista. El corazón me dolió tanto de ver muerto tan de repente á quien poco antes vi estar cantando, que no pude contener las lágrimas...

«Y estando así mirando para donde corría el agua, sentí pasos en la arboleda. Pensando que fuese otra cosa, tuve miedo; pero mirando hacia allá vi que se acercaba una mujer, y poniendo en ella bien los ojos, vi que era de cuerpo alto, disposición buena, y el rostro de señora del tiempo antiguo. Vestida toda de negro, en su manso andar y en sus graves meneos de cuerpo y de rostro y en su mirar parecía dama digna de acatamiento. Venía sola, y al parecer tan pensativa, que no apartaba los ramos de sí sino cuando le impedían el camino ó le herían el rostro. Y mientras se movía con vagarosos pasos, alentaba de vez en cuando con fatiga, como si fuese á rendir el alma».

Quién fuese la incógnita dama no llega á averiguarse nunca, porque el poeta huye de precisar nada: sólo sabemos que lloraba á su hijo, pero no es su historia la que cuenta, sino otro desastre que aconteció en aquella ribera mucho tiempo atrás, y que ella, siendo menina, había oído referir á su padre «por historia». ¡Y de qué modo tan delicioso y tan romántico la anuncia!

[cdxxxviii]

«Cuando yo era de vuestra edad y estaba en casa de mi padre, en las largas veladas de las espaciosas noches de invierno, entre las otras mujeres de la casa, unas hilando y otras devanando, muchas veces, para engañar el trabajo, ordenábamos que alguna de nosotras contase historias que no dejasen parecer tan larga la hila[661]; y una mujer de casa ya vieja, que había visto mucho y oído muchas cosas, como más anciana, decía siempre que á ella pertenecía aquel oficio. Y entonces contaba historias de caballeros andantes; y verdaderamente, las empresas y grandes aventuras en que ella contaba que se ponían por las doncellas, me hacían á mí tener piedad de ellos... ¡Cuántas doncellas comió ya la tierra con la soledad que les dejaron caballeros que come otra tierra con otras soledades![662]. Llenos están los libros de historias de doncellas que quedaron llorando por caballeros que se iban; y se acordaban todavía de dar de espuelas á sus caballos, porque no eran tan desamorados como ellos. En este cuento no entran los dos amigos de quien es la historia que antes os prometí. En ellos pienso yo que se encerraba la fe que en todos los otros se perdió, y creo que por eso ordenaron otros hombres matarlos á traición, malamente, porque no se parecían á ellos. Pero si muy de sentir fue la suerte de los dos, mucho más lo fue la de las dos tristes doncellas, á quienes su desventura trajo á tanto infortunio, que no solamente convino á los dos amigos tomar la muerte por ellas, sino que convino á ellas tomarla por sí mismas. Los dos amigos, en lo que hicieron, cumplieron con ellas y consigo mismos y con aquello á que eran obligados por la orden de caballería que profesaban; ellas sólo cumplieron con ellos, lo cual yo creo que es de mayor estima, y por tanto se debe tener más en cuenta».

Aquí comienza la verdadera novela, que debía ser la historia de los dos amigos; pero en la parte auténtica de Menina e Moça sólo tenemos la de uno de ellos, Narbindel, que después se llamó Bimnarder (seudónimos uno y otro de Bernaldim). Esta historia nada tiene de bucólica: es sencillamente caballeresca, con muchos toques de novela sentimental en el género de Arnalte y Lucenda ó de Leriano y Laureola, pero con un sentimiento muy hondo que los libros de Diego de San Pedro rara vez tienen, y que tampoco acertó á expresar Juan Rodríguez del Padrón en su prosa informe y enmarañada.

Pasa la acción de este cuento en un lugar probablemente imaginario, porque el autor quiso que todo quedase oscuro é indeterminado en su libro. Sólo nos habla de unos valles en otro tiempo muy poblados y ahora muy desiertos, donde floreció una ciudad ennoblecida de reales edificios, y donde todavía descubre el arado pedazos de armas y joyas de gran valía. Por estas señas han creído algunos que se trata de la clásica Èvora, capital del Alemtejo, pero la vecindad de la mar á que varias veces se alude excluye tal interpretación, y sin duda por eso la leyenda literaria dió por teatro á las Saudades de Bernaldim la poética sierra de Cintra, á la cual por otra parte no cuadran las circunstancias arqueológicas antes indicadas, puestas acaso de intento para acrecentar el efecto melancólico del conjunto, como nueva paráfrasis del eterno y mal entendido sunt lachrymae rerum.

Á este valle, pues, que tenemos por fantástico, vino en tiempos pasados un noble [cdxxxix]y famoso caballero llamado Lamentor, que había aportado allí cerca, en una nao grande cargada de muchas riquezas, y traía en su compañía á su esposa Belisa y á una hermana suya doncella, llamada Aonia. Caminaban las dos damas en unas ricas andas, porque la mayor venía muy adelantada en su embarazo. Al pasar por una puente, Lamentor tiene que sostener singular batalla con un caballero que defendía allí un paso honroso en obsequio y servicio de su cruel dama, la cual le había impuesto esta prueba ó penitencia por tres años, antes de rendirle su voluntad. Rompen tres lanzas, y á la cuarta cae mortalmente herido el caballero de la puente. Descríbese el llanto de su hermana, que inopinadamente llega al lugar del combate. La escena es patética, y de alguna curiosidad para la historia de las costumbres funerarias de la Península, tan enlazadas con el género popular de las endechas: «Y cuando vio á su hermano que yacía sobre unos paños ricos que Lamentor le mandara poner, apeóse muy apresuradamente y fue corriendo hacia él, y lanzando sus tocados en tierra, comenzó á mesarse cruelmente los cabellos que largos eran, exclamando: «para dolor grande no se hicieron leyes». Esto decía ella porque era costumbre muy guardada en aquella tierra, y estaba bajo grandes penas prohibido, que ninguna mujer se pusiese en cabellos sino por su marido».

Cuando se aleja la cuitada señora con el cadáver de su hermano llevado en las andas por su escudero, determina Lamentor plantar en aquel sitio su tienda aguardando el parto de su mujer, que aquella misma noche da á luz una niña é inmediatamente fallece. Mientras Aonia se lamentaba amargamente, acierta á llegar un caballero que venía de lejanas tierras á probar la aventura del puente, por mandado de una señora con quien tenía menos amor que deudas de agradecimiento. Al penetrar muy mesurada y humildemente en la tienda donde sonaban grandes llantos «vio á la señora Aonia, que en grande extremo era hermosa, sueltos sus largos cabellos, y parte de ellos mojados en lágrimas, que su rostro por algunas partes descubrían. Y fue luego traspasado de amor por ella, sin que hubiese de parte de su antigua afición defensa alguna, porque entrando el amor juntamente con la piedad, no sólo borró el pensamiento de la otra, sino que ya le pesaba del tiempo que había gastado en su servicio. Este fué uno de los dos amigos de quien trata nuestra historia».

Llamábase hasta entonces Narbindel, pero al abandonar el servicio de su antigua dama Cruelsia, «que le había obligado pero no enamorado», y consagrarse con alma y vida al de la señora Aonia, determinó trocar las letras de su nombre, llamándose de allí adelante Bimnarder. Es de seguro la persona que representa al poeta en su obra.

Tristes presagios acompañan el principio de estos amores. Una sombra se aparece á Bimnarder. Como esforzado que era, echa mano á la espada y cobra osadía para preguntarla quién es. «Detén el brazo, Bimnarder (le dice la sombra), puesto que acabas de ser vencido por el llanto de una doncella». Una manada de lobos persiguen, hasta matarle, á su mejor caballo. Pero resuelto á no irse de aquella tierra y proseguir en su amoroso cuidado, se encamina á pie á una majada de pastores y entra á servir como vaquero á un mayoral de ganado. Acaso la fábula de Apolo guardando los rebaños de Admeto dió á Bernaldim Ribeiro la primera idea de este disfraz pastoril, aunque no se advierten en su libro, por caso rarísimo en su tiempo, reminiscencias clásicas ni mitológicas de ninguna especie.

Diestro en el tañer de la flauta y en el canto pastoril, Bimnarder rondaba por las cercanías del castillo que Lamentor había mandado labrar en aquel valle, y su voz y[cdxl] sus tonadas eran gratas á sus moradores, especialmente á la nodriza de Aonia. «Muchas canciones sabía mi padre (dice la narradora de esta historia) de las que el pastor solía cantar, y tenían cosas de alto ingenio, ó más verdaderamente de alto dolor, puestas y sembradas tan dulcemente por otras palabras rústicas, que quien bien las reparase, ligeramente entendería su verdadero sentido».

Es evidente que aquí alude Bernaldim á sus propios versos, de los cuales pone una sola cantiga para muestra. Esta cantiga es la que llegó á oídos de Aonia gracias á su ama, que «era desde su mocedad muy sabida en libros de historias, y cuando vieja lo fué mucho más». Los versos son de cancionero, pero tienen un no sé qué de gracia afectuosa que en cualquier traducción se perdería:

Fogem as vaccas pera a agua,
Quando a mosca as vai seguir;
Eu só, triste em minha magua,
Não tenho d' onde fugir...
Enmentes a calma dura,
Tem esta fatiga o gado,
A menhan pasce em verdura,
A tarde, em o secco prado.
Dorme a noite sem cuidado:
Cá tudo achou pera si.
Descanço, eu só o perdí.
A mim, nem quando o sol sai,
Nem depois que se vai pôr,
Nem quando a calma mór cai,
Não me deixa a minha dor.
Dor, e outra cousa mór,
Comvosco hoje amanheci;
Comvosco honte' anoutesci...

Esta cantiga oyó el ama, y pareciéndole bien, se la repitió á Aonia, que ya entendía la lengua de la tierra, ponderándole la gran tristeza del pastor y las lágrimas y suspiros con que había finalizado su canto. La señora Aonia, aunque no pasaba de trece ó catorce años y no sabía qué cosa era bien querer, se conmovió también con la canción y preguntó al ama por las señas del pastor. Naturalmente, el retrato de Bimnarder no está desfavorecido. «Es de buen cuerpo y de buena disposición: la barba, un poco espesa y un poco crecida que trae, parece que es la primera que le ha salido; los ojos blancos, de un blanco un poco nublado. En su presencia luego se columbra que alguna alta tristeza le subyuga el corazón».

«Tornó Aonia á preguntar á su ama cuántas veces le había visto. Díjola que aquel pastor vagaba continuamente en derredor de aquellas casas, y á veces se ponía á hablar con los trabajadores, y otras andaba por la ribera de enfrente, pastoreando su ganado. Y este era el pastor á quien todos llamaban el de la flauta, que bien conocido era de todos.

«No le conocía Aonia, porque rara vez salía de su palacio, pero entró luego en voluntad de conocerle y de buscar manera para ello. Tal pena le había dado el oír su[cdxli] canto, que engañada con aquella falsa sombra de piedad, no pudo dormir en toda la noche siguiente. No porque todavía se hubiese declarado consigo misma, ni porque debajo de aquel deseo determinase nada: pero ardía en vivas llamas dentro de sí.

«Y porque de todo punto se acabase esto de confirmar, aun no era bien entrada la mañana, cuando saliendo el ama á una baranda ó terrado que sobre una parte de las casas se parecía, vió al pastor que estaba solo á orillas del río, apoyado en el fresno donde se puso la primera vez que salió de la tienda, allí donde vió la sombra como os dije y allí donde vino después á morir. Y así como le vió el ama, fué corriendo á decírselo á Aonia: tal prisa daba ya la fortuna al desastre, ó era venida la hora que no se podía dilatar».

Acude Aonia al terrado, y desde allí contempla despavorida la lucha de un toro del pastor con otro ajeno, á quien Bimnarder rinde y postra con increíble bizarría. Desfallece la delicada virgen ante tal espectáculo, y cuando vuelve en sí en brazos del ama, su primera pregunta es por el pastor. Acertó á hallarse presente una mujer de la casa, que también había presenciado la pelea de los toros, y había reconocido en el encubierto pastor al caballero que llegó á la tienda de Lamentor el día de la muerte de Belisa y salió de allí «con los ojos llenos de la señora Aonia y de agua».

«Aonia oyó toda esta plática, y aunque el ama la contradecía, ella la creyó. Y en pos de esta creencia vinieron todas las otras cosas que la creencia en estos casos suele traer en pos de sí; y luego tuvo deseos, cuidadosa de parecer bien, y ya no veía el día ni la hora en que pudiese certificar de su voluntad á Bimnarder para que no se apartase de allí por algún desastre, que ella comenzó á recelar, porque el verdadero bien querer no puede estar mucho tiempo sin recelos. Y desde que se determinó á amarle no podía descansar. Y como él tuviese por costumbre andar siempre en torno de aquellos palacios (que suntuosos se labraban á maravilla), Aonia se subía para mirarle por una ventana alta que en la cámara donde ella dormía estaba hecha sólo para recibir la luz». Cuando por primera vez la contempla Bimnarder allí, queda como embobado y deja caer el cayado de las manos.

El autor describe con ingenuidad delicadísima el proceso de estos amores infantiles. ¡Qué suave melodía romántica la del cantar «á manera de solao, que era el que en las cosas tristes se acostumbraba en estas partes», con que el ama arrulla á la menina, y con vago terror alude á su desventura hereditaria y procura conjurar sus tristes hados! Cantar es este de doble sentido, y que habla con Aonia más que con la inocente criatura:

Pensando vos estou, filha;
Vossa mãe m' está lembrando;
Enchen-se-me os olhos d' agua,
Nella vos estou lavando.
Nascestes, filha, antre magua;
Pera bem inda vos seja!
Pois em vosso nascimento
Fortuna vos houve inveja.
Morto era o contentamento,
Nenhuma alegria ouvistes:
Vossa mãe era finada,
Nós outros eramos tristes.[cdxlii]
Nada en dor, em dor creada,
Não sei onde isto ha de ir ter;
Vejo-vos, filha fermosa,
Com olhos verdes crecer.
.............................................
Nāo ouvem fados rezão,
Nem se consentem rogar;
De vosso pãe hei mór dó,
Que de si se ha de queixar.
Eu vos ouvi a vós só,
Primeiro que outrem ninguem;
Não foreis vos, se eu não fora;
Não sei se fiz mal, se bem.
Mas não póde ser, senhora,
Pera mal nenhum nascerdes,
Con esse riso gracioso
Que tendes sob olhos verdes...

Ojos verdes tenía, pues, Aonia, y es la única seña que el poeta ha querido darnos de su misteriosa belleza.

Sospechosa, aunque no sabedora de sus amores, emprende el ama en un largo y prudente razonamiento prevenirla contra los peligros de la pasión; pero el amor triunfa de todo, y Aonia llega á entablar honesta plática con Bimnarder desde la alta ventana de su aposento. Una noche Bimnarder, embelesado con la conversación, resbala y cae en tierra, hiriéndose gravemente; peripecia que ya hemos visto en los amores de Tirante el Blanco y la princesa Carmesina, y que tiene en los de Calixto y Melibea tan trágicas consecuencias. Este accidente hace desbordarse la pasión de Aonia, que fingiendo ir en romería con su confidente Enis (Inés) va á visitar á su amador en la cabaña donde yacía magullado y doliente. Esta rápida entrevista fué el último consuelo que Bimnarder tuvo en esta vida. Lamentor se empeña en casar á su cuñada con el hijo de un caballero muy rico, vecino suyo; ella se resigna después de una resistencia harto breve, y Fileno, su marido, se la lleva á su casa, sin que el mísero Bimnarder supiera nada de esto hasta que vió pasar el cortejo de la boda. Desesperado huyó de aquella tierra, y no volvió á saberse de él.

Tal es la sencilla y lastimera historia que nos cuenta Bernaldim Ribeiro. Menina e Moça no es más que un fragmento, y acaso su autor no quiso que fuese otra cosa. Una novela más larga en el mismo estilo quejumbroso hubiera resultado monótona. Pero no faltó quien la continuase, y en la edición de Évora de 1557, que sirvió de tipo á las posteriores, se añade una Segunda parte d' esta historia das Saudades de Bernaldim Ribeiro: a qual é declaracão da primeira parte d' este livro. Realmente no declara ni explica nada: es un libro de caballerías bastante embrollado, en que se observan algunas reminiscencias del Tristán. Los personajes que intervienen son nuevos en gran parte, y sus nombres parecen anagramas perfectos, por lo cual es de suponer que las aventuras tengan algún fondo histórico, cuya clave se ha perdido. Bimnarder y Aonia quedan muy en segundo término, y apenas se habla de ellos hasta la mitad de la obra, en que sucumben á manos del celoso marido Orphileno, herido también de muerte por[cdxliii] Bimnarder. En los veinticuatro primeros capítulos el héroe es Avalor (Álvaro), enamorado de Arima (María), la hija de Lamentor. En los últimos es Tasbian, uno de los dos amigos, que en vez de tener el trágico destino que en la primera parte se anuncia, llega á contraer feliz matrimonio con Romabisa, hermana de Cruelsia. Otras aventuras son retrospectivas y se refieren á Lamentor y sus amores con Belisa, á quien libró del poder de Fabudarán: episodio servilmente imitado del Amadís de Gaula[663].

El editor de Évora no dice que esta segunda parte sea de Bernardim Ribeiro; antes bien insinúa lo contrario, llamando la atención sobre la diferencia entre ambas. Esta diferencia es palpable, no sólo por el género de los lances, no sólo por la rareza de que Bernardim relate la muerte de Bimnarder, esto es la suya propia, pues esto podría ser una ficción poética, sino por las contradicciones que la segunda narración envuelve respecto de la primera, por el cambio no justificado de algunos nombres, como el de Fileno en Orfileno, y sobre todo por la diferencia de carácter, imaginación y estilo entre ambos libros. El primero es una novela subjetiva, un análisis de pasión; el segundo, una novela enteramente externa y de aventuras, que no sale del tipo general de las de su clase, y parece fabricada no con sentimientos personales, sino con reminiscencias literarias. Pero no todo es indigno de Bernardim Ribeiro en esta segunda parte. Acaso el continuador aprovechó fragmentos suyos para los primeros capítulos, que son mucho mejores que los restantes. Algo suyo debe de haber en la historia de Arima y Avalor, que tiene toques muy delicados, y por mi parte me cuesta trabajo creer que no sea suyo el romance inserto en el capítulo XI. Sea de quien fuere, es delicioso. Nada hay en las cinco églogas de nuestro poeta, nada en la de Crisfal de Cristóbal Falcão, nada [cdxliv]en la lírica portuguesa de entonces, que tenga el extraño hechizo, la misteriosa vaguedad de este romance de Avalor:

Pela ribeira de um rio—que leva as aguas ao mar,
Vai o triste de Avalor—não sabe se ha de tornar.
As aguas levam seu bem,—elle leva o seu pesar;
E só vai, sem companhia,—que os seus fôra elle leixar;
Cá quem não leva descanço—descança em só caminhar.
Descontra d' onde ia a barca,—se ia o sol a baixar;
Indose abaixando o sol,—escurecia-se o ar;
Tudo se fazia triste—quanto havia de ficar.
Da barca levantam remos,—e ao som de remar
Começaram os romeiros—da barca este cantar:
—«Que frias eram as aguas!—quem as haverá de pasar?»
Dos outros barcos respondem: «quem as haverá de passar?»
Frias são as aguas, frias,—ninguem n' as pode passar;
Senão quem pôs a vontade—donde a não pode tirar.
Tra' la barca lhe vão olhos—quanto o dia da logar:
Não durou muito, que o bem—não pode muito durar.
Vendo o sol posto contr' elle,—não teve mais que pensar;
Soltou redeas ao cavallo—á beira do rio a andar.
A noite era callada—pera mais o magoar,
Que ao compasso dos remos—era o seu suspirar.
Querer contar suas mágoas—seria areias contar;
Quanto mas ia alongando,—se ia alongando o soar.
Dos seus ouvidos aos olhos—a tristeza foi egualar;
Assi como ia a cavallo—foi pela agua dentro entrar.
E dando um longo sospiro—ouvia longe fallar:
Onde mágoas levam olhos,—vão tamben corpo levar.
Mas indo assi por acêrto,—foi c' um barco n' agua dar
Que estava amarrado a terra,—e seu dono era a folgar.
Saltou assi como ia, dentro—e foi a amarra cortar:
A corrente e a maré—acertaram n' o a ajudar.
Não sabem mais que foi d' elle,—nem novas se podem achar:
Suspeitaram que foi morto,—mas não é pera affirmar:
Que o imbarcou ventura,—pera so isso aguardar.
Mais são as mágoas do mar—do que se podem curar.

Para los contemporáneos no fué un misterio que Menina é Moça envolvía una historia real, á pesar de su vaguedad calculada y del triple velo en que la envolvió su autor. Lo indica ya la prohibición inquisitorial, y lo declara explícitamente un deudo del poeta, Manuel de Silva Mascarenhas, que hizo la edición de 1645. «El asunto del libro (dice) son amores de Palacio en aquella edad (la del rey D. Manuel) é historias que verdaderamente acontecieron, disfrazadas debajo de caballerías, que era lo que más en aquel tiempo se usaba escribir. Lo principal de la historia es sobre cosas suyas de cierto amor ausente, cuyas penas le acabaron la vida. Los nombres de los que hablan en este libro son las letras mudadas de los verdaderos con que se escriben, como Narbindel (Bernardim), Avalor (Álvaro), Aonia (Juana), y así los otros. Y como no lo[cdxlv] compuso más que para sí, y fue parto de sus altivos y enamorados pensamientos, no se imprimió en vida suya: á su muerte se encontró entre sus papeles».

Cuando Mascarenhas escribía esto debía de estar formada ya la más antigua y poética de las leyendas relativas á Bernardim Ribeiro, la que todavía es popular, la que inspiró un excelente drama al mejor de los poetas portugueses del siglo XIX. Fué el primero en vulgarizar esta leyenda Manuel de Faria y Sousa; pero no creo que él la inventase, pues aunque nimiamente crédulo, rara vez fué primer autor, sino más bien colector curioso y amplificador extravagante de las mil tradiciones y patrañas con que embrolló la historia civil y literaria de Portugal. Dice, pues, hablando de Bernardim Ribeiro, en cierto discurso de los sonetos publicado en su Fuente de Aganipe y Rimas varias (Madrid, 1646):

«Era natural de la villa del Torram, hidalgo de nascimiento y jurista de profesión[664]. Diosse tanto a las amorosas passiones, i tristezas, i soledades, que de noche se quedava algunas veces por los bosques, i a las margenes de los rios, gimiendo y llorando. Resultole esto de aver dado en el desatino de enamorarse profundamente de la Infanta Doña Beatriz, hija del rey D. Manuel, y ella, con irle dando cuerda (burlas de Palacio), le acabó de rematar. Escribio sus eglogas y otros versos a estos amores: i sus prosas intituladas la Menina i Moza, o saudades de Bernardim Ribeiro, despues que perdio de vista a la Infanta, que fue quando la llevaron a su marido, el Duque de Saboya IX en el titulo i III en el nombre de Carlos. Sucedio esta ausencia el año 1521, i a ella escribio él una cancion que empieza así: Desque o meu sol».

En su Europa Portuguesa, publicada en 1679[665], vuelve Faria y Sousa á contar la leyenda de Bernardim, pero esta vez con muchos más pormenores románticos:

«Oygamos uno de los más raros exemples de amor en un pecho, y de pena en un amante. Bernardim Ribeyro, hombre noble y de nobilissimo ingenio, amava cordial y puramente a esta Princesa (doña Beatriz), porque ella, como apreciadora de la Poesia benemerita, le honrava y favorecia con escuchar cuidadosamente sus versos, porque no eran ellos en lo afectuoso para oyrse con descuido. Viendo él agora que se le ausentava ella, corrió a ponerse en la más alta cumbre de la roca de Sintra, adonde con los ojos inmobles en el baxel que la llevaba (como el águila en el sol que la examina) estuvo elevado hasta que le perdio de vista. Pareciole que para quien avia perdido tal amparo se avia acabado el mundo; y olvidado de todo lo que no fuesse el dolor de aquella ausencia, se dió a la vida solitaria en aquel propio sitio. Alli compuso aquel libro tan estimado que intituló Saudades, ya por las que Beatriz le dexó a él de su estimacion, ya por las que llevaba ella de su patria. Passó de hermitaño en esta sierra a peregrino en Italia. Vio todas sus grandezas, y teniendo por mayor que todas su pena, y el motivo della, volvió por Saboya. Sabiendo alli que Beatriz (no perdiendo la piedad [cdxlvi]de principes portugueses, aunque perdiese el vivir entre ellos) salia en horas señaladas a ponerse en una puerta para dar limosna a los pobres, introduxose entre ellos para verla; y ella, reconociendole, mandóle que no se detuviesse en la ciudad, porque ya eran pasados los dias de los entretenimientos antiguos de Palacio. Obedeciola en esto, mas no en acetar un socorro gruesso que le ofrecia para volverse, y vuelto a la patria, fue fin de la vida el de la peregrinacion. Deviose un escrito tan afetuoso a tan elevado amor; un amor tan notable a tan virtuosa princesa; un vivir tristissimo a tanto sentimiento, y un morir de puro sentido a tanta pérdida».

El mayor poeta del romanticismo portugués comprendió el partido que de esta tradición podía sacarse, y fundó en los honestos y desventurados amores de Bernardim y la Infanta el argumento de su drama Un auto de Gil Vicente, compuesto en 1838[666], y que sería el mejor de los suyos si no existiese el incomparable Fr. Luis de Sousa. El mayor defecto del Auto es su título: Gil Vicente es una figura demasiado grande para ser tratada episódicamente como lo está en el drama de Garrett, donde la representación de su tragicomedia Las Cortes de Júpiter sólo sirve para que se desate impetuosa la pasión de Bernardim, que entra en el auto disfrazado de mora encantada para entregar el anillo mágico á la nueva duquesa de Saboya. Esta situación es de gran efecto teatral, y no lo pareció menos el final del tercer acto, que pasa á bordo del galeón Sta. Catherina. El poeta, á quien su insensata pasión ha arrastrado á embarcarse en aquella nao, se ve próximo á ser sorprendido por el rey D. Manuel, y para salvar el honor de la que ama se arroja al mar entre las sombras de la noche, dejándonos el poeta en la incertidumbre de su destino. Hay algo de artificial y rebuscado en estas situaciones: la ingenuidad pintoresca de la primitiva leyenda satisface mucho más; la historia, como en casi todos los dramas de este género acontece, está respetada en lo accesorio y falseada en lo fundamental; los afectos que expresa Bernardim no son los del último heredero de los trovadores provenzales, los de un Macías rezagado, sino los de un poeta romántico que ha leído á Chateaubriand y á Lamartine.

Garrett abusa de la nota sentimental y del aparato escénico, emplea la saudade como una receta infalible, pero todo se le perdona por su viva intuición poética (que sólo en Fr. Luis de Sousa llega á ser profunda y serena) y por el singular encanto de su estilo, que es una maravilla en el género dificilísimo de la prosa dramática.

Con ocasión del drama de Garrett quiso Alejandro Herculano prestar el apoyo de su autoridad histórica á la leyenda de los amores de doña Beatriz, publicando cierta relación del viaje de la infanta á Saboya[667], de la cual se infiere que fueron mal recibidos allí los portugueses de su séquito y aun se les obligó á salir del país. Pero esto pudo tener otras causas meramente políticas, sin recurrir á la sospecha de los supuestos amores, y es lo cierto que la princesa y su marido vivieron siempre en buena armonía y paz doméstica, á pesar del contraste entre los hábitos sencillos de la modesta corte piamontesa y los esplendores y magnificencias de la Lisboa del Renacimiento en que se había educado doña Beatriz.

[cdxlvii]

Por lo demás, la leyenda de Faria y Sousa no envuelve ninguna imposibilidad cronológica. La infanta tenía poco más ó menos la edad de Bernaldim Ribeiro, puesto que había nacido en 1504 y se casó en 1521, embarcándose para Italia el 9 de agosto. Pero si el poeta vino por primera vez á la corte en aquel mismo año, según de sus églogas se deduce, poquísimo espacio puede concederse para el desarrollo de su pasión.

De todos modos, esta tradición, además de ser antigua, no ha sido impugnada hasta ahora con argumentos tales que la convenzan de falsedad. Esta ventaja lleva á otras dos muy modernas, que han tenido escasos secuaces. Apenas puede hacerse mérito, por lo absurda y extravagante que es, de la que echó á volar el antiguo diplomático brasileño F. A. de Varnhagen, según el cual la Aonia de Menina e Moça, la amada de Bernaldim Ribeiro, es nuestra reina doña Juana la Loca; su tío Lamentor, el rey D. Manuel, y su marido Fileno, Felipe el Hermoso. Con decir que aquella pobre señora no puso nunca los pies en Portugal, y estaba ya casada en 1496, cuando probablemente Bernaldim Ribeiro no había nacido, basta para que se juzgue del valor de esta hipótesis, ejemplo solemne de los desvaríos á que se presta la interpretación de los anagramas en obras antiguas, cuya clave no poseemos[668].

De muy distinto género es la hipótesis que con grande agudeza de ingenio y mucha doctrina ha desarrollado Teófilo Braga en su libro Bernardim Ribeiro e os Bucolistas, tan interesante como todos los suyos[669]. Sostiene el erudito historiador de la literatura portuguesa que Aonia es dona Juana de Villena, prima del rey D. Manuel, que fué casada con el conde de Vimioso D. Francisco de Portugal. La dama del tiempo antiguo que cuenta la historia y deplora la pérdida de su hijo es doña Leonor, viuda de D. Juan II; el caballero de la puente es el príncipe D. Alfonso, que murió de una caída de caballo (lo cual no es lo mismo que morir en un desafío); Belisa es doña Isabel, primera mujer de D. Manuel, y Cruelsia, probablemente, doña María Coresma, á quien Bernardim había querido antes de ir á la corte y conocer á doña Juana.

Todo ello está muy ingeniosamente combinado, no envuelve ninguna imposibilidad moral, puede parecer hasta verosímil; pero además de ser enteramente gratuito y trabajo de pura imaginación reconstructiva, sin apoyo sólido en ningún documento, tropieza con las fechas generalmente asignadas al nacimiento de Bernardim y á su ida á la corte. Doña Juana ya estaba casada en 1516, y parece haber sido una esposa ejemplar.

Si admitimos, como creyó D. Agustín Durán, que el romance de Don Bernaldino, inserto ya en el Cancionero, sin año, de Amberes, y repetido en el de 1550 y en la Silva de Zaragoza, se refiere al poeta portugués (como parece indicarlo, no sólo la comunidad del nombre, sino un verso que es casi traducción de las primeras líneas de Menina e Moça), habrá que suponer que la leyenda amorosa de Bernardim Ribeiro había penetrado en Castilla durante su vida y años antes de que se imprimiese su novela. El romance es tan bello que no debemos omitirle aquí; pertenece al género de los artísticos popularizados que componían los últimos trovadores:

[cdxlviii]

Ya piensa don Bernaldino—a su amiga visitar,
Da voces a los sus pajes—de vestir le quieren dar,
Dábanle calzas de grana—borceguís de cordoban,
Un jubon rico broslado,—que en la corte no hay su par,
Dábanle una rica gorra,—que no se podía apreciar,
Con una letra que dice:—«Mi gloria por bien amar».
La riqueza de su manto—no vos la sabría contar;
Sayo de oro de martillo—que nunca se vio su igual.
Una blanca hacanea—mandó luego ataviar,
Con quince mozos de espuelas—que le van acompañar.
Ocho pajes van con él,—los otros mandó tornar;
De morado y amarillo—es su vestir y calzar.
Allegado han a las puertas—do su amiga solia estar;
Fallan las puertas cerradas,—empiezan de preguntar:
—¿Dónde está doña Leonor—la que aqui solia morar?
Respondió un maldito viejo—que él luego mandó matar:
Su padre se la llevó—lejas tierras habitar.
El rasga sus vestiduras—con enojo y gran pesar,
Y volviose a los palacios—do solia reposar.
Puso una espada a sus pechos—por sus dias acabar.
Un su amigo que lo supo—veníalo a consolar,
Y en entrando por la puerta—vídolo tendido estar.
Empieza a dar tales voces—que al cielo quieren llegar,
Vienen todos sus vasallos—procuran de lo enterrar
En un rico monumento—todo hecho de cristal,
En torno del cual se puso—un letrero singular:
«Aqui está don Bernaldino—que murió por bien amar».

(Núm. 149 de la Primavera de Wolf).

Menina é Moça fué una aparición solitaria en la literatura portuguesa. Los ingenios de aquel reino que luego cultivaron con gran ahinco la novela pastoril, como Fernán Álvarez de Oriente en su Lusitania Transformada (1607), y Francisco Rodríguez Lobo en su Primavera y Pastor Peregrino (1608-1614), no imitaron á Ribeiro, sino á otro famoso conterráneo suyo, á quien se debe la primera novela pastoril escrita en castellano.

Jorge de Montemayor, como él se llamaba castellanizando hasta su apellido, era natural de Montemor o velho, lugar situado á cuatro leguas de Coimbra, en las márgenes del Mondego[670]. De aquellos parajes se acuerda con amor en el libro VII de la Diana, recordando sus antigüedades y tradiciones:

[cdxlix]

«Y preguntándole Felismena qué ciudad era aquella que había dejado hacia la parte donde el rio, con sus cristalinas aguas, apresurando su camino con gran impetu venía, y que tambien deseaba saber qué castillo era aquel que sobre aquel monte mayor que todos estaba edificado, y otras cosas semejantes, la una de aquéllas (pastoras), que Duarda se llamaba, la respondió: que la ciudad se llamaba Coimbra, una de las más insignes y principales de aquel reino, y aun de toda España, asi por la antigüedad de nobleza de linajes que en ella habia, como por la tierra comarcana a ella, la cual aquel caudaloso rio, que Mondego tiene por nombre, con sus cristalinas aguas regaba; y que todos aquellos campos que con tan gran impetu iba discurriendo se llamaban el campo de Mondego, y el castillo que delante los ojos tenian era la luz de nuestra España; y que este nombre le convenia más que el suyo propio, pues en medio de la infidelidad del Mahomético rey Marsilio, que tantos años le habia tenido cercado, se habia sustentado de manera que siempre habia salido vencedor, jamás vencido[671]; y que el nombre que tenía en lengua portuguesa era Monte-mor o velho, adonde la virtud, el ingenio, valor y esfuerzo quedaron por trofeos de las hazañas que los habitadores dél en aquel tiempo habian hecho; y que las damas que en él habia y los caballeros que lo habitaban florecian en todas las virtudes que imaginarse podian. Y asi le contó la pastora otras muchas cosas de la fertilidad de la tierra, de la antigüedad de los edificios y de las riquezas de los moradores, de la hermosura y discreción de las ninfas y pastoras que por la comarca del inexpugnable castillo habitaban; cosas que a Felismena pusieron en gran admiracion».

Allí pasó su primera juventud, sin haber recibido verdadera educación clásica, entregado á la música, al amor y á la poesía. El mismo lo declara en su epístola autobiográfica al Dr. Francisco Sá de Miranda:

Riberas me crié del rio Mondego...
De ciencia alli alcancé muy poca parte
I por sola esta parte juzgo el todo
De mi ciencia y estilo, ingenio y arte.
En música gasté mi tiempo todo;
Previno Dios en mí por esta via
Para me sustentar por algun modo.
No se fió, señor, de la poesia
Porque vio poca en mí, y aunque más viera,
Vio ser pasado el tiempo en que valia.
El rio de Mondego i su ribera
Con otros mis iguales paseava,
Sujeto al crudo amor i su bandera.
Con ellos el cantar exercitava
I bien sabe el amor que mi Marfida
Ia entonces sin la ver me lastimava.
Aquella tierra fue de mí querida;
Dejé la, aunque no quise, porque veia
Llegado el tiempo ia de buscar vida.
[cdl] Para la gran Hesperia fue la via
A do me encaminara mi ventura
Y a do senti que amor hiere y porfia[672].

Jorge de Montemayor fué soldado en algún tiempo, pero creemos que no en esta época de su vida, puesto que nada dice de ello en su carta. Hay en su Cancionero dos sonetos que compuso «partiéndose para la guerra» y «yéndose el autor á Flandes»[673]. Del primero son estos versos:

Ora por mí el Frances quede vencido,
Y el nuestro gran Philipo sublimado...

Montemayor no pudo alcanzar más guerra de Felipe II con Francia que la de 1555 á 1559, memorable por el triunfo de San Quintín. Pero mucho tiempo antes de esa fecha encontramos noticias de él en Castilla. Opina su último y erudito biógrafo, el Sr. Sousa Viterbo[674], que el poeta portugués vino á Castilla en la comitiva de la infanta doña María, hija de D. Juan III, casada en 1543 con el príncipe D. Felipe (luego Felipe II), y en efecto, en la dedicatoria de sus dos primeras obras se titula «Cantor en la capilla de su Alteza la muy alta y muy poderosa Señora la infanta doña María»[675].

La vida de esta princesa fué cortísima; poco más de dos años sobrevivió á su matrimonio, y no llegó á ceñir la corona de España. Á su fallecimiento, en 12 de junio de 1545, compuso Jorge de Montemayor un soneto harto infeliz[676] y unas bellísimas coplas de pie quebrado, glosando algunas de las de Jorge Manrique.

Nueva protectora encontró en la infanta de Castilla doña Juana, consorte del príncipe portugués D. Juan y madre del infortunado rey D. Sebastián[677]. Ya en 14 de mayo de 1551 estaba al servicio de esta señora, puesto que D, Juan III le hizo merced de la escrevaninha de uno de los dos navíos de la carrera de la Mina, por un viaje, llamándole en el privilegio «criado da princeza muito amada e prezada nossa filha»[678]. De esta infanta hay una carta á la reina doña Catalina, intercediendo á favor del padre de nuestro poeta (cuyo nombre no se expresa) para que se le dé el oficio que pide[679].

[cdli]

Por la carta de Montemayor á Sá de Miranda inferimos que para este tiempo habían comenzado ya sus amores con la que llama Marfida:

Alli me mostró Amor una figura;
Con la flecha apuntando dijo: «aquella»,
Y luego me tiró con flecha dura.
A mi Marfida vi más y más bella
Que quantas nos mostró naturaleza,
Pues todo lo de todas puso en ella...
Mas ya que el crudo amor me hubo herido,
Le vi quedar tan preso en sus amores,
Que io fui vencedor, siendo vencido.
Alli senti de amor tales dolores
Que hasta los de aora no creia
Que los pudiera dar amor maiores...
En este medio tiempo la estremada,
De nuestra Lusitania gran princesa,
En quien la fama siempre está ocupada,
Tuvo, señor, por bien de mi rudeza
Servirse, un bajo ser alevantando
Con su saber estraño i su grandeza.
En cuya casa estoi ora passando
Con mi cansada musa
...

La dama designada en esta epístola y en muchas poesías líricas con el nombre de Marfida ¿es la misma pastora que en la novela se llama Diana? Me inclino á creer que no, porque en la égloga tercera de las que contiene el Cancionero de Montemayor, figuran como personas diversas el pastor lusitano que servía á Marfida y Sireno el amador de Diana. Cabe, por tanto, la duda de si Montemayor poetizó en su novela amores propios ó ajenos. Á la Diana precede en todas las ediciones el siguiente argumento:

«En los campos de la principal y antigua ciudad de Leon, riberas del rio Ezla, hubo una pastora llamada Diana, cuya hermosura fue extremadisima sobre todas las de su tiempo. Esta quiso y fue querida en extremo de un pastor llamado Sireno, en cuyos amores hubo toda la limpieza y honestidad posible. Y en el mismo tiempo la quiso más que a sí otro pastor llamado Silvano, el cual fue de la pastora tan aborrecido, que no habia cosa en la vida a quien peor quisiese. Sucedió, pues, que como Sireno fuese forzadamente fuera del Reino a cosas que su partida no podía excusarse, y la pastora quedase muy triste por su ausencia, los tiempos y el corazón de Diana se mudaron, y ella se casó con otro pastor llamado Delio, poniendo en olvido al que tanto habia querido. El cual viniendo despues de un año de ausencia, con gran deseo de ver a su pastora, supo antes que llegase cómo era ya casada, y de aqui comienza el primer libro, y en los demas hallarán muy diversas historias de cosas que verdaderamente han sucedido, aunque van disfrazadas bajo el estilo pastoril».

La tradición afirma desde antiguo que Diana es figura real y no imaginaria, y hasta de su pueblo natal nos informa. «¿Qué mayor riqueza para una mujer que verse eternizada? (dice Lope de Vega en el acto primero, escena segunda de la Dorotea). Porque[cdlii] la hermosura se acaba, y nadie que la mira sin ella cree que la tuvo; y los versos de su alabanza son eternos testigos que viven con su nombre. La Diana de Montemayor fue una dama natural de Valencia de Don Juan, junto a Leon, y Ezla, su rio, y ella seran eternos por su pluma».

Es muy curiosa la anécdota que refieren, casi con los mismos términos, Manuel de Faria y Sousa en su comentario á los Lusiadas[680] y el P. Sepúlveda, monje jerónimo del Escorial, en una historia manuscrita de varios sucesos[681]. Oigamos al comentador portugués:

«Viniendo de León, el año 1603, los santos reyes Felipe III y Margarita, y haciendo noche en la villa de Valderas (debe decir en Valencia de León, y así está en el P. Sepúlveda que es escritor coetáneo), les dijo el marqués de las Navas, su mayordomo, como por nueva alegre y no esperada, que le había cabido en suerte ser hospedado con Diana de Jorge de Montemayor. Y preguntando ellos de qué manera, dijo que en aquel lugar vivía la llamada Diana y que le habían aposentado en su casa. Gustaron los Reyes de la nueva, por lo mucho que se habían celebrado los escritos de aquel nombre; y haciendo traer á palacio á aquella decantada belleza, cuyo nombre propio era Ana, siendo ya entonces, al parecer, de algunos sesenta años, en que todavía se miraban rastros de lo que había sido, la estuvieron inquiriendo de la causa de aquellos amores; y después de ella haber satisfecho á todo con buena gracia y términos políticos, la envió la Reina cargada de dádivas reales. Por ventura si el ingenio de Montemayor no hubiera celebrado aquella Ana con el nombre de Diana y aquellos amorosos pensamientos, ¿hiciera el marqués de las Navas caso de haber ido á parar á su casa para decirlo á los reyes ni ellos della para oirla y honrarla? Claro está que no. Veis ahí la perpetuidad, la fama y la gloria que pueden dar tales autores como aquéllos y como éste con sus escritos».

El P. Sepúlveda afirma que Diana era mujer muy bien entendida, bien hablada, muy cortesana, y la más hacendada y rica de su pueblo. Y como Valencia de Don Juan nunca ha tenido numeroso vecindario, y deben de ser conocidos sus linajes antiguos, no será difícil á cualquier erudito leonés dar con el apellido de la heroína de Montemayor.

La más antigua obra que tenemos de éste es su Exposición sobre el Salmo ochenta y seis, impresa en Alcalá de Henares, 1548[682]. Parece que á esta época hemos de [cdliii]referir el principio de sus relaciones con varios poetas castellanos, mencionados en su Cancionero. Además de un Juan Vázquez de Ayora y un D. Rodrigo Dávalos, cuyos versos glosa, figuran entre ellos Feliciano de Silva y Gutierre de Cetina. Á la muerte del primero, acaecida no sabemos cuándo, pero probablemente no mucho después de la publicación de la cuarta parte de su Don Florisel de Niquea (1551), escribió el vate portugués una larga elegía en tercetos y un epitafio[683]. Una y otra composición respiran el más entusiasta afecto. En la primera evoca á la Poesía, y la hace exclamar:

¡Oh cielos, tierra y mar! ¿no habeis sentido
Que muerte me tocó con cruda mano.
Pues mi mayor amigo es ya perdido?
Perdí mi bien, perdí mi Feliciano;
Muerta es la gracia, el sér, la sutileza,
La audacia, ingenio, estilo sobrehumano...
¡Oh Feliciano, oh vena aguda y rica...
..........................................................
Sabrás que allá en los coros soberanos
Está su ánima dota celebrada,
Ya fuera de juicios torpes, vanos.
Bien ves su senectud, que fue fundada
En juventud tan buena, que su vida
Poder tuvo de dalle muerte honrrada.
..........................................................
¿Sabes que fue su vida bien gastada?
Una comedia, adonde su decoro
Guardó el discreto autor sin faltar nada.
..........................................................
En muerte, en vida, en todo tuvo extremos,
Y no viciosos, no, mas excelentes,
Do exemplo de virtud mostrar podemos.
..........................................................
Yo con mi clara luz mirar no oso
Mirobriga la fuerte adonde via
El mi poeta insigne y más famoso.
..........................................................
Conversación tan llana y tan discreta,
Años tan bien gastados no se han visto
..........................................................
¿Quién las hazañas cuenta belicosas?
¿Quién los amores castos y aventuras?
¿Quién las batallas fieras y dudosas?
[cdliv]
¿Quién puede ver sus metros y scripturas
Que no olvide presentes, y aun passados,
Pues de hallar ygual estan seguros?
Sus altos dichos, graves y acertados,
La authoridad de rostro, años y canas,
Dignos de ser por siempre celebrados...

El epitafio es la siguiente octava real, que no transcribimos por buena, sino por curiosa:

¿Quién yace aquí? Un docto caballero.
¿De qué linaje? Silva es su apellido.
¿Qué posseyó? Más honrra que dinero.
¿Cómo murió? Assi como ha vivido.
¿Qué obras hizo? El vulgo es pregonero.
¿Murió muy viejo? Nunca moço ha sido;
Pero segun su ingenio sobrehumano,
Por tarde que muriesse fue temprano.

Son tan escasas las noticias biográficas que tenemos de Feliciano de Silva[684], y es él personaje de tanta cuenta, á lo menos por su fecundidad, en la historia de la novela española, que no parecerá mal que exhumemos estos versos, tomados de un libro rarísimo.

Otro de los amigos literarios dé Jorge de Montemayor fué Gutierre de Cetina, de quien tenemos un soneto «siendo enamorado en la corte, para donde Montemayor se partía», con la respuesta de Montemayor «siendo enamorado en Sevilla, donde Gutierre de Cetina se quedaba». El poeta sevillano usa en esta correspondencia el nombre de Vandalio y Montemayor el de Lusitano[685].

Montemayor volvió á Portugal en 1552 acompañando á la princesa D.ª Juana, que iba á reunirse con su marido. Llevaba entonces nuestro poeta, no el oficio de músico de capilla, sino el cargo importante de aposentador de la Infanta, según resulta de un [cdlv]documento publicado por el genealogista Antonio Caetano de Sousa[687]. Á este tiempo pertenece la epístola, que ya hemos citado, al gran dictador literario de entonces, al Dr. Sá de Miranda, que había cumplido en la lírica portuguesa la misma evolución italo-clásica que antes habían realizado en Castilla Boscán y Garci Laso. Montemayor confiesa humildemente la pobreza de sus estudios, y pide guía y consejo al sabio maestro, tan respetado por su carácter como por su talento:

Si con tu musa quieres acudir me,
Gran Francisco de Sá, darás me vida,
Que de la mia estoy para partir me.
De tu ciencia en el mundo florecida,
Me comunica el fruto deseado,
Y mi musa será favorecida.
Pues entre el Duero y Miño está encerrado
De Minerva el tesoro, ¿a quién iremos
Si no es a ti do está bien empleado?
En tus escritos dulces los estremos
De amor podemos ver mui claramente
Los que alcanzar lo cierto pretendemos.
Dejar deve el arroio el que la fuente
De agua limpia y pura ve manando,
Delgada, dulce, clara y excelente.
Mui confiado estoi, de ti esperando
Respondas a mi letra por honrar me,
Pues d'escreuir te io me estoi honrando.

Á esta epístola respondió Sá de Miranda con otra, que en conjunto es inferior, versificada con harta dureza y escabrosidad, como la mayor parte de sus endecasílabos castellanos, muy semejantes á los de D. Diego de Mendoza, hasta en la profusión de consonantes agudos, que Montemayor evitaba ya con el ejemplo de Garci Laso y el trato de los ingenios de la corte de Castilla, si es que su propio oído no le bastó para huir de ellos[688].

Muerto el príncipe D. Juan en 1554, Montemayor hizo segundo viaje á Castilla con la princesa.

La ausencia del suelo natal no parece haber sido muy dolorosa para nuestro poeta. Nunca olvidó las bellísimas riberas del Mondego, y en una epístola á su amigo D. Jorge de Meneses, en que antepone la vida de la aldea á la cortesana, hay una sentida[cdlvi] conmemoración de aquellos campos, hecha con un realismo y un sabor rústico que no se esperaría del autor de la Diana[689]. Pero es lo cierto que no volvió á pisarlos ni escribió en su lengua más que dos breves canciones y un cortísimo trozo de prosa en el libro sexto de su novela. El amor le arrastraba á Castilla, y la vida de palacio le atraía con invencible encanto á pesar de todas sus protestas.

Pronto llegó al apogeo de su fama literaria. Aquel mismo año de 1554 aparecieron en Amberes sus Obras repartidas en dos libros, el primero de poesías profanas, el segundo de versos de devoción, figurando entre ellos tres Autos que fueron representados al serenisimo principe de Castilla en los maitines de la noche de Navidad a cada nocturno un auto[690]. En 1558 se hizo también nueva edición de estas poesías con título [cdlvii]de Segundo Cancionero, dividiéndolas en dos volúmenes y añadiendo y quitando muchas cosas; pero el tomo de los versos devotos fué prohibido por la Inquisición en el índice de 1559, y no volvió á imprimirse[691]. En cambio, el Cancionero de los versos [cdlviii]profanos fué tan bien recibido, que tuvo hasta siete ediciones en aquel siglo, á pesar de lo cual es hoy un libro de la más extraordinaria rareza[692].

En otra parte hemos de hacer el estudio de Jorge de Montemayor como poeta lírico, y entonces será ocasión de apreciar todos los indicios que su Cancionero suministra sobre la vida y carácter de su autor. Aunque cultivó mucho el metro italiano y compuso cuatro larguísimas églogas imitando manifiestamente á Sannazaro y Garci Laso, la mejor parte de sus poesías pertenece á la escuela de Castillejo y Gregorio Silvestre; son coplas castellanas á estilo de los poetas del siglo XV, que parece haber tomado por modelos, especialmente á Jorge Manrique, cuya elegía glosó dos ó tres veces[693].

Tradujo del catalán los Cantos de Amor de Ausias March con más gallardía poética que sujeción á la letra, á la verdad harto oscura en muchos pasajes. No sabemos á punto fijo cuándo hizo este trabajo, porque carece de fecha el único ejemplar que se conoce de la primera y rarísima edición hecha en Valencia, al parecer por Juan Mey[694], pero es seguro que ya en 1555 conocía y admiraba las obras del Petrarca español, puesto que en los preliminares de la edición que en Valladolid se estampó [cdlix]aquel año de las obras del poeta valenciano en su lengua original, acompañadas del vocabulario de Juan de Resa, campea este valiente soneto de Jorge de Montemayor:

Divino Ausias, que con alto vuelo
Tus versos á las nubes levantaste,
Y á tu Valencia tanto sublimaste,
Que Esmirna y Mantua quedan por el suelo.
Con alta erudicion, divino zelo,
En tal grado tu Musa aventajaste,
Que claro acá en la tierra nos mostraste
La parte que ternás alla en el cielo.
No fue Minerva, no, la que ayudaba
A levantar tu estilo sobrehumano:
Ni hubiste menester al roxo Apollo.
Spiritu divino te inspiraba,
El qual asi movió tu pluma y mano,
Que fuiste entre los hombres uno y solo.

Montemayor hubo de trabajar esta versión en Valencia, cotejando hasta cinco manuscritos de las obras de Ausias, prefiriendo el que había hecho copiar D. Luis Carroz, baile general de aquella ciudad. Su trabajo no pasó de los Cantos de Amor; pero en la edición de Madrid, 1579, se añadieron las otras tres cánticas, «moral», espiritual y «de la muerte», tomándolas de la infeliz traducción de D. Baltasar de Romaní, cuyas líneas no tienen de versos más que la apariencia.

De Valencia es también la primera edición conocida de la Diana, también sin fecha, pero no tan antigua como creyó Ticknor, engañado por una falsa nota de su ejemplar. El docto hispanista inglés James Fitz-maurice Kelly ha probado, á mi ver de un modo convincente[695], que las supuestas ediciones de 1530, 1542 y 1545 no existen ni han podido existir, y que el libro apareció, según toda probabilidad, entre 1558 y 1559. Efectivamente, en el Canto de Orpheo, se lee la siguiente octava, inserta ya en la edición que Ticknor supone de 1542:

[cdlx]

La otra junta a ella es doña Ioana,
De Portugal princesa y de Castilla
Infanta, a quien quitó fortuna insana
El cetro, la corona y alta silla;
Y a quien la muerte fue tan inhumana,
Que aun ella a sí se espanta y maravilla
De ver quán presto ensangrentó sus manos
En quien fue espejo y luz de Lusitanos.

Claro es que aquí se alude á la viudez de la Princesa, y por consiguiente estos versos no han podido ser escritos antes de 1554. Por otra parte, el autor de la Clara Diana, Fr. Bartolomé Ponce, en el importante pasaje que recordaremos luego, habla de la Diana de Montemayor como libro de moda en 1559 y que él vió y leyó entonces por primera vez, entrando en deseo de conocer al autor. Á estos argumentos añade el señor Fitz-maurice Kelly otro muy ingenioso. Si la verdadera Diana de Valencia de Don Juan contaba en 1603 sesenta años, es claro que Montemayor no había podido amarla ni celebrarla en 1542, cuando ella tenía dos años, ni mucho menos en 1530, diez años antes de haber nacido. Por el contrario, la fecha de 1559 conviene perfectamente: entonces Diana tendría unos veinte años.

He omitido en este conato de biografía de Montemayor algunos hechos que á mi juicio se afirman sin suficiente prueba. Dícese que acompañó á Felipe II en su viaje á Inglaterra (1555), recorriendo luego los Países Bajos é Italia, pero en sus obras no se encuentra ninguna alusión á esto. Consta por tres diversos testimonios su trágica muerte en el Piamonte, en 1561. Diego Ramírez Pagán, poeta murciano, á quien Montemayor había dedicado una epístola, compuso dos sonetos bastante malos á la muerte de su amigo. El segundo termina con estos versos:

¿Quién tan presto le dio tan cruda muerte?
Invidia, y Marte, y Venus lo ha movido.
¿Sus huessos dónde están? En Piamonte.
¿Por qué? Por no los dar á patria ingrata.
¿Qué le debe su patria? Inmortal nombre.
¿De qué? De larga vena, dulce y grata.
¿Y en pago qué le dan? Talar el monte.
¿Y habrá quien le cultive? No hay tal hombre[696].

En muchas ediciones de la Diana y del Cancionero de Montemayor se halla una [cdlxi]larga elegía á su muerte, compuesta por Francisco Marcos Dorantes. En ella se alude, aunque muy embozadamente, al desastroso fin del poeta:

Comienza, Musa mia, dolorosa,
El funesto suceso y desventura,
La muerte arrebatada y presurosa
De nuestro Lusitano...
Mi ronca voz resuene, y lleve el viento
Mis concentos tambien enronquecidos,
Bastantes a mover el firmamento.
De en uno y otro vayan esparcidos,
Dando indicio del crudo y fiero asalto
De gente en gente a todos los nacidos.
...............................................................
La inexorable Parca y rigurosa
Cortó con gran desden su dulce hilo
Con inmatura muerte y lastimosa...

Nada más se saca en sustancia de esta elegía, que es una imitación muy floja de la bellísima de Ovidio á la muerte de Tibulo. Pero quien aclara por completo el enigma es Fr. Bartolomé Ponce, en la carta dedicatoria que precede á su Clara Diana a lo Divino:

«El año mil quinientos cincuenta y nueve, estando yo en la corte del Rey don Phelipe segundo deste nombre, señor nuestro, por negocios desta mi casa y monesterio de Santa Fe, tractando entre cavalleros cortesanos, vi y lei la Diana de Jorje de Montemayor, la qual era tan acepta quanto yo jamas otro libro en Romance haya visto; entonces tuve entrañable deseo de conocer a su autor, lo qual se me complio tan a mi gusto, que dentro de diez dias se ofrecio tener nos convidados a los dos un caballero muy illustre, aficionado en todo extremo al verso y poesia. Luego se començó a tratar sobre mesa del negocio. Y yo con alegre buen zelo, le comencé a decir quán desseada avia tenido su vista y amistad, si quiera para con ella tomar brio de dezille quán mal gastaba su delicado entendimiento con las demas potencias del alma, ocupando el tiempo en meditar conceptos, medir rimas, fabricar historias y componer libros de amor mundano y estilo prophano. Con medida risa me respondio diciendo: Padre Ponce, hagan los frayles penitencia por todos, que los hijosdalgo armas y amores son su profession. Yo os prometo, señor Montemayor (dixe yo) de con mi rusticidad y gruessa vena componer otra Diana, la qual con toscos garrotazos corra tras la vuestra. Con esto y mucha risa se acabó el convite y nos despedimos; perdone Dios su alma, que nunca mas le vi, antes de alli a pocos meses me dixeron cómo un muy amigo suyo le avia muerto por ciertos celos o amores: justissimos juicios son de Dios, que aquello que mas tracta y ama qualquiera viviendo, por la mayor parte le castiga, muriendo siendo en ofensa de su criador; sino veldo, pues con amores vivió, | y aun con ellos se crió, | en amores se metió, | siempre en ellos contempló, los amores ensalzó, | y de amores escribió, | y por amores murió»[697].

[cdlxii]

Consta, pues, que Montemayor sucumbió á mano airada en el Piamonte, no sabemos si herido alevosamente ó en desafío. Y sea ó no exacta la fecha de 26 de febrero de 1561, consignada en el prefacio de una edición de la Diana de 1622, no cabe duda que había muerto antes de 1562, en que imprimió Ramírez Pagán su Floresta de varia poesía.

El desastroso fin del poeta contribuyó á aumentar el interés romántico que inspiraban sus versos y su prosa. La Diana fué reimpresa hasta diez y siete veces durante el siglo XVI y ocho en el siguiente[698], continuada tres veces en castellano, parodiada á lo divino, traducida en diversas lenguas, imitada más ó menos por todos los autores de pastorales[cdlxiii] castellanas y portuguesas, y por algunos de los más ilustres extranjeros, tales como Sidney y d'Urfé. Fué el mayor éxito que se hubiese visto en libros de entretenimiento, después del Amadís y la Celestina. Hoy mismo sobrevive en algún modo á la ruina del género bucólico, y si no se la lee tanto como merece es á lo menos muy citada como obra representativa de un tipo de novela que encantó á Europa siglos enteros. Reimpresa va en esta colección, lo cual nos excusa de hacer aquí un detallado análisis de su argumento, que tampoco ofrecería novedad alguna, puesto que ya fué expuesto con exactitud por Dunlop en su History of fiction[699], y lo ha sido más profunda y detenidamente en una excelente tesis alemana del Dr. Schönherr, de Leipzig[700], y en la monografía inglesa del Dr. Hugo A. Rennert, de la Universidad de Pensylvania, sobre la novela pastoril, trabajo de tanto mérito y conciencia como todos los de este consumado hispanista[701]. Mi propósito se reduce á caracterizar la obra en muy breves rasgos.

[cdlxiv]

Que Montemayor conocía la obra de Bernaldim Ribeiro antes de emprender la suya es cosa que para mí no admite duda. Pudo leerla impresa en la edición de Ferrara de 1554, anterior, según todo buen discurso, á la primera de la Diana. Pudo conocerla antes en las varias copias que de ella circulaban en Portugal. Pero seguramente se inspiró en el cantar del ama de Aonia para escribir el romance que puso en boca de Diana en el libro V, siendo muy significativo que sólo en esta ocasión emplease tal metro:

Cuando yo triste naci,
Luego naci desdichada,
Luego los hados mostraron
Mi suerte desventurada.
El sol escondio sus rayos,
La luna quedó eclipsada,
Murio mi madre en pariendo,
Moza hermosa y mal lograda.
El ama que me dio leche,
Jamas tuvo dicha en nada,
Ni menos la tuve yo
Soltera ni desposada.
Quise bien y fui querida,
Olvidé y fui olvidada;
Esto causó un casamiento
Que a mí me tiene cansada.
Casara yo con la tierra,
No me viera sepultada
Entre tanta desventura,
Que no puede ser contada.
Moza me caso mi padre:
De su obediencia forzada,
Puse a Sireno en olvido,
Que la fe me tenia dada...

Pero salvo esta imitación directa, y el rasgo común de ser entrambas heroínas Diana y Aonia casadas contra su voluntad y amadas por un pastor forastero, no hay otro punto de contacto entre ambas obras. Aun la semejanza en su argumento es más aparente que real, puesto que la acción de Menina e Moça se desenvuelve antes del casamiento y la de la Diana después. La Diana carece del poder afectivo que Menina e Moça tiene. El amor no pasa allí de un puro devaneo sin consistencia: Sireno y Silvano se curan pronto con el agua del olvido que les propina la sabia Felicia, y la pastora Diana, que apenas interviene en la fábula, aunque le da nombre, no es infeliz por los recuerdos de su pasión antigua, sino por los insufribles celos de su marido:

Celos me hacen la guerra
Sin ser en ellos culpada.
Con celos voy al ganado,
Con celos a la majada,
Y con celos me levanto
Contino a la madrugada.
Con celos como a su mesa,
Y en su cama estó acostada:
Si le pido de qué ha celos,
No sabe responder nada.
Jamás tiene el rostro alegre,
Siempre la cara inclinada.
Los ojos por los rincones,
La habla triste y turbada.
¡Cómo vivirá la triste
Que se ve tan mal casada!

[cdlxv]

Las inefables bellezas de sentimiento que con candor primitivo é infantil brotaban de la pluma de Bernaldim Ribeiro se buscarían inútilmente en la Diana. «No es éste pastor, sino muy discreto cortesano», pudiéramos decir remedando á Cervantes. Menina e Moça fue escrita con sangre del corazón de su autor, y todavía á través de los siglos nos conmueve con voces de pasión eterna. En la Diana hasta puede dudarse, y por nuestra parte dudamos, que sea el autor el protagonista ó que fuesen cosa formal los amores que decanta. Todo es ingenioso, sutil, discreto en aquellas páginas, que ostentan á veces un artificio muy refinado, pero no hay sombra de melancolía ni asomo de ternura. Si Montemayor murió por amores, antes debió de arrastrarle á la muerte la vanidad ó el punto de honra que el tirano Eros, más poderoso que la muerte.

En la falta de sentimiento Montemayor está á la altura de Sannazaro, aunque la disimula mejor con el arte de galantería en que era consumado maestro. Y esto explica en parte su éxito: reflejaba el mejor tono de la sociedad de su tiempo, era la novela elegante por excelencia, el manual de la conversación culta y atildada entre damas y galanes del fin del siglo XVI, que encontraban ya anticuados y brutales los libros de caballerías, y se perecían por la metafísica amorosa y por los ingeniosos conceptos de los petrarquistas. Montemayor los transportó de la poesía lírica á la novela, y realizó con arte y fortuna lo que prematuramente habían intentado los autores de narraciones sentimentales; es decir, la creación de un tipo de novela cuya única inspiración fuese el amor ó lo que por tal se tenía entre los cortesanos. Como trasunto de estas ideas y costumbres el libro tiene grande interés histórico: el disfraz pastoril, que es siempre muy ligero, desaparece alguna vez del todo, como en el episodio de D. Félix y Felismena, que es la joya del libro. Aquel cuento de amores, italiano de origen, como veremos después, está españolizado con la mayor bizarría; son escenas de palacio las que se nos muestran, y Montemayor, contra su costumbre, insiste en el detalle pintoresco, describe hasta la indumentaria de sus personajes:

«Y estando imaginando la gran alegria que con su vista se me aparejaba (dice Felismena), le vi venir muy acompañado de criados, todos muy ricamente vestidos con una librea de paño de color de cielo, y fajas de terciopelo amarillo, bordadas por encima de cordoncillo de plata, las plumas azules y blancas y amarillas. El mi don Felix traia calzas de terciopelo blanco recamadas, aforradas en tela de oro azul; el jubon era de raso blanco, recamado de oro de cañutillo, y una cuera de terciopelo de las mismas colores y recamo; una ropilla suelta de terciopelo negro, bordada de oro y aforrada de raso azul raspado; espada, daga y talabarte de oro; una gorra muy bien aderezada de unas estrellas de oro, y en medio de cada una engastado un grano de aljofar grueso; las plumas eran azules, amarillas y blancas; en todo el vestido traia sembrados muchos botones de perlas. Venia en un hermoso caballo rucio rodado, con unas guarniciones azules y de oro, y de mucho aljofar. Pues cuando yo asi le vi, quedé tan suspensa en velle, y tan fuera de mí con la súbita alegría, que no sé cómo lo sepa decir».

No era menos pomposo el arreo con que la hermosa Felismena salió de la recámara de la sabia Felicia: «Vistieron (las ninfas) a Felismena una ropa y basquiña de fina grana, recamada de oro de cañutillo y aljofar, y una cuera de tela de plata aprensada. En la basquina y ropa habia sembrados a trechos unos plumajes de oro, en las puntas de los cuales habia muy gruesas perlas. Y tomándole los cabellos con una cinta encarnada, se los revolvieron a la cabeza, poniendole un enofion de redecilla de oro muy[cdlxvi] sutil, y en cada lazo de la red, asentado con gran artificio, un finisimo rubi. En dos guedejas de cabellos que los lados de la cristalina frente adornaban, le fueron puestos dos joyeles, engastados en ellos muy hermosas esmeraldas y zafiros de grandisimo precio, y de cada uno colgaban tres perlas orientales hechas a manera de bellotas. Las arracadas eran dos navecillas de esmeraldas con todas las jarcias de cristal. Al cuello le pusieron un collar de oro fino, hecho a manera de culebra enroscada, que de la boca tenia colgada un aguila que entre las uñas tenía un rubi grande de infinito precio».

Trajes y atavíos es lo único que describe Montemayor, ó á lo sumo las extravagantes magnificencias del palacio de la hechicera Felicia, remedo de tantas otras casas encantadas del mismo género con que á cada paso nos brindan los libros de caballerías. Para la naturaleza no tiene ojos: su novela es mucho menos campestre que la de Sannazaro, que en medio de toda su retórica da á veces la impresión del paisaje napolitano. Las orillas del Ezla, en que pasa la acción de la Diana, pueden ser las de cualquier otro río: la fuente de los alisos se repite hasta la saciedad, y el cuadro de la vida pastoril se reduce á la mención continua del cayado, del zurrón, del rabel y de la zampoña, rústicos instrumentos que están en abierto contraste con los afectos, regalos y ternezas exquisitas de los interlocutores. Todas estas figuras se mueven no sólo en un paisaje ideal, sino en una época indecisa y fantástica; son á un tiempo cristianos é idólatras, frecuentan los templos de Diana y de Minerva, viven en intimidad con las ninfas, y las defienden de las persecuciones de lascivos sátiros y descomedidas salvajes, y al mismo tiempo hablan de la Universidad de Salamanca, de la corte de la princesa Augusta Cesarina (D.ª Juana), del linaje de los Cachopines de Laredo y de un convento de monjas donde era abadesa una tía de Felismena. En las octavas del Canto de Orfeo se celebra nominalmente á las más hermosas damas de aquel tiempo, así en la Corte como en Valencia. El mismo homenaje había tributado á las de Nápoles, á principios de aquel siglo, un poeta del Cancionero General llamado Vázquez, y probablemente de su Dechado de Amor, escrito á petición del Cardenal de Valencia D. Luis de Borja[702], tomó Montemayor la idea de este rasgo de galantería, que repitieron luego otros poetas, entre ellos D. Carlos Boyl y Vives de Canesma, en la loa que precede á su comedia El Marido Asegurado[703].

Esta mezcla de mitología y vida actual, de galantería palaciega y falso bucolismo, es uno de los caracteres más salientes de la novela pastoril, y á la vez que pone de manifiesto su endeblez orgánica y el vicio radical de su construcción, nos hace entrever el mundo elegante del Renacimiento y nos transporta en imaginación á sus fiestas y saraos, á sus competencias de amor y celos. Estudiadas de este modo la Diana de Jorge de Montemayor y todas las obras que á su imagen y semejanza se compusieron, cobran inesperado interés y llega á hacerse no sólo tolerable, sino atractiva y curiosa su lectura.

La Diana, sin ser una novela de mucho artificio y complicación de lances, es más novela que la Arcadia. Y es también mucho más original, habiéndole servido en esto á Montemayor su propia ignorancia, la cual llegaba hasta el extremo de no [cdlxvii]saber latín, según indica su amigo y continuador el médico salmantino Alonso Pérez: «Que cierto si a su admirable juicio acompañaran letras latinas, para dellas y con ellas saber hurtar y mirar y guardar el decoro de las personas, lugar y estado, ó á lo menos no se desdeñara de tratar con quien destas y de Poesia algun tanto alcançava, para en cosas facilimas ser corrigido, muy atras dél quedaran cuantos en nuestra vulgar lengua en prosa y verso han compuesto»[704].

Creo que Pérez exagera algo. La fábula de Píramo y Tisbe, que suele imprimirse al fin de la Diana, y la de Céfalo y Procris, intercalada en una de las églogas del Cancionero, parecen tomadas directamente de Ovidio. Pero pudo leerle en la traducción castellana de Jorge de Bustamante, impresa antes de 1550 ó en alguna de las italianas. De todos modos fué poco versado en humanidades, y él mismo, en la carta á Sá de Miranda, reconoce la flaqueza de sus estudios. Falta, pues, en la Diana el perfume de antigüedad clásica que se desprende de la Arcadia, el talento de adaptación ó aclimatación feliz, la docta y paciente industria que Sannazaro tuvo en tanto grado y que hace de su libro un compendio de la bucólica antigua. Bueno ó malo, Montemayor lo debe casi todo á su propio fondo, y aun de los italianos imita poco, sin excluir al mismo Sannazaro. Pudo éste darle la primera idea del género, la forma mixta de prosa y verso; algunos tipos métricos como los tercetos esdrújulos, que por fortuna emplea una vez sola; algunos nombres pastoriles, como el de Selvagio, acaso el germen de algún episodio. Hay cierta semejanza entre la situación de Sireno y los demás pastorea que van á consultar á la sabia Felicia para curarse de sus males de amor y la de Clónico, que acude con el mismo propósito al sabio encantador Enareto. Pero el desarrollo de ambas consultas es enteramente diverso. Á Sannazaro le sirve sólo para hacer alarde de todo lo que había leído de magia en los antiguos. En Montemayor, que estaba muy libre de tal ostentación erudita, conduce á la ingeniosa ficción del agua encantada, que trocaba los corazones, haciéndoles olvidar del amor antiguo mal correspondido y arder en nueva y feliz llama. En Montemayor predomina siempre la parte sentimental; en Sannazaro, la descriptiva.

No se libró Montemayor ni podía librarse de la imitación del Petrarca, ídolo de todos los poetas y versificadores del siglo XVI, desde los más altos hasta los más ínfimos. Pero le imitó menos servilmente que otros. Sirva de ejemplo alguna estrofa de la bella canción puesta en boca de Diana en el libro I, que repite el tema poético de la famosa que comienza Chiare fresche e dolci acque, combinado con reminiscencias de algunos sonetos:

Aquella es la ribera, este es el prado,
De alli parece el soto y valle umbroso
Que yo con mi ganado repastaba.
Veis el arroyo dulce y sonoroso,
Do pacía la siesta mi ganado,
Cuando mi dulce amigo aqui moraba;
Debajo aquella haya verde estaba,
Y veis alli el otero
A do le vi primero
[cdlxviii] Y á do me vio. Dichoso fue aquel dia,
Si la desdicha mia
Un tiempo tan dichoso no acabara.
¡Oh, haya! ¡oh, fuente clara!
Todo está aqui, mas no por quien yo peno...
Ribera umbrosa, ¿qué es de mi Sireno?...

Lo más importante que Montemayor trasladó de Italia fué el argumento de la linda historia de D. Félix y Felismena. Aquella dama que, disfrazada de hombre, sigue á su infiel amante, y le sirve de paje, y lleva sus mensajes de amor á otra dama, que se apasiona del falso mensajero, y viéndose desdeñada por él acaba por darse desesperada muerte, tiene su modelo en la novela 36 (parte 2.ª) de las de Mateo Bandello: Nicuola, innamorata di Lattanzio, va a servirlo vestita de paggio, e dopo molti casi seco si marita[705]. Pero quien compare ambas fábulas reconocerá que Montemayor no aprovechó más que la idea fundamental del cuento italiano; le descargó de muchos incidentes, fundados en la semejanza de dos personas de distinto sexo; le adaptó con rara habilidad á las costumbres españolas; suprimió toda la parte escandalosa y lasciva que tanto afea las felices invenciones del ingenioso dominico lombardo; concentró el interés en la pasión mal correspondida de la heroína, y dió á todo el relato un tono de cortesía y gentileza que aseguró el éxito de este argumento en el teatro. Antes de Montemayor, Lope de Rueda había presentado en las tablas un asunto análogo, pero su comedia, de Los Engaños no tiene por fuente inmediata la novela de Bandello, sino la comedia Gli Ingannati, representada en 1531 por los Intronati de Siena. Con Montemayor penetró en la novela española el recurso dramático de disfrazar á una mujer ofendida ó celosa en hábito de varón; tema que repitió Cervantes en la historia de Dorotea y en Las Dos Doncellas, y que también entró, como entraron todas las invenciones dramáticas posibles, en el inmenso río del teatro de Lope de Vega y sus discípulos. Esta situación es frecuentísima, sobre todo en las obras de Tirso, y sugiere á su malicia más situaciones y efectos cómicos que á ningún otro poeta. Shakespeare empleó el mismo dato en dos comedias, una de las cuales, como pronto veremos, parece derivada de Montemayor y no de Bandello.

Las demás historias intercaladas en la Diana valen mucho menos. Prescindimos, por supuesto, de la de Abindarraez y Jarifa, que no es de Montemayor, y sólo después de su muerte fué interpolada en la Diana, rompiendo la armonía del conjunto con una narración caballeresca. La de Arsenio y Arsileo está fundada en una competencia de amor entre padre é hijo, y en las malas artes del nigromántico Alfeo, que les da aparente muerte á los ojos de la pastora Belisa. La de Ismenia empieza con una extravagante y monstruosa escena de amor entre dos mujeres que velan juntas en el templo de Minerva, y aunque todo ello se resuelve en una mera burla, el efecto es desagradable y recuerda los peores extravíos del arte pagano y del moderno decadente. El nombre de Ismenia y alguna otra coincidencia, sin duda casual, han hecho creer á Dunlop y á otros que Montemayor conoció el libro de Eustacio ó Eumato Amores de [cdlxix]Ismene é Ismemas. Aunque esta novela había sido ya traducida al italiano por Lelio Carani en 1550[706], no me parece probado que Montemayor la hubiese leído.

Cervantes, juez por lo común tan benévolo de la literatura de su tiempo, estuvo rígido en demasía, casi diríamos injusto, con la Diana de Montemayor: «Soy de parecer que no se queme (dice el cura), sino que se le quite todo aquello que trata de la sabia Felicia y de la agua encantada y casi todos los versos mayores, y quédesele enhorabuena la prosa y la honra de ser primero en semejantes libros». Los encantamientos de la sabia Felicia y el agua maravillosa que infundiendo dulce sueño en los amantes trocaba sus respectivas inclinaciones son una máquina poética no más fantástica ó inverosímil que la mayor parte de las aventuras de los primeros libros del Persiles, aunque el episodio de Montemayor no está escrito ciertamente con aquel estilo soberano que en la obra de la vejez de Cervantes hace tolerable hasta lo absurdo. También es excesiva la condenación en globo de todos los versos de arte mayor. Los endecasílabos de la Diana no valen menos que los de la Galatea, sobre todo si se tiene en cuenta el gran progreso que la técnica de la versificación tuvo en los cincuenta años últimos del siglo XVI, por obra principalmente de las escuelas andaluzas. Montemayor conserva rastros de la rudeza antigua, especialmente en la acentuación; pero las estancias de la canción de Diana son uno de los mejores trozos poéticos de la obra.

Con todo esto no puede negarse que Montemayor es mucho más feliz en los versos cortos. Los hay lindísimos en su Cancionero, y todavía más en su novela. Parece que se le caían sin esfuerzo de la pluma, y que su talento musical le ayudaba para este género de composiciones ligeras y fugitivas, que probablemente asonaba él mismo. La canción de Sireno á los cabellos de Diana, el canto de la ninfa Dórida en el libro primero, recuerdan con ventaja las églogas portuguesas de Bernaldim Ribeiro y Cristóbal Falcam, con mayor gracia y pulidez en el ritmo y en la expresión. Las quintillas dobles corren en Montemayor como arroyo limpio y sonoro, que halaga los ojos y los oídos con su blando movimiento:

¿Por qué te vas, mi pastor?
¿Por qué me quieres dejar
Donde el tiempo y el lugar
Y el gozo de nuestro amor
No se me podrá olvidar?
¿Qué sentiré yo, cuitada,
Llegando á este valle ameno,
Cuando diga: ¡Ah, tiempo bueno!
Aquí estuve yo sentada
Hablando con mi Sireno?
¡Mira si será tristeza
No verte, y ver este prado
De árboles tan adornado,
Y mi nombre en su corteza
Por tus manos señalado!
¡O si habrá igual dolor
Que el lugar donde me viste,
Vello tan solo y tan triste,
Donde con tan gran temor
Tu pena me descubriste!
...........................................
No te duelan mis enojos,
Vete, pastor, a embarcar,
Pasa de presto la mar,
Pues que por la de mis ojos
Tan presto puedes pasar.
Guárdete Dios de tormenta,
Sireno, mi dulce amigo,
[cdlxx]Y tenga siempre contigo
La fortuna mejor cuenta
Que tú la tienes conmigo.
Muero en ver que se despiden
Mis ojos de su alegría,
Y es tan grande el agonía,
Que estas lágrimas me impiden.

Y contesta el pastor:

Mas si acaso yo olvidare
Los ojos en que me vi,
Olvídese Dios de mí,
O si en cosa imaginare.
Mi señora, sino en ti.
Y si ajena hermosura
Causare en mi movimiento,
Por un hora de contento
Me traya mi desventura
Cien mil años de tormento.
Y si mudare mi fe
Por otro nuevo cuidado,
Caiga del mayor estado
Que la fortuna me dé
En el más desesperado...
.........................................
Respondióle: Mi Sireno,
Si algún tiempo te olvidare,
Las yerbas que yo pisare
Por aqueste valle ameno
Se sequen cuando pasare.
Decirte lo que querría.
Estos mis ojos, zagal,
Antes que cerrados sean,
Ruego yo á Dios que te vean;
Que aunque tú causas su mal,
Ellos no te lo desean.
........................................
Y si el pensamiento mío
En otra parte pusiere,
Suplico á Dios, que si fuere
Con mis ovejas al río,
Se seque cuando me viere.
Toma, pastor, un cordón
Que hice de mis cabellos,
Porque se te acuerde en vellos
Que tomaste posesión
De mi corazón y dellos.
Y este anillo has de llevar,
Do están dos manos asidas,
Que aunque se acaben las vidas
No se pueden apartar
Dos almas que están unidas.
........................................
Ambos á dos se abrazaron,
Y ésta fué la vez primera,
Y pienso fué la postrera,
Porque los tiempos mudaron
El amor de otra manera...

Á veces glosa antiguos cantares y villancicos, y su poesía parece entonces eco de la de Juan del Encina, con el mismo cándido y ameno discreteo, con el mismo ritmo ágil y gracioso:

Pasados contentamientos,
¿Que queréis?
Dejadme, no me canséis...
Campo verde, valle umbroso,
Donde algún tiempo gocé,
Ved lo que después pasé
Y dejadme en mi reposo.
Si estoy con razón medroso,
Ya lo veis,
Dejadme, no me canséis...
Corderos y ovejas mías,
Pues algún tiempo lo fuistes,
Las horas ledas ó tristes
Pasáronse con los días;
No hagáis las alegrías
Que soléis,
Pues ya no me engañaréis.
Si venís por me turbar
No hay pasión, ni habrá turbarme;
Si venís por consolarme
Ya no hay mal que consolar;
Si venís por me matar,
Bien podéis,
Matadme y acabaréis.

[cdlxxi]

Esto fué Montemayor como lírico: heredero de Gil Vicente y de los bucólicos portugueses, por su origen; heredero de los salmantinos Juan del Encina y Cristóbal de Castillejo, por su larga residencia en el reino de León y en la corte de Castilla, donde todavía tenían muchos partidarios los versos de la manera vieja, las antiguas coplas. Á ellas se inclinó decididamente Montemayor, aunque con menos exclusivismo que el donosísimo secretario del infante Don Fernando; puesto que hizo muchas concesiones á la escuela italiana, y en esto se mostró poeta ecléctico como su paisano el organista de Granada Gregorio Silvestre, que tantos puntos de semejanza tiene con él como poeta y como músico. En uno y otro lo castizo vale más que lo importado.

Excelentes son en general los versos cortos de la Diana, pero su mayor mérito estriba en la prosa, que con mucha razón elogió Cervantes, el cual la tenía bien estudiada, como lo prueba el episodio de Dorotea, muy análogo al de Felismena. Hombre de poca doctrina, pero de cultura mundana, artista por temperamento, cortesano por educación y hábitos, escribe como quien profesa armas y amores, con cierto elegante desenfado, pero sin ningún género de negligencia. En el fondo es un artista reflexivo. Su Diana es la mejor escrita de todas las novelas pastoriles, sin exceptuar la de Gil Polo, cuyo decir sabroso y apacible compite con el de Montemayor, á quien imita, pero no puede decirse que le aventaje; la verdadera superioridad de Gil Polo está en los versos. La prosa de Montemayor es algo lenta, algo muelle, tiene más agrado que nervio, pero es tersa, suave, melódica, expresiva, más musical que pintoresca, sencilla y noble á un tiempo, culta sin afectación, no muy rica de matices y colores, pero libre de vanos oropeles, cortada con bastante habilidad para el diálogo; prosa mucho más novelesca que la prosa poética y archilatinizada de Sannazaro, y muy digna de haber sido empleada en materia menos insulsa que las cuitas de soñados pastores, que así podían ser de las riberas del Ezla como de los montes de la Luna. La dicción de Montemayor es purísima, sin rastros de provincialismo, sin que en parte alguna se trasluzca que el autor no hubiese tenido por lengua familiar la castellana desde la cuna. Y esta prosa no está crudamente forjada sobre un tipo latino ó italiano, sino dictada con profundo sentimiento de la armonía peculiar de nuestra lengua. No es excesivamente periódica ni acentuadamente rítmica, pero se desenvuelve con dignidad y número. No es redundante y viciosa á fuerza de lozanía como la de El Siglo de Oro, ni atormentada por inversiones como la de la Galatea, ni pedantesca y amanerada como la de la Arcadia de Lope. La prosa de Montemayor es un tipo artificial sin duda, pero en que el artificio se disimula con bastante destreza y no sin mucho loor del que supo vencer las dificultades de un género tan falso.

Hay además en la Diana otros méritos que no son de estilo. Su psicología galante es elemental, pero ingeniosa. St. Marc Girardin, sutil analizador de las pasiones dramáticas, elogia mucho las escenas de despecho amoroso y fingida indiferencia entre Diana y Sireno, y dice que nuestro poeta se muestra en ellas hábil observador del corazón humano, y encuentra «de una belleza casi digna del idilio antiguo» el final del libro sexto, en que Diana se aleja tristemente, después de oir el canto amebeo de los pastores Sireno y Silvano:

La siesta, mi Sireno, es ya pasada,
Los pastores se van á su manada
Y la cigarra calla de cansada;
[cdlxxii] No tardará la noche, que escondida
Está, mientras que Febo en nuestro cielo
Su lumbre acá y allá trae esparcida...

«En cuanto los pastores esto cantaban, estaba la pastora Diana con el hermoso rostro sobre la mano, cuya delgada manga, cayéndose un poco, descubría la blancura de un brazo que á la de la nieve escurecía; tenía los ojos inclinados al suelo, derramando por ellos unas espaciosas lágrimas, las cuales daban á entender su pena más de lo que ella quisiera decir; y en acabando los pastores de cantar, con un suspiro, en compañía del cual parecía habérsele salido el alma, se levantó, y sin despedirse de ellos se fué por el valle abajo, trenzando sus dorados cabellos, cuyo tocado se le quedó preso de una rama, y si con la poca mancilla que Diana de los pastores había tenido ellos no templaran la mucha que della tuvieron, no bastara el corazón de los dos á podella sufrir. Y ansi unos como otros se fueron á recoger sus ovejas, que desmandadas andaban saltando por el verde prado».

El efecto de esta situación, que está preparada con arte consumado, se acrecienta por ser la última vez que Diana aparece en escena. Los pastores están ya curados por el agua de la sabia Felicia, pero todavía, á pesar de la magia, persisten en sus corazones vestigios de la llama antigua, trocada en más apacible afecto, y Diana al escucharlos siente indefinible melancolía, en que entran mezclados un vago amor y una vanidad ofendida. «Montemayor (dice el crítico francés antes citado) sobresale en estas pinturas del amor triste y despechado, sin que la tristeza caiga nunca en monotonía, sin que el despecho llegue nunca á la violencia». No diré yo otro tanto, porque, á mi juicio, el defecto capital de la Diana es el abuso del sentimentalismo y de las lágrimas, la falta de virilidad poética, el tono afeminado y enervante de la narración.

La Diana ha influido en la literatura moderna más que ninguna otra novela pastoril, más que la misma Arcadia de Sannazaro, más que Dafnis y Cloe, que no tuvo verdadero imitador hasta Bernardino de Saint Pierre. Esta influencia no se ejerció en Italia, donde triunfaba la pastoral dramática, representada por las bellas obras del Tasso y de Guarini[707], pero fué muy grande en Francia y en Inglaterra. Ya en 1578 había sido traducida al francés la obra de Montemayor por Nicolás Collin; en 1587, Gabriel Chappuis tradujo las dos continuaciones de Alonso Pérez y Gil Polo[708]. Hubo otras tres versiones francesas: la de Pavillon, en 1603, acompañada del texto original[cdlxxiii][709], revisada y corregida en 1611 por I. D. Bertranet; la de Antonio Vitray en 1623 ó 1631, también con las dos continuaciones, y todavía en 1733 se publicó otra anónima con el título de Roman Espagnol. Sus principales episodios fueron representados varias veces en el teatro del siglo XVII. En 1613 aparecieron simultáneamente la Grande Pastorale, de Chrétien de Croix, y la Felismena, de Alejandro Hardy, cuyo teatro, salvo la falta de genio, recuerda mucho los procedimientos de Lope de Vega y se inspira con frecuencia en modelos españoles[710]. Jacobo Pousset, señor de Montauban, hizo otro drama de Los encantos de Felicia, impreso en 1653.

Por el más ilustre discípulo de Montemayor tenemos á Honorato d'Urfé, personaje de mucha cuenta en la historia de la literatura y de la sociedad francesa, puesto que su novela Astrea, publicada en cinco partes desde 1610 á 1627, fué el prototipo nunca igualado de todas las novelas sentimentales del siglo XVII y el oráculo del gusto cortesano desde el tiempo de Enrique IV hasta el de Luis XIV. Esta obra, con ser de amores y no respirar más que el amor, conquistó el sufragio hasta de varones piadosos, como el obispo de Belley, Pedro Camus, que le tenía por «el más honesto y casto de los libros de entretenimiento», y embelesó á tan grave erudito como Huet, hasta el punto de no poder resistir á la tentación de releerla siempre que caía en sus manos. Fué leída con estimación y á veces con delicia, por Mme. de Sévigné, por La Fontaine, por Fénelon, por los escritores de gusto más clásico y severo. El mismo Boileau, que escribió á la manera de Luciano su diálogo satírico Les Héros de Roman, para burlarse de las ficciones de Gomberville, La Calprenède, Desmarets, Mlle, de Scudéry y otros imitadores de D'Urfé, hace muchos elogios de la Astrea, ponderando la narración viva y florida, lo ingenioso de los lances, los caracteres tan finamente imaginados como agradablemente variados y bien seguidos. «Bossuet (dice un autor moderno) tomó de la Astrea frases de su panegírico de San Bernardo, como Corneille había tomado versos del Cid»[711]. Los personajes de la novela de D'Urfé eran familiares á todo el mundo, y Céladon, uno de los principales, se convirtió en tipo del amor puro, desinteresado y constante. La Astrea era el breviario de los cortesanos y el arsenal de los poetas dramáticos. El pincel de Poussin idealizó los más bellos paisajes de las orillas del Lignon, donde pasa la escena. En Alemania, veintinueve príncipes y princesas, y otros caballeros y gentiles damas fundaron una Academia de los verdaderos amantes, para remedar todas las escenas del famoso libro, tomando cada uno de los socios el nombre de un personaje de la Astrea y reservando el de Céladon para el mismo D'Urfé, á quien dirigieron en 10 de marzo de 1624 una extraña carta desde «la encrucijada de Mercurio». Los bosques del Forez, patria del autor y teatro de sus idilios, fueron un sitio de peregrinación sentimental, que todavía Juan Jacobo Rousseau pensó hacer, aunque desistió al saber que aquel país estaba [cdlxxiv]lleno, no de cabañas pastoriles, sino de fraguas y herrerías, según cuenta en sus Confesiones (Parte I, lib. IV).

Por mucho que contribuyese al primitivo éxito de la Astrea el ir en ella envueltos en cifra los amores del mismo D'Urfé con Diana de Châteaumorand, y otras galanterías de la corte de Enrique IV, una celebridad tan persistente no puede menos de estar fundada en algún mérito positivo. Y en efecto, según Sainte-Beuve[712], Honorato D'Urfé fué un innovador en el campo de la novela y marca una época en el desarrollo de la prosa francesa. Según Saint-Marc Girardin, la literatura clásica francesa á ninguno de sus precursores debe tanto como á D'Urfé; ninguno la ayudó tanto como él á nacer y crecer, ya se considere el estilo de la Astrea, ya su manera de expresar el amor, ya, finalmente, los caracteres, las costumbres y el tono de sus personajes. Fué el primero que supo hablar una lengua noble y rica; muchas veces su estilo tiene una abundancia y una dulzura que hacen pensar en Fénelon. El Hotel de Rambouillet, que pasa por haber introducido en Francia el gusto y el tono de la buena sociedad, no hizo más que seguir las lecciones y los ejemplos de la Astrea[713]. Según Emilio Montégut, «la Astrea es un hermoso libro, un libro de mucha elevación, casi un gran libro»[714]. Brunetière, forzando la nota de la alabanza, compara su influencia con la del Quijote, por el golpe mortal que dió á los libros de caballerías, y añade que D'Urfé es en la historia de la novela moderna «el primero que comprendió la importancia de las pasiones del amor, é hizo de ellas el alma de este género literario ó á lo menos una de las condiciones de su existencia. Sólo Racine, en el siglo XVI, supo pintar y representar los afectos amorosos como D'Urfé»[715].

He recordado rápidamente estos juicios y homenajes, porque recaen, á lo menos en parte, sobre Jorge de Montemayor, principal modelo de D'Urfé en la Astrea, y aun antes de la Astrea, como lo prueba su poema juvenil de Sireno, donde el argumento, y hasta el nombre del protagonista, están tomados de la pastoral española, salvo el haber cambiado las orillas del Ezla por las del Po ó Eridano. En cuanto á su novela, el mismo Brunetière, tan docto en la literatura francesa del tiempo clásico y tan poco inclinado á disminuir su originalidad, declara paladinamente[716] que la Astrea de D'Urfé no es otra cosa que la Diana de Montemayor adaptada al gusto francés, pero conservando el cuadro de la fábula, la inspiración general y los principales episodios; hasta la declaración del título de la obra está tomada del original español: «où par plusieurs plaisantes histoires déguisées sous noms et style de bergers et bergeres sont décrits les variables et étranges effets de l'honnête amour». Así D'Urfé, y Montemayor de este modo: hallarán muy diversas historias de cosas que verdaderamente han sucedido, aunque van disfrazadas bajo el hábito pastoril».

Acaso la concesión del crítico francés es excesiva. Por mi parte confieso que no he tenido tiempo ni valor para leer la Astrea, cuyas proporciones son verdaderamente formidables. En materia de novelas pastoriles tiene uno suficiente ración con las de casa, que á lo menos poseen el mérito de la brevedad relativa, Los franceses, á pesar de la clásica sobriedad de que tanto se precian, han sido en la novela mucho más pródigos y despilfarrados que nosotros. Duplicaron la serie de los Amadises y escribieron interminables continuaciones del Quijote. La Astrea adolece también de este vicio de amplificación excesiva. Juntas las cinco partes (de las cuales la última no fué redactada por el mismo D'Urfé, sino por su secretario Baro), forman una masa de cinco mil y quinientas páginas; las historias intercaladas no son tres ó cuatro, como en Montemayor y Gil Polo, sino cerca de ochenta.

[cdlxxv]

Pero juzgando por los análisis, á veces prolijos, que han hecho de la Astrea Saint Marc Girardin, Montégut, Körting[717], Le Breton y otros, me parece que la parte personal de D'Urfé no es tan escasa en su obra. Por supuesto, no fué el primero que trajo á la novela moderna el interés exclusivo de la pasión amorosa, porque lo había hecho antes que ninguno el autor de la Fiammeta, y después de él Diego de San Pedro y otros españoles de los siglos XV y XVI, entre los cuales ocupa Jorge de Montemayor un puesto muy señalado, ya que no el preferente, que corresponde sin duda á Bernaldim Ribeiro, alma más poética y sincera que todos los autores de pastorales juntos.

Sin la Diana no existiría probablemente la Astrea, que dispensó á los franceses de una gran parte del trabajo de la invención; pero como D'Urfé vino después y dió mayores proporciones á su obra, su psicología erótica es más complicada y sobresale, según Montégut, en describir todas las variedades del amor: «sutil con Silvandro, noblemente platónico con Tirsis, tempestuoso y violento con Damón y Madonta, vehemente y enérgico con Criseida y Arimanto, brutalmente sexual con Valentiniano y Eudoxia, gracioso y cínico con los amores veleidosos é inconstantes de Hilas». No soy de los que dan grande importancia á esta psicología recreativa de las novelas, que suele ser una ingeniosa broma del crítico que las interpreta; pero valga lo que valiere, en ella parece que consiste el principal mérito de la Astrea. Las condiciones nativas del ingenio francés son muy adecuadas para esta fina y algo sofística labor de cortar un cabello en tres, y sin duda por ella es tan estimado D'Urfé, no obstante la pesadez de su obra y lo grotesco de su mascarada galo-clásica, en que los obispos se convierten en grandes druidas y las monjas en vestales ó druidesas. Montemayor es menos refinado, menos curtido en el análisis sentimental, menos escrutador de quintas esencias; sus pastores, aun siendo cortesanos disfrazados, conservan cierta sencillez en sus afectos; son menos pomposos y teatrales que los de D'Urfé, pero más poéticos. Las dos novelas se parecen en muchos detalles. El encuentro de Astrea con la falsa Alexis en el templo de la Buena Diosa recuerda el de Ismenia y Selvagia en el templo de Minerva, aunque el engaño no es el mismo[718].

[cdlxxvi]

La Fuente de la Verdad, situada en el parque del palacio de Isaura, tiene virtudes mágicas muy análogas á las del agua encantada de la sabia Felicia, cuyo papel desempeña en la Astrea el gran druida Adamas ó Adamanto, consultado por todos los pastores para el remedio de sus males. Seguramente encontrará muchas más imitaciones quien tenga valor para leer entera la obra francesa.

La influencia de Montemayor en la literatura francesa no terminó con las pastorales del siglo XVII. Este género sobrevivió á la parodia que hizo Carlos Sorel en Le Berger Extravagant (1639), una de tantas débiles imitaciones del Quijote; se prolongó en los idilios de Segrais, Mme. des Houlières y Fontenelle, y tuvo á fines del siglo XVIII un efímero renacimiento en la Galatea y la Estela del caballero Florián, novelas muy leídas y admiradas entonces en Francia y en la Suiza alemana, aunque no faltó quien se burlase ingeniosamente de ellas, echando de menos un lobo entre tantas ovejas y tantos corderos. La Galatea es un pobre compendio de la de Cervantes; la Estela, todavía más amanerada, está muy influida por la Diana, según el mismo Florián declara: «He meditado mucho á Montemayor, y confieso con agradecimiento que Estela le debe mucho. La Diana peca por la inverosimilitud de la fábula y la complicación de los episodios; tiene además el defecto capital de comenzar por la infidelidad no motivada de la heroína, y de emplear la magia para curar al héroe de su pasión. Pero el encanto del estilo compensa todo esto. Cada detalle, cada trozo de poesía tiene un carácter de terneza, de dulzura, de sensibilidad que atrae al lector y le hace derramar lágrimas, leyendo historias mal concebidas, imposibles y que no están enlazadas con el fondo de la novela. La Diana ofende muchas veces al buen gusto, pero el corazón goza casi siempre con su lectura. Se la debe leer, pero no traducir, porque la gracia no se traduce»[719]. ¡Qué fáciles tenían las lágrimas los filántropos del siglo XVIII, aunque de las de Florián hay que desconfiar algo, puesto que sabemos por las memorias de su tiempo que se entretenía en dar de palos á sus queridas! El falso sentimentalismo oculta á veces mucha dureza y sequedad de corazón. Ambas pastorales de Florián fueron traducidas al castellano, gustaron bastante y tuvieron algunos imitadores de poco nombre, entre ellos D. Cándido María Trigueros. Pero el tipo del hombre sensible era demasiado exótico para que aquí prevaleciese, y no creo que fuesen muchos los que acompañasen á Florián en el copioso llanto que le hacían derramar los infortunios de los pastores de égloga.

No es menos curiosa la acción de Montemayor sobre la literatura inglesa que sobre la francesa, con la circunstancia de haber sido más antigua. Con poca razón cuentan algunos entre las imitaciones de la Diana la Arcadia de Sir Felipe Sidney (1590), que por su título recuerda á Sannazaro y por su desarrollo es más bien un libro de caballerías que una verdadera pastoral. «Los héroes son todos príncipes ó hijos de reyes (dice un crítico reciente), y aunque sus aventuras tengan por teatro la fabulosa Arcadia, los pastores no son más que figuras decorativas, que sirven sólo para divertir á los príncipes con sus canciones y sacarlos del agua cuando se ahogan»[720]. Pero aquel simpático y gallardísimo representante del Renacimiento inglés, aquel poeta caballero, cuya vida y muerte nos hacen recordar involuntariamente á nuestro Garci Laso, leía con delicia la [cdlxxvii]Diana de Montemayor y tradujo algunos de sus versos. Ya en 1563 habían aparecido entre las obras poéticas de Bernabé Googe dos églogas (la 5.ª y la 7.ª), que son adaptaciones en verso de dos largos trozos de la Diana: la historia de Felismena en el libro II y la escena entre los pastores Silvano, Sireno y Selvagia en el primero[721]. Sidney, por su parte, vertió las octavas de Silvano y la canción de Diana, que están al principio de la obra de Montemayor[722]. Bartolomé Yong terminó en 1583 la traducción completa de las tres Dianas de Montemayor, Alonso Pérez y Gil Polo, pero no la publicó hasta 1598[723]. El grande éxito que tuvo esta versión fidelísima hizo que se quedase inédita otra del teólogo de Oxford Tomás Wilcox, dedicada en aquel mismo año al conde de Southampton. Wilcox se había limitado á la Diana primitiva[724].

Pero el mayor triunfo de Montemayor en Inglaterra consiste en haber sugerido á Shakespeare el argumento de una de sus obras dramáticas[725]. Dos veces aparece en su teatro la historia de la dama que sirve á su amante disfrazada de paje. En la primera de estas comedias, la Duodécima Noche (The Twelfth Night), Shakespeare sigue á Bandello en el cuento de Nicuola y Paulo. Pero en la segunda, Los dos hidalgos de Verona, no imita á Bandello, sino á Montemayor, en todo aquello en que se separa de Bandello. Los personajes pertenecen á la misma categoría social: Proteo es enviado por su padre á la corte como D. Félix para adquirir conocimiento del mundo. Felismena y Julia se ven abandonadas de la misma suerte, y se disfrazan en análogas condiciones. Una y otra descubren á su infiel amante cuando estaba dando una serenata debajo de las ventanas de su nuevo amor; en uno y otro caso es un mesonero quien las hace reparar en la música. La coincidencia en tan pequeños detalles no puede ser fortuita, y por eso varios comentadores ingleses, tales como Mr. Lenox y el Dr. Farmer, opinan que la historia de Proteo y Julia está tomada de la de D. Félix y Felismena[726]. No es argumento en contra el que Shakespeare no supiese castellano, ni el que su comedia sea anterior á la Diana de Bartolomé Yong, porque precisamente ese episodio había sido puesto en verso inglés muchos años antes por Googe, y había servido de argumento á una [cdlxxviii]pieza dramática, hoy perdida, History of Felix and Philomena, que se representó en Greenwich en 3 de enero de 1585, y fué probablemente la que Shakespeare imitó ó refundió[727].

En Alemania no encontramos traducciones de la Diana hasta el siglo XVII: una por Hans Ludwig Kuffstein, impresa en Nuremberg en 1610; otra por Harsdörfer en 1646; en esta última se añade la continuación de Gil Polo. Una y otra fueron reimpresas varias veces[728]; pero no parece que suscitasen ningún imitador de cuenta, aunque el célebre poeta de Silesia Martín Opitz se inspiró alguna vez en los versos de Gil Polo. La pastoral no tiene importancia en la literatura alemana antes del suizo Gessner, que á fines del siglo XVIII renovó el género con cierta originalidad y más sentimiento de la naturaleza que sus predecesores.

Libro tan célebre entre los extraños como la Diana de Montemayor no podía menos de suscitar imitaciones entre los propios. Las tuvo, en efecto, y numerosas, empezando por las continuaciones que de la misma Diana hicieron con muy desigual fortuna tres diversos autores, sin contar con otro cuya obra se ha perdido ni con el fraile que la parodió á lo divino. En 1564 aparecieron simultáneamente, y como en competencia, la Segunda Parte de la Diana de Alonso Pérez, médico salmantino, y la Diana Enamorada, de Gaspar Gil Polo.

Pocas palabras bastarán respecto de la primera. El médico Pérez había sido amigo de Montemayor, y aun recibido sus confidencias literarias, y por esto y por lo mucho que le admiraba se creía en mejor disposición que nadie para continuar sus obras: «Empero como tan célebre varón nos falte, parecióme que ninguno mejor que yo podria en sus obras succeder. Y esto no por mi suficiencia (vaya fuera toda arrogancia), mas por la mucha afficion que a su escriptura con justa causa siempre he tenido... Desengañese quien pensare ygualarsele en facilidad de composicion, dulçura en el verso y equivocacion en los vocablos... Antes que d'España se fuesse Montemayor, no se desdeñó comunicar comigo el intento que para hazer segunda parte a su Diana tenia: y entre otras cosas que me dixo fue que avia de casar a Sireno con Diana enviudando de Delio. Como yo le dixesse que casandola con Sireno con quien ella tanto desseava, si avia de guardar su honestidad, como avia començado, era en algun modo cerrar las puertas para no poder mas de ella escrevir, y que mi parecer era que la hiziesse viuda y reqüestada de algunos pastores juntamente con Sireno, le agradó y propuso hazerlo. De manera que el conseio que a él di, he yo tomado para mi. Assi que a quien esta leyere, no le deve pessar porque Diana enviude, y por agora no se case, siendo de algunos benemeritos pastores en competencia requerida, pues queda agradable materia levantada para terzera parte que saldra presto a luz, si Dios fuere servido».

Dios no fué servido de que la tercera parte saliera á luz, y nada perdieron las letras castellanas con ello. Si Jorge de Montemayor era un ingenio ameno y delicado, aunque desprovisto de cultura clásica, única que entonces se estimaba, su continuador era un pedante que quiso verter en su novela toda la indigesta erudición que en sus lecturas [cdlxxix]había granjeado. De ello hace alarde en el prólogo: «De una cosa quiero que vayas advertido, que casi en toda esta obra no hay narracion ni platica, no sólo en verso, mas aun en prosa, que a pedaços de la flor de Latinos y Italianos hurtado y imitado no sea, y pienso por ello no ser digno de reprehension, pues ellos lo mesmo de los Griegos hicieron».

Basta, con efecto, la más somera inspección del libro, porque leerle entero es casi imposible, para ver que Sannazaro en la Arcadia y Ovidio en las Metamorfoses y aun en los Fastos han sido los autores principalmente saqueados. Del segundo proceden la fábula en verso de Apolo y Dafne (libro segundo), las noticias sobre el culto de Pan y la figura del gigante Gorforostro, enamorado de Stela, que es un trasunto del cíclope Polifemo, enamorado de Galatea. Su canto en octavas reales (libro quinto), imitado de Ovidio y no de Teócrito, es lo más tolerable que se encuentra en la parte poética de esta segunda Diana. En toda ella se nota la misma intemperancia seudoerudita. La descripción del cayado del pastor Delicio es un curso entero de mitología. El interés de la fábula se pierde enteramente en estos ocho farraginosos libros, donde apenas intervienen Diana ni Sireno ni la mayor parte de los personajes que hemos conocido en la primera parte y que han llegado á interesarnos con sus aventuras. Otros de ningún interés y de revesados nombres ocupan la escena con sus prolijas y disparatadas aventuras. Parisiles (que acaso sugirió á Cervantes el nombre de Persiles), Gorforostro, Sagastes y su hermana Dardanea, Martandro, Placindo, Disteo, descendiente del dios Eolo, Partenio y Delicio, que andan por el mundo buscando á sus padres, nos abruman con sus interminables narraciones, escritas en una prosa mazorral y pedestre, y con sus versos casi siempre duros, cuando no inarmónicos y bárbaros, tela vil en que están groseramente zurcidos los retazos de púrpura que el autor roba á sus modelos latinos é italianos. Por supuesto no faltan los encantos de la sabia Felicia, mejorados en tercio y quinto; pero á pesar de ellos nada se desenlaza, casi todas las historias quedan interrumpidas y sueltos todos los cabos para la tercera parte. Razón de sobra tuvo el cura del Quijote cuando ordenó que la Diana del Salmantino fuese á acompañar y acrecentar el número de los libros condenados al corral. La novela de Alonso Pérez fué un caso de industria literaria, que prueba el prestigio de un título célebre. Á la sombra de la Diana de Montemayor fué impresa una porción de veces, y traducida al francés, al inglés y al alemán: tal era el empeño con que entonces se recogían hasta las migajas de nuestra literatura[729].

Ya en su prólogo indicaba Alonso Pérez que había acelerado la terminación de su libro por temor de que saliera otra segunda parte primero que la suya. Esta segunda parte no era otra que la pura, la exquisita obra de arte que lleva el título de Diana Enamorada y cuyo autor fué el poeta valenciano Gaspar Gil Polo.

Muy escasas son las noticias que tenemos de este preclaro ingenio. Los primeros bibliógrafos valencianos Rodríguez y Ximeno, y aun el mismo Cerdá y Rico en el prólogo de su edición, aunque luego lo enmendó en un apéndice, le confundieron con un [cdlxxx]jurisconsulto del mismo nombre y apellido, autor de varios libros de su profesión, como los titulados Schola juris (1592), Recitaciones Scholasticæ, De Studio Juris (1610), De origine et progressu Juris Romani (1615). Pero el erudito D. Francisco Xavier Burrull[730], y después de él Fuster[731], probaron de un modo convincente que este Micer Gaspar Gil Polo, doctor en ambos derechos, sustituto de una cátedra de Leyes en la Universidad de Valencia, familiar del Santo Oficio de aquella ciudad en 4 de mayo de 1601, abogado del Brazo Real en las cortes de Monzón en 1626, era hijo del autor de la Diana, de quien sabemos que ejerció la profesión de notario desde 1571 á 1573, llegando más adelante á ocupar los importantes puestos de asesor de la Baylía General y lugarteniente del Maestre Racional de la ciudad de Valencia y su reino, en el cual le sucedió un hijo suyo llamado Julián.

Distinguidos ambos homónimos, padre é hijo, resta todavía por averiguar si el primero es el mismo Gil Polo que figura como catedrático de Griego en la Universidad de Valencia desde 1566 hasta 28 de mayo de 1573. Muy verosímil parece á primera vista que lo fuese, porque las fechas coinciden, y el poeta era sin duda excelente humanista, pero la ausencia del primer nombre Gaspar hace algo incierta la conjetura, y por otra parte sabemos que precisamente en esos años estaba empleado en arduas tareas bien ajenas de la enseñanza, como que anduvo asistiendo á los comisarios de Felipe II en la visita general del reino. Tanta pericia y actividad mostró en este servicio, que el rey hizo muy honrosa conmemoración de sus méritos al conferirle, en 28 de agosto de 1572, el ya citado empleo de primer coadjutor del Maestre Racional ó contador mayor de la Regia Curia[732]. En 11 de diciembre de 1579 le concedió la especial gracia de que pudiera renunciar dicho empleo en uno de sus hijos, con la condición de seguir desempeñándole mientras viviera. En 1580 le mandó pasar á Barcelona para el arreglo del Patrimonio Real, y en aquella ciudad le sorprendió la muerte en 1591.

En vida entregada á tan útiles pero prosaicas ocupaciones no hubieron de ser muchos los ocios literarios del poeta. Así es que, fuera de la Diana, fruto juvenil de su ingenio, no se citan de él más que dos sonetos en principios de libros: uno elogiando la Carolea de Jerónimo Sempere (1560); otro La Pasión de Nuestro Señor Jesucristo, trovada por D. Alonso Girón de Rebolledo (1563), y una canción con glosa, que publica Fuster, tomada de un manuscrito de la Biblioteca Mayansiana[733]. Otros versos hay, latinos y castellanos, de un Gil Polo, en las Fiestas de Valencia á la beatificación de San Luis Beltrán (1608) y en la canonización de San Raymundo de Peñafort (1602), pero es claro que tales poesías de circunstancias y de certamen no pueden pertenecer á nuestro [cdlxxxi]autor, que ya había muerto, y serán acaso del catedrático de Griego. Hasta son raras las alusiones á Gil Polo como poeta en las obras de sus contemporáneos. Timoneda es casi el único que le cita, sin ningún calificativo, en un romance del Sarao de Amor (1561), donde hace una especie de reseña de los poetas valencianos.

Cervantes, jugando con el apellido del autor, dijo que su Diana se guardase «como si fuera del mismo Apolo». La posteridad ha confirmado el fallo, y no sólo conserva la Diana Enamorada su prestigio tradicional, sino que es todavía una de las pocas novelas pastoriles que pueden leerse íntegras, no sólo sin fatiga, sino con verdadero deleite. No consiste su atractivo en los lances de la fábula: en este punto ni siquiera iguala á Montemayor, que no sólo tiene el mérito de inventor primero, sino el de haber conservado cierta unidad de acción en medio de los múltiples episodios, conduciéndolos á un común desenlace fácil é ingenioso. En Gil Polo se presentan muy desligados, y además son poco interesantes en sí mismos; ninguno de ellos vale lo que el de D. Félix y Felixmena. El de Marcelio, Alcida y Clenarda, que es el más extenso, recuerda las historias de naufragios y piratas, separaciones y reconocimientos, tan gratas á los novelistas bizantinos. La astucia del falso piloto Bartofano para robar á la hermosa Clenarda es puntualmente la misma que la del corsario Cherea en Leucipe y Clitofonte[734]. En cuanto al embrollo trágico de Ismenia, Fileno, Montano y Felisarda, ya advirtió el traductor latino Gaspar Barth que estaba tomado de Heliodoro. Es, en efecto, un episodio del libro I de la Historia Etiópica: Cnemon, hijo de Aristipo, se ve expuesto á cometer un parricidio involuntario, á causa de haber sido engañado por las malas artes de su vengativa y perversa madrastra Demeneta, cuyo incestuoso amor había rechazado. En toda esta narración Gil Polo no ha hecho más que cambiar los nombres.

Aparte de estos nuevos episodios, Gil Polo continúa la materia novelesca de Montemayor, valiéndose de un artificio ingenioso, pero que altera la concepción primitiva y el carácter de la protagonista. Gil Polo nos pinta á Diana enamorada de Sireno, como ya lo indica el título de su obra, y para que tal pasión no parezca ilícita, queda á poco tiempo libre de la celosa tiranía y áspera condición de su marido Delio, que muere súbitamente persiguiendo á la pastora Alcida. El agua de la sabia Felicia completa el remedio, no sólo de Diana y Sireno, sino de todos los demás personajes de Montemayor y de los que nuevamente se introducen en la fábula. Aquella portentosa panacea trueca las voluntades, disipa los errores y sospechas, aclara el misterio de todas las aventuras, proporciona los más felices reconocimientos, y la novela termina con el regocijo de las bodas de Sireno y Delia, de Silvano y Selvagia, de Montano ó Ismenia, de Arsileo y Belisa, si bien el autor promete todavía una tercera parte, donde, entre otras cosas, había de ponerse la historia de los portugueses Danteo y Duardo, «que aquí por algunos respetos no se escribe».

Tal es el pobrísimo cuadro novelesco de la Diana enamorada, que para Gil Polo no fué de seguro más que un pretexto que le permitió intercalar, entre elegantes y clásicas prosas, la colección de los versos líricos más selectos que hasta entonces hubiese compuesto. La excelencia de algunos de estos versos es tal, que han sobrevivido á la ruina [cdlxxxii]completa del género bucólico; son páginas imperecederas en la historia de la lírica española, y no solamente los doctos, sino aun las personas de mediana cultura, los niños mismos, que sólo han manejado las colecciones de Trozos escogidos, saben de memoria aquella gentilísima Canción de Nerea, que es acaso la más linda de todas las églogas piscatorias[735] que se han compuesto en el mundo desde que Teócrito inventó el género. Era Gil Polo poeta de exquisita cultura clásica; su libro abunda en felices imitaciones de los poetas antiguos, especialmente de Virgilio[736]; aun en la misma Canción de Nerea parece que hay reminiscencias de la égloga IX:

«Huc ades, o Galatea; quis est nam ludus in undis?
Hic ver purpureum; varios hic flumina circum
Fundit humus flores...
Huc ades: insani feriant sine litora fluctus...»

Ninfa hermosa, no te vea
Jugar con el mar horrendo...
Huye del mar, Galatea,
Como estás de Licio huyendo.
Ven conmigo al bosque ameno
Y al apacible sombrío
De olorosas flores lleno,
Do en el día más sereno
No es enojoso el estío...
Huye los soberbios mares,
Ven, verás cómo cantamos
Tan deleitosos cantares,
Que los más duros pesares
Suspendemos y engañamos...

[cdlxxxiii]

Y, sin embargo, ésta no es poesía artificial ni de escuela. El sentimiento de la antigüedad la penetra hondamente, la diáfana serenidad del paisaje es clásica de todo punto; pero ese paisaje es el de la costa de Valencia, que el poeta comprende y siente con filial cariño; y el mar, la atmósfera, el suelo de aquella deleitosa ribera parece que le arrullan de consuno, dando á su estilo una transparencia dorada y luminosa, una gracia muelle y ondulante, un ritmo tan ágil y al mismo tiempo tan espontáneo y dulce, una tan suave visión de los aspectos más risueños de la naturaleza levantina, que verdaderamente se sumerge el ánimo en una especie de éxtasis al manso y regalado son de aquellas quintillas, entre las cuales algunas llegan á la perfección de lo sencillo:

¡Qué pasatiempo mayor
Orilla el mar puede hallarse
Que escuchar el ruiseñor,
Coger la olorosa flor
Y en pura fuente bañarse!

Una combinación métrica de las más nacionales, pero que por su misma facilidad y soltura se presta al desaliño y á la insulsa verbosidad, quedó ennoblecida en estas quintillas de Gil Polo, que trabajó aquella materia blanda y esponjosa como trabajaban el barro los maestros de la cerámica antigua.

Tanto por las cualidades nativas de su ingenio tan fácil, ameno y gracioso, como por el amor á la tierra natal, Gil Polo es uno de los poetas más valencianos que han existido. No se harta de encarecer «la fertilidad del abundoso suelo, la amenidad de la siempre florida campaña, la belleza de los más encumbrados montes, los sombríos de las verdes sylvas, la suavidad de las claras fuentes, la melodía de las cantadoras aves, la frescura de los suaves vientos, la riqueza de los provechosos ganados, la hermosura de los poblados lugares, la blandura de las amigables gentes, la extrañeza de los sumptuosos templos y otras muchas cosas con que es aquella tierra celebrada». En este amor regional, que es el alma escondida del libro de Gil Polo, está inspirado el siguiente soneto, menos conocido de lo que merece:

Recoge á los que aflige el mar airado,
¡Oh, Valentino! ¡oh, venturoso suelo!
Donde jamás se cuaja el duro hielo
Ni da Febo el trabajo acostumbrado.
Dichoso el que seguro y sin recelo
De ser en fieras ondas anegado,
Goza de la belleza de tu prado
Y del favor de tu benigno cielo.
Con más fatiga el mar sulca la nave
Que el labrador cansado tus barbechos:
¡Oh, tierra! antes que el mar se ensoberbezca,
Recoge á los perdidos y deshechos,
Para que cuando en Turia yo me lave,
Estas malditas aguas aborrezca.

En este carácter local, en este valencianismo de Gil Polo, encuentro la mayor originalidad de su obra, que tiene algo de poema panegírico en que van entalladas las glorias de la que él llama «la más deleitosa tierra y la más abundante de todas maneras[cdlxxxiv] de placer de cuantas el sol con sus rayos escalienta». El río mismo, personificado al modo mitológico, el viejo Turia, que celebró Claudiano en el epitalamio de Serena: («Floribus et roseis formosus Turia ripis»), toma parte en esta apoteosis, tan propia del gusto del Renacimiento: «No mucho después vimos al viejo Turia salir de una profundísima cueva, en su mano una urna ó vaso muy grande y bien labrado, su cabeza coronada con hojas de roble y de laurel, los brazos vellosos, la barba limosa y encanescida[737], y sentándose en el suelo, reclinado sobre la urna, y derramando della abundancia de clarísimas aguas, levantando la ronca y congojada voz, cantó desta manera:

Regad el venturoso y fértil suelo,
Corrientes aguas, puras y abundosas,
Dad á las hierbas y árboles consuelo
Y frescas sostened flores y rosas;
Y ansí, con el favor del alto cielo,
Tendré yo mis riberas tan hermosas,
Que grande envidia habrán de mi corona
El Pado, el Mincio, el Ródano y Garona...»

El Canto de Turia (no del Turia), compuesto en octavas reales, no todas buenas, es un vaticinio de «los varones célebres y extraños», que en tiempos venideros habían de ilustrar sus márgenes: pontífices como Calixto y Alejandro, hombres de guerra como los Borjas y Moncadas, filósofos y humanistas como Vives, Honorato Juan y Núñez; poetas en gran número, comenzando por Ausias March, el más grande de todos. Hasta 54 son, salvo error, los nombres que conmemora Gil Polo, ilustres algunos, oscurísimos otros, siendo para todos uniforme y monótona la alabanza, principal escollo de este género de catálogos rimados. Ya D. Luis Zapata en su Carlo Famoso (canto XXXVIII) y Nicolás de Espinosa en su Segunda Parte de Orlando (canto XV) habían introducido los loores de algunos ingenios contemporáneos suyos, siguiendo en esto, como en lo demás, las huellas del Ariosto; pero pienso que la Canción de Orfeo de Montemayor fué la que verdaderamente sugirió á Gil Polo la idea del Canto de Turia, aunque el poeta portugués celebre á las damas y el valenciano á los escritores y poetas principalmente. Su poema sirvió desde luego de modelo al Canto de Caliope de Cervantes, que tanto admiraba á Gil Polo, y andando los tiempos tuvo la suerte de ser ilustrado con selecta y recóndita erudición por uno de los varones más doctos y beneméritos del siglo XVIII, D. Francisco Cerdá y Rico, de quien son las notas insertas en la edición de Sancha de 1778, aunque á ellas contribuyeron en gran manera los hermanos Mayans, [cdlxxxv]D. Gregorio y D. Juan Antonio, especialmente el segundo. Estas notas fueron un complemento utilísimo á las dos Bibliotecas Valencianas de Rodríguez y Ximeno, preparando el terreno para la de Fuster, y en un concepto todavía más general puede decirse que fueron el primer ensayo histórico sobre una parte de la poesía catalana, llamada entonces impropiamente lemosina. Todavía los catalanistas y valencianistas de nuestro tiempo han encontrado mucho que espigar en estas notas, y nunca se recurre á ellas sin provecho. Para la historia del humanismo español del siglo XVI encierran también curiosos documentos.

Pero no conviene dejar enterrada la Diana bajo el imponente aparato de su comentador, que casi triplicó su volumen. Por sí sola merece tener lectores, y los ha logrado siempre, no sólo en la tierra donde nació, sino entre todos los finos estimadores de la poesía castellana. Sólo en las pastorales de Lope de Vega y del obispo Valbuena se encontrarán versos que igualen ó superen á los de la Diana Enamorada; pero el gusto de Gil Polo es más seguro, menos empañado por las sombras de la afectación ó del desaliño. De todos nuestros poetas bucólicos es el más parecido á Garcilaso, en cuya lectura estaba tan empapado que le acontece copiar de él versos enteros, maquinalmente sin duda. La elegancia y cultura inafectada de Garcilaso, su delicadeza en la expresión de afectos, la limpieza y tersura de su dicción, la melodía pura y fácil de sus versos, han pasado felizmente al imitador, que á veces se confunde con él. Los ecos de la zampona de Sireno y de Arsileo no sonarían mal mezclados con los de Salicio y Nemoroso, con los de Tirreno y Alcino. Véanse algunas muestras:

Las mansas ovejuelas van huyendo
Los carniceros lobos, que pretenden
Sus carnes engordar con pasto ajeno.
Las benignas palomas se defienden
Y se recogen todas en oyendo
El bravo son del espantoso trueno...
......................................................
¿Viste jamás un rayo poderoso,
Cuyo furor el roble antiguo hiende?
Tan fuerte, tan terrible y riguroso
Es el ardor que l'alma triste enciende.
¿Viste el poder de un río poderoso
Que de un peñasco altísimo desciende?
Tan brava, tan soberbia y alterada
Diana me parece estando airada.
......................................................
¿Viste la nieve en haldas de una sierra
Con los solares rayos derretida?
Ansi deshecha y puesta por la tierra
Al rayo de mi estrella está mi vida.
¿Viste en alguna fiera y cruda guerra
Algún simple pastor puesto en huída?
Con no menos temor vivo cuitado
De mis ovejas propias olvidado...
......................................................

[cdlxxxvi]

Tauriso.

Juntó á la clara fuente
Sentada con su esposo
La pérfida Dïana estaba un día,
Y yo á mi mal presente
Tras un jaral umbroso,
Muriendo de dolor de lo que vía.
Él nada le decía,
Mas con mano grosera
Trabó la delicada
Á torno fabricada
Y estuvo un rato así que no debiera.
Y yo tal cosa viendo,
De ira mortal y fiera envidia ardiendo.

Berardo.

Un día al campo vino,
Aserenando el cielo,
La luz de perfectísimas mujeres,
Las hebras de oro fino
Cubiertas con un velo,
Prendido de dorados alfileres;
Mil juegos y placeres
Pasaba con su esposo,
Yo tras un mirto estaba,
Y vi que él alargaba
La mano al blanco velo, y el hermoso
Cabello quedó suelto,
Y yo de vello en triste miedo envuelto.

No se limitó Gil Polo á cultivar magistralmente casi todos los metros largos y cortos usados en su tiempo, casi todas las combinaciones sin excluir la rima percossa[738] y los tercetos esdrújulos acreditados por el ejemplo de Sannazaro[739], sino que fué un verdadero innovador métrico, que continuando la obra de Boscán y Garcilaso, intentó añadir nuevas cuerdas á la lira castellana. Dos tipos de estrofas líricas introdujo en nuestro Parnaso, dignas entrambas de haberle sobrevivido, aunque apenas han tenido imitadores. Una y otra son curiosas además porque prueban trato íntimo con literaturas poco conocidas ó ya olvidadas en España. Á la una llamó rimas provenzales, á la otra versos franceses. Es de presumir que por poetas provenzales entendiese los catalanes del último tiempo, únicos que es verosímil que hubiese leído; no creo, sin embargo, que abunde en ellos el tipo estrófico usado por dos veces en la Diana. Yo sólo recuerdo uno, no igual en el número de los versos, sí análogo por la combinación de endecasílabos y pentasílabos, en unos versos del notario barcelonés Antonio de Vallmanya, que obtuvo la joya en un certamen de 1457[740]. Los de Gil Polo son encantadores, y parecen nacidos para puestos en música:

[cdlxxxvii]

Cuando con mil colores devisado
Viene el verano en el ameno suelo,
El campo hermoso está, sereno el cielo,
Rico el pastor y próspero el ganado,
Filomena por árboles floridos
Da sus gemidos,
Hay fuentes bellas,
Y en torno dellas
Cantos suaves
De Ninfas y aves;
Mas si Elvinia de allí sus ojos parte,
Habrá continuo hibierno en toda parte.
Cuando el helado cierzo de hermosura
Despoja hierbas, árboles y flores,
El canto dejan ya los ruiseñores,
Y queda el yermo campo sin verdura,
Mil horas son más largas que los días
Las noches frías,
Espesa niebla
Con la tiniebla
Escura y triste
El aire viste;
Mas salga Elvinia al campo y por doquiera
Renovará la alegre primavera.
........................................................................
Si Delia en perseguir silvestres fieras,
Con muy castos cuidados ocupada
Va de su hermosa escuadra acompañada
Buscando sotos, campos y riberas;
Napeas y Hamadryadas hermosas,
Con frescas rosas
Le van delante,
Está triunfante
Con lo que tiene;
Pero si viene
Al bosque donde caza Elvinia mía,
Parecerá mejor su lozanía.
Y cuando aquellos miembros delicados
Se lavan en la fuente esclarescida,
Si allí Cintia estuviera, de corrida
Los ojos abajara avergozados,
Por que en la agua de aquella trasparente
Y clara fuente
El mármol fino y peregrino
Con beldad rara
Se figurara,
Y al atrevido Actéon, si la viera,
No en ciervo, pero en mármol convirtiera![741]

[cdlxxxviii]

Los que Gil Polo llama versos franceses son, como puede suponerse, alejandrinos, quizá los únicos que en todo el siglo XVI se compusieron en España, pero no dispuestos en la horrible forma de pareados, ni en el tetrástrofo monorrimo que nuestros poetas de clerecía usaban en los siglos medios, sino combinados con su hemistiquio, formando una estrofa de mucha amplitud y pompa lírica, que parece forjada sobre el modelo de alguna de las de Ronsard. En este metro compuso Gil Polo el epitalamio de Diana y Sireno, uno de los mejores trozos que hay en la Diana:

De flores matizadas se vista el verde prado,
Retumbe el hueco bosque de voces deleitosas,
Olor tengan más fino las coloradas rosas,
Floridos ramos mueva el viento sosegado.
[cdlxxxix] El río apresurado
Sus aguas acreciente,
Y pues tan libre queda la fatigada gente
Del congojoso llanto,
Moved, hermosas Ninfas, regocijado canto...
...........................................................
Casados venturosos, el poderoso cielo
Derrame en vuestros campos influjo favorable,
Y con dobladas crías en número admirable
Vuestros ganados crezcan cubriendo el ancho suelo.
No os dañe el crudo hielo
Los tiernos chivaticos,
Y tal cantidad de oro os haga á entrambos ricos,
Que no sepáis el cuánto.
Moved, hermosas Ninfas, regocijado canto...
...........................................................
Remeden vuestras voces las aves amorosas,
Los ventecicos suaves os hagan dulce fiesta,
Alégrese con veros el campo y la floresta,
Y os vengan á las manos las flores olorosas:
Los lirios y las rosas,
Jazmín y flor de Gnido,
La madreselva hermosa y el arrayán florido,
Narciso y amaranto.
Moved, hermosas Ninfas, regocijado canto...

El primor y lindeza de la mayor parte de las poesías contenidas en la Diana de Gil Polo han hecho que queden algo en la sombra los indisputables méritos de su prosa, muy culta, amena y limada, si bien no dejan de notarse en ella, lo mismo que en los versos, algunos giros y frases propios de la nativa lengua del autor y tal cual italianismo, que desdicen de la pureza con que generalmente escribió el castellano. Tales son las voces tempesta por tempestad y superbos por soberbios, alguna rima falsa por efecto de pronunciación valenciana:

Medres y crescas
En yerbas frescas,

y el extraño modismo tan mala vez por inmediatamente después dos veces repetido; pequeños lunares que sólo por curiosidad advertimos.

Á la circunstancia fortuita de haber salido á luz primero y de ir unida á la obra de Montemayor debió la detestable Diana del salmantino Pérez el honor inmerecido de tener en lo antiguo muchas más ediciones que la de Gil Polo. Llegan á nueve, sin embargo, las que de ésta registran los bibliógrafos, comenzando por la rarísima de Valencia, 1564[742]. Pero trocándose la fortuna en el siglo XVIII, la Diana del poeta valenciano fué [cdxc]mucho más leída, encomiada y reimpresa que la de Montemayor. Aun antes que Cerdá y Rico renovara espléndidamente en la memoria de los doctos el nombre de su conterráneo, corría en Inglaterra una elegante reimpresión de 1739, dedicada á una señora estudiosa de nuestra lengua[743]. Posteriormente, el texto de Cerdá ha sido reimpreso cuatro veces por lo menos[744], lo cual prueba la popularidad persistente del libro y el recreo que todavía proporciona su lectura. No como obra acéfala, sino formando cuerpo con las otras dos Dianas, fué traducida al francés por Gabriel Chappuis y Antonio de Vitray, al inglés por Bartolomé Yong, al alemán por Kuffstein y Harsdöfer. Todas estas versiones quedan indicadas al hablar de Montemayor.

Pero hay una especial de la Diana de Gil Polo, que tanto por la lengua en que fué escrita como por su rareza y particulares circunstancias, reclama más individual mención. Me refiero á la latina que publicó en Hannover, 1625, el docto y extravagante humanista alemán Gaspar Barth, en quien algunos han creído sin fundamento ver el prototipo del Licenciado Vidriera. Era Barth sumamente versado en nuestra literatura y fino estimador de ella, como lo mostró traduciendo y comentando prolijamente la Celestina con el título de Pornoboscodidascalus (1624). Á la traducción de la Diana de Gil Polo puso el rótulo de Erotodidascalus sive Nemoralium libri V[745], y en el prólogo hizo de ella el más caluroso elogio. «Es composición egregia (dice), y que si hubiese sido escrita en lengua latina ó griega hace muchos siglos, estaría hoy contada entre los poemas clásicos del amor. Hay en ella admirables sentencias, tomadas de la experiencia de la vida, y en esta parte juzgo que el autor arrebata la palma á todos los demás que han tratado de análoga materia. El argumento del libro nada tiene de torpe ó deshonesto: achaque de que suelen adolecer no pocos monumentos de los antiguos escritores. Las historias están limpiamente narradas, sin obscenidad alguna, y entretejidas con mucha gracia artificiosa y suave. No hay que buscar aquí alusiones y dichos picantes, ó más bien procaces y lascivos. Los versos parecen nacidos bajo el más favorable influjo de las Musas y de las Gracias, de tal modo que sin escrúpulo podemos oponer las invenciones de este autor á las de los más felices poetas»[746].

[cdxci]

El filólogo de Brandeburgo traduce con suma puntualidad el texto de Gil Polo, suprimiendo sólo el Canto de Turia, sobre el cual pone en castellano esta curiosa acotación: «El siguiente canto para [por] ser hecho á las alabanças de Varones muy señalados del Reyno de Valencia, cuyos nombres y virtuosas ationes no son conoscidas en otras tierras, no es traducido para [en] Latin, como los otros hasta á esse, tratantes cosas de Amores pastoriles y plazeres de Nymfas enamoradas, donde las ficiones tocan á todos los hombres sujetos al poder del valoroso Cupido y su madre la más renombrada Diosa de los Poetas».

Todo lo demás está vertido á la letra, la prosa en prosa, los versos en verso, procurando remedar la variedad métrica del original. Para que se juzgue de tan singular ensayo, copio en nota una parte de la Canción de Nerea, que, por ser tan conocido el texto español, se presta fácilmente al cotejo[747].

[cdxcii]

La moda de escribir continuaciones de la Diana no terminó con Alonso Pérez y Gil Polo. Hubo dos terceras Dianas, y una de ellas llegó á imprimirse. Fue su autor, ó más bien compilador desvergonzado, un tal Jerónimo de Tejeda, intérprete de lengua castellana en París. No he visto la edición de 1587, citada por los traductoreFuée Ticknor, pero sí otra de 1627, que existe en la Biblioteca Nacional entre los libros que fueron de Gayangos[748]. Á otro ejemplar de la misma se refiere el Dr. Hugo Rennert en su precioso opúsculo sobre la novela pastoril, donde ha desmenuzado el libro de Tejeda, mostrando que es un puro plagio[749]. Todas las poesías están tomadas de Gil Polo, á excepción de dos ó tres composiciones cortas. La prosa de los cuatro primeros libros tiene el mismo origen, con algunos cambios infelices y disparatados. En el quinto libro [cdxciii]zurce Tejeda la historia de Amaranto y Dorotea, imitada de la Diana de Alonso Pérez. En el sexto, Parisiles, personaje de la misma Diana, refiere la historia del Cid. Completan esta fastidiosísima rapsodia otros episodios de la leyenda nacional, tales como la historia de los Abencerrajes y el tributo de las cien doncellas. Tejeda manifiesta la ignorancia más supina hasta en el modo de copiar los versos ajenos. Era sin duda un aventurero famélico, que procuró remediar su laceria con el producto de esta piratería literaria.

Antes de él, un cierto Gabriel Hernández, vecino de Granada, había obtenido en 28 de enero de 1582 privilegio por diez años para imprimir una tercera parte de la Diana, fruto de su ingenio; pero tal impresión no llegó á verificarse, si bien consta que Hernández traspasó en quinientos reales su privilegio al librero Blas de Robles en 8 de agosto del mismo año. Debo esta noticia, hasta ahora enteramente desconocida, al docto investigador D. Cristóbal Pérez Pastor, que con tan peregrinos datos ha enriquecido nuestros anales literarios de los siglos XVI y XVII[750].

Ya hemos tenido ocasión de mencionar el rarísimo libro de la Clara Diana á lo divino, publicado en 1582 por el cisterciense Fr. Bartolomé Ponce, á quien debemos la noticia más positiva de la muerte de Montemayor. Las Dianas, que á los lectores de hoy parecen tan insulsas y candorosas, no satisfacían ni mucho menos los escrúpulos de los moralistas del siglo XVI. Malón de Chaide, por ejemplo, las incluía en la misma condenación que á los libros de caballerías: «¿Qué ha de hacer la doncellica que apenas sabe andar, y ya trae una Diana en la faldriquera? Si (como dijo el otro poeta) el vaso nuevo se empapa y conserva mucho tiempo el sabor del primer licor que en él se echase, siendo un niño y una niña vasos nuevos, y echando en ellos vino venenoso, ¿no es cosa clara que guardarán aquel sabor largo tiempo? Y ¿cómo cabrán allí el vino del Espíritu Santo y el de las viñas de Sodoma (que dijo allá Moisés)? ¿Cómo dirá Pater noster en las Horas la que acaba de sepultar á Piramo y Tisbe en Diana? ¿Cómo se recogerá á pensar en Dios un rato la que ha gastado muchos en Garcilaso? ¿Cómo? Y ¿honesto se llama el libro que enseña á decir una razón y responder á otra, y á saber por qué término se han de tratar los amores? Allí se aprenden las desenvolturas y las solturas y las bachillerías, y náceles un deseo de ser servidas y recuestadas, como lo fueron aquellas que han leído en estos sus Flos Sanctorum; y de ahí vienen á ruines y torpes imaginaciones, y destas á los conciertos ó desconciertos, con que se pierden á sí y afrentan las casas de sus padres y les dan desventurada vejez; y la merecen los malos padres y las infames madres que no supieron criar sus hijas, ni fueron para quemalles estos libros en las manos. Los Cantares que hizo Salomón más honestos son que sus Dianas: el Espíritu Santo los amparó; el más sabio de los hombres los escribió; entre esposo y esposa son las razones; todo lo que hay alli es casto, limpio, santo, divino y celestial y lleno de misterios; y con todo eso, no daban licencia los hebreos á los mozos para que los leyesen hasta que fuesen de más madura edad. Pues ¿qué hicieran de los que son faltos de tantas circunstancias de abonos como tienen los Cantares en su favor? Esto es para desengañar á los que se toman licencia de leer en tales libros con decir que son honestos»[751].

[cdxciv]

El P. Ponce, que sin duda pensaba lo mismo que el elocuente y pintoresco autor de La Conversión de la Magdalena, pero al propio tiempo admiraba sobremanera el talento poético de Jorge de Montemayor, quiso buscar antídoto al veneno de la amorosa pasión, valiéndose del medio de parodiar en sentido místico la obra de su adversario y aplicar á los loores de la Santísima Virgen los encarecimientos que hace aquél de la belleza profana. Siguió, pues, el mismo rumbo que los autores de libros de Caballería celestial, el mismo que Sebastián de Córdoba en su Boscán y Garcilaso á lo divino (1575) ó D. Juan de Andosilla Larramendi en el extraño centón á que dió el título de Cristo Nuestro Señor en la Cruz hallado en los versos de Garcilaso (1628). Pero no empeñándose como éstos en la tarea absurda de seguir paso á paso y verso por verso la obra que parodiaba, hizo de la Clara Diana un libro no enteramente despreciable, á lo menos por la pureza y abundancia de su prosa. Los versos valen poco[752].

De las novelas pastoriles posteriores á Montemayor y Gil Polo, la primera en orden cronológico es la del soldado sardo Antonio de Lofrasso, que lleva por título Los diez libros de la fortuna de amor, obra de las más raras y de las más absurdas de nuestra literatura que salió de las prensas de Barcelona en 1573[753]. Su principal celebridad la debe á estas palabras del cura en el donoso escrutinio de los libros de Don Quijote:

[cdxcv]

«Por las órdenes que recebí... que desde que Apolo fué Apolo, y las Musas Musas, y los poetas poetas, tan gracioso ni tan disparatado libro como ese no se ha compuesto, y que por su camino es el mejor y el más único de cuantos deste género han salido á la luz del mundo, y el que no le ha leído puede hacer cuenta que no ha leído jamás cosa de gusto; dádmele acá, compadre, que precio más haberle hallado que si me diesen una sotana de raja de Florencia; púsole aparte con grandíssimo gusto»[754].

Buen chasco se llevaría el que fiándose de esta burlesca recomendación se enfrascase en la lectura del libro de Lofrasso, donde si bien aparece lo disparatado por cualquier parte que se le abra, es imposible tropezar con lo gracioso por ninguna. Se conoce que Cervantes, con el alma cándida y buena que suelen tener los hombres verdaderamente grandes, sentía cierto infantil regocijo con la lectura de disparates que á un lector vulgar hubieran infundido tedio. Porque Lofrasso merece con toda justicia los calificativos de «poeta inculto y memo» que le da Pellicer, no sólo por lo rudo de su invención y la rusticidad de sus versos, sino por infringir á cada momento en ellos las reglas más elementales de la prosodia, de tal modo que apenas hay ninguno que lo sea, ó por sobra ó por falta de sílabas, ó por no tener la acentuación debida[755]. Además, el lenguaje está plagado de solecismos, que delatan el origen extranjero y la corta educación del autor. La prosa puede presentarse como un dechado de pesadez, siendo Lofrasso tan inhábil en la construcción de los períodos que más de una vez le acontece escribir [cdxcvi]de seguido cinco ó seis páginas sin un solo punto final[756]. Del argumento de la obra no se hable, porque realmente no existe.

Increíble parece que obra tan necia é impertinente obtuviera en Inglaterra, á mediados del siglo XVIII, los honores de una edición ilustrada y lujosa[757]. Tuvo la extravagancia de hacerla un judío de origen español, Pedro de Pineda, intérprete ó maestro de lengua castellana, conocido por su diccionario inglés-español y por haber corregido con bastante esmero el texto de la famosa edición del Quijote hecha en Londres en 1738 bajo los auspicios de lord Carteret. Pineda, tomando al parecer por lo serio las palabras del cura, buscó afanoso el libro de Lofrasso, tan raro ya en aquella fecha, que compara su hallazgo con el de la piedra filosofal, y ora fuese por ignorancia y falta de gusto, ora por explotar la codicia bibliománica, no dudó en estamparle de nuevo, con láminas bastante bien grabadas, aunque de tan ridícula composición como el texto. Á sus ojos no podía menos de ser producción muy apreciable por su «bondad, elegancia y agudeza», la que había encomiado el «águila de la lengua española Miguel de Cervantes». Sin duda no había tropezado nunca Pineda con el Viaje del Parnaso, en que Cervantes, tan indulgente de continuo, se encarniza más que con ningún otro poeta con el desventurado Lofrasso:

Miren si puede en la galera hallarse
Algún poeta desdichado, acaso,
Que á las fieras gargantas puede darse.
Buscáronle, y hallaron á Lofraso,
Poeta militar, sardo, que estaba
Desmayado á un rincón, marchito y laso.
Que á sus diez libros de fortuna andaba
Añadiendo otros diez, y el tiempo escoge
Que más desocupado se mostraba.
Gritó la chusma toda:—«Al mar se arroje.
Vaya Lofraso al mar sin resistencia».
—«Par Dios, dijo Mercurio, que me enoje.
«¿Cómo, y no será cargo de conciencia
Y grande echar al mar tanta poesía,
Puesto que aquí nos hunda su inclemencia?
«Viva Lofraso, en tanto que dé al día
Apolo luz, y en tanto que los hombres
Tengan discreta, alegre fantasía.
[cdxcvii] «Tocante á ti (oh, Lofraso) los renombres
Y epítetos de agudo y de sincero,
Y gusto que mi cómitre te nombres».
Esto dijo Mercurio al caballero,
El cual en la crujía en pie se puso,
Con un rebenque despiadado y fiero.
Creo que de sus versos le compuso,
Y no sé cómo fué, que en un momento
(O ya el cielo ó Lofraso lo dispuso)
Salimos del estrecho á salvamento,
Sin arrojar al mar poeta alguno
(Tanto del sardo fue el merecimiento).

Así en el capítulo III, y luego en el VII, vuelve á la carga contra Lofrasso, contándole en el número de los que desertaron de las banderas del divino Apolo para unirse al ejército enemigo:

Tú, sardo militar Lofraso, fuiste
Uno de aquellos bárbaros corrientes
Que del contrario el número creciste.

Pero como no hay libro tan malo que no contenga alguna cosa útil, hay en el de este bárbaro grafómano algunas curiosidades filológicas é históricas que el erudito no debe desdeñar. Curiosa es la persona misma del autor, español á medias, nacido en una isla italiana, donde la soberanía de nuestra lengua, aun en el uso oficial, llegó á arraigarse de tal suerte, que sobrevivió á nuestra dominación política, y todavía se conservaba muy entrado el siglo XVIII[758]. Lofrasso escribió en castellano como otros muchos compatriotas suyos, por ejemplo, el poeta Litala y Castelví y el Marqués de San Felipe, historiador de la guerra de Sucesión. Pero su lengua nativa no era ésta, ni tampoco el dialecto de la isla, sino el catalán, que entonces como ahora se hablaba en la ciudad de Alguer, de donde era hijo. Su libro contiene dos poesías en dialecto sardo[759] y una sola [cdxcviii]en catalán[760]; pero en la misma lengua está también el acróstico que forman las iniciales de los cincuenta y seis tercetos del Testamento de amor, en esta forma: «Antony de Lofraso sart de Lalguer me feyct estant en Barselona en lany myl y sincasents setanta y dos per dar fy al present libre de Fortuna de Amor compost per servycy del ylustre y my señor Conte de Quirra».

Á semejanza de los demás autores de novelas pastorales que gustaron de dejar en ellas algún recuerdo de su tierra natal ó de las extrañas en que habían amado y cantado, Lofrasso encabeza su libro con una curiosa descripción de la isla de Cerdeña, extendiéndose en la ponderación de sus minas y de sus pesquerías de coral[761], y dedica mucho más espacio, á la relación de su viaje á Barcelona, á donde llegó como náufrago y donde vivió como poeta mendicante, fatigando con dedicatorias á todos los magnates catalanes. Esta parte del libro vale la pena de leerse despacio, y es una fuente que me atrevo á indicar á los eruditos del Principado. Allí encontrarán un catálogo encomiástico de cincuenta damas de Barcelona, con sus nombres y apellidos; descripciones minuciosas de la Aduana, de la Lonja y del palacio del comendador mayor de Castilla D. Luis de Zúñiga y Requesens; interesantes noticias de su hija doña Mencía, y el proceso sumamente detallado de unas justas reales, en que tomaron parte cincuenta caballeros barceloneses, para no ser menos en número que las damas. El estilo de Lofrasso, que nunca es bueno, parece más tolerable en esta prosa de gaceta, y como no puede dudarse que todas estas páginas son historia pura, tienen un interés retrospectivo muy [cdxcix]grande. Quien busque estos trozos hará bien en pasar de largo por «los honestos y apacibles amores del pastor Frexano y de la hermosa pastora Fortuna» y por «la sabrosa historia de D. Floricio y de la pastora Argentina».

De muy diverso temple es la novela pastoril que siguió á ésta: El pastor de Fílida de Luis Gálvez de Montalvo (1582), una de las pastorales mejor escritas, aunque por ventura la menos bucólica de todas. «No es este pastor sino muy discreto cortesano; guárdese como joya preciosa». En estas palabras de Cervantes va implícita la principal censura, así como el mayor elogio del libro. El mismo Gálvez Montalvo se había adelantado á ella en uno de sus proemios: «Posible cosa será que mientras yo canto las amorosas églogas que sobre las aguas del Tajo resonaron, algún curioso me pregunte: Entre estos amores y desdenes, lágrimas y canciones, ¿cómo por montes y prados tan poco balan cabras, ladran perros, aullan lobos? ¿Dónde pacen las ovejas? ¿Á qué hora se ordeñan? ¿Quién les mata la roña? ¿Cómo se regalan las paridas? Y finalmente, todas las demás importancias del ganado. Á esso digo, que aunque todos se incluyen en el nombre pastoral, los rabadanes tenían mayorales, los mayorales pastores y los pastores zagales, que bastantemente los descuidaban»[762].

Nada menos pastoril, en efecto, que la vida y ejercicios del pastor de Fílida y de sus amigos, que son con ligero disfraz Gálvez Montalvo y los suyos. Nació este buen ingenio en la ciudad de Guadalajara, aunque su familia procedía de las riberas del Adaja, probablemente de la villa de Arévalo, donde es antiguo y noble su apellido, cuyas armas son puntualmente las mismas que él describe por boca del pastor Siralvo: «Tú sabes, que yo no soy natural desta ribera (la del Tajo). Mis bisabuelos en la de Adaxa apacentaron, y allí hallaron y dejaron claras y antiquísimas insignias de su nombre, só las alas de una águila de plata, sobre color de cielo, que es de inmemorial blasón suyo. Mis abuelos y padres, trasladados al Henares, me criaron en su ribera». Acaso se refiere á él la partida bautismal de un Luis, hijo de Marcos de Montalvo y de su mujer Francisca, nacido en febrero de 1549, según consta en los libros parroquiales de Santa María de Guadalajara[763]. El padre de Siralvo, que en la novela está designado con el nombre de Montano, era «mayoral del generoso rabadán Coriano», es decir, administrador ó cosa tal del Marqués de Coria. Su hijo Luis, cuya educación debió de ser esmeradísima, á juzgar por la refinada cultura y cortesanía que sus escritos revelan, vivió también en la casa y servicio de un magnate alcarreño, D. Enrique de Mendoza y Aragón, con título de su gentilhombre. Este es el Mendino de la novela, «quinto nieto del gran pastor de Santillana» (es decir, de D. Iñigo López de Mendoza), como en ella misma se expresa, nieto del cuarto Duque del Infantado, llamado también don Iñigo, é hijo de D. Diego Hurtado de Mendoza, Conde de Saldaña, casado con doña Isabel de Aragón, hija del Duque de Segorbe D. Enrique, á quien llamaron el infante Fortuna. Era tradición no interrumpida en la casa de Mendoza honrar á las letras y á sus cultivadores, y acaso por méritos literarios logró Montalvo su puesto de honrosa domesticidad, que era bastante distinguido según las ideas de aquel tiempo, y además [d]sumamente descansado, á lo que se infiere de su carta dedicatoria: «Entre los venturosos que á V. S. conocen y tratan, he sido yo uno, y estimo que de los más, porque deseando servir á V. S. se cumplió mi deseo, y así dejé mi casa y otras muy señaladas dó fui rogado que viviese, y vine á ésta, donde holgaré de morir, y donde mi mayor trabajo es estar ocioso, contento y honrado, como criado de V. S. Y así, á ratos entretenido en mi antiguo ejercicio de la divina alteza de la poesía, donde son tantos los llamados y tan pocos los escogidos, he compuesto El Pastor de Fílida, libro humilde y pequeño»[764].

Este libro contiene, á vueltas de otros muchos episodios, la historia anovelada de los amores del autor con la pastora Fílida y de los de su Mecenas con Elisa. El nombre pastoril adoptado por Luis Gálvez fué Siralvo, el cual habla de sí mismo con más satisfacción que modestia por boca de la pastora Finea: «Yo te diré lo que hace Siralvo, forastero pastor que aquí habita. Yo compré ovejas y cabras, conforme á mi poco caudal, y con pocos zagales las apaciento. Siralvo, aunque pudo hacer otro tanto, gustó de entrar á soldada con el rabadán Mendino, por poder mudar lugar, cuando gusto ó comodidad le viniese, sin tener cosa que se lo estorbase.—¿Quién es ese Siralvo? dijo Alfeo.—Es un noble pastor (dijo Finea) de tu misma edad, honesto y de llanísimo trato; amado generalmente de los pastores y pastoras de más y menos suerte, aunque hasta agora no se sabe de la suya más de lo que muestran sus respetos, que son buenos, y sus ejercicios de mucha virtud.—¿Cómo vería yo á Siralvo? dijo Alfeo.—Bien fácilmente, porque las cabañas de Mendino están muy cerca de aquí, y Siralvo por maravilla sale dellas, y más agora que está su rabadán ausente y él no podrá apartarse del ganado».

La acción de la novela no pasa en las orillas del Henares, sino en las del Tajo, y probablemente en la imperial ciudad de Toledo, donde fijó por algún tiempo su residencia D. Enrique de Mendoza. Así lo dan á entender estas palabras de enfática y lujosa retórica, con que la primera parte comienza: «Cuando de más apuestos y lucidos pastores florecía el Tajo, morada antigua de las sagradas Musas, vino á su celebrada ribera el caudaloso Mendino, nieto del gran rabadán Mendiano, con cuya llegada el claro río ensoberbeció sus corrientes; los altos montes de luz y gloria se vistieron; el fértil campo renovó su casi perdida hermosura, pues los pastores dél, incitados de [di]aquella sobrenatural virtud, de manera siguieron sus pisadas, que envidioso Ebro, confuso Tormes, Pisuerga y Gualdaquivir admirados, inclinaron sus cabezas, y las hinchadas urnas manaron con un silencio admirable. Solo el felice Tajo resonaba, y lo mejor de su son era Mendino, cuya ausencia sintió de suerte Henares, su nativo río, que con sus ojos acrecentó tributo á las arenas de oro. Bien le fué menester al gallardo pastor, para no sentir la ausencia de su carísimo hermano, hallar en esta ribera al gentil Castalio su primo, al caudaloso Cardenio, al galán Coridón, con otros muchos valerosos pastores y rabadanes, deudos y amigos de los suyos, con quien pasaba dulce y agradable vida Mendino, en quien todos hallaban tan cumplida satisfacción, que como olvidados de sus propias cabañas, sitios y albergues, los de Mendino estaban siempre acompañados de la mayor nobleza de la pastoría; de allí salían á los continuos juegos, y allí volvían por los debidos premios; allí se componían las perdidas amistades, y por allí pasaban los bienes y males de amor, cuales pesada, cuales ligeramente».

Allí comenzaron los amores de Siralvo con la que llama Fílida. No era aquella su primera pasión: ya en las riberas del Henares había puesto los ojos en una principal señora, á quien llama Albana, y que por ventura tendría algún parentesco con la casa de Alba: «Sólo esto me descontenta de Siralvo (dice la pastora), ser tan demasiado altanero: en el Henares á Albana, en el Tajo á Fílida; á otra vez que se enamore será de Juno ó Venus.—Amigo es de mejorarse (dijo Dinarda), que aunque Albana no es de menos suerte, y de más hacienda, Fílida es muy aventajada en hermosura y discreción» (pág. 153).

¿Sería esta Albana por ventura la «hermosa y discreta Albanisa, viuda del próspero Mendineo, hija del rabadán Coriano, que en la ribera del Henares vivía, y allí, desde las antiguas cabañas de su padre, apacentaba, en la fértil ribera, mil vacas, diez mil ovejas criaderas y otras tantas cabras en el monte?» (pág. 24). Con esta señora vino á casar en segundas nupcias, si no interpreto mal el texto de El Pastor, un caballero toledano del apellido Padilla, «el sospechoso Padileo», competidor de Mendino en los amores de Elisa: y quizá fué ésta la ocasión de que Siralvo dirigiese á otra parte sus altivos pensamientos, que no eran de humilde pastor, sino de muy alentado caballero.

Era Fílida doncella de nobilísimo linaje, parienta de un gran señor andaluz (el rabadán Vandalio), del cual y de sus pastores andaba recatándose Siralvo, sin duda porque se oponían á tan desiguales amores. No sabemos cuánto duró este honesto galanteo, ó más bien pasión platónica, cuya pureza tanto se encarece en el libro: «¡Quién viera á Siralvo ardiendo en su castísimo amor, donde jamás sintió brizna de humano deseo!» (pág. 228). Ni siquiera llegaba su presunción hasta el punto de creerse favorecido (pág. 136):—«Y dime (dijo Alfeo), ¿estima tu voluntad?—No soy (dijo Siralvo) tan desvanecido, que quiera tanto como eso; basta que no se ofenda de que la ame, para morir contento por su amor... Yo la amo sobre todas las riquezas que Dios ha criado, y ella sabe dónde llega mi amor, y no fuera Fílida quien es si despreciara esta obra fabricada de su mismo poder... Digo que no le pido á Fílida que me ame, pero que vivo contentísimo con que no se disguste de mi amor».

Era Fílida de tanta discreción como hermosura, y de mucha entereza y constancia en sus afectos; recibió con buen talante las poéticas ofrendas del humilde amador, y por no acceder á un matrimonio que los de su casa le proponían, acomodado á su condición,[dii] pero no á su gusto, «dejó los bienes, negó los deudos y despreció la libertad; consagróse á la casta Diana, y llevóse tras sí á los montes la riqueza y hermosura de los campos» (pág. 218); lo cual, traducido del estilo bucólico al corriente, quiere decir, si no me engaño, que se encerró por más ó menos tiempo en un monasterio. Á esta voluntaria reclusión, que no creemos que llegase á ser profesión religiosa, aluden estos tercetos de una elegía de Montalvo (pág. 273):

Dejando aparte agora el ser nacida
Sobre las ilustrísimas llamada
Y entre las más honestas escogida,
Y con ser de fortuna acompañada,
Porque Himeneo al gusto te ofendía,
Quisistes ser á Delia dedicada...

Y, en efecto, en el libro ó parte sexta del Pastor encontramos á Fílida en el templo de Diana, si bien el aparato mitológico impide hacerse cargo de la verdadera situación de la heroína, que allí aparece recibiendo visitas de los zagales, entre ellos el mismo Siralvo, y tañendo la lira y cantando coplas de su propia invención y raro ingenio. Todo esto indica que los obstáculos que se presentaban al amador no eran insuperables, y lo confirman estos versos de la ya citada elegía:

Mil continuos estorbos ya los veo,
Y otros más de creer dificultosos,
Por mi corta ventura más los creo:
Ojos abiertos, pechos enconosos,
Tu gran beldad, mis ricas intenciones.
Cercadas de legiones de envidiosos.
Bien imagino yo que si te pones
A querer tropellar dificultades,
Irás segura en carros de leones...
............................................................
Y bien sé yo que en mi rudeza hallas
Ingenio soberano para amarte,
Y sabes que te escucho aun cuando callas...

Todo el libro de Montalvo está lleno de encarecimientos de las raras prendas de Fílida, y no sólo de su hermosura, sino de su carácter, que era al parecer resuelto y varonil. «Tiene una falta (dijo Florela): que no es discreta, á lo menos como las otras mujeres, porque su entendimiento es de varón muy maduro y muy probado; aquella profundidad en las virtudes y en las artes; aquella constancia de pecho á las dos caras de la fortuna... Ámala, Siralvo, y ámela el mundo, que no hay en él cosa tan puesta en razón» (pág. 121).

El lusitano Coelio (que será sin duda Alonso Sánchez Coello, tenido aun en su tiempo por portugués, aunque lo era sólo de origen) había hecho el retrato de Fílida, que guardaba Siralvo en una cajuela de marfil. Para competir con él hizo otro en octavas reales, de elegante y gracioso amaneramiento, como puede juzgarse por estos rasgos, que sin duda recordaba Cervantes cuando llamó á Montalvo «único pintor de un retrato»:

[diii]

Sale la esposa de Titón bordando
De leche y sangre el ancho y limpio cielo,
Van por monte y por sierra matizando
Oro y aljófar, rosa y lirio el suelo,
Vuestra labor, mejillas imitando,
Que llenas de beldad y de consuelo,
Dicen las Gracias puestas á la mira:
«Dichosa el alma que por vos sospira».
............................................................
Jardín nevado, cuyo tierno fruto
Dos pomas son de plata no tocada,
Do las almas golosas á pie enjuto
Para nunca salir hallan entrada:
Que el crudo Amor, como hortelano astuto,
Allí se acoge y prende allí en celada...

(Pág. 125).

De estas y otras varias composiciones de Montalvo se infieren, como señas más personales de la dama, que tenía la cabellera negra y verdes los ojos:

Ricas madejas de inmortal tesoro,
Cadenas vivas, cuyos lazos bellos
No se preciaron de imitar al oro,
Porque apenas el oro es sombra dellos,
Luz y alegría que en tinieblas lloro,
Ebano fino, tales sois, cabellos...
Las finas perlas, el coral ardiente,
Con las dos celestiales esmeraldas...

(Pág. 272).

Ser verde el rayo de la lumbre vuestra...

(Pág. 123).

De estos ojos verdes[765] estaba locamente enamorado Siralvo. Los ha cantado en todos metros, de tal modo que bien se le puede llamar el poeta de los ojos. Lope de Vega, al elogiarle en el Laurel de Apolo, recuerda el principio de una de estas composiciones:

Ojos á gloria de mis ojos hechos,
Beldad inmensa en ojos abreviada...

(Pág. 99).

Pero más que estas octavas crespas y conceptuosas, me agradan dos fáciles y lindas canciones en el metro favorito de Gálvez Montalvo, en las viejas redondillas castellanas, que manejaba con tanto primor como Castillejo ó Gregorio Silvestre. Véase íntegra la primera, que es una graciosísima anacreóntica (pág. 285):

[div]

Filida, tus ojos bellos
El que se atreve á mirallos,
Muy más fácil que alaballos,
Le será morir por ellos.
Ante ellos calla el primor,
Ríndese la fortaleza,
Porque mata su belleza
Y ciega su resplandor.
Son ojos verdes rasgados,
En el revolver suaves,
Apacibles sobre graves,
Mañosos y descuidados.
Con ira ó con mansedumbre,
De suerte alegran el suelo,
Que fijados en el cielo
No diera el sol tanta lumbre.
Amor que suele ocupar
Todo cuanto el mundo encierra,
Señoreando la tierra,
Tiranizando la mar,
Para llevar más despojos,
Sin tener contradicción,
Hizo su casa y prisión
En esos hermosos ojos.
Allí canta, y dice: «Yo
Ciego fui, que no lo niego,
Pero venturoso ciego
Que tales ojos halló;
Que aunque es vuestra la vitoria,
En dárosla fui tan diestro,
Que siendo cautivo vuestro,
Sois mis ojos y mi gloria.
El tiempo que me juzgaban
Por ciego, quíselo ser,
Porque no era razón ver,
Si estos ojos me faltaban.
Será ahora con hallaros
Esta ley establecida:
Que lo pague con la vida
Quien se atreviere á miraros».
Y con esto, placentero,
Dice á su madre mil chistes:
«El arquillo que me distes,
Tomadle, que no le quiero,
Pues triunfo, siendo rendido,
De aquestas dos cejas bellas,
Haré yo dos arcos dellas,
Que al vuestro dejen corrido.
«Estas saetas que veis,
La de plomo y la dorada,
Como herencia renunciada,
Buscad á quien se las deis,
Porque yo de aquí adelante
Podré con estas pestañas
Atravesar las entrañas
Á mil pechos de diamante.
«Hielo que deja temblando,
Fuego que la nieve enciende,
Gracia que cautiva y prende,
Ira que mata rabiando,
Con otros mil señoríos
Y poderes que alcanzáis,
Vosotros me los prestáis,
Dulcísimos ojos míos».
Cuando de aquestos blasones
El niño Amor presumía,
Cielo y tierra parecía
Que aprobaban sus razones,
Y él, dos mil juegos haciendo,
Entre las luces serenas,
De su pecho á manos llenas,
Amores iba lloviendo.
Yo, que supe aventurarme
Á vellos y á conocer
No todo su merecer,
Mas lo que basta á matarme,
Tengo por muy llano agora
Lo que en la tierra se suena,
Que no hay amor ni hay cadena,
Mas hay tus ojos, señora.

El Pastor de Fílida, como la mayor parte de las novelas de su género, quedó incompleta, defraudando nuestra curiosidad en cuanto al término de estos amores, si bien el canónigo Mayans, que con tan raras noticias y curiosa sagacidad ilustró esta pastoral, creyó encontrarle en una epístola que López Maldonado, cuyo Cancionero fué[dv] impreso en 1586, dirigió á su amigo Montalvo[766], «con quien se quería casar una dama, á quien había servido muchos años»:

Pastor dichoso, cuyo llanto tierno
Ha tanto que se vierte en dura tierra,
Sin medida, sin tasa y sin gobierno,
Pues ya en tranquila paz vuelta la guerra
Miras que te robó tantos despojos,
Y en verde llano la fragosa sierra;
Reduce los cansados tristes ojos
Á mejor uso, pon silencio al llanto,
Pues que le ha puesto amor á tus enojos.
Ya aquel divino rostro, donde tanto
Rigor hallaste, y el airado pecho
Que en el tuyo causó dolor y espanto.
Atienden, con clemencia, á tu provecho,
Ya gozarás la bella y blanca mano
En ñudo conyugal de amor estrecho...
............................................................
Ya te dio del descanso alegre llave
Fílida, que entregada está y piadosa,
Que es cuanto bien Amor dar puede ó sabe...
............................................................
Y cantaré la gloria tan crecida
Con que Amor á sus gozos te levanta.
Por fe y por voluntad tan merecida...
............................................................
Goza, Pastor, el bien que te ha ofrecido
Aquella que tu mal ha restaurado,
Rico de amor y deleitoso nido.

Pero este matrimonio ¿llegó á efectuarse? El mismo López Maldonado tenía recelo de que su amigo no supiera aprovecharse de la ocasión feliz con que le brindaba la fortuna:

¡Oh mil y otras mil veces venturoso
Tú, que con esperanza alegre y cierta,
Verás en dulce puerto tu reposo!...
.............................................................
Mas mira que si acaso te detienes,
Quizás, á la inconstante y varia diosa
No la ternás propicia cual la tienes[767].

Acaso el enigma que envuelve la historia del Pastor de Fílida quedará descifrado antes de mucho. Un eminente literato andaluz, en quien corren parejas la erudición, el [dvi]sentimiento poético y la viva y despierta agudeza, cree con buenos fundamentos haber averiguado el nombre de la incógnita dama, y en un trabajo reciente nos adelanta la peregrina noticia de que por influjo de su deudo el rabadán Vandalio, que no es otro que el Uranio que sale á correr la sortija, vestida la piel entera de un oso (pág. 372), contrajo matrimonio en 1569 con aquel otro pastor muy flaco, que en la misma fiesta comparece «vestido de un largo sayo de buriel, en un rocín que casi se le veían los huesos», y en su compañía se ausentó de España[768]. Aunque esta fecha resulta muy anterior á la impresión del Pastor de Fílida, en el libro mismo hay indicios de que estaba escrito mucho antes, como lo estaría también la epístola de López Maldonado, si tal interpretación se comprueba, como deseamos y esperamos.

Cinco ediciones tuvo en pocos años El Pastor de Fílida, rivalizando con el éxito de la Galatea de Cervantes. Para los contemporáneos tenía el interés de una novela de clave. Aunque hoy no podamos identificar á muchos de los disfrazados pastores, la forma misma de sus nombres indica que se trata de personas reales. Además de Mendino, Siralvo y Coelio, no hay duda en cuanto al «celebrado Arciolo (D. Alonso de Ercilla), que con tan heroica vena canta del Arauco los famosos hechos y Vitorias», ni parece que pueda haberla respecto del «culto Tirsi, que de engaños y desengaños de amor va alumbrando nuestra nación española, como singular maestro dellos». Tirsi es el nombre poético que en sus obras usó el complutense Francisco de Figueroa, y con el cual está claramente designado en la Galatea[769]. No puede ser de ningún modo el mismo Cervantes, como creyó el canónigo Mayans. Más feliz anduvo en otras conjeturas. El pastor Campiano, «doctísimo maestro del ganado», que sobresalía también en «la divina alteza de la poesía», puede muy bien ser el poeta y médico de Alcalá doctor Campuzano, elogiado por Cervantes en el Canto de Caliope y por Lope de Vega en la Dorotea, citándole nada menos que en compañía del divino Herrera y de otros dos ingenios tan celebrados entonces como Figueroa y Pedro de Padilla. Campiano escribió un soneto en alabanza del Pastor de Fílida; era también amigo de López Maldonado y otros poetas de este grupo. Los músicos Sasio y Matunto parecen estar designados con sus verdaderos apellidos en una elegía del mismo López Maldonado á doña Agustina de Torres:

Pues los caros y amados compañeros,
El gran Matute, el celebrado Sasa,
Del dios de Delo justos herederos.

[dvii]

También Cervantes, en el libro cuarto de la Galatea, habla de «los dos Matuntos, padre é hijo, uno en la lira y otro en la poesía, sobre todo extremo extremados». Silvano, el defensor de las antiguas coplas castellanas, no puede ser otro que Gregorio Silvestre. Belisa, cuya pericia en el canto y en la música se encarece tanto, era hija del lusitano Coelio; hemos de creer, por lo tanto, que se trata de doña Isabel Sánchez Coello, hija del pintor Alonso. No estoy tan seguro de que Pradelio, el mísero amador que desdeñado por Filena «dejó los campos del Tajo, con intención de pasar á las islas de Occidente, donde tarde ó nunca se pudiese saber de sus sucesos», sea el conde de Prades, D. Luis Ramón Folch de Cardona, como quiere Mayans, porque dudo que de tal magnate como el heredero de la casa de Cardona pudiera decirse que era «pastor de más bondad que hacienda», palabras que indican, á mi parecer, que se trata de más humilde sujeto. Haré mérito, finalmente, de la brillantísima y deslumbradora conjetura, expuesta hace poco por el Sr. Rodríguez Marín, el cual ve en el episodio del pastor Livio «cortesano mancebo de cabellos más rubios que el fino ámbar», que persiguiendo á la ninfa Arsia, «con rabia y dolor se había despeñado», una alusión á la caída del príncipe don Carlos en Alcalá (el 19 de abril de 1562) corriendo tras de doña Mariana de Garcetas, á lo cual alude aquel villancico que glosó Eugenio de Salazar:

Bajóse el sacre real
A la garza, por asilla,
Y hirióse sin herilla[770].

Otras muchas alusiones nos oculta el tiempo, otros nombres de grandes señores y de poetas deben de estar escondidos bajo el cándido pellico. Vivió Gálvez Montalvo en la mejor sociedad de su tiempo; fué lo que hoy llamaríamos un poeta de salón y entonces hubiera podido llamarse de estrado ó de sarao. El retrato suyo, que se halla en algunas ediciones del Pastor de Fílida, presenta un tipo muy aristocrático, algo parecido al de D. Alonso de Ercilla. Aun en el aspecto de su persona debía de ser cortesano y gentilhombre. No lo era menos por las cualidades de su espíritu. Ajeno á toda contienda y rivalidad literaria, gozó de la estimación de los mejores poetas de su tiempo y gustó de honrarlos en verso y en prosa. Cuando Cervantes, que no era todavía el autor del Quijote ni el de la Galatea siquiera, volvió á entrar en su patria después del cautiverio, Gálvez Montalvo fué el primero en saludar su gloria con este hermoso soneto, que tiene algo de profecía:

Mientras del yugo sarracino anduvo
Tu cuello preso y tu cerviz domada,
Y allí tu alma al de la Fe amarrada
A más rigor mayor firmeza tuvo,
Gozóse el cielo; mas la tierra estuvo
Casi viuda sin ti, y desamparada
De nuestras musas la real morada,
Tristeza, llanto, soledad mantuvo.
Pero después que diste al patrio suelo
Tu alma sana y tu garganta suelta,
De entre las fuerzas bárbaras confusas,[dviii]
Descubre claro tu valor el cielo,
Gózase el mundo en tu felice vuelta
Y cobra España las perdidas musas[771].

Por dos pasajes de Lope de Vega, que siempre habló de Montalvo en términos del mayor encarecimiento, sabemos que este florido ingenio murió en Italia antes de 1599. En este año imprimió Lope su Isidro, con un prólogo en defensa del antiguo metro castellano, donde leemos estas palabras: «¿Qué cosa iguala á una redondilla de Garci Sánchez ó de D. Diego de Mendoza? Perdone el divino Garcilasso, que tanta ocasión dio para que se lamentase Castillejo, festivo é ingenioso poeta castellano, á quien parecía mucho Luis Gálvez Montalvo, con cuya muerte súbita se perdieron muchas floridas coplas de este género, particularmente la traducción de la Jerusalem de Torcuato Tasso, que parece que se había ido á Italia á escribirlas para meterles las higas en los ojos»[772].

Muchos años después, en El Laurel de Apolo (1630), hacía esta conmemoración de nuestro poeta:

Y que viva en el templo de la Fama,
Aunque muerto en la puente de Sicilia,
Aquel Pastor de Fílida famoso,
Gálvez Montalvo, á quien la envidia aclama
Por uno de la délfica familia,
Dignísimo del árbol victorioso,
Mayormente cantando,
En lágrimas deshechos
«Ojos á gloria de mis ojos hechos».

[dix]

Clemencín conjetura muy plausiblemente[773] que la muerte súbita de Gálvez Montalvo en el puente de Sicilia acaeció en una catástrofe del año 1591, de que nos da razón Fray Diego de Haedo en la dedicatoria de su Topografía de Argel: «Era virrey de Sicilia el señor don Diego Enríquez de Guzmán, conde de Alba de Liste, el cual, habiendo salido de Palermo á visitar aquel reino, á la vuelta, como venía en galeras, hizo la ciudad un puente desde tierra que se alargaba á la mar más de cien pies, para que allí abordase la popa de la galera donde venía el señor Virrey, y desembarcase; y como Palermo es la corte del Reino, acudió lo más granado á este recibimiento... y con la mucha gente que cargó, antes que abordase la galera dio el puente á la banda, de manera que cayeron en el mar más de quinientas personas... donde se anegaron más de treinta hombres». Uno de ellos pudo ser el poeta alcarreño.

De su ensayo de traducción de la Jerusalem del Tasso no queda otra memoria. Desacertada era la elección del metro, y sólo hubiera conducido á una especie de parodia, como la que hizo luego el Conde de la Roca en su Fernando ó Sevilla Restaurada. El amor á los octosílabos nacionales cegó en esta ocasión á Gálvez Montalvo, pero no creo que le sucediese lo mismo al transformar las conceptuosas estancias de las Lágrimas de San Pedro del Tansillo en quintillas dobles castellanas, dándoles una ingenuidad de sentimiento que en su original no tienen, como probará este ejemplo:

Madres, que los muy queridos
Hijos os vistes quitar,
De vuestros pechos asidos.
Como se suelen robar
Los pájaros de los nidos,
Y de la mano homicida
Su pura sangre quedó
Por los miembros esparcida,
No lloréis su muerte, no,
Dejadme llorar mi vida...[774]

Compuso también un Libro de la Pasión, del cual sólo tenemos noticia por este soneto de López Maldonado, inserto en su Cancionero (pág. 188):

Si como la largueza, sin medida,
Te ha bañado la lengua en fuego ardiente
Con su licor, para que tiernamente
Puedas cantar su muerte y nuestra vida,
Ansí tu alma, de su amor herida,
Sabe buscar la saludable fuente,
Que trayendo del cielo su cerriente,
Vuelve al lugar de donde fue salida,[dx]
Y siguiendo tras ellas su camino
Que guía á las regiones soberanas,
Haces iguales una y otra suerte;
Ansí como tu cántico divino
No tiene que temer lenguas humanas,
Tampoco el alma temerá la muerte.

Estas obras piadosas debieron de ser trabajo de sus últimos años, y acaso saludable consuelo en los desengaños de la señora Fílida.

Por los trozos que van citados, habrá podido formarse idea de la culta y excelente prosa y de los fáciles y regalados versos de El Pastor de Fílida, libro muy bien escrito no sólo en el vulgar sentido de la abundancia y pureza de lengua, que conviene á todos los del siglo XVI, sino en el de cierta refinada cultura y propósito artístico, que ni entonces ni en tiempo alguno han sido patrimonio de todo el mundo. Como los demás autores de pastorales, Gálvez Montalvo aparece dominado por el prestigio de Sannazaro, á quien imita muy de cerca en los trozos descriptivos y de aparato, como la visita al mágico Erión, los juegos funerales en el aniversario de Elisa, las pinturas del templo de Pan y del templo de Diana, exornado el primero con la representación de los trabajos de Hércules y el segundo con la de las siete maravillas del mundo. Esta prosa es artificial, pero con artificio discreto, más sobria que la prosa de la Galatea, pero no menos compuesta y aliñada. El paisaje es convencional como en todos estos libros, y las riberas del Tajo pueden ser las de cualquier río, pero hay tal cual descripción que parece tomada del natural. Veamos una, que tiene la ventaja de presentar reunidos en pocas líneas los principales procedimientos del estilo de Montalvo, cuando quiere hacer más periódicas sus frases: «Yendo por el cerrado valle de los fresnos, hacia las fuentes del Obrego, como dos millas de allí, acabado el valle, entre dos antiguos allozares, mana una fuente abundantísima, y á poco trecho se deja bajar por la aspereza de unos riscos, de caída extraña, donde, por tortuosas sendas, fácilmente puede irse tras el agua, la cual en el camino va cogiendo otras cuarenta fuentes perenales, que juntas, con extraño ruido, van por entre aquellas peñas quebrantándose, y llegando á topar el otro risco soberbias le pretenden contrastar, mas viéndose detenidas, llenas de blanca espuma, tuercen por aquella hondura cavernosa, como á buscar el centro de la tierra. Á pocos pasos, en lo más estrecho, está una puente natural, por donde las aguas pasando, casi corridas de verse así oprimir, hacen doblado estruendo, y al fin de la puente hay una angosta senda, que dando vuelta á la parte del risco, en aquella soledad, descubre al mediodía un verde pradecillo, de muchas fuentes, pero de pocas plantas, y entre ellas, de viva piedra cavada, está la cueva del mago Erión, albergue ancho y obrado con suma curiosidad» (pág. 296).

Gálvez Montalvo no abusa del estilo periódico, que á la larga hubiera sido intolerable. Le alterna con cláusulas de moderada extensión, tan limpia y gallardamente construídas como ésta: «Traía (el pastor Livio) un sayo de diferentes colores gironado, mas todo era de pieles finísimas de bestias y reses, unas de menuda lana y otras de delicado pelo, por cuyas mangas abiertas y golpeadas salían los brazos cubiertos de blanco cendal, con zarafuelles del mismo lienzo, que hasta la rodilla le llegaban, donde se prendía la calza, de sutil estambre» (pág. 316). Y acierta á veces á cerrar sus frases de un modo feliz por lo inesperado: «Es Andria de clara generación y caudalosos[dxi] pastores, de hermosura sin igual, de habilidad rarísima, moza de diez y ocho años y de más ligero corazón que la hoja al viento» (pág. 130).

Entre otras curiosidades de vario género contiene El Pastor de Fílida un Canto de Erión en octavas reales, donde están nominalmente celebradas todas las damas de la corte (comenzando por las princesas), á imitación de lo que había hecho Montemayor en el Canto de Orfeo; y una larga égloga representable, en cuyos primeros tercetos se describe la vida rústica con ciertos rasgos de poesía realista, bastante alejados de la manera cortesana que en el libro predomina. Pero generalmente en los versos endecasílabos Gálvez Montalvo es desigual, áspero á veces y premioso[775], y no porque dejase de estar curtido en la técnica, puesto que ensayó todos los artificios rítmicos, sin olvidar por supuesto los consonantes interiores[776] y los esdrújulos[777], que parecían ya cosa obligada en toda imitación de Sannazaro.

Su verdadera superioridad está en las versos cortos, en las redondillas y en las glosas, en que aventajó á Montemayor y rivalizó con Gregorio Silvestre. La Canción de Nerea no entra en cuenta, como cosa divina. Y hay que dejar también aparte las obras de Castillejo, el primero de los poetas de esta escuela, no sólo por el donaire y la lozanía, sino por el jugo clásico de sus versos. Nunca los hizo mejores Gálvez Montalvo que cuando siguió más de cerca las huellas de tal maestro, á quien mucho se parecía, en opinión de Lope de Vega. Los cantares de Siralvo y Alfeo, al fin de la tercera parte del Pastor de Fílida, parecen y son un eco del canto ovidiano de Polifemo, traído á nuestra lengua con tan ameno raudal de locución pintoresca por Cristóbal de Castillejo[778]:

[dxii]

Siralvo

¡Oh! más hermosa á mis ojos
Que el florido mes de abril;
Más agradable y gentil
Que la rosa en los abrojos;
Más lozana
Que parra fértil temprana;
Más clara y resplandeciente
Que al parecer del Oriente
La mañana.

Alfeo

¡Oh! más contraria á mi vida
Que el pedrisco á las espigas;
Más que las viejas ortigas
Intratable y desabrida;
Más pujante
Que herida penetrante;
Más soberbia que el pavón;
Más dura de corazón
Que el diamante.

Siralvo

Más dulce y apetitosa
Que la manzana primera;
Más graciosa y placentera
Que la fuente bulliciosa;
Más serena
Que la luna clara y llena;
Más blanca y más colorada
Que clavellina esmaltada
De azucena.

Alfeo

Más fuerte que envejecida
Montaña al mar contrapuesta;
Más fiera que en la floresta
La brava osa herida;
Más exenta
Que fortuna; más violenta
Que rayo del cielo airado;
Más sorda que el mar turbado
Con tormenta.

Siralvo

Más alegre sobre grave
Que sol tras la tempestad,
Y de mayor suavidad
Que el viento fresco y suave;
Más que goma,
Tierna y blanca, cuando asoma;
Más vigilante y artera
Que la grulla, y más sincera
Que paloma.

Alfeo

Más fugaz que la corriente
Entre la menuda hierba;
Y más veloz que la cierva
Que los cazadores siente;
Más helada
Que la nieve soterrada
En los senos de la tierra;
Más áspera que la sierra
No labrada.

Siralvo

Fílida, tu gran beldad,
Porque agraviada no quede,
Ser comparada no puede,
Sino sola á tu beldad;
Ser tan buena,
Por ley y razón se ordena,

La contraposición viene después, pero aplicada también á Galatea:

Tú, la misma Galatea,
Más feroz que los novillos
No domados y bravillos,
Que nunca vieron aldea
Par á par;
Muy más dura de domar
Que la encina envejecida;
Más falaz y retorcida
Que las ondas de la mar...
Desmedida;
Más áspera y desabrida
Que los abrojos do quiera;
Más cruel que la muy fiera
Osa terrible parida;
Más callada
Y sorda siendo llamada,
Que este mar de soledad;
Muy más falta de piedad
Que la serpiente picada
De accidente...

Gálvez Montalvo desdobló el canto del cíclope, para repartirle entre los dos pastores de su égloga amebea.

[dxiii]

Y en razón y ley no siento
Quien tenga merecimiento
De tu pena.

Alfeo

Andria, contra mí se esmalta
Cuanta virtud hay en ti,
Donde sólo para mí
lo que sobra es lo que falta,
Y porfías:
Si te sigo, te desvías;
Persíguesme, si me guardo,
Y cuando yo más me ardo,
Más te enfrías.

¡Lástima que esta dicción poética tan deliciosa y llana no sea la habitual en Montalvo! Casi todas sus coplas, excelentes por la factura, pecan más ó menos de conceptismo. Su ingenio era naturalmente conceptuoso, si vale la expresión; es decir, refinado y sutil, galante y amanerado. La vida de palacio acabaría de desarrollar en él esta propensión, no contrariada por severos estudios clásicos, pues no parece haberlos tenido. Á lo menos, son raras en él las imitaciones de los poetas antiguos, excepto algunas de Virgilio, que he notado principalmente en la égloga de Silvano y Batto[779]. No quiso agradar á los doctos, sino á las damas, que no podían menos de mostrarse agradecidas á tan gentiles requiebros:

Vuestras mejillas sembradas
De las insignias del día,
Florestas son de alegría
De la eterna trasladadas,
Donde no por las heladas,
No por las muchas calores,
Faltan de contino flores
Divinamente mezcladas...
..............................................
En mi pensamiento crecen
Mis esperanzas y viven,
En el alma se conciben
Y en ella misma fenecen...
En noble parte nacidas,
En noble parte criadas,
Nobles van, aunque perdidas,
Noblemente comenzadas
Y en nobleza concluídas;
Al pensamiento obedecen,
Y en su prisión resplandecen,
Y su natural guardaron,
Que en el alma comenzaron
Y en ella misma fenecen...
...............................................
Sólo aquel proverbio quiero
Por consuelo en mi quebranto,
Pues en tan contino llanto
Le hallo tan verdadero:
Las abejuelas, de flor
Jamás tuvieron hartura,
Ni el ganado de verdura,
Ni de lágrimas amor...

[dxiv]

No es Gálvez Montalvo poeta natural, sino candorosamente afectado, pero aun en la afectación misma conserva un buen gusto, ó si se quiere un buen tono, digno de la grande época en que floreció, y que llegó á ser muy raro en los conceptistas del siglo XVII, á medida que la decadencia literaria avanzaba. Hay exceso de agudeza en los versos del Pastor de Fílida, pero gracias á ella se realza el argumento, tan insípido de suyo.

Por su primorosa habilidad en los versos de arte menor fué principalmente celebrado Gálvez Montalvo en su tiempo. Por ellos principalmente le alaba Lope de Vega en el Laurel de Apolo:

Las coplas castellanas...
Son de naturaleza tan süave,
Que exceden en dulzura al verso grave;
En quien, con descansado entendimiento,
Se goza el pensamiento,
Y llegan al oído
Juntos los consonantes y el sentido,
Haciendo en su elección claros efetos,
Sin que se dificulten los concetos:
Así Montemayor las escribía,
Así Galvez Montalvo dulcemente,
Así Liñán...

No era Gálvez Montalvo exclusivo en sus preferencias como Castillejo. Promiscuaba como Gregorio Silvestre, y hemos visto que compuso muchos versos al modo italiano. Pero en la teoría era más resuelto que en la práctica, según parece por las digresiones críticas sembradas en el Pastor de Fílida: «¿qué poesía ó ficción puede llegar á una copla de la Propaladia, de Alecio y Fileno, de las Audiencias de Amor, del brevecillo Inventario, que todos son verdaderamente ingenios de mucha estima y los demás, ni ellos se entienden ni quién se la da»? (p. 154).

Además de estos elogios á Torres Naharro, á Castillejo, á Silvestre y á Antonio de Villegas, seguidos de una honorífica alusión al cordobés Juan Rufo y al jurado de Toledo Juan de Quirós[780], se introduce en el sexto libro ó parte de la novela una discusión en verso y prosa entre dos poetas representantes de las dos escuelas. Silvano, es decir, Gregorio Silvestre, el organista de Granada, «el que tuvo en Hiberia el imperio del apacible verso castellano», como dice Luis Barahona de Soto, es el que hace la apología del metro popular, y nadie más abonado para tal defensa. Su antagonista es un pedante llamado Batto, que entre otros cargos, dice á Silvestre:

Y no hurtáis, Silvano, del Latino,
Del Griego, del Francés ó del Romano.

[dxv]

No me atrevo á determinar quién sea este poeta italianizado: acaso Jerónimo de Lomas Cantoral, el que con más desdén habló de todos los versos que antes de él se habían compuesto en España, excepto los de Garcilaso[781]. La sentencia arbitral de Siralvo deja iguales á los dos contendientes, sin duda por cortesía; pero no era éste el final pensamiento del autor, puesto que la disputa prosigue, aunque menos encarnizada, «recitando versos propios y agenos, Batto loando el italiano, Silvano el español, y cuando Batto decía un soneto lleno de Musas, Silvano una glosa llena de amores; y no quitándole su virtud al endecasílabo, todos allí se inclinaron al castellano, porque puesto caso que la autoridad de un soneto es grande y digna de toda la estimación que le puede dar el más apasionado, el artificio y gracia de una copla, hecha de igual ingenio, los mismos toscanos la alaban sumamente, y no se entienda que les falta gravedad á nuestras rimas, si la tiene el que las hace, porque siempre, ó por la mayor parte, las coplas se parecen á su dueño. Y allí dijo Mendino algunas de su quinto abuelo, el gran pastor de Santillana, que pudieran frisar con las de Titiro y Sincero. ¿Y quién duda (dijo Siralvo) que lo uno ó lo otro pueda ser malo ó bueno? Yo sé decir que igualmente me tienen inclinado; pero conozco que á nuestra lengua le está mejor el propio, allende de que las leyes del ageno las veo muy mal guardadas: cuando suena el agudo, que atormenta como instrumento destemplado; cuando se reiteran los consonantes, que es como dar otavas en las músicas; la ortografía, el remate de las canciones, pocos son los que lo guardan. ¿Pues un soneto, que entra en mil epítetos, y sale sin conceto ninguno; y tiénese por esencia que sea escuro, y toque fábula, y andarse ha un poeta desvanecido para hurtar un amanecimiento ó traspuesta del sol del latino ó del griego; que aunque el imitar es bueno, el hurtar nadie lo apruebe; que en fin cuesta poco? ¿Pues qué, tras un vocablo exquisito ó nuevo? Al gusto de decirle, le encajarán donde nunca venga, y de aquí viene que muchos buenos modos de decir, por tiempo se dejan de los discretos, estragados de los necios, hasta desterrallos, con enfado de su prolija repetición. Hora yo quiero deciros un soneto mio, á propósito de que he de seguir siempre la llaneza, que aunque alguna vez me salgo della, por cumplir con todos, no me descuido mucho fuera de mi estilo».

El soneto vale poco; sólo merecen citarse los tercetos:

Si Domenga me miente ó me desmiente,
¿Qué me harán los faunos y silvanos,
O el curso del arroyo cristalino?
Todos son nombres flacos y livianos;
Que á juïcio de sabia y cuerda gente,
Lo fino es «pan por pan, vino por vino».

[dxvi]

«Á todos agradó el soneto de Siralvo, pero Batto, que era de contraria opinión, dijo otros suyos, haciéndose en alguno Roca contrapuesta al mar, y en alguno Nave combatida de sus bravas ondas, y aun en alguno vencedor de leones y pastor de innumerables ganados. En estas impertinencias se pasó la mayor parte de la noche, y cayendo el sueño, Batto y Siralvo cortésmente se despidieron».

Esta curiosa página de crítica literaria acrecienta el interés del Pastor de Fílida, en el cual me he detenido tanto porque creo que su mérito excede á la reputación que tiene. Un hombre de ingenio saca partido hasta del género más falso, y éste fué el caso de Gil Polo, de Gálvez Montalvo, de Bernardo de Balbuena, cuyos libros merecen vivir, no por ser de pastores, sino á pesar de serlo.

No fueron éstas todas las novelas bucólicas publicadas antes de la aparición del Quijote, pero sí todas las que precedieron á la Galatea, límite que debemos poner en el presente estudio, reservando para la continuación de él las que con estéril abundancia siguieron escribiéndose durante más de un tercio de siglo, no sin que tuvieran en tiempos muy posteriores alguna imitación rezagada. Tal persistencia en el cultivo de una forma novelística que es la insulsez misma no debe admirarnos, porque la mayor parte de esas llamadas novelas son realmente centones de versos líricos, buenos ó malos, y bajo tal aspecto deben ser juzgadas. La fábula era lo de menos, tanto para el autor como para los lectores, á no ser que encerrasen alusiones contemporáneas ó confesiones autobiográficas, caso también frecuente en esta clase de obras, que apenas podían tener otro interés, fuera de las galas del lenguaje.

Cervantes, que con la cándida modestia propia del genio siguió todos los rumbos de la literatura de su tiempo, antes y después de haber encontrado el suyo sin buscarle, cultivó la novela pastoril, como cultivó la novela sentimental, y la novela bizantina de peregrinaciones, naufragios y reconocimientos. Obras de buena fe todas, en que su ingénito realismo lucha con el prestigio de la tradición literaria, sin conseguir romper el círculo de hierro que le aprisiona. No sólo compuso la Galatea en sus años juveniles, sino que toda la vida estuvo prometiendo su continuación y todavía se acordaba de ella en su lecho de muerte. Aun en el mismo Quijote hay episodios enteramente bucólicos, como el de Marcela y Crisóstomo. No era todo tributo pagado al gusto reinante. La psicología del artista es muy compleja, y no hay fórmula que nos dé íntegro su secreto. Yo creo que algo faltaría en la apreciación de la obra de Cervantes si no reconociésemos que en su espíritu alentaba una aspiración romántica nunca satisfecha, que después de haberse derramado con heroico empuje por el campo de la acción, se convirtió en actividad estética, en energía creadora, y buscó en el mundo de los idilios y de los viajes fantásticos lo que no encontraba en la realidad, escudriñada por él con tan penetrantes ojos. Tal sentido tiene á mi ver el bucolismo suyo, como el de otros grandes ingenios del Renacimiento.

La posición de Cervantes respecto de la novela pastoril es punto por punto la misma en que aparece respecto de los libros de caballerías. En el fondo los ama, aunque le parezcan inferiores al ideal que los engendró, y por lo mismo tampoco le satisfacen las pastorales, comenzando por la de Montemayor y terminando por la suya. Si salva á Gil Polo y á Gálvez Montalvo es sin duda por méritos poéticos. Nadie ha visto con tan serena crítica como Cervantes los vicios radicales de estas églogas, nadie los satirizó con tan picante donaire. Juntos estaban los libros de caballerías y los pastoriles en la[dxvii] biblioteca de D. Quijote, y cuando se inclina el cura á mayor indulgencia con ellos por ser «libros de entretenimiento sin perjuicio de tercero», replica agudamente la sobrina: «Ay señor, bien los puede vuestra merced mandar quemar como á los demás; porque no sería mucho que habiendo sanado mi señor tio de la enfermedad caballeresca, leyendo éstos se le antojase de hacerse pastor y andarse por bosques y prados cantando y tañendo, y lo que sería peor, hacerse poeta, que según dicen es enfermedad incurable y pegadiza».

Esta profecía se cumple puntualmente en la segunda parte, y la evolución de la locura del héroe comienza á prepararse desde su encuentro con las hermosas doncellas y nobles mancebos que habían formado una nueva y contrahecha Arcadia vistiéndose de zagalas y pastores para representar una égloga de Garcilaso y otra de Camoens en su propia lengua portuguesa (cap. 58). Aquel germen, depositado en la mente del caballero y avivado por el recuerdo de sus lecturas antiguas, fructifica después de su vencimiento en la playa de Barcelona, y le inspira la resolución de hacerse pastor y seguir la vida del campo durante el año en que había prometido tener ociosas las armas. Las elegantísimas razones con que anuncia á Sancho su resolución son ya una donosa parodia del estilo cadencioso y redundante de estos libros. «Yo compraré algunas ovejas, y todas las demás cosas que al pastoral ejercicio son necesarias, y llamándome yo el pastor Quijotiz y tú el pastor Pancino, nos andaremos por los montes, por las selvas y por los prados, cantando aquí, endechando allí, bebiendo de los líquidos cristales de las fuentes, ó ya de los limpios arroyuelos ó de los caudalosos rios. Daránnos con abundantísima mano de su dulcísimo fruto las encinas, asiento los troncos de los durísimos alcornoques, sombra los sauces, olor las rosas, alfombras de mil colores matizadas los extendidos prados, aliento el aire claro y puro, luz la luna y las estrellas, á pesar de la escuridad de la noche; Apolo versos, el amor conceptos, con que podremos hacernos eternos y famosos, no sólo en los presentes sino en los venideros siglos».

Todo el mundo recuerda lo que de esta poética ocurrencia de D. Quijote dijeron Sancho y el cura y Sansón Carrasco, última nota irónica que suena en el gran libro antes de la nota trágica y sublime de la muerte del héroe. Pero no puedo omitir, como obligado remate de este capítulo, la crítica mucho más punzante y desapiadada que de aquel falso ideal poético hizo Cervantes por boca de Berganza, uno de los dos sabios canes del hospital de la Resurrección de Valladolid, el cual, conociendo por propia y dura experiencia la vida de perro de pastor, hallaba gran distancia de la realidad á la ficción: «Entre otras cosas, consideraba que no debía de ser verdad lo que había oído contar de la vida de los pastores, á lo menos de aquellos que la dama de mi amo leía en unos libros, cuando yo iba á su casa, que todos trataban de pastores y pastoras, diciendo que se les pasaba toda la vida cantando y tañendo con gaitas, zampoñas, rabeles y chirumbelas y con otros instrumentos extraordinarios. Deteníame á oirla leer, y leía cómo el pastor de Anfriso[782] cantaba extremada y divinamente, alabando á la sin par Belisarda, sin haber en todos los montes de Arcadia árbol en cuyo tronco no se hubiese sentado á cantar, desde que salía el sol en los brazos del Aurora hasta que se ponía en los de Tetis, y aun después de haber tendido la negra noche por la faz de la tierra sus negras y escuras alas, él no cesaba de sus bien cantadas y mejor [dxviii]lloradas quejas. No se le quedaba entre renglones el pastor Elicio[783], más enamorado que atrevido, de quien decía que, sin atender á sus amores ni á su ganado, se entraba en los cuidados agenos. Decía también que el gran pastor de Fílida, único pintor de un retrato[784], había sido más confiado que dichoso. De los desmayos de Sireno y arrepentimientos de Diana decía que daba gracias á Dios y á la sabia Felicia, que con su agua encantada deshizo aquella máquina de enredos y aclaró aquel laberinto de dificultades[785]. Acordábame de otros muchos libros que de este jaez le había oído leer, pero no eran dignos de traerlos á la memoria... Digo que todos los pensamientos que he dicho, y muchos más, me causaron ver los diferentes tratos y ejercicios que mis pastores y todos los demás de aquella marina tenían de aquellos que había oído leer que tenían los pastores de los libros, porque si los míos cantaban, no eran canciones acordadas y bien compuestas, sino un «Cata el lobo do va Juanica» y otras cosas semejantes, y esto no al son de chirumbelas, rabeles ó gaitas, sino al que hacía el dar un cayado con otro, ó al de algunas tejuelas puestas entre los dedos, y no con voces delicadas, sonoras y admirables, sino con voces roncas, que solas ó juntas parecía, no que cantaban, sino que gritaban ó gruñían. Lo más del día se les pasaba espulgándose ó remendando sus abarcas, ni entre ellos se nombraban Amarilis, Fílidas, Galateas y Dianas, ni había Lisardos, Lauros, Jacintos ni Riselos; todos eran Antones, Domingos, Pablos ó Llorentes, por donde vine á entender lo que pienso que deben de creer todos, que todos aquellos libros son cosas soñadas y bien escritas, para entretenimiento de los ociosos, y no verdad alguna; que á serlo, entre mis pastores hubiera alguna reliquia de aquella felicísima vida, y de aquellos amenos prados, espaciosas selvas, sagrados montes, hermosos jardines, arroyos claros y cristalinas fuentes; y de aquellos tan honestos cuanto bien declarados requiebros, y de aquel desmayarse aquí el pastor, allí la pastora; acullá resonar la zampoña del uno, acá el caramillo del otro».

NOTAS:

[630] De la poesía pastoril antes de los poetas bucólicos trató Emilio Egger con su habitual elegancia y doctrina en una memoria leída en la Academia de Inscripciones y Bellas Letras en 1859. (Mélanges de littérature ancienne, p. 343).

[631] Página 408.

[632] Véase especialmente el doctísimo libro de Alfredo Jeanroy, insigne profesor de la Universidad de Tolosa, Les Origines de la Poésie Lyrique en France au Moyen Age, París, 1904.

[633] Es el punto de vista de Federico Díez en su estudio Ueber die erste portugiesische Kunst-und Hofpoesie, Berlín, 1863, p. 98.

[634] Página 335.

[635] En su obra Virgilio nel Medio Evo (Liorna, 1872), una de la más sabias y bellas que ha producido la erudición contemporánea.

[636] Opere Minori di Dante Alighieri (Florencia, ed. Barbèra, 1873), pp. 409-437.

[637] Francisci Petrarchæ poemata minora (Milán, 1829-34), ed. Dom. Rosetti, tomo I.

[638] Sus églogas son rarísimas; sólo se hallan en las antiguas colecciones de poetas bucólicos, por ejemplo, en la de Basilea, por Juan Oporino, 1546: «Bucolicorum auctores XXXVIII, quotquot videlicet à Virgilii ætate ad nostra usque tempora, eo poematis genere usos sedulò inquirentes nancisci in præsentia licuit. Farrago quidem eglogarum CLVI, mirâ cum elegantiâ tum varietate referta nuncque primum in studiosorum juvenum gratiam atque usum collecta» (p. 598 y ss.). En el Giornale Storico della letteratura italiana, t. VII, p. 94 y ss., hay un notable estudio de B. Zumbini sobre las églogas de Boccaccio.

[639] El Ninfale Fiesolano debe leerse en la edición de F. Torraca (Poemetti mitologici dei secolo XIV, XV e XVI, Liorna, 1888). Vid. el estudio de Zumbini, Una storia d'amore e morte en la Nuova Antologia (marzo de 1884). El Ameto está en el tomo XV de las Opere Volgari de Boccaccio, publicadas por Moutier, Florencia, 1827. Hay también una edición popular del editor milanés Sonzogno (Opere Minori, 1879).

[640] La primera edición del texto griego es de Florencia, 1598. Hasta 1601 no se imprimió la paráfrasis latina de Lorenzo Gámbara. Las traducciones vulgares habían madrugado mucho más. La de Amyot es de 1559. Aníbal Caro había emprendido la suya en 1538, pero sabido es que no fué impresa hasta 1786, en bellísima edición bodoniana.

[641] También hay mezcla de prosa y verso en el poemita francés (contefable) de Aucassin et Nicolette, pero no parece probado que Boccaccio lo conociese.

[642] Discorsi Letterarii e Storici di Giosuè Carducci (Bolonia. 1889), p. 275.

[643] Vid. Gaspary, Storia della letteratura italiana, traducida por Rossi (1891), tomo II, página 15 y ss.

[644] Estaba todavía en la casa ducal de Osuna cuando Amador de los Ríos publicó en 1852 las Obras del Marqués de Santillana (vid. pág. 596, col. 2.ª), pero desgraciadamente había desaparecido, con otros códices, no menos preciosos, cuando el Estado adquirió aquella colección.

[645] «Questa Ninfa segue le cacce, ed io il quale cresciuto nelle selve, sempre con l' arco e con le mie saette ho seguite le salvatiche fiere, nè alcuno fu, che meglio di me ne ferisse, a me niuna paura è d'aspettare con li aguti spiedi gli spumanti cinghiali, e i miei cani non dubitano assalire i fulvi leoni... Queste cose tutte a' suoi servigi disporrò ed oltre a ciò me medesimo. Io fortissimo le porterò per gli alti boschi l' arco, la faretra, e le reti, e di quelli scenderò sopra i miei omeri la molta preda posando... Io le mostrerò gli animali, ed insegnerolle le loro caverne. Io le apparecchierò le frigide onde, presto a qualunque ora; e le ghirlande della fronzuta quercia ritenenti al bellissimo viso l'accesse luci di Febo, leverò dagli alti rami, porgendole ad essa...» (Boccaccio).

O la ligera garza levantando,
Mire al alcón veloce y atrevido,
O espere al jabalí cerdoso y fiero...
Si contigo viviera ninfa mía,
En esta selva, tu sutil cabello
Adornara de rosas, y cogiera
Las frutas varias en el nuevo día,
Las blancas plumas del gallardo cuello
De la garza ofreciendo, y te trajera
De la silvestre fiera
Los despojos, contigo recostado;
Y en la sombra cantando tu belleza,
Y en la verde corteza
De tu frondosa encina mi cuidado
Extendiendo, conmigo lo leyeras,
Y sobre mí las flores esparcieras...
Iremos á la fuente, al dulce frío,
Y en blando sueño puestos, al ruido,
Del murmurio esparcido
Del agua, tú en mis brazos, amor mío,
Y yo en los tuyos blancos y hermosos,
A los faunos haría invidiosos.

(Herrera).

[646] Estos comentarios están reunidos en la edición de los hermanos Volpi, que ha sido la mejor de la Arcadia hasta nuestros días, y todavía puede consultarse con utilidad.

Le Opere Volgari di M. Jacopo Sannazaro, cavaliere Napoletano; cioe l' Arcadia, alla sua vera lezione restituita, colle Annotazioni del Porcachi, del Sansovino e del Massarengo... In Padova, 1723, presso Giuseppe Comino.

[647] La Materia dell' Arcada del Sannazaro, studio di Francesco Torraca. Città di Castello, 1888.—Arcadia di Jacobo Sannazaro secondo i manuscriti e le prime stampe, con note ed introduzione di Michele Scherillo. Torino, ed. Loescher. 1888. Edición crítica digna del mayor elogio.

[648] Especialmente por Vittorio Imbriani, que con sólo este episodio quería contrabalancear la dura sentencia de Manzoni sobre la Arcadia: «Pare impossibile che un uomo come il Sannazaro, dotto, pieno d'ingegno, abbia potuto scrivere un libro come l'Arcadia, che si può dire, è una scioccheria; non c'è nulla».

V. Imbriani, Una opinione del Manzoni memorata e contradetta (Nápoles, 1878).

[649] Estas imitaciones han sido notadas por Miguel Scherillo en el prólogo de su edición de la Arcadia (págs. CCIII-CLX), y por Fitz-Maurice Kelly en el interesante estudio que precede á la traducción inglesa de la Galatea hecha por H. Oelsner y A. B. Welford (The complete works of Miguel de Cervantes Saavedra, t. II, 1898, pp. XXIX y XXX).

Sobre otras imitaciones puede consultarse el estudio de F. Torraca Gl' imitatori di Jacopo Sannazaro, ricerche (Roma, Loescher, 1882), pero en la parte española puede ampliarse mucho, como lo iremos haciendo en el curso de estas investigaciones.

[650] Le fonti dell' Orlando furioso, p. 529.

[651] De esta oriundez española se preciaba el mismo Sannazaro, acaso por lisonjear á la casa de Aragón, de la cual fué acérrimo partidario. En la primera edición de la Arcadia (1502) no la afirma resueltamente: «Non so se da la estrema Hyspagnia, o vero (quel che piú credo) se da la Cisalpina Gallia prende (lo avolo del mio padre) origine». Pero en la definitiva de 1504 da por cierto el origen español, aunque más remoto: «E lo avolo del mio padre, dala Cisalpina Gallia, benchè se a principii si riguarda dala estrema Ispagnia prendendo origine».

Existe en Nápoles una noble familia del apellido Salazar, pero éstos descienden del Regente Alfonso Salazar, que era cordobés y pasó á Nápoles con cargo de auditor de la provincia de Calabria en 1554. (Vid. I. Salazar, Storia della famiglia Salazar, Bari, 1904; Extracto del Giornale Araldico).

[652] Arcadia de Jacobo Sannazaro, gētil hombre Napolitano: traducida nueuamente en nuestra Castellana lengua Hespañola en prosa y metro como ella estaua en su primera lengua Toscana (Colofón). Fue impressa la presente obra en la imperial cibdad de Toledo en casa de Juan de Ayala. Acabose a veynte dias del mes de Otubre. Año de mil y quinientos y quarenta y siete. 4.º, let. gót. sin foliatura.

—Toledo, por Juan de Ayala, 1549. Es reimpresión á plana renglón de la anterior, y puede á primera vista confundirse con ella.

—Salamancia, por Simon de Portonariis, 1578, 8.º.

[653] Ambas traducciones están descritas con los números 3.900 y 4.120 en el Ensayo de Gallardo. Son manuscritos originales uno y otro, y se conservan hoy en la Biblioteca Nacional. La Arcadia de Urrea va al fin de su poema El Victorioso Carlos V, rubricado en todas sus hojas para la impresión y precedido de una aprobación de D. Alonso de Ercilla. El códice autógrafo de Juan Sedeño procede de la Biblioteca de Bölh de Faber. Por una mala disposición tipográfica, que no remedié á tiempo, aparecen englobadas en el artículo de Sedeño las obras de este autor y la traducción de la Jerusalem del Tasso, publicada en 1587 por otro del mismo nombre y apellido.

Urrea había compuesto una novela pastoril original, con el título de La famosa Épila. La menciona el cronista Ustarroz, añadiendo que el manuscrito se conservaba en el palacio de Belveder. Hoy ignoramos el paradero de este libro, que Ustarroz califica de inútil, probablemente con razón.

[654] Obras de Garcilasso de la Vega, con anotaciones de Fernando de Herrera. En Sevilla, por Alonso de la Barrera. Año de 1580. Pág. 407 (507 por error de foliatura).

[655] Segunda Comedia de Celestina, por Feliciano de Silva (tomo IX de la Colección de libros españoles raros y curiosos, Madrid, 1874), pp. 390-398.

[656] Sus obras fueron impresas con la novela de Bernardim Ribeiro en Ferrara, 1554. La principal es una égloga de más dé 900 versos, conocida con el nombre de Trovas de Chrisfal, en que el poeta cuenta sus amores con doña María Brandam. Teófilo Braga publicó una reimpresión de estos versos. Obras de Christovam Falcāo contendo a Ecloga de Crisfal, a Carta, Esparsas e Sextinas; ed. critica reproducida da ediçāo de Colonia, de 1559. Porto, 1871.

Del Chrisfal existe en la Biblioteca Nacional de Lisboa una edición en pliego suelto gótico, que parece anterior á la de Ferrara.

[657] Noites de insomnio, núm. 19, pp. 29-36.

[658] Son también personas distintas de nuestro poeta, aunque acaso no lo sean todas entre sí, un Bernaldim Ribeiro, que fué nombrado escribano de cámara de D. Juan III en 1524; otro que era escribano en Barcellos en 1586, y otro que aparece como procurador de número en Obidos y contador de un hospital en Caldas da Rainha por los años de 1594 (Vid. el prólogo del Sr. Pesanha á su edición de Menina e Moça, pp. CLXXIII y CLXXIV). Creo que en ninguna parte abundan los homónimos tanto como en Portugal. En cuanto al Bernardino de Ribera, maestro de capilla de Toledo, que T. Braga quiso identificar con el poeta, Barbieri demostró que era natural de Játiba.

[659] Poesías de Francisco de Sá de Miranda. Ediçāo feita sobre cinco manuscriptos ineditos e todas as ediçoes impressas. Acompanhada de un estudio sobre o poeta, variantes, notas, glossario e un retrato por Carolina Michaëlis de Vasconcellos. Halle, Max Niemeyer, 1885. Vid. sobre B. Ribeiro, páginas 767-771.

Edición admirable, magistral, la mejor que tenemos hasta ahora de ningún lírico español del siglo XVI.

[660] Bernaldim Ribeiro, Menina e Moça... (Saudades). Ediçāo dirigida e prefaciada por D. José Pesanha. Porto. E. Chardron, ed. 1891.

[661] Hilas continúan llamándose estas tertulias de aldea en la montana de Santander, filandones en Asturias. Admirablemente las describe Pereda en su cuadro Al amor de los tizones.

[662] Restituyo á la palabra soledad un sentido que nunca debió perder, y que es tan nuestro como la saudade portuguesa.

[663] Para esta segunda parte, no incluida en la edición del Sr. Pesanha, me he valido de las dos siguientes, que son imperfectísimas:

Menina e Moça ou Saudades de Bernardim Ribeyro... Lisboa, na off. de Domingos Gonsalves, 1785.

Obras de Bernardim Ribeiro, Editor J. da Silva Mendes Leal Junior e F. I. Pinheiro, Lisboa, 1852.

Las primitivas ediciones de esta novela son de la más extraordinaria rareza. No sé que en la Península exista ejemplar alguno de la de Ferrara, que Brunet describe así:

Hystoria de Menina e Moça, por Bernaldim Ribeyro, agora de novo estampada e con summa diligencia emendada, e assi algūas églogas suas... Ferrera, 1554.

La segunda existe en el Museo Británico de Londres:

Primeira e segūda parte do livro chamado as Saudades de Bernaldim Ribeiro, con todas suas obras. Trasladado do seu propio original nouamente impresso, 1557. (Colofón) Imprimose estas obras de Bernaldim Ribeiro, na muito e sempre leal cidade de Euora em casa de Andres de Burgos, cavaleyro impressor da casa do Cardeal iffante nosso senhor: aos trinta de Janeiro de M.D.LVIII, 8.º gót.

Historia de Menina e Moca (sic) por Bernaldim Ribeyro, agora de nouo estampada. Vendese a presente obra em Lixboa, en casa de Francisco Grafeo, acabouse de imprimir a 20 de Março de 1559 annos. Esta impresión fué hecha en Colonia por Arnoldo Byrcman. La parte segunda sólo llega hasta el capítulo XVII.

—Lisboa, 1616, por Pedro Craesbeck.

—Lisboa, 1645.

En la Biblioteca de nuestra Academia de la Historia se conserva un manuscrito de Menina e Moça, de letra del siglo XVI, con muchas y curiosas variantes, que ha utilizado en su edición el señor Pesanha. La segunda parte queda truncada en el capítulo XVII, lo mismo que en la edición de Colonia, de la cual, por otra parte, difiere mucho. Esta conformidad mueve á sospechar que los primeros capítulos son todavía de Bernaldim Ribeiro, ó bien que los continuadores fueron dos.

[664] Por los años de 1507 á 1511 ó 12 cursaba derecho en la Universidad de Lisboa un estudiante llamado Bernaldim Ribeiro, cuyo nombre aparece en los libros de matrículas (vid. las notas de la edición del Sr. Pesanha, pp. 248 á 249). Pero no puede ser nuestro poeta, porque tendría entonces cinco ó seis años, si se admite la fecha de su nacimiento generalmente aceptada. Por otra parte, nada en sus escritos revela los hábitos de la profesión jurídica, sino más bien los de la vida galante y cortesana.

[665] Europa Portuguesa. Segunda Edición. Tomo II. Lisboa, a costa d' Antonio Craesbeck de Mello. Año 1679. Pp. 549-550.

[666] Hállase en el tomo tercero de la colección general de las obras de Almeida Garret y segundo de su Teatro (Lisboa, Imprenta Nacional, 1856).

[667] En el periódico O Panorama (Lisboa, 1839), pp. 276-278.

[668] Hállase desarrollada tan peregrina tesis en el opúsculo ya citado Da litteratura dos Livros de Cavallerias. Viena, 1872, pp. 118-126.

[669] Historia da Poesia Portuguesa (Eschola Hispano-Italica. Seculo XVI). Bernardim Ribeiro é os Bucolistas, por Theophilo Braga, Porto, 1872.

[670] Su apellido de familia se ignora. De unos versos satíricos de Juan de Alcalá, que citaré más adelante, se infiere que su padre era platero y que se le motejaba de judaizante:

Y asi tu padre el platero
Que como fue caballero
Siguió su caballeria,
Y no supo Teulogia,
No dijo: saberla quiero.
...............................
Yo no declaro la fe
Si no lo que della sé,
Que como viejo me atrevo;
Pero tú como eres nuevo,
Ni hablas ni sabes qué.
Mas sabes bien trabucar
Lengua morisca en mosaica,
Traducir e interpretar
De nuestro comun hablar
La cristiana en la hebraica...

[671] Alúdese aquí á la importante y antigua leyenda del abad Juan de Montemayor, de la cual hemos hablado al tratar de las novelas históricas.

[672] Obras de Sá de Miranda, ed. de Carolina Michaëlis, pp. 655-656.

[673] Folios 88 y 89 del Cancionero de Montemayor, ed. de Salamanca, 1579. Hay también una carta en tercetos de un tal Peña, «que enviaron á Montemayor en Flandes» con la respuesta de Montemayor en el mismo metro (fols. 229-235).

[674] En un artículo del Archivo Histórico Portugués, 1903.

[675] En varias nóminas de la capilla de la infanta doña María, vistas por el Sr. Sousa Viterbo, figura Jorge de Montemor con sueldo de 40.000 maravedís como cantor.

[676] Fol. 148 de su Cancionero, ed. de Salamanca, 1579.

[677] Quizá á modo de memorial había escrito Montemayor unas coplas de pie quebrado «Al Serenissimo Principe de Portugal quando se embio a desposar por poderes con la Serenissima Princesa Doña Juana Infanta de Castilla» (Fols. 64-66).

[678] Documento citado por el Sr. Sousa Viterbo con estas señas: «Archivo de la Torre do Tombo, Chancilleria de D. Juan III, donaciones, lib. LXII, fol. 167».

[679] «Montemayor tiene ay a su padre y dessea que el Rey my señor le haga merced de un oficio que pide: suplico a V. alteza sea servida de aiudarle con su alteza para que le haga la merced que oviere lugar, que para my será muy grande la que V. alteza le hiziere en ésta. Nuestro Señor guarde a V. alt, como yo deseo. Besa las manos a V. alt.—la princeza». Sobrescrito, «Reyna my señora».

Documento citado por el Sr. Sousa Viterbo.

[680] Lusiadas de Lvis de Camöens, Principe de los Poetas de España... Comentadas por Manuel de Faria i Sousa... Año 1639. En Madrid, por Juan Sanchez, Impresor, t. II, canto IV, columna 434, nota sobre la octava 102.

[681] T. II, cap. XII. Citado por D. Eustaquio Fernández de Navarrete, en su Bosquejo histórico sobre la novela española.

[682] Exposicion moral sobre el psalmo LXXXVI del real propheta David, dirigido a la muy alta y muy poderosa señora la infanta doña Maria, por George de monte mayor, cātor de la capilla de su alteza.

(Colofón): Esta presente obra fue vista y examinada por el muy reuerēdo y magnifico señor el vicario general en esta metropoli de Toledo y co su licencia impressa en la uniuersidad de Alcala por Joan de Brocar: primero del mes de Março del año de M. D. XLVIII. 4.º gót. 10 hojas.

Es opúsculo rarísimo, del cual Salvá (vid. núm. 816 de su Catálogo) poseyó un ejemplar impreso en pergamino.

La traducción del salmo está en quintillas, con una exposición en prosa.

[683] Fols. 122-125 del Cancionero de Montemayor.

Hubo otros versificadores que cantaron ó graznaron con motivo de la muerte de Feliciano de Silva, lo cual prueba la gran popularidad del sujeto. En el folio 228 vuelto del Cancionero de Montemayor leemos: «embiaron al Autor diez sonetos a la muerte de Feliciano de Silva, y el los boluio a embiar poniendoles al cabo este soneto».

[684] Ya que esta es la última vez que le menciono en este libro, no quiero omitir la increíble noticia que de una extraña habilidad suya nos refiere D. Luis Zapata en su Miscelánea (p. 300).

«Yo vi en mi juventud agora cincuenta años[686], que por tan extraña cosa se me acuerda, que Feliciano de Silva, un caballero de Ciudad Rodrigo, hacía esto. Decíanle: «fulano y fulano combatieron» (que entonces se usaban mucho los desafios y campos), y echaba sus cuentas, y pensando un poco, decía: «venció fulano», y jamás en esto erraba. Y porque se pudiera pensar que diciéndole quién era sabía antes el caso, no le decían más de «Pedro y Juan combatieron», y asi siempre acertaba. Y assí mesmo en los pleitos y en la cátedra: Pedro y Juan pleitearon, ¿por quién se sentenció? decía él: «por fulano». Opusiéronse dos, ó tres, ó más, á una cátedra; ¿quién la llevó? «fulano». Extraña y nueva habilidad, y si como en lo pasado, se entendiera en lo porvenir, no hubiera cosa de mayor importancia para no pretender nadie con otro, sino lo que pudiera alcançar; mas esto de lo porvenir no es de nuestra harina, como lo avisa el Evangelio Santo, sino de Nuestro Señor, ante quien todo es presente, y tiene todas las cosas debajo de su potestad y en su mano».

[685] Fols. 146 vto. y 147 del Cancionero:

Si como Lusitano vas, yo fuese...
Vandalio, si de estar muy descontento...

[686] D. Luis Zapata escribía entre los años 1582 y 1593.

[687] Provas da Historia Genealogica da Casa Real Portugueza (Lisboa, 1744), III, p. 75. Memoria das pessoas que vieram com a Princeza D. Joana. «Jorje de Montemayor tem por meu apousentador outro tanto (es á saber mil reis de ordenado) e maes lhe hão de dar dez mil reis para ajuda de custo por alvará meu aparte, que-dando-lhe satisfaçam d'elles os não aja d'ahi em diante, e he todo o que ha de haver corenta mil reis».

[688] Con otro poeta quinhentista de menos importancia, Pero de Andrade Caminha, tuvo relaciones literarias Jorge de Montemayor, que parece haber vivido con él en Lisboa. Hay una epístola de Caminha á Montemayor y dos juguetes de uno y otro con los mismos consonantes (Poesías de Caminha, publicadas por el Dr. Priebsch, Halle, 1898, p. 391).

[689]

Al campo de Mondego nos salgamos,
Al pie del alto fresno, sobre el rio
Que los pastores tanto celebramos.
Iamas te olvidaré, Mondego mio,
Ni aun olvidarte yo será en mi mano,
Si no fuere por muerte ó desvario...
Aquella alta arboleda, aquella vida
Que a su sombra el pastor cansado lleva,
Y el ave oye cantar de amor herida:
Aquel ver madurar la fruta nueva,
Aquel ver cómo está granado el trigo,
Y el labrador que el lino a empozar lleva:
Y ver a Gil hablar con Juan su amigo,
Debaxo de una haya en sus amores
Para que de sus males sea testigo:
Y ver Iuana en la fuente coger flores,
Su soledad contando a Catalina
Y Catalina a ella sus amores:
Y ver venir a Ambrosia su vezina
Cantando «por mi mal te vi, ribera»,
Deshojando una rosa o clavellina:
Verla topar a Alonso, y como quiera
Adereçar la toca y componerse,
Como si sobre acuerdo lo hiziera,
Y verla cómo muestra no dolerse
De su dolor, y el triste estar llorando
Y ella en secreto lloro deshazerse.
Pues quién, señor, tal vida está trocando
Por revoltosa vida cortesana,
Que con un falso gusto va engañando?
Pues qué si el pastor pasa la mañana
Tratando con las Musas sutilmente,
Y muestra alli su gracia soberana:
Y con la fresca tarde a la corriente
El cuévano va a echar con gran cuidado
De yllo a levantar el dia siguiente,
Y estando de la pesca ya enfadado,
La cautelosa red arma al conejo
Que en su cueva se está muy encerrado?
No puede un hombre alli hazerse viejo,
Ni hasta que lo sea morir puede,
Pues para bien vivir tiene aparejo,
Y aun para bien morir si alli succede.

(Fols. 111 vto. y 112 del Cancionero).

[690] Las obras de George Montemayor, repartidas en dos libros y dirigidas a los muy altos y muy poderosos señores don Iuā y doña Iuana, Principes de Portugal. En Anvers. En casa de Iuan Stcelsio, Año de M.D.LIIII. (Al fin): Fue impreso en Anvers, en casa de Iuan Lacio, 1554. 12.º.

Las obras de amores llegan hasta el folio 74, donde empiezan con nuevo frontis las de devoción.

Mr. Archer M. Huntington posee una edición de las Obras de Amores de George de Montemayor, sin lugar de impresión, pero del mismo año 1554. La describe minuciosamente, dando el título y primer verso de todas las composiciones, el Sr. Marqués de Jerez en el Homenaje á Menéndez y Pelayo (Madrid, 1899), tomo II, pp. 639-644.

[691] Segundo Cancionero de George de Montemayor. Anvers, en casa de Iuan Lacio, M.D.LVIII. 12.º.

En el prólogo dice Montemayor: «Un libro mio se imprimió habrá algunos años con muchos yerros, asi de parte mia como de los impresores, y porque la culpa toda se me ha atribuido a mí, a este segundo libro junté las mejores cosas del primero, las enmendé, y lo mismo se haze con el segundo de los de devocion que ahora se imprime».

Del Segundo Cancionero Spiritual no creemos que hubiera más edición que la de Amberes, 1558, por Juan Lacio, que hace juego con el tomo de los versos profanos. Ya en el índice expurgatorio de D. Fernando de Valdés, que es de 1559, aparecieron prohibidas las Obras de Montemayor en lo que toca a devocion y cosas cristianas. Hubieron de ser causa de esta prohibición las herejías que por ignorancia vertió su autor. En un tomo de papeles varios de la biblioteca de la Universidad de Leyde, cuya signatura me olvidé de apuntar cuando le vi en 1878, se encuentran unas coplas de Jorge de Montemayor y Juan de Alcalá con este encabezamiento:

«Jorje de Montemayor, criado de la princesa, hizo un cancionero en el qual hizo la passion glosada, dirigida al Principe de Portugal, y en el primer pie de copla dijo un descuido en el qual hizo a Christo Trinidat, y viendo la dicha obra un Juan de Alcalá, calcetero, vezino de la ciudad de Sevilla, muy gentil poeta, acotó aquel descuido, y envió una reprehension al dicho Jorje de Montemayor, que dize ansi».

La copla de Montemayor era ésta:

Y estando alli el Uno y Trino
Con su compaña Real,
Luego en ese instante vino
El cordero material
Ante el Cordero Divino.

Las coplas de Montemayor y Alcalá están ya impresas en la Miscelánea de D. Luis Zapata (tomo XI del Memorial Histórico Español, pp. 279-292). Zapata advierte que esta graciosa emulación se ha de oir «como de calumnia, entre dos enemigos, holgando con lo que se dijeron bien y no creyendo lo que uno a otro se motejaron».

El principal tema de los versos de Alcalá es motejar á Montemayor de cristiano nuevo y aun de judaizante:

Pues monte el mas singular
Que ciñe nuestro horizonte,
Vélate bien en trobar,
Porque con su leña el monte
Se suele a veces quemar...
.............................................
Metístete en el abismo
Del bautizar y fue bien,
Porque confiesas tu mismo
Ser de Cristo mi bautismo
Y el tuyo ser de Moisén.
.............................................
En tus coplas me mostraste
Dos verdades muy de plano:
Que del quemar te quemaste,
Y que tambien te afrentaste
Porque te llamé cristiano.
El quemar fue mal hablado,
Que en casa del ahorcado
No se debe mentar soga;
Si te llamara Sinoga
No te hubieras afrentado.

[692] Del Cancionero del excellentissimo Poeta George de Montemayor de nuevo emendado y corregido existen, por lo menos, la edición de Zaragoza por la viuda de Bartolomé de Nájera, 1562; Alcalá, 1563; Salamanca, por Domingo de Portonariis, 1571; Alcalá, por Juan Gracian, 1572; Coimbra, por Juan de Barrera, 1579; Salamanca, por Juan Perier, 1579; Madrid, viuda de Alonso Gómez, 1588.

[693] Hizo, por lo menos, dos glosas distintas: de carácter doctrinal, bastante árida y prosaica la una, que está en sus Obras, edición de Amberes, 1554, y también en un pliego suelto de Valencia, 1576, por Juan Navarro. Ha sido reimpresa por el Sr. Marqués de Jerez de los Caballeros (Sevilla, imprenta de E. Rasco, 1883), imitando en la tipografía la forma que Gallardo llamaba de los Astetes viejos. Esta glosa es la que empieza:

Despierte el alma que osa
Estar contino durmiendo...

La otra glosa, bellísima por cierto, poética y sentida, es sólo de diez coplas (cada una de las cuales da al imitador materia para cuatro) y forma una nueva lamentación elegiaca sobre la muerte de la princesa de Portugal doña María, hija del rey D. Juan III. Es pieza de singular rareza, que no se halla, según creemos, en ninguna de las ediciones del Cancionero de su autor, y sí sólo en un rarísimo pliego suelto que existe en la Biblioteca Nacional de Lisboa, del cual la transcribe el erudito autor del Catálogo razonado de los autores portugueses que escribieron en castellano (Madrid, 1890), mi inolvidable amigo D. Domingo García Peres (pp. 393-403).

No sé si será idéntica á la primera de estas glosas (á la segunda no podría ser) la que apareció hace pocos años en la venta de la librería Merello en Lisboa y que el Sr. Sousa Viterbo atribuye á Montemayor, aunque en la portada no se expresa:

Glosa sobre la obra que hizo Don George Manrique a la muerte del Maestre de Santiago Dom Rodrigo Manrique su Padre. Las quales se pueden aplicar a estos tiempos presentes. Dirigida a la muy alta y muy esclarecida y Christianissima Princeza Doña Leonor Reyna de Francia. Con otro romance, y su glosa, quando el Emperador Carlo Quinto entró en Francia por la parte de Flandes con gran exercito. En el año de 1548. Con licencia. En Lisboa, por Antonio Álvarez, Año 1663. 4.º 20 fols.

[694] Primera parte de las obras del excellentissimo Poëta y Philosopho mossen Ausias March, Cauallero Valenciano, Traducidas de lengua Lemosina en Castellano por Iorge de Montemayor y dirigidas al muy magnifico Señor mossen Simon Ros. 8.º. Sin lugar ni año (núm. 771 del Catálogo de Salvá).

Tiene el siguiente prólogo del intérprete, suprimido en las ediciones posteriores:

«Al letor. La segunda parte deste libro dejé de traducir hasta ver cómo contenta la primera, en la cual tambien dejé algunas estanzas porque el autor habló en ellas con más libertad de lo que ahora se usa. Cinco originales he visto de este poeta y algunos difieren en la letra de ciertas estanzas, por donde la sentencia quedaba confusa en algo; yo me he llegado más al que hizo trasladar el señor don Luis Carroz, baile general desta ciudad, porque segun todos lo afirman él lo entendió mejor que ninguno de los de nuestros tiempos. Yo he hecho en la traducción todo cuanto a mi parescer puede sufrirse en traduccion de un verso en otro; quien otra cosa le paresciere tome la pluma y calle la lengua, que ahi le queda en qué mostrar su ingenio».

Fué reimpresa esta traducción en Zaragoza, 1562, por la viuda de Bartolomé de Nájera, y en Madrid, por Francisco Sánchez, 1579. La parte traducida por Montemayor llega sólo hasta el folio 133, en que hay nueva portada: «Siguense tres canticas, es a saber Cantica Moral, Cantica de muerte y Cantica Spiritual. Compuestas por el excellentissimo Poeta Mossen Ausias March, Cauallero Valenciano. Traduzidas por don Balthasar de Romani».

Hay en la primera edición del Ausias March de Montemayor tres composiciones de éste, no incluidas en su Cancionero: una Epístola de Sireno á Rosenio, otra de Rosenio á Sireno y unos versos contra el tiempo.

[695] Revue Hispanique, noviembre de 1895, pp. 304-311.

[696] Floresta de varia poesia. Contiene esta Floresta, q componia el doctor Diego Ramirez Pagan, muchas y diuersas obras, morales, spirituales y temporales.

(Colofón). Acabosse de imprimir la presente Floresta de varia poesia, vista y examinada en la insigne ciudad de Valencia, en casa d'Joā Nauarro a XIX de Deziembre año 1562.

No tiene foliatura este rarísimo volumen. El soneto copiado está en la primera hoja del pliego. En la t. VI, Carta de Monte Mayor a Ramirez. En la V-II, Respuesta de Ramirez a Jorje de Montemayor.

La epístola de Montemayor, que es larga y notable, falta en su Cancionero.

Ramírez Pagán imitó el Canto de Orfeo de su amigo en un Tropheo de Amor y de Damas, poemita en octava rima, con que termina la Floresta. Las damas que enumera y celebra son valencianas todas.

[697] Primera parte de la Clara Diana a lo divino, repartida en siete libros... en Zaragoza, 1599. En la carta dedicatoria. Los versos con que termina el trozo, y que no recuerdo de quién son, están escritos como prosa.

[698] Los siete libros de la Diana de Jorje de Mōtemayor, dirigidos al muy Illustre señor don Joan Castella de Vilanoua, señor de las baronias de Bicorp y Quesa. Impresso en Valencia. 4.º 4 hs. prls. y 112 fols.

Salvá y Ticknor poseyeron esta rarísima edición; hay otro ejemplar en el Museo Británico.

Con esta edición compite en rareza otra, también sin fecha, que tengo entre mis libros, publicada en Italia por el mismo Montemayor:

Diana. Los siete libros de la Diana de Jorge de Montemayor. A la ylustre Señora Barbara Fiesca, Cauallera Vizconde. Con preuilegio que nadie lo pueda vender ni imprimir en este estado de Milan sin licencia de su Autor. So la pena contenida en el original.

(Al fin) In Milano per Andrea de Ferrari, nel corso di porta Tosa.

8.º. 4 hs. prls. y 188 páginas dobles. Dedicatoria: «A la ylustre señora Barbara Fiesca, Cauallera Vizconde, Iorge de Monte mayor».

«Que sin el favor de V. S. no pueda Diana entrar en Italia, no ai porque espantarme, pues solo él basta para que (aunque sea como es pastora) pueda hablar en presencia de todos los principes della. Y si la del cielo toma el resplandor de Apolo para comunicalle al mundo, bien es que ésta lo tome de V. S. en quien le ai tan grande, que es fuera de toda humana consideracion. Ella salio a luz en España (a ruego de algunas Damas y Caualleros, que yo deseaua conplazer) debaxo de protecion agena, y ahora viene a esta prouincia felicisima debaxo del amparo de V. S., que no será menos honrra para el libro que gloria para mí, pues acerté a hazer tan buena elecion. Suplico a V. S. ponga los ojos (primero que en este pequeño servicio) en la voluntad y ánimo con que lo hago. Y pues a dado V. S. tanta onrra a la nacyon Española y tanta autoridad a su lengua vulgar, no se le niege (sic) a la hermosa Diana por auer sido pastora de tanto valor y hermosura que por sola ella merece su libro ser estimado y fauorecido de V. S. Vale».

Soneto de Luca Contile a Giorgio Montemaggiore. Sonetos castellanos de D. Geronimo de Texeda y Hieronimo Sampere. Sólo el último está en la edición de Valencia; los otros dos fueron escritos para esta edición. El de Texeda dice así:

Si al celebrado Tajo ympetuoso,
Sireno, con tu musa enriqueciste,
Y tanto al claro Ezla engrandeciste
Como el Toscano al Surga deleitoso;
No menos al ynsubre llano umbroso
(A cuyos campos por su bien veniste)
De nueva yerua y flores lo vestiste
Con onrra del Tesin y el Poo famoso.
A do con dulce canto nos mostraste
La hermosura y gracia sobre humana,
D'aquella de que'l mundo dexas lleno;
Y tanto a ti y a ella sublimaste
Que no ay a quien mirar si no a Diana,
No aun ay a quien oyr si no a Sireno.

En estas dos ediciones, únicas que conozco hechas en vida de Montemayor, no está la historia del Abencerraje, y el Canto de Orpheo tiene sólo cuarenta y siete octavas.

Hay otra edición de Zaragoza, por Pedro Bernuz, 1560, que no he visto, pero supongo que tendrá el mismo contenido que las primeras.

En 1561 se hicieron cuatro ediciones de la Diana (Barcelona, por Jayme Cortey; Cuenca, por Juan de Canova; Amberes, por Juan Steelsio; Valladolid, por Francisco Fernández de Córdoba, terminada en 7 de enero de 1562). Todas ellas tienen adiciones, pero no las mismas, siendo la más completa la de Valladolid, que desde la portada las anuncia así: «Agora de nueuo añadido el Triumpho de Amor de Petrarca y la historia de Alcida y Siluano. Cō los amores de Abindarraz y otras cosas». El triunfo de Amor es traducción de Álvar Gómez de Ciudad Real. La Historia de Alcida y Silvano es un cuento en verso tomado del Cancionero de Montemayor.

Nuevas añadiduras aparecen en una edición de 1565, que debe de estar hecha en Colonia, por Arnoldo Byreman, y que se vendía en Lisboa, en casa de Francisco Grapheo. Contiene la historia de Píramo y Tisbe escrita por Montemayor en muy agradables quintillas, algunas canciones y villancetes del mismo autor y la elegía de Francisco Marcos Dorantes á su muerte.

Particular consideración merece la edición de Venecia, 1574, dirigida por Alfonso de Ulloa, porque el Canto de Orpheo está adicionado con sesenta y cinco octavas más, que seguramente no son de Montemayor, y que en la portada se anuncian así: «Van tambien las Damas de Aragon y Catalanas, y algunas Castellanas, que hasta aqui no hauian sido impresas». Estas octavas, que probablemente habrían sido impresas antes en España, fueron omitidas en la mayor parte de las ediciones posteriores.

Sería inútil prolongar estos apuntes bibliográficos, puesto que en el Catálogo de Salvá y en otros manuales que todo erudito conoce están satisfactoriamente descritas las principales ediciones de la Diana, que ya en adelante difieren muy poco entre sí. Baste mencionar las fechas de algunas:

—Alcalá de Henares, por Pedro de Robles y Francisco Cormellas, 1564.

—Zaragoza, por la viuda de Bartolomé de Nájera, 1570.

—Anvers, por Pedro Bellero, 1575. Es copia de la de Valladolid, 1561.

—Pamplona, por Tomás Porralis, 1578. Es la única que contiene juntas las tres Dianas de Montemayor, Alonso Pérez y Gil Polo.

—Anvers, por Pedro Bellero, 1580.

—Venecia, 1585.

—Madrid, por Francisco Sánchez, 1586.

—Madrid, por Luis Sánchez, 1591 y 1595.

—Madrid, Imprenta Real, 1602.

—Valencia, por Pedro Patricio Mey, 1602.

—París, 1603, 1611 y 1612; texto á dos columnas, con la traducción francesa de Pavillon.

—Barcelona, por Sebastián Cormellas, 1614.

—Milán, por Juan Bautista Bidelo, 1616.

—Madrid, por la viuda de Alonso Martín, 1622.

—Lisboa, por Pedro Craesbeck, 1624.

Del siglo XVIII sólo hay una edición (Madrid, 1795, por Fermín Thadeo Villalpando) y otra del XIX (Barcelona, 1886, en la Biblioteca Clásica Española, de Daniel Cortezo; contiene juntas las Dianas de Montemayor y Gil Polo).

[699] Dunlop-Liebrecht, Geschichte der Prosadichtungen, pp. 352-358.

[700] Jorje de Montemayor und sein Schäferroman die «Siete Libros de la Diana». Inaugural-dissertation zur erlangung der philosophischen doctorwürde an der Universität Leipzig eingereicht von Johann Georg Schönherr. Halle, 1886.

[701] The Spanish Pastoral Romances by Hugo A. Rennert, Ph. D. (Freiburg i. B.), assistant professor of romance languages in the University of Pensylvania. Baltimore, published by the Modern Lang. Association of America, 1892.

[702] Esta poesía se compuso probablemente en 1510. Véase mi Antología de poetas líricos castellanos, tomo VI, pp. CCCLXV á CCCLXIX.

[703] Es la primera de las contenidas en el Norte de la Poesía Española, illustrado del Sol de doce Comedias (que forman Segunda parte), de laureados poetas Valencianos, y de doce escogidas Loas y otras Rimas a varios sugetos... Valencia, 1616.

[704] En el prólogo de la Segunda Parte de la Diana (ed. de Venecia, 1585), p. 4.

[705] Il Secondo Volvme delle novelle del Bandello, novamente corretto et illvstrato dal Sig. Alfonso Vlloa... In Venetia, appresso Camillo Franceschini MDLXVI, fols. 69 vto. á 80.

[706] Gli amori d'Ismenio composti per Eustathio Philosopho, et di Greco tradotti per M. Lelio Carani... Stampati in Fiorenza appresso Lorenzo Torrentino... a di XX del mese de Settembre, MDL.

[707] No quiere esto decir que la Diana no fuese imitada y aun copiada por algunos novelistas italianos. Prueba de ello nos da Celio Malespini, traductor también del Jardín de flores curiosas de Antonio de Torquemada. Tres de las más largas de sus Ducento Novelle (Venecia, 1609) están tomadas de Montemayor, como ya advirtió Dunlop. La 25 de la Primera Parte es la misma intrincada historia de los amores de Ismenia, Selvagio y Alanio; la 36 de la Segunda Parte es el cuento de Abindarráez y Xarifa, y la 94 la historia de la pastora Belisa.

[708] Les sept livres de la Diane de George de Montemayor, esquelz par plusieurs plaisantes histoires... sont décrits les variables et estranges effets de l'honneste amour, trad. de l'espagnol en françois par Nic. Collin. Rheims, Jean de Foignay, 1578.—Reims, 1579.

La Diane de George de Montemayor, trad. d'espagnol en françois. París, Nic. Bonfons, 1587. La obra de Montemayor está traducida por Collin, lo demás por Gabriel Chappuis.

[709] Los siete libros de la Diana de George de Montemayor. Où sous le nom des Bergers et Bergeres sont compris les amours des plus signalez d'Espagne. Traduits d'Espagnol en François et conferez és deux langues. P. S. G. P. (Por S. G. Pavillon). Et de nouveau reueus et corrigez par le Sievr I. D. Bertranet. Paris. Anthoine du Brueil, M.DC.XI.

[710] En el argumento de la pieza confiesa Hardy lealmente su procedencia. «Ce sujet, tiré de la Diane de Montemaior sur le Théâtre François, ne doit rien aux plus excellents».

Le Théâtre d'Alexandre Hardy (ed. de Stengel). Marburg, 1883, t. III, p. 144

[711] A. Le Breton, Le Roman au dix-septième siècle (Paris. Hachette, 1890), p. 5.

[712] Port-Royal, t. II, p. 617.

[713] Cours de littérature dramatique ou de l'usage des passions dans le drame (París, Charpentier, tomo III, p. 101).

[714] En su libro En Bourbonnais et en Forez, citado por Brunetière.

[715] Études critiques sur l'histoire de la littérature française, 4.e série, (París, Hachette, 1891, página 35).

[716] En el mismo tomo IV de sus Estudios Críticos, p. 58.

[717] H. Körting, Geschichte des französischen Romans in XVII Jahrhundert, Oppen, 1891. Es la obra capital sobre el asunto, muy superior al ligero ensayo de Le Breton. El tomo primero trata de la novela idealista, el tomo segundo de la realista. No conozco el libro de P. Morillot Le Roman en France depuis 1610 jusqu'à nos jours (París, 1894), pero sí las páginas muy discretas que el mismo autor ha dedicado á la Astrea en la Histoire de la Langue et de la littérature françaises, publicada bajo la dirección de Petit de Julleville, tomo IV (1897), pp. 407-423.

[718] Dunlop recuerda que hay disfraces análogos en el Pastor Fido y en el libro V del Rinaldo del Tasso. Uno y otro son posteriores á Montemayor: el Rinaldo es de 1562, la pastoral de Guarini de 1590. D'Urfé los conocía de seguro, pero parece haber imitado á Montemayor con preferencia.

[719] Œuvres de M. de Floriam (París, F. Dufart, 1805), t. I. Essai sur la pastorale, p. 139.

[720] J. J. Jusserand, Le Roman au temps de Shakespeare (Paris, Delagrave, 1887), p. 91.

[721] Eglogs, epytaphes et sonnettes, London, 1563.

[722] Véase la tesis ya citada de Garrett Underhill, Spanish Literature in the England of the Tudors, p. 267. «These songs are the only Spanish lyric poetry, except some lines of the sixth eclogue of Googe, which were translated into English, independently of any prose setting, before the accession of James I. ... Sidney' distinction is, therefore, almost unique. His translations were printed at the end of the Arcadia, and the second song is also contained in England's Helicon».

[723] Vid. Garrett Underhill, pp. 285-290.

[724] Ib., p. 222.

Hubo otro traductor parcial de la Diana, Eduardo Pastor, de quien habla con elogio Bartolomé Yong en el prólogo de su versión.

[725] Opina Dunlop (History of fiction, p. 332) que «algunas de las más entretenidas escenas de la comedia de Shakespeare Midsummer Night's Dream parecen haber sido sugeridas por el cambio de amores ocasionado por el agua encantada de la sabia Felicia». Pero creo que, en este caso, la coincidencia es fortuita ó derivada de un cuento más antiguo. Lo mismo puede decirse del canto 17 de La Pucelle d'Orleans, de Voltaire, donde hay un motivo análogo.

[726] La historia de D. Felix y Felismena, tomada de la traducción de Yong, está reimpresa entre las fuentes de Shakespeare en la colección de Payne Collier:

Shakespeare Library: a collection of the Romances. Novels, Poems, and Histories, used by Shakespeare as the foundation of his dramas, now first collected; and accurately reprinted from the original editions... Vol. II. London, Thomas Rodd, S. a.

[727] Tal es la opinión de Gervinus en su memorable comentario:

Shakespeare Commentaries by Dr. G. G. Gervinus, professor at Heidelberg Translated... by F. E. Bunnett. Londres, 1883, p. 157.

[728] Vid. Schneider, Spaniens Anteil an der Deutschen Litteratur, pp. 233-244.

[729] La primera edición de la Diana de Alonso Pérez es de Valencia, 1564. El mismo año fué reimpresa en Alcalá. No creo que volviera á imprimirse suelta, pero acompaña casi constantemente á todas las ediciones y traducciones antiguas de la obra de Montemayor, por lo cual excusamos repetir aquí su bibliografía.

[730] Vid. en la Diana, ed. de Sancha, 1778, la adición primera al prólogo del editor (pp. 447-454).

[731] Biblioteca Valenciana, t. II, pp. 150-155.

[732] Son notables las palabras de la real cédula que copia Fuster: «Inter alios, qui nobis se obtulerunt, tu, dilecte noster Gaspar Egidius Polo, Coadjutor dicti offici Magistri Rationalis unus fuisti; cui illud committeremus, tum propter fidem, sufficientiam, peritiam et legalitatem quas in te sitas conspicimus, tum etiam propter servitia non vulgaria quæ non sive maximo labore tuo nobis præstitisti in Visitatione per Regios Comisarios ultimo facta in prefato Regno Valentiæ».

[733] Los versos de la canción glosada parecen aludir al mismo Polo y á su libro:

No escondas tus ojos, Ana,
Porque pueden ellos solos
Alumbrar á entrambos polos
Y escurecer á Diana.

[734] Las escenas de la isla Formentera pueden haber sugerido á Vicente Espinel el incidente del cautiverio en la isla Cabrera (descansos séptimo y octavo de El Escudero Marcos de Obregón), imitado por Lesage en el Gil Blas (lib. V, cap. I).

[735] Bien sé que no lo es en rigor, porque no se trata en ella de las faenas de los pescadores; pero pasa cerca del mar, á él se hace continua referencia, y no me parece impropio, por consiguiente, incluirla en este género, aun á riesgo de faltar al tecnicismo retórico.

[736] Además de la descripción de la tempestad en las prosas del libro primero, imitada del primero de la Eneida, son de origen virgiliano estos versos de la Carta de Fileno á Ismenia (lib. II):

Pues en cantos, no me espanto
De Amphion el escogido,
Pues mejores que él han sido
Confundidos con mi canto.
Aro muy grande comarca,
Y en montes propios y estraños
Pascen muy grandes rebaños
Almagrados de mi marca.
Mille meæ Siculis errant in montibus agnæ
....................................................
Canto, quæ solitus, si quando armenta vocabat,
Amphion Dircæus in Actæo Aracyntho.

(Égl. II).

[737] También en esta descripción del río parece que se acordó Gil Polo de otros versos de Claudiano, aquellos del poema sobre el noveno consulado de Honorio, que tan espléndidamente imitó Hernando de Herrera en su Canción á San Fernando:

...Ille caput placidis sublime fluentis
Extulit, et totis lucem spargentia ripis
Aurea roranti micuerunt cornua vultu.
Non illi madidum vulgaris arundine crinem
Velat honos, rami caput umbravere virentes
Heliadum, totisque fluunt electra capillis.

[738] Usada ocasionalmente en el primer libro (p. 56 de la ed. de Sancha):

Berardo, el mal que siento es de tal arte
Que en todo tiempo y parte me consume...
Tauriso, el alto cielo hizo tan bella
Esta Dïana estrella, que en la tierra
Con luz clara destierra mis tinieblas...

[739] Tercos esdruccioles los llama Gil Polo, que los usa una vez sola, al principio de una égloga del tercer libro (p. 114):

Tauriso, el fresco viento que alegrándonos
Murmura entre los árboles altíssimos,
La vista y los oídos deleitándonos...

Ha de advertirse respecto de los esdrújulos de Gil Polo, Montemayor, y en general de todos nuestros poetas del siglo XVI, que hay muchos que no lo son conforme á nuestra prosodia. Para que resulten, hay que leer los versos á la italiana.

[740]

Yo trist per so que amant vos he servida
Ab form'e gest de ver enamorat
E mes valer tostemps be favorida
De les millors ab cor no veriat,
E mostrant-vos amor sens fantesia
Vos dins un dia
No'b colpa mia
Ab gran desdeny m'agués tot avorrit
Com fols delits d'aquest mon l'espirit.
..........................................................

(L'obra de desconoxensa ab la qual lo predit Vallmanya gonya la joya). Vid. Obras de D. Manuel Milá y Fontanals, t. III, p. 197.

[741] No recuerdo que ningún poeta del siglo XVI imitara esta mezcla de endecasílabos con quebrados de cinco, más que Ginés Pérez de Hita, que escribió en este metro las lamentaciones de la reina de Granada (Guerras Civiles, cap. XV):

¡Fortuna, que en lo excelso de tu rueda
Con ilustrada pompa me pusiste!
¿Por qué de tanta gloria me abatiste?
Estable te estuvieras, firme y queda,
Y no abatirme así tan al profundo,
Adonde fundo
Dos mil querellas
Á las estrellas,
Porque en mi daño
Un mal tamaño
Con influencia ardiente promovieron
Y en penas muy estrañas me pusieron...

[742] No he visto esta primera edición, pero sí la siguiente:

Primera parte de Diana Enamorada. Cinco libros que prosiguen los siete de la Diana de Iorge Monte Mayor. Compuestos por Gaspar Gil Polo, dirigidos a la muy illustre Señora Doña Hieronima de Castro y Bolea. En Anvers. En casa de la Biuda y herederos de Iuan Stelsio, 1567.—12.º.

—Anvers, Gil Stelsio, 1574.

—París, Roberto Esteban, 1574 (citada por Fuster).

—Zaragoza, Juan Millán, 1577 (acaso sea la misma que Cerdá cita como de Lérida).

—Pamplona, Tomás Porralis, 1578 (unida á las otras dos Dianas de Montemayor y Alonso Pérez).

—París, Roberto Esteban, 1611.

—Bruselas, Roger Velpio y Huberto Antonio, 1617.

[743] Cuidó de esta edición, impresa por Tomás Woodward y dedicada á D.ª Isabel Sutton, el judío español Pedro de Pineda, á quien luego citaremos como editor de Lofrasso.

[744] La Diana Enamorada... Nueva impression con notas al canto de Turia (Madrid, por D. Antonio de Sancha, 1778). Con una lámina de Carnicer grabada por Fabregat.

—Madrid, Sancha, 1802, con las notas de Cerdá.

—Madrid, Repullés, 1802.

—París, Imp. de Gaultier-Laguionie, 1827, 16.º. Edición muy elegante, costeada por D. Joaquín M.ª Ferrer.

—Valencia, J. M.ª Ayoldi, 1862 (Es el tomo primero, y único publicado, del Parnaso de ingenios valencianos; colección de las más célebres obras literarias de nuestros antiguos poetas).

—Barcelona, Cortezo y C.ª, 1886 (al fin de la Diana de Montemayor).

[745] Gasp. Barthi Erotodidascalus, sive Nemoralium Libri V. Ad Hispanicvm Gasparis Gilli Poli. Cum figuris æneis. Hanoviæ, Typis Wechelianis, apud Danielem et Davidem Aubrios et Clementem Schleichium. Anno M.DC.XXV. 8.º, 6 hs. prels. sin foliar y 315 pp. Con una lámina en cada uno de los libros.

[746] Egregia vero compositio est, et quæ Græco Latinove sermone ante aliquot hæc secula concepta fuisset, dubio procul cum principibus scriptorum amabilium censeretur jam olim. Monita insunt insignia, et ex medio rerum usu petita quæ palmam merito omnibus aliis eripere censentur. Scopus ipse libelli minime turpis aut fœditatis consectator est; quo vitio non pauca, etiam antiquorum scriptorum monumenta vere prudentibus sordere debent. Historiæ obiter recensitæ, nulla prorsus obscænitate, multâ vero venere, artificiose et suaviter, ne juncturam videas, intextæ. Procul omnis sermonis et allusionum, quæ vernilitas dicitur, reipsa autem lascivia est. Carmina faventibus adeo Musis et Gratiis nata, ut horum inventiones potissimum omnis memoriæ artificibus, hoc quidem in genere, opponere velim.

Prometió también Gaspar Barth traducir la Diana de Montemayor, pero no hallo que cumpliese su promesa.

[747]

Per prata felix quæ rigat virentia
Guadalaviar, fluviûm parens,
Vectigal undarum inferens ponto suum,
Terrasque ditans ubere,
Galatea, fastuosa quod mori suo
Amore Lycium cerneret,
Ibat superba, littus ubi vicinia
Eluitur allapsi maris.
Lectura, pictos nunc lapillorum globos,
Conchasque arenarum è sinu:
Nunc voce cautes delicatâ personans,
Vicario undarum sono:
Modo ingruentis agmen expectans aquæ,
Sedebat ad littus vagum.
Fluctu reverso præpete aufugiens gradu,
Sed tacta sæpe album pedem.
Formosa nimpha, non ego te viderim
Cum fluctibus colludere.
Licet voluptas ista videatur tibi,
Fuge pontum, io, pontum fuge,
Galatea, Lycium ut efferâ fugis fugâ;
Parce, ô puella, his lusibus.
Nostri doloris hisce succrescit furor,
Nolis malum addere hoc meis.
Pelago propinquam te videns, Neptuno ego
Invideo, ne te amaverit...
............................................................
Relinque siccum littus, algas horrido
Infructuosas gramine.
Cave, marina ne qua bellua evolans,
Fœdo ore vulnus inferat.
............................................................
Exsultim adire littus adspicio? subit
Europa memoriam mihi,
Quam candidus bos insidentem per mares
A vexit in mœchi torum.
Subit deinde Hyppolitus, ut fastu tumens
Spretor novercæ, perierit.
Viso ille monstro, raptus in mille, æquoris
Frustrà pudicus, fragmina est.
...........................................................
Ades hanc amœnam mecum, iò, sub silvulam
Umbrosa in ista compita,
Et prata florum mille odora generibus,
Meridies ipsa hîc tepet!
Si capit aquarum te fluor, videas ibi
Fontem scatere limpidum.
Is inter omnes primus, expectat modô
In eo lavêre bella tu.
In siccâ arenâ hac, vela non suffecerint,
Nulla umbra faciem contegat,
Quin sole aprico denigrere candidam,
Sic forma perierit decens.
Nullæ Camœnæ hic mulceant, sed turbidi
Atrox tumultus marmoris.
Ventorum inane per furentium tumor
Aquæque fundo prorutæ,
Inaudiuntur; visui nil gratius
Obfertur, ac fracto maris
Furore tandem, naufragas ponto procul
Tabulas videre vertier.
At, ô, sub istud mî comes veni nemus,
Natura quod comit bonis.
Meridianum blanda quo sidus movet,
Sole ardido friguscula.
Huc crebra pastorum ingruunt collegia.
Veris potita gaudiis.
Fuge ô superbi vim maris; dulces veni
Audire voces Carminum.
Hîc, cura quicquid ardua ingerit, procul
Removemus, ac suspendimus...

Ni un rastro ni una línea de la inimitable gracia del original queda en esta reproducción pedantesca.

[748] La Diana de Montemayor, Nvevamente compuesta por Hyeronymo de Texeda Castellano, interprete de lenguas, residente en la villa de Paris, do se da fin a las Historias de la Primera y Segunda Parte. Dirigida al Excellentissimo Señor Don Francisco de Guisa, Principe de Ionuille. Tercera Parte. A Paris, impressa a costa del Auctor M.DC.XXVII. Con Privilegio Real.

Un tomo en 8.º, que realmente comprende dos volúmenes, el primero de 346 pp. y el segundo de 394.

[749] The Spanish Pastoral Romances, pp. 39-42.

[750] Poder de Gabriel Hernandez, vecino de Granada, estante en Salamanca, autor de la tercera parte de Diana, y con priv. de impresion por 10 años (Cédula dada en Lisboa á 28 de enero de 1582), á Juan Arias de Mansilla, vecino de Granada, estante en Madrid, para traspasar el privilegio y concertar la impresión de dicho libro.

Salamanca, 4 agosto 1582.

(Ante Fr.co Ruano, escrib.º de Salamanca).

Venta que Iuan Arias de Mansilla hace, en nombre de Gabriel Hernandez, del original de la Tercera parte de Diana, mas el privilegio por 10 años en favor de Blas de Robles, librero, y en precio de 500 reales, que le ha de pagar y además le ha de dar 12 pares de cuerpos del dicho libro ya impreso.

Madrid, 8 agosto 1582.

Obligación de Blas de Robles de pagar á Juan Arias de Mansilla 500 reales en dos plazos, fin de octubre y fin de diciembre de este año.

Madrid, 17 agosto 1582.

(Prot.º de Juan Garcia de Munilla, 1580 á 86, folios 193, 194 y 197).

[751] Libro de la Conversión de la Magdalena. Lisboa, 1601, folio 3.

[752] Primera parte de la Clara Diana, repartida en siete libros, compuestos por el muy reverendo Padre Fr. Bartolomé Ponce, monje del monesterio de Sancta Fe, del sacro orden del Cistel. Dirigida al sabio y prudente lector... Impreso en la villa de Epila por Tomás Porralis, 1580. 8.º. (Núm. 3.500 de Gallardo).

—Zaragoza, 1582.

—Zaragoza, 1599, por Lorenzo de Robles.

Hay del mismo autor otro libro no menos raro, titulado Puerta Real de la inexcusable muerte (Salamanca, 1595, por J. y Andrés Renaut, á costa de Claudio Curlet, saboyano). Está dividido en siete diálogos, con algunos versos intercalados, y contiene la vida del obispo de Osma, D. Pedro de Acosta.

[753] Los diez libros de Fortuna d'Amor, compuestos por Antonio de lo Frasso, militar, sardo, de la ciudad de Lalguer, donde hallaran los honestos y apasibles amores del pastor Frexano y de la hermosa pastora Fortuna, cō mucha variedad de inuēciones poéticas historiadas. Y la sabrosa historia de don Floricio y de la pastora Argentina. Y una inuencion de justas reales y tres triumphos de damas, Dirigido al illmo S. don Luis Carroz y de Centellas, Conde de Quirra y Señor de las baronias de Centellas (Escudo del Mecenas). Impresso en Barcelona, en casa de Pedro Malo, impressor, con licencia de su Señoria Reuerendissima.

El año consta en el colofón, que está al reverso del folio 344: «acabose á primero de Março año del Señor 1573».

[754] Cervantes debía de tener tan leído á Lofrasso que de él tomó probablemente el nombre de Dulcinea. En el libro sexto figuran un pastor llamado Dulcineo y una pastora Dulcina (tomo II de la edición de Londres, pp. 48 y 49).

[755] Los versos cortos no suelen estar mal medidos como los de arte mayor, pero son tan insulsos como ellos. Júzguese por esta canción, que es de lo menos malo que he encontrado (tomo I de la edición de Londres, pp. 68 y 69):

¿A dónde vas, di, pastor,
Con tu ganado?
Voy al prado de amor
Por mi pecado.
Dicen que es prado abundoso
De mil flores,
Apacible y congojoso
En olores (!).
Pensaba estar sin amores
Descansado,
Y soy del arco de Venus
Condenado.
Estando en mi cabaña
A placer,
Vi pasar zagala extraña
A mi ver.
Luego moviome un querer
Desatinado,
En el prado de amor,
Por mi pecado.
Dixo tenía entendidas
Mis razones,
Y que tenía por fingidas
Mis pasiones.
¡Ay falsas de corazones
Y estado!
¿No veis mi mal en canciones
Publicado?

No es menos ridículo este cartel contra el Amor, que se halla en el libro 6.º, p. 14:

Yo descontento pastor,
Que los contentos desvío,
Al gran contento de Amor,
Enemigo mío mayor,
Dende ahora desafío
Mano á mano.
Pues se hace soberano
Del gobierno de mi prado,
Ya que ha sido liviano
En demostrarse tirano,
Le desafío armado:
¡Ea presto!
Que yo quiero ver su gesto,
Pues jamás lo he conoscido,
Ya que del amor honesto
Me hallo en todo esto
Cruelmente ofendido,
Noche y día...

Pero basta de necedades, que no dejan de serlo por estar en un libro rarísimo.

[756] Tal acontece, por ejemplo, desde la página 237 hasta la 243 del libro 9.º en el tomo. II de la edición de Londres.

[757] Los diez libros de Fortuna de Amor, divididos en dos tomos... Dirigidos á mi Señora Doña Emilia Mason, por el que a revisto, enmendado, puesto en buen orden y corregido á Don Quixote, impresso por J. Tonson, á la Diana enamorada de Gil Polo, pues es el mismo que publicó una Gramática por la Lengua Española, y un Diccinario (sic) por el mismo eféto... Impresso en Londres por Henrique Chopel, librero en dicha ciudad. Año 1740.

Dos tomos en 4.º con diez láminas, además de un supuesto retrato de Lofrasso, que debe de ser el de algún caballero inglés del tiempo de Carlos II.

El disparatado prólogo de Pineda está en el tomo II. En él se queja amargamente de «dos mequetrefes, el uno un fraile desfrailado y el otro un inglés aljamiado», que procuraban quitarle la ganancia de sus libros.

[758] Véase la Bibliografía española de Cerdeña, por D. Eduardo Toda, obra premiada por la Biblioteca Nacional en el concurso de 1887 (Madrid, 1890).

[759] Una de ellas es el siguiente soneto, que transcribo conforme á la edición de Londres (tomo I, pp. 284-285), enmendando algo la puntuación:

Cando si det finire custu ardente
Fogu qui su coro gia mat bruxádu?
Cum sanima mesquina qui su fiádu,
Mi mancat vistu, non poto niente.
Chiaru Sole et Luna relugente
Prite mis tenes tristu abandonadu,
Pusti prode vivu atribuladu,
Dami calqui remediu prestamente.
Tue sola mi podes remediare,
Et dare mi sa vida in custa hora,
Qui non moria privu de sa vitoria,
In eternu ti depo abandonare,
O belissima dea et senyora.
Deme sa vida et morte pena et gloria.

La otra es una glosa en octavas reales (tomo II, pp. 141-144).

[760] Janota Torretta que se habla (sic) en lengua catalana,

Que faré en tal estrem
Que mon mal me desatina,
Coneixent en mi que crém,
Y may ningu m'encamina.
De mi veig ningu no cura,
Sens volerme remediar,
Molt temps ha que mon mal dura,
Que ya stich per afinar.
Mirau de prest sens tardar,
Dins mon cor l'anima fina,
Coneixent en mi que crém,
Y may ningu m'encamina.
Mos estrems son de tal sort,
Quem donen tan trista vida,
En favor me veig la mort,
La vida me te avorrida,
Congoixosa y aflegida,
M'anima del tot se fina,
Coneixent en mi que crém,
Y may ningu m'encamina.

(Tomo II, pág. 261).

[761] «Por ser tan perfecta la virtud de la tierra, produce minas de todos metales, oro, plata, cobre, estaño, hierro y plomo... Tambien todo el mar que la cerca, por su naturaleza produce coral finissimo, del qual cada año en los estios hay cuatro mil hombres de la tierra y forasteros, con mas de quinientos barcos, que con sus ingenios y redes sacan del mar gran cantidad de coral, de valor de más de cien mil ducados, por donde muchos se mantienen de la ganancia y exercicio de pescar dicho coral, sin otros que de la abundancia del mucho pescado viven... La segunda ciudad y llave del reino es la ciudad de Lalguer, puerto de mar donde yo nací, en la qual se pesca la mayor cantidad del coral, dozientas fragatas y dos mil hombres que entienden en ello. Tiene dentro la dicha ciudad quinientos molinos de sangre, que muelen grano, y quinientos hornos de particulares que cuecen pan... En general la gente de la dicha isla son muy fieles y catolicos christianos, leales a su magestad, belicosos y de buenas condiciones, liberales y amigos de naciones estrañas, y más de la española... Hay hombres doctos y de subtil ingenio, y buen juicio, y las mugeres hermosas y honestas en el trato, con gentil aire y gracia. Usan assi los hombres como mugeres en los vestidos el trage y policia de España, las más dellas como las de Barcelona...».

No menos curioso es el resto de esta descripción de la isla, que puede leerse en el tomo I de la edición de Pineda, pp. 9 y ss. Y aun como estilo es de lo más tolerable que el libro de Lofrasso contiene.

[762] Pág. 293 de la edición mayansiana.

[763] Da esta noticia D. Juan Catalina García en su Biblioteca de escritores de la provincia de Guadalajara, premiada por la Biblioteca Nacional (Madrid, 1899), p. 144. También encontró las partidas de dos hijos de un licenciado Juan Gálvez de Montalvo, en 1618 y 1620, y conjetura que este licenciado pudo ser hijo ó sobrino de nuestro poeta.

[764] Es rarísima la primera edición de El Pastor de Fílida, hecha en Madrid, 1582. El ejemplar que se conserva en la biblioteca de la Academia Española, único según el parecer de D. Cristóbal Pérez Pastor en su Bibliografía Madrileña del siglo XVI, está incompleto al principio y al fin, de modo que ni siquiera consta el nombre del impresor.

El Pastor de Philida. Compuesto por Luis Galvez de Montaluo, Gentilhombre cortesano. Dirigido al muy illustre señor don Henrique de Mendoça y Aragon. Impresso en Lixboa por Belchior Rodrigues, con licencia de los senhores Inquisidores, año de 1589.

En Madrid, por la viuda de Alonso Gomez, impressor del Rey nuestro Señor. Año de 1590. A costa de Francisco Enriquez, mercader de libros.

Madrid, por Luys Sanchez. Año M. DC (1600). A costa de Juan Berillo, mercader de libros.

Barcelona, por Esteuan Liberós, en la calle de la Paja. Año 1613. A costa de Miguel Menescal, mercader de libros.

En Valencia, en la oficina de Salvador Fauli. Año 1792.

Con una extensa introducción del canónigo D. Juan Antonio Mayans, llena de curiosas noticias literarias, pero algo confusa y desordenada. Es uno de los más antiguos ensayos sobre la novelística española.

[765] Ojos verdes tenían también la heroína de Menina e Moça y la pastora Silveria del segundo libro de la Galatea. Sobre la especial afición de Cervantes á este color disertó ingeniosamente el doctor Thebussem (España Moderna, Marzo de 1894). Pero puede decirse que es afición común á todos los novelistas bucólicos y á todos los poetas líricos de aquel tiempo. Góngora prodiga el epíteto de verde juntamente con el de rojo en muchos lugares de sus poesías.

[766] El encabezamiento de la epístola dice á un amigo, pero del contexto se saca que no era otro que el pastor de Fílida.

[767] Cancionero de López Maldonado. Dirigido a la Illustrissima Señora Doña Tomasa de Borja y Enriquez, mi Señora... Impresso en Madrid, en casa de Guillermo Droy, impressor de libros. Acabóse a cinco de Febrero. Año de 1586. Fols. 128 y 134.

[768] Luis Barahona de Soto, estudio biográfico, bibliográfico y critico, por D. Francisco Rodríguez Marín (Madrid, 1903), pág. 47. Ninguno de nuestros poetas del siglo XVI ha logrado hasta ahora una biografía comparable con este admirable trabajo, dignamente premiado por la Academia Española.

[769] No cabe duda en esto, ni el mismo Cervantes quiso que la hubiera, puesto que en el libro 2.º de la Galatea cita como de Tirsi los principios de tres composiciones que efectivamente están en las Rimas de Francisco de Figueroa, dos sonetos y una canción:

¡Ay de cuan ricas esperanzas vengo...
La amarillez y la flaqueza mía...
Sale la aurora, de su fértil manto...

[770] Vid. Rodríguez Marín en Luis Barahona de Soto, pp. 117 y 118.

[771] Este soneto se publicó al frente de la primera edición de la Galatea.

[772] En La Viuda Valenciana, del mismo Lope, comedia de fecha incierta, pero anterior seguramente á 1604, se halla el siguiente diálogo entre la heroína y un supuesto mercader de libros:

Leonarda

¿Quién es éste?

Otón

Es El Pastor
De Fílida.

Leonarda

Ya lo sé.

Otón

Y Gálvez Montalvo fue
Con grave ingenio su autor.
Con hábito de San Juan
Murió en la mar
...

Es la única noticia que tenemos de que Montalvo hubiese sido caballero de la Orden de San Juan. Acaso su viaje á Italia fué para servir en las galeras de Malta.

[773] Comentario al Quijote, tomo I, p. 147.

[774] Se publicó esta versión en la Primera parte del Thesoro de Divina Poesia, donde se contienen varias obras de deuocion de diuersos autores, cuyos titulos se veran a la buelta de la hoja. Recopiladas por Esteuan de Villalobos. En Toledo, en casa de Iuan Rodriguez, impresor y mercader de libros. Año 1587. Págs. 125 y siguientes. Este libro fué reimpreso en Madrid por Luis Sánchez, 1604. El Llanto de San Pedro se encuentra también en el Romancero y Cancionero Sagrados de D. Justo Sancha (biblioteca de Rivadeneyra), núm. 668.

[775] Hay frecuentes excepciones, sin embargo, y algunas hemos visto. No lo es menos la siguiente octava, tan galana que no parecería mal en la Fábula del Genil de Pedro Espinosa:

La tierna planta que de flores llena,
El bravo viento coge sin abrigo,
Bate sus ramas, y en su seno suena,
Llévala, y torna, y vuélvela consigo;
Siembra la flor, ó al hielo la condena,
Piérdese el fruto, triunfa el enemigo:
Sin más reparo, y con mayor pujanza,
Persigue mi deseo á mi esperanza.

[776] Los usa, por ejemplo, en la profecía de Sincero, compuesta en alabanza de su Mecenas (página 32):

Crece, gentil Infante, Enrique crece,
Que Fortuna te ofrece tanta parte,
No que pueda pagarte con sus dones,
Pero con ocasiones de tal suerte,
Que el que quiera ofenderte, ó lo intentare,
Si á tu ojo apuntare, el suyo saque...

[777] Hay algún trozo breve en la égloga que contiene el altercado de Bato y Silvano (p. 302):

Pastores, dos poetas celebérrimos,
No han de tratarse así, que es caso ilícito
Motejarse en lenguajes tan acérrimos...

[778] Esta imitación fué ya advertida por D. Adolfo de Castro (Poetas líricos de los siglos XVI y XVII, tomo I, p. 122), y en efecto salta á la vista. El trozo de Castillejo comienza:

Hola, gentil Galatea,
Más alba, linda, aguileña,
Que la hoja del alheña,
Que como nieve blanquea;
Más florida
Que el prado, verde y crecida
Mucho más y bien dispuesta
Que el olmo de la floresta
De la más alta medida;
Más fulgente
Que el vidrio resplandeciente,
Más lozana que el cabrito
Delicado, ternecito,
Retozador, diligente;
Más polida,
Lampiña, limpia, bruñida
Que conchas de la marina,
Fregadas de la contina
Marea, nunca rendida...

[779]

Sentémonos ahora, en la verdura;
Cantad ahora, que se va colmando
De flor el prado, el soto de frescura.
Ahora están los árboles mostrando,
Como de nuevo, un año fertilisimo,
Los ganados y gentes alegrando.
Ahora viene el ancho río purísimo,
No le turban las nieves, que el lozano
Salce se ve, en su seno profundísimo...

(Pág. 305).

Dicite: quandoquidem in molli consedimus herba;
Et nunc omnis ager, nunc omnis parturit arbos,
Nunc frondent silvæ, nunc formosissimus annus.

...........................................................................

(Égl. III, v. 54-56).

[780] «Y los dos de un nombre, el cordobés y el toledano». El canónigo Mayans acertó en cuanto á Juan de Quirós, autor de la comedia todavía inédita La toledana discreta, pero se equivocó en cuanto al cordobés, creyendo que era Juan de Mena. Todos los poetas citados por Gálvez Montalvo en este pasaje son del siglo XVI. A. D. Diego de Mendoza alude también sin nombrarle: «y el claro espejo de la poesía que cantó:

Tiempo turbado, y perdido»...

[781] «¿Quién hay en nuestros españoles que con verdadera imitación suya haya seguido las pisadas de aquellos primeros y divinos poetas? Cierto que si decimos verdad, pocos ó ninguno. Dejo aparte al ilustre Garci Laso de la Vega, que movido de los italianos y siguiendo su término con mejor alabanza que otro alguno, en la parte que imita á los latinos, fue excelente y divino. Y callo también los que esconden sus virtudes del vulgo profano é ignorante... Quien lea los italianos, podrá bien admirarse desto que digo... y quien leyere los franceses no los verá tan ajenos de las Musas como á los españoles».

(Las obras de Hierónimo de Lomas Cantoral, en tres libros divididas... En Madrid, en casa de Pierres Cosin. Año 1578.)

[782] Héroe de la Arcadia de Lope de Vega.

[783] Héroe de la Galatea de Cervantes.

[784] Gálvez Montalvo.

[785] Alusión á la Diana de Montemayor.

[dxix]

ADICIONES Y RECTIFICACIONES

Habiendo durado la impresión de este tomo cerca de tres años por causas que sería prolijo exponer, he ido dando casi involuntariamente mayores ensanches al plan primitivo, hasta el punto de resultar la introducción, no un mero prólogo, sino una historia bastante detallada de la novela española anterior á Cervantes. Ni aun ha sido posible incluirla toda en este volumen: restan todavía dos largos capítulos, el uno sobre la novela de costumbres y el otro sobre los cuentos y narraciones cortas, que irán al frente del tomo segundo, en que se incluyen además los textos anunciados en el preámbulo.

Al revisar hoy los pliegos impresos encuentro algunas cosas que añadir ó rectificar, en vista de publicaciones recientes y de mis propias pesquisas bibliográficas. Me limitaré á lo más esencial, porque sería vano empeño querer agotar una materia tan vasta y compleja como ésta, la cual sólo puede llegar á la perfección con el esfuerzo sucesivo de muchos trabajadores. Los estudios de erudición caminan hoy tan de prisa, que temo que resulte demasiado anticuada la parte de literatura general y comparativa. He procurado que no suceda lo mismo con la parte española, que es lo principal en mi trabajo.

Pág. XXV:

El Sr. D. Adolfo Bonilla y San Martín acaba de publicar en la linda é interesante Bibliotheca Hispanica que dirige el Sr. Foulché-Delbosc, el Libro de los engaños et los asayamientos de las mujeres (Barcelona, 1904), siguiendo fielmente el texto del único manuscrito conocido, que perteneció á la biblioteca de los Condes de Puñonrostro y pertenece hoy á la Real Academia Española.

Pág. LIX (nota):

En la rica biblioteca del Duque de T'Serclaes Tilly (Sevilla) he examinado dos ediciones de La Doncella Teodor, no descritas hasta ahora, y una de ellas anterior á todas las que se citan:

La historia de | la doncella Theodor.

(Al fin): Impresso en Medina del campo en casa | de Pierres touans. Año de Mil CCCCC. | treynta tres.

La dōzella teodor. | Rey. Mercader. Doncella | (tres figuritas). | Esta es la histo- | ria de la donze- | lla Theodor. | Año 1.5.4.5.

Gótico 2 hs. sin foliar. Con grabados en madera.

(Al fin): Aqui se acaba la historia de la dō- | zella theodor. Fue impresa en Se- | uilla por Estacio Carpintero. | Acabose. Año M.D.XLV.

En la Biblioteca Nacional existe la de Zaragoza, 1540.

Pág. LXXXIII:

Se han completado ya los tomos de la Biblioteca Catalana del Sr. Aguiló que carecían[dxx] de preliminares, uno de ellos el Libre apellat Félix de les Maravelles del Mon. Al fin del segundo tomo consta que este libro se empezó á imprimir en Palma de Mallorca por Pedro José Gelabert en 1873, y fué acabado en Barcelona por Fidel Giró en mayo de 1904.

La Real Academia de Buenas Letras de Barcelona ha publicado en 1901 una nueva y elegante edición del Libro de la orden de caballería del Beato Raimundo Lulio, en texto original y traducción castellana de un cisterciense mallorquín (acaso el P. Pascual) que le ilustró con curiosas notas. El manuscrito que ha servido para esta edición fué encontrado, entre otros papeles que habían pertenecido á Jove-Llanos, por nuestro inolvidable amigo y maestro D. José Ramón de Luanco, catedrático que fué de Química en la Universidad de Barcelona y rector de aquella escuela.

Pág. CIII:

El Libro de los Gatos es traducción de las Narrationes del monje inglés Odo de Cheriton, muerto en 1247.

Vid. H. Knust, Das Libro de los Gatos, en el Jahrbuch für romanische und englische literatur (1865), t. VI, pp. 1-42 y 119-141.

Keidel (G. C.), Notes on Æsopic literature in Spain and Portugal during the Middle Ages, en el Zeitschrift für romanische Philologie (1901), t. XXV, pp. 720-730.

El Speculum Laicorum es también de origen inglés, y se atribuye á John Hoveden.

Pág. CXVIII:

Las relaciones entre Boccaccio y el Arcipreste de Talavera han sido magistralmente estudiadas por Arturo Farinelli en su precioso opúsculo Note sulla fortuna del «Corbaccio» nella Spagna Medievale (Halle, 1905, para la Miscelánea Mussafia). Nota bastantes reminiscencias verbales y analogías de pensamiento, que prueban que el Arcipreste había leído mucho el Corbacho italiano y le tenía muy presente, pero nunca la imitación llega al plagio. Farinelli reconoce explícitamente la vigorosa originalidad del satírico toledano.

«Copiar servilmente no era oficio suyo. La naturaleza le había dotado de ingenio y agudeza propia. Había lanzado una mirada profunda y escrutadora en el torbellino y en las miserias de la vida. Por eso modifica y enriquece de originalísima manera la materia del Corbacho, renueva la sátira de costumbres con observaciones y pinturas originales y la infunde nueva vida. Todo lo expresa de un solo arranque, sin tanteos ni esfuerzos: las máximas morales, los dichos picantes, los ejemplos del desarreglado vivir y del loco amor se confunden, se entrelazan alternativamente y se precipitan como ondas de vivos torrentes que saltan y descienden sin pararse, recogiendo caudal de todas las aguas y arrastrándolo y revolviéndolo todo en sus impetuosos giros. La sátira de Boccaccio no es para él más que un estímulo. Queda mucho más que reprender y flagelar. Él pondrá su experiencia, sus conocimientos propios: «Pues no se maravillen si algo en pratica escrevi, pues Juan Bocacio puso farto dello». No se crea (añade en otra parte) que quien escribió este libro «te lo dice porque lo oyo solamente, salvo porque por pratica dello mucho vido, estudió é leyó». De los ventanales abiertos de par en par por el Arcipreste de Talavera sobre la vida real llueve nueva luz sobre la diatriba corbachesca. Aunque violenta y bastante cruda, la sátira del clérigo de Talavera no desciende á las torpezas que Boccaccio había recogido en su injurioso libelo. Ama lo grotesco, la caricatura; de una observación fugaz de Boccaccio hace Alonso Martínez todo un cuadro[dxxi] de tintas oscuras. En su tratado, el Arcipreste hizo entrar toda la enciclopedia de su saber y de su experiencia (pp. 17-22).

El único pasaje largo de Boccaccio que traduce el Arcipreste, declarándolo él mismo, no procede del Corbaccio, sino de la obra latina, tan famosa en la Edad Media, «De casibus principum». Es la disputa de la Fortuna y la Pobreza («Paupertatis et fortunæ certamen», en el libro III, cap. II, De casib.). Pero, como advierte muy bien el Sr. Farinelli en otro estudio todavía inédito (Note sulla fortuna del Boccaccio in Ispagna nell' Età Media), el Arcipreste dilata y alarga este certamen con invenciones y razonamientos propios, añade nuevos dichos mordaces, nuevas sentencias y proverbios, alusiones picantes contra las mujeres y los clérigos. Un solo rasgo del original le basta para forjar escenas enteras con inagotable vena, sin que la locuacidad superabundante de las dos figuras alegóricas que se injurian y se maltratan en esta disputa llegue á cansarnos: tan vivaz, brioso y salado es el estilo del agudísimo autor.

No sólo la disputa de la Fortuna y la Pobreza, sino toda la doctrina moral del De Casibus se refleja á menudo en la obra del Arcipreste de Talavera, y debe contarse entre sus principales fuentes sobre todo el capítulo in mulieres (Lib. I, cap. 18), que contiene invectivas todavía más punzantes que las del Corbaccio, y una pintura de los afeites femeniles bastante próxima á la del Arcipreste.

La Cayda de Principes, hoy tan olvidada, fué el primer tratado de Boccaccio que se tradujo en España. La versión de los ocho primeros libros pertenece al canciller Pedro López de Ayala, ó á lo menos fué hecha bajo sus auspicios. Quedó incompleta, sin duda por su muerte, y la terminó en 1422, á ruego de Juan Alfonso de Zamora, secretario del rey de Castilla, el entonces deán de Santiago y luego famoso obispo de Burgos don Alonso de Cartagena. Imprimióse en 1495 con este título:

Aqui comiença vn libro: que presento vn doctor | famoso de la cibdad de Florencia llamado Juan bocacio de cercaldo a vn cauallero | su amigo: que auia nombre Maginardo mariscal de la reyna de Sicilia: en el qual | se cuentan las caydas et los abaxamientos que ouieron de sus estados en este mundo | muchos nobles et grandes caualleros: por que los omes no se ensoberuezcan con los | abondamientos de la fortuna.

(Colofón): Finido et acaba- | do fue el presente libro llamado Cayda de los | principes. Impresso en la muy noble e muy le- | al cibdad de Seuilla por Meynardo Ungut | Aleman: e Lançalao Polono compañeros a | XXIX. del mes de dexiebre. Año del Señor de mill | e quatrocientos e nouenta y cinco años.

De esta rarísima edición se conserva en la Biblioteca Colombina un ejemplar, adquirido por su ilustre fundador en Valladolid, á 1.º de diciembre de 1531, por 102 maravedises. La Caída de Príncipes alcanzó varias reimpresiones durante la primera mitad del siglo XVI.

El Arcipreste de Talavera pudo conocer esta versión, que ya existía en su tiempo, pero seguramente no se valió de ella, sino del original latino, y por cierto en mejor texto que el que manejó Ayala, á juzgar por las supresiones é interpolaciones que tiene su libro, á lo menos en el impreso.

Es muy verosímil que el arcipreste conociese el Decameron, pero no tenemos certeza de ello, ni era menester que acudiese allí para encontrar á Peronella y á la mujer de Tofano, que tanto había viajado por Europa desde los tiempos de nuestro Pedro Alfonso. Aun el segundo de estos cuentos puede ser una interpolación (y á ello se inclina[dxxii] Farinelli), puesto que no está en el códice escurialense de la Reprobación del Amor Mundano, único que conocemos, sino sólo en los textos impresos.

El Corbaccio toscano fué traducido al catalán por Narcis Franch é impreso en Barcelona en 1498, y de este libro adquirió un ejemplar en Tarragona D. Fernando Colón en agosto de 1505, por 15 dineros, según consta en el núm. 3961 de su Registrum (Gallardo, Ensayo, II, 541). Pero la traducción debe de ser más antigua, puesto que Gayangos declara en las notas á Ticknor (I, 537) haber visto un tomo manuscrito de letra de fines del siglo XIV, que lleva este título: «Aquest libre se apella Corvatxo, lo qual fonch fet he ordenat per Johan Bocaci soberan poeta laureat de la ciutat de Florencia, en lengua thoscana e agues es estat tornat per Narcis Franch, mercader e ciutada de Barcelona e tracta dels molts maliciosos enganys que les dones molts sovent fan als homens, segons que en lo dit libre se conte». Ni impreso ni manuscrito he llegado á ver este Corbacho catalán.

La mayor prueba de la difusión de la sátira antifemenina de Boccaccio en la parte oriental de nuestra Península nos la da un estupendo y curiosísimo plagio que nadie había notado antes que el Sr. Farinelli, con estar tan á la vista. Todo el razonamiento de Tiresias contra las mujeres, que llena casi por completo el libro tercero del Somni de Bernat Metge, está servilmente copiado del Corbaccio, como demuestra el crítico italiano publicando en dos columnas ambos textos. Después de tal confrontación se queda uno verdaderamente estupefacto al leer los desatinados elogios que de este trozo hizo con su habitual ligereza el difunto escritor balear D. Juan Miguel Guardia, juzgándole digno nada menos que de Aristófanes, de Plauto ó de Rabelais (Le Songe de Bernat Metge, auteur catalan du XV siècle, París, 1889).

En cuanto al Spill ó Libre de les dones de Jaime Roig, nota el Sr. Farinelli algunos rasgos satíricos que concuerdan con otros de Boccaccio, pero encuentra mayores y más frecuentes analogías con el libro del Arcipreste de Talavera (en este sentido debe modificarse lo que digo en el texto, pág. CXVIII).

Esperamos que este doctísimo hispanista nos dará en breve plazo un estudio completo sobre la influencia de Boccaccio en España, tema del mayor interés y que hasta ahora no había sido tratado formalmente por nadie.

Pág. CXXXVII (nota):

De la Historia de la Reina Sevilla he manejado la edición de 1532 en la Biblioteca Sevillana del Duque de T'Serclaes.

Hystoria de la | reyna Sevilla.

(Fin): Fue empremido el presente libro de la reyna | Sebilla nueuamente corregido y emēdado en | la muy noble y muy leal ciudad de Seuilla por Juan Cromberger. A XXIX del mes de Enero. Año de mil y quinientos y treynta y dos.

La de Burgos, por Juan de Junta, 1551, existe en nuestra Biblioteca Nacional.

Pág. CXXXVII (nota):

Historia de | Enrriq | hijo de doña Oliva Rey de | Hierusalem y emperador de Constantinopla.

(Al fin): Imprimiose el presente tratado en la muy | noble y muy leal cibdad de Sevilla por | Juan Comberger (sic) a cinco dias del mes de junio. Año de mill e quinientos e treynta y tres años.

(Biblioteca del Duque de T'Serclaes).

[dxxiii]

Pág. CXXXVIII

El ejemplar de la Hystoria del emperador Carlomagno y de los doce pares, citado en la nota 2.ª, pertenece hoy á la Biblioteca Nacional, que le adquirió con otros libros de caballerías en la venta del Barón Seillière, formada en gran parte con los restos de la riquísima colección de D. José Salamanca.

Pág. CXLI:

Espejo de cauallerias en el qual se veran los grandes | fechos: y espantosas auenturas que el conde don Roldan por amores de | Angelica la Bella hija del rey Galafron acabo: e las grandes e muy fermosas cauallerias que don Renaldos de montaluan: y la alta Marfisa: e los paladines ficieron: assi en batallas | campales como en cauallerosas empre- | sas que tomaron.

(Colofón): Aqui se acaba el segundo libro de Espejo | de caualleria traducido y compuesto por Pero Lopez, de Santa Ca- | talina. Es impreso en la muy noble ciudad de Seuilla por | Juan Cromberger. Año de Mill. D. xxxiij (1533).

(Biblioteca Nacional).

Primera, segunda y tercera parte de Orlando Enamorado. Espejo de caballerias, y en el qual se tratan los hechos del conde don Roldan y del muy esforçado cauvallero don Reynaldos de Montaluan, y de otros muchos preciados caualleros por Pedro de Reynosa, toledano. Medina del Campo por Francisco del Canto, 1586.

(Biblioteca de la Universidad de Valencia).

Pág. CXLII:

Por escritura otorgada en 31 de mayo de 1513, Jorge Costilla prometió á Lorenzo Ganoto, mercader, habitante en Valencia, imprimir para él 600 volúmenes de la obra titulada La Trapesonda, ó sea el tercer libro del Renaldos de Montalban, obligándose á entregarlos en todo el mes de setiembre siguiente.

Copia este contrato D. José E. Serrano Morales en su precioso libro La Imprenta en Valencia (pág. 95). Esta edición, suponiendo que llegara á hacerse, sería anterior en diez años á la de Toledo, por Juan de Villaquirán, 1523, que se citaba como la más antigua del Reinaldos, y en trece á la de Salamanca, 1526, que pasaba por la primera de la Trapesonda.

En 11 de junio del mismo año 1513, el impresor Diego de Gumiel había contratado con Lorenzo Ganoto la impresión de 750 ejemplares de la Trapesonda (pág. 207 del libro del Sr. Serrano).

Es de suponer que una, por lo menos, de estas ediciones quedó en proyecto, y que por haberse rescindido el primitivo contrato entre Gumiel y Ganoto, volvió éste á tratar dos meses y medio después con Jorge Costilla.

La Biblioteca Universitaria de Valencia, donde existe una preciosa serie de libros de caballerías, procedente de la antigua librería de D. Giner Perellós, posee el Libro primero (y segundo) del noble y esforçado cauallero don Renaldos... impresso en Burgos, cabeça de Castilla, por Pedro de Santillana, a diez y siete dias del mes de mayo año de M. D. LX. III años (1563).

La Biblioteca Nacional sólo tiene el libro tercero, es decir, la Trapesonda, y en edición, muy tardía, probablemente la última:

[dxxiv]

«La Trapesonda que es ter- | cero libro de don Reynaldos, y trata como por sus cauallerias alcanço a ser emperador de Tra- | pesonda; y de la penitencia y fin de su vida... Impreso en Perpiñan en casa de Sanson Arbus. Año 1585. | Vendense en casa de Arnaut Garrich, Mercader de libros.

Pág. CXLIX:

En la biblioteca del Duque de T'Serclaes he visto una edición gótica, sin lugar ni año, de La historia de | los dos enamora-| dos Flores y blā-| ca flor... Las señas de este libro coinciden exactamente con las que Gayangos da del ejemplar que vió en poder de Mr. R. S. Turner, y que supone impreso hacia 1530. En el Museo Británico existe otra, también sin año ni lugar, pero distinta. Brunet describe la de Alcalá, 1512, por Arnao Guillén de Brocar.

Pág. CL:

La Biblioteca Nacional posee una edición gótica del Clamades, omitida en los dos catálogos de Gayangos.

La Hystoria del muy valiente | y esforçado cauallero Clamades hijo de Mar-| caditas rey de Castilla: y de la lin-| da Clarmonda hija del rey | de Toscana...

(Al fin): Impresso con licencia en Burgos en casa de Phelippe de Junta. Año de | M. D. lxij (1562).

Turner poseyó la rarísima de Burgos, por Alfonso de Melgar, 1521.

No existe en la colección T'Serclaes, pero sí una rarísima de Pierres y Magalona, segunda de las hechas por Cromberger:

La historia de la linda magalo-| na hija del rey de Napoles e | del muy esforçado cavallō pie-| res de prouença hijo del conde de prouença: y de las fortunas | y trabajos que passaron.

(Al fin): Fue impressa esta historia de la linda Magalona y del | noble y esforçado cauallero Pierres de prouēça en la muy noble e muy leal cibdad de Seuilla por Juan Crōberger. | Año del señor M. D. xxxiij (1533). En el mes de Junio.

Gayangos, en su segundo catálogo, describe la de Toledo, 1526, que tuvo míster Turner.

Pág. CLIII:

La Biblioteca Nacional se ha enriquecido modernamente con dos ediciones del Canamor, no citadas por Gayangos.

La Hystoria del rey Canamor | y del infante Turian su hijo | y de las grandes auen- | turas que hu-| uieron...

(Al fin): Impresso con licencia en Burgos en casa de felippe de Junta. Año de M. D. Lxij.

Hystoria del rey Canamor... Impresso con licencia en Alcalá de Henares | en casa de Sebastian Martinez que sea en | gloria. Año de M. D. xxxvj.

Del Oliveros de Castilla y Artus de Algarbe se conserva en la Biblioteca Nacional, además de la edición de Sevilla, 1510, por Jacobo Cromberger, ya descrita por Gayangos, la siguiente, que falta en su catálogo:

La Historia d' los dos | nobles caualleros | Oliveros de casti-| lla y Artus de | Algarve. M. D. Liiij (1554).

(Al fin): Fenesce la historia de los muy es- | forçados caualleros Oliveros de Castilla y Artus de Algarve. Impressa en Burgos en casa de Juan | de Junta...

[dxxv]

Pág. CLIV (nota última):

«La espantosa y mara-| uillosa vida de Roberto el diablo assi | al principio llamado: hijo del duq de | Normādia el qual despues por su san-| ta vida fue llamado hōbre de dios.

(Al fin): Esta presente historia de Roberto el diablo fue | impressa en la muy noble y mas leal ciudad de | Burgos en casa d' Juā de Jūta. Y acabose | a veynte y siete días del mes d' Julio. Año | de nuestro Señor Jesu christo de | mil y quinientos y quarenta y siete | Años.

(Biblioteca del Duque de T'Serclaes).

No consta esta edición en el catálogo de Gayangos, que menciona otras rarísimas. La Biblioteca Nacional sólo posee una muy tardía y vulgar, de Barcelona, por Antonio La Caballería, 1683, en que el texto ya aparece modernizado, aunque menos que en los pliegos de cordel que hoy se expenden.

Como la mayor parte de los libros de su clase, la redacción en prosa francesa que sirvió de base á la castellana procede de un poema del siglo XII, que ha sido publicado por E. Löseth (Robert le Diable, Roman d'aventures: París, F. Didot, 1903. De la Société des anciens textes français).

Pág. CLXXI

Como testimonio de la divulgación del ciclo bretón en Cataluña puede citarse este pasaje de Fr. Antonio Canals en el bello prólogo que antecede á su traducción del Modus bene vivendi, que erróneamente se atribuía á San Bernardo: «Hom deu legir libres aprovats, no pas libres vans, axi com les faules de Lançalot e de Tristany ni'l romans de la guineu, ni libres provocatives a cobeiança axi com libres de amors, libres de art de amar, Ovidi de Vetula, ni libres que son inutils, axi com libres de faules e rondales» (Documentos inéditos del Archivo de la Corona de Aragón, t. XIII, pág. 420).

De las palabras de Canals no se infiere, á mi juicio, que todas las obras que cita estuviesen traducidas al catalán en su tiempo: probablemente corrían unas en francés y otras en latín. Es singular, acaso única en textos españoles, la mención del poema del zorro («romans de la guineu»).

En cambio, no se puede conceder ningún valor histórico á las palabras de Bernat Metge, cuando dice que las mujeres gustan de «recordar moltes cançons e noves rimades, allegar dits de trobadors, e les epistoles de Ovidi; recitar les histories de Lançalo e del Rey Artus, de Tristany e de quants amorosos son estats tro a lur temps». Aquí, como en toda la última parte del Somni, B. Metge no hace más que traducir literalmente á Boccaccio, según ha demostrado Farinelli.

Pero no creo que sean mera reminiscencia del Corbacho italiano estos lindos versos de Jaime Roig (ed. Briz, pág. 36):

He maravelles
De çent novelles.
He facecies,
Philosophies
Del gran Plató,
Tuli, Cató,
Dant, pohesies,
He tragedies.
Tots altercaven,
He disputaven.
Qui menys sabia,
Mes hi mentia,
He tots parlaven,
Nos escoltaven.

[dxxvi]

Pág. CLXXXII:

En sus Anales de la Literatura Española (Madrid, 1904, pp. 25 y ss.) ha reproducido en facsímile el Sr. Bonilla el fragmento del Tristán castellano correspondiente al capítulo que en el texto impreso se titula: «De cómo el cauallero anciano, por ruego de una donzella fue en socorro de un su castillo que le tenía cercado un conde y se lo fizo descercar». El fragmento se contiene en una hoja de papel cebtí, escrita á dos columnas, de letra del siglo XIV, sin género de duda. «En una de las páginas tiene dibujadas é iluminadas, en rojo, dorado y negro, tres figuras de regular tamaño, que representan un caballero armado, con la visera del casco levantada, y larga y puntiaguda barba, y dos damas montadas en sendos palafrenes».

No son muchas las variantes que ofrece comparado con la edición sevillana de 1528, lo cual indica que este texto responde con bastante exactitud á la traducción primitiva.

En cuanto al original de ésta, opina el Sr. Bonilla que fué probablemente «algún libro francés en que las tradiciones principales de Eilhardo de Oberga y Godofredo de Strasburgo estaban ya combinadas. Pero el arreglador supo dar forma original á algunos importantes episodios, por ejemplo, el de la muerte de Tristán, causada por el propio rey Marko».

Pág. CLXXXIV (nota 1.ª):

Hay que añadir al catálogo de Gayangos dos ediciones más del Tablante.

La cronica de | los nobles caua- | lleros Tablante | de ricamōte: e de | Jofre hijo del cō-| de Donason y de | las grādes auēturas y hechos | de armas q uvo yendo a liber-| tar al conde don Milian: que estaua preso como en la cronica | siguiēte parecera la qval fue sa-| cada de las cronicas y grandes | hazañas de los caualleros de | la tabla reconda: | 1524.

(Al fin): Fenesce la coronica de los nobles | caualleros Tablante de ricamōte y de Jofre hijo | del conde Donason nueuamente impressa. Acabose. A veynte y seis dias del mes de Nouiembre. Año de nuestro Salua-| dor y Redemptor Jesu Christo de | Mill y quinientos y veynte| y quatro.

(Biblioteca del Duque de T'Serclaes).

—... Fue impresa la presente cronica de | los nobles y esforçados caualleros Tablante de Rica-| monte, y Jofre hijo del conde Donason, en la ciu- | dad de Estella, en casa de Adrian de Anuers | impresor de libros. En el año de mil | y quinientos y sesenta y | quatro años.

(Biblioteca Nacional, donde se halla también la rarísima edición de
Toledo, 1526, ya descrita por Gayangos).

Pág. CC (nota 1.ª):

La edición del Amadís de Gaula de 1508, descubierta en Ferrara, pertenece hoy al Museo Británico.

La más antigua de las varias (no muchas) que nuestra Biblioteca Nacional posee es la de Sevilla, 1531, por Juan Cromberger, á la cual sigue la veneciana de 1533. La Biblioteca Universitaria de Valencia tiene, además de ésta, la de Medina del Campo, por Juan de Villaquirán y Pedro de Castro, 1545.

Pág. CXXI:

El discretísimo D. Juan de Silva, conde de Portalegre, que era portugués de origen[dxxvii] por más señas; dice en su carta á D.ª Magdalena de Bobadilla «sobre la diferencia ó conformidad de la saudade portuguesa y soledad castellana»:

«Yo soy tan grosero que ninguna hallo fuera de las letras con que se escriven como entre la enveja y la envidia... Dos cosas dicen y dan por notorias los de la secta de la saudade: la una que no se puede explicar con ningun vocablo de otra lengua; la otra que lo que en Castilla llaman soledad no comprehende tantos misterios como la saudade. A mí antes me persuadirian que el enamorado ha de ser misterioso, y el misterioso portugués, que el no haber vocablo que declare cosa tan extraordinaria... Dizen que la soledad no significa mayor pena que la de estar solo, la qual es muy diferente de estar saudoso, porque solo y saudoso son en portugués muy diferentes afectos, y que como en la soledad no hay término de saudoso, queda siendo de menos quilates.

«Todo esto no me mueve de mi opinion: es menester ver si son unos mismos los humos que se levantan á la cabeza de los enamorados, porque si lo son, ¿qué duda puede haber de que serán una misma cosa saudade y soledad? y si son diferentes, tambien los afectos lo serán, pues la diferencia no ha de consistir en haberle dado otro vocablo, quanto y mas que tambien en Castilla arriman el solitario al solo como en Portugal el solo al saudoso.

«La verdad es que quieren los portugueses que la saudade comprehenda todos los desabrimientos de la ausencia y que se componga de todos; mas lo mismo digo yo de la soledad (y mal haya el diablo porque la conozco tambien...). Dicen que aquella palabra exprime una mezcla de cuidado muy trabada con la pena de estar solo, y no es otra cosa la soledad... Concluyen los portugueses y piensan que concluyen probando que su saudade no sirve para declarar que un hombre está solo, ni para las cosas sin alma como los castellanos aplican la soledad, pues dicen que cuando se halla un hombre con menos criados, ó fuesen sus hijos á caza, se halla en soledad; y dizen la soledad deste bosque ó deste campo ó deste aposento, si está apartado de los otros, y como estas cosas no se pueden dar á entender con la saudade, paréceles que está clara la diferencia entre saudade y soledad. Este argumento es bueno para mi, porque quieren probar lo que falta á la soledad con lo que le sobra, y si se ha mostrado claramente que comprehende todos los atributos de la saudade, mal se probará que es diferente porque tiene otros dos más, ni ciento si los tuviese.

«No podemos negar que los portugueses son grandes artífices y maestros desta sciencia, y que la lengua, por ser más corta, les aprovecha para declarar con gracia y discrecion sus conceptos, aunque sean vulgares, porque hallan metáforas excelentes, torcidos y rretorcidos que dexan mucho que pensar, y con los ditongos no acaban de pronunciar las palabras, ni las cortan como nosotros, sino hácenlas desaparecer como quando entran las estrellas debajo del horiçonte».

Esta carta fué escrita en octubre de 1593.

(Revue Hispanique, 1901, pp. 55-59).

En obra tan tardía como El Diablo Cojuelo, de Luis Vélez de Guevara (1641), encontramos la acepción de soledad en el sentido de saudade: «Don Cleofas... sintiendo la soledad del compañero» (pág. 40 de la edición Bonilla), es decir, encontrándose triste porque su compañero le había dejado solo.

Pág. CCV (nota 2.ª):

[dxxviii]

Del libro de Baret, sobre el Amadís de Gaula, hay segunda edición (París, Didot, 1873), pero sin ninguna adición importante.

Pág. CCXLII (nota 1.ª):

Al elogio que aquí se cita del Amadís hecho por Torcuato Tasso debe añadirse el siguiente, todavía más explícito, y mucho más importante por la doctrina del amor que en él se desenvuelve y que el gran poeta italiano encuentra realizada por primera vez en nuestros libros de caballerías.

«Ma se l'amore è non solo una passione, e un movimento dell' apetito sensitivo, ma uno habito nobilissimo della volontà, come volle san Tomaso, l'amore sará più lodevole negli heroi; e per conseguente nel poema heroico: ma gli antichi o non conobbero questo amore, o non volsero descriverlo negli heroi: ma se non honorarono l'amore come virtù humana, l'adorarono quasi divina, però niuna altra dovevavano stimar più conveniente agli heroi. Laonde attioni heroiche, ci potranno parer oltre l'altre quelle che son fatte per amore. Ma i poeti moderni se non vogliono descriver la divinità dell' amore in quelli ch' espongono la vita per Christo, possono ancora nel formarvi un cavaliere, descriverci l'amore come un habito costante della volontà, e cosi hanno formati oltre tutti gli altri quelli scrittori spagnuoli, i quali favoleggiarono nella loro lingua materna senza obligo alcuno di rime, e con poca ambitione, ch' a pena è passato alla posterità nostra in nome d'alcuno. Ma qualunque fosse colui che ci descrisse Amadigi amante d' Oriana, merita maggior lode, ch' alcuno de gli scrittori francesi, e non traggo di questo numero Arnaldo Daniello, il quale scrisse di Lancilotto, qualunque dicesse Dante:

Rime d' amore, e prose di romanzi
Soverchiò tutti, e lascia dir gli stolti,
Che quel di Lemosi credon qu' avanzi.

«Ma s'egli havesse letto Amadigi di Gaula, o quel di Grecia, o Primaleone, per aventura havrebbe mutata opinione; perchè più nobilmente, e con maggior costanza sono descritti gli amori da poeti spagnuoli, che da francesi, se pur non merita d' esser tratto da questo numero Girone il Cortese[786], il quale castiga cosi grandemente la sua amorosa incontinenza alla fontana; ma senza fallo è maggiore lode havere in guisa disposto l'animo, ch' alcun affetto non posa prender l' arme contra la ragione». (Discorsi del poema heroico, pág. 62, en el tomo IV de la ed. de Florencia, 1724).

Pág. CCXLVII:

La traducción hebrea del Amadís citada por Wolfio debe de ser la misma que según Graesse (Tesoro de los libros raros.—Suplemento, pág. 30) fué impresa en Constantinopla por Elieser ben Gerson Soncini, sin indicación de año. El traductor fué Jacob ben Mose Algabbai.

Pág. CCLXII:

Tengo que rectificar lo que dije del Amadís de Grecia, fiándome de un ejemplar incompleto. Esta obra es indisputablemente de Feliciano de Silva, según lo comprueba la edición de Sevilla, de 1549 (segunda de las existentes en la Biblioteca Nacional), que describo á continuación por no estar incluida en el índice de Gayangos.

[dxxix]

El Noueno libro de | Amadis d'Gaula; que es la cronica d'l muy va- | liente y esforzado principe y cauallero de la ardi-| ente espada Amadis de Grecia: hijo de Lisuar-| te de Grecia; Emperador de Constantinopla | y de Trapisonda, y Rey de Rodas; que tracta | de los sus grandes hechos en armas: y de los sus altos y estraños amores.

(Al fin): A gloria e honrra de dios todopoderoso y | de su bendita madre. Fenesce el noueno libro de Amadis de Gaula: que es la coronica del muy valiente y esforçado principe e cauallero de la ar-| diente espada Amadis de Grecia: hijo de Lisuarte de Grecia: Emperador de Constantinopla e trapisonda: e rey de Ro-| das. Fue impresso en la muy noble e muy leal ciudad | de Sevilla en las casas de Jacome Cromberger. —Acabose a veynte y siete dias del Mes | de Junio. Año del señor de mil e quinientos e cuarenta y nueve años.

Folio. Gótico. 6 hs. de principios y 230 de texto.

Á la vuelta de la portada comienza el prólogo: «Noveno libro de Amadis... nuevamente hallado y enmendado de algunos vocablos que por la antigüedad estauan corrompidos. Por Feliciano de Silua corregidos. Dirigidos al ilustrissimo señor don Diego de Mendoça, duque del infantazgo, conde del real, marques de Santillana, señor de las casas de la Vega». El segundo prólogo es del coronista y gran sabio Alquife.

Pág. CCLXX:

Cuando escribí las páginas relativas al Palmerín de Inglaterra no había llegado á mis manos el precioso opúsculo de doña Carolina Michaëlis de Vasconcellos Versuch über den Ritterroman Palmeirin de Inglaterra (Halle, 1883), ni se había publicado el minucioso y concienzudo libro de William Edward Purser, Palmerin of England, Some remarks on this Romance and on the Controversy concerning its Autorship (Dublin, 1904), que verdaderamente agota la cuestión y no deja la menor duda en cuanto al origen portugués del libro. Es una monografía modelo en su clase. En extremo me satisface encontrar confirmadas mis propias observaciones por las de las Sra. Michaëlis y el Sr. Purser, que han tratado exprofeso esta materia. No permite la brevedad con que procedo extractar aquí tan excelentes trabajos, que deben leerse íntegros.

Pág. CCLXXV:

Para comodidad de los estudiosos, advertiré que en el Catálogo de la exposición bibliográfica celebrada con motivo del tercer centenario de la publicación del Quijote (1905), constan la mayor parte de los libros de caballerías que hoy posee la Biblioteca Nacional, entre ellos el Claribalte, el Don Floriseo, el Don Clarián de Landanis, el Lidamán de Ganayl y otros extraordinariamente raros. Á nadie sorprenda que no estén utilizados todos en la presente obra, porque la he escrito fuera de Madrid, en temporadas de vacaciones, atenido á mis propios libros y apuntamientos. Lo que aquí se eche de menos se encontrará con creces en el trabajo que prepara el Sr. Bonilla.

Pág. CCLXXX:

Libro Primero del valeroso e in-| uencible Principe don Belianis de Grecia, hijo del Emperador don | Belanio de Grecia. En el qual se cuentan las extrañas y peligrosas | auenturas que le subcedieron con los amores que tuvo con la Prin-| cesa Florisbella hija del Soldan de Babilonia, y como fue hallada la Prin-| cesa Policena hija d'l Rey Priamo de Troya. Sacado de | la lengua griega: en la qual la escriuio el sabio Friston. Dirigido al il-| lustre y muy Magnifico y reuerendo Señor dō Pero[dxxx] Xuarez de Fi-| gueroa y d'Velasco: Dean de Burgos y Abad de Hermedes y Arcediano de Valpuesta: Señor de la villa de Cozcurrita. | 1547.

(Al fin): Fue acabada la presente obra en la muy noble y mas leal | ciudad de Burgos Cabeza de Castilla Camara de sus Majestades | en casa de Martin Muñoz impressor de Libros: a su costa y del | virtuoso varon Toribio Fernandez vezino de la dicha ciu-| dad. Siendo traducida del griego por vn hijo suyo. | Acabose a ocho dias del mes de | Noviembre del año 1547.

Fol. gót. 2 hs. sin numerar y 222 foliadas.

(Biblioteca Nacional).

Esta peregrina edición es indisputablemente la primera del Don Belianis. Gayangos sólo la cita con referencia á Clemencín, que da muy pocas noticias de ella.

Pág. CCCIII (nota):

Hystoria muy ver-| dadera de dos amantes Eurialo franco y Lucrecia se-| nesa que acaecio en la ciudad de Sena en el año de Mill y CCCC y xxxiiij años en presencia d'l Emperador | Fadri-| que. Fecha por Eneas Silvio, que despues fue elegido pa-| pa llamado Pio Segundo.

(Al fin): Fin del presente tractado de los dos Amantes | Eurialo franco y Lucrecia senesa. Fue im-| presso en la muy noble y muy leal ciudad de Seuilla por Juan Crom-| berger. Año de Mill y quinientos y treynta.

(Biblioteca del Duque de T'Serclaes).

Pág. CCCXIII:

El Sr. Farinelli opina, creo que con razón, que en ningún autor castellano de la Edad Media se encuentran reminiscencias de la Vita Nuova ni nada que indique su conocimiento. En cambio en la tragedia del condestable de Portugal hay bastantes imitaciones del libro De casibus de Boccaccio.

Pág. CCCXXIV (nota):

El Sr. Foulché-Delbosc acaba de hacer en su Biblioteca Hispanica una linda reimpresión de la Cárcel de Amor, ajustada á la primera de Sevilla, 1492.

Pág. CCCXXXIII:

La historia de Grisel y Mira-| bella con la disputa de Torre-| llas y Braçaida. La qual cōpuso Juā de Flores a su amiga.

(Fin): Acabosse el tratado cōpuesto por Juā de Flores donde | se contiene el triste fin de los amores de Grisel y Mirabella.

Fue empremido en la muy noble y muy leal | cibdad de Seuilla: por Juā Cromberger. Año de mil y quinientos y treinta y tres.

(Biblioteca del Duque de T'Serclaes).

Pág. CCCXXXVIII:

Gracias al Dr. Garnett y á otros eruditos ingleses sabemos ya á ciencia cierta de qué libro español tomó Shakespeare el argumento de La Tempestad.

Procede del cuarto capítulo de las Noches de Invierno de Antonio de Eslava (Pamplona, 1609), «do se cuenta la soberbia del rey Niciforo y incendio de sus naves, y la arte mágica del rey Dardanio». El rey Dardanio de Bulgaria y su hija Serafina corresponden á Próspero y su hija Miranda. Supónese también que el título de Noches de Invierno sugirió á Shakespeare el de Cuento de Invierno (Winter's Tale).

[dxxxi]

Pág. CDLXIX:

La idea del agua mágica de la sabia Felicia parece haber sido sugerida á Montemayor por estas palabras de la Arcadia de Sannazaro (Prosa nona, edición de Scherillo, pág. 171): «dicendo in una terra de Grecia... essere il fonte di Cupidine del quale chiunque beve, depone subitamente ogni amore».

Sannazaro había tomado esta especie de la Historia Natural de Plinio (lib. XXXI, cap. 16): «Cyzici fons Cupidinis vocatur ex quo potantes amorem deponere Mucianus credit».

Pág. CDLXXIX:

Á pesar del desprecio con que Cervantes habló de la Diana de Alonso Pérez, ha notado Rennert que la carta de Timbrio á Nísida, en el libro III de la Galatea, se parece mucho, en su principio, á la de Fausto á Cardenia en el libro II de la continuación del Salmantino.

Dice Cervantes:

Salud te envía aquel que no la tiene,
Nísida, ni la espera en tiempo alguno
Si por tus manos mismas no le viene...

Y había escrito en prosa Alonso Pérez:

«Salud te envía el que para sí ni la tiene ni la quiere, si ya de tú sola no le viniese...».

Pág. CDXCIII (nota):

Como curiosidad bibliográfica transcribo los tres documentos que me ha comunicado D. Cristóbal Pérez Pastor, y que prueban la existencia de una tercera Diana, distinta de la de Texeda y no conocida hasta ahora.

«Sepan quantos esta carta de poder vieren, como yo, Grabiel Hernandez, vezino de la ciudad de Granada, estante al presente en esta ciudad de Salamanca, digo que por quanto yo compuse un libro intitulado la tercera parte de Diana, e ympetré de su magestad licencia para la ymprimir y previlegio para ello por tiempo de diez años, con prohibicion que nayde lo pueda ymprimir sino yo ó quien mi poder vbiere, como consta por una su real cedula, firmada de su real nombre, hecha en Lisboa a veynte e ocho de Enero deste presente año de la fecha deste, refrendada de Antonio de Eraso, su secretario. Por tanto, otorgo por esta carta, que doy mi poder cumplido... a Juan Arias de Mansilla, vezino de la ciudad de Granada, estante al presente en la villa de Madrid... para que por mí y en mi nombre... pueda vender, ceder, renunciar y traspasar el dicho previlegio y concesion que de suso se hace mencion a qualquier persona de qualquier estado e condicion que sean, e dar poder e facultad para ymprimir el dicho libro por el tiempo y forma contenida en la dicha cedula de su magestad, y para ello pueda hazer y haga los pactos y conciertos que quisiere y bien visto le fuere y recibir el precio de maravedis e otras cosas que concertare... Fecha e otorgada en la ciudad de Salamanca a quatro dias del mes de Agosto de mil e quinientos y ochenta e dos años... En testimonio de verdad, Francisco Ruano».


«Sepan quantos la presente carta de renunciacion y traspaso vieren, como yo, Juan Arias de Mansilla, residente en la corte de su magestad, vezino de la ciudad de Granada, y por virtud del poder que tengo de Grabiel Hernandez, vezino de la dicha ciudad, estante al presente en la ciudad de Salamanca... (Aquí entra el poder.)

Y dél usando, otorgo y conozco por esta presente carta que en el dicho nombre vendo, renuncio[dxxxii] y traspaso a vos, Blas de Robles, librero, vezino desta villa, conviene a saber, un libro intitulado la tercera parte de Diana, compuesto por el dicho Grabiel Hernandez, con un privilegio de su magestad, ganado a pedimiento del susodicho, para lo poder imprimir y vender por tiempo de diez años, con prohibicion que ninguna persona lo pueda vender durante el dicho tiempo si no fuere el dicho Grabiel Hernandez o quien su derecho ubiere, el qual os vendo y traspaso con el mismo derecho que le pertenesce y pertenescer puede en cualquier manera por precio e contia de quinientos reales que por él me dais e pagais en el dicho nombre de que me otorgo por entregado a mi voluntad por quanto me los habeis de pagar al plazo y de la forma contenida en una obligacion que ante el presente escribano habeis de otorgar, con más doce cuerpos impresos de la dicha Diana, y en el dicho nombre confieso que los dichos quinientos reales y los dichos doze pares de cuerpos de la dicha Diana en su justo precio y valor, e que no vale más e si más vale os hago gracia e donacion pura, perfecta, acabada, irrevocable, que el derecho llama entre vivos por muchas onrras e buenas obras que de vos el dicho Grabiel Hernandez ha recibido y espera recibir, de cuya prueba os relievo... Fecha e otorgada en la villa de Madrid a ocho dias del mes de Agosto de mil y quinientos y ochenta e dos años.==Joan Arias de Mansilla.==Ante mi, Juan Garcia de Munilla».


«Sepan quantos esta carta de obligacion vieren, como yo, Blas de Robles, librero residente en corte de Su Magestad, vezino desta villa, otorgo y conozco por esta carta que debo y me obligo de dar y pagar... al señor Juan Arias de Mansilla, vecino de la ciudad de Granada, residente en esta corte... quinientos reales de plata castellanos, los quales son por razon y de precio de un libro intitulado la tercera parte de Diana, que dél compré y recibí con un privilegio de su magestad para la ympresion della, de que me doy por entregado a mi voluntad, y en razon de la entrega dello, que de presente no paresce, renuncio las leyes del entregamiento, prueba y paga... y por esta razon me obligo de le dar y pagar los dichos quinientos reales, la mitad dellos para fin de Otubre primero que viene, y los docientos e cincuenta reales restantes para fin de Diciembre primero venidero de la fecha e año desta carta, y más doce cuerpos de libros de la dicha Diana luego que salga y se haga la primera impresion della... Fecha e otorgada en la villa de Madrid a diez y siete dias del mes de Agosto de mil e quinientos y ochenta y dos años...Blas de Robles.==Ante mi, Juan García de Munilla».

(Protocolo de Juan Garcia de Munilla, 1580 á 86, folios 194 á 197).

NOTAS:

[786] Poema de Luis Alamanni.

[dxxxiv]

Tetuán de Chamartín—Imprenta de Bailly-Baillière é hijos.