Title: La niña robada
Author: Hendrik Conscience
Release date: October 12, 2007 [eBook #22975]
Language: Spanish
Credits: Produced by Chuck Greif and the Online Distributed
Proofreading Team at http://www.pgdp.net
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BUENOS AIRES
1919
Derechos reservados.
Imp. de La Nación.—Buenos Aires
Capítulos: I, II, III, IV, V, VI, VII |
La mañana era hermosa; el cielo estaba claro y profundo como un mar azul; el sol desprendía del follaje de las encinas un perfume penetrante que dilataba los pulmones y daba bienestar al corazón.
Catalina salió de su choza y se adelantó hasta la orilla del bosque, por un sendero que, dando varios circuitos, conducía a la calzada de la aldea de Orsdael.
Aunque caminase muy ligero, iba mirando al suelo como una persona cuyo espíritu está oprimido por el peso de alguna inquietud. Y hasta de cuando en cuando meneaba la cabeza, volviendo los ojos hacia el castillo, con expresión de tristeza. Pensaba, sin duda, en la suerte de Marta Sweerts, en las sangrientas afrentas que tenía que sufrir todos los días, en la inutilidad de los esfuerzos para descubrir el impenetrable secreto.
Cuando llegó a la carretera, advirtió al intendente que iba unos cien pasos delante de ella. Esto la alegró porque no había visto a Marta desde hacía una semana. Esperaba que si podía entrar en conversación con Mathys, sabría noticias de su amiga, y quizá esta ocasión le permitiría decirle algunas palabras en su favor.
Apresuró el paso hasta que alcanzó al intendente. Cuando estuvo a su lado le dijo en tono cortés, casi acariciador:
—Buen día, señor Mathys. ¡Qué cielo tan claro! ¡Qué aire tan puro! Parece que uno se sintiera rejuvenecido, ¿verdad?
—Sí, hace buen tiempo... Buenos días—murmuró Mathys sin mirar a la campesina.
Dicho esto, acortó el paso como si quisiera quedarse más atrás.
—Perdone, señor intendente, que me atreva a hacerle una pregunta: mi respeto, mi afecto por usted son mi disculpa. Parecéis estar enfermo, pero confío que no será nada.
—No estoy enfermo—respondió Mathys refunfuñando.
—¿Quizá tendréis un disgusto o habréis sido también objeto de una injusticia?
—Sí, he tenido un disgusto y estoy incomodado. Vos, Catalina, habéis contribuído a ello más que nadie; pero quiero creer que vos, lo mismo que yo, habréis sido engañada por una falsa apariencia.
—¡Que yo soy la causa de vuestra tristeza!—exclamó la campesina con sorpresa—. ¡Imposible, señor intendente!
—¿No me ha hecho en toda ocasión elogios exagerados de la nueva aya? ¿No me habéis pintado a vuestra amiga como una mujer buena, atenta y amable? ¿No llegasteis hasta hacerme creer vos misma que estaba agradecida a mi amistad y me tenía algún afecto?
—¿Y no es así, señor?
—Callaos, Catalina; el aya es orgullosa, mal educada y colérica. Al principio supo disimular sus defectos; pero ahora apenas si se digna responderme. Tiene un humor áspero y sombrío. Casi estoy por creer, cuando reflexiono respecto de su conducta arrogante, que me mira como su sirviente. Para protegerla contra la condesa, me expongo de la mañana a la noche a sufrir altercados y disgustos... ¡Y ser recompensado por un frío desdén! No, no, esto no puede continuar. Hace demasiado tiempo que dejo turbar mi tranquilidad en beneficio de una ingrata. ¡Es preciso que parta de Orsdael!
Sorprendida y profundamente conmovida por estas palabras, Catalina inclinó la cabeza y escuchaba temblando. Quizá estaba absorbida en sus pensamientos y trataba de encontrar un medio de desviar el golpe fatal que amenazaba a su desgraciada amiga. Mathys, satisfecho de haber encontrado motivo para dar rienda suelta a su mal humor, prosiguió:
—¿Os parece advertir en mi fisonomía que estoy disgustado? Pues bien, sí, tengo motivos para estarlo. Cómo ha sucedido esto, no lo sé; pero desde la primera vez que vi a Marta, se despertó en mí un sincero afecto por ella. La he protegido y defendido sin cesar, hice cuanto pude por serle agradable. ¿Qué pedía yo en recompensa? Un poco de amistad, nada más... y ella, ella parece temerme u odiarme. Eso me da pena; pero ahora se acabó, empiezo a detestarla. ¿Sabéis qué pensaba, Catalina, cuando vinisteis a interrumpirme? Me preguntaba si despediría mañana mismo al aya o si tendría paciencia ocho días más. Es natural que esta idea os entristezca; pero reconoceréis, sin duda, que os habéis engañado tanto como yo respecto al carácter de vuestra amiga... ¿Qué os pasa? ¿Por qué me miráis con esa expresión tan extraña, Catalina?
La campesina tenía los ojos fijos en él, con una expresión de dolor y de compasión, meneando la cabeza silenciosamente.
—No os comprendo—murmuró Mathys sorprendido—. ¿Qué significa esa triste sonrisa?
—No me atrevo a hablar—murmuró Catalina suspirando—. Puede que traicionara un secreto que mi pobre amiga quiere mantener oculto; pero, creedme, señor intendente, vuestro despecho no es fundado. Si pudierais leer en el corazón de Marta, quizá reconoceríais a vuestra vez hasta qué punto vuestro espíritu se aleja de la verdad.
—Sí, vais a contarme otra vez la misma canción; pero es inútil. No os imagináis su conducta para conmigo; no veis su frialdad despreciativa. Es preciso que se marche del castillo, mi tranquilidad exige que se vaya; no quiero dejarme despreciar por alguien que, a no ser por mí, no hubiera puesto nunca los pies en Orsdael.
—¿Y si su frialdad no fuera más que una simulación para ocultar un sentimiento que se reprocha a sí misma?
—¡Un sentimiento que se reprocha a sí misma!—repitió Mathys sorprendido—. ¿Un sentimiento de amor?
—Así parece.
—¿Por quién?
—¡Ah! ése es mi secreto.
—Os reís seguramente, Catalina. Pero es igual, acortad un poco el paso. Explicadme lo que creéis saber.
La campesina fingió asustarse de una revelación importante. Se detuvo, miró a su rededor para ver si nadie los escuchaba, y dijo con voz vacilante:
—Yo no sé si hago bien en tratar de penetrar lo que pasa en el corazón de mi amiga; pero también a vos os debo considerar y no quiero dejaros en un error que os entristece. Debéis saber que Marta tiene principios muy severos respecto de la virtud de las mujeres, y que, su corazón es todavía puro y sencillo como el de una niña de veinte años.
—¡Cómo! pretenderíais hacerme creer...
—Es muy natural, señor. Ha sido criada en un convento y no salió de él más que para casarse con un hombre viejo ya, que ella no conocía casi. Su marido murió poco tiempo después. ¿Os dais cuenta? Es como si no hubiese estado casada nunca.
—Pero eso, ¿qué tiene que ver conmigo? Sed más clara; ¿adónde queréis llegar?
—Hago cuanto puedo, señor, para que adivinéis lo que no me atrevo a deciros abiertamente. Escuchad todavía un momento con paciencia, os lo ruego... Quizá ya lo hayáis olvidado; pero cuando se es joven o se conserva el corazón joven, hay momentos en la vida en que se sueña noche y día, en que la misma imagen está sin cesar ante nuestros ojos, en que se lucha en vano contra un sentimiento que se quería sofocar, pero cuyo poder nos domina con una tiranía implacable. Entonces uno se vuelve triste, y la persona cuya presencia nos impresiona es aquella a que demostramos frialdad para ocultarle el secreto de nuestra debilidad.
Catalina, a propósito, había hablado lentamente y en tono misterioso. Quería hacer impresión en el espíritu de Mathys, y despertar en su corazón, por medio de palabras ambiguas, una esperanza que fuera un obstáculo a la partida de Marta. Parecía haber ya conseguido en parte su objeto, porque una sonrisa había plegado los labios del intendente, y durante algún tiempo bajó los ojos con aire pensativo. Sin embargo, sacudió de nuevo la cabeza con desconfianza.
—¿Qué significa esto?...—dijo irónicamente—. Esas sólo son conjeturas que no prueban nada. ¿Sabéis acaso algo más? ¿Por qué os detenéis a medio camino? Acabad de una vez.
—Pues bien, el hombre cuya imagen está siempre delante de sus ojos, el hombre que ha interesado tan profundamente su corazón, el hombre a quien ama con toda la fuerza tímida de su primer amor...
—¡Acabad, pues!
—¿Si fuerais vos, señor intendente?
—¿Yo? ¡Bah! ¡es imposible!—exclamó Mathys, que ocultaba con pena su emoción y fingió completa incredulidad para arrancar a Catalina el secreto cuya revelación debía colmarle de alegría—. ¿Marta no es insensible a mi amistad? Vamos, hablemos claramente. ¿Marta me ama? ¿Os lo ha dicho?
—Una mujer, una mujer honesta y pura como Marta, nunca dice semejantes cosas...
—¿Cómo podéis saberlo entonces?
—El aya tiene mucha confianza en mí, señor; harto he comprendido por sus palabras que su espíritu es presa de una pasión secreta. Y como siempre habla de vuestra amabilidad y de vuestra amistad, creo poder deducir que es en vos en quien piensa.
Una sonrisa irónica apareció en los labios de Mathys, aunque creyera interiormente en la sinceridad de Catalina, y aunque estuviera inclinado a embriagarse en la esperanza halagadora que, por cálculo, ella le había hecho sorber gota a gota.
—¿De manera que ella no os ha dicho nada?—preguntó con expresión indiferente—. Eso no es más que una sospecha. Seguid vuestro camino, Catalina; tengo que ir hasta la aldea, pero no camino tan ligero como vos.
Entristecida por el fracaso aparente de su tentativa, Catalina le dijo con voz suplicante:
—Puedo preguntaros, señor intendente, ¿qué es lo que habéis decidido respecto de mi amiga? ¡Ah, tenedle compasión! Si le quitáis vuestra generosa protección no tendrá ningún recurso de vida, y quizá se vea reducida a ser sirvienta en una casa humilde. ¡Una mujer de nacimiento tan distinguido, y tan bien educada! ¿Puedo confiar en vuestra bondad, señor?
—Dentro de dos días se habrá marchado—respondió el intendente que creía que Catalina sabía más de lo que había dicho, y que el temor le induciría a hacer una declaración más completa.
—¡Tened lástima, señor!—exclamó la campesina con verdadera inquietud.
—Nada de lástima; su ingratitud tiene que ser castigada; quiero recuperar mi tranquilidad.
Catalina siguió durante algún tiempo indecisa; era evidente que luchaba contra un sentimiento doloroso; pero de pronto exhaló un profundo suspiro; acercó la boca al oído del intendente, y balbució con voz agitada:
—¡Vos lo habéis querido! Me arrancáis el secreto de mi desgraciada amiga... Pues bien, sí, os ama, piensa en vos, y ese amor irresistible es la causa de su pena. Me lo ha dicho y repetido más de una vez, derramando abundantes lágrimas. ¿Estáis contento ahora, señor?
El intendente tomó ambas manos de la campesina, y, mirándola en los ojos con una alegría casi insensata, exclamó:
—¡Oh Catalina! ¡Catalina! repetídmelo, afirmádmelo una vez más. ¿De veras, esa frialdad es sólo la máscara de un amor secreto? ¿Me ama Marta, de veras, con sinceridad de un alma pura...? ¿Estáis bien cierta de esto, en verdad? ¿Ella misma os lo ha dicho de un modo claro y distinto, que haga imposible toda equivocación?
—Ay, señor—suspiró Catalina con una tristeza verdadera—, ¿por qué me habéis arrancado esta revelación? No voy a ser capaz de mostrarme a los ojos de mi amiga después de semejante deslealtad.
—Pero no, os alarmáis sin motivo. Marta, por el contrario, debe estaros agradecida. Sin vos yo hubiera cometido una injusticia; mañana mismo habría recibido la orden de dejar Orsdael para siempre.
—Y ahora, ¿quién sabe si se quedará?
—Ahora se quedará, y si la condesa quisiera hacerle la vida demasiado amarga y no la tratara bien, yo soy capaz de todo por defenderla. Podéis estar tranquila, os recompensaré a vos también; los honorarios de vuestro marido serán aumentados; tendréis más tierras que cultivar. Seguid, Catalina; ahora me siento más ágil y con el corazón más contento. Mientras vamos andando volveremos a hablar de este asunto.
Volvieron a ponerse en marcha. El intendente siguió demostrando su alegría. Cuanto antes trataría de hablar a Marta y pedirle perdón por sus sospechas mal fundadas, y hacerle comprender por medio de palabras buenas que conocía la causa de su pesar.
Catalina no hacía más que suspirar mientras él hablaba.
—¿Qué es lo que os apena tanto?—le preguntó—. Parece que tuvierais ganas de llorar.
Catalina estaba muy triste, en efecto. Para salvar a su amiga amenazada, había tenido que recurrir a una mentira peligrosa. ¿Qué iba a suceder ahora; si el intendente, alentado por la falsa revelación, se ponía a asediar a Marta con su afecto más vivamente que nunca? La áspera acogida con que lo recibiría lo llenaría de enojo, y la viuda sería inexorablemente despedida. Catalina no sabía qué hacer; su única esperanza era conseguir que aquel hombre presuntuoso se condujera con Marta respetuosa y moderadamente. El le repitió su pregunta:
—¿Por qué estáis tan afligida?
—Vuestras palabras me asustan, señor—le respondió—. Tenéis la intención de declararle a mi pobre amiga que sentís afecto por ella y que sabéis que su corazón no es indiferente a vuestra amistad. ¡Por Dios os pido evitadle esa vergüenza! No la hagáis sonrojarse en vuestra presencia; huiría indudablemente de Orsdael...
—¡Cómo es eso!—murmuró Mathys—, ahora sí que no os comprendo. Me ama, yo la amo; no se atreve a decírmelo; quiero hacer lo posible para que la confesión sea ligera y fácil, y eso la haría huir como si fuera objeto de un sangriento ultraje. ¿Qué significa eso? ¿hay acaso otros secretos que yo no conozco?
—No, señor intendente, no hay otros; pero tenéis que ser justo y reconocer la delicadeza de vuestra posición delante de mi pobre amiga. ¿Qué sois para ella? Un amo que le demuestra amistad; y ella no es para vos, ¿verdad?, más que una sirvienta que os debe obediencia. Es, pues, natural que haga esfuerzos para ocultar un sentimiento que debe inspirarle temor y vergüenza.
El intendente bajó la cabeza y sonrió a sus propios pensamientos, como si aquellas palabras hubiesen determinado en su espíritu una reflexión brusca.
—Sería generoso de vuestra parte—continuó Catalina—, que considerarais de vuestra parte la timidez de Marta. No podréis darle mayor prueba de afecto que contentaros con la revelación que me habéis arrancado... Por Dios, señor, os lo ruego, no le habléis de amor. Ofenderíais su honesta reserva, y no debo ocultároslo, y se marcharía de Orsdael para preservar su honor de toda apariencia de debilidad.
—Está bien, Catalina, podéis estar tranquila; conozco un medio seguro de salvar todas las dificultades—dijo victoriosamente Mathys—. Mañana, probablemente, el aya os traerá la noticia de que me ha confesado su afecto sin haber temblado ni sonrojado.
La campesina lo miró con sorpresa.
—Es bien sencillo—exclamó—, voy a proponerle que se case conmigo... ¿Por qué lanzáis ese grito de inquietud? Os he comprendido. Mientras Marta no sea para mí más que una sirvienta, tiene que sonrojarse de su amor; pero así que tenga la certidumbre de ser mi mujer, tendrá, por el contrario, mil razones para estar orgullosa de mi amistad. ¿No es ése vuestro modo de pensar?
—Sí, sí—balbució Catalina estremeciéndose—. Pero, ¿acaso queréis proponerle el matrimonio tan pronto, mañana mismo?
—¿Para qué esperar y prolongar su tristeza? Ese era desde hace tiempo mi propósito. Después de la feliz seguridad que me habéis dado, no tengo por qué vacilar.
—Creo que eso la llenará de felicidad... pero... pero, ¿y si por casualidad no aceptara?
—¿Si no aceptara?—repitió el intendente con una mueca de desconfianza—sería la prueba de que me habéis engañado, Catalina, y claro que después de este ultraje, no soportaría ni un momento su presencia en el castillo. Pero ¡bah! ¡bah! no es posible que me rechace. Este casamiento debe hacerla feliz, yo poseo una linda fortunita, Marta no tendría que servir a nadie y pasaría una vida fácil y agradable...
Catalina caminó silenciosamente durante algún tiempo mientras Mathys se restregaba las manos y se entregaba a rientes reflexiones. La campesina se detuvo de pronto a la entrada de un sendero.
—Disculpadme, señor intendente, es muy honroso para la mujer de un pobre guardabosque ir a la aldea así, en compañía de su amo, pero es preciso pasar allá por la pequeña huerta para comprar lino para la cortijera que me espera a las nueve.
—Está bien, Catalina, os doy los buenos días. Pasado mañana, el aya os hará saber que va a ser la esposa legítima de Mathys. Será una alegre boda, y como me habéis sido útil en este asunto, haré de modo que asistáis a ella. Hay tras de vuestra casa, cerca del bosque, un retazo en que hubo cebada. Desde mañana podéis cultivarla, os la doy en locación.
La campesina balbuceó un agradecimiento, y se alejó por el sendero que estaba cercado de zarzas a ambos lados. Caminaba muy lentamente y echaba, de cuando en cuando, una mirada a través del follaje, para ver si el intendente no había llegado a la vuelta del camino. Así que lo vió desaparecer tras el ángulo del bosque, se volvió hacia el camino y se dirigió a pasos precipitados al castillo.
Estaba asustada y triste; el corazón le latía con violencia.
¡Qué imprudencia había cometido! Reducida por la necesidad a emplear un medio extremo, creyó que debía salvar a su amiga de una mentira, y ahora esa mentira se iba a volver contra ella para asestarle un golpe irreparable y hacerla echar de Orsdael.
Al caminar se hablaba a sí misma y se torturaba el espíritu a fin de reparar, si era posible, el mal que había hecho involuntariamente. No le quedaba más esperanza que decidir a Marta a representar hasta el fin su triste comedia con el intendente. Catalina sabía bien que su amiga acogería ese consejo con horror, tanto más cuanto que había sorprendido por sus palabras que el odio del aya hacia él no había hecho sino aumentar; pero, ¿qué hacer contra un concatenamiento de circunstancias fatales? Y puesto que Marta había emprendido una lucha legítima contra los ladrones y verdugos de su hija, ¿por qué retrocedería ante el papel que tenía que proseguir, cuando la libertad de su pobre Laura podía ser el precio de ese nuevo sacrificio?
Catalina llegó pronto al llano en medio del cual se levantan las torres de Orsdael, y, desde la elevación en que se encontraba, miró hacia todos los lados. De pronto lanzó una exclamación de alegría y de sorpresa. Veía al aya sentada con Elena en un banco del jardín, detrás del castillo.
Estaban completamente solas; allí sólo estaba el jardinero, y estaba trabajando a una gran distancia.
La campesina acortó el paso, afectó un aire indiferente, y se puso a avanzar despacio, como si se paseara, hacia el cerco y penetró en él. Desde lejos hizo un llamado premioso al aya. Esta, sorprendida por aquellos ademanes insólitos, se levantó y le dijo a la señorita:
—Elena, quédate aquí en el banco, Catalina tiene algo importante que decirme, finge que no la has visto.
—Está bien, mi buena Marta—respondió la joven—, no me moveré de aquí.
La campesina avanzó silenciosamente por el sendero, y se aproximó a la viuda, que se había ido a sentar en un banco algo apartado, vuelto de espaldas al castillo.
—Siéntese a mi lado, Catalina—le dijo—, y hábleme despacio, pues el bosque puede ocultar espías. ¿Qué os pasa? Tenéis los ojos llorosos.
—Sí, el corazón oprimido por el espanto. Vais a pasar por una prueba suprema, Marta, y tiemblo al pensar que os falten las fuerzas necesarias.
—¿Qué nuevo dolor me espera? No importa, mi valor no sucumbirá.
—¡Fatales ilusiones!—suspiró la campesina—. Sois tan dichosa en poder saborear el amor de vuestra hija, que lo olvidáis todo y no hacéis más esfuerzo para librarla de su triste esclavitud. Me temo que vuestra debilidad y vuestra imprevisión van a ser causa de una gran desgracia.
—¡Qué infundado es vuestro reproche, Catalina! No transcurre un minuto que yo no tenga presente el fin sagrado que me he propuesto.
—Lo creo, pero desde hace algunas semanas os negáis a hacer sacrificios para conseguirlo. Habéis tratado al señor Mathys con una frialdad tan altanera que ha acabado por declarar su intención de alejaros del castillo mañana mismo.
—¡Dios mío!—exclamó la viuda con voz ahogada—. ¡Verme separada quizás para siempre de mi desgraciada hija! Y no sé nada aún; nada, sino que no tengo derechos para hacer reconocer mis derechos maternos.
—Tened paciencia, Marta, todo depende de vuestra voluntad y resolución de espíritu: se os deja el derecho de elegir; estáis llamada a decidir vos misma vuestra suerte. Sí, sí, conocéis hasta qué punto puede y debe extenderse el sacrificio de una madre; pronto vais a saberlo, porque contáis para ello con un medio infalible. Si vaciláis, si llega a faltaros la energía necesaria, mañana os veréis lejos de Orsdael y vuestra hija seguirá siendo la víctima de la señora Bruinsteen, hasta que una muerte prematura o una enajenación mental corone la maldad de sus verdugos.
—¡Por Dios, tenedme lástima, Catalina; hablad claramente! ¿Por qué me torturáis así?
—Es necesario, Marta; tenéis que comprender que la menor debilidad puede volverse un crimen, y que vuestra respuesta va a decidir como un fallo supremo respecto de la vida de vuestra hija y de vuestra felicidad misma.
Dicho esto, tomó la mano de su amiga y agregó con tierna compasión:
—Tened valor y escuchadme con calma... El señor Mathys quiere hacer para con vos una tentativa solemne y decisiva. Mañana os propondrá... os preguntará si queréis ser su mujer. No lo rechacéis.
—La mujer de Mathys—exclamó la viuda con extrema palidez en las mejillas—. ¿Yo la mujer de ese hombre vulgar y bajo?
—Os equivocáis respecto al sentido de mis palabras—interrumpió la campesina—. No digo que debéis ser la esposa de ese hombre despreciable. Aceptad su proposición en apariencia. Hay cien medios para retroceder después. Mientras tanto, como prometida de Mathys, tendréis el derecho de interrogarle sobre su vida pasada, y, si sois hábil, el descubrimiento del secreto no podrá escaparos. La felicidad de vuestra hija es el precio de vuestro sacrificio. ¿No encontraréis en vuestro corazón de madre la fuerza necesaria para conquistarla? Vamos, querida Marta, tranquilizadme; decidme que también soportaréis con valor esta última prueba. ¿Cómo no me respondéis?
—¡Oh, dejadme llorar!—dijo Marta sollozando—; las lágrimas calmarán un poco mi angustia y disiparán el aturdimiento de la cabeza.
—Por amor de Dios, Marta, no perdamos tiempo. Pueden sorprendernos a cada instante e interrumpirnos en nuestra conversación. La suerte de vuestra hija está en vuestras manos, tened piedad de ella. Decidid: ¿será Laura libre y feliz, o estará condenada a una muerte lenta? ¡Hablad, libradme del miedo que os hace temblar!
Marta respondió con una sonrisa penosa.
—¿Hacerle creer que consiento en ser su mujer? Eso es hoy lo que se exige de mí. Pues bien, si creéis que esa palabra puede salvar a mi hija, la pronunciaré. Orad, Catalina, para que mi valor sea más fuerte que mi desprecio, que mi indignación.
—Gracias, gracias; hice mal en dudar de vuestra fuerza de voluntad.
—¡Chito! No habléis más, oigo un ruido tras de las plantas—interrumpió Marta.
Se pusieron a escuchar en silencio; era el jardinero que pasaba por el sendero cargado con un haz de largas ramas que rozaban con el follaje. Pasó sin reparar, aparentemente al menos, en las dos mujeres. Dirigió, sin embargo, una mirada de soslayo a la señorita, y se encogió de hombros con una expresión medio irónica, medio compasiva, viéndola sentada en el banco con la cabeza gacha, como una verdadera loca.
—Escuchad, querida Marta—prosiguió Catalina—, preparaos para recibir la declaración de amor del intendente; en esa solemne entrevista no dejará de demostraros una exaltación de afecto. Si lo rechazáis con una frialdad visible, se convencerá de que le odiáis, y llevará a cabo su primera resolución.
—No, Catalina, me dominaré para hacerle creer que le escucho con toda gratitud.
—Eso no basta, porque él se imagina que lo amáis.
—¡Qué insolente!—interrumpió el aya—. ¡Amar a ese monstruo! Así que lo veo, mi corazón se oprime, y la indignación me embarga.
—Ya lo sé, tendréis que fingir lo contrario y si os obliga a semejante confesión decidle claramente que lo amáis. ¿Os espanta esta idea? ¿Tembláis como una caña? ¿Es tan grande la adversión que os inspira Mathys?...
—Un horror que no puedo expresaros, Catalina. Oídme y juzgad. La semana pasada castigó tan cruelmente a mi pobre Laura, que durante varios días le quedaron las marcas en el cuerpo, los rastros de su crueldad. ¡El miserable marcó sus uñas en las mejillas de mi hija! ¿Y puedo decirle que le amo? ¿Quién sería capaz de violentar así sus sentimientos? ¡Ah! por la felicidad de mi hija sería capaz de afrontar mil muertes crueles, pero me falta valor para esta abdicación de mi conciencia, para este suicidio moral.
—Y, sin embargo, no hay más remedio—dijo la campesina—, o someteros a la odiosa necesidad o ser despedida de Orsdael, dejando a vuestra hija entregada a sus verdugos.
La viuda estaba soportando dolores indecibles; su rostro se había puesto de una palidez mortal, sus manos temblaban de fiebre, los estremecimientos nerviosos recorrían todo su cuerpo.
—¡Qué situación tan terrible!—murmuró—El enemigo más cruel de mi hija me hablará de amor. Tendré que prestar oído a sus galanterías abominables... y decirle: «¡Os amo!», ¡manchar mis labios con estas palabras impías!
Hubo un silencio bastante largo. Cuando Catalina creyó que la emoción de su amiga se había calmado un tanto, repuso:
—Mi buena Marta, ésta es una batalla decisiva, tenéis que calcular las probabilidades con fría prudencia, como un soldado que ve al mismo tiempo la muerte y la victoria ante sus ojos. Quizá no tengáis que hacer un esfuerzo semejante sobre vos misma. Le he suplicado a Mathys que respete vuestro recato; quizá consigáis dejarlo satisfecho con algunas palabras ambiguas. Esperemos que se mantendrá dentro de los límites más estrictos; pero, sea como fuese, acordaos que tendréis que arrepentiros eternamente si, por falta de voluntad, os condenarais a vuestra hija y a vos a la desesperación y a la esclavitud. Tened compasión de vuestra triste suerte. Daría gracias a Dios si pudiera sufrir en vuestro lugar, pero...
En ese momento se abrió violentamente una de las ventanas del castillo, y una voz irritada llamó al aya por su nombre.
—Es la condesa—exclamó Marta asustada—, he dejado pasar la hora... Tenemos que entrar en casa... Alejaos, Catalina. ¡Ay! ¡cómo voy a ser regañada e insultada!
La campesina se alejó diciendo:
—Cueste lo que cueste, Marta, es preciso que os vuelva a ver hoy; quiero retemplaros para la prueba suprema. Yo también he emprendido un combate contra los verdugos de vuestra hija.
La viuda murmuró acercándose a la joven:
—Sígueme, Elena, la señora condesa... tu madre nos llama.
La joven se puso a caminar silenciosamente al lado de su aya, hasta que siguiendo por un sendero estuvieron fuera de la vista de la ventana. Entonces le preguntó con voz casi ininteligible:
—Marta, ¿qué os ha dicho Catalina? ¡Qué pálida estáis! ¿Estáis disgustada, verdad?
—No ha sido nada—balbuceó Catalina—, una triste noticia; en seguida se me pasará esto.
—¡Esa Catalina! no le tengo mucha confianza, Marta. Es muy amable con vos, pero siempre le sonríe con afecto al intendente. Puede que sea una mala mujer.
—¡Una mala mujer!—repitió la viuda—. Es la bondad y la abnegación misma; te quiere como si fueras su propia hija.
—Entonces, ¿la habéis transformado con vuestro incomprensible poder? Antes venía con frecuencia al castillo y más de una vez oyó las crueles injurias que mi madre me infería y nunca noté en su rostro la menor señal de compasión.
—Elena, Elena, eres injusta sin saberlo. Esa mujer daría su sangre por verte dichosa. Un día te explicarás este enigma... Ahora, cállate; ahí viene el jardinero y podría oírnos.
El aya estaba sentada en su cuarto con la cabeza baja y los ojos cerrados. De cuando en cuando, su pecho se alzaba y dejaba escapar un triste suspiro.
Por fin irguió lentamente la cabeza y dirigió una mirada extraviada al espacio. Una triste sonrisa vagó por sus labios; la expresión de su rostro era mezcla de sufrimiento, resignación y desprecio. Muy luego, sus sentimientos tomaron otra dirección. Buscó con la mano en su pecho, sacó una caja de oro y la abrió. Miró durante algún tiempo con expresión de espanto el retrato que encerraba. En la disposición de espíritu en que Marta se encontraba, le pareció que los ojos del soldado se animaban y la miraban con airado reproche. Esta ilusión adquirió en su espíritu agitado una especie de realidad y apartó instintivamente aquella imagen como la de un terrible acusador, y aproximó el retrato a sus ojos, murmurando con voz trémula:
—¡Oh mi Héctor, ¡qué severa es tu mirada! No, no dudes de mi valor; cumpliré con la misión que me impusiste en tu lecho de muerte. Si he vacilado al acercarse esta prueba suprema, era por amor a ti, era por defender el corazón que sigue amándote más allá de la tumba, hasta la apariencia de una mancha. Ahora, la lucha ha terminado, la madre ha vencido en mí a la esposa y vaciará el cáliz hasta el fondo. ¡Ah! es un martirio horrible descender así al abismo de la degradación, aunque ello sea para defender a nuestra hija, el gaje de nuestro amor.
Marta se puso de repente en pie como si algún golpe violento la hubiese herido y escuchó palideciendo... Le parecía haber oído un ruido en el corredor. Permaneció inmóvil hasta que salió de su error; pero se le escapó un grito de angustia y se puso a temblar murmurando:
—Valor y energía; y ya tiemblo y palidezco al solo pensar en su aparición.
Se dejó caer en una silla. Sin duda una confianza nueva iba penetrando en ella, porque una sonrisa de reto se dibujó lentamente en sus labios, mientras una chispa de coraje brilló en sus ojos. Se levantó y pasó al otro cuarto, se detuvo delante del postigo y miró, a través del vidrio, a la niña que estaba en un rincón leyendo y estudiando sus lecciones. Marta se detuvo, inmóvil, para no distraerla. Fijó en ella sus ojos como si buscara en aquella larga y profunda mirada la fuerza necesaria para no sucumbir en la prueba temida.
En aquel momento sintió claramente que abrían la puerta. Una ligera palidez decoloró sus pupilas. Su pecho se dilató y su respiración se hizo penosa, mientras volvía a su cuarto. Pero aquella emoción parecía más bien signo de una fuerte voluntad que un acceso de temor. Dirigió una mirada suplicante al cielo y se sentó junto a la mesa. Allí tomó su labor y esperó con indiferencia afectada la llegada de Mathys.
El intendente apareció en la pieza y balbuceó algunas palabras corteses. Aunque fuere día de trabajo, vestía sus mejores ropas, y para ponerse sin duda a la altura de la situación, habíase puesto guantes blancos. Su aparición en aquel traje solemne hizo temblar a Marta en los primeros momentos, pero luego, dominada por la necesidad, se puso de pie sonriendo y respondió al saludo de Mathys con suave amabilidad.
Esta acogida amistosa alentó al intendente, que se aproximó triunfante, y le dijo con expresión ligera:
—Mi querida Marta, estáis sin duda sorprendida de verme en este traje, ¿verdad? Hace tiempo que algo me oprime el corazón... Separados por una enojosa desinteligencia, una pena que no nos atrevíamos a confesar, nos hacía sufrir a los dos; ahora vengo a romper el hielo... El hombre es débil, no os enojéis... yo no tengo la culpa, Marta, de que vos seáis hermosa... y que yo no sea insensible...
El intendente había creído que no le costaría el menor esfuerzo hacer su pedido. Por lo que le había dicho Catalina, sabía que el aya acogería su proposición con una alegría, si no ruidosa, por lo menos sincera.
Sin embargo, su tono familiar y el giro atrevido de sus frases habían asustado a Marta, y, aunque hubiese conservado en sus labios una sonrisa fingida, había en su mirada algo de severo que detuvo a Mathys imponiéndole ser más respetuoso y reservado. No sabía ya qué decir, y balbuceó confusamente:
—De veras... es algo extraño... cuando se está herido en el corazón... las ideas se confunden. ¡El asunto me parecía tan fácil y sencillo!... En fin, a los cuarenta o a los veinte, el amor es siempre el amor... He venido para hablaros de una cosa que sin duda tiene que seros agradable y no sé por dónde comenzar.
—Hacéis mal, señor—dijo el aya con voz dulce—. Hablad; sea lo que fuere lo que tengáis que decirme, os escucharé con atención. Servíos tomar asiento.
—En efecto, así estaremos mejor—prosiguió Mathys algo cohibido—. Sentaos vos también, Marta. Parecéis estar inquieta. Teméis que la condesa nos sorprenda, ¿verdad? No tengáis cuidado; la he hecho ir con un pretexto fútil a la granja grande. Estará ausente una hora por lo menos. Vamos, no somos niños. ¿Puedo hablaros, Marta, con franqueza?
—Con toda franqueza, señor.
—Sí, pero no es como intendente del castillo, ni como vuestro superior que os lo pregunto, sino como amigo.
—Sois demasiado bondadoso, señor.
—Está bien, no comenzamos mal—dijo Mathys restregándose las manos—. En seguida nos entenderemos, Marta. Escuchadme: ¿Habréis notado, verdad, cómo desde el primer día de vuestra llegada a Orsdael os demostré amistad, cómo os protegí contra la crueldad y el odio de la condesa, cómo espiaba vuestros pasos y os seguía para tener la felicidad de encontraros y hablaros? ¿No habéis adivinado, acaso, la causa de este afecto?
—Creo haberla adivinado, señor. Os confesaré que me asusto porque sólo soy una sirvienta.
—¡Una sirvienta! Pero si tenéis la belleza, los ojos de una reina. Desde la primera vez que os vi, Marta, me impresionaron los encantos de vuestra persona, de vuestro lenguaje, de vuestra seductora sonrisa... No tembléis así, amiga mía; mis intenciones son puras y honradas. Ya sé que en materia de pudor sois muy severa y hasta muy hosca. Esa reserva me engañó en un principio, haciéndome creer que me despreciabais. Pero atribuyo un alto precio a la bondad, sobre todo en vos, hermosa Marta. Así, pues, es superfluo que os diga que os amo, lo sabéis de hace tiempo; sin embargo, todavía no conocéis la extensión de mi afecto. Noche y día pienso en vos, y vuestra imagen no me deja sosiego; mi más hermoso sueño consiste en haceros la compañera de mi vida, para jamás apartarme de vos, buena y querida Marta.
Al pronunciar estas palabras apasionadas, Mathys tomó la mano de la viuda.
Esta estaba pálida y a pesar de los violentos esfuerzos que hacía sobre sí misma, no podía dominar sus emociones, ni su visible estremecimiento.
Felizmente Mathys se equivocó con respecto a aquella emoción.
—Perdonad, Marta—dijo con más calma—, perdonad el sentimiento que me arrebata. ¡Ah! os lo ruego, antes de que os declare formalmente el objeto de mi visita, decidme que no habéis permanecido indiferente a mi cariño. Sé que vuestro corazón es sensible y agradecido, pero me sería muy dulce sentir una palabra halagüeña de vuestros labios queridos.
—¿Qué queréis que os diga?—balbuceó Marta casi dominada por la angustia—. ¿Qué deseáis que os responda?
—Una sola palabra: un «sí» quedo y breve, Marta. Marta, ¿me amáis?
El aya bajó silenciosamente la cabeza; su frente y sus mejillas se cubrieron de un vivo sonrojo. Sufría atrozmente y luchaba con desesperación contra la vergüenza que le causaba y le oprimía el corazón. Mathys la miraba con expresión de alegría y de triunfo. El, que era ya viejo, conseguiría por mujer una criatura hermosa, buena y que se sonrojaba como un niño a la primera palabra que pudiera rozar su rubor. Respetó un momento su silencio y preguntó:
—¿No me decís nada, Marta? ¿Me negáis la palabra que ha de hacerme feliz?
—Una mujer... mi posición respecto a vos. ¿Me exigís, me arrancáis esa confesión?
—Os lo suplico, Marta.
—Pues bien, sí—dijo el aya con voz casi ininteligible.
Mathys abrió los brazos y lanzó un grito; pero la viuda se alzó de un salto de su silla, y con una mirada, que la indignación y el miedo hacían irresistible, exclamó:
—Señor, señor, no ofendáis mi dignidad de mujer. Si queréis convencerme de que realmente me amáis, respetad al menos vuestro amor por mí.
—Tenéis razón, Marta; la felicidad me hace perder la cabeza—murmuró el intendente, dominado y casi desconcertado—. Volvamos a sentarnos y escuchadme. Hacéis mal en asustaros por la demostración primera de mi amor sincero, y vais a reconocerlo inmediatamente. Oídme, querida amiga; hace quince años que soy intendente de la condesa de Bruinsteen, he ganado bastante dinero y gastado poco. He reunido una pequeña fortuna, y puedo hacer independiente y feliz a la mujer que elija por compañera. Mi corazón es joven, mi salud es buena y estoy lleno de vida. Vuestro dulce lenguaje, vuestras maneras honestas, algo inexplicable, el encanto misterioso de vuestros ojos... ¡Ay, ay! me estoy poniendo hablador... Bueno, bueno, ya sospecháis lo que os quiero decir, Marta. Consentís con alegría, ¿verdad? Vuestra vacilación... Pero, ¿acaso no me comprendéis?
—No me atrevo a comprenderos, señor—respondió el aya—. Un favor, un honor semejante para una pobre sirvienta...
—Me habéis comprendido, Marta. Pues bien, hablaré claramente. ¿Queréis ser mi mujer y compartir mi fortuna? Dadme la mano y no agreguemos nada más.
Marta puso su mano en la suya.
—Estáis conmovida, tembláis—exclamó alegremente Mathys—. Es natural, yo mismo tiemblo de alegría. Calmaos ahora, Marta, que todo ha concluído. No me agradezcáis, querida amiga, que os ofrezca una existencia libre y exenta de inquietudes, porque vos me aportáis todo lo que un hombre necesita para ser feliz. Estamos, pues, a mano. Hay personas que van a tratar de impedir nuestro casamiento; no les dejemos tiempo para que nos susciten serios obstáculos.
—¡Sí, la condesa!—dijo el aya suspirando—. Me echará del castillo así que sepa lo que acabáis de decirme.
—¡Echaros!—exclamó el intendente con una sonrisa de desprecio—. La condesa se pondrá furiosa y os injuriará probablemente; pero no temáis nada; haga y diga lo que quiera, tendrá que someterse a mi voluntad. Poseo medios infalibles para vencer su resistencia.
Una chispa de secreta esperanza brotó en los ojos de Marta; alzó la cabeza, dió a su fisonomía una expresión seria, y dijo:
—Perdonadme, señor; pero me parece que, sin ser indiscreta, he conquistado desde hace un momento el derecho de interrogaros respecto de cosas que me inspiran cierta desconfianza y que me inquietan.
—Tenéis, Marta, todos los derechos de una prometida.
—Pues bien, señor, demostradme que sois sincero. Desde hace tiempo me pregunto por qué la condesa os persigue y espía sin cesar. ¿Por qué la amistad que me tenéis le inspira una especie de celos y la pone furiosa?...
—¡Bah! es sólo porque me odia, y no le agrada que los servidores tengan por mí más respeto y afecto que por ella.
—Quiero creeros... ¿Si me engañarais, sin embargo?
—Qué ideas tenéis, Marta.
—¡Está bien! Si no fuera más que por esas apariencias, señor, haría mal en estar inquieta; pero hay otro misterio que me espanta; a pesar de vuestro importante cargo de intendente, estáis al servicio de la condesa, es vuestra ama, tiene derecho a vuestra obediencia. ¿Cómo es, entonces, que cuando ello es necesario, se encuentra bajo vuestro dominio y tenga que someterse a vuestra voluntad, como decís vos mismo?
Aquella pregunta pareció confundir a Mathys, porque balbuceó una respuesta confusa. Esta vacilación hizo que Marta se estremeciera de esperanza y alegría; pero, sin embargo, prosiguió con fingida tristeza:
—¿La causa de vuestra influencia sobre la condesa no será acaso de tal naturaleza que no pueda conocerla la mujer a quien habéis ofrecido vuestra mano, y no podría suceder que si yo la descubriese me viera en el caso de rechazar vuestras proposiciones? Disculpad que os hable así, porque me veo obligada, a pesar mío, a sospechar de vuestra sinceridad.
—Nada de eso, querida Marta, estáis equivocada. El asunto de que habláis no puede tener influencia sobre nuestro afecto recíproco ni afectar en nada mi lealtad.
—¿Por qué ese interés en ocultarme esa razón con tanto empeño?
—Hay cosas que no pueden decirse—murmuró Mathys—, sobre todo cuando carecen de interés para aquella que... que desea conocerlas.
—¿Entonces es un secreto?—exclamó el aya—. Un secreto entre vos y yo... ya.
—Pues bien, sí, es un secreto—respondió Mathys—. Mi honor, y, por consiguiente el vuestro, Marta, puede depender de la menor indiscreción a ese respecto.
—¡Oh! tranquilizadme, señor, disipad esta duda de mi espíritu, acordadme esa prueba de vuestro amor.
—No, Marta, sólo mi mujer puede tener el mismo interés que yo en guardar este secreto.
La viuda juntó ambas manos y suspiró acariciándolo con la mirada, y palpitando de emoción:
—¡Mathys, Mathys, os lo ruego, os lo suplico!
—El día de nuestro casamiento conoceréis el secreto, antes no. Tengo que permanecer inflexible por grande que sea la emoción que experimento bajo vuestra mirada... Pero, ¿qué es lo que oigo? Esa voz que se oye abajo... ¡Es la condesa! Se ha vuelto a toda prisa, furiosa sin duda de que la haya engañado. Tengo que irme, Marta. Cuando esta causa de mal humor haya pasado, le anunciaré nuestro casamiento. Estáis de nuevo temblando, calmaos. Si la señora llega a venir y os interroga decidle que os he reprendido. Eso la alegrará. ¡Adiós! La condesa anda gritando como una loca; me busca. Más tarde hablaremos de los medios de apresurar nuestro casamiento.
Marta lo siguió y acompañó hasta la puerta; pero, habiendo pasado un brusco capricho por el espíritu del intendente, se volvió y tomó a Marta en los brazos. El aya dió un salto hacia atrás dando un grito, y Mathys salió de la pieza echándose a reír.
La viuda se dejó caer en una silla y se puso a llorar de vergüenza y de dolor. De cuando en cuando alzaba los ojos al cielo. No le dejaron tiempo, sin embargo, de aliviar el corazón. La condesa entró bruscamente en el cuarto y echando a todas partes miradas furibundas, se puso a gritar:
—¿Dónde está el intendente? Os pregunto, ¿dónde está el intendente? ¿No me oís acaso, insolente?
—Estaba aquí hace un momento, señora—respondió Marta.
—¿A dónde ha ido?
—No lo sé, señora.
—¿Qué significan, veamos, esas lágrimas y esa palidez?
—Me ha retado, señora.
—¡Os ha retado! ¿y por eso lloráis?—exclamó la condesa dulcificando el tono—, ¿os ha maltratado acaso?
—Me ha dicho palabras que me han afectado mucho.
—Es un hombre falso y cruel, ¿verdad?
—Sí, señora, es un hombre falso y cruel.
—¡Bah! no reparéis en sus maneras brutales. Ahora lo voy a arreglar yo a ese insolente... Burlarse de mí, hacerme ir hasta la granja grande por un motivo ridículo... Vamos, Marta, consolaos, más vale que él os maltrate a que quiera engañaros con su falsa amistad. Secad vuestras lágrimas e id a pasear al jardín.
—Señora—dijo el aya cuya atención se había despertado al oír estas últimas palabras—, desearía ir hasta la casa de Catalina, la mujer del guardabosque. Eso me consolaría un poco en medio de mi desgracia.
—No hay ningún inconveniente para negaros esa distracción, Marat, pero preferiría que, desde mañana, permanecierais más tiempo en el jardín con Elena; me desagrada el tener que llamaros como ayer casi al caer la noche. Mirad, llevad a Elena a casa del guardabosque. Catalina es una mujer prudente. Colocad a la loca en un rincón y cuando hayáis conversado con vuestra amiga, volveos al jardín; pero tened cuidado de no perder de vista a Elena ni un solo instante.
—Ni un instante, señora.
—¿De modo que no sabéis dónde está el intendente?
—No, señora, se marchó corriendo en cuando sintió vuestra voz abajo.
—¡Qué cobarde! se habrá ido a esconder, pero lo encontraré. Tengo que averiguar por qué se ha burlado de mí.
Dichas estas palabras, salió renegando, y se alejó rápidamente.
Esta conversación le devolvió a la viuda las fuerzas necesarias para dominar los impulsos de su corazón. ¿Tenía, en efecto, un gran deseo de ver a Catalina? ¿O más bien deseaba alejarse de la casa para evitar en lo posible una entrevista con el intendente? Reflexionó un instante, se secó los ojos y las mejillas y abrió la puerta del cuarto de Elena.
—Querida niña, guarda tu libro—le dijo—. Vamos a ir a pasear. Tu madre nos ha dado permiso para ir hasta la casa de Catalina.
La joven se puso de pie rápidamente y, como si aquella sonrisa la colmase de felicidad, unió sus manos; pero inmediatamente las dejó caer y quedó inmóvil; luego le preguntó a su aya:
—Marta, ¿qué os ha sucedido? Tenéis los ojos colorados. ¡Si habéis llorado!
—No ha sido nada, mi buena Elena, el intendente me reprendió.
—¡Ah! Dios mío, ¿os maltrató como a mí?
—No, no; de palabra, de palabra solamente. Te asustas sin motivo. Apúrate; tu chal. ¡Está el tiempo más hermoso!
La joven estaba acostumbrada, desde hacía tiempo, a obedecer sin replicar, y a no insistir nunca cuando el aya le expresaba el deseo de no ser interrogada. Estaba convencida de que Marta le ocultaba muchos secretos; pero creía que de eso dependía la permanencia en Orsdael, de su protectora. Se preparó silenciosa y luego siguió al aya.
Al llegar a la puerta del castillo trató de consolar a Marta, diciéndole palabras alegres; pero viendo que estaba absorta en sus pensamientos melancólicos, caminó silenciosamente a su lado.
La casa del guarda estaba abierta; no había nadie en ella; pero después de buscar algún tiempo vieron a Catalina, ocupada en arrancar las malas hierbas en el jardín.
Así que la campesina vió a la joven y a su aya, se incorporó y fué a recibirlas. Una ardiente curiosidad se leía en sus ojos, y, mientras se iba acercando, interrogaba al aya con la mirada. Después de haber saludado cortésmente a la jovencita se volvió hacia su amiga, y murmuró:
—Vuestra venida a mi casa me indica que Mathys os ha halado. ¿Cómo han pasado las cosas? ¿Quedaréis en Orsdael?
Marta le hizo comprender por una seña misteriosa que no podía hablar de esas cosas delante de la señorita. Paseó la vista por todos los puntos del jardín. Este estaba rodeado por una espesa cerca, y al fondo había un banco cubierto de yedras y madreselvas. Se veía en verdad una abertura en la cerca, pero quedaba cerca de la casa, y alguien que estuviera bajo aquel techo de follaje no podría ser visto desde afuera.
—Anda, Elena, siéntate en el banco, bajo la glorieta—dijo el aya—. Tengo que entrar en la casa con Catalina, para hablar de un asunto importante. Toma, aquí tienes mi bolsa de labores, en ella encontrarás un tejido. Ten paciencia, que volveré a buscarte dentro de algunos minutos.
Se alejó, y entró en la casa con Catalina, cuyo corazón palpitaba de curiosidad.
La joven caminó lentamente por el sendero; recogió aquí y allá algunas flores, e hizo un ramito, que se puso en el seno. Después se sentó en el banco y se puso a concluir la gorra que Marta había comenzado. Mientras que sus manos manejaban rápidamente las agujas, su mirada vagaba delante de sí, meditabunda y olvidada de lo que hacía. El aya tardaba más de lo que había dicho; pero Elena no parecía reparar en ello. Quizá pensaba en las huellas de las lágrimas sorprendidas en los ojos de Marta; quizá se preguntaba cuál podía ser la causa del misterio que la rodeaba. Quizá también una imagen querida se alzaba ante sus ojos; porque a veces una sonrisa se dibujaba en sus labios. Sea lo que fuera, sus pensamientos se fueron volviendo tan absorbentes que dejó de tejer y su cabeza se inclinó suavemente sobre su pecho como si sus ojos se hubieran cerrado para mirar más profundamente dentro de sí misma.
Mientras estaba sumida en sus meditaciones, un hombre atravesó el agujero de la cerca y penetró en el sendero.
Se detuvo y lanzó una mirada casi indiferente al jardín. Era un joven de buena presencia y vestido con esmero. Iba a proseguir su paseo cuando notó a la joven sentada bajo la glorieta, inmóvil y con la cabeza inclinada. Se le escapó un grito ahogado. Se deslizó a lo largo de la cerca y se aproximó sin ruido. A cinco o seis pasos de ella se puso un dedo sobre los labios y balbuceó:
—¡Elena, querida Elena!
La joven se puso de pie temblando y pronta a lanzar un grito de alarma; pero la señal que le hacía el joven y la muda plegaria que se leía en sus ojos detuvieron la voz en los labios de Elena.
—¡Federico! ¡Ah, Federico! idos, apartaos de este sitio.
—¡Silencio, silencio, os lo ruego! No me privéis de este instante de felicidad—murmuró.
—No, no; es preciso que os hable, cueste lo que cueste.
—¡Ay!—suspiró la joven—, mi madre despidió a Rosalía porque vos me hablasteis. Si Marta, mi protectora, me fuera quitada, me moriría de pena.
—No es lo mismo; por otra parte el destino lo quiere; no hay que vacilar. Vamos, querida mía, calmaos; sentaos en el banco; así será menos fácil que nos vean.
Tomó a la joven de la mano y la condujo al banco a pesar de las súplicas y de la resistencia de ella. Una vez sentado junto a la joven, prosiguió:
—Elena, he estado enfermo en Bruselas, en peligro de morir; tranquilizaos, no tembléis así.
—En peligro de morir—repitió la joven—. ¡Oh! era por eso que mi corazón estaba lleno de temores y que lloraba cuando pensaba en vos...
—Gracias, Elena, por vuestro recuerdo. ¿De modo que no me habéis olvidado?
—¿Olvidado, Federico? Vos y Marta sois las únicas criaturas que me habéis amado en la tierra.
El joven meneó la cabeza, y dijo precipitadamente:
—No tenemos tiempo para cambiar palabras dulces. Decidme, Elena, ¿de dónde procede vuestra aya?
—De Bruselas, Federico.
—¿Cuál es su apellido?
—Se llama Marta, Marta Sweerts.
—¿Quién es?
—No lo sé.
—¿No es una parienta del conde, vuestro finado padre? ¿No es vuestra prima o tía?
—No.
—¿No ha sido mandada por alguien de vuestra familia para protegeros?
—No lo creo.
—¿No lo creéis, no lo sabéis?—murmuró Federico con decepción—. ¿La presencia de esa mujer oculta acaso un secreto?
—Sí, sí, muchos secretos; pero no intentéis penetrarlos, tal vez de ellos dependa mi felicidad.
—¿Vuestra felicidad? ¿Estáis bien cierta de que esa mujer sea sincera?
—¡Oh! amigo mío; esa duda es una gran injusticia. ¡Sospechar de Marta, un ángel de generosidad y compasión!
—¿Estáis cierta? ¿No finge? Entonces, Elena, debe ser sin duda de la familia de vuestro padre, porque sólo la voz de la sangre puede inspirar palabras y sentimientos como los que ha expresado delante de mí. Y si no supiera que sois la hija de la condesa de Bruinsteen dudaría de que fuera ésta, y no Marta, vuestra Marta...
—Sí, sí—exclamó la joven con orgullosa alegría—, ¡es mi madre por el alma, por el corazón! ¡Ah, Federico, qué felices deben ser los hijos que tengan una madre así!
—¿Y no os ha dicho por qué os quiere de una manera tan sorprendente, ni quién pueda haberla mandado para consolaros o defenderos?
—¡Ah, Federico! Marta cuenta a ese respecto cosas extrañas. ¿Sabéis quién la ha enviado a mí? Un hombre que hace cerca de veinte años que está en el cielo. Un héroe, un oficial de húsares, condecorado con la cruz de honor.
—¡Un oficial de húsares!—exclamó el joven.
—Sí, un oficial de húsares, que me quería antes que yo naciese.
—¡Ah! ahí está el secreto, seguid hablando, Elena.
—Pues bien, fué él quien la mandó hacia aquí; y cuando Marta ruega por mí se le aparece a menudo, y siempre le ordena que me quiera mucho. Es singular, no lo comprendo, pero es cierto, porque lo dice Marta, y lo que ella dice...
Una grosera carcajada vino a interrumpirles.
Un hombre que estaba en la abertura de la cerca y que extendía el puño hacia ellos, gritó con toda la fuerza de sus pulmones:
—¡Ah, ah, bribona, estás otra vez ahí! Corro en busca de la condesa para hacerle saber lo que pasa aquí. Esta vez te va a salir mal.
Elena se puso vivamente de pie, azorada por aquella amenaza, y huyó hacia la casa dando gritos agudos. Federico trató de calmarla; pero viendo que no lo escuchaba, pasó por la abertura y desapareció tras de la cerca.
—¿Qué hay? ¿Qué ha sucedido?—exclamaron a un mismo tiempo la viuda y la campesina, que habían acudido al jardín—. ¿Quién ha hablado de la condesa en voz tan alta y amenazadora?
—¡Ah, Marta, querida Marta, perdóname!—suplicó la joven asustada echando los brazos al cuello de su aya y poniéndose a llorar sobre su pecho—. He hecho mal. Seréis despedida, y yo moriré de pena y de dolor.
—No, no; tranquilízate, querida Elena—dijo la viuda prodigándole sus caricias para calmarla—. Habla. ¿Qué ha sucedido?
—Federico, Federico estuvo en el jardín...
—¡Ah, Dios mío!—exclamaron las dos mujeres—. ¿Federico estuvo con vos en el jardín?
—Sí, yo quería llamaros; pero me pidió tanto que no lo hiciera. No tuve el valor de hacerlo. Sus ojos, su voz... Mientras que yo lo oía en un culpable abandono de mí misma, el peón jardinero se acercó a la abertura del cerco. Vió a Federico y corrió al castillo para avisárselo a mi madre. ¡Ay, mi buena Marta! lo que yo tendré que sufrir no es nada, me lo merezco; pero vos... Sostenedme, no puedo más, mis fuerzas me abandonan.
El aya oprimió a la joven contra su pecho, y la besó con ternura, murmurando a su oído palabras de consuelo.
—Ven, Elena—dijo la viuda tomándola del brazo—, no podemos permanecer aquí. Tu madre estará aun más irritada si no nos viera regresar inmediatamente.
Antes de salir de la casa del guardabosque, Catalina tomó la mano a la viuda y le dijo:
—Marta, sois la hija de un soldado. Veo lo que pasa en vuestro corazón y admiro vuestro valor. El señor Mathys os defenderá a las dos de las crueldades de la condesa. Id a buscarlo en seguida, llamadlo en vuestro auxilio; él será vuestro protector.
Cuando la viuda y la jovencita se vieron en el camino del castillo se pusieron a caminar a toda prisa; y volvieron a cambiar entrecortadas frases. Elena suplicaba a su aya le perdonara lo que ella llamaba su culpable olvido de sí misma, y deploraba de antemano la pérdida de su generosa protectora; Marta, aunque medio muerta de inquietud, ocultaba su emoción para calmar la desesperación de su hija; y darle el valor necesario para soportar el cruel castigo que sin duda la esperaba.
Vieron a la vieja cocinera que acudía hacia ella con el peón jardinero. Este último, cuando estuvieron cerca, le gritó a Marta con altanería:
—Señora, dadle las llaves del cuarto alto a Mariana; la condesa lo manda. Y no resistáis a su orden, porque si no, recurriré a la violencia para quitaros las llaves. Os está prohibido subir.
—Es cierto, Marta—dijo en tono más dulce la cocinera—. Tenéis que confiarme a la señorita. La condesa os espera en el salón.
—Las llaves—murmuró el aya con espanto—. Y con la señorita, ¿qué van a hacer?
—¡Ah! va a ser severamente castigada por su imprudencia—suspiró Mariana—. Sin embargo, la compadezco.
—¿La van a maltratar?
La cocinera hizo un gesto afirmativo, y viendo que Marta palidecía y temblaba, le murmuró al oído:
—No os alarméis, trataré de estar junto a la señorita hasta que se acabe este asunto.
—Y el intendente, ¿dónde está, Mariana, el intendente?—exclamó la viuda.
—No está en el castillo; creo que ha ido al bosque a hablar con los aserradores. Id en seguida a hablar con la condesa; tal vez, Marta, no se muestre tan terrible como creéis.
—Ten valor, Elena, no llores así—dijo la viuda a la joven atemorizada—. Yo soy la única causante de esto; yo sola soportaré las consecuencias de mi fatal imprudencia.
—¡Ah, no, no!—exclamó Elena—. Sois inocente. Se lo diré a mi madre. Si quiere vengarse de lo que ha pasado, que sea sólo en mí. Os lo ruego, Marta, no me hagáis doblemente desgraciada.
Pero una mirada severa y un ademán imperioso le indicaron que debía someterse sin réplica. Calló y bajó la cabeza.
El aya le dió las llaves a Mariana, miró ansiosamente una vez más a su hija con ansiedad y corrió al castillo temblorosa.
Cuando Marta entró en la sala, vaciló un instante, pero luego, armándose de valor, golpeó suavemente a la puerta de la pieza.
—Entrad—respondió una voz en tono seco.
La señora de Bruinsteen estaba sentada en un sillón. Sus ojos inflamados parecían lanzar relámpagos; tenía, sin embargo, una sonrisa en los labios, una expresión de alegría sarcástica y triunfante. Estaba contenta porque un acontecimiento inesperado había entregado indefensa a sus manos a aquella mujer a quien odiaba. Al entrar la viuda murmuró algunas palabras de disculpa; pero la condesa no le dejó tiempo para hablar claramente y exclamó en tono irónico:
—¡Ah, ah! ¿Estáis aquí? Vamos a ver, hipócrita, cobarde, ¿cuánto dinero os ha dado Federico para traicionarme? ¡Hasta dónde puede llegar la falsedad! La señora es modesta, instruída, reservada; hay que medir las palabras con ella, ¡es tan sensible!... ¡Y esta miserable ladrona vende el honor de mi casa, por dinero! ¡Sí, sí! Atreveos a disculparos; sois una desvergonzada; pero vos misma habéis caído en vuestra celada. Nada puede salvaros, se acabó. Si no me contuviera os patearía como a una víbora; pero quiero contenerme; tengo curiosidad por ver qué medios ridículos vais a emplear para eludir el castigo de vuestra baja debilidad. Hablad, sed breve; porque todo es inútil; dentro de pocos minutos vuestra suerte se habrá fijado.
Marta unió las manos y dijo con voz suplicante, mientras las lágrimas corrían por sus mejillas:
—¡Ah, señora! comprendo vuestra justa cólera, pero dejadme explicaros cómo sucedió esa desgracia. Quizá veais en mis palabras una razón para no ser inexorable con vuestra pobre e inocente sirvienta...
—No os andéis con tantas vueltas, os digo.
—Yo llevé con vuestro permiso a la señorita a casa del guarda. Catalina estaba en el jardín; hice sentar a Elena en una glorieta y entré en la casa con mi amiga, para que la señorita no oyera nuestra conversación. Entonces el señor de Bergmans se deslizó al jardín por una abertura de la cerca y habló con la señorita.
—¿Y vos no sabíais que debía ir allí? ¿Y os imagináis que me vais a hacer creer eso?—exclamó la condesa.
—Creedme, señora; yo ignoraba por completo su presencia en Orsdael.
—¡Vamos, vamos! Me expresáis el deseo de ir a casa del guarda; sois bastante astuta para elegir la hora de vuestro paseo habitual para arrancarme el permiso; colocáis a Elena en el jardín para que pueda hablar con entera libertad con su cobarde adorador; éste acude allí... ¿Y todo este juego, hábilmente combinado, resulta ser ahora una mera casualidad? ¡Debéis tener una opinión muy triste de mí si esperáis engañarme con esas niñerías!
—¡Soy inocente, señora, os lo juro!
La condesa se echó a reír.
—¡Un juramento!—exclamó la condesa—. ¿Qué significa eso en los labios de una infidente descarada? ¿No os di orden de que no perdierais un solo instante de vista a Elena?
—En efecto, señora, en eso falté a vuestras órdenes. Me arrepiento sinceramente de ello; ésa es la única falta que tengo que reprocharme; y por eso es que imploro vuestro perdón.
—¡Perdón! ahora veremos. ¿Permaneció mucho tiempo Federico con Elena?
—Dos o tres minutos, señora.
—Tanto tiempo, ¿y qué le dijo?
—No lo sé, señora.
—¿Y ella no os llamó?
—Creo que sí, señora, pero yo no la oí.
—¡Hipócrita, no le oisteis y estabais a diez pasos de distancia! Os habéis arreglado con la loca para engañarme. Aunque finjáis estar triste y asustada, interiormente, ¿verdad?, estáis contenta. El dinero que Federico os ha dado o prometido, os indemnizará de los resultados de vuestra vil traición. Marchaos, salid del castillo, y esperad delante de la puerta vuestros bagajes. Suplicad y rogad cuanto queráis; no volveréis a poner los pies en el castillo.
—Oh, señora, no seáis inexorable conmigo!—exclamó Marta trémula de emoción—, me despedís de aquí. ¿Adónde iré? Tened compasión de una pobre viuda. ¿Me acusáis de deslealtad? ¿Creéis que he consentido por dinero en exponerme a vuestra justa cólera? ¡Ah! ¡si supierais que daría la mitad de mi vida por seguir a vuestro servicio!
La condesa pareció no escucharla y se puso de pie animada por un nuevo furor.
—En cuanto a la estúpida loca—exclamó—, en seguida tendrá su merecido. Voy a tratar de que no olvide este día; para que no se le vuelva a ocurrir el deseo de ver a mi enemigo. Sí; quiero que en adelante tiemble y tenga miedo al sólo oír pronunciar su nombre.
Estas palabras le arrancaron a Marta un grito de desesperación. Se echó a los pies de la condesa, abrazó sus rodillas y recurrió a las más ardientes súplicas, para mitigar su cólera; pero la señora de Bruinsteen, que la miraba con triunfante ironía, se alejó y la rechazó duramente, mientras le indicaba la puerta, diciendo:
—¡Idos, idos de aquí! No os perdonaré. Durante demasiado tiempo os entendisteis con el intendente para desafiarme y burlaros de mí. Ahora estáis perdida. El mismo Mathys, si estuviera aquí, os echaría, del castillo. Marchaos, basta de cobardías inútiles, basta de mentiras; marchaos os digo. ¿Vais a obligarme a llamar a mis sirvientes para verme libre de vuestras súplicas hipócritas?
Pero la viuda siguió arrastrándose a sus pies y balbuceando todas las súplicas que la desesperación más profunda podía sugerirle. Estas palabras sólo sirvieron para aumentar la cólera y la indignación de la condesa.
—¿Cómo?—exclamó—, ¿os he entendido bien? ¿Perdón? ¿Pedís perdón para la loca? ¿Entonces le tenéis cariño? ¿Os asusta la idea de que reciba el justo castigo de su maldad?
—¡Oh! ¡No, no, señora! Os pido perdón para mí.
—Acabaréis de una vez—gritó la señora de Bruinsteen—. Ya habéis dicho vuestra última palabra en Orsdael. Vamos, ¿queréis marcharos? ¿sí o no?
Y como Marta siguiera de rodillas y llorara tendiéndole los brazos, se puso de pie violentamente, la empujó rabiosa y le dió como adiós un golpe tan violento, que la pobre Marta se golpeó contra la pared y permaneció un instante aturdida.
La puerta de la pieza volvió a abrirse, y una cruel amenaza le devolvió a la viuda la conciencia de su posición.
—Vamos—gritó la condesa—, ¿estáis empeñada en que os eche a la calle?
Marta caminó hacia la puerta y salió de la casa vacilante, aniquilada, deshecha y casi sin ideas. Se imaginaba la escena de violencias y crueles tormentos que Elena iba a sufrir, y su imaginación estaba tan impresionada por aquel doloroso espectáculo, que permaneció inmóvil y como petrificada delante del castillo:
Una voz que pronunciaba su nombre le hizo alzar la cabeza y le arrancó un grito de alegría. Tendió las manos hacia el intendente, que acudía hacia ella dando muestras de impaciencia y de cólera.
—Ya sé lo que ha pasado—exclamó—. Catalina me lo ha contado todo. Pero, ¿qué ha dicho la condesa? ¿Estáis llorando? ¿Os ha maltratado?
—Cruelmente maltratado, señor. Me ha echado, señor; no puedo subir siquiera a buscar mi ropa.
—Está loca, Marta; ¿acaso tenéis la culpa de que ese bribón de Federico haya tenido la idea de reaparecer de repente? Vamos, vamos, reíos de la injusticia de la condesa y volved a vuestro cuarto.
—No me atrevo—dijo la viuda con verdadero miedo—; me haría echar a la calle por los sirvientes.
Mathys la tomó la mano y la arrastró, diciendo con gran agitación:
—¿Echaros a la calle? Quisiera ver que os tocara con un dedo solamente. Se aferra a ese pretexto para echaros. No es de vos de quien se venga, es de mí. Sabe que me hiere al maltrataros; pero ahora veremos cómo van a andar las cosas. No tembléis, aunque estuviera cien veces irritada, cedería, y se volvería mansa como un cordero. No sólo le impondré que en adelante os deje en paz y os respete, sino que le declararé a la vez que os he elegido por mujer y que pronto seréis mi esposa.
—No, Mathys, no hagáis eso; su furor no reconocería límites—exclamó la viuda.
—Ya lo sé; pero, aunque se volviera loca furiosa, poseo los medios de desarmarla. No tengáis temor; si yo se lo exijo, os pedirá perdón por su brutalidad.
—No, no la humilléis, emplead la, persuasión; limitaos a demostrarle mi inocencia, para que me perdone mi descuido de un instante.
—Eso corre de mi cuenta, Marta; yo también tengo que vengarme. Permaneced aquí y tened valor; no saldréis de Orsdael.
El intendente entró y cerró la puerta. Momentos después Marta oyó los ecos de una voz irritada, y apenas hubo dicho algunas palabras la voz más agria aun de la condesa se mezcló a sus amenazas; ora era un rumor sordo; ora era una tempestad que iba siempre creciendo; hubo momentos en que hasta el piso temblaba al choque de violentas patadas.
Marta estaba de pie y toda trémula en la escalera; con la mirada fija en la puerta, escuchando aquella disputa, de la que podía depender su felicidad y la de su hija. Por mucha atención que pusiera no podía entender una palabra; el ruido de las voces amortiguado por la pesada puerta, sólo le llegaba de un modo indistinto y confuso.
El altercado duraba desde hacía largo rato, sin que la señora de Bruinsteen ni Mathys perdieran terreno, ni parecieran rendirse. La voz del intendente había llegado poco a poco al diapasón más elevado, y sin duda la obstinación de la condesa lo llenaba de furor, porque llegó a gritar tan fuerte que la viuda creyó distinguir algunas de sus amenazas. Las palabras de «madre falsa, ladrona de herencias» llegaron a sus oídos y la hicieron estremecer. Sus enemigos estaban hablando del secreto cuyo conocimiento ella perseguía al precio de las más sangrientas humillaciones y los más crueles sufrimientos.
Impresionada hasta el punto de que casi le faltaban las fuerzas, apoyó la mano en la pared y se deslizó hasta la puerta. Su corazón latía violentamente y poco faltaba para que la angustia la venciera.
La voz del intendente seguía gritando con la misma violencia; pero la condesa hablaba al mismo tiempo que él, y Marta sólo pudo oír sonidos mezclados y confusos, y palabras sin ningún sentido. Creyó entender, sin embargo, que hablaban de Elena, del viejo conde y de su herencia. Temblando de impaciencia y de esperanza, apoyó el oído a la puerta; pero su esperanza quedó frustrada porque las voces parecieron calmarse y se debilitaron...
De pronto, como si la condesa le hubiera inferido una injuria sangrienta, el intendente le replicó con nuevo furor. La viuda se inclinó y pegó el oído contra el agujero de la cerradura. En esa actitud oía casi todo lo que decía Mathys.
—¡Ja, ja!—gritaba burlonamente—. ¿Conque también me echaréis a mí? Está bien, os conozco desde hace tiempo, señora, he tomado mis precauciones a tiempo. Habéis sido lo bastante tonta para darme un escrito de vuestro puño y letra. Este documento es una espada suspendida sobre vuestra cabeza. Me obedeceréis, me obedeceréis os digo... o si no, la miseria, la ruina, la cárcel os espera. Yo fuí vuestro cómplice, vuestro instrumento, pero para vengarme...
Marta, mediante un esfuerzo nervioso, concentró todas las fuerzas de su alma en el oído; suspendió la respiración; el secreto que hubiera pagado con su vida iba probablemente a serle revelado.
Pero tuvo que erguirse y retroceder lanzando un grito sofocado. La vieja cocinera bajaba la escalera y se le acercaba sonriendo.
Mariana había visto que el aya tenía el oído pegado a la puerta.
—¿Qué está pasando ahí dentro, Marta, para que lo estéis oyendo con tanta inquietud? ¿Hablan de vos?
—Sí, sí, de mí—murmuró la viuda.
—No quiero molestaros con mi presencia; dentro de un rato me diréis lo que haya pasado, ¿verdad?
La viuda aplicó de nuevo el oído a la cerradura; pero la pelea se había calmado sensiblemente y las voces sólo zumbaban confusas en una conversación común. Después de haber escuchado largo rato e inútilmente, Marta exhaló un doloroso suspiro y se alejó de la puerta. Tenía los ojos llenos de lágrimas; pero consiguió dominar su dolor, al ver que la cocinera estaba todavía en la escalera.
—¿Y qué es lo que han dicho de vos? ¿Os despiden o podéis quedaros?
--- Me echan—balbuceó Marta temblando de emoción y sin entender casi lo que la cocinera le preguntaba.
—Despedida y sin remedio, ¿no queda ninguna esperanza? Es una desgracia, Marta, y os compadezco sinceramente. La señorita me contó cómo pasaron las cosas. Vos no tenéis la culpa.
—¿La señorita?—preguntó Marta—. ¿Cómo se siente? Está muy afligida, ¿verdad?
—¡Pobre criatura loca! Es cosa de llorar de lástima, aunque se tenga el corazón de piedra.
—Teme que la maltraten, ¿no es cierto?
—No, no; otra persona pensaría en ello; ¡pero una pobre loca! ¿Creéis que no piensa en ella? Todo lo que grita es: «Marta, Marta», y sólo la preocupa el que vos tengáis que sufrir las consecuencias de su imprudencia. Es singular; no os demostraba, sin embargo, mucho cariño; hasta creía que os odiaba, y sin embargo, en el momento de perderos, demuestra por vos un cariño extraordinario. Su cabeza está perdida; no sabe lo que dice ni lo que hace.
Se abrió la puerta de la sala y apareció el intendente en el corredor; estaba colorado, y tenía los ojos rojos de cólera. La presencia de Mariana pareció molestarle, e hizo un gesto imperioso para alejarla; pero cambió de idea, le tomó a la cocinera las dos llaves que tenía en la mano y le dijo a Marta, dirigiéndose a la escalera:
—Seguidme, Marta.
La viuda obedeció. La condujo a su propio cuarto, la hizo sentar cerca de la mesa, y le dijo:
—Aquí tenéis vuestras llaves, Marta. El asunto está arreglado; pero no fué sin trabajo; he tenido que emplear los medios más enérgicos para vencerla; podéis quedaros en Orsdael y no tenéis nada que temer.
—¡Me ha perdonado!—exclamó el aya.
—Una mujer como la condesa no perdona jamás.
—Pero, con todo, ¿puedo quedarme?
—Eso no era lo difícil; la señora de Bruinsteen consintió en ello sin mayor resistencia; pero cuando le dije que ibais a ser mi mujer casi le dió de rabia un ataque de apoplejía... ¿Esto os sorprende, Marta? Se diría ¿verdad? que está celosa porque yo distingo a otra mujer. Nada de eso; me odia, pero tiene necesidad de mí, y me teme. Si yo quisiera podría hacerle mucho daño y hasta arruinarla por completo. Por eso querría tenerme bajo su dependencia; pero se acabó, estoy cansado de esta existencia.
—¿Qué terribles secretos hay entonces entre vos y la condesa?—dijo Marta con terror fingido—. Quizá la señora condesa ha cometido alguna falta y vos la sabéis...
—No me preguntéis nada de eso—replicó Mathys—. El día de nuestro casamiento lo sabréis todo. Antes no me arrancaréis una palabra. Vos misma reconoceréis que este silencio era una plausible prudencia. Hablemos ahora de asuntos serios. La escena que acaba de producirse entre la condesa y yo, no nos permite esperar largo tiempo. Debemos apurar cuanto se pueda nuestro casamiento. La maldad de la señora Bruinsteen hallará todavía medio de romperlo. Esta misma noche escribiréis las cartas para que os manden los papeles necesarios de Bruselas, y si tenéis tanta prisa como yo, nos casaremos dentro de seis semanas.
La viuda parecía que ya no le oía y dirigía la mirada con atención particular al fondo del cuarto. Había un escritorio de caoba entre unos bonitos muebles y sillones de terciopelo. Había también cuatro cuadros con marcos dorados. Pero el objeto en que Marta fijaba los ojos, era un cofre con fuertes herrajes que estaba al pie del pupitre.
—¿Estáis distraída, Marta?—observó el intendente—. Decidme, querida amiga, ¿escribiréis esta tarde para que os manden de Bruselas los papeles necesarios? ¿Haréis lo posible, a fin de que no perdamos un instante en celebrar nuestro casamiento?
—Sí, sí—replicó la viuda cuya mirada se encontraba irresistiblemente atraída por el cofre de hierro.
—¿Estáis mirando mis muebles?—preguntó alegremente el intendente—. Sí, Marta, no tendremos que comprar muchos para instalar nuestra casa. Todo lo que veis aquí me pertenece. Un buen escritorio, magníficos sillones, ¿no es cierto?
Marta trató de sonreír y preguntó con fingido buen humor:
—Me imagino que este cofre será el mueble principal de la casa. ¿Es sin duda en el que guardáis las economías?
—Sin duda, y también papeles.
—¿Papeles? ¿Papeles preciosos?
—¡Con qué expresión me preguntáis eso, Marta!—dijo Mathys vacilante—. ¿Podéis imaginaros que en un cofre así, no se guarda todo lo que uno quiere conservar?
—En efecto, no hay nada que excite tanto la curiosidad de una mujer como una caja de hierro que parece encerrar cosas misteriosas. Dentro de algunas semanas seré vuestra esposa. Sed, pues, bueno, y decidme de antemano qué encierra ese cofre.
—Vamos, loca, estáis bromeando. ¿Qué puede haber en él? Un poco de dinero y títulos de deudas públicas; porque ya os imaginaréis que no soy tan estúpido como para guardar mi dinero sin que produzca. Cuando volvamos de la iglesia, ya marido y mujer, os entregaré las llaves del cofre y de los armarios. Hasta entonces, querida, tendréis que dominar vuestra ansiedad, porque todo permanecerá bien cerrado. Vamos, dejad a un lado esos caprichos. Escuchadme, Marta: una vez casados podremos seguir viviendo en el castillo, si no preferís tener una casa vuestra; podéis escoger. Aquí se pueden conseguir muchos provechos, se puede vivir sin gastos y redondear tranquilamente la fortuna.
—Preferiría seguir en Orsdael—dijo Marta que pensaba en su hija.
—Eso me agrada—replicó el intendente—; tanto más cuanto no seréis más sirvienta ni aya, y no tendréis que servir a nadie.
—Y la señorita, ¿quién la cuidará?
—Ya se ha pensado en eso, Marta. Dentro de pocos días estará lejos del castillo, y tengo razones para creer que no volverá nunca a él.
—¿Cómo es eso? ¿Qué queréis decir?—balbuceó la viuda presa de una súbita ansiedad.
—Es cosa resuelta; la señorita entrará en un convento.
—¿En un convento? ¿En un convento de religiosas?
—Naturalmente. Parece que eso os agita violentamente. ¿Os imagináis quizá que cuando Elena no esté aquí, la condesa podrá despediros, no necesitando ya vuestros servicios?
—Sí, Mathys, en efecto; esa noticia me hace temblar.
—Estáis en un error. Esta decisión ha sido tomada a instancias mías, para hacer desaparecer toda causa de desavenencias y discordias, y para estar seguros de tener una vida agradable.
—Pero, ¿a qué convento la mandarán?
—Lo ignoro aún, la condesa se encargará de buscarlo.
—¿Queréis hacer una monja de Elena? Sin embargo, eso es imposible. ¡Una loca!
—No; estará allí como pupila mientras se resuelva otra cosa... Oigo regañar a la condesa; está descargando su cólera sobre los sirvientes. Voy a tratar de calmarla, ahora que ha consentido en todo. Así que sepa algo nuevo, vendré a decíroslo. Id a vuestro cuarto, Marta, y tratad de descansar de vuestras emociones.
—¡Oh! ¡No me atrevo!
—¿Por qué? ¿Qué teméis?
—A la condesa. Irá allí y me castigará.
—No, se lo he prohibido. Me ha prometido que no hablará de lo que ha jurado. Si os dice, sin embargo, alguna frase desagradable, haced como si no la oyerais; pero no creáis que llegue hasta maltrataros.
—Vendrá a verme, sin embargo. ¡Ah! Tiemblo ante la sola idea de encontrarme con ella.
—¿Y por qué ha de ir?
—Para retar y castigar a la señorita.
—Es cierto, pero eso, ¿qué os importa? Dejad que le aplique a la loca el castigo que merece su falsedad. Si tuviera tiempo, me parece que le haría sentir a esa tonta que no tiene derecho a reírse de nosotros.
—Pero comprended, Mathys; yo estaré junto a ella, y la condesa en su enojo se exaltará tanto contra mí como contra ella. Estoy cansada de estas escenas odiosas; si tengo que seguir soportándolas, prefiero huir de Orsdael.
—¡Oh! ¿Qué significa esto ahora?—murmuró el intendente descontento—. Al fin y al cabo yo no le puedo impedir a la señora de Bruinsteen que se acerque a su hija.
Marta le tomó las manos y le dijo con extremada suavidad, mirándolo con aire de cariño:
—Mathys, buen Mathys, todo lo podéis obtener de la condesa. Dadme una nueva prueba de vuestro afecto. Exigidle la promesa de que no vaya a ver a la señorita al menos hasta dentro de tres o cuatro días. De esta manera evitaré el peligro de ser maltratada e injuriada por ella. ¡Mathys, sed complaciente, libradme de esta inquietud, os lo ruego!
El intendente, conmovido por su mirada y por su acento, inclinó un momento la cabeza, y murmuró sonriendo:
—¡Qué hechicera sois! Hacéis de mí lo que queréis. Vamos, quedad tranquila, haré lo que deseáis.
—¿La condesa no irá a ver a la señorita?
—Hasta dentro de tres días.
—¡Oh, gracias, gracias!
Mathys se levantó y salió del cuarto. En la puerta se detuvo y le dijo a la sirvienta que lo había seguido:
—Quedaos en paz, Marta; así que estéis más tranquila, escribid las cartas para pedir vuestros papeles. Ya sabéis lo que necesitáis; os lo he dicho ya. Consolaos de vuestras desgracias. Nuestro casamiento os hará olvidar vuestras penas. Estad segura de que seremos felices.
La viuda lo miró alejarse para estar segura de que no retrocedería, y así que hubo bajado la escalera comprimió un grito de alegría y corrió a su cuarto.
Antes de que hubiese llegado a la puerta, sus labios murmuraron alegremente:
—¡Elena, Elena, hija mía, mi querida niña! ¡Me quedo, me quedo! ¡No me separaré de ti mientras viva!
La señorita de Bruinsteen estaba sentada delante de una mesa y copiaba pasajes de un libro. Por grande que fuera la atención que pusiera en su trabajo, de cuando en cuando volvía la cabeza para dirigir una triste sonrisa a su aya, que, sentada junto a la pared y con los ojos entornados, parecía sumida en sombríos pensamientos.
Un silencio completo reinaba en el cuarto; los rayos del sol oblicuos y su débil claridad anunciaban el declinar del día.
Marta estaba triste e inquieta. No le había dicho todavía a Elena que habían resuelto mandarla al convento. Tenía miedo de desgarrarle el corazón con aquella triste noticia. Por otra parte, tenía la esperanza de que con ayuda de Mathys conseguiría parar el golpe fatal que las amenazaba a las dos. En realidad, el intendente, que no comprendía por qué Marta deseaba impedir la partida de la joven, había rechazado sus tentativas como absurdas; pero todavía podía contar con algunos días, y creía que conseguiría convencer a Mathys, sin traicionar los motivos que la inspiraban. Por desgracia, el intendente había salido muy temprano aquel día del castillo; había salido en el coche grande y sólo volvería muy tarde. ¿Por qué no le había hablado Mathys de aquel viaje? ¿Qué le ocultaba? Al hacer esta reflexión, se puso pálida y empezó a temblar, porque una sospecha terrible acababa de cruzarle el espíritu. El convento... ¿Sería una casa de sanidad? ¡Horror! ¡Su hija encerrada entre criaturas dementes y condenada a encierro perpetuo! Después, Marta rechazó esta idea y pasó a suposiciones menos atroces. Las palabras de Mathys le habían hecho pensar que se dejaba llevar por suposiciones mal fundadas. Y vacilando así entre una débil esperanza y una angustiosa ansiedad, la pobre Marta alzaba los ojos al cielo y se dolía de la suerte que la amenazaba tan cruelmente, en el momento mismo en que estaba cerca de descubrir el secreto de sus enemigos.
Elena volvió la cabeza hacia ella y exhaló un suspiro de compasión; no se atrevía a hablarle porque Marta le había rogado que terminara silenciosamente su trabajo. Sin embargo, un momento después había terminado su tarea; se levantó, se acercó al aya, le mostró el escrito, y dijo:
—Mirad, querida Marta, he terminado.
—Está muy bien, querida—dijo el aya echando una distraída mirada al papel—. Ya escribes mejor; tu aplicación supera mis esperanzas.
La joven acercó una silla, tomó la mano de la viuda, y le dijo en tono suplicante:
—Marta, estáis disgustada, ¿verdad? ¡Oh! ¿por qué no podré rescatar mi fatal desobediencia? Sufrís por culpa mía, vos que sois la bondad y el cariño mismos. Es como si me traspasaran el corazón a puñaladas. Consolaos, Marta, eso no volverá a suceder jamás; si alguna vez Federico llega a aproximarse, pediré auxilio y escaparé al instante. Hasta me empeñaré en olvidarlo por completo.
—No, no; te equivocas, mi querida Elena; ése no es el motivo de mi melancolía—respondió Marta.
—No me atrevo a preguntaros ese motivo porque no os gusta que se os interrogue. Pero, ¡me dais pena, Marta! Lo conozco bien en vuestra fisonomía; tenéis pena y tenéis miedo. Podéis quedaros a mi lado, sin embargo; mi madre nos ha perdonado a las dos, según decís. Esta felicidad inesperada, debiera alegraros; sin embargo, estáis pálida, y vuestra mirada está obscurecida por pensamientos inquietos. Vamos, vamos, quiero que mis besos os hagan sonreír.
Le dió un beso a Marta y la aproximó con fuerza contra su corazón, mientras que aquélla se entregaba pacientemente a las caricias de la niña, retribuyéndolas y tratando de sonreír. Permanecieron luego mudas y mirándose con expresión afectuosa, hasta que un ligero golpe en la puerta las vino a turbar en la expansión de su mutuo afecto.
Marta se apresuró a ver quién era la que llamaba a la puerta, y volviéndose inmediatamente a la joven, le dijo:
—Elena, es Mariana, la cocinera; tu madre me ordena que baje en seguida contigo.
—¿Mi madre nos llama?—exclamó la joven—. Dios mío, ¿qué irá a suceder?
La viuda no estaba menos asustada, pero se dominó, y dijo con aparente tranquilidad:
—¿Por qué palideces, pobrecilla? Yo voy contigo. No temas nada, no me apartaré de ti.
—¡Ay! no es por mí por quien tiemblo, querida Marta; es por vos que sufro tanto sin ser culpable. Mi madre puede castigarme cruelmente. Eso no es nada; pero, ¿y si se le ocurriera castigar mi falta en vos, en mi presencia?
—No, no; te estás agitando por un vano temor. Vamos, no podemos hacer esperar a tu madre. Ten calma y sígueme.
Marta bajó con la joven, y abrió la puerta de la sala. Un suspiro ahogado se le escapó. Vió sentado al lado de la condesa a un hombre vestido de negro, de una fisonomía fría y sonriente, cuya mirada le heló la sangre en las venas.
—Está bien—dijo con sequedad la condesa—. Dejad a la señorita con nosotros, cerrad la puerta, idos arriba y esperad allí mis órdenes... ¿No me comprendéis?
La viuda salió de la pieza, pero permaneció en el corredor. Sus piernas se negaban a alejarse de un sitio en que sin duda iba a decidirse la suerte de su hija y a pronunciarse una sentencia irrevocable. Un ruido en la cerradura le hizo temer que la condesa fuera a sorprenderla. Subió rápidamente la escalera y fué a refugiarse a su cuarto, donde se dejó caer sobre una silla, y escondió la cabeza entre las manos.
¿Quién era ese hombre vestido de negro? Probablemente un médico. ¿Qué iba a hacer a Orsdael, donde nadie estaba enfermo? ¿Por qué tenía que quedar solo con Elena? ¡La casa de sanidad! En efecto, la desgraciada madre lo sabía desde hacía tiempo; las leyes que protegen la libertad personal, no velan con la vigilancia necesaria la puerta del abismo, que se llama la casa de sanidad. La declaración de un solo médico basta para condenar a reclusión perpetua; y una vez encerrada la pobre víctima en esa tumba muda, ¿quién reconocería la fatal equivocación en un lugar tan atroz y tan extraordinario que hasta los gestos y las palabras de las personas razonables toman apariencias de locura? La viuda quedó como aplastada bajo el peso de tales pensamientos, hasta que el repiqueteo de la campanilla le dió la orden de bajar. Al pie de la escalera, vió que el visitante subía a un coche.
Cuando hubo abierto la puerta de la sala, la condesa le dijo con un tono y una expresión en que estallaba la alegría:
—Marta, acompañad a la señorita a su cuarto; cerrad cuidadosamente las puertas y volved pronto; tengo que hablaros de un asunto importante.
Elena lloraba y temblaba; parecía estar muy asustada; comenzaba a explicarse la causa de aquel miedo, cuando Marta le hizo comprender con una mirada imperiosa que debía reservar aquella confidencia para cuando estuviesen solas. Cuando llegaron al cuarto de Elena, Marta cerró las puertas y preguntó:
—¿Qué es lo que te ha sucedido, querida niña? Habla pronto, que tu madre me espera.
—¡Ay de mí! ¡Me mandan a un convento, lejos de aquí!—dijo sollozando la joven—. Huir de mi prisión, salir de Orsdael, sería un cielo; pero separarme de vos, Marta, me matará; ¡no puedo vivir sin vos!
—Ten valor y consuélate—dijo Marta sofocando su propia emoción—. En cualquier parte que estés, yo estaré siempre a tu lado. ¿Qué hizo y qué dijo el desconocido? Es preciso que yo lo sepa; pero apúrate, apúrate, que ya empieza a repicar la campanilla.
—El señor desconocido me tomó la mano; fijó largo rato sus ojos penetrantes en los míos, como si quisiera indagar con su mirada el fondo de mi alma. Mi corazón latía violentamente, mi espíritu se extraviaba, una nube me empañaba la vista.
—Pero, ¿qué te preguntó?
—Una porción de cosas extrañas e incomprensibles; en qué pienso, en qué sueño, si me agradaría jugar con otras señoritas o si me agradaría entrar en un convento para hacerme religiosa...
—Y tú, ¿qué le respondiste?
—No recuerdo, balbucí. Su mirada fija y profunda me quitaba toda conciencia de mí misma.
—Debieron sorprenderle mucho tus respuestas, ¿no es cierto?
—No, parecía muy satisfecho y meneaba la cabeza con aire aprobador; después se dirigió a la mesa y escribió algo sobre un gran papel.
—¡Oh Dios mío!—exclamó Marta, levantando las manos al cielo.
Elena la miró temblando; pero la viuda evitó la explicación, diciéndole, mientras se iba del cuarto:
—No temas, querida. Hay secretos que un día conocerás. Por ahora no tienes nada que temer. Vuelvo dentro de un momento.
—Sentaos, Marta—le dijo la condesa cuando ella hubo entrado a la sala—. Tengo muchos motivos para estar enojada con vos; pero quiero olvidar el pasado, sobre todo ahora que la única causa de mi cólera y dolor va a alejarse de Orsdael. Lo que voy a deciros os alegrará a vos también; es para vos como para mí una noticia feliz. Elena entra mañana en un convento, de manera que os veréis libre de su guarda, y podréis pasearos todo el día y hacer lo que queráis... ¿Por qué parecéis disgustada? yo creí que os iba a causar gran alegría.
Marta comprendía muy bien que debía fingir una gran satisfacción. Trató de sonreír a la vez que balbucía un agradecimiento; pero, a pesar de sus esfuerzos, podía leerse en su fisonomía una inquietud cruel.
—Me imagino que teméis perder vuestro empleo después de la partida de Elena; estáis equivocada, Marta; he convenido con Mathys que permaneceréis en Orsdael hasta vuestro casamiento, y aun después, si así lo queréis. Me agradaría mucho que hicierais esto último. Una vez que Elena no esté ante mi vista, y encerrada en un sitio seguro, yo no estaré ni apenada ni colérica. Me haréis compañía, y yo haré cuanto me sea posible para haceros agradable vuestra permanencia en mi castillo. Mi lenguaje os sorprende, ¿verdad? ¿No acostumbro a hablar tan amistosamente? Es que hoy me sucede una felicidad por la cual suspiraba desde hace mucho tiempo, como por la libertad de la esclavitud más dura. La loca era para mí una fuente de dolor y un peso tan penoso como el grillete de un presidiario. Me veo libre de esa cadena y respiro por vez primera a mi placer. La alegría vuelve bueno y amable.
Marta había tenido el tiempo necesario para recuperar su propio dominio.
Mientras la condesa hablaba, murmuró sonriendo algunas palabras de asentimiento, y se había armado de valor para averiguar lo que deseaba saber.
—¡Qué buena sois, señora!—dijo—. Entonces, ¿puedo quedar en Orsdael? ¿Sois tan generosa que me hagáis este favor? ¿Y no tendré que guardar más a la señorita? ¡Oh, cuánto os agradezco que me libréis de ese penoso servicio! Pero, ¿y si Elena no quiere seguir en el convento y vuelve aquí?... Es obcecada y no es posible tenerla siempre encerrada.
—No, no volverá—exclamó alegremente la condesa—. Va a entrar a un lugar del que no se sale nunca.
—Yo no me fiaría—dijo malignamente la viuda—. El señor de Bergams sabrá adónde está y le proporcionará los medios de salir del convento.
—¡Bah! Federico no lo sabrá; no lo sabremos más que yo y el intendente; en el sitio a que va las ventanas tienen estrechas rejas de hierro, por donde no se podría escapar ni un gato. ¡Ja! ¡Ja! ¿Por qué ocultaros lo que va a complaceros tanto como a mí? Escuchad; os lo voy a decir en confianza; pero no lo digáis a nadie, porque es preciso que todos crean realmente que Elena va a entrar a un convento para hacerse religiosa. De este modo se hablará menos de su desaparición.
—¡Cómo! ¿No va a entrar a un convento?
—Sí, va a entrar a un convento porque es una casa habitada y dirigida por religiosas.
La señora de Bruinsteen inclinó la cabeza sobre el hombro de la viuda y murmuró algo al oído:
—¿Vió usted a ese señor que estuvo aquí? Un señor que vino para juzgar la razón y la inteligencia de mi hija. Las cosas pasaron muy felizmente; Elena se mostró mucho más estúpida y loca de lo que realmente es; en seguida me firmó una declaración en que afirma que su cerebro se halla desequilibrado... y... ya os imaginaréis lo demás.
—¿El qué? ¿el qué, señora?... No comprendo—balbuceó Marta casi desfallecida.
—Es fácil de comprender, sin embargo: Elena va a entrar en una casa de sanidad.
Un grito penetrante se le escapó a la pobre viuda; pero se dominó en seguida y estalló en una carcajada.
—¿Y ese grito?—murmuró la condesa estupefacta.
—Es de alegría, señora, de alegría—dijo Marta—. Ahora me podré casar, vos seréis libre y feliz, estaréis libre de todo pesar. ¡Ah, qué satisfecha estoy! Menos por mí que por vos, que sois mi buena y generosa señora.
Engañada por estas halagadoras palabras, la condesa exclamó alegremente:
—Os creo, la victoria me ha causado a mí también una viva impresión. Desde que estoy cierta del triunfo, mi corazón se ha aliviado de un peso enorme. Es un verdadero martirio verse abrumada durante muchos años por una loca, que ha recibido de la naturaleza un carácter detestable, que no tiene más propósito que deshonrar mi nombre y arrancarme la vida.
—Sí, señora, es un martirio cruel para una madre verse obligada, después de tantos sufrimientos, a encerrar a su hija única en una casa de sanidad.
—¡Qué queréis, Marta; cuando no hay más remedio!...
—¿Va ir lejos de aquí?
—Sí, bastante lejos.
—Cuanto más lejos, mejor será para vos y para mí... De esta modo habrá menos peligro de que el señor de Bergams descubra su paradero. ¿La señorita irá, sin duda, al extranjero?
—No me preguntéis eso—respondió la condesa visiblemente molestada por la curiosidad del aya—. Mathys ha ido esta mañana a hablar con la directora del convento y a anunciarle la llegada de Elena. Si regresa antes de la noche, podréis preguntarle lo que os interesa. Si cree que debe decíroslo, está bien; pero yo le hecho prometer formalmente que callaría el sitio adonde va a ser conducida Elena mañana.
—¡Ah! ¡mañana! ¡tan pronto!
—Mañana, a las diez en punto, vendrá a buscarla un coche de la ciudad. Estaremos ausentes.
—¿Estaremos ausentes durante mucho tiempo, señora? Porque tendré, por supuesto, que preparar algunos equipajes, y llevar ropa para mí.
—Vos permaneceréis a mi lado, Marta.
—¿Y qué mujer acompañará entonces a vuestra hija?
—Ninguna, irá Mathys solamente. Ya está todo concluído y arreglado. Por otra parte, no es lejos, porque Mathys estará de regreso al día siguiente. El sol se ha ocultado ya tras del bosque; id, Marta, a vuestro cuarto y preparad las ropas de Elena. Haré que os lleven dentro de un momento un par de valijas y unas cajas de cartón. Ocupaos en colocar en ellas las cosas de mi hija, para no tener que apresuraros demasiado mañana. Sed discreta, no digáis nada de lo que os he dicho..., y que la loca llore o grite, no os importe, dejadla que grite como si no la oyerais. Es la última vez que os molestará.
Marta salió de la sala con la sonrisa en los labios y murmurando palabras de agradecimiento, pero así que estuvo sola las lágrimas brotaron de sus ojos y se vió obligada a apoyarse en la barandilla de la escalera, porque sus piernas vacilantes se negaban a sostenerla.
En el primer piso se detuvo en medio del pasillo con el pecho jadeante para que su espíritu tuviera tiempo de recogerse y su valor de templarse a fin de preparar a su hija contra el dolor de la separación, o de consolarla con una falsa esperanza. Era una fatalidad implacable que pesaba sobre ella desde que había pisado a Orsdael; tenía que disimular, fingir, mentir siempre, lo mismo a su hija que a sus indignos verdugos.
Permaneció un momento inmóvil, absorta en sus sombríos pensamientos. Luego, de golpe, irguió la cabeza. En sus ojos negros brillaba una especie de altivez dolorosa y una especie de audacia amenazadora, como si lanzara un reto a sus enemigos invisibles; sus facciones contraídas se distendieron de pronto, sin embargo, y su expresión se tornó tranquila y paciente, al dirigirse a pasos lentos al cuarto de Elena; una suave serenidad iluminaba su rostro, y le dijo a la joven que se arrojó desesperada a su cuello con los ojos llenos de lágrimas:
—Vamos, Elena, mi querida hija; no llores así. Tu desesperación no es razonable. Lo que temes, no sucederá.
—¡Oh, Dios sea loado!—exclamó la joven con una risa nerviosa—. Tenía razón en confiar en vuestro maravilloso poder. ¿Habéis convencido a mi madre? ¿Ya no iré al convento? ¿Puedo quedarme con vos? ¡Oh! ¡Gracias, gracias, mi ángel bueno!
—Siéntate, Elena—dijo la viuda conduciéndola hasta una silla—, y trata de escucharme con calma. El día toca a su fin: tengo que trabajar todavía y no me alcanza el tiempo para conversar largo rato contigo. Es cosa resuelta que vayas al convento.
—¡Oh, Marta, mirad cómo tiemblo!
—Haces mal. Escucha lo que voy a decirte. Mañana a las diez, vendrá un coche a buscarte... ¿Por qué te asustas tanto? No hay la menor razón para ello. ¿Es acaso tan dulce y agradable la vida en este estrecho calabozo?
—Con vos, Marta, este obscuro cuarto es para mí un paraíso en la tierra.
—Estarás seguramente mejor en el convento.
—¡Oh! Entonces, Marta, ¿vienes conmigo? Sí, sí, estoy contenta. ¡Si pudiera irme en seguida de este sitio en que he sufrido tanto!
—Es cierto, hija mía, pero seguramente no partiré en el mismo coche que tú y no me verás en todo el viaje... ¿Te pones pálida otra vez? Trata de dominar tu espanto.
—¡Por amor de Dios, no me engañéis, Marta!
—¿Cuándo os he engañado?
—¡Jamás!... ¡Jamás!... perdonadme esta duda. No sé lo que me pasa, tengo el corazón oprimido, apenas puedo respirar, tiemblo de pies a cabeza; una voz secreta me dice que voy a perderos para siempre. ¡Antes preferiría morir, Marta, a no volveros a ver más!
La viuda, aunque su corazón sangraba cruelmente, dulcificó aún más la voz y trató de calmar a la joven, asegurándole que no se separaría nunca de ella y que estaría siempre a su lado para quererla y protegerla. Por fin, cuando creyó haberlo conseguido agregó:
—Pues bien, Elena, ya que este viaje te asusta tanto, todavía creo que lo podré impedir. El intendente salió esta mañana y volverá tarde esta noche. Espiaré su vuelta e iré a verlo en su cuarto. Por medio de él quizá consiga que tu madre vuelva sobre su decisión. Si esta última tentativa no da resultado, es preciso que demuestres que tienes valor y juicio, y que no dificultes mi protección con tu debilidad. Sube al coche, déjate conducir sin quejas ni resistencias; aunque tengas que pasar algunos días sin mí en el convento, soporta con paciencia esta corta ausencia, segura de que me tendrás pronta a tu lado, más abnegada y poderosa que antes. Es posible, Elena, que tus enemigos hayan querido prepararte una existencia dolorosa en el convento, pero debes saber que tengo bastante amor y fuerzas para triunfar de su maldad.
Marta consiguió, por fin, fingiendo una confianza absoluta, dar a su hija el valor necesario. Elena prometió que haría el viaje sin quejarse, retemplada por la idea de que su protectora estaría presente en el momento de la partida para alentarla y sostenerla.
Era tiempo de que la joven fuera a acostarse y tratara de descansar después del golpe terrible que su corazón había recibido. Los consuelos y las predicciones del aya le habían hecho esperar que su existencia sería menos amarga en el convento que en el castillo de Orsdael.
La viuda salió después de abrazar tiernamente a Elena.
Apenas hubo Marta cerrado la puerta, la expresión de su rostro cambió por completo. Las señales de espanto reaparecieron alrededor de sus labios, y sus ojos abiertos sondeaban los espacios con una especie de extravío, su propio pensamiento la arrastraba, y, sin embargo, era ese mismo pensamiento el que, hacía un instante, le había inspirado el valor de arrojar a sus enemigos un victorioso reto. Ahora parecía vacilar y retroceder ante la ejecución, aunque la felicidad de su hija fuera el premio de su audacia.
Su cuarto estaba casi a obscuras; el crepúsculo de la noche no permitía distinguir los objetos, sino como formas grises...
De pronto lanzó un grito extraño; su resolución era ya inquebrantable.
—Soy madre—se dijo—; Dios me perdonará.
Corrió con precipitación febricitante hacia el cuarto del intendente, se dejó caer sobre la puerta, apoyó contra ella el hombro, se arqueó sobre las piernas, contrajo los músculos para vencer el obstáculo de la cerradura. La puerta había sido sin duda mal cerrada, porque se abrió al primer empuje. Un grito ronco salió de la garganta de la viuda semienloquecida. Saltó hacia el cofre de hierro, tanteó por todas partes la cerradura, la sacudió temblando y jadeando, bramó de desesperación cuando comprendió que era imposible violentarla. Sin embargo, en aquel cofre había un objeto, un escrito cuya posesión hubiera comprado al precio de su sangre. La libertad de su hija, su derecho de madre, su felicidad, sólo estaban separados de sus manos trémulas, por las delgadas paredes de aquel cofre; ¡y tendría que dejarlo allí, que renunciar a toda esperanza y sucumbir bajo el peso de su impotencia! Pero no se dió por vencida aún. Acudió a la chimenea y tomó las pinzas de hierro. Se arrojó al suelo delante del cofre, introdujo el instrumento con una violencia insensata, entre la tapa y la cerradura, se apoyó con tal fuerza contra las tenazas, que las dobló, como si fueran de plomo. Sudaba copiosamente; jadeaba como si un gran peso le oprimiera el pecho; su corazón latía con furia. Nada, todo era inútil.
Por fin, hizo un último esfuerzo, rompió las tenazas, y Marta sintió con terror inexplicable que tenía sangre en las manos.
Recogió los pedazos del instrumento roto y corrió a su cuarto, cayendo sin conocimiento en una silla.
Volvió en sí largo rato después. Primero se sintió desalentada y como aniquilada por la fatiga; una nueva claridad iluminó su espíritu, comenzó a reflexionar, y a buscar en aquella necesidad extrema, si no existía algún último medio de continuar su lucha contra el destino.
¿Despertaría su hija? ¿La vestiría apresuradamente y emprendería la fuga con ella a favor de la obscuridad? Pero, ¿a dónde iría? ¿No la perseguirían y muy luego darían con ella? La pondrían en la cárcel... Y, ¿cuál sería la suerte de su pobre Elena? ¿Iría a hablar a la condesa, le declararía su nombre y reclamaría su derecho de madre sobre la joven? No podía probar ese derecho, la única prueba estaba en poder de sus enemigos y a la menor sospecha destruirían infaliblemente ese testimonio. ¿Huiría sola del castillo? ¿Correría horas enteras a través de los bosques, para invocar el socorro de Federico? ¿Quién le indicaría el camino? ¿Y qué podría hacer aquel joven más que ella?
La inutilidad de sus meditaciones le arrancaba penosos suspiros. La atroz convicción de que la puerta de la casa de sanidad iba a cerrarse sobre su hija querida, le oprimía el corazón y hacía correr por todo su cuerpo un frío glacial.
Después de haber permanecido un rato inmóvil y como inerte, una inspiración brusca y misteriosa la hizo erguirse vivamente con un rayo de alegría en los ojos.
—Sí—exclamó—, lo que voy a intentar sería culpable en otra circunstancia de mi vida, pero no me es dado escoger, debo salvar a todo precio la vida de mi hija.
Eran las once de la noche cuando el coche en que viajaba el intendente llegó a todo galope por el camino que conducía al castillo y se detuvo delante de la puerta. Los caballos, fatigados por aquella rápida carrera, estaban jadeantes y cubiertos de sudor. Mathys saltó al suelo y llamó; la puerta se abrió en seguida.
—Veo luz en la ventana. ¿La señora está despierta todavía?
—Sí, señor, os está esperando—le respondieron.
A la vez que refunfuñaba con singular vivacidad, abrió la puerta de la sala y, en vez de responder al saludo, al alegre saludo y las preguntas premiosas de la condesa, se dejó caer en una silla exhalando un suspiro.
—¡Dios mío! ¿qué os pasa, mi buen Mathys?—exclamó la condesa—, ¡qué sudoroso y pálido estáis!
—Dejadme respirar, dejadme reponer del susto mortal que he sentido.
—Hablad, os lo ruego. ¿Qué es lo que ha pasado? ¡Me hacéis temblar, Mathys!
—Es cosa de temblar, señora; he estado a punto de ser asesinado a una legua de aquí.
—¡Asesinado! ¿Qué queréis decir?
—Os contaré eso mañana; pero no, ya veo que no tenéis compasión de mi estado, y no me concederéis un minuto de reposo hasta que lo sepáis todo. Pues bien, he aquí en pocas palabras lo que me ha pasado. Cuando llegamos a la aldea en que vive Federico Bergams, el cochero me propuso que atravesáramos el bosque de Muraster para acortar el camino. Yo no acepté porque la obscuridad es intensa, y confieso que no me gusta andar por los caminos apartados, sobre todo de noche. Pero como ya era tarde y tenía ganas de encontrarme en mi cama, me dejé convencer por el cochero, y tomamos por el camino travieso. Todo marchó bien durante una hora. Pero tuvimos que pasar por un valle rodeado por todas partes por bosques espesos. Yo no me sentía a gusto porque la sombra era tal que no podía distinguir ni al cochero ni a los caballos, y ya empezaba a pensar en aquel crimen cometido en ese sitio hace años, cuando de pronto oigo un silbido agudo detrás de mí. Le grito al cochero que castigue a los caballos; pero un silbido análogo se hace sentir por todas partes, delante y detrás de nosotros. Yo estaba más muerto que vivo y ya me veía rodeado de una banda de asesinos. El cochero estaba quizá más asustado que yo, quizá los caballos tuvieron conciencia del peligro, porque se pusieron a volar como el viento. Yo ya me felicitaba de que hubiéramos escapado, cuando tres o cuatro hombres salieron del bosque y nos gritaron que nos detuviéramos; pero algunos buenos fustazos despertaron el valor de los caballos. Uno de los bandidos invisibles hizo un disparo de pistola y la bala pasó tan cerca de mis oídos, que todavía me siguen zumbando. Desde ese momento los caballos galoparon sin cesar hasta el castillo. Son unos animales soberbios y el cochero debe ser muy hábil. No sé como no nos rompimos el pescuezo en esta carrera salvaje. ¡Ah! comienzo a tranquilizarme, pero necesito descansar, y os ruego que me permitáis retirarme.
La condesa abrió la puerta de un armario y sacó una botella y una copa.
—Mi pobre Mathys—le dijo tomándole la mano—, vuestro susto debe haber sido grande. Tomad, bebed una copa de vino de España, esto os repondrá. Ahora estáis en seguridad en el castillo, todo temor ha desaparecido. Os dejaría marchar a pesar de mi ardiente deseo de saber si habéis conseguido el objeto de vuestro viaje; pero no podéis iros a la cama tan agitado, y debéis darle a vuestro espíritu el tiempo necesario para que se calme. Bebed un sorbo, os digo, esto os repondrá, mi buen amigo.
El intendente miró a la condesa con sorpresa; había en el timbre de su voz y en su fisonomía algo tan suave y cariñoso, que no supo qué pensar y se preguntó si no ocultaría alguna celada bajo aquella amabilidad extraordinaria. Supuso que la condesa había sido dominada por completo por sus amenazas de la víspera y que no le halagaba más que para impedir las realizara en un momento de cólera.
—Vamos, Mathys—dijo la señora de Bruinsteen—, olvidad vuestra aventura de esta noche, y hacedme el favor de darme algunas explicaciones sobre el resultado de vuestro viaje. ¿Le hablasteis a la directora de la casa de sanidad?
—Estuve cerca de una hora junto con ella.
—¿Aceptarán a Elena sin dificultad?
—Sin ninguna dificultad. La declaración del médico y vuestro pedido, eso es todo lo que pide.
—¡Por fin vamos a vernos libres de esa loca desnaturalizada! ¿Es cosa segura, Mathys, que se la vigilará con cuidado y que no se dejará que nadie se acerque a ella?
—Le he explicado a la directora que un joven interesado y codicioso la persigue por su fortuna, y que ese cobarde seductor tratará de verla o le aconsejará por medio de cartas o de intermediarios que se escape de la casa. Se me ha tranquilizado a ese respecto. Puesto que no repararemos en los gastos, se le dará una guardiana severa que estará junto con ella siempre, y dormirá en el mismo cuarto.
—¿Y no volverá a salir jamás de la casa de sanidad?
—Jamás, a menos que lo pidáis.
—¡Entonces, no tendrá que esperar poco!—dijo la condesa restregándose las manos—. Puede estar segura de que no volverá a saber lo que es el campo libre y el espacio azul. Se acabó, ahora que ha sido declarada loca, y que va a ser encerrada para siempre, nadie se preocupará de ella. El secreto de su nacimiento quedará encerrado en la casa de sanidad. Yo me vuelvo curadora de su fortuna, y si muere, de fastidio o de enfermedad, heredaré, naturalmente, sus bienes, en calidad de madre.
Sí, sí, seréis inmensamente rica, y yo, que he sacrificado toda mi vida en favor de vuestro bienestar y de vuestros intereses, ¿qué recompensa tendré? Un puñado de oro, economizado sueldo a sueldo.
—¿Un puñado de dinero?—dijo la señora de Bruinsteen, riendo de incredulidad—. ¿Pensáis que no sé cuántas acciones de la deuda del Estado y cuántos títulos de empréstitos encerráis allá arriba, en vuestra caja de hierro? Vamos, vamos, no os enojéis, mi buen Mathys, no os envidio de ningún modo vuestro tesoro. Ahora que hemos conseguido el fin de nuestra vida, quiero demostraros mi agradecimiento con un legado considerable. El molino de agua de Lisck es una linda propiedad, ¿no es cierto?
—El molino de agua—repitió el intendente—. ¿Y qué hay con eso?
—Es una linda granja, con quince cuadras de tierra gorda.
—En efecto, señora; ¿qué es lo que queréis decir?
—Que estoy decidida a regalaros ese molino, Mathys.
El intendente lanzó un grito de alegre sorpresa, y tomó entre las suyas la mano de la condesa.
—¡Ay, señora, qué generosa sois!—dijo—. Ahora ya no deploro todo lo que he hecho por vos. ¿Me dais entonces el molino de agua con la granja? ¿Irrevocablemente, en plena propiedad?
—Es decir—respondió la condesa—que tendréis el usufructo y gozaréis de los arriendos.
—Ya me parecía—dijo el intendente con amarga decepción.
—Sois injusto, Mathys—observó la señora de Bruinsteen—. Hago todo lo que puedo por disponer de ellos a mi antojo. Si muere, el molino de agua será vuestro; pero, mientras tanto, tenéis que contentaros con la renta y los réditos. Es una bonita renta anual.
—Sí, pero es revocable, señora, y no sé que estéis dispuesta a mi favor el año que viene; ¿y si se os ocurre casaros, ahora que la loca no os estorba el camino?
—No, no temáis nada, Mathys.
—¿Queréis, señora, que aprecie vuestro regalo y lo considere como recompensa de los sacrificios que he hecho por vos?
—Ciertamente que sí.
—Pues entonces, dadme un escrito de vuestra mano.
—¿Qué escrito?—murmuró inquieta la condesa—. ¿Un escrito de mi mano?
—Es fácil de comprender, señora; un vale por una suma de dinero bastante considerable para compensar el valor del molino de agua y de la granja. Sólo entonces le daré realmente las gracias.
—Pero—dijo la condesa con cólera mal contenida—, si la casualidad hiciera que yo no heredase los bienes de Elena, seguiría siendo, sin embargo, vuestra deudora. Ya me habéis hecho vuestra esclava exigiéndome un primer escrito. No me he de poner por segunda vez bajo vuestra dependencia.
Mathys se levantó para retirarse y repitió con amarga sonrisa:
—Está bien, señora. Vuestra extraña amabilidad, vuestro lenguaje halagüeño me hacían prever que queríais engañarme. Cuál puede ser vuestra intención secreta lo ignoro, pero creedme, jugáis una partida peligrosa. La loca partirá mañana, pero todo no ha concluído por eso. Ya sabéis que aunque Elena estuviera encerrada varios años, me bastaría decir una palabra para libertarla a ella y sumiros a vos en la pobreza.
—Pero, mi querido Mathys, os equivocáis; yo no tengo ningún propósito secreto—dijo la condesa con tono suave y humilde—. Mi único proyecto era recompensar vuestra abnegación, y creía que os causaría placer esta noticia. No desconfiéis de mí, os lo ruego; el molino de agua será vuestro, si no es ahora, será más adelante. Hablaremos más detenidamente de este asunto cuando volváis del convento, y estad seguro que os dejaré satisfecho, aunque tenga que daros otra vez mi firma. Id a descansar ahora, mi buen amigo; mañana tendréis que partir bastante temprano. Tomad esta lámpara. Que paséis buena noche. Dormid tranquilo, Mathys; vais a quedar sorprendido de mi generosidad.
El intendente salió de la sala refunfuñando. Subió lentamente la escalera, reflexionando sobre la amable sorpresa que le había hecho la condesa, y su modo astuto de ofrecerle con mucho énfasis una donación que podía retirarle al día siguiente. ¿Qué hábil maniobra ocultaba aquello? ¿Quería la señora de Bruinsteen tenderle una celada? ¿Buscaba algún medio de impedir su casamiento con Marta? ¿Cómo sabía la condesa que poseía títulos de renta? ¿Quién le había dicho que sus papeles estaban encerrados en el cofre de hierro?
Se aproximó a su cuarto pensativo y desconfiado. Cuando fué a poner la llave en la cerradura, la puerta se abrió sola. Esto le sorprendió y se detuvo inquieto. ¿Se habría olvidado de echar la llave al salir? ¿Había entrado alguno en su cuarto durante su ausencia? Iba a darse cuenta de ello.
De pronto se estremeció y volvió la cabeza; era un ruido de pasos que se deslizaba en el piso.
—¿Sois vos, Marta?—dijo—. ¡Cómo! ¿Todavía estáis en pie? Son cerca de las doce. ¿Queríais hablarme antes de acostaros? Os agradezco esa benévola atención, querida amiga.
Pero la viuda se colocó misteriosamente el índice sobre los labios, y mientras él la miraba estupefacto, ella le tomó el brazo derecho y le condujo silenciosamente al fondo de la pieza, le indicó una silla y se sentó a su lado, junto a la mesa.
—¿Qué significa este silencio y este aire de misterio? Me hacéis temblar.
—Hablad despacio, que nadie nos oiga—dijo Marta con voz sofocada—. Un gran peligro pende de vuestra cabeza. Vuestros enemigos han tendido una celada a vuestros pies y de antemano celebran vuestra pérdida... Respondedme, Mathys, y no os sorprendáis de mis preguntas. ¿Es cierto que una vez cometisteis una acción que podría entregaros, a la menor indiscreción, a la justicia?
El intendente murmuró algunas palabras confusas, como si no comprendiera bien lo que se le preguntaba.
—¡Quiera Dios que me hayan engañado!—prosiguió Marta—. ¡Oh Mathys, hoy he sabido cosas atroces! Durante toda la tarde he reflexionado en la penosa situación con que me amenaza esa inesperada revelación. Me pregunto con inquietud si puedo ser la esposa de un hombre a quien acusan de haber cometido un crimen.
—¡Cómo! ¿qué decís?—exclamó el intendente palideciendo—. ¿Un crimen? ¿Y os referís a mí?
—¡Chito! ¡chito! dejadme proseguir. Manteneos tranquilo y escuchadme hasta el fin; la felicidad de toda vuestra vida, quizá dependa de vuestra sangre fría... Después de pensarlo bien, me acordé del afecto que me tenéis; la gratitud y la compasión vencieron, y he pensado que sois sin duda víctima de personas perversas que quieren librarse de un testigo inocente, mediante alguna cobarde traición.
—No os comprendo—balbuceó el intendente.
—Puede ser que, en efecto, no me comprendáis. Hablaré más claro, pero dadme antes vuestra palabra de que vais a dominar vuestra indignación, y a no salir de esta pieza hasta que yo os lo permita. Si no os conservais dueño de vos, os perderéis irremisiblemente.
—Os prometo, Marta, conservar mi sangre fría.
—¿Y hablar en voz baja?
—Muy baja.
—Si tomo estas precauciones, Mathys, es solamente para preservaros de un gran peligro. No podré, sin duda, ser vuestra mujer; pero me habéis demostrado afecto, y quiero demostraros, al menos, que soy agradecida.
—¿Que no podréis ser mi mujer? ¡Oh! os juro, Marta, que me han calumniado.
—Yo así lo creo, señor, y me lo va a demostrar la sinceridad de vuestras palabras. Os ruego, Mathys, que, para bien vuestro, no me ocultéis la verdad.
—Pero hablad claramente; ¿qué es lo que queréis saber?
Aproximándose a él, la viuda le preguntó con voz contenida:
—Decidme, Mathys, ¿Elena es realmente hija de la señora de Bruinsteen?
Al oír esta pregunta, Mathys pareció haberse vuelto mudo; sin embargo, después de un rato de silencio, respondió tratando de sonreír:
—Yo lo creo por lo menos; ¿de quién sería, si no, la hija?
—Eso no está bien, señor—dijo Marta con un tono de triste reproche—. Yo trato de obtener la consoladora convicción de que he sido engañada, a lo menos respecto a la parte que habéis tomado en ella; pero si os parece que debéis fingir conmigo, me es imposible protegeros y tengo que abandonaros a la muerte atroz que os amenaza. No penséis en nuestro casamiento: ¿cómo podría resolverme a llevar un nombre que hoy o mañana puede ser deshonrado por una sentencia infamante?
—¡Dios mío! ¿qué decís?—balbuceó el intendente espantado por las palabras de Marta, pero retrocediendo ante la revelación que ella le quería arrancar—. Os he prometido confiar ciertos secretos así que estemos casados. ¿Por qué no esperáis ese momento para interrogarme?
—Porque ese momento no llegará, si no obtengo de vuestra boca toda la verdad.
—Decidme de qué se me acusa y veré si puedo responder ahora con entera franqueza.
Marta pareció ofendida por aquella resistencia y permaneció algunos minutos muda. Después dijo, como adoptando una brusca resolución:
—Elena no es la hija de la señora Bruinsteen; es hija de un oficial de húsares, y tuvo como nodriza una campesina, en Elterbeck, cerca de Bruselas...
—¡Dios mío! ¿quién os ha dicho eso?
—Lo sabréis si por vuestra parte me demostráis alguna confianza. Vamos, respondedme: ¿Elena es hija de la condesa de Bruinsteen, sí o no?
—Pues bien, no—suspiró Mathys como si aquella confesión le hubiera atemorizado.
Marta dejó escapar un grito de alivio; porque bien que no hubiese dudado de que la joven era su hija, la confirmación de esa creencia la llenó de una alegría infinita. Pero, como viera que el intendente la mirara con desconfianza, prosiguió con acento más tranquilo:
—¡Ah, Mathys, qué feliz me hace esta prueba de vuestra sinceridad! Ella me permite esperar que os hayan acusado injustamente. Se pretende que vos robasteis a esa niña y la trajisteis a casa del conde de Bruinsteen sin que él ni la condesa supieran nada de antemano.
—¡Mentira, calumnia!—exclamó el intendente.
—¡Chist!—murmuró el aya—, acordaos de vuestra promesa. Yo también creo que se trata de traicionaros a fin de que vos solo carguéis con la pena de un delito que la ley castiga con cinco años de presidio. Quiero salvaros por gratitud, por abnegación.
—¿Quién puede haberos revelado cosas semejantes?
—¿No lo adivináis? La nodriza ha muerto, pero hay otras personas que conocen el secreto del robo de la niña.
—¿Otras personas? No existen, Marta.
—¿No hay otros testigos? ¿Estáis seguro?
—Ni uno solo, el marido de la nodriza murió hace catorce años.
Esta certidumbre le causó a la viuda una sensación dolorosa; pero ocultó su emoción y prosiguió:
—El secreto se habrá entonces revelado por sí solo, a menos que la señora...
—¿La condesa? ¡Es imposible!
—Sin embargo, ha sido la condesa quien me lo ha confiado.
—Es preciso entonces que esté loca, o que el mismo diablo la haya empujado a hacer tal extravagancia—exclamó Mathys—. ¡Oh! yo lo sabré, tendrá que darme cuenta de su traición.
Y se puso de pie para salir.
Pero el aya, que ya había previsto ese movimiento, lo retuvo del brazo diciéndole:
—Dominad vuestra indignación, señor; si salís de esta pieza antes de oírme hasta el fin, nada podrá salvaros del deshonor y de la cárcel.
—Pero es algo incomprensible—murmuró Mathys desalentado—. ¿Entonces ella misma me quiere poner en peligro para perderme? ¿Qué la puede impulsar a cometer semejante locura? ¿Qué fin puede tener en vista?
—Lo que la impulsa es el odio ardiente que os tiene; y al acusaros de un crimen ante mi, quiere impedir nuestro casamiento. Pero vos no sois culpable del robo de la criatura: ¿VERDAD? Vamos, Mathys, os lo suplico, no me dejéis en esta penosa duda: ¿vaciláis aún?
—No sé qué responder. Me parece que estoy soñando.
—Quizá hayáis prestado vuestra ayuda—dijo la viuda con dulzura pacífica—, pero, si no habéis hecho más que cumplir las órdenes de vuestros señores, sólo habéis sido el instrumento pasivo de las personas que tenían derecho a vuestra obediencia.
—Sí, sí, es así—afirmó Mathys.
—En este caso, quizá os fuera fácil justificar vuestra intervención, y probar vuestra inocencia... Vamos, decidme cómo pasaron las cosas. Lo sé todo, pero deseo encontrar en vuestro relato, medio de defensa de vuestros enemigos. No me ocultéis nada. Después os diré el infame proyecto formado para perderos.
El intendente vacilaba aún e inclinaba la cabeza para reflexionar.
Marta tenía sus ojos encendidos fijos en él; la esperanza y la impaciencia le hacían saltar el corazón en el pecho.
—¡La condesa debe estar loca! ¡revelar semejantes cosas a mi futura esposa! ¡Ah! Con razón presumía yo algún ardid de serpiente bajo su falsa amabilidad. Pero jamás hubiese creído que el odio y la maldad la cegaran hasta este punto. Marta—agregó—, no puedo pretender que soy inocente del todo, pero hay alguien más culpable que yo, y no creo que os sea difícil encontrarme excusas.
—Tened valor, Mathys—dijo la viuda—, yo le he de perdonar mucho al hombre que me ha protegido y defendido.
—Pues bien, escuchad, vais a saberlo todo. La señora... o más bien Margarita de Schminspaen, era sirvienta, y yo lacayo, en Bruselas, en casa del conde de Bruinsteen, un hombre gastado y loco que se pasaba ocho meses del año en su sillón, paralizado por la gota. Margarita, por medio de halagos y adulaciones, lo tenía dominado por completo. El conde no tenía más que parientes lejanos por el lado materno, y ella los tenía alejados, para hacerse dueña de él por completo. Yo creía que procedía así por amor, por gratitud a nuestro señor, y como se mostraba atenta y amistosa conmigo, yo la ayudaba por todos los medios. ¿Es esto censurable?
—La gratitud es un noble sentimiento—murmuró el aya, la cual, previendo que Mathys trataría de justificarse, ponía toda su atención en discernir de sus palabras la verdad y la mentira.
—Margarita me engañaba, sin embargo—prosiguió el intendente—. Tenía un fin secreto, y quería poseer su fortuna después de su muerte. El mejor medio de conseguirlo, era el casamiento, según ella. El señor Bruinsteen, vencido por sus largas instancias y por sus maniobras de una habilidad infinita, se dejó por fin llevar hasta eso. Pero Margarita se vió en parte defraudada en sus esperanzas, porque el contrato estipulaba que la considerable fortuna del conde pertenecía a sus legítimos herederos, si no tenía hijos de su casamiento.
—¿Y ella no tuvo familia?—interrumpió la viuda.
—Vais a saberlo; Margarita vivió dos largos años de inquietud. El conde, que mejoró un poco en su salud, recuperó un tanto la claridad de espíritu; pareció deplorar su casamiento, y su mujer le inspiró aversión. Ella tenía poca esperanza de que favoreciera en su testamento a aquella que le había inducido a contraer un matrimonio deshonroso. El deseo más ardiente de Margarita, se vió, sin embargo, cumplido. En el tercer año de su unión el Cielo le acordó una hija, que recibió el nombre de Elena. Pero su alegría fué de corta duración; la niña nació enferma, y al cabo de dos o tres semanas se puso tan flaca que no cupo duda de que viviría poco tiempo más. Podéis imaginaros la desesperación de la señora. No sólo sufría su cariño de madre, sino que, si su hija moría, la fortuna del conde se le escapaba. El doctor pretendió que no quedaba otra esperanza que darle a la criatura una nodriza robusta y hacerle respirar el aire del campo. Yo me había informado de una nodriza, y conocía una robusta campesina no lejos de Bruselas, que se había presentado a ofrecerse. Como la pequeña Elena estaba casi muerta, partió al día siguiente con una sirvienta y la niña. Pero en casa de la campesina, ya encontré el sitio ocupado por otra criatura.
—¡La hija del oficial de húsares!—suspiró Marta con voz casi ininteligible.
—Sí, de su viuda, porque al día siguiente, supe que su padre había muerto. Yo no sabía qué hacer y me encontraba en una gran dificultad, porque temía que la pequeña Elena muriera en mis brazos por falta de próximos auxilios. Merced a la promesa de una generosa recompensa, hice consentir a la campesina en que cuidara y amamantara a la niña durante algunos días, hasta que encontrara otra nodriza. Al volver, a la condesa le di cuenta de mi aventura, tratando de prepararla para la fatal noticia que iba a recibir sin duda al día siguiente. La certidumbre de que su hija estaba por morir llenó a la condesa de indecible desesperación, y al mismo tiempo la llenó de rabia; sin embargo, ya debía haber pensado en recurrir a algún expediente supremo porque me rogó que no dijera nada a nadie de aquello, y durante la tarde fingió dormir para combinar y madurar un proyecto tan hábil como criminal. Era de noche, cuando me hizo llamar... ¡Ay! pluguiera al Cielo que nunca hubiera hallado a tan pérfida mujer. Mi vida no estaría amenazada por un terror incesante y por arrepentimiento continuo. Mi corazón es honrado y soy incapaz de cometer espontáneamente una injusticia; pero la compasión que me inspiraba...
—¿Qué os dice?—interrumpió la viuda, que escuchaba palpitante las palabras que recogía de los labios del culpable.
—Le resistí, me negué; pero ella me rogó, me suplicó, regó mis manos con sus lágrimas, y tanto hizo que hubiera ablandado el corazón más insensible. Después me amenazaba con su venganza e iba a echarme a la calle. Si, por el contrario, consentía en ayudarla, prometía enriquecerme.
—Pero, ¿qué era lo que os exigía?
—Vencido por la compasión, cedí a sus deseos, y me encargué de la ejecución de su proyecto... Estáis impaciente, Marta. Yo mismo tengo miedo de esta revelación. Mi espíritu se revela y mi conciencia sufre. La señora estaba dispuesta a arriesgar una tentativa desesperada, para colocar a la niña ajena, en el lugar de Elena si ésta llegaba a morir, a fin de conservar así la posibilidad de poseer la fortuna del conde. Con el bolsillo lleno de oro y autorizado para las más brillantes promesas, partí aquella misma noche y golpeé a las puertas de la nodriza, con el pretexto de informarme del estado de la criatura. La niña vivía aún, pero la nodriza no dudaba de que no pasaría del día siguiente. ¿Qué os diré? Me costó gran esfuerzo hacerle comprender a aquella simple lo que deseaba de ella, y en un principio rechazó con horror mi proposición; pero la vista del oro y la promesa de una renta anual, acabaron de triunfar de sus escrúpulos. Las circunstancias favorecieron de una manera muy particular la ejecución del proyecto de la condesa. El cambio proyectado podía hacerse sin despertar la sospecha de nadie... Las cosas pasaron de este modo: La pequeña Elena murió al día siguiente por la tarde. Se le anunció a la viuda del oficial que su hija había muerto. Una persona extraña vino a asistir al entierro. Nadie sospechó la menor superchería, y, tres meses después, el conde de Bruinsteen estrechaba entre sus brazos a la niña robada, dando gracias a Dios por haberle conservado a su única heredera... Veo, Marta, que tenéis los ojos llorosos. Es una triste historia y soy muy digno de que se me tenga lástima, ¿verdad? ¡Ser dominado por una mujer falsa y perversa, y sufrir toda mi vida por cumplir una orden de mis señores, cuando todavía ignoraba por completo lo que es el mundo!
Marta se había afectado profundamente al oír el final del relato del intendente. Había despertado en ella dolorosos recuerdos y hecho sangrar viejas heridas. Sin embargo, no le faltaron fuerzas para ocultar su emoción y simular otra aparente. Todo lo que hacía, por otra parte, lo había premeditado; en la soledad de sus reflexiones había previsto con tanto acierto todas las fases posibles de esta conversación, que se dirigía a su fin preciso, con paso firme a través de todas las dificultades. Después de un breve silencio, prosiguió suspirando:
—¡Pobre Mathys! Sois la víctima de una ciega abnegación. Os compadezco; el terrible peligro que os amenaza me arranca lágrimas de compasión y de angustia. La maldad es muy grande en los corazones perversos. Aquella por quien os habéis sacrificado, quiere preparar ella misma vuestra pérdida y entregaros a la justicia.
—¿La condesa?—exclamó el intendente.
—Sí, la condesa.
—¡Eso es imposible! Tengo pruebas que le impiden tramar algo contra mí.
—Poseéis un documento firmado por ella, ya lo sé.
—¿Lo sabéis?—murmuró el intendente estupefacto.
La viuda aproximó su silla como para revelarle secretos importantes.
—Escuchad, Mathys; sofocad por el momento vuestra indignación y hablad quedo—le dijo con tono misterioso—. Lo que vais a saber os llenará de temor y de cólera; pero cobrad coraje y no temáis nada; yo lucharé junto con vos contra vuestros enemigos, y estad seguro de que, uniendo nuestros esfuerzos, haremos fracasar sus pérfidas maquinaciones.
—Os doy las gracias por vuestra abnegación—respondió Mathys—, y me felicito de que la condesa no haya conseguido con su calumnia quitarme vuestra estimación... Pero no me doy cuenta de lo que teméis, Marta. La señora no puede hacer nada contra mí, os lo repito.
—¿Creéis eso? ¿Estais tranquilo porque tenéis en vuestro poder un documento firmado por ella? Y si os robara ese papel, ¿no estaríais por completo en su poder? ¿No podría pretender entonces que ignora por completo el robo de la niña? ¿Quién podría demostrar entonces que Elena no es su hija, puesto que todos los testigos han muerto, y que vuestra acusación sería considerada como una acción perversa?
—Pero ella no puede quitarme ese papel, no sabe dónde está.
—En la caja de hierro—dijo el aya.
—¡No, no es cierto!—exclamó el intendente, estremeciéndose de temor y de sorpresa.
—Mathys, Mathys, ¿por qué queréis engañarme? ¿No me queréis entonces permitir que os salve?
—¡Ya no sé ni lo que digo!—murmuró el intendente—. Sí, sí, Marta; está en el cofre.
—El hierro es duro, Mathys; pero el acero es más duro aún. ¿Y si fracturaran ese cofre durante vuestra ausencia y os quitaran ese documento?
El intendente, asaltado por una inquietud secreta, se puso vivamente de pie, sacó una llave del bolsillo y abrió el cofre. Luego lo volvió a cerrar con la misma rapidez, y volvió junto a la viuda, con una sonrisa en los labios.
—Ahí está todavía, nadie lo ha sacado—exclamó respirando ruidosamente—. Pero la verdad es que parece que hubieran tratado de forzar el cofre—agregó examinando la cerradura—. Pero es absurdo que me asuste. ¿Cómo haría una mujer para forzar un mueble como éste?
—Hay cerrajeros en la aldea.
—Pero, ¿qué queréis decir? ¿Sería capaz la condesa de consumar un acto tan criminal?
—Juzgad por vos mismo, Mathys. Mientras estabais en viaje, la señora me hizo llamar. Me interrogó durante más de una hora para convencerse de que yo estaba dispuesta a asociarme a ella contra vos. Intentó volveros tan perverso y miserable ante mis ojos, que os hubiera tomado por un demonio si no os hubiera conocido. Me ha prometido una fortuna y una existencia feliz hasta el fin de mis días. Inspirada por mi gratitud hacia vos y por mi odio hacia ella, fingí entrar por entero en sus proyectos; y prometí ayudarla sinceramente, libertarla, como decía ella, de vuestra cruel tiranía, que está envenenando su vida desde hace más de quince años. Tened calma, os lo suplico, Mathys... De esa manera le arranqué el secreto de sus intenciones y obtuve de ella los medios de defenderos contra ella:
—Pero, ¿qué le pasa por la cabeza?—murmuró Mathys, aplastado por aquella revelación—. ¿Se ha vuelto loca entonces?
—No, sabe muy bien lo que quiere. Su objeto es aniquilar la prueba de su complicidad, y teneros sometido a sus pies, como un instrumento impotente; a fin de pretender que ella no ha sabido nunca nada, si el secreto de la substitución llega a descubrirse algún día.
—¿Y se imagina que substraerá el documento que contiene esa caja?
—Mañana tenéis que hacer un viaje y permaneceréis ausente hasta el día siguiente. Tiene tiempo para fracturar veinte cofres como éste.
—Su esperanza quedará defraudada, porque me quedaré en casa y no haré el viaje. De ese modo...
La viuda había probablemente previsto esta respuesta, que no pareció hacer gran impresión en ella.
—Imposible. Es preciso, Mathys, que partáis—le replicó—. Si no queréis salir de la casa tenéis que declararle a la condesa la causa de vuestra negativa. Me acusaría a mí, con razón, de falsedad; y yo quedaría ¡ay! perdida, y a vos no os quedaría la menor esperanza de ver realizados vuestros deseos.
—Entonces hay otro medio, pondré el documento en mi cartera y lo llevaré conmigo.
—No hagáis eso, Mathys; la condesa lo ha previsto todo. Que dejéis la prueba en la casa o que os la llevéis consigo, ha jurado apoderarse de ella; y tened la seguridad de que lo conseguirá si no encontramos otro medio de engañarla.
—En verdad, Marta, que no os comprendo. ¿Cómo se podría apoderar la condesa de un papel que yo llevo conmigo? Mientras estoy en viaje, ella no...
Pero la viuda no quería dejarle tiempo para que reflexionara; había sabido por un sirviente lo pasado en el bosque y lo interrumpió con voz trémula:
—Esperad lo peor que pueda imaginarse, Mathys. La condesa no se ha atrevido a decirme abiertamente su pensamiento, pero he comprendido muy bien por sus palabras que no retrocedería ni ante un atentado. Se ha puesto en el caso de que os llevéis con vos el documento, y me ha hablado en términos encubiertos de hombres pagados para espiaros y atacaros...
—¿Hombres pagados para atacarme?—preguntó el intendente, cuyo espíritu conturbado asoció las palabras de Marta con la emboscada de esa noche—. ¿Estáis cierta de que la condesa haya dicho algo parecido?
—Completamente segura.
—Pues entonces no viajaré más que de día; no saldré de la carretera, y me haré acompañar por gente segura.
—Vanas precauciones. Aunque tuviera que hacer ocultar a la gente en su propia alcoba para haceros registrar al regreso, se apoderaría del documento, no lo dudéis...
—En ese caso no saldré.
—¿Y la señorita? Es preciso que parta, Mathys. Todo retardo podría inspirar sospechas e impedir su reclusión.
—Es que mañana mismo le diré a la condesa que conozco su cobarde proyecto contra mí. La obligaré a renunciar a él, amenazándola con mi venganza. Quiero que se eche a mis pies, y que me pida perdón.
—¡Dios mío! ¡entonces queréis sacrificarme!—exclamó Marta con ansiedad simulada—. ¡Cómo! ¿Os atreveríais, después de eso, a dejarme un solo instante en Orsdael, junto con la condesa? No, no; si reveláis mi traición, huiré de aquí al despuntar el día. Es preciso que no lo sepa nunca, jamás.
—¿Y qué medio puedo emplear para que el documento no pueda caer en manos de la condesa?
Marta se pasó la mano por la cabeza, fingiendo torturar su espíritu, buscando una idea que pudiera salvarlos. De pronto se puso de pie lanzando un grito de alegría.
—¡Dios sea loado!—exclamó—. Conozco un medio infalible para engañarla y burlar sus tentativas. Dadme el documento, Mathys; lo coseré al fondo de mi falda. Nadie lo buscará allí, y por más que busque y haga vuestra enemiga, jamás encontrará el testimonio de su crimen.
—¿Daros ese documento, mi sola arma contra su maldad, mi seguridad, mi fuerza?—dijo entre dientes el intendente, con sonrisa irónica—. No, no, ese tesoro no se separará de mí.
—Os lo suplico, Mathys—dijo la viuda pálida y temblorosa—. Dejadme salvaros. ¡Ah! No me neguéis el único medio de salvaros de las celadas de vuestros enemigos.
El intendente, engañándose respecto a la agitación del aya, le dijo con el tono de una resolución irrevocable:
—Vamos, Marta, estáis exagerando el peligro que me amenaza. En todo caso, la firma de la condesa es un medio infalible de defendernos victoriosamente contra sus proyectos perversos. Os agradezco vuestras simpatías, pero el documento no estará nunca en otras manos que las mías. No me habléis más de eso, que ya sabré encontrar un sitio oculto en el que nadie lo descubrirá.
Marta, herida por una cruel decepción, se puso las manos delante de los ojos, lanzando un grito penetrante. La última esperanza que le quedaba en la última extremidad, se había desvanecido.
En el momento mismo en que creía aferrar la prueba tan ardientemente deseada, acababa de anonadarla una vez más el convencimiento de su impotencia. ¡Su hija, su pobre hija, iba a ser encerrada en una casa de locos, perdería en ella la razón, y sin duda alguna moriría!
Esta certidumbre le desgarró el corazón, apagó el último fervor de su esperanza y abatió la fuerza de espíritu que aún le quedaba. Se entregó por entero a su dolor, sollozando en alta voz, y llorando en tal abundancia, que las lágrimas le empapaban las mejillas.
Mathys, que la creyó ofendida por su negativa, trató de hacerla comprender que se equivocaba. Le dijo que no dudaba de su afecto por él y que tenía una confianza ilimitada en su abnegación; pero que, respecto a ese asunto, había tomado hacía largos años, una resolución firme de la que no podía apartarse; podía estar tranquila a ese respecto; él sabría muy bien poner el documento al abrigo de las asechanzas de la condesa, y como el fin que impulsaba a Marta era conseguirlo de otra manera, no había razón alguna para que se inquietara de esa manera.
Pero, dijera Mathys lo que dijera, la viuda, aniquilada, agotadas las fuerzas y las ideas, quedó abismada por su dolor, y sólo respondió por medio de suspiros y sollozos.
El intendente la miró durante un rato, siguiendo con la mirada las lágrimas que caían de sus mejillas. Sacudió la cabeza contrariado, y pareció luchar con un pensamiento penoso. Poco a poco, sin embargo, su rostro tomó una expresión compasiva. La desesperación de Marta hacía más fuerza en él que sus recursos más hábiles.
—Está bien—dijo al fin—, os daré la prueba de confianza que me exigís. ¡Ah! ¡si supierais lo que me pedís!
Dichas estas palabras, se adelantó lentamente hacia el cofre.
La viuda le dirigió una mirada de soslayo; la silla temblaba, movida por el estremecimiento de su cuerpo y tenía que apretarse el pecho para contener los latidos de su corazón. El intendente se aproximó a ella y le entregó el documento en un sobre sellado.
—Tomad, Marta—le dijo—; conservad esto con cuidado hasta que yo vuelva de viaje. No lo abráis; ocultadlo entre las ropas; que no se os separe ni un instante. Ya veis que tengo tanta confianza en vos como si fuerais mi mujer... ¡Qué emocionada estáis! Calmaos, querida amiga, os habéis equivocado respecto a mis intenciones.
Trémula y casi desfallecida de alegría, Marta escondió el sobre en su seno. En el primer momento no podía hablar y balbuceaba palabras confusas; pero la posesión del precioso documento pronto le devolvió la energía. Dominó su conmoción y exclamó apretando con ansia febril la mano del intendente:
—¡Oh Mathys! ¡Si supierais cuán feliz me siento! El más bello sueño de mi vida parecía desvanecerse para siempre y hete aquí que se realiza de golpe. ¡Gracias, gracias! Guardaré el documento, como si de él dependiera mi salvación eterna. Aunque me pusieran la punta de un puñal en el pecho, no lo entregaría. ¡Os lo juro!... Pasado mañana—prosiguió, cambiando de tono—os lo devolveré tal cual está, y entonces deliberaremos sobre lo que tenemos que hacer. Ahora, Mathys, id a descansar; estáis probablemente muy cansado del viaje de hoy, y tenéis que volverlo a hacer mañana. No temáis nada; ni aun la muerte podría arrancarme este precioso depósito.
—Sí, me siento deshecho, no sólo por el viaje sino por todo lo demás, y sobre todo, por las emociones que he sufrido hoy.
El aya, devorada por una fiebre interior, se puso de pie, y dirigiéndose a la puerta:
—Podéis estar tranquilo, Mathys. Mañana temprano estaré levantada para ir a hablar a la señora, y si durante la noche hubiera inventado nuevas celadas contra vos, vendré en seguida a revelároslas. En todo caso, no le digáis nada antes de que nos volvamos a ver. ¡Buenas noches!
—¡Buenas noches!—dijo el intendente mirando con fijeza al aya.
Esta mirada singular no le pasó inadvertida a Marta y le heló la sangre, porque creyó leer en sus ojos que le había acometido un ímpetu furioso de correr tras ella y recuperar el documento.
Se dirigió lentamente hacia la puerta, y hasta volvió la cabeza para decir sonriendo: «¡Buenas noches, buenas noches!» pero así que salió al comedor obscuro, se puso a correr hacia su cuarto en puntas de pie con una rapidez como si tuviera alas.
Echó la llave a la puerta, corrió a la ventana que daba al campo, la abrió, midió su altura, se alejó de ella murmurando algunas palabras sofocadas; se acercó en seguida a la mesa, encendió una pequeña lámpara, sacó el sobre de su seno y rompió el sello con mano trémula.
—¡Oh! ¡Dios mío!—balbuceó—. ¡El reconocimiento de mi derecho de madre! ¡La condesa declara que ella ordenó el robo! El nombre, el dulce nombre de mi Laura.
Fué interrumpida por un murmullo que llegó hasta su oído; creyó oír que la llamaban.
Una sonrisa de felicidad iluminó su rostro. Se levantó, guardó el papel en el seno y corrió al cuarto de Elena. Cuando abrió la puerta oyó un quejido doloroso.
—¡Oh Marta! ¿sois vos, de veras? ¡Soñaba que no os volvería a ver más!
Pero un beso ahogó las palabras en sus labios.
—¡Mi hija, mi hija, mi hija querida!—dijo la viuda con voz trémula—; calla, calla, no llores. No irás al convento. Ya no más penas, no más dolores, alégrate. Mañana serás feliz. No irás al convento. Ríete, ponte contenta. Mañana verás a tus enemigos arrastrarse a tus pies e implorar tu piedad.
La joven, asustada por aquellas efusiones, y por el tono ardiente de la voz, apartó la cabeza y murmuró:
—Pero, ¿quién sois, entonces?
—¿Quién soy? ¿Quién soy?...—repitió la viuda casi loca y con una vehemente imprudencia—. ¿Quién soy?... El secreto de mi amor, de mi vida. Yo soy tu... ¡Oh! ¡Dios mío! ¡qué locura iba a hacer!
Y retrocedió temblando.
Elena, cuyo corazón hacía temblar el presentimiento de una revelación suprema, tendió las manos en la obscuridad, haciendo un gesto suplicante; pero Marta había recuperado un poco de sangre fría y murmuró, mientras depositaba otro beso más en la frente de su hija:
—No, no, no ha llegado todavía el momento de la revelación. Cállate, luz de mis ojos, mi esperanza, mi felicidad, no me preguntes nada. No me conocerás hasta el momento de la liberación. Mañana, Laura; mañana, Elena; sabrás qué vínculos nos unen... Tengo que apartarme de ti, hija mía; podría sucumbir a una tentación que nos sería fatal a las dos. Duerme, duerme en paz... mañana un nuevo sol lucirá para ti y para mí.
Y huyó rápidamente del cuarto, cerrando la puerta tras sí.
Las sombras eran intensas; los campos y los bosques estaban cubiertos de tiniebla; pero ya una claridad dudosa temblaba en el horizonte; la aurora iba muy luego a aparecer y a llenar el espacio con la luz dorada de una mañana espléndida.
En aquel momento, el follaje de las encinas verdes se abría detrás de la casa de Andrés, el guardabosque. Una sombra de mujer surgió entre los arbustos espesos que flanqueaban el camino. Se detuvo, miró con desconfianza hacia todos los lados, trató de penetrar con la mirada la obscuridad gris y se deslizó lentamente hacia la casa del guarda.
Entró en el jardín por una abertura de la cerca, se aproximó a una pequeña ventana, golpeó en ella misteriosamente y dijo con la voz pegada a los vidrios:
—¡Catalina! ¡Catalina!
Abrióse la puerta.
—¿Sois vos, Marta?—dijo la mujer del guardabosque, sorprendida—¡Dios mío! ¡y todavía es de noche! ¿Qué es lo que os pasa?
—Apresuraos, venid pronto; tengo que hablaros en seguida—balbuceó el aya.
Al cabo de cinco minutos, Catalina abrió la puerta, y apareció junto con su marido en el jardín.
—¡Vos aquí, Marta, a estas horas!—dijo—. ¿Os han obligado a salir del castillo antes que fuera de día?
La viuda le echó los brazos al cuello, la atrajo a su pecho y le murmuró:
—¡Catalina! ¡ah, Catalina! ¡Dios me ha dado la victoria! Que me proteja aún durante algunas horas, y mi Laura será libre para siempre. ¡Hoy podrá llamarme madre, delante de todo el mundo!
—¡Cómo! ¿Qué queréis decir?
—Callaos, Catalina, vuestro marido podría oírnos. Quiero estar sola con vos.
—Vamos, entrad, Andrés cuidará la puerta.
Catalina habló un momento a su marido y luego entró en la casa con la viuda. La condujo a una pieza aparte, cerró la puerta, y le tomó las manos diciendo:
—Aquí nadie puede oírnos, Marta. Satisfaced mi ardiente curiosidad. ¡Vuestra Laura quedará hoy libre! ¡Quiera Dios que vuestra esperanza se realice!
La viuda le contó en pocas palabras y de prisa lo que había sucedido; cómo habían resuelto encerrar a su hija en una casa de sanidad desconocida; lo que había sufrido ante ese peligro extremo; cómo, inspirada por la desesperación, había osado intentarlo todo, y cómo el intendente, después de una larga resistencia, le había entregado la prueba de su derecho de madre, y del rapto de su hija.
Más de una vez, durante aquel rápido relato, Catalina había lanzado, a pesar suyo, un grito de admiración y de triunfo; pero luego, calmada y llamada a silencio por la viuda, se puso a llorar, y lágrimas de felicidad corrían por sus mejillas, en la obscuridad.
—Calmaos, Catalina, el tiempo para mí es precioso—dijo la viuda—. ¿Comprenderéis ahora por qué vengo aquí? Estando en posesión de este documento, no me atrevo a permanecer en el castillo. Mathys y la condesa me lo quitarían por la violencia y hasta cometerían un nuevo crimen, si fuera preciso. Yo sólo soy una mujer y necesito del auxilio de los hombres para defenderme de los enemigos de mi hija. Voy a la casa de Federico Bergams; su tío es notario y él conoce las leyes. Me dirán lo que tengo que hacer, y vendrán conmigo a Orsdael a oponerse a la partida de Elena. Vive a dos leguas de aquí; es de noche, no conozco los caminos, tengo miedo de que me suceda algo. Vuestro marido puede acompañarme y conducirme... No temáis nada, Catalina; es el último sacrificio que os pido, y sea cual fuere el resultado definitivo de la lucha, os recompensaré y aseguraré vuestra suerte, hasta el fin de vuestros días...
—¡Vos recompensarme!—dijo Catalina con tristeza—. No está bien que me habléis así. Mi mayor recompensa es vuestra felicidad.
—Ya lo sé, amiga mía; pero vuestro marido no puede ser víctima de vuestra generosidad. No discutamos a ese respecto. Yo tengo que partir de aquí; pueden notar mi ausencia, buscarme, perseguirme, ¡oh Dios mío! ¡si me sorprendieran, podrían todavía arrancar la libreta de mi hija, mi vida!
—Voy a confiaros a mi marido; fiad en él, Marta; llevará su fusil y os defenderá si es necesario a costa de su sangre.
Cuando el guardabosque entró en el cuarto, su mujer le dijo:
—Andrés, es preciso que partas en seguida con el aya. Está encargada de una misión importante, y como es de noche todavía, y los caminos no sean quizá seguros para una mujer, la condesa quiere que la acompañes.
—Está bien, mujer. En dos minutos me pongo la blusa y estoy listo.
—La señora va a casa de Federico Bergams. Eso te parecerá raro, ¿verdad?
—Nada de eso. Poco me importa donde me mande la condesa—respondió el guardabosque, listo para partir.
—Un momento—dijo Catalina—. El mensaje que la señora va a cumplir, es un secreto. Nadie debe verla ni encontrarla, por lo menos hasta media legua de distancia de Orsdael. La llevarás, pues, por caminos apartados y por el bosque.
—Muy bien—dijo el guarda, subiendo una pequeña escalera para ir a vestirse.
—Pero decidme, Marta—murmuró la campesina después de un momento de silencio—. ¿Quién os abrió la puerta del castillo?
—Nadie, Catalina; bajé por la ventana de mi cuarto.
—¡Cómo! ¿desde tan alto? ¡Pero eso es imposible!
—Pues creedme, Catalina—respondió el aya—; así que me encontré sola en mi cuarto, con la prueba inestimable sobre mi corazón, me fué imposible tener un momento de reposo. Temblaba, el sudor de la angustia corría por mi cuerpo. Hostigada por el miedo, por el mortal convencimiento de que Mathys aparecería para que le devolviera el documento, calculé, inclinando la cabeza en la ventana, la altura del salto que tendría que dar para escapar de aquel peligro inminente. El menor ruido me hacía temblar, el grito de un pájaro casi me hizo desvanecer de angustia. ¡Oh! tenía en mi pecho la salvación de mi hija y estaba todavía en poder de mis tiranos. No podía permanecer en aquella dolorosa perplejidad, y quizá, ofuscada hasta la locura, por un ruido en el corredor, iba a precipitarme hacia el vacío, cuando se me ocurrió una idea salvadora. Uní las sábanas de la cama con un fuerte nudo, las até a la baranda de la ventana y traté de bajar al suelo. La vehemencia del deseo me prestó una fuerza sobrenatural, y mi ángel bueno me protegió sin duda, porque las sábanas eran demasiado cortas y caí de una gran altura, sin herirme, sin embargo. Después, deslizándome a lo largo de las paredes, corrí hasta el puente. Lo atravesé, eché a andar entre los arbustos y las zarzas hasta que...
La llegada del guardabosque interrumpió su explicación. Andrés descansó despacio la culata de su fusil en el suelo, y dijo:
—Señora, estoy pronto; cuando gustéis.
En la puerta las dos mujeres se abrazaron y cambiaron algunas palabras más; después Marta siguió al guarda a través del bosque.
Andrés condujo al aya por senderos cubiertos y dió muchos rodeos para evitar las carreteras. Permanecía silencioso, y sólo hacía alguna advertencia en voz baja, cuando algún paso o algún pozo interceptaba el paso.
Después de media hora larga, condujo a la viuda por un camino ancho. La primera luz del alba empezaba a esparcirse en el espacio, y ya podían distinguirse los objetos a través da la niebla.
—¿No corremos el riesgo de encontrar a alguien por aquí?—preguntó la viuda.
—No me parece, señora. Todavía es muy temprano—respondió el guarda.
—Si me viese alguien que fuera a Orsdael—suspiró Marta.
—El camino es recto, señora; miraré a lo lejos; si alguien viene nos internaremos en el bosque.
—Este misterio tiene que sorprenderos, amigo mío; pero antes de mediodía conoceréis la causa.
—No es necesario. Yo hago lo que me mandan y no me meto en lo demás.
—Están pasando cosas muy extrañas en Orsdael, y pronto se producirán allí sucesos extraordinarios que llenarán a todos de asombro. Vos sois un hombre bueno y fiel y seréis recompensado.
—¡Cosas extrañas! Sí, sí; pero no es cuenta mía... Camináis ligero, señora.
—El mensaje que llevo es urgente, amigo mío; pero si os sentís cansado...
—No, no; es una observación. Puesto que lo deseáis, apresuraré el paso.
El guarda, para demostrar que no se cansaba tan pronto, alargó el paso y continuó con tanta rapidez, que la viuda apenas podía seguirlo, aunque aquella rapidez secundaba sus deseos.
Marta pronunciaba de tiempo en tiempo palabras para interrumpir el silencio y mostrarse reconocida para con su guía; pero éste, creyendo que cumplía, en circunstancias importantes, una orden de la condesa, no respondía sino con un sí o un no y cortaba en seguida la conversación.
Entretanto el cielo se iba aclarando poco a poco, y cuando por fin se vió el campanario de la iglesia que les indicaba como un faro el término de su viaje, el sol, surgiendo del horizonte, circundaba toda la naturaleza con su luz esplendorosa.
Se habían cruzado en el camino con algunos campesinos que, con la azada al hombro, se dirigían al trabajo de los campos. Cuanto más se acercaban a la aldea, más gente encontraban; pero como Marta se consideraba ya libre del alcance de sus enemigos, no reparó en las miradas de sorpresa de los campesinos y siguió su camino hasta que el guardabosque se detuvo delante de una gran casa y le dijo sonriendo:
—Señora, ésta es la casa del señor Bergams; ¿puedo volverme a Orsdael?
—Sí, volveos a vuestra casa, amigo mío—respondió la viuda.
Pero, cambiando de opinión, dijo en seguida:
—No, no, permaneced aquí; no podéis volveros a Orsdael.
—Pues entonces, señora, con vuestro permiso, cerca de aquí hay un mesón. Si me llegáis a necesitar, hacedme llamar allí.
Una vieja sirvienta abrió la puerta, y preguntó mirando al aya con ojos escrutadores:
—¡Ah! es para un testamento. ¿No es eso? Entrad, el notario todavía duerme; voy a despertarlo.
Marta le dijo al entrar:
—Buena mujer, os equivocáis; deseo hablar al joven señor Bergams.
—¿Tan temprano?
—Y en seguida.
—Es que no sé, no me atrevo—dijo la sirvienta con desconfianza—. El señor está acostado todavía. ¿No podríais esperar una media horita?
—No, os ruego que vayáis en seguida y digáis al señor Federico que el aya del castillo de Orsdael ha venido a hablarle de cosas importantes.
—¡El aya de la señorita de Bruinsteen!—exclamó la sirvienta con sorpresa—. ¡Oh, ya comprendo! Sí, sí, voy a llamarlo. Sentaos, señora. Es preciso darle al menos tiempo para vestirse.
Mathys había pasado una mala noche. Aunque estuviera muy agitado por los acontecimientos del día, la fatiga lo había sumido en un pesado sueño, que no fué turbado hasta el otro día a la mañana por espantosas pesadillas.
Cuando el sol se hubo alzado, cuando la campana del castillo llamó a los obreros al trabajo, Mathys despertó con la frente cubierta de sudor. Trató de volverse a dormir, pero el recuerdo de las imágenes horrorosas que había visto en sueño le asediaba aún el espíritu y hacía latir su corazón con violencia. Saltó fuera del lecho y se vistió a la vez que murmuraba entre dientes:
—¿Qué temor absurdo me agita? Era un sueño, un sueño espantoso, insensato. Marta me estima, sus intereses son los mismos que los míos. ¿Por qué me engañaría? No, no, pues haría pedazos su felicidad sin razón ni provecho para ella. En todo caso, he cometido una imprudencia. ¡Entregarme así indefenso a una mujer! ¿Estaría embriagado o habría perdido el juicio?... La condesa tiene la culpa de todo. El odio que me tiene debe ser muy grande para que la haya impulsado a cometer un acto tan perverso y estúpido. Revelarle a una persona extraña el secreto del que dependía su propia fortuna, su honor, su vida. Es incomprensible, y si la duda fuera posible, diría que Marta me ha mentido descaradamente. Pero nadie en la tierra sabe de este desgraciado asunto más que la condesa y yo. Es ella, pues, la que nos ha traicionado. ¿Cómo me vengaré? Quiero verla arrastrarse otra vez a mis pies antes de la partida de la loca... Pero, ante todo, iré a pedirle a Marta que me devuelva la prueba; sin esa arma soy impotente. ¡Oh, vamos a verlo! La condesa me dará cuenta de su infame complot.
Al decir estas palabras, se dirigió al cuarto de la viuda y golpeó a la puerta. Esperó un rato, volvió a golpear y dijo:
—Marta... Marta... soy yo. Esperaré que estéis vestida; pero os lo ruego, respondedme.
El silencio más completo siguió reinando en su derredor. Una rara ansiedad lo dominó...
Llamó al aya en alta voz y golpeó con el puño contra la puerta; pero fué en vano, el cuarto permaneció silencioso como una tumba.
Un grito de espanto se le escapó al intendente, que se puso lívido aunque tratara de tranquilizarse diciéndose que probablemente Marta se había levantado temprano.
Estas últimas palabras hicieron renacer una sonrisa de alivio en los labios del intendente.
Bajó la escalera corriendo y le preguntó al portero si no había visto al aya. Este le respondió negativamente; le nombró todas las personas, obreros o no, que habían salido del castillo, y le aseguró que nadie más había salvado la puerta, puesto que él tenía la única llave y no se había movido de allí desde el llamado de la campana.
Estas últimas palabras hicieron reaparecer una sonrisa de alivio en los labios de Mathys. El aya estaba, pues, en el castillo, porque no existía otra salida que la portalada. Sin embargo, no estaba tranquilo y se puso a recorrer la casa de arriba abajo, preguntando a todo el mundo si había visto bajar al aya. Recordó que Marta había expresado la intención de ir a hablar temprano con la condesa; se disponía, pues, a subir la escalera que conducía al departamento de la señora de Bruinsteen, cuando la camarera le detuvo, diciéndole que acababa de ver a su señora, sumida en el más profundo sueño. Mathys recorrió todo el edificio hasta las buhardillas. La inutilidad de sus esfuerzos le llenaba de una inquietud inexplicable. Quizá Marta estuviera enferma, quizá las sacudidas de la víspera habían perturbado violentamente su sistema nervioso. Al asaltarle esta idea, corrió tras la sirvienta y le dijo:
—Ve a ver a la señora, y pídele las llaves de las piezas del aya. Las necesito en seguida, iré a buscarlas yo mismo. Corred, volad, es preciso que la señora se levante. ¡Puede que haya sucedido una desgracia!
La sirvienta trajo dos llaves; sin escuchar lo que quería decirle de parte de la condesa, Mathys subió la escalera corriendo. Abrió la puerta del cuarto de Marta y echó una ojeada sobre el lecho. Estaba vacío.
Pálido y trémulo, puso la llave en la cerradura, de la segunda puerta. Vió a la joven sentada en una silla en el fondo de su cuarto; ya estaba levantada y vestida, a pesar de la hora tan insólita. Tenía, pues, que saber lo que había pasado.
Mathys se acercó a la joven, la miró con los ojos hechos ascuas y exclamó, apretándole las muñecas hasta deshacérselas:
—Ten cuidado, dime la verdad, porque si me engañaras, sería capaz de todo... ¿Dónde está el aya?
—No lo sé—balbuceó la joven, que temblaba de miedo.
—Imprudente, no me mientas o te aplasto bajo mis pies. ¿Dónde está Marta?
—Tened compasión de mí; yo no lo sé, señor. Aunque me quitarais la vida yo no podría deciros otra cosa.
—¿Por qué estás levantada y vestida?
—Porque me despertó un ruido extraño, señor.
—¿Qué ruido?
—Un golpe, como si alguien hubiera caído...
Pero la joven se asustó, pensando que si decía la verdad podía exponer a su benefactora a un peligro. Se puso a balbucear y dijo:
—Un ruido, un crujido...
—No me hagas hervir la sangre, ¡desgraciada!—dijo Mathys—. Vamos, ¿qué es lo que has oído?
—Sin duda a los pájaros nocturnos en la torre.
El intendente estaba seguro de que la joven sabía las cosas, y no las quería decir; conocía su inflexible tenacidad y la idea de que permanecería indomable lo hizo arder en furor. Volviéndose hacia la puerta, le gritó con acento atronador:
—¡Espérate un momento y ya verás si te hago hablar!
Iba a salir del cuarto, cuando notó en el suelo un papelito doblado que había sido empujado por la puerta cuando él la abrió.
Desdobló el papel y leyó estas líneas escritas en lápiz con mano trémula. «Elena, parto para salvarte. Suceda lo que suceda, no temas nada. Mi promesa será cumplida. Dentro de dos horas quedarás libre para siempre.»
Mathys miró el papel durante algún tiempo con aire extraviado, después lanzó un grito de rabia y corrió al otro cuarto, buscando algún objeto con qué golpear a la pobre Elena; su mirada tropezó con la ventana y vió las sábanas atadas a los barrotes de hierro.
—¡Se ha ido! ¡Huyó esta noche!—exclamó—. ¡Ya está a varias horas de Orsdael! ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Y se lleva mi vida! ¡Estoy perdido! ¡Estoy perdido!
Ebrio de cólera, azorado por el terror, se precipitó sobre la joven, la tomó de los hombros, la sacudió violentamente y le preguntó:
—¿Dónde está Marta?... ¿Qué es lo que te ha prometido?... ¿Qué es lo que quiere hacer? ¡Habla o te mato!
Pero la joven volvió la cabeza, dobló la espalda y permaneció muda, aunque el intendente repitiera varias veces su amenaza; en su furor le golpeó con el puño la espalda y la cabeza y luego salió del cuarto, jurando y blasfemando. Se detuvo, sin embargo, en el corredor y se puso a reflexionar sobre su crítica situación. Estaba pálido como la muerte, vacilaba sobre sus piernas, las ideas se confundían en su cabeza. ¿Cuál podía ser la intención de Marta? Quería sin duda vengarse de la condesa que la había maltratado; pero no se daba cuenta, la insensata, de que iba a perder al mismo tiempo a su amigo y protector.
Bajó la escalera y entró en la sala, donde encontró a la sirvienta, la que le dijo que la señora estaba ya levantada e iba a bajar en seguida.
Se dejó caer en una silla, angustiado de nuevo por sus terribles perplejidades. Todavía quedaba cierta duda en su espíritu. El aya no podía quererle mal, y sin duda no se había dado cuenta de las consecuencias de lo que iba a hacer. Quizá le fuera posible todavía impedir la revelación del secreto, porque Marta seguiría sus consejos, así que él pudiera hablarle. En esa certidumbre, resolvió no decirle nada a la condesa, que se había dejado arrancar por Marta la prueba de la substitución de criaturas. Estaba profundamente avergonzado de aquella imbecilidad, estando bien seguro, por otra parte, de que la condesa no le temería ni le tendría la menor consideración, así que supiera que aquella arma no estaba en sus manos.
Cuando la señora de Bruinsteen entró en la sala, vió que había lágrimas en los ojos del intendente.
—¿Estáis llorando, Mathys?—le preguntó asustada—. ¿Qué ha sucedido? La sirvienta me ha hablado de una desgracia; pero confío en que no os ha sucedido nada, ¿verdad?
El intendente echó llave a las dos puertas y deteniéndose con los brazos cruzados y los ojos echando llamas ante la condesa:
—¡Sentaos, señora! ¡Sentaos, os lo ordeno! Habéis cometido una cobarde traición; quiero ser vuestro juez, vuestro juez inexorable. ¿Qué le habéis dicho a Marta?
—Pero, ¿qué significa esto?—murmuró la condesa retrocediendo—. ¡Me dais miedo!
—Respondedme, respondedme—bramó Mathys, mirándola en los ojos, con los dientes apretados y los labios contraídos—. ¿Qué le habéis dicho ayer a Marta?
—Pero, por Dios, ¿qué os pasa?—balbuceó la condesa de Bruinsteen asustada—. Se diría que queréis asesinarme. No deis un paso más porque grito pidiendo auxilio.
—Si dais un sólo grito, os rompo la cabeza—gritó el intendente fuera de sí—. Respondedme en seguida.
—¿Qué le dije al aya? ¡Oh, poca cosa, Mathys! Es cierto que le dije que Elena iba a ser llevada hoy a la casa de sanidad.
—No, no ha sido eso.
—Pero hasta le oculté el nombre del establecimiento a que va a ser llevada.
—¡Despreciable, hipócrita!—exclamó Mathys—. ¡Queréis ahorraros la confesión de vuestra falsía! Voy a arrancaros la careta, señora; lo sé todo.
—¿Qué sabéis? Os lo ruego, hablad más claro, me hacéis temblar.
—¿No le revelasteis a Marta el secreto del nacimiento de Elena?
—¡Yo! ¡Qué idea tan insensata! ¿Cómo se me podría ocurrir perderme a mí misma?
—¿No le habéis dicho que Elena es hija de un oficial de húsares y que fué robada a una nodriza cerca de Bruselas?
—¡Qué pregunta! A Dios gracias, no se me escapó una palabra a ese respecto.
—¡Qué impavidez y qué osadía! Pero la denegación es inútil. Habéis querido vengaros de mí y le habéis dicho a Marta que la niña fué conducida al castillo sin que vos lo supierais. De ese modo, cobarde mentirosa, queréis hacer pesar sobre mí solo la falta; pero os habéis engañado. La cárcel...
—Callaos, callaos, ¡imprudente!—exclamó la condesa—. Podrían oíros. ¿Qué pesadilla os ha revuelto de ese modo la cabeza? Estáis completamente ofuscado. ¿Que yo le he revelado a Marta el secreto del nacimiento de Elena? ¿Que yo he vendido mi libertad y mi honor para satisfacer mi venganza contra vos? Pero, ¿no veis que eso es absurdo e imposible?
—¡Traidora!—bramó Mathys.
—No queréis creerme—prosiguió la señora de Bruinsteen—. Si llegáis a probarme que he dejado sospechar ese secreto por una sola palabra, os doy la mitad de mi fortuna... ¿Os reís? ¿No os parece bastante? Si me convencéis de esa estupidez tan cobarde, os doy el derecho ante Dios y ante los hombres de vengaros de mí, aunque sea matándome.
Al oír estas palabras, pronunciadas con una energía que no dejaba lugar a dudas, Mathys dejó caer la cabeza sobre el pecho. Convencido al fin de que había acusado a la condesa sin razón, se sintió embargado por una desesperación profunda; se estremeció de vergüenza al pensar que se había dejado arrastrar por un ciego amor, a hacer una revelación fatal, y que él era el único traidor para con su cómplice. Resolvió más firmemente que nunca el no confesar que había confiado la prueba del crimen a Marta. Aunque lo dominara el miedo tenía la confusa esperanza de que el aya no quería hacer nada contra él. Pero, como esta esperanza era muy dudosa, un sudor frío bañaba la frente del intendente consternado.
—Vamos, mi buen Mathys—dijo la condesa—, estáis enfermo. Tengo piedad de vuestros terrores inexplicables. Tratad de calmar vuestros sentidos agitados. Hay un medio infalible de convenceros de que vuestras sospechas eran infundadas. Voy a hacer llamar a Marta.
—¡Es inútil!—exclamó el intendente—. Marta ya no está en Orsdael. Esta noche ató las sábanas a las varas de su ventana, y huyó del castillo. Sabe Dios si ya no está a cuatro o cinco leguas de aquí... ¡Con nuestro secreto! ¡Ay de nosotros! ¿Qué nos irá a suceder?
La condesa lo miró un momento en silencio, como aturdida por la noticia.
—¿Huyó? ¿El aya ha huído durante la noche del castillo?—murmuró—. ¿Por qué? ¿Qué queréis decir?
Se aproximó a Mathys con expresión de cólera contenida y preguntó con voz severa:
—Ha huído con nuestro secreto, ¿habéis dicho, señor? ¿Qué significa esto? ¿Habéis sido lo bastante indiscreto para confiárselo?
—Era inútil; lo sabía todo.
—Pero, ¿por quién? ¿Quién se lo había dicho? Como no fuí yo, tenéis que haber sido vos. ¡Ah! Cuántas veces temí que vuestro estúpido amor por esa mujer nos trajera una desgracia; pero nunca pensé que llegarais a encegueceros hasta ese exceso de locura y de crimen...
—Siento que se me va la cabeza. No sé lo que me pasa—dijo sollozando el intendente, completamente anonadado—. Es un enigma que llena de espanto; yo no le dije nada; vos tampoco le hicisteis revelación alguna. ¿Cómo se explica entonces que lo sepa todo? ¿Existe en el mundo alguna otra persona que sepa nuestros secretos?
—Nadie más que nosotros... Pero no os comprendo—dijo la condesa—. ¡Estáis sombrío y espantado, como si vuestra condena resonara ya en vuestros oídos! ¡Os creía más valiente, Mathys! ¿Qué importa lo que ha sucedido? ¿Que Marta se pondrá, a propalar que Elena no es mi hija? Pues bien, yo sostendré que me calumnia, y en caso de necesidad la demandaré, para que repare ese ultraje a mi honor. Nada más sencillo; no quedan ni pruebas ni testigos, y aunque le hubierais revelado el secreto, bastará decirle que miente descaradamente.
El intendente exhaló un profundo suspiro, pero no dijo nada.
Después de unos instantes de silencio, la señora de Bruinsteen murmuró:
—¡Qué aventura tan sorprendente! Me torturo el espíritu para adivinar qué es lo que se propone Marta. ¡Huir de esa manera en medio de la noche! Eso debe ser alguna otra tentativa de Federico Bergams. ¿Elena está en su cuarto?
—Sí, sí, la señorita está en su cuarto—respondió buscando algo en el bolsillo—. Mirad, le habían deslizado esta carta por debajo de la puerta. Quizá esto os explique las intenciones de Marta.
La condesa tomó el billete y lo leyó. Al principio sus labios se contrajeron de rabia; pero en seguida una sonrisa irónica apareció en sus labios.
—«Parto para salvarte. Dentro de algunas horas serás libre para siempre»... ¡Ah! ¡Ah! ¿No es más que esto? ¡Ya veremos! El cuarto de Elena está cerrado, ¿no es cierto, Mathys? ¿No comprendéis que es una nueva molestia que Federico quiere causarnos? Ha corrompido a Marta como a Rosalía, por medio de dinero y de promesas, para favorecer sus proyectos. Ahora lo comprendo todo. Ha huído para ir a advertir a Federico que Elena va a ser conducida a la casa de sanidad. Tiene esperanza de impedirlo. Vamos, Mathys, poseemos los medios infalibles para frustrar su esperanza.
—¿Medios infalibles?—repitió el intendente sumido más que nunca en sus temores.
—Ciertamente.
—¿Y si viniera con los representantes de la justicia?
—Los representantes de la justicia no tienen nada que hacer aquí, y, por otra parte, no encontrarían a Elena. No esperemos el coche que ha de venir de la ciudad. Haced enganchar el nuestro, y partiréis con la loca. Sea lo que fuere lo proyectado por Marta y Federico, su propósito fracasará, así que Elena esté a algunas leguas de aquí. No temo nada; todo lo que podría hacerse sería retrasar algunos días la partida de la loca. Pero una vez que ella esté en el camino, me sobrará tiempo para intentar un proceso contra Marta y su cómplice. No comprendo cómo podéis abatiros tanto por un hecho desagradable, es cierto, pero nada, nada grave para nosotros. Las cosas pasarán como cuando la visita del procurador del Rey. ¿Qué se puede intentar contra nosotros, sin ninguno de los testigos, sin una prueba? Recobrad vuestra calma, amigo mío; preparaos para el viaje, partid sin demora, haced volar los caballos hasta que Elena esté fuera del alcance de nuestros perseguidores.
Mathys se había puesto de pie y reflexionaba. Una especie de sonrisa iluminó su fisonomía, mientras decía con precipitación:
—¡Sí, sí, partamos en seguida!... Vamos lejos, muy lejos, muy lejos. Se me ocurre una idea. ¿Si partiera para París con Elena?
—¿Y por qué no para la casa de sanidad?
—No hay pocas casas de sanidad en Francia.
—No comprendo vuestra intención.
—Reparad, señora, que la autoridad podría preguntarnos el nombre de la casa de sanidad, y quizá nuestros enemigos consiguieran de ese modo su objeto. En Francia todas las pesquisas serían inútiles; más adelante, cuando todo esté cumplido y pueda volver aquí con la loca, tomaré dinero, bastante dinero, para poder salvar allá todas las dificultades.
La condesa lo miró con aire burlón.
—Mathys, Mathys—le dijo—, tenéis miedo como un niño. Me parece que pensáis más en vuestra seguridad que en la de Elena. No me sorprendería que a causa de vuestro temor exagerado, quisierais llevaros todo nuestro dinero. Sea como fuere, id a Francia; quizá sea una medida prudente. Pero haced ante todo preparar el coche, para que no tengáis que esperar cuando estéis prontos. No creo que tengamos que temer nada por ahora; con todo, apresuraos, porque es necesario preverlo todo.
El intendente se dirigió a la puerta.
La condesa le gritó:
—Tened valor, Mathys; la situación no es tan desesperada como creéis.
Pero apenas estuvo delante de la casa se puso pálido como un muerto, y todos los miembros le temblaban.
—¡Demasiado tarde! ¡Demasiado tarde!—se decía el intendente, dejando caer los brazos.
—¡Allá, por el camino, viene un coche!... Federico Bergams y Marta están sentados en el banco delantero. Hay otras personas en el coche... ¡Pobres de nosotros, estamos perdidos!
—¿Perdidos?—exclamó la condesa después de un instante de reflexión—. ¿Perdidos? Todavía no, Mathys, y aunque nos tenga que pasar algo enojoso, nos vengaremos de nuestros delatores. No triunfarán. Vamos, daos prisa, conducid a Elena a la bodega; bajo la torre de la escalera secreta. Nadie la encontrará allí. Permaneced a su lado hasta que yo os llame. Diré que ya ha partido. Dejadme hacer; fiad en mí. Vuestros enemigos se marcharán del castillo sin haber descubierto nada. Entonces, llevaréis a la loca a Francia. Pero, ¡Dios mío! ¡qué indeciso y consternado estáis!
Tomó al intendente por los hombros, lo empujó fuera de la puerta y lo miró salir y subir hasta que desapareció en el pasillo. Luego se volvió hacia la sala, se sentó en un sillón y tomó una actitud indiferente.
Momentos después se abrió la puerta y entró Marta seguida de Federico y el notario.
—¡Vil mentirosa!—gritó la condesa indicándole la puerta con el dedo—, salid de mi vista. Marchaos, o llamo a mis sirvientes para que os arrojen fuera del castillo. La justicia castigará vuestra perversidad.
Se precipitó para tocar el cordón de la campanilla; pero el notario le sujetó la mano.
—¿Qué significa esto?—exclamó—. ¿Queréis hacerme violencia en mi propia casa? No soy más que una mujer, pero...
—Sentaos, señora, os lo ruego, a fin de evitaros una vergüenza—dijo el notario reconduciéndola a su sillón con una frialdad imperiosa—. Escuchadme un momento. Vais a reconocer que el escándalo os sería desfavorable.
—En fin, ¿qué es lo que tenéis que decirme?—dijo la condesa trémula de despecho.
—Señora, la niña nacida de vuestro matrimonio con el conde de Bruinsteen ya no existe, murió en 10 de febrero de 1816. Mediante una culpable substitución, fué traída a vuestra casa la hija de un oficial de húsares que se llamaba Héctor Hagens. Corresponde a la justicia examinar qué castigo merece un acto semejante, pero nosotros venimos en nombre de la madre legítima para que su hija nos sea inmediatamente entregada. No os resistáis, señora, porque eso sería obligarnos a invocar la autoridad de la ley, y pensad en la vergüenza pública que eso os acarrearía.
—¡Oh! ¡Oh!—dijo sardónicamente la condesa—, no negaréis que os he escuchado con calma. Esa historia de la joven, de un oficial, es un cuento inventado por los envidiosos; en cuanto a Elena, ya no está en Orsdael.
—¡Dios mío!—exclamó Marta palideciendo.
—¿Os imaginabais que no sabía por qué habíais huído del castillo durante la noche como una ladrona?—replicó victoriosamente la condesa—. Ahí, sobre la mesa, está el papel que deslizasteis bajo la puerta de Elena, sirvienta infiel. ¿Queríais libertarla? Es decir, ¿la queríais vender a alguien que os había pagado para traicionarme? Sea cual fuese el medio que empleáis, vuestra infame maquinación ha sido descubierta de antemano. Elena ha partido lejos de aquí, para el extranjero.
Un grito desgarrador se hizo oír, y Marta cayó sin conocimiento contra la pared de la sala.
Federico corrió hacia ella, le pasó el brazo debajo de la cabeza y trató de volverla en sí.
—Señora—dijo el notario a la condesa—. Os estáis perdiendo vos misma. Tenemos pruebas, pruebas irrecusables. ¡La cárcel va a abrirse para vos!
—¿Qué pruebas podéis tener de una historia que es mentira?
—Un documento firmado por vos, señora.
—Un documento falso.
—Esperad, vais a quedar anonadada.
El notario corrió hacia la viuda desmayada y se puso a buscar con prisa febril entre los pliegues de su bata para encontrar la prueba escrita. Los esfuerzos resultaron infructuosos. Temblaba de impaciencia y de ansiedad, pensando que se hubiera perdido el precioso papel.
—¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Marta, no es posible! Marta, Marta.
En ese momento se oyeron gritos confusos en el castillo, y antes de que nadie pudiera hacer un movimiento, la puerta se abrió con violencia. Elena, perseguida por el intendente, entró en la sala y cayó a los pies de la condesa.
Mathys, que parecía ciego de rabia, quiso detenerla; pero Federico dejó caer a Marta en brazos del notario, saltó sobre el intendente, lo asió por el cuello y lo arrojó con fuerza irresistible a la pared, mientras le gritaba fuera de sí:
—¡Si das un solo paso te aplasto!
Mientras tanto, dominada por el terror, la joven gritaba, con los brazos tendidos hacia la condesa:
—¡Oh madre mía, perdón, tened piedad de mí, me va a asesinar¡ ¡Yo soy vuestra hija, defendedme, madre, madre querida!
Aquel grito desesperado, aquel dulce nombre de madre, repercutió en el corazón de Marta. Abrió los ojos, pasó una mirada vaga a su rededor, y lanzó un profundo suspiro, tendiendo los brazos.
El notario le tomó la mano y dijo con voz trémula:
—¡El papel! ¡La prueba! ¡Aquí está!
Y volviéndose a la condesa:
—Ahora, señora, tendréis que reconocer que fuisteis vos quien ordenó que robara la niña a vuestro sirviente. Es imposible negarlo. ¡Todas las circunstancias agravantes acompañan al crimen; ya sabéis lo que os espera: la pérdida de vuestra fortuna, el eterno deshonor y cinco años de presidio!
La señora de Bruinsteen fijó un momento la mirada en el papel. Se puso pálida como la muerte, y todo su cuerpo se estremeció. Echó una mirada de venganza sobre Mathys, que estaba como petrificado; después lanzó un grito de desesperación, y dejó caer la cabeza sobre la mesa ocultando la cara con la mano.
—Madre, ¿qué ha sucedido? ¿qué peligro os amenaza?—preguntó la joven de rodillas, dominada por el miedo y la piedad.
Pero una voz conocida le provocó otra emoción.
—¡Laura... Elena...!—exclamó la viuda completamente vuelta en sí—. ¡No llames madre a esa mujer! Ven aquí, sobre mi corazón, querida mía...
Pero calló de pronto, por el temor de que una revelación inesperada fuera a causar a su hija una emoción fatal.
—¡Oh Marta! ¡Vos aquí! ¡Ahora ya no me puede suceder nada malo!—exclamó la joven arrojándose en sus brazos.
Esta, después de haberla besado tiernamente, la apartó de sí y dijo con calma aparente:
—Elena, tú no eres hija de esa mujer. Fuiste robada en la cuna. Sólo era tu verdugo, y nada te vincula a ella ni por la sangre ni por el afecto. Dios te ha dado otra madre.
La joven miró muda y trémula.
—¿Otra madre?... ¡Oh!... ¡Y vive aún!—murmuró con voz imperceptible.
—¡Vive! ¡Vive! domina tu emoción...
—¡Oh!—exclamó la joven—, esa sonrisa divina, esa mirada ardiente, esa alma en vuestros ojos... ¡Oh! ¡Marta! ¡Marta! si fuerais mi madre, me moriría de felicidad.
—Pues bien; sí, Elena... Laura, eres mi hija: yo soy tu madre.
La joven cayó casi desmayada sobre el pecho de la viuda; lágrimas de ternura indecible rodaron por sus mejillas; acarició a la madre, la besó y luego le dijo ligero:
—¿Y también tengo padre, verdad? Madre, madre mía, ¿dónde está?
—¡Ay! tu buen padre ya no existe. Toma, hija mía, aquí tienes su retrato.
Y le entregó a su hija su relicario de oro.
—¡Héctor! ¡Era mi padre!—exclamó la joven arrojándose a sus rodillas—. Ahora comprendo los secretos que me rodeaban. ¡Oh, que Dios sea bendecido! ¡He sufrido, he sufrido mucho; pero la recompensa es más grande que los dolores soportados!
Federico seguía junto a la joven, con la sonrisa de felicidad y la admiración en el rostro. Todas aquellas revelaciones y todas aquellas sacudidas se habían sucedido tan rápidamente, que Elena no había tenido aún tiempo para advertir su presencia.
Marta le tomó la mano y le hizo ponerse de pie, y le dijo:
—Laura, te llamas Laura, hija mía, le has dado gracia a Dios porque le plugo devolverte una buena madre, pero aún no conoces los tesoros de su bondad para contigo; además, te ha dado, Laura, un esposo fiel y digno de ser amado.
—¡Ah! ¡Federico, Federico!
Y los dos jóvenes cayeron en los brazos el uno del otro...
—Bueno, ahora partamos—dijo Marta, tomando a su hija de la mano—. Huyamos de esta casa de odiosa memoria. Nuestra alegría necesita aire, alegría, libertad, seguridad...
Pero la condesa, que hasta ese instante había estado sumida en la desesperación, oyó estas últimas palabras con un pánico extremo. Se dejó caer a los pies de Laura, se arrastró sobre las rodillas y se puso a decir, mientras abundantes lágrimas brotaban de sus ojos, y le caían por las mejillas:
—¡Oh señorita, tened compasión de mi desgracia! perdón, perdón, para una pobre mujer. Maldecidme, tomad mi fortuna, pero no me entreguéis a la justicia. Seré pobre, me arrepentiré de mi crimen. Mandadme lo que queráis y obedeceré como una esclava; pero no me mandéis a la cárcel. Elena... Laura... estoy a vuestros pies. ¡Oh! ¡tened piedad de mí, no rechacéis mi súplica!
Mathys, al ver a la condesa a los pies de la joven, también se puso de rodillas y se arrastró temblando hasta donde estaba Marta. Imploró su piedad con las manos juntas, y los ojos llorosos. No le dirigió ningún reproche, se reconoció culpable y confesó que, como madre, tenía que proceder como lo había hecho; pero recordó su afecto por ella, aquel sentimiento sincero a que debía la recuperación de su hija, y le suplicó que no entregara a la vindicta ley a aquel que había contribuído tanto a su felicidad.
Esta súplica tan humilde hizo que Marta mirara a Mathys profundamente impresionada e indecisa respecto a lo que debía hacer. Su hija fué a ponerse con las manos juntas delante de ella.
—¡Oh madre querida, perdón, perdón para la señora de Bruinsteen! ¡Perdonadla!
—Quiero olvidarlo todo, hija mía—murmuró la viuda—. Mi felicidad no necesita de la desdicha de la señora ni de la de Mathys. Pero, ¿qué puedo hacer? No lo sé.
—Escuchadme todos—interrumpió el notario—. Puesto que la señora y el intendente parecen arrepentidos, existe un medio para substraerlos de la ley y hasta de asegurarles la posesión de lo que les pertenece personalmente. Pueden expatriarse hoy mismo. Si aceptan mis proposiciones, les prometo mi ayuda. De ese modo evitarán la prisión, y nos evitarán graves molestias. Tomad, Marta, recuperad esta prueba. Guardadla muy bien. Ahora, marchaos; yo me quedo aquí, para terminar asuntos importantes. Estaré a vuestro lado a mediodía.
Marta tomó a su hija de una mano y a Federico de la otra, conduciéndola así hasta el coche que estaba en la puerta del castillo.
La viuda lanzó un grito de alegría al ver a Catalina, que estaba parada en el camino, junto al carruaje. Arrastró a su hija hacia aquélla, exclamando:
—Ven, Laura, ven; ésta es la mujer que te ha devuelto a tu madre; que se ha sacrificado por tu felicidad y por la mía. Te he dicho que la abrazarías algún día con tierna gratitud; pues bien, hija mía, estréchala entre tus brazos; es un corazón noble el que sentirás latir sobre tu pecho.
Marta y Laura se echaron al cuello de la campesina, y la colmaron de agradecimientos y de caricias. La vieja lavandera estaba tan emocionada, que un torrente de lágrimas le corría por los ojos, sin que pudiera hablar. De pronto, Marta la tomó de una mano y la arrastró hasta el coche.
—Catalina, querida Catalina—le dijo—. Tenéis que venir con nosotros. Vuestro marido os espera en Maraghem. Habrá fiesta, quiero que estéis a mi lado; tenéis el porvenir asegurado. Mi yerno tiene un corazón noble, y os pagará vuestra deuda. Vuestro marido será intendente de sus tierras, viviréis a mi lado, seguiréis siendo mi compañera fiel y mi amiga, hasta que la tumba nos separe. ¡Venid! ¡Venid!
La pobre Catalina estaba aturdida, la alegría la abrumaba; sin embargo, resistió a la suave violencia de Marta, y rechazó el honor que se le ofrecía. Pero Federico la tomó por la cintura, Marta y Laura por los brazos, y de ese modo Catalina se encontró en el coche, sin saber cómo.
El látigo restañó; el coche partió como una flecha; se alzaron nubes de polvo en el camino; se oyeron gritos de alegría y el carruaje desapareció en la vuelta del camino, con la rapidez del viento.
FIN