The Project Gutenberg eBook of El infierno del amor: leyenda fantastica

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Title: El infierno del amor: leyenda fantastica

Author: Manuel Fernández y González

Release date: May 27, 2009 [eBook #28978]
Most recently updated: January 5, 2021

Language: Spanish

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*** START OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK EL INFIERNO DEL AMOR: LEYENDA FANTASTICA ***


MANUEL FERNÁNDEZ Y GONZÁLEZ.

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EL INFIERNO

DEL AMOR.

LEYENDA FANTASTICA.

MADRID:
GASPAR, EDITORES
4, PRÍNCIPE, 4.
———
1884.

MADRID, 1884.—Establecimiento tipográfico de los Sucesores de Rivadeneyra
Impresores de la Real Casa.—Paseo de San Vicente núm. 20.

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AL JOVEN ATENEISTA
DON MANUEL LOPEZ ARZUBIALDE.

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Mi querido amigo: Leyendo lo que yo he escrito para mi velada del Ateneo, en el presente año, ha colaborado usted conmigo, dando á mis versos la sonoridad, que yo, por mis años y por mis achaques, no hubiera podido darles; gracias, muchas gracias, y considere usted que al dedicarle este trabajo precipitado, hecho durante una dolorosa enfermedad, lo hago, más que como otra cosa, como una sincera manifestacion de afecto.

Manuel Fernández y González.

31 de Mayo de 1884.

INTRODUCCION.

I.

El alma alentando la fe que la llena,
flotando en espacios de luz y armonía,
con habla sonora que blanda resuena,
mi musa, en sencilla veraz cantilena,
hermosas oyentes, su voz os envia;
Dios haga que ledas la péñola mia
honreis aceptando su fruto humildoso;
así la fortuna con signo dichoso
os dé largos años de amor y alegría.


II.

Yo soy de una tierra de eternos verjeles,
do en grutas sombrosas de altivos laureles
se aspira la gloria del nombre español;
do corren las fuentes por cauces de flores,
do vagan rientes graciosos amores,
do brilla cual oro la lumbre del sol.

Do alienta la vírgen de tez africana
de espíritu ardiente, cual lava que emana
del cráter profundo de hirviente volcan,
la luz en la frente del alba serena,
el fuego en los ojos que al alma enajena
en dulce mirada de lánguido afan;
el seno que alienta potente latido,
que inquieto, al impulso del fuego escondido,
el alma revela que sueña el amor;

la leve sonrisa del labio hechicero
que fresco y purpúreo ya exhala agorero
un triste gemido de vago dolor;

la planta que leve las flores no mata;
la crencha sedosa que el viento desata
y rico perfume difunde al flotar;
la dulce morena de acento suave,
gacela que trisca, fantástica ave
que el alma adormece con blando cantar;

magnolia en que toma su esencia la brisa,
suspiro del cielo, divina sonrisa
del ángel que guarda la dicha sin fin;
hurí que en los sueños vagó de Mahoma;
arcángel humano que esconde en su loma
velado por flores el alto Albaicin.


III.

¡Granada, mi Granada! yo soy tu peregrino
que vago en lo pasado, buscando gloria y fe:
yo tengo entre sepulcros abierto mi camino,
é impúlsame potente la mano del destino,
á recibir aliento de lo que grande fué.

Al rayo de la luna que cruza solitaria
del infinito espacio por la region azul,
yo elevo á los que fueron mi lánguida plegaria,
y rompe de sus tumbas la losa funeraria
el canto que suspira gimiendo mi laud.

Y villas olvidadas que muestran sus almenas,
levántase á mis ojos la vieja catedral,
recobran sus escombros aljamas sarracenas,
y resonar escucho las ásperas cadenas
al desplomarse el puente de torre señorial.

Un mundo, que ya es polvo, se eleva en torno mio,
un pueblo, que ya es sombra, me signe por do quier,
y del presente, pobre, descolorido y frio,
los soñolientos ojos aparté con hastío,
buscando las grandezas del olvidado ayer.

Yo soy cantor de glorias; las hadas me han contado
leyendas prodigiosas que yo te cantaré:
yo soy tu bardo errante de sueños coronado:
yo arrancaré á las sombras de su sepulcro helado,
y voz, y aliento, y vida, potente les daré.

¡Granada, mi Granada! aportillada y rota,
hundidos tus alcázares, desierto tu Albaicin,
ni tu pendon bermejo en Bib-Arrambla flota
ni en tus marciales fiestas ondula la marlota
del lidiador zenete ó el fiero mogrebin.

Pasaron, y con ellos tus zambras, tus cantares,
tus damas, escondidas en el celoso haren,
de encantos y proezas tus cuentos singulares,
tus amorosas pláticas en rejas y alfeizares,
y en la callada noche los sueños de tu eden.

Pasaron; fiera, altiva, su incontrastable garra
ascética, terrible, en tí clavó la cruz,
y tu gemido triste, que el corazon desgarra,
sin recordar tu pena, al són de su guitarra,
en la doliente caña, repite el andaluz.

¡Granada, mi Granada! fantástica leyenda
de amor y desventura hoy tengo para tí;
concede al amor mio que de ella te haga ofrenda
y un beso de tu boca que, mágico, en mí encienda
la inspiracion ardiente que un tiempo te debí.

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PRIMERA PARTE.

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I.

En una calle
que tortuosa
con sus aleros
la luz estorba;
medrosa y lúgubre
cuando las sombras
de la alta noche
la envuelven lóbregas,
calle que llaman
de la Almanzora,
en la opulenta
rica paloma
de las ciudades,
que el nombre roba
á la Granada
que la blasona,
hay una casa,
que hoy se desploma,
cuyas paredes
el viento azota,
la lluvia inunda
y el sol empolva;
abandonada
se desmorona,
los jaramagos
en ella brotan
y entre ruinas
doliente asoma
el arco bello
que un tiempo alcoba
fué de la linda
Leila la Horra.

II.

En otros tiempos remotos,
dolor de la gente mora,
que de Granada recuerda
la prepotencia y la gloria,
aquella casa, hoy hundida,
alcázar fué y noble joya
de bravos Benimerines,
noble linaje que goza
por sus preclaras hazañas
alto renombre en la historia.

Ben-Jucef el Meriní,
de aquella casa que doran
la opulencia y la grandeza,
es el sostén y la honra,
y su luz y su delicia
es Leila la encantadora,
la de los negros luceros,
la de la faz majestosa,
la de los cabellos de oro,
la de la purpúrea boca,
la de la ebúrnea garganta,
la del talle de diosa,
la del seno palpitante,
la altiva, la que enamora
al que su belleza mira
si el céfiro la destoca,
ó al que su cantar escucha
en la noche silenciosa,
si al pié de sus miradores
pasa por su mal ó ronda.
Por pudorosa y honesta
la llaman Leila la Horra,
y tambien Leila la Hijara
porque su pecho es de roca:
y ella, el amor ignorando,
de su adolescencia goza,
como el naciente capullo
que áun no desplegó sus hojas.

III.

Pero llegó muy presto
su edad florida,
pasó su adolescencia
dulce y tranquila,
y los insomnios
encendieron en fiebre
sus bellos ojos.

Si ántes era una rosa
por linda y fresca,
es ya la triste niña
blanca azucena,
que sufre y llora,
y lágrimas y penas
la descoloran.

Y aunque el viejo la guarda
como un tesoro,
de las miradas torpes
de avaros ojos,
y celosías
no dejan ver su encanto
que el sol codicía;

y aunque esclavos feroces
y muros densos,
á audacias de galanes
ponen respeto,
ama la hermosa,
que no hay puertas ni muros
que amor no rompa.

Nace en la ardiente vida
y allí se esconde,
que el alma tiene el gérmen
de los amores,
y comprimidos,
se exhalan misteriosos
en los suspiros.

IV.

Y tales los de Leila se exhalaron,
tan apenados, tan profundos fueron,
tan claro al padre su dolor contaron,
que sus fieras entrañas abrasaron
y su altivez indómita rindieron.

—«¡Ah de la vida y su tormenta brava!—
siniestro el xeque murmuró, y sombrío:—
¡Surge á la luz la mariposa esclava,
el dormido volcan revienta en lava,
el arroyuelo se convierte en rio!»

Y tembló: formidable en su memoria
se alzó horrible, cual lúgubre agonía,
cual tremenda vision expiatoria,
la infinita amargura de su historia,
dolor tras de dolor, dia por dia.

¿Dónde estaban los lauros triunfadores
que arrancó de las lides su pujanza?
¿Dónde sus horas plácidas de amores?
¿Dónde las tiernas, las fragantes flores,
sér de su sér y luz de su esperanza?

El ciego incontrastable torbellino
rugiente se abatió sobre su casa,
cual fuego intenso, destructor, sanguino,
que al soplo misterioso del destino
deja luto y horror por donde pasa.

Sus mujeres las frentes doblegaron,
sus hijos en sus cunas se extinguieron,
los años con su peso le agobiaron,
y ya débil en brazo, se agostaron
los altos lauros que su faz ciñeron.

Todo perdido en sueños de agonía
y en el delirio del dolor flotaba;
todo en su corazon rugiente hervia,
y Leila sólo á su afanar reia
y con su dulce amor le consolaba.

¡Y ella tambien, el último tesoro,
la flor preciada de esplendor naciente,
ya en los ojos de luz acerbo el lloro,
y los reflejos de sus trenzas de oro
como nimbo fatal en su alba frente!

—«¡Oh santo Allah!—las ansias exclamaron
del postrado Jucef:—¡Oh Dios sombrío!—
y en sus ojos las lágrimas brotaron,
y por su blanca barba resbalaron
cual trasparentes gotas de rocío.


V.

¿Por qué su maldicion? Pasan los años,
pero no pasan nunca las memorias,
que en la conciencia ennegrecida encienden
siniestra luz entre la oscura sombra.
No, de la infamia el torcedor recuerdo
nunca el dolor y la vergüenza borran;
nunca de la crueldad la horrenda imágen
el sentimiento conturbado ahoga,
ni el crímen de brutales apetitos
en las alas del tiempo se evapora.
¿Qué fué de aquella triste, profanada
entre el horror de noche tormentosa,
al resplandor del implacable incendio
que las cabañas míseras devora,
muertos los padres, los hermanos muertos,
al pié de la tajada escueta roca
que vecina á la playa de Almuñécar,
eternas baten las inquietas olas?
Ellas, subiendo, largas se llevaron,
léjos, muy léjos, las cenizas rojas;
ellas, envueltas en su hirviente espuma,
al fondo de la gruta tenebrosa
lanzaron los cadáveres, y el alba
cuando, indecisa, esclareció la costa,
no encontró los vestigios miserables
de la infame tragedia pavorosa.
Pero no borró el mar de igual manera
en Jucef el recuerdo, que no hay onda
que lave la conciencia y que se lleve
lo que al hinchado corazon sofoca,
lo que en el alma perdurable grita,
lo que eterno ante Dios sangriento llora.
Y por eso Jucef del mirab santo
la blanca piedra con la frente choca,
y ruega á Allah con llanto de agonía
perdone, al ménos á su Leila hermosa.

VI.

Pero como Dios no oye
á los réprobos, y el llanto
de Jucef mojaba inútil
las losas del santuario,
y el semblante entristecido
de Leila más y más pálido
se mostraba, y más sus ojos
ardientes, febriles, lánguidos,
el cuidado paternal
por ciego dió en el engaño.
No vió que el amor es vida
cuando anhela un sér soñado,
y anhelándolo le goza,
y se sublima esperándolo.
Creyó que la helada muerte
ya alzaba el horrible brazo
sobre la rubia cabeza
que era su vida y su encanto,
y viendo que Dios no oia
sus ruegos, se volvió al diablo,
con la rabiosa esperanza
del que está desesperado.
La casa, hasta entónces triste,
de Jucef ardió en saraos,
en zambras y en regocijos,
y entre el giro acompasado
de indolentes bayaderas,
resonó sentido y largo,
como el suspiro del viento
de la palma en el penacho,
al compás de guzlas de oro,
el melancólico canto
del desierto, que suspira
el beduino cansado,
que sigue á la caravana
en sus amores soñando.
En Bib-Arrambla hubo justas,
cañas, sortijas y bravos
toros de Ronda, en que, audaces,
sus rejoncillos quebraron
caballeros de gran prez,
que ambicionaban el tálamo
de la incomparable Leila;
y aunque el mismo Rey, lanzado
á la arena y vencedor
en su triunfo confiando,
del airon de grana y oro,
con gran peligro arrancado
de la cerviz de una fiera,
á sus piés la hizo regalo,
al agradecerlo ella
lo dijo con tal desmayo,
que harto claro se entiende
lo inútil del agasajo.
Al fin ya de todo punto
loco Jucef é insensato
hizo venir de Marruecos,
en fuertes jaulas cerrados,
seis viejos leones rojos
para en la vega soltarlos,
y probar si en la árdua caza
algun galan abrasado
por los encantos de Leila
lograba al fin el milagro
de hacerse amar de la hermosa
por gentil y por bizarro,
que aquel que embiste á leones
por lograr un fin ansiado,
para no amarle es forzoso
tener corazon de mármol.


VII.

El dia va falleciendo,
en fúlgidos resplandores
se va el ocaso encendiendo,
y ya las sombras mayores
de los montes van cayendo.

Sobre la cumbre nevada
del Veleta, sonrosada
por el rojo sol poniente,
alza la luna la frente
por nubecillas velada.

Por el ameno pensil
del soto corre el Genil
entre floridas riberas,
y las gallardas palmeras,
y la alameda gentil,

y en peñascos y en colinas
los nopales, las encinas,
responden en són amante
al beso fresco y errante
de las auras vespertinas.

Bajo la enramada espesa,
clara y profunda la presa
como un espejo se tiende,
y en blancos chorros desciende,
y en su murmurio no cesa.

Leve el humo en la alquería
revela el fuego que arde
en el hogar, y á porfía
dan las aves su armonía
á la oracion de la tarde.

Todo es fresco y perfumado,
la vega, el soto y el monte;
y el valladar azulado
de las sierras, anegado
en el distante horizonte,

Para tener siempre á raya
al cristiano en la frontera,
porque ya la luz desmaya,
va previniendo la hoguera
en sus torres de atalaya.

Que en la tregua Alfonso afloja,
y ya blanden la cuchilla,
en las quebradas de Loja,
con gentes de la Cruz Roja,
los Infantes de Castilla.

En tanto el sol apresura
su ocaso, y con largos brillos
en las cúpulas fulgura
de Granada, que en la altura
muestra sus fuertes castillos.

VIII.

Por un sendero
que al soto baja
un bello jóven
gallardo avanza.
Al aire ondea
su toca blanca,
caftan le cubre
de burda lana,
su talle ciñe
revuelta faja
que el curvo alfanje
sostiene y guarda;
cubren sus piernas
rudas abarcas,
y el carcax lleno
de fuertes jaras,
y la ballesta
sobre la espalda,
y el cervatillo
que al hombro carga,
revelan, cierto,
que es pobre y caza,
y que cazando
su vida gana.
La res sangrienta
deja en la grama,
y en una piedra
que besa el agua,
se sienta y mira,
miéntras descansa,
absorto, inmóvil,
la faz nublada,
el sonoroso
raudal que canta,
y sobre el lecho
de piedras salta,
y allá se pierde,
y allá se escapa,
cual las mentidas
sombras livianas
de los ensueños
de la esperanza.
Tal vez Ataide,
que sufre y ama,
ve en la corriente,
pasando rápida,
su vida entera,
su vida ingrata,
en fugitivas
sombras fantásticas,
y en voz de llanto
doliente exclama:
«¡Ay vida triste!
¡Corriente amarga!»

Sus negros ojos
lucientes lanzan
fulgores lúgubres,
siniestras ráfagas,
cual si en su seno,
con furia insana,
se revolviese
tormenta brava.
Hay negros dias
de horas menguadas
en que anochece
por la mañana.
Consigo traen
nubes de lágrimas
y el duro cierzo
que hiela el alma.
¡Desheredado
desde la infancia!

Los años vienen,
corren, avanzan;
el niño es hombre,
la madre anciana,
y el raudal ciego
de la desgracia
siempre les dice
con voz aciaga:
«¡Ay vida triste!
¡Corriente amarga!»

Hondos suspiros
Ataide exhala,
que un imposible
su sér abrasa,
y al dueño hermoso
que así le encanta
decir no puede
sus tristes ánsias;
que ella es orgullo,
prodigio y gala
de la hermosura,
la vírgen lánguida,
la de las ricas
trenzas doradas,
ojos de fuego,
frente de nácar,
la dulce niña,
la altiva dama,
Leila la Horra,
Leila la Hijara.
¡Él tan humilde,
y ella tan alta!
¿Su amor en donde
potentes alas
hallar pudiera
para alcanzarla?
Y el pobre mozo
por sus entrañas
siente que corre
hiel que le mata,
algo que horrible
su sér desgarra;
y en el gemido
de su garganta
decir parece
con voz ahogada:
«¡Ay vida triste!
¡Corriente amarga!»

La vió en las fiestas
de Bib-Arrambla,
resplandeciente
como una hada;
hada sombría
doliente y pálida.
¿Por qué tan rica,
tan codiciada,
de la hermosura
gentil sultana,
así insensible
y así postrada?

¿Por qué en el Coso,
quebrando cañas,
lidiando toros,
rompiendo lanzas,
cien caballeros
de gran prosapia,
que prez y orgullo
son de Granada,
deslumbradores
de ricas galas,
lucientes joyas,
bruñidas armas,
sobre fogosos
potros del Atlas,
que el Coso barren
con sus gualdrapas,
en las cuadrillas
giran, se travan,
como un torrente
de fuego pasan
junto al estrado
de la acuitada,
y sus preseas
ante sus plantas
ansiosos ponen,
sin que una vaga,
leve sonrisa
conmueva plácida
su hermosa boca,
ni en dulce llama
sus negros ojos
lucientes ardan?
¿Por qué tal pena,
desdicha tanta?
Y cual si el sueño
que á Ataide embarga
fuese un conjuro
que la evocára,
en los fulgores
raudos de plata
que á la corriente
la luna arranca,
Leila aparece
trasfigurada,
los negros ojos
ardiendo en llamas,
voraz sonrisa
mostrando avara,
suelta la luenga
crencha dorada,
que en su aureola
radiante baña
las maravillas
de su garganta,
sus curvos hombros,
su seno que alza
aliento inmenso
que gime y canta
y en poderoso
volcan estalla.
Leila le absorbe,
Leila le abarca
en el encanto
de su mirada,
Leila le expresa
cuantas fragancias,
cuantas ternuras
enamoradas,
las almas sienten
que se embriagan
en el misterio
que amor se llama.
Dura un momento
la vision mágica,
la onda en que flota
léjos la arrastra,
y Ataide dice
con voz que espanta:
—¡Hay vida triste!
¡Corriente amarga!

IX.

Ya el crepúsculo en la noche
lentamente se va hundiendo;
con más esplendor la luna
brilla en el límpido cielo,
y en la inmensidad perdidos
resplandecen los luceros.
Es ya tarde: cuidadosa,
sin duda en ferviente rezo,
la infeliz Ayela aguarda
al hijo que es su consuelo,
su solo amor en el mundo,
su solo dolor acerbo.
De la piedra se alza Ataide
conmovido y macilento,
y sobre su res se inclina,
cuando un cavernoso estruendo,
atronador, formidable,
indescriptible, siniestro,
voz pavorosa de muerte,
que áun resonante á lo léjos
hiela la sangre de espanto,
pone de punta el cabello,
retemblar haciendo al soto
despierta aterrado al eco.
—¡Ah! ¡el leon!—Ataide exclama,
cuidadoso, mas sereno:—
¡el leon en montería,
el feroz divertimiento
que da á su doliente Leila
Aben Jucef el soberbio!
¿Mas por qué de las bocinas
no se percibe el acento,
ni los ardientes lelíes
de los ágiles monteros,
ni acorralando á la fiera
el ladrido de los perros?
¿Por qué esos rugidos suenan
solitarios y siniestros,
y la vega los repite
cual los repite el Desierto
cuando su rey vaga errante
de hambre y sed calenturiento.—
Cual respuesta pavorosa
se oyen gritos lastimeros
de mujer, gritos heridos,
insoportables, horrendos,
voz de espanto miserable
que pide amparo á los cielos,
y el escape redoblado
de un bruto que viene huyendo.
Y se acercan los rugidos,
los gritos son más intensos,
y ya se ven las centellas
que arrancan los cascos férreos
de los duros pedernales
en su escape turbulento.
—¡Santo Allah! ¡si fuese ella!—
exclama Ataide partiendo
como un rayo hácia el peligro,
de ansiedad henchido el pecho,
enardecido, magnífico,
ardientes los ojos fieros,
en el alma acariciando
de una esperanza el misterio,
y exclamando miéntras corre
más veloz y más intrépido:
—¡Ah, no! ¡que no sobrevengan
los altivos caballeros,
ni los monteros feroces,
ni los irritados perros!
¡Yo solo, yo, con tu amparo
Santo Allah, salvarla quiero!—
Al fin una blanca yegua,
impulsada por el vértigo,
cae sin vida en la rambla
agotado ya el aliento,
y soltando los estribos,
por buena dicha á buen tiempo,
queda una blanca figura
de pié, lanzando reflejos
de su rica pedrería,
que de la luna á los besos
irradia, cual los del sol,
deslumbradores destellos.
El leon avanza á saltos:
uno más para que hambriento
se cebe en su triste presa,
que inmóvil, resplandeciendo
más que por sus ricas joyas
de su beldad por lo inmenso,
parte el alma atribulada
entre el asombro y el miedo:
que la hace sentir Ataide
un inefable consuelo,
y el leon puede quitarle
lo que ya, sin comprenderlo,
siente en su sér conturbado
por un dulcísimo anhelo.
Suena un chasquido; una jara
hiere zumbando en el pecho
al leon, que se recoge,
y sus ijares batiendo
con la cola, rampa horrible
sobre su propio terreno,
la roja crencha erizada,
pavoroso, gigantesco:
sus fosforescentes ojos
muerte amenazan, y el suelo
con las garras formidables
cavando, ruge en el hueco.
De la vida ó de la muerte
es el solemne momento.
Por su amor engrandecido,
por él á todo resuelto,
olvidado de su madre,
viendo en su amor su universo,
Ataide al leon se arroja,
desnudo el tajante acero,
revuelto rápidamente,
el caftan al brazo izquierdo;
y resuena un grito herido,
un grito de horror supremo:
ella no ve más que un grupo
en que se agitan revueltos,
confundidos, hombre y fiera:
Ataide en círculo estrecho
se ciñe al leon, le evita,
al burlar su furor ciego
larga herida le produce,
y rápido revolviendo,
vuelve á burlarle y á herirle
y redobla su ardimiento,
siempre el caftan por escudo
y por ofensa el acero.
Á cada golpe que tira
le enrojece un chorro negro
de hirviente sangre que brota
de cien heridas á un tiempo;
y ella, extendidos los brazos,
de ansiedad y espanto trémulos,
agitado el corazon,
que quiere saltar del pecho,
más y más á Ataide siente
en el voraz pensamiento.
Al fin la tremenda lucha
cesa, profundo silencio
sucede á un postrer rugido
del monstruo espantable muerte;
y Leila, que ella es la dama,
mira á sus piés al mancebo,
y desmayada en sus brazos
se abandona sonriendo.

X.

—¡Alma, vida y amor del alma mia!—
exclamó Ataide los lucientes ojos
destellando una célica alegría;—
y Leila, trasportada, enloquecia,
trémulos de pasion los labios rojos.

No era ya la dulcísima apenada
que el alma ansiosa, el corazon ardiento
del dolor, en las sombras anegada,
de una pena indecible é ignorada
sucumbia al durísimo tormento.

El asombro, el delirio, la hermosura
de su alma vírgen, para amar nacida,
se exhalaban en ansia de ternura,
en explosion inmensa de ventura,
de amor supremo, de esplendente vida.

¡Él! ¡era él! ¡su encanto, su consuelo,
su abrasada ambicion, su sér divino,
la sombra misteriosa de su anhelo
que de improviso desgarraba el velo
que envolvia su amor y su destino!

Era su propio sér.—Ardiente, loca,
traspuesta é incitante la mirada,
mostraba en la entreabierta y dulce boca
cuanto el beso castísimo provoca,
desposorio del alma enamorada.

Sobresaltado, de delicias lleno,
á la presion de los amantes brazos,
á la desdicha y al temor ajeno,
su corazon del palpitante seno
pugnaba por saltar roto en pedazos.

La rica, la opulenta pedrería
que su garganta deliciosa ornaba
y que la luna con envidia heria,
con ménos esplendor resplandecia
que el que en sus negros ojos fulguraba.

Y luégo, ansiosa, loca, delirante,
con acento infinito de dulzura,
seductora, vivífica, anhelante,
así exclamó exhalando la fragante
deliciosa pasion de su alma pura:

—¡Oh ensueño encantador del ansia mia!
¡fe de mi vida, hasta tenerte amarga!
¿por qué triste en tus ojos la agonía
áun causa espanto á la ventura mia,
por qué áun la pena del temor te embarga?

¿Temes que pobre, y yo de altiva cuna,
imposible y mortal nuestro amor sea?
cuando Dios de dos almas hace una,
ni el humano poder ni la fortuna
pueden romper lo que el Eterno crea.

Mayor ventura á nuestro amor no pidas;
¿no ves que Allah, en sus juicios misterioso,
para siempre ha enlazado nuestras vidas,
lanzando entre venturas bendecidas,
á la esposa en los brazos del esposo?—

Y Leila su palabra entrecortaba,
y estremecida de placer gemia,
y hambrienta la belleza contemplaba
de Ataide, que en sus brazos la estrechaba
y de ansiedad y amor desfallecia.

—¡Sígueme!—Ataide al fin con voz medrosa
y trémula exclamó;—de la montaña
en el seno selvático, gozosa,
correrá nuestra vida venturosa
bajo el techo de paz de la cabaña.

Por tí en los manantiales mi ballesta
la caza matará, rica en sabores;
espléndida en matices la floresta
por Dios bordada y al placer dispuesta,
cuando la pises tú, brotará flores.

Fresca sombra, sonora y perfumada,
el ardor mitigando del estío,
te ofrecerá del huerto la enramada
blando lecho la grama regalada,
límpido baño el murmurante rio.

Sus auras la galana primavera
perfumará en la magia de tu encanto
difundiendo en el monte y la ladera
en lánguida cadencia y hechicera,
el suspiro ardoroso de tu canto.

Y en las veladas del invierno frio,
en el hogar, alcázar del contento,
zumbando fuera el huracan bravío,
yo gozaré tu amor, tú el amor mio,
junto á la alegre llama del sarmiento.

¡Oh, vén conmigo, vén, luz de mi vida,
alma de fuego para amar creada
y áun en el mismo infierno bendecida!
¡ah, no mates por Dios, mi alma querida,
el alma triste á amarte consagrada!

Deja ese mundo vano y mentiroso
correr tras la ambicion que engendra el crímen,
ese mundo de lágrimas ansioso,
que no sabe ser grande y venturoso
sin gozar el dolor de los que gimen.

Sígueme, vén, pues que el Señor, clemente,
en el fuego de amor unirnos quiso,
y el arduo monte, el mugidor torrente,
el dulce valle y la sonora fuente
serán nuestro encantado paraíso.—

Y anhelante calló.—La contemplaba
muriendo de ansiedad, y cual tesoro
que de su amante corazon brotaba
sangre del alma, largo resbalaba
por sus mejillas pálidas el lloro.

—¡Oh adorado señor!—enloquecida
Leila exclamó, resplandeciente en fuego:—
humilde, á tu mandato sometida,
sin otro bien que tú para mi vida,
¿cómo negarme á tu anhelante ruego?

¡Mira, atiende, señor! tan tuya soy,
tal te idolatra el pensamiento loco,
á tu merced tan entregada estoy,
que del amor que á tu delirio doy
para decir lo inmenso todo es poco.

Pero ¿por qué me pides que envilezca
del noble viejo las altivas canas,
que su terrible maldicion merezca,
si para que tu raza se ennoblezca
tienes allí las huestes castellanas?—

Y Leila, altiva, grande, destellando
el ínclito esplendor de su linaje,
el brazo eburneo á Loja amenazando,
así inspirada prosiguió exclamando,
resplandeciente de valor salvaje:

—¡De mi amor, de tu fe, todo lo espera!
¿no ves el monte oscuro allá perdido
que guarda de Granada la frontera?
¡bravo por mí levanta una bandera,
vuelve á buscar mi amor ennoblecido!—

Se irguió Ataide magnífico, esplendente,
de amor y de bravura trasportado,
y tendiendo su brazo al Occidente,
así exclamó en acento prepotente
por Leila y por la gloria arrebatado:

—¡Infantes de Castilla jactanciosos,
rey Adfun el rumy, que el fuerte muro
acechais de Granada cautelosos,
al logro de mis sueños venturosos
iré por vuestra sangre, yo os lo juro!

—¡Toma de mis alhajas el tesoro—
Leila le interrumpió;—gente esforzada
á sueldo toma, derramando el oro;
haz que brille en la lid el nombre moro,
corre la tierra infiel en algarada!

—¡Tus joyas no, porque en el logro fies—
exclamó Ataide—de mi noble empresa,
me bastan de la sierra los monfíes,
feroces cual los fuertes jabalíes
que se abren paso entre la jara espesa!

—¡Los monfíes! ¡fatídicos agüeros—
dijo Leila;—¿qué empresa enaltecida
se puede acometer con bandoleros?
—Ellos—exclamó Ataide—saben fieros
causar la muerte y despreciar la vida.

Ganarán el perdon de su delito
por Dios y el rey triunfando en la pelea.
—¡Dios sólo es vencedor! ¡estaba escrito!—
Leila exclamó.—¡Señor de lo infinito,
tu santa voluntad cumplida sea!

Y alzó los ojos, desolada, al cielo,
como buscando amparo en el altura;
cual si un horrible apenador recelo
de su amor y su encanto tras el velo
la hiciese presentir la desventura.

De improviso sus ojos irradiaron
un rápido fulgor vago y sombrío,
atentos al Oriente se tornaron,
y trémulos sus labios exclamaron,
con acento á la par triste y bravío:

—¡Ah! ¡en mi busca se acercan! ¡huye! ¡véte!
¿no escuchas el rumor vago y perdido
que crece, que se acerca, que arremete,
de la rauda carrera de un jinete
y de feroces perros el ladrido?

Es mi padre sin duda: ¡si te hallára!
¡oh, tú no sabes su altivez cuán fiera!
¡de la espesura próxima te ampara!
¡ten compasion de mí, que me matára
si una sombra de duda concibiera!

—¿Y no he de verte?
—Sí.
—¿Cuándo?
—En la hora
del silencio y del sueño: ¡huye, bien mio!
—¿Y dónde te he de hallar?
—En la Almanzora:
yo en la reja estaré: ¡sálvate ahora!
¡líbrame del terror que siento impío!—

Y de nuevo en abrazo tembloroso
sus agitados senos se juntaron,
y en un beso infinito, silencioso,
la amante esposa, el delirante esposo,
de nuevo el pacto de su amor sellaron.

Y ella le rechazó, que ya el estruendo
más cerca y más distinto se sentia;
y él, apenado, de dolor gimiendo,
rápido se alejó, despareciendo
por el lóbrego seno de la umbría.

Y olvidó su cervato, su ballesta
y su roto caftan de sangre rojo,
y Leila, ansiosa, de terror traspuesta,
—¡Que él se salve!—exclamó—¡yo estoy dispuesta!
¡Sálvame tú, Señor, que á tí me acojo!

XI.

Á poco, fiero se mete
sobre un caballo lanzado
á rienda suelta, en el prado,
un fatídico jinete.

Deshecho su capellar,
al aire en desórden flota;
y de su roja marlota
el recrujiente ondear;

y la furia con que bate
los ijares del corcel,
desgarrándolos cruel
con el agudo acicate;

y el siniestro, el ronco grito
con que excita al corredor,
el aspecto aterrador
le dan de un genio maldito.

Fieros, el rastro siguiendo,
ante el rápido corcel,
vienen perros en tropel
ladrando, aullando, latiendo.

La brava y leal jauría,
al ver á su dueña hermosa,
á ella corre presurosa
trasportada de alegría,

y el jinete, que refrena
al bruto con fuerte mano,
ansioso, anhelante, insano,
del arzon salta á la arena.

—¡Hija!—al ver á Leila en pié,
llena de vida, radiante,
gritó el xeque delirante—
¿quién te salvó?
—No lo sé—

respondió Leila turbada
y presintiendo la ira
de su padre, á la mentira
por primera vez llevada;

que aunque sencillas alienten
la pureza y el candor,
para defender su amor
las mujeres, todas mienten.

—¡No lo sabes! ¡Mas Dios santo!—
Jucef con fiera sorpresa
añadió—¿qué sangre es esa
en tu seno y en tu manto?

Era la sangre traidora
que á Ataide bañado habia
del leon, que aparecia,
señalando, vengadora,

aquel abrazo de amor,
aquel delirio infinito;
y cual testimonio escrito,
indudable, acusador,

y cual señal de una afrenta,
en la blanca vestidura,
marcada su huella impura,
dejó una mano sangrienta.

—¿Por qué, si no estás herida,
si al leon no te acercaste—
gritó Jucef—te manchaste?
—¡No lo sé! Desvanecida
por el terror.....

—¡El terror!
¡y el infame á quien debiste
la vida, y al que ni áun viste,
cobró su precio en mi honor!

—¡Oh padre! ¡no te comprendo!—
relevando la cabeza
dijo Leila con fiereza.
—¡Que no me entiendes! ¡Mintiendo

tu torpe maldad aumentas!—
el xeque exclamó con furia.—
¡Estoy leyendo la injuria
en estas manos sangrientas!

—¡Injuria, no!—pudorosa
dijo Leila, en su bravura
aumentando su hermosura
hasta hacerla portentosa.—

¡Injuria! ¡Dios me maldiga
si yo te ofendí, señor;
que con espanto y horror
su maldicion me persiga!—

Y demudado el semblante,
deslumbradores los ojos,
ardientes los labios rojos,
alto el seno palpitante,

trasportada, poderosa,
más y más resplandeciente,
alzaba su pura frente
de candor esplendorosa.

En sus órbitas rodaron
los ojos del xeque fiero;
su diestra el brazo hechicero
que las Gracias modelaron

asió con fuerza brutal,
y doblegando á la triste
exclamó;
—Si no mentiste;
si la humillante señal

de los brazos de un insano,
que atreviéndose á mi honor
aprovechó tu pavor,
mienten tambien; si es en vano

de mi furor el recelo,
¿por qué en tus ojos fulgura
una inefable ventura,
una alegría del cielo?

¿por qué te miro trocada
de triste en resplandeciente?
¿es que tambien falaz miente
el amor en tu mirada?

—¡Oh padre!—en una explosion
Leila exclamó;—no tirano
pretendas romper insano
las leyes del corazon.

Si cual le vi le miráras,
por mí venciendo á una fiera,
tu gratitud le quisiera,
cual le amo yo, tú le amáras.

—¿Por qué se oculta, y por qué
tú no me dices su nombre?
—No lo sé, ni hay que te asombre,
que del amor en la fe,

de la ventura en la calma,
el espíritu anhelante
no pregunta, goza amante:
¿tiene acaso nombre el alma?

Y más no te he de decir,
aunque tu furor lo intente,
y aunque perezca inocente,
por mi amor sabré morir.

—¡Ah, la osada rebeldía!—
exclamó el xeque, la mano
llevando, en su furia insano,
al puño de su gumía.—

Su desventura midió
la triste, cerró los ojos,
y desplomada, de hinojos
ante su padre cayó.

—¡No!—murmuró en un rugido
el xeque;—¡la muerte fuera
tu perdon! ¡más te valiera,
infame, no haber nacido!—

Y despiadado, brutal,
del suelo la levantó,
con ella al corcel saltó,
partió como el vendaval;

sin ladridos la jauría
fué tras su fiero señor,
y á poco el postrer rumor
en la noche se perdia.

FIN DE LA PRIMERA PARTE.

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SEGUNDA PARTE.

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I.

En la cumbre del Zenete,
que está mirando á la Alhambra
y á las dos torres Bermejas,
y á la Vega, que se ensancha
al Poniente, con sus rios,
que, como cintas de plata,
relucen entre la bruma
de la noche solitaria
por la luna esclarecida,
se eleva la torre blanca,
con sus bellos azulejos
y sus ricas ajaracas,
de la famosa mezquita
donde el sepulcro se guarda
en que el cuerpo se venera
del santon Sydi Ben-Dara.
Á la base de la torre
se adhiere una pobre tapia,
que coronan descollantes
los pámpanos de una parra,
y en ella, por una puerta
estrecha, mezquina y baja,
á un pequeño huertecillo,
bello y frondoso, se pasa.
Dentro, en la alberca, se escucha
del débil chorro del agua
la monótona caida,
y el gemido de las auras
en las rojas amapolas,
en las dulces pasionarias,
en la espesa madreselva
y en las higueras enanas,
que, con torcidas raíces,
como bulbosas arañas,
á las grietas del muro
de la mezquita se agarran.
La fragancia se respira
de las flores y las plantas,
y todo anunciar parece
paz y contento en la casa
que, al fondo, con ornamentos
de verde yedra se alza.
¡Cuánto, mintiendo, extravian
las apariencias villanas!
Aquel huertecillo verde,
aquella tranquila estancia
que hace pensar en un nido
que á su culto amor consagra,
de Ataide, el desventurado,
es la doliente morada,
que en ella la triste Ayela
se extingue como una lámpara,
que al fin de una horrenda noche
sin pábulo muere exhausta.
Sentada sobre una estera,
sobre una estera de palma,
pálida como la muerte,
como el dolor apenada,
tendidas las blancas trenzas
sobre la encorbada espalda,
trenzas que dicen bien claro
que nunca ha sido casada.
Ayela en silencio reza,
y las leves cuentas pasa
de un rosario de marfil
con sus manos descarnadas,
y á pesar de todo, hermosas,
que cual al frio del alma,
en convulsion persistente
se agitan, y apénas bastan
á sostener del rosario
la ligerísima carga.
Una candela en un nicho
con su luz rojiza baña
del reducido aposento
las paredes blanqueadas,
que, si aparecen desnudas,
por su limpieza resaltan.
Un capacete sencillo,
una luciente coraza,
una pica de dos hierros
y una pesada hacha de armas,
agrupados en panoplia,
penden allá de una escarpia,
y en el fondo del hogar,
de la cena retrasada,
se oye el hervor insistente,
al que el quejido acompaña
de la vejez, ya caduca,
de un grande perro de caza,
todo á lo largo tendido
ante los piés de su ama.
Ya ha pasado un gran espacio
desde que la voz enfática
del muecin de la mezquita,
llamó á la postrer plegaria
de la noche á los creyentes.
¿Cómo tanto Ataide tarda?
Su cuidado maternal,
recelando una desgracia,
Ayela con más ferviente
dolor reza, ansiosa aguarda
á que entre el silencio suenen
las presurosas pisadas
de Ataide, cruzando el huerto,
y miéntras reza y se espanta,
de sus ojos su desdicha
rebosa en ardientes lágrimas.


II.

Aun es hermosa, y en vano
la enfermedad, la tristeza
de su marchita belleza,
anublan el esplendor;
y áun á pesar de las canas
que emblanquecen sus cabellos,
hay en sus ojos destellos
de juventud y de amor.

Amor doliente, infinito,
mal herido, acongojado,
en ardoroso cuidado,
en apenador afan;
corriente de desventura,
que la materia mezquina
gasta, corroe, calcina,
como el fuego en un volcan.

Desesperantes, crueles
los dolores de su vida,
por su mente enloquecida
pasan en negro tropel,
y eterno, indeleble, horrible
un pavoroso momento,
en su corazon sangriento
mantiene viva la hiel.

No ha pasado un solo dia:
espantosa, aterradora,
es siempre la horrenda hora
del crímen y la maldad;
es lo que ensueño parece
por el infierno abortado,
lo infame al horror llevado;
lo infinito en la crueldad.

La mar, que á la brisa ondula
y al sol poniente riela,
deja ver la blanca vela,
recortándose en la luz,
que el ocaso enciende en fuego,
de esbelta nave galana
que de la costa africana
viene al verjel andaluz.

¡Ay de la vírgen morena
que al pié de la ingente roca
contra la que brava choca,
rompiendo espumas la mar,
sin miedo acercarse mira
la nave que blandamente,
mueve la brisa indolente
la azul llanura al rizar!

¡Ay de la tribu que errante
vino de Arabia en mal hora
á aquella roca traidora
y sus tiendas alzó allí!
que viene en la nave aquella
el feroz lobo marino,
almirante granadino
Ben Jucef-el-Meriní.

Se oculta el sol: ya es la noche:
la brisa se torna en viento,
que en largo sonoro acento
anuncia la tempestad,
y sobre la mar inquieta,
cubierta de blanca espuma,
negra y espesa la bruma
aumenta la oscuridad.

En tanto, la galeota
que el fiero Jucef comanda,
de la ensenada en demanda,
que está de la roca al pié,
llega, las anclas arroja
y al agua lanza el esquife,
que embiste en el arrecife,
donde el aduar se ve.

Los árabes, sin recelo
de un barco en que está arbolada
la bandera de Granada,
del rey en prenda y señal,
á Aben Jucef se adelantan
y en paz le tienden la mano,
como á un cariñoso hermano
de igual raza y ley igual.

Con antorchas le esclarecen
el camino, y á su llama,
que en chispas se desparrama
del viento bajo el furor,
de Ayela ve el almirante
la sobrehumana hermosura,
y súbita llama impura
prende en él de un torpe amor.

—¡Ah la hurí!—temblando dice;
y volviéndose á su gente—
¡llevadla!—añade vehemente
con fiero acento brutal;
y aquella voz pavorosa
que á los árabes sorprende,
su honrada cólera enciende
y es del combate señal.

Á poco las tiendas arden,
gritos de muerte se escuchan,
presto los tristes no luchan
degollados en monton,
y Ayela, de horror transida,
entre unos brazos se siente,
y ve una mirada ardiente
que la hiela el corazon.

¡El vértigo! luégo nada;
insensible, muda, inerte,
un letargo que á la muerte
se pudiera comparar,
la domina, y cuando vuelve
en sí, con asombro toca
un dentellon de la roca,
á donde la echó la mar.

El sol brilla en el Oriente,
y la azul onda serena
se rompe en la blanca arena
con dulce cadente són;
y graznan las gaviotas,
sus blancas alas mojando,
la abrupta base rozando
del solitario peñon.

Los miembros atormentados,
de dolor temblando y frio,
con espantoso extravío
en su anhelante mirar,
vagamente recordando
rojas visiones tremendas,
Ayela busca las tiendas
de su querido aduar.

Ni un vestigio, ni un despojo
en la arena abandonada;
la mar, entónces rizada,
cuando el huracan la hinchó,
el arrecife asaltando,
bravía por él subiendo,
cuanto al paso halló barriendo,
sólo á Ayela respetó.

¡Oh! ¡cuán cruel fué la ola
que, cogiéndola en su espalda,
en la dentellada falda
de la roca, sin piedad,
la arrojó, que mejor fuera
que implacable la matára,
porque infeliz no llorára
su desolada orfandad!

Lentamente su memoria,
con el marasmo luchando,
la fué el crímen revelando
infame, horrible, cruel;
y fiera gritó, en la altura
los airados ojos fijos:
—¡Malditos sean sus hijos
y cuantos vinieren de él!

¡Que perezca cuanto ame!
¡Que su corazon de fiera
lento y lento el dolor hiera
y no le mate el dolor!
¡Que sus noches el infierno
llene con sueños de espanto!
¡Que nunca aplaque su llanto
la cólera del Señor!


III.

Y esta maldicion horrible
que del dolor en la hora
Ayela desesperada,
de justa venganza ansiosa,
pronunció contra el malvado,
ignorando su deshonra,
ignorando que era madre,
cuando lo fué en su memoria,
se sublevó turbulenta,
sombría, amenazadora;
que al maldecir á los hijos
de la fiera sanguinosa
que asesinó á su familia,
maldijo á su sangre propia;
y por eso cuando Ataide
en su infancia fatigosa,
que siempre sobran fatigas
donde el dinero no sobra,
el bello semblante pálido
mostraba, y su linda boca
de arcángel no sonreia,
la maldicion pavorosa
helaba de espanto á Ayela,
surgiendo de entre la sombra
del imborrable recuerdo
de su desdichada historia;
y pasaron veinte años
de angustias y de congojas
para la pobre inocente
madre honrada, aunque no esposa,
y para el hijo sin padre,
del cual fué la herencia sola,
con la belleza de Ayela
y su sangre generosa,
el valor de Aben Jucef
y su condicion indómita.
Sin pan y sin esperanza,
y sola en el mundo, sola;
en los principios viviendo,
con llanto, de las limosnas;
rechazando altiva y pura,
si la buscó, á la deshonra;
brava su sino arrostrando,
errante como una hoja
que del árbol desprendida
va allí donde el viento sopla;
con su tesoro cargada,
y libre como una alondra,
danzando cual bayadera,
cantando cual trovadora,
diciendo las buenas hadas
en natalicios y bodas;
vendiendo filtros de amores
y oraciones milagrosas;
ornando con oropeles,
collares y falsas joyas
su portentosa hermosura;
sin más amor que su ansiosa
pasion por su pobre hijo;
por valles, cerros y lomas,
parando en las alquerías,
en las villas populosas,
y en las altivas ciudades
que de torres se coronan;
marchitando su hermosura
las fatigas, las zozobras,
y de su llanto apenado
la corriente silenciosa,
y de su dormir inquieto
las sombras aterradoras,
á la juventud viril
llegó de Ataide, ya rotas
sus fuerzas, su juventud,
y con canas presurosas
la pálida frente ornada,
anciana ya áun siendo moza.
Siempre con el miedo horrible
de que en fatídica hora
su maldicion alcanzase
al hijo de sus congojas,
su único bien en el mundo,
aquella noche en que llora
por la tardanza de Ataide,
una fatídica sombra
su delirante cabeza
asalta y la vuelve loca:
nunca más vivo el recuerdo
de la noche tormentosa
de su desdicha la aqueja;
la faz repugnante y torva,
por el deseo irritada,
de su asesino, medrosa
cual si pasado no hubieran
los años, abrumadora,
impregnada de amenazas,
en frio pavor la ahoga;
y ya no reza ni siente
crujir la puerta premiosa
del huerto, ni unas pisadas
sobre la arena sonoras;
pero Radjí se levanta
penosamente, la cola
menea, con sus gruñidos
la atencion de Ayela evoca,
que de su estera se alza
y á la puerta llega ansiosa,
palpitante, en el momento
en que Ataide al umbral toca,
y muriendo de alegría
entre sus brazos se arroja.


IV.

—¡Oh! ¡cuánto he sufrido, cuánto!—
Ayela anegada en llanto
dice con voz amorosa.—
¡Jamas he llorado tanto!

¡Jamas con igual espanto
tu vuelta esperé afanosa!

Y de su cuello colgada,
besándole enloquecida,
por las lágrimas velada
la mirada enamorada,
por la pasion encendida
y en Ataide encarnizada;

la pálida frente pura
reflejando la hermosura
del amor de los amores,
de la maternal ternura
olvidaba en la locura
de su espanto los horrores.

—¡Oh tu amor cuál te amedrenta!—
dijo Ataide conmovido.
—¡Sí, de la brava tormenta—
Ayela exclamó—el rugido
en mi corazon herido
siento horrible y me amedrenta!

Vén: la cena preparada
está ya; la blanda almohada
al reposo te convida;
pero ¡ay de mí desdichada,
en penas siempre anegada!
¿por qué has tardado, mi vida?—

Y de nuevo le besó
de amor trasportada, hambrienta;
y cuando de él se apartó,
cuando de improviso vió
su vestidura sangrienta,
desatentada exclamó:

—¡Ay de mí! ¡vienes herido!
¿Quién tu valor ha rendido?
¿qué terrible sangre es ésta?
—Vencedor, mas no vencido—
dijo Ataide.
—¡Y di, ¿qué ha sido
entónces de tu ballesta?

—El colmo de la ventura
me hizo olvidarla.
—¡Qué dices!
—¡Ah, la propicia aventura
dijo Ataide con locura:—
¡ah! ¡los augurios felices
del amor y la hermosura!

—Yo no te entiendo, ¡ay de mí!
¿Mas no estás herido?
—Sí;
pero con dardo de amor:
la suerte cruda hasta aquí
nos brinda con su favor.
Asienta y escucha.
—Di.

En el hogar la asentó
Ataide, y con voz ardiente
su aventura la contó,
y ella, abatida la frente,
estremecida, doliente,
en silencio le escuchó.

Ataide acabado habia,
Ayela permanecia
doblegada, muda, inerte,
y su alentar parecia
el hervor de la agonía
tras el cual viene la muerte.

Al fin, la faz levantando,
en su mirada infinita,
avara, á Ataide abarcando,
dijo, con voz inaudita,
cual consigo misma hablando:
—¡Maldita de Dios! ¡Maldita!

Luégo, su voz lastimera
resonó, vibrante, fiera,
aterradora, sombría,
cual rugido de pantera,
que al temor se desespera
de que la roben su cría.

—¡Maldita, sí!—ronca, dijo:—
¡Maldita, la que maldijo!
¡Un amor que muerte augura
colmando mi desventura,
mi vida, mi amor, mi hijo,
arrebate á mi ternura!

—¡Qué dices, madre!
—De aquí
partamos sin más tardar.
—¡No temas, espera en mí!
¡Tanta gloria he de alcanzar,
que mi Leila me ha de dar
Ben Jucef-el-Meriní!

¿Por qué, dí, te desesperas?
Yo arrancaré en las fronteras
ricas presas al cristiano;
y á sus plantas hechiceras
ella verá cien banderas
conquistadas por mi mano.

El encanto de mi amor
me hará incontrastable, fuerte;
calma tu ansioso temor,
¿por qué pensar en la muerte,
cuando propicia la suerte
consuela nuestro dolor?

El Rey me ennoblecerá,
Granada me aclamará,
ella y tú seréis mi encanto.
—¡Oh! ¡cuán léjos, cuánto y cuánto
la locura humana va!—
dijo Ayela con espanto.

—Enalteciendo á mi grey,
con mi sangre en las campañas,
por Dios, la patria y el Rey,
premio hallarán mis hazañas.
—Yo no conozco más ley
que el hijo de mis entrañas.

¿Qué rey nos tendió la mano?
¿Qué patria nos amparó?
Dios mismo, al dolor tirano,
doblegados nos dejó,
que la maldicion oyó
y no se maldice en vano.

—De temor estoy ajeno,
dijo Ataide ya impaciente—
aquel que maldice al bueno
el daño siente en su seno.
—¡Oh, sí! ¡la fiera serpiente
da á sus hijos su veneno!

—¡Hijo soy yo de un maldito!
—Tú de tu madre el dolor
desoyes, y el hondo grito
de las ansias de su amor.
¡Dios es grande y vengador,
y cumple lo que está escrito!

—¿Y qué ha de cumplirse, di?
—Temo que te mate el fiero
Ben Jucef-el-Meriní.
Si sabe (de angustia muero)
tus amores..... ¡ah! ¡yo espero
que tengas piedad de mí!

¡Huyamos! De tu pasion
me estremece la locura,
se me hiela el corazon,
y pienso que, horrenda, oscura,
una horrible maldicion
nos lleva á la desventura.

—Mañana, al rayar el dia,
partirémos, madre mia.
—¡Oh! ¿Qué dices?
—En su empeño,
mi amor á la lid me envia.
—¿No me engañas? ¿No es un sueño?
—Me tarda el tenerla mia;

pero esta noche.....
—¡Oh, señor!
—Ella en la reja me espera,
piensa madre en su dolor,
si escarneciendo su amor
á hablar con ella no fuera
por la sombra de un temor.

—¡Oh! ¿Quién sabe?—Ayela dijo
para sí, con triste anhelo—
tal vez sin razon me aflijo:
¿Mas, qué madre por su hijo
no vive en tenaz recelo,
temiendo un afan prolijo?—

Y añadió, la voz temblando:
—En buen hora ve, mas cuida
que ansiosa quedo esperando.
—No he de tardar, por mi vida—
dijo Ataide—y la salida
ganó, impaciente escapando.


V.

Áun sonaban en el huerto
sus pisadas presurosas,
cuando recayendo Ayela
de su miedo en las congojas,
de insoportable pavor
dominada, de afan loca,
Radjí—exclamó:—vén conmigo,
precédeme: el rastro toma
de tu señor.—Y Radjí,
con marcha lenta, afanosa,
el huertecillo cruzando,
seguido de su señora,
el rastro tomó en demanda
de la pintoresca loma
del Albaicin, por callejas
estrechas, ágrias, medrosas,
ó entre vallados floridos
de cármenes, cuyo aroma
el aire con su fragancia
perfumaba deliciosa.
Á cada paso, al subir
una cuesta áspera y corva,
Ayela se detenia
jadeante, temblorosa;
su mano buscaba apoyo
en un muro, y de su boca
hervoroso se exhalaba
el ronco alentar que ahoga
y en el comprimido pecho
la sangre agitada agolpa.
Fatigada, dolorida,
llegó al fin á la Almanzora.
Desierta la calle estaba,
sumida en tinieblas, lóbrega,
y al amor no daba amparo
en sus rejas silenciosas.
Súbito choque de aceros
resonó: dos voces roncas,
una de viejo, irritada,
serena y jóven la otra,
de entre el silencio salieron,
terribles, tempestuosas.
Ayela, de horror transida,
que en la voz jóven, sonora,
á Ataide escuchado habia,
sus fuerzas cobrando todas,
por un milagro de amor,
cual revive luminosa
y brilla por un momento
una luz que á su fin toca,
ansiosa, rápida, ardiente,
corrió, llegó, y animosa
entre las fieras cuchillas
se arrojó, sublime, heroica,
para defender la vida
del que era su sangre propia.
En un recodo del muro
de la puerta que áun se nombra
de Albolut, ó el Estandarte,
y en el muro gris se apoya
del castillo del Romano,
esplendente, brilladora,
alta la luna en el cielo
bañaba una plaza angosta
entre el adarve robusto
y una torre altiva y roja,
que de sus almenas reales
ostentaba la corona.
Asida á su Ataide Ayela,
miraba, cual la leona
que á su cachorro defiende,
á Aben Jucef, que su cólera
trocado habia en espanto,
y ella, al verle, tembló toda.
Era él, el miserable,
que la triste una vez sola
vió en su vida, al resplandor
de la llama pavorosa
de su aduar incendiado,
rugiendo bravas las olas,
zumbando irritado el viento,
miéntras la voz angustiosa
de sus parientes pedia,
en vano, misericordia.
En su recuerdo indeleble
aquella faz espantosa
Ayela guardado habia;
y aquella mirada odiosa,
sensual y repugnante
que la contemplaba absorta,
era la mirada misma
de aquella terrible hora;
y él, que de Ayela tenía
en su conciencia la copia,
la devoraba mirándola
con expresion misteriosa,
mezcla de amor y de espanto
y dulce á la par que torva.
Y ella, apagando su ira,
que horrenda y aterradora
brillaba en sus negros ojos,
y con dulce y cadenciosa
voz, que doliente imploraba,
apenada y melancólica,
—¡Ved, señor, que éste es mi hijo
y que es mi esperanza sola!—
exclamó; y el fiero xeque,
con voz terrible, espantosa,
en que vibraban heridas
las fibras de su alma rotas,
—¡Maldito!—exclamó—¡maldito!—
y huyendo, la calle lóbrega
ganó, se perdió por ella,
y con voz triste, medrosa,
—¡Maldito!—repitió un eco
que surgió de entre la sombra.


VI.

Ataide, mudo, asombrado,
en negras ánsias perdido,
en la duda estremecido,
en un misterio anegado,
dudando si era soñado
aquel torrente de hiel,
ó una realidad cruel
que su esperanza rompia,
á su madre sostenia,
ansiosa abrazada á él.

Luégo miró con espanto
que agitada, convulsiva,
por la boca sangre viva,
por los ojos triste llanto,
lanzaba Ayela, y que en tanto
la muerte apagaba impura
de sus ojos la hermosura,
y con mate palidez
manchaba la limpidez
de su nítida blancura.

Soportando su agonía,
Ayela, terrible, fuerte,
con la incontrastable muerte
pugnaba en lucha bravía;
su palabra se perdia
oscura, ronca é incierta,
y muy pronto helada, yerta,
dejando á Ataide perdido
en un misterio, un gemido
de dolor la dejó muerta.

Representar la amargura
es de Ataide empeño vano;
no tiene el lenguaje humano
voz para tal desventura.
Preguntad á la locura
y os responderá inclemente:
—Yo, del dolor en la fuente,
mato al alma infortunada:
soy la sombra, soy la nada
en un cadáver viviente.—

Y así Ataide. Al golpe rudo,
inesperado, violento,
anulado el sentimiento,
insensible, inerte, mudo
quedóse, y luégo, sañudo,
vuelto en sí, con la voz fiera,
—¡Venganza—gritó—aunque muera
en mi venganza mi amor!
¡Ay madre de mi dolor!
¡jamas á mi Leila viera!—

Y sus lágrimas brotaron,
y sus labios contraidos,
entre dolientes gemidos,
la faz de Ayela besaron;
luégo sus brazos la alzaron,
sobre el hombro la cargó,
desatentado partió
con el vértigo en la mente,
y gruñendo en són doliente
el fiel Radjí le siguió.


VII.

De improviso, voz vibrante,
grave, extensa, poderosa,
que se repite incesante,
y que de instante en instante
resuena más presurosa,
rompiendo el silencio hiende
el aire, léjos se extiende,
y á la ciudad despertando,
brava, al combate llamando,
hasta la vega desciende.

Es la sonora campana
de la alcazaba, que, fiera,
dice que gente cristiana,
de presa y conquista en gana,
ha roto por la frontera.

Con su carga dolorosa
por una altura desciende
Ataide; el rebato entiende,
y una mirada ardorosa
á la vega ansioso tiende.

En los picos de la sierra
las atalayas ardiendo
hacen la señal de guerra,
su roja hoguera, que aterra,
incesantes repitiendo.

—¡Ah, nos embiste el rumy!—
siniestro Ataide exclamó—
¡mi venganza es cierta! ¡sí!
¡no ha de escapárseme allí!
¡él primero! ¡luégo yo!

Y á su Leila recordando,
sintiendo que la perdia
á Jucef exterminando,
con el alma en agonía
siguió la cuesta bajando.


VIII.

Y truena y retumba
la voz de combate,
despierta Granada;
sus puertas se abren,
y el rey con sus nobles
y sus estandartes,
y moros sin cuento,
jinetes é infantes,
allá por Elvira
rebosan y parten,
y cruzan la Vega,
y allá adonde arde
incendio terrible
de mieses y hogares,
rugiendo adelantan
por sotos y valles.


IX.

Ya el ejército domina
una encumbrada colina,
y al fin al contrario ve
sobre la encantada tierra,
que de Elvira la alta sierra
se tiende fértil al pié.

Y ya venciendo á la aurora
puro el sol las cumbres dora,
y á su roja ardiente luz
reflejan centellas puras,
las brillantes armaduras
del Profeta y de la cruz.

Ambas huestes se hostilizan,
llegan, chocan, se encarnizan,
tras el potente embestir,
y el eco va retumbando
de monte en monte lanzando
el fragoroso reñir.

Arde la fuerte bombarda,
y allí, donde no se aguarda,
va su disparo á caer,
y al trueno espantable y fuerte
un alarido de muerte
viene horrible á responder.


X.

Y saltan lanzas
hechas astillas,
relumbran rojas
cien mil cuchillas,
todos revueltos,
todos trabados,
los capitanes
y los soldados,
y los jinetes,
y los pendones,
y las banderas,
y los pendones
entran y salen,
rugen, batallan,
cristiano y moro
do quier se hallan,
y de la sierra
por las vertientes,
la sangre corre
corre á torrentes.


XI.

Ya muchos de los que fueron
á la lid no están en pié:
muchos que salir miraron
el sol á su trasponer,
no le verán, que la muerte
horrenda con ellos fué.
El humo, el fuego, los gritos,
el estrago y el tropel,
el polvo que en remolinos
levantan los fuertes piés,
hacen una zambra horrible
en que danza Lucifer,
y ni ceden los cristianos
ni el moro piensa en ceder,
que todos de la victoria
buscan el noble laurel.


XII.

Sucedió esta durísima batalla
que ensangrentó la granadina tierra
el año mil trescientos diez y nueve,
mañana de San Juan, triste y sangrienta
para el cristiano bando, y venturosa
para la gente indómita agarena:
en Castilla reinaba Alfonso Onceno,
y rey y emir de los alarbes era
el terrible Ismail. Los dos infantes,
causa imprudente de la atroz pelea,
eran don Pedro el uno, del Rey primo,
y su tio don Juan el otro era;
entráronse talando á sangre y fuego
la peligrosa granadina tierra,
y allí los dos infantes se quedaron
la muerte hallando en su insensata empresa.
Dia de luto fué para Granada
y para Ataide de fortuna excelsa,
que ganó, ya muy tarde, gran renombre,
favor del Rey, mercedes y nobleza.
Fué, que el bravo Ismail, harto empeñado
en la revuelta bárbara pelea,
el caballo perdió: cercado vióse
de cristianos sin fin, que á grande priesa
su desclavado arnés crujir hacian
de rudos golpes bajo lluvia densa.
—¡Es el Rey de Granada!—voceaban.—
—¡Á prision recibidle!—¡No! ¡que muera!—
y el tumulto arreciaba á cada instante
bramando en torno de la régia presa.

Contra el muerto caballo replegado
batallaba Ismail, cual la pantera
de innumerables canes acosada,
en los que alcanza brava se ensangrienta.
Rota la adarga, sobre el rojo polvo
tendida la riquísima cimera,
la corona de golpes destrozada,
desgarrada la toca al aire suelta,
de polvo y sangre y de sudor bañado,
le faltan, no el valor, sino las fuerzas,
y por sus fieros ojos centellantes
cruza horrible y fatal nube siniestra.
De repente, en el círculo terrible,
hacha en mano un mancebo se presenta,
que ante su paso arrolla á los cristianos
y á sus plantas exánimes los deja,
cual en las mieses la segur metiendo
el campesino infatigable siega.
Parece que el Altísimo á su brazo
poder terrible y misterioso presta,
por el hacha enrojecida corre
raudal de sangre, que á su paso deja
con rastro pavoroso señalado,
cual su rastro de horror marca la fiera.
Es Ataide que en vano al asesino
de su madre ha buscado en la pelea;
Ataide, á quien dolor de las entrañas
y el recuerdo tristísimo de Leila
y de su suerte el torcedor cuidado
en horrendo afanar le desesperan;
es que la muerte, como bien supremo,
por todas partes busca y no la encuentra.
Llega un momento, al fin, en que aterrados
los nazarenos en desórden cejan,
y al revolverse Ataide, con asombro
ve que el Rey admirado le contempla.
Libre se ve Ismail por su bravura
cuando creyó su perdicion ya cierta,
y los brazos le tiende, y en un punto
contra su bravo corazon le estrecha.
—¡Pide—dícele al fin—cuanto quisieres,
que por mucho que pidas, recompensa
pareceráme poco cuanta darte
mi potestad y mi cariño puedan!—
Y volviéndose á punto á los bizarros,
que en su socorro desalados llegan,
—Sin su valor—les dice—en este dia
de Rey quedára mi Granada huérfana.—
La vida le debí: llegárais tarde
si ántes él no acudiera á mi defensa.
Mi púrpura vestidle y que en Granada
entre á la par conmigo, y á mi diestra:
con mi estandarte Real en las batallas,
á mi lado de hoy más lidiar le vean,
y en su poder y en su favor conmigo
honrado premio y merecido tenga:
y ¡sús! á recoger, que ya el cristiano
ha pasado en desórden la frontera,
y á Granada llevemos la victoria
y del vencido la perdida presa.—
Y cabalga Ismail en un caballo
que sus humildes siervos le presentan,
y á Ataide con la púrpura vistiendo,
otro caballo igual gratos le muestran.
Marcha de triunfo tocan atabales,
y añafiles, dulzainas y trompetas,
y en la impaciencia de ostentar su triunfo
rápidos cruzan la tendida vega,
y por Elvira en la ciudad alegre
en cerrado escuadron altivos entran,
y del rey Ismail al par marchando,
las hermosuras que Granada encierra;
ven al hermoso Ataide y le codician
al verle junto al Rey de tal manera,
y Ataide, el desdichado, va llorando,
la mente en Leila y en su madre puesta,
y que es de gozo por su altivo triunfo,
los que le miran, con envidia piensan.

XIII.

A la Alhambra le llevó
el Rey, y con él entrando
en la sala de Comares,
viendo que su acervo llanto
no cesaba, interrogóle:
Ataide en acento opaco
le contó su desventura,
y el Rey atento escuchando,
cuando brevemente Ataide
finó su triste relato
le dijo con grave acento,
pero cariñoso y blando:
—Es misterioso y terrible
el decreto de los hados:
se cumple lo que está escrito:
si por tu madre en espanto,
Ben Jucef el Meriní
huyó en su fuga lanzando
una maldicion, ¿qué piensas
que esto fué?
—Yo no lo alcanzo
—exclamó Ataide abatido.
—Ben Jucef sabrá explicárnoslo
—dijo el Rey:—y de su guardia
al punto un kaid llamando
le mandó fuese á la casa
de Aben Jucef con mandato
de que, sin perder momento,
se presentase en palacio.
El kaid salió, y á poco
volvió trayendo recado
de que en aquel mismo dia
Ben Jucef, abandonando
á Granada con su hija,
con una guardia de esclavos
y á su torre de Almuñécar
el camino enderezando,
á pasar al Mogreb iba
resuelto y determinado.
—¿Cuándo partió?—dijo el Rey.
—Al amanecer.
—¡No ha estado
entónces en la batalla!
Que enjaecen dos caballos;
tú kaid con cien zenetes
nos iréis acompañando.
Véte.—Y tú no desesperes,
que, pues salvaste bizarro
mi vida, yo salvaré
tu corazon en los brazos
de Leila, ó con su cabeza
Ben Jucef me dará el pago.—
Poco despues, sin reposo
de su abrumador cansancio,
el Rey y Ataide partian,
sirviéndoles de resguardo
cien alentados zenetes
en poderosos caballos,
y por la puerta de Lachar
lanzándose sobre el campo,
atravesando el Genil,
hácia la costa bajando,
por la falda de la sierra
tomaron al trote largo.

XIV.

Ya el sol sobre su ocaso descendia
abrillantando las hinchadas aguas,
y en el brumoso y cárdeno horizonte
rojas, cual sangre, amenazantes ráfagas,
próxima tempestad y formidable
fatídicas, siniestras, auguraban,
cuando el Rey por las puertas de Almuñécar
se metió con Ataide y con su guardia.
Transidos, sudorosos los caballos
de la violenta presurosa marcha,
por montañas que al cielo se atrevian,
por valles que al abismo se humillaban,
inútiles al fin hubieran sido
á seguir la durísima jornada.
Supo el Rey que Jucef partido habia
con rumbo hácia la roca solitaria,
que avanzada á la mar con su arrecife
desde los muros, al levante, vaga,
coronada de niebla se veia
como un siniestro aterrador fantasma.
Aun léjos de ella, sobre el mar inquieto,
á toda vela un barco se alejaba,
y de sus remos la pujante fuerza
ayudaba del viento á la pujanza.
—¡A la playa!—con voz temblando en ira
el Rey prorumpe, y á la playa bajan;
se quedan los caballos en la arena,
el Rey y Ataide y los zenetes saltan
á una larga y fortísima almadía,
que las agudas velas desplegadas,
el arraez atento al gobernalle,
la chusma al remo en las salientes bandas,
su bandera de rey enarbolando,
del barco de Jucef se pone en caza;
crecen las sombras y la bruma crece;
las olas, cual montañas, se levantan
rodando en turbillon, rugiendo horribles
al formidable empuje de la racha;
crujen atormentadas las maderas,
saltan silbando las forzadas jarcias,
y el Rey, que se mantiene en la crujía,
Ataide al lado, que agoniza y calla,
el Rey, que sin pavor mira la furia
del viento y de las olas encrespadas,
grita con ronca voz:—¡Cargad las velas!
¡á la chusma azotad! ¡la fuerza brava
venced del mar y el viento! ¡avante, avante,
que ese infame traidor se nos escapa!—
Y tanto reman, tanto maniobran,
que al fin la nave de Jucef alcanzan,
y los enormes ganchos de abordaje
en ella aferran y su mura asaltan;
como una tromba los zenetes entran,
cuanto á su paso encuentran desbaratan,
y al castillo de proa el Rey acude,
donde Jucef, inmóvil, se levanta.
Una mujer, que doblegada llora,
cuya flotante vestidura blanca
se señala en la sombra, ante él se mira
de feroces esclavos rodeada.
—¡Leila!—con voz de angustia Ataide grita.
—¡Tuya en la eternidad!—llorando exclama
la mísera doncella.—El Rey, airado,
llega á Jucef, y con la voz que manda
segura del respeto y la obediencia:
—¡Dame á Leila en el punto—dice—ó guarda!
Se estremece Jucef y en voz horrenda
prorumpe en su furor:—¡La infame al agua!—
Y se oye un grito de terror que hiela,
sobre la mura, despedida salta
una blanca figura que la ola
en su espumosa cresta coge avara.
Se demuda Ismail, silba su acero
arrancado con furia de la vaina,
y en el instante mismo la cabeza
de Jucef, de su tronco cercenada
por el terrible golpe, de la proa
rebota horrible y á la mar se lanza:
y Ataide, de dolor desesperado,
del castillo se arroja, la mar gana,
y allí á donde una blanca vestidura
sobre las ondas flota, ansioso nada;
sus esfuerzos redobla, avanza, llega,
y la cabeza de Jucef le aparta,
chocando en su cabeza, y siempre y siempre
que domina su vértigo y mar gana,
para llegar á Leila, formidable
la cabeza cruel lo estorba airada.
Leila, al fin, desparece entre las olas;
Ataide, loco de dolor, desmaya,
enervados sus miembros se entorpecen
y las olas horrísonas le tragan.
Desaferrada en tanto la almadía
por salvar á los náufragos avanza;
monta las olas y á la fin se encuentra
en frente de la roca en que, irritada,
rompe la mar con fragoroso estruendo,
y hasta la gruta sus espumas lanza.
Con asombro del Rey y de los suyos
la gruta gigantesca iluminada
por lívido fulgor fosforescente
se muestra, y de hermosura sobrehumana
esplendorosa, Leila, ansiosa gira,
buscando á Ataide que incesante vaga
en el pálido ambiente, y que angustioso
de amor, de espanto y de dolor en ansia
á ella tiende los brazos, que le mira
la rubia cabellera destrenzada,
y los brazos le tiende, y siempre y siempre
que se aproximan, en su giro, rauda,
revolviendo sus ojos infernales
la sangrienta cabeza los separa.
Al ver esta vision la frente humilla
el creyente Ismail, y en voz ahogada:
—¡Dios solo—dice—sabe los misterios
que en el humano corazon se guardan!
¡Él solo sabe lo que estaba escrito!
¡Él sus criaturas, ó condena, ó salva!
¡Infierno del amor, de tí me aparto!
¡que Dios tenga piedad de esas tres almas!


XV.

Y el Rey contó la tradicion sombría
de la espantosa roca, que áun se guarda,
y que en los bellos cuentos de la costa
áun el Infierno del amor se llama.

FIN.

PRECIO:
Una peseta en toda España.