The Project Gutenberg eBook of El caballero encantado (cuento real... inverosí­mil)

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Title: El caballero encantado (cuento real... inverosí­mil)

Author: Benito Pérez Galdós

Release date: January 8, 2022 [eBook #67126]

Language: Spanish

Original publication: Spain: Perlado, Páez y Compañía

Credits: Ramón Pajares Box and the Online Distributed Proofreading Team at https://www.pgdp.net (This file was produced from images generously made available by The Internet Archive/Canadian Libraries)

*** START OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK EL CABALLERO ENCANTADO (CUENTO REAL... INVEROSÍ­MIL) ***

Índice

El caballero encantado

Nota de transcripción


Cubierta del libro

p. 1

EL

CABALLERO ENCANTADO



p. 3

B. PÉREZ GALDÓS

NOVELAS ESPAÑOLAS CONTEMPORÁNEAS


EL

CABALLERO ENCANTADO

(CUENTO REAL... INVEROSÍMIL)


9.000

Logotipo del editor

MADRID

PERLADO, PÁEZ Y COMPAÑÍA

(Sucesores de Hernando)

Arenal, 11

1909


EST. TIP. DE LA VIUDA E HIJOS DE TELLO

IMPRESOR DE CÁMARA DE S. M.

C. de San Francisco, 4


p. 5

EL CABALLERO ENCANTADO

I

De la educación, principios y ociosa juventud del caballero.

El héroe (por fuerza) de esta fábula verdadera y mentirosa, don Carlos de Tarsis y Suárez de Almondar, Marqués de Mudarra, Conde de Zorita de los Canes, era un señorito muy galán y de hacienda copiosa, criado con mimo y regalo como retoño único de padres opulentos, sometido en su adolescencia verde a la preceptoría de un clérigo maduro, que debía enderezarle la conciencia y henchirle el caletre de conocimientos elementales. Por voces públicas se sabe que quedó huérfano a los veinte años, desgracia lastimosa y rápida, pues padre y madre fallecieron con diferencia tan solo de tres meses, dejándole debajo de la autoridad de un tutor ni muy blando ni muy riguroso; sábese que en este tiempo Carlitos se deshizo del clérigo, despachándole con buen modo, y se dedicó a desaprender las insípidas enseñanzasp. 6 de su primer maestro, y a llenar con ávidas lecturas los vacíos del cerebro.

Lo que se decía del señor Marqués de Torralba de Sisones, padrino y tutor de Carlitos, es como sigue: Aunque el buen señor vivía en continuo metimiento con gente de sotana y hocicaba con el Nuncio y el Marqués de Yébenes, estaba, como quien dice, forrado por dentro de tolerancia y benignidad, virtudes que no eran más que formas de pereza. Por esta razón gastó manga muy ancha con su pupilo, y no le puso ningún reparo para que leyese cuanto le pidieran el cuerpo y el alma, ni para mantener constante trato con muchachos de ideas ardorosas y atropellada condición, despiertos, redichos, incrédulos como demonios. Pero en estas menudencias o chiquilladas no paraba mientes el Marqués tutor, caballero de cortas luces. A su ahijado no exigía más que un cumplimiento exacto de las fórmulas y reglas del honor, la cortesía, el decoro en las apariencias. Nada de escándalos, nada de singularizarse en sitios públicos; evitar en todo caso la nota de cursi; proceder siempre con distinción; divertirse honestamente; al teatro a ver obras morales, cuando las hubiere; a misa los domingos por el que no digan, y por las noches, a casita temprano.

Mayor de edad, se halló Carlos de Tarsis entregado a sí mismo, libre, con dinero, que es doble riqueza y libertad doble, ventajas realzadas por la personal belleza y elegancia. Mirando a lo del alma, aparecían en don Carlos las virtudes caballerescas, y además la gracia, el ingenio, el don de simpatía, y por último,p. 7 se despertó en él furiosamente el ansia de satisfacer todos los goces de la vida, sin poner en ello tasa ni freno.

El primer impulso de don Carlos, apurados los gustos de Madrid, fue irse en busca de los de París, donde se engolfó en diversiones sin cuento, y en los variados deleites de que es maestra la grande y espiritual Metrópoli. Bélgica, Londres y algunas partes de Alemania le tuvieron después de París, y en todos aquellos reinos y en la capital de Inglaterra, que forma como un reino por sí sola, gozó y estudió el de Tarsis, con más goce que estudio; pues este fue siempre somero y sin método, hartazgo de ideas que se desmentían unas a otras, y atarugaban el cerebro de un picadillo de mil substancias diferentes. Cuando a Madrid volvía, encontraba el caballero a nuestra capital muy provinciana, como arrabal distante que recibía de lejos la irradiación de la cultura europea; pero se acomodaba sin esfuerzo al ambiente social de esta Villa, por los muchos amigos que aquí le bailaban el agua, por el sinnúmero de señoras guapas, de señoritas muy monas y de lindas muchachas plebeyas que son preservativo contra el aburrimiento, y por la franqueza democrática con que nos juntamos y comemos en este magnífico bodegón.

Al año siguiente fue don Carlos a Italia, en primavera, y en otoño a Viena y Budapest. Otras partes de Europa hubo de recorrer viendo y gozando, hasta que, apaciguado su ardor centrífugo, le encontramos residente todo el año en Madrid, su patria, a los cinco o másp. 8 años de su mayor edad y cuando no había llegado aún a los treinta de su existencia. Y es cosa probada que ya se le habían escurrido por entre los dedos todas las rentas y alguna parte de su cuantioso capital, motivado al lujo y refinamiento de sus regocijos en distintas tierras civilizadas. La civilización devora sin piedad a los que acuden a estudiarla prácticamente en sus ramificaciones más halagüeñas.

En la Villa del Oso hizo el caballero vida ociosa y descuidada. A sus amores con la Marquesa que honestamente llamaremos de Equis, sucedió el trapicheo con la viuda jovencita de un coronel, a quien por pudor llamaremos Hache. La afición de don Carlos al mujerío era una dolencia crónica, y como en los intermedios buscaba descanso a la vera del tapete verde, su bolsa iba enflaqueciendo por días. Sobre este particular le amonestó severamente el Marqués de Torralba de Sisones, y tales razones reforzadas con ejemplos hubo de darle, que el aturdido prócer hizo propósito de enmienda y de sana economía, como cualquier burgués.

Y viéndole en tan venturosa disposición, Torralba tuvo la feliz idea de aplicar revulsivos al espíritu del caballero, llamando a otras partes menos peligrosas el humor maligno. Excelente distracción era la política. Pensado y hecho, arregló para su ahijadito una fácil acta de diputado en elección parcial. De la noche a la mañana, sin quebraderos de cabeza y con muy reducido gasto, ascendió Tarsis a padre de la Patria, llevando advocación o estigma de cunero. Ni que decir tiene que Torralbap. 9 le impuso la divisa reaccionaria y católica; y como estas recatadas doctrinas repugnaran al entendimiento de Tarsis, desviado hacia el radicalismo y la incredulidad por tanta insana lectura, el de Torralba le dijo:

—No seas necio y déjate conducir al terreno firme, donde será fácil encadenar las hidras revolucionarias. En estos tiempos todo se puede ser menos cursi.

Buscando Torralba nuevos modos de distraer al chico de su vida licenciosa, discurrió afiliarle en una Orden de caballería, Calatrava o Santiago, pues solo con pensar en los trámites de la ceremonia para recibir el hábito, y en el traje, armas, reglas de la comunidad y demás pormenores de la vistosa mascarada, tendría entretenimiento para muchos días y una desviación de su espíritu hacia las cosas nobles y solemnes. Dejose llevar Carlos a donde su padrino quería, y aunque interiormente se reía de tales pamemas y figuraciones, tomó el hábito, le fue ceñido el acero y calzada la espuela en función pomposa, con asistencia de gente alcurniada. ¡Y que no lució poco su airosa figura el Marqués de Mudarra! Los caballeros le vieron con envidia, las damas con admiración, y la Prensa le trompeteó de lo lindo. Pero él, que no podía ver en tal comedia más que un degenerado simbolismo de cosas que fueron grandes, se miraba y a los demás miraba con lástima, complaciéndose en exagerar la ridiculez de la vestimenta, que en los de mezquina talla era digna del lápiz de Goya. El manto blanco, los desaforados borlones y el birrete ochavado daban impresión de caricatura,p. 10 no de la que regocija, sino de la que entristece. Era profanación de tumbas, traslado burlesco del antaño glorioso.

No se mordió la lengua don Carlos, hombre de mucha espontaneidad y franqueza, para decir a su excelso padrino todo lo que sentía. Anhelaba, sí, reformar su vida, pero no con ideas y elementos tan distantes de la realidad; a lo que replicó Torralba de Sisones, rezongando, que él, conocedor del tiempo en que vivía, era la realidad viva, y puso fin a la controversia con su frase ritual:

—Y sobre todo, hijo mío, no quiero verte cursi.

En su reducido cacumen se alojaban pocas ideas, las cuales, por ser pocas, vivían allí con holgura.

Al mes de haber metido a Tarsis en la militar y caballeresca Orden, dio Torralba en la tecla de decirle y recomendarle que se casara. A su juicio, no había cosa de peor tono que permanecer sistemáticamente en soltería. Él se cuidaba de buscarle novia rica y de buenas partes, y para no cansarse en investigaciones, desde luego le propuso la hija única de los Marqueses de Mestanza, Mariquita o Mary de Castronuño, riquísima heredera, buena chica, educada en Francia, de rostro no desagradable y figura esbeltísima. Entre las ideas elegantes de Torralba, descollaba la de que para fines de matrimonio no era menester hembra bonita; antes bien, la extremada hermosura era notoria impedimenta de la felicidad.

Sin rechazar ni admitir la idea ni la persona, Carlos se tomó tiempo para decidirse. A Mary conocía y trataba desde que la trajeron del colegio francés como de una fábricap. 11 de muñecas. Ocasión había tenido de apreciar en ella una corta inteligencia, cultivada en la estepa de los elementales estudios de carretilla, y aderezada con todo el saber de cortesanías aplicables a su eminente posición social. A su insignificancia no faltaba ningún toque de purpurina para deslumbrar al vulgo selecto. En lo físico, Mary ostentaba un seno enteramente plano, tabla rasa por la cual resbalaban con desconsuelo las miradas del amor; un rostro afilado, sin otro encanto que la dentadura de ideal perfección y limpieza, ojos claros y mudos, cabello bermejo, gentileza de palo vestido o de palmera tísica, y de añadidura un habla impertinente arrastrando las erres.

En las vacilaciones de Tarsis y en el aquel de pensarlo y estudiar el asunto, vio el de Torralba un indicio de que el galán apechugaría con la prójima desaborida y ricachona. En cuestiones de este linaje matrimoñesco mercantil, disparate estudiado es disparate hecho. Debe advertirse que el caballero, en el tiempo de su primer florecimiento juvenil, pensaba que jamás casaría con mujer de quien no estuviera o pudiera estar enamorado. Pero ya con el rodar veloz de una vida intensa, se marcó la evolución de sus pensamientos hacia el positivismo. Y tanto y tanto le había sermoneado su padrino sobre las ventajas de no ser cursi, que al fin esta idea se le fue metiendo en la voluntad y acababa por ganarle.

Conversando sobre tema tan sugestivo después de hacer la corte a la niña de Mestanza con miras de casorio, don Carlos decía:

—Quizásp. 12 la más bella flor del buen tono es mirar a la conveniencia en achaques de tomar mujer para toda la vida. La sensiblería pasa sin dejar huella, el amor mismo no es más que la entrada al pórtico del templo del hastío. Los intereses son, en cambio, la solidez y el asiento del vivir... La cifra del buen gusto es mirar a la cifra de numerario antes que a las caras bonitas, las cuales se ajan, mientras que el oro es perdurable, siempre bello y sabroso. Yo veo con admiración a los millonarios, no tanto por el dinero que tienen, sino por los beneficios que pueden hacer a la Humanidad. Son los lugartenientes de la Providencia. Observe usted, padrino, que la Providencia será lo que se quiera; pero cursi no es.


II

Que trata de las amistades y relaciones del caballero.

Muchos y buenos amigos contaba Tarsis. Si de todos habláramos, se nos consumiría sin grande utilidad el papel de esta historia. Se hará enumeración sucinta de los más notables por su posición social, y de los que en altas, medianas o bajas posiciones influían más directamente en la vida y costumbres del caballero. Los segundones de la casa de Ruydíaz, César y Jaime, eran los que arrastraban a Tarsis a los devaneos esportivos, al vértigo del automóvil, y a las cacerías o juegos cinegéticos,p. 13 ajetreo vano y ruidoso. Aunque don Carlos ponía muy escasa atención en la cosa pública, designamos como amigos políticos a Luis y Raimundo Pinel, que le hicieron diputado, sacándole como una seda por un distrito de cuya existencia geográfica tenía solo vagas noticias. Los Pineles eran sus maestros en el arte parlamentario, y le ayudaban a mantener la concomitancia caciquil con los manipuladores de la fácil elección.

Relaciones más sociales que políticas tenía Tarsis con otros individuos de la burguesía enriquecida en negocios de los que no exigen grandes quebraderos de cabeza: López Arnau, el flamante Marqués de Albanares, el de Casa la Encina, don Camilo Rodríguez Codes, don Alberto Samaniego, opulentos almacenistas, y otros que llegaron a la redondez económica, por inmediata herencia de padres laboriosos o por combinaciones mercantiles favorecidas de la ocasión o del acaso. Muchos de estos plebeyos enriquecidos ostentaban ya título de marqueses o condes, y a otros les tomaban las medidas para cortarles la investidura aristocrática; que la Monarquía constitucional gusta de recargar su barroquismo con improvisados ringorrangos chillones. Los villanos ennoblecidos recibían por título el lugar de su nacimiento, como don Alberto Samaniego, Marqués de Camuñas; o bien, como don Blas Núñez Urruñaga, titulaban añadiendo un Casa como una casa a su primer apellido. Este buen señor, tonto de capirote y lleno de dinero, ganado en la compra-venta de granos y en la usura campesina, tenía un hijo despabilado, instruidillo,p. 14 de natural amable y risueño, Ramirito Núñez, que pretendía imitar a Tarsis en los modales, en la ropa, y en la personal y no estudiada soltura con que la llevaba. La imitación del uno y la simpatía del otro labraron cordial amistad. La diferencia de edades dio al Marqués de Mudarra superioridad en el trato de su amiguito: le tuteaba, bromeaba con él y se permitía poner en solfa el título del padre, llamándole Marqués de su Casa.

Aficionado a las letras, Ramirito espigaba en ellas sin pretensión de fama ni de lucro, y a lo mejor se salía con alguna croniquita, o arreglaba del francés tal cual pieza berrenda en verde, dándola con nombre supuesto en algún escenario de tercer orden. El teatro era su pasión. No perdía ningún estreno, y de estas duras batallas entre el público y los autores daba cuenta al amigo, que también era maestro y concluía siempre por tener razón en las peleas de crítica. Si vemos en Ramiro el amigo más grato al Marqués de Mudarra, el más tenaz y pegadizo era un sabio machacón llamado José Augusto del Becerro, que desde sus tiernos años se dedicó a la enmarañada ciencia de los linajes, a desenredar las madejas genealógicas, y a bucear en el polvoroso piélago de los archivos. Su apellido era una predestinación, pues el hombre sabía de memoria los becerros de todas las ciudades, monasterios y behetrías.

Las evacuaciones eruditas de Pepe Augusto en presencia del caballero escondían con poco disimulo el móvil de adulación, pues cuando le demostraba la ranciedad de su abolengo, sosteniendop. 15 que su primer apellido venía en línea directa de Tarsis, hijo de Túbal, nieto de Japhet y biznieto del patriarca y curda Noé, solicitaba directamente un socorro en metálico, que don Carlos nunca le negaba. Descender de Noé y no aprontar doscientas o más pesetas para el amigo necesitado, sería desmentir la nobleza más rancia que se podría imaginar.

Aunque aparentaba interesarse en las cosillas heráldicas, Tarsis se reía interiormente de tales pamplinas; mas no era manco para socorrer al sabio genealogista. Se conocían desde la infancia. Becerro vivía con mil atrancos, y en días tristes faltó poco para que metiera el diente a los pergaminos de fueros y cartas pueblas; llevaba siempre a la casa de Tarsis una nota lúgubre, como estrambote de los embelecos genealógicos. Tenía por familia una cáfila de hermanas de distintas edades, ninguna joven, y todas dañadas terriblemente en su salud. No pasaba día sin que alguna estuviese de cuerpo presente o sacramentada. Era un coro de divinidades mortuorias agregadas a la siniestra trinidad de las Parcas; eran, por otra parte, una mina, según el provecho que el sabio sacaba de ellas y de sus tremendos achaques. Ya Carlos deseaba conocerlas y apreciar por sí el misterio de aquellas moribundas que jamás se morían.

Un día entró el ínclito Becerro con la bomba de que una de sus hermanas, después de puesta en el ataúd, había tornado a la vida, a un vivir lánguido y lastimoso, peor que la muerte. Otro día, viéndole llegar con cara fúnebre, Tarsis le dijo:

—¿Cómo están tus hermanitas?

p. 16Y él:

—Muy mal, siempre lo mismo. Todas mueren, todas viven...

Recibido el socorro, José Augusto rompió en estas explicaciones eruditas del apellido materno del caballero Tarsis. Descomponiendo y analizando el Suárez de Almondar, el maestro de linajes encontraba nombre y cognomen. El Suárez viene de Suero, y el Suero de Asur, nombre semítico sin duda. De Almondar es corruptela del árabe Abo l’Mondar, que quiere decir Hijo del victorioso. Reunidos y entramados estos nombrachos con el Tarsis, resultaban en una pieza las claras estirpes de Sem y Japhet, hijos del excelentísimo patriarca Noé.

No era este amigo chiflado el que más continuo trato tenía con el Marqués de Mudarra: la intimidad mayor gozábala un sujeto llamado don Asensio Ruiz del Bálsamo, a quien el caballero recibía y escuchaba todos los días, a veces mañana y tarde. Y con ser Becerro un poco vesánico y sablista empedernido, Carlos le soportaba y aun le quería, mientras que al otro, hombre sesudo y de claro juicio, le odiaba con toda su alma.

Explicación de esto: Bálsamo era el administrador de la casa, el genio del orden, llamado a poner al caballero en contacto con los números, con las realidades de una existencia desconcertada. La primera visita de Bálsamo a su señor era casi siempre matinal, cuando el galán se hallaba en el trajín de sus lavatorios, y de acicalarse y vestirse para ponerse guapo. Raro era el día en que el administrador no traía la cara feroz, anticipando con el ceñop. 17 y el mohín las malas noticias que llevaba. No hallaba manera de atender a los gastos del señor Marqués, que en cuatro años se había comido parte de su capital, y en los últimos había gastado el triple de las rentas de la propiedad rústica. Sus deudas crecían, amenazando con embeber pronto gran parte del acervo heredado. Bálsamo se veía negro para contener a los acreedores, para exprimir a los colonos y sacarles las entrañas. Mas ni con estos actos de adhesión servil aplacaba la sed del señor, ávido de dinero con que atender a sus apremios suntuarios.

Tenía don Carlos dos automóviles para correr por el mundo, y había encargado a París el tercero, de la mar de caballos, pues no era justo que el Duque de Ruy-Díaz le superase en la velocidad de su traga-caminos. Por un lado el auto, las cacerías, el vértigo de viajes, francachelas y competencias deportivas, por otro el club enervante, las mujeres oferentes o vendedoras de amor, daban tales tientos a la bolsa del caballero, que apenas llenada con fatigas por Bálsamo, se iba quedando floja, hasta dar en vacía. No escuchaba Tarsis razones cuando en aprieto se veía. ¿Que las rentas no bastaban? Pues a subirlas. Ponían el grito en el cielo los pobres labrantes y elevaban al amo sus lamentos. Pero él no hacía caso: el tipo de renta era muy bajo. Los que chillen por pagar doce, que paguen veinte. El destripaterrones es un ser esencialmente quejón y marrullero: si le dieran gratis la tierra, pediría dinero encima. Gran tontería es compadecerle. Que labre, no como se labraba en tiempo de Noé, sinop. 18 a la moderna, sacándole a la tierra todo lo que esta puede dar...

Un día entró Bálsamo a la cámara del señor cuando este salía del baño, y poniéndose su careta más fúnebre le dijo:

—Señor, los colonos de Macotera se han visto abrumados por la renta... Reunidos todos, me han notificado en esta carta que no pagan, que abandonan las tierras, y reunidos en caravana con sus mujeres y criaturas, salen hacia Salamanca, camino de Lisboa, donde se embarcarán para Buenos Aires. En el pueblo no quedan más que algunas viejas, fantasmas que rezando se pasean por las eras vacías.

No pudo el caballero afectar la tranquilidad que su orgullo le dictaba. Tan solo dijo, envolviéndose en la sábana como un romano en su toga:

—Si esto sigue así, también yo tendré que emigrar. En cualquier parte se está mejor que en esta España, que no es más que una pecera. Somos aquí muchos pececillos para tan poca agua.

Cuando agarrotado de fieros compromisos, planteaba Tarsis la cuestión de buscar dinero a raja-tabla, sin reparar en sacrificios, Bálsamo ponía la cara siniestra que usaba siempre que se le mandaba explorar los campos de la usura. Volvía dos o tres veces suspirante, maldiciendo a los capitalistas, y por fin, después de someter al señor a indecibles torturas, entraba con el dinero y la horrenda nota de la rebaja o descuento. Con la alegría del respirar no paraba mientes don Carlos en el ahogo que para el porvenir le deparaba la operación. Decían lenguas envidiosas que Bálsamo sacaba de apuros a su señorp. 19 con el propio dinero de este, al interés del 60 u 80 por 100. Pero esto podía ser o podía no ser. ¿Quién descubriría la secreta incubación de estos malvados negocios? Quizás Bálsamo pondría en ellos sus ahorros, tal vez los no-ahorros de su señor; pero la mayor parte salía de las arcas de un sujeto maduro y afable, llamado don Francisco La Diosa, que no solía dar en aquellos tratos la cara, y esta la tenía muy plácida, frescachona y sonriente, cara o muestra de una conciencia en perfecta serenidad.

Antes que amigo, don Juan de Castellar, Marqués de Torralba de Sisones, era consejero y asesor económico del de Mudarra, aunque este, la verdad, si recibía en sus oídos las advertencias del prócer, no les daba paso a la voluntad. Bueno será decir que el egregio Torralba se había labrado y compuesto desde muy joven una personalidad artificial, y con ella vestido supo medrar fácilmente en el mundo. Tomó desde luego las posiciones que creía más ventajosas, y le fue tan bien en ellas, que en su edad madura campeaba en primera línea entre los que anteponen a toda denominación el dictado de católicos. Con un catolicismo dulzarrón conquistó a su mujer, de quien hubo de separarse corporalmente a los quince años de casado, y viviendo en la misma casa no tenían trato ni ayuntamiento. La considerable riqueza de su señora le permitía vivir con decorosa holgura, presentarse como uno de los mejores ornamentos de la sociedad, y alardear de paladín de la Romana Iglesia.

De su viudez de hecho se consolaba la Marquesap. 20 zambulléndose en las beaterías más complicadas y deprimentes: la que en su juventud fue mujer de poco talento, en los albores de la vejez se iba quedando idiota. Murió la infeliz señora dos años después de haber cesado Torralba en la tutoría de Tarsis. Ya sacramentada y a punto de quedarse en un suspiro, el director espiritual la reconcilió con don Juan. Este pasaba no pocos ratos junto a ella, y cuando ya el trance final se acercaba, la Marquesa requirió a su marido, y apretándole la mano le dijo con susurro místico:

—Juan, para que yo me muera contenta, prométeme que morirás católico...

—Sí, hija mía; ¿pues cómo he de morir yo? —replicó Torralba consternado de dientes afuera, acariciando el crucifijo que la moribunda tenía entre sus flacas manos—. ¿Cómo ha de morir el que ha vivido católico a macha-martillo y ferviente soldado de la Iglesia?...

La señora trató de echar de su boca una queja, una frase; pero no salieron más que las primeras gotas:

—Sí; pero...

Minutos después entraba en la opaca región del Limbo.

De Torralba se decía que por docenas contaba los hijos naturales. Mas no era cierto. Esposas artificiales o esposas ajenas sí tuvo en gran número; pero muy rara vez pudo la opinión burlar el sigilo de sus aventuras, pues nadie le igualó en cultivar el arte de las apariencias. Frecuentaba los actos cultuales de ostentación pontificia, y en sus paseos acompañábanle frailones extranjeros bien vestidos, o caballeros ignacianos de capa corta. En los demás órdenes de la vida social, principalmente en el económico, era don Juan correctísimo,p. 21 ayudándole a ello la cuantía de las saneadas rentas que disfrutó y heredó de su entontecida esposa.

El triunfante caballero de Cristo gastaba en su persona y en sus recónditos recreos tan solo un tercio de sus rentas; lo demás lo capitalizaba, formando una pella que sabe Dios para quién sería. No debía un céntimo; solo tenía deudas con el Altísimo, de quien hablaba como se habla de un amigo de confianza. Debíale su conciencia, pues, con todo su catolicismo, Torralba se daba sus mañas para reducir los actos de penitencia a una hueca fórmula. Pero ya se arreglaría con su amigo el Altísimo cuando le llamaran a ocupar un asiento en el tren del otro mundo. Ya sabemos que ciertos privilegiados van a la eternidad en tren de lujo con sleeping-car y coche-comedor. Al despedirse de la vida en el fúnebre andén, dejando sus riquezas aplicadas al servicio de Dios, se les da billete de paso libre al Paraíso, sin las molestias de Fielato, Aduana o Almotacén anímico.


p. 22

III

Donde se verá el interesante coloquio del caballero Tarsis con sus amigos.

Gabinete con desordenada elegancia. Puertas que comunican por aquí con el baño; por acá, con un salón que se supone más ordenado que lo que está a la vista; por acullá, con el entra-y-sal de los que visitan.

Torralba. (Sentado junto a Tarsis, que no está vestido ni desnudo.)—No he venido a reñirte... No es cristiano reñir al necesitado, a quien no podemos auxiliar. Practico las obras de misericordia consolando al triste y visitando al enfermo, que enfermo estás de la voluntad, y diciéndote: Hijo mío, te compadezco; hijo mío, deploro tu desdicha, que es como decir que la lloro. Pero llorándola no puedo remediarla. Hacienda tuviste y hacienda tienes, aunque mermada por tus desaciertos... Con Bálsamo te basta para ordenar tus asuntos, si quieres hacerlo. Bálsamo es un águila de la administración. Haz lo que él te diga; sométete a su tratamiento, y te salvarás.

Tarsis.—Aun para reducirnos a lo preciso y establecer un régimen de economía, necesitamos dinero, mi querido don Juan. ¿Concibe usted que a un edificio amenazado de ruina se le puede reparar sin ponerp. 23 andamios, que también cuestan dinero? Lo que usted me adelante para mi obra se lo devolveré con intereses. ¿A quién había yo de acudir sino a usted, que fue mi padrino en la pila, mi tutor en la menor edad, y ahora... no solo el mejor, sino el más rico de mis amigos?

Torralba. (Alargando una mano con gesto defensivo.)—Párate un poco y no desbarres, Carlitos; no te vea yo entre el vulgo que cree que yo tengo el oro y el moro. Mejor que nadie conoces tú la modestia con que vivo, dentro de lo que me impone, bien entendido, mi posición social. Dios me ha dado esta posición, y es mi deber mantenerme en ella con decoro, sí, pero sin fachenda, sin pompas de ninguna clase... Has de fijarte en otra cosa, que no sé cómo no has comprendido ya, sin duda por tener tu espíritu tan alejado del verdadero catolicismo. Caudal abundante me dejó mi pobre y santa Micaela; pero ¿te parece bien que distraiga yo ese caudal de los objetos píos a que ella lo dedicaba, con la mira puesta siempre en lo alto? ¿Qué diría Dios si yo empleara el óbolo santo... así he de llamarlo... el óbolo de Micaela, en pagarte tus deudas de juego, o en el costerío de tus automóviles, o en taparte los huecos que han abierto en tus arcas, por un lado Rosario Lepanto, por otro la Lucerito y Azotitos... Repugnan a mi boca estos nombres indecentes... Considera tú lo que pensaría y diría Micaela en el cielo, donde está, si viera que yo... Puede quep. 24 creyera que... Carlos de mi alma, tú comprenderás mis escrúpulos, y te harás cargo de lo que me contraría y desespera el tener que negarte... (Levántase.) Un consejo te doy que vale más que dinero, y es que en tus aflicciones vuelvas los ojos a Dios... El Cual no desoye, yo te lo aseguro, a los que con fe y con dolor sincero imploran su misericordia. (Estrecha la mano del caballero.) Y ahora se me ocurre que tal vez en este instante te tenga Dios preparada una solución... He oído que llevas muy bien tu asunto con la chica de Mestanza. Ayer tarde la vi: estará muy guapa cuando entre un poco en carnes.

Tarsis. (Con sutil ironía.)—Para el buen término del negocio de Mary habría que contar con Dios. Pídaselo usted, padrino, que a mí no me hace maldito caso.

Torralba. (Risueño y meloso.)—No, tontín. Más caso ha de hacerte a ti si se lo pides con efusión del alma, echando por delante una conducta mejor que la que has traído hasta hoy... Me veo precisado a dejarte... Hace un siglo que no vas a almorzar conmigo... ¡Qué ingrato eres! (Entra Becerro y saluda.) Aquí tienes a tu amigo el gran heráldico, que te dará conversación más grata que la de este viejo regañón... Adiós, adiós... Y que tengas confianza con tu padrino, y le ocupes para todo. En cuanto tropieces con alguna dificultad, me avisas, ¿eh?... (Sale.)

Tarsis. (Con fino humorismo, envuelto en una calma estoica.)—Te avisaré, amado padrino, porp. 25 el mismo mensajero que lleve el aviso a la funeraria cuando sea menester... Vienes a tiempo, mi querido Augusto, porque el humor que hoy tengo es de tal negrura, que solo tú y tu gracioso saber de linajes pueden traer a mi espíritu algún despejo. Háblame de los siglos distantes, llenos de amenidad. Montado mi pensamiento en el tuyo, como en un águila, podré alejarme de la realidad triste.

Becerro. (Más desmayado y mortecino que otros días. Su rostro flácido, sus ojos plorantes, reviven al son claro de su palabra correctísima.)—El mismo procedimiento uso yo para huir de mis penas. En mis lecturas favoritas encuentro yo las aves que me llevan al retiro de los siglos que fueron. Ya sabes que el autor más moderno que yo leo es el Arzobispo don Rodrigo Jiménez de Rada. También es de los míos el Obispo don Lucas de Tuy. Me deleito en estos amenísimos autores; y cuando quiero mayor deleite, que a olvido mayor de lo presente me conduzca, echo mano del Fuero de Avilés, de los Fueros de Brañosera o Zorita de los Canes, de las escrituras de donaciones o fundaciones, o me extasío con el Cronicón beldense y con el Becerro de Santillana.

Tarsis. (Acordándose de que es profesor de guasa viva.)—Yo también, mi querido Becerro, yo también me deleito con esos portentos de amenidad... Y como no estoy hoy de buen temple, y quiero alegrarme, acaba de referirme el fundamento de mi título de Mudarra, uno de los más gloriosos de Castilla.p. 26 Si no recuerdo mal, mi título viene del hermano bastardo de los Siete Infantes de Lara.

Becerro. (Ufano de verse en su terreno.)—Mudarra, que en árabe es Mutarraf, esto es, Vengador. Autores hay que asimilan este nombre a los de Amenaya y Benaya, que es como decir Ben Yahia, o Hijo de Juan. Sea lo que quiera, ello es que el primer Mudarra fue concebido en una cárcel. Como te dije, Gonzalo Gustios, Gundisalvus Gudiestoz, entérate bien, padre de los caballeritos de Lara, fue mandado por Ruy Velázquez al Rey moro de Córdoba, Almanzor, para que le matase. El moro fue más benigno y se contentó con ponerle en prisión. Cautiverio muy ancho debió de ser, porque en su cárcel el viejo señor castellano recibió la visita de la hermana del Rey moro, que, aunque de la perversa religión mahometana, era hembra compasiva y blanda. Mira tú si sería punto de cuidado el buen Gonzalo Gustios, que a las tres visitas quedó la Princesa en el estado que ahora llamamos interesante, verbigracia encinta, vulgo embarazada.

Tarsis.—Y el desembarazo fue mi nacimiento, digo, el de mi tío, de mi abuelo, de mi tátara, tátara... Bien por el viejo Gustios. Eso es un hombre, eso es un caballero, un español de cuerpo entero y con toda la barba. ¡Y el hombre llevaba a cuestas sesenta años!... ¡Prisionero del Rey moro, le birla la hermana! ¡Vaya un tío! (Con reír nervioso y juguetón.) ¿Ves, Becerro? Solo conp. 27 recordar esas grandezas de la raza hispánica se me ha pasado la murria: ya estoy alegre... Si es lo que te digo: esos hombres son los que regeneran las razas decaídas... Se comprende que un pueblo formado de varones tales como ese Gustios de Lara, conquistara medio mundo. (Paseándose con alborozo de travieso adolescente.) Aquí tienes un ejemplo. Ya me estoy regenerando... Sigue, sigue la historia...

Becerro.Axa era el nombre de la real morita, hermana de Almanzor. Al chiquillo que tuvo le criaron para héroe, y salió con toda la pinta y toda la fiereza de los Laras de Salas. Vengó a sus hermanos, mereció los honores de un Romancero, y figura entre los más altos caballeros de Castilla.

Tarsis.—¡Y vengo yo de ese caballero... por cruce de la línea de los Tarsis, nieto de Noé, con la de los Mudarras, dichoso injerto de las ramas de Cristo y Mahoma! Bien, bravísimo. Esto alivia, esto conforta. Completa sería la gloria de tal estirpe, si viniera con dinero. Porque yo, querido Augusto, he dado en pensar que nobleza sin dinero es latón abrillantado por la industria. Donde no hay oro, todo es desdoro. (Su entereza se aplaca; déjase vencer del pesimismo.) Me arrimo a la genealogía de mi abuelo materno, que tuvo el negocio de harinas, y con este polvo, como decía en las cartas comerciales, amasó la riqueza que yo estoy desmigando ahora. Atrás Gustios y Mudarras, fuera el nieto de Noé,p. 28 y viva mi Suárez, por donde, según tú, debo llamarme Asur, Hijo del victorioso... hijo del molinero, que, amparado del arancel, alimentó a tres generaciones de cubanos, y acá se traía las cajas de azúcar, que venían resudando el dulce. Yo me acuerdo. ¡Qué olor tan rico en aquellos almacenes, aroma de almíbares, mezclado con fragancia de canela; que allí había también fardos venidos de Ceilán! Llévate todos los chirimbolos de la caballería de Mudarra, y tráeme mis almacenes de coloniales... ¡Ah! También había cacao. América inocente nos mandaba mil primores cambiados por las harinas de acá... Las memorias de aquella riqueza se avivan en mi olfato. Huelo, huelo... ¿No hueles tú? ¡Ay! los pergaminos de tus cronicones apestan a ranciedad putrefacta... Becerro, Becerro, apártate, hueles a ti mismo. Tráeme el árbol genealógico que tiene por hojas los billetes de Banco, o no vengas acá. No me traigas la roña de tus archivos, cementerios de la nobleza pobre... La pobreza es muerte, ¡oh gran Becerro, ilustrado y vacío Becerro, sabio durmiente entre ratones! (Abatidísimo se desploma en un sillón. Sobre los brazos de este caen con grave pesadumbre las manos del caballero. Entran súbitamente, sin anunciarse, dos personas: Ramirito Núñez y don Francisco La Diosa. La teatral aparición de este señor es para Tarsis como una descarga eléctrica. Salta de su asiento; coge de un brazo al hombre plácido, de risueño y episcopal semblante, y se le lleva al salón próximo para hablarp. 29 con él a solas. Quedan en el gabinete Becerro y el joven Núñez.)

Ramirito.—Este señor que sonríe, aun diciendo cosas tristes, ¿no es ese que llaman La Diosa?

Becerro. (Con erudición lúgubre.)—Su verdadero nombre es Abraham Samuel Zacuto, higienista, médico y matemático famoso... No, no: me equivoco... ¡Qué cabeza! Es don Isaac de Abrevanel, arbitrista y tesorero de los Católicos Reyes... ahora redivivo con la misión providencial de empobrecer a los nobles ricos, como preparación del reinado de la igualdad humana.

Ramirito. (Alelado, sin entender lo que oye.)—Don Augusto... ¿habla usted dormido?... Despabílese y charlemos. ¿Estuvo usted en el estreno de anoche?

Becerro. (Sin mirarle.)—Yo no voy a estrenos. (Mirándole.) Ya conoce usted mi simplicismo teatral: me he plantado en Bartolomé Torres Naharro. Ni a tres tirones paso más acá. ¿Estrenos dice? Pues estos pantalones me pongo hoy por primera vez... Pero no son obra original, sino arreglo, hecho por mis hermanas, de los que casi nuevos me dio Carlos. (De improviso aparece Tarsis por la derecha con vivo paso y rostro alegre. El señor La Diosa no le acompaña. Salió, sin duda, por otra parte de la casa.)

Tarsis. (Disimulando mal su júbilo, guarda en un bolsillo del batín un fajo de billetes que traía en la mano.)—¿Qué decías, Becerro? ¿Qué dices, Ramirillo? ¿Hablaban mal de La Diosa?

Ramirito.—Yo, no.

p. 30

Becerro.—Yo he murmurado, he rutado. Rutar es en el hombre imitar con voz blanda el rugido de las fieras. Yo sé rugir.

Ramirito.—Augusto me ha contado que estrena hoy unos pantalones arreglados del francés por sus hermanas.

Tarsis. (Cariñoso.)—Dispénsame, Augusto. No me acordé de preguntarte por tus hermanas. ¿Cómo están hoy?

Becerro.—Como siempre, mejor y peor. En días alternos, mueren y resucitan.

Tarsis. (Casi por movimiento propio y espontáneo, la mano se le va al bolsillo en que ha guardado los billetes. Saca un fajo de ellos; del fajo despega dos y los da al amigo con liberal sencillez, sin humillarle.)—Toma, hijo, y remédiate. Ya sabes que no duermo tranquilo cuando me acuesto sin poder remediar las necesidades de los amigos... No te vayas... ¿Qué prisa tienes? Acompaña un rato al pequeño don Ramiro, que voy a concluir de arreglarme. (Entra por el fondo el administrador don Asensio.) Y aquí tenéis al buen Bálsamo, que me alegra la vida... Charlen aquí un rato. El barbero me aguarda. (Vase por el fondo. Bálsamo cambia con los dos amigos de Tarsis palabras de fría salutación, y se apoltrona en una butaca, quedando pensativo, mientras los otros hablan de literatura y teatro.)

Bálsamo. (Acariciándose la barba, fruncido el ceño, habla para sí.)—Se ha entendido directamente con La Diosa, esquivando mi mediación y desoyendo mis consejos. Bien le dije anoche que su dignidad no le permite someterse a condiciones usurarias tan escandalosas.p. 31 Estás perdido, Marqués de Mudarra, si no te salva la niña petiseca de Mestanza... Y mis noticias son que ese negocio no va por buen camino. Ojalá sea falso lo que me han dicho. No quiero verte en la miseria, Carlos de Tarsis. Con golpes como el que acaba de arrearte La Diosa, pronto darás en tierra. Y ese granuja con cara de jamona verde, para acabar de arreglarlo, no me dará comisión. Ya lo veremos, ya... ¡Pobre Tarsis, cuándo tendrás juicio!... Pues hoy te traigo unas noticias... No te las daré hasta mañana, para no amargarte el dulzor del dinero que has tomado. Mañana sabrás que los colonos de Zorita de los Canes abandonan también la tierra; que el de Tordehita y Tordelepe pide prórroga, y llora y blasfema y coge el cielo con las manos... En cuanto a la dehesa de Santa Cruz de Juarros, bien puedo decir ya que es mía... Y de ello debes alegrarte, que peor fuera que a otras manos pasara... Yo te daré en usufructo, por si quieres retirarte del mundo, aquel palacete fundado sobre las ruinas de un castillo en que vivió, según dicen, el viejo camastrón mujeriego Gonzalo Bustos o Gustios.

(Ramirito y Becerro, que habían trabado conversación, fumando cigarrillos, sobre temas de vaga actualidad, engarmaron en su coloquio al taciturno Bálsamo, que se limitó a dar una opinión seca sobre los delirios de la aviación y sobre los disparates del socialismo, que ambas cosas eran lo mismo: monomanía de andar por los aires. En esto salió Tarsisp. 32 ya bien acicalado del rostro, listo de la parte inferior del cuerpo y encapillándose la camisa, cuyos botones aseguraba con una mano por dentro de la pechera y otra por fuera. Siguió vistiéndose asistido de su ayuda de cámara. Ávido de conversación, cogió la primera hebra que halló pendiente en el coloquio de sus amigos, y con fácil elocuencia familiar disertó sobre los puntos del socialismo y de la navegación aérea. Sin saber cómo y por un quiebro que dio Ramirito, fueron a parar a la cuestión de teatros, al estreno de la noche anterior, y a la literatura dramática.)

Tarsis.—No te canses, Ramiro. Habéis aplaudido anoche un drama caballeresco, con su musiquilla de rimas; habéis festejado a su autor, cuyo talento reconozco. Pero esa obra, representada en familia, en familia se extinguirá, y dentro de cuatro noches no irán a verla más que los de la hermandad del tifus. Esas farsas rimbombantes a nadie interesan; se aplauden por rutina; la prensa las jalea; los cómicos se desgañitan y el público se aburre. Te convencerás de que nuestros autores, así los que desentierran asuntos con casco y chafarote, como los que cultivan la vida corriente, vistiendo a los actores de levita o blusa, no aciertan, créelo. Toda nuestra literatura dramática es esencialmente latosa, toda convencional, encogida, sin medula pasional, cuando no es grosera y desquiciada. Compara este arte, siempre abortado, con la dramática francesa, rebosante de vida y pasión. Las compañías extranjeras nos enseñan la ruindad dep. 33 nuestro arte, la cual se manifiesta en el éxito de las traducciones, hoy con los autores exquisitos que se llaman Donnay, Berstein, Mirbeau, Lavedan, Feydeau, como lo fue hace años con las obras de Scribe, primero, y luego de Sardou. Yo soy en esto muy radical, muy antipatriota, y lo digo sin ningún reparo, añadiendo, amigos míos, que el teatro clásico, con su Lope y su Tirso, me carga también, y siempre que voy a una función de esta clase, llevo la mala idea de descabezar un sueño en mi butaca. Una obra del teatro clásico se titula como debieran titularse todas: La vida es sueño. Digo y repito con pleno convencimiento que no tenemos teatro, como no tenemos agricultura, como no tenemos política ni hacienda. Todo esto es aquí puramente nominal, figurado, obra de monos de imitación, o de histriones que no saben su papel. Aquí no hay nada. Cuanto veis es bisutería procedente de saldos extranjeros.

Bálsamo. (Displicente.)—No estoy conforme.

Ramirito.—Ni yo. Niego que el teatro español sea como Tarsis lo pinta.

Bálsamo.—En lo del teatro no me meto. De eso entiendo poco. Pero salgo a defender la agricultura, y afirmo que existe. Pues si no existiera, ¿qué sería de España? Dirase que está bastante atrasada. La culpa es de los grandes propietarios que viven lejos de sus tierras, como afrentados de ellas. Cobran la renta como un tributo del suelo al cielo... no sé si me explico...p. 34 como un tributo de los cuerpos a las almas. Los labradores deben convencerse de que las almas son ellos... No acierto a decirlo.

Becerro. (Haciendo visajes, como si le picara una mosca.)—Propietario de la tierra y cultivador de ella no deben ser términos distintos.

Bálsamo.—Tiene razón este chiflado... Yo no lo entiendo; pero mi sentido natural me dice que el fruto de la tierra debe ser para el que lo saca de los terrones.

Becerro.—Presentando las cosas de otro modo, yo te he dicho mil veces, querido Carlos, que no habrá floreciente agricultura mientras esta no sea una aristocracia.

Tarsis. (Burlón.)—Medrada estaría la agricultura si de ella hiciéramos una aristocracia más. ¿Pues por qué sostengo que tampoco hay aquí política? Porque la que tenemos se ha hecho aristocrática. Fijaos en el pisto que nos damos los diputados, en la vanidad de los ministros, que ocupan ancho espacio en la sociedad por el viento de que están inflados. ¿Hay aquí un político que tenga algo en la cabeza? Ninguno. ¿Pues qué diré del ex-ministro, que solo por el dichoso ex nos mira a los demás mortales por encima del hombro? Aristocracia es la política, y todo lo que tome formas aristocráticas no lleva en sí más que figuración y vanas apariencias. Nobles y políticos somos lo mismo, es decir, nada.

Ramirito.—Paradójico estáis... Carlos, es usted hombre de grande ingenio.

Tarsis.—No es ingenio, es convicción.

p. 35Becerro.—Más bien prurito de originalidad y donaire. El noble de ilustre abolengo bromea con las cosas altas.

Tarsis.—La agricultura, digo, no puede ser nunca aristocracia. Es y será siempre servidumbre. Ellos esclavos y nosotros señores, acabaremos lo mismo, por consunción, por gangrena de inutilidad... Voy más allá... Si aquí no hay agricultura, ni teatro, ni política, tampoco hay justicia, ni banca, ni industria.

Bálsamo.—Capitales hay.

Tarsis.—Sí; pero solo trabajan en la comodidad de la usura, que es una cacería de acecho como la de las arañas. La poca industria que hay es extranjera, y la española, en funciones mezquinas, busca beneficio pronto, fácil y, naturalmente, usurario.

Bálsamo.—¡Qué gracia! Esto ya es manía.

Tarsis.—¡Trabajar! ¿Para qué? Los chispazos, los resplandores de fuegos fatuos que vemos en literatura, en artes gráficas y en algún otro orden de la vida intelectual, no nos invitan a que trabajemos. Todo nos llama al descanso, a la pasividad, a dejar correr los días sin intentar cosa alguna que parezca lucha con la inercia hispánica. Si me pusieran en el dilema de trabajar o perecer, yo escogería la muerte. El español que en este final de raza posea una renta, debe sostenerla y aumentarla si puede. Vivir bien, mientras la vida dure, y mientras en la lámpara del bienestar no se consuma la última gota de aceite. No trato de presentarme como superiorp. 36 a los demás. Soy el peor, soy el último perezoso, el último sacerdote o monaguillo de la inercia. Mi único mérito está en la brutal sinceridad de mi pesimismo.

(Vestido el caballero a punto de las doce, les convidó a almorzar.)

Becerro. (A Tarsis, camino del comedor.)—Has desatinado lindamente. Veo que estás alegre.

Tarsis.—El día empezó nublado. La Diosa lo despejó trayendo a casa el sol.

Bálsamo. (A Ramirito.)—No le haga usted caso. Yo le conozco; se emborracha con el dinero, ya venga de Dios, ya de La Diosa.


IV

Cuéntase la rigurosa desdicha del caballero, seguida de sucesos increíbles.

Pasados bastantes días, cercana ya la inauguración o apertura del verano, cayó sobre el caballero Tarsis una fuerte desdicha que le puso fuera de sí. La sacudida que agitó su alma le llevó del pesimismo a la desesperación, y eran de oír sus voces iracundas, eran de ver sus gestos de rabia, como de hombre que se pierde en un laberinto y no sabe qué camino tomar para salir de él. Ello fue que cuando parecía pan comido la boda del caballero con la chica de Mestanza, tan pelada de carnes como guarnecida de riquezas, de pronto los padres de ella volvieron de su acuerdo; vacilóp. 37 por unos días la novia, fluctuando entre la obediencia filial y un amor desabrido, hasta que al fin se le notificó oficialmente al Marqués de Mudarra que no había nada de lo dicho, y que podía llamar a otra puerta.

Indagado el motivo de tal infracción de la regla social, se puso en claro que los padres de la niña cedieron al consejo y halago de otros Padres, que así se llaman por serlo de las almas, y regidores de las conciencias. En una grave conversación que tuvo Tarsis con su excelso padrino Torralba de Sisones, confirmó este lo que públicamente sonaba.

—Desde que empezaron tus relaciones con esa que parece el espíritu de la golosina —le dijo—, te advertí que procurases poner en tus palabras el sentido más católico, y que no dejaras escapar en aquella casa concepto ni apreciación, ni siquiera chiste, que dañe a la única religión verdadera, o al culto, o a sus ministros. Sé que no me has hecho caso; no has sabido refrenar el flujo de las frases irónicas y punzantes para lucir tu ingenio. Bien merecido te está el desastre; porque del otro lado... yo lo supe hace un mes y traté de estar al quite... del otro lado los Padres trabajaban contra ti y en favor de un joven muy arrimado a ellos desde su tierna infancia. Pues ya sabes que te ha desbancado Luisito Codes, no necesito decirte de dónde ha venido tu desgracia, porque esos benditos Padres protegen a los chicos buenos, dóciles y observantes de la ley de Dios con celo y maneras devotas. Natural es que miren por esa juventud recoleta, y que traten de formar familias cristianas, ayuntando a los muchachos dep. 38 conducta ejemplar con las chicas bien dotadas. Es una labor social muy meritoria que asegura la perfecta ortodoxia de la generación futura.

Respondió Tarsis a estas razones con el desprecio y burla de los de Mestanza, de su dinero y de la niña descarnada y angulosa. Su amor propio se rehizo al instante, y recompuso con excelentes reflexiones el castillete de su dignidad. Pasados dos o tres días volvió el padrino a la carga de sus consejos, encareciéndole que redujese a la mitad sus gastos, rebajando en mayor proporción sus apetitos y goces desaforados, y por fin de fiesta le dijo:

—Sujetándote a un plan de moralidad y economías, puedes esperar tranquilamente la ocasión de otra jugada como la que has perdido. Herederas ricas abundan. He tomado lenguas del género disponible, y sé que en todas las clases sociales las encontrarás. De una me han hablado que, a más de única y millonaria, es bonita de cara y cuerpo. Pero temo que no te agrade por su extracción demasiado baja. Su abuelo materno, a quien conocí mucho, tuvo la contrata de limpieza de pozos negros, y luego explotó la industria de aprovechamiento de animales muertos, en la cual ganó cuanto quiso. El padre de la chica vino de Cuba, al terminar la guerra, con un capitalazo. ¿Cómo lo hizo? Acerca de esto se cuentan horrores. De la señora, es decir, de la madre de la rica heredera, se susurra si tuvo o no tuvo en la Habana elegantes mancebías... Ahora tú verás. La muchacha es linda y discreta, si bien un poquito achulada, y escribep. 39 sin la menor idea de lo que es ortografía. Por si quieres conocer a esta familia, te advierto que este verano irán a Biarritz a darse pisto.

No se entusiasmó aceleradamente el buen Tarsis con la extravagante proposición del padrino; pero tampoco la echó en saco roto, pues su idea fija era encontrar una mina que le proveyera profusamente de cuanto necesitase para vivir en la elegante holganza de caballero noble y pesimista. Dinero buscaba y quería, viniera de donde viniese. La sociedad no es aquí tan escrupulosa que repudie la riqueza por la ruindad o porquería pestilente de sus orígenes... Las tristezas de su fracaso disimuló Tarsis en la vida de club, donde pasaba medio día y media noche abrevando su espíritu en el chorro de las conversaciones fútiles y perezosas. Se aburría variando la traza y colores de su irisado ensueño. Los amigos ya conocidos y los hermanos Pinel, sus directores políticos, constituían parte mínima de sus relaciones, muchas de las cuales eran flor de casino, que en él crecían y en él se cultivaban. De estos amigos, algunos eran peores que él; otros le superaban, si no en ingenio, en el buen gobierno de su hacienda. Los había riquísimos; los había que ociosamente y con toda elegancia vegetaban en disimulada ruina.

Transcurrió el verano, que el caballero pasó en las estaciones de moda, y ni en ellas ni en el dulce otoño de Madrid encontró el filón que buscaba. Las niñas ricachonas se le escabullían de las manos cuando hacía presa en ellas: la señorita de Porcuna, nieta del explotador de pozos negros, prefirió a un capitán de Ingenieros,p. 40 y otra, muy bella, huérfana millonaria nacida en Bogotá y recriada en la Argentina, le entretuvo por meses y le plantó al fin, prefiriendo a un desabrido diplomático. Y de este fracaso hubo de quedar más llagado y dolorido que de los otros, porque se prendó locamente de la bogotana, tan adorable por su gallarda hermosura como por su fino, seductor talento. Su nombre era Cintia, de dulce sabor pastoril y pagano, y le caía tan bien, que habría desmerecido su gentileza si la llamaran Manuela o Francisca. En las americanas se advierte cierta inclinación a paganizar los nombres, cual si quisieran iniciar una graciosa escapada de las sombrías esferas del cristianismo. Así lo pensaba Tarsis, en cuya mente y corazón quedaron para siempre estampadas la imagen y asperezas de la hermosa colombiana.

Y corriendo los días aumentaron de tal suerte los infortunios del caballero, que llegó a tenerse por el más desdichado de los hombres. Golpe tras golpe iba perdiendo el caudal heredado, y cada vez que le visitaba el siniestro Bálsamo era para notificarle un nuevo desastre. Supo el triste caso de tener que malvender una de las mejores fincas rústicas de la casa para el pago perentorio de una deuda de juego, y recoger o renovar parte de los pagarés usurarios. Viendo cómo se deshacía su fundamento social, sin que ni en sí mismo ni en el mundo exterior viera el remedio, el Marqués de Mudarra se fue abismando en tristezas y murrias que afectaron a su propio carácter después de influir en sus costumbres, en su elegancia y hasta en sus estilos de vestir. Esquivabap. 41 la sociedad, dándose de baja en sus visitas y relaciones, y a tal punto llegó en su requerimiento de la oscuridad, que en la primavera de aquel año muchos de sus amigos creyeron que se había condenado a emigración voluntaria o forzosa.

El Marqués de Torralba y Ramirito Núñez, como buenos cristianos, no negaban al amigo la consolación de leales consejos; mas nunca le llevaron el desenlace de ningún conflicto, ni el alivio de sus ahogos. En tanto, pasaban meses sin que el gran Becerro entristeciera con su esmirriada persona la casa del que fue opulento amigo. ¿Para qué había de ir si estaba totalmente seco el manantial de los socorros? Por referencias fidedignas supo Carlos que Augusto padecía grave mal de miseria, y que recluido en su casa engañaba el hambre con las hartazgas de erudición. Día y noche trabajaba sin levantar mano en un prolijo estudio de la vida y sapiencia del famoso prócer don Enrique de Aragón, Marqués de Villena, reputado en su tiempo por letrado, astrólogo y alquimista, con ribetes de nigromante o brujo. Despertó esto la curiosidad del caballero, a quien toda novedad distraía por momentos de su aplanante hastío, y allá se fue.

Nunca había estado Tarsis en la morada de Becerro, calle de Don Pedro, altísimo piso de una casa vieja y de grandes y desniveladas anchuras, que fue palacio de aristocracia hoy fenecida, o aposentada en sitios más gratos. Llamó el caballero; le franqueó la puerta una persona que la oscuridad hizo invisible. Pisando baldosines rotos, que tecleaban con ruidillosp. 42 que más parecían de risa que de llanto, llegó Carlos a la sala, toda libros, toda polvo, toda mugre, llena de cosas tuertas, cojitrancas y bizcas. Los estantes se caían de un lado, los rimeros de libros no tenían aplomo. Había desequilibrios inverosímiles, infolios que se balanceaban sobre rollos de balduque, papeles de mil formas acumulados sobre mesas perláticas, y sostenidos, para que no los arrebatase el aire, por una mano de bronce o una pezuña de mármol. Ventana torcida y balcón ancho, desiguales en tamaño y forma, como un doble mirar oblicuo, daban paso a la claridad, verdosa del empaño de los vidrios.

Aunque en aquella caverna papirácea de inclinado techo, no había esqueleto ni lechuza, ni retortas sobre hornillo, ni lagartos rellenos de paja, Tarsis creyó hallarse en la oficina de nigromante o alquimista que nos dan a conocer las obras de entretenimiento y las comedias de magia. En un costado de la estancia, tras una mesa que desaparecía bajo la balumba de libros viejos y rancios papeles, emergía Becerro, dejando ver tan solo medio cuerpo. Extremada era la delgadez exangüe de su rostro. A su amigo miró con ojos espantados, tardando un rato en reconocerle.

—Augusto —le dijo Tarsis cariñoso, poniéndole la mano en el hombro—, no esperabas esta visita. Vengo a enterarme de tus trabajos, vengo a charlar contigo, vengo a...

Después de breve pausa, el caballero puso unos duros sobre la mesa, diciendo:

—Aunque ahora estoy muy mal, chico, siempre hay algo para ti.

—Gracias, Asur —dijo el sabio sin tomarp. 43 el dinero—. ¿Para qué te has molestado? El oro, la plata y los billetes, han llegado a serme indiferentes. Sabrás que ya no como... Todo es cuestión de acostumbrarse, de hacerse a no comer. Es una educación como otra cualquiera. Algún trabajo me ha costado adquirir este supremo hábito del perpetuo ayuno, de la emancipación del alma... ¿Sabes ya que me ocupo del Marqués de Villena, primer apóstol de las ciencias físicas en España, y precursor de esa otra ciencia que nos enseña las leyes y fenómenos del universo suprasensible?

Quedaron suspensos los dos amigos, mirándose uno a otro. Tarsis rompió el silencio, diciendo:

—De ese Marqués de Villena se cuenta que era algo así como brujo, hechicero.

A lo que respondió José Augusto que tales denominaciones aplicadas por el vulgo son el reconocimiento que las almas inocentes hacen de las verdades no comprendidas... Pero antes de meterse en tan laberíntico terreno, Becerro dio conocimiento a su amigo de lo que ya tenía escrito de su magna obra, a saber: la condición y alcurnia del de Villena, su historia completa desde el nacimiento, su boda con doña María de Albornoz, sus desavenencias matrimoniales, el repudio de doña María, las locas ambiciones del prócer por obtener el maestrazgo de Santiago, su saber de humanista, de astrólogo, de químico; su figura, en fin, achaparrada, y su habla enfática y pedantesca... El amigo, con tan hábil pintura, acabó por conocerle como si le hubiera visto y tratado. Callaron de nuevo, y Tarsis, que anhelaba lo extraordinario y maravilloso, único aliviop. 44 de su agobiada voluntad y solaz de su abatido entendimiento, llevó la conversación al terreno de las mágicas artes, que a su parecer, opinando como el vulgo, están relacionadas con la malicia y sutileza de Lucifer. Los hombres le estomagaban; anhelaba trato y conocimiento con los demonios.

Por toda respuesta, el sabio mostró a Tarsis un montón de librotes y le dijo:

—Aquí tengo los autores españoles y extranjeros que tratan de magia y artes hechiceras, libros de tanta amenidad, que yo me los he leído cuatro veces de cabo a rabo, y aún he de gozar por quinta vez de tan entretenida y sabia lectura. Cógelos, apúralos hoja tras hoja, y pasarás ratos, horas, días, semanas y meses deliciosos.

Agradeció Carlos el obsequio, y se abstuvo de meter sus ojos en aquel zarzal. Con prodigiosa memoria y sin abrir los mamotretos, Becerro le hizo cuento y noticia de ellos, a saber: Andrés Cesalpino, Jacobo Sprengero, Juan Niderio, Abad Gunfridus, que escribieron en latín, y don Sebastián de Covarrubias, definidor castellano del hechizo; el Padre Martín del Río, y el historiador Gonzalo Fernández de Oviedo, que refiere los artilugios maléficos de los indios.

Lo que mayormente colmaba el asombro de Tarsis era que, hallándose Becerro en absoluto ayuno, tuviese la lengua tan destrabada y el cerebro tan listo para verbalizar las ideas. Hablaba como una taravilla, con dicción clara y aliento fácil. Dudoso el caballero de la efectividad de tal prodigio, le interrogó de nuevo.

—No sé ya lo que es comer —dijo Augusto con sequedad de palabra y de intelecto—. Tan olvidadop. 45 tengo el comer, que ya no sé cómo se come. Serías feliz como yo lo soy, querido Carlos, si llegaras a este perfecto estado, que trae, entre otros beneficios, el de la abolición radical de la economía política y otras ciencias vanas inventadas por los glotones.

—He olvidado preguntarte por tus hermanas —dijo el de Mudarra, apurando su investigación—. ¿Dónde están esas nobles señoras?

—No podrás verlas, Carlos —replicó el sabio llevándose la mano a la frente para quitarse unas telarañas—. Viven y mueren en su grande elemento... No entiendes esto, ni lo entenderás mientras permanezcas en el estado de comercio mundial, o sea de ignorancia.

Tales desvaríos despertaron más la curiosidad del visitante, que, sin decir nada al amigo, emprendió una inspección ocular por toda la casa, en busca de la explicación del misterio. Recorrió aposentos, rincones y pasillos, hallando en unos enormes fajos polvorosos de papeles impresos y manuscritos, en otros sillas y trebejos inútiles. En una estancia con estructura de cocina, no vio carbones, ni ceniza, ni aun señales de que se hubiera encendido lumbre en mucho tiempo; no vio pucheros ni cacharros, ni más que fragmentos de loza, utensilios rotos. Como sintiera el tembliqueo de los baldosines, indicio del paso de alguna persona, se fue tras el sonidillo, creyendo encontrar a quien le había franqueado la puerta; pero ni sombra ni rastro de persona vio por parte alguna.

Después de vagar un buen rato volvió a encontrarsep. 46 en la sala, donde Becerro continuaba tal como le dejara, atento al papel en que escribía con firme pulso y sin levantar mano. No se detuvo allí el curioso, que ansiaba explorar la otra parte de la casa, y por una puertecilla que cerca de la mesa del nigromante se abría, pasó a un gabinete mejor apañado y dispuesto que lo demás de la vivienda. En él vio la cama sin sábanas, doblados por la mitad los colchones. Algo de inveterado y permanente en el doblez de los colchones revelaba que si el señor de la casa no comía, tampoco dormía... Fijose Tarsis en dos cuadros y dos tablas de escuela flamenca, representando escenas religiosas con fondo de arquitectura y paisaje; y siguiendo su observación de izquierda a derecha, dio con sus miradas en un hermoso espejo con negro marco... Allí fue su estupor, allí su pasmo y sobrecogimiento.

Por un rato no dio el caballero crédito a sus ojos: se acercaba, retrocedía. Mas el cristal, que era de una limpidez asombrosa, no copiaba la imagen frente a él colocada. En vez de verse a sí mismo, Tarsis vio en el cristal, como asomándose a él, la propia y exacta imagen de la damita sud-americana, de quien estaba ciegamente enamorado. Mirole ella gozosa y risueña, mostrándose en la faceta más sugestiva y brillante de su hermosura, que era la dulce alegría. La suspensión del ánimo no fue tal que el caballero dejara de romper el silencio.

—Cintia —exclamó casi pegando su rostro al cristal, sin que por esta proximidad se acercara también el de la linda bogotana—, Cintia, ¿eres tú de verdad, o eres pintura, artificio dep. 47 la luz en el vidrio, por obra del discípulo de Lucifer que vive en esta casa?

—Soy yo, Carlos de Tarsis. ¿Verdad que es gracioso vernos aquí? Yo no ceso de reírme...

—Sácame de esta horrible duda, Cintia. ¿Es esto una casa encantada?

—Encantada no. Yo estoy en mi casa. Acabo de levantarme.

—¿En tu casa de Madrid?

—No, tonto: estoy en París. Ayer compré este espejo en casa de un anticuario. Hoy, verás... me dan ganas de mirarme en él, y... ¡qué sorpresa, qué gracia, qué chiste tan modernista! Cuando creía ver mi cara en el espejo, veo la tuya.

—Esto me aterra, Cintia.

—A mí no. ¿Sabes, Carlos, que aquí me encontré con unas amigas argentinas muy simpáticas? No sabíamos qué hacer y nos hemos puesto a estudiar eso que llaman ciencias ocultas. Es divertidísimo, puedes creerlo. Tenemos una profesora que se llama Madame de Circe, y un adjunto chiquitín, Monsieur de Tiresias, que adivina cuanto hay que adivinar. Por las noches nos dan sesiones deliciosas en que oímos ruido de platos por el techo, y roce de manos que pasan arrebatando los objetos. Créelo: nos divertimos la mar.

—Mientras te oigo, hermosa Cintia —dijo Tarsis, abrumado de tristeza—, pienso que me he muerto, y que estoy vagando en el inmenso tedio de la inmortalidad, como astilla flotante en el océano.

—Vivir y morir todo viene a ser lo mismo —replicó Cintia, mostrando la doble carrera dep. 48 sus lindísimos dientes al desplegar los labios en franca risa—. Ha sido para mí una suerte muy grande verte ahora, cuando creía que ya no te vería más, Carlos. ¿Es esto milagro, es esto hechicería? Sea lo que fuere, yo me alegro de poder decirte que no me he casado.

—¡Cintia!

—Que no me he casado con el diplomático. ¿Cómo quieres que te lo diga? Reñimos hace quince días por una simpleza... Un poco tarde, pero a tiempo aún, vine a conocer que no le quería. Es un cuco, un egoísta como todos... Vienen al olor de una rica dote...

—Cintia, tu riqueza te da derecho a despreciarnos. Quisiera que fueses un poco menos severa conmigo.

—Sí que lo seré... pero ahora, caballero Tarsis, no puedo entretenerme más... ¿Qué, qué ibas a decirme? He visto en tus labios una palabra que se ha retirado antes de sonar.

—Iba a decirte que nunca te vi tan bella como ahora te veo.

—¡Qué tonto! Estaré horrorosa. ¡Hace un rato que salí del baño! Me envolví en este ropón, y me acerqué al espejo para mirarme.

Aunque oprimía la vestimenta contra su busto para taparlo bien, aún exageró el movimiento pudoroso hasta no dejar ver más que la cabeza. El galán la contemplaba embelesado. La visión dijo:

—Me parece, caballero Tarsis, que ya es hora de que te deje en paz... Retírate tú también por tu lado...

Se alejó sin volver la espalda, hasta quedar en término lejano; hizo con la mano un gracioso saludo, y desapareció como luz extinguida por un soplo.


p. 49

V

Siguen los prodigiosos y disparatados fenómenos, hasta determinar lo que es final y principio.

Abalanzose don Carlos de Tarsis al espejo, y puestos en él manos y rostro, se aseguró de que era cristal y no un hueco por donde pudieran verse estancias vecinas. Luego salió con paso y andar de borracho, tropezando en los muebles y agarrándose a cuanto encontraba, hasta llegar a la próxima sala, donde permanecía, como alma trasunta en papeles, el erudito endemoniado; y viendo una silla frente a la mesa en que aquel trabajaba, dejose caer en ella, soltando la voz a estas angustiadas razones:

—Tu casa está encantada, o tú eres un demonio con figura de Augusto Becerro.

Sin inmutarse, suspendiendo del papel la pluma, el embrujado amigo le respondió:

—No aceleres tu juicio, ni apliques dicterios infernales a este estado de felicidad perfecta. No interrumpas mis estudios, que ahora estoy en las apreturas de demostrar que el Rey Sabio don Alfonso X fue precursor de mi don Enrique de Villena, pues en su Libro de los juegos de ajedrez, dados et tablas dice que no se puede jugar bien al ajedrez sin saber de astrología. Lo mismo siente y declara el Maestre de Santiago en su Libro de Aojamiento y Fascinología, y ello concuerda... Verás.

Dijo estop. 50 tomando del rimero de la izquierda un gordo y mugriento librote, que abrió por un punto marcado.

—Verás: este es el famosísimo y fundamental libro de Encantamentos, escrito por el propio Merlín en lengua bretona, y traducido al italiano por Messer Zorzí...

—Déjame: tu erudición me produce horrible cefalalgia —dijo el prócer haciendo almohada de sus brazos sobre la mesa para descansar en ella la cabeza.

Impávido siguió el otro:

—Autores de más crédito, como el desconocido español que compuso El Baladro de Merlín, sienten y aseguran que este no nació de ayuntamiento del diablo con doncella bretona, sino que un ángel le dio la existencia. No el trato con demonios, sino el estudio de la astrología, le dio su saber profundo de cuanto se refiere al destino del alma, y al estado de encantamiento y beatitud de las criaturas... Te diré que baladro es como decir alarido o voz espantosa, porque el gran Merlín, padre de la verdadera ciencia, fue encantado por su mujer, digamos manceba, llamada Bibiana, la cual volvió contra él la virtud o maleficio de un amuleto poderoso. De mujer no se podía esperar cosa buena. Quedó Merlín preso para siempre en la espesura de un bosque de Inglaterra, donde aún está, y cuanto se ha hecho para encontrarle ha sido inútil. Desde la profundidad de su encantamiento lanza de vez en cuando unos baladros o bramidos que se oyen a mil leguas a la redonda y hacen temblar toda la tierra.

—Déjame, calla: eres un torbellino de disparates —murmuró el descendiente de Japhet,p. 51 hijo de Noé, agarrándose el cráneo como para sujetar la razón que se le escapaba.

Sintió, al decir esto, un retemblido profundo como terremoto. El sacudimiento del suelo se transmitió a libros y papeles, que por un instante se movieron y saltaron. Oyó luego cerca de sí un retintín metálico. Eran los duros que había dejado sobre la mesa, y que iniciaron un ligero movimiento de baile. Al caballero le pesaba la cabeza como si fuese de plomo. Con vigoroso esfuerzo se levantó gritando:

—Dime por dónde salgo de esta cueva... ¿Dónde está la salida? Ábrete, laberinto...

Dio algunas vueltas por la estancia palpando el aire, y no pudiendo con su propio cuerpo, que requería la horizontal, fue a caer en una especie de banco acolchonado, diván o canapé, situado entre ventana y balcón. Allí quedó tendido, tieso y sin conocimiento; y aunque el pelote del relleno era duro y desigual, el noble marqués no se movió en largas horas.

En el tiempo que estuvo exánime, Asur, hijo del Victorioso fue a su casa y volvió de ella, lo cual no quiere decir que se moviera, sino que el espíritu, arrastrando a la que llaman vil materia, o tal vez solo, voló a su vivienda lejana, que era en lo alto del barrio de Salamanca. Desflorando calles, se aproximó a la suya, y a medida que se acercaba, una fuerza irresistible le cortaba la andadura, llamándole hacia atrás para que obedeciese a su voluntad, esclava y presa en la encantada mansión del sabio. A pesar de los tirones que hacia atrás le daban manos invisibles, Tarsis tuvo la sensación de entrar en su casa, que era grandep. 52 y hermosa, bien dispuesta para morada de un rico. Con excepción de algunos cuadros y bronces de gran valor, que había tenido que vender, conservaba el rico ajuar que fue de sus padres. Llegó el hombre a su dormitorio, y después de contemplar con amoroso embeleso el retrato de Cintia que en marco de hierro nielado allí tenía, se acostó, quedándose profundamente dormido sin soñar cosa alguna, como no fuera una ligera visión de Bibiana, la querindanga de Merlín... Al despertar se vio en el camastro o divanastro de la morada becerril, y el dolor de sus huesos le dijo que había estado largo tiempo sobre aquellos pelotes duros, y en el suplicio de los gastados muelles, que al menor movimiento gemían, clavándose en las carnes.

Don Carlos dejó allí día y encontró noche, que le pareció muy avanzada. La caverna papirácea, sin otra luz que la de una bombilla eléctrica colgante sobre la mesa en que trabajaba el hechicero, era más triste de noche que de tarde. Dijérase que los innumerables libracos que por el día trataban de cosas divertidas y amenas, por la noche llenaban sus páginas de sucesos fúnebres y trágicos. Tarsis dio suelta a sus ideas para que libre y perezosamente se extendiesen con vuelo bajo, posándose donde quisieran, y este abandono de la disciplina mental le llevó a un dulce estado de inconsciencia melancólica.

Miró el buen señor su reloj y lo encontró parado. Al poco rato, sin saber la hora, sintió el tin-tin de los ladrillos mal sentados o rotos. Alguien andaba por los adentros de la casa;p. 53 el ruidillo aumentaba; no eran una ni dos personas las que acusaron su presencia con el leve pisar en los baldosines musicantes... el tin-tin se acercaba, y por fin entró en la sala. El caballero apreció el paso de seres invisibles, como si entraran por la puerta de un lado y salieran por la del otro. Alguno pasó muy cerca de él, casi rozando con el diván. Por un momento pudo creer Tarsis que el ser aéreo se sentaba a su lado... Con movimiento instintivo, con calofrío y temor, se incorporó.

Mediano rato duraron las carreras de una parte a otra de la casa, y durante este inocente juego no visto, notó el caballero que algunos libros y papeles saltaron de las mesas, y fueron a caer en mitad de la estancia. Siguió ruido de palmoteo que andaba por el aire cerca del techo. El ruido pasó a un aposento que no debía de estar lejano, y con el cual no se veía comunicación abierta; y de allí, confundido con las palmadas, vino repiqueteo de crótalos. Estos sonaban apagados y sin vibración, como si el choque de la madera se ablandara en manos de trapo. El ritmo era extraño, absurdo. Tarsis no le encontró adaptación a ninguna danza conocida. Y al son de los crótalos con sordina y de manos algodonadas, trepidaba todo el suelo de la casa. Becerro proseguía inmóvil, como un santo doctor de los que están en los altares, la pluma en la mano, los ojos fijos en un infolio abierto por la mitad.

Contemplando la embalsamada figura de su amigo, el Marqués de Mudarra trató de confortarse, requiriendo la normalidad. Pensaba que todo aquel aparato ultrasensible, la visión dep. 54 Cintia y el ruido de bailoteo de espíritus, podía ser una farsa, obra de la física recreativa, o de algún maestro en ilusionismo y prestidigitación. Afirmándose en esta idea, se levantó con ánimo de dar un papirotazo en la cabeza del fingido hechicero; pero apenas puso los pies en el suelo, estalló en los aires un trueno formidable, y casi al mismo tiempo, con diferencia de segundos, otro más rimbombante en lo hondo de la tierra, y la casa se abrió y desbarató cual si fuera de bizcocho. Desapareció el techo, dejando ver un cielo estrellado; las paredes se abrieron, los libros transformáronse en árboles, y don José Augusto saltó de su asiento por encima de la mesa, convertido en un perrillo cabezudo y rabilargo. Hallose Tarsis en un suelo de césped, rodeado de robustas encinas, sin rastro de casas ni edificación alguna. De la sorpresa y susto por tan maravilloso cambio de escena, trató de recobrarse el caballero diciendo: «Sigue la farsa. Ahora tenemos una mutación de teatro hecha por habilísimos maquinistas y escenógrafos.»

No le dejó completar su pensamiento la súbita presencia de un tropel de muchachas, lo menos cincuenta, guapísimas, vestidas tan a la ligera, que no llevaban más que un fresco avío de lampazos, con que cubrían lo que la honestidad quiere y ha querido siempre que se cubra. Piernas y brazos trazaban en el aire, con ritmo alegre, airosas curvas y piruetas. Eran, más que ninfas, amazonas membrudas, fuertes, ágiles, los rostros hermosísimos y atezados. Traza tenían de mujeronas de raza y edad primitivas, heroicas. Su aventajada tallap. 55 y la solidez de su estructura muscular no consentían imitación por medios teatrales. Ni con actrices ni con escogida comparsería podían los taumaturgos de la escena presentar espectáculo semejante, por lo cual Tarsis abandonó el concepto de lo real para volverse al de lo maravilloso... Las ninfas hombrunas rompieron a coro en un grito salvaje, ijujú, que retumbó en los senos de la selva. Y conforme gritaban se partieron en dos alas, dejando en medio un ancho camino para que por él pasara, con porte de reina, una esbelta matrona que salió de la espesura de las encinas.

Tarsis quedó embelesado, y no se hartaba de mirar y admirar la excelsa figura, que por su andar majestuoso, su nobilísimo ademán, su luengo y severo traje oscuro, sin ningún arrequive, más parecía diosa que mujer. Era su rostro hermoso y grave, pasado ya de la juventud a una madurez lozana; los cabellos blancos, la boca bien rasgueada y risueña. Pensó Carlos que aquel rostro y aquel empaque de principal señora, no le eran desconocidos. ¿Habíala visto en algún salón de la alta sociedad de Madrid? Tal vez. No pudo darse cuenta de nada más, y la idea de que la dama veraneaba en aquellos selváticos parajes, cruzó por su mente como un relámpago... ¿Y quién demonios eran las danzantes morenas de libres piernas y arqueados brazos? El buen Tarsis no tenía idea de la naturaleza y origen de estas raras visiones. Nunca vio en la realidad figuras de tan robusta belleza. Estatuaria de carne y hueso como aquella, no se usaba ya en la humanidad. Cuando esto pensaba, dos o más de lasp. 56 mujeronas o dríadas fornidas se apoderaron del pobre caballero, cogiéndole de una y otra mano, y zarandeándole le llevaron consigo, cantando, entre risas y en lengua de él no comprendida, himnos alegres. En esto, Tarsis vio de espaldas a la matrona, que seguía con grave lentitud su camino. Tras ella iba Becerro, convertido, no ya en perrillo, sino en perrazo de tan lucida talla, que mirándolo bien se advertía que era león de tomo y lomo, un poco anciano ya y algo raído de melena, dando a entender su larga domesticidad... Miró al amigo y agitó su tiesa cola con bizarra señal de simpatía.

Sudoroso y sofocado seguía el prócer a las mujeres, que en fuerza y agilidad le superaban más de lo que él quisiera. Poniéndoles cara risueña y tratando de acomodar su flojedad pulmonar al incansable vigor de ellas, les dijo:

—Ninfas, zagalas, señoritas, amazonas, o lo que sean, ¿tendrán la bondad de decirme si estoy encantado?

Y ellas le contestaron con vocerío de júbilo y burlas, y con el sonoro ijujú, que lo decía todo... Siguieron, y como él se rindiera, lleváronle largo trecho en volandas, a retaguardia de la fantástica procesión... Al llegar a una meseta despejada de arboleda alta, donde se deprimía bruscamente el suelo por la izquierda, arrancando en ladera que hacia profundos barrancos descendía, las juguetonas ninfas hombrunas se divirtieron zarandeando a don Carlos de Tarsis, entre gozosos ijujúes y ajijíes, y después de balancearle como a un pelele, le lanzaron con ímpetu por la pendiente abajo.

p. 57¡Ay, caballero de mi alma, qué será de ti en ese rodar hacia la desconocida hondura! Válgante tus buenas obras para salvarte, que algunas ha de haber entre tus innúmeros pecados; favorézcate Dios con que no caigas sobre peñascales duros, sino sobre retamas tiernas o tomillos olorosos, o disponga que en sus brazos te reciba una grácil hada de blanco y blando seno.


VI

Donde verdaderamente empiezan las verdaderas e inverosímiles andanzas del caballero encantado.

Se sabe que Tarsis, hallándose vivo y sano muchos días después de lo narrado, tenía por dormitorio un pajar erigido sobre el establo en que diversos animales pasaban la noche. Hecho a nueva vida sin notorio aprendizaje, se despertaba al alba, sacudía y estiraba sus miembros, se vestía, y al instante prestaba su ayuda al amo, dando pienso a las bestias y unciendo la yunta para el trabajo... Se sabe también que en aquel primer período de su encanto, el caballero había perdido toda noción de su primitiva personalidad, por un embotamiento absoluto de la memoria. Tan solo recordaba los hechos próximos al estado presente; su nueva conciencia embrionaria los completaba con vagas y equívocas impresiones de una edad anterior a la villana condición que encantado tenía.

p. 58En esta baja existencia, el caballero se llamaba Gil, nombre que en su sentir había tenido desde la cuna, y se hallaba dotado de gran fuerza muscular. De sus supuestos padres, que padres había de tener, vivos o difuntos, nada o poco sabía, ni de ello se curaba. La subconciencia o conciencia elemental estaba en él como escondida y agazapada en lo recóndito del ser, hasta que el curso de la vida la descubriera y alentara de nuevo. Así lo dicen los estudiosos que examinan estas cosas enrevesadas de la física y la psiquis, y así lo reproduce el narrador sin meterse a discernir lo cierto de lo dudoso.

Andaban ya de soslayo por la tierra los rayos del sol espantando la neblina, cuando Gil llegaba con su yunta al campo llamado de Algares, extenso barbecho que ya en tiempo oportuno había sido alzado, y en mayo recibía la segunda labor, a la que dicen binar. Iba con él el amo, de quien se hablará luego. Quería ver cómo acometía el mozo faena tan larga y dura, y calcular por el aire que llevara si podría terminarla en dos mañanas cumplidas. Ya en el punto del primer surco, marcado por la labor de alzar, metió Gil la reja, azuzó la yunta con un sóo cariñoso, y empuñada la esteva con vigorosa mano, empezó a trazar el surco, llevándolo tan derecho, que por regla sobre un papel no se trazara mejor.

—Vas bien, Gil —le dijo el amo viéndole llegar de la primera vuelta—. Haz por labrar hoy hasta la olmeda, y lo demás quedará para mañana. Yo me voy a ver cómo está lo de Tordehita, que quedó encharcado con las aguas del sábado, yp. 59 luego me subo al Toral para decirle a Ginio que esta tarde me lleve las ovejas a Nafría, donde a la cuenta que tenemos mejor pasto. Adiós, y no te tumbes cuando yo me vaya.

Diciéndolo se fue, y su figura escueta se perdió en la planicie solitaria, a trechos verde, a trechos amarilla.

Quedó Gil solo arando, sin más compañía que la del sol, que a la ida le caldeaba las espaldas, y a la vuelta le bailaba delante de los ojos. Con toda su voluntad puesta en el puño y este en la esteva, regía con inflexible derechura la labor. Trazados seis surcos, descansó para su almuerzo, que fue breve y frugal. Junto al arranque del primer surco tenía su chaqueta, el barrilillo de agua, el saco de su comida, y otro con el pienso de las vacas; custodiaba estos avíos un perro de la casa llamado Moro, que no se movía de su guardia. Perro y gañán frente a frente, en amor y compaña, comieron de un trozo de pan con torreznos que les había puesto en el morral la señá Usebia. A entrambos les supo a gloria por lo avanzado de la mañana, y después volvió el uno a coger la esteva, y el otro quedó guardando la chaqueta y costales. Toda la mañana transcurrió en esta guisa, el can dormitando, el mozo haciendo rayas con el arado, labor harto penosa, la más primitiva y elemental que realiza el hombre sobre la tierra, obra que por su antigüedad, y por ser como maestra y norma de los demás esfuerzos humanos, tiene algo de religiosa.

Sudaba Gil la gota gorda, y todos los músculos de su cuerpo contribuían con su tensiónp. 60 a la faena sagrada. De la misma fatiga sacaba mayor esfuerzo. No desmayaba; que sobre las flaquezas del cuerpo resplandecía en el alma el sentimiento de la obligación. Gil era fiel pagador del pan que ganaba, y daba su energía por su sustento. De la ruda tarea no tenía más testigos que el cielo que le miraba, el perro dormitante y los pájaros que se adueñaban de aquellos anchos aires. Las maricas vocingleras venían a merodear con aleteo y brinquitos en los surcos recién abiertos; las abubillas se llamaban de olmo a olmo con tres golpes, y bandadas de chovas o grajos volaban con solemnidad procesional del llano a la sierra o de la sierra al llano.

Terminada la media huebra que el amo le asignara, Gil retirose con su yunta, sus talegos y el perro, y a la casa llegó antes que el amo, que andaba en la inspección de sembrados y majadas. Preguntole el ama si había hecho la media huebra, y dada la respuesta afirmativa sin jactancia, procedió a quitar el arado; luego desligó de los cuernos de las vacas las coyundas que sujetaban el yugo, separó este, y los benéficos animales se fueron a su establo requiriendo con sus húmedos hocicos el pienso. El de la familia tardaría un poco más, porque el amo no parecía; salió el hijo a un altozano, orilla de la casa, de donde oteaba el sendero por donde había de recalar el padre. Usebia, en el portal, cortaba de un pan las rebanadas para la sopa, y Gil, servido el pienso al ganado, fue a servir a la cochina y sus crías, cuyo cubil allí se llama corte, y les regaló con mondaduras de patatas envueltasp. 61 en harina de centeno. En esto el chico que estaba de vigía vino a la carrera diciendo:

—Ya viene padre.

Y la señá Usebia, que ya tenía la mesa puesta y el cocido en su punto, se dispuso a calar la sopa.

No se pasa de aquí sin decir que el lugar se llamaba Aldehuela de Pedralba, situado como a legua y media de la caída occidental de la sierra de Guadarrama, y que el amo de Gil era José Caminero, honradísimo trabajador, esclavo del áspero terruño y de la inclemente comarca en que había nacido. Como unos veinte años le llevaba en edad a su mujer Eusebia, todavía en cierto punto de frescura y lozanía. La esposa, con su nativa fortaleza, se defendía de los estragos del trabajo incesante y rudo, mientras el marido, al cabo de cuarenta años o más de tremenda porfía con la tierra, era ya un atleta cansino y derrengado, con todo el vigor recluido en los pensamientos, en la palabra y en la voluntad. Tenían un hijo, a la sazón de diez años, que también se llamaba Pepe, por el afán del padre de perpetuarse, no solo en la tierra, sino en el nombre, avidez de vida durable ya que no eterna. El chico iba a la escuela, donde si un poco le enseñaba el maestro, más le enseñaban los otros chicos, profesores de juegos, enredos y travesuras. En verano, que es tiempo de vacaciones, olvidaban lo poco que aprendieron en invierno (escaso de días por el descuento de fiestas religiosas, patrióticas y palatinas), y la bandada se establecía de sol a sol en los aledaños del pueblo, ejercitándose en la barbarie de coger nidos. Cosechaban además endrinas y morasp. 62 de zarza en campo libre, y afanaban fruta en terrenos vedados, o bien apedreábanse con rápido manejo de hondas que ellos mismos hacían.

Poseía José Caminero, por herencia, la casa en que vivía, dos huertas y hermoso prado, dos o tres hazas de excelente tierra, en que cosechaba patatas, trigo para el pan de la casa, garbanzos, algarroba. Con esto, y el averío, y el cerdo, y las terneras, vivía pobremente sin ahogos, sin mirar demasiado la cara al día de mañana. Pero a poco de casarse le picó la ambición: queriendo dar mejor empleo a su pericia de labrador, tomó en arrendamiento las tierras de Algares, Tordehita y Tordelepe, que por su miga y anchuras eran buen campo de ilusiones campesinas. Los primeros años no le fue mal; pero luego empezó a cojear el galgo, como decía el pobre Caminero: vinieron, ahora la seca, ahora el pedrisco; se pidió rebaja de la renta, y la subieron; se esperó alivio en la contribución, y la recargó el maldito Gobierno; siguieron los arbitrios para salir del año, los enredos del préstamo y la usura, y así, por fatal gradación, se llegó al desequilibrio de la casa en el tiempo en que Gil entró a servir en ella. Siempre había tenido Caminero dos criados para su labranza; pero aquel año la necesidad de economías le obligó a reducir la servidumbre a un solo mozo, y este de los que llaman agosteros, contratados por pocos meses, que terminaban el día de San Agustín. En esta fecha cobraría Gil su soldada de catorce duros, quedando libre para buscar otro acomodo.

p. 63Pues, señor, como se ha dicho, llegó el punto de ponerse a comer. Sentáronse a la mesa, que más bien era banco, cubierto de un mantel de días, Caminero y su hijo, enfrente Gil. Al lado derecho del amo debía comer Eusebia, que en pie hizo el calado de la sopa, vertiendo en la cazuela, sobre las rebanadas de pan, el hirviente caldo. Luego se sentó a comerlas con los demás, soplando todos en la cucharada para enfriar. Después el ama volcó el cocido en la misma cazuela, apartando la carne, y de la cazuela comían todos, que es un comer más familiar y democrático que el usado por gente fina. Siguieron la carne y tocino, que eran engaño para meter en la barriga buena carga de pan. Eusebia cortaba con suma destreza las rebanadas que iba dando a cada uno.

Mientras comían no era la conversación serena y plácida, sino ansiosa y entrecortada de graves aprensiones. Comían como los soldados que a prisa engullen su alimento entre batalla y batalla. Caminero y su mujer, sin mirarse apenas, cambiaban frases recelosas.

—Desmedrado tenemos el trigo, que no granará si no manda Dios agua...

—Yo, por esta rodilla mía derecha, barruntaba ayer agua, y hoy, por el poco de sordera, barrunto secura. Dios nos mire y el cielo nos llore...

—Mujer, sobre tanta calamidad, me paiz que tendremos la tiña del garbanzo...

—Ni en chanza lo digas, José. Eso nos faltaba. Si enferma el garbanzal, ¿año, a dónde vas?...

—Las patatas de Tordelepe piden con necesidad que las aporquemos. No pase de esta tarde. Vámonos todos a remediarlas con la segunda cava.

p. 64Todo lo decían Caminero y su mujer. Gil no desplegaba sus labios. De las buenas cualidades del mozo, la que más estimaban sus amos era el silencio. Obedecía, sin chistar, cuantas órdenes se le daban, y jamás ponía comentario ni observación. Por su docilidad y apego al trabajo, los amos le querían... Pues en cuanto comieron se apresuró el mozo a enalbardar la borrica para el ama, y se fueron todos a Tordelepe, cada cual con su azada, y hasta el chico llevó la suya de juguete, y toda la santa tarde estuvieron cavando. La Usebia era una fiera para el trabajo, y doblada de cintura cavaba y arrimaba la tierra que daba gusto. José, tronzado por el violento esfuerzo que su dignidad de labrador le imponía, hizo lo que pudo, y Gil, incansable jayán, remató la labor antes que fuera de noche, con lo que respiraron, limpiándose el sudor, y se volvieron, Usebia en la burra con el chico, y las azadas colgadas de la grupa. No iban alegres, pues cada cual llevaba su afán: la mujer llegar a tiempo de hacer la cena, el hombre, traer a su magín los afanes del día siguiente. No descansaban, no vivían; cada hora, preñada de inquietudes, paría en sus últimos minutos las inquietudes de las horas sucesivas.

A prima noche, encendidas las teas en la cocina y avivada la lumbre, Usebia preparaba un calderón de patatas con briznas de bacalao... Cenaron; el chico se durmió con la cuchara en la mano. Marido y mujer hacían cálculos de lo que podrían reunir para pagar la renta. Usebia, que entre ceja y ceja llevaba el libro de caja, o sea mental aritmética dep. 65 las monedas sepultadas en el arcón, aseguró que por mucho que estiraran no llegarían a juntar lo preciso. El buen Caminero se rascaba la oreja, sin que del rasquido saliera la solución del problema. Oía Gil estas cosas y callaba, compadecido de sus amos, a quienes daría sus ojos si con los ojos pudieran remediarse...

En previsión de un gravísimo atasco, se acordó llevar al mercado de Pedralba cuanto se pudiese... Como el mercado era en jueves, el martes lo dedicó Gil a terminar la huebra; el miércoles fue al monte por leña, operación que era para él un descanso, pues iba en el carro, cortaba la leña, cargaba, y en ello se le iba todo el día sin gran fatiga muscular. Gustábale la expedición al monte por lo que tenía de paseo, de divagación en ambiente fresco y puro, de hablar con gente que a la ida y a la vuelta encontraba, parloteando en alguna vereda con muchachas bonitas, que le decían burlas y veras graciosas, como rozadura de cardo y olor de tomillos.

Aquel día montó el gañán en el carro con el niño de la casa y otros dos, amiguitos de este, que se pirraban por llevar al monte el programa de sus diabluras. Gil no dio paz al hacha, y cortó carrascas, ramas de fresno y de escaramujo, estepa y jara cuanto pudo; gran cantidad de retama para el horno y de helechos para la cama del ganado. Los chicos con febril actividad le ayudaban, trabajando con hoces y hachuelas de juguete. Con certera pedrada mataron a un pobre conejo, y a palos dieron cuenta de una culebra que no les hacíap. 66 ningún daño... De vuelta a la casa, al caer de la tarde, se pensó en disponer lo que al siguiente día había de llevarse al mercado. El ama supo atraer a su parecer el del fatigado marido, y ella fue quien organizó y determinó la pacotilla de artículos para la venta por buen dinero. Viéraisla al romper el día montada en su burra, con un saco de trigo a la grupa, alforjas en el arzón, varios líos, uno de ellos con merienda, y ella bien compuesta, con su pañuelo cruzado al pecho, prendido con un vistoso alfiler, y otro, de colorines, liado a la cabeza con el nudo sobre la frente.

A su lado iba Gil, también un poquito aseado. En la mano derecha llevaba el cordel con que sujetaba y conducía tres lechoncitos atados por la pata; en la izquierda, la vara con que a la pollina dirigía, al hombro un saco mediado de garbanzos. Delante, con carrera retozona, iba el perro Moro. Por el camino, que era largo, de más de legua y media, Usebia charlaba de diversos asuntos; el mozo nunca iniciaba la conversación, por ser muy corto y bien mirado. Si ella no enhebraba la palabra, irían todo el camino como dos cartujos. Debe decirse que el ama quería mucho a su sirviente, por las buenas prendas de él, por su talante sufrido y humilde, y porque jamás hizo ascos a las obligaciones por duras que fuesen. Queríale también, mejor dicho, le miraba con buenos ojos, porque era muy guapo, de cuerpo gallardísimo, la cara bien adornada y la boca pulida. Con alma cándida y sin malicia le elogiaba ante las vecinas diciendo:

—Tengo un criado como un pino de oro.

Cuidaba dep. 67 tenerle la ropa lavada y bien arregladita; reservábale alguna golosina para después de comer, y cuando le veía rendido del trabajo, y no estaban presentes José ni el chiquillo, llamábale a la cocina y le daba un huevo asado en la ceniza, añadiendo maternales consuelos:

—Toma, hijo, que ese cuerpo necesita que le echen un reparo, y dos.

Como se ha dicho, Eusebia planteaba las conversaciones durante el viaje, las cuales solían recaer en lo desabrido que era Gil con las mozas del pueblo, pues otro menos metidijo en sí se habría echado ya cuantas novias quisiera; que si comúnmente hubo tres Giles para una moza, estando él habría diez para un Gil; y todas le habían de querer, y en alguna encontraría holgura para casarse. A esto respondía Gil con respetuosas y discretas razones, diciendo que antes era el ganar que el enamorar, porque hombre sin blanca es despreciado de sí mismo. Huérfano era y arrimado a la pared de una buena casa, y por el pronto no haría más que dar gusto a sus amos y aprender la labranza. Eusebia unas veces asentía con aires de persona sesuda; otras celebraba con risas las sosadas del mancebo, oyéndolas como agudezas y donaires.

Con este inocente parlar llegaron a Pedralba, lugar asentado en una peña flanqueada de murallones, con una sola puerta. Encamináronse a la plaza y cogieron puesto. En otras circunstancias, Eusebia vendía sus frutos y compraba escabeche, azúcar, pimentón, cebollas, alguna herramienta, y una túrdiga de pellejo para hacer las abarcas. Pero en aquellap. 68 ocasión triste, a casa no se llevaría más que un poco de pimentón y una zafrita con vinagre. Sus garbanzos, su trigo, sus pollos y huevos, sus lechoncitos y demás cosas que llevaba, los cambiaría por dinero contante para llevarle a José una buena ayuda de la renta. Así lo hizo; mas no pudo allegar todo el numerario que quería. El dinero escaseaba. Decidiéndose a vender algunos artículos a desprecio, pudo llevarse algo más de trescientos reales.

Desalentados tomaron el camino de Aldehuela; mas el sentimiento del mal negocio no impidió a la curiosa Usebia tirar de la lengua al criado para que, descuidándose en el hablar, diese a conocer sus intenciones y pensamientos.

—Si tanto callas, Gil —le dijo—, pensaré que estás encantado.

Con esto se avivó la conversación, y el ama se entretuvo en tocar delicadamente diferentes puntos de amor, como relación de mozo con moza, de soltero con viuda, o de casada con mozo libre, que era gran pecado de escandalorio, cosa fea, en verdad, por el mal ejemplo. Contestaba Gil con discreción y juicio. Mas esta conversación y otras que se sucedieron, no merecen referencia por ahora, que noticias de mayor fuste reclaman la atención del narrador.

Pasaron días después de aquel en que fueron al mercado de Pedralba, y al mercado volvieron, y en estos ires y venires iba resurgiendo en el alma de Gil la conciencia de su primitiva personalidad. Era como luz tenue y rosada de Oriente después de noche oscura. Apuntaron primero nociones vagas de anterior vida, atisbos de memoria que remusga y se despereza.p. 69 En su existencia villana, Gil no sabía leer ni escribir. Un día, estando en Pedralba, vio un letrero de tienda, y lo leyó y se hizo cargo de su sentido; poco después vio en las esquinas un bando del alcalde, y se enteró sin perder sílaba. En el suelo encontró un cacho de periódico, y se recreó en su lectura. Empezaba, pues, el desdoblamiento de las dos figuras, de las dos personalidades, desdoblar lento, que los estudiosos de la psiquis comparan a las primitivas funciones de la vida vegetal. Poco a poco se daba cuenta de que había sido otro, y de que la anterior y la presente naturaleza se reconocían demarcándose, y se aproximaban como procurando la reconciliación. Serían, pues, dos en uno, o un uno doble, y aunque esto no se entienda, fuerza es declararlo así, dándolo por posible, para que lo crea el vulgo y lo acepte con fe ciega y no razonada; que si se admite el imposible del milagro, también se ha de admitir el absurdo del encantamiento, y en ambas formas del misterio habrá que decir: las bromas o pesadas o no darlas.

Sucedió, pues, que por grados llegó Gil a la conciencia de su anterior vida de caballero, y la plenitud del desdoblamiento fue determinada de súbito por un incidente, por una palabra... Hallándose en la cocina, oyó el mozo que sus amos, azorados y medrosos, hablaban del aprieto de sus intereses. A la luz de las teas humeantes, José leyó unos apuntes de su sobado libro de cuentas, y después dijo:

—Aun para el plazo atrasado nos faltan doscientos reales; que para el vencido de antier no tenemos nip. 70 con qué empezar.

A lo que replicó Eusebia con impávida resolución:

—No hemos de morir por eso, José. Desentendámonos de don Gaytán, y escribamos mañana mismo al señor de Bálsamo.

Esta palabra, este Bálsamo, fue el golpe o manotazo que acabó de descorrer el velo. Gil vio su interior inundado de luz, y se dijo: «Ya estoy en mí, en el mí de ayer. Soy don Carlos de Tarsis.»


VII

De la venida de don Gaytán de Sepúlveda, con otros inauditos sucesos que verá el que leyere.

Al siguiente jueves (que lo narrado fue un martes), llegó a la delantera de la casucha un hidalgo viejo montado en una yegua pía. Era don Gaytán de Sepúlveda, a quien la gente del país designaba con la forma arcaica de su nombre de pila, sin duda por ser él un viviente arcaísmo. Andaba don Cayetano de Sepúlveda al ras de los setenta años, y se mantenía terne y activo de todos sus órganos, excepto de la vista, por lo que usaba gafas muy fuertes de présbita, montadas en concha y con vidrios laterales. Su rostro afilado más parecía de dómine que de lo que era, un ricachón de quien se decía que traspalaba las onzas; mas como ya no hay onzas, debía decirse que apilaba los fajos de billetes de Banco. Llevaba un sombrerop. 71 negro, achambergado, y un capote de barragán que no soltaba hasta el cuarenta de mayo, o más. Era terrateniente, fuerte ganadero y monopolizador de lanas, banquero rural, y de añadidura cacique o compinche de los cacicones del distrito; hombre, en fin, que a todo el mundo, a Dios inclusive, llamaba de tú...

Acudió Gil a tenerle el estribo, al punto que salían a recibirle José y Eusebia, ambos con sonrisa de conejo, que es mixtura de risa y temor. Pasaron el visitante y sus amigos a la cocina. La plática fue breve, pues don Gaytán era hombre que ahorraba la saliva tanto como el dinero, y excesivamente modesto en todo, había suprimido el lujo de las vagas conversaciones. Después de darse y tomarse varias explicaciones, don Gaytán sacó un papelejo escrito y dijo a Caminero:

—Amigo, ahorremos palabras. Fírmame esto, y se acabaron tus afanes. Y para redondear la cifra, que no me gustan picos, ya lo sabes, toma estas trescientas veinticinco pesetas. Ea, ya estás salvado por hoy... Mañana, Dios, que a los buenos no abandona, acabará de sacarte el pie del lodo...

Firmó José, que por hallarse con el agua al cuello no veía nada más allá del momento presente. Mirándole trazar la embrollada rúbrica, don Gaytán masculló esta frase:

—Y ya no tienes para qué escribirle a Bálsamo, que ya sabes que soy su poderhabiente para todo. Ya le diré yo que has pagado. Descansa, hijo, y ve tirando, que el que tira llega, y el que cae se levanta.

Tanto José como Eusebia tuvieron que mostrarsep. 72 agradecidos, porque si bien el viejo zorro les hipotecaba el mañana con el aumento de una deuda ya muy crecida, habíales quitado del pescuezo la cuerda que les ahogaba. Invitole el ama a remojar el gaznate con vinillo blanco, del que siempre tenía corta provisión para casos como el que aquel día se presentaba. Aceptó el viejo con gusto, y mientras se relamía entre sorbo y sorbo, sacó súbitamente de la memoria un asunto de interés que se le había olvidado.

—Ya decía yo —exclamó— que algo se me trascordaba. Es que quiero pediros un favor. Tenéis aquí un jayán que vale por dos; ese Gil, de quien decíais que es una bestia para el trabajo y un ángel por la fidelidad. Como ahora, José, tu primer cuidado debe ser meterte en las economías, cédeme ese chicarrón, que a mí me hará buena obra, ya sea en Tagarabuena, donde no falta labor, ya en Micereses de Suso, donde tengo la cabaña. Tú le trataste de agostero, y lleva mes y medio contigo. Págale cuatro duros, que es lo que por hoy le debes, y yo me cargo con lo restante hasta San Agustín o más, que según lo que él vale por su estampa y alzada, así como por su buen natural, pienso que lo tomaré para el año entero.

Rascándose la mollera, por lo duro que se le hacía ceder tan buen criado, Caminero dijo a su mujer:

—¿Qué te parece, Usebia?

Y Usebia, haciéndose cargo de que no podían dar un no al ricacho camandulero, se violentó terriblemente para contestar:

—Por mí, que se lo lleve.

Y al punto salió a la puerta de la casa para echar fuera un gran suspiro, que se levantó como tempestad dentro de su pecho.

p. 73Ajustada la cesión del esclavo, don Gaytán quiso antes de marcharse dar un golpe de vista a las tierras de Tordehita. Como José había de ir a Nafría y Gil al molino, Eusebia tuvo que acompañar al maldito vejestorio, y lo hizo muy a contrapelo por la gran ojeriza que le había tomado. Al volver de la visita campestre, que fue muy del gusto del hidalgo, este bromeó con Eusebia, recordándole el feliz tiempo en que la tuvo de servicio en su casa de Tagarabuena, siendo ella mocita. En tales añoranzas, parose el viejo; palpó con atrevida mano las mejillas y papada de la rústica jamona de buen ver, y con risilla desdentada soltó estos cínicos piropos:

—No pasan años, Usebilla, y aún estás muy lozana, y como quien dice, tentadora de un santo. Si quieres que holguemos un ratico, me hallarás en Nafría de hoy en ocho.

—¡Oxte, que pico... Oxte, que restrego, señor! Déjeme quieta.

—Respingona, párate un poco. Es un proponer. A Nafría puedes ir con el pretexto de llevarme unos pollos... que en buena ley nada harías de más, Eusebia, por el favor que habéis recibido de mí. Ea, no cocees, hija, que se te corre la albarda. Ten entendido que no estoy viejo ni cansado más que de la vista... Tú piénsalo, que de pensar las cosas nada se pierde.

Aceleró Eusebia el paso para zafarse de tal impertinencia y volvieron a la casa, donde don Gaytán montó en su yegua y se fue bendito de Dios. Quedó concertado que Gil se reuniría con su nuevo señor en Nafría, entradap. 74 de la sierra, para seguir luego juntos hacia Tagarabuena... La despedida del mozo fue harto triste, porque él había tomado ley a sus amos, y estos le querían, el ama con cariño más hondo y con mayor pena de la despedida, por ser pena y cariño disimulados.

Hallándose Gil en el oscuro establo dando a las vacas el último pienso que de sus manos habían de recibir, llegose a él Eusebia con el propósito manifiesto de llevarle su ropa bien arregladita y el oculto de darle los íntimos adioses. Lo primero fue entregarle, para merienda en el camino, dos huevos asados en la ceniza, escogidos entre los más gordos; un cuarterón de pan, y sobre ello estas tiernas palabras:

—Dos penas tuve contigo: la de no poder quererte a cara levantada, y la de ofender a mi marido, que es un santo. Santo él y yo pecadora, ahora viene el que te nos vayas, dejándonos a José y a mí muy desconsolados: a él, porque te quería para mulo de trabajo; a mí, porque te quiero para animal de mi gusto... Adiós, mi pino de oro; adiós, mi barragán florido...

Al decirlo, echábale Eusebia los brazos y acariciaba los graciosos rizos que ornaban la frente de Gil... Este correspondió a las ternezas del ama, que maldiciendo la ausencia no quería dar por finiquitos sus criminales amores, y así le dijo:

—Si te deja en Tagarabuena ese perro de don Gaytán, irás alguna vez al mercado de Pedralba, y allí nos encontraremos y podremos venir juntos hasta la espesura de los castaños de Algodre, donde loqueábamos sin que nos viera nadie: solo Dios nos veía... y lap. 75 burra y el Moro.

Gil asentía galanamente a todo, y ella, soltando y secando lágrimas, le despidió con las postreras ternuras:

—Adiós, hijo. Dios te guíe, la Virgen te acompañe y a los dos nos perdone. Tras de ti se me quiere ir el alma. ¡Ay! aquí me quedo penando por no verte y por la perrada que hago a mi José, que cuando el cuco canta él se rasca la cabeza... Adiós mil veces, pedazo de gloria, estrella de tu ama.

Partió Gil atristado, mas con espera de mejor acomodo; que en él renacían vagas ambiciones. Y nunca fue más verdadero el viejo refrán Más mal hay en el aldegüela del que se suena, porque en la vecindad de la Usebia, y en todo el lugar, corría el vientecillo de que despedían al mozo por barraganía, y que cuando José Caminero salía al campo, los pájaros, cantando el cucú, le decían su mal... Llegó Gil a Nafría[*], donde pasó la noche: allí tenía don Gaytán un hato de doscientas cabezas. El nuevo amo partió de mañana, llevando consigo a Gil en un caballejo ropero, y al paso llegaron a Tagarabuena y de allí a Micereses, que es el cruce de la cañada real de Burgos con otros caminos pastoriles por donde los ganados subían a la sierra. El lugar y todo su contorno embelesaron a Gil; que si como tal Gil había visto poco mundo, como Tarsis refrescaba en su memoria las viajatas por Europa, y nada de lo que en ellas gozó igualabap. 76 en belleza a lo que miraba entonces. Bien es verdad que según se vean las cosas, así toman mayor o menor relieve en nuestro espíritu. No es lo mismo admirar la naturaleza desde la ventanilla de un tren o desde la terraza de un hotel, que contemplar un trozo de laderas y monte con absoluta libertad de espíritu, sintiéndose el espectador tan bravío y salvaje como lo que contempla, y siendo, en verdad, parte o complemento del paisaje, ser de su ser, pincelada de su pintura, rima y cadencia de su poesía.

[*] Los nombres de senderos y lugares, absolutamente castizos, se emplean aquí con criterio convencional, prescindiendo del rigor geográfico.

Los vellones de niebla que se desgarraban al calentar del sol, iban descubriendo las altas rocas y las mansas colinas, con un juego caprichoso que demostraba el bello desorden y las armónicas irregularidades de la Naturaleza. Por momentos se despejaban las cimas antes que los bajos; por momentos se iluminaba lo próximo mientras se encapuchaban los oteros lejanos. Cuando todo quedó desnudo de vapores, se vio brillar el verde húmedo de las diferentes matas y del intrincado follaje arbóreo que matizaba las pendientes, dejando calvas aquí y allí, o escondiendo el cauce torcido de los regatos que bulliciosos bajaban rezongando entre piedras. Tal era Micereses de Arriba, desde donde Gil veía extenderse hasta lo infinito la llanada de Castilla, inmenso blasón con cuarteles verdes franjeados de bordadura parda, cuarteles de oro con losanges de gules, que eran el rojo de las amapolas. En medio de este campo iluminado de tan nobles colorines, aparecían desperdigados en la lejanía pueblecillos de aspecto terroso con altas y puntiagudasp. 77 torres, como velas de fantásticos bajeles que navegaban hacia el horizonte.

Comió Gil con los pastores en medio del campo, donde sesteaban otras doscientas o más ovejas, parte pequeña de la riqueza pecuaria de don Gaytán. Con fraternal confianza se sentaron todos en el santo suelo musgoso, formando rueda en torno del cazolón, y con cucharas de palo despacharon el condumio, que por la sazón del aire serrano y del bárbaro apetito, a todos supo a gloria. Luego trincaron, pasándose de uno en otro a la redonda un voluminoso zaque, y a todos les quedó el dejo de una pueril alegría. Y a medida que se aclaraba en el alma de Gil la conciencia de su anterior naturaleza, crecía su gusto de la vida villana, y en esta, más que la ocupación labradora, le agradaba la pastoril, por gozar en ella de absoluta independencia de espíritu.

Al rabadán del hato que allí pastaba conoció Gil en Aldehuela. Sin más que el breve trato y yantar en Micereses de Suso, quedaron muy amigos. Llamábanle Sancho, y era un hombrachón como un castillo, de condición leal y ruda cortesía. Todo fue satisfactorio para Gil-Tarsis en aquel día risueño, porque el amo destinó a Sancho a la mayoralía de otro rebaño más copioso que no tardaría en venir por la Cañada Real a Micereses de Abajo, y con él iría Gil en calidad de zagal de segunda. Al atardecer partieron ambos a pie, y por el camino Sancho iba instruyendo al mozo de sus obligaciones, y dándole una ilustrada conferencia sobre el ordenamiento de los grandes rebaños, que vienen a ser como ejércitos, conp. 78 su general en jefe, al que obedecen los pastores que rigen los distintos cuerpos o masas ovejunas, con su impedimenta de vituallas y ropa, su vigilancia y guardería de perros, y su arte de campaña para ir por el camino más corto a los prados más suculentos.

Al amanecer de un claro día, hallándose Gil con su amigo en un sitio llamado la Cuernanava, por donde pasa el ancho camino pastoril, vio venir el rebaño grande de Gaytán, o de los Gaytanes (que era cofradía de hijo y padre), el cual desde lejos se anunciaba por el grave son de los zumbos. Delante venía el mayoral con las manos colgadas del palo que sobre los hombros traía, y a un lado marchaban dos enormes carneros barbudos y bien cornados, de cuyos pescuezos pendían los cencerros o campanos zumbantes. Seguía la grey apiñada, balando y apretándose unas reses con otras, como friolentas, pues ya dejado habían la riqueza de sus lanas en los esquileos de Santo Tomé de Nieva. Como un tercio de ellas eran merinas, las demás manchegas. Avanzaban poco, porque en los bordes de la cañada y en la cañada misma encontraban qué comer. Los pastores y zagales acudían a las que salían de filas, trayéndolas con voces y amenaza de palos al apiñado conjunto que ondulaba marchando. Arreciaban los balidos; repicaban los cencerros con belénica armonía rústica de nacimiento del Niño Dios. Los perros diligentes corrían por los flancos de la comunidad restableciendo el orden y trayendo a filas, con ladridos y achuchones, a las ovejas desmandadas. En el centro del lanoso cotarro andante, se destacaba elp. 79 caballo ropero cargado de morrales, en que traían el repuesto de aceite, vinagre y sal, que llaman cundido, el corto dinero para sus gastos, las sartenes y cazolones para sus comidas. Era un animal selvático y paciente, todo crinoso y peludo, contento de su suerte y servidor fiel de la cuadrilla, hombres y cuatropea.

Llegó la grey a un sitio llamado Sesmo de Trogeda, donde se cruzan la Real de Burgos con la Real de Soria; tomó por una chaparrada, después entró en el concejo de San Bartolomé del Querque, siguieron por la Hoya de Horcajada; de la Cañada Real pasaron a un camino transversal, que en lenguaje mesteño se llama cordel, y por él llegaron a Micereses de Yuso, donde pararon ya bien entrado el día. Allí tenían pasto abundante las ovejas, y los hombres descanso, conversación y un vislumbre de esparcimiento social.

Hízose allí el cambio de personal, quedando Sancho de generalísimo, con Gil a sus inmediatas órdenes, y después de mediodía siguieron su camino por el Mojón de los Enebrillos, y por un largo y yermo campo, llamado Iloluengo, llegaron al sitio en que habían de pasar la noche, que era un otero verdegueante, salpicado de peñas, al que llamaban descansadero, sitio de abrigo y amenidad. Se hizo alto a prima noche, a punto que salía la luna, redonda y amarilla, dando al cielo gala, y a la tierra dulce y templada claridad.

Cenando las sabrosas migas, Sancho prosiguió la información que de la vida pastoril venía dando a su compañero.

—Este oficio —le dijo— es el más holgado y menos enfermizo quep. 80 conocen los hombres, y con ser tan antiguo como el roncar, no se ha encontrado cosa más arrimada a lo natural que esta vida nuestra. Probes semos hogaño, tan probes como cuando adoramos al Niño Dios en el Portal de Belén. Pero la probeza es nuestra honra y nuestra paz. La mesma sopa y las mesmas migas que comíamos entonces comemos ahora, y la mesmísima licencia de los amos tenemos para comernos la oveja perniquebrada, y alguna sobrera que en días de recio queramos matar... Desventajas tiene el oficio por un lado, y es que viva separadico de su mujer el pastor que la tenga, y que a todos nos falte calor y trato de hembra; pero, si bien lo miras, es por otro lado ventaja que estemos libres del quebradero que trae la vida con la mujer en casa, y del sobresalto de tener que cuidar de ella. Mejor es que Dios tome sobre sí ese cuidado, y nosotros vivamos en descanso, fiados en que la honra de ellas está a cargo de la Santísima Virgen y del Santo Ángel de la Guarda.

Todo esto le pareció muy bien a Gil, el cual estuvo de acuerdo con su jefe en que la ausencia y privación de mujer no había de ser absoluta, porque alguna vez entraban y se detenían en poblado. En lugares y villas o en sus aledaños, milagro había de ser que no les salieran haldas a que agarrarse. Y a esto dijo Sancho con humor sentencioso y castizo:

—Con lobos y con mujeres, toparás más que quisieres.

Dentro de una gran rastrojera, cercada de piedra y que a los Gaytanes pertenecía, se acomodó el ganado. Algunos pastores se guarecieronp. 81 en el chozo que en el extremo más elevado del cerco había. El ambiente era tibio y sereno. Gil, que gustaba de tumbarse al aire libre en noches plácidas de verano bajo un cielo esplendoroso, eligió para su descanso un lugar blando de hierba ya seca, al amparo de una peña que lo guardaba del Norte. Al rato de mirar al firmamento, echó la boina sobre sus ojos, y pensando que pensaba, lo que hizo fue dormirse... A una hora que le pareció la del alba por la claridad que vio en la faja de Oriente, despertó el zagalón sobrecogido, como si alguien le llamara. A un tiempo creyó sentir un golpecito en su cuello y una voz que le nombraba. Pero a su lado no había nadie. Despabilado y en pie, persistió la ilusión de la voz... Gil volvió sus miradas de nuevo hacia el resplandor creciente de la aurora.

Hacia aquella parte subía el terreno por escalones naturales de césped y de rocas bajas, y como a las diez varas de suave subida se veían enormes piedras de extraña forma, que más parecían estar allí por colocación que por natural asiento. Unas había que semejaban deformes cuadrúpedos, otras osamentas de monstruosos animales de fauna desconocida. No faltaba cierta simetría en la erección de estos bultos de piedra sobre un suelo plano. Al fondo de aquel ingente propileo, vio Gil dos colosales monolitos plantados como columnas, y sosteniendo sobre sus cabeceras otro témpano horizontal. Pasando bajo aquel pórtico, vio una rampa, en la cual aglomeraciones musgosas parecían vestigios de una escalera. Subió el pastor hasta llegar a un túmulo, que también podíap. 82 ser trono, y en este... ¡Ay! si no le engañaban sus ojos, si no era un durmiente que se paseaba por los espacios del ensueño, lo que vio era una mujer, una señora sentada en aquel escabel, y la maravilla de tal visión fue completada con otra maravilla de la Naturaleza. Precipitó el sol su salida, y sus rayos se esparcieron por el cielo en deslumbrador semicírculo y en disposición tan peregrina, que parecían salir de la cabeza de la señora, o que esta coincidía propiamente con el padre sol.

Del estupor y sobresalto que embargaron el ánimo del pobre Gil, cayó este de rodillas, casi tocando la orla del vestido de la dama, y próximo a ella pudo advertir que se hallaba en presencia de la matrona que vio en la noche de su encantamiento, escoltada por las ninfas o amazonas galanas que danzaban con claqueteo de crótalos, y que a él le zarandearon de lo lindo... Reconoció la faz de augusta nobleza, los cabellos blancos, la severa vestimenta, la mirada benigna, el sonreír afable... Sintió Gil renovado el miedo intensísimo de aquella hora fatídica del encanto, y no sabía sacar de su oprimido pecho palabra alguna. La dama entonces, sin énfasis de teatro, sin tonillo de aparición fantástica, antes bien con el llano y gentil lenguaje que emplear podría cualquier señora viva de la más ilustre clase social, le dijo:

—Sosiéguese el buen Tarsis, y no se asuste de mi presencia, ni vea en ella un caso sobrenatural para regocijo de niños y pastores inocentes... Yo soy quien soy; mi reino no es el cielo, sino la tierra, y mis hijos no son ángeles, sino hombres.

Oyendo estas palabras, Gil se fue recobrandop. 83 de su pavura. A una señal cariñosa de la dama se puso en pie, y otra señal, maternalmente imperativa, le indujo a sentarse en un pedrusco frontero al que la prodigiosa figura ocupaba. Con nuevos alientos, pudo sacar de su pecho estas graves expresiones:

—Señora, la gloriosa majestad que en tu semblante y modos se manifiesta, me dice que eres reina, divinidad, espíritu que por su propia virtud se hace visible.

Y ella dijo:

—Reina es poco, divinidad es demasiado; espíritu y materia soy, madre de gentes y tronco de una de las más excelsas familias humanas. Adórame si vivo en tu sentimiento; pero no me rebajes a la condición de imagen erigida en altares idolátricos.

Se adelantó Gil con piadosa efusión a besarle la mano, y ella, requiriendo la del pastor como apoyo para levantarse, dijo así:

—Vieja soy, hijo mío; pero mi ancianidad no es más que la expresión visible de mi luenga vida. Debajo de estas canas llevo escondida mi juventud para cuando sea de mi gusto mostrarla. Vivo en todos y en cada uno de los dominios que poseo. Si hoy me has visto en este triste collado, es porque aquí suelo venir atraída de fuertes querencias atávicas. Yo también he tenido infancia. Estas piedras adustas me vieron mozuela, más bien niña, ofrendando a dioses que ya se fueron para no volver. Soy más vieja que las lenguas, más vieja que las religiones, y he visto pasar pueblos como pasan tus ovejas por mis cañadas seculares... Pero ya es hora de que me dejes y te incorpores a tu rebaño, que ya está el buen Sancho disponiendop. 84 la marcha. Vuelve a tu majada, hijo mío, y si deseas verme y hablarme con descanso, yo deseo lo propio, ya que estás encantadito para bien tuyo y mío, como te diré... Andaréis todo este día y parte de la noche, hasta llegar a beber en aguas de mi Duero. Pasando el río por mi San Esteban de Gormaz, seguiréis por el camino que va de este pueblo a mi querida ciudad de Hotzema, que ahora llamáis Osma. En un punto, que yo escogeré, de ese largo camino me hallarás... Adiós, Tarsis. No te entretengas; Sancho te busca: vais a partir. En el chozo tienes tu desayuno, pan con torreznos. No dejes de tomarlo (con elegante humorismo), ni por hablar conmigo creas que eres solo espíritu. Hay que comer, hijo. Yo también como. (Mostrando un pan celtíbero de centeno y miel.) Adiós, hijo. Tu Madre no te olvida.


VIII

Prodigiosa y familiar conversación que tuvieron el caballero y la Madre desconocida.

Descendió Gil de aquel foro salvaje, y apenas llegó junto a Sancho, este le dijo que había hecho mal en andar por entre aquellos erguidos pedruscos, donde moraban duendes o endriagos.

—Esos peñascones que ves fueron altares, no de moros, como algunos creen, sino dep. 85 otras plebes que antes de ellos vinieron a España.

—¿Fenicios... cartagineses?

—No... Otro nombre tenían de más antigüedad, que no se me acuerda. Lo que ves es el despiazo de las iglesias que aquí tenían, y que eran gentiles, o de un sacerdocio que comulgaba comiéndose carneros crudos... En los recovecos de las peñas quedan diablos que fueron de aquella seta, y yo te aseguro por mi fe que vi a dos o tres de ellos una noche que me dio la mala idea de subirme allí a dormir. Son cuatropea, al modo de micos grandes; la cabeza tienen de cabrón, rabo corto y empinado, y los ojos como ascuas de fuego azul tirando a verde.

Recogieron los pastores sus bártulos, y el ganado se puso en marcha. Todo el día anduvieron por lugares cuyos nombres oía Gil por primera vez. Recorriendo cañadas y cordeles pernoctaron en un corralón que no era ya de los Gaytanes, sino de otra familia llamada los Gaitines; pasaron una puente jorobada de cinco ojos, y ¡hala, hala!... fueron a dormir al amparo de una villa no pequeña, toda de color barroso, de pobre y desordenado caserío. No había casa que no pareciese reñida con la inmediata, ni calle que no estuviera enemistada con los pies de los transeúntes, pues todo era guijarros, hoyos, charcos y montones de basura y escombros.

Tempranito fue Gil a echar un vistazo al pueblo; vio huertos de lino en flor, plantíos de alcacer, y al embocar en una plazoleta de estrambótica irregularidad, abierta a las erasp. 86 por uno de sus lados, vio una puerta románica muy bella y toda desmochada en su gracioso adorno, como si hubiera estado rodando durante siglos por un despeñadero. Era puerta de iglesia humilde, y por ella salían mendigos de cuyos hombros colgaban jironadas anguarinas o capas pardas, cojos, tullidos, legañosos; salían mujeres, viejas las más, alguna joven y bonita, con sus pañuelos o las sayas en la cabeza. Parose Gil a mirar a las que le parecieron guapas, que de esta curiosidad ingénita y examen de bellezas no le curara ningún encantamiento, y estando en ello vio que salía también por la vetusta puerta la señora de los albos cabellos, la del aire augusto, la de extremada belleza madura, la Madre, en fin, que se le apareció en el bárbaro santuario céltico.

Vestía la dama la misma túnica severa, sin más novedad que un velo negro echado desde el cabello a la espalda; traía en una de sus manos un rosario menudo liado en los dedos. Dirigiose a él con semblante afable, diciéndole:

—Ya sabía que estabas aquí... Vámonos a esta otra parte y podremos hablar.

Maravillado quedó Tarsis de la sencillez y del tono familiar con que la señora le acogía, y ella con noble gracejo le dijo:

—Ya ves cómo puedo hacer mi aparición sin ningún aparato, ni comparsería, ni rayos de sol...

Luego, con paso tranquilo, se internaron en angosta calleja rematada en un arco, por el cual salieron a un campillo donde había corpulentos álamos y una fuente sin agua, flanqueada de bancos de piedra. En uno de estos sentáronse la buenap. 87 Madre y el pastor Gil, y a su gusto y comodidad platicaron. Discurrían por allí raros transeúntes que saludaban sin manifestar estrañeza ni asombro ante las dos figuras. Veían a la Madre como a persona familiar de todos conocida... Lo que hablaron fue como sigue:

Tarsis.—En cuanto me hice cargo de mi encantamiento, días ha, señora y Madre, comprendí que este no era por daño mío, sino al modo de enseñanza o castigo por mis enormes desaciertos.

La Madre.—Así es. Se te ata corto a la vida, para que adquieras el cabal conocimiento de ella y sepas con qué fatigas angustiosas se crea la riqueza que derrocháis en los ocios de la Corte. Verdades hay clarísimas, que vosotros, los caballeretes ricos, no aprendéis hasta que esas verdades os duelen, hasta que se vuelven contra vosotros los hierros con que afligís a los pobres esclavos, labradores de la tierra, que es como decir artífices de vuestra comodidad, de vuestros placeres y caprichos. ¿Qué tal, Tarsis amigo? ¿Te has divertido sudando la gota gorda sobre el surco? Es un deporte lindísimo. ¿Verdad que no hay juguete como el arado? ¡Pobrecillo! ¿No sabías que echabas los bofes sobre tus tierras de Tordehita y Tordelepe? Digo mal, porque ya no son tuyas: son de Bálsamo y Gaytán, mitad por mitad... Mientras esos te van desplumando, tú continuarás en estas galeras, rema que te rema, y caerán sobre ti mayores humillacionesp. 88 y trabajos... Todo lo mereces, Tarsis, y porque mucho te estimo, he de llevar hasta el fin la obra justiciera de tu escarmiento. Pensando solo en ti mismo y ávido de goces, no has tenido consideración de tus pobres esclavos. Te pedían rebaja de la renta, y ordenabas a Bálsamo que la aumentase; creías que hay dos humanidades, el señorío y la servidumbre, y en el primero te ponías tú, y decretabas el abandono impío de los infelices que, derrengándose como animales de carga, labraban tu bienestar. Cuando te faltaba dinero, o lo obtenías de la usura, tu lenguaje era un chorro de pesimismo repugnante. Maldecías de todo y a mí me escarnecías, sosteniendo que nada hay en mí que valga un ardite: ni ciencia, ni artes, ni negocios, ni trabajo, ni literatura.

Tarsis. (Humildísimo.)—Es verdad, Madre, que tal pensaba y decía. Perdóname. Tu indulgencia no me faltará, pues bien sabes que el español mimado y sin dinero es peor que un perro hidrófobo... No me disculpo, ni atenúo mi falta... Solo me permito decirte, con todo respeto, que soy y he sido malo; pero no el peor. Españoles hay que merecen más duro encantamiento, Madre querida.

La Madre.—Ya, ya... Los hay peores, hijo mío, y a esos aplico con rigor más grande el poder que me ha dado Dios. Y no creas que mi ejemplaridad consiste en volver la tortilla, como dice el vulgo, haciendo a los ricos pobres y a los pobres ricos: no. Esop. 89 sería trocar los términos de desigualdad, agravando la injusticia y aumentando la confusión. Verás lo que hace tu Madre. A los que cruelmente, ávidamente, sin trabajo propio, apurando la máquina muscular de siervos embrutecidos, sacan del suelo el mineral y fácilmente lo convierten en plata y oro, les llevo a una profunda y negra galería, y allí les tengo con su picachón en la mano todo el tiempo que se me antoja, arrancando carbón, hierro u otra rica materia, y cargando las vagonetas. A los ricos avarientos que sin esfuerzo, sentaditos en sus escritorios, hinchan hasta lo absurdo sus capitales, les condeno a mozos de cuerda para que me lleven bultos y baúles a las estaciones. Políticos de esos que rigen grupos o partidos, irán por una temporada a sudar el quilo en bajos oficios de carteros o peatones; y haré una leva de oradores para llevarlos a desempeñar curatos de pueblo, con obligación de predicar en la misa dominical y en todas las novenas...

Tarsis. (Alegre, movido a hilaridad.)—Madre, por respeto a tu excelsa persona no suelto la risa. Cuanto has dicho es digno de tu nativo ingenio picaresco. No serías quien eres si no pusieras el donaire aun en tus obras de justicia. Dime, y perdona mi curiosidad: ¿alguna o algunas damas principales no recibirán tu lección severa?

La Madre.—¡Oh, sí, hijo mío! No serán una ni dos las que vayan a estas galeras correccionales, ya que no redentoras. Pero nop. 90 debo seguir confiándote mis planes, ni tú debes pedirme más noticias de encantos, como no sean del tuyo.

Tarsis.—Pues si para lo del mío me das licencia, déjame que te pida esclarecimiento del asombroso aparato con que fui traído del estado noble al estado villano. No puedo olvidar la casa de Becerro, perfecta decoración de nigromante; no puedo olvidar la imagen de mi hermosa Cintia, con quien hablé de un lado a otro del espejo. Pero todo esto fue juego de niños si lo comparo con el estrépito de cataclismo, que mudó la decoración de sala telarañosa en selva magnífica iluminada por una o varias lunas. ¿De qué abismos espirituales vino el maravilloso coro de ninfas morenas, algo hombrunas, de fornidas piernas, torneados brazos y rostros helénicos, que al compás de los crótalos danzaban en dos hileras, por entre las cuales pasaste tú y te vi por vez primera en todo el esplendor de tu soberana majestad? ¿Por ventura, es de rigor que al pobre encantado le zarandeen, como hicieron conmigo aquellas hermosas brutas, arrojándome después a una barranquera, por la que fui rodando hasta dar con mis pobres huesos en la Aldehuela?

La Madre.—No, hijo: tu transfiguración se hizo en formas extraordinarias y con un poquito de bambolla teatral, por lo que te diré...

Tarsis. (Alarmado, oyendo rumor cercano de zumbos.)—¡Ay, Madre del alma! mi ganado se pone en marcha, y no tendré más remediop. 91 que dejarte con la palabra en la boca, que es gran pena para mí.

La Madre.—No te apures, hijo. Siéntate. Deja que salga tu rebaño. Ni Sancho ni los demás pastores y zagales notarán tu ausencia. Yo te llevaré a donde les encuentres...

Tarsis.—Sin juramento podrás creerme que mejor estoy contigo que junto a Sancho y sus ovejas, y si luego me llevas en volandas a donde ellas estén mañana, bien podré exclamar con toda el alma: «¡Encantado!»

La Madre.—Pues te decía que la maravilla de tu paso de un vivir a otro se debió a un oficioso entusiasmo de tu amigo Pepe Augusto Becerro, que quiso demostrarte con desusada pompa y ruido su afecto y su gratitud. Tiempo ha que practicaba la magia. No te asombres, Gil, si te digo que entre la magia y la erudición existe un entrañable parentesco: ambas artes toman su savia de la antigüedad remota. El erudito devorador de archivos se embriaga del zumo espirituoso contenido en los códices, y acaba por poseer el don de suprema alucinación, de penetrar en el alma de las cosas y de sojuzgar el mundo físico. En el profundo estudio que hizo Becerro de los libros de caballería, llegó a sorprender el intríngulis magnético de las Urgandas y Merlines y el dinamismo prodigioso de Madanfabul, de Famongomadán y otros apreciables gigantes. Metido luego en el laberinto del Marqués de Villena, visitó el interior de sus redomas,p. 92 y en ellas y en podridos pergaminos aprendió mil sutilezas. Yo te lo diré sin reparo: aunque soy tan vieja, mejor dicho, aunque en antigüedad no me gana nadie, siento poca simpatía por la erudición secamente erudita, quiero decir, por el saber de menudencias que maldito lo que interesan a la humanidad viva. A pesar de esto, las leyes de mi existencia me obligan a transigir hasta con los maniáticos, y a pasar algunos ratos en los archivos polvorosos y en las acartonadas academias... Y más de una vez he tenido que recurrir al sabio para que viniese en auxilio de mi memoria, que en el correr de tantos años y siglos suele flaquear y oscurecerse. «Pepito —le pregunto—. ¿En qué fecha vino Julio César a España por tercera vegada?» Y él me lo dice gustoso, y me cuenta después que traía la calva remediada por un gracioso artificio de su corto cabello. Otro día me cuenta que Sertorio se afeitaba solo, y que a Perpena le molestaban los sabañones.

Tarsis.—Yo también he sido benévolo con Becerro y he soportado sus ataques de erudición. Yo le favorecí cuanto pude ayudándole a mantener la caterva de sus hermanas, cuyo número se perdía en la oscuridad de las matemáticas. Raro era el día en que no estaba una de cuerpo presente o sacramentada.

La Madre. (Risueña.)—Entiendo yo que eran como figuras emblemáticas de las épocas históricas: edad céltica, edad fenicia, griega,p. 93 romana, período gótico, ciclos astur, leonés, castellano, arábigo-castellano y castellano-aragonés, etcétera, etcétera. Las he conocido y he tratado de contarlas, reduciendo a cifra la innumerabilidad y catálogo de las fantásticas hembras, hermanas de nuestro amigo. La muerte aparente de una traía la emergencia de otra. No se alimentaban; salían a los espacios como seres alados y volvían con un granito de cañamón en el pico para alimentar al hermano. Hoy, según creo, todas se han muerto y todas viven. Son seres engendrados por el espíritu de la erudición, de la ciencia del ocioso investigar infecundo... Pues estas magas, brujas o como quieras llamarlas, fueron las que, bajo la dirección de Becerro, organizaron el teatral aparato que te causó tanto asombro. Me opuse; hace tiempo que me hastían los actos ceremoniosos, y me incomoda el verme representada con los atributos de que tan ruin abuso se ha hecho en las cabeceras de los mapas, y en las etiquetas de la industria. Yo dije al gran Becerro: «Pepito, no me saques en mojiganga.» Pero él no me hacía caso; estaba loco: a todo trance quería glorificarme y glorificar a su amigo Tarsis, y ya viste la brillante, la estrepitosa farándula que armó. Como empresario de pompas teatrales, a los vagos espíritus de sus hermanas dio hechura de mozarronas celtíberas, de pierna desnuda y andadura selvática, y a mí me hizo desfilar entre claridades como bengalas... Notaríasp. 94 que iba yo sofocando la risa. Era que me hacía mucha gracia ver a Pepito convertido en león... león apócrifo, ya lo comprenderías por su facha. Al mío, a mi auténtico león heráldico, que hace tiempo anda bastante achacoso y desmejoradillo, le he mandado al Atlas para que se reponga con los aires nativos.

Tarsis.—Pues aunque yo estaba en aquel momento bastante asustado y sin ganas de broma, me reí un poco de la facha leonina de Pepe Augusto.

La Madre.—El abuso de las pompas rituales es uno de mis mayores suplicios en la época presente. Si he de decirte la verdad, vivo en continuo desacuerdo con mis hijos. Así los que dirigen mi nacional cotarro, como la turbamulta gregaria que se deja dirigir, viven en un mundo de ritualidades, de fórmulas, trámites y recetas. El lenguaje se ha llenado de aforismos, de lemas y emblemas; las ideas salen plagadas de motes, y cuando las acciones quieren producirse, andan buscando la palabra en que han de encarnarse y no acaban de elegir... No sé si me entenderás...

Tarsis.—Sí, Madre: tú quieres decir que... Vamos, que... en fin, que todos tus hijos somos unos grandes badulaques...

La Madre.—No tanto.

Tarsis.—Que no servimos para nada.

La Madre.—No, hijo: servís para todo... Excelentes músicos hay entre vosotros; pero raro es el que toca el instrumento quep. 95 sabe, y armáis unas algarabías que me vuelven loca. Vivís en ciega ignorancia de las verdades fundamentales, y... (Advirtiendo que se agolpan mujeres, hombres y chiquillos en las inmediaciones de la fuente.) Más gente hay aquí de la que solemos ver en sitio tan solitario. Como día de fiesta, estos infelices vienen aquí a solazarse... Y por allá veo venir la banda de música con sus abollados trompetones... Aunque no me importa que nos vean, alejémonos, hijo, de esta bullanga. (Se levanta.)

Tarsis.—Vámonos, Madre, a donde quieras... (Dirígense por calles tortuosas; salen del pueblo. Encuéntranse frente a un camino de áspera pendiente.)

La Madre.—No te asuste este reventón, terror de los caminantes. Coge un borde de mi velo o un pliegue de mi halda, y déjate llevar.

Tarsis. (Maravillado de ver que sin cansancio salvan en un periquete la ruda cuesta, y prosiguen con pasmosa velocidad bordeando un alcor poblado de viñas.)—Ahora comprendo, señora mía, que no serías quien eres si no tuvieras el don de recorrer con paso milagroso los escalonados vericuetos de tu inmenso trono. ¡Y cuánto me place y enorgullece correr en tu compañía, salvando increíbles distancias y escalando pedregosas alturas! Voy de asombro en asombro. Por la derecha he visto correr, en menos que lo digo, tres aldeas. Por la izquierda se abrió un abismo, en cuyo fondo he visto verdeguear un fresco valle, y otro y otro, separados porp. 96 picachos, en cuya cima se alzan castillos que, aun en ruinas, amenazan con sus moles orgullosas... Caseríos y torres de iglesias y monasterios arrumbados se hunden, mientras nosotros ascendemos, y corren en dirección contraria los montes arropados en tupidos pinares. Las águilas apresuran con espanto su vuelo, y hasta las nubes creo que se apartan para dejarte libre el paso, y ante tu majestad se humillan.

La Madre. (Sin la menor alteración en su aliento.)—Parémonos aquí. Esta es la sierra de San Leonardo en su más alto caballete. Vuelve hacia atrás la vista, y alcanzarás a distinguir mi valle del Duero. Tú no podrás ver lo que veo yo; no verás mi amada Clunia, hoy lugar humilde que llamamos Coruña del Conde. Esa que fue ciudad romana próspera y bella, guarda recuerdos dulcísimos de mi infancia. En ella estuve cuando la gobernaba Poncio Pilatos... Si esto es dudoso para algún sabio regañón, para mí no lo es... Era yo una chiquilla sin juicio y jugaba con las niñas de Pilatos, poco antes de que fuera trasladado al Gobierno de Judea. Yo le vi partir con toda su familia, harto mohíno de abandonar mi tierra, de dulce vivir y pacíficos moradores. ¡Quién pudo pensar que en su nuevo Gobierno había de intervenir con desdichada pasividad en el sacro misterio de nuestra reparación! ¡Pobre Clunia! Ya no eres más que un montón de polvo que revuelven con sus narices, a manera de ganchos,p. 97 los traperos de la erudición... Si tu vista no alcanza, no te canses, Gil: mira con la fantasía, y vente más allá conmigo, hasta los picos excelsos de Urbión, donde verás sin esfuerzo partes muy gloriosas de mis estados. Ven: agárrate a mi velo.


IX

Continúa el coloquio entre Gil y la Encantadora.

Tarsis.—¿Me llevas al cielo?

La Madre.—Te llevo conmigo a los más altos escalones de mi trono, desde donde veo el antaño y el hoy. En esta eminente altura domino la grandeza de mis estados, y la considerable dimensión de los tiempos. Ayer y hoy se juntan bajo una sola mirada, y las penas que fueron se funden con las penas que son. (Las águilas, que antes huían asustadas, al ver a la Madre en el picacho más enhiesto de Urbión, suben en bandadas, y sobre y en torno de ella trazan con su vuelo inmenso círculo.)

Tarsis.—El aire que aquí respiramos, ¿no es el aire del primer día del mundo? Su diafanidad, su pureza y frescura, dan vida nueva y potente a mi espíritu enfermo, envejecido.

La Madre.—Si tus ojos otean como los míos a distancias enormes, sácialos en esa inmensidad que tendrás delante volviéndote dep. 98 esa parte, hacia donde va cayendo el sol. El Occidente te señala el valle de Arlanza, cuna de lo que tu amigo Becerro llamaría Civilización castellana. En lo más próximo verás a Barbadillo, Salas, Lara. ¡Oh ilustres y carísimos nombres! No lejos de Lara verás tus tierras y tu castillo de Santa Cruz de Juarros, que pertenecieron a tu antecesor Gonzalo Gustioz, el viejo más verde que ciñó laureles de amor. Las tierras que fueron tuyas, son ya de tu administrador Bálsamo. Consuélate ahora de este despojo, llamándote Asur, Hijo del Victorioso; llamándote Mudarra o Mutarraf, que es Vengador. Véngate, hijo, véngate ahora con ira y rabia de tu fiero enemigo, que eres tú mismo.

Tarsis.—No tengo por qué vengarme. A nadie aborrezco. Soy Gil, pastor humilde, y el que se llamó Asur Hijo del Victorioso es un majadero que estuvo dentro de este pellejo mío, y ya, gracias a ti, salió y se fue con sus necedades a otra parte. Este pobre Gil no ambiciona más que ser tu escudero, Madre querida...

La Madre.—Ya lo fuiste, tonto.

Tarsis.—¡Yo!

La Madre.—En la lista de diputados te vi, y más de una vez escuché tus graves discursos, diciéndome con terquedad borriquil: , no. ¿En qué me serviste, mastuerzo? ¿Qué hiciste por aliviar mis males, por darme lustre y dignidad? Contesta: ¿qué hiciste?

Tarsis.—Nada, Reina y Señora. Lo confieso, yp. 99 declaro que no era yo una cabeza, sino un sombrero de copa; no era yo un hombre, sino una levita.

La Madre.—Pues si nada hiciste cuando podías mirar por tu Madre, ¿qué harás ahora, miserable Asur, transformado en Gil? ¿No veías, no sabías que tus síes y tus noes no fueron nunca para mi gloria y provecho? ¿No veías, no palpabas que los predicadores, en sus latiguillos, echaban el latigazo de su lógica del lado de los provechos particulares? ¡Si fuiste ya mi escudero y me vendiste, vendiste a tu Madre...! No me arrepiento de haberte convertido en un patán. No mereces estado mejor... (Derivando a un afable humorismo.) Y ahora, mi ilustre gaznápiro, ya que la Madre tuya y de todos no puede hacerte su escudero, no bajarás de esta eminencia sin que saques de tan admirable perspectiva una lección o enseñanza. Por esa parte a donde el sol se pone ves mi cuenca de Arlanza, hoy mal poblada de árboles y de hombres, mísera y cansada tierra. Pues así como la ves, pobrecita y escuálida, es la primera en mis idolatrías de Madre; es mi epopeya; es creadora de mis potentes hombres; es la que amamantó mis vigorosas voluntades. (En pie, de cara a Occidente, con fogosa mirada, que fulgura en sus pupilas negras bajo la saliente ceja, de aquilina forma.) Cuitado, ¿no ves Covarrubias y San Pedro de Arlanza?

Tarsis.—No veo con mis ojos; veo con los tuyos y con tu grande espíritu.

p. 100La Madre.—Diego Porcellos, Gonzalo Gustioz, Nuño Rasura, mi bravo y generoso Fernán González, ya no sois más que polvo. Ni polvo sois ya; pero aún dura y perdurará por siglos, en uno y otro mundo, la lengua que en vuestros días y en vuestros labios empezó a remusgar, y al fin quedó hecha, sicut tuba, trompeta de nuestra energía. Ya ves, pobre Gil: por esa bocina de oro que aquellos gigantes nos dieron, somos fuertes tú, yo y cuantos la poseemos; por ella somos iguales, y el pobre y el rico, el plebeyo y el noble, nos hallamos en venturosa fraternidad; por ella vivimos, quiero decir, que muertos todos vosotros, yo viviré siempre, defendida por este divino aliento que cierra el paso a la muerte... Y ahora, hijo mío, verás la enseñanza que has de sacar de lo que acabo de decirte... Estas orejas mías oyeron de la boca de mi Fernán González una sentencia que es la más antigua que recuerdo de nuestra sabiduría popular. Contestando a unos infanzones que dos veces le habían ofrecido vanamente su ayuda en la guerra con los leoneses, por el partir de tierras, el Conde montó en cólera, y allí, en Covarrubias, delante de doña Sancha, su esposa, y de mí, les echó a la cara esta razón: «Fechos son omes, palauras son mulieres,» refrán que ha repetido el vulgo en esta forma: «los hechos son varones, las palabras son hembras.» Y yo te digo, Gil, que cuando las palabras, o sean las féminas, no están bien fecundadas por lap. 101 voluntad, no son más que un ocioso ruido. Y aquí verás señalado el vicio capital de los españoles de tu tiempo, a saber: que vivís exclusivamente la vida del lenguaje, y siendo este tan hermoso, os dormís sobre el deleite del grato sonido. Habláis demasiado, prodigáis sin tasa el rico acento con que ocultáis la pobreza de vuestras acciones. Sois muy lindas taravillas. Así, cuando la palabra no tiene dentro la obra del varón, es hembra desdichada, horra y sin fruto.

Tarsis.—Donosa es la lección, y he de aprovecharla en esta vida trabajosa, que es, por lo que voy viendo, vida de pocas palabras.

La Madre.—Sigamos ahora.

Tarsis.—¿Hay más picos altos a que subir?

La Madre.—Los hay; mas ya es hora de que bajemos, que aún no estás hecho a las cumbres eminentes, y tu natural te pide el arrastrarte por lo bajo de la tierra, como criatura esclava de los estímulos de hambre y sed. Agárrate del velo, y te llevaré por estas cañadas que bajan hacia el Norte. Iremos a parar junto al nacimiento de mi río Najerilla; traspasaremos la sierra de San Lorenzo, para caer en mi San Millán de la Cogolla, lugar célebre en mis fastos de Historia y Letras....

Tarsis. (Dejándose llevar como despeñado por insondables precipicios.)—Vamos a donde quieras. Ir contigo es mi gloria. Bien sé que no lo merezco, y que de llevar contigo algún paje o escudero, elegirías persona de más valía que este mísero Gil, rebajado, por sup. 102 falta de seso, de caballero a villano. Dime dónde habitas, y allí me tendrás día y noche, ya sean tu vivienda los riscos más empinados o las cavernas más hondas.

La Madre. (Bondadosa y jovial.)—Muy entontecido estás, pobre Gil, cuando no has comprendido aún que yo no tengo casa. Al revés lo entenderás mejor: mía es toda vivienda cimentada en esta tierra, míos son los palacios, mías las moradas humildes. No hay techo que no me haya visto pasar bajo sus tejas o pizarras; no hay lugar que no haya visto el paso de mi sombra por el suelo.

Tarsis.—Que frecuentas los palacios, ya lo pensaba yo antes de oírte. En mi flaca memoria persiste la impresión de haberte visto algunas noches en el salón de la Duquesa de Saldaña y en el de los Condes de Fontibre. Tu rostro de soberana belleza y majestad no puede confundirse con otro alguno. Vestías con suprema elegancia, y te llamaban Duquesa de Cervantes en una casa, de Mío Cid en otra.

La Madre.—Así es. Con tales nombres me conociste; yo también te conocía, y por cierto que me causaba risa tu imbecilidad, no mayor que la de otros. Como no frecuentabas buhardillas ni cabañas, nunca me viste entre gente mísera, agobiada de privaciones, o entre tipos picarescos y maleantes. Mi sociedad es tan extensa y variada como mis reinos, y no niego mi presencia a ninguno de los que se dicen mis hijos, sean lo que fueren. A su lado mep. 103 tienen nobles y villanos, orgullosos y humildes, descreídos y fanáticos, monjas y damas, pastores, soldados, frailes, viejos caducos y desarrapados chiquillos... Cuanto en estos montes y en aquellas mesetas y en las lejanas costas alienta, es mío; de todos soy, y a todos me debo... Y ahora, buen Tarsis, sabrás que si tengo poder para llevarte con vuelo de águila de una parte a otra de mi territorio, no está en mis facultades el sostenerte días y días sin alimento. Subiremos ahora esta otra sierra que llamo de San Lorenzo, y después de dar un vistazo al santuario de Valvanera, te llevaré a que descanses en mi San Millán, donde guardo el dulce recuerdo y las cenizas de mi glorioso ermitaño y de mi primer gran poeta Gonzalo de Berceo, que toma su apellido de un pueblecito que verás más allá... Agárrate bien, y apresuremos el paso, que viene la noche.

Tarsis.—Ya viene... Por nuestra derecha, que a mi parecer es tierra de Aragón, veo salir una luna redonda y clara, encendida de color, y partida en dos por un celaje que parece alfanje. (Remóntase la luna en su inflexible camino por el cielo; Gil y la Madre Encantadora avanzan con ideal presteza por montes y valles; llegan a un caserío humilde, apiñado a la sombra de un negro monasterio; se albergan en rústico parador; cena Gil con arrieros; la Madre se sienta entre mozas y viejas parleras; Gil se tumba sobre paja y sacos a la vera de la Señora, y en el regazo de ella reclina la cabeza y duerme con dulce sueño. Amanece; despierta el mozo.) ¡Quép. 104 dulce paz! He dormido en tu regazo como un niño, y he soñado que vivimos en un mundo patriarcal, habitado por seres inocentes que no viven más que para compartir con amorosa equidad los frutos de la tierra...

La Madre. (Graciosa.)—Hijo, te has anticipado a la Historia dando un brinco de cien años o más, para caer en un porvenir que yo misma no sé cómo ha de ser. Bien, Gil: así se pasa el rato agradablemente, y del soñar a gusto, a nadie se ha de pedir cuenta. Hoy, por desgracia, mis hijos viven más en sus querellas locas que en las leyes de amor.

Tarsis. (Candoroso.)—Pues de mí te digo que de caballero, lo mismo que de villano, he mirado siempre a la paz y al amor. Enamorado fui y enamorado soy, por paces. Déjame que te cuente... En Aldehuela tuve devaneos y liviandades con el ama a quien servía, una tal Usebia... Hablando con verdad, ella fue la que a mí me requirió antes que yo a ella. No es hermosa propiamente, ni aseñorada; pero se abrasó de afición a mí, y era de suyo harto pegadiza. Pecábamos, al volver del mercado, por querencia suya irresistible, y hacíamos mal tercio a la decencia por ser ella casada. Dolíase de su mal; mas no sabía corregirlo. Al despedirme lloraba por mi ausencia, y por el agravio y ornamento que poníamos a su marido.

La Madre.—Ya lo sabía, Gil. Más culpable es ella que tú. La ley de encantamiento no tep. 105 impone un absoluto despego de amor, y el encastillarte en una ridícula virtud te pondría en violenta discordancia con la libre naturaleza que te rodea. Es error creer que el campo no brinda al hombre enamorado fáciles triunfos amorosos. Solteras y casadas acogen con blandos arrumacos al mozarrón forastero, y en aldeas y villas no faltan amas de cura, salidas de madre y padre, con poco escrúpulo de la opinión.

Tarsis.—¡Que me place!... Debo decirte que mis amores con Usebia fueron de puro pasatiempo. El amor mío verdadero y profundo es otro: lo sentí cuando era caballero, y en mi alma lo conservo con todo su ardor y pureza... Antes que me encantaras, hice la corte a una joven americana llamada Cintia: empecé con idea de matrimonio, anteponiendo al amor mi afán de riquezas. Rechazome ella, prefiriendo para marido a un diplomático envarado, de estos que al vestirse por la mañana se tragan el palo del molinillo. Me sacó de quicio el desaire, y desairado amé a Cintia con pasión escondida, de las que la soledad y el pensar continuo convierten en locura. Cuando me dábais los primeros pases de ilusión para encantarme, vi a Cintia en un espejo. Obra fue de las hechicerías del maldito Becerro y de las brujas de sus hermanas... Hablamos la americanita y yo de un lado a otro del cristal: me dijo que no se había casado con el diplomático; a mi parecer me miraba con amor, y sus palabras destilaban ternura... Pues bien,p. 106 Madre: tú que todo lo sabes, dime si, en efecto, Cintia no se ha casado, que bien podría ser todo una ruin burla de los invisibles demonios que correteaban por aquella casa. Dime también si Cintia está en España o se ha vuelto a América... Claro que si está en América, nada podrás decirme.

La Madre.—Allá, como aquí, domino por mi aliento, sicut tuba; por la vibración de mi lenguaje, que será el alma de medio mundo. Cuando de allá me invocan, acudo al instante. Mi Colón me dejó una linda nao milagrosa que me lleva y me trae en dos minutos... Por otra parte, ni tú debes pedirme informes de esa familia, ni yo debo dártelos, pues mientras permanezcas en estado villano, es necedad que pienses en amores con damas principales... Y ya no más, hijo. Levántate. (De la escarcela sacó unas bellotas que se trocaron en monedas; pagó el gasto del mozo, y partieron.)

Tarsis. (Ingenuo.)—Ya podía la señora Madre darme de esas bellotas, o decirme dónde está el árbol que las cría.

La Madre. (Con severidad afectuosa.)—Espérate un poco, hijo: un ratito hasta que fructifique la encina que tú mismo has de plantar; otro ratito, hasta que maduren las bellotas... (Siguen platicando del cómo y dónde plantará Gil la encina, y continúan andando en busca del rebaño, que, según indica la Madre, estaba en Cameros. Llegan de noche, guiados por el resplandor de una hoguera encendida por los pastores, que han matado una oveja y se disponen alegremente a comérsela.)

p. 107Tarsis.—Allí están. Oigo la voz de Sancho, que suena en la espesura de estos montes, sicut tuba. No puedo precisar el tiempo que ha durado mi ausencia de los compañeros. ¿Han sido dos días, o tres?

La Madre.—En la vida pastoril no necesitas calendario ni reloj. El tiempo es un vago discurso con somnolencia.

Tarsis.—¿Qué hora es?

La Madre.—El cielo te lo dirá. Mira la dirección del rabo de la Osa. Mira el León que se esconde ya por Occidente. Por Oriente ha salido Antares, la diabla iracunda, y tras ella Sagitario armado de flechas.

Tarsis.—Ya estamos entre ellos. Nos han visto y celebran tu presencia con palmadas y vítores. El rabadán, los pastores y zagales, llamados Blas, Mingo, Rodrigacho, prorrumpen en alegres exclamaciones.

Sancho.—¡Vítor la Madre!... ¡Hurriacá!

Mingo.—Quédate, Madre, entre nos.

Rodrigacho.¡Ijujú! Madre adorada. Buen gasajo aquí te damos.

Blas.—Cata la Madre de Amor. Cata el Amor verdadero. (Rodean a la Señora con brincos y algazara, y cantan en su loor un alegre villancico.)

Sancho.—¡Vítor la Madre querida! — Dime, pastor, por tu vida, — ¿qué es lo que tú le darás, — y con qué la servirás?

Rodrigacho.—Darele buenos anillos, — cercillos, sartas de prata, — buen zueco, buena zapata, — cintas, bolsas y tejillos.

Blas.—Y frutas de mil maneras — le daré destas montañas, — nueces, bellotas, castañas, — manzanas, priscos y peras. — Dosp. 108 mil yerbas comederas, — cornezuelos, botijinas, — pies de burro, zapatinas — y garbanzas y acederas.

Mingo.—Berros, hongos, turmas, jetas, — anocejas, refrisones, — gallicresta y arvejones, — florecicas y rosetas.

Rodrigacho.—Y aun darele pajarillas, — codornices y zorzales, — jergueritos y pardales — y patojas en costillas.

Blas.—Pegas, tordos, tortolillas, — cuervos, grajos y cornejas, — las de las calzas bermejas. — ¿Cómo no te maravillas? (La Madre se muestra regocijada del obsequio, participa del festín de la oveja, bebe del zaque, les saluda con gracioso ademán, y a la postre, aclamada como al principio, desaparece.)


X

De la blanda vida pastoril, pasa el caballero a vida más dura.

Bendito y descansado oficio era el de pastor, y así lo declaraba Gil ante sus compañeros, con los cuales vivía en santa paz, sin que la buena concordia se rompiese ni alterase por un sí ni por un no en largos días. Conducir el ganado de una parte a otra dentro de términos extensísimos, aprovechando estas hierbas y dejando descansar las otras; dormir en el chozo o a su vera, según el tiempo; comer donde más les placía migas, sopas, o el frite de oveja op. 109 cordero; saber las horas por el sol, y de noche por las estrellas; saber del mundo lo poco que les llegaba, migajas del acaecer y del opinar traídas por el viento de vagas voces, era en verdad la mejor vida para llegar a viejo. Entretenían los pastores sus ocios refiriendo consejas, o narrando cada cual su propia leyenda, no siempre sencilla ni tejida en telares bucólicos. Los que habían servido al Rey contaban militares valentías, y hazañas amorosas con niñeras y amas de cría.

Uno de ellos, Rodrigacho, que había sido monaguillo muy travieso, contó su fuga de la iglesia y lugar de Cuérnagos, por haberle echado pica-pica al cura cuando estaba sentadito en misa de tres oficiantes. Tuvo que salir a espetaperros, huyendo de la paliza que quiso darle el sacristán, y corrió tanto, decía, que en cada tranco que daba, un pie perdía de vista al otro... En su medrosa carrera no paró hasta Vigo, donde quiso embarcar para la Habana; pero no pudo colarse de polisón, que era su ardiente anhelo, y al cabo de mil penalidades, sirviendo a gente de mal vivir, se vino a tierra de Salamanca con unos hombres que conducían dos toros padres venidos de Inglaterra. Arreglose con el amo de estos entrando en los ejércitos de la ganadería, pues en los de Rey no sirvió, por ser hijo único de viuda.

No faltaban en la majada horas de aburrimiento, que Blas y Sancho sorteaban labrando cucharas de boj. Casados y solteros no tenían las mismas añoranzas de la hembra lejana. Sancho, que dejó a su pastora en Micereses, la echaba muy de menos; Rodrigacho, que teníap. 110 su Filis en Pocilgas, partido de Alba de Tormes, habría querido tenerla a mayor distancia; Mingo, que hablaba con una viuda de Cantimpalos, apenas se acordaba de ella, y Blas solía cambiar de Galatea en el ir y venir de la trashumancia. Cuando a Gil le tocaba bajar por víveres a Torrecilla de Cameros, ponía en juego todas sus artes de seducción para proporcionarse una conquistilla. A pesar de las prisas de recadista, estuvo a punto de lograr sus deseos, capturando a una moza garrida que cuidaba cabras a media legua del pueblo. Naturalmente, la cortedad del tiempo no le permitía rematar su aventura. Diéranle más desahogo, y a la majada se llevaría la pastora y sus cabras. Contando sus apuros a Blas, el muy socarrón le decía: Amor fino y buena mesa, no quieren priesa.

Con sus lentas horas y su apartamiento del mundo, la vida pastoril era para Tarsis la más grata forma de encantamiento. Pero de súbito se torció el destino del caballero hacia una situación desconocida. La causa de esto fue que el ganado pasó de la propiedad de los Gaytanes a la de los Gaitines, establecidos en Soria y Cameros. Ya se lo maliciaba Sancho. Nunca pudo explicarse trashumancia de tal extensión en estos tiempos sino por venta o cambalache. En efecto: Gaytanes y Gaitines hicieron escritura, por la que estos vendían a los otros tierras con que querían redondear su latifundio, y aquellos entregaron a los cameranos sus ovejas, y a más una suma en metálico. El administrador, que subió al monte a notificar el cambio de propietario, propuso a Sancho quedarse dep. 111 rabadán; pero no quiso aceptar y se fue a Micereses. Blas y Rodrigacho desfilaron también; Mingo se quedó, y a Gil se le llevaron a Torrecilla por expreso encargo del nuevo dueño, que ofrecía darle colocación más activa y de más lucido jornal.

Entraba, pues, Gil en otra etapa villanesca. La transformación empezaba por el cambio de costumbres y ropa. Regaló montera y zahones a Mingo; conservó su calzón de estezado y alguna otra prenda pastoril. Con lo que se llevaba compuso su hatillo bien asegurado en un pellejo con fuertes correas, y echándoselo al hombro partió para Torrecilla. El administrador de los Gaitines no le detuvo más que el tiempo preciso para un corto descanso, comer, comprar zapatones, tabaco y un par de camisas, y le expidió, en compañía de dos hombres, al lugar de su nueva colocación. Al llegar a Logroño se les facturó en ferrocarril a la estación de Alfaro, desde donde irían a su destino en carros o caballerías. En el trayecto de tren acabó Gil de enterarse del trabajo en que había de emplear su encantada personalidad. Era la explotación de una cantera próxima a la villa de Ágreda. Los señores Gaitines, contratistas de un camino real entre dicha villa y Tarazona, habían establecido la extracción de piedra en la falda de un monte, de los que sirven de estribo y contrafuerte al excelso Moncayo. Uno de los acompañantes de Gil iba de listero, el otro de barrenador. Por ambos supo Gil que ganaría jornal de once reales. Del tren partieron en mulos hasta Grávalos, donde descansaron medio día, y al siguiente dieron con susp. 112 molidos cuerpos en la ibérica Ilurci, que los romanos llamaron Græcuris, nombre que, pasando como canto rodado por bocas de godos, árabes y cristianos, vino a ser Ágreda.

A corta distancia de la villa, y casi tocando al trazado del camino real, estaba la cantera, llaga enorme abierta en el costado de una dura montaña, dejando ver la tierra como sangre y las piedras como desmenuzados huesos. Desde lejos se veía la inmensa herida, y el espectador se condolía del desdichado monte, imaginándolo víctima de una bárbara labor quirúrgica, levantada en gran parte su hermosísima piel verde, deshecha por el hierro su carne, y todo en pedazos mil, y todo cayendo y rodando en piltrafas sanguinolentas como los despojos de un anfiteatro... Pero cuando el espectador se acercaba, ya no sentía lástima del monte, sino de los que en él trabajaban, bajo un sol ardiente, gateando en el áspero declive. Los unos taladraban la peña con poderosas barras, los otros recogían los pedazos dispersos por la explosión, despeñándolos por la pendiente, hasta que los peones los partían y cargaban las carretas. Era un trabajo de gigantes: algunos, desnudos de medio cuerpo arriba, mostraban admirables torsos y brazos de atletas formidables; otros, agobiados de fatiga, se doblaban por la cintura, contenían el gemido para poner toda su alma en el esfuerzo, sacado a tirones angustiosos de las más hondas flaquezas.

Entró Gil en el trabajo de la cantera con cierto brío, estimulado por la ganancia, por la emulación, por algo de grandioso que veía en aquel luchar al aire libre con lo más duro quep. 113 existe: la roca. Noble era el arado; mas la barra y su manejo agrandaban y hermoseaban la humana figura. Desplegó, pues, sin tasa en los primeros días su vigor muscular, y aparentaba despreciar la fatiga. Toda su admiración era para Cristóbal, con quien había venido de Torrecilla, trabajador incansable, no desprovisto de cierta elegancia en los acompasados movimientos con que taladraba la piedra, sosteniendo el ritmo. Atizaba más fuerte a medida que el agujero iba más hondo. La piedra caldeada por el hierro, a este entregaba su seno endurecido por los siglos.

Marchaban los trabajos con regularidad intensa, inflexible. El capataz, hombre muy serio, envarado de autoridad, no permitía distracciones, ni descansitos, ni palabras ociosas. Llamábase José Mantecón, y ponía gran empeño en mostrar un genio absolutamente contrario a su apellido. Cuando llegaba el momento de los tiros, gozaban todos de un corto descanso. Se cargaban los barrenos, se encendía la mecha que había de prender el cartucho, y a correr la gente para ponerse al resguardo de la explosión. Diseminados alegremente, cada cual elegía el burladero que estimaba más seguro. El estruendo de la terrestre artillería, la conmoción del suelo, el humo, el volar de los cantos, traían un momento de alborozo. Los pedazos de piedra caían como proyectiles perdidos, mostrando en sus caras interiores, calientes, la virginidad de la roca. En esta función de los disparos, permitía el capataz a los trabajadores el recreo de un cigarrito, golosina de holganza que les alentaba para volver alp. 114 trabajo de barrenar, descantillar, y al arrastre y carga en los carros. Gil no desmayaba, y se mantenía siempre en el término estricto de sus obligaciones. Un día, por ausencia de Cristóbal, que faltó por enfermedad, dio un par de barrenos no inferiores a los del maestro. Con frase áspera, el capataz declaró bueno el trabajo, sin ablandarse a prometer ascenso. El sol ardiente de aquel día, bastante a derretir el apellido de Mantecón, hizo más duro su carácter.

Los sábados cobraban puntualmente, mitad en plata, mitad en calderilla; los domingos, después de trabajar medio día, se iba cada cual a su descanso o esparcimiento. Gil vivía con otros en un parador abandonado, cercano al pueblo; dormían en el suelo sobre improvisados lechos de paja y mantas. Mujerona feísima, mas no puerca ni haragana, regía la casa. Regañando a toda hora, era diligente, gobernosa, y a los trabajadores servía muy a punto sus comidas y cenas. Los días festivos, Gil se lavaba y acicalaba, y presumiendo de guapo se ponía su calzón estezado, su blusa limpia, su faja negra, y con la boina ladeada, el cigarrito en la boca, pañuelo en la faja, en el bolsillo del pantalón los dineros que sonaban al andar, se iba al sitio de recreo del pueblo, un extenso prado que llaman la Dehesa. Dábanle amenidad una umbrosa alameda por la parte próxima al río Queiles, y en la cercanía del monte, encinas, álamos y tilos en grupos, a cuya sombra manaba una riquísima fuente. La Dehesa era la gran atracción de Gil los domingos por la tarde. Allí acudían las muchachas del pueblo, yp. 115 armaban bailes tremendos, con brincos o agarraos, conversaciones vivas, carcajadas y chillidos, bullanga de música, ya por lo serrano, ya por lo aragonés. Mozas había muy lindas, de silvestre ingenuidad las unas, otras ladinas y escamonas, en guardia siempre contra el hombre, fortificada su honestidad por la espesura de sus refajos.

Gil no paraba en toda la tarde de atontar al mujerío con su charla donosa, bailoteando jotas y seguidillas hasta más no poder. En ninguna sociedad de las que conoció en su vida de caballero se había divertido tanto. Era su compañero inseparable otro mozo de la cantera, guapín, despierto, medio aragonés y medio navarro, llamado Juan Ablitas, el cual galleaba y se ponía moños por haber traído a su redil a una jovenzuela graciosa, sobrina de un cura, que desde el primer día de conocimiento en la Dehesa le hizo entrega de su albedrío. La chiquilla se escapaba por las noches al encuentro del galán, y a más de obsequiarle con favores de amor, le regalaba bodigos de los que su tío el buen párroco copiosamente recogía. Son bodigos los panecillos de flor que se llevan a la iglesia, y cual ofrenda se añaden a los cirios en el sufragio por los difuntos. Volvía por la noche Juan junto a su amigo, y dándole un panecillo, con hinchada fatuidad le decía:

—Toma, Gil, uno de los bodigos que me ha traído la mía, y confiésame que conquista como esta no la has hecho tú, ni la harás en tu pindonguera vida.

Comía Gil el panecillo, y no se cuidaba de abatir la petulancia del tenorio agredense don Juan Ablitas. Sucedió que a los pocos días dep. 116 esto supieron los amigos, por una de las mozas, que el cura olfateó la sustracción de los panes, y cogiendo a la muchacha, sobrina o lo que fuera, con pellizcos y pescozones la puso en la apretura de vomitar sus pecados, y a lo último echó el más feo de todos, que fue dar los bodigos a un chico de la cantera. Desde aquella hora nefanda, Juan y Gil no volvieron a ver el pelo a la moza, y en esto, llegado el domingo, Ablitas, escupiendo por el colmillo y apretándose la faja, dijo que no pensaba ir a la Dehesa, ni estaba en vena de divertirse... Para que se viese que era un hombre, se plantaría en la iglesia mayor del pueblo, o en sus inmediaciones, hasta encontrarse con el cura y darle cuatro morrás como para él solo...

No trató Gil de disuadir al tenorio retador, y se fue solo al paseo. Vio grupos de chicas; pero al llegarse a ellas, un estímulo fisiológico le llevó hacia la parte del monte, donde a la sombra de unas encinas y al arrimo de peñas musgosas, secreteaba consejas el chorrillo de una fuente. Como a veinte pasos del agua vio que de la fuente venía una gallarda moza con un cántaro lleno cogido por el asa. Cuando llegaron uno frente a otro, Gil lanzó una grande exclamación y extendió el brazo en ademán de detener a la joven aguadora. Y esta paró en firme, mirándole a él con enojo de que un desconocido le cortara el paso.

—Cintia, Cintia —dijo Tarsis—, no te me escapas ahora.

—Quite allá... Déjeme. No le conozco.

—¿Me negarás que eres Cintia? ¿Crees que puedo yo olvidar o confundir tus ojos divinos;p. 117 tu boca, tan linda risueña como enojada, y esa frente de diosa, y esos cabellos partidos en dos bandas, y esa color de albura quebrada, y ese aire de reina, y ese...?

—Anda; está loco el hombre. Déjeme seguir.

—Un momento. Me negarás que eres Cintia; pero no me impedirás que te adore.

—¡Ya escampa!... Me llama Cinta, y mi nombre es Pascuala... Ea, si viene de burlas, sepa que no las aguanto.

—Mátame si quieres; pero yo digo y sostengo que eres Cintia. Si no me conoces, te diré que soy Tarsis...

La hermosa joven, cuyas incomparables facciones correspondían a la forma encomiástica con que el mozo las había descrito, le miró con fijeza y seriedad.

—Qué —dijo Tarsis prontamente—, ¿haces memoria?... ¿buscas mi fisonomía en tus recuerdos?... ¡Ah, Cintia! tú estás encantada como yo, y aún te encuentras en ese estado crepuscular de la memoria que vuelve, que quiere volver...

—Le miro a usted —dijo ella un tanto compadecida y temerosa—, porque me parece que está usted loco... y los locos me dan miedo... Vaya... Con Dios.

—Un instante, Cintia. Tengo una sed horrible... ¿Serás tan cruel que no me des un poco de agua?

Sin decir nada, la lindísima mujer alzó el cántaro y lo inclinó sobre su brazo izquierdo para que el sediento bebiese.

—¡Ay! —exclamó Gil-Tarsis después de absorber buena parte del contenido del cántaro—. Me has dado la vida. Con la emoción y la sed,p. 118 ni hablar podía... No, Cintia; no estoy loco. Ya lo comprenderás si me haces el honor de concederme tu trato algunos momentos.

La guapa moza volvió a la fuente para reponer el agua, y Gil siguió diciéndole:

—Acabarás por recordarme; acabarás por reconocer al que desdeñaste, al que te amó con locura... al que te lleva en su alma vagando en estas soledades tristísimas. Si no crees lo que te cuento, admíteme como amigo, y lo que no aprecies por mis demostraciones de amor, lo apreciarás por mi respeto.

Algo más le dijo, y sus palabras sinceras y ardientes, si no penetraron hasta traspasar su alma, pasaron rozando a esta como flechas temblorosas. La que Gil llamaba Cintia no se mostró tan esquiva como en la primera embestida galante del barrenador de rocas. Le miraba muy seria, balbucía cortos y turbados conceptos, tuteándole... La arrogancia y viril hermosura del mozo la cautivaron sin duda; pero en su confusión ni aun se daba cuenta todavía de que aquel hombre le gustaba.

—¿Me permites que te acompañe hasta tu casa? —le propuso Gil con acento y ademán de profundo respeto—. No dirás que acompañarte es locura.

—No es locura —replicó ella más turbada—; pero es tontería. Vivo muy cerca... allí... ¿Ves aquella casita blanca entre árboles, orilla del río...?

—Ya veo. Pues esa tontería haré yo si me das licencia. Venga el cántaro.

Y ella, defendiendo el cántaro de las manos del galán:

—No, no: yo lo llevaré. ¡Qué dirían!

p. 119—Dirían que te sirvo como buen caballero. Dirían que hablamos como aquellos y otros que ves en la Dehesa, novios honrados y decentes... Vamos hacia allá.

—Hasta mi casa no —dijo la linda lugareña recelosa—. Iremos juntos un poquito no más, hasta la entrada de la alameda. Después no.

—Sigamos sin miedo. Nadie nos mira. Pasamos junto a las mozas y mozos sin que ninguno nos mire. Es que no nos ven, Cintia.

—De veras parece que no nos ven... —observó ella con pasmada ingenuidad—. Nadie se fija... Pues te diré que antes de ahora no me conocías, como yo no te conozco a ti... He querido recordar y nada: no he visto tu cara antes de ahora.

—La última vez que te vi fue dentro de un espejo —afirmó Gil dejándose llevar del arrebato de su fantasía—. Era un espejo maravilloso, donde uno se miraba y no se veía, al contrario de lo que sucede en todos los espejos. Yo me miré, y te vi a ti, Cintia. Créemelo como este es día.

Y ella:

—Cosas muy raras ve una en los espejos: yo me miré una noche, y vi a mi madre, que murió lejos de mí.

Y él:

—Tu madre murió en Buenos Aires.

Y ella, con asombro y risa:

—¿Qué estás diciendo?

Y él:

—Si me niegas que eres americana, no he dicho nada.

Empleando de nuevo la burla campesina, la hermosa hembra declaró que no podían seguir juntos si él no ponía freno a sus dislates, y terminó con esta saetilla:

—Explícame, hombrep. 120 de Dios, cómo puede ser americana la que ha nacido, como yo, en Matalebreras, lugar a dos leguas de aquí, camino de Soria.

—¿Qué nacido puede asegurar el lugar de su nacimiento? En cuanto al nombre, si el mundo engañado te conoce por Pascuala, para mí, desengañado, Cintia eres y Cintia te llamaré.

—No es feo nombre. Yo he notado que suelen ser bonitas las cosas falsas. ¿Y a ti cómo debo llamarte?

—Mientras estemos en este destierro expiatorio, llámame Gil.

—Gil, Gil —repitió la bella con sorpresa y susto—. Hace dos tardes pasé por la cantera y vi a los hombres trabajando... Me parecieron demonios. Por la noche soñé cosas horribles... Soñé que era yo piedra, y que me estaban barrenando en el corazón. Desperté al dolor de mis carnes taladradas por el hierro. ¡Ay, qué susto al despertar, y qué sudores de muerte! Oía los graznidos de una bandada de cuervos, y los cuervos decían Gil, Gil... y eso mismo, Gil, estuvo sonando en mis oídos aquella noche y todo el siguiente día.

—Oías mi nombre... Era el anuncio de que hoy nos encontraríamos en la fuente y seríamos novios.

—No sé... —dijo la moza; y mirándole de hito en hito, agregó un comentario mudo, guardado dentro de sí como impúdico secreto: «¡Y qué guapo es!... ¿Será verdad que he visto a este hombre en alguna parte?... ¿Dónde, Señor, dónde?»

Al llegar a la alameda, Cintia o Pascuala,p. 121 como se quiera, dio orden de parar.

—De aquí no se pasa.

Y Gil sintetizó su comedido anhelo en esta pregunta:

—¿Estás conforme en que hablemos?

Y ella, embebiendo su mirada en la de él, contestó con doble frase, una saliente, que fue:

—Bien, hablaremos.

Y otra entrante y no articulada: «¿He visto antes a este hombre?... ¿lo he soñado?... En sus ojos tiene toda la simpatía del mundo. ¿Me querrá de veras? Si su locura es de amor, en buen hora venga.»

Las últimas expresiones fueron para determinar dónde podían verse y hablarse. Puntualizó ella los sitios que creía mejores para la aproximación honesta de los presuntos novios, y Gil la vio partir embelesado de su airoso andar y gentileza. Dos veces volvió ella la cabeza para mirarle. Gil la seguía con mirar certero. Quería que sus ojos la llevaran hasta la puerta de la casita blanca; pero mucho antes de llegar a esta, la figura de Cintia se desvaneció como una luz que se apaga.


XI

Donde brillan con toda claridad la ternura y discreción de la hermosa Cintia.

Enloquecido quedó el buen Gil con el encuentro de la divina mujer a quien sin vacilación diputaba como la propia Cintia, transmutada de señora en villana por la mano hechicera que le había transformado a él. Pasó lap. 122 noche en inquietos delirios, y a poco de amanecer aplicaba al trajín de la piedra su fuerza muscular, cual máquina emancipada del pensamiento. No tenía Gil amigo de confianza con quien comunicarse. El famoso burlador don Juan de Ablitas estaba en la cárcel, por haberle salido su aventura diametralmente al revés de como la hubo pensado. Fue al pueblo con la caballeresca ilusión de pegarle al cura, y este, que era un hombracho como un castillo, le ganó velozmente la acción, destrozándole con recios bofetones toda la cara, pateándole después, y de añadidura requiriendo a la autoridad para que le metiera en la cárcel, como se hizo, procesándole por agresión sacrílega.

La segunda entrevista de Gil con la que ya era su novia fue poco después de anochecido, en una plazoleta próxima a la casa de ella; casa honestísima ciertamente, como lo era también la plazoleta, formada de una parte por la casa-cuartel de la Guardia civil, y de otra por un convento de monjas reclusas. Comprendió Gil que su novia disfrutaba de cierta libertad. En la vaga conversación sabrosa iba dando a conocer su vida y parentela, y diversas circunstancias que el mozo apreció como favorables para los incipientes y ya formales amores. Pascuala manifestaba su alma con graciosa sinceridad, y era honesta sin gazmoñería, honrada y pura sin la menor afectación. Gil se confirmaba en que tenía delante a la propia Cintia por un signo infalible, rasgo saliente y luminoso de la hermosa colombiana, que era la sana y dulce alegría, el sonreír largo que dejaba ver la más perfecta y blanca dentadura.p. 123 Era Cintia; solo Cintia sabía decir conceptos delicados y conceptos comunes con aquella boca de ángel...

Ya en el encuentro o aparición en la Dehesa había notado Gil que el lenguaje de la moza no era el habla tosca del pueblo campesino; se expresaba con limpia dicción y con notoria pureza gramatical. El enigma quedó aclarado con estas palabras de Pascuala:

—Soy maestra. En Zaragoza, donde he vivido cinco años con mi tío don Bruno Borjabad, procurador, hice mis estudios, y tengo título... ¿Qué te creías? Ahora estamos esperando a que don Feliciano Gaitín, que es el mandón de estos lugares, nos cumpla lo prometido: darme una escuelita de párvulos en cualquier pueblo de esta comarca. Buena falta nos hace, porque mis tíos, con quienes vivo, andan atrasadillos por las malas cosechas y lo perdido que está todo.

Completó Pascualita su historial con estas referencias:

—Vivo con mis tíos Saturio Borjabad y su mujer Baltasara, y esta casita es de unos primos míos por parte de madre, llamados aquí los Almuerzos, porque son de la sierra de este nombre, y se dedicaban al negocio del carbón. Ahora viven en Soria. Mi madre se llamaba Pilar Arabiana; dicen que era un poquito noble. Mis tíos los Borjabades tienen en Suellacabras dos o tres telares, y allí viven mis primos, que fabrican sayas y capotillos de jerga. Conque ya tienes ante ti todo el mapa de mi familia. Al ponértelo delante, me río como ves... En mi parentela hubo nobles y plebeyos; hoy todos son pobres. Algunos viven de ilusiones, otros emigran, algunos trabajanp. 124 como negros... Yo, que en pobreza no tengo a nadie que me aventaje, les alegro a todos con mi alegría.

—¡Qué encanto de mujer! A Dios bendecimos y alabamos por haber hecho esa boca. Y a Dios le basta eso para ser grande.

Terminó Pascuala la segunda entrevista despidiendo a Gil con la más dulce de sus risas, un empujoncito y esta frase donosa:

—Vete ya, que no quiero enojar a los tíos... Me dan licencia de un ratito, y el ratito se va volviendo ratón.

¡Ay, Gil, en qué soñador arrebato vivías! Y machacando piedras, dejabas que tu espíritu rodara por los espacios, chocando con estrellas y soles... Muy fuertes habían de ser los tirones de la realidad para que a ella volvieses... A la ya referida cita con Pascuala siguieron otras en el propio sitio, o en un bosquecito de acacias frontero al pórtico de las monjas. En aquellos ratos de dulce intimidad, el fuego de amor prendía con flamear gracioso en los corazones. La idea, nunca olvidada por Gil, de que se conocieron antes, en otra misteriosa y lejana vida, prendió también en la mente de ella, y a menudo decía:

—Sí, Gil: yo llevaba en mí hace tiempo tu cara y tu ser todo.

Se confiaban sus pensamientos sin faltar a la pureza y corrección. Si él, llevado de su fogoso temple, acortaba la distancia honesta, ella le contenía con ademán grave y con su inefable sonreír, que valía por un mandato. Separábanse contentos, gustando de antemano un porvenir dichoso... Pero a la cita cuarta o quinta, que en el número no concuerdan losp. 125 autores, Pascuala llegó junto a su amado con cara triste.

—Esta noche —le dijo—, te traigo malas nuevas. Ya ves que no me río... y cuando no me ves reír, ya comprenderás que hay procesiones por dentro.

—Dime lo que hay —replicó Gil, disimulando su alarma—, que seguro yo de tu amor como tú del mío, podemos reírnos de toda procesión, aunque sea la del Corpus.

—No pasa el Santísimo Corpus Christi —dijo Pascuala—: lo que pasa es que tendremos que separarnos pronto... Mis tíos han resuelto que nos vayamos a Suellacabras, porque aquí está todo muy malo... Allí no nos faltará un pedazo de pan, y además...

—¿Además, qué?

—Que el señor Gaitín ha dicho que está a caer mi nombramiento de maestra. ¿Para qué pueblo? Eso... de Soria nos lo dirán...

—Pues no veo la procesión... Sí la veo... Te veo a ti marchando a Suellacabras con tu familia, y yo detrás... Dejaré mi trabajo y cuanto hay en el mundo por seguirte. ¿Cuándo nos vamos?

—¡Ay, Gil de mi vida! Tu falsa alegría no me sacará de mi tristeza. ¿No adviertes que esta noche no me he reído ni tan siquiera un poquito? Pues cuando mi boca olvida la risa, ¡cómo estará mi alma!... Te contaré todo; verteré de mi alma a la tuya todo el amargor que llevo dentro. Pensaba dártelo a traguitos; pero ¿a qué traguitos si es mejor decírtelo de una vez? Mi tío Saturio ha sabido que tú y yo... nos queremos. La tía se enteró y fue con el cuento al tío... Llamáronme a juicio esta mañana,p. 126 y yo, que llevo siempre mi conciencia en la cara, saqué de mi intención toda la verdad antes de abrir la boca... Porque soy así, Gil... Díjeles que sí, que no tengo por qué ocultarlo, que te quiero y me quieres, y estamos los dos en la idea de casarnos... Así, clarito... ¡Vieras a mi tía cómo se puso!... Que es una deshonra para la familia... que habrá que oír a los Almuerzos cuando lo sepan. Y mi tío Saturio, con el temblorcillo de quijada que le da cuando se incomoda, y abriendo un ojo más que el otro, salió con esta sinrazón: «Una joven de tu mérito, Arabiana por parte de madre, y por tu padre de los Borjabades de Medinaceli, casarse con un peón rústico, un casca-piedras y rasca-lodos... ¡oh ignominia!...» Y luego la tía, saltando de la ira al sentimiento, lloriquea y me dice: «Pascuala, por cincuenta coros de ángeles te pido que no hables más con ese bruto. ¿Quieres tú que nos muramos de pena? ¿Para qué están en el mundo tus tíos más que para buscarte un marido de circunstancias y ser todos felices?»... En fin, que me han vuelto loca, sin que hayan conseguido rendirme. De esto que te cuento ha salido la idea de alejarme de ti...

Maldecía el enamorado su suerte, trinaba y vociferaba mezclando las burlas con la ira:

—¡Alejarte de mí! ¿Y no han discurrido esos tiorros impedir que salga el sol, y que los ríos se encaramen en los montes?

—Espérate un poco. Hace algún tiempo que Saturio y Baltasara se ilusionan con la idea de casarme a su gusto. Dos novios para mí tienen puestos en remojo. El uno es un señorito dep. 127 Soria, que usa cuellos muy altos, y corbatas de colorines, hijo único de viuda rica, según dicen; otro es un chico de Almazán, que empezó estudiando para cura en El Burgo, y luego lo dejó, y se ha hecho perito agrónomo... Todo esto te lo digo para que te vayas enterando. ¡Ay, Gil de mi alma! ¿qué haré yo para ponerme ahora en contra de esta mala corriente de mis tíos; qué haré para desobedecerles sin perder el respeto y la gratitud que les debo?

—El amor es antes que todo, Cintia... Hoy te llamo Cintia porque con este nombre estás más unida a mí que con el de Pascuala. Y cuando tus tíos feroces te digan: «Pascuala, ven», tú responderás: «No sé quién es esa que llamáis.»

—¡Ay de mí! —gimió agobiada la sin par mujer, inclinando su cabeza casi hasta tocar el hombro del cantero—. Hoy estoy muy triste, hoy no me río. Dime locuras; oiga yo tus locuras para que se me quite esta pena.

—¿Locuras? Pues tengo un martillo muy grande. Con él he roto las piedras más duras; con él partiré las cabezas de esos tíos sin entrañas, tíos peores que sobrinos de Satanás.

—Matar no... No me hables de muertes... Otras locuras has de decirme para que yo...

—Pues oye esta que otra vez oíste y te tentó a la risa. Yo no soy lo que parezco. He pertenecido a una sociedad superior, y por fines de enseñanza o de castigo he sido rebajado a esta condición plebeya en que me ves.

—Pues ahora no me río, no me río nada... Lo que hace tu Cintia es recordar que ayer mi amiga Felipa, la hija del mandadero de estasp. 128 monjas, me dijo que tú tienes aire de persona principal, y que se te puede tomar por un conde con ropa y manos de peón.

—Ya te dije anoche que Felipa me parece una mujer de gran agudeza.

—Algo hay en ti —dijo Pascuala sin perder su triste serenidad—, algo que... no sé decirlo.

—Pues yo lo diré, aunque te me pongas incrédula y burlona. Estoy encantado... Siendo quien soy, aparento condición distinta de la que me dio mi nacimiento... No me mires con esos ojos alelados, que no por quedarse lelos son menos bonitos que el sol. No me mires así, que ahora voy a decirte algo que te asombrará más. Encantada estás tú también, Cintia; pero no has llegado al punto de conocer tu propio encantamiento. Lo sospechas no más. La primera vez que te vi, en la fuente, te lo dije y me tuviste por loco... Ahora no piensas lo mismo.

Dio Pascuala un gran suspiro, dejando caer sus miradas al suelo. Sin levantarlas, murmuró esta pregunta:

—Dime, Gil: ¿estar encantada es lo mismo que estar enamorada?

—No es lo mismo; pero hay gran parentesco entre el encanto y un vivo amor. Como aquella tarde te dije, estás en el crepúsculo de tu memoria, del recuerdo de tu ser tal como fuiste antes de ser traída al estado presente.

La actitud hondamente pensativa de Pascuala era como la de quien exprime con ahinco su memoria para obtener de ella una imagen, una luz. Por fin, suspirando con más fuerza, como bebiéndose y expulsando todo el aire que la rodeaba, dijo así:

—Por momentos parécemep. 129 que algo recuerdo; por momentos que no recuerdo nada.

—Ya recordarás, ya te convencerás.

—Pero dime: ¿en tal estado nos hallamos porque a él nos traen?

—Sin duda.

—¿Quién?... ¿hechiceros?...

—O seres divinos, que con ello no quieren hacernos daño, sino mucho bien.

Pascuala cruzó dedos con dedos, y enlazadas fuertemente las dos manos, las puso sobre el hombro de Gil, cargando sobre él el peso leve de sus brazos y el grave de su busto. En tal actitud puso su penetrante mirada en los ojos de él, y con intensa seriedad le dijo:

—Pues quien nos ha encantado que nos desencante, Gil. ¿Quién puede hacerlo?

—La Madre.

—¿Qué Madre es esa?

—La tuya y la mía, la de todos...

—Pero esa Madre, ¿dónde está? Yo no la veo.

—Es nuestro ser castizo, el genio de la tierra, las glorias pasadas y desdichas presentes, la lengua que hablamos...

—¿Dónde está esa Madre?

—Aquí, en todas partes. Vendrá... se dejará ver si la llamamos con la voz piadosa de nuestro amor.

Oído esto, Cintia se levantó. Era hora de volver a su casa. Pasándose la mano por la frente y recogiendo de ella ideas quiméricas, las cuales arrojó al viento con gesto de diosa que se personifica en materia humana, expresó la triste orden de separación:

—Mira, Gil: que las últimas palabras tuyas y mías que hemosp. 130 de decir esta noche, sean para fijar nuestro destino.

Juntaron sus cuatro manos. Gil dijo así:

—No necesitas jurar. Mándame que te siga, y basta.

—Quiero y mando. Sabrás por Felipa el día que salga con mis tíos. Si no cambian de ventolera, partiremos pasado mañana a la hora del alba. Aquí no nos veremos ya.

—Pero allá sí... Yo debo jurar, Cintia. Por la Madre tuya y mía, te juro que, encantados o desencantados, serás mi mujer. Adiós.

Se besaron como los ángeles, y la oscuridad de la noche asumió las dos figuras... una por acá, otra por allá.


XII

Del conocimiento que hizo Gil con el industrioso mercader Bartolo Cíbico.

Trabajando en la cantera con desordenado empuje, el buen Gil dejó que las manos se entendieran solas con las piedras, sin el gobierno de la voluntad, y ardía en estos y otros coloquios consigo mismo: «Buscaremos a la Madre... Madre, ¿dónde estás? ¿Te has subido al Moncayo, que es tu más alto trono, de donde puedes mirar a Castilla y Aragón?... Pero si allí estás, ¿cómo hemos de subir a la cima de ese monte mi Cintia y yo, que somos criaturas mortales, aunque encantadas?... Pensando, Madre, pensando dónde podríamos encontrarte, sep. 131 me ha ocurrido que tú no solo habitas en las cumbres geográficas, sino en las cumbres históricas. ¿Estarás en Numancia, quiero decir, en lo que fue Numancia, que si algo queda de ella tú sabrás dónde está? He oído que cerca de Soria yace soterrado el cuerpo glorioso de aquella ciudad. Allá, allá iremos a buscarte.»

A la hora de comer, le llevó Felipa el recado de que Pascuala saldría con sus tíos al amanecer del siguiente día; y sabido esto, Gil no fue a la cantera más que para despedirse. Sorprendió a los compañeros y al capataz la despedida del mozo, a quien todos querían por su trato sencillo y buena conducta. A las explicaciones que se le pidieron, contestó que su oficio era modelador de yeso y estuquista, y que de Soria, donde tenía parientes, le habían propuesto trabajar en una obra de la Diputación, con jornal de cuatro pesetas para arriba... Antes de ir al parador, enterose bien del camino que había de seguir; y recogida y bien liada su ropa en el hatillo con correas, se puso en marcha. Si los tíos de Pascuala partían al alba, él les tomaría la delantera, saliendo de Ágreda antes de media noche, y así les ganaba camino para igualar en lo posible la diferencia de andadura, pues los Borjabades iban en carro y él no tenía más coche de ruedas que el de san Francisco.

Caminando ya con firme paso por la carretera de Soria, sus pensamientos pueden ser verbalizados de esta manera: «Parece que tengo libertad y no soy libre... Dentro de mí siento el hierro, siento la coraza del encantamiento,p. 132 que no me impiden correr hacia la ideal Cintia para unirme con ella; pero que no me dejarían seguir otra dirección si tomarla quisiera. Encanto y amor van unidos, lo que es doble esclavitud y dulzura doble. Confortado por el amor, no temo los duros trabajos, ni la humillación, ni la miseria. Concédame la Madre vivir con Cintia en el hueco de una peña, como los aborígenes que vinieron acá con mi abuelito el hijo de Japhet, nieto de Noé. Viviremos en salvaje independencia, ignorados e ignorantes del mundo... Criaremos un rebañito de cabras; yo seré cazador... Domesticaré halcones y gerifaltes para resucitar la muerta y olvidada caza de cetrería... ¡Oh encanto de encantos!...»

Así pensando, descendía por ásperas pendientes, y al amanecer pasó junto a la laguna de Añavieja, sobre la cual pesaba una manta de niebla perezosa. «Los que por aquí vivían —se dijo—, ¿eran celtas o iberos? No recuerdo lo que el pobre Augusto me contaba de la vida y costumbres de los españoles primitivos. Lo que yo sé, sin que él me lo haya dicho, es que no gastaban chalecos ni cuellos altos, y que su calzado había de ser muy cómodo... Me siento amigo de aquellos buenos madrugadores de la vida hispánica, y hasta doy en pensar que yo también madrugué, que fui un poquito prehistórico.»

Viandantes encontraba pocos, y estos de aspecto miserable; mujeres flacas cargando haces de leña; hombres que parecían enfermos y lo estaban de penuria y cansancio, luchadores de la vida, en completo vencimiento y derrota,p. 133 que iban en busca de una limosna en forma de jornal. Apenas dejó atrás la soñolienta laguna, que ya mostraba su cuajado cristal despejándose de la neblina, el paisaje le sugirió ideas menos tristes. En los collados verdegueaban matojos y chaparros; se oían esquilas de ovejas y algún silbo de pastores... Cuando más solo se sentía, encontró una cuadrilla de titiriteros. Abrían la marcha dos hombres y un muchacho a pie; seguía el carro entoldado, donde llevaban los avíos escénicos. Asomaban por el hueco delantero dos caras de mujer y medio cuerpo de una mona triste, achacosa y deslucida de pelo. Pararon en firme para dar respiro al tronco de burros, que acababa de echarse a pechos una empinada cuesta.

A los que venían a pie preguntó Gil si faltaba mucho para Matalebreras. El que parecía capitán de la cuadrilla o director circense, contestó al caminante que a la vuelta del cerro estaba Matalebreras, y que si no estuviese allí ni en ninguna parte del mundo, nada se perdería, porque lugar más arrimado a la cola no había visto en lo que llevaba de aquella vida. Y el otro, que debía de ser el payaso, completó así el informe de su compañero:

—Buen hombre, si llevas que comer, vete a Matalebreras, y si no, pasa de largo, que en ese pueblo no ven en el forastero más que mismamente un ladrón que llega y les quita lo poco que tienen de comer. En dos puñaleras funciones que hemos dado, no hemos visto la cara de ninguna moneda del Rey, si no es la roña de ochavos morunos... Y no faltan pudientes; pero nos han tomado por gentuza quep. 134 trae acá la corrumpición de los pueblos y el turriburri contra la religión...

Y el otro, colérico y vociferante, siguió así:

—Vinieron dos cuervos, alcalde y curángano, a decirnos que si no ahuecábamos pronto, nuestras costillas lo habían de sentir.

Bajo la curva del toldo dejáronse ver, agachándose, las dos mujeres desgreñadas y pitañosas. La una, que no era joven ni bonita, y aún conservaba en sus mejillas flácidas manchurrones del almagre y blanquete de la noche anterior, metió para adentro a la mona que allí estaba tomando el fresco, y soltó la catarrosa voz a estos bárbaros improperios:

—Oiga, joven, ¿va usté a esa Mataliebres o Matachinches? Diga de mi parte al reladronazo del alcalde que me voy con las ganas de pasearme por encima de sus tripas y de machacarle las ternillas... Y a ese judío del cura dígale que me chincho en su corona, y que se vaya a descomulgar a la perra de su madre.

La otra mujer, que en sus brazos había cogido a la mona y cuidadosamente la espulgaba, soltó después los clamores de su ira diciendo:

—¡Pueblo iznorante y farisón! Pa esos gansos, el arte no es nada... To’l dinero pa misas, y los probes artistas que ladremos de hambre.

Gil les consoló con medias palabras; gruñeron y blasfemaron los dos hombres; el jefe de la cuadrilla dio por terminado el descanso de sus burros; rechinó el carricoche. Con una despedida campechana se separaron, y Gil siguió su camino, lastimado del desavío de aquella pobre gente.

Avanzado el día, alto ya el padre sol, que acariciaba con sus rayos las espaldas del caminante,p. 135 este llegó a las primeras casas de Matalebreras, y como en aquel punto sintiese cercano rodar de carros, pensó que serían los de la caravana de Pascuala y sus tíos. Escondiose tras de un espeso matorro para verlos pasar, y en efecto ellos eran. En el delantero alcanzó a ver el rostro ideal de Cintia, y la desapacible carátula de don Saturio amparada de un ancho sombrero; vio sus manos nudosas con guantes de lana, apoyadas en el puño de un recio bastón... Tras ellos asomaba el rostro afligido y siniestro de Baltasara. En el carro zaguero iba un hombre desconocido, entre colchones, trebejos y calderería. La familia desgraciada llevaba consigo todo su ajuar, que era bien pobre.

Viéndoles internarse en el pueblo, recordó Gil noticias que le dio Pascuala del enfadoso don Saturio. Acariciaba este infeliz señor en su cacumen la manía de que las sierras del Madero y del Almuerzo guardaban en sus entrañas riquísimos minerales de plata y oro, y de bermellón o cinabrio. No había más que abrir las peñas y hozar un poco en las tierras para encontrar tesoros tales, y bajo la seguridad de estas riquezas se escondía el barrunto de que, buscando plata, se encontraran esmeraldas y rubíes. Más de una vez derrochó sus mermados cuartejos en abrir pozos y calicatas de que no sacó nada valioso, ni siquiera la joya de su desengaño. Cuanto más vencido, más aferrado a su loca ilusión.

Pensaba Gil que tal vez don Saturio y su caravana se detendrían en Matalebreras, patria verdadera o fingida de la sin par Pascuala, yp. 136 no atreviéndose a entrar en el pueblo, temeroso de ser tratado en él como lo fueron los desdichados saltimbanquis, se situó a la salida, por donde a su parecer habían de pasar los viajeros cuando siguieran a Suellacabras... Serían las cuatro cuando Gil, escondido tras una cabaña en ruinas, vio aparecer los dos carros de la caravana, despacito, acomodándose al paso de varias personas que salían a despedirla. Entre ellas vio Gil a un cura inflado y de buen año, que debía de ser el mismo de quien la desesperada titiritera habló con ira y desprecio; a otro sujeto muy suelto de ademanes, que era sin duda el alcalde, y una pareja de humildísimo pelaje, que bien podía ser de las nobles alcurnias de Borjabad o de Arabiana. Les siguió con la vista, hasta que en un repecho se dieron los adioses. Ocultose Gil en espesura cercana, y hasta que se vio rodeado de intensa soledad campestre no emprendió su camino.

Aproximándose a una sierra, a ratos oía Gil el rechinar de los carros, a ratos no, según la vuelta que llevaban en los escalonados alcores. Así anduvo toda la tarde, y a punto de anochecer, se fue metiendo en espeso pinar. Pensó el encantado caballero que andando de noche por aquel misterioso bosque se perdería; mas sin arredrarse por ello, penetró más y más pinos adentro, sin que la negrura de la selva ni la quejumbre dolorida del viento en aquellas bóvedas le impusieran temor. Ya le rendía el cansancio, cuando sintió sobre la hojarasca resbaladiza pasos que no eran de bestias, sino de un activo caminante... Le vio venir; fuesep. 137 a él, diciéndole:

—Buen amigo, ¿voy bien por aquí a Suellacabras?

Y el desconocido, sin detenerse, le respondió con buen modo:

—El mismo camino llevo yo. Paréceme que es usted nuevo en esta tierra. Yo me la sé de memoria. Óigame: aun andando sin parar toda la noche no llegará usted a Suellacabras antes de amanecer. Hay que tomarlo con calma. Del pinar saldremos pronto; sigue una nava no muy grande; luego un monte de hayas, boj y madroñera. Iremos juntos, y si usted no tiene demasiada prisa, descansaremos en un chozal de carboneros a media legua de aquí.

Agradó a Gil la cortesía del andarín. Pegada la hebra con franqueza locuaz por una parte y otra, no tardaron en hablarse como amigos:

—Yo vengo de Ágreda, y voy a Suellacabras en busca de trabajo...

—Yo soy mercader ambulante que vengo de media España, y a media España voy. Llevo a cuestas mi comercio por dos razones: porque me ha quedado poco género, y porque en Aldea del Pozo se me murió tres días ha la borriquilla que era mi tren de mercancías.

Oyendo esto, advirtió Gil que su compañero de camino, a más del envoltorio colgado a la espalda como mochila, llevaba sobre el hombro izquierdo un animalejo que al pronto le pareció ratón grandísimo, y luego vio que era ardilla, atada de una larga cuerda que el buhonero liaba en su brazo derecho. A ratos, volvía el hombre su rostro hacia la mansa bestezuela, y pasándole la mano por el lomo le decía palabras de paternal ternura... Mas como hablador descosido, su mayor gusto era platicar con el compañero de viaje.

—Si sep. 138 puede saber, dígame, buen amigo, en qué trabaja usted y qué oficio tiene.

Al oír que Gil venía de romper piedras en una cantera, expresó su disgusto y poca estimación de tal oficio, propio de hombres en quienes exclusivamente domina la fuerza muscular.

—Yo, como usted ve —dijo—, soy comerciante, para lo cual más que puños se necesita pesquis, y más trato con personas de todas clases que con piedras duras o blandas. Desde pequeñuelo ando en el tráfico, y en él seguiré hasta que Dios me mande a comer barro debajo de la tierra. Y de todos los modos de comerciar, he preferido el que usted ve, que me ahorra gastos de tienda, luz, dependientes, y el quebradero de cabeza que dan los libros o papeles de cuentas. No tengo familia ni ambición, y disfruto del local más ventilado y espacioso que puede imaginarse, que es el libre suelo de mi España querida. Total: que mi casa la barre el aire... En los buenos almacenes de las capitales compro mi género, y voy a surtir a las villas, aldeas y lugares. Aquí cobro, aquí pago: siempre me queda para un mediano pasar. En todos los pueblos me quieren, en algunos me alojan gratis, en otros me obsequian; recibo encargos; cumplo como un caballero; sirvo al ilustrado y al cerril, a las viejas regañonas y a las mozas guapas, al cura ronflante y a las monjitas de hablar gangoso y manos blancas. La lista de mis artículos no tiene fin: tijeras, cintas, agujas, carretes, peines, botones, alfileres, puntillas, plumas, lápices, sortijas, pendientes, alfileres de pecho y otras alhajitas falsas... estampitas, medallas de la Virgen delp. 139 Pilar, escapularios, corazones y rosarios... catones, fleuris, cajitas de polvos, polvos para chinches, postales con niñas al fresco... mas amén de otras cosillas reservadas que vienen de donde vienen y van a donde van.

Pasada la nava, vio Gil un resplandor que iluminaba los senos del inmediato monte. Internándose en este, se hallaron en la clara donde ejercía su industria una cuadrilla de ahumados carboneros. Dos grandes montones de leña cubiertos de tierra ardían con lenta combustión, despidiendo la tufarada de la madera verde, y humareda sofocante; y no lejos de estos que parecían altares druídicos, chisporroteaba la fogata, que era vivac y cocina de los humildes trabajadores. Cuatro hombres y un chico estaban en derredor de la lumbre a la mira de un cazolón. Dos tenían calada la capucha del capote y parecían cartujos, las caras más ennegrecidas que negras, no afeitadas, y de aspecto morisco y huraño. Acogieron los carboneros con franco agasajo a los dos caminantes, y especialmente al de la ardilla, con quien tenían antiguo conocimiento, y les invitaron a su mesa, que era un negro suelo sin manteles. No lejos del cotarro, dos pollinos echados dormitaban pacíficamente.

Los trajinantes, que a hora tan avanzada tenían más hambre que Dios paciencia, no se hicieron de rogar para ponerse en el ruedo y participar de la frugalísima cena, que era un guisote prehistórico, céltico, antidiluviano, compuesto de cecina de cabra y zoquetes de pan, seguido de queso duro y piñones. Todo les supo a gloria, y la conversación quep. 140 amenizaba el banquete versó sobre diferentes chismes de los pueblos cercanos. A la claridad de la hoguera que el chiquillo atizaba, pudo apreciar Gil la persona y rostro del comerciante andariego. Era un hombre acartonado en los años medios de la vida, enjuto de cuerpo y de regular talla, piernas de mozo y cara de vieja, con ojuelos negros, chiquitines y vivarachos como los del animalito que agasajaba. Retirados a donde se les ofreció lecho de hoja seca junto a unas hayas, el buhonero, que no podía dormir sin prepararse al sueño con un poco de palique, agregó a lo dicho, estas noticias de su persona:

—Yo me llamo Bartolomé Cíbico, y nací en un lugarejo que llaman Taravilla, tierra de Molina de Aragón. Con diferentes motes soy nombrado en los lugares donde tengo mi parroquia. En Aragón me dicen el Paniquesero, por este bicho que llevo conmigo, al cual llaman allí paniquesa; en Navarra me apellidan el Prisitas, porque soy muy vivo para el despacho; en la parte de Aranda me conocen por Corre-corre, y aquí, en lugares de Soria, no habrá nadie que no le dé a usted razón de Bartolito.

Correspondió Gil a estas confianzas con otras, diciendo y callando lo que le convenía.

Y a la mañana siguiente, sentaditos los dos en un soto a la vista de Suellacabras, desayunándose con mendrugos, Gil determinó franquearse con Bartolito, pues tales cualidades de agudeza y metimiento había descubierto en él, que no dudó sería un excelente auxiliar en el negocio que a tal pueblo le llevaba. Despuésp. 141 de prepararle con insinuaciones sutiles, le dijo que no venía de las canteras de Ágreda por buscar trabajo en otra parte, ni por nada tocante a la vida material, sino por la busca y seguimiento de una linda mujer con quien sostenía lícitos amores. En tan singular hembra se reunían la belleza, la virtud y la discreción. Ella y él querían casarse; pero sus anhelos se estrellaban en la oposición de unos tíos... que eran los tíos más perros que Dios había echado al mundo.

Interesado en el cuento, Cíbico pedía claridad, nombres, nombres; y cuando oyó a Gil mentar a los Borjabades, llevose las manos a la cabeza, exclamando entre serio y festivo:

—¡Don Saturio, Virgen del Tremedal! ¡El primer chiflado y el primer cicatero de este mundo, del otro y del de más allá! Le conozco, por mi desgracia... Sé quién es la chica. La vi en Zaragoza cuando estudiaba para maestra... ¡Vaya, vaya! ¡Don Saturio! pues no le ha caído a usted floja viga encima del cráneo. Ya sabrá que anda buscando piedras preciosas. Boñigas y cascarrias le daría yo. A cuenta que para piedra preciosa, bastante tiene con Pascualita... Que la venda, y...

—Eso quiere él, Bartolo —dijo Tarsis-Gil—: venderla; pero yo no se lo consentiré, y usted me ayudará.

Mostrose Cíbico en tan buena disposición para secundar los planes del amigo, que este se aventuró a proponerle mediación o tercería para comunicarse con la bella moza. Gil se mantendría escondido en cualquier hostal o parador, y Cíbico, con el mete y saca de sup. 142 ambulante comercio, podría llevar y traer esquelas o recaditos.

Brillaban con cierta malicia rufianesca los ojos de Bartolito cuando dijo:

—Sí, sí: lo haré de muy buena conformidad, porque a ese tío le tengo yo gana por una judiada que me hizo el año pasado, y aguardaba yo coyuntura de cobrársela. Ahora es la mía. El viejo carcamal, desesperado de no encontrar oro ni diamantes, quiere hacer negocio con la California de su sobrina. Pues ahora nos veremos. Hoy mismo, amigo Gil, empezaremos a trabajar el negocio. Don Saturio estará alojado en casa de esos que llaman los Almuerzos. Pues allá me voy con mis pacotillas, echando por delante toda mi agudeza. Y para que se entere usted de quién es ese tío marrullero, oiga este golpe. Diez meses ha, me encargó una lente de gran aumento, de esas que llaman lupas, para examinar los granitos y polvitos que a él le parecen de oro. En Zaragoza compré la lente, y era tal que con ella veía usted los pelos del sobaco de una pulga... Se la traje... y el muy pindonguero, después de usarla muchos días, no quiso pagármela. Díjome que se había enfermado de la vista, porque el cristal tenía maleficio y qué sé yo qué. Resultado: que ni me pagaba, ni me devolvía el artículo... Lo que digo: hoy mismo empezamos.

—Yo le quedaré a usted muy agradecido, señor Cíbico —dijo el mozo con timidez—, y si salimos triunfantes, le recompensaré... Hoy habría de ser con alguna cortedad, porque ando escaso de moneda; mañana, otro día...

—¡Oh! no hablemos de eso —replicó el mercachiflep. 143 con voz y ademanes de delicadeza—. Ya nos entenderemos... y lo que usted dice: a triunfar, a reventar a ese pelma y deshacerle la combinación. Bien veo yo, y perdone... bien veo que usted no es un cualquiera. Me ha dado en la nariz que aquí hay principalía, que debajo de un Gil hay un Torongil... ¿No me entiende?... Hágame el favor de enseñarme sus manos.

Mostró el caballero sus manos, y el ladino Bartolo las tocó, y apreció su dureza y callosidades. Después hizo lo propio en el antebrazo, apretándolo para enterarse de la tensión acerada del bíceps. Hecho esto, y clavando en Gil sus ojuelos vivarachos, le dijo:

—Amiguito, las manos y brazos son de cavador o de cantero; pero la cara, el mirar, el habla, son de otra calidad, son de otra encarnadura. A mí no me la da nadie. Soy perro viejo, que ha visto mucho mundo... Debajo del sayal hay al... y punto... Ya hablaremos, señor don Gil.

Diciendo esto, dio a la ardilla todo el largo de cuerda, que era como unas varas de libertad. Subiose el animal a un árbol con graciosa presteza, y después de brincar de rama en rama, persiguiendo los pajarillos, estuvo espulgándose y limpiándose el hocico hasta que el amo la llamó a su amorosa tutela, mostrándole cortezas de pan:

—Ven, rica... Venga mi paniquesa bonita y salada... Baja, toma... ¡Ay, qué juguetona y qué enredadora es la niña de su padre!

Llegáronse cautelosos hasta las primeras casas del pueblo, y en una de estas, que era casa de amigos, aposentó Bartolo a Gil, encareciendop. 144 la familiar asistencia. Luego partió a su correría mercantil, y tan diligente estuvo en lo tocante al negocio del amigo, que a media tarde le llevó noticias de su novia.

—Entré en la casa de sus primos, y mi buena estrella me deparó el ver a Pascualita. Me compró unas peinas que no pienso cobrarle. Después, aprovechando un momento en que nos quedamos solos, le hablé de Gil. Se puso muy colorada. Yo le dije que estaba usted en lugar seguro... y ella mudó de color; díjome que su tío... ¡Porra, qué tío!... «Pues sabrá usted que don Saturio se avistó esta mañana con el Gaitín que vive en Suellacabras, y concertaron que la Guardia civil le prenda a usted por vago, y le lleve atado codo con codo: ¿a dónde? ya no me acuerdo.» Esto me lo dijo la niña secreteando... Apareció la tía con su cara de alcuza y no pudimos hablar más. No hay que apurarse, amigo. Aquí no han de cogerle. La gente de esta casa es de toda confianza... Ahora voy a dar una vuelta por el pueblo, a ver si cobro algunos picos... Le traeré a usted una cédula; rompe la suya, y toma con nueva cédula otro nombre.

Intranquilo estuvo Gil hasta la noche y hora en que Cíbico le llevó con la cédula noticias peores. Había vuelto a la casa de Pascuala, que aterrada y trémula le entregó este mensaje, rápida y nerviosamente escrito en un papelejo: «Vete corriendo de aquí, y lleva la cédula que te dará Bartolo... Escóndete de Guardia civil... Irás vuelta de Soria rodeo largo. En Soria estaremos viernes. Bartolito darate señas... Bartolito amigo bueno... Bartol...» No siguióp. 145 escribiendo... Gran susto... Oyose el carraspeo de don Saturio como una tempestad cercana.


XIII

Prosiguiendo en su vaga peregrinación, el encantado caballero va camino de Numancia.

Ganada la confianza con el largo palique, Bartolo y Gil llegaron a tutearse.

—Fíate de mí —dijo el pacotillero, dejando ambos los duros colchones a punto de amanecer—. Tú sales ahora, y yo contigo para llevarte, con el resguardo de mi persona bien acreditada, hasta las ruinas de un castillo de Templarios que tenemos como a un cuarto de legua. Allí te guareces; allí me esperas, pues acá me vuelvo a despachar mis cobranzas y recibir encargos. Al mediodía nos reuniremos para encaminarnos despacito hacia un pueblo de pesca que llaman Renieblas, donde tengo trabajo lo menos para tres días. Tú sigues por las veredas que te indicaré, bien apartadas del camino donde podrás encontrar los malditos tricornios. Y si los encontrares, fíate de tu cédula y no corras, aunque no esté bien decir de la cédula lo que de la Virgen decimos; y si apurado te vieres, te haces pasar por criado mío, que para esa comedia te daré un paquetito de medallas del Pilar, dirigido al ama delp. 146 cura de Santiago, que las revende en su iglesia... y así vivimos todos.

Conforme al plan ideado por el sagaz Paniquesero, Gil pasó la mañana en los Templarios, esqueleto de rotos muros, que parecía maldecir y apostrofar a la dormida soledad que le rodeaba. Entretúvose el mozo en mirar el circular revuelo de las aves que allí tenían sus nidos, grajas, chovas y cernícalos, dueñas de las altas piedras y del aire. Creía encontrarse en un país inhabitado, o en el cementerio de una nación que ni memoria de sus hijos dejara. Fuera de algún pastor de cabras que conducía su rebaño a los zarzales y a las peñas revestidas de silvestres enredaderas, no vio alma viviente en aquellos contornos. Solo con su imaginación, Gil abandonaba el paisaje y las ruinas para pensar en su amor y en la bella Cintia, de quien le separaban, a su parecer, distancias inconmensurables y siglos de tiempo. Y adormido en sus añoranzas, le venían a la memoria los versos idílicos que el zagal Rodrigacho solía cantar en la majada guiando a sus ovejas en busca de mejor pasto. Era el tal Rodrigacho un poco poeta y erudito memorioso de versos pastoriles. Gil se los hacía repetir, y algunos se le quedaron en la memoria. Recostado entre las ruinas y puesto el pensamiento en su augusta dama, murmuraba: «Oh Venus, dea graciosa, — a ti quiero y a ti llamo...» Recordando otra canción muy lastimera, decía: «Bien sé que me ha de acabar — el dolor de esta partida, — que de verme y veros ida, — me ha tanto de lastimar — que en ello pierda la vida... ¡Ijujú!»

p. 147Llegó puntual a las doce el hombre inquieto y ágil con el animalejo que era su insignia en el palenque de la vida. Traía ración sobrada de fiambres y una mediana bota de vino, con lo que hicieron mesa de un peñasco plano y se sentaron a comer. Bartolo, que comiendo en sociedad honraba siempre el nombre de su pueblo natal, Taravilla, extremó aquel día su locuacidad, aprovechándose de que Gil medio se aletargaba en melancolías taciturnas. De la viva charla del buhonero se extracta lo siguiente:

—Si eres despejado y no pierdes la sangre fría, podrás zafarte de la Guardia civil. Hazte el valiente, aunque no lo seas, y si te cogen, di que te quejarás al señor Gaitín, o que pidan informes de ti a cualquier Gaitín, porque aquí no hay más ley que el capricho y el me da la gana de esa familia. Los alcaldes son suyos, suyos los secretarios de Ayuntamiento, suyos el cura y el pindonguero juez, ya sea municipal, ya de primera instancia. Como te coja entre ojos un Gaitín, encomiéndate a Dios... Porque aquí decimos que hay leyes, y mentamos la Constitución cuando nos vemos pisoteados por la autoridad. Nombrar esas cosas es como si cuando te estás ahogando en un río pidieras botas de montar. Los tiranos que aquí se llaman Gaitines, en otra tierra de España se llaman Gaitanes o Gaitones... Pero todos son lo mismo. Y para poder bandearme entre ellos, ando yo en esta vida vagabunda. No puedes ni respirar si no estás bien con el alcalde, con el juez, con la Guardia civil, con el cura. Y aquí me tienes que vivo con todos, es decir,p. 148 que les engaño a todos. ¿Te vas enterando?

Replicó Gil que algo sabía ya del caso, y el de la ardilla prosiguió así:

—Aquí vivimos de mentiras. Decimos que ya no hay Esclavitud. Mentira: hay Esclavitud. Decimos que no hay Inquisición. Mentira: hay Inquisición. Decimos que ha venido la Libertad. Mentira: la Libertad no ha venido, y se está por allá muerta de risa... Verás un caso: había en Matalebreras un pobre labrador con familia, buen hombre... Pero le dio la ventolera por no querer ir a misa. Pues ha tenido que malbaratar su tierra, tomando lo que han querido darle, y salir pitando para las Américas. Te contaría mil casos; pero tú los irás viendo, si ya no los has visto... El que quiera vivir aquí en paz, tiene que hacer lo que hago yo, y es ponerse al son y al gusto de cada uno. Yo engaño al cura metiéndome a ratos en la iglesia... y venga rezar, y vengan golpes de pecho que se oyen en Jerusalén; yo le bailo el agua al alcalde alabándole cuantos desatinos hace, y a la esposa del juez municipal y a las señoras de los Gaitines les vendo con rebaja de un veinticinco por ciento. Gracias a este ten con ten, vivo y como... Pues tú, como no hagas lo mismo, trabajillo ha de costarte sacar a Pascualita de las uñas lagartijeras de don Saturio... Sutileza, hipocresía y engaño has de emplear antes que la fuerza.

No estaba conforme Gil con la flexibilidad reptante de su amigo, y más le gustara ir por derecho al asedio y toma de Cintia. Engolfado en estas ideas, solo prestó vaga atención a la charla del buhonero, y toda su alma iba enp. 149 persecución de la imagen y alma de la Madre, pidiéndole auxilio para triunfar de la ímproba realidad. Encantado él, encantada Cintia, hallábanse bajo el imperio de la soberana Encantadora, y de esta dependía el que ambos vivieran gozosos o muriesen de pena... Y cuando emprendieron la marcha por veredas y atajos en dirección de Renieblas, Gil no tenía pensamiento más que para la invocación a la Madre, ni ojos más que para buscarla en una revuelta del sendero, o suponerla en acecho tras de la peña formidable o el espeso matojo. Su compañero a ratos le preguntaba:

—¿Qué miras, qué oyes?

Y él respondía:

—Oigo y veo lo que quisiera ver y oír...

Respetaba Cíbico estos nebulosos conceptos considerándolos rarezas del que tenía por hombre superior en calidad y entendimiento. «Es un león oprimido —se decía—, y yo el ratoncillo travieso que puede hacerle un buen recaudo.»

Renieblas era el último pueblo del mundo, o el más distante moralmente de la civilización hispánica; mas no por esto disfrutaba de mayor paz y felicidad, porque allí también llegaba el apestoso influjo de la familia gaitinesca. Alojáronse los viajeros en una casa humilde, y en ella tuvo Gil, a la siguiente mañana, ilusión tan intensa de ver a la Madre y de recibir muy de cerca su soberano aliento, que ello fue como la misma realidad... Dando a su amigo las últimas instrucciones y consejos antes de separarse, el hombre industrioso y ardillesco le dijo:

—Tengo que despachar aquí algunas baratijas, y cobrar lo que me deben del viaje pasado; luego me iré a Buitrago, donde pienso colocarlep. 150 al cura unos Evangelios y Reglas de San Benito para preservar de enfermedades al ganado y personas. Tú, antes de ir a Soria, debes parar en Numancia, que según veo te llama y atrae con un son de poesía: allí puedes entretenerte viendo las cavas que hacen para desenterrar el cuerpo de la ciudad que tanta fama ganó con su valor.

—Sí, sí: iré a Numancia —dijo el encantado—, donde, seguro, seguro, encontraré a la Madre.

—Las Madres Concepcionistas no estarán allí: las encontrarás en Soria, junto a la parroquia de San Clemente. Te lo digo por si la Madre que buscas fuera de esas... Las de San Vicente están en la Beneficencia. También te digo que si en Numancia te dieran trabajo en las excavaciones, debes ajustarte y coger pala y picachón, que así ganarás algún dinero, y esperarás a que yo me junte contigo para llevarte a Soria... Yo he de ir allá, que en aquellas ruinas sagradas tengo un negocio de que no te hablé todavía; pero ya es llegada la ocasión de ponerte en autos. Bien podría ser que nos asociáramos para una granjería que da más que las minas soñadas del mamarracho de don Saturio... Ven acá, y sentémonos en este arcón.

Dijo esto echando mano al bolsillo interior de su zamarra, de donde sacó un lío de periódicos, y de entre ellos una carterita sebosa. Viva curiosidad movió a Gil, que fue derecho a sentarse junto a Bartolo. Este desprendió el elástico que sujetaba la cartera, y con solemnidad religiosa mostró al mozo los peregrinosp. 151 objetos que en ella guardaba. Silencio en los dos. La cara de Cíbico era toda orgullo comercial; la de Gil sorpresa y admiración...

—¿Qué me dices de esto? Aquí tienes medallas, monedas, camafeos... Proceden de Clunia, la ciudad romana que está soterrada en un poblacho que llaman Coruña del Conde. Los aldeanos que arando descubren estas preciosidades, las llaman chanflos del moro... Antes las vendían por cuatro o cinco cuartos. Hoy han abierto el ojo y piden más. ¿Ves este ópalo que tiene grabado un ciervo? Pues uno como este compré yo por dos pesetas, y en Zaragoza lo vendí en catorce duros. ¿Ves esta moneda de plata con letras que dicen Aug. Divi. Fi... y qué sé yo qué? Pues me la dieron por tres pesetas, y yo no la suelto por menos de cinco duros. Este medalloncito de piedra onix con un guerrero que lleva escudo y lanza, lo guardo para un marchante muy entendido que lo tendrá si afloja veinticinco duros.

El acto de mostrar Bartolo las monedas y camafeos fue el momento psíquico en que Gil tuvo la perfecta ilusión de la presencia de la Madre. No solo apreciaba su aliento cálido que le azotaba el rostro, sino que la vio inclinada entre los dos amigos, casi tocando con su cabeza a la de ellos, en figura corpórea, no tan diáfana como la de los espectros. A tanto llegó su alucinación, que se le escapó decir:

—¿Verdad que es bonito, Madre?

Y también creyó que la Señora sonreía como burlándose del traficante en polvo de los siglos muertos.

Luego Bartolo siguió así:

—Estas monedas de cobre y de plata son de Numancia. Proceden,p. 152 no de la ciudad, sino del Campo Romano. Adquirí el año pasado una moneda celtíbera de cobre que me valió treinta y dos duros, o sea dos onzas... Conque ya ves si esto es buena ganga. ¿Creías tú que yo no trabajaba más que en ovillitos de algodón y en peines de a real?... Pues ahora, conociendo lo listo que eres, no necesito decirte que si te admiten en las excavaciones, y moviendo tierra ves que salta una moneda o medalloncito, no lo des al encargado, sino lo apañas con disimulo, me lo entregas, y de la ganancia que hubiere, mitad tú, mitad yo... No te digo que hagas lo mismo con alguna jícara o puchero que te saltara de entre los terrones, porque esto ya es más difícil de guardar... Tú a lo nuestro: ojo a las chapas, a los anillos, a los amuletos que aquellas pindongas romanas se colgaban entre los pechos...

Admirado Gil de no ver a la Madre, y buscándola con sus miradas en toda la pieza, nada contestó al pacotillero, el cual guardaba sus preciosas chucherías con avara solemnidad.

Al despedir a Gil antes de media mañana, llevole a la margen del pueblo por el Norte, y le señaló el camino que había de seguir:

—Remontas esta loma, y antes de llegar al primer caserío, tuerces a mano izquierda y te metes en un páramo... Adelante, adelante por el páramo... Traspasas un cerro, luego otro cerro, y a la bajada de este te encuentras en Garray, que es como decir en Numancia.

Salió andando Gil con veloz carrera, semejante, a su parecer, a la que llevaba cuando traspasó las cimas de Urbión agarrado al velo de la Madre.p. 153 Pronto le dijo su cansancio que iba por su pie, y no conducido por ninguna fuerza sobrenatural. «No viene, no viene conmigo —se decía desalentado, revolviendo en torno suyo ansiosas miradas—. No la veo, no la oigo... Seguiré solo hasta Numancia, que es su casa y su trono.» Con esta ilusión avanzó en su camino, sin hallar persona viva. Era una región solitaria, en la que Gil no encontraba más que la huella invisible de la Historia, y gráficas huellas de rebaños. Y reconociéndose solo, también se reconocía sin albedrío para proceder libremente. Sentíase sujeto por duras cadenas a una fatalidad misteriosa, y esta le llevaba por donde iba... No podría, no, dirigirse a otra parte. Lo más extraño era que su gusto y la fatalidad obraban en armonía perfecta, es decir, que era esclavo y gustaba de la esclavitud.

Toda la mañana anduvo sin novedad, y cuando apechugaba con el primero de los collados que le indicó Bartolito, vio que del Poniente, o más bien del Sudoeste, venía un cálido viento que levantaba negras nubes de aquella parte, tapando el sol a ratos, a ratos descubriéndolo. Truenos lejanos pronunciaban un alerta terrorífico. Siguió su marcha, y cuando descendía por pedregosas veredas a un barranco, que parecía copia del valle de Josaphat, el cielo tomó color plomizo; la nube cerró el paso a los rayos del sol, y el viento ardoroso sopló con más fuerza disparando goterones que al caer en tierra sonaban como balas. Claridades lívidas y pavorosas cruzaban por los aires, y el trueno chasqueante y repercutiente seguía las huellas del relámpago con intervalo brevísimo. Buscóp. 154 Gil dónde guarecerse; pero solo encontró un peñasco que era en verdad el peor paraguas que pudiera imaginarse. Sobre el pobre Gil descargó un diluvio de granizo, del cual se defendió con el improvisado escudo de sus manos. En la rauda iluminación de los chispazos eléctricos, que en el aire describían las figuras geométricas más peregrinas y aterradoras, creyó ver Gil una silueta de mujer inconfundible con ninguna otra, y en su paroxismo de terror gritó:

—¡Madre mía, socórreme!

Debió de socorrerle la excelsa Señora, porque salió ileso del horrible pedrisco. Sobre él cayeron cantos de hielo, que empezaron garbanzos, luego fueron nueces, y por fin huevos de gallina de los de dos yemas... Pasó la nube, y el pobre mozo siguió escotero, apechugando con el segundo collado, por donde debía pasar de un barranco a otro. Andaba de prisa; iba en dirección contraria de la que llevaba el temporal; pero allá por Occidente, tirando al Sur, veía un segundo escuadrón de nubes, como segundo cuerpo de un grande ejército que acabaría de invadir el cielo en lo restante del día. Calado hasta los huesos, avivó el paso, y al llegar al caballete de donde veía la hondonada oscura, buscó con inquieta mirada un paredón o casucha donde abrigarse del nuevo diluvio que le amenazaba. Encaminose a una ermita en ruinas, y allí esperó el segundo chaparrón de agua y granizo, que no fue menos violento y azotador que el primero, y también acompañado de pirotecnia de relámpagos y de estrepitosa sinfonía de truenos. No abandonóp. 155 aquel amparo hasta que las horripilantes nubes descargaron toda la furia que llevaban en sus entrañas.

Ya se venía encima la noche cuando Gil emprendió de nuevo la marcha por una pendiente en cuyo fondo no veía más que negruras informes. El suelo bajaba con él; piedras y hielo resbalaban ante sus pies o con ellos juntamente; caía, se levantaba, patinaba, y hacía mil figuras y cabriolas. De este modo, medio descoyuntado de brazos y piernas, llegó a un llano, encharcado por la lluvia. Siguió en derechura de unas luces que a regular distancia vislumbraba. El pueblo de aquellas luces debía de ser Garray. El peregrino, sin reparar en estorbos de charcos o pedruscos, siguió en recta línea hasta que pudo distinguir un edificio grande y blanco, como enlucido de lechada de cal, reciente. La blancura y la luz le guiaban. La claridad salía de una anchurosa puerta, juntamente con ruido de humanas voces... Avido de abrigo y descanso, no vaciló en meterse bajo el primer techo que encontraba. Traspasó la puerta balbuciendo tímidamente una petición de permiso... Dijéronle: «Adelante»... Vio algunos hombres en pie, agrupados en derredor de una mesa. Sentados junto a esta, la vista fija en papeles y en montoncillos de dinero, había dos personas. La que Gil vio a su derecha se ocupaba en pagar a los hombres, que tenían trazas de jornaleros de obras públicas. El señor que estaba de frente no hacía más que inspeccionar la operación de pago y cobranza. Adelantose Gil desflorando una frase de cortesía, y antes de que acabarap. 156 de pronunciarla, quedó absorto y mudo... El señor aquel que la mesa presidía era el eximio sabedor de antiguallas don José Augusto de Becerro.

El primer impulso del caballero fue acercarse a su amigo para verle de cerca y exclamar alborozado: «Hola, mi querido Augusto... ¿Tú aquí? ¿No me conoces? Soy Tarsis.» Pero su mismo instinto de esclavitud le contuvo. No debía ni podía manifestarse en tal forma, sino en la de un pobre jornalero del campo, que medio muerto de fatiga, tronzado por el pedrisco y la lluvia, demandaba hospitalidad, y si podía ser, trabajo en las ruinas, cavas o lo que hubiera.


XIV

De la increíble presencia del espíritu de Becerro en las gloriosas ruinas, y de sus hechos y dichos.

Con buenos modos acogieron al mozo, y no fue menester que este diera pormenores de su necesidad, pues harto la declaraban el rostro aterido y el peso de fango y agua que llevaba en su ropa. Becerro y el otro señor que hacía los pagos deliberaron un momento sobre si le admitían o no al trabajo, y entonces vio el caballero que del fondo de la estancia emergían dos guardias civiles levantándose de un banco. No les había visto antes por hallarse en pie frente a ellos los trabajadores que aún esperabanp. 157 la paga. Cuando vio Gil que los guardias iban hacia él, tuvo un momento de turbación; pero pronto se rehizo. Metió mano al pecho, diciendo:

—Aquí tienen mi cédula. Florencio Cipión. Soy criado de Bartolo Cíbico, y quiero trabajar aquí, mientras él anda en su tráfico; que los tiempos están malos, y hay que buscar un pedazo de pan donde quiera que lo haya.

Los guardias no pusieron a Gil reparo alguno, y devolviéndole la cédula, dijo uno de ellos:

—¿Y dónde han quedado Corre-corre y su ardilla? Así le llamo, porque ese apodo le daban en Aranda, donde le conocí.

—En Renieblas dejé a mi amo —replicó Gil muy sereno—. Aquí le tendremos al fin de la semana.

—¡Vaya con el cuajo del tal Corre-corre! —dijo risueño el guardia—. Tiene que traerme unas postales, chicas guapas... Me aseguró que recalaría en Garray el 8, y estamos a 17...

—Pues postales de esas trae, con muchachas muy lindas, bailarinas y cantaoras que dan la desazón.

En esto, Becerro y el otro individuo decidieron admitir a Gil con jornal de diez reales, y que se le daría por aquella noche albergue en la sobrestantía: la cena por cuenta de él. Terminado el pago, fueron desfilando los trabajadores que vivían en otras casas del pueblo. Salieron también los guardias, dando las buenas noches, y quedaron solos con Gil el señor de Becerro, el pagador y un hombracho que parecía capataz. Mientras hablaban, observó con gozo el caballero encantado que su persona no despertaba sospechas.

p. 158Delante Augusto y el otro sujeto, detrás Gil y el capataz, pasaron los cuatro a otra habitación de planta baja, extensa y anchurosa crujía donde vio Tarsis, arrimados a la pared, ladrillos que debían de ser romanos o celtíberos, infinidad de piezas de cerámica o fragmentos de ellas, lápidas y vestigios mil de civilizaciones que fueron. A la izquierda estaba la estancia del gran Becerro, de quien se despidió el pagador para irse a su casa en el interior del pueblo. En el fondo, vio Gil dos puertas por donde venían olores de cocina y cháchara de mujeres. Mientras don Augusto se internaba pausadamente en su albergue, el capataz llevó a Gil hacia el fondo, y le señaló un cuarto para que en él metiera su hatillo y se mudara de ropa antes de cenar. Así lo hizo el encantado, y repuesto de su mojadura y quebranto, se reparó del hambre en buena compañía del hombracho y de las hacendosas mujeres. Salió después con el que ya era su amigo a fumar un cigarrillo en la gran crujía, y allí se abocaron con el sabio, que ya despachado había su frugal colación, y se paseaba despacito con las manos a la espalda. Sentados los dos hombres en un banco arrimado a la puerta, no esperaban más que a consumir el pitillo para ir a su descanso. Becerro, en su vagar lento, echaba miradas inquisitivas a Gil; de improviso se detuvo, y llamándole con gesto amable, le llevó a pasear con él.

Lo que hablaron, como toda voz pronunciada en aquel prístino escabel de la Historia, merece ser reproducido fielmente.

p. 159Becerro. (Poniendo en su rostro de chivo, cada día más ahilado y mustio, una sonrisa cortés.)—Dispénseme, buen hombre. Desde que le vi a usted en la sobrestantía, y ahora viéndole aquí, estoy batallando con mi memoria... Vamos, que la cara de usted no me es desconocida... yo le he visto a usted... ¿dónde? ¿cuándo? Pues no doy con ello... Mis dolencias me han dejado el cacumen harto desfallecido, y...

Tarsis. (Sereno, poniéndose al instante en situación con un ingenioso embuste.)—Verá usted, señor don Augusto, cómo yo le avivo la memoria. ¿No se acuerda del estuquista y vaciador de yesos que trabajó tan cerca de usted cuando decoramos con escayola la escocia y techo de la Exposición de artes medioevales? Florencio Cipión: ¿no se acuerda? Yo era el primer oficial de Torelli.

Becerro. (Examinándole el rostro muy de cerca, no despejado aún de sus dudas.)—¡Ah! sí... ya... El nombre de usted nunca lo supe. Cipión... ¡Qué coincidencia! ¡Llamarse usted como nuestro expugnador, Escipión! Le falta el cognomen, El Africano... Pues, efectivamente, ya voy recordando... la fisonomía, digo; que el nombre es nuevo para mí... ¿Y cómo ha venido usted a parar a estas soledades gloriosas?

Tarsis.—Rodando, señor, que el destino del pobre es rodar como esos cantos que fueron picudos, y con el rodar se vuelven lisos como huevos. Y usted, don Augusto, ¿está bien de salud? La última vez que tuve el gusto de verle, andaba usted medianillo.

p. 160Becerro.—¡Ay, no me diga!... Hallábame entonces en lo más agudo de un terrible ataque de neurastenia... ¡Qué noches, qué días! Entre mil aberraciones, padecí la de creerme encantado, y con poder para divertir a los demás jugando a los encantamientos recreativos.

Tarsis.—¿Y la Madre, dónde está? (Con todo su interés en los ojos.)

Becerro. (Atontado.)—¡La Madre!... Deje que me acuerde. Usted llama Madre a la que yo llamo Hermana mayor, que es aquella parte de la Historia patria que abraza desde la venida de los griegos hasta la caída de Numancia... Pues a esa Hermana debo mi curación. Sabrá usted que es amiga y familiar del Ministro... Ambos son de la misma edad... Mi excelente Hermana, o si usted quiere, Madre, tuvo la feliz idea de que cambiando de aires me pondría bueno; habló al Ministro, apretándole a que me diera una colocación en estas ruinas. El hombre estuvo pensándolo seis meses, y al cabo de ese tiempo y de otro tanto de expedientismo veloz, me trajeron acá. El destino que disfruto no es ninguna ganga. No tengo funciones técnicas, sino administrativas... Soy auxiliar de no sé quién... cobro del material... Pues aunque mi puesto es indecoroso y de cortísima remuneración, trabajo como un negro. Entre usted en ese cuarto, y verá mis planos, mi trabajo de reconstrucción, día por día, de los asedios que sufrió Numancia desde que a ella se acogieron los segedensesp. 161 en el 153, antes de Jesucristo, hasta que quedó autodestruida... esa palabra empleo... en el 133...

Tarsis.—Y entretenido en esas tareas gratas, se ha curado usted de la neurastenia.

Becerro.—Sí, gracias a Dios... Estos aires, tan sanos como heroicos... la Historia alta, y llamo alta a la que nos cuenta las virtudes máximas; la Historia de altura es el mejor de los tónicos. Heme restablecido aquí. Ya no me queda más que un remusguillo del pasado achaque... Algunos días, cuando sopla ese viento que los griegos llamaban Apellotes, o aquel otro llamado Eurus, me siento un poquitín tocado. Ayer precisamente estuve todo el día estudiando la táctica y movimientos del primer expugnador de Numancia, Quinto Fulvio Novilio, el que trajo el escuadrón de elefantes... A estas bestias de gran calibre consagré yo mis cinco sentidos; las hice avanzar de tres en fondo sobre los numantinos; fijé el punto en que los animalitos, digo, animalotes, se espantaron, y volviendo grupas de improviso, llevaron la confusión y el desorden al campo romano... Pues anoche... Verá usted... salí a tomar el aire, y como de costumbre... me alejé... campo adelante. Hallábame tan despierto como ahora lo estoy, puede creérmelo... ¿Cuál no sería mi sorpresa al ver venir los elefantes desmandados, como le estoy viendo a usted ahora? Era un horror. Bajo las pisadas de aquellos monstruos temblaba la tierra... Quise huir, caí al suelo... Losp. 162 terribles paquidermos pasaron sobre mí... Imagínese usted... Cada una de sus patas pesaba como una torre... ¡Ay, ay! testimonio de aquel desastre son los dolores que tengo en este lado, ¡ay!

Tarsis.—¡Pobre don Augusto! Debe usted descansar, recogerse pronto.

Becerro.—¿Para qué? ¡Si yo no duermo...! Con dos horas de sueño me basta. Trabajaré hasta las cuatro... Pase usted a ese tugurio donde me han metido, y verá lo que abultan mis papeles... A cada general de los siete que mandó Roma contra esta ciudad invencible, consagro un tomo... Los años suceden a los años, y Roma, que domina el mundo, no acaba de conquistar este palmo de tierra. En mi Historia acuso las cuarenta a cada uno de los bárbaros caudillos que vinieron acá, y lo mismo le sacudo a Pompeyo Rufo que a Hostilio y a Filón; y si a este le demuestro que robaba cuanto podía, al otro le descubro que era tartamudo y borracho. El tocayo de usted, Escipión, ya es otra cosa. Por sus antecedentes militares y sus victorias en África, le consagro dos tomos... Vino aquí cuando Numancia llevaba quince años de lucha contra Roma... El tal Escipión era hombre de cuenta. Lo primero que hizo fue limpiar su ejército: despidió a los buhoneros y cantineros, los Bartolitos de entonces... y despachó también con viento fresco a diez mil mujeres romanas de las que llamamos del partido. Ahí es nada: diez mil hetairas, que las tropas traíanp. 163 consigo para pasar el rato. Eran bonitas, juguetonas, venustas, maestras en danzas y garatusas para enloquecer a los hombres y llevarles a la molicie. Expulsadas por Escipión, las diez mil damas que ahora llamaríamos de las Camelias, se esparcieron por la feraz Hesperia, con lo que Roma realizó la penetración pacífica: unas se quedaron en el territorio de los Arévacos, otras en el de los Pelendones, donde hicieron asiento, vulgarizando el nombre de pilindongas... Pocas fueron a establecerse entre los Edetanos e Ilergetes; las más corrieron en busca de los pueblos ricos, y llegaron con sus gracias a la opulenta Hispalis, o a Gades frecuentada por extranjeros, a Cartago Espartaria, a la gran Barcino, ciudad generosa y abierta siempre a toda hermosura y elegancia. Con activa erudición de cazador de la Historia he seguido yo el paso de estas bellas peregrinas, y las veo instaladas muy a gusto en los pueblos que se llamaron Turdetanos, Bástulos y Túrdulos, donde si alguna novedad enseñan, más pueden aprender en achaque de danza y meneos graciosos con crótalo y laúd... Pero se cae usted de sueño, y no es bien que yo le robe el descanso.

Tarsis.—Sueño no falta... Pero el gusto de oír a un hombre tan sabio vale por diez camas... Siga.

El Capataz. (Acercándose respetuoso.)—Déjele, don Angosto, digo, don Augusto. El pobre está rendido.

p. 164Becerro.—Idos al descanso... ¿Qué tenéis para mañana?... ¿Vais al campamento romano dejando a medio desescombrar la calle longitudinal de la ciudad celtíbera?... ¡Error, desatino! (Triste, sacudiéndose un cínife que picarle quería.) Si aquí mandase yo, establecería en los trabajos el sistema perpendicular combinado, concretándome a la calle numantina que puedo llamar calle maestra de la ciudad heroica... Descubierta la romana, apurar el descubrimiento de la celtíbera, y proceder luego a descubrir la ciudad prehistórica, dedicando a esto las calles transversales. Llamo a este sistema perpendicular combinado porque, ahondando siempre, exhumo a Numancia en el sentido de Norte a Sur, y a la ciudad prehistórica en las calles de Este a Oeste... Pero yo no mando, yo no dispongo nada... He venido de agregado al caos, o sea lo que llaman administración... Amigos, buenas noches. Que descansen: yo no tengo sueño y estudiaré hasta el alba... Un momento; óiganme dos palabras. La ciudad prehistórica, innominada y desconocida, es más interesante que todo lo romano y lo celtíbero. Para mí, la ciudad que yace debajo de Numancia es una de las que Gerión, natural de Caldea, fundó en esta comarca, ocupada siglos después por los arévacos... Y aquí fue donde los hijos de Gerión mataron, como ustedes saben, a Trifón, hermano de Osiris...

El Capataz.—Don Augusto, buenas noches.

Becerro.—Adiós. (Para sí, dirigiéndose a su cuarto.)p. 165 Estas pobres bestias en dos pies son máquinas musculares, que no piensan más que en fortalecerse con la comida y en engrasarse con el sueño.

El Capataz. (Andando con Gil hacia su alojamiento.)—Este don Augusto está un poco ido.

Tarsis.—Enteramente ido. Sabe mucho.

El Capataz.—Sabe; pero no rige... Es un infeliz. Le han mandado aquí como para darle una limosna.

Becerro. (En su cuarto, requiriendo libros y papeles.)—¡Feliz hora esta de soledad y silencio! Sigo excavando en tu ser espiritual, ¡oh Numancia! como esos brutos desentierran tus huesos... Decidme, mujeres numantinas: ¿qué sentíais, que pensábais ante la ilustrada fiereza de Escipión Emiliano? Hablad, bárbaras hermosuras, inflamadas en el santo amor de vuestros héroes, sacerdotisas de la dignidad de vuestro pueblo. ¿Y vosotros, niños numantinos, con qué juegos os adestraban para la guerra? ¿Jugábais a manejar la honda, a imitar las catapultas y arietes de vuestros enemigos?... Quiero saber si vuestras madres os llevaban pegados a sus pechos cuando iban a disparar flechas contra el romano... Héroes, decidme qué os daban de cenar vuestras mujeres cuando volvíais de la pelea: ¿cenabais guiso de cecina con erebintos, que hoy llamamos garbanzos? ¿En los fieros combates os excitábais apurando esa bebida hecha de cebada, que llamabais celia? Señoras numantinas, lo que esta noche quiero desentrañar es si vuestra religiónp. 166 os permitía la poligamia, si vuestros sacerdotes eran castos, si erais charlatanas y presumidas, y os componíais mucho para ser gratas a vuestros hombres. Decidme si asistíais gozosas a esos templos formados por grandes peñascos enhiestos, si veíais con gusto correr la sangre en los sacrificios, si cuando descuartizábais al prisionero alababais a vuestras feroces divinidades, y si teníais fe en el arúspice que del examen de las entrañas de la víctima sacaba el conocimiento del porvenir... Decidme, hombres, si entre vosotros hubo sabios investigadores que se dedicaran, como yo, a esclarecer las oscuridades paleolíticas. Preguntadles, os lo suplico, si vuestra lengua procede del caldeo o del etrusco. ¿No llamáis a los gazapos laurices, al vino bacho y al escudo cetra?... A los sabios preguntad si la población prehistórica enterrada bajo vuestra Numancia es Andarisipo, fundada por los Tartesios, según mi amigo Estrabón, o Copsanio, de origen cántabro, según Pomponio Mela... (Pausa. Prepárase a escribir.) ¡Hermoso silencio! El alma del erudito se extasía en la sublimidad de estas ruinas gloriosas. ¡Oh ensueño, oh dulce embriaguez de los enigmas atávicos! Ya que no venís a mí, hermanas pelásgicas, etruscas o fenicias; ya que no quiere Dios que yo penetre el misterio de vuestro origen, dejadme que busque y husmee vuestras huellas; y a estas piedras dormidas preguntaré si sois hijas de Atlas o Héspero, si os trajo Gárgoris,p. 167 rey de los Curetos, para que fuerais fundamento y troquel de la civilización hispánica... Mientras Numancia duerme, el erudito vela, y entrega todo su ser al deliquio histórico... El enamorado de la antigüedad os busca, os persigue, os evoca con su abrasado aliento... (Poseído de frenético entusiasmo.) ¡Oh! ya me siento león... ya mis dedos son garras, ya sacudo la melena, ya la fiereza hierve en mi corazón, ya causo espanto, ya resoplo, ya rujo... Allá voy. (Salta por encima de la mesa y sale rugiendo.)

Tarsis. (Agitándose en su camastro.)—¡Ay de mí! ¿Qué es esto? Caí en el primer sueño como en un pozo, y ahora... ¿Qué ruido es ese que me atormenta?

El Capataz. (Despertando.)—¡Eh! ¿Qué te pasa? ¿Hablas dormido?

Tarsis.—Me ha despertado un ruido espantable...

El Capataz.—¡Otra! Se me olvidó decirte que ronco como un piporro...

Tarsis.—No es ronquido lo que oigo, sino el baladro, alarido de animal fiero.

El Capataz.—Oigo a los perros que ladran a la luna.

Tarsis.—Es más fuerte y temeroso que el ladrar de los perros. Ahora suena cerca de aquí, ahora se aleja. Escuche. ¿No tiembla usted?

El Capataz.—¿Yo qué he de temblar, contra? No tengo miedo a embelecos de las ánimas.

Tarsis. (incorporándose.)—¿Ánimas dice? Será el ánima de un león. Lo que se oye es el resoplidop. 168 de una fiera. El rugido sale algo cascado, como si el león padeciera moquillo.

El Capataz.—¡Otra!... Ya sé lo que es. Los que andan de noche por las cavas dicen que han visto un león grande y flaco... que corre y salta furioso sobre las ruinas, dando resoplidos al modo de los perros que rastrean. Un trabajador de acá salió con escopeta, y le soltó un tiro sin hacer blanco... Es ánima del león de la antigüidad, que del otro mundo viene a la querencia de las piedras, y mete el hocico olfateando huesos, o ceniza de madera y ladrillos que entavía huelen a quemazón.

Tarsis. (Recostándose.)—El león de Hesperia...

El Capataz.—Duérmete, bruto, y otra noche saldremos a verlo...


XV

De lo que vio y sintió el caballero en el osario de Numancia.

Al trabajo en las excavaciones fue Gil el siguiente lunes con cierta emoción religiosa. No era lo mismo arrancar piedras de un monte para el afirmado de un camino, que sacar de la tierra las que dos mil años ha fueron asiento y abrigo de un pueblo perpetuado en la excelsitud de la Historia. De los veinte o más hombres que allí trabajaban, tal vez Gil erap. 169 el que mejor comprendía toda la grandeza de aquella exhumación. Revolviendo tierras negras, tierras coloradas, se iba penetrando de lo que hacía. Por las explicaciones que en su tosco lenguaje le dio el capataz, descifraba los caracteres del suelo. Lo negro era la ciudad romana, que los vencedores construyeron sobre los restos de la ciudad celtíbera; lo rojo era Numancia quemada, escoria de ladrillos calcinados y cenizas revueltas con huesos y trozos de cerámica. Entre este material que los azadones cuidadosamente movían y las palas apartaban, aparecían los sillares de labra tosca, ajustados con barro. Las piedras formaban paredes, y las paredes habitaciones, y estas casas, y las casas calles...

Recorrió el caballero en largo espacio una vía perfectamente empedrada. Al pisarla, pudo imaginar que hallaba huellas recientes, huellas de hace dos mil años, que aún vivían o resucitaban en la mente del explorador poseído de respeto y emoción... y allá en lo más hondo, yacían los huesos de otra ciudad enterrada por los numantinos al construir la suya; de una ciudad, en cuyo suelo el Tarsis del siglo XX sentía las pisadas del Tarsis prístino, desvanecida imagen de los tiempos.

Desde que llegó a Numancia, el asendereado Gil padecía crisis aguda de imaginación, con disloque de nervios y propensión a ver en anárquico desorden las realidades físicas. La soledad, el no saber de Cintia, el desamparo en que le tenía la Madre, y la presencia y contacto de Becerro, le llevaron a tal estado. El chisporroteo mental del erudito prendía en lap. 170 mente de Tarsis, y la inflamaba en fúlgidos delirios... Por las noches, en la sobrestantía de Garray, tenían un poco de tertulia los que allí se albergaban, y en tal reunión solía buscar un rato de amenidad la pareja de Guardia Civil. Uno de los dos guardias era ceñudo y áspero; el otro, más joven que su compañero, se distinguía por su afabilidad y buen modo, no incompatibles con la rigidez disciplinaria. Llamábase Regino, y entre él y Gil, de palabra en palabra y de franqueza en franqueza, llegó a establecerse simpatía precursora de amistades. En la tertulia se hablaba de política, del avance de la exhumación numantina, de las chicas del pueblo, de chismes, historias y consejas, y una noche salió a relucir el cuento del león fantástico, que rugiendo y dando resoplidos corría de piedra en piedra.

—Me paiz —dijo el capataz— que ese león será escapado de los que en un jaulorio hicían junción de circo en Zaragoza.

Un mozo sostuvo que lo había visto hozando en las ruinas, y apretó a correr asustado del caragesto del animal y de su soplido. Riendo el guardia civil Regino de tales apreciaciones, dijo que la curiosidad le movió una noche a salir a ver al león, y...

—Señores, están ustedes locos o atontados por el miedo. Yo vi a la fiera, y aseguro que no es fiera, sino un perrazo de los que llaman de San Bernardo, animal hermoso, aunque algo viejo.

Incitado el gran Becerro a dar su opinión, dijo gravemente:

—Caballeros, en ningún caso puedo yo confundir perros con leones, porque a estos nobilísimos y fieros animales conozco yp. 171 trato de antiguo... No se ría usted, Regino, y perdone que le diga... vamos, que el ente zoológico que usted vio paseándose majestuoso por las ruinas, no pudo ser perro, y que no lo tendremos por tal, aunque usted nos lo pinte con la noble prestancia perruna de los llamados del Monte de San Bernardo. También diré a usted y a todos los señores presentes, que es simplicidad sostener que en España no hay leones, como no sean los que adiestrados por domadores bárbaros muestran su ferocidad mercenaria en el circo. Y yo pregunto al amigo Regino y a su compañero: ¿Cómo negáis que existen leones, si vosotros mismos, bravos hijos de Marte, lleváis dentro el animal que es símbolo de la fortaleza y heroísmo? ¿Y lo que dentro lleváis, no podríais en un momento supremo sacarlo al exterior, asimilándoos la forma leonina en la especie de pelos, melena, uñas, rugido y fiereza? ¿Rechazáis tal hipótesis? Pues yo os aseguro que conozco... que he conocido personas de alma tan encendida en ardor patriótico, y tan enamorada del emblema heráldico de nuestra raza, que llegaron al puro éxtasis y a la perfecta identificación con dicho emblema. En sus paroxismos, esos seres privilegiados, cuando hablaban, rugían, y al querer andar, saltaban, y armados se veían de terribles garras, revestidos de bermeja pelambre y de una melena gallardísima... Pero noto incredulidad en vuestros semblantes, y os digo: «Dejemos por ahora este asunto, que tiempo vendrá de tratarlo con la debida formalidad... Caballeros, buenas noches. Me voy a mi cueva.»

p. 172Gran burleta hicieron todos de lo que habían oído. Pero Gil no tomó a risa las irradiaciones de la encendida mente de Augusto. Ya se sentía herido del amor a lo sobrenatural, y llagado de la pasión de las cosas absurdas o descomunales. A la mañana siguiente, sus ojos dieron en alterarle, si no la forma, el tamaño de los objetos. Al principio las personas cercanas se le ofrecían en su natural talla; pero las distantes se agigantaban hasta alcanzar estaturas de veinte o más metros. Después, todos, él mismo, eran gigantes, y las ruinas de una extensión desmesurada que en los horizontes se perdía. Los pucheros rotos que extraían de la tierra eran como tinajas, y las ánforas llenaban con su abultado vientre un gran espacio. De estas alucinaciones tenía la culpa Becerro, que al verle salir para el trabajo y hablarle de la grandeza de aquel noble escenario, le dijo:

—Aquí, Cipión, no hay nada pequeño... Todo es colosal. Yo encontré en los escombros de una casa celtíbera un alfiler que era del tamaño de las modernas espadas. No se ha determinado aún la talla de los numantinos, que era como la de una mediana torre.

En el recogimiento de la noche, observó con gozo que los objetos recobraban el tamaño con que comúnmente los vemos. Durmió tranquilo, y al despertar, tuvo la grata sorpresa de ver entrar de rondón en el cuarto a Cíbico y su ardilla. Esta se subió a un alto armario, y el buhonero abrazó a su amigo diciéndole:

—He tardado... he tenido que ir a Soria. Te traigo noticias de Pascualita. Sal y hablaremos.

Vistiose Gil, salieron, y camino de las ruinasp. 173 desembuchó Cíbico cuanto llevaba.

—Lo primero: he visto a tu novia. Me ha dicho que vayas a Soria, que quiere hablarte.

Gil saltó diciendo:

—Vamos ahora mismo.

Bartolo, recomendando con expresivo gesto calma al amigo y quietud a la ardilla, prosiguió así:

—No seas tan vivo. Oye esta buena noticia. Ya tiene Pascualita el nombramiento de maestra para no sé qué pueblo. La pobrecilla está loca de contento, pues ya gana su pan, y se quita el dogal de sus tíos, que es fuerte apretura.

—Vamos, vamos allá hoy mismo, —volvió a decir Gil.

Y Bartolo, con semblante risueño, replicó:

—Hoy no vamos, por varias razones. La primera, que tu Pascuala y sus tíos vienen aquí esta tarde a visitar las ruinas. Les ha invitado, y en coche les traerá, el secretario del Gobierno Civil... Aunque ese gaznápiro de don Saturio hará el papelón de adorar el cuerpo santo de Numancia, viene con otra idea. Lo sé de su boca, que nunca miente cuando habla de sus necedades. Viene a proponer a los arqueólogos de acá y al señor ingeniero director de las cavas, que ajonden, que ajonden, como decía el gitano del cuento, porque debajo de todo este terreno que a la vista se ofrece, todo es plata. ¿No te ríes?... Otra cosa: me ha encargado Pascuala que no le hables, y tan solo la mires de lejos... Ella... supongo que a ti te mirará de lejos, y aun de cerca... que para eso del mirar fingiendo que no miran tienen las mujeres un juego de pupilas que ya, ya... Bueno: pues hay otra razón para que no podamos irnos hoy, y es quep. 174 tengo que mirar a mi negocio. Me han dicho al llegar aquí que en estos días han salido de la tierra cosas muy lindas de barro y de metal. ¿Y a ti no te ha deparado San Antonio alguna monedita, o siquiera un cascote de ánfora con dibujo a rayas, de ese que los señores sabios llaman inciso?

Como Gil le respondiera negativamente, añadiendo que si algo hubiera descubierto lo habría presentado a los señores, Cíbico se burló de sus escrúpulos, espetándole la vieja fórmula vulgar de que lo que es de España es de los españoles.

Luego añadió, metiendo mano al bolsillo:

—Pues mira, por llegar pesqué esta medallita... Aunque es de cobre tiene un gran valor, por ser, como reza el cuño, del tiempo de un tal Sila. Es igual a otra que tuve y vendí. Se la compré esta mañana a un chico de Calatañazor que trabaja en el Campamento Romano.

Se pararon. Cíbico le señaló un lugar distante donde se vislumbraba hormiguero de cavadores, y dijo:

—Aquel es el primer campamento que estableció el sinvergüenza de Escipión... El hombre no se anduvo en chiquitas. No alojaba sus tropas en tiendas de lona, sino en casas de piedra, que formaban como ciudades, con sus calles y todo...

En esto vieron venir a la pareja de Guardia Civil, y oyeron la voz de Regino, que al aproximarse gritaba:

—Hola, maldito Corre-corre; ¿ya estás aquí? Gracias que te esperamos sentados.

Saludáronse los cuatro cordialmente, y el ambulante abordó al guardia de este modo:

—Ahí tienes ya las postales. Esta noche te las daré: son muy lindas... Pero ¡ay!p. 175 la más graciosa que te traía... ¡vaya una preciosidad!... una hembra como un capullo de rosa... y en camisa... con aire de inocencia deshonesta, como quien tapa y destapa. Pues, hijo, te has quedado sin ella... Me la birló el cura de Buitrago. (Risas.) Al darle otras que me había encargado, vistas de catedrales y de la Cara de Dios, que está en Jaén, se me fue entre ellas la tuya con la señorita vergonzosa en camisa... Una equivocación... (Carcajadas.) No te quiero decir cómo se puso el hombre al ver la profanía... Su cara echaba lumbre, rediós; le tembló la papada, apretó los puños... «Grandísimo canalla —me dijo—, voy a denunciarte al Gobernador para que te meta en la cárcel por vender estas porquerías»... Temblando del susto, le contesté: «Don Atanasio, yo... yo vivo con todos... Se la di porque venían mal barajadas... Venga esa porquería, que era para otro cura»... Y él: «No, no te la devuelvo, bandido, recadista del Infierno... Me quedo con ella, me la llevo a casa... pero es para quemarla... Contigo debiera la autoridad hacer lo mismo»... Yo: «Pero, señor cura, deme...» Y él: «No te la doy... Y para que veas que soy hombre de conciencia, te la pago... Toma.» Me pagó, y al partir me bendijo. (Gran fiesta y chacota.)

Separáronse, marchando las dos parejas en direcciones contrarias. Mientras Cíbico recorría casas de Garray buscando con huroneo sigiloso monedas o fragmentos de cerámica para su granjería arqueológica, Gil tiraba de pala y azadón en el lugar donde le habían puesto, y atento al trabajo manual dejaba que su vagabundop. 176 espíritu aleteara en la ilusión de ver a la ideal Cintia...

Y antes que llegase la hora de la tarde en que presumía el aparecer de su dama, Gil se vio acometido por segunda vez del engaño visual, consistente en ver agrandados desmesuradamente los objetos. «Vamos —pensó el mozo—, ya estoy otra vez entre gigantes. ¿Para qué me pondrá la Madre en los ojos del alma estos cristales de aumento? Sin duda para que la magnitud de lo que veo me enseñe la elevación de ideas.» Esto pensaba cuando vio a Cintia que de Garray venía, llevando de un lado a su tío, de otro al secretario del Gobierno; seguía detrás doña Baltasara con un bigardo peripuesto y de innoble facha, y en último término la pareja de la Guardia Civil. El secretario, que era un sujeto inflado, seco y vacío como un expediente, con bigote de moco y corbata colorada, se había hecho acompañar de la pareja para darse el pisto de llevar a sus invitados con escolta. Doña Baltasara era mismamente una bruja, y don Saturio, ocultos los ojos con gafas azules, los dedos gafos y nudosos metidos en guantes negros, el afilado rostro sin otra expresión que la de su inconmensurable imbecilidad, avanzó hacia las ruinas con andar y actitudes de hombre muy corrido y entendido, de esos que no se rebajan fácilmente a la admiración.

Entre esta corte de grotescas figuras iba Cintia o Pascuala como una reina, que si su hermosura la enaltecía, no la realzaba menos su modestia. Vestidita con deliciosa sencillez, sin sombrero, porque no lo tenía; la cabezap. 177 tocada de un velito, su traje de merino azul oscuro muy parco en adornos, sus guantes, su calzado de cuero amarillo, cuantos la veían pasar se la comían con los ojos. Ya se sabe que a los de Gil, las figuras de Cintia y sus cargantísimos acompañantes medían talla más que gigantesca. Si esto daba grandiosa monumentalidad a la gentil estatua de Cintia, a los otros les agrandaba la fealdad, haciéndola monstruosa. Con fija mirada les siguió Gil en sus movimientos y en su examen de las reliquias descubiertas. El inmenso majadero don Saturio señalaba enérgicamente al suelo con su bastón, y a ratos lo hincaba en la tierra, cual si amenazar quisiese a los antípodas, y hacía desaforados aspavientos, que el caballero de este modo tradujo: «Señores, hagan caso de mí; ajonden, que debajo de esta broza hay un mar de plata. Yo lo sé; soy perito en capas de la tierra. Tengo el secreto; no me falta más que dinero para ajondar

Después que divagaron los visitantes entre montones de tierra y paredones desenterrados, volvieron en dirección de Garray para ver el Museo. La parada junto a donde Gil trabajaba fue lenta y no sin peripecias. Por los desniveles del terreno y los obstáculos que a cada paso se ofrecían, obligada se vio la bella joven a dar algunos brinquitos, recogiendo un poco su falda... Aquí le ofrecía la mano el Secretario, que pomposamente conciliaba la cortesía con la autoridad; allí, por encontrarse más cerca, la sostenía Regino. Cada mal paso era motivo de joviales comentarios. Al pasar Pascualita cerca de su enamorado, desplegó todo el artep. 178 mujeril para echarle tiernas miradas oblicuas sin que nadie lo notara... Alejáronse la familia de Borjabad y acompañantes: sus tallas gigantescas no presentaron otra disminución que la que marcaban las leyes de perspectiva... Desaparecida la señora de sus pensamientos, Gil quedó en un mundo enano y oscuro. El sol escatimaba su luz; apagábanse las voces, derivando en salmodia de tristes murmullos; hombres y animales eran seres canijos y desmayados, que pataleaban para no hundirse en la tierra húmeda. Esta se estremecía débilmente con amagos de terremoto, como queriendo sepultar a la generación presente junto a los huesos de la edad neolítica.

Con estas morbosas sensaciones, que eran las muecas de su melancolía, pasó Gil lo restante de la tarde; y a la hora de suspender el trabajo, fue a recogerle Cíbico, que le llevó a su alojamiento, en una casa de las más pobres del pueblo. Quería mostrarle algunas bagatelas arqueológicas recién adquiridas, migajas o raspaduras de la Historia: una chapa, dos fíbulas de cobre, y un cuchillo de piedra. Esta última pieza diputaba por muy valiosa, y se relamía pensando en los buenos duros que habían de darle por ella. Las fíbulas mostró a su amigo, dándole acerca de tales baratijas o adornos explicaciones muy eruditas. Eran al modo de broches con que las señoras y señoritas de Numancia se sujetaban el manto. Una era como culebrita de dos cabezas graciosamente curvadas; otra como una omega, con los trazos superiores en rosca.

—Me figuro yo —decía Bartolito— que las damas de aquel tiempo se componíanp. 179 y emperejilaban mismamente como las de hogaño, con una transcendencia de perfumería que daba gloria olerlas... Y me figuro yo que cuando iban a sus bailes y zambras, se pondrían sus mantones de Manila, o cosa tal, prendiditos al pecho con estas que llamamos fíbulas, y que vienen a ser como los imperdibles que yo vendo a real o real y medio... De faldas iban muy ligeras, calculo yo, y se las arremangaban hasta más arriba de la rodilla. Así lo he visto en unas pinturas de la Academia de Zaragoza... En la delantera o pechuga llevaban muy poca tela; de forma y manera que lo iban enseñando todo... Para mí, Gil, y esto es idea mía, las damas que moraban en esos terrenos que estás desescombrando, tenían tanta vergüenza como San Sebastián pantalones... Todo por culpa del gentilismo, verbigracia, religión de ídolos.

Atención tan vaga prestaba Gil a su amigo, que la charla de este poco más era que el zumbido de un moscardón. Comprendiéndolo así Cíbico, ya dispuesto a cenar en compañía de su ardilla, que le saltaba de las piernas al hombro y del hombro a la cabeza, varió así de registro:

—Cuando los Borjabades iban a coger el coche, me acerqué a saludar a tu novia. «Bartolo —me dijo Pascuala con un guiñito—, si vas a Soria mañana, no dejes de llevarme la seda verde.» ¿Has entendido? Seda verde quiere decir: «necesito comunicación». El recado que para ti me dé la flor de la maravilla, entrará en tus oídos mañana a estas horas.

Retirose Gil consolado con estas ofertas y planes, y se fue a su alojamiento en la sobrestantía,p. 180 donde le esperaba la cena, y después la entretenida tertulia que allí solían tener el capataz, la pareja de Guardia civil y otros amigos. Apenas llegó al ruedo, le cogió Regino por un brazo llevándole aparte, y fuera de la puerta se sentaron para charlar de cosas que no interesaban a los demás. Era el joven guardia muy comunicativo, afable en el trato, como hijo de muy decente familia empobrecida. No carecía de instrucción elemental; distinguíase por su exactitud en el servicio, y por su proceder noble y generoso en la vida privada, por sus movimientos efusivos con derivaciones románticas. A poco de tratar a Gil, que en Numancia era Florencio Cipión, le dio paso franco a su simpatía, después a su amistad, pronto a su confianza. Contábale a menudo episodios interesantes de su vida, en la que fueron pocas las venturas, muchos y grandes los sacrificios. De sus amores desgraciados hizo relato que parecía novela. La última novia que tuvo le amargó la vida con horrible desengaño... Y él paseaba su tristeza por los caminos que la pareja había de vigilar, y consolábase con la idea de sorprender criminales en quienes descargar sus destemplados humores.

Pero de improviso surgió en el alma del buen Regino una ilusión potente, que le anunciaba nuevas alegrías y consoladoras esperanzas. Con impaciencia pueril anhelaba comunicar al amigo el sentimiento que, apenas nacido, no le cabía ya en el corazón; y de esto vino el cogerle y llevarle aparte para decirle:

—Deseaba verte para referirte lo que me pasa. Hoy ha sido para mí día grande, día de esperanzap. 181 y de creer en Dios y en la Virgen. He visto hoy una mujer que me ha vuelto loco. Apenas la vi, la tuve por la mujer única, por la que ha de colmarme la vida. Engañado viví con otros amores, y ahora me alegro de que pasaran, y del martirio que me dieran me río, como se ríe uno de los castigos que le aplicaron en la escuela por no saber la lección.

Viéndole venir, Gil turbado y suspenso le interrogó con dos palabras, y el guardia se clareó al instante con estas candorosas explicaciones:

—La vi esta tarde visitando las ruinas con su familia y el Secretario del Gobierno de Soria, y solo de verla quedé perdidamente enamorado de ella, como si de antes enamorado estuviese por haberla visto en sueños. Luego he sabido que se llama Pascuala, que es maestra con título, y sobrina de aquellos señores adustos que la acompañaban... No hablé con ella, ni el respeto me lo habría permitido... Solo mediaron entre ella y yo estas palabras: «Sí... no... gracias... deme usted la mano... No tenga miedo... gracias... Para servir a usted... gracias...» ¡Qué metal de voz!... Se me metía en el alma como una música de serafines... ¡y qué ojos, Florencio; qué mirar semejante al mirar de las estrellas, cuando las estrellas le cogen a uno pensativo y con murrias!... Supongo que entenderás esto, pues eres hombre agudo... Y, por último, mañana mismo le escribiré a Soria pidiéndole relaciones; y si me atiende, como espero, y nos tratamos, y del trato quedamos de acuerdo... bien avenidos el uno con el otro, aquí tienes a un hombre dispuesto a casarse, y se casará como hay Dios.

p. 182No esperó Gil el final del concepto para levantarse, y en pie junto al guardia, con voz de convicción severa, le dijo:

—No te casarás, Regino, porque esa mujer, esa Pascuala... y de su verdadero nombre hablaremos luego... esa que llamas Pascuala tiene ya dueño. Y para que desistas de tu pretensión, bastará que sepas que es mi novia; debiera decir mi mujer, porque juramento de tal me ha hecho, y palabra de esposa me ha dado, sin que yo tenga la menor duda de su fe, y de la verdad con que me entregó su corazón en prenda de su mano.

Levantose también Regino, movido de sorpresa y del estímulo de su dignidad, hombre por hombre... y Gil prosiguió con mayor brío de este modo:

—Es mía esa mujer. Por ella estoy aquí; por ella soy o parezco esclavo, pegado a una herramienta vil. No está ya en mi poder por la malquerencia de unos tíos tan infames como imbéciles. Pero eso no me importa. Yo venceré con la ayuda de Dios... Y ahora te digo que si no me reconoces el derecho de primacía y te obstinas en pedir relaciones a mi mujer, se acabaron las amistades, y empieza desde este momento la enemiga más fiera entre los dos. O te mato yo, para quedarme solo frente a ella, o me matas tú a mí, para que sobre mi cadáver la enamores y la rindas, que no la rendirás. Di pronto si avanzas o retrocedes, si eres amigo o enemigo; y en caso de que te declares rival, no despuntará el día de mañana sin que se decida cuál de los dos quedará en este mundo.

Vaciló Regino en la respuesta. Los sentimientos que en el campo de su alma chocaronp. 183 en brava pelea durante segundos, no pueden definirse. Quedó triunfante la honradez generosa, la cual no tardó en recibir aliento de las virtudes nativas que fortalecían su ser. Pasando su brazo sobre los hombros del amigo, le dijo con sinceridad valiente:

—Antes que enamorado soy hombre de bien, y aunque en mí no ves más que un triste número de la Guardia civil, me tengo por caballero... Lo que acabas de decirme me arranca la última ilusión, la última... ya no más... Es mi destino sacrificarme: ayer por una madre, hoy por un amigo... Veo la flor soñada; me acerco... y una voz me grita: ¡atrás! ¡Bonito papel hago en el mundo!... cuadrarme para que pase otro. Bien, Florencio: de lo dicho no hay nada. Que tu novia sea tu mujer... Que seas feliz... El ser tú dichoso y yo desgraciado, no estorba, no, para que seamos amigos.


XVI

Refiérense nuevas aventuras y desventuras del caballero peregrino.

Estrecháronse con fuerte apretón las manos el guardia y Gil, con lo que el primero dio fe de su hidalguía y el segundo de su gratitud, correspondiéndose ambos en nobleza y caballerosidad. Bueno será decir que si Regino concedió fácilmente su amistad a Florencio Cipión a poco de tratarse, no tuvo poca parte en ello la idea de que bajo las apariencias del rústicop. 184 se escondía un caballero, el cual, por reveses de fortuna o por otras causas impenetrables, disfrazaba su verdadera condición. Algo de esto debió indicarle Cíbico, y él no dejó de advertir la disparidad entre el humilde oficio del hombre y su habla, rostro y actitudes. Y dicho esto, conviene añadir que también Gil notaba en Regino disparidad análoga. Dentro del joven guardia civil alentaba un ser de calidad superior. Así lo revelaban sus expresiones y pensamientos, nunca villanos, casi siempre nobles; sus ojos azules, que dejaban transparentar una segunda mirada, en acecho de ocasión para ser primera y recobrar su prístino estado. Esto lo veía Gil, o se lo figuraba en el intenso erotismo de su imaginación.

Terminaron, como se ha dicho, la disputa de rivalidad amorosa, y procediendo los dos discretamente, hablaron de otro asunto y se agregaron al ruedo familiar de los amigos... Disuelta la tertulia y retirados los guardias, Florencio Cipión se acostó firmemente persuadido de haber encontrado en Regino un nuevo caso de encantamiento. «No tengo duda —decía—, encantado está; solo que aún se halla en el primer tiempo de la transformación mágica, y no se ha dado cuenta de que fue persona criada en esfera más alta, traída sabe Dios cuándo a la presente llaneza por delitos o graves ofensas a la Madre... ¡Pobre Regino! O no entiendo yo de encantos, o compañeros somos de esclavitud y expiación. La común desgracia nos hace hermanos... Adelante.»

Clavada esta idea en la mente del caballero, hizo propósito de estrechar su amistad con Reginop. 185 hasta llegar a la compenetración de alma con alma; pero de tales pensamientos le distrajo, en la tarde del siguiente día, la llegada de Bartolo con premioso mensaje de Cintia-Pascuala. Fue así:

—A Soria fui con seda verde, y vuelvo con seda colorada. Me ha dicho tu novia que vayas allá inmediatamente. Ya tiene pensado dónde y cómo podréis hablaros, y decidir todo lo que toca a vuestras incumbencias para el hoy y para el mañana... Conque despídete, cobra, y esta noche vamos andando los dos... Se me olvidaba lo principal, y es que a Pascuala le han dado ya los señores Gaitines la escuela de párvulos que le ofrecieron. El lugar es Calatañazor, encaramado en un cerro, entre centinelas de picachos que asustan, y muros deshechos de un viejísimo alcázar o ciudadela.

Tomó resuello Bartolito para seguir informando:

—El pueblo es horrible, pobre; pero Pascualita se conforma esperando mejorar de localidad. Los tíos se quedan en Soria muy contentos de que la niña cobre del procomún unas miajas de sueldo, que suponen cocido flaco y sopas... En Calatañazor vive un Borjabad que trafica en cordelería... Viven también Gaitines, que esta casta maldita por todo el contorno extiende sus rejos y garfios... Que yo conozca, hay allí una Quiteria Gaitín, que es la más rica del pueblo. Tiene muchas cabras, cuatro cerdos, y un hijo que es secretario del Ayuntamiento. Te lo cuento para que sepas que te saldrán enemigos en aquellas peñas y ruinas de fortalezas, donde lo menos temible es el sin fin de escorpiones y sabandijas quep. 186 moran en ellas. Lo primero es que hables con tu novia, la cual, combinando su agudeza con tu talento, discurrirá contigo lo que debéis hacer para salir de penas... Otra cosa se me olvidaba, que es muy importante: el bobalicón de don Saturio ha encontrado la horma de su necedad: un francés que ha caído en Soria con la fantesía de buscar tesoros ocultos. Para mí que es un farsante; pero él se intitula ingeniero, y ha vuelto al tío de tu novia más loco y más bobo de lo que estaba... Dice el francés que habrá capitales... Dice don Saturio que él, como buen zahorí, responde del mar de plata... Total: que mañana salen para la sierra del Almuerzo, donde harán calas y cataduras. Dígote esto, para que veas que tu peor enemigo se te aleja, o se va volando como las brujas, montado en la escoba de su mentecatez.

Con lo dicho y algunos detalles añadidos por Cíbico, quedó Gil bien informado, y prontamente se dispuso a levantar el campo... Al anochecer partió con Bartolito; en breve jornada llegaron a Soria y alojáronse en un posadón próximo a la iglesia colegial de San Pedro, no lejos del puente sobre el Duero. Eligió Bartolo este sitio por cercano a la vivienda de Pascuala, junto al Carmen. Lo primero que el buhonero recomendó a su protegido fue que permaneciera en la posada fingiéndose enfermo, pues el no dar a conocer su persona en las calles era un ardid estratégico de indudable conveniencia. Cíbico, trotando por la ciudad en el metisaca de su negocio, se encargaba de prepararle la entrevista con la guapa moza, la cual pudo efectuarse a la noche siguiente enp. 187 un callejón anguloso y casi desierto, al costado del Carmen.

En la alegría de verse y estrecharse con efusión las manos, se les fue a los novios buena parte del tiempo marcado para la duración de la entrevista. Por primera vez desde las placenteras noches de Ágreda se veían juntos, en soledad amorosa, protegidos del silencio amigo y de la discreta luz que de la luna encapuchada venía. Repitieron la canción de sus puros afectos, y el madrigal de su inquebrantable constancia y desprecio de contrariedades del mundo, y en el poco tiempo que les quedó de estos apasionados dimes y diretes, reforzados con la doble cadena de sus brazos, que más sabían apretarse que distenderse, trataron de las resoluciones prácticas que habían de tomar.

Dijo Cintia que al día siguiente tempranito saldría para Calatañazor, a posesionarse de su escuela y comenzar su trabajo. Irían con ella su tío, en segundo grado, Aniceto Borjabad; la esposa de este, llamada Sabina, y un chico de Quiteria Gaitín que era secretario del Ayuntamiento. Desechara Gil sin vacilación alguna la idea de acompañarla en aquel viaje. Sería muy peligroso que las personas que habían de ir con ella conociesen a su novio. Este se quedaría en Soria, para salir dos días después con Cíbico, que en cuerpo y alma estaba con ellos, y de cabeza les amparaba y servía.

Oyó Gil con frialdad este plan que desbarataba el suyo, más expeditivo y de solución inmediata; pero hubo de ceder a las discretas razones de Cintia, que en aquel caso era la prudencia de la mujer atenuando la temeridad delp. 188 hombre. Con tristeza se resignó este, y ofreció no aportar por Calatañazor hasta que le llevase en su ambulancia comercial el pacotillero, como llevaba su ardilla y los carretes de hilo y algodón. Sentía sobre sí el peso de la esclavitud que su encantamiento le imponía, y toda línea de conducta que él se trazara con libre voluntad, quedaba desvanecida por el férreo trazo de la misteriosa mano invisible.

Salió Cintia para Calatañazor con la guardia de enfadosos parientes o amigos; salieron con tres días de diferencia Bartolo y Gil, este en guisa de ayudante o escudero: llevaban una burra cansina y añosa cargada con la ropa de ambos, y los paquetes de género para una expedición que había de extenderse hasta Roa y Peñafiel. Compró Cíbico la pollina en Soria, donde algunos dineros tenía, aumentados con doce duros que le dio un inglés por el cuchillo neolítico, y que seguramente figuraría en un museo de Londres. Iba el jefe del convoy muy gozoso, alegrando al paso el país y la gente que encontraba; a Gil agobiaban de tal modo el peso de su tristeza y el embarazo de su esclavitud, que en largas horas de camino apenas pudo Bartolo sacarle del cuerpo escasas y frías palabras. Escala hicieron en Golmayo, con algunas ventas; escala provechosa en Carbonera; pasaron después a Villaciervos, donde les fue bien, y mejor en Villaciervitos; llegáronse luego a Mallona, donde tuvieron una larga estadía, por habérseles enfermado la burra (de catarro intestinal, según diagnóstico de Cíbico, que se vio precisado a oficiar de veterinario y clistelero), y al fin, a los veinte díasp. 189 de partir de Soria, despacito y con descanso, más por la burra que por las personas, avistaron la histórica villa de Calatañazor, empingorotada en un cerro, guarnecida de torres y de imponentes y ceñudos peñascos.

La impresión de Gil al trepar, casi gateando, por la pendiente que conduce al pueblo, fue horrorosa. ¿Vivía gente allí, habiendo en el mundo tantos y tantos lugares menos desapacibles? Traspasaron la muralla por una caduca puerta entre carcomidos torreones, y dentro seguían los desniveles espantables, calles en cuesta, calles con escalones, casas montadas sobre casas, arroyos lindando con tejados, una iglesia de aparato monumental, en las puertas gente asustada de ver forasteros, aunque de muchos eran conocidos Bartolo y su ardilla. Torciendo a la derecha, llegaron los caminantes al rincón menos áspero de la ciudad, una solana o miradero que dominaba un abismo, en cuyo fondo plateaba el río Milanos.

—Aquí tenemos nuestro albergue —dijo Cíbico a su escudero, parando la borrica en un portalón desvencijado—. Aquella casa que allí ves pintada de ocre, es la escuela. Aguárdate un momento aquí. Yo me acerco al templo de Minerva, vulgo Instrucción Primaria; meto el hocico, y si veo que está Pascuala sola con sus parvulitos, te miro, llevándome la mano a la gorra como si te hiciera saludo militar. Vas tú, la ves, hablas un poco, y yo te espero en el parador.

Así se hizo, y antes de llegar Gil al vetusto caserón recién pintado de amarillo, oyó el vocerío y cantorrio de los chicos y chicas, que sep. 190 le metió en el alma cual una música venida del mismo cielo. Segundos después entraba en la escuela; Pascuala se demudó al verle. Suspendió la lección para saludar a su novio con un gracioso festejo de su cara y de todo su espíritu. La alegría súbita tuvo a los dos perplejos un instante, sin saber qué decirse... De las expresiones de sorpresa y contento pasaron pronto al diálogo tirado, que fue rapidísimo, nervioso, en violento zig-zag, por la precisión de decir mucho en tiempo corto. Se reproduce y extracta lo dicho por Cintia:

—¿Has visto pueblo más horrible?... Me han traído a una cárcel... Soy prisionera y mártir, Gil; me rodean y acorralan personas que el primer día me fueron antipáticas y hoy me son odiosas... ¡Ay, si tuviera tiempo de contarte...! Mi único consuelo está en las pobres criaturas que aquí ves... Las quiero, y ellas me quieren a mí... creo yo que tanto como quieren a sus madres... tal vez más... Aquí, practicando el magisterio... he descubierto que sirvo para educar niños y encender en ellos las primeras luces del conocimiento... ¡Ay, Gil de mi vida! te juro que ahora mismo huiría de Calatañazor si pudiera llevarme a mis nenes.

Replicó Gil que en otros pueblos menos desagradables había también niños que instruir, y que él la llevaría sin tardanza a donde pudiera conciliar su amor al magisterio con los demás afectos que embellecen la vida...

—Ven, disponte, vámonos, déjate robar.

Oyó esto Cintia con estupor, admitiendo y rechazando la idea. No tardó en aparecer el miedo en su expresivo rostro. Miraba con terror a las dosp. 191 puertas de la sala escolar: la una daba a la calle, la otra a un patio... Temía la maestra que entraran importunos testigos a meter sus narices en la visita. Luego, turbada y temblorosa, dijo:

—Que venga Bartolo y hablaré con él... Pero tú no vengas, tú no... Conviene que nadie te conozca en el pueblo... ¡Ay qué vida, Gil de mi alma!... Mírame. ¿Verdad que en las tres semanas de este martirio, encanto, esclavitud, o lo que sea, ha enflaquecido tu pobre Cintia? Me quedaré en los huesos si no me llevan a otros aires, a ver otras caras y a oír otras voces... ¡Ay mis chiquillos! Sería yo feliz si pudiera llevármelos. ¿Por qué es tan linda y tan amorosa la infancia donde los mayores son fieras?... ¡Oh, siento pasos!... Alguien viene por el patio. Vete, Gil, vete... ¡Por Dios...! Hablaré con Bartolo, y por él sabrás... Pronto, Gil... Sigo mi lección. A ver, niños: tú, Pepe; tú, Nazario, Nicolás... Decidme, niñas... A ver: tú, Felisa, Zoila, Inés, vamos atrás... Be, a, ene: ban...

Salió el caballero, obediente al mandato de su dama, y en el mesón aguardó ansioso a que Cíbico volviese de su correría por el pueblo y le llevase noticias más concretas de Cintia y de su indudable sufrimiento. Bien seguro estaba de que Bartolo no volvería sin tener un careo con ella, y otro con las personas que la mortificaban... Cerca ya de anochecido llegó el buhonero, y con su ágil locuacidad dio cuenta de lo que ocurría. La tal Sabina, mujer de Aniceto Borjabad, era una bestial lugareña, crasa y soez; el marido no le iba en zaga, distinguiéndose de ella en la virilidad de su barbarie.p. 192 Movíales el egoísmo, el temor de que Pascualita (a quien todos en aquel pueblo llamaban Pascua) se desviase por caminos distintos de los que había trazado el buscador de minas don Saturio. En ella veían una joya de gran precio que la familia debía conservar a todo trance.

Si molesta era la presión y vigilancia que el matrimonio ejercía sobre la infeliz doncella, el mayor suplicio de esta provenía del secretarillo del Ayuntamiento, Galo Zurdo y Gaitín, el más apestoso ganso de la localidad y de todo el territorio. Protegido por la familia de su madre, no ponía freno a sus apetitos, ni reparaba en medios para llegar a su fin. A ratos empalagoso, a ratos insolente, a Pascua requería por lo fino, ofreciéndole inmediato matrimonio, o por lo basto, solicitando con amenazas un amor irregular. No tenía fin el relato y pintura que hizo Bartolo de la salvaje presunción y cursilería del tal Galo Zurdo. Vibrante de indignación, Gil se puso en pie, y echando mano al cinto donde tenía la navaja, gritó:

—Dime, dime pronto dónde está esa bestia para matarla ahora mismo.

Cíbico logró calmar a su amigo con prudentes razones, y siguió exponiendo la situación y su posible remedio.

—Aunque el entusiasmo de su oficio —dijo— tiene a la pobre maestra como embargada por el cariño a las criaturas, ello es que ha de decidirse pronto entre el suplicio y la libertad... Libertad ha dicho al fin, después de amargas dudas, y libertad hemos de darle esta misma noche. Las últimas palabras que oí de su boca linda fueron estas, Gil: «Huiré con vosotros,p. 193 si Dios quiere que yo logre escabullirme de la casa de estos tiranos sin que me estorben la salida. La mayor dificultad será que pueda sacar mi ropa... Mas aunque tenga que escapar con lo puesto, escaparé, llevando con vosotros toda mi alegría y una sola tristeza: el abandono de mis queridos niños.» Esto me dijo; y ahora, Gil, arrimemos a la obra todo tu ingenio y el mío, y mi travesura que vale por todo el talento de los siete sabios de Grecia.

Viendo a su amigo dispuesto a las resoluciones más audaces, lo primero que discurrió Bartolito fue llevarle a donde pudiera por sus propios ojos conocer y medir el campo de operaciones. Salieron, pues, solos, a las nueve dadas, como que iban a tomar el aire y encender un pitillo después de cenar, y Gil pudo inspeccionar la escena de su aún inédito drama. En aquella extremidad de la villa, las murallas estaban rotas; solo permanecía entero un torreón, en el cual, bajo un arco tapiado, abríase un portillo. En el tímpano del arco campeaba una imagen con faroles sin luz: no se distinguían la calidad y sexo de la religiosa figura. No lejos del portillo, por dentro, estaba la escuela, y a pocos pasos de esta, con un callejón intermedio, la casa de Aniceto Borjabad, donde Pascua moraba. Era vivienda humilde, prolongada en el dicho callejón y en otro de travesía por una tapia de corral o patio. Puerta vieron en la fachada, portalón en la tapia, como para el entrar y salir de animales de labranza.

Fuera del portillo se iniciaba un caminejo tortuoso, con abruptas peñas de una parte, dep. 194 otra con vertiente también riscosa, camino que en largo trecho conservaba la rasante horizontal en sus ondulaciones. Estas eran bruscas, determinando anchuras seguidas de irregulares estrecheces. Recorrieron los dos hombres como unos doscientos pasos por esta vía torcida y llana, hasta llegar a un humilladero, ya de baja en la devoción popular. Desde allí partían veredas cuesta abajo, entre rocas y zarzas, difícil camino para recorrido de noche, pero muy apropiado para una fuga o desaparición en los profundos abismos. Explorado el terreno, trataron los amigos del plan de escapatoria. Despediríanse del parador a las diez de la noche, saliendo del pueblo con su burra y ardilla por donde habían entrado, y en un soto con arboleda, muy conocido de Cíbico, establecerían su base de operaciones. En el soto quedaría Bartolo con la burra, y Gil subiría por las veredas que antes le indicó desde arriba, situándose en la parte interior del portillo para esperar a Cintia, que después de las doce se escurriría lindamente fuera de su casa, llevándose toda la ropa que pudiera contener en un hatillo de fácil transporte.

Salieron, según se ha dicho, y aparentando las formas corrientes del trajineo mercantil, bajaron al llano y se corrieron hacia el soto.

—Aquí me quedo yo —dijo Cíbico atando a un árbol la pollina—. Y ahora, pues tenemos luna nueva de cinco días, medio creciente, podrás enterarte bien del terreno... Aquí hay un puentecillo: pasémoslo... Desde esta cabecera parten las veredas que suben hasta el caminejo llano que arranca del portillo. La subidap. 195 es agria: estúdiala, cuesta arriba, para que la bajada te sea fácil. Te sitúas en el portillo por la parte de dentro, que estará en sombra. Si Pascuala no puede salir, nuestro gozo en un pozo. Al amanecer te retiras... Si la moza halla medio de escabullirse callandito, te la traes acá... Con un silbo puedes anunciarte, y yo te contestaré imitando un ladrido de perro quejumbrón. Ya me lo has oído, y no confundirás mi ladrido artificial con el de los perros naturales... Y ya no más, que el tiempo apremia. Súbete corriendo, y la Virgen nos ayude y Dios haga la vista gorda... Si bajas con tu novia, montará ella en la burra, y ¡hala, hala! antes que sea de día llegaremos a Torreblascos; de allí, en buenas caballerías partiréis a la estación de El Burgo, y bien disfrazados y con nombre supuesto tomaréis billete para Valladolid... Dinero tengo para todo... Y basta ya de matemáticas... Yo, general en jefe, te mando que subas como un solo hombre a ocupar tu puesto.

En menos de media hora, subiendo aquí, gateando allá, pudo llegar el encantado Gil-Tarsis a la vera del portillo. Reconoció el sitio por fuera y por dentro, y viéndolo en discreta soledad, se ocultó en la parte de sombra, como un centinela se mete en su garita. Hallábase el hombre en un desconcierto nervioso tan agudo, que sus sentidos no apreciaban fielmente las cosas reales. Si sus ojos le daban la sensación de soledad, sus oídos no transmitían al cerebro impresión de silencio; oía rumores que no se avenían con la total ausencia de personas, animales y bultos movibles.p. 196 Por un momento creyó el caballero que se le habían metido en las orejas moscardones infernales, que le fingían estruendos y voceríos atronadores. Primero sintió ruido de cataratas; después... del interior del pueblo venía un rumor completamente absurdo en hora tan avanzada de la noche. De la breve visita que en pleno día hizo a Pascuala, sacó pegado al tímpano el cantorrio de las criaturas deletreando en la escuela: be, a, ene: ban... Y en aquella hora crítica de la noche, el encantado cerebro repetía con estruendo de mil voces de chiquillo el be, a, ene: ban... Variaba de pronto así: che, i, ene: chin.

«¿Será posible —pensó Gil— que a estas horas esté Cintia dando lección a los chicos? No, no puede ser... Es engaño de mis oídos... pero ¡qué terrible engaño!»

En esta confusión, un nuevo extravío, quizás realidad anormal, le impresionó por el sentido de la vista. De la parte afuera del portillo venía un resplandor de luz verdosa que a cada segundo se hacía más lívida. Salió Gil a cerciorarse de tan extraño fenómeno, y vio que por encima de un alto monte, no situado al Naciente, salía la inverosímil aurora verde... La luna derivaba hacia Poniente, blanca y pensativa. La claridad lívida iluminaba todo el camino curvo y las pendientes que bajaban hacia el río. Diríase que celestes bengalas encendidas por ángeles, ya que no por demonios, imitaban o fingían un día que burlaba las exactitudes cosmográficas.

«No es el día —pensó Gil—; es una noche en que se insubordinan con loco humorismo los elementos... Esto es un carnaval de la Naturaleza,p. 197 una burla que hacen de mí y de Cintia los encantadores perversos, enemigos de mi Madre... Madre, devuélveme mis tinieblas, apaga esas luces que adulteran mi noche.»

Fuera de sí, trató de volver al pueblo... La luz iba cambiando hacia un rosa tenue... Intenso rosa era ya, cuando Gil vio aparecer a Cintia franqueando el portillo con paso inseguro y actitud medrosa. Hacia ella corrió, vacilante entre la alegría y un dudar angustioso. ¿Era Cintia en cuerpo y alma, o falaz apariencia, obra de los genios malignos que habían trocado la noche oscura en día rosado? Tocó los brazos, el hombro y la cabeza de la hermosa mujer, diciéndole:

—Cintia de mi vida, creí que no eras tú, sino tu imagen... ¿Estás segura de ser tú?

—Yo soy —dijo Pascuala temblando—. No sé cómo he podido salir... Mi tía Sabina no quería dormirse, como si sospechara mi fuga... He podido sacar parte de mi ropa, que traigo en este envoltorio... Y aquí me tienes, Gil... quiero y no puedo. Cada paso que doy hacia ti me cuesta un esfuerzo enorme... Estoy paralizada... Estoy alucinada. Dime: ¿qué claridad es esta, y de dónde viene? Veo los montes, el sendero; véote a ti en una espléndida iluminación rosada...

—No sé quién ha encendido esta luz —dijo el caballero, poseído de estupor y ansiedad—. Explícame otro fenómeno que me confunde y anonada. ¿De noche das lección a tus chiquillos? He oído las voces tiernas deletreando.

—No doy lección de noche. Es absurdo... —repitió Cintia, cuya voz y actitudes eran como las de una sonámbula—. Y también yo... no sép. 198 lo que me pasa... yo también oigo el sonsonete de mis amadas criaturas... ¿Qué es esto? Parece que salen en tropel de la escuela... Vienen tras de mí.

—Ven... huyamos... salvémonos de esta fascinación horrible... hechicería que no entiendo.

Tiró del brazo de Cintia, y esta clamó acongojada:

—Me haces daño. No puedo andar.

Oíase la cantinela infantil más cercana, como traída por un ventarrón que venía del pueblo. Y de súbito aparecieron, corriendo y brincando, niñas y niños... La primera tanda era de diez o doce... siguieron como unos veinte... luego fueron cientos, que a los ojos aterrados de Gil eran miles. Unos traspasaban el portillo, otros saltaban entre los huecos del muro despedazado. El enjambre no tenía fin; el griterío era como un inmenso piar de pájaros o zumbar de insectos. La turba rodeó a Cintia; innumerables manecitas se agarraron a la falda de la maestra, y mientras unos repetían el che, i, ene: chin, otros chillaban: «Pascua, nuestra Miga, no te vas... Pascua, no dejar tus nenes... Miga, ven con niños tuyos.»

Centuplicó Gil su voluntad, y echando los brazos al talle de Cintia, trató de vencer las ligaduras, que, por ser tantas, vigorosamente la sujetaban. Algunas criaturas, encaramándose sobre otras, subían hasta el cuello de la maestra, y la oprimían con sus brazos y apretaban sus caritas contra el rostro de ella. El colosal esfuerzo de Gil fue tan vano, como si arrancar quisiera un sillar empotrado en fuerte muro... Ahogada por los abrazos, inmovilizadap. 199 por los tirones, Cintia solo pudo decir:

—No me dejan... Vete, Gil... Ya ves, no puedo... Esclava soy de esta menudencia...

Sintiose el caballero paralizado... Quiso hablar: no pudo. Vio a Cintia desaparecer bajo el arco del portillo conducida por la infantil turba, cuyos chillidos triunfales se apagaban en el interior del pueblo.


XVII

De las extraordinarias visiones, y del feliz encuentro que tuvo el caballero en su retirada de Calatañazor.

Cegado por la luz, que aumentaba en viveza, y sacudido por intensa vibración de toda su máquina muscular, cayó al suelo el pobre Gil, y sin conocimiento estuvo largo rato. Al recobrarse, advirtió mermada la luz absurda que hizo de la noche día. Levantose con lento mover de sus remos, como una bestia enferma; quiso dirigirse al pueblo; pero sus pasos torpes recaían sin ruido en el mismo sitio. Llegó a creer que el suelo se movía en dirección contraria... Fuerza irresistible le llevó hacia el humilladero, y a precipitarse desde allí veredas abajo... Huyó descendiendo, perseguido a su parecer por un gigante de estatura más que desaforada, que se despeñaba voceando, como inmenso témpano desgajado del monte y convertido en grotesca figura humana... A mitadp. 200 de la cuesta, cuando ya se creía Gil a punto de ser aplastado, el gigante se rompió en pedazos mil, con chasquido de roca volada por el barreno. Respiró el infeliz hombre; sus pobres huesos requirieron el descanso, y por largo espacio indeterminable permaneció sin movimiento, al amparo de un enmarañado matorral. Cuando intentó seguir descendiendo hacia el soto, se había extinguido la luz rosada, y por Oriente, con dulce claridad, despegaba sus pestañas el nuevo día.

Recordando las órdenes de Cíbico, anunció Gil con un silbo su regreso, y fue contestado por ladridos de perros que de una parte y otra lanzaban clamores estridentes. Entre tal algarabía perruna, no distinguió el ladrido artificial de su amigo. Llegado al punto en que había quedado Bartolo con su burra, no vio al animal ni al hombre. Recorrió el contorno. Todo era soledad, un cristal opaco rasgado por lúgubres ladridos. ¿Qué había sido del servicial paniquesero, cuyas raras prendas coronaba la preciosa virtud de la puntualidad? Caminó a la ventura, indagando con ojos y oídos, y en el lindero del soto con la tierra calva halló un cabrero viejo, peludo y de bizco mirar, que le dijo:

—¿Buscas a Bartolo? Échale un galgo. Se le escapó la ardilla, y como alma que lleva el demonio ha corrido en busca de ella. Yo vi al animal brincando por entre estos chaparros... Un perro iba tras ella... y ella, pim, ganó aquel alcornoque... Subió Cíbico al árbol... yo atajé al perro... La saltimbanquesa no se dejaba coger de su amo, y despareció junto a las casas del Crudo... Allí... en aquel ribazo... Creímosp. 201 que los chicos del Crudo habían atrapado la ardilla... Corrió Cíbico rabioso y llorón, como si fuera tras de su alma camino del infierno... Los chiquillos volaron... No sé más. Por ahí va el hombre loco, ahora clamando a la Virgen, ahora al demonio... En aquel cerro bajo, entre el molino y la vuelta del Robledal, está la comedia... ¡Vaya una comedia! El alma que se escabulle... el cuerpo que la sigue... ¡María Santísima, las cosas que uno ve!... ¡Pobre Bartolo!... ¿Para qué hiciste de una ardilla un alma?... Abur, paisano; yo me voy a lo mío.

Siguió Gil la dirección que el pastor viejo le marcaba. A la hora de un incierto vagar, vio en la cresta chata de un extenso cerro la silueta de la desbocada burra, caballero en ella el gran Cíbico blandiendo una espada, sable o garrote. Como iban a contra-luz, no se distinguía bien el arma. El grupo ecuestre y disparado era todo negro. Tras él corrían innúmeros perros ladrando... De un término lejano venían risotadas de chiquillos. La burra no corría, volaba... En el jinete advirtió Gil todo el aire y bizarría de las figuras épicas... No pudiendo seguirle, buscó su descanso en un grupo de encinas que a mano derecha veía, y al amparo del ramaje oscuro tumbó sus pobres huesos molidos, y trató de restablecer en su espíritu la serenidad locamente alterada por los anómalos sucesos de la noche anterior. A poco de estar en aquel recuesto, viose rodeado de cabras, y tras ellas apareció el pastor anciano, peludo y bizco, el cual, hallándole tan quebrantado, le invitó a un frugal desayuno de pan y queso, que el caballero hubo dep. 202 aceptar con ansioso instinto de reparación orgánica.

Bebieron agua fresca de una fuente próxima; platicaron de nuevo, y Gil quiso completar su descanso requiriendo el sueño; el viejo cabrero, que dijo llamarse Dimas Alonso, le incitó a que durmiera, asegurándole que velaría su reposo, pues en aquellos contornos apacentaría su rebaño hasta la tarde. Durmió el pobre caballero, despertando a la hora de la siesta, y otra vez pegaron la hebra de la conversación, contándose algo de sus vidas. Dimas había servido al Rey; estuvo en la guerra de África; conservaba con devoción juvenil el recuerdo de los Castillejos, de Montenegrón y Tetuán... Enfermó del cólera; sanó por especial amparo de Nuestra Señora de los Ángeles, a quien desde su niñez tenía por abogada y protectora. A su vez, Gil se declaró devoto de la Madre del Amor Hermoso, que para él era lo más alto y divino que en el campo religioso y en el cielo mismo existía, y en estas inocentes expansiones se les fue la tarde. Al anochecer, Dimas encaminose con sus cabras a Calatañazor, donde con ellas residía; Gil le acompañó hasta el soto, y mientras pastor y rebaño remontaban la fragosa cuesta en dirección al portillo, el encantado quedó con las miras y las intenciones nuevamente fijas en el fatídico pueblo.

¿Subiría protegido de la noche a violentar solo la casa de Cintia y arrebatar a esta de grado o por fuerza? ¿Esperaría nuevos avisos de la dama? ¿Pero qué avisos ni qué carneros si faltaba el mediador Cíbico, perdido en lap. 203 captura de la vagarosa ardilla, ávida de libertad? En estas mortales dudas estaba el hombre, cuando advirtió que en el picacho más alto de los que dominaban la villa se iniciaba una rosada aurora. Por momentos crecía en intensidad la fantástica luz; por momentos se sentía el caballero invadido del estupor terrorífico de la noche de marras... El rosado fulgor se manifestó en algo que parecía nube confundiéndose con la cima del monte, y la nube refulgente tomaba forma, y en esta se marcaron las facciones, el rostro de la Madre. Era ella, sin duda; Gil pudo apreciar la expresión dulce y grave, la mirada profunda, la sonrisa bondadosa...

El gozo del caballero rayaba en delirio cuando vio la figura completa, de estatura no inferior a la del monte mismo, cual si este, conservando su talla ingente, se personificara por arte mitológico en la más gallarda y majestuosa mujer que vieron los siglos. La Madre descendía, y sus pasos eran de tal magnitud, que los llamados de gigantes serían junto a ellos pasos de liliputienses. Retrocedió Gil aterrado, pensando que si la Señora ponía sobre él uno de sus pies, aplastado había de quedar como una hormiga... Pero huyendo hacia atrás advirtió el caballero que la grande y terrible imagen iba perdiendo su colosal tamaño a medida que avanzaba. El traje luengo y flotante ondulaba movido del viento; la figura venía un tanto encorvada, apoyándose en un palo que aventajaba en tamaño a los más robustos pinos... Menguaba poco a poco... y no solo menguaba, sino que acercándose al caballero lep. 204 decía con afable acento:

—No te asustes, hijo; voy hacia ti. No huyas. Como sé crecer, sé achicarme cuando quiero ponerme al habla con los pequeños y humildes...

Parose Gil en firme, y atento a la inmensa persona la vio decrecer más hasta llegar, ¡cosa inaudita, jamás consignada en las humanas efemérides! hasta llegar, digo, a una talla y proporción iguales a la del espantado caballero.

—Madre querida —le dijo este, de hinojos ante ella y besándole la mano—, al fin das a tu pobre hijo el consuelo de tu presencia. Déjame que te adore; déjame que me humille ante ti...

La Madre, con gesto majestuoso, ordenole que se levantara, y luego le cogió el brazo, requiriendo apoyo con dulces palabras:

—Ayúdame a vencer los altibajos de este camino pedregoso. Con el sostén de tu brazo firme y la luz rosada que nos alumbra, llegaré a donde quiero ir.

Al servicio de la Madre puso Gil todo su filial cariño. Dando juntos los primeros pasos, notó el caballero que la Señora mil veces augusta presentaba en su faz hermosa y en su actitud señales de envejecimiento. Palidez y algo de demacración eran bien claras en su rostro, y andaba un poquito encorvada, asegurando el paso con la cautela que exigía el peso de su cuerpo. Una pregunta del caballero, sugerida por la ternura y un amor inocente, fue la primera cláusula de este coloquio interesante, que el narrador copia de un códice guardado en la biblioteca de la catedral de Osma.

p. 205La Madre.—El abatimiento que has advertido en mí no es vejez. Yo no envejezco. No es tampoco enfermedad. Yo no padezco más enfermedades que los enojos y pesadumbres que me dan mis hijos. Me verás rozagante y alegre cuando la muchedumbre de mis criaturas se muestra enmendada de sus delirios y con inclinaciones al bien y a la paz. Me verás triste y caduca cuando la grey que lleva mi nombre se desmanda y quiere precipitarme por senderos abruptos.

Tarsis.—No te pregunto la causa de tus penas. Presumo que los encantados no tenemos derecho a conocer lo que pasa del lado allá del muro que marca nuestro confinamiento.

La Madre.—Algo sabrás por ti mismo, sin necesidad de que traiga yo a tu conocimiento la realidad del mundo que dejaste por tus culpas, viniendo a esta ejemplaridad. Nada debo decirte de lo de allá; algo, sí, de lo tuyo, pues en tu destierro miro por ti, deseosa de tu regeneración. Anoche te vi en el grave empeño del rapto de Cintia. Invisible salí a tu encuentro; mas superiores leyes, que enfrenan mi voluntad, impidiéronme prestarte el socorro que por impulso de mi corazón te hubiera dado. Yo puedo mucho contra mis hombres; contra los niños de mis hombres, o sea de mis hijos, no puedo nada. Así, cuando observé que tras de Cintia salían a detenerla y a disputártela los inocentes párvulos de la escuela de Calatañazor, me vip. 206 paralizada como tú, y nada pude hacer. En los tiempos que corremos, Gil, los niños mandan. Son la generación que ha de venir; son mi salud futura; son mi fuerza de mañana. Les he visto agarrados a su maestra y he tenido que decirles: «Andad con ella, chiquillos... defendedla del ladrón.» No sé si comprendes esto; no sé si tu inteligencia encantada penetrará la oculta razón de mi proceder en el lance de anoche. Piensa en ello, Asur, Hijo del Victorioso.

Tarsis.—Ya entiendo que he de ser vencedor de mí mismo, y ahora me doy cuenta de que para poseer la persona de Cintia, como poseo su alma, mi conducta debe ser otra. En vez de arrebatarla, separándola de la crianza mental de los niños, procederé más cuerdamente haciéndome yo también maestro y asociándome a su labor, para que, en perfecto himeneo de voluntades, de corazón y de oficio, vivamos juntos consagrados a la misma obra santa.

La Madre.—No vas descaminado. Dentro de tu esclavitud tienes libertad de pensamiento y de inclinaciones. Tú verás lo que haces. Yo he de favorecerte siempre que te vea en vías tortuosas o rectas, que conduzcan a mis grandes fines. Esta noche, sabiendo que te encontraría en mi camino, he querido que mi presencia dé algún alivio a tus afanes. Enteramente humana me tienes a tu lado. No soy esta noche la matrona excelsa que te llevaba en veloz andadura de cerro en monte hasta lasp. 207 cumbres de Urbión; soy una pobre vieja que va pausadamente, asistida de este bastoncillo, a visitar apartados rincones de sus reinos. Te llevo conmigo, y verás que no pisaré fortalezas de magnates, ni palacios de príncipes de la Milicia o de la Iglesia; que no me inclinaré ante duques o marqueses, ni ante damas linajudas en quienes brillan por igual ingenio y belleza. Voy a consolar con mi persona las almas de los más humildes, de los vencidos y desesperanzados; a llevar a sus tristes veladas una palabra refrigerante y una esperanza dulce.

Tarsis.—Si te admiré divina, viéndote humana es más puro mi cariño, más honda mi reverencia. ¿Podré saber qué comarca es esta y a dónde vamos?

La Madre. (Parándose, señala en redondo con su palo la extensa cavidad del valle, de una parte los altos riscos, de otra los escalonados alcores de suaves curvas.)—Estamos, hijo mío, en el escenario de la batalla formidable que los Reyes de León y de Navarra y el Conde de Castilla dieron y ganaron al pobre Almanzor; al grande Almanzor debo decir, pues le tengo por uno de los más ilustres guerreros y políticos que han nacido en mis tierras. En esta parte de suelo que ahora pisamos le vi caído en tierra, invocando con acento tristísimo a su Alá y quejándose de que le desamparase en la ruda pelea... Era hombre de elevados sentimientos y de altas miras... En la huida le llevaron a cuestas los suyos con todo el cuidado yp. 208 miramientos que por su grandeza merecía. Con los restos de su ejército tomó el caudillo la vuelta de Almazán; de allí fue a Barahona, y de Barahona a Medinaceli, donde acabó sus días gloriosos... Yo le lloré, como lloraba en igual caso a los mejores entre los míos... Y pasados años novecientos desde aquella fecha... calcula tú, hijo mío, lo que ha llovido desde 1002 acá... veo en mi raza confundidas las grandezas árabes con las ibéricas, así en la guerra como en la política y en las artes, y aspiro a mantener fraternidad con los que fueron mis conquistadores y luego mis conquistados... Tú no comprenderás esto. Tienes tu cerebro revestido de telarañas, obra lenta de los altercados religiosos en siglos y siglos... Pues yo te digo ahora, para que te pasmes y pasmándote vayas aprendiendo, que toda guerra que mis hijos traben con gente mora, me parece guerra civil.

Tarsis.—Esa idea introduzco en mi cabeza, y aquí quedará para siempre. Como idea tuya, no habrá mejor plumero para limpiarme de telarañas... (Advirtiendo que cae una lluvia fina y glacial... como puntas de nieve.)—Si te parece, Madre, apresuremos el paso. La noche se presenta fría, y si hemos de ir lejos, no estará de más que busquemos abrigo y hagamos alto en el primer lugar que encontremos.

La Madre.—No temas, hijo. El lugar a donde vamos está muy próximo. Tiremos ahora de esta parte. ¿Ves aquella lucecita quep. 209 parpadea cariñosa en un repliegue hondo entre dos cerros? Pues esa es la estrella que nos guía al portal o Belén de nuestro descanso, el cual es una aldeíta pobre y olvidada de los geógrafos, que se llama Boñices, que a poco que se resbale la lengua la llamaríamos Boñigas: tal es su insignificancia y humildad. En un cuarto de hora espero que llegaremos, y en el tiempo que yo permanezca entre los misérrimos hijos que allí tengo, Boñices será la capital de mis estados.

Tarsis.—Adelante, Señora. Gracias a la luz rosada, franquearemos sin tropezones este ingrato sendero.

La Madre.—La llovizna nos coge ahora de cara... Yo no la temo. Tengo mi rostro bien curtido para estas inclemencias que hacen a mis hijos duros, y tan insensibles al frío como al calor. Tú también te has endurecido, según veo, y te has dejado en los aires sutiles y en los ardores del sol tu antigua carita de galancete afeminado.

Tarsis.—En los días ásperos de la Aldehuela empecé a soltar mi máscara de cera, y cambié los goznes quebradizos de mi máquina corporal por otros de acero.

La Madre.—Al nombrar la Aldehuela traes a mi memoria algo que tenía que decirte, y es cosa en verdad lamentable. ¿Sabes que ha muerto el pobre José Caminero?

Tarsis. (Consternado.)—¡Ay, qué desgracia!... Dios le perdone a él y nos perdone a todos.

La Madre.—Herido de muerte cayó sobre el arado, como el atleta que espira al dar dep. 210 sí el postrer esfuerzo, agotada la reserva vital. Luchó con la tierra; murió en la batalla, como un héroe que no quiere sobrevivir a su vencimiento. Si estuviéramos en la edad mitológica, Ceres y Triptolemo le llevarían a su lado en un lugar del Olimpo. Ahora, ni rastro de su nombre quedará entre los vivos.

Tarsis.—¡Pobre Caminero! Siento su muerte tanto como me apena el mal que le hice.

La Madre.—A buenas horas mangas verdes... Tu conciencia es de las que arguyen tarde, cuando el mal causado no tiene remedio. A la pobre Usebia encontré anteayer de vuelta de Nafría, desolada. Aunque nada me dijo, entiendo que había ido en tu busca para proponerte que entraras de nuevo a su servicio. Como no te encontró, llevaba en su alma doble luto. Ayer montó en su burra, llevando al chiquillo a la grupa. Iba camino de Tagarabuena, a pedir amparo a don Gaytán de Sepúlveda.

Tarsis. (Distraído.)—Séale don Gaytán benigno. Usebia es mujer trabajadora y de buen entendimiento. Saldrá adelante con sus tierras, si don Gaytán o Dios le deparan un criado fiel, que tenga conocimiento y práctica de las labores, y además... sea joven y bien plantado.

Silenciosos ambos, y atentos al escabroso atajo por donde iban, el cual más que camino era un arroyo sin agua, avanzaban hacia el término de su viaje, guiados por la risueña lucecita. Ya próximos al humilde lugar, Gil hablóp. 211 de la desaparición de Cíbico, que había tomado carrera con furia loca, cual si quisiera correr todo el mundo en busca de su ardilla. A más de condolerse de la ausencia del amigo, esta le afectaba personalmente, pues en la carga de la burra iba el hatillo de la ropa de él, y no podría vestirse de limpio si la disparada bestia no parecía. Bien haría la Madre excelsa en compadecerse del pobre caballero encantado, y con solo que aplicase unas miajas de su poder maravilloso a la solución de tan insignificante conflicto, este quedaría resuelto, recobrados Cíbico y su asna, y hasta la traviesa y maleante ardilla. A esto contestó la ilustre Señora parándose y soltando una grave risa con donosas palabras:

—Me río, porque tu pretensión de que yo emplee mi poder en buscar una pobre alimaña escapada de la esclavitud, trae a mi memoria los requerimientos de aquellos hijos míos que en mi nombre dirigen la sociedad. Esos cuitados no saben determinar nada por sí. A lo mejor vienen a mí y me dicen: «Madre, se me ha perdido el entendimiento; se me ha perdido la fórmula...» ¿Qué es la fórmula? Pues una receta para confeccionar las mixturas y pócimas con que embriagan o adormecen a la muchedumbre gregaria. Y quieren que yo les busque la formulilla perdida, como tú pides ahora que busque y atrape la alimaña de Bartolo. El caso es el mismo. Si parece la ardilla, parecerá Cíbico, y tras él la burra, y tu ropa para poder mudarte. Pues ellos, paralelamente a ti, me piden la fórmula para poder vestirse de limpio... Pero no hablemos de esto ahora; yo verép. 212 si me conviene buscarte la bestezuela, o si es más hacedero y práctico proveerte de nueva ropa, pues aquella que dejaste en la pollina ya está, como sabes, hecha trizas de los golpetazos que dan las lavanderas sobre las piedras del río. Déjalo a mi cuidado, y sigamos, que ya estamos casi a las puertas de Boñices, pueblo en verdad digno de ser visto, porque él es el emporio de la miseria. Yo, cuando entro en él, como en otros igualmente consumidos y muertos, me parece que entro en mi sepultura... sí... no te espantes... en la sepultura que entre todos me estáis cavando para el descanso de estos antiquísimos huesos.

Tembló el caballero al oír esto, y una vibración glacial le corría por el espinazo.


XVIII

Refiérese lo que el caballero vio y oyó en el mísero y olvidado lugar de Boñices.

A la entrada del pueblo, fue recibida la ilustre pareja por una lucida representación de chiquillos descalzos y andrajosos; por una corte de damas escuálidas, ataviadas con refajos corcusidos de mil remiendos, y por algunos caballeros en quienes se suponían, sobre el paño pardo, las invisibles veneras de un trabajo estéril y el gran cordón de la infinita paciencia. Hicieron todos cortesías y zalemas cariñosas,p. 213 de arcaico son y sentido, y la soberana vieja, que en aquella ocasión, de vieja venerable tenía todas las trazas, avanzó despacio, asida al brazo de su escudero. A cada paso de ella salían de las humildes puertas más desdichadas personas, y cada cual pronunciaba su saludo de afable reverencia. Las calles o ronderas del pueblo eran como ramblas angostas, llenas de cantos rodados, traídos por las aguas que en días nefastos descendían furiosas de la cercana sierra de Cabrejas. En angulosa encrucijada vieron la torre de la iglesia, alta, fantástica y muda; revelaba su mole una melancolía perezosa; sus campanas, si las tenía, guardaban avaras el son grave y místico. Al ver la torre, preguntó la Señora a sus acompañantes:

—¿Y mi buen amigo don Venancio, por qué no ha salido a recibirme?

Dijéronle que el cura tenía enfermos en su familia. Siguió la Madre, y a los pocos pasos entró en una casa que no era la mejor del pueblo, ni tampoco la peor, aunque en calidad poco se llevaban unas a otras. En la puerta fue recibida por una mujer vestida de negro, de estas que más parecen envejecidas que viejas, flaca, rugosa y desguarnecida de los dientes incisivos, la cual con tanto alborozo como respeto la saludó:

—Dios la traiga, señá María, consuelo y alegría de estos probes.

Derecha entró la Madre hacia la cocina, que al extremo del pasillo se anunciaba, y atraía con su dulce calor. Hombres y mujeres dieron a la dama bienvenida cariñosa. En la cocina fue a ocupar un sillón de madera rústica con asiento formado de un tejido de cuerdas. La luz era de teas,p. 214 a la que pronto se agregó un candil macilento, encendido en obsequio a la excelsa visitante. Los que tras ella entraron, dos hombres y una mujer, quedando los demás en la puerta contenidos por la veneración, sentáronse frente a ella en el poyo macizo o en derrengadas banquetas, y a los pies de la Madre se sentó Gil en el santo suelo, con familiar abandono de sirviente leal o deudo preferido.

—Mala está la noche para venir a pie desde Clavijo —dijo un anciano de largo pelambre, cegato, de corpachón abrupto y cansino, que ocupaba el asiento más cercano al hogar frente a la dama—. ¿Por qué no vino mi doña María en el carro?

—Porque a una de las mulas la tengo cojita, y la otra la he tenido trabajando todo el día en la noria. Me acompaña este criado, este buen Gil, a quien no conocéis, y que os presento como el más fiel de mis servidores.

Volviéndose luego a la dueña de la casa, que de rodillas ante el hogar avivaba el rescoldo, y acaldaba los pucheros entre la ceniza salpicada de brasas, le dijo:

—Como no me esperabas, Fabiana, no habrás dispuesto cosa mayor para que cenemos en tu compañía. Pero no vengo desprevenida, y por vosotros más que por mí os traigo los sobrantes de mi miseria, no tan rasa y monda como la vuestra.

Diciéndolo, metió mano al pecho por debajo del manto que holgadamente la cubría, y sacó una soberbia hogaza de ocho libras, olorosa aún de la reciente cochura. Al recibir el pan, Fabiana lo besó como a cosa bendita. Y ante el estupor de los presentes, metió mano la Señorap. 215 por el otro lado del pecho y sacó una ristra de cebollas y una sarta de chorizos... luego, no se supo de dónde, dos perdices muertas colgadas por los picos. Y si todos se maravillaron de lo que vieron, Gil no salía de su estupor, pues al venir con la Madre no había notado en el cuerpo de esta el embarazo que supone traer entre la ropa objetos de tanto peso y bulto. Sin duda funcionaba el arte de magia o encantamiento...

—Pon a un lado las perdices —dijo la Señora—, y con el pan que te traigo nos harás unas buenas migas, aderezadas como tú sabes... Con las migas me basta para cenar, y los demás no han de estimar corta la cena.

—¿Qué ha de ser corta —dijo el viejo melenudo y cegato—, si, como sabe Vuecencia, estamos todos en el caso de aquel pueblo donde se pregonaba: Aquí es Villagorda, un garbanzo en cada olla?

El que así hablaba era el maestro de párvulos de Boñices, agraciado por la España oficial con el generoso estipendio de quinientas pesetas al año; hombre que en largos días de magisterio había sutilizado su corta ciencia doctorándose a sí mismo en la gramática parda y en la filosofía parduzca, sabio en recetas de vida, eruditísimo en refranes. Su nombre, largo como un alfabeto, era de los que empiezan y no acaban: don Alquiborontifosio de las Quintanas Rubias; mas por abreviar le llamaban don Quiboro, que así las gentes acortaban kilómetros entre la primera y la última letra. El buen señor, rendido a su cansancio y a la miseria del pueblo, no enseñaba cosa alguna a los chicos, y les entretenía contándoles cuentosp. 216 para que adormecieran el hambre, o salía con ellos al atrio de la iglesia para jugar al chito.

A don Alquiborontifosio siguió en el uso de la palabra la mujer que junto a él se sentaba, anciana de estatura tan lucida como la de la Madre, mas tan seca de rostro, que este se distinguía de las calaveras por el mover de la mandíbula sin dientes, emitiendo una voz de ultratumba, y por el brillo de sus ojuelos de lechuza, habituados a ver de noche más que de día. Era madre de Fabiana, cuatro veces viuda, y había dado al mundo veintidós hijos, de los cuales solo vivían tres. Su edad competía con la del siglo, pues nació en tiempo del intruso don José I. Ayudando a su hija en la preparación de las migas, le picaba el pan, mientras Fabiana disponía la sartén, el aceite y los ajos... A una pregunta de doña María, respondió con estas lúgubres razones:

—Mal tercio me ha hecho Dios teniéndome en este mundo tanto tiempo, para que vea disoluciones tales. La que aguantó cuatro maridos y parió hijos veintidós, parto doble tres veces, ¡ay! ya tiene derecho a estirar la pata y dormir la mona eterna... Si me manda relatar el mal de Boñices, direle que desde la última noche que vino acá Su Merced, tenemos más calamidades, más. Dos nietos míos, Luis y Macario, hombrachones recios como encinas, casados, y con tres criaturas el uno, con seis el otro, han salido ayer camino de un puerto de mar que llaman Santander para embarcarse en unas naves que van a las Américas... Se contrataron para trabajar en un campo de siete milp. 217 leguas, o qué sé yo... Llévanse a las mujeres y a los críos.

—A todos no —dijo interrumpiendo el hombre que junto a la viejísima mujer se sentaba, el cual era un vecino llamado Cernudas, albéitar in illo tempore, sacristán después, y hogaño enterrador del pueblo—; a todos no, que la semana pasada enterré yo a dos de los de Macario y a uno de Luis. Si la Señora quiere saber la estadiquista, como dicen en Soria, la cuenta de sepulturas, sepa que en los años de más muerte enterraba yo cuatro cuerpos cristianos cada año, y ahora salimos a ocho por mes, sin contar criaturas que van a la tierra como moscas.

Era Cernudas un tipo regordete, calvo, y a veces risueño, contraste violentísimo con sus fúnebres funciones en el lugar. Las chapas de sus mejillas indicaban el hábito de alegrarse con vino; mas como en Boñices escaseaba horriblemente el morapio, los dichos rosetones de la carátula del sepulturero degeneraban ya en manchas violáceas, como de cardenales recientes.

—Entenderalo mejor Vuecencia —dijo don Alquiborontifosio— cuando sepa que éramos aquí ciento veinticinco vecinos, y ahora, por bien que hagamos la cuenta, no sale mayor suma que treinta y dos. Lo demás se lo han llevado las malas cosechas, la falta de dinero, pues no hay quien posea dos pesetas, y los bandidos del Fisco, embargando tierras por no poder estos infelices con el peso de la contribución. El arrastrado Fisco saca las tierras a remate, y no viene ningún forastero a comprarlasp. 218 por miedo a la infección de tercianas, cuartanas y quintanas que aquí padecemos, motivado al agua estancada que rodea el pueblo. De esta putrefacción murieron el médico y el boticario que teníamos, y ello fue en días en que había menos enfermedad que se sonaba, por lo que vino bien aquel refrán: El milagro del santo de Pajares, que ardió él y no las pajas...

—Mejor salud tenemos acá desde que se llevó Dios al médico —dijo la vieja-vieja, por nombre y cognomen Celedonia Recajo—, y aquí, don Quiboro, no hay más maleficio que el no comer, y todo eso del miquiborio es enredo y trabalenguas como el nombre de usted. Que nos traigan pan. Para espantar a la muerte nos bastaría con el pan, y con otra cosa que es el pan del alma, la santa alegría... Ya no hay mozas en el pueblo, que todas se han ido a Soria y al Burgo, a ser criadas o pior cosa. Ya no hay mozos, que unos por servir al Rey, otros porque les llama la golosina de las Indias, todos se han ido, y aquí no queda quien baile, ni se oye un rasgueo de guitarra. Yo, si hubiera un vejestorio que me sacara, bailaría; y aunque fuera danza de esqueletos, con la música de huesos contra huesos, se alegrarían los que quedan vivos en Boñices... ¡Ay, Boñices, quién te vido cuando yo me casé por primera vez, reinando don Fernando el Séptimo, y te ve ahora con tu gente ida, y la que queda descomida, y las almas... ateridas de tristeza!... Alegría, ¿dónde estás; sal de los cuerpos, a do te fuiste?... ¡Ay, ay! Cernudas, llévame pronto allá, y entiérrame, y apisona bien la tierra sobre mí, que si no, me arresucito, y saco a bailar a don Alquibori,p. 219 bori... tifonsio... ¡Renegado nombre, que todavía en mil años que tengo no aprendí a decirlo de corrido!

Las bromas lúgubres de la secular Celedonia dieron cierta amenidad a la velada. Queriendo la Madre alejar la tristeza del ánimo entenebrecido de los boñicenses, incitó a don Alquiborontifosio a que hablase más de lo que le permitía su respeto. Desatose el maestro en estos peregrinos comentarios:

—Cuando yo enseñaba a los chicos a jugar con las letras y a pintarse los dedos con los palotes, ellos me socorrían... Uno me traía la ristra de cebollas, otro la media decena de huevos, aquel dos medidas de leche, quillotro una hogaza de seis libras. Pero vienen los tiempos malos, y Alquiborontifosio sale a pedir limosna a los caminos, y lo que saco doylo a los niños... Conforme Cernudas va enterrando a mis alumnos, mi escuela se va quedando vacía... Donde no hay pan, vase hasta el can... Viejo era yo cuando me salió una viuda joven, y pensé si me casaría. Pero yo dije: ¿Qué hace con la moza el viejo? hijos güérfanos... Pasado un año, por mi guapeza y mi habla graciosa, otra moza se prendó de mí. Yo pensé, yo vacilé. Demás está la grulla al sol, dando la teta al asno, que es como decir que está uno perplejo, sin decidirse... La muchacha era fea. Venía bien aquello de hambre larga, no repara en salsa... Mas era también rica. A la mona que te trae el plato, no le mires el rabo. Yo dudé, yo medí mis años y mis redaños, y dije con filosofía: Ni patos a la carreta, ni bueyes a volar, ni viejo con moza casar. Ea, he vivido luengos días, y aún vivirép. 220 más con hambres y estrecheces. ¿Qué es la vida? Una muerte que come. ¿Qué es la muerte? Una vida que ayuna. Vivamos muriendo. ¿Cementerio dijiste? Pues entre sepultura y sepultura, testigo Cernudas, nunca falta un pedazo de pan y un traguito de vino.

Celebraron todas las humoradas del viejo filósofo y vividor, y en esto llegaron otros que a doña María con festejo saludaron. Entre ellos venían dos mozos fornidos y guapetones, los únicos que quedaban en las proximidades del pueblo, inmunes ya contra el paludismo y resignados a la miseria, y uno que a la espalda traía su guitarrillo colgado de una cuerda, y era músico, juglar o coplero, de esos que a los pueblos divierten con sus ingenuas invenciones de poesía mal trovada y burda. Por su andar a tientas y por la fijeza inexpresiva de sus ojos, se vio que era ciego. Lleváronle junto a la Madre, cuya mano buscó para besársela; sentose en el suelo, y le espetó esta retahíla:

—Gran Señora, dígame si es verdad la lienda que de Su Alteza corre por estos pueblos; dígamela, y pondrela yo en solfa con caída de sonsonete para recite o cante... Dicen que Su Magnificencia vive en el castillo de Clavijo, con su corte de ricas hembras, de caballeros y de trovadorcillos que le cantan y le bailan las cosas añejas. Dicen que en noches de tempestad se presenta ante el castillo un caballero; llama soplando en un cuerno que con su son atruena toda Castilla; levantan los de dentro el puente levadizo; entra el jinete en la plaza de armas, y vuestros escuderos le tienen del estribo para que baje de su caballo poderoso, blancop. 221 como la nieve. Es el Apóstol Santiago que va cuando le place a visitar a la gran doña María, y con ella cena en manteles de brocado, y de sobremesa platican de las cosas de estos reinos, y de las picardías de los hombres ruines que en ellos han puesto el mantel de sus negras meriendas. Yo voy a componer unas coplas y seguidillas con este asunto para cantármelas de lugar en lugar, y comer de ellas, que el comer es necesario, y ya que he tomado este oficio, tengo que sacar de él los garbanzos de cada día.

—Puedes componer y cantar lo que gustes, buen hombre —replicó la Madre risueña—. Pero cuanto supones de mi vida y mi castillo es invención, que no por mentirosa deja de tener su encanto y algún crédito en el mundo de las almas. Engaño es la poesía; mas con tal engaño se alimentan de substancia pura los entendimientos... Y diciendo y cantando cosas que no serán creídas, te aplaudirán las multitudes y ganarás honradamente tu pan... Direte ahora la verdad, que no es poética ni cantable. Yo vivo pobremente en Clavijo. Soy noble hidalga que ha venido muy a menos; no tengo más corte que dos o tres criados fieles como este que aquí ves, y mi castillo es una ruina desmantelada, donde verás gallinas, patos y otras aves, y algo de cuatropea para mi servicio y sustento, y nada más. Amiga he sido del Apóstol Santiago; pero hace siglos que el buen señor ni me visita ni de mí se deja ver en ninguna parte. En mi casa le tengo pintado en una lámina vetusta, y si hablo con él es tan solo para decirle: «Caballero mío, descansap. 222 en tu fuesa, si es que en ella yace tu santo cuerpo, y pon tu corcel blanco a tirar de un carro, que solo para eso sirve ya...» Esta es la verdad; pero si tú quieres lienda, como dices, y vives de ella, componla a tu gusto, y Dios te inspire y te ayude, hijo.

—Así lo haré, y algún día oiréis mis trovas en estos y otros caminos —dijo el ciego—, si os dignáis pararos en el corro de mis oyentes. Yo ando en el canticio y recitorio desde que la gota serena me quitó la presencia de las cosas. Mi nombre es Críspulo, y soy conocido en todo el mundo, verbi gracia, en toda esta tierra, por Crispulín de Chaorna, que tal es el nombre del pueblo donde vi la luz y donde la luz me fue quitada.

Muy del gusto de todos fue el relato de Crispulín, a quien la Madre invitó a participar de la cena que Fabiana y Celedonia con diligente afán disponían. Cuando nadie le esperaba, entró de rondón en la cocina el cura del pueblo, don Venancio Niño, varón docto y afable, bienquisto de sus feligreses, cuarentón, escueto y de traza pobre. En elogio suyo debe decirse que del lado de los mundanos intereses era el más cristiano de los hombres, pues cuanto poseía, y lo que le entraba por el pie de altar, repartíalo entre sus convecinos afligidos de atroces calamidades, reservándose tan solo lo preciso para la precaria subsistencia de su nada corta familia. Al verle llegar le hicieron sitio junto a doña María, cuya mano besó, diciéndole en el familiar tono de antiguos amigos:

—Dispénseme la Señora que no saliese a saludarla cuando entró en el pueblo. Tengo ap. 223 la niña mayor muy malita; la pequeñuela, aunque corretea y brinca sin parar, se me está quedando en los huesos. Me ha entrado el temor de que las dos quieren írseme al Cielo. A la Santísima Virgen pido que me las deje... Me da el corazón que no seré oído. Vivo en ascuas, señora mía. Creo que estas amarguras darán conmigo en tierra.

—Ánimo, don Venancio —le dijo la Madre—, y no desconfíe de la protección divina. Procuraré yo mandarle un médico, y las niñas sanarán.

—Dios se lo pague, y dé a Vuestra Señoría días de gloria.

—Eso es más difícil. Los días de gloria están lejos, y si no que lo diga don Alquiborontifosio, que ya no tiene chicos, ni escuela, ni mendrugos de pan que roer.

—Sostengo yo —clamó el maestro con firme voz— que los días de gloria se fueron para no volver. En mi pueblo aprendí este refrán: Don Fután por la pelota, don Zitán por la Marquesota y don Roviñán por la rasqueta, pierden la goleta. Y si este no les convence, aquí tienen otro, que es de Aliud y de Lubia, pueblos que fueron romanos: Cárdenas y el Cardenal, don Chacón y Fray Mortero, traen la Corte al retortero.

—Razón tiene el maestro —dijo el cura—; pero en este lugar de Boñices, los males de toda la tierra se agravan con el abandono en que nos tienen los mandarines.

—Yo he pedido a los pudientes —indicó la Madre— que sean desecadas estas lagunas para que acabe el maleficio, y no me han hecho caso.

p. 224—Ni lo harán —declaró el maestro, sentencioso— mientras en el agua corrompida no vean los Gaitines peces, quiero decir, negocio.

Y no una, sino seis o más voces gritaron:

—Pues duro a los pudientes ensalzaos, y a los Gaitines que nos roban la vida. ¡Si quieren guerra, guerra!

Alguien propuso que se reuniesen los supervivientes de Boñices con la gente de las aldeas cercanas, hombres y mujeres, viejos y chiquillería, y armados todos con garrotes, o con escopeta el que la tuviese, se lanzaran bramando por campos y caminos hasta llegar a Soria y a la casa del Gobernador, y allí, con escándalo, tiros y estacazo limpio, pidieran y recabaran el derecho a vivir. Don Venancio con autorizada voz les dijo:

—Yo os acaudillaría; pero ¿qué puedo hacer con mi niña mayor moribunda, la pequeña encanijadilla? De añadidura, tengo a Ramona sin poder valerse de dolores de reúma. No puedo faltar de mi casa, que es un hospital y un asilo de parientes de Ramona y míos, con quienes reparto mi pobre techo y las sopas de ajo... cuando la Divina Misericordia las envía.

Díjole doña María que para él eran las perdices que había traído, y al darle el cura las gracias, las repitió más efusivas por otro reciente obsequio de la Señora.

—Mucho le agradecí el zaque de vino blanco que me dejó esta noche al pasar por la puerta de mi casa. Ya dije a Ramona que retendremos tan solo la mitad del clarete, y la otra parte será para que participen de él los que cenen aquí con Vuecencia esta noche.

Quedó Gil pasmado de que la Madre dejara de soslayo la bota de vino enp. 225 la casa rectoral sin que él lo advirtiese; y el trovador Crispulín de Chaorna, así como el fúnebre Cernudas, se holgaron del anuncio de vino, que en luengos días no habían catado. Don Alquiborontifosio comentó los obsequios al cura con su habitual socarronería refranesca: No hay casa harta sino donde hay corona rapada.

Cerrado este ameno paréntesis, los mozos gallardos, que habían venido de cercanos caseríos, y los vecinos de Boñices, que en la puerta de la cocina se asomaban disputándose un hueco para meter sus cabezas, y los ancianos abatidos y las viejas regañonas, proclamaron de nuevo el derecho a rebelarse contra los que se apropiaban los manantiales de la existencia, no dejando ni una gota para los desvalidos... Como la vehemencia de los manifestantes produjese en la cocina algún tumulto, Fabiana hizo saber que despejaría el local si no se expresaban con respeto y sin ruido. La Madre intervino en favor de ellos, diciendo que a los que tanto sufrían podía permitirse algo más que la simple queja. La vida hispana era un puro quejido, y los males continuaban inmóviles en su eternal dureza, como las rocas que no se ablandan al paso de las aguas sino cuando estas corren acariciando por siglos y siglos.

—No acariciéis —les dijo—; abandonad toda blandura; sed fuertes, clamad, pedid...

—He vivido un siglo, gran Señora —dijo con acento cavernoso la vieja Celedonia Recajo—, y desde que me salieron los dientes hasta que se me fueron todos, he visto al pobre labrador nadando en la miseria. Si labra tierras propias,p. 226 rabia; si labra tierras ajenas, muere embrutecido. El que no se vuelve loco, acaba como los animales. El campo es siempre campo, asolación, esclavitud; abajo la tierra que le dice: «lo que te doy no es para ti»; arriba el Cielo que le dice: «no me mires: te mandaré agua... Pero lo que agua y tierra te den no es para ti»... Si el campo es esto, la ciudad es lujo y bizarría... ¡Ay, qué estirados van los caballeretes, y qué majas las señoras! Lo he visto en Soria, en Guadalajara, y lo vi en tres días que estuve en Madrid cuando la traída de Espartero... ¡Labradores, revolucionarvos, carandilogios!... Llorad y mamaréis. Mandrias, si yo hubiera nacido hombre, en vez de nacer lo que soy, a esta hecha ya estaríais, como aquel que dice, de la otra parte... Yo tengo el genio que ha visto Boñices en tantos años... Testigos de mi genio fueron mis cuatro maridos. ¿Sabéis lo que os digo? que vosotros hacéis a los que llaman capitalistas, y que esos ricos de allende mandan a cualquier Gaitín de aquende el dinero que les sobra, para que os lo dé a préstamo en vuestras necesidades, y os cobra un duro de rédito por cada cinco. ¿Habrá judíos? ¿Sabéis lo que os digo? que cuando toméis dinero no lo devolváis; quedaos con lo que es vuestro. Y cuando venga un tío ladrón con el aquel de cobranza... cantazo limpio, y aquí tenemos a Cernudas, que enterrará judíos mejor que entierra cristianos.

Alabaron todos con festejo y palmas el discurso, que bien podría llamarse así, de la Recajo, y la Madre con afable reprensión le dijo:

—Modérate un poco, Celedonia, que no debemosp. 227 ir tan a prisa en la enmienda de los males que afligen al mundo. Contra la usura y la avaricia ya dijeron los Santos Padres más de lo que pudiéramos decir tú y yo. Recuerdo esta dura sentencia: «Los ricos avaros son ladrones que asaltan los caminos públicos, despojan a los pasajeros, y convierten sus casas en cavernas donde ocultan los tesoros de otros.» Si no estoy equivocada, amigo don Venancio, el que esto dijo fue San Juan Crisóstomo.

—Así es, Señora —replicó el cura—, y de San Basilio es este otro varapalo a los ricachones: «Cuando damos con qué subsistir a los que están en necesidad, no les damos lo que es nuestro; les damos lo que es suyo.»

En esto don Alquiborontifosio, que en aquel ilustrado concurso, ya convertido en club demagógico, no quería ser menos que los demás, sabiendo más que todos, limpió el gaznate con ligera tosecilla; sacó el pecho afuera, soltando los brazos a la libre gesticulación, y con acento de apóstol más que de dómine, pronunció una corta homilía:

—Hijos míos, conciudadanos: no porque las diga yo, sino porque las dijo San Agustín, grabad en vuestra mente estas verdades: «Cualquiera que posea la tierra es infiel a la ley de Jesucristo...» Esperad un poco y no metáis ruido. Sigo. Retened también estas otras de San Ambrosio: «La tierra ha sido dada en común a todos los hombres. Nadie puede llamarse propietario de lo que le queda después de haber satisfecho sus necesidades naturales.»

—Más fuerte estuvo San Gregorio —afirmó el cura disparando este cañonazo—: «Hombrep. 228 codicioso, devuelve a tu hermano lo que le has arrebatado injustamente.»

Y el sabio don Quiboro prosiguió así:

—Amados convecinos, hermanos en el martirio de Boñices, oíd estotro de San Gregorio Nacianceno: «El que pretenda hacerse dueño de todo, poseerlo por entero, y excluir a sus semejantes de la tercera o de la cuarta parte, no es un hermano, sino un tirano, un bárbaro cruel, o por mejor decir, una bestia feroz.» ¿Qué tal? ¿Os vais enterando de que no debéis pedir lo vuestro, sino tomarlo? Pues a ello, valientes. Si no os convencieran los Santísimos Padres, acordaos de lo que decía la tía Rocacha, de Barahona: «En la sopa del judío mete tu cuchara y di: lo tuyo es mío

Llevaba camino el maestro de agotar su archivo de refranes; pero viendo que las migas empezaban a pasar de la sartén a las bocas, cortó discretamente su perorata, que si no lo hiciera, corría el peligro de quedarse asperges, porque todos acudían al olor del pan frito con chorizo, y a ello atendían más que a las divinas y profanas sentencias sobre lo mío y lo tuyo. Las primicias de la cena fueron para doña María, a quien Fabiana sirvió en plato aparte, dándole una cuchara de peltre, que brillaba como de plata. A los demás se les repartieron cucharas de palo, y cada cual, en ordenado ruedo, iba cogiendo lo que su necesidad le pedía. Rezagado se quedó el maestro por dejarse llevar de su flujo oratorio; pero con su autoridad y algunos codazos cogió puesto y vez, siendo de los más activos en el mete y saca de la cuchara.

p. 229Asombrábase grandemente Gil de que los constantes y repetidos tientos de las cucharas veloces no mermaran el contenido de la sartén. Eran muchos a comer, y sin cesar sucedían los entrantes famélicos a los que satisfechos salían. Crispulín de Chaorna fue de los más diligentes para colarse hasta tres veces en el ruedo. Su ceguera no le impedía encontrar un hueco, ni meter el largo brazo entre apretujados cuerpos y sacarlo trayéndose colmada la cuchara. Veía Gil que la sartén estuvo llena mientras hubo manos que acudieran a ella, cual si lo que estas retiraban lo sustituyese al instante una próvida mano invisible.

El reparto del vinillo blanco se hizo después con un orden relativo, en vasos y tazas, que iban de boca en boca comunicando la dulce alegría a viejos y muchachos. La Recajo, por el fuero de su longevidad, se atizó dos tomas, absorbiéndolas con dos airosas empinadas del codo esquelético. Quisieron Cernudas y don Quiboro hacer lo mismo; mas Fabiana les sometió a régimen de un solo cortadillo. El trovador de Chaorna tuvo privilegio, por su ceguera, de vaso y medio, y otros se quedaron en el medio solo, que era el justo régimen de templanza. Gil bebió un vaso y la mitad del de la Madre (que solo por compromiso, y por no desairar a la reunión, cató del precioso vino), y a poco de apurarlo, sintió ganas intensas de dormir. Luchando con el sueño, discurría vaga y confusamente de lo que había visto. Si el que la sartén no se agotara del caudal de migas mientras hubo cucharas que acudieran a ella fue sortilegio indudable, en el sueño que a élp. 230 le sobrecogió también se traslucía el arte de encantamiento. Así lo pensaba viendo que todos se amodorraban, y oyendo los baladros o ronquidos de la vieja-vieja tendida en todo su largo delante del fogón. Lo más peregrino fue que hallándose él traspuesto con su cabeza en el regazo de la Madre, vino Fabiana y le llevó a un cuarto de la casa, donde lucían dos candiles, y allí encontró su hatillo con la ropa que había perdido en la fuga de Cíbico tras de su ingrata compañera la ardilla. Celebró Gil el prodigioso hallazgo, que conceptuaba favor especial de la bondadosa Madre. Y dormido volvió a sentirse junto a ella... Y dormido decía: «Soñemos, alma, soñemos.»


XIX

Donde se cuenta el terrible encuentro del caballero con un desaforado gigante, y cómo luchó con él y le dio muerte, con otros sucesos interesantes.

No pudo discernir el turbado caballero su estado cerebral cuando a media luz se vio detrás de la Madre, en el mismo camino pedregoso que era salida y entrada del lugar de Boñices. Escoltaban a la Señora, con lento andar respetuoso, a izquierda y derecha, don Alquiborontifosio y don Venancio, maestro y cura del triste pueblo. De lo que hablaban, solo recibía Gil en sus oídos un run-run de sílabas,p. 231 que el rumor del viento entremezclaba y esparcía. Llegados los cuatro al punto en que el terreno se despejaba de cantos rodados y de otras asperezas, doña María ordenó afablemente a los venerables señores que regresaran a sus casas, pues cumplida estaba ya la delicada etiqueta del acompañamiento en parte del camino. Obedecieron, reiterando su adhesión y gratitud, y Gil oyó que el cura se despedía con un latinajo, y el maestro con un refrán de su inagotable archivo. Siguieron luego solos la Madre y su fiel escudero, sin que la conciencia de este lograra determinar si velaba o dormía. La Señora le dijo que a su manto se agarrara, y obediente al soberano designio, se sintió navegando en el piélago de lo maravilloso... Y los cronistas que estas inauditas cosas han transmitido, aseguran, bajo su honrada palabra, que el caballero y la Madre recorrieron, en menos tiempo del que se tarda en decirlo, llanuras yermas y empinados vericuetos inaccesibles a la humana planta. Para no cansar, dígase que antes de media noche entraban la dama y el encantado hijo por el portillo de Calatañazor, ya bien conocido en estos verídicos anales.

Verdad y mentira, ¿dónde tenéis comienzo y fin? Ello fue que los veloces andarines pararon ante el propio mesón donde Gil estuvo alojado con el leal y ahora perdido Bartolo.

—Está cerrado el portalón —díjole la Señora—. Aguárdate aquí, que antes de una hora, cuando lleguen la galera y el carro de Torreblascos, abrirán. Entras; pides posada. En el hatillo que por intercesión divina recuperaste en Boñices,p. 232 hallarás ropa mejor y más nueva que la que perdiste con la burra del buhonero Cíbico. Allí te puse unos puñados de bellotas, que son dineros siempre que las emplees en obra digna y honrada, como es la de tu pitanza, y servicio tuyo y de la buena Cintia. A esta podrás verla tempranito en su santuario, y confío en que has de encontrarla menos encendida en la pasión de su magisterio. Las almas inocentes de los niños se han metido en el alma de ella. Procura tú con arte de enamorado hacer dentro del espíritu de Cintia la debida separación de afectos... Te encargo mucho, hijo mío, que hagas por esquivar las enemistades que podrían salirte en esta villa rústica. No provoques a nadie; disimula, si es menester, tus intenciones; adopta nombre distinto del que llevas, y trazas y apariencia de persona que anda en cualquier negocio. Si encuentras a Cintia en disposición de dejarse raptar, hazlo con sigilo y sin promover violencia ni ruido, y llévatela bendito de Dios a donde puedas tenerla por algún tiempo escondida de ojos humanos que no sean los tuyos. Y basta con estas advertencias, Asur, Hijo del Victorioso. Te dejo en la libre iniciativa y determinación de tus actos. Te concedo, con corta limitación, el uso de tu albedrío. Tú sabrás determinar el punto en que la línea de extensión de tu albedrío y mi apoyo maternal pueden encontrarse... Adiós, hijo.

Por una calleja conducente a la iglesia parroquial, desapareció la Señora como sombra que en mayores sombras se desvanece, y tan desamparado se sintió Gil al verla partir, que a punto estuvo de echarse a llorar. Cuentan losp. 233 veraces cronistas que transcurrieron exactamente veintisiete minutos hasta que se abrió el portalón para dar paso al carro y galera de Torreblascos. Albergose el caballero en el humilde hostal, y la noche se le fue minuto tras minuto en un vertiginoso cavilar sobre el uso que había de hacer de su albedrío. Aunque los fieles narradores de estas aventuras no lo dicen, se da por hecho que a la siguiente mañana se vistió y acicaló lo mejor que pudo, gozoso de ver que la nueva ropa era mejor que la perdida, y que con ella obtenía una transfiguración favorable. Su aspecto era más decentito que en el aciago día de su visita inicial a la histórica y adusta villa.

Y se da por averiguado que apenas oyó el che, i, ene: chin, metiose el caballero en la escuela, con gran sorpresa y susto de Pascua, y que la turbación de esta se trocó en alegría jovial apenas hablaron. No constan pormenores del corto diálogo; pero sí que los vecinos de la villa vieron a Gil paseando con tranquilo continente por las empinadas calles, y que fue muy notado su arrogante porte. Desorientados y disconformes andan los historiadores, así nacionales como extranjeros, en el relato de lo que pasó en el resto del día. Lo único que aparece claro es que, comiendo Gil con arrieros y trajinantes, supo que el buen Cíbico en su veloz carrera había ido a parar a Tardelcuende, donde una vieja barbuda, echadora de cartas y con pintas de hechicera, le adivinó el paradero de la ardilla, después de una solemne sesión de cábala y arrumacos. La fugitiva fue captada por los chicos del Crudo; estos la vendieronp. 234 a un recuero, el cual por buena moneda la cedió a los frailes Carmelitas del Burgo de Osma. Hacia el Burgo iba Cíbico a pie, pues en Tardelcuende reventó la pobre burra por querer imitar en su carrera al Pegaso mitológico...

Así lo dice uno de los historiógrafos indígenas, y luego añade que antes de anochecer bajó el caballero al soto, de donde pasó a las casas del Crudo, y allí estuvo tratando con un ventero agitanado y chalán, del alquiler de una veloz caballería. Entre las disponibles, escogió el cuartago menos decorado de mataduras. Tras este importante suceso, cuentan que Gil se lanzó a las riscosas veredas, ya por su mal bien conocidas, y que al llegar al término de ellas, cerrada ya la noche, sintió en su ánimo y en sus nervios la turbación que anunciarle solía la medrosa emergencia de lo sobrenatural. Andado no había veinte pasos, cuando vio ante sí disforme bulto, cual si un gran trozo de la montaña se desgajara y cayera sobre el camino, y deteniéndose a mirarlo con aterrados ojos, advirtió que el colosal estorbo que le cortaba el paso superaba en tamaño a una casa de las más grandes, y afectaba la forma y redondeces corpulentas de un cerdo bien cebado para San Martín.

Acercose más el caballero, evocando en su alma la energía correspondiente a su nombre de Asur, hijo del Victorioso, y vio que el ingente animal se ponía en dos pies, y conservando el rostro y jeta cochiniles, se decoraba con prendas usuales en los seres humanos. Sobre su cabeza llevaba un sombrerillo blando,p. 235 ladeado, y en su carnoso pescuezo, corbata de cuadros rojos y amarillos, prendida con un alfilerón espléndido. Agitó la espantable visión las patas delanteras, que resultaban brazos cortos atrozmente ridículos en su vivo accionar. Y al propio tiempo lanzó el gruñido cerdoso, que atronando los aires imitaba el habla humana, y así decía:

—Yo soy Galo Zurdo y Gaitín, secretario de este Ayuntamiento, y como tal secretario y como novio de Pascua, te digo que si no desfilas ahora mismo por donde has venido, dormirás esta noche en la cárcel de acá, y mañana irás a la de Soria conducido por la pareja de la Guardia civil... Lárgate pronto, farsante, canalla, ladrón...

—Pues yo soy Asur, yo soy Mutarraf —replicó Gil enardecido por la insolencia de la deforme bestia—, y no temo a los guarros, aunque sean secretarios del Ayuntamiento, y vengan con facha de gigante de bambolla. Largo de aquí, mamarracho. Vuélvete al infierno, de donde has venido.

Diciéndolo, le atizó con su cayada un fuerte garrotazo en la parte a que alcanzaba del voluminoso vientre del espantajo, y este se deshizo al golpe, quedando convertido en un hombre de mediana estatura, regordete, arqueado de brazos y piernas, cara de media luna, mofletes gordezuelos con chapas herpéticas. De la visión primitiva conservaba el sombrerete ladeado, y la corbata y alfiler deslumbrantes.

Con altanería grotesca y procaz, Galo Zurdo arrojó sobre Gil sus denuestos chabacanos:

—Gandul, vete pronto de esta honrada villa... Aquí no consentimos vagos que vienen a merodearp. 236 y a llevarse lo que roban. Mira que yo soy terrible; mira que estás delante del secretario del Ayuntamiento; mira que yo hago aquí lo que me da la gana, y que si no ahuecas pronto, te cojo y haré contigo una hequitombe.

—Pues yo —replicó el caballero con entereza— te digo que, quiéraslo o no lo quieras, vengo por Cintia, a quien tú llamas Pascua, y he de sacarla de este pueblo, que si te tiene por amo es el más puerco lugar del mundo. Yo, que no temo a los leones, menos temo a los cochinos, y vas a verlo ahora mismo si no te retiras a tu cubil, dejándome libre el campo.

Con necia presunción trató Galo de acometer al caballero; este le rechazó vigoroso y pujante; se tambaleó el de la vista baja, y a punto estuvo de dar en tierra con su crasa humanidad. Al rehacerse, metió mano al bolsillo de su americana para sacar el revólver... Pero antes de que pudiera hacer uso del arma, Gil con rápido movimiento le ganó la acción... y entre el esgrimir de la navaja y el clavársela en el pecho, no medió el espacio de un pensamiento. Cayó Galo Zurdo sobre un peñasco, al borde de las vertientes que en aquel punto descienden casi cortadas a pico. Gil no se detuvo a examinar el rostro de su rival vencido, y cogiéndolo de las patas, lo empinó sobre el precipicio y abajo fue rodando como pelota... Al rumor del rebote se mezcló un gruñido sordo, postrer aliento del ensoberbecido secretario y elegante lugareño.

Contempló Gil un rato la tenebrosa hondura,p. 237 y no pudo apreciar hacia qué parte de la vertiente había quedado el cuerpo de su víctima, entre malezas y rocas. Su condición generosa le sugirió el impulso de bajar a reconocer a Galo y cerciorarse de su muerte; pero aquel impulso fue contenido por otro de reflexión egoísta, y se dijo: «Bien muerto está. Bien vale mi Cintia la vida de un imbécil. He despachado a un Gaitín. Si la justicia me persigue, el pueblo me lo agradecerá. Cintia me pertenece, y ese miserable quería quitármela. Cuando no nos dan lo nuestro, debemos tomarlo, y caiga el que caiga. Así lo han dicho San Basilio, San Agustín, San Gregorio Nacianceno y San Alquiborontifosio...»

Paseose tranquilamente un rato entre el humilladero y el portillo, y a la media hora de febril ambulación vio salir a Cintia con el envoltorio de su ropa. Venía la gentil mujer medrosa y risueña, estado de espíritu que denotaba cierta tranquilidad en el paso arriesgado de su fuga. Diéronse las manos, y sin detenerse, conforme caminaban hacia las veredas descendentes, Pascuala dijo a su amado:

—He tenido la suerte de que mis niños no me sigan esta noche. Cuando estaba disponiéndome para escabullirme, guardando el mayor silencio, se me aparecieron y me rodearon... Sus vocecitas zumbaban y aún zumban en mis oídos. Uno me coge por aquí, otro me coge por allá. Yo les decía: «Dejadme, ángeles míos. Volveré con vosotros.» Pero nada; no había medio de zafarme de ellos. Ya tu Pascuala se veía, como la otra noche, imposibilitada de salir, cuando de pronto recostáronse todos en el suelo y se quedaronp. 238 dormiditos. ¡Qué cosa más rara! ¡Qué dicha para mí! En fin, aquí me tienes. Dime ahora tú: ¿diste a los niños algún bebedizo para que se durmieran?

—Yo no les di nada, Cintia —replicó el caballero apresurando el paso—. Ello habrá sido arbitrio de nuestra Madre, o de alguna divinidad, de algún genio desconocido que nos protege.

—¿Y al bestia de Galo Zurdo, le has visto por aquí? Me dijeron que en el pueblo te seguía los pasos, y que al salir de su casa cogió el revólver.

—Le he visto, sí, y hemos echado un párrafo. El revólver no le ha valido.

—¿Le has visto... aquí? ¡Qué miedo! Cuéntame. ¿Qué te dijo? ¿Qué hablasteis? ¿Se insolentó contigo? Más miedo me da su cobardía que tu valor.

—Tuvimos unas palabras —replicó Gil, queriendo esquivar el asunto—. Venía con mala idea, fachendoso y ruin. Pero yo le aplaqué pronto el chillido, y salió de estampía por ahí abajo, gruñendo y hozando la tierra.

—Si anda por estos vericuetos —dijo Cintia temerosa—, podrá vernos, podrá seguirnos...

La réplica de Gil fue muy expresiva:

—No te cuides de ese animal, amada mía, que a estas horas debe de estar a la vera de San Antonio Abad. Cuídate de pisar en firme, para que no resbales en este desriscadero. Agárrate bien a mí, y vamos a prisita, hasta perder de vista a ese maldito pueblo. Guardemos silencio, que bien podrá ser que las peñas oigan. Cuando estemos en salvo olvidarás tus martirios, y yo la estampa cerdosa de Zurdo Gaitín.

p. 239A la calladita, dándose sostén y apoyo mutuamente, llegaron al soto, y de allí, con andar cauteloso por los desniveles del suelo y la oscuridad de la noche, siguieron hasta las casas del Crudo, donde les aguardaba el fogoso corcel alquilado por Gil. Fue una risa el acto de acomodarse los dos sobre la cansada bestia, que si muy honrada debía creerse con la carga de tan ilustres personas, no parecía contenta del grave peso de ellas, con la añadidura del hatillo y envoltorio que contenían la ropa. Iba Gil en la silla y Cintia en la grupa, ciñendo con sus brazos la cintura del caballero. Mostrábase satisfecho el chalán alquilador, y encomiaba con donosas hipérboles la fortaleza y agilidad del rocín. Pronto se vio que este no carecía de nobleza, y que en cierto modo se vanagloriaba de cumplir dignamente la romántica misión que su destino le impuso. Salió por el camino adelante con un trotecillo cochinero que auguraba una dichosa jornada. Los amantes fugitivos celebraban la honradez y valentía del caballejo, y con graciosos encarecimientos le inducían a sostener el paso.

En este punto, se ve precisado el narrador a cortar bruscamente su relato verídico, por habérsele secado de improviso el histórico manantial. Desdicha grande fue que faltaran, arrancadas de cuajo, tres hojas del precioso códice de Osma, en que ignorado cronista escribió esta parte de las andanzas del encantado caballero. En dichas tres hojas se consignaban, sin duda, los pormenores de la fuga; si el penco sostuvo en todo el viaje sus hípicos arrestos; si los amantes hicieron alto en algún hostal o caserío,p. 240 para dar reposo a sus molidos cuerpos y a sus inquietas almas. Falta también noticia de lo que hicieron al siguiente día, y del vehículo que tomaron, pues el alquiler de la cabalgadura terminaba en Tardelcuende. Queda, pues, desvanecida en la sombra de las probabilidades y conjeturas una parte muy interesante del rapto y escapatoria de Cintia. Mas no queriendo el narrador incluir en esta historia hechos problemáticos o imaginativos, se abstiene de llenar el vacío con el fárrago de la invención, y recoge la hebra narrativa que aparece en la primera hoja, subsiguiente a las tres arrancadas por mano bárbara o gazmoña.

Resurgen de nuevo los amantes aposentados en un humilde mesón de Barahona, lugar famoso por fechorías de brujas y jugarretas de diablillos desocupados; y allí fueron sorprendidos por un extraordinario suceso, que no debemos atribuir a brujerías, sino a un feliz designio de la Providencia. Hallábase Cintia en el mal empedrado patio, lavándose la cara en un barreño, y a su lado el caballero Tarsis liando un cigarrillo, cuando de un cuartucho próximo vieron salir al ingenioso, al imponderable Cíbico. ¡Oh felicidad, tanto más intensa cuanto menos esperada! Uniéronse los tres en estrecho abrazo, y al instante saltaron de boca en boca las preguntas, las indagatorias, el contar cada uno sus cuitas y calvarios. Lo primero fue dar Gil noticia del próspero suceso de la fuga de Cintia, y luego soltó Bartolito, con atropellado lenguaje, el relato de su odisea en busca de la ardilla.

—No podéis imaginar, queridos amigos, lop. 241 que he sufrido, ¡ay! Ya veis mi rostro demacrado... estas ojeras de romántico, y estos granos y sarpullido que son la muestra de la irritación que llevo dentro.

—De veras podría creerse que has salido de una grave enfermedad, o que te has echado encima diez años más de vida... No debías tomarlo tan a pechos, que ardillas mil hay en el mundo, para que ocupen en tu hombro y en tu corazón el lugar de la que perdiste... Por cierto que unos arrieros con quienes comí en Calatañazor, hace días, me dijeron que tu paniquesa fue cogida por los chicos del Crudo, los cuales la vendieron a un trajinero, y este a los frailes carmelitas del Burgo de Osma.

Confirmó Cíbico esta referencia, después de contar con prolijos detalles su veloz tránsito de pueblo en pueblo, sus afanes y angustias, la reventazón y fallecimiento de la honrada pollina que se identificó con el duelo de su amo, y luego añadió lo que fielmente se copia del ya citado manuscrito:

—En cuanto supe que los Carmelitas eran dueños de mi tesoro, me fui allá. Conozco al Prior, que es un frailón lucido, un elefante con cerquillo, envuelto en veinte varas de paño canelo y en otras veinte de franela blanca; buen tenedor, buen vaso en mesas regaladas; hombre, en fin, ejemplar y perfecto... por la otra punta del ascetismo. Conozco además a dos leguitos de aquel convento, buenos chicos, modositos, serviciales. Por ellos supe que mi niña estuvo allí un día muy mimada de los buenos Padres; pero el Prior dispuso de ella con idea de hacer un regalo al Provincial del Carmelo, a lap. 242 sazón de visita en la santa casa. Sabido esto, me presenté al Prior, que en la celda me recibió muy complacido de mi visita; me compró algunas manos de estampas y tres docenas de medallas; obsequiome con una copita de lo añejo y bizcochos, y tocante al achaque de mi paniquesa, díjome riendo que al Provincial le había caído muy en gracia la niña... Total, que el buen Prior no tuvo más remedio que ofrecérsela... Total, y van dos: que el maldito Provincial admitió, frotándose las manos de gusto. Distingue y protege a las Carmelitas de Almazán, y en mi ardilla vio la más preciada fineza para obsequiarlas. Me planté en Almazán; supe que las monjitas están muy regocijadas con la ofrenda, y que la miman y agasajan... Me presenté en el locutorio... Nada, hijos, que no la dan ni por todo el oro que pesa... y al decírmelo me insultaron... ¡Mal rayo con ellas!... Aquí tenéis un caso nuevo de esa peste que llaman Clericalismo. ¿No estáis oyendo todos los días que los frailones o seglares afrailados huronean en las familias, para olfatear y cazar doncellas ricas, y llevárselas al noviciado y profesión en este o el otro monasterio? Pues lo mismo han hecho conmigo ese marrajo del Prior y el zorrocloco del Provincial.

Rieron y se holgaron los amantes del desatinado parangón que hizo Bartolo, el cual se mantuvo en sus trece:

—No es para reírse, Pascuala; no es cosa de chanza, Gil. He dicho Clericalismo y no me vuelvo atrás. La preciosa y juguetona ardilla que por largo tiempo fue el alivio de mi soledad, pertenece al sexo femenino,p. 243 como sabes; es una hembrita honesta, que no ha conocido varón, y bien puedo asegurarlo, porque la tengo desde chiquitita; la recogí del regazo de su mamá en Egea de los Caballeros; la he criado, dándole buena educación, y enseñándole los mejores modos. Aunque traviesa y correntona de su natural, sabe lo que es respeto y obediencia a los superiores. Me quiere a mí tanto como la quiero yo a ella. De mí se escapó por un susto, y si ahora me viera, hacia mí vendría con brinco alegre, dejando con un palmo de narices a todas las monjas y Priores y Provinciales de la cristiandad.

Enlazando bromas con veras, Cintia y el que pasaba por su marido trataron de arrancar de la mente de Bartolo la maniática idea que le atormentaba. Mas tal arraigo tenían en el ánimo del buhonero el amor del animalito y el coraje de verlo en ajenas manos, que prefería el dolor al consuelo. Aquel hombre bondadoso y manso hallábase en tremenda crisis moral. Su corazón era un volcán de odio contra las Carmelitas de Almazán, que le habían despedido del locutorio con menosprecio y burlas, como si fuese a pedir la libertad de una señorita enclaustrada por fuerza. Comiendo aquel día con Gil y Pascuala, su irritación era tal, que los amigos oyeron asombrados estos increíbles despropósitos.

—En mí tenéis una de las víctimas más desdichadas del Clericalismo. No hay que tomarlo a risa... Me han quitado el único ser que con sus gracias endulzaba mi vida. Lo reclamé, y aquellas descastadas mujeres me mandaron a escardar cebollinos, me llamaron hereje, desvergonzado, alca... etcétera,p. 244 correveidile de pecados indecentes... Pues me la pagarán... vaya si me la pagarán... Tengo una idea... una idea. Para realizarla cuento con unos amigos que llegarán de un momento a otro...

—¿Qué discurres, qué proyectas?

—Pues nada: pegar fuego al convento de Carmelitas de Almazán.

Tan tenazmente aferrado estuvo toda la tarde a la bárbara idea de quemar el convento, que Gil y Pascuala temieron por las facultades mentales del pobre Cíbico. Los amigos que este esperaba presumiendo que serían sus colaboradores en aquel intento, eran un arriero apodado el Pocho, famoso en diabluras de contrabando, y dos trajineros, llamados Tomás y Filiberto, hombres los tres de poder y travesura, que lo mismo servían para un fregado que para un barrido, y habían ilustrado sus nombres en la facción y en campañas electorales de baja estrategia. Llegaron al anochecer en dos carromatos que venían de Soria para Atienza. Pero el Destino, que dispone con salvaje independencia del proponer del hombre, quebrando y torciendo las líneas de la historia, trajo a Barahona, con el Pocho y con Tomás y Filiberto, nuevas muy desagradables, que trastornaron los pensamientos de Cíbico, y más aún los de los amantes fugitivos, como verá el que leyere.


p. 245

XX

De cómo pasaron el caballero y sus amigos de la esclavitud de los Gaitines a la no menos insolente y dura de los Gaitones.

A escondidas de Gil y Pascuala, contaron a Cíbico los trajinantes que descubierto en el despeñadero de Calatañazor el cadáver del secretario del Ayuntamiento, y desaparecida la maestra de la casa de sus tíos, recayeron las sospechas de ambos delitos, homicidio y rapto, en la persona de aquel mozo, que unos llamaban Gil, otros Florencio Cipión, jornalero en las minas de Numancia. En Calatañazor había gran escándalo, y los Gaitines de Soria echaban lumbre, abrasados de ira y furor de venganza. Ya se habían dado órdenes a la Guardia Civil para la busca y captura del criminal, que por todas las trazas no era otro que el tal Cipión, a quien tenían pared por medio en aquel instante.

Agregó riendo el Pocho que perdonaba de todo corazón al matador, y aun le concedía plenas indulgencias, considerando, como dice la curia, que mejor estaba Galo Zurdo en el otro mundo que en este; y los tres declararon que con alma y vida estaban dispuestos a ocultar a Cipión, para que los civiles y la justicia no pusieran mano en él. Una circunstanciap. 246 favorable al delincuente hubieron de señalar, y era el lugar donde a la sazón se hallaba, porque la Benemérita, siguiendo una falsa pista, buscábale por el camino del Burgo de Osma, San Esteban de Gormaz y Aranda. Debían, pues, llevársele a la villa de Atienza, que de allí bien podría escabullirse a izquierda o derecha requiriendo veredas solitarias y serranías casi desiertas.

Aterrado quedó Cíbico ante tal notición, y lo primero que hizo fue desahogar su pena con grandes suspiros y exclamaciones lastimosas. En breve consejo que los cuatro celebraron, se acordó proponer a Gil y a la dama robada que aquella misma noche partiesen con ellos, acomodándose en uno de los carromatos. Véase por dónde la Providencia o la Fatalidad desviaron al enrabiscado Bartolito del audaz propósito de pegar fuego al convento de Carmelitas de Almazán. Dispuesto a partir para esta villa, hallábase el hombre en Barahona; mas el generoso anhelo de librar a su amigo de las garras de la justicia, le indujo a seguir la dirección contraria. Mucho habrían de agradecer las buenas religiosas que el gran Cíbico cambiara de ruta, si de ello tuvieran noticia. Todos iban ganando: las monjas se libraban de la chamusquina, y al buhonero se le apagó el rencor que inflamaba su pecho.

Ante la gravedad del caso, se determinó el buen Bartolo a comunicar a los descuidados amantes lo que sabía. No se inmutó mayormente el caballero, que ya presumía o barruntaba la repercusión de la tragedia. En el bello rostro de Pascuala se notó el ahinco de mostrarp. 247 entereza; mas la pavura y aflicción le salieron pronto a los ojos y boca. Resignados al fin los dos con la suerte que el cielo y los hombres les depararan, entregáronse sin reserva al amigo y a los carreteros para que les condujesen a la más probable salvación. Media noche era por filo cuando partieron de Barahona. Los amantes iban solos en uno de los carros, recostaditos en sacas de lana, y abrigados con mantas espesas; pero esta relativa comodidad no les dio el blando sueño, porque les desvelaba el ardiente cavilar, midiendo y pesando los riesgos que corrían. Hicieron febril examen de los diferentes medios de ocultación, y se entretenían en inventar y proponerse los disfraces más estrambóticos.

Al amanecer, parados los vehículos al subir del puerto, Cíbico pasó de su carro al de los amantes para platicar con ellos y sugerirles una o más ideas de escondite seguro. Hablando después de cosas pretéritas y de personas ya perdidas de vista, aunque no borradas de la imaginación, dijo el encantado Asur, Hijo del Victorioso, que si hubieran seguido la falsa pista, y en ella les encontrara el guardia Regino, este les habría dejado escapar. Era un amigo de acendrada nobleza, caballero a carta cabal. A esto replicó Cíbico:

—Nuestro buen Regino no está ya en la Comandancia de Soria. Le han trasladado a... deja que me acuerde... No sé si es a Sigüenza, Jadraque o Cogolludo. Sería buena sombra para ti que toparas con él, y mejor aún que antes le viera yo para prevenirle. Si esto pudiera ser, a ti vendría yo con un lindo soplo, diciéndote: «Gil, no vayas porp. 248 este camino, sino por quillotro.» O bien: «Gil, vístete de fraile francisco, y Pascuala de lego; ensuciaos caras y manos, y echaos al camino pidiendo limosna, sin miedo a la pareja. Para esto habías de llevar holgadas alforjas, y Pascualita un santirulico metido en su urna»... Y en resolución, amigos, confiemos en Dios Todopoderoso y en su divina Madre.

En la Madre suya, que también era divina, confiaba el caballero con arraigada fe, y tenía por indudable que viniese a socorrerles cuando estuvieran en las apreturas y conflictos más graves. Siguieron adelante con marcha perezosa, por causa del tiempo de agua que les fastidió a poco de salir de Barahona. Encharcado el camino, las pobres mulas tiraban a desgana; los trajineros, encapuchados con sacos del revés, bajaban a estimular con palos a las pacientes bestias; cada bache producía detención y una bárbara escena de castigos, imprecaciones y ofensas a Dios y a la humanidad, envileciendo y ensuciando las cosas más santas. Solo los dos perros iban tranquilos, guarecidos de la lluvia debajo de los carros. Los amantes no se dolían del mal tiempo, pues era muy de su gusto no ver alma viviente a lo largo de la carretera. En un alto que hicieron descendiendo hacia Paredes, subió Cíbico por segunda vez al atascado carro de los amantes, y partiendo con ellos desayuno de pan y cecina, les animó con risueños planes.

—Ya que estoy aquí —les dijo—, seguiré hasta mi pueblo, que es Taravilla, en término de Molina de Aragón; y si queréis llegaros allá conmigo, desde ahora os garantizo tanta seguridadp. 249 como tendríais si os subiérais al mismo cielo. Ya os he dicho antes que os conviene casaros por la ley de Dios, que así os hallaréis santificados, y mejor dispuestos para que la justicia se ponga tierna con vosotros. Haced caso de mí. No está bien que sigáis amontonados según eso que llaman librepienso, porque casaditos no podrá decir nada contra vosotros el malvado Clericalismo... Sed, pues, un poquitín hipócritas; poneos en el tono de los más, y aparentad religión, que si la lleváis en la voz y el gesto, ya tenéis medio camino andado para que la opinión os crea inocentes. A propósito de religión, sabed que el cura de Taravilla es mi tío, don Librado Cíbico, santo varón que os casará en dos palotadas en cuanto yo le hable de ello. Me diréis que os faltan los papeles, y os contesto que cuanto papelorio necesitéis os lo facilitará otro de mis tíos, don León Conejo, cartulario en Molina de Aragón, el cual es un águila en escritura moderna y antigua, y lo mismo imita la letra gótica que la Iturzaeta o la bastardilla, rasgos para arriba, rasgos para abajo; y documento que sale de sus dedos es tan de fe como los que escribieron los cuatro Evangelistas. Tened por seguro que los papeles de ambos contrayentes los apañará tan en regla como si fueran los propios, sin que nadie pueda poner la menor tacha en los sellos, rúbricas y demás requilorios.

Convencidos quedaron los amantes, y tal era el efecto de la suelta labia del buhonero, que ya se veían refugiados en Taravilla esperando a que les arreglaran el casorio don Librado Cíbico y don León Conejo... Por el malp. 250 estado del camino y la insistente lluvia, tardaron los carromatos dos largos días en llegar a la ilustre villa de Atienza, ceñida de doble muro y guardada por uno de los más altaneros castillos que han sobrevivido a la época feudal. En una venta situada al pie del cerro en que se alza el castillo, pararon los trajineros para tomar la mañana, y allí se discutió si sería o no conveniente que los fugitivos entraran en la villa, oprimida, como las más de España, por autoridades metijonas y cargantes, por clérigos fastidiosos y acusones, y señores rígidos que en todo metían las narices olfateando la inmoralidad. Estas advertencias hizo el Pocho en bárbaro lenguaje, y Filiberto trató de desvirtuarlas, asegurando que el vecindario y autoridades de Atienza eran buenos, generosos y hospitalarios. La opinión de Tomás fue que no mandando en aquella comarca los Gaitines, sino los Gaitones, no había nada que temer. Aunque el Gaitón de Atienza y sus hijos eran de la peor ralea del mundo, bastaba que aquellos fugitivos vinieran de tierra gaitinesca para que se cuidaran de protegerlos antes que de perseguirlos.

Oídos los distintos pareceres, determinó Cíbico que Gil y Pascuala quedaran en la venta, y él con ellos para prevenir cualquier incidencia desagradable. Además, había que hacer frente a una nueva dificultad. Los tres amigos trajineros tenían que volverse a Soria. Era forzoso estudiar y poner en práctica otro medio de locomoción, para llevar más lejos a los perseguidos de la justicia. Instalose, pues, Bartolo con estos en un camaranchón alto dep. 251 la venta, para descansar, reponer fuerzas, y ocuparse en discurrir los cantos inéditos de aquella odisea.

Con algunas dádivas y expresivos requerimientos que llegaban al corazón, ganó Bartolo la voluntad de los venteros, quedando así garantizado el escondite hasta emprender nuevamente la marcha. Pero la tranquilidad en que se hallaban los fugitivos fue turbada al siguiente día por las noticias alarmantes traídas de Atienza por los carromateros. En la villa corría un rumorcillo del crimen de Calatañazor, del cual hablaban ya con misterio, apuntando también a Cíbico, como encubridor, los papeles de Soria. No le nombraban; pero bien claras eran las señas y la pintura del tipo, con los rasgos indubitables del comercio ambulante y la pérdida de la ardilla. Opinaban, pues, el Pocho y compañeros que los sospechosos debían tomar soleta sin demora, internándose en los montes de Sierra Pela. Con estos graves avisos de la realidad, se turbó el ánimo del buhonero; mas recobrando pronto su buen temple, supo ponerse, como dicen los políticos, a la altura de las circunstancias, y con el dedo en la frente, los ojos medio cerrados, largó esta soflama de general en jefe en día de batalla:

—La cuestión se complica. Procuremos conservar nuestra sangre fría, y ante las arrogancias del enemigo saquemos del magín todas las matemáticas pardas que poseemos. Visto que mi objeto es refugiarnos en Taravilla, donde tendremos para el ocultamiento, casorio y demás a mi tío don Librado y a don León Conejo; visto que aquí no podemos seguir, nosp. 252 escabulliremos de noche hacia Riofrío, y por atajos seguiremos hasta plantarnos en Alcolea del Pinar. De allí a Molina, todo el territorio es mío, pues en Selas y Maranchón hasta las piedras me tutean, y los ciegos me ven y los mudos me oyen... Conque, amigos, dad memorias a los Borjabades de Soria, que a mi parecer esos son los causantes de que yo me vea complicado en este negocio. El avestruz de don Saturio me tiene tirria porque yo me llevo las simpatías de todo el mundo, y a él nadie le puede ver. Que siga buscando las minas de plata, y que las encuentre de porquería. Y despídase para siempre de este filón de Pascualita, que es para mi amigo Gil. Rabiad, Gaitines; tragad quina, Borjabades. A estos desventurados novios me los llevo a Taravilla, y allí los caso, y seré padrino de la boda y de lo que venga después. Conque, amigos Pocho, Tomás y Filiberto, buen viaje, y si os preguntan por nosotros, decid que nos ha tragado la tierra... Cuando paséis por Almazán, echad a las Carmelitas de parte mía todas las maldiciones que se os ocurran, con la mar de ajos y otras desvergüenzas; y si podéis meterles por las rejas una tea encendida, prestaréis un servicio a la patria y a vuestro seguro servidor...

Un día más dejó pasar el astuto capitán de la expedición para mayor descanso de Pascualita, y en espera de mejor tiempo. Por fin, ajustados y dispuestos tres borricos de buen pelaje, propiedad de un recuero de Sigüenza, partieron en noche fría y serena a tomar las angosturas de Riofrío, faldeando el monte llamado Padrastro de Atienza. Nada digno dep. 253 contarse les ocurrió en esta travesía. Llegaron felizmente a Huérmeces a la tarde siguiente; descansaron allí algunas horas, y con ocho más de recorrido avistaron la ilustre y episcopal ciudad de Sigüenza. Guardose bien el prudente Bartolo de penetrar en ella, y pasando el Henares por un kilómetro más arriba, rodearon hasta parar en una venta situada en la carretera de Alcolea del Pinar.

Era el ventero amigo y algo pariente de los Cíbicos de Taravilla, y enterado del asunto quiso mostrar a los fugitivos su generosa simpatía, proporcionándoles un carro para seguir hasta Selas. En el carro pusieron media carga de ladrillos, y encima unas piezas de estameña y saquerío para que se acomodara la señora; los dos hombres irían a pie, cambiando su ropa por las prendas usuales del país. En los preparativos de esta combinación se les fue todo un día y parte de la noche. Salieron al fin hacia Barbatona, confiados y contentos... Pero ¡ay! al amanecer, cuando se aproximaban a este lugar, se les apagó súbita y desgraciadamente la buena estrella que en su fuga les guiaba, y quedáronse a oscuras en pleno día. Día fue en verdad funesto, de los que han de marcarse con piedra negra... Al salir de una revuelta, vieron venir la pareja de la Guardia Civil. No les valió hacerse los indiferentes, con idea de pasar de largo sin más que un ligero saludo. Pronto vieron que los guardias venían al bulto... pronto reconocieron en uno de ellos al bondadoso Regino.

Al compañero de este le desconocían los fugitivos: era proceroso, bigotudo, de rostro cetrinop. 254 y fosco. Dioles el alto y les pidió los nombres. Vacilaron un momento los dos caminantes, y mirando a Regino, parecían solicitar su benevolencia. El guardia feo sacó el papel en que llevaba las señas de Florencio Cipión, presunto autor de un homicidio. Regino le dijo:

—No te canses, Juan. Les conozco, y ni este ni los demás pueden ocultar sus nombres. La dama irá en el carro. Ya la veo: es ella.

—No queremos mentir, Regino —dijo el caballero con gallarda sinceridad—. Somos Cintia y yo que vamos huyendo de la justicia. No nos maltrates, y cumple con tu deber.

—Amigos míos son —dijo Regino al otro guardia—, y me duele verme en el caso de detenerlos. Pero la ley es ley. Conozco a Cipión... Cipión amigo, te tuve por caballero... Yo no te acuso; yo no hago más que prenderte, porque eso nos han mandado. Si eres inocente, como creo, tú sabrás demostrarlo... Y en cuanto a ti, buen Corre-corre, no sé qué pensar.

—A mí me cogéis por encubridor —declaró Bartolo con cierta arrogancia caballeresca—. Yo protejo a los fieles amantes y doy mi amparo a los desvalidos. Ya sabéis aquello de Bienaventurados los que padecen persecución por la justicia...

—Ea, poca conversación —dijo el guardia de la cara fosca—. Con usted, paisano, y con la señora del carro, no va nada. A ninguno de los dos se menta en este papel. Y ahora vuelvan grupas, y a Sigüenza los tres, si no quieren dejar solo al Cipión.

—Yo voy con mis amigos hasta los confines del mundo si es menester —dijo Cíbico iniciandop. 255 la contramarcha.

Al dar los primeros pasos, Regino se acercó al carro, y viendo a Pascuala hecha un mar de lágrimas, la consoló con estas blandas razones:

—No llore usted, señora. Es cosa triste, sí, que tenga usted que separarse de Florencio; pero... calculo yo que será cuestión de pocos días... En todo caso, le garantizo que estará usted en lugar seguro y decoroso, tan bien atendida como en su propia casa. Y si, como pienso, Florencio resulta inocente, se reunirá con usted para continuar su camino hacia la felicidad, que pocos alcanzaron en este mundo... ¡Quién sabe si este contratiempo será para mayor dicha de ustedes! Yo así lo deseo... Vaya, vaya... tanto llorar le retuerce a uno el corazón.

Insensible a estos candorosos emolientes, Pascualita no atajaba la corriente acerba de sus lágrimas, ni su congoja le permitía pronunciar palabra alguna. En tanto, Gil marchaba taciturno entre Cíbico y el otro guardia, y su ceño adusto y su mirar al suelo indicaban el paso interno de una lúgubre procesión de despecho y coraje. Volvió Regino a su puesto junto al criminal, para llevarle en medio, y también traía entre ceja y ceja y en su grave mutismo indicios de otra solemne procesión, acaso conflicto anímico entre los deberes y la amistad. Y cuando Regino abandonó el papel de consolador junto al carro, que iba detrás, fue a desempeñarlo Cíbico, tratando de atenuar el dolor de la maestra con estas rebuscadas expresiones:

—Si se llevan a Gil, y ello será por pocos días, ya sabe, Pascualita, que en mí tendrá un padre... Y si quiere que vayamos tras de Gil ap. 256 Soria, por mí no hay inconveniente... Buenas relaciones tengo en toda la tierra de los Gaitines, y algo podré hacer para que la causa vaya por buen camino. Don Eleuterio y don Sabas Gaitín no me dejarán mal, si les digo yo al oído dos palabritas, y el mismo Prior de los Carmelitas de El Burgo no me dejará feo si le pido su intercesión. Yo le perdono lo de la ardilla, si él saca el pecho fuera por salvar a un inocente. Ánimo, bella señorita... y no lloréis tanto, que se os empaña la hermosura.

Sin ningún incidente que alterara la tristeza de lo que se ha referido, llegaron a Sigüenza, lo que fue mayor duelo de Cintia, porque apenas entraron en las calles costaneras y empedradas por los demonios, la caravana fue rodeada de gente curiosa, en su mayor parte chiquillos y mujeres, que con preferencia se agolpaban a los lados del carro para contemplar a la dama dolorida, en quien algunos vieron una princesa cautiva. Con séquito tan azorante llegaron a la Plaza Mayor, donde está el Ayuntamiento y en él la cárcel. De la otra parte se alza el hastial derecho de la hermosa basílica seguntina. Porches desiguales rodean la plaza; retorcidos hierros oxidados soportan el balconaje de las casas vetustas. La llovizna y el brumoso cielo ennegrecían el ya triste escenario. Al pasar el carro junto al Ayuntamiento, formose un gran ruedo de mirones impertinentes en torno a la caravana. Regino llegose a Gil, y un tanto turbado le dijo:

—Tú solo entras en la cárcel; la señora y Cíbico quedan fuera, pues aún no se nos ha ordenado detenerlos. Yo te aseguro que debes estar tranquilo por lo tocantep. 257 a Pascualita, pues la albergaré en mi propia casa, donde será tratada con todo el miramiento que merece.

Montó en cólera el caballero al oír esto, y no pudo contenerse:

—Ya veo la infamia, ya veo tu deslealtad conmigo. Por caballero te tuve; pero ya entiendo lo que puedo esperar de tu amistad. Mi mujer no se separará de mí; mi mujer no puede ir a tu casa, porque no debe ser así, porque no quiero yo, Regino... no quiero, no quiero.

—Párate un poco, y reflexiona —replicó el guardia, pálido, con temblor de la mandíbula—. En Numancia te dije que aquí nací yo, que aquí vive mi madre, señora de cuya respetabilidad pueden darte noticia muchas personas de las que aquí están. Mi madre es hermana del Rector del Colegio de San Antonio, y con él mora. Es vivienda por demás honrada y decorosa... No dudes de mí, que fui tu amigo y sé portarme como tal y como caballero.

No se dio Gil a partido; antes bien, poseído de furor, trató de desasirse de los que le sujetaban, y con modos tan violentos se sacudía, que el guardia fosco ordenó que le amarraran.

—No te creo, Regino; eres un villano —gritaba—; eres un hipócrita: ahora me quitas a la que con artes de mala ley quisiste hacer tuya... ¡Suéltenme! Regino, por la fuerza me vencerás... pero yo me vengaré de ti, yo...

No pudo decir más, o no se oyó lo que en rencorosos borbotones salía de su boca.

En esto se adelantó un hombre, un señor de buena estampa, con barba negra, el cual por su actitud y manera de producirse tenía sin dudap. 258 predicamento y autoridad en la ciudad. Era don Ramiro Gaitón, y sus palabras fueron de las que no admiten réplica:

—Ea, metedle adentro, cacheadle y ponedle grillos si fuese menester, que este, por las trazas, es bandido de cuidado. Pronto, adentro con él.

Y luego se fue a ver a la del carro, que de la fuerza de su congoja y del bochorno de verse entre tal gentío, había perdido el conocimiento. Mirola el Gaitón con ojos ávidos de conocedor y catador de bellezas, y risueño dijo así:

—¡Bonita mujer! No caen estas brevas todos los días. Llévatela, Regino; guárdala en tu casa.


XXI

Donde se verá cómo principió el espantoso vía‑crucis y horrendo calvario del caballero sin ventura.

Mientras el don Ramiro (que por ser Gaitón merecerá toda la antipatía de los que esto lean) creíase obligado, por deber y por derecho, a prestar auxilio a la hermosa señora del carro, y disponía que conducida fuese a la botica (regentada por otro Gaitón) para que se le administrara una bebida antiespasmódica, Gil era empujado con violencia y grosería hacia el interior del feo edificio. Hallose dentro de un local que recibía la luz de enrejada ventana estrecha, y con abandono de animal rendido de cansancio se arrojó al suelo, que en algunosp. 259 sitios tenía montones de paja donde duraba el hueco de otros presos allí albergados anteriormente. Su desesperación no le dejaba espacio para considerar las consecuencias de su infortunio ni los medios de conjurarlo. A poco de humillarse sobre la paja, cayó en un sopor febril, que le daba la sensación lúgubre de un descenso a los profundos abismos, donde le maltrataban y escarnecían diablos crueles y harpías desvergonzadas... La noche le encontró en el propio estado de somnolencia, con intervalos de estupidez o embrutecimiento, en los cuales percibía los ásperos ronquidos de otro infeliz que no lejos de él mataba las horas.

Hallábase ya el caballero más despabilado de su negra modorra, cuando hirió sus oídos la voz del compañero de encierro, el cual en tono familiar así decía:

—Buen amigo, pues la mala suerte nos ha traído a estar juntos en esta mazmorra indecente, hablemos y contémonos nuestras miserias, que yo soy de los que, a falta de pan y de alegría, se alimentan con el sueño a ratos, y a ratos con la buena conversación.

La réplica de Gil fue tan solo de monosílabos perezosos, y el otro, incorporado en su lecho de pajas, prosiguió así:

—Como yo voy siempre a cara descubierta, sin ocultar mi nombre ni renegar de mí mismo, le diré que me llamo Tiburcio de Santa Inés, y que soy natural de Rebollosa de Jadraque, donde tengo, digo, tuve mi hacienda, y que estoy preso por haberle tirado una piedra a Crisanto Gaitón... Le apunté a la cabeza, y le di en el hombro sin hacerle daño... Fue por... Verá usted... Mi padre, José de Santa Inés, natural de Garabatea, me dejóp. 260 una finquita que fue de mi abuela materna, Rosalía Carbajosa, natural de Tor del Rábano, y dicha finca linda por el Naciente con huerta y viñedos de don Zacarías Escopete, por el Sur con las tierras de... Pero si está usted dormido, me callo y lo dejo para después, que no quiero molestarle...

Contestó Gil con estas incongruentes expresiones:

—Yo maté a Galo Zurdo por rescatar a mi novia y sacarla del infame cautiverio en Calatañazor... Ahora no descansaré hasta que dé muerte a Regino, que me engañó con arrumacos hipócritas, haciéndose pasar por caballero encantado como yo... ¡Quién me había de decir que recobrada mi mujer, fuera Regino quien me la quitara! Si usted defiende a Regino, se verá conmigo en esta cárcel, o fuera de ella; y si nos llevan juntos a Soria, veremos quién puede más.

—Amigo —dijo el otro con voz blanda, tirando al humorismo—, no me hable usted de matar, que yo, aunque ando en cárceles, no soy hombre que acomete a sus semejantes, y jamás he quitado la vida a ningún nacido, como no sea mosca, mosquito, o cuanto más algún pobre conejo que se me ha puesto delante de la escopeta. Yo no mato... Tiré una piedra al Gaitón en el momento de más coraje que he tenido en mi vida; pero no iba más que a descalabrarle, para que se acordara de Tiburcio de Santa Inés, el despojado y atropellado en Rebollosa de Jadraque.

Gil se incorporó para ver a su compañero; pero la claridad de luna que por la reja entraba era tan pobre, que uno a otro se reconocíanp. 261 tan solo como bultos o sombras vivificadas por la palabra. Secamente dijo el caballero:

—Yo maté a Zurdo Gaitín porque debí matarle, que así me lo aconsejaron San Basilio y San Agustín... «Cuando no quieran darte lo tuyo, tómalo.» Yo no podía tomarlo sin destripar antes al cerdo. Ya sabe usted, amigo, que a cada puerco le llega su San Martín. Me quedé con las ganas de pegar fuego a Calatañazor...

—Pues yo le aseguro a usted —dijo el otro— que si nunca he matado a nadie, tampoco puse mis manos en quemazón de paneras y trojes, como han hecho otros, movidos de venganza. Siempre fui honrado, y de mi buena conducta podrá dar fe todo el gentío de estos pueblos.

Extremado ya en la incongruencia, habló Gil de este modo:

—Pues usted conoce al dedillo estos terrenos, dígame si cae por aquí cerca Zorita de los Canes... porque ha de saber usted que yo soy Conde... ¿se va usted enterando?... Conde de Zorita de los Canes.

—Lejos está ese pueblo... allá por tierra de Pastrana y Mondéjar, tocando a los mojones de Cuenca... Orilla de Zorita, en un pueblo que llaman Almonacid, tengo yo una prima casada con Cristino Angosto, natural de Tetas de Viana, que cae hacia esta parte... ¿Conque dice que es Conde? Querrá decir que esconde algo...

—Conde soy, y si lo duda, ahí están los libros del Becerro, que se lo dirán.

—Pues yo soy Marqués de Rebollosa de Jadraque —afirmó el otro riendo—, y aquí todos somos de la grandeza.

—Mi condado es Zorita de los Canes. Y yop. 262 quiero que usted me informe de si aquel pueblo lleva tal nombre porque hay en él muchos perros... quiero decir, Gaitones.

—Perros habrá de caza y de campo, y Gaitones no han de faltar, que son los animales más propagados en esta comarca. Por acá conozco a don Ramiro, don Crisanto y don Manuel Gaitón. Este es el más pudiente... cocido en dinero; y para redondearse se ha casado con la hija de un señor riquísimo que vive allá por Riaza, y le llaman don Gaitán de Sepúlveda, propietario de tierras, dueño de tantos ganados, que con ellos podría estrellar de ovejas el cielo.

—¡Le conozco... ya sé! Un vejestorio con antiparras... He sido pastor en uno de sus rebaños.

—¿Pastor y Conde? Eso sí que es bueno... Amigo, ¿se llama usted don Patraña?

—Me llamo Tarsis... me llamo Asur, Hijo del Victorioso, y si usted me apura, me llamo Mudarra o Mutarraf, que quiere decir Vengador.

—Que sea por muchos años, ja, ja... Pues no es el hombre poco divertido... ¡Quién lo diría, Señor! Hasta en estos lugares de tristeza, salta, cuando menos se piensa, el buen humor, y unas veces por flautas y otras por pitos, se va pasando el rato.

En estas vagas conversaciones les cogió el alba, y conforme iba entrando en la prisión la tímida luz del nuevo día, mermada por los gruesos barrotes de la ventana, se vieron y se examinaron los dos presos. En su compañero, solo conocido hasta entonces por la voz, viop. 263 Gil un hombre revejido y de talla corta, de facciones vulgares, iluminadas por un mirar de plácida mansedumbre, afeitado de días, con traje de labrador o jornalero del campo. Al poco rato, se personaron en el calabozo dos individuos que dieron a Gil orden de disponerse para partir a Soria en conducta de la Guardia civil; el otro quedaría en Sigüenza hasta nueva orden. Dieron a los dos mísero desayuno de pan negro y tocino crudo averiado. No tardaron en aparecer los guardias que habían de llevarse a Gil. Este se despidió de su compañero, que con sombrío gracejo le dijo:

—Abur, señor Conde; Dios se la depare buena. Aquí me tiene a su disposición no sé hasta cuándo. Tiburcio de Santa Inés, para servir a Su Excelencia.

Salió Gil entre los dos guardias. La mañana era fría y brumosa. Al pasar frente a la catedral, vio el caballero las almenadas torres de feudal arrogancia ceñuda. Entre los velos de la niebla, el grandioso monumento se revestía de cierta majestad funeraria. Bajando hacia la alameda tomaron el camino real, y a poco de entrar en este, como notaran los guardias en el preso cierta inquietud y ganas de monólogo, le ataron, recomendándole paciencia y juicio. Gil les dijo:

—Atadme si queréis. No me importa, que yo tengo en mi familia quien podrá darme libertad aunque me llevarais encerrado en una jaula de hierro. Vosotros no contáis con una Madre como la mía... Siento que no venga Regino a conducirme. De seguro lo habría pasado mal... Vosotros sois honrados y buenos; cumplís vuestras obligaciones sin deshonrar ap. 264 los amigos robándoles la mujer... Hay hombres que tienen pinta de caballeros y son como hienas con bonitos ojos. Otros con mal ceño y cara borrascosa llevan dentro un corazón de ángel. Yo, señores guardias, no les aborrezco; sé que me llevan preso y atado por mandato de la ley, y que no porque yo sea persona principal serán más blandos y considerados conmigo.

Con buenas razones le exhortaron los guardias a guardar silencio, y él obedeció, reduciendo a soliloquio las incoherentes cláusulas que de la boca le salían.

«Imposible que la señora Madre deje de venir en mi socorro —se decía—, a no ser, Gil, que el uso que has hecho de tu albedrío sea tal que... No recuerdo bien lo que me dijo al despedirse en Calatañazor... Que si la línea de mi albedrío... que si la línea de su protección... No sé, no sé. Al perder a Cintia he perdido mi razón. Estoy loco. ¿Será verdad que estoy loco?... Ya que mi Madre no me dé la libertad, devuélvame al menos la razón.»

A los dos o más kilómetros de andadura, tuvo Gil bastante claridad de entendimiento para reconocer que el camino que seguía no era el mismo por donde había venido de Atienza. Conducíanle por Medinaceli y Alcuneza, que era, sin duda, más derecho camino hacia Soria. Verdaderamente, por lo tocante a su comodidad, esta o la otra ruta le importaban lo mismo; pero prefirió la de Medinaceli, porque dio en creer que en ella sería más fácil encontrar a la Madre redentora. ¿En qué se fundaba para pensarlo así? En nada... Tal vez en indescifrables voces que susurraban dentro de su cerebro.

p. 265Al mediodía emprendieron el preso y sus custodios la subida del puerto de Sierra Ministra. Iban desde las fuentes del Henares a las del Jalón, dos ríos que nacen en opuestas bandas de aquellos montes, y corren luego en contrarias direcciones, tributario el uno del padre Tajo, el otro del padre Ebro. Conforme subían, el tiempo cerrábase más de niebla, y la humedad les penetraba con punzante frialdad hasta los huesos. Por lo que Gil oyó decir a los guardias, hablando con dos caminantes que en sendos mulos llevaban la propia dirección, comprendió que se detendrían en una venta llamada del Cuervo, para tomar alimento y arrimarse un poco a la lumbre, siguiendo después hasta el lugar de Honrubia, en cuya cárcel terminaría la primera etapa de la conducta, para continuar al siguiente día con otra pareja hasta Medinaceli. Picaron espuela los caminantes, y a la media hora, próximos ya Gil y sus conductores a la venta que les prometía sustento y abrigo, vieron alzarse una ondulante columna de humazo negro, y oyeron griterío de alarma y terror. La venta y dos casas y cuadras medianeras ardían en toda la extensión de sus jorobados techos.

Era un lindo espectáculo el del humo negro, que, retorciéndose como columna salomónica, subía lentamente, y en sus caracoleos voluptuosos se iba fundiendo con el blanco albor de la niebla. Las llamas daban toques de púrpura rutilante al bello espectáculo, y el vocerío de las gentes que querían salvar de la quema trebejos y animales, concluía y remataba el conjunto dramático. Llegaron a un puntop. 266 en que la confusión de humo y vapores cegaron el día, impidiendo la visión de los objetos más próximos. Gil no vio a los guardias, y estos a él le perdieron de vista. ¿Qué había de hacer un hombre en ocasión y momento tan propicios para la conservación personal, más que ponerse en salvo con rauda ligereza de pies? Así lo hizo Gil, por lo cual merece toda la simpatía y alabanzas de sus admiradores. Emprendió carrera en dirección de las fuentes del manso Henares, y para mayor dicha suya y alegría de los que se interesan por su suerte, a los pocos minutos de precipitarse en la veloz huida se sintió desligado del atadijo que le sujetaba los codos. La soga se desprendió silbando como culebra, y los brazos del preso quedaron libres para dar impulso y compás a las disparadas piernas...

Su primera parada para tomar aliento hízola el fugado a distancia tal, que apenas se veían ya las negras humaredas desliéndose en la niebla lechosa. ¡Libre! Con decir que la libertad duplicó su energía, se da una idea de su velocísima carrera; y como iba cuesta abajo, no tardó en pisar terreno llano. «Aunque no te has dejado ver, señora Madre —decía—, ¿quién sino tú me preparó con un oportuno incendio la oscuridad que cegó a los guardias? ¿Qué manos que no fueran las tuyas pudieron desatar la cuerda que me oprimía los codos?... Yo advertí que el cordel por sí solo deshizo sus nudos, y salió silbando y serpenteando hasta perderse de vista en el monte... Ahora déjame ver la luz rosada que anuncia tu presencia, y sienta yo dentro de mí la suspensión o azoramiento,p. 267 señal infalible de que la Naturaleza se conmueve a tu paso.»

Por más que el caballero miraba a un lado y otro y a los oteros cercanos, únicos que se dejaban ver, no tuvo el menor atisbo de luz rosada ni verde. Imperaba el blanco algodonoso de la niebla, sin dejar ningún resquicio por donde pudieran colarse luces naturales o fantásticas. Avanzada ya la noche, dio de bruces en un lugar miserable cuyo nombre ignoraba. Después supo que era Guijosa. No queriendo infundir sospechas pidiendo albergue o haciendo preguntas, echó un vistazo al caserío del pueblo, vio la iglesia y en ella un ancho pórtico con dos rinconadas laterales que parecían hechas de encargo para que los vagabundos pasaran en ellas la noche.

Antes de acomodarse en su camarín, quiso dar a su cuerpo algún sustento, y recordando que aún le quedaban dos bellotas en el bolsillo del pantalón, metió en él la mano para cogerlas. Grande fue su sorpresa cuando al tacto reconoció que no eran dos bellotas, sino cuatro. Momentos después entraba en una taberna que había visto al pasar por la corredera central del pueblo. Compró medio pan y un pedazo de queso, y fue a comérselo al pórtico donde había encontrado su albergue nocturno. Instalose en él, arrimándose bien al ángulo para buscar todo el abrigo que la dura piedra podía darle, y apenas tiraba los primeros bocados al queso y pan, creyó ver en el rincón frontero un bulto de cosa viva. Poco tardó, por cierto rumor de respiración y carraspeo, en cerciorarse de que era un hombre, un desgraciadop. 268 caminante, como él sin hogar ni dinero, acaso como él perseguido de la justicia. En estas dudas se hallaba, cuando del bulto misterioso salió una ronca voz que dijo:

—Buen hombre, se quedará usted helado si no tiene manta. Arrímese acá y participará de la mía, que es de cuatro varas, morellana neta. No tema que le pegue miseria, que yo, aunque pobre, no la tengo.

—Buen señor —replicó el caballero, conociendo, por la voz cascada, que hablaba con un anciano—, acepto muy agradecido el abrigo, y allá me voy. Y si quiere usted acompañarme en esta pobre cena de pan y queso, tendré mucho gusto en partirla con usted.

—¡Ay, sí: deme acá, hermano! Tengo un hambre horrible. No poseo más capital que la manta, lo único que he podido sacar del pueblo.

Mientras el famélico señor se incorporaba para tirar feroces mordiscos al pan, Gil se acomodó bajo un pico de la luenga y tupida manta morellana. A la escasa claridad de la luna examinó la cara de su compañero de hospedaje: era cara de viejo, con melenas canosas, y no desconocida para Gil. En alguna parte y en días no lejanos habíala visto. ¿Dónde, Señor? Tanto apuró su memoria, que al fin creyó descifrar el enigma, y para llegar a la certeza, habló así:

—Señor, yo le conozco a usted; creo haberle visto en un lugar llamado Boñices. Dígame si es usted un maestro que tiene por nombre don Alqui...bori...

—Alquiborontifosio de las Quintanas Rubias, para servir a Dios y a usted —dijo el otrop. 269 gravemente mordiendo el queso con avidez—. Escóndese el rico, mas no el mísero. Como los lobos bajan del monte al llano movidos del apetito de carne, así he salido yo de Boñices, y voy a la ventura por estas tierras, buscando el lugar de abundancia donde sobre un mendrugo. Dios me ha favorecido esta noche trayéndole a usted a mi lado con su pan, su queso y su cortesanía, que me han dado aliento para vivir hasta mañana. Y ahora, buen hombre, ya que hemos metido algo en el buche, hagamos por dormir, que yo estoy rendido, y usted también, a lo que parece. Mañana hablaremos. Abríguese y duerma. La noche es para el descanso, llamémoslo sueño, que es la jaula en que se guardan los pensamientos; el día es para que se abra la jaula, y salgan otra vez los pensamientos a darnos guerra y a engendrar las acciones... Conque buenas noches.

Pareciole muy cuerdo a Gil lo que su compañero de alcoba decía, y se acurrucó bajo la manta para conciliar el sueño. Durmió con intermitencias, atormentado de pesadillas, y una de estas fue que se acababa el mundo, sensación pavorosa producida tal vez por los ronquidos de don Quiboro, que imitaban el son terrible de la trompeta del Juicio final. El día le despejó la cabeza de los terrores milenarios, y puesto en pie y sacudiendo la pereza, mientras el maestro anciano se desperezaba como un camello, se aprestaron a seguir su peregrinación... Don Quiboro dobló su manta en forma de que le sirviera como tapabocas, y por el primer callejón que les vino a mano salieron al campo libre, observando gozosos quep. 270 el día se presentaba menos encapuchado de nieblas que el anterior.

—¿Hacia dónde vamos, amigo? —dijo don Quiboro, mirando sucesivamente a los cuatro cuadrantes—. Yo ando a la ventura... a ver si caigo donde me sea fácil encontrar un pienso razonable. ¿Hacia dónde cae Guadalajara?

—Hacia el Sur, y el Sur es por aquí —replicó Gil, señalando una dirección, después de apreciar en el horizonte la salida del sol—. A usted, que es persona justa, no debo ocultarle que huyo de la justicia, y no me conviene andar por senderos concurridos.

—Pues yo, hijo mío —indicó el viejo con gravedad estoica—, voy sin criterio propio y entregado al Destino. Ni busco a la justicia, ni huyo de ella; que si la justicia me coge y me conduce de pueblo en pueblo, en estos habrá pesebres donde se alimenten bien o mal los cristianos errantes, que no tienen casa, ni familia, ni una chispa de numerario.

—También yo cuento con el Destino, que suele ser más humanitario que las leyes y los que cuidan de cumplirlas —declaró el caballero—. Si por una parte huyo de la justicia, por otra voy hacia ella... Déjeme que le explique... Yo maté a un cerdo... me prendieron, me escapé... Un guardia civil me quitó a mi mujer... yo voy a que me devuelvan a mi mujer, o a que me maten, pues sin ella no puedo vivir.

—Historia complicada es esa, y no he de entenderla como no me dé más explicaciones. Al decir mujer, ha dicho enredo y confusión. Habrá usted oído aquello de Hembra lozana,p. 271 darse quiere a vida vana, y también estotro: Mujeres y malas noches, matan a los hombres...

—No es eso, señor —dijo el caballero—. Usted no me entiende... y yo no podría ponerle al tanto de mi historia sin darle una conferencia de tres días.

—Pues resérvela para mejor ocasión, porque con los estómagos vacíos, en esta hora del desgaste orgánico, ni los entendimientos, ni la palabra, ni la memoria, están para largos cuentos, ya sean verdaderos, ya mentirosos. Veamos si la Providencia o San José bendito nos deparan almas caritativas que nos socorran con algún alimento. Usted que tiene buena vista, mire y observe si hay por aquí pastores, o si a lo lejos se descubre algún caserío...

—Pastores no veo —dijo el encantado—; pero sí gente de labranza, que a mi parecer está sacando patatas.

—Pues vamos primero al señuelo de las patatas —dijo el desgraciado Quiboro, avivando cuanto podía su vacilante paso—, que me da el corazón que hemos de encontrar hidalguía y caridad... Quiera Dios que sea la cosecha muy abundante, y que los dueños de ella estén alborozados y satisfechos... Deme el brazo, hijo, y ayúdeme a salvar pronto la distancia que nos separa de esos dignísimos labradores... La Virgen bendiga su trabajo y les aumente el fruto... Ande, hijo, ande.

Llegaron al grupo de labriegos, que eran tres mujeres y dos hombres, y tal ventura deparó el cielo a los peregrinos, que apenas manifestada su fiera necesidad entre bostezos, les dieron cuanto pudo meter en sus anchos bolsillosp. 272 el cansado viejo. Sin detenerse en el grupo más tiempo que el preciso para expresar del modo más patético su inmensa gratitud, se fueron en busca de un lugar montuno donde pudieran recoger leña y hojarasca, encender lumbre y asar los preciosos tubérculos que de la caridad habían recibido. Atravesando rastrojos y metiéndose por empinadas veredas, dieron en un encinar que les ofrecía descanso, abrigo, soledad, cocina, fogón, leña y mesa para banquetear a su gusto.

Recogió al punto Gil un buen brazado de palitroques y ramaje seco. Felizmente, tenía fósforos y encendió lumbre, que pronto tomó cuerpo, y las crujientes llamas alegraron el alma y templaron el aterido cuerpo de don Alquiborontifosio. De rodillas ante la hoguera, extendiendo las palmas de las manos en actitud litúrgica, tuviérasele por un sacerdote de los prístinos tiempos de la Historia. Acólito de tal ofrenda o sacrificio era Gil, que cuidadosamente cebaba la llama para que se formara un buen rescoldo. Don Quiboro metía las patatas en la ceniza, y tales eran los estímulos de su apetito, que medio asadas y medio quemadas empezó a comerlas, soplando sobre ellas antes de meterlas en su desdentada boca. Y cuando los dos habían aplacado las primeras ansias del gusanillo, cogió el maestro una patata y la mostró con solemnidad a su compañero de fatigas, pronunciando este triste razonamiento:

—A tal miseria han venido a parar mis cincuenta y más años de magisterio en Aliud primero, después en Torreblascos, y por fin en el moribundo lugarp. 273 de Boñices. Vea usted el premio que dan a una vida consagrada a la más alta función del Reino, que es disponer a los niños para que pasen de animalitos a personas... y aun a personajes, que yo con documento puedo atestiguar... carta canta... que en Buenos Aires, en Méjico y en otras partes de las Indias, viven ricachones que fueron desasnados por mí, y que bajo mi palmeta, hoy en desuso, aprendieron a distinguir la e de la o. Y en esas Cortes o Senados de Madrid, en que tanto se parla, algunos hay que llegaron cerriles a mis manos, y de ellas salieron bien pulidos de lectura y escritura, con algo de aritmética. Nadie me ha favorecido en este vía-crucis doloroso. Dos generaciones de Gaitines han pasado delante de mí con los oídos tapados a mis quejas, y solo me atendieron a medias y de mala gana cuando reclamaba yo dos años de atrasos, dos años de paga, ¡Señor! que me debía el Ayuntamiento. Los Gaitines han favorecido más la fábrica de aguardiente que la fábrica de ilustración. Y heme aquí errante, sin hogar ni más ropa que la puesta y esta manta, atenido a la caridad pública, rodando como las hojas muertas que lleva el viento, sin encontrar ni protección, ni pan, ni siquiera sepultura, pues cuando menos lo piense caeré muerto en lugar salvaje donde las bestias me pisen y los buitres me coman. ¡Oh, buitres, comedme y hartaos de mi carne podrida, y que os aproveche y hagáis buena digestión! Seréis más dichosos que yo lo fui. ¡Oh, niños, niños mil a quienes saqué de las tinieblas, al daros luz hice una generación de hombres ingratos!

p. 274Al terminar, limpiose una lágrima y siguió comiendo. Con la conversación del improvisado amigo fue recobrando el pobre viejo su normal temple, y de sobremesa propuso a Gil que, pues habían yantado con sosiego, que compensaba la triste frugalidad, quedáranse buena parte del día en lugar tan apacible, recogiendo y almacenando en sus cuerpos el calorcillo de la hoguera, para tener reserva con que hacer frente a los fríos y desmayos que les esperaban. Así lo hicieron. Echose Gil a dormir, y a media tarde reanudaron su vida errante, llevándose don Quiboro en sus hondos bolsillos las patatas medio asadas y medio carbonizadas que sobraron del festín.

Caminando encontraron una pareja de mendigos: él, caduco y patizambo, con un voluminoso morral al hombro; ella, jovenzuela, canija y andrajosa, con un morral chico y una bandurria vieja. Trabaron conversación, y el hombre, que era muy parlero y comunicativo, les dijo así:

—Yo me voy a pasar la noche a Pitarque, que es alivio del pobre en esta tierra desamparada.

No había oído don Quiboro tal nombre, y pedidas explicaciones, el pordiosero las dio muy claras:

—Bien se conoce que no son ustés de por acá. Pitarque es un conventorro viejo de franciscos o dominiscos... no sé qué. Desde tiempo memorial está caído... la iglesia sin techo, lo demás apañado para casas de labor y lo consiguiente. Comprolo por pocos riales un granjero de Torremocha, que le llaman José Corvejón, y allí ha puesto taberna, algo de parador para personas y bestias naturales, lonja de bacalao y piensos...p. 275 A la mano acá del monasterio hay un patio grande que fue mismamente claustro, donde salían a regoldar los frailes, acabado el refitorio. José Corvejón, que es hombre cristiano de suyo, porque, según dicen, vivió antes en necesidad, nos deja a los probes entrar en el patio, y nos da sarmientos y otras leñas comustibles para que hagamos lumbre y nos calentemos, y las más de las noches nos reparte la bazofia que sobra de los yantares de la posada... Si no tenéis vos mejor corral donde albergaros, venid con nosotros y lo pasaréis tan ricamente, que también suele haber quien eche al aire las penas con algún desperezo de seguidillas y danza...

—Sí, sí —dijo don Quiboro con desentonos de chochez infantil—. Iremos allá. ¿No piensa lo mismo el amigo? Si hay lumbre, un rincón para dormir, y alegría del pueblo, ¿qué más podemos desear?

Arreando a prisa, llegaron los cuatro cristianos vagabundos, ya de noche, al caseretón llamado Pitarque, donde ocurrieron sorprendentes sucesos y casos de risa y llanto, que conocerá el que tenga paciencia para seguir leyendo.


p. 276

XXII

Refiérense, con el vía-crucis del caballero, las escenas de pobretería en el corral de Pitarque.

Cuando Gil, don Quiboro y la pareja de mendigos entraron en el corralón, de traza y vestigios de claustro, ya había en este gente pobre. En uno de los grupos reconoció Gil a los volatineros que había encontrado en el camino de Matalebreras; mas por el pronto no quiso darse a conocer. Formaban ruedo junto a su carro, en actitud de preparar la cena. Luego se hizo cargo del local paseando en redondo, y vio desde fuera la taberna, lonja y demás aposentos. Al volver junto a don Quiboro, recogiéronse, por indicación de este, en el ángulo más próximo a la puerta, donde unos sacos de paja les brindaban cómodo asiento. Liándose en su manta, el maestro dijo a su incógnito amigo:

—Aquí estamos como en atalaya. Por causa de mi corta vista no veo más que el resplandor de las hogueras que algunos encienden ya para guisar. Sirvan los buenos ojos de usted para descubrir ollas o sartenes, y ver si hay entre tanta gente un alma buena que nos convide.

—Sí habrá, señor don Quiboro —replicó el caballero—, y en último caso, nos convidaremos nosotros.

p. 277Antes que terminara la frase, fue tocado en el hombro por un sujeto, en quien al punto reconoció a su compañero de la cárcel de Sigüenza, Tiburcio de Santa Inés, el cual, soltando el chorro de su locuacidad, contó que se había escapado de la prisión por un patio interno, al cual pasó aprovechando descuidos del alcaide, y favorecido por un empleado del Ayuntamiento, amigo suyo. No creyó Gil prudente explicarle el cómo, dónde y cuándo de su recobrada libertad. A la pregunta de don Quiboro, «¿quién es este señor?» respondió Tiburcio:

—Yo soy una víctima de la justicia; a mí me han despojado de mis bienes los infames Gaitones, plaga de esta tierra, valiéndose de leyes retorcidas y aplicadas al mal... Antes de contarles mi caso, si quieren oírlo, dígame, señor anciano, si es usted de la curia, pues tal me ha parecido por sus gruñidos, sus guedejas y el metal apagado de la voz. Si es de la justicia, abrenuncio y me voy al lado de enfrente.

—Cálmese, buen hombre —dijo con hueca voz don Alquiborontifosio—. Yo no soy de la justicia; soy de más abajo; pertenezco a la última fermentación de la podredumbre del Reino... Ya ve usted por mi pelaje cómo acaban los que, enseñando a la infancia, allanamos el suelo para cimentar y construir la paz, la ilustración y la justicia... Siéntese a nuestro lado y cuéntenos lo que quiera, sin dejar de echar una miradita a las ollas y calderos, que a mi parecer ya están puestos a la lumbre. Si esto es ilusión, no me la quiten los hombres de buena vista.

En los sacos de paja se sentó Tiburcio, ap. 278 quien mejor que a nadie cuadraba el mote de Pobrecito hablador, y con fácil vena dio principio a su cuento, que no es fábula muerta, sino historia viva:

—Una huertecilla heredé de mi padre, y un prado muy bueno, y con ambos predios lindaba otra huerta de mayor cabida, perteneciente a Zacarías Escopete, consuegro de don Crisanto Gaitón... Hace un año dio Zacarías en la tecla de que yo le había de dar paso por mi huerta al carro que le llevaba el abono para la suya... Me resistí; no había memoria de tal servidumbre. Los amigos me aconsejaban que cediera, pues de no hacerlo, el vecino me causaría mayor perjuicio, por ser yo pobre y él un ricacho que hace de la justicia lo que le viene en gana... En mal hora me resistí, parapetándome en mi derecho. El parapeto de nada me sirvió, y el maldito Escopete me puso la demanda... Todos los vecinos se prestaron a declarar que en ningún tiempo habían visto que mi huerta fuera paso de servidumbre para la del otro... De nada me valió el testimonio de medio pueblo, y el juez municipal nombrado, como toda autoridad, por el Gaitón, a quien parta un rayo, sentenció condenándome a dar paso al carro y pagar las costas.

—¡Vaya por Dios! —exclamó don Quiboro—. Con apelar usted al juez de primera instancia, que forzosamente había de revocar sentencia tan absurda, estaba usted salvado.

—¡Que si quieres! Eso es lo justo; pero váyale usted con justicias a los hombres malos que sin más ley que su egoísmo oprimen al pobre.

p. 279—Tiene usted razón. Por eso ha dicho la sabiduría popular: No vive el leal más que lo que quiere el traidor. Siga.

—El juez de primera instancia, que es también hechura del Gaitón, fue y ¿qué hizo? Pues confirmar la sentencia y condenarme también en costas... Encontreme, como el otro que dice, con la soga al cuello. Del Juzgado me avisaron que fuese a pagar las costas, que eran doscientas treinta y tantas pesetas... ¡Ay, Dios mío, qué apuros! En la casa del labrador pobre suele haber frutos para ir comiendo; pero tal cantidad de pesetas no las hay sino en contados días... Dejé pasar el tiempo en espera de la fiesta del pueblo... buena ocasión para vender unos novillos... Cuando más descuidado estaba yo, el juez municipal recibe un oficio del otro juez más alto, ordenándole que me embargara las fincas por valor de quinientas pesetas, y el hombre no anduvo perezoso para la diligencia. Vino a mi casa y me embargó el huerto, y por si no era bastante, el prado... Nada, que por caridad no me embargó los zapatos y la camisa... ¿Qué hice? Pues salir a buscar quien me prestara dinero para levantar el embargo... ¡Qué dinero ni qué niño muerto, si el poco que hay lo tienen los ayudantes del verdugo, es decir, los criados del cacique! Viendo este desamparo, me dije yo: «Esperaré a la feria del Corpus, donde podré vender con estimación mis dos novillos»... ¡Que si quieres! No se me arregló el negocio, y esos villanos sacaron mis propiedades a subasta. Acudieron licitadores, echados a socapa por el consuegro del Gaitón, y pujando, pujando, elevaron elp. 280 valor de mi huerto y prado a mil cincuenta pesetas, más del doble de lo que el Juzgado había pedido. Nunca mandan embargar de menos, sino de más, con idea de que sobre lo que se ha de comer la curia. Pero el juez municipal consultó al de primera instancia si desde luego debía entregar al embargado la demasía... A todo esto, yo, algo consolado, decía entre mí: «Si has perdido dos finquitas, te queda dinero para vivir a gusto una temporada...»

—Inocente era usted, amigo. Como si lo viera, el juez grande ordenó al chico que le mandara todo el dinero, inspirándose en aquel aforismo que dice: Cobra y no pagues, que somos mortales.

—Así fue... Venga el dinero, y luego, si algo sobra, se devolverá. Esto dijo el juez grande.

—Pero usted reclamaría...

—¡Oh, sí! reclamar es el oficio del español. Reclamé, y más me valdrá no haberlo hecho. Pasa tiempo. Viendo que nada me devolvían, fui y dije al secretario del juez municipal si algo sabía de mi asunto. Respondiome que no, y que me avistara con el escribano del Juzgado... Yo, tan tonto, me fui a Sigüenza... ¡pero qué tonto! El escribano me dijo que viera al otro escribano, que este acaso tendría el dinero sobrante... Vi al otro, y me dijo que no sabía nada... Volví al primer escribano... nada sabía tampoco... Y con toda mi paciencia me fui a ver al señor juez, el cual no recordaba el caso. Insistí. Díjome al fin que reclamara en forma. Corrí en busca de un abogado, el cualp. 281 puso un escrito con muchas retóricas y perfiles, pidiendo que se hiciera tasación de costas, y pagadas estas con el importe de los bienes vendidos, ¡atiza! se me devolviera, ¡vuelve por otra! el remanente, etcétera...

»Disparado este cañonazo, me volví a mi pueblo, Rebollosa de Jadraque, y aguardé... naturalmente sentado... y en muchos días no supe nada. Preguntábanme los amigos, y yo les respondía como los escribanos: no sé nada, y no sabiendo nada estuve no sé cuánto tiempo. Así se trata en España al buen ciudadano, después de zarandearle para que vote, para que pague, para que grite: ¡viva el Rey, viva la Constitución!, a quien debemos llamar la Pepa, por lo que ella vale, y ¡viva la Libertad!, que también es buena castaña pilonga... Después de muy larga espera, un día veo entrar en mi casa al secretario del Juzgado municipal. Me brincó el corazón... Ya estaba yo viendo las quinientas pesetas pasando de sus manos a las mías. ¡Jesús! tan me lo creí, que pensé convidarle a unas copas... Y como le vi meter mano al bolsillo, echeme a reír de gozo, y... Nada, que si apuesto a tonto, no hay quien me gane... Pues lo que sacó del bolsillo aquel perro fue un papel de uno de los escribanos del Juzgado grande, en que le decía que hiciera el favor... ¡para favores estábamos!... que hiciera el favor de decirme que a la mayor brevedad... ¡a prisita que llueve!... me presentase a pagar veintinueve pesetas más sobre el importe de la tasación de costas pedida por mí... y que si no iba pronto... ¡ni que fuéramos a sofocar un fuego!... que si no iba pronto, mep. 282 embargarían otra vez... Y aquí se acabó mi cuento. Colorín colorao... Y se acabó, porque la pillería de los Gaitones y Escopetes me despojó de mi propiedad, ayudada de la Justicia, que aquí es la máscara que se ponen los malos para que el latrocinio parezca ley. Así los lobos se disfrazan de pastores, y los cepos y trampas están hechos con trazas legales para que fácilmente caigamos, y en ellos dejemos hacienda y vida. ¡Ay, señores, de la pena que tengo, ya ni llorar sé!

Oyó este triste lamentar don Alquiborontifosio con grave actitud de meditación, cerrando los ojos, y pasado un ratito dejó caer de sus labios esta opinión estoica:

—Si sobre las propiedades perdidas, señor mío, tuvo usted que poner veintinueve pesetas de añadidura para que le dejaran en paz, es usted fiel intérprete de la doctrina de Jesucristo, que dijo: Al que quiera litigar contigo para quitarte la túnica, déjale también la capa. (San Mateo.)

—¿Eso dijo Nuestro Señor Jesucristo? —replicó Tiburcio pasmado y confuso—. Pues ahora me entero. Vea usted cómo es uno santo sin saberlo.

—Santos sin saberlo somos muchos acá —dijo don Quiboro con amargura que le salía del alma—, y entre ellos me cuento, sin alabarme. Santos somos por la resignación, y porque no hacemos daño a nuestros enemigos.

—No soy yo de esos tan puros —dijo Santa Inés—. Acúsome, señor, del pecado de ira. Una piedra tiré al Gaitón que me despojó de lo mío; mas como no le acerté en la cabeza, poco mal le hice. Ayer, recobrada mi libertad, me acogíp. 283 al sagrado de los Padres Recoletos, que tienen su casa entre Sigüenza y Baides. Recibiéronme con cariño; me ofrecieron hablar al señor Gaitón, y conseguir de él que me perdone la pedrada, con lo que basta para echar tierra al proceso. Los buenos Padres me protegerán para que tenga yo un modo de vivir. Haranme santero de un Niño Jesús muy milagroso que han traído de Roma. Vea usted cómo: ponen el Niño en una linda urna, vestidito de raso con lantejuelas. La urna es también cepillo; por encima tiene una hendidura para meter los cuartos; por de dentro una cajita escondida entre florecicas de trapo. Yo voy por los pueblos con mi Niño Dios y las personas buenas o atribuladas que desean algo se lo piden con devoción, y echan luego el memorial, que es perra grande o chica, cuando no peseta, metiéndolas por la raja de arriba... Bueno: pues de la limosna, los Padres me dan tercia o cuarta parte, según sea la recaudación, y siempre que yo vaya al convento a rendir cuentas, comeré con los legos en la cocina... y ha de saber usted que se dan buen trato.

—¡Oh, feliz mortal! —exclamó don Alquiborontifosio, mostrando en risa franca sus desdentadas encías—. ¡Qué bien te viene el sabio dicho popular: Al cornudo, Dios le ayuda!

En esto, Gil, que alejádose había del grupo, atraído de una visión y esperanza de condumio, volvió alegre con un platón de migas y cuchara, y mostrándolo al maestro le dijo:

—Ya nos ha favorecido la Providencia. Esto debemos a las buenas almas de aquellos volatineros que conocí en el camino de Matalebreras.

p. 284Gozoso y agradecido cogió don Quiboro el plato con una mano, y con la otra lo bendijo, echando sobre las calientes migas estas palabras sacerdotales:

Dios ayuda al cornudo y al testarudo... Comamos, hijo, y participe usted también, señor santero del Niño Jesús.

Y el caballero, mientras los tres comían pasando la cuchara de mano en mano, celebró así el hallazgo de las migas:

—Buenas son y sabrosas, aunque no tanto ni tan abundantes como las que catamos usted y yo en aquella casa de Boñices... ¿No se acuerda?

Quedó un rato suspenso el buen don Quiboro, y de su asombro resultó este vivo diálogo:

—Dijo usted que me había visto en Boñices; mas no mentó la cena de migas en casa de la Fabiana. ¿Era usted de los mozos que alborotaron con jarana y demagogia? Como apenas veo, no he podido retener su fisonomía.

—Yo no alboroté, don Quiboro. Fíjese bien en mi cara, y me reconocerá como el escudero de doña María.

—¿Por qué no me lo dijo antes?

—Porque no vino a pelo, ni yo quería envanecerme como servidor de tan alta Señora.

—Y ahora, según creo, ha dejado usted el servicio de doña María, como los demás hidalgos y campesinos que vivían a su lado. Mejor que yo sabrá usted que a la gran Señora no le ha valido su nobleza y santa condición. Los renegados gobernantes hanla echado del castillo de Clavijo porque, al decir de ellos, no le correspondía vivir allí.

—Dispense, don Quiboro, si me río de usted por su ignorancia en lo tocante a mi Señora.p. 285 Doña María no vive en Clavijo, y tiene por vivienda la redondez de la tierra española. Y como todo es suyo, los mandones no pueden echarla de ninguna parte si no es de sus propias almas, que a eso tiran ellos. Daránle mil pesadumbres y le amargarán la vida; pero no pueden decirle: «Madre, ahí te quedas», o «Madre, pasa de largo.»

—Por mi fe, que no lo entiendo. Habla usted como un demente, o esa Madre que nombra no es nuestra doña María. Yo le aseguro, porque lo he visto, que la Señora que cenó con nosotros en Boñices anda hoy errante por caminos y atajos, como usted y como yo. Salí de Boñices huyendo del hambre y la muerte, y a media legua más acá encontreme con doña María, acompañada de dos labradores que me obsequiaron con mendrugos y una sardina de cuba que sacaron de sus morrales. La Señora, compungido el rostro y encorvadita de cuerpo por la carga de sus penas, me contó lo que ha días viene padeciendo por las ingratitudes de sus desatinados hijos, que a la cuenta son un sin fin de hijos, y por la porquería dominante en lo que ella denomina sus reinos o estados, que eso no lo entendí, ni sé lo que puede significar, así me maten... Un rato seguí con ellos charloteando de nuestras desdichas. Por lo tardo de mi andadura tuve que quedarme atrás. Ellos siguieron... Esto pasó ayer tarde, horas antes de llegar a Guijosa, donde usted y yo nos hemos conocido.

Tal confusión produjo en la mente del caballero lo que acababa de oír, que no sabía si creer al honrado vejete, o tenerle por donosop. 286 embustero. Por momentos llegó a pensar que era un genio maléfico de orden inferior, de estos que tienen poder para desfigurar someramente las cosas, y secundar con hechicerías a la menuda las obras transcendentes de los grandes encantadores. Pensó que invitándole a unas copas, podría obtener de él revelaciones interesantes, con su poquito de magia blanquinegra. Instintivamente echó mano al bolsillo del pantalón, donde creía tener una bellota, con la cual pudiera comprar el vino, y los dedos ¡oh caso estupendo! encontraron buen número de ellas, que el tacto apreció en la docena mal contada. «Ya no puedo dudarlo —se dijo—: mi Madre está cerca... tal vez aquí.»

Con loca impaciencia recorrió en un instante todo el patio, examinando los grupos de hombres y mujeres. Metiéndose después en la taberna, miró todas las caras. Dos ancianas vio, y ninguna era la suya. Compró un jarro pequeño de vino, con casco y todo; añadió salchichón y medio pan, y al salir y cruzar frente al portalón, vio que por este entraban tres hombres atados codo con codo, conducidos por una pareja de la Guardia civil. Tembló a la vista de los tricornios; pero no viendo en ninguno de los guardias cara conocida, recobró su tranquilidad. Y examinados al punto los tres presos, solo uno hirió con fulgurante rayo su atención. Era Becerro, el gran erudito, el evocador de la Historia, el prodigioso mágico y demiurgo, por quien las cosas pasadas vinieron a lo presente, y el hoy anticipó las visiones de un mañana remotísimo.

¡Oh, Pepe Augusto! ¿qué fatales vicisitudesp. 287 te llevaron al estado de abyección en que te vio tu amigo en el corral de Pitarque? El caballero no daba crédito a sus ojos, y pensó que la presencia del sabio, atraillado con criminales por la Guardia civil, era un caso de mentirosa hechicería... Corrió a llevar a don Quiboro el jarro de vino, el pan y salchichón, y no se detuvo a recrearse con la sorpresa y alegría del pobre viejo, que se apresuró a reparar su organismo dando parte a Tiburcio de Santa Inés... Viendo Gil que los guardias penetraban en la taberna, llevando por delante la cuerda viviente, allá se fue, con idea de interrogar a Becerro y cerciorarse de la realidad de su persona. Los de la Benemérita tomaban un bocado y bebían, sin perder de vista a los presos, que en un banco se sentaron, obsequiados caritativamente por el fámulo que allí despachaba. Metiendo el cuerpo entre los curiosos, llegó Gil hasta su amigo, y tocándole en el hombro, así le dijo:

—¿Cómo usted aquí, señor Becerro, atado y entre guardias?

Mirole el sabio, receloso y desconfiado. No le conoció. Gil pudo observar la escualidez hipocrática del rostro de su amigo, que más parecía momia semi-viva que persona moribunda. De sus ojos manaban lágrimas rojas, y en sus mejillas, lívidas manchas e hinchazones revelaban la mano y cinceles duros de algún escultor de ecce-homos. La cabeza descubierta mostraba en desorden los cuatro pelos que le reservaba Naturaleza, y el vestido que mal cubría su esqueleto era todo andrajos y jirones recamados de lodo. Contestando al desconocido piadoso, así habló el ínclito Becerro:

p. 288—Sea usted quien fuere, señor, pues mi cabeza no está para el reconocimiento de personas, yo le agradezco su bondad, y a usted me confío para que me compadezca, si es que hay todavía compasión en el mundo. Dice usted que me conoció en Numancia. Allí estaba yo, en efecto, y de allí vengo. Aconteció que el paternal Gobierno, hostigado por las oposiciones, resolvió meterse en el sagrario de las economías... y naturalmente, yo fui la primera víctima del régimen de moralidad económica. Amaneció el día fatídico en que recibí el cartel de mi cesantía. Echáronme a la calle, dándome veintidós pesetas, que en aquel crítico momento había yo devengado, y como soy hombre que no gusta de pedir favores a nadie, me abstuve de solicitar mayor auxilio para mi retirada de los campos numantinos. Hice con mi ropa un apretado envoltorio, y me puse en camino, gozoso de recorrerlo a pie hasta Madrid, con lo que viajaba en libertad, y a mi antojo podía estudiar en la tierra castellana cuantas ruinas gloriosas me salieran al paso. La libertad es mi gozo, y ella me compensaba del trago amarguísimo de mi cesantía. Salí una mañana, y a las dos leguas plus minusve de mi salida de Garray, topé por mi desgracia con unos golfos, digamos más propiamente alumnos de Anacreonte, que en la puerta de un ventorro jugaban y reían con dos descocadas hetairas, de las que expulsó Escipión, mandándolas con viento fresco a correr por el mundo. Ello fue que me engatusaron aquellos perdidos, y ellas me poparon y me hicieron mil carantoñas con manos perfumadas de olor sabeo.p. 289 Debí perder mi natural sentido, o adormecerme en vapores de alegría, porque cuando la infernal caterva se alejó de mí, noté que me habían quitado la ropa y las veintidós pesetas... menos dos reales que había gastado en comprar pan... Dejáronme limpio de numerario, sin más tesoro que el inagotable de mi resignación...

—Pero usted, amigo mío, ¿por qué se dejó zarandear de tal gentuza? —díjole el caballero—. ¿Eran acaso plebe celtíbera, o de la maleante familia de los pelendones?

—Para mí que eran túrdulos —replicó Becerro gravemente—, de estos que se corren hacia el Norte para corromper a los austeros arévacos. Fueran lo que fuesen, yo, con la buena compañía de mi resignación, seguí mi camino pensando cómo podría llegar a Madrid tan desguarnecido de pecunia... En esto, andados tres cuartos de legua, según mi cálculo, me picó el hambre con tal ahinco, que las piernas se me negaron a dar un paso más. Saqué de mi bolsillo el pan, único bastimento que la divertida chusma me dejó. Como el pan seco es alimento desabrido, y como en aquel punto me viera próximo a un campo ameno plantado de cebollas, pensé que no cometía delito entresacando de las mil y mil plantas una o dos que me conditaran el paso del pan desde la boca al estómago... Entré en el surco, y me acordé de que la tierra ha sido dada a la humanidad para su sustento... Cogí dos cebolletas, y disponíame a hincar en ellas el diente, cuando salió un hombre fiero, que me pareció gigante de tres altos, y la emprendió conmigo a coces yp. 290 bofetadas, llamándome ladrón, hi... de no sé qué, y... Vamos, no quedó término infamante que no me dijera, después de quitarme las cebollas... Lo demás de este desventurado pasaje de mi vida, se lo contaré en dos palabras. Estando entre las garras de aquella bestia, llegó la pareja y me prendió y condujo a la cárcel de no sé qué pueblo. En tres o cuatro cárceles he pasado sucesivamente mis amargas noches, y por fin heme visto traído en esta conducta con los dos compañeros que atados conmigo vienen, y que han sido presos por cortar leña en montes que llaman del Estado. No sé a dónde me llevan. Al cuadrillero que me interrogó por primera vez he dicho que mi deseo es ir a Madrid, pues allí tengo amigos que serán fiadores de mi honradez... No sé tampoco dónde estoy, ni si esto que parece quintana o mercado romano, algo semejante al zoco de los árabes, es buena dirección para Madrid, o si lo es para el Congo. ¿En qué país estamos? ¿Esto es España, o es algo de otros mundos, de otros planetas, a donde de un puntapié nos ha mandado la mágica Astarté, diosa de los Infiernos?

—Tenga paciencia, mi don José Augusto —dijo el caballero, traspasado de dolor—, que en este laberinto de Pitarque podrá muy bien socorrernos a usted y a mí una divinidad del Cielo, ante quien bajan la cabeza los poderosos así como los humildes. Su poder es grande. Más de una vez la he tenido yo junto a mí sin gozar de su presencia. Ahora mismo me da en la cara el calor de su aliento, y no veo su excelsa persona... Esperemos un poco, y la Madre vendrá... Sus pasos no se sienten.

p. 291A pesar de la honrada convicción con que hablaba Gil, no parecía darle crédito el desdichado amigo. Por un momento permaneció este como alelado, abierta la boca, el mirar sin fijeza... Luego suspiró, diciendo con hueca voz:

—Déjeme usted de Madres. Para mí la única madre es la Historia, y esa huye con repugnancia de los hechos y personas del día.

—No es precisamente la Historia, sino la... no sé cómo decirlo... Es el alma de la raza, triunfadora del tiempo y de las calamidades públicas; la que al mismo tiempo es tradición inmutable y revolución continua... ¿Qué dice usted, Becerro?

—No digo nada... Sí: digo que las Madres pasaron, las Hermanas también... No hay Historia de lo presente. Lo presente no es más que espuma, fermentación, podredumbre. Lo mejor será que nos muramos todos prontito. Después el caos... un caos delicioso...

Acercose un guardia, y con la frase secamente cortés de haga el favor, indicó a Gil que no era permitido conversar con los presos. Retirose de la taberna el caballero en un estado de indecible turbación. En su alma se atropellaron en tremendo revoltijo el miedo y la esperanza, y al recorrer el patio, su exaltada imaginación desfiguró los semblantes y cuerpos de la pobretería que allí se congregaba. En unos vio cabezas de pájaros, en otros hocicos de extraños rumiantes o paquidermos. El vocerío le sonaba como la jerigonza monosilábica de los idiomas primitivos; las hogueras esparcían resplandores rojizos sobre figuras y objetos; los calderos hinchaban desmesuradamente susp. 292 vientres cubiertos de hollín; el freír de las sartenes semejaba risa y burla satánica, que afluía de bocas invisibles.

Aturdido fue y vino el caballero, sin dar con el rincón en que había dejado a sus amigos don Quiboro y Tiburcio. O los rincones se cambiaban por sí de un lado a otro, o los principios geométricos se declaraban en rebeldía suprimiendo los ángulos... Así lo pensaba Gil o lo veía... Y no fue suceso imaginario, sino real, la irrupción súbita en el patio de Pitarque de nuevo tropel de gente bulliciosa. Primero entró un destacamento de plebe mísera, gritona y desmandada; luego dos presos en cuerda, custodiados por pareja de la Guardia civil. En dicha cuerda venía una pobre vieja atraillada con un facineroso, Lobato por mal nombre, muy conocido en la comarca por audaz cuatrero y asaltador de caminantes, sin respetar haciendas ni vidas. La anciana, maniatada con el bandido, parecía reproducción de la que Gil llamaba Madre, solo que su mayor grado de ancianidad hacíala pasar por madre de la Madre. Encorvada y jadeante se dejó caer al suelo apenas entró, abatiendo consigo al ladrón Lobato. En sus facciones amarillas y rugosas, se traslucían los rasgos de su belleza como perlas caídas en el fondo de un charco; su mirar se apagaba en una letal resignación de heroína vencida; de su excelsitud y majestad solo quedaban rezagos en el gesto airoso. Dudando de lo que veía, acercose Gil a la postrada vieja y le dijo:

—¿Eres tú, Madre querida?

Y ella, mirándole cariñosa, le respondió:

—Yo soy, yo fui, porque en esta injuriosa degradaciónp. 293 a que me han traído tus hermanos, más bien soy tu Abuela que tu Madre.

No pudo seguir el caballero junto a ella, porque uno de los civiles le apartó con rudo manotazo. Miró Gil al guardia, y reconociendo a Regino, fue acometido de rabia impulsiva y furor salvaje.


XXIII

De cómo las picantes aventuras se vuelven dolientes y trágicas.

Arrebató Gil del grupo cercano un hierro con que atizaban la lumbre, y corrió disparado contra el pecho y vientre de Regino, soltando de su boca estas horrendas imprecaciones:

—Canalla, ladrón de honras, Caín... no te contentaste con quitarme a mi mujer, sino que te atreves con mi Madre... Espérate y vas al infierno...

Si no le sujetaran, no habría tenido tiempo Regino de guardarse del golpe. Flemático, sin hacer uso del máuser, dijo al que fue su amigo:

—Repórtate, Florencio, y no provoques. Y pues has tenido la mala sombra de volver a nuestras manos, date preso... Poco te ha valido escaparte. La justicia te reclama.

—Yo me chanflo en la justicia, en ti y en tu madre —gritó Gil tirando el hierro—. Asesino eres, y si quieres matarme ahora mismo, aquí me tienes indefenso. Pero antes te diré que eres un alma perversa, harta de pecados.

p. 294—Ea, pájaro, a callar —dijo el guardia de la cara hosca, disponiéndose al empleo de la cuerda.

—Aquí me tienen... Regino, ¿qué has hecho de mi mujer? ¿Qué harás ahora de mi Madre? Yo te aseguro que una y otra morirán conmigo, y que tantas muertes caerán sobre tu conciencia. ¿Desconocéis vosotros, guardias en quienes veo nobleza y ceguera, porque todos, menos este infame Regino, sois hombres de honor, que ignoráis las villanas intenciones de los que os mandan; desconocéis, digo, a esta divina Señora, alma de los reinos que son y que fueron, eterna entre nuestra mortalidad?

Lo de llamar divina, eterna y alma de los reinos a la pobre vieja, mendiga, borracha o criminal, que esto no se sabía, levantó rumores de burla y desató carcajadas en el auditorio... El guardia de la cara hosca, asegurando las manos de Gil, le dijo:

—Cállate la boca, chiflado, cabeza perdida. Nosotros llevamos gente a las cárceles y a los manicomios. Ya te dirán a dónde debes ir.

—A la muerte iré con mi mujer y con mi Madre, verdugos —gritó Gil, más desatinado—; pero no quisiera ir sin llevarme a alguno de ustedes por delante...

En esto surgió en el grupo la talluda, imponente figura de don Alquiborontifosio, el cual, con bronca voz, sin miedo a los civiles ni al lucero del alba, se expresó de este modo:

—Si tienen por criminal a esta Señora, y ella es, en efecto, doña María, ténganme a mí como su cómplice, cualquiera que sea el supuesto delito que le atribuyen.

p. 295—Esta mujer —afirmó uno de los guardias— iba con un compañero de Lobato, que se nos escapó, corriendo más que una liebre... Por los compañeros de la otra pareja sabemos que alienta y encubre a los ladrones de leña, guardando sus rapiñas en la corraliza que tiene a la salida de Guijosa, con un tapadillo de cabras, cerdo y un horno de cal, para despistarnos.

—Pues yo también encubro y despisto —declaró con gallarda entereza el maestro—. Si a la ilustre Señora maniatáis, haced lo mismo conmigo, pues yo también soy escudero de ella, como este joven, a quien conocí en Boñices.

Mientras esto decía, el guardia le metió la mano en los bolsillos, y sacando unas patatas, le dijo:

—Explíquenos el señor escudero de la vieja dónde adquirió estas patatas, y con qué leña hizo fuego para chamuscarlas.

—Ese fruto —replicó don Quiboro— lo debí a la caridad. Mas si entendéis que es fruto robado, prendedme y atadme con la Señora por el lado contrario al que ocupa Lobato, para que en doña María se repita el caso de nuestro Redentor, sacrificado entre dos ladrones.

—No, no —gritó el caballero fuera de sí—, que ese puesto a mí me corresponde... Y si lo dudan, pregúntenselo a ella.

—No disputo el lugar —agregó don Quiboro—. Solo reclamo el honor de un puestecito en el calvario de doña María... Estáis ciegos, señores guardias; vivís a cien leguas de la verdad... No sabéis que a la vuelta de cualquier camino, tendréis delante al Apóstol Santiagop. 296 en persona, que os dirá: «Teneos, hombres de poca fe, y dadme al instante a esa santa mujer que lleváis atada entre ladrones, y entregadme también a sus nobles escuderos...» Yo soy por mi oficio maestro de párvulos, y si no tenéis bastante ilustración para distinguir lo grande de lo pequeño y lo santo de lo criminal, yo os abriré las entendederas.

—¡A la cárcel! —clamó el guardia de la cara hosca—, y allí se verá si algunos de estos han de ir a una sala de observación en el hospital. Pocas bromas, y a callar todo el mundo.

Imperante la fuerza, se procedió a engarzar a Gil y a don Quiboro en las ignominiosas cuerdas. El caballero tuvo el honor de que su mano derecha fuese atada con la izquierda de la Madre, que en el suelo yacía sin dar acuerdo de sí. Y como en aquel momento descubrieran los civiles a Tiburcio de Santa Inés, y le reconocieran como escapado de la cárcel de Sigüenza, no le valió el intento de escabullirse, y su mano carnosa quedó enlazada cruelmente con la huesuda mano del maestro. De este modo fueron conducidos casi a rastras los dos rosarios por un pasillo largo que se abría junto a la taberna, y terminaba en anchurosa cuadra, y en ella entraron precedidos de la cuerda en que iban Becerro y los dos leñadores furtivos.

Cerrada la puerta, los infelices presos quedaron en hórrida oscuridad, pues la cuadra no recibía por ninguna parte el menor destello de luz. Conforme entraban, iban echándose al suelo; cada cuerda caía de golpe, pues uno solo a los demás arrastraba. Mediano ratop. 297 estuvo Gil maldiciendo todo lo maldecible, y dando aire a su insana desesperación. A la Señora, que a su lado yacía, llamó una vez y otra. No contestaba. Por el tacto quiso reconocer su presencia, y solo tocaba un bulto blando en inmovilidad de cosa inanimada. Pensó que la Madre se había desvanecido, dejando en su lugar un fardo de lana y huesos. La sacudió. Ni voz ni aliento le dieron respuesta. Al otro extremo de la caverna tenebrosa sonaba una voz que le pareció la de Becerro, declamando ininteligibles oraciones, o aforismos de filosofía de la Historia. ¿Qué falta hacían en tal desolación la Historia y sus abstrusas filosofías o exegesis?... Más cerca, sonaba la trompeta del Juicio final, o sea el ronquido de don Quiboro, que profundamente dormía como un santo mártir en su urna de cristal...

La oscuridad profunda determinó en el cerebro del caballero visiones extravagantes y terroríficas, animales absurdos nunca vistos en la realidad, personas reptantes y seres gelatinosos, que con la huella de sus babas iban trazando en suelo y paredes letreros indescifrables. La imagen de Regino, con el máuser al hombro, desafiando al mundo entero con su arrogancia desdeñosa, dominaba en las insanas hechuras de la fiebre, infernal inspiración del condenado a muerte. Y singularmente le atormentaba el anhelo no satisfecho de ver a Cintia entre aquellas aberraciones cerebrales. «¿Dónde está Cintia? —se decía—. Es deber suyo presentarse aquí... Ni la veo, ni quiere verme. Y lo peor es que no me acuerdo de cómo es Cintia... Llamo su rostro a mi memoria, yp. 298 su rostro no viene; su rostro se esconde, dejándome en la mayor confusión de mi vida... Yo pregunto a la oscuridad, yo pregunto a la luz cómo es el rostro de Cintia, y la luz y la oscuridad nada quieren decirme.»

En las innumerables vueltas de la rueda de este suplicio pasó la noche, imagen de una dolorosa eternidad sin consuelo. Al rayar el día, cuando algunos presos se desperezaban y los más dormían, fueron sacadas las tres cuerdas para emprender el lento y angustioso viaje hacia la indeterminada meta en que se erigía, rodeado de sombras, el fetiche de la justicia para pobres. ¡Inhumana y expeditiva ley, sin otro ideal que acabar pronto y cumplir una función de policía de los caminos! Los guardias conductores de los presuntos delincuentes actuaban con la rigidez de mecánicas escobas que traían y llevaban las basuras sociales, sin cuidarse de su destino. Ellos barrían lo que se les mandaba barrer, y no tenían por qué averiguar si había polvo de oro entre el polvo y mondaduras mal olientes...

Pasaron por el corral o patio, donde yacían durmientes descuidados... Vio Gil cenizas donde hubo llamas, los pucheros volcados, todo en el desorden matutino, antes que empezara el arreglo de los ajuares, obra doméstica del día. Pasó junto al grupo de los volatineros: los hombres dormitaban; las mujeres, ya despiertas y en todo el horror de su despintada fealdad y de sus flacas pechugas colgantes, se alisaban las greñas con peines desdentados. Al paso del caballero preso le agraciaron con signo de compasión y simpatía, no atreviéndose a más porp. 299 miedo a los guardias... Llegose a la puerta de la taberna la triste caravana, y allí José Corvejón, hombre cristiano y de buen natural, obsequió a todos con lo que quisieron tomar para sustentarse. Los más bebieron aguardiente. La Madre no quiso probarlo, y cedió a Gil su vaso. A don Alquiborontifosio dieron pan negro, vino y su tajadita de bacalao, y con lo mismo se apañó Tiburcio. Lobato pidió más aguardiente: por indicación de los civiles no le fue concedida más de una ración discreta. Remediados así, salieron al campo, y el aire fresco desentumeció sus espíritus y entonó sus cuerpos, vigorizándolos para la marcha penosa.

Delante iba la cuerda de Becerro; seguía la de don Quiboro, y atrás, en colocación de respeto como la Virgen en las procesiones, la cuerda de doña María. De los siete infelices conducidos, el Lobato era el de mayor cuidado. Por tal le tenían los guardias, como buenos conocedores del personal vagabundo, y no quitaban de él la vista, observando sus manifestaciones de salvaje alegría. Bromeaba y canturriaba al compás de la marcha, y refería las innumerables procesiones de aquella guisa, en que figurado había desde su tierna infancia. Cuando a lo largo de la carretera general, en la cual entraron poco antes de las nueve, veían venir algún automóvil disparado, se les mandaba alinearse en la cuneta. Pasaba el auto como exhalación, levantando polvo y exhalando la fetidez de la gasolina, y el Lobato era el más vehemente en las exclamaciones de amenaza y vituperio contra la máquina veloz, que corría parejas con el viento y aun le superabap. 300 en el tragar de kilómetros.

—¡Así te escacharres!... Miá la pendanga que va detrás del vidrio... ¡Corréi, corréi; matarvos pronto, granujas!...

A menudo dirigíase Gil a la vieja con interrogaciones cariñosas; mas ella solo respondía con su mirar de intensa piedad y dulzura. Pensó el caballero que la excelsa Señora perdido había la palabra en las recientes sofoquinas que le dieron sus ingratos hijos. Por fin, recorrido ya un buen trecho a lo largo de la polvorosa, la Madre, agobiada y envejecida, se dignó manifestarse con susurro, que el caballero interpretó de este modo:

—Hemos llegado a las horas de prueba... La tremenda adversidad oblígame a sumergirme en la resignación dolorosa... Yo, eterna, sé morir... He muerto, he revivido, a fuer de creyente en la grandeza de mi destino. Calla y sufre tú, como yo sufro y callo... En trances de esta naturaleza me vi alguna vez; mas la desdicha presente supera, hijo mío, a otras que parecieron extremadas. Mi destino me impone la sumisión a los ultrajes más atroces. No podré ser redentora, si no soy mártir...

Al son de estos graves dichos, Lobato entonaba canciones obscenas. Los delanteros marchaban silenciosos, y Becerro era como un autómata impulsado por inverosímil mecanismo de piernas. En la segunda cuerda notábase cierta irregularidad de andadura, pues el ágil paso de Tiburcio no emparejaba con la torpeza del pobre don Quiboro, que iba como arrastrado por su compañero. La Madre mostraba un vigor y compás de movimientos que desdecían de sup. 301 vejez caduca. Observándolo así, los guardias decían a los hombres:

—Adelante; no os hagáis los remolones. Aquí tenéis a la pobre Güela, que os da el ejemplo. Vean cómo no se cansa. Güela, tú mereces que se te dé libertad por valiente y juiciosa. Nosotros no podemos dártela; pero te recomendaremos por tu buen caminar... Anda, doña Sancha o doña Berenguela, que aún no sabemos tu nombre, y quizás por no querer decirlo te ves en esta traílla.

Despejado el día, el sol picaba un poco, y con el sol el aire fresco componía un buen temple para la marcha. Al filo de las doce, entraban en un desfiladero en cuesta, con corte de trinchera no muy alta por un lado, por otro lindante con terreno de peñas y matorrales. Apenas vencido el arranque de la cuesta, don Alquiborontifosio empezó a dar traspiés y caía y se levantaba, sacando fuerzas míseras de su honda flaqueza. Suspendiose por un momento la marcha. Respiró el buen maestro, y al dar los primeros pasos después de la breve parada, cayó en el suelo con pesadumbre, abatiendo a su compañero. Acercáronse los guardias, animándole con palabras caritativas. Pero don Quiboro se tendió a lo largo, quedando en cruz, los cuatro remos extendidos, el rostro mirando al cielo.

—Caballeros guardias —dijo con voz cavernosa—, mátenme de una vez, que de aquí no puedo pasar. La vida se me acaba. Si han de seguir, remátenme con un tirito... y yo quedaré contento y ustedes libres de esta carga.

En derredor del infeliz viejo se agruparon todos. Uno de los guardias declaró que según reglamentop. 302 no podían abandonarle. Para llevarle cómodamente ajustarían el primer carro que pasara. Don Quiboro se volvió a Gil, diciéndole:

—Caballero que me acompañó y me dio parte de su queso y pan, coja mi manta. No puedo hacer testamento de otra cosa; y usted, doña María, écheme su bendición. Ven, muerte pelada, ni temida ni deseada.

Trataron de animarle con palabras afectuosas y bromas compasivas. Lo primero que dispuso el de la cara hosca fue desligarle de Tiburcio, atado a él mano con mano. Lleváronle fuera del arrecife, depositándole en un lomo de tierra, bastante apropiado para servir de cama. La faz angulosa del anciano se desfiguró y descompuso por entero, anticipando la faz cadavérica. Llevose la mano al pecho; abrió la boca cuanto abrirla podía, y absorbiendo gran cantidad de aire, pudo articular estas palabras:

—Amigos, dadme los parabienes, porque ya se acabó el padecer de Alquiborontifosio de las Quintanas Rubias.

—Ea, no se acobarde, abuelo —le dijo Regino poniéndole la mano en la frente, mientras el otro guardia le tomaba el pulso—. Le llevaremos en un carro... Descanse... ¿Ha sido usted militar? ¿Ha sido labrador?

—No señor... He sido...

—Ha sido maestro de escuela —dijo la Madre—. Tened compasión del que enseñó a leer a vuestros padres.

Advirtieron todos fúnebre contracción de los músculos faciales del desgraciado viejo. Encogió este una pierna, y las dos estiró luego desmesuradamente.

—Maestro —dijo un guardia—, haga el favorp. 303 de no morirse en nuestras manos, que no tenemos la culpa de su infelicidad.

Y él, extinguiéndose, articuló trémulas expresiones:

—Maestro fui; ya no soy nada... Rezadme algo... Mejor será que digáis: Muerta es la abeja, que daba la miel y la cera.

Así entregó su alma en un camino el caminante que recorrió larga vida de penas y abrojos; así murió la solícita abeja, que dio toda su miel a las generaciones ingratas.

Y en el trance de atender al maestro moribundo, y en la emoción de verle morir, distraídos los guardias por ley de humanidad, no advirtieron que Tiburcio de Santa Inés, en cuanto se vio desligado de su compañero, se deslizó lindamente hacia las peñas próximas, y por entre malezas y pedruscos hizo una teatral desaparición de su persona. Uno de los guardias, apenas recobrada la conciencia de su obligación, le vio a lo lejos, ganándose la libertad con la ligereza de sus pies, y la instintiva táctica del prisionero en salvo... El representante de la ley se echó el fusil a la cara. Pero Tiburcio, que sin duda se había encomendado al Niño Jesús, supo desaparecer tras de una roca. Por muy diligentes que fuesen los del tricornio, no habrían de engancharle nuevamente, y el matarle de un tiro no era fácil, por lo abrupto del terreno y el broquel de piedras con que el fugitivo defendía su existencia. Mientras dos de los civiles deliberaban sobre esto, los otros dos vieron con sorpresa y enojo que el Lobato desprendía su mano de la de la vieja, y tomaba carrera por el mismo escenario que fue la salvación de Tiburcio. El pícarop. 304 cortó la cuerda con navaja. ¿Cómo pudo ser esto, después del cacheo minucioso que a todos se hizo? Sin entretenerse en descifrar tal enigma, acudieron a la cuerda de Becerro, notando en los dos consortes de este inquietudes reveladoras del ansia de libertad.

Y cuando esto ocurría, Gil y la viejecita, libres ya de la impedimenta del cuatrero, subieron tranquilamente por un senderillo escalonado, y se encontraron en lo alto de la trinchera que dominaba por la derecha el camino real. Desde allí vieron el cadáver de don Quiboro, medio cubierto con su manta, y observaron el trajín de los guardias para contener a los de la traílla de Becerro. No fue iniciativa de Gil el subirse con paso sereno a donde fácilmente podían ser de nuevo aprehendidos. La Madre le llevó con suave tirón de su mano atada, y al llegar arriba le dijo:

—Veremos lo que hacen estos pobres cuadrilleros de la Santa Hermandad, tan sencillotes y puntuales en cumplir lo que les ordena su reglamento. Su deber es cogernos o matarnos. Subamos un poquito más arriba.

Advertida por los guardias la fuga de la vieja y su escudero, con ellos se encararon. Regino les dijo:

—Baja, Florencio, y no nos comprometas. A doña Sancha podríamos dejar en libertad; a ti no, que eres acusado de homicidio.

—Es hijo mío —gritó la Madre con voz cascada—, y los dos correremos la misma suerte. ¿Para qué quiero vivir yo, si a mi hijo matáis, o si vivo le lleváis a la deshonra, abriéndole las puertas del presidio?

—Volved acá. ¿Qué más quisiéramos nosotrosp. 305 que dejaros libres? —gritó Regino, blasonando de riguroso, sin olvidar lo humano—. Si la vieja es tu Madre, cumplirá con Dios haciendo por salvarte. Pero nosotros, máquinas frías de la ley, no podemos encender en nuestros pechos la compasión. Has matado a un hombre. La anciana no ha hecho más que ocultar la rapiña de los leñadores furtivos... Para ella puede haber un poco de lo que llamamos vista gorda; para ti no... Bajad y entregaos.

—Farsante —clamó Gil-Tarsis ronco de ira—. Más culpable que mi Madre y que yo eres tú, que aprovechándote de mis desdichas me has quitado a mi mujer. ¡Y hablas de justicia y de ley, y distingues la vista gorda de la vista flaca! La vista tuya ante mí es de lobo carnicero, porque después de quitarme la mujer que adoro, quieres ocultar tu delito con mi perdición. En Numancia te conocí; en Numancia me engañaste, pues con hipócritas zalamerías me hiciste creer que eres caballero. Caballero fuiste, sin duda, y estás encantado como yo, penando por tus culpas... Al mismo escarmiento y expiación estamos condenados: yo por desórdenes de mi vida, de los que afean, pero no deshonran; tú por delitos contra mi Madre.

—Baja, loco de atar —gritó el de la cara fosca—; baja, y si más que presidio mereces manicomio, a él irás.

—No bajo... Regino, mal hombre, ¿piensas que desconozco la causa de tu condenación, y el pasar de caballero y alta figura militar a simple número de la Guardia civil? Pues encantado fuiste por entregar a una nación extranjerap. 306 tierras españolas... ¿Te atreves a negarlo?... Vendiste a tu patria, no por dinero, sino por obedecer a los que querían la paz aunque esta fuera bochornosa. Y ahora, el que fácilmente y sin lucha permitió la conquista de una parte de España, ahora también con maniobra fácil a mí me conquista la mujer... Esto es indigno. Contra ti protestarán el cielo y la tierra, y maldito de Dios, y maldito de los hombres, no tendrás en tu vida ni un instante de paz... Y nada más tengo que decirte. Yo criminal, creo deshonrarme hablando contigo.

Como en aquel instante iniciara la Madre un movimiento para seguir cuesta arriba, los guardias les dieron el alto.

—¡Quietos! —gritó el del feo rostro—. Quietos, o disparamos. Güela, ten el juicio que a ese loco le falta. Bajad: os lo mando por tercera y última vez.

No hicieron caso el hijo ni la Madre. Los guardias no podían eludir el cumplimiento de su deber... Los mortíferos fusiles subieron a la altura de los ojos. ¡Brrrum! Dos, tres disparos rasgaron el aire con formidable estampido. La vieja y el caballero se desplomaron... Su caída en tierra fue súbita y blanda, como la de dos cuerpos colgados del cielo por invisibles hilos... que las balas rompieron.


p. 307

XXIV

Allá van los peregrinos, de tierra en tierra, de río en río.

Consumado el acto de policía impuesto por duro reglamento, advirtieron los guardias en su compañero Regino palidez tan intensa, que más parecía muerto que matador. Demudado de rostro y oprimido el pecho por indecible congoja, difícilmente podía tenerse en pie; y mientras sus camaradas subían a cerciorarse de la muerte de los fugitivos, se sentó junto a la inerte y fenecida humanidad del buen don Quiboro. O se avergonzaba de la flaqueza de su ánimo, o en su mente se agolparon, con violencia congestiva, ideas suscitadas por las terribles imprecaciones de Gil poco antes de caer fusilado. Volvieron del reconocimiento los guardias, y Regino les interrogó sacando débiles voces de su angustiado pecho.

—El mozo está más muerto que mi abuelo —dijo el fosco—. Cabeza y corazón tiene, al parecer, pasados de parte a parte. En la vieja no hemos visto heridas; pero está tiesa y sin respiración. Si no la tocaron las balas, muerta está del susto.

Suspiró Regino. Ocupáronse los cuatro sin demora en apreciar la situación poco airosa de la conducta. Fugados también los leñadores furtivos, solo quedaba en cuerda el gran Becerro,p. 308 que ni podía escapar, ni aunque pudiera lo intentaría, sometiéndose de buen talante al fuero de policía, por dictado inapelable de su honrada conciencia.

—Señores guardias —les dijo—, aquí me tienen a su disposición para cuanto gusten mandarme. Mis consortes de cuerda huyeron validos del descuido y confusión que se produjo por la muerte de este olvidado patricio, que de Dios goce. Yo no huyo, y aunque voy preso tan solo por la delincuencia levísima de haberme apropiado dos cebollas, movido del hambre furiosa, respeto las leyes y voy a donde quieran llevarme, que por malo que sea el lugar de mi destino, siempre será mejor que la nada del desamparo en que me veo. Átenme si quieren; mas yo aseguro a los dignos caballeros de la Santa Hermandad que no será preciso, pues no he de hacer nada por la Libertad, que esta, ¡vive Dios! ha de dar paso a su hermana mayor la Justicia.

Aunque los de la Benemérita fiaban en la sumisión del esmirriado Becerro, no quisieron perderle de vista, y colocándole sentadito junto al cadáver de don Quiboro, a guisa de guardián o asistente religioso para encomendarle el alma, procedieron a la ejecución de lo que el reglamento en aquel singular caso les imponía. En espera del primer transeúnte que les ofreciese la casualidad, redactaron el parte que habían de dirigir al Juzgado municipal del pueblo más cercano, para que viniese a recoger los tres muertos de aquella infeliz jornada. Acertó a pasar el primero un mocetón con dos borricos cargados de tejas; se le detuvo, y encargado fue de llevar el mensaje. Inmediatamentep. 309 comenzaron a extender el atestado que habían de formar, y de la redacción de este, así como del parte, se encargó Regino, auxiliar de una de las parejas, y el más suelto de letra y estilo para trabajos de oficina. Sacó el guardia papel, tintero y pluma, que a prevención llevan todos en su cartera cuando van en conducciones, y haciendo mesa de su rodilla, escribió cuanto era menester para cumplir el trámite ineludible. «En el kilómetro tal y tal, el detenido tal y tal sufrió un accidente; se le prestaron los auxilios tales y cuales... quedando, al parecer, difunto... Y en la confusión que sobrevino, los detenidos tales y cuales se escaparon por un terreno en que era imposible perseguirlos; y otra pareja de presos, joven él y anciana ella, conocidos por tal y cual... intentaron la fuga, siendo acometidos por accidentes de que les sobrevino muerte natural, etcétera, etcétera...»

Un buen rato invirtieron en esto los buenos guardias, y en tanto, transeúntes diversos se detenían movidos de lástima y curiosidad en el lugar de la tragedia, llegando a formarse un atasco de gente que obligó a los civiles a ordenar el despejo.

—Ea, paisanos: sigan su camino, que aquí no se les ha perdido nada. Ya hemos dado el parte, y esperamos que venga el Juzgado municipal, con la tardanza de tres leguas largas que suponen el aviso para ir y el juez para venir. Hagan el favor de retirarse cada cual por donde le llaman sus obligaciones, que aquí no nos hace falta público... Adelante o atrás todo el mundo.

Unió a estas exhortaciones la suya muy autorizada el granp. 310 Becerro, diciendo a los mirones:

—Obedezcan a los señores guardias, y despejen. Este que aquí veis, anciano difunto, es un venerable profesor de las escuelas del Reino... vida cansada, heroica... Ha muerto andando... Por lo que a mí toca, si entre ustedes hay alguno de los que llaman reporter, y me pide informes personales para su periódico, direle que voy preso por haber cogido dos cebollas con el fin de alimentarme, pues no llevaba conmigo más que un poco de pan seco. Pensaba yo que los frutos de la tierra han sido dados a la Humanidad para su sustento... Y sepan asimismo que me vi en tan cruel necesidad porque unas meretrices desenvueltas y unos mancebos desvergonzados me aliviaron de mi dinero... Y nada más tengo que decirles... Señores, buenas tardes... Adiós... Gracias.

Las tres leguas largas del aviso que va y del Juzgado que viene, se alargaron por la natural pereza de estas diligencias de la policía de caminos, y se pasó la tarde y vino la noche en la propia situación descrita. También los dos cuerpos tendidos en la parte de monte, más arriba de la trinchera, tuvieron su poco de público, homenaje de la curiosidad compasiva. Los mirones pegajosos dejaron caer sobre las víctimas de aquella tragedia la opinión concluyente de que el mozo y la vieja, el uno ensangrentado, la otra seca y rígida, estaban ya poco menos que putrefactos. Se les debía dar tierra en el propio suelo donde yacían. Ocioso es decir que los guardias ahuyentaron el enjambre fisgón, que en cien caseríos a la redonda había de esparcir el zumbido de opinionesp. 311 diversas acerca de la justicia en despoblado.

Como se ha dicho, declinó el día con perezosa tristeza sobre los vivos y muertos que en aquel punto esperaban la llegada de un funcionario judicial, y al día sustituyó la noche en la guardia o centinela de lo muerto y lo vivo, apoderándose de todo con dulce tutela melancólica. Ya pestañeaban en el cielo, queriendo lanzar su brillo, las tímidas estrellas de Casiopea; ya el grupito gracioso de las Pléyades subía tras de Perseo y delante del Toro, de ardiente mirar, cuando la vieja, estrella terrestre, a quien unos llamaban Madre, otros doña María, y los menos avisados doña Sancha o doña Berenguela, empezó a pestañear también como las del cielo, queriendo esparcir su soberano brillo sobre el mundo... Dicen historias fidedignas que se incorporó sin desperezarse, y algún cronista consigna el desperezo como dato preciso. Sin dar importancia a este detalle, el narrador afirma que la Madre tocó el cuerpo exánime de su encantado hijo, diciéndole:

—Gil, ¿estás muerto?

Y añade que el caballero Tarsis, sin moverse, respondió:

—En verdad no sé si soy difunto... o si de mi defunción quiere salir una nueva vida. Te aseguro que roto mi cráneo como una hucha de barro, las monedas, digo, los sesos salieron a tomar el aire... Pero a mi parecer, han vuelto a meterse en su casa o madriguera, y la herida me duele tan poco, que si me pasaras por ella tu dedo mojado en tu saliva, creo que no me dolería nada.

—Sí haré —dijo la Madre, aplicándole la medicina por él propuesta—. Abre los ojos, sip. 312 ya no los tienes abiertos... ¿Ves? ¿Me ves a mí y a estos matojos que nos rodean?

—No he cerrado los ojos desde que nos fusilaron, y aguantándome inmóvil he visto a la gente novelera que vino a cantarnos el funeral de su lástima, diciendo que estábamos ya en descomposición. Yo me lo creí, y hasta llegué a sentir las cosquillas que me hacían los gusanos corriendo por toda mi carne, y dedicándose a comerme sin ningún respeto.

—¿Podrías tú ponerte en pie? Pruébalo.

—Pues sí que puedo —respondió Gil, moviendo piernas y brazos para tomar la postura de cuatropea—. Lo que temo es que si me levanto, nos vean los guardias.

—No te ven. ¿Has notado que cae sobre este suelo, en gran espacio, una densa oscuridad?

—Lo he notado... Nada se ve fuera de un radio de tres varas... Sí: veo unas luces que vienen por arriba, como hachas encendidas que oscilan y tiemblan al paso de las personas que las llevan.

—Son hachones, sí —dijo la Madre—; son los cirios de los frailes Recoletos que vienen a sepultarme a mí... y a ti, como es consiguiente. No hagas caso de esto, y dejemos que nos entierren...

—¿Vivos?

—No, hijo... Ellos nos entierran y nosotros nos vamos.

—¿Cómo he de entender tal dislate, si no me concedes siquiera un destello de tu ciencia divina?

—No discutas, no caviles, no ahondes en el vago misterio, sobre el cual yo misma no podríap. 313 darte razones que lo aclaren. Cógete a esta falda mía, toda fango y desgarrones, y ven, ven...

—¿No temes que nos vean los guardias y nos fusilen otra vez?

—No se fijan en nosotros. Desde aquí los veo descuidados de los muertos, y atentos a si viene o no viene el juez municipal a sacarles de este atolladero?

—¿Y el gran Becerro qué hace?

—Allí le tienes sentadito a la cabecera del buen don Quiboro. Primero entretuvo a los guardias contándoles el paso del Cid con toda su hueste por estos lugares, para ir a la conquista de Valencia... Después, metiéndose en la geografía arcaica, les dijo que no lejos de aquí tuvieron los celtíberos su celebrada Confluenta... y otras ciudades... En verdad, no sé si Becerro está en lo firme: con los años y el tráfago del vivir presente, se me van olvidando estas cosas.

—Yo, por más que digas, temo a los guardias. ¿Estamos donde caímos muertos, o nos hemos alejado un poquito?

—¿No te haces cargo de lo que has andado conmigo agarradito a los pingajos de mi falda? Entre nosotros y el lugar de la tragedia he puesto ya un espacio de más de doce kilómetros. No te diré dónde estamos, porque no lo sé fijamente ni me importa. Te llevo por la margen derecha de mi risueño Henares, y si no te cansas, no hemos de parar hasta la docta ciudad donde nació el Príncipe, por no decir el Rey, de mis ingenios.

Aseguró Tarsis que en mil años no se cansaría.p. 314 Era feliz junto a ella, y aún lo sería más cuando pudiera olvidar las angustiosas escenas de Pitarque, la triste conducción por carretera con el doloroso paso de la muerte de don Alquiborontifosio y el imborrable espanto del fusilamiento. Exhortole la Madre a ir expulsando de su cerebro aquellas patéticas emociones hasta que no quedara rastro de ellas.

—Por mi parte —añadió—, siempre que salgo de apreturas como la de esta tarde, me doy buena maña para velarlas y desvanecerlas con el benéfico olvido. Si así no fuera, viviríamos en un puro dolor. Debo decirte que, aunque la cuenta de mis años no cae dentro del fuero de la aritmética y de la cronología, no he llegado a persuadirme de mi inmortalidad, no puedo ponerla entre las cosas incontrovertibles y dogmáticas. Las indecibles tonterías y despropósitos de mis hijos me han precipitado a la desesperación, y en las negruras de esta he visto segura, inevitable, mi muerte... Luego, en crisis terribles que parecían entrañar mi acabamiento, heme levantado viva cuando ya me llevaban del lecho mortuorio al sepulcro.

—Eres inmortal —replicó Gil con vehemencia— porque no eres una vida, sino millones de vidas; no eres solo un lenguaje, sino remillones de lenguas que espiritualmente te vivifican.

—Así sea —dijo ella sonriente—; pero por mi fe, yo temo la extinción de la vida, mayormente cuando sufro reveses como los que acabo de pasar, y cuyos efectos en mí son vejez, enfermedades y hondo desaliento. En la barbarie dep. 315 esta tarde, que fue la tensión máxima del infortunio motivado por mis malos hijos, sentí el horror de la muerte. Cuando los guardias me apuntaron, dije para mí: «Esto se acabó. Ya no me vale mi poder invisible...» Luego, ¡loado sea Dios! este don de milagros, que otros llaman magia, y que siempre usé con discreción y prudencia, me resultó eficaz, tanto para mí como para ti... Del trance salimos con vida... Casi, casi me decido a creer en mi inmortalidad... o al menos, por algún tiempo podré seguir afianzada en esta idea robusta, como una estatua en su pedestal. Adelante, pues, y hasta otra... hasta que tus hermanos me traigan un nuevo conflicto de los que llamáis de vida o muerte... De este salí. ¿Saldré de los de mañana?... Tengo la suerte... y ello es una virtud más que me ha dado Dios... de no perder mis bríos en las mayores adversidades. Cuando las padezco, lloro y me desespero; pero en cuanto pasa el sofoco y me encuentro con vida, poco tardo en volver a mi normal tranquilidad, y a sentirme alentada por la esperanza... Entiendo que no soy yo, sino la raza que llevo en mí, la que tan rápidamente se cura del torozón de sus desdichas. Así somos, así nos hizo Dios, Asur, hijo del Victorioso. Caemos y nos levantamos tan arrogantes como estuvimos antes de caer, y con limpiarnos el rostro de algunas lágrimas y sacudir los miembros, y abrir plenamente nuestros ojos a la luz del sol, ya estamos de nuevo en todo el esplendor y frescura de nuestro optimismo, que podrá tener, como dicen algunos filósofos regañones, su poquito de ridiculez, pero que es, créeme a mí, el únicop. 316 ritmo, pulsación o compás que nos queda para seguir viviendo.

—Pues tú así lo piensas —dijo el caballero con efusiva convicción—, yo hago mío tu pensamiento, yo quiero ser el eco de tu voz. Vendrán o no los días gloriosos; pero hemos de esperarlos, y orientar hacia ellos nuestras almas. Advierto, Madre querida, que ya no eres vieja-vieja, como te vi en Pitarque. Tu rostro no se ha desarrugado; pero tu agilidad y tu mayor corpulencia dicen que te restablecerás pronto al ser majestuoso en que te conocí.

—Así será: no tardaré, hijo mío, en vestir mi esqueleto de carnes hermosas, y en aderezar mi prestancia personal conforme al decoro que por antigüedad me corresponde.

Decía esto la buena Madre esparciéndose donosamente en la verde frescura de un prado, desligada del hijo, voltijeando sola en derredor de él con cierto retozo juvenil, y movimientos de danza pausada y decente. Sus pies descalzos hollaban la hierba húmeda; elevaba sus brazos en doble curva graciosa, hasta formar un nimbo en torno de su cabeza. Su harapienta ropa se despegaba del cuerpo enjuto, queriendo ahuecarse y plegarse con formas y líneas escultóricas. Mirábala Gil asombrado, y ella puso fin a la gallarda pantomima llegándose a él y señalándole un débil resplandor lejano.

—Aquellas luces esparcidas —le dijo— son la claridad nocturna de un pueblo mío muy querido, Alcalá de Henares, por tantos títulos famoso en mis estados. No entremos en la ciudad que ilustraron Cervantes, Cisneros yp. 317 mi salado Arcipreste. Dame la mano y vamos más allá... Leguas, quedaos atrás... tierras mías, dad paso a vuestra Señora... A prisa, Gil; a prisa, que es tarde... Hemos llegado a donde se aparecen más débiles lucecitas... San Fernando es este... Adiós, manso Henares, que entregas tu nombre y tus aguas a mi buen Jarama... Adiós, Mejorada; adiós, Loeches, tumba del Conde-Duque... Jarama, contigo vamos hasta dar con tu hermano Tajuña, ambos tributarios del padre Tajo, en cuyas aguas quiero dejar mi fingida vejez y los andrajos que visto.

Siguieron en veloz curso, semejante al correr planetario. En cortos paréntesis de su gozo, Gil volvía su mente a las escenas y figuras que había dejado atrás. Repitió su lamentar del triste fin de don Alquiborontifosio, y expresó sus temores de la suerte que depararía el Destino al pobrísimo y desamparado Becerro.

—No temas —dijo la excelsa Madre—: yo le echaré una mano; yo cuidaré de que cese el martirio de ese fantasma de los tiempos pretéritos. Su vida toma jugo de la pura erudición. Vivirá mientras aliente el interés cada día más débil que inspira el códice pergaminoso... Todo esto se acaba... En la existencia futura, el alma de Becerro no tendrá más realidad que la de una esencia contenida en redoma lacrada... Yo miro con atención materna esa pobre ruina hasta que llegue a su extinción polvorienta.

Luego siguió así:

—El delito por que le llevan preso es la más tremenda ironía de los infelices tiempos que corren. Cogió dos cebollas en el predio perteneciente a uno de los másp. 318 desaforados Gaitones que oprimen la comarca. El que le apaleó era un bárbaro jayán. El dueño de aquella tierra y de otras colindantes, formando un inmenso estado agrícola que llaman latifundio, apenas paga por contribución una décima de lo que le corresponde. Es burlador del Fisco, y por esto y por otros delitos de falsificación de actas, de encubrimiento de criminales, atropellos de ciudadanos y arbitrariedad en el reparto de consumos, debiera estar en presidio. ¡Y el pobre Becerro, por solo apropiarse dos cebollas, es conducido al Juzgado entre los fusiles de la Benemérita!... Esto es horrible, ¿verdad? Y más horrible que no pueda yo evitarlo. ¿Te asombras, hijo, de que teniendo tu Madre un poquito de virtud sobrenatural, sazonada... así lo quiere Dios... con unas gotas de humorismo, sepa trastornar de vez en cuando las leyes de la Naturaleza, y no acierte a corregir o atenuar siquiera la condición aviesa de los hombres?

No supo Gil qué contestar, y viéndole en tales dudas, la dama cambió el giro de su palabra:

—No nos entretengamos parloteando y avancemos por estas fértiles llanadas, pisando apenas el follaje muerto de las plantas que dieron ya los dulces frutos de primavera y estío... Ya veo brillar tus aguas, Tajuña; ya te acercas al punto en que las confundirás con las de tu hermano Jarama... Sigamos, hijo... No tardaremos en hallar la florida vega de mi Aranjuez querido, oasis de este reino, a donde afluyen aguas mil fecundantes.

En un lapso de tiempo cuya brevedad no pudo apreciar el caballero, pasó con la Madrep. 319 bajo los inmensos plátanos y negrillos ya desnudos de sus hojas. Eran como bóvedas de alambre, por cuyo enrejado el cielo dejaba ver la inmensidad de sus estrellas. Los pies de ambos caminantes rozaban el suelo cubierto de hojas caídas, que al veloz paso crujían y revoloteaban con manso ruidillo. A la izquierda dejaron la mole del palacio, las luces del pueblo, las fuentes aparatosas, calladas; y al cabo de un raudo caminar por solitarias alamedas y terrenos blandos, cuyos surcos formaban pautas interminables, llegaron al lomo de una ribera que, como dique, encauzaba la corriente del dorado Tajo. Impresionó a Gil el rumor de las aguas que descendían bufando en oleaje hirviente, juntos ya los caudales de Tajo y Jarama. La Madre se detuvo en el lomo del dique, y extendiendo sus brazos hacia el río, con elocuente ademán de mujer apasionada que se arroja en brazos de su amante dijo así:

—Al fin llego a ti, mi Tajo potente, mi Tajo impetuoso y varonil... En ti me limpio de esta pegadiza roña de mi vejez; en ti recobro mi hermosura y majestad.

Y ordenando al caballero con breve mandato que la siguiese sin miedo al refuelle de las ondas turbulentas, en ellas se arrojó de cabeza, vestida, como ansiosa nereida que se introduce en el lecho de su amado.


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XXV

Cuéntase lo que le pasó al caballero en la redoma de peces, con otros raros sucesos y visiones.

Con arranque de obediente fe se arrojó el caballero tras de la Madre, y nadó un rato, luchando con la corriente... La distancia entre ambos nadadores se alargó al poco rato. La Madre ondeaba gallardamente sobre las aguas, metiéndose y sacándose con airosos meneos de pez o de sirena... De pronto, Gil fue acometido de terror... La corriente le envolvía; perdió la serenidad. Viendo a la Madre vencedora de las inquietas aguas, cerca ya de la otra orilla, se tuvo por abandonado. Quiso retroceder, con la esperanza de agarrarse a unas ramas de sauce que colgaban no lejos del punto en que él se arrojara... ¡Horrible momento! No podía nadar en ninguna dirección. Llamando a su garganta toda la energía que le quedaba, gritó:

—Madre, Madre, me ahogo... Sálvame...

Pero la nereida iba ya lejos... Estaba de Dios, o de la Madre, que Asur, hijo del Victorioso, no pereciese en el río, pues cuando mayor era su apuro, vio venir un deforme bulto y oyó voces de aliento. El bulto que hacia él navegaba era un barquichuelo, más bien balsa o chalana. En ella iban dos hombres o monstruos marinos, que dirigían la embarcación con una pértigap. 321 que apoyaban en el fondo.

—¡Eh, caballero! —gritó una voz marinera—: aguántese, que allá vamos.

Cuentan las historias conservadas en el archivo de los Franciscanos Descalzos de Ocaña, que Asur fue sacado del Tajo con un aparato de pesca que llaman butrón... y que la chalana le transportó a la orilla izquierda, donde fue arrojado como cuerpo exánime, y puesto boca abajo, echó por esta considerable cantidad de agua. Hiciéronse cargo de él unos hombres vestidos de túnicas rojas, que le llevaron a cuestas por tierra cenagosa, hasta llegar a una casa que en su ingreso parecía de labor, más adentro vivienda suntuosa de un rico hacendado campesino. Por de pronto, metiéronle en un aposento donde había chimenea o cocina, bien provista de lumbre que alimentaban troncos y raíces de olivo. Frente a esta pusieron a Gil, que al dulce calor volvió de su asfixia; y despojado de sus ropas viejas que se podían torcer, y fuertemente sacudido de estrujones y friegas, le vistieron de nuevo con prendas interiores finísimas. Luego le calentaron por dentro con un vino blanco manchego que resucitaba a los difuntos, y el hombre se encontró en la plenitud y goce de su ser. Llegó al colmo su sorpresa cuando los benéficos hombres, que más bien parecían fantasmas, le endilgaron una roja túnica de damasco como la que ellos gastaban... Los tragos de vino desataron en Gil la locuacidad. Preguntó dónde estaba, y por qué le vestían con aquel elegante ropón colorado. Pero los graves sujetos no le respondieron palabra. Una sonrisa y elp. 322 dedo en la boca eran, sin duda, el lenguaje usual y corriente en aquella morada del buen callar.

Hallábase, pues, el asendereado caballero en una nueva esfera de la vida de encantamiento, que de las anteriores se distinguía por la mudanza de las formas de rusticidad y pobreza en formas de elegante pulcritud. Un rato tardó en hacerse cargo de su indumentaria. De medio cuerpo abajo, su empaque era calzón corto, media negra de seda, zapato de charol con trabilla, al uso de clérigo presumido; en el cuerpo, camisa de vuelillos y chaqueta de terciopelo con haldetas; sobre todo esto, la túnica roja sujeta a la cintura con faja del mismo color. Apenas hubo terminado de reconocer su atavío, los silenciosos compañeros, vestidos como él, le guiaron por señas hacia otras estancias amuebladas con ricos bargueños, tapices, credencias y otras lindas antiguallas, que vagamente se distinguían a la tímida luz de arcaicos velones.

Llegaron a un ancho comedor, con mesa dispuesta para magnífica cena de veinte o más cubiertos. En la cabecera estaba sentada la Madre, ya restituida en su soberana belleza y majestad. Quedó Gil pasmado de verla, y no pudo contener las demostraciones de su respeto y admiración. La dama, risueña, le impuso silencio llevándose el dedo a la boca. Vestía túnica blanca de finísima tela con pliegues estatuarios; adornaba su seno con frescas rosas coloradas y amarillas; sus cabellos, recogidos con suprema elegancia, conservaban la nítida blancura, y su rostro, de infinita belleza y gracia,p. 323 era la imagen de la dignidad concertada con dulce y afable alegría.

Sentose Gil en el sitio que le indicaron. Tres comensales había entre él y la izquierda de la Madre. A la derecha de esta se sentaba un caballero anciano, de faz noble y escuálida, de barba gris puntiaguda, tipo tan exacto del Greco, que por un instante se dudaría si era real o pintado. Su vestido en nada se diferenciaba del de los demás. La mayor rareza de aquel recinto era que los comensales y los que servían la mesa llevaban el mismo uniforme, ya descrito, de la roja sotana. En aquel palacio del silencio no había criados ni señores. Todos, fuera de la soberana Madre, eran lo mismo. Tan solo el prócer de macilenta faz ostentaba cierto aire de indefinible principalía. Recordando el cuadro del Greco, Gil le bautizó con el nombre de Conde de Orgaz.

La cena de que participó el caballero fue de la más genuina culinaria española: especiosos guisos, estofados y pepitorias; frutas, miel entre hojuelas, suplicaciones y cañutillos; vinos de Esquivias y Yepes. A la Madre asistían dos servidores colocados tras ella: el uno era copero; el otro le mudaba las viandas, y al terminar le sirvió el aguamanil. Advirtió Asur cierta modernización en el estilo de comer. Hacía los platos, en la cola de la mesa, un maestresala que poseía la virtud de adivinar la porción correspondiente al gusto y apetito de cada uno. Como allí todo era contrario al orden natural de las cosas, los comensales no hablaban, ni los cuchillos y tenedores de plata hacían ruido alguno sobre la finísima porcelana de losp. 324 platos... Acabose al fin el mágico banquete, que Gil diputó como aparato dispuesto por el sabio Merlín o por los mismos demonios.

Sin cháchara de sobremesa ni nada parecido, levantose la Madre, a todos hizo afable reverencia, y se retiró por la puerta más próxima, cuyo tapiz levantó el fantasma copero. Siguiola el Conde de Orgaz, y otros que algo se asemejaban a creaciones del Greco por sus místicos rostros... Desaparecida la Señora, se descompuso el comedor, hundiose la mesa, voló la vajilla, extinguiéronse las luces, y los rojos duendes se iban filtrando por las paredes sin decir Jesús ni buenas noches.

Desconsolado y tristísimo quedó el buen Gil viendo que la Madre partía sin decirle tan siquiera por ahí te pudras, hijo... Las interesantes crónicas de Ocaña no entran en pormenores de cómo pasó el caballero la noche, ni de sus atontados pasos en aquel laberinto. Solo consignan que durmió en cama limpia y blanda, y que al siguiente día salió de su estancia vestido con el propio uniforme que le endilgaron al sacarle del río. En el comedor encontró abundante desayuno, y dos, tres o cuatro compañeros de cautiverio que le hablaron con el puro lenguaje de los ojos. A fuerza de aplicación, iba penetrando los secretos de aquel extraño idioma... Ya comprendía los signos elementales... pronto podría dar y recibir la expresión de las ideas más comunes... acabaría por dominar la mágica sintaxis hasta sostener una conversación larga y sutil.

Reconoció después el edificio, que era extensísimo, todo en planta baja, y de estructurap. 325 circular. Corriendo de sala en sala, se volvía en veinte minutos al punto de partida. No se conocían allí las escaleras, no se encontraba un solo peldaño. Los pasos no producían ningún rumor sobre un suelo en que los baldosines lustrosos eran como blanda y muda felpa... Andando, andando, salió el caballero a un jardín, cuyo piso enteramente plano estaba exactamente al nivel del de las habitaciones. Las plantas de aquel jardín parecían de cristal, y sus lindas flores no exhalaban ni el más leve aroma. Ningún airecillo las acariciaba. El ambiente era quieto y callado, de una opacidad semejante al vapor de agua. Los términos lejanos se perdían en la pesada atmósfera de agua y leche mezcladas. No había sol... La luz que alumbraba el jardín y la casa era luz pasada por invisibles cedazos de agua. También el jardín era circular, rodeando la casa. Lo limitaba, por la parte contraria a esta, una lisa pared de esmerilada substancia dura. Pensó Gil que aquel mágico recinto radicaba en las honduras del Tajo, o era reproducción del que visitó don Quijote al descender a la cueva de Montesinos.

Por entre los floridos arbustos del jardín vio Gil algunos compañeros duendes, que aburridos vagaban sin formar grupos ni hablar unos con otros. «O esto es una redoma de peces —se dijo— y yo uno de tantos pececillos colorados, o he descendido a un limbo de cartujos pisciformes, erigido en aguas del Leteo.» Buscando alivio a su fastidio inmenso, volvió del jardín a la casa, y recorriendo a la ventura las habitaciones, pensaba que tal vez habría en alguna de ellas biblioteca donde los peces pudieranp. 326 engañar el pausado tiempo con lecturas amenas. Vio trípticos, tapices, papeleras; libros no parecían en parte alguna. Divagando fue a dar en una estancia recogida y misteriosa situada en el centro del edificio, donde lucían armaduras en maniquíes, panoplias bien surtidas de espadas y pistolones; y cuando examinaba con ojos de aristócrata estas riquezas, resbalaron sus miradas hacia un espejo, en el cual le sorprendieron resplandores extraños, seguidos de un ir y venir de sombras o sombrajos que en la superficie del cristal se movían. La distraída atención del caballero quedó presa en aquel fenómeno, con la idea de que el espejo no reflejaba lo externo, sino que a su cristal traía luces e imágenes de su propia interioridad mágica... Estando en estas dudas o sospechas, advirtió que de las oscilaciones de luz y sombra se determinaba una figura, y mirando, mirando, toda el alma en los ojos, llegó a ver tan claro como la misma realidad el rostro de Cintia.

Prorrumpió Gil en gritos de alegría llamando a su mujer, cual si estuviera en la estancia próxima. En el cristal plantó sus dos manos creyéndolo puerta vidriera que podía ceder al impulso. Pronto se hizo cargo de que se hallaba en presencia de un fenómeno igual al de la casa de Becerro en Madrid.

—¿Eres tú, mi Cintia —le dijo—; tú en persona, o eres pintura mentirosa con que estos duendes rojos quieren burlarme?

—Yo soy —replicó ella con divina sonrisa, mostrando en completa claridad su persona de medio cuerpo arriba—. No esperabas que nosp. 327 viéramos. Yo, sí. Hace días que me lo decía el corazón. No sé cómo puede ser el que nos veamos... y que hablemos... Misterio es que penetraremos algún día.

Y él exclamó:

—Por tu vida, Cintia, dime dónde estás, si lo sabes. Yo te juro que no sé dónde estoy.

A lo que ella respondió con franca risa:

—Anoche, antes de dormirme, te vi dentro de una redoma de peces. Eras un lindo pececillo rojo, y nadabas airosamente entre otros del mismo color.

—Pues no veías más que la verdad; que si esto no es una pecera, es cosa muy parecida. Para mí, que vivo en una encantada mansión en las profundidades del Tajo. ¿Ves la funda colorada que me han puesto?

—Ya te veo, sí: estás muy guapo; y a mí, ¿me ves con mi vestidito de percal y este delantal tan majo que me he hecho yo misma?

—Eres un sol de hermosura, Cintia de mi vida. Todas las diosas del Olimpo son caricaturas comparadas contigo. Siento una pena horrible por no poder abrazarte y darte mil besos. Pero no me has dicho... ¿Estás en Sigüenza?

—Sí, hijo mío: ¿dónde querías que estuviese? Vivo, y vivo muy bien con la madre de Regino, en el Colegio de San Antonio. Por cierto, Gil, que debo desengañarte... Con pocas palabras limpiaré tu corazón de rencores injustos. Atiende a lo que te digo: Regino es un caballero. Créelo ciegamente... De su madre ¿qué puedo decirte? Cuantos elogios de ella hiciera yo no llegarían a lo cierto. Vivo en completa tranquilidad, sin otra pena que tup. 328 ausencia. El cariño y el respeto de todos me hacen llevadera esta situación, que espero ver pronto terminada. Si en los primeros días me molestó un poquito el enfadoso don Ramiro Gaitón, Regino supo espantarle gallardamente, y el importuno señor ya no me manda recados ni cartitas.

—¡Ay, Cintia del alma! ¡qué consuelo me das con lo que acabas de decirme! No es consuelo tan solo: la vida me has dado. Creo en ti como en Dios, y no necesito saber más para devolver a Regino mi estimación. Otra cosa: vives tranquila y sin enojos; pero sobre tu alma pesará el tiempo: tendrás días de plomo, horas de mortal fastidio...

—Así es, marido mío. Últimamente he combatido el tedio gracias a unos cuantos niños de esta vecindad, con los cuales he formado una escuelita, la más meritoria distracción que pudiera imaginar. Visitas no vienen aquí, ni yo las admito. Pero de algunos días acá tengo un entretenimiento y una compañía que son muy de mi agrado. Vas a verlo, Gil. No quiero dilatar más la sorpresa que pensaba darte.

Diciendo esto miró al suelo la linda mujer, y en el mismo instante saltó a su brazo, y del brazo al hombro, un vivaracho animalejo. Era la ardilla de Cíbico.

—Mira, niña; mira al cristal: ¿no ves a Gil? —díjole Cintia acariciándole el rabo.

Fijose el animal, y viendo lo que se le señalaba, hizo con las patitas delanteras y el hocico unas muecas y garatusas muy monas, saludo al amigo no visto en tanto tiempo.

Contestó Gil con risas y bromas cariñosasp. 329 a la salutación de la bestezuela, y luego quiso saber cómo había venido a tales manos. La historia no podía ser más sencilla. Disputábanse una tarde dos monjitas del Convento de Almazán sobre cuál tenía más derecho a jugar con la ardilla. Una quiso arrebatarla tirándole de una pata; otra la cogió por el pescuezo, y en esta porfía, el atormentado animalito mordió a una de ellas en un dedo y le hizo sangre. Puso el grito en el cielo la monja herida; alborotose la comunidad, dividiéndose en dos bandos clamorosos, y para poner fin al escándalo, la madre Priora determinó cortar por lo sano, regalando el cuerpo de discordia a un canónigo de Sigüenza que aquel día fue a predicarles un sermón. Cargó el reverendo con el bicho, y al regresar a su pueblo obsequió con él a una señora rica y beata, de cuyas manos pasó a las de la madre de Regino. Los biógrafos de Cíbico refieren que la tal dama santurrona, doña Ángela Conejo, hermana de don León Conejo, escribano en Molina de Aragón, tenía parentesco con Bartolo, y estaba al corriente de sus locos afanes en busca de la preciosa niña. De aquí vino el depositarla en el Colegio de San Antonio, mientras parecía Corre-corre, a su vez perdido en la divagación mercantil por Brihuega o Cifuentes.

Contó Cintia estas menudencias a su marido, el cual se holgó mucho de oírlas. Después de esto, propuso Gil a su mujer que aproximaran sus caras al cristal, por una parte y otra, para besarse cuanto quisieran. Pero intentado el contacto, no pudo realizarse porque el espejo era un medio de comunicación telepáticap. 330 extraño a la física que conocemos y gozamos en nuestra limitada ciencia. Cuando aproximaban al cristal sus amantes bocas, las imágenes se desvanecían. Maldijeron ambos la insuficiente virtud del sortilegio, y como Cintia manifestase, dolorida, que a su fin tocaba la conferencia (sabíalo por la íntima voz del alma, que en aquellas vegadas era la inspiración de todos sus pensamientos), no quiso Gil que las imágenes se borraran sin hacer a la de Cintia esta advertencia importante:

—Si Regino, si cualquiera otra persona te dijese que me han fusilado, no lo creas. Vivo estoy, alma mía. Me pasaron por las armas... pero como si no... ¿No lo entiendes? Yo tampoco... Ya te lo explicaré. ¡Ay, cuándo acabará esta vida prisionera, esta vida de purgatorio, desencajada de la vida común!

—Ya se acerca el fin, ya está próximo el resucitar... —murmuró la bella mujer, apagándose.

¡Preciosa luz, cuyos últimos destellos eran sonrisas! Extinguida ya la imagen, aún sonreía en la profunda oscuridad.


p. 331

XXVI

Del encuentro que tuvo Asur con otro aristócrata, y de lo que hablaron por señas previniendo su desencanto.

Consolado quedó el caballero con la visión de Cintia; pero su alma seguía tropezando en las tristezas que bordan el camino de la esperanza... El resto de aquel día y los siguientes, con sus larguísimas noches, pasó divagando en salas desiertas, o en el jardín de cristalinas flores sin aroma. Entre los fantasmas, duendes o pececillos que eran sus aburridos consortes en el fluvial presidio esmerilado, distinguió a unos cuantos, que a menudo se producían en el mudo lenguaje mímico piscilógico. Y entre estos pocos, se singularizó uno que le inspiraba simpatía cariñosa, y era más expresivo y más inteligible que los demás. Aconteció que a los tantos o cuántos días (la cifra de días se ignora), le tuvo ya por amigo, y entreteniéndose ambos en el ejercicio de muecas, ojeadas y garatusas, empezó el cautivo a iniciarse en el parloteo redomil: de allí a la posesión del tal idioma no había ya más que un paso. Con entender al amigo y poder contestarle repitiendo los signos que fácilmente se asimilaba, la vida del caballero fue menos ingrata y sus horas menos soporíferas.

Llegaron a entablar larguísimas conversaciones,p. 332 que el narrador se ve obligado a reproducir, sin responder de su exactitud, por ser este caso el más inverosímil y maravilloso de las aventuras del encantado Tarsis. Sin dudar de la veracidad del reverendo franciscano descalzo que nos ha transmitido aquellos interesantes coloquios, es deber del narrador señalar el sin igual prodigio de que con signos o pucheros de la boca, guiños de los ojos y algún meneo de las manos, se expresen hechos y abstracciones que aun con todos los recursos del lenguaje oral, no habrían de exteriorizarse fácilmente. Pero como ello cae debajo de la desconocida ley de encantamiento o hechicería, forzoso será cerrar los ojos y tragarlo todo, sin reparar en que pase por el gaznate alguna ruedecilla de molino.

Lo primero que hizo entender a Gil el amigo y compañero de tediosa esclavitud, fue que aquel recinto del quietismo acuático era comúnmente la postrera etapa o estación del vía-crucis correccional. Bien baqueteados llegaban allí los penitentes, con las voluntades bien sacudidas y las entendederas abiertas a la razón. Allí se les daba la última pasadita, el barniz que llamaban cura del silencio, soberano remedio que atajaba el flujo de las palabras ociosas.

La estancia en aquel Limbo solía durar dos o tres años, y una vez cursada la asignatura del buen callar, salían ya los caballeros en disposición de volver al mundo. Protestó Asur con airado gesto de la duración de aquel lento suplicio; pero el amigo no tardó en tranquilizarle, diciéndole que en la pecera sin ruido las leyes del tiempo se regían por cómputos y divisionesp. 333 distintas de las del mundo. Lo que en este se llama un día, en la pecera era un mes lunario.

—De modo —añadió el informante—, que si tú, pongo por caso, te duermes esta noche a las ocho en punto y despiertas a la misma hora de mañana, puedes decir que has dormido veintisiete días, siete horas, cuarenta y tres minutos y once segundos y medio.

Abriendo en todo su grandor ojos y boca, expresó Gil su admiración y alegría. Y no era para menos, pues contados de aquel modo, dos años en la pecera equivalían a veintiséis días solares. Más extraordinario que esto era que tan complicada explicación se diese haciendo morritos con los labios, enseñando ahora los dientes, ahora la lengua, y agregando como elemento prosódico el punteado de las manos. No era lícito emplear el alfabeto digital de sordomudos, ni podrían hacerlo los pececillos aunque quisieran, pues al entrar en la redoma desconocían absolutamente las letras, así por lo gráfico como por lo mímico... En una segunda conversación, paseando entre arbustos de cristal, el amigo se excedió en la confianza.

—Parece mentira —dijo con rapidísimas contracciones de boca y nariz— que no me hayas conocido. Yo te conocí desde que entraste en la redoma. Mírame bien, Carlos de Tarsis. ¿No te acuerdas de Pepe Azlor, Duque de Ribagorza? (Gran dilatación de boca fue el signo de inteligencia del caballero Asur.)

—Yo fui encantado antes que tú —prosiguió el pececillo— por desatinos y aberraciones que ahora no son del caso... Yo he corrido como tú; yo he rodado como piedra que arrastran losp. 334 ríos, y de tanto correr y rodar, mi ser anguloso y cortante se ha pulimentado... Ya estoy bien redondito... Como en nuestro cautiverio andante se nos permite y aun se nos recomienda el amor que vigoriza nuestras almas, yo... Antes te diré que me han tenido largo tiempo en la galería más honda y más negra de una mina de carbón... Justo castigo a mi perversa frivolidad... Hacinados como reses dormíamos los trabajadores en una cuadra próxima a la mina, y en aquellos horrendos lugares conocí a una linda muchacha, vendedora de aguardiente. Me enamoré de ella, y he aquí que vivimos felices... y... En fin, que mi Cloris será, y no me pesa, Duquesa de Ribagorza. Y ahora, dejo a un lado mis cosas y voy a las tuyas, que de ellas tengo conocimiento por hallarme casi en el punto de extinción de mi condena. Entre paréntesis, querido Tarsis, yo saldré mañana... Sigo contándote, y dispensa mis digresiones... Tú te enamoraste de una maestra de escuela: la seguiste, la robaste, y en libre ayuntamiento con ella estuviste unos días... Desde aquellos días al presente ha pasado un año...

No pudo contenerse Asur, hijo del Victorioso, y con boca y nariz, ayudado de las flexibles manos, soltó este donoso parlamento:

—Anoche vi a mi mujer en un espejo que tenemos en la sala de armaduras. No habló conmigo como la primera y segunda vez que nos vimos. No hacía más que reír y reír del modo más gracioso. Llevaba en brazos un niño chiquitín.

Y el otro le dijo:

—Tu mujer te ha dado descendencia, como a mí la mía. Eso nos encontraremos al volver al mundo...

Viéndolep. 335 caviloso y mohíno, le llevó al rincón más apartado del jardín, para recatarse de los vagantes compañeros, y a solas cambiaron las declaraciones más íntimas.

—Ya te lo he dicho: salgo mañana —murmuró Azlor, que en la suma discreción no empleaba otro lenguaje que el de los ojos.

Y Gil replicó angustiado:

—¿Pero hasta cuándo ¡por vida de Merlín! me tendrá la Madre en este presidio bobo? ¿Has hablado tú con ella?

—Sí —significó el otro—. Soy su pariente en décimo grado por la rama de Aragón. Las confianzas que tiene conmigo no las tiene con nadie... Aquí se nos presentó anoche. Yo dormía. Me despertó un ruido de catarata... Salté, salí... Encontré a mi Señora en este mismo sitio donde ahora estamos... Con interés vivo me preguntó por ti... contome lo del alumbramiento de tu mujer, a quien tiene en grande estimación por su talento y virtudes... Luego hacia ti resbaló la conversación... Dice que eres de buen natural, con el grave defecto de arrebatarte fácilmente. Te dará de alta cuando la cura del silencio te haya secado la vena del decir ocioso. Yo abogué por ti... Vaciló nuestra Señora... Por fin, cediendo a mis ruegos, diome licencia para llevarte mañana conmigo...

—¡Mañana!... ¡salgo mañana de esta redoma! —exclamó Gil, si exclamar es abrir la boca extremando la elasticidad de los labios—. Tanta dicha me trastorna, querido Azlor... No podré contener las ganas de alzar el grito, de cantar un himno a la libertad...

—¡Silencio... por los clavos de Cristo, silencio!p. 336 Sigue mi ejemplo, querido Tarsis. Ya ves que soy muy callado.

—Ya lo veo.

—Condición precisa impuesta por la Madre: saldrás conmigo si poniendo un punto en tu boca demuestras haber ganado borla de doctor en la Facultad del buen callar... A esta triste morada vienen los que por hablar demasiado ahogaron en océanos de palabras la voluntad y el pensamiento de la vida hispánica. Casi todos los que ves aquí son oradores... Hablaron mucho y no hicieron nada. Maestros son algunos de la palabra altísona, fascinadores públicos, que con la magia de su arte y la diversidad de sus retóricas convirtieron la torre de la elocuencia en torre de Babel... Y el más notado de nuestros compañeros, ese que llamas el Conde de Orgaz, tres veces fue dado de alta, y otras tantas volvió acá, por reincidencia en el vicio que le devora. No es propiamente orador, sino hablador. Su elocuencia consiste en despotricar con gracia y facundia, refiriendo vida y milagros de cuantas damas y caballeros hay en la Corte, y aderezando su maledicencia con chistes sangrientos y reticencias traperas. Entiendo yo que ese no se curará jamás. Por su vejez en cierto modo gloriosa en el ciclo picaresco de nuestra raza, es el único a quien se concede aquí el uso de los naipes. Se pasa los días sinódicos, que son meses, haciendo solitarios...

—No quisiera verme en tan duros castigos —dijo Tarsis—; y para que me saquen pronto de aquí, y no vuelvan a traerme, pondré en mi boca cuantos puntos y puntadas sean menester... Da pena ver a estos que fueron habladoresp. 337 convertidos en pececillos, sin otra señal de vida que el ondear perenne en las curvas del cristal, sin otro lenguaje que el abrir y cerrar de bocas, como un signo confesional de la religión del bostezo... Ya rabio por salir... Dime cómo se sale y cómo cambiamos de ropa, pues con este empaque pisciforme no podríamos volver al mundo sin que nos apedrearan.

No fueron muy explícitos los informes que el caballero Azlor dio al caballero Tarsis acerca de la salida de la reclusión. Primero dijo que los absueltos eran sacados con un aparato de pesca; después, que se escabullían subiéndose al techo de una de las habitaciones, o que en la circular tapia cristalina del jardín había una puertecilla, un torno, una trampa... La propia indeterminación se advierte en el relato del fraile franciscano tan descalzo como erudito. El santo varón quiere describir el cómo y dónde de la salida, y se hace un lío... En un pasaje de su cronicón asegura que vio salir a muchos con el traje fresco que usaba nuestro padre Adán en el Paraíso, y en otro habla de que los echaban con un aparato de noria, vestidos con la ropa que trajeron al entrar. Forzoso es prescindir de estas referencias equívocas en lo accidental, y atenernos a las fundamentales aseveraciones del reverendo; que si el tal dejó fama de trolista, inventor de cuentos para la infancia, también la tuvo de gran teólogo y comentador de los sagrados libros.

Bajo la fe y autoridad del religioso cronista, puede afirmarse que a media mañana de un claro día (no hay indicación de fecha ni cosa que lo valga) se encontraron Azlor y Tarsisp. 338 fuera del cristalino palacio, y que lo primero que se les vino a las mientes fue cambiar de ropa, pues aún llevaban las sotanas de color purpúreo, de tela suave y escamosa. El caballero Azlor propuso, con buen acuerdo, que se encaminaran a su finca, camino de Añover de Tajo, donde fácilmente se limpiarían de aquella piel ictínea, pues no era decente presentarse en el mundo como escapados de un aquarium. Dicho y hecho. En tres cuartos de hora llegaron a las posesiones de Azlor, donde hallaron abrigo, comodidad y servidumbre hacendosa. Como ambos caballeros tenían la misma talla y carnes, con ropa del uno se vistieron elegantemente los dos.

—Al cumplir mi condena —dijo el que ya no se llamaba Gil—, no me sentiré dichoso si no logro complementar mi vida. Y te aseguro que me estorban estos cuellos y esta corbata, y el traje todo que envuelve mi humanidad. Cree que me siento celtíbero... Espero con ansiedad la impresión que ha de causarme la gente que hace tiempo perdí de vista. Sus ideas entiendo que han de parecerme extrañas y en pugna con las mías.

—En igual situación me encuentro —replicó el otro—. Puedes creer que me cargan los guantes. Me siento visigodo... Pero ya nos arregostaremos, como se dice por allá... ¿Y qué hacemos ahora? La Madre me ordenó que volvamos a nuestras viviendas, como si de ellas hubiéramos salido ayer. En tu casa y la mía encontraremos lo que dejamos, y nuestra ausencia no habrá sido notada. Esto excede al desatino de los más locos ensueños; pero asíp. 339 ha de ser... quien manda, manda. Vayamos a Madrid penetrándonos de que esto no es más que un despertar, un abrir de ojos, que nos pone delante el mundo que desapareció al cerrarlos por cansancio... o del sueño.

—Así es —dijo Tarsis, ya metidos los dos en el automóvil y corriendo hacia la Sagra—. Pero fíjate en una cosa, Pepe. Lo primero que tenemos que hacer, para que no se rían de nosotros, es enterarnos bien del día en que vivimos. ¿En qué fecha estamos, en qué mes, en qué año? La estación parece otoñal. Están rompiendo la tierra en los barbechos... Por Dios, Pepe: pregúntale a tu chauffeur. Es ridículo no tener idea del tiempo que hemos pasado en presidio.

—Ya buscaré yo un discreto modo de hacer la pregunta sin que parezcamos tontos o desmemoriados insubstanciales —dijo Azlor—. Si he de decirte la verdad, creo que no debemos preguntar nada, y esperar a que la conversación corriente nos descifre el enigma.

—¡Pero el año, Pepe, el año...!

—Lo sabremos por los primeros almanaques que nos salgan al rostro... Todos los años son iguales a un año cualquiera.

A medida que avanzaban hacia la Corte, en el cerebro de uno y otro iban recobrando su casilla las ideas que dispersó el interregno vital. Diríase que eran ideas proscriptas que volvían al hogar patrio. Esto que ocurre cuando regresamos de un largo viaje, en aquel caso fue como un despertar del ensueño a la realidad, lo que no siempre es grato. Así lo pensaba el buen Tarsis, que se entristeció sintiendo entrar en su memoria los nombres e imágenesp. 340 de todos sus amigos y relaciones de antaño, y viendo resurgir su anterior y nada meritoria existencia... Arrastrados por la fogosa gasolina, pasaron como huracán por Illescas, Torrejón de la Calzada, Parla, Getafe. Acortando marcha, hicieron su entrada en Madrid por el puente de Toledo, y esquivaron la puerta y calle del mismo nombre, torciendo por las Rondas en dirección de las barriadas del Este... En la imaginación de Tarsis, todo lo que veía se le representó como cosa despintada, como artificio que funcionaba torpemente, como semblante triste mal embadurnado de alegría.

—¡Oh, Madrid, patria mía! —exclamó—. Con más gusto entré en Boñices.


XXVII

Con el desencanto de Asur terminan, por hoy, estas locas aventuras hispánicas.

Avanzando por los Paseos del Botánico, Prado y Recoletos, ambos caballeros empalmaban rápidamente la realidad con sus desencantadas personas.

—No olvides —dijo Azlor—, que mi tía nos espera esta noche. Allí iremos a pasar un rato.

—¡Ah! sí: la Ruy-Díaz —murmuró Tarsis atormentado por su memoria, la memoria del vivir nuevo—. Hemos resucitado en el punto donde fenecimos. En casa de tu tía estuvep. 341 la noche anterior a mi encantamiento. Esto es despertar en la misma postura en que nos dormimos... Pues no me disgusta esta manera de anudar el hilo roto de la existencia normal. De la casa de tu tía conservo dulces remembranzas. Allí conocí a personas que se me metieron en el corazón, y en él moran todavía. Allí, si mal no recuerdo, tuve el gusto de ver a una dama distinguidísima, de cabellos blancos, tan seductora por su talento como por su exquisito trato, la Duquesa de Mío Cid...

—Es mi tía en décimo grado, por la rama de Aragón. No sé si estará en Madrid. Viaja de continuo, y las ruedas de su automóvil se saben de memoria todo el mapa de España. Su chauffeur es un espíritu genial, engendrado por el tiempo en las entrañas de la Historia... ¿Qué haces, Tarsis? ¿Te duermes?

—Cerrando los ojos comprendo mejor lo que dices... ¿Dónde estará en este momento tu excelsa tía en décimo grado?

—Me figuro que está en tierras de la Coronilla, a la parte de allá del Moncayo.

—Ayer dormía en aguas del Tajo; hoy se solaza en los brazos del Ebro.

—Son sus maridos... son sus amantes predilectos... Cada día le nacen mil hijos... los cría en los dorados trigales, en los barbechos fríos, a una y otra banda de Mulhacén, de Gredos, de Peñalara, de Montesdeoca, y en el sin fin de pueblos ricos o miserables; aquí mismo, en este Madrid picaresco, los cría y los mata... Yo también me duermo, Carlos; yo me meto en la hondura del pensar que ennoblece...

—Salgamos, sí, del árido pensar que nosp. 342 vulgariza. Tu tía nos ha enseñado la ciencia compendiosa del vivir patrio. Hagamos honor a sus lecciones. Seamos hombres, no muñecos de resortes gastados.

Hablando así, llegaron a la casa de Tarsis, donde este se quedó, mientras el amigo a la suya, no lejos de allí, se encaminaba. Quedaron en reunirse de nuevo a las ocho para comer en el Viejo Club, desde donde se irían tranquilamente al palacio de Ruy-Díaz. En su vivienda entró Asur, hijo del Victorioso, y supo disimular su emoción, afectando ante la servidumbre la frialdad de los actos corrientes, y el donoso ajuste del hoy con el ayer. Todo lo encontró tal como lo dejara en una fecha remota, cuya distancia en los renglones del tiempo no podía precisar... Algunas cartas vio en la mesa de su despacho, y entre ellas una que le hizo el efecto de un tiro... hay tiros de júbilo. En el sobre reconoció la fina, correcta y elegante letra de la maestra de párvulos de Calatañazor. Con garra de león rasgó el sobre; con ojos ávidos leyó lo siguiente:

«Caballero Tarsis: ya sé que está usted libre, y que ha dejado en las orillas del Tajo su fingida personalidad de salmonete para recobrar su verdadero ser y estado social. Mi enhorabuena. Yo también he soltado en el claro Henares mi rusticidad y pobreza; ya me han traído a lo que fui, bien corregida de mi orgullo, y del desprecio con que miré a los que no poseían caudales como los que por herencia, no por trabajo, poseo yo... Al venir de mis galeras no he venido sola. He tenido un hallazgo precioso que quiero mostrar al caballero Asur,p. 343 hijo del Victorioso. Quien sigue los pasos de Asur me ha dicho a dónde va esta noche. Allí me encontrará y hablaremos. Se ríe en las barbas de usted su amiga, la desdeñosa americana, — Cintia

Fulgurante de alegría Tarsis exclamó:

—Madrid mío, ¡qué bello eres! Dentro de un rato me darás la compensación de las horribles noches de Sigüenza y Pitarque.

A las diez dadas, entraban Azlor y Tarsis en el palacio de la Duquesa de Ruy-Díaz, morada tan espléndida como artística; todo era allí rico sin chillería, de suprema distinción, en el tono justo de la verdadera elegancia. La Duquesa, ya bien entrada en la madurez de la vida, perfecto tipo de la modestia señoril, recibía y obsequiaba a sus amistades con gracia exquisita y afable naturalidad. No lejos de ella, la Duquesa de Mío Cid contaba en un grupo de señoras las peripecias de sus últimos viajes por abandonadas tierras de nuestra España, y las picardías y desafueros de unos gigantes malignos que llaman Gaitanes, Gaitines y Gaitones... Vio Tarsis muchedumbre de damas elegantes, las unas bonitas y jóvenes, las otras de mediana edad, bien compuestas y restauradas de rostro y talle; vio caballeros de distintas cataduras, esbeltos, gordos, esmirriados, profundamente serios o superficialmente festivos.

A los más fue saludando Tarsis con frase afectuosa de etiqueta corriente. Su imaginación exaltada reprodujo en algunas figuras otras de muy distinta esfera que había visto y tratado en su azarosa vida penitencial. Una dep. 344 las damas era propiamente la Usebia de Aldehuela de Pedralba, adobada la belleza campesina con blanquetes cortesanos, enmendado el talle bárbaro con cincha de ballenas. El prurito de las semejanzas llevó a Tarsis al delirio. Entre los caballeros vio la procerosa estampa de don Alquiborontifosio rediviva en la figura de un académico melenudo y cegato. Observando aquella gente, sin sentir hacia ella menosprecio ni aversión, llegó a posesionarse de la síntesis social, y a ver claramente el fin de armonía compendiosa entre todas las ramas del árbol de la patria.

Explorando con avidez la muchedumbre, el caballero distinguió a Cintia en un grupo lejano, rodeada de lindas jóvenes y galancetes empalagosos. Si aún fuera lícito aplicar a esta verídica narración los fenómenos de picaresca hechicería, podría decirse que Tarsis vio la celestial risa de su amada antes de ver su rostro. Pero estas licencias hiperbólicas no cuelan ya. La vio; fue hacia ella en momento propicio para un discreto coloquio. La selecta concurrencia se agolpaba con cierto desorden en el Salón de Música, donde un famoso pianista extranjero, de copiosa pelambre y maravillosos dedos, había de idealizar la reunión con sonatas clásicas. El caballero español y la gentil americana lograron situarse juntos en un rincón distante del Pleyel. Las teclas del admirable instrumento y las manos del virtuoso eran trama y urdimbre del sublime tejido musical en que se prendía y enganchaba la sutil atención de todos los presentes.

Gran psicólogo es Beethoven y portavoz ecualitariop. 345 del humano dolor, exhalado de las almas humildes como de las que se tienen por linajudas... Abandonando sus oídos a la onda musical, y dejándolos que en ella se anegaran, Cintia y su caballero a un tiempo tocaban y oían la música de sus almas. Sin molestar a los circunstantes hallaron modo de secretear cuanto quisieron, y de comunicarse con susurro pianísimo.

—Ya sabía yo —dijo él— que al volver usted de las galeras, no ha venido sola.

—Caballero Tarsis —replicó Cintia sofocando su risa con graciosos morritos—, ¿cómo se atreve usted a ofender mi delicadeza ... mi pudor, mejor dicho, hablándome de un asunto que debiera confundirme... que debiera avergonzarme?

—Antes que me lo indicara en su carta, sabía yo que se ha traído usted un precioso chiquitín.

—Bueno, bueno... dejo a un lado el rubor; recobro mi sana franqueza; declaro que es cierto lo de la criatura, y que ella es mi felicidad...

—Seamos ambos sinceros, como nos lo ha enseñado nuestra Madre, y tú por tú, hablémonos como en las dichosas horas del parador de Atienza. Pareció la ardilla del gran Cíbico; ha parecido también la verdad que buscábamos, y la culminante verdad no puede ser otra que el amor nuestro... nacido antes del encantadijo, alentado con fuego pasional en los días de penitencia y expiación... en la Dehesa de Ágreda, en Numancia gloriosa, en Calatañazor de triste memoria, en...

—Basta, caballero Tarsis... —dijo Cintia contraída en dulce seriedad—. Pues hemosp. 346 vuelto a la vida normal, cesen las bromas. Sin reírme, digo que el niñito lo tuve de un mozarrón muy bruto que trabajaba en la cantera de Ágreda... Fui su mujer en cuantito me sacó del cautiverio de los Gaitines.

—Pues el bruto soy yo. Me llamo Gil.

—Y yo soy Pascuala. Nuestro chiquitín parece que viene muy listo. Pronto le enseñaré yo a decir che, i, ene: chin.

—Nació en Sigüenza... Debemos gratitud a la madre de Regino...

—Ella fue la madrina.

—¿Qué nombre le pusiste?

Héspero, en memoria de nuestra Madre.

—Muy bien. ¿Has visto a la Madre? Aquí está.

—La vi... Hablamos un momento. Me dio un recadito para ti... Que me quieras mucho... que velará por nosotros. ¿Y tú, has visto a tu pariente Torralba de Sisones?

—Sí: nos hemos saludado. Yo me digo: ¿por qué a la Madre benéfica no se le ha ocurrido encantar a ese idiota?

—Los perversos y los tontos rematados no son susceptibles de encantamiento. La Madre impone su corrección a los hijos bien dotados de inteligencia, y que sufren de pereza mental o de relajación de la voluntad. En la naturaleza corregida de estos elementos útiles, espera cimentar la paz y el bienestar de sus reinos futuros.

—Bendita sea mil veces.

—Otra cosa tengo que decirte... ¿Sabes que mi tío Borjabad, aquel gaznápiro que fue mi arráez en las galeras, encontró al fin la mina que buscaba?

p. 347—¿De veras?

—Espérate un poco. El hombre ajondaba, como decía Cíbico, y ajondando llegó hasta la capa terrestre de mi patria, Colombia. La mina era de plata, y apareció en mis dominios. Soy ahora más rica que antes.. Tú, según dice la Madre, eres más pobre. ¿Pero qué nos importa? Nuestros bienes son comunes, y entre nosotros no puede haber ya tuyo y mío... Haremos grandes cosas, ¿verdad?

—Desecaremos las lagunas de Boñices, y sobre la pobre aldea edificaremos una gran ciudad.

—Construiremos veinte mil escuelas aquí y allí, y en toda la redondez de los estados de la Madre. Daremos a nuestro chiquitín una carrera: le educaremos para maestro de maestros.

—Y en la plaza de Nueva-Boñices pondremos la estatua de Alquiborontifosio de las Quintanas Rubias.

—Y a Cíbico le traeremos a nuestro lado...

—Y al gran Becerro nombraremos archivero mayor de todos los reinos descoronados... con un sueldo que asegure su existencia estudiosa...

—Y a la ardilla de Cíbico la nombraremos monja honoraria de todos los conventos.

—Y convertiremos en barrenderos o en repartidores de periódicos a todos los Gaitanes, Gaitines y Gaitones...

—Eso y mucho más haremos... Cuidado... parece que termina el concierto...

—Sí... aplaudamos. No digan que somos insensibles a la buena música.

—Yo aplaudo a rabiar.

—Ahora, vida y alma mía, despidámonos...p. 348 tú primero, yo después... y quedemos de acuerdo para salir juntos. ¿Tienes en la calle tu coche?

—Sí... saldremos juntos. ¿A dónde iremos? ¿A tu casa o a la mía?

—Por de pronto a la tuya, Cintia. Esta noche cantaremos el Gloria in excelsis, y adoraremos a nuestro Niño Dios.

—Está bien. Vámonos a mi casa, Gil, que ya es tuya, como la tuya es mía... Y mañana...

—Mañana y siempre juntos... Despídete... Aquí te espero.

—Ya me he despedido... Ahora tú... Nos encontraremos en la antesala...

—Ea, ya estamos en franquía. Te doy el brazo para bajar la escalera...

—Ya bajamos... Despide tu automóvil... ya entramos en mi coche... Abracémonos y besémonos cuanto nos dé la gana...

—Ya era hora... Llegamos a tu casa.

—Ya subimos... Entra... Verás a Héspero... Pasa... Aquí le tienes dormidito...

—Ya lo veo: ¡qué ángel! Es mi retrato...

—Boca y nariz, tuyas... La frente y ojos son de la Madre.

—El alma tiene de ella... Cintia, cenaremos.

—Cenaremos, descansaremos...

—Descansaremos... Siento aquí la presencia invisible de nuestra Madre que nos manda repoblar sus estados...

FIN DE EL CABALLERO ENCANTADO

Santander-Madrid, julio-diciembre de 1909.


p. 349

ÍNDICE

  Páginas.
I.—De la educación, principios y ociosa juventud del caballero. 5
II.—Que trata de las amistades y relaciones del caballero. 12
III.—Donde se verá el interesante coloquio del caballero Tarsis con sus amigos. 22
IV.—Cuéntase la rigurosa desdicha del caballero, seguida de sucesos increíbles. 36
V.—Siguen los prodigiosos y disparatados fenómenos, hasta determinar lo que es final y principio. 49
VI.—Donde verdaderamente empiezan las verdaderas e inverosímiles andanzas del caballero encantado. 57
VII.—De la venida de don Gaytán de Sepúlveda, con otros inauditos sucesos que verá el que leyere. 70
VIII.—Prodigiosa y familiar conversación que tuvieron el caballero y la Madre desconocida. 84
IX.—Continúa el coloquio entre Gil y la Encantadora. 97
X.—De la blanda vida pastoril, pasa el caballero a vida más dura. 108
p. 350XI.—Donde brillan con toda claridad la ternura y discreción de la hermosa Cintia. 121
XII.—Del conocimiento que hizo Gil con el industrioso mercader Bartolo Cíbico. 130
XIII.—Prosiguiendo en su vaga peregrinación, el encantado caballero va camino de Numancia. 145
XIV.—De la increíble presencia del espíritu de Becerro en las gloriosas ruinas, y de sus hechos y dichos. 156
XV.—De lo que vio el caballero en el osario de Numancia. 168
XVI.—Refiérense nuevas aventuras y desventuras del caballero peregrino. 183
XVII.—De las extraordinarias visiones, y del feliz encuentro que tuvo el caballero en su retirada de Calatañazor. 199
XVIII.—Refiérese lo que el caballero vio y oyó en el mísero y olvidado lugar de Boñices. 212
XIX.—Donde se cuenta el terrible encuentro del caballero con un desaforado gigante, y cómo luchó con él y le dio muerte, con otros sucesos interesantes. 230
XX.—De cómo pasaron el caballero y sus amigos de la esclavitud de los Gaitines a la no menos insolente y dura de los Gaitones. 245
XXI.—Donde se verá cómo principió el espantoso vía-crucis y horrendo calvario del caballero sin ventura. 258
XXII.—Refiérense, con el vía-crucis del caballero, las escenas de pobretería en el corral de Pitarque. 276
p. 351XXIII.—De cómo las picantes aventuras se vuelven dolientes y trágicas. 293
XXIV.—Allá van los peregrinos, de tierra en tierra, de río en río. 307
XXV.—Cuéntase lo que le pasó al caballero en la redoma de peces, con otros raros sucesos y visiones. 320
XXVI.—Del encuentro que tuvo Asur con otro aristócrata, y de lo que hablaron por señas previniendo su desencanto. 331
XXVII.—Con el desencanto de Asur terminan, por hoy, estas locas aventuras hispánicas. 340