Title: La aldea perdida
Author: Armando Palacio Valdés
Release date: July 1, 2011 [eBook #36573]
Language: Spanish
Credits: Produced by Chuck Greif and the Online Distributed
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LA ALDEA PERDIDA
ARMANDO PALACIO VALDÉS
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NOVELA-POEMA DE COSTUMBRES CAMPESINAS
MADRID
IMPRENTA DE LOS HIJOS DE M. G. HERNÁNDEZ
Libertad, 16 duplicado.
1903
ES PROPIEDAD DEL AUTOR
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Et in Arcadia ego.
¡Sí, yo también nací y viví en Arcadia! También supe lo que era caminar en la santa inocencia del corazón entre arboledas umbrías, bañarme en los arroyos cristalinos, hollar con mis pies una alfombra siempre verde. Por la mañana el rocío dejaba brillantes gotas sobre mis cabellos; al mediodía el sol tostaba mi rostro; por la tarde, cuando el crepúsculo descendía de lo alto del cielo, tornaba al hogar por el sendero de la montaña y el disco azulado de la luna alumbraba mis pasos. Sonaban las esquilas del ganado; mugían los terneros; detrás del rebaño marchábamos rapaces y rapazas cantando á coro un antiguo romance. Todo en la tierra era reposo; en el aire todo amor. Al llegar á la aldea, mi padre me recibía con un beso. El fuego chisporroteaba alegremente; la cena humeaba; una vieja servidora narraba después la historia de alguna doncella encantada, y yo quedaba dulcemente dormido sobre el regazo de mi madre.
La Arcadia ya no existe. Huyó la dicha y la inocencia de aquel valle. ¡Tan lejano! ¡Tan escondido rinconcito mío! Y sin embargo, te vieron algunos hombres sedientos de riqueza. Armados de piqueta cayeron sobre ti y desgarraron tu seno virginal y profanaron tu belleza inmaculada. ¡Oh, si hubieras podido huir de ellos como el almizclero del cazador dejando en sus manos tu tesoro!
Muchos días, muchos años hace que camino lejos de ti, pero tu recuerdo vive y vivirá siempre conmigo. ¡Y aún no te he cantado, hermosa tierra donde vi por primera vez la luz del día! Mi musa circuló ya caprichosa y errante por todo el ámbito de nuestra patria. Navegó entre rugientes tempestades por el océano; paseó entre naranjos por las playas de Levante; subió las escaleras de los palacios y se sentó en la mesa de los poderosos; bajó á las cabañas de los pobres y compartió su pan amasado con lágrimas; se estremeció de amor por las noches bajo la reja andaluza; elevó plegarias al Altísimo en el silencio de los claustros; cantó enronquecida y frenética en las zambras.
¡Y aún no ha cantado á los héroes de mi infancia! ¡Aún no te ha cantado, magnánimo Nolo! ¡Ni á ti, intrépido Celso! ¡Ni á ti, ingenioso Quino! ¡Aún no ha caído á tus pies, bella Demetria, la flor más espléndida que brotó de los campos de mi tierra! Hora es de hacerlo antes que la parca siegue mi garganta.
Viajero, si algún día escalas las montañas de Asturias y tropiezas con la tumba del poeta, deja sobre ella una rama de madreselva. Así Dios te bendiga y guíe tus pasos con felicidad por el principado.
Y vosotras, sagradas musas, vosotras á quien rendí toda la vida culto fervoroso y desinteresado, asistidme una vez más. Coronad mis sienes que ya blanquean con el laurel y el mirto de vuestros elegidos, y que este mi último canto sea el más suave de todos. Haced, musas celestes, que suene grato en el oído de los hombres y que, permitiéndoles olvidar un momento sus cuidados, les ayude á soportar la pesadumbre de la vida.
E un modo ó de otro, menester es que los de Riomontán y de Fresnedo peleen esta noche con nosotros. Ya sabéis que parte de la mocedad de Villoria y de Tolivia aún no ha venido de la siega. De Entralgo y de Canzana también hay algunos por allá. Podéis estar seguros que de nuestros contrarios no faltará uno solo. Los de Lorío y Rivota andan muy engreídos desde la paliza del Obellayo. Los del Condado están avisados por ellos y no faltarán tampoco. Si ahora nos quedamos sin la gente de los altos, temo que nuestras costillas vayan hoy molidas á la cama. El jueves, en la Pola, tropecé en la taberna del Colorado con Toribión de Lorío y Firmo de Rivota, y después de ofrecerme un vaso de sidra, me dijeron con sorna: «Adiós, Quino: que no faltes el sábado de Entralgo».
Así hablaba Quino de Entralgo, mozo de miembros recios y bien proporcionados, morena la tez, azules los ojos, castaños los cabellos, el conjunto de su fisonomía agraciada y con expresión de astucia. Vestía calzón corto y media de lana con ligas de color, chaleco con botones plateados, colgada del hombro la chaqueta de paño verde, sobre la cabeza la montera picona de pana negra y en la mano un largo palo de avellano.
Si no por el valor indomable, resplandecía en las peleas por su consejo, cuerdo siempre y atinado, por la astucia y el artificio de sus trazas. Resplandecía también en los lagares y esfoyazas por la oportunidad y donaire de su lengua; en las danzas por su extremada voz y el variado repertorio de sus romances, en los bailes por la destreza de sus piernas, por su aire gentil y desenvuelto. Pero mejor que en parte alguna resplandecía en cualquier rincón solitario al lado de una bella. Ninguno supo jamás apoderarse más pronto de su corazón, ninguno más rendido y zalamero ni más osado á la vez, pero tampoco ¡ay! ninguno más inconstante. Más de una y más de dos podían dar en el valle de Laviana testimonio lamentable de su galanura y su perfidia.
—Paréceme, Quino—respondió Bartolo,—que se te ha ido la lengua y has hablado más de lo que está en razón. Bien está que vayamos á Fresnedo y á la Braña á dar satisfacción á los amigos; pero de eso á decir que los de Lorío nos han de moler las costillas hay lo menos legua y media de distancia. Mientras á Bartolo, el hijo de la tía Jeroma, no se le rompa en la mano este palito tan cuco de fresno, ningún cerdo de Lorío le molerá nada.
—¡Vamo, hombre, no seas guasón!—exclamó Celso, que por haber estado en el servicio militar tres años había llegado al pueblo hablando en andaluz.—Á ti te molerán lo que tengas que moler, como á too María Santísima. ¡Si pensarás que te han de dar más arriba del cogote!
—Yo no sé dónde me darán, pero sí certifico ¡puño! que antes de darme he de dejar dormidos á muchos de ellos.
—Á fuerza de palos, ¡puño! ¿Cuándo me has visto brincar atrás ó esconder el cuerpo al empezar la bulla?
—Al empezar no, pero al concluir te han visto muchos entre los pellejos de vino ó detrás de las sayas de las mujeres.
—¡Mientes, puño! ¡Mientes con toda la boca! El día del Obellayo si no es por mí, que di la cara á Firmo, os llevan los de Rivota de cabeza al río.
—La cara no la diste á Firmo, sino á la mata de zarzas y ortigas donde te sepultaste cuando él te buscaba... Eso me contaron el jueves en la Pola.
—Si ha sido Firmo quien te lo ha contado, yo le diré esta noche á ese cerdo quién es Bartolo de Entralgo. Este palo tan majo que corté en el monte ayer nadie lo estrena más que él.
Celso soltó una carcajada y tomando en la mano el palo de Bartolo lo examinó con curiosidad unos instantes.
—¡Lindo palo, en verdad! Bien pintado; bien trabajado. Si Firmo le echa la vista encima, milagro será que no lo pruebe sobre tus espaldas.
Con esto se encrespó de nuevo Bartolo y comenzó á vociferar tantas imprecaciones y bravatas, que su primo Quino se impacientó al cabo.
—¡Calla, burro, calla! Arrea un poco más y no grites que me duele la cabeza.
Bartolo vestía al igual que Quino, el calzón corto, el chaleco y la montera, pero todo más viejo y desaseado. Era un mocetón robusto, de facciones abultadas y ojos saltones. Su modo de andar tan torcido y desvencijado que parecía que le acababan de dar cuatro palos sobre los riñones. Era Celso más bajo y más delgado que los otros, pero suelto y brioso y con un aire vivo y petulante que acusaba su estancia en tierras más calientes que la de Asturias. Vestía igualmente el chaleco con botones de plata, la chaqueta de paño verde y la montera de pico; pero en vez del calzón corto y la media, gastaba aún el pantalón largo y encarnado que había traído del ejército, aunque remontado ya de pana negra por trasero y muslos. Los dos primeros, primos hermanos, habitaban en Entralgo. El segundo en Canzana, lugar de la misma parroquia.
Caminaban los tres la vuelta de Villoria un sábado del mes de Julio, víspera de la romería del Carmen. En vez de seguir el camino real que por el fondo de la estrecha cañada conduce á aquel lugar, habían tomado por el monte arriba entre castañares y robledales, no tanto para guardarse de los rayos del sol como de las miradas de los indiscretos. Porque es de saber que los tres mozos llevaban á Villoria una embajada extraordinaria, una misión delicadísima que exigía tanto sigilo como diplomacia. Sus convecinos los habían diputado para dar satisfacción á los mozos de Riomontán, de Fresnedo y de la Braña. Éstos, como todos los de la parroquia de Villoria, eran sus aliados, pero estaban con ellos desabridos desde hacía algún tiempo. El motivo del desabrimiento no podía ser más justo. En una romería que se celebraba en lo alto de los montes que separan los concejos de Laviana y Aller los vecinos de aquellos altos vinieron á las manos con los de Aller por cuestiones de pastoreo. Algunos mozos de Entralgo, que allí estaban, no quisieron tomar parte en la reyerta: se retiraron dejando solos y apaleados á los de Fresnedo. Desde entonces éstos no quisieron tomar parte con los de abajo en sus riñas con los de Lorío. Su ausencia había ocasionado ya más de una derrota á los de Entralgo. Porque si no sumaban mucho los de Fresnedo y Riomontán, eran sin duda los más recios y esforzados.
Salieron por fin á las cumbres desnudas después de caminar buen rato entre el follaje de la arboleda. Detuviéronse un instante á tomar aliento y volvieron la vista atrás. Desde aquella altura se descubría gran parte del valle de Laviana, que baña el Nalón con sus ondas cristalinas. Por todas partes lo circundan cerros de mediana altura como aquel en que se hallaban, vestidos de castañares y bosques de robles, tupidos unos, otros dejando ver entre sus frondas la mancha verde, como una esmeralda, de algún prado. Por detrás de estos cerros se alzan hasta las nubes las negras moles de la Peña-Mea á la derecha con su fantástica crestería de granito, de la Peña-Mayor á la izquierda, más blancas y más suaves aunque no menos enormes. Por el medio del grandioso anfiteatro corre el río. Á entrambas orillas se extiende una vega más florida que dilatada, donde alternan los plantíos de maíz con las praderas; unos y otros cercados por setos de avellanos que salen de la tierra semejando vistosos ramilletes. El Nalón se desliza sereno unas veces, otras precipitado formando espumosa cascada; pero en todas partes tan puro y cristalino que se cuentan las guijas de su fondo. Á ratos se acerca á la falda de los montes y en apacible remanso medio oculto entre alisos y mimbreras les cuenta sus secretos; á ratos se adelanta al medio de la vega y marcha soberbio y silencioso reflejando los plantíos de maíz.
—Mirad, mirad cómo ahuma el techo de mi casa—exclamó Bartolo señalando al fondo.
—Sin duda la tía Jeroma te prepara la borona. Así te has criado tú tan rollizo—repuso Celso bromeando.
Entralgo estaba en efecto á sus pies. Era un grupo de cuarenta ó cincuenta casas situado entre el río Nalón y el pequeño afluente que venía de Villoria, á la entrada misma de la cañada que conduce á este pueblo. Por todas partes rodeado de espesa arboleda en medio de la cual parece sepultado como un nido. Sobre el pequeño cerro que lo domina, en una meseta, está Canzana, lugar de más caserío, rodeado de árboles, mieses, prados y bosques deliciosos. Sólo veían de él las manchas rojas de sus tejados; tanto le guarnecen los emparrados de sus balcones y los frutales de sus huertas. Estos dos lugares, con otros cuatro ó cinco pequeños caseríos distribuídos por los cerros colindantes, constituían la parroquia.
El concejo de Laviana está dividido en siete. La primera, según se viene de la mar por los valles de Langreo y San Martín del Rey Aurelio, es Tiraña, la segunda la Pola, capital y sede del Ayuntamiento; enfrente de ésta Carrio, más allá Entralgo y detrás de él, en los montes limítrofes de Aller, Villoria, la más numerosa de todas. Por último, en el fondo del valle, á cada orilla del río, están Lorío y Condado. Allí se cierra y sólo por una estrecha abertura se comunica con Sobrescobio y Caso.
La juventud de las cuatro últimas rivalizaba desde tiempo inmemorial en gentileza y en ánimo. De un lado Entralgo y Villoria: del otro, Lorío y Condado. Las tres primeras estaban descontadas: Tiraña por hallarse demasiado lejos; la Pola porque sus habitantes, más cultos, más refinados, se creían superiores y despreciaban á los rudos montañeses de Lorío y Villoria; Carrio por ser la más pobre y exigua del concejo.
Después de reposar un instante los tres embajadores prosiguieron su camino por las cumbres que señorean el riachuelo de Villoria. Bartolo iba delante con marcha tortuosa y derrengada.
—¡Míralo, míralo!—exclamaba Celso con exótico acento.—¡Qué morrillo sabroso luce el maldito! ¡qué buenas piernas! ¡qué nalgas!... Bien se conoce que la tía Jeroma no tiene otro pichón que cebar... ¡Vaya un pimpollo!... Me han dicho que todas las mañanas le unta de manteca fresca para que esté suave y reluzca... Á ver, Bartolo...
Y se acercaba á él y le pasaba con delicadeza la mano sobre la cerviz. Bartolo gruñía.
Estaba Celso en vena de humor jocoso y bromeaba imitando, en cuanto le era posible, el acento, la desenvoltura y el donaire que había admirado en sus compañeros de cuartel allá en Sevilla. Era su dulce manía. Desde que llegara del servicio, hacía ya cerca de un año, había mostrado tanto apego á los recuerdos de su vida militar, como horror y desprecio á las faenas agrícolas, en que por desgracia había vuelto á caer. Hasta afectaba haberlas olvidado y desconocer el nombre de algunos instrumentos de labranza. Por esto sufría encarnizada persecución de su abuela. ¡Terrible mujer la tía Basilisa! Un día, porque se le olvidó el nombre de la hoz, le rompió el mango sobre las costillas. Y hasta la misma guitarra portuguesa con un gran lazo verde que había traído de Córdoba corrió grave peligro de ir al fuego entre las astillas si á tiempo no la esconde en casa del tío Goro, su vecino. No hay para qué decir que Celso odiaba de muerte los puches de harina de maíz, el pote de nabos, las castañas, y en general todos los alimentos de la tierra, que consideraba harto groseros para su paladar meridional. En cambio chasqueaba la lengua con entusiasmo al referir á sus amigos los misterios sabrosísimos del gazpacho blanco, las poleás con azúcar, las aceitunas aliñás, las naranjitas y la mojama.
—¡Mal rayo!—prosiguió escupiendo por el colmillo como un gitano de pura sangre.—¿Sabes, niño, lo que yo haría en tu caso el día que la tía Jeroma cerrase el ojo?... Pues metería en un cinto esa gran calceta de peluconas que tiene guardada, compraría un jaco extremeño y no pararía hasta dar vista á la Giralda. Y allí ¡venga de cañitas de manzanilla, y venga de pescado frito, y de aceitunitas y alcaparrones!... ¡y venga de aquí! (batiendo las palmas) ¡y venga de allí! (moviendo las piernas) y sobre todo venga de serranitas salás como las pesetas. Yo te certifico, grandísimo zángano, que antes de un mes no te pesarían tanto las nalgas como ahora... ¡Ay, niño, si hubieses conocido á la Carbonerilla!... ¡Gachó, qué mujer!... Venía con su madre á recoger la ropa de la compañía porque eran lavanderas. El sargento la echaba piropos y el furriel de mi escuadra no la dejaba ni á sol ni á sombra. Pero ella prefería al gallego... El gallego era yo, ¿sabéis? Allí nos llaman gallegos á los de acá. Un domingo por la tarde salimos juntitos orilla del Guadalquivir por aquellos campos y merendamos en un ventorrillo, y yo me puse como una uva. ¡Vaya una tardecita aprovechá! Cuando volvíamos nos tropezamos en el camino con el furriel. Ya podréis presumir cómo se le pondría el hígado. El hombre nos saludó muy cortés y se acercó á nosotros; pero al poco rato, como necesitaba escupir la bilis, sobre si yo había dejado por la mañana las tablas del camastro arrimadas á la pared ó en el suelo, me largó una bofetada... Allí vierais á la Carbonerilla hecha una leona fajarse con él á pescozones. ¡Pin pan! de aquí, ¡Pin pan! de allá... En fin, que el hombre se vió negro para librarse de sus uñas...
Á Celso se le hacía la boca agua contando estas aventuras románticas y las enjaretaba una tras otra sin dar paz á la lengua. Sin embargo, Quino marchaba preocupado, distraído. Nunca había concedido mucho valor á la charla de su amigo. Era hombre práctico, sabía adaptarse al medio y donde el otro no veía más que tristeza y pena sabía él libar la dulce miel de la voluptuosidad. Pero ahora, bajo el temor de una paliza, encontraba las mentiras de su compañero mucho más insustanciales.
—¿Sabéis lo que os digo?—profirió al cabo levantando la cabeza.—Que si Nolo de la Braña no quiere esta noche manejar el palo, podemos encomendar nuestras espaldas al Santo Cristo del Garrote.
—La verdad es, chiquillo—repuso Celso poniéndose serio también,—que á Nolo le zumba el alma con el palo en la mano.
—¿Que si le zumba!—exclamó Quino aceptando, sin comprenderlo, el lenguaje pintoresco de su amigo.—Habías de verlo desenvolverse como yo le he visto el año pasado en la romería del Otero. Tenía seis hombres encima de sí y no de los peores de Rivota. Pues no les volvió la cara, ni creo que la hubiera vuelto aunque fuesen doce. ¡Qué modo de revolverse! ¡qué modo de brincar! ¡qué modo de dar palos! ¿Veis un oso cuando los perros le acometen después de herido, y al primero que se le acerca le da un zarpazo y lo tumba y los otros ladran sin atreverse á entrar hasta que uno más atrevido se lanza y vuelve á caer? Pues así estaba Nolo en medio de aquellos mozos... Pero el palo restalla y se le quiebra en las manos... Ya está perdido... ¡Ahora si que le van á moler las costillas!... ¡Ca!... Más de prisa que te lo cuento da un salto adelante, arranca el palo á un mozo, vuelve á saltar atrás y empieza á sacudirlo como si fuese un junco del río. ¡Muchachos, en verdad os digo que era gloria el verlo!... Yo estoy en fe de que en toda la parroquia de Villoria no hay ahora ninguno capaz de ponerse delante de Toribión de Lorío más que él... y ¿por qué no hemos de ser francos? tampoco en la de Entralgo.
Bartolo dejó escapar un bufido dubitativo.
—¿Qué gruñes tú, burro, qué gruñes?—exclamó Quino con rabia.—¿Acaso piensas tú ponerte delante de Toribión?
—No sería la vez primera.
Quino y Celso cambiaron una mirada y sacudieron la cabeza entre irritados y alegres.
—No sería la vez primera—repitió Bartolo sin advertirlo.—Una noche que fuí á cortejar á Muñera tropecé con él cerca de Puente de Arco. Al revolver el camino vi á los pocos pasos un bulto muy grande, como si fuese un buey puesto en dos pies...—¡Alto!—me gritó tapando el camino.—¿Quién eres y adónde vas?—Soy el hijo de mi padre—respondí—y voy adonde me da la gana.—Pues por aquí no pasa nadie que no se quite la montera y dé las buenas noches.—Pues ahora va á pasar uno sin quitarse la montera.—¿Quién va á ser?—Mi persona... Y revolviendo el garrote le doy con toda mi fuerza en el brazo y le hago soltar de la mano el suyo. En seguida le arrimé tres ó cuatro vardascazos en el cogote.—Toma, para que te acuerdes del hijo de la tía Jeroma.—¿Pero eres tú, Bartolo?... Perdona, hombre, no te conocía. Y viene y me da la mano diciéndome:—Yo contigo nunca tuve sentimiento alguno. Siempre te estimé aunque seas de Entralgo, porque los mozos plantados y valientes como tú se estiman... vamos... y parecen bien donde quiera que vayan.—Eso está bien hablado, Toribio—le contesté,—y si hubieras, hablado siempre así yo no hubiera alzado el garrote.
Quino y Celso, que le habían estado mirando con estupor durante el relato, soltaron al cabo una estrepitosa carcajada. Bartolo volvió la cabeza.
—¿De qué os reís?
—¿De qué ha de ser? ¡De ti!—respondió su primo.
—¿Sabes lo que te digo, Bartolo?—manifestó Celso con mucha calma.—Que si Toribión te sopla así (y le sopló en el cogote) te apaga como la luz de un candil.
Habían llegado ya á las alturas que dominan el lugar de Villoria. La cañada se ensanchaba un poco allí y en las amenas praderas que el riachuelo dejaba á entrambas orillas estaba asentado el pueblo, el más grande y poblado después de la capital. No quisieron bajar á él, porque de la fidelidad de sus campeones estaban seguros. Prosiguieron su camino por las cumbres hacia Fresnedo, que se hallaba mucho más alto. El sol descendía ya un poco del cenit cuando llegaron á él.
Estaba colgado más que plantado el caserío en las estribaciones de la gran Peña-Mea. Era también extendido, aunque no tanto como Villoria. Antes de penetrar en él nuestros embajadores conferenciaron brevemente, decidiendo ir derechos á casa de Jacinto, no tanto por ser uno de los mozos más recios y valientes que allí habitaban, como por el parentesco que le ligaba con Nolo de la Braña. Pero antes de trasponer las primeras casas tropezaron con el mismo Jacinto que venía guiando un carro de yerba. Era un hombre por la estatura, un niño por la frescura y la inocencia esparcidas por su rostro; los ojos azules, el cabello rubio, el cutis terso y brillante como el de una zagala. Y con esta apariencia afeminada uno de los guerreros más bravos de la comarca.
Detuvo el carro que chirriaba de un modo ensordecedor, y delante de los bueyes, apoyado con entrambas manos en la vara larga que traía para aguijarlos, escuchó sonriente y benévolo la proposición de los de Entralgo.
—Por mí ya sabéis que no se queda nada. Subid á la Braña, y si mi primo Nolo está conforme, yo también lo estoy.
Se dieron la mano, el carro volvió á rechinar y los embajadores comenzaron á subir la empinada senda que conducía á la Braña. Se encontraban ya en plena montaña. Delante la gran Peña-Mea que parecía echárseles encima; detrás verdes praderas en declive, torrentes espumosos, gargantas estrechas, sombra, frescura, gratos olores, un silencio augusto y solemne que sólo interrumpían de vez en cuando las esquilas del ganado ó el lejano chirrido de alguna carreta. La brisa, cargada de aromas, templaba el rigor de los rayos solares. Repartidos por los montes, en las mesetas y hondonadas, algunos caseríos rodeados de castaños y nogales.
Los tres viajeros se detenían á menudo á tomar aliento y se sentían gozosos. El olor penetrante del heno les embriagaba, les hacía sonreir. El mismo Celso, enamorado de la tierra del sol y las aceitunas, no podía sustraerse al hechizo de aquellas montañas frescas y virginales. Y la perspectiva de lograr su propósito contribuía más que nada á ponerles alegres.
Al cabo llegaron á la Braña. Sólo se componía de tres casas asentadas sobre una pequeña meseta al pie mismo de la Peña-Mea. Cuando el tío Pacho, padre de Nolo, se había ido á vivir allí con su mujer, hacía treinta años, no había más que una mísera cabaña de madera. Gracias al esfuerzo tenaz, incansable, rabioso de los dos cónyuges, aquello había prosperado lindamente. El tío Pacho se quebraba los riñones cercando y rompiendo terreno comunal para ponerlo en cultivo, plantando avellanos, construyendo almadreñas; la tía Agustina, su mujer, cuidando el ganado, hilando, fabricando quesos y mantecas que llevaba los jueves á vender á la Pola. Y sin permitirse ni uno ni otro el más insignificante regalo, ni una copa de aguardiente, ni una onza de chocolate. Aquella vida de esfuerzos y privaciones tuvo al fin su recompensa. Los vecinos del llano, que disfrutaban fértiles vegas y praderas riquísimas de regadío, se dieron un día cuenta con asombro de que el tío Pacho de la Braña era el paisano más rico de Villoria. Poseía más de treinta cabezas de ganado mayor, casa, huerta, algunos campos extensos, muchos castañares y sobre todo un número tan considerable de emparrados de avellana que le hacía recoger algunos años cuarenta cargas de esta fruta. ¡Y en aquella época valía la carga veinte duros! Así que, al casarse su hijo mayor, el tío Pacho construyó una casa de piedra al lado de la suya para que se acomodase. Hizo otro tanto al casar á su hija. Y cuando á su tercer hijo, Nolo, le tocó en suerte el ir de soldado, el viejo aldeano montó á caballo y alegre como si fuese á una romería depositó en las oficinas de Oviedo trescientos duros en doblones de oro para redimirle del servicio. La abundancia y la alegría reinaban en aquellas tres casas. Se trabajaba tan firme como en los primeros tiempos; pero al soltar la azada ó la guadaña, los hombres encontraban sobre el lar la comida sazonada y humeante, el jamón añejo, el queso fresco, la sidra espumosa. Después de la cena se reunían todos en casa del padre, y mientras los cuatro hombres, sentados en tajuelas frente al fuego, departían gravemente sobre la faena del día siguiente, la madre y la hija, hilando un poco más allá, no perdían de vista á los niños que correteaban por la vasta cocina. Al cabo se rezaba el rosario. Cada cual se iba después para su casa y tranquilos y felices dejaban caer sus miembros fatigados sobre dos blandos colchones, tan blandos y esponjados como pudieran tenerlos el juez de la Pola ó el capitán de Entralgo.
Los enviados rodearon la huerta y desembocaron en una espaciosa corralada abierta delante de las tres casas. En medio de ella, en mangas de camisa y con la cabeza descubierta, estaba Nolo partiendo leña. Al sentir el ruido de los pasos enderezó el cuerpo, se apoyó con una mano sobre el hacha y los miró sorprendido. Era un mozo de veintidós años, de elevada estatura y gallarda presencia, la tez blanca, las facciones correctas, los cabellos negros y ensortijados, los ojos grandes y negros también y de un mirar franco no exento de fiereza. Por debajo de la abierta camisa se veía un pecho levantado de atleta. Los brazos, redondos y vigorosos, acusando tanta flexibilidad como fuerza. Su actitud noble y tranquila, su belleza imponente traían al recuerdo la imagen del dios Apolo cuando desterrado del Olimpo sirvió de pastor en casa de Admeto, rey de Tesalia.
—Bien venidos seáis, amigos. ¿Qué os trae por estos sitios tan altos?—dijo, y arrimando el hacha al copudo castaño debajo del cual trabajaba vino hacia ellos y les apretó la mano.
—¿El gusto de verte no vale la pena de subir tan alto?—respondió Celso.
—No en verdad, sobre todo con tanto calor—replicó Nolo.—Pero de todos modos, bien venidos seáis, os digo, porque aunque un poco enfadado con los de Entralgo, á vosotros os estimo como á mis vecinos.
—Gracias, Nolo; sobre eso mismo te venimos á hablar—manifestó Celso.
—Bien está; ¿pero no será mejor que antes bebamos unos vasos de sidra y os refresquéis un poco?
Los enviados cedieron con gratitud. Nolo entró en la cocina de su casa y salió con algunas tajuelas. Sobre ellas se acomodaron los viajeros á la sombra del árbol. No tardó en llegar la tía Agustina con un jarro de sidra.
—Madre, tráiganos usted también pan y queso y algunos chorizos, porque éstos son amigos á quienes yo estimo por encima de todos los del llano.
La tía Agustina los saludó cariñosamente. Cediendo á las instancias de su hijo, se presentó inmediatamente con un enorme pan de escanda tan oscuro como sabroso, y poco después un queso fresco y chorizos, fabricado todo de sus manos.
Cuando hubieron comido y bebido según su apetito, Quino, el más prudente y el más ingenioso de los hijos de Laviana, tomó la palabra y dijo:
—Dios te guarde, Nolo, y á tus padres y á tus hermanos. San Antonio guarde también al ganado que tenéis en la cuadra. Amigos somos desde que ni tú ni yo levantábamos una vara del suelo y nos metíamos en los zarzales buscando nidos y cortábamos cañas de saúco para hacer tira-tacos mientras nuestros padres aserraban algún haya para hacer madreñas. Que tú lo eres nuestro tampoco hay que dudarlo. Sólo á los amigos se les recibe y se les convida del modo que acabas de hacerlo. Por eso nos duele mucho que desde hace una temporada no nos ayudes en las romerías y dejes que los de Lorío nos lleven por delante, y no sólo á nosotros, sino á tus mismos vecinos de Villoria y Tolivia, que en la función del Obellayo ya sabes que corrieron tanto ó más que nosotros. No hay un solo mozo en la parroquia de Entralgo que no esté en fe de que si vosotros hubierais entrado en la gresca no se hubieran reído de nosotros. Porque, te lo digo en conciencia, te lo digo en verdad, los de Fresnedo y Riomontán sois la nata de Villoria, y tú, Nolo, vales más que ninguno de ellos.
¿Qué respondiste tú, valeroso Nolo, á tan hábil y halagüeño discurso?
Rechazaste con un gesto de modestia aquellas merecidas alabanzas y con amable sonrisa, pintándose en tus ojos una suave ironía, dijiste:
—Mucho me admira, amigos, que los mozos del llano, tan plantados y tan galanes, los que cantan en las esfoyazas y echan ¡ijujús! en las romerías y ponen el ramo á las mozas y se crían tan rollizos con las truchas del Nalón y la carne de los terneros, se acuerden siquiera de estos pobretes de los altos. Si ellos, criados con tajadas y vino de Toro, no pueden contener el empuje de los de Lorío, ¿cómo han de poder estos míseros aldeanos criados con castañas y borona y el suero de la leche?
—Lo mismo los del llano que vosotros los del monte todos conocemos el gusto de la borona y las castañas—replicó Quino.—No está bien, Nolo, que te burles de nosotros, pues allá todos te estimamos. Los de Fresnedo, los de Riomontán, los de las Meloneras y las Bovias, lo mismo que los de Villoria y Tolivia, todos habéis sido siempre unos con nosotros. Juntos han peleado nuestros abuelos, juntos nuestros padres y juntos hemos estado también nosotros siempre cuando llegaba el caso de andar á garrotazos. ¿Por qué ahora andamos apartados? Por un pique que no merece la pena de mentarse, por una miseriuca...
Quedó serio repentinamente Nolo. Sus ojos adquirieron una expresión altiva y desdeñosa, y mirando por encima de las cabezas de los enviados hacia lo alto profirió con voz firme:
—No has faltado á la verdad, Quino, cuando has dicho que siempre hemos estado juntos en las bullas. Los del alto nunca echamos el cuerpo fuera mientras se repartía leña y á nosotros nos ha tocado tanta ó más que á vosotros. En la romería de Lorío el año pasado molieron sobre mí unos mozos como si estuvieran trillando trigo. En más de una semana no pude hacer labor alguna porque estaba derrengado. Á mi primo Jacinto le dejaron en Rivota más blando que un higo. Ni para dar ni para recibir garrotazos hemos tenido duelo de nuestros huesos... Pero sí has faltado á la verdad al decir que estamos apartados por una miseria. ¿Cómo? ¿Es una miseria el dejar á uno solo cuando más necesita de la ayuda de los amigos? Al comenzar la jarana con los de Aller había sobre la campera más de veinte mozos de Entralgo y Canzana. Un minuto después ya no había ninguno. ¿Dónde se metieron? Si os llamáis amigos nuestros, ¿por qué no lo demostráis cuando llega el caso? ¿Pensáis que los palos de los de Aller no duelen como los de Lorio? ¿Ó es que solamente somos amigos cuando nos encontramos allá á la orilla del río, y acá sobre los picos ya no nos conocemos?
A medida que hablaba, Nolo se había ido exaltando. Las mejillas se le habían encendido, los ojos brillaban: la ira hacía estremecer sus labios.
No las razones sutiles y el arte y el ingenio de Quino, no las bromitas saladas de Celso ni las súplicas ardientes del temerario Bartolo consiguieron aplacar la cólera del héroe de la Braña. Estaba resuelto á no tomar parte ahora ni nunca en las contiendas de los de abajo.
—Pero si tú no quieres ayudarnos, tampoco querrán los de Fresnedo—apuntó Quino.
—Yo hablo por mí. Los demás que hagan lo que les parezca—repuso Nolo alzando los hombros con desdén.
Guardaron silencio los enviados. Al cabo, profundamente tristes, se vieron obligados á despedirse. Antes de partir, Nolo les ofreció otro vaso de sidra que bebieron pensativos y callados.
—De todos modos—manifestó aquél sonriendo de nuevo—¡hasta luego!
—¡Se supone! Ya tienes en la lumbrada quien te aguarde, grandísimo zorro—exclamó el chispeante Celso metiéndole el palo por el vientre á guisa de caricia.
UANDO los diputados llegaron á Entralgo, el sol había traspuesto ya las colinas por el lado de Canzana. Reinaba extraña y gozosa animación en el lugar. Linón de Mardana, uno de los criados del capitán, acababa de traer la última carga de tojo y árgoma. El montón, situado en uno de los ángulos de la plazoleta, era en verdad enorme, imponente. En torno de él saltaba y voceaba un enjambre de chiquillos.
La casa del capitán, que aquellos cándidos aldeanos solían llamar palacio, era un gran edificio irregular de un solo piso con toda clase de aberturas en la fachada, ventanas, puertas, balcones, corredores, unos grandes, otros chicos; de todo había. Parecía hecho á retazos y por generaciones sucesivas. Los corredores, con rejas de madera, estaban adornados con sendas cortinas de pámpanos entre los cuales maduraban unas uvas dulces y exquisitas que D. Félix estimaba más que á las niñas de sus ojos. La plaza que se abría delante de este edificio era el sitio más amplio y desahogado del pueblo. Y por eso y por el respeto cariñoso que su dueño inspiraba el destinado desde tiempos antiguos para los recreos del vecindario.
Sentados bajo los corredores ó recostados contra la tapia de la pomarada había ya muchos grupos de hombres y mujeres. Á uno de estos grupos, compuesto de jóvenes de veinte á veinticinco años, se acercaron los tres embajadores para comunicarles la negativa inflexible de Nolo de la Braña. Sus corazones se llenaron en seguida de tristeza y consternación, presagiando horribles desastres.
Por el medio cruzaban á cada instante buhoneros, tenderos, vendedores de vino y sidra que, alojados ya en las casas de algunos vecinos, llevaban sus mulas á beber al río. Y entre las mozas trashumantes y los jóvenes indígenas se cambiaban frases más ó menos galantes y bromitas más ó menos ingeniosas. Sobresalía entre todos por la malicia, tanto como por el donaire, un hombre que se hallaba sentado á la puerta misma de la casa. De treinta y cinco á cuarenta años de edad, flaco, rasurado al estilo campesino, dejando no obstante unas cortas patillas por bajo de las sienes para sentar que no lo era, de ojos pequeños y aviesos que bailaban constantemente de un lado á otro en busca de alguna víctima, de pelo ralo y labios finos contraídos por sonrisa burlona. Su traje no era de aldeano ni de caballero: chaqueta de pana, pantalón largo, botas altas y sombrero de fieltro: colgando por encima del chaleco una gran cadena de plata para el reloj. Llamábase Pedro Regalado. Procedía de Villoria: había ido al servicio: llegó á sargento: cuando vino hizo la corte al ama de llaves del capitán: se casó con ella: D. Félix le hizo su mayordomo. Gracias á esta posición gozaba de preeminencia entre el paisanaje, al cual pertenecía por el nacimiento y al cual no trataba con excesiva consideración. Galanteador sempiterno, rendido adorador del bello sexo, su digna esposa la buena D.ª Robustiana sufría con él la pena negra, necesitando vivir noche y día alerta para desbaratar sus planes artificionos de seducción. El tiempo que le dejaban libre sus ocupaciones, que era la mayor parte del día, pasábalo sentado á la puerta de la casa en la misma forma que ahora, recreándose en dar vaya á cuantas personas cruzaban por delante ó en piropearlas si el transeunte acertaba á ser alguna zagala fresca y sonrosada. Por eso se le temía y se le huía como á mosca de cuadra. Algunos, viéndole de lejos, solían volver los pasos atrás y dar un rodeo para ir al río ó á la fuente.
—¡Eh! ¡eh! mozos—gritó desde su silla al grupo de jóvenes que se hallaba enfrente al lado de la tapia de la pomarada.—¿Á que os huele la cabeza hoy á roble ó á espino?
Los chicos, entre los cuales se hallaban Quino, Celso y Bartolo, le dirigieron una mirada de soslayo y no se dignaron contestar.
—¿Sabéis lo que yo haría en vuestro caso ahora mismo?—prosiguió en alta voz.—Pues me iría á casa, comería los puches, orinaría y me metería en la cama......Porque es triste que le anden á uno con las costillas en día tan señalado. Si mañana fuese día de trabajo, vaya con Dios. ¡Que segara el diablo por uno! Pero teniendo que mascar la torta por la mañana y las rosquillas por la tarde y ponerse el chaleco floreado y la montera de los días de fiesta, no parece bien llevar las espaldas rameadas de vardascazos. Tú, Quino, ¿cómo te vas á presentar delante de Telva con un chichón en la frente? Y tú Bartolo, ¿con qué garbo vas á bailar en la romería si te dejan más derrengado de lo que estás?
Iba á responder éste, acometido de súbita indignación, pero Quino, ilustre siempre por su prudencia, le sujetó por la manga de la camisa diciendo en voz baja:
—¡Déjalo! ¡déjalo! Es peor.
Se hicieron, pues, los suecos. Regalado prosiguió su monólogo que hacía volver la cabeza y sonreir á los que estaban cerca. Afortunadamente para los mancebos acertó á cruzar por allí con un caldero en la mano Maripepa. Era ésta una mujer de cuarenta años lo menos, fea, coja, desdentada, á pesar de lo cual no había en Entralgo zagalilla más pagada de su beldad. Regalado se fingía enamorado profundamente de sus gracias, la seguía, la requebraba y á veces le daba también serenata á la puerta de su casa con la flauta, pues era diestro tañedor de este instrumento. Maripepa había llegado á creer en su pasión, y aunque no la alentaba, porque el mayordomo de D. Félix era casado, la agradecía mostrándose con él afectuosa y compasiva. Los vecinos encontraban la broma sabrosa. En vez de desengañar á la pobre mujer, la enredaban más en ella. Fácil es que aunque tratasen de impedirlo no lo consiguiesen; porque la presunción y simpleza de la coja eran realmente increíbles.
—¡Aquí está lo que yo esperaba!—exclamó Regalado en alta voz.—Nada más que para esto he pasado tres horas sentado, dejando mis labores abandonadas. Pero todo lo doy por bien empleado porque al cabo logré ver á la gracia de Dios.
—Vaya, vaya, déjeme usted en paz que tengo prisa. Pero no se movía. Plantada en medio de la plazoleta, con el cuerpo entornado por la cojera tanto como por el peso de la vasija, estirado el cuello rugoso y la oscura boca abierta para sonreir, parecía aquella mujer un endriago.
Regalado se levantó de la silla y vino hacia ella y comenzó á hablarle en voz baja para mostrar reserva. Maripepa, agradecida, á esta deferencia, le respondía en voz baja también. Parecían dos enamorados abstraídos del resto del mundo. Todos los rostros estaban vueltos hacia ellos. En cada grupo se comentaba con reprimida algazara aquel coloquio de amor.
Pero he aquí que de uno de ellos sale una voz gritando:
—¡Maripepa, que ahí viene Pacha!
Oirlo aquélla y emprender rauda carrera, todo lo rauda que le consentía su pierna defectuosa y el peso que llevaba, fué todo uno.
En efecto, una mujer de bastante más edad, aunque no tan fea, venía corriendo hacia ellos. Era su hermana mayor, la cual creía también en la pasión de Regalado, pero que lejos de alentarla se mostraba exasperada, furiosa. Pasó como un torbellino en persecución de la incauta doncella gritándole con acento amenazador:
—¡Aguarda, aguarda; yo te arreglaré, grandísima pícara!
Los vecinos se retorcían de risa. Nadie sabía cuál de las dos mujeres era más simple. Solteras ambas, vivían juntas, manteniéndose de una escasa labranza y del trabajo de Maripepa que era habilísima tejedora. Todo lo que hilaban las mujeres en Entralgo y Canzana lo convertía ella en tela. Pacha, que le llevaba diez ó doce años, cosía por las casas y ejercía el mando de la suya. Pero lo que le daba más que hacer, lo que la tenía inquieta siempre y recelosa era la guarda de Maripepa, una niña que no acababa de sentar la cabeza. Siempre vigilante, siempre detrás de ella á fin de que no cayese en las redes que por todas partes le tendían sus apasionados. Porque no sólo era Regalado quien osaba turbar su cándido corazón. Otros había que, guiados del mismo frenesí, le ponían claveles en la ventana, plantaban ramos delante de su casa y le cantaban al oído lisonjas y requiebros Dios sabe con qué torpes fines.
El jocoso mayordomo iba á caer de nuevo sobre el grupo de jóvenes guerreros cuando por el camino del río, desembocando ya en la plazuela, vió llegar á Eladia con una herrada sobre la cabeza. Era una joven de tez morena y no desprovista de gracia.
—Adiós, Eladia, hija mía. Saluda á los amigos, mujer. No sé por qué te pones tan seria cuando está Quino delante.
—Adiós. Yo no me pongo seria—manifestó la joven poniéndose no sólo seria sino encrespada.
—Si estás enojada porque haya salido hoy del pueblo, puedes tranquilizarte. No ha tomado el camino de Canzana: yo mismo le he visto seguir el de Villoria.
La joven se puso roja como una amapola y con semblante airado respondió encarándose con el mayordomo:
—Á mí no me importa el camino que toman los demás. Eso queda para usted que pasa la vida fisgando cuanto entra y cuanto sale y averiguando lo que hay y lo que no hay.
Quino había festejado por mucho tiempo á aquella joven, su vecina, y aún seguía festejándola con intermitencias; pero su corazón inconstante volando hacia cuantas bellas acertaba á encontrar le causaba mil tormentos. Ultimamente se había prendado de una niña de Canzana, llamada Telva, y por ella la tenía casi olvidada. El dardo de Regalado la había herido, pues, en lo más vivo.
—No te enfades, mujer. Porque te quiero bien y me pesa que tomes disgustos sin motivo es por lo que te he prevenido. No faltaría alguno que te fuese con el cuento desfigurando lo que ha pasado...
—Vuelvo á decirle—replicó la joven con más ira todavía,—que todo lo que usted me cuenta me tiene sin cuidado. Más que pasar la vida sentado en una silla metiéndose con todo el que pasa, le estaría mejor ocuparse en sus labores... Pero como está usted ocioso, bien comido y bien bebido, salta y brinca como el ganado cuando tiene lleno el pesebre. ¡Ah, Cristo, si usted majara terrones como en otro tiempo, qué poco se cuidaría de los que van á su trabajo!...
D.ª Robustiana, que había oído las últimas palabras de la chica, se presentó á la puerta de la casa.
—¡Pero, hombre, que siempre te has de entretener en mortificar á cuantos cruzan por aquí!... No le hagas caso, Eladia, hija mía; cuanto más enfadada te vea, más gusto le has de dar.
—¡Ya, ya!... Todo es que está muy holgado. Cuando el diablo no tiene qué hacer, con el rabo espanta las moscas.
Regalado se mostraba gozoso al ver tan irritada á la muchacha. Los demás reían. Á D.ª Robustiana le costaba trabajo igualmente reprimir una sonrisa. Le hacían mucha gracia las bromas de su marido, aunque por naturaleza fuese mujer de carácter apacible y bondadoso. Tenía alguna más edad que él y era gorda y vestía al mismo tenor, un traje intermedio ni de señora ni de aldeana.
Alejóse Eladia murmurando. Quino había desaparecido. Poco á poco también fueron abandonando la plazoleta cuantos en ella había, pues la noche iba cerrando y la cena les esperaba. Al cabo Regalado se levantó y tomando la silla se introdujo con ella en casa y cerró la puerta.
Por espacio de una hora todo quedó en silencio. De pronto se oyó del lado de allá del río en el camino de la Pola el estampido de un cohete. Un estremecimiento de júbilo cruzó por las casas del lugar. Los niños saltaron de sus asientos sin querer terminar la cena: los grandes salieron también á la puerta con el bocado en los dientes. No tardó en percibirse el dulce, lejano son de la gaita.
—¡Ya están pasando la barca!—gritaban los chiquillos.
Para comunicarse con la Pola el pueblo de Entralgo no tenía puente. Se necesitaba subir dos kilómetros río arriba para hallar uno de piedra de antiquísima construcción. Y como era molesto el rodeo, los vecinos de la parroquia y también los de Villoria utilizaban una barca.
El estampido de los cohetes se fué aproximando y los sonidos de la gaita haciéndose más claros. Cuando el grupo de gente de la Pola, en cuyo centro venían el gaitero y el tamborilero, desembocaron en la plazuela, se hallaba ya ésta poblada de hombres, de mujeres y niños, aunque todavía predominasen éstos. Linón de Mardana se dirigió con su tridente á la gran pirámide de árgoma, tomó de ella una razonable cantidad, la colocó en el centro y dió fuego. Una inmensa hoguera se produjo instantáneamente. Sus chispas volaron por el aire como estrellas filantes. Un grito de entusiasmo se escapó de todos los pechos. Á este grito se unió el redoble del tambor y las agudas notas de la gaita. Los rostros iluminados por aquella viva luz resplandecían de placer. Todos hablaban, todos reían formando gozosa algarabía. Al poco rato comenzaron á desembocar por el camino de Canzana numerosos grupos de este pueblo que se unían á los de abajo: las mozas buscaban á las mozas: los viejos á los viejos. Algunos jóvenes comenzaron á saltar bravamente por encima de la hoguera valiéndose de sus largos palos. Unos lo hacían bien y eran aplaudidos: otros se chamuscaban un poco y excitaban risa y algazara.
Pronto se organizó el baile. Próximos á la lumbrada se colocaron en dos filas los mozos y las mozas y viva y concertadamente cada cual frente á su pareja comenzaron á bailar. Entre ellas y ellos había extremados bailarines. Mas entre todos como el roble entre los maíces descollaba nuestro famoso Quino. ¡Qué garbo! ¡qué brío! ¡qué variedad increíble de figuras! Los ojos una vez posados sobre él, no querían apartarse. Pero ¿quién es su pareja? ¿Quién ha de ser? ¡Telva, Telva de Canzana, que orgullosa de su triunfo no le cae la sonrisa de la boca, mientras su afligida rival, la pobre Eladia, se mantiene oculta en el rincón más oscuro de la plazuela!
En torno del baile se había agrupado mucha gente. Para hablarse necesitaban gritar, porque el ruido del tambor y la gaita y las castañuelas era ensordecedor. De vez en cuando se producía viva llamarada en uno de los ángulos de la plazoleta, subía un cohete y estallaba en el aire. Era Celso, quien, despreciando el bailotéo por grosero y prosaico, se entretenía en dispararlos rodeado de niños. Tanto ruido y algazara fué causa de que no se advirtiese en un principio la llegada de la juventud de Lorío y Condado. Se presentaron en gran número, silenciosos, fatídicos. En vez de acercarse á la lumbrada y tomar parte en el regocijo se mantuvieron lejos, en la sombra, formando una espesa falange cuya cola ó retaguardia se perdía en el camino fuera ya de la plazuela. Apoyados con ambas manos en sus largos palos de avellano, inmóviles, las picudas monteras alzando sus puntas negras y siniestras á los resplandores de la hoguera, ofrecían un aspecto pavoroso. Si cupiera el pavor en un corazón magnánimo, diríamos que Quino lo había sentido. Porque al volver los ojos en una de sus graciosas volteretas y percibir la falange de sus contrarios, dejó caer los brazos con abatimiento. Sus movimientos fueron desde entonces más lentos y desmayados. Pero ingenioso siempre y fértil en intrigas, aprovechó un momento de respiro en el baile para dirigirse al grupo de sus enemigos y en tono franco y afectuoso les dijo:
—Amigos, ¿no queréis bailar? Sentadas por ahí se ven todavía muchas guapas mozas que no tienen pareja. Y si os faltaran, nosotros estamos dispuestos á cederos las nuestras.
Los de Lorío respondieron con un sordo murmullo negativo. Y permanecieron en la misma actitud retraída, imponente.
No desmayó por esto el prudente Quino. Su cerebro artificioso le sugirió al instante nuevo recurso. Pretextando un quehacer cedió la pareja á su primo Bartolo, y haciéndose escanciar dos vasos de sidra por Martinán el tabernero, que había colocado debajo del corredor de D. Félix algunos garrafones para el servicio del público, se dirigió con ellos á Toribión de Lorío y á Firmo de Rivota, que se hallaban en primera fila y cortésmente les invitó á beber.
—Gracias—respondieron con marcada displicencia.—No tenemos sed ahora.
Entonces Quino comprendió que el asunto se ponía serio. Echó una mirada en torno. Vió que de Villoria había acudido poca gente: de los altos, ninguna: de Canzana mismo faltaban los más aguerridos. Y sintió cierto malestar muy explicable, que nadie por supuesto confundirá con el miedo.
Pocos en aquel jolgorio gozaban tanto, sin embargo, como el capitán D. Félix, cúya era la casa ante la cual ardía la lumbrada. Bajo y menudo de cuerpo, facciones agraciadas, cabellos grises y ojos extremadamente vivos, podría juzgársele por hombre de cincuenta años, aunque pasaba bien de sesenta. Con risa y ademanes verdaderamente juveniles, andaba de grupo en grupo animando á las doncellas y ofreciéndoles confites, embromando á los viejos, comunicando á todos la franca alegría que rebosaba de su alma. Cuando Linón se descuidaba en atizar la hoguera, él mismo le arrebataba el tridente de la mano y echaba sobre ella una gran porción de árgoma. Cuando el gaitero y el tamborilero desmayaban, hacía qué sus criados les sirviesen vino; y algunas veces también corría al sitio donde se hallaba Celso y disparaba en su lugar algunos cohetes con tal precipitación que no andaba lejos de abrasarse y abrasar á los que estaba cerca. Porque era extraña y sorprendente la impetuosidad que aquel caballero imprimía á sus movimientos. Vestía levita de paño oscuro, pantalón ceñido con trabillas, chaleco de terciopelo labrado y alto cuello de camisa con corbatín de suela: sobre la cabeza un gorro de terciopelo.
Allá lejos, arrimadas á la puerta de su huerta, acertó á ver dos zagalas á quienes la luz de la hoguera iluminaba el rostro de lleno. Ningún otro alumbraba más hermoso en aquel momento. Una de ellas era alta y corpulenta, los cabellos rubios, la tez blanca, donde lucían unos grandes ojos negros como dos lámparas milagrosas. Sus facciones de pureza escultórica, su hermosa frente erguida con arrogancia y la grave serenidad de su mirada, no exenta de severidad, traían á la memoria la célebre cabeza de la Juno de Ludovisi. Ceñíale la garganta triple sarta de corales que manchaban de rojo su pecho de nieve. Vestía dengue de paño negro con ribetes de terciopelo[1], justillo encarnado y camisa de lienzo blanco. La otra formaba con ella vivo y gracioso contraste. Bajita, morena, sonriente, con unos ojos que le bailaban en la cara y tan sueltos ademanes que su cuerpo no tenía punto de reposo.
Estaban cogidas de la mano y se hablaban con extraordinario afecto, abstraídas enteramente de la algazara que en torno suyo reinaba. La primera se llamaba Demetria: era de Canzana, hija de la tía Felicia, que allí se encontraba sentada con otras mujeres, y del tío Goro, que fumaba tranquilamente su pipa departiendo con algunos vecinos. La segunda se llamaba Flora: era de Lorío: no tenía padres: vivía con sus abuelos, molineros y colonos del capitán, á quien éste otorgaba bastante protección. Mantenía desde muy niña amistad con D.ª Robustiana, y tanto por esto como por la que á sus abuelos profesaba D. Félix, solía pasar algunas temporadas en Entralgo. Demetria á pesar de su estatura no tenía más que quince años. Flora había cumplido ya diez y ocho. Ni la diferencia de edad ni la oposición de caracteres habían impedido que estuviesen unidas por tiernísima amistad. Tal vez el contraste mismo de su naturaleza la favoreciese. Flora aprovechaba cuantas ocasiones se le presentaban para subir á Canzana y visitar á Demetria. Ésta hacía frecuentes excursiones á Lorío. Y cuando otra ocasión no se ofrecía, veíanse los jueves en el mercado de la Pola.
Cerca de ellas, sentadas en el suelo, había un corro de cuatro mujerucas, las cuales cuchicheaban desaforadamente, dirigiendo miradas penetrantes á todos lados. Eran las sabias del lugar. La tía Jeroma, madre de nuestro diputado Bartolo; la tía Brígida, su prima hermana y madre del prudente Quino; Elisa, joven de veinticinco años, recién casada, con temperamento y aficiones de vieja, y que por tenerlas todas hasta fumaba como ellas cigarrillos envueltos en hojas de maíz; por último, la vieja Rosenda, una mujer que vivía sola en un hórreo[2] y que algunos tenían por bruja. Todas las vidas, todos los sucesos hasta los más ínfimos de la parroquia pasaban uno á uno por el tamiz de aquel corro y salían desmenuzados y cribados, reducidos casi al estado atómico. Varias veces habían entornado la vista hacia nuestras zagalas, y después de hablarse al oído sonreían con malicia. Al fin la vieja Rosenda les dirigió la palabra.
—¡Flora!
—¿Qué decía usted tía Rosenda? respondió aquélla volviéndose con la presteza que la caracterizaba.
—Digo que es gusto ver cómo las zagalillas que se parecen se juntan y se quieren.
—¿Y en qué nos parecemos, tía Rosenda?—preguntó Flora con tonillo sarcástico.
—¡Anda! Si no os parecéis en la cara, os parecéis en la historia.
La graciosa morenita hizo un gesto desdeñoso y se volvió hacia su amiga sin dignarse responder.
—¿Qué dice esa bruja?—le preguntó aquélla.
—Que nos parecemos en la historia.
—¿Y por qué dice eso?
—¡Qué sé yo!—replicó con enfado Flora.
El corro de mujerucas, mientras tanto, reía.
D. Félix, que había entrado en su casa y había salido rápidamente con dos envoltorios de papel en las manos, se acercó á las jóvenes en aquel momento.
—Vengo á ofreceros estos cartuchitos de caramelos y lo hago con cierto temor, porque no estoy seguro de que os gusten. ¡Es tan raro que á las niñas les agraden los dulces!
Flora y Demetria tomaron riendo los cucuruchos que les ofrecía el capitán y le dieron las gracias.
D. Félix las contempló un instante con admiración y exclamó sacudiendo la cabeza:
—¡Qué hermosas sois, hijas mías! ¡qué hermosas sois! ¡Quién se volviera á los veinte años!
Las doncellas se ruborizaron.
—¿Y cómo es que estas rosas del valle, estas cerecitas maduras, no quieren bailar en una noche como esta?
—Nos agrada más charlar un poco, ya que pocas veces tenemos el gusto de vernos reunidas—replicó Demetria apretando tiernamente la mano de su amiga.
—Es dulce y agradable para una zagalita el contar á otra sus secretillos y aun las menudencias de su vida... «¿Has lavado ayer?... ¿Cuándo te has comprado esos corales?... ¿Estuvo aquél en tu casa el sábado?...» Pero es mucho más agradable bailar un rato con el galán preferido.
—Hasta ahora es usted, D. Félix, el primer galán que se ha acercado á nosotras, y aunque nos ha regalado con caramelos, no he visto que nos convidase á bailar—replicó Flora con desenvoltura.
—Quítame cuarenta años de encima de los hombros, querida, y hasta que el gallo cante me tendrás dando vueltas como un trompo alrededor de ti... Pero no me quites nada... Vas á ver si con los que tengo á cuestas todavía puedo moverme. ¡Andando, prenda!
Y tomando de la mano á la desenvuelta morenita la llevó hasta la fila de los bailarines, en los cuales se produjo un movimiento de sorpresa y de gozo.
—¡Viva D. Félix!... ¡Viva el capitán!—exclamaron muchos.
Y las viejas que estaban acurrucadas se pusieron en pie y los viejos que departían allá lejos se acercaron.
El capitán se colocó en fila con los demás y se puso á bailar con tal primor y tan concertadamente que pocos entre los jóvenes pudieran competir con él. Y en verdad que era espectáculo raro y gozoso á la vez el contemplar á aquel anciano moverse con tal agilidad y donaire. Ninguno más suelto y elegante. La precisión y cadencia de sus pasos eran tan perfectas que en esto, ya que no en el brío, sacaba ventaja á los demás. Los jóvenes palmoteaban. Á algunos viejos se les saltaban las lágrimas recordando sus tiempos de juventud. El tío Goro decía sentenciosamente dando chupetones á su pipa:
—¡Éste es el baile antiguo, muchachos!... Así se bailaba en nuestro tiempo. Miradlo bien... Reparad los pasos... Eh, ¿qué tal?... ¿Pierde alguna vez el compás don Félix? La moda que habéis traído de Langreo será muy linda en verdad, pero á mí no me agrada porque con tanto salto y tanto taconeo más que bailando parece que estáis trillando la mies.
Así habló el tío Goro de Canzana, y el coro de viejos y viejas que le escuchaba aplaudió calurosamente su discurso.
Sin embargo, el anciano capitán sudaba ya por todos los poros del cuerpo. Sus fuerzas mermaban á ojos vistas. Mas antes que confesarlo hubiera caído exánime á los pies de su pareja. Ésta vino en su ayuda con gracioso disimulo.
—D. Félix, ya no puedo más. Busque otra pareja porque he trajinado todo el día y mis pobres piernas se están llamando á engaño.
El capitán agradeció la hipocresía y tomándola cariñosamente de la mano, la condujo otra vez al lado de Demetria. Entonces fué cuando acertó á ver entre la muchedumbre la negra silueta de D. Prisco, el cura de la parroquia. Se fué como un cohete hacia él.
—¡Pero estaba usted aquí y no me avisaba! Vamos allá.
—Vamos allá—respondió sordamente el clérigo, que era un hombre de poca menos edad que él, bajo, rechoncho, nariz gorda y ojos saltones.
Y sin decirse otra palabra, ambos se introdujeron en la morada del capitán, subieron á su gabinete, encendieron un gran velón de dos mecheros, cerraron cuidadosamente la puerta, se sentaron á una mesa cubierta con tapete verde y, poniendo sobre él una baraja, anudaron la partida de brisca que hacía ya más de veinte años tenían comenzada. Todo el mundo conocía aquella partida en el valle de Laviana. Antes dejaría el ganado de pacer sobre las verdes pradreras de Entralgo, antes las nubes de rodar sobre la cresta de la Peña-Mea que D. Prisco y D. Félix dejasen de ponerse el uno frente al otro con las cartas en la mano. No era, sin embargo, la avaricia lo que les empujaba, aunque ambos pecasen un poco por este lado. La cantidad que se cruzaba era insignificante: al cabo de unas cuantas horas las ganancias ó las pérdidas sumaban cuatro ó cinco pesetas. Pero ambos presumían de consumados jugadores y lo eran en efecto. Las fuerzas se hallaban tan equilibradas que si el militar ganaba un día era casi seguro que al siguiente el clérigo llevaría la ventaja. Tal igualdad en la destreza les desesperaba, les enardecía, constituía el verdadero incentivo de su incesante pelear.
Mientras ellos batallaban á solas, nuestra vivaracha Flora se veía de nuevo expuesta á los ataques insidiosos de la vieja Rosenda.
—Mucho te quiere el capitán, Florita—le decía aquélla con sonrisa ambigua; la misma sonrisa que se pintaba en el rostro de las otras tres mujeres que con ella estaban sentadas.
—¿Por qué me ha de aborrecer? Nunca le hice daño—respondió la joven con presteza.
—Tampoco yo le he hecho daño, y no me quiere tanto.
—Será porque no le ha caído usted en gracia. Como dicen que se ocupa usted en fisgar todo lo que sucede en su casa, quizá por eso no la quiera tanto.
El dardo fué certero y lanzado con vigor. En efecto, el hórreo de la tía Rosenda, próximo á la morada de don Félix por la parte de atrás, era cómoda atalaya desde donde la vieja espiaba noche y día. Una verdadera pesadilla para el capitán. Más de cien veces había querido comprárselo: le ofreció un precio exorbitante; le ofreció construirle una casa. La bruja no consintió jamás en trasladarse. Aquel espionaje constituía el mayor, quizá el único atractivo de su vida.
Se mordió los labios con ira y respondió:
—Por eso, porque lo fisgo todo sin duda he sabido que te regala pendientes de perlas y te da palmaditas cariñosas en la cara.
La morenita se revolvió como si la hubiese picado una avispa.
—Mire usted lo que dice, tía bruja, porque si usted vuelve á insultarme, aunque tenga pacto con el demonio y salga los sábados á chupar la sangre de los niños, le juro por la mía que le arranco la lengua.
Las mujeres se apresuraron á intervenir para calmarla. Demetria también hizo lo posible.
—No lo tomes por donde quema, mujer—manifestó Elisa, la joven sabia que poseía el arte de persuadir.—Se pueden hacer regalos y caricias sin ninguna mala intención. Todos sabemos en Entralgo que D. Félix te quiere como una hija.
La compostura no agradó á la irritada zagala, que iba á responder con acritud; pero en aquel momento dos mozos gallardos se aparecieron de improviso, dando cortésmente las buenas noches. Jacinto de Fresnedo estaba delante de ella y Nolo de la Braña frente á Demetria. Detrás se percibían esfumadas en la sombra las siluetas de quince ó veinte monteras que cobijaban las cabezas de otros tantos jóvenes de los altos de Villoria. Su llegada produjo cierta sensación en los grupos cercanos, pero muy particularmente en nuestras zagalas, que hicieron un movimiento de sorpresa.
—¡Jesús, qué diablos de hombres! ¡Me habéis asustado!—exclamó Flora pasando instantáneamente del enojo á la risa.
Demetria no dijo nada, pero clavó sus grandes ojos límpidos en Nolo con expresión amorosa. Éste la miró también con tímida adoración. Ambos se ruborizaron y en un rato no supieron qué decirse.
—Habéis llegado un poco tarde—dijo al cabo la niña suavemente.—Más de la mitad de aquel montón de árgoma se ha quemado ya en la hoguera: Celso ha disparado una nube de cohetes y los bailarines andan cerca de rendirse.
Su voz era dulce, pastosa: su modo de hablar grave y sosegado, trasmitiendo á los demás la calma que reinaba en su espíritu.
—Desde la Braña hasta aquí hay algunos pasos—respondió Nolo con parecido sosiego.—Tuve que bajar de la cabaña un carro de yerba y cenamos tarde... Además, mi madre tampoco hoy quiso dejarme marchar sin el rosario.
—Ha hecho bien. Faltar á las oraciones por divertirse es doble pecado... ¿Y tu madre y tu hermana vendrán mañana?
—Las dos me encargaron para ti muchos recuerdos. Mi hermana quería venir á la misa, pero tiene á su niño un poco enfermo y acaso no podrá. Me ha dado este escapulario para que le hagas el favor de tocarlo á la Virgen.
Demetria tomó el rollito de papel donde venía envuelto y lo guardó en su seno.
Y hablaron del niño enfermo y de la faena de la yerba que había terminado en aquella semana y del ganado del tío Pacho que Demetria conocía como el suyo, y del perro que lo guardaba y que la quería y agasajaba como si fuese de la familia: hablaron de cien menudencias, pero ni una palabra de amor.
Y sin embargo, ¡cuánto se amaban! Su cariño era antiguo. Databa de cuando Demetria, niña de nueve ó diez años, iba con su padre á Peña-Mea. Porque el tío Goro poseía en aquellos campos, no lejos de la Braña, una cabaña con su establo y alrededor un prado cercado. Allí solía llevar parte de sus vacas en los meses de calor: pacían el prado y las yerbas pertenecientes á los pastos comunales del concejo de Laviana: retirábalas al llegar el mes de Octubre. Generalmente solía dejar á su cuidado un criadillo, pero una ó dos veces por semana iba él allá á enterarse de lo que ocurría y llevar provisiones de boca al pastor. En estas excursiones le acompañaba alguna vez Demetria cuando tenía menos años. Ningún placer más grande para la niña que salir con su padre antes que rayase el alba, pasar el día entero jugando sobre aquellas montañas y regresar á la noche cargada de zampoñas, jaulitas para grillos y huevos de buitre. Todas estas cosas y otras más le proporcionaba Nolo, que apacentaba las vacas de su padre cerca de las del tío Goro. El mancebo de diez y seis años y la niña de diez se trabaron con estrecha y cariñosa amistad. Ella gozaba siguiéndole cuando se metía por entre los zarzales en busca de nidos ó cortaba ramas de saúco para hacer flautas ó varitas finas de salguera para fabricar jaulas. Él gozaba viéndola seguir con atención el trabajo de sus manos y aplaudiéndolo con gritos de entusiasmo cuando se hallaba terminado. Sentados el uno al lado del otro sobre el menudo césped de las alturas á la sombra de alguna peña, dejaban pasar las horas en silencio, preocupados exclusivamente del artefacto que Nolo tenía entre manos.
El más alto goce que Demetria experimentaba era cuando el tío Goro se decidía á pernoctar en la cabaña. ¡Un día más! Aquello de dormir vestida entre la yerba, porque allí no tenían camas, y de cocer las judías y sazonarlas y batir los puches ó picar la sopa, causaba á la doncellita una felicidad inexplicable. El tío Goro, viéndola tan feliz, sonreía y se olvidaba de que las judías no tenían sal y los puches estaban medio crudos.
Nolo la preparaba de vez en cuando alguna sorpresa, un mirlo con su jaula, un jilguerito, una pareja de palomas torcaces. Pero lo que le dió más alegría, lo que hizo realmente época en su vida, fué el regalo de un corzo de cría que el zagal había logrado cazar. Al ver á aquel animalito tan lindo, tan tierno y vivo al mismo tiempo, Demetria perdió la chabeta, daba saltos y gritos, le alzaba entre sus brazos, le besaba en el hocico, no podía separarse un punto de él ni tenía ojos para otra cosa. De tal suerte que Nolo, al verse tan pospuesto, no sabía si alegrarse ó arrepentirse de habérselo regalado. Fué gran trabajo para el tío Goro llevarlo hasta Canzana. El animalito no quería ó no podía andar: la niña no bastaba á conducirlo en brazos. Pero cuando estuvo en Canzana se alegró de su fatiga al contemplar la dicha que embargó á su hija durante algunos días. ¡Sí, algunos días nada más! El ingrato corzo, alimentado con leche recién ordeñada como el hijo de un caballero y renuevos tiernos de zarzamoras que la niña iba recogiendo todo el día por los caminos, agasajado y mimado como ningún infante lo fuera, pues hasta se le dió derecho de dormir en la misma cama que ella, ¡quién lo diría! se huyó una tarde á los montes y no volvió á parecer más. La pena de Demetria no puede describirse. Su llanto, su desesperación hubieran conmovido á aquel monstruo de ingratitud si hubiera podido verlos, le hubiera hecho tal vez aceptar de nuevo un yugo tan dulce. Pero no vió nada. En aquellos momentos triscaba solitario por el monte en espera de la noche tenebrosa y con ella de algún lobo cruel que castigara su perfidia.
Fué el gran dolor de su vida hasta entonces; el único quizá, pues sus padres la criaban con melindres y regalos inusitados. Pocos días después experimentó otro, sin embargo. Nolo, cortando una rama de castaño, se dió un tajo terrible en la mano y soltó mucha sangre. Demetria al verla empalideció; concluyó por desmayarse. Y cuando al salir del desmayo observó que el joven, sin hacer caso de su herida, la había llevado hasta la fuente y le empapaba las sienes con agua, comenzó á sollozar perdidamente. Nolo sonreía.
Pero al acercarse el verano en el año anterior, Demetria, que cumplía catorce, experimentó grandiosa trasformación. La niña de formas graciosas pero indecisas se convirtió durante aquel invierno en una joven de elevada estatura, de gallarda y noble presencia. Nolo quedó sorprendido y confuso al verla. No supo hablarle como antes. Al cabo, irritado consigo mismo, concluyó por pretextar una ocupación y retirarse. Demetria no volvió á parecer por la Braña. En vano el zagal la aguardó una y otra semana con valiosos regalos adquiridos á costa de no pocos trabajos y riesgos. El tío Goro aparecía siempre solo. El joven le ayudaba con solicitud en todos los menesteres que el ganado y el cuidado de su campo exigían, procurando captarse su afecto, pero no osaba preguntarle por ella. Poco á poco el deseo de verla se fué convirtiendo en anhelo, luego en afán irresistible. No sabía lo que le pasaba; ni tenía aliento para trabajar ni para divertirse en las romerías. Dejaba trascurrir el tiempo tumbado sobre el césped mirando pacer el ganado ó acariciando distraído la cabeza del mastín.
Por fin llegó el otoño. El tío Goro retiró sus vacas. Nolo no pudo resistir más. Un sábado por la noche salió de casa, bajó rápidamente el camino de Entralgo, subió á Canzana y después de rodear algunas veces la casa del tío Goro y cerciorarse de que aún estaban levantados, llamó quedo á la ventana de la cocina y comenzó á hablar disfrazando la voz, como hacen allí los mozos cuando salen de noche á galantear.
El tío Goro se había retirado á descansar. No estaban en la cocina más que Felicia hilando y Demetria concluyendo de limpiar la vajilla y colocarla en su sitio.
—¡Calla!... ¿Ya tenemos quien nos ronque á la puerta?—exclamó Felicia levantando la cabeza sorprendida y mirando á su hija con sonrisa maliciosa.
Ésta se puso encarnada y replicó con enfado:
—¡Qué está usted diciendo, madre! Será algún vecino que se haya equivocado.
—No, no; es á ti á quien han llamado.
—Demetria, Demetria—dijo la voz de afuera.
—¿Lo oyes?... Abre, hija mía, abre á ese galán, que acaso venga de lejos y tenga necesidad de descansar un rato—manifestó la madre rebosando de orgullo.
—Yo no abro, madre. El que está ahí afuera sin duda quiere reirse de mí porque soy niña.
—Demetria, abre y dame un poco de agua, que tengo sed y estoy rendido—dijo Nolo con vozarrón de falsete.
—¡Pobrecillo! ¿Por qué no le hemos de abrir?—exclamó Felicia. Y levantándose de su tajuela y con la rueca sujeta á la cintura á guisa de lanza, se dirigió á la puerta y la abrió.
—¡Nolo!... Pero ¿eres tú?... ¡Cómo habíamos de pensar!...
Demetria, de pie en medio de la cocina, se puso tan colorada que parecía imposible ponerse más. Sin embargo, Nolo se puso aún más que ella. La tía Felicia los miró á entrambos con gozo y fué á sentarse de nuevo en su tajuela. Los jóvenes se sentaron á la par en el escaño y en voz baja y con largos intervalos de silencio comenzaron á hablarse, uno y otro tan tímidos que en la hora que así estuvieron no se miraron una vez á la cara.
Al sábado siguiente volvió Nolo también, y al otro, y al otro; en fin todos los sábados. No hubo necesidad de declaración de amor: el amor se había declarado por sí mismo.
Cierta noche, al despedirse á la puerta, Demetria entregó al mancebo un pequeño envoltorio de papel y le dijo con voz temblorosa:
—Toma; pero júrame que no has de abrirlo antes que llegues á la Braña.
Nolo juró y cumplió su juramento. Llega á su casa media hora antes, sube á su cuarto, enciende el candil y abre el envoltorio. Dentro estaba la cinta del justillo de Demetria, una cinta encarnada con sus herretes dorados en los cabos. Este es el grande y tierno testimonio que las nobles doncellas asturianas suelen dar de su amor. Nolo, embargado de emoción, durmió con él debajo de la almohada y en la primera romería llevó la preciada cinta colgada de los botones de su chaleco.
Jacinto no era tan afortunado en sus amores. La vivaracha Flora le hacía sufrir crueles tormentos; mostrábase con él indiferente, desdeñosa; rechazaba con empeño todos los obsequios que el amartelado mancebo le prodigaba.
—Á ti no te parecerá, como á Demetria, que hemos llegado tarde—manifestó Jacinto dirigiéndose á ella con sonrisa triste.
—Tú lo has dicho. Á mí me parece que habéis llegado demasiado pronto. Toda la tarde me han picado las moscas.
—¿Es que yo soy una mosca, Flora?
—No, tú eres un moscón; no picas pero zumbas, zumbas sin cesar y me mareas.
—¿Quieres entonces que me esté callado?
—Sí, estate calladito y no me digas las simplezas que me ensartaste el día pasado en Rivota.
Jacinto bajó la cabeza y permaneció en pie y silencioso. Su rostro terso de adolescente expresaba profunda tristeza. Ambos, callados y taciturnos, contemplaron largamente la hoguera que Linón atizaba pausadamente.
Pero la morenita concluyó por impacientarse de este silencio.
—¿Por qué no bailas, Jacinto?
—Porque á mí sólo me apetece bailar contigo.
—Pues entonces puedes sentarte y esperar, porque va para largo.
—¿No me quieres por pareja?
—Sí, pero más tarde... el día en que principies á afeitarte.
—¡Qué picante eres, Flora!—exclamó el zagal poniéndose colorado.
—¿No ves, querido—manifestó la muchacha soltando una carcajada,—que con esa carita tan blanca y sonrosada va á parecer que bailo con otra mujer disfrazada?
El mancebo se sintió herido en lo profundo del alma y guardó silencio. Al cabo de un rato Flora le clavó una mirada entre compasiva y maliciosa y dijo sacando de la faltriquera un puñado de avellanas tostadas y ofreciéndoselas:
—Toma: come esas avellanas, á ver si se te quita el enfado.
Jacinto las rechazó con digno ademán.
—¿No las quieres?... Bien, pues harás que coja un empacho, porque llevo ya comido un celemín de ellas.
Y se puso á cascarlas con sus blancos y menudos dientes.
—No sé por qué te enfadas—prosiguió al cabo de un instante.—Ya debías estar acostumbrado á mis cosas... Tú, Jacinto, te empeñas en comer los higos cuando están verdes y ¡claro! no tiene más remedio que saberte agrios.
—¡Eres tan despreciativa, Flora!
—¡Mejor que mejor! ¿No has oído cantar á los ciegos esta copla:
Morena tiene que ser |
la tierra para claveles, |
y la mujer para el hombre |
morenita y con desdenes? |
Y riendo como una loca se puso á charlar con su amiga Demetria, dejando al buen Jacinto afligido y hechizado al mismo tiempo.
Las horas se iban deslizando. Algunas familias de Canzana comenzaron á desfilar. La tía Felicia vino á proponer á Demetria la marcha porque ya era tarde y además le parecía que no tardaría en haber bulla. Al cabo de un instante también se presentó D.ª Robustiana, el ama de gobierno del capitán, con la misma canción, que iba á haber bulla. Y se llevó apresuradamente á Flora.
¿Por qué iba á haber bulla? Por lo de siempre, por la iniciativa de los más ruines y cobardes. Jamás se diera el caso de que Firmo de Rivota, ni Toribión de Lorío, ni Nolo de la Braña ni Celso de Canzana, ninguno, en fin, de los héroes gloriosos que brillaban en los combates provocase la pelea. Esta odiosa misión parecía encomendada á algún chicuelo insolente, á algún despreciable zagal que después de prender fuego á la mecha solía desaparecer como si le hubiese tragado la tierra.
Y esto sucedió entonces. Un mancebillo de Rivota saltó al cabo por encima de la hoguera y después de saltar gritó con voz recia: «¡Viva Lorío!»
Un estremecimiento de susto corrió por toda la plazoleta. La inquietud y el malestar se pintaron en todos los semblantes.
Otro chicuelo de Canzana hizo inmediatamente lo mismo y gritó con voz más recia aún: «¡Viva Entralgo!»
—¡Vámonos! ¡vámonos!—exclamó Felicia cogiendo á su hija por el brazo.
El tío Goro ya estaba allí también.
—Adiós, Nolo, hasta mañana.
—No: yo voy acompañándoles un rato hasta Canzana.
Y seguido de sus compañeros se alejó del campo y fué dándoles escolta por la empinada cuesta que conducía al lugar. Demetria se alegró vivamente, se felicitó de que su amante estuviese picado con los de Entralgo.
En un instante no quedó mujer alguna delante de la casa del capitán.
De nuevo saltó el mancebillo de Rivota gritando: «¡Viva Lorío!» Y otra vez le siguió el de Canzana contestando impetuosamente: «¡Viva Entralgo!»
Entonces de las filas espesas y amenazadoras de Lorío salió una voz varonil que dijo secamente: «¡Muera!»
Fué la señal. Más de cien garrotes se levantaron al mismo tiempo para caer inmediatamente sobre otras tantas cabezas. Y el ruido que hicieron al caer semejaba al chasquido de los guijarros del río cuando éste en una de sus furiosas avenidas los remueve, los sacude contra las peñas de la orilla.
Peñas eran sin duda los cráneos de aquellos jóvenes valerosos cuando no se quebraron ni se abollaron siquiera. Ni uno solo vino á tierra. Como si tales garrotazos fuesen solamente toquecitos de llamada para despertarlos de su letargo, se irguieron todos bravamente y comenzaron á vibrar sus palos nudosos. La pelea se generalizó. Los guerreros de Lorío se lanzaron sobre los de Entralgo con furiosos gritos. Éstos, aunque menos en número, resistieron el choque á pie firme sin pensar en huir. Crujía el aire con la violencia de los palos; restallaban éstos y se quebraban algunas veces en las manos de los héroes; sonaban los golpes de unos y de otros con fragor en el silencio de la noche: escuchábanse gritos, lamentos, amenazas: todo formaba infernal algarabía de muerte. Los resplandores de la hoguera alumbraban aquella lucha en que por ambas partes se peleaba con furia insaciable.
Sin embargo, el magnánimo Quino, fértil en astucias, temiendo que la ventaja del número diese rápidamente la victoria á los de Lorío, con algunos de sus compañeros rodeó la casa del capitán para sorprender á aquéllos por la retaguardia. Y en efecto llevó á cabo la maniobra con habilidad y presteza. Cayó de improviso sobre las filas de los enemigos, causando en ellas crueles estragos, produciendo gran confusión y alarma. Pero fué momentánea. Repuestos prontamente, se lanzaron sobre él más de treinta mozos del Condado á cuyo frente se hallaba el impávido Lin de la Ferrera, que ocupaba la retaguardia de la hueste y le obligaron á replegarse con sus diez ó doce compañeros hacia el Barrero, sitio más elevado del lugar.
Por otra parte, Toribión de Lorío, el de las recias espaldas y de la voz de bronce, que gritaba tanto como veinte hombres juntos, y el bravo Firmo de Rivota celebraron consulta rápidamente en medio de la pelea. Convinieron en que, desembarazados de la gente de Villoria, los de Entralgo, por sí solos, no tardarían en ceder. Dejando, pues, á algunos de los suyos el cuidado de combatir á éstos, se lanzaron ambos con el núcleo de su fuerza sobre Ramiro de Tolivia y Froilán de Villoria, que capitaneaban escasas pero aguerridas huestes. Estos nobles guerreros, á pesar de su audacia y su fuerza, no pudieron resistir mucho tiempo el esfuerzo de aquellos hombres indomables. Poco á poco fueron retrocediendo por el camino que desde la casa del capitán conduce al riachuelo de Villoria. Allí se abre un campo donde los vecinos juegan á los bolos y á la barra. En este campo lucharon todavía un rato, protegidos por las sombras de la noche. Al cabo, mal de su grado, se vieron necesitados á replegarse, y volviendo la espalda, huyeron por la estrecha cañada sombreada de avellanos. Los de Lorío y Rivota los persiguieron largo trecho hasta los confines de la parroquia. Luego se volvieron apresuradamente para desbaratar á los que luchaban todavía en el pueblo.
¡Hijos animosos de Entralgo, Toribión de Lorío y Firmo de Rivota han conquistado el campo de batalla! En vano tú, magnánimo Quino, luchaste con denuedo en lo alto del Barrero, aprovechando lo fuerte de la posición y las paredes de las casas que te guardaban las espaldas. Al cabo, viendo crecer siempre el número de tus enemigos y sintiendo tus fuerzas agotadas, supiste como hábil guerrero salir del campo de batalla sin ser notado y refugiarte entre los espesos castañares. Los demás buscaron asilo en las casas.
En vano tú, fatal Bartolo... Pero no... Bartolo no estaba allí... ¿Dónde estaba Bartolo? Al comenzar la batalla quiso arrojarse en ella poniendo su fuerza inmensa al servicio de su patria; pero la tía Jeroma, la más noble de las mujeres, le sujetó indignamente por la cabellera y á pescozones le encerró mal de su grado en casa, privando á Entralgo de uno de sus guerreros más perniciosos y matando en flor mucha hazaña memorable.
En vano tú, heroico Celso, sostuviste con bravura el combate en medio de la plaza, asistido solamente de quince ó veinte guerreros de Canzana. Tu valor desesperado, tu fuerza y tu coraje en aquella noche necesitarían varios cantos para ser narrados y otra lira más sonora que la mía para ser entregados á la admiración de los hombres. Tus compañeros, atemorizados por la ola impetuosa que avanzaba sobre ellos, te dejaron al cabo solo y pidieron refugio como ruines mujeres en la casa del capitán. ¡Y tú, guerrero infatigable, luchaste solo, solo en medio de las espesas filas de tus enemigos! Por fin, caíste. Los hijos feroces de Lorío descargaron aún sobre ti su furia moliendo tu cuerpo como si fuese el trigo de las eras.
La victoria quedó por Lorío. Las falanges de Entralgo se disiparon como las brumas á los rayos del sol. Unos se escondieron entre los maizales de la vega, otros entre los castañares, los más se guardaron en sus casas. Los vencedores pasearon las calles del lugar celebrando con gritos de júbilo su triunfo, llamando en cada puerta y dirigiendo á los vencidos sangrientos insultos.
—Ya os vemos, valientes, ya os vemos. Estáis hilando... ¡Eso debierais hacer siempre!... Fregad también las escudillas y amasad la borona... Cuidado que salga bien cocida... No os olvidéis de echar á remojo las habichuelas y lavar los pañales del chico...
Tales y más crueles aún eran las palabras que salían de la boca de aquellos guerreros orgullosos. Yo las oí desde mi lecho infantil, donde manos maternales me habían confinado contra mi voluntad desde bien temprano. Las oí y mi corazón quedó traspasado de dolor porque he nacido en Entralgo, vergel precioso que dos ríos fecundan. Las lágrimas saltaron de mis ojos y mordía las sábanas con rabia, ansiando llegar á hombre para vengar la afrenta de los míos.
También las oyó Nolo, el intrépido y glorioso guerrero de la Braña. Bajaba con sus compañeros de retorno la cuesta de Canzana.
—Escuchad—dijo quedando inmóvil con el oído atento.—¿No oís los gritos y risotadas de esos peleles? Seguro es ya que han logrado meter á los de Entralgo en sus casas.
Y permaneciendo un instante pensativo, añadió:
—Aunque estemos picados con los de Entralgo, al fin son nuestros compañeros y lo han sido siempre. ¿Queréis que vayamos á esperar á esa canalla y les calentemos un poco las espaldas?
—¡Sí, Nolo!—clamaron todos á una voz.
—¡Adelante!—gritó entonces el mozo de la Braña lanzándose con ímpetu por la calzada pedregosa.
Como se ve las sombras del crepúsculo descender velozmente por las montañas ennegreciendo el valle, así bajaron sombríos y rápidos los guerreros de Villoria. Los clavos de sus zapatos chocando con los pedernales despedían luces fatídicas. Fiero y erguido marchaba á su frente el intrépido Nolo. Su montera puntiaguda se alzaba sobre las demás semejante á una nube que avanza cargada de rayos por el firmamento.
Cruzaron el puente sobre el riachuelo de Villoria, entraron en el Campo de la Bolera, pero en vez de atravesar el pueblo saltaron las tapias de la pomarada de D. Félix y salieron por el extremo opuesto, en el camino ya de Lorío. Avanzaron á marcha forzada por él, y llegando á la peña de Sobeyana se detuvieron. Era el sitio más á propósito para la siniestra emboscada que preparaban. Ocultos entre los avellanos y nogales que guarnecían el camino esperaron. No se tardó media hora sin que llegasen á sus oídos los ¡ijujús! de los del Condado, que regresaban los primeros á sus casas henchidos de alegría y orgullo. Los dejaron pasar. Y cargando repentina y furiosamente sobre ellos los ponen en dispersión al instante: se hartaron de machacarles los riñones: les persiguieron largo trecho. Volviendo luego como un relámpago sobre sus pasos, tropezaron con el grupo de Rivota que marchaba igualmente cantando, riendo, lanzando gritos de triunfo. Nolo no se amedrenta por el número, aunque era mucho mayor que el de los suyos. Lleno de fuerza y audacia se arroja sobre ellos, dejando escapar de su garganta terribles gritos. Tal como un león que sale del bosque hambriento y cae sobre un rebaño de ovejas devastándolo en sus garras poderosas, así el mozo de la Braña se introdujo en la falange de Rivota, causando en ella la consternación y el estrago. Los demás le siguen con igual ardor. Rompen las primeras filas. Los del alto de Villoria, hábiles en manejar el palo nudoso, repelen á sus enemigos dispersándoles. Entonces, temiendo ser envueltos, porque la oscuridad de la noche les hacía imaginar que sus enemigos eran más numerosos, los de Rivota retrocedieron por el camino de Entralgo para unirse á sus compañeros. Los de Villoria los persiguieron algún tiempo. Al cabo Nolo, cuya alma estaba llena de valor y de prudencia, se detiene.
—Basta ya, compañeros. Los de Rivota se van á unir pronto á los de Lorío y vendrán sobre nosotros. Es menester que se encuentren solamente con los árboles para saciar su rabia.
Y seguido de sus amigos se lanzó por el monte arriba. Largo rato se oyeron sus gritos de triunfo. El eco de las montañas los repitió hasta los confines del valle.
OS mirlos que dormían en las higueras y cerezos de la huerta del tío Goro estallaron en un trino formidable al despuntar la aurora. Demetria abrió los ojos y una sonrisa divina se esparció por su rostro. Se puso velozmente de rodillas sobre la cama y juntando las manos dijo su oración matinal. Ciñó luego con prisa las enaguas, se echó un pañolito sobre el pecho y abrió el corredor emparrado. La luz tibia y rosada del amanecer penetró en la estancia. La brisa fresca de la montaña coloreó las mejillas de la doncella. Desde aquel corredor emparrado se descubría más de la mitad del valle de Laviana. Allá abajo, en el ángulo que forma el Nalón con su pequeño confluente, Entralgo rodeado de pomaradas. Enfrente, del lado de allá del río, un grupo mayor de casas blancas: la capital. Río arriba los Barreros, Peña-Corvera; río abajo Iguanzo, Puente de Arco. Y derramados por las faldas de las colinas algunos pequeños caseríos sepultados entre bosquetes de castaños y avellanos. El gran río cristalino herido por los rayos de la aurora parecía una franja de plata. Los maizales que bordan sus orillas salían del sueño de la noche esperezándose blandamente al soplo de la brisa. El tenue, blanco vapor, que los cubría se perdía en la claridad del aire. Un rayo de sol vivo, refulgente, hirió la cabeza de la Peña-Mea tiñéndola de color naranja. Una nubecilla arrebolada, nadando por el cielo azul, vino á besarla y después de darle largo y prolongado beso siguió más alegre su marcha. Los pámpanos de la parra, sacudidos por la brisa, azotaron suavemente el rostro de Demetria. Un mirlo de corazón osado saltó de la higuera más próxima á la baranda del corredor, miró descaradamente á la niña ladeando repetidas veces la cabeza, tuvo manifiestas intenciones de dar un picotazo en sus mejillas pensando con razón que eran más frescas y más dulces que la cereza que acababa de comerse. ¡Pero Demetria le clavó una mirada tan severa! Su pequeño corazón se encogió de susto, y avergonzado volvió á ocultarse entre el follaje.
La luz crecía por momentos. Á los trinos aflautados de los mirlos respondía el grito estridente de los gallos. En el establo mugieron las vacas. Allá lejos, entre la espesura de las pomaradas, ladraron los perros guardianes. Las sombras corrían perseguidas por las faldas de los montes á guarecerse en el fondo oscuro de las cañadas. El ambiente adquiría una trasparencia radiosa. El paisaje se iba tiñendo lentamente de un verde claro sobre el cual se destacaban las masas oscuras de los castaños. De la montaña venía un aire vivo; el fresco aliento de los bosques que pasaba por las sienes de la niña refrescándolas. Del valle subía olor de heno recién segado, aroma de flores y frutas maduras.
De pronto un rayo de sol cayó sobre la punta más alta del cerezo plantado delante de la casa de la tía Basilisa; volteó un momento sobre las hojas y saltó á otra rama más baja dejando tras sí una estela de esmeralda. Otro salto más y se plantó en la higuera más próxima á la casa del tío Goro. Dentro de ella se agitó gozosamente como una llama feliz que aspira á curiosearlo todo. ¡Zas! otro salto, y al alero del tejado. Después, con precauciones, solapadamente, descendió por el ramaje de la parra y oculto detrás de los pámpanos contempló algún tiempo el rostro peregrino de Demetria. ¡Es claro, le apeteció besarlo! Lo mismo le había pasado al mirlo. Pero más animoso que éste, después de corta vacilación, se dejó caer de golpe sobre lo que más le agradaba: sobre los ojos. Cerrólos la hermosa y sonrió de nuevo dejándose acariciar por él con suave condescendencia. Al cabo hizo un gracioso mohín de impaciencia y se retiró al interior.
¡Cielo santo, cuánto tenía que hacer! Lo primero, por supuesto, era ordeñar las vacas, como hacía todos los días. Bajó á la cocina, tomó una vasija y se fué derecha al establo. Pero allí ¡oh sorpresa! se encontró con que el tío Goro ya se le había anticipado.
—Padre, ¿por qué se ha levantado usted?
—Hija—respondió Goro gravemente,—hoy es el día de la Virgen y tendrás demasiado que hacer.
Sí, era el día de la Virgen, el día más esperado del año, el que salía á relucir en todas las conversaciones de los zagales en Entralgo. Para el tío Goro, que frisaba en los cincuenta, no tenía el mismo atractivo. Sin embargo, á pesar de su gravedad y de su ilustración, guardaba aún cierto misterioso encanto que con todo cuidado procuraba disimular.
El tío Goro de Canzana era un hombre solemne, instruído, que fumaba en pipa y dejaba crecer la barba por el cuello á guisa de corbatín. Hablaba poco, como todos los hombres que reflexionan mucho, pero sus palabras eran oráculos, sobre todo para su digna esposa la señá Felicia. No tenía más que una pasión en su vida: la lectura. Durante la semana no podía satisfacerla: las faenas agrícolas en que se ocupaba lo impedían. Pero así que llegaba el domingo solía darse un hartazgo que le dejaba consolado y esclarecido hasta el domingo siguiente. Después que salía de misa se pasaba por casa del capitán. Éste le daba un libro, el primero que le venía á las manos, El año cristiano, El perfecto licorista, Tratado de fortificaciones marítimas, en fin, cualquiera, pues al tío Goro le bastaba su cualidad de libro para respetarlo más que á las niñas de sus ojos. Y llevándolo entre sus manos pecadoras con la misma unción que si fuese portador del sagrado cáliz, marchaba hacia el Campo de la Bolera. Allí se tumbaba sobre algún madero y en voz baja comenzaba á descifrar con regodeo las cláusulas misteriosas del impreso, mientras sus convecinos se deleitaban en jugar á los bolos ó á la barra ó á los naipes ó en otros fútiles entretenimientos indignos del sabio. Cuando se llegaba la hora de comer iba á depositar el venerado mamotreto en casa de su dueño: pero más de una vez sucedió no acordarse de comer y pasar la tarde también devorando una á una las sílabas que se le ponían delante de los ojos. Como D. Félix se cuidaba tan poco de la elección de libros, cuando no tenía alguno á la mano le entregaba un paquete de números atrasados del Boletín Oficial. No hay para qué repetir que el tío Goro los iba paladeando con igual felicidad.
Pues á pesar de tan vasta lectura era hombre sencillo, buen labrador, buen padre y buen esposo. Sin embargo, es necesario confesarlo todo, el tío Goro tenía una debilidad; la de que su hija Demetria se presentase en las romerías más lujosa y ataviada que las otras doncellas. Si tal debilidad nació en él espontáneamente ó había sido infundida por su digna esposa, no es fácil decirlo. Algo pudiera haber de todo. Lo cierto es que no iba jamás á Langreo ó á las ferias de Oviedo con ganado que no trajese en las alforjas algún pañuelo ó pendientes ó sarta de corales para su hija idolatrada. Y es lo curioso que aunque siempre compraba lo más lindo y magnífico que el comerciante le presentaba, á la tía Felicia nunca le parecía el regalo bastante rico. Á tal punto rivalizaban ambos cónyuges en agasajar á su hija.
Demetria se volvió á la cocina, que ocupaba toda la planta baja de la casa. Sólo en un ángulo habían fabricado con tabiques de tabla un cuartito para el pastor. En otro de los ángulos había un gran montón, que llegaba al techo, de leña. De allí tomó nuestra zagala algunos maderos, los juntó adecuadamente sobre el lar, puso entre ellos algunas ramas de árgoma y encendiendo un misto les dió fuego. Brotó la llama con fuerza: pronto se extinguió cuando el árgoma quedó consumida. Entonces Demetria, acercando el rostro cuanto podía, se puso á soplar el fuego con todo el aliento de su pecho. ¡Oh, cuán hechicera estaba la zagala inflando sus carrillitos amasados con rosas y leche! Si aquel mirlo tímido de la parra la hubiera visto ahora, sin remedio la hubiera picoteado pese á su vergüenza.
Ya está encendido el fuego. Toma un enorme pan, lo corta en sopas, las aliña y las pone á cocer. Sube arriba. La planta alta de la casa constaba de una salita y cuatro dormitorios, todos ellos con ventana al campo. Se dirige al de sus hermanos Pepín y Manolín.—¡Sus! ¡Arriba, holgazanucos, arriba!—Los niños antes de levantarse se hacen besuquear y acariciar largamente por su hermana. El primero tenía diez años, el segundo ocho; ambos gordos y sonrosados que daba envidia verlos. Una vez en pie, conduce al primero de ellos al corredor y en una jofaina trasvertiendo de agua cristalina le mete la cabeza, le refriega los hocicos hasta dejarlos bien limpios y todavía más colorados. En seguida venga de peine para desenredar aquellas greñas rizadas. Pero he aquí que al hacerlo observa que algunos cabellos están unidos por un cuajarón de sangre.
—¿Qué es esto, chico? ¿Cómo te has hecho esta herida?
—Fué Tomasín—respondió el niño confuso.
—¿Qué Tomasín?
—El de la tía Colasa.
—¿Y por qué te la ha hecho?
—Nos pegamos.
—¿Y por qué os pegasteis?
Pepín bajó la cabeza sin responder.
—Vamos, niño, dí, ¿por qué os pegasteis?—repitió Demetria sacudiéndole por el brazo con impaciencia.
Pepín vaciló todavía algunos instantes: al cabo profirió titubeando:
—Porque... porque... porque dijo que tú no eras mi hermana... que tú eras del hospicio.
Toda la sangre de Demetria fluyó al corazón: quedó pálida como un cirio. No pudo articular palabra. Después de algunos instantes prosiguió en silencio y con mano temblorosa su tarea.
No era la primera vez que había sonado en sus oídos tal noticia. Cuando más niña, alguna compañera maligna le había injuriado de este modo. No le había hecho caso; ni siquiera había pensado en ello. ¿Por qué ahora le producía tan viva impresión? Quizá por ser el día de la Virgen y tener el alma inundada de alegría, quizá porque sólo entonces cruzó por su mente la idea de que pudiera ser cierto.
—Sí, me dijo que tú eras del hospicio—prosiguió Pepín imaginando que el silencio de su hermana significaba aprobación.—Yo entonces... yo entonces le dije: «Eso es mentira». Él entonces dijo: «Es verdad, que lo dijo mi padre». Yo entonces dije: «Pues es mentira». Él entonces quiso pegarme, pero yo con el puño así cerrado le di un golpe en las narices y empezó á sangrar. Entonces él cogió una piedra y me la tiró á la cabeza y echó á correr. Yo corrí tras de él, pero no pude atraparle porque se metió en casa. ¡Recontra, en cuanto le coja solo le voy á dar unas cuantas así por debajo!...
Demetria le dejó explayarse sin despegar los labios. Terminado el aseo principió el de Manolín, que se llevó á cabo con el mismo silencio. Y después que los hubo vestido se bajó á la cocina de nuevo, tomó la leche que había quedado de la noche anterior, la vertió en el odre y salió de casa dirigiéndose á la fuente para mazarla[3].
Estaba la fuente un poco apartada del pueblo. Se iba á ella por estrechos caminos sombreados de avellanos. Al aproximarse hay que subir un senderito labrado en el césped por los pasos de los vecinos. Al pie de una gran peña que la cobija, rodeada por todas partes de zarzas y espinos y madreselva, menos por la estrecha abertura que sirve de entrada, brota de la piedra un chorro de agua límpida, se desparrama sobre ella en hilos de plata, cae formando burbujas en un recipiente de granito, se trasvierte luego y fluye en menudos cristales y resbala por el césped. Cúbrela á modo de bóveda el ramaje que sale de la peña, al cual se enreda la madreselva del suelo formando toldo espeso. Los rayos del sol se filtran por él con trabajo bañándola de una claridad suave y misteriosa.
Demetria se sentó en uno de los bancos de piedra que allí había, aplicó la boca á la abertura del odre y lo infló; lo amarró luego velozmente y lo dejó caer en la taza de la fuente para que la leche se enfriase. Con las manos cruzadas sobre las rodillas y la cabeza inclinada sobre el pecho aguardó. Una tristeza profunda oprimía su corazón. Debajo de aquella frente alta y pura de estatua helénica batallaban la duda, el temor, la esperanza, el despecho. Escrutó con ansia su pasado, recordó algunas insinuaciones malévolas, bastantes palabras sueltas, muchas sonrisas que á ella le indignaban más aún que las palabras. ¡Virgen María! ¿sería cierto aquello? Pero si era efectivamente de la Inclusa y los que tenía por padres no lo eran, ¿por qué la amaban más aún que á los dos niños? No, no podía ser. Todo era una calumnia. Las chicas del pueblo la envidiaban porque sus padres la regalaban y la vestían mejor que á ellas. Habían inventado esta mentira para humillarla... Mas... ¿cómo se les había ocurrido semejante cuento?... ¿Por qué había recaído sobre ella y no sobre alguna otra?
Sacó el odre del agua y se puso á zarandearlo. El ruido de la leche dentro hizo coro al glu glu de la fuente.
¡Dios mío, del hospicio!... Era horrible pensarlo. ¡Y ella que adoraba á aquellos padres!... ¡Y ella que era tan orgullosa!... ¿Qué diría Nolo cuando llegase á saberlo? Por supuesto la dejaría, porque un mozo tan galán y tan rico no podía en ley de Dios casarse con una pobrecita hospiciana...
Aquí los sollozos ahogaron á la cándida doncella. Dejó caer de nuevo el odre, y con la cara entre las manos estuvo llorando largo rato. Al cabo prosiguió su tarea; pero las lágrimas no dejaban de resbalar por sus mejillas escaldándolas. El aleteo y el piar de unos pajaritos la distrajeron un momento. Eran dos jilgueros que tenían allí su nido. Apenas se le veía como un punto negro en la espesura del follaje, pero se oía el débil piar de los polluelos cuando sus padres con agitación iban y venían para cebarlos. ¡Qué alegría la de aquellos animalitos al verles llegar con un mosquito en el pico! ¡Qué gozo triunfal expresaba el trino de los padres luego que depositaban el alimento en la boca de sus pequeños!
Cuando los hubo contemplado un rato, bajó de nuevo los ojos al cristal de la fuente y se dijo llorando otra vez copiosamente: «Ellos tienen padres: yo no los tengo. ¡Yo fuí criada por lástima!»
Al cabo la leche quedó mazada: la pelota de manteca batía ya con fuerza las paredes del odre. Lo desató, extrajo el aire y anudándolo otra vez y lavándose después los ojos para borrar las huellas del llanto, emprendió la vuelta de su casa.
Ya estaba en pie Felicia cuando llegó á ella.
—¿Por qué no me has llamado como siempre, picarona?—le preguntó, dándole una palmadita cariñosa en la mejilla.
—Porque ayer se ha acostado usted tarde y quería que descansase—respondió Demetria besándole la mano.
—¡Has mazado también, hija mía! ¿Para qué te has tomado ese trabajo? Yo lo hubiera hecho mientras te arreglabas.
La tía Felicia, que era una mujer gruesa, mofletuda, sonrosada y tersa como si tuviese veinte años, creyó advertir algo extraño en el rostro de su hija. La miró con fijeza y profirió asustada:
—¡Tú has llorado!
—Llorar, ¿por qué?
Felicia la tomó por la mano, la condujo hasta el corredor y repitió con más fuerza:
—Sí, sí: tú has llorado.
—No, madre, no: se engaña usted—respondió Demetria sonriendo.
—No me lo niegues, hija. ¿Te ha regañado tu padre?
—¿Mi padre?—replicó la zagala con asombro.—Mi padre no me regaña nunca.
—Es verdad... Pues tú has llorado... Algo te pasó entonces en la calle... Cuéntamelo, hija mía... ¿No tienes confianza en tu madre?
Y al mismo tiempo le pasó los brazos al cuello y la besó con efusión. Demetria se sintió enternecida y rompió á llorar perdidamente.
Felicia quedó estupefacta.
—¿Cómo? ¿Qué es esto?... ¿Qué te pasa, hija querida?
Y la buena mujer, con el rostro contraído por el asombro y el dolor, le sacudía la mano para instarla á que hablase. Al fin, con voz entrecortada por los sollozos, Demetria habló:
—Me han dicho que no soy... que no soy hija de usted... que soy del hospicio.
Lo mismo que le había pasado á su hija poco antes, toda la sangre de la buena Felicia fluyó al corazón. Quedó igualmente pálida y sin poder articular palabra.
—¿Quién te ha dicho eso?—logró proferir al cabo.
—Pepín.
—¡Ah pícaro!... ¡Le voy á arrancar las orejas!—exclamó cambiando súbito su emoción en furor. Y ya se disponía á ir en busca del criminal, pero Demetria la retuvo.
—No, madre, no salió de él... Fué Tomás el de la tía Colasa quien se lo dijo y por eso se pegaron.
—¿El hijo de Colasa?... ¡Esa bruja había de ser! Desde que Goro la quitó de pacer su vaca en el castañedo del Regueral no nos puede ver más que al diablo. Ya sabes cómo para vengarse metió sus cerdos entre nuestro maíz. Goro quería llevarla al juzgado y que pagase el daño, pero yo conseguí calmarlo y que la perdonase porque me daba lástima... Pues en vez de agradecerlo la picarona el otro día en la fuente me tiró unas indirectas tan picantes... ¡Qué indirectas, hija mía!... Que si yo era una holgazana, una comedora, que hacía trabajar á mi marido como á un burro, que echaba sobre ti el peso de la casa... que os mataba de hambre mientras yo me comía á solas magras de jamón y torta... ¡No sé cómo me contuve y no la arranqué los pocos pelos que tiene en el moño! Y todo porque uno defiende lo que es suyo. Por mí hubiera pacido su vaca toda la vida en el castañedo, pero Goro me dijo: «Mujer, eso no puede permitirse. Si la vaca se comiera sólo los yerbajos y la maleza, anda con Dios; por un poco más ó un poco menos de rozo no habíamos de reñir; pero se come también la cría de los árboles... ¡ya ves tú, mujer, la cría! La cría hasta los criminales la respetan, cuanto que más los hombres». ¿Yo qué le iba á decir entonces? Entonces le dije: «Goro, tienes razón...»
Trazas llevaba la buena mujer de no terminar en toda la mañana su alegato, pero advirtió que Demetria no parecía escucharla: sollozaba cada vez con más desesperación.
—¿Por qué lloras de ese modo, hija? ¿Por un dicho, por una niñería?... ¡Deja á esa deslenguada que la coma la envidia!
—Es que yo, madre—profirió la niña con trabajo,—yo quisiera saber... si ese dicho era cierto... porque ya lo he oído otras veces, aunque nunca se lo dije hasta ahora.
Felicia en vez de responder rompió á llorar hilo á hilo como su hija, de tal modo que ésta se vió al cabo necesitada á consolarla.
—¡Nunca pensara, Demetria, que me habías de dar un disgusto tan grande!—articulaba entre sollozos que la rompían el pecho.
Demetria atribulada la besaba y la abrazaba con anhelo.
—Perdóneme, madre... yo no quería disgustarla... ¡No llore, madre, no llore!
Felicia se calmó; pero Demetria se quedó sin obtener respuesta satisfactoria á su pregunta.
—Anda, hija mía, vé á lavarte los ojos para que no conozcan que has llorado. Yo voy á hacer lo mismo. Arréglate también, que el tiempo pasa y habrá que vestir el ramo. Tu padre ya bajó á Entralgo... ¿Quién le quita á él su rato de tertulia en el atrio de la iglesia antes de entrar en misa?
Demetria hizo como se le mandaba. Cuando se estaba bañando los ojos con agua fresca llegó á sus oídos el penetrante son de la gaita y el redoble del tambor. Borróse súbita la melancolía de su rostro. Una dulce sonrisa volvió á esparcirse por él, y sin terminar de secarse salió apresuradamente al corredor. El gaitero con su gaita adornada con cintas de colores y el tamborilero desembocaban ya frente á la casa seguidos de un enjambre de niños. Allí se pararon para tocar la alborada. Los vecinos salían á las ventanas y á las puertas pintándose en todos los rostros la alegría.
También salió Celso, el heroico Celso, con la frente vendada para dar testimonio de la descomunal batalla que había librado la noche anterior; fresco, no obstante, y espléndido como una rosa. Avanzó hasta el medio de la calle y despojándose de la montera y agitándola en la mano como si fuese á brindar la muerte de un toro profirió dirigiéndose á Demetria:
—Bendita sea tu sandunga, chiquita, y el cura que te puso la sal y la comadre que te cantó el ro ro y hasta el primero que te dijo ¡por ahí te pudras, serrana! ¡Bendito sea tu salero y esos negros bozales que tienes en la cara que cuando los veo me hace pío pío el alma como si tuviese escondido un ruiseñor aquí dentro!
—¿Qué estás diciendo, Celso? ¡No entiendo una palabra!—exclamó riendo la zagala.
Los demás también reían sin comprender. Iba el flamenco á proseguir en sus piropos exóticos aprendidos allá en la tierra de María Santísima entre tragos de manzanilla y bocados de gazpacho blanco, cuando una voz bronca gritó desde el corredor vecino:
—¡Celso! ¡Celso!
Y apareció el rostro espantable de la tía Basilisa.
—¿Y el verde para el ganado, grandísimo holgazán? ¿Todavía no lo has segado?
—Ahora mismito, abuela.
—Anda listo, zángano, comedor, porque si no voy allá y te estrello en la cabeza la sartén.
El héroe agitó la cabeza con desesperación; rechinó los dientes. Su alma se inundó de amargura. ¡Cruel humillación para un hombre que había corrido tantas juergas á orillas del Guadalquivir!
Miró al corredor y cerciorándose de que la vieja se había ya retirado, exclamó con voz sorda:
—¡Ande allá, abuela, que tiene usted la cara más fea que la papeleta de la contribución!
Y se encaminó á la casa en busca de la guadaña acompañado de la risa y algazara de los espectadores.
Felicia salió con un vaso y una botella en las manos: escanció el rojo licor de Castilla y lo ofreció liberalmente al gaitero y tamborilero.
—Que usted la goce muchos años, tía Felicia, y que esa manzanita encarnada que está al balcón no se la coma ningún pícaro, sino un hombre de bien como el tío Goro... La Virgen del Carmen las proteja... Adiós... adiós...
La gaita y el tambor se perdieron por las retorcidas callejuelas de la aldea.
Demetria, disipada ya por entero la nube de tristeza que sombreaba su alma, corrió á vestirse. Delante de un espejillo fementido peinó su cabellera soberbia; la cubrió después á medias con un pañuelo de seda azul, cuyos flecos le caían graciosamente por la frente: colgó de las orejas los pendientes de aljófar que su padre le había traído recientemente de Oviedo; ciñó su garganta con tres sartas de corales; apretó su talle con el justillo de cien flores y cordones de seda torzal; se puso el dengue de pana, la saya negra de estameña, la media blanca, el zapato de becerro fino... ¡Ea, ya está lista la zagala!
Ahora á casa de Telva á vestir el ramo. De Canzana debían salir tres. Eran unos armatostes de palo á modo de jaulas, alrededor de los cuales se colgaba una razonable cantidad de panes, que vendidos luego servían para el culto de la Virgen. Iban adornados con flores y cintas de colores. Sólo mozos muy robustos y remudándose podían soportarlos hasta la iglesia.
Á las diez se formó la procesión en la más amplia abertura que la aldea tenía. En torno de cada ramo se agruparon las zagalas cuyas familias lo costearan. Todas iban engalanadas como el día de más fiesta del año. Sus pañuelos de cien colores agitándose producían mágico efecto en los ojos; pero sus rostros frescos de nieve y rosas y sus gargantas amasadas con puras natas hacían latir de felicidad el corazón. Colocaron á la novilla delante, la novilla ofrecida á la Virgen por el pueblo de Canzana. Era un hermoso animal de pelo rojo y brillante. Adornaron sus cuernos con papel dorado: ciñeron su cuello con cintas de diversos colores. Un mozo designado por la suerte la llevaba amarrada por los cuernos.
Ya se pone en movimiento la comitiva; ya comienza á descender por el áspero tortuoso sendero de la montaña sombreado de castaños. Las zagalas agitan sus panderos, cantan á coro, y sus voces puras bajan en alas de la brisa hasta el valle. El tambor redobla alegremente; la gaita grita; la novilla ofrecida á la Virgen brinca y juguetea haciendo sonar la esquila que lleva al cuello.
Delante de todos disparando cohetes marcha el valeroso Celso. El humo de la pólvora le embriaga; los cantos le alegran; un vértigo delicioso se apodera de su magullada cabeza y por un momento se borran de su mente las dulces memorias de la Bética.
O no apruebo las ideas de mi sobrino Antero. Hasta ahora hemos vivido á gusto en este valle sin minas, sin humo de chimeneas ni estruendo de maquinaria. La vega nos ha dado maíz suficiente para comer borona todo el año, judías bien sabrosas, patatas y legumbres no sólo para alimentarnos nosotros, sino para criar esos cerdos que arrastran el vientre por el suelo de puro gordos. El ganado nos da leche y manteca y carne si la necesitamos: tenemos castañas abundantes que alimentan más que la borona y nos la ahorran durante muchos días; y esos avellanos que crecen en los setos de nuestros prados producen una fruta que nosotros apenas comemos, pero que vendida á los ingleses hace caer en nuestros bolsillos todos los años algunos doblones de oro. ¿Para qué buscar debajo de la tierra lo que encima de ella nos concede la Providencia, alimento, vestido, aire puro, luz y leña para cocer nuestro pote y calentarnos en los días rigurosos del invierno?
Así hablaba el capitán D. Félix sentado en el pórtico de la iglesia antes de celebrarse la misa. Se hallaban allí también sentados D. César de las Matas de Arbín, su primo, vecino y propietario de Villoria, quien jamás en su larga vida había dejado un año de oir la misa del Carmen en Entralgo, el tío Goro de Canzana, Martinán el tabernero, Regalado el mayordomo y algunos otros vecinos de la misma gravedad aunque no tan señalados.
—¿Qué antiguallas estás ensartando ahí, querido primo?—exclamó el Sr. de las Matas con sonrisa irónica.—¡Que somos felices con nuestras castañas y nuestro ganado! No sueltes, por Dios, tales ideas delante de esos señores de la Pola que capitanea tu sobrino Antero, porque no concluirán de reirse de ti. ¿Qué valen nuestros tupidos castañares, ni tus rebaños lucidos, ni este aire puro de la montaña, ni esta luz radiosa que el cielo nos envía delante de esas altas chimeneas que tiñen de negro sin cesar la tierra y el firmamento?...
Los tertulios sonrieron. D. Félix dejó escapar un bufido desdeñoso. El Sr. de las Matas quedó pensativo unos instantes. La sonrisa que contraía su boca se extinguió. Al cabo exclamó con voz sorda y tono profético:
—¡Ay de los pueblos que corren presurosos en busca de novedades! ¡Ay de los que, olvidando las pristinas y sencillas costumbres de sus mayores, se entregan á la molicie! ¡Ay de los aqueos! ¡ay de los dorios! El régimen austero, la vida sobria y sencilla que formó á los hombres de Maratón y las Termópilas desaparecerá muy presto. Los productos refinados de la industria, las modas y los deleites corromperán nuestras costumbres, debilitarán luego nuestros cuerpos y no quedarán al cabo más que hombres afeminados y corrompidos, miserables sofistas, despreciables parásitos que escucharán temblando el chasquido del látigo romano.
Esto dijo D. César de las Matas, el hombre más docto que había producido jamás el valle de Laviana. Vestía frac azul con botón dorado, chaleco floreado, pañuelo de seda negro enrollado al cuello, pantalón ceñido con trabillas y el sombrero blanco de copa alta. Contaría setenta años de edad, alto, enjuto, aguileño, rasurado.
Todos guardaron silencio respetuoso y miraron con asombro á aquel varón profundo, honra de la comarca que le vió nacer.
—Sin embargo, aquí el señor capitán va á recibir un buen bocado de indemnización, si como aseguran se abre, para explotar esas minas de Carrio, una vía de hierro. D. Félix tiene ahí muchas propiedades, y no dejarán de cortarle alguna—manifestó Martinán el tabernero, hombre de cuarenta á cincuenta años, espantosamente feo, de ingenio sútil, disputador eterno.
—Aunque me las cubriesen de monedas de plata no quisiera que tocasen en ellas. El día que escuche silbar por los castañares de Carrio los pitos de esas endiabladas máquinas que llaman locomotoras, será uno de los más tristes de mi vida.
—¡Alto allá, D. Félix! Esos señores que abren las minas traen muy bien repleta la bolsa al decir de la gente. Bueno será que repartan un poco entre los pobres que aquí estamos. Porque si usted no necesita de ese dinero, hay por aquí muchos infelices á quienes les vendrá muy bien.
—¿Y piensas tú, botarate—exclamó el capitán con ímpetu,—que esos señores van á traer unos cuantos sacos de doblones y á toque de campana los repartirán como si fuesen avellanas? Ten entendido que cada peseta que aquí dejen os costará bastantes gotas de sudor... Y entre sudar debajo de la tierra ó á la luz del sol, es preferible esto último.
—No estoy conforme, D. Félix; no estoy conforme con eso—exclamó Martinán disponiéndose placenteramente á entablar la discusión.—El trabajo dentro de una mina, lo he oído decir en Langreo, es menos duro que fuera. En el invierno está allá dentro mucho más caliente; en el verano, más fresco. ¿Quién no tiene miedo en los meses crudos del año á salir á la intemperie? ¿Á quién no le da pena ver en este tiempo á esos pobres segadores debajo de un sol abrasador?
—Pero están seguros de que no les cae encima la montaña y los entierra como hormigas, y de que el aire no se encenderá para quemarles la cara y las manos. No serán solamente gotas de sudor lo que derramaréis dentro de poco, sino lágrimas, lágrimas bien amargas. ¡Dichosos los que tranquilamente reposan de su trabajo á la fresca sombra de un árbol y comen un pedazo de borona con alegría!
—En efecto—apuntó gravemente el Sr. de las Matas,—el trabajo expuesto y penoso de las minas no es propio de los hombres libres, tengan ó no derecho de ciudadanía. Pienso que es solamente adecuado para los esclavos tracios y paflagonios, y aun si se quiere, para los periecos, gente ruda por lo regular y cuyas vidas no tienen mucha estimación. Pero tú, amado primo—añadió sonriendo—no eres un hombre de estos tiempos. Debiste nacer en las montañas de la Arcadia feliz, y dejar que tu vida se deslizase lejos del tráfago y estruendo de las ciudades, sonando el dulce caramillo y rindiendo culto á Pan y á las ninfas, coronada la frente de mirto y roble.
—No quiero otras montañas que esas que me han visto nacer, la Peña-Mea, la Peña-Mayor, el pico de la Vara—replicó el capitán extendiendo el brazo y apuntando á todos los puntos del horizonte.—Pensando en ellas mi corazón se apretaba de angustia al comenzar las batallas, pensando en ellas maldecía de los teatros y los cafés cuando me hallaba de guarnición en Madrid. Todavía recuerdo una noche en que sentado en la butaca de un teatro escuchando cantar cierta ópera me preguntaba el amigo que tenía á mi lado:—«¿Te gusta?»—No—le respondí con rabia;—preferiría ahora estar sentado debajo del corredor emparrado de mi casa oyendo ladrar los perros». También recuerdo otra noche en que al salir del café y retirarme á casa tropecé con tres hombres que iban cantando una de nuestras baladas más conocidas, la del galán d'esta villa. No os podéis figurar, amigos, la alegría y la tristeza que sentí al mismo tiempo. Los seguí como un tonto por más de una hora al través de las calles, y cuando acordé en mí tenía las mejillas bañadas de lágrimas.
Un murmullo de aprobación corrió por el pórtico de la pequeña iglesia. Todos se alegran de que el capitán no los haya abandonado por los deleites de la ciudad, como habían hecho otros propietarios de Laviana.
D. Félix Cantalicio Ramírez del Valle vestía en aquel momento su gran uniforme de teniente coronel de la Guardia Real. Es hora ya de decir que el capitán de Entralgo no era capitán. Aquellos sencillos campesinos le apellidaban así porque después de general no había para ellos otra categoría más elevada en el ejército. Ramírez del Valle se había batido como cadete durante la guerra de la Independencia, había caído prisionero; lo trasladaron á Francia; se fugó; ascendió á oficial; sirvió después en la Guardia Real, y á la muerte de Fernando VII y estallar la guerra civil, cuando iba á ser ascendido á coronel, tuvo el capricho de pedir la licencia absoluta. No había cumplido cuarenta años ni representaba más de treinta. ¿Por qué había adoptado semejante determinación? La repugnancia á tomar parte en una lucha fratricida, decía él: el amor entrañable á la tierra y la inclinación á la vida del campo, decía todo el mundo. D. Félix no tenía de militar más que la bravura. Exacto, metódico, económico, aborreciendo las bromas y francachelas de sus compañeros, siempre había hecho entre ellos papel poco airoso. Una vez retirado, se casó con una señorita de Oviedo deuda suya. Murió ésta tres años después, de afección pulmonar, dejándole un niño y una niña. Consagrado á ellos y ahorrando y adquiriendo cuanta tierra podía, vivió sin salir de Entralgo más que tal vez á Oviedo ó León para vigilar la venta de su ganado. Poco más de dos años hacía experimentó el inmenso dolor de ver morir tísico también como la madre á su hijo Gregorio, de edad de diez y ocho años. Era un joven de fisonomía agraciada y claro talento, estudioso, simpático, á quien todo el paisanaje adoraba. Falleció en Oviedo, donde estudiaba la carrera de leyes. Su hija María, que contaba á esta fecha la misma edad, no congeniaba con él. Aborrecía lo que D. Félix amaba, esto es, el campo, el trato de los paisanos, los placeres y los alimentos rústicos; amaba lo que él aborrecía; á saber, la vida de ciudad, el boato, la etiqueta. Por esta razón y por lo endeble y vacilante de su salud pasaba sólo cortas temporadas en Entralgo. La mayor parte del año vivía en Oviedo en compañía de unas tías solteronas hermanas de su madre, cuyo carácter se compadecía á maravilla con el suyo. Pagadas de su linaje, austeras, inflexibles en la etiqueta, con la cabeza atestada de rancias preocupaciones, las dos señoritas de Moscoso habían procurado infundir en la hija de D. Félix sus manías y sus humos aristocráticos y lo habían logrado á la perfección. El capitán unas veces se burlaba de sus cuñadas y de su hija, otras se enfurecía contra ellas. De todos modos, para evitar choques, procuraba estar el menor tiempo posible en su compañía.
—Tu conducta, primo, me hace recordar la del emperador Diocleciano. Después de abdicar voluntariamente la corona del Universo en Maximiano, se retiró tranquilamente á su fundo de Salona y se entregó al cultivo de árboles y plantas. Cuando de nuevo vinieron á rogarle que empuñase el cetro respondió sonriendo: «No hablemos de eso. ¡Si hubieras visto las lechugas que produjo mi huerto este año!»... Mas yo no soy de tu temperamento. Tú eres dado á los goces campestres, te recreas con pastores, ganados, danzas rústicas, zampoñas y labores agrícolas: yo gusto más de los placeres que proporcionan las artes imitadoras, el trato de las personas cultas y estimables, la carátula, los paseos formados por el arte, las bibliotecas y los jardines.
Estas palabras profirió el Sr. de las Matas de Arbín, dejando, como siempre, asombrados y confusos á sus oyentes, que casi nunca medían el alcance de su discurso, concertado y elegante.
«Mi primo César es un pozo de ciencia», solía decir el capitán. Y en efecto, lo era; no hay que dudarlo. Para cerciorarse de ello no hay más que echar una ojeada á su folleto titulado Nuevas luces acerca de las causas generadoras de la guerra del Peloponeso, impreso en los tórculos de Oviedo hacía ya bastantes años. No eran muchos, desgraciadamente, los que lo habían leído por completo. La edición casi entera yacía debajo de tres dedos de polvo en el desván de un canónigo grande amigo y admirador de D. César. En cambio, pocos eran los mozalbetes de la capital que no supiesen de memoria algún párrafo del célebre folleto, no para admirar su entonación severa y su lenguaje profético, sino para tornarlos en irrisión. ¡Á tal punto de vituperable impudencia y frivolidad había llegado la juventud asturiana!
Martinán el tabernero no se daba por vencido. Jamás había llegado el caso. Su espíritu era fértil como ninguno de la parroquia en argumentos. La dialéctica poderosa de que hacía gala le colocaba á gran altura sobre los paisanos, aunque no todos le reconocían de buen grado esta eminente cualidad. Iba á tomar la palabra y rebatir con intrincada y feliz argumentación las ideas de D. Félix; pero en aquel instante por el camino cortado en la colina que domina la iglesia aparecieron Nolo de la Braña y su primo Jacinto de Fresnedo.
—Ahí está el hijo del tío Pacho de la Braña—dijo un vecino.—Esta noche los de Lorío metieron en casa á nuestros rapaces, pero no llegaron á la suya riendo. Nolo y los de Fresnedo los alcanzaron cerca de la peña de Sobeyana y les calentaron bien las espaldas.
Todos levantan la cabeza y admiran el porte gallardo de entrambos jóvenes.
—¡Bravo mozo!—exclamó D. Félix mirándole con complacencia.
—No hay otro más real ni más valiente desde el Condado á los Barreros—manifestó el vecino que había hablado.—Si no estuviese picado con nuestros chicos hace una temporada, ni hubiera pasado lo del Obellayo ni lo de ayer tampoco...¿Te acuerdas, Goro, cuando tú y yo solos al pie del puente de Arco detuvimos á nueve mozos de Rivota, dando tiempo para que los nuestros pasaran el río y los cogieran por la espalda?
El tío Goro de Canzana sonríe, da una chupada á la pipa y responde:
—Era el día de Nuestra Señora de Setiembre. Tú y yo habíamos pasado á Muñera acompañando á unas rapazas. Cuando veníamos ya á casa nos tropezamos en el puente con los de Rivota. Yo te dije: «No corramos, Manuel; los nuestros están cerca; hace poco les oí gritar». Entonces, uno á cada lado del puente, nos meneamos como pudimos. Á ti te dieron un palo en la cabeza y quisiste caer, pero alzándote en seguida empezaste á repartir garrotazos que daba miedo verte. Á mí me molieron también los hombros, pero hice soltar el palo á dos de ellos. «¡Vamos, vamos que aquí nos matan!» dijiste.—Aguarda un poco, te respondí, porque había visto las monteras de los nuestros. ¡Y gracias á Dios llegaron á tiempo!
El tío Goro de Canzana sonríe siempre, pero sus ojos se humedecen al recordar los tiempos heroicos de su juventud.
—Eso está bien—manifestó otro vecino—y no es faltar á la ley el que los rapaces se den alguna vez dos vardascazos; las manos se sueltan y el pellejo se endurece. Pero ¿qué decir de lo que pasa en Langreo, donde por un pique cualquiera echan mano á la navaja barbera, cuando no sacan esas pistolas de seis tiros como la que trajo de Oviedo el señor capitán?
—El que saca una navaja no es mozo leal ni regular. No se degüella á los hombres como á las reses—repuso el tío Goro con la profundidad que le caracterizaba.
El estallido lejano de un cohete les hizo á todos levantarse de sus asientos y salir fuera del pórtico.
—¡Ahí están los ramos!—gritaron los chicos.
La pequeña iglesia de Entralgo se halla situada en la falda de la colina y dista del pueblo dos tiros de piedra. Desde el campo que hay delante se domina bastante bien el valle. Por la falda de la colina opuesta, donde está asentada Canzana, bajaba ya la procesión de los ramos llevando á su frente al valeroso Celso. Sonaban lejos las notas agudas de la gaita y el sordo redoble del tambor. Poco después se escucha el ruido de los panderos y el cántico de las mozas. Por fin, entre los árboles que á modo de bóveda sombrean la calzada pedregosa se divisan los pañuelos de cien colores de las zagalas y los ramos de pan guarnecidos de flores y cintas y la novilla juguetona y empenachada. Los de Entralgo tiran sus monteras al alto saludando con alegría la pintoresca comitiva. Cuando llega salen á recibirla y se cambian entre unos y otros cordiales saludos.
El glorioso Bartolo aprovecha la confusión para acercarse á Nolo y le dice:
—Ya sé que esta noche en la peña de Sobeyana habéis zurrado la piel á esos cerdos de Lorío. Todos te lo agradecemos, Nolo. En este pueblo siempre tendrás guardadas las espaldas.
—Muchas gracias, Bartolo—responde el héroe mientras en sus labios se dibuja una sonrisa altiva.—Nada sé de eso que me dices. Desde aquí nos hemos ido á la cama. Ya sabes que la peña de Sobeyana no está en el camino de Villoria.
—Aunque lo niegues es igual. Hasta los gatos saben en el pueblo lo que habéis hecho: yo mejor que ninguno porque estaba en los maizales de la vega esperando á ver si quedaban algunos pocos rezagados para abollarles los cascos. ¡Á mí no me han metido en casa, puño! Hasta que no pude más estuve arreando leña detrás del palacio del capitán, y cuando ya me vi cercado por más de treinta salté la cerca de la Pedrosa y me metí en la vega. El palo se me había roto en dos cachos sobre la mollera de Firmo de Rivota y tuve que sacar un bárgano de la sebe para defenderme. Esta mañana todavía estaban en el mismo sitio los dos pedazos del palo:... aquí los traigo para que nadie me llame embustero.
Y el glorioso hijo de la tía Jeroma sacó por debajo de la chaqueta que llevaba sobre el hombro los dos cachos del garrote, mudos testigos de su valor indomable. Nolo los contempla con expresión irónica y dice riendo:
—¡Lástima de palo! No volverás á tener otro tan majo, Bartolo. Me alegro de que haya sido mentira lo que me dijeron.
—¿Qué te dijeron?—preguntó un poco turbado el valiente.
—Que la tía Jeroma te había llevado por las orejas á casa antes de comenzar la gresca.
—¿Quién dijo eso, puño? Suéltalo en seguida, porque quiero meterle estos cachos del garrote por los dientes—exclamó hecho una furia el hijo de la tía Jeroma.
Nolo se esquivó riendo y se introdujo entre la muchedumbre á ver si tropezaba con Demetria. Ésta, otras dos mozas de Canzana, Rosaura y Telva, y Eladia de Entralgo habían sido designadas por el señor cura para llevar en procesión la imagen de la Virgen. Tal resolución sirvió para que el festivo Regalado se proporcionase un rato de maligno placer á costa de Maripepa.
—Oyes, chica—exclamó así que acertó á verla.—Á todos nos ha sorprendido y disgustado que el señor cura no te llamase para llevar á la virgen. Porque, á la verdad... eso de haber elegido tres mozas de Canzana y sólo una de Entralgo no está bien.
—¡Ya lo creo, como que las de Canzana le traen los jarritos de leche caliente, la manteca fresca, la morcilla y el queso! ¡Yo como soy una pobrecita no puedo traerle nada!—exclamó con acento de rabia Maripepa.
—Eso será, porque tú eres tan buena como las demás para llevar la Virgen; y aunque no eres rica sabes vestirte como la primera.
La coja con tales lisonjas se esponjó lo indecible. Acometida de un furor orgulloso, soltó por su boca desdentada mil improperios contra el párroco y contra las zagalas de Canzana que la perseguían cruelmente con su envidia. Esto causó el regocijo no sólo de Regalado, sino de cuantos la escuchaban.
Pero ya al son de la gaita y el tambor y con el estampido de los cohetes salía la sagrada imagen de la Virgen del Carmen por la puerta de la iglesia. Rodeábanla las mozas con sus panderos. Delante marchaba el capitán, portador del gran farol tradicional. Su uniforme resplandeciente causaba el asombro de aquellos campesinos, particularmente de los niños que se amontonaban en torno suyo devorándole con los ojos. Todos los años gozaban del mismo espectáculo y cada año les parecía más nuevo y sorprendente. Detrás venían seis ú ocho sacerdotes, casi todos los que contaba el concejo. Dieron la vuelta al templo y sobre el altar portátil levantado á sus espaldas colocaron la imagen. Allí se celebraba la misa al aire libre el día de la fiesta. La pequeña iglesia no podía contener á la muchedumbre de los fieles. Derramados por el frondoso bosque de castaños que en declive se extiende por detrás estaban ahora todos, la mayor parte de Entralgo, pero muchos también de las demás parroquias del valle.
Comienza la misa. Las capas de tisú de oro de los sacerdotes oficiantes resplandecen al sol. Suena la gaita acompañando á los cantores desde una tribuna improvisada. La muchedumbre arrodillada sobre el césped asiste recogida y silenciosa al santo sacrificio mientras la brisa de la montaña agita las hojas de los árboles y refresca suavemente sus sienes.
Demetria, de pie como sus tres compañeras al lado de la Virgen, había encontrado los ojos de Nolo posados sobre ella. En vez de sonreírle como siempre baja los suyos avergonzada; sus frescas mejillas se tiñen de rojo. La fatal palabra de su hermano vuelve á penetrar en su alma y á turbarla. Ella era una pobrecita recogida, una hospiciana; estaba casi segura. Nolo no podía casarse con ella. Tal idea aferrada á su mente la traspasaba de angustia, oprimía su pecho hasta impedirle la respiración. Hubo un instante en que la vista se le turbó y estuvo á punto de caer. Entonces, elevando sus ojos á la sagrada imagen, murmuró con fervor: «¡Virgen María, asísteme!»
La Virgen la asistió. Repentinamente quedó tranquila y se dijo con firme resolución: «Antes de que llegue á descubrirlo dejaré la casa y me iré á servir un amo en Oviedo ó Gijón».
Cuando la misa termina vuelve la procesión en el mismo orden dando la vuelta á la iglesia. Las campanas redoblan alegremente; estallan los cohetes; cantan los clérigos; el anciano capitán se pone en marcha y sus placas de oro, ganadas en el campo de batalla, despiden vivos destellos. Entonces un estremecimiento corre por la multitud. Todos, grandes y niños, volvemos los ojos hacia la Virgen del Carmen, nuestra madre y nuestra protectora, que marcha lentamente sobre los hombros de las cuatro hermosas zagalas.
Dos de estas zagalas son rivales: el apuesto Quino las festeja alternativamente; pero saben disimular sus celos con arte femenino. Eladia sonríe de vez en cuando á Telva. Ésta le devuelve su sonrisa. Ambas se esfuerzan en aparecer serenas y confiadas.
La procesión entra en la iglesia. Poco después la muchedumbre sale y se esparce por el pequeño campo de delante y el castañar de detrás. Quino se acerca á Telva y con frase insinuante la requiebra y la felicita. Arrimados á una columna del pórtico departen en voz baja mientras Eladia, con la muerte en el alma, les dirige miradas fulgurantes. Pero Flora, la gentil zagala de Lorio, se acerca á ella y procura distraer su pena con su charla siempre alegre y graciosa.
—Deja que me esconda detrás de ti. Jacinto me persigue y me sofoca.
—¿Tanto te disgusta que te quiera?—respondió Eladia sonriendo tristemente.
—No me disgusta, pero hace demasiado calor. En vez de miel yo necesitaría ahora un poco de agua de limón.
En efecto, el pobre Jacinto había buscado y había hallado á su adorada Flora, pero ésta le había huído como siempre. También Nolo había querido acercarse á Demetria. Y con gran sorpresa, pues no estaba acostumbrado á ello, observó que la niña rehuía su encuentro. Por algunos instantes permaneció extático, sin saber qué pensar de tal conducta; pero antes de que recobrase su serenidad y se resolviese á seguirla y pedirle una explicación se oye gritar por todas partes: «¡La despedida, la despedida!» Una nube de niños avanza hasta el pórtico de la iglesia. Detrás de ellos vienen los grandes. Todos se colocan en fila á entrambos lados de la puerta, dejando una calle regularmente espaciosa. Por ella marchan las zagalas de Entralgo y Canzana cantando y agitando los panderos y en esta forma penetran en el templo. Se arrodillan al entrar, se levantan después y á los cuatro pasos se arrodillan otra vez y otra vez se levantan. De esta manera llegan hasta los pies de la Virgen y allí se despiden cantando largo rato. Luego, caminando hacia atrás, sin volver la espalda, doblando las rodillas cada pocos pasos y alzándose después, salen de la iglesia sin dejar de cantar y de sonar los panderos.
Fuera se diseminan. Todas llevan colgado al cuello el santo escapulario tocado á la Virgen. Los mozos avanzan hacia ellas y se los piden para besarlos.
Telva y Eladia salían juntas. El bizarro Quino las ve y se encamina hacia ellas. Va á demandar á Telva su escapulario; pero con arranque caprichoso ó tal vez para mostrar su omnipotencia, lo pide á Eladia. Esta enrojece como una amapola y temblando de emoción se lo entrega, mientras la desairada Telva se muerde los labios pálida de cólera.
Nolo se acerca á Demetria y le hace igual petición. La niña se lo tiende con sonrisa melancólica. Luego, emparejados, se alejan departiendo entre los árboles.
¿Qué hacías tú mientras tanto, linda y burlona morenita? El enamorado Jacinto llega á tu presencia y con voz apagada te pide el escapulario. Entonces, empujando á Maripepa que iba á tu lado, le dices: «Dale el tuyo, querida, que el mío ya lleva sobrados besos». Jacinto se ve obligado á besar el escapulario de la horrible coja, mientras tú ríes malignamente.
N la pomarada del capitán, debajo de los árboles, se había colocado una mesa á la cual se sentaban hasta una docena de comensales. Procedían casi todos de la Pola. Sin embargo, había un ingeniero de Madrid y un químico belga. Pocos días hacía que habían llegado á Laviana para dirigir los trabajos de las minas recién abiertas sobre la aldea de Carrio. Los había acompañado á Entralgo y los había presentado á D. Félix su sobrino Antero, promovedor incansable de los intereses de aquella región y apóstol elocuente del progreso. Recibiólos el Sr. Ramírez del Valle con afable hospitalidad y les invitó á su mesa, pero no sintió alegría de verlos. Ya sabemos que su corazón no estaba abierto á la influencia de las maravillas industriales.
Antero era un joven de carácter franco y fisonomía simpática, locuaz, ilustrado, arrogante. Se había recibido de licenciado en Derecho hacía pocos años. No diremos que se creyese un genio, pero sí estaba seguro de que podía competir con los jóvenes más distinguidos de la provincia. En cuanto á su valle natal, ningún otro osaba hablar de política y literatura delante de él. Conocía bien la historia de la revolución francesa, especialmente la de los Girondinos; estaba versado en Economía política, había leído la Profesión de fe del siglo XIX de Pelletan, algunos versos de Víctor Hugo y tres volúmenes de la Historia Universal de César Cantu. Además, cuando se hallaba entre amigos de confianza, osaba poner algunos reparos al texto de las Sagradas Escrituras, en el cual encontraba ciertas contradicciones de bulto. Hasta se decía que en cierta ocasión, de sobremesa con varios sacerdotes, los había puesto en grave aprieto hablando del Génesis. Por estas razones y otras que omito, Antero Ramírez era lo que pudiera llamarse un grande hombre regional.
Sin embargo, D. Félix no le reconocía de buen grado sus cualidades sobresalientes. Entre tío y sobrino existía una disimulada antipatía, que á veces no se disimulaba. Antero pensaba que su tío era una buena persona, un militar valiente, pero algo «arrimado á la cola». D. Félix consideraba á su sobrino, á pesar de los triunfos académicos que ostentaba, como un joven superficial, uno de tantos abogados charlatanes como producía la universidad de Oviedo. ¡Qué diferencia entre estos mocosos que hablaban de todo con impertinente suficiencia y aquellos varones antiguos como su primo César, tan reposados, tan profundos, tan macizos!
Estaban allí también el alcalde, hombre de mediana edad, afable y alegre, que solía decir frases chistosas y reía con ellas hasta toser y tosía hasta reventar. El recaudador, bilioso, taciturno, lleno de prudencia, excepto cuando bebía más de veinte vasos de sidra. Al beber el veintiuno comenzaba á recordar sus triunfos universitarios, los sobresalientes que le habían dado en Derecho canónico y Disciplina eclesiástica, el accésit que había ganado en la Licenciatura con notoria injusticia, pues nadie dudaba que merecía el premio (uno de los jueces se había negado á firmar el acta considerándolo así). Al pasar de treinta venían á su memoria las imágenes flotantes de las mujeres que había seducido y se extasiaba recordando los dulces pormenores de sus amoríos: una de aquellas mujeres abandonadas se hallaba á la hora presente en un convento; otra se había tragado una caja de fósforos. Por último, cuando introducía en su estómago más de cuarenta vasos, se iniciaba el período del heroísmo. El recaudador resultaba entonces, á pesar de su pecho hundido y escuálidas piernas, un hombre terrible, un ser cruel que había pasado su juventud hinchando las narices á sus condiscípulos y apaleando á los serenos; el terror de la ciudad de Oviedo, donde había quedado memoria perdurable de sus proezas. Felizmente para él (porque en tales ocasiones se hacía impertinente y agresivo y solía encontrarse con alguna bofetada), llegaba pocas veces á cifra tan elevada. Una gastralgia crónica le obligaba, mal de su grado, á mantenerse en la sobriedad y moderación.
El escribano D. Casiano no padecía ninguna clase de gastralgia ni aguda ni crónica. Por eso no se creía en el caso de usar de la moderación del recaudador. Bebía como un buey y orinaba como otro buey y tenía un vientre mayor que el de dos bueyes reunidos. Por su complexión ciclópea, por su faz de escarlata, la fuerza de sus jugos digestivos y la eterna risa que brotaba de su pecho como un torrente que se despeña, pertenecía á otra edad remota, no á la presente. Era digno de sentarse en algún festín pelásgico ó cuando menos de asistir á la famosa hecatombe que Nestor, rey de Pylos arenosa, celebró en honor de Neptuno, y comerse uno de aquellos bueyes á medio asar. Sin embargo, este D. Casiano, cuando se encerraba en el cuartucho polvoriento y fementido que le servía de despacho y se colocaba delante de su mesa atestada de expedientes, no resultaba un hombre primitivo, sino bien refinado. Sus narices de ventanas dilatadas no le servían para olfatear el jabalí ó el oso que cruzaban por el bosque, sino las pesetas que podía devengar el proceso que tenía entre las manos. Y vengan providencias, y notificaciones y resmas de papel sellado cuando los procesados eran personas solventes ó poseían al menos un pañuelo de tierra ó una yunta de vacas. La tierra, los establos, las vacas, los enseres de la casa y hasta los pucheros del lar, todo pasaba al instante por el esófago del escribano troglodita. Lo mismo acaecía con las herencias. Muriese testado ó intestado, todo paisano podía estar seguro de que una buena parte de su hacienda, cuando no toda, pasaría irremisiblemente al vientre de D. Casiano.
Acudió igualmente aquella tarde á Entralgo el farmacéutico Teruel, hombre profundo, inventor de ciertas pastillas contra las lombrices que eran el asombro y el orgullo del concejo. De todos los rincones de Asturias solían venir demandas de estas famosas pastillas. En Madrid mismo, donde las importó una señora de Oviedo, adquirieron prosélitos. Habían salvado de la muerte á la esposa de un diputado asturiano, el cual en recompensa había hecho condecorar al benemérito boticario con la cruz de Isabel la Católica. Mas después de este esfuerzo químico tan prodigioso el ingenio de Teruel se había agotado ó había dormido para siempre. Ó considerando tal vez vanas y engañosas las glorias humanas, había decidido renunciar á toda labor científica. Lo cierto es que desde hacía largos años estaba dedicado á pescar truchas con caña en el río y á beber sidra en los lagares. ¿Quién regentaba la botica en su ausencia casi continua? Su digna esposa D.ª Teresa. Ésta hacía los emplastos, molía las drogas y despachaba cuantas recetas llegaban á la oficina. Teruel había resuelto al mismo tiempo varios problemas sabrosos: no trabajar, no pagar dependientes y tener á su mujer ocupada.
Irritaba esto la cólera del médico D. Nicolás, quien consideraba degradante que una hembra interpretase sus prescripciones. Murmuraba agriamente de la holgazanería del boticario; hablaba de poner en conocimiento del subdelegado de farmacia aquella ridícula y ofensiva sustitución. ¿No habría en su indignación una migaja de envidia? Los vecinos decían que sí. Porque D. Nicolás, lejos de poseer una esposa bella, laboriosa, inteligente, como Teruel, tenía por compañera un endriago. Le llevaba diez ó doce años de edad, era fea, achacosa, impertinente, ridícula. Y á cambio de estas cualidades exigía que se la adorase, que el bueno de su marido la mimase todo el día, le prodigase las caricias más subidas y exquisitas. Y se descuidaba de hacerlo, ¡eran de oir sus protestas y recriminaciones! No pasaba día sin que la casa del médico no resonase con voces coléricas, gritos y lamentos. D. Nicolás, para imponer la paz y aplacar la cólera de aquella víbora pisada, se veía necesitado unas veces á emplear medios coercitivos poco compatibles con su educación, otras á humillarse á ciertas condiciones que le repugnaban y fatigaban tristemente. De todos modos, su vida era amarga y contrastaba con la muelle y regalada que llevaba su compañero Teruel.
Aunque más agitada, no dejaba de ser dulce y sabrosa la que llevaba el capellán D. Lesmes. Rasurado con primor, más bien delgado que grueso, de tez sonrosada, nariz aguileña, ojos pequeños y vivos y no poco pícaros, de cuarenta años de edad. No tenía más órdenes que la prima tonsura impuesta para que pudiese disfrutar las pingües rentas de una capellanía de familia. Le estaba vedado por lo tanto contraer justas nupcias. Pero no pensaba que le estuviesen vedadas igualmente las injustas. En todo el valle no existía hombre más enamorado ni que poseyese armas amorosas de más alcance. Sus conquistas se contaban por docenas. Habitaba en el caserío de Iguanzo, del lado de allá del río, frente por frente de Entralgo. Desde este punto estratégico situado en el centro del concejo, D. Lesmes hacía constantes correrías por todo él, dejando á los hombres, pero no perdonando hembra alguna, ni por fea ni por vieja. Nadie conoció jamás un caballo de tan buena boca. Si se pudiesen poner en ristra las víctimas de sus hechizos, impondrían terror por la calidad tanto como por la cantidad. Hay que hacerle justicia, sin embargo: nunca había atacado las plazas de sus pares, esto es, de los hidalgos de Laviana. Solamente á las del paisanaje llevaba la ruina y devastación. Por eso quizá disfrutaba aún de la luz del sol, tan cara á los mortales.
Todos estos señores y los demás que se sentaban á la mesa del capitán compartían las ideas del joven Antero. Todos creían que Laviana, por el número y riqueza de sus minas de carbón, se hallaba destinada á representar pronto un papel importante, no sólo en la provincia, sino en la región cantábrica. Deseaban que aquellos tesoros subterráneos saliesen pronto á luz; estaban ávidos de que en la Pola, capital del concejo y partido judicial, se introdujesen reformas y mejoras que la hiciesen competir dignamente con Sama, capital del vecino concejo de Langreo. En Sama se encendían por las noches faroles de petróleo para alumbrar á los transeuntes. En la Pola ni soñarlo siquiera. En Sama se comía carne fresca todos los días. En la Pola, salada todo el año, excepto cuando á algún vecino se le antojaba sacrificar una res y vender una parte de ella. En Sama había ya un café con mesas de mármol. En la Pola sólo algunas tabernas indecorosas. Por último, y esto era lo que causaba más admiración y envidia entre nosotros, en Sama se había abierto recientemente nada menos que un paseo con docena y media de castaños de Indias puestos en dos filas y ocho ó diez bancos de madera pintados de verde, donde los particulares se repantigaban todos los días para leer las gacetas de Madrid. Para llegar á tal grado de civilización era necesario que los lavianeses aunaran sus esfuerzos. Esto se repetía sin cesar en la Pola.
Los únicos que en aquella tertulia pensaban mal de las minas y no ansiaban las reformas, á más del capitán, eran su primo César, el señor de las Matas de Arbín y el párroco D. Prisco. El primero por su espíritu clásico y temperamento dórico, el segundo porque era un gran filósofo. D. Prisco sólo hallaba dos cosas dignas de atención: el cielo estrellado y la brisca. En consecuencia, ó rezando ó jugando: ésta era su vida. Todo lo demás estaba comprendido en dos palabras, las predilectas, quizá las únicas que salían claras de los labios de aquel hombre memorable. ¡Miseria humana! Éstos eran los dos vocablos que abrazaban la creación entera y sus múltiples relaciones. Unas veces proferidos con admiración, otras con lástima, otras con resignación ó con ironía ó con desdén, según las circunstancias, para todos los casos servían por espinosos que fueran. Cuando algún feligrés venía á contarle una lástima ó á exponerle quejas de su mujer ó de sus hijos, un murmullo ronco salía de las profundidades del pecho del párroco. En aquel murmullo sólo se percibía distinta la profunda sentencia, compendio y resumen de toda la sabiduría de D. Prisco.
Comieron el capón asado, las truchas salmonadas, las olorosas judías con morcilla y lacón, la rica empanada de anguilas, todo aderezado y servido por las manos primorosas de D.ª Robustiana, á quien servía en esta ocasión de azafata la vivaracha Flora. Bebieron el espeso vino de Toro traído en odres desde Castilla al través de las montañas que separan á esta región de las Asturias por el propio Martinán que ahora lo servía loando sin cesar su pureza y sus virtudes. Bebieron aún con más placer la sidra de la pomarada de D. Félix. El lagar estaba allí próximo: una de sus puertas se abría sobre la pomarada; la otra sobre el Campo de la Bolera, donde en aquel instante se celebraba parte de la romería.
Y cuando llegaron los postres, el joven Antero se levantó con la copa en la mano y habló de esta manera:
—Amaneció al cabo el día por nosotros tan ansiado, el día de que nuestro valle salga de su profundo y secular letargo. Aquellos tesoros que nuestros padres pisaron siglos y siglos sin sospechar su existencia, para nosotros los amontonó la naturaleza debajo del suelo: para nosotros y para nuestros hijos. Los desgraciados habitantes de esta región que apenas pueden, á costa de grandes esfuerzos, llevar un pedazo de borona á la boca, dentro de pocos días, gracias á la iniciativa de una poderosa casa francesa que va á sembrar aquí sus capitales, encontrarán medios de emplear sus fuerzas, ganarán jornales jamás soñados por ellos. Y con estos jornales se proporcionarán muy pronto las comodidades y los goces que embellecen la vida. Porque el hombre no está destinado á vegetar como un hongo tomando de la tierra lo estrictamente necesario para no fenecer de hambre; tiene otras necesidades. Dentro de nuestro corazón existe un impulso que nos hace apetecer nuevos y variados elementos de vida, cambios incesantes que nos ofrezcan formas más y más interesantes de existencia. ¿Qué sería el mundo si todos nos limitásemos á recibir los usos de nuestros padres y á guardarlos como un tesoro intangible y precioso? Para que el hombre se eleve, para que exista el progreso es necesario que prescindamos de ese respeto exagerado á la costumbre, que no temamos crearnos necesidades. Las necesidades son acicates que sacuden nuestra indolencia. Es necesario que nos relacionemos con los países extranjeros para hacernos partícipes de sus adelantos, que apetezcamos siempre algo nuevo y mejor y que hagamos esfuerzos incesantes por conseguirlo. Dentro de pocos meses oiréis resonar por estas montañas el agudo silbido de la locomotora. Es la voz del vapor que nos llama á la civilización.
Todos acogen con hurras y palmadas este sensato discurso. Sólo D. Félix, D. César y D. Prisco permanecen silenciosos y taciturnos.
Al sentarse el sobrino del capitán se levantó el ingeniero que había llegado de Madrid. Era un joven de fisonomía inteligente y agraciada.
—Brindo—dijo—por que en breve plazo quede desterrado del hermoso valle de Laviana ese manjar feo, pesado y grosero que se llama borona. No podéis imaginar con qué profunda tristeza he visto á los pobres labradores alimentarse con ese pan miserable. Entonces he comprendido la razón de su atraso intelectual, la lentitud de su marcha, la torpeza de sus movimientos, la rudeza de todo su ser. Quien introduce en su estómago diariamente un par de libras de borona no es posible que tenga la imaginación despierta y el corazón brioso. Procuremos todos en la medida de nuestras fuerzas que pronto desaparezca de aquí ó al menos que se relegue á su verdadero destino, para alimento de las bestias, que pronto se sustituya por el blanco pan del trigo. Con él, no lo dudéis, despertará la inteligencia, se aguzará el ingenio, crecerán los ánimos y por fin entrarán en el concierto de los hombres civilizados los habitantes de este país.
Mucho se rieron y celebraron las palabras del joven ingeniero. El actuario D. Casiano se levantó de su silla y le apretó contra su vientre de tal modo que el ingeniero decía más adelante que por un momento se creyó dentro de él como Jonás dentro de la ballena. ¡Y sin embargo, D. Casiano se comía con rematado placer media borona migada en leche! Pero se guardó bien de confesar esta flaqueza. Hubiera negado á la borona, no tres veces como San Pedro á su maestro, sino trescientas. Todos la negaron, ¡todos! aunque había nutrido la infancia de la mayoría de ellos. Sólo el señor de las Matas de Arbín se levantó de su silla y con reposado y noble ademán avanzó su copa hasta chocar con la del ingeniero y dijo:
—Hubo un tiempo, señor, en que delante de estos rudos campesinos, alimentados con castañas y bellotas como las bestias, corrían desbandadas las águilas romanas enviadas por Augusto. Más tarde las huestes sarracenas que habían paseado en triunfo todo el orbe, vinieron á estrellarse contra los pechos de un puñado de labriegos ahí, un poco más arriba, en la sacra montaña de Covadonga. Pasaron muchos siglos, empezaron á alimentarse con borona, y otras águilas tan brillantes, las del César Napoleón, cayeron sobre nuestro país. Estos campesinos segándolas el cuello por montes y barrancos probaron que con la borona no habían perdido el ardimiento. Y en las luchas de la inteligencia, en los nobles certámenes de las ciencias y de las artes muchos asturianos criados con borona alcanzaron, señor, honra imperecedera. Su voz ha resonado con elocuencia en la tribuna, su pluma ha trazado páginas brillantes que admira el extranjero, su cincel ha dado eterna vida á la piedra y la madera... No me sorprende en verdad que usted haga ascos á este manjar grosero hecho con la harina del maíz. Dionisio de Siracusa también los hizo cuando le dieron á probar aquella sopa negra de los espartanos fabricada con sal y vinagre, manteca de puerco y pedacitos de carne. «¡Es detestable!» exclamó.—«Le falta algo», respondió el cocinero.—«¿Qué le falta?»—«Que te hubieses bañado en el Eurotas y hubieses hecho todos los ejercicios de la palestra.» Del mismo modo, señor, para conocer el gusto de la borona le ha faltado á usted bañarse en el Nalón y haber pasado el día cavando la tierra con la azada.
Tocó á su vez al capitán el levantarse y abrazar estrechamente á su primo. El ingeniero contempló aquella figura estrafalaria y escuchó tales palabras con asombro. Los demás le hicieron disimuladamente señas de que se trataba de un excéntrico.
—Bien está lo que mi venerable amigo el señor de las Matas de Arbín acaba de manifestarnos—dijo Antero levantándose de nuevo.—Los alimentos por groseros que sean no privan al hombre de sus aptitudes, sobre todo de aquellas que le son comunes con las fieras, las de luchar y defenderse. Mas yo pregunto: ¿para qué serviría su actividad si no arrancase á la naturaleza sus secretos si no fuese gustando de todos los recursos que la Providencia puso á su disposición? Si la situación del hombre, si sus alimentos, si sus vestidos no hubieran de cambiar jamás, esas artes, esas ciencias de que nos hablaba D. César serían inútiles y aun me atrevo á decir que imposibles. Comprendo el amor y el respeto que mi querido tío D. Félix y el señor de las Matas de Arbín sienten por el pasado; pero no quisiera que ese amor les arrastrase á privar á este valle de lo que tiene derecho á alcanzar, mayor bienestar para sus hijos y un puesto en la civilización. Por eso en este momento me atrevo á suplicar á mi buen tío que no se oponga á que por sus propiedades de Carrio cruce la vía férrea necesaria para transportar los minerales. Su oposición, aunque fuese vencida por la ley, al cabo dilataría algún tiempo la prosperidad de nuestro país.
—¡Me opongo y me opondré con todas mis fuerzas!—exclamó el capitán airado.—Yo no creo que esa prosperidad traiga á este valle dicha ninguna. El ejemplo de Langreo, que tenemos bien cerca, me lo confirma. Los hombres trabajarán más que antes y no á luz del día y respirando la gracia de Dios como ahora, sino metidos en negros, inmundos agujeros. Las mujeres lavarán más ropa sucia, cuidarán más enfermos, quedarán viudas primero. Los niños escucharán más blasfemias, sufrirán más golpes. Yo me río de esa prosperidad y la maldigo. ¿Qué me importa que traigáis un puñado más de oro si con él llega el vicio, el crimen y la enfermedad?
Quiso Antero discutir con su tío; probarle que estas lacerias no son consecuencia obligada de la industria y las minas, sino perturbaciones accidentales que al cabo quedan suprimidas por sí mismas cuando los obreros se hacen más cultos por la enseñanza y el trato. Pero don Félix se negó á escuchar. Colérico cada vez más y respondiendo á las razones de su sobrino con frases violentas ó desdeñosas, tanto llegó á exaltarse que el alcalde, el boticario y otros comensales creyeron prudente intervenir. Encauzaron la conversación hacia otros asuntos y procuraron alejar al tío del sobrino. Se habían levantado ya todos de la mesa. Se diseminaron por la pomarada formando grupos. La viva disputa de D. Félix con Antero había producido cierto malestar. Se deploraba en voz baja que aquél tuviese un carácter tan violento.
Al cabo renació la calma, terminaron los comentarios, y la alegría y la franqueza volvieron á reinar sobre los convidados. Algunos se acercaron al lagar, penetraron en él y departieron con los labradores que allí estaban; otros pasearon debajo de los árboles hasta los confines de la pomarada. El señor de las Matas fué uno de ellos. Enfrascado en sus meditaciones clásicas y repitiendo en voz baja la hermosa égloga primera de Virgilio caminó paso entre paso por la finca. Y como llegase á una rinconada umbría, se tendió sub tegmine fagi recitando cada vez con más fervor los versos del cisne de Mantua. Se sentía feliz. La sidra le ponía siempre en una disposición poética tan lejana del furor báquico como del grosero sopor de los esclavos. En otro tiempo, cuando esto acaecía, solía ver cruzar por el bosque á Diana cazadora con su cortejo de ninfas medio desnudas y tendía hacia ellas sus brazos anhelantes. Ya hacía años que habían cesado estas imaginaciones eróticas. Ahora en tales ocasiones ya no veía ninfas, sino ánforas llenas hasta el cuello del chispeante vino de Chipre ó de Rodas. Se hallaba, pues, reposando dulcemente como Títiro, cuando acertó á oir cerca y detrás de los árboles rumor de conversación. No hubiera hecho alto en ello si no percibiese bien claro entre aquella charla su nombre. Se alzó, acercóse más y escuchó. Hablaban allí tendidos sobre el césped Antero, el ingeniero español y el químico belga.
—Es un tipo verdaderamente notable—decía Antero.—Deben ustedes estudiarlo. Para él no existe nada digno de aprecio fuera de las Thermópilas y Maratón. Odia á los medos y á los persas más que á los chicos que le roban la fruta.
—¡Es curioso!—exclamaba el ingeniero.
—Pero su enemigo mortal es Pericles.
—¿Cómo?
—Sí, se ha empeñado en destruir su gloria, y busca y rebusca por todas partes algo que pueda socavarla. Le echa la culpa de la ruina de Atenas y de todo lo malo que allí ha pasado, le niega el talento, le niega la elocuencia y le persigue con la misma saña que si le hubiera estafado. No tienen ustedes más que sacarle la conversación del olímpico, como él lo llama con sorna, y le verán ustedes deshecho. Por lo general, es hombre pacífico y comedido; mas en cuanto se le habla de Pericles sale de sus casillas y suelta horrores por la boca. Hace algunos años escribió un folleto fulminante contra él. En todo Asturias se conoce este documento, que es chistosísimo. Oigan ustedes algo:
«Á buena fe, Pericles; á buena fe, don traidor, suspiros y lágrimas asaz engendrará vuestra desbocada ambición. La ley no es bien guardada, la ley positiva de los tiempos heroicos de la Hélade. El gran aparejo y atavío con que ornáis la ciudad de Teseo más le hará tuerto que derecho. Holgados y descansados queréis á vuestros compatriotas, dolientes y cobardes los hallaréis á la hora de la batalla...»
—¡Graciosísimo!—exclamó el ingeniero, riendo á carcajadas.
—C'est étonnant!—profirió el químico, que apenas podía comprender una palabra de aquel lenguaje.
—En otro tiempo se le ocurrió a mi tío y a otros señores hacerle alcalde. Crean ustedes que ha dejado memoria perdurable de su paso por el ayuntamiento. Cuando presidía las sesiones se creía en el Ágora. Una vez en que se trataba de la limpieza de los pozos negros de la Pola comenzó su discurso diciendo: «Setecientos mil dracmas gastaron los dorios en dotar de alcantarillas á Esparta...» Desde entonces le llamamos por aquí el dorio.
—¡Oh, que c'est drôle!
—¡Pero ese caballero es un loco!
—¡De atar!—respondió el joven Antero.
El señor de las Matas sintió al escuchar tales palabras que la sangre se le agolpaba al cerebro. Estuvo por avanzar unos pasos y confundir á aquel mancebo frívolo. Tuvo, sin embargo, fuerzas para dominarse: porque había estudiado en el Pórtico y tenía grabadas en su mente las enseñanzas de Zenón. Con nobleza verdaderamente estoica se alejó, pues, despreciando tanta injuria.
Mientras esto ocurría en la pomarada del capitán, el castañar en declive que casi circunda la pequeña iglesia de Entralgo hervía de gente y regocijo. Al lado de los árboles se habían colocado bastantes tenderetes para vender vino y sidra: en torno de ellos departían bebiendo los hombres maduros. En la parte más llana se había organizado un animado baile al son de la gaita y el tambor. Allí lucía de nuevo su primor y gentileza Quino, el más prudente y astuto de los hijos de Laviana. Su pareja ya no era Telva, como la noche anterior, sino Eladia. Con este arte maligno de tira y afloja tenía á las dos zagalas rendidas, deshechas de amor. Pero en aquel instante más que de su pareja se cuidaba de mirar con recelo la actitud de los de Lorío. Andaban éstos en pandillas retozando por la romería, riendo, gritando, sin querer tomar parte en los bailes, como si otra vez tuviesen gana de gresca.
En medio del campo, en el espacio más abierto, se había formado una gran danza, los hombres á un lado, las mujeres á otro, unos y otros cogidos por el dedo meñique. Cantaban una antigua balada asturiana. Primero las mujeres entonaban un par de versos. Los hombres respondían con otros dos; y así se iba desenvolviendo la historia.
¡Bien presente está en mi memoria! Para que pudiese penetrar en el corro alzabais amablemente vuestros brazos. En medio del círculo seguía con los ojos extáticos vuestros acompasados movimientos. Escuchaba vuestros cantos inocentes, que penetraban en mi corazón infantil, inundándolo de una felicidad que nunca más ¡ay! ha vuelto á sentir.
No toda la gente estaba en el castañar de la iglesia. En las calles de la aldea había también alguna, y en el Campo de la Bolera más todavía. Aquí se ejercitaban los hombres en el juego de bolos, combatiendo seis mozos de la Pola con otros tantos de Entralgo. Los demás, interesados en la partida, miraban sentados en los maderos que por allí había diseminados. Entre ellos estaba una cuadrilla de mineros que de luengas tierras había traído la empresa que comenzaba á beneficiar los ricos veneros de Laviana. Se les reconocía por sus boinas encarnadas que contrastaban con las negras monteras puntiagudas de los hijos del valle: se les reconocía aún más por sus rostros macilentos, donde el agua no había logrado borrar por completo las manchas del carbón. Hablaban entre sí y dirigían miradas insolentes, provocativas á todos los que allí había. Parecían sentir profundo desprecio por aquellos aldeanos y sus juegos. Delante de la puerta del lagar de D. Félix había un numeroso grupo de hombres. Entre ellos estaba Jacinto de Fresnedo rodeado de sus amigos los montañeses de Villoria, que se habían bajado del castañar poco hacía por consejo de Nolo. Temía éste con razón, vista la actitud de los de Lorío, que hubiese pronto riña, y persistiendo en su orgulloso retraimiento no quería tomar parte en ella. Se hallaba sentado al lado de Demetria, debajo de uno de los grandes nogales que circundan el campo. Otras muchas zagalas, unas con sus galanes, otras sin ellos, se habían bajado también de la romería cansadas de bailar, y andaban por allí diseminadas á la sombra de los árboles. Entre ellas se hallaba Flora, la linda y desdeñosa morenita huéspeda de D.ª Robustiana.
El infiel esposo de esta señora, nuestro amigo Regalado, salió del lagar, echó una mirada por el campo y dirigiéndose á los jóvenes que allí había, en el tono zumbón é impertinente que le caracterizaba les habló de esta manera:
—Llegó el momento, mozos valerosos, de que probéis vuestra enjundia delante de las hermosas de Entralgo. Mi amo D. Félix me ha entregado este reloj de plata con su cadena para que lo regale al tirador que más lejos clave la barra de hierro de quince libras. Y como de mis manos no ha de parecerle tan bien el regalo como de las de alguna chavalita, el mozo que gane el premio queda autorizado para elegir la que mejor le parezca entre las presentes para que se lo cuelgue del chaleco.
Instantáneamente se deshizo el juego de bolos. Todos examinan con admiración el grande reloj de plata y su cadena, echando cálculos fantásticos acerca de su valor. Regalado dió orden á Linón de Mardana para que trajera de casa la barra de hierro. No tardó mucho el adusto servidor en presentarse con ella. La gente se separa, dejando espacio libre á los tiradores. De los parajes más lejanos del campo acuden hombres y mujeres á presenciar la lucha. También D. Félix sale por la puerta del lagar con sus comensales. Se les deja el sitio más elevado y cómodo para verla.
El primero que empuña el hierro cilíndrico es Pachón de los Barreros. La barra parte de sus manos, se cierne en el aire y cae á larga distancia de sus pies con admiración del concurso. Inmediatamente sale á la palestra Matías, famoso tirador del valle de Langreo, deja caer la montera, toma la barra, afianza los pies, se revuelve con pausa y maestría y lanza el hierro al alto. Se clavó una cuarta más allá que la del mozo de los Barreros.
—¡Hurra!—gritó la muchedumbre.
Pachón no se da por vencido. Toma de nuevo la barra y consigue ponerla dos pulgadas más allá que Matías. Pero éste la coge con prisa, hace un esfuerzo supremo y la envía media vara lo menos más lejos que su rival. Entonces, henchido de orgullo, desgaja una ramita del nogal más cercano y la planta en aquel sitio donde se hincó su barra, exclamando:
—Este es el tiro que ha hecho Matías de Langreo. Á ver si hay en Laviana un mozo que lo haga cambiar de sitio.
Una tristeza profunda se esparce por el rostro de los lavianeses. Pachón empuña con rabia la barra, pero no logra ponerla más allá que la vez anterior. Otros hijos del valle, los unos de Entralgo, los otros de la Pola, ensayan también sus fuerzas. Nadie consigue acercarse ni con mucho á la orgullosa ramita de nogal. Entonces todos los ojos se vuelven hacia Nolo de la Braña, que allá lejos seguía departiendo con Demetria sin acercarse al teatro de la lucha.
—Nolo—le grita uno,—Matías de Langreo nos ha vencido á todos. ¿Quieres probar tu fuerza?
—Si os ha vencido á todos, ¿por qué no ha de vencerme á mí?—replica con orgullosa malicia el héroe de la Braña.
Todos deploran que no tome parte en el certamen. Porque Nolo pasaba por el mejor tirador de barra de toda la ría del Nalón caudaloso.
Entonces Jacinto de Fresnedo, aguijado por el deseo de honrar al dueño de su albedrío más que de mostrarse vencedor en el juego, sale al medio del corro. Rápidamente se descuelga la chaqueta de paño verde, se despoja del chaleco floreado, tira la montera y agarrando la barra afianza sus pies en el tiro y se yergue. No hay nadie que no admire la gentileza de aquel mozo imberbe. Su musculatura atlética contrasta con las líneas puras, delicadas de su rostro de adolescente.
La barra se escapa de sus manos, vibra en el aire con zumbido temeroso, roza al caer la rama de nogal plantada por Matías y va á clavarse más lejos.
«¡Viva! ¡Viva!» grita la muchedumbre frenética.
El mozo de Langreo se muerde los labios de despecho, toma de nuevo la barra y la hace partir. No logra mejorar su tiro. Segunda vez pide al jurado permiso para probar fortuna y lo obtiene. Mas ahora, agotadas sus fuerzas, la barra se queda más atrás de la rama.
Entonces, de aquella multitud ebria de entusiasmo se eleva un clamoreo inmenso.
«¡Viva Laviana!» «¡Viva Villoria!» Éstos son los gritos que resuenan sin cesar por el Campo de la Bolera. Todos quieren abrazar al gallardo mancebo.
Regalado se aproxima con el reloj en la mano y abandonando su acostumbrada ironía le dice con visible emoción, pues al cabo también él había nacido en Villoria:
—El jurado te declara vencedor, Jacinto. Elige la moza que ha de entregarte el reloj.
Jacinto tarda algunos instantes en responder. Al cabo haciendo un esfuerzo pronuncia muy quedo el nombre de Flora.
—Ven acá, Florita—grita Regalado.—Tú eres la elegida. Toma el reloj y entrégaselo.
—Yo no tengo nada que entregar, puesto que nada es mío—responde con acritud la doncella.
—Pero has sido elegida por el vencedor, niña. Ningún trabajo te cuesta entregarlo.
—Si me cuesta ó no trabajo no lo sabe usted. Lo que le digo es que no quiero.
En vano fué que la instaran muchos de los presentes. Á todos sus ruegos y razones respondía cada vez con mayor energía: «¡no quiero! ¡no quiero!» El mismo capitán fué desairado.
—Perdóneme usted, D. Félix—le respondió con resolución la altiva zagala.—Todo cuanto usted me mande lo haré menos eso.
—¡Dejarla! ¡dejarla!—exclamó Jacinto con voz alterada.—No la molestéis más. Ya no quiero esa prenda de sus manos. Que me la entregue quien no me desprecie.
Y colgándose de nuevo la chaqueta del hombro tomó el reloj que le dió el mismo capitán, volviendo en seguida la cabeza para ocultar las lágrimas que saltaban á sus ojos.
—¡Bendita sea tu sandunga! ¿No te parece, Plutón, que ha hecho bien la morenita en negarse á dar el reloj á ese palurdo?—dijo uno de los mineros de la boina colorada á otro de sus compañeros.
—¡Y que lo digas, Joyana!—respondió el interpelado dirigiendo sus ojos á Nolo y Demetria que allá lejos proseguían su plática amorosa.
—¿No sería lástima que un caramelo tan rico cayese en la boca de este zángano de la cara de pan?—volvió á decir Joyana apoyando su proposición con una blasfemia.
—¡Más lástima que aquella paloma blanca caiga entre las uñas del zote que tiene á su lado!—replicó Plutón devorando con los ojos á la hermosa Demetria y remachando sus palabras con otra blasfemia.
Joyana y Plutón, así llamados el primero por el pueblo en que nació, el segundo por mote que le puso un ingeniero, eran dos mineros hábiles que había traído consigo el director. Llevaban ya bastantes años en el oficio y habían recorrido algunas provincias mineras de España ejerciéndolo. De casi todas habían sido arrojados por su natural díscolo, propenso á bullas y reyertas. Plutón había estado ya dos años en presidio. Joyana unas cuantas veces en la cárcel. Eran temidos por sus compañeros. Los capataces los mimaban por su destreza y acaso también por miedo. Ambos eran bajos de estatura y no muy corpulentos. Sin embargo, Plutón, aunque de piernas flacas, tenía el torso robusto, los brazos largos, la mirada dura, insolente, denotando su estructura de mono bastante agilidad y fuerza.
Nolo de la Braña pagó la mirada agresiva y sarcástica de los mineros con otra de curiosidad no exenta de desprecio. Alzando su arrogante figura de atleta frente á la de aquellos gorilas los estuvo contemplando largo rato sin pestañear. Después, como su oído experto le dijera que allá en la romería había algún tumulto, hizo seña á sus compañeros y despidiéndose de Demetria se alejó con ellos atravesando el puente y dirigiéndose á Villoria por la margen izquierda del riachuelo.
Ya era tiempo de que lo hiciera. Allá en la romería, á espaldas de la iglesia, los de Lorío, después de provocar con pesadas palabras y acciones groseras la cólera de los de Entralgo, habían logrado al cabo despertarla. Sin considerar su inferioridad numérica, pues muchos de los combatientes habían bajado ya á la Bolera, se precipitaron á la lucha. La desesperación les prestó una fuerza incontrastable. Animándose los unos á los otros, lograron contener en los primeros momentos el empuje de los de Lorío. Chasqueaban los palos, arremolinábase la gente, rodaban las cestas de fruta por el castañar abajo, volcábanse las mesas de los confiteros ambulantes, quebrábanse vasos y botellas. Todo era confusión y alarma y gritería y polvo en el campo de la romería. Las mujeres, los niños y los pocos hombres de edad madura que habían quedado buscaban refugio en el pórtico de la iglesia. Desde allí seguían con ojos ansiosos las peripecias del combate. Los niños enardecidos alentábamos con gritos á los nuestros. Costaba gran trabajo á las mujeres sujetarnos para que no volásemos al medio de la pelea.
Prosiguió ésta encendida é indecisa bastante tiempo. Por una y otra parte se peleaba con vivo ardor. Los de Lorío, engreídos por sus victorias pasadas y confiados en sus fuerzas, se lanzaban con impetuoso alarde sobre los de Entralgo. Éstos, con el alma sangrando de coraje y despecho, se defendían sin retroceder una pulgada, inmóviles en su sitio, como si estuviesen clavados á la tierra. Allí vi á Angelín de Canzana repartiendo garrotazos con tanta furia y cólera que nadie se ponía al alcance de su palo que no sintiese pronto sus efectos perniciosos. Este palo era un regalo primoroso que le había hecho un pastor de Sobrescobio. Buscaba éste por los montes de Raigoso una ternera que se le había perdido. Angelín, que allí estaba apacentando sus vacas, le ayudó en la tarea durante largas horas: por este servicio le hizo presente de aquel magnífico garrote pintado y esculpido finamente, con su correa para sujetarlo á la mano, adornado en la porra con lucientes clavos dorados. Allí estaba Simón de María, llamado el Cojo de Mardana que, aunque lisiado de nacimiento, se revolvía mejor que los que estaban bien completos. El garrote pesado de acebuche parecía una paja entre sus manos indomables. No lejos de él combatía furiosamente Tanasio de Entralgo, que en vez de garrote liso empuñaba un cayado enorme con el cual llevaba la ruina y el estrago á las huestes enemigas.
Mas ¿quién fué el bravo que brillaba en la batalla como un astro refulgente que hace empalidecer á los que fulguran á su lado? Celso, el animoso y magnánimo nieto de la tía Basilisa. Celso, anhelando tomar venganza, se lanzaba impetuosamente dando gritos horribles sobre los de Lorío. No consideraba que sus fuerzas estaban mermadas por los estacazos de la noche anterior. Ni su cabeza vendada y dolorida ni sus riñones derrengados podían abatir su coraje. En cada uno de sus asaltos desesperados hacía rodar por el suelo á algún enemigo, de tal modo que Lázaro del Condado, dejando su puesto, se lanzó á toda la carrera hacia aquel más lejano donde peleaba Toribión de Lorío.
—Toribio—le dijo,—¿por qué te entretienes aquí sacudiendo á esta morralla que no vale una castaña asada, cuando allá abajo el nieto de la tía Basilisa, más furioso que un jabalí, está volcando los mozos como si fuesen pucheros de barro?
El grande y fuerte Toribión escucha estas palabras y sin responder abandona prontamente aquel sitio y se precipita al paraje en que Celso peleaba con gloria imperecedera. Delante de él huían los mozos de Entralgo y Villoria como los corzos al aproximarse el cazador. En aquella carrera furiosa sacudió un garrotazo á Gabriel de Arbín que le hizo morder el polvo, machacó las costillas á Pepín de Solano y alcanzó también con un palo en la cabeza al bravo Angelín de Canzana, que se vió necesitado á retirarse del combate. Antes de llegar cerca de Celso éste le salió al encuentro. ¡El insensato! No sabía que Toribión le aventajaba mucho en valor y en fuerzas. El poderoso mozo de Lorío rompe las filas de los suyos y aproximándose á Celso, antes que éste hubiera tenido tiempo á levantar su palo, le sacudió con ambas manos un garrotazo en medio de la cabeza que le hizo venir al suelo sin conocimiento. Cuando el ingenioso Quino pudo verle así extendido por tierra, un violento dolor oscureció sus ojos. Y mezclándose cautelosamente entre los combatientes sin ser percibido por Toribión arrastró á su amigo fuera de la pelea y echándoselo luego sobre los hombros lo condujo hasta el pórtico. Allí las manos piadosas de las mujeres le rociaron la cara con agua fresca hasta volverle al sentido, oprimieron los tolondrones, tamaños como huevos, que tenía en la cabeza con monedas de cobre de dos cuartos y restañaron la sangre de sus arañazos con telarañas que recogieron en la iglesia.
Sin embargo, el valiente y artificioso Quino, después que dejó á su amigo en seguro, se lanzó otra vez á la refriega. Observando que los suyos, antes tan animosos, cedían al empuje poderoso de Toribión y perdían terreno gradualmente, una tristeza profunda le traspasó el corazón. Entendió claramente que no tardarían en darse á la fuga. Entonces se acercó á ellos en cuatro saltos y les gritó con voz penetrante:
—¡Había de daros vergüenza, mastuerzos! Esta mañana tanta ronca en el lagar y que habíais de hacer y acontecer y comeros crudos cada uno á siete mozos de Lorío, y ahora vais á volver el culo delante de un hombre solo. ¿Dónde están vuestros hígados? ¿Es que no servís más que para mascar la torta al pie del lar y asar las castañas?
Así dijo; y dando ejemplo de heroísmo se precipitó como un jabalí lleno de audacia sobre los enemigos. Pero fértil siempre en astucias, en vez de atacarlos por donde combatía Toribión, se lanzó por el sitio en que las filas le parecían más flacas. Y en efecto, las rompió fácilmente. Los de Entralgo, picados del ejemplo y aún más de las palabras de su compañero, redoblaron sus esfuerzos. Combatieron con tanto coraje que en pocos minutos lograron ganar el terreno perdido y aun hicieron retroceder á los de Lorío. Entonces Toribión, viéndoles flaquear, quiso reanimar su valor y les gritó con voz fuerte:
—«¡Amigos, compañeros, mozos del Condado y de Lorío, arread firme á esa canalla! ¿Semos hombres ó no semos hombres? Acordaos de la romería del Obellayo cuando estos pobretes corrían delante de nosotros como una manada de carneros. Acordaos de ayer noche cuando á estacazo limpio los metimos en sus casas y los dejamos acurrucados en la cocina debajo de las sayas de sus madres y hermanas. Si sois hombres y sabéis tener el palo, no tardarán mucho tiempo en volver el culo. ¡Arrea, Lázaro! ¡Arrea, Firmo!
Con estas palabras reanimó el valor de sus amigos. Al cabo lograron rechazar á los de Entralgo hacia el camino de Villoria. Así como un león confiado en sus garras se precipita sobre un rebaño de bueyes y desgarra á uno y á otro y á todos los aterra, del mismo modo Toribión, lleno del sentimiento de su fuerza, se abandona á todo su furor con el palo en la mano. Los de Lorío y Condado á su vista se arrojan con más brío sobre los de Entralgo y Villoria y redoblan su valor y sus esfuerzos. Ni el coraje indomable de Angelín de Canzana, que después de refrescarse un poco la cabeza con agua había vuelto á la pelea con más ardor que antes, ni el esfuerzo heroico del Cojo de Mardana ni el cayado fulminante de Tanasio de Entralgo fueron bastante á detener el retroceso gradual de los suyos.
Sin embargo, allá enmedio del campo, lejos ya de sus amigos, combatía el magnánimo Quino. Delante de su palo asolador caían los mozos de Rivota y Lorío. Pero arrastrado de su ardimiento había ido demasiado lejos. Cuando menos lo pensaba se encontró solo. Entonces, al echar una mirada en torno y verse rodeado enteramente de enemigos, flaqueó su corazón y olvidó su fuerza indomable. Tres veces gritó con voz penetrante demandando socorro á sus amigos. Cinco mozos de Rivota y tres de Lorío le tenían envuelto y acosado como jauría de perros á un jabalí feroz. Quino, rodeando con la chaqueta su brazo izquierdo á modo de escudo, paraba y contestaba con habilidad los garrotazos que le dirigían, pues era diestro esgrimidor de palo. Llegó un instante, sin embargo, en que los golpes menudeaban de tal manera que le fué imposible pararlos.
Entonces hubiera sucumbido ciertamente si Tanasio de Entralgo no oyese sus gritos. Se batía éste en retirada al lado del Cojo de Mardana, pero en buen orden y causando grandes estragos en las filas enemigas, cuando llegó á sus oídos las voces de auxilio de su enemigo.—«Simón—le dijo al Cojo,—oigo la voz de Quino. Me parece que está en mucho aprieto allá arriba. Si pronto no le ayudamos estoy en fe que le van á poner esos cerdos como un higo.» Ambos se lanzan en socorro suyo, animados de un valor intrépido. Llegan al círculo de enemigos que acorralaban al industrioso Quino. Tanasio, para romperlo, se vale de su enorme cayado cortado en el monte Raigoso. Con él tira velozmente de las piernas á tres ó cuatro mozos de Rivota y los hace caer de bruces. Gracias á la confusión que origina con tal estratagema logran romper las filas, arrancan á Quino de las manos de sus adversarios. Unidos los tres se baten con arrojo y cuando ven la ocasión propicia vuelven la espalda y se dan á la fuga.
Los de Lorío quedaron otra vez dueños del campo. Una parte de ellos persigue á los fugitivos por el camino de Villoria; otros siguen á los que huyen por la calzada de Entralgo. Toribio desdeña esta persecución. Con el garrote en alto y dando feroces gritos, que resuenan temerosamente en el valle pasea su furor y su triunfo por todo el campo de la iglesia.
EDIA hora después no quedaba un ser viviente en este campo. La noche había cerrado, y todo el mundo se retiró á sus casas. Los confiteros, las fruteras, los taberneros ambulantes habían levantado y plegado sus bártulos, los habían acomodado sobre sendos borricos y caminaban la vuelta de sus casas comentando la aciaga jornada de los de Entralgo. En la Bolera tampoco había nadie. Sólo dentro del lagar de D. Félix, esclarecido por un candil, departían amigablemente cinco ó seis paisanos apurando vasos de sidra. Martinán les escanciaba. Hacía años que había contratado con el capitán la venta de la sidra, y aunque no tenía la taberna allí, sino en su propia casa, situada en el centro del pueblo, los días festivos solía trasladarse al lagar y hacer en él su comercio; porque la Bolera era el campo acostumbrado para los recreos del vecindario.
Martinán era un hombre famoso y popular, no sólo en la parroquia, sino en todo el valle de Laviana. Y aun no diríamos mentira si afirmásemos que su fama se extendía á los concejos limítrofes de Sobrescobio y Langreo. Nadie recordaba haberle visto triste jamás. En medio de las mayores tribulaciones, conservaba el humor jovial, los chascarrillos, las grotescas salidas de payaso á las cuales daba realce su cara espantosamente fea, surcada de costurones causados por la viruela. Tampoco le abandonaba su genio filosófico, inclinado á buscar las causas de todos los efectos y escudriñar las ocultas relaciones de las cosas. Su fuerte era la dialéctica. Recoger una idea vertida por cualquiera en la conversación, examinarla en todos sus aspectos, darle vueltas, tirarla al alto, jugar con ella á la pelota y luego arrojarla á las narices del que la había soltado, tal era el mayor, el único placer de su vida. Porque Martinán comía poco y sólo bebía por complacer á algún parroquiano que se empeñase en ello. En cuanto á los goces del hogar, eran nulos para él. No tenía hijos. Estaba casado con una mujercilla fea y vieja y de genio tan desapacible que nadie podría sufrirla si no poseyese la inagotable alegría de su consorte. Pero éste no sólo la sufría, sino que la amaba. Á todos sus regaños y asperezas respondía con alguna salida jocosa, y cuando esto no bastaba, un abrazo. Guardaba para ella las caricias más tiernas, los regalos, los epítetos más apasionados que emplean los amantes. Apellidábala medio en serio medio en broma «estrella», «botón de rosa», «lucero», «clavel». De tal modo que la gente de la parroquia dió en llamar á esta desagradable mujeruca Clavel, y no se la conocía por otro nombre. «¿Cómo va Clavel?» le preguntaban los parroquianos á Martinán al entrar en la taberna. «Tan buena—respondía.—Allá está en la cocina amasando la torta.»
Vivía con este matrimonio una sobrina, aquella Eladia simpática que ya conocemos. No sufría por cierto con tanta paciencia los rigores y asperezas de su tía. Respondía á veces de mal talante; había disputas frecuentes, gritos, amenazas y hasta golpes. Costábale á Martinán mucho trabajo poner paz entre ellas. Cuando después de una de estas reyertas quedaba la pobre Eladia llorosa y con algún rasguño en las mejillas, solía tomarla su tío de la mano y conducirla á un rincón para emplear con ella las fuerzas dialécticas con que Dios le había dotado.
—Vamos á ver, niña, respóndeme. ¿Quién ha hecho á tu tía?
Eladia le miraba estupefacta sin despegar los labios.
—Vamos, respóndeme, ¿quién ha hecho á tu tía?... ¿La has hecho tú?
—Yo no.
—Entonces ¿quién?
—Será Dios—respondía la joven con mal humor.
—¡Ah, Dios!—exclamaba triunfante Martinán.—Y si tú la hubieras hecho, ¿no la habrías dado un genio más suave, más alegre?
—¡Ya lo creo!
—Luego tú eres capaz de hacer las cosas mejor que Dios, ¿no es cierto?
—¡Vaya, vaya, tío, déjeme en paz!—replicaba la chica exasperada y saliendo como un huracán por la puerta.
Esto mismo le acaecía á Martinán con todos los que aprisionaba en las redes de su lógica. En vez de declararse rendidos y confesar que no tenían sentido común, ó se marchaban, ó se mofaban de él, ó le insultaban.
El descrédito de Martinán, como el de los grandes filósofos alemanes, procedía de que no siempre lograba ponerse al alcance de las inteligencias vulgares. Como Kant y Hegel solía abroquelarse detrás de un tecnicismo extraño, incomprensible, bárbaro, que á muchos hacía reir y á otros indignaba. Había, por ejemplo, en sus discursos una fuente hipervertical de la cual manaban rayos convergentes que nadie sabía qué mil diablos significaba ni de dónde la había traído, aunque la emplease como soberano recurso en las disquisiciones más profundas. Había también unas ínsulas metódicas y unas gravitaciones intermitentes que dejaban estupefactos é inquietos á sus oyentes. Pero, en general, se debe confesar que Martinán no se sumía en estas obscuridades de la lógica sino cuando algún paisano tenía la mala ocurrencia de hacerle beber quieras que no unas copas de aguardiente.
Formaban la base de su sistema ciertos axiomas que consideraba fuera de discusión. El primero y principal era éste: «Todo lo justo no puede ser», al cual servía de corolario este otro: «Lo justo no cabe por ninguna parte». Después había otros de menos importancia, pero igualmente inflexibles; por ejemplo: «Con un sí me planto yo en Pekín». «El cuándo no existía al comenzar el mundo». De aquí que Martinán no admitiese en la discusión ni síes ni cuándos, lo cual como debe suponerse hacía extremadamente embarazosa y molesta la posición de sus contrarios. No es maravilla, pues, que éstos llegasen alguna vez á exasperarse y que el filósofo tropezase en más de una ocasión con más de una bofetada de cuello vuelto. Pero no turbaba bofetada más ó menos la admirable serenidad de su espíritu. Seguro de que realizaba una obra de redención persuadiendo á su adversario de que era un asno, proseguía su tarea con nuevo ardor hasta ponerlo por completo en evidencia.
Una cosa sorprendente. Á pesar de su vocación metafísica y de la atención intensa que necesitaba para desenvolver sus intrincados razonamientos, jamás se equivocaba en el número de vasos de sidra ó vino que escanciaba á los parroquianos. Al llegar la hora de retirarse y hacer la cuenta, Martinán decía sin vacilar: «Manuel tiene diez y siete; el tío Goro trece; Pepón treinta y cuatro, etc.» ¡Maravilloso cerebro que aun elevándose á las más altas esferas de la filosofía no abandonaba la inspiración matemática!
En este momento se debatía la cuestión de las minas y del ferrocarril proyectado para extraer sus productos. El asunto preocupaba hondamente á los labradores. Vagamente todos sentían que una transformación inmensa, completa, se iba á operar pronto en Laviana. El mundo antiguo, un mundo silencioso y patriarcal que había durado miles de años, iba á terminar, y otro mundo, un mundo nuevo, ruidoso, industrial y traficante, se posesionaría de aquellas verdes praderas y de aquellas altas montañas. Corría por todo el valle un estremecimiento singular, el ansia y la inquietud que despierta siempre lo desconocido. En los lagares, en las tierras, en los senderos de las montañas y en torno del lar no se hablaba de otra cosa. Los paisanos en general, aunque un poco recelosos, se mostraban satisfechos. Esperaban tomar algún dinero, ya sea de los jornales de sus hijos, pues se aseguraba que admitían en la mina hasta los niños de diez años, ya de la venta de las frutas, huevos, manteca, etc. Pero las mujeres aparecían unánimemente adversas á la reforma. Su espíritu más conservador les hacía repugnar un cambio brusco. Luego aquellos hombres de boina colorada y ojos insolentes, agresivos que tropezaban por las trochas de los castañares les infundían miedo. Luego, y esto era lo principal, temían por sus hijos. La idea de que al padre le acomodase enviarlos á la mina y quedasen sepultados ó quemados dentro, como se decía que pasaba en otras partes, las hacía estremecer.
«¿Todo eso para qué?—decían acercando con mano trémula los pucheros al fuego.—¿No habéis vivido hasta ahora sin necesidad de hurgar la tierra como los topos? ¿Os ha faltado un pedazo de borona y un sorbo de leche? ¿Qué más queréis? ¡Servid á Dios y morid en vuestras camas como cristianos y no como perros en esas cuevas de infierno!»
Los maridos, sentados alrededor del fuego y picando sus cigarros en espera de la cena, rebatían tales argumentos. «Era necesario beneficiar lo que Dios había puesto debajo de la tierra. Si en aquel valle había leña en otras partes no, y necesitaban el carbón para calentarse y guisar su comida. Además, pasar toda la vida con borona, leche y judías era bien duro. Puesto que debajo de los pies tenían el dinero necesario para procurarse algunas comodidades, ¿por qué no recogerlo? En otras partes los jornaleros comían pan blanco, tomaban café, bebían vino y en vez de aquellas camisas de hilo gordo que ellos gastaban se ponían á raíz de la carne unas camisetas de punto suaves, suaves, como la pura manteca.»
Los niños estaban de parte de sus padres. Éstos les prometían comprarles un tapabocas y unas botas altas como gastaban los mozalbetes en Langreo, así que ganasen por sí mismos algunos cuartos. Con tal perspectiva no les arredraba bajar á la mina. Hasta preferían esto á la escuela, orgullosos de la precoz independencia que su calidad de obreros les proporcionaba.
En Canzana y en Carrio, parajes donde se habían hecho las primeras excavaciones y donde se proyectaba trazar el ferrocarril para mejor beneficiarlas, el viento de la ambición había levantado los cerebros. Fuera del tío Goro, que por su cualidad de hombre letrado se creía en el caso de opinar siempre como el párroco y el capitán de Entralgo, apenas quedaba un individuo del sexo masculino que no se hallase excitado por la idea de enriquecerse. Y como de Carrio y Canzana eran los cinco ó seis paisanos que en el lagar quedaban rezagados, no es maravilla que todos estuviesen conformes en celebrar los nuevos acontecimientos y en vaticinar enormes prosperidades para el concejo.
Martinán, que por la mañana pensaba lo mismo y quiso discutir con D. Félix, ahora había dado la vuelta. Espíritu dialéctico ante todo y aficionado á las batallas intelectuales por el placer que esto le producía y los triunfos que alcanzaba, jamás veía aparecer en el horizonte una idea, una opinión cualquiera, que no desprendiese de su carcaj una saeta para encajársela. Todos contra él. Él contra todos. Los labriegos, bien cargados ya de sidra, voceaban, se descomponían, mientras el tabernero, con la cabeza siempre despejada y bien repleta de argumentos (quizá también de sofismas) sonreía con desdén.
—Dices, Juan, que las minas serán nuestra felicidad.
—¡Eso! ¡eso digo!—exclamaba el paisano con furor.
—Pues yo te digo que acaso, acaso serán nuestra desgracia.
—¡Martinán, eres un burro!—gritó otro paisano que allá en un rincón libaba silenciosamente el jugo de la manzana.
—Te digo que acaso sean nuestra desgracia y voy á probártelo—expresó Martinán con calma sin hacer caso de la interrupción.—Tú bien sabes que en las minas se matan algunas veces los hombres... ¿no me lo negarás?...
—¿Y eso qué importa?—profirió Juan más enfurecido.—Porque un pelafustán se muera ¿va á dejar el concejo de aprovechar la riqueza que tiene bajo tierra?
—¿Pero me lo niegas?
—No te lo niego.
—Pues bien, por la muerte de un hombre se pierde una familia. Ya sabes que cuando falta el padre se marcha el pan; la mujer y los hijos perecen. ¿No me lo negarás?
—No te lo niego: ¡adelante!
—Por la ruina de una familia se pierde un caserío; tampoco me lo negarás. Ya ves lo que sucedió en las Llanas. En cuanto el tío Roque cerró el ojo, los rapaces vendieron al capitán los prados y las tierras y embarcaron en Gijón para la Habana: las rapazas se fueron á servir á Oviedo: el tío Meregildo, que mientras vivió su hermano fué buen paisano, comenzó á dormir en las tabernas hasta que hundió lo que tenía... En fin, ya lo sabes; allí ya no hay más que unos cuantos establos.
—Bien, bien, ¿qué quieres decir con eso? Arrea un poco.
—¡Ten paciencia, hombre, ten paciencia! Verás qué pronto todo lo que tú has dicho se lo lleva el viento.
—¡Martinán, eres un burro!—volvió á gritar el borracho recalcitrante desde su rincón.
Martinán se volvió tranquilamente hacia él y le dijo:
—Si soy un burro, mándame mañana una fanega de cebada y te daré las gracias.
Los paisanos rieron á carcajadas. Todos le abrazan hechizados por tan espiritual salida.
Martinán, henchido de orgullo y regodeándose anticipadamente con la derrota de aquellos bobalicones, iba á proseguir y cerrar su victorioso sorites, cuando de pronto se abre con estrépito la puerta que daba á la Bolera y aparece Bartolo, el hijo belicoso de la tía Jeroma, con el rostro espantosamente pálido, sin garrote en las manos y sin montera en la cabeza. Echó una mirada torva y ansiosa por el recinto, y antes que los presentes pudiesen decirle una palabra, corrió á un tonel vacío y se metió de cabeza por la pequeña compuerta, desapareciendo como un relámpago. No habían pasado cinco segundos cuando se dibujó en la puerta la silueta de Firmo de Rivota.
—Buenas noches, amigos.
—Buenas las tengas, Firmo.
—¿No ha entrado aquí hace un momento Bartolo el de la tía Jeroma?
Martinán, dando prueba brillante de diplomacia y corazón, le respondió:
—Sí; acaba de entrar, pero ha salido sin detenerse por la otra puerta y se ha metido en la pomarada.
Firmo quiso seguirle. Martinán le dijo:
—Es inútil que le busques. La pomarada está más oscura que una cueva y tú no la conoces como él. Antes que dieras muchos pasos en ella ya él la habrá saltado y estará en su casa.
El mozo de Rivota se encogió de hombros con cólera y desdén y profirió sordamente:
—Bueno... otro día será. Échame un vaso de sidra, Martinán.
El tabernero se apresuró á cumplir la orden. Firmo se arrimó para beberlo al tonel mismo en que estaba escondido Bartolo. Al cabo de unos momentos de silencio uno de los paisanos le preguntó sonriendo:
—¿Querías decir un recado á Bartolo?
—Sí, una palabrita al oído nada más—respondió el mozo fijando sus ojos airados en el techo.
Nuevo silencio. Todos le contemplan con atención y curiosidad.
—Si tienes mucha prisa, esta misma noche antes de retirarme pasaré por su casa y se lo diré—manifestó con sorna Martinán.
—No—replicó Firmo,—es menester que yo le vea.—Y después de vacilar un poco añadió:—Es que quiero que me enseñe los pedazos de un garrote...
—Toma, ¿y por eso tienes tanta prisa?—exclamó Martinán riendo.—De noche se ve mal. Déjalo para cuando haga día claro... Además, ¿para qué diablos quieres ver un palo roto?
—Es que dice que lo ha roto ayer en mis espaldas y anda por ahí enseñando los cachos á todo el mundo.
—¿Á todo el mundo menos á ti?
—¡Claro!... Y ya ves tú, ¿quién ha de tener más gusto que yo en ver cómo ha quedado ese vardasco?
Los paisanos celebraron la ocurrencia. El mozo se humanizó y bebió sonriendo otro vaso.
—Acaso te habrán engañado, Firmo—manifestó uno de ellos.—Bartolo es un infeliz, incapaz de hacer daño á nadie.
—¡Bartolo es un burro!—profirió el mozo volviendo á encresparse.—Y más cobarde que una liebre. Entre todos los mozos de Entralgo no hay ningún zampatortas más que él. Por eso es el único que chilla. Siempre relatando hazañas y en cuanto tocan á repartir leña ya se está escondiendo...
—¿Cómo escondiendo?—exclamó Martinán.—Estás equivocado, Firmo. Nunca supe yo que Bartolo se haya escondido.
Los paisanos prorrumpieron en grandes carcajadas.
—¡Siempre, siempre!—dijo Firmo con ímpetu.—En la romería del Obellayo se acurrucó en una mata de zarza y allí se estuvo mientras hubo palos. Ayer noche, al comenzar la gresca, buscó la puerta de su casa y se trancó. Y hoy, antes que le alcanzara ningún vardascazo, se echó por el castañar arriba, camino de las Llanas, para venir ahora.
—¿Y cómo diste con él?
—Llegábamos unos cuantos amigos de correr á los de Villoria, cuando vimos un mozo saltar al camino delante de nosotros. «Así Dios me salve si aquél no es Bartolo», dije yo en seguida. Le conocí, aunque la noche no está muy clara, por lo derrengado. Me echo á correr detrás y le grito: «¡Aguarda, aguarda un poco, Bartolo!» ¡Ay, amigos! ¡Quién le veía escapar por el prado del señor cura abajo!... Bien podéis creerme que perdía el culo.
—Todo no, pero un poco no le vendría mal perderlo—aseguró un paisano.
—Sí; aún le quedaría bastante—replicó Firmo.
—Pero yo no puedo creer que Bartolo se esconda, ¡vamos!—dijo otro, recalcando el chiste de Martinán.
—Pues que se esconda ó no se esconda—profirió Firmo,—en cuanto le vea le salto todas las muelas. Podéis decírselo á ese zote. Y adiós, que me esperan.
Pagó los dos vasos y terciando la montera para dar testimonio visible de aquella resolución, tomó el garrote que tenía arrimado al tonel y traspuso majestuosamente la puerta.
Los tertulios esperaron á que Bartolo saliese de su escondite; pero viendo que no daba cuenta de sí y temiendo que le hubiera ocurrido algo malo, uno de los labriegos llamó con el garrote sobre el tonel.
—Bartolo, Bartolo.
El rostro del hijo belicoso de la tía Jeroma apareció en la compuerta.
—¿Ya escapó ese cerdo?—preguntó paseando una mirada siniestra por el lagar. Y como le respondiesen que sí, se apresuró á desempaquetarse. Una vez en pie, bramando de ira, se arroja sobre el garrote de uno de los paisanos, se lo arranca de las manos, lo empuña con las suyas indomables y se lanza á la puerta rugiendo:
—¡Puño! ¡repuño! Tanto insulto no lo aguanta el hijo de mi madre. ¡Aunque se esconda debajo de la tierra he de atrapar hoy á ese puerco y le he de abrir la cabeza!
Los tertulios, claro está, se apresuran á detenerle. Le sujetan. Forcejea él desesperadamente, soltando espumarajos de cólera por la boca. Al cabo logran que se siente y después que beba un vaso de sidra y se calme, evitando de esta suerte una noche aciaga para Rivota.
A Aurora dejaba el lecho del bello Titón para esclarecer el frondoso valle de Laviana cuando Regalado dejó el de su esposa D.ª Robustiana, la más noble de las mujeres. Inmediatamente anuncia su propósito de marchar á Langreo, donde tiene que perseguir algunos deudores morosos de su principal. Va á la cuadra, hace limpiar al Gallardo, su caballo tordo, preside al acto solemne de enjaezarlo, y después entra de nuevo en casa y prepara con gran cuidado las alforjas.
En el corazón magnánimo de D.ª Robustiana se cuela de rondón una extraña inquietud que le quita el aliento para tomar el chocolate habitual. Pregunta con voz trémula á su marido si necesita alguna vitualla. Responde él negativamente: se propone pasar allí dos ó tres días y alojará en la célebre posada de la Garduña. Ella duda. El día anterior le vió en la romería hablando quedo y aparte con Celedonia, una viuda hermosa del valle de Bimenes. Y se alarma pensando si su esposo correría como otras veces á olvidar el lecho nupcial en los brazos de aquella sirena engañadora. Aprovechando un instante en que el mayordomo sale de casa para dar otra vuelta por la cuadra, examina las alforjas, que ya tenía preparadas, mete la mano en ellas y tropieza con algunas libras de chocolate, dos botellas de vino de Jerez y un tarro de cabello de ángel, lo más exquisito que ella misma había fabricado aquel año. Su alarma crece. Mete la mano más adentro y tropieza con el estuche de la flauta. D.ª Robustiana palidece, queda consternada. Un torrente de lágrimas se desprende al fin de sus ojos. Aquel pormenor musical acaba de aniquilarla.
En esta triste situación la sorprendió Flora al entrar para darle los buenos días. Vuela hacia ella, la abraza y le pregunta anhelante qué le sucede. D.ª Robustiana, temiendo que llegue su marido, la toma de la mano y la conduce al cuartito que ocupaba la zagala, y allí desahoga en ella su pecho. «¡Un tarro de dulce! ¡tres libras de chocolate! ¡botellas de Jerez!»
—Señora, ya sabe usted que el chocolate es malo en las posadas.
—¿Y para qué quiere tres libras?
—No sabrá el tiempo que necesite permanecer en Langreo.
—¡Y la flauta! ¿la flauta? ¿Para qué necesita la flauta? ¿Les va á tocar á los colonos alguna polka para hacerles pagar la renta?—exclama la buena señora con desesperación.
D.ª Robustiana no conocía la mitología; no estaba por lo tanto enterada de que el tracio Orfeo había llevado á cabo empresas mayores con su lira. Como tampoco lo estaba Flora, no pudo tranquilizar su espíritu con esta cita histórica. Quedó, pues, silenciosa y perpleja mientras la atribulada señora se entregaba cada vez más reciamente al llanto. Pero al cabo nació una idea en su frentecita morena, debajo de sus ricitos negros. Y sin comunicarla á su protectora sale de la estancia, baja las escaleras de la casa, se detiene delante de la habitación de D. Félix y llama suavemente con la mano. Nadie responde. Vuelve á llamar más fuerte.
—¿Quién es?—pregunta con aspereza una voz.
—Soy yo, D. Félix... Si no le molestase...
—¡Ah! ¿Eres tú, hija mía?...—responde otra voz mucho más suave.
Inmediatamente se escuchan unos pasos; suenan cerrojos y cadenas; se abre la puerta y aparece el capitán envuelto en una bata que había sido verde esmeralda, luego fué verde malva y ahora era gris plomo. En los pies babuchas y en la cabeza un gorro de terciopelo negro con borla de seda.
—¿Qué te ocurre, hija mía?
Antes de responder Flora pasea una mirada de infantil curiosidad por la estancia, cosa que al capitán le hace poca gracia. En vez de ocupar una de las grandes habitaciones del piso principal el señor Ramírez del Valle dormía, se lavaba y leía y hacía sus cuentas en un pequeño cuarto de la planta baja que tenía su entrada por el portal y una ventana enrejada á la calle. Si no comía allí también era porque las migajas atraían los ratones. En este cuarto había una cama de madera con cortinas de damasco de lana, un lavabo de hierro, una mesa y una pequeña librería. Lo demás todo armas; armas en los rincones, armas colgadas de las paredes, armas sobre la mesa, armas en la librería y hasta armas debajo de la cama y entre sus colchones. Trabucos, carabinas de chispa, carabinas de pistón, de un cañón, de dos cañones, pistolas de arzón, cachorrillos, sables, puñales, navajas. ¿Sería que el capitán, á pesar de su pregonado amor á la paz y sus instintos bucólicos, guardase allá en los repliegues del corazón grato recuerdo de su vida de guerrero? No por cierto. Aquel repleto arsenal respondía tan sólo al constante temor en que vivía de los ladrones. ¿Los había en Laviana? Tampoco, pero los había en Castilla, desde donde habían llegado cierta noche formando una partida montada y salvando la cadena de montañas á robar á su pariente D. Zacarías de Bello en el concejo limítrofe de Aller. Como D. Zacarías él también ahuchaba doblones de oro en botes de hoja de lata y los escondía en el desván. Nada tendría de extraño que aquellos bandidos se tomasen la molestia de andar un poco más para recogerlos. Antes que esto acaeciese, D. Félix estaba resuelto á defenderse hasta quemar el último cartucho. En este caso, duraría el fuego lo menos quince días. Había pensado también fortificarse más colocando un cañón en la azotea de la casa; pero los albañiles le dijeron que se quebrarían las paredes si alguna vez lo disparase y desistió. De todos modos, aquel cuarto con rejas de hierro en la ventana y triple cerrojo en la puerta era una fortaleza inexpugnable. Á menos que el capitán hiciese una salida temeraria, no lograría el enemigo apoderarse de ella.
—Si no le molestase...—volvió á decir Flora.
—No, no me molestas—respondió con dulzura y sonriendo el capitán.
—Regalado se va ahora mismo á Langreo. ¿Le envía usted allá?
El capitán se puso serio repentinamente. Á pesar de la predilección que sentía por aquella chiquilla, no pudo menos de reconocer que la pregunta era atrevida é indiscreta.
—¡Pchs! Negocios... negocios de hombres—murmuró sordamente.—Anda, vé á decir en la cocina que me hagan el chocolate.
—Es que D.ª Robustiana está llorando y dice que su marido no va á Langreo, sino á Bimenes en busca de una viuda que se llama Celedonia—manifestó con graciosa entereza la chica.
D. Félix abrió los ojos sorprendido y al instante brilló en ellos una sonrisa maliciosa.
—¡Este Regalado!—exclamó sacudiendo la cabeza con amable condescendencia.
Las flaquezas amorosas de su mayordomo le causaban más gracia que disgusto. Se las perdonaba de buen grado porque él mismo había caído en ellas y aún parecía dispuesto á caer si la ocasión se ofreciese. En cambio ya se guardaría de equivocarse en dos pesetas al rendir cuentas: le habría arrojado el tintero á la cabeza.
—Bueno, bueno—añadió sin dejar de sonreir;—vé á tranquilizar al ama. Ya arreglaremos eso.
Y en efecto, hizo llamar al mayordomo y le dijo que aquella tarde era preciso ir á Villoria á ver un castañar que le proponían en venta. Con esto se deshizo por entonces la maquinación seductora de Regalado, quien se fué á la cocina con las orejas gachas. Sospechando en seguida por ciertos signos de dónde procedía el obstáculo, mientras engullía el almuerzo silenciosamente, arrojaba miradas furiosas sobre su esposa y Flora. En cuanto terminó se levantó con violencia del escaño, sacó la flauta de las alforjas y se fué camino del molino, donde había una molinera obesa con quien también daba celos á D.ª Robustiana. Pero ésta, adivinando que aquellos amoríos no interesaban ya su corazón inconstante, quedó sosegada y tardó poco en recuperar su buen humor habitual.
Flora quería ir á lavar al río. Así lo había convenido con Demetria para juntarse las dos y pasar algunas horas de charla. Sin manifestar lo último á D.ª Robustiana, le propuso lo primero. Cedió en seguida la mayordoma: la ropa blanca era su dulce manía. Subieron al piso alto, amontonaron la ropa sucia en una gran cesta, pero antes de colocarla sobre la cabeza de la doncellita, D.ª Robustiana tuvo la condescendencia, para ella siempre sabrosa, de mostrarle una vez más los armarios de la ropa. La emoción con que un sacerdote místico abre el sagrario donde se guarda el Sacramento no es comparable al gozo inefable y al respeto con que D.ª Robustiana abría las puertas de aquellos grandes, vetustos armatostes de nogal, donde se guardaba la ropa blanca de la noble casa de Ramírez del Valle. En cuanto daba la vuelta á las llaves y los goznes rechinaban, el resto del mundo desaparecía no sólo para sus ojos, sino para su memoria. Ya podían allá abajo morir los reyes y desquiciarse los imperios, hundirse las islas y abrirse los volcanes, D.ª Robustiana, arrobada en la contemplación de tantas y tantas docenas de sábanas bordadas y manteles adamascados, no saldría, bien seguro, de su éxtasis feliz. ¿Por ventura allá en Madrid la reina tendría en sus armarios tanta ropa? Quizá. D.ª Robustiana, sin embargo, se autorizaba el dudarlo.
Luego que con mano trémula hubo expuesto á la vista de la joven aquellos mágicos tesoros de hilo y la obligara por medio de un silencioso recogimiento á penetrarse de su grandeza, la ayudó por fin á colocarse la cesta sobre la cabeza y la despidió dándole un sonoro beso en la mejilla.
—Anda, hija mía... No te mojes mucho... No te pongas al sol... No batas demasiado la ropa contra la piedra... No gastes mucho jabón.
Y allá va Flora camino del río con mucho más peso en la cabeza que las damas que pasean sus sombreros dernière creation por el Retiro, pero acaso con menos en el corazón. El sol bañaba por completo la aldea; se derramaba por el césped ocupándose en deshacer las gotas de rocío; brillaba rojo en los tejados; penetraba en las copas de los árboles trasformándolos en enormes globos de trasparente esmeralda. ¡Allá va Flora! El camino estrecho que conduce desde la casa de D. Félix á la Bolera, tapizado por entrambos lados de zarzamora, está solitario. Mas una legión de ninfas y de amores que retozan en aquel instante por la pomarada de D. Félix asoman su cabeza por encima de las paredillas y de las zarzas que la recubren para contemplar á la gentil aldeana, señalan con el dedo sus labios de cereza, sus ojos negros brillantes, su marcha airosa, cuchichean y sonríen. ¡Allá va Flora! El Céfiro, recordando los encantos de su esposa inmortal que llevaba el mismo nombre, cree verlos reproducidos y se estremece de gozo, tiembla en sus labios, acaricia con suavidad sus mejillas tersas, se introduce entre sus rizos negros y los agita blandamente sobre la frente.
Al desembocar en el Campo de la Bolera, cuyo borde lame el riachuelo de Villoria, tiene un encuentro. El capellán D. Lesmes venía de este pueblo caballero en una jaca torda, linda y briosa. Era D. Lesmes, como ya sabemos, hombre apuesto, se hallaba en la flor de la edad y era además fachendoso, y sobre todo galán y enamorado. No es maravilla, pues, que al ver á la aldeana hiciese parar en firme á su caballo y pusiera cara de pascua.
—Buenos días, Florita, buenos días. No esperaba yo antes de llegar á casa tan feliz encuentro. Pero Dios es muy bueno y cuando menos se piensa favorece á sus criaturas.
—¡Qué criaturita de Dios!—exclamó Flora riendo con malicia.
—De Dios soy, hija mía, pero también quisiera ser tuyo.
—¡Virgen! ¿Y qué iba á hacer yo con usted si fuese mío?
—Cuanto quisieras, hermosa. Ningún corderito de ocho días sigue á su madre con más afán que yo te seguiría.
—¿Balando y todo?
—Balando también—respondió el tonsurado después de titubear un instante.
—Pues principie usted ahora, á ver cómo lo hace.
—¡Oh, qué mala! ¡qué mala eres, Florita!—exclamó acariciando al mismo tiempo con la punta de su látigo la mejilla de la joven.—¿Vas al río?
—Al río voy.
—¡Quién fuera trucha para morderte una pantorrilla y chupar esa sangrecita dulce! ¡Quién fuera anguila para deslizarme entre tu ropa y registrar tus secretos!... Pero no... ¡Quién fuera ratón para ir ahora mismo á tu cuarto y esperarte allí y salir por la noche para soplarte al oído!
—¡Madre mía!—dijo la aldeana riendo.—¡Pues no quería usted ser pocos animales: cordero, trucha, anguila, ratón!... ¡ni el arca de Noé!
Es posible que Flora no supiera todo lo linda que era. Es posible igualmente que lo supiese demasiado bien. Pero lo que no puede dudarse es que D. Lesmes quedó en aquel instante tan profundamente convencido de ello que se puso serio de repente, dejó escapar un suspiro y acariciando con su mano temblorosa el cuello de la jaca exclamó:
—¡Ay, Florita, qué hermosa... qué hermosa eres!... ¿Estarás muchos días en Entralgo?
—Algunos todavía.
—Pues cuando menos lo pienses vendré por la noche á llamar á tu ventana... Adiós, Florita; adiós, botón de rosa... adiós, clavel de Italia, ¡adiós! ¡adiós!
Y D. Lesmes descargó su emoción hincando las espuelas á la jaca, que botó como una pelota y se alejó brincando con fragor por la calzada pedregosa.
Flora permaneció un instante inmóvil contemplándole con ojos risueños y triunfantes. Luego, haciendo un gracioso mohín de desdén, se volvió y emprendió de nuevo su camino.
Cuando se hubo acercado al riachuelo tendió la vista á ver si había llegado Demetria. No la vió por allí. Entonces siguió un instante por sus orillas, sombreadas de avellanos, hasta el paraje más oculto y umbrío, donde solían lavar las doncellas de Entralgo cuando en el verano los rayos del sol quemaban demasiado. Allí la encontró. Acababa de llegar y tenía depositado en tierra su cesto de ropa sin haberlo tocado todavía. Flora hizo lo mismo con el suyo, y después de haber cambiado algunos besos cariñosos, charlando alegremente, comenzaron su tarea. Sacan todo aquel lienzo, lo sueltan en el remanso que el arroyuelo hacía, se despojan de la falda, de los zapatos y las medias, del pañuelo; se quedan medio desnudas con el blanco seno y los brazos al descubierto. Y tomando de aquel montón de ropa flotante cada cual una prenda empiezan á sacudirla, á frotarla, á estrujarla y también por intervalos á azotarla contra la piedra lisa que cada una tenía delante. La charla no se interrumpe ni cuando oprimen la ropa, ni cuando la empapan en jabón ni cuando la sueltan para que el agua la bañe. Pero cuando se hace más íntima, más discreta es en los cortos momentos de respiro, cuando las nobles doncellas se yerguen para hacer descansar sus brazos y sus piernas entumecidas. Entonces se hablan al oído y sonríen mientras el arroyo cristalino besa con placer sus pies desnudos.
Mas he aquí que Demetria se va quedando grave sin saber por qué, grave y pensativa. Flora lo advierte y le pregunta el motivo. Tarda en responder la zagala. Al cabo desahoga su pecho y le cuenta sus inquietudes, sus tristezas engendradas por las palabras que se le escaparon á su hermano Pepín el día del Carmen. Verdad que estas palabras llovían sobre mojado. Por eso sin duda le habían causado impresión tan honda.
Flora se apresuró á tranquilizarla. Todo aquello no era más que envidia, cuentos y chismes que debía despreciar. Y en último resultado, aunque fuese, verdad ¿por qué se apuraba tanto? Lo de la Inclusa no tenía visos de ser cierto por ningún lado que se mirase. El tío Goro y la tía Felicia, siendo jóvenes y esperando todavía familia, no estaban necesitados en aquélla época á sacar de la Inclusa una niña para adoptarla. En todo caso lo probable sería que fuese la hija de algunos señores que la hubieran dado á criar á personas de su confianza.
Decía esto Flora porque hacía ya tiempo que tenía sospechas vehementes del origen de su amiga. Á ésta no la consolaban, sin embargo, tales palabras. Amaba tanto á los que siempre había llamado padres que la idea de que no lo fuesen la llenaba de dolor.
Flora también quedó silenciosa al cabo. Ambas prosiguieron un buen rato su tarea sin decirse palabra. Al cabo aquella levantó la cabeza y sonriendo maliciosamente exclamó:
—¡Si será verdad lo que dijo la tía Rosenda, la noche de la lumbrada!
Demetria ya no se acordaba; la miró sorprendida.
—Sí, que tú y yo nos parecemos en la historia... Porque yo también sospecho que no soy lo que parezco—añadió ruborizándose.
Demetria, profundamente interesada, olvidándose en un punto de sí misma, la instó para que se explicase. La gentil morenita se hizo de rogar. Le daba mucha vergüenza manifestar quién sospechaba que fuese su padre.
—¡Aciértalo, aciértalo!—le decía á su amiga riendo.
—¿Pero cómo?—exclamaba ésta.
—Verás... voy á darte las señas... Es un caballero, no es un aldeano... guapo... rico... Tú le conoces.
Demetria permaneció un instante pensativa.
—¿D. Antero?—preguntó al cabo inocentemente.
Flora soltó una carcajada.
—¡Pero, niña, tú no estás sana de la cabeza! Si don Antero tendrá unos treinta años y yo voy á cumplir diez y ocho... ¿Me había de tener á los doce?
Demetria se puso colorada.
—Es más viejo que D. Antero—prosiguió Flora—y es más rico también... y más llano... y más campechano y amigo de los pobres...
—¿Es de Laviana?
—Sí, de Laviana.
—¿Es de la Pola?
—¡Anda! Si te digo eso ya lo tienes acertado... Pero, en fin, te lo diré, pues de otro modo llevas traza de no acertarlo en la vida... No, no es de la Pola.
Demetria volvió á quedar pensativa. Dibujándose al cabo una sonrisa en sus labios de coral, preguntó tímidamente:
—¿El capitán?
Flora bajó la cabeza sin responder y se puso á restregar con furia la prenda que tenía entre las manos. Ambas permanecieron silenciosas. Al fin Flora, sin levantar su rostro y con voz un poco temblorosa, dió cuenta á su amiga de los motivos que tenía para sospechar que era hija de D. Félix. Jamás había oído el nombre de su padre. Sabía que su madre la había dado á luz en Castilla, pero había ido allá en cinta ya. Era soltera. Si algún labrador fuese su padre, tendría que ser de Laviana y no dejaría de saberse... Luego, una vez, siendo niña, estando en la cama, oyó hablar á sus abuelos, que la creían dormida, y por ciertas palabras vino á sospechar que recibían dinero del capitán á causa de la niña. La niña no podía ser más que ella... Luego, D. Félix la trataba con tal afecto...
La linda morenita se entretuvo largo tiempo á contar pormenores, la mayor parte de ellos pueriles. Mas no por eso los escuchaba Demetria con menos atención.
Cuando más embebidas se hallaban en su plática novelesca suena fuertemente el emparrado de avellanas que las resguardaba. Aparecen de improviso en aquel recinto dos negras y siniestras figuras, las de aquellos dos mineros que ya conocemos, Plutón y Joyana. Flora da un grito penetrante y corre desalada por la margen del riachuelo. Demetria queda inmóvil y pálida y clavándoles una mirada colérica les pregunta:
—¿Quiénes sois y qué venís á hacer aquí?
—Somos dos lobos y venimos al olor de la carne—responde cínicamente Plutón clavando una mirada codiciosa en el alto pecho de la doncella.
Ésta se apresuró á abrochar la camisa y respondió con acento de soberbio desdén:
—Si no sois lobos, no parecéis hombres con esas caras negras de infierno.
En efecto, los dos compadres acababan de salir de la mina y venían embadurnados de carbón.
Flora, avergonzada de su cobardía, viendo á Demetria hablar con ellos, volvió sobre sus pasos.
—¡Qué diablo de hombres!—exclamó riendo.—Me habéis asustado.
—De poco te asustas, morena—dijo Joyana acercándose á ella para saciar mejor sus ojos lúbricos. Y poniéndose almibarado, añadió:—Tú sí que me tienes á mí asustado y encogido y muerto con esa carita de cielo y ese garbo y esa sal que derramas...
—¿Que derramo sal?... Prueba esta agua y verás cómo no está salada—repuso la traviesa niña tomando un poco del río con el hueco de la mano.
Joyana quiso probarla, en efecto, pero antes que lo efectuase Flora se la arrojó á la cara. Con esto el minero se alegró mucho más y sonreía haciendo muecas de mono.
—Oye, Plutón: ¿no es verdad que apetece comerse esta manzanita colorada sin mondarla siquiera?
—¡Ay, Plutón!—exclamó Flora soltando una estrepitosa carcajada—¡Ay, Plutón! ¡qué gracia!... ¡Toma, Plutón!... ¡aquí, Plutón!
Y se retorcía de risa, dándose en las rodillas con las palmas de las manos.
—¡De qué te ríes tú, bestia!—profirió el designado por aquel nombre mirándola iracundo.
Flora no hizo caso alguno de su cólera y siguió riendo á boca llena. Por fin dijo:
—Me río porque D. Félix tuvo hace algunos años un perro que se llamaba como tú... Por cierto que rabió y Regalado le mató de un tiro.
—Pues yo, sin rabiar, si te descuidas te voy á clavar los dientes—manifestó Plutón echándole una mirada torva.
—No seas tan valiente—respondió la niña sin perder un punto de su alegría.—¿Y por qué te llaman Plutón? Ese no es nombre de cristiano.
—Porque les da la gana—respondió el minero secamente.
La verdad que él mismo no sabía el origen mitológico de su mote. Su padre, que era guarda de herramientas en la mina de Arnao, cerca de Avilés, tenía en el fondo de ella una caseta de madera donde solía dormir. Allí sorprendieron los dolores de parto á su madre y allí le echó al mundo. Mr. Jacobi, ingeniero alemán, director de la explotación, hombre letrado y no poco bromista, comenzó á llamarle Plutón por haber nacido debajo de tierra, y Plutón le quedó.
—Parece—siguió después el minero, mirándolas á entrambas con sus ojos de fiera traidora—que no os gustan las caras manchadas de carbón... Os alegran más las que están salpicadas de leche y borona como las de aquellos zotes que os acompañaban en la lumbrada del Carmen...
—¡Podían no gustarnos más!—exclamó con desenfado Flora.—Aquéllos son hombres... y vosotros unos micos.
—Pues á ese zángano que te corteja—profirió Plutón dirigiéndose bruscamente á Demetria—nadie le corta el pescuezo más que yo.
Demetria le miró estupefacta con más sorpresa que indignación. Flora volvió á dar suelta á su risa.
—¿Sabes lo que digo?—manifestó al cabo encarándose con Plutón.—Que si Nolo te coge con un dedo te manda dando volteretas por encima de aquel monte que allí ves y se llama Peña-Mea.
—¡Lo veremos!—profirió el minero con voz ronca.
—Sí, te veremos por el aire y te verán los paisanos del concejo de Aller cuando allá caigas—replicó la traviesa zagala con la misma risa burlona.
Joyana se acercó á su compañero y le habló unas palabras al oído. Los ojos sangrientos de Plutón brillaron con gozo malicioso. Luego se acercaron un poco más á las jóvenes, Joyana hacia Flora, Plutón hacia Demetria. Y haciéndose una seña se arrojaron de improviso sobre ellas sujetándolas fuertemente y aplicando al mismo tiempo sonoros y lúbricos besos en sus mejillas. Á pesar de los rabiosos esfuerzos de las zagalas para desasirse, de sus gritos y de sus insultos, los infames sátiros las estuvieron besando hasta que se saciaron. Y cuando se hubieron saciado las soltaron y se alejaron riendo, mientras ellas, sacudidas por una violenta cólera, agarraban del río enormes pedruscos y se los lanzaban con una fuerza que sólo la indignación y la vergüenza pueden prestar.
Desaparecieron al cabo de su vista por detrás del espeso matorral de mimbreras y avellanos. Quedaron las zagalas un momento inmóviles. Al encontrarse después sus ojos, se dejaron caer una en brazos de otra sollozando amargamente. Desahogada por el llanto su aflicción, notaron que tenían el rostro manchado. Y por un movimiento simultáneo comenzaron á tomar apresuradamente agua del río y á frotarse con tal ahinco que al poco tiempo sus cándidas mejillas quedaron más rojas que las cerezas.
ON Félix Cantalicio Ramírez del Valle descansaba en la fortaleza blindada que tenía por dormitorio pocos días después del suceso que acabamos de narrar. Habían sonado ya las dos de la noche en el reloj con música del salón de arriba, se hallaba en la cama desde las once; y sin embargo sólo había logrado echar un sueñecito de media hora. Le acaecía esto muchas veces. El capitán era hombre de poco dormir, al menos de noche. De día solía echar siestas repentinas y fantásticas donde menos pudiera imaginarse, en el establo cuando iba á inspeccionar el ganado, en la iglesia oyendo misa, y hasta montado á caballo cuando recorría los caminos pedregosos del concejo. Tal molesto trastorno en las horas del reposo le enfadaba mucho consigo mismo, pero infinitamente más con cualquiera que osase ponérselo de manifiesto. Aunque se le viese dormido por el día no había que hacer de ello mención. D. Félix tomaba cualquier advertencia acerca de este punto como un insulto.
Había encendido la luz ya tres ó cuatro veces y tomado entre las manos un tomo de la Historia sagrada; había creído conciliar el sueño otras tantas; pero en cuanto daba un soplo al velón volvía á quedar despabilado. Al fin se resignó á permanecer en esta forma con los ojos abiertos dejando vagar su pensamiento por aquellos asuntos que más le interesaban. Lo que más le interesaba por el momento eran las indemnizaciones que iba á tomar pronto por los terrenos expropiados en Carrio. Al fin no había tenido más remedio que ceder ante la fuerza mayor. Las tierras iban á ser partidas por el ferrocarril minero, y un puñado de oro iba á caer en sus manos. Lo agrio con lo dulce. Porque si D. Félix amaba apasionadamente sus tierras, no amaba con menos pasión el oro. Bastante de este precioso metal tenía escondido dentro de las paredes del desván y en los ángulos oscuros de sus vigas.
También le preocupaba en aquel instante Flora que debía partir por la mañana para Lorío. Aquella aldeanita risueña, cariñosa, traviesa se le iba metiendo por el corazón adentro; le costaba cada vez más trabajo prescindir de ella. ¿Sería cierta la sospecha que la zagala había osado comunicar con su amiga orilla del río? Sí; era cierta. D. Félix, poco después de quedar viudo, había tenido por criada á una muchacha hija de unos arrendatarios de Lorío. Y aunque embargado todavía por el dolor de la pérdida de una joven esposa y adorando su memoria, su temperamento ardiente y exuberante le arrastró á seducir á aquella doméstica. Quedó en cinta. D. Félix, para evitarle la vergüenza envióla á Castilla facilitándole todo lo necesario. Murió allá. El capitán hizo que se trasportase la criatura á Lorío, donde fué criada por los abuelos, á quienes desde entonces protegió con eficacia si no muy ostensiblemente.
Mientras sus hijos legítimos fueron niños, el fruto de su desliz le preocupó poco: lo veía rara vez, porque el amor de ellos llenaba su corazón. Mas al fallecer su hijo Gregorio en Oviedo y al partirse para allá María, la imagen de Flora fué adquiriendo mayores proporciones en el círculo de sus pensamientos. Ya no se limitaba á asentir cuando D.ª Robustiana le proponía llamarla á pasar unos días en Entralgo: él mismo se arrojaba á proponerlo ó buscaba ocasión para ello. El ama de llaves fomentaba esta inclinación porque Flora era con ella tan tierna como respetuosa.
Á D. Félix le pesaba, pues, de su marcha; tanto, que ya buscaba en su cerebro algún pretexto para llamarla de nuevo así que trascurriesen algunos días. Embebido en estas imaginaciones se hallaba cuando sonaron en la puerta dos golpecitos discretos. Dió un salto en la cama y preguntó despavorido:
—¿Quién va?
El capitán era bravo, pero vivía con la perpetua pesadilla de los ladrones. Un día ú otro esperaba el asalto.
—Soy yo, señor, soy yo—dijo una voz de falsete al través de la cerradura.
—¡Ah! eres tú, Robustiana. ¿Qué hay?
—¡Señor, hay ladrones en casa!
El capitán dió un salto mucho mayor y quedó de pie sobre el pavimento. Al fin había llegado el momento supremo; había sonado la hora del combate.
Sin encender luz introdujo la mano por entre los colchones y sacó un enorme fusil de pistón. Después se acercó á la puerta y posando los labios sobre la cerradura preguntó en voz de falsete también:
—¿Dónde están?
—Un hombre saltó la tapia de la huerta; le sentí caer sobre el montón de leña que hay allí arrimado. Me asomé y le vi acercarse á la casa y escalar la pared—respondió D.ª Robustiana por el mismo procedimiento.
—¿Despertaste á Regalado?
—Sí señor, y espera armado con su escopeta á que usted le ordene qué ha de hacer.
D. Félix meditó algunos momentos el plan de batalla. Sentía en aquel momento una viva emoción que acaso no fuera enteramente desagradable. La perspectiva de un combate después de tantos años de paz despertaba sus dormidas energías de soldado. Se creyó, pues, en el caso de apelar á sus conocimientos militares. Hallólos un poco polvorientos allá en un rincón de su cabeza. De buena gana hubiera abierto el antiguo tratado de estrategia que tenía en su librería más polvorienta aún: pero no había tiempo.
—Dí á tu marido—manifestó al cabo con autoridad militar como si se dirigiera á un ayudante de órdenes—que suba al corredor de la parra por si se intenta el asalto por entrambas fachadas. Despierta inmediatamente á Manolete y le das este fusil y que suba al corredor de la cocina de arriba para que, en todo caso, sus fuegos se crucen con los de Regalado. Despierta también á Linón y dale este trabuco y que me siga á la huerta. Yo voy en descubierta para ver si flanqueo al enemigo y le tomo por retaguardia.
—¡Ay, madre mía del Carmen, amparadnos!—exclamó D.ª Robustiana temblando fuertemente con las dos armas en la mano.
—¡Silencio!... Tú y Flora y la criada os encerraréis en el gabinete de atrás y arrimad los colchones al balcón por si alguna bala atraviesa la madera.
—¡Ay, santo Cristo de Candás!
—¡Silencio, te digo!... Despierta á Linón sin hacer ruido... No le chilles... sacúdelo.
D.ª Robustiana se alejó en la oscuridad. El capitán se dirigió á tientas á uno de los rincones, tomó otro fusil y salió al portal. De allí penetró en la gran cocina de los jornaleros, abrió con sigilo la puerta de la huerta y entró en ella. En cuanto dió unos pasos y echó una mirada á la casa, pudo ver á la escasa claridad de las estrellas el bulto de un hombre encaramado en el balcón del cuarto que ocupaba Flora. Acercóse solapadamente hasta ponerse debajo de él y oyó que llamaba suavemente y decía muy quedo: Flora... Florita...
—¡Así Dios me mate si no es D. Lesmes!—dijo para sí D. Félix reconociendo, en el colmo de la sorpresa y la indignación, al capellán de Iguanzo.
Tan inesperado desenlace le llenó de despecho; porque en aquel momento no le hubiera pesado de andar á tiros. Se creyó en ridículo y desairado. Además encontraba altamente ofensiva para él la conducta de aquel sujeto. Así que, sin vacilar, sacó la baqueta del fusil y aproximándose y empinándose cuanto pudo le aplicó un par de palos en las piernas con toda su fuerza. D. Lesmes reprimió un grito y se dejó caer al suelo. El capitán le atizó con igual rabia otros tres estacazos en las espaldas sin proferir una voz. Sin quejarse tampoco los recibió el capellán, y en cuanto pudo se dió á correr como un gamo hacia la tapia y la saltó con agilidad increíble.
En aquel momento llegó Linón con su trabuco y en calzoncillos. D. Félix le metió la boca por el oído para decirle:
—Es un mozo que venía á galantear á Flora.
El adusto Linón sonrió en la oscuridad.
—Ya sé quién es: el hijo de la tía Javiera de Fresnedo—manifestó con su habitual sagacidad.
D. Félix no quiso desengañarle, ni tampoco á Regalado y su mujer, con quienes inmediatamente se reunió. No le pareció bien divulgar la calaverada de un personaje eclesiástico, por más que sólo de un pelo estuviese colgado de la santa madre Iglesia. Así, el pobre Jacinto de Fresnedo cargó de modo real con la culpa de D. Lesmes y de un modo ideal con los palos. Florita se prometió hacerle pagar cara la vergüenza y la molestia que le hizo experimentar.
Terminada de tal modo feliz aquella aventura temerosa, cada cual se volvió á la cama.
—¡Zángano! ¡más que zángano! ¡pendejo! ¡rijoso!... ¿Para qué quieres tú á esta niña? ¿Para casarte? No, porque si sueltas las rentas de la capellanía te mueres de hambre. Para seducirla y reirte de ella después como has hecho con otras, ¿verdad?... Yo velaré, ¡yo velaré, tunante!...
Y en estas disposiciones protectoras, el capitán, en vez de velar, se durmió como un santo.
Eran ya bien las ocho de la mañana cuando se despertó. Lo primero que pensó al mirar el reloj fué que Flora pudiera haberse marchado sin despedirse y llamó en alta voz á D.ª Robustiana. No, Flora aún estaba en su cuarto arreglándose. D. Félix, cuando se hubo retirado el ama de gobierno, abrió su armario, acercó á él una silla, se encaramó sobre ella, sacó algunos legajos y tomó un bote de hoja de lata que había detrás de ellos. Lo abrió, y después de contemplar con emoción su contenido, sacó de él una moneda de oro de ocho duros y volvió á colocarlo en su sitio y á cerrar el armario. En seguida silenciosamente subió arriba y fué al cuarto de Flora.
—Pensaba que te habías marchado sin despedirte de mí, niña—dijo suavizando de un modo sorprendente su voz.—Me desperté tarde contra mi costumbre...
—¡Había de marchar sin decirle adiós, señor!... ¿Qué idea tiene de mí?—exclamó la zalamera morenita anudando sobre la cabeza su pañolito de seda encarnada y retocándose los rizos frente á un espejillo mal azogado.
—Bien... bien... me alegro—repuso D. Félix algo acortado (porque empezaba á sentir cierta cortedad frente á esta muchacha).—Has de decirle á tu abuelo que si uno de los molares está casi inútil, como me mandó á decir, puede renovarlo y que me lo ponga en cuenta. Y que no permita al colono de D. Casiano que tome agua de la acequia, que no tiene derecho á ello. Y que si necesita cortar algún roble para arreglar el estanque puede hacerlo... No te olvides, ¿eh?...
No, no se olvidaría. Tampoco se olvidaba de colocarse bien sobre la garganta la triple sarta de corales y colgarse de las orejas los pendientes de perlas regalo del capitán y estirar con la punta de los dedos los cabos del pañuelo á fin de que cayesen con gracia sobre las sienes.
—Mira, Florita... te voy á hacer un regalo, hija mía... pero no se lo digas á nadie—siguió el capitán con voz levemente alterada.
Y al decir esto llevó mano al bolsillo. Pero en el mismo instante echó una mirada á la calle por el balcón medio abierto y vió á la vieja Rosenda que desde lo alto de su hórreo los espiaba.
—¡Ya está aquella bruja fisgando!—exclamó poniéndose serio.—Ven acá, Florita, ven á mi cuarto.
Y enderezando los pasos hacia la escalera la bajó seguido de la joven y se entró en su cuarto.
—Toma esta media onza—dijo sacando al cabo la moneda de oro del bolsillo.—Es para ti... para ti nada más, para que te compres cintas... confites... lo que quieras. No digas nada á tus abuelos, porque ya sabes, llorando miserias te sacarían los cuartos... ¿Verdad que no?...
Flora hacía signos negativos con la cabeza, pero en el fondo de su alma estaba diciendo: «¡Qué cosas tiene este D. Félix! ¡Cómo voy á negar el dinero á mis abuelos si veo que lo necesitan!»
—Bueno, ahora adiós, hija mía. Has de volver pronto, ¿eh?... cuando recojamos el maíz y haya esfoyaza. Ya te avisará Robustiana... Linón te habrá puesto jamugas en el caballo, ¿verdad?... ¿No?... Bien, bien, ya sé que montas perfectamente, pero ten cuidado, hija, no vayas á caerte. Que te acompañe Manolete de espolista para traer luego el caballo... Adiós, hija, adiós... No te des atracones de avellanas; ya sabes que te hacen daño...
El irascible capitán no sólo parecía un padre en aquel momento, sino una madre tierna y cuidadosa. No se atrevió á darla un beso aunque buenas ganas se le pasaron, pero tomó su linda barba entre los dedos y la acarició. Mas como al hacerlo volviese los ojos, por ese secreto instinto que nos advierte el peligro, hacia la ventana, observó que cruzaba por delante Rosenda. La vieja había dado rápidamente la vuelta á la casa, vió lo que quiso ver y sonrió.
—¡Maldita bruja que Dios confunda! ¡Un día la mato! ¡la descerrajo un tiro!—exclamó el capitán pálido y paseando sus ojos airados por la habitación como si buscase el arma homicida. Flora se había puesto como una amapola.
Al fin se partió para Lorío y D. Félix quedó solo y contra su costumbre un poco melancólico. Vino á sacarle de su tristeza la llegada súbita é inesperada del ganado que tenía pastando en los montes de Raigoso. Este ganado no bajaba definitivamente á invernar hasta los primeros días de Octubre y estábamos en los de Agosto, pero solían traerlo á Entralgo una vez durante el verano para que su dueño viese por sus ojos el estado en que se hallaba y si era necesario dejar alguna res en casa ó venderla.
La entrada triunfal de aquel lindo rebaño, compuesto de cuarenta ó cincuenta vacas con sus crías, era siempre un acontecimiento magno en la pequeña aldea. Al oir sonar de lejos ya las grandes esquilas que llevaban las reses colgadas al cuello, la turba infantil de la población se estremecía; dejaba sus juegos ó las faldas de sus madres y corría al encuentro de la vacada. Luego la seguía con gritos de alegría hasta la plazoleta donde se alzaba la casa de D. Félix.
Huyósele á éste por completo la tristeza del alma al escuchar las esquilas y los mugidos de su ganado. Salió á la puerta con faz sonriente y comenzó á examinar sus vacas y á charlar animadamente con los dos zagalones que las conducían, haciéndoles mil preguntas y encargos. En un momento se reunió allí medio pueblo.
—¡Mira la Cereza, qué gorda viene!—exclamaba un chico.
—Mira la Garbosa; ya tiene una cría—decía otro.
—¡Mirad, mirad la Morica, qué grande se ha puesto! Era una becerra y ya parece una novilla—apuntaba un tercero.
Todos conocían á las vacas por sus nombres y sabían sus cualidades y sus defectos como si fuesen propias.
—¡No te acerques á la Parda, que es muy traidora!—¡Veréis, veréis la Garbosa cómo empieza á hacer de las suyas; ya le está metiendo los cuernos por el vientre á la Salia!
Y no sólo los pequeños, sino también los grandes de la aldea rodeaban el rebaño y daban su opinión con voz sorda y ademán recogido y suficiente, no á gritos descompasados como la plebe menuda. El ganado mugía, se agitaba tropezándose á menudo. Las terneras se empeñaban en mamar á sus madres; los criados las arrancaban prontamente de la teta. El capitán, en medio, acariciando el testuz de las vacas, tomándolas por los cuernos ó pasándoles la palma de la mano por el lomo, gozaba más en aquel instante que César en medio de sus legiones victoriosas. Y los dos grandes perros mastines, Manchego y Navarro, traídos cachorros de Castilla, caracoleaban en torno suyo solicitando también una caricia.
Pero era necesario llevar aquellos animalitos á reposarse. D. Félix dió orden á los vaqueros para que los condujesen á Cerezangos y él también marchó con ellos. Cerezangos es una gran pradera distante menos de un kilómetro de la casa. Está asentada en la falda de una de las colinas que aprietan la estrecha garganta por donde corre el riachuelo de Villoria. Por debajo linda con éste y á su orilla tiene un hermoso soto de avellanos y tilos. Por arriba y por ambos lados se extiende la colina vestida de frondosos castañares. Aquel campo abierto, aquella mancha de un verde claro, contrastando con el más negro de su cinturón selvático, espaciaba la vista y la alegraba. Aquel campo era la finca predilecta del capitán, su regocijo y sus amores. En cuanto ponía los pies en él sentía un extraño fresco en el cuerpo y el alma; se le disipaban inquietudes y penas. No se pasaba día alguno en que no le hiciese su visita. Muchas veces dormía allí su siesta debajo de un tilo, arrullado por el glu glu del riachuelo. Otras veces cuando el sol trasponía por encima de la colina solía tenderse de espaldas sobre el césped y pasar largo rato contemplando los abismos azules del cielo. Entonces se acordaba de su joven esposa, de su hijo Gregorio, muerto en la flor de la edad, creía verlos nadar en el éter sonriéndole, y algunas lágrimas resbalaban suavemente por sus mejillas.
Los criados encerraron el ganado en el establo que había en lo cimero del prado y le dieron pienso. D. Félix asistió con el debido respeto á este acto solemne. Luego dió orden para que se retirasen y volviesen poco antes de ponerse el sol á fin de conducir de nuevo el rebaño al monte. Él permaneció todavía un rato en el establo examinando y acariciando á sus vacas, hablándoles como si fuesen personas y no seres irracionales. Cuando se hubo cansado de ellas, salió por la puerta trasera del establo que se alza sobre un estrecho camino de la montaña, saltó la paredilla de un castañar de su propiedad también, y pico arriba ascendió por él lentamente entre los enormes, copudos castaños que le daban sombra. En lo más tupido y frondoso de este bosque había una fuente que manaba del suelo y formaba hoyo. La opinión de D. Félix, explícitamente declarada en público y en privado, era que no había agua más fina, más clara ni de mejor paladar en todo el concejo. ¡Ay del que osase impugnar directa ó indirectamente esta aserción!
Sentóse á su vera; reposó allí el calor un poco. Cuando le pareció conveniente se alzó, y después de sacar del bolsillo su enorme reloj de plata con estuche de concha, comenzó á descender con el mismo sosiego la vuelta de su casa. Era ya muy cerca del mediodía. El sol brillaba en lo alto enfilando el pico de la Peña-Mea. Como su resplandor era demasiado intenso, el capitán en vez de bajar por medio del prado á Entralgo prefirió seguir la calzada estrecha que lo rodeaba sombreada de avellanos y castaños. Por ella caminaba tranquilo y alegre cuando delante de él se apareció de improviso D. Lesmes caballero en su briosa jaca.
—¡Hola, amigo D. Lesmes! ¡Qué encuentro tan feliz! ¿Cómo á estas horas por aquí?—exclamó en tono jovial y un si es no es burlón.
El capellán se puso colorado hasta las orejas.
—Voy á ver al señor cura de Villoria que me han dicho se encuentra un poco enfermo.
—¡Siempre practicando obras de misericordia!... ¿Y qué tiene el señor cura?
—Pues según parece es un enfriamiento. Dice su sobrino que una de estas noches, sintiendo demasiado calor en la cama, se salió al corredor y se estuvo allí un rato en mangas de camisa... ¡Ya ve usted qué imprudencia!—replicó D. Lesmes reponiéndose instantáneamente, porque era hombre avisado y corrido.
—¡Ya, ya!... Ha sido una temeridad... Desengáñese usted, D. Lesmes, hay que andarse con mucho tiento en eso de ponerse á los balcones, aunque sea en estas noches calurosas.
El capellán enrojeció de nuevo. Para disimular su turbación comenzó á dar palmaditas en el cuello á la jaca, narró con cierta incoherencia los pormenores de la enfermedad del párroco, tales como se los había oído á D. Nicolás el médico la tarde anterior en la Pola. La conversación se prolongó algún tiempo. Hablaron también de las minas de Carrio y del ferrocarril, cuyos trabajos estaban comenzando. Mas por muchos esfuerzos que hacía no lograba D. Lesmes adquirir aplomo. Entre ambos interlocutores flotaba como una nube el recuerdo de la paliza de la noche, y este recuerdo alegraba maliciosamente los ojos del capitán y entristecía y avergonzaba los suyos.
Por fin se despidieron. El capitán prosiguió su camino con cara de risa murmurando:
—¡Vaya unos baquetazos lindos que te has ganado esta noche! ¡Vuelve por otros, tunante!
El capellán lo siguió con torvo semblante y rechinando los dientes decía:
—¡Maldita sea tu estampa! ¡Algún día me las pagarás, viejo estúpido!
Al atravesar el puente y entrar en el Campo de la Bolera, tropezó D. Félix con Maripepa que iba con un jarro de barro negro á la fuente. Estaba tan alegre que la detuvo y se puso á charlar con ella. Pero la coja no se hallaba de tan buen humor. Al instante comenzó á llorar hilo á hilo quejándose amarguísimamente de su hermana Pacha, que aquella noche la había castigado con inusitado rigor en su misma cama, sólo porque Regalado había ido á tocar la flauta delante de su casa.
—Unos azotitos, ¿verdad?—preguntó D. Félix pugnando por no reir.
—No; azotes no—respondió inocentemente la coja.—Me ha tirado del pelo, me ha dado de bofetadas y me ha pellizcado los brazos.—Mire usted, mire usted qué verdugón me ha hecho.
Y remangándose la camisa mostró en efecto en su brazo negro y rugoso una mancha morada.
—¡Tanto no; es un exceso!—manifestó D. Félix;—pero unos azotitos de vez en cuando no te vienen mal porque eres una chica muy coquetuela.
—¡Que no, D. Félix, que no!—exclamó la coja rebosando ya de gozo.—Nunca he sido coqueta... Si los hombres vienen detrás de mí, ¿tengo yo la culpa? ¿Cómo voy á impedir que me digan alguna tontería al pasar ó que se planten delante de casa por la noche?
—Pero tú les echas unas ojeadillas muy provocativas, y ¡claro! ellos acuden á la miel.
—Nada de eso. Les miro sin intención ninguna, ¡bien puede usted creerme!
Con la sonrisa de vanidad triunfante que contraía su boca desdentada, Maripepa estaba tan horrible que don Félix necesitó volver la cara y proseguir rápidamente su camino para no soltar la carcajada.
En esta disposición alegrísima llegó á su casa. Delante de ella, sentado bajo el corredor emparrado, con el sombrero en la mano y sudando como lo que era, como un buey, estaba el actuario D. Casiano. Cerca de él Regalado. Alzóse rápidamente al ver al capitán, adelantóse á él y lo estrechó contra su pecho ciclópeo como solía hacer este cíclope con los individuos de la raza humana, más débil que la suya, cuando quería demostrarles su benevolencia. Al mismo tiempo estallaba siempre sin saber por qué en sonoras, bárbaras carcajadas; quizá para dar algún desahogo al aliento todopoderoso de sus pulmones. D. Félix se dejó abrazar con más resignación que otras veces, y antes de enterarse de lo que allí le traía dió orden á Regalado para que hiciese traer unas botellas de sidra. Observó que el rostro de éste, contra su costumbre, no estaba alegre, sino sombrío; pero no hizo alto en ello. Tampoco el de D.ª Robustiana, que acompañó á la criada cuando vino á servir la sidra, expresaba como otras veces un humor jovial y sereno. Entonces sospechó que algún disgusto había ocurrido entre los cónyuges. Pero le llamó la atención el que Manolete, Linón, la criada, todos cuantos por allí andaban se mostrasen serios y hasta airados.
—¿Y qué es lo que le trae á usted por Entralgo con este calor, D. Casiano?—preguntó el capitán cuando hubieron bebido el primer vaso.
—¡Qué diablo! ¡qué diablo!... ¡Vaya con D. Félix! ¡Y qué bueno está! No pasan días ni años por él.
Pronunciando estas palabras, quiso de nuevo abrazarle; pero D. Félix, que empezaba á sentirse vagamente inquieto, rehuyó el abrazo. Ambos estaban en pie. Las botellas y los vasos descansaban sobre el poyo de piedra que rodeaba el nacimiento de la parra.
—Por supuesto á algún negocio lucrativo, ¿eh? ¡Desgraciado el paisano que caiga en poder de tal lupus rapax!
—¡Oh! ¡oh! ¡oh! ¡Qué mala idea tiene usted de nosotros, D. Félix!... No soy lupus, sino agnus Dei...
Y riendo se escanció bonitamente tres ó cuatro vasos de sidra, y uno en pos de otro dándose casi la mano los introdujo en las inmensas oquedades de su vientre, donde apenas se notó su presencia.
El capitán empezó á sentirse más inquieto. Ya sabemos que era hombre de poco aguante. Antes que don Casiano se llevase á la boca el vaso lleno que tenía en la mano le dijo con ímpetu:
—Pero vamos á ver, hombre, acabe usted de una vez, ¿qué diablo le trae á usted por aquí?
El actuario bebió el vaso de sidra con toda calma, lo depositó igualmente en el poyo, sacó el pañuelo y se limpió la boca tres ó cuatro veces con más sosiego aún bajo la mirada impaciente de D. Félix.
—Usted habrá oído hablar de una sociedad establecida en Gijón que se llama Unión Carbonera...
—No señor ni gana—respondió el capitán con su acostumbrada viveza.
—Es una sociedad muy respetable, compuesta de personas de posición, que se dedica á la explotación de minas...
—Sí, de minas y tontos... Todas esas sociedades son pillería.
—¡No! ¡no, D. Félix!—exclamó el actuario inflando los carrillos y abriendo mucho los ojos.—Ésta es muy respetable.
—Bueno, es una pillería respetable. Adelante.
—Pues esa sociedad—prosiguió D. Casiano, no sin sacudir antes con severidad su cabeza de troglodita—tiene denunciados hace años dos cotos mineros en Laviana, uno en Tiraña y otro en la cuenca del río de Villoria... Y es el caso que ahora quiere empezar la explotación de este último ampliando la línea férrea de Carrio hasta Villoria...
D. Casiano se detuvo.
—Adelante, hombre, adelante—exclamó con impaciencia D. Félix.
—Para ello es necesario entenderse con los dueños de las fincas que atraviese, comprarlas... ó indemnizarles de los perjuicios causados...
Otra vez se detuvo.
—¡Adelante! ¡adelante!
—Y al parecer, la línea debe pasar por el medio de su finca de Cerezangos...
El capitán saltó como si le hubiesen clavado un alfiler.
—¿Qué está usted diciendo?
—El ingeniero así lo ha manifestado á la sociedad y ésta me ha comisionado á mí para que me entendiese con usted—expresó el actuario con alguna vacilación—observando el efecto desastroso que sus palabras habían causado á D. Félix.
—¡Pues yo le digo que me río de esa sociedad, de ese ingeniero y de usted que me viene con semejantes embajadas!—exclamó aquél, aunque sin reirse como afirmaba, sino presa de un furor insano.
—Yo no hago más que cumplir un encargo, D. Félix... La sociedad quisiera entenderse con usted en buena armonía...
—¡Le digo á usted que me río de esa sociedad!—gritó D. Félix enteramente descompuesto.
D. Casiano, que estaba en pie, se dejó caer sobre el asiento turbado y abatido.
—Serénese usted, D. Félix... Serénese usted y hablemos en razón—articuló trabajosamente.
—¡Estoy sereno! ¡perfectamente sereno!... ¿Cuándo me ha visto usted perder la serenidad?—vociferó el capitán echando espumarajos por la boca.
—La empresa antes de acudir á la expropiación forzosa... está dispuesta... está dispuesta á dar á usted mucho más de lo que vale.
—¡Dígale usted á la empresa que se meta todo su dinero donde le quepa!...
—Es que...
—¡Es que nada! Hemos hablado ya bastante.
D. Félix hizo un gesto perentorio para imponer silencio y empezó á dar paseos por la plazoleta con la violencia de fiera enjaulada. De vez en cuando salían de su boca temerosas interjecciones y de su nariz resoplidos más temerosos aún. Regalado, los criados y algunos vecinos que por allí cruzaban le contemplaban con asombro y respeto. De vez en cuando dirigían miradas de odio al insolente que le había puesto en tal estado, al mísero D. Casiano. Éste con la cabezota baja maldecía interiormente del instante en que había aceptado semejante comisión.
D. Félix se detuvo repentinamente delante de él y tomándole por la solapa y sacudiéndole le gritó con frenesí:
—¿Sabe usted lo que le digo?... ¡Que antes que un hidepu.. de esos ponga un pie en Cerezangos le meto quince balas de plomo en la cabeza!
Si algún cetáceo supo alguna vez lo que era el miedo, fué D. Casiano en aquella ocasión.
UNQUE se sentó á la mesa no pudo comer. La cólera se le trasvertía de tal modo que no había lugar para que pasase el alimento. Á duras penas pudo D.ª Robustiana lograr que sorbiese una taza de caldo. Se alzó de la silla, bajó á su cuarto, atolondrado, confuso, sin saber qué partido tomar ante aquel alud que se le venía encima, aquella gran desgracia. Porque tal consideraba la profanación de su retiro ameno y deleitoso.
El capitán era más expedito de corazón que de inteligencia. Por eso, después de pasar cerca de una hora prensándose la cabeza, no halló arbitrio mejor en aquel aprieto que ir á consultar el caso con su primo César, uno de «los pocos sabios que en el mundo han sido», el octavo de la Grecia, á no haberse retrasado algunos siglos su nacimiento.
Tomó, pues, su bastón, se despojó del gorro sustituyéndolo con un sombrero blanco de fieltro y sin querer que ensillaran el caballo, porque su extrema agitación le impelía á caminar, emprendió el viaje de Villoria seguido del fiel Talín. Este Talín era un perrillo de color canela, nada grande, nada bello, nada inteligente, pero más impetuoso aún y casi tan magnánimo como su amo. Fué siempre su humor caprichoso y fantástico y por él se había dejado arrastrar á simpatías injustificadas y á antipatías más injustificadas aún que ocasionaran no pocos disgustos en la casa. Pero con la edad, pues era ya un viejo can, este humor se había exacerbado de modo increíble. Sus manías se habían convertido en verdaderas chocheces. En el pueblo se murmuraba bastante de él. En realidad no faltaba motivo para ello. Porque si bien jamás había sido confiado y cariñoso, hasta los últimos tiempos no llevó sus recelos al extremo ridículo de no consentir que la persona que hablase con su amo moviese poco ó mucho los pies. Como si meditase que los enemigos declarados no había que temerlos, pues el capitán daría buena cuenta de ellos, pero había que vigilar mucho á los que se presentaban con cara de amigos, así que uno de éstos se acercaba á D. Félix y le estrechaba la mano y se ponía á conversar con él, ya estaba Talín con ojo avizor. Se colocaba cerca de su amo, con la mirada fija en los pies del interlocutor. En cuanto éste descuidadamente los movía, se arrojaba sobre ellos y le hincaba los dientes desgarrándole el calzado y algunas veces la piel. Puede imaginarse el susto del buen hombre y el brinco que daría. D. Félix montaba en cólera, arrimaba un puntapié al indecente perro, le llenaba de denuestos, le arrojaba de su presencia. Todo inútil: á la primera ocasión, Talín se mostraba igualmente suspicaz y grosero.
Pues ahora caminaba delante con las orejas hacia atrás y el rabo tieso, mirando á menudo á su amo con ojos donde á la alegría natural que le producían las excursiones se juntaba cierta extraña inquietud. Lo mismo le acaecía siempre que á su amo se le antojaba ir á Villoria. Y había motivo para ello. El perro del mayordomo del marqués era su enemigo desde hacía largo tiempo. No podía pasar por delante del palacio, fuese de día ó de noche, sin que se arrojara sobre él como un tigre hircano. Talín no pensaba haberle dado pretexto para un odio tan encarnizado. En otro tiempo habían sido amigos. Sin saber por qué, de la noche á la mañana la amistad se trocó en aborrecimiento. Este cambio brusco, inesperado, le llenó de asombro y dolor. Porque si bien entre los hombres es frecuente, entre los perros no lo es tanto. Y no sólo se le declaró enemigo irreconciliable, sino que logró arrastrar á otro sujeto con quien no había tenido en la vida reyerta alguna, el perro de Tomasón el molinero. Tanto le odiaba el uno como el otro. No sorprenderá, pues, que Talín caminase nervioso como su amo, aunque por diferente motivo.
La estrecha cañada por donde corre el riachuelo de Villoria es de una belleza encantadora. Las colinas que la forman verdes, cubiertas á trechos de árboles. El río desciende tan pronto suave como rumoroso, pero siempre límpido. El camino sombreado de avellanos. Algunas veces la cañada se ensancha un poco, y entonces entre el camino que sigue pegado á la falda de la colina y el río queda cierto espacio que se prolonga formando una pradera más larga que ancha. Todas estas praderas pertenecían al marqués de Camposagrado y eran los pedazos de tierra más fértiles de la comarca. D. Félix las admiraba: se le hacía la boca agua cuando pasaba cerca de ellas: hubiera dado tres veces su valor por adquirirlas. Pero aún más las admiraba y las veneraba su criado Manolete. Ninguno más aficionado que él á los prados feraces entre los bípedos y acaso entre los cuadrúpedos. ¡Cuántas veces había insinuado á su amo que tratase de comprar estos prados! Imposible: el marqués no pensaba en venderlos.
Con poco más de media hora de camino dió nuestro capitán en el lugar de Villoria. Á Talín le temblaban las carnes de pasar por delante de la casa del marqués. Pero al fin pasaron y ¡oh dicha! nadie se metió con él. Su enemigo dormía ó no estaba en casa. Cuando salieron por el otro extremo de la aldea comenzó á correr alegremente y dando brincos sin pensar en la vuelta. Mas he aquí que unos cien pasos más allá, al revolver de la colina, divisa en un maizal á sus dos enemigos. Y es lo peor que también ellos le divisaron y en cuanto le divisaron emprendieron hacia él una carrera vertiginosa. Talín por su parte apretó los pies de tal modo que por mucho que corrieron aquellos bandidos no lograron darle alcance. Volviéronse mohinos al cabo de algún tiempo y al tropezar con el capitán su despecho les incitó á gruñirle; pero éste alzó el bastón de modo tan airado que huyeron sin realizar su propósito. ¡Para bromitas estaba nuestro hidalgo!
Un poco más allá de Villoria dejó la orilla del río y tomando un caminito de montaña, capaz sólo para las carretas del país, comenzó á subir la colina en dirección á Arbín. La cuesta era agria, pero no muy larga. Antes de un cuarto de hora tropezó con las tapias de la pomarada de su primo. Siguió pegado á ella algún tiempo y dió pronto con la casa que estaba en lo más alto.
La posesión de D. César no era grande ni feraz. Los terrenos de las colinas no son como los del valle, regados por todas las aguas que de ellas bajan. Pero estaba tan admirablemente cuidada, que alegraba la vista y daba mayores rendimientos que las mejores del llano. Y esto no por otra causa sino porque su dueño era el agricultor más inteligente de Laviana y aun de todo su partido. ¡Quién lo diría de un hombre tan aficionado á los placeres urbanos y á las artes imitadoras! La necesidad hace ley. D. César, nacido para los salones y las academias y los teatros, nunca había poseído medios de vivir en la capital. Su hacienda era corta; la posesión de Arbín y pocas más fincas en Villoria que le rentaban algunas fanegas de trigo. Por eso se aplicó con ahinco al cultivo de sus tierras, alcanzando pericia envidiable. Su pomarada, con ser más pequeña que la del capitán, producía doble cantidad de sidra: su huerta era rica como ninguna en frutas sazonadas, en legumbres y hortalizas. Vendía la sidra á los taberneros de la Pola y Langreo y vendía también los sobrantes de la huerta. Hasta tenía tiempo y humor para cultivar un número crecido de flores que eran el asombro y regocijo de las doncellas de Villoria.
Al poner el pie en la plazoleta que había delante de la casa, dos perros salieron furiosos ladrando.
—¡Quieto, Faón! ¡quieto, Safo!—gritó el capitán.
Los perros helénicos comprendieron que no era un bárbaro quien osaba pisar el suelo sagrado de la Hélade, lo reconocieron y le rindieron acatamiento moviendo el rabo. Al mismo tiempo Talín se acercó á ellos y cambió con Faón un saludo amical rozándole el hocico. Faón jamás había sentido celos de Talín, quizá porque la figura de éste no podía inspirarlos, quizá también porque ya estuviese hastiado de su ardiente amiga y meditase abandonarla.
La casa del señor de las Matas era de piedra amarillenta y carcomida, cuadrada, de un solo piso; grandes balcones de hierro forjado, enorme puerta claveteada formando arco; más antigua y más señorial que la de don Félix, pero también más pobre. En una de sus esquinas tenía el escudo y en el centro sobre la puerta de entrada una hornacina donde en otro tiempo, según los viejos, había estado un guerrero de piedra. D. César lo había sustituído por otra estatua de piedra también que le había regalado su amigo el canónigo de Oviedo. Esta escultura representaba un hombre barbado y vestido de larga túnica con un libro abierto en una mano y un compás en la otra. Era el conocido personaje emblemático que simboliza la Arquitectura; pero nuestro hidalgo quiso que representase á Sócrates y le puso este nombre encima y debajo el siguiente dístico:
Aunque la ingrata patria tus afanes no premie |
Al compás de tus obras siempre atiende. |
Bien sabía D. César que Sócrates no había escrito obra ninguna, pero se valía de este ardid retórico para expresar la influencia que los altos pensamientos del filósofo habían ejercido, justificando de paso los objetos que tenía en las manos.
Traspuso D. Félix la puerta y no viendo á nadie subió la escalera sin llamar, como quien tiene derecho á ello. Halló á su primo sentado en viejo sillón de cuero con un libro en la mano, esto es, en su posición natural de sabio. En el momento de sorprenderle, sus labios finos se plegaban en una sonrisa irónica. Pero al levantar los ojos y ver á su primo, aquella expresión maliciosa se trocó en otra de cordial alegría. Alzóse vivamente del asiento y vino á abrazarle.
—Salud, primo; soldado valeroso en otro tiempo, hoy rico propietario de esta comarca. Largo tiempo hace que esta humilde morada no ha tenido el honor de cobijarte.
D. Félix correspondió de buen grado á tan cariñoso saludo haciendo esfuerzos por sonreir.
—Estabas leyendo... Te he interrumpido, ¿verdad?
—Un deudo de tu valía no es importuno jamás. El libro que tenía en la mano puedo tomarlo y dejarlo cuando se me antoje; pero á ti, primo querido, sólo te tomo cuando te quieres dar... Leía en este momento los Acarnianos de Aristófanes y me reía viendo de qué modo el poeta pinta á Pericles lanzando como Júpiter rayos y relámpagos que van á trastornar la Grecia. Ya Cratinos le llamaba humorísticamente «el padre de todos los dioses».
—Tú gozas siempre que encuentras alguna palabra contra el Olímpico. Me parece que llevas el odio demasiado lejos. Pericles, aunque disipó los tesoros de Atenas y contribuyó á su corrupción, me ha dicho el cura de la Pola que vivía con modestia y frugalidad, retirado de la sociedad, renunciando á los placeres; y que en los cargos que le confiaron mostró un desinterés y una probidad inalterables.
El capitán era también enemigo de Pericles. D. César había logrado arrastrar en su odio á todos sus parientes y amigos íntimos. Pero la disposición colérica en que ahora se hallaba le impulsó á llevar la contraria á su primo.
—¡Pura comedia!—exclamó éste exaltándose.—Su reserva, su exterior modesto y su andar pausado eran un papel aprendido y bien desempeñado para embaucar al pueblo de Atenas, á ese Demos bobalicón que pinta Aristófanes en los Caballeros, como un viejo irascible y sordo que se deja conducir por los charlatanes... ¡Frugalidad!... ¡desprecio de los placeres!... ¡Que se lo pregunten á la milesiana Aspasia!... Pericles fué un corruptor en todos los órdenes, un tirano que saqueó indignamente á los aliados para recrear á los atenienses y tenerlos propicios... Ya sé... ¡ya sé!—añadió con voz sorda y temblorosa—que se ha dicho por ahí que yo era partidario de los peloponesos... ¡Es una vil calumnia! Jamás he pertenecido á la Liga ni tuve conatos de acercarme á ella. Yo no hubiera firmado la vergonzosa paz de Antálcidas aunque me cortasen la mano derecha... Puedes decírselo así al señor cura de la Pola que de poco tiempo á esta parte encuentra tan admirable á Esparta—añadió sarcásticamente.—Y puedes recordarle también las sangrientas palabras de Plutarco: «Por la batalla de Leuctres había perdido la preponderancia; mas por la paz de Antálcidas perdió el honor».
No quiso D. Félix llevar más adelante la contraria á su primo viéndole irritado. No tenía interés en ello porque era, como se ha dicho, más bien enemigo que amigo de Pericles, aunque sólo de oídas conociese al Olímpico. Sabía medianamente el latín y conocía un poco la historia de Roma, pero la de Grecia ni saludarla siquiera.
—Bueno, dejemos á los griegos y vengamos á los españoles. Yo tenía que consultar contigo un asunto y para eso he subido hasta aquí.
D. César se serenó de pronto. Era el hombre más apacible de la tierra siempre que no se tocase á su enemigo.
—¡Me gusta tu franqueza!—exclamó riendo.—No puedes negar que eres un veterano de la Independencia. Tienes la misma pasta que los vencedores de Maratón y de Platea. Mas por Júpiter, que no te dejo hablar otra palabra si no consientes en reposar un poco el calor y tomar algún corto refrigerio.
Cedió de buen grado D. Félix, porque se hallaba un poco cansado y hambriento. El señor de las Matas llamó con las palmas de la mano. No tardó en presentarse una zagala, ni hermosa ni limpia, que le servía para aderezarle la comida, cuidar y ordeñar su única vaca, llevar el rocín á beber y darle pienso, etc., etc. Porque nuestro hidalgo no tenía otro servidor. La huerta y la pomarada él las cuidaba con sus propias helénicas manos. Cuando necesitaba ayuda se la pedía á algún vecino que por corto estipendio, y á veces sin él, se la prestaba.
Por eso la sala en que ahora estaba leyendo dejaba mucho que desear en cuanto al aseo. Los muebles antiquísimos y polvorientos, el suelo desigual y polvoriento, los libros rugosos y polvorientos también. Poseía D. César un número considerable de volúmenes, aunque ninguno había salido de los tórculos menos de dos siglos antes. Pero nuestro hidalgo los amaba como si se hallasen en la frescura de su juventud.
Tardó poco la mozuela, que no se llamaba Amarilis, ni Mirtale sino Pepa, en traer un tarro de miel, un queso, pan moreno de la tierra y vino de Castilla. La miel era de las colmenas que cerca de la casa poseía D. César. Éste sostenía que era más dulce y más fragante que la del Himeto, cosa que nadie se cuidaba de poner en duda en Laviana.
Cuando el capitán hubo comido según sus deseos, que ya los tenía vivos, su primo le ayudó á beber la botella de vino blanco de la Nava, no sin antes dejar caer algunas gotas al suelo en honor de los dioses. Era su costumbre siempre que libaba. Sorprendía un poco á los que con él se hallaban; pero D. César nunca dió explicación de este proceder, quizá por temor de que lo echasen á broma, quizá también por el desprecio real que sentía hacia los bárbaros.
Salieron por fin de casa y entraron en la huerta. Allí tuvo ocasión una vez más D. Félix de admirar la habilidad y profundos conocimientos de su primo en materia de horticultura. ¡Qué orden! ¡qué cuadros de coles rozagantes y frescos! ¡qué esparraguera deleitosa! ¡qué primor de albaricoqueros y cerezos colocados en espalera! No se hartaba el buen capitán de examinarlo todo y de hacer preguntas y preguntas, aspirando con ansia á penetrarse de aquel arte supremo, pero bien persuadido de que jamás lo lograría. Respondía el señor de las Matas con amable condescendencia y la misma convicción. Porque sabido de antiguo tenía que su primo era un excelente ganadero, pero nada más que mediano hortelano.
De la huerta pasaron á la pomarada y aún fué mayor la alegría y la admiración de D. Félix al verse entre aquellos manzanos tan finos y peinados como elegantes damiselas. No eran como los suyos enormes, frondosos; pero en cambio soportaban en cada rama cuantas manzanas podían, y éstas eran más fragantes y azucaradas. D. César los trataba con una severidad inflexible que pasmaba á su primo. Les exigía siempre la misma ó mayor cantidad de fruto; y si alguno se descuidaba ó se mostraba reacio, concluía por arrancarlo de cuajo y plantar otro en su lugar.
Subieron á lo más alto de la finca. En aquel paraje había construído D. César un templete circular sostenido por columnas. No eran éstas de mármol desgraciadamente porque los recursos del hidalgo no lo consentían, pero estaban enjalbegadas primorosamente y de lejos producían el mismo efecto. Desde aquel templete abierto se disfrutaba una vista deleitosa. Un gran círculo de colinas y montañas. Desparramados sobre sus faldas multitud de caseríos. En lo más alto á la izquierda la gran Peña-Mea. En el fondo á la derecha el pueblecito de Villoria, un grupo de casas blancas donde se destacaba la iglesia y el oscuro palacio medio derruído de los marqueses de Camposagrado.
Cuando se hubieron sentado en los toscos sillones que allí había, el capitán expuso á su primo el objeto de su visita. Quedó pensativo D. César algunos momentos. Al cabo profirió con su majestad acostumbrada:
—Nada hay para el hombre más pesado que advertir cómo le arrebatan cuando menos lo imagina aquellos bienes que constituyen su dicha, el único recreo de sus días. No dudo, primo querido, que será para ti asaz doloroso verte privado de esa hermosa finca donde tenías puestos tus amores, donde jugaste de niño, donde reposas de viejo, donde los árboles que tu mano ha plantado se yerguen soberbios en el espacio, y las reses que tú criaste pacen con sosiego sus hierbas aromáticas... Pero ésta es la ley fatal del Universo. Nada hay estable en él. Un fuego esparcido por la naturaleza lo consume y lo renueva sin cesar. «Todo corre, todo marcha, nada se detiene—dice Heráclito.—No se baja dos veces por el mismo río.» En vano es que nuestras débiles manos quieran detener la rueda de la vida. Pasaron los griegos, pasaron los romanos y pasaremos nosotros... Hace ya tiempo que siento el ruido de la ola que nos ha de arrebatar. Desde que comenzó la explotación de las minas de Langreo comprendí que nuestra vida patriarcal, nuestras costumbres sencillas iban á fenecer. Y en efecto, amado primo, te lo diré con franqueza: ¡Demetria ha muerto!...
—¿Cómo que ha muerto?—exclamó el capitán alzándose con su acostumbrada presteza y dirigiendo á su primo una mirada de consternación.—Ayer la he visto buena y sana...
—No, no es la hermosa zagala de Canzana por quien tú te interesas la que ha muerto—repuso D. César con sonrisa benévola.—Es la gloriosa Demetria, la diosa de la agricultura, la diosa que alimenta, como la llama Homero... ésa que vosotros los latinistas llamáis Ceres—añadió con cierta inflexión desdeñosa. Demetria ha muerto y se prepara el advenimiento de un nuevo reinado, el reinado de Plutón. Saludémosle con respeto, ya que no con amor... ¡Con amor no! Yo no puedo amar á ese dios subterráneo que ennegrece los rostros y no pocas veces también las conciencias. La Arcadia ha concluído. Esta raza sencilla y belicosa de nuestros campos desaparecerá en breve y será sustituída por otra criada en el amor de las riquezas y en el orgullo. ¡Ya conozco esa raza! Las pocas veces que algún negocio me lleva á Oviedo, al atravesar la comarca de Langreo, mi pantalón de trabillas, mi frac, mi sombrero de felpa y el pobre rucio que monto excitan la risa de aquellos ricos mineros. Desde sus viviendas suntuosas unos hombres de la nada, hijos de labriegos y menestrales, me señalan con el dedo á sus vecinos haciendo escarnio de mi figura y mi pobreza. ¡Qué vamos á hacer! La lucha es imposible, amado primo. Á la aristocracia sucede la plutocracia. Pero ésta pasará también, consolémonos con ello. Sufre, pues, con paciencia que profanen tu hermoso asilo. Eurípides lo ha dicho: «Contra el destino y la necesidad no existe refugio».
—¡Pero contra los bandidos y canallas existen los trabucos, y yo tengo en mi casa algunos cargados hasta la boca!—exclamó exasperado el capitán.
No fué posible convencerle. El Sr. de las Matas se esforzó en vano en traerle á la razón representándole la inutilidad y los peligros de cualquier oposición. Á todo respondía con palabras descompuestas y furiosas, agitado por un frenesí de cólera que no le permitía ni ver claro ni hablar con coherencia. Por último, se despidió, dejando á su primo inquieto y melancólico, y emprendió la vuelta de Entralgo en un estado de exaltación que no predecía nada bueno.
El mísero Talín volvió á sus inquietudes no tanto por advertir la excitación de su amo como por la necesidad de pasar nuevamente por Villoria. Y en efecto, aunque procuró refugiarse entre las piernas de aquél al cruzar por delante del palacio del marqués, no le valió. El perro del mayordomo cayó sobre él con tal ímpetu que á poco le descuartiza. Gracias á que D. Félix le socorrió prontamente descargando recios garrotazos en el lomo del pirata, logró escapar de sus garras. Y cuando salieron del pueblo por largo trecho el buen Talín fué resoplando unas veces, otras gimiendo, otras blasfemando en un estado de agitación sólo comparable al de su dueño.
El sol declinaba. El camino, más fresco y más umbrío que antes, el aire embalsamado con los aromas del campo, el dulce murmullo del río no lograban calmar á nuestro hidalgo. Pero al revolver de una de las sinuosidades de la cañada vió de pronto el rostro mofletudo de D. Prisco y súbito descendió la calma á su espíritu. Siempre le acaecía lo mismo. La cara del párroco de Entralgo, sin saber por qué, ejercía un efecto sedante bien definido sobre sus nervios. Venía éste caballero en un rucio matalón enjaezado con albarda.
—¿Hacia dónde caminamos, D. Prisco?—preguntó ya alegremente el capitán teniendo del ramal al burro.
—Villoria—manifestó aquél con su acostumbrado laconismo.
—¿Va usted á dormir allá?
—Sí. El cura está enfermo. Mañana San Roque.
—¡Ah, no recordaba! Cierto, cierto... mañana San Roque... ¿De modo que hoy no podemos echarla?
—Aguardando toda la tarde.
—Sí, sí... lo creo... No me fué posible. Tuve que hacer una visita á mi primo César—manifestó D. Félix poniéndose de nuevo sombrío.
—Si usted quiere... Aquí traigo baraja—gruñó don Prisco llevando la mano con vacilación á las alforjas.
—¡Hombre, bien!—exclamó el capitán tornando á serenarse.—Es una buena idea... Tres jueguecitos nada más, ¿verdad?
—Nada más—masculló el cura.
Echóse un poco hacia atrás éste hasta quedar sentado sobre el trasero del borrico, dejando un buen pedazo de albarda al descubierto. Y sobre este pedazo á guisa de mesa colocaron la baraja y comenzaron su brisca, D. Prisco montado, el capitán en pie con los codos apoyados sobre la montura.
Después de los tres juegos echaron otros tres y después otros tres... Otros tres en seguida... Hasta que la noche los sorprendió en tan interesante situación. Cuando ya no vieron las cartas las soltaron y se despidieron hasta el día siguiente.
N los días siguientes la cólera del capitán en vez de calmarse se fué exacerbando de un modo imponente. No hablaba de otra cosa. El día y la noche se los pasaba vociferando contra los mineros y especuladores, jurando, amenazando. «Que siga, que siga ese expediente de expropiación forzosa. Cuando llegue el momento de que alguno de esos canallas ponga el pie en Cerezangos, ya verá cómo se le recibe.» Y ya tenía formado su plan estratégico y distribuídas las fuerzas: Linón y Celesto en lo cimero del prado; él con Manolete en lo fondero; los dos criados pastores en el centro como fuerza de reserva. Todos los vecinos de Entralgo estaban inquietos, sacudían la cabeza con tristeza vaticinando una catástrofe. Porque todos conocían el carácter violento, arrebatado del capitán. No dudaban que, exasperado como estaba, pudiera cometer una acción que ocasionase su ruina.
La Providencia no quiso que un tan bravo caballero fuese á morir en una cárcel. Se encargó de sacarle aquella espina del corazón con otra mayor. Tres días después de la visita á D. César recibió carta de su cuñada Beatriz en que le noticiaba que su hija María había sufrido un vómito de sangre. El médico no le había concedido gran importancia, pero sí había manifestado que urgía llevarla á Panticosa á tomar sus aguas salutíferas. Esperaban por él para acompañarla. Aquella noticia desgarró su corazón. «¡Sí, sí; como su madre, como su hermano!» El buen hidalgo sollozó cual si ya la hubiese perdido. Arregló su equipaje con presteza, dejó encargo á Regalado para que lo enviase á Oviedo en un mulo, y montando á caballo partió él delante acompañado de su criado Manolete.
La nueva causó en la aldea dolor. Todos amaban á aquella familia y deploraban que D. Félix quedase á su edad enteramente solo y su noble casa sin herederos. Se habían forjado la ilusión de que la señorita María casase con algún caballero de Oviedo ó Gijón y viniese á establecerse á Entralgo y lo alegrase con tertulias y fiestas á que era tan inclinada. Pasados algunos días, el suceso trascendió á todo el concejo y llegó á oídos de Flora que habitaba con sus abuelos un molino apartado un tiro de carabina del pueblo de Lorío. Y así como lo supo quiso hacer una visita á su amiga D.ª Robustiana y enterarse de si era tan grave la enfermedad como la pintaban. Una tarde, después de comer y haber terminado con todos los menesteres de la casa, se encaminó á pie hacia Entralgo. Encontró al ama de gobierno muy afligida y se enteró de que D. Félix había salido ya de Oviedo para Panticosa con la señorita María. La buena de D.ª Robustiana, como los demás vecinos, tampoco concebía grandes esperanzas: pensaba que la señorita estaba herida de muerte. Cuando hubieron charlado largamente, Flora se despidió de ella prodigándole cuantos consuelos pudo. La mayordoma quería que se quedase unos días en Entralgo, pero la joven le hizo presente que el lunes era día de colada ó lavado en su casa y no podía aceptar la invitación. Le prometió, sin embargo, venir pronto á acompañarla.
Al salir Flora tropezó reunidas más allá del Barrero, en el camino que domina la vega, á las tres sabias del lugar, la tía Jeroma, madre del glorioso Bartolo, Elisa y la vieja Rosenda. Departían según su costumbre, fumando cigarrillos envueltos en hojas de maíz y sentadas en el suelo orilla del camino. Al verla se alzaron muy solícitas y le hablaron con agasajo inusitado. Se enteraron de las noticias que había de D. Félix y su hija y las comentaron largamente, con la garrulería bien sabida de las comadres. Flora se despidió al cabo. Cuando se hubo apartado unos pasos Elisa la llamó.
—Florita.
—¿Qué decías?
—¿Ves esa hermosa tierra que tanto produce?—manifestó con sonrisa maliciosa apuntando á la Vega sembrada de maíz que se extendía debajo del camino.—Pues más tarde ó más temprano será tuya.
—¿Mía?
—Sí, tuya... Y cuando lo sea, acuérdate de estas pobrecitas amigas y no les subas la renta.
Las otras dos mujerucas le clavaban igualmente sus ojos sonrientes, maliciosos.
Flora entendió y una ola de sangre le subió al rostro y le apretó la garganta. Ella, tan charlatana, no pudo proferir una palabra. Volvióse rápidamente y se alejó á paso vivo.
El rubor no la dejó en todo el camino. Marchaba en un estado de confusión y vergüenza que la impedía ver el suelo que pisaba. De vez en cuando sus labios se movían murmurando:
—¡Qué brujas, Dios mío, qué brujas!
Pero debajo de aquella vergüenza latía un pensamiento dulce más vergonzoso aún. Y Flora, que era una excelente muchacha, hacía esfuerzos inútiles por sofocarlo, por volverlo al infierno, de donde sin duda había salido.
Era sábado. Á la noche, luego que hubieron cenado, se puso á limpiar y frotar los utensilios de la cocina mientras su abuela devanaba en el argadillo algunas madejas de hilo y su abuelo componía una nasa de mimbre para pescar truchas en la presa del molino. Éste se componía de cuatro estancias separadas por tabiques de varas de avellano entrelazadas y recubiertas de cal y arena; una mucho más grande que las otras, donde rodaban las tres muelas dentro de sendos cajones de madera; la cocina, de menor tamaño, pero también grande, y dos pequeños dormitorios. En la ventanita de uno de ellos, el destinado á Flora, sonó un golpe. Levantaron los tres la cabeza con sorpresa, pero observando que no repetían, la bajaron otra vez. Imaginaron que sería el viento. Al cabo de un rato sonó otro golpe. Entonces Flora se dirigió resuelta á su cuarto y preguntó:
—¿Quién anda ahí?
—Soy yo, Flora—respondió la voz de Jacinto de Fresnedo.—¿Puedes abrir?
La joven tardó unos instantes en contestar como si vacilara.
—Perdona, Jacinto. Nos íbamos en este momento á acostar, porque ya es un poco tarde.
—¡Niña!—exclamó desde la cocina el abuelo.—Eso no está puesto en razón. En mi tiempo nunca se dejó marchar á un mozo que viene de lejos sin convidarle á descansar. Abre á ese muchacho.
Flora atravesó la estancia de los molares y abrió la puerta que se hallaba en el fondo. Jacinto tardó unos segundos en acudir porque tuvo que dar la vuelta al edificio. Flora le condujo sin despegar los labios á la cocina.
—Santas noches, tía Blasa. Dios le guarde, tío Lalo.
Los viejos recibieron con agrado al joven porque les gustaba y tenían en estima á su familia. Se informaron de ella con interés: también del ganado. Jacinto les notició que la Pinta había parido hacía tres días un jato. El tío Lalo torció el hocico: aquella vaca no les daba más que becerros.
—Es verdad—repuso Jacinto,—pero en cambio la Morica ya nos dió tres jatas seguidas y váyase lo uno por lo otro.
El joven se sentó enfrente de los viejos al otro extremo de la cocina en una tajuela dejando en el medio el lar sobre el cual ya no había fuego. Flora después de vacilar un poco vino á sentarse á su lado.
—¿Habéis metido ya toda la yerba en la tenada?—preguntó el tío Lalo.
—Está toda dentro desde el miércoles.
—¿Mucha?
—Poca, poca. Nuestro terreno es de secano y este año ha caído poca agua.
—Verdad. Pero en ese terreno cunde mejor la avellana que en el nuestro. Estoy en fe que tu padre no apañó menos este año de diez ó doce cargas.
—Diga usted quince, tío Lalo, y dirá la verdad—replicó el chico sonriendo triunfalmente.
—¡Lo ves tú!
El tío Lalo se puso á loar las tierras de secano por lo mismo que las suyas eran de regadio.
Al cabo, observando que Jacinto tenía deseos de hablar aparte con Flora, cerró la boca y siguió componiendo la nasa mientras la abuela hacía rodar el argadillo también en silencio.
El mozo de Fresnedo murmuró algunas frases al oído de la joven con su timidez acostumbrada. Flora le respondió con displicencia, con mayor displicencia de la que solía usar con él, aunque siempre había usado bastante. Jacinto quedó confuso. Tornó á hablarle y ella á responderle con igual aspereza. Entonces permaneció silencioso. Al cabo de algunos momentos Flora le interpeló con violencia acerca de su visita nocturna en Entralgo. Aquello estaba muy mal hecho. Debía de comprender que no hallándose en su casa era indecente el ir á llamar de noche al balcón de su cuarto. D. Félix lo había oído y salió pensando que era un ladrón. Todos en la casa se levantaron; un verdadero escándalo. Aquello no se lo perdonaba.
Jacinto oyó la filípica estupefacto. Negó rotundamente que hubiera estado en Entralgo ni menos que se hubiera atrevido á llamar en el balcón de su cuarto. Flora no quiso creerlo. Sin embargo, tanto juró y perjuró y tan sofocado se puso que la irritada zagala no pudo menos de rendirse al calor de sus palabras, aunque quedándole todavía alguna duda. Guardaron silencio prolongado. Jacinto con la cabeza baja y el semblante triste jugaba con su garrote esparciendo las cenizas del lar. Flora con la cabeza baja también y el rostro ceñudo enredaba con su delantal haciéndole pliegues. Al cabo de largo rato, sin levantar los ojos y conmovido, habló el mancebo de este modo:
—Bien lo veo, Flora; bien lo veo hace tiempo. Para ti yo no soy nada; soy menos que una castaña pilonga ó que una cereza negra. Por más que trabajo para darte gusto, para que me mires con algún apego, no puedo, en verdad, lograrlo. Ni te agrada ninguna de mis palabras ni reparas siquiera en las penas que por ti estoy pasando. Si te digo algo de lo que aquí dentro del pecho tengo, sueltas á reir como una loca y cambias en seguida la conversación. Si me ves con claveles prendidos á la montera (que sólo para ti los prendo yo), entornas los ojos á otro lado como si no quisieras verlos porque yo no te los ofrezca. Si te traigo de la romería rosquillas no las quieres; si te doy un puñado de avellanas las tomas por compromiso, cascas una entre los dientes y das las otras á las amigas... En fin, que mi persona te apesta y mis palabras te cansan, más que el chillar de un carro... Si quieres que no venga más por aquí dílo de una vez y no volveré. Ni me verás más en las romerías á tu lado, ni te sacaré á bailar, ni volveré á plantar el ramo delante de tu ventana la noche de San Juan... Y si también lo mandas no volveré á decirte siquiera ¡adiós, Flora! cuando pases á mi vera. Pasaré cerca de ti como si no te conociese, aunque el corazón me quiera salir por la boca. Ni sufrirás tampoco mucho tiempo la pena de encontrarme por esta tierra. Allá en la Habana tengo un tío que es hermano de mi madre y que ya escribió muchas veces para que fuese con él alguno de nosotros. Pues bien, en el mes de Octubre, después que ayude á mi padre á cortar el maíz y sacudir la castaña, me embarcaré en Gijón y no me verás más... ¡nunca más!... El pobre Jacinto allá morirá solo y sin consuelo... Tú cásate, cásate, Flora, cásate con un mozo más guapo, más rico que yo, y que Dios te haga con él muy feliz... Pero cuando vayas á la iglesia y te arrodilles delante del Cristo de la Misericordia, acuérdate del pobre Jacinto que tanto te quiso y reza por su alma un padrenuestro...
Al pronunciar las últimas palabras se le anudó la voz en la garganta al mancebo, las lágrimas saltaron á sus ojos y trató de levantarse para marchar. Pero Flora le detuvo tirándole por la manga de la camisa. También ella estaba llorando.
—No, Jacinto, no soy tan dura como piensas—articuló quedo y con trabajo.—Mi corazón no es de piedra, pero soy rapaza todavía y no sé bien lo que hago. Sin querer te habré ofendido más de una vez, y si es así, perdóname. Si tú me quieres como dices, yo nunca dejé tampoco de quererte... Pero las mozas no podemos decir lo que nos pasa aquí dentro del pecho como vosotros... Ni está bien que lo digamos; tú bien lo sabes. La vergüenza nos traba la lengua y el miedo á que os riais de nosotras nos hace ariscas aunque estemos por dentro más derretidas que una manteca... No llores, Jacinto, no llores, porque me partes el alma... Vive seguro de que si algún mozo logró hasta ahora que le tuviese ley fuiste tú. Te lo juro por esta cruz bendita...
Y al decir esto Flora besó conmovida sus propios dedos que había puesto en cruz.
Jacinto vió de repente todos los ángeles y arcángeles, serafines y querubines, tronos y dominaciones del cielo. Y viéndolos desfilar tan hermosos, tan brillantes y risueños, permaneció atónito, arrobado con tal expresión de estúpido embeleso, que si Flora no estuviese tan conmovida y hubiese vuelto hacia él su rostro, le suelta sin remedio una carcajada.
—¿Quieres más, zarramplín, quieres más?—exclamó ella al cabo de un rato entre risueña é irritada limpiándose con el delantal las lágrimas que corrían de sus ojos.—¡Ya me sacaste del alma lo que tenía allí guardado, gran zorro!
Y al mismo tiempo le aplicó en el brazo un soberano pellizco. Jacinto lo recibió con más gusto que si todos aquellos ángeles y serafines que veía cruzar radiantes le hubiesen besado en la mejilla. Pero aún estuvo algunos momentos sin poder articular una palabra. Al fin se les desató á ambos la lengua. Ella, vencida ya aquella vergüenza que la obligaba á parecer desdeñosa, mostró en seguida la travesura y alegría de su genio. Él tardó más tiempo en recobrarse y nunca se recobró del todo porque su timidez era congénita.
—¿Cómo has venido esta noche por acá?—le preguntaba ella.—Yo pensé que estarías en la lumbrada de la Pola.
—Ya sabes que no me gustan las lumbradas.
—No digas eso: dí que te tiraba más la querencia hacia Lorío, aunque sea mentira—replicaba ella clavándole una mirada enloquecedora.
—¡Oh, no es mentira!
—Sí, es mentira, embustero, es mentira... ¿Ves cómo te pones colorado?... ¡Porque es mentira!
Y al mismo tiempo le propinaba otro bárbaro pellizco que el bienaventurado Jacinto recibía con el mismo éxtasis y recogimiento.
—¿Viniste por Entralgo?
—No, vine por el monte á caer sobre Rivota.
—Has hecho bien, porque podías tropezar con los mozos de este pueblo que son muy burros.
El joven se encogió de hombros con profundo desprecio.
—Los mozos de Lorío no me hacen á mí daño. Ya sabes que los de Fresnedo estamos apartados hace tiempo de toda bulla.
—¡No te fíes, son muy burros!
Apuntada por segunda vez esta opinión tan poco favorable al desenvolvimiento psíquico de sus compatriotas y contraria enteramente á la ley de la evolución, Flora se creyó en el caso de dar otro pellizco á Jacinto, aunque más suave que los anteriores, y decirle que era un grandísimo cazurro y que hiciese el favor de no provocarla más. Jacinto no sospechaba que la hubiese provocado, pero lo dió por bueno y sonrió con toda la malicia de que era capaz, que no era mucha. Visto lo cual Flora persistió en tomar venganza de sus zorrerías, pellizcándole sin piedad y dándole fuertes empujones que le hacían tambalearse en la tajuela.
Los viejos mientras tanto silenciosos proseguían su obra, pero el sueño empezaba á acometerles y daban alguna que otra cabezada. La acequia que corría por debajo del molino con su murmullo sordo y el ruido monótono que hacían los molares de piedra al rodar en los cajones convidaban á dormir. La charla de los jóvenes en voz baja era cada vez más íntima.
Un gato gris con rayas amarillas comenzó á restregarse contra las faldas de Flora y concluyó por saltar á su regazo. La joven le acarició distraídamente pasándole suavemente la mano por el lomo. Mas he aquí que Jacinto, acometido de súbita ternura por el animalito, quiere también acariciarle, pero se equivoca, y en vez de pasar la mano por su lomo, la pasa por la de Flora. No hay para qué añadir que esta equivocación lamentable le costó un buen zurriagazo.
La noche avanzaba y el mozo de Fresnedo, que antes había mostrado tal prisa de marcharse, ahora estaba pegado con pez á la tajuela. Flora, viendo que sus abuelos daban cada vez más frecuentes y más largas cabezadas le insinuó la idea de que se fuese, pero él se hizo el sueco. Al poco rato tornó á insinuárselo de un modo más perentorio. Á otra puerta. Jacinto siguió incrustado en el asiento como si allí hubiera nacido y criádose. Pasaron algunos minutos más, y observando que el tío Lalo estaba ya dormido con las narices sobre la nasa y á la tía Blasa se le había caído el ovillo, le dijo con impaciencia:
—¡Rapaz, márchate ya!
Y al mismo tiempo le dió un fuerte empujón que le hizo perder el equilibrio y caer con la tajuela. ¡Qué risa la de Flora! ¡Qué risa la de Jacinto! Al ruido se despertaron los viejos, los miraron con asombro y prosiguieron su tarea. Naturalmente, era necesario otro cuarto de hora para celebrar la ocurrencia; y así se cumplió á la letra.
—Vaya, vaya, ya estás aquí de más, Jacinto—dijo al cabo ella haciendo esfuerzos inútiles por ponerse seria.—Si no te vas en seguida te restrego la cara con ceniza.
¡Ca! No haría ella eso: no se atrevería á tanto.
—¿Que no me atrevo? ¡Ahora verás!
Y tomando un puñado de ceniza se lo arrojó á la cara. Jacinto comenzó á toser y estornudar porque se le había metido por boca y narices. Y venga de sacudirse con el pañuelo y venga de reir á carcajadas uno y otro. Con esto levantaron de nuevo la cabeza los viejos más atónitos que antes. Y ¡claro! fué necesario otro cuarto de hora para celebrar tan peregrina bromita.
Mas al fin ¡oh dolor! no hubo más remedio que levantarse. Jacinto lo hizo con todas las precauciones imaginables como si se hallase atacado de un reuma agudo y no pudiese soportar el más leve movimiento. Despidióse de los abuelos que medio dormidos le dieron las buenas noches y muchas memorias para sus padres. Flora desprendió el candil que colgaba de la campana de la chimenea y le acompañó hasta la puerta. Una vez allí le invitó á que tuviese un momento la luz mientras ella iba á su cuarto por un recado. Al instante volvió y con mano temblorosa, esforzándose en aparecer severa, le colgó de los botones de plata del chaleco los cordones con herretes de su justillo.
—Para que los luzcas mañana en la romería de Nuestra Señora del Otero—le dijo bajito, muy bajito.
Y no pudiendo soportar la vergüenza dió un soplo al candil, un empellón á Jacinto y atrancó la puerta apresuradamente. El mozo de Fresnedo tornó á ver las visiones de antes, pero mucho más brillantes, mucho más deslumbradoras. Y como estaba deslumbrado comenzó á marchar trompicando por el camino pedregoso en dirección á su pueblo.
Los viejos se habían ido á la cama. Flora hizo lo mismo. Pero antes abrió la ventana de su cuarto porque se hallaba harto sofocada. Miró al valle. ¡Qué hermoso estaba, bañado por la dulce claridad de la luna! La presa del molino como una cinta retorcida de plata corría hacia el río entre dos filas de avellanos. Jirones de tenue niebla colgaban de la punta de los altos olmos y abedules. Miró al cielo. ¡Cómo brillaba la luna allá en lo alto, serena, majestuosa! ¡Qué guiños maliciosos le hacían las estrellitas azuladas!
¡Faunos, ninfas y amores que la vísteis desde la pomarada de D. Félix, venid ahora! ¡Venid á contemplar el rostro de Flora encendido en pura grana!
Allá se oía el ruido de los zapatos claveteados de Jacinto que se alejaba. La voz del mozo rompió el silencio de la noche cantando:
¡Ay, que su amigo la espera! |
¡Ay, que su amigo la aguarda! |
Al pie de una fuente fría, |
al pie de una fuente clara. |
Una sonrisa divina iluminó el semblante de la niña y cantó también muy quedo siguiendo el romance:
Que por el oro corría, |
que por el oro manaba. |
Dejaron de sonar los pasos del joven. Su voz se fué perdiendo en las encrucijadas del camino. Flora permaneció todavía algunos instantes á la ventana pensativa y sonriente. Al fin la cerró, se desnudo á toda prisa y se metió en la cama. Murmuró sin dejar de sonreir las oraciones acostumbradas, y sonriente, siempre sonriente, se quedó dormida. ¡Ah, si supiera!...
Jacinto marchaba con paso ligero hacia Fresnedo por el camino llano de Entralgo, en vez de tornar por el monte como había venido. Era más largo, pero no tenía prisa de llegar á casa. Su corazón necesitaba narrar su dicha á los árboles y al río, al valle y á los montes, á la luna y á las estrellas. Y como adivinaba que la tarea iba á ser larga, procuró dar un rodeo para ganar tiempo. Marchaba cantando, y mientras cantaba iba recordando y mientras recordaba iba soñando despierto.
Antes de llegar á Rivota, en un recodo del camino sombrío y temeroso oyó una voz que gritó:
—¡Alto!
Y á pocos pasos delante de sí distinguió los bultos de unos cuantos mozos que sin duda venían de la lumbrada del Otero.
—¿Quién me da el alto?—preguntó con arrogancia el joven.
—Yo soy Jacinto, yo soy—respondió la voz de Toribión de Lorío con la misma altivez.
—Quiero que grites «¡viva Lorío!» ó que pagues el portazgo.
—Ni yo grito viva Lorío ni tú eres capaz de hacerme pagar el portazgo—replicó el mozo dando un paso atrás y blandiendo su garrote.
—Ahora lo veremos—rugió Toribión lanzándose sobre él.
Chasquearon los garrotes. Jacinto resistió briosamente el ímpetu de aquel coloso, y esquivando con destreza sus golpes pudo alcanzarle con más de un garrotazo. Pero los amigos que con él venían le secundaron innoblemente. Todos alzaron los palos. En vano brincando hacia atrás con increíble ligereza y haciendo molinete con su palo se defendía de la lluvia de golpes. Al fin se vió perdido y comprendió que era necesario volver la espalda y huir; mas al hacerlo se vió sujeto por las manos de un mozo que cautelosamente y aprovechando la oscuridad se había deslizado hasta ponerse detrás. Otras manos cayeron sobre él al instante y le aprisionaron. Le arrancaron el palo y con él, para más ignominia, le sacudieron las costillas.
—¿Qué hacemos ahora?—preguntó al cabo Toribión.—¿Le dejamos marchar?
—No; debemos torgarlo para que no vuelva á cortejar fuera de su quintana—manifestó un mozo que había rondado á Flora algún tiempo sin resultado.—Los otros tres (pues eran tres los que acompañaban á Toribio) quisieron oponerse. Sin embargo, Toribión se puso de parte del primero.
—¡Á torgarlo! ¡á torgarlo!—exclamó soltando bárbaras carcajadas.—Que vaya á contar á los de Villoria cómo tratamos á los que no quieren gritar «viva Lorío».
Toribión sentía celos de aquel bravo mozo que osaba resistírsele. Además era primo de Nolo, á quien temía y aborrecía al mismo tiempo.
Y en efecto, lo torgaron; esto es, le amarraron su propio palo por la espalda á los brazos con las correas de los zapatos. Una vez así crucificado le soltaron el botón de los calzones, que cayeron á los pies, sirviéndole de grillos. Y riendo de la gracia y dirigiéndole groseros sarcasmos, siguieron hacia Lorío, dejándole en medio del camino en tal triste y bochornosa disposición.
Era punto menos que imposible caminar de aquel modo. El estorbo de los calzones hacía que sus pasos fuesen tan menudos que para salvar corto trecho necesitaba largo tiempo. Por otra parte, aunque quisiera tomar el camino del monte, la forma en que llevaba los brazos no lo consentía, pues era estrecho y desigual y se exponía á caer y no poder levantarse. Se resignó á seguir el de Entralgo. Bien avanzada la noche llegó á este pueblo. Tuvo intento de llamar en una puerta para que le librasen de aquel martirio; pero al hacerlo le acometió tal vergüenza que renunció á ello y prefirió seguir hasta Villoria. Cuando alcanzó á ver las primeras casas era ya muy cerca del amanecer. Se dirigió á la de uno de sus tíos que allí vivía, quien le desató al cabo, le consoló y le ofreció una cama para descansar. Harto lo necesitaba el desesperado mancebo.
NA viajera en aquella misma hora asciende con fatiga por la cuesta de Canzana. El sol todavía no asomaba su disco resplandeciente por encima de las montañas. La fresca brisa de la mañana juega con sus cabellos grises, levanta el fino chal de seda con que se envuelve. Su figura es arrogante; su rostro marchito conserva las huellas de una hermosura singular; su tez es blanca, sus labios finos, sus ojos altivos.
Es D.ª Beatriz de Moscoso, de la clara estirpe de los Moscosos, próxima deuda del capitán. Había llegado la noche anterior á Entralgo sobre un caballo con jamugas y acompañada de un solo criado espolique. La sorpresa de D.ª Robustiana fué inmensa al verla entrar por casa.
—¡Señorita!—exclamó con voz angustiada y plegando sus manos.
—No; no ha muerto—respondió gravemente la señora comprendiendo la tácita pregunta que aquella exclamación significaba.—Han llegado felizmente á Panticosa y parece que no está peor.
No dijo más. La mayordoma no osó preguntarle tampoco porque bien conocido tenía el genio altivo de las cuñadas de su señor.
Cuando hubo cenado, antes de retirarse á descansar preguntó dónde se hallaba el pueblecillo de Canzana. Regalado y su esposa se lo explicaron. Informóse después de si habitaba en él un cierto sujeto llamado Gregorio que tenía por esposa una mujer llamada Felicia. Efectivamente allí vivían tales sujetos. Nada más preguntó. Dió las buenas noches y se retiró á la habitación que D.ª Robustiana le había preparado.
Cuando ésta y su consorte se encontraron solos miráronse con ojos donde brillaba la sorpresa y el triunfo.
—¡Ella es!—exclamó Regalado con voz de falsete.
—¡Ella es!—respondió D.ª Robustiana sin alzar más la voz.
¡Sí, ella era! ¡Cuánto tiempo, cuánta astucia, cuánta saliva habían gastado para averiguar aquel secreto sin conseguirlo! Y ahora se les venía á las manos cuando menos lo imaginaban. Habían sido de los primeros en sospechar que Demetria no era hija del tío Goro y la tía Felicia. Éstos tenían efectivamente una niña de pocos meses que estuvo á punto de morir de un ataque de epilepsia. La ofrecieron al Cristo de Candás y se salvó. Y como la fiesta de esta veneranda imagen se efectuaba en aquellos mismos días, la llevaron á allá. Cuando volvieron observaron los vecinos que la niña no parecía la misma, pues si bien en el tamaño no se diferenciaba gran cosa, estaba mucho menos adelantada, como si en vez de tener tres meses fuese sólo nacida de algunos días. Nadie, sin embargo, osó formular ninguna sospecha de sustitución hasta que Regalado pudo observar que entre D. Félix y el tío Goro mediaba alguna relación oculta. Una vez les vió hablar con animación y en voz baja en el pórtico de la iglesia, callándose inmediatamente cuando él se aproximó. En otra ocasión, al pasar por delante del dormitorio de su señor, observó que éste conversaba también en secreto con el tío Goro; escuchó un momento y pudo convencerse de que D. Félix le entregaba dinero. Nació en su mente la idea de que la niña Demetria era hija de su señor: se lo comunicó á su esposa en secreto: ésta, con igual reserva, lo puso en conocimiento de una de las comadres más adictas á su persona. En poco tiempo y en reserva se lo comunicaron unos á otros los vecinos de la parroquia y vino á saberse en toda ella.
Duró esta creencia ó presunción algunos años. Sin embargo, al cabo, por algunas circunstancias que á su atención se ofrecieron, Regalado vino á sospechar que se hallaba en un error, que Demetria, si bien no era hija del tío Goro, tampoco lo era del capitán. Buscó, investigó, caviló. Todo fué inútil. El resto de los vecinos, como no tenían los motivos que el mayordomo para cambiar de opinión, siguieron aferrados á la antigua.
Poco después de amanecer D.ª Beatriz salió de su habitación vestida, se desayunó cambiando pocas palabras con D.ª Robustiana y volvió á enterarse del camino que conducía á Canzana. El ama de gobierno la invitó á asomarse á uno de los balcones y le mostró allá sobre la meseta de la colina el pintoresco pueblecillo y medio oculto entre los árboles el camino que desde Entralgo llevaba á él. Aunque Regalado trató de acompañarla y guiarla, D.ª Beatriz se opuso resueltamente á ello. Salió sola de casa, llegó al Campo de la Bolera, salvó el puente de madera echado sobre el riachuelo y comenzó á ascender lentamente el sendero de la montaña.
Su fisonomía serena, impasible no denotaba la agitación que en su alma reinaba. Jamás había soñado en tomar la resolución que ahora estaba realizando. Cuando aquel bandido la engañó, su orgullo padeció aún más que el corazón. Entregó con absoluta indiferencia el fruto de sus amores y juró interiormente no verlo más en la vida. D. Félix, que se hallaba á la sazón en Oviedo, lo recogió y se encargó de llevarlo á criar á la montaña. Pero la casualidad hizo que sus convecinos el tío Goro y Felicia pudieran prohijar aquella desgraciada niña. La suya se había muerto de un segundo ataque de epilepsia al pasar por Oviedo de regreso de Candás.
Fué un capitán del batallón de Pontevedra el autor de aquel fiero desaguisado. Festejó rendido á D.ª Beatriz mientras estuvo de guarnición en Oviedo; ganó también el favor de su madre D.ª Leonor, viuda de Moscoso, y de D.ª Rafaela su hermana. Porque era el oficial hombre galán, afable y divertido y se hacía querer de cuantos le trataban. Entraba en casa y se le consideraba como un hijo. Cuando vino repentinamente la orden al batallón de trasladarse á Vitoria, la noticia cayó como una bomba en aquella casa tranquila y conventual. El capitán solicitó de D.ª Leonor el permiso de casarse en secreto con su hija antes de partir, pues de otro modo era imposible á causa de las muchas diligencias que se necesitaban. Cedió la viuda: efectuóse la ceremonia en casa de la novia: bendijo á los desposados el capellán del batallón: asistieron sólo tres compañeros del capitán. Finalmente, éste se partió y al cabo de dos ó tres meses se supo que estaba casado ya hacía años en Sevilla y separado de su esposa. Puede calcularse la estupefacción, el dolor, la indignación de aquella noble familia. D.ª Beatriz estaba en cinta. Su madre adoleció tan gravemente que antes de un mes pasó á mejor vida. Le aconsejó á la traicionada joven que hiciese perseguir al criminal y lo enviase á presidio lo mismo que á sus cómplices, pero ella se negó resueltamente á ello. El orgullo, más que la piedad, fué parte á mantenerla en una actitud de soberbio desdén. En bastantes años no puso el pie en la calle. Ni con su misma hermana cambió una palabra acerca de la niña que había llevado á criar D. Félix. Sólo de vez en cuando entregaba á éste en silencio algún dinero. En silencio también lo recibía su cuñado y lo entregaba después á quien iba destinado.
La compañía de su sobrinita María, que comenzó á pasar largas temporadas en Oviedo y por último casi vino á vivir enteramente, alegró aquella casa sepulcral. La niña parecía tenerles amor y acomodarse bien á sus costumbres y manías. Pero aquella súbita enfermedad, aquel vómito de sangre heraldo siniestro de una muerte cierta, causó profunda impresión en el alma de las linajudas damas. D.ª Beatriz en particular sintió su corazón desgarrado, y en virtud de la gran turbación que de ella se apoderó comenzaron á punzarle los remordimientos. Imaginó que Dios le enviaba aquella severa advertencia por el abandono cruel en que había dejado á su hija. Cavilosa y triste durante algunos días y consultada con su confesor y con su hermana, resolvióse á recoger el fruto de sus amores, llamarla hija y hacerla su heredera. El médico había aconsejado que María pasase el invierno en Málaga. D. Félix acató tal consejo y decidió no volver á Asturias hasta el verano siguiente. Pocos días después de su partida D.ª Beatriz emprendió el camino de Entralgo.
La cuesta de Canzana es agria. La dama, sometida desde hacía largos años á una clausura casi completa, la sube con trabajo. A menudo se detiene y derrama una mirada por el valle que se extiende á sus pies. No su incomparable hermosura la cautiva, no la brisa matinal suave y fragante la embriaga. Una arruga profunda surca su frente, signo de intensa preocupación, de temor y de anhelo. Su faz, ordinariamente blanca, se tiñe ahora de carmín por la fatiga.
Cuando menos lo esperaba, en una de las revueltas del retorcido camino se encontró con las primeras casas de la aldea.
—¿Conoces á un hombre que se llama Gregorio?—preguntó á un niño que jugaba en la calle.
El niño la miró con asombro y no respondió.
—Vamos, dí, ¿conoces á un hombre que se llama Gregorio, que tiene por mujer á una que se llama Felicia?—volvió á preguntar con impaciencia.
El mismo asombro y el mismo silencio por parte del chico.
Pero una mujer que estaba en un corredor tendiendo ropa y había oído la última pregunta, respondió por él.
—Sí, señora, sí; el tío Goro y la tía Felicia viven en aquella casa que tiene un árbol grande delante. Vea usted; ahora sale el tío Goro con un jarro á ordeñar.
D.ª Beatriz se dirigió á la casa señalada. El tío Goro ya había entrado en el establo. Acercóse á la puerta, que como de costumbre en el campo estaba abierta, y manifestó su presencia con el saludo tradicional, exclamando en alta voz:
—¡Ave María Purísima!
—Sin pecado concebida—respondió desde arriba Felicia bajando acto continuo.
Al encontrarse enfrente de la dama fué grande su sorpresa.
—¿Me conoce usted?—preguntó D.ª Beatriz con lacónica severidad.
El semblante de Felicia se cubrió de intensa palidez.
—Sí señora, la conozco.
No la había visto más que una sola vez en su vida y apenas había tenido tiempo para grabar sus facciones en la memoria. Pero ahora más que la memoria se lo decía el corazón.
—Me sorprende y me alegro de que usted me reconozca. No quise que nadie me acompañase desde Entralgo. Cuanta menos gente se entere, mejor. Ya adivinará usted á lo que vengo...
Felicia la miró con intensa atención sin despegar los labios.
—Vengo por Demetria... ¿Dónde está?
Felicia se puso todavía más pálida.
—Arriba está—dijo con voz apenas perceptible. Repentinamente se había quedado ronca.
—Llámela usted.
—Demetria, baja—quiso gritar la pobre mujer. Pero su voz salió tan débil que apenas pudo llegar arriba.
Sin embargo, Demetria, que había oído rumor de conversación, bajaba ya la escalera. Al ver una señora se detuvo sorprendida.
Hubo unos momentos de silencio. Aquellas tres personas se miraron sin despegar los labios. Al cabo Felicia con voz temblorosa dijo:
—Demetria, acércate... Esta señora viene á buscarte... Lo que te han dicho era la verdad... Aquí tienes á tu madre; yo no lo soy...
Al pronunciar las últimas palabras estalló la pobre mujer en sollozos y ocultó el rostro entre las manos. El de Demetria se cubrió también de palidez y miró de frente á la dama con ojos donde no se leía el amor filial.
—Acércate, niña, acércate—profirió D.ª Beatriz dulcificando su voz.—Yo soy tu madre... Las circunstancias han hecho que hasta ahora no haya podido darte el nombre de hija; pero Dios no ha querido que muera privada de ese placer... Acércate, hija mía.
Demetria bajó todas las escaleras y se aproximó á la señora.
—¿Me das un beso?—dijo ésta tomándola de la mano y con voz donde se traslucía la emoción.
La joven se aproximó aún más y gravemente puso los labios en el blanco rostro de su madre.
Si aquel beso tuvo propósito de llegar al corazón, cosa que debe ponerse en duda, se quedó en la mitad del camino. La noble dama no lo sintió llegar. Su frente se arrugó. De sus ojos se borró la expresión de enternecimiento.
—Está bien—profirió adquiriendo súbito aquel acento altivo, indiferente que la caracterizaba.—Me complazco en ver que aunque vistes de aldeana y te has criado como si fueses tal, por tu rostro y tu figura manifiestas que has nacido señora y que mereces la posición en que te voy á colocar. Déjanos ahora un instante, pues tengo que hablar cosas secretas con los que hasta hoy has creído tus padres.
Demetria se dirigió en silencio al sitio de las herradas, tomó una y fué hacia la puerta. Pero antes de llegar se volvió, acercóse á Felicia que seguía sollozando, separó sus manos del rostro y estampó en él un largo y nuevo beso. ¿Llegaría por casualidad aquel beso al corazón? Sí, sí; no hay duda que llegó. D.ª Beatriz tuvo noticia de ello en seguida. Bajó los ojos y la arruga que cruzaba su frente se hizo más profunda.
Mientras en casa del tío Goro se celebraba la conferencia que iba á decidir de su suerte, Demetria caminaba á paso lento hacia la fuente. Antes de llegar tropezó con su íntima amiga Telva, que ya volvía con la herrada llena sobre la cabeza. Algo extraño debió de observar aquella zagala en el rostro de la hija del tío Goro.
—¿Qué te pasa, Demetria? Parece que vienes descolorida.
—Nada me pasa—respondió la joven con un acento que demostraba bien claro todo lo contrario.
—Sí; algo te pasa. Dímelo, niña. ¿No te he contado yo siempre mis secretos?
La tomó de la mano y la miró con ojos escrutadores. Demetria bajó la cabeza y permaneció silenciosa.
—Vamos, dí, niña—repitió la zagala sacudiéndole la mano.
—Ya lo sabrás, Telva. Ahora no puede ser—profirió Demetria sordamente.—Pronto, pronto lo sabrás... Lo único que puedo decirte—añadió después de una pausa—es que en este momento me alegraría de estar cuidando cabras en los montes de Raigoso y no bajar jamás al llano.
Dos gruesas lágrimas rodaron por sus mejillas. Y sin decir otra palabra se apartó con presteza, prosiguiendo su camino. Telva, asombrada, la siguió unos instantes con la vista: luego se encaminó hacia el pueblo atormentada por la curiosidad. Justamente cuando pasaba por delante de la casa del tío Goro salía éste y su esposa acompañando á una señora. Telva se dirigió resueltamente á ellos y los saludó.
—¿Han tenido ustedes alguna desgracia, tía Felicia?—preguntó viendo á ésta con los ojos hinchados de llorar.
—¡Para mí bastante desgracia, Telva!—exclamó la buena mujer rompiendo de nuevo á sollozar.—Demetria se nos va...
—¿Pues?
Felicia guardó silencio. Pero el prudente Goro le habló de esta manera:
—Las cosas de este mundo, Telva, no están siempre en el mismo ser. Un hombre era rico ayer y hoy amanece pobre, ó porque las vacas se le mueren de peste, ó porque el río le lleva la tierra ó la siembra de guijarros. Cuando más segura tenemos la cosecha, llega una nube de piedra y nos deja sin nada. Cuando esperamos que una vaca nos dé en San Juan cría, echa un mal paso en el monte y se despeña y se la comen los buitres. Así va todo. Ayer, Telva, teníamos una hija y hoy nos quedamos sin ella. Esta señora viene á buscarla porque es su madre verdadera, aunque nosotros la hayamos criado.
Telva miró con sorpresa á D.ª Beatriz. Después dijo:
—Ya maliciaba yo que algo les pasaba. Encontré á Demetria camino de la fuente y vi que iba llorando.
El rostro de la señorita de Moscoso se contrajo al escuchar estas palabras. El tío Goro dirigió una mirada de reprensión á la indiscreta zagala.
Cuando ésta se hubo alejado, D.ª Beatriz se despidió sin consentir que nadie la acompañase, dejando ordenadas todas las medidas necesarias para que Demetria se trasladase en breve plazo á Oviedo.
UANDO un mensajero enviado de Villoria anunció á Nolo la humillación que los mozos de Lorío habían infligido á su primo, en el primer momento se resistió á creerlo. Rendido, sin embargo, á la evidencia, fué acometido de un furor insano que puso en huida al zagal que le trajo la noticia. Se arrancaba los cabellos, pateaba el suelo como un potro no domado, batía contra las paredes de su casa los aperos de la labranza, lanzaba terribles imprecaciones y amenazas. Al fin cayó en una calma más terrible aún que su furor. Quedó pálido y profundamente sosegado. Subió á su cuarto para vestirse el traje de los días de fiesta, el calzón corto de paño verde con botones dorados de filigrana, el chaleco floreado, la blanca camisa de lienzo que la tía Agustina había hilado con sus manos primorosas; ciñó á sus pies los borceguíes de becerro blanco, cubrió su cabeza con la montera picuda de terciopelo, echó en seguida sobre sus hombros la chaqueta; tomó su palo. Así ataviado se puso en marcha y bajó á Fresnedo. Llamó en una de las primeras casas; preguntó por uno de sus amigos; le dijo algunas palabras al oído. El semblante del mozo se contrajo. Nolo le hizo una pregunta en voz baja. Respondió el mozo con un signo de afirmación. Nolo se despidió. En esta forma recorrió las casas de los más bravos guerreros de Fresnedo. Luego envió emisarios á las Meloneras, á los Tornos y á Navaliego. Después bajó á oir misa á Tolivia.
Á las tres de la tarde se reunían en las afueras de esta aldea hasta cincuenta mozos de los altos de Villoria, la flor de la juventud montañesa del valle de Laviana, y emprendieron la marcha hacia la romería del Otero. ¿Por qué tan tarde? Á la hora en que llegaréis, galanes, la romería estará muy cerca de deshacerse: las hermosas zagalas buscarán ya con la vista á sus parientes para reunirse á ellos y tomar el camino de su casa. No importa. Hoy no es día de festejar á las rapazas.
Marchaban fieros y graves, el rostro contraído, la mirada fija. Ninguna chanza alegre se escuchaba entre ellos como otras veces: ni una palabra salía de sus labios. Sus pasos sonaban huecos y lúgubres por la calzada pedregosa. ¡Así os vi cruzar por Entralgo con vuestras monteras sin flores, con vuestros palos enhiestos como una nube que avanza negra por el cielo para descargar su fardo de cólera sobre alguna comarca próxima! Mi corazón infantil palpitó y desde el corredor emparrado de mi casa os grité:
—Nolo, ¿vais á zurrar á los de Lorío? ¡Llévame contigo!
Yo te vi sonreir, intrépido guerrero de Villoria. Alzaste la mano y me enviaste un gracioso saludo.
En vez de cruzar la barca, subieron un poco río arriba y lo salvaron por un vado descalzándose previamente. Á toda costa no querían llamar la atención y caer sobre la romería de improviso. Una vez en el camino de la Pola ascendieron por la montaña hacia el santuario del Otero no siguiendo el camino trillado, sino por senderos extraviados.
El campo donde la fiesta se celebraba era un prado casi circular y llano sobre la misma colina. Más de la mitad de él, por la parte superior, estaba rodeado de un espeso bosque de robles. Los de Fresnedo se ocultaron allí sin ser vistos de la gente de la romería.
Hallábase ésta en todo su esplendor. Hervía el campo con rumor gozoso de cantos y risas y pláticas ruidosas. Una muchedumbre vestida de día de fiesta discurría por él entrando y saliendo de la iglesia, parándose delante de los puestos de bebidas, comprando frutas y confites ó agrupándose en torno de los bailarines. Debajo de un hórreo próximo al templo sonaban la gaita y el tambor y allí más de dos docenas de mozos y mozas se entregaban con furor al baile. Más lejos, en paraje descubierto, danzaban otros formando enormes círculos que giraban cadenciosamente al compás de sus cantos.
—Florita, ¿dónde tienes á Jacinto?—preguntó una joven de la Pola á la gentil molinerita de Lorío.
Ambas se hallaban próximas al hórreo contemplando el baile.
—¡Madre! ¿Es algún gato Jacinto que se trae y se lleva en una cesta?—respondió Flora enseñando para reir las perlas de sus dientes.
—Si no lo es, alguna vez quisiera convertirse, aunque no fuese más que para saltarte sobre el regazo.
—¡Calla, tonta! Pronto le diría ¡zape! Los gatos dejan muchos pelos en la ropa—exclamó la zagala dando un cariñoso empujón á su amiga que por poco le hace caer de espaldas.
—¡Vaya, que antes ya le pasarías la mano sobre el lomo!... ¡Pobrecito! ¡pobrecito menino!
—¡Fu! ¡fu! ¡Zape!—gritaba la niña emprendiéndola á pellizcos con la burlona y retorciéndose de risa.
Sin embargo, al cabo quedó seria. Estaba sorprendida y despechada al mismo tiempo de no ver á su novio en la romería. ¿Se iría á hacer el desdeñoso aquel zarramplín después de haberle arrancado la confesión de su amor? Esta idea inquietaba su orgullo y arrugaba su frentecita.
—¿Lo ves cómo te quedas seria?—le dijo su amiga mirándola con ojos maliciosos—No puedes ocultar que estás chaladita perdida por Jacinto.
Hizo un mohín de desprecio la linda morenita.
—¡Yo perdida por ese cachorro!... No me conoces, Carmela.
Y para demostrar lo contrario llamó á uno de sus primos que por allí andaba y le invitó á bailar. Bailaba con sobrado coraje la molinera de Lorío para que no dejase sospechar que había en ello más jactancia que alegría.
Sin embargo, la romería iba cerca de su fin. El sol se acercaba lentamente á las cumbres de la Vara, encima de Canzana: pronto les daría el beso de despedida. Andaban por el campo de la fiesta bastantes mozos de Villoria y Tolivia y algunos de Entralgo, pero desparramados, mustios y con apariencia de huídos. Las repetidas victorias de los de Lorío los tenían acobadados y recelosos, sin gana alguna de emprender nueva quimera, aunque sus enemigos les daban para ello sobrado motivo. Es indecible el grado de orgullo y de insolencia á que éstos habían llegado. No sólo con miradas y gestos provocativos les quemaban la sangre, sino también con picantes indirectas y con insultos groseros les ponían en el trance á cada instante de perder la paciencia y experimentar una nueva y vergonzosa derrota.
Pero el más insolente, el más provocativo, el más fachendoso de todos era Toribión de Lorío. Imposible mirar solamente á aquel hombre sin sentir el corazón henchido de rabia. Por eso los de Entralgo y Villoria se apartaban cuanto podían de los parajes en que el jefe poderoso de Lorío relampagueaba de orgullo y de jactancia.
Jamás se le viera más alegre y fanfarrón que aquella tarde. Con la montera terciada y el garrote empuñado por el medio iba de un lado á otro sonriente, provocativo, embromando á unos, injuriando á otros como si el campo de la romería fuese suyo ó no hubiera en dos leguas á la redonda más rey ni más amo que él.
Y en verdad que no parecía en toda la comarca mozo más fornido... Su padre, labrador rico de Lorío, lo había criado no con nabos y castañas, sino con sabrosos torreznos de jamón y cecina, con pan de escanda y buenos tragos de vino de Toro que los arrieros de Castilla acarrean por el puerto de San Isidro. Por eso era capaz de alzar sobre los hombros un carro de yerba; por eso nadie osaba competir con él ni en la siega ni partiendo leña. Llevaba aquel día envuelta la cabeza, por mayor gala, en un pañuelo floreado de seda y la montera encima; apretaba sus piernas membrudas de gigante fino calzón de Segovia; colgaban de la botonadura de su chaleco los cordones del justillo de Flora que había arrancado la noche anterior al infortunado Jacinto.
Cuando se hartó de caracolear por los diversos grupos decidióse á entrar en la danza. Su presencia causó disturbio y malestar entre los mozos. Porque Toribión, no sólo con los enemigos, sino con los suyos se mostraba intemperante. Ahora daba terribles empellones á los mozos que tenía más próximos haciéndoles vacilar cuando no caer de bruces, ora se gozaba en apretarles la mano hasta hacerles exhalar gritos de dolor. Reía, gritaba, cantaba y hablaba á destiempo.
—¿Dónde están los pollos de Entralgo y de Villoria?—profería riendo á carcajadas.—Hace ya mucho tiempo que no oigo su pío pío. ¿Andan de rama en rama los pajaritos ó están todavía en el nido esperando á que su madre los cebe?... Dicen que los espanta el milano... ¡Cua! ¡cua! ¡Corred, corred, pollitos, que allá va el milano!... ¡Cua! ¡cua!
Y extendía los brazos y chillaba imitando el grito de las aves de rapiña. Y su risa era tan grande que el exceso de alegría bañaba sus mejillas de lágrimas.
—¡Ijujú!—concluyó gritando con su voz de bronce.—¡Viva Lorío!
Un hombre saltó en aquel momento en medio del corro y gritó con voz estentórea:
—¡Muera!
Aquel intrépido guerrero era el hijo del tío Pacho de la Braña.
—¡Muera!... ¡muera!... ¡muera!
Tres veces repitió el mismo grito. Su voz poderosa llegó hasta los últimos confines de la romería produciendo en ella un estremecimiento de terror. Corrieron los niños á refugiarse entre las faldas de sus madres, desbandáronse los hombres, chillaron las mujeres, volcáronse las mesas de confites y las cestas de fruta. Un miedo pánico se apoderó de aquella muchedumbre tan alegre momentos antes.
Toribión de Lorío empalideció también; pero reponiéndose presto se lanzó sobre su rival soltando espumarajos de cólera. Alzó su garrote enorme como una tranca que sólo él era capaz de manejar y lo descargó con tal ímpetu sobre la cabeza de Nolo que se la hubiera partido si éste no hubiera evitado el golpe esquivando el cuerpo.
—Has errado el golpe, Toribión—profirió con voz entera el héroe de la Braña.—Si tuvieses las manos tan ligeras como la boca pronto darías buena cuenta de mí. Pero confío en que ahora vas á pagar tu fachenda de siempre y la marranada de ayer. ¡Muera el cerdo de Lorío!
Ambos combatientes se arrojaron el uno sobre el otro con el corazón henchido de un furor salvaje.
Nolo, aunque de la misma estatura que el caudillo de Lorío, era menos corpulento; mas lo que le cedía en cuerpo se lo ganaba en flexibilidad y ligereza. Se habían arrollado la chaqueta al brazo izquierdo para que les sirviese de escudo. El palo de Nolo era corto, de acebuche, pintado al fuego y sujeto á la muñeca por una correa. El de Toribio largo y pesado de roble.
Los mozos de Lorío se habían aproximado de una parte, los de Entralgo y Villoria de otra. Pero los dos bandos se mantuvieron apartados por tácito acuerdo, dejando amplio trecho para que sus héroes más famosos saldasen solos y cara á cara la cuenta que tenían pendiente.
Toribión, así que hubo errado el golpe, levantó de nuevo la tranca; pero antes que tuviese tiempo á descargarla se le anticipó con increíble presteza el de la Braña y le atizó un estacazo en la cabeza que le obligó á tambalearse. Reponiéndose instantáneamente volvió sobre su adversario como un león hambriento ó un jabalí que necesita abrirse paso. Nolo pudo parar su golpe con el brazo izquierdo que aun con la almohada de la chaqueta se resintió bastante. Lanzó un rugido de dolor el guerrero de la Braña y acometido de rabia homicida comenzó á brincar en torno de su enemigo como un tigre sediento de sangre, atacándole por todas partes con incansable furor. Temblaba la tierra bajo los pies de tan formidables guerreros, crujían sus palos al chocarse, escuchábase de lejos su resuello temeroso. Todo el campo de la fiesta se estremecía pendiente de aquella descomunal batalla.
Por fin el hijo del tío Pacho alcanzó el brazo derecho de su contrario con un garrotazo. Saltó el palo de la mano de Toribión y quedó inerme frente á su adversario. Entonces, viéndose perdido, no halló otro recurso que volver la espalda y darse á correr moviendo con ligereza sus piernas. Pero el valiente Nolo le seguía de cerca lleno de confianza en sus pies rápidos. Dos veces dieron la vuelta entera al campo de la romería. Como un galgo persigue al través de la verde llanura á la liebre que acaba de levantar entre la maleza, así el héroe de la Braña seguía y apretaba cada vez más al ilustre guerrero de Lorío. Los de uno y otro bando se mantienen suspensos y anhelantes contemplando la carrera de sus jefes, el uno fugitivo, el otro corriendo sobre sus pasos.
La mala ventura de Toribión quiso que al hacer la tercera vuelta se le enredasen los pies entre un helecho y cayese de bruces. Alzóse rápidamente, pero antes que pudiera emprender de nuevo la carrera un garrotazo de Nolo le hizo dar con su pesado cuerpo en el suelo. Entonces el irritado mozo sació sobre él su furor descargando sobre sus espaldas algunos garrotazos, mientras le decía lanzándole una mirada feroz: ¡Echa roncas ahora, pelele, echa roncas! ¿Te creiste que porque Dios te ha dado mucha fuerza los demás somos de manteca? Si ayer noche fuera yo con Jacinto no lo hubierais torgado, gran cerdo. ¡Toma por ladrón! ¡Toma por cerdo!
Los de Lorío, viendo á su compañero así caído y golpeado, volaron al fin á su socorro. Mas los de Entralgo y Villoria, animados con la presencia de Nolo y su buen suceso, les salieron al encuentro. Cuando los de uno y otro bando se hubieron encontrado, sonó un formidable clamor. Los hombres chocaron con los hombres, los palos con los palos. Escucháronse á la vez gritos de triunfo y lamentos, imprecaciones y vivas. Como dos ríos impetuosos que caen de la montaña y sus aguas se tropiezan en el valle con fragoroso estruendo que se oye á lo lejos, así los dos ejércitos rivales cayeron el uno sobre el otro. Igual furor los anima: el mismo deseo de gloria agita sus corazones.
Sin embargo, los de Entralgo eran menos numerosos, y ante la avalancha formidable de sus enemigos no tardaron en ceder terreno. Entonces Nolo de la Braña se salió un instante del sitio de la lucha y lanzó un silbido penetrante. Los cincuenta guerreros de Fresnedo, Meloneras y Navaliego, al oir aquella señal, surgieron de improviso del bosque donde se hallaban ocultos y cayeron como buitres hambrientos lanzando gritos horrísonos sobre los mozos de Condado y Lorío. ¿Quién pudiera resistir el ímpetu de aquella juventud magnánima? Una tromba de agua y pedrisco no causaría más daño en un sembrado: la mar alborotada arrojando sobre la tierra sus espumas amargas no infundiría más espanto. Todo cae, todo huye, todo grita delante de su furor indomable. Los de Lorío, aterrados, apenas pueden resistir breves instantes. En vano el valeroso Firmo de Rivota los anima con grandes voces al combate y dando el ejemplo se arroja con temerario coraje en medio de la pelea. El mísero sucumbe al fin bajo el garrote de Jacinto de Fresnedo; cae aturdido y es pisoteado.
¡Musas, decidme los nombres de los guerreros que allí cayeron ó salieron descalabrados bajo los garrotazos de los hijos magnánimos de Entralgo, porque yo no acierto á contarlos! Tú, bizarro Angelín de Canzana, tumbaste de un estacazo en medio de la cabeza, al esforzado Luisón de la Granja, hijo del tío Ramón, famoso domador de potros. Confiado en sus fuerzas extraordinarias, quiso hacerte frente; pero lograste pronto volcarle y fué pisoteado. El valeroso Ramiro de Tolivia midió varias veces las espaldas con su garrote á Juan de Pando, afamado en todo el valle, no sólo por su valor, sino por la habilidad en el baile. Ninguno con más primor ejecutaba las mudanzas y saltaba delante de su pareja: en esta ocasión no le valieron sus ágiles piernas: aunque corría como un gamo por el monte abajo, Ramiro le alcanzó repetidas veces con su palo. Froilán de Villoria desarmó y apaleó sin piedad á Pin de Boroñes, sobrino del cura del Condado, á quien su tío estaba enseñando latín para enviarlo al seminario de Oviedo y ordenarlo in sacris por la carrera abreviada. Antes que el obispo lo consagrase, Froilán logró hacerle un buen chichón en la corona. Pero más que todos éstos se distinguió en aquella jornada memorable Tanasio de Entralgo. Su cayado fulminante, cortado en el monte Raigoso, abatía cuanto encontraba delante. Imposible contar el número prodigioso de bollos y tolondrones que aquel mortífero instrumento causó en breve tiempo. No era un arma en sus manos, sino rayo fragoroso, resonante, que sembraba el terror y la alarma por doquiera que pasaba.
¿Á quién sacrificaste tú, impetuoso Celso, honor y gloria de mi parroquia? Bajo tus acometidas invencibles cayeron muchos y bravos guerreros de Lorío y cayó también el más ilustre de los hijos del Condado, el famoso Lázaro, que después de Toribión y Firmo era tenido por el más esforzado de los enemigos de Entralgo. No le valió su garrote nudoso de acebuche ni le valieron sus saltos prodigiosos. Tú derribaste de un garrotazo su montera adornada de claveles y luego le tentaste varias veces la cabeza y las costillas. ¿Á quién inmolaste tú, industrioso Quino, el más galán y más prudente de los hijos de Entralgo? Bajo tu palo gimieron muchos bravos en aquella aciaga jornada y por fin tuviste el honor de ver huir delante de ti al valeroso Lin de la Ferrera. Si no le diste alcance no fué porque te faltasen piernas, sino porque no quisiste que los mozos del Condado te cortasen la retirada.
Pero en aquella ocasión por su fuerza y por su audacia se distinguió Nolo, el hijo del tío Pacho de la Braña, entre todos los hijos de Villoria y Entralgo y ganó gloria imperecedera. Parecido á una llama impetuosa penetra entre las filas de los contrarios sembrando en ellas el pavor. Tan pronto está en un sitio como en otro: aquí tumba á un mozo, más allá desarma á otro, en otra parte persigue á un fugitivo. Imposible averiguar á qué campo pertenecía, si peleaba del lado de Lorío ó de Entralgo. Como un río impetuoso se despeña en el invierno sobre el valle y rompe los diques que las manos del hombre le han opuesto y arrastra los árboles y las casas y destruye las más florecientes heredades, de tal modo el hijo del tío Pacho penetra en las espesas falanges de los de Lorío introduciendo en ellas el desorden y el espanto.
¿Dónde estabas tú, belicoso Bartolo, dónde estabas tú en aquel momento de perdurable memoria para nosotros? Habías llegado tarde á la romería y te habías acercado al hórreo donde los zagales y zagalas se entregaban al baile. Allí tropezaste con un amigo que te invitó á beber unos vasos de sidra. Y descuidadamente, sin pensar que los de Entralgo iban á necesitar pronto de tu invencible brazo, te entretuviste alegremente narrando amores y combates. En vano te dijeron: «Bartolo, parece que hay palos en la romería». Tú no hiciste caso, acostumbrado como estabas á despreciar los peligros, y enardecido por la plática y la sidra seguiste relatando la historia maravillosa de tus hazañas. Cuando al cabo algunos fugitivos vinieron á refugiarse bajo el hórreo y pudiste cerciorarte de que la bulla no era niñería, con terrible calma cubriste tu cabeza con la montera, pediste otro vaso de sidra, lo bebiste y después de haberte limpiado repetidas veces los labios con el dorso de la mano dijiste con sosiego aterrador: «Vamos á ver lo que quieren esos pelafustanes». Y saliste arrojando miradas homicidas á todos lados.
Pero ya la victoria estaba declarada por los de Entralgo. Los de Lorío y Condado corrían desbandados y seguidos de cerca por los primeros. Las mujeres, los niños y los hombres pacíficos se habían refugiado en el pórtico y en los alrededores de la iglesia. El campo de la romería estaba poco menos que desierto. Sembrados por él y aturdidos por los garrotazos yacían algunos guerreros. Uno de ellos se levantó y derrengado, sin palo y sin montera enderezó sus pasos trabajosamente hacia la iglesia. Era el famoso Toribión, el caudillo ilustre de Lorío. Bartolo lo vió y animado de un valor intrépido saltó sobre él como un león y de un par de estacazos le hizo de nuevo medir el suelo.
—Ya caíste entre mis uñas, Toribión—exclamó con sonrisa diabólica.—Mucho tiempo hacía que tenía gana de verme cara á cara contigo. Cuando te levantes marcha á Lorío y cuenta á tus compañeros cómo te ha hecho morder la tierra el hijo de la tía Jeroma de Entralgo.
Después, sereno, majestuoso, semejante á un dios recorrió el campo de la fiesta sin que nadie se opusiera á su marcha triunfante.
Hartos de apalear y perseguir á los de Lorío, no tardaron en llegar los zagales victoriosos de Entralgo y de Villoria lanzando gritos de triunfo. De nuevo se puebla el campo de romeros y por algún tiempo reina la misma animación. Los mozos vencedores, ebrios de alegría, quieren depositar su triunfo á los pies de las rapazas y les ofrecen sus monteras llenas de confites y avellanas tostadas. Sonríen ellas, se hacen las melindrosas; insisten ellos y á pesar de su fuerza indomable se muestran ruborosos y humildes como niños.
Jacinto se acerca á Flora. Su rostro aún está contraído, sus manos tiemblan, todo su cuerpo manifiesta extraña agitación.
—¿Qué mosca te ha picado, Jacinto?—le pregunta la linda morenita mirándole con una risa maliciosa.
—¿Sabes lo que han hecho ayer noche conmigo tus vecinos?—exclama rudamente el mozo.
Flora le mira sorprendida.
—Pues en cuanto salí de tu casa, antes que llegase á Rivota, entre Toribión y otros tres me torgaron.
Un relámpago de ira pasó por los ojos de la zagala.
—¿No te dije que no te fiases de ellos, Jacinto? ¡Que eran muy burros! ¡muy burros!
SÍ fué como los de Entralgo lograron el desquite, ganando inmensa gloria. Pero el hijo intrépido del tío Pacho de la Braña no pudo saborearla porque no halló en la romería á Demetria, aunque largo tiempo la buscó por todas partes. Nadie le daba noticia de ella, ni del tío Goro ni de Felicia. Preguntó á Flora y ésta tampoco sabía por qué su amiga dejara de asistir á fiesta tan renombrada. Con el corazón lleno de tristeza el héroe de la Braña iba y venía de un grupo á otro, siempre con la esperanza de hallar en alguno á su dueño bien querido. Cuando se llegó la noche y aquella muchedumbre se fué dispersando tomó la resolución de ir á Canzana y así lo comunicó á sus compañeros. Pero el prudente Quino le habló de esta manera:
—Yo no dudo, Nolo, que vayas á Canzana esta noche, aunque bien sabes que los de Lorío no dejarán de esperarte en el camino. Si todos los hemos agraviado ahora, á nadie más que á ti guardarán rencor. Grande alegría les darías si pudiesen saciar en ti su venganza, porque tú fuiste quien les preparó la garduña en que cayeron. Mi parecer es que dejes la visita hasta mañana y que la hagas á la luz del día, cuando todos esos mozos estén en el trabajo. Y si es que no quieres dejarla, entonces nosotros te acompañaremos después hasta Villoria.
El hijo del tío Pacho lanzándole una mirada feroz le respondió:
—Pasmárame á mí que no salieses con alguna de las tuyas. ¿Quién sino tú pudiera meterme miedo con esos mamones que todavía están corriendo y no pararán hasta esconderse debajo del escaño de su casa? Tienes el corazón de liebre y vales más para comer la torta y la leche al pie del lar que para sacudir garrotazos en las romerías. Guárdate, guárdate en casa esta noche, que yo no necesito que nadie me dé escolta.
El industrioso Quino sintió que el calor subía á sus mejillas y replicó encolerizado:
—Nada te he dicho, Nolo, que merezca que me insultes de ese modo, y no es de mozos criados en ley de Dios hacer ofensa á los amigos que se han portado bien. Si yo como la torta al pie del lar, tú la comes también, porque no te mantienes del aire, y si tú das garrotazos en las romerías, garrotazos sacudo yo cuando se tercia. Vete solo si quieres, que no será Quino de Entralgo quien te lo estorbe.
Iba á contestar Nolo con otras pesadas palabras; pero el intrépido Celso de Canzana, temiendo que la disputa llegase á pelea, se apresuró á intervenir.
—Ya que lo veo necesario, Nolo, voy á decirte lo que sé y que según las trazas nadie ha querido contarte hasta ahora. Esta mañana se presentó en Canzana una gran señora y preguntó por el tío Goro y la tía Felicia. Entró en su casa, habló con ellos y también con Demetria y se fué en seguida. Allí se dice que esta gran señora es la madre de tu rapaza, y que se la lleva para Oviedo ó Gijón. Ahora ya sabes por qué no ha venido esta tarde á la romería. Si quieres ir á Canzana puedes hacerlo, y si á la Braña, lo mismo. De todos modos, los mozos de Entralgo estamos siempre para lo que gustes mandar.
Quedó Nolo suspenso y acortado al escuchar estas palabras. Una gran tristeza inundó su corazón y empalidecieron sus mejillas. Apenas pudo murmurar las gracias. Repuesto un poco, al cabo se despidió de sus amigos manifestando que iba derecho á su casa.
Se acostó en la cama, pero no pudo gozar de las dulzuras del reposo. Todas sus ilusiones se huían. Aquel amor profundo, el primero y el único de su vida, se disipaba como un sueño. Lo que tenazmente se susurraba hacía tiempo y había llegado varias veces á sus oídos resultaba cierto. Demetria no era hija de aldeanos, sino de señores, y señora ella misma por lo tanto. ¿Cómo se acordaría en las alturas de su nueva posición de la bajeza de aquel aldeano que la amaba? ¡Oh, cuánto la amaba! El pobre Nolo daba vueltas en su lecho cual si tuviese espinas.
Por la mañana pensó en comunicar con su madre tan tristes noticias, pero no pudo hacerlo. La voz no quiso salir de su garganta; temía echarse á llorar como un niño. Salió á trabajar, pero en vez de hacerlo dejóse caer bajo un árbol, y así se estuvo toda la mañana inmóvil, con los ojos extáticos. Un deseo punzante le acometió, el de ver por última vez á Demetria y despedirse. Quizá no se hubiese marchado aún. Si se había marchado, quería ver siquiera aquella casa en que ella respiró y sentarse en la misma tajuela y hablar con los que siempre había tenido por padres. Comió apresuradamente y salió con disimulo sin decir una palabra.
Bajó á Villoria. Una vez allí, en vez de tomar el camino real de Entralgo, á la derecha del riachuelo, siguió la margen izquierda, por la falda de la montaña, á la altura de Canzana.
Tampoco Demetria logró dormir aquella noche. Había pasado todo el día sumida en profunda tristeza, llorando á ratos amargamente, haciendo, sin embargo, penosos esfuerzos por mostrarse serena á fin de no aumentar el dolor de la buena Felicia que estaba inconsolable. Lo que más contristaba á la zagala era que ésta perdiera aquella confianza maternal para tratarla y reprenderla. Se mostraba, á par que afligida, un poco confusa en presencia de la que ya no podía llamar hija.
Esperó con ansia la noche para ver á Nolo, pues no dudaba que éste, no hallándola en la romería, viniese á Canzana. Amargo desengaño experimentó al observar que se llegaba la hora de irse á dormir sin que el mozo de la Braña llamase á su puerta. Y el mismo punzante deseo que á Nolo le acometió á ella: el de despedirse y darle testimonio de su constante amor.
Al día siguiente toda la mañana empleó en los preparativos de su viaje. Efectuáronse éstos en silencio y tristemente. La casa estaba como si hubiera muerto alguno. Después de comer manifestó que iba á Lorío á despedirse de Flora; la avergonzaba mucho manifestar su verdadero designio. Bajó la calzada de Entralgo, pero antes de trasponer el puente siguió la margen izquierda del río, pasó por lo cimero de Cerezangos y se dirigió á Villoria.
Los caminos eran de montaña: unas veces senderos en los prados, otras en los bosques de castaños, otras, en fin, calzadas estrechísimas entre paredillas recubiertas de zarzamora y madreselva. En el recodo de una de estas calzadas se encontró de improviso con Nolo. Ambos quedaron sorprendidos y sonrieron avergonzados sin pronunciar palabra. Fué Demetria quien primero rompió con franqueza el silencio:
—Iba á la Braña, Nolo.
—Y yo á Canzana, Demetria.
—Tenía que hablarte.
—Yo á ti también.
—¿Sabes algo?—le preguntó vacilante.
—Sí... Ayer me dijeron lo que había pasado por la mañana en tu casa.
Los dos guardaron silencio. Se habían arrimado á la paredilla, el uno al lado del otro. Demetria arrancó un retoño verde de la zarza y lo deshizo entre los dedos con la mirada fija en el suelo. Nolo con los ojos abatidos igualmente daba golpecitos con su nudoso garrote sobre las piedras del camino.
—Nunca estuve más descuidada y alegre que ayer por la mañana—profirió al cabo en voz baja la joven.—Había lavado y vestido á mis hermanos y tenía mi ropa extendida sobre la cama para ponérmela cuando volviese de la fuente... Pensaba en la romería... Pensaba en bailar hasta caer rendida... Pensaba en ver á Flora... Cuando bajé la escalera encontré á mi madre llorando. Delante estaba una señora tan alta como yo, seria, con el pelo casi blanco. Llevaba pendientes que relucían como si tuviesen fuego dentro y en las muñecas unos anillos grandes con piedras verdes que relucían también... Cuando mi madre me dijo:—Demetria, esta señora es tu madre; yo no lo soy—pensé que me venía el techo encima. Quedé sin gota de sangre. Después me dijeron que iban á llevarme á Oviedo y vestirme de señora...
—¿Y no te alegras de eso?—preguntó Nolo sin levantar los ojos.
—No—respondió secamente la zagala.
Hubo una pausa. Nolo volvió á preguntar tímidamente:
—¿Será por el tío Goro y la tía Felicia? Te han criado como padres y tú los quieres como si lo fuesen...
—Sí, por ellos es... y por ti también—añadió rápidamente y en voz más baja.
Un estremecimiento sacudió el cuerpo del mozo de la Braña.
—¡Oh, por mí!... ¡Bien te acordarás cuando seas señora y vistas de seda y cuelgues de las orejas pendientes que reluzcan como candelas de este pobre aldeano que allá en la Braña destripa terrones!
—Calla, Nolo, calla—profirió ella con acento severo.—No me obligues á decir lo que no debo. Lo que soy ahora lo seré siempre para ti. Ya pueden ponerme los vestidos que quieran: debajo de ellos siempre estará Demetria, la misma rapaza para quien hacías zampoñas y buscabas nidos allá en el monte, la misma que acompañaste en las romerías tantas veces.
El mozo de la Braña escucha estas nobles palabras con alegría y guarda silencio paladeando su sabor delicioso.
—Si en Canzana hubieran querido—añadió la joven después de un rato con acento no exento de amargura—nadie me sacaría de casa.
—¡Qué iban á hacer los pobres, si no son tus padres!—murmuró Nolo.
—Ellos nada, pero dejarme á mí que lo hiciera.
—Bien sabes, Demetria, que eso no puede ser. Ni tenían razón para ello, ni se habrán atrevido á aconsejártelo.
Calló la zagala, comprendiendo que Nolo tenía razón, que su queja era injustificada.
—De todos modos—profirió después con resolución,—si ahora me marcho, algún día volveré. Nadie me quitará de venir á ver á mis padres... Y si me lo quitan, ya sabré lo que he de hacer.
—¿Cuándo te marchas?
—Mañana. Regalado, el mayordomo de D. Félix, quedó encargado de llevarme.
Acerca del viaje y sus preparativos, de la aflicción de sus padres y de sus pequeños hermanos departieron todavía un rato. Ni una palabra volvieron á hablar de sí mismos. La plática corría lánguida y apagada. Debajo de sus palabras indiferentes se trasparentaba una tristeza profunda. Ambos tenían la voz levemente enronquecida y temblorosa. Al cabo, después de una larga pausa, Demetria dejó escapar un suspiro y como si saliese de un sueño exclamó:
—Bueno, Nolo: es hora ya de separarnos. No sé si tendré tiempo de ir á Lorío á despedirme de Flora y volver antes de la noche.
—Sí lo tienes. Mira; el sol está muy alto todavía.
Demetria guardó silencio y permaneció inmóvil mirando por encima de la paredilla á las altas montañas de Mea. Y sin apartar de ellas los ojos profirió:
—¿Vendrás mañana á despedirme?
—No—respondió el mozo con firmeza.
—Haces bien. ¿Para qué llamar la atención de la gente?
Y después de una pausa añadió tendiéndole la mano:
—Adiós, Nolo, que Dios te proteja como hasta ahora, que proteja á tus padres y á tus hermanos y al ganado que tenéis en la cuadra.
—Adiós, Demetria. Él te guarde tan buena como eres y te traiga pronto por acá.
Se estrecharon las manos, se miraron con amor á los ojos unos instantes y se apartaron con el corazón desgarrado, pero grandes, serenos como la naturaleza que los rodeaba, hermosos y castos como dos mármoles de la antigüedad.
—Oye, Demetria—dijo él volviéndose repentinamente.
Demetria también se volvió.
—Toma esos claveles—añadió quitándose la montera y arrancando de ella los que llevaba prendidos.—Si pasas por la iglesia de Entralgo déjalos á la Virgen del Carmen. Es nuestra madre y ella nos juntará otra vez.
Tomólos la zagala sin decir una palabra. Ambos se alejaron con paso rápido. Ella lloraba. Él con los ojos secos y la mirada altiva marchaba erguido y arrogante, aunque llevase la muerte en el alma.
En vez de seguir el mismo camino y pasar á Entralgo por el puente del campo de la Bolera, Demetria bajó al río, lo atravesó por unas grandes piedras pasaderas que debajo de Cerezangos hay y siguió la margen derecha hasta dar pronto en la iglesia de Entralgo. Empujó con mano trémula la puerta y entró. Se hallaba el templo solitario en aquella hora. La zagala se postró ante la sagrada imagen de la Virgen, y sollozando, con palabras fervorosas pidió protección para ella y para Nolo: besó repetidas veces el ramo de claveles que éste le había dado y lo dejó á los pies de la Madre de los desconsolados.
Al salir tropezó cerca del pórtico con la tía Brígida y la tía Jeroma, aquellas venerables hermanas que tuvieron la dicha de dar al mundo al prudente Quino y al pernicioso Bartolo, de fama inmortal. La habían visto desde un prado próximo entrar en la iglesia y picada su curiosidad bajaron rápidamente á esperarla. Ambas quedaron fuertemente sorprendidas al hallarla con los ojos enrojecidos por el llanto.
—¡Quién diría, hermosa, al verte con los ojos llorosos, que ha caído sobre ti la bendición de Dios!—exclamó la tía Brígida poniéndole cara halagüeña.—Todos los vecinos estamos alegres más que las pascuas, al ver cómo la fortuna te ha entrado por las puertas. Porque no hay ninguno que no te haya estimado por la rapaza más guapa, más limpia, más honrada de nuestra parroquia. Tú sola eres la triste, Demetria. ¿Cómo es eso?
—¡Bah! lágrimas de un día—exclamó la tía Jeroma.—Bien se acordará de llorar cuando mañana se vea en Oviedo sentada en un sillón que se hunde, tomando chocolate con bizcochos y con una criada detrás para que le espante las moscas.
Demetria permaneció grave y silenciosa. Las comadres trataron de tirarle de la lengua, pero fué inútil. Sus esfuerzos se estrellaron contra la actitud fría y reservada que siempre había caracterizado á la hija del tío Goro de Canzana.
Despidióse presto y se encaminó velozmente á Lorío. Flora lloró primero, rió después, volvió á llorar y trató de consolarla. ¡Cuánto habló aquella vivaracha criatura en poco tiempo! Pues aún no pareciéndole bastante resolvió acompañar á su amiga hasta Entralgo, dormir allí y despedirla al día siguiente. Y así se efectuó y no hay para qué decir que durante el camino no cerró la boca. Demetria la escuchaba embelesada y de vez en cuando aplicaba un sonoro beso en sus mejillas de rosa.
No fué mucho tampoco lo que pudo dormir la zagala aquella noche. Aguardó sin embargo á que su padre la llamase y se vistió como si fuesen á conducirla al suplicio. Cuando se asomó al corredor vió delante de la casa á todas sus compañeras, quince ó veinte zagalas de Canzana que habían resuelto bajar á despedirla. Un torrente de lágrimas se escapó de sus ojos. Su padre, el irreprochable Goro, la tomó de la mano y le dijo:
—Paréceme, Demetria, que llegó la hora de decirte algunas palabras instruídas; porque la sabiduría, no lo olvides, hija, es la mejor cosecha que un hombre puede recoger. Vale más que el maíz y que el trigo y si es caso vale más que el mismo ganado. Ahora que vas á Oviedo y tratarás con señorones de levita, instrúyete, hija, aprende lo que puedas, lee por todos los papeles que se te ofrezcan y si se tercia agarra también la pluma. Pero luego que estés bien aprendida no desprecies á los pobres ignorantes, porque buena desgracia tienen ellos. Además el orgullo no sienta bien á ningún cristiano. Yo que comí más de una vez á la mesa con los clérigos te lo puedo certificar. Y el Espíritu Santo ha dicho: «Si te ensalzas te humillaré, y si te humillas te ensalzaré».
Así habló el hombre más profundo que guardaba entonces el valle de Laviana y quizá las riberas todas del Nalón caudaloso.
—¡Padre, padre! ¿por qué me dice usted eso?—exclamó Demetria angustiada.
Sin embargo, pronto se llega la hora de partir. La desdichada Felicia no tiene fuerzas para acompañar á su hija y queda en casa exhalando gemidos. Un grupo numeroso de zagalas y en medio de él Demetria desciende por la calzada de Entralgo. Detrás marchan también algunos hombres que rodean al tío Goro.
En Entralgo los esperaba ya Regalado con los caballos enjaezados. Demetria abraza á todas sus amigas y sube al que tiene las jamugas. El mayordomo monta en el suyo brioso.
—¡Adiós, adiós!
El tío Goro, pálido como la cera, se acerca todavía á su hija, le estrecha las manos, se las besa y le vierte al oído estas memorables palabras:
—Aprende, hija, aprende á leer por los papeles, que la persona que no sabe semeja (aunque sea mala comparanza) á un buey.
Luego se retira demudado como si fuera á caer.
¡Adiós, adiós!
LEGÓ el otoño. Las vegas comenzaron á ponerse amarillas; el ganado bajó del monte; los paisanos se aprestaron á cortar el maíz. Así que lo cortaron, después de tenerlo algunos días en la vega en pequeñas pirámides que llaman cucas, lo acarrearon á las casas. Reinaba en la aldea gran animación. Chillaban los carros por los caminos; derramábase la gente por las eras; cantaban los mozos en los castañares sacudiendo con sus varas largas el erizado fruto; ahumaban los hogares. Una brisa fresca perfumada de trébol y madreselva corría por el campo. Unos iban al río y con los calzones remangados entraban en él y pescaban con atarraya ó con caña las sabrosas truchas salmonadas, las anguilas y lampreas; otros sacudían los castaños y amontonaban los erizos en un cerco hecho de piedra para que allí se pudran y dejen suelto el fruto; otros aguijaban los bueyes delante del carro; otros fabricaban madreñas debajo de un hórreo. Las mujeres los ayudaban, y unas veces en las eras, otras en casa amasando y cociendo la borona, otras por fin en el río lavando su ropa manchada por el polvo y el sudor, riendo y cantando siempre, esparcían por el valle la alegría. Cuando la noche se llega, los rapaces que apacentan el ganado por las colinas bajan al pueblo tañendo silbatos hechos de caña de saúco y las montañas repiten dulcemente sus sones acordados. Las fuentes murmuran, los sapos cantan, la brisa se calla y un manto negro recamado de estrellas se extiende al cabo sobre la campiña feliz.
Por la noche solía haber esfoyaza, la faena de descubrir las mazorcas y atarlas en ristras. Cada día acudían los vecinos á casa de uno de ellos para ayudarle; generalmente eran los jóvenes. Reunidos en una estancia mozos y mozas á la luz de un candil pasaban la velada alegremente bromeando, cantando, requebrándose mientras poco á poco las doradas espigas salían de su envoltura y se enristraban para adornar después los corredores y los hórreos.
Pero Entralgo era celebrado en todo el país por sus bellas, frondosas pomaradas. La fabricación de la sidra era aquí un asunto de capital interés. Primero se recoge la manzana de los árboles, y en esta tarea no hay quien aventaje á las zagalas de mi pueblo natal. Nadie desprende con más cuidado el fruto y lo coloca con delicadeza en su delantal, ni distingue con más fina perspicacia la reineta del repínaldo, el balsaín de la balvona, ni sabe cantar mientras trabaja coplas más divertidas, ni retoza con tanta gracia, ni ríe de mejor gana, ni muestra al reir unos labios más rojos, unos dientes más blancos.
Regalado preside á esta faena en la gran pomarada de D. Félix por ausencia de éste. Sentado bajo el árbol más copudo, rodeado de hermosas jóvenes y tañendo la flauta con destreza, semeja al dios Pan entre sus ninfas. Mas á veces deja la flauta abandonada y entonces las ninfas se ponen en guardia, porque siempre es con algún fin siniestro. Quiere probar si la carne de alguna de aquellas manzanitas coloradas es tan dulce y sabrosa como parece, y suele encontrarse con un mojicón de cuello vuelto ó con algún empellón que le hace dar con sus huesos en el mullido césped. Porque es hora ya de manifestar, aunque con la debida reserva, que el mayordomo de D. Félix había perdido bastante de su prístina fortaleza en el comercio de las bellas, según se aseguraba. Tenía las piernas temblonas y estaba más averiado que un visir.
¡Ea! ya está formado el montón. Se aguarda unos días á que «siente el fruto», y mientras tanto, bárrese el lagar, se revisa y arregla la prensa, la viga, el huso, friéganse los toneles y barricas y se renuevan los arcos que han perdido. Un grato aroma de manzana madura se esparce por todo el lugar. Llegado el momento de pisarla, Regalado envía recado á Nolo de la Braña y Jacinto de Fresnedo, hijos de sus primos Pacho y Telesforo, avisa á algunos inteligentes labradores de Canzana, entre ellos al tío Pepón, padre de la hermosa Telva, que ya conocemos, y ayudado de Quino, Bartolo y otros mozos de Entralgo se comienza solemnemente la fabricación de la sidra. Los mozos, empuñando sendos mazos, machacan el fragante fruto en duernos de madera. Después de machacado se trasporta á la prensa, y cuando hay bastante se oprime.
Mientras dura esta faena no cesan los cánticos y las bromas. El grande, oscuro lagar dormido, despierta y retumba con risas y gritos. Quien menos ríe y menos grita es el belicoso Bartolo, porque es el que más trabaja. Si alguien pusiera en duda esta verdad, oígale á él.
—¡Callad, haraganes, callad! No hacéis migaja de labor. Toda la fuerza se os marcha por la boca y no valéis la comida que os dan. Los gritos quedan para las lumbradas y los hígados para el trabajo. ¡Puño! si no fuese por mí, no concluíais de pisar el fruto en ocho días.
Los mozos, en vez de enojarse, reciben con estampidos de risa los discursos de Bartolo. Nadie quiere admirar á aquel zagal esforzado, que lo mismo en la paz que en la guerra ostenta su constancia y su fortaleza. Algunos se propasan á embromarle, se burlan de su cerviguillo luciente, de sus caderas un poco derrengadas, de su marcha tortuosa y vacilante. Bartolo calla, porque es tan prudente como intrépido. Pero hay uno que lleva su increíble osadía hasta á hacer una clara alusión al tonel en qué nuestro héroe estuvo guardado cuando fué perseguido por Firmo de Rivota, y entonces ¡puño! el hijo de la tía Jeroma salta como un leopardo de los bosques, levanta su mazo... y habría la de Roncesvalles si no intervienen Regalado, el tío Pepón y otros caracterizados personajes allí presentes.
Sin embargo, su primo Quino no se muestra aquel día tan ingenioso y locuaz como otras veces. Es que pesa sobre su espíritu atormentado una grave preocupación. Había llegado á los veintiséis años y esta edad era ya más que suficiente para tomar estado en un país donde los hombres suelen casarse á los veinte. Empezaba la gente á hacerle cargos y algunas zagalas le llamaban viejo. Comprendía que se hacía necesario abandonar aquella vida feliz de mariposa gentil, si no quería ser la burla y el desprecio de sus convecinos. Dos mujeres le amaban en aquel momento, Telva de Canzana y Eladia de Entralgo. Allá en las profundidades de su corazón resolvió casarse con una de ellas, pero ilustre siempre por su prudencia, pesaba con escrupuloso cuidado las ventajas de una y otra antes de elegir. Las cualidades personales estaban á la vista: no había, pues, que preocuparse por ellas. Lo que absorbía toda su atención é inquietaba su espíritu eran otras condiciones ocultas y sustanciosas que un mozo tan señalado por su ingenio no podía perder de vista. El tío Pepón era un labrador rico, y aunque tenía tres hijos, á los tres los dejaría bien acomodados; todo el valle lo sabía. Pero igualmente sabía todo el valle que el tío Pepón, mientras viviera, no soltaría ni un céntimo, ni una cabeza de ganado, ni un pañuelo de tierra. Como las patatas, sólo daría el fruto dentro de la tierra. En cambio, los tíos de Eladia eran de condición más espléndida. Martinán no cultivaba la tierra, pero había agenciado bastante dinero con su taberna, compró fincas que tenía arrendadas y ganado que había dado en parcería. Lo mismo él que su esposa tenían hecho testamento á favor de su sobrina, según se decía de público. Además Martinán, si no con palabras claras, de un modo indirecto había hecho saber á nuestro héroe que si casaba con su sobrina le daría cuatro mil reales en dinero, una pareja de novillas y un prado que poseía camino de Canzana que producía seis ó siete carros de hierba.
Quino deseaba saber si uniéndose con Telva podría obtener las mismas ó mayores ventajas. Decidióse, pues, á hablar con el tío Pepón. Para efectuarlo se colocó á su lado mientras pisaban la manzana. En un momento de descanso le dirigió estas palabras afectando ruda franqueza:
—¿Entonces, tío Pepe, me da usted á Telva ó no me la da?
Rascóse Pepón el cogote sin contestar, sacó su petaca mugrienta de cuero, tomó una hoja del librillo de papel y la sujetó entre los labios por una esquina, luego se echó una polvarada de tabaco sobre la gran palma callosa de su mano y ofreció otra á Quino. Las molieron mejor que lo estaban entre las palmas, liaron los cigarros en silencio, encendió el tío Pepe la yesca después de dar veinte golpes al pedernal con el eslabón, y cuando comenzaron á fumar, sin otros preámbulos le metió el puño por el vientre al mozo de Entralgo y exclamó riendo:
—¡Vé por ella cuando quieras, pillo!
Quino agradeció la caricia tanto como la gentil respuesta. Una sonrisa feliz y socarrona á la vez se dibujó en sus labios.
—Pero no será de vacío, ¿verdad?
—¡Ah gran tuno, ahí te duele!—profirió Pepón sin dejar de reir y metiendo de nuevo el puño por el estómago á su futuro yerno, que se dobló como un arco. Luego añadió gravemente:—Eso no se pregunta siquiera, Quino. Yo no soy rico, pero mientras estéis en mi compañía no os faltará la borona y el potaje. Comeréis de lo que haya como nosotros. Y el día que os marchéis, porque la familia os cunda, Telva llevará un ajuar de ropa como la primera de la parroquia y tú podrás trabajar á medias conmigo alguna de las tierras y segar algún prado.
La perspectiva no le pareció muy risueña al industrioso Quino. Apagóse la sonrisa que contraía su rostro y quedó más serio que un regidor. Después de dar algunas profundas chupadas al cigarro, signo de intensa meditación, preguntó mirando á las vigas del techo:
—¿Y de cuartos, nada?
—Ni un ochavo—respondió Pepón poniéndose más serio que él, si cabe—Telva tiene el dote en la cara.
Hubo una pausa. Quino da otros cuantos chupetones al cigarro.
—Pues Martinán me da cuatro mil reales si caso con Eladia.
—Pues yo no te doy nada—respondió Pepón con firmeza.
—Pues entonces hasta otra, tío Pepe.
—Hasta otra, Quino.
Ambos empuñaron de nuevo los mazos y se pusieron á trabajar sin volver á dirigirse la palabra.
Por la noche hubo esfoyaza en el palacio del capitán. Se efectuaba en una amplia estancia que había en la parte trasera y que llamaban «el granero». Regalado, en su cualidad de divinidad campestre, presidió también á esta faena agrícola, y más rumboso que los demás vecinos, en vez del acostumbrado candil colgó del techo un velón de cuatro mecheros. Reuniéronse casi todos los mozos y mozas de Entralgo. Vinieron también algunos de Canzana. Y en cuanto las doradas mazorcas comenzaron á descubrirse dieron comienzo igualmente los cánticos, las risas, las bromas y los gritos. Ellas tiraban de las hojas y arrancaban las que sobraban: ellos trenzaban las espigas en largas ristras que subían luego al desván.
Jacinto se sentó al lado de Flora, que desde hacía ya algunos días acompañaba á D.ª Robustiana y la ayudaba en las faenas del otoño. Quino hizo lo mismo al par de Eladia. Resuelto ya desde aquella tarde á favor de la sobrina de Martinán el pleito que hacía tiempo ardía en su cabeza, festejábala empleando en ello todos los recursos de su claro ingenio. Maestro consumado en el arte de galantear, tenía á la pobre zagala suspensa de sus discursos artificiosos, confusa y ruborizada.
Algunas otras parejas amarteladas había diseminadas por los rincones oscuros del recinto. Pero la gran mayoría departía bromeando unas veces y otras cantaba. Regalado, espíritu sarcástico, llevaba la voz en todas las bromas.
—Resuelto estoy de una vez—decía desde su silla con voz compungida—á arrepentirme del cariño que hasta ahora sentí por una rapaza de esta parroquia. Estoy casado; el cura me regaña; tuve más de un disgusto con la mujer. Creo que harto escándalo di ya y que es hora de echar algunas paletadas de tierra en la hoguera que me consume... Pero dígolo en verdad, por nada de este mundo quisiera que la rapaza cayera en poder de algún zorrocloco que no tuviera para mantenerla, que la matara de hambre ó le diese mala vida. Por eso he pensado en buscar para ella un mozo rico, guapo, valiente, formal y trabajador. ¿Y quién reune en Entralgo estas cualidades? Nadie más que el mozo que tengo á la vera, mi amigo Bartolo. ¡Á ver si hay alguno que le ponga el pie delante en el trabajo ni que se atreva á saludarle el hocico en la romería!... Además la tía Jeroma no le dejará marchar de casa sin su porqué; y como la moza es limpia y honrada, si se tercia también la meterá en casa y los mantendrá á cuerpo de rey...
—Vaya, vaya, Regalado, si quiere divertirse llame al gato—interrumpió la tía Jeroma con acritud.
Hay que saber que á ésta le parecía aquel noviazgo cosa ridícula como á todo el mundo, porque aparte la espantable fealdad de Maripepa, su hijo contaba quince años menos; pero tal idea tenía de su juicio y de su gusto que todo era de temer, y vivía sobresaltada desde que á Regalado se le había metido en el magín casarlo con la coja.
Maripepa se había puesto colorada, porque en el fondo no le parecía mal para marido aquel joven derrengado. Bartolo dejaba escapar gruñidos de disgusto. Cuanto venía de la boca de Regalado le parecía execrable. El coro reía.
—No sé por qué se enoja la tía Jeroma—repuso el mayordomo.—¿Tiene algo que decir de la novia? ¿No es limpia? ¿no es honrada? ¿no tiene manos de oro para el trabajo?
—Tendrá todo eso y mucho más; yo nunca se lo he negado; pero ella se está bien en su casa y mi Bartolo en la suya. Nada se deben y por lo tanto nada tienen que pagarse.
—¡Ya lo pienso yo que nada se deben!—exclamó desde un rincón la severa Pacha.—Mi hermana no debe nada á nadie; y si tratara de buscar mozo, mejor que ése encontraría.
—¡Ni mejor ni peor, bobalicona! ¿No ves que Regalado quiere divertirse á vuestra costa y hacer reir á la gente?—exclamó con ímpetu la avinagrada Jeroma.
Respondió Pacha con otras palabras no menos resquemantes y comenzó una batalla de sarcasmos y denuestos que Regalado procuraba atizar para que no se extinguiese tan presto. La alegre tertulia gozaba en el altercado. Maripepa lloraba y Bartolo dejaba escapar cada vez resoplidos más incorrectos. Al fin, comprendiendo que estaban sirviendo de befa, callaron las irritadas comadres y se cambió de conversación.
Pero Pacha rebosaba de ira todavía. La tía Jeroma igual. Como de algún modo tenían que desahogarla, la primera llamó con violencia á su hermana so pretexto de que estaba muy cerca de Regalado.
—Maripepa, ven aquí ahora mismo y siéntate á mi lado.
La dócil y vetusta zagala obedeció y alzándose de su asiento pasó por delante del mayordomo y Bartolo. Entonces el primero al cruzar la pellizcó en una pierna. Maripepa lanzó un grito. Regalado, con increíble malicia, se volvió hacia Bartolo y le amonestó severamente.
—¡Cuidado, Bartolo! No hagas esas cosas, que todavía no tienes derecho á ello.
Oir estas palabras la tía Jeroma y lanzarse sobre su hijo y propinarle un soberbio bofetón todo fué uno. El inocente mozo puso el grito en el cielo y protestó de tamaña injusticia con tan fieras voces que parecía llegado el día del juicio final. Mientras tanto Pacha administraba una buena dosis de pellizcos y repelones á su hermanita ¡por rebelde! ¡por mentecata! y ésta protestaba también, aunque no con gritos, sino de un modo virginal con sentidos sollozos y lágrimas. Todo lo cual se celebraba en la tertulia con algazara.
Cuando ésta se hubo calmado llegaron á renovarla unos cuantos mozos de la Pola que entraron en la esfoyaza con más ganas de retozar y divertirse que de enristrar espigas. Los de Entralgo les siguieron el humor y por espacio de media hora aquel recinto fué una Babel. Se chillaba, se reía, se arrojaban las mazorcas unos á otros, se tiraba de los pañuelos á las zagalas, se defendían ellas dando algunos vigorosos empujones que no pocas veces hacían caer de bruces á sus contrarios. Todo se hacía menos trabajar. De tal modo que Regalado, adivinando que de seguir así las cosas no se terminaría la faena ni á la media noche, se puso serio y les llamó al orden repetidas veces. Pero no logró nada. Hasta que se hartaron de retozar no se dieron cuenta de que las mazorcas estaban allí para otra cosa que para servir de proyectiles amorosos.
Justamente en aquel instante fué cuando apareció en la esfoyaza D. Lesmes, el apuesto capellán de Iguanzo. Pasaba de Villoria, oyó la algazara y se apeó para disfrutar de ella algunos momentos. Y en cuanto entró sin más preámbulos se sentó al par de Flora y comenzó en voz baja á requebrarla, sin darle un comino por Jacinto que se hallaba del otro lado. Desde la paliza nocturna que el capitán le propinó había crecido su afición á la zagala. Donde quiera que la tropezase nunca dejaba de mostrársela con palabras bien melosas ó con palmaditas en el rostro no menos insinuantes. Flora rechazaba las últimas con energía, pero escuchaba las primeras con benévola sonrisa. Era traviesa y un tanto coqueta la rapaza y era el capellán peritísimo en las lides de amor. Así es que en cuanto se hallaban juntos comenzaba un tiroteo gentil donde si él lucía su destreza y sus recursos galantes, ella mostraba su fácil palabra y su ingenio picaresco.
Al pobre Jacinto no se le ocultaban las intenciones del capellán porque las ponía bien de manifiesto, pero era harto inocente para saber contrariarlas: ni aun se atrevía á quejarse. En cuanto D. Lesmes entró en la esfoyaza se puso más triste que la noche: así que comenzó á departir con su novia quedó repentinamente mudo y sombrío. Al fin, no pudiendo vencer su desconsuelo, con pretexto de ir á beber agua se levantó y salió de la estancia. No hizo mucho alto en ello Flora, pero como se tardase demasiado hubo de inquietarse. Al cabo también ella se levantó con el mismo pretexto y se dirigió á la cocina de los mayordomos.
Se hallaba ésta solitaria y esclarecida débilmente por un candil que pendía de la campana de la chimenea. Jacinto reposaba sobre uno de los bancos al pie del lar y tenía la cabeza metida entre las manos.
—¿Qué te pasa, Jacinto? ¿qué tienes, rapaz?—le preguntó acercándose á él sonriente.
Jacinto separó las manos y alzó los ojos también sonriente; pero sus mejillas estaban bañadas de lágrimas. Entonces la sonrisa de Flora se apagó.
—¡Cómo! ¿Lloras, rapaz?... ¿Y por qué?
—No lo sé, Flora—respondió dulcemente el mozo de Fresnedo.
Flora quedó un instante pensativa y replicó colérica:
—¡Pues yo si lo sé! Es porque tienes celos de ese capellanzaco que lleve el diablo... Mira, Jacinto, si te ofende que hable con él no lo haré más; pero aunque te ofenda me dejarás que te diga una cosa... y es que eres un papanatas.
Y acompañó esta reflexión de un pellizco tan elocuente que Jacinto no tuvo más remedio que darse por convencido.
En un instante quedaron hechas las paces. Pero trascurrió más de un instante primero que saliesen de la cocina y entrasen de nuevo en la esfoyaza. El capellán quiso proseguir su obra de seducción sentándose otra vez al lado de la graciosa morenita; pero ésta hizo pedazos sus redes con un desdén tan manifiesto que irritado y mohino no tardó en despedirse de la reunión, montar á caballo y emprender la vuelta de Iguanzo.
En vez de vadear el río prefirió dar un rodeo yendo por Puente de Arco. No era nuestro capellán hombre osado más que con las bellas. Antes de llegar al puente tropezó con un grupo de mozos. Bien comprendió en seguida que era una cuadrilla de mineros, pues los mozos de Laviana no blasfemaban del modo que aquéllos lo venían haciendo en altas voces. Un poco se sobrecogió porque aquellos cafres no se distinguían por un respeto exagerado al clero y la nobleza. Por eso al pasar dijo en alta voz y muy finamente:
—Buenas noches nos dé Dios.
Algunas risotadas indecentes fueron la única respuesta á tan cortés saludo. D. Lesmes quedó acortado, pero dijo para su capote: «Menos malo si paso con esto». Pero no pasó. Antes que se hubiera alejado muchos pasos una piedra hirió á su potro y lo hizo botar, otra le hirió á él en la espalda y á entrambos lados cayó una nube de ellas. El capellán, encomendándose de todo corazón al Santo Cristo de Tanes, hincó las espuelas al caballo y logró ponerse en poco tiempo fuera de tiro. Los mineros, riendo de su hazaña, siguieron hasta Entralgo. Al pasar por detrás de la casa del capitán oyeron el ruido de la esfoyaza, y á Plutón que los capitaneaba no se le ocurrió cosa más divertida que agarrar una piedra del camino y arrojarla contra la ventana del granero donde se celebraba.
No fué pequeño el susto que esto produjo en el elemento femenino de la reunión. Los mozos se pusieron serios y quisieron salir para castigar al insolente; pero Quino, ilustre siempre por su prudencia, les previno que tal vez fuese una piedra extraviada y no dirigida á aquel sitio y que sería mejor aguardar á que secundasen. Todos escuchan con respeto estas juiciosas palabras y las aprueban. Pero el belicoso Bartolo, sediento siempre de pelea, no pudo contenerse.
—¡Puño!—exclamó arrebatado de furor.—No sois más que unas ruines mujeres. ¿Vais á dejar que ese cerdo se vaya riendo de la gracia? No será ¡mal rayo! mientras Bartolo de Entralgo tenga cinco dedos en cada mano.
Y alzándose con toda la presteza que le consentía la magnitud de su trasero, se dirigió á la puerta y la abrió con violencia. Mas apenas había sacado la cabeza fuera recibió, sin saber de dónde le viniera, el más soberano, el más concienzudo bofetón que pudo verse desde que el ser humano dejó de servirse de las uñas como los animales y supo dar bofetadas. La incógnita mano, al tropezar con el moflete de nuestro famoso guerrero, produjo un estallido pavoroso. Los mozos y mozas de la esfoyaza dieron un salto de sorpresa. Bartolo quedó unos instantes sin saber si estaba en este mundo ó en el otro, pero volviendo en su acuerdo supo con admirable serenidad mantener su dignidad y el prestigio de su glorioso nombre.
—¡Anda, cochino!—exclamó apresurándose á cerrar la puerta.—¡Corre, corre, que ya llevas bastante por hoy!
Y marchando á colocarse de nuevo á su sitio añadió resoplando como un buey:
—Era un mozaco de Rivota. ¡Puño, qué bofetón le di! ¡Pensé que me quedaba la mano allá!
Todos le miran con sorpresa y admiran su valor intrépido y la fuerza incontrastable de sus manos. Pero Quino, en quien por desgracia el escepticismo había hecho presa hacía ya largo tiempo, le clavó una mirada escrutadora y dijo con sorna:
—¿Sabes, Bartolo, que esa bofetada que soltaste me parece que dió la vuelta antes de llegar á su sitio?
—¿Por qué lo dices, puño?—preguntó encrespándose el hijo glorioso de la tía Jeroma.
—Porque tienes la cara como si antes de llegar hubiese rebotado.
—¿No sabes, burro, que mi madre acaba de pegarme en ella?—exclamó cada vez más fosco su primo.
Quino no pudo menos de rendirse á la evidencia.
Mas he aquí que al odioso Regalado se le ocurre efectuar una nueva investigación en el rostro del héroe. Como resultado de ella manifiesta con sonrisa diabólica.
—Está bien eso, Bartolo, pero tu madre te pegó en el carrillo derecho y el que tienes hinchado es el izquierdo.
—¡Verdad! ¡verdad!—exclamó la reunión en masa. Y se armó una de carcajadas tan estruendosas, que era imposible oir la voz estentórea del guerrero de Entralgo que protestaba rebosando indignación de aquel gratuito supuesto.
Pero en aquel momento en que la alegría brotaba de todos los pechos y fluía de todas las bocas en francas, interminables carcajadas, un estampido horrible la cortó repentinamente.
Plutón, por divertirse, había colocado un cartucho de pólvora de los que sirven en las minas para los barrenos sobre el alféizar de la ventana y le había dado fuego.
La ventana saltó hecha pedazos. Los cuatro mecheros del velón se apagaron. Un grito de espanto salió de aquel antes apacible recinto. Á las carcajadas sucedieron las voces de terror y los lamentos, que hacía más tristes aún la oscuridad en que quedaron sumidos.
Por fin Regalado encendió un fósforo. Nadie había salido herido. Los mozos, repuestos del susto, se arrojaron á la calle resueltos á castigar el atentado.
LEGÓ el invierno. La Peña-Mayor al norte la Peña-Mea al sur envolvieron su cabeza en toca de nubes para no dejarla ver si no tal cual día señalado. Y comenzó la lluvia suave, pertinaz y fertilizante que debía trasformar el valle en ameno vergel allá en la primavera. Ni una teja, ni una rama de árbol, ni una brizna de yerba sin su gotita de agua. El ganado rumiaba la yerba seca en el fondo de los establos; los paisanos mascaban las castañas al amor de la lumbre y sólo salían cuando escampaba para abrir y limpiar las pequeñas acequias de los prados, ó revisar las paredillas y setos que las cierran. También solían ir al monte á cortar leña ó en busca de helecho y árgoma para hacer cama á las reses. Pero muchos días sólo ponían el pie fuera para llevar el ganado á beber; lo ordeñaban y de nuevo al pie del lar, donde se entretenían unas veces en tallar mangos para los aperos de labranza ó los enseres del carro, otras en fabricar quesos ó bien en tejer y remendar las atarrayas para pescar las truchas. Y mientras ejecutaban estas menudas labores departían ó narraban cuentos para que se estuviesen quietos los pequeños.
El tío Goro de Canzana, cuando no trabajaba, aprovechaba el tiempo para aumentar el caudal ya prodigioso de sus conocimientos leyendo por cuantos papeles impresos llegaban á sus manos. Quien le viese sentado en su escaño de madera ennegrecido por el tiempo y el humo, con un libro entre las piernas y el candil pendiente sobre su cabeza, no podría menos de sentirse sobrecogido de respeto. Acaso algún filósofo antiguo ó moderno le haya sobrepujado por la viveza del ingenio, por la visión rápida y clara de los grandes problemas de la ciencia, pero ninguno tuvo jamás un rostro más grave, más absorto, más genuinamente científico que el tío Goro cuando de las ocupaciones manuales pasaba á las intelectuales. Ningún sabio tampoco logró la dicha de poseer una compañera que con más diligencia supiese aplicar adecuados coscorrones á la familia para que no turbasen sus meditaciones.
Mas, aparte de esta preciosa cualidad, hay que confesar que la esposa del tío Goro no se mostraba digna de él en la mayoría de las ocasiones. Especialmente en todo lo que tocaba á la expansión de los sentimientos mostraba una libertad censurable, una falta de moderación por completo antifilosófica, que contrastaba con la actitud siempre admirable de su marido. Así, por ejemplo, mientras ella no cesaba de verter lágrimas y lamentarse y hasta llegar á veces á la desesperación por la ausencia de su hija adoptiva, el tío Goro mostraba un semblante profundo y tranquilo y reprimía con dulzura y severidad á la par los ímpetus de su esposa.
—¡Pero mujer, repara que Demetria se está destruyendo!
—¡Ya lo veo, Goro, ya lo veo! pero yo no puedo vivir sin ella, ¡no puedo!... Aquí se podría destruir también...
—Loca estás á lo que entiendo, Felicia. ¿Quieres comparar á los maestros de esta aldea con los de Oviedo? Es lo mismo, pongo por caso, que si comparases un carnero con un buey.
—Pues el señor maestro de Entralgo enseña muy bien: todo el mundo lo dice.
—El señor maestro de Entralgo tiene gran cabeza y ha aprendido mucho por los libros, pero es un carnero, Felicia, no lo dudes, es un carnero al par de los maestros de Gijón ó de Oviedo.
La tía Felicia rendía al cabo su juicio débil ante el poderoso de aquel hombre superior, pero no lograba consuelo sino con las cartas que de vez en cuando recibía de su hija. No eran muy frecuentes. Al parecer D.ª Beatriz, su madre verdadera, no lo consentía y hasta procuraba con todas sus fuerzas que Demetria olvidase á la aldea de Canzana y á sus habitantes. Pero no conseguía su propósito. La hermosa zagala, sin comprender lo que debía al rango de aquella familia esclarecida con que el cielo inesperadamente la había dotado, se aferraba en acordarse de los rudos labradores que la habían criado y en amarlos. Es más, en vez de sentirse lisonjeada con su nueva posición, semejaba despreciarla. No solamente no admiraba los modales distinguidos de las señoritas de Moscoso ni la severa etiqueta que se usaba en aquella noble mansión, sino que la infringía á cada instante con inocente osadía. Le habían puesto maestros y maestras; gramática, historia, francés, música, labores, todo esto querían las nobles señoras que aprendiese en poco tiempo. Además, el profesor de música y baile lo era al propio tiempo de urbanidad: le enseñaba á saludar y hacer reverencias, á sonreir con gracia y á comer con cuchillo. Pero Demetria no quería reconocer la trascendencia de aquellas sonrisas y reverencias. Sus modales, siempre rústicos, confundían é indignaban á su mamá y á su tía. En particular esta última se mostraba altamente desabrida con su sobrina y declaraba con dolorosa emoción á sus conocidos (en voz baja para no causar más pena á su hermana) que aquella muchacha nunca dejaría de ser una zafia aldeana aunque la colocasen entre las mismas azafatas de la reina.
Este pronóstico reservado alarmaba mucho á las visitas de la gran casa de Moscoso, pero casi nada á la nueva huéspeda y heredera. Su inclinación campestre se delataba á cada instante. Si la llevaban de paseo por los alrededores de la ciudad, deteníase á contemplar con éxtasis las tierras plantadas de maíz y daba su opinión en voz alta sobre el resultado de la cosecha; lanzaba gritos de admiración delante de algún prado feraz; saltábansele las lágrimas si oía el tañido lejano de la gaita. Y cuando por las carreteras tropezaban con alguna vacada, mientras su madre y su tía corrían asustadas á refugiarse detrás de cualquier seto, ella marchaba resueltamente hacia aquellos animales, los tomaba por los cuernos, les acariciaba la cabeza y hasta ¡oh colmo de indecencia! llegaba, á palparles la ubre. Más aún. Al menor descuido, Demetria se escapaba á la cocina y departía familiarmente con las criadas y aun retozaba con ellas. La misma D.ª Beatriz, por sus propios ojos, la vió pellizcar á la cocinera y recibir de ésta en cambio algunos azotes y liarse y triscar como becerras, todo entre groseras carcajadas y gritos reprimidos. Por cierto que la noble señora estuvo á punto de caer desfallecida á influjo de impresión tan penosa. Á duras penas pudo llegar hasta su habitación y meterse en el lecho.
Como consecuencia de este suceso trágico quedó decidido que Demetria pasase á un colegio y allí permaneciese algún tiempo, «á ver si lograban desasnarla». Con esto, las cartas que de vez en cuando escribía á Canzana eran cada vez más tristes. Y ¡caso extraño! cuanto más tristes eran, más alegraban á la tía Felicia. Allá en el fondo de su corazón la buena mujer se decía: «¡no me olvida!» No, no la olvidaba, ni tampoco á Nolo para quien daba siempre cariñosos recuerdos en sus cartas. El mozo de la Braña sentía, cada vez que la tía Felicia ó el tío Goro se los transmitían, un íntimo gozo mezclado de tristeza. Á pesar de aquellos recuerdos comprendía que Demetria se alejaba de él cada vez más. Por eso se esforzaba en borrarla de su memoria, aunque sin conseguirlo. Tan poco lo conseguía, que en cuanto le era posible hallar un mínimo pretexto se escapaba á Canzana para visitar á los padres de su novia y hablar de ella. Éstos, que siempre le habían querido bien, ahora le agasajaban con más entrañable amor si cabe, le retenían en su compañia cuanto podían, le regalaban y mimaban como un hijo. Así que el tío Goro tenía algún trabajo extraordinario que ejecutar en su hacienda, nunca dejaba de llamar á Nolo para que le ayudase.
En el mes de Febrero se le resquebrajó el horno al honrado labrador de Canzana, por efecto de las fuertes heladas que cayeron. Ya estaba viejo también: era pequeño: pensó en hacer otro mayor. Llamó para ello á un cantero de oficio y á Nolo también para que le ayudase á arrancar la piedra, trasportarla, batir la cal, etc. Tres días hacía que el zagal de la Braña estaba en Canzana, cuando un vecino que había ido á la Pola á pagar la contribución entregó al tío Goro una carta que había para él en la estafeta. Era de Demetria. El tío Goro la tomó gravemente y se la metió en el bolsillo. Juzgando que todo lo que guardaba relación con las letras, fuesen impresas ó manuscritas, merecía que se tratase con el debido respeto consagrándole tiempo y espacio suficientes, nunca leía las cartas cuando se las entregaban. Aguardaba la noche y después de cenar y rezar el rosario y meter en la cama á los pequeños, se desplegaba solemnemente el documento y se leía en alta voz con igual calma y aparato que si fuese un rescripto imperial. Tratándose de las de Demetria, la tía Felicia protestaba, aunque tímidamente, del aplazamiento, pero no le valía de nada. Su marido, con la inflexibilidad propia del hombre de ciencia, rechazaba toda ingerencia profana en los asuntos que atañían á la manifestación gráfica del pensamiento. Nolo también hubiera deseado ardientemente que se leyese en seguida, pero no se atrevió siquiera á proponerlo.
Llegó por fin la noche de aquel día que á la tía Felicia y á Nolo les pareció el más largo del año. Reunióse en la cocina la familia con los jornaleros y Felicia se dispuso á darles de cenar. El tío Goro y Nolo se sentaban en el escaño que tocaba con el lar. Debajo de ellos y entre sus piernas los dos pequeños. Enfrente y en sendas tajuelas el cantero y el zagal del ganado. En cuanto á Felicia, andaba de un lado á otro sin sentarse jamás, ni aun después de hacer plato á todos. Era su costumbre comer en pie para mejor atender á las necesidades de los otros.
Al dar comienzo á la cena llamaron á la puerta. Era Celso, el impetuoso guerrero de Canzana. Se le acogió con agrado. Todos amaban á aquel joven valiente y leal y le perdonaban de buen grado el corto apego que tenía á su tierra. La tía Felicia en cuanto le saludó subió á la sala y no tardó en bajar con una guitarra entre las manos que le entregó en silencio. Era una guitarra portuguesa con gran lazo colorado que Celso había traído del servicio. La guardaba en casa del tío Goro porque su abuela, la tía Basilisa, tenía amenazado rompérsela en las costillas si alguna vez le encontraba tocándola. El pobre mozo, obligado á ocultar sus aficiones flamencas, sólo les daba suelta por las noches cuando su abuela y su madre se iban de fila á casa de algún vecino. Entonces, aprovechando su ausencia, iba en busca del adorado instrumento y á solas y á oscuras en la cocina de su casa se daba un hartazgo de malagueñas, peteneras y soleares, mientras su buen padre, otro aherrojado como él, roncaba como un bendito allá arriba.
Como estaba allí su grande amigo Nolo, se quedó un rato de tertulia mientras cenaban. Al hacer plato la tía Felicia, Celso no pudo reprimir una sonrisa irónica acompañada de un resoplido despreciativo. Y mirando con estupefacción aquel manjar despreciable murmuró por lo bajo:
—¡Mal rayo! ¡Nabos y berzas!
Lo mismo que si no los hubiera visto en su vida, aunque su abuela se los hacía tragar la mayor parte de los días. Pero cada vez era más grande su aborrecimiento y desprecio por el sistema alimenticio del país que le vió nacer.
Después del potaje vinieron los puches de harina de maíz.
Celso volvió á sonreir y á resoplar.
—¡Rediós, farrapas!
Y escupiendo por el colmillo al uso gitano les propuso que ya que tenían la desgracia de alimentarse con «tal basura» le echasen siquiera un poquito de azúcar y de canela. Todos soltaron la carcajada como si hubieran oído un gran disparate. ¡Lo que es la ignorancia! Entonces desplegó ante su vista el cuadro mágico de la comida andaluza, el gazpacho caliente, el gazpacho frío, la sopa del cuarto de hora, el pescado frito, las bocas de la Isla, etc., etc. Y la lengua se le pegaba al paladar y los ojos se le humedecían al recuerdo de aquel régimen nutritivo digno de eterna veneración. Las dulces memorias de la Bética vivían siempre en su corazón y sólo morirían cuando éste cesase de latir. Un día en un rapto de expansión le dijo á su abuela: «Abuela, ¿conoce usted el país donde florecen los limoneros, lo conoce usted? ¡Ay, allí quisiera que usted me llevase!» Por cierto que la tía Basilisa en vez de compadecer á aquel Mignon de montera y calzón corto le respondió alzando el garabato sobre su cabeza y diciéndole que donde le iba á llevar era á la cuadra «por burro y por holgazán».
Cuando hubieron terminado la cena se despidió. Rezaron después el rosario y concluído Felicia subió á acostar á los pequeños. Cuando volvió tomó la rueca y se puso á hilar. El cantero y el zagal se fueron á la cama. Entonces el tío Goro, después de colocar su pipa delicadamente sobre el escaño, desplegó con más delicadeza aún el precioso documento que guardaba en el bolsillo y lo acercó bien al candil:
«Mis queridísimos padres...
—Ven acá, Nolo; arrepara qué modo de plumear tiene mi cordera... ¿Qué te parece esta M? ¡Vaya una letra maja! ¿Y estas otras menudicas que le siguen van bien ó no van bien? Te digo, rapaz, que ni el señor cura ni el señor maestro las dibujarían mejor.
Nolo ardía de impaciencia, y aunque admiraba de buena voluntad los progresos caligráficos de su novia, hubiera deseado que el tío Goro no se extasiase tanto con ellos. Al cabo siguió repitiendo el comienzo:
«Mis queridísimos padres: Me alegraré que al recibo de esta carta se encuentren ustedes buenos y Pepín y Manolín también y el ganado igualmente. Yo tengo salud gracias á Dios, aunque no tanta como en ésa. Muchos días no tengo ganas de comer y dicen que me he quedado más delgada. Las señoras se alegran de ello porque dicen que así estoy menos ordinaria, pero ustedes no se alegrarían porque siempre deseaban verme gorda...»
—¡Ya lo creo que no nos alegraríamos!—exclamó la tía Felicia sofocada por los sollozos, dejando caer el huso y llevándose las manos á la cara.—¡Ay mi clavelina encarnada, quién te volviera á ver por aquí, como eras, hermosa como la flor de Mayo, con tus sartas de corales y tu melena dorada! ¡Ay mi cerecina cuca, qué penas me estás dando!
El tío Goro suspendió la lectura y miró á su mujer con ojos severos, donde se traslucía la emoción con trabajo reprimida. Nolo se había puesto pálido y miraba al suelo fijamente.
—Bueno... basta, mujer...
Al cabo siguió la lectura.
«...porque siempre deseaban verme gorda. Pues sabrá, madre, cómo las señoras me han traído á un colegio, porque dicen que en casa aprendo poco. Yo bien lo entiendo que aprendo poco, aunque no es por falta de voluntad, pero no me entran en la cabeza tantas cosas como me enseñan. Sin duda la tengo muy dura. Cada día que pasa me acuerdo más de Canzana. ¡Qué vida tan descansada llevaba ahí, madre! ¡Cómo me gustaba amasar con usted el pan ó la borona! ¡Cómo me gustaba ir al río á lavar la ropa y sallar con mis amigas el maíz y por la noche hilar al par del fuego! Pero de estas cosas no se puede hablar aquí. Las señoras se enfadan si hablo de Canzana y no quieren que me acuerde de ustedes ni que la llame á usted madre. Pero esto no puede ser. Usted siempre será mi madre y mi padre será mi padre y Pepín y Manolín serán mis hermanos, y me estoy acordando de ustedes todo el día y á veces también toda la noche, porque no duermo tan bien como dormía ahí. También me acuerdo mucho de las visitas que nos hacía Nolo los sábados por la noche. Si viene por Canzana...»
—Arrepara, Nolo, arrepara esta C. Parece talmente dibujada por un escribano. ¡Qué rasgos, eh! ¡qué plumeo!
El pobre Nolo no tuvo más remedio que admirar aquella artística letra en el momento crítico en que deseaba comerse las que seguían.
«...Si viene por Canzana díganle que no lo olvido ni lo olvidaré mientras viva... Pues, madre, sabrá cómo estas maestras son buenas para mí y la directora también, pero las niñas me provocan mucho. Todas son más pequeñas que yo y á pesar de eso todas se burlan de mí. Me llaman aldeana, me pintan en los cuadernos de escritura con saya corta y con dengue y me ponen una azada en la mano. Si se me escapa una palabra al uso de esa tierra, al instante sueltan la carcajada y la repiten todas á un tiempo y en muchos días no me llaman por otro nombre. Sobre todo se burlan de mis manos porque son grandes y duras, y cuando me las tocan se ponen á gritar como si se pincharan. No sabe, madre, la broma que gastan estas niñas con mis pobres manos. Yo lloro mucho, pero es cuando estoy en mi cuarto, porque si lo hago delante de ellas se ríen más y se alegran. Pero lo que más siento todavía no es esto, sino que la directora me tiene prohibido escribir á ustedes. Esta carta la empecé ya más de una docena de veces y la escribo á escondidas. Luego la mandaré al correo por una criada que es de Langreo y se ha hecho muy amiga mía. Cuando me contesten manden la carta á la posada de Felisa, en la Puerta Nueva, que allí la recogerá la muchacha. Adiós, queridos padres. Muchos besos, muchos, muchos.
DEMETRIA.»
Un silencio profundo interrumpido solamente por los sollozos de la tía Felicia siguió á la lectura de esta carta. El tío Goro y Nolo quedaron largo rato inmóviles con la cabeza baja y mirando al suelo. Al cabo el mozo de la Braña alzó la suya. Por sus mejillas se deslizaba una lágrima, pero en sus ojos altivos se leía una firme resolución cuyo fruto pronto hemos de ver.
Se despidieron tristemente para ir á la cama. Mas antes de llegar á ella oyeron gran tumulto en la casa vecina, que era la de la tía Basilisa, gritos, lamentos, imprecaciones. Asustados todos salieron á la calle y se precipitaron á ver lo que tanto ruido significaba. La puerta de la tía Basilisa estaba abierta y por ella vieron á la terrible vieja tratando de desasirse de su hija y de su yerno para arrojarse sobre el desgraciado Celso que tenía la guitarra metida en la cabeza hasta el cuello y forcejaba por arrancársela. Su feroz abuela, viniendo de la fila más presto de lo que él pensaba, le había sorprendido en plena zambra andaluza entonando con voz quejumbrosa una seguidilla gitana:
«Cuando yo me muera |
mira que te encargo |
que con la trenza de tu pelo negro |
me ates las manos.» |
Y sin conmoverse por lo dulce del canto ni respetar el encargo fatídico que su nieto dirigía al través de los montes á una lavandera sevillana, cayó sobre él como una pantera, le arrancó la guitarra de las manos y se la rompió en la cabeza. No satisfecha con esto, todavía aspiraba á desembarazarse de las manos que la sujetaban, sin duda para despedazarlo. No pudiendo llevar á cabo tan inhumano proyecto, dejaba caer sobre la cabeza, con guitarra y todo, del sin ventura Celso las más tremendas maldiciones de su repertorio, que era muy variado.
Con pena lograron Goro, Felicia y Nolo apaciguarla un poco. Sacaron á Celso de su cepo, le curaron con sal y vinagre algunos arañazos y cuando le hubieron enviado á la cama y vieron sosegada á la abuela se volvieron á casa.
OS anhelos del sobrino de D. Félix caminaban con paso rápido hacia su realización. El valle de Laviana se trasformaba. Bocas de minas que fluían la codiciada hulla manchando de negro los prados vecinos; alambres, terraplenes, vagonetas, lavaderos; el río corriendo agua sucia; los castañares talados; fraguas que vomitaban mucho humo espeso esperando que pronto las sustituirían grandes fábricas que vomitarían humo más espeso todavía. Bien lo decía el joven Antero en una de las cartas que cada poco tiempo enviaba al Eco de Asturias: «El sol de la industria ilumina ya este valle, antes tan oscuro, y esparce sus rayos vivificantes sobre estos pobres campesinos subviniendo á sus necesidades, llevando á su frío hogar el alimento y el bienestar, etc., etc.»
La primera parte de esta metáfora no era rigurosamente exacta; porque el antiguo sol iluminaba bastante bien el valle cuando no lo ocultaban las nubes, y el nuevo no podía hacerle la competencia en punto á claridad. Pero la segunda no hay duda que estaba más ajustada á la verdad. Corría dinero entre el paisanaje. Las cuadrillas de mineros y operarios traídas de otros puntos alojaban en casa de los labradores de Carrio, Entralgo y Canzana y dejaban allí parte de su salario. Verdad que los huéspedes no eran cómodos. Agresivos, pendencieros, alborotadores, tenían siempre con el alma en un hilo á los vecinos. Además, no cesaban de proferir unas blasfemias tan horrendas que los cabellos de los inocentes campesinos se erizaban de terror. Sobre todo las mujeres sentían indignación tan profunda que sin temor la dejaban estallar en su presencia. Pero esto les hacía reir y no les corregía.
Poco á poco aquellos mineros enseñaron su oficio á los zagales de Carrio y Canzana. Muchos padres enviaron sus hijos á la mina. Al principio ganaban corto jornal: pronto subió éste y en las casas de aquellos pobres labriegos entró un chorro no despreciable de dinero. Con esto la alegría de los paisanos fué grande. Sin embargo, no poco se amortiguó al ver que con el oficio los mineros enseñaron á los zagales sus vicios. Aquellos mozos antes tan parcos y sumisos se tornaron en pocos meses díscolos, derrochadores y blasfemos. No solamente cambiaron su pintoresco traje aldeano por el pantalón largo y la boina, sino que se proveyeron casi todos de botas de montar, bufanda, reloj y lo que es peor, de navaja y revólver. Con esta indumentaria se creyeron en el caso de visitar las tabernas como sus maestros, alborotar en ellas y sacar de vez en cuando la navaja á relucir. Al poco tiempo hubo en aquel valle atrasado tantos tiros y puñaladas como en cualquier otro país más adelantado. El juzgado comenzó á trabajar de lo lindo y los actuarios, particularmente el troglodita D. Casiano, se quedaban entre las uñas no sólo con las quincenas de los hijos sino también con las vacas de los padres.
Sólo un vecino de la parroquia de Entralgo tocó las dulzuras de la invasión minera sin percibir el amargor, recogió las flores sin pincharse con las espinas. Tal mortal afortunado fué nuestro amigo Martinán. Este incansable polemista iba en camino recto de hacerse rico. El consumo de su taberna había crecido de modo tan prodigioso que ya no le bastaba el vino y aguardiente que por el puerto de San Isidro le traían los arrieros de León; él mismo se vió necesitado á hacer algunos viajes á Palencia y traer algunos carros bien cargados. Con lo cual ganaba más aún, pues negociaba el género más barato y se ahorraba la comisión de los arrieros.
Día y noche la taberna de Entralgo resonaba con cánticos desacordados, disputas y blasfemias y día y noche penetraba en el cajón del mugriento mostrador una cascada de monedas de cobre y plata. Con esto el buen humor proverbial del filósofo se había hecho más alegre si cabe. Sus facultades dialécticas se habían desarrollado de modo tan desmesurado que nadie osaba hacerle frente á no ser que estuviese borracho perdido. Por lo cual muchas veces se veía obligado á forjarse un adversario mentido con quien contendía en voz alta. Era por lo general alguno de los que se habían quedado dormidos sobre un banco de la taberna. Después que todos habían salido Martinán ejercitaba sobre él sus férreos silogismos respondiendo y replicando por los dos: «Tú me dirás: el hombre que no come no puede vivir.—Yo te responderé: el que come lo que no le conviene se pone enfermo y pierde en pocos días toda la carne y toda la sangre que ha ido guardando en medio año.—Tú me dirás entonces: pero ven acá, Martinán, burro, ¿cómo quieres que sepamos lo que nos conviene antes que haya hecho operación en el cuerpo?—Yo te responderé: ¡alto, amigo, poco á poco! ¿Por qué no lo sabes? ¿porque no lo has visto? ¿Y has visto la Extremadura? ¿Y entonces por qué sabes tú que hay la Extremadura?...»
Después que le dejaba bien convencido le despertaba y le echaba á la calle para cerrar la tienda.
Igualmente había contribuído á aumentar su jovialidad el próximo matrimonio de su sobrina Eladia con Quino. El mozo le gustaba; tenía buena idea formada de su capacidad. Entre todos los paisanos que frecuentaban la taberna era el único que sabía desprenderse de la apretura de sus silogismos y se escapaba de vez en cuando sin pagar. Tales cualidades le habían hecho digno de respeto para nuestro tabernero. Fijóse la boda para la primavera y Quino en virtud de esto frecuentaba la casa con toda confianza y aparentaba ser en ella ya un copartícipe de las ganancias. Por lo menos atendía con más escrupulosidad si posible fuera que su futuro tío á los vasos y copas que cada parroquiano consumía y si en cualquier rara ocasión al buen Martinán se le pasaba sin cobrar alguno, Quino se lo recordaba al oído. Con esto la estimación que el filósofo le profesaba crecía algunos palmos. No dudaba que el hijo de la tía Brígida haría enteramente feliz á su sobrina.
Por ausencia de Martinán estaba una noche Quino ayudando á Eladia en el despacho. Detrás del mostrador desatando los pellejos de vino y escanciando y cobrando semejaba ya el asociado afortunado del afortunado Martinán. La taberna estaba llena de paisanos y mineros. Martinán se había levantado aquel día muy de madrugada para ir á Cabañaquinta á comprar una vaca, había vuelto por la tarde bastante fatigado y se había tendido un poco á descansar en la cama. Pero no tardó mucho en levantarse. Se presentó desperezándose en la taberna cuando ésta hervía de parroquianos, los cuales le acogieron con algazara. Casi todos los hombres cuando duermen la siesta se levantan de mal humor. Con Martinán no rezaba esta miseria fisiológica: se levantaba más alegre que nunca, fresco y risueño como una mañana de primavera.
—¡Míralo, míralo qué fresco y qué colorado se levanta ese zorro de la cama!—exclamó uno.
—Como un clavel de la Italia—manifestó gravemente Martinán, abriendo una boca de á cuarta para bostezar y haciendo la señal de la cruz sobre ella.
—¿Y Clavel, cómo está?—preguntó otro aludiendo á su esposa, que como ya sabemos todos conocían por este nombre qué el propio Martinán le había puesto.
—¡Esa, como una rosa de Alejandría!
—Que el diablo me lleve si no ha engordado este bribón de pocos meses á esta parte—dijo el paisano.
—¿Cómo no—apuntó un minero—si todo lo que sudamos pasa al cajón de su mostrador? ¿No habéis reparado que cuanto más gana este ladrón peor vino nos da?
—De eso debéis estar agradecidos—respondió el tabernero.—Yo lo hago por vuestro bien, á ver si se os quita ese maldito vicio de la borrachera. ¡Pero ni por esas! Aunque os diese petróleo con pimentón vendríais aquí á dejarme la quincena.
—¡Que el diablo te coma el alma, bandido!—exclamó el minero irascible, mientras los demás reían.
Otro que estaba ya borracho levantó la tapa del mostrador y se aproximó al tabernero diciendo con palabra estropajosa:
—Martinán, estás gordo; déjame tomarte en peso.
—¡Vamos, abajo esas patas!—dijo Martinán rechazándole.
El borracho insistió tratando de abrazarle por las piernas para levantarle.
—¡Quieto, Melchor, ó te voy á dar agua de aceitunas para quitarte la borrachera!
—Hombre, ¿vas á quitarme en un instante lo que tanto dinero me ha costado?
Paisanos y mineros celebraron con grandes carcajadas la ocurrencia del borracho. Éste, animado por los aplausos, se arrojó de golpe á abrazar á Martinán y lo alzó del suelo y lo sacó por la abertura del mostrador donde se hallaban los parroquianos. Mas antes que llegasen al centro de la taberna tropezó y ambos dieron con sus cuerpos en el suelo. Gran risa y algazara entre los tertulios.
—¡Eso! ¡eso! Retoza, grandísimo holgazán, comedor. Toda la tarde roncando y ahora en vez de ordeñar las vacas, de jarana—dijo una vocecita aguda.
Quien profería estas ásperas razones era la avinagrada esposa del tabernero, una mujerzuela bajita, menuda, rugosa, de frente ceñuda y ojos pequeños y fieros.
Martinán se levantó del suelo riendo.
—Bendito sea tu pico, palomita—exclamó dirigiéndose á su mujer.—Nada dices, mi alma, que no esté puesto en razón. Ahora mismito voy á ordeñar. Eladia, enciende el farol.
—Vamos, déjate de palabras necias y arrea.
—¡Que viva, eh!—decía Martinán guiñando el ojo á los tertulios.—¡Vaya una mujercita despachada! Os digo en conciencia que es una bendición de Dios tener una mujer que todo lo vea en la casa, que todo lo arregle y que de vez en cuando le arree á uno cuando se haga tumbón. Ven acá, Clavel, no te marches sin darme un abrazo, que lo necesito como los chotos la teta.
Clavel le arrojó una mirada despreciativa y se dispuso á salir, pero su marido la atajó antes de que pudiese penetrar en lo interior.
—¡Que no! ¡que no te vas sin darme un abrazo! ¿No quieres?... Pues te lo daré yo á ti...
Y diciendo y haciendo la estrechó tiernamente entre sus brazos y la aplicó un par de sonoros besos en las mejillas. Enfurecida la mujeruca se desasió violentamente cubriéndole de dicterios y se metió en el interior de la casa. Martinán, sin preocuparse de su cólera, sonreía beatíficamente y le enviaba besos con la punta de los dedos. Los parroquianos aplaudían riendo.
—¿Quién habrá más feliz que yo, decídmelo?—exclamaba restregándose las manos de placer.—En jamás de la vida me ha dado el más pequeño disgusto esta mujercita que Dios bendiga. ¡Qué hacendosa! ¡qué ahorradora! ¡qué limpia!... ¡Los chorros del oro, muchachos!... Que tiene el genio vivo... que es un poco gruñona, ¿y qué?... Eso consiste, amigos, en que el alma no le cabe dentro del cuerpo. Los bueyes tardos necesitan quien les aguije. Seguro estoy que en esta parroquia no hay uno que no me envidie á Clavel...
Iba á proseguir en su monólogo venturoso, pero en aquel instante entraron en la taberna Joyana y Plutón y sin dar siquiera las buenas noches pidieron dos cuartillos de aguardiente. Martinán se apresuró á servir por sí mismo á los mejores parroquianos que tenía. Como eran sin disputa los mineros más hábiles que hasta entonces trabajaban en el coto de Carrio, ganaban mucho más que los otros, y como no tenían familia, más de la mitad de su quincena entraba en el cajón de Martinán.
Sin embargo, la entrada de los dos mineros produjo, como siempre, malestar en la taberna. Se les temía y se les odiaba generalmente. Hasta sus mismos compañeros de trabajo les hablaban con cierto cuidado. Todo el mundo sabía que ambos habían estado en presidio, que eran insolentes, agresivos y que tanto les importaba sacar las tripas á un hombre como matar una gallina.
Sólo Martinán les hablaba con libertad filosófica.
—¿Á que no sabes, Plutón—dijo poniéndole familiarmente una mano sobre el hombro,—por qué bebes tanto aguardiente?
El minero, que se había sentado y acababa de vaciar una copa, miró á su compañero Joyana y ambos soltaron una grosera carcajada.
—Pues por hacerte un favor.
Los tertulios rieron también. Martinán no se desconcertó y con mayor jovialidad repuso:
—Gracias, Plutón; no esperaba menos de tus buenos sentimientos.
—¡Hombre, tienes talento!... Pero no hagas tantos esfuerzos de inteligencia, porque te van á saltar los sesos.
El feroz minero dejó de reir y le lanzó una mirada torva. Los parroquianos rieron discretamente y admiraron el valor de Martinán. Éste prosiguió cada vez más alegre:
—Lo bebes porque te gusta, ¿verdad?... Y ¿por qué te gusta?... Porque lo necesitas... Y ¿por qué lo necesitas?... Porque consumes en la mina el calor que todos los animales tienen dentro de su cuerpo.
—Vaya, vaya, ojo con lo que hablas, porque si te descuidas te va á quedar la lengua fuera de los dientes.
—¡Qué! ¿te ofendes porque te comparo con los animales? Pues, querido, lo mismo tú que yo todos tenemos algo, mayormente, del animal. ¿Será en las uñas? No... ¿Será en los dientes? Tampoco...
Entrando en el terreno filosófico, que era su fuerte, Martinán se hallaba en el colmo de la alegría. Entablóse una acalorada disputa. El dialéctico tabernero llevó, como es natural, la mejor parte. Al cabo deshizo, pulverizó á su adversario. Por medio de una habilísima treta dialéctica le demostró también que si todos los hombres tenían algo común con los animales, él (Plutón) guardaba más relación con el asno que otro alguno. Como hubo murmullos de aprobación y risa comprimida, el minero quedó fuertemente desabrido. Martinán, una vez derrotado su adversario, ya no se acordó más de él y se mezcló á otro grupo buscando nuevo contendiente.
—¿Por qué no sangras á ese cerdo?—dijo Joyana al oído á su amigo.
Plutón guardó silencio. Se escanció dos copas de aguardiente y se las vertió en el estómago una tras otra. Luego se alzó del asiento y se acercó con indiferencia al grupo en que se hallaba Martinán.
—¡Jesús!—exclamó éste poniéndose pálido.—¡Me han herido!
Se llevó ambas manos á la cintura, vaciló un instante y cayó desplomado.
—¡Tú le has herido, Plutón!—exclamaron varios encarándose con el feroz minero.
—¡Yo!—profirió éste fingiendo con admirable serenidad la sorpresa.
—¡Sí, tú!—dijeron los paisanos que se hallaban cerca.
—¿Con qué arma?... Aquí tenéis mi navaja—respondió sacándola del bolsillo y presentándola.
Plutón, como criminal experto, llevaba siempre dos navajas. La que había herido al tabernero estaba en el suelo ensangrentada.
Mientras unos recriminaban al asesino, otros atendían al herido. Eladia exhalaba penetrantes lamentos. Su tía acudió corriendo y al enterarse, en vez de verter lágrimas, comenzó á increpar á su marido:
—¿Lo ves, burro, lo ves? ¿Ves lo que te está pasando por esa afición al palique, por no hacer caso de mí?... ¡Si hubieras ido á ordeñar las vacas no te hubiera pasado nada!
Martinán, á quien conducían entre varios al interior de la casa, todavía tuvo fuerza para sonreir y decir con voz apagada:
—Tienes razón, mujer... Si hubiera estado ordeñando las vacas no me hubieran ordeñado á mí.
Los demás paisanos en tanto quisieron sujetar á Plutón y llevarlo á la presencia del juez en la Pola; pero navaja en mano y ayudado de su compañero Joyana logró tenerlos á raya y evadirse.
Sin embargo, no faltó quien diese parte á la autoridad y á la media noche se presentó la guardia civil en Canzana y prendió al criminal en su alojamiento. No estuvo más de dos meses en la cárcel. Los paisanos, temerosos de la venganza, no dieron declaraciones muy explícitas. Martinán, cuya herida cicatrizó antes de los treinta días, no por temor, sino por motivos puramente dialécticos, tampoco quiso declarar contra su agresor.
—¿Qué gano yo con que él vaya á presidio? ¿Lo sufrido no está sufrido? ¿Podrá alguien quitármelo?... ¡Pues entonces!...
OR fin silbó, sí, silbó la locomotora (¡Dios la bendiga!) por encima de Entralgo. Cruzó soberbia abriendo enorme brecha en los castañares que lo señorean, taladró con furia á Cerezangos, aquel adorado retiro del capitán, y siguió triunfante, vomitando humo y escorias, hasta Villoria. Arrastraba una plataforma engalanada donde se acomodaban los conspicuos de la Pola, el alcalde, el recaudador, el joven Antero, el farmacéutico Teruel; el médico D. Nicolás, D. Casiano el actuario, dos ingenieros, el químico belga y el personal administrativo de la empresa. Todos iban en pie contemplando con satisfacción orgullosa los prados y los árboles, los campesinos y los ganados que dejaban tras sí. Mas los prados, los árboles y los seres vivientes que se agitaban en aquel delicioso paisaje no recibían con igual satisfacción la visita del huésped. Sus penetrantes silbos estremecían la campiña. Volaban los pájaros, corrían las reses hasta despeñarse, huían los niños, ladraban los perros en los caseríos, ¡como si en vez del bienestar y la riqueza les trajese aquel glorioso artefacto la oscuridad, la maldición y la guerra! Y los conspicuos, al ver la general desbandada, reían llenos de lástima y excitaban al maquinista para que hiciese más ruido, gozándose como los antiguos conquistadores con el espanto que su paso producía.
Sentado allá en el templete griego de su fundo de Arbín, entre Pan y las Ninfas, D. César de las Matas también oyó el ronquido estridente de la máquina. Dejó caer el libro que tenía entre las manos y las llevó á la cara murmurando:—«¡Desgraciado Félix!»—No pensó en sí mismo. Antes que el fragor de la industria viniese á turbar sus arrobos clásicos en las alturas de Arbín transcurriría bastante tiempo, y él no contaba vivir mucho. Pensaba en el dolor de su buen primo cuando al volver hallase profanado, destruído el agreste retiro donde tanto se placía.
Los conspicuos, al regresar de Villoria, se detuvieron frente á Entralgo y bajaron al lagar de D. Félix, donde les tenían preparado un banquete. Se festejaba con él la feliz inauguración del ferrocarril minero. Decir que al final hubo brindis calurosos, cánticos desafinados, discursos filosófico-sociales del joven Antero, y que éstos produjeron tal emoción en algunos comensales que lloraban berreando como niños, casi parece inútil. Pero no lo es añadir que en algunos el exceso de la emoción fué tan grande que no pudiendo sobreponerse á ella arrimaron su cabeza febril á la pared y arrojaron por la boca toda la sidra que habían bebido, mientras otros caían desplomados debajo de la mesa para no levantarse hasta el día siguiente. No faltó tampoco quien, como el farmacéutico Teruel, permaneció algunas horas en pie al lado del tonel, firme, inconmovible como una estatua de bronce acercando por intervalos regulares el vaso á sus labios mientras se dibujaba en ellos una sonrisa de lástima.
—¡Todo, todo lo tiene este hombre! Salud inmejorable, una esposa modelo, hijos robustos, fama de sabio; hasta una cabeza privilegiada que no se marea con cien vasos de sidra!—exclamaba el médico D. Nicolás, cuya envidia disimulada brotaba groseramente en estas ocasiones.
La misma envidia le impulsó á buscar quimera al inofensivo boticario. Hubo muchos gritos y algunos pescozones. Pero el recaudador, que andaba ya cerca del período heroico, separó con toda la energía de sus músculos á los contendientes, aunque al hacerlo el exceso mismo de su energía, sin duda, le hizo dar con el cuerpo en el suelo. Éste fué el único incidente desagradable que se registró en aquel gran banquete conmemorativo.
Sofocados al cabo y con deseo de respirar el aire libre salieron (los que se hallaban en disposición de salir) al campo de la Bolera. Y allí prosiguieron los cánticos, los brindis y los discursos filosófico-sociales de Antero. Mas he aquí que cuando más vivo era su entusiasmo y mayor el ruido, ven aparecer de lejos la figura estrafalaria del señor de las Matas de Arbín. Venía D. César montado en un jamelgo escuálido. Escuálido, sí, porque toda la yerba que segaba el buen hidalgo era poca para la vaca, y al rocín lo enviaba á la gramática por las callejas y trochas de los contornos. Vestía el imprescindible frac, el pantalón abotinado con trabillas, la corbata de suela que mantenía su cabeza siempre erguida y el sombrero alto de felpa gris. Los alegres comensales contemplaron á D. César con sorpresa y curiosidad como si no le hubieran visto en su vida. Sin duda la sidra y el vino les habían borrado el recuerdo.
—¡Cielos, el dorio!—dijo uno.—¡El ingenioso hidalgo!—manifestó otro.—¡El enemigo de Pericles!—apuntó un tercero.
Y todos se guiñan el ojo con maliciosa alegría y se prometen un sainete divertido para fin de la fiesta.
Mientras tanto el señor de las Matas avanzaba al paso lento, majestuoso de su rocín. Cuando estuvo cerca de la reunión se llevó la mano al sombrero y les hizo un gentil saludo, mezcla de la exquisita urbanidad de la corte de Luis XIV con la afable gravedad de los tiempos heroicos de la Grecia. Aquellos bárbaros no comprendieron su delicadeza y les produjo risa. D. César hizo un signo imperativo á Regalado para que se acercase.
—¿Qué noticias hay de los señores?—le preguntó.
Regalado, que estaba alegrísimo y tenía en el cuerpo una razonable cantidad de sidra, quiso poner la cara triste de repente; pero no resultó más que una mueca odiosa, inadmisible, que no podía convencer á nadie.
—Muy malas, D. César, muy malas. La señorita se ha puesto tan grave que mi amo no ha querido que muriese en Málaga y la ha traído á Oviedo. Allí están desde hace seis días, según creo. Se espera de un momento á otro una desgracia.
D. César se llevó la mano á la frente con abatimiento y al cabo de unos instantes de silencio exclamó:
—¡Así es la vida Regalado, así es la vida!—¡Oh raza de mortales! Miserable generación de un día, hijos del acaso y la fatiga. Razón tenía el sabio Sileno. «Lo mejor para vosotros en primer lugar es no haber nacido: en segundo lugar morir pronto.»
Regalado no estaba tan desengañado de la existencia, pero quiso mostrarse amable y elevó los ojos al cielo en señal de asentimiento. El hidalgo apretó de nuevo las riendas y trató de dar la vuelta á su casa, pues no á otra cosa había venido que á saber noticias de su primo y sobrina. Pero los alegres conspicuos que veían frustrada su esperanza no lo consintieron. Cinco ó seis manos acudieron solícitas á tener al rocín por el freno y más de veinte bocas comenzaron á instar á D. César para que se apease un momento. Hízolo así al cabo por no desmentir su proverbial cortesanía, pero se mostró grave y reservado. Como esto no convenía á los amigos, hicieron esfuerzos por tirarle de la lengua. Nada consiguieron en un principio. Al cabo unos cuantos vasitos de vino traidoramente administrados lograron su propósito.
D. César comenzó por sonreir con extraña benevolencia. Sus ojos pequeños se hicieron más pequeños aún y brillaron dulcemente; su nariz aquilina enrojeció súbito; sus labios finos se plegaron con ironía clásica. Y al cabo, extendiendo la mano, echando atrás la cabeza y cerrando sus ojillos, profirió con pausa académica:
—Ignoro, señores míos todos y muy queridos amigos algunos, si esos que llamáis progresos industriales van tan estrechamente unidos á la causa de la civilización como os complacéis en suponer. El genio del hombre, excitado por la necesidad é irritado por los obstáculos, se arroja á la conquista de la tierra y descubriendo sus secretos los utiliza para su alivio. Mas con frecuencia ¡oh amigos y señores míos! va más allá de lo que le dicta la santa naturaleza. Ésta le dice «come», y el hombre encuentra placer en comer. Le dice «vístete», y el hombre encuentra placer en vestirse. Quiero decir que lo que se nos ha dado como un medio lo convertimos en fin. De aquí se origina siempre un grave desequilibrio, que engendra la corrupción y los vicios. Entonces la sabia naturaleza, que vela por los destinos del hombre, dice: «¡basta!». Y las naciones corrompidas degeneran y se extinguen y las ciudades opulentas perecen. Otra humanidad más inocente renace, pueblos jóvenes y vigorosos sustituyen á los viejos, y la obra de Dios, que parecía un momento interrumpida, prosigue su marcha sublime al través del tiempo y el espacio. Todo con medida, ha dicho el genio helénico; todo con medida, nos repite sin cesar el universo en que habitamos. El exceso se paga más tarde ó más temprano. No se hizo el espíritu para el mundo, sino el mundo para el espíritu. Temo en conciencia ¡oh señores míos! que confundáis lamentablemente la civilización con el industrialismo. Yo sé de países muy industriales donde la cultura del espíritu no corre parejas con las comodidades y refinamientos de la vida. Penetrad en una de las ciudades fabriles de Francia ó de Inglaterra. ¡Cuán suntuosas son aquellas viviendas! ¡cuán delicados los manjares que allí se gustan! ¡cuán blandos los lechos! ¡cuánto pormenor delicado que halaga la vida corporal!... Pero escuchad á aquellos hombres en sus refectorios, en sus cafés y en sus teatros, y tengo por seguro que no quedaréis maravillados ni de la agudeza de su ingenio, ni de la elevación de su espíritu. Francos por aquí, libras esterlinas por allá: tal es el alimento ordinario de su inteligencia. Sus artes son siempre imitadoras, su literatura igualmente, su filosofía reproduce las hipótesis de la India y de la Grecia; hasta sus costumbres y sus fiestas son eco y remedo de las costumbres y fiestas del paganismo clásico. Ninguna invención peregrina, ningún rasgo feliz; todo vulgar, todo abatido, todo triste!... Pero venid conmigo ahora al Ágora, al Liceo ó á los jardines de Academo. Los hombres que allí veis paseando y departiendo se alimentan con manjares que rechazarían hoy nuestros obreros; duermen sobre pieles tendidas en el suelo; visten una túnica y un manto que no querría para sí un mendigo de nuestras ciudades; no caminan en ferrocarril ni trasmiten su pensamiento por telégrafo, no conocen la inmensa variedad de nuestros utensilios... Pero aquel puñado de hombres ¡miradlos bien, señores míos! aquel puñado de hombres ha creado en poco tiempo el arte, la filosofía, la ciencia y las costumbres de que aún vivimos, es decir, ha creado la civilización. Un arte y una filosofía jamás sobrepujados, una ciencia estudiada no con un fin industrial, sino espiritual, no para regalo del cuerpo, sino del alma; unas costumbres tan bellas y originales que sólo cuando las imitan adquieren las nuestras alguna nobleza... Salid conmigo de Atenas, salgamos por la puerta Dipila, atravesemos los Cerámicos y entremos en los jardines de Academo. ¿Quién es aquel anciano de cuerpo robusto y un poco cargado de espaldas, de frente espaciosa y grave mirada, que marcha con tal majestad y decoro? Es Platón, es el divino Platón... ¿Quién es aquel joven flaco y seco de ojos pequeños y centellantes, tan acicalado en el vestir, que marcha junto á él? Es Aristóteles, el ingenio más portentoso que ha producido el mundo. ¿Cómo se llama aquel otro joven que camina más allá, pálido y enteco, que mueve de vez en cuando los hombros de un modo particular? Se llama Demóstenes...
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Al llegar aquí la risa que retozaba en los labios de los próceres de la Pola desde el comienzo de la oración estalló en francas, sonoras carcajadas. Quien primero la dejó escapar fué el troglodita D. Casiano. Se arrimó á uno de los nogales y durante buen rato salieron de su boca ciclópea profundos, temerosos estallidos mientras su vientre se agitaba como la montaña de un volcán en erupción. ¡Dejadlo, dejadlo... no podía más!... Aquello era lo más gracioso que había oído en su vida. También el alcalde, arrimado á otro árbol, reía y tosía hasta querer reventar. Y los otros, con más ó con menos discreción, todos se entregaban á una cordial y envidiable alegría.
D. César quedó sorprendido. Los miró unos instantes estupefacto y al fin, dejando caer su mano que tenía levantada, sonrió con expresión humilde.
—Bien comprendo que mis palabras suenen mal en vuestros oídos, no avezados á escuchar los ecos de la sabia antigüedad. De igual modo los ostrogodos y longobardos reían cuando los filósofos y retóricos del Lacio pretendían doctrinarlos. Pero no es menos cierto que vuestra alegría inocente me alegra y que ruego de todo corazón á los dioses para que la prosperidad que hoy celebrais sea tan próspera como apetezco.
Pronunciadas estas palabras, que el concurso acogió con un redoble de hilaridad, el noble señor de las Matas de Arbín se llevó la mano á su sombrero de felpa, hizo un saludo digno del mariscal de Richelieu y montando de nuevo en su jamelgo dió la vuelta hacia su casa solariega.
Aquella noche hubo fila, como todas, en el palacio del capitán. D.ª Robustiana se placía mucho en reunir á las comadres del pueblo y pasar entre ellas la velada oficiando de señora. También Regalado gustaba de dar rienda suelta á su temperamento jocoso y maleante á costa de las mujerucas. Por eso, aunque era ya bien entrada la primavera, se persistía en aquellas tertulias nocturnas propias del invierno. Hombres asistían pocos y eran los que celebraban con algazara, los donaires del humorista mayordomo. Se hallaba éste de vena esta noche, sin duda como residuo de la alegría de la tarde y de los vasos de sidra que tenía entre pecho y espalda, cuando de pronto retumbaron en el gran caserón solariego dos fuertes aldabonazos. Todos levantaron con sorpresa la cabeza. Pero el más sorprendido fué Regalado. Ningún paisano podía llamar en aquella hora en tal forma imperativa. Alzóse de la silla y se dirigió al balcón en medio de la curiosidad y expectación del concurso. Salió al corredor de la parra y esforzándose en penetrar las tinieblas de la calle preguntó:
—¿Quién llama?
—Abrid... es el señor—dijo con voz recia Manolete, el fiel criado que había acompañado al capitán á Málaga.
Gran movimiento en la sala. Todos se levantan. Regalado toma el velón de la mesa y se precipita á la escalera y detrás de él algunos tertulios y también el perro Talín que aúlla de un modo lamentable. Se abre la puerta y á la luz del velón se ve al capitán, cuyo rostro pálido, demudado les dice bien claramente lo que había acaecido. El perro se arroja á acariciarle y cae al suelo accidentado por vejez y exceso de alegría. Don Félix, sin pronunciar palabra, entra en el portal y sube al salón. Nadie osa preguntarle, pero D.ª Robustiana y todas sus comadres estallan en sollozos. El capitán se lleva la mano á los ojos y permanece algún tiempo inmóvil y silencioso. Ya no era aquel viejo apuesto, vigoroso, que en fuerzas y agilidad podía competir con cualquier joven. En pocos meses se había trasformado en un anciano caduco.
—Gracias, gracias—murmuró con voz débil.—Dejadme solo.
Llorando y en silencio fueron saliendo todos los tertulios. Cerráronse las puertas y D. Félix, sin querer tomar nada de lo que D.ª Robustiana le ofrecía, se retiró á su habitación. Manolete en la cocina de abajo estuvo largo rato narrando á los mayordomos y á la servidumbre los incidentes de la enfermedad y muerte de la señorita.
Al día siguiente D. Félix no quiso salir de su cuarto ni recibir á nadie. Sin embargo, antes de ponerse el sol deslizóse furtivamente sin que nadie se percatase de su marcha y llegó hasta su finca de Cerezangos. Era una curiosidad insana la que le arrastraba hasta allí; un deseo de añadir más dolor á su dolor y encenagarse por completo en él. El hermoso, florido campo que tanto amaba había sido partido, destrozado. Una trinchera bien ancha separaba las dos mitades: por medio de la trinchera cruzaba la vía férrea. El encanto silencioso, la dulzura agreste, la amable soledad de aquel retiro habían desaparecido. D. Félix lo rodeó todo lentamente. Apoyándose en su bastón miraba con terrible insistencia aquella brecha que la piqueta del progreso había abierto en su campo. Otra brecha mayor aún acababa de abrir la muerte en su corazón. Cuando llegó á lo más alto se detuvo, apoyó los codos en la paredilla y metiendo la cabeza entre las manos permaneció largo rato en contemplación extática, con los ojos secos y fijos mirando quizás más á su alma dolorida que al cuadro que tenía delante.
Una mano le tocó suavemente en el hombro. Experimentó fuerte sacudida y se volvió con su peculiar viveza. D. Prisco, el párroco de Entralgo, estaba frente á él. Ambos abrieron los brazos á un tiempo y quedaron estrechamente enlazados. Largo rato estuvieron de este modo. El viejo militar sollozaba: el sacerdote le encomendaba silenciosamente á Dios. Al fin se apartaron y D. Prisco, llevándose el pañuelo á los ojos para enjugar una lágrima, murmuró sordamente:
—¡Miseria humana, D. Félix, miseria humana!
El capitán bajó la cabeza resignado. En aquel momento se oyó el silbo prolongado de la locomotora que cruzó rauda con infernal estrépito. Uno y otro la miraron con más estupor que cólera. D. Prisco al cabo sacudió el brazo á su amigo y le dijo:
—Vamos.
El capitán le siguió obediente. D. Prisco se apartó de aquellos sitios y se internó cuesta arriba en las frondosas arboledas de castaños y robles. Por trochas escondidas caminaron en silencio uno en pos de otro. Al fin llegaron á un delicioso paraje donde manaba una fuente oculta entre espinos y avellanos rodeada de menudos céspedes. Se sentaron. D. Prisco sacó de las profundidades de su balandrán una fiambrera que contenía tortilla de jamón, luego un pedazo de queso envuelto en muchos papeles, pan y un frasco de vino. Todo ello lo exhibió con sosiego ante los ojos atónitos de su amigo. Hizo la señal de la cruz, rezaron un padrenuestro y se pusieron á merendar en silencio, pero tranquilo ya el corazón. El sol descendía rápidamente hacia el ocaso. Sobre sus cabezas cantaba el ruiseñor.
Cuando hubieron dado buena cuenta de la tortilla y el queso, D. Prisco bebió un número prodigioso de vasos de agua. Era su manía y su vicio. El capitán sólo algunos sorbos de vino.
Entonces D. Prisco volvió á meter la mano en las profundidades del balandrán y sacó la baraja.
—¿Una brisquita?
—Bueno—respondió el capitán.
—Tres juegos nada más.
—Nada más.
L capitán paseaba de un ángulo á otro por el vasto salón de su casa en la mañana siguiente. Andaba encorvado y á paso lento. Alguna vez se detenía frente al retrato al óleo de su hija María. Un artista famoso que viajaba por Asturias lo había pintado el año anterior. Lo contemplaba con atención anhelante algunos instantes, se llevaba el pañuelo á los ojos y proseguía su paseo.
D.ª Robustiana entreabrió la puerta y asomó tímidamente la cabeza.
—Señor, ahí abajo está Flora que viene á darle el pésame.
D. Félix se estremeció, echó una rápida mirada de angustia al retrato de su hija y después de una pausa dijo con voz insegura:
—No puedo... Dígale usted que no puedo recibirla ahora... Que venga otro día.
El ama de gobierno retiró su cabeza y bajó para trasmitir la nada grata respuesta. El capitán siguió midiendo el salón tristemente.
Por espacio de tres ó cuatro días sólo con D. Prisco cambió algunas palabras. Pero su temperamento vivo y locuaz no tardó en levantar la cabeza. Comenzó á departir con la gente y á mezclarse entre los grupos de aldeanos buscando conversación. Algunos días montaba á caballo y se iba á la Pola y allí visitaba á los amigos y conversaba con ellos largamente. Mas á pesar de esta nueva explosión de vida, el hidalgo descaecía visiblemente; su espalda se doblaba, sus mejillas se hundían, sus ojos iban perdiendo el brillo. Hasta en su locuacidad extraordinaria había algo de anormal que inquietaba á los conocidos. El tema de su conversación casi siempre era el mismo, á saber, el ningún deseo que tenía ya de aumentar su riqueza, ni aun de cuidar de su hacienda. Llegaba un paisano y le proponía la compra de algún trozo de terreno. D. Félix se ponía encrespado como si le hiciese alguna ofensa.
—Ven acá, necio, ¿para qué quiero yo ahora tierras ni prados? ¿No sabes que ya no tengo á quién dejarlos? ¿No sabes que esta misma casa se halla destinada á servir de nido á los pájaros?
Y tanto se exaltaba que el campesino marchaba haciendo cruces y decía á sus amigos que el capitán no estaba enteramente bueno de la cabeza.
En ocasiones, cuando algún caballero de la Pola venía á visitarle, repentinamente comenzaba á dar furiosos paseos en su presencia, y parándose de improviso y señalando con extravío á las paredes y al techo de la estancia exclamaba:
—¿Ve usted este salón? ¡Pues los pájaros no tardarán mucho tiempo en anidar aquí!
Es de advertir que tal idea extraña le perseguía sin cesar. ¿Por qué sentía tanto horror á que los pájaros anidasen en su domicilio? Supuesto que estos animalitos á todos parecen bellos é inofensivos, ¿por qué el capitán se fijaba en ellos en sus vaticinios sombríos y no se acordaba de los ratones, de las arañas ó de las cucarachas, animales más feos y temerosos? Imposible sería explicar este fenómeno si no se conociese el antiguo y profundo resentimiento que D. Félix guardaba hacia los gorriones, los cuales todos los años le comían la simiente de las coles. Había vestido un maniquí con frac y tricornio para espantarlos; pero estos desvergonzados volátiles se posaron á su lado sin temor alguno, comieron tranquilamente la semilla y llevaron su osadía hasta picotear el tricornio del maniquí. Tal desprecio había llegado á lo más vivo á D. Félix. Desde entonces les declaró guerra á muerte y los perseguía cruelmente á tiros cargando con mostacilla un enorme fusil de chispa que procedía de la guerra de la Independencia.
Al compás de su amo, también descaecía Talín y también se agriaba su carácter. Aquel perrillo siempre gruñón y fantástico se había hecho ahora insoportable. Algunas raras veces solía mostrarse amable y retozón, pero muy pronto caía en un acceso sombrío de bilis: gustaba de la soledad y pasaba largas horas acostado en las inmediaciones del cementerio, como si ya sintiese la nostalgia de la tumba. Sobre todo, le descomponía, le ponía fuera de sí el sonido de la flauta de Regalado. Mientras D. Félix estuvo de viaje lo sufría á regañadientes; comprendía que el mayordomo ejercía la suprema autoridad en la casa y que era insensato malquistarse con él. Mas desde el momento en que regresó no se creyó en el caso ya de tolerarlo. Lo mismo era ver á Regalado con el odioso instrumento en la mano que un vértigo de cólera se apoderaba de su cabeza, ladraba hasta reventar y en poco estaba que no se arrojase sobre él. En cuanto comenzaba el dulce son acordado, Talín se sentaba sobre las patas traseras, alzaba sus ojos al cielo clamando venganza y despedía de su boca tan horribles, fatídicos aullidos que el mayordomo indignado, no atreviéndose á castigar la insolencia, desarmaba con violencia la flauta y jurando amenazas la guardaba en el bolsillo.
Trascurrieron bastantes días. Flora no pareció por Entralgo. Sin duda la repulsa sufrida la había herido y no quería exponerse á otra. Un día que D. Félix después de comer se hallaba de mejor humor y departía amigablemente con los mayordomos debajo del corredor emparrado, D.ª Robustiana se aventuró á decirle:
—Mañana es día de amasijo, señor, y además tengo que colar la ropa de dos semanas... ¿Quiere que mande un aviso á Flora para que venga á ayudarme?
Los ojos del capitán se oscurecieron, fruncióse su frente y dijo sordamente:
—No hay necesidad de avisar á nadie... Arréglate con las criadas como has hecho otras veces.
D.ª Robustiana quedó confusa y triste. No volvió ya á mentarle el nombre de su gentil amiguita.
Pero á los pocos días el mismo D. Félix se acercó á ella y rápidamente y en voz baja, como si la vergüenza le embarazase, dijo:
—Cuando quieras puedes avisar á Flora... Acaso la necesitemos... porque la faena de la yerba va á comenzar pronto...
El ama de gobierno vió el cielo abierto.
—Sí señor, sí; va á comenzar pronto... ¡Ya lo creo que comenzará!... ¡Como que el tiempo se echa encima de un modo!...
No era cierto. Faltaban aún más de quince días para pensar en la siega; pero D.ª Robustiana no vaciló en mentir con tal de facilitar el viaje de su protegida.
Llegó Flora. El capitán la recibió con afabilidad, pero sin gran calor. En los días siguientes, aunque se mostraba traba atento con ella, no buscaba su conversación como otras veces; antes huía de las ocasiones de hablarla en particular. La zagala no pudo menos de sentir tal frialdad, y un día con lágrimas en los ojos le dijo á D.ª Robustiana que se iba, que su presencia en la casa no era grata al amo. La mayordoma trató al instante de disuadirla.
—¡Eres tonta, rapaza! ¿No comprendes que el amo está bajo el peso de una desgracia, que para él se ha concluído el mundo, que todo lo ve ahora negro? Deja que trascurra el tiempo y ya verás cómo todo vuelve á su ser, cómo al cabo se irá calmando su pena y serás para él lo que siempre fuiste. No te apures ni te disgustes, querida mía, pues el mismo amo fué quien envió á llamarte.
Flora se dejó convencer y permaneció en la casa. Cierto suceso imprevisto vino á dar la razón á la mayordoma. Nuestra linda morenita, en su deseo de agradar á todos en la casa y hacerse simpática, solía agasajar hasta al mismo Talín, le llamaba «rico mío», «precioso», «salado», aunque bien sabemos que Talín no merecía en conciencia estas lisonjas. Cuando recibía de regalo alguna golosina se apresuraba á compartirla con él. El bilioso can no acogía con gratitud tales pruebas de consideración. Comía lo que le daban, pero inmediatamente se alejaba con grosera frialdad de su bienhechora y si ésta quería pasarle la mano y acariciarle comenzaba á gruñir como si no la conociese. Esta conducta tenía sorprendida y disgustada á Flora. Porque si bien el perro de D. Félix no había brillado nunca por su amabilidad, tampoco se había mostrado con ella á tal punto desabrido.
Una tarde en que se hallaba D. Félix hablando con Regalado en la sala grande, llegó Flora con encargo de D.ª Robustiana para traer una cesta de ropa. Al pasar vió á Talín durmiendo enroscado sobre una silla. Y con la mayor inocencia se acercó á él y le puso la mano encima para acariciarle. El neurasténico perro gruñó irritado. D. Félix volvió la cabeza y dijo:
—No tengas miedo, que no hace nada.
Entonces la zagala, más por obedecer á D. Félix que por deseos de seguir acariciándole, volvió á pasarle la mano sobre la cabeza. Talín dejó escapar otro gruñido más áspero, abrió la boca y le clavó los dientes. Flora dió un grito: la mano quedó al instante manchada de sangre. Verlo D. Félix y volverse loco fué cosa de un instante. Se arrojó como un león sobre el ingrato perro, le hartó de puntapiés y maldiciones y, no contento aún, agarró el bastón que tenía arrimado á una esquina y le molió á palos. Talín chillaba, aullaba como un condenado viendo su muerte cercana. Al cabo, Regalado abrió piadosamente la puerta de la sala y el desgraciado pudo huir sustrayéndose á la negra parca.
Cuando se vió lejos de las iras de su amo, sin dejar de exhalar gemidos lastimeros tuvo espacio para reflexionar. ¡Aquello era muy extraño! ¡mucho! ¿Por qué tal cólera insensata? Ni cuando se comió el arroz con leche que D.ª Robustiana tenía destinado al marqués de Cotorraso, un día que éste le visitó, ni cuando mordió los zapatos morados de su ilustrísima el obispo de Oviedo, que vino á girar la visita pastoral á Laviana y alojó en su casa, le vió tan descompuesto. ¡Cosa más extraña! Talín comenzó á sospechar que allí existía un gran secreto de familia. No sabía qué era, pero lo había, ¡vaya si lo había! En su consecuencia determinó acomodarse mejor al giro de los sucesos, capear el temporal y ver en qué paraba aquello. Desde entonces no sólo prescindió de todo gruñido irrespetuoso con Flora, sino que procuró, sin arrastrar su dignidad por los suelos, con algunos adecuados meneos de rabo, hacer olvidar su desmán.
El capitán, por su parte, en cuanto vió al perro fuera del alcance del palo corrió hacia Flora, la llevó al gabinete de su hija María, llamó á gritos á D.ª Robustiana y mientras ésta llegaba él mismo le lavó la herida. Se hizo traer hilas, extendió un ungüento que para casos análogos poseía, lo puso sobre la herida y ciñó la mano con un pañolito de seda; todo con tanta habilidad y delicado esmero que parecía un cirujano y una madre cariñosa al mismo tiempo. Después de un rato le dijo á Regalado, no sin cierta vergüenza que se le traslucía en la voz:
—Hoy tienes que ir á la Pola, ¿verdad?
—Sí señor, á entablar la demanda de reconocimiento del foro de Piñeres.
—Pues si ves á D. Nicolás explícale lo que ha pasado y díle que me alegraría de que diese esta tarde una vuelta por aquí.
El mayordomo quedó petrificado. ¡Llamar al médico para una sencilla mordedura de perro! «Esto marcha viento en popa!» le dijo á su mujer. D.ª Robustiana sonrió con perspicacia.
Desde aquel día, en efecto, cambió mucho ya la actitud de D. Félix con la zagala. Sin embarazo alguno fueron tantas y tan vehementes las pruebas de afecto que le prodigó que Flora quedó tan admirada como conmovida. En casa la hablaba y la mimaba: cuando salía á dar algún corto paseo por el contorno la invitaba para que le acompañase, aunque tuviese que abandonar alguna faena doméstica, le mostraba sus haciendas y comunicaba con ella sus planes de reforma. Nada de esto escapaba al ojo avizor de los campesinos que al paso de ellos se dirigían miradas y sonrisas de inteligencia.
D. Félix en aquellos días hizo un viaje á Arbín y celebró largas y frecuentes conferencias con el párroco de la Pola, persona muy avisada y de letras. Por último, una mañana, poco antes de comer, dijo á D.ª Robustiana:
—Pon dos cubiertos hoy en la mesa que espero un convidado.
Hízolo así el ama de gobierno, pero viendo que sonaban las doce mostró su extrañeza.
—Ya es el mediodía y ese señor no parece.
—Puedes poner la sopa que no tardará en llegar.
Mientras D.ª Robustiana se preparaba á dar cumplimiento á la orden, no sin salir con frecuencia al balcón y echar ojeadas al camino por ver si divisaba al huésped, D. Félix llamó aparte á Flora y la condujo por la mano al gabinete más lejano de la cocina. Cerró sigilosamente la puerta y plantándose delante de ella y volviendo á tomarle la mano, dijo con voz alterada:
—Flora, ya sabes quién ha sido tu madre; pero ¿tu padre, sabes quién es?
La zagala se puso roja como una amapola: tardó algunos momentos en contestar. Al cabo, bajando los ojos al suelo articuló con voz débil:
—No lo sé... pero lo presumo.
Entonces el capitán abrió los brazos y el padre y la hija quedaron estrechamente enlazados. Así estuvieron largo rato llorando dulcemente en silencio. Al cabo don Félix se apartó y secando con su pañuelo las lágrimas de la joven y besándola repetidas veces en la mejilla, le dijo al oído:
—Que no turbe, hija mía, la alegría de este momento un pensamiento de dolor. Ya sé que mantienes amores hace tiempo con un muchacho de Fresnedo. Pues bien, no temas que al darte mi nombre y mi fortuna arranque tus ilusiones y contraríe las inclinaciones de tu corazón. Cásate con quien mejor te plazca; cásate con un aldeano; yo me alegro de ello... Sí, me alegro—añadió en voz más alta—porque quiero que se oree esta casa... ¡Basta de tísicos!... Quiero que corra por mi descendencia sangre nueva y generosa; quiero morir rodeado de niños frescos, sonrosados.
Flora, embargada por la emoción, se apoderó de una mano de su padre y la besó.
—¡Basta, basta ya!—exclamó éste.—Ahora vamos á comer.
Se limpiaron de nuevo los ojos y salieron del gabinete. Justamente en aquel momento llegaba D.ª Robustinana diciendo en alta voz:
—Señor, señor, que la sopa ya está fría.
Al verlos cogidos de la mano y con los ojos enrojecidos quedó sorprendida.
—Robustiana, aquí tienes á mi hija—manifestó el capitán presentándola.
La mayordoma pasó instantáneamente de la sorpresa á la alegría.
—¡Oh, señor, todos lo sabíamos!... y todos ansiábamos que llegase pronto este momento.
Luego abrazó y besó á Flora con entusiasmo y la felicitó de todo corazón.
—Que sea por muchos años. Dios y la Virgen del Carmen le dé, señor, larga vida para gozar el cariño de una hija tan buena y tan hermosa.
Así pasaron al comedor llevando á Flora en el medio. Una vez allí, se dibujó en los labios del ama de gobierno una sonrisa maliciosa y profirió dirigiéndose á Flora:
—Siéntese, señorita; siéntese frente á su padre.
Flora se dejó caer en sus brazos ruborizada.
—¡Oh, por Dios, no me hable usted así!
OLO había tenido tiempo á meditar su resolución. De día y de noche no pensaba en otra cosa. Se llegaban las ferias de la Ascensión en Oviedo y pocos días antes manifestó á su padre el deseo de dar una vuelta por allá y comprar, si lo hallaba razonable, una yegua para cría. Como el proyecto era aceptable y Nolo jamás había estado en la capital, tanto por interés como por dar un respiro á su hijo, el tío Pacho cedió de buen grado y le facilitó los medios para realizarlo. El mozo de la Braña encargó en la Pola un traje de pantalón largo hecho de pana gris, mercó un sombrero de anchas alas y unos borceguíes de piel amarilla. Así ataviado y con su faja de seda encarnada á la cintura y camisa fina con botones de plata, más parecía un chalán segoviano que un rústico de las montañas de Asturias. Y en verdad que no desmerecía su gallarda figura con el nuevo atavío; antes bien resaltaba. Iba tan suelto y airoso como si toda la vida lo llevase puesto.
Cuando llegó el día señalado, una hora antes de amanecer montó en su jaco tordo, que él había criado con mimo y al cual había puesto por nombre Lucero, y bajó por el camino de Villoria hasta el llano. Cuando pasó por Entralgo aún no había amanecido. Dirigió una mirada á Canzana y estuvo por subir á despedirse del tío Goro y la tía Felicia, pero llevaba él ciertos proyectos en la cabeza... ¡Quién sabe, quién sabe! Mejor era guardarlos en el corazón. Vadeó el río, siguió hasta la Pola y pasó inadvertido como él deseaba. Entró en la carretera de Langreo y cuando llegó á Sama ya estaba el sol hacía rato sobre el horizonte. Muchas fábricas, mucho carbón, muchas chimeneas despidiendo columnas de humo negro y espeso. Nolo miraba con ojos torvos todo aquello y tenía vivos deseos de dejarlo atrás. Ya lo dejó, ya camina por la carretera llamada Descolgada á causa de sus agrias pendientes, ya pasa por delante de Villa. Hermosas praderas, hermosas pomaradas, hermosas niñas con su cesta sobre la cabeza por la carretera. Más de una volvió la cara para seguir con la vista al mancebo de cabello ensortijado y ojos altivos. Cuando dió vista á Oviedo eran bien sonadas las diez de la mañana.
¡Cómo latió su corazón al contemplar por vez primera aquella ciudad que guardaba el más caro tesoro de su existencia! La torre de la catedral con sus festones primorosos, con sus calados de encaje, se alzaba ante sus ojos atónitos como una maravilla. Entró por el arrabal de la Puerta Nueva, preguntó por la posada de la Felisa y no tardó en dar con ella. Esta Felisa, mientras le freía un par de huevos y algunas lonjas de jamón, le enteró de todo lo que quiso y lo que no quiso. Supo cómo Demetria había dejado ya el colegio y estaba otra vez con su mamá y con su tía, supo cómo se llamaba la calle en que éstas habitaban y las señas que la casa tenía, y supo también el nombre de todos los hijos de la señora Felisa y el temperamento especial que cada uno de ellos tenía, así como las pruebas brillantes de ingenio que el penúltimo, Joaquinín, había dado en más de una ocasión de su existencia, aunque sólo contaba cuatro años y cinco meses. También se enteró por separado de ciertas costumbres poco correctas del señor Ramón, marido de la propia Felisa, cuando regresaba al hogar por la noche con algunos vasos de vino en el cuerpo. Fuera de estas ocasiones era un bendito, un pedazo de pan candeal, incapaz de levantar la mano á nadie, ni siquiera de aplastar una mosca.
Y así que almorzó se fué á dar una vuelta por la ciudad y por la feria. Una y otra estaban bien animadas. Pululaban los forasteros por las calles en muchedumbre apretada y en mucho mayor número piafaban los caballos allá en el real de la feria. Mas ni la muchedumbre, ni los monumentos, ni los escaparates de las tiendas, ni siquiera los hermosos jacos de cuatro y cinco años lograron llamar la atención de nuestro aldeano. Pasaba por delante de todo ello como si no lo viese. Del encargo de su padre ni se acordó siquiera: no tenía ojos más que para el oscuro y vetusto caserón de Moscoso. ¡Qué negra era aquella casa! ¡qué grandes y severos los balcones de hierro! ¡qué imponente aquel casco de piedra que coronaba el escudo esculpido sobre la fachada! La impresión que en Nolo produjo fué de pena, casi de terror. Le parecía que Demetria debía de estar allí cautiva como en una cárcel y sometida á crueles tormentos. Examinó con profunda atención el edificio, que estaba situado en la calle llamada de Traslacerca y formaba esquina á una callejuela solitaria, lo rodeó repetidas veces, escrutó sus balcones y ventanas, pero no consiguió divisarla. En las horas que allí permaneció, disimulándose en un portal ó detrás de algún carro, sólo vió salir dos ó tres mujeres que parecían criadas y entrar y salir un sacerdote. Mas cuando ya pensaba en retirarse se abrió un balcón de la fachada principal y apareció una señorita. ¡Qué rico vestido! ¡qué peinado extraño! ¡qué blanca, qué majestuosa! ¿Quién será?... ¡Virgen sagrada del Carmen! ¡es ella! ¡ella, sí!... Nolo sintió un frío intenso en el corazón. Las sienes comenzaron á latirle fuertemente y se apoyó en la pared para no caerse. Luego, pegado á ella, se deslizó cautelosamente temblando de ser reconocido y cuando estuvo lejos se dió á correr locamente hacia su posada. Subió al mezquino cuarto que le habían destinado y se dejó caer sobre el lecho llorando como un niño. «No, aquella señorita tan rica, tan hermosa, tan elegante, quizá no recordaría ya al pobre aldeano de la Braña, quizá se avergonzaría si le recordasen que había correspondido á su amor y en prueba de él le había regalado los cordones de su justillo.»
Sintió la necesidad de marcharse, de huir de aquel sitio donde todo le avergonzaba, de volver otra vez á su rincón de la Braña. Alzóse resueltamente, se lavó los ojos y bajó á la cuadra á enjaezar su jaco. Mientras ejecutó esta operación se fué tranquilizando. Ya estaba avanzada la tarde y consideró que, saliendo á tal hora de Oviedo, sólo muy entrada la noche podría llegar á su casa. Temió asustar á sus padres y no saber explicar su vuelta intempestiva. Mejor sería aguardar á la mañana siguiente. Volvió á quitar el aparejo al caballo y salió á refrescar un poco su cabeza calenturienta. Caminó á la ventura huyendo de aproximarse á la casa de Moscoso. El sol acababa de ponerse y comenzaba el crepúsculo. Dió algunas vueltas por las calles principales, paseó por el parque de San Francisco y al cabo notó con sorpresa que estaba perfectamente tranquilo. Aquel amor no había sido más que un sueño. Pero si una señorita tan encopetada no podía amar á un rústico, también pensó que era hacerle una ofensa el sospechar que se avergonzaría de conocerle. Las cartas cariñosas que enviaba á Canzana no podían infundir semejante recelo. Poco á poco y haciendo justicia al carácter de Demetria se puso á imaginar que si ésta le viese no apartaría de él los ojos, antes le saludaría afectuosamente, si no como amante, al menos como un buen amigo suyo y de sus padres adoptivos.
Y cuando menos lo pensaba se encontró de nuevo frente á la severa y heráldica casa de Moscoso. Acababa de oscurecer y empezaban á encender los faroles. Discurría alguna gente, no mucha, por aquella calle apartada del centro. Nolo, fingiendo ser un mozo que torna alegre de la feria, pasó por delante de la casa entonando en alta voz este cantar, que hemos repetido alguna vez cuantos nacimos en el valle de Laviana:
Dicen que tus manos pinchan, |
para mí son amorosas. |
También los rosales pican |
y de ellos nacen las rosas. |
No llores, niña, |
no llores, no; |
no llores, niña, |
que aquí estoy yo. |
Se detuvo en la esquina, aguardó algunos momentos y al cabo repitió en voz más alta el estribillo:
No llores, niña, |
no llores, no; |
no llores, niña, |
que aquí estoy yo. |
Chirrió un balcón; se asomó una cabeza.
—¡Nolo!
—¡Demetria!
—Da la vuelta á la esquina y arrímate á esa ventana de rejas.
El joven hizo como se le mandó. Entró en la estrecha callejuela y se acercó á la ventana. Un minuto después una linda frente coronada de cabellos rubios se apoyaba en la reja.
—¿Cómo estás aquí?
—He venido á la feria para mercar una yegua.
—¡Qué salto me dió el corazón cuando oí tu voz! Temía engañarme. Por esa aguardé á que cantases otra vez, pero te había oído muy bien la primera. ¿Y cómo han quedado todos allá arriba?
—Buenos y recordándote sin cesar... ¡No sabes cuánto llora la tía Felicia!
—¡No será más que yo!—exclamó sordamente la joven.
Hubo algunos momentos de silencio.
—¿Cuándo piensas marcharte?
—Mañana bien temprano.
—¿Y te ibas sin darme aviso de que estabas aquí?
Nolo vaciló y dijo sonriendo melancólicamente:
—Pensaba que no te importaría mucho el verme.
—¿Y por qué pensabas eso?—preguntó con inocencia Demetria.
—Porque... porque tú eres una señorita y yo no soy más que un pobre aldeano.
—¡No esperaba eso de ti, Nolo!—exclamó ella cerca de romper á llorar.—¿Te he dado algún motivo para sospechar que no te estimaba como antes? ¿Has sabido de alguno de por allá á quien no le haya hablado como siempre cuando le vi por aquí? ¿Piensas que soy señorita, que visto este traje por mi gusto?... No, si pudiera no lo vestiría... ¡Desde que vine á este pueblo soy tan desgraciada!... ¡Si supieras, Nolo, qué desgraciada soy!
Y no pudiendo más tiempo retener sus lágrimas las dejó correr. Á Nolo se le humedecieron también los ojos por el acento verdaderamente desesperado con que la joven pronunció las últimas palabras. Cuando ésta se hubo desahogado un poco dijo en voz baja secándose las lágrimas.
—Bien está, Nolo; vete con Dios. Cuando veas á mis padres... cuando veas á mis padres díles que el día menos pensado me planto en Canzana, que un día ú otro me escaparé porque no puedo sufrir más...
—¿Es de veras eso?—exclamó Nolo en el colmo de la sorpresa.
—¡Y tan de veras!... No lo he hecho ya porque no he tenido ocasión para ello.
El mozo permaneció silencioso. Al cabo preguntó con timidez:
—¿Te atreves á venirte conmigo?
Demetria guardó silencio también. Después profirió con firmeza:
—Sí; me atrevo.
—Pues ya está dicho todo—exclamó el mancebo recobrando su carácter resuelto.—Mañana bien temprano tomamos el camino de Laviana.
—Mañana no; esta noche. De día llamaríamos demasiado la atención y nos detendrían.
Nolo quedó admirado, aunque ya conocía el valor y la firmeza de su amada en los casos difíciles.
—Espera—siguió ella,—esta noche voy con mi tía Rafaela á un baile en casa de Valledor... un caballero que vive frente á la Fortaleza en el paseo de Porlier... Cualquiera te podrá dar razón de la casa... Iremos á las diez, poco más ó menos. Espérame en el portal. Yo buscaré un pretexto cualquiera para salir del salón y tomaré la escalera... Ten el caballo aparejado donde mejor te parezca... ¿Crees que podrá llevar á los dos?
—¡Ya lo creo que podrá! Es el Lucero.
—¡Ah, es el Lucero!—exclamó ella con alegría.—Adiós, que ya me están buscando. No faltes... Aunque tarde mucho, aguarda siempre en el portal... Adiós, hasta luego.
Nolo se apartó de la ventana lleno de gozo y de zozobra al mismo tiempo. No se le pasó por la imaginación que aquel paso arriesgado pudiera tener consecuencias graves para ambos: era demasiado valeroso para pensar en el resultado de sus acciones. Lo que temía era que Demetria se volviese atrás después que hubiera reflexionado ó que le fuera imposible realizar lo que proyectaba.
Corrió á la posada, cenó apresuradamente, manifestó á su huéspeda que necesitaba partir aquella misma noche con unos amigos de su parroquia, pagó la cuenta y bajó á enjaezar el caballo. Pero una vez que lo enjaezó con toda prolijidad y esmero (¡como que iba á sentarse allí Demetria!) quedó vacilante y confuso frente á él. ¿Qué iba á hacer ahora? ¿Dónde dejarlo? Aunque meditó largo rato, ninguna inspiración pudo obtener de su cerebro. Al cabo, aburrido de tanta perplejidad, resolvió dejarlo en la cuadra bien cerca de la puerta para poder tomarlo al instante cuando le pluguiese. Antes de salir le dió pienso. Lucero quedó maravillado de la enorme cantidad de cebada que le echó en el pesebre. ¡Este chico se va á arruinar! Con tanta cebada había para seis veces.
Se echó á la calle y dió vueltas en todos sentidos esperando las diez. ¡Cuánto tardaban en sonar! Media hora antes se situó frente al palacio del prócer. Desde allí vió entrar muchas señoras y caballeros; ellas rebujadas en largos abrigos con faldas resonantes de seda, ellos con botas de charol y sombrero de copa alta más reluciente aún que las botas. Al cabo también ella vino. La reconoció por su estatura, por sus cabellos; de otro modo en nada se parecía aquella arrogante dama á la aldeana de Canzana. Pero la vió volver la cabeza á uno y otro lado hasta que le divisó, y su corazón experimentó un consuelo indecible. Su tía era más baja. Detrás de ellas marchaba un criado que se retiró en cuanto llamaron á la puerta y les abrieron.
Una hora de espera. No se atrevió á meterse en el portal porque de vez en cuando todavía llegaba algún tertulio. Pero sonaron las once, y como hacía ya rato que nadie acudía, decidió colocarse á la puerta como le ordenaron. Sonaron las once y media; las doce menos cuarto. Nada. La impaciencia de Nolo iba degenerando en tristeza profunda.
No menos impaciente se hallaba Demetria. Ni el brillo del salón la seducía, ni las notas del piano la alegraban, ni conseguían llamar su atención las sonrisas burlonas de las damas ni las miradas codiciosas de los caballeros. Porque es de saber que aquéllas la encontraban ordinaria hasta el extremo, una verdadera moza de cántaro, y se reían de su encogimiento y rudeza; pero éstos la consideraban un bocado exquisito, un pimpollo, y chasqueaban la lengua y ponían los ojos en blanco siempre que de la niña de Moscoso se hablaba. Por eso, aunque sólo hacía un mes que Demetria asistía á los bailes semanales que se celebraban en aquella casa, ya tenía una muchedumbre de adoradores que giraban en torno suyo zumbando lisonjas y ansiando libar la miel de tan espléndida rosa. Mas su ingenuidad y simpleza los desconcertaba no pocas veces. Uno de aquellos pisaverdes contaba noches atrás en el Casino, coreado por las carcajadas de sus amigos, cómo en el momento crítico de estar espetando una sentida declaración de amor á la gentil aldeanita, ésta se bajó repentinamente para llevar la mano á un pie exclamando: «¡Dios mío, qué daño me está haciendo este zapato!» No importa. Á pesar de eso todos convinieron en que con su rusticidad á cuestas se quedarían de buen grado con ella.
Después de largo vacilar Demetria se resolvió al cabo. Pretextando una necesidad urgente salió del salón. Se dirigió á uno de los criados que había en la antesala y le dijo:
—Deme usted el abrigo.
—¿Va á salir la señorita?
—Sí; voy á casa.
—Pepe—volvió á decir el criado dirigiéndose á otro,—enciende un farol y acompaña á la señorita.
—Es inútil—repuso ésta con la presencia de espíritu que caracteriza á las niñas enamoradas en los momentos más difíciles.—Mi criado debe aguardar en el portal porque tenía orden para ello... Venga usted, sin embargo, á ver...
El doméstico la siguió por la escalera y adelantándose luego abrió la puerta de la calle.
—Verdad es... Aquí aguarda—manifestó divisando la silueta de Nolo.
—Retírese usted... muchas gracias... adiós—se apresuró á decir ella.
El criado cerró la puerta. Demetria avanzó por el portal y salió á la calle, pasando por delante de Nolo sin dirigirle la palabra. Éste la siguió, emparejándose con ella.
—¿Dónde está el caballo?
—Lo tengo en la posada... porque no sabía dónde dejarlo—manifestó el mozo con timidez.
—No importa, vamos allá... Retírate un poco hacia el arroyo para que parezcas mi criado... Perdona, rapaz, pero no hay más remedio... Tira ese garrote.
Con harto sentimiento dejó Nolo su nudoso palo de acebuche arrimado á la pared de una casa y se apartó un trecho de la elegante señorita, caminando sin embargo á su lado. Ella le guió al través de las calles hacia la Puerta Nueva. Pocos transeuntes cruzaban á la sazón, y los que cruzaban se contentaban con dirigir una mirada á la dama, sin curarse para nada del criado.
Cuando llegaron al alojamiento de Nolo, éste se adelantó unos pasos para ver si había alguien en el portal. No había nadie. Entraron. Nolo fué á la cuadra y sacó el caballo á la calle y cerciorándose de que ningún transeunte cruzaba á la sazón, llamó en voz baja á Demetria. En un instante la subió sobre el potro, montó él detrás de un salto, y ¡arre, Lucero!
Como se hallaban en un arrabal de la ciudad pocos instantes tardaron en salir al campo. Subieron á galope tendido por la carretera de Castilla hasta el paraje en que se bifurca con la de Langreo. Entonces volvieron por primera vez la cabeza atrás. La noche era oscura y caliente. Allá abajo las luces de Oviedo brillaban como una gran constelación, destacándose sobre ella la silueta de su torre: allá arriba, espesos nubarrones tapaban casi por completo el firmamento, dejando solamente algunos móviles agujeros por donde se vislumbraba el centelleo de las estrellas.
¡Arre, Lucero! ¡up! ¡up! La gallarda pareja marcha al través de la noche sombría. ¡Up! ¡up! El Lucero botaba, corría como si en vez de dos cuerpos robustos llevase sobre el lomo un hacecillo de paja. Y resoplando furiosamente parecía decirles: «No tengáis cuidado, queridos, que por mí no quedará!» Nadie parecía por la desierta carretera. Los árboles, las granjas, las ventas quedaban atrás, como si no valiesen nada, como si no significasen nada para aquel potro valeroso. Un perro que salió furioso á ladrarle no logró aminorar su escape y se retiró pronto mohino jurando que jamás en su vida había visto correr de aquel modo á un caballo con dos jinetes. Lejos ya tropezaron una carreta tirada por dos bueyes. El carretero, que dormía tendido sobre la carga, al sentir el galope del caballo levantó la cabeza, los miró cruzar raudos y la dejó caer de nuevo como diciendo: «¡No tengáis cuidado: huíd, que por mí no quedará!»
¡Up! ¡up! Lucero galopa cuesta abajo como cuesta arriba. Sin embargo, Nolo, previsor, comprende que en aquella forma no podría resistir las cinco leguas que los separaban del valle de Laviana. Determina apearse. Mas no por eso se amengua mucho la rapidez de su marcha. Arrimado al caballo, que sólo monta Demetria, y deslizándose velozmente por la cuesta abajo, parece que los lleva á ambos sobre sus hombros hercúleos. ¡Atrás, atrás los árboles, las casas y los hórreos, los maizales, las pomaradas, masas informes, terribles en medio de la noche tenebrosa! Mas he aquí que cuando menos lo soñaban la luna asoma su disco argentado por encima de una colina. Súbito la campiña se ilumina, brillan las aguas del río, tiemblan los árboles y los maizales: todo parece un espejo donde se repiten hasta el infinito sus imágenes. Nolo y Demetria se estremecen y piensan con terror en que están ya cerca de Langreo. Pero no; la luna los mira un instante y se oculta en seguida detrás de negros nubarrones ¡Huíd, huíd, hijos míos, que por mí tampoco quedará!
Sin embargo, las nubes no se mostraron tan propicias. Comienzan á caer algunas gotas enormes de lluvia y poco después un aguacero torrencial. Se refugian debajo de un hórreo y aguardan bastante tiempo. Demetria quería seguir, pero Nolo se opone porque teme, que una mojadura le haga daño. Al cabo salen del cobertizo y emprenden con más gana su carrera. Atraviesan la villa de Sama. Las altas chimeneas como negros fantasmas, ni aun en aquella hora avanzada de la noche, dejan de vomitar vapores infernales. Nolo y Demetria las contemplan con horror y se muestran satisfechos cuando las dejan atrás. Llueve de nuevo y de nuevo se refugian bajo el corredor de una casa. Por fin llegan á la Pola, siguen á Entralgo y para vadear el río se ve necesitado Nolo á mojarse hasta la cintura porque teme que el caballo resbale con los dos y dé con ellos en el agua. Así, montada sólo Demetria y llevando él á Lucero por el diestro, se salvan de un percance. Cuando tocan en las casas de Entralgo comienza á llover con violencia. Debajo del corredor emparrado de la casa del capitán se guarecen. Era ya cerca del amanecer.
Al verse en su parroquia, tan próxima á su casa, se le dilata el pecho á Demetria y se le suelta la lengua. ¡Qué ajena estaría su madre de la sorpresa que iba á darle! ¡Cómo dormirían los pobrecitos de sus hermanos! Era necesario aguardar allí á que rayase el alba para no darles un susto. Nolo halló bueno el pensamiento y abriendo el establo de D. Félix metió y amarró el caballo dentro. Para ir á Canzana no lo necesitaban ya. Sentáronse en el famoso canapé de piedra, delicia de su amo. La lluvia batía con monótono son la gran pomarada que tenían delante y repicaba sobre la parra.
—Esta agua es una bendición para el maíz, Nolo—profirió Demetria al oído del mozo.—¿Cómo está la siembra de mi padre?
—Buena; levanta ya más de un palmo.
—¡Oh, es que mi padre sabe trabajar la tierra y sabe abonarla!—exclamó con arrogante alegría.—¿Y vuestra escanda y vuestro centeno?
—Tampoco marcha mal... Nuestra tierra es peor que la de tu padre—añadió sonriendo.
—Sí, sí, pero vosotros cogéis un caudal de avellana y nosotros muy poca... Además, ¡criáis un ganado!... ¡Qué ganado, Virgen! En ninguna parte lo he visto tan lucido.
Nolo se resistía á concederlo por modestia. Ella insistía, preguntaba por todas las vacas que conocía perfectamente, se interesaba por las que habían parido y quería saber el sexo de la cría y si estaban gordas ó flacas. También se informó de las de sus padres y quedó sorprendida cuando Nolo le dijo que habían vendido la Salía.
—¡Cómo! ¿Han vendido la Salía y no me han avisado?—exclamó con despecho.
Nolo le manifestó que la venta era muy reciente y que no habían tenido tiempo. Se tranquilizó, pero de todos modos lo sentía. ¡Cuántas veces la había ordeñado! ¡Qué noble era! ¡qué lechar, qué mantequera! No adivinaba la razón que su padre habría tenido para desprenderse de ella.
La lluvia seguía redoblando sordamente sobre los pomares y la parra. Allá en el establo, detrás de ellos, se oían de vez en cuando los mugidos del ganado.
Sin embargo, una débil claridad comenzaba á esparcirse por el Oriente. Era necesario pensar en marcharse. Aguardaron todavía algunos minutos y cuando observaron que la lluvia cedía un poco se lanzaron fuera del techado y á paso rápido llegaron al Campo de la Bolera, atravesaron el riachuelo sobre el puente de madera y comenzaron á subir por el retorcido y pintoresco sendero que conducía á Canzana.
¡No se fatigaba, no, aquella gallarda pareja por lo agrio de la cuesta! Sus piernas la conocían bien y cada piedra podía dar testimonio de la presión de sus pies. Los de Demetria iban calzados ahora de un modo bien distinto, con zapato de baile. No importa, las piedrecitas los reconocían perfectamente y les daban la bienvenida.
—Algunas veces he subido y bajado este camino con un cesto bien grande de ropa sobre la cabeza cuando venía á lavar con Flora—profirió alegremente la joven.
—Flora está en Entralgo.
—¿Está en Entralgo? Habrá venido á ayudar á doña Robustiana... Como ahora ya está el amo ahí... ¡No se alegrará poco de verme!
—¿Pero no sabes lo que ha pasado hace pocos días?
Demetria no sabía nada. Entonces Nolo le notició lo que había ocurrido dos días antes de su salida para Oviedo, el reconocimiento de Flora por hija del capitán y lo satisfechos que estaban todos los paisanos con aquella señorita criada entre ellos. Demetria dejó escapar también exclamaciones de alegría. ¡Ya lo creo que se alegraba! Estaba segura de que Flora, aunque rica y señorita, sería su buena amiga.
—¡Pero tú también eres señorita!—apuntó Nolo en voz baja y sonriendo.
El semblante de la joven se oscureció.
—¡Calla! ¡calla! No hables de eso.
Llegaron por fin á las primeras casas de Canzana. ¡Cómo le latía el corazón á Demetria! Se acercaron á la del tío Goro. Éste se hallaba ya en el establo ordeñando. Nolo le llamó desde la puerta. El hombre más sabio de Canzana quedó altamente sorprendido de verle en aquella hora por allí. Mas cuando salió y se encontró frente á Demetria de aquel modo ataviada se puso densamente pálido y dejó caer al suelo el jarro con la leche. Demetria le abrazó sollozando. Pocas explicaciones bastaron para darle cuenta de la escapatoria. El tío Goro se vió tan perplejo en aquella ocasión que á pesar de su reconocida profundidad no supo decir una palabra y se contentó con llorar como cualquier ignorante.
Era necesario prevenir á Felicia que aún dormía. El tío Goro subió las escaleras y la llamó diciéndole que se vistiese de prisa, que la necesitaba. Pero Demetria no esperó á que bajase: en cuanto oyó sus pasos en la sala sin poder contenerse subió la escalera gritando:
—¡Madre! ¡madre!
—La buena mujer cayó en sus brazos.
—¡Madre! ¡madre! ¡madre! ¡Ya estoy aquí! ¡Madre! ¡madre! ¡madre!
Demetria abrazada á ella repetía con frenesí este sagrado nombre como si quisiera indemnizarla del tiempo en que no había podido dárselo. Manolín y Pepín saltaron de la cama en camisa y se abrazaron á sus faldas gritando de alegría. Demetria los cogió al fin y elevándolos del suelo los besó con arrebato infinitas veces. Dejándolos luego exclamó:
—¡Traedme mi vestido! ¡Traedme mi dengue, mi saya de estameña, mis corales!... ¡No quiero más estos trapos!
Y con tal ímpetu comenzó á despojarse de su rico traje que en vez de quitárselo lo desgarraba. La seda crujía entre sus dedos robustos de paisana. Al cabo entró en su cuarto y pocos instantes después salió vestida de aldeana. Nolo sintió latir su corazón con violencia y un rayo de alegría iluminó su semblante. La tía Felicia, sofocada por el llanto, no supo más que exclamar:
—¡Cuánto más hermosa estás así!, mi reitana.
Pero el tío Goro supo al fin encontrar en lo recóndito de su cerebro una sentencia adecuada.
—La verdadera hermosura, Felicia, no está en el cuerpo, sino en el alma.
Sin embargo, un paisano que cruzaba á la sazón se enteró de lo que ocurría en casa del tío Goro y le faltó tiempo para comunicarlo á las vecinas que ya se habían levantado. La noticia circuló como una chispa por el pueblo. Pocos minutos después se amontonaba delante de la casa del tío Goro un grupo bien compacto de mujeres deseando ver á Demetria y saludarla. Ésta se asomó al corredor y fué victoreada como un diputado. Pero sus amigas no se contentaban con esto: fué necesario que bajase y se dejase abrazar y besar por todas y cada una.
Mientras tanto Nolo, que sentía vergüenza entre tanta gente, se deslizó sin despedirse, prometiéndose volver en seguida por si algo ocurría.
Las amigas de Demetria, aunque se mostraban alegrísimas y no cesaban de pellizcarla y empujarla para dar testimonio de ello, ocultaban no obstante en el fondo de su alma una amarga decepción. Todas habían contado hallarla vestida de señorita. Mientras había permanecido por allá habían corrido en la aldea, entre el elemento femenino, rumores de gran sensación, noticias estupendas. Se hablaba de una cola larga, larga, de terciopelo que dos pajes llevaban cuando Demetria salía á la calle, de una ristra de brillantes como avellanas que se ponía á guisa de corales en el cuello, de unos zapatos con tacón de oro y de otras maravillas innarrables que sobresaltaban la fantasía de las zagalas hasta un punto imposible de describir. Una de ellas no pudiendo contenerse al cabo le dijo tímidamente:
—Demetria, si no te incomoda, has de ponerte luego para que la veamos la cola de terciopelo... Nosotras te la llevaremos en lugar de los pajes.
Demetria la miró estupefacta y soltando una gran carcajada se abrazó á ella besándola.
ATURALMENTE la noticia llegó al instante hasta Entralgo. Naturalmente Flora acudía pocos minutos después á Canzana tan roja por el placer como por lo agrio de la pendiente, abrazaba estrechamente á Demetria, la besaba, la pellizcaba y la mordía. Y lo que es menos natural, pero no menos cierto, poco después convencía á su padre de que debía montar inmediatamente á caballo y trasladarse á Oviedo y manifestar á sus cuñadas que aquello ya no tenía remedio. El capitán hizo como se le mandaba. En cuatro patas se hubiera puesto si Flora se lo hubiera pedido en aquellos días. No fué tan difícil su comisión como temía. Las señoritas de Moscoso se hallaban profundamente irritadas contra Demetria; no querían verla más delante de sus ojos. D. Félix se guardó de decirles que la interesada estaba resuelta á secundar de todo corazón su deseo. Pero se aprovechó para sacarles á cambio de tanta crueldad algún dinero para constituir una dote á Demetria. Este dinero no era mucho en la ciudad, pero en la aldea representaba una suma fabulosa. Satisfecho de su astucia y alegre por causar un placer á su hija, dió la vuelta nuestro hidalgo para Laviana. Las noticias que traía llenaron de gozo á todos. Pero Flora todavía tenía otra cosa que pedir. ¿Cuándo cerraría el pico aquella vivaracha niña? Quería á todo trance que la boda de Demetria se celebrase cuando la suya, en los primeros días de Agosto. Así se convino.
Comenzaron los días felices. Era ya entrada la primavera: su hálito fragante corría por el valle de Laviana tiñéndolo de todos los verdes imaginables, desde el más claro hasta el más oscuro. Caían las flores de los árboles y caían sin tristeza, porque en su puesto dejaban pequeños botones que muy pronto se trocarían en sazonados frutos. Los pájaros principiaban su certamen de amor modulando canciones en el bosque. Murmuraba el río batiendo los cristales de sus aguas contra los pedruscos que interceptaban el camino; reían las fuentes discretamente bajo su emparrado de avellanos; saltaban los chotos en la pradera de esmeralda; las altas montañas se desembarazaban majestuosamente de su cendal y exponían la blanca cabeza al sol para que la derritiese.
Todo esto sucedía cada año, es verdad, pero en éste ¿no eran más verdes los prados, no eran más claras las fuentes, no corría más límpido el río, no cantaban más dulcemente los mirlos y los jilgueros? No lo sé, pero si así no era, debiera ser así. Porque de algún modo estaban en el deber de celebrar la próxima unión de tan gallardas parejas. De todos modos, digámoslo con entereza, importaría poco aquel año que el soplo de la primavera corriese ó no corriese por el valle de Laviana. Bastarían los ojos incomparables de Demetria para iluminarlo todo bien claramente; bastaría la risa argentina de Flora para tornarlo alegre y regocijado como ningún otro valle de la tierra.
Sin embargo, mucho negro había en el valle de Laviana este año. Las bocas de las minas vomitaban cada día más carbón, las fraguas despedían más humo, la locomotora dejaba más escorias á su paso al través de los campos. Pero lo más negro de todo lo negro que había en Laviana era Plutón. Aquel hombre ya no era hombre, sino un pedazo de carbón con brazos y piernas. Desde Carrio donde se alojaba se había venido á Canzana, donde un incauto vecino le recibió por huésped. Lo fué tan molesto que á los pocos días de buena gana le hubiera echado. Pero no se atrevió á hacerlo porque al instante le inspiró un gran terror, como á todos los que se le acercaban. Lo mismo le importaba á aquel malvado dar una puñalada que beberse una copa de aguardiente. Demetria le tropezaba de vez en cuando, unas veces en la aldea, otras camino de la fuente y siempre que le veía no podía menos de estremecerse. El recuerdo del agravio que aquel hombre asqueroso la había hecho á orilla del río asaltaba su imaginación y siempre estaba temiendo que se repitiese. Pero no; Plutón se contentaba con dirigirle largas miradas entre codiciosas y burlonas sin dirigirle la palabra. Una vez, sin embargo, al asomarse al corredor por la noche, creyó ver en la calle relucir unos ojos entre las tinieblas, mirándola fijamente. Se retiró con presteza y en toda la noche no pudo conciliar el sueño. Otra vez al entrar á la hora acostumbrada en la glorieta de la fuente á llenar su herrada le encontró allí dentro sentado sobre el banco de piedra. Corriendo dió la vuelta á casa sin llenar la herrada.
De estos recelos y sobresaltos no daba cuenta á nadie. Era la zagala reservada y valerosa, y por otra parte imaginaba que si Nolo se enteraba podría buscar quimera al minero. Dios sabe lo que entonces sucedería. Porque era un traidor aquel hombre, ¡un diablo del infierno! Pero una tarde, como viniese emparejada con su novio de la Pola, á donde había ido á comprar algunos enseres de cocina, se cruzaron con algunos mineros que, lejos de saludarles al uso tradicional de la tierra, los miraron con burlona curiosidad. Caminaron algunos instantes en silencio, heridos de aquella hostilidad inmotivada. Demetria exclamó de pronto:
—¡No quisiera vivir más en Canzana, Nolo! ¡Llévame á la Braña, llévame lejos de estos hombres blasfemos y malditos!
Nolo alzó los hombros con desesperación.
—Donde quiera que vayamos, Demetria, nos seguirán. Dentro de poco tiempo no quedará en este valle ningún sitio sin agujerear.
Había sido convenido que Nolo, después de casado, viniese á habitar á Canzana con Demetria y sus padres. El tío Goro se hacía ya viejo y necesitaba quien le ayudase á cultivar las tierras: su labranza era mucha: sus hijos tan pequeños, que en largo tiempo aún no debía contar con ellos. Por otra parte, el capitán había resuelto comprar con la dote de Demetria algunos prados y tierras labradías en la parroquia de Entralgo para que allí se asentasen. Flora rogaba por Dios y por la Virgen que no la apartasen de aquella amiga tan querida que por afinidad era ya próxima deuda de su padre.
Al día siguiente de este insignificante suceso se amasaba la borona en casa del tío Goro. Felicia solía enviar á sus chicos á los castañares á buscar hoja para cubrir la pasta y echar el rescoldo encima. Demetria quiso hacerlo por sí misma esta vez, pues los chicos iban á perder la escuela. Salió á la tarde provista de una pequeña hoz de mango corto y se internó por los bosques de castaños que rodean á Canzana, buscando uno que era propiedad de su padre. Se hallaba bastante lejos: era necesario bajar al fondo de la garganta por donde corría un arroyo que separaba la parroquia de Entralgo de la de Carrio y subir luego un trecho más. Así lo hizo y en esto se placía mucho. Su corazón, después de la estancia en la ciudad estaba ansioso de la libertad de los bosques, del canto de los pájaros, de aquella luz tan suave, de aquella brisa fragante que recordaba con dolor mientras estuvo prisionera en Oviedo.
Llegó por fin á su castañar, que no había visto haría cerca de un año, y se sintió enternecida. Conocía los árboles y tenía de cada uno algún recuerdo. «Al pie de éste hicimos una hoguera Telva, Rosaura y yo y asamos castañas. De este tan alto se cayó Celso el de la tía Basilisa, antes de ir al servicio del rey, y no se hizo daño ninguno... ¡qué susto nos dió!... En ese otro escribió Juanín de Mardana mi nombre... ¡aquí está!»... Tales recuerdos dilataron su corazón. Comenzó á cortar algunas pequeñas ramas, aquellas que no hacían falta á los árboles, y mientras tanto soltó el torrente de su voz cantando una de las baladas del país. En Oviedo no podía cantar de aquel modo con todo el aliento de su pecho. ¡Siempre el horrible solfeo, el aburrido piano! En cuanto daba una voz más alta que otra ¡chut, chut, silencio!
Aunque estaba bien distraída al cabo de un rato creyó percibir detrás leve ruido y se volvió. Frente á ella y bastante próximo se hallaba Plutón, negro y endemoniado como un tizón y con su lámpara encendida colgada del brazo como si acabase de salir de la mina.
Se puso pálida, pero no dió un paso atrás.
—Buenas tardes, Demetria—dijo él.
—Felices—respondió ella secamente.
—¿Por qué no sigues cantando?
—Porque no tengo ganas.
—¿Soy yo quien te las quito?
—Quizá.
Hubo una pausa. Plutón dijo avanzando un paso hacia ella:
—Pues más que las rosquillas de Santa Clara bañadas de azúcar, más que el vino de Rueda y el aguardiente de sobre-mar me gusta oirte á ti... ¡Canta, Demetria!
—Te digo que no tengo gana... ¡No te acerques!
Y retrocedió algunos pasos asustada.
—¡Si no es para hacerte daño, mujer!—profirió él deteniéndose.—Sólo quiero decirte dos palabras al oído... dos palabras solamente.
—Pues yo no quiero oirlas... ¡No te acerques!
Plutón avanzó algunos pasos y ella retrocedió otros tantos blandiendo en su mano derecha la hoz.
—En cuanto te las diga me marcho—manifestó él sonriendo diabólicamente.
—¡No te acerques!—exclamó de nuevo retrocediendo.
Esto era lo que apetecía Plutón. Detrás de ella, á dos pasos nada más, se hallaba una chimenea ó boca de respiración de la mina que él mismo había concluído de abrir el día anterior y que nadie conocía.
—¿Por qué no quieres escucharme?
—¡Porque no!... ¡Vete!
Retrocedió los dos pasos que le faltaban y cayó en el agujero. Pero ya Plutón había dado un salto prodigioso y antes que desapareciese la agarró por el brazo. No la alzó, sin embargo, sino que, teniéndola suspendida, él mismo se precipitó en el agujero, y con su agilidad de mono y adiestrado en bajarlo y subirlo, descendió con su carga velozmente, apoyándose con los pies en las escalerillas que su mano había tallado.
Bajaron hasta la galería de la mina y allí cayeron. Plutón de pie, Demetria de espalda. Aquél quiso ayudarla á levantarse, pero ella se alzó bravamente en seguida y recogiendo precipitadamente la pequeña hoz que brillaba en el suelo porque la había dejado caer en su descenso, se alejó de él blandiendola con su mano crispada. Se hallaban casi en tinieblas. Por el largo y estrecho agujero por donde habían descendido apenas penetraba un tenue rayo de luz.
—Estás en mi poder, Demetria. No te escapes, porque es inútil—dijo el minero sordamente recogiendo del suelo su lámpara que se había apagado.
Se oía la respiración anhelante de la joven que no respondió una palabra.
—Me tienes miedo, ¿verdad?... Pues dentro de poco llorarás por mí, pichona. Te parezco feo, ¿verdad? Pues no tardarás en besar esta cara tan fea y tan negra. Y no temerás mancharte acercando á ella la tuya, blanca como la leche y suave como la manteca. Ya verás cómo debajo de esta capa de carbón hay un hombre que sabe tratar como se merecen á las niñas bonitas...
Aquí Plutón soltó una formidable carcajada. Su triunfo le embriagaba. Demetria estaba muda.
—¿Quién te había de decir, hermosa, cuando arrastrabas hace poco la cola por Oviedo, que tan pronto habías de llegar á pedir perdón á este pobre minero y á besarle los pies?... Porque has de besármelos, ¿sabes? De otra suerte no saldrás más de aquí. No quisiste ser señorita, preferiste ser aldeana. No te aplaudo el gusto y menos que lo hayas hecho por amor á ese zote de Villoria. Pero no creas que me opongo á que te cases con él. Sigue tu camino. Lo único que quiero es que ántes me pagues el portazgo...
Volvió á soltar Plutón otra satánica carcajada, enteramente seguro de que Demetria sucumbiría á su deseo.
—Vamos, ven acá, cacho de cielo... Algo bueno nos había de tocar una vez siquiera á estos pobres que nos pasamos la vida dentro de la tierra como los topos comiendo y respirando carbón... ¿Tú no sabes, palomita, que estoy envenenado desde que te robé aquellos besos junto al río? ¿Tú no sabes que me he pasado muchas noches en vela pensando en ti? ¿No sabes que aquí dentro del pecho todo el gas que tenía se ha inflamado de pronto y estoy ardiendo en vida por ti?... ¡Ven acá, rosa temprana!... ¡ven, cerecita dulce!
Plutón avanzó unos pasos con los brazos extendidos. Demetria, cuyos ojos se habían acostumbrado ya á la oscuridad, le vió venir y retrocedió por la galería.
—¡No te acerques, granuja, malvado!
—¡Qué! ¿nos hacemos remolones? De nada te valdrá, princesa—dijo el monstruo.—Escucha, Demetria. Has caído en una ratonera. En esta galería nadie trabajará ni nadie pasará hasta que yo abra otra chimenea, y tardaré lo menos quince días. ¡Figúrate si hay tiempo para que se pudra ese cuerpecito amasado con rosas y leche! Gritarás y no te oirán; tratarás de salir y te extraviarás cada vez más, porque no conoces ni los pisos ni las galerías y marcharás á oscuras... Así, pues, allánate á ser un poco dulce, ó me marcho y te dejo aquí sepultada en vida...
—Márchate ya, bandido. Déjame morir, que si no las pagas en este mundo las pagarás en el infierno.
—¡El infierno!—exclamó Plutón riendo.—¡Estás en él, querida! ¿No has aprendido en la doctrina que el infierno está debajo de la tierra? Pues debajo te encuentras y nada menos que en compañía del diablo mayor. Pero este diablo que tú aborreces, cuando está enamorado es más blando que un cordero y sabe hacer caricias como los ángeles... ¡Ya verás, ya verás!... La sangre que corre debajo de esta corteza de carbón es encarnada como la de ese palurdo de la Braña y es más caliente... ¡Ya verás, ya verás!... Nadie nos oye, nadie nos ve... Al fin saldrás de aquí, te lavarás... y como si no hubiera pasado nada... Plutón se quedará en el infierno y tú volverás al cielo... ¡Ven á mis brazos, terrón de azúcar! ¡ven, pedazo de gloria!...
Plutón avanzó rápidamente y quiso echar mano á la zagala; pero ésta, arrojándose atrás con igual presteza, alzó la pequeña hoz y la descargó con toda la fuerza de su brazo sobre la cabeza del traidor. Cayó al suelo. Demetria le vió inmóvil y creyó ver también la sangre que le cubría el rostro. Pensó que le había matado y huyó despavorida por la mina y quedó envuelta al instante en completa oscuridad. Sin embargo, marchaba, marchaba siempre. No pensaba en su situación, sino en la muerte que acababa de cometer. Pero las tinieblas se espesaban y sus pies iban dando tropezones, hasta que al fin cayó. Alzóse y siguió marchando y volvió á caer y tornó á levantarse. Al cabo creyó percibir un tenue rayo de luz á lo lejos. Marchó hacia él con la esperanza de hallar salida. Pero la luz procedía de una chimenea como aquella por donde habían descendido. Dió gritos á la boca de ella. Nadie le respondió. Gritó hasta que quedó sin voz. Sólo entonces se dió cuenta de su situación horrible. Intentó volver sobre sus pasos al sitio donde había estado; pero las piernas se negaron á obedecerla. Veía á aquel hombre tendido y manando sangre: sus cabellos se erizaban de terror. Siguió avanzando. Y otra vez cayó y otra vez se alzó: tropezaba con las paredes, con los puntales de sostén. Caminaba con las manos extendidas siguiendo el trayecto de la galería. Algunas veces penetraba en el hueco de un tajo, pero se encontraba sin salida y volvía atrás y de nuevo seguía el curso de la mina. Al cabo volvió á percibir otro rayo de luz. Su corazón se dilató con la esperanza de hallar salida. Pronto se disipó no obstante: la luz procedía de otro respiradero. Sin embargo, al acercarse á él observó que era menos largo que los otros. Allá en lo alto se divisaba un puntito de cielo. Entonces, con las pocas fuerzas que le quedaban gritó hasta romperse la garganta. Nadie respondió.
Quiso seguir, pero comprendió que ya era inútil. Un sudor frío bañaba su frente. Mirando aquel puntito claro de cielo permaneció largo rato con los ojos muy abiertos. Poco á poco aquel puntito también se fué oscureciendo. La tarde declinaba. Pronto se borró por completo. Quedó en tinieblas. Entonces cayó de rodillas y oró con fervor, pidiendo á la Virgen su salvación. Oró hasta que no pudo más y al cabo cayó deshecha sobre el duro suelo y quedó dormida. Y soñó en poco tiempo multitud de cosas. Creía estar en Oviedo en los salones de Valledor. De pronto se abría la puerta, aparecía un hombre y preguntaba por ella. Todos la miraban con sorpresa. Aquel hombre era su confesor. La sacaba del salón, la llevaba á la catedral y la encerraba en un confesonario: luego se marchaba, y las puertas del templo se cerraban. ¡Qué angustia! ¡qué desesperación!... Pero á fuerza de golpes lograba romper la puerta, y sin saber cómo se encontraba en medio del campo... Un golpe de gente venía hacia ella gritando: «¡Huye, Demetria, huye! ¡Ahí viene! ¡ahí viene!—¿Quién viene?—preguntaba ella.—¡Un lobo! ¡un lobo que está rabioso!» Y ella se daba á correr; pero no podía: las piernas le pesaban como si fuesen de plomo: los demás corrían y ella no podía seguirles. Y detrás se escuchaba el jadear de la fiera. Se volvió para mirarla; el lobo tenía la cabeza de Plutón. Lanzó un grito y despertó...
Al principio no se dió cuenta de su situación: creía estar en la cama como todos los días y mostró alegría al verse libre de aquella pesadilla horrible. Pero cuando se recobró y se hizo cargo de dónde se hallaba, un estremecimiento de terror paralizó sus miembros. No pudo gritar ni moverse. Al cabo se incorporó: sus labios murmuraron: «¡Jesús, asísteme!» Comprendió que era necesario morir y pidió al cielo que no le hiciese sufrir mucho tiempo. Se despidió con el pensamiento de sus padres, de sus hermanos, de sus amigas, de Nolo... Y un sollozo que se había ido formando poco á poco dentro de su pecho estalló al cabo como una nube cargada de agua. Lloró largo rato, lloró copiosamente. Las lágrimas bañaban su rostro, caían sobre sus manos y las escaldaban. Cuando ya no pudo llorar más sintió una sed abrasadora. Pero gotas de agua filtraban por las paredes y por el techo. Con el hueco de las manos recogió á tientas algunas de estas gotas y las bebió. Sabía el agua á carbón, pero no importaba. Al cabo su sed se calmó. Volvió á orar con todo fervor, se encomendó á Dios de todo corazón y de nuevo quedó dormida.
Al despertar penetraba ya la luz por la chimenea. De nuevo sintió una sed abrasadora y otra vez volvió á calmarla con el agua sucia que manaba de las paredes. Miró por el agujero y vió el puntito de cielo. Esta vista infundió en su pecho un ansia loca de vivir. Se levantó haciendo un esfuerzo y quiso proseguir su marcha buscando la salida. Mas apenas había dado algunos pasos sus piernas se doblaron y no pudo seguir. Cayó desfallecida. Un sudor frío, el sudor de la agonía volvió á correr por su frente. Pero en aquel instante creyó oir una voz que llegaba á ella de la tierra por el respiradero. Se alzó, se aproximó más á él y con más claridad oyó la voz de un hombre que cantaba allá arriba. El canto no era del país sino playera andaluza. Entonces arrimando la boca al agujero gritó con todas las fuerzas que le quedaban: «¡Celsoo!» Fué un grito horrible, extraño, semejante á un aullido. Como si con él exhalara toda la vida que aún tenía, después de lanzarlo cayó al suelo desmayada.
EMETRIA tardaba mucho en venir con la hoja. Felicia impaciente despachó al zagalillo que tenían para el ganado en su busca. Volvió diciendo que no la había visto por ninguna parte. Entonces la buena mujer hizo llamar á su marido, que estaba en la huerta, y le envió al castañar, ya con algún cuidado. Tampoco el tío Goro encontró allí á su hija aunque la llamó repetidas veces en alta voz. El agujero de la chimenea recién abierta estaba disimulado por la maleza y no pudo verlo. Dió la vuelta á casa. Tanto él como su esposa comenzaron á sentir zozobra. Bajó á Entralgo por si acaso su hija se hallaba con Flora. No la halló ni supieron darle razón de ella. Entonces siguió á Carrio, porque el castañar donde había ido á cortar hoja no estaba lejos de este pueblo. En Carrio nadie la había visto. Desde allí, atravesando el río por la barca, se trasladó á la Pola. Tampoco nadie la vió por allí.
Mientras tanto la tía Felicia había despachado á toda prisa al zagal á la Braña, sospechando que hubiera podido ir á hablar con Nolo. Éste quedó muy sorprendido de la noticia y se vino á toda prisa con el zagal á Canzana. Cuando llegó poco después el tío Goro y les dió cuenta del resultado infructuoso de sus viajes quedaron consternados. Un mismo pensamiento les había asaltado á los tres, aunque no se atrevían á manifestarlo. Demetria se había ido de nuevo á Oviedo. La vida de la aldea se le hizo sin duda aborrecible después de ser señorita y, por vergüenza de explicarse, se había escapado. Los tres guardaron silencio sin comunicarse sus sospechas. El día había tocado ya á su término y era noche cerrada.
El tío Goro bajó de nuevo á Entralgo y comunicó sus sospechas con el capitán. Este no quiso confirmarlas; le costaba mucho trabajo suponer que Demetria, después de lo acaecido, tuviese deseos de volverse á Oviedo. Sin embargo, hizo montar á caballo á su criado Manolete y le envió á allá con objeto de averiguarlo. Felicia, enloquecida y acongojada, quiso marcharse al monte y buscar por todas partes á su hija. Nolo trató de disuadirla. En aquella hora no era posible que la encontrasen aunque le hubiera pasado algún accidente. Además el mozo de la Braña dudaba que le hubiera acaecido nada malo; se inclinaba más bien á creer en la huida á Oviedo. Su amor era grande pero receloso, y, aunque Demetria nunca le diera motivos para dudar de él, le parecía bien extraordinario que se allanase á ser aldeana pudiendo ser señorita. No le fué posible persuadir á la tía Felicia. Ésta salió de Canzana antes que el tío Goro volviese de Entralgo. Nolo no quiso que fuese sola y la acompañó. Tomaron un farolito y se lanzaron al campo y comenzaron á recorrer escrupulosamente, todos los caminos y senderos próximos al pueblo y á registrarlos. Hicieron lo mismo con los que conducían al castañar. Anduvieron por los contornos de Carrio; subieron al monte.
Nada; sus registros resultaban siempre inútiles. La desventurada Felicia lloraba sin cesar. Nolo hacía esfuerzos por animarla. Pero tanto como ella necesitaba él de alientos, aunque por diferente motivo. Él se afirmaba cada vez más en que Demetria se había marchado á Oviedo. Ella, más perspicaz porque la amaba con corazón de madre, se aferraba en que le había acaecido un percance.
Más por complacerla que por esperanza de obtener resultado alguno, Nolo consintió en recorrer los montes que dominaban el castañar del tío Goro. Vagaron por ellos á la ventura sin tropezar ser viviente. Al cabo divisaron entre los árboles una luz.
—¿Dónde estamos?—preguntó Felicia que con la pena y tanto paseo se había mareado.
—Cerca de la cabaña de Pepa la Pura.
Esta Pepa la Pura era una mujer á quien, apenas muertos sus padres, cuando contaba veinte años, sus dos hermanos varones arrojaron de casa. La desgraciada, en vez de expatriarse ó ponerse á servir de criada, prefirió marcharse al monte. Y dando pruebas de una energía maravillosa, casi sobrenatural, construyó por sí misma ó ayudada solamente de algún vecino caritativo una choza para guarecerse: se puso á cultivar la tierra baldía. Con esto y con algún jornal que solía ganar en Canzana ayudando en sus labores á los vecinos se había podido mantener. Aunque habitaba enteramente sola y cuando joven era bella supo defender su honestidad tan bravamente que los mozos de la parroquia le pusieron por sobrenombre la Pura y este apodo le quedó. Ahora ya era vieja, aunque no tanto como aparentaba. Los rudos trabajos, las privaciones y la acción de la intemperie habían arrugado su rostro antes de tiempo.
Al acercarse á su choza pudieron verla al través de la puerta entreabierta. Estaba lavando la pobre escudilla en que había cenado y disponiéndose para acostarse en el mísero camastro que ocupaba la mitad de su vivienda. Felicia la llamó.
—¿Quién va?-preguntó ella sin mostrar susto alguno y dirigiéndose á la puerta.—¡Ah, eres tú, Felicia!... ¡y tú también, Nolo!... ¿Qué viento os trae por aquí?
La pobre Felicia se echó á llorar sin responderle. Nolo dijo:
—Demetria ha desaparecido desde esta tarde y nadie sabe dónde se encuentra. ¿Sabes tú algo?
—No, no... yo no sé nada.. ¿Cómo quieres que sepa?—respondió con agitación.
—El castañar donde fué por hoja no está lejos de aquí: pudieras bien haberla visto...
—No, no... yo no la he visto... Yo estuve todo el día sallando el maíz ahí arriba... ¡No la he visto, no!...
Si Nolo estuviera dotado de más perspicacia ó malicia no le hubiera pasado inadvertido el aturdimiento de la Pura. Pero nada echó de ver y cuando aquélla les invitó á descansar un momento aceptó y entraron. La tía Felicia tenía en verdad necesidad de reposo. Pepa la agasajó y la consoló cuanto pudo. Se comprendía que las lágrimas de la desdichada madre le hacían daño. Se había puesto pálida y temblorosa. Cuando al fin salieron de la choza les acompañó un rato. Felicia quería proseguir sus investigaciones, mas Nolo se opuso resueltamente á ello: sobre ser inútil, el estado de fatiga en que se hallaba no lo permitía. Por la mañana bien temprano volverían á comenzar.
Según caminaban por el monte abajo, la Pura se había ido quedando un poco rezagada. Tiró un poco de la manga de la camisa á Nolo y acercándose á su oído cuanto pudo le dijo en voz apenas perceptible:
—Tengo que hablarte... Vuelve en seguida.
Turbado quedó el mancebo. Acompañó en silencio hasta Canzana á la que pronto debía de ser su madre y se despidió de ella á la puerta de casa. ¿Cómo? ¡Eso no podía ser! Felicia quería á todo trance retenerle y que durmiese aquella noche en Canzana. Nolo se obstinó en volverse á la Braña, pretextando que nada había dicho á sus padres y podían estar con cuidado. Mañana al amanecer volvería para continuar la busca de Demetria. No fué posible á la buena mujer convencerle. Se despidió de él llorando y de este modo entró en la casa.
Nolo permaneció un instante fuera. Luego, en vez de tomar el camino de la Braña, se salió de la aldea á toda prisa por el extremo opuesto. Buscó el sendero del monte y se emboscó por los castañares que en aquella hora estaban lóbregos y medrosos. El mozo los atravesaba con paso vivo y resuelto, más emboscado aún en sus propios pensamientos y recelos. La primavera, pródiga siempre en aquel valle, amontonaba la hoja en los árboles y la fronda de los helechos en el suelo, de tal modo que ni un rayo de luz penetraba en los parajes que recorría. Pero Nolo era hombre de las montañas y si no conocía los senderos los adivinaba.
Cuando salió de los castañares y se encontró en el monte descubierto, el resplandor pálido de las estrellas le pareció una gran iluminación. Con paso aún más rápido ascendió en poco tiempo hasta divisar la cabaña de la Pura. No vió luz y le sorprendió, porque contaba que le estuviese esperando. Se acercó: la puerta estaba cerrada. Detúvose, un momento lleno de confusión y al cabo llamó dando un golpe.
—¿Quién está ahí?—preguntó la mujer como si despertase sobresaltada.
—Soy yo, Pepa.
—¿Quién es?—volvió á preguntar como si no le reconociese.
—Soy yo, Nolo.
—Perdona, Nolo, pero ya estoy en la cama.
—¿No acabas de decirme que volviese en seguida? Pues ya estoy aquí... ¡Abre!—profirió el mozo irritado.
—Aguarda un momento—respondió ella con acento de mal humor.
Se echó sus pobres vestidos encima, encendió el candil y abrió la puerta.
—¿No me has dicho hace un momento que tenías que hablarme? ¡Dí!
—¡Ya no me acordaba, rapaz!... No era más que una chanza...—respondió ella, humilde al ver el rostro contraído del mancebo.
—¿Cómo chanza?—exclamó él rebosando ya de cólera.—Esto no es asunto de chanza. Demetria ha desaparecido y tú debes de saber algo de ella. ¡Dí lo que sepas ahora mismo!
—No sé de ella ni la he visto hace tres días—respondió la Pura con voz temblorosa.
—¿Entonces por qué me has mandado venir?
—Ya te he dicho que era una chanza.
El rostro del mozo se contrajo aún más terriblemente. Clavó una larga mirada amenazadora en Pepa que abatió la suya al suelo. Luego, encogiéndose de hombros, dijo sordamente:
—Está bien... Desde aquí voy á la Pola á despertar al señor juez para que envíe por ti... Ya dirás en la cárcel lo que sabes.
El rostro de la Pura se cubrió de intensa palidez y balbuceó:
—Haz lo que quieras... Yo nada sé...
—Pues adiós... ¡Hasta pronto!
Nolo dió unos cuantos pasos precipitados monte abajo...
—¡Ven acá!—le gritó Pepa.
Tornó á subir y acercándose á ella con semblante airado le preguntó:
—¿Quieres hablar?
La Pura guardó silencio unos instantes; luego dijo:
—Si te doy alguna noticia, ¿me juras que no dirás de quién la has sabido, que nunca saldrá de tu boca mi nombre?
—¿Por qué lo juras?
—Por lo que tú quieras.
—Júralo por la salud de tus padres.
—Lo juro por la salud de mis padres.
—Que no te cases jamás con Demetria ni vuelvas siquiera á verla.
—Que todo eso suceda si llego á declarar tu nombre.
La Pura vaciló todavía. Le parecían pequeños aquellos juramentos. Al fin encontró otro más terrible.
—¡Que se os muera de la peste todo el ganado que tenéis en la cuadra!
—¡Que se nos muera!
—Pues bien... te diré que esta tarde, mientras recogía un poco de árgoma para encender el fuego, vi en el castañar del tío Goro á Demetria cortando hoja... Luego vi que se acercaba á ella Plutón... ese minero tan malo que ya conocerás...
—Sí, sí; ¡adelante!
—Pues hablaron algunas palabras y mientras yo me entretuve en atar la carga desaparecieron... No volví á ver ni á uno ni á otro. Pensé que habían tomado por el monte abajo y se habían ido á Carrio... Me admiró porque no creía que Demetria tuviese amistad con ese pícaro...
Guardó silencio. Nolo, inmóvil y pálido, esperó todavía algunos instantes á que prosiguiese.
—¿Es eso todo?
—Todo.
—¿No sabes más?
—Nada más.
—Bien... pues muchas gracias y hasta la vista.
La Pura le retuvo cuando se disponía á marchar y le dijo temblando:
—Acuérdate, Nolo, del juramento que me has hecho. Mira, hijo mío, que si ese malvado llega á saber lo que te he dicho, cualquier noche viene acá y me asesina.
—Pierde cuidado: vuelvo á jurarte que nada sabrá.
Bajó de nuevo á saltos por el monte y se internó por los castañares. Á despecho de la agilidad y soltura con que marchaba, llevaba el corazón oprimido, muy oprimido. Se representaba, aunque vagamente, cosas horrendas. Aquel bandido era muy capaz de abusar de ella y asesinarla.
Llegó á Canzana agitado, convulso. Sin pasar por casa del tío Goro á noticiar lo que sabía se dirigió á la del vecino que albergaba á Plutón. Estaba cerrada y todos durmiendo. No se arredró por eso. Llamó suavemente en el ventanillo que estaba contiguo á la cocina, donde supuso que dormiría el minero. No respondieron. Llamó de nuevo y oyó la voz del tío José, el dueño de la casa:
—¿Quién anda ahí?
—Soy yo, tío José.
—¿Quién eres tú?
—Nolo de la Braña. Vengo de parte del tío Goro á decirle á usted dos palabras. Es cosa muy urgente.
Se abrió el ventanillo, que además de la compuerta tenía una reja de hierro, y asomó las narices el tío José, un paisanuco viejo y narigudo.
—¿Qué ocurre?—preguntó con sorpresa.
—Ya sabrá usted—respondió Nolo bajando cuanto pudo la voz—que Demetria ha desaparecido...
—Sí, eso me han dicho antes de acostarme.
—Pues bien, dicen que la han visto hablando con Plutón. Tenemos miedo que le haya sucedido algo malo... ¡Ya sabe usted quién es!
—Descuida, Nolo—respondió el tío José bajando todavía más la voz.—Eso que dices no puede ser. Plutón estuvo todo el día trabajando en la mina: por cierto que le cayó una piedra sobre la cabeza y le hizo bastante daño. Tuvo que ir á la Pola y se curó en la botica: llegó bastante tarde y se acostó en seguida. Arriba está durmiendo... No le despiertes porque tiene malas pulgas el hombre, como sabes... y pudiera ocurrir cualquier chascarrillo.
—No, no le despertaré—replicó Nolo con sonrisa irónica.—No sea cosa de que nos mate á los dos. Aguardaré á mañana para decirle dos palabras. Adiós, tío José; buenas noches.
Se alejó el mozo y cuando se vió solo acudieron á su mente mil dudas. ¡Era extraño aquel percance de Plutón! Mas por otra parte, si había estado en la mina trabajando todo el día, la noticia de la Pura resultaba falsa.
En estas cavilaciones enfrascado estuvo algún tiempo. Miró al cielo; vió que era tarde ya para ir á la Braña y volver á la mañana: tampoco quiso llamar en casa del tío Goro. Entonces, resuelto á pasar la noche en Canzana, escaló la primer tinada que halló al paso, se metió en ella y se acostó sobre la yerba.
Cuando la luz del día le dió en el rostro se alzó precipitadamente y saltó á la calle. Procuró que no le viesen y se puso á rondar la casa del tío José. En efecto, como esperaba, vió salir al cabo á Plutón con la frente vendada y la lámpara colgada del brazo en disposición de marchar á la mina. Se adelantó á él sin ser visto y en cuatro saltos bajó por los prados á un sendero por donde forzosamente tenía que pasar el minero. Se ocultó detrás de un árbol y esperó. Pocos momentos después pasaba Plutón. Nolo le salió al paso y poniéndole una mano sobre el hombro le dijo:
—Hola, amigo; buenos días.
Plutón dió un salto atrás y lanzándole una mirada de odio y de recelo contestó sordamente:
—Yo no soy tu amigo ni tengo gana de serlo.
—No importa. Aunque no quieras que seamos amigos, vamos á hablar un instante como si lo fuéramos. Vamos á hablar de Demetria.
Si el feroz minero no tuviese el rostro como siempre embadurnado se le hubiera visto palidecer. Se repuso pronto, sin embargo, y exclamó:
—Vaya, vaya, parece que tienes gana de reir. Ya sabrás que no soy aficionado á chanzas. Déjame en paz antes que otra cosa sea.
Nolo le dirigió una larga mirada de curiosidad. Era gracioso el tono amenazador que aquel renacuajo usaba frente á él.
—No es broma, amigo—dijo lentamente apoyando sobre cada una de sus palabras.—Es que Demetria ha desaparecido de casa y quiero que me digas si sabes algo de ella.
—¡Quieres, quieres!... No sé nada de ella; pero aunque supiese, lo que menos me importaría á mí es que tú quisieras ó dejaras de querer...
Una ola de indignación subió al rostro del mozo y lo tiñó de carmín. Sus ojos chispearon y clavando en el monstruo una mirada irritada le dijo:
—¿Sabes que me está apeteciendo agarrarte por las piernas y batirte la cabeza contra ese árbol?
—¡Prueba á hacerlo!—replicó el minero llevando la mano al bolsillo.
—No lo hago porque siendo malo como eres tendría que pagarte por bueno... Sé que has hablado con Demetria ayer. Si algo malo le ha sucedido y eres tú quien se lo ha hecho no tengas miedo de ir á la cárcel... ¡Ya me encargaré yo de impedirlo! Adiós.
—¡Al diablo, grandísimo zopenco!... ¡Si creerás, palurdo, que por ser tan espigado te tengo miedo! Los árboles más altos son los que caen con más facilidad cuando sopla el viento recio.
Nolo, que ya se había alejado unos pasos, se volvió y dijo:
—¡Al caer este árbol te aplastará como lo que eres, como un escarabajo!... Cuenta conmigo si le ha pasado algo á Demetria.
—¡Y tú conmigo!—le gritó Plutón.
Cuando el mozo de la Braña llegó á casa del tío Goro había ya en derredor un tropel de gente. Se comentaba con calor la desaparición de Demetria. Todas las comadres hablaban á un tiempo y nadie se entendía. Dentro se hallaba la tía Felicia hecha un mar de lágrimas. Á su lado estaba Flora hecha un mar mucho mayor aún. Y era cosa en verdad que impresionaba ver llorando á aquella criatura traviesa y vivaracha, nacida para la risa. Ni ella ni tía Felicia querían aceptar el supuesto de que Demetria se hubiera fugado. Entre las comadres de la aldea tampoco hallaba gran aceptación semejante idea. Pero los hombres en general se inclinaban á pensarlo. El mismo D. Félix, que estaba rodeado por el tío Goro y otros cuantos paisanos, aunque con las debidas reservas para no causar pena al padre adoptivo de la joven, también manifestaba sus sospechas de que se hallase ya en Oviedo. Era menester aguardar, sin embargo, á Manolete. Suponiendo que llegase á la capital antes de amanecer y diese la vuelta en seguida como se le había ordenado, al mediodía debía de estar en Entralgo.
En el grupo de los hombres encontrábase también el intrépido Celso. Éste no dudaba: se le conocía perfectamente en la sonrisa de mordaz ironía que vagaba por sus labios. Á él no se la daba nadie. Un hombre que había estado en Sevilla y había recorrido las provincias de Badajoz y de Cáceres y había entrado un poco también en la de Salamanca, no era fácil que creyese en la virtud y en la inocencia de las mujeres. Bueno que aquellos infelices que no habían visto más tierra que la que se divisaba desde el pico de la Vara se tragaran la castaña; ¡pero él! ¡Celso! ¡un militar! ¡un macareno que había corrido más juergas orilla del Guadalquivir que pelos tenía en la cabeza!... «¡Vamo, hombre!» Y escupía por el colmillo con pesimismo tan desolador que el mismo Budha se hubiera estremecido si le viese.
Cuando se hubo hartado de escupir, de sonreir y de lanzar resoplidos escépticos en torno de los grupos estacionados ante la casa del tío Goro, entró en la suya, tomó la macona y la guadaña y se marchó al prado de la Tejera á segar el verde para el ganado. Estaba el prado lejos y mientras caminaba hacia allá no cesaba de pensar en el lance murmurando con la penetración que le caractirizaba:
—¡Rediós! Lo siento por Nolo, porque al fin y al cabo es un amigo y un mozo cabal. Pero ¿quién que tuviera los sesos en su sitio había de pensar que Demetria pudiera comer con gusto ya las farrapas y los nabos?... ¡Vamo, hombre!... Al que prueba las tajadas se le hincha la barriga con el verde... Y mayormente que no semos caballerías para jamar tanto forraje... Luego la chavalilla ¿pa qué más de la verdad? merecía otra cosa que un paisano. Quedándose en Oviedo no le faltaría algún señorón de levita que la tuviera en casa como una imagen comiendo caramelos y haciendo calceta. Y si á mano viene, acaso podría casar hasta con un teniente... ¡Rediós, un teniente!... ¡Hay que ver lo que es un teniente!... ¡Un gachó que manda sobre diez escuadras de hombres!... ¡Casi na!...
Y silbando fagina y después retreta llegó hasta el prado, dejó la macona en el suelo y se puso á segar el verde. Pronto se le olvidó el caso de Demetria y volvieron á su imaginación las dulces memorias del país donde florecen los naranjos. Una soleá muy gitana se le escapó de la garganta. Y como allí no podía oirle su abuela, cantó con todo el aliento de sus pulmones.
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entrarme por las tabernas. |
¡Vengan cañas de Sanlúcar! |
Mas apenas había salido de sus labios la última palabra de la copla cuando oyó un grito extraño que llegaba del fondo de la tierra por un respiradero que la empresa de las minas había abierto en el prado. Por cierto que el tal boquete le había valido á su abuela más de trescientos reales. Habían pronunciado su nombre y la voz era de mujer. Quedó estupefacto. Se acercó al boquete y gritó á su vez repetidas veces: «¿Quién llama? ¿quién llama?» Nadie le respondió. Entonces sospechó que se trataba de una broma que algún minero quería darle imitando voz femenina. Se alejó del agujero y tomó de nuevo la guadaña. Pero en aquel instante una idea terrible cruzó por su mente. Creía reconocer la voz: se parecía á la de Demetria. Y el grito que había sonado más que de alegría era de angustia. Fué de nuevo al boquete y llamó con toda la fuerza de sus pulmones: «¡Demetria, Demetria!» Tampoco obtuvo respuesta. Sin embargo, la creencia de que la voz que había sonado era la de la hija del tío Goro penetraba cada vez con más fuerza en su espíritu. Dejó la guadaña y la macona en el prado y emprendió una carrera veloz hacia Canzana.
Todavía se hallaba mucha gente delante de casa del tío Goro. Entre los hombres divisó á Nolo. Se acercó á él y le dijo algunas rápidas palabras al oído. El mozo se puso horriblemente pálido. Y sin responderle se fué recto al tío Goro y le habló también al oído. El desgraciado padre empalideció también igualmente.
—¡Vamos! ¡vamos!—gritó con voz ronca.
Y seguido de los dos mozos se lanzó, á la carrera.
—¿Qué hay?... ¿qué sucede?—gritaron varias voces.
Celso, sin dejar de correr, volvió la cabeza y dijo:
—Demetria se ha caído á la mina por un pozo.
Entonces de aquella muchedumbre salió un grito de dolor. Hombres, mujeres y niños, todos se lanzan detrás de los tres hombres, que les llevaban ya bastante delantera. Nolo y Celso saltaban como corzos por la montaña. Pero el tío Goro no se quedaba atrás: la fuerza que faltaba á las piernas sobraba al corazón.
Pronto llegaron al prado de la tía Basilisa. Llamaron de nuevo á la joven por el boquete. Ninguna voz fuerte ni débil les respondió. Algunos dudaron de las palabras de Celso; pero éste, cada vez más firme en su convicción, propuso descender á la mina. No quisieron que expusiese su vida, pues sólo los mineros muy expertos eran capaces de bajar por los pozos. Alguien propuso avisar al capataz. Todos aprobaron la idea. Se le fué á buscar: se hallaba en la herrería, no lejos de allí. Vino en seguida; le acompañaron algunos mineros. Uno de ellos descendió por el respiradero. Hubo algunos minutos de silencio. Al cabo se oyó la voz del minero llamando á su jefe.
—¡Ruperto!
—¡Manuel!
—La rapaza está aquí, pero muerta.
Nadie oyó estas palabras más que él y los mineros que se hallaban inclinados sobre la misma boca del pozo.
El capataz se alzó del suelo con el rostro contraído y sin responder á nadie, seguido de sus hombres, se lanzó por la pendiente abajo en busca de la boca de la galería que se hallaba próxima al pueblo de Carrio. Un estremecimiento de terror corrió por aquella muchedumbre. Todos adivinaron algo terrible y los siguieron. Sólo la tía Felicia, Flora y algunas mujeres permanecieron en el prado. La desgraciada madre, al comprender lo que pasaba, cayó atacada de un síncope. Largo tiempo les costó hacer que recobrara el sentido. Quisieron llevarla á casa. La infeliz se negó á apartarse de aquella boca maldita, como si esperase ver surgir por ella la adorada figura de su hija.
Pero he aquí que cuando ya la habían convencido y se disponían á alejarse de aquellos sitios llega un chico jadeante y le grita:
—¡Demetria vive! ¡Acaban de sacarla de la mina!
En efecto, Demetria, que sólo estaba desmayada, en cuanto la sacaron al aire y le rociaron las sienes con agua volvió á la vida. Se observó con estupor que no estaba magullada siquiera. Se le hicieron numerosas preguntas, pero no quiso satisfacerlas. Ya diría más adelante lo que le había pasado. Lleváronla á casa y se acostó y estuvo dos días enferma. Manifestó á su madre que se había caído casualmente por el respiradero abierto en el castañar y cuya existencia ignoraban todos. No dijo una palabra de Plutón. Creía haberle matado y esta idea la llenaba de terror. Cuando supo casualmente que estaba vivo, su corazón se dilató á tal punto que rompió á llorar, se deshizo en un mar de lágrimas. Gran sorpresa causó esto en los presentes; pero D. Nicolás el médico, que también se hallaba allí y conocía al dedillo los resortes del organismo humano, manifestó profundamente que no había que alarmarse, que aquello no era más que «una crisis nerviosa».
Desde entonces comenzó Demetria á mejorar tan rápidamente que á los cuatro ó cinco días estaba ya como si no le hubiera pasado nada. Anudóse de nuevo la felicidad de aquellas horas que habían de terminar pronto en la de su boda. Sólo turbaba su dicha el recuerdo que alguna vez le asaltaba de la escena con el bandido Plutón. Cuando le veía, aunque fuese de lejos, el corazón le daba un vuelco. Temía su venganza. Sin embargo, á nadie daba cuenta de sus recelos.
Al cabo se descubrió el secreto. Comenzó á correr por la aldea el rumor de que Demetria no había caído por el pozo, sino que había estado dentro de la mina porque Plutón la había llevado. Sólo los mineros creyeron semejante patraña. En Canzana nadie la daba crédito. Pero Plutón se jactaba entre sus compañeros y amigotes de haberla tenido algunas horas en su poder y esta noticia llegó á oídos de Nolo. Quedó el mozo aturdido más que si le hubieran dado con un mazo en la frente. Por desgracia, aquello tenía visos de verosimilitud. La caída de Demetria no podía explicarse. Aunque ella decía que había quedado suspendida poco antes de llegar al suelo de uno de los postes y que esto amortiguó considerablemente la violencia, sin embargo costaba trabajo creerlo. Por otra parte, cuando la sacaron de la mina se negó á dar pormenores de su accidente. Además, aquellas lágrimas cuando se habló de Plutón... No se le ocurrió al mancebo que éste pudiera rivalizar con él en el amor de Demetria, porque sería monstruoso. Pero que engañada pudiera llevarla al fondo de la mina y allí abusara de su situación le parecía bien creíble.
Desde que tal idea penetró en su mente no volvió por Canzana. El primer día se le echó de menos porque todos venía; pero el segundo causó verdadera sorpresa su ausencia. La tía Felicia tuvo miedo que se hubiera puesto enfermo y propuso enviar un recado á la Braña. Demetria se opuso: tenía el presentimiento de lo que había ocurrido. No se tardó mucho en que quedase confirmado. Un paisano que venía de Villoria les dijo que había visto á Nolo. Trascurrieron algunos días. Lo mismo el tío Goro que la tía Felicia sintieron gran indignación cuando observaron que el mozo no parecía y se hicieron cargo de que renunciaba al matrimonio proyectado. El tío Goro quiso ir á la Braña á pedirle explicaciones, pero Demetria se mostró tan contraria á este paso y le rogó con tanto calor para que desistiese de él que su padre no se atrevió á ejecutarlo.
La misma sorpresa y casi tanta indignación que en casa del tío Goro produjo en todo Canzana la conducta de Nolo, por más que muchos sabían á qué atribuirla. En Entralgo lo mismo. Flora se hallaba tan enfurecida que no hablaba de otra cosa y calentaba las orejas al pobre Jacinto de un modo que éste casi maldecía ya de su parentesco con el ingrato mozo de la Braña. Sólo Demetria se mostraba en apariencia tranquila. Su silencio y su palidez denunciaban, sin embargo, lo que pasaba en su alma.
Así estaban las cosas cuando una tarde Flora pasó recado á Demetria para que bajase á Entralgo y le hiciese merced de acompañarla á la Pola, donde tenía que comprar algunos objetos. Era un pretexto que la traviesa zagala tomaba para distraer á su amiga. Obedeció ésta sin gusto, sólo por complacer á la que tantas pruebas le había dado siempre de cariño. Cuando regresaron á casa iba á comenzar el crepúsculo. Detuviéronse orilla del río en un paraje sombreado de avellanos, donde se tomaba la barca, y esperaron que ésta volviese de la otra orilla. De improviso se presentó en aquel sitio Nolo, que también quería atravesar el río. Al verlas se inmutó visiblemente, se puso colorado hasta las orejas y vaciló en dar la vuelta ó quedarse. Al fin se quedó y pronunció las buenas tardes. En aquel momento llegaba el barquero. Flora sintió que la cólera le subía á la garganta y dijo en voz baja á su amiga:
—Voy á hablar á este mequetrefe... Verás cómo le ajusto las cuentas.
Pero Demetria, que tenía el rostro demudado, la retuvo con fuerza de la mano.
—¡Déjame á mí!
Flora cedió de buen grado. Saltaron los tres á la barca y aquélla fué á situarse en la proa para dejar solos á los novios. Nolo hubiera querido quedarse en tierra, hubiera querido ir también á la proa, hubiera querido que la barca se hundiese; todo menos quedarse mano á mano con Demetria. Pero no hubo remedio. El barquero en pie empujaba la barca por medio de la maroma tendida de una á otra orilla.
Demetria clavó sus ojos grandes, límpidos, inocentes en Nolo y le dijo:
—¿Qué tienes conmigo, Nolo? ¿Te he hecho algo malo?
El mozo, turbado hasta lo indecible y sin osar mirarla á la cara, balbució:
—Nada me has hecho, Demetria... pero hay cosas... hay cosas...
—¿Qué cosas? ¡dí!—articuló impetuosamente la zagala.
—Corren por el valle unos rumores...
—Dí cuáles son. ¡Dílo pronto!
Nolo vaciló; movió los labios repetidas veces sin articular ninguna palabra. Luego profirió rápidamente:
—Se dice que no has caído á la mina; que Plutón te ha llevado engañada y que allí hizo contigo cuanto quiso.
—¿Y tú lo crees?
El mozo guardó silencio.
—Pues bien, yo te juro que eso no es cierto. Plutón no me ha llevado engañada: me caí yo y él me sostuvo, pero en vez de sacarme bajó conmigo por la chimenea. Dentro de la mina quiso aprovecharse, pero le salió caro, porque le di con la hoz en la cabeza y le tumbé en el suelo... Creí que le había matado; escapé por la mina y me perdí...
Nolo guardó silencio unos momentos; luego dijo:
—¿Y por qué no has hablado así cuando saliste de la mina?
—Te he dicho que pensé haberlo muerto. Temía que me llevasen presa...
Nolo, cejijunto, sombrío, se obstinó en callar. Demetria le miró largamente.
—¿De modo que no me crees?
—¡No! ¡No te creo, Demetria!—manifestó impetuosamente el joven.
El rostro de la doncella se cubrió de intensa palidez. Permaneció algunos instantes inmóvil y muda. Luego dijo con voz enronquecida:
—Pues bien, Nolo, mi vida dará testimonio de la verdad que te he dicho. Adiós.
Y sin que el mancebo pudiera evitarlo porque estaba mirando á otro lado se dejó caer hacia atrás en medio del río. La corriente la arrastró velozmente. Nolo se precipitó en pos de ella. Flora gritaba y quería arrojarse igualmente, pero el barquero la retuvo.
La corriente en aquel sitio, aunque viva, no era impetuosa. Nolo nadaba con todas sus fuerzas para alcanzar á su amada antes que llegase al sitio donde el río se precipitaba en torbellino semejante á una cascada. En efecto, la alcanzó; pero al tocarla con la mano ya no pudo sostenerse él mismo y ambos rodaron envueltos entre las rugientes espumas del agua. Felizmente Nolo no perdió el conocimiento. Cuando llegaron á otro remanso pudo á costa de grandes esfuerzos acercarse á la orilla y asirse de la rama de un árbol, teniendo sujeta á Demetria con la otra mano.
La sacó del agua sin sentido y la dejó sobre el césped esperando á que llegasen Flora y el barquero. Pero antes que esto acaeciese Demetria abrió los ojos y dibujándose en ellos una sonrisa triste dijo:
—¿Me crees ahora, Nolo?
—Te creo, Demetria.
Y por primera vez el mozo de la Braña estampó un tierno beso en su rostro de azucena.
OY á terminar. La tarde declina y mi mano cansada se niega á sostener la pluma. ¡Oh valle de Laviana! ¡oh ríos cristalinos! ¡oh verdes prados y espesos castañares! ¡Cuánto os he amado! Que vuestra brisa perfumada acaricie un instante mi frente, que el eco misterioso de vuestra voz suene todavía en mis oídos, que vuelva á ver ante mis ojos las figuras radiosas de aquellos seres que compartieron las alegrías de mi infancia. Voy á daros el beso de despedida y lanzaros al torbellino del mundo. Mi pecho se oprime, mi mano tiembla. Una voz secreta me dice que jamás debierais salir del recinto de mi corazón.
Era llegada de nuevo la fiesta de Nuestra Señora del Carmen. Dos días antes se había celebrado en la pequeña iglesia de Entralgo la unión de Jacinto y Flora, de Nolo y Demetria. Con tan fausto motivo el capitán invitó el día de la romería á todos los próceres de la Pola y á algunos también de Langreo. Debajo de los manzanos frondosos de la pomarada se colocaron varias mesas. El número de convidados, entre indígenas y forasteros, pasaba de ciento. Para proveer al banquete se mataron algunos corderos y muchos pollos y gallinas, se cazaron algunas docenas de perdices y se pescaron salmones y truchas en abundancia.
D. César de las Matas de Arbín encontraba poco todo aquello. Atacado de un vértigo de grandeza heroica, decía que para celebrar suceso de tal magnitud era menester una hecatombe, el sacrificio de cien bueyes ó por lo menos de cien carneros.
Una banda de gaitas acompañada de tamboriles amenizaba el festín, haciendo sonar los aires del país. Y delante del lagar, en el campo de la Bolera, otra banda mucho más numerosa de zagales y zagalas bailaba con todo el ímpetu de su juventud lanzando á cada momento hurras y vivas á los novios.
Éstos eran objeto de todas las miradas y todas las atenciones de los comensales. Nunca ni en ninguna parte se viera más hermosas parejas. Nolo y Jacinto vestían el traje de ciudadanos, el pantalón largo y el sombrero de fieltro de anchas alas. Ellas habían querido conservar su traje típico de aldeanas, aunque rico y suntuoso: el dengue de terciopelo, la saya de fino merino, los zapatos de tafilete, las medias de seda. Colgaban de sus orejas ricos pendientes de diamantes y hechos también de piedras preciosas eran los collares que adornaban sus gargantas.
¿Y el capitán? Quien le viera en aquel día moverse de un lado á otro como si estuviese atacado de la tarántula, reir, beber y bromear, apenas pudiera reconocerle. Parecía cosa de magia la trasformación que en poco más de dos meses se había operado en aquel caballero. Estaba tan alegre que abrazaba, á cuantos venían á felicitarle, sin exceptuar el ingeniero de Madrid y el químico belga. Y es fama que cuando éste se acercó á él le dijo en voz baja: «Monsieur, tienen ustedes razón: hay que extraer la riqueza que se halla oculta en este valle. Yo no la necesito ya, pero pronto he de tener nietos y quiero dejarlos bien acomodados. Cuenten ustedes con mi dinero para cualquier empresa lucrativa». Por supuesto que nadie tomó en serio tales palabras y las achacaron al mareo del vino.
Hubo brindis en prosa y en verso, discursos y epitalamios; se rió, se cantó y se disparató. Un soplo de alegría desenfrenada corría por la pomarada levantando todas las cabezas, enronqueciendo todas las gargantas. Tan sólo el señor de las Matas de Arbín se mostraba taciturno y reservado. Allá en el extremo de una mesa, á solas con una botella de jerez, libaba el néctar andaluz pausadamente sin tomar parte en la algazara. Hasta creyeron ver algunos que una lágrima se deslizaba de sus ojos y caía sobre la mesa.
—Miren ustedes el dorio—exclamó el troglodita don Casiano.—¡Pues no está llorando! En mi vida he visto un hombre más gracioso.
El alcalde, Antero y otros varios se acercaron á él.
—¿Qué es eso, D. César? ¿Cómo estamos tan melancólicos en momento como éste?
D. César se llevó la mano á la frente con abatimiento y exclamó con voz temblorosa:
—Señores míos, dispensadme. La alegría desenfrenada que en torno mío contemplo me causa sobresalto. La excesiva prosperidad en los humanos rebaja la dignidad de los inmortales. Nuestra felicidad, aunque sea merecida, parece que les humilla y apenas nacida se disponen á acabar con ella. Perdonad, señores míos... En este momento no puedo sentirme alegre porque temo, en verdad, la envidia de los dioses.
Una carcajada estrepitosa acogió tan severas palabras. ¡Imposible, imposible encontrar en el mundo un hombre más chistoso que el dorio!
La tía Felicia, que estaba roja como un tomate y unas veces reía y otras lloraba y otras abrazaba á todo el que se ponía al alcance de sus brazos, quería lucir á su hija á todo trance, quería presentarla en la romería. La tía Agustina, que también deseaba lucir á Nolo, secundó calurosamente este proyecto. Nadie se opuso á él. Los novios se alzaron de la mesa y seguidos de los comensales salieron al campo de la Bolera. Fueron recibidos con estruendosos vivas. Una muchedumbre se apiñó en torno de ellos. Todos querían hablarles y apretarles la mano. Allí estaba el ingenioso Quino que casado recientemente con Eladia, encontraba ya harto pesada la dialéctica de su tío Martinán y sólo la soportaba porque algún día la tragaría la tierra y dejaría encima algunos doblones. Allí estaban Maripepa y su hermana Pacha, convencidas ambas de que antes de mucho tiempo se celebraría otra fiesta parecida para festejar la boda de la primera. Allí estaban la tía Brígida, la tía Jeroma, Elisa y la vieja Rosenda, que deseando hacer olvidar sus desacatos antiguos, se inclinaba sonriente y melosa delante de Flora y le besaba las manos.
Detrás del enorme corro de la gente, con el rostro ceñudo y sombrío, hallábase el homicida Bartolo. No podía participar de la alegría insensata de sus convecinos porque, como siempre, su alma se hallaba inflamada por un torbellino de sentimientos belicosos. Pocas noches antes los mineros habían maltratado á dos mozos de Entralgo que venían de cortejar en Tiraña. Desde entonces no respiraba más que venganza y exterminio. Los mineros ¡puño! se las habían de pagar ó dejaría de ser Bartolo el hijo de la tía Jeroma de Entralgo.
—¡Á la romería! ¡á la romería!—se gritó.
El numeroso cortejo se puso en marcha. Á su frente el impetuoso Celso dando fuego á los cohetes. Era su especialidad. Amaba los cohetes porque su olor y su estampido le recordaban la vida militar, hacia la cual profesaría hasta la muerte amor entrañable.
—¡Vivan los novios! La pequeña aldea de Entralgo se estremecía de júbilo. Chillaban las gaitas, redoblaban los tambores, estallaban los cohetes, los hurras atronaban el espacio. ¡Vivan los novios! Nadie podía ver cruzar aquellas gallardas parejas sin exhalar este grito del fondo del corazón. Marchaba Flora encarnada y brillante como una rosa de Alejandría, marchaba Demetria blanca y esbelta como una azucena de Mayo.
Cierro los ojos, miro hacia adentro y aún os veo cruzar por delante de mi casa llenas de atractivos como dos estrellas descendidas de la región azul del firmamento para iluminar mi valle natal. Aún veo vuestros ojos brillantes de dicha, aún veo vuestros labios de coral plegados por una sonrisa divina. Mis manos infantiles batieron las palmas y grité con toda la fuerza de mi pecho: «¡Vivan los novios!—¡Adiós!» me dijisteis enviándome un beso.
Y partisteis. ¡Ay, pluguiera al cielo que no dierais un paso más!
El cortejo nupcial cruzó el pueblo y ascendió por el estrecho camino de la iglesia sombreado de avellanos. Al desembocar en el campo de la romería ésta se hallaba en todo su apogeo. Pero la entrada de tan grande y lucido concurso no causó en ella el movimiento natural, porque en aquel momento se iniciaba una reyerta formidable entre mineros y aldeanos.
Tiempo hacía que palpitaba el odio entre unos y otros. En los caminos por la noche, en las esfoyazas y romerías se habían producido repetidos choques. Pero los mineros llevaron siempre la mejor parte porque empleaban las armas blancas y alguna vez también las de fuego, mientras se valían sólo de sus palos los montañeses. Llegó un instante sin embargo en que éstos, exasperados, resolvieron combatirles con los mismos medios. Algunos zagales de Villoria, de Tolivia y Entralgo se proveyeron de navajas, otros de pistolas compradas en Langreo. Se aguardaba con impaciencia la romería del Carmen para tomar la revancha de tantos y tan injustificados agravios.
Y en efecto, apenas llegados los novios y sus acompañantes al campo de la iglesia estalló la lucha terrible, sangrienta, como jamás se viera ni pensara verse en aquel pacífico valle. La muchedumbre se arremolinaba, las mujeres exhalaban lamentos desgarradores, se oían tiros, imprecaciones, blasfemias horrendas. El alcalde comprendió que era inútil intervenir sin disponer de fuerza para ello y mandó retirarse. Iban á hacerlo todos hacia el pueblo cuando Jacinto vió que uno de sus parientes caía herido y se lanzó en su auxilio. Mas antes que llegase al sitio un minero de baja estatura, de mísero aspecto, aquel Joyana amigo y compañero de Plutón se le plantó delante y le descerrajó un tiro en el pecho dejándole muerto. Nolo brincó como un león dejando abandonada á Demetria. En aquel momento una mano criminal, la mano de Plutón, avanzó por encima del hombro de aquélla y le dió una terrible cuchillada en la garganta.
Cayó desplomada la hermosa doncella. Un grito de horror salió del pecho de cuantos la rodeaban. Algunos corrieron en persecución de los criminales, que huían por el monte arriba. Otros acudieron á socorrerla. Demetria se revolcaba en el suelo soltando torrentes de sangre que enrojecían el alabastro de su cuerpo y el verde de la pradera. D. Prisco se dejó caer de rodillas á su lado, para recoger su último aliento y enviarlo á Dios con el perdón de sus pecados. El capitán, teniendo á su hija desmayada entre los brazos, lloraba como un niño.
En aquel momento, el noble hidalgo D. César de las Matas de Arbín se irguió arrogante en medio del campo. Y trémulo de indignación, con sus blancos cabellos flotando, los ojos chispeantes, los puños crispados se dirigió al grupo de los próceres de la Pola gritándoles.
—Decís que ahora comienza la civilización... Pues bien, yo os digo... ¡oídlo bien!... ¡yo os digo que ahora comienza la barbarie!
FIN
Páginas. | ||
INVOCACIÓN | 1 | |
I. | —La cólera de Nolo | 5 |
II. | —La lumbrada | 21 |
III. | —Demetria | 51 |
IV. | —La misa | 65 |
V. | —La romería del Carmen | 79 |
VI. | —Bartolo | 104 |
VII. | —Ninfas y sátiros | 115 |
VIII. | —El capitán | 129 |
IX. | —Los hidalgos | 145 |
X. | —La torga | 158 |
XI. | —Madre é hija | 172 |
XII. | —El desquite | 181 |
XIII. | —Adiós | 193 |
XIV. | —Trabajos y días | 203 |
XV. | —Carta de Demetria | 217 |
XVI. | —Martinán el filósofo | 228 |
XVII. | —Miseria humana | 238 |
XVIII. | —La hija del capitán | 249 |
XIX. | —Señorita y aldeana | 258 |
XX. | —Rapto de Demetria | 274 |
XXI. | —Purificada | 285 |
XXII. | —La envidia de los dioses | 304 |
[1] Especie de manteleta ó chal estrecho de picos largos que cubre el pecho y parte de la espalda, anudándose á ésta por la cintura, dejando descubiertos enteramente los brazos y parte del tronco. Lo usan todavía las aldeanas en Asturias.
[2] Caseta cuadrada de madera apoyada sobre cuatro columnas de piedra que la aislan del suelo y sirve ordinariamente de granero. Cuando es cuadrilonga y tiene seis ú ocho columnas se llama panera.
[3] Golpear la leche para separar la manteca.