Title: Cartas de mi molino
Author: Alphonse Daudet
Translator: F. Cabañas
Release date: August 16, 2009 [eBook #29706]
Most recently updated: January 5, 2021
Language: Spanish
Credits: Produced by Chuck Greif and the Online Distributed
Proofreading Team at https://www.pgdp.net
BIBLIOTECA DE «LA NACION»
TRADUCCIÓN DE F. CABAÑAS
BUENOS AIRES
1911
Reservados los derechos de traducción.
Imp. de La Nación.—Buenos Aires
«Compareció ante mí, Honorato Grapazi, notario residente en Pamperigouste:
»El señor Gaspar Mitifio, esposo de Vivette Cornille, avecindado y residente en el lugar denominado Los Cigarrales;
»Quien, por la presente escritura, vende y transfiere con todas las garantías de hecho y de derecho, y libre completamente de deudas, privilegios e hipotecas,
»Al señor Alfonso Daudet, poeta, que reside en París, aquí presente y aceptante,
»Un molino harinero de viento, situado en el valle del Ródano, en la Provenza, sobre una ladera poblada de pinos y carrascas; cuyo molino está abandonado desde hace más de veinte años e inservible para la molienda a causa de las vides silvestres, musgos, romeros y otras hierbas parásitas que ascienden por él hasta las aspas.
»Sin embargo, a pesar de su estado ruinoso, con su gran rueda rota, y la plataforma llena de hierba nacida entre los ladrillos, el señor Alfonso Daudet declara convenirle el citado molino y, encontrándolo apto para servir en sus trabajos de poesía, lo toma por su cuenta y riesgo, y sin reclamar nada contra el vendedor por causa de las reformas que necesitará introducir en él.
»La venta se hace al contado y mediante el precio convenido, que el señor Daudet, poeta, ha mostrado y colocado sobre la mesa en dinero contante y sonante, cuyo precio ha sido cobrado y guardado por el señor Mitifio; todo ello a vista del notario y testigos que suscriben, de lo cual se extiende carta de pago con reserva.
»Contrato elevado en Pamperigouste, en el estudio de Honorato, estando presentes Francet Mamaï, tañedor de pífano, y Luiset, alias el Quique, portador de la cruz de los penitentes blancos.
»Los cuales firman con las partes y el notario, previa lectura...»
INSTALACIÓN
¡Valiente susto les he dado a los conejos! Acostumbrados a ver durante tanto tiempo cerrada la puerta del molino, las paredes y la plataforma invadidas por la hierba, creían ya extinguida la raza de los molineros, y encontrando buena la plaza, habíanla convertido en una especie de cuartel general, un centro de operaciones estratégicas, el molino de Jemmapes de los conejos. Sin exageración, lo menos veinte vi sentados alrededor de la plataforma, calentándose las patas delanteras en un rayo de luna, la noche en que llegué al molino. Al abrir una ventana, ¡zas! todo el vivac sale de estampía a esconderse en la espesura, enseñando las blancas posaderas y rabo al aire. Supongo que volverán.
Otro que también se sorprende mucho al verme, es el vecino del piso primero, un viejo búho, de siniestra catadura y rostro de pensador, el cual reside en el molino hace ya más de veinte años. Lo encontré en la cámara del sobradillo, inmóvil y erguido encima del árbol de cama, en medio del cascote y las tejas que se han desprendido. Sus redondos ojos me miraron un instante, asombrados, y, después, despavorido al no conocerme, echó a correr chillando. ¡Hu, hu! y sacudió trabajosamente las alas, grises de polvo; ¡qué diablo de pensadores, no se cepillan jamás! No importa, tal como es, con su parpadeo de ojos y su cara enfurruñada, ese inquilino silencioso me agrada más que cualquiera otro, y no me corre prisa desahuciarlo. Conserva, como antes de habitario yo, toda la parte alta del molino con una entrada por el tejado; yo me reservo la planta baja, una piececita enjalbegada con cal, con la bóveda rebajada como el refectorio de un convento.
*
* *
Desde ella escribo con la puerta abierta de par en par, y un sol espléndido.
Un hermoso bosque de pinos, chispeante de luces, se extiende ante mí hasta el pie del repecho. En el horizonte destácanse las agudas cresterías de los Alpilles. No se percibe el ruido más insignificante. A lo sumo, de tarde en tarde, el sonido de un pífano entre los espliegos, un collarón de mulas en el camino. Todo ese magnífico paisaje provenzal sólo vive por la luz.
Y actualmente, ¿cómo he de echar de menos ese París ruidoso y obscuro? ¡Estoy tan bien en mi molino! Este es el rinconcito que yo anhelaba, un rinconcito perfumado y cálido, a mil leguas de los periódicos, de los coches de alquiler, de la niebla. ¡Y cuántas lindas cosas me rodean! No hace más de una semana que me he instalado aquí, y tengo llena ya la cabeza de impresiones y recuerdos. Ayer tarde, por no ir más lejos, presencié el regreso de los rebaños a una masía situada al pie de la cuesta, y les juro que no cambiaría ese espectáculo por todos los estrenos que hayan tenido ustedes en esta semana en París. Y si no, juzguen.
Sabrán que en Provenza se acostumbra enviar el ganado a los Alpes cuando llegan los calores. Brutos y personas permanecen allí arriba durante cinco o seis meses, alojados al sereno, con hierba hasta la altura del vientre; después, cuando el otoño empieza a refrescar la atmósfera, vuelven a bajar a la masía, y vuelta a rumiar burguesmente los grises altozanos perfumados por el romero. Quedábamos en que ayer tarde regresaban los rebaños. Desde por la mañana esperaba el zaguán, de par en par abierto, y el suelo de los apriscos había sido alfombrado de paja fresca. De hora en hora exclamaba la gente: «Ahora están en Eyguières, ahora en el Paradón.» Luego, repentinamente, a la caída de la tarde, un grito general de ¡ahí están! y allá abajo, en lontananza, veíamos avanzar el rebaño envuelto en una espesa nube de polvo. Todo el camino parece andar con él. Los viejos moruecos vienen a vanguardia, con los cuernos hacia adelante y aspecto montaraz; sigue a éstos el grueso de los carneros, las ovejas algo fatigadas y los corderos entre las patas de sus madres, las mulas con perendengues rojos, llevando en serones los lechales de un día, meciéndolos al andar; en último término, los perros, sudorosos y con la lengua colgante hasta el suelo, y dos rabadanes, grandísimos tunos, envueltos en mantas encarnadas, que les caen a modo de capas hasta los pies.
Desfila este cortejo ante nosotros alegremente y se precipita en el zaguán, pateando con un ruido de chaparrón. Es digno de ver el movimiento de asombro que se produce en toda la casa. Los grandes pavos reales de color verde y oro, de cresta de tul, encaramados en sus perchas han conocido a los que llegan y los reciben con una estridente trompetería. Las aves de corral, recién dormidas, se despiertan sobresaltadas. Todo el mundo está en pie: palomas, patos, pavos, pintadas. El corral anda revuelto: las gallinas hablan de pasar en vela la noche. Diríase que cada carnero ha traído entre la lana, juntamente con un silvestre aroma de los Alpes, un poco de ese aire vivo de las montañas que embriaga y hace bailar.
En medio de esa algarabía, el rebaño penetra en su yacija. Nada tan hechicero como esa instalación. Los borregos viejos enternécense al contemplar de nuevo sus pesebres. Los corderos, los lechales, los que nacieron durante el viaje y nunca han visto la granja, miran en derredor con extrañeza.
Pero es mucho más enternecedor el ver los perros, esos valientes perros de pastor, atareadísimos tras de sus bestias y sin atender a otra cosa más que a ellas en la masía. Aunque el perro de guarda los llama desde el fondo de su nicho, y por más que el cubo del pozo, rebosando de agua fresca, les hace señas, ellos se niegan a ver ni a oír nada, mientras el ganado no esté recogido, pasada la tranca tras de la puertecilla con postigo, y los pastores sentados alrededor de la mesa en la sala baja. Sólo entonces consienten en irse a la perrera, y allí, mientras lamen su cazuela de sopa, refieren a sus compañeros de la granja lo que han hecho en lo alto de la montaña: un paisaje tétrico donde hay lobos y grandes plantas digitales purpúreas coronadas de fresco rocío hasta el borde de sus corolas.
En el mismo día de mi llegada aquí, había tomado la diligencia de Beaucaire, una gran carraca vieja y destartalada que no necesita recorrer mucho camino para regresar a casa, pero que se pasea con lentitud a todo lo largo de la carretera para hacerse, por la noche, la ilusión de que viene de muy lejos. Íbamos cinco en la baca, además del conductor.
Un guarda de Camargue, hombrecillo rechoncho y velludo, que trascendía a montaraz, con ojos saltones inyectados de sangre y con aretes de plata en las orejas; después dos boquereuses, un tahonero y su yerno, los dos muy rojos, con mucho jadeo, pero de magníficos perfiles, dos medallas romanas con la efigie de Vitelio. Finalmente, en la delantera y junto al conductor, un hombre, o por decir mejor, un gorro, un enorme gorro de piel de conejo, quien no decía nada de particular y miraba el camino con aspecto de tristeza.
Todos aquellos viajeros se conocían unos a otros, y hablaban de sus asuntos en voz alta, con mucha libertad. El camargués refería que regresaba de Nimes, citado por el juez de instrucción con motivo de un garrotazo que había dado a un pastor. En Camargue tienen sangre viva. ¿Pues y en Beaucaire? ¿No pretendían degollarse nuestros dos boquereuses a propósito de la Virgen Santísima? Parece ser que el tahonero era de una parroquia dedicada de mucho tiempo atrás a Nuestra Señora, a la que los provenzales conocen por el piadoso nombre de la Buena Madre y que lleva en brazos al Niño Jesús; el yerno, por el contrario, cantaba ante el facistol de una iglesia recién construida y consagrada a la Inmaculada Concepción, esa hermosa imagen risueña que se representa con los brazos colgantes y despidiendo rayos de luz las manos. De ahí procedía la inquina. Merecía verse cómo se trataban esos dos buenos católicos y cómo ponían a sus patronas celestiales.
—¡Está buena tu Inmaculada!
—¡Pues mira que tu Santa Madre!
—¡Buenas las corrió la tuya en Palestina!
—¡Y la tuya, tan horrorosa! ¿Quién sabe lo que habrá hecho? Que lo diga si no San José.
Para creerse en el puerto de Nápoles, no faltaba más que ver relucir las navajas, y a fe mía, creo que efectivamente la teológica disputa hubiera parado en eso, si el conductor no hubiera intervenido.
—Déjennos en paz con sus vírgenes—dijo riéndose a los boquereuses;—todo eso son chismes de mujeres, y en los que los hombres no deben intervenir.
Cuando concluyó hizo restallar la tralla con un mohín escéptico que afilió a su opinión a todos los viajeros.
*
* *
La discusión estaba terminada, pero, disparado ya el tahonero, necesitaba desahogarse con alguien, y dirigiéndose al infeliz del gorro, silencioso y triste en un rincón, preguntole con aire picaresco.
—Amolador, ¿y tu mujer? ¿Por qué parroquia está?
Es necesario creer que esta frase tendría una intención muy cómica, puesto que en la baca todo el mundo se rió a carcajadas. El amolador no se reía. Al ver esto, el tahonero dirigiose a mí.
—¿No conoce usted, caballero, a la mujer del amolador? ¡Vaya con la picaruela de la feligresa! En Beaucaire no existen dos como ella.
Redobláronse las risas. El amolador no se movió, limitándose a decir en voz baja, sin alzar la cabeza:
—Cállate, tahonero.
Pero al demonio del tahonero no le acomodaba el callarse, y prosiguió acentuando la burla:
—¡Cáspita! No puede quejarse el camarada de tener una mujer así. No hay medio de aburrirse con ella un instante. ¡Figúrese usted! Una hermosa que se hace robar cada seis meses, siempre tendrá algo que referir cuando vuelve. Pues es igual. ¡Bonito hogar doméstico! Imagínese usted, señor, que todavía no hacía un año que estaban casados cuando ¡paf! va la mujer y se larga a España con un vendedor de chocolate. El esposo se queda solito en la casa gimoteando y bebiendo. Estaba como loco. Después de algún tiempo regresó al país la hermosa, vestida de española, con una pandereta de sonajas. Todos le decíamos:
—Ocúltate, porque te va a matar.
Que si quieres, ¡matar! Volvieron a unirse muy tranquilos, y ella le ha enseñado a tocar la pandereta.
Hubo una nueva explosión de risas. Sin levantar la cabeza, murmuró de nuevo el amolador desde su rincón:
—Cállate, tahonero.
Pero éste no hizo caso, y continuó:
—¿Pensará usted, señor, que sin duda al volver de España permaneció quieta la hermosa? ¡Quia! ¡Que si quieres! ¡Su marido había tomado aquello con tanta calma! Eso la animó para volver a las andadas. Después del español, hubo un oficial, a éste siguió un marinero del Ródano, más tarde un músico, después, ¡qué sé yo! Y lo más notable del caso es que a cada escapatoria se representaba la misma comedia y con igual aparato. La mujer se marcha, el marido llora que se las pela, vuelve ella, consuélase él. Y siempre se la llevan, y siempre la recobra. ¡Ya ve usted si necesita tener paciencia ese marido! Debe también decirse que la amoladora es extraordinariamente guapa... un verdadero bocado de cardenal, pizpireta, muy mona, bien formada y además tiene la piel muy blanca y los ojos de color de avellana que siempre miran a los hombres riéndose. ¡Si por casualidad, querido parisiense, llega usted alguna vez a pasar por Beaucaire!...
—¡Oh, calla, tahonero, te lo suplico!—volvió a exclamar el pobre amolador con voz desgarradora.
En ese instante se paró la diligencia. Estábamos en la masía de los Anglores. Allí se apearon los dos boquereuses, y juro a ustedes que no hice nada por retenerlos. ¡Tahonero farsante! Estaba ya dentro del patio del cortijo, y todavía se oían sus carcajadas.
*
* *
Al salir la gente, pareció quedarse vacía la baca. El camargués habíase apeado en Arlés, el conductor marchaba a pie por la carretera, junto a los caballos. El amolador y yo, cada uno en su rincón respectivo, nos quedamos solos allá arriba, sin chistar. Hacía calor, el cuero de la baca echaba chispas. Por momentos sentí cerrárseme los ojos y que la cabeza se me ponía pesada, pero me fue imposible dormir. Continuaba sin cesar zumbándome en los oídos aquel «cállate, te lo suplico», tan melancólico y tan dulce. Tampoco dormía el infeliz. Situado yo detrás de él, veíale estremecerse sus cuadrados hombros, y su mano (una mano paliducha y vasta) temblar sobre el respaldo de la banqueta, como si fuera la mano de un viejo. Lloraba.
—Ha llegado usted a su casa, señor parisiense—me gritó de repente el conductor de la diligencia, y con la fusta apuntaba a mi verde colina, con el molino clavado en la cúspide como una mariposa gigantesca.
Bajé del vehículo apresuradamente. De paso junto al amolador, intenté mirar más abajo de su gorro, hubiese querido verlo antes de marcharme. Como si hubiera comprendido mi intención, el infeliz levantó bruscamente la cabeza, y clavando la vista en mis ojos, me dijo con voz sorda:
—Míreme bien, amigo, y si oye usted decir algún día que ha ocurrido una desgracia en Beaucaire, podrá usted afirmar que conoce al autor de ella.
Su rostro estaba apagado y triste, con ojos pequeños y mustios.
Si en los ojos tenía lágrimas, en aquella voz había odio. El odio es la cólera de los pusilánimes. En el caso de la amoladora, no las tendría yo todas conmigo.
Entre los innumerables dichos graciosos, proverbios o adagios con que adornan sus discursos nuestros campesinos de Provenza, no conozco ninguno más pintoresco ni extraño que éste. Junto a mi molino y quince leguas en redondo, cuando se habla de un hombre rencoroso y vengativo, suele decirse:
«¡No te fíes de ese hombre, porque es como la mula del Papa, que te guarda la coz siete años!»
Durante mucho tiempo he estado investigando el origen de este proverbio, qué quería decir aquello de la mula pontificia y esa coz guardada siete años. Nadie ha podido informarme aquí acerca del particular, ni siquiera Francet Mamaï, mi tañedor de pífano, quien conoce de pe a pa las leyendas provenzales. Francet piensa, lo mismo que yo, que debe de ser reminiscencia de alguna antigua crónica del país de Aviñón, pero no he oído hablar jamás de ella, sino tan sólo por el proverbio.
—Sólo en la biblioteca de las Cigarras puede usted encontrar algún antecedente—me dijo el anciano pífano, riendo.
No me pareció la idea completamente disparatada, y como la biblioteca de las Cigarras está cerca de mi puerta, fui a encerrarme ocho días en ella.
Es una biblioteca maravillosa, admirablemente organizada, abierta constantemente para los poetas, y servida por pequeños bibliotecarios con címbalos que no cesan de dar música. Allí pasé algunos días deliciosos, y después de una semana de investigaciones (hechas de espaldas al suelo), descubrí, al fin, lo que deseaba, es decir, la historia de mi mula y de esa famosa coz guardada siete años. El cuento es bonito, aunque peque de inocente, y voy a tratar de narrarlo como lo leí ayer mañana en un manuscrito de color del tiempo, que olía muy bien a alhucema seca y cuyos registros eran largos hilos de la Virgen.
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No habiendo visto Aviñón en tiempo de los Papas, no se ha visto nada. Jamás existió ciudad alguna tan alegre, viva y animada como ella, en el ardor por los festejos. Desde la mañana a la noche, todo eran procesiones y peregrinaciones, con las calles alfombradas de flores, empavesadas con tapices, llegadas de cardenales por el Ródano, ondeando al viento los estandartes, flameantes de gallardetes las galeras, los soldados del Papa entonando por las calles cánticos en latín, acompañados de las matracas de los frailes mendicantes; después, de arriba abajo de las casas que se apiñaban zumbando alrededor del gran palacio papal como abejas en torno de su colmena, percibíase también el tic tac de los bolillos que hacían randas, el vaivén de las lanzaderas que confeccionaban los tisúes de oro para las casullas, los martillitos de los cinceladores de vinajeras, las tablas de armonía ajustadas en los talleres de guitarrero, las canciones de las urdidoras, y sobresaliendo entre todos estos ruidos el tañido de las campanas y algunos sempiternos tamboriles que roncaban allá abajo, hacia el puente. Porque entre nosotros, cuando el pueblo está contento, necesita estar siempre bailando, y como por aquellos tiempos las calles de la ciudad eran excesivamente estrechas para la farándula, pífanos y tamboriles situábanse en el puente de Aviñón, al viento fresco del Ródano, y día y noche se estaba allí baila que bailarás. ¡Ah, qué dichosos tiempos, qué ciudad tan feliz! Alabardas que no cortaban, prisiones de Estado donde se ponía a refrescar el vino. Jamás hambre, nunca guerra. He aquí cómo gobernaban a su pueblo los Papas del Condado. ¡Tal es la causa de que los eche tanto de menos el pueblo!
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Entre todos los Papas, merece citarse con especialidad uno que era un buen viejo, llamado Bonifacio... ¡Oh, qué muerte más llorada la suya! ¡Era un príncipe tan amable, tan gracioso! ¡Se reía tan bien desde lo alto de su mula! Y cuando alguno pasaba cerca de él, así fuese un pobrete hilandero de rubia o el gran Vegner de la ciudad, ¡le daba su bendición con tanta cortesía! Un verdadero «Papa de Ivetot», pero de un Ivetot de Provenza, con algo de picaresco en la risa, un tallo de mejorana en la birreta, y sin el más insignificante trapicheo... La única Juanota que siempre se le conoció a este santo padre era su viña, una viñita plantada por él mismo a tres leguas de Aviñón, entre los mirtos de Château-Neuf.
Todos los domingos, concluidas las vísperas, el justo varón iba a requebrarla, y cuando estaba allí arriba sentado al grato sol, con su mula cerca, y en rededor suyo sus cardenales tendidos a la bartola, al pie de las cepas, entonces mandaba destapar un frasco de vino de su cosecha (ese hermoso vino, de color de rubí, conocido desde entonces acá por el nombre de Château-Neuf de los Papas), y lo saboreaba a sorbitos, mirando enternecido a su viña. Consumido el frasco, al caer de la tarde volvíase alegremente a la ciudad, seguido de toda su corte, y al atravesar el puente de Aviñón, en medio de los tamboriles y de las farándulas, su mula, espoleada por la música, emprendía un trotecillo saltarín mientras que él mismo marcaba el paso de la danza con la birreta, lo cual era motivo de escándalo para los cardenales, pero hacía exclamar a todo el pueblo: «¡Ah, qué gran príncipe! ¡Ah, valiente Papa!» Después de su viña de Château-Neuf, lo que más estimaba en el mundo el Papa era su mula. El bendito señor se pirraba por aquel cuadrúpedo. Todas las noches, antes de irse a la cama, iba a ver si estaba cerrada la cuadra, si tenía lleno el pesebre, y jamás abandonaba la mesa sin hacer preparar en su presencia un gran ponche de vino a la francesa, con mucho azúcar y aromas, que él mismo llevaba a su mula, a despecho de las observaciones de los cardenales... Es necesario decir también que la bestia valía la pena. Era una hermosa mula negra salpicada de alazán, firme de piernas, de pelo lustroso, grupa ancha y redonda, que llevaba erguida la enjuta cabecita guarnecida toda ella de perendengues, lazos, cascabeles de plata, borlillas; además de estas buenas cualidades, reunía otras que el Papa no apreciaba menos: era dulce como un ángel, de cándido mirar y con un par de orejas largas en constante bamboleo, que le daban aspecto bonachón... Todo Aviñón la respetaba, y cuando pasaba por las calles no había agasajos que no se le hiciesen, pues todos sabían que ése era el mejor medio de ser bien quisto en la corte, y que con su aire inocente, la mula del Papa había conducido a más de uno a la fortuna. Prueba de ello Tistet Védène y su maravillosa aventura.
Era al principio este Tistet Védène un descarado granuja, a quien su padre Guy Védène, el escultor en oro, se había visto en la necesidad de arrojar de su casa, porque además de que no quería trabajar, maleaba a los aprendices. Durante seis meses viósele arrastrar su sayo por todos los arroyos de las calles de Aviñón, pero principalmente hacia la parte próxima al palacio papal; porque el pícaro tenía desde mucho tiempo antes sus ideas respecto a la mula del Papa, y van a ver que no iba descaminado... Un día que Su Santidad se paseaba a solas bajo las murallas con su bestia, se le acerca de buenas a primeras mi Tistet y le dice, juntando las manos con ademán de asombro:
—¡Ah, Dios mío, gran Padre Santo, hermosa mula tiene!... Permítame Vuestra Santidad que la contemple un poco... ¡Ah, Papa mío, qué mula tan maravillosa!... El emperador de Alemania no tiene otra tal.
Y la acariciaba, y le decía dulcemente como a una señorita:
—Ven acá, alhaja, tesoro, mi perla fina...
Y el bueno del Papa, enternecido, decía para sus adentros:
—¡Qué guapo mozo!... ¡Qué cariñoso está con mi mula!
¿Y saben ustedes lo que ocurrió al siguiente día? Tistet Védène cambió su viejo tabardo amarillo por una preciosa alba de encajes, una capa de coro de seda violeta, unos zapatos con hebillas, e ingresó en la escolanía del Papa, donde antes de él no habían podido ingresar más que los hijos de nobles y sobrinos de cardenales... ¡He ahí lo que es la intriga!... Pero Tistet no paró ahí.
Protegido ya por el Papa y al servicio de éste, el bribonzuelo continuó la farsa que tan bien le había salido. Insolente con todo el mundo, sólo tenía atenciones y miramientos con la mula, y siempre andaba por los patios del palacio con un puñado de avena o una gavilla de zulla, cuyos rosados racimos sacudía graciosamente mirando al balcón del Padre Santo, como quien dice: «¡Jem!... ¿Para quién es esto?»
Tantas cosas hizo, que a la postre el bueno del Papa, que se sentía envejecer, le confió el cuidado de vigilar la cuadra y llevar a la mula su ponche de vino a la francesa; lo cual movía ya a risa a los cardenales.
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Tampoco era esto cosa de risa para la mula. Por entonces, a la hora de su vino, llegaban siempre junto a ella cinco o seis niños de coro, que se metían pronto entre la paja con su capa de color de violeta y su alba de encajes; después, al cabo de un momento, un buen olor caliente de caramelo y de aromas perfumaba la cuadra, y aparecía Tistet Védène llevando con precaución el ponche de vino a la francesa. Allí comenzaba el martirio del pobre animal.
Aquel vino aromoso que tanto le agradaba, que le daba calor, que le ponía alas, cometían la crueldad de traérselo allí, a su pesebre, y hacérselo respirar; después, cuando tenía impregnadas en el olor las narices, ¡me alegro de verte bueno! ¡El hermoso licor de sonrosada llama era engullido completamente por aquellos granujas!... Y si no hubieran cometido más crimen que robarle el vino... Pero, todos esos seis eran unos diablos, en cuanto bebían... Uno le tiraba de las orejas, otro del rabo; Quiquet se le encaramaba en el lomo, Bélugnet le ponía su birrete, y ni uno solo de aquellos pícaros pensaba que de una corveta o de una sarta de coces el bueno del animal hubiera podido enviarlos a todos a las nubes y aunque fuese más lejos... ¡Pero, no! Por algo se es la mula del Papa, la mula de las bendiciones y de las indulgencias... Por muchas travesuras que hicieran los muchachos, ella no se enfadaba, y sólo a Tistet Védène guardaba ojeriza. Y, es claro, cuando sentía a éste detrás de sí, le daba comezón en los cascos, y no le faltaba razón para ello. ¡Ese granujilla de Tistet hacíale unas jugarretas tan feas! ¡Eran tan crueles sus invenciones después de beber!...
¿A que no imaginan ustedes lo que se le ocurrió cierto día? ¡Hacerla subir con él al campanil de la escolanía, allá arriba, arribota, a lo más alto de palacio! Y no crean que es mentira lo que cuento; doscientos mil provenzales lo han visto. Figúrense el terror de aquella infortunada mula, cuando después de dar vueltas una hora a ciegas por una escalera de caracol y haber subido no sé cuántos peldaños, encontrose de pronto en una plataforma deslumbrante de luz, y a mil pies debajo de ella contempló todo un Aviñón fantástico: las barracas del mercado tan pequeñas como avellanas, los soldados del Papa delante de su cuartel como hormigas rojas, y allá abajo, sobre un hilillo de plata, un minúsculo puentecito, donde había bailes y más bailes... ¡Ah, pobre bestia! ¡Qué susto! Del grito que soltó, retemblaron todas las vidrieras del palacio.
—¿Qué ocurre? ¿Qué sucede?—exclamó el Papa, asomándose al balcón precipitadamente.
Tistet Védène estaba ya en el patio, fingiendo que lloraba y mesándose los cabellos:
—¡Ah, gran Padre Santo, qué pasa! Pues pasa que la mula de Su Santidad... ¡Dios mío! ¿Qué será de mí?... Pues pasa que la mula de Su Santidad... ¡se ha encaramado al campanario!...
—Pero, ¿ella sola?
—Sí, señor, excelso Padre Santo, ella sola... ¡Mire, mire, allá arriba!... ¿Ve Su Beatitud la punta de las orejas asomando?... Parecen dos golondrinas...
—¡Misericordia!—exclamó el pobre Papa alzando los ojos.—¿Es que se ha vuelto loca? ¡Pero, si se va a matar! ¿Quieres bajarte, desventurada?...
¡Cáspita! Lo que es ella no hubiera deseado otra cosa sino bajarse... Pero, ¿por dónde? Por la escalera, no había ni qué pensarlo: a esas alturas se sube, pero en la bajada hay peligro de perniquebrarse cien veces... Y la pobre mula desconsolábase, y dando vueltas por la plataforma con los ojazos presa del vértigo, pensaba en Tistet Védène...
—¡Ah, miserable, si de ésta escapo... menuda coz te suelto mañana tempranito!
Con este propósito de la coz, hacía de tripas corazón; sin eso, no hubiera podido mantenerse en pie... Al fin pudo conseguirse bajarla de allá arriba, pero no costó poco que digamos. Fue necesario descolgarla en unas angarillas, con cuerdas y un gato. Ya comprenderán qué humillación para la mula de un Papa eso de ser suspendida de aquella altura, moviendo las patas en el aire, como un abejorro al cabo de un hilo. ¡Y todo Aviñón que la miraba!
A la infeliz bestia no le fue posible dormir en toda la noche. Parecíale que daba vueltas constantemente por aquella maldita plataforma, siendo el hazmerreír de toda la ciudad congregada abajo; luego, pensaba en ese infame Tistet Védène y en la bonita coz con que iba a obsequiarle al día siguiente por la mañana. ¡Oh, amigos míos, vaya una coz! Desde Pamperigouste tenía que verse el humo... Pues bien, mientras en la cuadra le preparaban este magnífico recibimiento, ¿saben lo que hacía Tistet Védène? Deslizábase por el Ródano cantando en una galera pontificia y se iba a la corte de Nápoles con la compañía de jóvenes nobles que la ciudad mandaba todos los años junto a la reina Juana para ejercitarse en la diplomacia y en las buenas maneras. Tistet no era noble; pero el Papa deseaba a toda costa recompensarlo por los cuidados que había tenido con su bestia, y especialmente por la actividad que acababa de desplegar durante la empresa de salvamento.
¡Valiente chasco se llevó la mula al día siguiente!
—¡Ah, bandido; algo se ha olido él!—pensaba, mientras sacudía con furia sus cascabeles.—Pero, es lo mismo, ¡anda, pillo! ¡Cuando vuelvas te encontrarás con tu coz... te la guardo!...
Y se la guardó.
Después de la marcha de Tistet, la mula del Papa recobró su vida sosegada y sus aires de otros tiempos. No más Quiquet ni Bélugnet en la cuadra. Llegaron de nuevo los felices días del vino a la francesa, y con ellos el buen humor, las largas siestas, y el pasito de gavota al cruzar el puente de Aviñón. Sin embargo, desde su aventura dábanle muestras constantes de frialdad en la ciudad; los viejos movían la cabeza, los niños se reían señalando al campanario. El bueno del Papa mismo no confiaba ya tanto en su amiga, y cuando se dejaba llevar al extremo de echar un sueñecillo sobre los lomos de ella, el domingo a su regreso de la viña, ocurríasele siempre esta consideración: «¡Si fuese a despertarme allá arriba, en la plataforma!» Veía esto la mula, y sufría sin chistar; solamente cuando en presencia de ella se pronunciaba el nombre de Tistet Védène, erguíanse sus largas orejas, y afilaba con una risita el hierro de sus cascos en el pavimento...
Pasaron siete años, al cabo de los cuales, Tistet Védène, regresó de la corte de Nápoles. No había concluido todavía el tiempo de su empeño en ella; pero había sabido que el archipámpano de Sevilla había muerto repentinamente en Aviñón, y como el cargo parecíale bueno, había regresado muy a prisa para gestionar que se le otorgara.
Cuando ese intrigante de Védène entró en el salón del palacio, costole trabajo el conocerlo al Santo Padre: tanto era lo que había crecido y engruesado. Preciso es también decir que, por su parte, el Papa se había hecho viejo y no veía bien sin antiparras.
Tistet no se acobardó.
—¡Cómo! Excelso Padre Santo, ¿ya no me conoce Su Beatitud?... Soy yo, ¡Tistet Védène!
—¿Védène?...
—Sí, ya sabe... el que servía el vino francés a la mula.
—¡Ah! Sí... sí... ya recuerdo... ¡Guapo mozo, ese Tistet Védène!... Y ahora, ¿qué pretendes?
—¡Oh! Poca cosa, Excelso Padre Santo... Venía a suplicarle... Y a propósito, ¿conserva todavía Su Beatitud aquella mula? ¿Y está buena?... ¡Ah! ¡Cuánto me alegro!... Pues bien, venía a solicitar la plaza del archipámpano de Sevilla, quien acaba de morir.
—¡Archipámpano de Sevilla tú!... Pero si eres muy joven. Pues, ¿cuántos años tienes?
—Veinte años y dos meses, ilustre Pontífice; cinco años justos más que la mula de Su Santidad... ¡Ah, bendita de Dios la valiente bestia!... ¡Si supiese Su Beatitud cuánto amaba yo a aquella mula! ¡Y con qué sentimiento me acordaba de ella en Italia!... ¿Me permitirá Su Santidad que la visite?
—Sí, hijo mío, la visitarás—dijo el bueno del Papa, emocionado.—Y puesto que tanto amas a aquel bendito animal, no permito que vivas lejos de él. Desde este día quedas afecto a mi persona en calidad de archipámpano... Mis cardenales gritarán, pero, ¡peor para ellos! ya estoy acostumbrado... Vuelve mañana, al salir de vísperas, y Nos te impondremos las insignias de tu beneficio delante de Nuestro cabildo, y luego... te acompañaré a ver la mula, y vendrás a la viña con nosotros dos... ¿Eh? ¡Ja, ja! ¡Anda, vete!...
No es necesario decir lo satisfecho que iría Tistet Védène al salir del salón del Solio, y con qué impaciencia aguardó la ceremonia del siguiente día; pero mucho más satisfecha e impaciente que el bribón estaba la mula. Desde el regreso de Védène hasta las vísperas del siguiente día, la vengativa bestia no cesó de atiborrarse de avena y cocear la pared con los cascos de atrás. También el animal hacía sus preparativos para la ceremonia...
Al día siguiente, después de haberse cantado vísperas, Tistet Védène hizo su entrada en el patio del palacio papal. En él estaban todo el alto clero, los cardenales con sus togas rojas, el «abogado del diablo» de terciopelo negro, los abades de conventos con sus pequeñas mitras, los mayordomos de fábrica de San Agrico, las sotanas violetas de la escolanía sin que faltaran numerosos individuos del bajo clero, los soldados del Papa de gran uniforme de gala, los ermitaños del monte Ventoso con sus caras feroces y el monacillo que los sigue tocando la campanilla, los hermanos disciplinantes desnudos de pecho y espalda, los floridos sacristanes con toga de jueces; todos, toditos, hasta los que hacen las aspersiones de agua bendita, y el que enciende y el que apaga los cirios... nadie faltaba al solemne acto... ¡Ah! ¡Era una hermosa ordenación! Campanas, petardos, sol, música, y siempre esos sonoros tamboriles que guiaban la danza allá abajo, en el puente de Aviñón...
Al presentarse Védène en medio de la asamblea, su empaque y su buen talante produjeron un murmullo de admiración. Era un magnífico provenzal, rubio, con largos cabellos de puntas rizadas y una barbita corta y primeriza que parecía formada por vedijas de metal fino desprendidas por el buril de su padre, el escultor en oro. Circularon rumores de que los dedos de la reina Juana habían jugado algunas veces con aquella rubia barba, y efectivamente el señor de Védène tenía el glorioso aspecto y el mirar abstraído de los galanes amados por reinas... Aquel día, para honrar a su nación, había sustituido su vestido napolitano por un capisayo bordado de rosas, a la provenzala, y sobre su capillo temblaba una gran pluma de ibis de Camargue.
Al entrar el archipámpano, saludó galantemente a la concurrencia, y dirigiose a la elevada escalinata, donde le aguardaba Su Santidad para imponerle las insignias de su grado: la cuchara de boj amarillo y la sotana de color de azafrán. Junto a la escalera estaba la mula, enjaezada y dispuesta a partir para la viña... Al pasar cerca de ella, sonriose satisfecho Tistet Védène y se detuvo para darle dos o tres golpecitos cariñosos en la grupa, mirando con el rabillo del ojo si el Papa lo observaba. La ocasión era propicia... La mula tomó impulso...
—¡Toma, allá te va, bandido! ¡Siete años hacía que te la guardaba!
Y le soltó una coz tan terrible, tan certera, que desde Pamperigouste se vio el humo, una humareda de polvo rubio en la que revoloteó una pluma de ibis... ¡Eso fue todo lo que quedó del infortunado Tistet Védène!...
Pocas veces son las coces de mula tan fulminantes. Pero aquélla era una mula papal. Y además, ¡figúrense ustedes!... ¡Hacía nada menos que siete años que se la guardaba!... No hay ejemplo de odios eclesiásticos semejante al mencionado.
No me fue posible, por muchos esfuerzos que hice, pegar los ojos aquella noche. El mistral estaba furioso, y el estrépito de sus grandes silbidos me desveló hasta el amanecer. El molino entero crujía, balanceando pesadamente sus aspas mutiladas, que resonaban con el cierzo lo mismo que el aparejo de un buque. Volaban las tejas de su destruida techumbre. En lontananza, los pinos apretados que cubrían la colina se agitaban zumbando entre sombras. Creyérase que era el alta mar...
Esto trajo a mi memoria el recuerdo de mis gratos insomnios de hace tres años, cuando yo vivía en el faro de las Sanguinarias, allá abajo, en la costa de Córcega, a la entrada del golfo de Ajaccio, otro hermoso rincón que encontré para meditar y estar a solas.
Imagínense ustedes una isla rojiza de aspecto salvaje, el faro en una punta, y en la otra una antigua torre genovesa, donde en mi tiempo habitaba un águila. Abajo, en la orilla del agua, las ruinas de un lazareto, invadido completamente por las hierbas; luego barrancos, malezas, rocas enormes, algunas cabras montaraces, caballejos corsos triscando con las crines al viento; finalmente, allá arriba, en la altura, entre un torbellino de aves marinas, la casa del faro, con su plataforma de mampostería blanca, donde paseaban los torreros de un lado a otro, la verde puerta ojival, la torrecilla de hierro fundido, y encima la gran linterna, cuyas facetas brillan al sol y despiden luz aun en medio del día... He aquí la isla de las Sanguinarias, tal como la volví a ver en mi imaginación esa noche, al oír roncar mis pinos. Antes de poseer un molino, aquella isla encantada era donde iba yo a retirarme siempre que necesitaba aire libre y soledad.
—¿Qué hacía allí?
Lo mismo que ahora aquí, quizá menos. Cuando soplaban el mistral o la tramontana con extremada violencia, situábame entre dos peñascos al borde del agua, en medio de las goletas, de los mirlos, de las golondrinas, y allí permanecía todo el día, en esa especie de estupor y delicioso anonadamiento que la contemplación del mar produce. ¿Verdad que conocen ustedes esa grata embriaguez del alma? No se piensa, ni se sueña. Todo el ser se escapa, vuela, se evapora. Se es la gaviota que se zambulle, el polvo de espuma que sobrenada al sol entre dos olas, el blanco humo de aquel vapor-correo que desaparece en la lejanía, esa pequeña barca de rojo velamen dedicada a la pesca de corales, aquella perla de agua, ese jirón de bruma, todo, menos uno mismo... ¡Oh, qué deliciosas horas de semisueño y de divagaciones las que pasé en mi isla!...
Cuando el viento soplaba con fuerza impidiéndome estar a orillas del agua, me encerraba en el patio del lazareto, un patio pequeño y melancólico, todo él perfumado por el aroma del romero y del ajenjo silvestres, y allí, junto al lienzo de las vetustas paredes, dejábame invadir por el vago olor de abandono y de tristeza que envuelto en los rayos del sol flotaba entre los aposentos de piedra, abiertos por todas partes como tumbas antiguas. Un portazo o un salto ligero entre la hierba interrumpía de vez en cuando el silencio monótono que reinaba en aquel solitario lugar: era una cabra, que acudía a rumiar al resguardo del viento. Al verme se detenía absorta, y quedábase plantada ante mí, con aire vivaracho, los cuernos en alto, contemplándome con ojos juveniles...
El portavoz de los torreros me llamaba para comer a las cinco, y a esa hora, por un senderito escarpado a pico entre los matorrales, suspenso encima del mar, encaminábame lentamente al faro, volviendo a cada momento la vista hacia aquel inmenso horizonte de agua y de luz, que parecía ensancharse conforme ascendía yo.
*
* *
El espectáculo era encantador desde la cima. Creo aún ver aquel magnífico comedor, de anchas losas, paramentos de encina, la sopa de peces humeante en medio, la puerta completamente abierta al blanco terrado, y los resplandores del Poniente que lo inundaban de luz... Allí me aguardaban siempre, para sentarse a la mesa, los torreros. Eran tres: uno de Marsella y dos de Córcega; los tres pequeños, barbudos, con igual rostro curtido y resquebrajado, e idéntico gabán de pelo de cabra, pero de aspecto y humor completamente distintos y aun contrarios.
De la manera de vivir de aquellas gentes, deducíase al punto la diferencia de ambas razas. El marsellés, industrioso y vivo, siempre atareado, en constante movimiento, recorría la isla desde la mañana a la noche, cultivando, pescando, recogiendo huevos de aves marinas, ocultándose entre los matorrales para ordeñar una cabra al paso, y siempre dispuesto a hacer un alioli o a guisar alguna sopa de peces.
Los corsos no se ocupaban absolutamente nada más que de su servicio; considerábanse como funcionarios, y pasaban todo el día en la cocina jugando siempre largas partidas de scopa, sin interrumpirlas más que para volver a encender las pipas con aire grave, y para picar en la palma de las manos grandes hojas de tabaco verde con las tijeras...
Sin embargo, marsellés y corsos eran tres buenas personas, sencillos, bonachones, y muy considerados para con su huésped, aunque en el fondo lo creyeran un señor muy extraordinario.
No les faltaban motivos para opinar así, ¡porque eso de encerrarse en el faro!... ¡Y ellos, que encuentran tan largos los días, y son tan felices cuando les llega el turno de bajar a tierra!... En la buena estación, gozan de gran ventura todos los meses. Diez días de tierra firme por treinta de faro: así lo prescribe el reglamento. Pero en el invierno y durante los grandes temporales, no hay reglamentos que valgan. Arrecia el vendaval, suben las olas, la espuma blanquea las Sanguinarias, y los torreros de servicio permanecen bloqueados dos o tres meses consecutivos, y no pocas veces hasta con circunstancias aterradoras.
—Oiga usted, señor, lo que me ocurrió hace cinco años—me refería en una ocasión el viejo Bartoli, mientras comíamos;—el caso me sucedió en esta misma mesa donde estamos, una tarde de invierno, como ahora. Aquella tarde sólo estábamos dos en el faro: un compañero llamado Tchéco y yo... Los demás estaban en tierra, enfermos, con licencia, no recuerdo bien... Habíamos concluido de comer, muy tranquilos... De repente mi camarada deja de comer, me mira un momento con unos ojos pícaros, y ¡cataplum! se cae encima de la mesa, con los brazos adelante. Me acerco a él, lo muevo, lo llamo: «¡Oh, Tché!... ¡Oh, Tché!...» Nada: ¡estaba muerto!... ¡Imagínese usted qué susto! Más de una hora estuve estupefacto y tembloroso ante aquel cadáver; después, de pronto, me acuerdo del faro. No tuve tiempo más que de subir a la farola y encender. La noche estaba ya encima... ¡Qué noche, caballero! El mar y el viento no tenían sus voces naturales. Continuamente parecíame que alguien me llamaba en la escalera... Y además, ¡una fiebre, una sed! Nadie hubiera sido capaz de hacer que yo bajara... ¡Me daba tanto miedo el difunto! Sin embargo, hacia el alba me animé un poco. Llevé a mi compañero a su cama, le eché la sábana encima, recé algunas oraciones y en seguida fui a hacer señales de alarma.
Desgraciadamente había mar gruesa y de fondo: por más que llamé y llamé, nadie acudió... Y yo a solas en el faro con mi pobre Tchéco, ¡sabe Dios hasta cuándo! Yo confiaba poder tenerlo conmigo hasta la llegada del barco; pero a los tres días era aún completamente imposible... ¿Cómo arreglármelas? ¿Llevarle fuera? ¿Enterrarlo? La roca era sumamente dura; y hay tantos cuervos en la isla! Me apenaba el tener que abandonarles aquel cristiano. Entonces pensé en bajarlo a uno de los departamentos del lazareto... Toda una tarde empleé en aquella triste faena, y le respondo a usted de que necesité valor... ¡Mire usted, caballero! Hoy todavía, cuando bajo a esta parte de la isla en una tarde de ventarrón, me parece llevar a cuestas el cadáver...
¡Pobre viejo Bartoli! Sudaba sólo acordándose de ello.
Así pasábamos las horas de la comida, charlando largo y tendido: el faro, el mar, narraciones de naufragios, historias de bandidos corsos... Luego, al obscurecer, el torrero del primer cuarto encendía su candileja, tomaba la pipa, la calabaza, un grueso Plutarco de cantos rojos, único volumen que constituía la biblioteca de las Sanguinarias, y desaparecía por el fondo. Un momento después oíase en todo el faro un estrépito de cadenas, de poleas, de grandes pesas de reloj a las cuales se daba cuerda.
Yo me sentaba fuera, en la terraza, durante ese tiempo. El sol, muy bajo ya, descendía cada vez con más rapidez hacia el agua, llevándose tras de sí todo el horizonte. Refrescaba el viento, la isla teñíase de color violáceo. Por el espacio pasaba junto a mí con perezoso vuelo un gran pajarraco: era el águila que acudía a guarecerse a la torre... Las brumas del mar subían poco a poco. Bien pronto veíase tan sólo el blanco festón de la espuma alrededor de la isla... De pronto, por encima de mi cabeza, surgía una gran oleada de plácida luz. Estaba encendido el faro. Dejando en sombras toda la isla, el luminoso haz de rayos iba a caer a lo lejos en alta mar, y allí estaba yo rodeado de tinieblas, bajo aquellas grandes ondas lumínicas que apenas me salpicaban al paso... Pero el viento seguía refrescando. Era necesario recogerse. A tientas cerraba el grueso portón y corría las barras de hierro; después, y siempre a tientas, subía una escalerilla de fundición, que retemblaba y sonaba con mis pasos y llegaba a la cúspide del faro. Por supuesto, allá sí que había luz.
Imagínense ustedes una gigantesca lámpara Cárcel, de seis filas de mecheros, en torno de la cual giran lentamente las paredes de la linterna, unas cerradas por enorme lente de cristal, otras abiertas a una gran vidriera fija que preserva del viento a la llama... Al entrar me deslumbraba. Esos cobres, esos estaños, esos reflectores de metal blanco, esas paredes de cristal abombado que volteaban con grandes círculos azulados, todo ese espejeo, toda esa balumba de luces, me producían vértigos por un instante.
A pesar de todo, mi vista se acostumbraba poco a poco a ello, concluyendo yo por sentarme al pie mismo de la lámpara, junto al torrero que leía su Plutarco en alta voz, por temor a dormirse.
Allá fuera, la obscuridad, el abismo. En el balconcillo que circunda a la vidriera, el viento corre aullando como un loco. Cruje el faro, la mar brama. En el extremo de la isla, en las rompientes, las olas simulan que disparan cañonazos. A veces, un dedo invisible toca en los vidrios: algún ave nocturna atraída por la luz, y que se estrella la cabeza contra el cristal. Dentro de la linterna centelleante y cálida, nada más que el constante chisporroteo de la llama, el ruido del aceite cayendo gota a gota, y el de la cadena que va desenrollándose, y una voz monótona, que salmodia la vida de Demetrio de Falerea.
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* *
Mediada la noche, levantábase el torrero, examinaba por última vez sus mechas, y bajábamos. En la escalera nos tropezábamos con el colega del segundo cuarto, quien subía restregándose los ojos; se le entregaba la calabaza y el Plutarco. Después, cuando nos íbamos a acostar, entrábamos un momento en la habitación del fondo, hecha un revoltijo de cadenas, grandes pesas, depósitos de estaño, calabrotes, y allí, a la luz del candilejo, el torrero escribía en el gran libro del faro, abierto constantemente.
Media noche. Buque a la vista por el horizonte. Mar gruesa. Tempestad.
Puesto que el mistral nos lanzó la otra noche a la costa de Córcega, permítanme ustedes que les refiera una triste historia marítima de que hablan con frecuencia los pescadores de por allá durante la velada, y acerca de la cual me ha suministrado la casualidad datos muy interesantes.
Hace dos o tres años que ocurrió.
Bogaba por el mar de Cerdeña, acompañado de siete u ocho carabineros de mar. ¡Penoso viaje para un novicio! En todo el mes de marzo no habíamos disfrutado de un solo día bueno. El viento del Este nos había combatido con fiereza y el mar no abonanzaba.
Una tarde, que capeábamos el temporal, nuestra barca se refugió a la entrada del estrecho de Bonifacio, en medio de un archipiélago de islillas. Su aspecto era tranquilizador: grandes rocas peladas, pobladas de aves, algunas matas de ajenjo, espesuras de lentiscos, y acá y acullá entre el fango algunos maderos que empezaban a pudrirse; pero, a fe mía, para pasar la noche eran preferibles esas rocas siniestras al camarote de una vieja barca a medio cubrir, donde entraba el oleaje como Pedro por su casa, y con ella tuvimos que conformarnos.
Tan pronto como desembarcamos y mientras los marineros encendían lumbre para guisar la sopa de peces, me llamó el patrón, y mostrándome una pequeña cerca de piedra blanca, perdida entre las brumas en el extremo de la isla, me dijo:
—¿Quiere usted venir al cementerio?
—¡Un cementerio, patrón Lionetti! Pues, ¿dónde nos encontramos?
—En las islas Lavezzi, señor. Aquí fueron enterrados los seiscientos hombres de la fragata Ligera, en el lugar mismo en que se perdió hace diez años... ¡Pobre gente! No son muy visitados y menos mal que llegamos nosotros para decirles buenos días, puesto que ya estamos en él...
—Con mucho gusto por mi parte, patrón.
*
* *
¡Cuánta tristeza respira el cementerio de la Ligera!... Lo veo todavía, con su bajo tapial, su puerta de hierro oxidada y difícil de abrir, con centenares de cruces negras ocultas por la hierba. ¡Ni una corona de siemprevivas, ni un recuerdo, nada!... ¡Ah, infelices muertos abandonados, cuánto frío deben sentir en su tumba casual!
Un momento estuvimos allí arrodillados. El patrón rezaba en voz alta. Enormes goletas, únicos guardianes del cementerio, revoloteaban sobre nuestras cabezas confundiendo sus roncos gritos con los lamentos del mar.
Cuando concluimos de rezar, regresamos tristemente hacia el rincón donde había sido amarrada la barca. No perdieron el tiempo los marineros durante nuestra ausencia. Encontramos una gran hoguera llameante resguardada por un peñasco y la marmita que humeaba. Nos sentamos en corro, con los pies juntos a la lumbre, y bien pronto tuvo cada cual sobre sus rodillas, dentro de una cazuela de barro colorado, dos rebanadas de pan moreno con mucho caldo. Nadie habló durante la comida: estábamos mojados, teníamos hambre, y además la proximidad del cementerio... A pesar de todo desocupamos las cazuelas, encendimos las pipas y empezamos a charlar un poco. Como es natural, el tema de nuestra conversación fue la Ligera.
—Pero, dígame, ¿cómo ocurrió la catástrofe?—pregunté al patrón, quien con la cabeza apoyada en las manos, miraba la lumbre con aire pensativo.
—¿Que cómo ocurrió la catástrofe?—respondiome el bueno de Lionetti, suspirando con amargura.—¡Ah! señor, nadie del mundo pudiera decirlo. Todo lo que sabemos es que la Ligera, llena de tropas para Crimea, había zarpado de Tolón la víspera por la tarde, con mal tiempo. De noche todavía, empezó a arreciar el temporal. Viento, lluvia, mar alborotado como nunca. Por la mañana amainó un poco el viento, pero el mar continuaba tan fiero; y a todo esto, una maldita bruma del demonio, que no permitía distinguir un fanal a cuatro pasos. No puede usted formarse idea, señor, de lo traidoras que son esas brumas. Eso nada importa; nadie me quita de la cabeza que la Ligera debió perder el timón de madrugada; porque, por muy densa que fuera la bruma, sin una avería, el capitán no hubiese venido a estrellarse aquí. Era un experto marino, a quien todos conocíamos. Había mandado la estación naval de Córcega durante tres años y conocía la costa tan bien como yo, que no conozco otra cosa.
—¿Y a qué hora se supone que se estrelló la Ligera?
—Debió ser a mediodía; sí, señor, en pleno mediodía... Pero, ¡cáspita! con la bruma de mar, ese pleno mediodía no era más claro que una noche obscura como boca de lobo... Un aduanero de la costa me refirió que aquel día, habiendo salido de su caseta para sujetar los postigos, próximamente a las once y media, una racha de viento le llevó la gorra, y exponiéndose a ser llevado él mismo por la resaca, empezó a correr tras de aquélla a cuatro patas, a lo largo de la playa. Comprenderá usted que a los carabineros no les sobra la plata y una gorra cuesta cara. Pues bien, parece ser que al levantar un momento la cabeza nuestro hombre, vio, muy cerca de él, entre la bruma, un buque de alto bordo que huía a palo seco, sotaventeando las islas Lavezzi. Este buque marchaba con tanta velocidad, que el aduanero apenas tuvo tiempo de verlo bien. Sin embargo, todo hace suponer que sería la Ligera, puesto que media hora más tarde el pastor de las islas oyó en estas rocas... Pero justamente viene aquí el pastor de que le hablo a usted; él mismo podrá contarle el suceso... ¡Buenos días, Palombo!... Ven a calentarte un poco; no temas, hombre.
Acercose a nosotros tímidamente un hombre encapuchado, a quien veía yo desde poco antes rondar alrededor de nuestra hoguera, y al cual había tomado por uno de los tripulantes, pues no sabía que hubiese pastor alguno en la isla.
Era un viejo leproso, casi completamente idiota, atacado por no sé qué enfermedad escorbútica que convertía sus labios en un gran morro, que no podía mirarse sin repugnancia. Costó gran trabajo hacerle entender de qué se trataba. Entonces, levantándose con un dedo el labio enfermo, el viejo nos contó que, en efecto, desde su choza oyó aquel día, alrededor de las doce, un horrible crujido en las peñas. Como toda la isla estaba cubierta por el agua, no había podido salir, y sólo al siguiente día fue cuando, al abrir la puerta, pudo ver la costa llena de restos y cadáveres arrastrados hasta allí por el mar. Espantado, huyó a toda prisa hacia su barca, para ir a Bonifacio a buscar gente.
Tomó asiento el pastor, rendido de haber hablado tanto, y el patrón reanudó su discurso:
—Sí, señor; este pobre viejo fue quien nos avisó. Estaba casi loco de miedo, y desde entonces tiene la cabeza a pájaros. Lo cierto es que había motivo para ello... Figúrese usted seiscientos cadáveres amontonados sobre la arena, revueltos con astillas de madera y jirones de lona... ¡Pobre Ligera!... El mar la había molido de golpe y hecho trizas en tal forma, que el pastor Palombo apenas ha podido encontrar entre todos sus residuos con qué hacer una empalizada para su choza... En cuanto a los hombres, desfigurados casi todos, espantosamente mutilados... inspiraba compasión el verlos asidos unos a otros, en racimos... Allí estaban el capitán con uniforme de gala, el capellán con la estola al cuello; en un rincón, entre dos peñascos, un grumete con los ojos abiertos... parecía vivo todavía; ¡pero, no! Era cosa decidida que nadie se librara...
Al llegar a este punto, el patrón se interrumpió, gritando:
—¡Ten cuidado, Nardi, que se apaga la lumbre!
Nardi arrojó en el brasero dos o tres pedazos de tablones embreados, que se inflamaron, y Lionetti prosiguió:
—Lo más triste de esta historia es esto: Tres semanas antes de la catástrofe, una pequeña corbeta, que iba a Crimea, lo mismo que la Ligera, naufragó del mismo modo y casi en el mismo sitio; sólo que aquella vez pudimos salvar la tripulación y veinte soldados de ingenieros que iban a bordo... ¡Es claro, esos pobres tiralíneas no estaban en su elemento! Se les condujo a Bonifacio y permanecieron dos días con nosotros en la marina... Después que se secaron bien y se pusieron en pie, ¡buenas noches, buena suerte! ¡Regresaron a Tolón, donde volvieron a ser embarcados para Crimea!... ¿A que usted no adivina en qué buque?... ¡En la Ligera, señor!... Los vimos a todos veinte, tumbados entre los muertos, en el sitio donde nos encontramos ahora... Yo mismo conocí a un lindo sargento de finos bigotes, un pisaverde de París, a quien había hospedado en mi casa y que nos había hecho reír todo el tiempo con sus historias... Al encontrarlo allí, se me partió el corazón... ¡Ah, Santa Madre!...
Y, al decir esto, el honrado Lionetti sacudió, conmovido, la ceniza de su pipa y se arrebujó en su capotón, dándome las buenas noches... Durante algún tiempo, continuaron hablando a media voz los marineros... Después, una tras otra, se apagaron las pipas... No se pronunció una palabra más... Marchose el pastor viejo... Y yo me quedé solo soñando despierto, en medio de la tripulación dormida.
*
* *
Impresionado por el lúgubre relato que acababa de oír, intenté reconstruir con la imaginación el pobre buque difunto y la historia de esta agonía cuyos únicos testigos fueron las aves goletas. Algunos detalles que me llamaron la atención, el capitán con uniforme de gala, la estola del capellán, los veinte soldados de ingenieros, ayudáronme a adivinar todos los detalles del drama... Veía zarpar de Tolón la fragata, al obscurecer... Sale del puerto. Hay mar de fondo y un viento huracanado; pero el capitán es un valiente marino, y todo el mundo está tranquilo a bordo...
A la madrugada, se levanta la bruma de mar. Comienzan todos a inquietarse. Toda la tripulación está sobre cubierta. El capitán no abandona la toldilla... En el entrepuente, donde van metidos los soldados, la obscuridad es completa; la atmósfera está calurosa. Algunos están enfermos, tendidos sobre sus petates. El buque cabecea horriblemente; no se puede permanecer de pie. Hablan sentados en corrillos en el suelo, abrazándose a los bancos; es necesario gritar para oírse. Algunos empiezan a atemorizarse... ¡No es para menos el caso! Son frecuentes los naufragios en estos parajes; si no, que lo digan los «tiralíneas», y lo que éstos refieren es para asustar a cualquiera.
Especialmente, su sargento primero, un parisiense que siempre está de broma, pone la carne de gallina con sus chanzonetas.
—¡Un naufragio!... Pues, si es la cosa más divertida un naufragio. Salimos del paso con un baño frío, y después nos conducen a Bonifacio, a comer mirlos en casa del patrón Lionetti.
Y los «tiralíneas» ríe que te reirás...
De repente se oye un crujido... ¿Qué es eso? ¿Qué pasa?...
—El timón se ha ido—dice un marinero calado de agua, el cual cruza corriendo el entrepuente.
—¡Buen viaje!—grita ese loco de sargento; pero esto ya no hace excitar la risa.
Gran barullo sobre el puente. La bruma impide verse. Los marineros van de un lado para el otro horrorizados, a tientas... ¡Ya no hay timón! No se puede maniobrar... La Ligera, perdido el rumbo, corre con tanta velocidad como el viento... Entonces es cuando la ve pasar el aduanero; son las once y media. A proa de la fragata suena un cañonazo... ¡Las rompientes, las rompientes!... Todo concluyó: no hay más esperanza, va derecha a la costa... El capitán desciende a su camarote... Al cabo de un momento, ocupa nuevamente su puesto en la toldilla con uniforme de gala... Ha querido engalanarse para morir.
En el entrepuente se contemplan ansiosos los soldados, sin rechistar... Los enfermos pretenden levantarse... el sargentito ya no se ríe...
Entonces se abre la puerta y aparece en el umbral el capellán con su estola, diciendo:
—¡De rodillas, hijos míos!
Todos obedecen. Con voz atronadora, el sacerdote comienza las preces por los agonizantes.
Sobreviene de pronto un choque formidable, un grito, uno solo, una gritería inmensa, brazos tendidos, manos que se entrelazan, ojos extraviados en los que se refleja con la rapidez del relámpago la trágica visión de la muerte...
¡Misericordia!
Toda la noche la pasé lo mismo: soñando, evocando, a los diez años del suceso, el alma del pobre buque cuyos restos me circundaban. A lo lejos, en el estrecho, rugía la tempestad, la tempestad; la llama de la hoguera inclinábase a uno y otro lado con las rachas de viento, y oía danzar a nuestra barca junto a las rocas, haciendo crujir las amarras.
Una vieja embarcación de la Aduana, semicubierta, era la Emilia, de Porto-Vecchio, a bordo de la cual hice aquel viaje lúgubre a las islas Lavezzi. Para resguardarse en ella del viento, de las olas y de la lluvia, sólo había un pequeño pabellón embreado, lo suficientemente amplio para contener escasamente una mesa y dos literas. Con tan pobres recursos, merecían verse nuestros marineros con el mal cariz del tiempo. Chorreaban los rostros, las blusas caladas de agua humeaban como ropa blanca puesta a secar en estufa, y en pleno invierno los infelices pasaban así días enteros, hasta las noches inclusive, acurrucados en sus mojados asientos, tiritando entre aquella humedad malsana, porque no se podía encender fuego a bordo, y muchas veces era difícil ganar la costa... Pues bien, ni uno de aquellos hombres se quejaba. En los más recios temporales, siempre los vi con idéntica placidez, del mismo buen humor. Y, no obstante, ¡qué triste vida la de esos carabineros de mar!
Casados casi todos ellos, con esposa e hijos en tierra, permanecen meses enteros separados de su familia dando bordadas por aquellas tan peligrosas costas, alimentándose solamente de pan enmohecido y cebollas silvestres. ¡Jamás beben vino, nunca comen carne, porque la carne y el vino cuestan caros, y su sueldo es sólo quinientos francos al año! ¡Figúrense ustedes si habrá obscuridad en la choza de allá abajo, en la marina, y si los niños irán bien calzados!... ¡No le hace! Todas esas gentes parecen contentas con su suerte. A popa, delante del camarote, había un gran balde lleno de agua llovida, donde la tripulación calmaba la sed, y recuerdo que, apurado el último buche, cada uno de esos pobres diablos sacudía su escudilla con un ¡ah! de satisfacción, una expresión de bienestar tan cómica como enternecedora.
El que mostraba más alegría y satisfacción entre todos era un natural de Bonifacio, tostado, pequeño y rechoncho, a quien llamaban Palombo. Este pasábase el tiempo cantando aun en medio de los mayores temporales. Cuando el oleaje tomaba el color del plomo, cuando el cielo obscuro por la cerrazón llenábase de menudo granizo y venteaban todos la borrasca que iba a venir, entonces, entre el silencio absoluto y la ansiedad de a bordo, comenzaba a canturrear la voz reposada de Palombo:
No, señor,
Es gran honor.
Es honrada Liseta y no fe...a:
Se queda en la alde...a...
Y por muchas que fueran las rachas que hacían crujir el velamen, zarandeando e inundando la barca, no dejaba de oírse la canción del aduanero, balanceada cual una gaviota en la cresta de las olas. El viento acompañaba en ocasiones con demasiada fuerza, y no se oían las palabras; pero después de cada golpe de mar, entre el murmullo del agua que chorreaba, oíase constantemente el estribillo de la canción:
Es honrada Liseta y no fe...a:
Se queda en la alde...a...
Pero llegó un día de viento y lluvia muy fuertes, en que ya no lo oí. Era tan extraordinario el caso, que saqué del camarote la cabeza:
—¡Eh, Palombo! ¿No cantas hoy?
Palombo no respondió. Estaba inmóvil, tendido en su banco. Me acerqué a él. Castañeteábanle los dientes; la fiebre hacía temblar todo su cuerpo.
—Tiene una puntura—me dijeron afligidos sus camaradas.
Ellos llaman puntura a una punzada de costado, una pleuresía. Aquella gran cerrazón plomiza, aquella barca chorreando agua, aquel pobre febricitante arrebujado en un viejo capote de caucho que relucía bajo la lluvia como una piel de foca: jamás he presenciado nada más lúgubre. El frío, el viento y el vaivén de las olas no tardaron en agravar en su enfermedad al pobre aduanero. Lo acometió el delirio y fue necesario atracar.
Después de mucho tiempo y no pequeños esfuerzos, entramos al obscurecer en una ensenadita árida y silenciosa, animada solamente por el vuelo circular de algunas aves. En cuanto de la playa alcanzaba la vista, erguíanse altas rocas escarpadas, intrincados laberintos de arbustos verdes, de un verde obscuro y hojas perennes. Abajo, junto al agua, una casita blanca, con postigos grises, era el puesto de la Aduana. En medio de ese desierto, aquel edificio del Estado, con cifras como una gorra de uniforme, producía una impresión desagradable de indecible malestar. El pobre Palombo fue desembarcado allí. ¡Triste asilo para un enfermo! Encontramos al aduanero disponiéndose a comer al amor de la lumbre, en compañía de su mujer y sus hijos. Todas aquellas gentes tenían caras pálidas, amarillentas, grandes ojos sombreados por la fiebre. La madre, joven todavía, con un niño de pechos en los brazos, estremecíase de frío cuando hablaba con nosotros.
—Es un puesto mortífero—me dijo en voz baja el inspector.—Nos vemos en la necesidad de relevar a nuestros aduaneros cada dos años. La fiebre de las marismas los mata.
Sin embargo, se pretendía ir a buscar un módico. Para encontrar al más próximo era preciso ir hasta Sartène, es decir, a seis u ocho leguas de allí. ¿Cómo arreglárselas? Nuestros marineros estaban completamente extenuados de cansancio, y no se podía enviar a uno de los niños tan lejos. Entonces la mujer, inclinándose fuera, llamó:
—¡Cecco!... ¡Cecco!
Y entró un mocetón muy fornido, verdadero tipo de cazador en vedado o de bandito, con su gorro de lana parda y su gabán de pelo de cabra. Al desembarcar ya me había fijado en él, al verle sentado a la puerta, con su pipa roja entre los dientes y un fusil entre las piernas, pero, ignoro por qué, había huido al aproximarnos. Tal vez creyó que iban gendarmes con nosotros. Cuando entró, ruborizose un poco la aduanera.
—Es mi primo—nos dijo.—No hay temor de que éste se pierda entre la espesura.
Díjole después algunas palabras en voz baja, señalándole el enfermo. Inclinose el hombre sin replicar, silbó a su perro y salió corriendo a todo escape, escopeta al hombro, saltando de peña en peña a grandes zancadas.
Durante, ese tiempo, los niños, que parecían aterrados por la presencia del inspector, concluyeron pronto de comer las castañas y el queso blanco. ¡Y siempre agua, sólo agua en la mesa! Sin embargo, ¡hubiera venido tan bien un trago de vino a los pequeños! ¡Ah, miseria! Al fin, la madre subió a acostarlos; el padre, encendiendo el farol, fuese a inspeccionar la costa, y nosotros continuamos velando a nuestro enfermo, que se revolvía en su camastro cual si aun estuviese en alta mar, zarandeado por el oleaje. Para calmar un poco su puntura, calentamos guijarros y ladrillos, poniéndoselos en el costado. Una o dos veces, al acercarme a su lecho, el infeliz me conoció, y para darme las gracias me tendió trabajosamente la mano, una manaza rasposa y tan ardiente como uno de aquellos ladrillos sacados del fuego.
¡Triste velada! Fuera habíase recrudecido el temporal al expirar el día, y era aquello un estrépito, una descarga cerrada, un surgidero de espumarajos, la batalla entre los peñascos y las aguas. Un golpe de viento de alta mar penetraba de vez en cuando en la caleta y envolvía nuestra casa. Conocíase por el repentino aumento de las llamas, que iluminaban de pronto los mohínos rostros de los marineros, agrupados en derredor de la chimenea contemplando el fuego con esa plácida expresión que da el hábito de las hermosas perspectivas y de los horizontes inmensos. También, a veces, quejábase Palombo con dulzura. Entonces volvían todos los ojos hacia el rincón obscuro, donde el pobre compañero estaba en el trance de la muerte, lejos de los suyos y sin ayuda, y, acongojados los pechos, oíanse grandes suspiros. Eso es todo cuanto inspiraba a aquellos trabajadores del mar, pacientes y dulces, el sentimiento de su propio infortunio. Nada de sublevaciones ni de huelgas.
¡Solamente un suspiro! Sin embargo, me equivoco. Al pasar uno de ellos por delante de mí para arrojar un haz de leña al fuego, me dijo con voz baja y conmovida:
—¡Ya ve usted, señor, que en nuestro oficio se sufren a veces muchas penas!
—¿Qué es eso, tío Azam? ¿Una carta?
—Sí, señor... una carta que viene de París.
¡Y poco orgulloso estaba el buen tío Azam con que la carta viniese de París! Yo no. Algo me decía que aquella parisiense de la calle de Juan Jacobo, al caer en mi mesa tan repentinamente y tan temprano, iba a hacerme perder toda la mañana. No me había equivocado, como pueden juzgar ustedes mismos. Decía así:
«Amigo mío: Necesito que me hagas un favor. Cierra por un día tu molino, y ve en seguida a Eyguières, que es un lugarón que dista tres o cuatro leguas de tu residencia, un paseo, como quien dice. Cuando llegues, pregunta por el convento de las huérfanas. Pasado el convento, verás una casa de un solo piso, contiene postigos grises y un jardinillo detrás. Entra sin llamar, la puerta está siempre abierta, y cuando entres da muchas vocea:—¡Buenos días, buena gente! Soy amigo de Mauricio.—Entonces verás a dos viejecitos, ¡oh! pero viejos, reviejos, archiviejos, tenderte los brazos desde el fondo de sus grandes sillones, y los abrazas en mi nombre, de todo corazón, como si fuesen cosa tuya. Después hablarán ustedes; ellos te preguntarán por mí, y yo seré el único tema de su conversación; te contarán mil chocheces, que debes escuchar sin reírte. ¿No te reirás, eh? Son mis abuelos, dos seres para quienes yo soy toda su vida, y que no me han visto desde hace diez años. ¡Mira tú que diez años tienen días! Pero, ¿qué quieres? París me ha hecho prisionero como a ellos la edad avanzada. Son tan viejos, que si viniesen a verme, se quedarían en el camino. Afortunadamente, mi querido molinero, andas tú por ahí abajo, y al abrazarte, los pobres creerán en cierto modo que soy yo a quien abrazan. ¡Les he hablado tantas veces de nosotros y de la buena amistad que nos une!»
¡Llévese el diablo la buena amistad! Justamente aquella mañana hacía un tiempo hermoso, pero poco adecuado para rodar por los caminos, demasiado mistral y excesivo sol, un verdadero día de Provenza. Cuando recibí aquella maldita carta había ya elegido mi abrigo entre dos rocas, y soñaba con pasar allí todo el día como un lagarto, inundándome de luz y oyendo cantar los pinos. En fin, ¿qué vamos a hacerle? Cerré el molino gruñendo y coloqué la llave debajo de la gatera. Tomé el garrote y la pipa, y eché a andar.
Llegué a Eyguières próximamente a las dos. El villorrio estaba desierto, todo el mundo en el campo. En los olmos, junto a la acequia, blancos de polvo, cantaban las cigarras como en pleno Crau. En la plaza de la Alcaldía, tomando el sol, un asno, y en la fuente de la iglesia una bandada de palomas, pero ni un alma a quien preguntar por el convento de las huérfanas. Afortunadamente, aparecióseme de pronto una hada vieja, hilando en cuclillas arrimada al quicio de su puerta, le expuse mi deseo, y como aquella hada era muy poderosa, no necesitó más que levantar la rueca, y alzose al punto ante mí, como por arte de magia, el convento de las huérfanas. Era un caserón destartalado y obscuro, muy satisfecho de lucir sobre su pórtico ojival una vetusta cruz de arenisca roja, con una inscripción latina. Junto a aquella casa, vi otra más pequeña con postigos grises, y el jardín detrás.
La conocí en seguida y entré sin llamar.
Durante toda mi vida recordaré aquel largo corredor fresco y tranquilo, la pared pintada de color de rosa, el jardinillo que se entreveía en el fondo a través de una cortina de color, y en todos los tableros flores y violines descoloridos. Prodújome la misma impresión que hubiera experimentado al entrar en la casa de algún antiguo bailío de los tiempos de Maricastaña. Al fin del pasillo, a la izquierda, por una puerta entornada oíase el tic tac de un enorme reloj y una voz infantil, pero de niño de la escuela, que leía deteniéndose en cada sílaba: En...ton...ces... San... I...re...ne...o... ex...cla...mó:... Yo... soy... el... tri...go del... Se...ñor... Es... ne...ce...sa...rio... que... me... tri...tu...ren... las... mue...las... de... es...tos... a...ni...ma...les... Acerqueme con precaución a aquella puerta y miré.
Entre la calma y la media luz de un cuartito, un buen anciano de pómulos rojos, arrugado hasta la punta de los dedos, dormía embutido en un sillón, con la boca abierta y las manos en las rodillas. A sus pies, una niñita con traje azul, esclavina grande y capillo pequeño, el traje de las huérfanas, leía la Vida de San Ireneo en un libro más grande que ella. Esta lectura milagrosa había ejercido notable influencia sobre toda la casa. El viejo dormía en su sillón, las moscas en el cielo raso y los pájaros en sus jaulas, allá abajo, en la ventana. El gran reloj repetía con insistencia monótona su acompasado tic tac, tic tac. En toda la estancia no estaba despierto nada más que un gran haz de luz que se filtraba derecho y blanco por entre los postigos cerrados, lleno de chispas vivientes y de valses microscópicos. En medio de aquel general adormecimiento, la niña proseguía su lectura con aire grave: En... se...gui...da... dos... le...o...nes... se... lan...za...ron... so...bre... él... y... lo... de...vo...ra...ron... En ese momento entré yo. Los leones de San Ireneo, entrando precipitadamente en la estancia, no hubieran producido allí más asombro del que yo produje. ¡Un verdadero efecto teatral! La pequeña exhala un grito, cáese el librote, espabílanse los canarios y las moscas, el viejo se yergue sobresaltado, despavorido y turbado yo mismo un poco, me paro en el umbral diciendo a voces:
—¡Buenos días, buenas gentes, soy amigo de Mauricio!
¡Oh! Entonces, si ustedes hubieran visto al pobre viejo, si le hubiesen visto precipitarse a mí, con los brazos extendidos, abrazarme, apretarme las manos, correr trastornado por la habitación, repitiendo:
—¡Dios mío, Dios mío!
Reíansele todas las arrugas del rostro. Estaba rojo. Tartamudeaba.
—¡Ah, caballero! ¡Ah, caballero!
Ibase después al fondo, llamando:
—¡Mamette!
Se abre una puerta, y se oye en el pasillo un trotecito de ratón. Era Mamette. Nada tan conmovedor como aquella viejecita con su gorro de casco, su hábito carmelita y el pañuelo bordado, que por honrarme tenía en la mano, conforme a la usanza antigua. ¡Cosa enternecedora: se parecían! Con papalina y cosas amarillas también él hubiera podido llamarse Mamette. Pero la verdadera Mamette había debido llorar mucho durante su vida, y estaba aún más arrugada que la otra. También, como la otra, tenía junto a sí una niña del asilo de huérfanas, guardianita con esclavina azul que nunca la abandonaba, y el ver esos viejos amparados por esas huérfanas, era lo más conmovedor que puede concebirse.
Mamette, al entrar, había comenzado por hacerme una gran reverencia; pero el viejo la paralizó con cuatro palabras:
—Es amigo de Mauricio.
Y he aquí que, al punto, tiembla, llora, pierde el pañuelo, se pone encarnada, muy roja, aún más roja que él. ¡Esos viejos! La única gota de sangre que tienen en las venas, se les sube a la cara a la más pequeña emoción.
—¡Pronto, pronto, una silla!—grita la vieja a su niña.
—¡Abre los postigos!—dice el viejo a la suya.
Y agarrándome cada cual por una mano, lleváronme de un trote a la ventana, abierta de par en par, para contemplarme mejor. Acercan los sillones, me instalo entre ambos en una silla de tijera, colócanse detrás de nosotros las dos niñas de azul, y comienza el interrogatorio.
—¿Cómo está? ¿Qué hace? ¿Por qué no ha venido a vernos? ¿Está contento?
Y patatín, y patatán. Todo esto durante dos horas.
Contesté del mejor modo posible a todas las preguntas, diciendo acerca de mi amigo los detalles que conocía, inventando descaradamente los que ignoraba, y guardándome, sobre todo, de confesar que jamás había reparado en si cerraban bien sus ventanas, o de qué color era el papel de su cuarto.
—¡El papel de su cuarto! Es azul, señora, azul pálido con guirnaldas.
—¿Verdad?—exclamaba conmovida la pobre vieja.
Y dirigiéndose a su marido, agregaba:
—¡Es tan buen muchacho!...
—¡Oh, sí, es un buen muchacho!—repetía el otro lleno de entusiasmo.
Y mientras que yo hablaba había entre ellos movimientos de cabeza, sonrisitas maliciosas, guiños de ojos, aires de valor entendido. O bien, el viejo que se aproximaba a mí diciéndome:
—Hable usted más fuerte. Es un poco sorda.
Y ella por su parte:
—Le suplico que hable algo más alto. Es un poco teniente.
Yo alzaba entonces la voz, y dábanme los dos las gracias con una sonrisa, y entre esas lánguidas sonrisas con que se inclinaban hacia mí, pretendiendo ver en el cristal de mis ojos la imagen de su Mauricio, conmovíame el encontrar yo mismo aquella imagen, vaga, velada, casi imperceptible, cual si viese a mi amigo sonreírseme, entre una bruma, en las lejanías.
*
* *
El viejo yérguese repentinamente en el sillón.
—¿A que no adivinas en qué estoy pensando, Mamette? ¡Quizá no habrá almorzado!
Y Mamette, trastornada, levantando los ojos al cielo, exclama:
—¡Sin almorzar! ¡Santo Dios!
Pensé que hablaban todavía de Mauricio, e iba a responder que ese buen muchacho jamás se ponía a la mesa después del mediodía. Pero no, era a mí a quien se referían. Y eran de ver las idas y venidas cuando confesé que todavía no me había desayunado.
—¡En seguida, el cubierto, niñas! La mesa en medio del cuarto, el mantel del domingo, los platos de flores. No se rían tanto, hagan el favor, y vamos de prisita.
Creo que, efectivamente, se apresuraron. Apenas en el tiempo necesario para romper tres platos, encontrose servido el almuerzo.
—¡Un buen almuercito!—me decía Mamette al conducirme a la mesa;—pero es sólo para usted, porque nosotros ya comimos esta mañana.
A cualquier hora que se visite a esos pobres viejos, siempre han comido por la mañana.
El buen almuercito de Mamette componíase de dos dedos de leche, unos dátiles y una barquette, una cosa parecida a un pestiño, algo con que alimentarse ella y sus canarios lo menos durante ocho días. ¡Y decir que yo sólo me engullí todas aquellas provisiones! Así, pues, ¡qué indignación alrededor de la mesa! ¡Cómo cuchicheaban las niñas vestidas de azul, dándose con el codo! Y allá abajo, dentro de sus jaulas, cómo parecían decirse los canarios: ¡Oh! ¿Pues no se come ese señor de una sentada todo el pestiño?
Efectivamente, me lo comí todo y casi sin darme cuenta de ello, distraído como estaba mirando a mi alrededor aquella habitación clara y apacible, donde flotaba como un olor a cosas antiguas. Lo que más me llamaba la atención eran dos camitas de las cuales no podía separar los ojos. Figurábame esos lechos, casi como dos cunas, a la hora del alba, cuando están aún ocultos por sus grandes cortinajes de cenefas. Dan las tres de la madrugada. A esa hora suelen despertarse todos los viejos.
El pregunta:
—¿Duermes, Mamette?
—No, querido.
—¿Verdad que Mauricio es un buen muchacho?
—¡Oh, sí! Es un buen muchacho.
Y así poco más o menos, imaginábame yo una charla completa, sólo con haber visto esas dos camitas de viejo, colocadas una junto a otra.
Durante este tiempo al extremo opuesto de la habitación desarrollábase un drama terrible delante del armario. Tratábase de alcanzar allá arriba, en la última tabla, cierto frasco de cerezas en aguardiente que hacía diez años que aguardaba a Mauricio, y con cuya apertura quisieron obsequiarme. A pesar de los ruegos de Mamette, el viejo se había empeñado en ir a buscar él mismo las cerezas, y encaramado sobre una silla, con gran espanto de su mujer, pretendía alcanzarlo. Figúrense el cuadro: el viejo temblaba, y empinábase; las niñas vestidas de azul, agarradas a la silla de éste, detrás de él Mamette, jadeante, con los brazos tiesos, y dominando todo esto un leve aroma de bergamota que despedían grandes pilas de ropa blanca amarillenta amontonada en el armario abierto. Era encantador.
Después de esfuerzos inauditos, consiguiose, por fin, sacar del armario el famoso frasco y con él un antiguo vasito de plata completamente abollado, el vaso que Mauricio usaba cuando era pequeño. Me lo llenaron de cerezas hasta el borde, ¡le agradaban tanto a Mauricio las cerezas! Y al servirme el viejo me murmuraba al oído con aire golosón:
—¡Es usted muy dichoso pudiendo comerlas! Mi mujer es quien las ha preparado. Va usted a probar cosa rica.
Su mujer, ¡ah! las había preparado pero se le había olvidado ponerles el azúcar. ¿Qué quieren? La vejez vuelve a uno distraído. ¡Pobre Mamette mía! sus cerezas eran malísimas, a pesar de lo cual yo me las comí todas sin pestañear, no dejando de ellas ni los rabos.
*
* *
Cuando concluí de almorzar, me levanté para despedirme de mis huéspedes. Ellos, por su gusto, me hubieran retenido todavía un rato, para hablar de Mauricio, pero iba atardeciendo, estaba lejos el molino, y era necesario emprender la marcha.
El viejo se había puesto de pie al mismo tiempo que yo.
—Mamette, trae mi sobretodo. Voy a acompañarlo hasta la plaza.
Mamette en su fuero interno pensaba indudablemente en que hacía ya un poco fresco para acompañarme hasta la plaza, pero tuvo la prudencia de no exponer su opinión. Unicamente, mientras le ayudaba a meterse las mangas del sobretodo, un bonito sobretodo de color rapé con botones de nácar, oí a la buena señora que le decía dulcemente:
—No regresarás muy tarde, ¿verdad?
A lo que él respondió, con aire picaresco:
—¡Jem! ¡Jem! No lo sé. Pudiera ocurrir.
Después contempláronse riendo, y las niñitas vestidas de azul, de verlos reír, reían, y en su rincón reíanse también a su manera, los canarios. Dicho sea entre nosotros, creo que el olor de las cerezas las había embriagado a todos una miajita.
Cuando salimos el abuelo y yo, caía la tarde. La niña del vestido azul nos seguía de lejos, para acompañarlo a la vuelta, pero él no la veía, se enorgullecía de marchar de mi brazo como un hombre. Mamette, radiante, observaba todo esto desde el quicio de la puerta, y al contemplarnos, movía graciosamente la cabeza como si nos dijese: «Todavía puede andar mi marido, a pesar de los años que tiene.»
El señor subprefecto ha salido de expedición. Con el cochero delante y el lacayo detrás, el coche de la subprefectura le conduce majestuosamente a la Exposición regional de La-Combe-aux-Fées. El señor subprefecto se puso en ese día memorable la hermosa casaca bordada, el sombrerito apuntado, el pantalón estrecho galoneado de plata y la espada de gala con empuñadura de nácar. Descansa sobre sus rodillas una gran cartera de piel de zapa con relieves, y la contempla entristecido.
El señor subprefecto contempla entristecido su cartera de zapa estampada en hueco; piensa en el famoso discurso que en breve ha de pronunciar delante del vecindario de La-Combe-aux-Fées.
—Señores y queridos administrados.
Pero, aunque se atusa con insistencia las rubias y sedosas patillas, y repite veinte veces consecutivas: Señores y queridos administrados, no acierta a continuar el discurso.
No acierta a continuar el discurso... ¡Es tanto el calor que hace dentro de aquel coche!... Hasta que se pierde en lontananza, el camino de La-Combe-aux-Fées está lleno de polvo, bajo el sol de mediodía. El aire abrasa... y especialmente los olmos de orillas del camino, cubiertos por completo de blanco polvo, millares de cigarras pasan de uno a otro árbol. El señor subprefecto se estremece repentinamente. Allá abajo, junto a una ladera, divisa un verde robledal que parece hacerle señas.
El bosquecillo de carrascas parece hacerle señas:
—Venga usted aquí, subprefecto; al pie de mis árboles estará usted perfectamente y podrá componer su discurso.
El señor subprefecto queda seducido, apéase del coche y dice a sus gentes que le esperen mientras él va a componer su discurso en el pequeño robledal.
En el bosquecillo de verdes carrascas hay pájaros, flores y fuentes bajo la fina hierba... Al ver al señor subprefecto con sus lindos pantalones y su cartera de zapa estampada, las aves se atemorizan y enmudecen; las fuentes no se atreven a meter ruido y las flores ocúltanse entre el césped. Toda esa gentecilla menuda jamás ha visto a un subprefecto, e interrógase en voz baja quién será ese gran señor que se pasea con pantalón de plata.
Bajo el follaje interrógase la gentecilla menuda en voz baja quién es ese señor con pantalón de plata. Mientras tanto el señor subprefecto, encantado con el silencio y la frescura del bosque, se levanta los faldones de la casaca, coloca sobre la hierba el sombrero apuntado y se sienta en el musgo junto a una encina joven. Luego abre en las rodillas la gran cartera de piel de zapa con relieves y extrae de ella un ancho pliego de papel ministro.
—¡Es un artista!—dice la curruca.
—No—responde un pajarillo,—no es un artista, porque lleva pantalón de plata; pero puede ser un príncipe.
—Puede ser un príncipe—repite otro pajarito.
—Ni un artista, ni un príncipe—interrumpe un viejo ruiseñor, que había cantado durante una primavera en los jardines de la subprefectura.—Yo lo conozco: es... ¡un subprefecto!
Y por todo el bosquecillo repítese sin cesar:
—¡Es un subprefecto! ¡Un subprefecto!
—¡Está muy calvo!—observa una alondra muy moñuda.
Las flores preguntan:
—¿Es mala persona?
—¿Es mala persona?—preguntan las flores.
El viejo ruiseñor contesta:
—¡No es completamente malo!
Y con esta seguridad, los pájaros reanudan su canto, las fuentes vuelven a correr y las flores a embalsamar el aire, como si aquel señor no estuviese allí. Impasible en medio de toda aquella agradable algarabía, el subprefecto invoca en su corazón a la Musa de los comicios agrícolas, y lápiz en ristre, declama con voz de ceremonia:
—Señores y queridos administrados...
—Señores y queridos administrados—declama el subprefecto, con su voz ceremoniosa.
Interrumpido por una carcajada, vuelve la cabeza y no ve más que un gran picoverde que lo mira riéndose, de patas en el sombrero apuntado. El subprefecto se encoge de hombros e intenta reanudar su discurso; pero el picoverde lo interrumpe, gritándole desde lejos:
—¿Para qué sirve eso?
—¡Cómo! ¿Para qué sirve eso?—dice el subprefecto, enrojeciendo y, echando con un ademán a aquel pájaro insolente, prosigue a más y mejor:
—Señores y queridos administrados—prosigue a más y mejor el subprefecto.
Y he aquí que en aquel momento se yerguen hacia él las flores desde la punta de sus tallos, y le dicen con dulzura:
—Señor subprefecto, ¿no advierte usted el gratísimo perfume que exhalamos?
Y las fuentes le obsequian bajo el musgo con una música divina, y entre las ramas, sobre su cabeza, bandadas de currucas le gorjean sus notas más sonoras, y todo el bosquecillo conspira para impedirle la composición de su discurso.
Todo el bosquecillo conspira para impedirle la composición de su discurso.
El señor subprefecto, embriagado de aromas, ebrio de música, pretende inútilmente resistir el nuevo encanto que le invade. Colócase de codos sobre la hierba, se desabrocha la hermosa casaca, y farfulla otras dos o tres veces:
—Señores y queridos administrados. Señores y queridos adminis... Señores y queridos...
Manda después a paseo a los administrados, y la Musa de los comicios agrícolas vese obligada a cubrirse el rostro.
Cúbrete el rostro, ¡oh, Musa de los comicios agrícolas! Cuando, transcurrida una hora, las gentes de la subprefactura, intranquilos por su señor, entran en el bosquecillo, contemplan horrorizados un espectáculo que les hace retroceder. El señor subprefecto, despechugado como un bohemio, estaba echado boca abajo sobre la hierba. Habíase quitado la casaca, y mascando flores, el señor subprefecto componía versos.
Al despertarme el domingo último e incorporarme en el lecho, creí, por un instante, que estaba en la calle del Faubourg-Montmartre. Llovía; el cielo estaba gris; el molino triste. Me espantó la idea de pasar en casa aquel día de lluvia, y sentíme al punto ansioso de ir a calentarme un poco a la de Federico Mistral, ese gran poeta que reside en Maillane, villorrio que dista tres leguas de mis pinos.
Dicho y hecho: una estaca de ramo de mirto, mi Montaigne, una manta, ¡y al camino!
No había un alma en los campos... Nuestra hermosa Provenza católica otorga los domingos descanso a la tierra... Los perros solos en los hogares, las granjas cerradas... De vez en cuando, una galera de «ordinario» con el toldo chorreando; una vieja, cubierta la cabeza con su mantón de color de hoja seca; mulas engalanadas con guarnición de esparto azul y blanco, madroños rojos, cascabeles de plata, tirando de una carreta en las que las gentes de las masías van a misa; después, allá abajo, por entre los jirones de la bruma, una barca en el río y un pescador de pie, lanzando su esparavel.
Imposible de todo punto leer en el camino aquel día. Llovía a torrentes, y la tramontana arrojaba el agua a cubos al rostro... Hice la caminata de un tirón, y después de andar tres horas, percibí a la postre ante mí los tres cipresitos en medio de los cuales guarécese del viento la comarca de Maillane.
No andaba ni un gato por las calles de la aldea; todo el mundo estaba en misa mayor. Al pasar yo delante de la iglesia, zumbaba el piporro, y vi relucir los cirios a través de las policromas vidrieras.
El poeta habita al final del término municipal; en la postrera casa a la izquierda, en el camino de Saint-Remy, una casita de un solo piso, con un jardín delante... Entro muy despacio... ¡No hay nadie! La puerta del salón está cerrada, pero oigo que detrás de ella andan y hablan en alta voz... Conozco muchísimo ese paso y esa voz... Me detengo un instante en el corredorcito enjalbegado con cal, puesta la mano en el pestillo de la puerta, muy emocionado. El corazón me palpita. ¡Qué impresión!
Ahí está. Trabaja... ¿Esperaré que termine la estrofa? ¡A fe mía, tanto peor! ¡Adentro!
*
* *
¡Ah, parisienses! Cuando el poeta de Maillane fue a visitar a ustedes para enseñar a París su Mireya, y vieron a ese Chactas con traje de ciudad, con cuello recto y sombrero alto, que le molestaba tanto como su gloria, creyeron que ése era Mistral... No; no era él. En todo el mundo no hay nada más que un Mistral, el que sorprendí yo el domingo último en su lugarejo, con el sombrero de fieltro de alas anchas en la oreja, sin chaleco, de chaquetón, con su roja faja catalana oprimiéndole los riñones, brillantes los ojos, con el fuego de la inspiración en las mejillas, hermoso con su dulce sonrisa, elegante como un pastor griego, y caminando ligero, con las manos en los bolsillos componiendo versos.
—¡Hola! ¿Tú aquí?—gritó Mistral, arrojándoseme de un salto al cuello.—¡Qué buena idea has tenido de venir!... Justamente, hoy es la fiesta de Maillane. Tenemos la música de Aviñón, toros, procesión, farándula; esto será magnífico... Mi madre volverá pronto de misa, almorzaremos y, después, a ver cómo bailan las muchachas bonitas.
Mientras me hablaba, miré emocionado ese saloncito de papel claro, que hacía mucho tiempo que no había visto y donde he pasado ya tan hermosas horas. Todo estaba igual. Siempre el mismo sofá de cuadros amarillos, los dos sillones de paja, la Venus de Milo, y la Venus de Arlés en la chimenea, el retrato del poeta por Hébert, su fotografía por Esteban Carjat, y en un rincón, cerca de la ventana, el escritorio, una humilde mesita de oficial del registro, completamente atestada de librotes viejos y de diccionarios. En medio de esa mesa de despacho, había un gran cuaderno abierto... Era Calendal, el nuevo poema de Federico Mistral, que verá la luz pública este año el día de Navidad. Hacía siete años que Mistral trabajaba en ese poema, y cerca de seis meses que escribió el último verso; sin embargo, todavía no se decide a separarse de él. Es claro, siempre hay una estrofa que concluir, una rima más sonora que encontrar... Aunque Mistral escribe en provenzal, pule sus versos como si todos pudieran leerlos en ese idioma y tenerle en cuenta sus esfuerzos de buen obrero... ¡Oh, valiente poeta! De Mistral hubiera podido también decir Montaigne: Acuérdense de aquél a quien, como le preguntasen por qué se tomaba tanto trabajo en un arte que sólo podía llegar a conocimiento de reducido número de personas, respondió: «Pocas necesito. Me basta una. Tengo suficiente con ninguna.»
*
* *
Tenía yo en las manos el cuaderno de Calendal, y hojeábalo profundamente emocionado... Una banda de pífanos y tamboriles resonó de repente en la calle delante de la ventana, y he aquí Mistral que corre al armario, saca de él vasos y botellas, coloca la mesa en medio del salón, y abre la puerta a los músicos, diciéndome:
—No debes reírte... Vienen a darme la alborada... Soy concejal.
La gente invadió el saloncillo. Pusieron los tamboriles sobre las sillas, la vieja bandera en un rincón, y circuló el vino trasañejo. Después de consumir algunas botellas a la salud de don Federico, de conversar gravemente acerca de la fiesta, de si la farándula será tan bonita como el año anterior, de si serán bravos los toros, vanse los músicos a dar la alborada a casa de los demás regidores. En ese momento llega la madre de Mistral.
En un momento ponen la mesa; un hermoso mantel blanco y dos cubiertos. Yo conozco la costumbre de la casa: sé que, cuando Mistral tiene convidados, su madre no se sienta a la mesa... La pobre anciana no habla más que el provenzal, y pasaría grandes angustias si tuviera que conversar con franceses... Por otra parte, hace falta en la cocina.
¡Santo Dios, con qué comida más suculenta me obsequiaron aquella mañana! Un trozo de cabrito asado, queso de monte, mostillo, higos, uvas moscateles; todo ello rociado con ese exquisito Château-neuf de los Papas, de un color rojo tan precioso en los vasos...
A los postres, voy a buscar el cuaderno del poema y lo pongo en la mesa delante de Mistral.
—Habíamos convenido en salir—dijo sonriéndose el poeta.
—¡No, no! ¡Calendal! ¡Calendal!
Mistral transige y con su voz musical y dulce, llevando el compás de los versos con la mano, empieza la lectura del primer canto:
De una zagala loca de amor,
Ahora que ha dicho la desventura,
Cantaré, Dios mediante, un hijo de Cassis,
Un desgraciado pescador de anchoas...
Fuera oíase el tañido de las campanas tocando a vísperas, estallaban los cohetes en la plaza, pasaban y volvían a pasar pífanos y tamboriles por las calles. Mugían los toros de Camargue, conducidos para la lidia.
Acodado en el mantel, con lágrimas en los ojos, escuché la historia del pescadorcillo provenzal.
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Calendal es sólo un pescador; el amor lo transforma en héroe... Para conquistar el corazón de su amada, la hermosa Estérelle, acomete empresas milagrosas, y los doce trabajos de Hércules son nada si se comparan con los suyos.
Una vez, como se le ocurriera hacerse rico, inventa formidables artes de pesca y arrastra al puerto todos los pescados del mar. Otra vez, va a retar en su propio nido de águilas a un terrible bandido de las gargantas de Ollionles, el conde Severan, entre sus matones y sus rufianes... ¡Valiente mozo más templado es ese mocito Calendal! Un día tropieza en Sainte-Beaume con dos partidas de artesanos que habían ido allí a ventilar sus disputas a grandes golpes de compás, sobre el sepulcro del maestro Yago, un provenzal que construyó la armadura del templo de Salomón, si ustedes no se enojan. Calendal se lanza en medio de la carnicería y pone paz a los compañeros sólo con hablarles...
¡Empresas sobrehumanas!... Allá arriba, en las peñas de Lure, existía un bosque de cedros inaccesibles, donde jamás leñador alguno se había atrevido a subir.
Va Calendal y permanece allí treinta días completamente solo. Durante treinta días, óyese el ruido de su hacha, que resuena al hundirse en los troncos.
Ruge la selva; uno tras otro caen los viejos árboles gigantescos y ruedan al fondo de los abismos, y cuando Calendal desciende, ya no queda ni un cedro en la montaña...
Después de todo y como premio de tales hazañas, el pescador de anchoas obtiene el amor de Estérelle, y es nombrado cónsul por los habitantes de Cassis. Tal es la historia de Calendal. Pero, ¿qué importa Calendal? Lo que vive, sobre todo, en el poema, es la Provenza, la Provenza del mar, la Provenza de la montaña, con su historia, sus costumbres, sus tradiciones, sus paisajes, todo un pueblo candoroso y libre que ha encontrado su gran poeta antes de perecer...
Y ahora, ¡tracen caminos de hierros, planten postes telegráficos, expulsen la lengua provenzal de las escuelas!
¡Provenza ha de vivir eternamente en Mireya y en Calendal!
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—¡Basta de poesía!—dijo Mistral, cerrando su cuaderno.—Es preciso ver la fiesta.
Salimos. Todo el pueblo estaba en las calles; un ramalazo de cierzo había disipado las nubes del cielo, que brillaba alegremente sobre las rojas techumbres, mojadas por la lluvia. Llegamos a tiempo de presenciar la procesión que regresaba. Durante una hora fue aquello un interminable desfile de penitentes con capirotes, penitentes blancos, penitentes azules, penitentes grises, cofradías de mozas con velo, estandartes rojos con flores de oro, grandes imágenes, unas de madera desdoradas y conducidas en cuatro hombros, y otras de loza coloridas como ídolos con grandes ramos en la mano, capas de coro, incensarios, doseles de terciopelo verde, crucifijos rodeados de seda blanca; todo esto flameando al viento, entre la luz de los cirios y la del sol, en medio de salmos, de letanías y de las campanas, que no cesaban de tocar a rebato.
Terminada la procesión y colocados nuevamente los santos en sus capillas, fuimos a ver los toros, más tarde los juegos en la era, las luchas de hombres, los tres saltos, el ahorcagato, el juego del odre y todo el divertido aparato de las fiestas provenzales... Caía la noche cuando regresamos a Maillane. En la plaza, frente al cafetín donde Mistral pasa las veladas jugando su partida con su amigo Zidore, habían encendido una hermosa hoguera... Organizábase la farándula. Faroles de papel recortado brillaban por todas partes entre la obscuridad; la juventud tomaba puesto, y en seguida, a un redoble de los tamboriles, comenzó alrededor de las llamas un corro desenfrenado, estrepitoso, que no había de cesar en toda la noche.
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Después de cenar, sumamente rendidos de cansancio para correr de nuevo, subimos a la alcoba de Mistral. Es un modesto dormitorio de campesino, con dos grandes camas. Las paredes no están empapeladas; vense descubiertas las vigas del techo... Hace cuatro años, cuando la Academia concedió al autor de Mireya el premio de tres mil francos, ocurriósele a la señora Mistral una idea.
—¿No te parece que empapelemos tu alcoba y le pongamos cielo raso?—preguntó a su hijo.
—¡No, no!—repuso Mistral.—Esto es el dinero de los poetas; no se le puede tocar.
Y el dormitorio volvió a quedar desnudo. Pero mientras que duró el dinero de los poetas, los que han acudido a Mistral han encontrado abierta su bolsa...
Me había yo llevado a la alcoba el manuscrito de Calendal, e instele para que me leyera otro pasaje antes de dormirme. Mistral eligió el episodio de la loza. En pocas palabras es el siguiente:
Celebrábase una gran comida, no sé dónde. Ponen en la mesa una hermosa vajilla de loza de Moustiers. En el fondo de cada plato hay un asunto provenzal, dibujado en azul sobre el vidriado; allí está contenida toda la historia regional.
Es digno de ver el hermoso amor con que está descrita esa hermosa vajilla de loza; una estrofa para cada plato, otros tantos pequeños poemas de un trabajo sencillo y erudito, acabados como una descripción de Teócrito.
Cuando me recitaba Mistral sus versos en aquella hermosa lengua provenzal, latina en más de sus tres cuartas partes, hablada antiguamente por las reinas y que hoy sólo comprenden los frailes, admiraba yo en mi fuero interno a ese hombre. Y al pensar en el estado ruinoso en que halló su lengua materna y en lo que con ella ha hecho, imaginábame uno de esos vetustos palacios de los príncipes de Baux que se ven en los Alpilles: sin techo, sin balaustradas en las escalinatas, sin vidrios en las ventanas, quebrado el trébol de las ojivas, corroído por el moho el escudo de las puertas; gallinas picoteando en el patio de honor, cerdos hozando bajo las esbeltas columnillas de las galerías, el asno paciendo dentro de la capilla, donde crece la hierba, las palomas bebiendo en las grandes pilas de agua bendita, rebosantes de agua de lluvia, y finalmente, entre esos escombros dos o tres familias de labriegos que han construido chozas alrededor del vetusto palacio.
Y después llega un día en que el hijo de uno de esos campesinos se enamora de esas grandes ruinas y se indigna al verlas profanadas de ese modo; a toda prisa arroja el ganado fuera del patio de honor, y viniendo en su ayuda las hadas, por sí solo reedifica la monumental escalera, vuelve a poner tableros en las paredes y vidrieras en los ventanajes, reconstruye las torres, vuelve a dorar la sala del trono y pone en pie el extenso palacio de otros tiempos, donde encontraron hospedaje papas y emperatrices.
Ese palacio restaurado es la lengua provenzal.
Mistral es ese hijo del campesino.
Las naranjas tiene en París el triste aspecto de frutas caídas, que se toman junto a los árboles. Cuando llegan, en pleno invierno lluvioso y frío, su brillante corteza y su excesivo aroma, en estos países de sabores moderados, les dan un aire extraño, algo bohemio. Durante las noches de niebla, van tristemente costeando las aceras, amontonadas en sus carritos ambulantes, al mezquino fulgor de un farolillo de papel rojo. Un grito monótono y débil, perdido entre el rodar de los coches y el barullo de los ómnibus, les sirve de escolta.
—¡A veinte céntimos naranjas de Valencia!
Para las tres cuartas partes de los parisienses, ese fruto traído de muy lejos, de vulgar redondez, donde el árbol no ha dejado nada más que un insignificante pedúnculo verde, participa de la golosina, de la confitería. El papel de seda en que está envuelto, las festividades a que acompaña, contribuyen a dicha impresión. Cuando enero se aproxima, sobre todo, los millares de naranjas esparcidas por las calles, todas esas cáscaras arrojadas en el barro del arroyo, hacen pensar en algún gigantesco árbol de Navidad que sacudiese sobre París sus ramas cuajadas de frutas artificiales. No hay rincón alguno donde no se vean. Tras los limpios cristales de un escaparate, elegidas y adornadas; a la puerta de prisiones y asilos, entre paquetes de bizcochos y pequeños montones de manzanas; delante de los peristilos de los bailes y teatros los domingos. Y su exquisito aroma se confunde con el olor del gas, el chirrido de las mamparas, el polvo de las banquetas del paraíso. Hasta se olvida que hacen falta naranjos para producir las naranjas; pues, mientras que la fruta nos la envían directamente del Mediodía metida en cajones, el árbol de la estufa donde pasa el invierno, cortado, transformado, disfrazado, sólo una vez aparece, y durante breve tiempo, al aire libre en los paseos públicos.
Para conocer bien las naranjas es necesario verlas en los países que las producen: en las islas Baleares, en Cerdeña, en Córcega, en Argelia, entre el aire azul dorado, en la tibia atmósfera del Mediterráneo. Jamás olvidaré un bosquecillo de naranjos que vi a las puertas de Blidah. ¡Allí sí que estaban hermosas! Entre el follaje obscuro, brillante, barnizado, las frutas tenían el lustre de vasos de color, y doraban el aire que las circundaba con esa aureola de esplendor que rodea a las flores de tonos vivos. Algunos claros permitían ver a través de las ramas las murallas de la reducida ciudad, el minarete de una mezquita, la cúpula de un marabut, y en lo alto la enorme masa del Atlas, verde en su base, nevada en la cima, como cubierta de blancas pieles, con cabrilleos, con la blancura de copos caídos.
Estando yo allí, una noche, por no sé qué fenómeno desconocido desde treinta años atrás, aquella zona de escarchas invernales agitose sobre la ciudad dormida, y Blidah se despertó transformada, empolvada de blanco. En aquel aire argelino, tan tenue y tan puro, semejaba la nieve polvo de nácar, con reflejos de plumas de pavo real. Lo más hermoso era el bosque de naranjos. Las verdes hojas conservaban la nieve intacta y enhiesta como sorbetes encima de platillos de laca, y todos los frutos espolvoreados de escarcha ofrecían una entonación suave y espléndida, una irradiación discreta, como el oro velado por transparentes telas blancas. Aquello producía la vaga impresión de una fiesta de iglesia, de sotanas rojas bajo albas de encajes, de dorados de altares rodeados de randas de hilo...
Sin embargo, mis más gratos recuerdos en materia de naranjas proceden de Barbicaglia, un gran jardín junto a Ajaccio, donde pasaba yo la siesta durante las horas de calor. Los naranjos, más altos y espaciados allí que en Blidah, llegaban hasta el camino, solamente separado del huerto por un seto vivo y una zanja. El mar, el inmenso mar azul, extendía su vasta planicie inmediatamente después del huerto. ¡Qué buenas horas he pasado en ese jardín! Por cima de mi cabeza, los naranjos florecidos y con fruto quemaban los aromas de sus esencias. Una naranja madura desprendíase del árbol, de vez en cuando, cayendo junto a mí, como aletargada por el calor, con un ruido mate y sin eco en la tierra apelmazada. Para apoderarme de ella, me bastaba extender la mano. Eran soberbias frutas, de un rojo purpúreo en su interior. Parecíanme exquisitas, y después ¡era tan hermoso el horizonte! Por entre las hojas percibíase el mar, en espacios azules deslumbradores como trozos de vidrio roto que espejearan entre las brumas del aire. Al mismo tiempo que eso, el movimiento del oleaje conmoviendo la atmósfera a grandes distancias, ese acompasado murmullo que nos mece como en una barca invisible, el calor, el olor de las naranjas... ¡Ah, qué bien se podía dormir en el huerto de Barbicaglia!
No obstante, en ocasiones, en el momento más grato de la siesta, despertábanme sobresaltado redobles de tambor. Eran infelices músicos militares que ensayaban allá abajo, en el camino. A través de los claros del seto brillaba el cobre de los tambores y veía yo los grandes mandiles blancos encima del pantalón encarnado. Para guarecerse un poco de la cegadora luz que el polvo del camino les enviaba de reflejo despiadadamente, situábanse los pobres diablos junto al jardín, en la breve sombra del seto. ¡Y valiente barullo el que armaban, y asfixiante calor el que sufrían! Entonces, saliendo por fuerza de mi hipnotismo, me entretenía arrojándoles algunos de esos hermosos frutos de oro rojo que pendían al alcance de mi mano. El tambor a quien apuntaba se detenía. Un minuto de vacilación, una mirada en torno para averiguar de dónde vendría la soberbia naranja que rodaba hasta él por la zanja; recogíala después con ligereza y mordía a boca llena, sin mondarla siquiera.
Recuerdo además que cerca de Barbicaglia, y separado solamente por una tapia baja, había un jardinillo bastante extraño, que dominaba yo desde la altura en que estaba. Era un rincón de tierra, de vulgar diseño. Sus calles, de brillante arena, encintadas de verdísimo boj, los dos cipreses de su puerta de entrada, dábanle apariencia de una casa de campo marsellesa. Ni una línea de sombra. En el fondo, un blanco edificio de piedra, con ventanas de sótano al ras del suelo. Al pronto creí que era una quinta; pero, después de mirar con más detenimiento, la cruz que la remataba y una inscripción grabada en la piedra, y cuyo texto no distinguía, me hicieron reconocer una tumba de familia corsa. En las inmediaciones de Ajaccio hay muchas de esas capillitas mortuorias, que se alzan solitarias rodeadas de jardines. La familia acude allí los domingos a visitar a sus muertos. Comprendida de ese modo la muerte, es menos triste que entre la confusión de los cementerios. Sólo pasos amigos turban el silencio.
Desde mi sitio contemplaba yo las idas y venidas de un anciano que circulaba tranquilamente por las alamedas. Todo el día estaba podando los árboles, cavando, regando, cortando las flores marchitas con minucioso esmero. Después, a la caída del sol, entraba en la capillita donde yacían los difuntos de su familia, guardaba los azadones, los rastrillos, las grandes regaderas, todo esto tranquilamente, con la serenidad de un jardinero de cementerio. No obstante, sin darse cuenta de ello, ese buen hombre trabajaba con cierto recogimiento, acallando los ruidos y con la puerta de la bóveda cerrada siempre discretamente, cual si abrigara el temor de despertar a alguno. En medio de aquel silencio absoluto, el arreglo del jardinillo no turbaba ni a un ave, y su vecindad nada tenía de triste; pero el mar parecía así más inmenso, el cielo más alto, y en aquella siesta interminable trascendía en torno de ella el sentimiento del descanso eterno, entre la naturaleza embriagadora, abrumadora, pletórica de vida.
NOTAS DE VIAJE
Voy a conducir a ustedes ahora a una linda y pequeña ciudad de Argelia, a doscientas o trescientas leguas del molino, para que pasen allí el día... Esto nos hará cambiar un poco de tantos tamboriles y cigarras...
...Amenaza lluvia; el cielo está gris, la bruma envuelve las crestas del monte Zaccar. Domingo triste... En mi cuartito de fonda, cuya ventana da a las murallas árabes, procuro distraerme encendiendo cigarrillos... Toda la biblioteca de la hospedería ha sido puesta a mi disposición; entre una historia muy detallada del censo de la población y algunas novelas de Paul de Kock, encuentro un tomo descabalado de Montaigne... Abro el libro por donde él quiere abrirse, y vuelvo a leer la admirable carta en que describe el autor la muerte de La Boétie... Heme aquí tan meditabundo y sombrío como jamás lo estuve... Caen algunas gotas de lluvia. Cada gota, al caer sobre el reborde de la ventana, dibuja una ancha estrella en el polvo amontonado allí desde las lluvias del año último. El libro se me cae de las manos y durante largo tiempo contemplo aquella estrella melancólica...
Dan las dos en el reloj de la ciudad, un antiguo marabut, cuyas frágiles paredes blancas percibo desde aquí... ¡Pobre diablo de marabut! ¿Quién le hubiese dicho hace treinta años que un día tenía que sostener en medio del pecho una gran esfera municipal, y que todos los domingos a las dos en punto daría la señal a todas las iglesias de Milianah para tocar a vísperas?... ¡Tilín, talán! Ya han sido echadas a vuelo las campanas... Tenemos para rato... Decididamente, esta habitación es triste. Las grandes arañas de la mañana, que inspiran pensamientos filosóficos, han fabricado sus telas en todos los rincones... Vamos fuera.
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Al llegar a la plaza mayor, la música del tercero de línea, que no se intimida por un poco de lluvia, va a colocarse en torno de su director. El general y sus hijas se asoman a una de las ventanas de la comandancia; en la plaza, el subprefecto se pasea de un lado para el otro, agarrado al brazo del juez de paz. Media docena de chiquillos árabes medio desnudos juegan a las bochas en un rincón, gritando desaforadamente. Allá abajo, acude un harapiento judío viejo a tomar un rayo de sol que ayer había dejado en aquel sitio, y queda sorprendido al no encontrarlo ya... «Uno, dos, tres: empiecen.» La música ejecuta una antigua mazurka de Talexy, que tocaban los organillos el invierno último debajo de mis ventanas. En otra época me aburría aquella mazurka; hoy me conmueve hasta hacer brotar mis lágrimas.
¡Oh, son muy dichosos los músicos del tercero! Fijos los ojos en las semicorcheas, ebrios de ritmo y de ruido, sólo piensan en contar sus compases. Su alma, toda su alma está en esa cuartilla de papel como la palma de la mano, que tiembla en la punta del instrumento, sujeta por dos dientes de cobre. «Uno, dos, tres: empiecen.» A eso lo reducen todo esas gentes sencillas; los aires nacionales que tocan, jamás les producen nostalgia... ¡Ay! A mí, que no soy de la charanga, aquella música me entristece y me alejo...
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¿Dónde pasaré distraído esta tarde gris dominguera? ¡Está bien! La tienda de Sid'Omar se encuentra abierta... Entremos en casa de Sid'Omar.
Sid'Omar tiene tienda y, sin embargo, no es tendero. Es un príncipe de la sangre, hijo de un antiguo bey de Argel, a quien estrangularon los genízaros... A la muerte de su padre, Sid'Omar refugiose en Milianah con su madre, a quien adoraba, y allí residió algunos años como un gran señor filósofo, rodeado de sus lebreles, sus halcones, sus caballos y sus mujeres, en hermosos palacios muy frescos, llenos de naranjos y de fuentes. Vinieron los franceses. Sid'Omar fue al principio enemigo nuestro y aliado de Abd-el-Kader, pero concluyó por reñir con el emir y se sometió. El emir, para tomar venganza, entró en Milianah estando ausente Sid'Omar, saqueó sus palacios, taló sus naranjales, apoderose de los caballos y de las mujeres e hizo aplastar la garganta de su madre con la tapa de un arcón... La cólera de Sid'Omar fue terrible; alistose en seguida al servicio de Francia, y mientras duró nuestra guerra contra el emir no hubo un soldado mejor ni más bravo que él. Concluida la guerra, Sid'Omar regresó a Milianah; pero, aun hoy, cuando se habla de Abd-el-Kader en su presencia, palidece y le relampaguean los ojos.
Sid'Omar tiene sesenta años, y a pesar de la edad y de la viruela, conserva la hermosura del rostro: grandes pestañas, mirada de mujer, una sonrisa seductora, modales de príncipe. Arruinado por la guerra, sólo le queda de su antigua opulencia, una granja en la llanura de Chélif y una casa en Milianah, donde vive muy modestamente con sus tres hijos educados a su vista. Los jefes indígenas le profesan gran veneración... Cuando hay discusiones, someten a su deliberación los asuntos que las provocan, y su juicio es casi siempre ley. Sale poco; puede vérsele todas las tardes en una tienda adjunta a su casa y que da a la calle. El mobiliario de esa estancia no es rico; paredes blancas enlucidas con cal, un banco circular de madera, cojines, largas pipas, dos braseros... Ahí recibe Sid'Omar en audiencia y administra justicia. Un Salomón de tienda.
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El concurso es numeroso hoy, domingo. En torno de la sala están en cuclillas una docena de jefes, arrebujados en sus albornoces. Cada uno de ellos tiene junto a sí una gran pipa y una tacita de café en una fina huevera de filigrana. Entro; todos permanecen inmóviles y atentos... Desde su sitio, Sid'Omar me saluda con su más encantadora sonrisa, y me invita con la mano a sentarme junto a él, en un gran almohadón de seda amarilla; después, con un dedo en los labios, me aconseja que escuche.
El caso es el siguiente. El caíd de los Beni-Zugzugs tuvo algunas cuestiones con un judío de Milianah a causa de un lote de terreno, cuya propiedad se disputaban; las dos partes convinieron en llevar el litigio ante Sid'Omar y someterse a su fallo. Citáronse para el mismo día, así como a los testigos; de pronto, el judío varía de opinión y viene solo, sin testigos, a manifestar que prefiere someterse al fallo del juez de paz de los franceses que al de Sid'Omar... En esto estaba el asunto cuando yo llegué.
El judío, un anciano de barba terrosa, túnica de color castaño y gorro de terciopelo, levanta al cielo el rostro, pone ojos suplicantes, besa las babuchas de Sid'Omar, inclina la cabeza, se arrodilla, junta las manos... No entiendo el árabe; pero por la pantomima del judío, por sus palabras juez de paz, juez de paz, que repite frecuentemente, adivino este discurso:
Confiamos en la rectitud de Sid'Omar, Sid'Omar es prudente, Sid'Omar es justo... Sin embargo, el juez de paz resolverá mucho mejor esta cuestión.
El auditorio se indigna, pero permanece impasible, como árabe que es... Sid'Omar, dios de la ironía, se sonríe escuchando, reclinado en su almohadón, con la mirada abstraída y la boquilla de ámbar entre sus labios. De pronto, en lo mejor de su perorata, el judío se ve cortado por un enérgico ¡cáspita! que le hace enmudecer; al mismo tiempo, un colono español, que está presente como testigo del caíd, abandona su puesto, y aproximándose al Iscariote le suelta un chaparrón de insultos en todos los idiomas y de todos colores, entre otros, cierto vocablo francés sumamente ofensivo... El hijo de Sid'Omar, que comprende el francés, se ruboriza al oír semejante palabra delante de su padre, y se marcha de la sala. Fijémonos en este rasgo de la educación árabe. El auditorio prosigue impasible y Sid'Omar siempre risueño. El judío se levanta y dirígese a la puerta andando hacia atrás, temblando de miedo, pero sin dejar de repetir a más y mejor su eterno juez de paz, juez de paz... Sale. El español lánzase furioso tras él, lo alcanza en la calle, y ¡pim, pam! por dos veces lo abofetea en los carrillos... El Iscariote se arrodilla con los brazos en cruz... El español, un poco avergonzado, vuelve a entrar en la tienda... Al verlo se levanta el judío y pasea una mirada socarrona por la abigarrada multitud que lo rodea. Vense gentes de todas razas; malteses, mahoneses, negros, árabes, todos unidos por el odio a los judíos y gozosos porque han maltratado a uno... El Iscariote vacila un instante; después, agarrando a un árabe por la tela del albornoz, exclama:
—Tú lo viste, Achmed, tú lo viste... Tú estabas delante... El cristiano me maltrató... Serás testigo... bien... bien... Serás testigo.
El árabe le obliga a soltar el albornoz y rechaza al judío... No sabe nada, no ha presenciado nada: cabalmente en aquel momento miraba a otro lado.
—Tú, sí, Kaddur, tú lo has visto... has visto al cristiano cuando me pegó—grita el infeliz Iscariote a un negrazo que está mondando un higo chumbo.
El negro manifiesta su desprecio, escupiendo y se marcha; no ha visto nada... Tampoco ha visto nada ese muchacho maltés, cuyos ojos de carbón brillan maliciosos bajo su birreta. Tampoco ha visto nada aquella mahonesa de tez de ladrillo que se aleja riéndose con la cesta de granadas encima de la cabeza...
Aunque el judío grita, ruega y brujulea, ¡ni un testigo!... Nadie ha visto nada... Afortunadamente, dos de sus correligionarios pasan entonces por la calle, con las orejas gachas, arrimados a las paredes. El judío los ve.
—¡Pronto, pronto, hermanos! ¡A prisa, al agente de negocios! ¡A prisa, al juez de paz!... Ustedes lo han visto, ustedes... ¡Han visto que han maltratado al viejo!
¿Que si lo han visto?... ¡Ya lo creo!
...Gran movimiento en la tienda de Sid'Omar... El cafetero llena las tazas, enciende otra vez las pipas. Charlan, se ríen a más y mejor. ¡Es tan divertido ver zurrarle la badana a un judío!... En medio de la zambra y del humo, me acerco despacio a la puerta; siento deseos de ir a rondar un poco por la judería, para saber qué impresión ha producido a los correligionarios del Iscariote la afrenta hecha a su hermano...
—Venga a comer esta tarde, señor—me grita el bueno de Sid'Omar.
Acepto, doy las gracias y me marcho.
Todo el mundo anda alborotado en el barrio judío. El asunto ha producido ya mucho ruido. No hay nadie en los tenduchos. Bordadores, sastres, guarnicioneros, todo Israel se ha echado a la calle... Los hombres, con gorro de terciopelo y medias de lana azul, gesticulando en grupos, con mucha algazara... Las mujeres, desencajadas, abotagadas, tiesas como ídolos de madera, con sus faldas escurridas, con peto de oro y el rostro rodeado por cintas negras, mézclanse uno y otro grupo chillando como gatas... En el momento de llegar yo, se arremolina la muchedumbre... Apoyado en sus testigos, el judío, personaje principal de la comedia, pasa por entre dos setos de gorros, bajo una lluvia de exhortaciones.
—Toma venganza, hermano; vénganos, venga al pueblo judío. Nada temas; la ley está en favor tuyo.
Un horrible enano, hediendo a pez y a suela vieja, se acerca a mí con aire gemebundo, y suspirando fuertemente.
—¡Ya lo ves!—me dice.—¡Cómo nos tratan a los pobres judíos! ¡Es un viejo! Mira. Poco ha faltado para que lo maten.
No cabe duda de que el pobre Iscariote está más muerto que vivo. Pasa por delante de mí, con la vista apagada y el semblante descompuesto; no andando, sino arrastrándose... Sólo una fuerte indemnización puede curarlo; así es que no lo llevan a casa del médico, sino a la del agente de negocios.
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En Argelia hay muchos agentes de negocios, casi tantos como langostas. Puede creerse que el oficio es bueno. De todos modos tiene la ventaja de que en él se puede entrar a la pata la llana, sin estudios, ni fianza, ni avecindamiento. Como en París nos hacemos literatos, en Argelia se hacen agentes de negocios. Sólo se necesita saber un poco de francés, español y árabe, llevar siempre un código en el bolsillo, y tener, especialmente, el temperamento de la profesión.
Las funciones del agente son muy diversas: sucesivamente abogado, procurador, corredor, perito, intérprete, tenedor de libros, comisionista, escribiente de portal, es el maestro Yago de la colonia. Pero Harpagón no tenía más que uno, y la colonia tiene muchos más de los que ha menester. Sólo en Milianah se cuentan por docenas. Para evitar los gastos de oficina, esos señores reciben generalmente a sus clientes en el café de la plaza mayor, y celebran sus consultas—¿puede decirse que las celebran?—entre el ajenjo y otra bebida.
El digno Iscariote encamínase al café de la plaza mayor, acompañado de sus dos testigos. No vayamos tras de ellos.
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Cuando abandono el barrio judío, paso por delante de la oficina árabe. Desde fuera, con su tejado de pizarra y el pabellón francés ondeando encima, podía tomársele por una alcaldía rural. Conozco al intérprete; entremos a fumar con él un cigarrillo. ¡Pitillo tras pitillo concluiré por matar este domingo sin sol!
Numerosos árabes andrajosos ocupan el patio que precede a la oficina. Hay allí, haciendo antecámara, una cincuentena, agachados a lo largo de las paredes, arrebujados en sus albornoces. Aquella antecámara beduina, aunque está al aire libre, despide fuerte olor a piel humana. Pasemos pronto de largo... En la oficina veo al intérprete enfrascado con dos grandes vocingleros completamente desnudos bajo largas mantas mugrientas, y narrando con airada mímica no sé qué historia de un rosario robado. Tomo asiento en un rincón, sobre una estera y miro... Bonito traje el del intérprete. ¡Y qué bien le sienta al intérprete de Milianah! Parecen pintiparados el uno para el otro. El vestido es azul celeste con alamares negros y relucientes botones de oro. El intérprete es rubio, rosado, pelo rizado; un lindo húsar azul, bien humorado e ingenioso; un poco parlanchín, ¡habla tantas lenguas! un poco escéptico, ¡ha conocido a Renán en la escuela orientalista! gran aficionado al sport, tan satisfecho en el vivac árabe como en las veladas de la subprefectura, bailarín como nadie y que hace el cuscús como cualquiera. Parisiense en una palabra; tal es mi hombre, y no es extraño que las mujeres se pirren por él. En cuanto a dandysmo, no tiene más que un rival: el sargento de la oficina árabe. Este, con su levita de paño fino y sus polainas con botones de nácar, causa la desesperación y la envidia a toda la guarnición. Destacado en la oficina árabe, está rebajado del servicio de cuartel y siempre se le ve en la calle, de guante blanco, recién rizado, con grandes cartapacios bajo el brazo. Es admirado y temido. Es una autoridad.
No hay duda; aquella historia del rosario robado lleva trazas de no acabarse nunca. ¡Buenas tardes! No espero el final.
Al marcharme, está en efervescencia la antecámara. La muchedumbre rodea a un individuo de elevada estatura, pálido, altivo, envuelto en un albornoz negro. Ese hombre había luchado ocho días antes con una pantera en el Zaccar. La pantera fue muerta, pero el hombre sacó medio brazo devorado. Va diariamente a la oficina árabe para hacer que le curen, y siempre lo detienen en el patio para oírle referir su historia. Habla lentamente y con una hermosa voz gutural. De vez en cuando entreabre el albornoz y muestra, pegado al pecho, el brazo izquierdo arrebujado en trapos ensangrentados.
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Tan pronto como llego a la calle, estalla una violenta tempestad. Lluvia, truenos, relámpagos, viento siroco... Pronto, a refugiarse en cualquier sitio. Me meto por una puerta, al acaso, y me encuentro rodeado de una camada de bohemios, amontonados bajo los arcos de un patio morisco. Ese patio es una dependencia de la mezquita de Milianah; es el refugio habitual de la piojería árabe, y se llama el patio de los pobres.
Grandes y escuálidos lebreles, llenos de miseria, se acercan dando vueltas en torno mío con aire amenazador. Pegado a uno de los pilares de la galería, procuro conservar buen continente, y sin hablar con nadie, contemplo la lluvia que rebota en las losas de colores del patio. Los bohemios están en el suelo, tendidos en grupos. Junto a mí, una mujer joven y casi guapa, con la garganta y las piernas desnudas, con grandes brazaletes de hierro en las muñecas y en los tobillos, canta un aire exótico, de tres notas melancólicas y nasales. Mientras canta, da de mamar a un niño pequeño completamente desnudo, de color broncíneo rojo, y con el brazo que le queda libre, machaca cebada en un mortero de piedra. La lluvia, empujada por un viento cruel, inunda a veces las piernas de la madre y el cuerpo de su mamoncillo. La bohemia no repara en ello y prosigue su cántico con las rachas, mientras que muele cebada y da el pecho.
Cesa la tempestad... Aprovechándome de un claro, me apresuro a abandonar aquella corte de los milagros y encamínome al banquete de Sid'Omar; ya es hora... Al cruzar la plaza mayor, he vuelto a encontrar al viejo judío de antes. Se apoya en su agente de negocios; los testigos caminan alegres detrás de él; una banda de asquerosos chicuelos judíos salta alrededor. El agente se encarga de arreglar el asunto. Pedirá ante el tribunal una indemnización de dos mil francos.
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En casa de Sid'Omar me obsequian con una comida espléndida. El comedor da a un elegante patio morisco, donde murmuran dos o tres fuentes... Magnífica comida a la turca, que no vacilo en recomendar al barón Brisse. Entre otros platos, mencionaré un pollo con almendras, un alcuzcuz con vainilla, una tortuga con jugo de carne, algo pesado, pero de sabor exquisito, y bizcochos con miel, llamados bocadillos del Kadí... No se sirven más vinos que champaña. A pesar de la ley musulmana, Sid'Omar bebe un poco de él, cuando los criados no pueden verlo... Al concluir la comida, pasamos a la habitación de nuestro huésped, donde nos ofrecen dulces, pipas y café... El mueblaje de este dormitorio es sencillísimo: un diván, algunas esteras; al fondo, un gran lecho altísimo sobre el cual hay almohaditas rojas bordadas de oro... Pende de la pared una antigua pintura turca representando las proezas de cierto almirante Hamadí. A juzgar por la muestra, en Turquía los pintores no emplean más que un color en cada cuadro; en este cuadro se ha utilizado el verde. El mar, el cielo, los navíos, el mismo almirante Hamadí, todo es verde, ¡y qué verde!...
La costumbre árabe exige retirarse temprano. Después de tomar el café y de fumadas las pipas, saludo a mi anfitrión y lo dejo con sus mujeres.
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¿Dónde acabaré de pasar la velada? Es muy temprano para acostarme, los clarines de los spahis no han tocado todavía retreta. Además, los cojines de oro de Sid'Omar bailan en torno mío fantásticas farándulas que no me dejarían dormir... Estoy delante del teatro; entraré un momento.
El teatro de Milianah no es otra cosa que un antiguo almacén de forrajes, transformado bien o mal en sala de espectáculos. Enormes quinqués que se llenan de aceite durante los entreactos, hacen oficio de arañas. La cazuela está de pie, la orquesta en bancos. Las galerías están muy orgullosas porque tienen sillas de paja... Rodea a la sala un largo pasillo, obscuro, sin entarimar. Parece que se está en la calle, nada falta para ello... La función había ya empezado cuando entré. Con gran extrañeza por mi parte, los actores no son malos, me refiero a los hombres; tienen arranque, vida... Casi todos ellos son aficionados, soldados del 3º; el regimiento está orgulloso con esto y va todas las noches a aplaudirlos.
Respecto a las mujeres, ¡ay!... son ahora y siempre ese eterno femenino de los teatros de provincias, presuntuoso, amanerado, ficticio... A pesar de todo, entre estas damas hay dos que me interesan; dos judías de Milianah, jovencitas, que pisan la escena por primera vez... Los padres están en la sala y parecen encantados. Están convencidos de que sus hijas van a ganar miles de duros en ese comercio. La leyenda de la Raquel, israelita, millonaria y cómica, se ha extendido ya mucho entre los judíos del Oriente.
No hay nada más cómico y enternecedor que esas dos jóvenes judías en las tablas. Están atemorizadas en un rincón del escenario, empolvadas, pintadas, despechugadas y tiesas. Tienen frío, se avergüenzan. De vez en cuando dicen una frase sin comprenderla, y mientras hablan, sus ojazos hebreos contemplan al público con estupor.
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Salgo del teatro... Todo está entre tinieblas. En un extremo de la plaza, oigo gritos. Acaso algunos malteses en vías de explicarse a navajazos.
Me encamino lentamente a la fonda, a lo largo de las murallas. De la llanura suben embriagadores aromas de naranjos y de tuyas. El aire es tibio, el cielo casi diáfano... Allá abajo, al extremo del camino, yérguese un viejo fantasma de paredón, resto de algún vetusto templo. Ese muro es sagrado; todos los días acuden a él mujeres árabes a colgarle ex votos, jirones de jaiques y de otras prendas, largas trenzas de cabellos rubios sujetos con hilillo de plata, trozos de albornoz... Al tibio soplo de la noche, y bajo un pálido rayo de luna vese ondular ese abigarrado pendón de la estulticia humana.
Consignaré otro recuerdo de Argelia, y regresaré en seguida al molino...
La noche de mi llegada a aquella granja del Sahel, me era imposible dormir. La novedad del país, la molestia del viaje, el aullar de los chacales y sobre todo un calor enervante, abrumador, una completa sofocación, como si las mallas de la mosquitera no permitiesen pasar un soplo de aire... Al abrir, de madrugada, la ventana, una bruma de estío, densa y moviéndose lentamente, ribeteada de negro y rosa en los bordes, flotaba en los aires como una nube de humo de pólvora sobre un campo de batalla. No se movía una hoja, y en esos frondosos jardines que tenía ante mis ojos, las viñas espaciadas sobre las laderas bajo espléndido sol que azucara los vinos, los pequeños naranjos, los mandarineros en interminables filas microscópicas, todo conservaba el mismo aspecto mohíno, aquella inmovilidad de hojas en espera de la tempestad. Los mismos bananeros, esos extensos cañaverales de un color verde claro, agitados siempre por alguna brisa que enmaraña su fina cabellera tan leve, alzábanse silenciosos y derechos, como penachos bien puestos en su sitio.
Permanecí un momento contemplando aquella maravillosa vegetación, donde estaban reunidos todos los árboles del mundo, produciendo cada cual en su estación respectiva, flores y frutos exóticos. Entre los campos de trigo y los macizos de alcornoques, plateaba una corriente de agua fresca, que agradaba contemplar en esa asfixiante madrugada, y admirando a un tiempo el lujo y el orden de esas cosas, aquella hermosa quinta con sus arcos moriscos, sus terrazas completamente blancas, de flor de espino, las cuadras y los cobertizos agrupados en torno, recordaba yo que veinte años antes, cuando aquellas intrépidas gentes se habían instalado en ese valle del Sahel, no habían encontrado más que una mala casilla de peón caminero y un terreno inculto, erizado de palmeras enanas y lentiscos. Fue necesario crearlo y construirlo todo. A cada instante, levantamiento de árabes. Había que abandonar el arado para disparar. Después, las enfermedades, oftalmías, fiebres, la escasez de cosechas, los tanteos de la inexperiencia, la lucha con una administración ciega y siempre flotante. ¡Cuántos esfuerzos! ¡Qué de fatigas! ¡Qué vigilancia más perseverante!
Ahora, todavía, a pesar de haber pasado los malos tiempos y de la fortuna con tantos esfuerzos adquirida, ambos, el hombre y la mujer, eran quienes se levantaban primero en la granja. A aquella hora matutina, oía sus idas y venidas por las grandes cocinas de la planta baja, vigilando el café de los trabajadores. No tardó en sonar una campana, y un momento después los obreros desfilaron por el camino. Viñadores de Borgoña; labradores kabilas con fez rojo; peones mahoneses, con las piernas al descubierto; malteses y luqueses; todo un pueblo heterogéneo, difícil de dirigir. El hacendado, ante la puerta, distribuía a cada uno de ellos su tarea de la jornada, con voz breve y algo dura. Cuando terminó el buen hombre, levantó la cabeza y escudriñó el cielo con desasosiego; después, al verme en la ventana, me dijo:
—Mal tiempo hace para el cultivo... va a soplar el siroco.
Efectivamente, a medida que se alzaba el sol, llegaban del Sur hasta nosotros bocanadas de aire cálido y asfixiante, como si viniesen de la puerta de un horno abierta y vuelta a cerrar. No se sabía adónde guarecerse, ni cómo evitar la angustia. Así transcurrió toda la mañana. Tomamos el café sobre las esteras de la galería, sin tener ánimo para hablar ni movernos. Los perros, estirándose y buscando la frescura de las losas, tumbábanse fatigados. El almuerzo nos reanimó un poco, un almuerzo abundante y extraño, compuesto de carpas, truchas, jabalí, erizo, manteca Stanelí, vinos de Crescia, guayabas, bananas, manjares exóticos, cuyo conjunto semejaban a la naturaleza tan compleja que nos rodeaba... Estábamos a punto de levantarnos de la mesa, cuando de repente, por la puerta-ventana, cerrada para resguardarnos del calor del jardín hecho un ascua de fuego, oyéronse grandes gritos:
—¡La langosta! ¡La langosta!
Mi anfitrión palideció como un hombre a quien anuncian un desastre, y salimos precipitadamente. Durante diez minutos hubo en aquella casa, tan sosegada poco antes, un ruido de pasos redoblados y voces indefinidas, que se perdían como en la agitación de un despertar. Desde la sombra de los vestíbulos, donde estaban durmiendo, lanzáronse fuera los criados haciendo resonar con palos, horcas y bieldos todos los objetos de metal que encontraban a mano, calderos de cobre, palanganas, cacerolas. Los pastores hacían sonar el cuerno pastoril. Otros llevaban caracolas marinas, trompas de caza. Aquello era un ruido espantoso, discordante, que dominaban con notas sobreagudas los «¡yu, yu, yu!» de las mujeres árabes de un aduar vecino que acudieron corriendo. Parece ser que en ocasiones un gran ruido, un estremecimiento sonoro del aire, aleja la langosta y le impide descender.
Pero, ¿dónde estaban esos terribles insectos? En el cielo, vibrante de calor, no se veía nada más que una nube aparecer por el horizonte, cobriza, densa, como una nube de granizo, con el ruido de un huracán entre las mil y mil ramas de un bosque. Aquella nube era la langosta. Agarrados los unos a los otros estos insectos por sus alas secas extendidas, volaban en montón, y a pesar de nuestros gritos y de nuestros esfuerzos, la nube no cesaba de avanzar, proyectando en la llanura una sombra inmensa. Pronto estuvo sobre nuestras cabezas; en los bordes viose durante un segundo un desgarrón, una rotura. A semejanza de los primeros granizos de un turbión de pedrisco, desprendiéronse algunos, perceptibles, rojizos; al punto se deshizo toda la nube, cayendo vertical y ruidosa aquella granizada de insectos. Los campos quedaron cubiertos de saltamontes enormes, gordos como el dedo, en una extensión inmensa.
Entonces diose principio a la matanza. Horrendo murmullo de aplastamiento de paja molida. Con gradas, azadones y arados revolvíase aquel suelo movedizo, y cuantos más insectos se mataba más había. Rebullíanse por capas, con sus altas patas enredadas unas en otras; los de encima saltaban ágilmente para salvarse, agarrándose a los belfos de los caballos enganchados para esa extraña labor. Los perros de la granja y los del aduar, azuzados a campo traviesa, lanzábanse sobre ellos y los trituraban furiosos. En ese momento llegaron dos compañías de turcos, con la banda de cornetas al frente, a ayudar a los infelices colonos, y la matanza varió de aspecto.
Los soldados no aplastaban los insectos, sino que los quemaban esparciendo largos regueros de pólvora.
Rendido de fatiga, con el estómago revuelto por el hedor, me metí en casa. Dentro de la quinta, había casi tantos insectos como fuera. Entraron por las aberturas de las puertas y ventanas, por los tubos de las chimeneas. Al borde de los tableros y en los cortinajes, roídos ya, se arrastraban, caían, volaban, trepaban por las blancas paredes, con una sombra gigantesca que hacía mayor su fealdad. Y siempre aquel olor hediondo. En la comida fue preciso pasar sin agua. Las cisternas, las fuentes, los pozos, los víveres de pesca, todo estaba inficionado.
Por la noche, en mi alcoba, donde, no obstante, se habían matado enormes cantidades, oía aún rebullicio debajo de los muebles, y ese crujir de élitros semejante al peterreo de los dientes de ajo que estallan con los calores fuertes.
Tampoco me fue posible dormir aquella noche.
Además, todos estaban despiertos alrededor de la granja.
Serpeaban a ras de tierra llamaradas, de un extremo a otro de la llanura.
Los turcos continuaban la matanza.
Al siguiente día, cuando abrí la ventana como la víspera, la langosta había emigrado. Pero, ¡qué ruina dejaron tras de sí! Ni una flor, ni una brizna de hierba; todo lo dejaron negro, corroído, calcinado. Los bananos, los albaricoqueros, los abridores, los naranjos mandarines se distinguían solamente por el aspecto de sus desnudas ramas, sin el encanto y la ondulación de hojas que constituye la vida de los árboles. Empezábase la limpieza de los cauces de agua, de los aljibes. Por doquiera cavaban los peones la tierra para destruir los huevos puestos por los insectos. Cada terrón era destripado, desmenuzándolo esmeradamente. Y al ver las mil raíces blancas, llenas de savia, que aparecían en esos destrozos de tierra fértil, el corazón se oprimía y el alma se angustiaba...
LA PARTIDA
El recado del guarda, medio en francés, medio en provenzal, que ha traído un mensajero, anunciando que han pasado ya dos o tres buenas bandadas de galejones, de carlotinas, y otras aves de primera, ha producido gran rumor en el castillo.
«Vendrá usted con nosotros», me han escrito mis amables vecinos. Y esta mañana a las cinco estaba esperándome al pie de la cuesta su gran break, cargado de escopetas, perros y víveres. Henos aquí rodando por la carretera de Arlés, algo seca y árida en esta madrugada de diciembre, en que apenas se distingue el pálido verdor de los olivos y el verde intenso de las encinas, demasiado de invernadero y como ficticio. No faltan madrugones que iluminan las vidrieras de las granjas, y en las cresterías de piedra de la abadía de Montmajour, los quebrantahuesos aletargados todavía por el sueño revolotean entre las ruinas. Sin embargo, encontramos ya, a lo largo de las zanjas, campesinas viejas que van al mercado, trotando en sus borriquillos. Vienen de la Ville-des-Baux. ¡Seis leguas largas para sentarse una hora en las gradas de San Trofino y vender paquetitos de hierbas medicinales recolectadas en la montaña!...
Divisamos ya las murallas de Arlés; murallas bajas y almenadas, como se ven en las estampas antiguas, donde aparecen guerreros armados de lanzas sobre terraplenes menores que ellos. Cruzamos a galope esta maravillosa y pequeña ciudad, una de las más pintorescas de Francia, con sus balcones esculpidos y barrigudos avanzando hasta el centro de las calles estrechas, con sus vetustas casas renegridas, de puertas pequeñas, moriscas, ojivales y bajas, que nos recuerdan los tiempos de Guillermo Court-Nez y de los sarracenos. A aquellas horas no había aún nadie en la calle. Sólo está animado el muelle del Ródano. El barco de vapor que hace la travesía de Camargue calienta las calderas junto a los escalones, dispuesto a partir. Caseros con blusa roja, muchachas de La Roquette que van a ganar el jornal en las faenas agrícolas, suben a cubierta con nosotros, charlando y riéndose. Bajo las amplias mantillas obscuras, levantadas a causa del fuerte viento de la mañana, la alta cofia arlesina presta elegancia y empequeñece a la cabeza, con ribetes de lindo descaro, algo así como deseos de erguirse para que la risa o la frase picaresca vaya más lejos... Suena la campana; nos ponemos en marcha. Con la triple velocidad del Ródano, de la hélice y del viento mistral, extiéndense las dos orillas. De un lado está la Crau, una llanura estéril y pedregosa. Del otro, la Camargue, más verde, que prolonga hasta el mar su hierba corta y sus marismas cuajadas de cañaverales.
El vapor se detiene de vez en cuando junto a un pontón, a la izquierda o a la derecha (al Imperio o al Reino, según se decía en la Edad Media, en época del reino de Arlés, y como los marineros viejos del Ródano dicen hoy todavía). En cada pontón vese una quinta blanca y un ramillete de árboles. Desembarcan los trabajadores cargados de herramientas, y las mujeres con la cesta al brazo, erguidas sobre su talle. Hacia el Imperio o hacia el Reino, poco a poco va quedando vacío el vapor, y cuando descendemos nosotros en el puente del Mas-de-Giraud, casi no queda nadie a bordo.
Para esperar al guarda que ha de venir en nuestra busca, entramos en el Mas-de-Giraud, una antigua granja de los señores de Barbentane. En la cocina alta, y alrededor de una mesa están todos los hombres de la hacienda, labradores, viñadores, pastores, zagales, graves, silenciosos, comiendo despacio, servidos por las mujeres, quienes comerán después. No tarda el guarda con la carretilla. Verdadero tipo a lo Fenimore, trampero por tierra y por agua, guardapesca y guardacaza, las gentes del país le llaman el Rondador porque, entre las brumas del alba o del anochecer, ocúltase siempre entre los cañaverales, acechando, o bien inmóvil en su barquichuelo, ocupado en vigilar sus atolladeros en los estanques y en las acequias. Su profesión de espía perpetuo, es quizá lo que le hace tan callado y taciturno. Sin embargo, mientras el carretón lleno de escopetas y de cestas camina delante de nosotros, el Rondador nos entera de la caza, refiriéndonos el número de bandadas de paso y los cuarteles en que las aves emigrantes se han posado. Charlando nos internamos en la comarca.
Después de atravesar los terrenos de cultivo, nos encontramos en plena Camargue montaraz. Lagunas y acequias brillan hasta perderse de vista entre los pastos y las salicarias. Bosquecillos de tamariscos y de cañas ondulan como un mar en calma. Ningún árbol elevado turba el aspecto liso, inmenso, de la llanura. Apriscos de ganado extienden de vez en cuando su baja techumbre casi a nivel del suelo. Los rebaños diseminados, tumbados en las hierbas salitrosas, o marchando apretados en torno de la roja capa del pastor, no interrumpen la gran línea uniforme, viéndose achicados por ese espacio infinito de horizontes azules y claro cielo. Lo mismo que del mar, plano a pesar de sus olas, despréndese de esa llanura una sensación de soledad, de inmensidad, aumentada por el mistral que sopla incesantemente, sin trabas, y que, con su poderoso aliento, parece aplanar y engrandecer el paisaje. El lo doblega todo. Los arbustos más frágiles conservan la huella de su paso, quedan torcidos, tumbados hacia el Sur, como dispuestos a fugarse...
LA CABAÑA
La cabaña no es otra cosa que un techo de cañas y unas paredes de cañas secas y amarillas. Tal vez nuestro punto de cita para la caza. Tipo de la casa camarguesa, la cabaña no tiene más que una habitación alta, grande, sin ventana; entra la luz por una puerta vidriera, que de noche se cierra con postigos. A lo largo de los paredones enlucidos, blanqueados con cal, hay armarios para colocar las armas, los morrales, las botas que usamos para cruzar los pantanos. En el fondo vense cinco o seis literas colocadas alrededor de un verdadero mástil plantado en el suelo y que sirve de apoyo al techo. Por la noche, cuando sopla el mistral y cruje la casa por todas partes, con el mar lejano y el viento que lo aproxima, trae su ruido y lo ahueca, puede creerse uno acostado en el camarote de un buque.
Pero, especialmente por la tarde es cuando la cabaña está encantadora. En nuestros buenos días de invierno meridional, me agrada estar solo junto a la alta chimenea, donde arden humeantes algunas matas de tamariscos. Con las rachas del mistral o de la tramontana, cruje la puerta, chillan las cañas, y todas esas sacudidas son un ligero eco de la gran conmoción de la naturaleza que me circunda. El sol de invierno, agitado por la enorme corriente, se esparce, reúne sus rayos, los dispersa. Corren grandes sombras bajo un cielo azul admirable. La luz y los ruidos llegan por sacudidas, y las esquilas de los rebaños, oídas repentinamente y olvidadas después, perdiéndose entre el viento, suenan de nuevo bajo la puerta desencajada, con el hechizo de un estribillo de canción... La hora exquisita es el crepúsculo, un poco antes del regreso de los cazadores. Entonces el viento está tranquilo. Salgo un instante. El ancho sol rojo desciende en paz, inflamado y sin calor. Llega la noche, y roza con sus alas negras y húmedas, cuando pasa. Allá abajo, al nivel del suelo, vese un fogonazo, con el brillo de una estrella roja avivada por las tinieblas circunvecinas. En la escasa claridad que resta, apresúrase todo bicho viviente. Un largo triángulo de patos vuela muy abajo, cual si deseara tomar tierra; pero de pronto los aleja la cabaña, donde brilla encendido el candil. El que va a la cabeza de la columna, yergue el cuello, remonta el vuelo nuevamente, y todos los demás se elevan tras de él con gritos salvajes.
No tarda en oírse un inmenso pataleo, que se asemeja a un ruido de lluvia. Miles de carneros llamados por los pastores y hostigados por los perros, cuyo galopar confuso y alentar jadeante se perciben, amontónanse con prisa, medrosos e indisciplinados, hacia los apriscos. Véome envuelto, rozado, confundido dentro de ese torbellino de vellones rizados, de balidos; una verdadera marejada, en que parece que los pastores son arrastrados con su sombra por olas que saltan... Detrás de los rebaños percíbense pasos conocidos, voces alegres. La cabaña está llena, animada, ruidosa. Chisporrotean, al arder, los sarmientos formando llama. Hay tanta mayor risa, cuanto mayor es el cansancio. Es un aturdimiento de regocijada fatiga; las escopetas arrinconadas, las grandes botas tiradas y revueltas, los morrales vacíos y junto a ellos plumajes rojos, áureos, verdes, plateados, todos con manchas de sangre. La mesa está puesta, y entre el husmillo de una sabrosa sopa de anguila, queda todo en silencio, ese gran silencio de los apetitos robustos, que solamente interrumpe el feroz gruñir de los perros lamiendo a tientas sus cazuelas delante de la puerta.
La velada no se prolongará mucho. Ya no quedamos junto al fuego, que también parpadea, más que el guarda y yo. Charlamos; es decir, nos dirigimos uno al otro frases a medias palabras al uso campesino, esas interjecciones casi indias, breves y rápidas como las postrimeras chispas de los consumidos sarmientos. Al fin, pónese de pie el guarda, enciende la linterna, y piérdese su paso perezoso en la calma y obscuridad de la noche silenciosa...
¡A LA ESPERA!
¡La espera! ¡Qué expresivo nombre éste, con el que se designa el puesto donde aguarda emboscado el cazador, y esas horas imprecisas en que todo espera, vacilando entre el día y la noche! El puesto de la mañana, poco antes de amanecer; el puesto de la tarde, cuando el sol se hunde en el ocaso. El de mi predilección es este último, sobre todo en esos países de marismas, donde el agua de los estanques conserva la luz tanto tiempo...
En ocasiones, se utiliza como puesto el chinchorro, barquichuelo sin quilla, estrecho, y que al movimiento más leve se pone por montera. Oculto tras de los cañaverales, el cazador ojea los patos desde el fondo de la barca, de la que sobresalen únicamente la visera de una gorra, el cañón de la escopeta y la cabeza del perro, que olfatea el viento y papa mosquitos, o bien inclina, con sus patazas extendidas, toda la barca sobre una borda llenándola de agua. Esta espera es sumamente complicada para mi inexperiencia. Esta es la razón por la que casi siempre voy a la espera a pie, zabulléndome en pleno pantano, con enormes botas hechas de toda la longitud que el cuero permite. Camino con lentitud, prudentemente, temeroso de hundirme en el légamo. Me separo de los cañaverales, lleno de olores salitrosos y de saltos de ranas.
Por fin me acomodo en el primer islote de tamariscos, o rincón de tierra seca, que encuentro. El guarda, en prueba de respetuosa consideración, permite que me acompañe su perro, un enorme perro de los Pirineos, con sus grandes lanas blancas, gran cazador y pescador inteligente, cuya presencia me intimida un poco. Cuando pasa a mi alcance una chocha de agua, me mira irónicamente echando atrás, con un movimiento de cabeza, a lo artista, sus largas orejas flácidas que le cuelgan delante de los ojos; después, posturas de parada, meneos de cola, toda una mímica de impaciencia, como queriendo decirme:
—¡Tira!... ¿Por qué no tiras, tonto?
Tiro, y yerro la puntería. Entonces, con todo su cuerpo estirado, bosteza y se alarga, fatigoso, aburrido, insolentemente...
¡Pues bien, sí! No lo niego, soy un mal cazador. La espera, para mí, es la tarde al caer, la luz que desaparece y se refugia en el agua, los estanques que relucen, abrillantando hasta el tono de plata fina el tinte gris del cielo ensombrecido. Me deleita este olor del agua, esta misteriosa agitación de los insectos en los cañaverales, este suave murmullo de las largas hojas estremeciéndose. Oyese a veces una nota triste, y retumba en el cielo como el zumbido de una caracola marina. Es el alcaraván que esconde en el fondo del agua su inmenso pico de ave pescadora, y sopla... ¡ruuú! Bandadas de grullas vuelan por encima de mi cabeza. Oigo el roce de las plumas, el ahuecamiento del plumón con el viento fuerte, y hasta el crujido de la minúscula osamenta, rendida de cansancio. Después, nada. La noche, las profundas tinieblas, siguiendo a la escasa claridad del día, que sobre las aguas ha quedado retrasada.
De repente advierto un estremecimiento, una especie de molestia nerviosa, como si hubiese alguien detrás de mí. Al volverme veo a la compañera de las noches hermosas, la luna; una ancha luna, enteramente redonda, que llega suavemente, con un movimiento de ascensión muy perceptible al principio, y que se retarda mientras que aquélla se aleja del horizonte.
Ya son bien perceptibles junto a mí los primeros rayos, y luego otros un poco más lejos... Ahora está iluminada toda la marisma. La más pequeña mata de hierba proyecta sombra. Concluyose la espera, las aves nos ven; es forzoso volver a casa. Caminamos envueltos por una inundación de luz azul, ligera, polvorienta, y cada uno de nuestros pasos en los estanques y en las acequias, revuelve en ellos millares de estrellas caídas y fulgores de rayos de luna que llegan hasta el fondo del agua...
ROJO Y BLANCO
En una cabaña semejante a la nuestra, pero algo más rústica, y de la que sólo dista un tiro de fusil, habita nuestro guarda, con su esposa y sus dos hijos mayores: la moza, que prepara la comida de los hombres y compone las redes para la pesca; y el mozo, que ayuda a su padre a levantar las artes y a vigilar las compuertas de los estanques. Los dos más jóvenes viven con su abuela en Arlés, y allí permanecerán hasta que hayan aprendido a leer y celebrado la primera comunión, pues aquí están muy lejos de la iglesia y la escuela, además de que el aire de Camargue no vendría bien a esas criaturas. El hecho es que cuando llega el verano, cuando las charcas se secan y el blanco légamo de las acequias se agrieta con los grandes calores, es imposible habitar la isla.
Yo pude apreciar eso una vez en el mes de agosto, viniendo a cazar ánades silvestres, y jamás olvidaré el aspecto triste y feroz de este paisaje abrasado. De trecho en trecho humeaban al sol los estanques como inmensas cubas, conservando en el fondo un resto de vida en movimiento, un hormigueo de salamandras, arañas y moscas de agua en busca de rincones húmedos. Había allí un aire hediondo, una bruma de miasmas densamente flotante, que innumerables torbellinos de mosquitos espesaban. Todo el mundo tiritaba en casa del guarda, todo el mundo padecía fiebres, y apenaba ver las caras amarillas y largas, los ojos agrandados y con ojeras, de aquellos infelices que durante tres meses se arrastraban bajo ese ancho sol inexorable que abrasa a los febricitantes y no consigue hacerlos entrar en calor... ¡Triste y penosa vida la de guardacaza en Camargue! Y menos mal que puede tener a su lado a su mujer y sus hijos; pero dos leguas más lejos, en la marisma, vive un guarda de caballos, completamente solo todo el año, de cabo a rabo, haciendo una verdadera vida de Robinsón. En su choza de cañas, construida por él mismo, no hay nada que no sea obra de sus manos, desde la hamaca tejida con mimbres, y las tres piedras negras reunidas en forma de hogar, y los troncos de tamarisco dispuestos en forma de escabeles, hasta la llave y la cerradura de madera blanca con que se cierra esta extraña habitación.
Este guarda es por lo menos tan extraño como su residencia. Es una especie de filósofo silencioso como los solitarios, que oculta su desconfianza de labriego bajo unas cejas espesas como matorrales. Cuando no está en los pastos, vésele sentado junto a su puerta, descifrando pacientemente, con una aplicación infantil y conmovedora, uno de esos folletos de color de rosa, azules o amarillos en que están envueltos los frascos de medicina que emplea para los caballos. El pobre diablo no se distrae más que en la lectura, ni tiene más libros que éstos. Aunque vecinas sus cabañas, nuestro guarda y él nunca se visitan. Hasta evitan encontrarse. Un día que pregunté al rondeîron la razón de esa antipatía, me respondió con seriedad:
—Tenemos distintas opiniones... El es rojo, y yo soy blanco.
Y de esta manera, hasta en ese desierto cuya soledad hubiera debido amistarlos, esos dos salvajes, tan ignorantes y sencillos uno como el otro, esos dos boyeros de Teócrito, que solamente una vez cada año van a la ciudad, y a quienes los cafetuchos de Arlés, con sus dorados espejos, les deslumbran como si contemplasen el palacio de los Tolomeos, ¡las opiniones políticas les ha proporcionado una razón para odiarse!
EL VACCARÉS
El Vaccarés es el espectáculo más hermoso que puede presenciarse en Camargue. Muchas veces, abandonando la caza, vengo a sentarme a orillas de este mar salado, un mar pequeño que asemeja un trozo del grande, encerrado entre las tierras y amansado por su mismo cautiverio. En vez de esa sequedad, de esa aridez que comúnmente entristecen la costa, el Vaccarés, con su ribera un poco alta, toda ella verde por la hierba menuda, aterciopelada, ostenta su flora extraordinaria y hechicera: centauras, tréboles acuáticos, gencianas y esas lindas salicarias, azules en invierno, rojas en verano, que mudan su color con los cambios atmosféricos, y con una floración no interrumpida, marcan las estaciones por lo diverso de sus matices.
Allá, a las cinco de la tarde, cuando el sol se pone, ofrecen admirable perspectiva esas tres leguas de agua, sin una barca, sin una vela que limite y dé variedad a su extensión. No es ya el íntimo deleite de los estanques y acequias que aparecen, distanciados, entre los repliegues de un terreno arcilloso, bajo el cual se filtra el agua por doquiera, dispuesta a reaparecer en la menor depresión del terreno. Aquí la impresión es grande, vasta. A lo lejos, ese cabrilleo de las ondas atrae bandadas de fulgas, garzas reales, alcaravanes, flamencos de vientre blanco y alas rosadas, alineándose para pescar a lo largo de las márgenes, disponiendo sus diferentes colores en una larga faja igual, y además ibis, verdaderos ibis de Egipto, que parecen estar en su propia casa entre ese espléndido sol y ese mudo paisaje. Efectivamente, desde mi sitio no percibo más que el chapoteo del agua y la voz del guarda que llama a sus caballos, diseminados en la orilla. Todos tienen retumbantes nombres: «¡Cifer!... ¡L'Estello!... ¡L'Estournello!»... Cuando se oye nombrar cada bruto, corre dando al viento las crines, a comer avena en la misma mano del guarda...
Más lejos, en la misma orilla, vese una gran manada de bueyes, paciendo libremente como los caballos. De vez en cuando distingo por encima de unas matas de tamariscos la arista de sus dorsos encorvados, y sus cuernecitos que se yerguen en forma de media luna. La mayoría de estos bueyes de Camargue se crían para ser lidiados en las fiestas de los pueblos, y algunos tienen ya fama en todos los circos de Provenza y Languedoc. Así, por ejemplo, la manada que está más cerca, cuenta entre otros con un terrible combatiente llamado Romano, que ha despanzurrado a no sé cuántos hombres y caballos en las plazas de Arlés, de Nimes, de Tarascón. Por eso, sus compañeros le han confiado la jefatura; porque en esas extrañas piaras los brutos se gobiernan por sí mismos, agrupados en torno de un toro viejo a quien eligen como guía. Cuando en la Camargue descarga un huracán, terrible en esa gran llanura donde nada lo desvía ni lo detiene, es curioso ver replegarse la manada detrás de su jefe, con todas las cabezas inclinadas, volviendo hacia el lado de donde el viento sopla, esas anchas testuces en que se condensa la fuerza del buey. Los pastores provenzales llaman a esta maniobra: volver cuernos al viento. ¡E infelices los rebaños que no se conformen con ello! Cegada por la lluvia, empujada por el huracán, la manada en derrota gira sobre sí misma, se extravía, se dispersa, y corriendo enloquecidos los bueyes hacia adelante, pretendiendo alejarse de la tempestad, arrójanse en el Ródano, en el Vaccarés o en el mar, donde casi todos perecen.
Esta madrugada, cuando empezaba a alborear, me despierta con sobresalto un tremendo redoble de tambor... ¡Rataplán, rataplán!...
¿Qué es esto? ¡Un tambor en mis pinos, y a tales horas!... ¡Qué cosa más extraña!
Pronto, a prisa, me levanto y corro a abrir la puerta.
¡No veo a nadie! Cesó el ruido... De entre unas labruscas húmedas, vuelan dos o tres chorlitos sacudiéndose las alas. Entre los árboles se mece una suave brisa... Hacia el Oriente, sobre la aguda cresta de los Alpilles, amontónase un polvo de oro, de donde surge lentamente el sol... El primer rayo roza ya la techumbre del molino. En el mismo instante, el invisible tambor vuelve a redoblar en el campo bajo la espesura... ¡Rataplán, rataplán!...
¡El demonio llévese la piel de asno! Ya lo había olvidado. Pero, en fin, ¿quién será el bruto que saluda a la aurora en el fondo de los bosques con un tambor?... Aunque miro, no veo a nadie... no diviso nada más que las matas de alhucema y los pinos que se precipitan cuesta abajo hasta el camino... Quizá se oculta en la espesura algún duende, resuelto a burlarse de mí... Sin duda, es Ariel o maese Puck. El pícaro habrá pensado, al pasar por delante de mi molino:
—Ese parisiense está muy tranquilo ahí dentro; vamos a darle la alborada.
Y seguramente habrá tomado un bombo, y... ¡rataplán!... ¡rataplán!...
—¿Quieres callarte, pícaro Puck? Vas a despertarme a las cigarras.
*
* *
Pero no era Puck.
Era Gouguet François, alias Pistolete, tambor del regimiento 31 de infantería, a la sazón con licencia semestral. Pistolete está aburrido en el país, siente nostalgias, y cuando le prestan el instrumento del cabildo municipal, se marcha melancólico a los bosques a tocar el tambor, soñando con el cuartel del Príncipe Eugenio.
Esta mañana ha venido a soñar a mi verde colinita... Allí está de pie, recostado contra un pino, con el tambor entre las piernas, tocando si Dios tiene qué... Bandas de perdigones espantados corren a sus pies sin que lo note. Las hierbas aromáticas perfuman el aire en torno suyo, sin que él las huela.
No ve tampoco las sutiles telarañas que tiemblan al sol entre el ramaje, ni las agujas de pino que caen sobre su tambor. Absorto en su sueño y en su música, mira con amor moverse ligeros los palillos, y su caraza estúpida se ensancha de placer a cada redoble.
¡Rataplán! ¡Rataplán!...
—¡Es muy hermoso el gran cuartel, con sus patios de anchas losas, sus ventanas bien alineadas, su población con gorra cuartelera, y sus galerías, bajo cuyos arcos se oye constantemente el ruido de las tarteras!...
¡Rataplán! ¡Rataplán!...
—¡Oh, la sonora escalera, los corredores enlucidos con cal, la oliente cuadra, los correajes que se lustran, la tabla del pan, las cajas de betún, los camastros de hierro con manta gris, los fusiles que brillan en el armero!...
¡Rataplán! ¡Rataplán!...
¡Rataplán! ¡Rataplán!...
—¡Oh, qué días más hermosos los vividos en el cuerpo de guardia; los naipes que ensucian los dedos y se pegan como pez, la sota de espadas horrible con adornos a pluma, el incompleto tomo de una vieja novela de Pigault-Lebrun arrojado encima de la cama de campaña!...
¡Rataplán! ¡Rataplán!...
—¡Oh, las interminables noches de centinela en la puerta de los ministerios, la garita vieja donde entra la lluvia y en que los pies se hielan!... ¡Los coches de lujo, que salpican de barro cuando pasan!... ¡Oh, el trabajo suplementario, los días de limpieza general, el cubo pestífero, la cabecera de tabla, la fría diana en las mañanas lluviosas, la retreta entre niebla a la hora de encender el gas, la lista por la tarde, a la cual se llega arrojando el bofe!...
¡Rataplán! ¡Rataplán!...
—¡Oh, el bosque de Vincennes, los vastos guantes de algodón blanco, los paseos por las fortificaciones, la barrera de la Estrella, el cornetín de pistón de la sala de Marte, la bebida en las afueras, las confidencias entre los hipos, los útiles de encender que se desenvainan, la romanza sentimental que se canta con una mano puesta en el corazón!...
*
* *
¡Sueña, sueña, hombre infeliz, que no he de ir yo a impedírtelo!... Golpea de firme en el tambor, toca haciendo un remolino con los brazos. No puedes parecerme ridículo.
Si sientes la nostalgia de tu cuartel, ¿no experimento yo la nostalgia del mío?
A mí me persigue mi París hasta aquí como el tuyo. Tú tocas el tambor bajo los pinos. Yo emborrono cuartillas... ¡Somos los dos unos provenzales! Allá, en los cuarteles de París, echábamos de menos nuestros Alpilles azules y el silvestre olor del tomillo; ahora, aquí, en plena Provenza, nos falta el cuartel, y amamos todo cuanto nos lo hace recordar...
*
* *
Las ocho suenan en la aldea. Pistolete, sin dejar sosegar los palillos, ha decidido regresar... Oyesele bajar por el bosque, siempre tocando... Y yo, tumbado sobre la hierba, enfermo de nostalgia, al oír el ruido del tambor que se aleja, creo ver desfilar entre los pinos a todo mi París...
¡Ah, París!... ¡París!... ¡París siempre!
No ignoran ustedes que los perdigones andan en bandadas y anidan juntos en el hueco de los surcos, para alzar el vuelo a la alarma más insignificante, desparramándose como los granos que arrojan a la tierra para que produzcan. Mi acompañamiento particular es alegre y numeroso y acampa en un llano junto a la linde de un gran bosque, donde tenemos buen botín y magníficos refugios a uno y otro lado. Por eso, desde que sé correr, tengo buen plumaje y estoy bien alimentado, experimento la alegría del vivir. Sin embargo, una cosa teníame algo intranquilo y era esa célebre conclusión de la veda, de que nuestras madres hablan en voz baja unas con otras. Un viejo de nuestra banda me decía siempre acerca de esto:
—No temas, Rojillo—me llaman Rojillo a causa de mi pico y de mis patas, del color de la serba,—no temas, Rojillo. Yo te protegeré el día de la apertura de la caza, y estoy seguro de que no ha de ocurrirte nada desagradable.
Es un macho viejo muy bribón y vivaracho todavía, aun cuando tiene ya señalada la herradura en el pecho y algunas plumas blancas esparcidas por el cuerpo. De joven recibió en un ala un perdigón de plomo, y como esto le ha hecho ser un poco pesado, mira dos veces antes de volar, mide bien el tiempo y sale del apuro. Con frecuencia me llevaba consigo hasta la entrada del bosque. Hay allí una rara casita, escondida entre los castaños, muda como una madriguera vacía y siempre cerrada.
—Mira bien esa casita, Rojillo—me decía el viejo;—cuando veas que sale humo por la techumbre y están abiertas la puerta y las ventanas, mala señal para nosotros.
Y yo me fiaba de él, sabiendo positivamente que él era ducho en eso de las aperturas de la caza.
Efectivamente, la otra mañanita, al rayar el alba, oí que me llamaban muy bajito dentro del surco...
—Rojillo, Rojillo.
Era mi viejo macho. Miraba de una manera extraña.
—Vente en seguida—me dijo,—y haz lo que yo.
Lo seguí medio adormilado, deslizándome por entre los terrenos, sin volar, sin saltar casi, como un ratón.
Íbamos por el lado del bosque, y al pasar observé que había humo en la chimenea de la casita, luz en las ventanas, y frente a la puerta, de par en par, unos cazadores, unos cazadores equipados completamente y una traílla de perros que saltaban. Al pasar nosotros, gritó uno de los cazadores:
—Vamos a registrar el llano esta mañana, y luego, después de almorzar, registraremos el bosque.
Entonces comprendí por qué mi viejo compañero nos conducía tan aprisa a la arboleda. A pesar de esto palpitábame el corazón, especialmente al acordarme de mis pobres amigos.
De repente, cuando llegábamos al lindero, echaron al galope detrás de nosotros a los perros...
—¡Agáchate, agáchate!—me dijo el viejo bajándose; al mismo tiempo, a diez pasos de nosotros, una codorniz atemorizada abrió cuanto pudo sus alas y su pico, y tendió el vuelo dando un grito de miedo. Oí un formidable ruido y nos rodeó un polvo de un olor extraño, blanco y caliente, aunque apenas había salido el sol. Estaba yo tan asustado que ya me era imposible correr. Felizmente entrábamos en el bosque. Mi camarada se acurrucó tras una pequeña encina, yo me coloqué junto a él y ambos estuvimos allí ocultos, mirando por entre las hojas.
En los campos oíase un terrible fuego de fusil. A cada escopetazo cerraba yo los ojos despavorido; después, cuando los volvía a abrir, veía el llano inmenso y desnudo, y los perros corriendo, olfateando entre las briznas de hierba, entre las gavillas, girando sobre sí mismos, alocados. Los cazadores juraban detrás de ellos y los llamaban; las escopetas brillaban al sol. Hubo un momento en que me pareció ver volar como hojas sueltas entre una nubecilla de humo, aun cuando en los alrededores no había árbol alguno. Pero el viejo macho me dijo que eran plumas, y efectivamente a cien pasos frente a nosotros un hermoso perdigón gris cayó dentro de un surco, doblando su cabeza ensangrentada.
Cuando ya el sol quemaba en lo alto, cesó repentinamente el tiroteo. Los cazadores regresaban hacia la casita, donde se oía chisporrotear una gran hoguera de sarmientos. Conversaban con la escopeta al hombro, discutían los disparos hechos, y mientras tanto sus perros seguíanles jadeantes, con la lengua colgando...
—Van a almorzar—me dijo mi compañero;—vamos a hacer nosotros lo mismo que ellos.
Entramos en un sembrado de trigo morisco junto al bosque, un gran campo blanco y negro, en flor y granado, con perfumes de almendra. Picoteaban también allí unos hermosos faisanes de irisadas plumas, bajando sus crestas rojas por temor a ser vistos. ¡Ah! ¡Estaban menos altivos que de ordinario! Mientras comían, nos pidieron noticias preguntándonos si había caído alguno de los suyos. Durante este tiempo, el almuerzo de los cazadores, silencioso al principio, hacíase cada vez más bullicioso, oíamos chocar las copas y saltar los corchos de las botellas. El viejo macho me previno que ya era hora de volver a nuestro refugio.
Podía decirse que a la sazón el bosque dormía. La charca adonde acuden los gamos a beber no estaba enturbiada por ningún lengüetazo. No se veía un hocico de conejo entre los serpoles del vivar. Percibíase solamente un estremecimiento misterioso, como si cada hoja, cada brizna de hierba protegiese una vida amenazada. ¡Esa caza de monte tiene tantos escondrijos! Las gazaperas, la montanera, las fajinas, las malezas y además los hoyitos de bosque que durante tanto tiempo conservan el agua llovediza. Confieso que me hubiera agradado estar en el fondo de uno de esos agujeros; mas mi acompañante prefería estar al descubierto, tener anchuras, ver a lo lejos y sentir ante sí el campo libre. Hicimos bien, porque los cazadores se internaban en la selva.
¡Oh! No podré olvidar jamás aquella primera descarga en el bosque, aquel tiroteo que horadaba las hojas como el granizo en abril y señalaba las cortezas de los árboles. Un conejo pasó huyendo a todo correr a través del camino, arrancando matitas de hierba con sus uñas extendidas. Una ardilla descendió precipitadamente de un castaño, dejando caer castañas aún verdes. Sintiéronse dos o tres pesados revuelos de gordos faisanes y un barullo entre las ramas bajas y las hojas secas, al viento de ese escopetazo que agitó, despertó y atemorizó a todo bicho viviente en el bosque. Los musgaños se ocultaban en lo más hondo de sus agujeros. Un escarabajo, que salió del hueco del árbol que nos guarecía, movía sus ojos prominentes y estúpidos, yertos de terror. Por doquiera veíanse pobres bichitos azorados, libélulas azules, moscardones, mariposas... hasta un saltamontes pequeñito con alas de color escarlata, que se detuvo junto a mi pico; pero también yo estaba sumamente asustado para aprovecharme de su miedo.
El viejo, por su parte, seguía siempre tan tranquilo. Muy atento a los ladridos y a los disparos, hacíame señas cuando se aproximaban y nos íbamos un poco más lejos, fuera de la pista de los perros, y muy ocultos entre el follaje. Sin embargo, una vez mi sobresalto fue tremendo, porque nos consideramos ya perdidos. La calle de árboles que teníamos que cruzar estaba guardada a cada extremo por un cazador que atisbaba. Por un lado, un mocetón con patillas negras, quien sonaba como una panoplia vieja cuando se movía, con su cuchillo de monte y su cartuchera y el cuerno de municiones, sin mencionar que sus polainas hebilladas hasta las rodillas le hacían parecer aún más alto; en el otro extremo, un viejecito, apoyado muy tranquilamente en un árbol, fumaba en su pipa, guiñando los ojos como si tuviera sueño. Este no me asustaba, sino el mocetón de allá abajo...
—No entiendes nada de esto, Rojillo—me dijo mi camarada riéndose. Y sin temor ninguno, con las alas abiertas de par en par, alzó el vuelo casi entre las piernas del terrible cazador de las patillas. Y la verdad es que el pobre hombre estaba tan engolfado con todos sus atavíos de caza, tan distraído contemplándose de arriba abajo, que cuando se echó al hombro la escopeta nos encontrábamos ya fuera de su alcance. ¡Ah! ¡Si cuando los cazadores creen estar solos en un rincón de un bosque, supieran cuántos ojuelos fijos les miran desde los matorrales, cuántos piquitos puntiagudos contienen la risa al ver su torpeza!...
Nosotros andábamos, andábamos sin detenernos. Considerando que lo mejor que podía hacer era seguir a mi viejo acompañante, mis alas se desplegaban a compás de las suyas, para replegarse y quedar inmóviles tan pronto como él se detenía. Aun me parece ver todos los sitios por donde pasamos: el conejar cuajado de brezos, lleno de madrigueras junto a los árboles amarillentos, con esa gran cortina de robledales donde creía ver escondida la muerte por doquiera, y la verde sendita por donde mi madre la Perdiz había paseado tantas veces su pollada bajo el sol de mayo, donde picoteábamos, saltando, las hormigas rojas que subían por nuestras patas, donde encontrábamos faisanitos cebados, gordos como pollastres, y que se negaban a jugar con nosotros.
Vi como en un sueño mi senderito, en el momento en que lo atravesaba una corza, erguida sobre sus delgadas patas con los ojos muy abiertos y dispuesta a saltar. Después, la balsa adonde acudíamos en partidas de quince o treinta, todos al mismo vuelo, alzándonos en un momento de la llanura, para beber el agua del manantial y salpicarnos de gotitas que rodaban sobre el lustroso plumaje... En medio de esa charca había una aliseda, algo así como un ramillete muy espeso, y en aquel islote nos guarecimos. Hubiera sido necesario que los perros tuviesen una nariz de primera para ir a buscarnos en aquel sitio. A poco de llegar nosotros, presentose un corzo arrastrándose sobre tres patas y dejando tras de sí un surco rojo sobre el musgo. Daba tanta tristeza el verlo, que oculté la cabeza bajo las hojas; pero oía al herido beber en la charca resollando y ardiendo en fiebre...
Declinaba el día. Los disparos de escopeta se alejaban y disminuían en número. Después quedó todo en silencio... Aquello había terminado. Entonces regresamos despacio a la llanura, para saber algo de nuestra gente. Al pasar por delante de la casita de madera, presencié una cosa horrible.
En el borde de un hoyo, los unos cerca de los otros, yacían liebres de rojo pelo y conejillos grises de cola blanca, con las patitas juntas por la muerte, en actitud de implorar misericordia, y con ojos empañados como si llorasen; además, perdices rojas, machos de perdiz grises, con la herradura como mi camarada, y perdigoncillos de aquel año que, como yo, tenían todavía pelusa debajo de las plumas. ¿Hay nada más tétrico que una ave muerta? ¡ Las alas son tan vivas! El verlas plegadas y frías hace temblar... Un gran corzo, magnífico y tranquilo, parecía dormir, con su lengüecita sonrosada fuera de la boca, cual si aun fuese a lamer.
Y también estaban allí los cazadores, inclinados sobre aquella carnicería, contando y tirando hacia sus morrales de las patas ensangrentadas y de las alas rotas, con menosprecio de todas esas heridas recientes. Los perros, atraillados para el camino, fruncían aún sus hocicos en ristre, como si se dispusiesen a volver a lanzarse a los tallares del soto.
¡Oh, mientras el ancho sol ocultábase allá abajo y se alejaban todos jadeantes, agrandando sus sombras sobre los terrones de los surcos y las sendas húmedas con el sereno del crepúsculo, cómo maldecía yo, cómo odiaba a toda la banda, hombres y animales!... Ni mi compañero ni yo podíamos lanzar, como de costumbre, unas notitas de despedida a ese día que expiraba.
Vimos en nuestro camino infelices bestezuelas, muertas por un extraviado perdigón de plomo y sirviendo de pasto a las hormigas; musgaños con el hocico lleno de polvo, picazas, golondrinas derribadas al vuelo, tendidas de espaldas y levantando sus yertas patitas hacia el cielo, de donde descendía la noche precipitadamente, como suele en otoño, clara, fría y húmeda. Pero lo que más profundamente conmovió todo mi ser fue oír en los linderos del bosque, al margen del prado y allá abajo en los juncales del río, llamamientos angustiosos, tristes y diseminados, que, no siendo contestados por nadie, iban a perderse en las lejanías del espacio.
O VIAJE A BAVARIA PARA BUSCAR UNA TRAGEDIA JAPONESA
EL SEÑOR CORONEL DE SIEBOLDT
El señor de Sieboldt, el coronel bávaro al servicio de Holanda, señor de Sieboldt cuyas notables obras acerca de la flora japonesa le han conquistado merecida reputación en los círculos científicos, llegó a París, durante la primavera de 1866, para someter al Emperador un vasto proyecto de asociación internacional para la explotación de ese maravilloso Nipon-Jepen-Japon (Imperio de la salida del Sol), donde había residido durante más de treinta años. Esperando que se le concediera una audiencia en las Tullerías, el ilustre viajero (que no obstante su larga permanencia en el Japón había continuado siendo muy bávaro), pasaba sus veladas en una pequeña cervecería del arrabal Poissonnière, acompañado por una señorita joven de Munich que viajaba con él, y a quien presentaba como sobrina suya en todas partes. Allí fue donde lo encontré yo. Al entrar él, volvíanse todos para contemplar la fisonomía de ese anciano, firme y tieso con sus setenta y dos años, sus largas barbas canas, su interminable hopalanda, su ojal lleno de cintas con los distintivos de todas las academias científicas, y aquel extraño aspecto, que revelaba a un tiempo timidez y desenvoltura. El coronel se sentaba con mucha seriedad y sacaba del bolsillo un gran rábano negro; después la joven señorita que lo acompañaba, con todas las trazas de una alemana, de falda corta, chal de cenefa y sombrerito de viaje, cortaba ese rábano en rodajas muy finas, al estilo de la tierra, las espolvoreaba de sal, se las ofrecía a su tío, como ella le llamaba con su vocecita de ratón, y los dos empezaban a rumiar uno frente a otro, tranquila y sencillamente, sin suponer que su manera de conducirse en París pudiera parecer a nadie ridícula, puesto que no hacían ni más ni menos que lo que habían hecho en Munich. Verdad es que eran una pareja original y simpática, y no tardamos en ser buenos amigos. El bueno del hombre, viendo la satisfacción que experimentaba oyéndole hablar del Japón, habíame pedido que revisara su Memoria, y yo me apresuré a complacerlo, no sólo por amistad hacia ese viejo Simbad, sino también para enfrascarme más y más en el estudio de ese hermoso país, el amor al cual me había transmitido. La tal revisión me fue muy penosa. Toda la Memoria estaba escrita en el francés estrafalario que hablaba el señor de Sieboldt: «Si yo tenga accionistas... si yo reuniría fondos...» esos defectos de pronunciación que le hacían escribir desatinos como éstos: «Los grandes botes del Asia» por «los grandes vates del Asia» y «el Jabón» en lugar de «el Japón...» Agréguese a esto, frases de cincuenta líneas sin signos de puntuación, sin una sola coma, sin ningún descanso para respirar, y, no obstante, tan bien clasificadas en el cerebro del autor, que le parecía imposible suprimir ni una sola palabra, y cuando me ocurría tachar una línea en un lado, la volvía él a escribir un poco más lejos... ¡Lo mismo da! Lo cierto es que ese diablo de hombre era tan interesante con su Jabón, que me hacía olvidar las fatigas del trabajo, y llegado el día de la audiencia, la Memoria casi podía caminar por sí sola.
¡Pobre veterano Sieboldt! Todavía me parece verlo irse a las Tullerías, con todas sus cruces en el pecho, con ese brillante uniforme de coronel (grana y oro) que no desembaulaba más que en las grandes ocasiones. Aun cuando todo el tiempo estaba ¡brum! ¡brum! irguiendo su elevada estatura, adiviné su emoción por el temblor de su brazo sobre el mío, y especialmente, por la insólita palidez de su nariz, un narigón de sabihondo, rojo por el estudio y por la cerveza de Munich. Cuando volví a encontrarlo, por la noche, estaba triunfante: Napoleón III lo había recibido entre dos puertas, escuchado durante cinco minutos y despedido con su frase ordinaria: «Veré... pensaré en ello.» Sin más que eso, el cándido japonés intentaba ya adquirir en arrendamiento el primer piso del Gran-Hôtel, poner comunicados en los periódicos, publicar prospectos; costome gran trabajo hacerle comprender que Su Majestad quizá se tomase mucho tiempo para reflexionar y que, mientras, lo más conveniente sería que volviera a Munich, donde la cámara estaba precisamente a punto de votar un crédito para la adquisición de sus grandes colecciones. Mis advertencias lo convencieron, y en recompensa del trabajo que me tomé con su famosa Memoria, me prometió al marchar enviarme una tragedia japonesa del siglo XVI, preciosa obra maestra desconocida por completo en Europa, y que había traducido ex profeso para su amigo Meyerbeer. Cuando murió el maestro, se disponía a escribir la música de los coros. Como ustedes ven, el excelente hombre deseaba hacerme un verdadero obsequio.
Desgraciadamente, algunos días después de su partida, estalló la guerra en Alemania, y no volví a oír hablar más de mi tragedia. Habiendo invadido los prusianos los reinos de Würtemberg y de Bavaria, era bastante natural que su ardor patriótico y el gran trastorno de la invasión hubieran hecho olvidar al coronel la tragedia japonesa que, según me había manifestado, se titulaba Emperador ciego. Pero yo pensaba en él más que nunca, y, no sólo por deseos de poseer la obra ofrecida, sino también por curiosidad de ver de cerca lo que era la guerra, la invasión (¡Dios mío, ahora la recuerdo muy bien con todos sus horrores!) lo cierto es que una mañana temprano resolví marchar a Munich.
LA ALEMANIA DEL SUR
¡Pueden ustedes hablarme de los pueblos de sangre gorda! En plena guerra, con ese sol achicharrante del mes de agosto, todo el país de más allá del Rhin, desde el puente de Kehl hasta Munich, tenía su aspecto tan frío y tan poco inquieto. Por las treinta ventanillas del vagón würtembergués que me conducía lenta y pesadamente a través de la Suabia, desfilaban paisajes, montañas, torrenteras, quebradas de magnífico verdor en que se sentía la frescura de los arroyos. Por las pendientes que desaparecían girando según avanzaban los vagones, había aldeanas tiesas en medio de sus rebaños, vestidas con sayas coloradas y corpiños de terciopelo, y los árboles eran tan verdes en derredor suyo, que parecía todo aquello una pastorela sacada de una de esas cajitas de abeto, que tan bien huelen a resina y a pino, de los bosques del Norte. De trecho en trecho, una docena de soldados de infantería vestidos de verde marcaban el paso en una pradera, con la cabeza erguida y una pierna al aire, llevando sus fusiles a modo de ballestas: era el ejército de cualquier principillo de Nassau. A veces también pasaban trenes tan lentos como el nuestro, cargados con grandes barcas, donde los soldados würtembergueses, amontonados como en una carroza alegórica, cantaban barcarolas a tres voces, al huir ante los prusianos. Y nuestras detenciones en todas las fondas, la inalterable sonrisa de los camareros, aquellas redondas caras tudescas ensanchadas, con la servilleta debajo de la barba, ante enormes tajadas de carne en salsa, y el parque real de Stuttgart por el que circulan multitud de carretelas, de galas, de cabalgatas, la música tocando valses y cancanes alrededor de las fuentes, mientras se combatía en Kissingen; cierto que, al acordarme de todo esto y pensar en lo que he visto cuatro años después en ese mismo mes de agosto, esas locomotoras frenéticas corriendo sin saber a dónde, como si la insolación hubiese enloquecido sus calderas, los vagones detenidos en pleno campo de batalla, los carriles cortados, los trenes pasando apuros, Francia mermada de día en día según se hacía más corta la línea férrea del Este, y en todo el trayecto de las abandonadas vías, el hacinamiento siniestro de esas estaciones, solitarias en un país perdido, llenas de heridos olvidados allá como bagajes... creo que aquella guerra de 1866 entre Prusia y los Estados del Sur no era más que una guerra ficticia, y que, a pesar de cuanto nos hayan podido decir, lobo a lobo no se muerde, si estos lobos son germanos.
Para convencerse de ello, es suficiente ver a Munich. La noche de mi llegada, una hermosa noche de domingo llena de estrellas, toda la población vagaba por las calles. Flotaba en el aire un alegre rumor confuso, tan vago ante la luz como el polvo que levantaban los pasos de todos aquellos paseantes. En el fondo de las bodegas de cerveza, abovedadas y frescas; en los jardines de las cervecerías, donde mecían sus pálidas luces los farolillos de colores; por todas partes, mezclándose con el ruido de las pesadas tapaderas al caer sobre la boca de los jarros de cerveza, percibíanse las notas del triunfo que salían de los instrumentos de metal y los suspiros de los de madera.
En una de esas cervecerías filarmónicas, encontré al coronel Sieboldt, sentado, con su sobrina, ante su eterno rábano negro.
En la mesa contigua tomaba un bock el ministro de Negocios Extranjeros, acompañado del tío del Rey. Alrededor, burgueses con sus familias, oficiales con gafas y estudiantes con gorritas encarnadas, azules, verdemar, graves todos y silenciosos, escuchaban muy atentamente la orquesta de M. Gungel, y miraban subir el humo de sus pipas sin importárseles un ardite de Prusia, como si no existiera. Al verme, el coronel pareció turbarse un poco, y advertí que bajaba la voz para hablarme en francés. En torno nuestro cuchicheaban: Franzose... Franzose... Todos me miraban con manifiesta antipatía: Salgamos—me dijo el señor de Sieboldt, y cuando estuvimos fuera, encontré en él su agradable sonrisa de otros tiempos. El buen hombre no había olvidado su promesa, pero la clasificación de su colección japonesa, que acababa de vender al Estado, le tenía ocupadísimo. Por eso no me había escrito. En cuanto a mi tragedia, estaba en Würzburgo, en poder de la señora de Sieboldt, y para llegar hasta allá necesitaba una autorización especial de la Embajada Francesa, porque los prusianos se acercaban a Würzburgo y era ya muy difícil el conseguir entrar en dicha población. Tenía tales deseos de poseer mi Emperador ciego, que a no ser por el temor de encontrar acostado al señor de Trevise, hubiera ido aquella misma noche a la Embajada.
EN «DROSCHKE»
El fondista de la Grappe Bleu me hizo montar al día siguiente bien temprano en uno de esos pequeños vehículos de alquiler que no faltan nunca en los patios de las fondas para enseñar a los viajeros las curiosidades de la ciudad, y desde donde se os aparecen como entre las hojas de una guía los monumentos y las calles más importantes. No se trataba entonces de llevarme a ver la ciudad, sino de conducirme a la Embajada Francesa:—¡Französische Ambassad!—repitió el fondista dos veces. El cochero, un hombrecillo con traje azul y un sombrero enorme, parecía muy asombrado del nuevo destino que se daba a su coche, a su droschke (según dicen en Munich). Pero mi sorpresa fue mucho mayor que la suya, cuando le vi volver la espalda al barrio noble, entrar en una larga ronda de arrabal, llena de fábricas, casas de obreros y jardinillos, atravesar las puertas y conducirme fuera de la ciudad.
—¿Embajada Francesa?—le preguntaba yo frecuentemente con inquietud.
—Ya, ya—respondía el hombrecillo, y seguíamos rodando. Deseaba pedir algunos otros informes; pero era imposible porque mi conductor no hablaba francés, y yo mismo por aquella época sólo conocía de la lengua alemana dos o tres frases muy elementales, en que se trataba de pan, cama y comida, y en manera alguna de embajador. Y aun esas frases no podía pronunciarlas más que cantando; he aquí por qué.
Algunos años antes, había emprendido con un camarada tan loco como yo, a través de Alsacia, Suiza y el Ducado de Badén un verdadero viaje de buhonero, con el saco a cuestas, a jornadas de doce leguas, rodeando las poblaciones de las cuales sólo deseábamos ver las puertas, y marchando siempre por sendas y atajos sin saber a dónde nos conducirían. Esto nos proporcionaba, frecuentemente, la sorpresa de pernoctar a campo raso o bajo el alero desmantelado de alguna granja; pero lo que hacía más accidentada nuestra excursión es que ni uno ni otro sabíamos una palabra alemana. Con el auxilio de un diccionario de bolsillo, que compramos al pasar por Basilea, llegamos a construir algunas frases muy sencillas, tan inocentes como Vir vóllen trínken bier (deseamos beber cerveza), Vir vóllen essen käse (queremos comer queso); desgraciadamente, por poco complicadas que parezcan, nos costaba mucho trabajo retener en la memoria esas malditas frases. No las teníamos en la punta de la lengua, como dicen los cómicos. Ocurriósenos entonces la idea de ponerlas en música, y tan bien se adaptaba a ellas la tonadilla que compusimos, que las palabras penetraron en nuestra memoria con las notas, y ya no podían salir de allí las unas sin arrastrar consigo las otras. Curiosísima era la cara que ponían los posaderos badeneses cuando por la noche entrábamos en el gran comedor del Gasthaus, y después de desatar nuestras mochilas, cantábamos con voz retumbante:
Vir vóllen trínken bier (bis)
Vir vóllen, ya, vir vóllen
¡Ya!
Vir vóllen trínken bier.
Pero desde entonces acá me he perfeccionado en el alemán. ¡He tenido tantas ocasiones de aprenderlo!... Mi vocabulario se ha enriquecido con una infinidad de locuciones, de frases. Aunque ya las hablo, no las canto... ¡Oh, no; no me entran deseos de cantarlas!...
Pero volvamos a mi coche.
Andábamos muy despacio, por una avenida orillada de árboles y casas blancas. De repente, detúvose el cochero.
—¡Da!—me dijo, señalándome una casita oculta bajo las acacias, y que me pareció muy silenciosa y retirada para ser una Embajada. En un ángulo de la pared brillaban junto a una puerta tres botones de cobre superpuestos. Tiro de uno al azar, ábrese la puerta y entro en un vestíbulo elegante y cómodo, con flores y alfombras por doquier. En la escalera estaban colocadas media docena de camareras bávaras que habían acudido al oír mi campanillazo, con aquel aspecto de pájaros sin alas tan poco gracioso, que tienen todas las mujeres del lado allá del Rhin.
Pregunto:—¿Embajada Francesa?—Me lo hacen repetir dos veces y hete aquí que empiezan a reír, pero a reír haciendo retemblar la baranda con sus estremecimientos. Me vuelvo furioso hacia mi cochero, y le hago comprender a fuerza de gestos que se ha equivocado, que la Embajada no está allí.
—Ya, ya—responde el hombrecillo sin inmutarse, y volvemos a Munich.
Forzoso es creer que nuestro embajador de entonces variaba de domicilio, frecuentemente, o bien que por no alterar mi cochero las costumbres de su coche se le había antojado hacerme visitar, que quieras que no, la ciudad y sus inmediaciones. Lo cierto es que pasamos toda la mañana recorriendo Munich en todos los sentidos, en busca de aquella fantástica Embajada. Después de otros dos o tres intentos, acabé por no apearme ya del coche. El cochero iba y venía, deteníase en ciertas calles y hacía como que se informaba. Me dejé llevar sin hacer otra cosa que mirar en mi derredor. ¡Qué ciudad más aburrida y fría ese Munich, con sus grandes paseos, sus alineados palacios, sus calles extraordinariamente anchas y donde resuenan los pasos, su museo al aire libre de notabilidades bávaras tan muertas dentro de sus blancas estatuas!
¡Qué gran número de columnas, de arcos, de frescos, de obeliscos, de templos griegos, de propíleos, de dísticos en letras doradas sobre los frontones! Todo esto esforzándose por parecer grandioso, pero parece como que se siente el vacío y el énfasis de aquella falsa grandeza, al ver en todos los confines de las avenidas los arcos triunfales por donde no pasa más que el horizonte, los pórticos abiertos sobre el espacio azul. Del mismo modo me imagino yo esas ciudades fantásticas, mezcla de Italia y de Alemania, por donde Musset hace pasearse el incurable tedio de su Fantasio y la peluca solemne y necia del príncipe de Mantua.
Cinco o seis horas duró esta carrera en coche, después de las cuales el cochero volvió a llevarme triunfalmente al patio de la Grappe-Bleue, haciendo restallar su látigo, orgullosísimo de haberme enseñado a Munich. En cuanto a la Embajada, terminé por encontrarla dos calles más allá de mi fonda, pero el descubrimiento no me sirvió para nada, porque el canciller se negó a darme pasaporte para Würzburgo. Según parece, éramos muy mal vistos por aquellos días en Baviera, un francés no hubiera podido aventurarse sin peligro hasta los puestos avanzados. Fueme por lo tanto preciso aguardar en Munich a que la señora de Sieboldt tuviera ocasión de hacer llegar a mis manos la tragedia japonesa.
EL PAÍS DE LO AZUL
¡Rareza humana! Esos buenos bávaros, que tanto nos vituperaban por no haberles ayudado en esa guerra, no experimentaban la más mínima animosidad contra los prusianos. Ni vergüenza por las derrotas, ni odio al vencedor. ¡Es el primer ejército del mundo!—me decía orgulloso el fondista de la Grappe-Bleue, al siguiente día de la batalla de Kissingen;—y ésa era la opinión general en Munich. En los cafés arrebatábanse de las manos los periódicos de Berlín. Reían hasta desternillarse las cuchufletas del Kladderadatsch, esas burdas chacotas berlinesas tan pesadas como el famoso martillo-pilón de la fábrica de Krupp, de cincuenta mil kilogramos. No dudando nadie acerca de la próxima entrada de los prusianos, cada cual preparábase a recibirlos bien. Las cervecerías almacenaban gran número de salchichas y de cochinillos de leche. En las casas particulares preparaban alojamientos de oficiales.
Los únicos que mostraban alguna inquietud eran los Museos. Un día, al entrar en la Pinacoteca, encontré desnudas las paredes, y a los empleados clavando grandes cajones llenos de cuadros preparados para salir hacia el Sur. Se temía que el vencedor, muy respetuoso para con la propiedad particular, no lo fuese tanto con las colecciones del Estado. Por esta razón, de todos los Museos de la ciudad, sólo permanecía abierto el del señor de Sieboldt. En su calidad de oficial holandés y condecorado con la cruz del Aguila de Prusia, pensaba el coronel que nadie intentaría atacar su colección en su presencia. Y mientras esperaba la llegada de los prusianos, paseábase con su uniforme de gala a través de los tres largos salones que el Rey le había concedido en el jardín de la corte, especie de Palais-Royal más verde y tétrico que el francés, rodeado de claustrales muros pintados al fresco.
Esas curiosidades expuestas con rótulos en ese gran palacio triste constituían, efectivamente, un museo, conjunto melancólico de cosas traídas de países muy lejanos, separadas de su medio ambiente. El mismo veterano Sieboldt parecía que formaba parte de él por su aspecto extraño. Todos los días lo visitaba y pasábamos juntos largas horas hojeando esos manuscritos japoneses ilustrados con láminas, esos libros científicos o históricos, unos tan inmensos que no se podían abrir más que en el suelo, otros tan largos como una uña, solamente legibles con una lupa muy potente, dorados, finos, preciosos. El señor de Sieboldt me hacía admirar su enciclopedia japonesa en noventa y dos tomos, o me traducía una oda del Hiah-nin, obra valiosísima que había sido publicada bajo los auspicios de los emperadores japoneses, y donde están las biografías, los retratos y fragmentos líricos de los cien poetas más famosos del Imperio. Después ordenábamos su colección de armas, los cascos de oro con anchas carrilleras, las corazas, las cotas de mallas y esos largos sables de mandoble que requirieron su caballero templario y con los cuales puede abrirse el vientre tan bien.
Explicábame las divisas de amor pintadas sobre las frágiles láminas de nácar, me introducía en los hogares domésticos japoneses mostrándome el modelo de su casa en Yeddo, una miniatura de laca, al que no faltaba un solo detalle, desde las cortinillas de seda de las ventanas hasta las grutas artificiales de rocalla del jardín, un jardinillo minúsculo adornado con plantas enanas de la flora indígena. Lo que me agradaba también mucho eran los objetos del culto japonés, sus diminutos dioses de madera pintada, las casullas, los vasos sagrados y esas capillas portátiles, verdaderos teatros de muñecas, que conservan los fieles en un rincón de su casa. Los pequeños ídolos rojos están alineados en el fondo, hacia adelante pende una cuerdecita con nudos. Al ir a comenzar el japonés su oración, se inclina y toca con este cordón un timbre que brilla junto al altar, excitando de este modo la atención de sus dioses. Tenía yo un placer infantil en hacer sonar estos timbres mágicos y dejando que mis ensueños volasen en alas de esas ondas sonoras hasta el fondo de esas Asias orientales donde el sol que nace parece haberlo dorado todo, desde las hojas de sus enormes sables hasta los cantos de sus diminutos libros.
Las calles de Munich producíanme un extraño efecto al salir de allí con los ojos deslumbrados por todos aquellos reflejos de laca y jade, por los chillones colores de los mapas geográficos, especialmente los días en que el coronel me había leído una de aquellas odas japonesas de una poesía casta, sublime, tan original como profunda. El Japón y Baviera, estos dos países nuevos para mí, que iba conociendo casi al mismo tiempo, mirando al uno al través del otro, se mezclaban y confundían dentro de mi cerebro, convertidos en una especie de paisaje vago, en el país de lo azul. Aquella línea azulada de los viajes que acababa de contemplar en las tazas japonesas, representando los rasgos de las nubes y el boceto de las aguas, la percibía en los azulados frescos de los muros. ¡Y esos soldados azules que se adiestraban en el manejo de las armas en las plazas, con sus cascos japoneses, y ese cielo despejado y tranquilo, azul como la flor del Vergiss-meinnicht, y ese cochero azul, que me conducía a la fonda de la Grappe-Bleue!
PASEO SOBRE EL STARNBERG
También se armonizaba con las visiones azuladas del país entrevisto por mí el lago centelleante, que espejea en lo más recóndito de mi memoria. Sólo con escribir ese nombre de Starnberg, he vuelto a ver cerca de Munich la extensa superficie de agua, tersa, llena de cielo, familiar y viva por el humo de un vaporcillo que costeaba sus orillas. Rodeándola, las obscuras masas de los grandes parques, separadas de trecho en trecho, y como rotas por la blancura de las casas de campo. Más arriba villorrios con los aleros apiñados, nidos de casas colocados sobre los ribazos escarpados, más arriba aún, las montañas del Tirol, lejanas, del color del aire en que flotan, y en un extremo de ese cuadro algo clásico, pero tan encantador, el viejo, viejísimo batelero, con sus largas polainas y su chaleco rojo con botones de plata, quien me paseó un domingo entero enorgulleciéndose de llevar un francés en su barca.
No era la primera vez que disfrutaba semejante honor. Acordábase perfectamente de haber hecho pasar en su juventud el Starnberg a un oficial. Hacía de esto sesenta años, y por el respeto con que me hablaba el buen hombre, comprendí la impresión que debió de causarle aquel francés de 1806, algún gracioso Oswaldo del primer imperio, con su pantalón colán, sus botas con arrugas en la caña, un gigantesco schapska y atrevimientos de vencedor. Si el barquero del Starnberg vive todavía, dudo que admire tanto a los franceses.
Los habitantes de Munich pasean sus alegrías del domingo sobre ese hermoso lago y dentro de los abiertos parques de las residencias que lo circundan. La guerra no había alterado esta costumbre: El día que yo pasé en él, al borde del agua, estaban atestados de gente los merenderos, gruesas señoras sentadas en corro ahuecaban sus faldas sobre las praderas. Por entre las ramas que se cruzan sobre el lago azul, veíanse grupos de Gretchen y de estudiantes, envueltos en una aureola de humo de las pipas. Algo más lejos, en un claro del parque Maximiliano, una boda de campesinos, lucida y ruidosa, bebía delante de largas tablas colocadas en banquillos, en tanto que un guarda de monte, con uniforme verde y escopeta en mano, en la actitud de un hombre que dispara, enseñaba a manejar ese maravilloso fusil de aguja, que con tanto éxito empleaban los prusianos. Me era necesario el verlo para acordarme de que se combatía a tan corta distancia de nosotros. Y sin embargo, era de creer que había guerra, puesto que aquella misma noche, cuando regresaba a Munich, vi en una plazuela, abrigada y recogida como una capilla de iglesia, cirios que ardían alrededor de una Maria-Säule, y mujeres arrodilladas, cuyos prolongados sollozos eran interrumpidos por las plegarias.
LA BAVARIA
No obstante lo mucho que desde hace algunos años se ha escrito acerca de la patriotería francesa, nuestras necedades patrióticas, nuestras vanidades y nuestras fanfarronadas, no creo que exista en Europa un pueblo más pretencioso, más vano, más infatuado consigo mismo que el pueblo de Baviera. Su cortísima historia, diez páginas sueltas de la de Alemania, puede leerse en las calles de Munich, gigantesca, desproporcionada, toda en pinturas y en monumentos, como uno de esos libros que se regalan a los niños como aguinaldo, con poco texto y muchas láminas. En París sólo tenemos un arco de triunfo. En Baviera hay diez, el pórtico de las Victorias, el pórtico de los Mariscales, y no sé cuántos obeliscos erigidos Al valor heroico de los guerreros bávaros.
Ser grande hombre en este país es conveniente, porque está seguro de que su nombre será grabado en todas partes en mármoles y bronces, y se le erigirá una estatua, por lo menos, en medio de una plaza o en lo alto de algún friso entre victorias de mármol blanco. Esa monomanía por las estatuas, las apoteosis y los monumentos conmemorativos, hasta tal extremo llega entre estas buenas gentes, que en las esquinas de las calles tienen puestos pedestales vacíos, dispuestos para los desconocidos grandes hombres que surjan en el porvenir. En este momento deben de estar ya ocupados casi todos ellos. ¡Les ha suministrado la guerra de 1870 tantos héroes, tantos episodios gloriosos!
Me complazco figurarme, por ejemplo, al ilustre general von der Than ligero de ropas, según la antigua usanza, en medio de un verde jardinillo, con un hermoso pedestal adornado con bajos relieves que representen por un lado los Guerreros bávaros incendiando la aldea de Bareilles, y por el otro, los Guerreros bávaros rematando a los heridos franceses en la ambulancia de Woerth. ¡Qué grandioso monumento será!
No contentos con tener tan profusamente esparcidos por la ciudad sus grandes hombres, los bávaros los han reunido en un templo construido a las puertas de Munich, y al cual denominan la Sala de la gloria. Bajo un ancho pórtico con columnas de mármol que dan vuelta formando tres lados de un cuadrado, están colocados en repisas los bustos de los electores, de los reyes, de los generales, de los abogados, etcétera. (El catálogo está de venta en la portería).
Algo delante elévase una colosal estatua, una Bavaria de noventa y dos pies de altura, erguida sobre el último rellano de una de esas grandes escalinatas tan melancólicas que ascienden al descubierto entre el verde follaje de los jardines públicos. Con su piel de león al hombro, su espada en una mano, y la corona de la gloria (¡en todas partes la gloria!) en la otra, al ver aquella inmensa mole de bronce, al fin de uno de esos días de agosto en que las sombras se alargan de un modo extraordinario, llenaba la silenciosa llanura con su actitud enfática. Alrededor de ella, a lo largo de la columnata, los perfiles de los hombres célebres hacían muecas al sol poniente. ¡Y todo aquello tan desolado, tan tétrico! Al oír resonar mis pasos sobre las losas, volvía a experimentar aquella impresión de grandeza en el vacío que me atormentaba desde mi llegada a Munich.
Una escalerilla de fundición asciende dando vueltas por el interior de la Bavaria. Se me antojó subir hasta lo más alto y sentarme un momento dentro de la cabeza del coloso, un saloncito redondo alumbrado por dos ventanas que son los ojos. A pesar de esos ojos abiertos un dirección al horizonte azul de los Alpes, el calor allá dentro era asfixiante. El bronce caldeado por el sol, me envolvía en un calor pesadísimo. Fueme preciso bajar más que a escape. Pero, lo mismo da. Eso me fue suficiente para conocerte, ¡oh, gran Bavaria inflada y sonora! Había visto tu pecho sin corazón, tus rollizos brazos de cantante hinchados y sin músculos, tu espada de metal repujado, y sentido dentro de tu hueca cabeza la pesada borrachera y el aplanamiento cerebral de un bebedor de cerveza. ¡Y pensar que, al emprender esa insensata guerra de 1870, contaron contigo nuestros diplomáticos! ¡Ah, si ellos se hubiesen tomado también la molestia de subir por dentro de la Bavaria!
¡EL EMPERADOR CIEGO!
A los diez días de estancia en Munich, no había recibido aún ninguna noticia de mi tragedia japonesa. Comenzaba a desesperar de poseerla, cuando una noche, en el jardín de la cervecería donde acostumbrábamos comer, vi llegar a mi coronel con la cara llena de júbilo.
—¡Ya está en mi poder!—me dijo,—venga mañana por la mañana al museo. La leeremos juntos. ¡Ya verá qué bonita es!
Estaba muy animado aquella noche. Sus ojos brillaban al hablar. Recitaba en alta voz pasajes de la tragedia e intentaba cantar los coros. Más de una vez creyose obligada su sobrina a hacerle callar:—¡Tío, tío!—Yo atribuía aquella fiebre, aquella exaltación, a un puro entusiasmo lírico. Efectivamente, eran muy bellos los fragmentos que me recitaba, y sentía prisa por posesionarme de mi obra maestra.
Al día siguiente, al llegar al jardín de la corte, sorprendiome extraordinariamente el encontrar cerrada la sala de las colecciones. La ausencia del museo era tan extraña en el coronel, que corrí a su domicilio con una vaga inquietud. La calle en que habitaba, una calle del arrabal, tranquila y corta, con jardines y casitas bajas, me pareció más agitada que de ordinario.
La gente charlaba formando corrillos delante de las puertas. La de la casa de Sieboldt estaba cerrada, pero las persianas no.
Todo era entrar y salir las gentes con aspecto triste. Presentíase allí una de esas catástrofes sumamente grandes para caber dentro del hogar, y que se desbordan hasta el exterior. Cuando llegué, percibí gemidos sollozantes. Salían del fondo de un pequeño corredor, de dentro de una gran habitación atestada y clara como una sala de estudios. Veíase en ella una larga mesa de madera blanca, libros, manuscritos, anaqueles con colecciones, álbums encuadernados en brocato de seda; pendientes de la pared había armas japonesas, estampas, grandes mapas geográficos, y entre ese desbarajuste de viajes y de estudios, el coronel tendido sobre su cama, con sus largas barbas blancas sobre su pecho, y la pobrecilla sobrina llorando de rodillas en un rincón.
El señor de Sieboldt había muerto repentinamente aquella noche.
No quise detenerme más y aquella misma tarde salí de Munich sin ánimo para perturbar toda aquella desolación nada más que por un antojo literario, y por esta causa no pude saber de la maravillosa tragedia japonesa más que el título: ¡El Emperador ciego! Más tarde he presenciado la representación de otra tragedia, a la cual hubiera convenido perfectamente este título importado de Alemania: tragedia siniestra, saturada de lágrimas y sangre, y que no tenía nada de japonesa.
FIN