Title: Una historia de dos ciudades
Author: Charles Dickens
Translator: Gregorio Lafuerza
Release date: April 22, 2020 [eBook #61887]
Language: Spanish
Credits: Produced by Carlos Colón, Penn State University and the
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HathiTrust Digital Library.)
Nota del Transcriptor:
Se ha respetado la ortografía y la acentuación del original.
Errores obvios de imprenta han sido corregidos.
Páginas en blanco han sido eliminadas.
La portada fue diseñada por el transcriptor y se considera dominio público.
BIBLIOTECA DE GRANDES NOVELAS
CARLOS DICKENS
TRADUCCIÓN DE
GREGORIO LAFUERZA
BARCELONA
RAMÓN SOPENA. Editor
PROVENZA, 93 A 97
Derechos reservados.
Ramón Sopena, impresor y editor, Provenza, 93 a 97.—Barcelona
Concebí las líneas generales de esta historia cuando representé con mis hijos y amigos el drama de Collin El Abismo Helado. Apoderóse entonces de mí el deseo firme de encarnar el drama en mi persona, y procuré asimilarme, con solicitud e interés especiales, el estado de ánimo necesario para hacer su presentación a un espectador dotado del espíritu de observación.
A medida que me fuí familiarizando con la idea, fueron dibujándose y resaltando las líneas generales hasta llegar gradualmente a adquirir la forma que en la actualidad tienen. Hasta tal extremo se ha posesionado de mí el argumento durante su ejecución, ha dado tanta vida a todo lo que en estas páginas se ha hecho y sufrido, que puedo decir, sin incurrir en exageraciones, que todo lo he hecho y sufrido yo mismo.
Cuantas referencias haga, por ligeras que sean, a la condición del pueblo francés antes o durante la Revolución, serán exactas de toda exactitud, fundadas en los testimonios de personas dignas de fe absoluta. Ha sido una de mis aspiraciones añadir algo a los medios de inteligencia populares y pintorescos de aquella época terrible, bien que firmemente convencido de que no hay quien pueda añadir nada a la portentosa filosofía que encierra la obra admirable de Carlyle.
Erase el mejor de los tiempos y el más detestable de los tiempos; la época de la sabiduría y la época de la bobería, el período de la fe y el período de la incredulidad, la era de la Luz y la era de las Tinieblas, la primavera de la vida y el invierno de la desesperación. Todo lo poseíamos y nada poseíamos, caminábamos en derechura al cielo y rodábamos precipitados al abismo: en una palabra, era tan parecido aquel período al actual, que nuestras autoridades de mayor renombre están contestes en afirmar que, entre uno y otro, tanto en lo que al bien se refiere como en lo que toca al mal, sólo en grado superlativo es aceptable la comparación.
Un rey de bien desarrolladas mandíbulas y una reina de cara aplastada se sentaban sobre el trono de Inglaterra, y un rey de grandes quijadas y una reina de rostro hermoso ocupaban el de Francia. Los señores de los grandes almacenes de pan y de pescado de entrambos países veían claro como el cristal que el bien público estaba asegurado para siempre.
Era el año de Nuestro Señor de mil setecientos setenta y cinco. En un período tan favorecido, no podían faltar a Inglaterra las revelaciones espirituales. Recientemente había celebrado su vigésimoquinto natalicio la señora Southcott, cuya aparición sublime en el mundo anunciara con la antelación debida un guardia de corps, profeta privado, pronosticando que se hacían preparativos para tragarse a Londres y a Westminster. Hasta había sido definitivamente enterrado el fantasma de la Callejuela del Gallo, después de andar rondando por el mundo doce años, y de revelar a los mortales sus mensajes en[8] la misma forma que los espíritus del año anterior, acusando una pobreza sobrenatural de originalidad, revelaron los suyos. Los mensajes únicos de orden terrenal que recibieron la Corona y el Pueblo ingleses, les llegaron de un congreso de súbditos británicos residentes en América, mensajes que, por extraño que parezca, han resultado de muchísima mayor transcendencia para la raza humana que cuantos recibió ésta por la mediación de cualquiera de los pollitos de la Callejuela del Gallo.
Menos favorecida Francia en lo referente a asuntos de orden espiritual que su hermana la del escudo y del tridente, rodaba con suavidad encantadora pendiente abajo, fabricando papel moneda y gastándolo que era un contento. Bajo la dirección de sus cristianísimos pastores, permitíase entretenerse, además, con distracciones tan humanitarias como sentenciar a algún que otro joven a que le cortaran las manos, le arrancaran con pinzas la lengua y le quemaran vivo, por el nefando delito de no haber caído de rodillas sobre el fango del camino, en un día lluvioso, para rendir el debido acatamiento a una procesión de frailes que pasó al alcance de su vista, bien que a distancia de cincuenta o sesenta varas. Es muy probable que, cuando aquel criminal fué llevado al suplicio, el leñador Destino hubiera marcado ya en los bosques de Francia y de Normandía los añosos árboles que la sierra debía convertir en tablas que servirían para construir aquella plataforma movible, provista de su cesto y su cuchilla, que tanta y tan terrible celebridad ha conquistado en la historia. Es asimismo muy posible que, en los rústicos cobertizos anejos a las casuchas de los labradores de las cercanías de París, se hallasen en el mismo día, resguardados de las inclemencias del tiempo, las primitivas carretas, llenas de salpicaduras de fango lamidas por los cerdos y sirviendo de percha a las aves de corral, que el labriego Muerte había seleccionado para que fueran las carrozas de la Revolución. Verdad es que, si bien el Leñador y el Labriego trabajaban incesantemente, su labor era silenciosa y no había oído humano que percibiera sus pasos sordos, tanto más, cuanto que abrigar algún recelo de que aquellos estuvieran despiertos era tanto como confesarse a la faz del mundo ateo y traidor.
En Inglaterra, apenas si quedaba un átomo de orden y de protección bastantes para justificar la jactancia nacional. La misma capital era todas las noches teatro de robos a mano armada y de crímenes los más osados y escandalosos. Pública y oficialmente se avisaba a las familias que no salieran de la ciudad sin llevar antes sus mobiliarios a los almacenes de los tapiceros, únicos sitios que les ofrecían alguna garantía.[9] El que a favor de las sombras de la noche era bandolero, parecía honrado mercader de la ciudad a la luz del sol, y si alguna vez era reconocido por el comerciante auténtico a quien se presentaba bajo el carácter de «capitán», disparábale con la mayor frescura un tiro que le enviaba a otro mundo mejor y ponía pies en polvorosa. La diligencia-correo fué asaltada por siete bandoleros, de los cuales mató a tres la guardia, la cual a su vez fué muerta por los cuatro restantes «a consecuencia de haberse quedado sin municiones»: a continuación, la diligencia fué robada concienzuda y tranquilamente. El altísimo y poderosísimo alcalde mayor de Londres fué secuestrado y obligado a vivir durante algún tiempo en Turnham Green por un esforzado bandido, quien tuvo el honor de desbalijar a criatura tan ilustre en las barbas de su numerosa escolta y no menos numerosa servidumbre. En las cárceles de Londres reñían los prisioneros fieras batallas con sus carceleros, a los cuales obsequiaba la majestad de la ley con sendos arcabuzazos. En los propios salones de la corte, manos habilidosas libraban a los más altos señores de las cruces de brillantes que adornaban sus cuellos. Penetraron los mosqueteros en San Gil en busca de contrabando, y el populacho hizo fuego contra los mosqueteros, y los mosqueteros hicieron fuego sobre el populacho, sin que a nadie se le ocurriera pensar que semejante suceso no fuera incidente de los más comunes y triviales de la vida. A todo esto, el verdugo, siempre en funciones, siempre atareado, no bastaba a acudir a los distintos puntos en que era necesario, hoy dejando pendientes de sus cuerdas grandes racimos de criminales y mañana ahorcando a un ladrón vulgar, que penetró el jueves en la casa del vecino, y emprendió el viaje a la eternidad el sábado siguiente; para quemar hoy en Newgate docenas de personas, y mañana centenares de folletos en la puerta de Westminster Hall; para enviar hoy a la eternidad a un desalmado feroz, y hacer mañana lo propio con un mísero raterillo que robó seis peniques al hijo de un agricultor.
Todas estas cosas, y mil otras por el estilo que podría referir, eran el pan nuestro de cada día en el bendito año de mil setecientos setenta y cinco sin que fueran obstáculo para que, mientras el Leñador y la Labriega proseguían su silenciosa labor, los dos mortales de las desarrolladas quijadas y las dos de cara aplastada y hermosa, respectivamente, llevaran a punta de lanza sus divinos derechos. Así conducía el año de mil setecientos setenta y cinco a Sus Grandezas y a los millones de criaturas insignificantes, entre ellas las que han de figurar en la crónica presente, a sus destinos respectivos, por los caminos que ante sus pasos estaban abiertos.
El que recorría el primero de los personajes que han de jugar papel de mucha importancia en la historia presente, la noche de un viernes de noviembre, era el de Dover. Seguía el viajero a la diligencia, mientras ésta avanzaba pesadamente por el repecho de la colina Shooter. Subía caminando entre el barro pegado a la caja desvencijada del carruaje, y a su lado iban los demás compañeros de viaje, no ciertamente movidos del deseo de hacer ejercicio, poco agradable dadas las circunstancias, sino porque rampa, arneses, fango, diligencia y caballos eran tan pesados, que éstos últimos habían declarado ya tres veces sus deseos de no seguir adelante, amén de otra que intentaron dar media vuelta, con el propósito sedicioso de volverse a Blackheath. Las riendas y la fusta, el postillón y el guarda, puestos de acuerdo, hubieron de dar lectura al artículo del Reglamento de Campaña que asegura que nunca, ni en ningún caso, tendrán razón los animales brutos, gracias a lo cual capituló el tiro y se resignó a cumplir con su deber.
Bajas las cabezas y trémulas las colas procuraban abrirse paso por entre los mares de espeso barro que cubrían el camino, tropezando aquí, dando allá un tumbo espantoso, cayendo no pocas veces y tambaleándose siempre. Cuantas veces el mayoral les concedía algún descanso, el caballo delantero sacudía violentamente la cabeza y cuantos objetos la adornaban con aire doctoral y enfático, cual si su intención fuera negar que la diligencia pudiera llegar a lo alto de la loma; y cuantas veces aquel hacía restallar el látigo, el viajero de quien vengo hablando levantaba asustado la cabeza, como hombre a quien arrancan bruscamente de sus meditaciones.
Mares de vapor acuoso en forma de espesa niebla cubrían todas las hondonadas y se deslizaban pegados a la tierra semejantes a espíritus malignos que buscan descanso y no lo encuentran. La niebla era pegajosa y muy fría, y avanzaba formando graciosos rizos y masas onduladas que se perseguían y alcanzaban como se persiguen y alcanzan las olas cuando el mar está movido. Era lo suficientemente densa para encerrar en un círculo estrechísimo la claridad que derramaban los faroles del carruaje, hasta impedir que se vieran los chorros de vapor que los caballos lanzaban por las narices y que iban a aumentar el caudal de los que llenaban la atmósfera.
Dos viajeros, además del que he mencionado, subían trabajosamente la rampa siguiendo a la diligencia. Los tres llevaban su[11]bidos hasta las orejas los cuellos de sus abrigos y los tres usaban botas muy altas. Ninguno de ellos hubiera podido decir si sus compañeros de viaje eran guapos o feos, jóvenes o viejos; tan cuidadosamente recataban sus semblantes, y no estará de más añadir que, si imposible era a los ojos del cuerpo divisar la seña corporal más insignificante, aun lo era más a los ojos del espíritu conjeturar las del alma, es decir, las intenciones que cada uno de ellos pudiera abrigar. En aquellos felices tiempos, los viajeros eran altamente reservados y evitaban con gran cautela hacer confianza en personas desconocidas, pues cualquier compañero de diligencia o de camino podía resultar un bandolero o un cómplice de bandoleros, señores que abundaban que era una bendición, pues todas las tabernas y posadas contaban con cosecha no escasa de soldados a sueldo del «capitán», cuyas huestes nutrían todos sin excepción, comenzando por el posadero y terminando por el último mozo de cuadra. En esto precisamente iba pensando el guarda de la diligencia-correo de Dover la noche de aquel viernes del mes de noviembre de mil setecientos setenta y cinco, mientras aquélla subía trabajosamente la rampa de Shooter, sentado en la banqueta posterior del carromato que le estaba reservada, dando furiosas patadas sobre las tablas para evitar que sus pies quedaran transformados en bloques de hielo y puesta la mano sobre un arcabuz cargado, que coronaba un montón de seis u ocho pistolas de arzón, también cargadas, a las cuales servía de base otro montón de machetes y puñales perfectamente afilados.
En el viaje al que la presente historia se refiere, ocurría en la diligencia de Dover lo que invariablemente sucedía en todos los viajes: el guarda sospechaba de los viajeros, los viajeros sospechaban entre sí y del guarda, unos a otros se miraban con recelo, y en cuanto al postillón, sólo de los caballos estaba seguro: es decir, que con plena conciencia hubiera jurado por el Antiguo y el Nuevo Testamento, que el ganado no servía para la faena a que estaba destinado.
—¡Ap! ¡Ap!—gritó el postillón.—¡Arriba, perezosos! ¡Un tironcito más, y os encontráis en lo alto de esa maldita colina! ¡Oye, Pepe!
—¿Qué hay?—contestó el guarda.
—¿Qué hora crees que será?
—Por lo menos, las once y diez.
—¡Ira de Dios!—gritó el postillón.—¡Las once y diez y no estamos en la cresta de Shooter! ¡Ap... ap...! ¡Ah, ladrón!
El caballo delantero, cuyos lomos recogieron el terrible latigazo con que el postillón acompañó sus últimas palabras, avanzó con decisión por la rampa, arrastrando a sus tres compañeros. La diligencia continuó dando tumbos, escoltada por los tres viajeros que[12] tenían buen cuidado de no separarse de ella, haciendo alto cuando la diligencia lo hacía y avanzando al paso de la misma, siempre atentos a no adelantarse ni a quedar rezagados, sabedores de que, si tal hubieran hecho, habrían corrido riesgo inminente de recibir un arcabuzazo como bandoleros.
Dominó al fin la pendiente el pesado carromato: los fatigados caballos hicieron nuevo alto para tomar aliento y el guarda saltó al camino para echar los frenos a las ruedas y abrir la portezuela a fin de que montasen los viajeros.
—¡Pepe!—murmuró el postillón, bajando la cabeza y la voz.
—¿Qué hay, Tomás?—contestó el guarda.
—Me parece que se nos acerca un caballo al trote, Pepe.
—A mí me parece que viene a galope, Tomás—replicó el guarda, soltando la portezuela y encaramándose de un salto a su sitio.—¡Caballeros, favor al Rey y a la Justicia!
Lanzado el llamamiento, empuñó su arcabuz y permaneció a la defensiva.
Hallábase el viajero a quien se refiere esta historia sobre el estribo, dispuesto a entrar en la diligencia, y los dos restantes continuaban en la carretera dispuestos a seguirle. El primero continuó en el estribo, y como consecuencia, sus dos compañeros de viaje hubieron de permanecer en la carretera. Los tres paseaban sus miradas desde el postillón al guarda y desde el guarda al postillón, y escuchaban. El postillón había vuelto atrás la cabeza, el guarda hizo lo propio, y hasta el caballo delantero aguzó las orejas y miró atrás, para no ser nota discordante.
El silencio consiguiente a la cesación del rodar del vehículo, añadido al silencio de la noche, hizo que en la cima de la colina reinara un silencio solemne. El jadear de los caballos comunicaba al coche un movimiento trémulo que le daba apariencias de monstruo dominado por intensa agitación. Latían con fuerza tal los corazones de los viajeros, que probablemente no hubiera sido imposible oir sus latidos, pero si esto no, al menos la quietud solemne de la escena evidenciaba que sus personajes contenían el aliento, o no le tenían para respirar, y que sus pulsaciones eran rápidas por efecto de la expectación.
Retumbaban en el silencio de la noche los cascos del caballo que subía la rampa a galope furioso.
—¡Eh! ¡Alto quien sea!—rugió el guarda con voz de trueno.—¡Alto, o hago fuego!
Cesó el desenfrenado galopar y rasgó los aires una voz de hombre que preguntó:
—¿Es esa la diligencia de Dover?
—¡Eso lo veremos más tarde!—replicó el guarda.—¿Quién es usted?
—¿Es la diligencia de Dover?—insistió la voz.
—¿Para qué quiere usted saberlo?
—Porque si lo es, he de hablar con uno de sus pasajeros.
—¿Qué pasajero?
—El señor Mauricio Lorry.
Inmediatamente manifestó el viajero de quien venimos hablando que Mauricio Lorry era él. El guarda, el postillón y sus dos compañeros de viaje le dirigieron miradas de desconfianza.
—¡Cuidado con moverse!—intimó el guarda.—Tenga usted presente que si cometo un error, lo que me ocurre algunas veces, no habrá en el mundo quien sea capaz de repararlo. Caballero llamado Lorry, ¡conteste con verdad a mis preguntas!
—¿Qué pasa?—preguntó el interpelado, con voz ligeramente temblorosa.—¿Quién es el que me busca? ¿Jeremías, tal vez?
—Si ese individuo es Jeremías, maldito lo que me gusta la voz de Jeremías—gruñó el guarda entre dientes.—No me agradan las voces tan broncas.
—El mismo, señor Lorry—respondió el del caballo.
—¿Qué pasa?
—Despacho de allá para usted: T. y Compañía.
—Conozco al mensajero, guarda—dijo Lorry, saltando desde el estribo al camino, ayudado, y no con suavidad, por sus dos compañeros de viaje, que tiraron de la esclavina de su abrigo, montaron inmediatamente, cerraron la portezuela y subieron el cristal.—Puede acercarse: respondo de él.
—¿Y de ti quién responde?—se preguntó el guarda por lo bajo.—¡A ver!—continuó con voz tonante.—¡Escuche el del caballo!
—¡Concluye pronto!—replicó Jeremías, con voz más ronca que antes.
—¡Avance usted al paso...! ¿Me entiende? Y si en la montura lleva pistoleras, procure tener las manos muy lejos de ellas. Tenga presente que me pinto solo para cometer errores, y que, cuando los cometo, siempre toman la forma de plomo. Venga usted para que nos veamos las caras.
No tardó en dibujarse entre la niebla la forma de un caballo con su jinete, que a paso lento se acercó al pasajero que esperaba junto al estribo. Detuvo el jinete su cabalgadura, miró al guarda y alargó al pasajero un papel doblado. Jadeaba el jinete al respirar, y tanto él como su caballo estaban cubiertos de barro, desde los cascos del último hasta el sombrero del primero.
—¡Guarda!—llamó el pasajero con tono confidencial.
—¿Qué se ofrece?—respondió con sequedad el tremebundo guarda, puesta la diestra sobre la caja del arcabuz, la izquierda sobre el cañón y los ojos sobre el jinete.
—Puede usted estar completamente tranquilo—repuso Lorry.—Pertenezco al Banco Tellson,[14] entidad de Londres que seguramente conoce usted. Asuntos de importancia me llevan a París. Tome usted una corona para echar un trago... ¿Puedo leer esto?
—Si lo lee, despache usted cuanto antes, caballero.
Lorry desdobló el papel, y leyó, primero para sí y a continuación en voz alta:
«Espere en Dover la visita de la señorita.»
—Ya ve usted que el mensaje no es largo, guarda—añadió Lorry.—Conteste usted a quien le envía, Jeremías, la palabra siguiente: «Resucitado».
Jeremías dió un salto sobre la montura.
—¡Vaya una contestación endiabladamente extraña!—exclamó, sacando el registro más bronco de voz.
—Repita usted esa palabra, y los que le envían sabrán que ha cumplido la misión que le confiaron. Puede usted emprender el regreso... Buenas noches.
Diciendo estas palabras, el pasajero abrió la portezuela y entró en el carruaje, sin que por galantería le diera la mano ninguno de sus compañeros de viaje, los cuales habían escondido, mientras tenía lugar el incidente mencionado, sus bolsillos y relojes en sus botas y fingían dormir profundamente, sin duda con objeto de evitar ocasiones que dieran lugar a ocupación más activa que el sueño.
Rechinó de nuevo el coche y gimió más lastimeramente que nunca al emprender el descenso de la colina. El guarda colocó su arcabuz sobre el montón de pistolas, bien que asegurándose antes de que las que, en calidad de suplementaria, pendían del cinto, estaban en su lugar, sacó de debajo del asiento una cajita que contenía algunas herramientas de cerrajero, dos velas, eslabón, pedernal y yesca. Hombre previsor, llevaba cuanto era necesario para encender, con facilidad y seguridad relativas (si estaba de suerte) los faroles del coche en unos cinco minutos, si aquéllos se apagaban o eran apagados, como ocurría en los viajes más de una vez.
—Tomás—llamó el guarda con voz baja.
—¿Qué quieres, Pepe?
—¿Oíste la lectura del papel?
—La oí.
—¿Y la contestación?
—También.
—¿Y qué sacas en limpio, Tomás?
—Absolutamente nada, Pepe.
—¡Mira qué casualidad!—exclamó el guarda.—Otro tanto me sucede a mí.
Jeremías, luego que quedó a solas con la niebla que le envolvía, echó pie a tierra, no ya sólo para dar algún descanso a su rendido corcel, sino también para limpiar los salpicones de barro que llenaban su cara y para bajar las alas de su sombrero, que contenían así como medio galón de agua. Luego permaneció en medio de[15] la carretera, y cuando dejó de oir el ruido del rodar de la diligencia, dió media vuelta y emprendió el regreso a pie diciendo a la yegua que montaba:
—Después del galope que te has dado desde el Temple, amiga mía, no me fío mucho de tus manos hasta tanto que lleguemos a camino plano... «¡Resucitado...!» ¡Contestación que podrá entender el infierno, pero no Jeremías...! ¡Lo que sí te aseguro, Jeremías, es que si resucitar se pusiera en moda, te verías en el mayor de los aprietos en que te has visto en tu endiablada vida!
Digno de detenidas reflexiones es el fenómeno de que todos los seres humanos llevan en su constitución la necesidad de ser secretos impenetrables entre sí. Cuantas veces entro durante la noche en una gran ciudad, maquinalmente y sin darme cuenta comienzo a pensar que todas y cada una de las casas que forman el ingente y apretado racimo que se alza ante mis ojos encierran su secreto peculiar, que todas y cada una de las habitaciones de las casas encierran su secreto peculiar, y que todos y cada uno de los corazones que palpitan en los cientos de miles de pechos que las habitan, es un secreto profundo para el corazón encerrado en el pecho más inmediato. El fenómeno tiene algo de pavoroso, algo de común con la muerte. El corazón de la persona que me es querida me parece libro cuyas hojas estoy volviendo y a cuyo final no podré llegar jamás: me parece ingente masa líquida en cuyas profundidades insondables he entrevisto, a la luz que momentáneamente las ha penetrado, tesoros ocultos y mil secretos que han excitado mis ansias por saber; pero una voluntad inmutable ha decretado que no pueda leer más que la página primera del libro, que la masa líquida se cuaje y trueque en masa eternamente helada, mientras la luz jugueteaba sobre su superficie y yo la contemplaba desde la orilla, ignorante de lo que en su fondo encerraba. Ha muerto mi amigo, ha muerto mi vecino, han muerto mis amores, y con ellos murieron los anhelos de mi alma, porque su muerte trajo consigo la consolidación inexorable, la perpetuación del secreto que encerraban aquellas individualidades, como la muerte sellará para siempre el mío, sepultándolo conmigo en la tumba. ¿Duerme, acaso, en ninguno de los cementerios de las ciudades que visito, muerto cuya personalidad íntima sea para mí más inexcrutable que las de los vivos que afanosos y solícitos recorren sus calles, más de lo que la mía lo es para todos ellos?
Por lo que a este particular se[16] refiere, la herencia natural, herencia imposible de enajenar, del jinete mensajero, era la misma del rey, la misma del primer ministro de Estado, la misma del comerciante más opulento de Londres. Otro tanto sucedía con los tres viajeros encerrados en los angostos límites de una diligencia vieja y destartalada. Cada uno de ellos era un misterio impenetrable para su compañero, tan impenetrable como si en coche propio hubiera viajado, solos y con una nación de por medio entre coche y coche.
Montó el mensajero a caballo y emprendió el regreso a trote corto, deteniéndose en todas las tabernas y mesones del camino para refrescar la garganta, pero sin trabar conversación con nadie y procurando llevar siempre el sombrero hundido hasta los ojos. Con éstos se armonizaba perfectamente la precaución, pues eran negros y muy juntos uno a otro; tan juntos, que no parecía sino que temían que alguien los saltase uno a uno si los encontraba separados. Eran de expresión siniestra, a la que tal vez contribuyera la circunstancia de que brillaran entre un sombrero, que más que sombrero parecía escupidera triangular, y una especie de tabardo que arrancaba de los ojos y terminaba en las rodillas con su portador. Cuando éste se detenía para beber, separaba con la mano izquierda el tabardo lo indispensable para verter en la boca el líquido con la mano derecha, y no bien había terminado de beber, lo subía otra vez.
—¡No, Jeremías, no!—murmuraba el mensajero, machacando siempre el mismo tema.—Jeremías no puede estar conforme con eso... Eres un hombre honrado, Jeremías, un comerciante que no puede aprobar esa clase de negocios... ¡Resucitado!.... ¡Que me aspen si el señor Lorry no estaba borracho cuando me dió semejante recado!
Tan perplejo le traía la palabreja, que con frecuencia se quitaba el sombrero para rascarse despiadadamente la cabeza; y ya que de la cabeza hablo, diré que, excepción hecha de la coronilla, completamente calva, desaparecía bajo una masa de pelo áspero que por la espalda descendía hasta los hombros y por delante crecía hasta el arranque de su ancha y roma nariz. Semejaba la cabeza obra de un herrero, caballete de muro erizado de espesas púas, que los aficionados al juego de a la una la mula hubieran mirado con terror respetuoso, considerándolo seguramente el salto más peligroso que el hombre pudiera dar en el mundo.
Tienen las sombras de la noche caprichos verdaderamente extraños. Al mensajero, mientras regresaba con el misterioso recado que debía entregar al vigilante nocturno del Banco Tellson, para que aquel lo transmitiera a su vez a sus superiores jerárquicos,[17] eran muertos resucitados, fantasmas salidos de las tumbas, al paso que para la yegua que montaba, eran caballos corriendo sin descanso. Para los tres inexcrutables viajeros que ocupaban el interior de la diligencia, mientras ésta saltaba y daba tumbos sobre los baches del camino, las sombras de la noche tomaban las formas de los pensamientos que sus respectivas imaginaciones elaboraban.
Puede decirse que el Banco Tellson se había trasladado a la diligencia. Para el empleado del mismo, asido con una mano a una correa, gracias a la cual podía evitar una colisión con su vecino cada vez que el vehículo saltaba, y cuenta que saltaba con desesperante frecuencia, las angostas ventanillas del coche, el farol del mismo, que por aquéllas filtraba débiles resplandores, y el bulto negruzco del viajero que tenía ante sus ojos medio cerrados, eran el Banco, en el cual estaba haciendo infinidad de operaciones a cual más afortunadas. El ruido que hacían los arneses antojábasele tintineo de moneda con la que pagaba letras, valores y cheques con rapidez vertiginosa. No tardó en trasladarse con la imaginación a las cámaras subterráneas, cuyos secretos conocía tan bien, y armado de sus grandes llaves abría la enorme caja, que encontraba tan intacta, tan repleta, tan sólida como la dejara la vez última que tuvo ocasión de verla.
Pero dominando a la imagen del Banco, que le acompañaba siempre, y a la de la diligencia, que no le dejaba, sentía otra idea fija, tenaz y persistente, que le embargó durante toda la noche. Su viaje tenía por objeto sacar a alguien de la tumba.
Ahora bien; lo que las sombras de la noche no determinaban, era cuál de entre el número infinito de caras que pasaban en procesión interminable ante sus ojos era la de la persona enterrada. Eran, empero, todas ellas caras de un hombre de cuarenta y cinco años próximamente, y diferían sobre todo en las pasiones que cada una de ellas reflejaban y en las palideces lívidas que las caracterizaban. Ante los medio cerrados ojos del viajero desfilaron unas tras otras caras que eran espejo de orgullo, de menosprecio, de desafío, de obstinación, de sumisión, de dolor, caras de mejillas hundidas, color cadavérico, flacas y demacradas, pero las líneas generales de todas ellas eran las mismas, de la misma manera que todas aparecían encuadradas en una cabellera prematuramente blanca. Docenas, cientos de veces preguntó al espectro el soñoliento viajero:
—¿Cuándo te enterraron?
—Hace casi diez y ocho años—contestaba invariablemente el espectros.
—¿Habías perdido toda esperanza de volver a ver la luz del día?
[18] —Ha mucho tiempo.
—¿Sabes que vas a resucitar?
—Eso me dicen.
—¿Supongo que te interesará vivir?
—No puedo decirlo.
—¿Querrás que te la presente? ¿Vendrás conmigo a verla?
Las contestaciones que los distintos espectros daban a esta pregunta última diferían mucho y hasta se contradecían entre sí.
—¡Espera!—exclamaban unos con voz entrecortada.—¡Moriría si la viera tan de repente!
—¡Llévame en seguida!—contestaban otros, derramando mares de lágrimas.—¡Me muero por verla!
—¡No la conozco!—respondían otros espectros, mirando asombrados a quien les preguntaba.—¡No sé de qué me hablas! No comprendo.
El viajero interrumpía estos discursos imaginarios para cavar, cavar sin tregua ni descanso, ora con la azada, ora con la pala, tan pronto con una llave inmensa como con sus propias uñas, en sus ansias por desenterrar al que sepultaran prematuramente. Rendido al fin, falto de fuerzas caía de bruces sobre la tierra removida, y al contacto de ésta con su frente, despertaba sobresaltado y bajaba el cristal de la ventanilla para que los zarpazos de la niebla y de la lluvia le hicieran pasar de lo soñado a lo real.
No conseguía, empero, su objeto. Flanqueando el camino, huyendo ante el incierto resplandor de los faroles del coche, veía las mismas imágenes vivificadas por su excitada fantasía. Ante sus ojos se alzaba el Banco Tellson, sus manos pagaban letras y cheques, recorría las cámaras subterráneas, visitaba la caja, y de pronto le salían al paso los fantasmas de rostro lívido y cabellera blanca, y se repetía el interrogatorio anterior:
—¿Cuándo te enterraron?
—Hace casi diez y ocho años.
—¿Supongo que te interesará vivir?
—No puedo decirlo.
Y vuelta a cavar, y a cavar, y a cavar, hasta que uno de sus compañeros de viaje le indicó, con modales un tanto bruscos, que subiera el cristal de la ventanilla.
Quiso entonces fijar sus pensamientos en sus dos compañeros de viaje; mas no tardó en olvidarlos para volver a ensimismarse en los del Banco y de la tumba.
—¿Cuándo te enterraron?
—Hace casi diez y ocho años.
—¿Habías perdido las esperanzas de que te desenterrasen?
—Hace muchísimo tiempo.
Sonaban aún en sus oídos estas palabras, tan claras y distintas como jamás las oyera en su vida cuando se percató de pronto de que las sombras de la noche habían huído avergonzadas ante los esplendores del nuevo día.
Bajó la ventanilla y contempló el brillante disco del sol. Clavado[19] en el surco de un campo inmediato al camino vió un arado. Más allá se divisaba un soto lleno de árboles, en cuyas ramas quedaban muchas hojas a las cuales el astro rey daba tonos rojos y dorados. La tierra estaba húmeda, el cielo despejado y el sol se alzaba solemne, plácido, rutilante, hermoso.
—¡Diez y ocho años!—exclamó el viajero, puestos sus ojos en el sol.—¡Dios mío... Dios mío! ¡Enterrado en vida durante diez y ocho años!
Cuando llegó la diligencia a Dover, a su tiempo y sin tropiezo, el mayordomo en jefe del Hotel del Rey Jorge se apresuró a abrir la portezuela, como tenía por costumbre. Supo dar a su acto cierto aire solemne y ceremonioso, y a fe que lo merecía, pues digno era en verdad de todos los parabienes y enhorabuenas el venturoso viajero que, en pleno invierno, acometía y acababa felizmente una hazaña tan erizada de peligros como un viaje en diligencia desde Londres hasta Dover.
No pudo felicitar el fino y cumplido mayordomo más que a un solo viajero, sencillamente porque uno solo venía en el carruaje: los restantes habíanse quedado en sus destinos respectivos. El interior de la diligencia, sucio, lleno de paja y mal oliente, más que otra cosa parecía obscura perrera, y el señor Lorry que lo ocupaba, cuando salió, sacudiéndose las pajas y las inmundicias que cubrían su indumentaria, envuelto en un abrigo viejo y sucio, cubierto con un sombrero apabullado y calzando botas altas cubiertas de fango, más que hombre parecía perro de raza gigante.
—¿Saldrá mañana barco para Calais, mayordomo?—preguntó.
—Saldrá, señor, si continúa el buen tiempo y sopla viento favorable. ¿Desea cama el señor?
—No pienso acostarme hasta la noche; pero necesito habitación y un barbero.
—¿Y el almuerzo a continuación, señor? Muy bien... Por aquí, señor. ¡La Concordia para este caballero...! ¡El equipaje de este caballero a la Concordia...! ¡Agua caliente a la Concordia!... ¡Qué suba inmediatamente un barbero a la Concordia!... En la Concordia encontrará usted, señor, una lumbre agradable.
La habitación conocida por el nombre de la Concordia, que invariablemente se destinaba a uno de los viajeros llegados por la diligencia, ofrecía un interés especial. Nadie advirtió jamás la diferencia más insignificante entre los diferentes personajes que en ella entraron, pues nunca ojo humano distinguió otra cosa que un levitón de viaje, puesto sobre unos zapatos ordinariamente sucios, y coronado por un sombrero casi[20] siempre viejo y apabullado; pero si en la Concordia entró siempre el mismo individuo al parecer, salieron de ella en el transcurso de los años hombres de todas las edades, tipos, figuras y cataduras. No es, por tanto, de admirar, que la casualidad llevase al trayecto comprendido entre la Concordia y el comedor, a dos mayordomos, tres camareros y varias criadas, amén de la propia dueña del establecimiento, los cuales estaban entregados a diversas faenas domésticas, cuando de la habitación mencionada salió un caballero de unos sesenta años, vistiendo traje de color obscuro, casi nuevo y muy bien conservado, y luciendo unos puños cuadrados muy grandes, aunque no más grandes ni más cuadrados que las carteras que adornaban sus bolsillos.
El caballero del traje obscuro se dirigió al comedor, y fué el único que aquella mañana se sentó a la mesa. Habían colocado ésta junto a la chimenea, y al amor de la lumbre se sentó nuestro viajero, puesta una mano sobre cada rodilla, esperando que le sirvieran el almuerzo, en actitud tan rígida y compuesta, que no parecía sino que para que le hicieran un retrato había tomado asiento.
Parecía hombre metódico y ordenado. Allá en las profundidades del bolsillo de su chaleco dejaba oir su voz potente y sonora un reloj de tamaño extraordinariamente grande, cuya gravedad y longevidad incontestables semejaban protesta ruidosa y elocuente contra la ligereza y futilidad del fuego que en la chimenea ardía. Buenas pantorrillas tenía el caballero, y es posible que de ellas estuviera envanecido, a juzgar por las medias que las encerraban, del tono mismo que su traje, de punto muy fino y perfectamente ajustadas. Sus zapatos, que adornaban hermosas hebillas, si bien eran de clase corriente, revelaban la mano de un zapatero hábil y ducho en su oficio.
Perfectamente ajustada a su cabeza llevaba una peluca pequeña, muy fina y ligeramente rizada, cuya peluca, de suponer es que fuera de cabello, aunque a decir verdad, más parecía hecha de filamentos de seda o de cristal. En cuanto a su camisa, si en finura no podía competir con las medias, en cambio en blancura rivalizaba con la de las crestas de las olas que mansas venían a besar la arena de la playa inmediata, o con la de las velas que mar adentro brillaban a los rayos del sol. Prestaban animación a aquella cara de expresión tranquila, mejor dicho, a aquella cara inexpresiva, pues la mano persistente de la costumbre había borrado de ella la expresión, dos ojos de mirar penetrante, aunque un poquito blandos, que en años pasados debieron dar no poco trabajo a su dueño, antes que consiguiera domarlos y darles aquella expresión de reserva impenetrable y de[21] compostura que era la característica de todos los empleados del Banco Tellson. En la cara, de color sano, aunque surcada de numerosas arrugas, no habían dejado huellas las ansiedades e inquietudes, quizá porque los viejos solterones empleados en el Banco Tellson jamás se ocuparon más que en asuntos de otras personas, y esos asuntos se parecen a los guantes usados, que entran y salen sin esfuerzo.
El señor Lorry concluyó por dormirse. Despertó cuando le sirvieron el almuerzo y dijo al camarero que le servía:
—Deseo que preparen habitación para una señorita, que probablemente llegará hoy, no sé a qué hora. Es posible que pregunte por el señor Mauricio Lorry, aunque pudiera también ocurrir que lo haga por el señor del Banco Tellson: en uno y otro caso, páseme aviso.
—Está muy bien, señor. ¿El Banco Tellson de Londres, señor?
—Sí.
—Con frecuencia nos ha cabido el honor de servir a los caballeros de ese Banco, señor, en los repetidos viajes que hacen entre Londres y París, y viceversa. ¡Ah! ¡El Banco Tellson y Compañía viaja mucho, señor!
—Cierto. Nuestra casa es tan francesa como inglesa.
—Pero si no me equivoco, usted no suele viajar mucho, señor.
—Muy poco desde hace algunos años. Habrán pasado ya... quince desde que no he ido a Francia.
—No estaba yo aquí en aquella fecha, señor... Ni yo ni ninguno de los que hoy estamos. El Hotel del Rey Jorge tenía otros dueños, señor.
—Tal creo.
—En cambio apostaría sin temor a perder, que una casa como el Banco Tellson y Compañía viene prosperando y floreciendo, no diré ya desde quince años atrás, sino de cincuenta.
—Puede usted apostar y decir ciento cincuenta, sin temor a perder y con conciencia de que se aproxima mucho a la verdad.
—¡Ciento cincuenta años!
Abriendo desmesuradamente los ojos y haciendo de su boca una O perfecta, el camarero adoptó la postura clásica, pasó la servilleta desde el brazo derecho al izquierdo y quedó callado, mirando cómo comía y bebía el viajero, conforme vienen haciendo desde tiempo inmemorial los camareros de todos los siglos y países.
Terminado el almuerzo, el señor Lorry salió a dar un paseíto por la playa. No se divisaba desde ella la pequeña e irregular ciudad de Dover, excepción hecha de sus tejados que, metidos entre picachos de canteras calizas, semejaban gigantesca ostra marina. Era la playa un desierto erizado de peñascales y plagado de escollos, donde la mar hacía lo que se la antojaba, y lo que se la antojaba invariablemente era destruir. Casi[22] de continuo rugía contra la ciudad, bramaba contra los farallones, embestía contra los peñascos que pretendían oponerse a su paso y los derribaba con estruendo. Respirábase en las casas un olor tan fuerte a pescado, que no parecía sino que los habitantes de las aguas salían de éstas para curar en las casas sus enfermedades, de la misma manera que las personas enfermas suelen buscar la salud en los baños de mar. Algunos, muy pocos, se dedicaban a la pesca en aquellas aguas, y si durante el día la playa estaba siempre desierta, en cambio por la noche se veían personas que clavaban sus miradas inquietas en la inmensidad del mar. Comerciantes insignificantes a los que nunca se veía hacer un negocio, realizaban de pronto fortunas inmensas que no tenían explicación racional, y era muy de notar que nadie, por aquellos lugares, podía sufrir la presencia de una luz, de la que huían como del demonio.
A medida que declinaba la tarde, y el aire, tan diáfano y transparente durante el día, que hubo momentos en que se divisaban perfectamente las costas de Francia, se saturaba de vapores y nieblas, se entenebrecían también los pensamientos del señor Lorry. Cuando, llegada la noche, se sentó al amor de la lumbre del comedor para esperar que le sirvieran la comida, como esperara aquella mañana que le sirvieran el almuerzo, su imaginación cavaba, cavaba sin descanso.
No perjudica la salud de un buen cavador una botella de añejo clarete, aunque acaso sea rémora a su actividad, si es cierto, como dicen, que el clarete, sobre todo si es bueno y añejo, inocula en quien lo bebe tendencia marcada a la suspensión de toda clase de trabajos corporales. El señor Lorry había suspendido hacía largo rato todas sus operaciones y acababa de verter en el vaso el último líquido que quedaba en la botella, revelando su rostro toda la satisfacción que pueda revelar un caballero entrado en años que acaba de ver el fondo de una botella, cuando hirió sus oídos el rápido rodar de un carruaje que penetraba en la angosta callejuela y se detenía dentro del patio del hotel.
—¡La señorita!—exclamó Lorry, dejando sobre la mesa el vaso que iba a llevar a sus labios.
Momentos después entraba en el comedor el camarero y anunciaba que la señorita Manette, recién llegada de Londres, deseaba ver al caballero del Banco Tellson.
—¿Tan pronto?
—La señorita Manette ha tomado un refrigerio en el camino, y lo único que ahora desea con verdadero anhelo es ver sin pérdida de momento al caballero del Banco Tellson, siempre que éste tenga agrado en visitarla.
No quedó otro recurso al caballero del Banco Tellson que vaciar[23] el vaso haciendo un gesto de estólida desesperación, ajustar su sedosa peluca a sus orejas y seguir al camarero, que le guió a la habitación de la señorita Manette. Era una estancia de grandes proporciones, muy obscura, tapizada de negro, como una capilla ardiente, y amueblada con objetos de tonos obscuros, entre los cuales podían contarse una porción de mesas, todas pesadas y todas negras. Sobre la del centro, untada, como todas las otras, mil veces con aceite, había dos candelabros, negros también, cuya luz no bastaba a disipar las tinieblas que reinaban como dueñas y señoras en la estancia.
Tan densa era la obscuridad, que el señor Lorry, mientras avanzaba caminando sobre una alfombra, bastante deteriorada por cierto, supuso que la señorita se encontraría en alguna habitación contigua, y en esa creencia persistió hasta que, después de dejar a sus espaldas los dos candelabros, tropezó con una persona que de pie le estaba esperando, entre la mesa y la chimenea. Era una joven de unos diez y siete años de edad, vestida de amazona, cuyas manos sostenían aún por la cinta el sombrero de paja que llevó durante el viaje. Al fijar sus ojos en aquella carita diminuta, perfectamente ovalada y de líneas graciosas, encuadrada en una masa abundante de cabellos de oro, dos ojos azules salieron al encuentro de los suyos, mirándoles con mirada penetrante y expresión que no era de perplejidad, ni de asombro, ni de admiración, ni de alarma, aunque probablemente participaba de las cuatro. En la imaginación del señor Lorry, al apreciar las facciones que delante tenía, surgió la figura de una niña que muchos años antes había llevado en sus brazos en un viaje de travesía por aquel mismo canal con tiempo frío y mar extraordinariamente gruesa. Disipóse la imagen casi con tanta rapidez como se borró la mancha producida por el aliento en la no muy limpia cornucopia colocada a espaldas de la joven, y encerrada en un marco que ofrecía una procesión de cupidos negros sin cabeza muchos y todos cojos o mancos, los cuales ofrecían canastillas negras llenas de frutas del Mar Muerto a unos ídolos negros del género femenino, y se inclinó profunda y solemnemente ante la señorita Manette.
—Sírvase tomar asiento, caballero—dijo una voz clara y musical, con acento extranjero, aunque apenas perceptible.
—Beso a usted la mano, señorita—contestó el señor Lorry, haciendo otra reverencia, a la usanza antigua, antes de tomar asiento.
—Ayer recibí una carta del Banco, caballero, en la que me decían que se había sabido... o descubierto...
—La palabra es lo de menos, señorita: una y otra expresan la idea.
—... Algo acerca de los escasos bienes que dejó mi pobre padre, a quien he tenido la desventura de no conocer...
Lorry se revolvió en la silla, y dirigió miradas angustiosas a la fúnebre procesión de cupidos negros, cual si esperara encontrar en las absurdas canastillas que llevaban, la luz que le negaba su inteligencia.
—... Y que, en consecuencia, era de todo punto necesario que hiciera un viaje a París, donde habría de ponerme en contacto con un caballero del Banco, enviado a la capital de Francia para ese objeto.
—Ese caballero soy yo, señorita.
—Lo suponía, caballero.
La niña hizo una reverencia llena de gracia (en aquellos tiempos hacían reverencias las señoritas). El caballero se inclinó profundamente.
—Contesté al Banco que si las personas que llevan su benevolencia para conmigo hasta el punto de aconsejarme, consideraban que era necesario el viaje, iría desde luego a Francia, pero que, en atención a que soy huérfana y no tengo amigos que puedan acompañarme, estimaría como favor especial que me permitieran colocarme, durante el viaje, bajo la protección del digno caballero con quien había de ponerme en contacto en París. El caballero había salido ya de Londres, pero creo que le enviaron un mensajero rogándole que me esperase aquí.
—Me consideré feliz al recibir el encargo, y me lo consideraré mucho más cumpliéndolo, señorita—contestó el señor Lorry.
—Muchísimas gracias, caballero; crea usted que se las doy de corazón. Me anunció el Banco que el caballero me explicaría los detalles del asunto, y que fuera preparada a recibir noticias de índole sorprendente. He hecho todo lo posible para prepararme, y puede estar seguro de que siento verdaderos anhelos por saber de qué se trata.
—Lo encuentro muy natural—respondió Lorry.—Sí... perfectamente natural... Yo...
Hizo una pausa, ajustó nuevamente su peluquín a las orejas, y repuso al fin:
—Lo cierto es que resulta tan difícil principiar...
Y no principió. En su indecisión sus miradas se encontraron con las de su interlocutora. En la frente de ésta se dibujaron algunas arrugas, su rostro varió de expresión, y su mano se alzó hasta la altura de los ojos, cual si deseara apoderarse de alguna sombra que ante ellos acababa de cruzar.
—¿Nos habremos visto alguna vez, caballero?—preguntó.
—¿Lo cree usted así?—interrogó Lorry, extendiendo los brazos y sonriendo.
La línea delicada y fina que se había dibujado entre las cejas de la niña se hizo más profunda y[25] enérgica al sentarse ésta en la silla junto a la cual había permanecido en pie hasta entonces. Lorry la contemplaba silencioso, y cuando al cabo del rato la joven alzó de nuevo sus ojos, apresuróse aquél a preguntar:
—Supongo que en su patria de adopción deseará usted que le trate y hable como a señorita inglesa; ¿no es verdad, señorita Manette?
—Como usted guste, caballero.
—Soy hombre de negocios, señorita Manette, y he recibido el encargo de tratar y llevar a feliz término un negocio. Cuando escuche usted de mis labios todos los detalles con aquél relacionados, no vea usted en mí más que una máquina habladora, pues en rigor, máquina habladora soy. Con su permiso, señorita Manette, referiré a usted la historia de uno de nuestros clientes.
—¡Historia!
Parece que Lorry debió tomar una palabra por otra, pues no bien repitió su interlocutora la palabra historia, repuso con apresuramiento:
—Sí, señorita: de uno de nuestros clientes. Los que nos dedicamos a los negocios bancarios solemos llamar clientes a todos nuestros conocimientos. El cliente a que me refiero era un caballero francés, hombre de mucho talento y grandes dotes intelectuales... un médico.
—No sería de Beauvais, ¿eh?
—Precisamente de Beauvais. Lo mismo que el señor Manette, su padre de usted, el caballero en cuestión era de Beauvais: lo mismo que el señor Manette, su padre de usted, era una notabilidad en París, donde tuve el honor de conocerle. Nuestras relaciones fueron lisa y exclusivamente de negocios, pero confidenciales. Me hallaba yo a la sazón en nuestra casa francesa, y hace de esto... ¡friolera! ¡veinte años!
—En aquel tiempo... Perdone usted mi curiosidad, caballero, pero desearía saber...
—Hablo de veinte años atrás, señorita. Casó con una dama inglesa... y yo era uno de sus fideicomisarios. El Banco Tellson manejaba todos sus negocios, como los de casi todos los caballeros y familias francesas. De la misma manera que fuí fideicomisario de aquel caballero, lo soy o lo he sido de docenas de clientes de la casa. Son puras relaciones comerciales, señorita, libres de amistad, libres de interés, libres de afecto, relaciones en las cuales nada hay que se parezca a sentimiento. En el curso de mi vida, he pasado de unas a otras sin que ninguna dejara rastros ni casi recuerdos en mí, exactamente lo mismo que despacho con los innumerables clientes que diariamente se acercan al Banco con objetos tan variados. En una palabra, señorita: yo no tengo sentimientos, yo no tengo afecto a nadie, yo soy una máquina, yo soy un...
—Pero es que me está usted[26] refiriendo la historia de mi padre, caballero, y principio a sospechar que, cuando murió mi madre, que solamente dos años sobrevivió a mi padre, dejándome huérfana y sola en el mundo, fué usted el que me llevó a Inglaterra. Casi me atrevería a asegurar que fué usted.
El señor Lorry tomó la diminuta mano que llena de confianza buscaba las suyas, y la llevó con cierto aire de ceremonia a sus labios.
—Yo fuí, en efecto, señorita Manette—contestó Lorry.—El hecho de que desde entonces nunca más haya vuelto a ver a usted, la convencerá de la exactitud de mis palabras, la convencerá de la verdad con que aseguré ha poco que no tengo sentimientos, y que cuantas relaciones mantengo o he mantenido con mis semejantes han sido exclusivamente de negocios. ¡No! ¡Nada de sentimentalismo! Usted ha sido desde entonces la pupila del Banco Tellson, y yo he tenido sobrado quehacer también desde entonces trabajando en los asuntos del Banco Tellson. ¡Sentimientos! ¡Me falta tiempo y voluntad para permitirme el lujo de tenerlos! He pasado mi vida entera moviendo y dando vueltas a masas inmensas de dinero.
Hecha esta descripción singular de sus rutinas diarias, el señor Lorry alisó con entrambas manos su sedosa peluca, operación innecesaria, pues era imposible alisarla más de lo que estaba, y volvió a tomar su actitud anterior.
—Hasta ahora, señorita, lo que acabo de narrar es, conforme ha adivinado usted, la historia de su padre. Las diferencias vienen ahora. Si su padre no hubiese muerto cuando murió... ¡No se asuste usted! ¡Si está temblando como la hoja en el árbol!
Era cierto. La joven temblaba convulsivamente y, sin articular palabra, alargó entrambas manos en actitud suplicante.
—¡Por favor, señorita...!—exclamó Lorry con extremada dulzura.—Domínese usted... Calme esa agitación... ¿Qué tienen que ver aquí los sentimientos?... Estamos hablando de negocios... Ya ve usted: decía...
La mirada que la niña dirigió al narrador le descompuso tan por completo, que vaciló, tartamudeó, hubo de hacer una pausa bastante prolongada, y al fin repuso:
—Decía que si el señor Manette no hubiese muerto, que si en vez de morir hubiera desaparecido inesperada y silenciosamente, evaporándose, por decirlo así, que si no hubiera sido empresa imposible adivinar el pavoroso lugar donde habría sido sepultado, aunque sí llegar hasta él, si hubiera tenido la desgracia de acarrearse la animadversión de algún compatriota suyo, investido de un poder que los hombres más valientes de mi tiempo no se atrevían a mencionar sin temblar, el poder de llenar órdenes o decretos firma[27]dos en blanco, en virtud de las cuales fácil era condenar a prisión y olvido temporal o perpetuo a cualquier mortal, si la esposa de ese caballero hubiera implorado compasión del rey, de la reina, de la corte, del clero y de la nobleza, solicitando noticias de su marido ausente, sin conseguir ablandar ningún corazón, entonces la historia del doctor de Beauvais que estoy refiriendo sería en efecto la de su padre de usted.
—¡Por Dios santo, caballero, dígame más!
—A eso voy: ¿pero cuenta usted con valor bastante para escuchar lo que yo diga?
—Todo lo puedo soportar menos la incertidumbre en que me dejan sus palabras.
—Habla usted con calma... y seguramente está ya sosegada: ¡magnífico!—continuó Lorry, con expresión que desmentía sus últimas palabras.—Estamos hablando de negocios... nada más que de negocios. No vea usted en lo que digo más que un negocio... que puede hacerse... que, según todas las probabilidades, saldrá bien. Sigamos: si la buena señora del doctor, dama de valor excepcional y de gran presencia de espíritu apuró dolores, sufrimientos tan acerbos, a consecuencia de lo que acabo de manifestar, antes que viniera al mundo su hijo...
—¡El hijo era hija, caballero!...
—¡Bueno...! ¿Qué más da? El sexo no altera el negocio... Digo, señorita, que si la pobre dama sufrió dolores tan acerbos antes que naciera su hija, que a fin de impedir que llegase hasta ésta la triste herencia de sus agonías, la amamantó y educó en la creencia de que su padre había muerto... ¡No se arrodille usted, por Dios vivo...! ¡En nombre del Cielo!... ¿Por qué cae de rodillas a mis pies?
—¡Para suplicarle que me diga la verdad...! ¡Por piedad, señor, nada me oculte!...
—Todo se lo diré... ¡Pero cálmese usted, por lo que más quiera! Estamos tratando un... un... negocio, señorita, y sus extremos me confunden... y no es posible... no puedo tratar negocios con acierto si confunden y obscurecen mis ideas. Veamos de despejar la cabeza. Si usted puede decirme ahora mismo... por ejemplo, cuántos peniques suman nueve monedas de a nueve peniques una, o cuántos chelines son veinte guineas, tranquilizará mucho mi espíritu, pues será prueba palpable de la calma y serenidad del suyo.
Sin contestar directamente a este llamamiento, la niña se dejó alzar del suelo y volvió a sentarse con tal compostura, que comunicó a su interlocutor el valor que principiaba a faltarle.
—¡Muy bien! ¡Así...! ¡Mucho valor! ¡Negocio y nada más que negocio! Se le presenta un negocio, negocio positivo, de rendimientos. Su madre, señorita Manette, adoptó con usted la norma de conducta que antes he insinuado. Cuando murió... creo que de pesa[28]dumbre... sin haber cesado ni por un instante de buscar a su marido, y sin llegar a averiguar nada, dejó a usted, niña de dos años, en camino de crecer hermosa, feliz, sin penas, libre de la nube negra que hubiera amargado su existencia, si al morir la hubiese revelado la historia de su padre, sin poder añadir si éste había muerto en la cárcel o si continuaba enterrado en el calabozo, sufriendo las torturas del sepultado en vida.
Pronunció las últimas palabras posando una mirada de compasión infinita sobre los cabellos de oro que tenía delante, cual si a sí mismo se dijera que, gracias a la compasiva reserva de la madre, no abundaban en aquellos las hebras de plata.
—Sabe usted perfectamente que sus padres no disfrutaron de una gran fortuna, y que, la que poseían, pasó a su madre y a usted. Por lo que a dinero y bienes materiales se refiere, no se han hecho descubrimientos nuevos; pero...
Sintió el narrador que manos delicadas oprimían con fuerza sus muñecas, y dejó de hablar. La expresión del rostro de la niña era de pena y de horror.
—Pero ha sido encontrado... él. Vive, sí... muy cambiado... lo considero probable; destrozado, hecho una ruina, reducido a sombra de lo que fué... es posible; pero vive, y debemos abrigar esperanzas de que mejorará. Su padre ha sido llevado a la casa de un antiguo criado suyo, que reside en París, y a su encuentro vamos nosotros: yo, para identificarle, si puedo; usted, para abrazarle, para devolverle la vida, el cariño, la calma y el descanso.
La niña se estremeció de pies a cabeza. Trémula, conmovida, con voz extraña, cual de la quien habla en sueños, dijo:
—¡Voy a ver su fantasma!... ¡Su fantasma!... ¡No a él!
Lorry desprendió con suavidad las manos que atenaceaban su brazo.
—¡Calma, calma, señorita!—dijo.—Ya pasó todo. Conoce usted todo lo bueno y todo lo malo. Vamos al encuentro del desventurado caballero, injustamente castigado, y después de un viaje feliz por mar, seguido de otro no menos venturoso por tierra, tendrá muy en breve el dulce placer de abrazarle.
—¡He vivido tranquila, he vivido feliz, y nunca me ha perseguido su fantasma!—exclamó la niña con el mismo tono de voz que antes.
—Réstame otra observación—repuso Lorry, recalcando la palabra, con objeto, sin duda, de asegurarse la atención de su oyente. Cuando le encontraron, llevaba otro nombre. El suyo, o lo olvidaron hace mucho tiempo, o alguien ha tenido interés en ocultarlo. Sería peor que inútil intentar averiguar si ha ocurrido lo uno o lo otro: sería peor que inútil tratar de inquirir si se olvidaron de su persona, o si deliberadamente y[29] con intención le han retenido durante tantos años prisionero: sería peor que inútil practicar pesquisas de ninguna clase, y lo sería, porque además de inútil, nos expondríamos a correr grandes peligros. Preferible mil veces es no hablar siquiera del asunto, y sacar a su padre de Francia. Yo mismo, no obstante encontrarme a cubierto de peligros de esa clase por ser ciudadano inglés, y hasta el Banco Tellson, con toda la importancia que en Francia tiene, no nos atrevemos a mencionar siquiera el asunto. No llevo sobre mi persona una línea, una palabra escrita que a él se refiera con claridad. En una palabra: se trata de un secreto. Todas las credenciales que para resolverlo me acreditan, todas las instrucciones que como agente he recibido, se reducen a una palabra sola: «Resucitado»... ¡Pero qué es eso!... ¡Si no ha oído una palabra de las que vengo diciendo! ¡Señorita Manette!
La niña continuaba en la silla, perfectamente quieta, perfectamente tranquila, perfectamente silenciosa, perfectamente erguida, perfectamente insensible, abiertos los ojos y clavados en la cara de Lorry, pero con esa expresión singular que tienen los ojos esculpidos bajo la frente de una estatua. Sus dedos continuaban asiendo su brazo con tal fuerza, que no se atrevió a desasirlos temiendo lastimarla, por cuyo motivo gritó pidiendo socorro, pero sin moverse.
A los gritos acudió una mujer de aspecto bravío, roja de cabeza a pies, pues rojo era el color de su cara, rojo su cabello, rojo su vestido, rojo el monumental gorro, semejante al que solían llevar los granaderos o a un descomunal queso de Stilton. Pisando los talones a la mujer, que penetró corriendo en la estancia, llegaron todas las criadas de la posada. Pocos miramientos empleó la primera para solucionar el conflicto de desasir el brazo de Lorry de los dedos que, agarrotados, lo sujetaban, pues de la primera manotada asestada contra el pecho del caballero del Banco Tellson, envió a éste precipitado contra la pared más inmediata.
—¡Esa mujer es hombre!—murmuró para sus adentros Lorry, al chocar contra la pared.
—¡Qué buscáis aquí, bobaliconas!—rugió la mujer roja, dirigiéndose a las criadas.—¿Por qué no vais a fregar, en vez de estar ahí, mirándome como idiotas? ¿Soy alguna mona por ventura? ¡A trabajar! ¡Pronto sabréis quién soy yo, si no me traéis volando sales, agua fría, vinagre y todo lo que haga falta!
La dispersión fué general e inmediata. Volaron las criadas en busca de los restaurativos pedidos, mientras la matrona roja colocaba a la paciente sobre un sofá con gran pericia y suavidad llamándola «preciosa», «hijita mía», «paloma», etc., etc.
—¿Y usted, pedazo de bruto—[30]gritó a continuación, revolviéndose furiosa contra el señor Lorry,—no pudo contarla su famosa historia sin darla un susto de muerte? ¡Vea cómo la ha puesto! ¡Pálida como un difunto, fría como el hielo! ¿No le da vergüenza decir que es banquero?
Hasta tal extremo desconcertó al señor Lorry una pregunta de contestación tan difícil, que no supo hacer otra cosa que mirar desde lejos con expresión de simpatía y humildad extraordinarias, mientras la tremebunda mujer, después de ahuyentar de nuevo a los criados que habían vuelto a entrar con agua, vinagre y sales, bajo la penalidad misteriosa de «hacerles saber algo que no tenía por qué mencionar» si continuaban allí mirándola embobados, puso manos a la obra y consiguió, al cabo de mucho rato, que la niña comenzara a dar señales de vida.
—Parece que se encuentra mejor—observó el señor Lorry.
—Pero no será por lo que usted ha hecho—replicó con aspereza la matrona.—¡Hija mía!
—¿Tendría usted inconveniente—preguntó Lorry con gran humildad, pasados algunos momentos—en acompañarla hasta Francia?
—¡No sabe usted decir más que sandeces! Si la Providencia hubiese dispuesto que alguna vez cruzase yo el charco, ¿cree usted que me habría hecho nacer en una isla?
Como también resultaba difícil en extremo la contestación a semejante pregunta, el señor Mauricio Lorry creyó conveniente retirarse para meditar.
Había caído en la calle, haciéndose pedazos, una barrica de vino. El accidente ocurrió al sacar la barrica de un carro. Aquélla cayó al suelo, comenzó a rodar, saltaron los aros, y fué a abrirse como un cascarón de monstruosa nuez frente a la puerta de una taberna.
Cuantas personas había por los alrededores suspendieron sus tareas o pusieron fin a su ociosidad para correr al lugar del siniestro y beberse el vino. Las piedras ásperas, desiguales y puntiagudas que formaban el adoquinado de la calle, puestas de propósito, según todas las apariencias, para hacer tantos cojos como afortunados mortales tuvieran la dicha de pasar sobre ellas, habían hecho la distribución del rojo líquido, formando variedad de estanques de diferentes dimensiones, todos los cuales estaban rodeados por grupos mayores o menores, según fuera mayor o menor su extensión. Muchos hombres, tendidos de bruces, recogían el vino en el hueco de sus manos, y bebían, o hacían que bebieran las mujeres que afanosas se inclinaban sobre sus[31] hombros, antes que el líquido escapara entre sus dedos. Otros, hombres y mujeres, lo recogían con pequeñas vasijas de barro cocido o bien empapaban los pañuelos de cabeza de las mujeres, que luego exprimían en sus bocas o en las de los niños: éstos oponían diques de barro al curso del vino, aquéllos, obedeciendo los consejos que a gritos les daban desde las ventanas los curiosos, saltaban de acá para allá a fin de desviar el curso de nuevos regueros, y no faltaban quienes apoderándose de los fragmentos medio podridos de la barrica, los chupaban y lamían con indecible ansiedad. Puede asegurarse que las turbas recogieron, no ya sólo hasta la última gota de vino, sino también hasta la última molécula de tierra que con aquel estuvo en contacto. La calle quedó como si por ella acabasen de pasar todas las brigadas de basureros de la ciudad, si en la ciudad se hubiera conocido la brillante institución de basureros.
Mientras duró la diversión del vino, no cesó en la calle la algarabía de alegres carcajadas y gritos de júbilo, lanzados por docenas de gargantas de hombres, de mujeres y de niños. La distracción resultaba un poquito ordinaria y un mucho movida. Cuantos en ella tomaban parte mostraban tendencia especial a las afinidades y confianzas, de las que resultaban brindis de gusto discutible, apretones de manos, abrazos y caprichosas danzas, en los que tomaban parte especial los que habían bebido más, o los de carácter más jovial y divertido. Cuando faltó el vino, y las piedras y tierra que había regado quedaron secas y limpias, cesaron las demostraciones de alegría con tanta brusquedad como habían comenzado. El individuo que había dejado su sierra apoyada contra el leño que estaba aserrando, la empuñó y puso de nuevo en movimiento; la mujer que dejó su puchero cociendo frente a la puerta de su casa, volvió a atenderlo; descendieron otra vez a las profundidades de las obscuras cuevas los hombres de brazos desnudos, pelo sucio y rostros cadavéricos que habían salido a la luz del día minutos antes, y las tinieblas envolvieron con su manto una escena que, en realidad, hacía daño contemplar a la luz del sol.
El vino que contenía la barrica destrozada era tinto, y manchó la estrecha calle del suburbio de San Antonio en la cual se había derramado. Manchó asimismo muchas manos y muchas caras y muchos pies desnudos y muchos zuecos. Las manos del hombre que aserraba el leño dejaron huellas rojizas en las tablas, y la frente de la mujer que amamantaba a su tierno hijo quedó también manchada al chocar con la frente de la vieja bruja con la cual se abrazó y bailó en momentos de efímera alegría. Los que ansiosos se apoderaron de los restos de la barrica y los chuparon y lamieron, salie[32]ron de la diversión con círculos rojizos en sus bocas que les daban aspecto de tigres feroces, y hubo uno, más aficionado sin duda a las bromas que los demás, que con el dedo untado en la masa formada por el lodo y el vino, garrapateó en la pared la palabra sangre.
¡Día llegaría en que la sangre fuera vertida a torrentes, y en que muchos de los que en la diversión reseñada tomaron parte irían tintos en sangre de cabeza a pies!
Luego que la calle de San Antonio volvió a su ser y condición habituales, de los que momentáneamente la sacara un incidente fortuito, quedó triste, obscura y tétrica, gimiendo bajo el cetro del frío, de la suciedad, de las enfermedades, de la ignorancia y del hambre, nobles de gran poder todos ellos, pero particularmente el mencionado en último lugar. En todos los rincones se veían agazapados ejemplares de desdichados que habían sido prensados y triturados una y cien veces entre las pesadas piedras del molino, tiritando de frío y cayéndose de hambre. El molino que los había triturado no era aquel molino fabuloso que tiene la propiedad de convertir a los viejos en jóvenes llenos de vida, sino el que hace de los jóvenes viejos. Caras de ancianos tenían los muchachos, y voces graves y profundas los niños. Sus espaldas se doblaban bajo el peso, no de los años, pero sí bajo el del hambre, que era la dueña y señora de aquellos barrios. Hambre era la palabra que se repetía en todas las casas, hambre el fatídico fantasma montado sobre los míseros harapos que pendían de las pértigas o cuerdas tendidas frente a las inmundas casuchas, hambre repetían todos los fragmentos de serrín que caían bajo los dientes de la sierra del carpintero, hambre el espantoso monstruo que, no encontrando en las calles inmundicias con que alimentarse, se encaramaba a lo alto de las chimeneas, que tampoco ofrecían humo a su voracidad; hambre era la inscripción que se leía en las anaquelerías de todos los panaderos, hambre la palabra estampada en todos los panes, caros, de mala calidad y faltos de peso.
Los distritos donde había sentado sus reales no podían ser más a propósito para el objeto. Una calle estrecha y tortuosa, muladar inmundo y hediondo, de la que arrancaban otras callejas más estrechas y tortuosas, habitadas por piltrafas humanas y oliendo a piltrafas humanas, en las cuales sólo se veían personas y cosas que daban náuseas. En la torva expresión de sus habitantes vislumbrábanse anhelos feroces de volver las cosas del revés. No faltaban en sus caras demacradas ojos que despedían llamas, ni labios crispados, ni frentes contraídas horriblemente. Hasta las muestras de las tiendas eran ilustraciones vívidas de la necesidad. En las carnicerías y tocinerías pintaban reses escuá[33]lidas, y en las panaderías panes fementidos, microscópicos. La única industria que parecía atravesar una época de prosperidad floreciente era la de las herramientas y armas. Los cuchillos y hachas de los carniceros eran brillantes, estaban perfectamente afiladas, los martillos de los herreros pesaban muchas libras, y las armerías estaban atestadas de instrumentos de muerte. Las calles, llenas de baches, depósitos de fango y de agua corrompida, carecían de aceras. Los faroles, que a intervalos muy largos pendían de unas cuerdas, derramaban sobre ellas una luz enfermiza que no bastaba a disipar las tinieblas como no disipan las tinieblas del mar la luz de los faroles colocados en lo alto de las vergas. A decir verdad, París era un mar, y tanto el barco como los que lo tripulaban corrían grave peligro de naufragar.
Había de llegar el día en que los famélicos habitantes de aquellas regiones, a fuerza de contemplar los míseros faroles, llegarían a concebir el proyecto de introducir mejoras en el sistema y colgarían de aquellas cuerdas hombres que iluminasen las negruras de su situación. No era, empero, llegado el tiempo, y aunque todas las brisas que soplaban sobre Francia eran precursoras de recios vendarales, no se daban por enterados los pajarillos de sedoso plumaje.
La taberna frente a la cual se desarrolló la escena que acaban de presenciar los lectores de esta historia ofrecía mejor aspecto que la mayor parte de las tabernas de aquellos barrios, y su dueño, vestido con chaleco amarillo y calzones verdes, estuvo contemplando con tranquila indiferencia la lucha de los que corrían a la conquista del vino derramado.
—Poco me importa—exclamó, encogiéndose de hombros.—Lo han dejado caer los empleados del almacenista; ellos me traerán otra barrica.
Acertó entonces el tabernero a ver al individuo que escribía en la pared la palabra sangre, y le preguntó:
—Oye, Gaspar; ¿qué estás haciendo ahí?
Contestó él interpelado con uno de esos gestos significativos que tanto privan entre las gentes de su ralea, y cuya significación tantas veces pasa inadvertida, como ocurrió en el caso presente.
—¿Estás haciendo méritos para ingresar en un manicomio?—repuso el tabernero, atravesando la calle y extendiendo sobre la palabra escrita en la pared un puñado de barro que recogió del suelo.—¿No encuentras otro sitio, dime, donde escribir palabras como ésa?
Mientras formulaba la segunda pregunta, el tabernero colocó su mano menos sucia (quizá por casualidad, quizá intencionadamente) sobre la región del corazón de su interlocutor. Este golpeó su pecho con la suya, dió un prodigioso salto y quedó inmóvil, en[34] actitud de danza fantástica puesto el brazo izquierdo sobre la cadera y el derecho en alto, y sosteniendo entre el pulgar y el índice de la diestra un zapato sucio que previamente se había sacado de uno de sus pies.
El tabernero volvió a cruzar la calle y entró en su establecimiento. Era un hombre de unos treinta años, de aire marcial y cuello de toro. Debía ser de un temperamento de fuego, pues aunque el día era uno de los más fríos que disfrutaron los parisienses en aquel invierno crudo, iba en mangas de camisa y llevaba éstas arremengadas hasta muy cerca de los hombros. En cuanto a prendas de cabeza, no usaba otra que la natural: una masa de pelo negro, áspero y ensortijado. Era de tez morena y buenos ojos, de mirar implacable. Evidentemente era hombre de gran resolución y propósitos inquebrantables, uno de esos hombres con los cuales sería peligroso tropezarse en un sendero estrecho bordeado por dos abismos, pues es seguro que por nada ni por nadie volvería sobre sus pasos.
La señora Defarge, esposa del tabernero en cuestión, estaba sentada detrás del mostrador cuando aquél entró en el establecimiento. Era mujer de constitución robusta, aproximadamente de la edad misma que su marido, de ojos vigilantes, aunque muy contadas veces parecía mirar a ningún objeto determinado, grandes manos cubiertas de sortijas, cara de líneas enérgicas, expresión reservada y aire de perfecta compostura. Una de las características de la señora Defarge consistía en no sufrir nunca equivocaciones que redundasen en perjuicio de sus intereses en ninguna de las operaciones del establecimiento. Extremadamente sensible al frío, iba envuelta en pieles y abrigaba su cabeza con un chal de colores chillones que la cubría por completo, bien que dejando a la vista los grandes pendientes que adornaban sus orejas. Tenía frente a sí su calceta, pero la había dejado sobre el mostrador para consagrar algunos minutos a la limpieza de su dentadura, lo que estaba haciendo con un mondadientes. Absorta en su ocupación, con el codo derecho apoyado sobre la mano izquierda, nada dijo la señora Defarge cuando su marido entró en el establecimiento, pero dejó oir una tosecita apenas perceptible. La tosecita, combinada con un ligero enarcamiento de sus cejas, negras como el ala del cuervo y perfectamente arqueadas, dió a entender a su marido la conveniencia de dar un vistazo a los clientes, entre los cuales acaso encontrase alguno nuevo que había llegado a la taberna mientras se encontraba en la calle.
Paseó el tabernero sus miradas por la sala, no tardando en fijarlas las sobre un caballero, ya entrado en años, y en una señorita, sentados en uno de los ángulos. Había[35] otros parroquianos también: dos que jugaban a las cartas en una mesa, otros dos que se entretenían en otra, puestas sus facultades en las fichas de dominó, y otros tres que, de pie junto al mostrador, procuraban alargar todo lo posible el vino que se habían hecho servir. El tabernero, al pasar detrás del mostrador, pudo advertir que el caballero entrado en años decía con los ojos a su joven compañera:
—Ese es nuestro hombre.
Fingió el tabernero no reparar en la presencia de los dos personajes desconocidos, y entabló conversación con el triunvirato que estaba bebiendo junto al mostrador.
—¿Qué tal, Santiago—preguntó uno de los tres al buen Defarge,—se han tragado todo el vino que salió de la barrica?
—Hasta la última gota, Santiago—contestó Defarge.
No bien hicieron los interlocutores el intercambio de sus nombres de pila, la señora Defarge tosió otro poquito y arqueó de nuevo las cejas.
—Pocas veces—observó el segundo de los parroquianos del mostrador—tienen esos bestias miserables ocasión de conocer a qué sabe el vino, ni nada que no sea el pan negro y la muerte: ¿no es verdad, Santiago?
—Verdad es, Santiago—respondió el tabernero.
Al segundo intercambio de los nombres de pila sucedió otra tosecita acompañada del enarcamiento de cejas de la señora Defarge.
—¡Ah!—exclamó el tercero de los bebedores, apurando el último sorbo y dejando el vaso sobre el mostrador.—¡Hiel tienen siempre en sus bocas esos borregos, y viven vida de perros! ¿digo bien, Santiago?
—Dices bien, Santiago—fué la contestación del tabernero.
Hecho el tercer intercambio de nombres de pila, la señora Defarge dejó el mondadientes e hizo un movimiento insignificante.
—¡Es verdad...! ¡Entretenlos!—murmuró muy por lo bajo su marido.—Señores... tengo el gusto de presentarles a mi mujer.
Los tres parroquianos se descubrieron y saludaron con sendas inclinaciones de cabeza a la tabernera, la cual, a su vez, recibió sus homenajes doblando ligeramente la suya y mirándolos sucesivamente. A continuación, tendió como por casualidad sus miradas en derredor, recogió la calceta con gran calma, y comenzó a trabajar.
—Señores—repuso el tabernero, que había observado con mirada escrutadora a su mujer,—la cámara que ustedes manifestaron deseos de ver cuando yo salí a la calle, está en el quinto piso. Arranca la escalera del patio de la izquierda, junto a la ventana del... Pero ahora recuerdo que uno de ustedes ha estado ya en ella, y puede guiar a los demás. ¡Adiós, señores!
Pagaron los bebedores el con[36]sumo hecho, y se retiraron. Los ojos del tabernero parecían estudiar a su mujer y la calceta que estaba haciendo, cuando el caballero de edad avanzada se levantó manifestando deseos de hablar algunas palabras con Defarge.
—Con mucho gusto, caballero—respondió éste, saliendo con el anciano hasta la puerta del establecimiento.
Breve fué la conferencia, pero de efectos tan rápidos como decisivos. No se habían cruzado cuatro palabras, cuando Defarge hizo un movimiento de sorpresa, y antes que transcurriera un minuto, hacía una seña al anciano y salía presuroso a la calle. El caballero llamó con un movimiento de cabeza a la señorita, y ambos salieron en pos del tabernero, dejando a la señora Defarge embebida en la tarea de hacer calceta.
El señor Mauricio Lorry y la Señorita Manette, que ellos eran los visitantes de la taberna, según habrán adivinado, a no dudar, los lectores, encontraron al tabernero junto a la puerta que momentos antes había indicado el último a los tres parroquianos con los cuales le hemos visto cambiar algunas palabras. En la sombría entrada que daba acceso a la escalera, no menos sombría, el tabernero hincó una rodilla en tierra y llevó a sus labios la mano de la hija de su antiguo señor. Fué un homenaje, un testimonio de sumisión, bien que ejecutado con ademán que nada tenía de dulce. Unos segundos habían bastado para transformar radicalmente a Defarge; ya no reflejaba buen humor su rostro, ya no era su cara espejo de franqueza: antes al contrario, en su expresión de reserva, en su actitud airada, en la cólera que chispeaba en sus ojos, fácil era leer al hombre peligroso.
—Está muy alto... la escalera es pesada... creo que hará usted bien subiendo con más calma—dijo el tabernero con dura entonación al señor Lorry, en el momento de empezar a subir la escalera.
—¿Está solo?—preguntó Lorry.
—¡Solo! ¡Válgame Dios! ¿Quién quiere usted que le acompañe?
—¿Siempre solo?
—Siempre.
—¿Porque así lo desea él?
—Porque así lo exigen las circunstancias. Tal como estaba cuando le vi el día que vinieron a preguntarme si quería tenerle en mi casa y ser discreto corriendo el peligro consiguiente... tal como estaba entonces, está ahora.
—¿Muy cambiado?
—¡Cambiado!...
El tabernero descargó un puñetazo contra la pared y lanzó una maldición horrenda. No hubiera producido la mitad de los efectos que produjo aquella explosión de furia cualquier respuesta clara y precisa. La melancolía del señor Lorry iba en aumento a medida que avanzaba en el ascenso de la empinada escalera.
Penoso, muy penoso, sería hoy subir la escalera de una casa de las más viejas sita en uno de los barrios más poblados de París; pero en el tiempo a que esta historia se refiere, resultaba punto menos que imposible para los que no tuvieran atrofiados los sentidos a fuerza de costumbre. Todos los vecinos de aquellas inmensas colmenas dejaban las basuras e inmundicias en los rellanos de la escalera general, donde quedaban hacinados sin que nadie cuidara de retirarlos, engendrando así una masa de descomposición bastante para envenenar el aire, si ya no estuviera saturado de las impurezas intangibles que son resultado natural de la miseria y de las privaciones. Combinadas las dos fuentes de corrupción, respirábase allí una atmósfera insoportable. El señor Lorry, cediendo a las molestias que le producía subir por aquel pozo obscuro, sucio y envenenado, no menos que a la agitación que observaba en su joven compañera, agitación que se multiplicaba por momentos, hizo alto dos veces para descansar. Cada uno de aquellos descansos pareció llevarse las últimas reservas de aire no corrompido, rellenando el espacio que aquéllas dejaban libre con mefíticas emanaciones que brotaban de todas partes.
Llegaron al fin a lo alto de la escalera, donde se detuvieron por tercera vez. Todavía habrían de subir un tramo, más empinado que los anteriores, y de dimensiones sumamente reducidas, antes de llegar al sotabanco. El tabernero, que caminaba delante y procuraba mantenerse constantemente a distancia respetable de la señorita, cual si temiera que ésta le dirigiera alguna pregunta, llegado frente a la puerta del sotabanco metió la diestra en el bolsillo, y sacó una llave.
—¡Ah!—exclamó Lorry, sin poder disimular su sorpresa.—¿Está cerrada la puerta con llave?
—Sí—contestó con sequedad Defarge.
—¿Considera usted necesario tener en una reclusión tan extremada a ese infortunado caballero?
—Considero necesario tener la puerta cerrada con llave—murmuró el interpelado bajando mucho la voz y frunciendo horriblemente las cejas.
—¿Por qué?
—¡Por qué! ¡Porque ha tantos años que vive cerrado con llave, que se asustaría, se horrorizaría, se lanzaría de cabeza contra las paredes, moriría... yo no sé los extremos que haría... si se le dejase con la puerta abierta!
—¡Será posible!
—¿Posible? ¡Sería infalible, sí!—replicó con entonación amarga Defarge.—¡A fe que no podemos quejarnos de los atractivos que nos ofrece un mundo en que son posibles estas y otras atrocidades, de la hermosura de un cielo que contempla impasible los horrores que usted está viendo...! ¡El de[38]monio nos gobierna!... ¡Viva el infierno! ¡Entremos, señor, entremos!
Tan en voz baja había sido sostenido el diálogo que queda copiado, que ni una palabra llegó a oídos de la niña. Era, empero, tan intensa la emoción que la dominaba, su rostro reflejaba tal expresión de espanto y tan viva ansiedad, que el señor Lorry creyó necesario dirigirle algunas palabras encaminadas a levantar su deprimido ánimo.
—¡Valor, mi querida señorita!—dijo.—¡Valor! Estamos persiguiendo un negocio, cuya fase dolorosa pasará en un momento. En cuanto franqueemos esta puerta, habremos vencido lo peor. Dentro de breves segundos podrá el desdichado comenzar a saborear todo el bien, todo el consuelo, toda la dicha que usted va a proporcionarle. Nuestro buen amigo Defarge nos ayudará... ¡Al negocio, al negocio!
Al doblar un recodo muy pronunciado encontraron a tres hombres, que estaban mirando por el ojo de la llave y por las rendijas de la puerta que nuestros visitantes iban a abrir. Los hombres en cuestión resultaron ser los mismos que momentos antes bebían de pie junto al mostrador.
—La sorpresa que su visita me produjo ha hecho que los olvidara—dijo Defarge a guisa de explicación.—Tengan la bondad de dejarnos, amigos.
Los tres hombres desaparecieron silenciosamente.
—¿Ha hecho usted del señor Manette objeto de exhibición?—preguntó Lorry en voz muy baja y con expresión colérica.
—Lo exhibo, conforme acaba usted de ver, a muy reducido círculo de personas escogidas.
—¿Y cree usted que eso está bien?
—Sí, señor: creo que está bien.
—¿Y esos escogidos, quiénes son? ¿Cómo los escoge usted?
—Escojo a los que son hombres verdaderos... y se llaman como yo: Santiago; hombres que conviene que lo vean... Pero usted es inglés, y es inútil que le dé explicaciones que no ha de entender. Tenga la bondad de esperar un momento.
Por medio de un gesto recomendó a sus acompañantes que permanecieran inmóviles, y pegó la cara a una grieta que presentaba la pared. Momentos después alzó la cabeza, dió sobre la puerta dos o tres golpes, sin más objeto, a no dudar, que el de hacer ruido, pasó la llave por ella una porción de veces, con idéntica intención, la puso al fin en la cerradura, y abrió haciendo todo el ruido posible.
Lenta y silenciosamente se abrió la puerta de fuera a dentro, empujada por la mano del tabernero. Este adelantó la cabeza y dijo algo. Una voz sumamente débil contestó. El tabernero volvió la cara e indicó a sus acompañantes que le siguieran. Lorry ro[39]deó con su brazo la cintura de la niña, próxima a caer desfallecida.
—¡Ne... gocio... hija mía... nego... o... cio!—exclamó Lorry, vueltos hacia la niña los ojos, de los cuales brotaba algo que no suele ser producto de los negocios.—¡Entre usted... entre!
—¡Tengo miedo!—respondió la joven.
—¿Miedo a qué?
—¡A él... a mi padre!
Viéndose en situación crítica, a consecuencia del estado de espíritu de la joven, por una parte, y por otra de las señas que su guía hacía para que entrasen, Lorry levantó entre sus brazos a la primera y franqueó la puerta.
Defarge quitó la llave, cerró la puerta por dentro, con llave, por supuesto, y, terminadas esas operaciones lenta y metódicamente, y sobre todo, haciendo todo el ruido que pudo, echó a andar con paso mesurado en dirección a la ventana. Junto a ésta se detuvo y dió media vuelta.
El sotabanco, construído para ser depósito de leña, apenas si recibía la visita de una luz muy escasa, pues la ventana, sumamente estrecha, y casi cerrada para evitar el frío, dificultaba tanto el paso a la luz, que era imposible ver absolutamente nada. Y sin embargo alguien trabajaba en aquella lóbrega estancia, pues junto a la ventana a la que daba frente, y vueltas las espaldas a la puerta, había un hombre de cabellos blancos como la nieve, sentado en una banqueta muy baja y entregado con ardor a la tarea de coser zapatos.
—Buenos días—dijo el tabernero, fijando sus ojos en la cabeza blanca del zapatero.
—Buenos días.
—Siempre tan trabajador, ¿eh?
Al cabo de un rato de angustioso silencio, el zapatero alzó la cabeza y contestó:
—Sí... estoy trabajando.
La languidez de aquella voz hacía daño al oído. No era esa languidez que sigue al decaimiento de fuerzas, a la debilidad física, no, aunque es indudable que alguna parte tenían en ella la alimentación insuficiente, las penalidades y malos tratos recibidos durante el terrible cautiverio: su característica especial y típica la recibía del hecho de tratarse de una languidez producida por la soledad y falta de uso de la voz. Era algo así como el eco de un sonido que nació largos años antes y a considerable distancia: una voz que había perdido la vida, el timbre de voz humana, una voz que producía en los sentidos la impresión misma que produciría la vista de un color hermosísimo y delicado trocado por la mano de los siglos en mancha débil de colorido indefinible, una[40] voz que reflejaba con elocuencia tan vívida la desesperación de un ser humano perdido y abandonado, que cualquier viajero a quien el hambre y las fatigas rindieran en las soledades del árido desierto que estuviera recorriendo, reconocería en su timbre la voz de su hogar, la voz de las personas queridas que dejaba en el mundo, antes de doblar la cabeza para rendir el postrer aliento.
Al cabo de algunos minutos que el anciano pasó trabajando silencioso, ajeno a cuanto le rodeaba, volvió a levantar los ojos. En ellos no se advertía ni un átomo de interés, ni un átomo de curiosidad: reflejaban sencillamente esa percepción mecánica, esa conciencia inconsciente de que el espacio donde antes se ha visto un objeto o una persona continúa ocupado.
—Quisiera dejar penetrar un poquito más de luz—dijo Defarge, cuyos ojos no se habían separado un instante de la persona del zapatero.—¿Podrá usted sufrirla?
Suspendió su obra el interrogado; paseó sus miradas por el suelo, a derecha e izquierda, como quien busca algo, y luego las alzó hacia el que acababa de interrogarle, preguntando al fin:
—¿Qué decía usted?
—Preguntaba si podrá tolerar un poquito más de luz.
—Tendré que tolerarla, si usted la deja entrar.
Defarge abrió un poco más la ventana. Los rayos de luz que penetraron en el sotabanco iluminaron perfectamente al zapatero, que tenía sobre el muslo un zapato sin terminar. Diseminados por el suelo, o colocados sobre la banqueta, se veían varios útiles del oficio. Era aquél un hombre de barbas recortadas de cualquier manera, pero no de longitud desmesurada. En su cara macilenta y demacrada brillaban extraordinariamente dos ojos que hubieran parecido grandes y rasgados, aun cuando de suyo no lo fueran. La amarillenta camisa que llevaba abierta por el pecho dejaba ver una carne flácida y blanca como el papel. Su piel, la vieja blusa de lona que cubría la parte superior de su cuerpo, las medias, que llenas de arrugas servían de envoltorio a unas pantorrillas sin carne, y en una palabra, todas las prendas de vestir, habían adquirido, a fuerza de verse privadas del contacto del aire y de la luz, un tono de pergamino que hacía sumamente difícil poder precisar la materia empleada en su manufactura.
Había puesto a guisa de pantalla una mano entre sus ojos y la luz, y todos los huesos de aquélla se transparentaban. Jamás miraba a la persona que le dirigía la palabra sin antes bajar los ojos al suelo y pasearlos en todas direcciones, cual si hubiera perdido el hábito de asociar el espacio con el sonido; nunca hablaba sin divagar, nunca se acordaba de lo que acababan de preguntarle,[41] ni de lo mismo que estaba él diciendo.
—¿Piensa terminar hoy ese par de zapatos?—preguntó Defarge, haciendo una seña a Lorry para que se acercase.
—¿Qué dice usted?
—¿Piensa terminar hoy esos zapatos?
—No puedo decir si lo pienso o no. Creo que sí; pero no lo sé.
La pregunta le recordó la tarea, y a ella se consagró de nuevo.
Aproximóse silencioso el señor Lorry, dejando a la niña junto a la puerta. Uno o dos minutos haría que se encontraba junto a Defarge, cuando el zapatero alzó la cabeza. No manifestó la menor sorpresa al ver a dos personas en vez de una.
—Tiene usted una visita—observó Defarge.
—¿Qué dice usted?
—Que ha venido este señor a visitar a usted.
El zapatero alzó de nuevo los ojos, pero no dejó de trabajar.
—Este caballero—repuso Defarge—entiende mucho en zapatos. Enséñele usted el que está haciendo para que aprecie su trabajo. Tómelo usted, señor.
Lorry tomó en su mano el zapato.
—Diga usted a este señor qué clase de zapato es, y el nombre del operario que lo hace.
Medió una pausa más larga que las de ordinario antes que respondiera el zapatero.
—He olvidado la pregunta—dijo al fin.—¿Qué decía usted?
—Dije que tuviera usted la bondad de decir a este señor qué clase de zapato es éste.
—Es un zapato de señora... zapato de paseo, propio para señorita. Es de moda, aunque la verdad es que nunca he visto la moda.
—¿Y el nombre del zapatero?—preguntó Defarge.
El desventurado puso los nudillos de la mano derecha en la palma de la izquierda, invirtió el orden, colocando los nudillos de ésta en la palma de la primera, a continuación se pasó las dos por la barba y después por la frente. La obra de arrancarle de la abstracción en que quedaba sumido siempre a raíz de haber hablado no cedía en importancia y dificultad a la de volver a la vida a una persona desmayada o la de infiltrar un poco de vida artificial en un cuerpo casi muerto del que se espera obtener alguna revelación.
—¿Preguntó usted mi nombre?
—En efecto, eso pregunté.
—Ciento Cinco, Torre del Norte.
—¿Nada más?
—Ciento Cinco, Torre del Norte.
Exhalando algo que no fué ni suspiro ni gemido, volvió a la tarea, que no suspendió hasta que el señor Lorry, mirándole con fijeza, le preguntó:
—Su profesión de usted no ha sido la de zapatero, ¿verdad?
El interrogado volvió sus hundidos ojos hacia Defarge, cual si esperara que éste contestara por él la pregunta, pero como no le llegara por aquella parte el auxilio, los llevó hacia el que le interrogaba, no sin clavarlos antes en el suelo:
—¿Que no ha sido mi profesión la de zapatero? No: no lo ha sido. Aprendí... aprendí el oficio... allí. Me lo enseñé yo mismo. Pedí que me dejaran...
Perdió, al llegar a este punto, el hilo de lo que estaba diciendo. Vagó errante su mirada de una parte a otra hasta que volvió a encontrar a la persona con quien hablaba, y continuó, con el tono del que, en el momento de despertar, reanuda una conversación que el sueño interrumpió:
—Pedí que me dejaran aprender por mí mismo, y aprendí a fuerza de tiempo y de dificultades. Desde entonces no he hecho otra cosa más que zapatos.
En el instante que alargaba la mano para tomar de las de Lorry el zapato, preguntóle este último:
—Señor Manette, ¿no me recuerda usted?
El zapato cayó al suelo y el zapatero quedó inmóvil, clavados sus ojos en la cara de quien le preguntaba.
—Señor Manette—repitió Lorry, poniendo una mano sobre el hombro de Defarge.—¿No se acuerda usted de este hombre? ¡Mírele bien! ¡Míreme también a mí! ¿No se alzan en su cerebro las figuras del que fué su banquero, la memoria de sus antiguos negocios, la imagen de su criado antiguo?
Mientras el infeliz recién salido de la tumba, donde por espacio de tantos años le tuvieran enterrado en vida, clavaba sus miradas ora en el señor Lorry, ora en Defarge, su frente reveló que allá en las profundidades de su cerebro algunos destellos de inteligencia reñían ruda batalla con la noche profunda que, reinando como señora única, paralizaba toda su actividad. La cerrazón se acentuó poco dispuesta a perder su imperio; los destellos se debilitaron y concluyeron por apagarse; pero habían brillado, y lo que una vez brilla, lo que una vez despierta, no está extinguido del todo, puede brillar otra vez. Así ocurrió en efecto. Cuando momentos después repararon sus miradas en la cara juvenil de la niña que, arrastrándose a lo largo de la pared se había acercado, y de pie y con las manos extendidas le contemplaba, primero con mezcla de compasión infinita y de terror, y más tarde con anhelos vivísimos de estrechar contra su pecho aquella cabeza de espectro y ansias fervientes de inocular en su alma el calor de la vida, la luz del amor y de la esperanza, la inteligencia brotó de nuevo, pero más potente que la vez primera, ante el conjuro misterioso de la chispa que, partiendo del alma de la joven, fué a prender en la del anciano.
Las sombras, resistiendo obstinadas, quedaron al fin dueñas del campo. El viejo miró a las personas que tenía delante con menos atención que antes, y sus ojos buscaron el suelo con el aire de sombría abstracción que les era peculiar. Al cabo de algunos segundos, exhalaba un suspiro, recogía el zapato y reanudaba su tarea.
—¿Le ha reconocido usted, caballero?—susurró Defarge al oído de Lorry.
—Por imposible lo reputé al principio, pero aunque sólo por breves instantes, he conseguido reconocer el rostro que tan conocido me fué en otro tiempo... ¡Chist... silencio! ¡Alejémonos un poco más!
La niña se había separado de la pared, y se acercaba silenciosa a la banqueta en que el anciano estaba sentado. Fué una escena sencillamente imponente. Nadie pronunció palabra. Ni el rumor más liviano vino a turbar aquel silencio augusto. La niña, semejante a un espíritu, quedó en pie junto al zapatero, y éste trabajaba con ardor.
Ocurrió que al cabo del rato necesitó el anciano cambiar el instrumento con que estaba trabajando por la cuchilla de zapatero. La recogió, y cuando iba a emplearla, se detuvo. Sus ojos acababan de ver una falda. Perezosamente fueron alzándose hasta encontrar la cara de la niña, y allí se detuvieron.
Ráfagas de terror cruzaron por la frente del desdichado; moviéronse sus labios cual si quisieran pronunciar palabras que su garganta se negó a articular, su respiración se hizo fatigosa y jadeante, y al fin se le oyó murmurar:
—¿Qué es esto?
La niña, por cuyas mejillas corrían raudales de lágrimas, llevó a sus labios las manos que tenía juntas en actitud suplicante, las besó, y seguidamente cruzó sus brazos sobre el pecho cual si entre ellos tuviera la cabeza querida del anciano.
—¿Eres la hija del calabocero?—preguntó éste.
—No—suspiró ella.
—¿Quién eres, pues?
Comprendiendo la imposibilidad en que se encontraba de articular palabra, la joven tomó asiento en la banqueta junto al anciano. Quiso éste alejarse, pero sintió sobre su brazo la dulce presión de la mano de su compañera, y, dejando sobre la banqueta la cuchilla, quedó contemplando a aquélla.
Caían sobre los hombros de la niña sus cabellos de oro peinados en largos tirabuzones. El anciano adelantó poco a poco y con timidez evidente una mano hasta llegar a tocarlos, sus miradas se iluminaron, pero se apagó la luz que momentáneamente había brillado en su inteligencia y, exhalando un suspiro, dobló la frente y quiso reanudar su labor.
Muy poco tiempo duró su abs[44]tracción. Después de dirigir dos o tres miradas al zapato, cual si quisiera asegurarse de que continuaba sobre su rodilla, lo dejó resueltamente sobre la banqueta, llevó sus manos al cuello y desató una cuerda sucia y ennegrecida que lo rodeaba, de la cual pendía una bolsita de paño. Colocando la bolsita sobre la rodilla, abrióla con cuidado y sacó de ella dos rizos de cabello, que examinó con detenimiento.
—¡Es el mismo!—murmuró.—¿Cómo es posible? ¿Cuándo sucedió? ¿Cómo sucedió?
Su frente se iluminó más que nunca. Vuelto hacia la niña, tomó entre sus manos la cabeza, la colocó de manera que la luz de la ventana la diera de lleno en la cara, y al cabo de un buen espacio de muda contemplación, dijo:
—Aquella noche, la noche en que me llamaron fuera, ella había reclinado su cabeza sobre mi hombro... Ella temía que yo saliese... yo no sentía el menor recelo... y cuando me encerraron en la Torre del Norte, me encontraron esto escondido en la manga... «¿Me permitiréis que lo conserve?—les pregunté.—No han de facilitar la fuga de mi cuerpo... aunque gracias a ellos saldrá con frecuencia mi espíritu por entre las rejas». Esas fueron las palabras que les dije... Las recuerdo como si acabara de pronunciarlas.
Largo rato se movieron sus labios antes que consiguiera articular las palabras que quedan transcriptas, pero cuando pudo hablar, lo hizo con acuerdo perfecto, bien que muy lentamente.
—No lo entiendo...—añadió.—¿Eras tú?
Los dos testigos mudos de la escena avanzaron alarmados al observar la brusquedad con que el anciano se volvió hacia la niña; pero ésta, perfectamente tranquila, les dijo, en voz muy baja:
—Suplico a ustedes, mis buenos señores, que no se acerquen, que no hablen, que no se muevan.
—¡Chist!—exclamó el anciano.—¿Quién habla?
Volvió a guardar los rizos en la bolsita y quiso atar nuevamente la cuerda a su cuello, pero sin dejar de mirar a la joven y moviendo con expresión de dolor sombrío su cabeza.
—¡No, no, no!—repuso.—¡No es posible!... ¡Eres demasiado joven, demasiado niña! ¡Ya ves los efectos de permanecer sepultado en una prisión!... Estas no son las manos que ella conoció, ni ésta la cara que ella vió, ni ésta la voz que tan dulce sonaba en sus oídos... ¡No, no! Ella... y él... Hace muchos años... muchas eternidades... antes de los lentos siglos de la Torre del Norte... ¡Dime! ¿Cómo te llamas, ángel hermoso?
La hija cayó de rodillas a los pies del infeliz padre, unidas las manos delante del pecho.
—¡Oh, señor!—exclamó.—¡En otra ocasión sabrá usted cómo me llamo, quién fué mi madre y quién[45] fué mi desventurado padre, cuya dolorosa historia jamás llegó a mis oídos! No puedo decirlo en este momento ni en este sitio. ¡Lo único que ahora, aquí mismo, puedo decirle, es que me abrace y bendiga! ¡Sí...! ¡Béseme... béseme!
Confundiéronse los cabellos de nieve con los cabellos de oro.
—Si mi voz... ignoro si será así, pero lo espero... si mi voz despierta en usted ecos de otra voz que en años mejores sonó en sus oídos como música deliciosa... ¡llore por ella... llore por ella! Si mi cabello le recuerda una cabeza querida que descansaba feliz y dichosa sobre su pecho cuando usted era joven y libre, ¡llore por ella, llore por ella! Si al verse en el seno del hogar que nos espera, surgen en su memoria recuerdos de otro hogar, desierto y arruinado ha muchos años, otro hogar que caía hecho pedazos mientras su corazón languidecía y moría entre los negros muros de un calabozo, ¡llore por él... llore por él!
La joven, mientras decía estas palabras, tenía entre sus brazos la blanca cabeza del anciano y la mecía como si fuera un niño.
—¡Llore también, querido... querido señor, si cuando le diga que sus agonías han terminado para siempre, que he venido para llevarle conmigo a Inglaterra, donde podrá disfrutar de paz y acaso de ventura, soy causa de que se acuerde de una vida que pudo ser tan útil a sus semejantes, y que, sin embargo, se ha malogrado! ¡Llore, derrame lágrimas amargas sobre nuestra patria, sobre Francia, que tan cruel ha sido para usted! Y si cuando le revele mi nombre, si cuando le diga el de mi padre, que vive todavía, y el de mi madre, que ha muerto, sabe que habré de caer de rodillas a los pies de mi adorado padre, y que tendré necesidad de implorar su perdón por no haber pasado despierta y trabajando para favorecerle todos los días de mi vida, y llorando todas mis noches, porque el amor de mi desventurada madre quiso apartar de mis labios la copa amarga del dolor, ocultándome la horrible historia, ¡llore... llore por ella... llore también por mí! ¡Mis buenos señores!... ¡Demos gracias a Dios! ¡Siento correr por mi rostro las lágrimas sagradas de.... este señor, y siento repercutir en mi corazón los sollozos de su pecho! ¡Oh!... ¡Gracias... gracias, Dios mío!
El anciano había caído en los brazos de la niña, sobre cuyo pecho tenía reclinada la cabeza. Tan conmovedora era la escena, y tan terrible a la par, por ser consecuencia de horrendas injusticias y de tremendos sufrimientos, que los dos testigos hubieron de cubrirse las caras con las manos.
Cuando se restableció en el sotabanco el imperio de la tranquilidad, y el pecho del anciano, que por espacio de largo rato pareció próximo a saltar hecho[46] pedazos, recobró la serenidad que sigue siempre a las tormentas más deshechas... que es lo que ocurre con la humanidad, cuyas tormentas, que llamamos vida, se amansan al fin, para dar lugar al reposo y al silencio; cuando el anciano quedó tranquilo, se aproximaron los dos testigos para alzar del suelo al padre y a la hija. El primero había ido languideciendo, hasta quedar en tierra, falto de fuerzas. La hija cayó con él, y en tierra permaneció, apoyada la cabeza sobre su hombro y tendidos sus cabellos de oro sobre sus ojos.
—Si fuera posible—dijo la niña, alargando una mano a Lorry—disponerlo todo para salir de París inmediatamente, en forma que desde esta misma casa...
—Hay que tener presente una cosa importante—contestó Lorry interrumpiendo a la joven.—¿Está en disposición de emprender el viaje?
—Creo que ha de serle más beneficioso el viaje, con todas sus molestias, que permanecer en París, donde tanto ha sufrido.
—Nada más cierto—terció Defarge, que se había arrodillado para ver y oir mejor.—Aun prescindiendo de la consideración que acaba de insinuar la señorita, mil razones aconsejan que salga cuanto antes de Francia. ¿Quieren que alquile una silla de postas con sus caballos?
—El negocio es ése—observó Lorry, a quien bastaba muy poca cosa para volver a su tema favorito—y cuando hay que terminar un negocio, cuanto más pronto se ultime, mejor.
—En ese caso—dijo la señorita Manette,—tengan la bondad de dejarnos aquí. Han podido apreciar lo tranquilo que ha quedado, lo que les habrá convencido de que pueden dejarme a solas con él sin el menor temor. Con que me hagan el favor de cerrar con llave la puerta al marcharse, a fin de ponernos a cubierto de interrupciones, me atrevo a garantizarles que cuando regresen, le encontrarán tan tranquilo como le dejan. Yo cuidaré de él mientras ustedes hacen los preparativos. Lo esencial es llevárnoslo cuanto antes.
No era muy del agrado de Lorry y de Defarge la solución, pues los dos hubiesen preferido no dejar a la niña a solas con el anciano, pero como no sólo era preciso preparar la silla de posta, sino también proveerse de pasaportes, y el tiempo apremiaba, porque el día corría a su ocaso, fuerza fué que se distribuyeran entre los dos las diligencias que necesariamente había que hacer, después de lo cual echaron a andar cada uno por su lado.
Las sombras de la noche encontraron a la niña tendida sobre el duro suelo, velando al padre. Ni ella ni el anciano variaron de postura hasta que entraron en el sotabanco Lorry y Defarge, quienes habían ultimado los preparativos de viaje y traían, además de[47] mantas y abrigos de camino, pan, carne fiambre, vino y café caliente. Defarge, portador de las provisiones, las dejó sobre la banqueta de zapatero (en el sotabanco no había más muebles que la banqueta y un jergón), y con la cooperación de Lorry levantó al cautivo.
Nadie hubiera sido capaz de leer en la atonía inexpresiva de su cara los misterios entre los cuales vagaba sin rumbo probablemente la inteligencia del anciano, ni la penetración humana, por sutil y perspicaz que se la suponga, hubiese conseguido saber si aquél conservaba recuerdo de lo sucedido, si se acordaba de lo que le habían dicho, si se daba cuenta de que estaba libre. Intentaron sondearle a fuerza de preguntas; pero las respuestas fueron tan tardas y confusas, que temiendo extraviarle más, decidieron dejarle en paz por entonces. La expresión del anciano era de insensatez, de ferocidad, casi. Con frecuencia oprimía su cabeza entre sus manos, cosa que no se le había visto hacer antes; sin embargo, su rostro se dulcificaba en cuanto sonaba en sus oídos la voz de su hija, e invariablemente volvía hacia ésta la cabeza cuantas veces le hablaba.
Con esa sumisión peculiar de los que están acostumbrados desde larga fecha a obedecer al látigo, comió y bebió lo que le dieron, y se puso el abrigo de viaje que le fué entregado. Sin resistencia, más aún, con agrado evidente dejó que su hija enlazase con el suyo su brazo... y no contento con eso, tomó y retuvo entre las suyas, la mano de aquélla.
Comenzaron a bajar. Iba delante Defarge, dando luz, y cerraba la marcha Lorry. No habían bajado muchas escaleras cuando hizo alto el anciano y miró con atención hacia arriba primero, y luego en derredor.
—¿Recuerda el lugar, padre mío? ¿Se acuerda de cuando subió esta escalera?—preguntó la niña.
—¿Qué dices?
Antes que fuera repetida la pregunta, contestó el anciano, como si aquella le hubiese sido formulada de nuevo.
—¿Que si me acuerdo? No; no me acuerdo. ¡Hace tanto tiempo!
Claramente se vió que no conservaba el menor recuerdo de haber sido trasladado desde la prisión al sotabanco. Los que le acompañaban oyéronle murmurar «Ciento Cinco, Torre del Norte», siendo indudable que cuando miró en derredor, creyó ver los espesos muros que por espacio de tantos años habían sido su tumba. Caminó con paso alterado mientras cruzaron el patio, como si esperase encontrar el puente levadizo; y al convencerse de que éste no existía, y ver el coche que esperaba en la calle, soltó la mano de su hija y oprimió de nuevo su cabeza.
No había turbas frente a la puerta, no se veía una cabeza en las ventanas ni alma viviente en[48] la calle. El silencio y la soledad reinaban como señores únicos. A nadie vieron más que a una persona, a la señora Defarge... que estaba haciendo calceta y nada vió.
Habíase acomodado ya el prisionero en el interior del coche, su hija le había seguido, y en el instante en que colocaba Lorry el pie en el estribo, le detuvo la voz del anciano que pidió sus herramientas de zapatero y sus zapatos no terminados. La señora Defarge dijo inmediatamente que ella subiría a buscarlos, y en efecto, un segundo después, cruzaba el patio, haciendo calceta. No tardó en reaparecer y en entregar los objetos pedidos, hecho lo cual volvió a su asiento y se entregó a la tarea de hacer calceta... sin ver nada.
Defarge montó en el pescante, dió la orden de «A la Barrera», el postillón hizo restallar el látigo, y la silla de postas partió volando.
Cruzando bajo centenares de faroles suspendidos, que brillaban con luz más viva en las calles mejores y con luz más opaca y triste en las de menos importancia, frente a tiendas profusamente iluminadas, a grupos de personas alegres y animadas, a cafés y teatros, llegaron a una de las puertas de la ciudad, donde les detuvieron los soldados que estaban de guardia.
—¡Los pasaportes, viajeros!
—Aquí están, señor oficial—contestó Defarge desde el pescante, pero saltando inmediatamente a tierra y llevando a un lado al oficial.—Estos son los pasaportes del señor de la cabeza blanca, que va dentro, los cuales me fueron confiados, juntamente con su persona, en...
Aquí bajó tanto la voz Defarge, que solamente el oficial pudo oir lo que le dijo.
Una porción de faroles rodearon al coche. Uno de ellos penetró por la portezuela, unido a un brazo que vestía uniforme militar, los ojos del propietario de aquel brazo escudriñaron el interior, y sobre todo al anciano de la cabeza blanca, y sus labios dijeron.
—Está bien. Adelante.
Bajo la inmensa bóveda de las luminarias eternas, algunas de ellas tan distanciadas de este mundo microscópico que, si hemos de dar crédito a lo que los sabios nos aseguran, es dudoso que sus fulgores hayan tenido tiempo de llegar hasta nosotros, reinaba una noche lóbrega, tempestuosa y fría. Las tinieblas se empeñaron en no conceder un momento de sosiego al señor Mauricio Lorry, quien, sentado frente al hombre enterrado en vida, no cesó de escuchar insistente, terrible, obstinada, la antigua pregunta, formulada, a no dudar, por aquéllas.
—¿Supongo que te interesará vivir?
La respuesta era también la de siempre.
—No puedo decirlo.
Ya en el año de mil setecientos ochenta, el domicilio social del Banco Tellson podía vanagloriarse de su respetable ancianidad. Era un edificio muy pequeño, muy obscuro, muy sucio y muy incómodo. Los socios de la Casa se enorgullecían de su pequeñez, se enorgullecían de su obscuridad, se enorgullecían de su suciedad y se enorgullecían de sus incomodidades: más todavía, su mayor timbre de gloria era que aquélla poseyera estas cualidades en grado eminente, y abrigaban la convicción íntima de que si fuera menos pequeña, menos obscura, menos sucia y menos incómoda, sería muchísimo menos respetable. Y cuenta que no se trataba de una creencia pasiva; nada de eso: era un arma que esgrimían contra otras casas similares establecidas en edificios lujosos. La casa Tellson, decían, no necesita salones, no necesita luz, no necesita comodidades ni lujos. Que los tengan Noakes y Compañía, o Snooks Hermanos, está bien; pero la casa Tellson... ¡Horror!
Cualquiera de los socios hubiera sido capaz de desheredar al hijo más mimado que hubiese osado insinuar siquiera la conveniencia de reedificar el domicilio social. En este particular, la casa se parecía mucho a la nación, que con frecuencia deshereda a aquellos hijos que llevan su inconcebible atrevimiento hasta el escandaloso extremo de proponer mejoras y adelantos en leyes o costumbres que todo el mundo reconoce y confiesa que son malas, pero que precisamente por esto mismo son más respetables.
Quedamos, pues, en que la casa Tellson era algo así como una glorificación de las molestias e inconveniencias. Aquellos de mis lectores que hubieran tenido necesidad o gusto de visitar la casa Tellson, después de abrir una puerta, que les habría dado la bienvenida con chirridos ásperos y estridentes, y de bajar dos esca[50]lones, se hubiesen encontrado en un miserable tugurio, donde dos empleados, viejos como el tiempo, sentados tras dos desvencijados mostradores, les habrían arrebatado el cheque o cheques de las manos, para examinar las firmas a la luz de la ventana más sucia que quepa imaginarse, ventanas que apenas si dejaban filtrar la luz, pues aparte de que sus cristales no se vieron jamás limpios de la capa de barro que desde la calle les fué arrojada el mismo día que los colocaron, estaban defendidas por gruesos barrotes de hierro enmohecido y gozaban de la sombra protectora del Tribunal del Temple. Si los negocios hubieran obligado a cualquiera a recorrer «la casa», este cualquiera habría sido conducido a una especie de Celda de los Condenados, situada a espaldas del edificio, donde hubiese permanecido haciendo reflexiones filosóficas sobre la futilidad de la vida hasta que se le presentase la casa, con las manos en los bolsillos. Ingresaba o salía el dinero de cajones de madera roída por las carcomas. Los billetes de Banco olían a moho, cual si se encontrasen en pleno período de descomposición. Amontonada la plata en depósitos que, a no dudar, estaban en comunicación con las letrinas, dos o tres días bastaban para robarle su brillo peculiar. Quien fuera a depositar en el Banco títulos o valores de cualquier clase, podía abrigar la seguridad de que, cerrados aquéllos en cuartos que en su tiempo fueron cocinas o caballerizas, habían de oler muy en breve a guisotes trasnochados o a estiércol, y si un fatal pensamiento le inducía a llevar documentos o papeles de familia, éstos eran guardados en una cámara del piso alto, en cuyo centro había una mesa comedor, aunque jamás se sirvió en ella una comida, donde las cartas escritas por su primer amor, o por sus tiernos hijitos, quedaban condenadas, en pleno año de mil setecientos ochenta, a sufrir el horror de ser blanco de las miradas de las cabezas que a diario exponía en el Tribunal del Temple una brutalidad insensata y una ferocidad digna de Abisinia o de los aschantis.
Verdad es que en aquellos tiempos felices era la pena de muerte panacea universal, receta muy en boga en todos los oficios y profesiones, y no iba a ser una excepción, ni mucho menos, el Banco Tellson. Si la Naturaleza todo lo remedia con la muerte, ¿por qué no ha de hacer otro tanto la ley? Nada, pues, más natural y lógico que imponer pena de muerte al falsificador, pena de muerte al portador de un billete falso, pena de muerte al que abría indebidamente una carta, pena de muerte al que robaba cuarenta chelines y seis peniques. El que custodiaba un caballo a las puertas del Banco Tellson, y desaparecía con el animal, era condenado a muerte, a muerte condenaban a quien acu[51]ñaba un chelín falso, y con la cabeza pagaban las tres cuartas partes de los mortales que rozaban los linderos del crimen. Cierto que la sanción penal, con ser un poquito severa, lejos de prevenir, lejos de aminorar las transgresiones, las multiplicaba, pero concluía, por lo menos, de una vez y para siempre con las molestias y engorros anejos a cada paso particular. Tantas vidas había segado el Banco Tellson, y como él, todos los establecimientos similares contemporáneos suyos, que si las cabezas de los muertos hubieran sido apiladas frente a su fachada, es casi seguro que hubiesen cerrado por completo el paso a la escasa luz que por sus sucias ventanas penetraba en su interior.
Encaramados sobre bancos inverosímiles y arcones de formas raras, los empleados viejos del Banco trabajaban con extrema gravedad y compostura de esfinge. Cuando era admitido algún joven, encerrábanlo no se sabe dónde y no volvía a parecer hasta que era viejo. Evidentemente lo guardaban, como se guarda el queso, en alguna cámara obscura, hasta que había adquirido el olor peculiar de la Casa.
Fuera del edificio, cuya puerta jamás se le permitió franquear, sin ser llamado, había un viejo, investido de las funciones de portero y de mensajero, que era algo así como la muestra viva de la casa. Jamás se separó de la puerta, durante las horas de oficina, como no le enviaran a algún recado, y aun entonces, en la puerta le representaba un hijo suyo, pillete de unos doce años, que era su vivo retrato. No faltaban maliciosos que aseguraban que la casa se limitaba a tolerar al viejo en cuestión, a quien daban el remoquete de Lapa, aunque muchos años antes, en la iglesia parroquial de Houndsditch, donde cansado de permanecer encerrado y en tinieblas, quiso asomar sus ojos a la luz del mundo, recibió el nombre de Jeremías.
Fué escenario del incidente que voy a narrar la residencia particular del alto empleado Lapa, hora las siete y media de una mañana ventosa del mes de marzo, y Anno Domini, mil setecientos ochenta. Digo Anno Domini en vez de año de Nuestro Señor, para acomodarme a la manera de hablar del sapientísimo Lapa, quien, creyendo que la era cristiana tuvo su origen en la invención del juego de dominó, hecha por una señora llamada Ana, siempre que hablaba de fechas, lo hacía anteponiendo a la del año las palabras Ana Dominó.
No estaban decoradas y amuebladas con lujo excesivo las habitaciones particulares del buen Lapa, ni pasaban de dos, contando como una un ropero, pero sí limpias y aseadas. Pese a lo intempestivo de la hora, y lo desapacible de la ventosa mañana de marzo, la habitación en que aquél[52] roncaba como un justo había sido barrida y baldeada, y sobre la mesa, su poquito coja, cubierta con un mantel, blanco como la nieve, brillaban las copas, platos, y demás utensilios necesarios para el almuerzo.
Roncaba el señor Lapa bajo las colchas de la cama como roncar pudiera cualquier Arlequín en su casa. El sueño era profundo; pero al fin comenzaron a agitarse las colchas, Lapa se revolvió con aire inquieto, y al cabo del rato aparecieron sobre las sábanas unas púas que por milagro no las rasgaron, y que eran el abrigo con que la Naturaleza dotó a su cabeza. A la par que asomaban los pelos, exclamó su propietario con voz exasperada.
—¡Que me empalen si no ha vuelto a las andadas!
Una mujer, prototipo de laboriosidad y de orden, se alzó de un rincón, donde se hallaba de rodillas, con apresuramiento más que suficiente para demostrar que a ella iban dirigidas las airadas palabras del durmiente.
—Conque vuelta a lo de siempre, ¿eh?—repuso Lapa, alargando un brazo en busca de una bota.
La bota salió volando por los aires juntamente con esta segunda salutación. Era una bota sucia, llena de barro; y ya que de las botas hablo, diré, como circunstancia que no deja de ser extraña, que al paso que el señor Lapa volvía muchas veces a su casa, después de terminado su servicio en el Banco, con las botas limpias, rara era la mañana que, al despertar, no estaban aquéllas llenas de lodo.
—¿Qué estabas haciendo ahí, beata de los demonios?—gritó el melifluo Lapa, después de errar el tiro.
—Rezaba.
—¡Rezaba!... ¡Bonita ocupación! ¿Y qué es lo que te propones, pasándote el tiempo de rodillas rezando contra mí?
—No rezo contra ti, sino por ti.
—No es verdad; y aunque lo fuera, no te tolero que te tomes esas libertades. ¡A fe que te ha tocado en suerte una madre modelo, hijo mío!... ¡Figúrate! ¡Una madre que reza contra la prosperidad de tu padre! ¡Una madre tan religiosa, tan celosa del cumplimiento de su deber, que se pasa el tiempo pidiendo al Cielo y al infierno que arranque de la boca de su hijo único la tostada con manteca que constituye su alimento! ¡Qué te parece!
Muy mal debió parecerle al digno retoño del señor Lapa lo que éste insinuaba en la última parte de su discurso, pues a gritos pidió a la madre que no se le volviera a ocurrir mezclar con sus rezos nada que con su alimentación personal tuviera relación.
—¿Y qué es lo que supones tú, mujer ilusa, que valen tus rezos?—repuso el marido, con insistencia inconsciente.—Dime: ¿qué valor concedes a tus oraciones?
[53] —Brotan del corazón, Jeremías; este es su único mérito.
—¡Su único mérito!—repitió el señor Lapa.—¡Poco valen, entonces! De todas suertes, valgan lo que valieren, no quiero que vuelvas a rezar: vaya, ¡se acabó! ¿Crees que voy a tolerar que llames sobre mi cabeza la mala suerte? Si quieres caer de rodillas, hazlo en favor de tu marido y de tu hijo, y no contra ellos. La semana última, si el infierno no me hubiese concedido una mujer desnaturalizada, y una madre desnaturalizada a este pobre niño, habría ganado montones de oro en vez de tener la sombra más negra que mortal alguno haya tenido desde que el mundo es mundo. Vístete, hijo mío, vístete; y mientras yo limpio mis botas, no pierdas de vista a tu madre, y avísame con un grito si adviertes señales de que va a caer de rodillas. Yo te aseguro que no lo aguanto—añadió, dirigiéndose a su costilla.—Soy más bruto que un coche de alquiler, duermo como el láudano, pocas veces sé si soy yo, o si soy el vecino de en frente; ¡pero cuando me tocan al bolsillo, me escamo; con el bolsillo no quiero bromas, sábelo de una vez y para siempre, y si tus rezos conspiran contra él, mal lo vas a pasar, beata de los infiernos!
El señor Lapa, lanzando de tanto en tanto frases de indignación, emprendió con vigor la obra de limpiar sus botas. Su hijo, entretanto, cuya cabeza guarnecían púas un poquito menos aceradas que las del padre, y cuyos ojillos estaban poco más o menos tan juntos como los del padre, acechaba insistente a la madre. Varios sustos dió a la pobre mujer gritando desde el fondo del armario ropero, donde se vestía.
—¡Padre!... ¡Que se arrodilla... que se arrodilla!
Ni con el almuerzo se dulcificó el humor de Lapa, antes bien pareció que acrecentaba su animosidad contra su mujer.
—¿Pero qué estás haciendo? ¿Otra vez, condenada?
Contestó la mujer que no había hecho más que impetrar la bendición del Cielo.
—¡Cuidado con traer bendiciones!—barbotó, mirando como si temiera ver desaparecer el pan de la mesa ante la eficacia de la oración de su mujer.—¡Quiero desterrar las bendiciones de mi casa...! ¡No quiero bendiciones en mi mesa!
Rojo de cólera, con los ojos fuera de las órbitas, el señor Lapa devoraba, que no comía, el almuerzo, rezongando y gruñendo como pudiera hacerlo cualquier congénere suyo de cuatro patas. A eso de las nueve de la mañana, algún tanto domeñado su encrespado natural, salió de su casa para entregarse a las ocupaciones del día.
Apenas si su oficio merecía el nombre de tal, no obstante llamarse él a sí mismo «honrado me[54]nestral». Todas las mañanas, colocaba un banco, hecho de un respaldo de silla rota, debajo de la ventana del Banco Tellson más inmediata al Tribunal del Temple. El banco, y algunos puñados de paja que tomaba del primer carro que pasaba por la calle cargado de ella, constituían todos sus enseres. El señor Lapa y su banco eran tan conocidos en la calle Fleet como el Temple mismo... y con corta diferencia, de tan poco grato aspecto.
Instalado en su sitio antes de las nueve, a tiempo para poder llevar la mano a su tricornio cada vez que entraba o salía del Banco Tellson alguna persona cuya respetabilidad lo mereciera, el señor Lapa, acompañado por su hijo, entreteníase en aquella mañana ventosa de marzo en injuriar mental y corporalmente a cuantos niños o personas mayores pasaban a su alcance, a falta de mejor ocupación. Padre e hijo, entre los cuales mediaba un parecido maravilloso, más que seres humanos semejaban una pareja de monos. Jeremías el mayor mascaba pajas, mientras los brillantes ojuelos de Jeremías el menor acechaban inquietos el tráfico matinal de la calle Fleet, cuando asomó la cabeza de uno de los ordenanzas del Banco en la puerta del establecimiento, y dijo con voz campanuda:
—¡Que entre el portero!
—Ya tenemos un recado en puerta para comenzar el día, padre—observó Jeremías el menor.
El padre cedió el banco al hijo, y éste se sentó, recogiendo y llevando a su boca la paja que el primero estaba mascando.
—¿Conoce usted bien el Old Bailey?[1]—preguntó uno de los empleados más ancianos del Banco a Jeremías Lapa.
[1] Tribunal Central de lo Criminal de Londres:—(N. del T.).
—Sí... señor—contestó con cierto retintín el interrogado.—Conozco el Bailey.
—Perfectamente. También conoce usted al señor Lorry, ¿no es verdad?
—Conozco al señor Lorry mucho mejor que el Bailey, señor... mucho más de lo que yo, menestral honrado a carta cabal, deseo conocer el Bailey.
—Muy bien. Va usted a llegarse a la puerta reservada para los testigos, donde enseñará al guardián de la misma esta nota para el señor Lorry. Le dejarán pasar sin dificultad.
—¿Hasta la Sala de Justicia?
—Hasta la Sala de Justicia.
—¿He de esperar en la Sala, señor?
—Voy a decirle lo que ha de hacer. El guardián de la puerta entregará esa nota al señor Lorry, y usted, desde el sitio donde se[55] encuentre, procurará atraer la atención del señor Lorry, por medio de cualquier gesto, a fin de que aquél sepa dónde espera usted. Luego, todas sus obligaciones se reducen a una sola: a esperar hasta que el señor Lorry le necesite.
—¿Nada más?
—Nada más. El señor Lorry desea tener a mano un mensajero, lo esencial es hacerle saber que el mensajero de que puede disponer en cualquier momento dado es usted.
Mientras el empleado del Banco plegaba el papel y estampaba el sobrescrito, el buen Lapa, que le contempló sin despegar los labios hasta que vió que buscaba el papel secante, preguntó.
—¿Fallan hoy alguna causa por falsificación?
—Por traición.
—¡Descuartizamiento seguro!—exclamó Lapa.—¡Qué barbaridad!
—Es la ley—replicó el anciano, volviendo con sorpresa los ojos hacia Lapa,—la ley, y nada más que la ley.
—Por respetable que la ley sea, me parece una barbaridad despedazar a un hombre. Bastante cruel es arrancarle la vida, pero hacerle cuartos, lo encuentro feroz.
—Procure hablar bien de la ley, amigo mío—repuso el empleado.—Guarde para sí sus observaciones, selle los labios, y deje que la ley cuide de sí misma: es un consejo que le conviene no dar al olvido.
—¡Ah señor! ¡Es la vida dura que llevo la que mueve mi lengua!—exclamó Lapa.—A su consideración dejo el juzgar si el que gana el mendrugo de pan que llevo a la boca como lo gano yo, puede tener sellados los labios.
—Todos ganamos el pan con el sudor de nuestro rostro, aunque algunos con menos fatigas que otros... Tome usted la carta... y en marcha.
Tomó el mensajero la carta, hizo una reverencia, y salió.
Ahorcaban por entonces en Tyburn, y de consiguiente, la calle en que se alzaba Newgate no había alcanzado aún la sombría celebridad que luego pesó sobre ella. Era, sin embargo, una cárcel espantosa, donde se practicaban toda clase de villanías y atrocidades, un foco de las enfermedades más terribles, que no pocas veces penetraban en la Sala de Justicia con los prisioneros, se cebaban, dando pruebas de muy poco miramiento, en el mismo Justicia Mayor, y le obligaba a abandonar para siempre su elevado sitial. Con frecuencia ocurría que el juez del birrete negro pronunciaba su propia sentencia a la par que la del encausado, y hasta moría más pronto que éste. Por lo demás, la Bailey era a manera de posada por cuyo espacioso zaguán salían constantemente pálidos viajeros, montados en carretas o en coches,[56] que se encaminaban al otro mundo previo un recorrido de dos o tres millas de calles públicas y de camino, infundiendo saludable temor en alguno que otro ciudadano, quizá en ninguno: tanta es la fuerza de la costumbre. También era famosa por la picota, institución atinada y feliz que suponía un castigo cuya extensión y alcance nadie era capaz de prever; éralo asimismo por los postes en que se ataba a los condenados a la pena de azotes, sistema el más indicado para suavizar costumbres y dulcificar temperamentos, no menos que por la infinidad de tratos que en ella se celebraban, en los cuales entraba el oro por una parte y el derramamiento de sangre por la otra, resto de la indiscutible sabiduría de nuestros antepasados, que conducía sistemáticamente a la perpetración de los crímenes mercenarios más espantosos que puedan cometerse bajo la capa del cielo. Por lo demás, la Old Bailey era por aquel tiempo demostración elocuente del precepto, «Todo lo que es, es justo», aforismo que resultaría tan necio como inocente si no llevara aparejada la consecuencia, altamente perjudicial, de que «Nada de lo que ha existido fué injusto».
Abriéndose paso por entre aquella abigarrada muchedumbre, que llenaba el repugnante escenario donde había de desarrollarse la acción, con la habilidad del que está habituado a caminar entre gentes, el mensajero no tardó en llegar a la puerta que buscaba, donde entregó la carta de que era portador, haciéndola pasar por un ventanillo practicado en la misma, pues bueno será hacer constar que las personas que deseaban ver las funciones representadas en la Old Bailey, habían de pagar las localidades ni más ni menos que las que querían distraerse viendo el Manicomio, sin más diferencia que la de costar más caro entrar en aquélla que en este último. Como consecuencia, estaban perfectamente guardadas todas las puertas, excepción hecha, como es natural, de las que daban acceso a los criminales, pues éstos las encontraban siempre abiertas de par en par.
Con algún retraso, y no sin que el guardián mascullase algunas palabras de descontento, la puerta giró sobre sus goznes para dar paso al mensajero.
—¿Qué hay?—preguntó al primer hombre que encontró.
—Nada todavía.
—¿Qué habrá luego?
—Una vista por traición.
—Descuartizamiento seguro, ¿eh?
—¡Ah! Primero, tendido sobre un cañizo, le arrastrarán hasta el sitio donde le espere la horca, allí le medio ahorcarán, le bajarán de la horca para arrancarle las entrañas, que quemarán ante sus ojos, luego le cortarán la cabeza, y por fin le harán cuartos. Esa es la sentencia.
—Suponiendo que le declaren culpable, querrá usted decir.
—¡Bah! ¡Le declararán culpable, pierda usted cuidado!
El señor Lapa prestó entonces atención al guardián de la puerta, a quien vió, encaminándose en derechura hacia el señor Lorry con la carta en la mano. Hallábase el señor Lorry sentado junto a una mesa entre señores convenientemente empelucados, muy cerca del abogado defensor del reo, que usaba una peluca descomunal, y tenía varios legajos de papeles debajo de los ojos, y casi frente a otro caballero, no menos empelucado que el defensor, el cual, cuando le vió el señor Lapa, así como también después, estaba con las manos en los bolsillos, puesta toda su atención en el techo. A fuerza de accesos de tos consiguió el mensajero llamar la atención del señor Lorry, quien se puso inmediatamente en pie, hizo una seña con la cabeza, y volvió a sentarse.
—¿Qué papel representa ése en el proceso?—preguntó a Lapa el individuo a quien antes había preguntado éste.
—Que me aspen si lo sé.
—Entonces... si la pregunta no es indiscreta, ¿qué papel representa usted?
—Que me descuarticen si lo sé tampoco.
Puso fin al diálogo la entrada del juez en la Sala. A partir de aquel momento, toda la atención, todo el interés del público se concentraron en la barra. Los calaboceros, que hasta aquel instante habían estado a uno y otro lado de la barra, salieron para entrar momentos después con el prisionero.
Todos los ojos, excepto los del caballero de la peluca, que tenía los suyos clavados en el techo, se fijaron en los del prisionero, todos los alientos humanos de la sala partieron hacia él, semejantes al mar, semejantes al fuego, semejantes al viento. Pegados a las columnas, sobresaliendo de los ángulos, veíanse rostros que reflejaban ansiedad, los espectadores de las filas últimas se ponían en pie, otros se alzaban sobre las puntas de los pies, y muchos se encaramaban sobre los bancos en su afán de verlo todo. No era de los que menos curiosidad demostraba Jeremías Lapa, quien se erguía semejante a un pedazo animado del muro coronado de púas de Newgate y disparaba contra el prisionero ondas de aliento saturado de vapores de cerveza—había tomado un vaso durante el camino,—las que se mezclaban con las que partían de otras bocas, saturadas de emanaciones de ginebra, de café y de te.
El objeto de tan viva curiosidad era un joven de unos veinticinco años, buen mozo, guapo, de mejillas redondas y ojos negros. Era caballero. Vestía de negro, o de gris muy obscuro, y su pelo, que era largo y castaño, caía sobre[58] su espalda, recogido por una cinta. De la misma manera que las emociones del alma humana se filtran a través de la envoltura material, así la engendrada por la situación en que se veía colocado se manifestaba por medio de una palidez superpuesta a la tez morena y curtida del acusado, demostrando que su alma era más fuerte que el sol. Mostróse, sin embargo, perfectamente dueño de sí mismo. Con calma maravillosa se inclinó ante el juez, y esperó:
¿Sentimientos de elevada humanidad en el interés que en la Sala despertaba el reo? ¡Ni por pienso! Si la sentencia que amagaba su cabeza hubiera sido menos espantosa, si hubieran existido probabilidades de que en la ejecución de aquella se prescindiera de algunos de sus feroces detalles, la fascinación habría sufrido rudo golpe. Ante los ojos de los espectadores se alzaba el arrogante cuerpo que muy en breve sería condenado a bárbaras mutilaciones, la criatura dotada de alma inmortal próxima a ser despedazada, hecha cuartos, y el interés que inspiraba, dijeran lo que dijeran los mismos que lo sentían, era, en su raíz, en su esencia, el interés del ogro.
¡Silencio en la Sala!
—Carlos Darnay, que así se llamaba el acusado, había negado el día anterior la terrible acusación fulminada contra él. De ser cierta, Carlos Darnay era traidor y aleve a nuestro sereno, augusto, excelente, etc. etc. Rey y Señor, por haber auxiliado en distintas ocasiones y por medios diversos a Luis, rey de Francia, en sus guerras contra nuestro sereno, augusto, excelente, etc., etc. Rey y Señor. Había hecho frecuentes viajes entre los dominios de nuestro sereno, augusto, excelente, etc., etc. Rey y Señor y los de dicho rey de Francia, con objeto de revelar inicuamente, pérfidamente, alevosamente (y muchos otros calificativos adverbiales) al repetido rey de Francia las fuerzas militares que nuestro sereno, augusto, excelente, etc. etc. Rey y Señor tenía preparadas para enviarlas al Canadá y a la América del Norte.
Tales eran, en substancia, los datos que con enorme satisfacción había conseguido adquirir Jeremías Lapa.
El acusado, a quien mentalmente habían ahorcado, decapitado y descuartizado todos los presentes a la vista, ni temblaba ante la situación ni afectaba arrogancias teatrales. Vió con calma perfecta que los jueces prestaban juramento y que el fiscal de la Corona se disponía a hablar. Con grave interés presenció los preparativos, y con tal compostura escuchó los procedimientos, que no movió ni una hoja de las hierbas aromáticas rociadas con vinagre que alfombraban el pavimento, como medida higiénica contra el contagio de la fiebre del presidio y con[59]tra la atmósfera viciada que allí se respiraba.
Sobre la cabeza del reo había un gran espejo que tenía por objeto concentrar en su rostro la mayor suma posible de luz. Millares de desgraciados y de malvados habían visto reflejadas sus contraídas caras en su tersa superficie, minutos antes de que una capa de tierra las ocultara para siempre. No habría infierno comparable a aquella Sala abominable si la luna de un espejo pudiera devolver las imágenes que refleja, de la misma manera que el Océano devuelve a sus muertos. Tal vez sintió nuestro reo la ola de infamia y de deshonra que iba a envolverle, quizá fuera la casualidad o un rayo más vivo de luz lo que le movió a alzar los ojos: el hecho es que vió el espejo, y que, al verlo, vivos carmines tiñeron su rostro y su cuerpo experimentó un estremecimiento violento cual si acabara de recibir enérgica descarga eléctrica.
Al separar sus miradas del espejo las llevó hacia la izquierda, donde tropezaron con dos personas sobre las cuales se detuvieron con tal fijeza, que no quedó en la Sala un espectador que hacia ellas no volviera los ojos.
Eran las personas en cuestión una señorita joven, de veinte años de edad aproximadamente, y un caballero, a todas luces su padre. Llamaban poderosamente la atención en este último la blancura de nieve de sus cabellos y cierta expresión indescriptible de vehemencia, no activa, sino reflexiva, íntima. Cuando dominaba esta expresión, parecía viejo, pero en los momentos en que desaparecía, cuando hablaba con su hija, por ejemplo, era un hombre hermoso que apenas habría pasado de la primavera de la vida.
Aferraba su hija su brazo y se estrechaba contra su cuerpo impelida por el espanto que la escena la producía y la piedad que el reo la inspiraba, espanto y piedad tan elocuentemente retratados en su frente y en sus ojos, que los espectadores, inconmovibles ante la triste suerte del acusado, no pudieron ver sin profunda lástima el estado de la joven. «¿Quiénes serán?» se preguntaban unos a otros al oído.
No dejó de preguntar Jeremías Lapa a su vecino, a cuyos perspicaces ojos no había pasado inadvertida la expresión de la joven, quiénes eran aquellas personas; y como todos habían hecho la misma pregunta, la respuesta, que circulaba ya de boca en boca, llegó al fin a su oído.
—Son testigos.
—¿De cargo?
—Testigos en contra.
—¿En contra de quién?
—Del reo.
El juez, cuyas miradas habían seguido la dirección que siguieron las de todos los espectadores, las desvió para clavarlas insistentes en el desgraciado cuya vida tenía en sus manos, en el momento que[60] el fiscal de la Corona se levantaba para torcer la soga, afilar el hacha y forjar el martillo y los clavos que debían preparar el cadalso.
El señor fiscal de la Corona manifestó en su informe que el acusado, aunque joven en años, era tan viejo en actos alevosos y prácticas de pérfida traición, que se imponía la necesidad de acabar con su vida. «Sus tratos y correspondencia continua con el enemigo público—dijo—no datan de ayer, ni de anteayer, ni del año pasado, ni de dos años atrás. Desde fecha mucho más remota viene el reo haciendo viajes constantes entre Inglaterra y Francia, viajes misteriosos, cuyo objeto ni él mismo ha sabido explicarnos satisfactoriamente. ¡Ah! Si el Cielo, en su alta sabiduría, no hubiera condenado a eterno fracaso las maquinaciones de los traidores, los actos criminosos de ese hombre habrían dado sus naturales frutos, pero la Providencia, que vela de una manera especial por la suerte de nuestra querida Inglaterra, inspiró a una persona, en cuyo pecho no tiene entrada el miedo y en cuya conciencia no cabe la malicia, el feliz pensamiento de penetrar los siniestros planes del reo, y cuando hubo conseguido su objeto, lleno de terror, se apresuró a descubrirlos al primer secretario de Estado y al augusto Consejo Privado de Su Majestad. Pronto tendréis ocasión de conocer a ese patriota, cuya conducta ha sido sublime. Había sido amigo íntimo del traidor, pero no bien descubrió sus infamias, decidió inmolar una amistad, que ya no podía conservar en su pecho, en el altar sacrosanto del patriotismo. Si Inglaterra erige alguna vez estatuas, como las erigieron Grecia y Roma en honor de los que en aras de la patria han sacrificado sus más vivas afecciones, no cabe dudar que tendrá la suya ese ciudadano eminente. La virtud, según han afirmado infinidad de poetas, cuyos nombres no citaré porque todos mis oyentes los tienen en la punta de la lengua, es contagiosa en grado eminente, y sobre todo, la virtud sagrada del patriotismo, al amor a la patria. No es, pues, de admirar que el alto y sublime ejemplo del testigo inmaculado e impecable a que me refiero, cuyo nombre da honor a quien lo pronuncia, se contagiase a un criado del mismo reo, y engendrase en él la santa resolución de practicar registros en las gavetas de las mesas y en los bolsillos de su señor, para apoderarse o tomar nota de sus documentos más secretos. No faltarán detractores que claven sus dientes en la reputación de este criado admirable, maldicientes que expongan en la picota pública pecadillos de su vida pasada, pero aun[61] así he de protestar que su conducta presente le hace acreedor a todo mi respeto, he de decir que me merece más consideraciones que mis mismos hermanos, más consideraciones que mis mismos padres. Yo no dudo, no puedo dudar que lo propio harán los que me escuchan. Las declaraciones de los dos testigos nombrados, juntamente con los documentos que a su tiempo serán exhibidos, demuestran claro como la luz del sol que el prisionero poseía relaciones numéricas de las fuerzas militares de Su Majestad, estados explicativos de la disposición y preparación de las mismas, y no cabe dudar que esas relaciones, esos estados, los llevaba, como ha llevado tantos otros, a una potencia enemiga. Confieso que no ha sido posible demostrar que esas relaciones y esos estados sean de puño y letra del reo, pero eso no tiene importancia, nada significa, y en todo caso, será circunstancia agravante, puesto que pondrá de relieve la artera malicia del acusado. A cinco años se remontan las pruebas, demostrando palpablemente que el prisionero se dedicaba ya por entonces a llevar a cabo misiones infames y perniciosas, que ya vendía a la patria semanas antes de haberse reñido la primera batalla entre las fuerzas inglesas y las americanas. Todas estas razones influirán necesariamente en el ánimo del Jurado, si es Jurado leal, como me consta que lo es, si es Jurado responsable, como por tal le tengo, para declarar culpable al prisionero, y librar al mundo de un traidor. ¡Ah, señores jurados! Mientras haya una cabeza sobre los hombros del prisionero, no es posible que vuestras cabezas reposen tranquilas sobre las almohadas de vuestros lechos, no es posible que las cabezas de vuestras tiernas esposas reposen tranquilas sobre las almohadas de sus lechos, no es posible que las cabecitas de vuestros queridos hijos reposen tranquilas sobre las almohadas de sus lechos. El fiscal de la Corona os pide por lo más sagrado, por lo que más caro os sea, por el juramento que habéis prestado, por el Rey augusto y excelente que nos gobierna, por la patria, que es nuestra madre, que deis al prisionero por ahorcado, decapitado y descuartizado.»
Cuando el fiscal de la Corona cesó de hablar, llenaron la Sala sordos murmullos. No parecía sino que el aire se había llenado de enjambres de moscas azules que zumbaban en torno de la cabeza del reo, sabedoras del estado en que no tardarían en encontrarle. Cuando se extinguieron los zumbidos, apareció en la tribuna de los testigos el ciudadano impecable, el sublime patriota citado por el fiscal de la Corona.
El señor procurador general, ateniéndose estrictamente a las instrucciones de su jefe, examinó entonces al patriota. Llamábase Juan Barsad, y era caballero.[62] La historia de su alma pura e inmaculada resultó ser la que el señor fiscal de la Corona había expuesto sucintamente en su acusación. Luego que hubo contestado las preguntas que le fueron dirigidas, se hubiera retirado modestamente, de no haber manifestado deseos de hacerle algunas otras el caballero de la enorme peluca y abultados legajos de papeles, que estaba sentado a escasa distancia del señor Lorry. El segundo empelucado continuaba mirando al techo.
He aquí, en resumen, el interrogatorio a que fué sometido el gran patriota por el caballero de la peluca:
—¿Ha sido usted espía alguna vez?
—Jamás—contestó indignado el ciudadano.
—¿De qué vive usted?
—De mis rentas.
—¿En qué consisten esas rentas?
—No tengo por qué dar explicaciones sobre este particular.
—¿Dónde radican sus bienes?
—No lo recuerdo con precisión.
—¿Ha heredado usted?
—Sí.
—¿De quién?
—De un pariente lejano.
—¿Muy lejano?
—Bastante.
—¿Ha sido procesado alguna vez?
—Nunca.
—¿Ni ha estado en la cárcel por deudas?
—No sé que tenga nada que ver eso con el asunto que se debate.
—¿Ha estado en la cárcel por deudas?
—¿Otra vez?
—Conteste usted.
—Sí.
—¿Cuántas veces?
—Dos o tres.
—¿No serán cinco o seis?
—Tal vez.
—¿Su profesión?
—Caballero.
—¿Le han dado de patadas alguna vez?
—Puede que sí.
—¿Con frecuencia?
—No.
—¿Le han echado a puntapiés de alguna casa?
—No.
—¿No le han hecho rodar a patadas escaleras abajo?
—Repito que no. En una ocasión recibí algunas patadas en lo alto de una escalera, y la bajé rodando, pero fué porque quise, por mi voluntad, deliberadamente.
—En la ocasión a que se refiere, ¿no le echaron a puntapiés por fullero, por hacer trampas en una partida de dados?
—Algo por el estilo dijo el borracho embustero que me dió las patadas, pero era falso.
—¿Jura usted que era falso?
—Sin el menor reparo.
—¿No ha buscado usted nunca en las trampas del juego los medios de vivir?
—Nunca.
—¿Ni ha vivido del juego?
—He jugado como juegan todos los demás caballeros.
—¿Le ha prestado dinero el prisionero?
—Sí.
—¿Y lo ha pagado?
—No.
—La amistad que con el prisionero le ha ligado, en realidad una amistad ligera, ¿no era de las que solemos llamar obligadas, es decir, una amistad cultivada en sillas de posta, posadas y barcos?
—No.
—¿Ha visto las relaciones y listas en poder del prisionero?
—Sí.
—¿Puede decir algo más acerca de esas listas?
—No.
—¿Espera que su declaración le valga algún provecho o beneficio?
—No.
—¿Ni siquiera un destino de espía a sueldo del gobierno?
—No.
—¿Ni ningún otro empleo?
—No.
—¿Lo jura?
—Una y mil veces.
—¿Obedece a otros motivos que a los de patriotismo?
—No.
Fué llamado a declarar el virtuoso criado del prisionero, Rogerio Cly, quien prestó con gran decisión su juramento. Cuatro años antes había entrado al servicio del prisionero, sencillamente y de buena fe. A bordo del barco que hacía el servicio de Calais, preguntó al prisionero si necesitaba un criado, y aquel le recibió. Muy poco después le pareció sospechosa la conducta del prisionero, y resolvió espiarle. En los diferentes viajes que hizo en su compañía, en las ropas de su amo vió varias veces listas y relaciones semejantes a las que obraban en poder de la justicia. El fué el que sacó algunas de aquellas listas de una gaveta de la mesa de su amo. Vió que éste enseñaba otras listas idénticas a un caballero francés en Calais y otras a otros caballeros también franceses, tanto en Calais como en Boulogne. Amante de su patria, su conciencia se sublevó contra tan negras traiciones y denunció los hechos. Acerca de su honradez, aseguró que era tan intachable, que nadie se atrevió jamás a acusarle del robo de una tetera de plata, pues si bien no faltaron maldicientes que le achacaron en una ocasión el hurto de una mantequera, hechas las comprobaciones, resultó que no era de plata, sino de metal plateado. Conocía al testigo que le precedió en la declaración desde siete u ocho años antes, pero nunca se trataron más que por coincidencia. No afirmó que se tratara de coincidencias extraordinariamente curiosas, sin duda porque es público y notorio que las coincidencias lo son por regla general.
Oyóse por segunda vez el sordo[64] zumbido de las moscas azules, y el señor fiscal de la Corona llamó al señor Mauricio Lorry.
—¿Es usted empleado del Banco Tellson, señor Mauricio Lorry?
—Sí, señor.
—En la noche de un viernes del mes de noviembre del año mil setecientos setenta y cinco, ¿hizo usted un viaje desde Londres a Dover, por la diligencia-correo?
—Sí, señor.
—¿Iban en la diligencia otros viajeros?
—Sí, señor: dos.
—¿Dejaron la diligencia aquella noche, antes de llegar a Dover?
—Sí, señor.
—Vea usted al prisionero, señor Lorry, y díganos si era uno de aquellos viajeros.
—No puedo decir que lo fuera.
—¿Se parece a alguno de sus compañeros de viaje?
—Iban los dos tan embozados, la noche era tan obscura, y los tres guardamos tanta reserva, que me es imposible contestar la pregunta.
—Examine con más detenimiento al prisionero, señor Lorry. Represénteselo embozado, en la forma misma que iban sus compañeros de viaje, y díganos si, dada su estatura y corpulencia, es imposible que fuera uno de los dos viajeros.
—No es imposible.
—¿Usted no juraría que el reo no era ninguno de ellos?
—No.
—Luego confiesa usted que podía ser uno de ellos, ¿no es verdad?
—Admito la posibilidad, pero... pero recuerdo perfectamente que mis dos compañeros de viaje tenían... y yo también... un miedo horrible a los ladrones, y me parece que el reo no es de los que se asustan fácilmente.
—¿Y no ha visto usted nunca miedo... de pega, quiero decir, personas que fingen sentir un miedo que en realidad no sienten?
—No, señor.
—Vuelva usted a reconocer al reo, señor Lorry. ¿Recuerda haberle visto en alguna ocasión?
—Sí.
—¿Cuándo y dónde?
—A mi regreso de Francia, pocos días después del incidente de la diligencia, le encontré en Calais a bordo del barco en que yo volvía, e hicimos juntos el viaje.
—¿A qué hora embarcó el reo?
—Ya avanzada la noche. Era el único pasajero del barco, excepción hecha de nosotros, y llegó a última hora.
—¿Qué hora sería?
—Poco más de media noche.
—¿Y dice usted que llegó el último?
—Dió la casualidad que llegase el último, sí, señor.
—Dejemos a un lado las «casualidades». Fué el único pasajero que llegó a altas horas de la noche, ¿no es cierto?
—Sí, señor.
—¿Viajaba usted solo, o acompañado, señor Lorry?
—Con dos compañeros: un caballero y una señorita. Ambos están aquí.
—En efecto: aquí están. ¿Habló usted con el prisionero?
—Muy poco. El tiempo estaba tormentoso, la travesía era larga y pesada, y me la pasé de playa a playa tendido en el sofá.
—¡Señorita Manette!
Púsose en pie la señorita hacia la cual se habían antes vuelto todas las miradas, y hacia la cual se volvieron de nuevo al ser llamada. Al propio tiempo que ella, se levantó su padre.
—Examine usted al prisionero, señorita Manette.
Mil veces más penoso fué para el acusado verse frente a aquella niña, joven y hermosa, que le contemplaba con compasión anhelante, que afrontar las miradas curiosas de las turbas que llenaban la sala. Sin pestañear, sin que se alterase un solo músculo de su rostro, aguantó la terrible acusación del fiscal de la Corona; las declaraciones de los testigos de cargo no consiguieron demudar su semblante, pero al ver desde el borde de la tumba la mirada, no de curiosidad, sino de piedad, de la niña, todo su nervio, que era mucho, no bastaba a refrenar la agitación de su pecho, y en los esfuerzos desesperados hechos para permanecer sereno, sus labios quedaron descoloridos, toda la sangre refluyó a su corazón.
—¿Conocía usted al prisionero, señorita Manette?
—Sí, señor.
—¿Dónde le conoció usted?
—A bordo del barco que antes han mencionado y en la misma ocasión.
—¿Es usted la señorita aludida por el señor Lorry?
—¡Por desgracia, señor, soy yo!
Los acentos de compasión que la niña supo poner en su voz no dulcificaron la del juez, quien repuso con cierta severidad:
—Conteste la testigo las preguntas que se le hagan sin hacer observaciones ni comentarios... Señorita Manette, ¿sostuvo usted alguna conversación con el prisionero durante la travesía del Canal?
—Sí, señor.
—Refiérala.
En medio de un silencio imponente, comenzó la niña con voz débil:
—Cuando llegó a bordo ese caballero...
—¿Se refiere usted al prisionero?—interrogó el juez, frunciendo el entrecejo.
—Sí, señor.
—Pues cuando haya de nombrarle, llámele el prisionero.
—Cuando llegó a bordo el prisionero, advirtió que mi padre estaba muy fatigado y en estado de salud sumamente delicado. Tal era la postración de mi padre, que temiendo que le perjudicase la falta de aire, le preparé una cama sobre el puente, junto a la[66] escalera de la cámara, y yo me senté a su lado con objeto de atenderle. Los pasajeros no éramos más que cuatro. Fué tan bueno el prisionero, que después de rogarme que le dispensase el atrevimiento, me enseñó la manera de colocar a mi padre al abrigo del aire y del relente, cosa que yo no había sabido hacer. Prodigó a mi padre atenciones y bondades que no puedo olvidar, y estoy segura que se las prodigó de corazón. He aquí cómo comenzamos a hablar.
—Permítame que la interrumpa. ¿Llegó solo a bordo?
—No, señor.
—¿Cuántos le acompañaban?
—Dos caballeros franceses.
—¿Qué conferenciaban con el prisionero?
—Hablaron con el prisionero hasta el último momento. Cuando el barco levaba, se despidieron de él y saltaron a su bote.
—¿Se cambiaron entre ellos algunos papeles semejantes a éstos?
—Cambiaron algunos papeles, pero ignoro cómo o qué eran.
—¿Parecidos a éstos en tamaño y forma?
—Es posible, pero no puedo asegurarlo, aunque me encontraba yo muy cerca del sitio donde ellos hablaban. La noche estaba muy obscura y el prisionero y los caballeros franceses se colocaron en lo alto de la escalera de la cámara, debajo del farol allí pendiente. Sostenían, sin embargo, la conversación con voz tan baja, que no oí una palabra. Vi, sí, que leían papeles, y nada más.
—Repítanos usted la conversación que sostuvo con el prisionero, señorita Manette.
—El prisionero fué conmigo muy franco... puso en mí gran confianza... fué muy amable, muy bueno... trató con tierna solicitud a mi padre... y no quisiera—terminó la joven, hecha un mar de lágrimas—no quisiera corresponder a sus favores con declaraciones que acaso le perjudiquen.
Los moscardones azules volvieron a zumbar.
—Señorita Manette—replicó el fiscal,—si el prisionero no se convence de que usted presta la declaración que es su deber prestar... que está obligada a prestar... que no puede dispensarse de prestar, contra su voluntad y con sobrada repugnancia, habrá que confesar que está ciego. Tenga la bondad de continuar.
—Me dijo que motivaban su viaje asuntos de índole altamente delicada y comprometida, asuntos que acaso originasen serios conflictos entre pueblos distintos, y que por esta razón, viajaba bajo nombre supuesto. Me dijo que esos asuntos le habían llevado a Francia pocos días antes, y que probablemente, durante un período más o menos largo, le obligarían a hacer frecuentes viajes entre Inglaterra y Francia.
—¿Habló de América, señorita Manette? Tenga la bondad de especificar con detalles.
—Procuró explicarme las causas que dieron margen al conflicto, y me dijo que, en opinión suya, la sinrazón y la injusticia estaban de parte de Inglaterra. Añadió, en tono humorístico, que quizá Jorge Wáshington estaba llamado a alcanzar en la historia tan alto renombre como Jorge III. Pero en todo ello no había ni sombra de malicia: lo dijo riendo y para pasar el tiempo.
El señor fiscal de la Corona manifestó que consideraba necesario interrogar al padre de la señorita, al doctor Manette.
—Mire usted al prisionero, doctor Manette: ¿recuerda haberle visto antes?
—Una sola vez. Hará tres años o tres y medio que me visitó en mi casa de Londres.
—¿Puede usted decirnos si fué su compañero de viaje durante la travesía del Canal, o repetirnos la conversación que tuvo con su hija?
—Ni lo uno ni lo otro, señor.
—¿Existen razones particulares y especiales que le imposibilitan hacer lo que se le pide?
—Existen—contestó el doctor con voz muy baja.
—¿Son éstas la desventura de haber sufrido un cautiverio larguísimo en su país natal, sin ser condenado, y hasta sin ser acusado?
Con tono que penetró hasta el fondo de los corazones de todos los presentes, contestó:
—¡Un cautiverio eterno!
—¿Había recobrado usted recientemente la libertad, cuando se hizo el viaje a que me refiero?
—Eso me dicen.
—¿No lo recuerda usted?
—No recuerdo nada. Mi cerebro fué una noche profunda durante algún tiempo... no puedo decir cuánto... desde que en mi calabozo me dedicaba a hacer zapatos hasta que me encontré en Londres en compañía de mi querida hija. Me habitué a su trato... ignoro cómo... no conservo recuerdo del proceso... y al fin, el Dios misericordioso tuvo a bien devolverme las facultades.
El señor fiscal de la Corona dió por terminado el interrogatorio, y el padre y la hija volvieron a sentarse.
Ocurrió en este punto un incidente singular. El objeto de las actuaciones, el fin que en el proceso se perseguía, era demostrar que el acusado, en compañía de otro traidor cómplice suyo, cuya identidad era un misterio hasta entonces, viajeros, en la noche de un viernes del mes de noviembre de cinco años atrás, en la diligencia-correo de Londres a Dover, habían desmontado durante la marcha, con objeto de despistar, en un sitio en el que no pensaban quedarse, desde donde retrocedieron doce o más millas hasta llegar a una plaza fuerte que tenía arsenal, donde recogieron los da[68]tos que perseguían. Un testigo declaró que en el día y hora indicados había visto al prisionero en el comedor de un hotel de la plaza fuerte y arsenal mencionados, esperando a otra persona. El abogado defensor del procesado estaba sometiendo al testigo a un interrogatorio tan rígido como habilidoso, sin más resultado que el de asegurar aquél que jamás, ni antes ni después de la ocasión indicada, había visto al prisionero, cuando el caballero empelucado, que desde los comienzos de la vista tenía los ojos clavados en el techo de la Sala, escribió dos o tres palabras en un papelito, lo retorció, y seguidamente lo tiró al defensor. Este, después de leer el papelito, miró con atención y curiosidad extraordinarias al prisionero.
—¿Dice usted que tiene seguridad absoluta de que era el prisionero?—preguntó al testigo.
—Absolutísima.
—¿No ha visto nunca a nadie que se parezca al prisionero?
—A nadie que se le parezca tanto, que pueda dar lugar a una equivocación.
—Fíjese bien en aquel caballero,—repuso, indicando al que acababa de tirarle el papelito—y luego, fíjese bien en el prisionero. ¿Qué me dice usted? ¿No es verdad que se parecen bastante?
No obstante la dejadez y desaliño del caballero del papelito, existía entre él y el prisionero un parecido bastante notable para llenar de sorpresa no sólo al testigo, sino también a cuantas personas se hallaban en la Sala. El presidente del tribunal suplicó al repetido caballero del papelito que se quitase la peluca, y la semejanza se hizo muchísimo más notable. Preguntó el presidente al señor Stryver, que era el abogado defensor, si habrían de encausar por el delito de traición al señor Carton, nombre del caballero del papelito, a lo que el defensor respondió que no, pero que deseaba preguntar al testigo si creía que lo que una vez ha sucedido no puede suceder otra, si hubiera osado hablar con tanta seguridad y aplomo si antes hubiese visto aquel ejemplo palpable de su temeridad, si la vista de una persona que tanto se parecía al prisionero no habría sido golpe rudo asestado a su confianza, etc., etc. El resultado de este incidente fué aniquilar al testigo, destruir el efecto de su declaración, y quitar todo el valor a sus manifestaciones.
El buen Jeremías Lapa, que seguía el curso de la vista sin perder palabra ni gesto, hubo de escuchar cómo el defensor volvía la tortilla que el fiscal y los testigos habían servido al Jurado, diciendo que el excelso, el sublime patriota Barsad, era un espía mercenario, un vil traidor, un traficante en sangre que no conocía el decoro ni la vergüenza, el reptil de alma más negra que había existido en el mundo desde que el[69] maldecido Judas, a quien se parecía física y moralmente, lo deshonró con su presencia. Afirmó que el espejo de criado, el inocente Cly, era amigo y cómplice de Barsad, y digno de serlo por cierto, que los ojos siempre abiertos de aquellos miserables falsificadores y perjuros resolvieron convertir en víctima de sus codicias al prisionero, aprovechando para sus nefandos fines la circunstancia de que aquél, francés de origen, hacía frecuentes viajes entre Inglaterra y Francia por asuntos de familia que no podía explicar, y que no explicaría el prisionero, aun cuando su silencio le costase la vida, porque se lo vedaban altas consideraciones. Demostró que las manifestaciones hechas por la señorita Manette, cuya angustia al hacerlas todos habían tenido ocasión de apreciar, no tenían la menor importancia, ni eran otra cosa que inocentes galanterías, muy naturales en un joven que tropieza en un viaje con una niña agraciada, excepción hecha de lo referente a Jorge Wáshington, que a su juicio resultaba tan extravagante, que sólo como chiste desatinado cabía considerarlo. Añadió que daría la Justicia pruebas palpables de debilidad si persistía en la idea de perseguir una populachería estéril aprovechando bajas antipatías y temores nacionales que el señor fiscal de la Corona había explotado en su informe, el cual, en realidad de verdad, no tenía más fundamento que las ruindades y vilezas de una declaración cuya mala fe saltaba a la vista, declaración prestada con ánimo deliberado de desfigurar los hechos, declaración que tiende a que la Justicia, para vergüenza nuestra, añada un error lamentabilísimo a la interminable serie de los que ha cometido.
El presidente, cual si lo que acababa de manifestar el defensor no fuera expresión exacta de la verdad, interrumpió con cara fosca al orador, para decir, con grave ademán, que le era imposible continuar ocupando su elevado sitial si se le obligaba a tolerar alusiones tan desagradables.
Interrogó el defensor a los escasos testigos de descargo, y a continuación, los oyentes hubieron de admirar los esfuerzos hechos por el señor fiscal de la Corona para volver del revés el traje que el primero había confeccionado para el Jurado. Lo más saliente de su discurso fué asegurar una y mil veces que los heroicos Barsad y Cly eran mil veces más virtuosos de lo que al principio había dicho, y el prisionero mil veces más criminal. El presidente, en su informe final, dió vueltas y más vueltas al traje confeccionado por el fiscal y procuró deshacer las costuras del presentado por el defensor, demostrando tendencias decididas a preparar con uno y otro la mortaja del prisionero.
Retiróse el Jurado a deliberar[70] y los grandes moscardones azules dejaron oir de nuevo sus desagradables zumbidos.
El movimiento, los murmullos generales, la expectación que de todos los testigos de la vista se había adueñado, no fueron parte a que el señor Carton, que continuaba sentado y mirando al techo, variase de actitud ni de sitio. Mientras, su amigo el señor Stryver, recogiendo los papeles que tenía delante, conversaba con las personas que tenía más cerca y de tanto en tanto dirigía miradas de ansiedad al Jurado, mientras todos los espectadores se movían más o menos, ora separándose, ora reuniéndose de nuevo, mientras el mismo presidente abandonaba su asiento para pasear por la plataforma, dando motivos para que los presentes sospecharan que el estado de su ánimo distaba mucho de ser sosegado, el señor Carton permanecía arrellanado en su asiento, con la peluca medio ladeada, las manos en los bolsillos, como indiferente a todo y a todos, clavados en el techo los ojos como los había tenido todo el día.
Esto no obstante, el señor Carton avizoraba más detalles de la escena que ante sus ojos se desarrollaba de lo que a primera vista parecía. Prueba de ello es que, cuando la señorita Manette, rendida bajo el peso de tantas emociones, cayó desfallecida en los brazos de su padre, fué Carton el primero que lo advirtió, y el primero que acudió al remedio, diciendo:
—¡Guardia! Atienda usted a aquella señorita... Ayude al caballero a que la saque de la Sala... ¿No ve usted que está a punto de caer desmayada?
Todos se movieron a compasión al ver que retiraban a la señorita de la Sala, y no hubo quien no concediera todas sus simpatías al padre. La escena, que no podía menos de recordar a éste los años interminables de su inmerecida prisión, hubo de afectarle profundamente. Buena prueba de ello fué la intensa agitación interior que le produjo el interrogatorio, agitación que a nadie pasó inadvertida.
Momentos después se presentaba el Jurado, y por boca de su presidente manifestaba que, no habiéndose puesto de acuerdo, deseaba retirarse de nuevo.
El presidente de la Sala, cuya imaginación llenóla, si no se engañan algunos maliciosos, el retrato de Jorge Wáshington, manifestó alguna sorpresa al saber que el Jurado no se había puesto de acuerdo, pero accedió a que se retirara nuevamente a deliberar, y, sin duda para imitar su conducta, se retiró también él. La vista había durado todo el día y era preciso encender las luces de la Sala de Justicia. Circularon rumores de que las deliberaciones del Jurado serían largas, en vista de lo cual, los espectadores comenzaron[71] a desfilar para tomar algún refrigerio, y el reo fué llevado a la parte más retirada de la barra, donde tomó asiento.
El señor Lorry, que había salido acompañando a la señorita Manette y a su padre, reapareció de nuevo y llamó por señas a Jeremías Lapa.
—Si quiere usted tomar algo, Jeremías, puede hacerlo, pero sin alejarse mucho de aquí. Es preciso que cuando entre el Jurado se encuentre usted a mi lado, pues en el Banco esperan impacientes la noticia del veredicto. Es usted el mensajero más rápido que conozco y podrá llegar al Tribunal del Temple mucho antes que yo.
Lapa hizo una reverencia muy graciosa, ignoro si por la confianza que en su persona depositaba el señor Lorry, o si por el chelín que acababa de poner en sus manos.
En aquel punto abandonó su asiento el señor Carton y tocó en un hombro a Lorry.
—¿Cómo se encuentra la señorita?—preguntó.
—Terriblemente angustiada, pero procura consolarla su padre, y parece que se halla mejor que antes de salir de la Sala.
—Voy a decírselo al prisionero. Un caballero tan respetable como usted no está bien que le hable en público.
Enrojeció intensamente Lorry, sin duda porque vió que habían leído los pensamientos que en aquel instante le embargaban, y Carton echó a andar en dirección a la barra. Huelga decir que Jeremías Lapa le siguió con todos sus ojos, con todos sus oídos, y con todas las púas que adornaban su cuero cabelludo.
—Señor Darnay—llamó Carton.
El prisionero se levantó en seguida.
—Es natural que desee usted tener noticias de la testigo señorita Manette. Se encuentra mejor: ha pasado lo más intenso de su agitación.
—Con toda mi alma lamento haber sido la causa de ella. ¿Tendrá usted la bondad de hacérselo presente en mi nombre?
—Lo haré, si usted lo desea.
La actitud de Carton era tan indiferente, que rayaba en insolente.
—Lo deseo mucho, y doy a usted las gracias más cordiales—contestó el prisionero.
—¿Qué espera usted, señor Darnay?—preguntó Carton, medio vuelto de espaldas a su interlocutor.
—Lo peor.
—Hace usted bien, puesto que espera lo que probablemente será. Sin embargo, la nueva retirada del Jurado permite abrigar alguna esperanza.
Jeremías Lapa se alejó sin oir más. Allí, debajo del gran espejo que reflejaba las dos caras, quedaron los dos hombres, tan semejantes por las facciones y tan desemejantes en lo que a modales y actitud se refería.
Transcurrió lenta, pesada, eterna, hora y media más. El mensajero del Banco, después de tomar su refrigerio, se había sentado y dormido en un banco, cuando le envolvió el oleaje humano que clamoroso invadía nuevamente la Sala.
—¡Jeremías... Jeremías!—gritó el señor Lorry, procurando acercarse a la puerta.
—¡Aquí estoy, señor... pero he de abrirme paso a codazos si quiero volver a entrar!
Lorry extendió un brazo y le entregó un papel.
—¡Volando...! ¿Lo tiene ya?
—Sí, señor.
En el papel había escrita una sola palabra: «absuelto».
—Si esta vez hubiera escrito usted «Resucitado»,—murmuró Lapa al dar la vuelta—ya sabría yo lo que significa todo eso.
Fué lo único que pudo decir, o pensar, o hacer, hasta tanto no se vió fuera del Old Bailey, pues las turbas salían cual torrente desbordado arrollando y arrastrando cuanto tropezaban por delante. Los murmullos eran semejantes al recio zumbar de moscardones azules que se dispersan chasqueados al encontrarse privados de las piltrafas podridas que creían encontrar.
Trascolaban por los sucios y lóbregos pasadizos del edificio del tribunal los últimos sedimentos del guisote humano que durante todo el día había hervido en la Sala, cuando el doctor Manette, Lucía, su hija, el señor Lorry, el abogado defensor y el procurador de la defensa, formaban un grupo en derredor de Carlos Darnay, puesto momentos antes en libertad, a quien daban parabienes y enhorabuenas por haber escapado casi milagrosamente de la muerte.
Escasa era la luz, pero aun a la de un brillante sol de estío hubiese sido muy difícil reconocer en el sereno e inteligente rostro y cuerpo erguido del doctor al zapatero del sotabanco de París. Esto no obstante, era imposible verle una vez sin experimentar comezón irresistible de examinarle de nuevo, aun cuando el observador no hubiese tenido ocasión de escuchar el ritmo lúgubre de su voz profunda, ni reparado en la especie de nube que ensombrecía su fisonomía sin razón aparente. Y es que no necesitaba que causas externas evocasen en su alma, como había ocurrido en la Sala de Justicia durante la vista, ecos dolorosos de sus pasadas agonías; éstos brotaban espontáneamente, y al brotar, envolvíanle en algo[73] así como un velo fúnebre que no podían ver los que desconocían su triste historia.
Unicamente su hija conseguía ahuyentar de su mente los negros recuerdos que le perseguían insistentes. Lucía era el hilo de oro que le unía a un pasado anterior a sus miserias y a un presente posterior a sus desdichas. La dulce música de su voz, la alegría que reflejaba su linda cara, el contacto de su mano, casi siempre ejercían sobre él una influencia benéfica decisiva, y digo casi siempre, porque ocasiones había habido, aunque no muchas, en que el poder de la niña se había estrellado contra su tristeza. Lucía abrigaba la dulce esperanza de que esos casos no se repetirían.
Darnay había saboreado el placer de besar la mano de la joven, y después de exteriorizar con frases fervientes su gratitud, habíase vuelto hacia su defensor, el señor Stryver, a quien dió calurosamente las gracias. Stryver, hombre que apenas contaba treinta años de edad, aunque parecía de cincuenta, robusto, grueso, rojo, fanfarrón y refractario a toda clase de impulsos de delicadeza, poseía el secreto de amoldarse, moral y físicamente, a toda clase de compañías y conversaciones, y era de suponer que lo mismo que se amoldaba a las compañías y conversaciones, supiese amoldarse a las mil y una pequeñeces relacionadas con la vida.
Todavía llevaba puestas la toga y la peluca. Al ir a contestar a su defendido, giró sobre sus talones en forma que eliminó del grupo al inocente señor Lorry, y dijo:
—Celebro infinito haber sacado a usted del trance con honor, señor Darnay. Ha sido usted víctima de una persecución infame, brutalmente infame, pero que muy bien pudo tener el desenlace que perseguían sus enemigos.
—Las obligaciones que con usted he contraído no prescribirán jamás—respondió el joven, estrechando con calor la mano del abogado.
—He hecho por usted cuanto he podido, señor Darnay, y tengo la presunción de creer que puedo tanto como pueda cualquier otro hombre.
Las últimas palabras tenían una contestación obligada, que debía y podía dar cualquiera de los que formaban el grupo. Dióla el señor Lorry, probablemente interesada, es decir, para que de nuevo le admitieran en el grupo.
—Más, mucho más que ningún otro hombre—dijo.
—¿Lo cree usted así?—preguntó Stryver.—Perfectamente. Ha sido usted testigo de toda la vista, y motivos tiene para saber lo que dice. Además, es usted hombre de negocios.
—Y en calidad de tal—replicó Lorry, a quien el abogado había metido en el grupo de la misma manera que antes le había echado fuera—en mi calidad de tal, ruego al doctor Manette que ponga fin[74] a esta conferencia, a fin de retirarnos cada cual a su respectiva casa. La señorita Lucía no se encuentra bien, el señor Darnay ha pasado un día terrible, y todos estamos rendidos.
—Hable usted por sí, señor Lorry, hable usted por sí—dijo el abogado.—A mí me espera una noche de trabajo continuo.
—Por mí hablo—replicó Lorry—y por el señor Darnay, y por la señorita Lucía y... ¿No cree usted, señorita Lucía, que puedo hablar, por todos nosotros?—preguntó, dirigiéndose a la joven, pero mirando al mismo tiempo a su padre.
La cara del anciano adquirió una expresión indefinible al dirigir a Darnay una mirada intensa. En la frente del primero se marcaron profundas arrugas, sus labios se crisparon, y poco a poco sus miradas expresaron repugnancia, recelo y temor.
—¡Padre mío!—musitó en su oído, a la par que estrechaba su mano.
El anciano, cuyo rostro se fué iluminando gradualmente, se volvió hacia su hija.
—¿Vamos a casa, padre mío?—repuso la niña.
El doctor exhaló un suspiro muy hondo y muy prolongado, y contestó:
—Sí.
Los amigos del prisionero, a quienes éste había hecho creer que no sería puesto en libertad aquella noche, habíanse dispersado ya. Casi todas las luces que iluminaban los estrechos corredores del edificio siniestro, que a la mañana siguiente se llenaría de nuevo de gentes ávidas de emociones, se habían apagado. El abogado defensor se retiró el primero para ir a cambiar de ropa, y Lucía Manette llamó un coche, se despidió de los señores Lorry y Darnay, y se hizo conducir a su casa, acompañando a su padre.
Otra persona, que no había formado parte del grupo ni cambiado una palabra con ninguno de los que lo componían, se destacó de la pared contra la cual había estado apoyada y, tan pronto como se perdió de vista el coche, aproximóse silenciosa como una sombra a Lorry y a Darnay, que habían quedado hablando en la acera.
—¡Hola, señor Lorry!—dijo.—Parece que ya los hombres de negocios se atreven a hablar con Darnay, ¿eh? ¡Qué de conflictos originan los negocios! Se reiría usted, Darnay, si supiera las luchas que los hombres de negocios tienen que sostener entre sus impulsos naturales y las exigencias de su posición.
—Ya hizo usted antes esa misma indicación, señor Carton—replicó Lorry, enrojeciendo hasta lo blanco de los ojos.—Nosotros, los hombres de negocios, los que servimos a una casa, no somos dueños de nosotros mismos. Más que en nosotros, tenemos que pensar en la casa.
—¡Lo sé, lo sé, señor Lorry!—contestó Carton con negligencia.[75]—Sentiría que se molestase usted. Me consta que no es usted peor que los otros, y hasta me atrevería a asegurar que es mucho mejor.
—A decir verdad, caballero, no acierto a comprender su ingerencia. Perdóneme si, amparándome en mis años, le hablo con franqueza tal vez excesiva, pero no veo que usted tenga nada que ver en nuestros asuntos.
—¡Asuntos! ¡Válgame Dios, señor! Yo no tengo asuntos.
—Es una lástima que no los tenga usted.
—De acuerdo.
—Porque si los tuviera, les dedicaría alguna atención.
—¡No, amigo mío, no! ¡Tenga usted por seguro que no les prestaría ninguna!
—¡Está bien, señor!—exclamó Lorry, a quien llenó de indignación la indiferencia de su interlocutor.—Diga usted lo que quiera, es muy bueno y muy respetable tener negocios, y si en determinadas ocasiones los negocios imponen silencio, restricciones e impedimentos, de ello se hacen cargo los que, como el señor Darnay, son caballeros generosos... Señor Darnay... muy buenas noches. Le felicito con toda la efusión de mi alma y le deseo una vida próspera y feliz... ¡Cochero!
Un poquito incomodado consigo mismo, y desde luego más con su interlocutor, el señor Lorry tomó por asalto el coche y se hizo conducir al Banco Tellson. Carton, que olía a vino, y cuyo fuerte, a juzgar por las apariencias, no era la sobriedad, soltó la carcajada y se volvió hacia Darnay.
—¡Extraños caprichos tiene la casualidad, señor Darnay!—exclamó Carton.—¿Podía usted suponer que esta noche iba a encontrarse aquí, pisando las piedras de la calle, en compañía de su alter ego?
—¿Cómo había de suponerlo, si hasta el hecho de pertenecer a este mundo me parece un sueño?—contestó Darnay.
—No me admira, después de lo cerca que del otro se encontraba. Noto en su voz cierta debilidad, señor Darnay.
—Es que principio a creer que me encuentro débil, señor Carton.
—¿Por qué no come, pues? Yo comí ya, mientras aquellos zánganos se ponían de acuerdo acerca del mundo en que usted habría de vivir. Voy a acompañarle a la taberna más próxima donde podrá usted comer lo que le acomode.
Pasando sin más ceremonias su brazo por el de Darnay, Carton echó a andar hacia la calle Fleet, no tardando en dar con sus huesos en una taberna. El encargado acompañó a los recién llegados a un cuartito reservado, donde Darnay repuso sus fuerzas. Carton, sentado a la misma mesa frente a Darnay, se hizo servir una botella de vino.
—¿Va usted convenciéndose de que pertenece todavía a este mundo terrestre, Darnay?—preguntó Carton.
—Apenas si puedo darme cuenta cabal del tiempo y del lugar, pero confieso que me he convencido casi de lo que usted dice.
—¡Y se habrá convencido de ello con satisfacción inmensa!—exclamó Carton con cierto tono de amargura y llenando de nuevo el vaso, que por cierto era de los más grandes.—De mí puedo decir que mi mayor deseo sería olvidar que de él formo parte. Ni el mundo tiene para mí nada bueno... no siendo el vino, ni yo tengo nada bueno para el mundo. En lo que a este particular se refiere, somos tal para cual, nos parecemos bastante... Por supuesto, que voy creyendo que también usted y yo nos parecemos en todo, ¿no?
Carlos Darnay, sobre quien pesaba aún la influencia de las emociones del día, tardó bastante en contestar, sencillamente porque no sabía qué respuesta dar a las extravagantes palabras de su interlocutor. Cuando lo hizo, se mostró de perfecto acuerdo.
—Ahora que ha hecho usted honor a la comida, señor Darnay, ¿por qué no levanta una copa? ¿Por qué no brinda usted?
—¿Levantar la copa? ¿En honor de quién?
—En honor y por la salud de la persona cuyo nombre tiene usted en la punta de la lengua. Debe tenerlo, lo tiene, juraría que no me engaño.
—¡Brindo, pues, por la señorita Manette!
—¡A la salud de la señorita Manette!
Clavada una mirada insolente en Darnay, mientras apuraba el contenido del vaso, Carton estrelló el suyo contra la pared, después de beber, donde se hizo pedazos. Seguidamente tocó la campanilla y pidió otro.
—Es una niña encantadora, en cuya compañía sería delicioso hacer un viaje en coche, ¿eh?—preguntó, llenando de vino el vaso que acababan de traerle.
—Sí—contestó secamente y con un ligero fruncimiento de cejas Darnay.
—Digna de compasión y de que por ella se hagan verdaderas locuras. ¿Qué tal se encuentra? A fe que vale la pena verse en peligro de ser condenado a muerte a trueque de convertirse en objeto de sus simpatías y compasión: ¿qué me dice usted, Darnay?
El interpelado guardó silencio.
—Le agradó sobremanera escuchar el mensaje que por mi conducto la envió usted. No me lo dijo, pero lo supongo.
La alusión fué a manera de recordatorio para Darnay. Acordóse de que su desagradable compañero le había prestado un servicio en aquel día azaroso y le dió las gracias, llevando la conversación a aquel incidente.
—Ni me hace falta que me dé usted las gracias, ni las merezco—replicó con fría indiferencia Carton.—En primer lugar, no sabía[77] qué hacer, y en segundo, no sé por qué hice lo que hice. ¿Me permitirá usted que le haga una pregunta, señor Darnay?
—Cuantas guste, a ello le dan derecho los favores que me ha prestado.
—¿Cree usted que me es simpático?
—La verdad... señor Carton...—respondió Darnay, completamente desconcertado,—no se me ha ocurrido formularme esa pregunta.
—Hágasela usted ahora.
—Como si yo le mereciera alguna simpatía se comportó usted, pero si he de decir lo que siento, creo que no se lo soy.
—Y yo creo lo mismo que usted—observó Carton.—Principio a formar opinión excelente de su inteligencia.
—Lo que no debe ser obstáculo—repuso Darnay haciendo sonar la campanilla—para que yo le quede profundamente agradecido y para que nos despidamos sin malquerencias mutuas.
—Desde luego—contestó Carton.—¿Dice usted que me queda reconocido?
—Lo digo y así es.
—Entonces, mozo, tráeme otra pinta de este mismo vino, y despiértame mañana a las diez.
Pagada la cuenta, levantóse Darnay, dió las buenas noches y se encaminó hacia la puerta. Carton, sin contestar las buenas noches, levantóse también, miró con expresión airada al que se marchaba, y dijo:
—Dos palabras, señor Darnay, ¿Cree usted que estoy borracho?
—Creo que ha bebido usted mucho, señor Carton.
—¿Lo cree nada más? Sabe perfectamente que he bebido.
—Puesto que usted se empeña, diré que, en efecto, sé que ha bebido.
—En ese caso, quizá sepa usted también por qué he bebido. Soy un desilusionado, un desengañado. Ni a mí me importa la suerte de ningún hombre de la tierra, ni ningún hombre de la tierra se acuerda siquiera de mi persona.
—Lo que no deja de ser una desgracia. Debió usted dar mejor empleo a su talento.
—Puede que tenga usted razón, y puede que se engañe lastimosamente. No se envanezca, sin embargo, amigo mío, que no sabe usted lo que el porvenir le reserva... ¡Buenas noches!
Cuando quedó solo, aquel hombre singular tomó el candelero, se acercó a un espejo que pendía de la pared y examinó minuciosa y detalladamente la imagen reflejada en su tersa superficie.
—¿Te es simpático ese hombre?—murmuró, cual si dirigiera la pregunta a su propia imagen.—¿Por qué ha de serte simpático un hombre que se te parece? ¿Acaso tienes tú algo que pueda agradar a nadie? De sobras sabes que no. No acierto a comprender[78] el por qué del cambio... ¡Maldito seas!... ¡Y a fe que merece simpatía el hombre que te dice lo que pudiste ser y lo que en realidad eres! ¡Vaya!... ¡Dilo de una vez y con franqueza! ¡Tú aborreces a ese individuo!
Cual si el vino fuera para él manantial de consuelos, en muy contados minutos hizo pasar a su estómago la pinta de vino y quedó dormido en la misma mesa, apoyada la cabeza sobre sus brazos.
En aquellos tiempos, rendíase culto universal a la botella. Si yo especificase y detallase aquí la cantidad de vino y de ponche que un hombre tragaba en el curso de una noche, sin que su reputación de perfecto caballero sufriera el menor detrimento, a buen seguro que pasaría ante los lectores plaza de exagerador ridículo. Los hombres bebían mucho, y no eran ciertamente excepción de la regla las lumbreras del foro ni las notabilidades en cualquier otro ramo del saber humano, que nunca ha sido la ciencia barrera alzada entre quien la posee y los altares de Baco. No nos admira por tanto que el señor Stryver, letrado que avanzaba con paso de gigante por el camino de su lucrativa profesión, rindiera culto tan constante a la botella como las esponjas más resecadas de la comunidad de picapleitos.
Favorito en el Old Bailey e indispensable en el tribunal llamado Sessions, Stryver separaba con el pie los peldaños de la escalera a medida que los iba dejando atrás. Todos los días, en uno o en otro tribunal, la roja cara de Stryver brotaba de entre una capa de pelucas semejante al girasol que yergue su cabeza sobre un plantel de brillantes flores.
Habían observado en el foro que Stryver, en los comienzos de su carrera, si bien era hombre suelto de lengua, falto de escrúpulos, dispuesto a todo, osado y procaz, carecía de la facultad de entresacar la esencia, la medula de los informes y de las pruebas testificales, que tan indispensable es a todo buen abogado, pero posteriormente, hizo en este particular progresos maravillosos. Cuanto más trabajaba, con mayor facilidad llegaba al fondo, al tuétano de los asuntos, siendo de notar que, aun cuando tenía la costumbre de pasarse las noches de claro en claro vaciando botellas en compañía de Carton, los puntos que había de tratar a la mañana siguiente ni se borraban de su mente, ni se obscurecían.
Sydney Carton, el más vago y holgazán ejemplar de la humanidad, era el aliado más poderoso de Stryver. Sobre el líquido que entre los dos tragaban hubiera podido flotar perfectamente un[79] navío de tres puentes. Uno y otro llevaban la misma vida, uno y otro prolongaban sus orgías hasta la madrugada, y más de una vez vieron a Carton, ya bien alto el sol, dirigiéndose con paso vacilante a su casa o al estrado del tribunal. No faltaron maliciosos que aseguraron que Carton, si no era ni llegaría jamás a ser un león, en cambio era un tigre excelente, y que, en calidad de tal, prestaba preciosos servicios a su amigo Stryver.
—Las diez, señor—dijo el encargado de la taberna a quien Carton había encargado que le despertase.—Las diez de la noche.
—¿Qué ocurre?
—Que son las diez, señor.
—¿Y qué? ¿Las diez de la noche?
—Sí, señor. Me encargó que le despertase a esa hora.
—¡Ah, sí! ¡Ya me acuerdo! Está bien.
No sin que procurase dormir de nuevo, intentos que el tabernero combatió removiendo sin cesar el fuego y haciendo ruido, Carton concluyó por enderezarse y salir. Luego que hubo refrescado su cabeza dando un paseo regular, se dirigió al despacho de Stryver.
El oficial de Stryver, que jamás asistía a las conferencias que éste celebraba con Carton, había salido, y como consecuencia, hubo de abrir la puerta al visitante el mismo Stryver en persona. Iba en bata y zapatillas, y sus ojos brillaban entre dos círculos amoratados semejantes a los que caracterizan a todos los que hacen y han hecho vida disipada.
—Llegas un poquito tarde, Carton—dijo Stryver.
—Poco más o menos a la hora de siempre, tal vez quince minutos más tarde.
Ambos entraron en el despacho, pieza no muy grande, atestada de libros y de papeles. Ardía en ella una lumbre deliciosa. Sobre la mesa de trabajo, humeaba una tetera entre montones de papeles y botellas de ron, de brandy y de vino, y entre terrones de azúcar y limones.
—Veo que has despachado ya tu botella de costumbre, Carton.
—Esta noche fueron dos. Estuve comiendo con mi cliente de hoy... o viéndole comer, para el caso es lo mismo.
—Diste al asunto un giro verdaderamente singular, Carton, llamándome la atención hacia lo referente a la identificación del reo. ¿Cómo demonios se te ocurrió semejante cosa?
—¡Bah! Vi que era un buen mozo, muy guapo, y pensé que así podría ser yo, a poco que la suerte me hubiese favorecido.
Stryver soltó la carcajada.
—La suerte hay que llamarla trabajando, amigo mío, así que... ¡a trabajar!
Con cara más que medianamente fosca se aligeró el chacal de ropa, entró en la estancia contigua, y no tardó en salir con un cubo de agua, una palangana[80] y una o dos toallas. Empapó en agua fría las toallas, envolvió con ellas su cabeza, sentóse frente a la mesa, y dijo:
—Ya podemos principiar.
—No es mucho el trabajo que tenemos esta noche, Carton.
—¿Cuánto?
—Dos protocolos.
—Dame ante todo el peor.
—Aquí están los dos... ¡Manos a la obra!
El león del foro se arrellanó en un sofá mientras el chacal tomaba una silla. Sobre la mesa, interpuesta entre los dos, había botellas y vasos. Uno y otro recurrían a ellos con gran frecuencia pero de distinta manera: bebía el león, abstraído la mayor parte del tiempo, o a lo sumo ojeando indiferente algún documento poco importante, pero el chacal, con tal ardor y entusiasmo se entregaba a su tarea, que casi nunca seguían sus ojos el movimiento de las manos cuando éstas andaban en busca del vaso, resultando que más de cuatro veces andaba tentando uno o dos minutos antes de tropezar con el vaso y llevarlo a sus labios. En dos o tres ocasiones debió encontrar tan enrevesado el asunto que estudiaba, que consideró necesario levantarse de la silla y humedecer de nuevo las toallas.
Al cabo del rato consiguió el chacal preparar al león una comida aceptable, y procedió a ofrecérsela. El león procuró digerirla con cuidado y precauciones exquisitas separando algunos manjares, prescindiendo de algunos componentes y haciendo atinadas observaciones, que parecieron bien al chacal. Digerida la comida, el león se tendió sobre el sofá, mientras el chacal, después de vigorizarse nuevamente a fuerza de libaciones y de compresas de agua fría, se dedicó a la confección de la segunda comida, que fué servida al león en la misma forma que la anterior. Los relojes daban ya las tres de la madrugada.
—Ahora que hemos terminado, Carton, tomaremos un ponche.
Quitóse el chacal las toallas de la cabeza, bostezó, se desperezó, y preparó el ponche.
—Razón tenías, Carton, en lo referente a los testigos de esta mañana: todo salió a pedir de boca.
—Me parece que la tengo siempre: ¿te atreverás a decir lo contrario?
—¡No, hombre, no! Vienes hoy con el genio encrespado, amigo. No estará de más que lo rocíes con un buen chaparrón de ponche para suavizarlo.
El chacal contestó con un gruñido, pero siguiendo el consejo.
—El buen Sydney Carton, abogado de la Facultad de Zorrilandia, es una especie de columpio—observó Stryver.—Tan pronto está arriba, como abajo: al minuto de ser todo fuego, se le ve todo desesperación.
—¡Ah, sí!—replicó Carton, exhalando un suspiro.—Ya de estudiante me animaban los asuntos[81] de mis condiscípulos, muy contadas veces los míos.
—¿Pero por qué no?
—¡Vete a saber! Por temperamento, supongo.
Sentóse, dichas estas palabras, con las manos en los bolsillos, extendidas las piernas y mirando a la lumbre.
—No puede negarse, Carton—dijo Stryver al antiguo estudiante de la Facultad de Zorrilandia,—que tu temperamento, tu manera de ser, es y ha sido siempre defectuosa. Adolece de falta de energía, de unidad de propósito. Mírame a mí.
—¿Sermones a estas alturas?—exclamó Carton riendo cínicamente.—Ahora es cuando creo aquello del diablo predicador...
—¿Cómo he podido llegar a donde he llegado? ¿Cómo ocupo el puesto que ocupo?
—En parte, gracias a mi cooperación, supongo yo. Pero dejemos estas discusiones que no han de conducirnos a nada práctico. Tú haces lo que se te antoja, siempre has figurado en primera línea, y yo, en cambio, he formado siempre en la última.
—Tuve necesidad de abrirme el camino, si quise colocarme en primera fila, pues no sé yo que naciera en ella—replicó Stryver.
—No tuve el honor de presenciar la ceremonia de tu nacimiento, pero creo que, al echarte al mundo, te dejaron entre los privilegiados.
Los dos interlocutores soltaron la carcajada.
—Antes de cursar en la universidad de Zorrilandia—repuso Carton,—mientras cursábamos, y después que de ella salimos graduados, figurabas en fila distinta de la mía. Hasta cuando en París estábamos aprendiendo a mascullar el francés y adquiriendo algunas nociones de derecho francés, y familiarizándonos con muchas otras tonterías francesas, que de nada nos sirven, eras tú algo, mientras yo fuí siempre Don Nadie.
—¿De quién era la culpa?
—¡Por mi vida que no seré yo quien asegure que la culpa no fué tuya! Bullías tú tanto, te destacabas tanto, te movías, te agitabas en tales términos, que no sé que pudiera yo hacer otra cosa que permanecer envuelto en sombras y condenado al reposo... Pero dejemos este tema, que no es muy agradable, a fe mía, hablar del pasado obscuro de uno al romper el día.
—Perfectamente—dijo Stryver levantando el vaso.—Hablaremos de tu linda testigo. ¿No te parece que es tema más agradable?
No debía serlo, a juzgar por la sombra que obscureció su rostro.
—¡La linda testigo!—exclamó fijando sus ojos en el fondo del vaso.—He visto hoy muchas testigos... ¿A quién te refieres?
—A la preciosa hija del doctor, a la señorita Manette.
[82] —¿Es linda?
—¿No lo es, acaso?
—No.
—¡Pero hombre de Dios!... ¡Si ha sido la admiración del tribunal entero!
—¡Váyase al diablo el tribunal con su admiración! ¿Quién ha hecho al Old Bailey juez de la belleza? ¡Linda!... ¡Una muñeca de pelo de oro!...
—¿Sabes, Carton—preguntó Stryver, clavando en su amigo una mirada penetrante y pasando la diestra por su roja cara,—que voy creyendo que has simpatizado demasiado con esa muñeca de pelo de oro, y que tu interés advirtió muy pronto lo que a la tal muñeca de pelo de oro ocurría?
—¡Que lo advertí demasiado pronto! Me parece que si una niña, muñeca o no, se desmaya a dos varas de las narices de cualquier cristiano, puede advertirlo sin mirar con telescopio. El tema de la conversación no me desagrada, pero niego lo de la hermosura... ¡No bebo más!... ¡Me voy a la cama!
Cuando el dueño de la casa acompañó a Carton hasta el descansillo, para hacerle luz con la vela que llevaba en la mano mientras bajaba la escalera, comenzaban a filtrarse los resplandores inciertos del nuevo día por los empañados cristales. Llegado a la calle, vióse el chacal respirando una atmósfera fría y triste, bajo un cielo cubierto de nubes, bordeando un río de aguas negruzcas y en parajes que parecían el desierto de la vida. Torbellinos de polvo huían girando vertiginosos ante el soplo de la mañana, cual si lejos, muy lejos, hubieran emprendido el vuelo las arenas del desierto y sus primeras nubes amenazaran envolver la ciudad.
Falto de estímulos internos que avivasen sus energías, y puesto en el centro de un páramo sin fin, aquel hombre quedó erguido durante algunos minutos y vió, allá en las lejanías de la estepa desolada y triste que se extendía ante sus miradas, espejismos de ambición noble, reflejos de abnegación y de perseverancia. En la ciudad encantada que surgió ante sus ojos había elevadas galerías desde donde amorcillos y gracias le miraban sonrientes, bellos jardines donde maduraban los dulces frutos de la vida y aguas de esperanza que saltaban rumorosas. La visión se borró con tanta rapidez como había surgido. Poco más tarde subía la empinada escalera de su triste cuarto y caía sobre las revueltas ropas de su cama.
Su almohada estaba empapada en lágrimas cuando se alzó un sol enfermizo, triste, melancólico, aunque no tanto como aquel hombre de talento indiscutible, de grandes dotes, y sin embargo, incapaz de sentir dulces emociones, incapaz de dirigirse por los senderos de la vida, incapaz de proporcionarse bienestar, incapaz de saborear una gota de felicidad, sensible sólo a la eterna noche en que[83] se debatía y resignado a no salir nunca de ella.
Residía el doctor Manette en una de las calles más tranquilas de la ciudad, no lejos de la plaza de Soho. Una tarde deliciosa de un domingo, cuando las olas eternas de cuatro meses habían pasado sobre la causa criminal por traición relegándola al olvido y arrastrándola mar adentro a regiones hasta las cuales no llegaba el interés ni la memoria públicos, el señor Mauricio Lorry avanzaba a buen paso por las soleadas calles interpuestas entre Clerkenwell, donde vivía, y la casa del doctor, a cuya mesa debía sentarse aquella tarde. Bueno será que sepan los lectores que Lorry, después de varios períodos de retraimiento absoluto y de absorción completa en los negocios, había concluído por hacerse amigo íntimo del doctor y por ver en la calle tranquila en que éste vivía el oasis más delicioso de su vida.
Tres motivos principalísimos empujaban al señor Lorry, en este delicioso domingo, en dirección a la plaza de Soho, en las primeras horas de la tarde. Primera: porque antes de comer, casi siempre solía salir a paseo acompañando al doctor y a su hija Lucía. Segunda, porque los domingos por la tarde si ésta estaba poco apacible, la pasaba al lado de aquéllos, como amigo de la familia, hablando, leyendo, mirando por la ventana y moviéndose constantemente, y tercera, porque deseaba solventar algunas dudas enrevesadas, y sabía que en ninguna parte era tan probable que encontrase la solución como en la casa del doctor.
No había en todo Londres rinconcito más pintoresco que aquel en que vivía el doctor. Aislado de las grandes arterias de la ciudad, apenas si había tránsito, y desde los balcones del frente de la casa se dominaban vistas hermosas que llevaban estampado el sello del reposo. Los edificios eran muy escasos, y más aún hacia el norte del camino de Oxford, en cuyos dilatados campos, hoy desaparecidos, se alzaban deliciosos bosquecillos, crecían espontáneamente flores de vistosos colores que saturaban el ambiente de fragantes emanaciones y brotaban lindos capullos de los espinos blancos y de los oxiacantos. Como consecuencia, los aires circulaban con libertad completa por los alrededores de Soho, cuyos habitantes no se veían precisados a respirar la atmósfera mefítica y venenosa de los grandes centros donde se asfixian los pobres y languidecen los ricos. Cerca de los balcones del doctor había más de un peral, cuyos frutos llegaban a sazón en tiempo oportuno.
Los rayos del sol de verano penetraban radiantes en aquel deli[84]cioso retiro en las primeras horas del día, pero cuando quemaban, cuando convertían en ardiente horno los demás distritos de la ciudad, el rinconcito quedaba envuelto en sombras, bien que éstas no eran tan profundas que no las penetrasen los fulgores brillantes de un sol lejano. Era, en una palabra, un sitio fresco, sosegado y tranquilo, pero placentero, un puerto abrigado contra el estruendo y la agitación bramadora de las calles.
Un fondeadero tan ideal no se concebía sin una barca tranquila, y en efecto, la tenía. Ocupaba el doctor dos pisos de una casa bastante espaciosa, en cuyas puertas llamaban durante la noche muchos que solicitaban servicios que debían prestarse al día siguiente. A espaldas de la casa, y separado de ésta por un patio en cuyo centro crecía un plátano silvestre, había un edificio en el cual se fabricaban órganos de iglesia y cincelaba la plata y batía el oro un gigante misterioso cuyo potente brazo parecía brotar de la pared lanzando áureos destellos, cual si también el brazo fuera de oro y amenazara convertir en oro a cuantos visitaban aquel lugar. Apenas si estas industrias dejaban oir el menor ruido, muy contadas veces se veía llegar un visitante solitario y más contadas todavía las que un coche cruzara aquellos sitios apacibles. Cierto que de tarde en tarde se veía a algún obrero que atravesaba el patio poniéndose la chaqueta, o a un desconocido a quien atraía la curiosidad, o hería los oídos el eco lejano de algún martillazo del gigante de oro, pero eran éstas las únicas excepciones, siempre necesarias para probar la regla de que aquél era el rincón de los ecos, el centro del reposo y del silencio, que sólo interrumpían el piar de los gorriones que tenían su cuartel general en la copa del plátano silvestre.
Recibía el doctor Manette en su casa a los enfermos que le traía su antigua reputación unida a las brisas flotantes de la historia dolorosa de su vida. Sus conocimientos científicos, su práctica en el difícil ejercicio de su profesión y los experimentos ingeniosos a que se entregaba, diéronle una clientela muy envidiable y ganaba con creces lo necesario para cubrir las atenciones de la vida.
Todo esto lo sabía perfectamente el buen Mauricio Lorry cuando tiró de la cadena pendiente a lo largo de la puerta, y puso en movimiento a los moradores de la tranquila casa emplazada en el delicioso rinconcito que acabo de describir, un domingo por la tarde.
—¿Está en casa el señor doctor?
—No, señor.
—¿Y la señorita Lucía?
—Tampoco.
—¿Y la señorita Pross?
Probablemente esta última se encontraba en casa, pero como la[85] criada que abrió la puerta ignoraba cuáles fueran sus intenciones respecto a admitir o negar el hecho, contestó que tampoco.
—De todas suertes subo—replicó Lorry,—porque me considero aquí como en mi casa.
Aunque nada aprendió la hija del doctor en su patria de origen, es lo cierto que ésta la inició en aquella habilidad rara que consiste en hacer mucho con medios escasos, lo que constituía una de sus características más preciosas y agradables. Modesto y sencillo era el mobiliario de las habitaciones de la casa, y esto no obstante, algunas chucherías, que no tenían más valor real que el gusto exquisito con que estaban colocadas, daban a aquéllas un efecto delicioso. La disposición de cuanto en la casa había, comenzando por el mueble más grande y acabando por el objeto más insignificante, la combinación de colores, y el contraste obtenido merced a nonadas por manos delicadas, ojos de mirada clara y sentidos de gusto irreprochable, ofrecían un conjunto tan agradable en sí y retrataban tan gráficamente a su autora, que no parecía sino que con mudo pero elocuente lenguaje preguntaban al señor Lorry, mientras extasiado los contemplaba, si merecían su aprobación.
Tres habitaciones principales tenía el piso, cuyas puertas de comunicación estaban todas abiertas, a fin de que los aires circularan como dueños y señores por ellas. Lorry pasaba sonriente y complacido de una a otra. En la primera, que era la mejor, tenía Lucía sus pájaros, sus libros, una mesa escritorio y un costurero, así como también una caja de colores; la segunda era el salón de consultas del doctor, el que a la vez servía de comedor, y la tercera, cerca de cuyos balcones susurraban las hojas del plátano silvestre que en el patio crecía, era el dormitorio del doctor, en uno de cuyos rincones vió Lorry la banqueta y las herramientas de zapatero, tal como en otro tiempo estuvieron en el sotabanco de la taberna del barrio de San Antonio de París.
—Me sorprende—murmuró con voz clara e inteligible Lorry—que conserve estos objetos que por necesidad han de recordarle sus sufrimientos y miserias.
—¿Y por qué ha de sorprenderle?—preguntó de pronto una voz brusca que le obligó a volverse vivamente.
La voz tenía su origen en la garganta de la señorita Pross, que era la misma mujer de cara colorada y mano fuerte y pesada con la cual trabó Lorry conocimiento en el Hotel del Rey Jorge en Dover.
—Se me figuraba...—comenzó a decir Lorry.
—Se le figuraba... ¿qué?—replicó la señorita Pross.—¡Alguna sandez sin duda!
Lorry no contestó.
—¿Cómo está usted?—preguntó entonces la dama con voz dura,[86] bien que sin malicia ni ánimo de ofender.
—Muy bien, gracias... ¿y usted?
—Descontenta a más no poder.
—¿Será posible?
—¡Y tan posible! Me saca de mis casillas lo que ocurre con la señorita Lucía.
—¿Será posible?
—¡Pero hombre de Dios! ¿No ha aprendido más que esas dos palabras que me coloca a cada paso? ¡Será posible!... ¡Un poco de variación, si no quiere acabar de desesperarme!
—¿De veras?—preguntó Lorry, enmendándose.
—No es la frase muy feliz que digamos, pero, en fin, vale más que su sempiterno «será posible». Pues sí, señor; lo que ocurre con la señorita me saca de quicio.
—¿Será indiscreción preguntar la causa?
—Me ataca los nervios que vengan a verla docenas de personas que no son dignas de ella.
—¿Docenas?—preguntó Lorry admirado.
—Centenares—replicó la señorita Pross, una de cuyas características, que suele ser la de muchas personas, era exagerar la afirmación original, si observaba que alguien la ponía en tela de juicio.
—¡Santo Dios!—exclamó Lorry, a quien no se le ocurrió otra contestación más apropiada.
—Desde que la señorita tenía diez años, he vivido con ella... o ella ha vivido conmigo, y me ha pagado, lo que nunca hubiese consentido, téngalo usted por seguro, si yo hubiera encontrado el secreto de cuidar de mí y de ella por nada. ¡Oh! ¡Es verdaderamente doloroso!
Lorry, no viendo con claridad qué podía ser lo doloroso, limitóse a mover la cabeza, utilizando aquella parte de su persona como capa la más indicada para taparlo todo.
—A todas horas rondan en torno suyo infinidad de personas que no son dignas de mi tesoro, señor Lorry. ¡No, no lo son, ni mucho menos! Cuando usted dió principio al desfile...
—¿Yo le di principio, señorita Pross?
—¡Claro que sí! ¿Quién sacó a su padre de la tumba?
—Si eso fué darle principio...
—Supongo que no pretenderá usted decir que eso fué darle fin... Repito que cuando dió principio al desfile, resultaba ya éste bastante desagradable. Y cuenta que no es mi intención decir que tenga la culpa el doctor Manette, en quien no veo más falta que la de no ser digno de tener una hija como la que tiene, y ésa no le es imputable, toda vez que en el mundo no existe persona que sea digno de serlo. Al padre quizá habría yo podido perdonarle, pero confiese usted que es horriblemente doloroso ver a todas horas turbas y enjambres de personas que se mueven al rededor del padre y me roban el afecto de la hija.
Sabía Lorry que la señorita[87] Pross era la encarnación de los celos, pero constábale al propio tiempo que, prescindiendo de sus extravagancias, figuraba a la cabeza de esos seres puros de todo egoísmo que, cediendo a motivos de cariño y de admiración, tienden voluntariamente el cuello a la cadena de la esclavitud, dispuestos a sacrificarse en aras de una juventud que ellos han perdido, de una hermosura que nunca atesoraron, de dones y perfecciones que jamás tuvieron la fortuna de alcanzar, y de esperanzas halagüeñas que nunca derramaron un punto de luz sobre sus sombrías vidas. Tenía Lorry conocimiento bastante perfecto del mundo para saber que nada puede compararse a los servicios fieles y abnegados que tienen su asiento en el corazón, y como consecuencia, los de la señorita Pross le merecían un respeto tan exaltado, que en las clasificaciones distributivas que mentalmente hacía, pues nadie deja de hacerlas, en mayor o menor número, colocaba a la colorada y expeditiva dama mucho más inmediata al último peldaño de los ángeles que a no pocas señoras inconmensurablemente mejor dotadas que aquélla, tanto por la Naturaleza, como por el Arte, y dueñas, por añadidura, de capitales depositados en las cajas del Banco Tellson.
—No ha existido, ni existirá más que un hombre digno de la señorita—dijo la señorita Pross.—Ese hombre fué mi hermano Salomón... si no hubiera tenido un pequeño desliz en la vida.
Una observación: las investigaciones practicadas por Lorry acerca de la historia personal de la señorita Pross, habían dado por resultado la averiguación y comprobación del hecho de que su hermano Salomón fué un miserable desalmado que la robó cuanto poseía, so pretexto de especular y comerciar, dejándola luego abandonada en su miseria, sin pizca de remordimiento. La buena opinión que de su hermano tenía la señorita Pross, no obstante su pequeño desliz, era para el señor Lorry motivo de admiración profunda y contribuía a acrecentar en grado superlativo el respeto que a aquella profesaba.
—Puesto que nos encontramos solos en este momento, y los dos somos personas de negocios—dijo Lorry cuando, momentos después se habían sentado ambos en el salón,—me permitiré hacer a usted una pregunta: En las conversaciones que el doctor tiene con su hija, ¿hace alguna vez referencia a los tiempos en que cosía zapatos?
—Nunca.
—Y sin embargo, guarda en su alcoba la banqueta y las herramientas del oficio.
—He dicho que nunca habla de ello con su hija—replicó la señorita Pross,—pero me guardaré muy mucho de asegurar que no habla consigo mismo.
—¿Cree usted que piensa en ello con frecuencia?
—Sí.
—¿Imagina usted?...
—¡Yo no imagino nunca!—exclamó la señorita Pross interrumpiendo a su interlocutor.—No tengo imaginación, ni me hace falta.
—Me corregiré... ¿Supone usted... llega hasta el punto de suponer algunas veces?
—De vez en cuando, sí.
—Pues bien, ¿supone usted que el doctor Manette abriga alguna sospecha... o certeza, que ha sobrevivido a sus miserias pasadas, acerca de la causa, de los motivos de su infortunio? ¿Supone usted tal vez, que hasta sospecha o conoce quien fué su opresor?
—Yo no supongo nada más que aquello que me dice la señorita.
—Y la señorita dice...
—Que cree que su padre sospecha o sabe.
—No se enfade usted si le hago estas preguntas. Yo soy un hombre de negocios, bastante obtuso, y usted es una mujer de negocios.
—¿Obtusa?—interrogó la señorita Pross.
—¡No, no, no!—contestó Lorry.—¡No tiene usted nada de obtusa! Pero volviendo al asunto, me permitiré preguntar: ¿no es singular, incomprensible, que el doctor Manette, inocente de todo crimen, según nos consta a todos, evite siempre con tanto cuidado tocar esa cuestión? Y no es que yo me admire de que no la toque conmigo, aunque hace años sostuvimos relaciones frecuentes de negocios y hoy nos liga amistad estrecha, pero sí me maravilla que no hable de ello con su hija, que tanto le quiere y a quien él adora... Créame, señorita Pross, no es la curiosidad la que dicta mis palabras, sino el afecto vivo que por los habitantes de esta casa siento.
—Pues bien, según yo creo... y cuando creo una cosa suelo aproximarme a la realidad, guarda ese silencio que tanto maravilla a usted porque le da miedo hablar del asunto.
—¿Miedo?
—Está claro como la luz, y además encuentro muy justificado el miedo. Son recuerdos espantosos, no sólo por lo que sufrió, sino también porque en sus sufrimientos naufragó su inteligencia. Como quiera que ignora cómo y cuándo la perdió, y cómo y cuándo la recobró, natural es que tema perderla otra vez. Como usted comprenderá, esta sola consideración bastaría para que le fuera poco grato hablar del asunto.
—Es verdad—contestó Lorry, a quien satisfizo la profunda observación de su interlocutora.—Por necesidad ha de inspirarle miedo hablar de su calvario... Con todo, señorita Pross, dudo mucho que a su tranquilidad de alma convenga guardar en el fondo de su pecho recuerdos tan espantosos, y estas dudas, y la intranquilidad que con frecuencia me producen, han sido precisamente las[89] que me han movido a provocar estas confianzas.
—El mal, si realmente es mal, no tiene remedio—contestó la señorita Pross moviendo la cabeza.—Toque usted esa cuerda, y los resultados serán contraproducentes; así que, preferible es callar. ¡Cuántas veces, a altas horas de la noche, salta de la cama, y comienza a pasear agitado, arriba y abajo, arriba y abajo, por su habitación! La señorita sabe ya hoy que cuando eso ocurre, la imaginación de su padre pasea arriba y abajo, arriba y abajo, por la mazmorra que durante tantos años le sirvió de tumba. Corre entonces al cuarto de su padre y, puesta a su lado, pasea con él arriba y abajo, arriba y abajo, hasta que se convence de que se ha tranquilizado. Pero jamás explica el doctor la causa de su desasosiego y jamás se lo pregunta su hija. Los dos juntos pasean arriba y abajo, arriba y abajo, sin despegar los labios, hasta que la proximidad de su hija, y el amor ciego que la profesa, hacen que el doctor vuelva en sí.
Había negado la señorita Pross que tenía imaginación, pero daba un mentís a su afirmación la evidencia de que la perseguía una idea triste, evidencia puesta de relieve por la repetición de la frase «arriba y abajo», pues no cabía dudar que se trataba de una idea fija.
La casa del doctor parecía la casa de los ecos. A la mención de los agitados paseos nocturnos del doctor, contestó el ruido de pasos que se acercaban, y a éstos, la terminación de la conferencia.
—¡Ya están aquí!—exclamó la señorita Pross, poniéndose vivamente en pie.—No tardarán en llegar a esta casa las gentes por cientos.
Tan maravillosas condiciones acústicas reunía aquella casa, que con toda propiedad se la hubiera podido llamar el oído del distrito. Lorry, que asomado a la ventana oía perfectamente el rumor de los pasos del padre y de la hija, creyó que no iban a llegar nunca. No sólo llegaban hasta él los ecos de los pasos de los que se aproximaban, sino también otros muchos que se extinguían cuando más cerca parecían estar. Al fin apareció el doctor dando el brazo a su hija, a los que recibió en la puerta de la casa la señorita Pross.
Era encantador ver a la señorita Pross, no obstante su fealdad, su encendido color rojo y su expresión ceñuda, apresurándose a quitar el sombrero a su señorita mientras ésta subía la escalera; cómo, para no mancharlo, se envolvía los dedos con el pañuelo de bolsillo, cómo intentaba quitarle el polvo soplando sobre él, cómo ahuecaba su espléndida cabellera rubia con tanto orgullo y satisfacción como hubiera podido hacerlo con la suya propia, suponiendo que ella hubiera sido la mujer más hermosa y más vana de la creación. Era también en[90]cantador ver a la señorita abrazando a su doncella, dándole las gracias y protestando contra tanta atención y tanto trabajo, bien que protestando con la risa en los labios, pues de no hacerlo así, la señorita Pross, profundamente dolorida, se hubiese retirado a su cuarto para pasarse en él el día llorando. No era menos encantador ver al doctor contemplándolas con arrobamiento y oir cómo decía a la señorita Pross que echaba a perder a Lucía a fuerza de atenciones y cuidados, pero con acento tan dulce y mirada tan tierna, que bastaban, y aun sobraban, para echar también a perder a la señorita Pross y a cien más como ella, y finalmente, era asimismo encantador ver al señor Lorry arreglándose su peluquín y dando mentalmente gracias a su estrella que, si le hizo solterón empedernido, dejóle entrever, en los años de su vejez, las puras alegrías de un hogar. Todo era encantador, pero los cientos de personas que debían girar en torno de Lucía no parecían por ninguna parte, y en vano esperaba el buen Lorry el cumplimiento de la profecía de la señorita Pross.
Llegó la hora de sentarse a la mesa, pero no llegaban los cientos.
En la distribución de las faenas domésticas, la señorita Pross se había reservado el cetro de las regiones más bajas de la casa, y es preciso confesar que lo manejaba a maravilla. Imposible llevar a mayor grado de perfección sus comidas, modestas en sí, pero admirablemente guisadas y más admirablemente servidas, con arreglo a un gusto mitad francés y mitad inglés. Como quiera que la adhesión de la señorita Pross era eminentemente práctica, había registrado hasta los últimos rincones de Soho y de los territorios adyacentes en busca de franceses pobres que, tentados por el alegre tintineo de los chelines y de las medias coronas, la revelaron todos los misterios del arte culinario. Tantos y tan maravillosos conocimientos aprendió de aquellos hijos e hijas de la Galia, que la mujer y la muchacha que formaban la servidumbre de la casa veían en ella una hechicera, una abuela de la Cinderella capaz de tomar en sus manos un pollo, un conejo, o un par de patatas, y convertirlas en el manjar que se le ocurriese.
Sentábase los domingos la señorita Pross a la mesa de la familia del doctor, pero en los días restantes de la semana solía comer a horas desconocidas, bien en las regiones bajas, bien en su habitación, situada en el piso segundo, vedada a todo el mundo, excepción hecha de la señorita Lucía. En la comida del domingo a que se contrae este relato, la señorita Pross, correspondiendo a la alegría que reflejaba el rostro de la hija del doctor, y deseando agradarle, se abandonó a una animación inusitada, y[91] como consecuencia, el rato que los comensales pasaron en la mesa resultó agradabilísimo.
Era un día de calor sofocante, en vista de lo cual, a los postres, propuso la señorita Lucía ir a beber el vino bajo el plátano silvestre del patio, donde podrían disfrutar de un ambiente más agradable. Como todo el mundo ansiaba dar gusto a la mimada de la casa, al patio salieron inmediatamente y tomaron asiento bajo el plátano, donde Lucía, que desde algún tiempo antes se había asignado a si misma el cargo de copero del señor Lorry, escanció el vino. Remates de casas próximas parecían asomar las cabezas sobre las cercas del patio mientras los reunidos hablaban, y las hojas del plátano susurraban en sus oídos las palabras rumorosas propias de sus barnizadas lenguas.
La comida había terminado, pero los cientos de visitantes no se presentaban. Cuando los comensales estaban sentados bajo el plátano llegó el joven Darnay, pero no era más que uno.
Dispensóle el doctor Manette un recibimiento cordial y otro tanto hizo su hija. La señorita Pross, acometida de súbito de una sensación de cosquilleo en la cabeza y resto del cuerpo, retiróse al interior de la casa. Parece que frecuentemente era víctima de aquel desorden, que ella, en el seno de la familia, solía llamar «un ataque de nervios».
Estaba el doctor de excelente buen humor y parecía muy joven. Sentado al lado de su hija, cuya cabeza aparecía reclinada sobre su hombro, resaltaba tanto la viva semejanza que entre ambos existía, que hasta el más miope había de observarla.
La conversación versó sobre muchos y muy variados temas, habiendo sido el doctor de los que mayor vivacidad y animación mostraron. En ocasión en que estaban hablando de los edificios más notables de Londres, preguntóle Darnay:
—Dígame, doctor, ¿ha visitado usted la Torre?
—Con Lucía la visité en una ocasión, pero de corrido, sin detenernos—contestó el doctor.—Vimos lo bastante para apreciar que efectivamente es digna de interés, pero nada más.
—Yo he estado en ella, según recuerda usted—repuso Darnay con sonrisa un poquito forzada,—pero no como turista ni en condiciones de ver gran cosa de ella. Una historieta me refirieron durante mi estancia que llamó poderosamente mi atención.
—¿Por qué no nos la cuenta usted?—preguntó Lucía.
—Con mucho gusto. Parece que, en el curso de unas obras que hubieron de hacer, los operarios encontraron una mazmorra antiquísima, utilizada en fecha remota y olvidada desde muchos años antes. Todos los sillares del interior estaban llenos de inscripciones grabadas en la piedra por los[92] prisioneros. Las inscripciones eran fechas, nombres, quejas, maldiciones, plegarias, etc. En el sillar de un ángulo del muro, un reo, condenado a muerte, según todas las probabilidades, esculpió a última hora cuatro letras. Debió emplear una herramienta poco a propósito, e hizo la obra aceleradamente y con pulso poco firme. Examinadas las letras, todos creyeron, al principio, que eran G. A. V. A., pero una observación más detenida puso de relieve que la letra primera no era G, sino C. No figuraba en los archivos ningún prisionero a cuyo nombre y apellidos correspondieran aquellas iniciales. A fuerza de meditar y dar vueltas al asunto, vínose en conocimiento de que las letras en cuestión no eran iniciales, sino un nombre completo: Cava. Practicáronse algunas excavaciones, que dieron por resultado el hallazgo, debajo de una losa o azulejo, de algunos fragmentos de papel, mezclados con pedazos de una cajita o pequeño saco de cuero. Nadie ha podido averiguar qué fué lo que el condenado a muerte escribió en el papel, aunque sí pudo apreciarse que estaba escrito. Sin duda lo enterró para que no lo encontrara el alcaide.
—¡Padre mío!—exclamó Lucía.—¿Se encuentra usted enfermo?
Motivó esta pregunta el hecho de que el doctor se pusiera violentamente en pie y llevara las manos a la cabeza. Su rostro reflejaba horrible espanto.
—No, hija mía, no estoy enfermo—contestó el doctor.—Comienza a llover... caen gotas muy anchas y me he asustado irreflexivamente. Creo que debemos ponernos a cubierto.
Habíase repuesto casi instantáneamente. Era cierto que las nubes enviaban algunas gotas anchas de agua, de las cuales mostró una el doctor en el dorso de la mano. Ni una palabra dijo acerca de la historia que Darnay estaba refiriendo, y cuando entraron en la casa, el ojo experto de Lorry descubrió, o creyó descubrir, en la mirada del doctor, al fijarla en Darnay, la misma mirada extraña que había observado mientras salían de la Sala del Tribunal a raíz de haber sido declarado inocente el segundo.
La expresión de aquella mirada se borró con tal rapidez, que Lorry llegó a sospechar si le habría engañado su ojo experto. El gigante del brazo de oro no hubiera dicho con más serenidad que el doctor que todavía no se había abroquelado contra sorpresas pequeñas, y que la gota de agua, al caer sobre el dorso de su mano, le había asustado.
Preparó la señorita Pross el te, lo sirvió, resistió otro «ataque de nervios», y los cientos de visitantes continuaban sin dar señales de presencia. Llegó el señor Carton, pero entre éste y Darnay no sumaban más que dos.
Tan calurosa era la noche, que no obstante haber tenido la pre[93]caución de dejar abiertas puertas y ventanas, no bien tomaron el te, todos se dirigieron a un balcón, en busca de aire fresco que respirar. Sentóse Lucía al lado de su padre, Darnay junto a Lucía, y Carton apoyó sus espaldas contra el antepecho. Las cortinas del balcón eran blancas, y cuando alguna racha de viento las agitaba alzándolas hasta el techo, más que cortinas parecían alas espectrales.
—Todavía caen gotas anchas, escasas y pesadas—dijo el doctor.—Se acerca con mucha lentitud.
—Pero con mucha seguridad—replicó Carton.
Huían presurosas las gentes de las calles ansiando ponerse bajo techado antes que estallara la tormenta. El ruido de sus pasos llegaba al maravilloso rinconcito de los ecos, pero sin que nadie viera a los que caminaban.
—Muchas personas moviéndose, y sin embargo, la soledad más absoluta—observó Darnay, tras unos momentos de atención.
—¿Verdad que impresiona, señor Darnay?—preguntó Lucía.—Muchas noches me siento en este mismo sitio, y mi fantasía... pero hasta la loca de la casa se empeña en asustarme esta noche... tan lóbrega... tan solemne...
—Nos asustaremos todos—dijo Darnay, chanceándose.—Veremos a qué sabe el susto.
—A usted no le sabrá a nada. Esas extravagancias solamente impresionan a aquellos cuya fantasía las forja, según creo: no son contagiosas. Repito que muchas noches me he sentado en este mismo sitio, sola, atento el oído, y mi fantasía ha dado forma tangible a los ecos, y ha visto en ellos a las personas que se han relacionado o han de relacionarse en breve con mi vida.
—Llega el día en que son muchas las personas que establecen relaciones estrechas con nuestras vidas—observó Carton.
El rumor de pasos era incesante, y las carreras de las gentes que huían, más precipitadas. Parecía que sonaban pasos debajo del balcón, en la habitación misma, unos iban, otros venían, estos se alejaban y aquellos se aproximaban, y, sin embargo, la vista no descubría alma viviente.
—¿Se reserva para usted sola todo el ruido de pasos que llega a nuestros oídos, señorita Manette, o prefiere que nos los distribuyamos entre todos?—preguntó con entonación humorística Darnay.
—No sé qué contestar a usted, señor Darnay. Principié por decir que era una extravagancia, una tontería mía, pero la culpa de que yo la dijera fué de usted, que me preguntó. Cuando esa idea ha producido impresión en mí, siempre me he encontrado sola, y quizá esta circunstancia haya engendrado en mí la creencia de que los ecos repetían el rumor de pasos de las personas que han de ejercer influencia en mi vida o en la de mi padre.
—Las reclamo para que la ejer[94]zan en la mía—replicó Carton.—Vengan sobre mí, sin explicaciones, sin condiciones. En este instante están prontas a caer sobre nosotros ingentes muchedumbres... Las estoy viendo a la luz... cárdena del relámpago—terminó diciendo, en el momento que surcaba los aires gigantesca culebra de fuego.
Sonó un trueno horrísono, y Carton repuso:
—Y ahora las oigo... ¡Vean ustedes cómo se acercan, rápidas... furiosas... bramadoras!
La voz tremenda de los elementos desencadenados obligó a Carton a poner fin a sus extravagancias, sencillamente porque nadie podía oirlas. La tempestad fué horrorosa. El agua caía a torrentes de un cielo encendido, acompañada de truenos tan ensordecedores, que no parecía sino que el mundo saltaba hecho pedazos. A eso de media noche, brotó la luna, plácida, serena.
Sonaba la una de la madrugada en la torre de San Pablo cuando el señor Lorry, acompañado por Jeremías Lapa, armado de su correspondiente farol, emprendía el viaje de regreso a Clerkenwell.
—¡Qué noche, Jeremías, qué noche!—exclamaba Lorry—¡La más indicada para que los muertos salgan de sus tumbas!
—No los he visto salir nunca, señor, ni espero verlo—respondió Jeremías Lapa.
—¡Buenas noches, señor Carton!—dijo Lorry.—¡Buenas noches, señor Darnay! ¿Volveremos a ver juntos una noche como esta?
¡Quién sabe! ¡Quizá llegase día en que vieran innumerables muchedumbres, bramadoras, ebrias de sangre, cerrando contra ellos!
El señor, uno de los magnates más influyentes y poderosos de la corte, celebraba en su suntuoso palacio de París su acostumbrada recepción quincenal. Hallábase el señor en su gabinete más íntimo, especie de santuario para la turba de adoradores encargados del servicio del resto de los salones. Disponíase el señor a tomar su chocolate. Con facilidad maravillosa podía engullirse el señor mil cosas, y hasta eran muchos, gentes maliciosas sin duda, que creían a pie juntillas que se estaba engullendo con rapidez pasmosa a Francia, pero el chocolate matinal no podía pasar por la garganta del señor sin la ayuda de cuatro hombres fuertes, amén del cocinero.
Sí, cuatro hombres exigía operación tan importante, cuatro hombres, cubiertos de galones de oro, con un jefe, quien en su afán por seguir la noble y casta moda implantada por su señor, no hubiera podido vivir sin llevar en el bolsillo dos enormes relojes de oro, eran indispensables para que el afortunado chocolate tuviera el[95] honor de llegar hasta los labios del señor. Un lacayo conducía la chocolatera a la sagrada presencia del señor; otro picaba el chocolate con un instrumento reservado para tan importante función, otro, el tercero, presentaba la favorecida servilleta, y el cuarto (el de los dos relojes de oro) vertía el chocolate en la taza. ¿Prescindir el señor de uno solo de los cuatro servidores mientras tomaba el chocolate entre los cielos que admirados y complacidos presenciaban la operación? ¡Horror! Tomar el chocolate servido por solos tres hombres, hubiese equivalido a manchar el inmaculado escudo del señor: tomarlo servido innoblemente por dos, habría sido tanto como darle muerte.
La noche anterior, el señor había asistido a una cena de confianza, previa representación admirable de una comedia y de una ópera. El señor solía asistir casi todas las noches a cenas análogas, en cuyos actos le rodeaba una compañía encantadora y fascinadora. Tan fino, tan impresionable era el señor, que en su elevada alma ejercían más influencia la comedia y la ópera que los áridos y fastidiosos negocios de Estado y las necesidades de Francia, circunstancia venturosa para esta nación, como lo es siempre para las que se ven o se han visto tan favorecidas como ella... como lo fué, por ejemplo, para Inglaterra en los nunca bastante llorados tiempos de los joviales Estuardos.
Tenía el señor una idea nobilísima acerca de los negocios públicos en general, y era que es preciso dejar que sigan su curso natural, y otra idea, no menos nobilísima, sobre los negocios particulares... que también debían seguir su curso natural; y el curso natural de los primeros, como el curso natural de los segundos, era ir en derechura a las manos y al bolsillo del señor. En cuanto a los placeres, generales y particulares, opinaba el señor que para disfrutarlos él había sido creado el mundo y colocado en él el hombre. Su divisa era la siguiente: «Mío es el mundo y todo cuanto contiene, dice el Señor».
Pese a sus opiniones, había visto el señor, con el desagrado natural, que en sus asuntos y en sus placeres, tanto privados como públicos, habían venido a mezclarse molestias de lo más vulgar que no dejan de crear dificultades y apuros, también de lo más vulgar, en vista de lo cual, decidió aliarse con un aperador general, resolución tanto más cuerda cuanto que se había hecho indispensable, y esto, por dos motivos principales. Primero: porque el señor no entendía en asuntos tan vulgares como los referentes a la Hacienda pública, y como consecuencia, debía confiarlos a manos que en ello entendiesen, y segundo, relacionado con la Hacienda particular, porque los aperadores generales son ricos, mientras el señor, vástago de señores que[96] vivieron muchas generaciones de esplendoroso lujo y boato, empobrecía de día en día. De aquí que el señor librase a una hermana suya del velo que la amenazaba, y que era la canastilla de boda más económica con que podía regalarle, y la concediera como preciado premio a un aperador general, tan rico en bienes como pobre en familia. El cual aperador general, armado de un bastón coronado por una manzana de oro, figuraba en la ocasión presente entre los personajes que llenaban las habitaciones exteriores y hacía un papel algún tanto desairado porque el señor, y hasta la esposa del señor, solían mirarle con el desprecio más profundo.
El aperador general era un hombre de lo más suntuoso que darse puede. Treinta caballos alojaban sus caballerizas, veinticuatro criados esperaban órdenes en sus salones y seis doncellas ayudaban a vestir a su mujer. En su calidad de hombre cuya misión única consistía en pillar y saquear donde buena o malamente pudiera, el aperador general era al menos la realidad más tangible entre los personajes que aquel día estaban de servicio en los salones del señor.
A decir verdad, en aquellos salones, que ofrecían a los ojos escenas deliciosas, en aquellos salones, donde habían acumulado cuanto el arte y el gusto de la época pudieron producir, los negocios no andaban bien, es más: tanto considerados con referencia a los espantajos que rodeaban la persona del señor, como por lo que hace a los desarrapados que pululaban por todas partes, los asuntos tomaban cariz poco tranquilizador... suponiendo que en la casa del señor hubiera alguien que de asuntos cuidara. Militares que ignoraban lo que era la ciencia militar, marinos que ni idea tenían de lo que un barco era, eclesiásticos, cubiertos de sedas y de encajes, mundanos hasta lo inconcebible, de ojos sensuales, lenguas libres y costumbres más libres que las lenguas, en una palabra: la ineptitud en cuantos desempeñaban cargos, el desenfreno en las costumbres, la mentira en todos los labios. No abundaban menos las gentes que no obstante no tener relación alguna, remota ni próxima, con el señor ni con el Estado, se obstinaban en no tenerla tampoco con nada que fuera real y justo, y en no caminar en el viaje de la vida por caminos rectos, ni perseguir un fin terreno honroso. Médicos que labraban fortunas inmensas fingiendo curar enfermedades imaginarias y males que jamás habían existido, se burlaban desde el sagrado de sus casas de sus clientes cortesanos, mientras éstos quebraban sus espinas dorsales a fuerza de hacer reverencias en los salones del señor. Arbitristas que, si nunca dieron con el remedio del pecado más leve, en cambio descubrían diariamente panaceas, uni[97]versales y de efectos seguros para corregir los pequeños males que afectaban a la salud del Estado, fastidiaban con sus discursos interminables y pesados a cuantos asistían a las recepciones del señor y tenían oídos para escucharles. Filósofos ateos que se proponían vaciar con sus palabras nuevos moldes con que fundir un mundo nuevo, y erigir nuevas torres de Babel con que escalar los cielos, conferenciaban en los salones del señor con químicos o alquimistas descreídos, que no perseguían otro objetivo que la transmutación de los metales. En el palacio del señor vegetaban sumidos en el estado más ejemplar de enervamiento turbas de caballeros de modales distinguidos y exquisita educación, cuyos frutos naturales eran en aquel tiempo, y han venido siendo desde entonces, una indiferencia invencible, y una repugnancia notable hacia todo lo que debiera ser objetivo natural del interés humano. En los hogares que aquellas brillantes notabilidades dejaban abandonados en los barrios más aristocráticos de París, los espías que frecuentaban los salones del señor, a cuyo número pertenecían, dicho sea de paso, la mitad por lo menos de los que a aquel hacían la corte, difícilmente habrían podido encontrar entre los ángeles de su clase social una mujer que, por sus costumbres, mereciera el honor de ser madre. Verdad es que la moda no consentía en las madres otra cosa que el acto material de echar al mundo a una criatura desvalida, lo que ciertamente no es mucho hacer. Pase que las campesinas se pasen la vida al lado de sus tiernos hijos: las mujeres que han nacido en otra esfera deben alegrar los salones, y hasta cuando son abuelas, deben vestir y bailar como cuando tenían veinte años.
La lepra de la ficción desfiguraba a todos los seres humanos que servían al señor. En una de las habitaciones más extremas había media docena de personas que, por excepción, desde algunos años antes venían creyendo que las cosas seguían en general derroteros peligrosos. La mitad de esta media docena de gentes excepcionales, en sus ansias por poner remedio a los males, habíanse afiliado a la secta fantástica de los llamados convulsionistas, y se pasaban el tiempo deliberando acerca de si les convendría echar espumarajos por la boca, rabiar, rugir, bramar y ponerse catalépticos, presentando así ante los ojos del señor una visión de los futuros que pudiera servirle de guía seguro. Además de estos derviches, había otros tres que habían formado otra secta cuyo objetivo consistía en enderezar el curso tortuoso de los sucesos a fuerza de enrevesadas teorías sobre «El Centro de la Verdad», sosteniendo que el hombre había brotado de este centro... lo que no necesitaba demostración, pero que se había salido de la circunferen[98]cia, y que se imponía la necesidad de hacerle entrar en ella y de impedir que en lo sucesivo volviera a rebasar su perímetro, lo que se conseguiría vigorizando la vida del espíritu y debilitando la de la carne. Como jamás hablaban más que de espíritus y de substancias incorpóreas, no es de admirar que sus discursos no dieran resultados materiales.
En cambio, las personas que frecuentaban los salones del señor vestían admirablemente, lo que no deja de ser un consuelo. Si el Día del Juicio ha de ser lisa y sencillamente una exposición de trajes, en la que se adjudiquen los premios a los que mejor vistan, bien seguro es que las dichosas personas que motivan estas líneas vestirán por eternidad de eternidades con gusto irreprochable y excepcional riqueza. El laborioso peinado de aquellas cabezas, tan artísticamente rizadas y con tanto gusto empolvadas, aquellas caras delicadas, defendidas contra los zarpazos de los años, y hasta enmendadas y corregidas gracias a laudables recursos artificiales, las cinceladas espadas que ceñían los caballeros, en cuya contemplación se extasiaba la vista, los finos y delicados perfumes que embalsamaban el aire y deleitaban uno de los sentidos con que al Creador plugo dotar al hombre, eran recursos bastantes para extirpar de raíz y para siempre los males que afligían a la humanidad. Los caballeros de elevada alcurnia y de educación refinada ostentaban prodigiosa profusión de joyas de rico oro que dejaban oir un tintineo delicioso al compás de sus lánguidos pasos, y ante el tintineo del oro y el crujir de la seda y de los brocados, el hambre y la miseria no tenían más remedio que ir a esconder sus amarillentas caras en los hediondos barrios pobres de la ciudad.
Era el vestido el talismán infalible, la varita mágica que obligaba a todo el mundo, y a todas las cosas, a permanecer en sus respectivos puestos. Nadie podía dispensarse de vestir el traje impuesto por el papel que representaba en el baile de las extravagancias llamado mundo. La ficción comenzaba en las Tullerías, en la persona misma del señor, y en las de los que al señor hacían la corte, y continuaba por las Cámaras y Tribunales de Justicia, hasta llegar a la persona del verdugo, a quien se obligaba a oficiar muy «peinado, rizado y empolvado, luciendo lujosa levita galoneada de oro, y encerradas sus pantorrillas en ricas medias de seda». ¡No! No es posible que ninguno de los felices mortales que asistieron a la recepción quincenal dada por el señor en el año mil setecientos ochenta pusiera en tela de juicio la perdurabilidad de un sistema fundado sobre base tan sólida como un verdugo primorosamente peinado, artísticamente rizado, solícitamente empolvado y ataviado con rica levita galoneada[99] de oro y primorosas medias de seda.
Luego que el señor aligeró a sus cuatro servidores de sus respectivas cargas y tomó el chocolate, mandó abrir de par en par las puertas de su santuario y tuvo la dignación de salir fuera. ¡Qué de sumisión, qué de adulaciones rastreras, qué de servilismo, qué de humillaciones, llevadas hasta los límites más inconcebibles de lo abyecto! Baste decir que en todo lo referente a idolatría y anonadamiento, los que llenaban los salones nada reservaron para los cielos. ¡Verdad es que el pensamiento en la otra vida preocupaba muy poca cosa a los adoradores del señor!
Pronunciando aquí una palabra y dejando caer allá una esperanza, dirigiendo a éste una sonrisa y haciendo a aquél una seña con la mano, atravesó el señor los salones hasta que rebasó los límites de la circunferencia de la verdad, donde giró majestuoso sobre sus sagrados talones y deshizo el camino andado, para tornar a encerrarse en su santuario.
Terminada la exhibición, los susurros que apenas rozaban el aire trocáronse en clamorosa tormenta. El tintineo de las joyas, semejante a incesante repicar de preciosas campanillas, fuese alejando, y muy pronto no quedó a la vista más que una persona, un caballero, el cual, puesto debajo del brazo el sombrero, y llevando en la mano una cajita de rapé, se entretuvo en pasear con calma y reposo deteniéndose frente a los espejos que al paso encontraba.
—¡Cargue el infierno contigo!—murmuró antes de marcharse, vueltos los ojos hacia la puerta del santuario, y sacudiendo el rapé que conservaba entre sus dedos.
Era un hombre de unos sesenta años, ricamente ataviado, de ademanes y expresión altaneros y dotado de una cara que, más que rostro humano, parecía fina mascarilla. Cara de una palidez transparente, todas sus líneas, todos sus rasgos aparecían perfectamente definidos. La nariz, artísticamente modelada, ofrecía la particularidad de que sus dos ventanas acusaban una contracción, muy poco perceptible, hacia la parte superior. En esas dos contracciones radicaba, precisamente, la alteración única visible en aquella cara. Las ventanas persistían unas veces contraídas, al paso que en algunas ocasiones, se sucedían las dilataciones a las contracciones, pero en uno y otro caso, daban a la cara una expresión desagradable de crueldad y de perfidia. Examinado con detenimiento aquel rostro, no era difícil observar que la expresión de crueldad la debía a las líneas de su boca y de las órbitas de los ojos excesivamente finas y horizontales. No puede negarse, sin embargo, que aquella cara era extraordinariamente hermosa.
Su propietario descendió las[100] escaleras del palacio y salió al vestíbulo, donde le estaba esperando su carroza. Pocos habían sido los que le dirigieron la palabra durante la recepción, y el señor pudo estar más afectuoso de lo que estuvo cuando llegó al sitio en que aquél permaneció retraído y separado de los grupos. Sin detenerse un instante montó en su carruaje, y los caballos partieron a galope, dispersando a las gentes que encontraban al paso. Guiaba el cochero como si cargara contra un ejército enemigo, sin que a su señor se le ocurriera poner freno a la furia desatentada del primero, la cual, lejos de enojarle, más bien parecía que le era agradable. Algunas veces, muy contadas, se habían exteriorizado las quejas, hasta en aquella ciudad insensible y en aquella edad de ignorancia y de idiotismo, contra la bárbara costumbre de recorrer a galope de carga calles estrechas y sin aceras, sin miramiento a los infelices que con frecuencia eran arrollados, pero nadie se dignó conceder un segundo de atención a semejantes pequeñeces, y en este particular, como en muchos otros, los desdichados de la clase baja quedaron en libertad de orillar la dificultad como buenamente pudieran.
Con estruendo ensordecedor y con olvido inhumano de las consideraciones más sagradas, difícil de comprender en nuestros días, la carroza volaba por la calle saltando sobre el empedrado y doblando las esquinas con velocidad inconcebible, ahuyentando a las mujeres, que chillaban despavoridas, a los niños, que corrían como conejos asustados, y a los hombres que procuraban pegarse a las paredes. En el momento de doblar el carruaje una esquina próxima a una fuente, una de las ruedas dió un salto, cientos de gargantas lanzaron un alarido, y los caballos recularon y se encabritaron.
Es casi seguro que la carroza hubiera continuado imperturbable su desenfrenada carrera de no haber sido por este último inconveniente, toda vez que era lo que acostumbraban hacer los carruajes en aquella feliz época, aun cuando dejaran la calle sembrada de cadáveres, ¿por qué habían de hacer otra cosa?, pero asustado el lacayo había saltado a tierra y veinte manos agarraron a un tiempo las riendas de los caballos.
—¿Qué pasa?—preguntó el señor, asomando su cara tranquila por la portezuela.
Un hombre alto, con gorro en la cabeza, había sacado de entre las patas de los caballos un bulto, que depositó sobre el basamento de una fuente, e inclinado sobre él, aullaba como un animal feroz.
—Perdón, señor Marqués—dijo un individuo harapiento con voz y ademán humildes,—es un niño.
—¿Y por qué arma ese ruido ensordecedor? ¿Dices que es un niño?
—Dispense el señor Marqués... Es una... lástima... sí, eso es.
Distaba la fuente algunas varas. El hombre alto que sobre el bulto estaba inclinado se irguió de repente y echó a correr con prisa tal en dirección al carruaje, que el señor Marqués llevó la mano al puño de su espada.
—¡Muerto!—rugió el hombre alto con muestras de salvaje desesperación, clavando los ojos en el Marqués y alzando los dos brazos.—¡Asesinado!
Las turbas se apiñaron en rededor de la carroza. Todas las miradas estaban concentradas en la persona del Marqués, mas en aquéllas no se leía otra cosa que ansiedad, temor, nada de cólera ni de amenaza. Todos callaban. Al primer grito sucedió un silencio imponente. La voz del que había hablado al magnate continuaba siendo sumisa en extremo. El señor Marqués paseó sus miradas sobre los apiñados grupos, contemplándolos con la indiferencia con que hubiera contemplado una manada de ratas asustadas.
Sin variar de actitud sacó un bolsillo.
—Me sorprende sobremanera—dijo—que ni de vuestros hijos sepáis cuidar. Con frecuencia que no puede menos de serme molesta os tropiezo en mi camino. ¿No se os alcanza que de los atropellos pueden resultar con daño mis caballos? ¡Vaya!... ¡Dadle esto!
Acompañando la acción a la palabra, arrojó a los pies del lacayo una moneda de oro.
—¡Muerto... asesinado!—volvió a gritar el hombre alto.
Llegó a la sazón otro hombre, a quien todos abrieron paso. El que acababa de gritar cayó en sus brazos no bien le vió, permaneciendo largo rato entre ellos, llorando y sollozando.
—Lo sé todo... lo sé todo—dijo el recién llegado.—¡Valor, Gaspar! Preferible es morir como ha muerto el niño a vivir la vida que le esperaba. Ha muerto sin dolor, sin sufrimientos, y en cambio, de haber continuado viviendo, aquéllos le hubieran acosado sin cesar.
—Eres un filósofo—dijo el Marqués sonriendo.—¿Cómo te llamas?
—Defarge.
—¿Cuál es tu oficio?
—Soy vendedor de vino, señor Marqués.
—Toma esto, filósofo y vendedor de vino, y gástalo como te venga en gana—repuso el Marqués, arrojando a sus pies otra moneda de oro.—¡A ver! ¿Están listos los caballos?
Sin dignarse mirar a las turbas por segunda vez, el señor Marqués se arrellanó en su asiento. La carroza se ponía nuevamente en movimiento y su feliz ocupante había olvidado el incidente, cual si acabara de romper una futesa y la hubiera pagado, cuando vino a perturbar su olímpica serenidad la entrada violenta en el interior del carruaje de una moneda de oro.
[102] —¡Para!—gritó el señor Marqués.—¡Detén los caballos!... ¿Quién ha tirado esto?
Miró airado al sitio en que acababa de dejar a Defarge, pero no vió más que al desdichado padre abrazado al cadáver de su hijo, y a una mujer en pie, que le miraba ceñuda.
—¡Perros!—murmuró el Marqués.—¡De buena gana pasaría sobre todos vosotros para limpiar al mundo de vuestra repugnante presencia! ¡Si yo supiera quién es el canalla que arrojó la moneda, y lo tuviera bastante cerca, vive Dios que lo aplastaba bajo las ruedas de mi coche!
Tal era el temor de las turbas, tan grande el horror que sentían por lo que los hombres de la clase social del Marqués podían hacerles, dentro y fuera de la ley, que no se alzó una voz, ni una mano, ni una mirada. Todos los hombres callaron, fijos sus ojos en el suelo. Solamente la mujer a que antes nos hemos referido osó clavar sus miradas airadas en el Marqués, quien ni reparó siquiera en ella. Su olímpica mirada pasó sobre su cabeza y sobre las demás ratas, y cómodamente arrellanado sobre los mullidos almohadones de su carroza, dió orden al cochero de continuar la marcha.
Por el mismo sitio cruzaron en carrera desenfrenada y sucesión rápida muchas otras carrozas. La del ministro, la de los arbitristas del Estado, la del aperador general, la del doctor, la del abogado, la del eclesiástico. Las ratas asomaban tímidas las cabezas en la entrada de sus agujeros.
Retiróse el padre a quien habían dejado sin hijo, retiráronse las ratas al fondo de sus agujeros, y sobre el basamento de la fuente no quedó más que la mujer que había osado mirar ceñuda al Marqués, rígida como la Fatalidad. El agua de la fuente corría rumorosa, corrían rápidas y turbulentas las aguas del río, el día corría a su ocaso, la vida de la ciudad corría a la muerte impulsada por el Tiempo, que a nadie espera, las ratas dormían ya en sus obscuros agujeros, el baile de la extravagancia continuaba entre luces y cenas, y todas las cosas, para decirlo de una vez, seguían su curso.
Un paisaje encantador, en el que se ven campos de trigo, aunque no abundantes. Pedazos de terreno sembrados de centeno donde hubiera podido criarse el trigo, pedazos sembrados de habas y de guisantes, pedazos sembrados de vegetales de toda clase, y es que la naturaleza inanimada, armonizando sus gustos con los de la humanidad, manifestaba tendencia decidida hacia una vegetación, más aparente que real.
El carruaje de viaje del señor Marqués, que, dicho sea de paso,[103] hubiera podido ser menos pesado, tirado por cuatro caballos y guiado por dos postillones, escalaba trabajosamente una colina empinada. El subido color de las mejillas del prócer nada argüía en contra de su elevada alcurnia. No tenía su origen dentro, sino que era efecto de una circunstancia externa imposible de evitar: la puesta del sol.
Los rayos tangentes del astro rey penetraban en el coche de viaje del señor Marqués envolviendo a éste en nimbos de luz rojiza.
—Pronto se pondrá—exclamó el señor Marqués, contemplando con disgusto sus manos.
En efecto, tan cerca de su ocaso estaba el sol, que no tardó en ponerse. Dominada la cima de la colina y ajustados a las ruedas los pesados frenos, en cuanto el coche comenzó a rodar por la pendiente abajo, envuelto en nubes de polvo, los fulgores rojizos se extinguieron: el sol y el Marqués descendían.
Ante los ojos del Marqués se extendía un territorio quebrado, una aldea en el fondo de la hondonada, una llanura que terminaba en un altozano, un campanario, un molino de viento, un bosque abundante en caza, y una fortaleza emplazada al borde de un despeñadero. El Marqués contemplaba todos los objetos detallados, cuyas líneas comenzaban a borrar las sombras de la noche, con la expresión del que se acerca a su casa.
Contaba la aldea con una calle pobre, con una cervecería pobre, con una tenería pobre, con una taberna pobre, con un relevo de postas pobre y con una fuente pobre. Siendo pobres todos los servicios, pobres habían de ser, y pobres eran, en efecto, sus habitantes. Todos ellos vivían en la miseria, y muchos se hallaban sentados en las puertas de sus viviendas, preparando cebollas de deshecho y otros artículos semejantes para su cena, mientras otros lavaban en la fuente verduras, hierbas y toda clase de comestibles que la tierra da de sí. No era preciso ser muy lince para descubrir las causas que a la miseria los reducían: con leer las inscripciones solemnes, colocadas en todos los sitios visibles de la aldea, en las cuales se detallaban los impuestos que había que pagar al Estado, a la Iglesia y al señor, juntamente con las contribuciones locales y generales, bastaba y aun sobraba, no ya para comprender que los habitantes fueran pobres, sino para maravillarse de que el hambre y la miseria no hubieran concluído con la vida de todos ellos.
Niños se veían muy pocos, perros ni uno sólo. En cuanto a los hombres y a las mujeres, la alternativa que el mundo les ofrecía no podía ser más clara: o vivir de la manera más miserable en la aldea, bajo el yugo aplastante del[104] señor, o morir en la fortaleza emplazada sobre el precipicio, destinada a calabozo.
Precedido por un correo y acompañado por los restallidos de los látigos de los postillones, que cruzaban los aires semejantes a culebras enroscadas, el señor Marqués mandó detener su carruaje frente a la puerta de la casa de postas. Como distaba muy poco de la fuente, los aldeanos que en ésta se hallaban suspendieron sus faenas para mirarle. El también les miró, y vió cómo doblaban sus frentes ante su persona, de la misma manera que él había doblado la suya ante el señor, cuando acertó a unirse al grupo un caminero.
—Tráeme a ese individuo—dijo el Marqués al correo.
Fué llevado a su presencia el caminero, en derredor del cual se agruparon los aldeanos, ávidos de escuchar y de ver.
—¿Te pasé en el camino, verdad?
—Verdad es, señor, tuve el honor de que el señor me pasase en el camino.
—Al subir la rampa y en la cumbre de la colina, ¿no es cierto?
—Señor, cierto es.
—¿Qué es lo que mirabas con tanta fijeza?
—Miraba al hombre, señor.
Al contestar, su gorro puntiagudo apuntaba debajo del carruaje. Todos los aldeanos concentraron sus miradas en el mismo sitio.
—¿Qué hombre, pedazo de bruto?
—Perdón, señor, quiero decir el hombre que pendía de la cadena de la galga.
—¿Pero quién?
—El hombre, señor.
—¡Cargue el diablo con esta turba de idiotas! ¿Cómo se llama ese hombre? Tú conoces a todos los de estos contornos: ¿quién era ese hombre?
—¡Piedad, señor! No era de esta parte del país: no le había visto en los días de mi vida.
—¿Suspendido de la cadena? ¿Ahorcado?
—Con permiso del señor, diré que su cabeza colgaba de esta manera.
El caminero se aproximó a la galga y se colocó vuelta la cara hacia el cielo y con la cabeza colgando. A continuación, recobró la postura normal e hizo una reverencia.
—¿Qué señas tenía?
—Señor, estaba más blanco que un molinero, el polvo le cubría de pies a cabeza, era más blanco que un espectro y más alto que un espectro.
La descripción produjo en el auditorio sensación inmensa. Todos volvieron sus ojos hacia el Marqués, acaso creyendo que llevase algún espectro sobre su conciencia.
—¡No puede negarse que te has portado como un hombre!—exclamó el Marqués.—Ves un ladrón[105] subido a mi carruaje, y no sabes abrir esa bocaza inmensa que tienes en la cara. ¡Suéltelo, señor Gambelle, suéltelo!
Era el señor Gambelle jefe de postas y de otros servicios, y al desarrollarse la escena que estamos reseñando, en su deseo de contribuir al buen éxito de la declaración, había agarrado por un brazo al declarante.
—Suelte a ese bergante, señor Gambelle, y si llega a la aldea el desconocido, préndale y no le ponga en libertad hasta asegurarse de que es un hombre honrado.
—Será para mí un honor cumplir las órdenes del señor—contestó Gambelle.
—¿Escapó aquel...? ¿Pero dónde se ha metido ese maldito?
El maldito se había metido debajo del carruaje, acompañado por media docena de amigos particulares suyos, a los cuales mostraba la cadena de la galga. Otra media docena de amigos le sacaron arrastrando inmediatamente y le llevaron a presencia del señor.
—¿Escapó aquel hombre cuando nos detuvimos para echar la galga?
—Se precipitó de cabeza desde lo alto de la colina, ni más ni menos que si se hubiera arrojado al mar.
—Cuide de averiguarme eso, Gambelle... ¡En marcha!
Delante de las ruedas, examinando la cadena, estaban la media docena de amigos particulares del caminero, semejantes a un pelotón de borregos. Las ruedas comenzaron a girar tan inopinadamente, que fué un milagro que aquéllos pudieran salvar sus pellejos y sus huesos, único que podían salvar, por fortuna suya.
Los caballos salieron de la aldea al galope, mas no tardaron en moderar la marcha, pues la rampa de la colina era tan empinada, que hubieron de subirla al paso. Bordeaba el camino un pequeño cementerio, donde se veía una cruz con la imagen de Nuestro Salvador. Era una imagen de madera, hecha por manos inexpertas, pero el artista había hecho un estudio del natural y seguramente su libro fué su propio cuerpo o el de alguno de sus convecinos, pues la imagen era horriblemente flaca y descarnada.
Al pie de aquel emblema doloroso de una desgracia inmensa había una mujer arrodillada. Volvió la cabeza al oir el ruido del carruaje, levantóse vivamente, y corrió presurosa en dirección al coche.
—¡Es el señor!—exclamó, presentándose en la portezuela.—¡Señor, una gracia!
El señor lanzó una exclamación de impaciencia.
—¿Qué hay? ¿Qué se ofrece? ¡Siempre con peticiones!
—¡Señor, por el amor de Dios! ¡Mi marido... el guardabosque!...
—¿Qué quiere tu marido el guardabosque? ¡Estas gentes siempre piden lo mismo! Que no puede pagar, ¿eh?
[106] —¡Lo ha pagado todo, señor! ¡Ha muerto!
—¡Mejor! ¡Así descansará! ¿Crees que puedo devolvértelo?
—¡Ay de mí, señor... de sobra sé que no! ¡Pero descansa allá... bajo aquellas míseras hierbas!...
—¿Y bien?
—Que son muchos los trechos de tierra cubiertos de hierba.
—Bueno... ¿y qué?
Aquella mujer era joven, aunque parecía una vieja. Su rostro reflejaba un dolor inmenso. A veces retorcía con energía sus manos callosas, y otras las colocaba sobre la portezuela del carruaje, acariciándola con ternura, cual si creyera que era un pecho humano susceptible de ser ablandado.
—¡Tenga el señor compasión de mí! ¡Escuche mi petición! Mi marido ha muerto de hambre... de la misma enfermedad que han muerto tantos otros... de la misma que nos llevará a todos los de la aldea al sepulcro...
—¿Pero a mí que me cuentas? ¿Acaso puedo yo mataros el hambre a todos?
—Señor... Dios lo sabe, pero no es comida lo que pido. Lo único que deseo, es que sobre la tierra que cubre el cadáver de mi marido se alce un pedazo de madera o de piedra con su nombre, a fin de que todos sepan dónde está enterrado. De no ser así, pronto olvidarán todos el sitio y no podrán enterrarme a su lado cuando yo muera. ¡Señor!... ¡Señor!...
El lacayo había separado del carruaje a la pobre mujer, los caballos habían emprendido un trote largo, y el señor veía disminuir rápidamente la legua o dos de distancia que todavía le separaban de su château.
El camino era bueno, y el tiempo invertido en recorrerlas no fué largo. Dibujáronse las sombras de un edificio inmenso y las de muchos y muy corpulentos árboles. Era el château del señor Marqués, en cuya puerta principal le estaba esperando el mayordomo.
—¿Ha llegado de Inglaterra el señor Carlos, a quien espero?—preguntó.
—Todavía no, señor Marqués—fué la respuesta.
Era el château del señor Marqués un edificio arrogante, de espesos y sólidos muros y vastas proporciones. De su espacioso patio de piedra arrancaban dos amplias escaleras también de piedra, que iban a encontrarse en la terraza de piedra como todo lo demás, que precedía a la puerta principal. De piedra eran las recias balaustradas, de piedra los jarrones, de piedra las flores, de piedra las caras humanas, de piedra las cabezas de los leones, de piedra todo. No parecía sino que la cabeza de Gorgon había presidido, dos[107] siglos antes, la terminación de aquella ingente masa de piedra e ideado sus remates y detalles de ornamentación.
La antorcha que precedía al señor Marqués cuando, después de salir de su coche de viaje, emprendió el ascenso de la espaciosa escalera de piedra, derramaba resplandor bastante para provocar las protestas de la lechuza que tenía su cuartel general en el tejado de la torrecilla que servía de remate a las caballerizas y que se alzaba como queriendo escalar las nubes, rodeada de árboles de prodigiosa altura. Todo lo demás permaneció tranquilo, tan tranquilo, que tanto la antorcha que precedía en la gran escalera los pasos del señor Marqués, como la que frente a la puerta de honor esperaba su llegada, ardían cual si en el centro de cerrado salón estuvieran, y no expuestas al soplo de las brisas de la noche. Ni se oía tampoco más ruido que el del ulular de la lechuza, excepción hecha del rumor producido por el agua de la fuente al caer en la pila, pues era una de esas noches que contienen el aliento durante horas enteras, para exhalar un suspiro y permanecer de nuevo sin respirar.
Giró sobre sus suaves goznes la puerta de honor, y el señor Marqués penetró en una galería cuyos muros ofrecían a la vista gran variedad de armaduras antiguas, e infinidad de dardos, lanzas, espadas y cuchillos de caza, juntamente con un surtido variado de fustas, trallas y látigos, cuyo peso había sentido más de un labriego cuando su señor estaba encolerizado.
Sin mirar siquiera a los alones grandes, envueltos en negras tinieblas, el señor Marqués, siempre siguiendo a la antorcha, llegó frente a una puerta que había en el fondo de la galería. Abierta aquélla, se encontró en sus habitaciones, que eran tres, una de ellas su alcoba. Las habitaciones de elevados artesonados, reunían todo el lujo, todo el refinamiento que corresponden a un Marqués, que vive en un siglo fastuoso y en una nación que todo lo sacrifica al boato. En los riquísimos muebles dominaba el gusto del penúltimo Luis de aquella sagrada dinastía que debía ser eterna, de Luis XIV, aunque no faltaban objetos que podían pasar como ilustraciones de las antiguas páginas de la historia de Francia.
En el centro de la tercera habitación, pieza redonda que correspondía a una de las cuatro torres que flanqueaban el edificio, había una mesa comedor con servicio para dos personas. La habitación era reducida, y su ventana estaba abierta, bien que cerradas sus celosías.
—¿Cubierto para mi sobrino?—murmuró el Marqués al entrar.—Y, sin embargo, acaban de decirme que no ha llegado todavía.
No había llegado, en efecto,[108] pero en el castillo, esperaban que llegase con el señor Marqués.
—No es probable que llegue esta noche—añadió el Marqués, dirigiéndose al servidor encargado del comedor—pero deja la mesa como está. Dentro de un cuarto de hora me sentaré a cenar.
En efecto: quince minutos después tomaba el Marqués asiento frente a una cena suntuosa y selecta. Sentóse dando espaldas a la ventana. Acababa de comer la sopa y llevaba a sus labios un vaso de rico Burdeos, cuando bajó la mano sin beber.
—¿Qué es eso?—preguntó con calma, volviendo la cara hacia las celosías.
—¿Qué, Monseñor?
—Fuera... Abre las celosías.
La orden quedó obedecida en el acto.
—¿Qué hay?
—Nada, señor: las copas de los árboles y las sombras de la noche es lo único que se ve.
—Está bien—dijo su señor, con calma imperturbable.—Vuelve a cerrar.
El Marqués volvió a prestar atención a su cena. Habría llegado a la mitad de ésta, cuando por segunda vez quedó a medio camino el vaso que llevaba a sus labios. Oíase el rodar de un carruaje que a buena marcha se aproximaba al castillo.
—Pregunta quién ha llegado—dijo el Marqués al servidor.
Era el sobrino del señor, a quien en la casa de postas habían manifestado que el Marqués habría llegado ya al castillo.
—Vete y dile de mi parte que la cena espera, y que le ruego venga sin tardanza.
Minutos después entraba en el comedor el viajero, que era el mismo joven a quien hemos conocido en Inglaterra bajo el nombre de Carlos Darnay.
Recibióle el señor Marqués con exquisita cortesanía, pero no se dieron las manos.
—¿Salió usted ayer de París?—preguntó el joven al sentarse a la mesa.
—Ayer, sí; ¿y tú?
—Yo he venido directamente aquí.
—¿Desde Londres?
—Sí.
—Bastante te ha costado llegar—observó el Marqués sonriendo.
—Por el contrario, he hecho el viaje con mucha rapidez.
—Dispensa, no he querido decir que en el camino hayas invertido mucho tiempo, sino en resolverte a hacer el viaje.
—Sí... me han obligado a aplazarlo... negocios diversos.
—Lo supongo—contestó el tío.
No cambiaron más palabras mientras el servidor estuvo presente. Servido el café, y solos ya tío y sobrino, abrió la conversación este último, clavando sus ojos en la cara del primero, que parecía una máscara.
—He regresado, tío, persiguiendo el mismo objetivo que me obligó a ausentarme. He corrido un[109] peligro inmenso; pero el objetivo es tan sagrado, que aun cuando la muerte me hubiese acarreado, no habría decaído mi valor.
—La muerte no, querido—respondió el tío;—ni nombrarse debe esa señora.
—Dudo mucho, tío—replicó el sobrino,—que usted me hubiese tendido una mano, aun viéndome colocado en el filo mismo de la muerte.
Agitáronse las ventanas de la nariz del tío y se hicieron más profundas las líneas de su rostro, dando expresión más cruel a su aspecto; pero el Marqués hizo un gesto gracioso de protesta, que nada tenía de tranquilizador por ser efecto demasiado palpable de la finura de modales del prócer.
—Hablando con franqueza—repuso el sobrino,—si no mienten mis informes, ha hecho usted todo lo posible para dar fuerza a las sospechas originadas por las circunstancias demasiado sospechosas que me rodeaban.
—¡No, no, no, no!—contestó riendo el tío.
—No discutiremos ese punto—continuó el sobrino, mirando con evidente desconfianza a su interlocutor.—Me consta que, a trueque de detenerme en el camino, ha de agotar usted todos los recursos de su diplomacia especial, como me consta también que en materia de recursos, es usted poco escrupuloso.
—Mi querido sobrino, me permitiré rogarte que procures hacer memoria, que tengas presente lo que te dije hace tiempo, mucho tiempo.
—Lo recuerdo perfectamente.
—Muchas gracias—contestó el Marqués, con voz que parecía un instrumento musical.
—En efecto, tío; creo firmemente que debo a su mala fortuna, y a mi buena estrella, el no encontrarme en este momento recluído en alguna prisión de Francia.
—No entiendo bien—respondió el tío, tomando un sorbo de café.—¿Tienes la bondad de explicarte?
—Con mucho gusto. Quiero decir que, de no haber caído usted en desgracia en la corte, de no encontrarse bajo la obscura sombra de aquella nube que le viene envolviendo desde hace algunos años, no le habría faltado una carta de cachet que me hubiera abierto las puertas de una fortaleza por tiempo indefinido.
—Es muy posible—replicó el tío, con calma imperturbable—que el honor de la familia me hubiese impulsado a molestarte hasta ese punto.
—Por fortuna para mí, observo que en la recepción de anteayer encontró usted la misma frialdad de siempre—dijo el sobrino.
—Perdona que te diga, mi querido sobrino, que yo, en tu lugar, no aseguraría que mi desgracia en la corte sea para ti una fortuna. Es muy probable que las reflexiones que te hubiera sugerido la soledad de una cárcel hubiesen[110] ejercido en tu destino futuro influencia más beneficiosa que la que puedan ejercer tus actos gozando de libertad. Pero es inútil discutir este particular. Me encuentro, según dices, en posición desventajosa. Hoy, solamente el interés o las importunidades alcanzan esos pequeños instrumentos de corrección, esos medios suaves para robustecer el poderío y el honor de las familias, esos favores insignificantes que tanto hubieran podido molestarte. ¡Son tantos los que los codician, y tan pocos (comparativamente) los que los obtienen! No sucedía así en otros tiempos, pero las cosas han variado mucho, y varían todos los días, siendo de notar que van de mal en peor. Nuestros antepasados gozaban del poder de vida o muerte sobre sus vasallos y gentes vulgares. ¡Cuántos de esos perros han salido de esta misma habitación para ser colgados inmediatamente! Que yo sepa, en mi alcoba fué muerto a puñaladas un insolente bellaco que se atrevió a proferir no sé qué broma de mal gusto a propósito de su hija que... Hemos perdido muchos privilegios; es la verdad. Se ha puesto en moda una filosofía nueva, y no puedo negar que hoy, si nos obstinásemos en defender todos nuestros derechos, acaso tropezáramos con graves inconvenientes. ¡Las cosas se ponen malas, muy malas!
El Marqués tomó un polvo de rapé y movió la cabeza con la expresión de quien lamenta que un país desdeñe medios tan excelentes de regeneración.
—De tal suerte hemos hecho valer nuestra posición social, tanto en tiempos pasados, como en nuestros días—replicó el sobrino con acento sombrío,—que hemos conseguido que Francia pronuncie con aversión y con odio nuestros nombres.
—De lo que debemos felicitarnos—observó el tío.—La aversión y el odio son los homenajes más altos y más involuntarios que los pequeños rinden a los grandes.
—No encuentro en este país una sola cara que nos mire con deferencia—repuso el sobrino.—En todas ellas leo el respeto engendrado por el temor y la esclavitud.
—Lo que no deja de ser lisonjero para la familia y para los procedimientos empleados por la familia para sostener su grandeza—dijo el Marqués, tomando otro polvo de rapé y montando una pierna sobre otra.
Afectaba el prócer glacial indiferencia; pero cuando su sobrino, puestos los codos sobre la mesa, se cubrió los ojos con las manos y permaneció durante un buen espacio de tiempo absorto en sus reflexiones, desapareció la mascarilla del Marqués y miró de soslayo a su sobrino con expresión tal de rencor, que se armonizaba muy mal con la indiferencia primera.
—La única filosofía de efectos duraderos es la represión—observó el Marqués.—Ese respeto sombrío[111] engendrado por el miedo y la esclavitud, amigo mío, hará que los perros continúen obedientes al látigo mientras este techo nos proteja contra la intemperie.
Quizá el techo estaba llamado a caer derrumbado antes de lo que el buen Marqués creía. Si ante sus ojos hubieran presentado aquella noche un cuadro de lo que sería dentro de contado número de años su castillo, y cientos de castillos semejantes al suyo, a buen seguro que nadie le habría hecho creer en la fidelidad de la pintura.
—Mientras tanto—continuó el Marqués,—corre de mi cuenta poner a salvo el honor y el reposo de nuestra familia, quieras tú o no... Pero, ahora caigo en que debes encontrarte rendido: ¿te parece que, por esta noche, pongamos término a nuestra conferencia?
—Un momento más.
—Una hora, si ése es tu gusto.
—Hemos obrado mal, tío, y los frutos de nuestra iniquidad están madurando.
—¿Hemos obrado mal?—repitió el tío sonriendo.
—Ha cometido mil yerros nuestra familia, sí, nuestra honorable familia, cuyo honor tanto nos interesa a los dos. Hasta en tiempos de mi padre cometimos mil iniquidades, sacrificando sin reparo a todo ser humano que se interpusiera entre nosotros y nuestros placeres... ¿Pero a qué hablar de los tiempos de mi padre, si otro tanto ocurre en los de usted? ¿Puedo, acaso, establecer una separación entre mi padre y su hermano gemelo, su heredero adjunto, su sucesor inmediato forzoso?
—La mano de la muerte me llamó a sucederle.
—Y la misma mano me dejó encadenado a un sistema que me repugna, que me horroriza, haciéndome responsable de lo que no está en mi mano evitar; me impide dar cumplimiento a la súplica postrera que murmuraron los labios de mi santa madre, me impide obedecer la orden última, muda, pero patética, dictada por los ojos queridos de aquella dama ejemplar, que me encarecían que tuviera piedad y compasión, y que jamás cerrara mis oídos a la voz de la justicia; y por último, me destroza el alma, al convencerme de que necesito una mano que me ayude y de que en vano la busco.
—Si en mí la buscas, mi querido sobrino, desde luego te aseguro que pierdes el tiempo: no la encontrarás nunca. He decidido bajar al sepulcro perpetuando el sistema bajo el cual nací y he vivido.
Tomó otro polvo de rapé, guardó la cajita en el bolsillo, y añadió:
—Preferible es escuchar la voz de la razón y aceptar el destino natural... Pero observo que estás perdido, mi querido Carlos.
—Perdidas están para mí estas propiedades y hasta Francia—contestó con amargura el sobrino.—Las renuncio.
—¿Pero es que puedes renun[112]ciarlas? Siempre he creído que para renunciar precisa poseer. Yo no sé si Francia será tuya ya; pero los bienes de nuestra familia... Claro que ni vale la pena hablar de ello; pero ¿es que los consideras tuyos?
—Al hablar como lo hice, ni se me ocurrió la idea de aludir a los derechos que sobre ellos tengo, ni mucho menos reclamar su posesión. Si mañana pasasen de sus manos a las mías...
—Lo que tengo la vanidad de considerar muy improbable...
—... O de aquí a veinte años...
—Me haces demasiado honor; pero prefiero esta suposición a la primera.
—Los abandonaría, para vivir en otra parte y otro género de vida. ¡No sería abandonar mucho! ¡Total, un desierto espantoso que no presenta más que miserias y ruinas!
—¿Sí?—exclamó el Marqués, paseando su mirada por aquella habitación suntuosa.
—No diré que la vista no encuentre en aquéllos algún atractivo; pero estudiados en su fondo, a la luz de la razón y de la justicia, son una torre ruinosa de extorsiones, despilfarros, deudas, injusticias, opresiones, hambres, desnudeces y sufrimientos.
—¿Sí?—repitió el Marqués con acento de satisfacción.
—Si llegan a ser míos, los confiaré a manos más competentes que las mías para que los desgraven poco a poco, dado caso que llegue a tiempo, del peso enorme que los arrastra al precipicio, a fin de que los infelices que a ellos se ven clavados sufran menos en lo sucesivo. No podré hacerlo; lo sé. Pesa sobre ellos una maldición, y no sólo sobre ellos, sino también sobre la nación entera.
—¿Y tú?—preguntó el tío.—Perdona mi curiosidad; ¿es que a la sombra de tu filosofía de nuevo cuño esperas vivir del maná del cielo?
—Fuerza será que viva de lo mismo que vivirán tantos otros compatriotas míos, por muchos que sean sus pergaminos, por rancia que sea su nobleza: del trabajo.
—¿En Inglaterra, por ejemplo?
—Sí. El honor de la familia puede dormir tranquilo. No lo mancillaré trabajando mientras me encuentre en este país, y no podré mancillarlo en otro sencillamente porque, fuera de aquí, no ostentaré el apellido de la familia.
El Marqués hizo sonar un timbre. Inmediatamente se iluminó la habitación inmediata. Esperó el Marqués a que se fuera el servidor que había encendido las luces, y cuando oyó que sus pasos se alejaban, dijo, mirando a su sobrino con rostro sonriente:
—Muchos atractivos tiene para ti Inglaterra, bien que, a decir verdad, no me admira si tengo en cuenta lo mucho que allí has prosperado.
—Manifesté ya antes que creo ser deudor a usted de todas las[113] fortunas y prosperidades que allí encontré. De todas suertes, Inglaterra es mi refugio.
—Si hemos de creer a los vanidosos ingleses, es el refugio de muchos. ¿Conoces a un compatriota nuestro que allí buscó refugio? Me refiero a un doctor.
—Le conozco.
—¿A quien acompaña una hija?
—Sí.
—El mismo. Estás rendido... Buenas noches.
La sonrisa con que acompañó la inclinación de cabeza que hizo a su sobrino a guisa de cortés despedida y el tono con que pronunció las últimas palabras, envolvían un misterio que no pudo menos de impresionar al sobrino.
—Sí—repitió el Marqués.—Un doctor con una hija... Sí. ¡Así comienza la nueva filosofía!... Buenas noches.
El joven clavó sus ojos en su cara cual si esperase encontrar en ella la aclaración de las últimas palabras que habían herido sus oídos. Trabajo perdido. Lo mismo hubiera conseguido interrogando las de las estatuas de piedra que tanto abundaban en el castillo.
—¡Buenas noches!—añadió el tío.—El deseo de verte mañana por la mañana me tendrá desvelado toda la noche... Que descanses... Enciende las luces del dormitorio de mi señor sobrino... ¡Y asa a mi señor sobrino en la cama, si puedes!—añadió para sus adentros, antes de hacer sonar nuevamente la campanilla, llamando al ayuda de cámara a su alcoba.
El ayuda de cámara acudió al llamamiento y volvió a salir, dejando al Marqués en paños menores y dispuesto a meterse en la cama. Tardó una porción de minutos en hacerlo. Si alguien le hubiese visto vestido como iba y calzado con zapatillas, midiendo la estancia con paso silencioso y vivo, semejante al del tigre real, hubiérale tomado probablemente por el famoso marqués encantado de la leyenda, cuyas transformaciones periódicas en felino comenzaban entonces o terminaban en aquel instante.
Surgían en el fondo de su imaginación, mientras caminaba de uno a otro extremo de su voluptuosa alcoba, los incidentes más salientes del viaje que terminara aquella noche: veíase subiendo perezosamente la rampa empinada de la colina, contemplaba con los ojos del alma la puesta del sol, el descenso de la falda opuesta de la colina, el molino, la cadena de la galga, la prisión emplazada al borde del tajo, la aldea de la hondonada, los labriegos en derredor de la fuente y el caminero en el momento de señalar con su gorro puntiagudo la cadena de su coche de camino. La fuente de la aldea le recordaba la otra fuente de París, y en ella veía al cadáver del niño acurrucado sobre el basamento, a las mujeres inclinadas sobre su cuerpecito y al hombre alto que, con los brazos extendidos gritaba: «¡Muerto!»
—Me estoy enfriando—murmuró el señor Marqués.—¡A la cama, a la cama!
Tendióse en el lecho, dejó caer las lujosas cortinas que lo envolvieron, y se dispuso a dormir.
Por espacio de tres horas interminables permanecieron las caras de piedra de los inmóviles centinelas colocados en el exterior del castillo contemplando las negruras de la noche; por espacio de tres horas interminables los caballos inquietos golpearon con sus manos los pesebres de las caballerizas, y la lechuza lanzaba un ruido peculiar que no tenía semejanza alguna con el canto que a las lechuzas han asignado los hombres-poetas.
Hombres y leones de piedra del castillo clavaron por espacio de tres mortales horas sus ojos sin pupilas en los negros tules de la noche. Negros estaban los campos, negros los bosques, negros los caminos, negro como mar de tinta todo el paisaje. En el cementerio de la aldea hubiese sido imposible distinguir una tumba de otra, y nadie hubiera podido decir si la cruz a cuyo pie estaba arrodillada aquella tarde la mujer que pidió una gracia al Marqués continuaba enhiesta o si había caído derribada. En la aldea, explotadores y explotados dormían profundamente. Quizá durante el sueño disfrutaban estos últimos de opíparos banquetes, como ocurrir suele a los que perecen de hambre, o bien de tranquilidad y de descanso, cual bueyes habituados a gemir bajo el yugo.
Aguas invisibles y silenciosas fluían de la fuente de la aldea, lo mismo que de la fuente del castillo, perdiéndose a lo lejos, como se pierden los minutos que continuamente deja escapar la mano del Tiempo. Al cabo de tres horas interminables, las aguas comenzaron a tomar ligeros tonos grises, y los ojos de las caras de piedra del castillo principiaron a iluminarse.
Brotó por Oriente el sol, tiñendo de rojo las copas de los árboles y las cimas de las montañas. Sus fulgores dieron roja coloración a las aguas que brotaban de la fuente del castillo y a las caras de piedra de hombres y leones. Gorjeaban parleros los pajarillos, uno de los cuales, más atrevido que sus compañeros, agotó el repertorio de sus cantos más hermosos posado sobre el alféizar de piedra de la ventana de la alcoba del señor Marqués. El centinela de piedra más inmediato contempló con mudo asombro al cantor, abrió la boca y dió muestras del terror más profundo.
Los fulgores del astro del día sacudieron el sopor que dominaba cual señor absoluto en la aldea. Abriéronse las ventanas, desatrancáronse las puertas de las casas, y las gentes salieron tiritando a la calle para entregarse a las faenas diarias. Unos se fueron a la fuente, otros al campo; éstos, a arar, aquéllos a cavar o a apa[115]centar escuálidos ganados. En la iglesia quedaron dos o tres personas, suplicando al Cielo que conservara la vida de alguna vaca o de corto número de ovejas.
El castillo despertó más tarde, cual correspondía a su elevada jerarquía social. Los rayos del sol tiñeron de rojo primero a los venablos, espadas y lanzas; más tarde arrancaron destellos a los montantes, comenzaron a abrirse ventanas, se impacientaron los caballos en las cuadras, y los perros sacudían las cadenas que los sujetaban, ladrando desaforadamente en demanda de libertad.
Todos éstos eran incidentes triviales que se repetían diariamente, detalles rutinarios de la vida ordinaria. Pero algo menos trivial, algo que no era rutinario ni corriente ocurría aquella mañana en el castillo. Repicaba con furia insistente la gran campana; corrían los servidores de una parte a otra; por la terraza cruzaban muchas personas y en las caballerizas ensillaban con azoramiento varios caballos. ¿Por qué?
¿Qué ventolera había acometido al caminero, momentos antes entregado al trabajo, allá en la cima de la colina? ¿Acaso las aves del campo pretendían llevarse en sus picos el escaso almuerzo que había dejado sobre un montón de piedras? ¿por qué corría con aquella furia, ladera abajo, cual si de la velocidad de su carrera dependiera su vida? ¿Por qué hundía sus piernas hasta la rodilla en el polvo, y devoraba distancias sin detenerse a tomar aliento, hasta que llegó a la fuente?
En derredor de ésta se había congregado toda la población de la aldea, y allí permanecía con la consternación pintada en sus semblantes, hablando con voz muy baja, bien que sin revelar otras emociones que las de curiosidad sombría y profunda sorpresa. En la embocadura de la calle se veían gentes del castillo, servidores de la casa de postas y todas las autoridades de la aldea, más o menos armadas. El caminero había penetrado ya en el centro de un grupo, formado por unos cincuenta amigos particulares suyos, con los cuales hablaba con muestras de excitación. ¿Qué significaba todo esto? Sobre todo, ¿qué significaba la llegada del señor Gambelle, que sentado a la grupa de un caballo, montado también por un servidor del castillo, se aproximaba a la aldea a galope tendido, no obstante la doble carga, cual si quisiera representar, un poquito modificada, la leyenda alemana de Leonora?
Todo ello significaba que, en el castillo, las caras de piedra habían aumentado en una aquella noche.
El Gorgon que presidió la erección del castillo decidió sin duda visitar su obra durante la noche, advirtió que faltaba una faz de piedra, la misma que probablemente estaban esperando desde doscientos años antes, y la aumentó.
[116] La cara de piedra reposaba boca arriba sobre la mullida almohada del lecho del señor Marqués. Parecía mascarilla finísima, de expresión un poquito asustada o airada. Pegado a la cabeza había un tronco de hombre, también petrificado, y envainado en el corazón de ese tronco se veía un cuchillo. En derredor del pomo del cuchillo había un papel, en el cual alguien había garrapateado las siguientes palabras:
«Llévale veloz a la tumba. De parte de Santiago».
Pasaron doce meses. Carlos Darnay se había establecido en Inglaterra como maestro de idioma francés y de literatura francesa. Hoy le darían el pomposo nombre de profesor; en aquella época se le llamaba tutor. Enseñaba a jóvenes que disponían de tiempo y deseaban aprender una lengua viva que se hablaba en todo el mundo. Maestros como Darnay no se encontraban con facilidad en aquellos tiempos. Los príncipes y los reyes distaban mucho de poder figurar entre la clase de los que pueden enseñar, y la nobleza arruinada no pensaba en perder la vista trabajando sobre los Libros Mayores del Banco Tellson, ni en consagrar sus aptitudes a las artes culinarias o de carpintería. No tardó en hacerse conocido el joven Darnay, quien como maestro poseía el secreto de hacer que sus discípulos encontrasen agradables sus lecciones, y como traductor sabía poner en sus trabajos algo más que los conocimientos derivados de la gramática y del diccionario. Como quiera que, por otra parte, supo asimilarse las costumbres del país en que vivía, no es de admirar que con algo de perseverancia, consiguiera prosperar.
Cuando se trasladó a Londres, no lo hizo llevado de la esperanza de pasear sobre aceras de oro ni de dormir sobre lecho de rosas. De haber abrigado esas esperanzas, a buen seguro que no hubiese prosperado. Esperaba trabajo, lo encontró, se dedicó con ardor a él, sacó de su labor todo el partido posible: ese fué el secreto de su prosperidad.
Pasaba parte del tiempo en Cambridge, hablando con los estudiantes y enseñándoles, como de contrabando, lenguas europeas y prescindiendo del griego y del latín, sobradamente enseñados en aquel establecimiento docente, y el resto del día permanecía en Londres.
Pero pasemos a otro asunto menos ingrato. Desde los remotos tiempos en que la humanidad disfrutaba de un verano perpetuo, hasta los que hoy padecemos, en los cuales hemos de conformarnos con un invierno no menos perpetuo, el mundo ha seguido invaria[117]blemente el mismo derrotero; el derrotero de Carlos Darnay... el derrotero del amor a la mujer.
Habíase enamorado de Lucía Manette el día en que el peligro se cernía sobre su cabeza. En sus oídos no había resonado nunca una voz de acentos tan armoniosos, tan delicados, tan tiernos, como los que en la ocasión indicada supo aquella poner en su compasiva voz, ni sus ojos vieron jamás rostro tan encantador, tan angelical como el de Lucía, cuando ésta le veía al borde mismo de la fosa que a sus pies habían abierto falsos acusadores. Sus labios, empero, no habían dejado traslucir el secreto de su corazón. El asesinato perpetrado al otro lado del Canal, en desierto castillo, aquel robusto castillo de piedra, databa de un año, y el joven Darnay a nadie había revelado el estado de su alma.
Que para obrar de esa suerte tenía Darnay sus razones, sabíalo él perfectamente; pero fuera que éstas hubieran desaparecido, fuera que no pudiera mantener encerrado por más tiempo en su pecho el secreto, ello es que un día de verano, a su regreso de Cambridge, dirigió sus pasos hacia el tranquilo rincón de Soho, resuelto a abrir su pecho al doctor Manette. El día estaba próximo a terminar, y sabía que Lucía habría salido con la señorita Pross.
Encontró al doctor leyendo junto a la ventana. Las energías que en otro tiempo le sostuvieron impidiendo que cayera abrumado bajo el peso de sus torturas, habíanle restablecido gradualmente. Era ya un hombre fuerte en sus propósitos, enérgico en sus resoluciones, vigoroso en sus actos. Estudiaba mucho, dormía poco, soportaba sin esfuerzo grandes fatigas, y se le veía constantemente contento y feliz. Al ver entrar en su estudio a Carlos Darnay, dejó el libro y alargó al recién llegado su diestra.
—¡Amigo Darnay!—exclamó.—¡Cuánto placer me produce su visita! Desde hace tres o cuatro días esperábamos su regreso. Ayer estuvieron aquí los señores Stryver y Carton, y ambos estaban contestes en afirmar que nos privaba usted de su presencia más de lo debido.
—Les agradezco muy de veras el interés que esos señores me demuestran—contestó Darnay con alguna frialdad.—¿Y la señorita Lucía?
—Está bien, muchas gracias. Su regreso de usted será para todos nosotros motivo de alegría... Ha salido de compras, pero no tardará en volver.
—Sabía que se hallaba fuera de casa, doctor. Precisamente he aprovechado la ocasión de que saliera para solicitar de usted una conferencia.
Calló el doctor.
—¿Sí?—preguntó al fin.—Acerque una silla y hablaremos.
El joven acercó una silla sin dificultad, pero parece que la[118] encontró para dar comienzo a la conferencia.
—He tenido la felicidad de frecuentar tanto esta casa—principió diciendo al fin—desde hace año y medio, que espero que el tema que voy a tocar no ha de ser...
Interrumpióle el doctor alargando una mano.
—¿Es Lucía el tema en cuestión?—preguntó.
—Lucía es.
—Siempre me afecta profundamente hablar de Lucía; pero me es doloroso oir hablar de ella en el tono que usted lo hace, Darnay.
—Es el tono de la admiración ferviente, del homenaje entusiasta, del amor más profundo, doctor—replicó Darnay.
Otra pausa más prolongada que la anterior.
—Lo creo. Con gusto hago a usted justicia... lo creo.
La contrariedad del doctor era tan visible, que Darnay, comprendiendo que había abordado un tema que disgustaba al padre, vaciló.
—¿Puedo continuar, señor?—preguntó.
Nueva pausa.
—Sí; continúe usted.
—Adivina usted lo que voy a decir, bien que es imposible que adivine con cuánto fervor lo digo y con cuánto fervor lo siento, pues para ello sería preciso que penetraran sus miradas hasta el fondo más íntimo de mi alma, para ver allí las esperanzas y temores, los anhelos y ansiedades que la abruman bajo su peso. Mi querido doctor Manette, amo a su hija con amor entrañable, inmenso, desinteresado, ferviente; la amo como muy pocos han amado en el mundo. Usted ha amado también, doctor: ¡hable por mí el amor que en otros tiempos apresuró los latidos de su corazón!
El doctor, que escuchaba al joven con la cabeza ligeramente vuelta y fijos en tierra los ojos, extendió vivamente un brazo al oir las palabras últimas, y exclamó:
—¡No...! ¡No hable usted de eso!... ¡No me lo recuerde, por lo que más quiera!
Darnay guardó silencio.
—Perdóneme usted—repuso el doctor al cabo de algunos segundos.—No dudo que usted ama a Lucía...
Sin mirar a Darnay, sin alzar los ojos del suelo, con semblante triste, preguntó:
—¿Ha hablado usted de su amor a Lucía?
—Nunca.
—¿Le ha escrito?
—Jamás.
—Sería yo poco generoso si desconociera que en su abnegación ha entrado por mucho la consideración al padre. El padre da a usted las gracias.
Ofreció la diestra a su interlocutor, pero sus ojos no siguieron el movimiento de la mano.
—Sé—dijo Darnay con mucho[119] respeto—sé... ¿cómo no saberlo, si he visto a ustedes la mayor parte de los días? sé que entre usted y Lucía media un cariño tan tierno, tan excepcional, tan conmovedor, tan en armonía con las circunstancias que han presidido su nacimiento y desarrollo, que aun en la ternura que liga a los padres con sus débiles hijitos sería difícil encontrar precedentes. Sé, doctor Manette, que juntamente con el cariño de la hija, que es ya mujer, alienta en el corazón de ésta todo el amor de la infancia. Sé que, por lo mismo que durante su niñez se vió privada de las caricias de su padre, hoy se ha consagrado a usted con toda la constancia, con todo el fervor que la dan sus años y su carácter. Sé perfectamente bien que, si usted, después de muerto, hubiera descendido del cielo para acompañar a su hija en la tierra, no podría ser ni más querido, ni más sagrado, ni más reverenciado de lo que hoy es. Sé que cuando su hija le abraza, son los brazos de la niña, los brazos de la doncella, los brazos de la mujer los que con ternura infinita rodean su cuello. Sé que Lucía, amando a usted como hoy es, ama a una madre tan joven como ella y a un padre tan joven como yo; ve y adora a una madre contristada, sumida en insondables mares de amargura, y ve y adora a un padre sepultado en vida. Todo esto lo sé, lo he estado viendo noche y día, pues para saberlo, me ha bastado ver a ustedes en el sagrado del hogar.
El padre continuaba sin variar de actitud, doblada la cabeza y bajos los ojos. Su respiración se hizo un poquito entrecortada, pero no reveló otras señales de agitación.
—Y sabiéndolo, doctor Manette, convencido de que interponer entre ustedes un amor... mi amor, equivale a introducir en su cielo algo que es menos sublime que éste, he procurado imponer silencio a mi corazón, me he resistido hasta el último límite. ¡No puedo más!... ¡La amo!... ¡El Cielo me es testigo de que la amo!
—Lo creo—contestó el padre con acento doloroso.—Lo venía sospechando de antiguo... Lo creo.
—Pero sentiría—repuso Darnay, quien creyó ver una reconvención en el acento doloroso del doctor—sentiría que creyera también que, si fuese tan inmensa mi fortuna que un día me fuera dado llamarla mi mujer, había de intentar separar a ustedes ni pronunciar una sola palabra distinta de las que en este momento salen de mis labios. Bien se me alcanza que sería inútil; pero de todas suertes, no soy yo capaz de cometer vileza semejante. Si pensamientos tan bajos rozaran siquiera mi mente, no sería yo digno de tocar esta mano honrada—añadió, tendiendo la suya a su interlocutor.—No, mi querido doctor Manette; como a usted, me aleja de Francia un destierro impuesto voluntariamente; como usted, he huí[120]do de ella para no ver sus desaciertos, sus opresiones, sus miserias; como usted, he resuelto expatriarme, vivir del trabajo de mis manos y cifrar mis esperanzas en un futuro más venturoso. Mi aspiración única es compartir su suerte de usted, compartir su vida y su hogar, y serle fiel hasta la muerte. No aspiro a tener participación en el preciado privilegio de Lucía en su calidad de hija y compañera amante de su vida; sino a robustecer ese privilegio, a unirla más estrechamente a usted, suponiendo que eso sea posible.
La mano del joven continuaba sobre la del padre, quien tenía las suyas sobre los brazos del sillón en el que estaba sentado. Por primera vez desde el comienzo de la conferencia, alzó el doctor los ojos del suelo. Su cara reflejaba la lucha que se libraba en su interior.
—Habla usted con tanta ternura, y a la par con tanta entereza, Carlos Darnay, que le doy las gracias con todo mi corazón, y voy a ponerle de manifiesto... casi de manifiesto el mío. ¿Tiene usted motivos para creer que Lucía corresponda a su amor?
—Ninguno.
—El objeto inmediato de esta confidencia, ¿es cerciorarse desde luego y con mi autorización de ese extremo?
—Ni eso siquiera. No espero obtener esa dicha en muchas semanas, aunque, como es natural, desearía salir de dudas mañana mismo.
—¿Busca usted que yo le aconseje y guíe?
—Tampoco he venido con ánimo de solicitar sus consejos y ayuda; pero sí creyendo que, si en su mano está ayudarme, y lo considera justo, me proporcionará algún auxilio.
—Entonces, lo que usted busca es una promesa mía.
—En efecto; eso busco.
—¿Qué promesa es?
—Bien convencido estoy de que, sin usted, nada puedo esperar: bien convencido estoy de que, aun cuando Lucía me amara como yo la amo... y no crea usted que mi presunción llegue a suponer semejante cosa, de nada me serviría, si mi amor fuese incompatible con el que debe a su padre.
—Siendo así, estará bien convencido de...
—Estoy convencido también de que, una sola palabra pronunciada por su padre en favor de cualquier aspirante a su mano, pesaría decisivamente en su ánimo, y precisamente porque de ello estoy convencido, doctor Manette, no he de solicitar esa palabra, aun cuando de ella dependiera mi vida—terminó el joven, con modestia, pero con decisión varonil.
—De ello estoy seguro, Carlos Darnay. Los misterios suelen brotar de los amores profundos y de las divisiones anchas: en el primer[121] caso, los misterios son sutiles, delicados y de difícil penetración. Bajo este aspecto, Lucía es para mí un misterio: ni aproximadamente me es dado adivinar el estado de su corazón.
—¿Me permitirá preguntar, doctor, si ella...?
—¿Si tiene algún otro pretendiente?
—Eso fué lo que quise decir.
El padre contestó al cabo de algunos momentos de reflexión:
—Ha visto usted mismo que vienen a esta casa con alguna frecuencia los señores Carton y Stryver; si alguien aspira a la mano de mi hija, será en todo caso uno de los dos.
—O los dos—observó Darnay.
—No se me ha ocurrido que puedan ser los dos; es más: ni creo probable que sea ninguno de los dos. Pero me ha dicho usted que desea de mí una promesa: dígame de qué se trata.
—La promesa que deseo obtener es que, si algún día su hija hiciera a usted la confianza que yo acabo de hacerle, la repitiera usted mis palabras, añadiendo que cree en la sinceridad de las mismas. Creo merecerle a usted bastante buena opinión para no tomar partido en contra mía. Yo, por mi parte, cumpliré estrictamente la condición sobre la cual fundo mi súplica, porque a que la cumpla tiene usted derecho indiscutible.
—Hago la promesa que usted desea, sin condición alguna—respondió el doctor.—Creo firmemente que su objeto es el que me ha expuesto; creo que intenta usted perpetuar, y en ningún caso debilitar, los lazos que me unen a quien me es más querida que yo mismo. Si algún día me dice mi hija que usted le es necesario para su felicidad, me apresuraré a entregársela. Si existieran, Carlos Darnay, si existieran...
El joven estrechó agradecido la mano del doctor.
—... Caprichos, motivos verdaderos, aprensiones, cualquier otra cosa, antigua o reciente, en contra del hombre a quien mi hija amase de veras..., siempre que la responsabilidad no fuera personalmente suya... todo lo olvidaría por amor a aquélla. Lo es todo para mí. Ante su dicha callan todos los agravios que yo haya recibido, todos los tormentos que... ¡Estoy diciendo lo que no viene al caso!
Tan singular fué el tono que el doctor dió a sus palabras, tan singular la brusca interrupción, tan singular la mirada que dirigía a su interlocutor, que éste sintió penetrar el frío hasta el fondo de su corazón.
—Sin darme cuenta he desviado la conversación—añadió el doctor sonriendo.—¿Qué era lo que me decía?
No supo Darnay qué contestar en el primer momento, hasta que recordó que había hablado de una condición. Más tranquilo entonces, dijo:
—A su confianza tengo el deber ineludible de contestar con la mía. Mi apellido actual, aunque apenas si discrepa del de mi madre, no es el mío, conforme sabe usted. Deseo decirle cuál es el que me corresponde, y explicarle los motivos de encontrarme en Inglaterra.
—¡No! ¡Cállese usted!
El doctor llevó ambas manos a sus oídos y a continuación a los labios de Darnay.
—Lo deseo, porque quisiera merecer su confianza y no tener secretos para usted.
—¡No! ¡Me lo dirá usted cuando se lo pregunte, pero en manera alguna ahora! Si sus aspiraciones entran en vías de realización, si Lucía corresponde a su amor, me hará esas revelaciones la mañana misma de su matrimonio. ¿Me lo promete?
—Con mucho gusto.
—Déme su mano. Mi hija llegará de un momento a otro, y no quisiera que nos encontrara juntos esta noche. ¡Váyase... y que Dios le bendiga!
Había cerrado la noche cuando salió Carlos Darnay, y aun tardó Lucía una hora en llegar. Corriendo se dirigió a la habitación en que solía estar su padre, no siendo pequeña su sorpresa al encontrar vacante el sillón que aquél ocupaba invariablemente cuando leía.
—¡Padre!—llamó.—¡Mi querido padre!
Nadie contestó; pero como llegaran a sus oídos repetidos martillazos que sonaban en la alcoba de su padre, hacia esta se dirigió corriendo. Miró por la puerta, y retrocedió asustada, llorando.
—¿Qué haré, Dios mío, qué haré?—exclamó.
Un instante nada más duraron sus incertidumbres. Llamó con los nudillos en la puerta y pronunció en voz muy baja el nombre de su padre. Cesaron inmediatamente los martillazos, salió su padre, la miró silencioso, y comenzó a pasear por la estancia. Lucía caminaba a su lado.
A la mañana siguiente, Lucía entró muy temprano en el dormitorio del doctor. Encontróle durmiendo profundamente. No observó alteración alguna en la banqueta de zapatero, ni en las herramientas ni en el zapato sin terminar.
—Prepara otro ponche, Sydney—dijo el abogado Stryver aquella misma noche, ya de madrugada, a su compañero el chacal.—Tengo que hacerte una confidencia.
Desde algunas noches antes, Sydney trabajaba con ardor a fin de disminuir y acabar con el monte de papeles que esperaban turno en la mesa de trabajo antes de salir de vacaciones. Todos quedaron al día; ya no había que hacer otra cosa que esperar la llegada[123] del mes de noviembre, pródigo en nieblas atmosféricas y en nieblas legales.
No era Sydney un dechado de sobriedad y de templanza: aquella noche hubo de aumentar en dos el número de las toallas empapadas en agua fría que solía aplicar a su cabeza, de la misma manera que duplicó también la cantidad de vino ingerido con anterioridad a la aplicación de las toallas.
—¿Estás preparando el otro ponche?—preguntó Stryver, desde el sofá sobre el cual estaba tumbado de espaldas.
—Sí.
—Escucha, pues. Voy a revelarte algo que seguramente te maravillará, y quién sabe si hasta te hará creer que soy mucho menos listo de lo que aparento. He pensado casarme.
—¿Tú?
—Sí. Aun te sorprenderá más el saber que no me caso por móviles de dinero. ¿Qué me dices?
—No siento comezón de decir mucho. ¿Quién es ella?
—Adivínalo.
—¿La conozco?
—Adivínalo.
—No me parece ocasión propicia para echarme a adivinar, a las cinco de la madrugada y con la cabeza convertida en volcán en erupción. Si quieres que adivine, convídame a comer.
—Puesto que no quieres adivinar, te lo diré yo—dijo Stryver, sentándose perezosamente.—Por supuesto, que no abrigo la más insignificante esperanza de hacerme comprender de ti, sencillamente porque eres y has sido siempre un perro insensible.
—En cambio tú has sido siempre y eres un espíritu todo sensibilidad y poesía—replicó Sydney con acento irónico.
—¡Hombre!...—exclamó Stryver riendo.—No aspiro a pasar plaza de héroe de novela sentimental, pero no me negarás que soy más blando que tú.
—Querrás decir más afortunado.
—No; he querido decir más... más...
—Galante: ¿acerté ahora?
—¡Bueno! ¡Diremos galante! Mi intención era decir que yo soy hombre que cuido de hacerme más agradable, que me tomo más interés para hacerme más agradable, que sé la manera de hacerme más agradable a las mujeres que tú.
—Adelante—dijo Sydney Carton.
—Ten calma, amigo mío—replicó Stryver, moviendo la cabeza.—Antes de seguir adelante, quiero hacer constar lo siguiente: Has visitado con tanta, con más frecuencia que yo la casa del doctor Manette, y francamente, me ha avergonzado la aspereza de carácter, el ceño que siempre has mantenido allí. Tus modales han sido los de un perro malhumorado y tu manera de ser tan tétrica, que he salido avergonzado de ti, Sydney.
[124] —Deberías estarme altamente agradecido, Stryver, porque los hombres de tu profesión no suelen avergonzarse de nada—replicó Carton.
—No te salgas por la tangente, Sydney. Considero deber mío decirte, y te lo digo en tus barbas, porque creo hacerte un favor, que careces de condiciones para estar en sociedad. Eres un compañero decididamente desagradable.
Sydney bebió un trago de ponche y soltó la carcajada.
—¡Mírame a mí!—repuso Stryver, poniéndose en pie y en actitud arrogante.—Menos necesidad tengo que tú de hacerme agradable, toda vez que mi posición es mil veces más independiente que la tuya. ¿Por qué, pues, consigo siempre hacerme agradable?
—En mi vida vi que te lo hicieras.
—Me hago agradable porque así lo exige la finura de modales y porque lo tengo en la masa de la sangre. Prosigo.
—Lo que no prosigues, según veo, es la exposición de tus proyectos matrimoniales. En cuanto a lo demás, hazme el favor de no proseguir. ¿No te convencerás nunca de que soy incorregible?
Carton hizo esta pregunta con entonación sarcástica.
—Para ser incorregible sería preciso que tuvieras negocios, y yo no sé que los tengas—replicó Stryver un poquito picado.
—Que yo sepa, no los tengo... ¿Quién es la favorecida?
—No quisiera que la mención del nombre te produjera pena o desagrado—dijo Stryver, preparando con circunloquios amistosos la revelación que iba a hacer.—Me consta que no sientes ni la mitad de lo que dices, aunque, a decir verdad, si lo sintieras todo, sería igual, pues no tendría importancia. Hago este preámbulo porque en una ocasión hablaste con bastante ligereza de la señorita cuyo nombre voy a pronunciar.
—¿Yo?
—Tú, sí; y en esta misma habitación.
Carton se obsequió con otro vaso de ponche y miró a su amigo.
—Refiriéndote a la señorita a que aludo, dijiste que era una muñeca de cabellos de oro. La señorita a que me refiero es la señorita Lucía Manette. Si conocieras la sensibilidad, si fueras hombre de delicadeza de sentimientos, me habría molestado que hablaras de ella como lo hiciste; pero como ni eres sensible ni delicado, no hice caso de tu ligereza. Careces de entrambas cualidades, y por tanto, cuando a mi memoria acude tu expresión, la doy la misma importancia que daría a la opinión de un ciego que afirmara que era malo un cuadro pintado por mí, o a la de un sordo-mudo que pretendiera poner defectos a una composición musical obra mía.
Carton continuaba menudeando las visitas a la ponchera.
—Ya lo sabes todo, Sydney—prosiguió Stryver.—Me caso con[125] esa niña, sin importarme que tenga o no fortuna. Es una criatura encantadora, y me he propuesto hacerla feliz, y sin jactancias ni inmodestias creo que puedo decir que lo he conseguido. Ocupo una posición envidiable, prospero y subo con rapidez y no me falta distinción. En una palabra: soy para ella un tesoro, y me alegro, pues tesoros merece ella. ¿Te maravilla lo que oyes?
—¿Por qué me ha de maravillar?—respondió Sydney, entre trago y trago de ponche.
—¿Lo apruebas?
—¿Por qué no he de aprobarlo?
—¡Vaya! Veo que lo tomas con mayor calma de la que yo esperaba, y que, en obsequio mío, eres menos mercenario de lo que creía. No me sorprende, en medio de todo, pues sabes perfectamente que tu antiguo condiscípulo se ha distinguido siempre por su entereza de carácter. Sí, Sydney, sí; me hastía la vida que hago y ha llegado el momento de variarla. Me he convencido de que es una delicia para un hombre tener un hogar, crearse una familia, si a ello siente inclinaciones, y estoy seguro de que la señorita Manette lo embellecerá y honrará siempre. Estoy, pues, resuelto, firmemente decidido. Y ahora, Sydney, mi querido amigo, me permitirás que te diga cuatro palabras sobre tu situación. Caminas por derroteros falsos, por mal camino; eso lo sabes tan bien como yo mismo. Desconoces el valor del dinero, vives vida desordenada, no piensas en el mañana, y en suma, tu conducta no puede conducirte más que a las enfermedades y a la miseria. Creo que necesitas buscarte una enfermera.
El tono de protección con que hablaba Stryver acentuaba la impertinencia de sus palabras y las hacía doblemente ofensivas.
—No te ofenda que ahora te recomiende que estudies la cuestión de frente y sin prevenciones estúpidas tal como la he estudiado yo, aunque nuestra condición respectiva difiere mucho. Cásate. Busca a quien cuide de tu persona. No importa que la compañía de las mujeres no sea de tu gusto; no importa que carezcas de inteligencia, de tacto para tratarlas. Busca una mujer respetable que tenga algunos bienes, y cásate con ella cuanto antes, única manera de prevenirte con tiempo contra las calamidades e incertidumbres de la vida. He terminado. Piensa en ello, Sydney.
—Lo pensaré—contestó Sydney Carton.
Una vez resuelto el señor Stryver a labrar la felicidad de la señorita Manette, nada más natural que hacerla saber cuanto antes la dicha que en su magnanimidad la[126] había deparado. Después de debatir mentalmente y con el detenimiento debido un punto tan importante, llegó a la conclusión de que debía dar desde luego, antes de salir de vacaciones, los pasos preliminares, dejando para más tarde el señalamiento del día de la boda, que podría celebrarse una o dos semanas antes de la sanmiguelada, o bien durante las breves vacaciones de las Pascuas de Nochebuena.
Que tenía ganado de antemano el pleito era tan evidente, que hubiera sido necio dudarlo. Tratábase de un pleito claro, sin punto débil, de uno de esos pleitos en los que basta formular la demanda para obtener sentencia favorable. Hasta podría dispensarse de la molestia de razonar su petición. ¿Para qué? El jurado fallaría en su favor sin deliberar siquiera: de ello estaba más que persuadido el famoso abogado.
En consecuencia, Stryver inauguró sus vacaciones proponiendo a la señorita Manette llevarla a los jardines de Vauxhall. Declinada la oferta, invitóla a Ranelagh; y como, con mucha sorpresa suya, tampoco fuera aceptada esta invitación, resolvió declarar las nobles aspiraciones de su alma en la misma casita de Soho.
Una mañana, Stryver salió del Tribunal del Temple y enderezó sus pasos hacia el plácido retiro en que vivía el doctor Manette. Como quiera que el Banco Tellson le tomaba al paso, sabedor de la amistad íntima que mediaba entre el señor Lorry y los Manette, ocurriósele entrar en el Banco y revelar a aquél la radiante estrella que derramaba vivos resplandores en el horizonte de Soho. Abrió, pues, la puerta, que rechinó ásperamente al girar sobre sus gastados goznes, descendió los dos escalones, y no tardó en presentarse en el despacho en que Lorry, inclinado sobre sus libros, escribía interminables columnas de números, perfectamente alineados.
—¡Hola, señor Lorry!—exclamó Stryver al entrar.—¿Cómo está usted? Supongo que tan bien como siempre.
—¡Hola, señor Stryver!—respondió Lorry, estrechando la mano que el abogado le tendía.—Muy bien, gracias; ¿y usted? ¿Desea algo de mí, señor Stryver?
—No... muchas gracias. Me trae el deseo de hacerle una visita particular, señor Lorry; el deseo de decirle cuatro palabras a solas.
—¡Oh, las que usted quiera!—contestó Lorry, cerrando el libro y preparándose a oir.
—Voy...—comenzó diciendo el abogado, apoyando sus codos sobre la mesa y con tono confidencial,—voy a hacer una proposición matrimonial a su querida y agradable amiguita Lucía Manette, señor Lorry.
—¡Demonio!—exclamó Lorry, rascándose la barba y mirando perplejo al abogado.
—¿Demonio?—repitió Stryver vivamente.—¿Eso es lo que a[127] usted se le ocurre decirme? ¿Qué significa su exclamación, señor Lorry?
—Es una exclamación... amistosa... personal... puramente apreciativa, que puede significar todo lo que usted desee que signifique. La verdad, señor Stryver... me parece... encuentro...
—¡Basta!—respondió el abogado, descargando un manotazo sobre la mesa.—¡Si entiendo lo que me dice, señor Lorry, que me cuelguen!
Lorry ajustó a su cabeza su peluquín, y quedó mirando a su interlocutor mordiendo las barbas de su pluma.
—¿Es que me considera usted no elegible?—preguntó Stryver, mirando con fijeza a su interlocutor.
—¡Muy al contrario, señor Stryver! Sí... es usted elegible.
—¿No soy buen partido?
—Buen partido; sí... ¿por qué no?
—¿No progreso? ¿No medro?
—Sí, señor... ¿quién lo duda?
—Entonces, ¿qué demonios quiere decir su actitud?
—Pues... yo... Dígame: ¿adónde iba usted ahora?
—De frente al asunto—contestó Stryver, dando un puñetazo sobre la mesa.
—Si yo me encontrara en su lugar, lo dejaría para mejor ocasión.
—¿Por qué?—tronó el abogado.—Voy a estrechar a usted hasta el último límite. Como hombre de negocios que es usted, está en la obligación de hablar con motivo justificado. Vengan los motivos: ¿por qué no iría usted?
—Porque se trata de un asunto que no abordaría yo nunca sin contar con esperanzas fundadas de conseguir la realización de mi deseo.
—¡Ira de Dios!—gritó Stryver.—¡Es una razón que tumba de espaldas!
Lorry no contestó.
—He aquí a un hombre de negocios, un hombre de años, un hombre de experiencia... en un Banco, quien después de admitir la existencia de las tres razones principales, cada una de las cuales basta por sí sola para asegurar el éxito, se descuelga diciendo que no existe razón alguna. ¡Si eso no es el más desatinado de los desatinos, venga Dios y lo vea!
—Cuando me referí al éxito, pensaba en la señorita Manette, y al hablar de causas y razones en que fundar las esperanzas de ver realizado el deseo, me refería a causas que lo fueran en realidad para la señorita Manette. Sí... mi buen amigo... la señorita, porque la señorita es el juez único e inapelable.
—Entonces, lo que usted quiere decirme, señor Lorry, es que la señorita, en opinión de usted, es una tonta melindrosa.
—Me interpreta usted de una manera lastimosa, señor Stryver—replicó Lorry, rojo de cólera.—Lo que he querido decir, y lo que[128] digo, es que no toleraré que lengua alguna pronuncie una palabra irrespetuosa acerca de la señorita Manette, y que si supiera de algún hombre... que quiero creer que no existe, de algún hombre de gusto tan grosero y temperamento tan arrebatado, que osara hablar con poco respeto de la señorita Manette, la consideración de encontrarnos en el Banco Tellson no sería bastante para que yo dejara impune su grosería.
La necesidad de contener dentro del pecho la cólera que pugnaba por hacer explosión había puesto a Stryver en estado de ánimo peligroso; en cuanto a Lorry, no obstante tener acostumbrada su sangre a no alterarse por nada ni por nadie, se hallaba en situación de ánimo tan peligrosa como la del abogado.
—Ya sabe usted lo que quería decirle, caballero—repuso Lorry.—Mucho le agradeceré que no lo olvide.
Siguió un rato de silencio, durante el cual Stryver chupaba el extremo de un cuadradillo de hierro que había tomado de la mesa. Al fin rompió el silencio, verdaderamente penoso, diciendo:
—Tan nuevo es lo que usted me dice, señor Lorry, tan inconcebible, que no acierto a comprenderlo bien, pese a la claridad de sus palabras. ¿Me aconseja de veras que no me presente en Soho, y ofrezca mi mano... la mano del famoso abogado Stryver, a la hija del doctor Manette?
—¿Me pide usted franqueza, señor Stryver?
—Sí.
—Perfectamente. Ha repetido usted palabra por palabra y letra por letra lo que yo debo contestar. No se presente usted en Soho, ni ofrezca su mano... la mano del brillante abogado Stryver, a la hija del doctor Manette.
—Y yo contesto que eso... ¡ja, ja, ja, ja! da ciento y raya a todos los desatinos pasados, presentes y futuros.
—Pongamos los puntos sobre las íes—añadió Lorry;—como hombre de negocios, nada puedo decir sobre el asunto que debatimos, porque como hombre de negocios, nada sé: pero como amigo antiguo de la casa, como hombre que ha mecido a la señorita Manette en sus brazos, que es el amigo de confianza de la señorita Manette y de su padre, como hombre que quiere a los dos con cariño entrañable, puedo hablar, y como tal he hablado. Ahora bien: ¿cree usted que puedo estar equivocado?
—¡Ni por pienso! El sentido común es planta rara que crece en pocas partes. Jamás he tenido esperanzas de encontrarla fuera de mí mismo. Suponía yo que acaso existiera donde, por lo visto, según usted, sólo encuentra terreno abonado la insensatez. Me llevo un desencanto, lo confieso, pues esperaba otra cosa; pero creo que tiene usted razón.
—¡Ni he hablado de terrenos abonados o por abonar para que[129] en ellos crezca la insensatez, ni toleraré... dentro o fuera del Banco Tellson, que nacido alguno ofenda a personas cuyo nombre sólo puede pronunciar de rodillas!—gritó Lorry, enfureciéndose de nuevo.
—No se moleste usted: le ruego perdone frases dichas sin ánimo de molestar a nadie.
—Perdonado, y gracias. Lo que quise decir fué lo siguiente: sería doloroso para usted sufrir un desengaño, sería doloroso para el doctor Manette verse en la precisión de ser explícito con usted, y sería muy doloroso para la señorita Lucía encontrarse en la dura necesidad de hablar a usted con franqueza. Sabe usted que me cabe el honor y la dicha de ser buen amigo de la familia. Pues bien: si usted quiere que, sin ostentar representación alguna suya, sin mezclar a usted en nada ni para nada, haga observaciones nuevas que confirmen o modifiquen las impresiones que hoy tengo, a ello me ofrezco desde luego. Si el resultado de mis nuevas observaciones no le satisficiese, dueño será usted de comprobar personalmente su fundamento; en caso contrario, habremos conseguido al menos evitar escenas y situaciones desagradables. ¿Qué le parece mi plan?
—¿Cuánto tiempo tardaría usted en contestarme?
—¡Oh! ¡Es cuestión de pocas horas! Esta tarde puedo ir a Soho, y desde allí llegarme en derechura a su casa.
—Siendo así, me parece bien. Espero a usted esta noche... ¡Buenos días!
Salió el señor Stryver del edificio del Banco llevando en su pecho una tempestad de ira. Sobrábale penetración para comprender que el banquero no hubiera exteriorizado con la claridad que lo hizo sus opiniones sobre el particular de no haber contado en su apoyo un fundamento tan sólido, que equivalía a una certeza moral. Lejos estaba de pensar, cuando entró en el Banco, que le esperase una píldora tan amarga; pero no tuvo más remedio que tragársela.
—Te has puesto en situación poco airosa, Stryver—se decía a sí mismo;—has hecho el ridículo... ¡Aquí de tu talento forense para salir bien del paso!
Claramente se veía que la píldora se le había atragantado y que el eminente abogado buscaba la forma de escupirla.
—¡Ah, mi querida señorita!—murmuró al cabo de pocos momentos.—¡No seré yo quien cargue con el ridículo!... ¡Vas a tener el placer de quedarte con el fruto de la familia de las cucurbitáceas que me reservas!
En efecto: aquella noche, cuando Lorry se presentó en la casa del abogado, encontró a éste entre rimeros de papeles y pilas de libros colocados de propósito sobre su mesa de trabajo, absorto en[130] su labor y ajeno por completo al asunto tratado aquella mañana. Hasta pareció sorprendido al ver a Lorry.
—He estado en Soho—dijo el emisario, al cabo de más de media hora de tiempo, empleada en vanas tentativas para abordar la cuestión.
—¿En Soho?—repitió con indiferencia glacial Stryver.—¡Ah... ya! ¡Qué cabeza la mía! ¿Creerá usted que no me acordaba de semejante cosa?
—Ya no me cabe la menor duda de que el consejo que a usted di fué acertadísimo. Mis impresiones se han confirmado plenamente.
—Crea usted que lo lamento muy de veras por usted—contestó Stryver con calma perfecta,—y no menos de veras por el pobre padre. Es un incidente que la familia recordará siempre con dolor, y que... Pero no hablemos de ello.
—Confieso que no comprendo.
—Lo creo; pero no importa... no importa.
—Al contrario—replicó Lorry,—importa, y desearía que se explicase.
—Repito que no importa. Creí ver sentido común y ambición laudable donde no existe lo uno ni lo otro. Me engañé, quedo curado de mi error, y asunto concluído. Por fortuna, mi error es de los que no acarrean perjuicios a quien fué de él víctima. Son muchas las damiselas que han cometido locuras semejantes, de las cuales han venido a arrepentirse cuando no era ya tiempo, cuando se han visto sumidas en la ruina y en la miseria... ¡Pobrecillas!... ¡No las culpo! ¡A fe que son dignas de compasión! ¡Es tan irreflexiva la juventud!... Visto lo ocurrido desde un punto de vista puro de todo egoísmo, lo siento, porque para ella hubiera sido un buen negocio, y si lo estudio a través del prisma de mi egoísmo, no puedo menos de celebrar un fracaso que me evita hacer un negocio desastroso. Comprenderá usted, sin que yo se lo diga, que yo, lejos de salir ganando, perdía, y no poco. Por supuesto, hasta ahora ningún daño me ha hecho. No he ofrecido mi mano a esa señorita, y aquí para nosotros, hablando con franqueza, nunca pensé en hacer semejante ofrecimiento. Siga mi consejo, señor Lorry: no intente usted nunca luchar contra las frivolidades y locuras de esas cabecitas casquivanas si no quiere cosechar desencantos a granel... ¡No... hágame el favor! Dejemos esta conversación. Repito que lamento lo ocurrido por los demás pero que me alegro por lo que a mí toca. Nunca agradeceré a usted bastante el consejo que me dió. Conoce usted a esa señorita mucho mejor que yo... Tenía usted razón... Se me ocurrió cometer un desatino aunque seguramente no habría llegado a cometerlo.
Fué tal el desconcierto, la estupefacción de Lorry, que no se le ocurrió otra cosa que mirar con expresión estúpida a su interlocu[131]tor, cuya cara reflejaba generosidad, nobleza y buenos deseos.
—¡Créame usted, mi querido amigo!—repetía Stryver mientras acompañaba a Lorry hasta la puerta,—siga mi consejo. Muchas gracias... ¡Buenas noches!
Lorry se encontró en la calle antes de darse cuenta de lo que le pasaba. Stryver quedó tendido boca arriba en el sofá mirando al techo.
Si en alguna ocasión, o en alguna parte, brilló Sydney Carton, a buen seguro que no fué en la morada del señor Manette. La visitó con bastante frecuencia durante un año entero, y siempre estuvo triste, taciturno, caviloso. Y no es que careciera de oratoria, no; sabía hablar perfectamente cuando se lo proponía; pero era tan tupida la nube que le envolvía, que muy contadas veces consiguieron taladrarla los destellos luminosos de su inteligencia.
Que las calles próximas a la casa mencionada, y hasta las piedras insensibles de las aceras, ejercían sobre él misterioso atractivo, no cabía ponerlo en tela de juicio. Más de una noche se le hubiera encontrado rondando cual alma en pena aquellos lugares, sobre todo, cuando el vino no llegaba a infiltrar en su pecho una alegría ficticia y transitoria. Más de una madrugada, los pálidos fulgores de la aurora naciente pusieron de manifiesto, no lejos de la casa del doctor, los contornos de un bulto, que si no era Sydney Carton en persona, ofrecía con el de éste notable analogía. Más de una mañana, los primeros rayos del sol, a la par que hacían resaltar las bellezas arquitectónicas de los campanarios de las iglesias y de los edificios más notables, llevaban el desaliento al pecho del solitario noctámbulo, haciéndole ver que hay cosas que el hombre, con toda su buena voluntad, no puede alcanzar. Desde algún tiempo antes, el lecho desordenado que en el Tribunal del Temple tenía Carton, rara vez merecía el honor de ser usado por su propietario, siendo de notar que, aun cuando por excepción ocurriera esto último, Carton se levantaba al cabo de pocos minutos para continuar sus peregrinaciones.
Un día del mes de agosto, cuando ya el señor Stryver, después de manifestar a su amigo que «reflexiones más detenidas habíanle inducido a renunciar a sus proyectos matrimoniales», había trasladado a Devonshire los tesoros de finura y de delicadeza anejos a su persona, uno de esos días de agosto en que los malos encuentran en el cáliz de las flores ricos manantiales de bondad, de salud los enfermos, y de juventud los viejos y gastados, Carton, esclavo[132] de su costumbre, rondaba como alma en pena las calles. Caminaba irresoluto y sin rumbo fijo; mas de pronto brillaron sus ojos; sus pies se animaron al soplo de la intención que brotó en su cerebro, y fieles y sumisos esclavos de esta última aquéllos, lleváronle en derechura a la puerta del doctor Manette.
Lucía, a la que encontró sola y entregada a sus labores, recibióle con alguna turbación, y hasta es más que probable que de poder hacer su gusto se hubiera negado a recibirle, pues siempre la inspiró cierta sensación de recelo la manera de ser de Carton. Sin embargo, al cruzarse entre los dos las primeras frases, algo notó en la expresión del rostro de su visitante que la tranquilizó, primero, y luego excitó en su pecho la compasión.
—¿Se siente usted malo, señor Carton?—preguntó.
—No me encuentro bien, es cierto: pero la vida que llevo, señorita Manette, no es el medio más indicado para gozar de salud. ¡Qué podemos esperar los libertinos!
—¿Y no es lástima?... Le ruego que me perdone; pero ya que sin darme cuenta, salió de mis labios el principio de la pregunta, la terminaré, bien que haciendo constar que nada más lejos de mi ánimo que el propósito de ofenderle. ¿No es lástima que no procure usted vivir vida más ordenada?
—¡Es algo más que lástima! ¡Dios sabe muy bien que es una vergüenza!
—Entonces, ¿por qué no se corrige?
Lucía, que al formular la pregunta miró de frente a su interlocutor, vió, con sorpresa mezclada de pena, que los ojos de Carton estaban arrasados en lágrimas. Lágrimas destilaba también su voz cuando contestó:
—Ya no es tiempo... Nunca seré mejor de lo que hoy soy... antes al contrario... empeoraré... descenderé más y más...
Puesto de codos sobre la mesa, cubrióse los ojos con las manos. La mesa temblaba durante el penoso silencio que siguió.
—Perdóneme, señorita Manette—repuso Carton.—Guardo un secreto que me pesa demasiado y que desearía revelarla: ¿será tan buena que se digne escucharme?
—Si escucharle ha de ser beneficioso para usted, señor Carton, si ha de proporcionarle un contento que por lo visto no tiene ahora, hable usted, que en escucharle tendré yo placer espacial.
—Dios, sin duda, la premiará la compasión con que me trata.
Serenóse algún tanto Carton, separó las manos de sus ojos y repuso, con acento firme:
—No le alarmen mis palabras ni se asuste si le digo que he vivido ya lo que debía vivir, que soy como el que ha muerto muy joven. Nada queda en mí capaz de[133] fructificar... soy estéril para el bien.
—¡No, señor Carton, no! Es usted joven, quedan en su alma sedimentos de bondad. Segura estoy de que, con un poquito de buena voluntad, puede hacerse muy digno de sí mismo...
—Dígame que puedo hacerme digno de su piedad, al menos, señorita, y aunque me consta que se equivoca, aunque leo en el fondo de mi naufragado corazón el engaño en que se halla, no lo olvidaré jamás.
Densa palidez cubrió las mejillas de la niña: sus manos temblaban.
—Si un milagro de Dios, suponiendo que a tanto alcance la omnipotencia divina, hubiera hecho posible que usted, señorita Lucía, correspondiera al amor del hombre que en este instante tiene ante sus ojos, al amor de este ser degradado, perdido, libertino, borracho, de este despojo repugnante de la humanidad... que no otra cosa soy... usted lo sabe muy bien, la felicidad que inundaría mi alma, con ser tan grande, no me impediría ver que la unión de nuestros destinos arrastraría a usted hasta el fondo de mis miserias, la sumiría en los abismos del dolor y del arrepentimiento tardío, la envolvería en olas de deshonra. De ello estoy firmemente convencido; tan convencido como de que su corazón no puede guardar ternuras para mí. ¡No las espero, no las pido! Es más: ¡doy gracias al Cielo que las ha hecho imposibles!
—¿No podría salvar a usted, señor Carton, sin esas ternuras a que se refiere? ¿No podría yo?... ¡Perdón otra vez! ¿No podría yo mostrarle un camino mejor, guiarle por senderos más rectos? ¿Ha de serme imposible pagar de alguna manera la confianza que en mí hace? Porque yo sé que se trata de una confianza—añadió Lucía con modestia, bien que con cierta vacilación,—de una confianza que no depositaría en nadie, y que deposita en mí. ¿No podríamos dar a esa confianza un giro beneficioso para usted, señor Carton?
—No, señorita Lucía—respondió Carton, moviendo con expresión de amarga tristeza la cabeza.—Imposible. Conque me dispense la bondad de escucharme durante algunos momentos más, habrá hecho en mi obsequio cuanto puede hacer. Quiero que sepa usted que ha sido el sueño último de mi alma: quiero que sepa que su imagen y la de su padre, la vista de este hogar, que lo es gracias a usted, han llegado hasta el abismo profundo de mi degradación y agitado allí sombras que yo creía muertas para siempre: quiero que sepa que, desde que conozco a usted, siento el aguijón de remordimientos que yo suponía sin vida ni eficacia, y suenan en mis oídos susurros de voces antiguas que yo creía por siempre enmudecidas. ¡Hasta he llegado a pensar seriamente en empezar,[134] en entablar nuevas luchas, en inaugurar una vida nueva, en correr con arrestos nuevos a la palestra tantos años ha abandonada!... ¡Quimeras... ilusiones, sueños que a nada práctico pueden conducir! ¡Pero quimeras, sueños e ilusiones evocados por usted, inspirados por usted!
—Pero esas ilusiones, esos ensueños, algo habrán dejado en su alma... ¡Oh señor Carton! ¡Busque... medite... pruebe!
—Es inútil: perdería el tiempo, y además no merezco vivir. Y sin embargo, para que se forme usted idea del extremo inconcebible a que llegan las aberraciones humanas, confesaré que he tenido la debilidad, tengo aún la franqueza de desear que usted conozca la rapidez prodigiosa con que me ha transformado a mí, montón de cenizas extinguidas y heladas, en fuego vivo... bien que en fuego en todo semejante a mi naturaleza corrompida, en fuego que nada anima, que nada ilumina, que para nada sirve, en fuego que se pierde.
—Puesto que he tenido la desgracia de hacerle más desventurado de lo que era antes de conocerme...
—No diga usted eso, señorita Lucía; que si de redención fuera yo capaz, usted me habría redimido; si mis desventuras pudieran tener término, usted se lo habría puesto. No es usted, no ha podido ser usted causa de que mi desgracia sea mayor.
—Quise decir que, si el estado actual de su alma se debe a influencias mías, ¿no habría medio de encauzar esas influencias en forma que le resultaran beneficiosas? ¿Ningún bien puedo hacerle?
—El mayor, el único que yo podía apetecer, me lo ha proporcionado ya. Me permite usted que durante el resto de mi desordenada vida conserve el recuerdo de que fué usted la última persona a quien abrí mi corazón, y la creencia de que en éste queda algo que ha merecido la piedad compasiva de usted, y con ello me hace el mayor bien que pude soñar.
—Con toda mi alma desearía convencerle, señor Carton, de que, con un poquito de esfuerzo, y otro poquito de buena voluntad, conseguiría usted mejores cosas.
—La engaña su excelente corazón, señorita Lucía. Créame usted: me he puesto a prueba, y el resultado ha sido deplorable: soy incapaz de redención. Sé que estoy apenando a usted, y voy a terminar. He depositado en un corazón puro e inocente el secreto más dulce de mi vida. Cuando el recuerdo de este día brote en mi memoria, ¿me será permitido abrigar la consoladora creencia de que ese corazón lo ha recogido y lo conserva, resuelto a no confiarlo a ningún otro?
—Si esa creencia es para usted un consuelo, abríguela usted.
—¿Me promete usted no revelarlo a nadie, ni aun a la persona[135] que más querida le sea hoy, o pueda serlo en lo futuro?
—Señor Carton—respondió Lucía con agitación,—el secreto no es mío, sino de usted: tenga la seguridad más absoluta de que sabré respetarlo.
—¡Muchas gracias... y que Dios la bendiga!
Tomó Carton la mano que Lucía le tendió, la llevó a sus labios, y comenzó a caminar hacia la puerta.
—Cuente usted, señorita Lucía, con que jamás haré referencia a la conversación que acabamos de sostener. Si cayera muerto en este instante, el secreto no quedaría, por lo que a mí toca, mejor guardado. Un corazón puro, un corazón inocente es el arca santa donde desde hoy quedan guardados mi nombre, mis extravíos, mis miserias, mi confesión postrera... ¡Ah! ¡A la hora de mi muerte, será para mí un consuelo inefable abrazarme a este pensamiento, que ha de ser mi compañero sagrado durante el resto de mi vida!
Lágrimas abundantes corrían por las mejillas de Lucía Manette.
—No llore usted, señorita Lucía, que no merezco que nadie, y menos un ángel como usted, vierta lágrimas por mí. Dentro de una o dos horas, amistades viles y hábitos viciosos, que desprecio, pero a los cuales sucumbo, harán de mí un objeto menos digno de esas lágrimas que el último despojo humano que arrastra sus miserias por las calles. Quiero, sin embargo, hacer constar que, si exteriormente seguiré siendo lo que hasta el presente he sido, para usted, mi interior será lo que ahora es. Mi penúltima súplica tiene por objetivo rogar a usted que me crea.
—Le creo, señor Carton, le creo.
—Voy a dirigirle mi ruego último y seguidamente la libraré de la presencia de un visitante en cuya alma degradada no puede encontrar la suya de ángel una sola cuerda armónica, y de quien está usted separada por un abismo sin fondo y sin bordes. Sé que decirlo es inútil; pero brota de mi alma y me es imposible callarlo. Por usted, y por cualquier persona que usted quiera, lo haré todo. Sacrificar una existencia perdida, no es mérito alguno, lo sé; pero si la Providencia me deparara ocasión de sacrificarla, por usted y por las personas que le fueran queridas la sacrificaría con gusto. Procure retener en su memoria lo que estoy diciendo. Vendrá día, y no tardará, en que contraiga usted nuevos lazos, lazos nuevos que la ligarán muy estrechamente al hombre que tenga la dicha de merecerla, lazos los más tiernos, los más dulces, los más hermosos que pueden alegrar la humana existencia. ¡Oh, señorita Lucía! ¡En medio de la felicidad que la espera, cuando al rostro feliz de su padre se una al de otro hombre que se mira en sus ojos, acuérdese[136] alguna vez de que en el mundo vive un ser dispuesto a dar en todo momento su vida a trueque de conservar la del mortal que usted ame! El último favor que la pido, es que no olvide mi ofrecimiento... ¡Adiós... adiós!... ¡Que Dios la bendiga!
Muchos y muy variados objetos desfilaban ante los ojos de Jeremías Lapa, durante las horas que diariamente se pasaba sentado en su rústico banco en la calle Fleet, acompañado de su poco agraciado retoño. Quien se pasara las horas más animadas del día en la calle Fleet, sentado sobre un banco o sobre una silla, sobre una piedra o sobre el duro suelo, necesariamente había de salir de la jornada aturdido y sordo, por efecto de las dos procesiones inmensas, interminables que, no obstante seguir rumbos opuestos, una de Oriente a Poniente, otra de Poniente a Oriente, caminaban fatalmente hacia el mismo final, hacia el mundo que jamás visitan los rayos rojos y púrpura del sol.
El buen Lapa, mascando la obligada paja, contemplaba el curso de los dos gigantescos arroyos, semejante a aquel gentil rústico que permaneció varios siglos contemplando el curso de un río, sin más diferencia entre uno y otro que la de temer el segundo que el río se secase, y abrigar Jeremías la seguridad de que el curso de aquellos no se interrumpiría jamás. Verdad es que esa seguridad era para Lapa manantial de risueñas esperanzas, toda vez que gran parte de sus rentas las ganaba sirviendo de piloto a las mujeres que deseaban hacer la travesía de la calle. Aunque por regla general, las señoras que recurrían a sus servicios habían entrado de lleno en el declinar de la vida, y por otra parte, las relaciones entabladas durante la breve travesía eran forzosamente de poca duración, tanta impresión ejercía en el fogoso Jeremías el bello sexo, que nunca prestó un servicio de esa clase sin expresar deseos vehementes de que le fuera concedido el honor de beber a la salud de la acompañada.
Hubo tiempos en que los poetas se sentaban sobre un banco en los sitios más públicos para pensar, y meditar, y reflexionar a la vista de los hombres. Jeremías Lapa se sentaba también en un banco y en sitio público; pero como no era poeta, pensaba, reflexionaba y meditaba lo menos posible, y en cambio miraba mucho.
Atravesaba uno de esos momentos angustiosos en que el tránsito por la calle era escaso, y más escasas las mujeres que deseaban cruzarla, uno de esos momentos en que sus negocios presentaban cariz tan desconsolador, que nuestro[137] héroe llegó a recelar que su mujer estuviera arrodillada y rezando en cualquier rincón, cuando llamó su atención un torrente humano de caudal inusitado, que descendía arrollador por la calle Fleet, siguiendo el curso mismo del sol, es decir, hacia Oeste. Examinado el torrente, vió Lapa que se trataba de un entierro que sin duda no sería de gusto del pueblo, toda vez que éste ofrecía objeciones a su paso.
—Es un entierro, hijo—dijo Jeremías a su retoño.
—¡Viva... padre!—gritó el hijo de Lapa, dando cuatro zapatetas en el aire.
El caballerito puso en su grito de alegría una significación misteriosa que desagradó hasta tal extremo al padre, que acechó, y aprovechó muy pronto la oportunidad, para agarrar a su retoño por una oreja.
—¿Qué es eso?—gritó Jeremías padre.—¿Qué significa ese viva? ¿Ese es el respeto que a tu padre tienes? ¡Este muchacho es un pillete, un descastado, tan descastado como sus vivas! ¡Que no vuelva a oirte, si no quieres sentirme! ¿Entiendes?
—¿Hacía daño a nadie?—exclamó el muchacho en son de protesta y frotándose la oreja.
—¡Lo que no hacías era bien!—replicó Lapa.—Súbete sobre este banco y mira a las turbas.
Obedeció el hijo. Venían las muchedumbres gritando desaforadamente y saltando en derredor de un carro de muertos sucio y viejo, seguido de un coche fúnebre tan sucio, tan viejo y tan deslustrado como el carra, ocupado por una sola representante del duelo, que ostentaba las galas fúnebres que a la dignidad de su posición consideraba indispensables. No parecía, empero, que su posición fuera muy de apetecer, pues las turbas saltaban en torno del coche gritando hasta ensordecerle haciendo visajes y contorsiones, mofándose de su respetable persona, y lanzando apóstrofes poco gratos al oído.
Siempre fueron los entierros motivo de excitación especial para Jeremías Lapa; no es, pues, de admirar que en la ocasión presente, tratándose de un entierro que traía tan ruidoso acompañamiento, le sacase de sus casillas hasta el punto de preguntar al primer individuo con quien topó:
—¿Qué pasa, hermano? ¿Qué es eso?
—No lo sé—contestó el interrogado sin detenerse. ¡Espías!... ¡Espías!
—¿Quién es el muerto?—preguntó a otro.
—No lo sé—respondió también éste, colocando las manos delante de la boca a guisa de bocina, y gritando con furia redoblada:—¡Espías! ¡Espías!
Tropezó al fin Lapa con una persona mejor informada del caso, gracias a la cual pudo averiguar que se trataba del entierro de un individuo llamado Rogerio Cly.
[138] —¿Era espía?—preguntó Lapa.
—Espía del Old Bailey—contestó el informador.—¡Espía... sí... espía del Old Bailey!
—¡Demonio!—exclamó Lapa, recordando la vista a que había asistido en otro tiempo.—Le conozco. ¿Está muerto?
—¡Muerto como mi abuela! ¡Y aun debía estarlo más!... ¡Fuera!... ¡Espía!... ¡Que lo echen aquí!
Una idea tan luminosa había de ser forzosamente aceptada por aquellas turbas, y así fué, en efecto. Todos se apoderaron con ardorosa ansiedad del grito, y lo repitieron una y mil veces, a la par que se acercaban tanto al coche y al carro fúnebres, que los obligaron a detenerse. En un abrir y cerrar de ojos se apoderaron del representante del duelo; pero éste, que nada tenía de torpe, tan admirablemente supo aprovechar el tiempo, que en otro abrir y cerrar de ojos dió esquinazo a las turbas tomando a la carrera una callejuela lateral, no sin dejar en manos de aquellas su capa, su sombrero, la gasa que le cubría hasta las rodillas, el pañuelo blanco de rigor, y otras lágrimas simbólicas.
El pueblo se entretuvo en rasgar y esparcir a los cuatro vientos los objetos y prendas indicadas demostrando loca alegría, mientras los comerciantes cerraban a toda prisa las puertas de sus establecimientos, pues la turba, en aquellos tiempos felices, eran monstruo altamente peligroso, capaz de devorarlo todo una vez abría las fauces. Habían abierto ya las puertas del carro fúnebre pasa sacar el ataúd, cuando otro genio propuso escoltarla hasta su destino entre el regocijo general. La proposición, como todas las que son eminentemente prácticas, mereció ser aprobada por aclamación, e inmediatamente asaltaron el coche ocho individuos mientras otros seis se encaramaban sobre la cubierta del carro fúnebre. Uno de los primeros voluntarios fué Jeremías Lapa, quien, en su modestia, escondió su persona y su cabeza en un rincón del coche.
Protestaron los empleados de la funeraria contra aquella alteración del ceremonial; pero la distancia hasta el río era alarmantemente corta, y varias voces habían preconizado ya la eficacia de una inmersión fría para hacer entrar en razón a los empleados recalcitrantes de pompas fúnebres, y como consecuencia, las protestas fueron débiles y breves. Prosiguió su curso la procesión una vez reformada. Un deshollinador de chimeneas guiaba el carro fúnebre, asesorado por un cochero profesional, sentado a su lado, y de la conducción del coche se encargó un pastelero, servido a su vez por un ministro responsable. Agregóse a la comitiva un húngaro con su oso, tipo callejero muy popular en aquella época, el cual oso, por ser negro, y estar muy flaco, se armonizaba perfectamente con el[139] carácter fúnebre de la procesión de que formaba parte.
De esta suerte continuó aquella procesión desordenada, engrosando a cada paso y obligando a cerrar todas las tiendas de las calles que recorría. El término de la carrera era la antigua iglesia de San Pancracio, situada fuera de la ciudad, donde llegó a su debido tiempo. El enterramiento del cadáver de Rogerio Cly hízose con arreglo a un ceremonial extravagante, con gran satisfacción del nutrido acompañamiento.
Enterrado el difunto, el autor de la humorística proposición anterior, o bien otro genio, que nunca faltan en las muchedumbres, concibió y propuso la diabólica idea, aprobada por unanimidad, de acusar de espías de la Old Bailey y de clamar venganza contra todos los transeuntes a quienes la casualidad llevase por aquellos parajes. Docenas de infelices inocentes que en su vida habían pasado a mil varas del aborrecido tribunal fueron perseguidas como fieras y acosadas y golpeadas sin piedad. La transición desde este juego al de romper cristales, echar abajo puertas y ventanas y entrar a saco en ventorros y tabernas, no podía ser ni más sencilla, ni más natural, ni más lógica. Al cabo de varias horas de saqueos, cuando habían sido tomadas por asalto varias casas de campo y taladas no pocas tiendas, y destrozadas muchas verjas de hierro que proporcionaron armas a los caracteres más beligerantes, corrió la voz de que venían los guardias. Bastó la noticia para que se dispersaran las turbas antes de la llegada de los guardias, quienes quizá ni pensaron siquiera en aproximarse al teatro de los sucesos.
No tomó parte en los desórdenes últimos Jeremías Lapa, quien prefirió permanecer en el cementerio, conferenciado con los empleados de la funeraria y haciendo tristes meditaciones. El campo de la muerte siempre ejerció sobre él una influencia sedante. Sentado sobre una sepultura, fumando con calma filosófica una pipa que se había procurado en la taberna vecina, meditaba, puestos los ojos en la verja.
¡Ya ves, Jeremías, lo que es el mundo!—se decía Lapa.—No ha mucho tiempo viste con tus propios ojos a ese Cly, joven, robusto, derrochando vida, y ahora...
Después de fumada su pipa, y al cabo de no poco rato de meditaciones profundas y de tristes reflexiones, levantóse y emprendió la vuelta a la ciudad, con objeto de encontrarse en su puesto antes de la hora de cerrar el Banco. No ha sido posible aclarar del todo si sus meditaciones ejercieron sobre su hígado influencia perniciosa, o si su salud venía quebrantada ya de antes, o bien si su visita no tuvo otro objeto que dispensar un honor a la persona a quien visitó: fuera uno u otra la causa, el hecho fué que, en el camino, se detuvo algunos minutos en la casa[140] de su médico... albeitar eminente de la ciudad.
El hijo manifestó con muestras de gran interés al padre que nada había ocurrido durante su ausencia. Cerró el Banco las operaciones del día, salieron los empleados, y Lapa, acompañado por su hijo, se encaminó a su casa.
—Hoy vas a saber quién soy yo—dijo a su mujer no bien traspasó el umbral de la casa.—Si esta noche estoy de malas como honrado menestral, será prueba de que te has pasado el día rezando en mi contra y sabrás cuántas son cinco, lo mismo que si yo, con estos ojos, te hubiera visto arrastrada por los suelos.
Su costilla movió la cabeza.
—¡Cómo! ¿Te atreves a hacerlo en mis barbas?—repuso con entonación colérica.
—¡Si no digo nada!
—¡Ya lo sé; pero piensas! ¡Tanto monta pensar como hablar! ¡Lo mismo puedes arruinarme rezando como meditando! ¡No quiero que hagas ni lo uno ni lo otro!
—Está bien, Jeremías.
—¡Sí!... Está bien, Jeremías... Perfectamente, Jeremías... Conforme, Jeremías... Lo que tú digas, Jeremías... Crees que me engañas con esas palabras de conformidad, ¿no es cierto? ¡Pues te equivocas de medio a medio!
—¿Piensas salir esta noche?—preguntó la mujer.
—Sí; pienso salir.
—¿Podré acompañarle, padre?—preguntó su retoño.
—No podrás acompañarme. Esta noche voy... ya lo sabe tu madre... voy a pescar; a pescar; eso es.
—Cada día son más listos los peces, ¿verdad, padre?
—Es lo que no te importa.
—¿Traerá pescado?
—Si no lo traigo, mañana habrá solfeo general en casa—replicó Lapa moviendo la cabeza.—Y basta de preguntas, muñeco. No saldré hasta que tú te hayas acostado.
El resto de la velada lo consagró a acechar a su mujer y a obligarla a hablar constantemente a fin de impedir que rezara o meditara en contra suya. Con el mismo objeto a la vista, obligó también a su hijo a que charlara sin tasa con su madre, con no poco disgusto de ésta, que no dispuso de un segundo de tiempo para consagrarlo a sus reflexiones. La persona más devota no hubiese podido rendir homenaje más elocuente a la eficacia de una oración honrada. El temor a las plegarias de su mujer era tanto como si una persona que jurase y perjurase que no creía en fantasmas ni aparecidos, se horrorizara al escuchar historias de fantasmas y de aparecidos.
—¡Es cosa grande que tus rezos sean amenaza constante a nuestros estómagos!—dijo Lapa.—Tu conducta desnaturalizada mataría de hambre a tu marido y a tu hijo, si yo no vigilara a todas horas. ¡Mira a tu hijo...! Porque creo[141] que es tu hijo, ¿eh? Está más delgado que un estoque... Tú, que tienes el atrevimiento de llamarte su madre, ¿no sabes que el primero, el más sagrado de los deberes de una madre es hacer que su hijo engorde?
Estas palabras conmovieron tan profundamente al hijo, que conjuró a su madre a que cumpliera ante todo y sobre todo la función maternal con delicadeza tanta indicada por su padre.
Así fué deslizándose la velada en el tranquilo hogar de los Lapas, hasta que madre e hijo recibieron orden de meterse en la cama. El jefe de la familia distrajo las horas de la noche fumando pipas solitarias hasta poco más de la media noche, que se levantó para salir. Antes, sin embargo, sacó de un armario, cuya llave guardaba en el bolsillo, un saco, una barra de hierro bastante gruesa, algunas cuerdas, una cadena, y otros útiles de pesca parecidos, los que, colocados y acondicionados convenientemente, apagó la luz y se fué.
Minutos después salía tras el padre su curioso retoño, quien había tenido la precaución de acostarse vestido sobre la cama cuando recibió la orden de recogerse. Al amparo del manto de la noche salió de su habitación, descendió sigiloso la escalera y se aventuró por las solitarias calles. En cuanto a la vuelta a la casa paterna, no le inspiraba ningún recelo, pues sabía muy bien que la puerta quedaba abierta toda la noche.
Impulsado por el deseo muy laudable de aprender las artes y misterios de las ocupaciones nocturnas de su honrado padre, el muchacho, pegado a las paredes de las casas, embebiéndose en los huecos de las puertas, procuraba no perder un instante de vista al laborioso autor de sus días. Tomó éste dirección norte, y no se había alejado gran cosa, cuando topó con un nuevo discípulo de Isaac Walton, en cuya compañía prosiguió la marcha.
Media hora después caminaban ambos sin hablar palabra por un camino solitario, al que no llegaban las miradas de los faroles ni menos las de los vigilantes nocturnos. En el camino se les incorporó otro pescador, pero con tanto recato y silencio, que si el muchacho hubiera sido supersticioso, seguramente habría creído que el hombre que primero se reuniera a su padre se había partido súbita y milagrosamente en dos.
Los tres prosiguieron la marcha seguidos por el hijo de Lapa, hasta que hicieron alto al pie de un desmonte cuyo talud se alzaba sobre el camino. Sobre el talud, corría un muro de ladrillo de escasa elevación, coronado por una verja de hierro. Los hombres se deslizaron como fantasmas a lo largo del talud, procurando ampararse de su sombra, hasta llegar a un entrante que daba acceso a una especie de callejón, uno de cuyos[142] lados, formado por el muro de ladrillo, tendría sobre diez pies de altura. A la luz blanquecina de la luna pudo ver el muchacho que el honrado menestral a quien debía la existencia escalaba con ligereza sin igual la verja de hierro. Inmediatamente le siguió el segundo pescador, y a éste el tercero. Los tres ganaron el terreno comprendido en el interior de la verja, donde permanecieron algunos minutos, tendidos en tierra... probablemente escuchando. Luego avanzaron, arrastrándose sobre las manos y las rodillas.
El muchacho se acercó a la verja, conteniendo la respiración. Desde un rincón donde se agazapó vió que los tres pescadores se arrastraban como serpientes por entre la crecida hierba que cubría el terreno... y por entre muchas cruces y lápidas sepulcrales. Estaban en un cementerio, y parecían fantasmas espantables acechados por otro fantasma más espantable, más monstruoso aún: por la torre de la iglesia vecina, gigante terrorífico encargado de velar por la tranquilidad de los muertos. No avanzaron mucho trecho. El muchacho no tardó en observar que se enderezaban y daban comienzo a la pesca.
Pescaron primero con azada. Poco después, el honrado Lapa preparó un instrumento semejante a descomunal sacacorchos. Cualesquiera que fueran los útiles de pesca que utilizaran, manejábanlos con inusitado ardor. Las púas que coronaban la cabeza del muchacho adquirieron la dureza acerada de las de su padre cuando el gigante guardián de la ciudad de los muertos dejó oir lentas, sonoras, graves, terroríficas, las dos de la madrugada.
El muchacho emprendió desatinada fuga; mas el deseo de saber era tan grande, que no sólo se contuvo al cabo de breve trecho de recorrido, sino que le incitó a volver a la verja. Vió que los tres hombres continuaban pescando, y supuso que habían pescado algo al observar que los pescadores parecían inclinados y como doblegados, haciendo esfuerzos encaminados a sacar algún pez de mucho peso. Así era en efecto: poco a poco fueron izando el pescado, hasta que éste salió a la superficie. La forma del pescado era de las que no dejan lugar a duda; pero cuando el muchacho vió que su padre se disponía a abrirlo, sintióse acometido de tal pánico, que emprendió una carrera frenética sin detenerse ni moderar la velocidad hasta que dejó atrás más de una milla de terreno.
Ni aun entonces se habría detenido si no le hubiese faltado el aliento, pues no huía ante imágenes engendradas por el miedo, sino ante espectros que le acosaban terribles. El ataúd que había visto le pisaba los talones, saltando sobre las piedras y tierra del camino en posición perpendicular y sobre el extremo más estrecho, empeñado en alcanzarle y en colocarse a[143] su lado... quizá para asirse a su brazo. Aquel diabólico ataúd debía ser prodigio de incongruencia y de ubicuidad, pues tan pronto saltaba entre las negras filas de árboles que bordeaban el camino como volaba sobre las espesas copas, semejante a cometa sin rabo ni alas. Ocultábase también en los huecos de las puertas, contra las cuales frotaba sus horribles costillas, produciendo un ruido semejante a huecas carcajadas. Constantemente ganaba terreno al muchacho en aquella carrera fantástica. Cuando el perseguido llegó a la puerta de su casa, estaba medio muerto de miedo. Ni aun después de refugiarse en ella se vió libre de la encarnizada persecución del ataúd, que subió tras él la escalera saltando sobre sus peldaños, y se acostó en su cama, y se subió sobre su pecho cuando el sueño o el terror rindieron al desventurado curioso.
La presencia de Jeremías Lapa en el estrecho cuarto del muchacho puso fin al agitado sueño de éste antes que los primeros rayos del sol hicieran su aparición sobre la tierra. La fortuna debió serle poco propicia aquella noche; así, al menos, lo infirió su hijo del hecho de que tuviera a su mujer agarrada por las orejas y sacudiéndola sin consideración.
—¡Te lo ofrecí, y lo cumplo!—decía Jeremías.
—¡Por Dios, Jeremías!—exclamaba su mujer con acento de súplica.
—Te empeñas en estropearme los negocios, sin tener en cuenta que me perjudicas a mí y a mis asociados. Tu obligación es obedecer: ¿por qué no lo haces?
—¡Procuro ser mujer honrada!—contestaba la infeliz, derramando lágrimas.
—¿Y crees que la honradez consiste en echar a perder los negocios de tu marido? ¿Crees honrar a tu marido deshonrando sus asuntos?
—¡No deberías dedicarte a negocios tan horribles, Jeremías!
—Debe bastarte el ser la esposa de un honrado menestral y no dar entrada en tu estrecho entendimiento femenino a cálculos o apreciaciones acerca de la naturaleza de los negocios que hace o deja de hacer tu marido. La mujer que es honrada y obediente, no se mete en lo que es incumbencia privativa de su esposo. ¿Y tú te llamas religiosa? ¿Tú te llamas honrada? ¡Si eres religiosa, si eres honrada, dénme mujeres irreligiosas y sin honra!
El altercado, que se sostenía en voz baja, llegó a su término cuando Jeremías, despojándose de las botas cubiertas de barro, se tendió sobre el suelo, boca arriba y puestas las manos debajo de la cabeza a guisa de almohada. El hijo, en su deseo de imitar al padre, volvió a tenderse sobre la cama, no tardando en dormirse.
Después del almuerzo, en cuyo menú no figuró ningún plato de pescado, y puede decirse que de[144] ningún otro manjar, el señor Jeremías, que dicho sea de paso estaba furioso como nunca, bien acepillado y lavado, salió con su hijo a la calle y tomó el camino del Banco Tellson.
El joven vástago del honrado menestral que caminaba al lado de éste por la calle Fleet no era ya el mismo que la noche anterior huía despavorido por caminos solitarios de su terrible perseguidor. Con los resplandores del día recobró su atrevimiento habitual, y sus bascas y escrúpulos terminaron con la noche... en cuyos particulares es más que probable que tuviera muchos compadres en la animada calle Fleet.
—Padre—dijo el muchacho durante el trayecto,—¿qué es un desenterrador?
El buen Lapa no pudo contestar pregunta tan inesperada sin antes quedar como clavado en el sitio.
—¡Yo qué sé!—respondió al fin.
—Yo creí que usted lo sabía todo, padre—repuso el candoroso muchacho.
—¡Hum! ¡Pues... mira!—dijo Jeremías Lapa, después de quitarse el sombrero y de rascarse la frente.—Un desenterrador es un honrado menestral, un comerciante.
—¿En qué ramo comercia?
—Comercia... en géneros científicos de naturaleza especial.
—En cadáveres humanos; ¿verdad, padre?
—Creo que no andas del todo descaminado, hijo.
—¡Oh padre! ¡Yo quisiera ser desenterrador cuando llegue a hombre!
La proposición llenó de noble orgullo al padre. Sin embargo, moviendo la cabeza como con aire de duda, replicó:
—Dependerá del vuelo que alcancen tus talentos. Procura alentar su desarrollo, a lo cual contribuirá poderosamente el ejemplo que te doy. Hoy es prematuro hablar de lo que en lo futuro harás o dejarás de hacer.
Momentos después, mientras el muchacho iba a colocar el banco a la sombra del edificio del Tribunal del Temple, Jeremías Lapa murmuró para sus adentros:
—Amigo Jeremías, honrado menestral; puedes abrigar esperanzas fundadas de que tu hijo llegará con el tiempo a ser un tesoro que compensará tu desgracia de tener por esposa a una mujer desnaturalizada.
Aquel día, en la taberna del señor Defarge, habían comenzado las libaciones más temprano que de ordinario. Cuando a las seis de la mañana, caras pálidas se acercaron a los barrotes de las rejas que defendían las ventanas, vie[145]ron otras caras pálidas inclinadas sobre sendos cubiletes de vino. Por regla general, el vino que en la taberna de Defarge se expendía había recibido las saludables aguas del bautismo, pero el que en esta ocasión bebían los báquicos madrugadores debía ser agrio, o al menos tenía la propiedad de agriar el temperamento de los que lo ingerían. El zumo de las uvas encerrado en los toneles de Defarge no encendía alegres llamas báquicas, sino un fuego latente, un fuego que ardía sin salir a la superficie.
Tres mañanas hacía ya que los sacrificios a Baco comenzaban muy temprano en la taberna de Defarge. Se inauguraron el lunes y nos encontramos en miércoles. Verdad es que se hablaba o se escuchaba más que se bebía, pues no faltaban madrugadores, que penetraban en el establecimiento no bien se abría la puerta, a quienes hubiese sido imposible depositar sobre el mostrador una moneda, aun cuando de la salvación de su alma se hubiera tratado. No por eso dejaban de mostrar el mismo contento que si se hubiesen hecho servir barricas enteras de vino; veíaseles pasar de una banqueta a otra, trasladarse de un rincón a otro rincón, tragando con manifiesta ansiedad sendos párrafos de conversación en vez de saborear sendos tragos de vino.
Aunque la concurrencia era más numerosa que de ordinario, el tabernero no había considerado necesario hacerse visible. Los parroquianos no debían conceder importancia a la ausencia de Defarge, toda vez que nadie preguntaba por él, nadie mostraba deseos de verle, nadie se extrañaba de ver sola a la señora Defarge, sentada tras el mostrador, presidiendo la distribución del vino y recogiendo contrahechas monedas, de las que habían desaparecido las efigies y escudos impresos por el troquel. Eran monedas dignas de los andrajosos bolsillos de que habían salido.
Aburrimiento, falta absoluta de interés y sobra de fastidio es lo único que en la taberna hubieran notado los espías que, a no dudar, avizoraban desde la calle, como avizoraban todos los sitios, altos y bajos, desde el palacio del rey hasta la celda del criminal. Languidecían las barajas, los jugadores de dominó hacían castillos con las fichas, los bebedores dibujaban caras sobre las mesas con las gotas de vino que caían de los cubiletes, y la señora Defarge seguía con un mondadientes los dibujos de la manga de su vestido, como si oyese algo que no hería los tímpanos y viese cosas que no impresionaban la retina.
Hasta el mediodía, en nada variaron las características de San Antonio en su aspecto vinoso. Poco después de las doce, llegaron dos hombres cubiertos de polvo, uno de los cuales era el señor Defarge, y el otro un peón caminero, ambos con semblantes adustos y[146] sedientos, los cuales entraron en la taberna. Su llegada encendió en el pecho de San Antonio encendidas chispas que, corriéndose por fuera de la taberna, no tardaron en transformarse en llamas, y éstas a su vez en caras humanas que llenaron todas las puertas y ventanas del barrio. Nadie siguió a los polvorientos viajeros, nadie les dirigió una sola palabra, pero todos clavaron en ellos los ojos.
—¡Buenos días!—contestó un coro nutrido.
—Mal tiempo, señores—repuso Defarge, moviendo la cabeza.
Cada uno de los presentes miró a su vecino, y a continuación, todos bajaron los ojos al suelo y guardaron silencio. Uno solo, por excepción, se levantó de su asiento y se fué.
—Mi querida esposa—continuó Defarge,—he recorrido una porción de leguas en compañía de este buen caminero, que se llama Santiago. Le encontré... por casualidad, a jornada y media de París. Es un buen muchacho y se llama Santiago... ¡Dale de beber, querida!
Levantóse otro hombre y salió de la taberna. La señora Defarge sirvió un vaso de vino al buen peón caminero, quien saludó quitándose el gorro azul que cubría su cabeza, y bebió. Sacó del seno un pedazo de pan áspero y negro, se sentó junto al mostrador, y principió a comer y a beber. Otro parroquiano, el tercero, se puso en pie y abandonó la taberna.
Defarge se sirvió otro vaso de vino, de menor capacidad que el servido al caminero, y esperó a que éste despachara su refrigerio. Ni miró a ninguno de los presentes, ni ninguno de los presentes volvió los ojos hacia él. La señora Defarge había tomado en sus manos la calceta, y trabajaba sin mirar y sin hablar.
—¿Ha terminado ya el almuerzo?—preguntó el tabernero al peón luego que advirtió que no comía.
—Sí; muchas gracias.
—Entonces, vamos: le enseñaré la habitación que le dije que ocuparía, y que desde luego aseguro que ha de ser de su gusto.
Desde la tienda salieron a la calle, desde la calle entraron a un patio, en el patio tomaron una escalera, y al final de la escalera encontraron un sotabanco... que en otro tiempo fué alojamiento de un hombre de cabellos blancos como la nieve, que se pasaba los días sentado en una banqueta y haciendo zapatos.
No se encontraba en el sotabanco el de los cabellos blancos como la nieve, pero sí los tres hombres que antes salieron uno a uno de la taberna.
Defarge cerró cuidadosamente la puerta del sotabanco, y dijo a media voz:
—¡Santiago Primero, Santiago Segundo, Santiago Tercero! Os presento al testigo encontrado por mí, Santiago Cuarto. El os lo dirá todo. Puedes hablar, Santiago Quinto.
El peón caminero, después de secar su sudorosa frente con el gorro azul que en la mano tenía, preguntó:
—¿Por dónde comienzo?
—Puedes comenzar por el principio—respondió con mucha lógica Defarge.
—Le vi, señores—comenzó el peón caminero,—ha hecho un año este verano, bajo el carruaje del señor Marqués, pendiente de la cadena. Yo acababa de dejar mi tarea, el sol se hundía en el horizonte, el coche del señor Marqués subía trabajosamente la colina, y él iba suspendido de la cadena de esta manera.
El orador representó gráficamente una escena que había representado millares de veces en la aldea durante un año entero.
Tomó la palabra Santiago Primero para preguntar al caminero si había visto antes al hombre que pendía de la cadena.
—Nunca—contestó el interpelado, recobrando la posición perpendicular.
Preguntó Santiago Tercero cómo había podido reconocerle después, no habiéndole visto hasta ese día.
—Le reconocí por su elevada estatura—dijo el peón caminero, puesto el índice de la mano derecha en la nariz.—Cuando aquella noche preguntó el señor Marqués qué señas tenía, yo contesté: «Es alto como un espectro».
—Debió usted decir «pequeño como un enano»-observó Santiago Segundo.
—¿Y qué sabía yo? Ni había sido cometida la hazaña ni él se había confiado a mí. Pero tengan ustedes en cuenta que, aun en esas circunstancias, yo nada declaré, nada dije. Buena prueba de ello es que el señor Marqués, señalándome con el dedo, gritó: «¡Traedme a ese canalla!» ¡No, no, señores! ¡Nada dije!
—Tiene razón, Santiago—dijo Defarge.—Sigue.
—Pues bien—continuó el peón caminero con aire de misterio.—El hombre alto se ha perdido y lo buscan... ¿desde cuándo? ¿Desde nueve, diez, once meses?
—El número de meses es lo que menos viene al caso—contestó Defarge.—Estaba bien escondido, pero al fin y a la postre, le encontraron desgraciadamente. Prosigue.
—Otra vez estoy trabajando en la falda de la colina y el sol traspone también las montañas de Occidente, como en la ocasión anterior. Recojo mis herramientas para bajar a la aldea, donde ha cerrado ya la noche, cuando, al alzar los ojos, veo aparecer en la cima de la colina seis soldados. En medio de los soldados veo a un hombre con los brazos atados a los lados... en esta forma.
Con la ayuda de su indispensable gorro azul, el orador representa admirablemente a un hombre[148] cuyos codos están amarrados a la cintura.
—Me hago a un lado, señores, colocándome junto a un acopio, para ver pasar a los soldados y a su prisionero, pues se trata de un camino militar por el que nada pasa que no sea digno de ser mirado, y cuando aquellos se acercaron, en los primeros momentos, nada vi más que a seis soldados que conducían a un hombre amarrado, un hombre alto, y que soldados y prisionero parecían negros, excepto por la parte que daba frente a la puesta del sol, donde advertí algunas líneas rojizas. También pude observar que las sombras que proyectaban sus cuerpos cruzaban el camino en todo su ancho, cual si fueran sombras de gigante. Vi asimismo que iban cubiertos de polvo, y que levantaban nubes de polvo al andar marcando el paso. Cuando pasaron frente a mí, reconocí al hombre alto que llevaban preso y él me reconoció también a mí. ¡Ah! ¡Bien sé yo que el preso se hubiera arrojado de cabeza por la falda de la colina como hizo la tarde en que le vi por vez primera en el mismo sitio!
A continuación hizo una descripción detallada y llena de vida de la escena a que acababa de aludir.
—Ni yo di a entender a los soldados que había reconocido al preso, ni el preso dejó entrever a los soldados que me hubiera reconocido a mí. En cambio nosotros nos lo dimos a comprender por medio del lenguaje de los ojos. «¡Vivo, vivo!»—dijo el jefe de los soldados.—«¡Llevémosle pronto a la fosa!»; y, en efecto, aceleraron el paso. Yo les seguí. Los brazos del preso estaban hinchados por efecto de la brutal presión de las cuerdas, y como sus zuecos le estaban grandes y eran muy pesados, andaba cojo. El que está cojo, no puede caminar de prisa, y como los soldados querían hacer con rapidez el viaje, arreaban al preso de esta manera.
El peón caminero imitó los movimientos del hombre a quien obligan a caminar a culatazos.
—Cayó de bruces el prisionero mientras bajaban la pendiente corriendo como locos. Los soldados rompieron a reir y le levantaron. Sangraba su cara y estaba llena de tierra, pero el infeliz no pudo llevar hasta ella sus manos, lo que, visto por los soldados, dió margen a nuevas carcajadas. Lleváronle a la aldea, que salió en masa a verle, y desde la aldea al molino, y desde el molino al calabozo. La aldea entera vió cómo se abría la puerta del calabozo y se engullía al prisionero de esta manera:
El peón caminero abrió una boca descomunal, y la cerró con estrépito producido por sus dientes al entrechocarse con violencia. Con tal verismo quiso representar la escena, que continuó con la[149] boca cerrada hasta que Defarge, al cabo de un buen espacio de esperar, dijo:
—Adelante, Santiago.
—La aldea en masa se retira,—prosiguió el caminero, bajando la voz y puesto sobre las puntas de sus pies,—la aldea en masa se congrega en torno de la fuente, y habla; la aldea entera se recoge en sus lechos; la aldea entera sueña en aquel desdichado, que se encuentra entre muros y hierros, encerrado en el calabozo que se alza al borde del tajo, del cual no saldrá más que para morir. A la mañana siguiente, me echo las herramientas sobre los hombros, tomo un pedazo de pan negro, y dando un rodeo, paso junto a la cárcel antes de dirigirme al trabajo. Allí le veo, detrás de los recios barrotes de aquella jaula de hierro, cubierto de sangre y de polvo, lo mismo que estaba la noche anterior. No puede alargarme una mano, porque ninguna le han dejado libre; no me atrevo a llamarle ni él se atreve a decirme palabra; su aspecto es el de un muerto.
Tanto Defarge como los tres oyentes se dirigen miradas sombrías, miradas que respiran odio y venganza, mientras escuchan la historia de labios del caminero. La actitud de los tres, aunque reservada, es autoritaria, cual si constituyeran un tribunal severísimo. Los Santiagos Primero y Segundo están sentados sobre el viejo jergón, apoyadas las respectivas barbillas sobre las manos y fijos los ojos en el narrador. Santiago Tercero ha puesto una rodilla en tierra y no cesa de pasar su mano nerviosa por su boca y nariz, y Defarge, de pie entre el grupo formado por los tres Santiagos y el narrador, ora mira a éste, ora vuelve su severa cara hacia aquéllos.
—Adelante, Santiago—dice Defarge.
—En aquella jaula de hierro le tienen encerrado una porción de días. La aldea le ve, pero recatándose, pues tiene miedo. Durante el día, contempla desde lejos el calabozo del tajo, y por la noche, cuando ha terminado la labor del día y se reúne junto a la fuente, todas las caras se vuelven hacia la cárcel. Antes, el objeto de las miradas de la aldea entera era la casa de postas: hoy es la prisión del tajo. En las conversaciones que la aldea sostiene junto a la fuente dice que, aun cuando le condenaran a muerte, no será ejecutada la sentencia; dicen que han sido presentadas en París exposiciones en las cuales demuestran que el infeliz enloqueció y no supo lo que hacía a consecuencia de la desgraciada muerte de su hijo; dicen que ha sido presentada una exposición al mismo Rey... ¿Quién sabe? ¡Puede ser! Yo no aseguro ni que sí ni que no.
—¡Escucha con atención, Santiago!—interrumpió con duro acento Santiago Primero.—Sabe que ha sido presentada una expo[150]sición al Rey y a la Reina. Todos los que aquí estamos, excepción hecha de ti, sabemos que el Rey la tomó en sus manos, en ocasión en que paseaba por la calle en carruaje, sentado junto a la Reina. Defarge, a quien estás viendo, con riesgo de su vida, se puso delante de los caballos llevando el memorial en la mano.
—¡Escúchame ahora a mí, Santiago!—terció Santiago Tercero, siempre con una rodilla en tierra y agitando sus nerviosos dedos.—¡La escolta, de a pie y de a caballo, cayeron sobre el suplicante y le magullaron a golpes! ¿Has entendido?
—He entendido, señores.
—Adelante, pues—dijo Defarge.
—No faltan tampoco personas que aseguran que ha sido llevado a nuestro país para ejecutarlo en él, y que será irremisiblemente ejecutado. También dicen que, como mató al señor, y el señor es el padre de sus vasallos, será ejecutado como parricida. Dice un viejo que quemarán en vivo su mano derecha, armada de un cuchillo; que en las heridas que abrirán en sus brazos, en su pecho y en sus piernas, derramarán aceite hirviendo, plomo derretido, resina encendida, cera y azufre ardiendo, y finalmente, que atado a las colas de cuatro caballos, será despedazado. Afirma el mismo viejo que eso fué lo que hicieron con un reo que atentó contra la vida de nuestro difunto rey Luis XV. ¿Será verdad? ¿Será mentira? No lo sé: no soy sabio.
—¡Escucha otra vez, Santiago!—exclamó el tercero de este nombre.—El reo de quien hablas se llamaba Damiens, y el programa que acabas de exponer se ejecutó a la luz del sol y en las calles de París. Acerca de la impresión que produjo en las personas que lo presenciaron, sólo te diré, Santiago, que la infinidad de damas de la más alta nobleza que acudieron a presenciar la ejecución, no quisieron privarse de ningún detalle, la contemplaron con arrobamiento hasta el final... hasta el final, Santiago, que no sobrevino hasta el anochecer, horas después de haber perdido el infeliz dos piernas y un brazo... ¡y aun respiraba! Ocurrió eso... Pero dime, ¿cuántos años tienes?
—Treinta y cinco—contestó el caminero, que representaba sesenta.
—¡Demasiados!—murmuró con impaciencia Defarge.—Continúa.
—No se habla en la aldea de otra cosa: hasta la fuente parece haber aprendido la misma cantinela. Al fin, un domingo por la noche, llegan los soldados y se encaminan a la prisión. Obreros que cavan, obreros que clavan, soldados que ríen a carcajadas, y cuando luce el día, junto a la fuente se alza un patíbulo de cuarenta pies de elevación, cuya sombra envenena las aguas. Todo el mundo suspende los trabajos, todo el mundo se reúne allí, las[151] vacas no salen al campo porque tampoco quieren privarse del espectáculo. Al mediodía truenan los tambores. Los soldados, que la noche anterior fueron a la prisión, vuelven llevándole en medio. El reo está amarrado, le han puesto en la boca una mordaza sujeta con una cuerda en forma tal, que parece que ríe. En lo alto del patíbulo han colocado un cuchillo con la punta al aire. El reo es ahorcado a cuarenta pies de altura, y su cadáver queda balanceándose... envenenando con su sombra las aguas de la fuente.
Los oyentes se dirigieron miradas sombrías, mientras el narrador se secaba el sudor de la cara con el gorro azul.
—¡Es horroroso, señores!—repuso.—¿Cómo han de beber agua de la fuente las mujeres y los niños? ¿Quién es el atrevido que osa hablar durante la noche bajo aquella sombra? ¿Bajo la sombra dije? ¡Cuando yo salí de la aldea el lunes por la tarde, casi a puestas de sol, volví la cabeza desde la cima de la colina y vi que la sombra cubría la iglesia, cubría el molino, cubría la prisión del tajo, cubría toda la tierra, señores, que tiene por techo el cielo azul!
El oyente que escuchaba rodilla en tierra parecía estar hambriento de algo... que no era ni comida ni bebida.
—He terminado, señores. Abandoné la aldea momentos antes de ponerse el sol, conforme acabo de decir, y caminé toda la noche y la mitad del día siguiente, hasta que encontré, conforme también he dicho, a este camarada. En su compañía llegué hasta aquí, unas veces a pie otras a caballo, viajando todo el resto del día de ayer y toda la noche pasada. He dicho.
—Está bien—dijo Santiago Primero, después de un silencio imponente.—Has obrado y narrado con fidelidad. ¿Quieres esperarnos por breve tiempo fuera, en la escalera?
—Con mucho gusto—contestó el peón caminero.
Defarge le acompañó hasta la escalera, le dejó sentado sobre el último peldaño, y volvió a entrar en el sotabanco. Los tres Santiagos se habían levantado y formaban un grupo muy apretado.
—¿Qué dices, Santiago?—preguntó el número uno de este nombre.—¿Lo consignamos en nuestro registro?
—¡Regístralo como condenado a la destrucción!—contestó Defarge.
—¡Magnífico!—exclamó Santiago Tercero.
—¿El castillo y toda la raza?—repuso el primero.
—¡Sí; el castillo y toda la raza!—bramó Defarge—¡Exterminio completo!
—¡Sublime!—gritó el tercer Santiago.
—¿Tienes seguridad de que el sistema que hemos acordado para el registro no ha de originarnos ningún contratiempo?—preguntó[152] a Defarge Santiago Primero.—Que es seguro, no ofrece duda, toda vez que, excepción hecha de nosotros, nadie es capaz de descifrarlo: ¿pero podremos descifrarlo siempre... mejor dicho, podrá ella?...
—Santiago—replicó Defarge irguiéndose,—si mi mujer se empeña en guardar todo el registro en su memoria, ten por seguro que no se perderá ni una palabra, ni una sílaba de cuantas contenga. Con puntos de calceta es ella capaz de escribirlo todo más claro que el sol. Confía en mi mujer. El poltrón más cobarde, el más apegado al mundo que viva o haya vivido bajo la capa del cielo ha de encontrar menos dificultades para quitarse a sí mismo la existencia, que para arrancar una sola letra del registro escrito a punto de media por mi señora.
Murmullos de aprobación acogieron las palabras de Defarge.
—¿Qué hacemos con ese rústico?—preguntó Santiago Tercero.—¿Lo despedimos? Me parece excesivamente simple: ¿no nos resultará peligroso?
—Nada sabe—replicó Defarge,—y lo poco que pudiera decir, únicamente le serviría para subir a un patíbulo tan alto como el que ha poco nos estaba describiendo. Yo me encargo de él; dejadlo a mi cuidado. A su tiempo lo despediré. Parece que desea ver al Rey, a la Reina, a los magnates y señores de la corte: le permitiremos que satisfaga su gusto el domingo.
—¡Cómo!—exclamó Santiago Tercero.—¿No te parece mal síntoma que desee ver la realeza y la nobleza?
—Santiago—replicó Defarge,—enseña al gato la leche, si quieres excitar su sed; muestra al mastín su presa natural, si quieres que en su día caiga sobre ella y la despedace.
Nada más se dijo por entonces. El peón caminero, a quien encontraron dando cabezadas en el descansillo, fué invitado a tenderse sobre el jergón. No se hizo repetir la invitación, y momentos después, dormía como un tronco.
Peor alojamiento del que le ofrecía la taberna de Defarge hubiera podido encontrar en París un infeliz como el caminero. Si prescindimos del miedo misterioso que le inspiraba la tabernera, miedo que le acosaba constantemente, llevaba una vida que no podía ser más agradable. Pero es el caso que la tabernera se pasaba el día entero sentada detrás del mostrador, tan indiferente a su persona, tan empeñada en no darse cuenta de la presencia de un extraño en la casa, que éste andaba desconcertado y receloso.
No es, pues, de extrañar que, cuando llegado el domingo, supo que la tabernera se agregaría a su marido para acompañarle a Versalles, le hiciera muy poca gracia el programa, aunque otra cosa dijera su lengua. Vino a aumentar su desconcierto el hecho de que la tabernera no cesaba de[153] hacer calceta durante el camino, y su desconcierto se trocó en horrible aturdimiento cuando, aquella tarde, en ocasión en que esperaban el paso de la Reina, hubo de permanecer al lado de la tabernera, cuyas manos manejaban con verdadero ardor las agujas de la media.
—¿Trabaja usted mucho, señora?—dijo un hombre que pasó por su lado.
—Sí—respondió la señora Defarge,—tengo mucho que hacer.
—¿Y qué hace usted, señora?
—Muchas cosas.
—Por ejemplo...
—Por ejemplo—contestó la tabernera con la calma misma de antes—mortajas.
Alejóse el desconocido tan pronto como le fué posible. El pobre caminero sintió en el pecho tan extraña opresión, que hubo de hacerse aire con su gorro. Si para su completo restablecimiento necesitaba de la presencia de dos testas coronadas, fuerza es confesar que no pudo quejarse de su suerte, toda vez que, momentos después, aparecían un rey de grandes quijadas y una reina de hermoso rostro, cómodamente instalados en áurea carroza. Con los soberanos venía lo mejorcito, lo más notable de su corte. El pobre peón caminero, al ver aquel ejército encantador de sonrientes damas y de brillantes caballeros, unas y otros cubiertos de sedas y de encajes, de blondas y de ricos terciopelos, de galones de oro y de deslumbrante pedrería, sintió en su pecho tales oleadas de entusiasmo, que gritando a voz en cuello dió vivas al Rey y a la Reina, a damas y caballeros y aun a las carrozas y a los caballos que de ellos tiraban. Y vió hermosos jardines y encantadoras arboledas, y terrazas soberbias y fuentes maravillosas, y encontró nuevamente al Rey y a la Reina, y dió vivas, hasta desgañitarse, a todo lo creado, y creció su entusiasmo, y el entusiasmo dió nacimiento en su alma a la simpatía, y la simpatía a la ternura, y ésta, encontrando estrechos los límites del pecho, se desbordó a torrentes por sus ojos en forma de lágrimas. Durante la escena, que duró tres horas, durante las cuales gritó hasta enronquecer y lloró hasta agotar el manantial de sus lágrimas, Defarge hubo de tenerle sujeto con una mano por el cuello para impedir que en su irreflexivo entusiasmo cayera sobre los objetos de su pasajera devoción y los destrozara entre sus manazas.
—¡Bravo!—exclamó Defarge cuando terminó el desfile.—Eres un buen muchacho.
Temió haber cometido una torpeza el caminero, que comenzaba a volver en sí, pero pronto se tranquilizó.
—Eres el hombre que necesitamos—díjole Defarge pegando los labios a sus oídos.—Harás creer[154] a esos insensatos que sus locuras durarán siempre; crecerá su insolencia, y ellos mismos precipitarán su fin.
—¡Calla!—exclamó el caminero.—¡Pues es verdad!
—Son idiotas y ciegos. Te desprecian profundamente; verían impasibles tu muerte y la de mil más como tú; es más: sacrificarían sin remordimiento esas mil vidas a trueque de salvar la de uno solo de sus caballos o perros, y sin embargo, les envanecen tus gritos. Engañémoslos durante algún tiempo más, que por grande que el engaño sea, nunca será tan grande como merecen.
La señora Defarge miró al caminero e hizo signos de aprobación.
—Dígame, amigo: si le pusieran delante un montón enorme de hermosas muñecas y le dijeran que podía destrozar y despojar a las que se le antojase, ¿no es verdad que escogería las más ricas, las más hermosas?
—Verdad es, señora.
—Muy bien. Y si le mostrasen una bandada de pájaros de hermoso plumaje, incapaces de levantar el vuelo, y le dieran permiso para arrancarles las plumas en beneficio suyo, ¿no es verdad que principiaría por los que más bellas plumas tuvieran?
—Así es, señora.
—Pues acaba de ver el montón de hermosas muñecas y la bandada de pájaros de vistoso plumaje: ahora, vámonos a casa.
Mientras la señora Defarge y su señor marido regresaban en amigable compañía al centro de San Antonio, un gorro de color azul avanzaba horadando tinieblas y envuelto en espesas nubes de polvo por los caminos que conducían al sitio en que el castillo del señor Marqués, a la sazón durmiendo el sueño eterno, escuchaba las susurrantes conversaciones de los árboles. Tiempo tenían de sobra los rostros de piedra para escuchar las conversaciones sostenidas por los árboles y la fuente, y con tal interés lo aprovechaban, que los esqueletos que poblaban la aldea y rondaban las inmediaciones del castillo en busca de algunas hierbas con que acallar su hambre y de algunos leños con que alimentar la lumbre de sus fríos hogares, si llegaron a dar vista al patio, doble escalera y terraza del castillo, dieron cabida en su famélica fantasía a la idea de que la expresión de los rostros de piedra había sufrido profunda alteración. Aseguraban los míseros moradores de la aldea que la expresión de orgullo y de desdén de los guardianes de piedra del castillo se trocaba en expresión de dolor y de cólera cuando el cuchillo hería a la Casa, y aseguraban que desde el instante en que se balanceó a cuarenta[155] pies de elevación sobre el suelo el cuerpo del asesino, a la expresión de dolor y de cólera de aquéllos sucedió otra que respiraba feroz venganza, que perduraría en ellos hasta la consumación de los siglos. La faz de piedra que vigilaba la gran ventana de la alcoba en que el asesinato había sido perpetrado apareció un día con dos mellas finísimas en la nariz; y si alguna vez, de entre algún grupo de harapientos aldeanos se destacaban dos o tres para acercarse al Marqués petrificado, no transcurría un minuto de contemplación sin que huyeran asustados como liebres perseguidas por ágiles lebreles.
Castillo y chozas, faces de piedra y caras de carne y hueso, losas del patio del castillo teñidas de rojo y aguas puras encerradas en el pozo de la aldea, millares de hectáreas de terreno... toda una provincia de Francia... la Francia entera, duermen bajo la inmensa bóveda azulada, cual si fueran un punto imperceptible, un átomo perdido en la inmensidad. No es otra cosa el mundo, con toda su grandeza y su insignificancia, con relación a la brillante estrella que le parpadea en las alturas. Los sabios de la tierra quiebran, dividen, descomponen un rayo de luz y analizan sus componentes; y de la misma manera, otra inteligencia más sublime que la humana lee los débiles destellos que brotan de esta tierra que habitamos, y analiza todos los pensamientos y todos los actos, todos los vicios y todas las virtudes de las criaturas dotadas de inteligencia.
El carruaje público en el que hicieron el viaje de regreso los Defarge, marido y mujer, hizo alto en la puerta de la ciudad más próxima a su domicilio, donde no tardaron en dejarse ver los faroles de costumbre encargados de practicar el examen e investigaciones reglamentarias. Defarge saltó del carruaje al ver a dos o tres soldados y a un policía conocidos suyos; este último, con quien le ligaban lazos de amistad íntima, le abrazó.
Llegados a los linderos del distrito puesto bajo la protección de las alas de San Antonio, dejaron los Defarge el carruaje y se encaminaron a su casa a pie, por calles obscuras y cubiertas de lodo. En el trayecto, la señora Defarge preguntó a su marido:
—¿Qué te ha dicho Santiago el policía?
—Todo lo que sabe, bien que es muy poca cosa. Han nombrado otro espía para nuestro barrio: quizá no sea ése solo, pero aquél no conoce más que a uno.
—Está bien—contestó la tabernera con la calma de siempre.—Habrá que anotarlo en el registro. ¿Cómo se llama ese hombre?
—Es inglés.
—¡Mejor que mejor! ¿Su nombre?
—Barsad.
—Barsad. ¡Perfectamente! ¿Su nombre de pila?
—Juan.
—Juan Barsad... Juan Barsad—repitió la tabernera.—Muy bien. ¿Sus señas?
—Unos cuarenta años de edad, sobre cinco pies nueve pulgadas de estatura, pelo negro, color moreno cetrino, ojos negros, delgado, nariz aguileña, pero no recta: ofrece la particularidad de estar torcida ligeramente hacia la izquierda, lo que le da, como es natural, expresión siniestra.
—¡Es un retrato acabado a fe mía!—exclamó la señora Defarge riendo.—Lo registraré mañana.
Llegados a la taberna, que encontraron cerrada—eran más de las doce de la noche,—la señora Defarge tomó asiento detrás del mostrador y consagró su atención al examen de las cuentas del día. Principió por volcar sobre el mostrador el jarro dentro del cual se colocaba el importe de las ventas, contó el dinero, midió las existencias, leyó las entradas y salidas consignadas en el libro destinado al objeto, corrigió los asientos, hizo algunos nuevos y discutió otros, y después de apurar, y estrechar, y marear de mil maneras al individuo encargado del establecimiento, envióle a dormir. A continuación, hizo de las monedas sacadas del jarro varias pilas iguales, que fué anudando en el pañuelo de bolsillo, el cual no tardó en quedar convertido en rosario de nudos. Defarge, mientras tanto, paseaba por el establecimiento, fumando su pipa y admirando complacido la prudente y sabia economía doméstica de su mujer, bien que sin entrometerse en ella.
Como la tienda era estrecha, y el techo poco elevado, y la noche estaba calurosa en extremo y cerradas todas las ventanas y puertas, respirábase una atmósfera extraordinariamente viciada. No era un portento de delicadeza el sentido del olfato del señor Defarge, pero aun así, los vapores del vino, unidos a los del ron y del aguardiente, le molestaban en tales términos, que procuraba alejarlos de su nariz a fuerza de resoplidos y de darse aire con las manos.
—Estás cansado, amigo mío—dijo su mujer, dirigiéndole una mirada mientras anudaba el dinero.—El olor que aquí se respira es el de todos los días.
—En efecto; estoy cansado—contestó Defarge.
—Y un poco deprimido y descorazonado—repuso la tabernera, cuyos penetrantes ojos, no obstante estar atentos a las cuentas, distraían uno o dos rayos para examinar al marido.—¡Ah... los hombres!...
—Pero...
—No hay pero que valga—replicó la señora con entereza.—Repito que esta noche te encuentras descorazonado.
—¡Tarda tanto tiempo!—exclamó Defarge.
—¿Tarda tanto tiempo?... ¿Y qué es lo que no exige tiempo?[157] ¡Siempre lo han exigido la venganza y la justicia!
—No es mucho el que emplea el rayo para herir al hombre—observó Defarge.
—¿Y cuánto tiempo tarda en acumularse la electricidad necesaria para que brote el rayo? ¡Dímelo, si es que lo sabes!
Defarge alzó la cabeza, pero no contestó.
—Poco tiempo tarda un terremoto en hacer polvo a una ciudad. Pues bien: ¿cuánto tiempo se necesita para preparar un terremoto?
—Mucho, supongo—respondió Defarge.
—Pero cuando está preparado, cuando sobreviene, la ciudad revienta, queda pulverizada, reducida a átomos impalpables. ¡Consuélate! El terremoto se está preparando aunque nadie lo vea, aunque nadie lo oiga.
Con ojos relampagueantes ató otro nudo; parecía que estrangulaba a un enemigo.
—Yo te aseguro—añadió extendiendo la diestra como para dar mayor expresión a sus palabras—que por mucho que en llegar tarde, está en camino, se acerca por momentos. Yo te aseguro que avanza siempre, que no retrocede, que no se detiene. Mira en torno tuyo y escudriña las vidas de cuantas personas te son conocidas, repara en las caras del mundo entero, y verás que el descontento, la rabia que ruge en el pecho de los explotados aumenta de día en día, de hora en hora. ¿Y crees que ese estado de cosas puede durar? ¡Bah! ¡Eres un cándido!
—Mi querida mujercita—contestó Defarge, poniéndose en pie frente a su esposa, baja la cabeza y con las manos a la espalda, semejante al dócil escolar delante de su maestro,—no lo pongo en duda... La irritación existe: pero data de tanto tiempo, que es muy posible... que no estalle a tiempo para que nosotros presenciemos el cataclismo.
—¿Y qué?—replicó la mujer.—Aun cuando así fuera, ¿qué?
—Pues... que no nos cabría la dicha de saborear el triunfo.
—Pero sí la de haber contribuído a él—dijo con energía la tabernera.—Nada de cuanto hagamos será perdido. Creo con toda mi alma que veremos el triunfo; pero aun cuando supiera positivamente que no me ha de caber esa dicha, mientras exista un cuello de aristócrata o de tirano no dejaré de...
—¡Calma... calma!—exclamó Defarge, cuyo rostro se tiñó de carmín cual si le hubieran acusado de cobarde.—Tampoco yo, querida mía, retrocederé por nada ni por nadie.
—Lo sé; pero eres débil a pesar de todo, y lo eres, porque para que no decaiga tu valor necesitas ver a tu víctima a tus pies. Procura no decaer, aunque te parezca que la víctima está lejos. Cuando llegue la ocasión, suelta los tigres y los demonios que guardas ence[158]rrados dentro del pecho, pero mientras tanto, ténlos encadenados... ocultos, pero siempre dispuestos.
La buena tabernera terminó su consejo descargando sobre el mostrador un golpe con el pañuelo convertido en pesado rosario; seguidamente lo levantó, y con calma imperturbable indicó que era ya hora de irse a la cama.
La mañana siguiente encontró a aquella mujer admirable en su sitio de costumbre, haciendo calceta con verdadero ardor. A su lado había una rosa hacia la cual volvía de vez en cuando los ojos. Algunos parroquianos, de pie o sentados, bebían y charlaban. El día estaba muy caluroso, y los enjambres de moscas que llevaban su atrevimiento hasta el extremo de curiosear el contenido de los vasos que había cerca de la señora, no tardaban en caer muertas en su fondo. No ejercía la menor impresión su suerte desdichada en las demás moscas, que las contemplaban impertérritas e indiferentes hasta que las ocurría idéntica desgracia. ¡Qué estúpidas son las moscas!
La señora Defarge vió la sombra de una persona que entraba en la taberna y comprendió que se trataba de un cliente nuevo. Antes de mirar el rostro de la persona en cuestión, dejó sobre el mostrador la media y prendió la rosa en su cabeza.
La escena que siguió no pudo ser más curiosa: no bien los dedos de la tabernera tocaron la rosa, cesaron en el establecimiento las conversaciones y todos los parroquianos comenzaron a salir a la calle.
—Buenos días, señora—dijo el recién llegado.
—Buenos días, señor—contestó la señora Defarge tomando de nuevo la media.—¡Ah!—añadió para sus adentros.—Unos cuarenta años de edad, sobre cinco pies nueve pulgadas de estatura, pelo negro, color moreno cetrino, ojos negros, delgado, nariz aguileña, pero no recta, ofrece la particularidad de estar ligeramente torcida hacia la izquierda, lo que da, como es natural, expresión siniestra... ¡Buen día de veras!
—¿Tiene usted la bondad de darme una copita de coñac viejo y un sorbo de agua fresca, señora?
La tabernera sirvió lo que el cliente pedía.
—¡Rico coñac, señora!
Como era la primera vez que oía elogiar su coñac, no es de admirar que la tabernera sospechase que el elogio obedecía a motivos que acaso no fueran precisamente la bondad del licor. Dió, sin embargo, las gracias, y siguió haciendo calceta.
El desconocido permaneció algunos momentos observando las manos de la señora Defarge, y de paso, reconociendo el establecimiento.
—Hace usted media con rapidez maravillosa—dijo.
—La costumbre... estoy muy acostumbrada a esta labor.
—Y con una perfección que encanta.
—¿Lo cree usted así?
—Con toda mi alma... Y dígame: ¿esa media es...?
—Pasatiempo... un medio de distracción—contestó la tabernera mirando a su interlocutor con la sonrisa en los labios.
—¿No piensa hacer uso de ella?
—Según. Quizá llegue día en que las use—dijo la tabernera con cierta coquetería.—Con seguridad que las utilizaré... si las hago bien.
Por muy curioso que parezca, ello es que el gusto de San Antonio mostraba decidida oposición a que la señora Defarge ostentase en su peinado una rosa. Entraron por separado dos hombres, se acercaron al mostrador con manifiesta intención de pedir algo que beber, y no bien vieron la rosa, vacilaron, miraron en derredor como si buscaran a algún amigo, que no encontraron, y se fueron inmediatamente. De todos los que en el establecimiento se encontraban cuando entró el que conversaba con la tabernera, no quedaba uno solo: todos se habían ido. El espía, pues ya habrán comprendido los lectores que el individuo en cuestión era un espía, ninguna seña había logrado sorprender, aunque desde que entró miraba con cien ojos.
—¡Juan!—pensaba la señora Defarge, haciendo calceta y puestos los ojos en el cliente.—A poco más que continúes aquí, escribiré Barsad en tus mismas barbas.
—¿Es usted casada, señora?
—Sí.
—¿Con hijos?
—Sin hijos.
—Y los negocios, ¿bien?
—Los negocios muy mal. ¡Son tan pobres las gentes!...
—¡Ah, sí! ¡Pobres y desgraciadas! ¡Y hasta oprimidas vergonzosamente!... como dice usted.
—Como dice usted—rectificó la tabernera, moviendo con más rapidez los dedos y añadiendo algo al apellido Barsad.
—Perdone usted: cierto que fuí yo quien lo dije, pero no me cabe duda de que usted lo piensa. No puede ser otra cosa.
—¿Que yo lo pienso?—replicó la tabernera.—Nos ocasiona a mi marido y a mí demasiados quebraderos de cabeza el establecimiento para que podamos permitirnos el lujo de pensar. En lo único que pensamos es en que no nos falte lo necesario para vivir. Este es el objetivo de todas nuestras cavilaciones, el que proporciona campo muy dilatado para todos nuestros pensamientos. ¿Yo pensar para los demás? ¡No en mis días!
El espía, que había entrado decidido a recoger lo que pudiera, se guardó muy mucho de permitir que su siniestra cara reflejara su desencanto. Antes por el contrario, continuó apoyado de codos sobre el mostrador, dirigiendo alguna que otra galantería a la[160] tabernera y tomando de tarde en tarde algún sorbito de coñac.
—La ejecución de Gaspard ha sido una brutalidad judicial, señora. ¡Pobre Gaspard!—exclamó, exhalando un suspiro.
—No estamos de acuerdo—replicó la tabernera con frialdad.—Justo es que aquellos que se permiten dar a sus cuchillos el empleo que Gaspard dió al suyo, lo paguen. Sabía él perfectamente el precio a que se pagan esos lujos, y lo ha pagado: nada más natural.
—Creo—añadió el espía bajando la voz y como invitando a su interlocutora a pasar al terreno de las confidencias, a la par que daba a su siniestra cara expresión resueltamente revolucionaria,—creo que todo este barrio compadece la suerte del desgraciado y ruge de furor contra los que le han sacrificado. Aquí para entre los dos, lo encuentro justificado.
—¿Pero existe ese furor?
—¿No lo ha observado usted?
—Aquí está mi marido—dijo la señora Defarge.
No bien entró el tabernero en el establecimiento, el espía saludó llevando la mano al sombrero y diciendo con sonrisa insinuante:
—Buenos días, Santiago.
Defarge quedó como clavado en el suelo, fijos los ojos en el espía.
—Se equivoca usted, señor mío.—Me confunde usted con otro. No me llamo Santiago: soy Ernesto Defarge.
—Es igual—repuso el espía con la sonrisa en los labios, bien que sin poder ocultar del todo su contrariedad.—El nombre es lo de menos. Buenos días.
—Buenos días—contestó secamente Defarge.
—Estaba diciendo a la señora, con la que he tenido el honor de charlar un rato, que, según me dicen, reina en el barrio... y no me admira... tanta simpatía en favor del infortunado Gaspard como irritación contra los que inhumanamente lo han sacrificado.
—A nadie he oído decir semejante cosa—replicó Defarge.—No sé una palabra.
Dicho esto, pasó detrás del mostrador y se colocó a espaldas de su mujer. Desde el lado opuesto de la frágil barrera contemplaba el matrimonio a aquel individuo a quien hubieran arcabuceado con el mayor placer.
El espía, práctico en su oficio, no modificó su actitud de indiferencia. Apuró el contenido de la copita que le habían servido, tomó un sorbo de agua fresca, y pidió la segunda copa de coñac. Sirviósela la señora Defarge, después de lo cual continuó haciendo media con gran ardor y tarareando una tonadilla.
—Parece que conoce usted bien el barrio—observó Defarge;—quiero decir, que lo conoce mejor que yo.
—No, amigo mío. Lo conozco muy poco, pero espero llegar a conocerlo bien. Sus míseros habi[161]tantes despiertan en mí interés profundo.
—¡Ah!—exclamó Defarge.
—El placer de conversar con usted, señor Defarge—prosiguió el espía—me recuerda que he tenido el honor de familiarizarme con incidentes en los cuales ha tomado usted parte activa.
—¡De veras!—dijo Defarge con indiferencia.
—Nada más cierto. Cuando pusieron en libertad al doctor Manette, hízose usted, en tiempos pasados su criado, cargo de él. Se lo confiaron a usted. Ya ve, pues, que estoy al tanto del asunto.
—Es verdad: tiene usted razón—contestó.
Accidentalmente, el codo de su mujer, que continuaba moviendo las agujas con gran actividad, rozó el suyo, y en el roce, a pesar de ser accidental, vió Defarge una indicación de que contestase él las preguntas del espía, pero con brevedad.
—Se presentó a usted la hija del doctor—continuó el espía.—Vino en compañía de un caballero... ¿cómo se llamaba éste?... Un caballero que usaba peluquín... ¡Ah, sí! Lorry... Lorry se llamaba... del Banco Tellson y Compañía... Vino en compañía del señor Lorry, se hizo cargo de la persona de su padre y lo llevó a Inglaterra.
—Así fué, en efecto—repitió Defarge.
—Siempre recuerda uno con gusto incidentes semejantes—repuso el espía.—He conocido al doctor Manette y a su hija en Inglaterra.
—¿Sí?—preguntó Defarge.
—¿Recibe usted noticias suyas con frecuencia?—preguntó el espía.
—No—respondió Defarge.
—Hace muchísimo tiempo que no sabemos de ellos—terció la señora del tabernero.—Recibimos noticias de que habían llegado bien, y algún tiempo después una carta... quizá dos; pero luego, ellos han seguido su camino, nosotros el nuestro, y ha cesado en absoluto nuestra correspondencia.
—Es lo que suele ocurrir—observó el espía.—La hija está para casarse.
—¿Está para casarse?—repitió la señora Defarge.—Es bastante hermosa para haberse casado hace mucho tiempo. ¡Por supuesto, ustedes, los ingleses, son bloques de hielo en vez de hombres!
—¡Ah! ¿Quién ha dicho a usted que soy inglés?
—Veo que su lengua es inglesa, y siempre he creído que el hombre es de la misma nacionalidad que su lengua.
El ver descubierta su nacionalidad no hizo ninguna gracia al espía, aunque tuvo buen cuidado de guardar en el fondo de su pecho el descontento. Soltó una carcajada, apuró el contenido de la copa y repuso:
—Pues sí, la señorita Manette está para casarse, pero no con un inglés, sino con un hombre que,[162] como ella, nació en Francia. ¡A propósito de Gaspard!... ¡Pobre Gaspard!... ¡Fué una crueldad... un acto de ferocidad!... Pues bien, el hombre con quien la señorita Manette va a casarse es el sobrino del señor Marqués por cuya causa bailó Gaspard a una altura de cuarenta pies sobre el suelo; mejor dicho: el Marqués actual. Vive en Inglaterra bajo nombre supuesto, sin ostentar el título de Marqués. Se hace llamar Carlos Darnay; ya sabe usted que el apellido de su madre era D'Aulnais.
La señora Defarge no tenía ojos ni manos, ni facultades más que para la media que hacía, pero la noticia produjo en su marido efecto palpable. Su cara reflejó intensa turbación, pese a sus esfuerzos por dominarse, temblaban sus manos, y su agitación interior le salía por todos los poros de su cuerpo. No habría sido el espía digno de su cargo si no hubiese reparado en ello y grabádolo en su memoria.
Obtenido ese resultado, bien que sin saber si podría serle de algún provecho, el señor Barsad, viendo que no llegaban parroquianos cuyas conversaciones hubieran podido facilitarle datos preciosos, pagó lo que había tomado y se despidió, no sin manifestar, con suma amabilidad, que tendría el placer de visitar con frecuencia el establecimiento. Minutos después, cuando el espía había salido del radio protegido por San Antonio, marido y mujer continuaban exactamente lo mismo que si el espía no hubiera salido de la tienda, temiendo, sin duda, que volviera sobre sus pasos.
—¿Será verdad lo que ese hombre ha dicho a propósito de la señorita Manette?—preguntó Defarge en voz baja.
—Probablemente será mentira; pero no niego que puede ser verdad—respondió la mujer.
—Si lo es...
Defarge no terminó su pensamiento.
—¿Qué?—preguntó la mujer.
—Si lo es... y dado que las cosas vengan en forma que nosotros podamos ver el triunfo... por ella desearé yo que el Destino retenga lejos de Francia a su marido.
—El destino de su marido le llevará a donde deba ir—respondió con calma glacial la tabernera—y le conducirá al fin que le está destinado. Es lo único que puedo decirte.
—Pero me negarás que es muy... extraño... digo extraño por no emplear otro calificativo... ¿no te parece extraño que con toda la simpatía que siempre nos ha merecido su padre, y aun ella misma, proscribas tú con tu propia mano en este instante a su marido, sin más fundamento que lo que acaba de decir ese perro del infierno que se fué hace un momento?
—Cosas más extrañas que esa ocurrirán cuando llegue el día—respondió la señora Defarge.—A los dos los tengo aquí; no te quepa[163] duda; y se les tratará según sean sus merecimientos. Esto debe bastarte.
Dichas estas palabras, recogió la media y quitó la rosa que adornaba su cabeza. Fuera que instintivamente sabía San Antonio la hora, el momento preciso en que la tabernera haría desaparecer aquella flor inocente que tanto parecía desagradarle, fuera que estuviese acechando el instante de su desaparición, es lo cierto que el Santo no tardó en presentarse, y que, al cabo de contados segundos, el establecimiento había recobrado la animación de costumbre.
Llegada la noche, en las épocas del año en que los habitantes de San Antonio se sentaban en las puertas de sus casas o se reunían por calles y patios buscando aire puro que respirar, la señora Defarge, con su labor en las manos solía ir de puerta en puerta y de grupo en grupo... especie de misionero como tantos otros. Todas las mujeres hacían calceta, sin duda para que aquel trabajo mecánico substituyese al de las mandíbulas, en paro forzoso la mayor parte del tiempo. Ya que no podían moverse las mandíbulas ni el aparato digestivo, se movían las manos. Si el paro se hubiese extendido hasta los dedos, los estómagos habrían sentido más los rigores del hambre.
A la par que se movían los dedos se movían también los ojos y los pensamientos; y a medida que la señora Defarge pasaba de puerta en puerta y de grupo en grupo, los dedos de las mujeres que encontraba trabajaban con ardor redoblado, y los ojos miraban con mayor fiereza y la actividad de los pensamientos se centuplicaba.
Su marido fumaba junto a la puerta de la taberna, contemplando a la compañera de su vida con admiración.
—¡Una mujer grande... una mujer fuerte... una mujer sublime!—murmuraba.
Cerró la noche; repicaron las campanas de las iglesias y sonaron a lo lejos los redobles de los tambores: las mujeres seguían haciendo calceta. Aproximábase otra noche más tenebrosa, otra noche en que las campanas de las iglesias, que entonces repicaban con alegría, darían su bronce para fundir con él tronadores cañones, en que los redobles de los tambores atronarían los aires para ahogar la voz de un condenado... omnipotente aquella noche, con la omnipotencia que dan el poder y la abundancia, la libertad y la vida. Los tules de la noche envolvían a las mujeres que hacían calceta, como envolverían dentro de poco aquel otro edificio, no construído todavía, donde se sentarían, también haciendo calceta pero viendo y contando al propio tiempo las cabezas que una tras otra caían.
Ni el refugio tranquilo de Soho admiró jamás puesta de sol tan hermosa como la de la tarde memorable en que el doctor Manette y su hija la contemplaron sentados bajo el copudo plátano que se alzaba en el patio de la casa, ni la luna surgió nunca tan radiante y esplendorosa sobre la ciudad de Londres como la noche que encontró a aquellos sentados bajo el árbol y bañó sus rostros y sus cabezas con una luz plácida que cernían las hojas.
Lucía debía casarse al día siguiente, y quería consagrar a su padre la última noche de soltera: a esta circunstancia era debido que estuviera sentada bajo el plátano en compañía del autor de sus días.
—¿Eres feliz, padre querido?
—Completamente, hija mía.
Aunque se encontraban en el lugar mencionado desde algunas horas antes, era muy poco lo que habían hablado. Otros días, cuando la niña se sentaba bajo el árbol en compañía de su padre, trabajaba o leía; mas en la ocasión presente, aun durante el tiempo en que tuvo luz sobrada para trabajar o para leer, no hizo ni lo uno ni lo otro. Las circunstancias habían variado, y cuando éstas varían, se interrumpe la costumbre.
—También soy feliz yo, muy feliz esta noche, padre mío. Me hace feliz ese amor que el Cielo ha bendecido... mi amor a Carlos y el amor de Carlos por mí. Sin embargo, si yo no pudiera continuar consagrándote mi vida, si mi matrimonio me impusiera la obligación de separarme de ti, aun cuando entre nuestra casa y la tuya no mediara más que el ancho de la calle, lejos de considerarme feliz, me sentiría desgraciada. Aun así...
Aun así la emoción concluyó por dominarla por completo.
A la luz melancólica de la luna, echó los brazos al cuello de su padre, y sobre el pecho de éste reclinó la cabeza. La luz de la luna, que siempre es triste, como triste es la luz del sol... como triste es la luz que llamamos vida humana, que hoy luce y mañana se ha extinguido, iluminó un cuadro sencillamente conmovedor.
—¡Padre querido! ¿Estás convencido... firmemente convencido, de que entre nosotros no han de interponerse jamás nuevos amores míos, nuevos deberes míos? Yo sí lo estoy; ¿pero y tú? ¿Arraiga esta certeza en el fondo de tu corazón?
—¡Completa, absolutamente convencido!—respondió el padre con acento de firme convicción.—¡Más aún, hija mía!—añadió, besándola.—Mi futuro se presenta a mis ojos más brillante visto a través de tu matrimonio de lo que lo vería si continuaras soltera.
—¡Si pudiera creerte, padre mío...!
—Pues créelo, encanto mío, porque así es. Piensa que nada más natural ni más lógico. ¡Si supieras la ansiedad que a un padre produce el porvenir de una hija adorada...! ¡Si pudieras apreciar cuán grandes son mis anhelos de prevenir contingencias que acaso te hicieran desgraciada...!
La niña quiso sellar con su mano los labios de su padre, pero éste se lo impidió apoderándose de la mano, y prosiguió así:
—Desgraciada, hija mía, sí; arrancada al orden natural de las cosas... por causa mía. Tu abnegación, tu falta de egoísmo no es posible que comprendan cuánto me ha preocupado ese punto; pero si te preguntas cómo puede ser mi felicidad completa siendo incompleta la tuya, acaso comprendas mis palabras.
—Si nunca hubiera visto a Carlos, padre mío, tú sólo hubieses bastado para que mi dicha fuera completa.
El padre no pudo menos de sonreir ante aquella confesión inconsciente de que su hija sería desgraciada sin Carlos, después de haberle visto, y contestó:
—Hija mía; viste a un hombre, y ese hombre era Carlos; de no haber sido Carlos, sería otro; y si no hubiese sido otro, no te quepa duda de que la causa habría sido yo, en cuyo caso, el período desgraciado de mi vida no sólo me hubiese envuelto a mí en sus tenebrosas sombras, sino también alguien más, y ese alguien hubieras sido tú.
Era la primera vez, después de la vista de la causa de Darnay, que el doctor hacía alusión a su desgracia.
—¡Mírala!—exclamó el doctor de Beauvais, extendiendo el brazo en dirección a la luna y dando a sus palabras una entonación que su hija no pudo olvidar en mucho tiempo.—Muchas veces la he visto desde la estrecha ventana de mi calabozo, cuando su luz me hacía daño. La he contemplado muchas veces cuando me producía torturas tan espantosas pensar que brillaba sobre los seres que yo había perdido, que de buena gana me hubiese lanzado de cabeza contra los muros de mi prisión. La he contemplado encontrándome en tal estado de atontamiento e imbecilidad, que no se me ocurría pensar en otra cosa que en el número de líneas horizontales que en su superficie podría trazar durante el plenilunio, y el de las perpendiculares con que me sería dable cortar a las primeras. Recuerdo que calculaba que cabían veinte de cada clase—añadió pensativo—y la vigésima cabía con dificultad. La he contemplado pensando millones de veces en el hijo del que me arrancaron violentamente antes que naciera... Pensaba si había nacido vivo, si vivía, si el dolor de la madre habría muerto a los dos. Pensaba sí, caso de ser varón,[166] vengaría a su padre, pues mientras estuve enterrado en vida, hubo tiempo en que me dominaba un deseo intolerable de venganza; pensaba si acaso nunca llegaría a saber la triste historia del autor de sus días, si tal vez creyera que su padre había desaparecido libre y espontáneamente. Pensaba que si era hija, llegaría a ser mujer, y me la representaba olvidada por completo de mí, ignorante de mi existencia. Con la imaginación la veía crecer, vivir un año y otro año; la he visto casada con un hombre que desconocía mi triste suerte. Me he considerado muerto para el mundo de los vivos, y he visto la generación siguiente a la mía en la que yo no figuraba.
—¡Padre mío!—exclamó la joven, besando a su padre con transporte.—No ha existido nunca esa hija a la que tus pensamientos se referían, pero, esto no obstante, casi me hace tanto daño oirte hablar como hablas como si esa hija fuera yo.
—¿Tú, Lucía? ¡Al contrario! Precisamente esos recuerdos brotan de la dicha, de los consuelos que me has traído, y como son recuerdos agradables, tengo placer en recordarlos a la luz de la luna de nuestra noche última... ¿Qué estaba diciendo?
—Que nada sabía de ti tu hija... que no se acordaba de ti.
—Es verdad; pero otras noches, cuando mi tristeza y el silencio que me rodeaba daban a mi emoción rumbo distinto, cuando me producían algo así como una sensación dolorosa de paz... como una emoción cuyo fundamento era el dolor... me imaginaba a mi hija penetrando en mi calabozo sacándome de la fortaleza en que estaba encerrado y proporcionándome la libertad. Muchas, muchísimas veces he visto su imagen a la luz de la luna, lo mismo que en este momento veo la tuya. Había, sin embargo, una diferencia, y es, que jamás pude llegar a estrecharla entre mis brazos, que siempre la veía fría, inmóvil, rígida en el centro del calabozo, en el espacio comprendido entre la reja y la puerta... Ya comprenderás que no eras tú la niña de que hablo.
—No lo era; es cierto... pero tu fantasía te hacía creer...
—No; nada de eso. Mi órgano visual, perturbado, es claro, la veía inmóvil, y en cambio, el fantasma que mis facultades intelectuales perseguían era el fantasma de otra niña distinta y más real. De su aspecto externo, no sé sino que se parecía a su madre la imagen que veían mis ojos... y el otro, el fantasma... también se le parecía... como te pareces tú... pero era un parecido diferente. ¿Me entiendes, Lucía? No, ¿verdad? Dudo mucho que quien no se haya pasado largos siglos recluído y separado de los suyos pueda comprender las distinciones sutiles de un prisionero.
Aunque la calma del padre era perfecta, la joven sentía correr hielo por sus venas al oirle cómo[167] disecaba la condición de ánimo en que en tiempos, afortunadamente pasados, se encontró.
—Me la he imaginado viniendo a mi calabozo a la luz de la luna para decirme que su dichoso hogar de casada estaba lleno de dulces recuerdos de su padre perdido para siempre. En su gabinete ocupaba mi retrato lugar preferente y yo era el que inspiraba sus plegarias. Su vida era activa, feliz, útil; pero la llenaba, la saturaba mi triste historia.
—Esa hija era yo, padre mío. No era, ni con mucho, tan buena como te la imaginabas, pero mi tierno cariño no lo exageraba tu fantasía.
—Me enseñaba también a sus hijos, a los cuales con frecuencia hablaba de mí. Todos ellos habían aprendido a compadecerme. Cuando pasaban cerca de uno de esos sepulcros que llaman prisiones de Estado, desviaban sus miradas de sus ceñudos muros, miraban con temor a sus rejas y hablaban en voz muy baja. Mi hija no podía darme la libertad; pero aun así, bastaba que me la representase mostrándome las cosas que acabo de indicar, para que corriesen por mis mejillas lágrimas consoladoras y para que cayera de rodillas bendiciéndola.
—Yo soy esa hija, sí, yo soy. ¡Oh, padre mío! ¿Me bendecirás mañana con ese mismo fervor?
—Recuerdo esas torturas antiguas, Lucía querida, porque así resalta más y más la dicha que esta noche me embarga. Jamás mis esperanzas, ni aun cuando fueron más desmesuradas, llegaron a representarme una felicidad tan grande como la que experimento desde que estoy a tu lado, como la que espero saborear en lo futuro.
Abrazó a continuación a su hija, la bendijo solemnemente y dió gracias fervientes a Dios que se la había concedido. Poco después entraban abrazados en la casa.
No asistirían invitados a la ceremonia matrimonial, ni por causa del matrimonio se harían alteraciones en la residencia del doctor. Habíanse limitado a ensancharla un poco tomando el piso superior que hasta entonces ocupara un inquilino invisible, con lo que quedaron colmados sus deseos.
El doctor Manette estuvo muy alegre y animado durante la cena. Tres personas se sentaron a la mesa, siendo la tercera la señorita Pross. El doctor sintió que no hubiesen invitado a Carlos Darnay; hasta sintió tentaciones de regañar a las que fraguaron el complot que le había alejado, y bebió a su salud.
Ya muy tarde, dió las buenas noches a Lucía y se retiró a su habitación. A las tres de la madrugada, la joven, no del todo libre de temores y de presentimientos, se levantó y entró sigilosamente en el dormitorio de su padre.
Todo lo encontró en su puesto,[168] todo en orden, todo tranquilo. El doctor dormía con placidez, su larga cabellera blanca caía sobre la almohada y sus manos reposaban con naturalidad sobre la colcha. La niña dejó la palmatoria en un rincón, avanzó hasta el lecho y rozó con sus frescos labios los agostados de su padre. A continuación posó sobre él una mirada intensa.
Hondas huellas habían dejado en su perfecto rostro las aguas amargas del cautiverio; pero tan firme, tan enérgica era la resolución de aquel padre, que hasta durmiendo conseguía disimularlas. En los extensos dominios del sueño, seguramente no se habría encontrado aquella noche otro rostro tan prevenido contra las miradas de cualquier visitante inesperado como el del doctor Manette.
Tímidamente posó una mano sobre aquel pecho tan querido, y pidió con fervor a Dios que le concediese serle siempre tan fiel como su amor paternal y sus pasados sufrimientos merecían. Retiró luego la mano, besó aquella boca adorada una vez más, y salió del dormitorio.
Cuando nació el sol, las sombras que las hojas del plátano proyectaban sobre su cara no se movían con tanta dulzura como se movieron los labios de Lucía cuando dirigió al Cielo su plegaria.
La naturaleza desplegó todas sus galas el día del matrimonio. Ya estaban dispuestos todos los que a la ceremonia debían asistir, esperando que el doctor saliera de su habitación, donde estaba hablando con Carlos Darnay. Junto a la puerta de la habitación indicada estaban la novia, radiante de belleza, el señor Lorry y la señorita Pross... para la cual el suceso, merced a un proceso gradual de reconciliación con lo inevitable, hubiese sido manantial de dicha infinita, de no ensombrecerlo un poquito la penosa consideración de que el novio no debía ser Carlos Darnay sino su hermano Salomón.
—¡La verdad es que hice un negocio redondo!—exclamó Lorry, quien no se cansaba de admirar a la novia.—¡Mire usted que acompañarla en su viaje a través del Canal para esto! ¡Válgame Dios, y qué poco pensé lo que hacía! ¡Y qué poco valor concedía yo al servicio que en aquella ocasión presté a mi buen amigo Carlos Darnay!
—¡No sé cómo podía usted concederle más o menos valor del justo si ni remotamente soñaba en lo que había de suceder!—observó la señorita Pross.—¡Tonterías!
—¿De veras? Quizá tenga usted razón... Pero no llore—replicó Lorry.
—Yo no lloro; el que llora es usted—replicó la señorita Pross.
—¿Yo, Pross de mis pecados?—preguntó Lorry, que ya se atrevía a bromear con su interlocutora alguna que otra vez.
—Usted, sí. Llora en este instante, lo he visto, y es tonto que me lo niegue. Además, no me extraña. Un regalo como el que usted ha hecho a la señorita, es para arrancar lágrimas a los ojos de una estatua de piedra. ¡Vaya un servicio de plata! Yo estuve llorando anoche sobre cada uno de los tenedores, sobre cada una de las cucharas de la colección desde que llegó el estuche hasta que pude verlo abierto.
—Lo que me envanece sobremanera, aunque por mi honor juro que no fué mi intención que ese pequeño recuerdo hiciera sufrir a nadie. ¡Diablo, diablo! ¡He aquí una ocasión que obliga a un hombre a pensar con pena en lo lo que ha perdido! ¡Cuando me acuerdo de que hace ya cincuenta años que podría haber en el mundo una señora Lorry...!
—¡Lo niego!—replicó la señorita Pross.
—¡Cómo! ¿Opina usted que era imposible que hubiera una señora Lorry?
—¡Quite usted allá! ¡Desde que lo mecían en su cuna viene usted siendo soltero!
—Lo creo muy probable—contestó Lorry arreglándose el peluquín.
—Y antes que lo pusieran en la cuna, lo cortaron para solterón sempiterno.
—En cuyo caso, hicieron muy mal, pues debieron escuchar mi voto antes de escoger el patrón... Estoy oyendo ruido de pasos en la habitación contigua, mi querida Lucía—añadió pasando el brazo alrededor de la cintura de la novia—y la señorita Pross, y yo, como personas formales y de negocios que somos, suspendemos nuestra controversia, porque no queremos desperdiciar la oportunidad que se nos ofrece para decirla algunas cosillas que no la desagradará oir. Va usted a dejar a su padre, querida niña, en manos tan cariñosas y tan deseosas de servirle como las de usted, en manos que se desvivirán por atenderle y cuidarle durante las dos semanas que los felices desposados han de pasar en Warwickshire y sus contornos. Hasta el Banco Tellson retrocederá, metafóricamente hablando, para darle paso. Y cuando terminados los quince días, acompañe a usted y a su querido esposo en el viaje a Wales, que ha de durar otros quince días, ha de confesar usted que se lo devolvemos más contento y feliz de lo que nos lo dejó... Pero alguien se acerca a la puerta, y esta linda muchachita permitirá que la bese un solterón empedernido antes que aquel alguien llegue y reclame lo que es suyo.
El excelente Lorry estuvo un buen espacio contemplando aquel hermoso rostro, separó luego los sedosos rizos de oro, que se confundieron con su peluquín castaño, y posó sus labios sobre la tersa frente con la delicadeza con que hacían estas cosas los contemporáneos de Adán.
Abrióse la puerta de la habitación del doctor saliendo éste seguido de Carlos Darnay. Mortal palidez cubría el rostro del primero, en el que ni rastros de color quedaban, palidez que no existía cuando en su habitación quedó encerrado con Darnay. Su actitud, sin embargo, su expresión, continuaban inalterables, aunque el ojo penetrante de Lorry descubrió cierta indicación sombría que acusaba el paso sobre su alma del soplo de repulsión y de odio que otras veces, semejante a fugaz ráfaga de viento helado, le había azotado.
Dió el brazo a su hija y la acompañó hasta el carruaje que Lorry, en atención a la solemnidad del día, había alquilado. Las demás personas se acomodaron en otro carruaje, y minutos después, Carlos Darnay y Lucía Manette quedaban unidos con dulces e indisolubles lazos en la iglesia próxima.
Además de las transparentes lágrimas que brillaron entre sonrisas mientras tenía lugar la ceremonia, en la mano de la novia chispearon algunos brillantes de aguas clarísimas que momentos antes habían sido libertados de la obscuridad de uno de los bolsillos del señor Lorry, donde se hallaban recluídos. Regresaron los novios a la casa, seguidos por el reducido círculo de invitados, almorzaron, y más tarde, la hermosa cabellera de oro que en otro tiempo confundiera sus hebras con los blancos mechones del pobre zapatero que en un sotabanco de París hacía zapatos con verdadero ardor, volvió a juntarse con los mismos, bañada por los resplandores de un sol matinal, en el umbral de la puerta y en el momento de la despedida.
Era una separación dolorosa, aunque su duración habría de ser poca. El padre animó a su hija, se desprendió dulcemente de los amantes brazos de ésta, y dijo con expresión animada:
—¡Tómala, Carlos! ¡Es tuya!
Un minuto después, por la ventanilla de una silla de posta que se alejaba salía una mano que agitaba un pañuelo; la mano de Lucía.
Como el rinconcito de Soho estaba a cubierto de miradas curiosas y fuera de los sitios frecuentados por los ociosos, y por otra parte, los preparativos habían sido sencillos y nada aparatosos, una vez se hubieron ido los novios, quedaron completamente solos el doctor, el señor Lorry y la señorita Pross. Cuando los tres volvieron a entrar en el salón, fué cuando Lorry reparó en el cambio terrible que acababa de sufrir el doctor: no parecía sino que el[171] brazo del gigante de oro había descargado sobre él un golpe envenenado.
Natural era que a los esfuerzos violentísimos que necesariamente hubo de hacer para mantener cerrada dentro del pecho su emoción, siguiera la revulsión, también violenta, tan pronto como desapareciera la causa, la ocasión de aquéllos. No fué, pues, la revulsión, no fué el aplanamiento, lo que alarmó al señor Lorry, sino el enajenamiento con que llevó el doctor las manos en la cabeza, la monotonía lúgubre con que empezó a pasear tan pronto como entró en la habitación, y le alarmaron esos síntomas, porque le recordaron el sotabanco de la taberna de Defarge y la condición en que allí encontró al doctor.
—Creo—dijo en voz muy baja a la señorita Pross—que no debemos dirigirle la palabra en este instante ni distraerlo en forma alguna. Voy a dar un vistazo al Banco, de donde regresaré dentro de un momento. A mi vuelta, le sacaré al campo, donde comeremos después de dar un buen paseo, y espero que de esa suerte conseguiremos disipar los negros pensamientos que parece que flotan sobre su alma.
Nada más fácil para Lorry que entrar en el Banco; pero nada más difícil que salir de él. El vistazo que se proponía dar duró dos horas. Cuando volvió a la casa de Soho y subió la escalera, sin preguntar al criado que salió a abrirle, al ir a entrar en la habitación del doctor, a la cual se dirigía en derechura, quedó como clavado en el suelo. Dentro de la habitación sonaban recios y repetidos golpes.
—¡Buen Dios!—exclamó, retrocediendo un paso—¿Qué es eso?
La señorita Pross, con el terror pintado en su cara, murmuró en su oído:
—¡Qué desgracia...! ¡Pobres de nosotros...! ¡Todo está perdido, todo! ¿Qué le decimos a la señorita? ¿Quién se lo dice? ¡Oh...!—añadió, retorciéndose las manos—¡No me conoce, señor Lorry, y está haciendo zapatos!
Esforzóse Lorry por calmarla, bien que inútilmente, y penetró en la habitación del doctor. Había acercado éste la banqueta a la ventana, tal como la tenía colocada en el sotabanco de París, y trabajaba con ardor, doblada la cabeza sobre el zapato.
—¡Doctor Manette!—gritó Lorry.—¡Mi amigo querido... mi buen doctor Manette...!
Alzó la cabeza el doctor, miró al que le llamaba con expresión entre de extrañeza y de cólera, descontento sin duda de que se atrevieran a dirigirle la palabra... y prosiguió su tarea.
Habíase despojado de la levita y del chaleco, llevaba la camisa desabrochada y el pecho desnudo, exactamente igual que cuando le encontraron en el sotabanco de la taberna, hasta había recobrado[172] su rostro el antiguo aspecto macilento y sombrío de los años de su desgracia, y trabajaba con ardor extraordinario, con impaciencia, como quien termina una obra urgente y no quiere ser interrumpido.
Miró Lorry el zapato que el doctor cosía y vió que era de forma muy pasada de moda. No se atrevió a sacárselo de las manos; pero tomó otro que había a los pies del zapatero, y preguntó a éste qué era.
—Zapato de paseo para señorita—contestó el doctor sin alzar los ojos.—Hace ya mucho tiempo que debí terminarlo. Déjeme en paz.
—¡Pero por Dios vivo, doctor Manette!—exclamó Lorry.—¡Míreme!
Obedeció el doctor con la sumisión mecánica antigua, pero sin interrumpir su labor.
—¿No me conoce ya, mi querido amigo? ¡Vuelva usted en sí, doctor Manette! Su oficio no es el de zapatero... no lo ha sido nunca.
Fué trabajo perdido intentar arrancarle una sola palabra. Alzaba momentáneamente la cabeza cuando Lorry se lo decía, pero todas las instancias, todas las súplicas fueron estériles: no habló. Trabajaba, cosía con verdadero ardor, y las palabras que le eran dirigidas resbalaban sobre sus oídos, cual resbalarían sobre frío muro de acero. Un solo rayo de esperanza brilló entre las sombras de desesperación que envolvieron a Lorry, y fué que algunas veces, el doctor le miraba furtivamente sin que él se lo dijera. El rayo de esperanza era débil, como que no tenía más fundamento que el de ser las miradas de su amigo a manera de indicación de curiosidad, de perplejidad de ánimo, algo así como síntoma de que el doctor intentaba armonizar, poner de acuerdo ciertas dudas que hubiesen surgido en su alma.
Lorry opinó que se imponía la necesidad de adoptar dos resoluciones importantes, aparte de otras de importancia más secundaria: la primera, evitar que Lucía tuviera noticia de la desgracia, y la segunda, evitar que ésta llegara a oídos de ninguna de las personas que conocieran al doctor. Puesto de acuerdo con la señorita Pross, tomó inmediatamente las medidas de precaución necesarias para conseguir el segundo resultado, y éstas consistieron en manifestar que el doctor se encontraba indispuesto, y que su estado de salud exigía algunos días de reposo y de aislamiento absoluto. Para engañar a su hija, la señorita Pross debía escribir una carta haciéndola saber que su padre había tenido que salir por asuntos de su profesión, y comentando una misiva recibida por correo y escrita por el doctor a toda prisa, en la cual se limitaba a decir que su ausencia sería breve.
Estas medidas eran, por decirlo así, de carácter general, y Lorry las adoptó por si la crisis desgra[173]ciada del doctor desaparecía pronto. Por si esta solución no se hacía esperar, consideró necesario, o muy conveniente por lo menos, seguir un plan del que se prometía grandes resultados para lo futuro, plan que consistía en formar opinión fundada y motivada acerca de la condición de ánimo de su amigo.
Muy pronto hubo de convencerse de que, hablarle, no sólo era perfectamente inútil, sino también perjudicial, puesto que cuando le estrechaba a fuerza de preguntas o de observaciones, le desazonaba y excitaba más y más. Desistió, en consecuencia, de hablarle, y resolvió no dejarle un momento solo, convertirse en protesta muda contra el engaño en que había caído o estaba cayendo. A este efecto, y en su deseo de llevar a cabo la noble misión que se había impuesto envolviéndola en el mayor secreto, por primera vez en su vida tomó las medidas convenientes para permanecer por plazo indefinido ausente del Banco, y se posesionó de una butaca colocada junto a la ventana de la habitación del doctor, donde se pasaba el tiempo leyendo o escribiendo.
El doctor Manette comió y bebió lo que le sirvieron, y trabajó el día primero hasta que le faltó la luz, siendo de notar que, cuando él hubo de dejar su tarea, hacía ya media hora larga que Lorry había tenido que dejar a un lado el libro que estaba leyendo, sencillamente porque no veía ya las letras. Lorry se levantó al ver que el doctor dejaba los útiles del oficio, y le preguntó:
—¿Quiere usted salir?
Clavó el doctor los ojos en el suelo, los llevó de una parte a otra como en tiempos pasados, y alzándolos al fin, dijo:
—¿Salir?
—Sí... A dar un paseo conmigo: ¿por qué no?
No intentó explicar por qué no, ni volvió a despegar los labios; pero Lorry, mientras le contemplaba con mirada penetrante, doblando el cuerpo, apoyados los codos sobre las rodillas y la cabeza sobre las palmas de las manos, creyó que el desdichado se preguntaba a sí mismo: «¿Por qué no?» La sagacidad del hombre de negocios vió en ello una ventaja, y resolvió sacar de ella todo el partido posible.
Durante las noches, vigilaban al enfermo desde la habitación contigua, ora el señor Lorry ora la señorita Pross, a cuyo efecto habían establecido dos turnos, correspondientes a otras tantas mitades en que dividieron el servicio de guardia. El doctor solía pasar algún tiempo paseando por su cuarto antes de recogerse en el lecho; pero cuando se acostaba, dormíase profundamente y disfrutaba de un sueño tranquilo. Llegada la mañana, no bien se levantaba, dirigíase en línea recta a su banqueta y se ponía a trabajar.
[174] En el segundo día de la crisis, Lorry saludó al doctor llamándole por su nombre, y seguidamente comenzó a hablarle de asuntos que a entrambos eran muy familiares. No le contestó aquél, pero era evidente que oyó lo que se le decía y que pensaba en ello, bien que de una manera confusa. Esto animó a Lorry, quien rogó a la señorita Pross que entrara a hacerle compañía varias veces durante el día, a fin de hablar constantemente de Lucía y de su padre, presente a las conferencias, con naturalidad y como si nada hubiese sucedido. Los resultados no fueron muy felices, pero tampoco tan estériles que no animaran a Lorry a continuar el plan, pues se consiguió, ya que no otra cosa, disipar, siquiera fuera por breves instantes, el estado de indiferencia en que se hallaba sumido.
Cuando cerró la noche de este segundo día, Lorry repitió su pregunta del día anterior:
—Mi querido doctor: ¿quiere usted salir?
Y como el día anterior respondió el interrogado:
—¿Salir?
Fingió Lorry una ausencia al no poder obtener otra contestación, volviendo a entrar al cabo de una hora. Mientras Lorry estuvo fuera, el doctor retiró la banqueta que estaba junto a la ventana y se sentó en una silla, desde donde estuvo contemplando el plátano del patio; pero no bien entró Lorry en la habitación, volvió a sentarse en la banqueta.
Pasaron los días, y las esperanzas que Lorry concibiera íbanse desvaneciendo poco a poco. Cierto que la desgracia no había salido de la habitación del doctor; cierto que era un secreto para todos, que Lucía ni remotamente la sospechaba y que era feliz y estaba contenta; pero el buen banquero no podía menos de ver, con profunda pena, que el zapatero, cuya mano estaba torpe los primeros días, iba adquiriendo una habilidad maravillosa, que el doctor tomaba por momentos más gusto al oficio, y que sus manos en ninguna hora del día trabajaban con tanto ardor y tanta destreza como cuando la noche tendió su negro manto sobre el día noveno después de la desgracia.
Muertas las energías a manos de largas y ansiosas horas de incesante vigilancia, el señor Lorry cayó dormido en su puesto de honor. Un rayo tan indiscreto como brillante del sol matinal vino a sacudir el pesado sueño que le venciera la noche anterior, que era la décima de las de la serie de vigilancia.
Con mano nerviosa se frotó los ojos, púsose en pie y corrió a la entrada del dormitorio del doctor. Allí se detuvo con brus[175]quedad, preguntándose si dormía o si estaba despierto. ¿Motivos? Los tenía sobrados: la banqueta, con el resto de los útiles del oficio de zapatero, estaba en un rincón, y el doctor leía tranquilamente, arrellanado en una butaca junto a la ventana. Vestía traje de mañana, y su rostro, que Lorry veía perfectamente, aunque un poquito pálido, reflejaba una calma y una placidez absolutas.
Unos cuantos pellizcos administrados con mano firme llevaron al ánimo del señor Lorry el convencimiento de que no dormía: punto era éste que quedaba perfectamente aclarado y dilucidado. Pero si entonces estaba despierto, ¿no se pasó durmiendo los días anteriores? El zapatero, que tantos quebraderos de cabeza le proporcionó, ¿no sería un personaje soñado, un hijo de prolongada pesadilla? ¿Cabía otra explicación al hecho de que estuviera entonces viendo, con sus propios ojos, perfectamente despiertos, a su amigo, vestido como de ordinario, tranquilo como de ordinario, y leyendo como de ordinario?
Y sin embargo, de no haber sido su confusión y su atonía tan grandes, esta hipótesis última caía por su base. Si el desgraciado cambio de tan profunda impresión le había producido fué soñado y no real, ¿qué hacía en la tranquila casa de Soho el banquero del famoso Tellson? ¿Cómo acababa de encontrarse dormido, vestido y calzado, sobre el sofá de la sala de consultas del doctor Manette? ¿Por qué le asaltaban aquellas dudas a hora tan temprana de la mañana y precisamente en la entrada de la alcoba del doctor?
Minutos después, la señorita Pross susurraba algunas palabras en su oído. Si algún resto de duda hubiese quedado en su ánimo, las palabras que herían sus oídos la habrían disipado, pero no quedaban ya: su cabeza estaba fresca y las dudas habían desaparecido. Ante el nuevo estado de cosas, aconsejó Lorry no hacer nada hasta que llegase la hora del almuerzo, y visitar entonces al doctor como si nada hubiera ocurrido. Si su amigo continuaba tranquilo y dueño de sí mismo, Lorry le interrogaría con cautelosa astucia y procuraría obtener de él mismo algo que pudiera orientarle y servirle de guía en lo sucesivo.
El plan, que mereció la aprobación de la señorita Pross, fué ejecutado con diligente esmero. Lorry, que dispuso de tiempo sobrado para acicalarse, se presentó a la hora del almuerzo pulcro e irreprochable. El doctor fué llamado como de ordinario, y como de ordinario se sirvió el almuerzo.
De la conversación, entablada y seguida por parte de Lorry con con cautela y tacto exquisitos, infirió que el doctor creía que el matrimonio de su hija había tenido lugar el día anterior. Avanzando con método en sus trabajos de exploración, dejó caer como al[176] descuido una alusión al día de la semana y del mes en que se encontraban, alusión que confundió visiblemente al doctor, mas como quiera que en todos los demás reflejaba una serenidad de juicio evidente, Lorry resolvió buscar la ayuda que ambicionaba, y esa ayuda la esperaba del mismo doctor. En consecuencia, terminado el almuerzo y levantados los manteles, dijo Lorry con muestras de vivo interés:
—Mi querido Manette, deseo me exponga usted su opinión acerca de un caso que me interesa extraordinariamente, de un caso muy curioso... quiero decir, muy curioso para mí, pues quizá usted lo encuentre natural y lógico.
El doctor escuchaba con viva atención y mirando con expresión conturbada sus manos encallecidas por el trabajo de los diez días últimos. Ya antes las había mirado con frecuencia.
—Afecta el caso en cuestión, mi querido Manette—repuso Lorry—a un amigo mío, a quien quiero mucho. He aquí por qué le ruego muy de veras que lo examine con verdadero interés y me aconseje en bien de mi amigo... y sobre todo, en bien de su hija... de la hija de mi amigo, mi querido Manette.
—Si no entiendo mal—contestó el doctor en voz muy baja,—se trata de un sacudimiento mental...
—¡Eso es!
—Hábleme con claridad y sin omitir detalle—dijo el doctor.
Comprendió Lorry que se habían entendido, y prosiguió así:
—Mi querido Manette, se trata de una conmoción terrible, muy antigua y que duró varios años, de una conmoción cruel, brutal, de las afecciones, de los sentimientos, de... las facultades, del espíritu... eso es: del espíritu. Cuánto tiempo duró la conmoción que rindió y abatió al desdichado que fué su víctima, es lo que no puedo precisar, pues sólo mi amigo podría decírnoslo, y él no se hallaba en condiciones de calcular el tiempo. El que sufrió la conmoción llegó a reponerse de sus efectos merced a un proceso que ni él mismo puede explicar... según le oí manifestar en público en una ocasión en que hizo un relato conmovedor de sus desgracias. Digo que se ha repuesto de los efectos del sacudimiento mental tan completamente, que hoy es un hombre de inteligencia clarísima, un hombre que puede entregarse a ocupaciones intelectuales profundas, de alma vigorosa y de cuerpo fuerte, un hombre que multiplica todos los días sus conocimientos, y cuenta que ya antes poseía de ellos rico caudal. Por desgracia... ha tenido... una pequeña recaída.
El doctor preguntó anhelante:
—¿De qué duración?
—Ha durado nueve días con sus noches.
—¿En qué forma se manifestó?—preguntó el doctor, mirando de nuevo sus manos.—¿Tal vez vol[177]viendo a entregarse a alguna ocupación antigua relacionada con su sacudimiento mental?
—En efecto.
—Otra cosa: ¿Tuvo usted alguna vez ocasión de verle entregado a esa ocupación, durante su enfermedad original anterior a la recaída?—preguntó el doctor con gran calma, bien que siempre con voz muy baja.
—Una sola vez.
—Después de su recaída, ¿le encontró usted igual que antes en casi todo... o en todo?
—Creo que en todo.
—Habló usted antes de una hija de su amigo: ¿ha tenido la hija noticia de la recaída del padre?
—No: la recaída ha permanecido rodeada del secreto más rígido, y no creo que la hija llegue a sospecharla nunca. De ella tenemos conocimiento dos personas nada más: yo, y otra de confianza absoluta.
—¡Previsión delicada y generosa, amigo mío!—exclamó el doctor estrechando efusivamente la mano de Lorry.
Los dos interlocutores guardaron silencio por espacio de algunos momentos.
—Soy hombre de negocios, mi querido Manette—dijo Lorry poniendo fin al silencio y hablando con acentos de vivo cariño,—y, por tanto, profano en asuntos tan enrevesados y difíciles. Me faltan datos que me orienten, me falta inteligencia, conocimientos que me guíen, me falta una persona que me asesore. En este mundo, no hay hombre en quien pueda yo hacer confianza ni que me pueda sacar de dudas, como no sea usted. Dígame, ¿a qué fué debida la recaída? ¿Existe peligro de que sobrevenga otra? Suponiendo que el peligro exista, ¿hay medios de prevenirla? ¿Qué medios son estos? ¿Qué puedo hacer en obsequio de mi amigo? Jamás ha existido en el mundo hombre que con tanto anhelo deseara servir a un amigo como yo al mío, si supiera cómo; pero no sé qué hacer si el caso se repite. Si su sagacidad de usted, sus conocimientos, su experiencia, pueden indicarme el camino recto, creo sin inmodestia que podré hacer mucho: sin luces, sin auxilio extraño, todos mis buenos deseos naufragarán en el mar obscuro de mi ignorancia. Por favor, déme usted algunas explicaciones, ilumíneme un poquito y enséñeme la manera de ser útil a mi amigo.
El doctor Manette bajó la cabeza y se sumergió en profundas meditaciones. Lorry esperó con calma.
—Me parece muy probable—dijo el doctor al cabo de un rato—que la recaída que usted acaba de describirme estuviera prevista por el que fué su víctima.
—¿Acaso prevista y temida?—se atrevió a preguntar Lorry.
—Temida, sí—exclamó el doctor, estremeciéndose involuntariamente.—No es posible que us[178]ted se forme idea aproximada del peso enorme con que ese temor gravita sobre el pecho del paciente... ni de la casi imposibilidad en que se encuentra de hablar palabra acerca del asunto que le oprime.
—¿Y no cedería esa opresión—preguntó Lorry—si se resolviera a confiar a alguien el secreto que por lo visto le atosiga?
—Creo que sí; pero le es, según acabo de decir, punto menos que imposible. Hasta se me figura... que es imposible en absoluto.
Sobrevino otra pausa, a la que puso fin Lorry, preguntando con dulzura:
—¿A qué causa atribuye usted la recaída?
—A mi juicio—respondió el doctor Manette,—ha sobrevenido un despertar enérgico de los recuerdos que fueron causa determinante de la enfermedad inicial, han revivido ideas asociadas con las torturas antiguas al soplo de algún suceso reciente. Es muy probable que en la mente del paciente viniera acumulándose desde hace algún tiempo el temor a ese despertar enérgico de recuerdos dolorosos... con motivo de determinadas circunstancias.... con motivo de un suceso determinado... En este caso, el paciente intentó adoptar medidas de prevención.... las adoptaría seguramente, pero en vano. ¡Quién sabe si los mismos esfuerzos hechos para resistir el golpe le incapacitaron para soportarlo!
—¿Cree usted que mi amigo recuerda lo que ha hecho durante la recaída?—preguntó Lorry, después de vacilar durante algunos segundos.
Tendió el doctor miradas tristes en derredor, movió la cabeza, y contestó con voz más baja que nunca:
—¡Absolutamente nada!
—Pasemos ahora al pronóstico... al porvenir.
—El porvenir—contestó con energía el doctor—me inspira grandes esperanzas. Fúndanse éstas en el escaso tiempo que gracias al Cielo ha durado la recaída. Si tenemos en cuenta que el paciente, después de caer postrado al peso de algo desde tiempo antes temido, de algo previsto más o menos vágamente, de algo contra lo que en vano intentó prevenirse, se ha repuesto una vez ha estallado la nube, sobran motivos para creer que ha pasado lo peor.
—¡Muy bien...! ¡Muy bien! Sus palabras me tranquilizan... ¡Gracias!—exclamó Lorry.
—¡Gracias!—repitió el doctor, doblando la cabeza.
—Quedan todavía dos puntos sobre los cuales desearía me instruyese. ¿Puedo continuar?
—Es el mayor favor que puede usted hacer a su amigo—respondió el doctor alargándole la mano.
—Primero: mi amigo es estudioso por temperamento y de una energía poco común. Persigue con ardor la adquisición de nuevos[179] conocimientos profesionales, hace experimentos laboriosos y se dedica a infinidad de cosas que exigen intensa labor mental. Dígame: ¿no le parece que trabaja con exceso?
—Creo que no. Quizá la índole de su inteligencia exige un trabajo mental continuo, bien sea la índole en cuestión innata y natural, bien modificada artificialmente, por decirlo así, a consecuencia de pesares y aflicciones. Cuanto menos la ocupe en asuntos intelectuales, mayor será el peligro de que sus pensamientos tomen rumbos perjudiciales. Es probable que él mismo, después de observarse con detenimiento, haya hecho el descubrimiento a que me refiero.
—¿Tiene usted seguridad de que la labor mental de mi amigo no es excesiva?
—La tengo; sí.
—Pero si le venciera el exceso de trabajo...
—Dudo mucho que tal cosa ocurra, mi querido Lorry. Cuando existe una tendencia violenta en una dirección determinada, se hace indispensable contrapesarla de alguna manera, o de lo contrario, se rompe el equilibrio.
—Perdone mi insistencia, mi querido Manette, pues sabido es que los hombres de negocios somos persistentes. Dando como averiguado que la recaída que lamentamos fué resultado de intensa presión mental, ¿no habrá peligro de que se repita?
—No lo creo... no puedo creerlo—contestó con acento de convicción profunda el doctor Manette.—Solamente la exacerbación de una clase determinada de recuerdos podría provocar otra recaída, solamente la vibración violenta de la cuerda misma que motivó la primera pudiera ser causa de otras. Ahora bien: después de lo ocurrido, considero punto menos que imposible nuevas exacerbaciones de los recuerdos a que me refiero, imposibles nuevas vibraciones de la cuerda enferma. Creo... casi me atrevo a asegurar que han desaparecido para siempre las circunstancias que podrían dar margen a nuevos tropiezos.
Hablaba el doctor con la timidez de quien sabe cuán poco basta para trastornar la organización delicada de la inteligencia, y al propio tiempo con la confianza del que, templado en las aguas amargas de las tribulaciones, ha adquirido esa fortaleza que es capaz de resistir impávida los huracanes de la vida.
No sería su amigo quien tratase de combatir aquella confianza. Antes por el contrario, se mostró más esperanzado y convencido de lo que en realidad estaba, y pasó a tratar el segundo punto. Era este mucho más difícil y escabroso que el primero: de ello estaba Lorry muy persuadido; pero recordó la conversación que el domingo tuviera con la señorita Pross, hízose cargo de las dolorosas escenas a que había asistido[180] en los nueve días últimos, y comprendió que estaba en el deber de afrontarlo.
—Durante su recaída, por fortuna pasada ya, se entregó... al oficio de... cerrajero—dijo Lorry, con vacilación manifiesta.—Sí; eso es: al oficio de cerrajero. A título de ejemplo que aclare bien los conceptos, diremos que mi amigo, durante el tiempo de su desequilibrio mental, acostumbraba trabajar en una fragua. Añadiremos que, debido a circunstancias que no hay por qué detallar, ha vuelto a encontrar esa fragua. ¿No opina usted que es una lástima que la conserve a su lado?
El doctor se pasó la mano por la frente.
—La tiene constantemente a su vista—repuso Lorry, mirando con ansiedad a su amigo.—¿No le parece que sería preferible que no volviera a ver lo que forzosamente ha de recordarle tiempos penosos?
El doctor golpeaba el suelo con pie nervioso.
—¿Tan difícil encuentra usted el consejo que le pido?—insistió Lorry.—A mí me parece la solución sencillísima, no obstante lo cual, creo que...
—Comprenda usted—contestó el doctor Manette volviéndose hacia su interlocutor—que es sumamente difícil explicar con sujeción a las reglas inflexibles de la lógica, las operaciones íntimas de la mente del pobre hombre a quien usted se refiere. En tiempos pasados, solicitó con tanto ahinco dedicarse a ese oficio, que cuando le fué concedido lo que anhelaba, dió gracias al Cielo desde lo más profundo de su alma. Es indudable que, al encontrarse con un medio que le permitía substituir con la perplejidad de sus dedos la perplejidad de su cerebro, y con la destreza de sus manos las operaciones de su mente torturada cuando adquirió alguna práctica en el oficio, se aminorasen mucho sus tormentos, en cuyo caso, es natural que muestre resistencia a separarse de lo que tanto bien le hizo. Aun hoy, aunque creo que no existe el menor peligro de nuevas recaídas, aun cuando su amigo comparta esta confianza mía, la idea de que pudiera llegar día en que hubiese de necesitar la fragua, y no la encontrase, creo que ha de producirle un dolor sólo comparable al del padre a quien amenazan con separarle de su hijo.
—No estamos de acuerdo—replicó Lorry.—Sé que no soy autoridad en la materia, pues como hombre de negocios, mi inteligencia se extingue cuando no la aplico a cosas tan materiales como libras esterlinas, chelines y billetes de Banco; pero aun así, pregunto: ¿la conservación de la fragua, no tiende a la perpetuación de la idea? Si la fragua desapareciese, mi querido Manette, ¿no desaparecería con ella el miedo? En una palabra: ¿no es[181] concesión hecha al temor de conservar la fragua?
—Comprenda usted también—contestó el doctor al cabo de otro rato de silencio y con voz trémula—que se trata de un compañero antiguo.
—¡Un compañero antiguo que yo alejaría de mi lado!—replicó Lorry con gran entereza, pues bueno será advertir que la iba ganando a medida que la perdía el doctor.—¡Un compañero antiguo a quien yo sacrificaría sin pizca de remordimiento! No me hace falta más que su autorización. Conservarlo es pernicioso; de ello estoy seguro. Concédame el permiso que solicito, mi querido Manette... ¡Usted es bueno... tiene buen corazón... concédamelo en aras de la tranquilidad de la pobre hija de mi amigo...!
La lucha que en el pecho del doctor libraron pensamientos contradictorios, fué enconada, terrible, espantosa. Al cabo del rato, dijo:
—En obsequio a la hija de su amigo, concedo la autorización que me pide. Sanciono el sacrificio de la fragua; pero que no se haga ante los ojos de su amigo. Aproveche un momento de ausencia y líbrenle del dolor de presenciar la destrucción de lo que fué su compañero único en tiempos pasados.
Con verdadera alegría aceptó Lorry la solución, y la conferencia quedó terminada. Pasaron el día en el campo, lo que bastó para reponer al doctor. Durante los tres días siguientes hizo su vida normal, y a los catorce de la ausencia de su hija, salió a reunirse con ésta y con su marido.
No bien cerró la noche del día en que el doctor salió de su casa, penetró en el dormitorio de aquél nuestro buen amigo Lorry, armado de una cuchilla de carnicero, una sierra, un cincel y un martillo. Tras él entró la señorita Pross con un candelero en la mano. A puerta cerrada, en el misterio de la noche, semejante al que comete un acto criminoso, el señor Lorry hizo pedazos la banqueta de zapatero, mientras la señorita Pross tenía la luz como quien asiste a la comisión de un asesinato. En la cocina se procedió luego a la incineración de la pecaminosa banqueta, previamente reducida a astillas, y a continuación, los útiles y herramientas del oficio, zapatos, suela y cuero, recibieron honrosa sepultura en el jardín anejo a la casa. Tanto el señor Lorry, como la señorita Pross, mientras ejecutaban la hazaña y hacían desaparecer los rastros, se consideraban, y de ello tenían casi aspecto, cómplices de un crimen horrendo.
La primera persona que se presentó en la casa del doctor Manette después de haber regre[182]sado los desposados de su viaje de novios, fué Sydney Carton. Su traje, sus maneras, sus ademanes, su expresión, puede decirse que eran las de siempre; pero sobre la dura corteza, con ser extraordinariamente áspera, resaltaba cierto aire de fidelidad que no pasó inadvertido a la escrutadora mirada de Carlos Darnay.
Carton aprovechó la primera oportunidad que se le deparó para llevar a Darnay al hueco de una ventana, donde le habló sin que su conversación llegara a oídos de ninguno de los presentes.
—Deseo que seamos amigos, señor Darnay—comenzó diciendo Carton.
—Me parece que lo somos ya—contestó Darnay.
—Agradezco que así lo diga usted, aun siendo sus palabras dictadas lisa y llanamente por la educación. Pero no me refería yo a esa amistad convencional. Al decirle que deseo que seamos amigos, aludo a otra clase de amistad.
Carlos Darnay le rogó que se explicase.
—¡Por mi vida que encuentro más sencillo comprender yo la idea que hacerla comprensible a los demás!—respondió Carton.—Probaré, sin embargo. ¿Recuerda usted aquella ocasión memorable en que me encontraba yo más borracho que de ordinario?
—Recuerdo la ocasión memorable en que me obligó usted a declarar que había bebido.
—No la he olvidado yo tampoco. La maldición que pesa sobre esas ocasiones deja en mí rastros tan duraderos, que puede decirse que no las olvido nunca. Abrigo la esperanza de que ha de llegar un día, el que ponga fin a los míos sobre la tierra, en que satisfaga por aquella ocasión... No se alarme usted, que no es mi deseo sermonear.
—¡Si no me alarmo! La seriedad en usted no puede alarmarme nunca.
—Pues bien: con motivo de la borrachera en cuestión... una de mis infinitas borracheras, estuve impertinente a más no poder hablándole sobre si me era simpático o antipático: le ruego que la olvide y que considere como no pronunciadas mis palabras.
—Las he olvidado hace mucho tiempo.
—¡Otra vez inspiran sus palabras los cumplimientos, las conveniencias sociales! He de decir, señor Darnay, que no olvido yo tan fácilmente como pretende olvidar usted. Yo no la he olvidado, y le aseguro que una contestación ligera e indiferente por su parte no ha de contribuir a hacérmela olvidar.
—Si mi contestación ha sido ligera, le ruego que me perdone—replicó Darnay.—Mi intención fué quitar toda la importancia a lo que, con no poca sorpresa mía, preocupa a usted demasiado. Le declaro, bajo mi palabra de honor, que hace mucho tiempo que olvidé la conversación de la noche a[183] que se refiere, y entiendo que al olvidarla, no contraje mérito alguno. Pues qué, ¿no me había prestado usted aquel mismo día un servicio de esos que ningún corazón medianamente agradecido puede ni debe olvidar?
—Me pone usted en el caso de decirle—respondió Carton—que ese gran servicio de que me habla fué sencillamente lo que podríamos llamar una travesura profesional, uno de esos recursos a que solemos apelar los abogados para alcanzar populachería. Buena prueba de ello es que, cuando se lo presté, me era completamente indiferente su suerte. Observe usted que he dicho cuando se lo presté; es decir, que hablo de cosas pasadas.
—Se empeña usted en empequeñecer mi obligación, y sin embargo, yo, menos quisquilloso que usted, no me ofendo por la ligereza de su contestación.
—Es la verdad desnuda, señor Darnay, la verdad desnuda. Pero me he separado del objeto que perseguía. Hablaba de mis deseos de que seamos amigos. Como usted me conoce ya, huelga que le diga que mi amistad a nadie puede honrar. Si alguna duda le cabe, pregunte a Stryver.
—Prefiero formar opinión sin su auxilio.
—Muy bien. Por lo tanto, ya sabe que soy un perro disoluto, incapaz de nada bueno, ahora y siempre.
—No estamos de acuerdo, amigo mío.
—Se lo aseguro yo, y usted debe creerme. Prosigo. Si usted se encuentra con fuerzas para tolerar la presencia en esta casa de un sujeto que nada vale, y que por añadidura goza de una reputación discutible, yo le pediré que como favor especial me consienta venir aquí o marcharme, sin sujeción a horas ni a reglas, no viendo en mí otra cosa que un mueble inútil y... de buena gana añadiría anormal, si no fuera por el parecido físico que entre nosotros dos media... un mueble inútil, reservado para servicios raros y en el que uno ni repara siquiera. Dudo mucho que abuse del permiso, si me lo concede. Hay cien probabilidades contra una de que no utilizaré su complacencia más de cuatro veces al año. Sería para mí una satisfacción saber que abuso.
—¿Hará usted lo posible por abusar?
—Veremos. ¿Me autoriza usted para que me tome la libertad que solicito, Darnay?
—Autorizado, Carton.
Diéronse un apretón de manos y seguidamente se separó Carton. Un minuto después, Carton era el hombre extravagante de siempre.
Aquella noche, en las conversaciones que siguieron a la cena, y en las cuales tomaron parte la señorita Pross, el doctor, Lorry[184] y el matrimonio, hablóse incidentalmente y en términos generales de Sydney Carton, pintándolo como problema viviente de indiferencia y de atolondramiento. Darnay dijo a su propósito algunas frases que, si bien no puede decirse que fueran duras ni ofensivas, reflejaban cierto menosprecio.
Lejos estaba él de pensar que había lastimado la sensibilidad de su bella esposa. Cuando más tarde, disuelta la tertulia, la encontró en su habitación, no pudo menos de observar en ella cierta preocupación.
—Te encuentro pensativa esta noche—dijo Carlos, pasando su brazo al rededor de su cintura...
—Lo estoy, mi querido Carlos—contestó Lucía, mirándole de frente,—estoy pensativa esta noche porque algo tengo en el pensamiento que me molesta.
—¿Y qué es, Lucía mía?
—¿Me das tu palabra de no llevar tu curiosidad más allá de lo que yo desee?
—¿Y qué es lo que yo no prometeré a mi amor?
—Creo, Carlos, que el pobre señor Carton merece más consideración y más respeto del que tú le has expresado esta noche.
—¿De veras? ¿Y por qué?
—Eso es precisamente lo que no debes preguntarme. Piensa nada más... en que me consta que lo merece.
—Si a ti te consta, no hay más que hablar. ¿Qué quieres que haga, vida mía?
—Lo único que deseo es que le trates siempre con mucha generosidad, y que procures disculpar sus defectos cuando alguien los saque a la plaza pública en su ausencia. También te ruego que creas que en su pecho late un corazón que pocas, poquísimas veces se revela, un corazón cubierto de heridas muy profundas. Créeme, querido mío, pues te aseguro que lo he visto sangrando.
—Cree que siento en el alma haberle hecho objeto de mis desconsideraciones—dijo Darnay, sin salir del asombro que las palabras de su mujer le produjeron.—No fué mi intención tratarle injustamente.
—Pues no le hiciste justicia, Carlos mío. Temo que ha de ser imposible hacerle variar, que ni su carácter, ni su manera especial de ser son susceptibles de modificación; pero te aseguro que es hombre capaz de buenas acciones, más, de acciones magnánimas.
Tan hermosa estaba Lucía, tan vivos destellos de luz purísima derramaba sobre su lindo rostro la fe en un hombre, para todos perdido sin remedio, que su marido, sin tener voz para contestarla, quedó como extasiado contemplándola.
—¡Compláceme, amor mío!—exclamó Lucía, dejando caer su cabecita sobre el pecho de su marido y alzando hacia éste sus ojos.—¡Reflexiona cuán inmensa es nuestra dicha, y cuán de compadecer es él en su miseria!
[185] La súplica dió en el blanco.
—¡No lo olvidaré nunca, corazoncito mío! ¡Lo recordaré mientras me dure la vida!
Inclinóse sobre aquella cabeza adornada con rica vestidura de oro, acercó sus labios a los de rosa de Lucía y estrechó a ésta entre sus brazos.
Si el paseante nocturno que en aquellos instantes recorría ensimismado las solitarias calles próximas al rinconcito de Soho, hubiera podido oir aquella súplica dictada por una piedad purísima, si le hubiese sido dado ver unas perlas clarísimas bebidas por un marido amante en unos ojos azules y limpios como el cielo, habría exclamado con transporte:
—¡Que Dios bendiga su hermosa alma!
Rincón el más admirable para recoger los ecos era el en que vivía el doctor Manette. Lucía, siempre ocupada en la agradable tarea de retorcer el hilo de oro que la unía a su marido, a su padre, a si misma y a su antigua directora y compañera, saboreaba una vida de felicidad no interrumpida en aquel plácido centro de la tranquilidad, escuchando el eco de los pasos del tiempo.
Algunas veces, sobre todo al principio, aun cuando se consideraba completamente feliz, sus manos dejaban caer sobre sus rodillas el hilo de oro que retorcía, y el azul purísimo de sus ojos se nublaba: era que entre los ecos que muy a lo lejos resonaban creía percibir algo muy ligero, muy sutil, apenas perceptible todavía, y que, sin embargo, le producía cierta sensación de malestar. Llenaban entonces por igual su corazón arrulladoras esperanzas y dudas mortificantes: esperanzas de conocer un amor que no conocía todavía y temores de no vivir lo bastante para saborear los goces purísimos de aquel amor. Entre los ecos que en esas ocasiones herían sus oídos, sonaban los de sus propios pasos caminando a la tumba; y al pensar en la soledad en que dejaría a su marido, en el dolor agudo que su muerte le produciría, el llanto acudía a sus ojos y se desbordaba por sus mejillas.
Pasaron esos tiempos. En sus brazos jugueteaba ya un ángel, llamado Lucía, como ella; y entonces, dominando a todos los ecos de los pasos que avanzaban, destacábanse siempre los de unos piececitos diminutos mezclados a sonidos de plata emitidos por una lengua que comienza a balbucear. Ya podían ensordecer al mundo los ecos más estruendosos: la joven madre, sentada junto a la cuna, sólo oía la música arrulladora de las medias palabras de su hijita. ¡El amigo divino de los niños, a quien todas las madres[186] suelen confiar el cuidado de sus hijos, había tomado al de Lucía en sus brazos y convertídolo en manantial inagotable de dicha para ella!
Siempre ocupada Lucía en retorcer el hilo de oro que ligaba a los felices miembros de aquella familia, siempre aportando al tejido de las vidas de todos el tramado de su benéfica influencia, bien que evitando con cuidado exquisito que ésta predominase, en los ecos de los pasos de los años no oía más que los de pisadas amigas. Entre ellos, destacábase por lo fuerte y próspero el de su marido; el de su padre era firme y siempre igual, y el de la señorita Pross arrebatado y violento, un eco que despertaba mil ecos, eco semejante al del bronco corcel que relincha y patea al ser castigado.
Ni aun en las contadas ocasiones en que a los ecos de alegría se mezclaron ecos de dolor, fué éste cruel ni lacerante. Cuando sobre la almohada de una camita caían en desorden los rizos de una cabellera rubia, semejante a la de Lucía, sirviendo de marco a una carita demacrada y transparente de un niño, que sonriendo con dulzura, decía: «Mucho siento dejar a mi papaíto, y a mi mamaíta; mucho siento separarme también de mi querida hermanita; pero me llaman de arriba y debo acudir al llamamiento», las lágrimas que inundaron las mejillas de la madre no fueron lágrimas de agonía; que no debe arrancarlas a sus ojos el hecho de que un ángel abandone la envoltura que le servía de vestido.
Al suave aletear de un ángel se unieron los ecos nacidos en la tierra, de lo que resultó un rumor que no era del todo terreno, puesto que lo animaba un soplo de los cielos. También se mezclaban a aquellos débiles suspiros del viento que besan las flores del cementerio, suspiros que recogía el oído de Lucía, creyendo que eran el alentar de un mar de verano que duerme sobre plana playa de arena mientras su hijita, estudiando con cómica gravedad las lecciones de la mañana, o embebida en la tarea de vestir sus muñecas, charlaba mezclando palabras de las dos ciudades que se habían combinado en su vida.
Muy contadas veces contestaban los ecos al paso real de Sydney Carton. Media docena de veces al año, como máximum, hacía valer su privilegio de presentarse en la casa del doctor sin ser llamado y de tomar parte en la tertulia de la noche como tantas veces hiciera en tiempos pasados. Jamás se presentó borracho ni medio bebido. Pero si rara vez sonaban en el rinconcito de Soho los ecos de sus pasos, en cambio era muy frecuente escuchar la breve y hermosa historia que a su propósito susurraban aquéllos.
Jamás ha existido hombre locamente enamorado de una mujer, que la haya visto y tratado[187] con ojos puros y pensamiento inmaculado después que aquélla ha sido esposa y madre. Cual si los tiernos hijitos de ésta comprendieran su mudo dolor manifestábanle una simpatía singular... algo así como un instinto delicado de compasión hacia él. No hablan los ecos cuando vibran estas sensibilidades que tienen su asiento en lo más recóndito del alma, pero aunque silenciosos, susurran. Carton fué el primer extraño a la casa a quien la diminuta Lucía tendió sus regordetes bracitos, y el niño, momentos antes de tender su vuelo hacia el cielo, exclamó: «¡Pobre Carton! ¡Deseo que le den un beso por mí!»
Stryver penetraba por los dominios de las leyes cada día con bríos mayores, semejante a poderosa nave que surca revueltos mares, y en su estela se veía a Carton cual barcaza llevada a remolque. La barcaza así favorecida por el navío que la tomó a remolque corre serios peligros, por regla general, navega con dificultad y casi siempre anegada. También Carton surcaba dando tumbos los mares de la vida, expuesto a zozobrar en todo momento. Sin embargo, una costumbre arraigada y firme, más arraigada y más firme en su pecho que ninguno de los estimulantes que solemos llamar percepción del abandono de la desgracia, indicábale el rumbo que debía seguir, y Carton lo seguía, sin que jamás se le ocurriera salir del estado lamentable en que se veía, sin que tuviera más aspiraciones de renunciar a su papel de chacal de un león que las que nunca haya tenido un chacal de carne y hueso de elevarse a la categoría de león. Stryver era rico. Había casado con una viuda dueña de soberbias propiedades y madre de tres hijos, ninguno de los cuales había sido dotado por la mano de la naturaleza con dones excepcionales, aunque se distinguían por la masa espesa de púas hirsutas que adornaba sus cabezas.
Stryver, exudando protección por todos los poros de su cuerpo, había presentado a estos tres caballeritos en la plácida casita de Soho, y ofrecídolos como discípulos al marido de Lucía. Con delicadeza sin igual dijo el brillante abogado al hacer la presentación:
—Tengo el gusto de aportar a su almuerzo matrimonial estos tres pedazos de pan, Darnay.
Con palabras muy corteses rechazó Darnay aquellos tres pedazos de pan, alzando tal tempestad de indignación en el noble pecho de Stryver, que de allí en adelante puso empeño especial en que en el alma de los caballeritos en cuestión naciera y arraigara muy honda la idea de tratar con el desdén más profundo a los mendigos como aquel maestro famélico, cuyo patrimonio único es el orgullo. También tenía la buena costumbre de enumerar y explicar a su mujer las artes de que en[188] otro tiempo se valió Lucía Manette para «pescarle», y del muro de diamante que opuso a los artificios de aquélla, gracias al cual fué para aquel pescador pez «no pescable». Algunos colegas suyos, que solían ser sus compañeros en sus excesos báquicos, excusábanle diciendo que había repetido tantas veces la mentira en cuestión, que hasta él mismo la tenía ya por verdad de fe... lo que lejos de excusar una ofensa la agrava en términos bastantes para justificar que el ofendido lleve al ofensor a un sitio retirado y conveniente, y bonitamente y sin enojosos procedimientos le deje colgado de cualquier árbol con un nudo corredizo.
Tales eran, entre otros, los ecos que Lucía, pensativa unas veces y divertida y hasta riendo a carcajadas otras, oía desde el plácido rincón de Soho. La niña cumplió seis años. Los ecos de sus pasos por los caminos de la vida repercutían en lo más hondo del corazón de la madre, confundidos con los no menos deliciosos de los pasos del doctor, siempre tranquilo y siempre activo, y con los de su marido, siempre tierno y siempre enamorado. En los oídos de Lucía sonaban, cual música divina, los suaves ecos de aquel hogar, dirigido por ella misma, aquel hogar donde no reinaba la opulencia, pero sí la abundancia. Sonaban también, por cierto con dulzura exquisita, los ecos de lo que tantas veces decía su padre, a saber, que la encontraba más cariñosa, si era posible, de casada, que cuando era soltera.
También sonaban otros ecos, a lo lejos, sí, pero no tanto que dejaran de oirse, ecos que rugían amenazadores sobre el tranquilo rincón. Por la fecha del sexto cumpleaños de Lucita fué cuando su voz atronadora subió hasta las nubes, voz como de tempestad horrorosa desencadenada en Francia.
Una noche del mes de julio del año mil setecientos ochenta y nueve, se presentó Lorry y tomó asiento junto a la ventana entre Lucía y su marido. Era una noche tempestuosa y de aliento abrasador que recordó a los tres aquella otra noche en que estuvieron contemplando el rayo desde aquella misma ventana.
—Principio a pensar—dijo Lorry, echando hacia el colodrillo su peluquín—que he debido pasarme toda la noche en el Banco. Ha llovido hoy sobre nosotros tan desencadenada tempestad de negocios, que no hemos sabido por dónde comenzar ni por dónde terminar. Cunde en París la desconfianza en tales términos, que la confianza viene hacia nosotros semejante a torrente impetuoso. Nuestros clientes de allí no ven el momento de confiarnos sus bienes y propiedades. ¡Nada, nada! ¡Es una verdadera manía de enviarlo todo a Inglaterra la que les ha acometido de pronto!
—Lo que a mi juicio es un sín[189]toma muy malo—observó Darnay.
—¿Mal síntoma, mi querido Darnay? Quizá, si obedeciera a razones justificadas; ¡pero es tan poco racional el mundo! Lo único que hasta ahora hay de positivo es que nos echan encima un trabajo abrumador, seguramente sin motivo, sin consideración a que en el Banco Tellson estamos muchos que somos ya viejos.
—Sin embargo—objetó Darnay,—sabe usted perfectamente que hay cerrazón en el horizonte, que hace tiempo que se condensan las nubes amenazando tormenta.
—Lo sé... claro que lo sé—contestó Lorry, intentando persuadirse a sí mismo de la necesidad de mostrarse un poquito gruñón y descontento;—tan es así, que vengo resuelto a reñir con cualquiera para desquitarme de las fatigas de este endiablado día. ¿Dónde está Manette?
—Aquí hay un pedazo—contestó el doctor, entrando en aquel momento en la estancia.
—Me alegro que esté usted en casa, pues las prisas y presentimientos de hoy me han puesto nervioso sin razón ni motivo. ¿Supongo que no pensará usted salir, eh?
—No; si quiere usted, jugaremos una partida de chaquete.
—Prefiero no jugar, que esta noche no estoy para contender con usted. ¿Está aquí el tablero, Lucía? Tienen ustedes esta habitación a obscuras y, como no soy gato, nada veo.
—Aquí está, esperándole a usted.
—Muchas gracias, queridita. ¿La preciosa está en su camita?
—Durmiendo como un tronco.
—¡Muy bien... muy bien! ¡La verdad es que no sé por qué no ha de ir todo muy bien aquí... gracias a Dios! Pero claro: ¡me han mareado hoy tanto... Y luego, ya no soy tan joven como ustedes... como era hace treinta años...! Mi tacita de te... Eso es, Lucía... ¡Gracias! Ahora, déjenme un hueco, me sentaré en el círculo, y procuraré prestar oído a esos ecos acerca de los cuales tiene usted teorías muy peregrinas.
—No son teorías, sino caprichos de mi imaginación.
—Perfectamente, querida; los llamaremos caprichos—replicó Lorry. Son numerosos, variados y atronadores, ¿verdad? ¡Claro! ¡No hay más que prestar atención!
Pasos precipitados, pasos duros, pasos peligrosos que penetran violentamente en el centro vital de alguien, y que una vez se han teñido de rojo difícilmente se limpian, resonaban a lo lejos, en el barrio de San Antonio de París, y sus ecos trepidantes llegaban hasta el tranquilo rincón de Soho de Londres.
Aquella mañana, San Antonio[190] había sido campo cubierto por ingente y ceñuda masa de descamisados que se movía impaciente, empenachada con acerados sables y bayonetas en cuya fría superficie se quebraban los rayos del sol. Las fauces de San Antonio dejaron escapar tremendos alaridos mientras inmenso bosque de brazos desnudos se agitaban en el aire, semejantes a ramas de árboles azotadas por terrible vendaval. No había mano que no empuñara algún arma o semejanza de arma; no había ventana que no arrojara a las turbas instrumentos de matanza.
De dónde procedían, quién las proporcionaba, dónde comenzaba la lluvia de aquellos elementos de destrucción que cruzaban sobre las cabezas semejantes a brillantes rayos, es lo que nadie hubiese podido decir; pero es lo cierto que manos invisibles distribuían mosquetes, cartuchos, pólvora, balas, barras de hierro, trancas de madera, cuchillos, hachas, lanzas, picas. Los que no podían proporcionarse otra cosa, clavaban sus ensangrentados dedos en las junturas de las piedras o de los ladrillos y arrancaban bloques o adoquines de los muros. No había en San Antonio pulso que no latiera desordenado, corazón que no pidiera sangre, ser vivo que en algo estimara la vida, ni persona que no pidiera a gritos sacrificarla.
Así como todos los remolinos de aguas hirvientes tienen su punto central, así aquel mar encrespado giraba bramador en torno de la taberna de Defarge, todas las gotas humanas que caían en la caldera mostraban tendencia decidida a aproximarse al vórtice donde Defarge en persona, ennegrecido ya por la pólvora y el sudor, dictaba órdenes, daba armas, obligaba a retroceder a este hombre y arrastraba hacia sí a aquél, desarmaba a uno para con sus armas armar a otro, y trabajaba y se movía y se multiplicaba en el centro de la tempestad.
—¡No te separes de mi lado, Santiago Tercero!—bramaba Defarge.—¡Vosotros, Santiago Primero y Santiago Segundo, poneos al frente de otros tantos grupos de patriotas! ¿Dónde está mi mujer?
—¡Aquí estoy!—contestó la señora Defarge, reposada como siempre, pero sin hacer calceta.
La dulce señora empuñaba un hacha en vez de las agujas, y en la cintura lucía dos adornos singulares: una pistola y un largo cuchillo.
—¿Por dónde andas, mujercita mía?—preguntó Defarge.
—En este momento contigo: dentro de un instante, a la cabeza de las mujeres—respondió la tabernera.
—¡Adelante, pues!—gritó Defarge con voz de trueno.—¡Patriotas...! ¡Amigos míos...! ¡A la Bastilla!
Cual si esta última palabra odiosa hubiese dado forma a todos los alientos de Francia, rasgó los[191] aires espantoso rugido, encrespóse aquel mar viviente, se revolvieron sus fondos, se hincharon sus olas y anegaron la ciudad entera. Sonaron todas las campanas de alarma, tronaron todos los tambores, bramó y rugió el mar, y comenzó el ataque.
Fosos profundos, dobles puentes levadizos, macizos muros de piedra, ocho torres ingentes, cañones, mosquetes, fuego y humo... ¡No importa! Entre mares de fuego y entre nubes de espeso humo... flotando entre el humo y cabalgando sobre el fuego, pues el mar le arrojó contra un cañón e inmediatamente le convirtió en terrible artillero..., Defarge, el tabernero, trabajó cual soldado infernal durante dos horas.
Un foso ancho y profundo, un solo puente levadizo, muros robustos de piedra, ocho grandes torres, cañones, mosquetes, fuego y humo... Cae un puente levadizo... «¡Adelante, camaradas, adelante! ¡Adelante, Santiago Primero! ¡Adelante, Santiago Segundo! ¡Adelante, Santiago Mil, adelante, Santiago Dos Mil, Santiago Cinco Mil, Santiago Veinte Mil...! ¡Por todos los ángeles del Cielo... por todos los demonios del infierno... como queráis... adelante!» ¡Tales son los gritos que salen de la garganta del tabernero, convertido horas antes en artillero terrible, del tabernero, que no deja punto de reposo a su cañón ya enrojecido!
«¡A mí, todas las mujeres!—gritaba mientras tanto su esposa.—¡Pues qué...! ¿No podemos matar nosotras lo mismo que ellos, luego que caiga en nuestro poder la plaza?»
Y hacia ella corrían rebaños de mujeres, roncas, bramadoras, armadas con armas distintas, pero todas animadas del mismo espíritu: ¡del de la venganza!
Cañones, mosquetes, fuego y humo; pero quedaba un foso profundo, un puente levadizo, robustos muros de piedra y ocho grandes torres. Los heridos que caían dejaban algunos claros en el hirviente mar. Centellean las armas, arden las antorchas, despiden nubes de humo los carros cargados de paja humedecida, brotan barricadas por doquier, suenan feroces aullidos, atruenan el espacio repetidas descargas cerradas, hieren los oídos espantosas imprecaciones, todos derrochan bravura, el mar viviente brama con furia redoblada... ¡y queda aún el foso profundo, y el puente levadizo, y los robustos muros de piedra, y las ocho grandes torres, y Defarge, el tabernero, continúa al pie del cañón, puesto al rojo blanco como resultado de cuatro horas de servicio no interrumpido!
Dentro de la fortaleza aparece una bandera blanca... las olas rugen más que nunca, se hinchan, se elevan hasta las nubes y arrastran a Defarge el tabernero, lanzándole más allá del puente leva[192]dizo, más allá de los robustos muros de piedra, entre las ocho grandes torres.
Tan irresistible era la fuerza del océano que le arrastraba, que hasta tomar aliento, hasta volver la cabeza fué para él tan impracticable como si contra la resaca del mar del Sur se debatiera, hasta que se encontró en el patio interior de la Bastilla. Apoyado allí contra un ángulo del muro procuró mirar en derredor. A su lado se encontraba Santiago Tercero, a escasa distancia vió a su mujer, capitaneando a las de su sexo y blandiendo el cuchillo. Todo era tumulto, todo alegría, estupefacción ensordecedora y maniática, ruidos, furiosos redobles de tambores.
—¡Los prisioneros!
—¡Los registros!
—¡Los instrumentos de suplicio!
—¡Los prisioneros!
De todos estos gritos, y de diez mil incoherencias por el estilo, el que más repetía aquel mar embravecido era el de «¡Los prisioneros!». Cuando penetraron las primeras olas, arrastrando por delante a los oficiales de la fortaleza y amenazándoles con una muerte inmediata si dejaban un solo escondrijo sin revelar, Defarge agarró con su poderosa zarpa a uno de aquellos, hombre de cabellos grises que llevaba en la mano una antorcha encendida, le separó de los demás, y le dijo:
—¡Enséñame la torre del Norte... pronto!
—Lo haré con mucho gusto, si usted quiere—contestó el hombre—pero no hay en ella nadie.
—¿Qué significa Ciento Cinco, Torre del Norte?—preguntó Defarge—¡Contesta... pronto!
—¿Que qué significa, señor?
—¿Significa un cautivo o un calabozo para encerrar cautivos? ¡Responde! ¿Es que quieres que te mate como a un perro?
—¡Mátale!—vociferó Santiago Tercero.
—Es una celda, señor.
—Enséñamela.
—Por aquí, señor.
Santiago Tercero, hidrópico insaciable como siempre, desilusionado evidentemente al ver que el diálogo tomaba un giro que alejaba las probabilidades de que se derramase sangre, se asió al brazo de Defarge al mismo tiempo que éste asía el del calabocero. Durante el breve diálogo que queda transcrito las cabezas de los tres hombres estuvieron pegadas, y aun así con dificultad lograban oirse; tan tremendo era el estruendo producido por aquel océano viviente al penetrar en la fortaleza e inundar las salas, celdas, pasillos y escaleras. No era menor el griterío fuera, de donde arrancaban de tanto en tanto truenos que presagiaban tumulto, relámpagos que cruzaban la caldeada atmósfera cual inconmensurables látigos manejados por titanes.
Defarge, el calabocero y Santiago Tercero, asidos por los brazos, atravesaron, con cuanta rapidez[193] les fué posible, sombríos corredores jamás visitados por la luz del día, cruzaron frente a pavorosas puertas de mazmorras tétricas y húmedas, descendieron por cavernosos tramos de escalera, subieron luego ásperos escalones de piedra y de ladrillo, más semejantes a cataratas secas que a escaleras. De tanto en tanto, sobre todo al principio, la inundación les cerraba el paso o les arrastraba; pero al cabo de un rato, luego que penetraron en una escalera de caracol y empezaron a subir a una torre, quedaron solos. Tan espesos eran los muros gigantes que los aislaban del mundo, que sus oídos, cual si hubiesen quedado destrozados como consecuencia de los furiosos estruendos anteriores, apenas si percibían sordos rumores.
Hizo alto el calabocero frente a una puerta muy baja, sacó una llave, abrió, y dijo mientras encorvaba el cuerpo para poder entrar:
—Ciento Cinco, Torre del Norte.
Encontráronse en un cuadrado formado por cuatro muros ennegrecidos. En uno de ellos se veía una argolla de hierro enmohecido, y en otro, a la altura del techo abovedado, un ventanillo defendido por gruesos barrotes de hierro y dispuesto en forma que con dificultad permitía ver una línea muy estrecha del cielo azul. Montones de cenizas cubrían el suelo, y su mobiliario lo formaba un banco, una mesa y un jergón.
—Pasa poco a poco la antorcha por los muros para que yo pueda ver—dijo Defarge al calabocero.
Obedeció el hombre. Defarge examinaba con mirada penetrante los muros.
—¡Alto...! ¡Mira, Santiago!
—A. M.—rugió Santiago Tercero con expresión anhelante.
—Alejandro Manette—susurró Defarge en su oído, poniendo la yema de su índice sobre las iniciales.—Aquí ha escrito «pobre médico». ¡No hay duda! ¡El fué quien grabó aquí su epitafio! ¿Qué es lo que tienes en la mano? ¿Una barra de hierro? ¡Dámela!
Defarge, que conservaba aún en su mano el botafuego del cañón, lo cambió por la barra de hierro que le alargó Santiago Tercero y, en menos tiempo del que en referirlo tardamos, hizo astillas el banco y la mesa.
—¡Alza la luz!—gritó con furia al calabocero.—¡Y tú, Santiago, toma mi cuchillo,—añadió, arrojándoselo—rasga ese jergón, y busca entre la paja...! ¡Arriba la luz!
Después de dirigir al calabocero una mirada amenazadora, Defarge, mientras Santiago Tercero ejecutaba su orden, escarbaba con la barra de hierro por entre las junturas de las losas del pavimento, revolvía las cenizas e intentaba mover los sillares de los muros.
—¿No has encontrado nada, Santiago?—preguntó al cabo del rato.
—Nada.
[194] —Vamos a hacer un montón con la paja y las astillas... ¡Así! ¡Prende fuego, carcelero!
El carcelero obedeció al punto la orden. Los tres hombres salieron de la mazmorra dejando ardiendo las materias combustibles y volvieron nuevamente al patio, donde el desorden era tan espantoso, si no más, que antes.
Andaba el populacho buscando frenético, loco, a Defarge; y es que quería que el tabernero fuera el jefe de la guardia encargada de la vigilancia del gobernador que había defendido a la Bastilla y hecho fuego sobre el pueblo. ¿Cómo, si no, sería conducido el gobernador al Hôtel de Ville para ser juzgado? ¿Cómo, si no, se evitaría que escapase, dejando sin vengar la sangre del pueblo, que bruscamente había adquirido algún valor, después de tantos años de no valer nada?
Entre las innumerables turbas que bramaban de coraje y se movían inquietas en derredor de la severa persona del anciano funcionario, a quien hacían más visible su sobretodo gris con vivos rojos, no había más que una persona tranquila y sosegada, y esa persona era una mujer.
—Ahí tenéis a mi marido—dijo, extendiendo un brazo hacia Defarge.
Inmóvil estaba junto al gobernador cuando apareció su marido, e inmóvil continuó sin separarse de la persona de aquél. A su lado permaneció rígida y tranquila mientras Defarge y los suyos le conducían por las calles, y no se separó cuando estaban para llegar a su destino, ni cuando por la espalda comenzaron las turbas a asestarle golpes, ni cuando se cebaron en sus carnes las puntas de innumerables cuchillos, ni cuando acribillado cayó muerto sobre las piedras de la calle. Tan cerca de él se encontraba, que al verle caer, animándose de pronto, puso su pie sobre el cuello del muerto y con su afilado cuchillo le cortó la cabeza.
Muy pronto sonaría la hora en que San Antonio haría bajar los faroles que iluminaban sus brutalidades y los substituiría con cadáveres de aristócratas. La sangre de San Antonio se enardecía a medida que se enfriaba la de la mano de hierro de la tiranía... a medida que corría por la escalinata que precede a las puertas del Hôtel de Ville la del gobernador, a medida que se manchaba de rojo la suela del zapato de la señora Defarge al oprimir el cuello del infeliz a quien hizo objeto de horrible mutilación.
—¡Bajad aquel farol!—rugió San Antonio, después de volver en derredor sus ojos sanguinolentos.—¿Queréis un centinela? ¡Aquí le tenéis! ¡Es un soldado de nuestros enemigos!
Y allí quedó el centinela, balanceándose lúgubremente, mientras el populacho se alejaba rugiendo.
Era un mar de aguas negras y amenazadoras, un mar cuyas olas[195] llevaban aparejada en cada uno de sus movimientos la destrucción, mar de profundidad insondable, mar cuyas fuerzas nadie conocía. Un mar abroquelado contra el aguijón del remordimiento, mar de agitaciones turbulentas, de gritos de venganza, de corazones endurecidos en los hornos del sufrimiento, sobre cuya diamantina superficie resbalaba la piedad sin dejar la huella más insignificante.
Pero en aquel océano de caras, vivo reflejo de todas las furias, de todas las violencias, podían observarse dos grupos de rostros, cada uno de ellos formado por siete, rostros que se destacaban de entre las hirvientes olas humanas que los arrastraban, restos náufragos como jamás han flotado sobre mar alguno. Sobre las cabezas de las muchedumbres se veían siete rostros de prisioneros sacados inopinadamente de sus tumbas por la tromba humana que las visitó, siete rostros espantados, pasmados, aturdidos, cual si fueran llevados al suplicio en hombros de regocijados demonios; y otras siete caras, llevadas más en alto, siete caras muertas, cuyos párpados caídos y ojos medio cerrados esperaban la llegada del día del Juicio; caras impasibles cuya vida no parecía extinguida, sino suspendida, caras que parecía que iban a alzar nuevamente los párpados y a abrir los labios cubiertos de sangre para decir: «¡Tú me asesinaste!»
Siete prisioneros libertados, siete cabezas sangrientas llevadas como horribles trofeos en los hierros de las picas, las llaves de la maldecida fortaleza de las ocho fuertes torres, algunas cartas, unos cuantos memoriales de prisioneros antiguos muertos de dolor largos años antes... y algo más por el estilo, recorrían las calles de París en medio de numerosísima escolta, un día de mediados de julio del año de mil setecientos ochenta y nueve. ¡Quiera el Cielo alejar de la vida de Lucía Darnay el eco de los pasos de la escolta en cuestión! Porque son ecos de pasos precipitados, de pasos duros, de pasos peligrosos que penetran violentamente en el centro vital de alguien, ecos producidos por pies que años antes se tiñeron de rojo a raíz de haberse roto una barrica cerca de la puerta de la taberna de Defarge, y cuando de rojo se tiñen esos pies, difícilmente se limpian.
Sólo durante una semana había endulzado el terrible San Antonio las asperezas del pan duro y amargo que llevaba a la boca, sólo durante una semana había tenido la satisfacción de hacer cuanto le viniera en gana y de alternar sus expansiones con sendos abrazos fraternales y cordiales felicitaciones. La señora Defarge presidía[196] desde su sitio de costumbre a sus parroquianos. Ya no lucía una rosa en la cabeza, pues la gran cofradía de los espías se había hecho tan circunspecta en el breve lapso de siete días, que ni por milagro se encontraba uno dispuesto a confiarse a los tiernos cuidados del Santo. Los faroles de aquellas calles ejercían sobre ellos influencia portentosa.
Cruzada de brazos contemplaba la señora Defarge desde detrás del mostrador la calle, a la par que vigilaba su establecimiento. Ni en éste ni en aquélla faltaban nutridos grupos de holgazanes, escuálidos y harapientos, pero con caras que reflejaban el poderío que sobre sus miserias habían entronizado. Hasta el gorro más sucio y desgarrado, mirando ceñudo desde lo alto de la cabeza que medio cubría, parecía decir: «Sé cuán dura hicísteis para mí la vida: ¿pero sabéis vosotros lo fácil que para mí se ha hecho arrancar la regalada y feliz que lleváis?» Todos los brazos desnudos que hasta entonces habían carecido de trabajo, lo tenían ya ahora abundante y perpetuo: herir, matar. Los dedos de las mujeres, ocupados hasta entonces en hacer calceta, habíanse aficionado a otros menesteres desde que se persuadieron de que sabían desgarrar. San Antonio había sufrido radical transformación: la imagen, después de cientos de años de tranquilidad, se ponía en movimiento y descargaba golpes aterradores.
Todo esto lo observaba la señora Defarge desde detrás del mostrador de su establecimiento con la complacencia del jefe de las mujeres de San Antonio. Una de sus hermanas hacía media a su lado. Era una mujer baja de estatura y su poquito rechoncha, casada con un tendero y madre de dos hijos por añadidura, que se había conquistado el glorioso sobrenombre de «La Venganza».
—¡Atención!—exclamó La Venganza—¿Quién viene?
Cual si hubieran puesto fuego a un reguero de pólvora que se extendiera desde las fronteras de los dominios de San Antonio hasta la taberna de Defarge, así llegaron hasta la tienda rumores, nacidos muy lejos, y propagados con rapidez vertiginosa en todas direcciones.
—¡Es Defarge!—dijo la tabernera.—¡Silencio, patriotas!
Entró Defarge jadeante, sin alientos; arrancó de su cabeza el gorro rojo que la adornaba, y tendió rápidas miradas en torno suyo.
—¡Atención todos!—gritó la tabernera.—¡Escuchadle!
Defarge había quedado en el umbral, contemplando el mar de ojos abiertos y de bocas más abiertas todavía que llenaba la calle. Las personas que había dentro de la taberna se pusieron en pie.
—¡Habla, Defarge!—repuso la tabernera.—¿Qué pasa?
—¡Noticias del otro mundo!
—¿De veras?—preguntó su mujer, poniendo en sus palabras fuerte entonación sarcástica.—¿Del otro mundo?
—¿Os acordáis todos de aquel individuo llamado Foulon, que dijo al pueblo hambriento que comiera hierba, y que procurase morirse pronto y largarse a los infiernos?
—¡Sí...!—gritaron las turbas al unísono.
—A él se refieren mis noticias. Lo tenemos entre nosotros.
—¡Entre nosotros!—rugieron todos.—¿Muerto?
—No; está vivo. Tal era el terror que nos tenía... y con razón, que se hizo pasar por muerto y mandó que le hicieran soberbios funerales. Pero se le ha encontrado vivo, escondido en el campo, y le han traído aquí. Acabo de verle en este instante mientras le llevaban prisionero al Hôtel de Ville. He dicho que con razón nos temía... ¡Decidme...! ¿Nos temía con razón?
La sangre de aquel pecador antiguo se habría congelado si hubiese llegado a sus oídos el feroz grito que salió de las fauces del monstruo.
Siguieron unos momentos de silencio profundo. Defarge y su mujer se miraron mutuamente con fijeza espantosa; quedó inmóvil La Venganza, y un tambor redobló a lo lejos mientras detrás del mostrador sonaba un rumor como de pies que se movían.
—¡Patriotas!—gritó Defarge con voz resuelta.—¿Estamos listos?
Inmediatamente apareció el largo cuchillo en la cintura de la tabernera, redoblaron tambores por las calles, cual si ellos y los que golpeaban sus parches hubiesen brotado por artes mágicas, y La Venganza, lanzando feroces alaridos, suelto el pelo y agitando los brazos sobre su cabeza, semejante, no a una, sino a las cuarenta Furias juntas, corría de casa en casa excitando a las mujeres.
Terrible era la expresión de los hombres que, sedientos de sangre, asomaban sus cabezas por las ventanas; más terrible todavía la de los que, empuñando las armas más mortíferas de que podían disponer, salían de las puertas de las casas y se desparramaban furiosos por las calles; pero la de las mujeres, bastaba para helar la sangre del hombre más impávido. Abandonando las ocupaciones domésticas impuestas por su miseria, dejando en el desamparo, tendidos sobre el duro suelo a sus viejos y a sus hijos, desnudos y pereciendo de hambre, salían a la calle, suelto el cabello, atropellándose unas a otras, aullando como fieras enloquecidas y obrando como tales.
—¡Muera Foulon, que me robó a mi hermana!
—¡Muera el villano Foulon, que robó a mi madre!
—¡Muera el canalla Foulon, que me robó a mi hija!
Otras, en grupos numerosos,[198] penetraban entre las que lanzaban los gritos anteriores y, golpeando con saña sus pechos y mesándose los cabellos, vociferaban:
—¡Foulon vivo! ¡No debe vivir el que dijo al pueblo hambriento que comiera hierba! ¡No puede vivir el demonio que me dijo que diera hierba a mi madre cuando me faltase el pan! ¡No vivirá el monstruo que me dijo que diera a chupar hierba, cuando mis pechos, secos por el hambre, no pudieran proporcionarle la leche que para vivir necesitaba!
—¡Virgen Santa!—exclamaban otras.—¡Escúchame, hijo mío, desde el otro mundo al que te llevó el inhumano Foulon! ¡Escúchame, padre mío, muerto de hambre por su causa! ¡Por vuestros huesos, por vuestra alma, juro dejaros vengados en la persona de Foulon!
—¡Maridos... dadnos la sangre de Foulon! ¡Padres jóvenes, dadnos la cabeza de Foulon! ¡Hermanos, dadnos el corazón de Foulon! ¡Patriotas mozos, dadnos el cuerpo y el alma de Foulon, haced pedazos el cadáver miserable de Foulon, enterradlo, para que abone la tierra y crezca sobre sus restos la hierba que nos aconsejaba que comiéramos!
Estos y otros gritos no menos espantosos excitaban hasta el frenesí a no pocas mujeres que, después de correr con furia insana, de aullar como fieras y de golpear y arañar a sus mismos amigos, rodaban por el suelo con los ojos fuera de las cuencas y espumeantes las bocas. Gracias a que sus parientes o amigos las alzaban, no morían aplastadas bajo los miles de patas de las fieras.
No se perdió un momento. Foulon estaba en el Hôtel de Ville donde acaso le pusieran en libertad... ¿Toleraría San Antonio semejante burla? ¡Jamás, si no había perdido la noción de su dignidad, la memoria de sus sufrimientos, de sus insultos, de sus injusticias! Río desbordado de hombres armados y de mujeres desgreñadas rebasó bien pronto el lecho del distrito arrastrando consigo a toda criatura humana criada a los secos pechos de San Antonio, con excepción solamente de algunos viejos decrépitos y de unos cuantos niños incapaces de andar.
Ya han penetrado las turbas en la sala donde toman declaración al viejo, que habrá sido tal vez un desalmado, pero que en en aquellos instantes era digno de compasión. En lugar preferente, en primera fila, a poca distancia del preso, se hallan los Defarges, marido y mujer, La Venganza y Santiago Tercero.
—¡Miradle!—grita la tabernera, señalándole con la punta del cuchillo.—¡Ahí tenéis al viejo villano amarrado con cuerdas! ¡No estaría de más atarle un haz de hierba a la espalda! ¡Ja, ja, ja, ja! ¡Es lo mejor que podemos hacer... obligarle a comer hierba!
La tabernera colocó su cuchillo[199] bajo el brazo y se aplaudió a sí misma.
Como las gentes que estaban colocadas de espaldas de la señora Defarge se apresuraron a explicar a los que les seguían la causa de la satisfacción de aquélla, y la explicación cundió de oído en oído como reguero de pólvora, pronto sonaron aplausos ensordecedores en la sala, en la calle y en las plazas inmediatas. De la misma manera, todas las expresiones de impaciencia pronunciadas por la señora Defarge durante dos o tres horas, fueron transmitidas con rapidez pasmosa a gran distancia. No es de admirar: hombres dotados de agilidad excepcional treparon por la fachada del edificio, aprovechando los adornos arquitectónicos que la cubrían, hasta encaramarse a los alféizares de las ventanas, desde donde veían y oían perfectamente a la señora Defarge y hacían oficio de telégrafo entre aquélla y el pueblo que rugía fuera.
El sol subió tanto, que al fin lanzó sobre la cabeza del viejo un rayo alegre de confianza o de protección. Nubes de polvo se alzaron a lo lejos; ruido de furioso galopar de caballos trajo el aire entre sus ondas; pero San Antonio estaba despierto, San Antonio velaba, y sus ojos perspicaces vieron las nubes de polvo, y sus oídos delicados oyeron el retumbar de los cascos de los caballos.
Defarge salvó de un salto la balaustrada y la mesa, y estrechó en mortal abrazo al desventurado viejo. Siguió la tabernera como esposa fiel a su marido, y agarró una de las cuerdas que agarrotaban al preso. Antes que La Venganza y Santiago Tercero tuvieran tiempo para reunírseles, antes que los hombres encaramados en las ventanas pudieran saltar a la sala, la ciudad entera parecía gritar con cientos de miles de bocas:
—¡Es nuestro...! ¡Al farol!
Derribado en tierra y vuelto a levantar, obligado a bajar arrastrando aquella escalera fatal, unas veces de cabeza, otras de rodillas, ora de bruces y ora de espaldas, brutalmente golpeado y herido, sofocado a consecuencia de los manojos de hierba y de paja que cientos de manos introducían violentamente en su boca, destrozado, molido, perdiendo la sangre a chorros, el desdichado no cesaba un instante de pedir compasión. Sus agonías aumentaron cuando las fieras más inmediatas a su persona se separaron para que nadie se privara del placer de contemplarle, y llegaron al último límite al ver que le ataban por los pies a un tronco y le llevaban a la esquina inmediata, donde había un farol. Allí le soltó la señora Defarge, semejante al gato que juega con un ratoncillo, y le miró con calma espantosa y sin despegar los labios, mientras los hombres ultimaban los preparativos, sin que las súplicas que el infeliz le dirigía hicieran mella en su pecho. Izáronle, y se rompió la cuerda.[200].. Dos veces ocurrió lo mismo, hasta que al fin, una cuerda, más compasiva que los hombres, resistió y puso fin a sus padecimientos. San Antonio bailaba momentos después en derredor de una cabeza, clavada en una pica, de cuya boca salían manojos de hierba y de paja.
No terminó allí la jornada. Tanto gritó San Antonio, tanto bailó, que su sangre ardiente se encendió de nuevo a la caída de la tarde, al saber que un yerno del viejo caído bajo sus iras, otro de los enemigos y ofensores del pueblo, llegaba a París con una escolta de quinientos hombres montados. San Antonio escribió la relación de sus crímenes en hojas de papel tinto en sangre, acometió a la escolta... y minutos después recorría las calles alegre procesión llevando clavados en picas los trofeos de la jornada: ¡dos cabezas y un corazón!
Hasta que cerró la noche no pensaron aquellos hombres y aquellas mujeres en los viejos o en los niños que dejaran en sus casas abandonados y sin pan. Las míseras panaderías se vieron sitiadas por interminables filas de personas que aguardaban les llegase el turno para comprar un mísero mendrugo de mal pan, y mientras esperaban con los estómagos vacíos, festejaban sus triunfos abrazándose unos a otros y charlando sin cesar. Gradualmente fueron acortándose las filas, que al fin desaparecieron: entonces brillaron algunas luces mortecinas en el interior de las casas y se encendieron en las calles algunas hogueras donde los más miserables guisaban en común la gazofia que luego comían en sus hogares respectivos.
Aquellas cenas eran pobres e insuficientes, puras de carne y limpias de salsas y de condimento, y, sin embargo, los ojos de los que comían viandas tan poco apetitosas dejaban escapar destellos de alegría. Padres y madres que habían tomado parte activa en la jornada jugueteaban alegres con sus macilentos hijos, y los enamorados, no obstante la cerrazón del cielo, amaban y esperaban.
Estaba muy próximo el día cuando se retiraron los parroquianos de la taberna de Defarge, quien, mientras cerraba la puerta, dijo a su mujer:
—Al fin llegó, querida.
—Sí... casi—replicó la señora.
Durmió San Antonio, durmió Defarge, hasta La Venganza durmió junto a su famélico tendero, y durmieron también los tambores. Eran éstos la única voz de San Antonio que no cambiaba, que siempre sonaba lo mismo. Si La Venganza, a cuyo cargo estaban, los hubiera despertado, bien seguro es que hubiesen pronunciado el mismo discurso que pronunciaron cuando cayó la Bastilla, el mismo que pronunciaron cuando fué decapitado Foulon.
Han sobrevenido cambios importantes en la aldea de la cual salía todos los días el peón caminero para arrancar a las piedras que cubrían los caminos el mendrugo de pan que mantenía su alma ignorante ligada a su enflaquecido cuerpo. La prisión del tajo no era ya tan formidable como antes. La guardaban soldados, pero pocos en número; guardaban oficiales a los soldados, pero ignoraban qué harían los soldados, pues si algo sabían, era... que se guardarían muy bien de hacer lo que ellos les ordenasen.
Todo el territorio que alcanzaba la vista era una estepa desolada. La hierba que cubría los caminos y los campos, las plantas que en éstos germinaban, eran tan pobres y raquíticas como el mismo pueblo. Plantas dobladas, derribadas, aplastadas... hombres de espaldas encorvadas, hombres descorazonados, oprimidos... la miseria en las habitaciones, la miseria en las cercas de las huertas, la miseria en los animales domésticos, la miseria en los hombres, en las mujeres, en los niños, la miseria en el suelo sobre el cual todos asentaban sus pies.
El señor, casi siempre caballero dignísimo considerado como individuo, era una bendición nacional, daba tono a las cosas, constituía por sí solo un ejemplo elocuente de vida brillante y fastuosa; pero el señor, considerado como institución, como clase, había creado aquel estado deplorable de cosas. ¡Extraño fenómeno que el mundo, sacado de la nada para gusto y regalo del señor, quedara tan pronto exprimido y sin una gota de jugo! Y, sin embargo, así era. El señor, no encontrando ya una gota de sangre que chupar, no viendo nada en que poder morder, comenzaba a dar la espalda a un fenómeno tan bajo como inexplicable.
Pero no estribaban precisamente en eso los cambios importantes sobrevenidos en la aldea y en muchas otras aldeas parecidas. Docenas de años atrás el señor estrujaba y exprimía al pueblo sin que se le ocurriera honrarle con su graciosa presencia más que muy contadas veces, y aun éstas, para entregarse a los placeres de la caza... fuera ésta de hombres, fuera de animales. No. Consistía el cambio en la aparición de caras de baja estofa más que en la desaparición de las caras de la clase alta. Por el tiempo a que nos referimos, cuando el solitario peón caminero trabajaba revolviendo la tierra, sin ocurrírsele pensar que era polvo y que en polvo había de convertirse, pues casi sus pensamientos giraban siempre sobre lo poco que para cenar encontraría en su casa, y[202] lo mucho que comería si lo tuviese, en aquellos tiempos, si levantaba los ojos del suelo y los tendía a lo largo del camino, no era imposible que tropezaran con hombres de rudo aspecto, muy raros antes en aquellos lugares y muy frecuentes ahora. A medida que aquéllos se aproximaban al caminero, veía éste que se trataba por regla general de individuos de ásperas cerdas y aspecto casi bárbaro, altos, calzados con zuecos, de mirar feroz, cubiertos de barro y de polvo, como quien ha pisado muchos caminos.
Uno de estos ejemplares se apareció de improviso al caminero, un día del mes de julio a eso de las doce, mientras se encontraba sentado al abrigo de una pared, para resguardarse del granizo que las nubes enviaban en abundancia.
El desconocido le miró, paseó a continuación sus ojos por la aldea que dormía en la hondonada, por el molino y por la prisión que se alzaba sobre el tajo, y cuando hubo identificado todos aquellos objetos, preguntó, en dialecto que apenas era inteligible:
—¿Qué tal, Santiago?
—Muy bien, Santiago.
—¡Chócala!
Los dos interlocutores cambiaron un apretón de manos.
—¿No hay comida?
—Cena nada más—respondió el caminero con cara de hambre.
—Es la moda—gruñó el desconocido.—No encuentro a nadie que coma. Seguidamente sacó una pipa ennegrecida, la cargó y encendió, y a continuación, dejó caer sobre ella algo que tenía entre los dedos pulgar e índice. De la pipa brotó una llamarada y una nubecilla de humo.
—¡Chócala!—exclamó el peón caminero, después de observar con mirada atenta las operaciones referidas.
Los interlocutores cambiaron el segundo apretón de manos.
—¿Esta noche?—preguntó el caminero.
—Esta noche—contestó el desconocido, llevando la pipa a la boca.
—¿Dónde?
—Aquí.
Ambos permanecieron sentados sobre el montón de piedras, mirándose el uno al otro, hasta que cesó de granizar y se aclaró el cielo.
—Instrúyeme—dijo entonces el viandante, dirigiéndose a la cresta de la colina.
—Mira—contestó el caminero, con el brazo extendido,—baja a la hondonada, entrarás por la calle, pasarás la fuente...
—¡Al diablo la calle y la fuente!—exclamó el desconocido con impaciencia.—Ni quiero entrar en calle alguna ni pasar junto a fuentes.
—Sobre dos leguas más allá de la cumbre de la loma que se alza sobre la aldea.
—Corriente. ¿Cuándo dejas el trabajo?
—A puestas de sol.
—¿Querrás despertarme antes de irte? Dos noches con sus días hace que viajo sin descansar ni dormir. Acabaré de fumar esta pipa y dormiré como un bienaventurado... ¿Me despertarás?
—Con mucho gusto.
El viandante fumó su pipa, la guardó en el pecho, se quitó los zuecos y se tendió boca arriba sobre el montón de piedras. Segundos después dormía profundamente.
Extraña fascinación ejercía el bulto del viajero tendido sobre el montón de piedras sobre el peón caminero, cuyo gorro ya no era azul, como antaño, sino rojo. Entregado a su ruda tarea, con tal frecuencia volvía hacia el durmiente sus ojos, que puede decirse que manejaba sus herramientas de una manera mecánica y con escasos resultados. La faz bronceada, la revuelta cabellera negra y espesa barba del mismo color, el gorro rojo hecho de lana burda, el traje de paño tosco, la constitución robusta ligeramente atenuada por las privaciones y la compresión rígida y violenta de los labios del viandante, llenaban de temor al caminero. Grandes distancias debía haber recorrido el desconocido, a juzgar por sus pies llagados y sus tobillos escoriados y sangrando. El caminero intentó ver si el dormido llevaba o no armas, pero en vano, pues se lo impedían los brazos del durmiente, cruzados sobre el pecho. Plazas fuertes, recintos murados, fosos profundos, puentes levadizos debían ser obstáculos de poca monta para hombres como aquél; y cuando el caminero, separando de él los ojos, los alzó y paseó en torno suyo, creyó ver con los de la imaginación hombres parecidos que, ciegos a los obstáculos, corrían decididos desde la periferia hacia el centro de Francia.
El desconocido continuaba durmiendo, indiferente a las granizadas que de tanto en tanto caían, indiferente a los besos del sol ardiente e indiferente a las sombras. No despertó, no se movió hasta que, puesto el astro del día, el caminero le despertó, después de reunir todas sus herramientas para emprender el regreso a la aldea.
—Muy bien—dijo el desconocido incorporándose.—¿Dices que dos leguas más allá de la cresta de la colina que domina a la aldea?
—Poco más o menos.
—Poco más o menos... Está bien.
Volvió el caminero a su casa, siguiendo a la nube de polvo que levantaban sus pies y empujaba el viento que soplaba por sus espaldas, y no tardó en encontrarse junto a la fuente entre apretados rebaños de vacas flacas llevadas allí para beber. No se recogió la aldea en sus pobres camas, como de ordinario, después de engullirse sus míseras cenas, sino que se echó a la calle y en ella permaneció. Todos hablaban en voz muy baja, cual si murmurar al oído se[204] hubiese puesto en moda, y todos tenían clavados los ojos en el horizonte, siendo lo más curioso del caso que todos miraban en la misma dirección. Comenzó a sentir extrañas inquietudes el señor Gabelle, autoridad primera de la aldea, quien después de subir al terrado de su casa y mirar desde allí hacia el punto del horizonte que tanta fascinación parecía ejercer sobre los tranquilos habitantes de la aldea, y de examinar parapetado detrás de la chimenea las caras sombrías de los que en rededor de la fuente estaban congregados, envió a decir al sacristán, encargado de la custodia de las llaves de la iglesia, que quizá aquella noche hubiese necesidad de repicar la campana de alarma.
Cerró la noche, negra, tétrica, siniestra. Las copas de los árboles gigantes que rodeaban al castillo se balanceaban al soplo del viento y semejaban prodigiosas mazas manejadas por titanes invisibles contra la ingente masa de piedra. El agua caía a torrentes. Las dos escaleras monumentales que se encontraban en la terraza parecían torrentes desbordados cuyo turbulento caudal chocaba con estruendo contra la puerta principal, semejante a rápido mensajero que intenta despertar a los que duermen dentro. El vendaval penetraba por las espaciosas galerías, azotaba las lanzas, espadas, cuchillos y picas que decoraban sus paredes, y, subiendo por la escalera, agitaba las cortinas del lecho sobre el cual había reposado el último Marqués. Bultos confusos, procedentes de Oriente y de Poniente, del Septentrión y del Mediodía, hollaban la crecida hierba del bosque y avanzaban cautelosos hacia el patio del castillo, donde se reunían. Brotaron cuatro luces que se movieron en direcciones opuestas, y todo volvió a quedar negro segundos después.
La obscuridad duró poco. El castillo comenzó a brillar con luz propia, cual si fuerzas sobrenaturales le hubiesen de pronto convertido en castillo luminoso. Por detrás de la robusta fachada corrían regueros encendidos que no tardaban en manifestarse por cuantos sitios transparentes ofrecía aquélla y en poner de relieve la situación y forma de las balaustradas, de los arcos y de las ventanas. Subían... subían más altas las llamas, y la inmensa hoguera adquiría por momentos mayor extensión y brillantez. No tardaron en brotar chorros de fuego por veinte grandes ventanas a la vez, y en despertar a los centinelas de piedra, de cuyos rostros desapareció la impasibilidad para ser substituída por el asombro.
En la casa aneja al castillo ensillan a toda prisa un caballo, que parte a galope tendido hendiendo las tinieblas de la noche y no tarda en llegar, cubierto de espuma, a la plaza de la aldea, haciendo alto frente a la puerta de la casa del señor Gabelle.
—¡Auxilio, Gabelle... auxilio, todos!—grita el asustado jinete.
Toca a rebato la campana de alarma, pero fuera de este auxilio, dado caso que lo fuera, el jinete no recibe ninguno. Cruzados de brazos junto a la fuente contemplando la inmensa hoguera proyectada contra el cielo está el peón caminero entre un grupo de unos doscientos cincuenta amigos particulares suyos.
—Se elevan a unos cuarenta pies de altura—es el único comentario que hacen, pero nadie se mueve.
El mensajero del castillo hunde las espuelas en los ijares del caballo cubierto de espuma y desaparece entre las sombras. A galope tendido, y con peligro grave de romperse la cabeza, sube el áspero repecho que conduce a la fortaleza-prisión del tajo. Un grupo de oficiales, de pie junto a la puerta, contempla el pavoroso incendio; a poca distancia de aquéllos, hay otro grupo más numeroso de soldados.
—¡Auxilio, caballeros oficiales! ¡El castillo arde! Dentro de sus muros hay objetos de muchísimo valor, que podrían salvarse del furor de las llamas... ¡Todavía es tiempo...! ¡Auxilio... auxilio!
Los oficiales miran a los soldados, y éstos mantienen sus ojos clavados en el incendio. No dan orden alguna; antes al contrario; encogiéndose de hombros, exclaman:
—¡Que arda!
Desciende nuevamente el jinete, atraviesa la calle de la aldea, y ve con asombro que todas las casas están iluminadas. ¿Cómo se hizo el milagro? De la manera más sencilla. El peón caminero y los doscientos cincuenta amigos particulares suyos tuvieron el capricho de iluminar sus casas. Como carecen de antorchas, las piden en forma bastante perentoria al señor Gabelle. El funcionario muestra vacilaciones, resistencias, y en su vista, el caminero, tan sumiso en otro tiempo a la autoridad de aquél, insinúa a sus doscientos cincuenta amigos particulares que los coches, convenientemente hechos astillas, proporcionan excelentes antorchas, y que los caballos de las sillas de posta están pidiendo a gritos que los tuesten.
El castillo queda abandonado a las iras del elemento destructor. Encendidos huracanes, nacidos sin duda en las regiones infernales, coadyuvan a la obra, avivando las bramadoras llamas y sacudiendo el robusto edificio. Las caras de piedra de los eternos centinelas se retuercen entre cascadas de chispas y mares encendidos. Al caer con estruendo masas enormes de piedra revueltas con vigas gigantescas, el rostro de piedra que presenta dos mellas en la nariz adquiere expresión decididamente siniestra. Todo el mundo le hubiera tomado por la[206] cara del cruel Marqués que, amarrado a la pira, lucha desesperado contra el fuego.
Ardía el castillo. Los árboles más cercanos, alcanzados por el fuego, se retorcían, doblaban y arrugaban; otros más distantes, encendidos por los cuatro terribles bultos, enviaban a la mole ardiente mares de negro humo. En las entrañas del mármol de la fuente hervían plomo y hierro derretido; el agua había dejado de correr, y las agujas de las torres, cual si fueran de hielo, se fundían bajo la acción del calor. Bandas de asustados pájaros revoloteaban aturdidos y concluían por caer en medio del horno, y mientras tanto, los cuatro bultos se alejaban, guiados por los resplandores que ellos habían creado, en dirección a su nuevo destino. La aldea se apoderó de la campana de alarma, y aboliendo de una vez la significación de sus tañidos, la obligó a festejar su alegría.
Y no paró aquí la cosa: la aldea, cuya mollera parece había despejado de improviso el hambre, las llamas y las voces de la campana de alarma, que ya lo era de alegría, sospechando que el señor Gabelle pudiera tener algo que ver con el cobro de las rentas y de los impuestos, aunque a decir verdad, ningún impuesto había cobrado el buen Gabelle en los días anteriores, y sí únicamente algunas rentas atrasadas, deseó celebrar con aquél una entrevista, y al efecto, cercó su casa y le invitó a salir a la calle, donde podrían conferenciar personalmente. El señor Gabelle contestó atrancando sólidamente la puerta de su casa, y retirándose a la habitación más escondida, a fin de celebrar la conferencia consigo mismo. El resultado de esta conferencia unipersonal, fué que el buen Gabelle subió de nuevo al tejado de su casa y se escondió detrás de las chimeneas, resuelto, dado caso que los habitantes de la aldea derribasen la puerta de entrada, a arrojarse de cabeza desde el tejado a la calle a fin de aplastar bajo el peso de su cuerpo a uno o dos de los que con tanto ahinco deseaban conferenciar con él. No nos admire su decisión: Gabelle era un meridional de carácter vengativo.
Es más que probable que la noche se le antojase eterna al señor Gabelle, pues en realidad no resulta muy agradable pasársela sobre el tejado, contemplando a lo lejos los siniestros fulgores de un castillo ardiendo, escuchando los porrazos que un pueblo enfurecido descarga contra la puerta de su casa, y sobre todo, viendo pendiente de su poste un farol, que el pueblo miraba de tanto en tanto con ganas de substituirlo con otro objeto, que muy bien pudiera ser su cuerpo. Triste es, en efecto, pasarse toda una noche de verano sobre el alero de un tejado, contemplando a sus pies un océano de revueltas olas negras, y decidido a arrojarse de[207] cabeza en su centro; pero al fin hizo su aparición una aurora risueña, se apagaron las luminarias, el pueblo se dispersó, y el señor Gabelle pudo salir con vida del trance.
Dentro de un radio de cien millas, y a la luz de otros incendios, hubo aquella noche, y otras noches, muchos funcionarios menos afortunados que el señor Gabelle, a quienes el sol del nuevo día encontró colgados en las mismas calles, pacíficas en tiempos mejores, en que nacieron y crecieron. Verdad es que también hubo otros aldeanos, otros ciudadanos que, menos afortunados que el peón caminero y sus doscientos cincuenta amigos particulares, cayeron a los golpes de los funcionarios y de los soldados. Pero los fieros portadores del fuego continuaban su carrera en dirección a Oriente y a Poniente, al Septentrión y al Mediodía señalando su paso con regueros de llamas, y no existía funcionario, por versado que estuviera en matemáticas, capaz de calcular la altura de los patíbulos necesaria para contener o desviar el curso del despeñado torrente.
Tres años duraron las tempestades, tres años durante los cuales bramaron sin cesar los océanos y rugieron las llamas por doquier, tres años de continuos terrores para los que desde la playa contemplaban la furia siempre creciente de los mares. Tres cumpleaños más vió la pequeña Lucía, en cuya existencia pacífica no cesó su amante madre de tejer nuevos hilos de oro.
Más de un día y más de una noche estuvieron los moradores del tranquilo rincón de Soho escuchando con amargo dolor el ruido de pasos que herían sus oídos, pues sabían que eran pasos de gentes enfurecidas, que corrían en tumulto a la sombra de rojos pendones, sabían que su patria había sido declarada en peligro, que sus moradores se habían transformado de seres humanos en bestias feroces.
No acertaba a comprender el señor, como clase, el fenómeno de no ser apreciado, de no ser necesitado en Francia, de no ser querido, de ser odiado hasta el extremo de correr peligro inminente de verse despedido del suelo francés y del mundo de los vivos al propio tiempo. Semejante al rústico de la fábula que, después de haber conseguido que se le presentase el diablo a fuerza de invocaciones, quedó tan aterrorizado al verle, que ni voz tuvo para hacer una pregunta al enemigo, así el señor, después de tener el atrevimiento de rezar al revés la oración del Padre Nuestro por espacio de varios años y de poner en juego los sortilegios[208] y ensalmos más potentes para despertar al demonio, no bien llegó a entreverle, apresuróse a enseñarle sus nobles y linajudos talones.
Habíase eclipsado el brillante cielo de la corte, convencido de que sería el blanco obligado de la deshecha lluvia de balazos del pueblo. Nunca fué santo de la devoción de éste, pues según malas lenguas, Satanás le había inoculado su orgullo y Sardanápalo su lujo y su molicie. La corte entera, desde su punto central y exclusivo hasta todos los puntos podridos de su circunferencia de intrigas, corrupciones y disimulo, había abandonado aquella atmósfera malsana. También había desaparecido la realeza: sitiada en su palacio, quedó «en suspenso» al llegar hasta ella las furiosas olas.
En el mes de agosto del año de mil setecientos noventa y dos, la casta de los señores estaba dispersa por el mundo.
Como es natural, el cuartel general, el centro de reunión del señorío en Londres era el Banco Tellson. Dicen que los espíritus rondan los lugares donde yacen sepultados sus cuerpos, y conformándose a esta ley, el señor sin un cuarto rondaba el lugar donde en tiempos mejores estuvieron depositados sus cuartos. Además, el Banco Tellson era el centro al que con más rapidez llegaban nuevas de Francia: llevaba su generosidad hasta el punto de hacer adelantos a los que fueron sus clientes en tiempos de prosperidad; guardaba en sus arcas inmensas sumas depositadas por nobles que, más previsores que la generalidad, vieron que se condensaba la tormenta y se adelantaron a los robos y a las confiscaciones, y finalmente, cuantas personas llegaban de Francia, principiaban por dejarse ver en el Banco Tellson, donde hacían historia de los últimos sucesos. Por toda esta variedad de razones, era el Banco Tellson por aquella época una especie de Palacio de la Bolsa por lo que a asuntos o personas francesas se refiriera, circunstancia que conocía tan perfectamente el público, y que daba lugar a tantas preguntas y comisiones, que con frecuencia se hacían constar las noticias últimas en cartelones que se colgaban de las ventanas del edificio, para que pudieran leerlas cuantos pasaran frente al Tribunal del Temple.
Una tarde brumosa y de calor sofocante, Lorry y Carlos Darnay, sentados frente a la mesa de trabajo del primero, conferenciaban en voz baja. Faltaría sobre media hora para cerrar el establecimiento.
—Ya sé que es usted el hombre más joven que ha existido en el mundo;—dijo Carlos Darnay con muestras de vacilación,—pero aun así, perdone que le diga...
—Comprendo: que soy muy viejo, ¿verdad?—interrumpió Lorry.
[209] —Tiempo inseguro, viaje largo, medios inciertos y país en estado anárquico, amén de una ciudad que ni a usted puede ofrecer garantías.
—Mi querido Carlos—replicó Lorry con confianza,—las razones que usted acaba de apuntar, lejos de desanimarme, lejos de conspirar contra mi proyecto de hacer el viaje, conspiran para que lo haga. Nadie tendrá el mal gusto de meterse con un viejo de casi ochenta años, cuando puede hacerlo con tantos otros jóvenes, robustos, y más dignos de ese honor que yo. Dice usted que se trata de una ciudad desorganizada, y yo contesto que, si en ella reinase el orden, no sé por qué nuestra casa de aquí había de enviar a nuestra casa de allá a uno que conoce de antiguo la ciudad y los negocios de la ciudad, y posee además la confianza de Tellson. En cuanto a los inconvenientes que puedan originar la incertidumbre de los medios de locomoción, lo largo del viaje y lo inseguro del tiempo, si yo no estuviera dispuesto a afrontar todos esos inconvenientes en obsequio a la casa, después de haber envejecido en ella, ¿quién lo estará?
—Desearía ir yo mismo—dijo Carlos, como quien piensa en voz alta.
—¡Hombre!—exclamó Lorry.—¡Voy viendo que es usted un asesor de primera fuerza y un consejero que no tiene rival! ¿Conque usted mismo, eh? Y nacido en Francia, ¿eh? ¡Buen consejo, amigo, buen consejo!
—Precisamente porque he nacido en Francia, mi querido señor Lorry, ha cruzado y cruza con frecuencia por mi mente aquel pensamiento. Yo encuentro muy natural que así piense el que conserva alguna simpatía por aquel pueblo desdichado, el que le ha abandonado algo que era suyo, y como consecuencia, cree que su voz sería escuchada, y que acaso consiguiera contener un poquito el desorden. Anoche mismo, después que usted se despidió de nosotros, estaba yo diciendo a Lucía...
—¡Estaba usted diciendo a Lucía!...—repitió Lorry.—¡Francamente! ¡Me admira que no se avergüence usted de pronunciar en este instante el nombre de Lucía! ¡Canastos! ¡Nombrar a Lucía cuando desea irse a Francia en estas circunstancias!
—¡No he ido todavía!—contestó Carlos sonriendo.—Más que por otra cosa, hablo así a fin de contrarrestar el propósito que usted asegura que ha formado de ir.
—Lo he formado, sí, Carlos: nada más cierto. Voy a hablarle con franqueza, mi querido amigo. No puede usted figurarse siquiera las dificultades con que tropiezan todos nuestros negocios, ni el peligro que amenaza a nuestros libros y documentos de allá. Sólo Dios puede saber las fatales consecuencias que para muchas per[210]sonas entrañaría la pérdida o destrucción de algunos de los documentos allí depositados, y que corren peligro de perderse, peligro de ser destruídos, lo sabe usted como yo, como lo sabe todo el mundo. ¡Quién puede decir si hoy mismo habrá ardido París por los cuatro puntos cardinales, si será mañana saqueado en regla! Ahora bien: únicamente yo puedo prevenir los males, haciendo una selección prudente y escondiendo bajo tierra o trasladando a lugar seguro los documentos en cuestión, y para ello, precisa que no pierda ni un segundo de tiempo. ¿Puedo yo hacerme el remolón cuando la casa sabe lo que acabo de decir, y cuando la casa lo dice... la casa cuyo pan vengo comiendo desde hace sesenta años, la casa en una de cuyas articulaciones me he introducido como cuña? ¡Quite usted allá, hombre! ¿Ignora usted que soy un mozalbete, comparado con muchos que presumen de jóvenes y no son otra cosa que vejestorios caducos?
—¡Admiro la gallardía de su espíritu juvenil, señor Lorry!
—¡A callar! No olvide usted, mi querido Carlos, que sacar hoy el objeto más insignificante de París, es punto menos que imposible. Hoy mismo hemos recibido documentos preciosos—excuso recomendarle la reserva más absoluta,—y los hemos recibido de manos de los portadores más extraños que pueda usted imaginar, portadores cuyas cabezas pendían de un cabello mientras cruzaban las Barreras. En otras ocasiones circulaban nuestros paquetes de una a otra nación sin dificultad alguna: hoy todo está paralizado.
—¿Y piensa usted emprender el viaje esta noche?
—Esta noche sin falta. Tal se han puesto los asuntos, que no se puede perder segundo.
—¿No le acompaña nadie?
—Me han sido propuestas gentes de todas las clases y condiciones, pero a nadie he dicho palabra. Pienso llevarme a Jeremías. Por espacio de muchos años ha sido mi perro de presa, mi acompañante obligado a mis salidas domingueras, y estoy acostumbrado a él. Nadie ha de ver en Jeremías otra cosa que un bull-dog inglés, incapaz de abrigar otros designios que el de lanzarse sobre cualquiera que se atreva a tocar el pelo de la ropa a su amo.
—Repito que admiro su gallardía de ánimo y sus arrestos.
—Y yo repito que dice usted una tontería, amigo Carlos. Una vez haya dado fin a esta pequeña comisión, es posible que acepte la proposición de Tellson de retirarme y vivir tranquilo. Entonces es cuando me sobrará tiempo para pensar en que me voy haciendo viejo.
Había tenido lugar el diálogo que queda transcrito en el despacho del señor Lorry, a una o dos varas de distancia de un enjambre de señores, cuya conversación, bastante animada por cierto, ver[211]saba sobre la venganza que muy en breve tomarían sobre el ruin populacho. Realmente era inconcebible que los señores, en su calidad de emigrados, y como tales, víctimas de infinidad de reveses, y la nativa ortodoxia inglesa, hablasen de aquella Revolución terrible cual si fuera cosecha de frutos no sembrados, cual si no hubiesen sido puestos todos los medios humanos para producirla, cual si no hubieran visto y anunciado con palabras clarísimas su llegada inevitable muchos observadores que necesariamente habían de hacerse cargo de la miseria intolerable que afligía a millones de hijos de Francia y del empleo desastroso que se daba a los recursos que hubiesen podido hacerles prósperos y felices. Difícilmente podía sufrir ningún hombre de alma sana y conocedor de la verdad la serie de sandeces dichas con tono doctrinal, combinadas con complots extravagantes para restaurar un estado de cosas gastado y podrido hasta la médula. Las sandeces y las extravagancias, unidas a la intranquilidad de ánimo en que Carlos Darnay se encontraba, traían a éste impaciente y nervioso desde varios días antes, y la conversación que estaba oyendo no hizo más que exacerbar su impaciencia.
Entre los habladores figuraba Stryver, hombre que había subido ya varios escalones de la escalera de la gloria, y que estaba abocado a subir muchos más aún, no siendo, por consiguiente, de extrañar que se inclinara decididamente hacia la clase señorial. Hablaba en la ocasión presente con gran ardor de la necesidad de acabar de una vez con el pueblo, de exterminar sin piedad a la vil gentuza, de hacer desaparecer de la tierra a la canalla, para conseguir lo cual preconizaba medios que, en eficacia, allá se andaban con el de aquel sabio que, queriendo suprimir para siempre las águilas, propuso que se les espolvoreasen las colas con sal molida. Darnay escuchaba al abogado con profunda aversión, con repugnancia. Hasta se le ocurrieron deseos de marcharse para no oirle, y es más que probable que los hubiese llevado a la práctica de no haber venido los mismos sucesos a indicarle el camino que debía seguir.
La Casa acababa de acercarse a Lorry y, dejando sobre la mesa un pliego cerrado y sumamente ajado, preguntóle si había encontrado rastros de la persona a quien iba dirigido. La Casa dejó la carta tan cerca de Darnay, que éste hubo de leer la dirección. Verdad es que no le costó gran trabajo, pues precisamente el nombre escrito en el sobre era el suyo. Decía así.
«Muy urgente. Al Señor Marqués de Saint-Evrémond de Francia. Confiada a los señores Tellson y Compañía, Banqueros, Londres, Inglaterra.»
El doctor Manette, la mañana[212] misma del matrimonio de su hija con Carlos Darnay, exigió a éste que guardase inviolable el secreto de su apellido, hasta tanto que el doctor le desligara de la obligación. Nadie conocía su título, que hasta para su mujer era un secreto. En cuanto a Lorry, ni remotamente podía sospecharlo.
—No—contestó Lorry a la Casa.—He preguntado a cuantas personas han venido a esta casa, pero nadie ha sabido decirme dónde se encuentra ese caballero.
Como había sonado la hora de cerrar el Banco, casi todos los amigos de dar trabajo a la lengua se habían refugiado en el despacho de Lorry. Este conservaba en sus manos la carta mirándola con perplejidad manifiesta. También la miraba la casta señorial, pero con ira, con ceño, cual si en vez de un pedazo de papel estuviera viendo un refugiado indigno de la raza a que pertenecía. Este, aquél, el de más allá, todos tenían algo que decir con contra del Marqués que no parecía por parte alguna.
—Sobrino, si no estoy mal enterado... pero desde luego sucesor degenerado de aquel ilustre y refinado Marqués que fué villanamente asesinado—dijo uno.—Me cabe la fortuna de no haberle visto en mi vida.
—Un cobarde que abandonó su puesto hace algunos años—terció otro señor, que había salido de París metido de cabeza en el centro de una carretada de paja, con los pies en alto y medio asfixiado.
—Corrompido por las nuevas doctrinas—repuso un tercero,—se declaró en oposición abierta contra el último Marqués, abandonó sus tierras no bien las heredó, y las confió a un hato de rufianes. Espero que ellos mismos le darán ahora el pago a que se ha hecho acreedor.
—¿Eso hizo?—gritó Stryver.—¿Tan canalla es ese hombre? Veamos... veamos su infame apellido.
Darnay, cuya resistencia tocaba a su fin, tocó en un hombro a Stryver y dijo:
—Yo conozco a ese señor.
—¡Por todos los diablos juntos!... ¿Usted le conoce? Lo siento en el alma.
—¿Por qué?
—¿Pregunta usted por qué, Darnay? ¿Pero no ha oído usted lo que ha hecho?
—Lo he oído, sí; pero pregunto a usted que por qué siente que yo le conozca.
—En ese caso, repetiré a usted, señor Darnay, que siento que usted conozca a ese hombre indigno, y que lamento que no se le alcance a usted por qué lo siento. Me aflige sobremanera oir las preguntas inconcebibles que usted hace. Nos hablan aquí de un sujeto corrompido por la más pestilente e impía de las podredumbres, de un individuo el más vil que jamás ha existido en el mundo, que abandona sus bienes a la hez de[213] a tierra, a los canallas cuyo credo es el asesinato y el robo, ¿y me pregunta usted por qué lamento que un hombre que se dedica a enseñar a la juventud le conozca? ¿Se empeña en saberlo? ¡Vaya, se lo diré! Lo siento porque creo que miserables como el que nos ocupa contagian a quien los conoce. Y lo sabe usted.
Darnay, conteniéndose a duras penas, contestó:
—Quizá no comprende usted al caballero a quien se refiere.
—Pero sé muy bien cómo poner a usted entre la espada y la pared, y voy a hacerlo—gritó Stryver.—Si ese individuo es un caballero, desde luego no le comprendo; puede usted decírselo así de mi parte, y darle de paso mis recuerdos. También puede añadirle de parte mía, que después de abandonar a la gentuza los bienes patrimoniales, me admira sobremanera que no se haya puesto a la cabeza de los ladrones y asesinos... Pero no, caballeros, no; yo, que conozco un poquito el natural humano, me atrevo a asegurarles que no encontrarán nunca a un sujeto como ése que se confíe a los tiernos cuidados de sus humildes protegidos. No, caballeros, no; si algo de su persona deja ver a aquéllos, será, en todo caso, un par de talones, y aun éstos, sólo durante el tiempo que tarde en poner tierra de por medio.
Dichas estas palabras, que merecieron la aprobación unánime de sus oyentes, salió a la calle Fleet. Segundos después quedaban solos en el despacho Lorry y Carlos Darnay.
—Puesto que usted conoce a la persona a quien la carta va dirigida—dijo Lorry—¿quiere encargarse de hacerla llegar a sus manos?
—Con mucho gusto.
—¿Tendrá la bondad de explicarle que sin duda se la han dirigido aquí porque creían que nosotros le conocíamos, y que, ignorando quién era y dónde estaba, la carta está detenida desde hace algún tiempo?
—Así lo haré. ¿Cuándo sale usted para París?
—A las ocho salgo de aquí mismo.
—Yo volveré para despedirle.
Descontento consigo mismo, y más todavía con Stryver y con sus compatriotas, Darnay salió del edificio del Banco y, no bien llegó a una esquina donde creyó estar a cubierto de miradas indiscretas, abrió la carta, que estaba concebida en los siguientes términos:
«Prisión de la Abadía, París.
»Junio, 21, 1792.»
»Señor Marqués:
»Después de correr durante largo tiempo peligro inminente de dejar la vida en manos de los vecinos de la aldea, he sido preso, sometido a mil violencias y atropellos, y al fin conducido a París,[214] cuyo largo viaje me han obligado a hacer a pie. Las amarguras que en el camino he apurado no son para contarlas aquí; y no es esto todo; mi casa ha sido destruída... arrasada hasta los cimientos.
»El crimen de que me acusan, el que me tiene enterrado en la cárcel, señor Marqués, el crimen por el que compareceré ante el Tribunal y que me costará la cabeza (si usted no me presta su generoso auxilio) es, según dicen ellos, el de traición contra la majestad del pueblo, al que aseguran que he vendido para proteger a un emigrado. En vano les he hecho presente que, lejos de obrar contra ellos, he obrado en su favor, ateniéndome a instrucciones suyas, señor Marqués; en vano he alegado que con anterioridad a la confiscación de los bienes de los emigrados había yo condonado los impuestos que el pueblo cesó de pagar, que no cobré las rentas, que no recurrí a los tribunales. A todas mis representaciones contestan que obré en favor de un emigrado, y yo me pregunto: ¿dónde está ese emigrado?
»¡Ah, mi buen señor Marqués! ¿Dónde está ese emigrado? Yo pregunto mientras duermo; ¿dónde está? Vuelvo mis ojos a los cielos, y les pregunto; ¿vendrá a salvarme? No me contestan. ¡Ah, señor Marqués! Envío mi grito de angustia a través de los mares, por si Dios quiere que llegue a sus oídos por mediación del gran Banco Tellson, tan conocido en París.
»Por el amor de Dios, por equidad, por justicia, por generosidad, por el honor inmaculado de su noble apellido, señor Marqués, le suplico que corra en mi auxilio y me libre de la muerte que me amenaza. Mi único crimen es haber sido fiel a usted... ¡Oh señor Marqués! Yo confío que usted corresponderá a mi fidelidad.
»Desde esta mazmorra donde todos los horrores tienen su asiento, desde esta antesala de la muerte, envío a usted, señor Marqués, la expresión de mi dolorosa lealtad, juntamente con el ofrecimiento de mis desgraciados servicios.
»Su afligido servidor,
»Gabelle.»
La lectura de la carta que queda copiada infiltró en la intranquilidad latente de Darnay un torrente vigoroso de vida. El peligro que se cernía sobre la cabeza de un servidor antiguo, por cierto de los mejores, que no había cometido más crimen que el de serle leal a él y a su familia, fué para Darnay a manera de latigazo recibido en pleno rostro. La vergüenza se le subió a la cara con fuerza tal, que mientras caminaba al azar sin saber qué resolución adoptar, ni a mirar a los transeuntes se atrevía.
Sabía muy bien que, arrastrado por el horror de la hazaña que puso digno remate a las malas acciones y a la pésima reputación[215] de su rancia familia, impulsado por las sospechas que su tío le inspirara y por la aversión con que su conciencia miraba la fábrica ruinosa que, según los de su casta, estaba en el deber de sostener y robustecer, había obrado de una manera imperfecta. Sabía muy bien que al ceder al amor que profesaba a Lucía, al renunciar el puesto que en sociedad le correspondía ocupar, se había precipitado, había procedido con reprensible ligereza. Sabía muy bien que su resolución debió llevarla a la práctica personalmente, como sabía que tuvo intención de hacerlo así, y que, sin embargo, no lo hizo.
La dicha del hogar que en Londres se había creado, la necesidad de hacer una vida activa, las continuas alteraciones de la época, tan bruscas y tan rápidas que los planes no bien madurados la semana anterior caían por tierra a la semana siguiente ante el impulso arrollador de nuevos acontecimientos, fueron circunstancias de peso a cuya fuerza cedió; lo sabía muy bien; pero tampoco se le ocultaba que, si a la fuerza de las circunstancias cedió con repugnancia, no intentó oponerles una resistencia continua y formal. Su conciencia le decía que deseó obrar y que varias veces anduvo acechando la ocasión; pero le añadía que otras tantas dejó pasar la oportunidad, mientras la nobleza salía en tropel de Francia por todos los caminos y veredas, mientras los bienes de aquella eran confiscados y destruídos, y hasta borrados del libro de la vida los nombres de los hasta entonces mimados por la fortuna.
Pero en cambio a nadie había oprimido, a nadie había llevado a la cárcel. Lejos de haber atropellado a nadie para que le pagase sus rentas, había abandonado libre y espontáneamente sus bienes, buscado refugio en una nación extraña, y ganado en ella el pan que llevaba a su boca con su propio esfuerzo. El señor Gabelle había administrado un patrimonio empobrecido a tenor de instrucciones escritas que le mandaban tratar bien al pueblo, darle lo poco que allí podía dársele... leña para calentarse en invierno y algunos frutos que le ayudaran a pasar el verano, que otra cosa no consentían los acreedores... y seguramente habría aducido estos hechos en descargo suyo. Se trataba de hechos públicos, de hechos que sin dificultad podían probarse; y si los hechos en cuestión justificaban ante el pueblo al administrador, huelga decir que eran patente de amigo del pueblo en favor de quien dictó las órdenes a que aquél ajustó su conducta.
Estas consideraciones robustecieron la resolución de hacer el viaje a París que Darnay había casi adoptado con anterioridad al recibo de la carta de Gabelle.
Sí. Semejante al marino de la antigua leyenda, los vientos y las[216] corrientes habíanle arrastrado hasta colocar su nave dentro del radio de influencia de la Montaña Imantada, y ésta le atraía cada vez con fuerza más irresistible. Cuantos pensamientos germinaban en su mente, le impelían, le empujaban hacia el centro de aquella atracción terrible. Obedecieron sus impaciencias primeras al pensamiento de que su desdichada patria, guiada por instrumentos malos, perseguía objetivos malos y corría desbocada al abismo, mientras él, que acaso hubiese podido imprimir mejor dirección a las ansias nacionales, permanecía en Londres sin intervenir, sin intentar algo que pusiera fin a la brutal efusión de sangre, algo que afianzase los derechos a la piedad, a la humanidad, desconocidos a la sazón. Cuando ya en su alma se agitaban esos remordimientos, vino a centuplicar su fuerza la conducta del anciano Lorry, quien, dócil a la voz del deber, se apresuraba a afrontar los riesgos tremendos que entrañaba un viaje a Francia en aquellas circunstancias, y por si esto no bastaba, vinieron los comentarios de los señores, comentarios que le hirieron profundamente, y los de Stryver, mil veces más duros que los de aquéllos. A todo ello había seguido la carta de Gabelle, la carta de un prisionero inocente que, viniéndose al borde de la tumba, hacía un llamamiento desesperado a su justicia, a su honor y a su apellido.
No tardó en resolverse; iría a París.
Sí. La Montaña Imantada le arrastraba y no había más remedio que enfilar hacia ella la proa de su esquife. Ignoraba que en los mares que iba a surcar hubiera escollos, no creía que la travesía ofreciera peligros para él. La intención que le guió al obrar como había obrado, siquiera su obra hubiese quedado incompleta, parecíale más que suficiente para conquistarle el agradecimiento de Francia, tan pronto como él se presentase en su suelo e hiciera valer los derechos que le asistían. Ante sus ojos se alzaba la visión gloriosa de haber obrado bien, y hasta llegó a forjarse ilusiones de que tendría alguna influencia para encauzar aquella revolución horrenda, que con furia tan incontrastable se había alzado, amenazando acabar con todo lo existente.
Adoptada su resolución, creyó que ni Lucía ni el doctor Manette debían conocerla hasta que la hubiese puesto en práctica. En cuanto a Lucía, nada más natural que evitarla el dolor de la separación, y en cuanto a su padre, cuya resistencia a pensar en los lugares donde tantos sufrimientos apurara en años pasados era tan viva, tampoco convenía hablarle del proyecto, sino de la ejecución del mismo, única manera de evitarle dudas dolorosas.
Tales fueron los pensamientos que le agitaron hasta que llegó[217] la hora de despedirse de Lorry. Tampoco a éste confiaría sus intenciones. Las sabría en París cuando estuvieran ya realizadas, cuando le hiciera una visita, y esta visita, se la haría tan pronto como llegase a la capital de Francia.
Frente a la puerta del Banco Tellson esperaba una silla de posta. Junto a la portezuela, hacía centinela Jeremías Lapa.
—He entregado la carta al caballero a quien iba dirigida—dijo Darnay a Lorry.—No he querido traer contestación escrita que acaso pudiera ser para usted causa de disgustos; pero he aceptado una respuesta verbal, confiando que usted no tendrá inconveniente en encargarse de transmitirla.
—Con mucho gusto, siempre que no sea muy peligrosa—contestó Lorry.
—No lo es, aunque debe recibirla un hombre que está preso en la Abadía.
—¿Cómo se llama?—preguntó Lorry, sacando del bolsillo un librito de memorias.
—Gabelle.
—Gabelle. ¿Y qué es lo que debo decir al desgraciado prisionero Gabelle?
—Sencillamente estas palabras: «Ha recibido la carta y vendrá.»
—¿Sin decir cuándo?
—Emprenderá el viaje mañana por la noche.
—¿No he de mencionar nombre alguno?
—No.
Después de ayudar a Lorry a arrebujarse en dos o tres capas, debajo de las cuales llevaba ya dos o tres abrigos, salió acompañándole hasta la calle Fleet.
—Haga presente mi cariño a las dos Lucías—dijo Lorry en el momento de partir la silla de posta.—Cuídemelas bien hasta que yo esté de regreso.
Carlos Darnay hizo un movimiento de cabeza, sonrió con expresión equívoca, y quedó contemplando el carruaje que se alejaba al trote largo de los caballos.
Aquella noche, era la del día catorce de agosto, Carlos Darnay se acostó muy tarde, pues antes tuvo que escribir dos cartas; una dirigida a Lucía, en la cual explicaba el deber ineludible en que se encontraba de ir a París y detallaba con gran extensión los motivos que a su juicio alejaban de su persona toda clase de riesgos, y otra al doctor, a quien encomendaba el cuidado de Lucía y de su hijita. A entrambos prometía escribir nuevamente tan pronto como llegara al término de su viaje.
Fué para Darnay día de prueba aquel que hubo de pasar entre su querida familia guardando en el fondo de su pecho un secreto que nadie podía sospechar; pero una mirada de cariño dirigida a su esposa, tan alegre, tan confiada, robusteció la resolución que de no decirla nada había formado, y el día pasó sin incidentes. Al obscurecer,[218] la abrazó, diciéndola que un asunto imprevisto le obligaba a salir, pero que su ausencia sería muy breve, y se fué. Ya antes había sacado secretamente de su casa un baúl con la ropa necesaria.
Confió las dos cartas a un criado digno de toda confianza, con orden de entregarlas a media noche, ni un minuto antes, tomó un caballo, y emprendió el viaje a Dover.
Sintió desfallecimientos; pero el grito desesperado del pobre prisionero que apelaba a su justicia, a su honor, a su generosidad, dióle fuerzas para dejar a sus espaldas lo que más querido le era en el mundo y para dirigir su nave hacia la Montaña Imantada que le atraía.
Poco a poco abreviaba el viajero el camino que le separaba de París. Estamos en otoño del año mil setecientos noventa y dos. No le habrían faltado caminos detestables, carruajes pésimos y caballos atacados de vejez que dificultasen su marcha, aun cuando el destronado rey de Francia hubiese continuado ocupando su trono y reinando entre esplendores de gloria; pero aparte de esos obstáculos, la alteración de los tiempos habían acumulado otros mil. Todas las puertas de las ciudades, todas las entradas de los pueblos, contaban con sus bandas de ciudadanos patriotas, armados con mosquetes nacionales prontos a dispararse por sí solos, que detenían a cuantas personas entraban o salían, para someterlas a rígidos interrogatorios, examinar con detenimiento sus documentos, ver si figuraban sus nombres en las listas de que estaban provistos, y dejarlos en libertad de proseguir su viaje, o bien prenderlos, según aconsejase su capricho, en bien de la recién nacida República Una e Indivisible, de la Libertad, de la Igualdad, de la Fraternidad o de la Muerte.
Muy pocas leguas de terreno francés había recorrido Carlos Darnay, cuando comenzó a darse cuenta de la imposibilidad en que se encontraría de volver a pisar aquellos caminos eternos, si antes no era declarado buen ciudadano de París. Pero ya no podía retroceder; fuese la que fuese la suerte que el destino le tuviera deparada, no tenía más remedio que continuar el viaje hasta el final. A sus espaldas dejaba un camino abierto, libre de barreras y de fosos, pero esto no obstante, sabía que entre Inglaterra y su persona se alzaban obstáculos mil veces más infranqueables que las más sólidas puertas de hierro. De tal suerte le rodeaba la vigilancia universal, que si hubiera viajado metido dentro de las mallas de espesa[220] red de acero, o bien acondicionado en el interior de una jaula, no hubiese considerado su libertad más perdida.
Esa vigilancia universal no sólo le obligaba a detenerse veinte veces al día en los caminos reales, en los relevos de postas, si no que también entorpecía y retardaba su marcha otras tantas veces en en cada jornada, ora alcanzándole y mandándole volver atrás, ora acompañándole e impidiéndole avanzar con la rapidez que él deseaba. Varios días llevaba recorriendo territorio francés, cuando una noche se acostó temprano en la cama de una posada de una población de poca importancia, situada bastante lejos de París.
A la carta que desde la cárcel de la Abadía le dirigió Gabelle, debía el haber llegado tan lejos, pero al llegar a la población de que hablamos, opusiéronle en las puertas tantas dificultades, que comprendió que estaba muy próxima la crisis. No le sorprendió, pues, gran cosa ser despertado a media noche en la cama de la posada en que se acostó con ánimo de dormir hasta la mañana siguiente.
Al despertar, tropezaron sus ojos con un funcionario local, de temperamento tímido, y con tres patriotas armados hasta los dientes, cubiertos con gorros de color rojo rabioso y fumando descomunales pipas. Los tres de los gorros tomaron asiento sobre su cama.
—Emigrado—dijo el funcionario,—he decidido enviarte a París con una escolta.
—Ciudadano, mi mayor deseo es llegar a París, pero puedo prescindir perfectamente de la escolta.
—¡Silencio!—gritó un gorro rojo dando un golpe a la cama con la culata del mosquete.—¡A callar, aristócrata!
—Tiene razón este buen patriota—dijo el funcionario con timidez.—Eres aristócrata, y por tanto, debes hacer el viaje bajo la vigilancia de una escolta.
—No está en mi mano la elección—contestó Carlos Darnay.
—¡Elección!—exclamó uno de los gorros colorados.—¿Habráse visto? ¡Como si no se le hiciera un favor dispensándole de adornar desde este instante el gancho de un farol!
—La observación del buen patriota no puede ser más justa—terció el funcionario.—Levántate y vístete, emigrado.
Obedeció Darnay, quien fué conducido inmediatamente al cuerpo de guardia, donde encontró a muchos patriotas que lucían sus correspondientes gorros colorados, fumando unos y bebiendo otros al amor de la lumbre. Después que se le obligó a pagar una fuerte cantidad por una escolta que no había pedido, emprendió el viaje a las tres de la madrugada.
Constituían la escolta dos patriotas montados, que cabalgaban a sus lados, en cuyos gorros rojos lucían escarapelas tricolores, e iban armados con mosquetes y[221] sables nacionales. El escoltado manejaba su caballo, pero en las bridas de éste había sujeta una cuerda cuyo extremo contrario llevaba uno de los patriotas amarrado a la muñeca. En esta forma hacían el viaje, sufriendo una llovizna helada que el viento lanzaba contra sus rostros, a un trote pesado, por caminos desiguales y alternados con extensos lodazales. Sin que en el viaje introdujeran más cambios que el de caballos, llegaron al fin a la capital.
Viajaban durante la noche, haciendo alto una o dos horas antes de romper el día, y durmiendo hasta el crepúsculo de la tarde. La escolta vestía con pobreza tan extremada, que para abrigarse las piernas desnudas, habían de recurrir a la paja, con la cual las acolchaban. Aparte de las molestias consiguientes al viaje, a la contrariedad de ir escoltado y a los peligros inherentes a depender de patriotas crónicamente borrachos y armados con mosquetes que se disparaban solos, Carlos Darnay podía desechar toda clase de temores, toda vez que era de esperar que, en cuanto hiciera referencia a sus merecimientos, que confirmaría al prisionero de la Abadía, se apresurarían a tratarle como a un hombre amigo del pueblo.
Sin embargo, cuando llegaron a la ciudad de Beauvais a la caída de la tarde, y por consiguiente, cuando las calles estaban llenas de gente, no pudo menos de comprender que las cosas presentaban cariz alarmante. En el patio de la casa de postas se reunieron muchos grupos que, contemplándole con expresión ceñuda al principio, concluyeron por gritar:
—¡Muera el emigrado!
Detúvose Darnay en el instante en que iba a echar pie a tierra, y desde la silla, replicó:
—Emigrado no, amigos míos. ¿No me estáis viendo aquí, amigos míos, en Francia, por mi libre y espontánea voluntad?
—¡Eres un emigrado maldito y un aristócrata canalla!—gritó un herrador, abalanzándose hacia él con un martillo en alto.
Interpúsose el encargado de la casa de postas entre el furioso herrador y el jinete, y como quien desea evitar una escena desagradable, dijo:
—¡Dejadle, amigos, dejadle! Le juzgarán en París.
—¡Juzgarán!—repitió el herrador, blandiendo el martillo.—Le condenarán por traidor.
Las turbas lanzaron feroces rugidos de aprobación.
Darnay, tan pronto como pudo hacerse oir, exclamó:
—Estáis engañados, amigos míos, estáis engañados. Yo no soy traidor.
—¡Mientes!—rugió el herrador.—¡Según el decreto, es un traidor!... ¡Su vida pertenece al pueblo... no es suya su existencia maldita!
En las miradas de las turbas leyó Carlos Darnay una de esas[222] arremetidas feroces cuyo desenlace es siempre un hombre hecho pedazos. Tal suerte le habría cabido de no haber sido por el encargado de la casa de postas, que obligó al caballo a entrar en el patio. La escolta siguió a nuestro amigo, y el de la casa cerró y atrancó inmediatamente la puerta. El herrador descargó sobre ésta los martillazos que no podía descargar sobre la cabeza del emigrado; las turbas rugieron indignadas, pero no pasó más.
—¿Qué decreto es ése que mencionó el herrador?—preguntó Darnay al dueño de la casa de postas, después de darle las gracias por su afortunada mediación.
—Es el decreto que dispone la venta en pública subasta de los bienes de los emigrados—contestó el interrogado.
—¿Cuándo se promulgó?
—El día catorce.
—El mismo que salí yo de Inglaterra.
—Todo el mundo afirma que no es más que el primero de los de la serie, redactados ya... o que serán redactados en breve, los cuales destierran a los emigrados y condenan a muerte a los que vuelvan a pisar territorio francés. Es lo que quiso decir el herrador cuando afirmó que su vida de usted no era de usted, sino del pueblo.
—Pero supongo que no han sido promulgados todavía semejantes decretos, ¿no es verdad?
—No puedo asegurarlo—respondió el encargado de la casa de postas, encogiéndose de hombros.—Puede que no hayan sido promulgados aún, y puede que sí; pero es igual.
Darnay descansó hasta media noche tendido sobre un montón de paja, saliendo de la ciudad cuando los habitantes de ésta estaban entregados al sueño. Entre los muchos cambios radicales de costumbres que pudo observar Darnay durante su accidentado viaje, cambios que daban a éste fuerte color fantástico, no era el menor la carencia de sueño en los patriotas. Con frecuencia, después de una larga y pesada caminata por veredas solitarias, llegaban a altas horas de la noche a un pueblo, cuyos habitantes, en vez de dormir tranquilamente, bailaban danzas fantásticas en rededor de un árbol de la Libertad, o entonaban himnos a la Libertad. Por fortuna, empero, aquella noche Beauvais creyó conveniente entregarse al reposo, merced a lo cual pudieron los excursionistas proseguir su viaje por caminos desiertos, cubiertos de barrizales y de agua, bordeando campos incultos que ninguna cosecha habían producido aquel año, entre caseríos incendiados, y con riesgo de recibir inopinadamente un balazo disparado por cualquiera de los innumerables patriotas que pululaban por todas partes.
Cerca de los muros de París se encontraban, cuando recibieron el saludo de las primeras luces[223] del día. En la barrera encontraron fuerte guardia.
—¿Dónde están los documentos del prisionero?—preguntó con tono autoritario un hombre de aspecto resuelto, llamado por el centinela.
Carlos Darnay, disgustado al oir palabra tan poco grata, replicó que no era prisionero, sino un viajero que llegaba libre y espontáneamente, ciudadano francés, confiado a la custodia de una escolta que el estado perturbado del país hacía necesaria, y que había pagado de su bolsillo.
—¿Dónde están los documentos de este prisionero?—repitió el mismo sujeto, sin hacer el menor caso de Darnay ni de sus palabras.
El patriota de la borrachera perpetua los sacó de su gorro, donde los llevaba, entregándolos al personaje que los pedía. La carta de Gabelle produjo en aquél cierto desconcierto y no poca sorpresa, a la par que despertó su atención, que concentró en Darnay.
Sin decir palabra dejó a la escolta y al escoltado y entró en el cuerpo de guardia, dejando a los viajeros a caballo frente a la puerta. Carlos Darnay, mientras tanto, pudo observar que la guardia la formaban soldados y patriotas, más de estos últimos que de los primeros, y que, al paso que los carros que traían víveres a la ciudad, o los que a cualquier clase de tráfico se dedicaban, no tropezaban con dificultades de ningún género para entrar, en cambio los encontraban, y muy grandes, para salir, aun cuando se tratase de la gente más humilde. Hombres y mujeres, bestias de carga y de tiro y carretas y coches de toda clase esperaban que se les permitiera salir; pero con tal rigidez se cumplía la ley sobre la identificación previa, que aunque a la barrera llegaban por cientos, la salida la hacían de uno en uno y por largos intervalos. Los que sabían que habría de pasar mucho tiempo antes que les llegase el turno, lo esperaban tendidos en la calle, donde dormían o fumaban, mientras otros entablaban animadas conversaciones o entretenían el tiempo paseando. Los gorros colorados y escarapelas tricolores eran prenda obligada que ostentaba todo el mundo, sin distinción de edades ni sexos.
Duraría media hora la espera de Carlos Darnay, quien en ese espacio de tiempo pudo hacer las observaciones que quedan apuntadas, cuando volvió a salir el mismo personaje, jefe, al parecer, de la guardia de la barrera, quien, después de dar a la escolta un recibo de la persona del escoltado, mandó a éste que echara pie a tierra. Obedeció Darnay, y los hombres que hasta allí le acompañaron, hiciéronse cargo de su caballo y partieron sin entrar en la ciudad.
El jefe de la guardia condujo a Darnay al cuerpo de la misma,[224] que apestaba a vino ordinario y a tabaco, donde había varios grupos de soldados y de patriotas, unos dormidos y otros despiertos, éstos borrachos y aquéllos serenos, y algunos en los linderos de la vigilia y del sueño, y de la sobriedad y la borrachera. Dos velones de aceite derramaban una claridad muy discutible sobre el cuerpo de guardia, en uno de cuyos testeros había una mesa, sobre la cual se veían algunos registros. Un oficial de aspecto grosero, sentado frente a la mesa, era el encargado de los registros.
—Ciudadano Defarge—dijo el personaje que había introducido a Darnay, mientras tomaba una hoja de papel—¿es éste el emigrado Evrémonde?
—Este es.
—¿Cuántos años tienes, Evrémonde?
—Treinta y siete.
—¿Casado, Evrémonde?
—Sí.
—¿Dónde?
—En Inglaterra.
—Lo creo. ¿Dónde está tu mujer, Evrémonde?
—En Inglaterra.
—Lo creo también. Vas consignado, Evrémonde, a la prisión de La Force.
—¡Dios del Cielo!—exclamó Darnay—¿En virtud de qué ley, y por qué delito o falta?
Al cabo de algunos segundos de muda contemplación, contestó el funcionario:
—Desde que saliste de Francia, Evrémonde, nos regimos por leyes nuevas y ha variado profundamente lo referente a delitos y faltas.
—Te ruego tengas presente, ciudadano, que he venido voluntariamente, cediendo a la súplica escrita en ese papel que tienes ante tus ojos—replicó Darnay.—No pido otra cosa más que la ocasión de hacer lo que un compatriota mío solicita. ¿No estoy en mi derecho?
—Los emigrados no tienen derechos, Evrémonde—fué la estólida contestación del funcionario.
Después de dirigir a Darnay una sonrisa siniestra, escribió unos renglones, dobló el papel, y lo entregó a Defarge diciendo:
—Secreto.
Defarge indicó al prisionero que le siguiera. Obedeció el prisionero, a quien acompañaron además dos patriotas armados, que se colocaron a su derecha e izquierda.
Mientras salían del cuerpo de guardia para entrar en París, Defarge preguntó al prisionero en voz baja:
—¿Eres tú el que casaste con la hija del doctor Manette, prisionero en otro tiempo en la Bastilla, que ya no existe?
—Sí—respondió Darnay, mirándole con sorpresa.
—Me llamo Defarge y soy dueño de una taberna del barrio de San Antonio. Es posible que me conozcas de referencia.
—Mi mujer fué a tu casa a reclamar a su padre... ¡Sí, sí!
Parece que la palabra «mujer» despertó en Defarge recuerdos sombríos, pues dijo con brusca impaciencia:
—¿Quieres decirme, en nombre de esa mujer recién nacida llamada Guillotina, por qué demonios has venido a Francia?
—No hace un minuto me oiste explicar cuál fué la causa de mi viaje. ¿Es que crees que no dije verdad?
—Verdad que no puede ser más fatal para ti—replicó Defarge, fruncido el entrecejo y mirando a su interlocutor con fijeza.
—Cierto es que me encuentro aquí perdido. Lo veo todo tan trastornado, tan distinto de lo que antes era, tan desagradable, que confieso que ni sé a dónde volver los ojos. ¿Quieres hacerme un pequeño favor?
—En absoluto ninguno—respondió Defarge, con la mirada como perdida en el espacio.
—¿Tampoco querrás contestarme una pregunta, una sola?
—Veremos... Según sea. Puedes hacerla.
—En la prisión en que tan injustamente me encierran, ¿podré comunicar libremente con el mundo exterior?
—Tú mismo lo verás.
—¿Piensan sepultarme en ella, sin juzgarme, sin condenarme, sin concederme medios de justificarme y defenderme?
—Lo verás tú mismo... Pero si así fuera, ¿qué?; muchos otros tan buenos como tú se han visto sepultados en prisiones peores.
—Pero no por causa mía, ciudadano Defarge.
La expresión sombría del rostro de Defarge se acentuó extraordinariamente al escuchar la respuesta, después de lo cual prosiguió caminando en silencio. A medida que su taciturnidad aumentaba, se disipaban las esperanzas que en un principio tuvo Darnay de ablandar a aquel hombre.
—Para mí es de una importancia excepcional, como sabes tan bien como yo mismo, ciudadano Defarge, hacer saber al señor Lorry, del Banco Tellson, un caballero inglés que en la actualidad se encuentra en París, el hecho sencillo, sin comentario alguno, de que me han recluído en la prisión de La Force. ¿Me harás el favor de encargarte de ponerlo en su conocimiento?
—No haré en tu obsequio nada absolutamente—replicó Defarge.—Me debo a mi patria y al pueblo. He jurado servir a los dos contra ti. Nada esperes de mí.
Calló Darnay, tanto porque dió por perdidas definitivamente todas las probabilidades de obtener de aquel hombre el favor más insignificante, cuanto porque su amor propio lastimado le movió a considerar como humillaciones sus instancias. No pudo menos de reparar, mientras en silencio recorría las calles, en lo acostumbrado que el pueblo estaba al espectáculo de los prisioneros que por[226] ellas transitaban. Ni los niños se fijaban en él. Algunos transeuntes volvían sus cabezas y le apuntaban con el dedo indicando que era un aristócrata, y nada más. Verdad es que ver que un hombre bien vestido era conducido a la cárcel era tan corriente y natural como ver a un obrero que se dirige al trabajo con las herramientas de su oficio en la mano. En una calleja estrecha, obscura y sucia que hubieron de atravesar, encontraron a un orador callejero excitadísimo, que dirigía arengas excitadas a un auditorio excitado, ponderando los crímenes que contra el pueblo soberano habían cometido el Rey, la familia real y los nobles. De las pocas palabras que llegaron a oídos de Darnay pudo éste colegir que el Rey había sido encerrado en una prisión y que los embajadores extranjeros habían abandonado en masa a París, noticias que desconocía en absoluto, pues durante su viaje, los individuos que le escoltaron, juntamente con la vigilancia universal, le tuvieron en un aislamiento tan absoluto, que nada había oído.
Como es natural, comprendió que los peligros que le amenazaban eran infinitamente mayores e infinitamente más numerosos de lo que supuso al salir de Inglaterra; comprendió que los peligros se multiplicaban con rapidez alarmante y que se multiplicarían aún más; no pudo menos de confesarse a sí propio que ni por las mientes se le hubiese pasado la idea de hacer el viaje de haber previsto los sucesos desarrollados en los días últimos. Y sin embargo, sus temores, examinados a la luz de los incidentes más recientes, no eran tan grandes como parece deberían ser. Por nebuloso que el porvenir se le presentara, era un porvenir desconocido que en su misma obscuridad entrañaba cierta esperanza. Tan ajeno como los que vivieron millares de años antes que él estaba a las horribles matanzas que, continuadas un día y otro día, una noche y otra noche, debían ahogar en caudalosos ríos de sangre la época siempre bendita de la recolección de la cosecha. Apenas si de nombre conocía a la «mujer recién nacida llamada Guillotina», como apenas si de nombre la conocía la generalidad del pueblo, pues por aquellos días, los mismos que la trajeron al mundo no imaginaban siquiera como probables las espantosas hazañas que muy en breve habían de envolverla en inmensa aureola sangrienta.
Sospechaba que sería víctima de una detención arbitraria, que se le trataría con irritante injusticia, que habría de soportar privaciones y penalidades, de las cuales no sería la menor verse alejado de su adorada mujer y de su idolatrada hija; todo eso lo sospechaba; más aún, lo consideraba indudable; pero fuera de ello, nada temía.
Tales eran las reflexiones que le embargaban, cuando llegó a la[227] cárcel llamada La Force. Un hombre de cara feroz abrió el postigo.
—El emigrado Evrémonde—dijo Defarge, haciendo la presentación del preso.
—¡Demonios coronados! ¿Pero es que no va a acabar nunca la procesión?—exclamó el de la cara de fiera.
Tomó Defarge el recibo que le alargaba el cancerbero, sin parar mientes en la exclamación del mismo, y se retiró juntamente con los dos patriotas.
—¡Rayos y truenos!—gruñó el carcelero, ya solo con su mujer.—¡Esto es un río que corre siempre!
La mujer del carcelero, que en su depósito de contestaciones no debía tener la que cuadraba a la exclamación anterior, se limitó a responder:
—Hay que tener paciencia, amigo mío.
Los sonidos de una campana que la mujer hizo repicar evocaron a tres calaboceros, diciendo a coro:
—¡Viva la Libertad!
El coro no parecía el más apropiado para ser cantado en un sitio como aquél, pero mayores anomalías se ven en el mundo.
Era la prisión de La Force un edificio tétrico, repugnante e inmundo, donde se respiraba la atmósfera hedionda de la muerte. Asombra en realidad la rapidez con que percibe el olfato el olor a carne almacenada en lugares como aquél, sobre todo, cuando no reunen condiciones para el objeto, y por añadidura están descuidados.
—¡Y además secreto!—murmuró el alcaide mientras leía el papel.—¡Como si no estuviera ya tan lleno de ellos que el mejor día doy un estallido!
Con muestras de pésimo humor ensartó el papel con una espiga que atravesaba a muchísimos otros, y comenzó a pasear por la estancia abovedada sin hacer el menor caso del prisionero, a quien tuvo esperando más de media hora.
—Sígueme, emigrado—dijo al fin, tomando las llaves.
El alcaide condujo al nuevo pupilo por un corredor y una escalera, y al cabo de varios minutos, y no sin abrir durante la marcha muchas puertas y de cerrarlas de nuevo después de franqueadas, llegó a una pieza de grandes proporciones y techo bajo y abovedado, atestada de prisioneros de ambos sexos. Estaban las mujeres sentadas en torno a una mesa, leyendo o escribiendo, haciendo media, cosiendo o bordando, mientras los hombres, en su mayor parte, se hallaban de pie detrás de las sillas ocupadas por aquéllas, excepto algunos que se entretenían paseando.
Tan tétrica era la sala, tan sombría la expresión de las personas allí hacinadas, tan acentuada la amarillez que en sus rostros habían creado las privaciones y miseria a que estaban sometidas que Carlos Darnay creyó que se[228] encontraba entre una colección numerosa de muertos. Allí no había más que fantasmas. Fantasmas de belleza, fantasmas de la elegancia, fantasmas de la altivez, fantasmas del orgullo, fantasmas de la frivolidad, fantasmas del talento, fantasmas de la juventud, fantasmas de la vejez, todos ellos esperando llegase la hora de abandonar la playa inhospitalaria del mundo, todos ellos clavando en el recién entrado unos ojos que la muerte había alterado en cuanto penetraron en la antesala de los dominios de aquélla.
Darnay quedó inmóvil, yerto, por efecto de su estupefacción. El aspecto del alcaide, que permanecía a su lado, no menos que el de los calaboceros que andaban de una parte para otra, en pleno ejercicio, sin duda, de sus altas funciones, eran tan rudos, tan brutales, tan feroces, sobre todo puestos en parangón con el de las atribuladas madres y de las hermosas hijas allí almacenadas, con la coquetería, la distinción propias de las jóvenes bien nacidas y con la delicadeza de modales de la dama de alto rango, que Darnay hubo de afianzarse en la creencia de que le habían recluído en la mansión de los espectros.
—En nombre propio y en el de todos los compañeros de infortunio aquí amontonados—dijo un caballero de modales cortesanos, dando un paso al frente,—tengo el honor de dar a usted la bienvenida a La Force, y de lamentar con usted la calamidad que aquí le trae. ¡Ojalá sea de breve duración y termine con felicidad! Ahora bien; manifestarle nuestros deseos sería imperdonable impertinencia en cualquier otra parte, pero no aquí. Nos permitimos preguntarle su nombre y condición.
Darnay se apresuró a acceder a los deseos manifestados por el caballero.
—Supongo que no estará usted aquí «en secreto»—repuso el caballero, siguiendo con la vista al alcaide que en aquel momento cruzaba la estancia.
—Dos o tres veces he oído pronunciar esa consigna refiriéndose a mí, pero ignoro lo que puede significar.
—¡Oh, que lástima! Muy de veras lo lamentamos... Pero no se desanime usted. Son muchos los que han venido aquí «en secreto» y luego se ha modificado su situación.
Seguidamente añadió alzando la voz:
—Con profundo pesar informo a mis compañeros que... en secreto.
Mientras Carlos Darnay se dirigía a la puerta defendida con gruesa reja junto a la cual le esperaba el alcaide, alzáronse fuertes murmullos de conmiseración, mezclados con frases de piedad de las mujeres, que se esforzaban por infundirle aliento. Llegado a la puerta mencionada, volvióse Carlos y dió las gracias a los que dejaba desde el fondo de su cora[229]zón. Cerróse la puerta empujada por la mano del alcaide, y las apariciones espectrales se borraron para siempre.
Daba acceso la puerta a una escalera de caracol, por la cual subió Darnay siguiendo a su guía. Después de subir cuarenta peldaños, contados concienzudamente por el prisionero de media hora, abrió el alcaide una puerta baja y muy negra y entró en una celda solitaria. Era muy fría, olía a moho, pero no estaba obscura.
—La tuya—dijo el alcaide.
—¿Por qué me encierran solo?
—Eso es lo que yo no sé.
—¿Supongo que se me permitirá comprar papel, pluma y tinta?
—Por el momento no. Te visitarán... no sé cuando, y entonces podrás solicitar ese favor. Puedes comprar comida, pero nada más.
En la celda había una silla, una mesa y un jergón de paja. El alcaide, después de someter a escrupulosa inspección el mobiliario de la celda, salió dejando solo a Darnay.
—Puedo decir que estoy muerto y sepultado—murmuró el infeliz.—Cinco pasos por cuatro y medio... cinco pasos por cuatro y medio—repetía maquinalmente, recorriendo la celda en todos sentidos y contando al propio tiempo.
El ruido de la ciudad llegaba a sus oídos convertido en una especie de sordo redoblar de tambores mezclado con estridentes voces humanas.
—Cinco pasos por cuatro y medio... Hacía zapatos... cinco pasos por cuatro y medio... hacía zapatos... zapatos...
El prisionero aceleraba el paso y procuraba contar, a fin de ahuyentar la idea del que hacía zapatos, que amenazaba convertirse en idea fija.
—Los espectros se han desvanecido en cuanto traspasé la puerta de la reja—seguía pensando.—Vi entre ellos el de una señora vestida de negro, que estaba apoyada sobre el alféizar de la ventana. La luz daba de lleno sobre su cabellera de oro, y parecía a... ¡Dios mío... Dios mío!... ¿Volveré algún día a transitar por las aldeas visitadas por la luz del sol, por las aldeas donde despiertan las gentes? Hacía zapatos... hacía zapatos... hacía zapatos... Cinco pasos por cuatro y medio... cinco pasos por cuatro y medio...
Caminaba el prisionero cada vez con mayor celeridad, siempre embebido en las mismas ideas, siempre contando, siempre teniendo ante los ojos de la imaginación la visión del zapatero, mientras el estruendo de la ciudad continuaba sonando en sus oídos como sordo redoblar de tambores mezclado con llantos de voces que conocía y quería, con ayes desgarradores emitidos por gargantas que hasta entonces apenas dieron salida a sonidos que no fueran reflejo de la alegría del corazón.
El Banco Tellson, establecido en el Barrio Saint Germain de París, ocupaba un ala de un edificio inmenso, precedido por un jardín separado de la calle por un muro de bastante altura y una verja muy sólida. Era el inmueble propiedad de un noble de los más poderosos del reino, que había vivido en él hasta que las perturbaciones de la época le obligaron a emprender la fuga, envuelto en la indumentaria de su cocinero, y a cruzar la frontera. Aunque en realidad quedaba reducido a la condición de pieza de caza que consiguió burlar las acometidas de los ojeadores y de los monteros, no por ello dejaba de ser el mismo señor, cuya importante operación de preparar el chocolate y de llevarlos a sus gloriosos labios, exigía los esfuerzos de tres servidores, aparte de los del cocinero.
Habíase ido el señor; sus servidores se absolvieron a sí mismos del horrendo pecado de haber recibido los salarios de aquél mostrándose perfectamente dispuestos a rebanarle el pescuezo sobre el flamante altar de la República Una e Indivisible, de la Libertad, de la Igualdad, de la Fraternidad o Muerte, y el suntuoso inmueble del señor fué primero secuestrado y luego confiscado. Las cosas se hacían con tan vertiginosa rapidez, y los decretos se sucedían con precipitación tan fiera, que a la tercera noche del mes de septiembre, patriotas emisarios de la ley se habían posesionado de la casa en cuestión, la habían purificado haciendo tremolar sobre ella la bandera tricolor, y fumaban y se emborrachaban bonitamente en sus suntuosas habitaciones.
Si la Casa Tellson de Londres se hubiese parecido a la Casa Tellson de París, a buen seguro que los londinenses la hubiesen visto figurar muy en breve entre los quebrados que merecían aparecer en la Gaceta. ¿Qué habría dicho la espetada respetabilidad inglesa, si en el vestíbulo de un Banco hubiese encontrado abundantes macetas plantadas de naranjos, y... ¡horror! la figura de un Cupido presidiendo la caja? Y, sin embargo, por inconcebible que parezca, tal ocurría en el Banco Tellson de París. Cierto que Tellson había blanqueado con algunas manos de cal el Cupido del testero, pero quedaba el del techo, muy ligero de ropas, contemplando con mirada ansiosa la caja (es lo que suele hacer de ordinario) desde que amanecía hasta que cerraba la noche. La quiebra más tremenda hubiese sido consecuencia fatal e inevitable de la presencia de aquel agradable pagano en la calle Lombard de Londres, si ya no hubieran bastado para producirla una alcoba medio oculta entre[231] ricos cortinones, delante de la cual estaba el niño de las travesuras, el inmenso espejo que en el muro habían dejado, y los empleados mismos, no tan viejos como era de desear, que no tenían el menor reparo en bailar en público a poco que se les instase a hacerlo. Verdad es que un Tellson francés podía permitirse todo eso y aún más, sin escándalo de nadie, sin que capitalista alguno soñase siquiera en retirar por causas tan insignificantes sus capitales.
Cuánto dinero saldría en lo sucesivo de las cajas de la Casa Tellson de París, cuánto habría de quedar allí perdido y olvidado, cuánta plata, cuántas joyas perderían su brillo inmaculado en las cámaras secretas del establecimiento, mientras sus dueños lo perdían en los calabozos o en el cadalso, cuántas cuentas corrientes del Banco quedarían sin saldar en este mundo y pasarían al otro, es lo que ningún mortal hubiese podido decir, lo que ni aproximadamente logró conjeturar aquella noche el mismísimo Mauricio Lorry, no obstante haberse repetido cientos de veces estas preguntas. Sentado junto a la chimenea en la que ardían chisporroteando algunos leños (aquel año estéril e infecundo había adelantado la estación de los fríos), su rostro, reflejo de honradez, presentaba sombras que no proyectaba la lámpara pendiente del techo ni ninguno de los objetos que en la estancia había.
Ocupaba Lorry habitaciones en el edificio del Banco, a lo que le daba derecho indiscutible su probada fidelidad a la casa de la cual formaba parte integrante. Creían muchos que era garantía de seguridad para el establecimiento la ocupación patriótica de casi todo el edificio, aunque el leal Lorry jamás participó de semejante creencia. Cuanto ocurría en París érale indiferente, pues para él, lo único que excitaba su interés, era el cumplimiento de su deber. En el fondo del jardín, bajo una techumbre sostenida por graciosas columnas, había una cochera, en la cual quedaban algunos de los carruajes del señor. Sujetas a dos columnas había dos antorchas encendidas, y al pie, colocada de manera que recibiera la luz de aquéllas, una piedra de afilar, montada de cualquier manera, que sin duda había sido traída de cualquier herrería o carpintería inmediata. Lorry, que se levantó del asiento y se asomó a la ventana, retiróse con un estremecimiento al ver aquel objeto inofensivo.
Hasta en la habitación que trabajaba Lorry llegaba el sordo rumor de las calles, al que de vez en cuando se unían ruidos que parecían proceder de un mundo fantástico, ruidos inauditos por lo terribles que se elevaban desde la tierra al cielo.
—Gracias a Dios—dijo Lorry juntando las manos,—ninguna persona querida tengo a mi lado[232] esta noche pavorosa. ¡Mire el Altísimo con ojos compasivos a cuantos se ven en peligro!
Apenas había pronunciado estas palabras, cuando sonó la campana de la verja.
—Sin duda vuelven—pensó Lorry.
Permaneció sentado y escuchando; mas como no oyera rumor de pasos en el vestíbulo, como esperaba, ni sonara tampoco la verja al ser cerrada de nuevo, asaltaron al buen Lorry temores vagos con respecto al Banco. Tranquilizóse, sin embargo, convencido de que estaba bien guardado por hombres de confianza absoluta. Iba a reanudar sus tareas, cuando bruscamente se abrió la puerta de su habitación y en su umbral aparecieron dos personas, a cuya vista retrocedió Lorry, presa del pasmo más violento que en su vida experimentara.
Lucía y su padre; Lucía, que le tendía con ademán suplicante las manos y le miraba con expresión de quien en sus ojos tiene concentrada su vida entera.
—¡Lucía... Manette!... ¿Qué es esto?—exclamó Lorry, con asombro indescriptible—¿Qué pasa? ¿Qué ocurre? ¿Qué les trae aquí?
Lucía, pálida como un cadáver, cayó sollozante en los brazos del anciano amigo de su infancia.
—¡Oh... amigo querido! Mi marido...
—¿Su marido, Lucía?
—Carlos.
—¿Qué hay de Carlos?
—Aquí... en París.
—¿En París?
—Lleva aquí algunos días... tres o cuatro... no sé cuántos... Me es imposible poner orden en mis pensamientos... Le trajo aquí una idea generosa que nos es desconocida; fué detenido en la barrera y conducido a la cárcel.
El anciano lanzó un grito de espanto. Casi al mismo tiempo sonó la campana de la verja y se oyeron en el jardín voces mezcladas con rumor de pasos.
—¿Qué ruido es ése?—preguntó el doctor, dirigiéndose a la ventana.
—¡No se asome usted! ¡No mire fuera!... ¡Por lo que más quiera, Manette, por su vida... no toque la persiana!
Volvióse el doctor, sin separar la mano de la falleba de la ventana, y con sonrisa fría y osada, contestó.
—Mi querido amigo, en esta ciudad, mi vida es sagrada. He sido prisionero de la Bastilla. No hay un patriota en París... ¿qué digo en París? en ¡toda la Francia!... No hay un patriota en toda la Francia que, sabiendo que he sido prisionero de la Bastilla, se atreva a tocarme, como no sea para estrujarme a fuerza de abrazos o para llevarme en triunfo por las calles. Mis torturas antiguas me han dado influencia bastante para llegar hasta aquí sin encontrar obstáculos en las barreras y para obtener noticias sobre Carlos. Sabía yo que así sería, sabía[233] yo que me sería fácil librar a Carlos de los peligros que le amenazan, y así se lo aseguré a Lucía... ¿Pero qué ruido es ese?—terminó, volviéndose hacia la ventana.
—¡No mire usted!—gritó Lorry con acento desesperado—¡Usted tampoco, Lucía, mi querida Lucía!—añadió, pasando su brazo al rededor de su cintura.—Pero no tema... no se asuste. Juro que no sé que a Carlos le haya ocurrido mal alguno... que ni sospechaba siquiera que la fatalidad le hubiese traído a esta ciudad. ¿En qué cárcel está?
—En la Force.
—La Force. Si alguna vez ha sido usted valiente, Lucía, hija mía, si alguna vez se ha considerado con fuerzas para hacer algo útil, hoy más que nunca es preciso que recurra a todo su valor y a todo su esfuerzo para cumplir al pie de la letra lo que yo le diga, pues le aseguro que de ello depende mucho más de lo que usted pueda suponer, mucho más de lo que yo pudiera decirle. Lo que voy a suplicarle que por su Carlos haga, es lo más duro, lo más difícil que cabe pensar, porque precisamente voy a mandarle que se tranquilice, que no haga nada, que me obedezca, que me permita que la lleve a una habitación retirada de esta casa y que permanezca tranquila en ella, dejándonos solos a su padre y a mí por espacio de algunos minutos. ¡Por su Carlos querido, por la muerte, que hoy anda suelta por esta desdichada ciudad, seguro estoy que me obedecerá!
—Acato sumisa sus deseos, porque veo en su cara que no puedo ni debo hacer otra cosa, y que en mi conveniencia inspira usted sus palabras.
Lorry besó a Lucía e inmediatamente la acompañó a su habitación donde la dejó, cerrando, al salir, con llave la puerta. Volvió presuroso a reunirse con el doctor, abrió la ventana que daba al jardín, puso su diestra sobre el hombro de su amigo, y se asomó, indicando a éste que hiciera lo propio.
Ante sus ojos había un grupo compacto de hombres y de mujeres, no muchos, es decir, no los bastantes, ni con mucho, para llenar el jardín, pues no pasarían de cuarenta o cincuenta. Las personas que ocupaban la casa les habían franqueado la entrada para que utilizasen la piedra de afilar, instalada allí para el servicio público, sin duda.
Parece que nada de particular debería tener una piedra de afilar, ni mucho menos que a ella se acercasen afiladores; pero hiela la sangre pensar en aquellos horribles afiladores, tanto por su aspecto cuanto por la índole del trabajo, mejor dicho, por el objetivo del trabajo que realizaban.
Daban vueltas a la piedra dos hombres cuyas caras eran más horribles y de expresión más cruel que las de los salvajes más feroces cuando ostentan sus prendas y pinturas más bárbaras. Falsas[234] cejas y bigotes falsos servían de adorno a unos rostros repugnantes, todos salpicados de sangre, rostros contraídos por la ira y el desenfreno. Mientras aquellos desalmados daban a la piedra vueltas y más vueltas, algunas mujeres aproximaban a sus labios vasijas llenas de vino. La escena no podía ser más nauseabunda ni más feroz. Sangre, vino y fuego eran los elementos constitutivos del cuadro; sangre que llenaba las caras y las manos de todos los monstruos que allí había, vino que rezumaban sus hediondas bocas, y fuego que brotaba en chispas brillantes de la piedra de afilar. Empujándose y atropellándose unos a otros en su afán de afilar cuanto antes sus instrumentos de matanza, se veían hombres desnudos de cintura arriba, tintos en sangre los brazos, los cuellos, las caras y el cuerpo; hombres cubiertos de harapos, con los harapos tintos en sangre; hombres engalanados con prendas de vestir mujeriles, con encajes, cintas y sedas, y las sedas y las cintas y los encajes tintos en sangre. Hachas, cuchillos, bayonetas, sables, espadas, todos los instrumentos que afilaban estaban tintos en sangre. Algunos llevaban las espadas o las hachas sujetas a las muñecas con tiras de tela o pedazos de vestidos; las ligaduras variaban, pero no el color, todas eran rojas.
Lorry y el doctor retrocedieron no bien tropezaron sus ojos con la repugnante escena.
—Están asesinando a los prisioneros—dijo Lorry, contestando a la pregunta muda que el doctor acababa de dirigirle.—Si tiene usted seguridad de lo que dice, si realmente posee la influencia que cree poseer, y que yo también creo que posee, dése a conocer a esos demonios y hágase llevar a La Force. Puede que sea ya tarde, quién sabe; pero de todas suertes, no pierda ni un segundo.
El doctor Manette estrechó la mano de su amigo y, sin contestar palabra, sin cubrirse siquiera, bajó al jardín.
Su pelo blanco como la nieve, su rostro, que no podía menos de llamar la atención, la decisión con que apartó las armas de aquella turba de monstruos, le abrieron el camino hasta el centro de la reunión, hasta la misma piedra de afilar. Lorry observó que callaban todos, que en medio de un silencio solemne se alzaba vibrante la voz del anciano, que todos escuchaban atentos, que todos miraban al orador con el respeto más profundo; y al cabo de breves minutos, vió que más de veinte hombres formaban compacto grupo, que rodeaban al doctor y, entronizándolo sobre sus hombros, salían a la calle gritando con entusiasmo delirante:
—¡Viva el prisionero de la Bastilla!
—¡Queremos al pariente del de la Bastilla preso en La Force!
—¡Paso al prisionero de la Bastilla!
[235] —¡Libertad al prisionero Evrémonde, encerrado en La Force!
Lorry cerró la ventana muy esperanzado, y se apresuró a reunirse con Lucía, a la que refirió que su padre, auxiliado por el pueblo, había ido a buscar a su marido. Con Lucía estaba su hija y la señorita Pross, pero tal era la confusión del buen Lorry, que ni le sorprendió siquiera encontrarlas allí hasta mucho rato después.
La noche fué horrible. Lucía, presa de estupor, estaba sentada en el suelo retorciéndose las manos, y la señorita Pross, después de acostar a la niña, cedió al sueño que la acosaba y quedó dormida con la cabeza doblada sobre la camita de la niña. ¡Noche horrible, durante la cual Lorry hubo de escuchar los constantes sollozos de la desventurada Lucía! ¡Noche horrible, noche eterna, noche de angustias, noche de ansiedad, noche pasada esperando la llegada de un padre que no llegaba, la llegada de noticias de un marido colocado al borde del sepulcro, y las noticias no venían!
Dos veces más repicó con violencia la campana de la verja, dos veces más se repitió la irrupción, dos veces más pusieron en movimiento la piedra de afilar. Lucía se asustó.
—¿Qué es eso?—preguntó.
—¡Silencio!—respondió Lorry.—Son los soldados que afilan sus espadas. La casa es hoy una propiedad nacional, hija mía.
Alboreó el nuevo día. Lorry pudo desasirse de las crispadas manos de Lucía y se asomó a la ventana. Junto a la piedra de afilar, un hombre, cubierto de sangre de pies a cabeza, semejante a un soldado herido que recobra el conocimiento en el campo de batalla, se levantaba del suelo sobre el que había estado tendido y miraba con expresión estúpida en rededor. Aquel asesino cansado de matar vió los soberbios carruajes del señor, se dirigió a uno de ellos con paso vacilante, abrió la portezuela, y se encerró en su interior dispuesto a descansar de las fatigas de la noche sobre los mullidos almohadones.
Una de las reflexiones primeras que sugirió al señor Lorry su entendimiento práctico, tan pronto como sonó al día siguiente la hora de dar comienzo a las operaciones del Banco, fué que carecía de derecho para crear dificultades y atraer peligros sobre el Banco Tellson, concediendo albergue en el edificio del mismo a la esposa de un emigrado preso. Sin un segundo de vacilación, con alegría, con toda su alma, hubiese sacrificado ante el altar del cariño que a Lucía y a su hija profesaba todo cuanto poseía, incluso su libertad y su vida; pero el gran esta[236]blecimiento bancario no era suyo, y en lo referente a negocios, Lorry era rígido, inflexible.
Consecuencia de sus cavilaciones, fué pensar en Defarge, y al pensamiento siguió la decisión de llegarse a la taberna y rogar a su dueño que le indicase un refugio seguro para Lucía, si es que lo había en aquella ciudad perturbada, refugio que muy bien podía ser, si a ello se prestaba Defarge, el mismo sotabanco en que en tiempos pasados vivió el doctor Manette. Desechó, empero, este proyecto, apenas concebido, en atención a que la taberna estaba enclavada en el barrio más peligroso de la ciudad y a que Defarge, persona influyente, a no dudar, entre los habitantes de aquella región violenta, andaría metido de lleno en las empresas que allí se fraguaban y maduraban.
Próximas ya las doce de la mañana, como el doctor no pareciera, y cada minuto que pasaba tendía a multiplicar el compromiso en que había colocado al Banco Tellson, Lorry decidió celebrar consejo con Lucía. Manifestó ésta que su padre le había hablado de alquilar una habitación en aquel mismo distrito, no lejos del Banco. Visto que el proyecto del doctor no estaba en oposición con los negocios del Banco, y previendo Lorry que por bien que la situación de Carlos se solucionara, aun cuando merced a la intervención e influencia del doctor fuese puesto en libertad, habría de serle imposible escapar de la ciudad, salió inmediatamente a buscar habitación conveniente y la encontró en una calle aislada rodeada de edificios deshabitados.
Sin perder momento trasladó a la habitación mencionada a Lucía, a su hija y a la señorita Pross, a las cuales dió cuantos consuelos pudo, que fueron más de los que él mismo tenía. Dejó con ellas a Jeremías Lapa y volvió a engolfarse en sus ocupaciones.
Pasó el resto del día triste, preocupado y receloso, hasta que llegó la hora de cerrar el establecimiento. Retiróse entonces a su habitación, como el día anterior, y estaba pensando en las resoluciones que le convendría adoptar, cuando oyó ruido de pasos en la escalera. Segundos después se le presentaba un hombre que, mirándole con mirada penetrante, se le dirigía por su nombre.
—A su disposición, señor Lorry. ¿Me conoce usted?
Era un individuo de constitución sólida, de pelo negro naturalmente rizado y de unos cuarenta y cinco años de edad.
—¿Me conoce usted?—repitió.
—He visto a usted en alguna parte.
—¿En mi tienda de vinos, quizás?
Más interesado que nunca, y no poco agitado, preguntó Lorry:
—¿Viene usted de parte del doctor Manette?
—Sí; vengo de parte del doctor Manette.
—¿Y qué dice? ¿Me envía algo?
Defarge puso en la mano que anhelante le tendía Lorry un pedazo de papel, que contenía las palabras siguientes, escritas de puño del doctor:
«Carlos sin novedad, pero no puedo yo abandonar el sitio en que me encuentro. He logrado que el portador de esta lleve dos líneas de Carlos para su mujer. Haga que el dador se vea con mi hija.»
Estaba fechada la misiva en La Force una hora antes.
—¿Tiene usted la bondad de acompañarme a la casa en que reside la esposa de Carlos?—preguntó Lorry, sin ocultar la alegría que la lectura del billete le había producido.
—Sí—contestó Defarge.
Sin parar mientes en el tono reservado y curiosamente mecánico con que Defarge hablaba, Lorry se encasquetó el sombrero y bajó con su visitante al jardín, donde encontraron a dos mujeres, una de ellas haciendo calceta.
—¿La señora Defarge?—preguntó Lorry, quien la había dejado ocupada en lo mismo diez y siete años antes.
—La misma—contestó el marido.
—¿Viene con nosotros su señora?—preguntó Lorry, al observar que las mujeres echaban a andar.
—Sí. Viene para reconocer las caras y conocer a las personas. Es una medida que conviene a la hija del doctor.
Lorry, a quien comenzaron a parecerle extrañas la actitud y palabras de Defarge, dirigióle una mirada recelosa y continuó andando. Siguieron las dos mujeres, una de las cuales era la llamada La Venganza.
Cruzaron las calles inmediatas con cuanta rapidez les fué posible, subieron la escalera del domicilio de Lucía, Jeremías les franqueó la entrada, y encontraron a la esposa de Carlos sola y llorando. Las noticias que acerca de su marido la dió Lorry la llenaron de alegría, y estrechó con efusión la mano que la entregaba las breves palabras escritas por su Carlos... sin pensar en lo que la noche anterior había estado haciendo aquella mano muy cerca de la persona de su marido, ni en lo que con éste hubiese hecho de no impedirlo una casualidad feliz.
«Valor, queridita mía. Estoy bien, y tu padre goza de influencia sobre los que me rodean. No puedes contestarme. Besa por mí a nuestro ángel.»
Nada más decía el billete. Era, sin embargo, tanto para la desventurada que acababa de recibirlo, que en su agradecimiento se volvió hacia la mujer de Defarge y besó con efusión las manos que hacían calceta. Fué un acto de esposa apasionada, amante, agradecida; pero la mano que de aquel fué objeto no lo contestó. Separóse de sus labios pesada, fría como el hielo, y continuó haciendo media.
Algo encontró Lucía en aquella mano que la estremeció. En el instante mismo en que llevaba la diestra a su seno para guardar allí el billete recibido, sus ojos, clavados en el rostro de la tabernera, reflejaron un terror infinito. La señora Defarge contestó a su mirada con otra que rebosaba impasibilidad, hielo.
—Mi querida Lucía—dijo Lorry, tratando de explicar la presencia de las mujeres,—son muy frecuentes las conmociones en las calles, y aunque no es probable que nadie moleste a usted, ha venido la señora Defarge con objeto de ver a las personas hasta las cuales puede extender su protección, pues conviene que las conozca bien a fin de poder identificarlas en cualquier momento dado. Creo, ciudadano Defarge—terminó sin atreverse a prodigar nuevas palabras de consuelo,—que he expuesto la verdad del caso, ¿no es cierto?
Defarge dirigió a su mujer una mirada sombría y se limitó a exteriorizar su conformidad por medio de un gruñido.
—Creo, Lucía, que sería conveniente que salieran la niña y la señorita Pross—repuso Lorry.—Nuestra excelente Pross, Defarge, es una señora inglesa, que desconoce por completo el francés.
La señora en cuestión, en cuyo pecho arraigaba muy honda la creencia de que se bastaba y hasta se sobraba para poner en cintura a cualquier extranjero, y no había perdido su serenidad de ánimo, no obstante las perturbaciones y anarquía reinantes en París, se presentó con los brazos cruzados, y dirigió una mirada castizamente inglesa a La Venganza, con cuyos ojos tropezaron desde el primer momento los suyos.
—¡Hola, descarada!—dijo en inglés.—Me alegro de verla buena.
También dirigió una o dos palabras a la señora Defarge; pero ni la una ni la otra tuvieron por conveniente contestar.
—¿Es ésa la niña?—preguntó la señora Defarge, suspendiendo por primera vez su tarea y apuntando a Lucía con la aguja de hacer media cual si fuera el dedo de la Fatalidad.
—Sí, señora—contestó Lorry.—Esa es la hija adorada y única de nuestro pobre prisionero.
La sombra que acompañaba a la señora Defarge y compañeros tomó tonos tan tétricos y amenazadores, que la pobre madre cayó instintivamente de rodillas al lado de su hija y la estrechó contra su amante pecho. La sombra que acompañaba a la señora Defarge y compañeros pareció extenderse entonces negra, amenazadora, sobre la madre y la hija.
—No hace falta más—dijo la tabernera.—Los hemos visto ya. Vámonos.
Aquellas palabras entrañaban amenazas muy encubiertas, sí, pero no tanto que no las penetrase el instinto maternal. He aquí por qué Lucía, tendiendo sus brazos[239] suplicantes hacia la señora Defarge, dijo:
—¿Tratarán con bondad a mi pobre marido? ¿Verdad que no le harán daño? ¿Que me conseguirán que pueda verle, si de ustedes depende?
—No es tu marido el que aquí me ha traído—replicó la señora Defarge, mirando a Lucía con calma espantosa.—Lo único que me interesa es la hija de tu padre.
—Por mí, pues, sea compasiva con mi marido... ¡por mí y por mi pobre hijita! ¡Mi hija tiende conmigo hacia ustedes sus manecitas y las suplica que no cierren su corazón a la voz de la piedad! ¡Más miedo nos inspiran ustedes que toda la ciudad junta!
La Defarge recibió esta frase última como un cumplimiento, y volvió sus ojos hacia su marido. Este, que escuchaba a Lucía mordiendo la uña de su pulgar, acentuó la expresión dura de su rostro al sentir sobre él la mirada de su mujer.
—¿Qué es lo que en esa cartita te dice tu marido?—preguntó la tabernera con sonrisa sarcástica.—¿No habla sobre influencia?
—Dice que mi padre goza alguna influencia sobre los que le rodean—contestó Lucía, sacando apresuradamente el billete del pecho, pero con sus ojos llenos de alarma puestos sobre su interlocutora y no sobre el papel.
—En ese caso, él le salvará—observó la tabernera;—no tenemos por qué mezclarnos nosotros.
—Como esposa y como madre—exclamó Lucía con expresión de ansiedad inmensa,—imploro la piedad de ustedes y les pido de rodillas que no empleen el poder que poseen en contra de mi marido, sino en su favor. ¡Hermanas mías... hermanas mías! ¡Acuérdense de que es una esposa y una madre la que se lo ruega!
La señora Defarge miró a la suplicante con la frialdad de siempre, y dijo, volviendo su rostro hacia La Venganza:
—Las esposas y madres que desde que nacimos, o poco menos, estamos acostumbradas a ver, han sido tratadas con grandes consideraciones, ¿verdad? ¿No es cierto que con gran frecuencia hemos visto a sus maridos y a sus padres sepultados en inmundos calabozos? Desde que vinimos al mundo, ¿no hemos visto sufrir a nuestras hermanas, en sus personas y en las de sus hijos, pobrezas, desnudeces, hambres, sed, enfermedades, miserias, opresiones y desprecios de toda clase?
—Jamás vimos otra cosa—respondió La Venganza.
—Todas esas cosas las hemos sufrido durante mucho, muchísimo tiempo—repuso la tabernera dirigiéndose a Lucía.—Ahora dime, juzga por ti misma; ¿crees probable que el dolor de una esposa y la ansiedad de una madre hagan mella en nosotras?
Continuó haciendo media y salió. Tras ella echó a andar La Venganza y Defarge salió el últi[240]mo, cerrando la puerta al salir.
—¡Valor, mi querida Lucía!—exclamó Lorry, alzándola del suelo.—¡Valor y valor! Hasta ahora todo va bien... mucho, muchísimo mejor de lo que podíamos prometernos. ¡Levante su corazón, querida Lucía, y demos gracias al Cielo!
—No me falta un corazón agradecido ni dejo de abrigar esperanzas; pero aquellas mujeres horribles son como sombras negras que obscurecen el cielo de mis esperanzas.
—¡Chitón, chitón!—exclamó Lorry—¿Cómo se entiende? ¿Es posible que en ese bravo corazoncito tenga entrada el abatimiento? ¡Sombras! Las sombras nada significan, Lucía, son inconsistentes... ¡nada!
Pese a sus palabras él mismo sentía también la influencia, la opresión, de aquellas sombras fatídicas y, aunque no lo confesaba, es lo cierto que le preocupaban y perturbaban en extremo.
Cuatro días duró la ausencia del doctor Manette.
Con tal diligencia ocultaron a Lucía la mayor parte de los horrorosos acontecimientos ocurridos en ese lapso de tiempo, que hasta mucho tiempo después, cuando ya se encontraba a gran distancia del territorio francés, no supo que mil cien prisioneros indefensos, de ambos sexos y de todas las edades, habían sido brutalmente asesinados por un populacho ebrio de sangre, que durante aquellos cuatro días con sus noches no cesaron ni por un segundo las hazañas de horror, que las calles de la ciudad en que vivía estaban inundadas de sangre y que la atmósfera que respiraba era una atmósfera saturada de emanaciones de sangre. Las únicas noticias que a sus oídos llegaron fueron que el populacho había atacado las prisiones, que todos los presos políticos habían corrido serios peligros, y que algunos habían sido arrastrados por las calles y asesinados.
El doctor comunicó al señor Lorry, no sin exigirle el secreto más absoluto, que las turbas le obligaron a presenciar brutales escenas de carnicería y de sangre en la prisión de La Force; que allí había encontrado en funciones permanentes a un Tribunal, ante el cual eran presentados uno a uno los prisioneros, que inmediatamente eran condenados a muerte y ejecutados, o puestos en libertad (muy pocos), o bien encerrados de nuevo en sus celdas. Añadió que, habiéndole presentado al Tribunal en cuestión los patriotas que le acompañaban, expuso él su nombre y su profesión e hizo constar que, sin previa acusación, y como consecuencia sin previa sentencia, había sido por[241] espacio de diez y ocho años prisionero secreto de la Bastilla; y que uno de los individuos que componían el Tribunal se levantó y le identificó, resultando ser Defarge el individuo de referencia.
Dijo que por los registros que sobre la mesa del Tribunal había pudo cerciorarse de que su yerno figuraba entre los prisioneros vivos, y que le defendió con gran calor ante el Tribunal, algunos de cuyos miembros roncaban desaforadamente mientras otros estaban despiertos, y entre los cuales los había manchados con sangre de pies a cabeza y limpios de crímenes (muy pocos), algunos sobrios y otros borrachos (casi todos), en honor a la Libertad. Que en el primer momento de entusiasmo, consiguiente a la presencia en aquel lugar de un hombre que tanto había sufrido, de un mártir torturado por la situación derribada, le concedieron que Carlos compareciera inmediatamente ante aquel Tribunal extraño y fuera examinado. Que cuando todo hacía suponer que iban a decretar su libertad, las corrientes decididamente favorables tropezaron con obstáculos, cuyo origen y naturaleza eran misterios para el doctor, los cuales dieron margen a una conferencia secreta. Que el sujeto que ocupaba el sillón presidencial manifestó seguidamente al doctor que el prisionero debía continuar recluído, aunque, en atención a las torturas del doctor, la persona de aquél sería inviolable. Que inmediatamente, a una señal del presidente, el prisionero fué conducido de nuevo a su calabozo, pero que él, el doctor, con tal insistencia solicitó permiso para permanecer allí a fin de asegurarse de que su yerno, por equivocación o por malicia, no era entregado a las turbas, cuyos feroces aullidos ensordecían a los jueces, que le fué concedida la autorización solicitada, y que no se movió de la Sala de la Sangre hasta que finalizó la escena última del sangriento drama.
Imposible detallar todas las brutalidades, todos los actos de feroz salvajismo que hubo de presenciar el doctor durante aquellos cuatro días con sus noches. La loca alegría a que se entregaban los prisioneros que conseguían un fallo absolutorio le impresionó casi tanto como la loca ferocidad con que el populacho hacía pedazos a los que resultaban condenados. Hubo un prisionero a quien el Tribunal declaró absuelto y que, al salir libre a la calle, un monstruo, por equivocación sin duda, le asestó una lanzada. El doctor Manette, a quien rogaron que saliera a curar al herido, salió inmediatamente a la calle y le encontró rodeado y atendido por infinidad de compasivos Samaritanos, sentados todos ellos sobre los cadáveres de sus víctimas. Dando pruebas de una inconsistencia inconcebible por lo monstruosa, ayudaron al doctor, atendieron al herido con solicitud[242] ejemplar, improvisaron una camilla y lo transportaron... pero hundiendo una vez más sus armas asesinas en los cadáveres que llenaban la calle y realizando otras brutalidades tan repugnantes, que el doctor hubo de cubrirse los ojos con las manos, y ni aun así pudo evitar caer desmayado en medio de aquellas fieras.
Vivos temores asaltaron al buen Lorry, mientras escuchaba el pavoroso relato de labios de su amigo, cuya edad frisaba ya en los sesenta y dos años, de que las espantosas escenas que había presenciado dieran vida nueva al peligro antiguo. Acaso se equivocase, sin embargo, y la causa de su equivocación fuera el hecho de no haber visto nunca a su amigo bajo el aspecto y carácter en que entonces le veía. Por primera vez en su vida comprendía el doctor que sus sufrimientos pasados eran para él fuente de energías y de influencia; por primera vez sintió que en aquella fragua ardiente forjaba poco a poco los hierros que habían de quebrantar las puertas de la prisión en que estaba encerrado el marido de su hija y concederle la libertad.
—En medio de todo fué un bien, amigo mío; no todo han sido calamidades y ruinas. De la misma manera que mi hija idolatrada hizo cuanto humanamente podía hacer para que yo recobrara la salud del cuerpo y la del alma, yo no descansaré hasta que la devuelva a ella lo que constituye la porción más querida de sí misma. ¡Con la ayuda del Cielo lo haré!
Tales fueron las palabras pronunciadas por el doctor Manette, una vez hubo terminado la exposición de hechos. Y cuando Mauricio Lorry vió chispear en sus ojos el fuego del entusiasmo, y cuando reparó en la serenidad tranquila de aquel hombre, cuya vida, paralizada por espacio de varios años, resurgía de nuevo pletórica de energías, abrió su pecho a la esperanza, y creyó.
Obstáculos mucho mayores que los que ante el doctor se alzaban habrían cedido ante una perseverancia tan indomable como la suya. Sin rebasar los linderos de su profesión como médico, cuya misión es alternar con todas las clases y condiciones sociales, tanto con los presos como con los que de libertad gozan, lo mismo con los ricos que con los pobres, sin distinción de opresores y de oprimidos, de buenos y de malos, de sabios y de ignorantes, con tal sagacidad supo emplear su influencia, que no tardó en ser nombrado médico inspector de las cárceles, y como consecuencia, de la de La Force. Pudo asegurar a Lucía que su marido ya no permanecía solo en una celda aislada, sino mezclado con la generalidad de los prisioneros; pudo visitar una vez a la semana al marido de su hija y transmitir a ésta mensajes de aquél; consiguió que Lucía recibiera algunas cartas de su ma[243]rido, bien que nunca por conducto del mismo doctor, pero no consintió que aquélla las dirigiera a Carlos, pues entre todos los emigrados que sufrían en las cárceles, ninguno despertaba en el populacho tantas sospechas como aquellos de quienes se sabía que tenían parientes fuera.
No cabe dudar que aquella fase nueva de la vida del doctor llevaba consigo ansiedades sin cuento, pero Lorry, a quien no faltaba sagacidad, comprendió desde el primer momento que a las ansiedades se unía cierto orgullo que actuaba en ella como poderoso sostén. Nada de inconveniente tenía aquel orgullo, al contrario, era un orgullo natural y digno. Sin embargo, Lorry lo observaba como curiosidad digna de estudio. Sabía el doctor que hasta entonces, tanto su hija como su amigo habían atribuído a sus largos años de encierro su aflicción personal, su debilidad, su agotamiento. Pero las circunstancias habían variado radicalmente; y persuadido de que sus antiguas torturas le hicieron dueño de fuerzas que podía poner al servicio de la causa de Carlos, de fuerzas que bien empleadas podían dar como resultado la libertad del marido de su hija, llegó a exaltarse en tales términos, que tomó la dirección del asunto y aceptó a los demás en calidad de cooperadores secundarios, como acepta el que se considera fuerte el auxilio de otras personas a quienes tiene por débiles. Se invirtieron las posiciones respectivas del doctor y de su hija, bien que solamente en lo que podían invertirse sin menoscabo del cariño más tierno y del amor más acendrado, pues el padre cifraba todo su orgullo en prestar algún servicio a la que tan inmensos se los había prestado a él.
—El fenómeno es muy curioso—pensaba Lorry;—pero muy natural y muy noble. Toma, pues, la jefatura, mi querido amigo, encárgate de la dirección y consérvala: no puede estar en mejores manos.
Mucho trabajó el doctor para conseguir que su yerno fuera puesto en libertad, o bien para que compareciera ante el Tribunal que decidiera su suerte, mas no logró vencer las corrientes arrolladoras entonces desencadenadas. Había alboreado una era nueva, el Rey había sido sentenciado, condenado y decapitado; la República de la Libertad, de la Igualdad, de la Fraternidad o la Muerte había declarado que vencería al mundo alzado en armas contra ella o moriría; en lo alto de las torres de Nuestra Señora flameaba día y noche la bandera negra; trescientos mil hombres, evocados por el soplo potente que los llamaba para combatir a los tiranos de la tierra, brotaron de las distintas provincias de Francia, cual si los dientes del feroz dragón, sembrados al vuelo, hubiesen nacido y fructificado por igual en las montañas y en las llanuras, en las rocas y en la grava, en los[244] terrenos secos y en los pantanosos, bajo el hermoso cielo meridional y bajo el brumoso del norte, en los eriales y en los bosques, en las viñas y en los olivares, entre los trigos y entre las hierbas, en las hermosas vegas bañadas por los ríos y en las arenosas playas besadas por el mar. ¿Qué esfuerzo particular, por inmenso que fuera, era capaz de luchar contra el diluvio del Año Uno de la Libertad... un diluvio que brotaba abajo en vez de venir de las nubes, un diluvio que anegaba a Francia estando cerradas las compuertas de los cielos?
Del suelo francés habían quedado desterradas la pausa, la piedad, la compasión, la paz, el descanso, el sosiego, la medición del tiempo. Los días y las noches se sucedían como siempre, es verdad; a la noche seguía la mañana y comenzaba un día nuevo, pero la cuenta del tiempo no pasaba de allí, pues su percepción se había perdido en la fiebre devoradora de una nación, de la misma manera que la pierde un enfermo en su fiebre individual. Hoy interrumpía el silencio sobrenatural de toda una ciudad el verdugo, mostrando al pueblo la cabeza del Rey, y otro día presentaba la cabeza de una Reina célebre por su hermosura, que no necesitó más que ocho meses de viudez y de miserias para que sus cabellos sé trocaran de rubios que eran en blancos como la nieve.
Sin embargo, cumpliéndose una vez más la ley extraña de las contradicciones, el tiempo, no obstante volar con vertiginosa rapidez, parecía arrastrarse con lentitud desesperante. Un tribunal revolucionario en la capital y cuarenta y cinco mil comités revolucionarios funcionando en la nación; una Ley de Sospechosos que barrió las garantías en que descansan la libertad y la vida y entregó a toda persona buena o inocente en manos de cualquier malvado, de cualquier criminal; prisiones atestadas de gente que no habían cometido falta alguna y a quienes se cerraban todos los caminos que pudieran conducir a su justificación, tales eran los principios en que descansaba el orden social establecido, principios que parecían de uso antiguo a las pocas semanas de implantados. Por encima de todo, descollaba una figura fatídica que con rapidez brutal se hizo tan familiar a los franceses como si fuera anterior a los fundamentos del mundo; la figura de la esposa llamada Guillotina.
El pueblo la había convertido en manantial inagotable de chistes. Era el remedio más eficaz para curar el dolor de cabeza, el preventivo más infalible contra las canas y la calvicie, daba al cutis una delicadeza especial, era la Navaja Barbera Nacional que mejor afeitaba, el que tenía la suerte de besar a la Guillotina, miraba por un agujerito y estornudaba dentro de un cesto; era[245] el signo de la regeneración del género humano y había eclipsado a la Cruz. Muchas gargantas que antes llevaron crucecitas ostentaban ahora dijes-guillotina y eran infinitos los que jamás creyeron en la Cruz y, sin embargo, creían en la Guillotina y ante ella se postraban.
Tantas eran las cabezas que cortaba, que lo mismo que el feroz aparato como el suelo que deshonraba rezumaban sangre. Formada de varias piezas desmontables, como los rompe-cabezas, la armaban cuantas veces debía entrar en funciones. Era una señora cuya misión principal consistía en hacer enmudecer a la elocuencia, en humillar a los poderosos y en concluir con la hermosura y con la bondad. En una mañana, y en veintidós minutos, había rebanado veintidós cabezas de otros tantos amigos del bien público, de ellos veintiuno vivos, y uno muerto antes de subir al tablado fatal. El funcionario público encargado de manejarla había heredado el nombre de aquel prodigio de fuerzas de que nos habla el Antiguo Testamento; pero el Sansón francés, armado de la Guillotina, era mucho más fuerte y robusto que su tocayo israelita, y más ciego y más bruto, pues todos los días y a todas horas arrancaba las puertas del mismo Templo de Dios.
Caminaba el doctor Manette entre estos horrores y entre la ralea que los producía con la cabeza firme, lleno de confianza en su poder, siempre tendiendo al fin que se había prefijado, bien que cautelosamente, y sin poner en tela de juicio que el resultado de sus esfuerzos sería en definitiva la libertad del marido de Lucía. Era, empero, tan impetuosa la corriente del tiempo, tan profundas las aguas, volaba aquél con furia tan tremenda, que Carlos continuaba pudriéndose en la cárcel a los quince meses de haber entrado en ella sin que la robusta confianza del doctor se conmoviera. Durante el mes de diciembre, la Revolución arreció de tal manera en sus furias, que los ríos del Sur con dificultad podían correr por sus espaciosos cauces, llenos de montones de cadáveres de los que durante la noche eran ahogados violentamente en sus aguas. Los prisioneros eran arcabuceados por docenas, por cientos, por millares; pero el doctor continuaba avanzando entre tantos horrores con paso firme y cabeza sólida. En París no había hombre más conocido que él ni que en situación más extraña se encontrase. Silencioso, humano, indispensable en los hospitales y en las cárceles, prodigando los auxilios de la ciencia lo mismo a los asesinos que a las víctimas, puede decirse que era un hombre aparte. En el ejercicio de su profesión, el cautivo de la Bastilla era el ídolo del pueblo. Más que hombre, parecía Espíritu que se movía entre los mortales.
Un año y tres meses. No disfrutó Lucía de un minuto de tranquilidad durante todo ese tiempo, pues jamás pudo hoy asegurar que la cabeza de su marido no rodaría al día siguiente. A todas horas rebotaban sobre el empedrado de las calles carretas de la Muerte llenas de condenados. Lindas muchachitas, señoras en el apogeo de su hermosura, cabezas de pelo negro, de pelo castaño, de pelo rubio, de pelo blanco; jóvenes robustos, pletóricos de vida, y ancianos encorvados bajo el peso de los años, caballeros y labriegos, damas y campesinas, todos proporcionaban vino rojo a la Guillotina, saliendo diariamente de las obscuras cuevas de sus inmundos calabozos y conducidos en procesión interminable por las calles para apagar la sed devoradora de aquélla. Libertad, Igualdad, Fraternidad o Muerte... Más frutos has dado de Muerte que de Libertad, Igualdad ni Fraternidad, ¡oh Guillotina!
Si lo brusco e inesperado de sus calamidades y el rodar vertiginoso de las ruedas del tiempo hubieran aturdido a la hija del doctor, sumiéndola en ese estado de desesperación ociosa, seguramente la habría enviado a la tumba o al manicomio, como ha enviado con menos motivos a tantas otras, pero desde el instante en que estrechó contra su pecho juvenil aquella cabeza de cabellos de nieve en el sotabanco de la taberna del barrio de San Antonio, se había consagrado al cumplimiento estricto de sus deberes, y los cumplió con tanta abnegación en los días de prueba, como en los de calma y felicidad.
No bien se instalaron en su nueva residencia, y tan pronto como su padre entró de lleno en el ejercicio de su profesión, Lucía arregló su reducido hogar exactamente lo mismo que si a su lado hubiese tenido a su marido. El orden era perfecto en aquella casa. Lucita daba sus lecciones con la regularidad misma de su casa de Londres. Los inocentes artificios con que la desolada esposa pretendía engañarse a sí misma, infiltrando en su pecho la creencia de que muy pronto tendría la dicha de abrazar a su marido, los preparativos de marcha que todos los días hacía... juntamente con las plegarias solemnes que todas las noches dirigía al Cielo en favor de un prisionero especial, en favor de un desgraciado determinado de los muchos que gemían en las tétricas antesalas de la muerte, eran los consuelos únicos de su conturbada alma.
Su aspecto exterior varió muy poco. Su sencillo vestidito negro, muy semejante a los crespones de la viudez, así como el de su hija, negro como el suyo, refleja[247]ban tanta limpieza y tanto esmero como reflejaron los que usó en sus días más felices. Perdió la frescura de su rostro, constantemente triste y decaído, pero en nada decayeron su hermosura y gentileza. A veces, por la noche, en el momento de besar a su padre, buscaba salida por sus ojos el llanto almacenado en su pecho durante las horas interminables del día, pudiendo decirse que aquél era su único consuelo en la tierra. El doctor contestaba invariablemente con decisión:
—Nada puede sucederle sin que yo lo sepa, y yo sé que puedo salvarle, hija mía.
No habían transcurrido muchas semanas, cuando una noche, al regresar a casa, la dijo su padre:
—Mira, querida; en lo más alto del edificio de la cárcel hay una ventana, hasta la cual puede llegar algunas veces Carlos a las tres de la tarde. Cuando lo consigue, lo que depende de circunstancias e incidentes ocasionales, y como consecuencia inciertos, cree que podría verte, si estuvieras en un sitio determinado de la calle que yo te indicaré. En cambio tú, pobre hija mía, no podrás verle a él, fuera de que, aun cuando pudieras, sería peligroso que hicieras la señal más insignificante de reconocimiento.
—¡Oh padre mío! Enséñame el sitio, y allí estaré yo todos los días.
A partir de aquella noche, Lucía, todos los días, fueran buenos o malos, de sol o de lluvia, de calor o de frío, pasó en el sitio que le indicó su padre dos horas. Allí estaba en el momento que los relojes de la ciudad dejaban oir las dos campanadas, y allí continuaba hasta las cuatro, hora en que se retiraba con santa resignación. Cuando el tiempo no estaba excesivamente malo, llevaba consigo a Lucita; en caso contrario, iba sola; pero no faltó ni un solo día.
El lugar de espera era un sitio obscuro y sucio de una calleja estrecha y tortuosa. No había en ella más que una casa habitada por un hombre que se dedicaba a aserrar leños para la lumbre; todo lo demás de la calle era muro correspondiente a edificios que tenían la entrada por otra paralela.
Al tercer día de acudir Lucía al sitio indicado por su padre, la vió el aserrador.
—Buenas tardes, ciudadana.
—Buenas tardes, ciudadano.
Era la salutación prescripta nada menos que por un decreto. Habíanla implantado algún tiempo antes los patriotas más exaltados, pero por la época a que nos referimos, era obligatoria para todo el mundo.
—¿Paseando por aquí, ciudadana?
—Ya lo estás viendo, ciudadano.
El aserrador, que en tiempos anteriores había sido peón caminero, alzó los ojos, extendió el[248] brazo en dirección a la cárcel, llevó ambas manos a la cara colocando los dedos en forma que representasen una reja, miró a través de los mismos, y soltó una risotada significativa.
—No es asunto mío—dijo,—y continuó aserrando.
Al día siguiente, parece que el aserrador estaba esperando a Lucía, pues se abocó con ella no bien hizo su aparición en la calleja.
—¿Otra vez de paseo por aquí, ciudadana?
—Sí, ciudadano.
—¡Ah! ¿Y con una niña? Tu mamá, ciudadanita, ¿no es verdad?
—¿Contesto que sí, mamá?—preguntó en voz baja la niña, acercándose a su madre.
—Sí, querida, sí.
—Sí, ciudadano—respondió Lucita.
—¡Ah! No es asunto mío. Lo único que me interesa es trabajar... Mira mi sierra, ciudadana... La llamo mi querida Guillotina... La, la, la, la, la... y cae una cabeza.
En efecto; mientras hablaba, cayó el trozo de leño, y el aserrador lo metió en un cesto.
—Yo me doy el nombre de Sansón el de la Guillotina del combustible. Manejo mi aparato, y cae una cabeza... Ahora cae una cabeza de mujer... ¿estás viendo, ciudadana? Llega el turno a la niña... ¡paf! ¡Adiós, cabecita! Concluí con toda la familia.
Repugnaba a Lucía ver aserrar los leños y no podía ver sin sentir un estremecimiento el acto de ponerlos en el cesto, pero le era imposible permanecer en aquel sitio durante las horas de trabajo del aserrador sin que éste la viese. En lo sucesivo, a fin de conquistarse sus simpatías, no sólo era ella la que se adelantaba a dirigirle la palabra, sino también le daba algunas monedas para beber, que él aceptaba sin hacerse de rogar.
Era el aserrador un sujeto sumamente curioso. Muchas veces, cuando Lucía, olvidada de su presencia permanecía largo rato con la vista fija en las rejas de la cárcel y el corazón puesto en su marido, al darse cuenta de su imprudencia, bajaba la vista y veía al aserrador que la miraba sonriente, puesta la rodilla sobre el banco y empuñando la sierra, pero sin trabajar. Cuando esto ocurría, por regla general decía «no es asunto mío,» y reanudaba el trabajo sin más comentarios.
En todo tiempo, lo mismo durante las nieves y hielos del invierno que aguantando los furiosos vendavales de la primavera, tanto bajo el sol abrasador de verano como bajo las torrenciales lluvias del otoño, ni un solo día dejó Lucía de pasar dos horas en aquel sitio, ni un solo día dejó de besar, al marcharse, los muros de la cárcel. Veíala su marido (lo sabía Lucía por conducto de su padre) una vez por cada cinco o seis que salía, dos o tres días consecutivos algunas veces, aunque también ocurría que se viese privado de[249] esa dicha durante una semana entera. Lucía estaba satisfecha con que la viese cuantas veces tuviera oportunidad de llegar hasta la ventana, y a trueque de no defraudarle una sola, hubiese salido no un día, no una semana; años enteros.
Llegó el mes de diciembre. Su padre continuaba caminando entre espantosos horrores, siempre con paso firme, siempre con cabeza sólida. Una tarde fría y lluviosa, Lucía llegó al rinconcito de costumbre. Era un día de regocijo general. Había visto aquélla las casas engalanadas con profusión de gorros atravesados en pequeñas lanzas, y adornados con cintas tricolores y con la inscripción, también tricolor (las letras tricolores estaban en gran moda): «República Una e Indivisible. Libertad, Igualdad, Fraternidad o Muerte.»
Tan mísero y reducido era el taller del aserrador, que toda su superficie resultaba casi insuficiente para la inscripción copiada. Coronaba la casa su correspondiente lanza provista de su indispensable gorro colorado, cual cuadraba a todo ciudadano que por bueno se tuviera, y en una ventana había colocado su sierra, bajo la cual se leía la inscripción siguiente: «La Santa Guillotina.» El taller estaba cerrado, el aserrador se encontraba ausente, y Lucía pudo saborear el placer de verse completamente sola.
No estaba, empero, muy lejos el aserrador. Duraba la espera de Lucía contados minutos, cuando sonaron en la calle recios gritos que la llenaron de terror. Segundos después, doblaban la esquina de la cárcel compactas muchedumbres, en cuyo centro iba el aserrador dando la mano a La Venganza. No bajarían las personas de quinientas, y bailaban como pudieran hacerlo quinientos mil demonios. Ni llevaban tampoco música, que para sus endiabladas danzas bastábales el ronco y discordante gritar de sus gargantas. Cantaban el himno popular a la Revolución, y se acompañaban con feroz entrechocar de dientes. Bailaban una danza feroz, que no describiremos, pues a nuestro propósito basta decir que el salvajismo reinante había convertido una distracción inocente en medio eficaz de encender la sangre, embotar los sentidos y endurecer el corazón.
Era la Carmañola. Lucía, horrorizada, yerta de espanto, habíase refugiado en el hueco de la puerta del aserrador, cubriéndose el rostro con las manos.
—¡Oh padre mío!—exclamó al separar las manos, y encontrarse inopinadamente frente al doctor.—¡Qué espectáculo tan cruel, tan repugnante!
—Lo sé, queridita mía, lo sé. Lo he presenciado muchas veces. No te asustes, que nadie ha de hacerte el menor daño.
—No me asusto por mí, padre mío; pero cuando pienso en mi[250] marido y en los arrebatos de esas gentes...
—Pronto le pondremos a cubierto de sus arrebatos. Le he dejado subiendo a la ventana y he venido a decírtelo. Como hoy nadie queda por aquí que pueda verte, no importa que envíes un beso con la mano a lo más alto del tejado, al mismo alero.
—Lo enviaré, padre mío, y con el beso enviaré mi alma entera.
—No puedes verle, pobre hija mía; ¿verdad?
—No, padre mío, no puedo—contestó Lucía llorando.
Sonaron algunos pasos y apareció la señora Defarge.
—Salud, ciudadana—dijo el doctor.
—Salud, ciudadano—contestó la tabernera, continuando la marcha sin detenerse.
—Dame el brazo, querida mía. Sal de aquí, pero fingiendo alegría, aunque ya sé que no puedes sentirla... Así, muy bien. Mañana comparecerá Carlos ante sus jueces.
—¡Mañana!
—No se puede perder tiempo. Todo lo tengo admirablemente dispuesto, pero hay necesidad de adoptar precauciones que es imposible ultimar hasta el momento mismo en que Carlos se presente ante el Tribunal. No ha recibido aún la citación, pero me consta que le citarán para mañana y que será trasladado a la Conserjería. Como ves, recibo las noticias con oportunidad. Supongo que no te asustarás, ¿eh?
A duras penas pudo balbucear la infeliz.
—Confío en ti.
—Puedes confiar, en la seguridad de no salir defraudada. Tus agonías tocan a su fin, amor mío. Dentro de breves horas le tendrás en tus brazos. Le he rodeado de todas las protecciones imaginables. Necesito ver a Lorry...
Interrumpióse el doctor. En la calle inmediata sonaba pesado ruido de carros. Una... dos... tres... Tres carretas cargadas de condenados conducidos al suplicio.
—Necesito ver a Lorry—repitió el doctor, volviendo la cabeza al lado contrario para no ver el fúnebre convoy.
El buen Lorry continuaba inmóvil en el edificio del Banco. Tanto él como los libros eran objeto de frecuentes requisas en calidad de bienes confiscados y convertidos en nacionales, lo que no fué óbice para que salvase cuanto le fué posible, a fuerza de entereza y de abnegación.
Estaba obscureciendo cuando el padre y la hija llegaron al Banco. La suntuosa residencia del señor continuaba desierta. Sobre la verja del jardín había una inscripción que decía así: «Propiedad Nacional. República Una e Indivisible. Libertad, Igualdad, Fraternidad o Muerte.»
¿Qué era del señor Lorry, que no se encontraba en su despacho? ¿A quién acababa de despedir[251] cuando salió, agitado y sorprendido, para estrechar entre sus brazos a su idolatrada amiguita? ¿A quién repitió las palabras que con balbuciente voz acababan de dirigirle a él, diciendo desde la puerta que estaba traspasando: «Trasladado a la Conserjería y citado para mañana?»
Sin exageración puede afirmarse que el formidable Tribunal de los Cinco no ya sólo funcionaba todos los días, sino también estaba en función permanente. Las relaciones de los prisioneros que debían comparecer ante el Tribunal al día siguiente eran entregadas todas las tardes a los alcaides de las cárceles, quienes, a su vez, leían a los interesados. En la jerga de la cárcel, a las listas en cuestión se las llamaba «Diarios de la noche.»
«Carlos Evrémonde, alias Darnay.»
Tal era el nombre que encabezaba el «Diario de la noche» correspondiente a La Force.
Apenas pronunciado el nombre, separóse el interesado del grupo de sus compañeros de infortunio y se colocó en el sitio destinado a los nombrados. Como Carlos Darnay había presenciado aquella escena centenares de veces, dicho se está que le sobraban motivos para conocer la costumbre.
El rechoncho alcaide le dirigió una mirada a través de los sucios cristales de las antiparras, sin las cuales no podía leer, a fin de cerciorarse de que había pasado al lugar que debía ocupar, y comprobado ese extremo, continuó leyendo la lista, haciendo una pausa parecida después de cada nombre. Veintitrés fueron los nombrados, pero como de ellos había fallecido uno en la cárcel, y la Santa Guillotina había hecho rodar las cabezas de otros dos, aunque ni de éstos ni de aquél se acordaba nadie, sólo veinte contestaron al llamamiento. La lista fué leída en la misma pieza abovedada donde Carlos encontró reunidos a tantos prisioneros la noche de su ingreso en la cárcel. Todos ellos habían sido despedazados por las turbas el día de la matanza general, y los que con posterioridad entraron, volvieron a salir para tomar en el cadalso el pasaje para el otro mundo.
Cruzáronse entre los que salían y los que quedaban algunas frases de despedida y de aliento, no muchas, pues aparte de tratarse de un incidente que se repetía todos los días, la sociedad de La Force tenía en proyecto para aquella noche la celebración de algunos juegos, y había que aprovechar el tiempo para ultimar el programa. Los que quedaban acompañaron a los que se iban hasta la reja de salida de la sala, vertieron algunas lágrimas, y se volvieron, pues era preciso rellenar los[252] veinte huecos que los ausentes dejaban vacantes, si no querían renunciar a los esparcimientos de la velada, y había que hacerlo antes de la hora de silencio, en que se confiaba la vigilancia del establecimiento a ejércitos de feroces mastines que llenaban los corredores y salas contiguas. Y no es que los prisioneros fueran insensibles ni duros de corazón; pero en su carácter, en su manera de ser, influía, como no podía menos, la condición de la época. De la misma manera que aquéllos vieron salir punto menos que impasibles a sus compañeros de infortunio, hubo muchos que, intoxicados, cediendo sin duda a una especie de fervor que hoy apenas se comprende, pero muy natural en aquel tiempo, desafiaron sin ninguna necesidad al pueblo, y corrieron espontáneamente en busca de las caricias de la guillotina, sin que en su acto influyera poco ni mucho la jactancia, sino la infección general consiguiente al brutal sacudimiento del alma pública. En épocas de pestilencia, se ven personas a quienes atrae misteriosamente el contagio, personas que desearían morir de él. Y es que todos llevamos encerradas en el fondo de nuestras almas rarezas dormidas que no necesitan más que el concurso de determinadas circunstancias para despertar.
Breve y obscuro era el paso desde La Force a la Conserjería, largas y frías las noches pasadas en las pestilentes celdas de la última. Quince prisioneros comparecieron ante el Tribunal a la mañana siguiente, antes que fuera llamado a comparecer Carlos Darnay. Las vistas de los quince duraron hora y media, y los quince fueron condenados a muerte.
«Carlos Evrémonde, alias Darnay,» llamaron al fin.
Lucían los jueces sombreros adornados con plumas, pero fuera de ellos, toda la concurrencia llevaba gorros de lana colorados con sus correspondientes escarapelas tricolores. Bastaba dirigir una mirada al Tribunal para sospechar que había sido invertido el orden natural de las cosas y que los criminales juzgaban a los hombres honrados. Inspiraba las sentencias el populacho más vil, más cruel, más criminal de la ciudad, y las inspiraba poniendo en sus inspiraciones cantidades inmensas de bajeza, de crueldad y de ruindad, ora comentando a grito herido, ora aplaudiendo, ora anticipando y precipitando el resultado de las deliberaciones. Todos los hombres que llenaban la sala iban armados hasta los dientes; todas las mujeres llevaban cuchillos y dagas, algunas comían, otras bebían, otras hacían calceta. Entre estas últimas había una que se distinguía por su laboriosidad. Estaba sentada en una de las primeras filas junto a un hombre a quien Carlos no había vuelto a ver desde el día que llegó a la Barrera de París, pero que le recordaba a Defarge. Observó aquél que la[253] mujer habló dos o tres veces en voz muy baja a su vecino de asiento, lo que le hizo suponer que era su mujer, pero lo que más poderosamente llamó su atención, fué que no obstante encontrarse lo más cerca posible de él, ni una sola vez le miraron. Volvía con frecuencia los ojos a los jueces, como si esperasen algo, pero nada más. Cerca del Presidente del Tribunal estaba sentado el doctor Manette, tranquilo como siempre y vestido como siempre. El prisionero reparó en que solamente el doctor y el señor Lorry, sentado a su lado, vestían como de ordinario, y no ostentaban la soez indumentaria de la Carmañola.
Carlos Evrémonde, llamado también Darnay, fué acusado por el Fiscal público de emigrado cuya vida correspondía a la República a tenor del decreto que proscribía a todos los emigrados bajo pena de muerte. Que el decreto en cuestión hubiese sido promulgado cuando ya el acusado estaba en Francia, era circunstancia trivial que no merecía tenerse en cuenta. Existía el decreto, tenían delante al acusado que había sido preso dentro de las fronteras de Francia, y la República pedía su cabeza.
—¡Que ruede su cabeza!—rugió el público—¡Muera ese enemigo de la República!
El Presidente agitó la campanilla para acallar aquellos gritos, y preguntó al acusado si no era cierto que había residido muchos años en Inglaterra.
Darnay contestó afirmativamente.
—¿Y dices que no eres emigrado? ¿Qué nombre te das, pues?
—No me tengo por emigrado a tenor de la letra y del espíritu de la ley.
—¿Por qué no? Eso es lo que deseo saber.
—Porque libre y espontáneamente renuncié un título que no era de mi gusto y una posición social que me desagradaba, y salí de mi patria para vivir de mi trabajo en Inglaterra antes que de rentas cobradas al pueblo de Francia, agobiado bajo el peso de tantos tributos y gabelas.
—¿Cómo pruebas la exactitud de tus manifestaciones?
—Con el testimonio de Teófilo Gabelle y de Alejandro Manette.
—Pero tú casaste en Inglaterra—objetó el Presidente.
—Cierto; pero no con mujer inglesa.
—¿Con una ciudadana de Francia?
—Sí.
—¿Su apellido y familia?
—Lucía Manette, hija única del doctor Manette, del excelente médico aquí presente.
Esta contestación produjo en el auditorio un efecto imposible de pintar con palabras. Retemblaba la sala bajo los gritos de entusiasmo delirante que arrancó el solo nombre del doctor Manette. Tan[254] caprichosos eran los movimientos del pueblo, que inmediatamente se llenaron de lágrimas muchos ojos que un segundo antes contemplaban con ferocidad al acusado cual si se desbordase la impaciencia porque les fuera entregado para despedazarlo.
Carlos Darnay, en sus manifestaciones, había seguido al pie de la letra las instrucciones del doctor.
—¿Por qué regresó el acusado a Francia cuando lo hizo, y no antes?—preguntó el Presidente.
—No regresé antes—contestó Carlos—sencillamente porque en Francia no poseía otros medios de vida que los bienes que había renunciado, al paso que en Inglaterra ganaba lo necesario para mi subsistencia dando lecciones de francés y de literatura francesa. Si regresé cuando lo hice, fué cediendo a una súplica escrita de un ciudadano francés, quien me manifestó que mi ausencia comprometía muy seriamente su vida. Regresé para salvar la vida al ciudadano en cuestión, y para declarar la verdad sin reparar en peligros ni molestias. ¿Qué crimen ven en esto los ojos de la República?
El populacho gritó ebrio de entusiasmo:
—¡Ninguno... ninguno!
Agitó el Presidente la campanilla, mas no logró imponer silencio hasta que el auditorio se cansó de gritar.
—¿Cómo se llamaba el ciudadano a quien el acusado se refiere?—preguntó el Presidente.
—Teófilo Gabelle, aquí presente. Comprueba mis manifestaciones la carta a que he aludido, la cual, si bien me fué quitada en la Barrera, no dudo que figurará entre los documentos que el Presidente tiene sobre la mesa.
Buen cuidado había tenido el doctor de que la carta de referencia estuviera sobre la mesa. El Presidente la encontró sin esfuerzo, y la leyó en voz alta. Seguidamente fué llamado Gabelle para que confirmara las manifestaciones del acusado y se declarara autor de la carta, lo que hizo aquél con gran precisión y acento de verdad. Insinuó el ciudadano Gabelle con delicadeza y tacto exquisitos, que el Tribunal, falto de tiempo como consecuencia de los infinitos enemigos de la República que exigían toda su atención, habíale dejado en la cárcel de la Abadía hasta tres días antes, olvido insignificante y muy natural; y que, cuando compareció ante el Tribunal, fué declarado inocente y puesto en libertad, por haber disipado a satisfacción de sus jueces las acusaciones que sobre él pesaban.
Fué interrogado a continuación el doctor Manette. Su gran popularidad personal y la claridad y precisión de sus respuestas ejercieron en el auditorio sensación indescriptible; pero cuando demostró que el acusado fué el que con mayor eficacia contribuyó a liber[255]tarle de su eterno cautiverio, cuando manifestó que el acusado permaneció en Inglaterra rodeando de tierna solicitud y de cariño abnegado, no ya sólo a su hija, sino también a él mismo, cariño y solicitud que les hicieron dulce el destierro, cuando añadió que lejos de ser partidario y defensor del gobierno aristócrata del país en que vivía fué procesado y estuvo a punto de ser condenado a muerte como enemigo de Inglaterra y amigo de los Estados Unidos. Luego que hizo una exposición clara y elocuente de todas estas circunstancias, Tribunal y auditorio se identificaron. Tanto es así, que cuando invocó el testimonio del señor Lorry, caballero inglés allí presente, testigo, como él, del proceso seguido en Inglaterra contra Darnay, y dispuesto a corroborar todas sus manifestaciones, contestaron los jueces que les bastaba lo que habían oído, y que con gusto votarían, si el Presidente tenía a bien recibir los votos.
A medida que los jueces votaban (hacíanlo individualmente y en voz alta), el auditorio prorrumpía en aplausos frenéticos. Por unanimidad declararon inocente al prisionero, y como consecuencia el Presidente le declaró libre.
Siguió entonces una de esas escenas extraordinarias que ponen de relieve la volubilidad del populacho, o los impulsos hacia la generosidad y la piedad, dormidos en el fondo de su alma, o bien lo que a juicio suyo es a manera de demostración de que no se deja arrastrar por la fuerza explosiva de una rabia cruel. Imposible precisar cuál de estos tres motivos influyó por modo decisivo en las escenas extraordinarias que siguieron; probablemente influirían los tres, bien que predominando el segundo. El hecho es que, no bien fué pronunciado el fallo absolutorio, brotaron las lágrimas en tanta abundancia como en otras ocasiones brotaba la sangre, y fueron tantos y tan apretados los abrazos que el prisionero recibió de todos, sin distinción de sexos, que corrió verdadero peligro de que su dilatado cautiverio tuviera como desenlace una asfixia en toda regla; siendo de notar que aquellos abrazos se los daban las mismas personas que, impulsadas por otra corriente distinta, se habrían lanzado sobre él con idéntica intensidad, para destrozarle entre sus uñas y arrastrar sus restos palpitantes por las calles.
Gracias a que hubo de salir de la sala para ceder el puesto a otros acusados que esperaban sentencia, pudo librarse por el momento de aquel torrente deshecho de caricias.
Comparecieron a continuación cinco acusados juntos, sobre los cuales pesaba la inculpación de enemigos de la República, no porque hubiesen trabajado en su contra, sino porque nada habían hecho, ni de palabra ni de obra, en su favor. Tal prisa se dió el Tribunal para compensar a la nación[256] por la libertad concedida a un acusado, que no había salido éste de la sala cuando ya pesaba sobre los cinco infelices sentencia de muerte, que debía ejecutarse a las veinticuatro horas. El primero de los condenados manifestó a Darnay la suerte que le esperaba alzando un dedo, símbolo de muerte entre los encarcelados, y sus compañeros gritaron a coro con acento sarcástico:
—¡Viva la República!
Cierto que no dispuso Darnay de más tiempo para escuchar las explicaciones que pudieran o desearan darle los condenados, pues no bien salió a la calle en compañía del doctor Manette, se vió rodeado de compacta muchedumbre, en la que vió casi todas las caras que antes viera en la sala, excepción hecha de dos, que en vano buscó con la mirada. Nuevamente le envolvió el furioso torbellino que antes estuvo a punto de asfixiarle, para besarle, abrazarle, llorar, gritar y entregarse a otras expansiones más propias de locos que de personas cuerdas.
Sentáronle a viva fuerza en un gran sillón que, o habían sacado de la sala del Tribunal, o tomado de cualquiera de las casas próximas. Engalanaron el sillón con una bandera roja y una lanza en cuyo hierro se veía un gorro colorado atravesado. Todas las súplicas del doctor no bastaron a impedir que fuera conducido en triunfo a su casa, sentado en aquel sillón que, llevado en hombros, semejaba trono emplazado sobre agitado mar de gorros rojos.
Adelantándose a aquella procesión salvaje, que abrazaba a cuantos topaba en el camino, el doctor llegó a su casa a fin de preparar convenientemente a su hija. Esto no obstante, cuando Carlos pudo bajar de su improvisado trono y abrió los brazos a su amante esposa, ésta cayó en ellos desvanecida.
Mientras Darnay sostenía a Lucía apoyándola contra su pecho, doblada la cabeza a fin de que el populacho no viera las lágrimas que copiosas corrían por sus mejillas, algunos de los que le habían llevado en triunfo comenzaron a bailar, contagiáronse los demás, y segundos después se improvisaba en el patio de la casa una desenfrenada Carmañola. Más tarde instalaron sobre el sillón vacante a una joven, a la que proclamaron Diosa de la Libertad, llevándola en hombros por las calles adyacentes, entre gritos ensordecedores y cantos discordantes.
Carlos, después de estrechar entre sus brazos al doctor, cuya cara ofrecía aires de vencedor, después de abrazar al señor Lorry, que jadeante y sin aliento consiguió llegar hasta él nadando contra el inmenso oleaje que bailaba la Carmañola, después de besar a Lucita, a la que alzó del suelo para que pudiera rodear con sus bracitos su cuello, después de abrazar a la fiel Pross, alzó entre sus brazos a Lucía y la condujo a sus habitaciones.
—¡Lucía... mi Lucía... Libre... Libre!...
—¡Oh mi querido Carlos! ¡Permíteme que hincada de rodillas dé gracias a Dios con el mismo fervor con que le pedí por ti!
Cayó de hinojos Lucía. Todos los presentes doblaron reverentes las cabezas y rezaron desde el fondo de sus corazones. Cuando, terminada la oración, Lucía volvió a sus brazos, dijo Carlos.
—¡Da ahora las gracias a tu padre, mujercita mía! ¡Ningún hombre de Francia habría podido hacer por mí tanto como él ha hecho!
Reclinó Lucía la cabeza sobre el pecho de su padre, de la misma manera que la había reclinado largos años antes. El doctor se consideró feliz al poder pagar de alguna manera las muestras de cariño abnegado de su hija, dió por bien empleados todos sus sufrimientos y sintió noble orgullo al pensar en sus fuerzas.
—Sé fuerte en la bonanza como lo fuiste en la tormenta, hija mía. No tiembles... No llores. Le he salvado yo.
No era un sueño como tantas otras veces; allí estaba Carlos, y sin embargo, temblaba su mujer presa de un terror vago pero intenso.
Respirábase una atmósfera tan negra y corrompida, eran las gentes tan brutalmente vengativas y crueles, con tan terrible regularidad eran llevados al matadero los inocentes que tenían la desgracia de inspirar cualquier sospecha, por vaga que fuera, o de despertar la malicia, tan imposible era olvidar cuantos, tan limpios de culpa como su marido, y tan idolatrados por los suyos como Carlos lo fuera por Lucía, caían a los golpes que el yerno del doctor Manette había conseguido eludir, que el corazón de su afligida esposa no conseguía verse libre del peso horrible que lo oprimía. Las sombras del crepúsculo vespertino de invierno comenzaban a envolver la ciudad, y aun continuaban rodando por las calles las fatídicas carretas de la muerte. Con la imaginación las seguía Lucía, los ojos del alma buscaban a su marido entre los condenados, y al verlo con los de la carne a su lado, se estrechaba contra él y temblaba más que nunca.
Su padre, esforzándose por tranquilizarla, riéndose de sus temores daba muestras de una superioridad compasiva admirable, de una entereza varonil que contrastaba con la debilidad mujeril de su hija. El sotabanco, la banqueta de zapatero, al anciano que se pasaba los días cosiendo zapatos, el Ciento Cinco, Torre del Norte, eran sucesos pasados de los que ni rastros quedaban. Había acabado felizmente la empresa que con ánimo varonil aco[258]metiera, había redimido su promesa, Carlos estaba en libertad, ¿por qué temer? Fuerzas le sobraban al doctor para servir de robusto sostén a todos los que sintieran decaer las suyas.
El menaje de su casa no podía ser más modesto; no sólo porque la prudencia así lo aconsejaba, para no herir la pobreza del pueblo, sino también porque no eran ricos, pues Carlos, durante el período dilatado de su cautiverio, había tenido que pagar a precio exorbitante la comida, las dietas de sus guardianes, y una parte proporcional para sufragar los gastos de los prisioneros más pobres que él. Debido en parte a los motivos apuntados, y en parte a evitar el peligro de ser espiados dentro del mismo hogar, no tenían criados. El ciudadano y la ciudadana encargados del servicio de la portería prestaban a la familia los servicios necesarios, si las circunstancias lo exigían, aparte de Jeremías, que les había sido cedido casi por completo por el buen Lorry, y estaba durante el día a su disposición y dormía en la casa por las noches.
Había dispuesto la República Una e Indivisible de la Libertad, Igualdad, Fraternidad o Muerte, que sobre las puertas de todas las casas y a una altura determinada, hubiese un cartelón, en el cual estuvieran inscriptos, con letras de tamaño también determinado, los nombres de cuantas personas las habitasen. Como consecuencia, entre los nombres inscriptos en el cartelón puesto en la puerta del domicilio del doctor, figuraba el de Jeremías Lapa, y en la ocasión a que se refiere esta historia, no sólo el nombre, sino también el propietario del nombre se hallaba plantado junto a la puerta, contemplando al pintor llamado por el doctor Manette para que añadiera al cartelón el nombre de Carlos Evrémonde, llamado también Darnay.
La atmósfera de terror y de desconfianza en que se vivía había alterado profundamente hasta los hábitos más inocentes y más inofensivos de la vida. En la casa del doctor, como en casi todas las demás, los artículos de primera necesidad y de consumo diario se compraban todas las tardes por cantidades pequeñas y en distintas tiendas pequeñas. Era la manera de no llamar la atención y de suministrar la menor ocasión posible a las murmuraciones y a la envidia.
Desde algunos meses antes, estaban encargados de la compra la señorita Pross y Jeremías Lapa; este último llevaba la cesta, la primera el dinero. Todas las tardes, cuando se encendían los faroles del alumbrado público, salían ambos y traían a la casa los artículos de consumo necesario para el día siguiente. Aunque la señorita Pross, dados los muchos años que llevaba viviendo con una familia francesa, parece que debía hablar el francés con tanta correc[259]ción y soltura como el inglés, sabía exactamente lo mismo que Jeremías Lapa, quien no conocía ni una palabra, y es que, o carecía de talento, o no quería aplicarlo a tonterías (tal era el nombre que ella le daba) como aquélla. Como consecuencia, su sistema comercial consistía en disparar un nombre substantivo a quema ropa, en cuanto se encaraba con el tendero, y si el nombre no cuadraba con el artículo que necesitaba, como ocurría casi siempre, tendía en derredor sus miradas, agarraba el artículo, y no lo soltaba hasta después de cerrado el trato. En cuanto al precio, se entendía sin dificultad, alzando un dedo menos que el tendero, fuera el que fuera el número de los que aquél levantase.
—Señor Lapa—dijo la señorita Pross, en cuyos ojos chispeaba la felicidad,—yo estoy dispuesta; ¿y usted?
Jeremías contestó que estaba a las órdenes de la señorita Pross.
—Hoy nos hace falta de todo,—observó la señorita Pross,—y entre otras cosas, vino. Mal rato nos espera. En cualquier parte que lo compremos, hemos de encontrar abundantes gorros colorados brindando como condenados.
—No se romperán mucho los cascos para encontrar sus brindis—observó Jeremías.—Siempre les oigo brindar por el mismo; por el Unico.
—¿Y quién es ese único?
—Vaya usted a saber. Como no se refieran a Noé... el que plantó la primera viña...
—¡Ah... ya! No hace falta ser muy sabio para comprender por quién brindan esos desdichados. Brindan por el Asesino... por el Malvado.
—¡Cuidado, amiga mía!—terció Lucía—¡Prudencia, por favor, mucha prudencia!
—¡Sí, sí, sí! seré muy prudente; pero me parece que entre nosotros puedo decir que no es muy grato recibir por esas calles suspiros que apestan a cebolla, a aguardiente y a tabaco, mezclados con abrazos. Voy a salir; pero no se mueva usted de junto a la lumbre hasta que yo vuelva, mi querida señorita. Cuide del marido que ha recobrado y nada tema. ¿Puedo hacer una pregunta antes de marchar, señor doctor?
—Me parece que puede usted tomarse esa libertad—respondió el doctor con tono humorístico.
—Por todos los santos del Cielo, no hable usted de libertad, señor doctor. Estoy de libertad hasta la coronilla—exclamó la Pross.
—Por Dios, querida; ¿otra vez?—dijo Lucía.
—Vaya, señorita—replicó la Pross, moviendo la cabeza con aire solemne;—si quiere que diga lo que siento, manifestaré que yo, como súbdita que soy de Su Graciosa Majestad el Rey Jorge III, me río de esos descamisados. Mi máxima es: «Maldita de Dios sea su política; quiera Dios frustrar sus criminales propósitos; en Dios[260] tengo puesta mi confianza, y viva el Rey.»
Lapa, en un arrebato de lealtad a su soberano, repitió el viva con voz estentórea.
—Celebro que sea usted un inglés castizo, señor Lapa,—dijo la señorita Pross con tono de aprobación,—aunque hubiese sido de desear que no hubiera puesto tanta energía en su grito. Pero vamos a la pregunta, señor doctor; ¿no ha encontrado usted aún el medio de salir para siempre de esta maldita ciudad?
—No, por ahora; salir en estas circunstancias, sería peligroso para Carlos.
—¡Qué se le va a hacer!—exclamó la señorita Pross, conteniendo un suspiro y mirando a Lucía.—Tendremos paciencia y esperaremos... Animo, y que ruja la tempestad sobre la cabeza del vecino, como solía decir mi hermano Salomón. Vámonos ya, señor Lapa... No se mueva, señorita.
Salieron la Pross y Lapa, dejando a Lucía, al marido de ésta, al doctor y a Lucita, sentados al amor de la lumbre. Esperaban que de un momento a otro llegase el señor Lorry. Había encendido una luz la señorita Pross, pero la colocó en un rincón, a fin de que la familia disfrutara exclusivamente de la débil que irradiaba la chimenea. Lucita, sentada sobre la rodilla de su abuelo, escuchaba la historia de un hada grande y poderosa que en una ocasión rompió los robustos muros de un calabozo, para libertar a un cautivo que en otros tiempos había prestado al hada un servicio.
—¿Qué es eso?—exclamó de pronto Lucía.
—¡Querida mía!—contestó el doctor, suspendiendo la narración de la historia—Tranquilízate. El desorden de tus nervios es extraordinario. La cosa más insignificante... hasta sin motivo alguno... te alarma. Me tienes a mí... a tu padre, hija mía.
—He creído oir rumor de pasos en la escalera—balbuceó Lucía.
—¡Tontuela...! La escalera está tan silenciosa como una tumba.
Mientras salía de sus labios la palabra última, sonó un golpe en la puerta.
—¡Oh, padre... padre mío! ¿Qué será? ¡Que se esconda Carlos...! ¡Sálvalo!
—¡Hija querida!—contestó el doctor levantándose y poniendo su mano sobre el hombro de Lucía.—Le he salvado ya. No comprendo tu debilidad... Voy a abrir la puerta.
Tomó en su mano el candelero, cruzó las dos habitaciones intermedias y abrió la puerta. Cuatro hombres de aspecto salvaje, cubiertos con gorros rojos y armados de sables y pistolas penetraron en el recibimiento, desde donde pasaron a la habitación en que se hallaba la familia.
—¿El ciudadano Evrémonde?—preguntó el que entró primero.
—¿Quién le busca?—preguntó Darnay.
—Yo... nosotros le buscamos. Te conozco, Evrémonde; te vi ayer en la sala del Tribunal. Vuelves a ser prisionero de la República.
Los cuatro hombres rodearon el grupo formado por Darnay, su mujer y su hijita, que se había abrazado a él.
—¿Cómo y por qué vuelvo a ser prisionero?
—Ven con nosotros a la Conserjería, y mañana podrás satisfacer tu curiosidad. Mañana debes comparecer ante el Tribunal.
El doctor Manette, a quien la inesperada visita había dejado en estado perfectamente atónito, hasta el punto de parecer una estatua con un candelero en la mano, sacudió su marasmo después de escuchar las palabras últimas, dejó el candelero sobre la repisa de la chimenea, encaróse con el que llevaba la voz cantante, y, asiéndole por la pechera de su camisa, roja como el gorro, dijo:
—Has dicho que le conoces; ¿me conoces también a mí?
—Sí; te conozco, ciudadano doctor.
—Todos te conocemos, ciudadano doctor—añadieron los tres restantes.
Paseó el anciano su mirada por las caras de los cuatro hombres, y después de una pausa, repuso, bajando la voz:
—¿Quieres contestarme a mí la pregunta que él te ha hecho? ¿Por qué se le prende de nuevo?
—Ciudadano doctor,—contestó con repugnancia manifiesta el que habló primero,—ha sido denunciado por la Sección de San Antonio... a la que pertenece este ciudadano—añadió, señalando con la mano al individuo que estaba a su lado.
El ciudadano aludido hizo un movimiento afirmativo de cabeza, y dijo:
—Ha sido acusado por San Antonio.
—¿De qué?
—Ciudadano doctor—replicó el primero,—no preguntes más. Si la República te exige sacrificios, tú, como buen patriota que eres, te tendrás por feliz haciéndolos. Ante todo y sobre todo la República. El Pueblo es soberano. Evrémonde, tenemos prisa.
—Una palabra más—objetó el doctor.—¿Quieres decirme quién le ha denunciado?
—Faltaría a mi deber... Mañana podrás preguntarlo a San Antonio.
Dirigió entonces el doctor una mirada a otro de los hombres, quien se movió con cierta expresión de malestar, se frotó la barba, y dijo:
—¡Vaya! Verdad es que no podemos decirlo sin faltar a nuestro deber; pero no tengo inconveniente en manifestar que le ha acusado... por cierto de grandes crímenes, el ciudadano y la ciudadana Defarge... y además, otra persona.
—¿Quién es esta otra persona?
—¿Lo preguntas tú, ciudadano doctor?
[262] —Sí.
—Lo sabrás mañana—contestó el de San Antonio con entonación extraña.—¡Ahora, soy mudo!
Sumida en la feliz ignorancia de la nueva desgracia acaecida a la familia, la señorita Pross dejaba a sus espaldas una porción de callejuelas estrechas y atravesaba el río por el Puente-Nuevo, repasando en su imaginación el número de compras que tenía que hacer. A su lado caminaba Lapa, portador de la cesta. Uno y otro, aunque al parecer no tenían ojos más que para examinar las tiendas abiertas a derecha e izquierda de las calles que atravesaban, avizoraban las manadas de patriotas, sobre todo, si eran muy numerosas, y variaban con frecuencia el itinerario a fin de evitar el encuentro de los que hablaban con animación excesiva. Era una tarde fría y húmeda. Los puntos de luz que salpicaban la capa gris que cubría el río indicaban los sitios donde estaban ancladas las barcazas convertidas en talleres por los que fabricaban armas para el ejército de la República. ¡Desgraciado el mortal que osase burlarse de aquel ejército! ¡Desgraciado del que ocupase en aquel ejército un grado que no mereciera! Valiérale más que nunca le hubiese crecido la barba, pues la Navaja Barbera Nacional se la afeitaba que era una bendición.
Luego que compró una porción de artículos de comer, y una cantidad de aceite para la lámpara, la señorita Pross pensó en adquirir el vino que le hacía falta. Desdeñó una porción de tabernas y al fin mereció su preferencia una, puesta bajo la advocación del Buen Republicano Bruto de la Antigüedad, situada a corta distancia del Palacio Nacional, antes de las Tullerías, establecimiento más tranquilo que ninguno de sus similares encontrados hasta allí, en el cual es cierto que se veían bastantes gorros colorados, pero abundaban menos que en los otros. Consultado Lapa, y visto que era de su misma opinión, la señorita Pross penetró en el templo del Buen Republicano Bruto de la Antigüedad, acompañada por su caballero.
Sin reparar apenas en las luces mortecinas, en los hombres que pipa en boca jugaban con barajas mugrientas o con dominós amarillentos, en el jornalero que, arremangadas hasta los hombros las mangas de la camisa y con el pecho desnudo leía a gritos un periódico a un grupo de tipos que escuchaban con la boca abierta, en las armas que llenaban las mesas o pendían de las cinturas de los bebedores, ni en los tres o cuatro parroquianos que dormían sus monas, tendidos de bruces en[263] el suelo, y que, más que hombres, tenían aspecto de osos o de mastines yacentes, los dos compradores se acercaron al mostrador y pidieron lo que necesitaban.
Mientras el tabernero medía el vino, un sujeto, que con otro hablaba en un rincón del establecimiento, se levantó y echó a andar. Para salir a la calle tenía que pasar forzosamente junto a la señorita Pross, lo que nada tiene de particular, pero sí lo tuvo el que, no bien tropezó con ella, rasgó los aires un alarido penetrante seguido de un semi-desmayo de la señorita.
Cuantas personas había en la taberna se pusieron en pie. Tan corriente era ver que las personas se asesinaban bonitamente por motivo tan justificado como defender una opinión cualquiera, que todos miraron para ver quién era el mortal que caía sin vida en tierra, pero con asombro general, lo único que vieron fué a una pareja, hombre y mujer, que se miraban mutuamente con extraordinaria fijeza, y que el hombre parecía francés, y republicano rojo, y la mujer era a no dudar inglesa.
Las frases pintorescas con que expresaron su desencanto los buenos discípulos del Buen Bruto Republicano de la Antigüedad, sonaron en los oídos de la señorita Pross y de su acompañante como si en hebreo o en caldeo hubieran sido dichas. No se enteraron sino de que fueron pronunciadas a gritos, que no otra cosa les consintió su sorpresa. Hablamos en plural porque, si la señorita Pross quedó sorprendida, Jeremías Lapa estuvo a dos dedos de caer al suelo bajo el golpe violento de su estupefacción.
—¿Qué hay?—preguntó el hombre que fué causa del chillido de la señorita Pross.
Las dos palabras habían sido pronunciadas en inglés, con acento brusco y amenazador y tono de voz muy bajo.
—¡Oh Salomón... Salomón querido!—exclamó la señorita Pross, juntando las manos.—¡Al fin te encuentro, después de tantos años de ausencia, después de tantos años pasados sin noticias tuyas!
—No me llames Salomón. ¿Buscas mi muerte, desgraciada?—preguntó aquel hombre, dirigiendo en derredor miradas de espanto.
—¡Hermano... hermano mío!—exclamó la señorita Pross, hecha un mar de lágrimas—¿Tan mal me he portado contigo para que me hagas una pregunta tan cruel?
—¡Pues métete en el bolsillo esa lengua endiablada!—gruñó Salomón.—Si quieres decirme algo, salgamos fuera. Paga el vino y vámonos... ¿Quién es ese hombre?
—Es el señor Lapa—contestó con desaliento la señorita Pross.
—Pues que salga también... ¿Pero qué es eso? ¿Me toma ese individuo por un aparecido?
La pregunta estaba muy en su lugar, pues Lapa le miraba en realidad como se mira a un es[264]pectro. No despegó, sin embargo, los labios, y la señorita Pross, derramando lágrimas, pagó el vino. Mientras tanto, Salomón se dirigió a los discípulos del Buen Bruto Republicano de la Antigüedad y les dió, en lengua francesa, algunas explicaciones que bastaron para que todos ellos volvieran a sus puestos respectivos.
—Veamos—dijo Salomón, una vez llegó a un rincón obscuro de la calle—¿Qué es lo qué quieres de mí?
—¡Es horroroso encontrarse con un hermano querido que no da la menor muestra de afecto a la hermana que siempre fué con él tierna y cariñosa!
—¡Bah! ¡Tonterías!—exclamó Salomón, rozando con sus labios la frente de la señorita Pross—¿Estás contenta ahora?
La señorita Pross movió la cabeza y rompió a llorar de nuevo.
—Si te figuras que me has dado una sorpresa, te engañas de medio a medio; no me ha sorprendido encontrarte. Sabía que estabas en París, pues bueno es que sepas que son muy pocos los que en París viven sin que lo sepa yo. Si no quieres poner en peligro grave mi existencia... tentado estoy de creer que esa es tu intención... sigue tu camino lo más pronto posible, y deja que yo siga el mío. Tengo muchas ocupaciones... Soy funcionario público.
—¡Mi hermano Salomón, inglés de nacimiento y de alma, mi hermano Salomón, que en su patria hubiera podido ser uno de los más grandes hombres, funcionario público en país que no es el suyo, dependiendo de hombres que no son ingleses... y qué hombres, Cielo santo! ¡Hubiese preferido encontrarte muerto en su...!
—¡Lo creo!... ¡Lo suponía!... ¡Lo sabía de cierto!—exclamó su hermano interrumpiéndola.—Lo que tú quieres es mi muerte. Mi tierna, mi cariñosa hermana hará que me hagan figurar entre los sospechosos... Es decir; lo está haciendo ya.
—¡No lo permita Dios!—gritó la señorita Pross.—Mucho te he querido, Salomón, mucho te quiero; pero hubiese preferido no volver a verte más, a encontrarte como te encuentro. Dime una palabra de cariño, dime que no me aborreces, que no nos separa el odio, y me voy sin detenerte un segundo más.
Salomón estaba pronunciando la palabra de cariño solicitada, dando pruebas de una condescendencia que seguramente no habría tenido de haber estado invertidas las posiciones respectivas, cuando inopinadamente terció Jeremías Lapa en la conversación, poniendo una zarpa sobre el hombro del cariñoso hermano y diciendo con voz ronca:
—Me parece que también a mí se me permitirá colocar una pregunta. ¿Quiere usted decirme si su nombre es Juan Salomón o Salomón Juan?
El funcionario público, por to[265]da contestación, se volvió hacia quien rompía su mutismo para dirigirle una pregunta que le intranquilizó, y quedó mirándole de hito en hito con visible recelo.
—Estoy esperando—repuso Lapa.—¿Ha quedado usted mudo de repente? ¿Juan Salomón o Salomón Juan? ¿En qué quedamos? La señorita le llama Salomón, y es de suponer que conozca bien su nombre, toda vez que es su hermana, según veo. Pero es el caso que yo le conozco como Juan. ¿Cuál de los dos nombres es el verdadero? Otro tanto digo acerca del apellido. En Inglaterra no se llamaba usted Pross.
—¿Pero qué está usted diciendo?
—Ni yo mismo lo sé muy bien, pues confieso que no recuerdo el apellido que usted llevaba en la orilla opuesta del Canal.
—¿Lo ha olvidado?
—Sí; pero juraría que era un apellido de dos sílabas.
—¡De veras!
—De veras. Pross no tiene más que una sílaba; el otro tenía dos... En nombre del Padre de la Mentira, que indudablemente es su padre de usted, ¿quiere decirme cómo se llamaba cuando ejercía el honroso ejercicio de soplón del Old Bailey?
—¡Barsad!—contestó otra voz, terciando en la conversación.
El que acababa de hablar era nuestro antiguo amigo Sydney Carton. Colocadas ambas manos a la espalda bajo los faldones de su levita, habíase puesto junto a Lapa, afectando la misma negligencia con que solía asistir a las vistas del Old Bailey.
—No se alarme usted, señorita Pross—repuso.—Ayer tarde me presenté en el domicilio del señor Lorry, con no poca sorpresa de este señor, que estaba muy lejos de esperar mi vista. Convinimos los dos en que no me dejaría ver en parte alguna hasta después que el asunto estuviera resuelto definitiva y satisfactoriamente, o bien hasta tanto no fuera necesaria mi presencia. Ateniéndome a lo pactado, me he personado aquí, porque es indispensable que cruce cuatro palabras con su hermano. Muy de veras lamento que sea usted hermana de un sujeto tan poco recomendable; muy de veras lamento que tenga por hermano a un mirlo del verdugo.
Era éste el nombre con que solían designarse los espías.
—¿Cómo se atreve usted—preguntó el espía, pálido como un difunto—a decirme...?
—Me explicaré, para que vea usted que no hablo a tontas y a locas—contestó Carton.—Me hallaba yo hace media hora contemplando los muros de la Conserjería, cuando vi salir a usted por sus puertas. Entre otras cualidades, buenas unas, malas otras, tengo la de recordar bien las caras, y cuente que la suya es de las que con dificultad se despintan. Me sorprendió ver a usted en aquel lugar, y como por otra parte, ten[266]go mis motivos para relacionar la persona de usted con las desgracias de un amigo, en este instante más desgraciado que nunca, se me ocurrió la idea de seguirle. Pisándole los talones entré tras de usted en la taberna y me senté a su lado. De la conversación de usted, y de los rumores de admiración que arrancó a sus oyentes, no me fué difícil inferir cuál es el oficio de usted. Lo que en un principio había yo hecho al azar, fué convirtiéndose gradualmente en objetivo determinado, señor Barsad.
—¿Y ese objetivo?...—preguntó el espía.
—Sería molesto, y hasta peligroso, explicarlo en la calle. ¿Tiene usted la bondad de favorecerme con su compañía durante algunos minutos... hasta el Banco Tellson, por ejemplo?
—¿Bajo amenaza?
—¡Bah! ¿He hablado de amenazas?
—Entonces, ¿a santo de qué voy a ir allí?
—Con franqueza, señor Barsad; no puedo decirlo.
—¿No puede, o no quiere, señor?—preguntó con cierta indecisión el espía.
—Me interpreta usted maravillosamente bien; no quiero.
Fué auxiliar muy poderoso de la habilidad prodigiosa de Carton el tono de glacial indiferencia con que hablaba. Su vista de lince lo advirtió desde el primer momento, y dicho está que sacó de ello todo el partido posible.
—¡Acuérdate de lo que te digo y no lo olvides nunca!—exclamó Barsad, dirigiendo a su hermana una mirada de furiosa reconvención.—Obra tuya será, si me ocurre una desgracia.
—¡Vamos, vamos, señor Barsad!—dijo Carton—No sea usted ingrato. Agradezca el respeto que su hermana me inspira la benignidad con que me conduzco haciéndole una proposición que ha de dejarnos satisfechos a todos. ¿Me acompaña al Banco?
—Sí; le acompaño. Estoy pronto a escuchar lo que desee decirme.
—Ante todo, escoltaremos a su hermana de usted hasta la esquina de la casa donde vive. Tenga la bondad de aceptar mi brazo, señorita Pross. Dadas las circunstancias por que la ciudad atraviesa, no debe usted ir sola y sin protección, y como quiera que el hombre que la acompaña a usted conoce al señor Barsad, me tomo la libertad de invitarle a venir con nosotros al domicilio del señor Lorry. ¿Estamos dispuestos? ¿Sí? Pues en marcha.
Más tarde recordó la señorita Pross, y no lo olvidó en su vida, que al aferrarse al brazo de Carton y mirarle a la cara para dirigirle una súplica muda, pero elocuente, en favor de su hermano, observó en la fortaleza del brazo y en la expresión de los ojos de aquel algo[267] que no sólo estaba reñido con la ligereza de tono y de modales de Carton, sino también transformaba y elevaba al hombre. Si por el momento no le llamó la atención, fué porque la preocupaban demasiado los temores que la inspiraba la suerte de un hermano tan poco merecedor de su afecto para hacer observaciones.
Después de despedirse de la señorita Pross en las inmediaciones de la casa del doctor, Carton, caminando entre Barsad y Jeremías Lapa, dirigióse hacia el edificio del Banco Tellson, muy poco distante.
Lorry, que acababa de comer, y se hallaba sentado al amor de la lumbre, volvió la cabeza al oir los pasos de los que le visitaban, y no pudo evitar un gesto de extrañeza al ver una cara desconocida.
—Le presento al hermano de la señorita Pross—dijo Carton,—el señor Barsad.
—¿Barsad?—repitió Lorry.—¿Barsad? Me parece recordar ese apellido... y el rostro de quien lo lleva.
—¿No dije antes a usted que tiene una cara de las que difícilmente se despintan, señor Barsad?—preguntó con frialdad Carton.—Hágame el favor de sentarse.
Carton, al mismo tiempo que acercaba una silla, suministró a Lorry el eslabón que éste andaba buscando para enlazar la cadena de sus recuerdos.
—Testigo de aquella causa—dijo sencillamente Carton.
Fué lo bastante para que Lorry recordara, y también para que mirase a Barsad con repugnancia visible.
—La señorita Pross ha reconocido en el señor Barsad al hermano cariñoso de quien tantas veces la ha oído usted hablar—observó Carton.—No ha negado Barsad el parentesco... Pero pasemos a otras noticias peores; Darnay ha sido encarcelado de nuevo.
—¡Qué me dice usted!—exclamó Lorry, profundamente consternado.—No hace dos horas que le dejé en su casa libre y contento, y ahora mismo me disponía a ir a verle.
—Pues está preso. ¿Cuándo le prendieron, Barsad?
—En todo caso, habrá sido hace un momento.
—Barsad es en este asunto fuente de información segura—observó Carton.—De sus labios escuché la noticia cuando se la contaba, entre copa y copa de aguardiente, a un amigo suyo, soplón como él. Parece que acompañó a los encargados de prenderle hasta la puerta de la casa del doctor, alejándose al ver que el portero les franqueaba el paso. La duda, pues, es imposible.
Lorry comprendió que la desgracia era cierta. En su cerebro sintió el rudo batallar de mil ideas confusas y contradictorias, pero se dió cuenta de lo muchísimo que le convenía no perder la presencia de espíritu y, a costa de esfuerzos titánicos, se dominó,[268] recobró la serenidad, y permaneció callado y atento.
—Es de esperar... esa confianza abrigo—repuso Carton—que el nombre del doctor y su influencia en las masas sean tan eficaces mañana... ¿No dijo usted, Barsad, que ha de comparecer mañana ante el Tribunal?
—Sí; creo que la comparecencia será mañana.
—... Tan eficaces mañana, y tan decisivas, como hoy; pero no es imposible que ocurra lo contrario. Confesaré, señor Lorry, que me inspira vivos temores el hecho de que el doctor no haya podido impedir la prisión.
—Quizá no sospechase siquiera la posibilidad del peligro—contestó Lorry.
—Lo que, a juicio mío, sería circunstancia altamente alarmante, visto lo identificado que está con su yerno.
—Es verdad—contestó Lorry, apoyando la barbilla sobre la palma de la mano y mirando a Carton con expresión de abatimiento.
—En suma—continuó Carton:—cuando se entabla una partida desesperada y se cruzan apuestas desesperadas, fuerza es recurrir también a medidas desesperadas. Juegue en buena hora el doctor con las cartas de ganar, que yo manejaré, mientras, las de perder. Empeñe el doctor la partida encaminada a sacar a su yerno de la Conserjería; que yo, mientras tanto, jugaré otra independiente y con vistas a encerrar a un amigo en la Conserjería. El amigo que me propongo encerrar, señor Barsad, es usted.
—Muy buenas cartas tendrá usted que reunir para ganar ese juego, replicó el espía.
—Las he reunido ya, y voy a ponerlas boca arriba... pero ya sabe usted, señor Lorry, lo torpe que soy si no aplico a mi cacumen el acicate de unas copas. Si me diera una copita de brandy, se lo agradecería.
Fuéle servido el licor, del que tomó dos copas consecutivas.
—El señor Barsad—dijo, separando la botella y hablando como si en la mano tuviera una colección de cartas,—mirlo del verdugo, emisario de los comités republicanos, hoy calabocero, ayer prisionero, siempre espía y soplón secreto, cuya valía aquí aumenta considerablemente por la circunstancia de ser inglés, y por tanto, menos expuesto a sospechas que ningún francés, se presenta a los mismos a quienes sirve bajo nombre supuesto; este triunfo es de primer orden. El señor Barsad, a sueldo hoy del Gobierno revolucionario francés, sirvió, no ha mucho tiempo, al Gobierno aristocrático inglés, enemigo jurado de Francia y de sus libertades; me parece que acabo de enseñar otra carta que difícilmente se falla. Si ahora entramos en el terreno de las sospechas y deducciones, encontraremos una, clara como la luz del sol, sospecha[269] que expresaré con las palabras siguientes: el señor Barsad, soplón asalariado del Gobierno aristocrático inglés, lo es al mismo tiempo de Pitt, enemigo artero que herirá a la República en medio del corazón, inglés traidor, agente, instrumento, autor de todas esas indignidades de que todo el mundo habla y nadie es capaz de probar. Este es un triunfo que casi asegura la partida. ¿Va usted siguiendo mi juego, señor Barsad?
—Voy haciéndome cargo de la importancia de las cartas, pero aun ignoro cómo piensa usted jugarlas—contestó el espía visiblemente intranquilo.
—Principio jugando el triunfo siguiente: Denuncia contra el llamado Barsad ante el Comité del distrito más próximo. Vea usted sus cartas, Barsad, y juegue... sin precipitaciones, que nadie nos corre.
Tomó de nuevo la botella, se sirvió otra copa, la bebió con calma imperturbable y esperó. Vió que el espía temía que de las libaciones resultase una denuncia inmediata, y, sin duda para acrecentar el temor, se sirvió y apuró la cuarta copa.
—Tómese todo el tiempo que quiera, Barsad, no sea que pierda la partida a la primera jugada.
Era Barsad adversario más débil de lo que Carton había supuesto. A decir verdad, en su juego tenía cartas muy malas, y él lo sabía, aunque no lo supiese Carton. Sabía, por ejemplo, que, destituído de su honroso cargo en Inglaterra, como resultados de imperdonables torpezas cometidas en el ejercicio de aquél, atravesó el Canal y ofreció sus servicios en Francia, donde fueron aceptados, al principio, para tentar y sonsacar a sus compatriotas, y más tarde, para tentar y sonsacar a los franceses. Sabía que, durante el gobierno derribado, estuvo encargado de vigilar el barrio de San Antonio y la taberna de Defarge; que recibió de la policía los datos necesarios acerca del cautiverio, libertad e historia del doctor Manette, merced a los cuales creyó que conseguiría hacerse amigo confidencial de los Defarges, aunque muy pronto hubo de convencerse de que, en algunas ocasiones, el que va por lana vuelve trasquilado. Siempre recordó con terror que aquella tabernera terrible había hecho calceta mientras él intentaba sonsacarla, y se echaba a temblar cada vez que se acordaba de que le miraba con expresión sombría mientras sus dedos se movían vertiginosos. Habíala visto desde entonces infinidad de veces en el distrito de San Antonio, armada de sus registros hechos a punto de media y denunciando personas cuyas cabezas no tardaba en cercenar la guillotina. Sabía, como lo saben todos los que ejercen empleos como el suyo, que sobre su cabeza rugía a todas horas la tormenta; que su cabeza corría peligro, que la fuga era imposible, que por[270] momentos acercaba su pescuezo a la cuchilla, y que, pese a los servicios prestados a la causa del terror imperante, una sola palabra bastaba para llevarle al patíbulo. No bien le denunciasen, fulminando contra él todos o parte de los gravísimos cargos que acababan de insinuarle, comprendió que aquella formidable mujer, de cuyo carácter implacable había visto pruebas sobradas, exhibiría el registro fatal que disiparía la última posibilidad de salvación. Unase a esto la ley, mil veces comprobada, de que todos los soplones, todos los delatores secretos, son cobardes por temperamento, hombres que se amedrentan sin dificultad, y se comprenderá la la disposición de ánimo en que quedó Barsad.
—Parece que no son muy de su gusto sus cartas—dijo Carton con la calma de siempre.—¿No juega usted?
—Creo, señor—respondió Barsad, volviéndose hacia Lorry y hablando con humildad rastrera,—que me veo en el caso de solicitar de un caballero de sus años y de su benevolencia el favor de que recabe de este otro caballero, mucho más joven que usted, que desista de jugar la carta de que acaba de hablarme. Confieso que soy un espía, y reconozco que el oficio a nadie honra, aunque me admitirán ustedes que alguno ha de desempeñarlo; pero este caballero no es espía, este caballero no es delator; y puesto que ahora no lo es, ¿que necesidad tiene de serlo en lo sucesivo?
—Jugaré mi carta, señor Barsad—dijo Carton, sin esperar a que contestase Lorry,—sin el menor escrúpulo y dentro de cinco minutos.
—Yo había dado cabida a la esperanza, señores, de que, por consideración a mi hermana...
—El mayor favor que podemos hacer a su hermana, es librarla para siempre de un hermano como usted—replicó Carton.
—¿Lo cree usted así, señor?
—Estoy convencidísimo de ello.
El espía, con toda su humildad, que tanto contrastaba con su indumentaria de terrorista y probablemente con su manera ordinaria de ser, recibió golpe tan rudo de la inescrutabilidad de Carton, que siempre fué un misterio para hombres más honrados y más listos que él, que vaciló, tembló, y se dió por perdido. Mientras desconcertado, estupefacto, callaba sin saber cómo salir del atolladero, repuso Carton:
—Estoy examinando otra vez mis cartas, y encuentro una, tan buena como las enumeradas, de la que no había hecho mención. ¿Quién es aquel colega suyo, que hablaba como quien toda su vida se la ha pasado paciendo en las cárceles?
—Es un francés; no le conoce usted—respondió vivamente el espía.
—¿Francés, eh?—exclamó Carton, como si no pensase en lo que estaba diciendo—puede ser.
—Lo es... se lo aseguro... aunque eso es lo de menos—dijo el espía.
—Aunque eso es lo de menos...—repitió Carton como maquinalmente—aunque eso es lo de menos... Sí... es lo de menos... Pero es el caso que yo conozco esa cara.
—Creo que no... Desde luego aseguro que no... No es posible...
—No es posible...—murmuró Carton, llenando por quinta vez su copa, que por fortuna era pequeña.—No es posible... Habla francés con corrección... pero con acento ligeramente extranjero...
—Acento provinciano—explicó el espía.
—¡No! ¡Acento extranjero!—replicó Carton, descargando un puñetazo sobre la mesa.—¡Es Cly! ¡Disfrazado, desfigurado, pero el mismísimo Cly! Lo he tenido muchas veces ante mi vista en el Old Bailey.
—Se arrebata usted con facilidad, señor—dijo Barsad con sonrisa que acentuó la inclinación hacia un lado de su nariz aguileña,—lo que pone en mis manos una ventaja sobre usted. Cly, mi colega en otro tiempo, no tengo inconveniente en confesarlo, murió hace una porción de años. Le cuidé yo mismo durante su última enfermedad. Fué enterrado en Londres, en el cementerio de la parroquia de San Pancracio. No le acompañé hasta el cementerio, porque temí a las muchedumbres, pues mi amigo y colega tuvo la desgracia de hacerse extraordinariamente impopular; pero ayudé a los que le encerraron en el ataúd.
De pronto Lorry vió proyectada en la pared la sombra de un trasgo o cosa análoga. Volvió la cabeza buscando el origen de la proyección, y con sorpresa que no es para ser descrita, advirtió que estaba en la cabeza de Jeremías Lapa, cuyos cabellos, semejantes a aceradas púas, se habían puesto de punta.
—Póngase usted en razón, señor, y no se deje engañar por suspicacias que no tienen base racional—repuso el espía.—Para demostrar a usted cuán engañado está, y la ninguna base de su suposición, voy a presentarle un certificado en regla de la defunción de Cly, certificado que siempre llevo en el bolsillo. Tómelo usted—añadió, ofreciendo a su interlocutor un papel doblado.—¡Léalo, léalo... tómelo en sus manos, examínelo con detenimiento... no es falso, no, sino auténtico y muy auténtico!
Lorry observó que la sombra proyectada en la pared se prolongaba. Era que Lapa se había levantado del asiento y se aproximaba al espía, a cuyo lado se colocó sin ser visto ni oído por él. Poniendo su diestra sobre el hombro de Barsad, preguntó:
—¿Conque fué usted el que puso a Rogerio Cly dentro del ataúd?
—Yo fuí; sí.
—¿Y quién le sacó de él?
Barsad, echándose sobre el respaldo de su silla, balbuceó:
—¿Qué significan sus palabras?
—Significan—contestó Lapa—que el cadáver de Cly nunca estuvo dentro del ataúd. ¡No... y no! ¡Que me corten la cabeza si estuvo!
El espía miró alternativamente a los dos caballeros, los que, a su vez, contemplaban con estupefacción infinita a Lapa.
—Y añado—repuso Jeremías Lapa—que enterrasteis adoquines de calle y tierra dentro de aquel féretro. No me venga aquí con monsergas ni con pretensiones de hacerme creer que enterraron a Cly, que yo, y dos hombres más, sabemos muy bien lo que había dentro del ataúd.
—¿Pero cómo lo sabe usted?
—¿Y a usted qué le importa?—gruñó Lapa.—Hace mucho tiempo que aborrezco a usted, sí, señor, porque hasta en asuntos tan graves como la muerte se atreve a engañar a menestrales honrados que sólo ambicionan trabajar. ¡Sepa usted, señor mío, que por menos de media guinea lo agarraría por el pescuezo y lo estrangularía!
Tanto Carton como Lorry, cuyo asombro había llegado al colmo, rogaron a Jeremías Lapa que se moderase y que les explicase lo que para ellos era enigma de imposible solución.
—Otro día lo haré, señor—replicó Lapa, poco propicio a dar las explicaciones que se le pedían,—que no es esta ocasión conveniente para entrar en explicaciones. Lo que yo quiero dejar sentado es que ese individuo sabe muy bien que Cly no pensó nunca en ser encerrado en aquel ataúd. Que se atreva a repetirlo ese embustero, y lo ahogo entre mis zarpas o salgo corriendo a delatarlo.
—¡Hum!—gruñó Carton.—Me encuentro con otro triunfo, Barsad. Aquí en París, donde se respira la atmósfera de las sospechas, bien seguro es que no sale con vida de una denuncia el que, como usted, sostiene relaciones estrechas con otro espía aristócrata de su misma calaña, sobre quien pesa el misterio de haberse fingido muerto y enterrado para resucitar contra todas las leyes divinas y humanas. Maquinaciones contra la República fraguadas por extranjeros que la República tiene a sueldo... ¡Malo, malo! Es un triunfo muy grande... el triunfo de la Guillotina, Barsad. ¿No juega usted?
—¡No! ¡No juego!—contestó el espía.—¡Me rindo! Confieso que nos habíamos hecho tan impopulares con la vil gentuza, que yo logré escapar de Inglaterra donde corría riesgo de ser ahorcado, y Cly se vió tan comprometido, que si no se muere es bien cierto que ni por los aires habría podido salir. Lo que me maravilla, lo que me aturde, lo que me vuelve loco, es que ese hombre sepa que Cly no fuera enterrado. ¿Cómo lo averiguó?
—No se caliente usted los cascos, señor mío—contestó Lapa—Harto hará con prestar atención[273] a lo que éstos caballeros le dicen. Pero no olvide que por menos de media guinea le estrangulo con mis propias manos.
El mirlo del verdugo se volvió hacia Carton, y dijo con decisión que hasta aquel instante no había tenido:
—Entro de servicio dentro de muy poco, y no me es posible entretenerme más. Me dijo usted que deseaba hacerme una proposición; ¿tiene la bondad de formularla? Principiaré por decirle que no me pida grandes cosas, que no pretenda exigirme nada que esté reñido con mi cargo, nada que ponga mi cabeza en mayor riesgo del que ahora corre, pues prefiero abandonar mi vida a las contingencias de una negativa que a las de un consentimiento. Antes habló usted de una partida desesperada; ya estamos todos desesperados; por mi parte, confieso que lo estoy como el que más. Otra cosa; sin el menor escrúpulo delataré a usted si veo que me conviene, pues cuando se hunde la casa, uno busca salida entre los montones de ruinas. Hechas estas advertencias, que conviene que no pierda usted de vista, dígame qué desea de mí.
—Muy poca cosa. ¿No es usted calabocero de la Conserjería?
—En vez de contestar su pregunta, le diré que no hay escape posible—replicó con entereza el espía.
—Y yo exijo que conteste lo que acabo de preguntar.
—Lo soy algunas veces.
—¿Puede serlo cuando quiere?
—Puedo entrar y salir de la Conserjería cuando quiero.
Carton llenó otra copita de licor, la vertió gota a gota en el suelo, y al cabo de algunos instantes de reflexión dijo:
—Hasta aquí, hemos hablado en presencia de estos dos señores, porque me convenía que alguien, además de nosotros dos, tuviera noticia del valor de las cartas que tengo, pero lo que falta, es cosa que debe quedar entre usted y yo. Acompáñeme a esa habitación, donde cambiaremos las pocas palabras que faltan.
Mientras Sydney Carton y el mirlo del verdugo, encerrados en la habitación contigua, conferenciaban con voz tan baja que ni el rumor más insignificante se filtraba por las rendijas de la puerta, Lorry contemplaba a Jeremías Lapa con recelo manifiesto y profunda desconfianza. Bueno será advertir que el efecto producido por la insistente mirada del buen banquero sobre el honrado menestral no era el más indicado para disipar prevenciones; variaba la pierna sobre la cual gravitaba el peso de su cuerpo con tanta frecuencia como si hubiese dispuesto de cincuenta extremidades y desease probar la robustez de todas;[274] examinaba sus uñas con atención tan escrupulosa, que llegaba a inspirar sospechas, y cuantas veces sus ojos tropezaban con los escrutadores de Lorry, acometíale un acceso de tos que le obligaba a llevar la mano a la boca, síntoma que rara vez, acaso nunca, acompaña a la franqueza perfecta de carácter.
—¡Jeremías!—exclamó de pronto Lorry.—¡Venga usted acá!
Aproximóse Lapa caminando a la usanza cangrejil, es decir, de costado.
—¿Qué oficios ha tenido usted además de ordenanza del Banco?
A vuelta de una meditación bastante detenida, y después de buscar una idea luminosa en la mirada fija de su superior, contestó Lapa:
—He sido agricultor.
—Abrigo fundados temores—replicó Lorry, moviendo con fiero ademán la mano—de que usted ha sido ordenanza del respetable Banco Tellson para despistar, para tener una pantalla que encubriera otras ocupaciones contrarias a la Ley, ocupaciones sencillamente infames. Si así es, no espere de mí consideración alguna tan pronto como lleguemos a Inglaterra; si así es, no espere tampoco que yo guarde el secreto. Debe conocerlo Tellson, y lo conocerá.
—No puedo creer, señor,—contestó con humildad Lapa—que un caballero como usted, un caballero en cuyo servicio he encanecido, se resuelva a causarme perjuicios de tanta consideración sin antes pensarlo muy bien..., aun cuando lo que sospecha fuera cierto. Yo no digo que lo sea; pero si lo fuese, siempre confiaría que usted no me había de tratar tan mal. Suponiendo que fuera lo que usted teme, aun entonces habría que estudiar el asunto desde dos puntos de vista, puesto que no tiene uno solo, sino dos. Doctores en medicina hay, y no pocos, que encuentran guineas de oro allí donde un menestral honrado no halla más que míseros peniques... ¡Ni peniques siquiera! Medios peniques... Y ni medios peniques; cuartos de penique... y gracias. ¿Y qué me dice usted de los que entran y salen del Banco Tellson pasando delante del honrado menestral que está junto a la puerta, sentado en un banquillo viejo, mientras ellos van arrellanados en lujosos carruajes? ¿No es un espectáculo para despertar el apetito más dormido? Añada usted a todo eso la presencia en Inglaterra de una señora Lapa que se pasa el día y la noche de rodillas y rezando para estropearle todos los negocios al marido, mientras las mujeres de los médicos y las de los que pasean en carruajes lujosos, rezan para que prosperen los asuntos de sus casas respectivas. Otra cosa; si lo que usted sospecha fuese cierto, que yo no digo que lo sea, ¿cree usted que me haría muy rico tomando los desperdicios de los empresarios de[275] pompas fúnebres, lo que no quisieran los sacristanes, lo que desdeñasen los vigilantes de los cementerios? ¡No, señor Lorry, no! es un oficio perdido; créame usted.
—¡Uf!—exclamó Lorry—¡Me horroriza verle a usted!
—El ofrecimiento que con toda la humildad me atrevo a hacer a usted, aun cuando fuera cierto lo que usted sospecha, que yo no digo que lo sea, es...
—¡No venga usted con embustes!
—No, señor; hablaré con verdad. El ofrecimiento que humildemente deseo hacer es el siguiente: sobre el banquillo emplazado en la acera del Tribunal, se sienta un hijo mío, que ya casi es un hombre, que hará recados, vigilará y se desvivirá por desempeñar las funciones que hasta aquí he desempañado yo, si así lo quiere usted. Si lo que usted teme fuera cierto, que yo no digo que lo sea, ni tampoco que no lo sea, porque no quiero mentirle a usted, den a mi hijo el cargo de su padre y que se encargue al propio tiempo de su madre, y mientras, deje al padre en libertad de cavar la tierra como se le antoje. Esto es, señor Lorry—añadió Lapa, secándose el sudor de la frente con el dorso de la mano,—lo que yo deseo ofrecer a usted.
—¡Calle, Jeremías! ¡Calle y no diga ni una palabra más! Quién sabe si me decidiré a tratarle como hasta aquí, si con obras, no con palabras, me demuestra su arrepentimiento. Palabras no las quiero; no me convencen.
Salieron en aquel instante Carton y Barsad.
—Adiós, Barsad—dijo el primero;—quedamos entendidos. Nada tema de mí.
Tomó asiento junto a Lorry, quien le preguntó.
—¿Qué han hecho?
—Poca cosa; si la suerte del prisionero se pone obscura, me permitirán hacerle una visita; nada más.
El desaliento de Lorry se acentuó.
—No puedo hacer más—repuso Carton.—Pedir demasiado, equivalía llevar a ese hombre a la guillotina, y, como dijo muy bien él, mayor desgracia no podría sobrevenirle aun cuando le delatásemos. Demos gracias a lo comprometido de su posición, pues de otra suerte, nada habríamos conseguido.
—Pero llegar hasta él, en el caso de que le condenen, no es salvarle—objetó Lorry.
—Nunca dije que le salvaría—replicó Carton.
Los ojos de Lorry buscaron gradualmente el fuego que ardía en la chimenea. El dolor que le produjo la segunda prisión del marido de la niña que tanto amaba abatió todas sus energías. Ya no era un hombre joven, a pesar de sus muchos años; era un viejo aniquilado por la ansiedad. Las lágrimas almacenadas en su pecho subieron[276] hasta sus ojos y rodaron silenciosas por sus arrugadas mejillas.
—Tiene usted un gran corazón y es amigo leal de sus amigos—dijo Carton con voz alterada.—Perdóneme si he sido portador de una noticia que tan dolorosamente le ha afectado. Me sería imposible ver llorar a mi padre y conservar mi tranquilidad, y yo le juro que no respeto menos su dolor que respetaría el de mi padre.
Tanto respeto, tanto interés, tanto sentimiento había en el tono y en la expresión de las palabras que quedan transcriptas, que Lorry, que no había tenido ocasión de apreciar el lado bueno de Carton, experimentó una de las sorpresas más grandes de su vida. Tendió silencioso una mano a su interlocutor, quien la estrechó con efusión.
—Volviendo al pobre Darnay—repuso Carton,—diré que no es conveniente que hable usted a su esposa de la conferencia que acabamos de tener, ni de lo que he conseguido del espía. Ella no podría llegar hasta el calabozo, y si sabía que iba yo, acaso pensase que mi intención era proporcionar a su marido los medios de adelantarse a la ejecución de la sentencia.
No había pensado en ello Lorry, quien al oir las palabras anteriores, volvió con viveza sus ojos hacia Carton, como para cerciorarse de si lo que no quería que pensase Lucía era precisamente lo que él tenía en su pensamiento.
—Pensaría tal vez eso—añadió Carton,—y podría sospechar mil otras cosas, cada una de las cuales sería una tortura añadida a las que ya la atosigan. No le hable siquiera de mí. Conforme dije a usted al llegar a París, no la veré; conviene que no la vea. Lo que yo pueda hacer por ella, lo haré mejor no viéndola. ¿Va usted ahora a visitarla? Vaya cuanto antes, sí, pues esta noche debe de estar desesperada.
—Voy ahora mismo.
—De lo que me alegro en el alma. Le quiere a usted mucho y tiene en usted confianza sin límites. ¿Cómo está ahora?
—Nadando en espantoso mar de ansiedades, pero hermosa como siempre.
—¡Ah!
Fué una exclamación profunda, larga, semejante a un gemido, a un sollozo ahogado. Los ojos de Lorry se volvieron hacia los de Carton con rapidez bastante para sorprender, mientras los de este último se clavaban en la lumbre de la chimenea, el paso por ellos, fugaz como una exhalación, de una luz o de una sombra; el anciano caballero no se hubiese atrevido a precisar si fué lo uno o lo otro.
—¿Ha terminado usted ya la comisión que aquí le trajo?—preguntó Carton al cabo de breves segundos.
—Sí. Conforme estaba diciendo a ustedes anoche, cuando tan ino[277]pinadamente llegó Lucía, he hecho cuanto podía hacerse. No esperaba más que verlos a cubierto de peligro y contentos para abandonar a París. Pensaba marchar muy pronto; pero...
Ambos quedaron silenciosos.
—Largo es el libro de su vida, señor Lorry, ¿verdad?—preguntó Carton, sin duda por decir algo.
—He cumplido los setenta y ocho años.
—Setenta y ocho años bien empleados; setenta y ocho años durante los cuales ha sido útil a sus semejantes y respetado por éstos; ¿eh?
—Casi desde que tengo uso de razón me he dedicado a los negocios; sin exagerar puedo decir que, desde muchacho, soy hombre de negocios.
—Su laboriosidad le ha valido ocupar un puesto envidiable. ¡Cuántos le echarán de menos cuando deje vacante ese puesto!
—No lo crea usted—replicó Lorry moviendo la cabeza—¿Quién ha de verter una lágrima a la memoria de un solterón viejo y solitario como yo?
—¡No diga usted eso! ¿No llorará por usted ella? ¿No llorará su hija?
—Sí... sí... Llorarán... ¡gracias a Dios! Perdone usted; no sabía lo que decía.
—Es un consuelo que bien merece que por él se den a Dios las gracias; ¿no es cierto?
—Mucho, sí... de acuerdo.
—Si esta noche pudiera usted decirse con verdad las palabras siguientes: «No he sabido granjearme el cariño, la estimación, la gratitud ni el respeto de nadie; en ningún corazón humano he conseguido despertar ecos de simpatía, nada he hecho bueno, nada que sea útil a mis semejantes, nada digno de ser recordado», sus setenta y ocho años de edad serían setenta y ocho mil años de remordimientos; ¿no es verdad?
—Tiene usted razón, Carton; creo que no me cansaría de maldecirlos.
Clavó nuevamente Carton su mirada en la lumbre, permaneció largo rato pensativo, y al fin, dijo:
—Otra pregunta desearía hacerle; cuando se acuerda usted de su niñez, ¿la encuentra demasiado distante? ¿Le parece que ha transcurrido mucho tiempo desde los días felices en que se sentaba sobre las rodillas de su dulce madre?
Lorry, con tono de voz inseguro por el efecto de la emoción que le embargaba, contestó:
—Hace veinte años, sí; hoy, no. Me ocurre lo que al que viaja siguiendo un círculo; comienza alejándose del punto de partida; pero a medida que llega al final, se acerca más y más al principio. Con frecuencia despiertan hoy en mi corazón recuerdos tiernos largos años dormidos, con frecuencia veo a mi santa madre, tan joven, tan hermosa... mi madre muy joven y yo muy viejo... con frecuencia me acuerdo de incidentes de la vida ocurridos cuando el mun[278]do no era para mí tan real como es hoy, ni en mí habían echado raíces las faltas.
—Lo comprendo—exclamó Carton enrojeciendo vivamente.
—Y esos recuerdos, lejos de dejarle sabor amargo, le serán gratos, ¿verdad?
—En efecto; me producen una sensación de pesar dulce.
Carton ayudó a poner el sobretodo a su interlocutor.
—Usted, en cambio, es muy joven—repuso Lorry, volviendo al mismo tema.
—Sí... no soy viejo; pero mis caminos juveniles nunca fueron los que llevan a la vejez.
—¿Va usted a salir?—preguntó Lorry.
—Acompañaré a usted hasta la puerta de su casa. Ya conoce usted mi manera de ser inquieta y mis costumbres de vagabundo, así que, si me paso muchas horas rondando al azar por esas calles sin volver a casa, esté usted tranquilo, que yo reapareceré si no hoy, mañana. ¿Piensa asistir mañana a la vista de la causa?
—Con harto dolor de mi alma tendré que asistir.
—Allí estaré yo, pero entre el público. Mi espía me encontrará sitio... ¿Quiere usted aceptar mi brazo?
Cogidos del brazo bajaron la escalera y salieron a la calle. Minutos después llegaban frente a la casa del doctor Manette, donde se separaron. Lorry entró en la casa y Carton se alejó de ella pero por muy poco tiempo, pues breves instantes después, volvía a estacionarse junto a la puerta cerrada.
—Ella sale todos los días por aquí—se dijo Carton;—toma aquella dirección... ¡Cuántas veces habrá pisado esas piedras!... ¡Seguiré sus pasos!
Sonaban las diez de la noche en los relojes de la ciudad cuando Carton ponía fin a su paseo frente a los sombríos muros de la cárcel de La Force. Un aserrador de madera, después de cerrar su taller, fumaba tranquilo su pipa frente a su establecimiento.
—Buenas noches, ciudadano—dijo Carton, observando que el aserrador le dirigía miradas inquisitivas.
—Buenas noches, ciudadano.
—¿Qué tal anda la República?
—Supongo que te referirás a la Guillotina... No anda mal. Hoy sesenta y tres; no tardaremos en llegar a cien por día. Sansón y sus ayudantes se quejan de que el trabajo es excesivo, de que se les agotan las fuerzas... ¡Ja, ja, ja! ¡Qué gracioso es el buen Sansón! ¿Has visto en tu vida barbero más atareado?
—¿Le ves con frecuencia...?
—¿Afeitar? Todos los días... ¡Vaya un barbero! ¿Le has visto alguna vez en funciones?
—Nunca.
—Pues no dejes de ir a verle cuando tiene tarea por delante. Es una delicia verle trabajar... Figúrate tú, ciudadano; hoy, se[279]senta y tres en menos de dos horas... ¡En menos de dos horas, palabra de honor!
En tal extremo repugnó a Carton la fruición con que el aserrador explicaba las faenas del verdugo, que le volvió la espalda para no estrangularle, como era su deseo más ferviente.
—Pero tú no eres inglés, aunque como inglés vistes, ¿verdad?—preguntó el aserrador.
—Inglés soy—contestó Carton, volviendo la cabeza.
—Pues hablas como un francés auténtico.
—Fuí estudiante aquí.
—¡Ah...! Casi francés, entonces. Buenas noches, inglés.
—Buenas noches, ciudadano.
—No dejes de ir a ver al amigo Sansón.
Alejóse Carton, pero no se había separado gran cosa del taller del aserrador, cuando se detuvo bajo un farol y escribió algunas palabras con lápiz en un pedazo de papel. Cruzando a continuación una porción de calles obscuras y sucias, con el paso decidido del que sabe perfectamente a donde va, hizo alto frente a una droguería, cuya puerta estaba cerrando en aquel momento el droguero.
Luego que dió las buenas noches al ciudadano droguero, cuyo aspecto nada tenía que envidiar, por lo sucio y repugnante, a la tienda, puso sobre el mostrador el pedazo de papel en que poco antes escribiera con lápiz.
—¡Demonio!—exclamó el droguero.—¡Ji, ji, ji! ¿Es para ti, ciudadano?
—Para mí.
—¿Tendrás cuidado de guardarlos por separado, ciudadano? ¿Sabes las consecuencias de la mezcla?
—Perfectamente.
El droguero preparó unos papeles, que Carton guardó en el bolsillo interior de su levita. Pagó su importe, y sin hablar más, salió a la calle.
—Por esta noche, nada tengo ya que hacer—murmuró, alzando la cabeza.—Mañana continuaremos... Me es imposible dormir.
No reflejaba indiferencia ni aturdimiento el tono con que pronunció Carton las palabras anteriores, ni había en ellas desesperación ni reto; vibraba en su acento la resolución del hombre que, después de largos años de viajar por caminos torcidos, sin rumbo ni dirección fijas, penetra al fin en uno cuyo término le es conocido.
Largos años antes, cuando descolló entre los jóvenes de talento, entre los estudiantes que prometían grandes cosas, acompañó a su padre al cementerio. Su madre había fallecido mucho antes. Pues bien; aquellas palabras solemnes que el sacerdote leyó sobre la tumba del que le dió el ser, palabras olvidadas entre los desórdenes de una vida licenciosa, surgieron potentes en su memoria mientras esta noche recorría las calles tristes y solitarias, bajo un cielo cubierto de negros nubarrones.
«Yo soy la resurrección y la Vida; aquel que cree en Mí, aun cuando haya muerto, vivirá; y el que vive y cree en Mí, no morirá jamás.»
No hubiera sido difícil encontrar la fuerza misteriosa que evocó aquellos recuerdos en el fondo de su alma, semejante a la cadena que arranca de las profundidades del limo el ancla enmohecida, clavada largo tiempo atrás, con sólo reparar en que paseaba solo y de noche, por las calles de una ciudad sujeta a la ley de la cuchilla, recordando con dolor las sesenta y tres cabezas que aquel día habían rodado, y pensando en los desdichados que morirían sobre el cadalso al día siguiente, y al otro y al otro. No intentó, empero, buscarla; limitóse a repetir una y otra vez las palabras que quedan copiadas, y prosiguió paseando.
Concentrando todo su interés en las ventanas iluminadas correspondientes a habitaciones donde había personas que se disponían a descansar, afanosas por olvidar durante las breves horas de calma de la noche los horrores que las rodeaban durante el día, en las torres de las iglesias, donde no se celebraban ya cultos divinos, pues la revulsión popular hizo objeto preferente de sus iras a los sacerdotes, a quienes acusó de impostores, de libertinos y de ladrones; en aquellos lugares sagrados, destinados, según las inscripciones colocadas sobre las puertas, al reposo eterno; en los calabozos, rebosantes de prisioneros, y en las calles, por las que las gentes corrían al encuentro de una muerte considerada ya, en fuerza de la costumbre, tan corriente y natural, que ni los mismos encargados de manejar la guillotina veían turbados sus sueños por apariciones espectrales; puesta, en suma, toda su atención en la vida de aquella ciudad que corría desbocada a la muerte, Sydney Carton cruzó el Sena buscando calles mejor iluminadas y más animadas.
Eran muy contados los coches que se veían, pues los que podían permitirse el lujo de tenerlos, sabedores de que usarlos era tanto como solicitar ser inscriptos en el Libro de los Sospechosos, preferían caminar a pie, luciendo sendos gorros colorados y calzados con zapatos de lo más ordinario. Llenos estaban, empero, los teatros, que comenzaban a vaciarse a la hora en que Carton paseaba por las calles céntricas, donde aquéllos estaban situados. Junto a la puerta de un teatro, por la cual salían compactas masas de gentes alegres que, canturreando, se dirigían a sus casas, vió Carton a una niña, de la mano de la madre, que buscaba un sitio que la permitiera atravesar la calle sin meterse hasta las rodillas en el fango. Carton tomó a la criaturita en sus brazos, la transportó a la acera opuesta, y antes que el tímido angelito soltara los brazos que rodeaban su cuello, la rogó que le diera un beso.
«Yo soy la resurrección y la vida; aquél que cree en Mí, aun cuando haya muerto, vivirá; y el que vive y cree en Mí, no morirá jamás.»
Ya más avanzada la noche, cuando la tranquilidad en las calles era completa y el silencio absoluto, parecíale que el rumor de sus propios pasos modulaba aquellas sentencias, que la brisa las traía envueltas entre sus sutiles susurros. Dueño de sí mismo, tranquilo, resuelto, la repetía con frecuencia con los labios; pero en sus oídos sonaban siempre.
Y continuó avanzando la noche mientras Carton, inclinado sobre el pretil del puente, escuchaba los besos rumorosos del río a los muros de la Isla de París, y contemplaba la pintoresca confusión de edificios envueltos en sombras grises, sobre las cuales se alzaba arrogante la cúpula de la catedral bañada por la luz blanquecina de la luna. Vino el día. La noche, con la luna y las estrellas, palidecieron y murieron, y durante algunos minutos, pareció que toda la creación caía bajo el cetro amarillento de la Muerte.
La corriente del río, rápida, impetuosa, profunda, parecióle amigo cariñoso. Echó a andar siguiendo sus márgenes y alejándose del bullicio de la ciudad. Durmióse en la orilla; cuando despertó, continuó paseando algunos minutos más, fijos sus ojos en un remolino que giraba vertiginoso, hasta que se lo tragó la corriente y lo arrastró al mar.
—¡Como yo!—murmuró Carton.
Cuando llegó a casa, Lorry había salido ya. Carton no preguntó adónde había ido, pues sin grandes esfuerzos de imaginación podía adivinarlo. Tomó una tacita de café, se lavó y arregló, y se fué sin pérdida de momento al Tribunal. Allí encontró a Lorry, allí encontró al doctor Manette, allí encontró a ella, sentada junto a su padre.
Cuando compareció Carlos Darnay, dirigióle Lucía una mirada tan alentadora, tan llena de amor sin límites y de tierna compasión, que hizo afluir la sangre a las mejillas del reo, animó su mirada y alegró su corazón. Si alguien hubiera tenido puestos sus ojos sobre Sydney Carton, habría reparado que aquella mirada, aunque no dirigida a él, prodújole los mismos efectos que al prisionero.
Ante aquel tribunal injusto, que había principiado por desterrar el orden en los procedimientos, era perfectamente inútil que ningún acusado pretendiera hacerse oir; que no hubiese valido la pena traer la Revolución para no echar al propio tiempo a los cuatro vientos todas las leyes, reglamentos y ceremonias, para no abolir de una vez y para siempre el orden social del que tan monstruosamente había abusado el mundo para no negar a los acusados el derecho de justificarse.
El Jurado fué desde los primeros momentos el blanco de todas las miradas. Formábanlo los mismos patriotas resueltos, los mismos republicanos excelentes que lo formaban el día anterior, los mismos que lo formarían al día siguiente. Entre ellos, descollaba un hombre de cara repulsiva, un caníbal feroz en toda la extensión de la palabra, un individuo que bebía sangre, que se bañaba en sangre, que respiraba sangre. Era Santiago Tercero, aquel a quien conocimos en el barrio de San Antonio. Los demás semejaban jauría de perros anhelando destrozar la pieza.
Todos los ojos estaban fijos en los cinco jurados y en el acusador público, quien habló, poco más o menos, en los siguientes términos:
—Carlos Evrémonde, llamado también Darnay. Ayer se le puso en libertad, y ayer mismo fué acusado de nuevo y vuelto a prender. Anoche se le hizo saber la acusación fulminada contra él. Pesan sobre su cabeza los cargos de enemigo de la República, de aristócrata, de ser individuo de una familia de tiranos, miembro de una raza proscripta, que abusó de sus privilegios, hoy felizmente abolidos, oprimiendo de la manera más villana al pueblo. Carlos Evrémonde, llamado también Darnay, reo de los crímenes mencionados, es hombre muerto a los ojos de la Ley. Su cabeza pertenece de derecho al verdugo.
—¿La delación contra el acusado, es pública o secreta?—preguntó el presidente.
—¿Quién la hizo?
—Tres personas. Ernesto Defarge, tabernero de San Antonio.
—Muy bien.
—Teresa Defarge, mujer del mencionado.
—Perfectamente.
—Alejandro Manette, médico.
Este último nombre alzó en la sala una tempestad de gritos ensordecedores. En medio del tumulto, vióse que se levantaba el doctor, pálido como un cadáver y temblando como un azogado.
—Presidente—gritó,—protesto indignado contra la ruin mentira que acaba de pronunciarse aquí. Yo no he podido delatar al marido de mi hija, y el Tribunal sabe muy bien que el acusado es mi yerno. Mi hija, y las personas que la son queridas, valen para mí mil veces más que mi misma vida. ¿Dónde está el impostor que se atreve a afirmar que yo he denunciado al marido de mi hija? ¿Dónde el falso patriota que osa mentir con tanto descaro?
—Tranquilízate, ciudadano Manette. Faltar al respeto que debe merecerte la autoridad del Tribunal, sería tanto como salirte fuera de la Ley. Has dicho que hay algo que para ti vale mil veces más que tu vida; y yo no sé que para un buen patriota haya nada que valga tanto como la República.
Frenéticos aplausos premiaron la réplica del presidente. Este, luego que impuso silencio a fuerza[283] de campanillazos, prosiguió con calor:
—Si la República te exigiera el sacrificio de tu misma hija, tu deber sería sacrificarla. Sigamos, y silencio.
El doctor Manette cayó desplomado en la silla. Sus labios temblaban, y sus ojos miraban despavoridos en derredor. El jurado de cara de caníbal se frotaba las manos con visible fruición.
Restablecido el silencio, presentóse Defarge, quien hizo una historia sucinta del cautiverio y libertad del doctor; manifestó que había sido su criado, y expuso el estado en que el cautivo se hallaba cuando se lo entregaron. Terminada la historia, el Tribunal le dirigió las preguntas siguientes:
—¿Prestaste buenos servicios en la toma de la Bastilla, ciudadano?
—Tal lo creo.
—¡Fuiste uno de los mejores patriotas!—gritó una mujer, arrebatada por el entusiasmo—¿Por qué no decirlo así? Aquel día fuiste artillero, te batiste con furia, y entraste el primero en la maldita fortaleza, luego que cayó en poder del pueblo. ¡Patriotas... creedme, porque digo la verdad!
La que acababa de hablar era La Venganza. Los aplausos de la concurrencia ensordecían. Agitó el Presidente la campanilla, pero La Venganza, enardecida por las turbas, aulló:
—¡No me da la gana callar! ¡Me río yo de la campana y de quien la toca!
Al fin calló, cuando se le agotaron las fuerzas.
—Da cuenta al Tribunal de lo que hiciste dentro de la Bastilla, ciudadano.
—Yo sabía—respondió Defarge, mirando a su mujer que desde poca distancia le estaba clavando con sus ojos—que el cautivo de quien hablo había estado sepultado en una celda que llamaban Ciento Cinco, Torre del Norte. El secreto me lo reveló él mismo, pues mientras permaneció en mi casa, haciendo zapatos, no supo que tuviera otro nombre que el Ciento Cinco, Torre del Norte. El día de la toma de la Bastilla, mientras hacía fuego con mi cañón, decidí reconocer la celda en cuestión, tan pronto como la fortaleza cayera en poder nuestro. Cayó; e inmediatamente subí al calabozo mencionado, juntamente con un compañero, que figura en el jurado, y un calabocero, que se encargó de guiarnos. La reconocí muy detenidamente, y en un agujero del muro, disimulado detrás de un sillar que había sido quitado y vuelto a colocar, encontré un papel escrito. El papel escrito es éste. He examinado varios escritos del doctor Manette, y la letra de este papel, es letra de puño del doctor Manette. Entrego este papel, escrito de puño y letra del doctor Manette, al Presidente.
—Que se lea.
El documento, leído en medio de un silencio sepulcral, mientras el reo miraba con amor a su mujer,[284] y ésta miraba ora a él ora a su padre, y el doctor Manette no separaba los ojos del lector, y la señora Defarge clavaba los suyos con insistencia en el prisionero, y Defarge no separaba los suyos de su mujer, y todos los que llenaban la sala contemplaban al doctor que no veía a nadie, decía así:
«Yo, Alejandro Manette, médico desventurado, natural de Beauvais, y residente en París, escribo este doloroso documento en mi horrenda celda de la Bastilla en el mes último del año de 1767. Lo escribo aprovechando ratos que robo a la vigilancia y venciendo dificultades inmensas. Mi propósito es esconderlo en el interior del muro de mi tumba, donde a fuerza de trabajo he conseguido abrir un hueco. Tal vez lo encuentre alguna mano misericordiosa cuando yo y mis desventuras hayamos pasado al mundo del olvido.
»Trazo estos renglones con el óxido que he sacado de los enmohecidos hierros de la reja mezclados con sangre de mis venas, el mes último del año décimo de mi cautiverio. En mi pecho no queda ya ni un átomo de esperanza. Fenómenos terribles que en mí mismo he observado me anuncian que muy en breve me abandonará también la razón, pero declaro solemnemente que en este momento me hallo en posesión plena de mis facultades mentales... que mi memoria es exacta y circunstancial, que escribo la verdad, y que estoy pronto a responder de la veracidad de mis palabras, tanto si llegan a ser leídas algún día por los hombres, como si están condenadas al secreto eterno, ante el Juez Eterno cuya mirada lee en el fondo de los corazones.
»Una noche de la semana cuarta de diciembre (creo que el día veintidós del mes) del año 1757, hallábame yo paseando por un paraje retirado del paseo que bordea al Sena y a una hora de distancia de mi casa, sita en la calle de la Facultad de Medicina, cuando por mi espalda vi que se aproximaba un carruaje, tirado por dos caballos, a galope. En el momento de hacerme a un lado para dejar paso al carruaje y evitar ser atropellado, asomó en la ventanilla una cabeza, y una voz mandó al cochero que parase.
»Hizo alto el coche tan pronto como el cochero pudo refrenar a los caballos, y la misma voz que diera la orden de parar, me llamó por mi nombre. No paró el coche frente a mí, sino a distancia bastante para que dos caballeros tuviesen tiempo de abrir la portezuela y saltar al paseo antes que llegase yo, acudiendo al llamamiento. Observé que ambos iban perfectamente embozados en sus capas y que procuraban recatar sus rostros. Al llegar yo a su lado[285] y encontrarlos de pie a uno y otro lado de la portezuela, reparé también en que los dos parecían ser de mi misma edad, quizá más jóvenes, y que se parecían mucho en estatura, movimientos, voz y (de lo poco que pude ver) hasta en rostros.
»—¿Es usted el doctor Manette?—me preguntó el uno.
»—Yo soy—contesté.
»—¿El doctor Manette, natural de Beauvais, joven médico y cirujano hábil y original, que desde hace uno o dos años es una verdadera notabilidad en París?—terció el otro.
»—Caballeros; soy, efectivamente, el doctor Manette, de quien ustedes hablan con benevolencia excesiva—contesté.
»—Hemos estado en su casa—repuso el que había hablado primero,—y no habiendo tenido la suerte de encontrarle, aunque sí la de que nos indicaran que probablemente estaría paseando por estos sitios, le hemos seguido llevados de la esperanza de alcanzarle. ¿Tiene usted la bondad de entrar en el carruaje?
»El tono de su voz era imperioso; mientras se cruzaron las palabras que dejo consignadas, se movieron en forma que me dejaron colocado entre ellos y la portezuela del coche, y además, iban armados y yo no.
»—Ruego a ustedes que me perdonen, caballeros—respondí,—pero es el caso que tengo por costumbre preguntar quiénes son las personas que me hacen el honor de pedir mis servicios y la índole del caso que hace necesaria o conveniente mi asistencia.
»Me contestó el que había hablado en segundo lugar:
»—Sus clientes, doctor, son personas de alta posición social. Por lo que se refiere a la índole del caso que hace necesaria su asistencia, la confianza que en su ciencia y en su habilidad tenemos es para nosotros garantía de que ha de comprenderla usted sin necesidad de explicaciones nuestras, que seguramente resultarían deficientes. Creo que con lo dicho basta. ¿Tiene la bondad de montar?
»No me quedaba más recurso que obedecer, y lo hice sin hablar palabra. Inmediatamente me siguieron los dos caballeros, habiendo recogido el estribo el que entró el último. El coche dió media vuelta y partió a galope.
»Consigno aquí la conversación tal como fué; puedo asegurar que la repito textual, palabra por palabra. Lo describo todo exactamente lo mismo que tuvo lugar, sujetando a mi imaginación y evitando que divague. Los puntos suspensivos que en mi relato se encuentren, significan que suspendo la tarea para otra ocasión y que oculto el documento en el escondite abierto al efecto...
»El carruaje atravesó muchas calles, pasó por la Barrera Norte y no tardó en avanzar por un camino, fuera de la ciudad. A dos tercios de legua de la Barrera[286] (no calculé entonces la distancia, pero sí cuando la volví a recorrer) dejó el coche el camino real, y momentos después hacía alto frente a una casa solitaria. Saltamos a tierra los tres, y avanzamos por un mullido paseo de un jardín, cubierto de hierba, en cuyo centro había corrido una fuente en otros tiempos, hasta llegar a la puerta de la casa. Nos franquearon la entrada, no bien sonó la campanilla, y el que nos la franqueó, recibió un bofetón terrible de uno de mis acompañantes.
»Confieso que no me llamó la atención aquel acto, pues estaba muy acostumbrado a ver que los hombres de la clase baja eran tratados por los nobles con menos miramiento que si fueran perros. Una vez dentro de la casa, pude observar que el parecido entre mis dos acompañantes era tan maravilloso, que desde luego los deputé por hermanos gemelos.
»Desde que saltamos del carruaje frente a la verja del jardín, que encontramos cerrada y que abrió uno de los hermanos, cerrándola de nuevo luego que la franqueamos, venía yo oyendo gritos que tenían su origen en una de las habitaciones altas de la casa. Condujéronme en derechura a la habitación de la que partían los gritos, donde encontré tendida sobre el lecho a una enferma, presa de terrible fiebre cerebral.
»Era la paciente una mujer de belleza maravillosa y muy joven; seguramente no pasaba de los veinte años. Su hermosa cabellera ofrecía un aspecto de desorden tan completo, que entristecía el ánimo, y los brazos de la enferma estaban sujetos con tiras de tela. Observé que estas tiras eran pedazos de traje de corte de caballero, en uno de los cuales vi el escudo de armas de un noble con la inicial E.
»Estas observaciones las hice todas al minuto escaso de haber entrado en la estancia. Ocurrió que la enferma, cuya agitación era espantosa, se volvió boca abajo, una de las fajas que la sujetaban se introdujo en su boca, y vi que corría peligro de morir asfixiada. Separé, como es natural, la tira, y entonces fué cuando descubrí el escudito de armas bordado en ella.
»Volví boca arriba a la paciente, coloqué mi mano sobre su pecho a fin de calmarla y obligarla a permanecer quieta, y miré su rostro. Su mirada estaba horriblemente dilatada, y sus labios crispados repetían a gritos estas palabras: «Mi marido... mi padre... mi hermano». Luego contaba hasta doce, permanecía unos segundos escuchando con toda la atención de su alma, y comenzaba de nuevo a gritar «Mi marido... mi padre... mi hermano», y de nuevo contaba hasta doce y de nuevo hacía una pausa para escuchar. Ni en el tono, ni en los ademanes, ni en la voz había la menor variación.
»—¿Cuándo comenzó este estado de cosas?—pregunté.
»A fin de distinguir entre los dos hermanos, llamaré al uno el hermano mayor y al otro el menor, entendiendo por el mayor al que ejercía mayor autoridad.
»—Desde anoche a estas horas—contestó el hermano mayor.
»—¿Tiene marido, padre y hermano?
»—Tiene un hermano.
»—¿Y no estoy hablando con ese hermano en este instante?
»—No—replicó con tono de profundo desprecio.
»—¿La ha ocurrido recientemente algo relacionado con el número doce?»
»—¿Con el número doce?—repitió con impaciencia el hermano menor.
»—Pueden convencerse ustedes, caballeros, de lo inútilmente que me han traído aquí, tal como estoy—dije, puestas aún mis manos sobre el pecho de la enferma.—Si yo hubiese sabido lo que pasaba, habría venido provisto de lo necesario, mientras que ahora estamos perdiendo lastimosamente el tiempo. En un sitio tan solitario como es éste, no es posible encontrar medicinas.
»El hermano mayor miró al menor, quien replicó con voz altanera:
»—Tenemos aquí un botiquín.
»Momentos después lo sacaba de un armario y lo colocaba sobre la mesa...
»Abrí algunos frascos, los olí y llevé sus tapones a mis labios. Si me hubiese hecho falta administrar a la enferma cualquier substancia no narcótica ni tóxica, a buen seguro que no la hubiera medicinado con nada de lo que contenía el botiquín.
»—¿No le inspiran confianza?—preguntó el hermano menor.
»—Viendo está usted, caballero, que voy a utilizarlas—contesté sencillamente.
»No sin haber de luchar con grandes dificultades, y al cabo de largo rato, conseguí hacer tomar a la enferma la dosis de medicina que consideré conveniente. Como quiera que mi propósito era repetir la medicación y observar los efectos que en la enferma producía la primera toma, me senté a la cabecera de su lecho. Sentada con timidez y cortedad manifiestas en un ángulo, había una mujer que la cuidaba, casada con uno de los individuos de escalera abajo. La casa estaba sucia, mal cuidada y amueblada, síntomas evidentes de que la ocupaban desde fecha muy próxima y de que la intención de sus ocupantes era permanecer en ella muy poco tiempo. Habían tendido provisionalmente algunas colgaduras delante de las ventanas, sin duda para que los gritos de la enferma no llegasen al exterior. Continuaba ésta gritando como cuando llegué, repitiendo las mismas palabras y por el mismo orden: «Mi marido... mi padre... mi hermano», y contando a continuación hasta doce. Sus convulsiones eran tan violentas, que no juzgué prudente librarla[288] de las tiras que la sujetaban, aunque las coloqué de manera que la molestasen menos. La crisis no cedía a la medicación, pero observé que la presión de mi mano sobre el pecho de la enferma ejercía sobre ella tanta influencia, que al cabo de algunos minutos se tranquilizaba. No la produjo, empero, sobre los gritos, que continuaban con la regularidad de un péndulo.
»Media hora llevaría yo sentado junto a la cama y bajo las miradas de los dos hermanos, cuando dijo el mayor:
»—Tenemos otro enfermo.
»Me alarmó la noticia, y pregunté:
»—¿Es urgente el caso?
»—Mejor será que lo vea usted por sus ojos—me contestó con tono negligente tomando una luz...
»Yacía el segundo enfermo en una habitación situada a espaldas de la casa, habitación que en rigor no era más que un desván emplazado sobre una cuadra. Parte del desván tenía techumbre muy baja y parte no. Bajo la parte cubierta había heno y paja almacenados, y el resto contenía leña y aperos de labor. Recuerdo tan bien todos estos detalles, que me parece que los estoy viendo en este instante tal como los vi aquella noche, no obstante hallarme encerrado desde hace diez años en mi calabozo de la Bastilla.
»Sobre un montón de heno y apoyada la cabeza sobre una almohada, yacía tendido un mancebo de aspecto de aldeano, de rostro agraciado, y que no contaría más de diez y siete años de edad. Estaba boca arriba, con los dientes apretados, la mano derecha crispada sobre el pecho y la mirada fija en el techo. Me arrodillé a su lado; y aunque no encontraba la herida que había recibido, desde luego vi que moría a consecuencia de una herida producida con instrumento punzante.
»—Soy médico, pobre amigo mío—dije;—deje que le reconozca.
»—No quiero ser reconocido; déjeme en paz—replicó.
»Estaba la herida situada debajo de su mano derecha, que me costó no poco trabajo y muchas instancias separar. Era una estocada recibida de veinte a veinticuatro horas antes, estocada mortal de necesidad, aunque le hubieran sido prestados todos los auxilios de la ciencia al segundo de ser inferida. Se moría a chorros. Busqué con mi mirada la del hermano mayor, y observé que éste contemplaba al herido con la indiferencia misma con que contemplaría a un pájaro, a una liebre o a un conejo heridos. Claramente se advertía que no veía en el muchacho a una criatura humana.
»—¿Quién le ha causado esa herida, caballero?—pregunté yo.
»—¡Bah! ¿A qué hablar de un siervo miserable... de un perro? Obligó a mi hermano a cerrar contra él, y cayó bajo su espada como si hubiese sido un caballero.
»En el tono de la contestación no había ni sombra de piedad, ni sombra de pesadumbre, ni sombra de remordimiento.
»Los ojos del moribundo se volvieron hacia el que acababa de hablar, fijándose a continuación en mí.
»—Doctor—me dijo;—son muy altivos esos nobles; pero también nosotros, los perros miserables, tenemos nuestro orgullo. Nos roban, nos saquean, nos ultrajan, nos vilipendian, nos apalean, pero todo ello no basta para ahogar nuestra altivez. Ella... ¿la ha visto usted, doctor?
»Llegaban hasta allí los gritos de la infeliz, bien que muy amortiguados por la distancia. A la que los daba se refería el herido como si hubiera estado a su lado.
»—La he visto, sí—contesté.
»—Es mi hermana, doctor. Habrán tenido esos nobles durante muchos años derechos vergonzosos sobre la modestia y la virtud de nuestras hermanas; pero entre nosotros quedan muchachas buenas, muchachas que saben resistir sus violencias. Yo lo sé, y he oído a mi padre afirmarlo así. Mi hermana es una de ellas. Tenía relaciones amorosas con un joven, bueno también y honrado, vasallo de este noble que está ahí... todos éramos vasallos suyos... El otro es su hermano, el representante más vil de su despreciable raza.
»El desventurado tenía que hacer esfuerzos verdaderamente sobrehumanos para poder hablar; pero si le faltaban energías corporales, sobrábanle las del alma, y hablaba con extraordinaria entereza.
»—Nos robaba ese hombre que está ahí con la frialdad e indiferencia con que nos roban a los que somos perros vulgares esos seres de naturaleza superior a la humana... nos despojaba sin compasión, nos obligaba a trabajar sin pagarnos, a llevar nuestro trigo a su molino, a alimentar sus aves de corral con nuestras cosechas, pero imponiendo pena de muerte al que tuviera la osadía de apoderarse de una de ellas, nos saqueaba y robaba hasta un grado tal, que si alguna vez, por misericordia de Dios, teníamos una piltrafa de carne que llevar a la boca, la comíamos muertos de miedo, atrancando antes las puertas y las ventanas de nuestras pobres casas, a fin de que sus gentes no la vieran y nos la robaran. Repito que de tal suerte nos despojaban, de tal suerte nos acosaban, de tal suerte nos hacían imposible la vida, que mil veces he oído decir a mi padre que era para nosotros una desgracia inmensa traer a un hijo al mundo, y que debiéramos suplicar a Dios condenase a la esterilidad a todas las mujeres de nuestra casta, a fin de que ésta se extinguiera de una vez y para siempre.
»Jamás había yo presenciado la explosión de los sentimientos de los infelices oprimidos; supo[290]nía, sí, que en el fondo de su alma guardaban almacenadas cantidades inmensas de odio contra sus opresores; pero su estallido era para mí espectáculo nuevo hasta aquella noche.
»—Mi hermana, doctor, se casó, a pesar de todo. Su pobre prometido andaba mal de salud por entonces, y mi hermana se casó para atenderle y cuidarle en nuestra cabaña... nuestra perrera, como diría ese monstruo que tenemos delante. Pocas semanas llevaba de casada, cuando tuvo la desgracia de que la viera el hermano de ese hombre; le gustó, y con la mayor naturalidad del mundo pidió a su hermano mayor que se la prestase. ¿Qué importaba que estuviera casada? ¡Son tan poca cosa los maridos entre nosotros!... El hermano mayor accedió sin inconveniente, pero mi hermana era buena y virtuosa, y por añadidura, detestaba a su admirador con tanta fuerza como le detesto yo. ¿Qué creerá usted que hicieron entonces los dos hermanos para recabar del marido de mi hermana que ejerciese sobre ésta toda su influencia hasta obligarla a rendirse a sus torpes deseos?
»Los ojos del muchacho, fijos hasta entonces en los míos, volviéronse poco a poco hacia los del noble, en cuya cara no me fué difícil leer la verdad de los cargos que se le hacían. Aun aquí, en el interior del sepulcro de la Bastilla en que me encuentro desde tantos años, creo ver las dos clases de orgullo, perfectamente distintas, que reflejaban las dos caras: indiferencia y hielo respiraba la del caballero; deseos furiosos de venganza la del muchacho campesino.
»—Usted sabe, doctor, que uno de los derechos de esos nobles consiste en aparejarnos a los que somos perros miserables, engancharnos a sus carros y obligarnos a tirar. Pues bien; al marido de mi hermana lo engancharon, convenientemente atalajado, a un carro, y le obligaron a tirar de él. Sabe usted, doctor, que entre los derechos de esos nobles figura el de obligarnos a pasarnos las noches en sus terrenos, imponiendo silencio a las ranas a fin de que sus cantos no perturben su noble sueño; el marido de mi hermana se pasaba las noches a la intemperie y los días tirando del carro. No por ello se dejó persuadir... ¡No! Un día, cuando le libraron de los aparejos y le despidieron para que se fuera a comer... si encontraba qué, exhaló doce sollozos, uno por cada campanada que daba el reloj—era mediodía—y murió en los brazos de mi hermana.
»Sólo las ansias de explicar el agravio recibido sostenían la vida en aquel cuerpo moribundo. Buscando en su determinación energías que no encontraba en su organismo, alejó las sombras de la muerte que le invadían y oprimió con mayor fuerza que nunca su herida por la cual escapaba su vida.
»—Muerto el marido de mi hermana, con la autorización de este hombre, y hasta con su apoyo material, su hermano se apoderó violentamente de la pobre viuda, a la que necesitaba para sus placeres, para su diversión de momento. La tropecé en el camino cuando se la llevaban. Llevé la noticia a nuestra casa, y al oirla mi padre, estalló en mil pedazos su corazón. Inmediatamente acompañé a mi hermana menor, tengo dos... hasta un sitio donde no se hallara al alcance de ese hombre, hasta un sitio donde no fuera su vasalla. Volví luego, seguí al hermano de ese noble, y anoche le salí al encuentro, yo, un perro despreciable, pero con la espada en la mano... ¿Dónde está la ventana?... ¿No había aquí una ventana?
»Abandonábale la vida y con la vida la luz. Tendí yo en derredor mis miradas, y advertí que el heno y la paja que cubrían el suelo estaban pisoteados y hollados, cual si allí hubiese teñido lugar una lucha encarnizada.
»—Me oyó mi hermana y acudió corriendo. Yo la dije que no se acercara hasta que estuviera muerto su infame raptor. Este me tiró algunas monedas, y a continuación, me cruzó la cara con su látigo; pero yo, no obstante ser un perro despreciable, lo abofeteé hasta obligarle a desenvainar su espada. ¡Que rompa ahora la hoja de una espada manchada con la sangre de un villano, que la haga mil pedazos, que siempre será cierto que hubo de desenvainarla para defender su vida, y que si me hirió, fué apelando a toda su habilidad!
»Momentos antes había visto yo, desparramados por el suelo, pedazos de una espada; era de caballero. Un poco más allá, sobre la paja, había otra espada vieja, una espada de soldado.
»—Incorpóreme, doctor, incorpóreme; ¿dónde está ese hombre?
»—No está aquí—contesté sosteniendo al moribundo, creyendo que se refería al hermano.
»—¡Claro! ¡Con toda su altivez de noble me tiene miedo! ¿Y el hombre que estaba aquí? ¡Vuélvame hacia él... quiero verle!
»Hícelo así, apoyando sobre mi rodilla la cabeza del muchacho; pero éste, reanimadas por un momento todas sus energías, se puso en pie, obligándome a hacer otro tanto para sostenerle.
»—¡Marqués!—gritó, con mirada dilatada y levantando el brazo.—Llegará día en que todos los hombres habrán de dar cuenta estrecha de sus actos; para ese día te emplazo a ti y a todos los tuyos, desde el primero hasta el último de tu maldita raza, para que respondáis de vuestros crímenes. Sea esta cruz que con sangre estampo sobre tu cara testimonio de mi emplazamiento. Para el día en que todos los hombres habremos de dar cuenta estrecha de nuestros actos emplazo también a tu[292] hermano, el más vil de una raza vil y miserable, para que responda de los suyos por separado; sobre su cara estampo esta otra cruz con mi sangre, como testimonio de mi emplazamiento.
»Dos veces llevó la mano a la sangrienta herida de su pecho y con el dedo índice trazó dos cruces en el aire. Permaneció algunos segundos con el dedo índice rígido, levantado y cayó muerto...
»Cuando volví a la estancia donde dejé a la enferma, la encontré delirando como la había dejado, y repitiendo las mismas palabras y con el mismo orden de siempre. Desde luego adiviné que la crisis duraría muchas horas y que, probablemente, terminaría con su muerte.
»Repetí las medicinas y me senté junto a la cama, donde permanecí hasta que la noche estaba ya muy avanzada. Los gritos de la enferma continuaron con la misma intensidad, con el mismo orden, sin variar una sola palabra. «Mi marido... mi padre... mi hermano... Una, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez, once, doce.»
»Treinta y seis horas hacía que la vi por primera vez, y el estado de la enferma en nada había variado. Me encontraba sentado a la cabecera de su lecho cuando la crisis comenzó a ceder. Cesaron los gritos, terminaron los estremecimientos, y al poco rato quedó aletargada, como muerta.
»Llamé entonces a la enfermera para que me ayudara a colocarla bien en la cama y a ordenar sus vestidos, desgarrados por mil sitios, y entonces me di cuenta de que la desdichada estaba encinta, y perdí las pocas esperanzas que de salvarla abrigaba.
»—¿Ha muerto ya?—preguntó el Marqués, que acababa de entrar en la estancia, después de un paseo a caballo.
»—No ha muerto, pero muerta parece—respondí.
»—¡Qué resistencia tienen estos villanos!—exclamó, contemplándola con curiosidad.
»—Las penas y la desesperación suelen resistir lo indecible—contesté.
»Mis palabras excitaron en el primer momento su risa, pero luego frunció el entrecejo. Acercó con el pie una silla a la que yo estaba sentado, mandó a la enfermera que nos dejase solos, y dijo, con voz baja:
»—Doctor, al ver a mi hermano en la dificultad en que se encontraba, le aconsejé que buscase a usted. Goza usted de una reputación envidiable, pero todavía tiene que labrarse su fortuna, y supongo que no ha de serle indiferente lo que afecte a sus intereses. Está usted presenciando cosas que pueden verse, pero nunca decirse.
»Yo fingí que prestaba atención a la respiración de la enferma y no contesté.
»—¿Me dispensa usted el honor de escucharme, doctor?
»—En mi profesión, caballero, cuantas noticias se dan al médico referentes a los enfermos, se entiende que son confidenciales—contesté, evitando comprometerme a nada, pues lo que había oído y visto llenaba mi alma de recelos.
»La respiración de la infeliz se iba dificultando en tales términos, que hube de buscar síntomas de vida en su pulso y en los latidos de su corazón. Para ello me fué preciso levantarme de la silla, y cuando volví a sentarme me encontré frente a frente de los dos hermanos...
»Tropiezo para escribir con dificultades horribles. En primer lugar, el frío es insoportable, y, como por otra parte, temo con fundamento que averigüen que escribo, en cuyo caso me encerrarían en un calabozo subterráneo adonde no llega ni un hilo de luz, conceptúo prudente abreviar todo lo posible mi narración. Mi memoria no puede ser más fresca; conservo en ella todos los detalles, todas las palabras que se cruzaron entre mí y los dos hermanos.
»Por espacio de una semana, estuvo la enferma entre la vida y la muerte; más cerca de la última que de la primera. Hacia el final de la semana, logré entender algunas palabras que me dijo, aplicando mi oído a sus labios. Me preguntó dónde se encontraba, y se lo dije; deseó saber quién era yo, y satisfice su deseo; pero fué en vano que yo la preguntara su apellido; cayó su cabeza sobre la almohada, y guardó su secreto, como lo guardara antes que ella su hermano.
»No tuve ocasión de hacerla nuevas preguntas hasta después que manifesté a los hermanos que la enferma se moría, y que no viviría un día más. Hasta entonces, aunque ninguno de los dos se dejó ver de la enferma, unas veces el uno, otras el otro, se encontraban invariablemente detrás de una cortina tendida en la cabecera de la cama; pero al comunicarles yo mi pronóstico, parece que ya no les importó que yo hablase con la moribunda; ya no trataron de impedir las confidencias que la que estaba para abandonar el mundo pudiera hacer a quien... se encontraba probablemente en el mismo caso.
»Siempre observé que el hecho de que el hermano menor (continuaré llamándole así) hubiera cruzado la espada con un muchacho, y por añadidura labriego y plebeyo, hería profundamente el orgullo de los dos. Lo que al parecer les afectaba, no eran las desgracias que habían ocasionado, sino el pensamiento de que el incidente aludido degradaba a la familia y la colocaba en situación altamente ridícula. Infinidad de veces sorprendí en los ojos del hermano menor miradas que rebosaban odio, aunque aparentemente me trataba con mayor finura que el mayor. Tampoco se me ocultó que para este último era yo estorbo molesto.
»Murió mi enferma a las diez de la noche. Me encontraba yo solo a su lado, dobló su juvenil cabeza, terminaron para siempre sus desdichas sobre la tierra.
»En la planta baja de la casa esperaban los hermanos.
»—¿Ha muerto al fin?—preguntó el mayor, al verme entrar.
»—Acaba de morir—contesté.
»—Sea en hora buena, hermano—repuso, volviéndose hacia el menor.
»Ya antes me habían ofrecido dinero, que yo no acepté, diciendo que ultimaríamos ese detalle al final. El hermano mayor me entregó un cartucho de monedas de oro, que yo recibí de su mano, pero que dejé seguidamente sobre la mesa. Había meditado el asunto, y de la meditación resultó el propósito decidido de no aceptar nada.
»—Dispénsenme ustedes—dije;—dadas las circunstancias, nada debo aceptar.
»Los hermanos cambiaron una mirada, me hicieron una inclinación de cabeza, que yo contesté con otra, montaron a caballo, y se fueron....
»Me siento cansado, rendido, extenuado... Ni leer puedo lo que mi descarnada mano ha escrito.
»A la mañana siguiente, muy temprano, trajeron a mi casa el cartucho de monedas de oro, colocado dentro de una cajita dirigida a mi nombre. Yo, entretanto, después de largas meditaciones, había resuelto ya la norma de conducta que habría de seguir. Decidí escribir aquel mismo día al Ministro, haciéndole historia de los dos casos en que había intervenido y detallando el lugar en que aquéllos ocurrieron; en una palabra: enviarle una relación circunstanciada, bien que con carácter particular. Conocía yo hasta dónde llegaban las influencias en la Corte, no eran para mí un secreto los privilegios e inmunidades de que gozaban los nobles, y, como consecuencia, suponía que mi escrito no daría ningún resultado; pero aun así, quise tranquilizar mi conciencia. Decidí no revelar a nadie mi secreto, ni siquiera a mi mujer, y así lo hice constar en la carta dirigida al Ministro. No creí que a mí me amenazase peligro alguno; pero supuse que lo correrían otros, si los comprometía haciéndoles dueños del secreto que yo poseía.
»Estuve aquel día tan ocupado, que no me fué posible terminar la carta hasta después de cerrar la noche. A la mañana siguiente, dejé el lecho antes de la hora acostumbrada. Era el último día del año. Acababa de dar la última mano a la carta, cuando me avisaron que me esperaba una señora que deseaba verme...
»Por momentos me considero más incapaz de dar cima a la tarea que me he impuesto. ¡Es tan insoportable el frío, tan escasa la luz, tan completa la parálisis de mis facultades, tan horrible la obscuridad de mi alma!...
»Era una señora joven, simpática y hermosa, pero señalada con el dedo descarnado de la muerte. La encontré presa de intensa agitación. Me dijo que era la esposa del marqués de Evrémonde. Yo relacioné el título de marqués que el muchacho moribundo diera al hermano mayor con la inicial que descubrí en la corbata blasonada y, con tales datos a la vista, no me fué difícil adivinar que el hombre de quien me había separado y el marqués de Evrémonde eran una misma persona.
»Aunque mi memoria continúa despejada, me es imposible consignar aquí las palabras que se cruzaron en nuestra conversación. Parece que la señora tenía noticia de la intervención que yo había tenido en un suceso que conocía en parte y en parte sospechaba. No sabía que la infortunada joven hubiese muerto. Sus deseos, según me manifestó anegada en lágrimas, eran visitarla en secreto y testimoniarla su simpatía, y sus anhelos, desviar la cólera de Dios suspendida sobre una casa que de antiguo venía siendo objeto del odio de tantos a quienes había precipitado en los negros abismos de la desgracia.
»El objeto de la visita de aquella señora, que tenía sus motivos para creer que la desdichada víctima de su marido dejaba una hermana más joven, era suplicarme que la indicase el nombre y lugar de la residencia de la hermana en cuestión, a fin de ayudarla y protegerla. No pude contestar otra cosa sino que, en efecto, existía aquella hermana; mas no facilitarla datos que desconocía entonces, y desconozco a la hora en que escribo estas líneas...
»Me falta ya el papel. Ayer me quitaron una hoja, temo que la vigilancia de que me hacen objeto es más estrecha que nunca, y hoy mismo es preciso que termine mi relato.
»La señora era buena, de corazón compasivo, y desgraciadísima en su matrimonio. El hermano de su marido la odiaba, desconfiaba de ella y empleaba en su contra toda su influencia. Ella le temía, y temía también a su marido. Cuando la acompañé hasta la puerta de mi casa, después de despedirse de mí, vi a un hijo suyo, que la esperaba en el coche, un niño precioso de dos a tres años de edad.
»—Por amor a este inocente, doctor,—me dijo la pobre madre hecha un mar de lágrimas,—he de llegar, en el camino de las reparaciones, hasta donde alcancen mis escasas fuerzas. Una voz interior me dice que ha de purgar el inocente hijo los delitos de su culpable padre, si oportunamente no ofrezco alguna expiación por ellos. Mi preocupación primera ha de ser inocular en su tierno corazón la compasión hacia sus semejantes, y mi postrer encargo, el de velar por la hermana que busco, si puedo encontrarla.
[296] »Besó a continuación al niño, y le dijo:
»—Por ti lo hago todo, Carlos. ¿Olvidarás mis encargos?
»—Nunca—respondió con resolución el niño.
»No consigné en mi carta un nombre que me habían comunicado confidencialmente. La cerré, y no queriendo confiarla a nadie, aquel día la llevé yo mismo a su destino.
»Por la noche, era la última del año, a eso de las nueve, llamó en mi casa un hombre vestido de negro, dijo que necesitaba verme, y mi criado Ernesto Defarge lo condujo a mi presencia.
»—Un caso urgente en la calle St. Honoré—dijo.
»Salí inmediatamente. En la calle me esperaba un coche... que me condujo aquí, a la tumba. Apenas habíamos perdido de vista mi casa, cuando inopinadamente me amordazaron y sujetaron con cuerdas los brazos. No tardaron en salir los dos hermanos al encuentro del coche. El Marqués sacó del bolsillo la carta que yo había llevado al Ministro, me la enseñó, la quemó con la llama de una linterna que llevaba en la mano, y pisoteó las cenizas. No se habló ni una palabra. Me trajeron a esta tumba, y en ella sigo.
»Si en el lapso de estos horribles años, Dios se hubiera dignado tocar el corazón de cualquiera de los dos hermanos, no para que pusieran término a mi espantoso cautiverio, sino para que me dieran noticias de mi adorada esposa... para que me dijeran, ya que no otra cosa, si vive o ha muerto, creería que, a pesar de sus maldades, no los ha dejado por completo de su mano; pero hoy creo que las cruces rojas trazadas con sangre por el muchacho moribundo han sido fatales para ellos, creo que el Cielo los ha condenado. Como consecuencia, yo, Alejandro Manette, cautivo infortunado, en la noche última del año 1767, denuncio a los dos hermanos y a todos sus descendientes, hasta el último, a los tiempos que no pueden menos de llegar, en que los hombres castiguen maldades como las de que se han hecho reos. También los denuncio al cielo y a la tierra.»
Terribles rugidos siguieron a la lectura de este documento. No se oían palabras, que las gargantas no podían modular, sino rugidos que revelaban sed insaciable de sangre.
Ante aquel tribunal, y ante aquel auditorio, ninguna necesidad había de explicar cómo poseía Defarge aquel terrible documento que acababa de hacerse público, cómo no lo había tampoco de hacer saber que el nombre de aquella familia odiada figuraba desde largo tiempo antes en los formidables registros de San Antonio. No había nacido el hombre capaz de defender al mortal sobre quien pesase tan grave denuncia.
Venía a agravar hasta lo infinito[297] la situación del condenado la circunstancia de que su delator fuera un ciudadano conocidísimo y muy respetable, su amigo del alma, nada menos que el padre de su mujer. Una de las aspiraciones más corrientes en el populacho era la de imitar las virtudes públicas de la antigüedad, sacrificarse por la causa del pueblo, inmolar los efectos más tiernos en aras de la República. He aquí por qué, cuando el Presidente dijo que el buen médico republicano no vacilaba en dejar viuda a su hija y huérfano a su nieto, a trueque de exterminar una familia de perniciosos aristócratas, las turbas dieron rienda suelta a un fervor patriótico salvaje, sin que en ningún pecho vibrasen las cuerdas de la simpatía humana.
—¿Conque le has rodeado de influencias poderosas, eh, doctor?—murmuró la señora Defarge, mirando, sonriendo, a La Venganza—¡Sálvale, doctor, sálvale ahora, si puedes!
Los jurados se expresaron por medio de rugidos. Cada voto emitido fué un rugido, la sentencia, una sucesión de rugidos.
Poco se hizo esperar el fallo. Carlos Evrémonde, por otro nombre Darnay, aristócrata de corazón y de sangre, enemigo de la República y feroz opresor del pueblo, volvería a la Conserjería para ser decapitado a las veinticuatro horas.
La feroz sentencia que condenaba a la última pena a un inocente fué para la esposa sin ventura agudo puñal que traspasó su tierno corazón. No exhaló, sin embargo, la infeliz un quejido; en el fondo de su alma se alzó una voz potente que la marcó el camino de su deber, diciéndola que su obligación era sostener a su esposo adorado en vez de acrecentar con las suyas sus agonías, y ante el conjuro de aquella voz, la joven se irguió arrogante, sobreponiéndose a los efectos del tremendo golpe recibido.
Los jueces levantaron la sesión para tomar parte en la bulliciosa manifestación pública que no podía menos de tener lugar después del incidente de la vista, y muy en breve, abiertas todas las puertas de la Sala de Justicia, salía el público, indiferente al dolor de Lucía, que tendía sus brazos anhelantes hacia la plataforma donde quedaba su marido.
—¡Si me fuera dado llegar hasta él, Dios mío! ¡Si pudiera darle un abrazo, uno solo! ¡Oh ciudadanos! ¡Buscad en vuestros pechos un resto de piedad y acceded a una súplica que os hago de rodillas!
No quedaban allí más personas que un carcelero con dos de los cuatro individuos que el día anterior fueron a prender a Carlos, y[298] Barsad. El público corría ya bullicioso por las calles.
—Dejemos que le dé un abrazo—propuso Barsad a sus compañeros;—es cuestión de un momento.
Aquellas fieras se ablandaron. Lucía pudo llegar hasta el pie de la plataforma, y su marido, inclinándose sobre la barandilla, la estrechó entre sus brazos.
—¡Adiós, dulce alma mía!—dijo.—Abandono este mundo bendiciendo los amores que en él dejo. En la mansión donde duermen los odios y las pasiones humanas volveremos a encontrarnos.
—Espantosa es mi desventura, Carlos querido; pero la recibo resignada. No sufras por mí, que Dios me protege y sostiene mis fuerzas. ¡La última bendición para nuestro ángel, y adiós!
—Contigo se la envío, y al besarte a ti, beso a las dos, y de las dos me despido al hacerlo de ti.
—¡No... Carlos querido, no! ¡Un momento más!—exclamó Lucía, al ver que el condenado intentaba desasirse de sus brazos.—Nuestra separación no será larga. Presiento que mis amarguras pondrán pronto fin a mi triste vida; pero mientras me quede un soplo de energía, cumpliré con mi deber, y cuando deje a nuestra hija, el Dios misericordioso que me deparó almas buenas que, con su cariño y abnegación alegraron mi existencia, no ha de regateárselas a ella.
Habíala seguido su padre convertido en muda estatua del dolor, quien habría caído de rodillas a los pies de los dos, de no haberlo impedido Carlos.
—¡No... no!—gritó éste, tendiéndole los brazos—¿Ha cometido usted acaso alguna culpa, para postrarse de rodillas ante nosotros? ¡Ah, no! ¡Todo lo contrario! ¡Ahora es cuando me doy cuenta cabal de las torturas horribles que desgarraron su alma! ¡Ahora es cuando puedo aquilatar lo que usted sufrió cuando sospechó la sangre que por mis venas corría y la desesperación que debió sentir cuando las sospechas se trocaron en certeza! ¡Ahora es cuando comprendo las luchas encarnizadas que hubo de librar contra una antipatía natural, los esfuerzos que necesariamente tuvo que hacer para vencerla! ¡Con todo nuestro corazón le damos las gracias! Suyo es todo nuestro agradecimiento, suyo todo nuestro cariño. ¡Que el Cielo le bendiga, como le bendecimos nosotros!
No pudo contestar el anciano, pues ni su garganta agarrotada era capaz de articular palabra, ni en su cuerpo quedaban energías más que para mesarse los cabellos y lanzar alguno que otro quejido de angustia.
—Tenía que suceder así—repuso el reo.—Todo ha conspirado para llegar al fatal resultado a que llegamos. Han sido estériles cuantos esfuerzos he hecho para satisfacer aquella aspiración de mi santa madre a la que dió salida el día primero que usted la cono[299]ció y me conoció. Hubiera sido necio esperar bien alguno de una siembra tan abundante de males, hacerse ilusiones de que podría tener término feliz lo que se inauguró con principios fatales. Tenga valor, y perdóneme. ¡El Dios misericordioso le colme de bendiciones!
Separáronse los esposos; y mientras el reo se alejaba entre sus guardianes, su esposa permanecía mirándole, juntas las manos en actitud de súplica y con rostro radiante en el que predominaba una sonrisa acariciadora y confortadora. Sin embargo, no bien desapareció el condenado por la puerta que comunicaba con la cárcel, Lucía dobló su cabeza cual flor segada por el tallo, intentó hablar, y cayó desplomada en tierra.
Del obscuro rincón donde había permanecido oculto desde el comienzo de la vista, salió entonces Sydney Carton y alzó a la desventurada del suelo. No quedaban con ella más que su padre y Lorry. Temblaba el brazo de Carton mientras la levantaba, y, sin embargo, su expresión no era sólo de piedad; había en ella fuerte mezcla de orgullo.
—¿La llevo al coche?—preguntó.—No sentiré su peso.
En sus brazos la condujo hasta el coche que esperaba en la puerta, donde la acomodó. El anciano doctor y el buen Lorry se sentaron a su lado, y Carton se acomodó en el pescante, junto al cochero.
Llegados frente a la verja, al sitio en que horas antes se detuviera Carton procurando adivinar qué piedras habían hollado los pies de Lucía, sacó a ésta del coche, y en sus brazos la subió orgulloso hasta sus habitaciones, acostándola sobre un sofá. Lucita y la señorita Pross lloraban desconsoladas.
—No haga nada por disipar su desmayo.—dijo Carton a la última con voz muy baja.—Está mejor así.
—¡Oh Carton, Carton!—gritó Lucita, saltando al cuello de Carton y rodeándole con sus brazos.—Ahora que ha venido usted, no dudo que hará algo para consolar a mamá, para salvar a papá. ¡Véala usted, Carton! ¿Puede usted, puede nadie que la quiera contemplarla sin que salte hecho pedazos su corazón?
Carton dió un beso a la niña, separó con dulzura sus bracitos, contempló durante algunos segundos a la madre, y dijo:
—Antes de irme... ¿puedo besarla?
Más tarde recordaron los testigos de esta escena que, mientras rozaban sus labios las mejillas de la desmayada, murmuró algunas palabras. La niña, que era la que se encontraba más cerca, dijo después, y repitió muchas veces a sus nietos, cuando era una viejecita encorvada bajo el peso de los años: «Es una vida que amas».
En la habitación inmediata, donde encontró al doctor y a Lorry, dijo al primero:
[300] —Ayer tenía usted mucha influencia, doctor Manette; debe usted ponerla toda en juego. Los jueces, y todos los que hoy tienen algún poder, son amigos suyos y están agradecidos a sus servicios; ¿no es cierto?
—Nada me ocultaron de lo que a Carlos se refería. Abrigaba yo esperanzas, casi seguridad absoluta de salvarle, y le salvé—contestó el doctor, hablando con mucha lentitud y con expresión conturbada.
—Pruebe otra vez. Breves son las horas que separan a hoy de mañana; pero pruebe.
—Probaré... No descansaré un instante.
—Es lo que debe hacer. He visto hacer grandes cosas a hombres dotados de las energías de usted, aunque nunca—añadió, sonriendo y suspirando al mismo tiempo—tan grandes como la que le propongo. Pruebe, sin embargo. La salvación de una vida querida bien vale ese esfuerzo.
—Me presentaré al Fiscal de la República y al Presidente—contestó el doctor Manette,—así como también a otros que no es necesario nombrar. Escribiré también, y... Pero ahora recuerdo que hoy se celebran festejos públicos y que no podré ver a nadie hasta que sea de noche.
—Es verdad. ¡Bah! De todas suertes, se trata de una esperanza muy remota; poco se pierde con esperar hasta la noche. Comienzo por decir que nada espero. Dígame, doctor Manette, ¿cuándo cree que podrá ver a esas autoridades formidables?
—Inmediatamente después de anochecido; yo creo que dentro de una o dos horas.
—Anochecerá poco después de las cuatro... Aprovechemos la hora o dos horas que tenemos por delante. Si a las nueve me presento en casa del señor Lorry, ¿podré saber el resultado de sus gestiones?
—Desde luego.
—¡Ojalá tengan buen éxito!
Acompañó Lorry a Carton hasta la puerta de la calle, donde le dijo con voz muy baja y acento apesadumbrado:
—Nada espero.
—Ni yo.
—Aun cuando uno cualquiera de esos hombres... aun cuando todos esos hombres estuvieran dispuestos a concederle la vida... lo que es suponer demasiado, después de lo ocurrido en la vista, dudo mucho que se atrevieran a hacerlo.
—También lo dudo yo... La cuchilla no se detendrá.
Lorry llevó las manos a la cara y dejó escapar algunos sollozos.
—No se desespere usted... no ceda al abatimiento—dijo con dulzura extremada Carton.—Si he aconsejado al doctor que trabaje sin descanso, ha sido porque sus trabajos, aunque han de ser estériles, han de consolar a su hija algún día. Si su padre se cruzara de brazos, podría pensar que ha[301]bía sido sacrificada una vida sin que nadie se tomase el trabajo de disputarla al verdugo.
—¡Sí, sí, sí! ¡Tiene usted razón!—respondió Lorry, secándose los ojos.—Se trabajará; pero morirá... ¡no resta un átomo de esperanza!
—Es cierto. Morirá... ¡No queda un átomo de esperanza!—repitió Carton como un eco.
Seguidamente echó a andar con paso firme.
Muy poco trecho había recorrido Carton cuando se detuvo, no bien decidido acerca del sitio al que se encaminaría.
—A las nueve en el Banco Tellson—murmuró.—De aquí a entonces, ¿será prudente que me deje ver? Creo que sí. No estará de más que esas gentes tengan noticia de que por aquí anda un hombre como yo... quizá sea una precaución acertada... una precaución necesaria... ¡Cuidado, Carton, cuidado...! ¡Pensémoslo otra vez!
Suspendiendo la marcha ya iniciada en una dirección determinada, entró en una calleja obscura y solitaria y procuró pesar el pro y el contra de su proyecto, midiendo con su imaginación el alcance y las consecuencias probables que aquél pudiera tener.
—No hay duda; es lo mejor—pensó.—Esas gentes deben saber que por la ciudad anda un hombre que se llama Carton.
Con paso resuelto echó a andar hacia San Antonio.
Como aquel mismo día había dicho Defarge en la vista que era dueño de una taberna sita en el barrio de San Antonio, pocas dificultades había de encontrar cualquiera que conociera bien la ciudad para dar con la taberna en cuestión, sin necesidad de preguntar a nadie. Carton, pues, salió de la calleja obscura y comió en una casa de comidas, descabezando a continuación un sueño. En muchos años no había bebido tan poco como aquel día. Desde la noche anterior, sólo había tomado un poco de vino aguado.
A eso de las siete despertó, y reanudó su marcha. Al llegar al barrio de San Antonio, detúvose un instante frente a una tienda donde vió un espejo, y alteró ligeramente el lazo de su corbata y desordenó su cuello y su cabello. Hecho esto, encaminóse en derechura a la taberna Defarge y entró resueltamente en ella.
No encontró en el establecimiento más que a Santiago Tercero, a quien recordó haber visto aquella tarde entre los jurados, el cual estaba bebiendo y conversando con los Defarges, marido y mujer. La Venganza, en su calidad de miembro de la taberna, asistía a la conversación.
Carton, luego que tomó asiento, pidió un vaso de vino. La señora Defarge le dirigió una mirada[302] indiferente, luego otra más detenida, siguió otra extraordinariamente penetrante, y terminó acercándose a él y preguntándole qué deseaba.
Carton repitió lo que antes había dicho.
—¿Inglés?—preguntó la tabernera, enarcando las cejas.
Carton, después de mirarla un buen espacio, cual si le costase gran trabajo pronunciar una palabra francesa, contestó con acento extranjero marcadísimo:
—Sí, señora, sí; inglés.
Fué la tabernera al mostrador para servir el vino, y Carton, mientras tomaba entre sus manos un periódico jacobino y fingía hacer esfuerzos por interpretar la lengua en que estaba escrito, oyó que decía la primera:
—Juro que se parece a Evrémonde.
Sirvió el vino Defarge, dando las buenas noches al parroquiano.
—¿Qué?—preguntó Carton.
—Buenas noches.
—¡Oh... muy buenas noches, ciudadano... y muy buen vino! ¡Brindo por la República!
Volvió Defarge al mostrador, diciendo:
—Es cierto; se le parece un poco.
—¡Y yo repito que se le parece mucho!—replicó con dureza la tabernera.
—Lo tienes tan presente en tu memoria...—observó Santiago Tercero.
—¡A fe que yo tampoco le olvido un momento!—exclamó La Venganza riendo.—Y si no me engaño, estás tú esperando llegue el día de mañana para verle otra vez.
Carton continuaba leyendo, siguiendo con el índice las líneas del periódico y puesta en la lectura toda su atención. Los Defarges, La Venganza y Santiago Tercero, juntas las cabezas y de codos sobre el mostrador, conversaban en voz muy baja. Después de algunos momentos de silencio, durante los cuales las cuatro personas tuvieron sus ojos clavados en el aplicado lector, que no tenía ojos ni oídos más que para el periódico, reanudaron la conversación.
—Opino que tiene razón tu mujer. ¿Por qué detenernos hasta el final del viaje? El argumento es de gran fuerza.
—Todo lo que quieras—objetó Defarge—pero en una parte o en otra tendremos que hacer alto. En realidad, lo único que hay que acordar es dónde se hace ese alto.
—¡Después del exterminio!—replicó la tabernera.
—¡Magnífico!—aulló Santiago Tercero.
—¡Soberbio!—gritó La Venganza.
—Profeso la santa doctrina del exterminio, y dicho se está que, en general, nada tengo que decir en su contra—observó Defarge.—Pero hay que tener en cuenta que ese pobre doctor ha sufrido ya mucho. Hoy habéis podido convenceros de ello, pues todos ha[303]bréis reparado en la expresión de su cara mientras se leía el papel.
—¡He reparado en la expresión de su cara, sí!—replicó la tabernera, poniendo en sus palabras todo el desprecio y todo el odio de su corazón de fiera.—He reparado en la expresión de su cara, sí; y he visto que no era la cara de un amigo verdadero de la República; eso es lo que he visto.
—Y no te habrán pasado inadvertidas las crueles agonías de su hija, agonías que habrán exacerbado enormemente las suyas—repuso Defarge.
—También he observado a su hija, sí—contestó la tabernera;—la he observado muchas veces; no hoy sólo. La he observado hoy en el Tribunal, y la he observado otros días en la calle, contemplando los muros de la cárcel. Me basta alzar un dedo, para que baje inmediatamente la cuchilla que haga rodar su cabeza.
—¡Eres una ciudadana prodigiosa!—rugió Santiago Tercero.
—¡Un ángel!—suspiró La Venganza.
—En cuanto a ti—prosiguió la tabernera implacable, dirigiéndose a su marido,—segura estoy de que, si de ti dependiera... que por fortuna no depende... serías capaz de salvar aún a ese hombre.
—¡No!—protestó Defarge—¡Si con levantar este vaso pudiera salvarlo, ten por seguro que no lo levantaría! Pero me detendría allí; repito que daría mi obra por acabada.
—Ya lo estás viendo, Santiago—exclamó la tabernera lanzando por los ojos llamaradas de rabia—Ya lo estás viendo también tú, mi querida Venganza... Los dos lo véis... Los dos lo oís... Hace mucho tiempo que figura esa raza en mis registros condenada a la destrucción, al exterminio, por crímenes que nada tienen que ver con los de la tiranía y opresión. Preguntad a mi marido si miento.
—Es verdad—contestó Defarge, sin esperar a que le preguntasen.
—En los comienzos de los grandes días, cuando cayó la Bastilla, encuentra mi marido el papel que se ha hecho público hoy, lo trae a casa, y después de media noche, cuando el establecimiento está cerrado y desierto, lo leemos en este mismo sitio y a la luz de esta misma lámpara. Preguntadle si digo verdad.
—Es verdad, sí—contestó Defarge.
—Aquella misma noche, después de leído el papel y apagada la lámpara, cuando comenzaba a filtrarse el día por entre las grietas de las ventanas y los hierros de las rejas, le dije que tenía que comunicarle un secreto. Que os diga si miento.
—Es cierto—asintió Defarge.
—Y le comuniqué el secreto. Golpeé su pecho con estas dos manos, como lo golpeo ahora, y le dije: «Defarge; me crié entre pescadores de la playa, y la familia labriega tan ultrajada por los[304] hermanos Evrémonde, esa familia que describe el papel encontrado en la Bastilla, es mi familia. Defarge, la hermana moribunda del muchacho campesino herido mortalmente era mi hermana, el marido era el marido de mi hermana, el fruto de sus amores que jamás abrió los ojos a la luz, era el hijo de mi hermana, y aquel hermano labriego era mi hermano, y el padre muerto de dolor era mi padre, los que murieron eran mis muertos, y sus gritos de venganza a mí se han dirigido desde entonces...» Preguntadle si es verdad lo que digo.
—Así es—confesó Defarge.
—¡Y ahora, decidme si es posible poner compuertas al vendaval o extinguir el fuego del infierno!—repuso la tabernera.—Pero no; no es necesario que me lo digáis.
Los dos oyentes saboreaban un placer horrible al convencerse de la índole implacable del odio de la tabernera, cuya palidez de espectro estaba viendo el lector del periódico sin ver su rostro. Defarge, minoría insignificante, aventuró algunas palabras haciendo resaltar la compasión de la esposa del Marqués; pero no consiguió más que la repetición de las palabras últimas de su mujer:
—¡Dime si es posible poner compuertas al vendaval o extinguir el fuego del infierno!
La entrada de algunos parroquianos puso fin a la conferencia. El inglés pagó el gasto hecho y preguntó dónde estaba el Palacio Nacional. Acompañóle hasta la puerta la señora Defarge, y allí, poniendo su brazo sobre el de aquél, le indicó el camino que debía seguir. Ganas se le vinieron al parroquiano inglés de alzar aquel brazo y herir con mano segura a su propietaria.
Alejóse Carton de aquellos parajes, no tardando en rondar los muros de la cárcel. A la hora convenida se presentó en la casa de Lorry, donde halló al anciano que le esperaba inquieto y lleno de ansiedad. Manifestóle el buen banquero que había estado acompañando a Lucía hasta momentos antes, y que se había separado de ella para acudir a la cita convenida; que no habían visto a su padre desde que salió a las cuatro de la tarde; que Lucía abrigaba alguna esperanza de que, por mediación del doctor, acaso se salvase Carlos, pero que las esperanzas eran muy débiles.
Cinco horas duraba la ausencia del doctor: ¿dónde podría estar? Lorry le esperó hasta las diez, y como no podía resignarse a dejar a Lucía sola y sin noticias durante tanto tiempo, decidieron que Lorry volviera a la casa de la infeliz, y que Carton esperaría la llegada del doctor. Lorry debía regresar al Banco a media noche.
Dieron las doce y el doctor no apareció. Volvió Lorry, y ni encontró noticias, ni trajo ninguna. ¿Dónde estaría?
Este era el punto que estaban discutiendo, casi abriendo sus pe[305]chos a la esperanza, fundada en lo prolongado de la ausencia, cuando oyeron sonar sus pasos en la escalera. No bien apareció en la habitación, vieron que todo estaba perdido.
Jamás ha podido saberse si se pasó todas las largas horas de ausencia vagando al azar por las calles, o bien si visitó a sus relaciones. Entró en la estancia, permaneció con la mirada fija en los que le esperaban, y no despegó los labios, ni nadie le dirigió la palabra, pues bien claramente decía la expresión de su rostro que todo estaba perdido.
—No puedo encontrarlo—dijo.—¿Dónde está? Me hace falta.
Venía con la cabeza desnuda y abierta la pechera de la camisa. Después de tender miradas de angustia en derredor, se quitó la levita y se sentó en el suelo.
—¿Pero dónde está mi banqueta? Por todas partes la ando buscando sin poder dar con ella. ¿Qué han hecho con mi labor? Necesito concluir esos zapatos... los esperan con urgencia.
Los dos oyentes se miraron consternados.
—¡Vaya... vaya!—repuso el anciano.—¡Mi banqueta... mi labor comenzada...! ¡Repito que es muy urgente!...
Al no recibir contestación, se tiró del cabello y pateó el suelo, semejante a un niño enfadado.
—¡No martiricen a un desgraciado!—exclamó, lanzando un grito formidable.—¡Dénme mi labor... por Dios! ¿Qué será de nosotros si esta noche no termino los zapatos?
¡Perdido, perdido por completo!
Era inútil intentar encender una luz que el recio huracán de la desgracia había extinguido para siempre. Con espanto de Lorry, con terror de Sydney Carton, el doctor Manette volvía a ser el zapatero del sotabanco, el desventurado idiota que años antes entregaron al tabernero Defarge.
Impresionados ambos, afectados por la misma idea y comprendiendo la necesidad de sobreponerse a sus emociones, dedicáronse, no a intentar reanimar aquella inteligencia, totalmente extinguida, sino a tranquilizar al infeliz anciano, prometiéndole que muy en breve le serían devueltos la banqueta, las herramientas y los zapatos.
—Ha sucumbido al golpe, excesivamente rudo para él—dijo Carton.—Sí; no hay más remedio que llevarlo a su hija; pero antes de hacerlo, ¿tendrá usted la bondad de prestarme un momento de atención? Necesito imponer algunas condiciones y arrancar a usted una promesa; pero no me pregunte el motivo de las primeras ni el por qué de la segunda, que para callarlas tengo una razón... y de mucho peso.
—No lo dudo—respondió Lorry.—Siga usted.
En una silla colocada entre los dos interlocutores estaba el anciano, meciéndose con monotonía[306] maquinal y sollozando. Los interlocutores hablaban con voz muy baja, cual si se hallaran junto al lecho de un enfermo.
Carton se bajó para alzar del suelo la levita del doctor. Al hacerlo, cayó al suelo una cajita donde el doctor tenía la costumbre de guardar la lista de las visitas que debía hacer durante el día. La recogió y abrió, encontrando dentro un papel doblado.
—¿Quiere usted que veamos qué es esto?—preguntó.
Lorry asintió con un movimiento de cabeza.
—¡Gracias, Dios mío!—exclamó Carton no bien desdobló el papel.
—¿Qué es?—preguntó Lorry con acento anhelante.
—Un poquito de paciencia; se lo explicaré a su tiempo. Ante todo—dijo, llevando la mano al bolsillo interior de su levita y sacando otro papel,—conviene que vea usted esto, que es un certificado, merced al cual puedo salir de la ciudad sin inconveniente. Léalo usted.... Sydney Carton, súbdito inglés...
Lorry quedó contemplando el papel.
—Guárdelo usted hasta mañana. Recordará usted que he de visitar al prisionero, y no creo prudente llevarlo conmigo a la cárcel.
—¿Por qué no?
—No lo sé... Un capricho, quizá, pero prefiero no llevarlo. Tome también el papel que el doctor Manette llevaba en su bolsillo, y que es otro certificado análogo, un salvo conducto para que él, su hija y su nieta, puedan franquear la Barrera y la frontera en cualquier momento. ¿Lo ve usted?
—Sí.
—Probablemente se lo proporcionaría ayer, a fin de adoptar toda clase de precauciones contra la tormenta. ¿Qué fecha tiene? Pero no importa; no hay necesidad de tomar nota de ese dato. Lo esencial es que lo guarde usted juntamente con el mío y el de usted. Ahora bien; escuche con atención mis palabras, y no las olvide; hasta hace dos horas, no pasó por mi imaginación que pudieran necesitar ese papel, que hoy es firme y valedero, y lo será mientras no lo revoquen. Pero pueden revocarlo; y es más: motivos poderosos me hacen creer que lo revocarán muy pronto.
—¿Están en peligro?
—Están en peligro inminente. Están en peligro de ser denunciados por la tabernera Defarge; no me lo ha contado nadie; lo he escuchado yo de sus propios labios. Esta noche he sorprendido una conversación de esa mujer, y la conversación me ha hecho ver el peligro que a la familia del doctor amenaza. Desde que la oí, no he desperdiciado el tiempo, he visitado a mi espía, y mis impresiones primeras se han confirmado plenamente. Sabe aquél que un aserrador de leña, hechura de los Defarges, está pronto a declarar que la ha visto (Carton no pro[307]nunciaba nunca el nombre de Lucía) haciendo señas a los prisioneros. No es difícil adivinar que sobran motivos para fundar sobre el hecho mencionado una acusación cualquiera, un complot contra la República, por ejemplo, cuya consecuencia sería la muerte de ella, quién sabe si también la de su hija... acaso hasta la de su padre, pues ambos han sido también vistos en el mismo sitio... No se asuste usted... que a todos los salvará usted.
—¡Quiéralo el Cielo, Carton! ¿pero cómo?
—Es lo que voy a decirle ahora mismo. Fío en usted, convencido de que no podría poner el asunto en mejores manos. La nueva delación no será formulada hasta que pase el día de mañana... probablemente la dejarán para dos o tres días después, y aun es más probable que la dilaten una semana. Sabe usted perfectamente que incurre en pena de muerte en este bendito país el que llora o simpatiza con una víctima de la guillotina. No cabe dudar que tanto ella como su padre se harán reos del crimen mencionado, y desde luego aseguro que la tabernera, cuyo odio feroz llega a extremos inconcebibles, esperará hasta contar con armas que aumenten la fuerza de su denuncia y hagan doblemente seguro el resultado. ¿Va usted comprendiendo?
—Con tanta atención, y tan penetrado de la exactitud de lo que usted afirma, que hasta olvido momentáneamente esta desdicha—contestó extendiendo la diestra hacia la silla del doctor.
—No ha de encontrar dificultades usted, que dispone de dinero en abundancia, para ganar la costa utilizando los medios de locomoción más rápidos. Hace ya días que tiene usted ultimados sus preparativos para regresar a Inglaterra. Dé usted órdenes para que mañana tengan enganchados los caballos para emprender el viaje a las dos de la tarde.
—Lo estarán.
—¿No dije antes que era imposible poner el asunto en mejores manos? Tiene usted un corazón todo nobleza. Esta noche, dirá a ella que conoce el peligro que se cierne sobre su cabeza, y que ese peligro puede envolver también a su hija y a su padre. Insista usted en este punto, pues de no hacerlo así, es probable que nada consiguiera, porque ella, sin inconveniente, antes bien llena de alegría, colocaría su hermosa cabeza junto a la de su marido, para que el mismo golpe hiciera rodar las de los dos. Insistiendo en el peligro que corre su hija y en el que amenaza a su padre, hágala usted ver la necesidad imperiosa de salir mañana a la hora indicada de París, con ellos y con usted. Dígala que es deseo de su marido, deseo expreso de cuyo cumplimiento depende mucho más de lo que ella puede suponer o esperar. ¿No le parece a usted que su padre, no obstante la lamen[308]table condición de su espíritu, se someterá a los deseos de la hija?
—Estoy seguro de ello.
—Lo suponía. Sobre todo, téngalo todo dispuesto para la hora indicada. El coche preparado, enganchados los caballos y ustedes acomodados en sus asientos. En el momento que llegue yo, colóquenme en el coche, y en marcha.
—¿He de esperar su llegada de usted, suceda lo que suceda?
—Tiene usted en su poder mi salvoconducto, juntamente con los demás, salvoconducto que me da derecho a un asiento. Esperará usted hasta que ese asiento esté ocupado, y en cuanto lo esté, a Inglaterra lo más rápidamente posible.
—En ese caso—observó Lorry, dando un fuerte apretón de manos a Carton,—ya no depende todo de un pobre viejo, puesto que llevaré a mi lado a un joven ardiente y decidido.
—¡Con la ayuda de Dios, lo tendrá usted! Prométame ahora solemnemente que por nada del mundo alterará ni modificará nada de lo que hemos convenido.
—Nada, Carton; lo juro.
—Mañana, procure recordar con frecuencia estas palabras: «Una variación... una demora... sea la que sea la causa a que obedezca, puede comprometer la salvación de las vidas de todos y ocasionar el sacrificio inevitable de muchas otras.»
—Las recordaré. Espero que Dios me dará fuerzas para llenar fielmente mi misión.
—Yo también espero que no me faltarán para cumplir la mía. Y ahora... adiós.
No se fué, sin embargo, aunque a continuación de pronunciar la palabra de despedida, llevó a sus labios y besó la mano que Lorry le tendía. Antes ayudó a levantar al doctor de la silla, a ponerle la levita y el sombrero, y a inducirle a salir, diciéndole que iban a buscar la banqueta y los zapatos que deseaba. Acompañó a los dos ancianos hasta el jardín de la casa donde lloraba un corazón lacerado, tan feliz en otros tiempos, y, cuando aquellos le dejaron solo, permaneció algunos momentos contemplando una ventana, cuyas maderas dejaban escapar algunos hilos de luz, la ventana de la habitación de ella. Antes de irse, su corazón envió a la ventana un adiós solemne envuelto en hermosa nube de bendiciones.
Encerrados en negruzcos muros, los condenados del día esperaban la hora de subir al cadalso en la siniestra cárcel de la Conserjería. Eran tantos como semanas tiene el año. Cincuenta y dos vidas humanas debían perderse aquella tarde en el mar insaciable que las absorbe todas. Antes que se vaciasen sus celdas quedaban[309] designados los que habrían de remplazarlos, antes que corriera su sangre sobre la sangre vertida el día anterior, había sido puesta en sitio separado la que al día siguiente vendría a mezclarse con la suya.
Cincuenta y dos vidas segadas, cincuenta y dos víctimas, pertenecientes a todas las clases sociales; desde el rico propietario de setenta años, cuyas riquezas de nada le servían para prolongar la existencia, hasta el mísero jornalero, a quien tampoco podía salvar su obscuridad y su miseria. De la misma manera que en las enfermedades físicas, que tienen su origen en los vicios y en los descuidos de los hombres, hacen sus víctimas sin reparar en categorías ni edades, así también las espantosas dolencias morales, engendradas por sufrimientos indecibles, opresiones intolerables e indiferencias crueles, hieren por igual y sin distinción de personas.
Carlos Darnay, encerrado en su celda a solas con sus pensamientos, no se hizo ilusión alguna desde que salió de la Sala de Justicia. En cada palabra de la terrible narración allí leída vió una sentencia de muerte, y no se le ocultó que no había influencia humana capaz de salvarle, que virtualmente pesaba sobre él una sentencia pronunciada por millones de votos, contra los cuales de nada servían los esfuerzos individuales.
No era, sin embargo, empresa fácil resignarse a morir, el que como él conservaba fresca en su mente la imagen de su adorada esposa. Lazos muy sólidos le unían a la vida, y era duro, muy duro, ver tan de cerca la cuchilla que los cortaría para siempre. Sus pensamientos se atropellaban, se agitaban tumultuosos en su pecho, reñían entre sí rudas batallas, y a la postre unían sus fuerzas para contender contra la resignación. Si momentáneamente conseguía calmarlos, brotaba inmediatamente la imagen de su mujer, la imagen de su tierna hija, acordábase de que las dejaba en el mundo, y protestaba contra ello con todas las fuerzas de su alma, ni más ni menos que si en su pecho alentase el egoísmo más agudo.
Verdad es que estas luchas no fueron de larga duración. No pasó mucho rato sin que actuara en él como estimulante poderoso la consideración de que la muerte que le esperaba no llevaba consigo el apéndice de la deshonra, y el pensamiento de que muchos, tan inocentes como él, recorrían todos los días y con paso firme el mismo camino doloroso que él debía recorrer. Pensó luego en la futura tranquilidad de espíritu de que, pasados los primeros momentos, disfrutarían los seres queridos que dejaba en el mundo, si le veían aceptar la muerte con entereza varonil, y de esta suerte, poco a poco y por grados, fué recobrando la calma y engolfándose en reflexiones de índole más elevada.
Antes que cerrase la noche, ha[310]bía adelantado la mayor parte del camino en el viaje de su resignación. Provisto de recado de escribir y de luz, tomó la pluma y no la dejó hasta que llegó la hora en que el reglamento de la cárcel obligaba a apagar las lámparas.
Escribió una carta muy extensa a Lucía, demostrándola que jamás tuvo noticia del eterno cautiverio de su padre hasta que lo oyó de los mismos labios de éste, y que, con anterioridad a la lectura del documento encontrado en la Bastilla, estaba tan ignorante como ella misma de la culpabilidad directa de su padre y de su tío en aquel triste acontecimiento. Ya antes la había explicado que, si ocultó su apellido verdadero, apellido que había renunciado, fué para cumplir una condición, cuyo motivo comprendía ahora perfectamente, impuesta por el doctor al dar su asentimiento a las relaciones amorosas con su hija, y ratificada la mañana de su boda. La suplicaba encarecidamente que, por amor a su padre, jamás intentase averiguar si aquél había olvidado la existencia del documento, o bien si se la recordó la historia de la Torre de Londres narrada bajo el plátano del jardín aquella noche de verano. Si del documento en cuestión conservaba algún recuerdo, indudablemente lo supuso destruído con la Bastilla, al ver que no figuraba entre las reliquias de los prisioneros encontradas por el populacho y hechas tan públicas que las conocía el mundo entero. Instábala—bien que añadiendo que ya sabía que la recomendación era inútil—a que consolase a su padre, convenciéndole, por todos los medios imaginables, de que no sólo no había hecho nada vituperable, nada que hubiera ocasionado su desventura, sino que, por el contrario, se había sacrificado siempre por la felicidad de su hija y del marido de su hija. Terminaba recomendándola que procurase sobreponerse a su dolor, que se consagrase a su querida hija, y sobre todo, que a fuerza de ternura consolase a su padre.
Escribió al doctor otra carta inspirada en los mismos pensamientos y diciéndole que confiaba a su cariño a su mujer y a su hija. Con frase vibrante le hacía ese encargo, no porque lo considerara necesario, sino más bien con objeto de levantar su ánimo y alejar de su mente pensamientos retrospectivos, que desde luego suponía que se alzarían con mayor fuerza que nunca.
Dirigió una carta al señor Lorry, encomendando a su solicitud los seres queridos que dejaba y explicándole todos sus asuntos terrenos. No se acordó de Carton. Eran tantos los pensamientos que le embargaban, que no dejaron hueco para una persona con la que nunca sostuvo relaciones frecuentes.
Cuando se apagaron las luces[311] y se tendió sobre el mísero jergón de paja, creyó que había concluído ya con el mundo.
Resurgió, sin embargo, éste durante su sueño, y resurgió brillante, encantador. Encontróse de nuevo en el tranquilo rinconcito de Soho, libre, feliz, contento, en compañía de su Lucía, la cual le aseguraba que todo había sido un sueño, una pesadilla, que nunca habían abandonado a Inglaterra, que nunca se había separado de ella. A este sueño siguió una pausa de olvido completo, después de la cual se imaginó que vivía con su mujer, pero muerto, decapitado. Sobrevino otra pausa de olvido, y despertó al fin por la mañana, sin darse cuenta del sitio en que se encontraba sin acordarse de lo ocurrido la víspera, hasta que brotaron en su mente con caracteres de fuego estas palabras: «Hoy es el día de tu muerte.»
Encontrábase en el día en que debían rodar cincuenta y dos cabezas, una de ellas la suya, y mientras, resignado a su triste suerte, hacía acopio de alientos para sufrirla con tranquilo heroísmo, sus pensamientos, muy difíciles de dominar, emprendieron con actividad febril nuevos derroteros.
Nunca había visto el terrible instrumento que horas más tarde segaría su vida. Cuánta sería la elevación sobre el suelo de la lúgubre máquina, cuántos peldaños tenía la escalera fatal, dónde estaría emplazada, qué manos se encargarían de colocarle sobre el tajo, si estarían tintas en sangre, hacia qué lado volvería la cabeza, si sería él el primero o si sería el último; éstas y otras preguntas semejantes se hacía una y otra vez, atropelladamente, sin que en ello interviniera su voluntad, sino su imaginación sobreexcitada. Tampoco las inspiraba el miedo, sino más bien un deseo extraño de saber qué era lo que haría cuando llegase el caso, un deseo que no guardaba proporción con los fugaces instantes a los cuales se refería, una curiosidad inexplicable sentida por una alma distinta de la suya.
Pasaba el tiempo y el reloj sonaba horas que el infeliz no volvería a oir sonar. Dieron las nueve, las diez, las once, y estaban para dar las doce. El reo paseaba cada vez más sereno. Lo peor de la lucha interna había pasado. Ya no conturbaban su imaginación pensamientos disparatados, ya podía rezar por sí y por los suyos.
Sonaron las doce.
Habíanle dicho que la hora última que para él sonaría en el mundo serían las tres, y sabía que le sacarían del calabozo con bastante anticipación a la hora indicada, pues las carretas de la muerte recorrían muy lentamente el camino del patíbulo. Supuso, pues que le llamarían a las dos.
Cruzados los brazos delante del pecho paseaba por su celda, cuando hirió sus oídos la una; no perdió su calma heroica. Fervorosa[312]mente dió gracias a Dios por haberle dado fuerzas para recobrar la calma, y pensó:
«Me resta otra hora.»
Sonó rumor de pasos en el pasadizo exterior. La puerta de su celda se abrió y volvió a cerrar sin ruido. Alguien dijo junto a la puerta, abierta ya, o mientras la abrían, estas palabras:
«No me ha visto nunca aquí, pues he cuidado siempre de alejarme de su paso. Entre usted... Esperaré fuera... No pierda tiempo.»
Frente al prisionero brotó un hombre que le miraba sonriente, tranquilo. Era Sydney Carton.
Tal era la expresión de su rostro, tan notable su mirada, que en el primer instante temió el prisionero que se tratase de una aparición no real, fruto de su imaginación alborotada. Pero la aparición habló, y el tono de su voz era el de Carton; estrechó la mano del reo, y su mano era una mano real, de carne y hueso.
—Apuesto a que soy yo el último ser humano a quien usted esperaría ver: ¿me equivoco?
—No solo no esperaba ver a usted, sino que, aun viéndole, estoy dudando que frente a mí se encuentre el Sydney Carton a quien he conocido... ¿Es también prisionero?
—No. La casualidad me ha hecho dueño de uno de los calaboceros de esta cárcel, y a esa circunstancia debo el encontrarme junto a usted. Vengo de parte de ella... de parte de su mujer, mi querido Darnay.
El reo le tendió silenciosamente la mano.
—Y traigo el encargo de hacerle una súplica.
—¿Qué es?
—Es la súplica más fervorosa, la más apremiante, la más ardiente de las que le han sido dirigidas por aquella voz que tan querida le es. No la desoiga, porque esa voz querida se la dirige con el tono más patético que nunca ha sonado en sus oídos.
El reo dobló la cabeza sin contestar.
—Ni usted tiene tiempo para preguntarme por qué soy el emisario encargado de formular la súplica en cuestión, o para pedirme explicaciones acerca de lo que signifique, ni lo tengo yo para dárselas. Su obligación... obligación sagrada, es obedecer sin replicar... ¡Quítese las botas, y póngase las mías!
Adosada a uno de los muros, a espaldas del reo, había una silla. Carton, mientras hablaba con la rapidez del rayo, había obligado a aquél a sentarse en la silla en cuestión.
—Descálcese y póngase estas botas mías... ¡Pronto!...
—Carton... Es imposible escapar de aquí—replicó Carlos, completamente desconcertado;—imposible de todo punto... No conseguirá usted otra cosa que morir conmigo... Es una locura....
—Sería una locura si yo le dije[313]ra a usted que escapara; ¿pero se lo he insinuado siquiera? Cuando le diga que franquee aquella puerta, contésteme que es una locura y no me haga caso... Fuera esa corbata y póngase la mía... Eso es... Ahora la levita... Haremos un cambio de levitas... ¡Magnífico! Me permitirá que le quite esa cinta que sujeta su pelo, y que desordene un poquito su peinado... ¡eso es! Ya va usted tan mal peinado como yo.
Con celeridad portentosa, con una fuerza de voluntad que más que humana parecía sobrenatural, transformó al prisionero en un abrir y cerrar de ojos. El reo parecía niño sin voluntad en sus manos.
—¡Carton... Mi querido Carton! ¡Es una locura... un desatino! No es posible llevarlo a cabo... Jamás se ha conseguido... Docenas de veces lo han intentado y siempre fué el fracaso más ruidoso el resultado... ¡Por Dios le pido, amigo querido, que no aumente mis amarguras sacrificando estérilmente su vida...! ¿No basta con que muera yo?
—¿Le he dicho por ventura, mi querido Darnay, que rebase aquella puerta? Cuando se lo diga, conteste rotundamente que no, y asunto concluído. Veo papel, tinta y pluma en aquella mesa; ¿tiene usted el pulso firme? ¿Podrá escribir?
—Firme lo tenía cuando usted entró.
—Pues es preciso que lo esté otra vez, para que escriba con letra muy clara lo que voy a dictar... ¡Pronto, amigo mío, pronto!
Darnay, estupefacto, maravillado, aturdido, tomó asiento frente a la mesa. Carton, puesta la diestra sobre el pecho, quedó en pie al lado suyo.
—Escriba punto por punto lo que yo le dicte.
—¿A quién dirijo el escrito?
—A nadie.
La diestra de Carton continuaba fija sobre su pecho.
—¿Pongo fecha?
—No.
El reo alzaba la cabeza cada vez que formulaba una pregunta; Carton, sin mover la diestra, miraba al suelo.
«Si no ha olvidado usted las palabras que entre los dos se cruzaron—dijo Carton dictando,—comprenderá sin esfuerzo esta carta, no bien la lea. Sé positivamente que las recuerda, pues no es usted de los que olvidan pronto.»
El reo, que no comprendía el sentido de lo que estaba escribiendo, alzó inopinadamente los ojos y sorprendió a Carton en el momento que sacaba del pecho la mano. Esta se detuvo.
—¿Ha escrito usted «olvidan pronto?»
—Sí. ¿Tiene en su mano algún arma?
—No; no tengo armas.
—¿Qué tiene, pues?
—Dentro de un momento lo sabrá usted... Continúe escribien[314]do, que son ya muy pocas las palabras que nos faltan... «Doy gracias a Dios que me permite probarlas con hechos. No quisiera que lo que hago fuera para nadie motivo de pesadumbre o de tristeza.»
Mientras dictaba estas palabras, clavados los ojos sobre el que escribía, su mano derecha fué moviéndose cautelosamente acercándose a la cara del reo.
La pluma cayó de la mano de Darnay, quien miró con expresión atontada en derredor.
—¿Qué vapor es éste?—preguntó.
—¿Vapor?
—Sí... un olor que me molesta y aturde.
—Nada percibo... No es posible que aquí se respiren vapores... Tome de nuevo la pluma y terminemos... ¡Pronto, pronto!
El reo, cuya respiración se había hecho jadeante, y cuyo rostro reflejaba el desorden de sus facultades, se inclinó sobre el papel dispuesto a escribir.
«De haber sido otro el curso de los sucesos—continuó dictando Carton, cuya mano derecha estaba debajo de la nariz del escribiente,—es natural que me hubiese faltado esta oportunidad; de haber sido otro el curso de los sucesos...»
Fijó Carton sus ojos en la pluma, y vió que garrapateaba signos ininteligibles.
El reo se enderezó de pronto dirigiendo a Carton una mirada llena de reconvenciones; pero la diestra del último se acercó más y más a su nariz, mientras su brazo izquierdo rodeaba su cintura. Luchó el reo débilmente y durante breves segundos con el hombre que venía a dar su vida por la suya; pero antes que transcurriera un minuto, yacía inmóvil sobre el suelo.
Carton vistió inmediatamente las ropas que el prisionero dejara minutos antes, se peinó mejor que nunca, ató su cabello con la cinta que antes sujetaba el de Darnay, y dijo con voz muy baja:
—¡Entre... entre!...
Dos segundos después, se presentaba el espía.
—¿Lo ve usted?—preguntó Carton alzando la cabeza, e hincando a continuación una rodilla en tierra para colocar en el bolsillo de Carlos el papel que había escrito.—¿No le dije que su riesgo era insignificante?
—Mi riesgo, señor Carton, no está en esto—respondió el espía,—sino en que usted cumpla fielmente lo estipulado.
—Esté usted tranquilo, que yo me atendré a lo convenido hasta la muerte.
—Así debe ser para que resulte exacto el número cincuenta y dos. Con que usted lo complete, vestido como está en este momento nada temo.
—Nada debe temer. Yo, que podría perjudicarle, desapareceré muy en breve de este mundo, gracias a Dios... Ahora, ayúdeme; mejor dicho; lléveme al coche.
[315] —¿A usted?—preguntó el espía con aprensión visible.
—¡A él, hombre de Dios, al reo con quien cambio la suerte! ¿Saldrá por la misma puerta por la que entré yo?
—Claro que sí.
—Pues bien; como me encontraba débil y desfallecido cuando entré, lo natural es que salga más débil y más desfallecido. La despedida eterna me ha impresionado tanto, que he perdido el conocimiento; esto ha ocurrido aquí con mucha frecuencia... con demasiada frecuencia. Cuenta suya es no cometer ninguna torpeza... Pronto... Pida auxilio.
—¿Me jura usted que no me traicionará?—preguntó el espía temblando.
—¡Pero hombre! ¿No lo he jurado ya solemnemente?—replicó Carton, pateando con impaciencia.—¿A qué, pues, perder ahora momentos que son preciosos? Sáquelo al patio que usted sabe, colóquelo en el coche, llévelo al lado del señor Lorry, dígale que no le dé ninguna medicina, que lo único que necesita es aire, que recuerde mis palabras de anoche, que cumpla la promesa que anoche me hizo, y nada más.
Retiróse el espía, y Carton se sentó a la mesa, sobre la cual apoyó los codos. Segundos después volvía a entrar el espía con dos hombres.
—¡Hombre!—exclamó el uno, al ver a Carlos tendido en tierra.—¿Tanta impresión le ha hecho ver que su amigo ha sacado el gordo en la lotería de Santa Guillotina?
—¡A fe que no se hubiera afligido más un buen patriota si el aristócrata hubiese sido declarado absuelto!—observó el otro.
Entre los dos colocaron al desmayado en una litera que habían traído y se lo llevaron.
—¡Pocas horas de vida te quedan, Evrémonde!—dijo el espía.
—Lo sé muy bien—respondió Carton.—Cuida de mi amigo y déjame en paz.
—Vámonos, hijos míos—dijo el espía a sus compañeros.—Andando.
Cerróse la puerta quedando Carton solo. Concentró en su oído todas las facultades de su alma por si sonaba algo que indicase sospechas o alarmas; nada se oyó. Giraron llaves en las cerraduras, se cerraron puertas con estrépito, los pasos se fueron alejando, pero ni se oyó un grito ni se perturbó el orden o la tranquilidad habitual. Carton, más tranquilo ya, permaneció sentado frente a la mesa hasta que sonaron las dos.
A sus oídos llegaron entonces ruidos que no le alarmaron ni sorprendieron, sencillamente porque sabía perfectamente qué significaban. Sucesivamente fueron abiertas muchas puertas, hasta que al fin llegó el turno a la de su celda. Un carcelero, provisto de una lista, sin pasar del umbral, se limitó a decir:
—Sígueme, Evrémonde.
Carton salió tras el calabocero[316] hasta llegar a una celda obscura, de grandes dimensiones, situada a bastante distancia, atestada de prisioneros. Aunque la luz era muy escasa, Carton pudo ver que todos tenían atados los brazos, que unos estaban en pie y otros sentados, que éstos se quejaban y aquéllos paseaban inquietos y nerviosos. La mayor parte, sin embargo, permanecían silenciosos e inmóviles, con los ojos clavados en tierra.
Mientras de pie junto al negruzco muro, contemplaba a sus cincuenta y un compañeros de cadalso, algunos de los cuales entraron después que él, un hombre se detuvo al paso para abrazarle. Carton se estremeció, temiendo ser descubierto, pero aquél continuó su marcha luego que le hubo dado un abrazo. Momentos después, una muchachita de cuerpo gracioso y lindas facciones se levantó del suelo y se acercó a Carton.
—Ciudadano Evrémonde—dijo, alargándole su mano helada;—soy una costurerita que fuí tu compañera de prisión en La Force.
—¡Ah, sí!—murmuró Carton.—¡Es verdad! Lo que no recuerdo es la acusación que te llevó a la cárcel.
—Me acusaron de conspiradora; pero el buen Dios sabe que soy inocente. ¿Puede haber conspirador que confíe sus maquinaciones a una niña débil como yo?
La sonrisa con que la jovencita acompañó sus palabras conmovió tan profundamente a Carton, que las lágrimas asomaron a sus ojos.
—No me da miedo morir, ciudadano Evrémonde, pero repito que nada he hecho. Hasta moriría con alegría si la República, que según dicen, ha de hacer felices a los pobres, obtuviera algún provecho de mi muerte; pero si he de decir lo que siento, no creo que mi muerte sirva para nada, Evrémonde. ¿Qué beneficios ha de reportar a la República la muerte de una criatura débil como yo?
La compasión que la niña inspiraba a Carton era infinita.
—Oí decir que te habían absuelto, ciudadano Evrémonde, y de veras siento que no sea verdad.
—Lo fuí; pero luego me prendieron de nuevo y me han condenado.
—Si nos colocan en el mismo carro, ciudadano Evrémonde, ¿me permitirás que te coja la mano? No es que tenga miedo; pero como soy una niña, tu mano me dará el valor que me falta.
Carton vió que por los ojos de la niña, al clavarlos en su cara, pasaba una nube de duda primero, y de asombro después.
—¿Vas a morir por él?
—¡Y por su mujer y su hija... sí!
—¡Oh! ¿Me permitirás tener entre las mías tu mano valerosa?
—Sí, desventurada hermana mía... hasta el postrer momento.
Las mismas sombras que en[317]vuelven a los condenados cercan a las turbas estacionadas a la misma hora en las inmediaciones de la Barrera en el momento que un coche de camino, procedente del interior de la ciudad, se acerca para presentar los documentos de los que lo ocupan.
—¿Quiénes son los viajeros? ¡A ver... los documentos!
Una mano presenta los documentos, que son leídos.
—Alejandro Manette... médico... francés... Veamos; ¿quién es?
Un brazo extendido indica un viejo extenuado que murmura palabras ininteligibles.
—Parece que el ciudadano doctor tiene perturbadas las facultades, ¿eh? Le ha abrasado el cerebro la fiebre de la Revolución.
—Eso parece.
—¡Bah! Son muchos los que se encuentran en su caso... Lucía, su hija... francesa... ¿Quién es?
—Esta.
—Muy bien. Evrémonde emprende otro viaje distinto... Lucía, hija de Lucía... inglesa... ¿Es esta?
—La misma.
—Dame un beso, hija de Evrémonde... Has besado a un buen republicano, cosa nueva en tu familia, no lo olvides. Sydney Carton, abogado, inglés... ¿Quién es?
—Este que yace tendido en el fondo del coche.
—¿Va desmayado el abogado inglés?
—Sí... su salud está muy quebrantada, pero el aire puro le sentará indudablemente bien. Acaba de despedirse de un amigo suyo que ha tenido la desgracia de incurrir en el desagrado de la República.
—¿Por tan poca cosa se desmaya? Muchos son los que incurren en el desagrado de la República, y mal de muchos... Mauricio Lorry, banquero, inglés... ¿Quién es el banquero?
—Yo; no puede ser otro, puesto que nadie más queda en el coche.
Mauricio Lorry era el que había contestado a las preguntas anteriores, Mauricio Lorry el que había echado pie a tierra y, apoyada la diestra en la portezuela del carruaje, respondía al interrogatorio del encargado de la vigilancia de la Barrera.
—Toma tus documentos, Mauricio Lorry... ¡Refrendados!
—¿Podemos proseguir la marcha?
—Cuando os acomode. Adelante, postillones, y buen viaje.
—Salud, ciudadanos... Pasó el primer peligro.
—¿No le parece que caminamos demasiado despacio?—preguntó Lucía llorando, asiendo el abrazo del buen Lorry.
—Si corriéramos más, parecería que huíamos; no conviene; excitaríamos sospechas.
—Vuelva la vista atrás... ¿No nos persiguen?
—No, querida mía, no; hasta ahora no nos persiguen.
Los fugitivos dejan a sus espaldas casas de uno o de dos pisos[318] que bordean la carretera, granjas, casas de labor abandonadas, tenerías en ruinas, campos solitarios, avenidas que serpentean entre hileras de árboles sin hojas. Corren por caminos ásperos y desiguales, cruzando malezas, ora saltando sobre espesa capa de piedras, ora atascándose en profundos lodazales. Su impaciencia, su agonía es tan grande, que no ven nada, en nada reparan, en nada piensan más que en llegar cuanto antes al puerto de salvación.
Relevan los caballos. Nuevos postillones ocupan las sillas mientras quedan descansando los antiguos. Atraviesan una aldea, suben trabajosamente una rampa, coronan la colina, descienden por la vertiente opuesta, entran en terrenos menos áridos... ¡Dios santo! ¡Los persiguen!
—¡Ah del coche...! ¡Alto!
—¿Qué pasa?—pregunta Lorry, asomando la cabeza por la portezuela.
—¿Cuántos han sido hoy?
—No comprendo.
—¿Cuántos han besado hoy la Santa Guillotina?
—Cincuenta y dos.
—¡Bien! ¡Buen número! Ya hubieran querido mis buenos conciudadanos de aquí despachar a tantos; pero han sido diez menos... La Guillotina marcha admirablemente... ¡Bien por la Guillotina...! ¡Viva la Guillotina...! ¡La adoro...! ¡Adelante!
Cierra la noche. Carlos comienza a moverse... revive... dice palabras inteligibles. Cree que continúa al lado de Carton y le pregunta qué es lo que tiene en la mano...
¡Dios del Cielo! ¡Ten lástima de los fugitivos!
Tras ellos vuela veloz el viento, tras ellos se precipitan las nubes, tras ellos corre la luna, las sombras de la noche los siguen incansables; pero, por fortuna, hasta entonces, nadie más corre en su seguimiento.
A la hora misma en que los cincuenta y dos esperaban el momento de trabar relaciones demasiado estrechas con la Guillotina, celebraban siniestro consejo secreto la señora Defarge, La Venganza y Santiago Tercero. La conferencia no tenía lugar en la taberna, sino en el taller del aserrador de leños, peón caminero en otros tiempos, y a ella no fué admitido el aserrador, sino obligado a permanecer fuera, a distancia respetable.
—De todas suertes, nuestro Defarge es un buen republicano, ¿eh?—preguntó Santiago Tercero.
—No lo hay mejor en toda Francia—respondió con calor La Venganza.
—Calma, mi querida Venganza—replicó la tabernera, poniendo una mano sobre el brazo de su tenienta y frunciendo ligeramente el ceño.—Antes de emitir opiniones, conviene que escuches lo que[319] voy a decir. Mi marido, como ciudadano, es un buen republicano y un hombre de valor; ha merecido bien de la República y posee su confianza; pero mi marido tiene sus debilidades, y una de las mayores, la mayor seguramente, es la de querer al doctor.
—¡Es una desgracia!—exclamó Santiago Tercero, moviendo con expresión enigmática la cabeza.—Esas debilidades desdicen de un buen ciudadano... ¡Qué lástima!
—Lo que menos me importa a mí es el doctor—repuso la tabernera.—Por mí, puede llevar la cabeza sobre los hombros, o perderla; me es completamente igual; pero la raza Evrémonde ha de ser exterminada, ha de desaparecer de la tierra, y como consecuencia, la esposa y la hija deben seguir al otro mundo al marido y al padre.
—Y que tiene una cabeza hermosa si las hay; una cabeza que está pidiendo a gritos la Guillotina—contestó Santiago Tercero.—No hay nada que entusiasme tanto como ver pendiente de las manos de nuestro buen Sansón una cabecita de ojos azules y cabellos de oro.
La señora Defarge bajó los ojos y permaneció en actitud reflexiva durante algunos momentos.
—También tiene cabellos de oro y ojos azules la niña—repuso Santiago Tercero.—Además, pocas veces se nos concede el placer de ver sobre el tablado niñas de sus años. Será un espectáculo soberbio.
—Hablando con franqueza—dijo la tabernera sacudiendo su abstracción,—en este asunto no me merece confianza mi marido. No sólo estoy convencida desde anoche de que no debo confiarle los detalles de mis proyectos, sino también de que, a poco tiempo que perdamos, es muy capaz de advertirles del peligro que corren, en cuyo caso, se nos escapan.
—¡No escaparán, no... ni uno ni medio!—gruñó Santiago Tercero.—¡Caerán todos, hasta el último! ¡Es preciso llegar a sesenta diarios!
—En una palabra—añadió la tabernera,—ni mi marido tiene las razones que yo para exigir el exterminio total de esa raza, ni yo tengo las razones que él para tratar con consideración al doctor. De consiguiente, debo prescindir de él y obrar por mi cuenta. Puedes entrar, ciudadano—terminó dirigiéndose al aserrador.
Obedeció, temblando, el aserrador, quien se presentó con el gorro rojo en la mano.
—Respecto a las señales que viste que aquella mujer hacía a los prisioneros, ¿estás dispuesto a sostenerlas con tu declaración en cualquier momento, ciudadano?—preguntó la tabernera.
—¿Por qué no? Desde aquí la he visto todos los días, lluviosos o serenos, fríos o calurosos, desde las dos de la tarde hasta las cuatro, unas veces con la niña, otras sola, y siempre haciendo señales. Estos mismos ojos lo han visto.
Mientras hablaba, hacía con las[320] manos gran variedad de señas que jamás había visto.
—Complots... maquinaciones... es indudable—respondió Santiago Tercero.
—¿Podemos contar con el jurado?—preguntó la tabernera.
—En absoluto. Es un jurado patriota, ciudadana. Respondo yo de todos los que lo forman.
—Otra cosa...—añadió la tabernera, meditando.—Veamos..... ¿Puedo perdonar al doctor en obsequio a mi marido? A mí me es igual... el doctor me es indiferente... ¿Puedo perdonarlo?
—Sería una cabeza más—observó Santiago Tercero.—Principian a escasear las cabezas... dentro de poco escasearán más aún... Yo creo que sería una lástima perdonarlo.
—Cuando yo le encontré frente al sitio donde estamos, hacía las mismas señas que su hija—dijo la señora Defarge.—Si hablo de la una, forzosamente he de hablar del otro. Por otra parte, no me es posible callar, así es que, descargo toda la responsabilidad del caso sobre este ciudadano. El declarará lo que quiera. De mí, lo único que puedo decir es que nunca seré testigo falso.
La Venganza y Santiago Tercero demostraron claro como la luz del sol que, lejos de ser testigo falso, siempre había sido espejo de testigos admirables y maravillosos, y el ciudadano aserrador, no queriendo quedar atrás, protestó ante el cielo y la tierra que la señora Defarge era un testigo celestial.
—¡Que se cumpla su destino!—dijo la tabernera.—No; no puedo perdonarle... Supongo, ciudadano, que para las tres de hoy no puedes disponer de tu persona, pues creo que no te privarás del gusto de contemplar la hornada del día, ¿eh?
Contestó inmediatamente el aserrador que por nada del mundo se privaría de tan hermoso espectáculo, lo que le dió pie para añadir que era el republicano más fervoroso, y que se consideraría el más desolado de los republicanos, si algún día le impedían fumar su pipa mientras contemplaba el hermoso funcionamiento de la Navaja Barbera Nacional.
—También asistiré yo—respondió la tabernera.—Luego que termine la función... a las ocho... sí; es buena hora... a las ocho vendrás a buscarme a San Antonio para delatar a esos individuos en mi sección.
Contestó el aserrador que sería para él honor altísimo y viva satisfacción acudir a la cita que le daba la ciudadana.
La señora Defarge se acercó a la puerta del taller, llamó por medio de una seña a Santiago Tercero y a La Venganza, y luego que estuvieron éstos a su lado, expúsoles con toda claridad sus puntos de vista.
—Seguramente se encuentra en este instante en su casa, esperando la noticia de la muerte de su mari[321]do—dijo.—En su dolor y desesperación, no sólo llorará la desgracia que la aflige, sino que también censurará la justicia de la República. Todas sus simpatías estarán de parte de los enemigos del pueblo; así, que voy sin pérdida de momento a verla.
—¡Qué mujer tan admirable! ¡Qué patriota tan adorable!—exclamó Santiago Tercero, cuyo entusiasmo llegó a lo indecible.
La Venganza la abrazó llorando en un rapto de admiración.
—Toma mi calceta—repuso la señora Defarge, depositándola en manos de La Venganza,—y ténmela preparada en mi asiento de costumbre. Vete allí en derechura, no pierdas tiempo, pues es casi seguro que hoy haya más concurrencia que de ordinario.
—Con toda mi alma obedeceré las órdenes de mi jefe—contestó La Venganza, besando a la tabernera en la mejilla.—¿Tardarás mucho?
—Allí estaré antes que comience la función.
—Procura llegar antes que las carretas—replicó La Venganza.
La tabernera salió del taller a buen paso, no tardando en perderse de vista.
Muchas fueron en aquella época las mujeres cuyas siluetas morales no es posible contemplar, no obstante la distancia del tiempo, sin horror y asco; pero entre ellas, no hubo ninguna tan inhumana, tan feroz, tan despiadada, como la que dejamos en este instante dirigiéndose al domicilio del desventurado doctor Manette. Era mujer inaccesible al miedo, inflexible, inteligente, astuta y resuelta, dotada de esa hermosura especial que infiltra en el ánimo de quien la posee firmeza y animosidad que fuerza a los demás a rendir homenaje instintivo a las cualidades expresadas. De haber vivido en época menos conturbada, de haberse movido en otro teatro, quién sabe si hubiese sido la gloria de su sexo; pero víctima desde niña de las injusticias sociales, crecida en una atmósfera de odio implacable de clase, se convirtió en tigre. Desconocía en absoluto la piedad; y si alguna vez anidó en su alma la virtud, habíala extirpado muchos años antes no dejando de ella ni rastros.
¿Qué importaba que muriera un inocente por pecados cometidos por sus antepasados? Su furia implacable no veía al primero, sino a los últimos. Ni tenía importancia dejar viuda a una infeliz mujer o huérfana a su hija; antes bien conceptuaba insuficiente el castigo desde el momento que se trataba de sus enemigos naturales, de su presa, de seres que no tenían derecho a vivir. Intentar aplacarla, era inútil, pues carecía de la facultad de compadecerse, no ya solo de los demás, sino hasta de sí misma. Si en alguno de los muchos encuentros en que tomó parte hubiese caído bajo la mano de sus enemigos, hubiera acepta[322]do su desgracia como cosa natural y corriente, y si la hubiesen obligado a subir la escalera fatal que terminaba en la guillotina, habría tendido su cuello sin que en su fiera alma nacieran otros sentimientos que un deseo rabioso de cambiar de puesto con el hombre que allí la enviara.
Tal era el corazón que palpitaba bajo el tosco vestido de la señora Defarge. Sucio, harapiento, no por eso dejaba de ser vestido, siquiera ofreciera un aspecto lúgubre como no dejaba de ofrecer algún atractivo su abundante masa de cabellos negros, mal encerrados dentro del gorro colorado. Oculta en su seno llevaba siempre una pistola cargada y en la cintura una daga de hoja larga y afilada. Así ataviada, caminando con paso seguro, con esa libertad de movimientos propia de la mujer que desde niña ha ido donde la han llevado sus deseos o sus caprichos, desnuda de pie y pierna, la tabernera Defarge dejaba atrás calles y más calles.
Fuerza será que hagamos una pequeña digresión, a fin de aclarar algunos puntos que pudiera el lector encontrar obscuros. La noche anterior, cuando Lorry ultimaba los preparativos del viaje de los fugitivos, fué para él motivo de grandes preocupaciones la dificultad de llevar consigo a la señorita Pross. No sólo era muy de desear evitar excesos de carga que acaso entorpecieran la marcha, sino también reducir al mínimum el tiempo que en la Barrera emplearían para examinar los documentos y reconocer a los viajeros, pues la salvación de todos podía depender de aprovechar o de perder breves segundos de tiempo. Tras largas consideraciones, y no sin medir detenidamente los inconvenientes y las ventajas, había propuesto dejar a la señorita Pross y a Jeremías Lapa, que podían salir de la ciudad cuando les acomodase, con orden de emprender el viaje a las tres de la madrugada, utilizando uno de los carruajes más ligeros entonces conocido. Libres del engorro de equipajes, no tardarían en dar alcance a los señores, y hasta en dejarlos rezagados.
La señorita Pross aceptó con alegría una proposición que la deparaba oportunidad de prestar algún servicio de importancia a las personas queridas. Ella y Jeremías habían conocido a la persona que su hermano Salomón había traído desmayada en un coche, habían despedido a los viajeros, habían pasado diez minutos de terrible ansiedad, y estaban haciendo los últimos preparativos para ponerse en camino y alcanzar el coche en el momento que la tabernera Defarge se acercaba por momentos a la casa, con las intenciones que los lectores conocen perfectamente.
—¿Qué opina usted, señor Lapa?—preguntó la señorita Pross, cuya agitación era tan grande que,[323] ni la dejaba hablar, ni moverse, ni permanecer en pie, ni vivir.—¿Qué opina usted de nuestro viaje? La salida de dos carruajes en tan breve espacio de tiempo ha de despertar sospechas; así lo temo, al menos.
—Mi opinión, señorita, es que tiene usted razón—contestó Lapa—También opino que siempre apoyaré lo que usted diga, tanto si tiene razón como si se equivoca.
—Hasta tal extremo me enloquecen el temor y la esperanza por la suerte que puedan correr nuestros señores—repuso la señorita Pross llorando desconsoladamente,—que soy incapaz de formar ningún plan racional. Y usted, señor Lapa, mi querido señor Lapa, ¿se siente con capacidad bastante para formar algún plan medianamente racional?
—Con respecto a la vida futura, señorita, creo que sí—respondió Jeremías Lapa;—pero con respecto al uso presente de esta bendita cabeza que llevo sobre los hombros, me temo que no. ¿Quiere usted hacerse cargo, señorita, de dos promesas o votos que es mi deseo hacer, como recuerdo perpetuo de la crisis en que nos encontramos?
—¡Dios nos tenga de su mano!—exclamó la señorita Pross, llorando a grito herido.—Vengan en seguida esos votos o promesas, hágalos sin perder instante como buen cristiano que es.
—Lo primero que prometo—dijo Lapa temblando como un azogado y con expresión patética,—lo primero que juro, es no volver a hacer nunca más algunas cosillas que antes hacía... No; nunca más.
—Bien segura estoy, señor Lapa, de que no ha de hacerlas nunca más, sean lo que sean esas cosillas, que no es necesario mencionar.
—No, señorita; no las mencionaré. Lo segundo que prometo, lo segundo que juro, es no volver a mezclarme más en los rezos de la señora Lapa. No; nunca más la impediré que se pase la vida entera de rodillas.
—Hará usted muy bien.—contestó la señorita Pross, secando las lágrimas que la cegaban.—Deje que de las cosas del hogar cuide su señora... ¡Oh... mi pobre señorita!
—Creo conveniente hacer constar, señorita—repuso Lapa cual si estuviera hablando desde lo alto de un púlpito,—y desearía que usted transmitiera mis palabras a la señora Lapa, que mis opiniones con respecto a los rezos han sufrido un cambio radical, y que con toda mi alma desearía que la señora Lapa estuviera de rodillas y rezando en este instante.
—¡Oh, sí! ¡Ojalá esté rezando, y ojalá el Cielo escuche benigno sus oraciones!
—¡Maldigo—prosiguió el señor Lapa con mayor solemnidad que nunca—maldigo cuanto he hecho y dicho contra las buenas almas que rezan y se pasan el tiempo de[324] rodillas! ¡Maldigo a todos los mortales que en este mismo momento no están de rodillas y rezando para que el Señor nos saque con bien de este riesgo mortal en que nos encontramos! ¡Maldigo, señorita... maldigo...!
El buen Lapa bajó la cabeza después de buscar en vano durante una porción de segundos otra cosa que maldecir.
—Si la misericordia divina quiere que alguna vez lleguemos a nuestra patria—contestó la señorita Pross,—puede usted abrigar la seguridad más absoluta de que repetiré a la señora Lapa cuanto usted acaba de decir con lenguaje tan elocuente; y suceda lo que suceda, en todo momento me encontrará dispuesta a dar testimonio de sus excelentes propósitos... ¡Pero pensemos, señor Lapa.... pensemos!
Al cabo de largo rato de profunda meditación, dijo la señorita Pross:
—¿No le parece acertado, señor Lapa, dar orden de que el coche, en vez de venir aquí, espere en cualquier parte? Si mi proposición le agrada, podría salir usted a dar el aviso, y yo acudiría al punto que conviniéramos.
Jeremías Lapa contestó que el plan le parecía acertado.
—¿Dónde podrían esperarme?—preguntó la señorita Pross.
Tan aturdido estaba el señor Lapa, que no se le ocurrió indicar lugar más a propósito que la acera del Tribunal del Temple de Londres, junto al Banco Tellson.
¡Suerte infausta! El Tribunal del Temple estaba a cientos de millas de distancia, y en cambio la tabernera Defarge se encontraba muy cerca de la casa.
—Junto a la puerta de la catedral—dijo la señorita Pross.—¿Le parece a usted buen sitio la puerta de la catedral, entre las dos torres?
—Me parece inmejorable, señorita.
—Entonces, lléguese a la casa de postas, y dé las órdenes convenientes.
—Lo único que me intranquiliza—dijo Lapa rascándose la cabeza,—es dejar a usted. No sabemos lo que puede suceder.
—Sólo Dios lo sabe, es verdad; pero no tema por mí. Espéreme con el coche a las tres en punto junto a la puerta de la catedral, o lo más cerca que le sea posible, que desde luego será menos expuesto a contratiempos que si saliéramos de aquí. ¡Que Dios le bendiga, señor Lapa! Piense, no en nuestras vidas, que poco valen, sino en las otras más preciosas que probablemente dependen de las nuestras.
Estas palabras, y la actitud de la señorita Pross, que tendía hacia él sus manos suplicantes, acabaron de decidir a Lapa, quien salió inmediatamente, dispuesto a cumplir la comisión.
No contribuyó poco a tranquilizar a la señorita Pross ver en camino de ejecución las medidas[325] de precaución adoptadas. También halló consuelo en la necesidad de componer su aspecto exterior a fin de no llamar en las calles una atención que podía ser peligrosa. Consultó el reloj y vió que eran las dos y veinte. No podía perder tiempo.
Asustada al pensar en la soledad de aquellas habitaciones desiertas, temiendo ver por todas partes ojos que la acechaban, presa de terrores indecibles, la señorita Pross puso agua fría en una jofaina y principió a lavarse los ojos, rojos e hinchados de tanto llorar. Acosada por sus aprensiones, a cada segundo interrumpía el lavatorio para dirigir en torno suyo miradas de espanto. En una de esas interrupciones, retrocedió y lanzó un alarido penetrante, pues, en realidad, descubrió a una persona que de pie, en el centro de la habitación, la estaba mirando.
La jofaina se hizo mil pedazos y el agua derramada llegó a besar los pies desnudos de la tabernera Defarge. Aunque parezca extraño, aquellos pies, que iban a buscar sangre, se encontraban con agua.
—¿Dónde está la mujer de Evrémonde?—preguntó la tabernera con frialdad.
Rápida como el rayo penetró en la mente de la señorita Pross la idea de que, la circunstancia de que estuvieran abiertas de par en par todas las puertas, haría sospechar propósitos de fuga. Comenzó, pues, por cerrarlas todas, y a continuación, se colocó frente a la puerta que daba acceso a la habitación que hasta aquel día había ocupado Lucía.
Con mirada llameante siguió la tabernera Defarge todos los movimientos de la señorita Pross, fijándolos en su cara luego que la vió inmóvil junto a la puerta.
Limpia de toda clase de atractivos físicos estaba la señorita Pross. Los años no habían amansado su rústica rudeza ni suavizado la hosquedad ceñuda de su cara. Era al propio tiempo mujer resuelta, los peligros personales no la asustaban, y lejos de amilanarse al ver a la señora Defarge, midióla de alto abajo con una mirada de profundo desdén.
—Por tu aspecto, podrías ser la mujer del mismísimo Lucifer—se dijo para sus adentros la señorita Pross.—Pero si crees que me das miedo, te equivocas; soy inglesa.
Contemplábala la tabernera con el desprecio en la mirada, aunque comprendiendo que se encontraba frente a un enemigo de cuidado. Sabía muy bien que la señorita Pross era capaz de perder la vida por la familia del doctor, de la misma manera que la señorita Pross sabía que la tabernera Defarge era capaz de todo lo malo tratándose de la familia indicada.
—Iba al lugar donde tengo reservada una silla—dijo la Defarge, extendiendo un brazo en dirección al sitio donde estaba emplazada la guillotina,—y de paso,[326] he querido dar mi enhorabuena a la mujer de Evrémonde. Necesito verla.
—Sé que tus intenciones son malas, y puedes contar desde luego con la seguridad de que encontrarás en mí quien se oponga a que las realices—replicó la señorita Pross.
Cada cual hablaba en su lengua patria. Ni la tabernera entendía una palabra de las pronunciadas por la señorita Pross, ni ésta las pronunciadas por aquélla. Sin embargo, acechábanse mutuamente con mirada tan intensa, que sus gestos, su expresión, hacían inteligibles las palabras que nada decían a sus oídos.
—Peor para ella si no me la dejas ver ahora mismo—repuso la tabernera.—Los buenos patriotas sabrán muy pronto lo que eso significa. Quiero verla... necesito verla... Ve y dila que no me voy de aquí sin verla. ¿No me oyes?
—Te empeñas en quedarte sin ojos, y lo vas a conseguir—replicó la señorita Pross.—Mírame, mírame con esos ojos de bestia feroz, pero no me tientes el bulto, que tengo malas pulgas. Puede que vengas por lana y dejes la tuya entre mis uñas.
Claro que la Defarge no entendió palabra de las frases que quedan copiadas, pero sí se dió cuenta cabal de que su interlocutora se negaba en redondo a obedecer sus mandatos.
—¡Imbécil... cara de marrana hambrienta!—barbotó.—¡Quiero ver a la mujer de Evrémonde! ¡O vas ahora mismo a decírselo, o te separas de esa puerta y me dejas paso franco!
—Nunca me imaginé que pudiera hacerme falta entender esa lengua estúpida que hablas; pero la verdad es que daría ahora mismo todo lo que tengo, excepto la camisa que llevo puesta, por saber si sospechas toda la verdad o parte de ella.
Las dos mujeres se clavaban mutuamente con la vista. La tabernera, que hasta aquí no se había movido del sitio en que la vió la señorita Pross cuando se lavaba los ojos, avanzó un paso.
—Soy bretona y estoy furiosa—dijo la señorita Pross.—Mi vida me importa un rábano. Sé que cuanto más tiempo te detenga, más aseguro la salvación de mi señorita... Como te acerques, yo te aseguro que no te dejo un pelo en esa cabeza.
Era el valor de la señorita Pross de índole sentimental, un valor que llenó de lágrimas sus ojos. Poco práctica la tabernera en fenómenos de sentimiento, tomó las lágrimas por debilidad.
—¡Ja, ja, ja, ja! ¡Pobrecilla, y qué poco vales!—exclamó.—No quiero nada contigo... ¡Ciudadano doctor!—gritó.—¡Mujer de Evrémonde, hija de Evrémonde! ¡Contestad a la ciudadana Defarge, miserables habitantes de esa casa!
Acaso el silencio que siguió a sus gritos, acaso la expresión de la señorita Pross, acaso presenti[327]mientos nacidos en su negra alma, sugirieron a la tabernera la sospecha de que las personas cuya sangre buscaba habían huído. El hecho fué que de las cuatro puertas que tenía la habitación en que se encontraba, abrió tres y miró al interior de las estancias a las cuales daban acceso.
—¡Todo lo veo en desorden, en estas habitaciones no hay nadie, y sospecho que también está desierta la que tú guardas! ¡Quiero reconocerla!—gritó.
—¡Nunca!—respondió la señorita Pross, quien entendió las palabras de la tabernera tan bien como ésta entendió su respuesta.
—Si no están en esa habitación, se han ido; y aun es tiempo de perseguirlos y de darles alcance—pensó la Defarge.
—Mientras no averigües si están o no en esta habitación, no sabrás qué partido tomar—se dijo a sí misma la señorita Pross;—y yo te aseguro que no has de averigüarlo si en mi mano está impedirlo. Otra cosa; de aquí no has de salir mientras me queden manos con que sujetarte.
—No he encontrado hasta hoy muro capaz de cerrarme el paso; ten por seguro que te haré pedazos si no sales de esa puerta—rugió la tabernera.
—Estamos solas en una habitación interior de una casa solitaria y en un barrio solitario. No es probable que nos oigan. De aquí no saldrás, fiera, pues cada minuto que te detenga, vale un mundo para mi querida señorita.
La tabernera, perdida la paciencia, avanzó con paso resuelto hacia la puerta. La señorita Pross, guiada por el instinto de momento, la agarró con entrambos brazos por la cintura. En vano intentó resistirse y herir la primera, pues su antagonista, con esa tenacidad de gigante que da el amor, siempre más fuerte que el odio, no sólo la sujetó, sino que también la alzó del suelo entre sus brazos. Debatióse furiosa la Defarge, descargó bofetones y más bofetones sobre la cara de su enemiga, la arañó despiadada, pero la señorita Pross, que para defenderse había bajado la cabeza, estrechaba cada vez más el cerco de acero con que aprisionaba su cintura.
Las manos de la tabernera dejaron de golpear y bajaron a la cintura.
—No te molestes—dijo la señorita Pross;—está por bajo de mi brazo y no has de poder desenvainarlo. Soy más fuerte que tú, gracias a Dios, y no te soltaré hasta que caigas desmayada o muerta.
La señora Defarge llevó la diestra al seno. La señorita Pross vió el objeto que aquella mano sacaba. Rápida como un rayo alzó un brazo, descargó un golpe, y... brotó una llamarada, sonó un trueno, y retrocedió. La estancia quedó llena de humo.
Todo ello no duró más de un segundo. El humo principió a salir por la ventana, llevando entre[328] sus negras espirales el alma de la mujer que yacía sin vida sobre el pavimento.
Lo terrible de la situación en que se veía, hizo que la señorita Pross, en el primer momento, intentara huir del cadáver y bajara corriendo la escalera con ánimo de pedir socorros innecesarios y tardíos; pero afortunadamente hízose cargo de las consecuencias a tiempo para detenerse y volver sobre sus pasos. Horrible era pasar sobre el cadáver, tendido a través de la puerta; pero pasó para recoger el sombrero y otros objetos que debía llevarse. Los sacó al descansillo de la escalera, cerró la puerta con llave, se sentó con objeto de dar salida por los ojos al espanto que la ahogaba, y ya más tranquila, se levantó y se fué.
Por fortuna para ella, el velo del sombrero era bastante tupido, pues en caso contrario, lo probable es que la hubieran detenido en la calle. Por fortuna para ella, era tan fea, que los arañazos profundos que en la contienda había recibido no dejaron en su cara las huellas que en otro rostro más favorecido por la naturaleza habrían dejado.
Al cruzar el puente, arrojó al río la llave de la casa. Llegó frente a la puerta de la catedral algunos minutos antes de la hora convenida con Lapa, y esperó, llena de terror, al pensar que acaso pescasen la llave que acababa de arrojar, y descubriesen a qué casa pertenecía, y abriesen la puerta, y encontrasen un cadáver, y la prendieran y condenaran a muerte por el delito de asesinato. Tales eran los pensamientos que la agitaban cuando llegó Lapa.
—¿Hay ruido en las calles?—preguntó la señorita Pross.
—El ordinario—respondió Lapa, no poco sorprendido tanto por la pregunta cuanto por el aspecto de quien la hizo.
—No le oigo... ¿Qué me dice?
En vano repitió Lapa una y otra vez lo que había dicho; la señorita Pross no le oía.
—¡Vaya!—pensó Lapa.—Me haré entender por señas.
—¿Hay ruido en las calles?
Lapa movió afirmativamente la cabeza.
—No oigo nada.
—¿Sorda como una tapia en una hora? ¡Es extraño!—pensó Lapa—¿Qué la habrá pasado?
—He visto un relámpago, he oído un trueno; y el trueno fué lo último que oí en mi vida—explicó la señorita Pross.
—La encuentro completamente cambiada... ¿Qué habrá podido tomar para cobrar aliento? Porque la verdad es que no parece que tenga ni pizca de miedo... ¡El ruido de esas malditas carretas...! ¿Las oye usted, señorita?
—No oigo nada, absolutamente nada—contestó la buena Pross, reparando en el movimiento de los labios de su compañero.—Un relámpago, un trueno, y nada más.
[329] —Si no oye el rodar de esas horribles carretas, opino que no volverá a oir nada en este mundo—murmuró Lapa.
No se engañaba. La señorita Pross quedó sorda para siempre.
Rebotan sobre el empedrado de las calles de París los vehículos de la muerte chirriando lúgubremente. Seis carretas llevan a la guillotina la ración de vino con que diariamente se entretiene su sed. Los monstruos devoradores, los monstruos insaciables que han forjado las imaginaciones humanas desde el instante primero de su actividad se han fundido en una realización única, y esta realización única se llama guillotina. Y, sin embargo, en Francia, con toda su rica variedad de clima y de suelo, no hay una brizna de hierba, una hoja, una raíz, un renuevo, susceptible de llegar a sazón y madurez bajo condiciones más favorables que aquellas que produjeron aquel horror. El día que martillos semejantes aplasten y machaquen a la humanidad, retorciéndola y borrando su forma, reaparecerá aquélla bajo las mismas formas violentas y contrahechas bajo las cuales reapareció entonces, el día que se siembre la semilla de la licencia rapaz y de la opresión, florecerán y sazonarán los mismos frutos que entonces florecieron y sazonaron.
Seis carretas ruedan chirriando a lo largo de las calles. ¡Transfórmalas en lo que antes fueron, tú, Tiempo, encantador poderoso, reintégralas a su forma y condición anterior, y las veremos trocadas en otras tantas carrozas soberbias de monarcas absolutos, en trenes de nobles feudales, en lujosas galas de deslumbradoras Jezabeles, en Sinagogas que han dejado de ser la Casa de Mi Padre para convertirse en cavernas de ladrones, en míseras chozas de millones de famélicos campesinos! No; el gran mago que majestuosamente trastorna el orden establecido por el Creador, jamás destruye sus transformaciones. «Si la voluntad de Dios te ha dado la forma que afectas, no intentes variarla; pero si la debes a pasajeras conjuras humanas, recobra la que recibiste del Altísimo,» dicen los magos a los seres encantados en los cuentos árabes.
Las ruedas sombrías de las carretas al dar vueltas sobre el empedrado semejan potente arado que abre un surco profundo entre el populacho que llena las calles, a uno y otro lado del que quedan cabezas humanas. Tan habituados están al horrendo espectáculo los vecinos de las casas, que en muchos balcones no se ve una sola cara, y es muy frecuente ver personas empleadas en alguna ocupación que no suspenden el movimiento de sus manos al paso[330] de aquéllas, aunque sus ojos se vuelvan a las carretas para ver quiénes son los desgraciados que las ocupan.
Entre los que montan las fatídicas carretas, los hay que contemplan lo que les rodea con mirada impasible y los hay que concentran en ello un interés pasajero. Dan pruebas palpables unos de desesperación silenciosa haciendo el viaje postrero con las cabezas dobladas sobre el pecho, al paso que otros las llevan arrogantemente erguidas y dirigen a las turbas miradas de altivo desdén. Muchos meditan o procuran recoger sus pensamientos empeñados en vagar sin freno, y a ese fin cierran los ojos, mientras uno, uno solo, mísero ser de aspecto repugnante, parece tan enloquecido de terror, que canta y hasta intenta bailar. Las expresiones de los condenados varían hasta el infinito, pero ni uno solo despierta piedad en los diamantinos pechos del pueblo.
Rompen la marcha algunos jinetes de aspecto embrutecido a quienes los curiosos dirigen de vez en cuando preguntas. Sin duda éstas son siempre las mismas, pues a la contestación sigue invariablemente un movimiento de las turbas en dirección a la tercera carreta. Los jinetes de rostro embrutecido que cabalgan delante también señalan con frecuencia con la punta de sus sables a un hombre de los que la ocupan. El condenado en cuestión ha excitado la curiosidad general; todos desean saber quién es el hombre que, apoyada la espalda contra el respaldo de la tercera carreta, conversa con una muchachita sentada a su lado. No parece que le interese la escena ni que le importe nada de cuanto le rodea. En la calle de San Honorato gritan las turbas contra él; a los gritos contesta con una sonrisa y con movimientos enérgicos de cabeza que desordenan más sus largos cabellos, caídos sobre su cara, hasta la cual no puede llevar las manos, pues sus brazos están amarrados.
En lo alto de una escalinata de una iglesia espera el paso de la fúnebre comitiva el espía a quien Sydney Carton llamaba el mirlo del verdugo. Clava sus miradas en la primera carreta: no está allí. Mira con ansiedad a la segunda... Tampoco. Su rostro refleja el temor que comienza a invadirle, cuando, al escudriñar la tercera, sonríe complacido.
—¿Quién es Evrémonde?—pregunta un hombre colocado a su espalda.
—Aquel... el de la tercera carreta.
—¿El que habla con la chicuela?
—Sí.
—¡Muera Evrémonde!—vocifera inmediatamente el hombre en cuestión.—¡A la guillotina todos los aristócratas! ¡Muera Evrémonde!
—¡Calla.... calla...!—exclama con timidez el espía.
[331] —¿Por qué he de callar?
—Porque va ya a pagar sus crímenes... Dentro de cinco minutos los habrá purgado... Déjale ahora en paz.
—¡Muera Evrémonde!—continúa gritando aquel bárbaro.
Evrémonde vuelve la cara hacia el que vocifera; ve al espía, le mira con atención, y prosigue impávido su camino.
Los relojes de la ciudad están para dar las tres, y el arado se desvía de la recta para llegar al sitio designado para las ejecuciones. Las líneas de cabezas humanas que flanqueaban hasta allí el surco abierto por el arado se agrupan en tropel rodeando a la guillotina que va a entrar en funciones. En primera fila, cómodamente instaladas en sillas, exactamente lo mismo que si estuvieran en el teatro, hay una porción de mujeres, que hacen calceta con verdadero ardor; entre ellas no era difícil ver a La Venganza, que parece inquieta y nerviosa.
—¡Teresa!—grita apelando a su registro más estridente.—¿Quién ha visto a Teresa... a Teresa Defarge?
—Es la primera vez que falta—contesta una de las trabajadoras.
—¡No... no faltará hoy tampoco...! ¡Teresa!—ruge La Venganza.
—Grita más—aconseja la mujer que habló antes.
¡Ah! Grita, Venganza, grita: ¡que por altos que tus gritos sean es difícil que te oiga! ¡Grita, Venganza, grita... no importa que acompañes tus gritos con maldiciones; que ni aquéllos ni éstas han de llegar a oídos de tu jefe! ¡Envía emisarios que la busquen por todas partes; que esos emisarios, aun cuando no puede negarse que han dado cima a empresas difíciles, es seguro que no han de ir a buscarla donde está! ¡Ha hecho un viaje demasiado largo!
—¡Mala suerte!—acalla La Venganza, pateando con furia—¡Y ya están aquí las carretas...! ¡Y Evrémonde será despachado sin que esté ella!
Mientras La Venganza llama a grito herido a Teresa Defarge, son descargadas las carretas. Los ministros de Santa Guillotina están vestidos y dispuestos a trabajar... Se oye un golpe, rueda una cabeza que inmediatamente alza en su mano uno de los ministros, y las mujeres, sin mirar apenas, continúan haciendo calceta, diciendo por todo comentario:
—Una.
La escena se repite varias veces, sin que las mujeres interrumpan su labor ni dejen de contar.
Sube al tablado fatal el supuesto Evrémonde, dando la mano a la desventurada niña, según la había ofrecido, a la que coloca de espaldas a la terrible cuchilla, que sube y baja sin interrupción.
—De no haber sido por ti, mi querido desconocido, no tendría yo la calma y resignación que tengo, pues soy una pobre niña y mi corazón es débil. Tampoco habría sabido elevar mis pensamientos[332] hacia Aquél que murió por nosotros, a Aquél cuya misericordia es hoy mi única esperanza. Yo creo que son los Cielos los que te han enviado a mí en este día de prueba.
—Quizá seas tú el mensajero que los Cielos me han enviado a mí—replicó Carton.—Fija en mí tus ojos, niña querida, y no te acuerdes de nada más.
—Mientras tenga entre mis manos la tuya, estaré tranquila; y si al separarla para emprender el viaje, el golpe es rápido, tampoco temeré.
—El golpe será rápido; pierde cuidado.
Aunque se encontraban entre las demás víctimas, hablaban con tanta libertad como si hubiesen estado solos. Aquellos dos hijos de la Madre Universal, desconocidos hasta entonces el uno al otro, iban a hacer juntos el último viaje, a comparecer juntos ante el Creador, a reposar juntos en el Cielo.
—¡Valiente y generoso amigo!—exclamó la niña—¿Me permites que te haga una pregunta? Soy muy ignorante, y se trata de una cosa que me turba y mortifica... un poquito.
—Pregunta lo que quieras.
—Tengo una prima, mi único pariente, huérfana como yo, a quien quiero mucho. Tiene cinco años menos de edad que yo y vive en una casa de labor, por el Mediodía. La pobreza nos separó; ignora mi desgracia y yo no puedo escribirla... y, aunque pudiera... ¿qué iba a decirle? Mejor es así.
—Es verdad: mejor es así.
—Lo que he estado pensando mientras nos traían aquí, y lo que seguía pensando ahora, es lo siguiente: si en realidad la República ha de hacer la felicidad de los pobres, si gracias a ella padecen menos hambre y se alivian sus sufrimientos, mi prima puede vivir aún muchos años; hasta es posible que llegue a vieja.
—¿Y qué, mi querida hermanita?
—Si así es, ¿no te parece que se me hará muy larga la espera, allá en aquel mundo mejor en que confío ser misericordiosamente acogida contigo, en aquel mundo donde viviremos eternamente tú, ella y yo?
—No, hija mía, no; en aquel mundo mejor a que aludes, no existe el Tiempo ni tienen cabida los sufrimientos.
—¡Cuánto me consuelan tus palabras! ¡Soy yo tan ignorante! ¿He de besarte ya? ¿Llegó el momento?
—Sí, hija mía, sí.
La niña besa los labios de Sydney Carton y Sydney Carton besa los labios de la niña. No tiemblan sus manos al separarse. «Adiós». Rueda primero la cabeza de la niña... Las mujeres que hacen calceta cuentan VEINTIDÓS.
«Yo soy la Resurrección y la Vida; aquél que en Mí cree, aun[333]que haya muerto, vivirá eternamente; y todo el que vive y cree en Mí, no morirá jamás.»
Desciende otra vez la cuchilla, y las mujeres cuentan; VEINTITRÉS.
Aquella noche, no se habla de otra cosa en la ciudad. Todos dicen que jamás vieron rostro humano que reflejase tanta calma, tanta serenidad de espíritu. Muchos añadían que su aspecto era sublime y que en sus ojos brillaba la luz profética.
Algún tiempo antes, una de las víctimas más notables de la guillotina, una mujer, había consignado por escrito, puesta sobre el tablado pavoroso, los pensamientos que la horrible máquina le inspiraba. Si Sydney Carton hubiese dado expresión sensible a los suyos, y éstos hubieran sido proféticos, habrían sido los siguientes:
«Veo a Barsad, a Cly, a Defarge, a La Venganza, a los Jurados, a los Jueces, a todos los nuevos opresores de la humanidad que se han alzado terribles para destruir a los antiguos, caer bajo la afilada cuchilla del instrumento justiciero. Veo que del fondo del negro abismo surge una ciudad hermosa y un pueblo instruído que, en sus luchas por la libertad verdadera, en sus triunfos y derrotas, expía, durante largos años, los horrores de la época actual y los de las épocas anteriores, y concluye por borrarlos.
»Veo las vidas de aquellos por quienes doy la mía, deslizándose tranquilas, prósperas y felices, en aquella Inglaterra que mis ojos no volverán a ver jamás. Veo a ella meciendo dulcemente en su regazo a un niño que lleva mi nombre. Veo a su padre doblegado bajo el peso de los años, pero prodigando hasta el último momento de su vida los auxilios de su ciencia a sus semejantes. Veo al buen anciano, que durante tantos años ha sido su amigo tierno y abnegado, enriqueciéndoles con todo cuanto posee y volando al mundo en que le espera la recompensa a que sus virtudes le hicieron acreedor.
»Veo que en sus corazones me han erigido un altar, y que este altar lo transmiten a sus descendientes, y que, muchas generaciones después, todos los descendientes de aquella familia querida rinden culto de gratitud sincera a la memoria del hombre que sacrificó su vida en aras de un afecto santo. La veo a ella, ya muy anciana, llorando por mí todos los aniversarios de mi muerte. La veo a ella y a su marido, durmiendo en la tierra el sueño último, y sé que, aun después de muertos, honran y enaltecen mi memoria.
»Veo al niño que ella mecía en su regazo y que lleva mi nombre hecho varón fuerte que se abre camino en el mundo dedicado a la carrera que fué mi carrera en[334] otro tiempo, y se lo abre tan brillantemente, que los resplandores que ilustran su nombre ilustran también el mío. Veo borradas las manchas que empañaron el brillo de mi alma. Veo al ilustre abogado que lleva mi nombre, al que es el más justo de los jueces de la tierra, al que ha sabido conquistarse el respeto y la admiración de sus conciudadanos, ya viejo, muy viejo, teniendo sobre sus vacilantes rodillas a un niño de cabellos de oro, que también lleva mi nombre, y narrándole con voz balbuciente mi historia.
»Mil veces más hermoso es lo que hago ahora que lo que nunca hice.
»La santa dicha que ahora saborea mi alma no la hubiera encontrado jamás en la tierra.»
FIN