The Project Gutenberg eBook of Liette

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Title: Liette

Author: Arthur Dourliac

Release date: September 3, 2009 [eBook #29901]

Language: Spanish

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*** START OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK LIETTE ***


        BIBLIOTECA DE «LA NACION»        

ARTHUR DOURLIAC

LIETTE

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BUENOS AIRES
1907

Imp. y estereotipia de La Nación.—Buenos Aires.


LIETTE


Liette se asomó al balcón y paseó su mirada un poco turbada por los sitios en que iba a desarrollarse su vida. A sus pies la plazuela rectangular plantada de tilos, a cuya sombra iban a hacer su partida los jugadores de pelota, entre los bancos de piedra desgastados por el uso de tantas generaciones, a los que el abuelo tembloroso iba a calentar su reuma pensando en el tiempo lejano en que iba allí a jugar al marro y al paso, y al lado de la fuente rústica de murmullo cristalino en la que el cansado caminante iba a apagar la sed y las jóvenes habladoras a llenar sus cántaros charlando.

En el fondo, la iglesia de inseguras piedras, de vidrios rajados y de campanario oscilante, pero que conservaba, sin embargo, la imponente majestad de las cosas del pasado y aplastaba con su altura a la nueva alcaldía blanqueada y a la cual estaba aneja la escuela.

A la derecha el letrero hereditario que anunciaba el despacho del notario Hardoin, tercero de este nombre.

A la izquierda la bandera tricolor que flotaba por encima de la Gendarmería Nacional.

El Correo estaba así guardado entre el órgano de la ley y sus defensores.

En la calle se agrupaba el «alto comercio», del pueblo: merceros, tenderos de comestibles, carniceros y taberneros; y después una larga fila de cabañas bajas y ahumadas, apretadas las unas contra las otras como pájaros frioleros, y separadas de vez en cuando por las altas tapias y la puerta cochera de alguna granja rica, que hacía más sensible todavía la miseria de sus humildes vecinas.

Más allá el campo con sus verdes praderas, sus dorados trigos y sus bosques frondosos, y, mucho más allá, en un marco de vegetación exuberante, un castillo señorial con sus ladrillos rojos, sus torrecillas de pizarra que brillaban al sol saliente, sus ventanas ojivales y sus balcones de hierro forjado, como esas joyas del Renacimiento que esmaltan las orillas del Loira.

Estábase sin embargo lejos de allí, y todo lo más, hubiérase podido ver las orillas del Oise, pues era en este departamento donde se encontraba el castillo de Candore y el pueblo del mismo nombre y donde Julieta Raynal acababa de ser nombrada empleada de Correos con mil doscientos francos de sueldo.

El campo dormido estaba envuelto en una ligera bruma como un velo de desposada, y la joven pensaba en el tiempo pasado con la mirada perdida en el horizonte y la mejilla apoyada en la mano.

Allá, en lo más lejano de sus recuerdos, veía el patio de la casa mora, muy largo, muy largo, un vasto desierto que atravesar para sus piernecitas... Y Julieta permanecía temerosa, agarrada a la falda de su madre, mientras que en el otro extremo un hombre, con las manos extendidas, sonriendo bajo su fino bigote y dulcificando la voz acostumbrada al mando, le gritaba:

—Valor, Liette.

Entonces, a la llamada de «papá,» la niña, dejando el refugio materno, se lanzaba tambaleándose por el patio, vacilando en los primeros pasos, pero sostenida por el acento firme y tierno del soldado que repetía: «Valor, Liette» y se arrojaba sobre su gruesa bota que enlazaba estrechamente entre sus brazos.

Recordaba después la alegría de ser levantada como una pluma y estrechada contra el uniforme bordado de oro, y de sentir en la frente y en el cuello el cálido beso del joven padre.

—¡Bien, Liette, eres valiente...

Después su infancia errante por las guarniciones, recorriendo la Francia y las colonias, del Norte al Mediodía, del Este al Oeste, marcando cada etapa por un galón más.

Después, ya muchachita de cabello menos largo y trajes menos cortos, apoyándose en el brazo de papá (pues ya le da el brazo). Y la niña se estira toda gloriosa, sin notar las miradas de admiración de los oficiales al hacer el saludo militar.

Pero papá las nota y sonríe, halagado en su orgullo paternal.

El oficial está orgulloso de su hija, pero ¡cuánto más lo está la hija de su padre!...

Comandante a los treinta y ocho años, pronto coronel, general acaso... ¡Y quién sabe si irá a recoger del otro lado del Rhin el «bastón» que ya no brota en tierra francesa!

«¡Señor Mariscal!»

¿Por qué no? ¿Dónde se detienen los sueños de una cabeza de dieciséis años?

Después la brusca parada en vísperas de ascender a coronel; la parálisis a consecuencia de una insolación que venció al brillante oficial, a él, a quien las balas enemigas habían dejado en pie.

Después la despedida al regimiento, a la vida activa y brillante, el retiro, la enfermedad, la miseria...

Raynal no tenía más que su sueldo. Se había casado con una criolla sin fortuna, que tenía apenas el dote reglamentario, pero de gustos de duquesa, de muy hermosos ojos y de cerebro de pájaro.

Coqueta, gastadora e incapaz de una idea seria, era un lindo juguete, gracioso y seductor en alto grado, pero tan poco hecho para las luchas de la vida como una figurita de Sajonia.

Acostumbrada a descansar en su marido para todos los cuidados materiales, no pensó siquiera en tomar el timón en la mano y dejó que el barco privado de su capitán se fuese a pique.

El enfermo tiró dos largos años, el tiempo necesario para agotar los últimos recursos, y sucumbió más a la angustia mortal que le dominaba ante el porvenir de las personas queridas que al sufrimiento físico.

Consoló a su mujer desesperada y casi loca, sonrió a su hija, que ocultaba silenciosamente las lágrimas y, murmurando una vez más, como cuando era pequeña, «¡Valor Liette!,» expiró.

¡Liette iba a tener necesidad de valor!

Por fortuna, era valiente y, sin debilidad ni indecisión, hizo frente a la desgracia.

Dejando a su madre lamentarse inútilmente o mecerse en peligrosas quimeras, puso sin tardar manos a la obra, apeló a sus relaciones, multiplicó los pasos, pidió poco para obtener algo, y, después de tribulaciones, decepciones y penas que hubieran desanimado a un alma menos valiente, fue nombrada para ese humilde puesto objeto de su ambición.

¡Era la salvación!

Sin hacer caso de las quejas de su madre sobre la inferioridad de la posición, la escasez del sueldo y la tristeza del país, «un agujero en el que se iban a morir de aburrimiento,» Julieta la calmó dulcemente como a un niño, más aún por sus caricias que por sus palabras, y la buena señora acabó por declarar que estaba pronta, por su hija, a todos los sacrificios.

Aquella condescendencia, de la que en realidad era Liette quien hacía todo el gasto, hubiera hecho sonreír sin la absoluta necesidad de la supuesta abnegación maternal.

Habían llegado el día antes y habían pasado la noche como pudieron en medio de una aglomeración de muebles y paquetes que recordaba los antiguos cambios de guarnición.

La de Raynal tenía la pasión, particularmente funesta en la mujer de un militar, de los cachivaches tan molestos como inútiles y costosos.

En el curso de sus peregrinaciones, había reunido muestras variadas de la fauna, la flora y la industria de las diversas latitudes, y esto formaba una mezcolanza heteróclita de objetos sin nombre que rabiaban de verse juntos; calabazas, samowar, babuchas turcas, zuecos normandos, gaitas bretonas, zancos landeses, huevos de avestruz, etc. etc., más una colección de animales disecados; lagartos, gacelas, monos, loros, marmotas...

La viuda quería a aquellas «reliquias» como a las niñas de sus ojos y por nada del mundo las hubiera reemplazado con objetos menos frívolos y más necesarios.

En aquel bazar cosmopolita, que lo mismo parecía una tienda de prendería que la de un guerrero apache, la excomandanta se agitaba y se revolvía embrollándolo todo, mandando sin ton ni son y aumentando la confusión y el desorden.

Por fin, sucumbiendo al cansancio, consintió en meterse en la cama y Julieta aprovechó aquel respiro para arreglar sumariamente su primera instalación.

Todo fue saliendo del caos bajo su mano inteligente. Los grandes muebles estaban en su sitio, las cortinas colocadas, las alfombras puestas, y el pobre alojamiento tomó un aspecto casi coqueto.

Después de unas horas de descanso, acababa de levantarse con el alba para terminar la tarea mientras su madre dormía todavía. Pero asomada a la ventana, se olvidaba por qué estaba allí, perdida en reflexiones dulces y tristes al mismo tiempo, vuelta melancólica del pasado radiante, aspiración vaga hacia un porvenir que la esperanza, esa vivaz flor de la juventud, le mostraba, si no dichoso, al menos tranquilo y pacífico.

El campo se despertaba al salir el sol, un ligero estremecimiento agitaba la hojarasca, una nube de insectos volaba de nidos invisibles y en el resplandor de los primeros rayos de oro los pajarillos se elevaban en los aires.

Cantó el gallo, mezclando su nota clara al ladrido de los perros; las ventanas chocaron contra los muros; los zuecos sonaron en el suelo; el cuerno del boyero hízose oír en el extremo del pueblo, el hombre apareció, y, saliendo de cada puerta con paso tranquilo y lento, las vacas fueron una a una a engrosar el rebaño levantando una nube de polvo.

Por una rara asociación de ideas, aquel cuadro campestre evocó a los ojos de la joven la vuelta del escuadrón después del ejercicio de la mañana.

Las trompetas la llamaban, y ella corría alegre y presurosa a saludar al guapo oficial, que era su padre, y cuyo caballo negro se paraba bajo el balcón, para que ella respondiese al saludo de «papá».

De pronto se echó hacia atrás, confusa y avergonzada...

Un elegante jinete acababa de desembocar en la plaza, y al sorprender a la joven sonriendo a su ensueño, se detuvo y, maquinalmente, se quitó el sombrero.

Julieta cerró vivamente la ventana y se apresuró a dedicarse a los cuidados de la casa. Pero mientras daba vueltas en sus ocupaciones, no pudo menos de pensar más de una vez en aquel desconocido que era el primero que había saludado su despertar en su nueva existencia.

La familia de Candore, cuyos antepasados habían tenido derecho de alta y baja justicia en el territorio de ese nombre, se componía de tres personas: la condesa y sus dos hijos, Blanca y Raúl.

La señora de Candore, sencillamente de la familia Neris, era hija de un riquísimo comerciante de lanas y había cambiado el millón de su dote con la partícula que le llevó su marido por toda fortuna. De un orgullo de emperatriz y gran señora hasta las uñas, hizo pronto olvidar la modestia de su origen.

Para decir verdad, al ver al conde pesado y grosero, noble campesino, más campesino que noble, y a su mujer elegante, distinguida y altanera, no se adivinaba de qué lado estaba la alianza desventajosa ni cuál de los dos se había «encanallado».

El señor de Candore no había heredado más que el blasón de sus abuelos y su prodigalidad. Tiraba el dinero por las ventanas como un verdadero gran señor, y el millón del buen Neris se deshizo pronto entre sus manos. La muerte del comerciante le volvió a poner a flote por algún tiempo, pero iba seguramente a ahogarse, cuando un accidente de caza le envió al otro mundo y salvó el patrimonio de sus hijos.

Pero le había reducido mucho, y la viuda se hubiera visto en la imposibilidad de sostener su categoría sin el generoso apoyo de su hermano, que pasaba por un soltero endurecido y muy rico, el cual, después de una juventud bastante tempestuosa, se había decidido de repente a hacerse virtuoso por cariño a su hermana o por cualquier otro motivo, y hacía ahora penitencia bajo la férula de la severa Hermancia, que le dominaba como a un muchacho, aunque la llevaba quince años.

El señor Neris no tenía más herederos que sus sobrinos, a quienes quería tiernamente, sobre todo a la sobrina, deliciosa criatura que le hacía soportable la vida a que se había resignado benévolamente, demasiado rígida para un antiguo calavera.

A Raúl le manifestaba una afectuosa indulgencia de la que él abusaba en grande.

—¡Bah! son cosas de jóvenes; yo he sido así—respondía a los reproches agridulces de su hermana con más pesar que arrepentimiento.

Gracias a sus larguezas, el joven, agregado a la embajada de Londres, pudo hacer anchamente la gran vida inglesa, hasta el punto de que su salud se resintió y tuvo que pedir una licencia prolongada.

Poniendo a mal tiempo buena cara, Raúl aceptó bastante filosóficamente aquel retiro, aunque Candore no le ofrecía gran variedad de diversiones permitidas... o no. La caza, la pesca, la equitación y el whist en familia, a esto se limitaban poco más o menos las primeras; en cuanto a las segundas, cero.

—Verdaderamente, esto es un poco severo, tío; mi madre te condena a una existencia de cartujo—decía riendo el diplomático en disponibilidad.

El tío suspiraba, en realidad, a no dedicarse a las pastoras, de lo que le acusaba a veces su hermana, el excalavera no podía hacer de las suyas.

La rígida Hermancia no se rodeaba más que de caras ingratas y un tanto estropeadas; cambiaba constantemente de institutrices y la última, una joven inglesa, había estado a punto de volver a pasar el canal de la Mancha, a pesar de los mejores certificados, porque no realizaba suficientemente el tipo clásico atribuido a las pobres «misses».

—¡Es, sin embargo, bastante fea!—dijo Raúl protestando y englobándola en su aversión a las hijas de Albión, cuya vista solamente le daba el «spleen».

En realidad Juana Dodson tenía un talle elegante y flexible, manos y pies razonables, muy hermosos cabellos, un cutis deslumbrador y hasta hubiera sido bonita sin unos horribles anteojos verdes que la desfiguraban y que no se quitaba jamás... ni para dormir, insinuaba maliciosamente su discípula, lo que le había servido de salvoconducto con la severa castellana.

Pero, desgraciadamente, los anteojos no bastaban para su seguridad, y aquella misma mañana había habido una explicación bastante viva entre la señora de Candore y su hermano a propósito de la institutriz.

—Te aseguro, querida Hermancia, que no he pensado nunca en hacer la corte a miss Dodson.

—Calla, calla, Héctor, eres incorregible.

—Pero...

—¿Crees que estoy ciega?

—Te repito...

—No, no, Héctor, no puedo soportar esto; es un ejemplo deplorable y escandaloso para mi hijo...

—¿Raúl?... ¡Bah!

El tío hizo un gesto que quería decir que estaba perfectamente enterado de la virtud de su sobrino.

—Y es una ofensa para Blanca.

Esta vez la frente del anciano se ensombreció, y dejando el tono ligero que había tenido hasta entonces, dijo:

—Hazme el favor de creerme incapaz de tal cosa.

—No pido otra cosa, Héctor—respondió más dulcemente la condesa,—pero tu asiduidad a las lecciones de miss Dodson hacen murmurar.

—Raúl está siempre presente; no falta a una lección.

—¿También tú lo has notado?—dijo vivamente la madre.

—Sin duda, pero eso no prueba que se ocupe más que yo de esa pobre miss...

—¡Oh! no es la miss la que me alarma por él.

—¿Qué quieres decir?

—Hemos sido muy imprudentes no previendo lo que sucede...

—¿Qué es ello?

—Lo que debía fatalmente suceder. Esos dos muchachos, jóvenes, guapos y educados libremente como hermanos... sin serlo... debían necesariamente llegar a experimentar el uno por el otro sentimientos poco fraternales.

—¿Crees que Raúl ama a Blanca?—preguntó Neris con ansiedad.

—Estoy segura, y hemos sido muy locos al no pensar en ello.

—¡Dios mío!

—Sin esa imprevisión imperdonable, no hubiera ciertamente educado a Blanca aquí con él.

—¡Oh! no sientas lo que has hecho, Hermancia; no sientas haber salvado a tu hermano de la desesperación...

—Ya ves, sin embargo, lo que me cuesta y a lo que nos expone ese instante de debilidad: el reposo de mi hijo y el de Blanca comprometidos acaso para siempre. ¡Pobre niña!... A ella es sobre todo a quien compadezco; la vida le resultará muy difícil. El mundo condena implacablemente en los hijos las faltas de los padres. Es injusto, pero es así. He reflexionado en esto muchas veces, pensando en el momento en que habrá que casar a esta niña a la que tanto quiero. ¡Cuántos obstáculos, Dios mío! He pasado revista a todos los pretendientes posibles, y los que más nos convendrían son los que más vacilarán.

—Sin embargo, mi yerno...

—Tu yerno lo será también de una figuranta de Drury-Lane a quien has hecho la locura de dar tu nombre y que era indigna de llevarle. Muchas familias lo pensarán mucho.

El anciano bajó la cabeza ante esta evocación brutal de un triste pasado que él hubiera querido enterrar en el olvido.

Cuando después de una separación escandalosa se refugió en casa de su hermana con una niña todavía en la cuna, resto de aquel lamentable naufragio, aceptó sin dificultad y hasta con una especie de alivio las condiciones de la condesa, que exigió que Blanca pasase por hija suya y que no se hablase jamás de la madre, a quien se negaba a reconocer por cuñada.

—Mi mujer ha muerto; es inútil hablar de ella—dijo Neris haciendo un esfuerzo.—Pero mi hija Blanca es inocente y debes tener piedad de ella.

—¿Cómo?

—Puesto que esos muchachos se aman, habría un medio muy sencillo, si tú quisieras: casarlos, y Blanca seguiría llamándote su madre.

—¿Cómo puedes pensar tal cosa?

—Es un gran sacrificio... Pero tú serás buena con mi pobre hija... Te quiere tanto... No la rechaces, te lo suplico.

—Yo también la quiero, y si no se tratase más que de mí... ¡Pero el mundo y sus prejuicios! Raúl puede perjudicarse en su porvenir y en su carrera, y yo también soy madre, amigo mío.

—Te comprendo, pero, en fin, Raúl tiene los gustos de mi clase y una situación honrosa que reclama muchos gastos, que yo puedo sufragarle, muy feliz de agradecer así la felicidad que mi hija os deberá a los dos.

La condesa se levantó.

—Ya hablaremos de esto, hermano mío. No hay prisa y tenemos tiempo de pensarlo... Reflexionaré... Pesaré mis sentimientos y mi razón.

—Cuento sobre todo con tu corazón.

Una vez sola, la de Candore tuvo una sonrisa de triunfo.

—El cascabel está puesto, dijo. Con tal de que Raúl no le quite... Ahora lo urgente es despedir a la institutriz.

Con el cigarro en la boca y las riendas sueltas en el cuello del caballo, Raúl volvía a Candore soñando con el perfil que había vislumbrado un instante en la ventana abierta y tan pronto vuelta a cerrar.

Las pocas noticias adquiridas por los dependientes en casa del notario Hardoin no habían hecho más que aumentar su curiosidad y, mientras seguía con mirada distraída las espirales azuladas que flotaban delante de él como una ligera nube, iba evocando la delicada silueta que se le había aparecido en un marco de follaje a través de la bruma matutina.

—¡Raúl!

Una voz suplicante que vibró a su oído y una mano febril que se apoyó en el caballo le arrancaron a aquel turbador pensamiento.

El joven hizo un gesto de mal humor.

—¡Usted, Juana! En verdad, es usted imprudente...

—No se trata ya de prudencia, Raúl; debes ahora advertir a tu madre que estamos casados, que soy tu mujer.

—Al oír estas palabras se dibujó una imperceptible sonrisa bajo el fino bigote del joven.

—¡Bah! Cálmese usted, hija mía, y espere para contarme eso a que estemos libres de oídos indiscretos. La carretera no es realmente el lugar más a propósito para las confidencias.

Echó pie a tierra, se puso en un brazo las riendas del caballo y, sin ofrecer el otro brazo a su compañera, se metió en las espesuras que rodean al parque y dio unos cien pasos en silencio seguido por la joven temblorosa y agitada y que, con el corazón oprimido por aquel tono de burla, trataba en vano de contener dos gruesas lágrimas que rodaban bajo sus anteojos azules.

Era una cálida mañana de verano. La sombra de los árboles de ramas extendidas como una inmensa cortina tamizaba los rayos del sol, la atmósfera tibia y húmeda tenía una dulzura penetrante, hundíanse los pies blandamente en el espeso musgo que algodonaba el suelo, y solamente los pajarillos ponían sus notas melancólicas y tiernas en el silencio de los bosques.

Llegaron a un claro lleno de verdor y acribillado por las flechas de oro del ardiente astro. Un majestuoso círculo de hayas gigantescas, que formaba una especie de barrera, los protegía contra toda sorpresa.

Raúl se detuvo junto a un banco de musgo y dijo:

—Estamos en lugar seguro. Siéntate, querida mía y cuéntame tus infortunios, que estoy pronto a vengar como galante caballero. ¿Mi hermana te ha hecho rabiar? ¿Mi madre te ha puesto mala cara o mi tío demasiado buena?

—La señora de Candore ha despedido a la institutriz de su hija, Raúl; acaso acogerá a la mujer de su hijo.

—¡Oh!

Hubiera sido difícil adivinar el sentido exacto de esta exclamación; irritación, pesar, despecho, descontento contra los demás y contra sí mismo, había un poco de todo esto.

En cambio, ni sombra de enternecimiento ni de piedad había en su mirada seca.

Púsose a mascullar nerviosamente el cigarro y a azotar con el látigo las florecillas, cuyas tiernas hojas se desparramaban por el suelo desgarradas y marchitas.

Juana, mientras tanto, lloraba bajito y profería hondos sollozos que agitaban sus hombros. Habíase arrancado los horribles anteojos y arrojándolos a sus pies en un gesto de cólera, y sus hermosos ojos, claros y transparentes como el agua del mar, aparecían anegados en lágrimas y fijos en el joven con una desesperada angustia.

¡El callarse hubiera sido demasiado cruel!

El joven, pues, le dijo tomándola afectuosamente las manos y atrayéndola hacia su pecho hasta sentir latir su corazón:

—Vaya, vaya, querida hija mía, ¿quieres secar esas lágrimas y responderme cuerda y razonablemente? ¿No estoy aquí yo, tu protector, tu marido? Cuéntamelo todo en detalle.

—¿Qué quieres que te diga, Raúl? Tu madre me ha echado.

—¡Echarte! La palabra es fuerte y seguramente impropia... Cuando conozcas mejor las finuras de la lengua francesa...

—Echarme o despedirme, todo es lo mismo—dijo Juana con sorda vehemencia.

—Pero, en suma, ¿qué ha pasado entre mi madre y tú?

—La señora de Candore me ha dicho sencillamente que por motivos personales, estaba precisada a privarse de mis servicios.

—¡Diablo!—exclamó Raúl mordiéndose el bigote.

—¿Qué va a ser de nosotros?

Aquel nosotros pareció molestar un poco al conde, que dijo reprimiendo un movimiento de impaciencia.

—No hay que exagerar. Es un incidente lamentable, pero que no debe alarmarnos gran cosa. Bien sabes que te amo y que no te abandonaré. Tengo que volver muy pronto a Inglaterra, y sólo se trata de una separación momentánea.

—¡Separarnos!—murmuró Juana muy pálida.

—Es preciso; no puedo interceder por ti con mi madre sin confirmar sus sospechas... Si es que no tiene más que sospechas. Por otra parte, no puedes estar eternamente al lado de Blanca como institutriz.

—No, pero puedo estar como hermana y como tu mujer. ¿No estamos casados?

—Sin duda, sin duda, pero estaría muy mal elegido el momento para semejante confesión.

—Sin embargo, Raúl, no podemos tardar más. Mi dignidad y la tuya no sería lo único que sufriría... Hay que hablar a tu madre, es preciso...

Sorprendido por aquella vehemencia que contrastaba con su apariencia débil y delicada, Raúl la interrogó con la mirada.

Confusa y ruborizada, Juana se acercó más estrechamente a su marido y pronunció muy bajito unas palabras.

Raúl soltó una exclamación que nada tenía de satisfecha, y con las cejas fruncidas y la expresión dura y descontenta, separó casi rudamente a la pobre mujer.

—¡No nos faltaba más que esto!—masculló el joven entre dientes.

Prodújose un penoso silencio.

Por fin, haciendo un esfuerzo para disimular su violenta contrariedad bajo el barniz mundano, dijo Raúl con sonrisa forzada:

—Es una gran noticia, que acaso sea buena... No me atrevo a declararlo, pues va a crearnos serias complicaciones. ¡En fin! no importa; ese pequeño personaje no dejará por eso de ser bienvenido...

—¡Oh! Raúl...

—Solamente, querida, la necesidad de tu partida se impone más que nunca. Tu presencia haría más difícil la confesión de nuestro casamiento y aumentaría el enfado de mi madre.

—¿Lo crees así?

—Estoy seguro. Lo mejor es por lo tanto aprovechar las circunstancias que nos evitan el trabajo de buscar un pretexto. En cuanto expire mi licencia iré a reunirme contigo a Londres, y desde allí anunciaremos a mi madre nuestro matrimonio y el nacimiento de nuestro hijo. La segunda noticia hará pasar la primera y nos ahorraremos una escena penosa.

—Sin embargo... si la señora de Candore se negase...

—Nada es posible contra los hechos consumados. ¿No eres mi mujer?

—El otro día oí al notario señor Hardoin afirmar que un matrimonio hecho en el extranjero en esas condiciones, es nulo...

—¡Hardoin! bonito oráculo... Fuera de la venta de carneros o del precio de un arrendamiento, no sabe una palabra de nada...

—Pero...

—Vamos a ver, amiga mía, ¿tienes más confianza en Hardoin que en mí?

Juana rodeó con sus brazos el cuello de su marido en un impulso desesperado, y exclamó:

—No, Raúl, quiero creer, creo en ti... Si no creyera me moriría o me volvería loca.

Alarmado por su exaltación, el joven trató de calmarla con frases cariñosas y palabras tiernas, acaso sinceras, pues era ante todo el hombre del momento y la pobre criatura hubiera conmovido a un corazón de piedra.

—Tranquilízate, mi querida Juana. Es una prueba momentánea, una separación muy corta seguida de una eterna unión y de una dicha sin nubes. Por mi parte me resigno fácilmente a separarme ahora de ti, pensando que también se separa otro...

—¿Tengo realmente la felicidad de que estés celoso?

—¡Lo confieso con rubor! Me hace daño el ver sin cesar a mi tío pisándote los talones.

—Te engañas, Raúl; te juro que el señor Neris no me ha mostrado jamás más que una benevolencia paternal.

—¡Hum!... En fin, habrá perdido el tiempo, y por mucho que digan, mal de muchos...

Raúl había eludido hábilmente la cuestión, y la pobre niña, engañada con aquellos fingidos celos, no pensó más que en justificarse, olvidando sus propias ofensas y sus secretas aprensiones.

La semana siguiente dejó Juana el castillo de Candore, triste pero resignada, llevándose con la débil prenda de su amor el recuerdo del pasado y la promesa consoladora del porvenir.

Cuando el tren pasó por la linde del parque se agitó un pañuelo en una portezuela, pero Raúl, en pie en su ventana, con un cigarro en la boca, no respondió siquiera a aquel tímido adiós y una vez que el último vagón hubo desaparecido en una nube de humo, lanzó un suspiro de satisfacción y dijo:

—¡Al fin!...


Un estreno es siempre penoso.

Preguntádselo al pintor que expone su primer lienzo, al poeta que publica sus primeros versos, al abogado que defiende su primera causa, al actor que desempeña su primer papel.

Y ante esos, al menos, la esperanza del triunfo abre un horizonte radiante y la fe en el porvenir hace olvidar las angustias del presente. Pero en la medianía, en la vulgaridad de la vida corriente, cuánto más angustioso y más penoso es ese momento de interrogación sin la más pequeña aureola de consoladoras quimeras...

En el colegio, el brutal despertar del «Nuevo» caído del nido familiar, en el cuartel la primera llamada del «quinto» arrancado a su aldea, la primera clase de la pasanta en su pupitre, el primer día de la criada en su fogón, del aprendiz en su taller, del dependiente en su tienda, del meritorio en su oficina, ¡qué calvario! Es imposible decir las mil flechas invisibles, los choques dolorosos, las heridas ocultas y resumidas en esta sola palabra:

¡Un estreno!

Mientras que la señora de Raynal, muy atareada, subía de la cueva al desván, visitaba el jardinillo y la casa, tan modestos el uno como la otra, empujando los muebles, revolviendo los armarios, vaciando los baúles, registrando los paquetes, lamentándose por la pérdida presumida de algún chisme heteróclito, más sentido cuanto menos valía; mientras aturdía a la zafia criada que abría unos ojos y unas orejas tamaños ante aquel desembalaje de objetos desconocidos y de nombres raros, como samowar, checchia, etcétera. Mientras ella gemía por la estrechez de la casa, por la orientación defectuosa de las habitaciones, todas al Norte, y la fealdad de los papeles chillones, Julieta estaba en su oficina oyendo en silencio las explicaciones de la empleada saliente, la señorita Beaudoin, solterona impenitente que se había puesto amablemente a su disposición, pero que no limitaba desgraciadamente sus buenos oficios a lo referente a los «Correos y Telégrafos» y añadía un curso variado de economía doméstica, de conveniencias mundanas y de moral de las familias, mas un compendio histórico y biográfico de Candore y sus habitantes, sin olvidar la presentación obligatoria de todos los que asomaban la nariz por la ventanilla, y Dios sabe qué desfile era aquél...

Nunca había reinado en el pueblo semejante fiebre epistolar, a juzgar por el número de contribuyentes que iban a pedir sellos y tarjetas postales.

—Sabe usted, hija mía, la vida es aquí muy barata—decía con volubilidad la buena solterona;—la manteca a una peseta la libra... ¿Las hojas de sellos? Aquí, en este cajón... Se hace una visita a las personas notables, el alcalde, el cura, el notario... ¿Los libros de libranzas? Aquí, en este cajón de la derecha... No le servirán a usted de mucho, como no sea el notario; los campesinos no confían casi sus escudos al Correo; de vez en cuando unas pesetillas al muchacho que está en el ejército... Tendrá usted su silla en la iglesia; es más barato y está mejor visto... El cura es un buen hombre... Los del país no son devotos, pero tampoco contrarios; no la miran a una mal porque vaya a misa... La vecindad con el notario y con los gendarmes tiene algún inconveniente para una joven, pero no olvidando lo que una debe a su sexo, los demás no tienen tampoco ganas de olvidarlo... Candore es más importante que el pueblo cabeza de partido, y tenemos un hospital, donación del difunto conde, un verdadero pródigo, que devoraba el dote de su mujer, pero buen sujeto... El hijo es más orgulloso, que se parece a su madre en lo tieso, aunque la buena señora no se llame más que Neris... Su padre era tratante en lanas, y su hermano podría bien hacerle bajar los humos, pues son sus escudos los que danzan en el castillo... Buena persona también el señor Héctor, pero le aconsejo a usted que le tenga a distancia, pues es muy comprometedor para las jóvenes... ¡Hablo por experiencia!... (La experiencia debía de remontar muy lejos).

Liette escuchaba con paciencia esta charla, solamente interrumpida por alguna breve pregunta o por la voz gangosa de alguna comadre que metía el hocico por la ventanilla como si fuera a arrancársele.

—Buenos días, señorita Beaudoin... Dispénseme usted si la molesto, pero necesito un sello de dos sueldos.

¡Qué suma de curiosidad en ese sacrificio de diez céntimos arrancados a la rapacidad campesina!

Liette, sin parecer echarlo de ver, hacía silenciosamente su oficio, mientras la exempleada le susurraba al oído:

—La tendera de la esquina, una mujer muy lista.

Y otras veces:

—La mujer del carretero, una verdadera chismosa.

—La granjera del Quejigal, una ricacha, pero más mala que un dolor...

La huérfana sentía pesar sobre ella todas aquellas miradas inquisitoriales que investigaban su sencillo traje, inventariaban su pobre mueblaje y observaban sus menores gestos con la astuta malevolencia de los rurales para con «los de la ciudad».

Y los pasantes del notario, desde el «principal» hinchado de importancia, hasta los escribientillos maliciosos y granujas, la miraban descaradamente.

¿Y la charla desconfiada de los paletos, a cuyos dedos ganchudos costaba tanto trabajo soltar las libranzas y contaban y recontaban las monedas de plata alineadas delante de ellos?

¿Y las conversaciones de las criadas que respondían a las jeremiadas de la viuda del otro lado de la valla?

Todo esto producía a la joven empleada una sensación de malestar y de repugnancia.

Ella, cuya aurora se había levantado bajo el radiante sol de África, al toque de las cornetas y entre el brillo de los uniformes; que había crecido en una atmósfera de gloria y heroísmo, oyendo el relato de luchas caballerescas y de combates fabulosos, como Sidi-Brahim y Mazagran, ¡qué obscuro, mezquino y vulgar le parecía el presente!

A pesar de su ánimo, experimentaba una especie de cansancio y de abatimiento.

Después del gran gasto de energía de los últimos años, la fuerza nerviosa que la había sostenido hasta entonces la abandonaba al llegar al puerto.

La inagotable verbosidad de la exempleada, las quejas lamentables de su madre, el repique continuo de la campanilla incesantemente agitada, las caras desagradables, hipócritas o malhumoradas, que se sucedían sin interrupción en la ventanilla, esos mil pequeños detalles irritantes por su vulgaridad misma, enervaban su alma, tan fuertemente templada sin embargo, y bajo la calma aparente de sus maneras y la sonrisa forzada de su cara, gruñía una sorda rebelión, una angustia conmovedora como la llamada del desgraciado que se ahoga.

De repente se abrió la puerta de la oficina, empujada por una fuerte mano.

Y apareció en el umbral, haciendo el saludo militar, el cartero del pueblo, un veterano de bigote gris y cuya blusa azul estaba estrellada por la cruz de honor.

—El tío Marcial, un soldadote nada cómodo—murmuró la antigua empleada.

Pero Liette no la oyó.

Como un rápido relámpago que desgarra la noche sombría, como un rayo de sol que hubiese disipado la niebla que se amontonaba en torno de su mente, aquella repentina aparición, que evocaba la gloria del pasado, dio valor a la hija del soldado para la lucha, para el trabajo y para el deber.

Y cuando el buen hombre vació delante de ella su saco de telegramas, le echó una mirada de agradecimiento y le dijo:

—¡Gracias!

En seguida se puso valientemente a la tarea.


Fiel a las tradiciones de las nobles castellanas, cuyos usos y costumbres hubiera hecho revivir de buena gana, la de Candore recibía todos los domingos al cura y al notario, comensales obligados del castillo.

El primero, a quien ella trataba con toda la deferencia respetuosa debida a los más simples curas en las casas de los más orgullosos representantes de la aristocracia, era un hombre gordo, borroso y linfático, sin vigor físico ni moral, cuidadoso ante todo de su reposo, que trataba de vivir bien entre el antiguo y el nuevo señor, es decir, entre el castellano y el alcalde de Candore, y que a fuerza de repetir «Bienaventurados los mansos», no veía otra cosa en el Evangelio.

Por el contrario, el segundo, al que la condesa llamaba siempre «mi querido tabelión» con cierto aire de protección, olvidando que el abuelo Neris había sido jardinero en casa del abuelo Hardoin, era, a pesar de sus patillas grises, un cincuentón tan verde de espíritu como de cuerpo y cuyas respuestas, de una bondad maliciosa, hacían a veces rechinar los dientes como una manzana agria. Rara vez, y por mil razones, estaban los dos de acuerdo, y la diversión favorita de Raúl era hacerlos regañar sobre un asunto cualquiera y ver la cara asustada del cura ante las réplicas agridulces del notario.

Aquella noche, mientras tomaban café en el terrado adornado de naranjos y adelfas y Blanca descifraba en el piano un nocturno de Chopin, estaban discutiendo la cuestión de una nueva institutriz y la de Candore se quejaba vivamente de la dificultad de hallar una reemplazante para miss Dodson.

—Observo, señora condesa, que pasa con esa como con las otras—hizo observar tranquilamente el notario tomando un polvo de rapé;—siempre las echa usted de menos cuando se han marchado, y tiene usted razón.

—Permítame usted no ser absolutamente de su opinión—dijo tímidamente el cura;—esa joven, seguramente apreciable, tenía un defecto capital para una familia católica: su herejía.

—¡Bah! no era por Blanca por quien era de temer su influencia—murmuró el notario con expresión de duda echando una mirada al tío y al sobrino que estaban fumando apoyados en la balaustrada.

—¿A quién se lo cuenta usted, mi querido tabelión? Eso es lo que hace ser mi elección tan delicada. La fealdad es generalmente desagradable y limitada; la vejez maníaca y enfermiza; en cuanto a la juventud... soportable, el ensayo no me ha salido muy bien.

—Tú ves el mal en todas partes, Hermancia—dijo Neris sin volverse.

—Lo veo donde está, y, desgraciadamente, tú no me dejas equivocarme.

—¿Acaso esa señorita ha dado lugar a la maledicencia?—preguntó el cura alarmado.

—Nada de eso, señor cura; su alejamiento es una simple medida de prudencia en su propio interés.

El señor Neris se encogió de hombros con impaciencia. Raúl siguió fumando con una flema enteramente británica.

—En una palabra, está usted sin institutriz y le hace falta una.

—No veo la necesidad—interrumpió Blanca que, después de dar precipitadamente el último acorde, había abandonado el instrumento de su suplicio y venía a tomar parte en la conversación.

—Desgraciadamente, tú no tienes voz en el capítulo, hermanita.

—Ni tú tampoco. Testigo miss Dodson, a la que no podías sufrir.

—Lo confieso.

—¿Y usted, señorita?

—Yo estaba bien dispuesta para con ella; pero parecía un poco envidiosa... sin duda porque yo no tenía anteojos.

La joven se echó a reír agitando los rizos que revoloteaban en torno de su frente.

—¿No siente usted, entonces, que se haya marchado?

—Realmente, sí. Se sabe lo que se deja, pero no lo que se toma; y ya que mi querida mamá no me juzga capaz de gobernarme yo sola...

—A los dieciséis años es un poco pronto, querida.

—¡Bah! la edad no importa nada. Estoy segura de que haría menos disparates que Raúl, ¿verdad, señor Hardoin?

—Me recuso, señorita, aunque tengo gran confianza en su alta sabiduría.

—Si es para usted un cuidado tan grande, señora condesa, ¿por qué no pone usted a la señorita Blanca en el Sagrado Corazón de Noyon?—propuso el cura.

—¿Por qué no en la escuela? Eso no es amable, señor cura... ¿Quién iba entonces a azucararle a usted el café?

—Crea usted, querida señorita...

—Por otra parte, yo me opondría formalmente,—declaró Neris con calor;—esta niña no se ha separado nunca de nosotros y no es ahora, cuando su educación está casi acabada...

—¡Bravo, tío! En primer lugar, no podrías pasarte sin mí.

—¡Querida niña!

—Es ya tarde, en efecto, señor cura, para someter a Blanca al régimen del colegio, que al lado de ciertas ventajas, presenta serios inconvenientes desde el punto de vista de las maneras y de las compañías. Y, sin embargo, esta niña está un poco sola y necesitaría una amiga más que una maestra, aunque no fuera más que unas horas al día...

—Es lástima, mamá, que no vivas en la ciudad—insinuó como al descuido Raúl:—allí encontrarías fácilmente una institutriz que, sin vivir en casa, iría a dar a mi hermana unas cuantas lecciones ya muy suficientes.

—Ese sería el ideal.

—Desgraciadamente, en un agujero como éste es imposible.

—Se engaña usted, señor conde.

—¿Cómo es eso?

—Tiene usted a mano el ideal soñado, señora condesa. La nueva empleada de Correos, provista de todos los diplomas, tiene la intención, según me ha dicho, de utilizar las horas que tiene libres, y hasta me ha rogado que le busque discípulas en Candore o en los alrededores.

—¿Verdaderamente?—dijo el conde haciéndose el asombrado como si no hubiera visto con sus propios ojos el letrero pegado al cristal del Correo:

LECCIONES DE PIANO
DE INGLÉS Y DE FRANCÉS

—¿Es persona recomendable?—preguntó la condesa.

—Ciertamente, y de las más interesantes—respondió el notario;—mantiene a su madre con su trabajo y merece la estima de todos.

—¡Qué calor, querido Hardoin!—dijo Raúl riendo.—¿Será capaz de hacerle a usted renunciar al celibato?

—¡Oh! yo soy como el señor cura; me limito a casar a los demás.

—¿Es bonita?—preguntó con curiosidad la muchacha.

—No la he visto todavía—respondió el joven diplomático con un soberbio aplomo.

—Es muy distinguida—dijo el notario.

—Y tiene además un aspecto modesto y decente—apoyó el cura.

—¿Cómo se llama?

—Julieta Raynal; su padre era oficial superior.

—¿Raynal?... Espere usted, he conocido un capitán de ese nombre en un viaje a Argelia... y una vez hasta me salvó la vida...

—¿En un encuentro con los árabes, tío?

—No, señor burlón, en un encuentro con un león.

—¿Ha cazado usted fieras, señor Neris?

—No, querido amigo, yo fui cazado por ella... Un día, me había retrasado en el campo y me iba a pie a Sidi-Bel-Abes, cuando vi detrás de mí la sombra de un animal que tomé por un gran perro, por un ternero escapado de algún rebaño, ¿qué sé yo?, del que no volví a ocuparme más... Aquel animal me siguió paso a paso y al llegar a mi hostería estaba literalmente pisándome los talones... Impaciente, quise alejarle de un puntapié... Y un rugido que no daba lugar a ninguna duda respondió a esta imprudente familiaridad. Tartarín tomó un burro por un león; yo tomé un león por un burro. No soy un rayo de la guerra, pero, en fin, he hecho lo que he podido... Pues bien, usted me creerá, si quiere, señor cura, al oír la imponente voz del rey del desierto comprendí estas palabras del Profeta: «Se estremeció mi alma y los pelos de mi cuerpo se erizaron.» Helado de espanto e incapaz de hacer un movimiento ni de pedir socorro, creía ya sentir los dientes de la fiera cuando desde una ventana abierta me gritó una voz:

—Baje usted la cabeza.

Obedecí maquinalmente.

Silbó a mi oído una bala, un segundo rugido desgarró el silencio del crepúsculo y el terrible animal, dando un salto enorme, cayó muerto a mis pies... Mi salvador era un joven oficial de cazadores, casado con una preciosa criolla y padre de una deliciosa niña, que podría ser bien la persona en cuestión, si es la misma familia...

—Las apariencias coinciden maravillosamente; la madre de la empleada de Correos ha nacido, en efecto, en la Martinica y su difunto padre sirvió en África.

—Mejor. Por muy cortas que fueran nuestras relaciones, conservo de ellas un encantador recuerdo y me alegraría mucho de poder ser útil a la hija.

—No hay que apresurarse, Héctor, te lo ruego—observó la castellana.

Su hermano hizo un gesto de mal humor y, recostándose en su butaca, se abandonó al penetrante encanto de los recuerdos de la juventud, más dulces cuanto más se aleja uno de ellos, mientras la de Candore, entregada a sus averiguaciones, hacía sufrir al cura y al notario un verdadero interrogatorio del que Raúl no perdía palabra sin dejar de hacer rabiar a su hermana.

El resultado de su diplomacia fue que la semana siguiente Julieta Raynal daba su primera lección en Candore ante la mirada severa de la condesa, benévola de Neris e indiferente, al menos en apariencia, del joven conde.


Julieta iba ya todos los días al castillo, donde todo el mundo le hacía la más simpática acogida.

Blanca estaba encantada de su institutriz. En lugar de la cortedad y de la violencia involuntaria que se traslucían a pesar suyo en las maneras de miss Dodson, encontraba en Julieta una gracia perfecta, un benévolo abandono, y se unía estrechamente a ella con todas las fuerzas afectivas de un corazón de dieciséis años ávido de darse.

La joven huérfana, por su parte, experimentaba una infinita dulzura en aquella cándida confianza de la bonita niña que iba ingenuamente a ella como a una hermana mayor.

Delicada y débil, verdadera sensitiva bajo su exuberante alegría, la muchacha tenía una ardiente necesidad de afecto, una especie de ternura inquieta y enfermiza que hubiera querido satisfacer en el seno materno.

La de Candore no era su madre, y por mucha que fuese su buena voluntad, su naturaleza seca y altanera era incapaz de comprender esas aspiraciones y esos ímpetus del alma. Su solicitud se limitaba al ser físico y descuidaba el ser moral.

Y la niña, en su necesidad de ternura, se refugió en seguida en los brazos amigos de Julieta.

La condesa se dignaba aprobar esa amistad. Muy pronto tranquilizada por la reserva llena de dignidad de la empleada de Correos, había prescindido de todo temor quimérico, juzgando que las menores intentonas galantes serían rechazadas con pérdidas.

Por lo demás, Neris no manifestaba a la joven más que un interés paternal, justificado por el recuerdo de sus relaciones con el comandante.

Julieta no había encontrado todavía a Raúl en el castillo.

Por otra parte, por muy galante que le supusiera la de Candore, temía mucho más a los encantos reales de la joven inglesa que a la belleza discutible de su reemplazante.

Julieta, en efecto, no era lo que se llama bonita, a pesar de su perfil de camafeo, su tez mate y sus grandes ojos negros. Las luchas que había tenido que sostener, y el cuidado de su responsabilidad, habían comunicado a sus facciones una gravedad precoz, la expresión viril de la dulce firmeza que le venía de su padre y que él animaba en otro tiempo, cuando era pequeña, repitiéndole entre dos besos.

—Liette no tiene miedo; Liette es valiente.

Lo era, en efecto, con toda la fuerza del término, y, como un soldado que sube valientemente al asalto, iba derecha a su objeto, sin mirar a derecha ni a izquierda, con la vista fija en esta querida divisa para todo el que tiene el culto del honor.

«¡Haz lo que debes!»

La de Candore, seducida por aquel carácter, que no era para desagradarla, la había proclamado una persona perfecta, no completamente linda, pero completamente distinguida.

En efecto, la distinción era su marca soberana; al más modesto empleo, a la más humilde función llevaba ese aplomo superior de los que tienen conciencia de no rebajarse nunca.

Esa actitud le había hecho algún daño con los buenos habitantes del pueblo, acostumbrados al modo de ser de la antigua empleada, cuya oficina era el punto de cita de todas las comadres y la caja de Pandora de donde se escapaban todas las maledicencias que florecían igualmente en el pueblo y en el campo.

La Beaudoin, al retirarse después de treinta años de servicios, se había jactado de continuar gobernando los «Correos y Telégrafos» bajo su sucesora, «una persona tan joven y tan inexperimentada a la que sería caritativo guiar y aconsejar.»

Pero, aunque con perfecta cortesía, Julieta había respondido de tal modo a sus reiterados ofrecimientos, que la solterona, desengañada, se había eclipsado prudentemente llevándose en su retirada a las concurrentes habituales de la oficina, a quienes la nueva empleada desconcertaba por su clara mirada y por la exquisita política de su: «¿Qué desea usted, señora?»

—Tiene cara de ser orgullosa, decían.

No era orgullo, sino indiferencia.

Aquella hija de soldado, tan duramente herida por la suerte y que se sometía sin quejarse a las más rudas tareas, conservaba alto el corazón y alta la frente, por simple atavismo.

Su alma noble y su espíritu elevado se cernían por encima de las miserias de su condición material; pero si empleaba una gracia sonriente en su ruda labor, una vez acabada su tarea huía de las mezquindades de lo vulgar para empaparse en las fuentes eternas del Ideal, de la Poesía y del Arte.

Tenía una biblioteca pequeña, pero escogida; era excelente profesora de música, pintaba con gusto y su alma entusiasta se regocijaba con los admirables paisajes que la rodeaban.

Su mejor recreo era ir con su madre a sentarse en el campo y tomar croquis de los sitios pintorescos o bien abismarse en algún ensueño de Lamartine o de Hugo mientras que la indolente criolla dormitaba mecida por la armonía de los versos y acariciada por el ardiente beso del sol que le recordaba su país.

A veces Liette se detenía pensativa al ver dos novios que se dirigían lentamente al pueblo o algún robusto labrador que hacía saltar alegremente en sus brazos algún mofletudo muchacho.

Una vaga melancolía nublaba un instante la pura radiación de sus grandes ojos... A los veinte años estaba acabada su juventud y, solterona antes de tiempo, seguiría estando sola, sin apoyarse jamás en el brazo de un esposo, sin inclinarse nunca hacia la dulce carita de un niño, sin otra criatura a quien proteger que aquella madre infantil de la que hubiera podido decir con un escritor célebre:

«Mi madre es una niña que yo tuve cuando era pequeña.»

Su vida se deslizaría en la monotonía del trabajo diario y del negro cuidado de la existencia, más negro todavía cuando estuviese sola. Y, en un impulso de ternura inquieta, que asustaba a la descuidada criolla, la besaba locamente repitiendo:

—¡Oh! querida mía, no me dejes, no me dejes jamás...

—Pero si no tengo semejante intención, hija mía—respondía la buena señora despertándose un instante de su sopor;—ciertamente este país no me gusta gran cosa; es frío y feo; pero una madre debe sacrificarse siempre por su hija, y me resigno sin quejarme.

Si el sacrificio era discutible, la resignación silenciosa no lo era menos, y la de Raynal no tenía más que una excusa para alabarse así, que era su absoluta buena fe. En realidad, a pesar de su expresión lánguida, tenía en su charla la volubilidad de un chorlito y una necesidad irresistible de expansiones íntimas.

Ahora bien, siendo limitado el número de las confidentes, se mostraba cada vez menos difícil y descendía cada día un grado en escala social. Después de haber depositado sus quejas en el seno de algunas damas (exempleada de Correos, mujer del recaudador, hermana del cura) que componían a sus ojos la burguesía de Candore, se había vuelto hacia la agricultura (granjeras, molineras, etc.) y después hacia el comercio (mercera, panadera, tendera de comestibles) para caer al fin en el ínfimo pueblo (lecheras o simples criadas), a quienes regalaba con el relato circunstanciado de su vida: grandeza y decadencia; desde su infancia dorada en la plantación de su tío, donde tenía cuatro negras (sí, señora) para su servicio personal, hasta el retiro prematuro del comandante, enumerando complacientemente sus triunfos mundanos en cada guarnición.

Esta intemperancia de lenguaje y las marcas de conmiseración que provocaban, no eran del gusto de Liette; pero el respeto filial ahogaba las sublevaciones de su delicadeza y, replegándose más aún en ella misma, oponía una política reserva a todas las insinuaciones y rehusaba sistemáticamente las invitaciones que les proporcionaban las maneras más atrayentes de la viuda, con gran desesperación de ésta, que suspiraba en medio de sus trapos y sacaba los trajes «aún muy presentables» que hubieran acabado de deslumbrar a la buena gente de Candore.

Solamente Hardoin, poco simpático a la comandanta por la bondad burlona que oponía a sus jeremiadas, inspiraba a su joven vecina una confianza hija de la mutua simpatía.

Al principio de su instalación, deseando encontrar lecciones para aumentar su pobre presupuesto, se había dirigido a él para que la recomendase a su clientela.

Desde las primeras palabras sencillas y dignas que expusieron brevemente su situación, el notario comprendió que estaba enfrente de un carácter, y deponiendo la gravedad fingida al mismo tiempo que los anteojos que velaban de ordinario su mirada escrutadora, como si fuera inútil la precaución con aquella alma leal puesta al desnudo, se mostró a su vez bajo su verdadero aspecto y estuvo tan francamente benévolo y cordial, que la huérfana quedó profundamente emocionada y se separaron siendo ya amigos.

Desde entonces no le escaseó ni los buenos consejos ni los buenos oficios, y gracias a él pudo entrar en el castillo en condiciones inesperadas.

Liette tuvo, sin embargo, que romper por un día el retiro voluntario que tanto desolaba a la comandanta.

Era el cumpleaños de Blanca, y, con esta ocasión, la condesa daba una comida íntima a la que las dos señoras fueron convidadas de un modo que no permitía el rehusar. Por otra parte, la viuda manifestaba tal alegría, y se mostraba tan encantada de «aquella nueva entrada en el mundo», que hubiera sido crueldad el impedírselo.

—Como comprendes, hija mía, me vuelvo a encontrar en mi esfera—dijo repantigándose en los almohadones del coche amablemente enviado por la castellana y respondiendo con una señal protectora de cabeza al saludo de la gentecilla que examinaba desde su puerta el traje de las «parisienses».

—¿Estás contenta, mamá?

—Por ti solamente, querida; a tu edad es preciso no enclaustrarse como una abuela. Además, esas señoras han estado verdaderamente encantadoras y llenas de deferencias por mí; y una reserva inoportuna hubiera podido perjudicarte...

—Es posible...

—Y hacerte perder tu situación.

Liette no respondió.

Era, en efecto, una suerte inesperada en su desgracia el haber encontrado aquella plaza fija y bien retribuida, que le evitaba las lecciones sueltas, tan ingratas como mal pagadas.

Dijo, pues, ahogando un suspiro:

—Tienes razón, querida mamá; pero ¿qué quieres? me da miedo el mundo.

—¡El mundo en semejante agujero! Aquí no hay más que personas conocidas, como el notario y el cura, y salvo el joven conde, no veo de quién puedes tener miedo.

La buena señora no sabía qué razón tenía.

En el fondo de sí misma y por un sentimiento muy femenino, Liette temía y deseaba al mismo tiempo conocer al fin a aquel Raúl del que se hablaba tanto en el pueblo y a quien ella había sólo vislumbrado desde la ventana al despertar por primera vez en Candore.

¿Era simple coincidencia, prudente disimulo o cálculo habilidoso? Ello fue que aquella hábil reserva tuvo igual éxito con la condesa y con Julieta.

La una no había podido sospechar el interés ya muy vivo de su hijo respecto de la otra, y ésta no había sentido ninguna desconfianza respecto de un ausente. A pesar de su alta razón, no podía menos de sentir un poco de esa curiosidad sembrada por la serpiente en el alma de Eva y que la más perfecta de sus nietas no consigue ahogar completamente.

En esta disposición de ánimo completamente favorable colocó su manita enguantada en el brazo del joven agregado, mientras Neris ofrecía el suyo a la señora de Raynal. Era la primera vez después del luto que las dos pobres mujeres se encontraban en un salón elegante de otro modo que como solicitantes y en medio de aquella atmósfera de comodidades en que habían vivido tanto tiempo.

La condesa puso en su acogida ese tacto exquisito, esa rara urbanidad que no dan con frecuencia ni el nacimiento ni la fortuna y que ella poseía en alto grado. No pareció que recibía a la humilde empleada y a su madre, sino a dos mujeres de la buena sociedad iguales a ella por la clase y la educación, y este matiz imperceptible acarició dulcemente a sus almas doloridas.

Todos, por lo demás, se mostraron al unísono con la castellana. Neris, con una coquetería de anciano, desplegó todas las seducciones de un espíritu todavía joven y siempre amable evocando los lejanos recuerdos del tiempo en que, joven, bella y amada, la de Raynal se le había aparecido radiante del brazo de su esposo bajo aquel hermoso cielo de África...

—¡Casi el cielo natal! suspiraba con una sonrisa melancólica en los labios!

Raúl, por su parte, afectaba las maneras discretas, respetuosas y casi tímidas de un hombre de mundo ante una simple joven, lo que, por poco coqueta que fuese, era para la austera institutriz la más delicada adulación.

Mujer antes de tiempo por las penas, las pesadas cargas y las duras realidades de la vida, Liette seguía siendo una muchacha por su mentalidad, por su corazón y por sus ilusiones, y era caritativo el recordarle de un modo tan hábil que sus veinte años resplandecían también en su cara.

Raúl, muy experto en la materia, no había dejado de echar de ver la impresión producida y se aplaudía por la metamorfosis de que era autor.

Como el mármol parece animarse y tomar forma bajo la mano de un artista inspirado, así la rígida empleada, cuyas severas facciones parecían ignorar la sonrisa, reía ahora con todos sus hoyuelos y con un confiado abandono de colegiala.

Con cómica gravedad, el joven reclamaba también el honor de un antiguo conocimiento.

—No tenía usted ya trece años como cuando mi tío tuvo la buena fortuna de serle presentado; pero no debía usted de tener más de trece... Estaba yo entonces terminando mi año de voluntario en Orleáns, en el batallón de su señor padre de usted, y parece que me estoy viendo torpe y embarazado con mi capote demasiado largo ante una joven de falda corta, grandes manos y largos pies, como Blanca hace dos años, que me puso un muñeco en la mano y me dijo en tono autoritario:

—No olvide usted el número, militar; una cabeza absolutamente igual, pero con cabello rubio. Sobre todo, no olvide usted el cabello rubio.

Y una vez cumplida esta delicada misión a medida de sus deseos de usted, se dignó usted hacerme dar en la cocina un vaso de vino, que me bebí religiosamente a su salud.

—¡En la cocina!... ¡Qué mal trató usted a mi pobre hermano, señorita!

—Si el vino era bueno, menos mal—dijo el cura saboreando su Chateau-Lafitte.

—¡Y hay quien se atreve a decir que el hábito no hace al monje!—añadió irónicamente el notario.

Liette se excusaba riendo, ruborizada y confusa, con gran alegría de su maliciosa discípula.

Fue aquella una velada deliciosa.

Olvidando un instante los penosos rigores de su situación presente, Liette reapareció tal como era en otro tiempo en el salón de su padre, la exquisita criatura cuyo encanto indefinible, más poderoso aún que la belleza, había hecho levantarse tantas cabezas bajo el quepis de doble o triple galón de oro.

Blanca, encantada, palmoteaba y no conocía a la señorita; la condesa misma estaba conquistada por aquel aumento de juventud y de gracia.

La de Raynal tomaba una gran parte en el triunfo de su hija y se sentía halagada en su vanidad maternal, sin el menor pensamiento de alarma.

Raúl, el encantador que había provocado ese milagro, experimentaba la orgullosa alegría de Pigmalión ante su estatua animada del soplo divino.

Al volver al pueblo a la luz de la luna, la viuda, sentada enfrente del notario mientras el cura dormitaba a su lado, no pudo contener la exuberancia de su júbilo.

—Una hermosa velada, señor Hardoin, y como quisiera que tuviese muchas mi pobre Liette.

El notario permaneció frío ante aquel impetuoso entusiasmo un poco intempestivo, y echando una mirada pensativa al fino perfil de la joven que contemplaba las estrellas, murmuró:

—¡Yo no!


Liette hizo un gesto de impaciencia.

—Otra vez me he equivocado.

—No ha sido por mi culpa—respondió cándidamente la de Raynal, cuya charla continua recordaba el gorjeo de los pájaros y que desde que se había levantado estaba molestando a su hija con consideraciones interminables sobre los menores incidentes de la velada memorable.

—No, querida mamá—respondió Liette con su buen humor habitual;—un poco de cansancio sin duda... Eso es lo que tiene el acostarse a horas descompasadas.

Y volvió a empezar laboriosamente la suma.

La viuda se estuvo un momento callada, pero la comezón era demasiado fuerte y, no pudiendo resistirla por completo, se alivió primero en voz baja a modo de soliloquio y fue levantando el tono insensiblemente hasta acabar por una interpelación mal disfrazada.

—¡Pobre hija mía! ¡Cuando pienso que una simple comida es un acontecimiento en tu vida!... A tu edad estaba yo continuamente en fiestas y recepciones. ¡Los cotillones que yo he dirigido! Y, sin embargo, Dios sabe que no era yo mundana. Pero nuestra situación y los ascensos de tu padre exigían cierto decoro y cierta representación. Si me hubieran dicho entonces que acabaría mis días en un agujero semejante y reducida a tan pobre sociedad... Porque, dicho sea sin ofender a nadie, hija mía, nuestras relaciones dejan mucho que desear y estamos obligadas a tratar a personas muy comunes... No es por tu culpa, lo sé, pero cuando se ha vivido como yo en un medio escogido, es una necesidad penosa y que hace apreciar la menor ocasión de encontrarse una en su mundo.

—Pero eso no es una necesidad, mamá—dijo Liette dejando la pluma con resignación;—eres absolutamente libre...

—Sin duda, hija mía, sin duda; pero no querría perjudicarte en tu situación y prefiero dominar mi legítimo orgullo.

—Te aseguro...

—Tu felicidad ante todo, hija mía; por verte dichosa me resignaría a rascar la tierra con las uñas.

—¡Pobre madre mía!—dijo la joven conmovida y sonriente al mismo tiempo,—tan mal concordaba esa idea con la indolencia maternal.

—Si debiera dejarte pronto, me alegraría de que no te quedaras en este pueblo de iroqueses, de saber que estabas rodeada de afecciones dignas de ti y de pensar que encontrarías una segunda madre...

—¡Dios mío! ¿En quién?

—Pues... en la de Candore, que me reemplazaría con gusto a tu lado...

Esta vez Liette no pudo reprimir una franca carcajada, y respondió besando tiernamente a aquella cabeza a la que las canas no habían llevado la razón:

—Nadie podría reemplazarte conmigo, querida mamá, y la de Candore menos que otra... No la conoces; es una mujer superior, pero tan convencida de su superioridad, que el común de los mortales no existe para ella.

—Sin embargo, me hablaba de ti en unos términos...

—Ciertamente, no puedo quejarme de su modo de proceder diario, pero ayer éramos sus invitadas, y esto es un matiz; hoy he vuelto a ser sencillamente la institutriz de su hija y no dejaría de recordármelo si yo lo olvidase.

—La clase no se mide por la fortuna, hija mía; es la opinión de todas las personas de corazón y ahí tienes como prueba las delicadas atenciones del señor Neris y la solicitud significativa de su sobrino. Seguramente no te miraban como una vulgar institutriz. La misma señorita de Candore no hubiera podido recibir más respetuosos homenajes.

—¿Crees tú?

—¡Bah! tengo buenos ojos, y Raúl es un hombre demasiado galante para...

En este momento llamaron al ventanillo y el objeto de esos elogios mostró su fino bigote en la estrecha abertura.

Con su inconveniencia natural, la comandanta iba a acogerle amablemente como visitante, pero al verse en un espejo los papillotes desrizados y el peinador deslucido, se escondió precipitadamente en el comedor.

Julieta no se había levantado, y después de responder con una ligera inclinación de cabeza al saludo ceremonioso del joven, se quedó esperando.

Raúl parecía un poco turbado a pesar de su aplomo. La actitud cortés pero digna de la joven empleada paralizaba sus brillantes facultades.

Después de unos cuantos cumplimientos triviales, a los que ella respondió con extremada reserva, se quedó cortado golpeando con expresión indecisa la tabla del ventanillo y como molesto por aquella límpida mirada que formulaba claramente esta pregunta:

—No es a la señorita Raynal a quien debe estar dedicada esta visita; ¿qué quiere usted, pues?

Por fin dijo el joven, rompiendo resueltamente el silencio.

—Debo, señorita, parecer a usted muy torpe y muy tonto, pero por más que hago no puedo separar la función de usted de su persona, y necesito todo mi cariño hacía mi tío...

Liette le miró asombrada.

—En resumen, señorita, el señor Neris, por motivos personales, desea que cierta correspondencia no pase por el castillo ni por las manos de los criados... No queriendo venir a recogerla él mismo, me encarga de ese cuidado cuando estoy aquí... Con la señorita Beaudoin la cosa me era indiferente... pero con usted...

Tenía una expresión tan confusa, que Liette vino en su ayuda:

—Nada más sencillo, caballero; dígame usted las iniciales.

—H. N., 32.

La empleada buscó en la casilla correspondiente y retiró dos cartas de una elegante letra inglesa y sello de Londres, que él hizo desaparecer prestamente en el bolsillo de la americana como si tuviera prisa por sustraerlas a aquella cándida mirada. Después dijo tratando de dar una explicación:

—No hay nada en esto que no sea muy natural. Mi tío hace mucho bien y se interesa paternalmente por muchas personas... Pero mi madre es muy propensa a sospechar el mal, y por no disgustarla... En fin, hay que ser indulgentes con las debilidades de un anciano que es en suma el mejor de los hombres.

Raúl balbucía y se contradecía mil veces, fingiendo una cortedad que era un homenaje a la virtud de la huérfana, que no podía menos de agradecérselo.

Así, cuando el joven se despidió deshaciéndose todavía en excusas, Liette pensó sin la menor sospecha:

—¡Pobre muchacho! Bonitas comisiones le encarga su tío...


Raúl no era uno de esos fríos corrompidos, uno de esos «feroces» sin principios, sin moral y sin freno que no conocen otra regla más que su placer, otros deberes que sus apetitos ni otra ley más que el código.

No era tampoco un Lovelace, un don Juan ni un Richelieu, brillantes mariposas que revolotean de flor en flor, incapaces de un cariño sincero, únicamente cuidadosos de enredar en las guías de su bigote los corazones femeninos y para quienes Amor es sinónimo de Amor propio.

Lejos de eso; a pesar de cierto fondo de escepticismo, su alma era susceptible de ímpetu espontáneo, de súbito desinterés y de efímero entusiasmo, de donde brotaba una emoción fugitiva, una sensibilidad superficial bastante para dar la ilusión de un corazón tierno y generoso donde no había en realidad más que un manojo de nervios.

Era víctima de una educación mal dirigida que había tratado ante todo de hacer de él un hombre brillante, pero no un simple hombre honrado en la alta acepción de la palabra.

Indulgente, pero firme, la de Candore no vacilaba nunca para hacerle sentir el freno y la brida cuando se trataba de su salud, de su fortuna o de su porvenir, pero sin cuidarse seriamente del lado moral. Muy orgullosa de aquel guapo y elegante caballero, que no había heredado de su padre más que el nombre, le dispensaba con gusto sus defectos de hijo de familia y sus caprichos de desocupado con tal de que no adoleciesen de burguesismo ni de vulgaridad.

La hija del jardinero Neris tenía un desdén de gran señora por lo que ella llamaba la moral de la gentecilla, y a pesar de su aparente rigorismo, pedía solamente a su hijo que sus vicios fuesen de buen tono.

Por otra parte estaba segura de su ascendiente sobre aquella naturaleza débil y maleable bajo una aparente independencia. Raúl era incapaz de resistir a la autoridad de su madre y cualquiera que fuese su rebelión pasajera, cedía tascando el freno a esa influencia maternal siempre sabiamente disfrazada.

En efecto, por una diplomacia femenina digna de un discípulo de Talleyrand, la condesa no parecía jamás preocupada por las acciones de su hijo, y los hilos que hacía mover estaban muy hábilmente disimulados para inspirar la menor sospecha a la naturaleza más quisquillosa.

En las pocas circunstancias delicadas en que había intervenido indirectamente, Raúl no lo había jamás sospechado y había atribuido a su iniciativa, a su voluntad y a su energía decisiones que hubiera sido incapaz de tomar solo.

Actualmente, las forzadas aproximaciones de la existencia común no habían hecho apartarse a la castellana de esa sabia línea de conducta, y el joven agregado estaba tan libre en el castillo (así al menos lo creía) que en su embajada de Londres, y toda la vigilancia, todos los rigores y todas las precauciones maternales se concentraban en la cabeza del señor Neris.

—Lo que yo defiendo es vuestra herencia, hijos míos—había declarado redondamente la de Candore a su hijo.

Y la cosa, naturalmente, no podía parecer mal a Raúl, aunque las medidas tomadas contra uno se aplicasen también al otro.

Esta hábil política tenía la doble ventaja de respetar el amor propio de Raúl y de evitar toda explicación.

Neris era, pues, la cabeza de turco encargada de sufrir los golpes de su sobrino, que no podía defenderse puesto que no le acusaban, y debía simular la indiferencia... cosa bastante fácil para aquel corazón ligero.

Bueno es decir que por una especie de adivinación, la condesa percibía siempre el momento favorable, el instante psicológico, y que tenía, por otra parte, una extremada delicadeza de tacto y una rara habilidad.

Con esta táctica evitaba a su hijo toda lamentable aventura; en cuanto a los demás, poco le importaban.

La pobre Juana lo había experimentado duramente.

Es justo reconocer que si la noble dama temía en su hijo un amor naciente causado por el azar de un encuentro fortuito, estaba lejos de suponer la gravedad de su conducta y de saber que era a su mujer legítima a quien había logrado introducir bajo el techo materno en calidad de institutriz.

Locamente enamorado y con una ligereza que no podía compararse más que con su inconsciencia, había determinado a la joven inglesa a casarse clandestinamente con él al salir de Londres, matrimonio facilitado por las leyes de la libre Inglaterra, pero absolutamente nulo en el continente. La cándida miss se había fiado de su palabra, que él tenía acaso entonces intención de cumplir, y, para captarse las simpatías de su futura suegra, había aceptado el papel dictado por aquel a quien consideraba como su legítimo dueño y señor ante Dios y ante los hombres.

Hemos visto lo que había resultado.

Después de una luna de miel que debía ser eterna y que ya se había ido a reunirse con las lunas pasadas, el conde, cansado de aquella gran pasión, importunado por aquel amor de que él no participaba e irritado por las dificultades crecientes de aquella situación imposible que él mismo se había creado, agradeció a su madre que le sacase de ella bruscamente por un acto de rigor en el que él no tenía que hacer más que lavarse las manos, y había saludado como un verdadero alivio la libertad reconquistada en el momento preciso en que se dibujaba en su horizonte de desocupado una nueva aventura llena de atractivos.

—¡Qué gran mujer es mi señora madre!—se decía in petto con una mezcla de gratitud y de admiración.

Desde los primeros días Liette había producido una profunda impresión en aquel espíritu frívolo, superficial y estragado. Aquella belleza pálida y severa, de facciones regulares, de austera sencillez y de aspecto modesto y digno, era para él una novedad comparada con las muñecas de caritas sonrosadas y peinados estrepitosos, con aspecto atrevido o lánguido que había tratado hasta entonces y entre las cuales estaba comprendida irreverentemente la pobre Juana con su encanto de linda rubia.

Raúl había decidido, después de un simulacro de asedio, dar inmediatamente el asalto, pero conoció que se trataba de un adversario temible, y esta dificultad inesperada estimuló su ingenio y su corazón.

En amor sobre todo, los obstáculos dan más precio a la victoria. Como dice muy ingeniosamente Gondinet:

«Sin la alondra, Romeo se hubiera dormido... y Julieta también.»

Al revés que con la sentimental y lánguida inglesa, crédula e inocente como un niño, subyugada por su irresistible vencedor y adorándole como a un dios, Raúl se veía esta vez en presencia de una fuerza real, de un carácter firme, viril y enérgico, templado en la dura escuela de la desgracia. Tuvo, pues, que establecer sus paralelas con la ciencia de un antiguo estratégico y el ardor de un joven neófito, avanzando a pasos contados para no asustar al «pájaro rebelde» pronto a volar a la primera demostración un poco viva.

Era el medio más largo, pero el más seguro, pues Liette no podía alarmarse por una conducta tan cortés y correcta, a no ser una coqueta farsante o una ridícula mojigata.

Raúl le mostraba un respeto caballeresco y evitaba cuidadosamente esa galantería trivial y esas atenciones indiscretas a que su situación la exponía, y se lo agradecía infinito. El joven reservaba todas sus atenciones para la señora de Raynal y todas sus felicitaciones a Blanca, y ese homenaje indirecto al mérito de la institutriz y a su abnegación filial valía más que la más delicada adulación.

—¡Qué metamorfosis en mi hermana!—decía algunas veces.—¿No le parece a usted, señorita? Hasta aquí no era más que una niña.

—A los dieciséis años era más que su derecho, era su deber, caballero.

—Sin duda, pero la gracia puede aliarse con la seriedad. Hasta los quince años se es una niña, de quince a treinta una joven.

—Y hasta una solterona...

—Es usted severa, señorita. Mi tío, que apenas se considera como un soltero maduro...

—Anda, sobrino, no te quedes corto.

—Dispensa...

—Con mucho gusto, y con más razón porque me asocio a tus elogios. Nuestra Blanca gana todos los días con su contacto de usted, señorita. Mi deseo es que sea digna de tal modelo...

—Me hace usted demasiado honor, caballero; la tarea estaba casi acabada y Blanca hace que mi papel sea muy fácil tratándome como amiga...

—Era sobre todo una amiga lo que ella necesitaba; por eso estamos todos muy agradecidos de que haga usted de esta querida niña una mujer cumplida.

Esta opinión halagüeña salida de los altaneros labios de la condesa era preciosa porque la dama no las prodigaba; pero apreciaba a la institutriz en su justo valor y no temía decírselo. Con una condescendencia rara en ella, colmaba a aquellas señoras de atenciones y de regalitos, les enviaba frutas de su jardín y flores de su estufa y hasta invitaba a su hijo a unir al envío alguna banasta de caza.

Algunas veces se encargaba el mismo Raúl de la comisión y, escogiendo discretamente un momento en que Liette estaba ausente, entraba en el Correo a vaciar su morral y tragaba sin pestañear las interminables divagaciones de la viuda, que se despachaba a su gusto con aquel interlocutor complaciente... pero no desinteresado.

Al hacer la corte a la madre evitaba el comprometer a la hija y su causa no perdía, al contrario, por ser defendida por un tercero. Con su imprudencia ordinaria, la buena señora no cesaba de hablar de «aquel buen don Raúl», y era imposible a la conciencia más timorata alarmarse lo más mínimo por sus asiduidades.

De este modo no había ninguna alarma en la de Candore, ninguna desconfianza en la institutriz, y Raúl llegaba pacíficamente a sus fines por caminos de travesía.


A principio del verano la salud de la señora de Raynal se alteró sensiblemente. Ya delicada y débil, verdadera planta de los Trópicos cuidada en estufa, no ofrecía ninguna resistencia a la anemia abrumadora que la había invadido lentamente e iba pereciendo de día en día a pesar de los cuidados minuciosos que se le prodigaban.

Acurrucada en su butaca al lado de la ventana y envuelta en chales y mantas a pesar del ardiente sol de junio, cuyos rayos espolvoreaban de oro el estrecho despacho, permanecía allí largas tardes con la mirada vaga, sin hablar y acaso sin pensar, las manos inertes, y los párpados medio cerrados como esos pobres pajarillos de las islas que esconden la cabeza debajo del ala sin que nada pueda sacarlos de su sopor.

Síntoma alarmante; no se interesaba ya por los ruidos de la calle ni por la charla de las comadres, no levantaba los ojos al ruido de los zuecos en la calle, ni al de los coches del notario o del médico, no hacía caso de las voces de las vecinas que iban a informarse de la salud de «la querida señora».

Se acabó la interminable charla que zumbaba en los oídos de la joven empleada; se acabaron los sempiternos discursos tan difíciles de escuchar haciendo una suma. ¡Ay! ya no había que temer errores en las cuentas; sólo turbaba el pesado silencio el ruido monótono del reloj y la ronca voz del cartero, y las palabras más afectuosas y las más tiernas caricias no lograban arrancar a la enferma más que una sonrisa pálida y lánguida.

Solamente Raúl tenía el privilegio de alegrarla un poco; sus visitas, aunque frecuentes, resultaban para ella escasas.

Cuando su elegante silueta aparecía en la esquina de la calle animaba la cara de la viuda un reflejo de vida. Siempre era ella la primera que le veía, y decía guiñando sus ojos de miope:

—Ahí viene don Raúl; ¿qué traerá hoy?

Con una solicitud y una amabilidad que conmovía profundamente a la madre y a la hija, el joven se proporcionaba el placer de satisfacer los caprichos de la enferma, y sabe Dios si los tenía.

Un día era un cesto de dátiles impacientemente deseados y que la anciana devoraba con avidez; otras veces granadas, plátanos o nueces de coco que engañaban apenas la repugnancia de su estómago gastado.

En vano insistían para hacerla bajar al minúsculo jardinillo en el que florecían algunas dalias multicolores y un modesto cuadro de rosales.

—¡Están tan débiles mis piernas!—gemía.—Además, necesitaría que mis negritos me llevaran como en otro tiempo en mi hamaca.

Al día siguiente estaba allí la hamaca de Blanca colgada a la sombra de un quitasol, y Raúl se ofrecía alegremente a embadurnarse la cara de negro como el Nelusco de la Africana, para completar el programa.

—La verdad, no se atreve ya una a expresar el menor deseo—suspiraba la buena señora encantada columpiándose con un gozo de niña mientras el conde la abanicaba gravemente con un marabú.

Acaso el papel de Raúl no era el más agradable y hubiera él preferido el de Blanca, que acompañaba generalmente a su amiga y se esforzaba por consolarla mientras él divertía a la madre. Pero hubiera sido imprudente invertir los papeles y el provecho hubiera sido menor.

En efecto, la abnegación de Raúl no era perdida. Aquella ingrata tarea debía producirle grandes intereses, y cuando la de Raynal le proclamaba irresistible, estaba muy cerca de la verdad.

A la dolorosa angustia que le oprimía el corazón se mezclaba en Liette un sentimiento muy dulce del que no pensaba en desconfiar ni en defenderse; era el agradecimiento y nada más...

El médico del pueblo se mostraba poco tranquilizador.

—No hay atacados órganos esenciales—diagnosticaba,—pero todo el organismo está alterado. Haría falta una energía moral que nos falta completamente, lo que nos entrega atados de pies y manos a lo desconocido.

Mandaba tónicos, un régimen fortificante, ejercicio y aire libre, pero la enferma no quería oír hablar de nada de esto y declaraba que la vista de una chuleta le daba náuseas y que el más corto paseo la mataría seguramente.

Liette, desolada, pensaba ir a Amiens a consultar al doctor Duplan, joven profesor ya famoso en la región y condiscípulo del señor de Candore, pero ante la idea de semejante viaje la enferma ponía el grito en el cielo.

—Te lo ruego, hija mía, déjame morir en paz—repetía en tono doliente:—creo que no pido mucho.

Lágrimas, razonamientos y súplicas, todo fue inútil. Liette estaba desesperada, cuando una mañana se presentó Raúl en el correo con el sabio médico.

—Mi amigo el doctor Duplan, que viene a pasar unos días en el castillo, invitado por mí, tendrá mucho gusto en ponerse a la disposición de usted. Espero que nuestra querida obstinada no se negará a recibirle.

Esta vez el corazón de la joven se fundió ante la ingeniosa delicadeza del procedimiento y, en un impulso espontáneo, ofreció las dos manos al diplomático.

—¡Es usted bueno; gracias!—dijo con las lágrimas en los ojos y una mirada tan elocuente que el médico se quedó deslumbrado y no pudo menos de decir a su amigo cuando salían:

—Querido amigo, una mirada semejante vale más que los honorarios.

El sabio fisiólogo había conocido a primera vista una de esas enfermedades de languidez en las que la inercia del enfermo paraliza los esfuerzos del médico y en las que el abatimiento moral hace inútil la ciencia más profunda.

—Tendrá usted que usar de toda su influencia, señorita, para galvanizar esta energía que se apaga. La distracción de un viaje y el aire puro y vivificante del mar tendrían acaso un efecto saludable.

La cosa presentaba numerosas dificultades, pero todos se emplearon en suprimirlas. El señor Hardoin, en relación con el director de Correos del departamento, obtuvo fácilmente una licencia de un mes. Neris, gran accionista de varias compañías, sacó un doble permiso de circulación gratuita. En fin, para evitar a la enferma la promiscuidad penosa del hotel, Blanca le ofreció amablemente una deliciosa quinta que llevaba su nombre, que su tío había hecho edificar para ella en Saint-Pair, en el camino de Granville, y a la que la familia debía ir en el mes de agosto.

Raúl se reservó la misión ardua y delicada de arrancar el consentimiento de la principal interesada, pero la cosa fue más fácil de lo que se suponía. La de Raynal, refractaria a un corto viaje a Amiens, se dejó seducir por la perspectiva de una expedición elegante, rodeada de un lujo y de unas comodidades que halagaban su orgullo de niña mimada, y el joven agregado de embajada obtuvo un éxito de buen agüero para su carrera diplomática.


El carruaje dejó las calles tortuosas de Granville y tomó el camino de Saint-Pair.

Era uno de esos vehículos prehistóricos de forma anticuada y muelles rechinantes que salen de no se sabe qué depósito de antiguallas para la temporada balnearia y en los que se amontonan dócilmente las más elegantes parisienses, cuyos frescos y airosos trajes hacen resaltar más la desagradable vejez de las banquetas de terciopelo ajado.

El caballejo, de una delgadez inverosímil, como si hubiera ayunado todo el invierno, parecía un fantasma de caballo tirando de un fantasma de coche y que hacía pensar en los versos de Scarron:

Se ve la sombra de un lacayo
Cepillar la sombra de una carroza
Con la sombra de cepillo.

En cambio el cochero, con su blusa azul formando globo alrededor de un vientre respetable, presentaba un aspecto regocijado y exuberante de salud, que contrastaba con las facciones pálidas y demacradas de la enferma, lánguidamente echada en los almohadones hundidos y que apenas levantaba los párpados para contemplar un instante el magnífico panorama que deslumbraba a su joven compañera.

Nada, en efecto, más pintoresco en su uniformidad que aquel camino que costea el mar durante más de tres leguas para ir a parar en la punta de Carolles.

No hay allí los altos acantilados normandos tras de los cuales se ocultan las olas que van a romperse a sus pies con sordos mugidos como los golpes de una invisible catapulta. Vense en cambio aglomeraciones de sombrías rocas de aristas cortantes y que la blanca espuma hace parecer más negras todavía como el carbón bajo la nieve; una larga banda de dorada arena, lisa como las calles de un jardín inglés, donde, para completar la semejanza, las jóvenes misses juegan al crocket en la marea baja; y el mar, ese mar azul de tonos cambiantes de zafiro, de esmeralda, de rubí y de amatista que refleja a veces el azul del cielo y a veces los horrores del infierno.

Es aquello todavía la costa normanda, pero es el mar bretón, ese mar inolvidable, «cautivador de almas» según la justa expresión de un poeta ignorado, mar acariciador y terrible, dulce y suave como el terciopelo, claro y transparente como el cristal o rugiente y amenazador, erizado de picos monstruosos y de insondables cráteres.

—¡Qué hermoso es esto, madre, qué hermoso!

Presa de una especie de éxtasis, Liette contemplaba ávidamente aquella inmensidad hinchada de vida, aquella buena nodriza que vierte a sus hijos la salud, el vigor y la fuerza y que iba acaso a devolverle su madre.

Y la joven juntaba las manos en un ademán de ferviente súplica.

—¿Llegamos pronto?—preguntó la de Raynal después de una mirada vaga y distraída al maravilloso cuadro.

El cochero, que había oído la pregunta, designó con la punta de la fusta un campanario nuevo que levantaba su esbelta flecha por encima de los techos en los que dominaba todavía la paja característica de las cabañas.

—Eso es Saint-Pair y esa la villa Blanca—añadió parando delante de una de las bonitas casas construidas en la costa.

La «Villa Blanca» merecía su nombre y en medio de las edificaciones multicolores y de las quintas chillonas en que se complace la extravagante fantasía de arquitectos delirantes se distinguía por su elegante sencillez y por su fachada inmaculada.

Era blanca la casa, blancas las persianas, blanca la verja, blanca la tienda de campaña de blanco pabellón ya levantada en la playa, blanca la lancha amarrada a la orilla; blancos los rosales que florecían en los cuadros, los geranios que adornaban la entrada y los claveles que perfumaban el jardín.

Dentro como fuera, cortinas, alfombras y muebles de laca, todo era blancura propia del nido virginal escogido para los dieciséis años de la exquisita y pura niña, objeto de tan tierna solicitud.

—¡Querida Blanca! Pensar que nos abandona estas lindas cosas...—murmuró Julieta llena de agradecimiento.

La de Raynal manifestaba una alegría de niña; encontrábase en su elemento y recibía con majestuosa condescendencia, digna de la condesa, los homenajes de la jardinera, que cuidaba el inmueble y que fue a ponerse a las órdenes de los «parientes» de sus propietarios, como aquellas señoras habían sido designadas, por una ingeniosa delicadeza, en la carta anunciando su llegada y poniendo generosamente la casa a su disposición por todo el mes de julio.

A pesar del cansancio del viaje, la enferma, encontrando una energía ficticia en la alegría íntima que le causaba aquella plenitud de bienestar y de comodidad, quiso inspeccionar sus dominios de un mes.

Una tras otra, inspeccionó todas las piezas de la casa, jugando «a los propietarios» como los niños «a las personas mayores» y aprobándolo o criticándolo todo con un aplomo y una convicción de las más graciosas.

Tan bien representaba su papel, que se engañaba a sí misma, y si la de Candore se hubiera presentado de pronto casi la hubiera recibido como invitada.

—Es fastidioso que se te haya olvidado mi hamaca, hija mía. La hubiéramos instalado en la escalinata.

—Hubiera sido inútil, mamá—respondió Liette sonriendo y mostrando una hamaca que se columpiaba en la cubierta de cristales.

—Estoy segura de que es una atención de ese querido don Raúl—exclamó la criolla muy gozosa; sabe que no puedo pasarme sin ella.

Al oír el nombre del amigo fiel y adicto, la clara mirada de Julieta se empañó con una sombra de melancolía. ¡Iba a estar un largo mes sin verle! Y una pena vaga e inconsciente le arrancó un involuntario suspiro.

Pero no tuvo tiempo para abandonarse a esta impresión.

Impaciente por ver y por ser vista, su madre quería dar una vuelta por la playa. Apoyada descuidadamente en el brazo de su hija como una débil y flexible caña, levantaba su talle prematuramente encorvado y andaba a pequeños pasos, con el pecho oprimido, pero con un poco de rosa en las mejillas y un poco de llama en los ojos. Así llegó lentamente a la tienda de campaña objeto de admiración de los bañistas modestos reducidos a una simple caseta decorada con oropeles chillones o con adornos japoneses baratos.

En aquel comienzo del verano no había más que gentecilla; matrimonios viejos y económicos y jóvenes mamás que aprovechaban de su libertad relativa para gozar de aquel delicioso mes de julio tan a propósito para las vacaciones con sus días interminables.

Los niños, sin pensar en su próxima esclavitud, jugaban entusiasmados y se mojaban en los pequeños estanques que hacían con las manos.

La de Raynal, repantigada en una mecedora, sonreía benévolamente a toda aquella familia menuda y se interesaba por las diminutas pescadoras que iban, rojas de placer, a hacerle admirar su cosecha de «frutti di mare», y por los precoces ingenieros que plantaban gravemente una bandera en los minúsculos fuertes que habían construido con la arena.

—¿Te acuerdas, Liette, del hermoso castillo de juguete que hizo construir tu padre en Trouville cuando no eras más alta que esos niños?

La buena señora se animaba, y ante aquel flujo de vida que galvanizaba sus facciones ya fijas por la helada mano de la muerte, Liette volvía a la esperanza...

—¿Quién sabe?

Por la noche, cuando vio a su madre dormirse con un sueño tranquilo, reparador y poblado de ensueños felices que hacían dibujarse una fugitiva sonrisa en sus descoloridos labios, Julieta se sentó ante el escritorio de plata con las iniciales de Blanca, y, dejando rebosar su alma henchida de gratitud, escribió largamente a su amable discípula.

«En fin, hija mía—decía al terminar,—gracias a usted y a sus queridos padres he conocido hoy un fulgor de esperanza, muy débil, por desgracia, y que se apagará probablemente mañana. Pero ni vientos ni tempestades podrán nunca apagar en mi corazón la llama eterna de mi viva gratitud por tan afectuosa bondad, y ruego a Dios que me permita un día dar a ustedes la prueba, aunque sea a costa de mi propia dicha...»


Hacia la segunda quincena de julio, un hombre y una mujer, ambos jóvenes, seguían lentamente el muelle de Saint-Helier donde se agolpaba ya la multitud de las primeras hornadas de viajeros, gentlemen apopléticos, secas ladies y rubias misses montadas al aire, «smala» de viajeros que están dando la vuelta al mundo con gravedad sacerdotal y que contrasta por su tiesura y su flema británica con la exuberancia y la «furia francesa» de nuestros compatriotas que han huido momentáneamente del mostrador o de la oficina y se maravillan cándidamente de verse tan lejos de la calle Saint-Denis... o del ministerio.

El hombre llevaba con desenvoltura un elegante traje de viaje y unos gemelos en bandolera.

Ella, muy sencilla, iba empujando uno de esos encantadores cochecitos ingleses, obra maestra de la industria nacional de ese pueblo pesado y prosaico de ordinario, pero de un gusto tan delicado y refinado en todo lo que se refiere a la infancia.

Eran Raúl de Candore y nuestra antigua conocida Juana Dodson, cuyos ojos azules desembarazados de los anteojos, se fijaban con amor en el precioso niño dormido en los almohadones y cuya cabecita rubia desaparecía a medias bajo la capota rosa querida de Kate Grenavay.

—¡Todavía una hora!—exclamó el conde consultando un bonito reloj de caza.

—¡Más de una hora!—suspiró la joven inclinándose con un ademán lleno de gracia hacia el niño, cuya pura frente se humedeció con una perla que le hizo fruncir la bonita nariz como un gatito molestado por una mosca. ¡Qué hermoso es! Y cómo se parece a ti...

Raúl se encogió de hombros irreverentemente.

—Palabra de honor, Juana, creo que estás loca. Todos los recién nacidos se parecen entre sí mucho más que a sus autores; pero tú eres tan romántica...

—¿Yo?

—¡Pardiez! Ha sido disparatada esta idea de dejar Londres en vísperas de ir yo, para venir a instalarte aquí con el pretexto de que se ven las costas de Granville...

—Eres injusto, amigo mío; yo no podía esperar indefinidamente un regreso siempre diferido cuando el médico juzgaba a nuestro hijo enfermo y mandaba el aire del mar.

—Hay otras playas que no son Jersey, me parece. ¿Por qué no has ido a Brighton?

—Aquí tenía a mi antigua nodriza para ayudarme a cuidarle, y además...

—¿Creías que yo atravesaría todos los días a nado este brazo de mar, como atravesaba el Helesponto el bello Leandro?

—Te burlas, pero el respirar el mismo aire que tú, era también la dicha...

—Decididamente, querida, puedes dar cruz y raya a las sentimentales grisetas de Murger y no tienes ni pizca de ese espíritu práctico de que se jactan los hijos de la prudente Albión.

—Tienes razón, Raúl. De otro modo no hubiera soportado tanto tiempo esta situación intolerable, cuyo fin no veo, a pesar de tus promesas.

—¿Mis promesas?

—¿Soy tu mujer, sí o no?

—Montaigne diría: Quizá, y Rabelais: ¿Quién sabe?

—¡Raúl!

—¡Diablo! Inglaterra y Francia no están de acuerdo en este punto, como en tantos otros... Un simple aprendiz de diplomático no puede cortar el nudo gordiano tan fácilmente como Alejandro.

—Me has engañado indignamente.

—Vamos a ver, querida Juana, tenemos apenas un cuarto de hora, y no hay tiempo para una querella y una reconciliación. ¿Quieres que empecemos por el fin? En el fondo, ya sabes que te amo.

La pobre miss era incapaz de resistir a la inflexión tierna y acariciadora de aquella voz burlona de ordinario, y suspiró, mas que dijo, levantando hasta él los ojos llorosos:

—¡Ay! no pido más que creerte.

—Y yo no te pido más que un poco de paciencia, niña querida. No comprendes las dificultades de mi situación, que es muy sencilla sin embargo. No tengo patrimonio personal, o muy poco. Estoy, pues, obligado a grandes precauciones y tengo que contar, no sólo con mi madre, sino con mi tío, y no violentar las cosas, en el mismo interés de este caballero.

—No reclamo para él más que tu nombre.

—El nombre haría muy mal papel sin la fortuna, amiga mía.

—Lo poco que yo tengo...

—Lo poco que tú tienes podría apenas bastar para tu hijo, pero de ningún modo para el vizconde de Candore. Sé, pues, razonable, te lo ruego, y ten confianza en mí como yo en ti. ¿Piensas que te dejo con gusto, joven y bonita como eres, expuesta a todas las tentaciones del aislamiento?

—Yo no estoy sola.

—¡Bah!... ¿Crees que este es un guardia de corps suficiente?

Se echó a reír jugando con el pequeño, que acababa de despertarse y trataba de cogerle el bastón.

Medio tranquila, la madre sonreía ante este gracioso espectáculo.

De repente una campana de a bordo llamó a los pasajeros retrasados e hizo palidecer a la pobre Juana, que vaciló en el brazo de su compañero.

—¡Ea! adiós, querida mía—dijo Raúl separándose suavemente.

—¿Adiós?

—No, hasta la vista. ¡Qué purista eres!

—Dale un beso, Raúl...

—Por supuesto; más bien dos que uno.

El joven rozó con su rubio bigote la frente sonrosada del niño.

—Ahora a la mamá, dijo.

Juana se acercó a él y dijo estremeciéndose.

—¿Volverás?

—Sin duda...

—¿No me olvidarás?

—¡Qué tontería!

Iba Raúl a meterse en el barco cuando ella apoyó la mano en su hombro y le dijo gravemente y con una firmeza que cuadraba mal con su fino y vaporoso perfil de rubia:

—Quiero creerte y te creo; pero te lo suplico, no abuses de mi credulidad y de mi paciencia, pues ahora tengo un hijo a quien defender, y le defenderé.

—¿Amenazas?

—No, una advertencia.

—Querida niña, si tuviera tiempo te demostraría que entre tú y yo no puede haber nada más torpe ni más inoportuno. Pero oigo el segundo toque y prefiero olvidar esta declaración intempestiva a exponerme a oír otra más difícil de digerir.

Un instante después el vapor navegaba hacia Granville y el puerto erizado de blancas velas, las negras chimeneas y las murallas de granito desaparecían en lontananza; pero Raúl, apoyado en la borda, creyó distinguir por mucho tiempo una esbelta silueta de mujer que levantaba un niño por encima de la cabeza.

Por fin todo desapareció, y, desagradablemente impresionado por esa vista y por las últimas palabras de Juana, Raúl se puso a pasear por el puente lleno de gente y se esforzó en vano por ahuyentar el malestar que le causaba aquella despedida profética.

Pero pronto dominaron su ligereza y su escepticismo, y encogiéndose de hombros murmuró:

—¡Bah! amenazas de mujer.

Raúl olvidaba a la madre...

Fue aquel para la de Raynal un período de alivio y de calma. Fuese por la distracción, por el cambio o por el aire vivificante y saludable, nadie hubiera conocido a la agonizante de la víspera, de movimientos cansados, mirada muerta y piernas inertes en la intrépida paseante que se veía con frecuencia en la «Brecha de los Ingleses», en el jardín de la «Villa Blanca», en el casino de Granville y en la playa de Saint-Pair.

En efecto, poco sensible a las bellezas de la naturaleza, la indolente criolla, que no hubiera dado dos pasos para admirar el más maravilloso paisaje, no retrocedía ante media legua para ir a ahogarse en una sala de concierto escuchando a algún cantante parisiense mientras protestaba llena de convicción:

—Es por ti, hija mía, exclusivamente por ti. Es preciso que te distraigas y no te encierres en una alcoba de enfermo.

Liette no regateaba nada de esto; era muy feliz. Después de las mortales angustias que acababa de pasar, su corazón se dilataba con esta nueva esperanza:

—¡Dios me conservará mi madre!

—Bien puedes dar las gracias a ese buen don Raúl decía la enferma;—sin él, nunca me hubiera decidido a semejante viaje.

No era necesario recordárselo; demasiado pensaba en ello Julieta. El pensamiento de la criatura se mezclaba involuntariamente al del Creador en sus acciones de gracias.

Así fue que el día en que vieron desembarcar al conde entre los pasajeros que venían de Jersey experimentaron más alegría que sorpresa, hasta tal punto le tenían presente en la memoria.

El joven, por su parte, hizo un gesto de vivo placer en cuanto las vio y dijo acercándose a ellas con la maleta en la mano:

—No esperaba la buena fortuna de encontrar a ustedes al llegar al puerto. Cuento, sin embargo, con que no creerán ustedes que hubiera esperado a mañana para ir a presentarles mis homenajes y a pedir noticias de mi enferma... que veo que son buenas a juzgar por su cara.

—¿Verdad que sí?—dijo vivamente Liette radiante;—mamá está mucho mejor, gracias a Dios.

—Y a usted, querido don Raúl—añadió aturdidamente la viuda;—no nos cansamos de repetirlo.

Raúl no recogió la frase, pero tomó nota de ella con íntima fatuidad.

—Le creíamos a usted en Londres—dijo la joven para cambiar de conversación.

—Allí estaba, en efecto, la semana pasada; pero he hecho un rodeo para visitar esa famosa isla de Jersey que los ingleses consideran como la octava maravilla del mundo por la única razón de que tiene el honor de ser inglesa, y también para comprobar el efecto de mi receta, pues sabe usted, señora de Raynal, que pretendo ser su médico de cabecera.

—Entonces, doctor, la curación le hace a usted honor. Me encuentro perfectamente bien con sus consejos.

—Sin embargo, ¿no es un poco imprudente el venir tan lejos?

—No, tomamos un coche...

—¿Uno de esos horribles armatostes?—dijo el conde haciendo un gesto ante las muestras del género alineadas en la plazuela.—Deben de tener peor movimiento que el barco...

—Usted lo verá acompañándonos a la Villa Blanca, donde le haremos los honores.

—Con mucho gusto, querida señora, en cuanto deje la maleta en el hotel de Francia, donde he tomado una habitación.

—¡Cómo! ¿Piensa usted alojarse en Granville?

—Eso no me impedirá ir con frecuencia a Saint-Pair si ustedes me invitan...

Liette dejó ver una sonrisa de aprobación; le gustaba la delicadeza del joven y la elogiaba. Raúl dejó a las dos señoras en la «Brecha de los Ingleses» y les pidió permiso para ir a mudarse de traje mientras ellas oían la música, prometiendo venir a buscarlas a las cinco para ir a acompañarlas a su casa.

Su ausencia, no muy larga, no fue perdida para él, pues la de Raynal no cesó de prodigarle elogios.

—¡Qué encantador caballero! Tan sencillo, tan amable, tan respetuoso con las señoras... Enteramente como tu pobre padre, hija mía.

Liette no pensaba en interrumpirla, dulcemente mecida por aquellas palabras acompañadas muy bajito por una melodía de Gounod.

A la hora convenida apareció el joven guiando una «Charrette» inglesa tirada por un «poney» muy pacífico, según afirmó Raúl.

—Permítame usted que sea su cochero durante mi corta estancia aquí, querida señora; me comprometo a no volcar.

La buena señora estaba radiante. Volver a Saint-Pair en aquel bonito carruaje y en tan elegante compañía era una de esas satisfacciones de vanidad pueril que halagaban más que nada a su frívola cabeza.

Dio señales de agradecer mucho la atención, y cuando se pararon en la verja dijo al joven:

—Si no tiene usted miedo de una cocina de enferma, le pediré que participe de nuestra comida.

Raúl buscó la autorización de aceptar en la clara mirada de Liette...

—Ya conoce usted los talentos culinarios de Mariana.

El joven aprovechó esta aprobación indirecta, y un instante después estaba instalado debajo de la cubierta de cristales, al lado de la viuda, que le contaba los chismes de la playa, escuchados por él con resignación ejemplar, mientras Liette, improvisándose cocinera, confeccionaba un plato de dulce para las circunstancias.

Fue aquella una velada deliciosa. En aquel marco tan bien hecho para ella, Raúl, sensible como todos los refinados a las delicadezas exteriores más que a las del alma, encontraba un nuevo encanto a la modesta empleada de Correos, cuyas vulgares funciones olvidaba entonces por completo.

Los días siguientes pasaron como un sueño. Candore, como un verdadero paladín, iba todas las mañanas a tomar las órdenes de las señoras para el día.

El tiempo estaba hermoso y había que aprovecharlo. Era la ocasión de hacer expediciones románticas a La Lucerne y a Chanteloup.

¿Cómo rehusar? Estaba hecho el ofrecimiento con tanta amabilidad y la enferma palmoteaba con tan infantil alegría... Liette no lo pensaba siquiera. Por otra parte, era feliz, muy feliz, y se abandonaba a la felicidad sin tratar de analizarla. ¡Había habido tan pocos días floridos en el jardín de su severa juventud!

Íbanse a la ventura, sin más guía que un mapa de Estado Mayor, y caían a veces en una ruidosa fiesta de pueblo o entre los empujones y el polvo de un mercado de ganados.

Raúl hacía mil locuras para hacer aparecer una sonrisa en los labios descoloridos de la madre o merecer una mirada de agradecimiento de la hija.

Y había que ver a los vendedores, verdaderas sanguijuelas normandas que adivinaban una presa fácil, seguirle los pasos, meterle en el bolsillo pitos, rosquillas y golosinas y ponerle delante de las piernas rosados cochinillos y rizados y blancos corderos.

—¡Cómpreme usted algo para su señora!

«¡Su señora!»

Por oír esas dos palabras, que ponían un tinte de rubor en las mejillas de Liette, hubiera el conde despojado todas las tiendas y hecho la fortuna de todos los ganaderos.

De este modo se llevaron triunfalmente de Breal un precioso corderillo, «que acaba de dejar a la oveja, caballero, y que su señora de usted podrá domesticar como un perro faldero.»

—Será un recuerdo de este día, que es el último—dijo Raúl dando un suspiro.

En efecto, se marchaba al día siguiente. ¡Pero cuánto camino recorrido en aquellos días, en sentido propio y figurado! ¡Cuánto camino por las carreteras de Normandía y en el corazón de Liette!

Y es que el amor sincero es comunicativo, y, por primera vez, aquel amante veleidoso estaba sinceramente enamorado.

¿Cómo se había apoderado ese sentimiento profundo y verdadero de aquel estragado que había ido a Saint-Pair con las intenciones menos puras? Raúl era un ser de impulsión más que de razonamiento, esclavo de su imaginación y de sus nervios, tan incapaz de obedecer a fríos cálculos como a la regla austera del deber.

En aquel cuadro de familia, en medio de aquella comodidad mundana que tan bien se armonizaba con su elegancia natural y con su perfecta distinción, nada le recordaba a la modesta empleada y el enamorado estaba bastante entusiasmado para ver en ella la futura condesa de Candore.

Ganada por su parte y sin darse cuenta de ello por la llama penetrante de aquel amor que se estaba incubando hacía mucho tiempo en el fondo de su ser, la tranquila, la prudente y severa Julieta, aturdida y fascinada por una especie de vértigo, se abandonaba inconscientemente a la ola de sensaciones nuevas, tumultuosas y confusas que turbaban vagamente su alma virginal.


A unos cien pasos de la Villa Blanca, se elevaba, o más bien, se hundía, hasta tal punto parecía una topera, una construcción gris aplastada bajo un techo de bálago con una puerta baja y de medio punto y una estrecha ventana guarnecida de dos barrotes en cruz en la que con frecuencia danzaba una pálida luz a la sombra del crepúsculo.

Si algún paseante retrasado se aproximaba por azar, podía ver una humilde capilla a la que se bajaba por tres escalones gastados y desportillados y alumbrada por el resplandor tembloroso de unos cirios casi consumidos, mientras alguna vieja de cabeza vacilante bajo la manta bretona murmuraba una oración.

No había allí estatuas de mármol, ni custodias doradas, ni ricos vidrios ni cuadros raros; solamente las cuatro paredes húmedas y agrietadas, el tragaluz abierto por el que entraban libremente el viento, la lluvia y la nieve o, a veces, un cálido rayo de sol y la imagen argentina de la luna o de la estrella de los marinos; la puerta maciza como la de una cárcel, abierta día y noche en el camino solitario sin temor de que nadie encontrase nada que meter en las alforjas; unos bancos de piedra incrustados en el suelo apisonado y alineados enfrente de un altar de madera carcomida en el que se mostraba una grosera imagen de la Virgen niña, apoyada en la falda de su madre, dos figuras angulosas y tiesas, pero a las que el pintor primitivo, a falta de genio, había dado una suavidad divina. Era la capilla de Santa Ana.

Además de la célebre peregrinación de Santa Ana de Auray, hay así numerosos santuarios sembrados a todos los vientos en aquella tierra de fe cándida, reputaciones de campanario muy reducidas hoy gracias a los billetes de ida y vuelta que permiten a cualquier peregrino ir a contemplar al mismo tiempo el Sagrado Corazón y la torre Eiffel, como lo hace constar melancólicamente el delicioso autor de «Colás, Colasse et Colette».

Sin embargo, la capillita en cuestión tenía aún sus fieles, escasos, pero tenaces; aldeanas viejas apegadas a las antiguas costumbres como a las antiguas modas, y que iban a quemar un cirio por la curación de alguna enfermedad, rudos pescadores que en la tormenta han puesto su confianza hereditaria en la Virgen que acogía los votos de sus padres, y jóvenes prometidos, supersticiosos como todos los enamorados, que van a encender dos cirios juntos cuya llama más o menos viva es el símbolo de su amor.

A Liette le gustaba aquel rincón, poético vestigio del pasado que se armonizaba mejor con sus inocentes prácticas que el cuadro moderno de las iglesias parisienses. Todos los días iba a rezar por su querida enferma y mientras se consumía lentamente el cirio ofrecido por ella, la joven sentía poco a poco amortiguarse su dolor y disiparse sus temores, ahuyentados como por un aletazo del pájaro místico de la esperanza, refugiado en el más pobre tabernáculo.

¡Hace tanta falta creer y esperar cuando se sufre!

Liette se sentía aquella tarde cansada, triste y oprimida; una angustia indefinible se había apoderado de ella y las primeras sombras del crepúsculo, que ensombrecían la capilla helada aumentaban su malestar inexplicable.

Arrodillada en el fondo del santuario vacío, en el que dormitaba la vendedora de cirios, permanecía inmóvil y con el corazón oprimido.

¿Por qué?

Su madre no estaba peor, al contrario, sus fuerzas parecían renacer y la anciana volvía a la vida.

Entonces...

¡Su madre! ¿No era su única preocupación y su único cuidado?

—¡Dios mío, consérvame a mi madre!—repetía, tratando en vano de absorberse en la oración.

Pero esa oración maquinal no le devolvía la calma, ni el reposo ni la paz...

¿Qué tenía?

En la puerta aparecieron dos sombras; eran dos prometidos.

Ambos avanzaron tímidamente, él dando vueltas al sombrero, y ella echando una mirada furtiva a la parisiense. La guardiana, arrancada a su sueño, sonreía con malicia mostrando sus cirios. Los novios eligieron dos del mismo largo, los encendieron juntos gravemente y los colocaron en el altar.

Después, cogidos de la mano, se quedaron silenciosos y recogidos, con los ojos fijos en aquel frágil emblema de su amor.

Y cuando la mecha se carbonizaba, cuando la cera corría mal, eran de ver sus frentes sombrías y sus pupilas mojadas. La operación fue larga aunque los cirios eran modestos, pero los novios esperaron paciente y pasivamente siguiendo las etapas de su común destino...

Un chisporroteo... Una llamarada más viva...

El cirio del mozo se apagó el primero.

—Mejor; así no te veré morir—exclamó con una especie de alegría egoísta.

—Mejor; así estaré allí para ayudarte a morir—suspiró dulcemente la novia, cuya cándida abnegación brillaba bajo la cofia blanca.

Y se fueron en la paz de la radiante tarde, cogidos del brazo...

Liette ocultó la cara entre las manos y lloró.

—¡Valor, Liette!

No había dicho aquello la tierna voz paternal, pero sí otra voz también muy tierna.

Raúl estaba a su lado.

¿Había sorprendido aquella escena conmovedora que alteró el corazón de la pobre niña como una repentina revelación? ¿Adivinaba lo que hacía correr sus lágrimas? ¿Leía en sus ojos húmedos el secreto de su emoción?

La joven se levantó sobresaltada para esquivar su mirada y fingió estar distraída en la elección de un cirio, que encendió y puso en el sitio del de la bretona.

Después volvió a su banco y se arrodilló, con la cabeza entre las manos.

Cuando se levantó dejó escapar una exclamación; dos cirios estaban ardiendo juntos, y, como los dos novios de hacía un momento, Raúl, arrodillado al lado suyo, murmuraba a su oído:

—Liette, amo a usted. ¿Me ama usted a mí?


Al encontrarse en la pacífica casa del Correo, sentada en su estrecha oficina junto al ventanillo ante el cual desfilaban las mismas caras familiares, Liette hubiera podido creer que nunca había salido de allí.

La de Raynal, vuelta a caer en su atonía, dormitaba inerte y pasiva recostada en su butaca junto a la ventana abierta. Las comadres la saludaban al pasar con las mismas palabras de conmiseración, y el cartero, poco hablador naturalmente, se llevaba militarmente la mano al quepis y dirigía a la madre y a la hija una mirada de respetuosa simpatía mordiéndose el duro bigote.

Saint-Pair, la Villa Blanca, el mar bretón, la campiña normanda, la Brecha de los Ingleses, la capilla de Santa Ana, ¿era todo eso un sueño, una ilusión, una quimera?

Liette estaba a veces por preguntárselo.

Un balido quejumbroso y una cabeza rizada que se apoyó en su falda, respuesta indirecta a su pregunta, arrancáronle un suspiro involuntario.

—Silencio Breal, vas a despertar a mamá—dijo temerosa.

Lo que despertaba sobre todo el pobre Breal eran los ardientes recuerdos que la joven hubiera querido adormecer para siempre; las locas carreras por el polvoriento camino al galope del fogoso poney, los chasquidos del látigo del cochero improvisado mezclados con los gritos de susto de la de Raynal, los regresos melancólicos en las primeras sombras del crepúsculo que borraban el paisaje y echaban en las olas como un velo de viuda, el estrépito de la feria de Breal, el acento zalamero de la aldeana:

—¡Un corderito para la señora!

Era sobre todo el instante supremo, en el recogimiento de la obscura capilla, cuando conoció la inefable embriaguez de un amor correspondido.

¡Pobre Breal! Mago inconsciente, su voz evocaba aquel pasado inolvidable, y mientras le regañaba un poco, Liette acariciaba maquinalmente sus lanas de nieve como las imágenes engañadoras que pasaban ante sus ojos soñadores.

No había vuelto a ver a Raúl ni a su familia, que se habían marchado antes de su vuelta y estaban ya instalados en la Villa Blanca; pero además de una correspondencia activa y cariñosa con su discípula, había recibido varias cartas del joven conde a pesar de su formal prohibición.

En efecto, Liette no era mujer de abandonarse sin resistencia y sin lucha a una pasión cuyos peligros le mostraba claramente su severa conciencia.

Arrancándose a la emoción deliciosa en que la había sumido la declaración espontánea de Raúl, se había dominado valientemente y, mostrándole el callejón sin salida en que iba a meterse imprudentemente, la habló el lenguaje imperioso de la razón y del deber.

Todo les separaba, nombre, posición y fortuna. La de Candore quería seguramente para su hijo el brillante matrimonio que él tenía derecho a esperar, y corresponder a sus bondades introduciendo la perturbación en su casa era una verdadera falta de delicadeza.

—Olvídeme usted, amigo mío: olvide un momento de locura del que no tardaría usted en arrepentirse. Separémonos sin remordimientos, ya que no sin pesar. Nuestro bello sueño se rompería las alas contra las brutales realidades de la existencia; devolvámosle su vuelo y mirémosle perderse en el espacio entre una sonrisa y una lágrima. Este recuerdo será para mí la florecilla azul cogida juntos y que se secará solitaria en la mejor página del libro de mi vida. Para usted será el perfume fugaz respirado al paso y al que no se mezclará ninguna amargura, y más adelante, cuando seamos viejos, muy viejos, si el malicioso azar nos reúne, tendremos la impresión fugitiva, pero exquisita, de haber sido el uno para el otro menos que nada y más que todo.

Raúl no quería oír nada y le cerraba la boca con sus declaraciones inflamadas y sus calurosas protestas, fraseología sentimental en la que sobresalía y de la que se servía esta vez con una sinceridad más comunicativa que su habilidad ordinaria.

La amaba, y el amor era la razón suprema y el supremo deber. La amaba, y ese amor saldría victorioso de todos los obstáculos, cuya importancia, por otra parte, se exageraba Liette. La amaba, y por la sola potencia de ese amor, se comprometía a convencer a la señora de Candore y a obtener su consentimiento.

—Pruebe usted—murmuró ella vencida.

Raúl se agarró a aquel medio consentimiento arrancado a su cansancio y todo lo que Liette pudo obtener fue un mes de reflexión y la promesa de guardar silencio con una y otra madre y de abstenerse hasta entonces de todo paso y de toda carta... promesa a la que él se apresuró a faltar en cuanto a este último punto.

«Perdóneme usted que infrinja su prohibición, Liette—le escribió al día siguiente de su separación,—pero necesito dar a usted la fe que le falta. Mal me juzga usted si cree que el tiempo puede modificar mis sentimientos y si atribuye la declaración sincera y espontánea de mis labios a un impulso irreflexivo y a una animación pasajera. Si cedí a una tracción irresistible, no fue sin lucha ni combate. Hoy me confieso vencido y ni mi corazón ni mi razón pueden hacerme avergonzar de mi derrota. Pertenecemos a la misma clase; nada nos separa realmente, ni la educación ni los gustos. Reconozco humildemente la superioridad de su mérito de usted, de su carácter y de sus sentimientos, y ya sabe usted que mi misma madre los ha reconocido muchas veces. Así, pues, no podrá menos de aprobar mi elección y acoger a usted como a una hija predilecta, digna hermana de nuestra Blanca que tanto quiere a usted. No sea usted más severa que los míos, Liette; no se niegue a mi dicha, a la suya y a la de la querida enferma a quien he dedicado los sentimientos de un hijo.

«Una palabra de aliento y de confianza para darme el valor que tanto necesito.»

A pesar de esta última súplica, que denotaba una inquietud y una vacilación mal disimuladas bajo la aparente resolución de las primeras líneas, Liette no respondió, firmemente decidida, aunque se rompiese su corazón, a no salir de la reserva que le mandaban imperiosamente su dignidad y su deber.

Raúl volvió a la carga.

«Me encuentro en estos lugares llenos de usted, donde las cosas, menos crueles que su alma, me dan el aliento que usted me niega sin piedad. El mar, con sus olas cambiantes como sus ojos de usted, y de voz grave como la suya, meciendo mi dolor al ritmo de sus ondas me ha dicho «Esperanza». Santa Ana, testigo mudo de nuestros esponsales, parece que me sonríe y que murmura «Confianza». El verde campo, dormido bajo la caricia del sol, el beso de la brisa y la canción de sus nidos, me ha suspirado «Amor». Y todos me han gritado ¡«Anda»!

«¿No me lo repite usted también, Liette?»

Liette permaneció silenciosa.

En el fondo, Raúl no deploraba más que a medias el plazo que se le había impuesto. La verdad era que la presencia de la señora de Candore paralizaba un poco sus veleidades de independencia y no le disgustaba dejar para más adelante una explicación embarazosa, de la que no estaba seguro de salir con los honores de la guerra a pesar de sus fanfarronadas. Así era que veía llegar el fin del mes con menos impaciencia que inquietud.


El plazo había ya expirado.

Aquel día, al acabar de comer, Raúl pidió bruscamente a su madre el favor de una entrevista particular, decidido a quemar sus naves.

Blanca, que contaba con él para una partida monstruo de tennis organizada con una colonia americana compuesta de jugadores de mérito, hizo una linda mueca de despecho.

—Otra vez me das esquinazo... Tu «amabilidad» empieza a pesarte. Ya nos has dejado a mamá y a mí ir solas a Jersey... Y tú te lo has perdido...

—¿Por qué?

—Porque hubieras encontrado a una antigua amiga, que tenía el privilegio de excitar tu elocuencia a falta de tu admiración... miss Dodson, y miss Dodson sin anteojos.

Aunque preveía la alusión, la frente del joven se obscureció con una sombra.

—¡Estás loca, Blanca!—dijo la condesa ligeramente contrariada por esa salida intempestiva.

—No, mamá, te aseguro que he conocido muy bien de lejos a mi antigua institutriz conduciendo un cochecito de niño.

Esta vez Raúl palideció a pesar suyo.

—¡Pobre muchacha!—dijo Neris con interés.—¿Estará reducida al papel de niñera?

La de Candore, que no quitaba los ojos de su hijo, notó su visible turbación y su frente se arrugó con un fruncimiento imperceptible.

—¿Vas a acompañar a Blanca, hermano?

—Ciertamente, querida Hermancia. ¿Vienes, pequeña?

Blanca presentó la frente a su madre y dijo a Raúl amenazándole con el dedo:

—A ti no te doy un beso.

Pero como era incapaz de un enfado prolongado, cambió de parecer al llegar a la puerta y dijo con gracioso aturdimiento lanzándose a abrazarle:

—Ya me desquitaré mañana; te confisco por todo el día.

—Aprobado—respondió Raúl alegremente.

Mientras la joven se echaba a correr para alcanzar a su tío, la condesa se dirigió a la cubierta de cristales seguida por el diplomático, que iba mascullando su exordio.

—¿Tienes que hablarme, Raúl?—dijo la condesa.—¿Qué quieres? Yo también tengo que decirte algo.

—Entonces, tú la primera—respondió cortésmente el joven, interesado en aprovechar el menor plazo, aunque un poco alarmado por el tono de su madre.

—Como quieras.

La condesa se recogió un momento y dijo:

—Es un asunto delicado, extremadamente delicado... del que hubiera deseado no hablar todavía contigo... Pero hay en esto para mí un caso de conciencia... En una palabra, se trata de tu excesiva familiaridad con Blanca...

—¡Blanca! mi hermana...

Raúl que hacía un momento estaba literalmente sobre ascuas, miró a su madre con verdadera estupefacción... ¿Estaba en su juicio?... ¿Sabía él mismo lo que había oído?

—Blanca no es tu hermana—dijo gravemente la noble dama.

—¡Que no es mi hermana!... ¿Qué es entonces?

—Mi sobrina y tu prima.

—Entonces mi tío...

—Es su padre.

Recordando en términos discretos la juventud tempestuosa del señor Neris, la condesa reveló a Raúl el matrimonio escandaloso de su tío con una mujer indigna que le había indispuesto con toda la familia hasta el día en que, solo y abandonado con una hija en la cuna, había venido a suplicar a su hermana que le acogiese en su casa.

—Sin dejar de desaprobar su conducta, cedí a sus súplicas en interés de esa pobre niña y en el tuyo.

—¿En el mío?

—Sin duda. Esta complacencia te aseguraba las bondades de tu tío, muy necesarias para establecerte, dada la exigüidad de tu patrimonio.

A través de los cristales, Raúl seguía con mirada curiosa al padre y a la hija, a quienes veía bajo un nuevo aspecto. ¡Qué ternura, en efecto, en los menores ademanes del anciano, en el largo beso que depositaba en la frente de su hija cuando ésta se iba muy alegre hacia sus compañeras y en la mirada con que le envolvía al desdoblar maquinalmente «Le Temps» del día anterior!

—¿Cómo diablos no lo he sospechado?—dijo el diplomático encogiéndose de hombros, humillado por su poca perspicacia.—Salta a la vista que es su hija.

—Y su única heredera.

El joven se volvió como si le hubiera picado una mosca.

—¿Cómo es eso?

—¡Diablo! su padre le dejará naturalmente toda su fortuna.

—Es muy probable—murmuró el conde mordisqueándose nerviosamente el bigote.

Dio unos paseos en silencio, y dijo parándose delante de su madre:

—¿Y yo, entonces?

—No dudo que, como agradecimiento, mi hermano te dejará...

—Un hueso que roer. ¡Vaya una ganga!

—¡Raúl!

—¡No, verdaderamente, es inicuo!... Se me deja crecer con una esperanza quimérica y comprometer, acaso, mi porvenir, y, de la noche a la mañana, todo se viene abajo como un castillo de naipes y se me deja reducido a una medianía que no es siquiera dorada.

Impotente para devorar su amarga decepción, pisoteaba rabiosamente la estera de China que cubría el suelo.

—Vamos a ver, mamá, debe de haber algún medio...

Por los delgados labios de la condesa se deslizó una imperceptible sonrisa. ¡Qué bien conocía a su hijo y qué bien le había llevado insensiblemente al punto preciso en que le quería!

—¡Un medio!... No veo más que un buen matrimonio, al que tu nombre te da derecho a aspirar. En cuanto a la herencia de tu tío, no hay que pensar en ella, y es posible, por otra parte, que de aquí a entonces Blanca tenga un marido que cuide de sus intereses...

—¿Crees que, en su posición, se casará fácilmente?

—Sí y no, amigo mío; es una muchacha encantadora y bien educada, a la que la madre más exigente será dichosa en tener por hija. Sin embargo, aunque cubierta por mi tutela de un barniz de respetabilidad, ciertas familias... timoratas... tendrían ciertos escrúpulos. Pero, en suma, no le faltarán pretendientes aceptables y más de un noble arruinado, aficionado a la buena vida, querrá dorar su blasón gracias a la generosidad asegurada de su suegro.

—Blanca no consentirá en casarse con el primero que se presente; quiere un marido...

—Que se parezca a ti; lo dice muy alto.

Fue esto dicho negligentemente y sin la menor intención aparente, pero el tiro había dado en el blanco. Raúl aguzó el oído, y dijo tratando de leer en el pensamiento de su madre:

—¿Decididamente, no tienes ninguna idea?

—Dios mío, no, ni sombra de una... Pero acaso la tendré más adelante... Por otra parte, busca por tu lado. ¿No eres diplomático?

Raúl hizo un gesto de mal humor, pero sabía por experiencia que la condesa no entregaba nunca por entero su pensamiento y que él usaría en vano todas las astucias de su diplomacia. Así, pues, dijo levantando el sitio:

—Te doy las gracias por tu confianza y tus consejos, mamá. Pensaré en todo esto.

—Pero tú, hijo mío, ¿no tenías una confidencia que hacerme?

Raúl sufrió un estremecimiento significativo.

¡Liette! La había olvidado. Además la situación no era ya la misma...

Y respondió balbuciendo avergonzado y confuso:

—Nada, mamá, una pequeñez...


Raúl se subió a su cuarto.

Era una gran pieza clara y alegre, con anchas ventanas, una de las cuales daba al mar y la otra al campo. Por un lado el movimiento y el ruido de la playa, el murmullo cadencioso de las olas, las canciones de las lavanderas al depositar la ropa en las rocas, las risotadas de los bañistas y las locas carreras en la marea baja por la inmensa sábana de arena franjeada de plata; y por el otro la calma y el reposo de los campos, las frondosas laderas y el camino solitario en el que raros transeúntes ponían una sombra de vida, mientras que la capilla con sus muros grisáceos, su puerta baja y sus barrotes en cruz, parecía, al contrario, un monumento funerario.

Aunque nada tenía de poeta, era a aquel balcón donde el conde iba a menudo a soñar con su amiga. En el recogimiento de la hora crepuscular, que confunde el paisaje en tintas imprecisas y dulces tan en armonía con las impresiones melancólicas, Raúl evocaba el recuerdo turbador de sus místicos esponsales, como ella en su estrecha oficina.

Pero aquel día no tuvo ni una mirada para aquel cuadro familiar y dejándose caer en una butaca, se abandonó a un verdadero acceso de misantropía agresiva.

Su tío, su prima, su madre misma, pasaron allí un mal cuarto de hora.

¡Oh! ¿De qué no son capaces esos vividores camastrones que olvidan los derechos sagrados de la familia? Y la condesa, tan alarmada por la menor travesura, que protegía aquel escándalo uniendo al padre con la hija en lugar de separarlos y preparando inconscientemente la ruina de su hijo en lugar de defender sus intereses...

—¡Todo el mundo se ha ligado contra mí!—pensaba con rabia reconcentrada.

Muy sincero en sus recriminaciones egoístas, como acostumbrado a considerar como suya la fortuna de Neris, se juzgaba desposeído de unos bienes legítimos y su indignación, bastante cómica, era perfectamente justificada a sus ojos. Poco le faltaba para hacer a la pobre Blanca responsable de aquel despojo.

¡Ella, a quien había tenido la candidez de querer como a una hermana, sin desconfianza, robarle su herencia!

Todavía, si hubiera podido tomarla con alguien... Pero un anciano y una niña... Estaba impotente y desarmado, condenado a devorar su cólera so pena de ser ridículo u odioso.

Caído delante del escritorio, estaba atormentando maquinalmente su cortapapeles de marfil y doblándole como un florete.

¡Clac! En su mano nerviosa, se rompió la hoja de repente con un ruido seco.

Este accidente tan ligero puso el colmo a su irritación... Con un brusco ademán, barrió todo lo que se encontraba delante de él, y portaplumas, lápiz y papeles volaron hasta el centro de la pieza.

Sólo permaneció en la mesa una carta comenzada.

«Liette.»

¿Liette?

¡La había olvidado!

«Voy a hablar a mi madre, le escribía aquella misma mañana; cuando acabe estas líneas será usted mi prometida a mis ojos como a los suyos.

«¿Late su corazón de usted más de prisa en esta hora en que me juego más que la vida y se acuerda un poco del que no piensa más que en usted?

«Suena la campana... Echo la última mirada a la capilla de Santa Ana, donde tiembla un débil resplandor, estrella de esperanza. Si escucha mis ruegos, esta noche iluminaré su santuario hasta dar envidia a su hermana de Auray.»

Raúl leyó fríamente estas ardientes palabras.

—¡Buena tontería iba a hacer!—masculló entre dientes.

En seguida tuvo vergüenza de este grito del corazón, eco fiel de su inconsciente egoísmo, y trató de colorear su defección a sus propios ojos.

Ciertamente, hubiera querido casarse con Liette; ¿pero podía? ¿Era digno y leal asociarla a un porvenir precario después de haber hecho brillar ante ella un espejismo engañador? Habiéndole ofrecido compartir con ella una gran fortuna, ¿podía no llevarle más que una baja medianía? Seguramente, no dudaba que era amado por sí mismo, y acaso la noble joven experimentaría más gozo que tristeza al darle esta prueba de amor y de desinterés; pero él, un caballero, ¿debía aceptar?

Por otra parte, jamás la de Candore, cuyos designios había penetrado, aprobaría semejante locura. Negaría su consentimiento, y el pedírselo no conduciría más que a exponer a la pobre institutriz a alguna afrenta humillante. Lo mejor era callarse, resignarse, obedecer; y aquella hija de soldado fuertemente impregnada de disciplina sería la primera en aconsejárselo.

En el fondo, su resolución estaba ya tomada.

Estaba bastante enamorado para hacer un matrimonio pobre siendo él rico y no debiendo sufrir por ese ligero sacrificio ni en sus costumbres ni en sus gustos refinados; pero afrontar la medianía, ni aun con la mujer amada, era superior a sus fuerzas y a su valor.

—¡Pobre Liette! ¡Qué pena va a tener!—murmuró con cierta fatuidad.

También él sufría... pero no mucho.

Su entusiasmo había caído con sus esperanzas, y la decepción material había matado brutalmente al sentimiento ideal que por un instante le había transportado en sus alas.

Admiraba en sus adentros la presciencia adivinatoria de la condesa, que siempre intervenía en el momento decisivo y que acababa de detenerle en el borde del abismo en que iba a dejarse caer imprudentemente.

—Sin la oportunidad maternal, me metía en un lindo barrizal—pensó con una satisfacción que alivió un poco la amargura de sus pesares.—Decididamente, mi señora madre tiene un olfato maravilloso y haré muy bien en seguir sus consejos más o menos directos.

¿Un buen matrimonio?...

Encendió un cigarro y fue a asomarse a la ventana que daba a la playa.

La partida estaba en su pleno y los «Play», «Ready» que se cruzaban entre los jugadores llegaban a su oído llevados por la brisa marina.

Hasta distinguía el duro acento anglosajón y las notas argentinas de Blanca cuando se reía de alguna jugada torpe.

Aquella chiquilla tenía la culpa de todo...

Buena muchacha en suma, llena de delicadeza y de corazón, lejos de rehusar nada al que ella consideraría siempre como su hermano mayor, sería la primera en decirle:

—Repartámonos la fortuna.

Pero su dignidad no podía consentir...

¿Con qué título?

Un primo no es un hermano ni un marido...

¿Un marido?

Después de todo, él podía llegar a serlo. Si era absolutamente preciso resignarse a un buen matrimonio, y no veía otra salida, ¿por qué no ella mejor que una pécora cualquiera que hiciese sonar demasiado su dinero y que, al menos, le tratase de igual a igual siendo su señor y dueño? Blanca, la pobre, se estimaría muy feliz siendo su humilde servidora.

Porque no había duda, ya le adoraba como hermano. ¿Qué iba a ser ahora?...

Casi siempre una prima
adora a su primito...

tarareó entre dos bocanadas de humo.

Su intimidad se había desarrollado particularmente en aquella expedición, en la que absorvido por un pensamiento único, Raúl no estaba dispuesto a coquetear según su costumbre y se limitaba a la sociedad de su hermana. Con ella podía hablar libremente de Liette, y no dejaba de hacerlo. Ella le respondía con toda la inocencia de su alma, no cesaba de elogiar a su institutriz y respondía a los cumplimientos fraternales sobre su personilla:

—En otro tiempo no me encontrabas tan a tu gusto; el reflejo de miss Dodson me era menos favorable...

La joven decía esto alegremente y sin malicia alguna.

Indiferente a los otros jóvenes, mariposones de casinos o estrellas de playa que exhibían sus gracias en las partidas de tennis y empleaban su ingenio en las sabias combinaciones del cotillón. Blanca respondía ingenuamente a las bromas de su hermano que le instaba a elegir un novio.

—No hay ni uno que se parezca a ti...

En ese caso...

¿Por qué no después de todo?

Aquel era evidentemente el plan de la señora de Candore, cuya prudencia maternal había desconocido... Y más todavía el deseo del tío Neris, que encontraría difícilmente mejor partido y no regatearía para asegurar la dicha de su hija.

—Además, se pondrá tan contenta la pobre muchacha...—pensaba con la magnanimidad de un príncipe, retorciéndose el fino bigote.

En la playa, acabada la partida, cambiábanse vigorosos apretones de manos al cumplimentar a los vencedores, que eran Blanca y su pareja, un joven discípulo de Saint-Cyr que había reemplazado a Raúl a última hora. Ambos hablaban y reían con un aplomo de buen gusto, pero que no por eso dejó de atacar los nervios un poco irritables del señor de Candore, el cual arrojó el cigarro medio fumado y bajó rápidamente al encuentro de su prima.

Blanca se disponía a volver a la quinta con las facciones animadas por el ardor del juego, mientras la sangre corría más viva bajo su piel transparente y nacarada. Su belleza, un poco frágil, tenía algo de delicado y conmovedor.

—Te sofocas demasiado—dijo el señor Neris con alarmada solicitud;—vas a coger frío.

Pero ya Raúl traía un chal y cubría con él los hombros de la joven con un matiz de galantería que la condesa, en pie en la escalinata, fue la única en observar.

Por sus delgados labios se deslizó una enigmática sonrisa.

—Vamos—pensó,—la novela ha concluido y comienza el idilio.


Aproximábase el fin de la señora de Raynal, y esta vez nada podía ya retardarle. Después de unas cuantas semanas de respiro y de esperanza, último resplandor de la lámpara próxima a extinguirse, la enfermedad, contenida un instante, llegaba ahora a marchas dobles. Consultas, remedios, cuidados y oraciones, todo fue inútil. La muerte estaba allí, halagüeña y acariciadora para aquella vieja infantil que se abandonaba a ella sin resistencia.

Me siento tan gastada y tan fatigada, hija mía, que es caritativo dejarme al fin reposar. Tú eres una valiente, igual que tu padre, con su carácter de hierro en el que se embota la desgracia, mientras que a nosotras, pobres sensitivas, nos quiebra como el cristal. ¡Ah! vosotros sois los privilegiados de la vida...

—¡Privilegiada! ¡Pobre Liette!

Temblando por aquella existencia que pendía de un hilo y por su amor, acaso más frágil todavía, la joven devoraba sus lágrimas y ocultaba sus angustias a fin de no entristecer aquella agonía...

¿No estaba ella amenazada por un doble duelo? A pesar de las cartas de Raúl, su corazón estaba martirizado por penetrantes aprensiones ¡Blanca amaba!

Amaba con todas las fuerzas de su alma ardiente pero concentrada; amaba con la hermosa confianza y el cándido entusiasmo de los dieciséis años; pero también con la desconfianza involuntaria y la temerosa timidez de un amor tardío; amaba con la energía de una mujer y la debilidad de una niña.

¡Blanca amaba!

¿Y él? Se lo había dicho y se lo repetía sin cesar. Ciertamente, no dudaba de él, pero temía a la condesa. Si su voluntad, fortalecida con sus derechos de madre, se elevaba como una barrera entre los dos y no podían romperla, ¿no tendrían que inclinarse el uno y el otro? Y en su abnegación de mujer amante, pensaba, olvidando su propio sufrimiento.

—¡Pobre Raúl! Al menos él no se quedará solo.

Pero, ¿y ella?

¿Le iba a faltar todo a la vez?

Y con temor supersticioso trataba desesperadamente de retardar el desenlace fatal, como si la vida de la una estuviese ligada al amor del otro y debiesen confundirse sus últimos suspiros.

Aquel día, una tibia tarde de septiembre, la enferma, a pesar de su extremada debilidad, había querido que la llevasen al jardín y lánguidamente echada en su hamaca, estaba evocando, con voz ya lejana, sus recuerdos de la primera juventud, enjambre de mariposas color de rosa que revolotean alrededor de la frente de los moribundos en la hora del último crepúsculo.

—Era un día muy parecido a éste... Nuestro hermoso sol de los Trópicos se velaba triste y huraño... Mi madre, en su hamaca como yo estoy ahora, tiritaba como yo tirito... Estaba yo triste como tú lo estás hoy, hija mía... Hacía ocho días que no teníamos noticias de tu padre... que todavía no se había declarado... Yo tenía el corazón oprimido... tan oprimido, que estalló de repente y me eché sollozando en los brazos de mi madre.

—¡Pobre mamá!

Entonces ella, que lo había adivinado todo, no pronunció más que un nombre:

—¿Raúl?

—No, Jorge—rectificó Liette con sonrisa forzada.

La de Raynal hizo un movimiento de impaciencia.

—En verdad, hija mía, tienes poca confianza en tu madre—dijo en tono de despecho.—¿Quieres esperar a que esté muerta?

—¡Oh! mamá...

—¿Crees que no veo claro? ¿Por qué dejarme marchar en la duda?

—¡Madre mía!...

—Eres una ingrata, una mala hija... Después de lo que he hecho por ti, me niegas este último consuelo... ¿Es esto caritativo?

La anciana se agitaba, presa de una excitación febril y balbucía palabras entrecortadas.

Liette vacilaba...

Ciertamente, muchas veces, en su desesperada angustia, había estado a punto de ceder a la irresistible necesidad de expansión, natural en el que sufre y quiere ser consolado. Y siempre la palabra había expirado en sus labios...

¿Para qué?

¿Para qué introducir la turbación y la alarma en aquella apacible agonía? ¿Para qué confiarle la tímida esperanza que reprobaba su razón? ¿Para qué dar alimento a las quimeras que poblaban la imaginación exagerada de la ardiente criolla, tan llena de castillos en el aire?

A pesar de su ternura y su respeto, Liette conocía demasiado a aquella niña vieja y frívola para pedirle el sostén y el apoyo moral necesario en las horas de desfallecimiento. Su madre atizaría el fuego con mano inconsciente en vez de apagarlo, y Liette, sin fuerza ya para luchar contra ella misma, veía que no podría resistir al contagio del espejismo.

¿No valía más esperar?

Pero ¡ay! ¿esperaría la muerte? ¿Era filial aquella prudente reserva?

Liette cayó de rodillas.

—Perdona, madre querida; quería ahorrarte una decepción probable...

—Pronto, cuéntamelo todo... ¿Te ama?

—Así me lo ha dicho.

—¿Y escrito también? Por eso recibías tantas cartas de Granville...

La anciana se reía maliciosamente, muy orgullosa por su perspicacia.

—¡Oh! dos solamente, y no las he respondido.

—Pues yo sí lo hubiera hecho... En fin, trae...

Trató de leer, pero en vano, y dijo con un gesto de cansancio:

—No veo; lee tú, hija mía.

Liette obedeció, y, con voz sorda pero en la que vibraba una emoción mal contenida, volvió a leer aquellas líneas ardientes y apasionadas, frases huecas cuyo vacío no podía sospechar su alma leal.

La moribunda estaba encantada y escuchaba con sonrisa de triunfo en los labios.

—¡Bien! ¡Muy bien!—decía.—¡Pobre muchacho! ¡Cómo te ama! Sigue, sigue.

Y al acabar la lectura, exclamó:

—¡Querido niño! Muestra un entusiasmo, un ardor, una constancia, a pesar de tu frialdad... Porque, realmente, hija mía, no sabes animarle... ¿No le amas?

—¡Ay! sí...

—¡Entonces!... ¿Cómo puedes permanecer así, plácida e indiferente?... ¿No tienes fe?

—¡Oh! mamá querida...

Asustada por la exaltación de su madre, Liette se esforzaba en vano por calmarla. En aquella pobre cabeza agotada sonaban todos los cascabeles de sus locas quimeras. La anciana divagaba con delicia y hablaba del matrimonio, de la ceremonia, de los trajes...

—¡Con cuánto gusto lo vería!—suspiraba.

Dudar del consentimiento de la condesa era para ella una locura. Si hacía esperar su petición, era que quería venir en persona...

—Estoy segura de que está en camino; lo adivino, lo siento...

...La puerta se abrió... Y la anciana volvió la cabeza estremeciéndose...

Pero no era más que el tío Marcial, que venía a hacer amablemente el servicio de la oficina.

—Una carta para usted, señorita; de Granville.

¡Al fin!

Liette desgarró el sobre con mano temblorosa.

La carta era de Blanca y no contenía más que estas líneas:

«Doy a usted, mi querida amiga, la primera noticia de un secreto que es una pena y también una dicha. Mi madre no es mi madre, y, sin embargo, me ha dicho muy bajito que yo podría aún ser su hija.

«Al perder un hermano encuentro un primo... y, acaso, un novio... un esposo...

«Yo, que amaba ya tanto a Raúl, ¿cómo voy a hacer para amarle más?... ¿Y él, querrá amarme? Usted me ayudará a conseguirlo, ¿verdad?»

Los labios trémulos, los ojos fijos, las mejillas más pálidas que las de la moribunda, Liette permanecía rígida, muda, sin quejas, sin lágrimas...

—Y bien—dijo ansiosamente la madre;—habla, me das miedo.

Ante aquella palidez, ante aquel mutismo, ante la desesperación de aquella pobre mirada, ¿tuvo la anciana la vaga presciencia de la verdad y remordimientos por su imprudencia?

Aquellas facciones infantiles bajo su corona blanca expresaron tal desolación y tal angustia, que Liette olvidó su propio sufrimiento, y cuando la moribunda, con las manos juntas como un niño que pide perdón, balbució tímidamente:

—¡Oh! dime, ¿es el consentimiento de la condesa?

Liette respondió:

—Sí.

Una hora después la de Raynel moría con la sonrisa en los labios, murmurando:

—¡Condesa de Candore!


El letargo del primer dolor nos quita en parte la facultad de sentir los otros, y quizá esos golpes redoblados que caen simultáneamente sobre nuestra cabeza son menos un brutal encarnizamiento de la suerte que una suprema piedad de la Providencia...

En el sopor físico y moral en que la sumió la muerte de su madre, Liette no tuvo lágrimas más que para ella y todos los demás dolores se hundieron en aquella fosa abierta, duro y frío lecho para aquel delicado pájaro exótico. Durante unos días, su mente, absorta por entero por aquel duelo cruel, aunque previsto, no estuvo dominada más que por el recuerdo de la anciana infantil a la que dedicaba una ternura filial y maternal al mismo tiempo. Ante su cuarto vacío, ante su butaca, ante su hamaca, la joven tenía crisis de desesperación, más conmovedoras porque las dominaba valerosamente, y, a pesar de las curiosidades indiscretas y de las lástimas torpes, nadie pudo jactarse de haberla oído quejarse ni visto llorar.

Desdeñando por otra parte las simpatías triviales y los pésames de convención, Liette se apasionaba difícilmente aun ante un cariño sincero, y el mismo señor Hardoin tenía que esforzarse para forzar la puerta de aquella alma cerrada y a la que la última decepción había añadido todavía un cerrojo.

En efecto, en la angustia de su aislamiento y de su abandono iba surgiendo poco a poco de la sombra una imagen borrada un momento por la de la muerte, y Liette trataba en vano de librarse de ella. ¡Ay! así como en otro tiempo no había podido combatir la esperanza quimérica, no podía ahora mandar a su memoria demasiado fiel y que le trazaba sin cesar las ardientes etapas de aquel pasado demasiado corto. Liette repasaba sin descanso las migajas de dicha escapadas de la mano avara del Destino, ya que estaba destinada a no sentarse nunca al festín de los dichosos.

Su carácter leal y firme defendíale las lamentaciones estériles y las vanas recriminaciones. Lejos de achacar culpas a Raúl, hubiérale buscado excusas si él las hubiera necesitado a sus ojos; pero, lejos de vituperarle, le aprobaba. Ni por un instante pensó en luchar ni en invocar los derechos de su ternura. Aun a falta de su orgullo, su profundo agradecimiento por la joven que le abría tan ingenuamente el corazón hubiera bastado para evitarle todo desfallecimiento.

El joven diplomático le escribió una carta desolada poniendo su suerte entre sus manos y terminando por estas líneas de una hábil política:

«¿Qué debo hacer, Liette? Dígamelo usted, pues ya no lo sé yo mismo. Apelan a mi honor, a compromisos de familia, a mi gratitud hacia mi tío, a mi piedad por su hija... Yo no oigo más que la voz de mi razón y mi amor... Necesito un guía que me ilumine. A usted, que es mi razón y mi conciencia la obedeceré ciegamente. ¿Qué debo hacer?»

La joven respondió sencillamente:

«Su deber de usted: casarse con Blanca.»

El amor, tal como lo comprendía aquella hija de soldado, era un sentimiento tan puro como el honor, que sufre todos los sacrificios, pero no una mancha. Como la bandera, el corazón podía ser desgarrado, pero no manchado...

Liette aprobaba sin desfallecer el casamiento de Raúl y se hubiera avergonzado de una traición.

Ciertas palabras indiscretas del señor Hardoin le habían confirmado la situación de Blanca y los proyectos arraigados desde hacía mucho tiempo en la mente calculadora de la condesa.

—No hay gran señora para su notario—decía Hardoin con su maliciosa bondad.—A pesar de su afectado desinterés, la hija del viejo Neris sabe contar tan bien como su difunto padre. Hace mucho tiempo había yo visto su juego y sabía que su hijo no resistiría seriamente a sus razones... contantes y sonantes.

—¡Oh! señor Hardoin, toda acción puede tener un móvil noble y generoso. ¿Por qué atribuirla con preferencia a un motivo bajo y vil?

—Porque así hay menos probabilidades de engañarse, pobre amiga mía... Además, según es el hombre se deben juzgar sus actos.

—¿No quiere usted al señor de Candore?

—¿Raúl? Es un buen muchacho; tiene ingenio... y un poco de corazón, no mucho...

—¡Oh!

—Incapaz de dejarse entusiasmar más de lo que dan de sí las riendas... Y su madre es un buen cochero.

—Le calumnia usted.

—No, amiga mía, le excuso.

—El respeto filial es un deber...

—Pero hay también otros...

—¿Más sagrados?

—Quizá... Cuando una joven honrada y crédula ha puesto toda su confianza en la palabra leal de un hombre, es mi parecer que no puede faltar a ella sin cometer una mala acción...

El flemático notario se había animado y hablaba con un calor que rayaba en indignación.

Liette le escuchaba muy grave y llena de aflicción y de sorpresa. ¿Cómo había el notario adivinado su secreto? ¿Cómo olvidaba la reserva y la delicadeza de su carácter y de su profesión hasta hacer aquella alusión ofensiva?...

La joven, pues, le respondió fijando en él su clara mirada:

—Podría fingir que no le comprendía a usted, caballero, y si no se tratase más que de mí le respondería, ante su interés oficioso e inexplicable, que no se fuerza mi confianza... Pero no puedo dejar pasar una acusación mal fundada contra una persona a quien estimo y a quien amo.

El notario levantó los brazos al cielo con una estupefacción demasiado vehemente para ser fingida.

—¡Usted ama al señor de Candore! ¡Usted! ¡Usted!

—Le amaba como él a mí, más que a mi vida, pero menos que a mi honor, y, lejos de sustraerse a sus juramentos, que yo por otra parte no había ratificado, vea usted la carta que me escribió la víspera de sus esponsales. Lea usted, se lo ruego.

Aturdido, el notario obedeció maquinalmente.

—¡Bah!—dijo,—la conocía a usted bien, y no tengo que preguntar a usted qué respuesta le dio. No es usted de las que hubieran hecho valer derechos imaginarios...

—No tenía ninguno, y, por otra parte, los de la familia hubieran sido antes... Además, mi querida Blanca...

Su voz se quebrantó.

—¡Le ama tanto la pobre niña!... ¡Hubiera sido tan desgraciada!... ¡Y está tan poco acostumbrada a sufrir!

—Mientras que usted...

—Yo tengo la costumbre—respondió Liette con su hermosa sonrisa de resignación.—¡Ah! si Dios hubiera querido siquiera dejarme a mi madre! Pero no tengo ni un niño a quien amar...

El notario dobló metódicamente las gafas, las puso en el estuche y dijo, después de haber tosido para aclararse la voz:

—Señorita, tengo que protestar ante todo contra la interpretación errónea de unas palabras en el aire, que no se referían a usted ni al señor de Candore... Si hubiera sospechado ni remotamente la simpatía con que usted se digna honrarle, me hubiera cortado la lengua antes que expresar la menor apreciación desfavorable. Hágame usted el favor de hacerme la justicia de creerlo. Usted no es de las que queman lo que han adorado. Olvide usted, se lo ruego, una torpeza involuntaria que deploro sinceramente. Pero lo que no puedo deplorar es la noble confianza que se ha servido usted manifestarme y que realza todavía mi respeto y mi admiración hacia usted. Es usted valiente entre las valientes y estoy orgulloso de tener alguna parte en su amistad, que le suplico me conserve preciosamente. Si esa amistad llegase a ser un día bastante grande y la soledad pesase a usted demasiado, recuerde, señorita, que mi despacho es su vecino más próximo y que nunca hará usted a su dueño más feliz que dignándose entrar en él... y no salir más. Esto es todo lo que tenía que decir a usted. Conste. De hoy en adelante esperaré su buen deseo.

Vuelto a su casa después de esta declaración un poco original, el digno notario se sentó muy pensativo en su escritorio.

—¡También ella!—murmuró con un poco de despecho.—Una inteligencia tan superior dejarse coger por las vulgaridades de ese belitre... ¿Qué tiene ese hombre de particular?

Como una irónica respuesta, el espejo de la chimenea le envió la imagen de su cráneo calvo y de sus patillas canosas, y el notario exclamó con cómico furor encogiéndose de hombros:

—Pardiez, lo que tiene son veinte años menos. ¡Oh! la juventud, la juventud...

Ahogando un gran suspiro, cogió de la taquilla una carta de sello británico y la leyó moviendo la cabeza.

—¡Pobre muchacha!—exclamó. Esto le quitaría sus ilusiones, pero habría que compadecerla más. Las ilusiones son los crisantemos de la vida.

Y después de este pensamiento, muy poético para ser de un notario, cogió un pliego de papel con el timbre del despacho y empezó a escribir tranquilamente:

«Señorita: la ley francesa no reconoce en ningún caso...»


La campana, echada a vuelo, producía toda su cascada voz de abuela al esfuerzo vigoroso del campanero, estimulado por el aliciente de la propina extraordinaria que debía valerle su celo. Los repiques sucedían a los repiques; el viejo campanario, estaba como aturdido y alterado y los vidrios antiguos, ninguno de los cuales estaba intacto, temblaban en su marco de plomo.

Habíase puesto el cura su más hermosa casulla y su ancha faz rubicunda estaba radiante por la ternura combinada de la ceremonia que estaba celebrando y del banquete que habría de presidir en el castillo. Los sochantres, con sus caras coloradotas, salmodiaban a voz en cuello, sin temor de que se les secara la garganta, pues sabían que habrían de refrescársela después copiosamente. Los monacillos, cuyas sotanas rojas demasiado cortas dejaban ver unos pantalones demasiado largos, mostraban una compunción poco ordinaria y se abstenían de meterse el dedo en la nariz, de sonarse con las mangas, de hacer burla por detrás del oficiante y otras habilidades por el estilo. Hipnotizados por la lluvia de monedas de plata que preveían, tenían una actitud grave y recogida, no faltaban a una genuflexión y presentaban las vinajeras o transportaban los Evangelios con una solemnidad digna de otro marco.

Todos trataban de excederse a sí mismos. La modesta iglesia de paredes blanqueadas y llenas de una lepra de vejez mal disimulada por unos cuantos cuadros de colores violentos que hacían pensar en el verso de Coppée:

Si fuese así, con todo, el Paraíso...

se había adornado de limpieza, ese lujo del pobre, y estaba tan bien barrida y desempolvada que las pacíficas arañas que dormitaban de tiempo inmemorial en todos los nichos y en todos los rincones, bajo el velo de la Virgen como en la corona de espinas y hasta en la barba del Crucificado, habían sido desposeídas de sus telas, arrebatadas como por un huracán, y andaban melancólicas y errantes en busca de nueva instalación.

El organista empleaba pies y manos en sacar sonidos melodiosos de su viejo y rechinante armonium, y el suizo, con su uniforme de gran gala, contemplaba con admiración el altar de madera tallada en el que resplandecían todas las luces y que desaparecía bajo las plantas y las flores raras surtidas por las estufas de Candore.

La boda de Blanca y de su primo se verificaba, sin embargo, en una intimidad buscada exprofeso. El alejamiento de aquel lugar extraviado, y el rigor de la estación (era el mes de diciembre), había permitido a la condesa dar al acto el carácter discreto que convenía a la situación delicada de la novia. Los cuatro testigos y unos cuantos allegados formaban todo el cortejo nupcial y, para ocultar el vacío de aquella fiesta un poco triste, de la que el mismo sol estaba ausente, Neris había invitado a todos los aldeanos al banquete, después del cual los jóvenes casados debían salir para Italia.

Esta feliz idea, que cuadraba muy bien con los gustos de la castellana, había hecho a la de Candore muy popular.

—¡No es tan orgullosa como se dice!—exclamaban las comadres, encantadas de ser admitidas en el castillo.

—Al menos hace vivir al país—declaraban los comerciantes, entusiasmados por la ganga.

—Resucita las antiguas costumbres—decían los viejos en tono de aprobación.

Por otra parte, hacía mucho tiempo que Blanca había ganado todos los corazones, y aunque su repentina metamorfosis hacía murmurar un poco, las frases eran menos malévolas de lo que puede esperarse generalmente de nuestra pobre naturaleza humana.

—¡Bah! Yo había sospechado algo sólo por ver la manera que tenía don Héctor de comérsela con los ojos. Nadie mira de ese modo a su sobrina.

—Con todo, es chistoso eso de casarse casi con su hermana...

—Pero la verdad es que ese matrimonio arregla muchas cosas. Así no se desparramará la fortuna.

Y todos concluían:

—La verdad es que son una buena pareja y bien proporcionada.

¡Bien proporcionada!... ¿Acaso en lo físico? La frágil delicadeza de la joven hubiera necesitado una protección más varonil, un brazo más robusto, un apoyo más firme que el de aquel lindo joven un poco enfermizo. ¡Y qué contraste en lo moral, entre aquel gastado, aquel escéptico ávido y lascivo bajo su corrección altanera, y el corazoncito ingenuo, tierno y confiado que se entregaba a él tan cándidamente!

Nada más que en la dulce mirada de admiración y de gratitud que dirigía a su señor y dueño mientras él se retorcía el bigote escuchando con aparente deferencia la interminable arenga del cura, se veía el don absoluto y gozoso de su persona, de su vida y de su alma.

La de Candore, en el colmo de la dicha, disimulaba su satisfacción bajo una impasibilidad convencional.

Neris, con la cara oculta entre las manos, formulaba una ardiente oración por su hija.

El notario Hardoin contemplaba a la asistencia a través de sus gafas protectoras. ¿Cuál de aquellos dichosos hubiera podido soportar impunemente el agudo análisis de su vista sutil y penetrante? ¿Cuál de aquellas felicidades era bastante firme para eso?

¡Ay! Ni siquiera la de aquella pobre niña recién casada, a quien el porvenir reservaba sin duda tan crueles desilusiones.

Liette no estaba allí.

Hacía meses que estaba subiendo sin vacilar al doloroso Calvario confidente del amor fresco y puro de su linda discípula, de sus temores y de sus esperanzas, a ella era a quien Blanca pedía sin cesar apoyo y consejo.

—¿Debo hacer esto? ¿Le gustará tal cosa a Raúl? ¿Cree usted que me encontrará bonita así?

Y con estoico heroísmo, Liette encontraba un áspero goce en adornar a su inocente y amada rival con las flores de su triste experiencia, y tan bien dominaba su cara, que ni un desfallecimiento había revelado la secreta angustia de su alma.

Raúl mismo se había dejado engañar, y al verla tan resignada, tan valerosa y tan tranquila, había experimentado un alivio mezclado de despecho...

¡Se consolaba, según él, muy fácilmente!

Solamente Hardoin leía en aquella frente impenetrable, y aunque nunca se permitía la menor alusión a las penosas confidencias sorprendidas a pesar suyo, su deferente simpatía y su respeto caballeresco eran un bálsamo precioso para aquella alma dolorida.

La víspera de la boda, entró como vecino en la pequeña oficina en que la joven se esforzaba por absorberse en sus cuentas, ante las cuales flotaba obstinadamente un velo de desposada.

Tuvo que admirar los trajes y las alhajas, y esto no fue nada todavía al lado de la ceremonia del día siguiente, a la que no se atrevía a sustraerse.

A pesar de su ánimo, se le acababan las fuerzas. Su energía, en una tensión exagerada desde hacia tantos días, semanas y meses, amenazaba con quebrantarse en el momento decisivo. Estaba en una de esas horas de angustia física y moral en las que el alma y el cuerpo se derrumban vencidos y claman desesperadamente en las tinieblas en que se agitan, como el Cristo en el huerto de las Olivas: «¡Señor, aparta de mí este cáliz!»

En este estado de desmayo fue como la encontró el digno notario.

—Perdóneme usted que la moleste, querida amiga—dijo juzgando de una ojeada la situación,—pero la culpa la tiene un sueño, un estúpido sueño... He soñado que se había usted torcido un pie o que le había pasado algo que le impedía atravesar la plaza... Sería un contratiempo lamentable, pero nadie está obligado a lo imposible... Debe usted de reírse de mi credulidad... Perdónemela usted... Si soy tan indiscreto es con buena intención... Voy ahora al castillo, y en el caso de que tuviera usted que darme alguna comisión... nadie duda de la palabra de un notario...

Liette le dirigió su hermosa mirada húmeda y agradecida.

—¡Qué bueno es usted, señor Hardoin! Cree usted que puedo dispensarme...

—Creo, querida niña, que la valentía no es la temeridad... Arrojarse al fuego para salvar a un semejante es muy hermoso... Pero exponerse sin utilidad no tiene nada de razonable. No somos salamandras, qué diablo...

—Gracias. Me daba vergüenza mi debilidad, pero verdaderamente dudaba de mi valor...

—¡Yo no! Pero sufrir por nada, por gusto, no me parece necesario. Está dicho, se ha torcido usted un pie...

—¡Bah! bastará una simple rozadura.

—Bien; así no tendrá usted necesidad de médico; nada más que una compresa y un bastón... Permítame usted que le ofrezca el mío; no es elegante, pero es sólido, como su dueño.


En el mismo sillón en que había agonizado su madre, Liette estaba sudando la lenta agonía de su amor.

Con la ardiente cabeza pegada a los cristales helados, contemplaba con vista turbada aquella triste decoración de invierno: los tilos desnudos, de torcidas ramas y espolvoreados de escarcha, la fuente helada, cuyo delgado chorro, congelado como una estalactita, no dejaba ya oír su murmullo cristalino, la plazuela alfombrada de nieve en la que unos pajarillos hambrientos ponían pequeñas manchas negras, como los cuervos de pesado vuelo en la inmensidad blanca de los cielos.

¡Qué diferencia con su primer despertar en Candore!

Todo entonces parecía sonreírla; los rayos del sol, el perfume de las flores, el canto de los pájaros, y su alma dilatada se abría a la esperanza.

Habían pasado menos de dos años, y en su corazón, como ante sus ojos, el sol se había apagado, las flores se habían marchitado, las canciones se habían callado y la esperanza había muerto.

La campana, sin embargo, sonaba echada a vuelo, pero cada alegre vibración repercutía en sus oídos como un toque fúnebre y el resplandor de los cirios detrás de los vidrios de colores hacíale pensar en unos funerales, los funerales de su amor....

En vano ahuyentaba esas imágenes importunas, que volvían como una mosca a posarse en su frente. En vano quería evadirse de su propia tristeza para participar de la alegría de la querida niña cuya dicha era su obra. En vano se esforzaba por olvidar sus velos de luto por aquel velo de desposada vislumbrado hacía un momento en la portezuela del coche, en el que se agitaba una manita blanca. En vano forzaba a sus labios a rezar por aquellos dos seres queridos que en adelante no serían más que uno para ella...

¡Trabajo inútil!

Su pensamiento rebelde se esquivaba de aquel cruel cuadro, y por una de esas perversiones de la imaginación que en las crisis violentas se agita como un muelle roto, seguía viendo sin cesar la capilla de Santa Ana y los dos novios delante del altar erizado de puntas de hierro y de fuego, doloroso emblema del Destino, donde se consumía lentamente la «cera de los desposorios.»

¡Aquellos serían más dichosos!

Ninguna hiel, ninguna amargura se mezclaban con su enorme pena; cada cual había cumplido con su deber noble y estoicamente, y si el amor había perdido en ello, la estimación había ganado.

Este era su orgullo y su consuelo; podía mirar sin temor el retrato del altivo soldado del que era hija. Su clara mirada le respondía:

—Está bien.

—Buenos días, señorita; solamente nosotros estamos en nuestro puesto—dijo el tío Marcial volcando su saco en la mesa y designando con franca risa la multitud de comadres y muchachos que, no habiendo podido encontrar sitio en la iglesia, esperaban la salida de la novia.—La señorita Beaudoin se habrá alegrado de su accidente de usted, pues la habría reemplazado de mala gana... La verdad es que nuestra señorita Blanca está tan linda que da gusto verla...

—Si lo desea usted, no se prive de ir a verla, Marcial, mientras yo timbro el correo...

—¿No quiere usted que la ayude?

—Es inútil; acérqueme usted nada más la mesa... ¡Ajajá! Ya tengo todo lo que necesito. Cuando usted vuelva las cartas estarán clasificadas... De todos modos, las tres cuartas partes irán ciertamente al castillo.

—Entonces me dejo convencer, señorita. He visto a esa recién casada tan alta como esto, y rezaré con gusto un pater por ella, si me acuerdo.

—Rece usted dos, Marcial; uno por usted y otro por mí.

—Convenido, señorita; haré el encargo militarmente.

Y llevándose la mano al quepis, se marchó con ese paso cadencioso de los antiguos soldados y la espalda encorvada como si llevase todavía la mochila.

Liette le vio atravesar la plazuela, pasar por los grupos y entrar en la iglesia.

Entonces, dando un suspiro, apartó la vista de aquel edificio medio derruido en el cual se estaba representando el último acto del drama íntimo de su vida, y se puso valerosamente a la tarea.

«Señores de Candore.»

«Señora doña Blanca de Candore.»

Estos nombres se presentaban sin cesar ante sus ojos quemados por la fiebre. Desde la víspera aquello era un diluvio de telegramas de felicitaciones, prospectos de proveedores, papeles con escudos nobiliarios, sellos franceses y extranjeros.

Estaba Liette haciendo metódicamente su clasificación, cuando el timbre la llamó de nuevo al aparato Morse...

Era un nuevo telegrama para el castillo.

«Señorita doña Blanca de Candore.»

¡Este estaba doblemente atrasado de noticias!

Maquinalmente tradujo palabra por palabra las señales cabalísticas marcadas en el rollo de papel, y las transcribió en el libro:

«Señorita... el hombre... con quien... va usted a... casarse... es mi... esposo... ante la ley... inglesa...»

La pluma se detuvo en los dedos temblorosos de la empleada.

¡Imposible! No podía ser esa la traducción...

«Y el... padre de mi... hijo que... muy pronto... no tendrá tampoco... madre...

Juana Dodson...»

Las sílabas implacables se desarrollaban ante sus ojos turbados con su movimiento automático y continuo.

Pero no, se engañaba.

Con un violento esfuerzo, trató de dominarse, de recobrar su sangre fría, y consultando el alfabeto, deletreó letra por letra:

«Señorita, el hombre con quien va usted a casarse es mi esposo ante la ley inglesa y el padre de mi hijo, que muy pronto no tendrá tampoco madre. Juana Dodson...»

¡Había leído bien!

Esta vez la pluma se cayó al suelo.

¿Era verdad? ¿Era posible?

Pero no; se trataba de una calumnia infame, de una de esas calumnias ante las cuales no retroceden ciertos seres viles y maléficos que no se cuidan del honor de un hombre ni del reposo de una mujer.

Sin embargo, ese nombre... «Juana Dodson»... era el de la institutriz a quien ella había reemplazado en el castillo, y quizá...

¡No! No podía, no quería creerlo...

Suponiendo que el telegrama fuese realmente de miss Dodson, ¿no podía ser una venganza de mujer despechada y celosa?... Raúl había podido ser amable, demasiado amable, coquetear con ella, turbar la imaginación de la pobre muchacha y hacerle acariciar una loca esperanza... De esto a admitir aquella monstruosa acusación...

Con todo, los términos eran precisos y formales...

Volvió a leer el texto del telegrama, fechado en Jersey... ¡Jersey!

Liette creyó estar viéndole desembarcar del vapor en el puerto de Granville...

¡Dejaba entonces una mujer y un hijo en la otra orilla!

Y como una espesa niebla que se disipa de repente ante las brillantes flechas del astro del día, una luz cruda, brutal y deslumbradora cegó sus pobres ojos que ella tapaba en vano para no ver...

Los detalles se precisaban con una claridad implacable. La correspondencia con el pretexto del tío Neris, los viajes repetidos a Inglaterra, a Jersey, y la equivocación del digno notario, cuya alusión, hoy transparente, no se dirigía a ella... todo lo descifraba con una lucidez desesperante y aquella trama de odiosas mentiras se desgarraba en lamentables jirones...

¡Todo había acabado!

Aquella indigna traición barría, como una irresistible tormenta, todas sus queridas reliquias del pasado y convertía la llama en cenizas...

¡Todo había acabado!

Y como el sacerdote permanece confundido ante el sacrificio de la iglesia devastada y del tabernáculo violado, Liette se quedó anonadada viendo a su ídolo, a su dios, arrancado brutalmente del altar que ella le había levantado en su corazón.


Con la mejilla apoyada en la crispada mano la mirada dura, la frente fruncida y la boca contraída con una sonrisa amarga, la joven meditaba y sus hermosas facciones estaban fijas en una implacable expresión de desprecio y de odio.

Como los más puros metales, las almas más nobles tienen sus escorias, que suben en hirviente espuma al fuego de la cólera.

En aquel momento, la altiva e impecable criatura experimentaba una acre voluptuosidad al pensar en los estragos irreparables que iba a causar aquel papel azul en el que su mano trémula escribía sin vacilación ni remordimientos las líneas acusadoras, como un líquido corrosivo en el blanco traje de desposada.

No sólo excusaba aquel delirio de venganza, extravío de un espíritu ulcerado, de una madre enloquecida hasta la desesperación, sino que lo aprobaba y lo comprendía, y se regocijaba por ser su ciego instrumento.

Otra había hecho la tarea que repugnaba a su natural lealtad; no tenía más que lavarse las manos.

Ciertamente, la delación era un arma vil, pero mucho menos que la conducta de aquel noble felón, que engañaba a tres mujeres a la vez y robaba a la una su honor, a la otra su estima y a la otra su fortuna.

¿Por qué aquel telegrama revelador no había llegado el día antes? ¿Por qué venía cuando el «sí» fatal había sido pronunciado? ¿Por qué era ya tarde para desatar esos lazos malditos? ¿Para qué romper el corazón de una niña ignorante y crédula?

¿Y qué?

Era la vida brutal, la ley del destino sorda e inexorable, y la venganza no está obligada a más equidad que esa justicia ciega cuya espada de dos filos hiere casi siempre al inocente con el culpable.

¿Qué le iba a hacer ella?

¿Salvar al uno para salvar a la otra?

¡Engaño!

¡Piedad ridícula de los débiles que causa la audacia implacable de los fuertes!

Liette se acorazaba contra todo enternecimiento y se encerraba en una impasibilidad feroz.

Blanca sufriría sin duda.

¿No sufría también ella en su amor, en su orgullo, en todas las fibras de su ser, con un sufrimiento comparable al que hubiera experimentado viendo al altivo soldado que era su padre condenado a la degradación militar?

¿Y aquella desgraciada abandonada, sola al lado de la cuna de su hijo y que había debido pasar por mil torturas antes de trazar aquel testamento de odio? Aquella sufría hasta la desesperación, hasta la locura, hasta el suicidio acaso, como mujer y como madre.

¡Dios mío! El que causaba tales dolores, tales faltas, tales crímenes, ¿no era más indigno de perdón que el peor criminal?

Por otra parte, ¿qué le importaba a ella todo esto?

Nada tenía que ver con tal asunto.

Si había caso de conciencia, era para la que había trazado aquellas líneas, no para ella.

Ella no era más que un instrumento pasivo, un autómata sin corazón, sin nervios y sin entrañas, que dejaba pasar el telegrama venenoso, producto de nuestra civilización, como en la edad media la justicia del Rey.

Ese era su derecho, más aún, su deber.

Todo la obligaba a ello, su juramento, el honor, la disciplina.

Si la venganza salía ganando, mejor...

Sordos murmullos y gritos confusos:

—¡Ahí están! ¡Ahí están!

Las comadres se empujan; los muchachos se derriban; los unos se encaraman en los bancos; los otros trepan a los árboles; los carruajes se adelantan al paso, majestuosamente; ábrese de par en par la puerta principal y los recién casados aparecen en el umbral, ella resplandeciente de dicha en la blanca nube que la aureola, y él un poco molesto por aquellas miradas curiosas. Empújala suavemente hacia la carretela acolchada de seda blanca y florida con bolas de nieve en armonía con la decoración de invierno, verdadera antecámara de enamorados. Pero ella le pide algo con deliciosa timidez; él hace un gesto de contrariedad y parece protestar, pero ella insiste amablemente; él se resigna, no sin mal humor, da al cochero una breve orden y se mete a su vez en el coche, que describe una parábola y va a pararse delante del Correo.

Y antes de que Liette pudiera darse cuenta de lo que pasaba, la recién casada estaba en sus brazos, en su corazón.

—Querida, querida amiga... ¡Cuánto la he echado a usted de menos! En el más hermoso día de mi vida... Porque, no hay que decírselo pero le adoro...

Liette besa lentamente los hermosos ojos, tan confiados, tan dulces, tan poco hechos para las lágrimas; envuelve en una caricia maternal a la joven acurrucada en su seno como un tímido pajarillo y su mirada, severa por primera vez, se fija en el conde, mudo y cortado ante aquel gracioso espectáculo.

—¡Amela usted mucho al menos!—dice con un acento cuya amargura él solo comprende.

Raúl se inclina, halagado en su íntima fatuidad masculina por lo que él toma por un sentimiento de despecho involuntario que se descubre a través de la indiferencia afectada que mortificaba a su amor propio.

—No lo dude usted, señorita—declara en tono malicioso.

Se han marchado, y se dirigen ahora hacia el castillo.

El tío Marcial muestra a su vez su bigote gris y dice alegremente:

—La consigna está cumplida, señorita, y he llenado la medida; tres pater en vez de dos, porque, ha de saber usted que había sus lagunas... De este modo Dios estará satisfecho y no regateará su ración de felicidad a tan linda criatura.

Mientras charla contra su costumbre, ha abierto la caja y está poniendo en orden las cartas preparadas.

—¡Calla! Hay todavía un telegrama. Voy a llamar al muchacho.

Liette extiende vivamente la mano y dice:

—Es inútil; este telegrama es para mí.

Liette está sola.

Ha faltado al deber profesional, al juramento, al honor y a la disciplina...

¡Es culpable, muy culpable!

Y, sin embargo, su frente no se baja ante la mirada del soldado sin miedo y sin tacha, del que nunca como entonces se ha sentido hija.

Cuando Hardoin volvió por la noche al despacho, se quedó muy sorprendido al encontrar en él a su joven vecina que le estaba esperando.

—¿Es usted, amiga mía?—exclamó haciéndola pasar con una deferencia llena de simpatía.—¿Se encuentra usted mejor?

—Me encuentro muy bien, querido señor Hardoin—respondió Liette en tono firme.—Estoy ya curada, y vengo a consultar a usted para un documento...

—¿Es algún contrato de matrimonio?—insinuó el notario tímidamente.

—No, señor Hardoin, es un proyecto de adopción.

Un año después estaba la joven empleada delante del aparato Morse, que tan rudamente le había martirizado el corazón, y transcribía sin palidecer un telegrama de Roma, donde era entonces Raúl secretario de la embajada, dirigido al señor Neris, retenido en Candore por un ataque de gota.

«Mi querido tío: eres abuelo de una hermosa niña.»

Liette echó una mirada de amor a un niño blanco y sonrosado que se revolcaba en la alfombra, y dijo con acento profundo:

—Yo también tengo un hijo.


Carlos abrió la ventana y paseó su mirada un poco turbada por los lugares en que se había desarrollado su infancia.

A sus pies estaba la plazuela rectangular en que se habían ensayado sus pasos vacilantes y donde había conocido las grandes desesperaciones de los pequeñuelos como la de un globo retenido por una alta rama, un barco de papel naufragado en las profundidades de la transparente fuente pública, en la que él sumergía en vano su bracito demasiado corto; y los grandes triunfos de la misma época, como la captura de un insecto de alas doradas, de un nido cazado en lo alto de un tilo con gran detrimento de los calzones, o de un lagarto imprudente que había ido a calentarse al sol junto al brocal del pozo y que él llevaba a casa con expresión conquistadora.

¡Primeras penas! ¡Primeras embriagueces!

Todo eso cabe en esta estrecha plazuela, grande como un Sahara para los ojos infantiles apenas abiertos hacia el mundo.

En el fondo, la iglesia, a la que iba gravemente todos los domingos, tan pequeño, que desaparecía por completo detrás del alto respaldo del banco rústico... Unos años hacen sobresalir los rizos rubios... después el cuello a la marinera... luego el uniforme de colegial... Unos años más, se ve el plumero tricolor del alumno de Saint-Cyr; y por último los brillantes colores del traje oriental del oficial de África...

A la derecha, la muestra hereditaria del notario Hardoin, tercero de ese nombre...

¡Lo que él había jugado en el polvoriento despacho con los dependientes encaramados en sus altos asientos! Y qué risa la suya cuando el principal abría de repente la puerta de la oficina para regañar a los culpables y se detenía desarmado ante su ahijado instalado majestuosamente en su propio sillón...

Y las locas carreras por la huerta, cuyas más hermosas frutas le pertenecían, y por el bosque umbrío, selva virgen para su joven imaginación que aumentaba todas las cosas y daba al minúsculo estanque las proporciones del lago Ontario.

Y las excursiones en el carricoche con el viejo notario y su pacífico caballo, cuyas riendas se le permitía tener algunas veces. ¡Qué gloria la de atravesar así las aldeas de los alrededores y entrar solemnemente en alguna gran granja, donde le agasajaban como a su padrino!

A la izquierda la bandera de la Gendarmería, esa bandera hacia la que volaban sus primeros sueños y sus primeras aspiraciones y que él unía en sus recuerdos juveniles al retrato del soldado que iluminaba la humilde oficina con un reflejo de heroísmo.

¡Oh! vivir como el uno... Morir por la otra...

Cada piedra de la calle, cada poste, cada puerta, cada ventana conservaban un poco de su vida, como los campos verdes y dorados y los frondosos bosques detrás de los cuales el castillo señoril levantaba al sol sus torres cubiertas de pizarra.

En aquella decoración familiar, vacía aún a aquella hora matutina, surgían una a una las sombras conocidas que poblaban aquel pasado tan próximo.

Primero, su padrino, el señor Hardoin, con sus anteojos de oro, sus patillas canosas y su grueso bastón de puño de marfil.

Después el cura, panzudo y asmático, que le daba golpecitos en los carrillos al salir del catecismo y le felicitaba por sus progresos.

Luego la señorita Beaudoin, que las echaba de fina y le reprendía por las más pequeñas cosas; y para acostumbrarle a las buenas maneras sacaba de su ridículo algún bombón acidulado como ella y se lo presentaba con las puntas de los dedos como si mandara ponerse de manos a un perrillo faldero.

Y el tío Marcial, con su perilla blanca y su manga vacía, que inspiraba tanta curiosidad al pequeño, que un día se atrevió a preguntarle dónde estaba su brazo, y se ganó esta bella respuesta:

—¿Mi brazo? ¡Aquí le tienes!

Y el veterano mostraba su cruz de honor con tal orgullo, que realmente no parecía digno de compasión.

Y los carreteros de cutis curtido, que restañaban alegremente el látigo al pasar por la ventana baja en la que la silla alta del niño Carlos reemplazaba al gran sillón de la de Raynal.

Y los aldeanos que volvían de los campos, agobiados bajo el peso del haz de hierbas, de leña o de espigas, levantaban la espalda encorvada para sonreírle.

Porque todos habían sido buenos con aquel extranjero caído sin saber cómo en ese rincón de la Picardía, y el joven tenía que hacer un esfuerzo de memoria para encontrar una cara altanera y fría vislumbrada a veces en la iglesia y detrás de los cristales del coche, la anciana condesa de Candore.

Sí, conservaba de todos un recuerdo tierno y agradecido y para todos aquellos amigos de su infancia era la sonrisa de la cara varonil que se asomaba a la misma ventana en que, veinte años antes, una graciosa fisonomía femenina sonreía al Porvenir, como él al Pasado.

Para todos la sonrisa, pero para una sola una lágrima, perla rara de los corazones viriles, empañaba el brillo de sus ojos de acero, mientras el joven murmuraba con religioso fervor:

—¡Mi tía Liette!

Carlos Raynal, huérfano desde la cuna, no recordaba más parientes que aquella tía Liette que le había recogido antes de que su boquita sonrosada hubiese balbucido el nombre de «mamá» cuya dulzura no debía jamás saborear.

No sabía de su familia sino que su madre era inglesa y su padre primo lejano del comandante; y la tía Liette los reemplazaba tan bien a los dos, que no hubiera dependido más que de ella el borrarlos completamente.

Pero su exquisita delicadeza le prohibía ese inconsciente egoísmo, y si no le hablaba de su padre, al que, según ella, no había conocido, en cambio entretenía piadosamente la memoria de su madre en el corazón del huérfano.

Cuando el niño había sido bueno, Liette le sentaba en su falda delante del pesado escritorio Imperio, y sacaba de un cajón una fotografía medio borrada que, con una trenza rubia de reflejos de sol, componía el relicario materno.

Carlos besaba el rizo de oro igual a los suyos, y contemplaba gravemente las facciones finas y delicadas de la que él llamaba su «mamaíta» con un dejo de protección varonil que se desarrollaba con la edad, como si adivinase en ella un ser débil y tímido a quien consolar y defender.

Su madre no había debido de ser feliz; se adivinaba en su mirada turbia, en su lánguida sonrisa, y el joven sufría por no haber sido ya grande para sostener sus pasos, apartar las piedras de su camino y secar sus lágrimas a fuerza de caricias.

Tenía por ella la respetuosa compasión y la tierna solicitud tributo de los hijos amantes que pagan las deudas de sus padres, desquite de las madres contra las esposas abandonadas, que hace brotar una rosa tardía en su corona de espinas.

La madre adoptiva alimentaba ella misma ese culto filial. ¿Cómo podía estar celosa? ¿Podía envidiar, teniendo ella la mejor parte, los pensamientos que se deslizaban de su altar florido hasta la tumba solitaria, pobre contribución de un alma en la que ella reinaba sin rival?

¡La tía Liette!

Esto lo decía y lo contenía todo, abnegación infinita de un lado, agradecimiento infinito del otro.

¡La tía Liette!

Al decir estas tres palabras, profundas como una oración, Carlos veía surgir en el alba melancólica del regreso la querida imagen luminosa y serena que iluminaba todo su pasado y todo su porvenir.

Era una cara joven, tranquila y sonriente bajo sus gruesos rizos negros, que acechaba su primer despertar, sus primeras palabras y sus primeros juegos.

Era la atenta educadora que le hacía balbucir sus primeros pater, deletrear las primeras sílabas, trazar los primeros palotes. La que dirigió el desarrollo de esa inteligencia en capullo, planta frágil y preciosa entre todas, cuyas ramas inclina ella, como tutora vigilante, hacia la Belleza, hacia el Bien, hacia la Verdad.

¡Oh! qué hermosos paseos por el campo de adornos cambiantes, pero tan bello bajo su manto de nieve como con su traje de esmeralda, donde ella le revela el Creador en la creación, la eterna potencia en la eterna bondad, la majestad divina en la inmensidad de los cielos como en el más pequeño agujerillo, en el roble gigante como en la hierbecilla, en el buey de paso pesado que hiende lentamente el surco como en la mariposa de ligero vuelo que se pierde en el espacio...

Después de Dios en su obra, viene el hombre en la suya; después de las maravillas de la Naturaleza, vienen las del Ingenio.

Por la noche, a la luz de la lámpara, bajaba un amigo de las tablas de la biblioteca y tomaba parte en su conversación.

Era el viejo Corneille, padre de los heroicos, o el dulce Racine, poeta de las ternuras, o Hugo con su «Leyenda de los Siglos» o Lamartine con sus «Armonías», cantores alados que transportaban el alma del niño a las puras regiones del Ideal.

Con los graves historiadores, Michelet, Guizot, Thiers, se remontaba hacia el pasado, se interrogaba a los antiguos, se sentía latir el corazón de Francia y se comprendía que, según la bella expresión de Renan, «la patria» es el recuerdo de las grandes cosas que unos cuantos hombres han hecho juntos.

Con frecuencia, el señor Hardoin traía el tributo de su rara erudición y de su juicio seguro a esas graves conversaciones y maduraba aquel joven cerebro al contacto generador del de los antiguos maestros.

Latinista distinguido, fanático de Horacio y de Virgilio, el notario se encargó de las «Humanidades», con gran contento de la tía Liette, que pudo así conservar más tiempo a su pupilo.

Las primeras lecciones del hogar familiar envuelven el alma del niño de un dulce calor, la penetran y la fecundan.

Pero más que las lecciones, produce sus frutos el ejemplo e imprime en aquella blanca cera una huella indeleble.

Aquella vida digna, sencilla y leal, sin miedo y sin tacha, como la espada paterna colgada en la pared y que era su rígido símbolo, debía envolver al huérfano en su irradiación e infundir en su sangre los gérmenes de viriles virtudes, más poderosos que el atavismo...

A ese parecido moral se añadió poco a poco una especie de parecido físico, nacido de la comunión constante, que se nota a veces en los esposos viejos, parecido, no de facciones, sino de expresión, de mirada, de acento, de mil detalles que son, en suma, la fisonomía del alma.

Bajo el cabello rubio del joven, reinaba la misma frente voluntariosa que bajo las cocas todavía negras de la solterona; sus ojos de acero tenían la misma tranquila energía que se reflejaba en los del comandante y en los de su hija; sus gestos, su sonrisa, su voz, toda su persona, en fin, era, como su carácter, la emanación de aquella vida varonil y tierna que había hecho de él un hombre en la hermosa y alta acepción de la palabra.

El joven, pues, la adoraba y encontraba para ella atenciones exquisitas, frases cariñosas y refinamientos delicados de los que indican la sensibilidad de los fuertes, flor rara, oculta en él como en ella y cuyo discreto y penetrante perfume respiraban ellos solos.

La adoraba, y refería a ella todos sus actos, sus pensamientos, sus esfuerzos, sus ambiciones, sus sueños, sus éxitos escolares, su gloria militar, sus primeros premios y sus primeros galones. Al día siguiente de haber sido citado en la orden del día, escribió a Liette:

«Estaba tan orgulloso que oía latir «tu» corazón.»

¡Qué alegría, el día anterior, llegando de improviso a la estrecha oficina, levantar en sus robustos brazos a la tía querida que frisaba ya en los cincuenta años y cuyas sienes estaban adornadas por algunos hilos de plata, y oprimirla contra su pecho, en el que brillaba la cruz de los bravos!...

—¿Eh? tía Liette, las dos forman un par—exclamó gozoso señalando a la del comandante.

¡Qué triunfo dar con ella la vuelta a la plazuela, cordialmente saludados por todo el mundo; pasear su sencillo traje negro con tanto orgullo como sus galones de oro; sentir su brazo estremecerse sobre el suyo y envolverla en esa tierna mirada de los hijos que hace fundirse el corazón de las madres!...

¡Querida tía Liette!

Ninguna imagen la borraría jamás.


De repente desembocó en la plaza debajo de la ventana, una elegante amazona seguida de un jinete de bello aspecto, a pesar de las arrugas que indicaban en él las mordeduras de la edad y de la vida.

La amazona vio al joven en el balcón, descubrió los blancos dientes en una sonrisa y respondió amablemente con una señal del látigo al profundo saludo, devuelto por su compañero con una tiesura enteramente británica.

—¿Quién es esa joven, amigo mío?—preguntó la tía Liette, a quien Carlos no había oído entrar.

—Miss Darling, de la que creo que te he hablado en una carta y a quien no esperaba encontrar aquí...

—¡Ah!

—¿Conoces al personaje que la acompaña?—preguntó Carlos a su vez, para ocultar su embarazo.

Y Liette respondió sencillamente:

—Es el conde Raúl de Candore.

La familia de Candore no se componía ya más que de Raúl y de su tío...

Después de dos años de matrimonio que no le habían dado toda la dicha soñada, Dios había tenido piedad de la joven condesa y la había llamado a él antes de que perdiera sus últimas ilusiones, en las que pudo todavía envolverse para morir, como en aquel traje blanco apenas amarillento con que la enterraron cubierta de flores.

Débil y delicada como ella, la nieta, a quien la enlutada nodriza paseaba por el Corso bajo la vigilancia de la abuela, había vegetado algún tiempo y pasado a fuerza de cuidados y de precauciones las peligrosas etapas de la primera infancia para naufragar en el alba de la primera juventud, y con su virginal atavío de la primera comunión, la llevaron al lado de su madre, a la sombra de aquella vieja iglesia de Candore, adonde nunca había ido en vida.

La anciana condesa, apegada a aquella niña con la pasión de las abuelas que no siempre han sido madres tiernas, apenas la sobrevivió; y el señor Neris, padre y abuelo igualmente desgraciado, sacudió el polvo de los zapatos en el umbral de la Ciudad Eterna, volvió la espalda a ese sol mentiroso, prometedor de vida que no había podido caldear sus miembros helados, y volvió a meterse en su agujero como un animal herido para terminar su existencia donde Blanca había empezado la suya y delante de la tumba donde reposaría un día a su lado.

Durante este tiempo, Raúl se consolaba de sus duelos con sus éxitos diplomáticos y de otra clase en la sociedad romana. Arrastrado por el torbellino mundano, no iba casi nunca a Candore, con el pretexto de que los recuerdos del pasado eran demasiado dolorosos para él; y el anciano, aunque sabiendo a qué atenerse sobre el grado de sensibilidad de aquel a quien un instante había llamado su hijo, fingía tener esta razón por buena y válida. Acaso en el fondo prefería estar solo para llorar a sus queridas desaparecidas.

Así no se mezclaban lágrimas hipócritas a sus lágrimas sinceras y el conde podía gozar a sus anchas de su libertad y hacer la gran vida sin que su suegro encontrase nada que decir ni pensase en cercenarle el crédito anchamente abierto en casa del notario Hardoin.

El señor Neris vivía solo en el vasto castillo desierto arrastrando su pena por los lugares en que su hija había vivido y crecido ante su mirada paternal y donde a cada paso encontraba sus huellas, en la arena de los paseos por donde se paseaban juntos, corriendo ella delante de él con su aro o apoyada zalameramente en su brazo; en la verde alfombra de las praderas en que la niña retozaba cuando no era más que una pequeñuela, y donde, ya grandecita, cogía para él grandes ramos campestres que le llevaba llena de alegría; en la sala de estudio y en la mesa de trabajo cargada de libros y papeles, donde la traviesa niña se burlaba de los defectos de la institutriz, joven o vieja, guiñando el ojo al indulgente tío, cómplice de sus malicias.

Y con mano temblorosa hojeaba los manuales usados, desde el modesto abecedario hasta los imponentes tratados de geometría y álgebra; los cuadernos de escritura, de cálculo y de análisis con que se ejercitaban poco a poco sus dedos, su ingenio y su corazón, y en los que se encontraban dibujos fantásticos y observaciones imprevistas, de esas que indican el buen o mal humor de los escolares, como en los presos las paredes de la cárcel, o pensamientos cándidos de este género:

—¡Si mi tío pudiera ser mi institutriz!—grito del corazón acompañado de un pintarrajo que representaba al buen tío con los anteojos de miss Dodson...

Después venía esta nota un poco más seria:

—«Desde hoy ya no tengo institutriz, sino una amiga,» fechada en el día de la entrada de Liette en el castillo.

El señor Neris había conservado una tierna gratitud hacia la que su hija había amado tan tiernamente.

Cuando iba al cementerio o a la iglesia se detenía siempre en el Correo para informarse respetuosamente de la salud de la empleada y presentarle sus cumplimientos con esa exquisita cortesía de ciertos ancianos que pone tanta gracia en sus cabellos blancos.

Mostraba hacia ella una admiración caballeresca y un interés paternal que se traducían en atenciones delicadas para los que ella quería, como ramos de flores para adornar la modesta tumba de la de Raynal iguales a los del suntuoso mausoleo de la condesa de Candore, y cestas de frutas para Carlos, que comía a boca llena los aterciopelados melocotones de las estufas del castillo.

¡Discretos homenajes que invocaban inconscientemente el pasado!

Pero para Liette no tenía ya rencor y habíase hecho en su alma la paz. Las arrugas que por un momento habían alterado su límpida superficie al soplo de la cólera y de la indignación, se habían borrado sin dejar trazas a la primera sonrisa del niño.

Liette era madre, nada más que madre, y era bastante.

—¡Ay!—suspiraba el pobre notario, que había alimentado mucho tiempo otra esperanza, mi ahijado no sospecha el perjuicio que me ha hecho.

Pero, lejos de guardarle rencor, el excelente hombre le daba el cariño que su madre adoptiva no quería.

A todo esto, pasaba el tiempo, Raúl se iba envejeciendo, los éxitos se hacían raros y no era ya el eterno galán joven que mandaba en jefe en el carnaval mundano.

Ciertos síntomas insignificantes anunciábanle ya su próxima decadencia.

Las muchachas no interrumpían ya su charla al entrar él para dirigirle miradas de admiración; en cambio las madres le consultaban a menudo sobre sus jóvenes subordinados en busca de novia rica; le trataban como hombre serio, y el mismo embajador le llamaba a la mesa de juego diciéndole: «Venga usted, mi querido Candore; esto es propio de nuestra edad», aunque Su Excelencia no había pasado de los cuarenta...

Pero era uno de esos hombres que son ya maduros a los veinte años, y Raúl, que se creía más joven, no tomó la frase por un cumplimiento.

En fin, una noche, creyó oír a la marquesa de Luchessi pronunciar detrás del abanico el epíteto de «Viejo verde».

Evidentemente aquello no podía referirse a él (lo repetía muy alto para convencerse de ello), pero no había dejado de causarle una impresión tan desagradable como una ducha helada.

¿Iba él a representar el papel del tío Neris o tendría que resignarse a desistir de todo?...

Penosa alternativa para aquel incorregible vividor, mariposa de noche que prefería al aire puro de los bosques la atmósfera asfixiante de los salones, que volaba de flor en flor y se complacía en las intrigas femeninas como una vieja coqueta, pero sin renunciar a jugar su partida ni resignarse a pasar a la reserva.

Según la linda frase de María Leckzinsca, «Un cochero viejo gusta siempre de oír restañar el látigo.»

Pero a Raúl le gustaba más tenerlo por el mango...

Durante aquel período de desanimación y cansancio fue cuando conoció a miss Darling en la embajada de Inglaterra.

Era sobrina de un riquísimo americano, Ricardo Darling, que había empezado por correr con los pies descalzos por las calles nacientes de Chicago vendiendo a los albañiles unos pasteles cuyo aroma era su principal alimento; y diga lo que quiera don César de Bazán, «El olor del festín...» es poca comida para un estómago de diez años.

¿Cómo el pastelero se había elevado a una fortuna comparable con la de Menzikoff? Fue aquel un milagro de energía, de actividad y de audacia de los que son moneda corriente en el Nuevo Mundo.

Hoy, el tío Dick poseía una parte de la ciudad monstruo que había crecido con él y no por eso estaba orgulloso. Su único placer era no rehusar nada a su sobrina ni a su estómago.

—Tú puedes comprarlo todo, y yo también—declaraba con cándida fatuidad.

Desgraciadamente, hay cosas que no se compran, y ocurría con frecuencia que ante las maravillas gastronómicas que se amontonaban en su mesa, el tío Dick echaba de menos el tiempo en que no tenía más que el olor de sus pasteles... y un excelente apetito.

Educada con esa libertad de las americanas del Norte, que, en ella, lejos de degenerar en desvergüenza, era una tranquila conciencia de su fuerza, Eva se destacaba absolutamente en aquella sociedad cosmopolita en la que las antiguas familias romanas, lánguidas y agotadas, tratan de regenerarse al contacto de los jóvenes bárbaros, como Tiberio en Caprea, con esos baños de sangre impotentes para renovar la de sus venas.

Ridículos esfuerzos de un mundo que no quiere morir, y grotescas ilusiones de un mundo que, nacido de ayer y vacilando aún en los pañales, pretende iluminar el universo en las orillas del Tiber como en la rada de Nueva York.

En estas condiciones las personas se mezclan pero no se confunden; cada cual conserva sus cualidades y sus defectos, sus defectos sobre todo, como esos esposos desconfiados que reclaman los beneficios de la comunidad sin querer soportar sus cargas.

Como esos barrios nuevos edificados apresuradamente para la especulación, y ya derruidos sin la patina del tiempo, la joven colonia americana se agrieta y se hunde como la vieja aristocracia romana, la cual, al menos, se armoniza con las ruinas imponentes del Coliseo y del Capitolio en que descansa, todavía majestuosa, como un César expirante.

Miss Darling se destacaba en aquella sociedad ficticia por una nota muy personal: la sinceridad.

Tal como era, así se mostraba, sin ningún cuidado de la opinión ni del efecto que pudiera producir.

Cuando le gustaba una cosa, lo decía; y tampoco disimulaba lo que le inspiraba desprecio. Tenía lo que más falta en esta sociedad indecisa y flotante a pesar de su aplomo afectado: la solidez.

Solidez en su ingenio, en su corazón y en su juicio, así como en su personilla de buena apostura, que marchaba recta a través de la multitud con ese aplomo tan sencillo y tan natural más dominante que la audacia.

Su desprecio por los homenajes se los atraía más que a nadie y una palabra de aprobación o un gesto benévolo tenían más precio viniendo de ella que los más altos favores de las mujeres de moda.

El día en que, en el curso de una conversación, declaró al señor de Candore que no le gustaban los jóvenes, el diplomático sintió casi fatuidad por sus cincuenta años.

—¿Puedo preguntar a usted la razón de ese ostracismo, que, por desgracia, no se refiere a mí?—preguntó sonriendo.

—Es muy sencillo; para mí, el hombre no vale más que por sus actos. Ahora bien, por la fuerza de las cosas y salvo excepciones, los jóvenes no tienen detrás de sí más que la nada y se apoyan solamente en los méritos paternos, que les han hecho lo poco que son. Su mérito personal, a pesar de su soberbia confianza en este punto, no está todavía más que en el estado de esperanzas, y yo espero que se digne revelarse.

—¡Ah! miss Darling, la juventud es también un mérito que se aprecia mucho, sobre todo cuando está lejos.

—En una mujer, sí, como la belleza; pero en un hombre es cosa superflua. Siempre preferiré a unos cuantos belitres como sus agregados de embajada, príncipes del turf o reyes del cotillón, uno de esos reyes del petróleo de los que se ríen en Francia, pero cuya iniciativa, cuya actividad y cuya inteligencia alimentan millares de existencias, o un general viejo, como el príncipe de San Remo, que ha arriesgado veinte veces la suya.

—Pero es muy feo, señorita.

—Yo le encuentro guapo—declaró la joven con entusiasmo.

—¿Habrá que decírselo?

La joven se echó a reír y dijo con más seriedad:

—La verdad es que la edad no importa en la cuestión. Hay octogenarios sin bagajes, y Mozart y Bonaparte eran ya viejos de gloria a los treinta años.

—¡Ay! señorita, ¿hay que ser Mozart o Bonaparte para encontrar gracia con usted?

—No soy tan ambiciosa; no me gustan las nulidades, y nada más.

Nadie se considera como una nulidad. Candore, en particular, tenía una buena opinión de sí mismo y no retuvo de esta conversación más que la parte halagüeña:

La joven americana no temía la madurez.

Raúl, desde entonces, puso una especie de coquetería en confesar su edad y no discutió ya con el espejo la aparición de una arruga o de una cana.

Con el cigarro en la boca y las riendas sueltas en el cuello del caballo, Raúl se dirigía lentamente a Candore pensando en la fina silueta del joven capitán que había visto en la ventana y que había causado tan linda sonrisa en los labios de miss Darling...

¿Quién podía ser aquel muchacho?

—Un oficial de gran mérito y del más brillante porvenir—había respondido Eva con un entusiasmo nada disimulado y que ensombreció un poco la frente del diplomático.

Sin que pareciese que se daba cuenta de ello, la joven se había extendido largamente al hablar de las circunstancias novelescas de su encuentro en África, donde él había desplegado una admirable sangre fría y un raro valor para sacarla, a ella y a su tío, de las garras de una tribu de tuaregs en que se habían aventurado imprudentemente.

Por muy maravillosa que fuese la historia y graciosa la narradora, no encantó más que medianamente los oídos del oyente.

—¿Cómo se llamaba aquel héroe?

—El capitán Raynal.

—Raynal... Raynal...

El conde buscaba en vano en el fondo de su memoria.

Nunca Liette, bastante discreta, es cierto, ni su madre, bastante prolija sin embargo, le habían hablado de un pariente de ese nombre; creía su familia extinguida.

Guardando para él sus reflexiones, el conde escuchaba con creciente irritación aquel molesto elogio del que la joven miss no le dispensaba. Así fue que vio con una especie de alivio la verja del castillo de Argicourt, donde Eva estaba de temporada en casa de unos amigos comunes.

¡El, que se regocijaba por tal vecindad, sin haber previsto el tal militarcito!...

¿De dónde diablos había salido?

Raynal... El capitán Raynal...

Desde su matrimonio no había sabido nada de Liette...

La correspondencia entre ella y su antigua discípula se había ido acabando poco a poco, pues la una temía preguntar y la otra responder. Pronto la pluma se había caído de los dedos helados de la condesita, y el silencio se había producido.

En sus raras apariciones por Candore, el conde, movido por una especie de respeto involuntario, se había abstenido siempre de pronunciar el nombre de la empleada, a quien, por otra parte, había casi olvidado. Sabía solamente por algunas palabras en el aire recogidas al azar de las conversaciones, que se había negado siempre a dejar su puesto, prefiriendo ascender en él, y Raúl lo había atribuido a un recuerdo halagüeño para su persona.

—Pobre muchacha; estaba loca por mí—pensaba con indulgente fatuidad.

Y no se ocupaba más del asunto.

Hoy, la aparición de aquel buen mozo en la misma ventana de otro tiempo... turbaba sus ideas como una interrogación.

Su nombre, sus facciones, su edad, todo era materia de suposiciones y de hipótesis.

Siendo capitán y estando condecorado, debía de tener veinticinco o treinta años, aunque apenas los representaba.

A primera vista se parecía a Liette, evidentemente, no en el color de los ojos y del cabello ni en el corte de cara, sino en la expresión.

¿Y se llamaba Raynal?

¿Será que?...

El negro demonio de los malos pensamientos rozábale con su ala, y una sonrisa burlona respondía a las cejas fruncidas.

¿Será que?...

Tendría gracia...

¡Ella, que las echaba de virtuosa!

¿Habré yo hecho el tonto?

El conde arrojó el cigarro sin acabar con una cólera mezclada de despecho.

El amor propio, más vivaz que el amor, hacíale sentir su aguijón.

¿Se habría burlado de él?

¿Se le habría impuesto por una falsa dignidad y un pudor afectado, hasta el punto de obligarle a ofrecerle su nombre, siendo acaso indigna de él, y conservando la careta hasta el fin para robarle su estima y su respeto?

El conde iba montando en cólera y toda una antigua levadura de celos retrospectivos fermentaba de repente en el fondo de su ser estragado.

Raúl trataba de reírse.

¡Celoso yo!... ¡Y de una cincuentona!... Vamos allá, querido, tu reloj retrasa...

No, pero no quería ser engañado, y si sus sospechas eran fundadas, entonces...

Entonces, ¿qué?

¿Qué le importaba a él?

¿Iba a insultar a una mujer, él, un noble? ¿Y por qué?

¿A causa de aquel guapo oficial a quien sonreían las muchachas?

—Que no se ponga en mi camino—exclamó blandiendo el látigo con una violencia que hizo encabritarse a su caballo.

—Hola, sobrino... ¿Con quién diablos disputas?

El señor Neris, apoyado en su bastón, apareció en la linde del bosque.

El conde sujetó muy diestramente a su caballo y dijo echando pie a tierra:

—¿Quieres que volvamos juntos, tío?

—Con mucho gusto, amigo mío.

Púsose al brazo las riendas del caballo, penetró con su tío bajo las altas arboledas que rodeaban el castillo y siguió el mismo camino en que la pobre miss Dodson vertió tantas lágrimas veinticinco años antes.

—Veo que eres todavía un brillante jinete.

—Gracias a tus lecciones, tío. Tú fuiste quien me puso la primera vez a caballo.

—¡Ay! parece que te estoy viendo todavía con mi pobre Blanca. ¡Qué lejos está eso, Dios mío! Y después, cuántas penas...

Su blanca cabeza se inclinó sobre el pecho. Raúl se callaba, respetando aquel gran dolor.

—Esta mañana saliste muy temprano—dijo al fin el anciano haciendo un esfuerzo.

—Sí, he estado en Argicourt. Había prometido a miss Darling salir con ella a caballo, pues su tío está lejos de valer lo que el mío en punto a equitación. Hemos dado un buen paseo.

—Siempre es bueno un paseo dado con una mujer guapa...

—¿Te gusta miss Darling?

—Mucho. Es sencilla y natural; toda su persona denota una rectitud, una lealtad y un aplomo que no he encontrado en las demás.

—Me hacen feliz esos elogios, pues si yo me decidiera a llenar el vacío de mi hogar, querría mucho tener tu aprobación.

El octogenario se paró de repente.

—¿Piensas acaso?...

Su voz temblaba.

—¡Dios mío! ¿Por qué disimularlo? Ya sabe usted si he amado tiernamente a la querida criatura que el cielo me arrebató muy pronto...

—Pasemos adelante.

—La he llorado durante veinte años y he llevado lealmente su luto.

—Pasemos, pasemos.

—Pero al fin llega una hora en que no debe uno ya mirar detrás de sí y en que los minutos están contados para llenar nuestros deberes respecto del porvenir como respecto del pasado. Un noble no puede dejar extinguirse el nombre que ha recibido de sus antepasados para transmitírselo a sus descendientes.

—En una palabra, quieres casarte con miss Darling...

—Por la razón que te doy...

—¿La permanencia de la raza? Si esa fuera la única, ¿sería necesario recurrir a un matrimonio aventurado?... En la vida de un hombre de placer como tú... y como yo, por desgracia, hay faltas de la juventud que corresponde reparar a la vejez...

—¿Qué quiere usted decir?

—No tengo derecho para ser severo... Pero si hubieras dejado detrás de ti algún remordimiento...

Llegaban a un claro rodeado de hayas gigantes que el sol acribillaba con sus flechas de oro...

«Acuérdate» decía el astro ardiente con sus lenguas de fuego.

«Acuérdate» repetía el murmullo de los árboles, majestuosos testigos del pasado.

«Acuérdate» arrullaban las tórtolas produciendo su nota melancólica y tierna en el silencio de los grandes bosques.

Pero Raúl no se acordaba...

—No tengo ningún remordimiento, querido tío—respondió con desenvoltura.

Neris hizo un gesto vago.

—Eres muy feliz—dijo sencillamente.

Prodújose un momento de silencio.

—En fin, querido tío, si llegase el caso, ¿no tendría usted ninguna objeción seria contra miss Darling?—preguntó el conde, que no quería abandonar su asunto.

—Tiene veinte años y tú has pasado de cincuenta.

—Pero yo también soy como usted, tío mío, estoy construido a cal y canto; es una herencia del abuelo Neris que estoy lejos de despreciar.

—En lo físico, pase aún; pero en lo moral...

—A miss Darling no le gustan los jóvenes; me ha expuesto sus teorías sobre esto...

—Encontrará entonces, acaso, que lo eres demasiado—dijo el anciano con ligera ironía.

—En fin, no es su opinión probable lo que yo quiero conocer, querido tío, sino la tuya—respondió el diplomático con alguna impaciencia.

—Te lo repito, amigo mío; no he encontrado comparable con miss Darling más que una persona.

—¿Y era, si no es indiscreción?...

—Liette Raynal.

Raúl se mordió los labios.

En el estado de ánimo en que se encontraba, aquel nombre sonaba de un modo particularmente desagradable a su oído.

Pero no por eso perdió la ocasión de preguntar con maña:

—¿La institutriz de mi pobre Blanca? Sí, era una persona de mérito—añadió con indiferencia.—¿Qué ha sido de ella?

—Sigue en Candore.

—¿Empleada de Correos?

—Empleada de Correos.

—Por cierto que he creído ver una figura nueva al pasar por delante de la oficina; un militar...

—Es su hijo adoptivo... un pariente... el capitán Raynal.

El conde de Candore hizo sonar la lengua con expresión de duda.

—¿Crees tú en los hijos adoptivos, tío?

El anciano respondió con cierto dejo de severidad:

—Sí, sobrino, como en los hijos abandonados.


Liette estaba en su estrecha oficina viendo, como en el día lejano de su llegada al pueblo, desfilar todo el mundo por delante del ventanillo; pero la curiosidad no era para ella, y, en lugar del irritante malestar de otro tiempo, Liette sentía ahora una dulce satisfacción de orgullo maternal al oír los saludos al joven capitán de los viejos y viejas que le habían conocido niño.

El joven respondía con cordialidad, tratando de conocer en las jóvenes que salían de las vísperas y en los mozos que emprendían partidas de pelota o se iban a tirar al arco a los chicuelos dejados en el pueblo y a quienes se asombraba de encontrar cambiados como él. Y al volver los ojos al modesto interior, lo mismo la fría oficina que el salón de elegancias pasadas de moda, el capitán encontraba con placer infantil todos los muebles y todos los objetos familiares, todo, hasta el pobre Breal, primer compañero de sus juegos, disecado en memoria suya.

Nada había cambiado en aquel cuadro anticuado y envejecido, en el que sólo él no se reconocía cuando el espejo le enviaba la sombra de sus bigotes, justamente encima de su retrato con falda corta y con un tambor a sus pies.

Nada había cambiado, y la misma tía Liette, recta y menuda con su traje sencillo de lana, con su bello perfil de camafeo bajo el cabello apenas encanecido en las sienes y su mirada límpida que reflejaba la serenidad de su alma, la misma tía Liette había envejecido tan poco, que al preguntarle de repente Carlos:

—Tía Liette ¿cuándo vas a pedir tu jubilación?

La empleada respondió prorrumpiendo en una carcajada llena de juventud.

—¿Mi jubilación? Gracias a Dios, amigo mío, estoy todavía fuerte y espero evitar durante algunos años el ser arrinconada.

—Sin duda... Pero es precisamente por eso... Estás joven y activa... No temes los viajes... Y, por otra parte, eres hija y madre de soldado...

—Explícate...

—Oye. Quisiera tenerte más cerca de mí, tía Liette; mi sueldo bastaría para los dos... Quisiera que me siguieses a mis lejanas guarniciones como en otro tiempo a tu padre. Quisiera no tener sólo presente la imagen del hogar que has creado al huérfano, sino ese hogar mismo y la que es su alma. ¿No te gustaría volver a ver aquella tierra de África en que diste los primeros pasos?

Liette sonrió, dulcemente conmovida por esta delicadeza filial.

—Eres bueno y tierno, hijo mío, al pensar en mi soledad más aún que en la tuya; pero a mi edad no se rompen las costumbres de veinticinco años. Me atan a esta pobre aldea muchas cosas de las que no se llevan en la suela de los zapatos. En rigor, pudiera arrastrar conmigo tu cuna como las pobres «reliquias» de mi madre, pero no su tumba; y cuando se baja la cuesta de los cincuenta años los muertos atraen más aún que los vivos.

—Gracias a Dios, tía Liette, como decías hace un momento, estás buena y sana, y yo, que no vivo con mis recuerdos, desearía otra compañía.

—«No es bueno que el hombre esté solo», luego tu deseo es muy legítimo; pero no es una vieja como yo la que debe llenar el vacío de tu casa y de tu corazón... Necesitas una joven y linda compañera y hermosos hijos...

—De los que tú serás abuela.

—Es un papel que me gustará mucho, y quizá entonces pediré mi jubilación para estudiarle con descanso... pero no antes.

El joven se retorció el bigote con expresión distraída y su mirada vaga pareció buscar en el espacio una silueta fugitiva.

La tía Liette le observaba como al descuido.

—¿Está en camino, Carlos?—preguntó maliciosamente.

—No, todavía está en las nubes.

Y con una risa un poco forzada para ocultar su confusión, el joven dio un sonoro beso en la frente de la empleada.

—De modo que no es todavía esta vez cuando te llevo conmigo, tía Liette...

—¡Cómo! mal muchacho, ¿quieres llevarte a mi vecina?

Y el señor Hardoin que entraba le amenazaba alegremente con el dedo.

—Sí, padrino, y a usted también si quiere.

—¡Oh! si no dependiera más que de mí, daría con gusto la vuelta al mundo...

—¿Dejar el despacho? ¿Usted? ¡Imposible! Apuesto a que es el miedo del viaje de novios lo que le ha impedido a usted casarse.

—No se burle usted, mi capitán; no se es siempre soltero por gusto.

Y con un suspiro de los más elocuentes, echó una mirada de reproche a la tía Liette, que se sonreía a medias.

Después recostándose en una butaca y levantándose las gafas por la frente para mirar más a sus anchas las facciones varoniles del joven oficial, dijo:

—Vamos a ver, señor misterioso, ¿tienes la intención de hacerme redactar tu contrato?

—¿Yo? ¡Qué disparate!

—No encontrarías dificultades... No eran las siete de la mañana cuando el tío Griel, un ladino que tiene la costumbre de tratar los negocios al salir de la cama, vino a consultarme sobre la venta de su prado de Ognolles y me insinuó de paso que piensa dar a su hija cien mil francos de dote... y que la chica no detesta a los militares...

—¿La pequeña Irma, que tenía las manos tan rojas y la deplorable costumbre de pisar los moñigos de vaca?

—La pequeña Irma es ahora una joven que vuelve de Santa Clotilde con todos los diplomas y tan hecha a las buenas maneras, que desprecia soberanamente a los aldeanos, empezando por el bueno de su padre.

—Prefiero, entonces, la antigua Irma.

—El recaudador, por su parte, ha venido a tomar conmigo el vino blanco, menos por mi bodega que por su sobrina, cuyos méritos me ha ponderado durante la misa... Tienen que contar...

—Clarita... ¿No la pusieron de largo cuando yo estrené mis primeros calzones?

—Sí, pero los años de campaña se cuentan dobles y ella ha conservado la frescura de su nombre.

—Pongamos que estoy demasiado bronceado para ella, y no hablemos más del asunto.

—Pues no eres poco difícil...

—¿No hay nada más?—preguntó la tía Liette muy divertida.

—Como pasos oficiales, no hay más, y ya es bastante... Pero he recibido otras dos visitas, la una muy simpática... y la otra un poco menos.

—¿Cuáles?

—Eso, joven, es el secreto profesional. Busca y encontrarás. ¿Quién puede quererte bien?

—¿Y mal?—preguntó con inquietud Liette, a quien el notario respondió con una señal imperceptible.

La empleada, impaciente por saber, dijo:

—Oye, Carlos, debías hacer una visita al señor cura para presentarle tus respetos y tu cruz...

—Comprendido... A las órdenes de usted, mi comandante.

Y dando un beso a su madre adoptiva, le dijo al oído:

—Apuesto a que para ti no habrá secreto profesional.

Un instante después atravesaba la plaza con paso diligente e iba a llamar a casa del cura con gran admiración de los muchachos.

Liette, que le había seguido con tierna mirada, se volvió entonces hacia el notario.

—¿Qué hay?—le preguntó sin otro preámbulo.

—En primer lugar, cierto señor Darling, tío y tutor de una riquísima americana, actualmente en el castillo de Argicourt, y que parece querer muy bien a nuestro africano, a quien encontró en el curso de un viaje a Argelia, donde les prestó un señalado servicio...

—Y además...

—Además el conde de Candore, apasionado de la joven miss y a quien los laureles del capitán Raynal impiden dormir.

Liette se puso la mano en la frente cargada de pensamientos.

—¿Le ha preguntado a usted sobre Carlos?

—Sí, indirectamente y con cierta acritud, no se lo disimulo a usted.

—Y usted, ¿qué le respondió?

—Nada o poco más; y se marchó muy contrariado.

—Aquí tiene usted una complicación imprevista, amigo mío. Siento que Carlos esté aquí. Pero no importa; si se trata de su dicha, yo sabré defenderle.

—Le defenderemos—rectificó calurosamente el digno notario.


Cuando Carlos volvió encontró a su madre adoptiva ligeramente preocupada. Una nube fugitiva que se ponía algunas veces en sus tranquilas facciones obscurecía el brillo de sus bellos ojos, tiernamente fijos en él y en los que se leía una vaga alarma.

—Una carta para ti—dijo dándole un sobre blasonado.

El joven la abrió y la leyó rápidamente.

—Es una invitación del señor de Argicourt para un Rally-paper, el sábado.

—¿Vas a ir?

Carlos vaciló un momento.

—No, tía Liette; mi licencia es corta, y quiero dedicártela entera.

—Pero yo no quiero ser egoísta y privarte de los placeres de tu edad.

—¡Qué buena eres!

—No es más sino que te quiero mucho.

Carlos la contempló con enternecimiento.

¡Oh! sí, la tía Liette le amaba... ¡Y él a ella!

A aquella hora la oficina estaba cerrada, y libres de importunos, ambos gozaban de la intimidad del reposo dominical que adormecía al humilde pueblo. Sentado enfrente de ella en el saloncillo ajado y delante del almohadón en que Liette acababa de poner su cesto de labor, Carlos se creía vuelto a la niñez y una sensación de exquisita dulzura penetraba en su ser.

—Siempre te veo el mismo bordado, tía Liette. ¿Haces acaso lo que Penélope?

—No, señor burlón, no es la misma; pero no varío ni el dibujo ni los colores, y de este modo me parece que no envejezco y creo que vas a jugar con los ovillos o a ayudarme a devanar las madejas.

—Y soy todavía muy capaz. Prueba.

—No, ahora eres demasiado alto.

—Puedo bajarme.

Y se puso de rodillas con las manos extendidas.

—¡Loco!—dijo Liette, divertida y feliz, arrojándole un ovillo de lana...

Y mientras buscaba el nudo, le dijo insistiendo afectuosamente:

—¿Irás a Argicourt?

—Conozco muy poco a los dueños.

—¿No ha sido el barón tu camarada?

—Sí, pero en el regimiento se borran las distancias, y, rico o pobre, un oficial vale lo que otro... mientras que hoy el señor de Argicourt vive en sus tierras, rico y casado... con una extranjera según creo...

—Una americana del Norte...

—Que le ha hecho presentar la dimisión... Viven muy en grande según parece...

—Hacen la vida que exige su clase y la fortuna de su mujer.

—Sí, él no tenía más que su nombre.

—Ya es algo—respondió Liette con melancolía.

—¿No te parece, tía Liette, sin hablar mal de nadie, que es un poco humillante para un hombre el debérselo todo a su mujer?

El joven esperó la respuesta con un poco de ansiedad. Era tanta su deferencia por el juicio de aquella guía segura e impecable, que una palabra de su boca le parecía una sentencia sin apelación. Así fue que sintió una especie de alivio cuando ella le respondió con indulgencia:

—¿Por qué? Cuando no hay cálculo en ninguna de las dos partes, el corazón no conoce las balanzas. El que ama verdaderamente se da sin contar, y para las almas bien nacidas, el que da es todavía más obligado que el que recibe.

—Todo el mundo no lo juzga así...

—Todo el mundo no es perfecto y juzga con frecuencia a los demás según él mismo. Para mí es rebajarse el suponer gratuitamente una bajeza.

—Puede uno fiarse de ti en materia de honor, tía Liette. Sin embargo, yo preferiría una mujer que tuviese menos que yo.

—Es un escrúpulo honroso, pero un poco pueril, y la cuenta sería difícil de establecer. ¿En cuánto estimas tu cruz?

Carlos se calló, vencido y contento.

La madeja estaba devanada, pero el joven permanecía a los pies de su madre adoptiva, apoyado en su butaca como cuando siendo pequeño, venía a que le hiciera mimos. Liette, tiernamente maternal, jugaba distraídamente con los dorados del uniforme.

—Decididamente, ¿irás a Argicourt? ¿Te da miedo la linda castellana?

—No, no es eso, tía Liette; pero, francamente, me sería desagradable el ir a una casa donde tú no estás invitada...

—Tienes todas las delicadezas, hijo mío; pero yo no soy tu madre...

—Eres más todavía...

—No es lo mismo. Sólo la maternidad crea un lazo indisoluble y sagrado; el nuestro se puede desatar por mutuo consentimiento, sin indiferencia por mi parte ni ingratitud por la tuya.

—Jamás, tía Liette, y me das mucha pena al iniciar solamente tal idea.

—No es esa mi intención, pero pudieran presentarse unas circunstancias en las que no debiéramos ser obstáculo el uno para el otro... un matrimonio, por ejemplo. Recuerda que eres libre, como yo también lo soy.

—¡En seguida! Yo no te permitiría casarte sin mi consentimiento, aunque fuera con mi querido padrino...

—Entonces, soy más generosa que tú, y, llegado el caso, no llevarías una suegra en tu equipo.

—Pues yo te declaro que no me casaría jamás con una mujer que no te venerase como a su madre.

En este instante pasaron por la calle dos sombrillas en el fondo de una carretela, como un relámpago azul y rosa.

Un momento después se abrió la puerta y apareció en el umbral una graciosa aparición haciendo el saludo militar.

—¡Buenos días, mi capitán!

—¡Miss Darling!—exclamó vivamente el joven levantándose de un salto.

—¡La señora de Argicourt!—dijo la tía Liette dirigiéndose a la segunda visitante.

—Que pide a usted perdón por venir a sorprenderla de este modo; pero esta aturdida de Eva, mi más querida amiga, tenía empeño en serle a usted presentada.

—Mucho—apoyó claramente la aludida;—me han dicho muchas veces que me parecía a la tía Liette, e ignoraba si esto era un cumplimiento... Veo que lo es.

Y poniendo en este homenaje un respeto profundo que corregía su tono atrevido, la joven se inclinó delante de Liette conquistada y encantada.

—Puesto que está hecho el conocimiento por este lado, permítame usted que le presente a mi vez el capitán Raynal, señora baronesa—dijo la empleada dirigiendo una amable sonrisa a la linda niña.

—Sin habernos encontrado todavía, somos antiguos amigos, capitán—dijo la baronesa sentándose donde él le indicaba;—mi marido me ha hablado con frecuencia de usted como de uno de sus mejores amigos, y miss Darling ha apoyado aún sus elogios.

—Naturalmente, no puedo hablar mal de mi salvador. ¿No le ha contado a usted el caso, tía Liette?

—No valía la pena.

—Es usted muy modesto... Eso prueba que aprecia usted menos que yo la existencia, que yo tengo la debilidad de querer conservar... Figúrese usted, señorita, que mi tío y yo estábamos cautivos de una tribu de tuaregs... ¿Conoce usted a esa gente?... mucho color local... pero de relaciones poco sociables... Afortunadamente, el capitán, de vuelta de una expedición al Sur, supo por sus emisarios nuestra triste posición, y, sin importarle nuestra nacionalidad, lo que fue enteramente amable, consiguió librarnos con un puñado de bravos y nos ofreció una hospitalidad... francesa en su blockhaus. Pero, ¡ay! en la Argelia como en América, los blockhaus están hechos para ser bloqueados, y, al día siguiente, cayó sobre nosotros una nube de tuaregs como los saltamontes del desierto, ejecutando en nuestro honor un brillante tiroteo. Seguíamos estando prisioneros, aunque en mejor compañía.

—¡Oh! lo que es eso... Mi destacamento estaba compuesto de demonios casi tan negros como los que nos asediaban. Figúrate aquello, tía Liette.

—Nada de eso. Usted los calumnia; eran buenos muchachos y no sabían qué hacer para complacerme.

—Es que la presencia de usted los metamorfoseaba...

—No como Circe entonces.

—En una palabra, me encontraba en la situación novelesca, pero poco envidiable de las heroínas de Cooper, quitando la peladura... Y lo peor era que las provisiones eran limitadas y nosotros aumentábamos el número de bocas... A todo esto, el tío Dick, que se queja siempre de no tener apetito, lo tenía feroz en aquellos momentos. Así fue que para evitar el ser expulsados como bocas inútiles, nos ofrecimos a hacer fuego para cooperar a la defensa. Y aquí tiene usted cómo he servido a las órdenes del capitán Raynal y merecido ser comparada con la tía Liette, lo que me halaga mucho, hoy sobre todo.

—¡Y si hubieras visto qué valentía y qué buen humor, tía Liette! Los socorros se hacían esperar, y la desanimación, hermana del fastidio, hubiera acaso hecho estragos en mis hombres. Pero miss Darling les vertía su alegría como champagne, y organizaba conciertos y representaciones...

—¿Recuerda usted al tío Dick ensayando el «Yankee Doodle» en la corneta?

—¡Y qué hermana de la caridad consolando a los moribundos, curando a los heridos!... Cuando yo mismo estuve fuera de combate...

—¡No me lo habías dicho!

—¡Bah! un arañazo... Su influencia mantuvo mejor la disciplina entre aquellos hombres groseros y violentos mejor que las reprimendas de los oficiales, y remontó tan bien su moral, que cuando llegó la columna libertadora, los pobres diablos, que tenían el vientre vacío hacía veinticuatro horas, estaban aprendiendo... la bamboula bajo su alta dirección.

—¡Bah! se hace lo que se puede. Pagué mi escote de ese modo.

—También pagó usted en moneda de plomo. ¡Los moritos que dejó usted caer!...

—La verdad es que podrías alistarte en los rifles-women, Eva. ¡Cómo debes de despreciar nuestras cacerías de papelitos!

—Al contrario; prefiero esa caza a cualquiera otra. El defenderse está bien; pero matar sin necesidad... y sin riesgos... Sobre todo a inofensivas perdices... ¡Pobres animalitos!

Fue esto dicho sencillamente y sin falsa sensibilidad, de tal modo que Liette, tan sencilla y tan natural, quedó enamorada de aquella naturaleza tan igual a la suya.

Carlos leyó en sus ojos esa muda aprobación y sintió una viva alegría.

—¡Qué amable ha sido usted viniendo a vernos!—dijo a la joven con un impulso irresistible.

—Tenía mucho deseo de conocer a su tía de usted.

—¿Se la figuraba usted así?

—No mucho. Como dijo no sé qué personaje de comedia, «una tía es generalmente una mujer de edad», y la de usted ni siquiera gasta anteojos...

—¡Oh! no tardaré en gastarlos, miss Darling; mis ojos se van—protestó alegremente Liette, que, mientras hablaba con la condesa de Argicourt, había oído las últimas palabras de aquel aparte.

—Pero no los oídos—observó maliciosamente la joven americana.—La verdad es que me representaba a «la tía Liette» como una viejecita arrugada y canosa de cincuenta años lo menos.

—Los cumplo el domingo; hasta entonces ya me hará usted crédito.

Todos se rieron, y aquellas señoras se levantaron para despedirse.

—¿Decididamente no quiere usted ser de los nuestros?—preguntó la castellana con mucha amabilidad a Liette.

—Imposible, señora; pero agradezco a usted mucho su amable invitación.

—En todo caso, contamos con usted, capitán; a mi marido le encantará recordar con usted los buenos tiempos, como él llama a aquellos en que estaba soltero.

—Muy amable para ti, mi pobre Jenny.

—Tiene cuidado de añadir que echa de menos, no el celibato, sino el uniforme...

—Eso lo comprendo. ¿Por qué le has hecho presentar la dimisión?

—¿Querías que fuese siguiéndole de guarnición en guarnición?

—¡Vaya una desgracia! «Para tomar mujer no se reniega de la madre», decía Napoleón; se puede muy bien ser buen marido y buen soldado. ¿Verdad, tía Liette? ¡Anda! ahora llamo a usted también yo tía Liette... Dispénseme usted, señorita, y permítame darle un beso sin embargo...

Una graciosa sonrisa bajo la sombrilla rosa; un saludo militar bajo la sombrilla blanca, y el carruaje desaparece en una nube de polvo.

Carlos vuelve al saloncillo, y le parece obscuro, vacío y frío.

Y, sin embargo, la tía Liette sigue allí, en su butaca.


Las circunstancias poco ordinarias en que Carlos y Eva se habían conocido en África, eran de esas que crean en una semana una intimidad de veinte años.

Ya, hacía algún tiempo, habían balsado juntos en un baile del gobernador; pero en el mundo oficial y en la trivialidad de las frases de salón, «se habían cruzado sin verse», según el refrán melancólico, secreto de tantos destinos fracasados.

Por el contrario, en el estrecho Blockhaus que podía ser su tumba, en el roce diario de la vida común, que hace resquebrajarse tan pronto el barniz mundano que oculta tantas macas y a veces tan preciosas cualidades, habían aprendido a conocerse, a estimarse... y quizá no se habían quedado en eso.

Diga lo que quiera Augier, las desdichas, más que la prosperidad, son la piedra de toque del verdadero mérito. El peligro y la angustia compartidos pueden más que las conveniencias sociales y ponen a cada uno en su lugar.

La rica americana y el joven oficial no podían menos de ganar en ese contacto con las duras realidades de la existencia. Ni el uno ni el otro habían seguramente conservado una impresión desfavorable de su primer encuentro, pero era una impresión vaga, fugitiva, efímera, la duración de un vals; mientras que en aquellas horas de angustia suprema, cada una de las cuales podía ser la última, sus almas no temían mostrarse al desnudo.

Carlos había podido admirar la valentía, la sangre fría y la sonriente resignación de aquella niña mimada de la suerte y de la fortuna, amenazada a los veinte años de dar un eterno adiós a todos los goces que le estaban prometidos.

Ella, por su parte, había podido apreciar el carácter caballeresco, la pronta decisión y la viril energía de aquel joven jefe encerrado en aquel precario abrigo con un puñado de forajidos, en quienes hacía vibrar las cuerdas dormidas del patriotismo, del heroísmo y del honor por la fuerza del ejemplo.

Lo que no era siempre fácil.

Un tal Ragasse, una de las malas cabezas del destacamento, hongo venenoso del lodo parisiense, de aspecto burlón, acento provocador y lenguaje de barrios bajos, acribillado de castigos hasta no saber qué hacer de ellos, y, por esto mismo, de una profunda indiferencia respecto del particular, causaba la desesperación de sus superiores y les producía serias inquietudes por su perniciosa influencia sobre sus camaradas. Fatuo y presuntuoso además, el tunante no ocultaba su grosera admiración por miss Darling, a la que asestaba miradas lánguidas, dignas de un tenor de Belleville, y el capitán había tenido que amenazarle más de una vez con el cepo.

Ragasse, pues, le había consagrado un odio astuto que no esperaba más que la ocasión de estallar...

Una noche, pasando por delante del dormitorio, Carlos le oyó pronunciar claramente estas palabras:

—El capitán las echa de guapo para deslumbrar a la chiquilla; pero es para mí; y si quiere andarse en chanzas le corto el pescuezo en menos que canta un gallo.

Una oleada de cólera le subió al cerebro, y el joven oficial abrió de repente la puerta...

Aterrados por esta aparición, los soldados agrupados alrededor del orador hicieron un vago movimiento de retroceso; solamente aquél, con expresión burlona y actitud provocadora, sostuvo sin pestañear la mirada de su jefe...

¿Qué hacer?

Nada tenía influencia en aquellas cabezas de hierro.

Castigarle, hubiera sido arriesgar algún motín, y nada más.

Pero la debilidad hubiera producido un efecto todavía más deplorable.

Si creían meterle miedo, la insolencia de aquellos miserables no tendría ya límites.

Esta vacilación no duró más que un relámpago.

—Un hombre de buena voluntad para una misión peligrosa—dijo Carlos muy tranquilo.

Todos dieron un paso adelante.

—¡Ragasse!—gritó el capitán en tono breve.

—Presente.

—Sígame usted.

Su resolución estaba tomada. Había que impresionar la moral de aquellos seres degradados, pero susceptibles de ideas generosas. Espíritus y cuerpos indomables, era preciso hablar a sus corazones.

Ragasse, sin darse prisa, bajó contoneándose con las manos en los bolsillos.

—Si estaba detrás de la puerta—dijo con malicia,—no le disgustará desembarazarse de mí...

Y escuchó con expresión provocadora sus instrucciones.

Tratábase de ir a recoger cartuchos, que empezaban a faltar, de los muertos del día, no recogidos aún por los árabes.

—Está bien; allá voy. ¿Dónde está el saco?

Y se lo echó a la espalda, diciendo:

—Esto me recuerda cuando iba a robar alcachofas a la llanura de Saint-Denis...

El capitán hizo formar el círculo.

—Si el soldado Ragasse vuelve sano y salvo, todos sus castigos serán levantados; si muere, su nombre será citado en la orden del día.

—¡Bueno!—murmuró el soldado,—esa orden del día le gustará a él más que a mí.

—Si yo no vuelvo, el teniente Donnet tomará el mando—añadió Carlos.

Ragasse se detuvo sorprendido.

—¡Mi capitán!... ¿Viene usted también?

—¿Por qué no?—respondió Carlos sencillamente fijando en él su clara mirada.

Y pasando el primero, salió por la poterna sin volver la cabeza.

El otro le siguió como un perro.

Si le había oído, era valiente lo que hacía el capitán...

¡Salir tranquilamente así, delante de su fusil!... No tenía más que apretar el gatillo... No había nadie... Nada que temer... Los árabes tenían buena espalda.

Verdaderamente era tentar al diablo... El golpe era fácil... demasiado fácil...

Pero no, no tan fácil como parecía... Aunque hubiera querido, su mano crispada no hubiera obedecido a su voluntad impotente.

En vano trataba de avivar su rencor y de mascullar sus malas voluntades; no podía herir a aquel hombre a quien odiaba, pero que se fiaba así de su lealtad...

Y humillado y furioso decía con rabia:

—¡No puedo!...

De repente tropezó en un cadáver; habían llegado al sitio del combate.

—Llene usted el saco—dijo el oficial.

En la sombra opaca su fina silueta se destacaba más sombría todavía; inmóvil y sondando el horizonte tenebroso, no se ocupaba siquiera de su compañero, que se daba prisa para acabar su lúgubre tarea...

De pronto, un relámpago desgarró la obscuridad.

Ragasse dio un salto.

—¡Mi capitán! ¿No está usted herido?

—No, tiene que volver a empezar—respondió Carlos tranquilamente.

Sonó otra detonación tan cerca del soldado, que éste balbució aterrado:

—Mi capitán, le juro a usted que no he sido yo.

—¡Naturalmente!... ¿Se ha acabado?

—Sí, mi capitán.

—Entonces, en retirada; de prisa.

Dieron unos cuantos pasos.

Hacia la izquierda sonó otra detonación.

Carlos cayó al suelo.

Ragasse se había detenido.

—¿Ha pescado usted algo, mi capitán?—preguntó ansioso mientras se elevaba del campamento un sordo rumor y unas sombras se agitaban en la sombra como arenas movibles.

—Una bala en la pantorrilla. Huye, muchacho; me han hecho mi negocio sin que tú hayas intervenido.

—¡Oh! mi capitán... mi capitán...

Sofocado y anheloso, el pobre diablo hubiera querido echarse a los pies de su jefe, pero no era aquel el momento, y, sin más tardanzas ni protestas ociosas, le cogió en sus vigorosos brazos y se le llevó corriendo hasta el Blockhaus, al que llegó jadeando y no sin sufrir una descarga general.

Carlos estaba salvado.

Ragasse domado.

Y cuando Eva, hermana de la caridad improvisada, estaba curando al uno y felicitando al otro, el capitán dijo con bondad:

—Es más fácil ser un héroe que un asesino, ¿verdad, Ragasse?

Desde entonces no tuvo auxiliar más adicto, ni miss Darling perro más fiel.

Era que también en ella realizaba la adversidad su obra saludable; la joven aprendía a considerar como hombres a aquellos desgraciados, escoria de la sociedad, pero en los que brillaba aún la chispa divina debajo de las cenizas.

Tan compasiva y dulce como valiente, tenía para todos la piedad que consuela y la palabra que levanta, tal como el «Eloa» del poeta cuya radiante caridad no se detiene en las puertas del infierno.

Por eso tenían todos por ella una admiración que sólo podía compararse con su respeto. El día en que fueron libertados y tuvieron que separarse, todos lloraban, y ni el perdón general de los castigos concedido a su petición, ni las liberales promesas del tío Dick, ni la distribución de vino, de tabaco y dólares lograron consolarlos.

Entonces, viendo su pena, la joven miss tuvo una delicada inspiración.

—Si fuese yo una reina de otros tiempos, querría condecorar a todos mis bravos defensores... No soy más que una hija de la libre América, pero os pido que llevéis sus colores en memoria mía.

Y con encantadora amabilidad, empezando por el último soldado y acabando por el capitán, les distribuyó la cinta azul sembrada de estrellas, un poco ajada, que adornaba su traje.

A consecuencia de aquella acción, el capitán Raynal fue propuesto para la cinta roja... Pero él no pudo olvidar la cinta azul.

La tía Liette no había vuelto a preguntar a Carlos si iría a Argicourt.

Pero, el sábado por la mañana encontró al despertarse su mejor uniforme cuidadosamente cepillado, sus botas bien embetunadas y la camisa más fina preparada al pie de la cama, como por el asistente más meticuloso.

Y el joven se quedó encantado.

¡Querida tía Liette!

Su tía había sido muy amable ahorrándole las preguntas ociosas y explicaciones inútiles sobre su cambio de parecer, justificado por el amable paso de aquellas señoras y por la doble invitación que salvaba las inconveniencias.

Ante aquella muestra de deferencia para su madre adoptiva, no podía ya Carlos ser más realista que el rey ni había ninguna razón para hacer el salvaje.

Mientras silbaba una marcha militar, se puso a vestirse con una especie de compunción, meditando sobre una arruga del dormán como si se tratase de un asunto de importancia, contrariado por una gota de agua que alteraba el lustre inmaculado de las botas y afilando dos veces la navaja de afeitar para más seguridad.

—¿Está contento mi coronel?—decíale su tía.

Liette pasaba largamente la inspección y se detenía en los menores detalles, muy orgullosa de aquel guapo oficial que era su hijo de elección.

—Hoy, que no necesitas atenerte a la ordenanza, quiero hacerte un regalo—le dijo.

De la cómoda estilo Imperio en que dormían las reliquias del pasado, sacó un estuche con las iniciales G. R. que contenía una cruz minúscula que era una verdadera joya artística.

Este fue el regalo de novio de mi pobre madre a mi querido papá, que acababa de ser condecorado. Era para mí un recuerdo doblemente precioso, y espero que será para ti un amuleto que te dará la felicidad.

Mientras ella le prendía la cruz al uniforme, Carlos, conmovido por aquel pensamiento delicado que le unía más estrechamente aún a su familia de adopción, atrajo hacia la suya aquella querida cara.

—¡Oh! tía Liette, ¿cómo agradeceré jamás lo que has hecho por mí?...

—Siendo feliz, hijo mío—respondió Liette con una sonrisa tiernamente maternal.

Sí, era feliz, lo era más de lo que él mismo hubiera podido decir mientras el break que había ido a buscarle, a él y a otros convidados, rodaba hacia Argicourt.

En primer lugar, adoraba el Rally-paper, una cacería tan divertida, en la que la caza no da distracciones. Además el barón era un excelente camarada, sencillo, cordial y de una amabilidad perfecta. Su mujer era perfecta y él pasaría un día delicioso.

¿Un día?

Digamos el día, el solo, el único día, el día incomparable, casi tan raro como la flor que brota cada cien años, cuyo perfume no se respira dos veces; el día en que el cielo parece azul, aunque se esté en otoño, y en que la naturaleza parece una fiesta aunque los bosques estén de luto; el día en que, cualquiera que sea la decoración, rico salón, modesta boardilla, alegre primavera, triste invierno, la comedia, siempre la misma, es siempre nueva desde hace cinco mil años, puesto que es el amor el director de escena; el día siempre corto que pasa como una hora y las horas como minutos; el día en que dos corazones, fundidos en uno solo no dejan escapar más que una palabra de pesar, la última:

—¡Ya!...

¡Ya! Tal era el suspiro ahogado que oprimía el pecho de los dos jinetes que volvían lentamente a la cacería en las primeras sombras del crepúsculo, que no es ya el día y no es todavía la noche, en que el sol se apaga y las estrellas no se encienden todavía, en que pasa un escalofrío helado por los seres y las cosas como el adiós de lo que se va para no volver; en la vaga melancolía de esa estación indecisa que no es ya el verano y no es todavía el invierno; en la que, por una suprema coquetería, el aire se hace más tibio y los últimos rayos del sol más acariciadores; en que la tierra pone sobre su desnudez una alfombra de tonos bermejos como una inmensa piel de león; en las últimas hojas de oro pálido o de cobre rojo parecen desprenderse de las ramas como alas de gigantes mariposas; en que los árboles tienen perfumes más acres; en que la menor florecilla toma aspecto de reina desterrada, en que el viento que sopla entre las ramas parece el último murmullo de los nidos.

Y los dos paseaban
perdidos en los bosques.

¡Ay! no, no perdidos, y era lástima. ¡Qué hermosura, un paseo sin fin por alguna selva virgen del Nuevo Mundo, cuyo recogimiento misterioso no fuese turbado por la irritante llamada de la trompa!... Aun conteniendo los caballos, como hubieran querido contener el instante fugitivo, tenían necesidad de dirigirse hacia la cacería... Los dos jóvenes no participaban del entusiasmo de Alfredo de Vigny:

Me gusta el son de la trompa
en el fondo de los bosques.

Con las riendas sueltas, la cabeza inclinada y la mirada pensativa, ambos se callaban escuchando en el fondo de sí mismos el eco encantador de las palabras ya dichas y viendo pasar ante sus ojos medio cerrados los menores incidentes de aquel día inolvidable pronto a rodar al abismo del pasado.

Primero, la llegada: en el vasto patio de honor atestado de cazadores y cazadoras y en el que las casacas rojas y verdes se mezclaban con los trajes femeninos más o menos chillones, entre la confusión de los grandes carruajes, el relincho de los caballos y el jurar de los picadores, la joven se le había aparecido como una castellana de los antiguos tiempos, bajando lentamente la escalinata, con una amazona muy sobria recogida en el brazo derecho y la fusta en la otra mano; y todo lo demás se había borrado para él, que ya no vio a nadie más que a la mujer amada. ¿Cómo respondió a la acogida calurosa de Gastón de Argicourt, a la amabilidad de su mujer, a los apretones de manos de unos cuantos camaradas, al saludo ceremonioso del señor de Candore, al cordial cumplimiento del viejo general Estry y al vigoroso «shake-hand» del tío Dick?... Carlos no sabía absolutamente nada. Deslumbrado y fascinado, no veía a nadie más que a ella ni oía más que su dulce voz, que le saludaba con un gracioso: «¡Buenos días, mi capitán!»

¡Dios mío! ¡Qué bonita la había encontrado!

Tampoco a ella le había parecido mal su brillante uniforme, realzado aún por la resplandeciente crucecita, y cuando se encabritó su caballo, un animal resabiado que el señor de Candore le aconsejaba caritativamente que no montase, el joven había sabido dominarle sin aparente esfuerzo.

—Se le debía llamar Ragasse—dijo la joven al ver al caballo domado obedeciendo dócilmente al jinete.

—¿Por qué?—preguntó el conde.

—Por nada. Un episodio de nuestras campañas. ¿Se acuerda usted, capitán?

¡Si se acordaba!

No hay nada tan desagradable para un tercero, y para un tercero un poco celoso, como la evocación de un pasado en que él no ha tomado parte... y Raúl se quedó muy ofendido... Estábalo también al verse abandonado por otro, y cuando Eva, con su inconsciente crueldad de mujer, le dijo amablemente: «Hoy, señor de Candore, su discípula de usted le devuelve su libertad,» el conde, a pesar de su perfecta corrección, no pudo menos de responder con un dejo de amargura:

—¡Plaza a los jóvenes, entonces!... Este caballero asciende por elección.

—No, por antigüedad; es un amigo más antiguo que usted—respondió la joven con vivacidad, aunque corrigiendo con una sonrisa lo que esta respuesta tenía de desagradable...

...¡Después la cacería! La embriaguez de galopar juntos al son de la trompa que estallaba como una música triunfal, en medio de un torbellino de jinetes, cortejo improvisado de su felicidad. ¡Ah! qué poco se cuidan los dos imprudentes, del despecho y de la cólera que dejan detrás... Tampoco se ocupaban de la mirada celosa que les seguía a través del espacio ni de los negros pensamientos que señalaban más las ligeras arrugas de la frente del diplomático, mientras el tío Dick, poco seguro en su caballo, una plácida yegua digna de un obispo, iba a pegarse a él esperando sin duda que le prestase un poco de su aplomo. ¡El buen tío Dick! ¡Cómo hubiera querido Raúl verle en el fondo de un barranco!...

...Después, embriaguez mayor todavía, la entrada en la espesura para encontrar la buena pista; el gozo de encontrarse solo con ella.

La hubiera seguido así hasta el fin del mundo.

Y, sin embargo, todo le decía que debía huir de la peligrosa sirena...

Su razón le gritaba:

«¡Detente!... no vayas más lejos. El espíritu es fuerte, pero la carne es débil. Vuelve sobre tus pasos si no quieres dejar pedazos de tu corazón entre las malezas de los bosques.»

Su orgullo le gritaba:

«¡Detente! Principios, honor, deber, todo lo pisotearías. Es rica, y tú pobre; te debe la vida y no debes abusar de ello. Vuelve sobre tus pasos, si no quieres dejar un poco de tu dignidad entre las piedras del camino.»

Pero su alma cantaba los versos de Musset:

Yo amo sin esperanza
mas no sin felicidad
la veo y es ya bastante.

Y esa felicidad fugitiva y efímera, de la que no se llevaría más que el recuerdo embalsamado, a sus lejanas guarniciones, ¿debía sacrificarla a un vano escrúpulo?... ¿Qué mal hacía gozando de aquella querida presencia como se respira una flor, sin cogerla ni tocarla?

Después de una galopada bastante larga, la joven se volvió como si sintiese la ardiente caricia de aquella mirada fija en ella y dijo riendo, quizá para ocultar su confusión:

—Creo que nos hemos perdido.

—En efecto...

—¿Desea usted mucho encontrar el camino?

—Haremos lo que usted quiera.

—Pues, entonces, no quiero. ¿Para qué echar a perder el paseo buscando papelitos como el pequeño Pucet sus guijarros?... Y él tenía aún una razón, puesto que al fin del camino estaba la casa de su padre.

El capitán pensaba enteramente como ella, y, quemando lo que había adorado, declaró con desenvoltura que el Rally-paper era grotesco y ridículo...

—Es perfecto—dijo la joven,—para aquellos a quienes divierte. Yo prefiero gozar pacíficamente del encanto de los bosques y de la conversación, mejor que registrar las matas como si estuviese oculto en ellas algún hurón.

También era esta la opinión del capitán.

—Su tía de usted me ha gustado mucho, pero mucho—declaró la joven americana con esa espontaneidad que tan bien le sentaba.—¿Es hermana de su madre de usted?

—No, miss Darling, es sólo mi prima muy lejana. Ese nombre de tía Liette es una ingeniosa delicadeza suya para engañar mi aislamiento de huérfano y crear entre nosotros un lazo ficticio más poderoso que muchos lazos naturales. Quiero a la tía Liette tanto como si fuera mi madre.

—Y bien se ve que ella le quiere a usted como a un hijo. Son ustedes los dos muy felices. Yo también me quedé huérfana muy pequeñita, pero no he tenido segunda madre. Mi tío es excelente y me quiere mucho, pero es un hombre. Para él, mi dicha consiste en no rehusarme nada, en satisfacer todos mis caprichos y en prevenir mis menores deseos... Nada más, y es poco...

—¡Cómo! ¿Ni una parienta?

—Sí, parientes... pobres. Sabe usted, capitán, que es uno de los inconvenientes de la riqueza el ver siempre el gusano roedor que ataca a los más hermosos frutos. ¡Es tan raro el encontrar un cariño desinteresado! Usted no ha dudado jamás de un beso de su tía...

—Y con razón; se lo debo todo...

—En mí, cada caricia un poco tierna ha ido siempre precedida de una petición de dinero, una deuda que pagar, una joven que dotar, un sobrino que establecer... «Hija mía, debías decir a tu tío...» ¡Oh! ya conocía la fórmula... Por eso mi corazón de niña, ávido de entregarse, se moría de asco; no he querido ya alrededor de mí más que mercenarios declarados, con los cuales, al menos, no me llevaba chasco. ¡Es triste!

—Sí, en eso está el escollo—murmuró el joven oficial.—Lo que atrae a los unos ahuyenta a los otros.

—¿Por qué?

—¿No ha pensado usted nunca en eso, miss Darling? Porque esa duda cruel que envenena su vida de usted, sería más cruel todavía para los que creyeran leerla en sus ojos amándola sinceramente.

—Es verdad, no es fácil obligar a un alma orgullosa. Esto me recuerda una de las más bellas escenas de Schiller, cuando don Carlos, siendo niño, quiere en vano obtener la amistad de Posa, niño como él, y choca con el frío respeto que es debido «al hijo del rey», hasta el día en que, para vencer su orgullo, se denuncia en su lugar como autor de cierto atentado contra la dignidad de Felipe, y recibe el castigo servil destinado al que resulta al fin su amigo.

—Sí, la escena es hermosa; pero el marqués de Posa, ese modelo de generosidad, me resulta un poco disminuido aceptando tan fácilmente la abnegación caballeresca del príncipe.

—Es usted muy severo. El sacrificio es a veces menos penoso que el agradecimiento.

—Habla usted como la tía Liette.

—Mejor. Quisiera parecerme a ella en todo.

—«Abnegación, tu nombre es mujer». Pero yo, que no soy más que un hombre, tengo la quisquillosa susceptibilidad de mi sexo...

—¿No pediría usted entonces la mano de una heredera?—preguntó la joven valientemente.

El capitán bajó los ojos para huir de la clara mirada fija en la suya, y respondió con acento ahogado, pero firme:

—No, señorita.

Hubo un instante de silencio.

Eva azotaba nerviosamente con la fusta las hojas secas que quedaban todavía en las ramas muertas... Carlos se mordía el bigote oprimido por la conciencia de la palabra irreparable arrancada a su conciencia.

¿Quién sabía?

Acaso le amaba ya un poco, a él, que la amaba tan apasionadamente... Acaso su brutal franqueza había helado la florecilla azul de un áspero frío de invierno. Acaso, al ahogar la declaración que asomaba a sus labios, había sacrificado a un exceso de orgullo la dicha de Eva como su propia dicha... Y las hojas caídas no reverdecen más...

La trompa hizo oír a lo lejos su queja melancólica como un débil suspiro... De repente atravesó la calle y se deslizó entre las patas de los caballos un grueso reptil de larga cola y los dos caballos, asustados, hicieron una huida. Carlos permaneció firme en la silla, pero Eva fue arrancada violentamente de la suya y cayó al suelo, felizmente algodonado de musgo. Su grito de pavor fue ahogado por el de su compañero. Más rápido que el pensamiento, el joven, se tiró del caballo y levantó en sus robustos brazos a la linda desmayada.

—¡Eva! ¡Mi querida Eva!—exclamó transportado por irresistible entusiasmo.

¿Había Eva perdido completamente el conocimiento? ¿Vibró en su oído aquella llamada apasionada? ¿Vio a través de sus párpados cerrados aquella cara alterada e inclinada ansiosamente sobre la suya? ¿Adivinó la angustia de aquel corazón poseído por ella y que quería en vano defenderse?

Un fugitivo rubor coloreó sus mejillas y una sonrisa pareció dibujarse en sus labios.

Después de todo era acaso un purpurino rayo de sol que jugueteaba entre las ramas...

Vuelta en sí, la joven declaró valientemente que quería continuar el paseo, pero en el momento de montar a caballo vio una cosa que relucía en la hierba pisada.

Era la crucecita regalo de la tía Liette.

—No me lo hubiera perdonado nunca, y con razón—exclamó la joven miss cuando Carlos le explicó el origen de la cruz.—Espere usted que se la prenda sólidamente.

Y con sus dedos un poco temblorosos prendió la alhaja de esponsales en el uniforme de Carlos, como lo hizo sin duda la pobre criolla cincuenta años antes.

¡Ahora podían ya sonar las trompas!

Era inútil preguntar a Carlos si estaba contento de aquel día. Su dicha rebosaba como el champagne en una copa llena, y brillaba en el timbre de su voz, en el crujido de sus botas y en la antigua casa, poniendo la alegría en todos los muros y una sonrisa en los seres y en las cosas. El mismo Breal le seguía con sus ojos de vidrio con tanta complacencia, que el joven estaba tentado por interpelarle directamente como en los tiempos en que siendo pequeño le tomaba por confidente de sus sueños infantiles.

¡Era dichoso!

¿Por qué?, hubiera preguntado la fría razón.

¿Se habían modificado sus ideas en el curso de aquel paseo sentimental? ¿Ponía ya a un lado sus prejuicios? ¿Había pasado la barrera de los vanos escrúpulos? ¿Se iba a declarar pretendiente de aquella manita demasiado llena de oro?

No, seguramente.

Entonces... ¡Bah! ¿Qué importaba? ¡Qué tonta es la señora Razón congelada en sus principios e incapaz de comprender... lo incomprensible!

No, nada había cambiado en sus proyectos para el porvenir. Eva se volvería a América y él a alguna guarnición lejana. Probablemente no se verían más; él envejecería solitario como la tía Liette: ella se casaría con algún brillante noble o con algún rey del país de los dólares... No era esta una agradable perspectiva, y, sin embargo, era feliz.

«El corazón tiene razones que la razón no conoce.»

—¡La amo!—murmuraba Carlos muy bajito.

Y el eco le respondía más bajo todavía:

—¡También te ama ella!

El que no encuentre estas razones suficientes es que no ha tenido nunca veinte años.

Poseído por la embriaguez de la hora presente, Carlos no miraba más allá ni pensaba más que en el momento en que debía reunirse de nuevo con su amada. El señor de Candore había invitado colectivamente a todos los cazadores presentes en Argicourt a una gran batida en sus bosques en la semana siguiente. Y el joven oficial no esperaba más que la invitación particular fijando el día definitivo, cuando la tía Liette le dijo después de una ligera vacilación:

—¿Deseas mucho ir a esa cacería?

¿Si lo deseaba? ¡Oh! sí...

Carlos la miró muy sorprendido.

—No te ocultaré, tía Liette, que debo encontrar allí muy buenos camaradas...

—¿Y si yo te pidiera que me la sacrificases como querías sacrificarme la otra?...

—No podría rehusártelo, pero lo sentiría mucho más.

—¿Por qué? Apenas conoces al señor de Candore.

—No es solamente por él, pero sus bosques son, según se dice, muy abundantes en caza y a mí me gusta mucho esta diversión.

El joven se embrollaba más y más.

—En fin, tía Liette, me sería muy penoso el no ir, confesó francamente.

Por las tranquilas facciones de la solterona se deslizó la sombra de una duda.

—Entonces, me es doblemente penoso el insistir, hijo mío, pero te lo ruego, no vayas a esa cacería—dijo con dulce firmeza.

Impresionado por su acento, el joven experimentó una vaga inquietud. ¿Había su tía adivinado su secreto? ¿Desaprobaba su conducta?

—¿Tienes algo que reprocharme, tía Liette?—balbució confuso.

Liette hizo un gesto de orgullo.

—¿A ti? No, hijo mío; mis razones son enteramente personales. No me las preguntes... por el momento.

Asombrado, Carlos se inclinó discretamente.

—Está bien, tía Liette, no aceptaré la invitación—dijo ahogando un suspiro.

El joven no debía tener este disgusto...

¿Fue olvido voluntario o involuntario? Ello fue que la invitación no llegó...

—Mejor, así no tendrás necesidad de excusarte—dijo la oficinista tranquilamente timbrando la serie de tarjetas de invitación destinadas a las personas de los alrededores.

Pero Carlos no lo veía lo mismo, y se tiraba del bigote, presa de una sorda irritación.

Aquello era más que una falta de política por parte de una persona tan correcta; se veía una intención ofensiva. ¿Por qué?

El conde no le había sido muy antipático a primera vista. Con el desprecio inconsciente de la juventud por la edad madura, Carlos no había podido ver un rival en aquel cincuentón bien conservado... Pero ahora, pensando mejor en el asunto, recordaba pequeños detalles que habían pasado inadvertidos: su frialdad intencionada, su hostilidad transparente, su despecho mal disimulado... y se preguntaba si esta omisión más o menos premeditada sería un desquite...

Lo peor era que no podía enfadarse sin ponerse en ridículo. No se puede provocar a un caballero para obligarle a que nos invite. Había que tascar el freno en silencio mientras el hábil diplomático ocupaba al lado de Eva el sitio reconquistado. El joven, a su vez, sufría el duro escozor de los celos y seguía con mirada de envidia a los convidados más felices que iban a Candore en carruajes variados.

¡Qué triste día! ¡Qué lúgubre y largo al lado del anterior, tan corto y tan radiante y que no tenía continuación! ¡Todo se había acabado!

Su licencia expiraba dentro de ocho días. Una visita de cumplimiento a Argicourt, donde tendría acaso la suerte de un encuentro fortuito, de una entrevista rápida, de una despedida trivial, y nada más. ¡Era poco! ¡Ah! tía Liette, tía Liette...

No la acusaba, seguramente; debía de tener buenas razones... De otro modo, ¿le hubiera causado semejante pena con mala intención?

Porque Carlos había tenido mucha pena, y ella también de rechazo, pero ella se callaba sabiendo por experiencia que la mano más delicada es siempre torpe al tocar ciertas heridas... Y las horas pasaban lentamente; el crepúsculo desplegaba su velo gris por los campos y ya comenzaba el desfile del regreso. Delante del Correo detúvose un coche y apareció en el umbral el anciano general Estry.

—No molestarse—dijo con su franqueza militar,—es la visita de un amigo que pasa. Quiero felicitar a su tía de usted por el valiente soldado que nos ha dado. Felicito a usted sinceramente, señorita, he conocido mucho a su padre de usted, y su sobrino no ha degenerado. ¡Haría falta que hubiera muchas mujeres como usted y muchos hombres como él...

Marchose el general, y la madre y el hijo no habían vuelto de su sorpresa cuando se abrió de nuevo la puerta. Eran dos antiguos camaradas de Saint-Cyr de guarnición en Noyon.

—Dispénsenos usted, señorita, pero queríamos absolutamente presentar a usted nuestros respetos y estrechar la mano del capitán antes de su partida. Sabe que no tiene más que amigos en el ejército y que puede contar con nosotros en todas las ocasiones...

Ni el uno ni los otros hicieron la menor alusión a la ausencia de Carlos a la cita dada. Y continuó el desfile...

Cordiales apretones de manos, protestas de estima, señales de respeto, nada faltó, y el corazón de los que eran objeto de estas manifestaciones llegó a oprimirse vagamente. ¿Qué había pasado? ¿Por qué esas muestras de simpatía que parecían cumplimientos de pésame? ¿Quién se les había muerto? ¿Qué desgracia les castigaba?

Un gran ruido de cascabeles, y un break se detiene en la puerta. Los señores de Argicourt entran a su vez seguidos de Eva, que abraza valientemente a la tía Liette.

—Señorita—dice la joven castellana, mientras su marido estrecha una vez más la mano de Carlos,—tendríamos mucho gusto en ver a ustedes en Argicourt antes de que se vaya el capitán. Estaremos en toda intimidad; una comida de familia. No nos rehusarán ustedes este favor, que nos honrará mucho, y ustedes elegirán día...

Decididamente, había algo...

Cuando se marcharon, el joven oficial se puso el abrigo con ademán nervioso y cogió el sombrero.

—¿Adónde vas?—le preguntó la tía Liette asustada.

—A dar una vuelta antes de comer; me ahogo aquí.

Carlos salió y se alejó a grandes pasos. Quería saber... El sabría...


Al llegar a Candore, la primera mirada de Eva fue para buscar al capitán. Raúl lo echó de ver, y sintió un sordo resentimiento, pero se contuvo gracias a ese dominio de sí mismo que da la costumbre del mundo, y siguió mostrando la exquisita cortesía que hacía de él un perfecto caballero cuando quería tomarse ese trabajo. Neris, por su parte, acogió a la joven americana con una amabilidad meritoria dados los proyectos matrimoniales de su sobrino, y estaba hablando amistosamente con ella de los recuerdos comunes traídos de la Ciudad Eterna cuando este último fue a interrumpirlos dando la señal de la marcha.

Por segunda vez, Eva echó una mirada circular a la multitud de los cazadores, equipados y armados en razón inversa de su habilidad cinegética, pues los más temibles para la caza no eran los que tenían mejor escopeta ni más profundo morral; pero ella no hizo ninguna profunda reflexión. Carlos se reuniría con ellos, sin duda, en la Cruz del Pequeño, donde debía empezar la batida.

Solamente, en lugar de seguir a pie con Jenny y unos cuantos intrépidos, declaró que prefería el coche, con gran contrariedad del diplomático.

—No tengo verdaderamente suerte con usted, miss Darling—dijo con involuntaria acritud.—¡Yo que esperaba hacerle a usted tirar la primera pieza!

—No lo sienta usted, porque no la acertaría.

—Pero, en fin, ¿es que le desagrada a usted mi compañía?

—Nada de eso, pero prefiero la del señor Neris—respondió con una sonrisa al anciano, que se quedó encantado;—esta vez no dirá usted: «¡Plaza a los jóvenes!»

—Ahí lo tienes, sobrino, no eres bastante viejo—observó el octogenario con un dejo de malicia.

El conde se encogió de hombros.

—Al menos aboga por mí—le dijo al oído.

Lo que era quizá mucho pedir.

Además de Eva y el señor Neris, la carretela contenía también al notario Hardoin y al tío Dick.

—Un terceto de inválidos respirando un capullo de rosa—dijo galantemente el anciano Héctor.

—Hable usted por sí mismo—respondió en tono de protesta el notario.—Yo mato aún con limpieza una liebre cuando se me antoja, y pienso festejar mis bodas de oro con mi despacho cuando la señorita Raynal festeje las de plata con la oficina de Correos.

Al oír este nombre, un fugitivo rubor coloreó la graciosa cara de Eva.

—Tiene usted una encantadora vecina—dijo con convicción.

—¿A quién se lo cuenta usted, señorita?—exclamó alegremente el señor Neris.—Hace veinte años que este pobre señor Hardoin es fiel a su despacho por no renunciar a esa preciosa vecindad, esperando que el mejor día la señorita Raynal se equivoque de puerta y se meta en su casa para no salir más. Hasta se dice que tiene encima de la mesa un contrato enteramente redactado en el que sólo falta una firma...

—Ríase usted, señor Neris. No había más que una mujer para hacerme abjurar el celibato, y esa se ha quedado soltera...

—Su sobrino es enteramente... wery-well—dijo el tío Dick.

—Son dignos el uno del otro—afirmó gravemente el señor Hardoin.—Hubiera deseado tener a la una por mujer y al otro por hijo.

—Muy exigente es usted, querido; yo me contentaría con tenerle por sobrino—suspiró el tío de Raúl.

Eva estaba radiante; sus ojos brillantes y su color animado expresaban el placer que le causaba la conversación. Así fue que cuando el conde volvió a la carga renovando sus instancias para hacerla decidirse a hacer compañía a la juventud, la joven rehusó con viveza y le envió bastante bruscamente a sus ojeadores, que ya estaban haciendo ruido.

¡Qué diablo! No sólo hay éxitos en la carrera diplomática y un solo pantalón rojo vence a veces, nada más que con mostrarse, a las sabias combinaciones de todos los Talleyrand del mundo.

Es probable que si la joven miss hubiera vislumbrado el dormán del capitán al través de las ramas hubiera encontrado de pronto menos atractivos a la sociedad de los tres inválidos, pero las instancias del diplomático no tenían el mismo poder. En amor como en la guerra, los más elocuentes no son los más habladores, y Eva hubiera respondido de buena gana como Inés:

Horacio con dos palabras
lo hablara mejor que vos...

Y falta saber si esas dos palabras eran necesarias...

La cacería estaba acabada. De vez en cuando algún tiro aislado como último eco del tiroteo del día; alguna liebre que saltaba por el llano; alguna perdiz asustada que rastreaba el surco.

Carlos no había parecido...

—¿Por qué?—se preguntaba Eva muy triste.

¿Sería que su huraño orgullo podía más que su tímido amor? ¿Sería que aquel valiente tenía miedo de ella y de sí mismo, y, sin fuerza para afrontar una nueva entrevista, empleaba su valor en la fuga?

Porque Carlos la amaba, estaba segura.

Si la duda trataba de insinuarse en su corazón, Eva no tenía más que cerrar los ojos para volver a ver a aquel varonil semblante ansiosamente inclinado hacia ella y para oír el eco todavía vibrante de aquel apasionado: «¡Eva, mi querida Eva!» que hacía estremecerse deliciosamente todo su ser.

¿Era, pues, su voluntad más fuerte que su amor?

Y la joven miss hacía una linda mueca que indicaba un ligero despecho. Por una vez, ella, que tanto apreciaba a los fuertes, hubiera preferido un poco de debilidad... Ya el sentimiento que turbaba su alma quitábale el aplomo, y ella tan valiente, no se atrevía a preguntar. Pero el tío Dick acercó tranquilamente el fuego a la pólvora.

—¿Cómo será que no hemos visto al capitán? ¿Se habrá acabado su licencia?

—No, señor Darling—respondió el notario con acento distraído,—pero no estaba invitado que yo sepa...

—¡Cómo!—protestó vivamente Eva;—fue una invitación colectiva y yo fui testigo.

—Entonces no ha sido reiterada.

—¿Está usted seguro, señor Hardoin?

—Segurísimo, señorita.

La cara de la joven se iluminó con una llama. Aquella flagrante falta de educación, cuyo secreto motivo adivinaba, le hizo el efecto de una injuria personal a la que se propuso responder duramente.

Al volver al castillo, donde había preparado un lunch Raúl ofreció el brazo a su «perversa amiga», que lo aceptó con una espontaneidad de buen agüero y se dejó conducir al puesto de honor. Pero apenas el conde, muy entusiasmado, hubo dicho unas cuantas galanterías triviales, la joven le disparó a quemarropa y en voz tan clara que todo el mundo lo oyó:

—A propósito, el capitán Raynal no ha recibido invitación, ¿sabe usted?

Desconcertado por aquel ataque imprevisto, el conde balbució algunas palabras vagas.

—Quería advertírselo a usted—prosiguió Eva agresiva,—por si es un olvido... lamentable...

—Sí y no, señorita—respondió Raúl picado en lo vivo por aquella visible ironía. Siento infinito haber privado a usted de un acompañante a quien parece apreciar mucho...

—Mucho...

—Pero por otra parte, lo confieso, le agradezco una reserva muy indicada en él.

—¿Por qué? Explíquese usted, si gusta.

—Hay cosas imposibles de explicar a una señorita.

Hubo un instante de silencio molesto.

El señor Hardoin jugaba con el cuchillo, con una enigmática sonrisa en los labios.

—Dispense usted, querido conde—dijo gravemente el señor de Argicourt,—pero usted ha encontrado al capitán Raynal en mi casa y soy solidario de todos mis huéspedes. ¿Sabe usted alguna historia respecto de él?

—No quiera Dios, mi querido amigo—protestó vivamente Raúl, que sentía ya su torpeza;—creo que es un oficial de mérito, del que no tengo nada que decir... Pero no es sólo...

—Creía haber encontrado con frecuencia a la señorita Raynal en casa de su madre de usted, señor conde—dijo tranquilamente el notario.

—Y yo siento tener que recordarte que esa persona, por la que profeso la más alta estima, ha sido la compañera y la amiga de tu mujer, mi pobre hija—añadió Neris con severidad.

El conde se mordió los labios. Su celoso rencor le había llevado demasiado lejos.

—Tienes razón, tío, no he debido olvidarlo—dijo esperando cortar así el debate.

Pero Eva no le permitió esquivarse por esta hábil maniobra.

—Perdone usted—dijo extendiendo su fina mano como para cortarle la retirada;—si no comprendo mal, es a la señorita Raynal a la que se refieren sus insinuaciones... No diré a usted que eso no es digno de un noble, ni siquiera de un caballero... Pero, ¿no la ha mirado usted nunca?

—Dispense usted, señorita, pero la cuestión se extravía a un terreno muy delicado al que no puedo seguirla.

—Entonces era preciso no haberme precedido en él.

La respuesta fue clara y ceñida como un latigazo, y la joven y valiente miss que así defendía a su sexo fue saludada con un murmullo de discreta aprobación.

El conde se inclinó un poco pálido.

—He hecho mal, lo confieso—dijo no sin nobleza;—he pronunciado palabras inconvenientes, falta imperdonable en un viejo diplomático, y pido a usted que me dispense, señorita, dándole gracias por la lección... que no aceptaría de nadie más—añadió con altanería.

Quedaba terminado el incidente; pero no por eso dejó de reinar cierto malestar hasta que se marcharon los convidados. Al despedirse del conde, el notario Hardoin le dijo con bondad:

—Si tiene usted curiosidad de conocer la verdad sobre el capitán Raynal, señor conde, tómese el trabajo de ir el domingo a mi despacho; necesito justamente un testigo para un acta de adopción.


Cuando el señor Hardoin, que había acechado la salida del joven, aprovechó su ausencia para poner a su vecina al corriente de los hechos del día, Liette se quedó un instante pensativa y una sombra alteró la serenidad de su frente.

—Esto es lo que yo temía—murmuró.

—Aseguro a usted, querida amiga, que aquello fue para usted la ocasión de un verdadero triunfo. No hubo ni una nota discordante.

—¡Ay! sí, una sola, y lo deploro por él y por Carlos.

—Permítame usted que no me asocie a su pena en cuanto al primero. La impunidad de ciertos culpables me subleva, y es pan bendito cuando ellos mismos recogen varas para azotarse.

—Pero Carlos...

—¿Qué? ¿No contaba usted con aprovechar su presencia para decirle la verdad y regularizar su situación?

—Sin duda, pero no preveía tales complicaciones...

—Vamos a ver, mi prudente amiga, un poco de calma; no perdamos la cabeza sin ton ni son. El señor de Candore ha estado... torpe, por no decir más; ya ve usted si soy indulgente. Si se ha puesto en el caso de avergonzarse delante de usted y delante de Carlos, peor para él; será un castigo merecido.

—No es eso sólo, aunque sea en extremo penoso; pero temo...

—¿Qué?

—Todo. Carlos está celoso...

—¿Del conde? Yo hubiera creído lo contrario, y con razón... Miss Darling manifiesta tan claramente su preferencia, que no hay necesidad de ser gran psicólogo para leer en su corazón...

—¡Y él! Carlos no piensa más que en ella; por esto quisiera evitar a toda costa un escándalo lamentable... Sin esa funesta rivalidad, ¿quién sabe? El conde no está absolutamente desprovisto de buenos sentimientos... Es libre, rico...

—¿En qué piensa usted, querida amiga?

—En la felicidad de Carlos.

—¡Usted, que no quería compartir sus derechos con nadie, ni siquiera conmigo!...

—¿Y no había en eso un poco de egoísmo? Hay que querer a los hijos por ellos, no por uno mismo. Si él tuviese una fortuna, un nombre...

—Pronto tendrá legalmente el de usted, y es demasiado ahijado mío para no preferirlo a cualquiera otro. En cuanto a la fortuna... no creo faltar al secreto profesional confiando a usted que hay alguien que se interesa por él... y le asegura en su testamento una honrosa medianía... sin perjudicar a nadie... Esa es la ventaja de ser soltero.

Liette, enternecida, le estrechó silenciosamente la mano.

—¡Bah! nada de emoción—dijo el notario con expresión de mal humor;—eso me quitaría el apetito y acaso perturbara al muchacho, que probablemente no sospecha nada y va a venir a comer según costumbre.

Sin embargo, él tampoco estaba muy tranquilo, y cuando vio al fin a su ahijado, ahogó un suspiro de alivio.

Carlos estaba tranquilo, casi risueño.

—¿Tú quoque, padrino?—exclamó con alegría un poco forzada.—Todo el pueblo se había dado cita en nuestra humilde casa, y usted sólo faltaba. La verdad es que le estaba a usted esperando con una delegación de los bomberos. ¿No es usted su capitán honorario?

—Sí, búrlate, mal muchacho. No se hará jamás bastante público homenaje a la que tienes el honor de pertenecer...

—Ciertamente—respondió Carlos con voz un poco alterada.

Mientras Hardoin, muy verboso, se metía en una larga digresión sobre un proyecto de fiesta del «Mérito modesto», generalmente desconocido, Liette seguía con mirada inquieta al joven, que iba y venía en el comedor como si no pudiera estarse quieto.

—¿No me había usted dicho que iba el domingo a Argicourt, padrino?—preguntó de repente, cortando un período que ni siquiera había oído.

—¿A Argicourt?... ¡Ah! sí, perfectamente. Un arriendo que renovar.

—Si usted no tiene inconveniente, aprovecharé su coche para hacer la visita de despedida al castillo.

—Concedido, ahijado; si eres bueno, tú guiarás a la Gris.

Carlos se rió al recordar aquel tiempo ya lejano, y durante toda la comida se complació en recordar los hechos de su primera infancia con una animación un poco fingida en la que se descubría un poco de melancolía.

Cuando por la noche acababa de meterse en la cama, llamaron suavemente a su puerta. Era la tía Liette con su candelero en la mano...

—Esta noche no me has dado un beso, hijo mío—dijo medio en broma, medio regañando;—sabes que cuando eras pequeño, eso era mala señal; alguna tontería o alguna pena que ocultarme. No querías mirarme de frente porque decías que leía en tus ojos...

Y apoyándose en la almohada, preguntó en tono risueño, desmentido por su acento angustiado:

—¿Tontería o pena, hijo mío?

—Ni lo uno ni lo otro, tía Liette—respondió Carlos en un relámpago de orgullo.

Liette no insistió, y después de rozar su mejilla con un beso maternal, se retiró sin decir una palabra. Pero la bujía temblaba en su mano y las gotas de cera caían a su paso, pesadas y cálidas como lágrimas.


La Gris, con su apacible trote, llevaba por el camino brumoso al anciano y al joven igualmente preocupados... Para engañarse mutuamente hablaban de cosas indiferentes con animación ficticia, pero sus pensamientos estaban en otra parte. Carlos se representaba la escena del día anterior, cuyo relato le había sido fácil obtener de algunos vecinos labradores, y subíanle al rostro vapores de cólera. A cada paso tiraba de las riendas nerviosamente, con gran escándalo de la buena yegua, acostumbrada a más consideraciones.

—Trae muchacho—decía entonces el notario,—los militares tenéis la mano dura.

¡Dura! nunca lo sería bastante para castigar al que se había atrevido a tocar a la tía Liette. Rivalidad, celos, todo estaba olvidado y arrebatado por el viento del ultraje hecho a su madre adoptiva, sacrilegio al lado del cual parecía todo mezquino y pueril a su culto filial. En aquel momento era hijo, nada más que hijo, y si de vez en cuando una blanca silueta que flotaba ante sus ojos endulzaba un poco su brillo metálico, era que le agradecía el haber ocupado tan bien su lugar.

El notario iba pensando en esa justicia inmanente, para la cual no hay prescripción y que obliga, un día u otro, al deudor insolvente a remover las cenizas del pasado en que debe encontrar el pagaré en descubierto.

—El invierno va a ser crudo este año—decía el uno.

La cosecha de remolacha no va a ser mala—decía el otro.

Y la conversación, de la que estaba ausente el pensamiento, continuaba indiferente y vacía, mientras Liette, en su casa, cumplía su misión maquinal, con el corazón oprimido por dolorosa angustia. ¿Sabía algo Carlos?

La madre adoptiva analizaba sus menores palabras y sus menores gestos... Carlos parecía tranquilo y contento... Pero evitaba el mirarla... Además, ¿por qué iba a Argicourt?... La visita de cumplimiento por su próxima partida y, sobre todo, la presencia de Eva, bastaban para explicar... Evidentemente, no había para qué alarmarse...

Y con mano temblorosa, comenzaba una carta para desgarrarla en seguida.

Si Carlos no sospechaba nada, un paso prematuro podía ser contraproducente. Más valía no precipitar nada y dejar hacer al señor Hardoin. Pero, ¿y si sabía algo? ¿Y si él tomaba la delantera mientras ellos andaban en esas dilaciones? ¿Y si daba un escándalo, provocaba un encuentro y ella lo sabía demasiado tarde? ¡Dios mío!

Estremecida por este pensamiento, Liette tomaba la pluma y escribía:

«Señor conde.»

Después se detenía de nuevo indecisa y turbada. ¿Qué hacer?

Estaba dando vueltas en la mente por centésima vez a esta cuestión, cuando se paró a la puerta una «charrette» inglesa y Eva apareció en el umbral conmovida y agitada. La joven, sin más preámbulos, se echó en los brazos de la anciana admirada.

—¡Oh! tía Liette, tía Liette...

Y rompió a sollozar... Aquel era el peligro previsto y temido; la hija del comandante encontró toda su energía para hacerle frente.

—Vamos a ver, hija mía, ¿qué hay?—preguntó con su dulce firmeza.

—¡Va a batirse!

La joven, tímida, no se atrevía a pronunciar su nombre; pero no había necesidad.

—¡Oh! los presentimientos de las madres...

—¿Está usted segura? ¿Quién se lo ha dicho a usted? ¿Cuándo? ¿Cómo?

—Va usted a oír, tía Liette... ¿Me permite usted que la llame así?... Eso me tranquiliza... Tengo el corazón tan oprimido...

—Sí, querida hija mía; vamos, tranquilícese usted y hable pronto.

—Hoy ha venido a despedirse, pero estaba muy cambiado, muy distraído, muy preocupado... apenas me miraba...

—¡Oh! eso es grave, hija mía—dijo la tía Liette sonriendo a pesar de su tristeza.

—¿Verdad que sí?—respondió cándidamente la joven miss.—Así fue, que cuando el señor de Argicourt fue a acompañarle, los seguí con disimulo y me puse a escuchar... Sé que hice mal, tía Liette...

Liette le estrechó la mano, como para animarla.

—Entonces, le oí rogar a su antiguo compañero que le sirviese de padrino en un lance de honor... a propósito de unas palabras... que usted ignora sin duda, tía Liette...

La anciana movió la cabeza.

No, no ignoraba nada, ni el ataque ni la defensa, y una presión significativa de sus temblorosos dedos dijo su tierno agradecimiento hacia su valiente campeón.

—En una palabra, el señor de Argicourt y el señor de Estry deben de estar en este momento en casa del señor de Candore para pedirle una satisfacción.

—¡Oh! Dios mío.

—Y he tenido miedo, yo, tía Liette, que no soy sin embargo, una mujerzuela y comprendo muy bien que un oficial... En su lugar, hubiera hecho lo que él... Dios protegerá el buen derecho, ¿verdad? Pero por mucho que me repito todo esto, tengo miedo, tía Liette, y he venido a usted, que es tan fuerte y tan poderosa, a pedirle un poco de su fuerza y de su valor... Y es que le amo, tía Liette... No debía decir a usted esto... pero nunca he tenido madre...

Y ocultó la cara, que se enrojecía bajo las lágrimas como una rosa bajo el rocío, en el seno de la anciana enternecida por esta ingenua declaración.

—Tranquilícese usted, hija mía; ese duelo no puede verificarse y no se verificará...

—¿Quién podrá impedirlo?

—Yo—respondió tranquilamente la tía Liette.


El despacho presentaba una animación inusitada. Los ruidosos dependientes charlaban a más y mejor a pesar de las llamadas al orden del principal, un poco distraído él también de su importante tarea. Desde aquella mañana el notario tenía la cara de los grandes días y no hacía más que abrir la puerta de su despacho para dar órdenes. Y todo se volvían idas y venidas del despacho al Correo, por fortuna próximo, como decía el aprendiz, que de otro modo hubiera estado cocido en obra. Después había empezado el desfile. Primero el señor Darling y su sobrina, que habían tenido una larga conferencia con el notario. Después había sido introducido el capitán Raynal y ahora estaban esperando al señor de Candore.

¿Qué significaba todo aquello?

Un contrato de matrimonio, evidentemente.

¿Pero con quién?

¿Con el oficial o con el diplomático?

—Su corazón se columpia entre los dos—exclamó el aprendiz acechando desde la ventana la llegada del conde.

—¡Silencio!—mandó de nuevo el principal.

—Usted, que es un hombre de peso, ¿cuál es su opinión?

—Mi opinión es que no la tengo, querido Candore. Evidentemente, un simple oficial de fortuna no debía pesar en la balanza al lado de un personaje de la importancia del señor de Candore, noble, rico e influyente.

—Un poco farsante—dijo el incorregible empleado.

—Pero el corazón de las mujeres es un abismo insondable—dijo el primer dependiente con aire doctoral,—Josefina prefirió Bonaparte a Barras.

—Y no anduvo descaminada.

—¡Silencio! Ahí está Barras.

Entraba el conde, frío y altanero según su costumbre.

El principal se levantó con deferencia para introducirle en el despacho del notario, a quien encontró solo con gran asombro suyo.

—¿Dónde diablos se han metido los otros?

—Puede que en algún armario—dijo el joven Candore, que había estado en París y se jactaba de conocer las piezas de Hennequín.

Pero se calló porque la señorita Raynal entraba a su vez en el despacho.

—El señor Hardoin está ocupado, señorita.

—Lo sé, me está esperando...

La puerta se había abierto, y el notario dejaba paso a Liette, con gran asombro de los pasantes.

—Amigos míos, esto huele a quinto acto—exclamó el supuesto «boulevardier».

El conde no había acudido a la cita del notario sin una secreta aprensión. Un poco molesto ya por la querella que se había buscado con su inexcusable intemperancia de lenguaje, y en la que veía que no era el suyo el mejor papel, estaba de un humor execrable y arrugaba nerviosamente la esquela tan lacónica como urgente llevada al castillo.

—¿Qué diablos puede quererme?—murmuraba entre dientes.

—Lo mejor es ir a verlo—dijo sencillamente su tío.—Hardoin es demasiado formal para molestarte sin motivo serio.

—¿No te figuras tú lo que es?

—Es posible—respondió gravemente el anciano.

Raúl se le quedó mirando con cierta alarma. Cuando se es heredero, las menores palabras tienen su importancia, sobre todo si se trata de notario. Raúl se daba cuenta de que el señor de Neris no tenía por qué elogiarle, ni como sobrino ni como yerno; sus veleidades matrimoniales habían hecho quizá rebosar el vaso. Al llegar a la cita iba mascullando estas ideas, pero al ver a la empleada de Correos cambió de repente de pensamiento.

¿Habría tenido noticias del encuentro proyectado?

¿Era aquello un lazo?

¿Iba a sufrir súplicas y reproches?

¿Le preparaba alguna escena de melodrama aquel imbécil de Hardoin?

No le faltaba más que ese ridículo.

Presa de una viva irritación, saludó con tiesura y se puso a la defensiva.

—Señor conde—comenzó el notario en tono ceremonioso,—he rogado a usted que pasara por mi despacho para una comunicación urgente de parte de esta señorita.

Raúl le interrumpió con mucha sequedad:

—Basta, señor Hardoin, sé de lo que se trata.

—No creo.

—Y me va usted a permitir que le diga que su papel en este negocio me parece un poco inoportuno. No es propio de un notario desfacer entuertos y representar a Don Quijote...

Y dio un paso hacia la puerta.

El notario extendió la mano con autoridad.

—Perdóneme usted, señor conde, pero no creo tener que aprender los deberes que ya ejercía con honor cuando usted estaba en la cuna.

—Sí—dijo el conde un poco dulcificado;—sé que es usted un antiguo amigo; pero hay cuestiones que no son de su competencia. Si se tratase de un acta notarial, en hora buena.

—No se trata de otra cosa—declaró Hardoin sencillamente.

Raúl se detuvo desconcertado. Ya no comprendía.

—He aquí los hechos—expuso metódicamente el notario.—La señorita Raynal aquí presente, recogió, hace cerca de veinticinco años, a un niño huérfano de madre y abandonado por su padre. Esta señorita le prestó su nombre, pero hoy quiere dárselo legalmente y ha creído, por consejo mío, que debía consultar con usted previamente.

—¿Conmigo?—exclamó el diplomático estupefacto y en tono de protesta.—¿A título de qué?

—A título de padre—respondió fríamente el notario.

Raúl paseó sus ojos extraviados del semblante impasible del uno a la bella y triste cara de la otra.

—Esto es una locura, dijo.

El digno notario desdobló un papel amarillento con el sello de Inglaterra.

—Aquí tiene usted la partida de nacimiento de Raúl Carlos, nacido del matrimonio que contrajeron irregularmente en Inglaterra miss Juana Dodson y el conde Raúl de Candore.

—Y vea usted el telegrama dirigido a la señorita Blanca de Candore en el día de su boda, y que me acuso de haber interceptado para evitarle un dolor inútil—añadió sencillamente la empleada.

El conde leyó maquinalmente:

«Señorita, el hombre con quien se va usted a casar es mi esposo ante la ley inglesa y el padre de mi hijo, que pronto no tendrá ya madre. Juana Dodson.»


...Aquella era la venganza de Liette.

Había ahorrado lágrimas a Blanca; y a Raúl el escándalo, a costa de una falta profesional, duro sacrificio para aquella hija de soldado, esclava de la disciplina.

Había salvado a la madre de la desesperación y a su hijo del abandono; gracias a ella, la pobre abandonada se había extinguido suavemente, sin odio y en la paz del perdón, encomendando su alma a Dios y su hijo a Liette, y durmiéndose confiando en los dos...

Su confianza no debía ser defraudada. Sin vacilación ni desfallecimiento, Liette había recogido esa pesada herencia; había reemplazado al padre desertor, había abierto al huérfano sin familia su puerta, sus brazos y su corazón; había hecho de él un hombre, y ya que no la vida, le había dado su alma.

Y había hecho eso sencillamente, sin cuidarse de las falsas interpretaciones ni de los comentarios injuriosos que pudiera provocar su conducta, y era tal la fuerza de aquella apacible virtud y de aquella incomparable dignidad, que en el círculo estrecho y malévolo de las comadres de provincia, ni una palabra, ni una insinuación la habían rozado. ¡Había sido preciso que fuese Raúl!... El... ¡Oh!.

Aterrado por aquella revelación repentina que hacía vibrar las fibras embotadas de su corazón ya seco, el noble, tan frío, tan correcto de ordinario, cedió a la influencia generosa del momento con el impulso de la primera juventud y confesó sus faltas, sus penas, sus remordimientos, acusándose con una vehemencia en que entraba un poco de fatuidad de haber hecho dos desgraciadas: Juana y Liette.

Bajo las cocas argentinas de la solterona se deslizó una débil sonrisa.

—Tranquilícese usted, señor conde, al menos en cuanto a la última—dijo con sencillez.—He amado mucho, apasionadamente, puedo confesarlo a mi edad... Pero el hombre a quien he amado no es usted. Era un príncipe encantado, creado completamente por mi imaginación de colegiala retrasada que pide demasiado a la vida, porque la ignora... Yo no tenía, sin embargo, esta excusa... Hoy, dispuesta a bajar la otra vertiente, me detengo un instante en la cima de la colina y no siento en mí ni cólera, ni amargura, ni pena, pues entre las piedras y las malezas he encontrado algo mejor que la florecita azul con que sueñan las jóvenes, he encontrado el reflejo de cielo que Dios pone en la mirada de los niños... Creo que había nacido para eso; no puedo guardar a usted rencor por haberme dado un sobrino que ha realizado todas sus promesas de usted y cumplido todas mis esperanzas. Las cualidades imaginarias de que yo dotaba a mi héroe, él las tiene realmente, y le debo tantos goces que casi tengo que estarle a usted agradecida.

—Debemos estárnoslo el uno al otro—dijo el conde profundamente conmovido,—por lo que ha hecho usted y por lo que quería hacer aún. Pero es a mí a quien corresponde ofrecer a usted y a él la única reparación posible. Ha redactado usted un acta de adopción, señor Hardoin; no tiene usted más que cambiar una palabra. Yo dejaré a mi hijo mi nombre y mi fortuna.

Esta vez fue Liette quien palideció. Había, sin duda, deseado ardientemente esta solución justa y natural en interés de su hijo adoptivo, y sin embargo... En el dolor atroz y profundo que le retorció el corazón e hizo brotar las lágrimas en sus ojos comprendió la feroz sublevación que se apodera de las madres a quienes se arranca su hijo. El notario, sin responder, abrió la puerta de la derecha.

—Ya ha oído usted, capitán; usted es quien debe decidir...

Al ver a aquel guapo y altivo oficial que era su hijo, el conde experimentó una sensación desconocida, un irresistible impulso de orgullo paternal. Dio un paso adelante con los brazos abiertos, pero Carlos se inclinó, muy pálido, y dijo con voz ahogada:

—Caballero, no puedo ya pedir a usted reparación ni quiero aceptar ninguna. Mi madre ha muerto; procuraré olvidar el nombre de su verdugo, lo que quiere decir que no puedo llevarle. Y, con una especie de violencia, atrajo hacia su pecho a la tía Liette desfallecida.

—Tú, que me lo has dado todo, dame también tu nombre; ten la seguridad de que no seré ingrato.

El señor de Candore sintió que le subía a la cara una oleada de sangre; pero la conciencia de su culpa pudo más que su orgullo herido.

—He merecido esto, y no puedo quejarme ni vituperar a usted, caballero... Pero a usted me dirijo, señorita; abogue por mi causa, que es también la suya... Conozco sus esperanzas, y puedo ayudarle a realizarlas... No me niegue usted esta satisfacción, la única que conviene a mi edad.

—¡Es verdad!—dijo Liette turbada;—reflexiona; hijo mío... ¡La amas tanto!

Carlos cerró los ojos para huir de la visión tentadora.

—No—respondió con energía,—no quiero la dicha a ese precio...

—Y yo no quiero llamarme la señora de Candore, sino la señora de Raynal...

La puerta de la izquierda se había abierto a su vez, y Eva se adelantaba valientemente hacia el joven admirado.

—Me ha declarado usted—le dijo,—que no pediría jamás la mano de una heredera, capitán; soy yo quien pide la de usted...

Y mientras Carlos, loco de amor, se atrevía apenas a estrechar aquella manita adorable, que se entregaba espontáneamente a él, Eva rodeó con el otro brazo el cuello de la solterona enternecida y dijo cariñosamente:

—Usted quería adoptar un hijo, tía Liette; adopte dos... Tiene usted el corazón bastante ancho para ello.

FIN