Title: Mitos, supersticiones y supervivencias populares de Bolivia
Author: M. Rigoberto Paredes
Commentator: B. Díaz Romero
Release date: December 8, 2018 [eBook #58425]
Language: Spanish
Credits: Produced by Josep Cols Canals, Carlos R Colón and the
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Nota del Transcriptor:
Se ha respetado la ortografía y la acentuación del original.
Errores obvios de imprenta han sido corregidos.
Páginas en blanco han sido eliminadas.
La portada fue diseñada por el transcriptor y se considera dominio público
M. RIGOBERTO PAREDES
PRÓLOGO
DEL DR. BELISARIO DIAZ ROMERO
ARNO Hermanos.—Libreros Editores
La Paz.—Imp. Artística.—Socabaya 22.
MCMXX
Al ilustre escritor y abnegado propagandista de estudios históricos y geográficos de Bolivia
Don Manuel V. Ballivián
Dedica esta obra—
El Autor.
El autor de este libro, D. Manuel Rigoberto Paredes, nos ha honrado con el encargo de preceder a su obra por un corto juicio acerca de ella.
Tan delicada comisión la realizaremos con el mejor gusto, aun cuando reconocemos nuestra insuficiencia y escasos merecimientos en una labor de esta naturaleza, labor que habría podido llevarla a cabo con mayores prendas de acierto quien poseyera, es claro, una vasta preparación en el dominio de la sociología boliviana. Pero si voluntad nos sobra, en cambio, lo que seguramente ha de faltarnos será la competencia especial que exigiría el análisis del medio ambiente en que se desenvuelve la psicología de toda una raza, muy difícil de caracterizarla en sus polícromos matices, cual es la raza aymara-khechua, objeto de las in[ii]vestigaciones del minucioso observador que ha querido dejar a los futuros estudiosos de nuestro país, el dossier o autos del proceso, con el que se puede juzgar la psiquis nacional aborígene.
El libro que nos honramos en presentar hoy al público lector, no es uno de aquellos que se escriben, como si dijéramos por pasatiempo; precisamente no, es el fruto de largos años de exégesis atenta y controlada en el teatro mismo de la acción, o sea de la convivencia y contacto con el propio elemento étnico cuyo espíritu se trata de escudriñar. El autor ha nacido, ha pasado su existencia casi toda, en medio de las capas sociales cuyo folk-lore ha querido desentrañar, dándose cuenta exacta del psiquismo tan enrevesado de nuestro pueblo.
Los estudios que son el objeto de esta obra, ningún autor boliviano los había emprendido antes que el doctor Paredes, porque dado el carácter frívolo de nuestros compatriotas, cosa que tenemos que enrostrarnos, duélanos cuanto sea, ¿quién hubiera sido el zamacuco (en concepto filisteo se entiende) que se preocupe de las abusiones, (bolivianismo puro), creencias y tonterías de los indios? Nadie que no esté tan desocupado o pierda su tiempo en averiguar y describir asuntos insulsos como esos. Mas, contemplando con criterio racional y no de calabaza, el género de labores a que se entregara el autor, ¿puede supo[iii]nerse por un segundo siquiera, que él ha perdido lamentablemente su tiempo? Nequaquam domini!; precisamente, no ha podido emplearse mejor un talento alimentado y bien nutrido en el espíritu científico de nuestro siglo, un talento observador y sagaz, patriota, diligente y concienzudo a la vez; un talento, decimos, que posea esas bellas cualidades, no pudo tener más plausible dedicación que el ser útil, utilísimo a la ciencia sociológica en general y a la psicología del pueblo boliviano en particular. Es por esto—y en términos de justicia absoluta—que Paredes es acreedor al aplauso del mundo entero.
Hasta aquí solamente algunos hombres de ciencia europeos o norteamericanos, habían esbozado algo de la psiquis de nuestros aborígenes en el tópico a que nos referimos. El libro Mitos, supersticiones y supervivencias populares en Bolivia, es, pues, el primer trabajo serio en su género que ha salido de la pluma de un escritor nacional. Y un trabajo muy curioso en verdad.
Recibámoslo, entonces, con simpático alborozo, leámoslo con placer y sepamos darle el mérito que le corresponde.
El modo de ser íntimo de nuestras masas populares, de las que el indio aymara-khechua es su representante más genuino, es, ciertamente, casi idéntico que el que caracteriza al mestizo y aun al criollo, porque sobre la mente del indígena mis[iv]mo está moldeada la de los otros componentes de nuestra población nativa. Oh sí, esas creencias y supersticiones, harto primitivas o pueriles, forman también el fondo de reserva de la economía mental boliviana, y dígase lo que se quiera en contrario, la clase media o la parte más considerable, aquella que forma el bloque de nuestro pueblo, participa de la religiosidad y moralidad del habitante originario de esta nacionalidad americana.
A veces en las clases que se reputan cultas, vemos con frecuencia subsistir esas mismas supersticiones, que no han podido aún desarraigarse, ni con el trato de los europeos civilizados. Las brujerías de un callahuaya impresionan todavía fuertemente a la dama más aristocrática y pesan bastante en el ánimo de la mayoría de nuestros uerajjochas, que visten levita y calan guantes. ¡Cuánta más fuerza sugestiva no deja de tener en el ignaro provinciano o en el poco letrado cholo!
Al reflexionar sobre el grado de atraso intelectual en que se ha quedado el infeliz indígena boliviano, cuyo patrimonio de ignorancia se ha mantenido casi el mismo desde los remotos tiempos pre-incaicos, ¡no sabemos qué de amargo desencanto y qué de mortificante desazón embarga nuestro sentimiento patrio! Hace sangrar el alma el percatarse de la triste condición en que yace la mentalidad de nuestros pobres compatriotas in[v]dios. Y, sin embargo, al examinar con cuidado las aptitudes mentales de los aymara-khechuas, se advierte que ellos son capaces de un alto desarrollo intelectual, conocedores como somos de su plasticidad cerebral adaptativa y de la elasticidad de su espíritu. En otra ocasión decíamos ya: «Nuestros indígenas, según lo comprueba la experiencia, no son refractarios al estudio, al perfeccionamiento moral, a la meditación y aun a exceder en condiciones iguales a las razas europeas mejor dotadas...» así es efectivamente, pero si hemos de conservar en su actual cristalización psíquica este infortunado elemento étnico de Bolivia, si nada hacemos por disolver en las aguas benéficas de la civilización esos valores brutos, que tornaríanse inmediatamente en solutos fértiles para esta tierra, digna de mejor suerte, el indio seguirá el mismo paria, salvaje, supersticioso, estúpido, feroz...
Indudablemente que la obra del doctor Paredes tiende también a hacer conocer a los poderes públicos, el estado religioso-social de la colectividad boliviana y a ese título es toda una revelación para los dirigentes de la cosa pública. En ello estriba así, su utilidad fundamental.
Como producción literaria acaso el último trabajo del autor, a quien prologamos, no ofrezca ni las bellezas retóricas que más agradan al gran público, ni los relumbrones de una afectada fra[vi]seología, pero en su sencillez ruda, en el desnudo candoroso con que descubre el sér moral de la masa gruesa de nuestro pueblo, no hace otra cosa que presentarse sincero y leal; en tal caso es como el anatómico, que diseca el cadáver de una virgen núbil y hermosa sin pararse en la descripción de sus morbideces y atractivos sexuales, opera con la indiferencia y frialdad del sabio.
El surco está abierto ya para otros. ¿Vendrán nuevos cultores que prosigan la tarea? ¡Quién sabe!
La Paz, agosto de 1920.
B. Díaz Romero.
Página | Línea | Dice | Léase |
33 | 19 | los | de los |
41 | 30 | morada | mira de |
48 | 16 | los | mismos |
" | 18 | se la | se le |
50 | 13 | vió | vivió |
" | 19 | echar la | echarla al |
57 | 1 | en el | en él al |
58 | 26 | no se han | no se ha |
" | 29 | no los | no lo |
61 | 9 | Yantiha | Yankha |
65 | 1 | objeto | es objeto |
80 | 4 | pretéticas | pretéritas |
" | 23 | en amenaza | en actitud de amenaza |
90 | 25 | en una | una |
111 | 27 | la cebada | si la cebada[viii] |
" | 28 | si la reogen | se la recoge |
112 | 18 | y recogidas | recogerlas |
139 | 3 | que Tiay huancu | de Tiay-huanacu |
170 | 21 | empeña | ase y sacude |
181 | 27 | su cuolas | sus cuotas |
186 | 21 | y a medida | a medida |
190 | 22 | ponen | creen |
192 | 24 | en la | de la |
" | 25 | maztizada | masticada |
195 | 7 | que está | que están |
" | 8 | que le | que les |
200 | 30 | rocson | roncos |
207 | 5 | e | es |
" | 16 | he | hecho |
212 | 27 | es que | en que |
" | 14 | rostso | rostro |
261 | 21 | permanezca en él y no | y no permanezca en él, y |
277 | 27 | que son actos lanzados | que asemejan a saetas lanzadas |
I.—El alma de la raza.—La fe en objetos inanimados y en Santiago.—El layka, chamacani, thaliri, kamili, jampiri y yatiri.—La poca importancia de las mujeres en la hechicería.—II.—Instrumentos y manera cómo actúan los brujos.—III.—Influencia de éstos, sus artimañas para seducir a las multitudes.—IV.—Causas para la persistencia de las supersticiones.—Papel del sacerdote y confusión del fraile con el mito del kharisiri.—V.—Influencia de los sueños.
Las supersticiones son inherentes a la naturaleza humana; ellas son mayores y más dominantes según el estado de civilización de cada país. En el nuestro se adquieren en la niñez y nos acompañan hasta la tumba. A medida que los individuos descienden en escala social y disminuye su instrucción, van aumentando en número y haciéndose imprescindibles en el dominio de la vida. Tal sucede con los habitantes de escala inferior de nuestras ciudades y pueblos de provincia, llámense blancos, mestizos o indios, los cuales son orgánicamente supersticiosos. En el espíritu de estos diversos componentes étnicos apenas han podido tener cabida algunas ideas religiosas o principios de ciencia médica, que lejos de amortiguar los impulsos naturales de su idiosincracia mediocre, les han servido para disimularlos y encubrirlos. Continúan creyendo indios y mestizos, en la eficacia de los sortilegios y maleficios, y en el poder de los que los hacen; veneran aún las cuevas tétricas, los cerros elevados, desiertos y desprovistos de vegetación, los lagos, ríos, o figuras de barro toscamente trabajados, o piedras que tienen venas atravesadas en cruz, o formando arabescos, que se aproximen a figuras humanas, y a cuanta cosa encuentran con alguna particularidad extraña, suponiendo, aunque confusamente, que tras de todo eso existe una voluntad personal, que les da movimiento,[3] les hace obrar, o se manifiesta en ellos, o representa los desdobles de sus antepasados. Sus antiguos mitos y leyendas siguen teniendo conturbada y esclavizada su alma sencilla. En la mente de niño de aquellos, la religión y la medicina, se confunden aún con la brujería; el hechicero con el médico y el sacerdote, a quien con su segunda intención, se complacen en llamarlo tata-cura.[1]
Los párrocos tan ignorantes, como sus feligreses, son los que dan pábulo a esas creencias, predicándoles, enseñándoles a menudo, que los males son obra del diablo, venganzas de la divinidad; bendiciendo los objetos presentados por los indios y cholos, colocándolos después en los altares, junto a las efigies de los santos. Así al lado de una Virgen, se ve un trozo de piedra, junto a un crucifijo, un retazo de madera.
La ignorancia de las causas que motivan los fenómenos naturales, en párrocos y feligreses, han influído, en forma decisiva, para que el fetichismo y las supersticiones indígenas encuentren aceptación y aliento en las costumbres del pueblo, dando lugar para que el remedio a cual[4]quiera desgracia o enfermedad, se busque, no en la ciencia, sino en la hechicería.
Entre los santos del catolicismo, al que deveras adora el indio y en quién tiene plena fe, es en Santiago, porque lo confunde con el rayo; lo toma por su imagen.
Como los antiguos griegos, creían que Júpiter lo lanzaba, suponen los indios que Santiago es el que lo forja y envía a la tierra; por eso se llaman Apu-illapu, o sea, señor-rayo.
El indio se extasía al contemplar al santo montado a caballo, con aire marcial y sañudo de fiero y apuesto capitán, cubierto la testa con sombrero de plata, de ancha falda levantada, dejando al descubierto su arrogante rostro; manteo encarnado, con flecos de oro sobre la espalda, armada su diestra de flamígera espada, en actitud de descargar el arma sobre infieles que se le han puesto atrevidos al paso, y a quienes los hace triturar con los pesados cascos de su brioso corcel.
Tal es la fe que la gente del pueblo tiene en Santiago, que cuando alguien ha podido salvar de la descarga eléctrica del rayo, lo conceptúan como su hijo, favorecido con un bautismo de fuego, en señal de haberlo elegido el santo para revelarle los arcanos de lo venidero, prevenir los males, descubrir las cosas ocultas y ahuyentar por su intermedio al espíritu malo, al temible auka escapado del centro de la tierra, y la fractura o cicatriz producida por el rayo, la con[5]sidera, el que la tiene, como comprobante del papel sobrenatural que debe desempeñar entre sus semejantes.
Asimismo, cuando un niño nace el momento en que estallan chispas en el cielo, lo llaman hijo de Santiago. También tienen igual condición los mellizos, o el hijo que la madre hubiese afirmado estar concebido para el santo, cierto día que la sorprendió la tempestad en el campo, o la cubrió el sol con sus rayos ardientes hasta haberla dejado desmayada.
El lugar en que ha caído el rayo lo consideran como digno de respeto, por haber sido visitado por el santo, tatitun-purita, como dicen, y le llevan ofrendas y lo veneran, creyendo que aun se encuentra presente allí Santiago, y con objeto de despedirlo, se visten con sus mejores trajes, se adornan de blanco y junto con sus mujeres, igualmente ataviadas, al son de alegre música, se dirigen al sitio, hacen reventar cohetes y después de sacrificar una llama blanca, y realizar otras ceremonias, cual si realmente estuvieran despidiendo a una persona, regresan bailando a sus casas. Desde entonces, el lugar es tenido por sagrado, y le denominan, unas veces, ajatha, atravesado, y otras illapujatha, o herido por el rayo.
El momento en que cae averiada o muerta una persona, a consecuencia del rayo, es imposible que nadie la auxilie; todos los presentes inmediatamente vuelven la vista y ninguno se[6] atreve a mirarla siquiera. Mantienen la idea de que viéndola, se muere definitivamente, porque al santo no le agrada ser sorprendido el momento en que desciende a caballo sobre un individuo quien puede regresar en sí cuando no lo han visto.
Laikas es el nombre genérico de los brujos; pero, cuando tratan de diferenciar cierta categoría de éstos dan tal denominación al que se encarga de hechizar, de descubrir e inutilizar los maleficios y de echar suertes en todas circunstancias de la vida. Cchamacani (tenebroso) es una especie de nigromanta, que ejerce la magia, aplicando sus poderes al daño y a lo malo, a quien se atribuye por ello, estar en contacto con los espíritus perversos, evocando a los muertos, particularmente los manes de los ajusticiados y de los malvados. El Thaliri (que sacude) es el que la da principalmente de adivino, y se distingue por ejecutar sus operaciones cubierto de un poncho grueso, de burdo tejido, y de color negro, puesto en cuclillas, con los ojos cerrados aparentando dormitar o hallarse realmente dormido, o tal vez, en estado cataléptico. Sus respuestas son en voz débil, queda, cual si alguien les inspiraba sílaba por sílaba, palabra por palabra, hasta formular su pensamiento. Las tres clases se titulan hijos de Santiago y reconocen entre ellos ciertas jerarquías y preeminencias. Cuando el consultado o funcionante no puede absolver la pregunta o la cree de suma gravedad,[7] se declara impotente y recomienda al cliente otro colega, según él de conocimientos superiores a los que tiene, y éste, si duda, lo manda al que lo supone de mayor jerarquía. Ha llegado el caso de reconocer todos ellos a un solo brujo supremo, que era quien salvaba, y en definitiva resolvía, consultas difíciles y consideradas de mucha importancia. Los lugares en que habitan éstos, que probablemente han debido ser afamados desde tiempos inmemoriales, o tal vez residencias conocidas de prestigiosos brujo, influyen para que se les tenga como a tales.
Se singularizan los pertenecientes a cada una de esas categorías, sólo en los asuntos de trascendencia o ante ofertas lucrativas con aparatos y solemnidades especiales; en la generalidad de los casos siguen procedimientos comunes.
Kamilis o Jampiris, llaman los pueblos del centro y sud de la República a los Gallahuayas, o a los que ejercen la medicina y hechicería a la vez, a quienes se les conoce también con la denominación de Yatiris o sabios. Este nombre lo emplean con preferencia a los de amaota, tocapu, chuymani, achancara-chuymani, apincoya, musani, chuymkihtara, que significan lo mismo. El Yatiri es siempre un hombre viejo, de experiencia, de consejo y de venerable aspecto: es el mago indígena.
Los indios, al revés de lo que ocurre entre los blancos, consideran a las mujeres incapa[8]ces de adivinar el porvenir, ni de descubrir los secretos de alguna importancia referentes a los hombres. El aymara tiene un profundo desprecio por la mujer y, en los únicos casos que la toma en cuenta es cuando se trata de asuntos relacionados con el amor sexual, o necesita de venenos, maleficios abortivos, o de remedios que produzcan la esterilidad. La hechicera no se entiende sino con esas consultas y cuando falla en sus previsiones, es objeto de los malos tratos de su cliente. Las que se dedican, son comúnmente, viejas andrajosas, de aspecto repugnante y entregadas al vicio de la coca o del alcohol. En hechicería, la importancia de la mujer queda muy atrás a la que se da al varón; en competencia con éste, es siempre vencida aquella. Santiago dicen, huye de la mujer y jamás ha llegado el caso de dotarla del don adivinatorio. Con semejante prejuicio su inferioridad en la materia, queda ejecutoriada para el vulgo.
Los instrumentos que acostumbra poseer el brujo se reducen a pedazos de soga de ahorcados, muelas o dientes de difuntos, calaveras, figuras de ovejas hechas de diferentes cosas, cabellos de muertos, uñas de tigres, sapos vivos o disecados, cabezas de perros, plumas de pájaros, lanas y caítos de diversos colores, muchas raíces, culebras, arañas y lechuzas domesticadas[9] Según es la consulta, el brujo da alguno de esos objetos, hace actuar cualquiera de los animales domesticados. Generalmente ejerce sus funciones de noche y de preferencia cuando ésta es lóbrega, en una habitación silenciosa y apartada de la casa. La invitación la hace para una hora en que no puede ser visto por indiscretos o sorprendido en sus operaciones.
Alfombra la habitación con lienzos negros, coloca en el centro una mesa o un poyo de adobes, cubierto también de negro; pone encima un mechero con tres luces o tres velas de sebo, encendidas por la parte del asiento y colocadas cabizbajo. Algunas veces adorna las paredes con lechuzas y lagartijas disecadas, cuando estos objetos no están siempre ocultos. El brujo espera al cliente en la puerta, le introduce al interior apenas llega, cuidando de hablarle a media voz y poco, prefiriendo entenderse por señas y visajes. El misterio en todo y para todo, la mímica y el lenguaje de acción sólo dominan allí.
Coloca al interesado junto a la mesa, donde hay, además de las luces, montoncitos de coca, una botella de aguardiente y cigarros. Toma su trago y derramando antes algunas gotas al suelo, con los ojos entornados hacia arriba, musita ciertas palabras ininteligibles y enigmáticas. Convida al concurrente su brebaje, quien también derrama algunas gotas antes de beber y ambos mascan la coca y fuman cigarros, conversando sobre el motivo de la visita, averíguale con maña lo sucedi[10]do en todos sus detalles. En seguida le aconseja lo que debe hacer. Abre una olla, sacando de allí una lagartija adiestrada para lamer la mano de su dueño, o un sapo que croa al salir, o una araña en cuyas patas se fija, o hace graznar la lechuza, en una forma que responda a sus intenciones. En vista de lo que han hecho estos animales le dice que ha acertado en sus consejos. Si es cchamacani, invoca la presencia del diablo y después de haberse agachado hasta pegarse al suelo, le dice que traiga un ratón vivo o gato y cuando tiene presente al animal, le atraviesa en los pies con espinas para tullir a su enemigo, o le punza en los ojos para cegarlo, o le traspasa la cabeza para que se vuelva loco o demente. Otras veces le pide la orina de su enemigo, o el agua en la que se haya o hayan lavado su ropa, o algún objeto suyo, con ella hace su sortilegio y lo devuelve para que la vierta a su puerta. Tanto laikas como cchamacanis, emplean también con el mismo objeto, coca mascada, granos de maíz y distintas yerbas, o matan un cobaya, y en sus vísceras tratan de sorprender el secreto buscado, consultando los manes de los muertos. Los thaliris examinan las irradiaciones de los astros, las oscilaciones de las llamas en las velas o mecheros, el vuelo de las aves, fuera de que algunos son magnetizadores, fascinadores y aún ventrílocuos.
El brujo representa con mayor solemnidad la escena en que se propone hacer venir y actuar a Santiago en persona. Cita al cliente[11] para la media noche y apenas lo tiene en su poder, le hace fumar cigarros, le da de beber aguardiente, le cuenta cosas pertinentes al hecho que motiva su visita, y, poco a poco, va sugestionándolo, va imponiéndose en su voluntad y apoderándose de su ánimo, hasta que, cuando cree haber legrado su objeto y de que ha llegado el momento oportuno de obrar, le manda repentinamente con tono imperioso, que apague las luces y que no resuelle siquiera. Ese instante asume el brujo un aspecto imponente, con los ojos que le salen de las órbitas, el cuerpo que le tiembla, y todo su ser que se estremece, cual si estuviera poseído por un espíritu diabólico. En medio del silencio profundo y la soledad que tiene algo de aterradora, siente de improviso en el recinto, un ruido metálico, que el asistente, sugestionado como se encuentra, cree ser producido por las áureas espuelas y jaeces del bridón del santo que llega; no dándose cuenta que el ruido es causado por la diestra mano del actuante que agita unos cascabeles acondicionados en hilos invisibles. Aprovechando de la credulidad ciega y absoluta que domina al sujeto hace, figurar a Santiago, saludándole en mal castellano, y dirigiéndole palabras incoherentes en su lengua, con voz cavernosa y tono impositivo. Ese efecto consigue el brujo acomodándose a la boca un instrumento de cuerno, hecho a propósito para producir sonidos extraños; y antes que su cliente se reponga, volviendo a su voz natural, le invita respetuoso, para[12] que haga sus preguntas directamente al mismo Santiago. El que ha perdido sus corderos, le interroga:
«Señor, bendito señor, perdóname si te importuno: he perdido mis ovejas, ladrones desalmados me las han robado; en vano las he buscado, ¿parecerán? Dímelo, santo adorado; dímelo protector de huérfanos y defensor de desgraciados, con toda mi alma en tí puesta te lo pido». Y solloza el infeliz. El hechicero, fingiendo la voz contesta: Búscalas con más interés y las encontrarás, o tu vecino se las ha devorado; o están lejos y es imposible que puedas recogerlas.
Si la pregunta se refiere al robo de semovientes mayores, como mulas, burros, bueyes o llamas la respuesta suele ser: «Busca, rastrea un poco más y los ladrones serán sorprendidos porque no están muy lejos de tí; o ya no los hallarás porque han sido vendidos y conducidos a tierras lejanas, o devorados, si se trata de bueyes o llamas».
Otras veces se interroga: «Hace un año que mi mujer se encuentra tullida, postrada en cama, y me dicen las gentes que está embrujada, ¿con qué podré curarla? ¿Hay o no remedio a su mal?» Contesta: «Hay remedio; investiga el paradero del hechizo, que es un sapo, lagartija o gato, que tiene los pies atravesados con espinas. Apúrate en buscarlo, sino tu mujer morirá».
De antemano, para este caso, el brujo tiene dispuesto el animal. Después de pasada la consulta, recibidos nuevos obsequios y otra cantidad de dinero, descubre el objeto del hechizo y le arranca las espinas.
Por el estilo, suelen ser las preguntas innumerables y diversas, y las respuestas vagas, evasivas, ingeniosas o eficaces, según las condiciones económicas del cliente y el conocimiento que el brujo puede tener sobre las cosas consultadas.
Terminado el acto y antes de encender las luces hace retirarse al santo, repitiendo el mismo ruido que al presentarlo. En la crédula mente del indio que vino en su busca, queda la persuación de que se ha entrevistado con el mismo santo, por descorazonado que esté, y el hijo de Santiago bien pagado por su embuste hábilmente ejecutado.
La hechicera mestiza, al absolver las consultas que también la hacen, suele combinar los procedimientos indígenas con algunas prácticas religiosas. Por lo común, masca primero coca, dedicada la masticación al hombre que debe ser embrujado; después reza a las ánimas del purgatorio, o invoca a las condenadas en el infierno. Hace un muñeco o pinta una estampa con dos caras, una de mujer otra de hombre, le enciende tres velas, y les reza tres padre-nuestros y tres ave-marías a las almas solicitadas, y envuelve la estampa con un hilo que tiene tres[14] nudos y en seguida conjura a las ánimas, diciendo: «yo os conjuro por el día en que nacísteis, por el bautismo que recibísteis, por la primera misa que oísteis, que hagáis que fulana o fulano ame y sea esclavo o esclava de la pasión de sutano o sutana». Con lo que se cree tener buen resultado.
El cholo y el indio se encuentran tan dominados por la idea de los sortilegios y maleficios, que todo lo que no pueden explicar o es para ellos misterioso, extraordinario, o sobrenatural, lo tienen por obra de brujos.
Cuando el indio al navegar en frágil barquilla de totora, ocupado en la pesca, es sorprendido por recios vientos o tempestades, que le producen alguna desgracia, supone que es víctima del hechizo de algún enemigo suyo, que se ha valido de los elementos para causarle perjuicio; y cualquier daño que recibe, lo atribuye siempre a malificios, y para evitar sus fatales consecuencias, a tiempo, busca otros brujos, que los tiene por superiores a los que han dañado y cree que por este medio, destruirá, o por lo menos, neutralizará los efectos de aquellos. En la lucha, que para salvarlo, sostendrán los brujos, tiene seguridad, que el suyo saldrá vencedor; y si este realmente ha logrado evitar el mal o curarlo de una enfermedad, su prestigio toma gran[15]des proporciones. Entonces llega a adquirir el favorecido por la suerte nuevos clientes, el que lo traten con miedo y con respeto, le consulten en los trances difíciles de la vida, y que nadie pueda pasar en su comarca sin acudir a él.
El favorito de la suerte, se convierte en ídolo de la multitud. Todos le colman de atenciones y le hacen obsequios. El indio que necesita de él, le entrega gratis el cordero más gordo de su majada, los productos escogidos de su cosecha, y, cuando aquél le exige pernoctar en compañía de la hija de éste, joven y bien parecida, consiente en ello sin escrúpulos ni vacilaciones.
Estos indios ladinos, insignes rebuscadores de vidas agenas y de misterios recónditos, que desempeñan, a maravilla, su lucrativo y dichoso papel de hechiceros, son fecundos en recursos para salir airosos del paso. Cierta ocasión fué capturado en una Policía de provincia un célebre brujo y en vista de las fechorías que había hecho y disturbios que había provocado entre los indios, ordenó la autoridad que, en castigo de sus faltas, se le flajelase. Sufrió la dura pena impasible y cuando volvió a su casa, lejos de manifestar algún escarmiento, explicaba ufano a los indios que habían ido a expresarle su pesar por lo ocurrido, de que nada había sufrido, porque el momento en que lo tendieron al suelo vino en su auxilio Santiago, en forma invisible para los que presenciaban o debían ejecutar la[16] pena, y le cubrió con su manto, impidiendo que los azotes rozaran siquiera la parte desnuda de su cuerpo...! Y siguió ejerciendo su oficio vedado, con más ánimo y éxito que antes.
El miedo que inspira a los indios el brujo es tan grande, que cuando se embriaga o se descuida en guardar algún objeto suyo, nadie se atreve a tocarlo o robarle. Sólo cuando abusa de su poder y se hace peligroso e insoportable en la comarca, sus moradores se reunen sigilosamente y acuerdan matarlo, sin darle tiempo para nada, como lo hacen en efecto, sorprendiéndole en su morada y quemándolo vivo. En seguida entierran sus huesos o sus cenizas en un pozo profundo, a fin de que no quede huella de él.
El indio tiene la preocupación de que cuando no se le da ese género de muerte, su alma sigue causando daños a sus victimadores. Con la incineración de su cuerpo creen que también su alma ha sido reducida a la nada.
El indio da virtud de remedio eficaz contra los hechizos a la sangre y orina del brujo. Con ese objeto suele romperle la cabeza y dar de beber la sangre que brota de la herida al hechizado o la orina de aquél. El brujo, a su vez, cuida mucho que tal cosa no ocurra, por temor de que el maleficio se torne contra él.
Alguna vez, cuando no suena muy bien su título de hijo de Santiago, lo cambia con el hijo de la Madre de Dios, o sea Mamitan-huahua[17]pa, suponiendo con esta alteración poseer mayores facultades que bajo aquel nombre.
La persistencia de las supersticiones en el alma popular se debe, además de las circunstancias ya anotadas, a la influencia de los españoles, que aportaron las suyas a América en la conquista y durante el período colonial, quienes eran tan llenos de preocupaciones como los indios. Si bien los misioneros, destruían los ídolos y adoratorios de estos, era para reemplazarlos con los que ellos acataban. Las censuras eclesiásticas tendían a extirpar las prácticas antiguas, para sustituirlas más fácilmente con las religiosas profesadas por el catolicismo, que trataban de implantar en el país, pero como no lograron su objeto por completo, las supersticiones indígenas llegaron a mezclarse y confundirse con las de los españoles, sin poderse distinguir, en muchas de ellas, su origen, ni su esfera de acción exclusiva. Raro o casi imposible es hallar una persona que se encuentre en lo absoluto libre de supersticiones. Las provenientes de los naturales y las traídas por los conquistadores, han venido a converger, por todos los lados, sobre el espíritu de nuestra raza, que obra muchas veces al impulso de aquellas, aun sin darse cuenta de ello. Cuando el indio o mestizo practica por primera vez alguna[18] superstición nueva, ya no la olvida. Esta se grava en su espíritu y le domina, convirtiéndose en una segunda naturaleza, de la que ya no puede prescindir. Son fáciles para adquirir supersticiones, y difíciles para sacudirse de ellas.
Los sacerdotes católicos, enseñando a la par de los brujos, que se pueden contrariar los fenómenos y leyes naturales con rezos o hechizos, hacen igual propaganda. La diferencia está, en que el brujo llama en su auxilio a Santiago, cuando no al Diablo, y los sacerdotes a sus divinidades y santos. Ambos lo que persiguen es que se tenga más confianza, en lo imprevisto, en lo sobrenatural, en lo maravilloso antes que en el esfuerzo propio o en el concurso de la ciencia. Por tales antecedentes, blancos, mestizos e indios, se han vuelto tan crédulos y supersticiosos dentro del culto católico, que cuando no son entretenidos por artes diabólicas, se entregan con frenesí a celebrar fiestas religiosas, abrigando la profunda convicción de que con cualesquiera de estos procedimientos lograrán obtener lo que desean.
La multiplicación de fiestas religiosas, la profusión con que se erigen templos y capillas, la excesiva sed alcohólica de las clases populares y de las que no son, mantienen y hacen más firmes las supersticiones. En los santuarios de los pueblos de provincia, es común el encontrar al lado de una efigie católica, objetos de hechicería, y el día de la conmemoración del santo, me[19]recen también estos últimos la bendición del clérigo que celebra la misa.
El indio por todos esos motivos, considera de la misma clase y con iguales pretenciones, al sacerdote y al brujo de su estancia; al menos al fraile lo tiene como a un nigromanta peligroso. Le llama kharisiri, es decir degollador, y cuenta de él, que desde mediados de julio hasta mediados de agosto de cada año, sale de su convento y recorre las estancias y rancherías del campo, en busca de grasa humana para confeccionar la crisma de los bautismos, seguido a la distancia de un lego que lleva los cajoncitos de lata en que aquella especie será depositada. Cree que el fraile, apenas encuentra un ser humano, lo halaga y le da un narcótico con el que le adormece, y cuando está inerte, le hace una incisión en la barriga, hacia el lado derecho, por donde le extrae toda la grasa que contiene su cuerpo y se retira después de curarlo y conseguir que de la herida no quede más huella que un ligero cardenal. La víctima al despertar de su letargo y volver en sí no encuentra al funesto fraile pero siente un fuerte dolor en el vientre que le anuncia que algo ha ocurrido con él y agobiado por este presentimiento, comienzan sus fuerzas a decaer rápidas y consumirse su cuerpo, hasta que muere a los pocos días del hecho.
Al principio de la conquista española llamaban Kharisiri al verdugo que degollaba a los ajusticiados, y creían que después de consuma[20]do el hecho andaba en las noches vestido del hábito despojado al difunto y aún lleno de tierra y sangre, cubierta la cabeza de un capuchón, que sólo dejaba descubierto su rostro pálido como la muerte y sombrío como la noche, llevando en la mano una campanilla, cuyo lúgubre sonido se escuchaba de rato en rato. Decían de él que se alimentaba de carne humana, prefiriendo devorar la de los niños que encontraba a su paso.
Poco a poco y a medida que las ejecuciones en esa forma disminuyeron, la imaginación de los indios fué confundiendo al verdugo con el fraile que acompañaba al condenado a la pena de muerte, hasta que el primero se borró de su memoria y sólo el último quedó con el mote de Kharisiri, terminando por tenerle miedo, a causa de considerarlo ladrón de grasa humana.
Probable es que la circunstancia de ver traginar con alguna frecuencia a los frailes solos y por caminos silenciosos y desiertos, haya dado también lugar a la formación de esta leyenda con todos sus lúgubres contornos, o tal vez coincida, y esto es lo más seguro, con algún mito propio que tuvieron antes de la conquista, y al cual, por su semejanza, han sustituído con el fraile, dándole la terrible denominación de Kharisiri.[2]
[21] Cuando el indio no ha visto ni se ha encontrado con este personaje de lúgubre fama y siente, sin embargo, dolor al vientre y se presenta en la parte exterior la terrible mancha roja, cree el vampiro que se hizo invisible para mejor y más cómodamente extraerle la grasa, y el infeliz dominado por tal idea desconfía de los remedios y muere por consunción.
El fraile también simboliza para el indio al autor de la carestía y hambre en los ranchos, porque supone que en las grandes alforjas que lleva consigo, con el poder de la nigromancia que profesa recoge cuantos víveres encuentra dejando al pobre indio que muera, por falta de ellos, con la barriga pegada al espinazo.
Los sueños tienen influencia decisiva en las determinaciones de las clases populares, las cuales creen que según son aquellos les sucederá algo en la vida real, y con este motivo les dan interpretaciones varias.
Soñarse con llamas u ovejas es para que se frustre algún negocio que se proyecta.
Con cóndor, es para que se tenga éxito en lo que se propone.
[23] Soñarse con cadáver es para tener dinero.
Cocinando es para que alguien muera.
Cuando alguna mujer embarazada se sueña con víboras, es para tener hijo varón; con sapos, para tener mujer; con cóndor, para que el hijo que nazca sea un gran hombre.
Recibir en sueños dinero en el templo, es para tener aviso de la muerte de un pariente o amigo.
Arrancarse un diente, es para recibir dinero, o que se le muera un pariente próximo.
Incendiarse en sueños la casa en que se vive, es para romper con la persona que nos protege.
Poseer a una mujer en sueños, es para no lograrla nunca en la realidad.
Soñarse con un negro o negra es para enfermarse.
Con perros que nos han mordido, para que nos roben.
Con una víbora ponzoñosa que nos ha picado, para que nos envenenen.
Con fuegos, para tener penas.
Con un niño gordo, para recibir dinero.
Con conejos, para ser embrujado.
Se sueña con una persona, cuando ésta piensa mucho en la que la sueña.
Ser arrastrado en sueños por una corrien[24]te de agua turbia es para que muera el que ha soñado.
Igual cosa le ocurrirá si ha sido embarrancado por una bestia.
Por lo general, la carne en sueños denota muerte, el escremento deshonra y los animales con astas infidelidad de la esposa, o concubina que se tiene; y así, las interpretaciones son infinitas. Cada individuo cuando sueña con determinada persona cree que le irá bien o mal según el concepto que se ha formado de ella, a la que la considera su sombra benéfica o fatal. Al siguiente día de un mal sueño, quien lo ha tenido se encuentra inquieto, temeroso y esperando momento a momento le ocurra alguna desgracia; al contrario si fué bueno, está contento y feliz.
Semejante proceder de las clases sociales no es excepcional ni extraño. Las supersticiones y tradiciones se trasmiten de generación en generación: ellas se heredan, forman el patrimonio que recibimos de los antepasados; se modifican, varían y aún mejoran, pero no se extinguen; son persistentes porque en la especie humana la memoria no se borra y su existencia y desenvolvimiento se encuentra fuertemente eslabonada al través de las edades. Para que ellas desapareciesen, sería necesario que en la vida de la humanidad se produjese, una solución de continuidad y como esto es imposible, las ideas y sentimientos ancestrales forzosamente tienen que predo[25]minar en los actos inconscientes. Se envanece nuestro siglo de haber dado muerte a las supersticiones con los progresos de la ciencia, cuando nutre en sus pechos la mayor parte de ellas y ostenta y da vida precisamente a la superstición de no querer ser supersticioso.
I.—Huirakhocha y su actuación mística.—II.—Achachilas, huacas y konopas.—III.—El Huari y su leyenda.—IV.—Pacha-Mama y su culto actual.—V.—El Ekeko y su historia.—VI.—Thunnupa, Makuri y la Cruz.—VII.—El Huasa-Mallcu, su dominio y el homenaje que se le rinde; la kuilara y el sarniri.—VIII.—El concepto que se tiene del Supaya.—IX.—El Anchanchu.—X.—La Mekala.—XI.—El Katekate y sus derivaciones—XII.—Los Japiñuñus.—XIII.—El Takca-takca.—XIV.—El culto a la piedra—XV.—Ideas respecto del Cuurmi.
En la cúspide de la mitología de los kollas se encuentra el dios Huirakhocha, a quien se le[27] tiene por el hacedor de la luz, de la tierra y de los hombres. Diversas interpretaciones se han dado a la etimología de ese nombre: unos creen que proviene de las palabras kechuas vira, grasa y khocha, mar, o sea grasa del mar. Esta interpretación extravagante, no se confirma con el origen de la divinidad, que es kolla, y, por consiguiente, que debe buscarse su significado en la lengua de esta nación. Además, conviene no olvidar que el nombre primitivo, como ha ocurrido con el desenvolvimiento de las palabras en todos los idiomas, ha debido sufrir serias alteraciones con el transcurso del tiempo y el roce con pueblos de distinta índole y lenguaje, hasta llegar a tener la estructura y fonética, que actualmente conserva.
Uira, según Bertonio, es el suelo[3]. Esta acepción es la principal. Khocha, parece una alteración de jucha, pecado, negocio, pleito, según el mismo autor. Palabra que comprendía también al que hacía o ejecutaba alguna cosa: al hacedor por excelencia. De suerte que Uira-jjocha, convertido hoy en Huira-Khocha, por haberse kuichuizado la frase, podría decir hacedor del suelo, con más propiedad: hacedor de la tierra.
También pudo haber provenido de las pa[28]labras aymaras, juira, producto y kota lago, alterada después en khocha por los quechuas. Khocha y kkasahui son, en el lenguaje kolla, denominaciones del aluvión. Tal vez, nombre tan discutido, se ha formado de las palabras aymaras: uru, día, jake gente, jjocha hacedor, o sea, hacedor del día y de las gentes; convertidas por disimilaciones, metátisis y apentésis continuados, en Huairakhocha. Los nombres tienen su formación definitiva a través de siglos: son como las piedras, de los ríos, que para perder sus extremidades y asperezas, y ponerse lucias y redondeadas, tienen las corrientes que arrastrarlas por enormes distancias.
Según la tradición generalizada y aceptada comúnmente por los indios, con ligeros variantes, Huirakhocha surgió del Lago Titicaca, hizo el cielo y la tierra, creó a los hombres y dándoles un señor que debía gobernarlos regresó al lago. Pero como las gentes no habían cumplido los mandamientos que les impuso, volvió a salir del seno de las aguas del Titicaca, acompañado de otros hombres, y se dirigió a Tiahuanacu, en donde encolerizado por la desobediencia, redujo a piedras a los culpables, que hasta entonces habían vivido en la oscuridad; «mandó que luego saliesen el sol, luna y estrellas y se fuesen al cielo para dar luz al mundo y así fué hecho, y dicen que creó la luna con más claridad que el sol, y por eso el sol envidioso al tiempo que iban a subir al cielo, le dió con un puñado de ceniza en[29] la cara y que de allí quedó oscurecida de la color que ahora parece»[4]. Creó en seguida numerosas gentes y naciones, haciéndolas de barro, pintando los trajes que cada uno debía tener, «y los que habían de traer, cabellos con cabellos y los que cortado cortó el cabello, y que concluído a cada nación dió la lengua que debía hablar, los cantos que había de cantar y las simientes y comidas que habían de sembrar. Y acabado de pintar y hacerlas dichas naciones y bultos de barro, dió ser y ánimo a cada uno por sí, así a los hombres como a las mujeres, y les mandó se sumiesen debajo de tierra, cada nación por sí; y que de allí cada nación fuese a salir a las partes y lugares que él les mandase; y así dicen que los unos salieron de las cuevas, los otros de cerros y otros desatinos de esta manera, y que por haber salido y empezado a multiplicar de estos lugares, en memoria del primero de su linaje que de allí procedió, y así cada nación se viste y trae el traje con que a su guaca vestían. Y dicen que el primero que de aquel lugar nació, y allí se volvió a convertir en piedras; y otros en halcones y cóndores y otros animales y aves; y así son de[30] diferentes figuras los guacas que adoran y que usan».[5]
En esta tradición se encuentra el origen de los achachilas y adoración a las piedras, que aun persiste en las creencias de los indios.
Después ordenó Huirakhocha a sus compañeros que fuese cada cual a lugares determinados, de donde aquellas gentes debían de salir y les mandasen para que saliesen. Así fué que a la palabra de los comisionados fueron surgiendo de las cuevas, ríos, lagunas y cerros los llamados, poblando los sitios que se les señalaban. Mandó también Huirakhocha, a los dos últimos compañeros que habían quedado con él en Tiahuanacu, que el uno marchase hacia la parte de Condesuyo y el otro a la de Andesuyo, y dieran voces a las gentes que debían salir de esas regiones. En seguida él, en persona, se dirigió hacia el Kusco, llamando por el camino a los indios que vivían en cuevas y sierras. Cerca a Cacha, sus moradores salieron armados y desconociendo a Huirakhocha, trataron de matarlo, lo que dió lugar a que hiciera descender fuego del cielo, el que iba quemando y azolando los sitios ocupados por los indios rebeldes. Visto lo cual por estos, arrojaron amedrentados las armas y[31] postrándose a los pies de Huirakhocha, le imploraron perdón por su atrevimiento. Viéndolos éste humillados y arrepentidos, tomó una vara y encaminándose hacia el fuego, con dos y tres golpes que le dió, hizo que se apagase. Los indios en señal de reconocimiento le erigieron allí un famoso templo, donde colocaron su estatua labrada de piedra y le ofrecían en ofrenda mucho oro y plata.
Siguió su camino Huirakhocha, y en el Tambo de Urcus se subió a una altura y de allí llamó a los indios que debían poblar aquella tierra. En esta cumbre y altura hicieron los indios otra muy rica huaca, donde sobre un escaño de oro colocaron la imagen de Huirakhocha. De ahí se dirigió al Kusco, donde creó un señor que gobernase a las gentes del lugar, nombrado Alcahuisa. De allí se fué hasta Puerto Viejo, donde juntándose con los suyos, que habían ido a esperarlo, se metió con ellos mar adentro, caminando sobre las aguas, como si estuvieran sobre la tierra y desapareció de la vista de los que lo contemplaron irse.
Tal es la relación que hicieron los indios a los cronistas de su divinidad suprema. Por eso cuando vieron por primera vez surgir a los españoles de la mar, creyeron que regresaban a la tierra Huirakhocha y sus compañeros y los recibieron con veneración, dándoles el nombre de su dios, nunca supieron, que estos les trajeran la[32] esclavitud y la muerte, en vez de la vida y bienestar que el anterior les había prodigado.
Este dios tan popular y venerado en la antigüedad va desapareciendo de la imaginación de los indios actuales; pocos son los que al presente lo mencionan. Los más lo confunden con Jesucristo o el Padre Eterno y, por último, otros terminan por decir que no se acuerdan de él: que Huirakhocha es el blanco, que pudo más que aquél, destruyendo sus efigies y reduciendo a sus hijos a la más dura servidumbre. El Huirakhocha, pero terrible y desalmado huirakhocha, es para el indio, el blanco o el mestizo que ocupa su rango.
Los templos principales dedicados a esta célebre divinidad estaban situados en la isla o Huatta del Titicaca, sobre cuyas ruínas edificaron después los kechuas su templo al Sol; otro, el más famoso, en Tiahuanacu y otro en Cacha. Estos fueron los más célebres adoratarios de la antigüedad y de los que al presente no quedan sino ruínas.
Mayor vitalidad ha tenido en la mitología indígena y sigue teniendo aún la creencia en los Achachilas, o sea la de considerar a las montañas, cerros, cuevas, ríos y peñas como puntos de donde se originaron los antecesores de cada pue[33]blo, y que por este motivo nunca descuidan aquellos de velar por el bien de su prole.
Entre los Ackachilas, a unos los tienen como a principales troncos de grandes pueblos, tales eran el lago Titicaca, el Illampu, el Illimani, el Caca-hake o Huayna-Potosí y el Potosí; otros eran de menor importancia y cepa de tribus insignificantes. El Achachila de los urus, decían que era el fango, de donde estos habían brotado y que por eso eran despreciables, de poco entendimiento, ásperos y zahereños; que vivían en balsas de totora, contemplando constantemente desde la superficie de las aguas a su progenitor, el limo del lago.[6] Los lupi-hakes o lupakas, los umasuyus y pacajjas, se suponían de prosapia superior, nacidos de los amores del Illampu con el lago Titicaca. Al Potosí se le tenía como antecesor de los chayantas, y al Tata-Sabaya, los kara-cankas o carangas. El Sajama, y el Tunari, el río Cachimayu, el Pilcomayo, etc. etc., se les consideraba como Achachi[34]las de los pueblos próximos a esas montañas o ríos.
Sin perjuicio de adorar el indio a su propio Achachila, cuando, al trasmontar una altura o doblar una ladera, ve por primera vez cualquiera de esas montañas, cerros o ríos, inmediatamente se pone de rodillas, se destoca el sombrero y se encomienda a ese Achachila, aunque no sea el suyo y en señal de reverencia, le ofrenda con la coca mascada que tiene en la boca, arrojándola al suelo, y dirigiéndose a aquél.
Cuando en 1898, Sir Martín Conway, trató de realizar su ascensión al Illampu, los indios quisieron sublevarse y atacarlo, porque temían que el extranjero profanase a su deidad y esta les enviará castigos, por lo que Conway sólo pudo efectuar a medias su intento, y en ausencia de los indios.
Denominaban Huacas a las deidades particulares adoradas por un ayllu o pueblo, comúnmente formadas de piedra, algunas sin figura ninguna. Otras, dice el P. Oliva: «tienen diversas figuras de hombres, o mujeres de otras huacas; otras tienen figuras de animales y todas tienen sus nombres particulares, con que las invocan y está tan establecida esta adoración, que no hay muchacho en algunos pueblos o en algunas provincias, que en sabiendo hablar no sepa el nombre de la huaca de su ayllu, por cuanto cada parcialidad tiene su huaca principal y otras menos principales, y de ellas suelen tomar el[35] nombre de aquel ayllu; algunas de estas las tienen como a guardas y patrones de sus pueblos, porque sobre el nombre propio, llaman Marca-aparac o Marcachara».[7]
Las Konopas y Khanapas[8], como pronunciaban los Kollas, eran dioses tutelares destinados a proteger las familias. Los fabricaban indistintamente de metal, de barro o de piedra, o solamente era alguna piedra preciosa u objeto raro. Tenían las más el aspecto de figuritas cuyos brazos y manos formaban sobre el pecho un ángulo recto, según la geometría mística y sacerdotal. Algunas eran de forma fálica, otras representaban pescados. El cronista citado dice: «Herédanse estas Konopas de padres a hijos y están siempre en el mayorazgo de la casa como[36] vínculo principal de ella a cuyo cargo está guardar los vestidos de las Huacas que nunca entran en división entre los hermanos, porque son cosas dedicadas al culto. Entre estos Konopas solían tener algunas piedras vezares que los indios llamaban quicu y el P. Pablo Joseph certifica en su tratado que en algunas de las misiones que hizo se hallaron no pocas de ellas manchadas con la sangre de los sacrificios que les habían hecho».[9]
Konopas aún conservan las familias indígenas en sus casas con mucha veneración.
Huari, llamaban los antiguos kollas a un cuadrúpedo semejante a la llama, probablemente el Macrauchenia ya extinguido, y lo tenían por su dios totémico, representante del vigor y de la fuerza de la raza. Le erigieron templos en diversas partes y su imagen esculpida en piedra era objeto de culto muy solemne.
Al Huari lo consideraban como coetáneo del dios Huirakhocha, viviendo en la época en que las divinidades habitaban la tierra junto con los primeros hombres, a quienes se les llamaba huari-hakes gentes del huari, o sea descendientes de éste.
[37] Los adoratorios del Huari se conocían con la denominación de Huari-uillcas y dos hubieron muy celebrados; una en la ribera del lago Titicaca, en el lugar que hoy ocupa el pueblo de Huarina y otro cerca al lago Poopó, donde después se fundó el pueblo Real de Huari. Las huacas que en ambos parajes existían, como en otros muchos sitios del altiplano, fueron destruídas por los misioneros quedando como recuerdo únicamente el nombre de la divinidad aplicado al lugar.
Se ha dado en confundir el huari con la huikcuña, la que es distinta de aquel. La huikcuña se la ha conocido siempre con este nombre y, además, con los de sayrakha y saalla. El de huari parece que se le dió posteriormente.
También acostumbran llamarlo Huari-uillca, sin tener en cuenta que la palabra uillca tiene distintas acepciones. Antiguamente llamaban uillca al sol y a los adoratorios que se le dedicaban, o se dedicaban a otros ídolos como el huari. Después se denominó uillca al sacerdote. En este sentido se expresa el anónimo autor de la Relación de las costumbres de los naturales del Perú, denominando uillcas y yanauillcas a los prelados y sacerdotes[10]. Existe además una yerba dedicada al sol que se llama uillca. Los[38] brujos la emplean como purgante, con objeto después del efecto, de que la persona o que ha sufrido algún robo se duerma y en sueños descubra al ladrón, o este se presente por su propia voluntad, durante ese acto, a restituir lo robado. Dicen los naturales que este dón dió a la yerba el sol.
El mito de Pacha-Mama, por los vestigios que aun quedan, debió referirse primitivamente al tiempo, tal vez vinculado en alguna forma con la tierra; al tiempo que cura los mayores dolores, como extingue las alegrías más intensas; al tiempo que distribuye las estaciones, fecundiza la tierra, su compañera; da y absorve la vida de los seres en el universo. Pacha significa originariamente tiempo en lenguaje kolla; sólo con el transcurso de los años y adulteraciones de la lengua y predominio de otras razas, ha podido confundirse con la tierra y hacerse que a ésta y no aquél se rinda preferente culto. El Saturno indígena no llegó, pues, a conservarse como personalidad independiente en la imaginación de sus prosélitos; al identificarse con la Démater india, desapareció de la mitología aborigen.
Los indios antes de su contacto con los españoles llamaban en el Kolla-suyu, Pacha Achachi a esta deidad; después se sustituyó el Achachi, que quiere decir viejo y también cepa de una[39] casa o familia, con la palabra mama, que significa grande, inmenso, cuando se refiere a los animales o cosas, y superior, cuando a las personas. En este caso, tiene aplicación la palabra, únicamente con las del sexo femenino. Los términos mamatay y mamay, con los que en aymara y kechua, respectivamente, se designa al presente a la madre, es de introducción posterior a la conquista española; parece que proviene del mamá castellano. Probable es que algún misionero la introdujo en el habla indígena, por no encontrar otra palabra más expresiva para el vulgo, con que nombrar a la Virgen María, a quien la plebe, llama siempre con unción y ternura, mama. Matay era el nombre que daba el indio a la madre o señora principal, aunque prefería y era de uso más común el llamarla tayca, como se escucha actualmente. De manera que Pacha-Mama, según el concepto que tiene entre los indios, se podría traducir en sentido de tierra grande, directora y sustentadora de la vida.
La fiesta de Pacha, la celebran los naturales en un día determinado del año, que después ha venido a concuasar con la del Espíritu Santo. Consiste ella al presente, en sacar la víspera del Espíritu, en la noche, las joyas de los habitantes de una casa, el dinero que han ganado ese año, y exponerlos en una mesa colocada en medio patio al aire libre; invocar la protección de la Pacha-Mama, derramando en su homenaje aguardiente en el suelo y antes de probar ellos siquiera[40] una gota. Al contorno de la mesa colocan braseros encendidos, sobre los cuales, ponen el momento preciso, ramas de kkoa o póleo silvestre (Mentha pulegium), con pedazos de feto seco de llama, cordero o vaca, porque dicen que los animales son puros en este estado; agregan a esas especies, tallos y hojas de cardo santo, millu, confites, mixtura, y cuando comienza a arder todo esto, desocupan los presentes la casa, a fin de no recibir el humo; porque mantienen la creencia de que reduciéndose los males en humo, debe evaporarse y perderse para siempre en el espacio, sin allegarse a una persona, a cuyo cuerpo penetraría en caso contrario, haciendo que adquiera alguna enfermedad, o sea víctima de constantes desgracias. Después de que las brasas se han consumido y extinguídose el fuego, vuelven a la casa, y en señal de contento derraman en el suelo confites y flores.
Esta ceremonia conocida con el nombre de kkoaña, es muy popular y la celebran las familias, además de la fecha expresada, toda vez que tienen que trasladarse de una casa a otra, aunque no con las solemnidades anteriores, concretándose a sahumar, con hojas del arbusto mencionado y trozos de feto las habitaciones que se han de ocupar, con lo que tienen por expulsados a los malos espíritus y los males que pudieran haber dejado los anteriores ocupantes.
El martes de Carnaval, también en homenaje a la Pacha-Mama, acostumbran derramar[41] en todas las habitaciones de la casa, flores, confites y mixtura; pidiéndole conserve con salud a sus dueños y la propiedad permanezca en poder de estos.
Por lo regular las ofrendas no deben levantarse del suelo y aprovecharse de ellas, porque, quien tal hace, atrae sobre sí el enojo de la deidad honrada, que puede mandarle en castigo de su desacato, la muerte, o una enfermedad, o alguna desgracia. Lo ofrecido a la Pacha-Mama debe destruirse y consumirse por la acción del tiempo.
Los pastores acostumbran a su vez degollar cada año, uno o dos corderos tiernos, con objeto de que su sangre sea ofrecida a esta deidad, empapando con ella el suelo en su honor y esparciéndola antes en direcciones distintas. Este acto llamado huilara, lo tienen por obligatorio y a él le dan suma importancia para la conservación y aumento del ganado.
Samiri, descansadero, es el sitio señalado como morada, originaria de los antepasados, sea de los hombres o animales y que por esta circunstancia ha quedado localizado en el lugar, una extraña fuerza vital, que toda vez, que el descendiente va allí recibe un soplo vivificador y regresa alentado. En ese sitio ha sido reservada semejante virtud por la Pacha-Mama, que no quiso dar a sus moradores de entonces todo lo que dar podía, con la morada que a sus hijos, mientras durase la vida, mientras existiese el[42] mundo, no les faltare algún remedio a sus desalientos, o al desgaste de sus fuerzas. Ese sitio es una madre que reanima al ser viviente, que le implora ayuda. A estos lugares, tenidos por sagrados, los veneran y les ofrecen sacrificios.
Mi samiri, dice el indio, y muestra una prominencia, cerrito, campo o cueva. El samiri de mi ganado es aquel otro paraje, e indica otros lugares parecidos, por más que a ellos jamás haya ido.
El Ekako, popularizado con el nombre alterado de Ekeko, era el dios de la prosperidad de los antiguos kollas. Algún cronista lo ha confundido con Huirakhocha: Bertonio lo llamaba también Thunnupa, en la creencia de corresponder ambas denominaciones a una sola persona, cuando fueron distintas, con leyendas diferentes, como se verá en su lugar.
Al Ekako se rendía culto constantemente; se le invocaba a menudo y cuando alguna desgracia turbaba la alegría del hogar. Su imagen fabricada de oro, plata, estaño y aun de barro, se encontraba en todas las casas, en lugar preferente o colgado del cuello. Se le daba la forma de un hombrecito panzudo, con un casquete en la cabeza unas veces y otras con un adorno de plumas terminadas en forma de abanicos, o bien cu[43]bierta por un chucu punteagudo; con los brazos abiertos y doblados hacia arriba, las palmas extendidas y el cuerpo desnudo y bien conformado. Los rasgos de su fisonomía denotaban serena bondad y completa dicha. Este idolillo, encargado de traer al hogar la fortuna y alegría y de ahuyentar las desgracias, era el mimado de las familias: el inseparable compañero de la casa. No había choza de indio, donde no se le viera cargado con los frutos menudos de la cosecha o retazos de telas y lanas de colores, siempre risueño, siempre con los brazos abiertos. Lo hacían de distintos tamaños, pero el más grande no pasaba de una tercia de largo. Los pequeñitos eran ensartados en collares y los llevan las jóvenes al cuello, para que les sirviese de amuletos contra las desdichas.
El P. Bertonio en su notable Vocabulario aymara, dice: «Ecaco I Thunnupa nombre de quien los indios cuentan muchas fábulas; y muchos en estos tiempos las tienen por verdaderas: y así sería bien procurar deshacer esta persuación que tienen, por embuste del demonio». En otra parte llaman Ecaco al «hombre ingenioso que tiene muchas trazas».
Esas fábulas, a las que se refiere Bertonio, son los milagros y recompensas que los indios contaban haberlos recibido del Ekako, y la ciega confianza que tenían en él, la cual no pudieron desvanecer los misioneros con sus prédicas ni persuaciones.
La fiesta consagrada al Ekako, se celebraba durante varios días, en el solsticio de verano. Le ofrecían los agricultores algunos frutos extraños de sus cosechas, los industriales objetos de arte, tales como utensilios de cerámica, tejidos primorosos, y pequeñas figuras de barro, estaño o plomo. El que nada podía dar de lo suyo adquiría esos objetos con piedrecitas, que recogía del campo y que se distinguían por alguna extraña particularidad. Nadie podía negarse a recibirlas en cambio de sus objetos, sino quería incurrir en el enojo del dios, a quien se conmemoraba; por cuyo motivo se hizo de uso corriente tal sistema de compra-ventas.
Durante el período colonial, continuaron los Ekakos imperando en las creencias populares y siendo objetos de veneración, sin embargo de los esfuerzos que hacían los misioneros para ridiculizarlos y arrancarlos de las costumbres. El Ekako salió victorioso de la dura prueba; se impuso a pesar de todo, y su fiesta siguió celebrándose.
Don Sebastián Segurola, Gobernador Intendente de La Paz, que había salvado a la ciudad del terrible asedio de indios de 1781, después de debelada la sublevación y firmado su triunfo, en acción de gracias a la Virgen de La Paz, cuyo devoto era y a quien atribuía la victoria, estableció la fiesta del 24 de enero, en su honor, ordenando que el mercado de miniaturas y dijes[45] que se hacía en distintas ocasiones del año, se realizase únicamente esos días.
La fiesta se inauguró el 24 de enero de 1783, y para que ella tuviese toda la solemnidad posible, se mandó a los indios de los contornos de la población, trajesen los objetos pequeños, que en otras circunstancias acostumbraban ofrecerlos por monedas de piedras. Los indios más listos que el Gobernador, se aprovecharon de la licencia para tornar la fiesta de la Virgen en homenaje de su legendario Ekako, cuya imagen comenzaron a distribuir recibiendo en cambio piedras.
La fiesta comenzó a celebrarse con delirante entusiasmo de todas las clases sociales. En la noche, cuando las familias se encontraban en la plaza principal, espectando las luminarias y escuchando la música de bailarines, entraron por los cuatro ángulos, que eran, de chaulla-khatu, el colegio, el cabildo y la casa del judío, comparsas de jóvenes decentes disfrazados, golpeando cajas, piedras, tocando instrumentos músicos, llevando cada cual alguna chuchería, que la ofrecían en venta, con las palabras aymaras: alacita, alacita, es decir, cómprame, cómprame.
El estruendo y alboroto que estos disfrazados hicieron, era tal, que muchas jóvenes fueron arrancadas en medio de la confusión, de la compañía de sus familias y sólo regresaron al siguiente día...
Las indias y cholas sentadas al margen de las aceras de la plaza y calles contiguas, acostumbraron, desde entonces, a encender en fila sus mecheros y velas en homenaje a la Virgen, cuando en su interior, tal vez le consagraban a su predilecto Ekako, cuya imagen modelada de yeso y pintada de colores vivos, ofrecían en profusión los escultores indígenas en venta o permuta a los asistentes a la fiesta.
Algunos idolillos los hicieron sentados, con gorro triangular o cónico sobre la cabeza y vestido de una túnica hasta las rodillas, otros parados en la misma forma que los de Tiahuanacu, la cual persiste hasta hoy. Ambos tienen el aspecto risueño, de hombres satisfechos de la vida, gordos y bien comidos.
En los años sucesivos fueron modificándose las costumbres de adquirir objetos con piedras, a las que se daba valor sólo en esa fiesta, con botones amarillos de bronce, lucios y brillantes, y, por último, los botones fueron substituídos con moneda corriente, desde algunos años atrás.
La práctica consentida y generalmente celebrada, de permitir a los muchachos arrebatar a sus dueños las especies sobrantes de la venta del día, apenas tocaba la oración y comenzaban las sombras de la noche a cubrir la plaza, también ha desaparecido. Si antes en honor del Ekako, nadie debía regresar a su casa, lo que ha[47]bía destinado para vender o permutar ese día, los policías impiden al presente que tal merodeo se repita.
Lo que al principio tuvo un aspecto netamente religioso y pagano, se ha convertido poco a poco en feria industrial de miniaturas, y lo que es más singular, en una oportunidad para adquirir al legendario Ekako, que se encargue del cuidado de la casa del adquirente. El idolillo, que en tiempos pasados era objeto de veneración únicamente de los indios, hoy es acatado por todas las clases sociales. Rara será la familia que no tenga acomodado en sitio visible de sus habitaciones, un Ekako, cubierto de dijes y pequeños instrumentos y objetos de arte diminutos, y en quien confían los moradores de la casa que atraerá la buena suerte al hogar, y evitará que les sobrevengan infortunios. El diosecillo de la fortuna, es la única divinidad que ha triunfado de las persecuciones de los misioneros y del fanatismo católico.
A este ídolo que siempre se le representó solo, se le ha dado una compañera por los mestizos, que, como toda creación artificial, no tiene importancia ni el prestigio de aquél. A la mujer del ídolo, se la mira con desprecio y nadie se esfuerza por adquirirla, ni se la presta acatamiento. Falta para ella la fe de la multitud y cuando media este antecedente, una creación religiosa no tiene razón de ser.
Entre las leyendas místicas de los kollas existe la de un misterioso personaje, a quien no le consideran un dios, pero le conceden la facultad de hacer milagros. Le llaman Thunnupa, y dicen que vino del norte acompañado de cinco discípulos, trayendo sobre sus hombros una cruz grande de madera y que se presentó en el pueblo de Carabuco, entonces residencia del célebre Makuri, el más famoso de sus conquistadores y héroes legendarios, que ha sobrevivido en la memoria colectiva de los pueblos, junto con otro igualmente notable, aunque de tiempos relativamente posteriores, llamado Tacuilla. Estos dos nombres son los únicos recitados en sus cantares y aun mencionados por los indios viejos, ellos los tienden a desaparecer, porque los más de los indígenas ya no se dan cuenta.
Thunnupa, a quien se la dan también los nombres de Tonapa, Tunapa, Taapac, según los padres agustinos que escribieron sobre él, era un hombre venerable en su presencia, zarco, bárbaro, destocado y vestido de cuxma, sobrio, enemigo de la chicha y de la poligamia. Reconvino a Makuri por las devastaciones que hacía en los pueblos enemigos, por su sed de conquistas y su crueldad con los vencidos, pero éste no hizo aprecio de sus palabras, y lo más que pudo fué per[49]mitirle residir en sus vastos dominios sin molestarlo. Makuri era demasiado poderoso y soberbio para darle importancia. La presencia de Thunnupa, parece que a los únicos que tenía preocupados era a los sacerdotes y brujos de su imperio, quienes le hicieron guerra encarnizada sin perder ocasión para denigrarle.
Thunnupa se dirigió el pueblo de los sucasucas, hoy Sicasica, donde les predicó sus doctrinas. Los indios alarmados de sus enseñanzas, comenzaron a hostilizarle y, por último, prendieron fuego a la paja en la que dormía; logrando salvar del incendio regresó a Carabuco. Aquí las circunstancias habían variado durante su ausencia, debido a uno de sus discípulos, llamado Kolke huynaka, que enamorado de Khana-huara, hija de Makuri, logró persuadirla para que se convirtiese a las doctrinas de su maestro y cuando éste regresó hizo que la bautizara. Sabedor el padre de lo que había ocurrido con su hija, ordenó que Thunnupa y sus discípulos fuesen apresados. A los discípulos los hizo martirizar y como Thunnupa, les reprochase de esa crueldad, lo atormentaron hasta dejarlo exánime, «echaron el cuerpo bendito en una balsa de junco o totora», dice el P. Calancha, «y lo arrojaron en la gran laguna dicha [el Titicaca] y sirviéndole las aguas mansas de remeros y los blandos vientos de piloto, navegó con tan gran velocidad que dejó con admiración espantada a los mismos que lo mataron sin piedad; y crecióles el espanto, por[50]que no tiene casi corriente la laguna y entonces ninguna... Llegó la balsa con el rico tesoro en la playa de Cachamarca, donde agora es el Desaguadero. Y es muy asentada en la tradición de los Indios, que la misma balsa rompiendo la tierra, abrió el Desaguadero, porque antes nunca le tuvo y desde entonces corre, y sobre las aguas que por allí encaminó se fué el santo cuerpo hasta el pueblo de Aullagas muchas leguas distante de Chucuito y Titicaca hacia a la costa de Arica».[11] A este mismo personaje, vuelto en sí, se le hace peregrinar en las tradiciones indígenas por Carangas, donde vió junto a un cerro que lleva su nombre, entre los Calchaquies, Chuquisaca y Paraguay.
La cruz que había traído consigo, dicen que trataron de destruirla, sin poder lograr su objeto, ni con la acción de los golpes; que entonces quisieron echar la agua y como no se sumergiese al fondo, la enterraron en un pozo, de donde la extrajeron en 1569.[12]
A Thunnupa se le ha confundido con Huirakhocha, y aun con Pacha Achachi, sin embargo de ser tan distintas las leyendas que rodean a cada uno de estos personajes, y de ser completamente diferentes los mitos que representan, o la esfera de acción en que se desenvuelven. Uniforme, con ligeras variantes en los detalles, es la tradición que hace surgir a Huirakhocha del lago Titicaca y marchar hacia el Norte, hasta desaparecer en Puerto Viejo; en cambio, a Thunnupa se le hace descender del norte hacia el pueblo de Carabuco, que está en la ribera oriental del Titicaca, y, después, caminar hacia el sud y al oeste.
Es un afán manifiesto en varios cronistas, el acumular en una sola creación mítica, todos los nombres de la variada teogonía indígena; particularmente con Huirakhocha se ha hecho esa aglomeración, en una forma en que, si a ello se diera entero asentimiento, resultaría que los primitivos pueblos de esta parte del continente americano, no tuvieron sino una divinidad, que fué Huirakhocha; puesto que a él también se le llama Kon, Tisi, Ekako, Thunnupa, Pachacamak, Pachayachachic, Pacchacan, etc., etc.
Rastreando con algún cuidado los restos de tradiciones que aún quedan, y comparándolos con los relatos de los cronistas, se comprende que la conquista española sobrevino, cuando los incas hacían un esfuerzo de identificación y fusión de los dioses de los pueblos conquistados con los suyos propios, y que los españoles, lejos de separarlos los confundieron más, guiados por los prejuicios religiosos de encontrar la concepción del misterio de la Trinidad en los nombres de Con, Tisi, Huirakhocha, y la obra del diablo en otros; llegando así a convertir el politeísmo indígena, en imitación borrosa de la religión católica, y a embarullar y confundir en la mente de los indios sus divinidades con las cristianas. Huirakhocha, Ekako y Thunnupa son los que más han sufrido las consecuencias de este sistema, el cual se ha tratado de evitar en lo posible en los presentes estudios.
El indio cree que los campos desiertos y silenciosos, constituyen el dominio de una poderosa deidad, a quien llama Huasa-Mallcu, o simplemente Huasa. También las mujeres que desean tener hijos, dan el nombre de Huasa a una piedrecilla larga, que cogen del suelo, la envuelven en telas y ciñéndola con hilos de lana, la colocan junto a un peñasco solitario, donde le piden con veneración y ofrendas, les conceda descendencia.
Dicen que Huasa Mallcu es un gigante vestido de blanco, de carácter ingenuo y primitivo, de fisonomía austera y porte imponente, que en veces toma la forma de un inmenso cóndor, que vive eternamente célibe, con intachable moralidad, reinando satisfecho en plena naturaleza y en medio de la paz de ese medio ambiente callado. Todos los animales salvajes de aquellos desiertos, llamados en aymara Huasa-jaras, o sea campamentos del Huasa, le pertenecen y se prestan sumisos y diligentes a las ocupaciones que les señala. Las huikcuñas le sirven de bestias de carga, para transportar de una parte a otra, y donde él crea conveniente, sus inmensos tesoros; la zorra para velar por su persona y lanzar el grito de alarma a la presencia de individuos extraños; las aves están obligadas a entonar cantos melodiosos cuando él despierta en las[54] mañanas, o pasa junto a sus nidos; los vientos deben cesar cuando él se presenta; la atmósfera tranquilizarse y suavizarse a su presencia; las flores desprender sus aromas y cubrir con sus hojas el camino que ha de seguir.
Al Huasa-Mallcu, lo describen benigno y compasivo con los desgraciados; duro o severo con los perversos. Contiene a los ladrones, formando alrededor de la casa de sus protegidos un muro impenetrable, el cual desaparece apenas cesa el peligro; hace invisibles a sus animales favoritos cuando los persigue el cazador, quién sólo logra su intento cuando aquellos se han extraviado de sus dominios; evita crímenes y robos en los caminos y despoblados.
Cuentan que un pobre hombre, honrado y cargado de hijos, que iba en busca de alimento para su familia, se encontró una vez con el Huasa-Mallcu en su camino y le pidió tuviera compasión de él. Conmovido con el ruego, descargó de sus huikcuñas cierta cantidad de oro, y se la entregó para que aliviara sus miserias.
Lo contrario del Anchanchu, el Huasa-Mallcu no hace daño a nadie, y más bien favorece al que le invoca su amparo.
Nunca dejan los indios de ofrecerle alguna ofrenda en cualquiera circunstancia. Si degüellan un cordero, llama o buey, rocían precisamente con la sangre, el frontón o remate triangular de la pared principal de su casa, en homenaje del Mallcu, quien al notar que no se han ol[55]vidado de él, envía un rayo de felicidad a ese hogar en correspondencia a la ofrenda.
En las fiestas, cuando los indios se encuentran libres de las miradas de extraños, colocan en el extremo superior de un palo un muñeco muy adornado, y enhiesto al centro del sitio de reunión, bailan en contorno con grandes muestras de alegría y entonándole algunos cantares, en los que manifiesta su profundo respeto, le hacen reverencia en cada vuelta que dan, y cuando algún desconocido se aproxima, ocultan el muñeco y dicen que están bailando para el santo cuya fiesta celebran.
Los viejos de la comarca y los hechiceros suelen pedir a los indios de la circunscripción chaquiras, coca, cuys y otras cosas para ofrendar al Mallcu el día señalado a su conmemoración. Ese día, el brujo acompañado de su ayudante, antes de comenzar el baile, se aproxima al ídolo con muchas reverencias, y a vista de los asistentes conmovidos les dirige, sollozando la siguiente oración:
«Huasa-Mallcu bondadoso: padre del huérfano y protector de infelices, óyenos; un momento no te hemos olvidado y ahora venimos a tus pies a agradecerte de tus favores, trayéndote estas cosas que te ofrecen tus pobres hijos, tus miserables criaturas, víctimas de la crueldad de los blancos; recíbelas, no te enojes; sólo confiamos en tu corazón misericordioso, que nos compadezca y atenúe nuestras desgracias. En la tierra misma que nos vió[56] nacer y que recibirá nuestro último aliento, no merecemos más que un trato inhumano. Envíanos, pues, alivio y una existencia menos triste y miserable; concede este año salud y contento a nuestros hogares, que produzcan abundantes nuestras cosechas y que sólo haya dolor, lágrimas e infortunios en las casas de nuestros enemigos...» Calla el brujo, las lágrimas corren abundantes por las mejillas de las concurrentes, y en seguida derrama la chicha delante de la efigie y, a veces sobre ella; con la sangre de los conejos, que degüella ese momento, le unta la cara y el cuerpo, la coca le pone en los labios y con las chaquiras le adorna, quemando lo restante y aventando las cenizas a los cuatro vientos. Durante la ceremonia y mientras se disipa por completo el humo y polvo de la ceniza, permanece toda la concurrencia contrita, de rodillas y con la mano izquierda levantada hacia arriba. Después de pasada ella, se entregan satisfechos al baile y a las bebidas, cuidando de que la efigie de su Mallcu no sea vista por ningún extraño, hasta que a hora determinada, el brujo la recoge y guarda en lugar reservado, para volverla a sacar sólo cuando haya motivos de rendirle nuevo culto.
Esta efigie suele ser, unas veces, un muñeco adornado, otras, de piedra labrada, y algunas veces una figura modelada de yeso, o sólo un palo envuelto con telas de colores, al que suponen los indios se anima de una vida carnal y[57] palpitante, apenas se quiere adorar en el Huasa Mallcu.
En presencia del hambre, de las enfermedades, de las guerras y desgracias imprevistas, ha debido reflexionar el hombre primitivo del altiplano y pensar sobre la existencia de un ente malo, que, contrariando los designios de los dioses buenos, desencadena todas esas calamidades, apenas se descuida en evitarlas, por satisfacer sus instintos de destrucción y causar daños. A ese genio maléfico le llamaron, antiguamente Hahuari, que equivale a fantasma malo, y después, Supaya, que es el nombre con el que actualmente se le conoce.
Mas, el indio llegó a perturbarse en sus dogmas, cuando los misioneros cristianos señalaban como a Supaya a sus mismos ídolos, y como a sus intermediarios, a sus propios sacerdotes o huillcas; su confusión aumentó cuando de los nuevos dioses y de sus adoradores no recibían sino sufrimientos. Poco a poco, y a medida que era víctima de las crueldades de los españoles y mestizos, con las prédicas insistentes de los misioneros y sacerdotes, de ser culto diabólico su antiguo culto, el Supaya fué haciéndose simpático en su sencillo espíritu y comenzó a fiarse más en él. En vano se amenazaba a los indios con las penas del Infierno; en vano se pin[58]taba cuadros espeluznantes que se les ponían de manifiesto; continuó la duda turbando su mente. El Supaya fué creciendo en su imaginación y ocupando el lugar de sus antiguas divinidades. De ahí que el indio le tema, pero que no le repulse, y cuantas veces puede invocar sus favores lo hace sin escrúpulos. Busca a los Cchamacanis, porque supone que están en relación con él y les paga cualquiera cosa para que al Supaya le hagan propicio a sus deseos.
El aymara conceptúa al Supaya menos malo de lo que dicen, y para explicar el origen de sus desventuras y señalar a sus causantes, ha inventado otros espíritus malignos, como el Anchanchu, la Mekala y los Jappiñuñus. Sin embargo, cree que aquél, entregado a sus propios instintos, hace siempre daño; cuando se le implora, cede y se torna bueno, en tanto que a los últimos los tiene como orgánicamente malos. Con estos no valen ruegos ni ofrendas; sólo la intervención del Ekako, de la Pacha-Mama, del Huasa Mallcu y de otras deidades benéficas, puede evitarse que hagan daño.
El aymara tiene muy poca fe en las divinidades del cristianismo, más confía en sus ídolos; aún no se han dado cuenta de lo que llaman Gloria los católicos; la idea de los goces eternos junto a Dios, no los ambiciona, porque no los comprende. Lo que le agrada en el culto católico son las fiestas, porque le presentan ocasiones de[59] embriagarse, divertirse y entregarse a los placeres sin freno ni medida.
Por manía, y a causa de que se describe al Supaya con dimensiones extraordinarias que impresionan su imaginación, ha dado en calificar con esta denominación a todo hombre perverso, a toda mujer mala; pero no lo hace porque siente realmente horror por este personaje, puesto que, en determinadas circunstancias, le busca y demanda sus favores. Al aymara no le asusta el Supaya, desearía verlo personalmente, para pedirle que lo vengara de sus enemigos, y después de ver satisfechos sus odios, entregarle, si posible es, su alma; ya que le predican sus opresores que eso exige el demonio. Sufre tanto, la existencia se le ha hecho tan amarga, que al indio no le importa lo que le puede suceder en el otro mundo, con tal de ser aliviado en éste del peso de los sufrimientos que gravitan sobre él.
Esa es en síntesis, la idea que en su mente encierra respecto al famoso Supaya o Diablo indígena.
Al Anchanchu, lo pintan como un viejecito enano, barrigón, calvo, de cabeza grande y desproporcionada al cuerpo; con rostro socarrón, y dotado de una sonrisa fascinadora. Dicen que viste telas recamadas de oro y que lleva en la ca[60]beza un sombrero de plata de copa baja y ancha falda; que mora en las cuevas, en el fondo de los ríos y en edificios ruinosos y abandonados; allí donde las gentes no aproximan sino rara vez, o residen solo por cortas temporadas.
El Anchanchu atrae a sus víctimas con sus salamerías, y las recibe regocijado y ansioso; y cuando adormecido se halla el huesped con tanto halago, castiga su incauta confianza dándole muerte, o inoculándole en el cuerpo una grave enfermedad. Lo suponen, cuando se hace visible, tan amable y meloso, que engaña al hombre más avisado y mundano con su astucia y sagacidad. Personifican en él la deslealtad, la perfidia, la refinada perversidad y la lúgubre ironía. El Anchanchu es una deidad siniestra, que sonríe siempre y sonriendo prepara y causa los mayores daños; lleva la desolación a los hogares y destruye los edificios y campos sembrados. Huid de él, aconsejan, porque la dicha que brinda no es cierta, porque su trato cortés y afable, es la red con la que apresará a su víctima.
Cuando transita por los caminos, produce huracanes y remolinos de viento, por eso el indio asustado ante estos fenómenos atmosféricos, se para y exclama: «pasa, pasa Anchanchu; no me hagas ningún mal, porque el Mallcu me ampara».
La hacienda, casa, o cualquier otro fundo donde mueren los propietarios con alguna frecuencia, la suponen habitada por el Anchanchu,[61] que en la noche, durante el sueño, les ha chupado la sangre o introducido alguna enfermedad, a cuya consecuencia se deben esas muertes.
El indio rara vez se atreve a pernoctar cerca a los ríos o en casas deshabitadas, por temor a esta terrible deidad, cuyo nombre excusa aún pronunciarlo y se limita a decir: Yankhanihua, tiene maligno, o Sajjranihua, que significa lo mismo. Con las denominaciones Yantiha y Sajjra, designan indistintamente a los espíritus maléficos.
Cuando un terreno se derrumba o sufre frecuentes denudaciones, lo atribuyen al Anchanchu, que posesionándose de su interior, produce aquellos desperfectos telúricos.
La Mekala, es otra deidad maléfica que preocupa a los campesinos. Según éstos, es una mujer alta, flaca, de color lívido, carnes lacias, cabellera desgreñada y suelta al aire, pocos y afilados dientes, ojos pequeños y fosforescentes chata, con las fosas nasales demasiado abiertas y boca grande, labios descarnados, con la barriga que desciende hasta las rodillas y una cola de fuego, semejante a la de un cometa. Dicen que anda a saltos, vestida de una larga túnica roja, cubierta de pequeños bolsillos en toda su extensión. Cuando salta a una sementera, se apodera[62] de los mejores frutos y los introduce en todos sus bolsillos, imposibles de ser rellenados, porque, a medida que reciben las especies, van ensanchándose indefinidamente por virtud diabólica.
Su paso se señala por las devastaciones que deja tras sí.
Si la Mekala, penetra a un aprisco chupa la sangre de los corderitos tiernos, cual voraz vampiro, hasta causarles la muerte. Si sorprende dormida a una criatura, le extrae los sesos y le arranca el alma, llevándosela aprisionada en los bolsillitos de su terrible túnica.
Para impedir que la Mekala lleve a cabo los daños a que le impulsan sus malos instintos, invocaban los indios la intervención de sus Konapas o sean dioses penates, y colocaban en el centro de sus chacras la imagen de una Mama-Sara, y en las habitaciones la de alguna deidad benéfica.
Los misioneros católicos exhortaban y aconsejaban a los indios a no buscar el amparo de sus ídolos contra la Mekala, sino contener su osadía con cruces que ponían en las sementeras y tras la puerta de las majadas, con agua bendita que rociaban en todos los lugares sospechosos; también empleaban con el mismo objeto, la sal y hojas de romero.
El mito de la Mekala encierra el simbolismo de los desastres que causan las sequías, heladas y epidemias.
El Katekate, conceptúan que es la cabeza desprendida de un cadáver humano, que saltando de su sepultura, va rodando en busca del enemigo que en vida le causó males y lanzando a su paso gritos inarticulados y muy guturales, que en el silencio de la noche hacen un ruido extraño y espeluznante. Cuentan que, cuando encuentra al individuo perseguido, le liga las manos y los pies con el cabello crecido en su sepulcro, el cual es duro y resistente; le derriba al suelo y se coloca sobre el pecho del enemigo; le hinca los descarnados y afilados dientes y le chupa la sangre, mientras sus miradas de fuego están fijas, siempre fijas, en el rostro del perseguido. La cabeza, conforme succiona, toma mayores proporciones y con su volumen, que no cesa de crecer y aumentar de peso, ahoga paulatinamente a su víctima, haciéndole antes sufrir una agonía dolorosa, y cuando ha conseguido darle muerte vuelve, rebotando de contento por el suelo, hasta el lugar de su eterno descanso, la cabeza vengativa.
Sugestionadas con la idea de este mito macabro, suelen las mujeres que odian a sus esposos, aprovecharse del estado de embriaguez en que se encuentran, para cortarles la cabeza, y después, cuando la justicia las persigue, disculparse del crimen con que eran aquéllos, brujos, y que en momentos de hechicería, por haber erra[64]do en algún accidente o fórmula, la cabeza desprendida del cuerpo, se fué como una ave fugitiva, huyendo por los aires, sirviéndole de alas los cabellos esparcidos y que está voltijeando ya, de Katekate; la prueba de lo dicho, aseguran tenerla, en que vuelve a la casa en las noches lóbregas, rebota al techo, espía con ojos de fuego por la abertura estrecha de la chimenea, alumbrando su interior con sus miradas fosforescentes; laméntase con gemidos tristes y lastimeros, en momentos el que el viento silba y la lechuza grazna por ahí cerca. Si entonces no salieron a su encuentro, fué por temor de que la temible cabeza diera el ósculo de cariño al miembro de su familia, a quien quiso mucho en vida, causándole la muerte con ese beso, según ellas, frío y penetrante como la hoja acerada de un puñal.
Cuando un individuo se acuesta con sed, también creen que, mientras duerme, se desprende su cabeza y va a la fuente próxima a beber agua.
El antiguo gato de fuego, que solía presentarse de tiempo en tiempo, a media noche, sobre el techo de la casa, en la que habitaban uno o varios individuos perversos, y que lo tenían por el alma de éstos, que tomaba tal forma por voluntad de sus divinidades, se ha convertido, desde la venida de los españoles, en gallo de fuego, que representa al dueño que se encuentra condenado en vida a las penas del Infierno.
La cabeza humana, particularmente en es[65]tado de calavera, objeto de varias aplicaciones supersticiosas. Los brujos y los que no lo son, entre la gente del pueblo, la emplean para averiguar los robos, introduciendo dentro de su armazón huesosa uno o dos reales, y pidiéndola con lágrimas en los ojos y fe en el corazón, que les haga devolver lo sustraído. La calavera, suponen que conmovida con el caso, irá a saltos a deshoras de la noche, a la casa del ladrón y le causará pesadillas en sus sueños, o lo tendrá constantemente inquieto, hasta hacerle restituir lo ageno, o causarle la muerte por consunción si no lo hace.
Otras veces, en iguales casos y con el mismo objeto, hacen arder velas a una calavera, durante tres días martes y tres días viernes, en las noches, haciendo que, en esta única ocasión, se consuman por completo las velas.
Los Jappiñuñus, cuya denominación proviene de las palabras jappi, asir, coger, y ñuñu la teta de la mujer, eran duendes en forma de mujer, con largas tetas colgantes, los cuales volaban por los aires en las noches diáfanas y a horas silenciosas, cogían a las gentes con sus tetas y se las llevaban.
Toda vez que el indio siente volar en el aire a deshoras de la noche alguna ave nocturna,[66] no cree que es ave sino supone que es algún Jappiñuñu, que lo está acechando para arrebatarlo y huye apresurado al interior de su casa, o se acurruca junto a un pedrón para que lo proteja. Si ha desaparecido un individuo en la noche, por algún motivo inexplicable, como por ejemplo un crimen o una huida intencionada, atribuyen a sus parientes cuando no han podido tener noticias de él, que el jappiñuñu, se lo ha llevado.
Sin embargo, este mito va perdiendo mucho de su importancia en la imaginación popular y no será extraño que desaparezca a la larga.
Los indios charcas invocan a su divinidad Tangatanga, cuando se ven acosados por truenos y rayos y creen que esta tiene suficiente poder para impedir que les hagan daño. Esta deidad, a semejanza del Huasa Mallcu, es protector de los hombres y su misión es contrarrestar los efectos del rayo.
El culto a la piedra es general entre los indios que la tienen como la base del mundo y el principio eficiente de los fenómenos de la vida.[67] Sus huacas más notables son de piedra, y de piedra son sus grandes ídolos y konopas más queridos.
A las piedras esquinadas y aisladas, las veneraban, porque decían que al estallar la guerra y durante los combates, se tornaban en guerreros y después de haber luchado por la tribu hasta vencer a los enemigos, se volvían a sus inmutables asientos.
Sienten aún gran predilección por los peñascos o ciertas piedras que tienen la figura de gente o animal. Cerca a la ciudad de Oruro, existía un pedrejón en forma de sapo, el que era considerado por el pueblo como una huaca milagrosa y, en consecuencia, se la reverenciaba cubriéndola constantemente de flores, mixtura y derramando encima de ella chicha, vino y aguardiente. La piedra contenía en su base un hueco, por donde pasaban arrastrándose las personas que deseaban saber sobre el término de su vida. La que se atracaba y no podía franquear el paso suponía que iba a morir pronto, o por lo menos, no ser larga la existencia que le quedaba; la que salvaba sin dificultad alguna, creía que viviría mucho, y que su muerte estaba muy distante. Un militar despreocupado y torpe, redujo a pedazos la piedra sagrada con un tiro de dinamita, causando el hecho, general y profundo sentimiento en el pueblo, que se vió privado de su preciada huaca.
En los suburbios de la ciudad de La Paz, había antiguamente una gran piedra, cuya forma se ignora, a la que los indios rendían culto, y les imitaban los primeros pobladores de la ciudad. Alarmados los frailes y misioneros, dieron en predicar contra la piedra y derramar basura encima, hasta convertir el paraje en muladar. Los indios y vecinos al ver tanto desacato que no era castigado por ella, la apellidaron la piedra de la paciencia. Destruída por fin, quedó el lugar con el nombre hasta ha poco, de cenizal de la paciencia.
De tal modo confiaban todos en las piedras, que solían poner y adorar una en cada tupu o campo, y otro en cada acequia. Aun a las que servían de lindes, bien para las heredades o bien para los pueblos, consagraban fiestas y holocaustos. No estimaban menos los meteoritos y las piedras que hubiera partido el rayo.
Las piedras preciosas eran a los ojos de los indios, y siguen siendo, otros tantos fetiches. Cuando alguien se encuentra una, la conserva con gran afecto y la reverencia teniéndola, desde entonces, como penate de la familia.
«Del especial culto a las piedras hablan todos los autores, incluso Cieza», dice Pi y Margall. Según Cieza alcanzó a los mismos Incas. «Afirmaban, dice, que había Hacedor de todas las cosas y al Sol tenían por dios soberano, al cual hicieron grandes templos; y, engañados del[69] demonio adoraban en árboles y piedras como los gentiles». Describe el mismo autor en otro lugar a los antiguos pobladores de Huamachuco, y escribe que adoraban piedras grandes como huevos y en otras mayores de diversas tintas que habían puesto en los templos o huacas de los altos y sierras de nieve.
«Ese culto debió ser antiquísimo. Lo infiero de que en Tiahuanacu hay largas filas de piedras muy parecidas a los menhirs de los celtas. Lo deduce Girard de Rialle de la leyenda peruana de los tres o cuatro hermanos que salieron de Pacarec Tampu, y es posible que acierte. Algo significa que el mayor de los hermanos derribase los cerros con las piedras que disparaba su honda, y en piedras quedaren al fin convertidos por lo menos dos de tan misteriosos personajes».[13]
El arco-iris o cuhurmi, es considerado de buen o mal agüero, según los casos; prohiben a los niños que lo miren de frente, por temor de que se mueran; y los mismos jóvenes o viejos no osan hacerlo, cuando lo miran cierran la boca, a fin de no descubrir los dientes que se gastarían o carearían a su presencia, y es imposible que le señalen con el dedo. A las partes que caen los pies del arco las tienen por parajes peligrosos,[70] tal vez asientos de huaca, dignos de temor y acatamiento.
A pesar de sus prejuicios, los indios reverencian al arco-iris y no faltan quienes lo tengan como a su Achachila.
I.—Empleo de la coca y de la vela; suposiciones sobre la Misa y algo de psicología indígena.—II.—Preocupaciones al edificar las casas.—III.—Referencias al cóndor, al puma, jaguar, zorrino, zorro, arañas, feto de llama, chinchol, reptiles, gato, perro, gallinas y ruiseñor.—IV.—Huakanquis, mullus, illas y la piedra bezoar.—V.—Forma y figuras para causar daños, animales domésticos que lo evitan.—Empleo del hunto y sus diferentes aplicaciones.—Resultado del consumo de las carnes de vizcacha, cóndor, gato, de la sangre de toro y de las comidas saladas.—El buho, la lechuza y las mariposas nocturnas.—VI.—Empleo del tabaco y del cigarro.
Las hojas de la coca (Erythroxilon peruvianum), son las que sirven a los hechiceros para efectuar gran parte de sus sortilegios y augures, desempeñando entre los indios el mismo papel que los naipes entre los blancos, en casos semejantes. Por medio de la coca que arrojan sobre un tendido preparado para el objeto, descubren los robos y las cosas reservadas.
El hombre que desea saber las infidencias las acciones ignoradas y aun las intenciones de su esposa o concubina, o estas las de aquél, ocurren al hechicero, quien después de muchos ruegos y dádivas, les da un atado de coca preparado de antemano, para que de cualquier modo pongan en contacto con el cuerpo de la persona, cuyos secretos tratan de sorprender. Realizada la instrucción, devuelven el atado al brujo quien en presencia del interesado o interesados hace ciertas ceremonias y bruscamente sacude el atado, desparramando las hojas de coca por el suelo, y por la situación en que se han colocado ellas, hace sus conjeturas, o da sus respuestas.
Para tener noticias de un ausente, de su salud, o del estado en que se hallan sus negocios, derrama la coca sobre sus vestidos o especies que ha usado, extendidos en el suelo. El requisito exigido por el brujo es que la acción de la coca se efectúe sobre alguna cosa que pertenezca o haya recibido el calor continuo del cuerpo de la[73] persona, materia del brujerío; por cuyo motivo prefieren para ese objeto su ropa vieja, no lavada; porque, creen que encierra muchos secretos y posee la cualidad atribuída de trasmitir al que la ha envejecido, cual conductor eléctrico, y hacerle soportar cuánto bueno y malo se hace en ella, o descubrir al que investiga lo que desea saber. En la ropa, dicen, que se aparta y queda algo del espíritu de quien se la ha puesto, que permanece en comunicación mental y directa con éste, de lo que no se da cuenta el individuo. La vida, según la creencia indígena, se reduce al constante desgaste del ente que anima el cuerpo que va abandonándolo, ya en una u otra forma, ya rápida o lenta, hasta que llega la muerte, que para el indio no es sino el desprendimiento del último resto del ser de una persona, que va a reunirse con las demás partes esparcidas en el espacio, que nunca dejaron de estar en relación, ni desvinculadas las unas de las otras, para volver a reintegrarse en el mismo todo incorpóreo y compacto. A este ser, se llama ajayu, que equivale a la idea del alma.
La coca mascada sirve de amuleto para determinados brujeríos y también se emplea para ofrendarla a los ídolos y huacas. Asimismo, la usan en los viajes como preservativo contra el hambre, la sed y el cansancio; para respirar sin fatiga al subir las cuestas y en las cumbres, de enrarecida atmósfera.
Echando el zumo de la coca con saliva en la palma de la mano, tendiendo los dedos mayores de ella, conforme cae por ellos, predicen y juzgan el suceso que se consulta, si será malo o bueno.
La coca se pone amarga en la boca, cuando tiene que acaecer una desgracia a quien la mastica, a su familia, o salir mal en la comisión que se le encomienda.
Encontrar en un montoncito de coca o entre varios, una hoja doble, es para tener dinero.
Probablemente legada por los españoles, es la costumbre de hacer presagios por la forma de arder de la vela que se enciende, ya sea a la imagen de un santo o para alumbrarse en la noche. Cuando la llama flamea mucho y el pábilo se encorva, sin hacer ceniza y su cebo se chorrea, es señal de mal augurio, y de bueno si arde recta y apacible, cubriéndose el pábilo de ceniza blanca. En ambos casos aconsejan no permitir que se consuma toda la vela, sin quedar un pedazo de cabo en el asiento, a fin de que no se reagrave la desgracia en el primer caso y en el segundo, se produzca un efecto contrario al deseado.
También acomodan en un pequeño plato cubierto de sebo tres mechas y hacen sus presagios por el movimiento de las luces o combinando el flameo de éstas.
La luz de la vela o mecha que está ardiendo se oscurece de un momento a otro sin causal[75] ostensible que la motive, cuando el alma de alguna persona de la casa, que debe morir, se coloca entre la luz y la vista de los espectadores.
La llama flamea a saltos cuando alguno de los presentes tiene que viajar.
No debe permitirse que ardan tres velas, a la vez, en una habitación, porque es de mal agüero. En todo, el número tres es antipático al indio.
El que quiere causar daño, enciende la vela por la parte del asiento y la coloca volcada de abajo para arriba, dedicándosela y haciendo votos porque se verifique en alguien lo que persigue.
Es característico en el indio la idea de que cualquiera cosa usada en sentido contrario al habitual, se convierte en maleficio o amuleto, según las circunstancias. Es así cómo suponen que se puede dañar aún con la misma Misa, a lo que llaman misjayaña, en sentido de aniquilar con la Misa, celebrando con el misal acomodado cabizbajo en un atril y sirviéndose el clérigo el vino en el hueco que tiene el cáliz en su asiento y con los ornamentos puestos al revés.
Su espíritu suspicaz y profundamente pesimista, de todo duda y en todo supone más posible el mal que el bien. Parece que los ojos del indio no tuvieran vista sino para percibir el lado obscuro de las cosas, y su corazón sensibilidad, sólo para sentir las penas. Comprende más presto los proyectos siniestros que los alegres o benéficos. Camina en el mundo lleno de decepcio[76]nes y poseído de un terrible miedo. En cada paso que da teme encontrarse con un enemigo que le dañe, o con alguien que gratuitamente le perjudique en sus intereses, y en cada acto que ejecuta por propia voluntad espera siempre un resultado desfavorable. La duda y el miedo entraban su libre albedrio, de tal manera que, imposibilitan a que se desenvuelva su ser en toda su plenitud; la duda y el miedo han carcomido las raíces de su voluntad. Debido a ello es que tenga mayor confianza en los consejos del brujo, que en su impulso propio. La fe en lo maravilloso es signo de la debilidad y atraso intelectual de una raza. Se busca al hechicero cuando no se comprende lo que se ha de hacer, ni se cuenta con el valor del esfuerzo propio. Tal sucede en esta raza infeliz. La tristeza de la pobre existencia de sus componentes, se refleja aún en la mustia fisonomía de ellos, en la miserable condición en la que viven, y en su candidez para acatar los sortilegios o hechizos, para dejarse conducir sumisos por quienes se creen dispensadores de lo sobrenatural.
Para colocar los cimientos de un edificio los indígenas acostumbran derramar chicha en el hueco abierto con ese fin, enterrando en una esquina un conejo blanco y algunas monedas. Si[77] el que construye es rico, se da el lujo de sepultar una llama tierna. Esta ofrenda denominada cuchu, es el tributo que se paga a la Pacha-Mama, para que tenga duración la casa que se edifica, para que se muestre propicia con los que la habiten, y no se enoje por el atrevimiento que han tenido en cavar la superficie del suelo para los cimientos. Dicen los indios que la capa terrestre es la vestidura de aquella deidad, y el que la rasga, la ofende y lastima con esa herida.
Cuando los muros se encuentran terminados, se fija el día en que se ha de techar la casa, y como este acto lo consideran de suma importancia, se proveen los dueños, con la anticipación debida, de chicha, aguardiente y otros licores, los cuales deben ser abundantes, para que abastezcan a todos los asistentes durante la fiesta proyectada. Llegado el día, concurren los parientes y amigos del propietario, llevando consigo botellas de bebidas alcohólicas. Desde los primeros momentos comienza el consumo de las bebidas, en copas que no cesan de circular de mano en mano; lo que no obsta para que las mujeres se impongan la tarea de formar manojos de paja, que los hombres entusiastas arrojan al techo. A esta ocupación, realizada con grande algazara y gritos, se creen obligados todos los asistentes, causando resentimientos su excusa inmotivada.
Concluída la techa, que debe ser siempre el mismo día en que se dió comienzo, se presen[78]tan los compadres del propietario, al son de los golpes de un tambor y de las agudas notas de una flauta, trayendo cruces, botellas de licores y viandas. Las cruces deben estar adornadas con figuras de víboras, colocadas diagonalmente, con objeto de que sirven para proteger la nueva casa de las descargas del rayo. Estos reptiles son tenidos por los indios como dioses tutelares y sus antepasados, los de Tiahuanacu, adoraban una culebra enroscada.
Los indios compadres traen, además, legumbres, cuys y flores, que obsequian a los dueños, a quienes les adornan los sombreros con flores. En seguida, colocan las cruces en la cumbre del nuevo techo, sahumando el interior de la casa con ají, para purificar el aire nocivo y ahuyentar el espíritu malo. Después se entregan a un juego bárbaro, llamado achokalla, el que consiste en hacer corretear a una persona, azotándola con los retazos de cordel de paja o cchahuara, que han sobrado. Este sobrante enovillado, lo arrojan a la tijera más firme, teniendo una punta en la mano y con la otra amarran al dueño y lo suspenden y azotan. Otro tanto hacen con varias personas. Algunos se van con estos cordeles atados al pescuezo, aparentando bailar.
Finalizados tales actos se entregan al jolgorio. Estando embriagados y hartos de comidas, comienzan a bailar, haciendo grandes ruedas en el patio, hasta que terminan por salir a la plaza en rigle, jaleando y zapateando ruidosamente.[79] Esta costumbre de salir a ostentar en público su alegría, la conceptúan indispensable y de buen tono, y cuando la han omitido creen haber verificado la techa de manera triste y desapercibida.
Al día siguiente los que trajeron cruces, van de casa en casa, al rayar el día, con manojos de paja encendida, al son de música y estallidos de cohetes, en busca de los principales concurrentes del día anterior, los hacen levantar de cama y los llevan a la nueva casa, de donde se dirigen al aposento de los dueños, los azotan y hacen que se vistan y les sirven tazas de ponche y continua la borrachera. Los propietarios y asistentes se complacen en recibir los azotes, porque suponen, que en razón de los dolores, estará la duración de la casa. A medio día tiran a la taba haciendo que los perdidos costeen las bebidas. Semejantes diversiones suelen durar muchos días e importar demasiado a los interesados.
La casa nueva se come al propietario si éste se olvida de ofrendar a la Pacha-Mama antes de habitarla. No debe alquilarse una casa por diez años, porque la propiedad ya no vuelve a poder de su dueño.
El cóndor, el puma, el jaguar y la llama, eran los totems de los antiguos kollas. Al presente sólo prestan múltiples reverencias a los tres primeros, siendo imposible que los cazen; in[80]vocándoles, por el contrario, protección en sus empresas cuando los ven. La llama, ya no es tomada en cuenta por los indios; si bien, en épocas pretéticas adoraban una llama blanca, hoy el animal de este color, sólo lo emplean para ofrecerlo en sacrificio al rayo.
El zorrino (Mephitis suffocans) que es un pariente de la comadreja y que se le conoce con el nombre de añathuya, es tenido por animal completamente de mal agüero, y el que siente el olor fétido que exhala el líquido que expele por sus glándulas situadas cerca del ano, espera, con seguridad que le sobrevendrá alguna desgracia y coincidencias no faltan. Al individuo perseguido por contínuos infortunios y que sale mal en todo, lo suponen orinado por aquel nefasto animal.
El zorro indígena o kamake (Canis Azarae), es considerado comúnmente, como animal funesto, y cuando el indio o mestizo lo ven de improviso, o momento en que están formando algún plan, o al comienzo de algún negocio, escupen rabiosos al suelo, lanzan una dura interjección, le muestran los puños cerrados en amenaza, pero después, se apodera de ellos el desaliento; la desconfianza principia a dominarlos.
La influencia del zorro en las determinaciones de aquellos componentes étnicos es de gran peso, y sólo vuelve la esperanza a sus corazones cuando han logrado matarle, entonces se reaniman, dicen que la felicidad les sonríe, porque la mala suerte se ha cumplido en quien la[81] presagiaba. El historiador Santiváñez refiere, el caso siguiente: «Cuéntase que pocos días antes de la victoria de Ingavi, un zorro que había penetrado en la torre de la iglesia de Calamarca, royendo la correa atada al badajo de una de las campanas, produjo un repique extraño. Alarmado el sacristán con esta novedad, acudió al campanario para averiguar la causa y se encontró con el animal que le había remplazado en su oficio. Salió inmediatamente de la torre dejando cerrada la puerta, y dió aviso a los vecinos, que acudieron armados de palos y mataron al intruso campanero. Terminada la ejecución, uno de los concurrentes que la daba de augur, pues nunca falta augures en las aldeas, tomó la palabra y dijo: «Este zorro representa a Gamarra y su muerte anuncia que este caudillo ha de perecer en el campo de batalla».
«Añádese que los indios que andaban un tanto desalentados con la superioridad del enemigo, cobraron aliento con este augurio y se dirigieron en tropel al cuartel general, a participar del botín de la próxima victoria».[14]
Efectivamente el general Gamarra fué derrotado y murió en el campo de batalla.
Al zorro lo tienen también por muy astuto y antojadizo. Cuentan de él, que una vez, se enamoró de la Luna y con objeto de verla de cer[82]ca, logró subir al cielo y la abrazó y besó tanto, que dejó estampadas las manchas que hasta ahora se notan en su brillante faz.
Cuando el zorro se para y fija mucho en una persona, es para que a esta le ocurra una desgracia.
Los que pretenden ser listos y hábiles ladrones, toman la sangre del zorro. También comen su carne, para ganar de las pulmonías.
Por los muchos daños que ese animal causa a los pastores, devorando las crías de corderos, llamas y aun de vacas, lo buscan con ahinco, no excusando medio alguno para capturarlo y darle muerte. Antes acostumbraban sorprenderlo en su madriguera y por medio del humo hacerlo salir afuera y matarlo a palos, o asfixiarlo allí mismo. Como tiene mucha pachorra para andar, suelen enredarle los pies con lihuiñas y matarlo. Otras veces cazan zorros envenenando las carnes para que se las coman y mueran.
Pero tienen mucho cuidado en no perseguir de noche al zorro, porque dicen que este animal es muy querido por el Huasa-Mallcu, quien le hace servir de su perro, y que suele favorecerlo en casos de peligro convirtiendo a todas las piedras y prominencias de terreno en zorros, que rodean a sus perseguidores y los enloquecen.
La mina en la que se cría un zorro irá mal en su explotación.
El zorro es centro de un ciclo de narraciones indígenas, en las que el ingenio y la inventi[83]va de los indios campean a sus anchas. En todas ellas, el zorro sale siempre airoso, merced a la astuta malicia con que procede y a los múltiples recursos que, inagotables, brotan de su solapado y artero ingenio. Ya engaña a la mujer casada durante la ausencia del marido, dándose modos para representar a éste; ya seduce a la oveja más gorda y de vellón coposo y blanco que hay en la majada, y la conduce por riscosos lugares para devorarla a su gusto, y después cuenta a sus compañeras que aquella habita en praderas matizadas de verde y jugoso pasto y duerme en mullido y abrigado lecho; ya engaña a los perros que vigilan el aprisco, con promesas que nunca las cumple. Veces hay en que celebra sus esponsales con la cuidadora del rebaño y cuando ha satisfecho su voracidad la deja burlada. El zorro es temido por el indio, a la vez que en sus veladas es objeto de alusiones divertidas y picantes.
La araña o cusicusi, representa la alegría y cuando la encuentran casualmente, al menos si es blanca, la tienen como buen presagio. Desde los tiempos remotos a la araña se ha empleado como instrumento para las brujerías. «También usan para las suertes de unas arañas grandes, dice Polo de Ondegardo, que las tienen tapadas con unas ollas, y les dan allí de comer, y cuando viene alguno a saber el suceso de lo que ha de hacer, efectúa primero un sacrificio el hechicero y luego destapa la olla y si la araña tiene algún pie[84] encogido ha de ser el suceso malo, y si tiene todos extendidos el suceso será bueno».[15]
Débese a esta preocupación que los indios en la actualidad, apenas notan una araña, lo primero en que se fijan es en los pies para de la situación en que se encuentran deducir sus presagios.
El armadillo o quirquincho, lo emplean para ejercitar sus venganzas, derramando sobre su escamosa concha azufre molido, combinando con los cabellos, o suciedad pertenecientes al individuo que tratan de hacer daño; cuyo rostro y cuerpo, dicen que, desde ese momento, se cubren de granos y aun de escoriaciones.
Poner cara, llaman el volver un lado del rostro de una persona, de blanca o rubia, en color negro, por medio de sapos, que crían con ese objeto y a causa de haber traicionado aquél a sus compromisos de amor.
La bestia se inquieta y se espanta, cuando se aproxima a ella un ladrón, o una persona que tiene que morir pronto, o cuando algún fantasma o espíritu maléfico la persigue, o cuando las piedras, pastos y arbustos se han tornado ante su vista en otros animales.
Al ginete, cuya bestia tropieza o se cae al franquear la puerta de su casa, o en presencia de[85] su rival o enemigo, le irá mal en los negocios que proyecta, o en sus asuntos con aquel.
Los que se ponen en los ojos las legañas del perro, ven almas en las noches oscuras.
El feto del gato atrae la mala suerte en la casa donde se entierra, o produce la enfermedad del dueño de ella.
El feto de la llama, al revés de lo que ocurre con el de gato, atrae riquezas y es mayor su bondad si lo entierran inmediatamente después de sacarlo del vientre de la madre.
El chinchol o pfichitanca (Zonotrichia pileata) pía constante en la cumbre del techo de una casa cuando alguien tiene que llegar; mas, si el momento en que se está formando mentalmente algún proyecto, o se está conviniendo algún negocio, silba o canta estridente, es presagio de que fracasará lo que se piensa o proyecta.
Sorprender peleando dos animales es para tener disgusto o reyerta, particularmente si son canes.
El ser cruzado en el trayecto que se atraviesa por una víbora o culebra, o algún otro reptil, presagia desgracia.
Cuando las golondrinas vuelan junto a la tierra o al agua, rozando con las alas la superficie del agua o del suelo, anuncian fuertes ventarrones.
Cuando los patos se estiran y atesan las plumas con el pico denotan vientos; si se ponen[86] contentos y aletean con frecuencia indican lluvias. También es señal de un próximo aguacero el sentir punzadas en los callos del pie.
Cuando los gallinazos graznan presagian huracanes.
Cuando el gato corretea, anuncia lluvia, si maulla constantemente en el techo, sin querer descender, o tiene frecuentes luchas con otros gatos, es para que fallezca alguien de la casa.
El canto de la gallina es de pésimo augurio, atrae y arraiga la mala suerte. De aquí dimana el conocido dicho «desgraciada la casa en la que canta la gallina», refiriéndose a la familia, en la que domina la mujer al hombre y asume la dirección de ella.
El perro ladra delante de un individuo y quiere embestirle, cuando éste tiene costumbre de robar; siendo imposible que permanezca quieto y callado delante de un ladrón.
El silbido del cuy anuncia la muerte de algún individuo de la casa.
Cuando el ruiseñor o gilguero cantan de noche, presagian que habrá riña al siguiente día.
Se llaman huakanqui, mullo e illa a los fetiches, talismanes y amuletos empleados por los brujos y hechiceros, para hacer aficionar y rendir mujeres y hombres a la voluntad de ena[87]morados corazones; para tener fortuna, para evitar o causar daños, entre los cuales, los más apreciados son los de procedencia callahuaya.
Hay huakanquis, como el conocido con la denominación de huarmi-munachi, o mejor dicho, huarmimpi-munayasiña, que son tan populares que pocos ignoran su aplicación. Este famoso talismán lo venden los Callahuayas y tienen la figura de un hombre y una mujer en acto carnal o abrazados, o la forma de un falo. Los huakanquis los fabrican de huesos, metal o de alabastro blanco, del cual decían que había caído del cielo con el rayo, que era quien engendraba o traía esa piedra a la tierra.
También tienen la calidad de huakanquis las uñas del tigre, los huayrurus, pequeños puños cerrados de hueso, y otros objetos modelados en formas caprichosas, a los cuales les atribuyen la virtud de hacer afortunado a quien los posee.
Mullu, es la piedra o hueso colorado con que hacen gargantillas. Les dan la propiedad de amuletos y también de talismanes. Estos fetiches se confunden con los huakanquis.
Illa, según Bertonio, es cualquier cosa que uno guarda para provisión de su casa, como chuño, maíz, plata, ropa, y aun joyas. Al presente se da este nombre a las monedas antiguas o retiradas de la circulación, que se conservan en las bolsas y monetarios, con objeto de que atraigan dinero y no permitan que esos útiles, estén desprovistos de plata.
[88] Con la misma palabra illa, se designa en aymara la piedra bezoar que se encuentra en los intestinos de la taruka [cervus antisiensis] y aun de las vicuñas y que en kechua se llama kiku, a la que atribuía muchas virtudes, tales como evitar algunas desdichas al que lo llevaba y la de curar ciertas enfermedades. Hablando de las vicuñas, dice el Obispo de La Paz, doctor Antonio de Castro y Castillo: «se estiman por la lana y por las piedras bezoares, que sacan del estómago de ellas donde las crían y muchas veces las despiden ellas mismas, cuando llegan a estar grandes y tienen tal instinto, que sienten el despedirlas y cavando la tierra las entierran y es de notar que cuando las hallan los indios, ya despedidas, enterrándolas en el mismo estiércol, con el calor crecen, se ponen de más maduro y perfecto color, aunque en largo tiempo, y en las partes que hay salitre, no las crían de ninguna manera, porque el salitre las deshace».[16] A las piedras bezoar las conservaban algunos como amuletos y otros los reverenciaban como a Konopas.
El uso de talismanes data desde épocas anteriores a la conquista, y no se ha podido impedir su continuación con las prédicas de los religiosos, ni con el avance de una cultura adelantada. Polo de Ondegardo da los siguientes deta[89]lles al respecto: «Es cosa usada en todas partes tener, o traer consigo una manera de hechizos, o nóminas de Demonio, que llaman (Huacanqui) para efecto de alcanzar mujeres, o aficionarlas, o ellas a los varones. Son estos huacanquis hechos de plumas de pájaros, o de otras cosas diferentes, conforme a la invención de cada provincia. También suelen poner en la cama del cómplice, o de la persona que quieren atraer o en ropa, o en otra parte donde les parezca que pueden hacer efecto, estos huacanquis y otros hechizos semejantes hechos de yerbas, de conchas de la mar, o de maíz o de otras cosas diferentes. También las mujeres suelen quebrar sus topos, o espinas con que hacen las mantas o llicllas, creyendo que por esto el varón no tendrá fuerza para juntarse con ellas, o la que tiene se la quitará luego: y hacen otras cosas diferentes para este mismo fin. También los varones y las mujeres hacen otras diferentes supersticiones, o de yerbas o de otras cosas, creyendo que por allí habrá efecto en la generación, o en la esterilidad si la pretenden».[17]
Pertenecen al mismo orden de huakanquis las figuritas talladas, que representan llamitas, zorros o aves, y tienen por objeto desenvolver en los que las llevan consigo, las cualidades que dis[90]tinguen a esos animales, cuando no preservarles de la desgracia o hacer que vengan riquezas.
Aunque nunca matan propiamente con hechizos, suelen algunos brujos aprovecharse de alguna enfermedad que aqueja a su cliente, como la tisis, para decir que está hechizado, que de noche, durante su sueño, la hechicera, de la que se han valido sus enemigos, tomando la forma de un horrible vampiro, le chupa la sangre del cuerpo; y así cuando muere atribuyen la causa a ese hecho. El remedio que aconsejan para librarse de la brujería, es sobornar al que la realiza o buscar otros brujos de mayor poder, o sino se puede conseguir la sanidad por medio de esos recursos quemar vivo al brujo o hechicera, que han motivado y continúan reagravando el mal.
Suponen que formando la imagen de un enemigo de papas o maíz en seguida atravesándola de cierto modo, en alguna parte del cuerpo, con espinas, o deformándola, y conservándola así, se obtiene que el hechizo le atraiga desgracias, o que el miembro señalado en la efigie, sufra una visible alteración, ya resultando en una pantorrilla gruesa y la otra delgada, o ya un brazo gordo y el otro descarnado, o un ojo grande y el otro pequeño, o una oreja lar[91]ga y la otra encogida, o un órgano corriente y el otro entorpecido, dañado o debilitado en sus funciones normales.
Para que un individuo adquiera el vicio alcohólico, modelan también un muñeco de brea, que se le parezca y poniéndole en una mano una capita de estaño y en la otra una botellita, y envolviéndolo con retazos de hilos de colores, lo arrojan fuera de la población, en paraje silencioso y poco frecuentado.
Un matrimonio o concubinato se disuelve, ocultando en la puerta de calle de la casa donde viven los perseguidos, dos pajarillos ahorcados con hilos retorcidos y colocados con los picos en direcciones opuestas.
Con el mismo objeto, o con el de producir el odio y la separación entre dos personas que se quieren, amarran juntas dos figuras semejantes con cerdas de gato y las entierran con un sapo vivo al lado.
Otras veces atraviesan algún miembro del cuerpo de un sapo o lagarto vivo, y envueltos con los cabellos o lienzo, pertenecientes a la persona que desean causarle mal, lo entierran, de tal suerte, que muera después de haber sufrido por algún tiempo. Con esta brujería creen que la persona aludida tiene que sentir alguna dolencia, en la misma parte del cuerpo, en que el sapo o lagarto está padeciendo y que es segura su muerte, si no se arranca la espina del animal y se le pone en libertad.
[92] También fabrican figuras de barro, yeso o cera, parecidas a la persona enemiga, o pintan la cara de un ratón o gato a su semejanza, y en seguida vistiéndoles con las ropas o géneros de su uso, las cuelgan, para escupirlas, insultarlas y maltratarlas, hasta destruirlas, si son objetos inanimados, o matarlos si son animales. Esta superstición data de una época muy antigua. El P. Cobo la consigna en su obra. «Para que viniese a mal o muriese el que aborrecían», dice: «vestían con su ropa y vestidos alguna estatua que hacían en nombre de aquella persona, y la maldecían colgándola de alto y escupiéndola; y así mismo hacían estatuas pequeñas de cera o de barro o de masa y las ponían en el fuego, para que allí se derritiese la cera, o se endureciere el barro o masa, o hiciese otros efectos que ellos pretendían, creyendo que por este modo quedaban vengados y hacía mal a sus enemigos».[18]
En los casos de robo acostumbran arrojar cuatro reales de plata en una olla que contenga tinta negra, acompañando el acto con una maldición al culpable, a fin de que pague su delito, con el ennegrecimiento de su rostro.
El hunto o cebo de llama, alpaca o vicuña, lo usan como agente principal y de gran eficacia en los brujeríos, ya quemando delante de[93] las huacas y konopas, y según las direcciones y densidades del humo que se ha producido, hacer los vaticinios, ya también, y esto es lo más ordinario, formando del cebo, un muñeco que tenga las apariencias de la persona a la que se desea hacer daño, al cual, lo queman, con la mira de que el alma, inteligencia o voluntad de aquella, se reduzca, según los casos a la nada, o se amengüe por completo, tornándose en amente, en abúlico, o en individuo sin talento ni sentimientos. Cuando la figura representa un individuo, suelen mezclar el cebo con harina de maíz; si es a un blanco con la de trigo.
Con esta grasa, que acomodan junto a los tallos de la paja, ceñida con hilos de colores hacen encantamientos con los caminos, para que, quien haya ido por ellos ya no regrese.
Además, creen que pasando con una ligera capa de hunto a los huakanquis y mullus de hueso, piedra o metal, estos conservan sus virtudes, en las mismas condiciones que al salir de manos del brujo.
Es muy común criar animales domésticos con el objeto principal de que las brujerías hechas por los enemigos, recaigan sobre ellos, sin herir a sus dueños. Proviene de aquí, que toda vez que un animal muere repentinamente, o se encuentra aquejado de una enfermedad desconocida, atribuyan al hechicero que ha fallado en su ataque, haciendo una víctima distinta a la perseguida, merced a la probable intervención de la[94] Pacha-Mama, de algún otro ídolo, o del santo de su devoción, que desvió el terrible efecto del maleficio.
El uso de la carne de viscacha creen que envejece muy pronto, a la persona que la consume; la de cóndor, que da longividad, por lo que la apetecen los indios, sin embargo de su mal gusto. Del gato dicen que tiene siete vidas y con objeto de que esa resistencia vital atribuída, les sea trasmitida, las personas aprensivas, no pierden ocasión de comer su carne. La sangre del toro la beben aún tibia, inmediatamente de degollarlo, con preferencia, la que fluye del pecho, porque están convencidos, de que con ella tendrán el vigor y la fuerza del buey.
A las comidas saladas atribuyen la propiedad de envejecer rápidamente; a las con escasa sal o sin ella la de dilatar la juventud.
El buho y la lechuza son tenidos como pájaros de mal agüero, y según se manifiestan hacen sus presagios. Cuando el estridente canto de cualquiera de los dos, se escucha en la noche, dicen que llama el alma de quien habita por donde pasa. Si alguna de estas aves fatídicas se cierne con sus alas obscuras y suavemente se posa en el techo, por una vez, que sobrevendrá desgracias a sus moradores, o que morirá uno de estos si lo frecuenta o hace por ahí su nido; si cae o tropieza con una persona, que afligirá muy pronto una epidemia a la comarca.
Como se dijo en otra parte, los brujos las domestican o disecan, para hacerlas servir en sus operaciones.
Las mariposas nocturnas son consideradas igualmente de mal agüero por los dueños en cuya morada se presentan. Las llaman alma kkepis, o sea cargadores de almas, y tienden siempre a matarlas, cuando las ven, a fin de que la suerte reservada a las personas sufran estos insectos.
Las bestias domésticas, anuncian la muerte de alguno de sus dueños, espantándose ante su presencia.
A la gallina comedora de huevos se cura de su defecto introduciendo su pico en el fuego o atravesando con una pluma la nariz.
La casa en la que procrean mucho las palomas, domina la mala suerte.
El tabaco ha sido desde la antigüedad, planta muy apreciada por los brujos. Usaban sus hojas en inhalaciones y zahumerios, aspirando el humo por las fosas nasales y la boca y cuando caían en un estado de éxtasis y arrobamiento, hacían sus predicciones o se adormecían, y después de volver en sí, contaban cuanto suponían haber visto en ese estado.
[96] Al presente, usan los laykas, al principio de sus operaciones, y los thaliris, para simular su estado cataléptico.
El tabaco convertido en cigarro se emplea, con objeto de preparar al cliente, o como amuleto, fumando los viernes y martes en la noche. El humo del cigarro en tales noches, destruye o enerva los efectos de cualquier brujerío.
Al supaya conceptúan los laykas gran vicioso a la coca y al cigarro, por cuyo motivo, en sus operaciones piden siempre esas dos cosas al que va a consultarles, para ofrecer a aquél.
El cigarro que se apaga en medio uso, lo tienen de mal agüero y repiten la siguiente estrofa:
La insistencia en estos casos, creen que trae más males que bienes. «Insistir en el vicio, cuando el destino se opone», dicen, «es buscar su ruina».
I.—Lo que se hace en los barbechos.—Días aciagos, fases de la luna y estaciones.—II.—Ceremonias para sembrar. Prácticas para evitar las heladas y sequías.—Los eclipses y presagios malos.—III.—Formalidades para recoger las cosechas.—La cosecha y desgrane del maíz.—IV.—Ceremonias en la delimitación y toma de posesión de los terrenos.—V.—La cchalla.—VI.—Efectos del cambio de traje en el indio.
El terreno destinado para el cultivo del año, llamado yapu, motiva en el agricultor indígena una constante preocupación, al menos, si[98] nunca o rara vez ha sido sembrado, en cuyo caso lo denomina puruma y khallpa cuando no ha descansado. De la puruma se encariña tanto, que la visita con frecuencia, contemplándola con ansias de enamorado y cifrando en los dones de su fertilidad acumulada todas sus esperanzas y anhelos. Muestra el sitio a sus allegados y poseído de amor filial intenso a su sembradío, les dice, que allí, en su seno privilegiado duermen papas del tamaño de cabezas humanas. Cuando celebra alguna fiesta lo primero que hace es ir al terrazgo querido, ir a su yapu, rociarlo con aguardiente antes de haberse servido, y dirigiéndose a la Pacha-Mama, exclama: ¡Oh tierra! ¡mi verdadera madre! Tu hijo soy y como a tal, concédeme buenos y abundantes frutos: has que tu ubérrimo seno sea pródigo esta vez más, y recompensa los trabajos y desvelos de quién sólo fía en tu inagotable fecundidad.
Cuando está cercano el día de la siembra recoge todas las yerbas que crecen en el labrantío, las amontona y espera que sequen y apenas se hallan en estado, les prende fuego, invocando al hacerlo, puesto de rodillas, la protección de la Pacha-Mama. Según la dirección que da el aire al humo predice sobre el resultado de la próxima cosecha.
El momento en que por primera vez ha de penetrar el arado en el suelo, el indio que debe efectuarlo, se destoca el sombrero, levanta la vista al cielo, pide el favor de sus deidades, y des[99]pués hinca la reja y rasga la corteza terrestre.
Antes de comenzar las faenas agrícolas, consulta en el almanaque, si el día no está marcado de aciago. En caso de que lo esté, suspende el trabajo hasta mejores días; pero si lo lleva a cabo a pesar de ello, está siempre temeroso de que será mala su cosecha.
En los calendarios de los primeros tiempos de la República, se leían los siguientes párrafos, de los que se guiaban los agricultores y los que no lo eran:
«Memoria de los días crimaterios y malos que tiene el año, con los cuatro Lunes.
«Juicio hecho por un grande Astrólogo de París, que dice que el año tiene treinta y dos días malos, y tanto que las personas, que en tales días cayeron enfermas, tarde o nunca se levantarán; y si se levantasen serán y vivirán con dolores; si en tales días se casan, la mujer no será leal, ni se querrán bien, y siempre vivirán inquietos y pobres. Si en tales días se ausentaran, no volverán con honra, ni negociarán a lo que fueron, y vivirán en grandes peligros de sus personas. En tales días no compren ni vendan, ni hagan tratos y contratos, que así lo prueba su juicio, porque no son buenos para conseguir. Siendo estos treinta y dos días tan malos, hay entre ellos, tres que son adversísimos sobre manera para todos, y en particular para sangrías, heridas y caídas. Tienen peligro de muerte, si en tales días sucede cualquiera de estas cosas, y[100] son el 15 de Marzo, 18 de Agosto y 18 de Septiembre; los lunes son los cuatro siguientes más peligrosos, para tener actos carnales con las mujeres, por la mala generación que en ellos se consigue. El primer lunes de Abril, en el cual se abrazó Sodoma y Gomorra. El primero de Agosto en el cual nació Caín que mató a su hermano Abel. El primero de Septiembre en el cual nació Judas Iscariote, que vendió a Nuestro Señor Jesucristo y el cuarto de Septiembre, en el cual nació Herodes, que mató a los inocentes.
Enero 1, 2, 3, 4, 5, 6, 11, 15 y 20.
Febrero 1, 7 y 8.
Marzo 15, 16 y 20.
Abril 7 y 15.
Mayo 7, 17 y 15.
Junio 6.
Julio 13 y 15.
Agosto 1, 18 y 20.
Septiembre 15 y 18.
Octubre 6.
Noviembre 15 y 17.
Diciembre 6 y 7.»[19]
[101] En los almanaques que circulaban en las provincias en una sola hoja, estaban marcados esos días con una raya negra y con una cruz griega los que eran de doble aciago. Las personas que no los tenían, se prestaban de las poseedoras, para sacar copias. Así ha podido trasmitirse hasta hoy, una vez que los actuales almanaques no contienen ya esas anotaciones.
También siguen en las labranzas las fases de la luna, a la que dan doble nombre, llamándola Pfajjsi, cuando la consideran como satélite de la Tierra y Ati, cuando la tienen como a divinidad. Jayri, es la palabra que emplean para designar la conjunción. Khanauri o huahua-pfajjsi, la luna nueva; Alantiri o hayppu sunaka, la creciente. A la luna llena denominan Urtta pfajjsi. A la menguante en general Khantati sunaka; a la de un día, Huahua iqui misturi pfajjsi; a la de dos o tres días Jaccha jake iqui misturi pfajjsi; y según las horas de la noche dicen, Chica, a la de media noche, Jakoquipata volteada, Jila huallpa aru del primer canto del gallo; Khantati pfajjsi, luna que sale antes del amanecer; Intimpi misturi pfajjsi, que sale con el sol.
Los agricultores prefieren efectuar sus siembras cuando la luna está en cuarto menguante; en la creciente dicen que las plantas se van en ramas y hojas y dan poco fruto.
Las cosechas las hacen en luna nueva o[102] llena, con la idea de que entonces se obtienen frutos grandes y pesados.
Los brujos, tampoco actúan cuando la luna brilla en el firmamento con majestuoso resplendor: esperan que ella se esconda y la obscuridad cubra la tierra, para entregarse a sus operaciones ocultistas.
Para el indio no hay propiamente sino tres estaciones: Jallu-pacha, tiempo lluvioso en que germinan las plantas; Juipfi-pacha, o thaya-pacha, tiempo de heladas y fríos, en el que cosechan y hacen chuño, y lupi-pacha, el estío. A esta última estación le dan también el nombre de Auti-pacha, tiempo seco, dividiéndola en dos períodos: Jaccha-auti, que es por Corpus Christi, hasta dos meses después, y en jiskca auti que comprende los meses de Septiembre y Octubre. Dan la misma denominación de auti-pacha, al tiempo de hambre. Al equinoccio, llama arumampi urumpi chicasiri pacha, es decir, tiempo de igual duración en la noche y en el día.
Cuando la luna nueva se presenta con los cuernos encendidos, color fuego, dicen que el mes será seco y caluroso, si pálidos y planteados, que será lluvioso.
No debe lavarse la ropa sucia en menguante porque se deshila, agujerea o envejece prematuramente.
Los cabellos crecen cuando se lava la cabeza en cuarto creciente.
La madera de los árboles cortados en la creciente se apolilla pronto.
Para que no falte dinero en el bolsillo, hay que mostrar medio real a la luna nueva, apenas sale y se la ve, diciéndole: luna hermosa llena mi bolsa, y conservarlo a todo trance y no gastarlo en el mayor apuro.
Escogen para la siembra, lo mismo que hicieron para roturar el terreno, una fecha que no sea señalada como aciaga, porque de estarlo supónese que la semilla será destruída por los gusanos que ese día, según los campesinos, se hallan en movimiento.
Los días de la siembra se presenta a los toros adornadas las espaldas de enjalmas que contienen monedas antiguas de plata y pequeños espejos, y de frenteras vistosas. En el yugo que une la pareja de aradores, ponen dos banderitas en los extremos y una en el centro. Mientras abren surcos en el terreno arde un montón de boñiga seca, para que con su humo ahuyente los espíritus malos.
Al dar comienzo a la faena claman a sus huacas para que proteja la sementera y aleje la sequía y heladas; vierten chicha en el surco humeante, recién abierto y después arrojan en él, coca mascada. Las jóvenes suelen entonar sus[104] cantares o jayllitas, diciéndolas unas y respondiendo otras, al seguir al labrador que conduce la yunta, derramando a la vez en el surco abono y semilla. Si ese momento cruza por el aire un cóndor o una águila, prorrumpen los concurrentes en un grito de alegría y presagian que la cosecha será buena.
Todo el tiempo de la siembra no dejan de invocar a sus huacas, para que les mande abundantes y sazonados frutos y que las lluvias no escaseen, ni hayan heladas. Los blancos suelen recitar oraciones a los santos con igual objeto.
Terminada la siembra, si la parte labrada es de maíz, colocan en el centro una piedra larga, que se asemeja a una mazorca y que es la Mama Sara, encargada de impedir la presencia de la Mekala y dar una copiosa cosecha; si es de papas u otras raíces, ponen otra piedra empinada con el nombre de kompa, que tiene la misma misión y la de evitar ladrones. El agricultor rara vez o casi nunca se olvida ejecutar tales ceremonias.[20]
[105] Durante el tiempo en que germinan los frutos, el indio vive inquieto y temeroso de que sobrevenga algún mal temporal. En las mañanas contempla la forma en que se posan las nubes en los picos de la cordillera andina; si tienen la de un sombrero, augura que caerá una granizada en la tarde, como en efecto sucede. En las noches se halla examinando el cielo y cuando se convence de que habrán heladas y se suspenderán las lluvias, tal vez cuando más necesiten sus sementeras, se apodera de él un profundo abatimiento. Apela, cuanto antes, a las brujerías: si el mal tiempo es causado por las heladas, adora las estrellas, prende fogatas en las alturas, lleva las plantas averiadas al templo y hace celebrar misas, a la vez, que no cesa de implorar a la Pacha Mama y a sus huacas; si lo motiva, la sequía, rinde fervoroso culto a las lagunas, ríos y represas de agua. Va a las balsas que se forman en las cumbres de los montes, las adora y después trae el agua de allí para rociar alguna parte de sus sembrados, suponiendo que con este acto volverán las lluvias.
En esos días, en que las heladas y el calor abrasan sus sementeras, matan los gérmenes y sepultan en frío sueño, tal vez definitivo las semillas, su atribulado espíritu se entrega por completo a la dirección de los brujos, y cuando éstos, no alcanzan a remediar el mal, duda de que procedan con sinceridad y les atribuye connivencias con sus enemigos; haber sido sobornado por és[106]tos, y en trance tan difícil y desesperado como él se encuentra termina por ejecutar, por su cuenta, actos de hechicería. Toda la comarca se presenta entonces como habitada por una población de alucinados, en espera de algo maravilloso que deba suceder, y en la tensión de ánimo que domina a sus moradores, lo más insignificante que ocurre, les parece señales favorables de sus divinidades o augurios fatales, que empeorarán su aflictiva situación.
En aquellos días viven los desgraciados indígenas, tristes, en constantes sobresaltos, sin apartar la vista de sus sembrados, derramando lágrimas sobre la tierra que ayer humedecieron con su sudor, y que hoy, a medida que aumentan los calores van covirtiéndose en desolados campos. Los yatiris, laykas y thaliris son consultados a menudo, no cesando éstos a su vez de investigar el porvenir, en la coca y en el vientre de los animales que con ese objeto matan, los cuales sean perros, corderos, cuys, o gallinas, deben ser siempre de color negro. Cogen a los sapos y los exponen en rocas áridas, o los encierran en ollas para que viéndose en esa dura situación clamen al cielo por agua; revuelven los hormigueros y obligan a cuanto animal vive bajo de la tierra a que salga fuera. También acostumbran hacer que los niños completamente desnudos suban a los cerros y alturas, llevando velas encendidas y cruces, gritando en coro: Misericordia Señor... Agua por amor de Dios...
Si el mal tiempo persiste y pierden las esperanzas de recoger sus cosechas, los más cierran las puertas de sus casas y tapiandolas con adobes, emigran a las ciudades en busca de trabajo y alimentos; si, por el contrario, mejora el tiempo, la alegría es general: las jóvenes cubren sus sombreros con las primeras flores y entonan cantos; los indios jóvenes tocar, sus kenas y pinquillos, mientras los viejos rodean y agasajan respetuosos al brujo, que ha acertado para que, según ellos, se produzca aquel cambio feliz.
Por lo común mantienen la idea, desde el principio de la cosecha, de que cuando caen aguaceros a principios del mes de agosto, el año agrícola será lluvioso y abundante en productos; cuando no, que será seco y escaso. Además, bajo el nombre de cabañuelas, acostumbran calcular los agricultores la mayor o menor humedad de los meses posteriores a agosto, levantado indistintamente una piedra del campo, durante los primeros siete días de este mes. Si la piedra levantada el primer día tiene humedad, dicen que en septiembre lloverá, si no, que será seco. Al siguiente día que corresponde a octubre hacen el mismo pronóstico, continuando en los días restantes, adjudicados a los meses sucesivos, en igual forma.
Los eclipses son siempre considerados por los indios como presagios de grandes calamidades que, sin duda alguna, tienen que sobrevenir, más o menos tarde sobre el país. Por esta creencia, tan arraigada en ellos, un eclipse los[108] apena tanto, que para conjurar el peligro que les amenaza, ocurren a la intervención de sus hechiceros. El momento en que se realiza el eclipse, sacan al patio platos y utensilios de plata, llenos de agua, levantan el grito al cielo, cual si alguien los maltratara; castigan a los muchachos y a los perros, para que con sus chillidos y ladridos espanten el espíritu malo que trata de devorar a la luna y privarles de ese benéfico astro de la noche. Suponen los indios que sin ese bullicio estrepitoso, la luna no despertaría de su letargo y sería víctima cómoda de aquél.
Las mujeres dan a luz mellizos, cuando el año será estéril y, para conjurar el mal, suelen matar, en secreto una de las criaturas, o enterrarla viva. Este es uno de los pocos casos en que el indio se desprende de un niño, sea su hijo o ageno. En esta raza son muy raras las acusaciones de filicidio, porque las mujeres se muestran incapaces de dar muerte a un hijo suyo, sea que éste provenga de un comercio ilícito o de legítima unión. La razón es obvia: los hijos no constituyen desventaja, en ninguna forma, en las casas indígenas, por las múltiples ocupaciones pastoriles y agrícolas que los hacen necesarios. A los cuatro o cinco años el hijo es, por lo general, el pastor del pequeño rebaño que provee a la familia de la carne para vender o sustentarse, de la lana que ha de servir para su vestido y de la leche para formar quesos. Desde la adolescencia, hasta que llega a la mayoridad, ayuda a sus padres o a los que[109] lo criaron, en la labranza del campo. Un miembro más que sobreviene en la familia indígena, no es una carga para ésta, sino una esperanza de alivio.
No permiten que las mujeres preñadas o que están menstruando pasen por las sementeras, porque temen que al ejecutarlo, absorvan con sus órganos genitales predispuestos para la fecundación o ya fecundados, la virtud productiva de la tierra y que, a causa de ello, resulten escasos y débiles los frutos que se recojan en la cosecha próxima.
Cuando caen rayos, hay que hacer una cruz en el suelo y poner en el centro un huevo para que cesen aquellos.
Para que la granizada se suspenda, se deben aprisionar los granizos y maltratarlos, y cesa la tempestad.
Soplando el humo del incienso a la tempestad, se suspende ésta.
Las polillas corretean en las paredes agitando sus alas para que llueva.
El agua corriente se entibia, para que llueva.
La alegría de los puercos anuncia lluvia.
Los sapos se retiran del río, cuando está próxima a estallar la tempestad, temiendo que la avenida que entre los arrastre lejos.
Los días en que se efectúan las cosechas son de fiesta y alegría para los agricultores. Concurren al lugar, llevando consigo chicha y coca. Al principio de la faena piden a la Pacha-Mama que la cosecha sea buena y abundante. Derraman algunas gotas de aguardiente y tiran algunos pedazos de coca mascada y dan comienzo a su labor. En el escarbe de papas y otros tubérculos, acostumbran formar sobre el mismo campo, pequeños hornos, construídos provisionalmente con terrones y cuando se encuentran caldeados, introducen en su interior papas escogidas y, después de acondicionarlas con moldes de queso o trozos de carne, derrumban el horno encima de esos objetos, para que se cuezan dentro de él.
Después de un rato, más o menos largo, según sea el cálculo que se haga para el conocimiento de aquellas especies, se las extrae y en seguida colocándolas sobre manteles o lienzos extendidos en el suelo, se sientan de cuclillas o se recuestan, en rueda, en su rededor y comienzan a servirse de los productos cocidos, los cuales han sido antes rociados con la sangre de los corderos que degollaron con ese objeto, reinando entre los asistentes la mayor alegría. En cuatro puntos opuestos de la rueda, se sitúan indios que tocan flautas que llevan poritos en la extremidades in[111]feriores y a las que se llama pululus. Tal ceremonia se realiza con el fin de no ahuyentar el alma de los frutos, que debe continuar vivificando ese terreno para que al año próximo, se manifieste más pródigo en sus dones.
Terminada la merienda, arrastran a los dueños sobre cueros por encima del terreno escarbado y concluído el acto, dan vueltas bailando, y, en cierto momento, se paran cuatro de los más caracterizados, con la vista fija al oriente e imprecan la protección del sol. Pasada esta ceremonia, sigue la danza en rueda de los dueños de la cosecha y de sus invitados; beben abundante chicha y licores, retirándose en la noche a sus hogares, completamente embriagados.
En el imperio incaico los labradores tenían una danza especial denominada jaylli. La realizaban llevando hombres y mujeres instrumentos de labranza: «los hombres con sus Tactllas, que son sus arados»—dice el P. Cobo—«y las mujeres con sus Atunas, que son unos instrumentos de palo a manera de azada de carpintero, con que quebrantan los terrenos y allanan la tierra».[21]
En la cosecha de cebada, trigo o de quinua, extienden los cereales en el mismo terreno del que han sido cortados o arrancados y cuando se encuentran secos, la cebada debe servir de alimento a los animales, si la recogen en[112] los depósitos, y si está destinada a dar grano, lo mismo que la quinua, la desgranan a golpes de palo, para lo que se colocan en filas paralelas los indios necesarios, armados de largos palos, ligeramente encorbados, los cuales caen sobre las parvas guiados por la diestra mano de sus tenedores, quienes descargan los golpes con regularidad, produciendo un sonido seco y acompasado. El trigo se siega con la hoz y se trilla en la era, echando las gavillas bajo las patas de los caballos trilladores. La selección del grano se obtiene lanzando al aire paletadas de la mies desgranada, la que con el viento que hace, al caer en el suelo queda separada del polvo y partículas de tallos y hojas machacadas con las pisadas.
En las haciendas acostumbran cosechar el maíz, apartando las mazorcas de la caña y desnudándolas de sus envolturas y recogidas en una manta, que llevan amarrada al pescuezo por dos de sus extremos.
Llenada la manta de mazorcas, se echan a la espalda y la derraman en un montón, que todos los ocupados en esta tarea van formando del total que ha producido el terreno. Las mujeres se dedican a separar las panojas de buen grano de las que tienen menudo o podrido, haciendo otros montones.
Terminada la recolección del producto, miden en costales o grandes canastos, con capacidad para recibir varias cargas, y así se cercioran de la cantidad que se ha cosechado.
Se cuentan cuidadosamente las mazorcas de la primera porción que se ha medido, y con el nombre de muestra, se guardan para que después sirvan, a su vez, de medida para recibir el producto seco y desgranado.
Entregado el maíz a un cuidador, especialmente nombrado, con el título de Camani, lo extiende éste en un canchón apropiado, que se le denomina tendal, donde permanece hasta secar por completo.
Llegando el día designado para el desgrane, se reunen en el tendal los colonos de la hacienda, acompañados de su familia, allegados y ayudantes; cuentan las panojas de la muestra, y las desgranan en algún costal o cajón, el cual después sirve de medida para recibir la cosecha y ver si se halla conforme con la cantidad que se ha entregado al Camani.
Cada colono, formando con los suyos un grupo independiente, coloca en el centro un cuero seco de vaca, pone encima las mazorcas, y hace que el más robusto del círculo, que comúnmente es algún joven, calzado de sandalias de cuero duro o zapatos de grandes tacones, comienza a pisotear las panojas, haciendo que con los repetidos golpes que da, se desprenden los granos y vayan siendo arrojados a los extremos las raspas y los marlos. Vaciados los cueros, vuelven a rellenarlos inmediatamente dos indios ágiles que hacen de repartidores, sin que el zapateo cese has[114]ta que el montón de mazorcas se haya agotado. Las mujeres se encargan de apartar los últimos granos, que no hayan podido ser separados por el contacto de los pies.
El día aquel es convertido por los indios en festivo, durante él beben abundante chicha y comen de lo mejor que tienen en su cosecha; sólo ese día, en homenaje a la Pacha-Mama, que se ha mostrado bondadosa, se permiten guisar sus conejos, gallinas y corderos. Ese día, realmente gozan y se divierten los agricultores, penetra una racha de verdadera alegría en sus corazones.
Las papas grandes, o que tienen distinta forma de las demás y que se llaman llallahuas, así como las panojas de gran tamaño, o compuestas de dos o tres unidas, las tienen cual portadoras de buen agüero y las colocan en sitios de preferencia, con el nombre de tomincos, prestándoles muchas reverencias, como si fueran cosas divinas.
Las clases populares dan mayor importancia a la delimitación y posesión judiciales de sus terrenos que a los títulos de propiedad, razón por la que cuando se realiza alguna de esas diligencias, observan multitud de ceremonias que[115] les den solemnidad y sea lo actuado imperecedero en la memoria de los asistentes.
En los casos de delimitación, deslindes, recorrida de mojones, concurre comúnmente, numeroso público y los indios antes de colocar el mojón, o en el límite reconocido por las partes interesadas, estiran a un niño que tenga vinculaciones con éstos, y le dan de azotes en nalga pelada, encargándole en cada latigazo, que se acuerde y grave en la memoria que en ese punto fué castigado y en seguida ponen la señal. El indiecito, con semejante recomendación, nunca se olvida del lugar ni de lo ocurrido y cuando llega a la vejez, siempre repite: «este es límite de estos terrenos, porque aquí me azotaron», y sus afirmaciones en juicio, son al respecto precisas, llenas de detalles y reunen las condiciones requeridas para una plena prueba, dando a los jueces mucha luz en caso de litigio. En la colocación de cada señal o Achachi, siguen el mismo procedimiento, hasta que, después de concluídas las diligencias se entregan a una franca diversión.
En las posesiones ministradas personalmente por los jueces, las solemnidades y gastos son mayores. El interesado acopia desde días antes, abundantes provisiones de comer y bebidas; llegado el día de la operación, conducen al juez con muchos miramientos al lugar en que debe verificarse el acto, y éste, a su vez, asume un aspecto tan grave y da tanta importancia a su[116] persona, que despierta no vivo interés en los concurrentes. Ordena al actuario o secretario de su juzgado, lea los obrados que sean pertinentes, la solicitud del peticionario, el decreto que le ha cabido: pregunta si las partes y colindantes han sido notificados con ese decreto y si no ha habido oposición al acto; y en seguida, tomando de la mano al interesado le da posesión del terreno, consistiendo ella, en hacerle revolcar en el suelo, mientras los asistentes le arrojan piedras pequeñas, tierra, flores y yerbas. El actuante, aunque algunas veces con contusiones en el cuerpo, se levanta alegre y satisfecho, porque supone que no son los presentes los que le han lastimado, sino el suelo, que al recibirlo como a dueño le ha prodigado duras caricias.
El indio y el cholo, por más que estén en posesión real y efectiva de un terreno, sin ser molestados por nadie, nunca creen ser sus propietarios, sino han aprehendido, o no media una posesión judicial. Esta diligencia es de vital importancia para ellos, y la consideran como la única que pueda realmente dar vida a su derecho y orillar dificultades posteriores; en una palabra, la posesión lo es todo para ellos.
En semejante función, que toma las proporciones de una solemne fiesta de familia, no se arredran ante cualquier gasto ni se detienen en ocultar el placer y orgullo que en hacerlo experimentan.
No habiéndose conocido entre los indios, antes de la conquista, la facultad de adquirir por compra-venta, la propiedad de cosas muebles o inmuebles, también fué por lo mismo, desconocida la práctica de agasajar al vendedor y a los que intervienen en la venta, o sea la práctica del alboroque o robla, la que fué introducida, juntamente con aquella en las costumbres del indio pero éste, lejos de concretar la manifestación a los presentes, la convirtió en una ceremonia para dar gracias a la Pacha-Mama por la adquisición, y en seguida, recién atender a los concurrentes.
El alboroque indígena, conocido con la denominación aymara de cchalla o cchallaña [rocíamiento o rociar], consiste en que el comprador de algún objeto, terreno o casa, en momentos de posesionarse de lo que ya es suyo, invite al vendedor, a los amigos y parientes, a beber copas de aguardiente, festejando la compra y antes de que nadie se sirva, derrama alguna porción de la aguardiente de su copa en el suelo, pidiendo a la Pacha-Mama, que la compra sea con éxito, y se lo consume en seguida el resto. Igual cosa hacen algunos asistentes caracterizados y respetables. Antes de realizar esa invocación y rociar el suelo con aguardiente, es imposible que ninguno be[118]ba el contenido de la copa que tiene en la mano.
La cchalla, es repetida con mayor solemnidad, cuando se refiere a la adquisición de fundos, el martes de carnaval, para cuyo día, hacen sus invitaciones y preparativos en más grande escala, debiendo efectuarse la fiesta en el paraje adquirido. Allí después de cubrir de flores, mixturas y confites el suelo y de hacer reventar cohetes, rociarlo de bebidas, se sirven licores, bailan y se embriagan con exceso.
Sin estos requisitos, efectuados con toda pompa y entusiasmo, suponen que la compra no será duradera ni feliz; que la Pacha-Mama, no se mostrará benévola con el nuevo propietario.
Asimismo, hacen extensiva la cchalla a los propietarios que estrenan casas nuevas, quienes efectúan la fiesta, para que aquellas duren o no se rajen las paredes.
El indio que abandona su traje para vestir a la moda de los blancos, se convierte en enemigo de su raza.
El indio no cree que el acto se reduce a una simple alteración del indumento, sino que, en el alma de que lo ha efectuado cambian por completo, desde ese momento, las ideas y sentimientos que abrigaba referentes a su raza, a la[119] vez, que abandona sus ocupaciones habituales. El labrador, dice, desaparece con el vestido. Y, así es. Apenas el aborigen se trajea a la moda europea, huye de las labores agrícolas, desconoce a sus padres, reniega de su raza y se pone frente a ella; obedece las sugestiones de los mestizos y blancos para ultrajarla y perseguir a sus miembros, toda vez, que se le presentan ocasiones de hacerlo. El indio trasfigurado es el peor verdugo de los suyos.
Los padres del niño, que ha experimentado esa mudanza de traje, apenas lo ven vestido a la manera del blanco, se conmueven hondamente aún lloran; pero después se consuelan con la esperanza de que para él ha concluído el porvenir de sufrimientos, de angustias y de melancolía que pesa sobre los naturales, y de que su vida gozará de garantías que ellos no tuvieron.
El campo ya no retiene al indio; la ilusión de vivir mejor y más tranquilo en las ciudades influye para que huya de su casa y cambie de ocupaciones. Los labradores disminuyen visiblemente y aumentan los cholos, que adquieren cualquier profesión o se dedican a cualquier labor que no sea la agricultura. El aborigen cesa de ser labrador apenas cubre sus carnes con telas cortadas y confeccionadas a la usanza de sus opresores, adquiere con prontitud costumbres y maneras exóticas, detestando las suyas; pero su cambio, por muchos que sean sus esfuerzos se reduce a exterio[120]ridades, porque en el fondo permanece siempre indígena. ¿Acaso no vemos a diario mostrarse al indio letrado con todos los caracteres de su raza? El hecho mismo de compartir con el mestizo y aplaudir la destrucción de cuanta huella pudiera quedar, en las costumbres populares que le recuerden su origen y a sus progenitores, es propio de su índole presuntuosa, que le hace renegar de su pasado, por temor, sólo por temor, de que lo pudiese avergonzar ante el extranjero, cuando éste, si se preocupa de él es para estudiarlo etnográficamente o para explotar su ignorancia y vanidad. El vestido hace del indio, cholo, y lo aparta del hogar paterno y del cultivo de la tierra, que para sus mayores constituyó la única delicia apetecible en este mundo; y de cholo a titularse caballero, no hay sino un paso, que el indio lo salta con rapidez, cuando es industrioso, económico y aspirante. Muchos descendientes de estos indios metamorfoseados suelen ocupar puestos públicos, ya de jueces, diputados, o de funcionarios administrativos, desempeñando los cargos con acierto, brillo y competencia. El indio posee aptitudes singulares para la abogacía e intriga política, que favorecen sus aspiraciones.
¡Raro destino de una raza, cuya evolución social depende, en gran parte, de la tijera de un sastre!
El que estrena vestido, debe festejarse invitando aguardiente a sus amigos, si quiere,[121] que su ropa dure. Este acto se conoce con el nombre vulgar de remojo y se halla muy generalizado.
El hombre no debe abrigarse con la falda o zagalejo de la mujer, porque se afemina.
La ropa no hay que tratar con torpeza, porque no sabe comer para que tenga resistencia.
I.—Cómo se formaban y funcionaban los chasquis en el imperio incaico.—Los tambos y postas.—Abusos que existían en estos establecimientos.—II.—Preocupaciones de los postillones en los viajes.—III.—Preparativos de los indios para viajar; en el camino, sus entretenimientos; robos y manera de encontrar lo sustraído; su amor a los animales y a la naturaleza.—IV.—Invocaciones a los Achachilas.—La Apachita.—Culto de las piedras y de los ríos.—V.—El regreso.—La fiesta del huiskju jaraka.—Resistencia de los nativos para los viajes y carreras.
En el imperio incaico existían peatones especiales, con el nombre de chasquis, encargados de trasmitir con la mayor rapidez los mensajes de los gobernadores al Inca, o los de éste a aquellos, y también de conducir sobre sus espaldas alguna cosa que el Inca pidiese y la necesitase de inmediato. Según el P. Morúa, los chasquis constituían una casta especial, «y el primero que encontró y mandó que hubiese de estos Chasquis y Correo, fué el famoso Rey y Señor Topa Inga Yupanqui, y puso casas y también aparte para los dichos Chasquis todo el abiamiento necesario y el que no corría bien la posta y era haragán, le quebraban las piernas, y a sus hijos les criaban solo con panca, que significa maíz tostado, y sin que bebiesen más que una vez al día, y los probaban a ver si eran ligeros y prestos, para el propósito, y si no lo eran, les daban el mismo castigo, y así toda esta casta de Chasquis era de indios muy prestos y ligeros y que había entre ellos indios que alcanzaban una vicuña y le corría, y aun la pasaba con harto trecho de ventaja».[22]
Las casas de los chasquis se hallaban si[125]tuadas de trecho en trecho, a la distancia de cinco millas una casa de otra, y en cada casa había cuatro indios, vestidos con uniformes especiales que servían durante un mes, pasado el cual iban a descansar a las casas que habían construído con ese objeto, en donde se les daba de comer y y se les proveía de todo lo que necesitasen de los depósitos del Inca, siendo reemplazados en su puesto por otros de la misma casta. Estos chasquis gozaban entre les indios de muchos privilegios y deferencias y sus mujeres e hijos eran atendidos por cuenta del Estado. No tenían más ocupación que la de caminar en la forma enunciada, estando relevados de todo otro servicio o faena pública.
Además, en toda la longitud de los caminos y a la distancia de cuarenta a cincuenta leguas, se habían establecido posadas o tampus, provistas de toda clase de recursos tomados de la hacienda del Inca, y destinadas para alojar al soberano y a su comitiva, o a los que viajaban con carácter oficial.
Durante el período colonial ambos servicios, el de chasquis y tampus, decayeron rápidamente, a causa de los abusos y descuido de los conquistadores, siendo sustituidos por el de postas.
Este servicio, tal como ha llegado hasta nosotros, consiste en que en los caminos principales y a la distancia de cinco leguas, más o menos, exista un tambo, servido por un maestro[126] de posta ya mestizo o indio, que tiene a sus órdenes un determinado número de naturales, que se turnan anualmente y son enviados por las comunidades, a las que se ha impuesto tal obligación.
Los chasquis ya no gozan de las preeminencias, retribuciones y exenciones que tenían sus antepasados. Conocidos hoy con el nombre de postillones, desempeñan el rudo servicio de peatones y espoliques, mereciendo de los que los ocupan riguroso trato.
Los indios, a los que corresponde el turno, se despiden de sus familias, cual si fueran a una muerte segura. La noche antes de partir, hacen como Carlos V, sus funerales en vida, y al día siguiente todos sus parientes y amigos los acompañan llorando a voces, cual si condujeran un cadáver, hasta alguna distancia del pueblo, donde les hacen la cacharpaya, regresando de allí a sus casas.
Al ejecutar tales ceremonias, no pueden ser tachados los actores de exagerados. El servicio de posta, fué muy pesado para los indios. En los primeros tiempos de la República y en los posteriores, hasta hace un cuarto de siglo, los militares que llegaban a una posta, lo primero que hacían, apenas desmontaban de la bestia, era agarrar a sablazos, puntapies y puñetazos al indio encargado del servicio y después pedían lo que deseaban. El objeto era intimidarlos para ob[127]tener por ese medio todo gratis y no pagarles de ningún consumo ni servicio. En Bolivia, el militar ha sido hasta hace poco tiempo el opresor más cruel e inhumano que ha tenido el indio.
Contaba un militar envejecido en la carrera de las armas, que una ocasión llegó a una posta, en la que enfrenó y ensilló al indio encargado del establecimiento, por no haberle proporcionado inmediatamente la bestia y el postillón que necesitaba, a causa de que otros los habían agotado y, que hubiera montado en él, a no haberse presentado ese momento quien salvase del apuro al atribulado indio. El abusar de la mujer del postero, el dejarlo desprovisto de todo lo que tenía, el hacerlo caminar a la carrera delante de su caballería, el no aceptarle ninguna razón ni disculpa, y entenderse con él sólo a palos, ha sido el sistema que se ha seguido con esta desgraciada raza en aquellas casas.
El postillón, en los casos extraordinarios o cuando siente flojedad en los nervios, se pasa por los pies y pantorrillas grasa de vicuña y cree que con ese ingrediente restablecerá su vigor y se hará mas ligero.
El momento de partir sahuman las mujeres los pies de la bestia que ha de hacer la carre[128]ra y encomiendan al postillón a sus dioses penates. Este, parte tocando su bocina o pututu; en seguida cuelga a la espalda el instrumento y se pone en marcha. Cuando se halla en la cima de una altura o cerca de un poblado, descuelga el pututu y vuelve a soplarlo. Igual cosa hace cuando está próximo a la posta, en la que debe finalizar su corto y rápido viaje. Apenas llega se tiende de espaldas, con los pies levantados arriba y apoyadas las plantas contra la pared, y de esta manara descansa y restablece las fuerzas gastadas en el camino.
Los postillones que han cumplido su servicio, antes de abandonar la posta, hacen un día de verdadera fiesta y al volver a sus hogares creen haber salvado de una pesadilla y se entregan a nuevas borracheras.
Cuando el jefe de una familia tiene que emprender viaje largo, o de importancia, consulta al brujo para que le diga, si ha de ser aquel propicio o desgraciado; si conviene realizarlo o no, y según su respuesta, lo efectúa, alegre o triste. A falta de brujos hace los vaticinios con las hojas de la coca y también se guía por la manera de arder de la vela que ha encendido con ese objeto al santo de su devoción.
El día de la partida acompañan al que viaja hasta cierta distancia del camino, haciéndole beber chicha y licores en el trayecto, y después lo despiden vertiendo lágrimas, por lo que a este acto se llamaba jacharpaaña, es decir, despedir con lloriqueos y con pena de que se vaya; palabra que adulterada por el uso se ha convertido en cacharpaya, con la que actualmente se la conoce. Llenado el cumplido, regresa la comitiva embriagada no sin antes desear al viajero que le vaya bien en el camino y sea protegido por sus divinidades. Algunos, el momento de la separación echan sobre brasas encendidas alguna resina o queman algo en homenaje de la deidad que debe proteger al caminante.
Si el momento de la partida cruza raudo por los aires un cóndor, es signo de que el viaje será feliz y motiva la alegría del que lo efectúa, que desde ese momento camina alborozado, no dudando ya de su buen éxito.
Si un zorro se le presenta o aparece por el lado derecho del camino, anuncia al viajero que le sobrevendrá alguna desgracia, que puede evitarse invocando la protección del Huasa-Mallcu, y tomando las precauciones necesarias, pero si se muestra por el lado izquierdo, lo cree de pésimo augurio, no faltando quien renuncie al viaje, temeroso de lo que pueda ocurrir.
Ha llegado también a infiltrarse en las costumbres indígenas, la preocupación española de no principiar ningún negocio ni partir de su[130] casa el día martes. El conocido adagio: «día martes, no te cases ni te embarques, ni de tu casa te apartes», lo repite con frecuencia y es imposible que lo infrinja; si por mucha urgencia lo ha hecho, atribuye las desgracias que le suceden en el camino a esta circunstancia.
Constituye otro augurio funesto, que anuncia el seguro fracaso de lo que se proyecta o del objeto de un viaje, el encontrarse al salir de casa o en el trayecto con un tuerto. Por el contrario, si el encuentro es con un cojo, se tiene como buen presagio. Los negociantes y viajeros huyen siempre de la presencia del tuerto y buscan con ansia la del cojo.
Cuando el indio se ve cruzado en su camino por una vicuña, sigue tranquilo, pero si por huir tropieza con ella, es señal de que morirá; igual temor se apodera de su ánimo cuando el hecho le sucede con un venado.
Al paso tardo de las llamas o del poco ligero de las acémilas y burros, atraviesa largas distancias, entretenido en esas horas lentas y cansadas, en relatar historietas a sus compañeros o en escuchar las que ignoraba, referentes a sus antepasados, o a los lugares que toca, o a lo ocurrido en viajes anteriores, mientras con las manos, hila alguna vez, o hace labores de punto. En los viajes descubre el indio secretos de familia, porque se vuelve indiscreto y comunicativo, y adquiere experiencia y conocimientos útiles.
En las noches prefiere alojarse y dormir en campo raso, al aire libre, tanto por hábito adquirido, como porque sus bestias aprovechen del pasto existente, siéndole indiferentes los rigores del clima y de la intemperie. Su sueño es ligero y despierta al ruido más débil. Antes de acostarse se encomienda al Huasa-Mallcu, señor de los caminos y desiertos, para que los ladrones no le roben. Al día siguiente, si algún animal se le ha perdido o extraviado durante la noche, por el rastro que dejan sus pisadas, por ténues que sean, lo encuentra con seguridad. Rara vez falla en sus investigaciones; para que tal cosa suceda, es necesario que el viajero sea novel y poco ejercitado en rastrear. Al indio avezado a los viajes, le basta el más ligero indicio para dar con su semoviente perdido: es un rastreador insigne. Le roban, sólo cuando se ha dormido, y ésto, atribuye a haber empleado el ladrón algún brujerío con él para adormecerlo y hacer que nada sienta. A su vez, los ladrones indígenas son muy astutos, ágiles, listos y ejercitados para el robo. Ellos prefieren, sustraer sin dar muerte a su dueño, al contrario de lo que hacen el mestizo blanco, que en más de los casos matan para robar.
La veterinaria indígena se reduce al empleo de la orina y el alcohol, puestos en fomento a las bestias, en los casos de hinchazón, o para lavarles la matadura, si ésta se ha abierto. Sin embargo, si el indio pudiera emplear todos los re[132]medios posibles para sanar a sus animales lo haría con la mejor voluntad. En las mañanas, lo primero que hace, antes de volver a aparejarlos, es examinarles el lomo y la barriga y cuando encuentra alguna lastimadura siente un profundo pesar y se esmera en curarla. Es imposible que monte a su acémila por molido y cansado que esté, temeroso de maltratarla; sólo cabalga a la bestia agena. Cuando la suya se cansa, gustoso se echa a la espalda la carga, y la lleva hasta que se encuentre en posibilidad de conducirla de nuevo. Nunca castiga a los animales inofensivos, creyendo que quien, por maldad lo ejecuta, caerá en algunas desgracia.
Merced a ese inmenso cariño, el ganado lanar acrescienta en su poder. Apenas pare una llama u oveja, abriga a la cría, la coloca aún junto a su cuerpo para trasmitirle calor y sólo la aparta, cuando la vida del animalillo se halla salvada. Los mismos cuidados prodiga al ganado mayor que se enferma. La muerte de un cordero le hace sufrir mucho, y mayor es su pesar cuando se trata de un buey, o de un burro o acémila. La desesperación que experimenta entonces es superior a la causada por la muerte de un hijo.
Los indios esquilan el vellón de las llamas y corderos con el cuidado más exquisito, y cuando las llamas se encuentran en celo, realizan una fiesta ruidosa: mezclan a los machos con las hem[133]bras y les ayudan a introducir a éstas el miembro de aquellos.
Antecedentes tales pesan de sobra para que se hallen los aborígenes familiarizados con sus animales domésticos y aún salvajes, que viven en sus casas o en los campos. Triscan los corderillos junto a ellos, se les apegan y les siguen obedeciendo sus mandatos; el buey se hace manosear y uncir al yugo sin resistencia y el macho mañero o indómito les cede; el gallo canta a su lado, sin mostrarse uraño; las mismas viscachas tan ariscas para personas extrañas, cuando ellos andan cerca a sus madrigueras, no se espantan. Pero nada ama tanto el indio, en su simplicidad, como la naturaleza varia y libre, que le rodea. Lejos de las ciudades, albergado en casuchas miserables, ante montañas elevadas y erizadas de peñascos o cubiertas de nieves eternas, ante vastas y silenciosas llanuras y hondos valles, supone estar en su verdadero centro y vive contento. A la vista de las primeras flores, que en cada primavera, brotan en el campo y en sus sembrados, siente transportes y raptos vivos y profundos: su espíritu parece renacer con las plantas y vincularse más a la tierra, así como se entristece, cuando el invierno la amortaja y las heladas destruyen el tallo, hojas y botones de los vegetales. En los actos religiosos, el momento más solemne, se arrodilla, inclina la cara hasta pegar al suelo y lo besa con reverencia difícil de pintar, cual si para él no existiese otra deidad[134] que la tierra. En los caminos, sigue su ruta contento; su alma se expansiona y gozoso da rienda suelta a los efluvios del inmenso amor que siente por todo lo que le rodea.
El indio idolatra la naturaleza, a la que considera como la divinidad suprema, porque cree que la Pacha-Mama encierra en su seno las fuerzas creadoras de vida, que las prodiga a quienes confían en ella. Aprovechado de las condescendencias y avidez precuniaria de los clérigos, la rinde culto haciendo celebrar Misas a los cerros, campos, terrazgos, frutos, casas, lagunas, ríos y al ganado, y oyéndolas con profunda devoción, en el concepto, de que en esos objetos visibles la está adorando.
En sus viajes es imposible que el indio deje de encomendarse a su Achachila favorito, pidiéndole su protección. Cuando en el camino encuentra un peñasco o pedruzco, se aproxima a él y se destoca el sombrero, le saluda y reverencia, ofrendándole coca mascada que arroja sobre él y en seguida descansa a sus pies.
«Cosa muy usada era antiguamente, dice Arriaga, ahora no lo es menos, cuando suben algunas cuestas o cerros, o se cansan en el camino llegando a alguna piedra grande, que tienen ya señalada para este efecto, escupir sobre ella (y[135] por esto llaman a esta piedra y a esta ceremonia Tocanca) coca o maíz mascado, otras veces dejan allí las ojotas, o calzado viejo, o la Huarakca o unas soguillas, o manojillos de jichhus o paja, o ponen otras piedras pequeñas encima, y con esto dicen, que se les quita el cansancio».[23]
Esta costumbre con ligeras modificaciones, subsiste aún. El indio al llegar a la cumbre de alguna montaña, cerro o altura, casi involuntariamente repite la palabra sagrada de apachita y se aproxima al montón de piedras que siempre existe allí, formado por los pasajeros, y que constituye el altar eregido a la piedra del lugar, e inclinándose respetuoso, agrega al montón otro guijarro, diciendo: yo te ofrendo para que me des fuerzas, alejes el cansancio de mi cuerpo y me evites de infortunios. Después hace en el mochadero algunas combinaciones con piedrecillas, figurando ser casas o majadas, con ánimo de que su petición, así materializada, sea atendida o adorna alguna piedra con lanas o hilos de colores, manifestando ser industrias, a las que se dedica el ofrendante, y que pide vayan en auge. A continuación ofrece su sacrificio en este altar, sacando de su boca coca mascada, o de su alforja maíz tostado y arrojando con reverencia, al montón, o se descalza una sandalia y la pone encima, o hace una banderita con algún pedazo de[136] tela de su vestido y la coloca allí, o pone entre las piedras alguna pluma de ave. Se hinca de rodillas y pide a las piedras con toda su alma que le deje pasar con salud; que aparte de su camino las desgracias o chhijis, y le dé vigor para seguir su viaje. Se para, arranca un pelo de sus pestañas o cejas y se las ofrece, soplando al aire sobre la palma de la mano y después descansa en el lugar.
Al llegar a la ribera de un río, lo primero que hace el indio en metiendo el pie dentro, es saludar a las aguas, y bebiendo en el hueco de la mano dos o tres buchadas de ellas, aun cuando el líquido esté turbio, pedirle que le deje pasar sin causarle ningún daño y después de ofrecerle un poco de coca o maíz mascado, arrojando a la superficie, atravesarlo ya sin temor ninguno.
Las lluvias torrenciales se suspenden cuando los ríos se llevan algunas personas. El agua aplaca su voracidad con ese tributo humano, como los individuos sedientos, se calman bebiendo tan preciado líquido.
No constituye para el indio una gran desgracia el morir de esa manera, soportable y aun de desear le parece recibir el abrazo de la deidad acuática que lo ha elegido para llevárselo lejos tal vez a una mansión de delicias. Por último, piensa que alguien debe sacrificarse para que las tormentas no causen más desgracias.
También cesan los aguaceros cuando el rayo mata a una persona.
Las pascanas son los sitios de descanso o de alojamiento, los tiene por sagrados y al llegar a ellos los reverencian, bajándose el sombrero.
Las cuestas cansan demasiado cuando el subsuelo encierra substancias metalíferas.
En el camino se vuelven más supersticiosos de lo que realmente son y cualquier cosa extraña, grito o sonido particular, los alarma y lo tienen por avisos de sus divinidades para no hacerse sorprender por algún accidente improvisto.
El probable día en que el viajero debe llegar a su casa, es calculado por su familia, que va a su encuentro a la distancia de media legua, llevándole comida, chicha y aguardiente. Suele regirse para esto del anuncio de los sueños o del piar del chincol o pfichitanca.
El golpearse el codo involuntariamente es para ver a una persona querida después de mucho tiempo de separación.
El día de la llegada es siempre de alegría y embriaguez.
Concurren los parientes del viajero a darle la bienvenida y con este motivo se realiza una fiesta, llamada huiskju-jaraka o sea desate de sandalia[24], la que suele durar varios días.
[138] La esposa del recién llegado manda de obsequio a las familias de los amigos y parientes de su esposo y de ella, un poco de las especies de comer o beber que aquel ha traído, rogándoles que le hagan el favor de aceptar ese pequeño regalo. Los favorecidos tienen en mucha cuenta esta atención y cuando llega el caso de corresponder lo hacen de la misma manera.
El indio y el mestizo no sienten hastío ni se enferman con los largos viajes; apenas cesan los festejos de su llegada, vuelve a sus tareas ordinarias como si no hubiesen experimentado ninguna fatiga; son andariegos insignes, y los viajes más penosos los consideran como caminatas y se ríen de los sufrimientos de los blancos que para realizarlos dificultan tanto y tantos preparativos hacen.
En las carreras de resistencia, el indio es invencible: cruza enormes distancias en pocas horas y llega a la meta sin estar rendido por el[139] cansancio ni la sed.[25] Más de uno se hace acreedor, a que se le dirija el histórico dicho del Inca: que Tiay huanacu, siéntate huanaco, frase con la fué recibido, dice, en caso análogo, el mensajero que partiendo del Cuzco, llegó a la famosa y célebre capital de los kollas, en un tiempo relativamente corto, dando lugar a que el nombre del pueblo se cambie de Chucahara, en Tiahuanacu.
I.—Supersticiones referentes al embarazo, nacimiento y crianza de los niños.—II.—En la enfermedad y muerte de éstos.—III.—Relativas al amor sexual: la práctica de musurar.—IV.—Amores y matrimonios indígenas.—V.—Ideas predominantes en los concubinatos y matrimonios de la chola y de la india.
Desde el momento en que la mujer siente haber concebido (a cuyo acto llama hacutatha, si es en matrimonio, hacutaracatha, si fuera de él,[142] o también hapitatha y hapihuarkhatatha, respectivamente) evita comer garbanzos, por temor de que su hijo nazca cabezón. Igual cosa presume que le sucederá si no anda mucho y lleva vida sedentaria.
La mujer preñada o hapi[26] no debe ver un cadáver, ni manejar animales muertos, ni consentirlos próximos a ella, sino quiere dar a luz un hijo aquejado de raquitismo o sea larphata.
El parto no reviste entre los indios aquel solemne significado que tiene para las mujeres de razas superiores y civilizadas. Apenas la india siente los dolores, se retira a su casa, si el tiempo le alcanza, y allí realiza el alumbramiento, cuando no lo verifica al aire libre, por haber sido sorprendida en el campo, y llevando en brazos al recién nacido se recoge al hogar. En los más de los casos, pare sin recibir auxilios de ninguna persona extraña. A los dos o tres días del hecho, alguna vez, al día siguiente, se la ve trabajando cual si no hubiera estado de parto; de la única región del cuerpo que cuida es de las plantas de los pies, que las abriga para no resfriarse.
Durante el alumbramiento se acostumbra poner bajo la almohada de la enferma y sin que[143] ésta sepa, una tijera abierta en cruz y se clava en la puerta un cuchillo, con objeto de que no hagan daño al recién nacido los malos espíritus. También se pone un cuchillo o tijera junto a la criatura para dejarle sola en una habitación.
La placenta deberá enterrarse bien lavada y cubierta de flores, en paraje donde no llegue el sol, para evitar irritaciones en la matriz de la madre o enfermedades al párvulo. Añaden cuando ha sido varón el recién nacido, útiles de labranza o albañilería, pedazos de papel o de madera para que sea un buen agricultor o albañil, o un pequeño libro para que sea doctor o cura. Si es niña, dedal, aguja, o tijera de papel y figuras de enseres de cocina, para que sea una mujer hacendosa y buena madre de familia. Tienen por cosa cierta que la Pacha-Mama al recibir en su seno aquel objeto con tales agregados, concede lo que le piden.
El nacimiento de mellizos, pachahuahuas o pachachahatahuahuas lo tienen de mal agüero, como se dijo en otra parte. Al primero de los niños que sale a luz, llaman uisa, al segundo caka. Si son mujeres, a la primera, ahualla, a la segunda hispalla.
El que se entretiene en contar las estrellas tendrá numerosa prole.
Los esposos que no tienen descendencia y crían y miman un perro, apenas notan que les[144] nacerá un hijo, matan el perro para que este no pida a San Roque la muerte del recién nacido, a fin de no verse privado del cariño que le profesaban sus amos.
La criatura que nace muy desarrollada está destinada a morir pronto.
Un niño se enferma de los ojos, cuando alguna persona le ha dirigido miradas de odio o con ánimo de dañarle. Esta enfermedad llaman miqui.
El párvulo que llora y grita el momento que se le bautiza, vivirá hasta la vejez; si se orina durante la ceremonia, es señal de que morirá antes del año, así como cuando no llora en ese acto. Si tiene los piesecitos siempre fríos, también denota que no vivirá muchos meses; igual resultado anuncia la costumbre de morder el pezón del pecho de su madre al lactar, o la de comer tierra.
Para que un niño viva hay que criarlo con camisa de mujer.
No debe comer frijoles la que hace lactar, porque se le secará la leche en los pechos.
La abundancia de liendres en la cabeza de un niño es señal de que será huérfano.
Si a la madre que se encuentra fuera de su casa, le sale leche de sus pechos, es porque su niño está llorando y la reclama.
Cuando una criatura se atora la madre debe darle tres palmadas en el pecho e inmediatamente cesa el accidente.
La criatura que se besa las extremidades de los pies tardará en andar.
A la madre le duelen los pechos para que el hijo que hace lactar se enferme.
No debe rascarse la planta de los pies a los niños porque les da gusanera en el estómago.
Las criaturas lloran mucho en la noche cuando han sido agitados o llevados por el viento sus pañales en el día.
El niño que se chupa los dedos hace caer el cabello de su madre. Sucede lo mismo cuando ha fallecido, durante el período en que entran en putrefacción sus manecitas.
La madre que desea tener abundante leche debe hacer hervir chuño y tomar su caldo con frecuencia.
Se dice que un niño está catjata, es decir, agarrado, cuando se enferma a consecuencia de una caída, de haber llorado en el campo, o de haberse asustado, accidentes en los que creen que parte de su alma se ha desprendido con la conmoción del cuerpecito y quedándose a vagar en esos puntos, pugnan por reunirse a la otra, que sufre por ello. El tratamiento que siguen en estos casos, para curarlo, consiste en darle de comer un poco de tierra levantada del paraje donde ha ocurrido el hecho, y si esto no es bastante y sigue llorando, llaman al brujo o hechicera pa[146]ra que lo cure, quien, desde el primer momento manifiesta que su ánima se ha quedado en el lugar donde ha caído, llorado o asustádose, y que para su sanidad conviene recogerla. Con éste objeto hacen de los pañales o vestidos del niño enfermo un envoltorio, que tiene la forma de una criatura arropada, el que es conducido en brazos por aquél, quien, además, lleva consigo, confites, mixtura, figuritas de estaño y se dirige al sitio en que tuvo lugar el accidente, acompañado de algunas personas. Allí el brujo o hechicero azota el envoltorio, reconviniéndole, cual si hablara con un ser viviente, porque ha permitido que su anima lo abandone, y llama en seguida a ésta, con las palabras: Anima de mi niño querido vente; ánima adorada de mi niño vuélvete; ánima idolatrada de mi niño vámonos a casa. Tu cuna está dispuesta, tus pañales calientes, te espera el tierno regazo de tu pobre madre que llora por verte a su lado, que se desespera por estrecharte contra su pecho y que no sufras más el hambre y frío que reinan en estos desiertos y tristes lugares...
En seguida entierran en el sitio las especies que trajeron, ofreciéndolas a la Pacha-Mama y regresan a la carrera, haciendo acostar el envoltorio inmediatamente que llegan, junto al niño enfermo, con la seguridad de que este sanará debido a todo lo que se ha realizado en obsequio a él.
El niño pone el oído al suelo, en actitud de escuchar, cuando su madre está nuevamente embarazada y aquel siente que el feto llora y le llama.
Cuando la mujer se embaraza de una criatura de sexo contrario al que hace lactar, morirá éste; pero si ambos son del mismo sexo el hecho no le causará efecto mortal.
La cabecera de la cama debe ponerse hacia el norte para que un niño duerma tranquilo.
Al niño que acostumbra orinarse en la cama, en las noches, debe hacérsele mear sobre brasas, o sobre un pedazo de adobe caliente y que el vapor que se desprende, llegue a sus partes genitales y queda curado.
El hipo en los niños es señal de crecimiento; en los jóvenes y viejos, augurio de embriaguez.
Cuando un niño tiene que ser trasladado, de una casa a otra, hacen que el momento de conducirlo definitivamente, golpee la persona que lo lleva, con dos piedrecitas, llamando el ánima de aquel y rogándole que se venga íntegramente, porque sin ese procedimiento pueda quedar alguna fracción de ella y motivarle una enfermedad.
El niño que llora en su cumpleaños, anuncia que será de carácter cobarde cuando crezca.
El cabello con el que han nacido, debe cortarse a los niños para que no se críen soberbios.
El primer diente que bota un niño, debe colocarse en el agujero de un ratón para que tenga una buena dentadura.
Para hacer olvidar el cariño de un niño hay que lavar alguna especie sucia de la persona a quien quiere y hacerle beber esa agua.
Al niño que se amartela, hay que sacarlo de la casa, llevando consigo excremento de llama o cordero y algunas piedrecitas, y conducirlo a la vera de un río y obligar al paciente a que tire al agua una a una las piedrecitas y excrementos y la corriente se llevará la dolencia lejos.
El niño que corretea llevando las manos atrás, está destinado a morir, porque prepara sus alas para volar al cielo.
El que se frota mucho la nariz, manifiesta que adolece de gusanera.
El párvulo que nace muerto debe ser arrojado al río o quemado, para que su alma no vaya al limbo a sufrir.
La que hace lactar una niña, se niega a dar su pecho a un varón, porque supone que esto causará la muerte de aquella.
En ciertos casos, atribuyen la enfermedad del niño a un espíritu maligno, llamado Larilari[27] que ha logrado apoderarse de su cuerpo, y[149] para ahuyentarlo y hacer que sane, queman kkoa con añil en la habitación del enfermo, suponiendo que con el fuerte humo que debe producirse abandonará a su víctima. Dicen que el Larilari se hace visible en forma de un gato de pelaje colorado, que trepa a los árboles y de allí silba a los incautos, y los atrae. Apenas los ve próximos al árbol, baja rápido, y al escapar va a rozarse precisamente con ellos, inoculándoles el momento de pasar una enfermedad, cuyos síntomas son: ojos inyectados en sangre; cuerpo amorotado y decaimiento completo del organismo.
Las equímosis y manchas de sangre que resultan en el cadáver del niño, ya sea a causa de haberse producido una congestión pulmonar, o por otro motivo explicable, le culpan al larilari, quien aprovechando del descuido de la madre o de las encargadas de atender al enfermo, dicen, que maltrató y azotó su cuerpecito, hasta ocasionarle la muerte, según lo manifiestan esas señales.
El niño que duerme con los ojos abiertos morirá en temprana edad.
El que no se halla bautizado, se encuentra propenso a que le caiga el rayo.
La criatura moribunda sufre mucho y su agonía se dilata, mientras la madre está presente o la tiene en su regazo. Para morir tranquila y pronto, necesita no ver a su madre.
También el niño tiene una larga agonía, cuando espía las faltas de sus padres. Muere apacible si no las tienen y recibe oportunamente la bendición de su padrino.
Cuando dos niños que son parientes o pertenecen a personas amigas, que viven en una misma casa, mueren simultáneamente, dicen que se han puesto de acuerdo para marcharse juntos al otro mundo.
Los ojos del cadáver de un párvulo, permanecen abiertos, cuando debe seguirle su hermano o algún niño de su edad, en quien fijó la vista el momento de espirar.
La mortaja no debe ser adquirida ni puesta al pequeño cadáver por la misma madre, sino por la madrina o terceras personas. A quien infrinje esta costumbre le sucederá algo malo.
Los retazos que sobran de la mortaja de un párvulo, deben encerrarse en su ataud o enterrarse en su sepultura, porque, cuando algún pedazo queda en la casa, atrae desgracias.
Personas extrañas acostumbran añadir a la mortaja como adorno, una cinta o cordón, con objeto de que el alma del pequeñuelo que se convierte en ángel, les arroje desde lo alto un extremo de aquel cordón, para asirse de él y su[151]bir al cielo, cuando ellas mueran y llegue la ocasión de querer ascender allí.
Las especies sucias pertenecientes al finado, no deben lavarse mientras esté presente el cadáver, sino después de los tres días de su entierro, a fin de que su alma no pene, por la suciedad que ha dejado, y se presente con frecuencia a sus padres, en sueños.
Cuando muere un niño no debe llorarse porque se obstaculiza la rápida subida de su alma al cielo. El llanto de la madre conmueve al mismo Dios, quien ordena al alma de la criatura vuelva al mundo a consolarla y a secar sus lágrimas. En ese sentido, en vez de ascender al cielo baja y vaga en la tierra, clamando porque su madre tenga hijos que ocupen su lugar y la consuelen. Por eso la madre que llora mucho por un hijo muerto, tiene a la larga una numerosa prole.
Al niño que sana de una enfermedad no debe cortársele las uñas inmediatamente después de su convalescencia, porque vuelve el mal.
Para que sane por completo hay que darle de beber, en leche, la ceniza de un mechón de sus cabellos.
El niño tiene hambre voraz e insaciable cuando tiene que morir uno de sus padres, con cuyo fallecimiento se le calmará.
Sobre la cabeza del niño no debe ponerse plato, fuente ni objetos cóncavos, porque se en[152]torpece su crecimiento y se hace de pequeña estatura.
En la época del celo, dicen que el lagarto lleva atravesada en la boca un pedazo de paja, y sigue así a la hembra. El amante desdeñado deberá apropiarse de esa paja y envolver con ella un cabello de la mujer deseada y logrará que ésta cambie inmediatamente de sentimientos hacia él, haciendo que su aversión se trueque en ardiente amor y se le entregue por completo.
La mujer que no quiere ser abandonada por su amante le da en alguna bebida la sangre de su menstruación.
Para que la pasión se torne en odio, ingieren en alguna bebida, partículas del excremento de la persona que se quiere hacerla aborrecer y la dan a la que deba experimentar el cambio.
El cariño de una mujer también se obtiene poniendo bajo su cama ciertos amuletos, formados de plumas, conchas o piedras de color que se envuelven, en alguna especie suya.
La mujer que se halla acosada por un hombre, puede librarse de ser poseída por éste, con sólo partir o doblar el topo o prendedor con el que se asegura el manto, o tenerlo en la mano envuelto en un extremo de él; con esto hará que[153] los bríos de su perseguidor desfallezcan y se muestre repentinamente impotente para abusar de ella.
No debe contraerse matrimonio el día domingo, para que no abunden las desgracias en el nuevo hogar.
Cuando el momento, o después de la ceremonia del desposorio, se cae al suelo el anillo de compromiso, a uno de los novios, augura que morirá éste muy pronto. Si durante ella, o en el festín que celebran los novios, se rompe algún objeto destinado para el uso particular de éstos, denota que no habrá armonía entre ellos y que se separarán más o menos tarde.
Para triunfar en el corazón de un esposo o amante y poseerlo por completo, hay que azotar la nalga pelada de la rival, con uno de los zapatos que se usa. Se debe a esta superstición que la mujer del pueblo, haga esfuerzos en una riña, para derribar a su contraria al suelo y levantándole la falda y los refajos, sacarse un zapato de los pies y descargarle en nalga desnuda uno o dos golpes.
Los jóvenes que desean saber la clase de mujer que les corresponderá por esposa, consultan al brujo, quien escarba un sitio particular, si en él encuentra cabellos blancos, dice que se casarán con vieja, si negros con moza y si castaños con muchacha.
Para descubrir el cariño de la persona de quien se halla uno enamorado, acostumbran sacar[154] de la calavera de los cuys, un par de huecesitos con forma de animalillos, que llaman zorros, y echarlos en un vaso de chicha, si después de beber el líquido encuentran los huecesitos unidos, dicen que ambos se quieren, o bien que los sentimientos de aquella persona son fingidos. Este acto llaman simpasiña.
También hacen iguales consultas los jóvenes, con cordeles que revuelven en los dedos.
El amante que se retira vuelve a la casa de la mujer, de quien trata de apartarse, cuando ésta ha clavado tras de la puerta de su dormitorio, el calzado viejo perteneciente al pie derecho de aquél. Creen que con este acto ha quedado apresada una parte de su ser, que lo atraerá forzosamente al hogar desdeñado.
Los enamorados indígenas acostumbran pellizcar a sus parejas, si estas soportan el dolor que les causa el acto, y les responden con iguales pellizcos, suponen que están correspondidos.
El indio nunca besa a su enamorada; el beso, como manifestación de amor es desconocido en esta raza. Lo que hace, en los momentos de cariñosa intimidad, es agarrarla de las sienes con la palma de sus manos y frotarla con su barbilla la frente, causándole con este alago, llamado musuraña, una placentera sensación de voluptuosidad. La joven, cuanto más quiere a su[155] galán más a menudo le presenta su frente para recibir tal caricia.
El amor sexual es, entre los indios, libre, instintivo y desligado de trabas que lo coarten y de educación que lo dignifique.
El hombre posee a la joven soltera, casi siempre por la violencia; la fuerza y no la voluntad es la que prima en esos actos, sin motivar escándalo, ni atraer la cólera de los padres de la ofendida. Ninguna importancia dan a la virginidad de la mujer; por el contrario, la virginidad conservada por mucho tiempo, la consideran deprimente, como signo de haber sido despreciada por los hombres. Morirás doncella, dice la casada a la joven a quién trata de injuriar. La idea de llegar a la vejez y morir virgen, horroriza a la india: cree ésta que si tal cosa sucediera, su existencia resultaría, sin objeto e inútil. El amor, repiten, dignifica a la hembra, porque la hace cumplir su misión en la tierra, que es la de tener hijos y perpetuar la especie...
Semejante criterio proviene de la condición excepcional en la que está colocada la mujer en la economía doméstica, que le hace ver claro su destino. Desde muy niñas se crían en agreste libertad, dedicadas al pastoreo del ganado en campos apartados o desiertos, junto a varones[156] que se ocupan de las mismas tareas, con quienes se establecen relaciones estrechas de compañerismo, que dan lugar a que, presenciando juntos el frecuente ayuntamiento de los ganados, sientan despertarse precozmente en su naturaleza los instintos sexuales, y excitados por la ociosidad y el trato familiar y libre, se vean impulsadas a satisfacerlos, estando aún en la adolescencia.
Además, nunca han considerado las mujeres, desde los tiempos precolombianos, que fuera reprensible el dedicarse a carnales entretenimientos, cuando están solteras y no tienen amantes que las cohiban hacerlo. «También sorprende, dice Lorente, su manera de pensar [la del indio] sobre la castidad de las mujeres. Tenían en poco la de las solteras y solía ser estimada en más la que había sido más licenciosa. Tal vez procedían así porque en las mujeres de trato libre, y estimadas por eso de la muchedumbre, creían ver mujeres hacendosas que les ayudarían en sus faenas. Lo cierto es que concediendo tanta libertad a las solteras, condenaban a muerte a la casada que era convencida de adulterio».[28] «Andan vestidos de ropa de lana ellos y sus mujeres—dice por su parte Cieza de León—las cuales dicen que, puesto que antes que se casen pueden andar sueltamente, si después de entregada[157] al marido, le hace traición, usando de su cuerpo con otro varón, la mataban»[29]. Igual opinión tiene Garcilaso de la Vega, que dice: «Demás de esta burlería, consentían en muchas provincias del Collao, una gran infamia; y era, que las mujeres antes de casarse podían ser cuan malas quisiesen de sus personas, y las más disolutas se casaban más aina, como que fuese mayor calidad haber sido malísimas.»[30]
Debido a esa manera de pensar tradicional, la india casada o aynoni, es muy fiel a su esposo o ayno; en tanto que la soltera o huarmikkala es liviana, sin que ello sea un obstáculo para que se case. Con la chola ocurre lo mismo; se matrimonia después de haber tenido contacto con varios hombres. La diferencia está, en que la chola, si bien no tiene el concepto de la india sobre la virginidad, la cual, su pérdida la trasluce y la tiene a honra, cuando aún no es concubina o sipasi de alguien, tampoco es en aquella un inconveniente, para que no pueda contraer matrimonio[31].
Dividían las jóvenes o tahuakos, en cuatro categorías. A las hermosas llamaban paco-hakhllas; a las de mayor belleza, hanko-hakhllas; a las medianas huayrurus y al común de mozas, hahua-tahuakos.
El indio joven o huayna, que se ha enamorado de una joven y es correspondido por ésta a cuyo estado psicológico llaman huayllusiña, es decir, amarse tiernamente, para diferenciar del munasiña que significa quererse, pero en un sentido general, busca la ocasión para tener precisamente comercio ilícito con ella antes de casarse. Entre los indios el concubinato precede siempre al matrimonio. Y el concubinato lo inicia el varón obligando a la mujer a seguirle, con objeto de recobrar alguna prenda de vestir que le ha arrebatado al final de una entrevista. Es de uso entre ellos que la mujer vaya en pos de su enamorado sólo en este caso, siendo imposible que lo haga, sino ha ocurrido tal cosa, aunque esté ardiendo en deseos de hacerlo y nadie la coharte en su libertad. Conocedor el indio de[159] esta costumbre, apenas nota que su enamorada cede a sus insinuaciones, le quita violentamente el sombrero o el manto y se aparta apresurado. La joven entre risueña y aparentando enfado va siguiéndole hasta donde aquél cree conveniente pararse y esperarla, que es en un sitio regularmente solitario y cubierto a las miradas indiscretas.
Cuando se disgustan, la mujer le echa en cara ese acto, diciéndole: yo no te quise, tu abusaste de mi persona por la fuerza, y me hiciste tuya contra mi voluntad...
Los padres del indio que trata de contraer matrimonio se dirigen a la casa de la novia, llevando consigo aguardiente y un atadito de coca. Después de manifestar a los padres de ésta sus pretensiones, les invitan el aguardiente que han traído, quienes si aceptan la invitación y beben el aguardiente, lo que efectúan tras de muchos ruegos, se suponen que asienten a la petición; si por el contrario, se niegan a beber, es señal de que la rechazan, retirándose en seguida en este caso. A continuación de las copas de aguardiente viene el atadito de coca que los peticionarios alcanzan a los dueños de casa; si lo reciben y abren, está resuelta favorablemente la petición; entonces, el padre de la novia toma algunas hojas de la sagrada planta y les alcanza a los padres del novio, expresándoles que sea en buena hora el matrimonio, que haya armonía entre los futuros contrayentes, y que lleguen a tener bie[160]nes y sea el hombre el que domine su comarca. Reparte a los asistentes algunas hojas más y después el resto se lo guarda para devolver la manta o tari, al día siguiente vacía y atada de un modo especial. En el inesperado caso de retractación, el envoltorio es devuelto tal como fué recibido.
La ceremonia de la petición, conocida con la palabra sartasiña, es común entre los indios y mestizos, con la diferencia de que estos últimos no hacen uso de la coca. Generalmente suele degenerar el acto, cuando avienen las partes, en una orgía desenfrenada, en la que los concurrentes no se percatan de embriagarse por completo ni de cometer acciones las más licenciosas.
En el nombramiento de padrinos cuidan mucho de que estos sean de moralidad reconocida, trabajadores y buenos esposos, porque suponen que sus ahijados seguirán sus pasos. Los padrinos, dicen, son como la luz que alumbra y guía a aquellos en el sendero de la vida y si esa luz es mala, forzosamente andarán mal. Aseguran que entre padrinos y ahijados hay una correlación mental, que no debe olvidarse. Los últimos imitan siempre a los primeros, o disculpan sus faltas con los de estos.
Hasta hace poco tiempo, acostumbraban los indios mandar a la casa del cura a las indiecitas que debían contraer matrimonio próximamente, con objeto de que se las instruyera en el rezo con algunas prácticas religiosas, las cuales, cono[161]cidas con la denominación de depositadas, lejos de aprender nociones de moralidad, eran corrompidas por el cura, que abusando de la candidez y sencillo espíritu de estas, las hacían víctimas de sus lúbricos instintos, cuando no las abrumaban con fuertes trabajos, por lo que, en buena hora, llegó a suprimirse tal práctica.
Verificado el matrimonio, se distribuyen entre los padres de los novios, éstos y los padrinos los días en que cada cual hará su estival. Regularmente comienzan los novios, siendo este día el celebrado con mayor solemnidad. A mediodía vienen todos los parientes de aquellos, entre quienes, los tíos y cuñados con el nombre común de laris, y los parientes de la mujer de tollkas[32], son los que se distinguen en traer consigo para obsequiar a los recién desposados, una o dos cargas de algún producto del país, o un cordero y aun un torito; obsequios que en su caso están obligados a devolver a sus favorecedores. Después concurren los aynis, comprendiéndose en esta palabra a los obligados a corresponder a los contrayentes con algún objeto o dinero, lo que en otra ocasión lo recibieron uno de ellos o[162] de ambos. Conducen los aynis, dinero con el nombre de arcos, que varía entre diez, quince, veinticinco y treinta pesos fuertes, acondicionados en alguna fruta o charola bien adornada. Fuera de estos hay otros, que sin estar obligados traen sus arcos, con objeto de que les devuelvan los novios en su oportunidad, cuando tengan alguna fiesta, quienes se convierten, respecto a estos, en aynis. La deuda contraída en esta forma la consideran sagrada y es imposible que dejen de satisfacerla.
La finalidad perseguida con este sistema de entrega de especies y valores, sujetos a una devolución tardía, es dar a los recién casados, un corto capital, para que puedan subvenir a las múltiples necesidades del hogar que establecen. Los conductores traen sus especies al son de un tambor y pitu, o flauta indígena, cuyos agudos y alegres aires tienen por objeto principal llamar la atención del público.
Los novios permanecen en el día sin apartarse el uno del otro, ya sea que se encuentren sentados, hagan atenciones o se levanten a recibir los obsequios. Cuando uno de ellos siente alguna necesidad corporal, participa a su consorte; ambos acompañados de los padrinos salen fuera y después de llenar su objeto, regresan siempre juntos. La preocupación es que no deben separarse ni un solo instante para que así vivan en su nuevo estado y que la infidelidad no[163] turbe con sus ásperos y disolventes sinsabores la paz y armonía del hogar que se forma bajo tan felices auspicios.
La fiesta que se desarrolla durante el día es bulliciosa y de excesiva embriaguez. Los más cuando llega la noche se encuentran en estado de no poderse tener ya en pie. El momento en que deben recogerse a dormir los novios, la madre del esposo conduce a su nuera o yojjccha, hasta el dintel de la puerta del dormitorio, desde donde se hace cargo la madrina. Al novio lo acompañan hasta el mismo linde, el suegro, y lo entrega al padrino, todos juntos, con un par de velas encendidas en la mano, penetran a la habitación, dan una vuelta el lecho nupcial, apagan las luces y mientras dura la oscuridad, dice el padrino, dirigiéndose a sus ahijados: Hijos míos, así como se han apagado estas velas, ha terminado vuestra vida libre de solteros, ahora otra luz, la luz sagrada del himeneo alumbrará vuestra existencia futura, si vosotros la alimentáis siempre con vuestro recíproco cariño, con el trabajo y la mutua protección que os prestéis, ella nunca se oscurecerá y seréis felices, sino Dios os compadezca.
En seguida prenden nuevamente las velas, se despiden los padres y demás acompañantes, quedando los padrinos solos con sus ahijados. El padrino desviste al novio y lo acuesta; la madrina hace lo mismo con la novia, después, recomendándoles que sean esposos ejemplares y ten[164]gan numerosa prole, se retiran cerrando la puerta por fuera. Junto a ella, los concurrentes a la boda hacen reventar cohetes y comienzan los hombres a gritar que el nuevo vástago que nazca sea varón, y las mujeres que sea del sexo femenino.
La fiesta se realiza al día siguiente en la casa de los padres y el tercer día en la de los padrinos. Prácticas son estas de las que no pueden prescindir, sin causar murmuraciones en la comarca.
Correspondiendo a los padrinos de sus afanes y gastos, los recién casados, cuando aquellos invisten alguna función pública, están obligados a visitarlos a medio año, al son de tambor y flauta, llevándoles algunos obsequios y haciéndoles beber ese día. Llaman este cumplido chicancha.
Las vinculaciones que se forman con motivo de los padrinazgos y compadrazgos, son fuertes en las clases populares, estando comúnmente obligados los ahijados a seguir las opiniones políticas de sus padrinos o compadres, o siquiera ayudarlos y servirlos cuantas veces estos se les exijan.
En las discordias matrimoniales, son los padrinos, los que intervienen para zanjar las diferencias que se suscitan y devolver la tranquilidad y armonía en el hogar de los ahijados, con sus amonestaciones autorizadas; si a pesar de los[165] consejos se desquicia el matrimonio, los padrinos se enojan con el culpable y no vuelven a dirigirle la palabra y se constituyen en protectores de la inocente.
Desde el momento que la mujer del pueblo o india se compromete a ser concubina o se matrimonia con un hombre, cree que éste no sólo dispone de su persona sino también de su existencia. La chola y la india son por lo regular sobrias, laboriosas y económicas; se absorven en los quehaceres de la casa y cuando el hombre descuida el sostenimiento de la familia, ellas se arbitran recursos y con su diligencia, evitan que sus hijos perezcan de hambre; no se abaten en los trances más difíciles; miden las dificultades y las vencen mediante los esfuerzos de su poderosa voluntad. Sabia y previsora se muestra la Providencia al haber dado por compañera a un ser tan defectuoso como el cholo, una criatura abnegada y hacendosa como la chola, sin cuya cooperación sería imposible la subsistencia de la familia en esta clase.
Admirable es la resignación de la mujer plebeya para soportar las privaciones, causadas por la conducta disipada de su hombre, y las violencias y malos tratos que la prodiga, y cuanto más vicioso y violento es, mayor apego manifies[166]ta por él. La chola prefiere siempre al peor entre los que se presentan a ser sus concubinarios; está en su naturaleza decidirse por quien no merece la pena de sacrificarse. Ella se compromete gustosa, con el mal entretenido, con el petardista, con el matón, y el soldado, por lo menos si produce en su ánimo la ilusión de la fuerza, del abuso y del mayor encanto masculino, antes que con el hombre de bien; prefiere una vida desordenada a las ventajas de un hogar normal. Es partidaria convencida de la unión libre, y cuando alguien le pregunta, por que no se casa, responde risueña: porque es mejor estar unida al hombre que se quiere por su propia voluntad y no por haberlo dispuesto el cura... De cien cholas, son casadas cuando más cuarenta, y de estas viven separadas de sus esposos la mitad. No dan gran importancia al matrimonio ni las atrae. El concubinato tiene entre las cholas mayor fuerza de vinculación, porque les representa la poesía de la vida, el triunfo del amor, causándoles por lo mismo, más respeto que el contrato establecido con arreglo a los ritos eclesiásticos o leyes civiles. Los casados se separan fácilmente, porque pronto se hastían con la rigidez moral, con el monótono cumplimiento de sus deberes y el prosaísmo de este estado, pero los amancebados con mucha dificultad. Están convencidas de que sus hombres tienen derecho de pegarlas, de darles malos tratos y de que las puñadas y puntapies,[167] hacen parte de las caricias del amor. Después de una pelea, exclaman conformes: soy su chola: tiene mi amante derecho de pegarme, porque me quiere me pega, y condensan esa conducta brutal, en el conocido adagio: donde no hay makacu, no hay munacu, es decir: donde no hay palos, no hay amor. Lo raro en la chola y en la india es que las palizas producen el efecto de infundir en ellas un profundo cariño al esposo o al amante que las prodiga y hacerlas preferir cualquier sufrimiento antes que la separación.
Nacida la chola de la promiscuidad del blanco con la india, en esos momentos libres en que la fuerza de transformación étnica de la especie, hace olvidar toda distinción y miramientos impuestos por la cultura y triunfar los instintos animales, se distingue en sus ideas por la ausencia de concepciones morales, en sus sentimientos por el apasionamiento, en sus juicios por la parcialidad y en sus caprichos por el ardimiento con que los hacen triunfar a todo trance.
Ha heredado de la india su fortaleza y del blanco su audacia. Desempeña en la casa y fuera de ella, cuantas ocupaciones se le ofrezcan, sin arredrarse ante ninguna labor ardua, con tal de aliviar sus necesidades o las de su prole y ganar dinero. Ella es vivandera, mercachifle, tejedora, cocinera, lavandera, etc., etc., parece llevar sobre sus espaldas la carga de todo un pue[168]blo, como dice un escritor chileno. Es por lo común de facciones toscas, aunque no faltan bonitas. Estos tipos agraciados suelen resultar de un feliz cruzamiento.
«Visten ordinariamente una falda roja, azul, verde o café, superpuesta sobre otras muchas que le hacen verse como si llevara bajo su ropa una crinolina. Estas faldas son cortas, llegan poco más abajo de la rodilla y dejan ver las piernas bien torneadas cubiertas por botas de caña muy larga y pretenciosa. El pie es breve, gordo, de empeine eminente. Sobre la cabeza llevan un minúsculo sombrero de pita, muy blanco y revestido de cierta materia que lo hace brillante. Dos trenzas descienden bajo de él, hasta las espaldas. Toda chola luce hermosos pendientes, joyas antiguas y rudas, en las cuales, viejas perlas albean con raros orientes. Sobre sus hombros ostentan chales multicolores, los unos rojos, o azules, los otros verdes o amarillos, los más de simple dibujo escocés, semejantes a los rebozos de nuestras mujeres del pueblo...
«En los días de fiesta su tocado es muy primoroso. Para entonces los chales de seda bordados de color celeste, lila o azul, las joyas macizas, las botas de seda rosa, las enaguas con encajes prolijos y costosos, y el jubón de felpa... Ella cree que el summum de la elegancia es vestir faldas abultadas, de colores fuertes y tan cortas que dejan ver la caña entera de las[169] botas caladas y aún un poco de la media rosada o celeste».[33]
En su traje, que es una transición entre el vestido de la blanca y el de la india, descubre la chola su gracia decorativa, su amor a atavíos polícromos, que hagan más atrayentes las exuberancias de sus carnes sensuales y llenas de vida. Es coqueta por inclinación natural y frágil por temperamento; gusta agradar y ser cortejada, y cuando alguna vez ama de veras es de pasiones ardientes. Nada le importa atropellar con tal de poseer y vivir con el bien amado de su corazón. A sus hijos consagra los cariños más vehementes, y ninguna fatiga ahorra para criarlos y darles educación, por que después no se avergüencen de su origen.
Las cholas sobresalen, además, por su decir sin trabas ni pelos en la lengua. En las riñas tienen particular gracia para insultar a su contrincante en lenguaje pintoresco, recargado de figuras retóricas e ingeniosas que mueven más a risa que a disgusto cuando se las escucha.
La mujer en la familia india, sin embargo de que trabaja a la par de su marido, ocupa un lugar secundario, sin derecho para observar[170] los contratos, o lo que hace éste. Supone que la intervención de la mujer hace que cualquier negocio salga mal. En una hacienda, cuando muere el propietario y queda el fundo a cargo de su viuda, los colonos comienzan a desalentarse y todos piensan, que se harán bajo ese dominio afeminados y cobardes. A la mujer no le conceden capacidad para dar un buen consejo, ni realizar con acierto ninguna cosa, y cuando notan que merced a ella han salido bien en un asunto, se desentienden y es imposible que el indio reconozca esa verdad. Más que compañera, sirve a su marido, como esclava; cultiva sus campos, mientras él pasa la vida entregado a indolente ociosidad o se alquila como jornalero; le prepara la comida y cría a los hijos. Cuando viaja, ella es quien va a pie, tras de su marido, caballero en el asno. Al incesante trabajo con que abruma a su mujer, se agrega el trato brutal que le da pegándola cada vez y con mayor rigor cuando está borracho, en cuyo estado la empeña de los cabellos, la golpea de la cara y cuerpo con mucha rudeza. Esta falta de benevolencia, lejos de entibiar el afecto de la mujer hacia su hombre, la hace encariñarse más de él, como se ha dicho, porque supone que los maltratos son manifestaciones del profundo amor que le profesa. El que no es celoso y no pega no tiene cariño, por su mujer, dicen, y temen más la indiferencia, que la consideran precursora del desapego y olvido que las zurras cuando alguien la favorece el momento[171] que la está pegando su marido o concubinario, se molesta contra éste y generalmente le reprocha por su intervención.
El indio es implacable en sus celos y castiga duramente a su mujer cuando sospecha de ella. «Tienen sobre este punto, supersticiones singulares», dice Haenke. «Cuando van de viaje, curiosos de saber las ofensas que su mujer les hace, dejan en un paraje extraviado un montoncito de piedras, las que a la vuelta buscan con cuidado en el sitio que marcaron, cuentan las piedras y, si les faltan algunas, eso les indica otras tantas culpas en la consorte. Otros ponen, en algún agujero de pared o piedra un poco de coca mascada o trapo liado con ella, y si cuando vuelven hallan el trapillo fuera de su agujero y desatado es señal que les ha ofendido su mujer, y llueven palos y golpes sobre la desdichada».[34]
El indio es comúnmente monógamo, cuando tiene una mujer distinta de la propia, abandona a ésta o la mata, y vive con aquella. Los archivos judiciales registran frecuentes casos en este orden. Nunca cohabita con dos mujeres a la vez, ni sus facultades económicas le alcanzan para ello. Además, el indio que tal hace, es ma[172]lmirado y aún repudiado por los de su clase.
El padre o jefe de la casa ejerce la patria potestad en una forma absoluta sobre los hijos, sin que la mujer tenga derecho para contrariar sus determinaciones. Los indios son tan apegados a su prole, que sólo se desprenden de ella, cuando no tienen con qué alimentarla, y mientras pasen los momentos de crisis, para después recogerla de cualquier modo. El hijo representa en la familia indígena un factor económico, ayudando a sus padres, desde tierna edad, en las faenas agrícolas y en apacentar el ganado, como en otra parte se dijo. Las viudas y solteras con hijos, se casan más pronto que las que no los tienen. Las mujeres que no conciben, son profundamente despreciadas por los hombres. La esterilidad constituye una verdadera desgracia en la india.
Entre las preocupaciones dominantes en los matrimonios indígenas, llama la atención la que tienen los recién casados, de no querer prestar dinero a intereses por más que lo tengan, bajo el pretexto de que siendo reciente su unión, apenas cuentan lo necesario para vivir. Mantienen la idea de que, dando ese capital a otros, lo que debían ganar los prestamistas en su nuevo estado, se los lleva un extraño. Al principio debe trabajarse, dicen, y sólo lo que se ha ganado debe darse a crédito.
Desgraciado del que quebranta este precepto: el marido se hará flojo y la fortuna se di[173]sipará sin saberse cómo.
A un hombre le duele la muela sin estar picada, cuando su esposa o concubina le es infiel.
El líquido proveniente de haberse hecho hervir un casco de mula, o que contiene raspaduras de este objeto, esteriliza a la mujer que lo bebe.
La mujer que acostumbra sentarse en las puertas hace mucho hablar mal de su persona.
No se debe prestar dinero, cobrar ni pagar deudas de noche, porque la fortuna huye del que lo hace.
Al hombre soltero que mantiene relaciones ilícitas con mujer casada o viceversa, les sale mal todo, porque se vuelven aciagos, o sea kchenchas.
La mujer que se amanceba con un sacerdote se convierte, en la otra vida, en mula, y en esta, cuando su alma se desprende del cuerpo, toma siempre la forma de mula, y la de sus hijos de candeleros, de los cuales el diablo se sirve para darse luz en sus fechorías.
El que causa un grave daño, es empujado por los espíritus vengadores, al encuentro del castigo en un momento denominado hora de burro, en que su entendimiento se ciega y obra en forma inexplicable para sí y para los que se interiorizan del hecho. La hora de burro persigue a los malafes.
I.—Los alferazgos y sus excesos; prestes y la práctica de curar el cuerpo.—II.—Particularidades del carnaval.—III.—La khespía.—IV.—La chicha y su fiesta en Cochabamba; educación de la mujer cochabambina. La chicha, licor nacional.—V.—Lo que fué la fiesta de la Cruz en La Paz. Phuma-cancha y el sihuay-sahua.—VI.—Los altares del Corpus.—VII.—La víspera y el día de San Juan Bautista.—VIII.—Los compadrazgos.—IX.—El taripacu.—X.—Varias supersticiones complementarias y lo que se entiende por arujaña.
La persona que quiere conmemorar el día del santo titular o patrono de la capilla o pueblo de donde es domiciliario, o que con ese objeto es nombrado por su párroco, por haberle llegado el turno, se inviste del cargo el mismo día del santo, o después que su antecesor ha finalizado con las obligaciones que se impuso el año anterior. Al recién designado que toma, desde luego, el título de alferez le corresponde celebrar la fiesta al año entrante. El número de estos alfereces, varía en razón de la mayor o menor popularidad que rodea al santo por sus milagros. Hay ocasiones, cuando la efigie tiene prestigio de milagrosa, que se reciben hasta quince personas, otras, no pasan de uno, y éste se compromete, sólo porque la costumbre no desaparezca del lugar.
El nombrado, apenas lo aclaman el párroco y los asistentes, se dirige a su casa, conduciendo el guión de la iglesia, acompañado de su familia, compadres y amigos, y allí es felicitado y motivo de ceremoniosas atenciones, pasadas las cuales se disuelve el grupo. Desde entonces aquél no tiene otra preocupación que pasar bien su fiesta: trabaja noche y día, acopia víveres, hace sus viajes, se fatiga y suda incesante, todo por tener dinero y por que llegada su fiesta, se realice ella con pompa inusitada, de tal suerte, que digan en[177] el pueblo que fué la más solemne y la mejor de cuantas se sucedieron en la comarca.
Próximo el esperado día, el alferez visita al cura, trayéndole regalos y sus derechos que suelen ser de diez a cuarenta bolivianos, que se los paga en el acto. La víspera obsequia ceras al templo y alguna especie al santo, lo que llama obra. Estos objetos son conducidos con gran ostentación, por individuos que se ponen en fila, llevando cada acompañante, colgada de la mano una cera adornada o en el regazo flores. El párroco los recibe en el templo, mostrándose muy ceremonioso y presumido; arreglan en seguida el altar del santo y visten a este con sus mejores ropas. Más tarde hace el clérigo las vísperas y después, en el atrio del templo o en la casa del alfarez, comienzan a beber licores, aunque sin excederse mucho.
Al siguiente día, desde la mañana, empiezan a servirse tazas de bebidas calientes mezcladas con abundante aguardiente, de tal manera que cuando llega el momento de asistir a la misa el alferez se halla achispado, pero no al extremo de no poder asistir a esa ceremonia religiosa, lo cual a suceder, habría causado gran escándalo en el pueblo. Asiste a la misa vestido de su mejor traje, y seguido de su comitiva. El cura lo coloca en lugar preferente y le presta durante su estadía en el templo las deferencias prescritas por el ritual. Si hay procesión lleva el guión y[178] terminadas las solemnidades de iglesia, vuelve a su casa en medio de acompañantes, entre quienes nunca faltan el cura, el corregidor y demás funcionarios de la localidad.
Constituídos en la morada del alferez, se reanuda la borrachera interrumpida. Las copas de bebidas alcohólicas son vaciadas a menudo; el brevaje o ponche desprendiendo acre vapor de aguardiente, va siendo renovado en las tazas con frecuencia. Los aynis, se presentan a medida que pasan las horas, con arcos y obsequios de víveres. Con mayores o menores presentes, concurren también los tíos o laris y los tollkas o parientes y compadres y los que hacen su cumplido por primera vez. Al atardecer, el alferez con su cortejo de borrachos, sale en pandilla, a recorrer la plaza y mostrarse al público, haciendo rueda en las esquinas y constante rebullicio en todas partes. De regreso a la casa y durante las primeras horas de la noche se entregan los concurrentes a un furioso baile y a beber, en cada descanso o intermedio, tazas de bebida caliente, vasos de chicha, alcoholizándose al extremo de que, cuando llega la hora de dormir, todos, hombres y mujeres, se encuentran completamente embriagados, no faltando quienes se hallan roncando en sus mismos asientos.
Apagadas las luces, comienzan, los que holgar aún pueden, por apoderarse y poseer a las primeras mujeres que se les vienen a las manos y que las encuentran tan acaloradas y dispuestas[179] como ellos lo están. Esto, que se conoce con la gráfica palabra de gateo, consideran las clases populares tan natural que nadie extraña ni se da por ofendido de ello. Ninguna idea de profanación al santo, cuyo día se solemniza, cruza por la mente de los actores y contiene su ejecución en esas bacanales litúrgicas. La fuerza de la costumbre, sostenida por una devoción sensual y desenfrenada, hace que esos actos sean de uso corriente y tengan el carácter de sabroso complemento a la fiesta religiosa. Al otro día, todos despiertan en sus propias camas, como si nada hubiera ocurrido durante la noche; repiten la diversión con más entusiasmo y mayores apetitos alcohólicos que el día anterior; y así siguen días consecutivos, hasta agotar provisiones, resistencia, salud y no poder ya más.
En la importante y extensa provincia de Chayanta, como en toda población de aborígenes, cada indio que valer quiere, está obligado a pasar la fiesta llamada de tabla, porque entre los naturales, quien no se encarga de esa celebración, siquiera por una vez, en el curso de su existencia, es despreciado por los demás y mirado como ser inferior a sus congéneres. Los curas han conseguido inculcar esta idea en el cerebro indígena con sus constantes prédicas y amigables exhortaciones. «Perro es y no gente, repiten con frecuencia y en cualquier circunstancia o acto público, quien no festeja al patrono de su pueblo». Los que han llenado tan onerosa función[180] les apoyan, por egoísmo y deseo de no ser los únicos arruinados por la fiesta.
Finalizados los preparativos, como se tiene dicho, visitan al cura la víspera, llevándole sus derechos que son quince bolivianos, además obsequios de papas, pan, cebollas, trigo pelado y cordero desollado. El cura les da la propina o ttinka, consistente en una botella de alcohol y entrega al alferez el guión de la iglesia. Los indios se retiran borrachos de la casa cural, haciendo algazara y gritando por la plaza y calles, cer, cer con lo que dan a entender que se refieren al cerro de Potosí. Este cerro lo tienen como a su Achachila, aunque terrible para ellos y generoso para los blancos. Los recuerdos del período colonial, no se han borrado de la memoria de los indios.
Después de haberse llevado a cabo la procesión acostumbrada del santo, el cura presta su caballo al alferez, el que montado sobre él recorre por dos veces la plaza, vestido de general o coronel, con el guión en la mano y entre los relinchos y aclamaciones de los curiosos, música de los bailarines y el toque de campanas. Es necesario que caiga de su cabalgadura una o dos veces, para que con los golpes que recibe enardezca más y más el entusiasmo de la concurrencia, que, para mejor hacerlo, comisiona a uno de los suyos para que espante al rocin sacerdotal, con un pollo vivo que le entrega. De trecho en trecho, cuando el ginete no cae, desmonta de su cabalga[181]dura y con los acompañantes se ponen a beber aguardiente y a bailar alrededor del guión. Terminado el paseo ecuestre, se retira borracho y magullado a su estancia, acompañado de sus cofrades. Las mujeres se encuentran obligadas a conducirlo cargado sobre sus espaldas, desde la salida del pueblo hasta su casa, alternándose las cargadoras, momento a momento y a medida que se cansan. Es el único gaje que goza el alferez, en pago de las muchas molestias y gastos que le han proporcionado.
Se denomina preste al individuo que ha manifestado su voluntad para celebrar el aniversario de alguna fiesta religiosa. Para el efecto el interesado, que comúnmente es una mujer obrera o chola, comienza por enviar uno o dos meses antes de la fiesta, tarjetas de recuerdo a las personas que se han comprometido a prestarle su ayuda o cooperación pecuniarias, según la lista formada en su oportunidad. Entre estas, las hay de diversas condiciones; las llamadas de foco, son las que se han encargado de costear cierto número de focos de luz eléctrica, lámparas o ceras, quienes al recibo de la tarjeta, envían la cantidad respectiva de dinero; otras que han anunciado que pagarán la banda de música, ya sea para la víspera o misa, también mandan su cuota las que deben abonar las vísperas, igualmente remiten la suya, la del sermón, el precio que ha de costar, y así cada cual cumple su oferta. Las que mayores sumas erogan entre estas[182] colaboradoras, son las que se han obligado a cancelar al párroco la novena, trecena o quincena que hará rezar a los fieles, ya sea en la mañana o en la noche, por lo que son siempre dos las que se encargan. Estas convienen directamente con el clérigo y avisan a la preste para que asista al acto. En la mañana y durante la misa, se entrega a la preste una cera ardiendo, lo que la llena de satisfacción y orgullo, porque todas las miradas se dirigen a ella y para ella son todas las atenciones.
A las encargadas de esta parte del festival, así como a la que aspira a recibirse de preste y lo ha manifestado, les envían de visita la efigie de un Niño Jesús, en bulto, muy ataviado, con sombrerito y calzados relucientes de plata, traje de raso, adornado con bordado y alamares de oro, bastoncito de este metal, quien permanece en cada una de ellas dos o tres días, pasados los cuales es recogido con igual solemnidad con que se le trajo, habiendo quedado, con su presencia, cerrado el compromiso, con el sello de una imposible retractación.
El día antes de la fiesta se reparten invitaciones para que concurran tanto a las vísperas como a la misa solemne que ha de celebrarse en la mañana siguiente, acompañándolas, para determinadas mujeres, consideradas meritorias y de respeto, bracerillos de plata, vulgarmente calificados de sahumerios, con la mira de que los traigan con carbones encendidos y alimentados[183] con materias aromáticas, a fin de que el humo que hagan, perfume a la santa imagen, en su trayecto, de la casa al templo y en su regreso.
La víspera en la noche, acomódase la preste con su comitiva en el atrio del templo y allí les hace beber ponches y tazas de té con abundante alcohol mientras la música entona aires nacionales, truenan a menudo los cohetes y estallan fuegos artificiales.
A la misa concurre aquélla bien trajeada y adornada de joyas de oro, ocupando en el templo el lugar de preferencia. Terminada la ceremonia, se presenta al público llevando en las manos al Niño Jesús y sigue su camino a la cabeza de su comitiva en medio del humo aromático, que desprenden los bracerillos.
La preste apenas llega a la casa, es objeto de calurosas felicitaciones y enhorabuenas de costumbre. A continuación se destapan botellas y comienza el servicio no interrumpido de copas de licores alcohólicos. A las dos de la tarde, achispados y alegres, pasan a ocupar su asiento, junto a la larga mesa enmantelada limpiamente y cubierta de carnes friambradas, panes, tortas, pasteles, biscochuelos, galletas, pastillas de chocolate, confites y abundantes botellas de vino, pisco, cerveza, y toman las once o lunch, como se estila calificar tan copiosa alimentación. Al final del agazajo, nombran, por votación, a la persona que debe celebrar la fiesta al año entrante, e inmediatamente le colocan delante al Niño Jesús[184] la aclaman y echan con mixtura y le ponen una banda tricolor. En caso de excusa o resistencia para aceptar el nombramiento se busca otra persona. Y, cuando nadie quiere aceptar, suelen traer una gran torta cortada en tajadas, habiendo introducido ocultamente en una de ellas el bastón del Niño y las distribuyen a los asistentes. Quien descubre en su rebanada el bastón, es elegida, ya no, según ellos, por acto humano, sino por el mismo Dios, lo que la hace aceptar el nombramiento sin titubeos, con cierta docilidad, que pone en claro, que el mandato concuerda con su voluntad y gusto. A raíz del hecho y sin dar tregua al entusiasmo y nerviosa agitación que despertara él, se forma la lista de las personas que se prestan a ayudar a la nueva preste con alguno de los gastos o funciones ya enunciadas, lista que se la entregan después de revisada y cuidadosamente enmendada.
Satisfechos los ánimos con la designación de la sucesora, y los estómagos con abundantes alimentos, regocijada la sangre en las venas con las bebidas, abandonan los asistentes la mesa y principia el ruidoso baile, el cual sólo se interrumpe para volver a ocupar de nuevo la mesa a la hora del yantar y ahitos de comidas y licores, regresan después a la sala del baile a continuar con la danza y el bureo hasta horas avanzadas de la noche.
Al día siguiente se presentan nuevamente los invitados del día anterior, ansiosos de comen[185]tar los incidentes que hubiesen sucedido en la noche y de repetir el jolgorio a pretexto de curar el cuerpo. Esta frase inventada y religiosamente practicada por los alcohólicos se ha convertido en la memoria popular en artículo de fe, que sirve de disculpa a los que se embriagan días consecutivos. «La mordedura del perro se cura con la lana del mismo animal», dicen estos y continúan desgastando sus fuerzas y sus organismos con tantas libaciones y placeres.
La noche del segundo o tercer día, acompañan a su casa a la nueva preste, llevando siempre al Niño Jesús, que es el encargado de presidir, en todos estos correteos báquicos, donde se reproduce el consumo de licores. De esta manera, en una y otra parte, siguen las gentes del pueblo derrochando su salud y dinero, hasta enfermarse de veras, y sólo entonces se pone punto final al pasado regocijo.
De prestes pasan también los indios, con la diferencia de que los gastos son menores a los realizados por el cholo, o a los que realizan en los alferazgos. La principal fiesta que demanda enormes gastos, es la de la Virgen de Copacabana, y, a quien desempeña la función de preste en aquella, se le tiene en mucha cuenta.
El interés de ser recompensado en alguna forma por la imagen religiosa festejada y la de darse importancia, influyen grandemente en los cholos, más que la devoción o algún ideal místico, el que ocupa lugar muy secundario en su ánimo[186] y miras, para que no se arredren en aceptar y desempeñar tan honrosos cargos, así como impulsan al indio para ello, el deseo de divertirse, embriagarse a sus anchas, y el de satisfacer su pedantesca vanidad. Soy gente, pregona y repite en toda ocasión, el indio que fué alferez o preste, y desde que pasa su fiesta, anda orgulloso y orondo.
Ninguna fiesta ha llegado a adaptarse tanto al carácter de la raza, hasta tomar un aspecto indígena en sus manifestaciones, como el carnaval. Las clases populares, sin exclusión de sexos y edades, la esperan con ansias, se ejercitan con anticipación en las danzas; acopian de antemano provisiones de boca y licores para celebrarla con el mayor entusiasmo posible.
Llegado el domingo de Carnaval, el deseo de gozar se apodera de todos los corazones; una corriente de alegría comienza a hormiguear en los espíritus, aumentando de intensidad, y a medida que avanzan las horas, que se consumen bebidas y se propaga el entusiasmo y la zambra.
En la mayor parte de las ciudades y pueblos, se usa harina de maíz o trigo acondicionada en pequeños cartuchos para arrojarse y empolvarse unos a otros, el rostro, la cabeza y todo el[187] cuerpo. Los indios se echan con flores y confites, con la denominación de chayahua, y se golpean las espaldas con el fruto del membrillo o la lucma, embutidos en unos aparatos colgantes, tejidos de hilos de lana de colores diversos y pintorescos, llamados huichi-huichi.
El domingo, trajeados con sus mejores vestidos entran a bailar sus khachuas a la plaza del pueblo, seguidos de sus mujeres y después de haberse regocijado bastante, se retiran a sus estancias a continuar la diversión los siguientes días del carnaval, quedando en el pueblo, alguna que otra pandilla de indios moradores de las proximidades, que penetran a bailar a la plaza, de tarde en tarde.
En la ciudad de Oruro se singulariza la entrada de carnaval, ingresando a la población el domingo, cada tropa de bailarines, acompañada de un cargamento de camas, y petacas, aseguradas en mulas, cubiertas las cargas de vajilla de plata y enseres nuevos de cocina, y colocado en la cima, un niño, perro y mono. Los organizadores o jefes de cada comparsa, comprometidos a fomentar la borrachera, vienen en traje de camino detrás de las cargas, caballeros sobre bestias bien enjaezadas y en monturas chapeadas con plata, espuelas del mismo metal, cual si vinieran de larga distancia, acompañados de sus mujeres que también visten de viaje. Se dirigen a la plaza, seguidos de comparsas de pintorescos bailarines; de aquí continúan al templo, donde el sa[188]cerdote que los espera, recibe algunas ofrendas y les da su bendición. Cumplida esta ceremonia en la que se mezclan íntimamente, lo pagano con lo religioso, se retiran a sus casas a entregarse a la diversión más desenfrenada.
Con todo eso, quieren significar, que durante el año se han fatigado, han trabajado mucho para adquirir aquellos objetos, y que ahora llegan cansados para gozar del fruto de sus esfuerzos; que son portadores de la alegría: viajeros que hacen su parada en la vida para divertirse y, después de agotados sus dineros, volver a la dura labor del trabajo cotidiano.
El domingo de tentación, acostumbraban salir en el día al campo las familias que deseaban rematar la fiesta, y regresaban en la noche formando pandillas de bailarines, al son de bandas de música, cada mujer cubierta con alguna prenda de vestir del varón, de cuyo bracero venía agarrada, y este con las enaguas de su pareja, puestas al cuello, llevando su sombrero en la cabeza. Ambos entraban entonando alegres cantares que finalizaban con el estribillo: a pesar de todo—hoy y mañana—¡viva la nación boliviana!
La mujer casada sólo podía entregar sus enaguas y sombrero a su esposo y la soltera a quien tenía compromisos de amor con ella o era su amante, no eran arbitrarias y sin sentido prácticas semejantes.
Algunas veces, durante el día, no faltaba alguien en el campo que, para amenizar la fiesta hacía de cura y comenzaba a casar a las solteras con los solteros, a las viudas con los viudos, en medio de estrepitosos aplausos, risas y alusiones picantes. Los novios carnavalescos, apenas recibían la zurda bendición del falso clérigo, se hacían deferencias, terminando algunos por cortejar deveras a su supuesta esposa y tratarla con más soltura y confianza. Estos matrimonios en broma, solían convertirse en verdaderos o ser comienzos de concubinatos.
En los pueblos de provincia, los funcionarios indios acostumbran visitar a sus autoridades el martes de carnaval, llevándoles muchos obsequios y en seguida vestir al sub-prefecto y a su esposa, si la tuviera, o alguna otra mujer que le den por pareja, o al corregidor y a su compañera, con trajes indígenas y sacarlos a la plaza a bailar con ellos, en correspondencia a las atenciones y servicios que le han prestado durante el año.
En muchos pueblos se llevan a cabo carreras de caballos el miércoles de ceniza, en las que arrancan sortijas y concluyen la diversión colocando un gallo vivo en reemplazo de la sortija, el que es disputado por los más diestros ginetes, colmándose de aplausos al que a toda carrera de su caballería se lleva consigo el bípedo, y después finalizan el día guerreándose entusiastas con peras y duraznos.
En la generalidad de los pueblos se despide el carnaval la tarde del domingo de tentación, haciendo que un grupo de personas disfrazadas de viejos, encorbados y con inmensas jibas conduzcan guitarras e instrumentos músicos destemplados, botellas vacías y vasijas rotas y se dirigen a las afueras de la población, en medio de un bullicio ensordecedor, gritos, vociferaciones de muchachos y personas alegres, o que exteriorizan su contento a voces y allí, en el sitio de costumbre, descarguen los objetos, templen las guitarras y acompañándolas con los otros instrumentos, hagan oír aires nacionales, y dancen contentos, interrumpiéndose sólo cuando tienen que servirse copas de algún licor embriagador, lo que se repite a menudo. Momentos después resuenan carcajadas frenéticas, crece el clamoreo, los bailes se suceden unos a otros y en el auge de la fiesta asalta a alguno la idea de que este carnaval será tal vez el último que pase, porque presiente su muerte. La idea se propaga. Los ánimos se ponen sombríos porque todos se ponen en el mismo trance: la risa se paraliza en los labios de muchos; se acuerdan de sus sufrimientos; pugnan por salir las lágrimas de los ojos y terminan algunos por llorar.
En las mayores diversiones del indio, del cholo y del mestizo, apenas se marean, nunca faltan los ayes de pesar, arrancados por el recuerdo de su vida miserable o de sus desgracias. En su naturaleza está ese algo tierno, triste, inten[191]samente agriado y lastimado por los hombres y las cosas, que de súbito rompe con el olvido y se abre camino y nublando sus horas de regocijo estalla en sollozos. El Momo indígena es llorón. La mueca del dolor, condensación de honda amargura de siglos de sufrimiento, no desaparece por completo de su rostro risueño por grande que sea su alegría.
La noche del viernes santo, es costumbre hurtar alguna especie o llevarse a la joven con quien se tiene compromisos de amor. Este acto llamado khuespicha, que quiere decir despojo o liberación, es una práctica que los indios la han tenido desde una época inmemorial, y que la han seguido ejecutando después de la conquista española, con la circunstancia de haber buscado para efectuarla la noche del viernes santo, en que suponen muerto a Cristo. Esta combinación de la fiesta pagana del indio con la celebrada por la iglesia a la muerte del Salvador, ha debido ser obra de algún indio hábil que supo encubrir sus verdaderos alcances con preocupaciones cristianas.
El indio cuando algo pierde en aquella noche, ni se molesta ni lo busca, se conforma con lo sucedido: me han khespiado, repite y culpa a[192] su falta de pericia y cuidado el haber sido víctima de otro más listo que él.
Esa noche, sabe ya que deben sustraerle y de antemano se halla en vela, no desprendiendo la vista de sus cosas ni de sus hijas, si las tiene crecidas. Es una lucha entre el propietario y padre con el que intenta arrebatarle furtivamente algo. En esta contienda, vence el más avisado y astuto y pierden los tontos. Al siguiente día, cuando nada le ha sucedido, el indio se alegra y cree haber triunfado de las asechanzas de quienes trataron de hacerle daño entre broma y broma y se ríe del khespiador que marró el golpe.
La chicha es el maíz divinizado, dicen hiperbólicamente los partidarios de este Soma indígena, y a ella le atribuyen el don de atraer la dicha, dar plenitud y vigor a la vida, ahuyentando los pesares. La chicha constituye una ambrosía apetecida y de uso habitual para las clases populares. La ofrecen a sus dioses, hacen parte de su culto, escancian en sus fiestas y sin ella no comprenden cómo se pueda existir en la tierra.
Este licor proviene en la harina de maíz maztizada o amazada y secada al sol, que con el nombre de Mukcu, es elaborada en fábricas es[193]peciales denominadas Chacas[35], en las que a fuerza de conocimiento se hace el arrope, que es diluído en depósitos apropiados que contienen de antemano agua tibia y en los que se deja bien tapados para su fermentación.
Alguna vez cuando se desea que la chicha tenga bastante fuerza alcohólica y sea agradable al paladar, se la cierra en cántaros, introducien[194]do adentro gallinas y palomas peladas, cabezas de corderos y de vaca desolladas, y después de taparlos bien, se entierran los cántaros en el suelo, donde con la fermentación llegan a deshacerse todas esas especies y la chicha a ser tan fuerte que un vaso de ella embriaga. Tal bebida especial se la distingue con el nombre de itila.
Si en estado de fermentación la chicha se enturbia y no puede clarificarse, o como dicen las del oficio, rebota la borra a la superficie, es señal de que morirá la dueña o alguien de su familia.
Cuando el licor se halla en sazón, para consumirlo pretextan los dueños que harán celebrar una misa de salud, o a la Virgen o algún santo de su devoción, bajo cuyos auspicios piensan dar comienzo al consumo. Es imposible que levanten las tapas de los cántaros sin ejecutar antes alguna otra ceremonia religiosa, a falta de misa, ni se sirvan las primeras copas sin ponerles una cruz y exclamar: que se comience en buena hora...
El día de la misa se agregan los que elaboraron la chicha al cortejo de los invitados y en séquito concurren al templo. La dueña del áureo líquido, suele ser una chola robusta de anchas caderas, pechos abultados y rostro simpático, la que se pone a la cabeza de los suyos y risueña los conduce a la iglesia, alguna vez seguida de una pequeña banda de músicos, que tocan alegres aires nacionales y de una partida de muchachos que hacen reventar cohetes. Presiden la co[195]mitiva dos cholas jóvenes, elegante y pintorescamente trajeadas, que llevan en las manos, acondicionada en paños limpios, bien almidonados y planchados el busto o cuadro de la Virgen o santo, bajo cuyo patrocinio consumirán la chicha.
Al llegar a la puerta del templo se arrodillan, aparentando un fervor religioso que está muy lejos de sentir sus corazones turbados por las alegrías que le esperan; recitan ligeramente una breve oración y persignándose varias veces franquean el umbral del santo recinto. Las conductoras de la efigie, la colocan sobre el altar y haciendo varias genuflexiones se retiran. Empieza la misa, acompañada con la música traída o con la del órgano del templo, infundiendo en los asistentes cierto pesar que se manifiesta en sus rostros contritos y melancólicos. A la conclusión de la misa, el sacerdote se desprende del altar, pone el manípulo sobre la cabeza de los que le han hecho celebrar y después de expresar algunas breves palabras les da su bendición.
Regresa el séquito a la casa de la patrona de la fiesta, con el mismo bullicio de muchachos, cohetes y música. La propietaria saca un vaso de chicha de la primera tinaja que se abre, y se la presenta arrodillándose a la Virgen o santo, cuya protección invoca, y que tiene su altar improvisado con ramos de flores, cintas de diversos colores y velas encendidas, después de humedecer los labios de la imagen con gotas del líquido,[196] invita a los concurrentes a beberlo ya sin temor ninguno, porque los requisitos que la preocupación popular le exigía han sido cumplidos religiosamente.
Desde ese momento se enarbola en la puerta el pendón, consistente en una banderita de color o un muñeco colgado, que sirve de anuncio para la venta de la chicha. Circulan los vasos llenos del rubio licor; se compran unos, e invitan otros; mientras la música sigue tocando sus aires.
A cierta hora la dueña convida a los asistentes varios platos de picantes, que comúnmente son de cuys, gallinas, o asados con bastante ají molido. Esto no lo hace con el objeto de que les sirva principalmente de alimento, sino que les incite a beber más chicha. El ají es considerado como poderoso excitante.
Todo el que pasa por la puerta es llamado a participar de la fiesta. Se encuentran al servicio del establecimiento, por lo común, algunas jóvenes majas, encargadas de atraer varones, enlabiarlos, dándoles esperanzas de que cederán a sus insinuaciones y galanteos, a fin de que estos paguen los gastos del consumo de la chicha, para corresponderlas.
La chola cochabambina nace, por lo regular, en la chichería, crece, desarrolla y vive para la chichería; sus horas plácidas o tristes se desenvuelven allí y allí, después de una existencia borrascosa entrega su último aliento. «Ella es[197] lanzada al mundo en condiciones de completa indefensión e impreparación para la lucha de la vida», dice un escritor nacional y continúa: «No exige ninguna escuela profesional. Ningún rol útil es abierto por la acción fiscal o municipal para hacer actuar las aptitudes de las mujeres de las clases trabajadoras sobre un plano de independencia, de producción y de dignidad. Las escuelas reciben a las muchachas en su infancia, las enseñan a leer, a rezar, a cantar y a vestirse de encajes y llevar flores para el día de exámenes. En seguida las echan a la calle. Después de ese florido paréntesis de la escuela, la muchacha del hogar obrero, entra de lleno en las rudezas de la vida ordinaria. Aprende a soportar las palizas del padre, toda vez que este se emborracha. Cuando ella misma no hace chicha y sirve de atracción a los parroquianos que al atardecer se recogen en las tabernas, va a buscar chicha en el barrio para que su madre y su padre se embriaguen. La vida es penosa, agria... Solamente las borracheras y el fandango sirven para amenizarla. Llegan los días de fiesta, los carnavales, los días de los santos. Detrás de las caras escuálidas de todos los santos del calendario, la gente adora a Baco, rollizo e inyectado. Baco es dios absoluto y esencial. El Baco nacional difiere mucho del sonriente Dionisio griego, fresco como un efebo, coronado de yedra y con los ojos verdes, brillantes de vida y seducción. Nuestro Baco no ha nacido como el dios griego del[198] racimo de uvas, entre las alegrías de la vendimia y del aire libre. Surge de la taberna, a puerta cerrada, bajo el aire infecto y denso, entre los picantes y fermentos de la chicha. De este modo, el Baco cochabambino, es sucio e hirsuto. Su caballera es grasienta y su nariz colorada y velluda. Y así, en vez de las aladas ménades y bacantes, que rodeaban a Dionisio, nuestro culto a Baco, que es el culto nacional por excelencia, pide el sacrificio de la inocencia, de la limpieza, de la juventud, de la hacendosidad y de todas las virtudes femeninas»[36].
Pero ¡ah! ese culto al dios nacional, ha de ser difícil de arrancar por completo de las costumbres del cholo y del indio. El uso y abuso de la chicha está arraigado fuertemente en los hábitos populares. El procedente de la raza khechua, sobre todo, desespera por esa bebida, y en Cochabamba, rara será la persona que pase el día sin consumir siquiera un vaso de tan preciado líquido. Cuando mucho se les censura, lo hacen ocultamente.
Los moralistas, desde aquel célebre Gobernador Viedma, que apellidaba a la chicha asqueroso brevaje, no cesan de reprobar su consumo; sin embargo, a despecho de sus apasionadas críticas, sigue aumentando su fabricación[199] y expendio de día en día. ¿A qué se debe esto? ¿Será que en la naturaleza humana existe una propensión invencible a buscar el agregado del licor, para enervar las penas o acrecentar las alegrías? Pueda ser que así sea; pero, de lo que no cabe duda es que cada nación, cuando tiene costumbres definidas, posee su licor propio: el alemán la cerveza, el francés el vino y el inglés el whisky. La chicha es el licor nacional de Bolivia, el único llamado a contrarrestar el consumo del alcohol y demás licores destilados, una vez que la elaboración, internación y expendio de estos se encuentra permitido, y de impedir por lo mismo, que el país se sumerja en un mar de alcohol, como teme el citado periodista.
La fiesta de la Invención de la Santa Cruz fué en tiempos pasados una de las más ruidosamente celebradas. Duraba tres días, siendo la noche del tres de mayo grande el entusiasmo y mayor el desenfreno de la muchedumbre. En la ciudad de La Paz, se desenvolvía ella en la región denominada antiguamente Cusisiñapata, altura para alegrarse, y después en Caja del Agua, con cuya denominación se conoce hoy, a donde afluían en las noches, las pandillas de disfrazados, bailando al son de orquestas entusiastas, poseídas de loca alegría, seguidas de un público que no lo estaba menos.
A media noche, en aquel sitio, todos los asistentes parecían atacados de locura colectiva y se entregaban a los excesos de la lubricidad, acicatados por el alcohol, la chicha y al amparo de extraños disfraces, donde femeninas enaguas ocultaban a un apuesto galán y la púdica doncella cubría con elegante frac o levita, la blancura impoluta de su cuerpo; donde frailes o clérigos aparentado el papel de robustas hembras hacían danzar a sus barraganas vestidas de hombres.
Era una fiesta dionisiaca realizada en homenaje a la Cruz. Caballeros, religiosos y plebeyos, en franca promiscuidad, dominados por la misma fiebre de divertirse, embriagarse y satisfacer sus apetitos sensuales, se sentían hermanos en aquellos fugaces momentos y bebían licores, danzaban frenéticos y se entregan a cuantos placeres les brindaba la ocasión propicia.
No era raro que la blanca y pudorosa niña, perteneciente a una casa de abolengo sonoro, se estremeciese amorosa entre los brazos de algún pobre, pero robusto gañan de su servidumbre y que el jefe de ella ofreciese rendido su corazón a su sirvienta, si bien tosca en sus maneras, de carnes frescas y turgentes.
Cuando las sútiles palideces del alba aproximaban por las plateadas cumbres del Illimani las parejas acopladas por la casualidad se separaban y las pandillas cansadas y en medio de las extridentes risas de las mujeres de los roncos[201] gritos de los hombres, volvían a sus casas.[37]
En la ciudad de Potosí se realizaba otra fiesta semejante a la anterior en el fondo, aunque reducido a una clase social y distinta en la forma, denominada Phuna Cancha, también nocturna y consagrada a Baco y a Venus indígenas. «Las criadas y doncellas de labor—dice Brocha Gorda—se escapan atraidas por el imán de lo misterioso y lo desconocido, por el incentivo del peligro a que los inducía el demonio, desplegando a su vista todo un panorama de concupiscencia.
«Allí iban cuantas muchachas lograban tomar la puerta y se perdían generalmente en sus orgías las preciosas flores que hicieron decir a un poeta:
[202] Igual vértigo de lujuria y embriaguez que en la fiesta anterior se apoderaba de los concurrentes a esta última, cesando su furor únicamente con la claridad del nuevo día.
Con la misma o mayor libertad desenfrenada se festejaba la Cruz en las demás poblaciones. Hoy la fiesta ha decaído por completo y de ella no se conserva en algunos pueblos sino la costumbre de dirigirse recíprocamente esa noche frases injuriosas, con el aditamento de Sihuay-sahua. Uno al encontrarse con otro le llama ladrón y en seguida repite, Sihuay-sahua, y todo queda remediado: es una especie de carnaval en que se insultan impunemente.
Esta costumbre de reñir con semejante añadidura, que atenúe y disculpe la ofensa debe ser rezago de tiempos inmemoriales.
En años no muy alejados del tiempo presente el Corpus Christi, se celebraba en todos los pueblos de la República con solemnidades y prácticas singulares. Seis días antes de la fiesta comenzaban los nombrados el año anterior a levantar altares, armándolos en los lugares de costumbre, debiendo ser colocado cada palo con gran algazara de la concurrencia que acudía a prestar su colaboración a los interesados. El altarero desde ese día estaba obligado a proporcionar abun[203]dante chicha y licores para el consumo de los operarios e invitados que honraban el acto con su presencia.
Terminada la armazón del altar, el que tenía que ser lo más elevado posible, la forraban interiormente con sábanas y géneros de colores, adornándola en seguida con espejos, plata labrada, flores y cintas, colocando en el centro el sitial donde debía descansar el Santísimo, el día de la procesión.
En la base del altar existía un hueco, donde dormían en las noches los cuidadores y bebían ponches los invitados o compadres del propietario. Era costumbre que durante el tiempo que permaneciese el altar, los dueños debían convidar en las mañanas, mazamorras de harina de maíz que las servían humeantes y haciendo burbujas en los platos, a consecuencia de pequeñas piedras planas y caldeadas que soltaban en ellos, el momento de invitarlas a los visitantes. Este plato de lagrado de los concurrentes, se llama kalapari. Tras él se servían tazas de té y ponches.
El día de Corpus, los altareros y acompañantes, casi siempre se encontraban achispados, y en ese estado asistían a la procesión del Santísimo. Pasada ella, invitaban aquellos fruta, maní, cañas dulces, pastas con el nombre de tagua-taguas, aloja, chicha y aguardiente. Este día era de comer fruta. Las personas amigas se preguntaban en las visitas o en la calle: ¿Está[204] usted invitado a tomar fruta?—No.—En ese caso la esperamos en casa.
La fiesta duraba hasta la octava, día en que, apenas pasaba la nueva procesión del Santísimo, se desataban los altares con igual bullicio y gritos con que se habían formado y después de efectuada la operación, cada concurrente conducía en hombros y bailando a la casa del altarero, algún objeto perteneciente al altar.
En la casa del altarero seguía la fiesta con más entusiasmo días consecutivos, hasta cuando las provisiones se encontrasen próximas a ser consumidas; entonces salían los asistentes con el dueño de la casa, cada cual con un atado a la espalda, en actitud de viajar y se dirigían en alegres pandillas, seguidos por una banda de músicos, fuera de la población a despedir el Corpus, y después de haberse divertido en el campo, regresaban en la noche a sus casas. Sólo desde ese momento cesaba la fiesta.
Los altares los hacían muy elevados con la preocupación de que ellos, cuando muriesen, les servirían de escalas en la otra vida, para subir con más presteza al cielo.
Otra particularidad de la fiesta era la presencia de un personaje llamado la dama de Corpus que era un hombre disfrazado de mujer, que visitaba las casas y andaba por las calles haciendo contorsiones y ridiculizando a las del sexo femenino, provocando la risa y la hilaridad de los presentes. La mayor injuria, que en aquellos[205] tiempos, se podía dirigir a una mujer melindrosa, o de muchos humos y pretensiones, era llamarla dama de Corpus.
San Juan Bautista, suponen que es el santo bajo cuyo amparo se descubren los secretos del porvenir y se obtiene el acrecentamiento de los bienes. Se conmemora su fiesta, encendiendo la víspera en la noche grandes fogatas delante de las casas en honor del santo, para que este no se olvide de sus moradores y haga que su hacienda progrese y sus ganados, si los tienen, se conserven exentos de enfermedades y se multipliquen con profusión.
Los indios queman, a su vez, en el campo, la paja y los arbustos secos de los cerros, produciendo incendios enormes, que suelen abarcar grandes extensiones de terreno. Conceptúan que el fuego, en esta noche, lejos de destruir definitivamente la vegetación y esterilizar el suelo, posee la virtud, concedida por el Santo, de hacerla rebrotar con más lozanía y exuberancia y que los pastos nuevos tengan mayor vigor y fuerza nutritiva. Mantienen la convicción de que el fuego de San Juan, limpia la tierra para que al poco tiempo, se cubra de verde césped y se engalane de fraganciosas flores.
Esa noche, se ilumina el suelo de una luz rojiza y por doquiera se ven levantarse en el cam[206]po inmensas columnas de fuego, que hacen pesada la atmósfera por el mucho humo y calor de que se halla impregnada.
Desde la víspera hasta las doce del siguiente día acostumbran las gente echarse indistintamente con agua y bañarse sin reparo alguno. El fuego y el agua son los dos elementos que se ponen en acción durante la fiesta. El agua de San Juan, por más helada que sea y por mucho que haga frío esa noche, no resfría ni produce ninguna enfermedad en el cuerpo del que ha sido empapado.
Rara será la persona del pueblo que ese día no se lave la cabeza y asee su cuerpo con abundante agua. También acostumbran cortarse los cabellos porque dicen, que vuelven a crecer más abundantes, lustrosos y bellos.
La víspera y el día de San Juan, no hay casa donde no se consulte un oráculo o se haga preguntas al destino, derramando en una vasija de agua, estaño (chaantaca) o plomo (malla) derretidos y según la forma en que se enfrían las partículas, preven el porvenir de la persona a la que va dedicado el acto. Si el metal vaciado adquiere la forma de monedas, dicen que tendrá fortuna, si de una espada, que será militar, si de un libro que será abogado o escritor; si en forma de hoyo que morirá; si de un puñal, que será asesinado, si de flores que tendrá dichas, si de dos seres humanos unidos, que se casará, si de hilos enredados, que tendrá pleitos.
Ponen también papelitos escritos y doblados en un cajón o sombrero, con inscripciones afirmativas y negativas de lo que deseen saber, e invocan en seguida la intervención del Santo, después de agitarlos, sacan o dejan uno, que es el que decide la suerte. Asimismo, baten la clara de un huevo y según la espuma que hace presagian sobre lo que debe suceder.
En cualquier forma que se haga, la creencia general, es que esa noche se descubren siempre los arcanos del destino; se sorprenden siempre los verdaderos sentimientos ocultos en el corazón humano. El enamorado, el esposo engañado, el que busca fortuna, el negociante, el agricultor, la joven soltera que desea saber su porvenir, todos los que aquella noche y día han hecho su pregunta a la suerte, sorprenden el camino por donde los guiará el destino o la verdad de lo que ansiaban conocer.
Con agua y fuego celebran a San Juan y éste les corresponde, levantando por un momento el velo que cubre los misterios de lo desconocido.
En los últimos jueves anteriores al carnaval y que se llaman jueves de compadres y de comadres, visitaban los tales a sus protectores en la mañana, llevándoles muchos obsequios, con el[208] nombre de taripacu, cubrían de flores los pisos de las habitaciones del compadre, de los corredores y pasillos, coronándoles a él y su esposa de guirnaldas de frescas y olorosas flores. Estos en correspondencia les hacían beber licores y los agazajaban durante el día.
Generalmente el taripacu, solía efectuarse a las cinco de la mañana, hora en que los compadres se presentaban en la casa del individuo al que trataban de cumplimentarlo, acompañados de músicos y haciendo tronar cohetes.
Esta costumbre, como muchas otras, va camino a la decadencia; pocas veces se ven ya taripacus.
Además de los compadrazgos religiosos, existen otros emanados de las preocupaciones sociales, en los que no intervienen los curas, pero que crean vínculos entre los contrayentes y dan origen a que éstos intimen sus relaciones y se tomen muchas confianzas. Por lo común, este género de compadrazgos, se forman entre jóvenes solteros de ambos sexos, que deseosos de estrecharse más, se valen de ese pretexto, que disimule sus amores ante las miradas de extraños.
En la fiesta de Todos los Santos, acostumbran realizarlos, enviando con la sirvienta, a la niña de su predilección un muñequito de rostro infantil, y de muy coloradas mejillas, bien ataviado, o a la casa de un pariente de aquella para que se lo bautice. La persona que pone el nom[209]bre es el compadre de la dueña del muñequillo. También ocurre lo contrario que el galán haga bautizar con la señora de sus pensamientos el muñeco: entonces ésta es la comadre.
En las clases populares se sigue la práctica de que cuando llega el natalicio de un niño o niña, los padres eligen una persona, que la víspera del cumpleaños o el mismo día, le ponga al interesado un rosario en el cuello y al siguiente le lleve a misa y después de hacer que el cura le dé su bendición, de regreso a la casa, le saca el rosario con muchas ceremonias, recomendándole que sea un buen ahijado; le regala algún dinero o especie y desde ese momento lo tienen los padres del niño como a su compadre, y el ahijado lo respeta, más que a su padrino de bautismo, llamándole jarakasiri auqui, o sea padrino de desate.
El primer recorte que se hace a un niño del cabello con que ha nacido, acto que se llama rutu-chico, también crea compadrazgos. El día señalado visten decentemente al niño, lo peinan y distribuyen su cabellera en multitud de trenzas y llegado el momento de la fiesta, cada invitado toma una trenza y la recorta y después deposita una suma de dinero en el plato que se halla junto al niño. Pelada la cabeza de éste, invitan los padres licores y manjares a los concurrentes, y se baila a continuación con gran entusiasmo.
Antiguamente existía otra costumbre que ha desaparecido, denominada sucullu, la que[210] consistía en sacar un niño en su cuna o pañales a la plaza y ponerle allí. «Puesto allí—dice Bertonio—venían los mozos de la casa que traían la sangre de las vicuñas, metida en la panza de éstas, con que el tío o lari untaba la cara del niño cruzándole la nariz de un carrillo a otro, y después repartía la carne de las vicuñas a las madres que habían traído allí su niños, para esta ceremonia, porque de ordinario juntaban para esto todos los niños que habían nacido aquel año y solía hacer esto en acabando de coger sus papas, cuando los cristianos celebramos la fiesta de Corpus christi. Añadían a todo esto el vestir a los niños una camiseta negra, que tenía entretejidos tres hilos colorados, una en el medio y dos a los lados de alto a bajo, y por delante y de atrás. Lo mismo hacían con las niñas de aquel año, solamente se diferenciaban en el nombre porque se llamaban huampaña: y en los hilos colorados que eran muchos y entretejidos no de alto a bajo, sino al derredor, y caían en medio de su urquesillo o bayeta, un poco más abajo de donde se faja las mujeres grandes; aunque las niñas de aquella edad no usan de faja o huakca que llaman.»[39] En este acto se hacía ofrecimiento del niño o niña a la huakca preferida. Esta era una fiesta de familia que creaba vinculaciones.
Otro género de taripacus, lo realizan los indios en días anteriores y posteriores a la Navidad, hasta el Año Nuevo, en que se cambian los funcionarios indígenas, llevando de regalo a sus compadres blancos, al son de música, corderos, hasta un novillo joven, cubierto el cuerpo de monedas y de cintas, y varios productos del país. El agazajado recibe los obsequios y les hace beber abundante aguardiente.
También hacen taripacus a las iglesias introduciendo largas pilas de ceras o espermas, adornadas con cintas de diversos colores, seguidos los del obsequio por una banda de música y haciendo reventar petardos y bombas criollas. El sacerdote los recibe en la puerta del templo, pone en la cabeza del principal y de su familia el manípulo, los hace rociar con agua bendita y después de darles su bendición, manda que todo se entregue al sacristán.
Los indios que deben celebrar la fiesta de Navidad, llamados huaranis, por entregárseles la vara de la autoridad para este objeto, conducen la víspera en la noche, al templo o capilla un arco de madera adornado con cintas multicolores, banderillas, plata labrada y espejos; arco que es colocado delante del altar mayor y al alojamiento o casa del alferez, a la danza, usando instrumentos de cuerda y viento. Cada alferez tiene un grupo o comparsa de bailarines.
[212] Pasada la hora de las doce el día de la Navidad, se reunen las comparsas con objeto de proceder a la lucha a honda. Esta lucha es presidida por el alcalde o jilakata, de quién solicitan permiso los duelistas, que ejecutan el acto al son de música. Sólo pueden tomar parte en la lucha los jóvenes casados.
Se colocan dos indios, guardando una distancia de ocho metros entre sí; uno de ellos le da la espalda al otro y este comienza a propinarle una serie de hondazos, que despiden peras. La misma operación repite a su vez el otro. La destreza consiste en que las peras hagan blanco en el occipital del contrario, y la mayor parte de ellos son diestros hondeadores; de manera que las seis peras que a cada uno le corresponde arrojar a su antagonista, dan en el blanco, cayendo la pera con el choque en menudos pedazos.
El veintisiete concluye la fiesta con la acostumbrada despedida o cacharpaya.
La víspera de Navidad acostumbran fabricar los hijos de los indios y mestizos dedicados a la agricultura, figuras de barro, que representan corderos, toritos, llamas y cerdos, llevándolas al templo, y colocándolas en el altar del niño Jesús. Al siguiente día, después de pasada la misa, es que han recibido aquellas figuras la bendición del párroco, las recogen y acomodan sobre las puertas, en el espacio formado por los aleros con objeto de que el ganado que poseen se conserve incólume o que se acreciente; y si no lo[213] tienen que les conceda Dios el adquirirlos. Suponen que tales figuras tienen la virtud de favorecer las intenciones de sus obreros y en ese sentido no omiten adornarlos de flores en la fiesta que les dedican.
Cuando a la persona que está dormida, se le pone sobre el pecho el zapato correspondiente al pie izquierdo del que ejecuta el acto, revela los secretos que tiene contra éste.
Las personas que se lavan de una misma agua, se aborrecen.
La mano izquierda escuece para recibir dinero y la derecha para pagar.
No hay que consentir que nos rasquen la palma de la mano, porque atraen y se llevan el dinero que debíamos ganar o recibir.
No deben quemarse las prendas de vestir cubiertas de piojos, porque el fuego tiene la particularidad de hacer que aquellos parásitos, se propaguen rápidamente en el cuerpo de la persona a la que pertenecen las especies quemadas.
Las patatas no pueden cocerse en la comida cuando la cocinera ha resuelto retirarse de la casa.
No hay que agitar en la noche tizones encendidos, haciendo círculos en el aire, porque se atrae a los ladrones.
Los que han nacido en el invierno, pueden detener o desvanecer las nubes cargadas de[214] lluvia, con sólo soplarlas desde la tierra con fuerza.
Cuando el perrito faldero se alegra, es para que haya dinero en la casa.
Si al salir fuera de la casa se atraca en el empedrado el bastón, debe regresarse porque algo malo le ocurrirá a quien insista en continuar su camino.
Tropezar con un remolino de viento, es para tener pelea con alguien.
Cae de la boca lo que tratamos de comer cuando alguien se acuerda de nosotros.
Se siente zumbido en el oído derecho para tener noticias malas y calor en las orejas, cuando hablan mal de nosotros.
El bostezo dado inadvertidamente es seña de aburrimiento con el que se está.
No debe pegarse con escoba sino se quiere hacer desgraciada a la persona que sufre los golpes.
El que recoge cosas viejas de los basureros nunca tendrá fortuna.
No se debe barrer la casa tarde o en la noche, porque se ahuyenta la buena suerte.
El que tiene costumbre de defecar en su dormitorio será siempre desgraciado.
El equivocarse en una oración que se sabía bien de memoria es de mal augurio.
La avaricia hace crecer verrugas en las nalgas.
[215] El que toma el sobrante de un líquido, que queda en el vaso, sabe los secretos de quien la ha dejado.
Cuando el hombre sirve platos de comida en la mesa, siguen con hambre los concurrentes. Para que queden satisfechos, es necesario que les distribuya la mujer.
No se debe señalar con el dedo en cuerpo propio el lugar en que recibió otro una herida causada por alguna arma blanca o de fuego, porque puede repetirse en el mismo sitio el hecho.
No hay que mirarse de noche en el espejo porque suele mostrarse el diablo.
Cuando se golpea el rostro, tampoco debe mirarse inmediatamente en el espejo, porque sale el cardenal con mayor fuerza.
El viudo o viuda, son los únicos que pueden limpiar el hollín de las cocinas, porque cuando lo hace un soltero o soltera, se augura que en el matrimonio que realice, nunca conservará con vida a su consorte.
Los cabellos de la mujer comienzan a caer cuando los manosea el hombre.
La mosca penetra en la copa de licor, cuando el que deba servirse tiene que embriagarse.
Quien pasa por debajo de una escalera tendrá algún disgusto doméstico.
Para evitar los brujeríos, aconsejan ponerse las enaguas al revés los días martes y viernes.
La persona que encuentra nueve granos[216] de arvejas en una sola vaina, tendrá buena suerte en lo que se propone hacer.
En el comienzo de una faena o en el estreno de algún objeto, nunca se debe desconfiar de su buen éxito, o decir que durará poco o traerá inconvenientes el objeto estrenado, porque se predice y se atrae el mal sin pensarlo, a lo que llaman arjaña. Al menos rechazan y motiva un disgusto, el pronosticar mal de una persona. Temen que por haberse dicho en mala hora se cumpla el vaticinio. Suponen que en el curso del tiempo hay momentos buenos y malos, que influyen decisivamente sobre el resultado de lo que se desea, dice o hace.
I.—Carácter general de la medicina indígena.—II.—Conocimientos médicos de los empíricos dedicados a curaciones; empleo de drogas; sus aptitudes para la anatomía y cirugía.—Un caso referido por el P. Cobo. Cómo se forman actualmente los cirujanos.—III.—Los callahuayas; sus curaciones y hechizos; sus costumbres y estado actual.—IV.—Explicación de las palabras jampi y jampiri. Relación de otro caso.—V.—Métodos curativos: thalantaña, milluchaña, trucaka, pichaka y llumpaka.—VI.—Empleo de animales muertos y varias otras preocupaciones.—VII.—Sanidad del indio y la influencia de la coca.
La terapéutica indígena se compone de raros y curiosos remedios, algunos de ellos efica[218]ces, pero aplicados siempre con la ayuda de procedimientos supersticiosos; porque el indio y el cholo personifican las enfermedades e infecciones y suponen que son atraidas a su hogar por medio de maleficios y hechizos empleados por sus enemigos, y cuando la enfermedad no es susceptible de ser personificada, la tienen como resultado infalible de algún embrujamiento, y con objeto de conseguir, en el primer caso, que se vaya la enfermedad y recobrar la salud, o deshacerse del hechizo, en el segundo, y sanar los enfermos acuden prestos a los auxilios e intervención de curanderos que, a la vez, deben ser precisamente brujos, sin cuyo requisito indispensable, nada de provecho podrían hacer en favor de sus clientes, ni tendrían influencia sobre éstos y su familia.
El arte de curar de los indios se reduce, en consecuencia, a que abandone la casa la persona de la enfermedad, y en seguida, en desembrujar al enfermo, o en obtener únicamente este último resultado, inutilizando las armas y recursos de hechicería, que contra él se han puesto en ejecución, mediante el empleo de otros más poderosos. La convicción que al respecto tienen aquéllos, es tan arraigada que no admiten réplica en contrario, y sólo les merece fe y dan importancia a quien acompaña sus curaciones con prácticas supersticiosas. Muchos de esos curanderos-brujos o kolla-camanas, son herbolarios entendidos y diestros cirujanos, que proceden con entera con[219]ciencia de lo que hacen y de la eficacia de sus recetas, pero los más son embusteros e ignorantes de su oficio. No faltan quienes manifiesten en sus curaciones medios derivados del espiritismo o hipnotismo. Mas, en lo que se parecen todos ellos, es en darlas de zahories y en fanfarronear de que nada hay desconocido o difícil para su saber, en materias relativas a su profesión.
Indios y cholos, con el prejuicio de no provenir las enfermedades de sus excesos o de contagios e infecciones, sino de los manejos aviesos de sus enemigos, que los han hecho embrujar, o de la acción de seres malignos, atraídos por los mismos, dificultan a que la medicina prospere en forma científica en estas clases, sacudiéndose de la hechicería, y de que al médico se exija que sea a la vez brujo.
En el imperio incaico los curanderos hacían dimanar sus conocimientos médicos del estudio de las yerbas y del carácter esencial de los fenómenos mórbidos. Despojando a la medicina de aquellos tiempos, y que es la que aun practican los indios, de las preocupaciones que la rodean, se nota que contiene principios y descubrimientos de suma importancia. Los amauttas khechuas y los yatiris kollas, conocían el método homeopático, fundado en la fuerza reactiva de los semejantes,[220] y en la disminución de las dosis y la eficacia del remedio único; estaban familiarizados con el empleo de drogas, como la quinina, la ipecacuana, la copaiba, el azufre y los tónicos amargos y aromáticos, como agentes terapéuticos de primer orden. El gran específico contra las fiebres palúdicas y malignas fué conocido en Europa por la revelación que aquéllos hicieron de las propiedades de la quina. Razón tuvo un escritor argentino, para decir que la antigüedad no ha poseído más que dos escuelas esencialmente clásicas; la de Hipócrates y la de los khechuas[40], o más propiamente de los kollanas.
En cuanto a la anatomía y cirugía, tampoco se puede negar, que las poseían, siquiera en sus generalidades. Dedúcese esto de la casi perfecta preparación de las momias; circunstancia que induce, de paso, a suponer el conocimiento de otra rama completamente moderna en la medicina europea, llamada de los métodos de asepsia y antisepsia.
La preparación de las momias implica que se daban perfecta cuenta de las tres cavidades conocidas del organismo humano y de su consiguiente sometimiento al método antiséptico, que tanto entre los egipcios como entre los kollas y[221] khechuas, ha quedado en secreto inescrutable. Los pálidos vestigios que aun quedan de la ciencia médica de los yatiris y los amauttas, siguen revistiendo en sus sucesores imperfectos, los callahuayas, caracteres de culto sacerdotal, desde su iniciación; especie de ciencia oculta, la de curar, se trasmite ella, de padre a hijo, o entre miembros de la misma familia y tribu, con la desventaja de que cada generación recibe mermada la herencia del saber de sus antepasados y no será extraño que terminen por ignorarlo todo con el trascurso del tiempo.
El callahuaya, tiene entre los indios la misma importancia del mago entre los egipcios, y apenas él se presente en la casa de un enfermo, desaloja a los demás curanderos que le atendían, quienes reconociendo la superioridad de aquél, se retiran voluntariamente y acatan sin observación sus procedimientos terapéuticos o supersticiosos.
Los cráneos excavados de las antiguas sepulturas comprueban que los yatiris y amauttas empleaban también con rara corrección el sistema de las trepanaciones craneanas en sus curaciones, sin embargo de los instrumentos imperfectos y deficientes que debieron poseer para ese objeto. Rezago de tal sistema puede ser el que actualmente aplican los indios del altiplano, para los corderos atacados de la enfermedad del torneo, trepanándoles el cráneo y extrayéndoles con mu[222]cho cuidado del interior ciertas materias extrañas que las creen causantes del mal.
La innegable competencia de los médicos indígenas de aquellos tiempos, se encuentra corroborada por el P. Cobo, que dice: «En lo que comúnmente acertaban, era en curar heridas, para las cuales conocían yerbas extraordinarias y de muy gran virtud; y para que más claro sea esto, contaré aquí una cura que hizo un indio en la ciudad de Chuquiabo, como lo refiere un caballero que hubo en aquella ciudad, llamado D. Diego de Avalos, en ciertos papeles suyos que llegaron a mis manos, y es así: De una gran caída que dió un muchacho indio, hijo de D. Alonso Quisimayta (de la generación de los Incas), cacique de la encomienda y repartimiento del dicho D. Diego, se le quebró una pierna por medio de la espinilla, de manera que el hueso de ella rompió la carne y se hincó en el suelo, donde se derramó mucha parte de la médula, lo cual prometía varios accidentes y dificultad en la cura; y por ser hijo del cacique principal y de real sangre, hizo el dicho caballero llamar a los cirujanos para que le curasen con todo cuidado; los cuales, viendo el daño que había recibido el pariente en la pierna se determinaron de cortarla y de aventurar por este camino, porque, de no hacerlo, tenían por cierta su muerte. Mas, como de tal remedio rara vez se haya visto buen suceso en este reino, hubo diversos pareceres en los circunstantes; y su padre del muchacho[223] fué del contrario, el cual mandó llamar a un individuo viejo, cuyo oficio era curar entre ellos y le preguntó qué cura se le ofrecía para su hijo. El viejo se apartó un poco del camino (estaban fuera del pueblo) y cogió cierta yerba que luego quebrantó en las piedras, a fin de que no pudiese ser conocida, como no lo fué; y llegando donde el enfermo estaba, la esprimió, y con el zumo de ella mojó el hilo de lana y con él le ató el hueso que salía de la carne y a raíz de ella, prometiendo cierta salud al enfermo, y otro día estando presente el sobredicho D. Diego de Avalos, con otras personas, volvió el indio a curar al enfermo, y vieron todos los circunstantes, con no poca admiración suya, cómo el hilo de lana con el sumo de la yerba, con su fortaleza había cortado el hueso sin dolor alguno, según el enfermo dijo; y aplicándole el viejo herbolario la misma yerba mezclada con otras, en breve fué sano, quedando por señal un pequeño hoyo en la espinilla, por donde el hueso había salido; pero tan sano y ágil el mozo, como si semejante desastre no le hubiera sucedido.
«Quedó tan deseoso de conocer aquella yerba el dicho D. Diego, que prometiéndole buena paga al indio, con halagos y caricias le pidió la mostrase; y aunque él prometió hacerlo, nunca lo cumplió, sino que le fué entreteniendo con varias excusas, hasta que el hielo del invierno que[224]mó los prados, lo cual tuvo el indio por bastante causa para no cumplir la promesa.»[41]
Semejantes curaciones no son extrañas al presente entre los indios. Como no existen en las poblaciones rurales médicos ni boticas, son los curanderos indígenas los que hacen las reducciones, en los casos de luxaciones y fracturas, con singular maestría y después ponen emplastos de yerbas en las partes enfermas hasta que sane el enfermo. En lo que fallan por completo es en el tratamiento y curación de las enfermedades importadas por los españoles y en las que posteriormente han aparecido, a las que el organismo indígena no está habituado y que por esta causa y por faltar medios para curarlas hacen estragos entre los indios, quienes sucumben sin el menor auxilio médico. En presencia de tales dolencias, para las que se declara impotente su primitiva farmacopea, sólo tienen el recurso de las brujerías.
De dos maneras aprende a curar el cirujano indígena o Sircamana, por trasmisión de conocimientos, en la forma ya indicada, o por observación directa en su persona, cuando ha sufrido una fractura o luxación y consigue sanar por propio esfuerzo. En ambos casos, estos em[225]píricos suelen hacerse tan hábiles en su profesión, que realizan curaciones sorprendentes.
El yatiri o sabio por excelencia, que a sus conocimientos médicos une los prestigios de un aventajado brujo, constituye entre los indios, el Callahuaya. En el interior de la república le llaman Kamili; le temen y buscan. El nombre propio de estos famosos curanderos, herbolarios y hechiceros, fué el de Kolla-huayus o sea portadores de medicinas, que con la corrupción fonética y disimilación producidas en las palabras con el uso y el tiempo, llegó a convertirse en el que tienen. Es un error suponer que llevan ese nombre por haber sido provenientes sus antepasados de los valles de Carabaya. No existe entre ellos la tradición más remota de tal procedencia; por el contrario, se notan completas desemejanzas con los habitantes de aquellas regiones y éstos.
Los callahuayas formaban una casta aparte en la antigüedad; se les consideraba como únicos depositarios de la ciencia médica de los Kollanas, sus sabios antepasados. Sus costumbres eran y siguen siendo especiales y diferentes de las que tienen los indios que habitan en la misma región. Su principal obligación consistía en re[226]correr todos los pueblos, llevando consigo remedios variados y curando a cuantos enfermos demandaban su asistencia, o les pedían auxilios contra los embrujamientos, o amuletos para evitarlos. Tampoco rehusaban ejercer la hechicería, cuando les exigían, ya sea para causar un daño al prójimo o vaticinar el porvenir.
Durante el régimen colonial siguieron desempeñando el mismo papel, y son ellos los que hicieron conocer casi todas las plantas que hoy se usan en la farmacopea indígena, con la circunstancia, de que las propiedades que les señalaron, han sido admitidas por la ciencia y justificadas así sus perspicaces observaciones.
En la actualidad, estos notables y célebres herbolarios y brujos, habitan ciertas circunscripciones de los cantones de Charazani y Curva del Departamento de La Paz, y han perdido mucho de su antiguo prestigio, ya porque han descuidado las observaciones y métodos de curación de sus antepasados, ya porque la enseñanza médica se encuentra adelantada en nuestro país y los médicos abundan relativamente a la época colonial, en la que éstos, por sus escasos y deficientes conocimientos, eran inferiores a los empíricos.
El Callahuaya no se contenta con ser un brujo y curandero, confundido en el común de los que siguen estos oficios, sino que trata siempre de sobresalir en su porte y relaciones con los demás; la vanidad y el orgullo, son pasiones que l[227]e dominan demasiado. En las festividades que celebran sus pueblos, se les ve bien y singularmente trajeados: la cabeza envuelta con un elegante pañuelo de seda y encima un sombrero de paja de Guayaquil, pantalón de casimir fino, sujetado a la cintura por una chiripá o cinturón adornado con monedas de plata extranjeras. Los callahuayas de Curva se presentan montados en caballos, ensillados con aperos chapeados de plata, estribos del mismo metal, riendas y cabezada, formadas algunas de cadenas de plata. Su afán es imitar a los gauchos de las pampas argentinas, por lo que cargan puñal en el cinto y pronuncian el castellano con acento gauchesco.
Las mujeres son feas y muy sucias; sujetan su manto con tres grandes tupus o prendedores de plata, que forman sobre el pecho un triángulo; la frente la cruzan con una faja de hilos de varios colores, y encima se ponen un sombrero de paja. El corte de su falda lo usan hasta la rodilla, haciendo que las pantorrillas queden al descubierto.
Los callahuayas hablan aymara, khechua, puquina y castellano. Son tan suspicaces que cuando tratan con los indios, se entienden entre ellos en el lenguaje que ignoran los que se hallan presentes.
La vida que llevan es misteriosa. Los de Curva, regresan de sus viajes arreando cada cual una tropa, más o menos numerosa, de mulas ar[228]gentinas, y los de Charazani, trayendo mercaderías valiosas y raras. Los vecinos mestizos de ambos pueblos, particularmente los que desempeñan alguna función pública, los exaccionan mucho; si no les arrebatan a viva fuerza lo que traen, les compran por precios ínfimos; a tal punto que han establecido la costumbre de permutar una buena mula con una caja de alcohol. Las mismas autoridades superiores de la provincia, no se excusan de explotar, en igual forma, a estos desgraciados, ya directamente o ya por intermedio de los corregidores; por lo menos estos últimos funcionarios llegan en sus abusos a extremos inconcebibles.
No se han podido averiguar aún los medios de que se valen los callahuayas para conseguir bestias y objetos valiosos en sus viajes; lo probable es que explotando el espíritu supersticioso de los campesinos, se hacen de dinero, con el que compran todas esas especies, o reciben directamente éstas, en pago de sus curaciones y pronósticos.
De conocimientos botánicos, les quedan los suficientes para darse cuenta de las propiedades de algunas plantas, y hacen uso de ellas en sus recetas, que unidas éstas en su aplicación al conjunto de supersticiones que emplean en cada caso, logran su objeto de conseguir la sanidad del enfermo, o la tranquilidad de quien se cree víctima de maleficios. Cuentan, que los callahuayas[229] en sus viajes, van averiguando de los indios, que en el tránsito se hallan enfermos y cuando de ello se convencen y de que es rico el paciente, entierran cerca de la casa de éste, un sapo u otro animal apropiado, con el cuerpo maltratado o entorpecido en el libre ejercicio de alguno de sus miembros, con ligaduras o alfileres, y al siguiente día se presentan, cual si aportaran por casualidad e ignorando en lo absoluto lo que ocurre en la casa.
El enfermo y su familia, reciben la visita de éste, como presagio de buen augurio, e inmediatamente acuden a su saber. El callahuaya, después de muchos ruegos y halagos, accede en hacerse cargo del enfermo. Es entonces que da principio a sus operaciones, revistiéndose de toda la solemne majestad de un agorero. Se provee de una cantidad de coca, que coloca sobre el pecho de su cliente; en seguida le hace varias preguntas relacionadas con sus costumbres y enemigos que puede tener; a continuación, extiende en el suelo un paño negro, y sobre él derrama la coca, examina la forma en que han caído las hojas; sale afuera, mira el cielo y después de pronunciar algunas frases ininteligibles, manifiesta que el enfermo está embrujado en un animal y que él descubrirá el lugar en que el hechizo se encuentra. En efecto, después de nuevas manipulaciones y trebejeos, se dirige, acompañado de los de la casa, al lugar en que enterró el animal expresado, lo[230] saca fuera, le desliga o arranca el alfiler, le cura la herida y predice la pronta sanidad de aquél, a quien le da de beber para mayor éxito, algún mate o yerba en infusión o le pone ciertos parches, con cuyos remedios y la impresión que ha recibido con el encuentro del sortilegio, queda sano el enfermo, y el callahuaya después de recibir su salario y muchos obsequios, se marcha satisfecho.
Antes de emprender sus largos viajes, penetran estos curanderos a los valles de Camata, de donde se proveen de yerbas y raíces, y hasta que llega el día de la partida, se entretienen en pintar de colores diferentes a varias de las últimas, y labrar de huesos manecillas y otros dijes extraños, que después venden a los crédulos, dándoles virtudes sobrenaturales. Aseguran, cuando ningún funcionario o persona ilustrada les ve, de que son talismanes para hacer amar u olvidar a quienes les soliciten su compra. Se jactan de poseer el secreto para tener fortuna y ser dichoso en la vida. La vez que son sorprendidos por la presencia de alguna persona sospechosa, cambian de conversación y al momento contestan a la pregunta de éste: «el secreto para ser amado por la mujer está en tener dinero. La plata es el verdadero huarmi-munachi...»
Otros aforismos que respecto al dinero tienen, son: «El creador de una fortuna es siempre un hábil y audaz estafador.»
[231] «Las riquezas, casi en la totalidad de los casos, son en su origen, productos no del trabajo honrado, sino de la estafa.»
«El rico es un vencedor de los prejuicios sociales; el pobre un paria sujeto a ellos.»
«Los jueces, sólo castigan al estafador que se ha portado como un asno: al listo le lisonjean y aun se prestan a formar parte del séquito de sus aduladores.»
Cuatro días antes del Carnaval hacen una magnífica cabalgata, en la que campean las mejores mulas y caballos enjaezados con todo lujo. Las chapas de plata están esparcidas con profusión en las cabezadas, riendas, arretrancas y estribos de sus monturas. La espuela roncadora de plata, el poncho largo de rico paño y el sombrero del campesino de las pampas de Salta y Tucumán hacen del callahuaya un gaucho completo, pero gaucho de lujo.
Presididos por el Corregidor, a quien le calzan con espuelas de plata, salen a la campaña a recibir la porción de tierras que la autoridad reparte para su cultivo en ese año. Antes de emprender esta tarea llevan a su casa al más sabio de sus brujos. Los aislan en un cuarto, en el que colocan una mesa con tapete negro; sobre los cuatro ángulos de este mueble arden cuatro velas y en el centro hay una botella de aguardiente sobre un montón de coca. Hecho esto, el brujo[232] empieza con sus exorcismos y conjuros en su dialecto callahuaya, que es muy diferente del khechua, que es su lenguaje común. Los ministros le presentan en seguida un costal de conejos vivos, colectados de diferentes casas. De entre éstos escoge cuatro para enterrarlos vivos en los puntos cardinales del terreno que se ha de cultivar, procurando ocultar este acto en las altas horas de una noche oscura. Después de embriagar completamente al Corregidor, lo vuelven del campo con mucha algazara y principian entre ellos las danzas y verbenas hasta después de la ceniza.
Los indios en pago de esa molestia, abonan al Corregidor una contribución con el nombre de chajjra-koco, que asciende, más o menos, a trescientos bolivianos. Además, le hacen varios obsequios de frutos del país y objetos raros que han traído de sus viajes.
Cuando tratan de tomar por esposa a una joven, comienzan por darles pellizcos en los brazos, entre halagos y obsequios que las prodigan, hasta que le quitan su anillo o alguna prenda de vestir a viva fuerza; dueños de alguno de esos objetos, se creen con derecho sobre la mujer y esperan una fiesta en la que las hacen embriagar y después se las llevan muchas veces cargadas sobre sus hombros, a guisa de fardos, acompañados de sus amigos. Por lo regular, la tienen a su lado el tiempo, llamado de prueba. Si la novia demues[233]tra poseer cualidades ventajosas, el amante se casa con ella, y si no la devuelve a sus padres, previa indemnización pecuniaria, por su honor y pago de servicios, llegando ambas familias a convertirse en enemigas. Con ligeras variaciones estas costumbres son comunes en los indios.[42]
«Desde que termina la ceremonia religiosa del matrimonio, los parientes del novio llevan obsequios a la casa de la novia: leña, chuño, chicha y botellas de licor, artículos que son igualmente regalados por los parientes de la novia al novio. La tercera noche se celebra la ceremonia nupcial en casa de los padrinos del matrimonio. El varón al saludar a sus ahijados, les dirige en tono magistral estas palabras: Como esposos consagrados por la iglesia, debéis comprender que vuestra misión en la vida conyugal, es ejercer la suprema autoridad sobre vuestra mujer y sobre vuestros hijos. Sin ella seríais como el humo que se disipa al soplo del viento, y con ella seréis el padre de vuestros hijos y el marido de vuestra mujer. Para ejercer el poder que se os ha dado, recibid este látigo, que es el símbolo de la fuerza, de la[234] razón y de la justicia, que lo usaréis cuando lo exijan las circunstancias. Y vos mujer, nacida para el dolor y el sufrimiento, inclinad vuestra frente en señal de sumisión y respeto al que es vuestro marido y armáos de la resignación que el deber os impone. Vais a recibir la lección del poder de vuestro marido, de ese poder que le dan el derecho y el amor. Entonces el marido armado ya del látigo fatal, lo descarga sobre la infeliz, que gime, llora y grita en medio de un círculo de espectadores, hasta que el padrino levanta la mano para que cese la flajelación. Terminada esta ceremonia bárbara y cruel, el llanto se cambia en risa y el dolor en placer al sonido de las guitarras que amenizan las danzas del festín.»[43]
El regalo de preferencia que se acostumbra ofrecer en las bodas que realizan los de la raza indígena, es de un gallo para la esposa y de una gallina para el novio. Representan estas aves para los indios, los símbolos de la potencia generatriz y de la fecundidad, que deben predominar en la sociedad conyugal que se establece.
Pasados algunos meses emprende el recién casado un viaje sin rumbo fijo ni destino señalado[235] con antelación. Antes de hacerlo, se despide de los suyos embriagándose con ellos y encargando a sus augures y brujos que le vaticinen buen éxito. Parte a media noche y la mujer lo acompaña hasta dos leguas de distancia, de donde, llorando se despide y regresa.
El vestido de viaje del callahuaya se compone de un pantalón de paño azul, viejo, raído y con flecos en las extremidades inferiores; de un poncho largo y angosto, listado horizontalmente, por lo común, de blanco y colorado; sombrero de paja y sobre su espalda o bajo su brazo derecho, asegurada a uno de los hombros, una bolsa cuadrada, grande y de vistosos colores, de la que nunca se separa, porque constituye la divisa de su profesión de curandero. Ella está repleta de yerbas, raíces, cáscaras, semillas, etc., que son reemplazadas a medida que se venden y utilizan, estando todo ello en su interior revuelto y en desordenado maremagnum. Fuera de esto, conduce, algunas veces, dos o más burros cargados de provisiones y especies relacionadas con sus ocupaciones de herbolario y hechicero. Mientras dura su ausencia, que por lo regular es de tres, cinco, hasta diez años, la mujer acostumbra no lavarse ni peinarse, ni ataviarse con nuevos trajes; vive dedicada a sus labores agrícolas y quehaceres de su casa, guardando estricta fidelidad a su esposo ausente y excusándose en lo absoluto de asistir a diversiones y fiestas. Para el calla[236]huaya tiene la fuerza de una convicción indiscutible, la idea de que la mujer siempre se asea y atavía sólo para parecer bien y agradar a los hombres, con objeto de atraerlos. La mujer casada, dicen, cuida mucho de su persona, en ausencia del esposo, cuando siente la necesidad de un amante...
Tienen un profundo conocimiento del corazón humano.
El regreso del viajero, que siempre debe coincidir con la fiesta de la pascua, es anunciado con anticipación. La mujer va a su encuentro hasta el río, situado a legua y media del pueblo de Curva, llevándole chicha y abundante comida. Si aquél acepta esos obsequios, es señal de que se encuentra satisfecho de la conducta que su consorte ha observado durante su ausencia; pero si se muestra serio y la rechaza, es prueba de que se halla disgustado con ella, por haber sabido alguna falta suya. Entonces la afligida esposa, le llora, le ruega, se arrastra a sus pies de rodillas implorando su perdón; si no lo obtiene y continúa el callahuaya implacable, no le queda a la infeliz más recurso que volver al pueblo y arrojarse de una altura, que se encuentra a dos cuadras de la plaza y que se llama Karka y morir embarrancada.
Los callahuayas son celosos, crueles y llevados de augurios. Las mujeres asesinan frecuentemente a sus esposos por celos; viven en ha[237]bitaciones mal construídas, desmanteladas, frías y pobres. A los vecinos mestizos los aborrecen, porque los exaccionan despiadadamente; les ocultan sus mercaderías, y sólo las sacan y ofrecen al extraño. El lujo para ellos consiste en hacer llegar íntegra la tropa de mulas o mercaderías que adquirieron en sus viajes, y ostentar a las miradas de sus relacionados y paisanos. No son capaces de vender una sola cabeza en el camino, aunque les ofrezcan precios subidos.
Con el prestigio que gozan los callahuayas, de poseer facultades extraordinarias para descubrir el porvenir o las cosas ocultas, y de ser médicos acertados, son temidos por los indios, quienes les brindan todo género de distinciones, les alojan bien, les obsequian y jamás se atreven a sustraer nada de las abultadas y misteriosas bolsas que llevan consigo.
El baile usado por esta raza, es el que en otro trabajo hemos descrito con la denominación de cinta-kcaniris, o sea trenzadores de cinta.
En cuanto a las prácticas religiosas, son muy desidiosos y sus actos no están conformes con las exigencias del culto católico, del cual, no aprecian sino la parte que les permite divertirse y embriagarse. El cristianismo no ha penetrado en el alma indígena por falta de una enseñanza seria y de sanos ejemplos que les debieron ofrecer los encargados de su propagación. El callahuaya ni concurre a misa, fuera de las que él o sus rela[238]ciones hacen especialmente celebrar, ni se confiesa ni comulga. Muere como ha vivido, auxiliado por sus brujos.
Cuando alguien se enferma, creen que el alma del paciente pugna por dejar su cuerpo atraído por la persona de la dolencia y para impedirlo se reunen a media noche sus amigos, y colocados en fila, a la entrada de su casa, ruegan a la enfermedad que se vaya, pero que no se lleve el espíritu del enfermo y si lo ha seducido, que desista de su empeño. Le piden con ruegos los más cariñosos, ofreciendo tratarle bien: darle pan, dulce, viandas y licores para su viaje de regreso.
Son estos indios poco hospitalarios y no consienten que un extraño permanezca muchos días en su comarca.
No obstante de que los callahuayas viajan por países remotos y civilizados y aun varios de ellos reciben instrucción en escuelas extranjeras, no han adelantado ni en su manera de ser individual, ni en sus costumbres sociales; lo que fueron sus antepasados, continúan siendo ellos hoy: con las mismas preocupaciones e iguales resistencias para amoldarse a la vida civilizada. En los viajes, lo único que aprenden es hablar un poco el castellano y mostrar cierto despejo en sus relaciones con personas extrañas; maneras que desaparecen en presencia del Corregidor o vecino principal de su pueblo, ante quienes se muestran cohibidos y acortados; porque éstos lejos de coo[239]perar a las tendencias de adelanto que traen aquellos de afuera, no pierden ripio para humillarlos y deprimirlos de la manera más brutal, fuera de robarles con descaro los objetos que traen. El cholo de provincia, particularmente el de aquellos pueblos, ostenta con el indio, que las más de las veces vale más que él, una vanidad ridícula y feroz, que se hace de todo punto imprescindible el reprimirla. Una ocasión regresó al pueblo de Curva un callahuaya joven que habiendo permanecido en Buenos Aires algunos años, pudo ilustrarse y adquirir maneras cultas, muy superiores a los de los vecinos principales del lugar. Mortificado el Corregidor con aquel porte correcto del indio y herido en su amor propio con la manera decente de vestir, lo asesinó sin que mediara provocación por parte de aquél, en la primera fiesta que celebraba el pueblo, y sin que hasta hoy el delincuente hubiera sufrido ninguna sanción.
Quizás esas causas influyen para que los callahuayas se entreguen a la embriaguez y se pongan furiosos en ese estado, e indiferentes y melancólicos, cuando no se hallan dominados por el alcohol.
«Más felices somos en tierras extrañas que en el suelo donde nacimos». Esa es la verdad; amarguras y desengaños solamente les esperan en sus pueblos. En vano se fatigan con largos viajes; los frutos de sus ímprobos trabajos sólo[240] sirven para enriquecer a sus famélicos opresores, cual si una maldita ley evolutiva los hubiera condenado a desaparecer, torturados en las últimas etapas de su decadencia étnica.
Tales son estos famosos herbolarios y hechiceros de la raza indígena.
El Jampiri, llamado más propiamente jampicamana, kollacamana, palabras con las que se designa al médico en aymara, y con las de kolla, hampi, la medicina, y con las de kollana, hampiña, el acto de curar, no es sino el mismo callahuaya que toma ese nombre, o se lo dan las clases populares, según su costumbre y el prestigio que goza entre ellas. A sus imitadores o discípulos, por lo regular a todo individuo dedicado a curar, les dan también tales denominaciones, particularmente si acompañan a sus procedimientos las prácticas supersticiosas de los callahuayas, aunque sin la pericia y variadas formalidades de éstos.
La curación hecha por un jampiri, con todo el aparato que en semejantes casos emplea, la describe un escritor como sigue:
«A poca distancia del sendero que seguían las cabalgaduras, había un grupo de gente (in[241]dios), que vociferaban y accionaban ruidosamente. En medio de todos una mujer cubierta de harapos, escuálida y repugnante, se retorcía y gemía dolorosamente. Atraídos por la curiosidad, y con impulsos de turismo, nos acercamos al grupo, con ciertas precauciones de defensa. La mujer protestaba, en medio de estridentes alaridos, que le habían quitado su hija y la habían embrujado por una venganza.
«El indio que en el grupo parecía tener mayor autoridad, era un hechicero de la región, y había sido traído para curar y desembrujar a la histérica [que no era otra cosa en mi opinión].
«Mientras seguía el tumulto y los preparativos de la ceremonia, el arriero nos dijo: «El brujo es el médico de los indios y le llaman jampiri (curandero). Esta bolsa que tiene a la espalda está llena de hojas, flores secas, raíces machacadas, polvos y mil cosas, minerales y vegetales que son los remedios que administra. También tiene grasa de animales, pedazos de cuero, huesos de conejo y ratón etc. etc.
«En este momento empezó la operación de desembrujar. Los indígenas formaron un gran círculo, dejando en medio a la posesa y al brujo, que se arrodilló junto a ella y empezó a proferir palabras ininteligibles, haciendo pases semejantes a los que ejecutan los hipnotizadores. La mujer abría y cerraba los ojos precipitadamente, crispando las manos y dejando escapar leves aulli[242]dos. Los espectadores conservaban un silencio religioso.
«Después de un momento pasado así, el brujo sirvió medio calabacín de aguardiente y, derramando un poco en el suelo, mientras continuaba su misteriosa guturación, hizo asperges sobre el rostro de la mujer y obligola a beber, bebiendo él también. Entonces todos los espectadores lanzaron gritos extraños, y los hombres con los sombreros alones y las mujeres con un extremo del vestido se cubrieron el rostro. El brujo, en eso, sacó un poco de hojas de coca y las esparció sobre la paciente embrujada, que permanecía quieta y callada, luego tomó una gran calabaza llena de chicha y virtió el líquido en direcciones distintas, extrajo de su bolsa un par de muñequillos de hueso amarrolos fuertemente uno con otro, ocultándolos en el seno de la mujer. En seguida púsose en pie, y dejando a un lado sombrero y bolsa, cinturón y sandalias [hojotas] batió con fuerza el poncho sobre la posesa, aventando las hojas de coca, que volaron en distintas direcciones. Por tres veces repitió el brujo esta operación, que según la referencia del arriero era la expulsión de los "malos genios" que se habían apoderado de esa mujer.
«Pasado esto, todos inclusive el brujo, se retiraron silenciosos, comentando la habilidad y maestría del jampiri.
[243] «Estos brujos, continúa, son muy inteligentes como médicos, conocen todas las plantas y curan de cualquiera enfermedad. Llevan en la lliglla, oculta bajo el poncho, gran cantidad de remedios, como grasa de serpiente, pelo de gato, huesos molidos, pedazos de madera, carne seca, yeso, mollejas de gallina y tierras de todos colores; y con eso hacen mil operaciones entre estos indios de Chichas y Lipez; pero más al Norte ya no se les encuentra con ese cargamento, sino con yerbal completo, y ahí curan de otra manera; ya parecen médicos de ciudad y no hablan de brujería, porque los matarían, como pasó ahora muchos años en el Río Chico, que a una bruja la chancaron sin perdón.»[44]
Entre los pocos métodos curativos indígenas que aún quedan y que están en boga, distínguese aquel que la medicina europea inicia recién con el nombre de kienesiterapia y que es conocida por los indios con la denominación de thalantaña o chuyma kakoña, el cual consiste en[244] sacudir suavemente de los brazos al enfermo, mover con cuidado su cuerpo a uno y otro lado, ceñirle el pecho con una faja, logrando así calmar las agitaciones nerviosas del corazón por medio de la acción refleja del masaje. Esta operación la emplean comúnmente en las personas que se enferman a consecuencia de golpes o caídas y en todas las dislocaciones viscerales.
En los casos de fiebres y calenturas, comienza el curandero por frotar el cuerpo del paciente, con millu o sea sulfato de alúmina en costra, con preferencia por los sobacos y pecho; después le ponen el millu cerca a la boca para que el enfermo sople con todo su aliento, por tres veces consecutivas, a fin de que el remedio que se lleva el mal de la superficie arranque también el del interior. En seguida le pasa por el cuerpo con un lienzo empapado en orina caliente, y antes de que se entibie ella, arroja en el líquido el millu, el que produce espuma, y según ésta se presenta, interpreta las causas que motivaron la enfermedad y sobre si esta es grave o leve. Terminados los pronósticos envuelve con trapos la vasija que contiene la orina y el millu, empleados en la curación y la lleva a la carrera hasta un lugar apartado, que debe estar desierto y allí en el silencio de la noche, se oye la débil voz del curandero, que ruega a la enfermedad para que se retire lejos, reconviniéndole por su venida y preguntándole el nombre de la persona que la ha[245] llamado y atraído, y cuando cree haber descubierto al autor del mal, y obtenido la promesa de que se irá, torna corriendo, sin volver la vista atrás, a la casa del paciente. Esta manera de medicinar llamada milluchaña, suele efectuarse con algunos variantes, denominándose entonces trucaka: ambos métodos los tienen por muy eficaces.
También suelen pasar por el cuerpo de los enfermos, yerbas, maíz, cuys y junto con la ropa que le sacan, hacer un atado, llevarlo al camino próximo y abandonarlo allí, para que el mal siga su terrible y lúgubre viaje, empujado por el viento o conducido por los incautos viajeros que se apropian del atado. A este procedimiento llaman pichaka.
Cuando se presenta una epidemia, los indios de la circunscripción afligida por ella, tratan de hacer que el mal los abandone por medio de la práctica llamada llumpaka, que quiere decir purificar, porque suponen que con este procedimiento supersticioso, la enfermedad se marchará y quedará la comarca libre de sus perniciosos efectos. Reunidos el yatiri y sus ayudantes en casa de un enfermo o persona que ha fallecido y después de los acullicos (masticación de la coca) y libaciones, llevadas a efecto, en medio de invocaciones a sus divinidades y súplicas a la enfermedad, friccionan el cuerpo del enfermo con fetos de oveja o chancho y algunas[246] medicinas caseras. Luego envuelven todo esto en taris nuevos o sean pequeños lienzos en forma de servilletas, agregando a los atados caítos y lanas de colores, coca y otros objetos semejantes en los que incluyen la ropa del enfermo, varias prendas nuevas, algunos comestibles, como carne de cordero, panes, tostado, pastillas, confites, huevos dorados con pan de oro y plata, colocándolos por orden de colores y en filas apiñadas. Acompañan también a los bultos dinero, particularmente monedas antiguas, que ponen en parte visible pendientes de hilos y junto a banderillas de colores vistosos y de botellitas de licor o bolsitas. El cargamento acondicionado y distribuido en varios bultos, constituye el equipaje de la enfermedad, a la que no cesan de rogarle que se vaya, y a fin de que se retire contenta, van conduciendo todo aquello hasta el lindero próximo, donde descargan y le imploran que no vuelva más, invocando la intervención del Huasa-Mallcu, para que la obligue a irse. Sobre la carga ponen un rótulo en aymara, respecto a la dirección que debe seguir. Los mandones de la comarca vecina están obligados a hacer pasar el cargamento, con iguales formalidades hasta el lindero opuesto, para que siga su viaje y pare donde le plazca hacerlo, so pena de ser castigado, por la epidemia, si así no lo hacen. Vuelven los conductores corriendo después de descargar el cargamento y[247] de implorar por última vez a la epidemia, que no aflija más a la estancia y se contente con las víctimas que ha causado, y al siguiente día, hacen una fiesta suponiendo que la epidemia se ha ausentado para siempre.
Otras veces, un miembro de la familia, o el brujo, recoge las cosas del finado o sólo las prendas de vestir con las que ha enfermado y las coloca amontonadas sobre el camino, cubiertas de un lienzo colorado o azul, en cuyas cuatro extremidades ponen banderitas de papel vistosas o lanas de color, y debajo un conejo muerto. Generalmente el conejo es dedicado al enemigo, y por ese medio suponen enviarle el mal. Esta llumpaka individual no tiene la resonancia de la anterior, ni se realiza con las solemnidades y aparatos empleados en aquella, pero suponen que sus efectos son los mismos, aunque en escala reducida.
Las tercianas y cuartanas, cuando se presentan, imaginan que toman siempre la forma de mujeres escuálidas, reducidas a piel y huesos, con las rústicas cabelleras desgreñadas, de colores lívidos transparentes, que andan chapoteando en los charcos de los lugares cálidos y en las riberas de los ríos, que corren en los valles profundos y ardientes, donde causando espanto a las personas ante quienes se hacen visibles, desaparecen introduciéndose en los cuerpos de estas durante la emoción del susto. Creen curar la do[248]lencia dando al paciente una fuerte sorpresa que le causa tal efecto de terror, que aquella abandona su organismo con el miedo. No faltan personas que acostumbran insultar a la enfermedad, para que esta molestada con el mal trato se vaya fuera, avergonzada y resentida.
De las demás fiebres tienen iguales opiniones. De las pulmonías y tisis, dicen que son seres flacos, largos, helados y de voracidad insaciable, que viven chupando la sangre de sus víctimas, royéndoles su vitalidad, y a quienes tratan de arrojarlos por parecidos procedimientos. La idea de que las enfermedades se deben en parte a la introducción de cuerpos extraños y vivos en el organismo, está muy generalizada entre los naturales.
Además los curanderos indígenas emplean con algún acierto el sistema denominado medicina simpática, que constituye algo así como una zooterapia indígena, consistente en la comunicación de ciertas propiedades orgánicas del reino animal, que parece que tienen analogías patológicas con el ser humano. Tal es la que aplican en los casos de fiebre tifoidea, abriendo las entrañas de una gallina de plumaje negro y colocándola sobre el vientre del enfermo, o introduciendo sus pies en la barriga de un perro recién muerto, o poniéndole sobre el estómago conejos negros, inmediatamente después de ser desollados, para que los cadáveres de la animales empleados[249] en esa forma arranquen a la enfermedad, por lo que éstos quedan materialmente descompuestos y en putrefacción a los pocos momentos, lo que les hace suponer que el remedio ha absorvido en su tegumento los gérmenes patógenos del enfermo. Análogas a este sistema son las curaciones por medio de lagartijas vivas o muertas, según los casos, ya sea empleándolas en parches para soldar fracturas, curar luxaciones, o comiéndolas crudas o remojadas en vino. La carne de este reptil posee mucha fuerza alimenticia y cuando se la usa con frecuencia fortifica notablemente el organismo.
La erisipela acostumbran curar, rosando una y otra vez, con la barriga de los sapos las placas erisipelatosas; con cuyo procedimiento, quedan contagiados estos batracios y mueren a las pocas horas y dejan, en cambio, sano al enfermo.
La atrepsia infantil, llamada por los indios y mestizos larpha, curan de varias maneras: pero lo más común es cubrir al enfermo con las hojas del arbusto llamado ñuñumaya (Solanum pacense), bien calentadas, casi quemantes y hacerlo sudar dentro copiosamente; o bien envolviéndolo en el interior de la panza de un toro recién degollado. Según los partidarios de este método, el secreto está en que después no se resfríe el medicinado. Otras veces hacen tomar al niño[250] cocimiento de huesos de perro. No faltan curanderos que aconsejan como remedio eficaz, para esta dolencia, el bañar frecuentemente al enfermo con agua de la yerba rokke. La plebe atribuye, como ya dijimos, la larpha, al haber contemplado la madre, en estado de embarazo, un cadáver.
Para que sane de la ictericia hacen beber al niño enfermo agua de chuño.
Para que sea poco afectuoso y aún ingrato con alguno de sus padres, le dan al niño agua en la que se ha lavado la ropa sucia de aquél.
A la mujer que tiene quebradura o descenso de la matriz se le hace poner el pie por el que cojea sobre la corteza de higuera y cortándola conforme a su planta, se coloca esta forma en la chimenea. A medida que va secando la corteza irá sanando la persona enferma.
La mordedura del perro la curan hiriendo al can, que dió la dentellada, en la misma parte en que está la herida de la persona mordida, con objeto de que lamiéndose el animal la sangre que fluya por la suya, vaya curando, por simpatía, la que ha causado. En seguida cortan su lana la queman y con la ceniza espolvorean la herida del enfermo, después de lavarla con orina podrida. De este tratamiento, que lo tienen por eficaz esperan su sanidad, con la circunstancia de suponer que ella seguirá el mismo curso del perro, por[251] lo que es imposible que a éste lo maten, temerosos de que el paciente tenga igual muerte. Las lesiones de ambos, según la creencia indígena, deberán correr las mismas contingencias en su curación, empeoramiento o desenlace mortal. Al hincar el can sus dientes en la carne del ser humano y corresponder este hiriéndole se establecen una identidad de sufrimientos, una correlación de sus destinos, que sólo desaparecen con la cicatrización de las heridas.
El cuerno de ciervo goza de mucha fama como remedio para los desvanecimientos pasándole por las sienes al que los sufre.
El humo producido por la quemazón de las plumas de la Abubilla ahuyenta las moscas de una habitación.
La flictena motivada por una quemadura, sana si se aplica sobre ella algodón escarmenado.
Para arrancar una muela sin dolor, se toma una lagartija viva, se la introduce en una olla y después de taparla bien se la pone en un horno ardiente y se la tiene hasta que la lagartija se reduzca a ceniza y con estos polvos que se aplican a la encía, aseguran que sale la muela o diente con facilidad.
El aguardiente recetan para el catarro y los constipados, repitiendo a menudo la siguiente fórmula: El catarro se cura con el jarro; si la enfermedad no se quita, con la copita; si a[252] pesar de eso sigue ella, con la botella, y si viene con tos, con dos.
Para neutralizar los efectos de un hechizo, debe bañarse el cuerpo los martes y viernes, en la noche, con agua de retama y derramar esta ya sucia en la puerta de la persona de quién se teme el daño, y no transitar por allí después, hasta que pase algún tiempo; en seguida, empaquetar en saquitos de género, precisamente colorado hojas de retama o solimán y llevar cosido al vestido o a guisa de escapulario. También acostumbran, con el mismo fin, regar la habitación con licores o chicha, sahumando después con kkoa.
Después de comer una mazorca de maíz, se debe partir en dos el marlo para que de él no se valgan los enemigos para embrujar al que lo ha comido. El marlo partido ya no sirve para el caso.
Cuando una persona se enferma a consecuencia en un embrujamiento, debe buscarse el objeto de que le ha hecho el mal y encontrado él, pasarle por el cuerpo y botarlo empapado en aceite. Entonces se aliviará el enfermo y los efectos del hechizo se tornan contra su autor.
El aullido del perro preocupa tanto al indio, cuando lo oye a media noche, que se enferma si está sano y se empeora si está postrado en cama.
La mosca o el moscardón hacen mucho rui[253]do en una habitación, sin querer salir de ella, cuando alguno de sus moradores tiene que enfermarse.
Los parches o vendas que se desprenden de las heridas y tumores, nunca deben arrojarse en parajes donde cae el sol, porque hacen que se calienten aquellos y se agrave el mal. Deben botarse siempre al agua, o mejor en un río para que su corriente se los lleve lejos incluso, la enfermedad.
El que señala en su rostro el sitio en que otro tiene sarna, se contagia de la enfermedad, haciendo que ésta se reproduzca en el mismo lugar.
Las dolencias morales tienen para los indios remedios tan eficaces como las físicas. Las pretenden curar contemplando la caída de un arroyo cristalino a cuyas aguas aconsejan confiar los motivos que las causan y con fe absoluta pedirlas que laven el corazón apenado.
Se vuelve a un individuo demente con sólo darle ochequeccheque, ingeriéndolo con alguna bebida o molido en algún líquido.
Curan el vicio alcohólico dando de beber al enviciado, aguardiente en el que se han remojado y diluído ratones tiernos, o bien introducen en una botella de aquel licor pescados vivos y la tienen bien tapada, hasta que por la acción alcohólica se deshagan y ese brevaje le sirven por copitas.
[254] La cresta del gallo, inmediatamente después de ser recortada, recetan para hacer brotar los dientes a los niños que se han atrasado en la dentición, pasándoles por las encías, una y otra vez, y haciendo que penetre su sangre en las partes precisas.
En los casos de locura dan de comer al atacado, sesos de perro, o hacen hervir la cabeza de de este animal y le sirven en caldo.
Para que los niños tengan un estómago sano les nutren con leche de perra.
La pulmonía se cura poniendo sobre el pulmón enfermo el cuero de un gato negro, inmediatamente después de desollarlo.
No hay que escupir al sapo porque salen granos en el cuerpo. A este hecho llaman la re-salivación de ese bicho.
No se debe dar muerte a las moscas o hurgar las crías de ratones porque salen paperas [cchupus].
En los desvanecimientos producidos por las corrientes de aire, aconsejan hacer abrir el pico del pato y obligarle a que absorba el mal aire.
La orina humana fresca se emplea para curar los sabañones, bañando con ella, antes de acostarse, las manos o pies afectados del mal; la guardada y corrompida, para lavar las heridas y la cabeza de los que adolecen de caspa o granos. La[255] orina ocupa lugar preferente en la farmacopea indígena, por las virtudes medicinales, poderosas y seguras, que se la atribuye, y, en consecuencia, por las múltiples y variadas aplicaciones que se la da.
Los indios son por lo común sanos y robustos; no conocen muchas dolencias que tanto afligen a los blancos, tales como la tisis y el reumatismo. Las enfermedades que contraen con facilidad y suelen hacer estragos entre ellos, son las tifoideas, disenterías y cólicos. Entre los niños causan una mortalidad crecida la viruela y la coqueluche.
Esta relativa sanidad, es tanto más notable, si se tiene en cuenta, el que indio no practica ningún principio higiénico; raras veces se lava la cara y nunca se da baños de cuerpo entero; sus habitaciones carecen de ventilación y su lecho esta formado de andrajos. La salud robusta de que goza el indio, no se puede atribuir sino a sus costumbres frugales y a su alimentación completamente vegetariana.
El se acuesta temprano y se levanta al amanecer; trabaja con método, sin rendirse ni hartarse con alimentos de tardía digestión. Es sólo alcohólico ocasional y cuando se embriaga por completo, adquiere siempre alguna enferme[256]dad que lo postra en cama. Tiene mucha resistencia para soportar las mayores fatigas y combatir las dolencias más graves. Los que no son aficionados a bebidas alcohólicas, viven muchos años y sólo fallecen a edad avanzada.
La coca desempeña entre los indios el papel de un tónico poderoso y mientras continúen masticándola serán poco propensos a contagiarse de muchas enfermedades, según ellos creen. La extraordinaria resistencia para el trabajo, con que se distinguen, proviene del consumo que hacen de esa yerba. Cargados de pesos enormes, recorren distancias largas y por caminos escabrosos, sin más alimento que la coca.
La cocaína contenida en la coca, da lugar a una anestesia en el sistema muscular, que se traduce en la menor fatigabilidad de los músculos y en la anestesia del estómago, de manera que pueden pasar algún tiempo sin comer, es decir, sin hambre. Apenas el indio advierte un cambio de sabor en la papilla y que en su cuerpo se produce una sensación de fatiga, renueva la provisión de coca y muerde un pedacito de la llujtta que llevan y se restablecen inmediatamente sus fuerzas decaídas.
La coca es la panacea del indio.
I.—Idea que tienen los indios y cholos del alma y de la muerte; ciertas creencias referentes a los difuntos, a los que han sido victimados y el culto de los muertos.—II.—Deferencias al moribundo; velorio, entierro, los últimos gastos y los ocho días.—III.—Deberes que se tiene con los muertos. La fiesta de los difuntos. Los columpios de Cochabamba; sinceridad de estos regocijos.—IV.—Motivos por los que se festejan a los que dejaron de ser.—V.—Algunos dichos supersticiosos.
La muerte entre los indios, ya lo hemos dicho, es la separación del último resto, sin duda[258] resto de suma importancia, del ser que animó la materia que va reunirse con las otras partes que se le adelantaron; porque el alma indígena o ajayu, tal como la concibe el aborigen, es un ente plástico, susceptible de dilatarse, esparcirse en todo lo que se desprende o ha usado el organismo humano al que pertenece, para después de la descomposición de éste, contraerse y condensarse en un conjunto invisible, misterioso y sutil, que vuelve cuantas veces lo requieren las circunstancias, al cuerpo de donde se desligó, dándole nuevamente movimiento y existencia, aunque transitoria y visible sólo para quienes debe serlo. A este aparecido le atribuyen que discurre, come, bebe, habla, llora, canta, ríe, visita a los suyos, se lleva al otro mundo a los que conceptúa necesario arrebatarlos de la tierra; frecuenta los sitios a que solía asistir habitualmente en su vida mortal; vela por sus parientes y por su comunidad, ahuyentando las desgracias que pueden sobrevenirles, conjurando los males que les amenazan y oponiéndose en toda ocasión a la nefasta obra de los espíritus adversos a sus protegidos. A eso se debe que antiguamente acostumbrasen embalsamar los cadáveres con esmero, arropándolos con vendas y envolturas tejidas de paja y acomodarlos sentados en túmulos de fácil acceso, con sus útiles, alimentos y bebidas, para cuando el ajayu regresase a su cuerpo no sufriera la falta de nada, ni nada dificultase sus andadas y acciones póstumas.
[259] Alguna vez, cuando el indio cree sentir el eco débil de un suspiro, gemido, llanto en el silencio de la noche, supone que proviene del muerto o muertos que se lamentan por los infortunios que sufren sus parientes o su ayllu; si es de risa, que se alegran de sus dichas. Se halla convencido de que los muertos nunca abandonan a los vivos, ni les hacen faltar su sombra protectora o sus castigos si los merecen; y de que aquellos son los verdaderos vengadores de las injusticias que cometen con los suyos.
En concepto de que el alma se halla siempre alerta, la persona que habla mal de un finado dice en seguida, por vía de satisfacción: que no la ofenda mis palabras ni le proporcione disgustos que la hagan penar.
Si a continuación o a poco tiempo del fallecimiento de una persona, muere algún caballo suyo, dicen que necesitaba de esa bestia para atravesar rápido el fúnebre camino que conduce a la otra vida y volver en él, cual negro y sombrío centauro, cuantas veces lo quiera; si es animal de carga, para trasportar sus cosas; si un buey, llama o cordero para dar banquete de llegada a sus amigos que le antecedieron y salen a su encuentro.
El ajayu, cree, que puede separarse del cuerpo aun en vida del individuo, mientras éste duerme o se halle distraido. Así cuando éste atraviesa a prisa y sin fatigarse una larga distancia,[260] supone que su alma viajó antes por ese camino, allanando de antemano cualquier obstáculo o dificultad que pudiere quebrantar sus fuerzas o debilitar la actividad de sus músculos.
La leche se corta, cuando el alma de la cocinera la enturbia o descompone.
El indio abriga la idea de que en la conmemoración de los difuntos vienen las almas del otro mundo a ocupar transitoriamente sus cuerpos y contemplar, una vez más, con sus ojos a los suyos. Si el día llovizna o se presenta con fuerte aguacero, dice, que vienen llorando; si hace buen tiempo, bastante sol y la atmósfera se encuentra diáfana y el cielo azul, que están alegres y contentas. Entonces los vivos participan con gusto de la alegría de los muertos y sus ofrendas se las dedican satisfechos.
El alma del que ha sido victimado por alguien, suponen que persigue siempre a su matador: lo empuja hacia sus vengadores; lo atrae al lugar del teatro del crimen, si se ha alejado. El criminal está condenado a expiar su delito donde lo ha cometido. El cuerpo permanece inerte pero el ajayu es imposible que en ese caso quede tranquilo, cuando fué expulsado violentamente de él y clama venganza. El indio y el cholo, que han perpetrado un crimen, creen ver a cada momento y en cualquier incidente casual el tétrico espectro de su víctima, lo que suele tenerlos tan desazonados y violentos, que terminan por sui[261]cidarse; enviciarse al alcohol o repetir otros crímenes o entregarse a la justicia. La creencia popular mantiene la convicción de que el ajayu de la víctima no abandona a su matador y condensa esta idea en la frase alma huatan, o sea agarrando o apresado por el alma del occiso.
El indio que quita la vida a un semejante suyo, para librarse de esos inconvenientes, hace todo lo posible por extraer la grasa de la barriga del cadáver, untarse con ella las manos y llevar consigo un pedazo, creyendo que con eso evitará que el alma de su víctima venga a inquietar su sueño y a turbar su conciencia, fuera de que mientras permanezca el ingrediente en su poder nunca caerá en manos de la justicia. A la grasa humana le concede la virtud de resguardar al delincuente contra todo peligro. Otras veces, cuando la muerte que se ha dado a la víctima ha sido muy rápida, le cortan la cabeza, para que el alma aletargada, que no ha tenido tiempo para apartarse del cuerpo, permanezca en él y no condenándose se convierta el difunto en aparecido que persiguiera a su victamador por siempre. El indio entiende por condenarse el vagar furiosa y sin descanso por la tierra hasta conseguir su venganza. El condenado, tal como lo concibe un católico no tiene cabida en su imaginación. El alma para él, permanece en el mundo y no en el infierno.
El cuerpo del individuo destinado a falle[262]cer pronto desprende olores en la habitación donde tiene su morada: desagradables si es de avanzada edad; soportables si es joven y aromáticos si es niño.
Siente percibir olor a sangre humana el individuo que está próximo a perpetrar algún homicidio o asesinato.
Para que muera una persona reunen sus cabellos con incienso y copal y poniéndolos sobre brasas los ofrecen al rayo.
El alma del que muere ahogado en algún río, lago o corriente de agua, sigue vagando indefinidamente por sus orillas y sitios próximos, o hasta que la deidad acuática compadecida se la lleva lejos.
Si del alma mantenían y siguen abrigando tales preocupaciones, el cuerpo del muerto era entre los antiguos indios, objeto de profunda veneración y en su homenaje se estableció un culto solemne, rendido constantemente por sus deudos, un verdadero y ceremonioso culto de familia. No tenían miedo ni deseo de alejarse de los cadáveres de sus antepasados; vivían junto con ellos, les llevaban en sus fiestas, viandas y chicha. En las vasijas y utensilios, con los que se habían inhumado se renovaban las provisiones y, en la piedra, que en forma de asiento se les había erigido, se hacían sacrificios propiciatorios. Los muertos se convertían en dioses lares de su familia.
A medida que avanzaba el tiempo, cons[263]tituían esos restos reliquias sagradas; se les llamaba malquis y se les tenía como encargados de velar por el bienestar de su descendencia y por el progreso y acrecentamiento de su ayllu. Cuando por la acción de los años, se reducían en polvo y desaparecían, terminaban por adorar el cerro o sitio en el que habían acostumbrado acatarlos, creyendo que se habían transformado en ese cerro, piedra o río, los cuales se tornaban en Achachilas. «Tienen estos Malquis, dice Oliva, sus particulares sacerdotes y ministros y les ofrecen los mismos sacrificios y hacen las mismas fiestas que a a las Huacas y suelen tener con ellos los instrumentos de que ellos usaban en vida, las mujeres, usos y mazorcas de algodón hilado y los hombres, las tacllas o lampas con que labraban el campo, o las armas con que peleaban. En estos Malquis y Huacas hay su vajilla para darles de comer y beber que son mates y vasos; unos de barro, otros de madera y algunas veces de plata, pero para los yncas eran siempre de este metal y de oro»[45].
El indio tenía en vida una constante preocupación para que su eterna morada fuese construída de la mejor manera posible y recomendaba a sus parientes que pudieran sobrevenirle que nada faltase en ella después de su muerte.
Los conquistadores fueron los que tras[264]tornaron esas ideas y prácticas funerarias con su pronunciado temor a los cadáveres y su afán de enterrarlos lo más presto, en sepulturas abiertas en cementerios destinados a ese objeto. Sin embargo, al establecer la iglesia la conmemoración de los santos difuntos y rogar por las almas del purgatorio, ha contribuido para que el indio crea que se trata del culto de sus venerados muertos y por ello, sin omitir ningún sacrificio, manifiesta en todas esas fiestas o ceremonias, fervor y fanatismo por celebrarlas. Rogar por las almas del purgatorio y conmemorar a los muertos importan para el indio el restablecimiento, aunque de extraño modo, del culto a sus malquis.
El momento en que el enfermo se pone mal, los brujos y curanderos menean tristemente la cabeza y se declaran impotentes para salvarlo. «La enfermedad—dicen—ha penetrado hasta la médula de los huesos y es ya imposible arrancarla.» Las mujeres principian a llorar en silencio, los hombres quedan estupefactos y callados, y todos cuando andan lo hacen con la punta de los pies, cuidando de no producir ruido. Desde ese instante una tensión dolorosa se apodera del espíritu de los concurrentes, quienes ponen las caras compungidas, las miradas vagas y[265] no cesan de repetir; «qué desgracia, qué fatalidad, tan bueno él...»
Cada uno comunica que la noche anterior hubo ruido en su casa, lo que quiere decir que el alma o ajayu del enfermo cumplió con la obligación de despedirse personalmente de los suyos, antes de apartarse de la compañía de los vivos para habitar con los muertos. Ya nadie confía, entonces, en que pueda vivir un día más.
Comienza la agonía, que para el indio significa la postrer lucha que el alma vencida por la enfermedad sostiene con el cuerpo, que trata de retenerla y correr con ella la misma suerte que le espera. El estertor del moribundo es el ruego ronco, triste y sollozante que le hace para que no le abandone a merced de la victoriosa, que libre de cortapisas y poseída de satánica alegría, le dejará en su ausencia la maldita simiente de gusanos que se propaguen en sus carnes inertes, con la pasmosa fecundidad que poseen y las destruyen. Más antes, cuando la agonía se prolongaba mucho, ahorcaban al paciente, con objeto de salvar el alma y que no se descomponga con el cuerpo, ni sufra mancilla ni desmedro, poniendo término a esa supuesta lucha, con la estrangulación. Este procedimiento considerado necesario y eficaz llamaban despenar al enfermo. Para expulsar la simiente de los muy prolíficos, y horribles gusanos y evitar que el cadáver se deshaga por completo lo embalsamaban y lo colocaban[266] en actitud de descansar y ponerse en acción cualquier momento, con la mira de que estando así neutralizados los efectos póstumos de la dolencia, volvería su ajayu a ocuparlo cuantas veces quiera sacudir su inercia y darle movimiento. Ambas operaciones, fuertemente combatidas por los sacerdotes católicos y autoridades civiles, han caído en desuso. Al presente, los indios inhuman sus muertos, confiados en que la Pacha Mama, los recibirá en su seno generoso, para devolverlos al mundo, las ocasiones en que las almas tengan necesidad de cubrirse con su antigua envoltura.
Acaecida la muerte, rodean el cadáver los deudos y amigos, llorando de voz en grito y relatando en medio de lágrimas sus buenas acciones, para que su ajayu que se halla presente les oiga. Las mujeres se cubren inmediatamente la cabeza con mantos negros, los hombres se ponen ponchos del mismo color y tapan el cadáver con un lienzo ceñido en la parte del cuello.
Es imposible que el mismo día lo entierren, por más que haya ocurrido el fallecimiento en la mañana y la enfermedad que ha causado el hecho sea contagiosa. El cadáver deberá permanecer expuesto en la noche, rodeado de ceras ardientes, de su familia, amigos y personas pobres que acuden al recinto fúnebre con ánimo de rezar por el difunto en cambio de alguna retribución. Los veladores como se llama a los asistentes, beben tazas de té con abundante alcohol y mastican coca[267] durante las pesadas horas de aquella fúnebre noche, llegando muchos a embriagarse y hacerse impertinentes, exigiendo más de lo necesario, a pretexto de que es el último gasto que se hace por el extinto. Con la palabra de «último gasto», repetida a menudo, son capaces de consumir con todos los bienes dejados por el muerto.
A la media noche, cuando ni un leve soplo del viento interrumpe el sosiego y serenidad del ambiente, los veladores salen de la habitación mortuoria, encabezados por el brujo y se dirigen callados, con paso suave y sin hacer el más ligero ruido, fuera de la casa, a un lugar desierto, para escuchar el tenue y débil acento o sonido que desprenden las almas de quienes vienen a visitar el cadáver, comprometerse con su alma, que ronda alrededor de sus restos, mientras estos se entierren, para abandonar pronto la sociedad de los vivos, e irse con ella. El brujo impone absoluto silencio y aguzando el oído un momento, dice despacio, he escuchado la voz de fulano o el llanto de zutano o el suspiro de mengano, y recomienda que a estos no se les deje ponerse de acuerdo con el alma del difunto, a fin de impedir que se vayan prestos a hacerle compañía en la eternidad. Los presentes, sugestionados por aquél, creen también escuchar el mismo eco y predicen el tiempo de la muerte del aludido, según la distancia en que la sienten producirse el ruido: pronto si[268] se ha escuchado cerca, tarde si es distante. Para evitar esa sombría charla y que sellen el fúnebre pacto, se arman de hondas y descargándolas, exclaman: a que vienes alma de tal o cual persona?; ándate, vuelve a tu casa: tienes mujer, tienes hijos que vestir y mantenerlos. Si los tiene. En caso de ser soltero y vivir con sus padres, agregan: Tus padres han de llorar, tu hogar quedará desierto, tu has venido al mundo para trabajar y tener descendencia y no puedes abandonarlo sin cumplir tu misión y, siguen los hondazos, las súplicas y las imprecaciones o el llanto de las mujeres. Cuando ya nada se supone percibir, vuelven junto al cadáver y el dueño de la casa les sirve una comida condimentada con bastante ají, por lo que llaman el acto huaykca urasa, o sea la hora del ají.
Terminada la comida y cuando ya nadie debe salir fuera, ni pasar por la puerta, esparcen ceniza en el suelo, a la entrada de la habitación mortuoria y continúan los veladores con la vigilancia del cadáver, compungidos, cuchicheándose y consumiendo siempre tazas de agua caliente alcoholizada. No falta alguno que rompe el silencio con la narración de las virtudes y buenas acciones del muerto, o llora increpándole por su fallecimiento. ¿Por qué nos dejas en la orfandad? pregunta y continúa lamentándose: «mientras tú tranquilo descansas, flojo, nosotros quedamos a sufrir. La carga de tus obligaciones que has[269] abandonado en el camino de la vida, tenemos sólo nosotros que continuar llevándola. Con tu muerte has puesto término a tus cotidianos empeños y ha cesado todo padecimiento para tí; en tanto que tu casa quedará sin quien la vele y proteja como tú lo hacías y a tu viuda y a tus hijos ya no habrá quién les de sustento. Ingrato, cruel, no debías haberte muerto...»
Unos escuchan esos acentos de amargura y desolación con los ojos enturbiados por el alcohol, otros dormitan con los rostros abotagados, los cuerpos temblorosos y los belfos caídos. Cuando algún borracho quiere perturbar la solemnidad de aquellas horas sombrías, lo sacan afuera a rastras, arreglando después la ceniza esparcida y lo echan al granero, para que duerma.
Al día siguiente del velorio y antes de que ninguna persona transite, examinan la ceniza colocada la noche anterior, para observar las huellas de las pisadas que pudieran encontrarse; la edad y el sexo a que pertenecen, y, por ellas, predicen quienes morirán tras del finado. Suponen que, sin embargo de los ruegos y de los incidentes de la noche anterior, han logrado entrevistarse algunas almas de individuos vivos con el difunto y de seguro que se han comprometido a seguirle. Los investigadores hacen una mueca de desagrado y quedan conformes con la suerte que espera a los sindicados.
[270] El cortejo fúnebre es encabezado por la viuda que marcha desolada por detrás de los conductores del cadáver del que fué su esposo, lamentándose, entre sollozos de su suerte y del abandono en que la deja. Cuando ella no asiste personalmente al entierro, dicen, que el cadáver se hace pesado y se resiste a ser conducido al cementerio.
Al franquear la puerta de la morada de los que dejaron de ser, nadie quiere atravesar primero el umbral, porque temen que aquel será el que le siga. Para evitar los malos presagios, entran todos de golpe o por lo menos los que conducen la carga fúnebre.
Antes de hacer descender a la sepultura, la viuda coloca junto al cadáver un atadito de coca y un pedacito del lujta, y después, cuando se halla en el fondo, le arroja unos puñados de tierra y en seguida lo cubren los sepultureros.
De vuelta al hogar continúan las velas ardiendo sobre la cama vacía del finado, no debiendo apagarse ellas durante los ocho días siguientes, ni en ese tiempo descubrirse la cabeza la viuda e hijas de aquél. Comen y beben ese día en la casa de la doliente los del cortejo fúnebre y varios de ellos acompañan a velar a la viuda en las noches, porque no debe enfriarse el calor de la habitación en esos días.
La víspera del octavo día, los parientes[271] compadres y amigos, van al río a lavar la ropa y camas del difunto. De regreso y en la noche, se reunen a velar en la habitación en la que falleció aquel. A la media noche, salen a las afueras del pueblo, regularmente al paraje por donde corre algún riachuelo, que por este motivo suele llamarse ijmaj ahuira o sea río de la viuda. En este sitio cambian el vestido de la viuda o viudo, la entregan al oreo del viento; azotan su cuerpo con ramas de ortiga, para que las aflicciones huyan con el castigo: mastica cada uno tres hojas de coca, lo que llaman qquihinto; beben aguardiente y chicha, que llevan en pequeños cantaritos, arrojándolos lejos cuando ya están vacíos. Después los hombres se ponen los ponchos al revés y las mujeres hacen lo mismo con sus sayas, y apoderándose dos jóvenes solteros del viudo o dos solteras, si es viuda, parten a la carrera, sin mirar atrás, seguidos de los presentes. En la puerta de la casa arde una fogata por encima de la cual deben saltar para introducirse a su interior. Este acto tiene por objeto quemar las desgracias que pudieran haberse prendido en los vestidos.
En la habitación invita el doliente, asado, con panecillos de harina de quinua, conocidos, con el nombre de aquispiña, y chuño cocido. Traen la sartén con manteca tibia para que cada concurrente, se pase con ella la palma de la mano, a fin de que las penas sean ahuyentadas. Perma[272]necen hasta el amanecer, teniendo los compadres la obligación de doblar las campanas en la noche.
Al día siguiente a la hora señalada asisten al templo a oír la misa de requiem, celebrada en sufragio de la alma del extinto, y de vuelta de ella, convida a los que le acompañaron la noche anterior a celebrar los ocho días, siendo práctica establecida de comenzar la fiesta, tomando cada cual tres hojas de coca del montoncito que ponen en el centro del cuarto.
En medio festín, cuando los ánimos exaltados por las bebidas alcohólicas han desterrado la pesadez del duelo y se ha hecho imposible la gravedad, de improviso cesan los lloros, y las fisonomías se tornan de tristes y serias en risueñas, apenas uno de los asistentes, que hace de faraute, toma un instrumento músico, que en esas circunstancias suele estar siempre a la mano, y exclama con autoridad: el finado era alegre y hay que recordarlo ahora, como a él le gustaría si estuviera vivo y comienza a tocar y cantar, invitando a los presentes a que bailen. Desde este momento la danza y los cantares reemplazan al llanto de la viuda y de los hijos, cuyos ayes sólo se escuchan de cuando en cuando y en los instantes de silencio, pero proferidos más por fórmula que por verdadero dolor. En estas gentes la muerte no les impresiona y la conformidad muy pronto ahuyenta el pesar que pudieran sentir. «¿Acaso—dicen—los[273] que quedamos no hemos de seguir el mismo camino? ¿Por qué suicidarse con lloros si se puede aprovechar de la ocasión para hacer grata, siquiera un momento, la amarga vida? El que muere descansa, mientras que el vivo se queda a sufrir y es él verdadero digno de compasión...»
Débese a que profesan esta filosofía que no cause extrañeza a nadie tal proceder y que sea, por el contrario, aplaudida la conducta de los dolientes, por haber fomentado esa fiesta, que para los clases populares significa comenzar a ejecutar bien los deberes con el difunto, empleando los dineros correspondientes al fondo llamado de los últimos gastos, que muchas veces suele consumir la herencia de los vivos, quienes se conforman del resultado con repetir el dicho vulgar, de que la plata se hizo para gastarla...
La familia en cuyo seno ha fallecido alguno de los suyos, que por sus méritos y edad merecía respeto y consideraciones y que se la designa con el calificativo de junttu amayani, o sea con cadáver caliente, está obligada a erogar los últimos gastos a su memoria durante tres años el día de la conmemoración de los difuntos; sobre todo, el primer año debe ser el más solemne y[274] costoso. Esta costumbre llamada de hacer rezar, constituye una obligación rigurosa, de la que nadie puede prescindir, sin dar lugar a las acervas censuras y aversión de cuantos se encuentran al cabo del asunto.
Desde meses antes al dos de noviembre se preparan los dolientes para celebrar dignamente su fiesta fúnebre. Acopian víveres, se proveen de licores y mandan a trabajar panecillos de maíz y trigo, que tienen figura de aves, animales y niños, dando preferencia a todo aquello que era del agrado del finado, para que su alma esté contenta al ver que se le hace rezar con lo que le gustaba en vida. Compran abundante fruta y llegado el día esperado, se dirigen al cementerio llevando gran parte de las provisiones. Colocan cerca a la tumba de su difunto una mesa cubierta con un lienzo negro, encima unas cuantas ceras que arden, un crucifijo, y llaman a cuantos pasan, para que recen por su finado, alcanzándoles antes en un platillo, algunos panecillos con una copa de vino al centro, o sólo fruta; como son tantos los invitados apenas tienen estos tiempo para beberse el vino y vaciar en sus bolsillos los objetos servidos, y después de mascujar rápidamente alguna oración, siguen su camino, a fin de dar campo a otros. Iguales ceremonias se efectúan en la multitud de mesas esparcidas en toda la superficie del cementerio, de tal[275] suerte, que el murmullo de los rezadores, se asemeja al ruido de un avispero, en el cual, los responsos cantados por los sacerdotes, son las únicas voces que sobresalen en aquel bullicio.
Los indios practican la conmemoración de de sus difuntos en dos ocasiones; la primera en octubre, presidida por un párroco. La fiesta es costeada por los indios destinados al efecto, que son los amaya huaraninakas, es decir, que tienen la vara de autoridad para festejar a los muertos. Estos se encargan pagar las misas dedicadas a los difuntos, en general, y antes de que se celebren ellas se constituyen a primera hora del día señalado, en el lugar del cementerio donde está la fosa común y extraen de ella una media docena de cráneos, que son luego adornados, con pan de oro o plata, o con papeles dorados y puestos en la capilla en lugar adecuado y preferente. Terminada la misa en la que las calaveras reciben especiales atenciones del oficiante, son conducidas en andas y paseados en procesión. Pasadas estas ceremonias religiosas y la tanda de responsos los cráneos son colocados en la casa del huarani principal y festejados en medio de una gran borrachera, y al día siguiente restituidos al lugar que ocupaban en el cementerio. Vueltos de aquí, se entregan al baile durante el día y el siguiente lo convierten en una desenfrenada orgía. Este día que es el tercero de la fiesta, despiden a las almas, que han venido a presenciar los home[276]najes que les tributan y alentar a los vivos para que se reproduzcan y hagan que la raza no se extinga, como dicen los indios, terminando ella con una excursión al campo a distancia de la capilla, donde cometen mayores excesos que en los anteriores.
La segunda vez festejan a los muertos el dos de noviembre, fecha en la que se reunen en el cementerio, los que tienen algún pariente muerto en el año trascurrido y ofrecen panes, granos, fruta, comida y demás ofrendas en cambio de una oración para su difunto. Al día siguiente, que es el más solemne, se repiten allí las ofertas, las oraciones y responsos en grande escala.
Del cementerio regresan los que fueron a hacer rezar, y los rezadores embriagados a continuar en sus casas la fiesta fúnebre con más calor y entusiasmo. En las noches, los mestizos formando pandillas de bailarines salen a divertirse en la plaza y calles. Al siguiente día de la conmemoración de los difuntos se dirigen a las afueras del pueblo a repetir en pleno campo el baile y holgar de la mejor manera posible. Una alegría frescosa, viva, natural e intensa se apodera de los corazones al traer a la memoria a los que dejaron de ser.
En los pueblos de Cochabamba, las comparsas que se constituyen en el campo, arman además un columpio o huay llunkca, cada una, ase[277]gurada a las ramas de árboles altos y firmes, al que suban las mujeres por turno, con preferencia las jóvenes, a mecerse veloces y a gran elevación. Con el raudo movimiento y gozo que experimentan con el aéreo ejercicio aparecen atacadas de inspiración poética-epigramática, pues, con rara facilidad e ingenio dan por describir en verso el traje, la traza, el porte, o mencionar las acciones íntimas de los concurrentes, espectadores o se dirigen a las que se encuentran en iguales situaciones en columpios próximos, con quienes se entablan un cambio de alusiones satíricas y de color subido, causando la hilaridad de los oyentes. Estas improvisaciones las hacen cantando y terminando cada dicho con la palabra expresiva y tonadeada de huipaylalita. Después de una actuación de cuarto de hora, más o menos, bajan a tomar chicha, bailar y recibir las felicitaciones de sus compañeras, si se han portado con lucidez, y suben otras a reemplazarlas, renovándose a menudo las columpiadoras. A la que no quiere improvisar coplas ni cantarlas la agitan con tanta violencia, que la obligan sin remedio a llenar su cometido de amenizar la diversión con tales actos. En la noche regresan en pandilla los grupos, al son de animadas orquestas, entonando siempre, cantares alusivos, que son actos lanzados rápidamente, contra los dueños o personas que viven en las casas por donde pasan bailando. Regocijos son estos, que los realizan en obsequio de las al[278]mas, con ánimo de despedirlas o de hacerles cacharpaya a fin de que se retiren satisfechas a la mansión eterna, y que suelen durar cinco o seis días, y aún más tiempo después del día de finados.
En la mayor parte de los pueblos de provincia de la República, la fiesta dedicada a los muertos es más celebrada y de mayor excitación que la del carnaval. De semejante costumbre no se excluye ninguna clase social provinciana, porque ella se encuentra muy generalizada entre blancos, mestizos e indígenas, aun de las ciudades. Estos factores étnicos, cuando se codean con los muertos; cuando junto a las sepulturas se alegran parecen hallarse en un centro conforme con su carácter sombrío y sus pensamientos, encaminados hacia lo tétrico y a las extrañas expansiones que guarden consonancia con su índole pesimista.
El segundo año, la fiesta es menos solemne y el tercero débil y poco entusiasta. Terminados los tres años quedan satisfechos los celebrantes, descansando con la conciencia tranquila de haber cumplido, sin omitir ningún sacrificio, las obligaciones que tenían con su difunto.
[279] En la mente popular, no tiene cabida la idea de que con esos actos, se profana la memoria de los muertos. Estos, dicen, siguieron en vida la misma costumbre con sus antepasados gozaron y bailaron al recordarlos. A su vez, los antecesores de aquellos, practicaron lo mismo, con los que les precedieron, y así ha sido y continúa siendo la humanidad. ¡Hipócritas son, repiten, los que no aceptan esa herencia ancestral y se escandalizan porque los vivos hagan fiesta a nombre de los muertos, estando el alma de estos presente en su conmemoración!...
La creencia en la supervivencia del alma y de que la vida vuelve a circular en esa ocasión bajo las mortajas de los muertos que se recuerdan, influye para que prosperen tales ideas. El cadáver nunca causa miedo ni es motivo de repulsión para el indio, quién sería capaz de dormir junto a él o encima de la fosa donde se halla sepultado sin temor alguno. Le tiene, sí, respeto y lo venera a su modo el día en que supone que ha vuelto su alma. Se alegra, porque, confía en que viene a visitarlo, a ver lo que hace y en qué condiciones de fortuna y bienestar se encuentra. ¿Cómo, exclama, recibirlo con lágrimas, cara triste y estúpida? Contrariamente a la religión católica, que conmemora a los muertos con misas vigiladas, con tétricos responsos, que adorna las tumbas con figuras de búhos, lechuzas y esqueletos, los indios proclaman en esas circunstan[280]cias el placer de vivir y, muéstranse contentos de que las almas de los suyos aporten a sus hogares.
Tal vez tengan razón. Si el ajayu del muerto, sigue viviendo en el eterno cosmos y volviendo, de cuando en cuando, como supone el indio, a ocupar la envoltura que abandonó en la tierra, ¿a qué desesperar y cubrir la cabeza de luto y el rostro de negra melancolía, la vez que viene y se le tiene presente? Las clases populares, particularmente las mujeres, concurren al cementerio ataviadas con sus mejores prendas de vestir y cubiertas de valiosas joyas, no para ostentar a los vivos, sino para que las almas de sus muertos, las vean y se convenzan de que la miseria no ha invadido los hogares que dejaron, y de que la dicha continúa teniendo sitio en sus corazones. La tristeza, piensan, apena más al que viene ese día que al que la sufre. Embriagadas, lloran no porque sienten de los difuntos, sino porque les viene a la mente las buenas acciones de estos en contraoposición a sus padecimientos y desgracias actuales, y entonces, les hacen cargos directos, diciendo: Desde que me falta tu presencia, querida, desde que no veo ya tu rostro inolvidable, ni siento tus pasos acostumbrados padezco sin consuelo las mayores amarguras. La vida contigo era feliz, sin tí sólo es de pesares... Dirigen reproches a los muertos, les hablan les ruegan, con palabras dulces y cariñosas, cual si realmente estuvieran presentes: es el aparente[281] coloquio de los vivos con las almas sugerido por las costumbres y exteriorizado por la influencia alcohólica.
Es a cuanto se reduce la manera de pensar indígena sobre cuestiones de ultratumba.
El titilar de los párpados se produce cuando algún pariente tiene que morir.
Amenaza por manía con viajes lejanos y mudar de domicilio, quien está próximo a morir.
El morderse involuntariamente la lengua anuncia la muerte de un pariente.
A una persona le invaden los piojos cuando está próxima su muerte, o la de alguno de sus padres o de uno de sus hijos.
Cuando inadvertidamente se reunen en algún acto social trece personas, denota que durante ese año morirá una de ellas.
El perro aúlla en las noches, cuando se le presenta el alma de alguna persona cuya muerte se halla próxima.
El gallo canta en las primeras horas de la noche cuando alguno de la casa tiene que dejar de existir.
El perro desconoce y ladra a su dueño, cuando su muerte esta cercana.
[282] Los cuys procrean con exceso cuando tiene que morir el dueño de la casa.
Hace ruido en una casa, cuando el que la habita debe morir o cuando hay en ella un tesoro oculto y el alma del dueño se encuentra vagando en torno de él, produciendo los ruidos que se sienten.
Cuatro velas encendidas sobre un lienzo negro y apagadas una a una, después de un credo rezado de cierta manera, producen la muerte del individuo que se quiere que muera.
Se rompe el tenedor o cuchara el momento de servir la comida para que muera una persona de la casa.
Oruro, diciembre de 1918.
[1] «Tata Auqui: Padre o Señor. Tata: El Hechicero». Vocabulario de la Lengua Aymara, compuesto por el P. Ludovico Bertonio. Publicado de nuevo por Julio Platzman. Parte segunda, página 339. El indio en este caso, le da acepción de hechicero, al tratarse del cura.
[2] Parece en efecto, que esta leyenda, no es sino una reproducción o mejor dicho una continuación desnaturalizada del mito runap mickjuyj de los kechuas, del que dice el Obispo Villagómez. «En varios Ayllos o tribus hay maestros a los que ahora dan nuestro nombre de «Capitán» y de las cuales cada uno tenía sus propios alumnos y soldados a los que anunciaba y señalaba una noche cualquiera a su antojo dara que se reunieran en un sitio dado [porque estas reuniones se celebraban de noche]. En seguida, el maestro acompañado de uno o dos de sus discípulos, se acerca en esa noche señalada a una casa que ya tiene determinada de antemano y dejando a los discípulos en la puerta, entra el sólo y desparrama en el suelo un polvo de huesos de muerto y de otros que no sé, preparado de antemano para el objeto, pronunciando a la vez palabras cabalísticas, y de esta manera adormece a todos los que se hallan en la casa al extremo de que los hombres y los animales ni se mueven ni los sienten. Y entonces se acerca a la persona que quiere matar, le hace una pequeña herida en la uña, en una parte cualquiera del cuerpo y en cuanto sale un poco de sangre se pone a chuparla cuanto puede. Por esto a estos brujos les llaman también chupadores de sangre. Una vez que han chupado la sangre se echan un poco en el hueco de la mano o en una vasija y la dan a probar a otros, volviendo al lugar de la reunión y ellos dicen que multiplica el demonio aquella sangre o se la convierte en carne (yo creo que las mezclan con otras carnes) y la cocinan en la reunión y se la comen; y sucede, en efecto, que la persona a quien se le ha chupado esa sangre se muera a los dos o tres días.»
Continúa el autor: «Cuando tienen esas juntas dicen generalmente: «esta noche nos vamos a comer el alma de tal o cual persona». Habiendo preguntado a una persona que había comido varias veces esa carne o que sabía, contestó con un gesto de asco, que era muy mala y de mal gusto, pareciéndose a la carne seca de vaca».—Villagómez.—Carta pastoral de Exortación e Instrucción contra las idolatrías de los indios del Arzobispado de Lima, 1641.—Página 42.
[3] Vocabulario Aymara.—Edición Platzman.—Segunda parte.—Página 388.
[4] Historia Indica de Sarmiento de Gamboa.—Cita tomada de la Colección de libros y documentos referentes a la Historia del Perú, por Horacio H. Urteaga y Carlos A. Romero.—Tomo I.—Página 7.
[5] Relación de las fábulas y ritos de los Incas, por Cristóbal de Molina, etc.—De la colección citada.—Tomo 1.—Página 6.
[6] A los uros les llaman también chancumankkeris, (comedores de ciertas plantas acuáticas de los géneros Myriophyllum, Potomogeton, Clanophora, Elodea y Chara). La tradición cuenta de ellos que fueron trasladados, en tiempos remotos, en calidad de esclavos de las costas del Pacífico, por el gran conquistador kolla Tacuilla, y distribuidos en las riberas de los lagos del altiplano, donde se les dedicó exclusivamente a la pesca. De aquí proviene que se nombre chancus, a los que aun quedan por aquellas regiones.
[7] Historia del Perú y varones insignes, etc., pag. 133.
[8] Esta palabra quiere decir: «su luz de él o su demostración de él». Se compone de dos voces, khana, que significa—«claridad, luz, día y también verdad y demostración de ella». La otra es la partícula pa, que es un sub-fijo positivo de la lengua aymara que significa «suyo, suya, su». De manera que khanapa es la luz de él o su demostración. ¿De quién? Del fenómeno producido o de su autor; del hecho moral o material que simboliza la figura representante y del cual es su demostración.
De este modo el pueblo aymara ha logrado trasmitir la memoria de los hechos de una manera constante y eterna, si se quiere, porque ese modo de ser social del Kolla hace parte integrante de sus propios hábitos y costumbres.
[9] Historia del Perú citada, pag. 135.
[10] Tres relaciones de antigüedades peruanas, publicadas por Marcos Jiménez de la Espada. Pag. 103.
[11] Crónica Moralizada, volumen I, página 337 y 388.
[12] Este descubrimiento cuenta el P. Ramos de la manera siguiente: «En un día del Corpus (Christi) los Urinsayas que estaban de guerra con los Anansayas, se retaron unos a otros, los Anansayas dijeron a los Urinsayas, que estos eran inmorales (viciosos); brujos y que sus antepasados habían lapidado un santo, intentando quemar una cruz que consigo cargaba, y que ellos la guardaron la cruz en lugar secreto, no queriendo mostrarla. Habiéndose traslucido esto por algunos muchachos, se lo comunicaron al padre Sarmiento que era el cura. Este descubrió la cruz en tres pedazos y una plancha de cobre (una hoja) con la cual la cruz estaba forrada (ceñida), con la cruz se encontraron solamente dos clavos. El señor don Alfonso Ramírez de Vergara, Obispo de Charcas, mandó hacer nuevas excavaciones y encontróse el tercer clavo que lo tomó, y a su muerte el Licenciado Adolfo Maldonado, Presidente de la Audiencia (de la Plata o Charcas) lo tuvo en herencia y llevóselo a España. Cuando se hizo la división de los obispados, éstos (asímismo) se partieren la cruz, aserrándola en dos partes, haciendo dos de ella, una de las cuales quedó en Carabuco y la otra está en la catedral de la Plata (Sucre)». Historia del célebre y milagroso Santuario de la insigne imagen de Nuestra Señora de Copacabana—Lima, 1621.—Cita tomada del importante trabajo de Adolfo F. Bandelier, titulado: La Cruz de Carabuco en Bolivia, traducido al castellano por don Manuel V. Ballivián.
[13] Historia de la América Antecolombiana por don Francisco Pi y Margall.—Tomo I.—Pag. 1,392.
[14] Vida del General José Ballivián, por el doctor José María Santiváñez.—New York.—1891.—Pag. 353.
[15] Información acerca de la Religión y Gobierno de los Incas, por el licenciado Polo de Ondegardo.—Edición de Horacio H. Urteaga.—Tomo III.—Pag. 32.
[16] Boletín Eclesiástico de la Diócesis de Nuestra Señora de La Paz.—Tomo I.—No. 10.—Páginas 113 y 114.—Año 1909.
[17] Información acerca de la Religión y Gobierno de los Incas, etc.—Pag. 196.
[18] Historia del Nuevo Mundo, por el P. Bernabé Cobo.—Tomo IV, pag. 151.
[19] Almanake del Departamento para el Año 36, después del bisiesto de 1856. Imprenta Paceña administrada por Eugenio Alarcón. Pequeño folleto que contiene, además, algunas otras noticias y curiosidades. En los almanaques anteriores y en algunos posteriores, se registra también esa célebre Memoria.
[20] El P. Oliva, refiriéndose a esta costumbre inmemorial, que aún subsiste, dice: «Ponen por guardas de las chacras unas piedras largas, o de color porque entienden que estas conservan la humedad de la tierra y para asegurarlas de los ladrones ponen por guardas conchas de tortuga que llaman quirquincho que causan tan grande temor a los que pasan y las miran, que ninguno de ellos se atrevería entrar en la chacra donde ellas están porque entienden. Se han de enchir de lepra.» Libro primero del manuscrito original del R. P. Anello Oliva. S. J. etc., pag. 113.
[21] Historia del Nuevo Mundo, etc., tomo IV; pag. 230.
[22] Origen e Historia de los Incas.—Obra escrita en el Cuzco (1,575-90) por Fray Martín de Morúa, de la Orden de la Merced. Publicada y anotada por Manuel González de la Rosa, etc. Lima 1911; pag. 128.
[23] Extirpación de la idolatría en el Perú por Pablo Joseph de Arriaga, pag. 64. Edición Urteaga.
[24] El huiskju es propiamente la sandalia, pues consta de unas suelas de cuero atadas con correas al empeine hasta la garganta del pie. Se prefiere que la suela sea de la piel del pescuezo de llama. La ojota, que también usan los indios, se llama ppollko, y se compone de un pedazo de cuero, levantado en los bordes, fruncido y asegurado por correas, sobre el empeine. El pie se halla protegido por todos los lados, a diferencia del huiskju, que los deja al descubierto. El ppollko se asemeja mucho a la alpargata.
[25] Es común en estos casos ver al indio caminar 50 kilómetros en tres horas.
[26] Esta es la palabra con que en aymara se designa propiamente la preñez de la mujer. Huallkke, corresponde a la hembra de los animales.
[27] Larilari: Gente de la puna que no reconoce casi que, cimarrones. Vocabulario del padre Ludovico Bertonio Edición Platzmann pag. 191. Probablemente se le ha aplicado este nombre por considerar un espíritu vagabundo y rebelde, el que daña a los niños.
[28] Historia antigua del Perú, por Sebastián Lorente. Lima, 1860, pag. 77
[29] Historiadores primitivos de Indias.—Colección dirigida e ilustrada por don Enrique de Vedia.—Tomo II.—Madrid 1900, pag. 443.
[30] Los Comentarios reales de los Incas.—Libro II. Cap. XIX.
[31] A semejanza de los mestizos que llaman a la esposa mi mujer, los indios casi no usan las palabras ayno y aynoni sino que las han reemplazado con el de chachaja, que quiere decir literalmente mi hombre, refiriéndose al esposo y huarmija, mi mujer, tratándose de la esposa. A la concubina se dice tahuakoja, mi moza, o uñtathaja, mi conocida, y al amante huaynaja, mi joven. La dulce palabra sipasi está en desuso, y tanto ésta como las de ayno o aynoni las emplean sólo en sus cantares, o en comarcas apartadas que mantienen escaso trato social con pueblos de otra índole.
[32] Con la denominación de tollkas, se comprende también a las personas que se distinguen por sus obsequios y familiaridad con los novios o alfereces. Laris y tollkas, son las categorías de importancia que actúan en todas las fiestas indígenas.
[33] Párrafos tomados del artículo «La Chola» por Carlos Varas.—[Mont Calm].
[34] Descripción del Perú, pag. 101.—Esta obra se atribuye a Tadeo Haenke y bajo este concepto se la ha publicado en Lima. Groussac demuestra que no pertenece a Haenke, sino a Felipe Bauzá, uno de los oficiales que con Malaspina, realizó el viaje alrededor del mundo.
[35] La chakha es una cocina que tiene un techo piramidal, formado de barro. El piso de su interior es húmedo; en el centro hay un perol o fondo, como lo llaman los fabricantes, que antes era de cobre y que ahora es de fierro por imposición de las municipalidades. En los extremos, cerca de la pared se ven dos o tres cántaros u ollas de barro en los que se disuelve el caldo del mukcu y después se le somete a cocimiento, hasta que obtenga cierta temperatura. La parte espesa de esta sustancia se precipita, es decir, en el perol se trabaja la extracción de la parte azucarada que tiene el mukcu o mejor dicho, el maíz, y esa solución cuando ya ha tomado punto, como se dice vulgarmente, se disuelve en el caldo, para que una vez producida la fermentación en los depósitos o tinas se obtenga la chicha.
Las municipalidades por ese prurrito que distingue al mestizo de sacudirse de todo lo nacional, para dar preferencia a lo exótico, han gravado estas chakhas, que no deben valer con todos sus utensilios, más de trescientos bolivianos con el impuesto gradual de cien, ciento cincuenta y doscientos bolivianos al año, cuando lo que ganan no alcanza muchas veces a esa suma, porque lo que cobran por la fabricación de cada fanega de mukcu, que se llama viaje, es cinco, seis, hasta ocho bolivianos. El objeto que se persigue es ir, poco a poco, extinguiendo la elaboración de la chicha, y reemplazarla con alcohol y otras bebidas destiladas.
[36] «La Patria» Oruro, 31 de julio de 1919, No. 121.
[37] Véase al respecto la descripción que se hace en el folleto titulado "Maldición y superstición". Leyenda boliviana del siglo XVIII, por José Rosendo Gutiérrez. Paz de Ayacucho, año 1857, páginas 27 y 28, que se halla conforme con la que hemos hecho.
[38] "La Villa Imperial de Potosí".—Su historia anecdótica.—Sus tradiciones y leyendas fantásticas etc. por Brocha Gorda (Julio Lucas Jaimes) 1905, pag. 139 y 140.
[39] Vocabulario de la lengua Aimara por Ludovico Bertonio, edición Platzmann. Parte segunda, pag. 323.
[40] Vicente Fidel López, Les races Aryennes du Pérou; leur langue, leur religion, leur histoíre. París, 1871.
[41] Historia del Nuevo Mundo por el P. Bernabé Cobo, etc. Tomo IV. Sevilla, 1893, pag. 200 y 201.
[42] En Curva ha llegado a arraigarse en los últimos tiempos, el abuso de pagar diez bolivianos al Corregidor, el joven que quiere contraer matrimonio. El Corregidor envía algunos comisionados para que conduzcan a la mujer por la fuerza, y sin escuchar reclamos, la entrega a su pretendiente.
[43] Este párrafo, así como el anterior, que está entre comillas, hemos tomado, por considerarlos verídicos, de un artículo que se publicó anónimo en un periódico extranjero, con el título de El Callahuaya.
[44] Un viaje al Sud de Bolivia. El jampiri, por Franz Pinochet, inserto en el Boletín de la Sociedad Geográfica de La Paz, Nº 47, correspondiente al mes de julio de 1918, páginas 176, 177 y 178.
[45] Obra citada, pag. 134
Páginas | |
Dedicatoria | I |
Prólogo | II |
Capítulo I.—Factores primordiales—I. El alma de la raza.—La fe en los objetos inanimados y en Santiago.—El layka, chamacani, thaliri, kamili, jampiri y yatiri.—La poca importancia de las mujeres en la hechicería.—II. Instrumentos y manera como actúan los brujos.—III. Influencia de éstos, sus artimañas para seducir a las multitudes.—IV. Causas para la persistencia de las supersticiones.—Papel del sacerdote y confusión del fraile con el mito del kharisiri.—V. Influencia de los sueños. | 1 |
Capítulo II.—Mitos.—I. Huirakhocha y su actuación mítica.—II. Achachilas, Huacas y Konapas.—III. El Huari y su leyenda.—IV. Pacha-Mama y su culto actual.—V. El Ekeko y su historia.—VI. Thunnupa, Makuri y la Cruz.—VII. El Huasa-Mallcu, su dominio y el homenaje que se le rinde.—La huilara y el samiri.—VIII. El concepto que se tiene del Supaya.—IX. El Anchanchu.—X. La Mekala.—XI. El Tanca-tanca.—XII. Los Japiñuñus.—XIII. El culto de la piedra.—XIV. Ideas respecto del Cuurmi. | 26 |
Capítulo III.—Supersticiones relacionadas con plantas, animales y objetos.—I. Empleo de la coca y de la vela; suposiciones sobre la Misa y algo de psicología indígena.—II. Preocupaciones al edificar las casas.—III. Preferencias al cóndor, al puma, jaguar, zorrino, zorro, arañas, feto de llama, chinchol, reptiles, gato, perro, gallinas y ruiseñor.—IV. Huakanquis, Mullus, Illas y la piedra bezoar.—V. Forma y figuras para causar daños; animales domésticos que lo evitan.—Empleo del hunto y sus diferentes aplicaciones.—Resultado del consumo de las carnes de vizcacha, cóndor, gato; de la sangre de toro y de las comidas saladas.—El buho, la lechuza y las mariposas nocturnas.—VI. Empleo del tabaco y del cigarro. | 71 |
Capítulo IV.—En las faenas agrícolas y otros actos.—I. Lo que se hace en los barbechos.—Días aciagos, fases de la luna y estaciones.—II. Ceremonias para sembrar.—Prácticas para evitar las heladas sequías.—Los eclipses y presagios malos.—III. Formalidades para recoger las cosechas.—La cosecha y desgrane del maíz.—IV. Ceremonias en la delimitación y toma de posesión de los terrenos.—V. La cchalla.—VI. Efectos del cambio de traje en el indio. | 97 |
Capítulo V.—En viajes y caminos.—I. Cómo se formaban y funcionaban los chasquis en el imperio incaico.—Los tambos y postas.—Abusos que se cometían en estos establecimientos.—II. Preocupaciones de los postillones en los viajes.—III. Preparativos de los indios para viajar; en el camino, sus entretenimientos; robos y manera de encontrar lo sustraído; su amor a los animales y a la naturaleza.—IV. Invocaciones a los Achachilas.—La Apacheta.—Culto de las piedras y de los ríos.—V. El regreso.—La fiesta del huskju jaraka.—Resistencia de los nativos para los viajes y carreras. | 123 |
Capítulo VI.—Desdoblamiento de la vida social.—I. Supersticiones referentes al embarazo, nacimiento y crianza de los niños.—II. En la enfermedad y muerte de éstos.—III. Relativos al amor sexual: la práctica de musurar. IV. Amores y matrimonios indígenas.—V. Ideas predominantes en los concubinatos y matrimonios de la chola y de la india. | 141 |
Capítulo VII.—A través de las fiestas.—I. Los alforazgos y sus excesos; prestes y práctica de curar el cuerpo.—II. Particularidades del carnaval.—III. La khespía.—IV. La chicha y su fiesta en Cochabamba; educación de la mujer cochabambina.—La chicha, licor nacional.—V. Lo que fué la fiesta de la Cruz en La Paz.—Phuna cancha y el sihuay-sahua.—VI. Los altares del Corpus.—VII. La víspera y el día de San Juan Bautista.—VIII. Los compadrazgos.—IX. El Taripacu.—X. Varias supersticiones complementarias y lo que se entiende por arujaña. | 175 |
Capítulo VIII.—Ideas médicas indígenas.—I. Carácter general de la medicina indígena.—II. Conocimientos médicos de los empíricos dedicados a curaciones: empleo de drogas; sus aptitudes para la anatomía y cirugía.—Un caso referido por el P. Cobo.—Cómo se forman actualmente los cirujanos.—III. Los Callahuayas; sus curaciones y hechizos; sus costumbres y estado actual.—IV. Explicación de las palabras jampi y jampiri.—Relación de otro caso.—V. Métodos curativos: thalantaña, milluchaña, trucaka, pichaka y llumpaka.—VI. Empleo de animales muertos y varias otras preocupaciones.—VII. Sanidad del indio y la influencia de la coca. | 217 |
Capítulo IX.—Prácticas funerarias.—I. Idea que tienen los indios y cholos del alma y de la muerte; ciertas creencias referentes a los difuntos, a los que han sido victimados y el culto de los muertos.—II. Deferencias al moribundo; velorio, entierro, los últimos gastos y los ocho días.—III. Deberes que se tiene con los muertos.—La fiesta de los difuntos.—Los columpios de Cochabamba; sinceridad de estos regocijos.—IV. Motivos por los que se festeja a los que dejaron de ser.—V. Algunos dichos supersticiosos. | 257 |