Title: La Niña de Luzmela
Author: Concha Espina
Release date: March 1, 2004 [eBook #11657]
Most recently updated: December 26, 2020
Language: Spanish
Credits: Produced by Stan Goodman, Virginia Paque and the Online Distributed Proofreading Team
Produced by Stan Goodman, Virginia Paque and the Online Distributed
Proofreading Team.
1922
Habíase convertido don Manuel en un soñador quejoso. Hacía tiempo que parecían extinguidas en él aquellas ráfagas de alegría loca que, de tarde en tarde, solían sacudirle, agitando toda la casa.
En tales ocasiones, parecía don Manuel un delirante. Todo su cuerpo se conmovía con el huracán de aquel extraño gozo que le hacía cantar, correr, tocar el piano y reirse a carcajadas. Mirábanle entonces, compadecidos, los criados, y la vieja Rita, haciéndose cruces en un rincón, desgranaba su rosario a toda prisa, murmurando:
—Son los malos…, los malos…; siempre estuvo el mi pobre poseído….
Carmencita seguía los pasos acelerados de su padrino, pálida y silenciosa, prestando un dulce asentimiento a aquella alegría disparatada y sonriendo con mucha tristeza.
En algunas de estas extrañas crisis don Manuel tomaba entre sus manos ardientes la cabeza gentil de la niña y, mirando en éxtasis sus ojos garzos y profundos, le había dicho con fervor:
—Llámame padre…, ¿oyes?… llámame padre.
La niña, trémula, decía que sí.
Y pasado el frenesí de aquellas horas, cuando el caballero, deprimido y amustiado, se hundía en su sillón patriarcal a la vera de la ventana, llamaba a Carmencita, y acariciándole lentamente los cabellos, le decía «a escucho»:
—Llámame padrino, como siempre, ¿sabes?
También la niña respondía que sí.
* * * * *
Aquel día don Manuel sentía en el pecho un dolor agudo y persistente, un zumbido penoso en la cabeza…. ¿Iría a morirse ya?
El hidalgo de Luzmela aseguraba que no tenía miedo a la muerte, que habiendo meditado en ella durante muchas horas sombrías de sus jornadas, no había salido de sus fúnebres cavilaciones con horror, sino con la mansa resignación que deben inspirar las tragedias inevitables.
Sin embargo, don Manuel estaba muy triste en aquella tarde oscura de septiembre.
Miraba a Carmen jugar en el amplio salón, con aquel apacible sosiego que era encanto peregrino de la criatura. Todos sus movimientos, todos sus ademanes, eran tan serenos, tan suaves y reposados, que placía en extremo contemplarla y figurarse que aquellas innatas maneras señoriles respondían a un alto destino, tal vez a un elevado origen.
Podía fantasearse mucho sobre este particular, porque Carmencita era un misterio.
En uno de sus viajes frecuentes y desconocidos, trajo don Manuel aquella niña de la mano. Tenía entonces tres años y venía vestida de luto.
El caballero se la entregó a su antigua sirviente, Rita, convertida ya en ama de llaves y administradora de Luzmela, y le dijo:
—Es una huérfana que yo he adoptado, y quiero que se la trate como si fuera mi hija.
La buena Rita miró a don Manuel con asombro, y viendo tan cerrado su semblante y tan resuelta su actitud, tomó a la pequeña en sus brazos con blandura, y comenzó a cuidarla con sumisión y esmero.
La niña no se mostró ingrata a esta solicitud, y desde el día de su llegada se hizo un puesto de amor en el palacio de Luzmela.
—¿Cómo te llamas?—le había preguntado Rita con mucha curiosidad.
Y ella balbució con su vocecilla de plata:
—Carmen….
—¿Y tu mamá?…
—Mamá….
—¿Y tu papá?…
—Padrino….
—¿De dónde vienes?
—De allí—y señaló con un dedito torneado, del lado del jardín.
—¡Claro, como las flores!—dijo Rita encantada de la docilidad graciosa de la niña.
Rita deletreaba las facciones de la pequeña con avidez, como quien busca la solución de un enigma.
Mirándola detenidamente, movía la cabeza.
—En nada, en nada se parece…. El señor es moreno y flaco, tiene narizona y le hacen cuenca los ojos; esta chiquilla es blanca como los nácares, tiene placenteros los ojos castaños y lozano el personal…; en nada se le parece.
Y la buena mujer se quedó sumida en sus perplejidades y enamorada de la niña.
Con una facilidad asombrosa acomodóse Carmencita a la vida sedante y fría de Luzmela. Su naturaleza robusta y bien equilibrada no sufrió alteración ninguna en aquel ambiente de letal quietud que se respiraba en el palacio; ella lo observaba todo con sus garzos ojos profundos, y se identificaba suavemente con aquella paz y aquellas tristezas de la vieja casa señorial.
El encanto de su persona puso en el palacio una nota de belleza y de dulzura, sin agitar el manso oleaje de aquella existencia tranquila y silenciosa, en medio de la cual Carmencita se sentía amada, con esa aguda intuición que nunca engaña a los niños.
Parecía ella nacida para andar, con su pasito sosegado y firme, por aquellos vastos salones, para jugar apaciblemente detrás del recio balconaje apoyado en el escudo y para abismarse en el jardín penumbroso, entre arbustos centenarios y divinas flores pálidas de sombra.
Jamás la voz argentina de la pequeña se rompía en un llanto descompuesto o en un acedo grito; jamás sus magníficos ojos de gacela se empañecían con iracundas nubes, ni su cuerpo gallardo se estremecía con el espasmo de una mala rabieta. Su carácter sumiso y reposado y la nobleza de sus inclinaciones tenían embelesados a cuantos la trataban, y la buena Rita, convertida en guardiana de la criatura, no podía mencionarla sin decir con íntima devoción:
—Es una santa, una santa…. Sólo una vez se recordaba que Carmencita hubiese alzado en el silencio de la casa su voz armoniosa deshecha en sollozos.
Fué un día en que doña Rebeca, la única hermana de don Manuel, residente en un pueblo próximo, llegó a Luzmela de visita.
Atravesaba la niña por el corral con su bella actitud tranquila cuando la dama se apeó de un coche en la portalada.
Era doña Rebeca menuda y nerviosa, de voz estridente y semblante anguloso; fuese hacia Carmencita a pasitos cortos y saltarines, la tomó por ambas manos, y de tal manera la miró, y con tales demasías le apretó en las muñecas finas y redondas, que la pobrecilla rompió en amargo llanto, toda llena de miedo.
Se revolvió la servidumbre asombrada, y el mismo don Manuel corrió inquieto hacia la niña, a quien doña Rebeca cubría ya de besos chillones y babosos, diciendo a guisa de explicación:
—Como no me conoce, se asusta un poco.
Carmencita tendió ansiosa los brazos a su padrino, y poco después se refugiaba en los de Rita hasta que doña Rebeca se hubo despedido.
El caballero de Luzmela miraba a la chiquilla, aquella tarde, con una extraña expresión de vaguedad, como si al través de ella viese otras imágenes lejanas y tentadoras.
Acaso delante de aquellas pupilas extasiadas e inmóviles, la ilusión rehacía una historia de amor toda hechizo y misterio; tal vez, por el contrario, era una tragedia dolorosa. ¿Quién sabe?… ¡Don Manuel había rodado tanto por el mundo, y había sido tan galán y aventurero!
De pronto se le apagó al soñador su visión misteriosa encendida en el muro blanco del salón, sobre la cabeza rizosa de la niña.
Exhaló un suspiro amargo, y bajó los ojos para mirar sus manos exangües, extendidas sobre las rodillas. Era cierto que estaba muy enfermo; ¿iría a morirse ya?…
Carmencita, en este momento mecía a su muñeca regaladamente, sentada en un taburete en el hueco profundo de una ventana.
Llamaron a la puerta del salón, y al mismo tiempo anunciaron:
—El señorito Salvador.
—Que pase—dijo don Manuel, y la niña, levantándose, corrió a recibir la visita con sonrisa plácida.
Entró un joven mediano. Era mediano en todo lo aparente: en belleza, en elegancia, en estatura; mediano era también en ingenio; sólo en lealtad y en nobleza era grande aquel mozo.
Tendría acaso veinticinco años, y encontramos muy natural que el caballero de Luzmela le dijese:
—¡Hola, médico!
No podía ser otra cosa sino médico este hombre que se presentaba de visita calzando espuelas y botas de montar y llevando en la mano unos guantes viejos.
Don Manuel se había enderezado en el sillón de nogal y la niña enlazaba su bracito al del mozo recién llegado.
—No sabes lo oportunamente que llegas, hijo—exclamó el enfermo.
—Qué, ¿se siente usted peor, acaso?
—Me siento mal siempre, muy mal; la hipocondría me consume, y tengo la preocupación constante de que voy a vivir ya contados días.
—Precisamente esa es la única enfermedad de usted: la monomanía de la muerte. Es una de las formas más penosas de la psicosis.
—Sí, sí, sácame a colación nombres modernos para despistarme. Lo que yo tengo es algún eje roto aquí—y señaló su corazón—, y creo que aquí también—añadió tocando su cabeza, prematuramente blanca.
Salvador se echó a reir con una impetuosa carcajada jovial, que rodó por la sala con escándalo. La niña, muy seria y cuidadosa, escuchaba atentamente.
Observándola don Manuel, le dijo:
—Vete, querida mía, a jugar abajo, ¿quieres?
Ella, un poco premiosa para obedecer, objetó:
—¿Pero de verdad tienes rota una cosa en el pecho y otra en la frente?
—No, preciosa, no te apures; son bromas que yo le digo a tu hermano.
Salvador la atrajo a sus rodillas y la acarició tiernamente.
—Son bromas del padrino, Carmen; anda, corre a jugar.
Se fué con su paso majestuoso y su aire noble de madona.
Desde el umbral de la puerta se volvió a sonreirles, segura de que ellos estaban mirándola, en espera de aquella gracia suya.
Reinó en el salón un breve silencio, y, con otro suspiro doliente, murmuró don Manuel:
—Por ella, por ella lo siento, sobre todo.
—Por Dios, deseche usted esa idea….
Pero él, obediente a su pensamiento, concluyó:
—Y por ti también, Salvador.
El mozo tragó la saliva con alguna dificultad, y balbució unas, entrecortadas frases de consuelo; estaba emocionado y torpe.
Le miró el enfermo con cariño, y tomándole las manos cordialmente, le dijo:
—Vamos, hay que ser hombres de veras; yo he andado, hijo mío, temerosos caminos sin temblar, y es preciso que no me acobarde en el anhelo de este último que voy a emprender. Tú debes ayudarme, y en ti confío; te necesito, Salvador; ¿estás pronto, hijo, a valerme?
—¿Yo, señor?… Yo siempre estoy pronto a lo que usted mande. ¿Acaso mi vida no le pertenece a usted?
—¡Oh, muchacho, qué cosas dices! Tu vida le pertenece a la humanidad, a la ciencia; le pertenece a la juventud, a la dicha…. Tú vienes ahora, Salvador, yo me voy; me voy temprano…. ¡he vivido tan de prisa! He amado mucho, he sufrido mucho, y también he gozado, que no es esta hora de mentir, ni siquiera de disimular…. Y mira, no creas que yo he sido tan malo como dicen…. Anduve por el mundo locamente y pequé y caí veces innumerables; pero otras veces, ¡también muchas!, levanté a los caídos en mis brazos, prodigué a los tristes mi corazón y mi fortuna…, fuí piadoso y noble….
Callaba Salvador entristecido y confuso. Don Manuel miraba vagamente una nubecilla blanca que se deshacía en jirones leves, sobre el fondo gris de un cielo huraño.
Volvióse hacia el joven, y le dijo de pronto:—¿Sabes que ayer estuvo aquí el notario de Villazón?
El muchacho interrogó perplejo:
—¿Estuvo?
—Sí; yo le había mandado decir que deseaba verle. Hablamos un largo rato y convinimos en que mañana volvería para recibir mis últimas disposiciones.
Salvador se agitó en su silla protestando:
—Pero, Dios mío, acabará usted por matarse con esa ansiedad.
—Al contrario; estos preparativos me tranquilizan; hallaré reposo y bienestar en arreglar todas mis cuentas, y para que, después de realizar estos propósitos, tenga descanso mi corazón, es preciso que tú me hagas una solemne promesa.
—Por hecha la puede usted contar.
—Tú quieres mucho a Carmen, ¿no es cierto?
—Cierto es que la quiero mucho.
Se enderezó el de Luzmela conmovido y le blanqueó intensamente la faz cetrina.
—Oye bien, Salvador…: voy a dejar sola en el mundo a Carmen, y Carmen es mi hija; tiene apenas trece años la inocente, y quedará en la vida sin sombra y sin nombre….
Se apagó tremulante la voz del solariego; Salvador, inmutado por la gravedad de aquella revelación que tal vez esperaba, se atrevió a decir, después de meditar:
—Si usted la reconoce….
Otra vez se alzó, como en sollozo contenido, la voz temblorosa.
—Pero estoy fatalmente condenado a no poder hacerlo…. Esta única flor de mi existencia es el fruto de mi mayor pecado…: no hablemos de él, que es irremediable; hablemos de ella, de la pobre flor sin sombra.
—¿No estoy aquí yo? ¿De nada podré servirle cuando tanto la quiero?
—Sí; sí que la servirás de mucho: esa es mi esperanza….
—Pues ordene usted, señor.
—Si tú fueras también mi hijo, yo te la confiaría descansadamente.
Estaba Salvador anhelante, mirando al enfermo, que continuó con su voz grave y triste:
—Pero no lo eres, no; yo te lo juro…. Por ahí se ha dicho que sí…; ¡se dicen tantas cosas! Yo he oído el rumor de esta calumnia rondando en torno mío, y la he dejado crecer a intento, porque si esta mentira ponía una mancha más en mi reputación, ponía en cambio un poco de prestigio en tu juventud abandonada. Si eras hijo del señor de Luzmela tenías porvenir, y tenías un puesto en la vida…; pero no lo eres, no….
Estaba Salvador trémulo; tenía el semblante demudado y una expresión desolada en los ojos. Veía quebrarse en pedazos su más cara ilusión. Era bueno; pero era hombre y había sentido siempre atenuada la ignominia de su madre, creyendo culpable de ella al noble señor del valle, don Manuel de la Torre y Roldán. He aquí que don Manuel era inocente de la deshonra que le hizo nacer, y que Salvador, herido en su orgullo, veía el nombre de su madre hundirse en la infamia, como si hasta aquel momento hubiera estado solamente empañado de un leve rubor.
—Entonces, mi padre… murmuró temblando.
—Piensa sólo en tu madre—respondió el caballero; los padres de ocasión somos siempre unos cobardes…, unos viles; ¡ellas, las madres sí que son valientes en casi todas las ocasiones! La tuya lo fué; por verla yo, tan desgraciada y tan sufrida, cargar contigo denodadamente, dile apoyo y la cobré afecto. No me recaté para ampararla, ni ella tuvo reparo en apoyarse en mí, honradamente. Cuando la pobre se alzaba sobre su dolor, confortada por mi amistad y purificada por tu inocencia, vino la muerte y se la llevó…. ¡Que no te sonroje su recuerdo; guárdale con respeto y con amor!
Salvador interrogó otra vez con amargura.
—Pero, ¿y mi padre…, mi padre?
—¿Qué te importa de él? ¿Le debes gratitud por el ser que fortuitamente te dió, en la inconsciencia de su brutalidad?… ¿Acaso podemos considerarnos padres siempre que afrentamos a una mujer?
—Quisiera, sin embargo, saber su nombre.
Don Manuel guardó silencio.
—Saber—añadió el mozo—su clase social.
El de Luzmela vió cómo se agitaba en este anhelo la vanidad del joven; vaciló un momento, y luego dijo con firmeza:
—Ya sabes que ésta no es hora de mentir. Salvador: tu padre era un campesino de origen humilde lo mismo que tu madre.
—Y, ¿vive?
—Emigró, y ya no se supo más de él.
—¿Era soltero?
—Lo era.
—¿Y jamás consintió…?
—¿En reparar su delito?… ¡Nunca!… ¿No te digo que nada le debes? Eres hombre, y hombre cabal. Deja que esa humillación pase por debajo de tu orgullo, y no le fundes en hechos de que no eres responsable.
Pero estaba profundamente abatido Salvador. En vano trataba de luchar contra la pesadumbre de aquella sorpresa que casi destruía su personalidad de un solo golpe inesperado.
Compadecido don Manuel, ablandó su voz para decirle efusivamente:
—Todavía estoy aquí yo, hijo. En la negra hora de su agonía le juré a tu madre ampararte, y he tratado de cumplir mi juramento. Te eduqué y te hice un hombre; dócil ha sido tu condición para que yo haya podido formar de ti un mozo tan noble y amable como para hijo le hubiera deseado. Si por creerte mío has tenido tesón y firmeza para llegar a lo que eres… ¿tan ajeno a mí te juzgas ya, que así te amilanas y vacilas?… Aunque no te di el ser, ¿no soy algo más padre tuyo que aquel que te le dió?… ¡Y si te acobardas ahora que yo te necesito!…
No acabó don Manuel este sentido discurso sin que el joven hubiera levantado la cabeza, brillantes los ojos zarcos y sinceros, toda iluminada de una grata expresión su simpática fisonomía.
Se quiso arrodillar con un movimiento espontáneo y devoto para suplicar.
—Perdón, señor, perdón…. He dejado arruinar todo mi valor indignamente, pero ha sido un momento; ya pasó; estoy tranquilo, estoy contento si le puedo servir a usted de algo, yo, pobre de mí, que tanto le debo….
—Cállate…. ¡Si me lo vas a pagar todo! Bien sabe Dios que no tuve nunca intención de cobrártelo; pero ahora—añadió implorante—es preciso, hijo mío, que me devuelvas en Carmen todo el bien que te hice.
—Cuanto yo pueda y valga se lo ofrezco a usted dichoso.
—Pues oye.
Se recogió un momento a meditar, y dijo luego:
—¿Qué juicio has formado tú de mi hermana?
—¿Juicio?… Ninguno; ¡la he tratado tan poco!
—Pero, ¿qué impresión te causa?
—Me parece buena señora.
—¿Y qué has oído de ella por ahí, como voz general?
—Dicen que es un poco rara; algo histérica.
—Sí, tiene que serlo; era epiléptica nuestra madre, y nuestro padre el hidalgo de Luzmela ¡bebía tanto ron!… Pero, en fin, ¿la creen buena?
—Buena sí.
—Te extrañarán estas preguntas; pero yo te voy a decir una cosa: apenas conozco a mi hermana. Aquí, jugamos un poco de pequeños, ¡ya no me acuerdo de aquellos años! En seguida me llevaron al colegio, desde allí a la Universidad; cuando acabé la carrera ella estaba ya casada en Rucanto. Estuve aquí con mi padre corto tiempo, y partí a visitar la Europa, ansioso de ver mundo y correr aventuras. Ya te he contado cuánto mi padre me prefería y con cuánta liberalidad satisfacía todos mis caprichos. Derroché el dinero y la salud hasta que él me llamó para darme el último abrazo, y entonces me encontré mejorado en su testamento todo cuanto la ley permitía. El marido de mi hermana era un calavera, y mi padre les mermó la herencia todo lo posible. Sin embargo, yo era tan calavera como él; pero era su ídolo, y en mí no veía más que la hidalguía exterior, conservada hasta en los tiempos más tormentosos de mi vida. Siempre mi cuñado me miró con animosidad, tal vez por mi superior linaje, tal vez por las muchas preferencias que en vida y en muerte me prodigó mi padre. Estas diferencias me separaron mucho de mi hermana. Vino entonces mi casamiento, tan lleno de esperanzas para mí. Me creí reconciliado con el amor del terruño y con la paz de mi valle; restauré esta casa, soñando vivir siempre en ella en idílicos goces; evoqué la visión de unos hijos robustos y de una patriarcal vejez…: ¡sueño fué todo! Desperté de él con la esposa muerta entre los brazos. Era la más rica heredera de Villazón, y, tan abundante en bondad como en dineros, quiso dejarme en prenda de su cariño toda la fortuna que tenía. Doblemente rico, perdida la ilusión de la dulce vida quieta y santa que acaricié apenas, de nuevo me lancé a los placeres locos del mundo, lejos de mi solar. Peregriné mucho; derramé el corazón y la vida a manos llenas; pero no fuí tan insensato que llegara a empobrecerme. Algunas veces volvía yo a Luzmela con una vaga esperanza de poder quedarme por aquí, bien avenido con esta melancólica vida de memorias y ensueños; pero nunca lograba que de mi corazón voltario se adueñase la paz. En uno de estos viajes vine muy cambiado; me blanqueaba el cabello y traía en los brazos una niña. Me estuve entonces aquí un año entero; un año que fué para mi alma ocasión de intensas revelaciones; la niña, tan pequeña, tan impotente, iba poseyendo todo mi albedrío. En rendirla yo mi voluntad sentía un extraño goce lleno de encantos nuevos. Su inocencia me cautivaba en dulcísima cadena, y yo, que la salvé a esta niña del abandono, más por deber de conciencia que por amor de padre, me sometí a su hechizo con una dejación de mí mismo absoluta y feliz. Ya, desde entonces, sólo salí de Luzmela por precisión y muy pocas veces. Mi vida tenía un objeto, y yo sentía santificarse mis sentimientos y levantarse mi corazón al suave contacto de aquella pequeña existencia pendiente de la mía. Continuaba viendo a mi hermana contadas veces: mi cuñado me mostraba cada día mayor hostilidad; y yo, indiferente y orgulloso, no ponía jamás los pies en Rucanto. Pero no me era grato saber que mi hermana pasaba apuros y estrecheces, casi totalmente arruinada por su marido, y a menudo le mandaba reservadamente algunas cantidades como regalo para mis sobrinos, a quienes apenas conozco….
Calló don Manuel y se quedó abstraído breve rato.
Luego dijo:
—Y hemos llegado, querido Salvador, al caso que me preocupa y desvela.
¿Merecerá mi hermana que yo le confíe mi hija?… Tú, ¿qué crees?…
—Yo creo—respondió el joven—que no es muy fácil acertar con la respuesta, ya que ni usted ni yo la conocemos bien.
—Por eso vacilo….
—¿Y ha pensado usted en qué condiciones le confiaría la tutela de
Carmen?
—Sí; lo he pensado: le dejaría a mi hermana la mitad de mi fortuna con la condición de que fuese una buena madre para la niña.
Salvador escuchaba con asombro a don Manuel.
—Pero eso—dijo—sería caso de una comprobación delicada y difícil.
—Tengo previstas todas las dificultades: de todo ello hablaremos…. Yo quisiera dejarle a mi hija un constante testimonio de mi ternura, sin perturbar su alma con la trágica historia de su nacimiento. Puesto que a la cara del mundo no le puedo decir que soy su padre, ¿a qué inquietar su inocencia con el descubrimiento de una pérfida acción que cometí?… Quiero que mi memoria le acompañe dulce y serena, como la vida que ha disfrutado junto a mí. Quiero ser su providencia y su amparo más allá de la muerte, sin que mi nombre caiga de su corazón, ennegrecido por la sombra de mis culpas…. Para ella quiero ser siempre bueno… ¡siempre!
Quedóse el de Luzmela ensimismado; ardía en sus ojos la luz de la esperanza con radiante expresión.
Y mientras Salvador le contemplaba con recogida actitud, continuó don
Manuel:
—Al enviudar mi hermana hace poco, se ha apresurado a mostrárseme afectuosa, lo que me prueba que antes no tenía libertad para hacerlo. Parece que la niña le es muy simpática. Si ella además le lleva el bienestar y la holgura, ¿no ha de quererla bien?
—Yo creo que sí.
—¿Verdad que sí?
—Es verdad….
—Pero supongamos que me equivoco; que cometo un gran desatino, y que ella no trate bastante bien a la niña. En ese caso dejaré a Carmen el derecho de reclamarle mi herencia, y todavía te quedas tú con otra parte igual a la de mi hermana.
—¿Yo, dice usted?
—Tú, que eres mi segundo heredero, a quien lego la mitad de mis caudales.
—Pero… ¿usted ha pensado?…
—Yo he pensado mucho, hijo mío; tú, si no quieres contrariar mi postrer deseo, serás un buen administrador de mi media fortuna; gastarás las rentas, como tuyas que serán, y el capital lo conservarás para cuando Carmen lo necesite. Figúrate que por amor se casa pobre…; tú la dotas; o que se casa contigo…; la dotas también; o que se muere…; la heredas, quedándote tranquilamente con mi legado, que legalmente será tuyo.
—¿Y si muriese yo?
—Se lo dejas a ella. Y si nada necesita, tuya será entonces, sin condiciones, la herencia.
—Por Dios, señor, yo creo que jamás un testamento se ha hecho así, de tan extraña manera….
—No se habrá hecho; pero se va a hacer ahora; mejor dicho, ya se está haciendo.
—¿Ya?…
—Sí; le estamos haciendo tú y yo; un testamento moral entre dos hombres honrados…. Testo yo, y tú asientes; recibes mi legado y juras cumplir mi voluntad…. ¿Te figuras que estas condiciones que te impongo iban a constar en papeles? No, hijo, no; se confirmaría entonces la opinión general de que estoy un poco «tocado»…; ya sabes que se dice por ahí….
—Sin embargo, señor, medite usted bien que es demasiado absoluta la confianza con que usted me honra. Puedo extraviarme; puedo pervertirme…, volverme loco; hágalo usted en otra forma, limitándome la acción; ajustándome el camino…; nómbreme usted, si quiere, tutor de Carmen.
—Te nombro su hermano, su protector, acaso su esposo, dentro de mi corazón; ante la ley te nombro mi heredero sin condición alguna.
Salvador se paseaba por la sala agitado; mortificaba su barba rubia con una mano implacable, y sus espuelas levantaban en la estancia silenciosa un belicoso acento metálico.
Moría la tarde en la cerrazón sombría del cielo, y don Manuel tendía hacia el joven una mirada ansiosa.
Viéndole tan dudoso y alterado, díjole, al fin, con tono de dolido reproche:
—¡Si no quieres, Salvador, yo no te obligo!…
Él se volvió hacia el enfermo; estaba pálido y tenía la voz angustiosa.
—¿No querer yo servirle a usted? Es que me aterra el temor de no saber hacerlo; de no poder, de no ser digno de esta ciega confianza con que usted me abruma.
—Si no es más que eso….
Y don Manuel, alzándose del sillón, estrechó al muchacho en un abrazo ardiente, y teniéndole así, preso y acariciado, dijo con solemnidad:
—Doy por recibido tu juramento, y le pongo este sello de nuestro cariño.
Quiso salvador confirmar: yo juro; pero el de Luzmela le tapó la boca con su descarnada mano.
—Está jurado, hijo mío; ven y siéntate otra vez a mi lado; no me sostienen las piernas.
Se sentaron.
Comenzó don Manuel a hablar animadamente con la voz impregnada de emoción y de dulzura.
Salvador le atendía en silencio, sin dejar de mesarse la barba febrilmente; y en esto se oyeron en el pasillo unas palabras recias y unos pasos sonoros.
—Son el cura y el maestro—dijo don Manuel contrariado.
—Entonces me voy, con su permiso; aun no hice hoy la visita en Luzmela, y está cayendo la noche. ¿Cuándo quiere usted que vuelva?
Ya habían anunciado a don Juan y a don Pedro, cuando don Manuel respondió:
—Ven mañana temprano; te espero en mi despacho a las nueve, y te quedarás a comer.
Los dos hombres se estrecharon las manos fervorosamente, y Salvador hizo un breve saludo a los recién llegados.
Salió. En la meseta amplia de la monumental escalera encontró a Carmencita: estaba apoyada en la maciza reja del ventanal, y miraba al cielo o al campo ensimismada.
Al sentir las espuelas de Salvador en la escalera, se volvió hacia él sonriendo, y observándole muy atenta, preguntó:
—¿Le mandaste al padrino alguna medicina?
Bajaba el mozo embargado de emociones. La dulce voz de la niña le hizo estremecer. Contemplóla con un respeto y una sumisión que no le había inspirado jamás, y apremiado por su mirada interrogadora, replicó:
—Está muy bien el padrino, querida.
Ella le tendió la frente esperando un beso, y el pobre muchacho se inclinó y le besó la mano con noble acatamiento.
Quedóse algo asombrada Carmencita de la actitud turbada del que llamaba su hermano; apoyándose en la reja oía cómo se alejaba el caballo de Salvador y pensaba:
—¡Es que está malo, de verdad, el padrino!
Habían colocado una lámpara sobre la mesa, y don Juan y don Pedro se pusieron a mirar al de Luzmela. Parecía más hundido en el sillón que otras veces y como si los ojos se le hubiesen agrandado.
Sirvieron en seguida el chocolate humeante y espumoso, y mientras don Manuel lo tomaba a sorbos, con esfuerzo, el cura y el maestro lo saboreaban con deleite, mojando en los delicados pocillos hasta el último bizcocho y la última rebanada de pan rustrido.
Se había iniciado una trivial conversación, rota a cada bocado de pan o de bizcocho, hasta que retiradas las bandejas de encima del tapete, el criado presentó otra grande, de plata, con la correspondencia.
Miró don Manuel los sobres de sus dos o tres cartas, y las apartó indiferente; el maestro abrió un periódico y comenzó la habitual lectura.
Había el caballero cerrado los ojos; tenía las manos cruzadas sobre las rodillas.
Don Juan, a veces, hacía un punto en su tarea y por encima del papel miraba con inquietud al enfermo.
También don Pedro le observaba con atención, y miraba después a don
Juan.
Y cuando ya los dos se estaban alarmando, por aquella quietud momificada de su huésped, éste dió un respingo en la silla y dijo, con la voz entera y sonora.
—Perdone un momento, don Juan; me van ustedes a permitir unas preguntas, y aunque les parezcan extrañas han de responderme sin hacer comentarios, ¿no?
Don Manuel había estado en América dos años, y esta interrogación expresiva ¿no?, importada de aquel mundo joven, la usaba todavía en ciertos momentos.
Se miraron con sorpresa sus dos contertulios, y ambos dijeron que «sí» varias veces, en contestación a aquel «no» interrogante.
—Vamos a ver—indagó el solariego, que parecía un resucitado—: a ustedes ¿qué les parece de mi hermana?
Hubo un silencio explicable, y a la par respondieron los dos señores:
—Nos parece bien; ya lo creo, muy bien….
—¿Creen ustedes que es buena?
—Ya lo creo; muy buena, sí señor.
—¿Y no dicen por ahí que es rara?
—Un poco rara; pero, poca cosa….
Hubo otra pausa, y aseveró don Manuel:
—¿De modo que a ustedes les merece excelente opinión?
—¡Excelente!
El de Luzmela volvió a recostarse en el sillón, cerró de nuevo los ojos y cruzó otra vez las manos murmurando:
—Siga, siga la lectura, don Juan, y dispensen.
Don Juan leyó otro ratito; él y don Pedro se miraban mucho aquella noche, y, más temprano que de costumbre, se despidieron.
Encontraron en el corredor a Rita, que subía con Carmen de la mano, y le dijeron:
—El amo está peor, ¿eh?
—¿Peor?
—Mucho peor: tengan cuidado.
Aunque hablaban con misterio, la niña se enteró, y preguntó con ansia.
-¿Mi padrino?
Ellos ya bajaban la escalera y no respondieron nada.
Rita aceleró el paso llena de inquietud.
Carmen tenía los ojos muy abiertos en la semioscuridad del pasillo, y toda su alma se asomaba por ellos como escudriñando las tinieblas del porvenir.
Llegando a la sala, la mujer y la niña fueron derechas al sillón, y mientras Carmen se inclinaba devota a besar las manos del enfermo decíale Rita acongojada:
—¿Se siente mal?
Sin responder a esto, el de Luzmela preguntó a su vez, mirando a la vieja:
—Oye, ¿a ti qué te parece de mi hermana: es buena?
Atónita la mujer, creyó que deliraba su amo, y él quiso disipar aquel asombro explicando:
—No estoy «de la cabeza», Rita, no te apures, y responde.
Dijo Rita:
—Buena es su hermana, ¡qué ocurrencia!
—Podía no serlo….
—Yo poco la tengo tratada; casóse apenas yo vine…, ¿no se acuerda?
—Pero, ¿qué has oído por ahí?
—Que es algo rara, algo «maniosa»; pero buena sí.
Don Manuel soliloquió:
—¡Todos dicen que es buena!
—Sabe, que el genial se le habrá corrompido algo con las desazones; pero el fondo será querencioso y noble como el de todos los amos de Luzmela….
Tenía el enfermo una placentera expresión cuando volvió la cara hacia
Carmen, que atenta escuchaba a su lado.
—Y a ti, hija mía, ¿qué te parece? ¿quieres a mi hermana?
La niña clavó en él su mirada límpida, y también preguntó:
—¿La quieres tú?
—Yo sí.
—Pues yo también, sí….
—¿Te gustaría vivir con ella?
Carmen dijo prontamente:
—Quiero vivir contigo—y le echó los brazos al cuello con ternura.
El la enlazó en los suyos lleno de emoción, murmurando con la voz quebrada:
—Pero si yo tuviera que marchar….
La niña, sollozante, respondió al punto:
—No, no, por Dios; llévame entonces contigo.
Rita hacía pucheros y se llevaba a los ojos la punta del delantal, y don Manuel, incapaz de prolongar aquella escena sin descubrir el profundo dolor que le poseía, trató de calmar a la niña con tranquilizadoras palabras.
Cuando Carmen, un poco engañada, alzó la cabeza y miró al hidalgo, le vió demudado y con el rostro humedecido. Angustiada todavía, le preguntó:
—¿Lloras?…; ¿sabes tú llorar?
Él trató de sonreir diciendo:
—¡Si son lágrimas tuyas!
Y la despidió con un beso muy grande….
En la alta noche, cuando el monumental lecho de roble crujía sacudido por el convulso llanto del enfermo, murmuraba el triste:
—¡Que si sé llorar!… ¡Hija mía, hija mía!…
Después de aquellos primeros ocho días, la vida en Luzmela recobró su aspecto acostumbrado.
Carmencita dió sus lecciones con don Juan y bordó su tapicería en un extremo del salón bajo la mirada solícita del solariego, que parecía un poco aliviado de sus achaques.
Salvador hizo al enfermo la cotidiana visita, larga y cariñosa, y el maestro y el cura fueron todas las noches, como de costumbre, a hacerle un rato la tertulia a don Manuel.
La numerosa servidumbre del palacio, engolfada en el trasiego de las cosechas, llegó casi a olvidar la angustia de aquella mañana en que el notario de Villazón entró solemnemente al despacho del amo, y llegando poco después muy descolorido el señorito Salvador, fueron avisados don Pedro y don Juan, con barruntos de testamento.
Una ansiedad dolorosa había conmovido a los servidores de la casa, todos obligados, por innúmeros favores, a guardar a su señor una fidelidad sagrada, y todos capaces de cumplir esta noble obligación. ¿Acertaría el de Luzmela en los pronósticos que hacía de su muerte? ¿Iría a caer ya, marchito para siempre, aquel único tronco de la ilustre casa de la Torre y Roldán?…
Durante algunos días estos temores pusieron en la vida, siempre melancólica, de aquella mansión, un sello de tristeza y de inquietud profundas. Todas las voces se hicieron quedas y suspirantes alrededor del amo, que, sumido como nunca en sus cavilaciones y añoranzas, cayó en un abatimiento alarmante.
Pero habíase esponjado de nuevo el cuerpo lacio y consumido de don Manuel; se erguía en el sillón con más arrogancia y tenía el semblante más placentero y despejado.
Se fué tranquilizando la buena gente de la casa y volvieron en ella las labores a su centro natural.
Sólo en los ojos hechiceros de Carmencita quedó encendida la penosa expresión de la duda, y a menudo posaba esta llama inquieta en el enigma de los días futuros como una interrogación inconsciente.
Don Manuel sueña, como la tarde en que le conocimos.
También ahora tiene los ojos abiertos sobre la cabeza gentil de Carmen; pero la niña no juega ni borda en el salón; está en el jardín, hundiendo distraídamente la contera de su sombrilla en las hojas secas amontonadas por los senderos.
El ábrego ha saltado brioso al amanecer, y ha despojado a los árboles de sus últimas galas, ya mustias.
Tiene el cielo una intensidad de azul rara en Cantabria; a través de una atmósfera de limpidez exquisita, todo el valle y los montes se abarcan de una sola mirada desde el balcón adonde asoma el de Luzmela su paciente silla de enfermo.
Algunas veces, sus ojos cargados con las imágenes de sus pensamientos se alzan un momento al cielo, al monte o sobre el valle, para caer siempre en éxtasis de adoración encima de la niña….
Soñaba….
Veía aquella mujer bella y pura que tenía los ojos y los cabellos lo mismo que Carmencita; tenía también su misma sonrisa serena y su misma voz de plata. La veía caer acechada, perseguida por él, atropellada por su loca pasión, y asistía a todo el horror de su vergüenza, a todas las horas atormentadas de su vida, hasta que ésta se extinguió en agonía trágica.
Con haber amado él tanto a aquella mujer, ¿fué ella el grande amor de su vida?… No: su amor inmenso y puro, supraterreno, inmortal, era la criatura recogida por compasión, como despojo palpitante de la tremenda aventura cuya memoria dolía siempre en el corazón del hidalgo. ¿Cómo pagaría su conciencia aquella deuda enorme? ¿Acaso él no fué el único culpable? ¿No lo fué siempre, en todas las ocasiones en que una mujer encendió su deseo?…
Con tales remordimientos estaba el de Luzmela perturbado, y por esquivar tan íntima turbación, o porque fuese aquélla para él una hora de evocaciones aventureras, cayó de pronto en su memoria otra página galante de sus años mozos.
Esta no había quedado mojada de lágrimas: risueña y gozosa, fué otra de sus grandes locuras. Y se iba aplaciendo el semblante angustiado del caballero al recordar aquella su expedición a las Américas, dueño y señor de una criolla que le adoraba.
Ella le había pedido, con cálidas frases de terneza, un viaje a su país, de donde seguramente la trajo otra aventura amorosa. ¿No valían sus caprichos la pena de «botar la plata»?… Fué el viaje una pura gorja en que a cada momento tuvo la bella indiana descubiertas por tentadora sonrisa las perlas nitescentes de su boca. Era una delicia vivir y gozar tanto, ¿«no»?…
Ya se había aclarado toda la cara macilenta del enfermo con esta placentera memoria cuando Carmen gritó sobresaltada desde el jardín:
—¡Padrino, la nétigua; espántala!
Y un ave de blando volar, de uñas corvas y corvo pico, se sostuvo, retadora, un instante en el vano del balcón, agitando sus plumas remeras y graznando con lúgubre tono.
Desde las lueñes playas de la América virgen volvió el de Luzmela los ojos al pajarraco agorero, y le ahuyentó de un manotazo en el aire con enojo violento; en seguida buscó la mirada de la niña y encontró en ella una singular expresión dolorosa, como sólo recordaba haberla visto igual en los ojos de otra criatura: de aquella triste pecadora que murió del dolor de haber pecado…. ¿De dónde había sacado Carmen aquel secreto penar que se le declaraba en los ojos? Sólo sabía don Manuel que desde hacía algún tiempo el rostro de la niña estaba ensombrecido por alguna extraña tristeza que a menudo ponía en su mirada una revelación; y aquel destello misterioso llenaba de pesadumbre el alma del caballero.
Hizo un esfuerzo por levantarse, y apoyado en el barandaje de hierro, le dijo:
—¿Pero te da miedo de la nétigua?… No te asustes…; se fué ya.
Sube…. ¿no quieres subir?…
Ella alzó el azahar de su mano señalando al cielo, y por toda respuesta murmuró:
—Todavía… padrino.
El ave fatídica se cernía obstinada sobre el jardín.
Carmen corrió a la casa y subió al salón.
Ya don Manuel había vuelto a sentarse y la esperaba.
La niña fué derecha a sus brazos con una inexplicable emoción, y su voz llorante interrogaba:
—¿No te irás, padrino? ¿Nunca te irás? ¿No me dejarás nunca con doña
Rebeca?
El, absorto, clamó:
—¿No la quieres?
—No, no; ¡qué miedo, qué miedo tan grande!
—¿Pero de quién, hija mía?
Paró un coche en la portalada, y Carmen sin soltarse del cuello del hidalgo, gimió:
—Otra vez la nétigua….
Volvió el ave a aletear a la par del alero, graznando agresiva, cuando abriendo la puerta del salón anunciaron:
—Doña Rebeca.
Carmen imploró.
—Viene a buscarme; ¡no me dejes, por Dios, no me dejes!
El de Luzmela había doblado la cabeza sobre el hombro de la niña, y sus brazos se iban aflojando en torno al cuerpo grácil de la criatura.
Cuando doña Rebeca entró en la sala y se acercó al grupo, viendo la cara mortal del enfermo, increpó a la niña.
—¿Le estás ahogando?
Ella apartóse prontamente, diciendo:
—¿Yo?
Y al soltarse de aquel brazo ardiente vió con horror cómo el cuerpo de don Manuel se desplomaba sobre el respaldo de la silla.
Miraba el moribundo a Carmen con una angustia infinita. Había adivinado tardíamente sus terrores y sus penas. La muerte llegaba implacable, sin darle acaso tiempo para reparar su fatal error, fruto de tantas meditaciones, y que ya antes de consumarse causaba a Carmen una desolación tan profunda….
Todo lleno de espanto, el corazón de Carmencita se le subió a los labios para gritar con afanosa ternura:
—¡Padre!…
Y de nuevo trató de abrazarle la infeliz.
Doña Rebeca la separó del caballero con aspereza, diciéndole:
—¡Qué padre ni qué ocho cuartos!
El de Luzmela abrió entonces los ojos inmensamente, con tal expresión desesperada y colérica, que la señora echó a correr, mientras la niña, vacilante, caía de rodillas, suplicando:
—¡Dios mío, Dios mío!
A los gritos de doña Rebeca acudió alarmadísima la servidumbre, y entre ayes y lamentaciones fué el moribundo transportado a su lecho.
En el más ligero caballo de la casa partió a escape un hombre a buscar al médico, y otro voló a buscar al cura.
Doña Rebeca husmeó en la capilla, procurándose auxilios piadosos para aquel trance, y volvió al cuarto de su hermano, donde, muy diligente, encendió la vela de la agonía.
Antes había dicho a Carmencita que trataba de acercarse a don Manuel:
—Aquí sobran los chiquillos; vete allá fuera.
La pobre criatura, desorientada y llena de temor, volvió a la sala, y de nuevo se hincó delante del sillón vacío.
Entretanto el de Luzmela pugnaba en vano por hablar. Su vida parecía haberse reconcentrado en los desorbitados ojos, que miraban con incensatez, hasta que, tras un nistagmo penoso los cerró para siempre.
Había caído la tarde en una serenidad dulcísima; algún caliente suspiro del ábrego removía en el jardín las hojas secas, llevando hasta la ilustre casa de la Torre y Roldán, clara y distinta la voz solemne del Salia, eterno arrullador de la vega.
Carmencita, absorta en su desconsuelo, se levantó de pronto estremecida por un resoplido siniestro, y, toda temblorosa, gritó una vez más:
-¡La nétigua!…
De las habitaciones de don Manuel salían ya los chillidos agudos de doña Rebeca, y el ave agorera tendía sobre el azul cobalto de la noche su vuelo silencioso….
El hidalgo de Luzmela había muerto.
Cuatro años han pasado muy callandito sobre la vida de Carmen. Sólo ella sabe que aquel montón de horas está todo mojado de lágrimas, que no ha reído en su vida ninguna de aquellas cuatro primaveras con el alborozo de las ilusiones, ni ha cantado en su pecho ninguno de aquellos estíos la enardecida estrofa de la juventud.
El singular testamento de don Manuel de la Torre fué un jirón de locura mansa que, desgarrado del noble corazón del solariego, quedó flotando sobre la cabeza inocente de su hija, como nube de un drama silencioso.
Había quedado Carmencita llena de terror en las manos de doña Rebeca, y doña Rebeca tendía con ansia sus garras de nétigua hacia la herencia codiciada, sin poder apresar los caudales, por tener las uñas llenas de la carne inocente de la niña, flor de pecado y de dolor.
Al consumar don Manuel aciagamente sus propósitos de última voluntad, exacerbó todas las malas pasiones de su familia y sembró de torturas la senda de Carmen allí donde quiso dejar para ella rosas de piedad y lozanos capullos de ternura.
Todos los deseos del de Luzmela quedaron atados en su testamento, dentro de la rigidez del derecho legal, con sólida habilidad y previsión, y doña Rebeca hubo de someterse con aparente comedimiento a las disposiciones de su hermano y fingir que cobijaba a Carmen en regazo maternal.
Con el tecnicismo severo de las cláusulas testamentarias, la señora de Rucanto quedaba sometida al cargo de administradora de la media fortuna del caballero hasta la hora acordada por aquél, y sólo a título de amparadora de la niña. Por el bienestar de ésta velarían las leyes, «sin empecer la acción y facultades conferidas a un rancio solariego de los contornos, nombrado tutor de la pequeña y asistido del derecho de retrotraer para la misma el legado de don Manuel en caso de que doña Rebeca no cumpliese las condiciones impuestas por el testador….»
Cuando llegó a Rucanto la niña de Luzmela, la recibieron los sobrinos de don Manuel con indiferencia sublime, mirándola de hito en hito…; ¡fué aquella la primera vez que bajó los ojos turbada delante de su nueva familia!…
Desde aquella hora fatal, Carmen puede asomarse a las páginas de estos cuatro años transcurridos, mirando su vida doliente al través de una cortina de llanto, y puesto sobre los labios un dedito precioso en señal elocuente de silencio, como un ángel tímido y resignado, herido a traición en las alas gloriosas….
Tenía cuatro hijos doña Rebeca. El mayor, Fernando, marino mercante, navegaba en mares lejanos; era un guapo mozo, de carácter aventurero y de gallardísima figura; su madre sentía pasión por él, una pasión material, fundada únicamente en la belleza del muchacho. El segundo, rudo y torpe, hacía vida montaraz y sólo paraba en Rucanto el tiempo preciso para comer y dormir; algunas veces, para pedir dinero y, con escasa frecuencia, para mudarse de ropa. Tenía el cuerpo recio, los ojos turnios, áspera la voz y fiero el ademán. Era mocero y borracho; se llamaba Andrés.
Le seguía en edad la joven Narcisa, una muchacha de veinticinco años, ojizarca y endeble, melindrosa y no mal parecida. Ella era, en ausencia de Fernando, el mimo de la casa, el centro adonde convergían todas las atenciones y de donde partían todos los designios. Doña Rebeca, con hacer honor a su nombre, había sido toda sumisión y desvelo para malcriar a su hija.
Quedaba aún otro muchacho, Julio, de veinte años, también enclenque, de cara macilenta y desapacible expresión; huraño y triste, andaba siempre solo por los rincones de la casa o de la huerta, en misteriosos soliloquios que a veces tomaban la forma de quejidos lamentables….
Había comprendido Carmen cuál era su destino y creía que siguiéndole cumplía la voluntad de su protector. Su inteligencia clara y su corazón noble se sobrepusieron a la debilidad de los trece años; dominando con valor admirable el terror que le inspiraba doña Rebeca, la acompañó dócil a Rucanto, y allí se echó sobre los hombros su nueva vida, con un firme empeño de levantarla y llevarla gallardamente hasta el final del camino.
Cuatro años llevaba en la áspera ruta, y se había hecho una mujer a fuerza de sufrir y de llorar.
La vida de familia en Rucanto era espantosa. Carmen miraba siempre con el mismo miedo y el mismo asombro a doña Rebeca y a sus hijos.
A veces creía que se odiaban, a veces que se querían; siempre le parecieron un enigma viviente y trágico, una sima de pasiones pavorosas, a cuyo borde andaba la infeliz todo temerosa y estremecida, con un paso incierto de sonámbula, con una mirada pávida y llorosa, llena de lejana tristeza.
En sus meditaciones de niña temblaban los pensamientos chocando unos con otros, doloridos, ante el cuadro siniestro de aquel hogar. A menudo, una compasión inmensa flotaba benigna en el espíritu generoso de Carmen, preguntando: ¿acaso estos pobres no han heredado la maldad y locura?… ¿Son ellos responsables de ser locos o de ser malos?…
Y la realidad de las cosas respondía tirana que era un tormento durísimo vivir con aquella familia de enajenados, verdugos de la ajena y la propia felicidad.
Parecía imposible aprender aquellos genios ni llevar una hora seguida la corriente de aquellas voluntades, porque a cada minuto se tropezaba en el escollo de una mudanza o en el abismo de un arrebato. Todo era ciego y duro en la inconsecuencia monstruosa de semejante familia, y para el alma delicada y dulce de Carmen iba siendo una tortura inmensa aquel vivir tormentoso, sembrado de imprecaciones y gritos, desesperaciones y codicias.
Cuando la niña llegó a Rucanto, la instalaron regaladamente en el gabinete de Narcisa; entraba con ella en casa la abundancia, y tras la primera mirada inquisitorial y hostil, los sobrinos de don Manuel tuvieron para la intrusa una displicencia tolerante, única tregua de paz que se le concedió en aquella mansión belicosa.
Pasada fugazmente la primera impresión de sorpresa y bienestar, cada uno dió en la casa rienda suelta a sus instintos, sin un asomo de compasión ni de ternura para la desgraciada forastera.
Antes que tal gente mostrase una acerba hostilidad a la muchacha, doña Rebeca la llamó algunas veces «sobrina» con un tono adulón un poco irónico; y todavía, después que la sitió con todo el enardecimiento de un plan completo de campaña, cuando en alguna encrucijada estratégica la quería congraciar, dábale aquel grato nombre de familia y pretendía halagarla con su vocecilla de falsete endulzada en la punta de la lengua.
El primer día que doña Rebeca, como general en jefe, acometió a la niña, armada de toda la perfidia del mundo, fué y le dijo:
—Mí hermano no era tu padre…; que se te quite eso de la cabeza…; mi hermano no era nada tuyo…; no tienes sangre infanzona…; eres «hija de padres desconocidos»….
Ella humilló la frente enrojecida, sin responder.
Esta pasividad excitó más la agresiva intención de la señora, que, persiguiéndola con los ojos y con la actitud, continuó:
—Mi hermano estaba loco, loco de atar…: heredó de los abuelos esta dolencia.
Le acudió a Carmen un lógico pensamiento, y delatándole en voz alta, preguntó:
—¿No eran también abuelos de usted?
Doña Rebeca, furibunda, le puso los puños junto a la cara, gritándole:
—Tú eres la santa…, ¿eh?…; la santa, ¿y me insultas llamándome loca?
La infeliz, rompiendo a llorar, gimió:
—¿Yo?…
—Sí, tú, la santita, el agua mansa, que parece que nunca has roto un plato….
Y se dió a hacer gestos por la casa adelante, con las manos en la cabeza y la voz retumbante rodando por los pasillos.
Nueva espectadora de aquellas comedias ridículas, Carmen se creyó realmente culpable y llegó a suponer que había sido grave indiscreción preguntarle a doña Rebeca si era nieta de sus abuelos.
Otro día, riñendo la hija y la madre, engalladas y descompuestas, estaban ya a punto de «agarrarse», cuando Carmen, entrando en la estancia, se interpuso entre las dos con impulso bondadoso.
Aprovechó Narcisa aquel momento para darle con saña un empellón, y la niña fué a caer de rodillas cerca de una mesa, sobre la cual una lámpara vaciló, quebrándose.
—Es una loca—dijo Narcisa, avenida de pronto con su madre en tranquila conversación.
—Sí, una loca; hija de su padre había de ser—repitió la señora.
Carmen, sin hacer caso de la lámpara, del golpe, ni de la injusticia de aquellas palabras, preguntó:
—¿De qué padre?
—De mi hermano; del simple de mi hermano, que estaba «poseído»….
La niña había oído únicamente de mi hermano, y, de rodillas como estaba, juntó las manos con transporte, soñando.
—Sí; es cierto…, es cierto….
El furor de Narcisa volvió entonces a desbordarse ante la devota actitud de la muchacha, y de nuevo chilló a su madre con desatinadas veces.
—¿No ves cómo se eleva? ¿No ves cómo se cree igual a nosotras? ¿Por qué le dices que es hija de tu hermano?… Tú sí que estás «poseída»; tú sí que eres simple….
Huyó doña Rebeca con su paso menudo y cauteloso, y la hija la siguió a grito herido llenándola de injurias.
Carmen, sola en la habitación, sintió que la duda quedaba todavía viva en su pecho; volvió los ojos a todos lados como para interrogar al misterio de su vida, y vió otros ojos turbados y malignos que se recreaban en su angustia.
Era Julio, que acechaba el dolor ajeno para manjar de su alma perversa. Estaba a veces adormilado en los bancos del pasillo o en el sofá de la sala, y cuando oía que, bajo los chillidos agudos de Narcisa o bajo las sinrazones de su madre, temblaba como un pajarillo la fresca voz de Carmencita, corría hacia ellas, recatándose detrás de las puertas o a la sombra de las paredes para no perder ni un detalle de la escena dolorosa. Si le era posible ver las caras desde sus escondites, entonces una expresión tenebrosa se asomaba a sus ojos malécos.
No se acordaba Carmen de haber hablado con aquel muchacho una buena palabra en los años que llevaba en la casona.
La voz aceda del mozo sólo se alzaba iracunda contra su madre, contra su hermana o contra los criados. Se pasaba muchos días encerrado en su dormitorio. Doña Rebeca decía que estaba enfermo. Debía de ser verdad, porque a menudo salían del aposento ayes y gemidos.
Lloraba entonces la madre; Narcisa se enfurecía, y si en tales ocasiones de tragedia llegaba Andrés a Rucanto, rodaban los muebles, estallaban los cacharros en añicos, y las puertas se batían en tableteos formidables.
Los criados, siempre nuevos y de lejanos valles, pedían la cuenta con premura, y Carmen, llena de espanto, se escondía en el último pliegue de la casa a temblar como una hoja.
Pasaba la tempestad, doña Rebeca guisaba, su hija ponía la mesa con mucha solemnidad, y todos comían amigablemente, con apetito y abundancia.
Era seguro entonces que Andrés tenía dinero en el bolsillo y que Narcisa había conseguido un traje nuevo o un viaje a la ciudad.
Julio, que no se aplacaba con dones, aparecía tranquilo a fuerza de cansancio; y la fatiga de haber rugido furiosamente desplegaba su frente huraña y le hacía aparecer menos repulsivo.
Sólo Carmen en aquellas ocasiones, harto frecuentes, fingía comer y luchaba con el temblor de sus manos y con la inseguridad de su voz.
Y así, mientras que la madre y los dos hijos mayores hablaban amistados y serenos, Julio descansaba desfallecido, ella oía, siempre horrorizada, el eco de las blasfemias y de los insultos, de los golpes y las amenazas que se habían alzado entre la madre y los hijos, apenas hacía una hora, y tantas veces y en tantos años….
Era una casa temerosa la de Rucanto.
La fundó un quinto abuelo de doña Rebeca, que murió en un manicomio y que dejó lastimosa descendencia de locos y suicidas.
Desde entonces siempre se habían oído en ella gritos frecuentes, carreras y estruendos; siempre habían gemido las puertas, estremecidas por violentos impulsos, en el fondo oscuro de los corredores.
Una ráfaga de locura hereditaria y perversa parecía conmover a los habitantes de la casona, y los vecinos de la comarca miraban siempre con supersticioso respeto aquella vivienda blasonada.
Se contaba que doña Rebeca había sido muy desgraciada en su matrimonio.
Casó con un plebeyo, buen mozo y pobre, único pretendiente que le deparó la fortuna. Era mujeriego y derrochador, y suponíase que la dote de doña Rebeca le había enamorado más que la dama.
Aunque al público trascendía la desavenencia de los esposos, nada cierto se supo de sus querellas íntimas, sino que ambos se colmaban de improperios y andaban a medias en el mutuo lanzamiento de trastos a la cabeza.
Sin embargo, la opinión general culpaba al marido, vividor poco edificante; y doña Rebeca, que solía dar limosna y llorar en la iglesia, y que vivía encerrada en su casa, pasaba por ser «una infeliz» un poco estrafalaria y algo tocada del mal de la locura.
Andrés tenía mala fama; le temían los novios y los maridos, y era mirado con prevención en el valle.
A Fernando se le conocía muy poco; decían de él que era bravo marino y que poseía rasgos de nobleza y bondad como el señor de Luzmela.
Julio perecía siempre un niño colérico y misántropo que había sentado plaza de enfermo incurable, y Narcisa pasaba por discreta y, altiva, mediante la solemnidad de su empaque y el orgullo con que se amigaba—sin intimidad y con reservas—sólo con dos o tres señoritas de las ilustres familias comarcanas….
Habían pasado años de terrible escasez en la casona. Cuando llegó la herencia de don Manuel a remediar la precaria situación de la familia fué ya urgente levantar hipotecas y pagar trampas apremiantes. Como doña Rebeca era sólo usufructuaria del legado, hubo precisión de arreglarse con las rentas para hacer frente a la vida y remediar en la posible los pasados descalabros de la fortuna.
Difícilmente podían ir cubriendo las apariencias de reconstruir su posición ruinosa; estaba por medio Carmencita como un obstáculo insuperable. Sin ella, hubiesen tomado del capital heredado lo imprescindible para remendar la hacienda rota y darse importancia de gentes poderosas.
Doña Rebeca y su hija andaban atarantadas con esta pesadilla, y una animadversión latente las separaba más cada día de la dulce niña de Luzmela….
Ya hacía muchos meses que la sobrina de don Manuel había quitado el luto, y todavía Carmencita andaba vestida de negro, con resoba dos trajes. Ella no decía nada; pero algunas veces sentía una vaga pesadumbre al encerrar su cuerpo gallardo en aquellos hábitos austeros y tristes.
Un día, sofocada con la lana negra de su corpiño, tuvo la tentación de ponerse uno de sus vestidos blancos de Luzmela. La falda estaba sumamente corta; el cuerpo muy estrecho. Ingeniosa y lista, descosió dobladillos y lorzas hasta que la tela rozó completamente el borde de los zapatos. Luego, unas maniobras semejantes hicieron al corpiño extender sus delanteros sobre el seno túrgido de la niña. La manga, menos dócil, dejaba ver el antebrazo alabastrino. Se miró al espejo, y asombrada de sí misma, se ruborizó.
Entonces, con el amargo recelo de provocar el enojo de sus huéspedes, iba a desnudarse, cuando Narcisa se presentó en el aposento.
Mirando a Carmen, dió un grito, como si algo terrible le aconteciera, y llamó a voces a su madre.
La muchacha, sobrecogida, se replegó a un extremo del gabinete, y doña Rebeca, que acudió a saltitos menudos, se llevó las manos a la cabeza y empezó a lamentarse con agudas exclamaciones, engarzadas en su sarta habitual de refranes y agravios.
—¡Cría cuervos y te sacarán los ojos!… Esta ingrata se quiere quitar el luto de mi pobre hermano. A muertos y a idos…. ¡Hermano de mi alma, que por ella se ha condenado; que está en los profundos infiernos por culpa de esta mal nacida!…
Narcisa, impasible y majestuosa, presidía la escena como un juez severo, asistiendo con gestos de indignación a los desatinados discursos de su madre, mientras Julio, que había acudido sañudo y acechante al umbral de la puerta, fulguraba sobre la trémula niña su mirada monstruosa, y oyendo buhar y maldecir a las dos mujeres, toda su mezquina figura se estremecía de satánico gozo….
Pálida y convulsa resplandecía tan bella la muchacha, que Narcisa hubiera querido aniquilarla con sus ojos acerados, cargados de ira.
Cuando la dejaron sola con su terror, se quitó con manos temblonas el alegre vestido blanco, y otra vez se abrumó bajo la tela sombría de su luto. Estaba descontenta de sí misma; tal vez doña Rebeca tenía un poco de razón; acaso había algo de ingratitud de su parte en aquella involuntaria fatiga que le causaba la ropa negra, vieja y pesada. Mortificábase con la duda de si el antojo del vestido blanco habría ofendido la memoria de aquel hombre a quien en el fondo de su corazón llamaba padre, y le dolían, con violento dolor, las crueles palabras que acababa de oír sobre la condenación de don Manuel. Toda su alma estaba sublevada de indignaciones porque la culpasen a ella de aquella condenación posible.
Tanto oía anatematizar a todas horas la injusticia del testamento de su protector, que llegó a tener sospechas de semejante injusticia; porque si ella no era, por fin, hija del noble solariego, ¿qué era en aquella familia, y qué motivos había para que la piedad del testador la asistiese por encima de los naturales derechos de la hermana?
Pero, y Salvador, ¿no parecía también un extraño, un intruso que había venido a poseer libre y completamente parte de la fortuna del amigo?
Había un gran misterio en la última voluntad de don Manuel, y Carmencita martirizaba en vano su inteligencia con aquellas profundas meditaciones.
Cuando en su presencia se insultaba acerbamente al difunto caballero, rompía a llorar descorazonada al sentirse impotente para defenderle de aquellas furias, y un lejano temor de que por haberla amado a ella purgase alguna injusticia el alma de aquel hombre la llenaba de sobresalto.
Siempre, en tales ocasiones, las dos terribles mujeres se burlaban de su angustia, y la escena terminaba con el mote convenido.
—La santa… es la santa…. ¡pobrecita!…
Ella, entonces, erguía su corazón acobardado para decirle a Dios en íntima plegaria:
—¡Y bien, Señor, yo quiero ser santa; es preciso que lo sea…; hazme santa, Dios mío…, hazme santa de veras!
Entretanto, Salvador Fernández, médico municipal de Villazón, había trasladado su residencia desde la villa al pueblo gracioso y pequeño de Luzmela.
En plena posesión del cuantioso legado del amigo, Salvador no había pensado ni un momento en cambiar de vida ni alterar en nada sus costumbres humildes.
En el palacio de Luzmela como en la posada de Villazón, el médico era siempre un hombre bondadoso y amable, de carácter tímido y vida sencilla.
Había destinado para su uso las habitaciones de don Manuel, y en la casa se desenvolvían las horas serenas y blandas, mudas y lentas, igual que en los días postreros del hidalgo.
Diríase que el espíritu benigno del solariego, con la amargura de sus memorias, con la bondad de sus sentimientos, presidía aún y gobernaba las labores y las intimidades de la pudiente casa labradora.
Salvador seguía visitando a sus enfermos con la misma atención que cuando de su carrera hacía estímulo de prosperidad y base de la existencia, sólo que ahora había renunciado a la subvención del Municipio para que otro médico la disfrutase.
Enamorado de su profesión, hizo de ella un culto piadoso, que practicaba en favor de los pobres. De la herencia que libremente podía disfrutar sólo tomaba lo preciso para sostener el decoro de la casa y hacer algún viaje a las grandes clínicas extranjeras, en demanda de luces y medios con que extender en el valle la misericordia de su misión.
Así las gentes le adoraban y le bendecían, y él paseaba por los campos su conciencia pura, con la santa simplicidad de un apóstol del Bien, convencido y ferviente.
Desde que se reconoció hijo sin nombre de una infeliz aldeana, humilló su corazón en una mansedumbre dignificadora, que le confortó y sirvió de alivio a sus íntimas tristezas.
Luego, su vida tuvo un doble objeto santo y noble: derramar los consuelos de la más piadosa de las ciencias sobre los dolientes sin ventura y velar por la dicha de Carmen.
Era para él una suprema delicia espiritual el consagrarse de lleno a pagar en la hija la inmensa deuda de gratitud contraída con el padre.
Su oración cotidiana consistía en memorar los bienes recibidos de aquella pródiga mano que salvó a su madre de la desesperación, la levantó de la ignominia y la honró haciendo del niño desvalido y miserable un hombre de sano corazón, enveredado por una senda segura de la vida.
Después de enfervorizarse con esta membranza sentimental y preciosa,
Salvador discurría amorosamente sobre el porvenir de su protegida.
El nada sabía de los misteriosos terrores que la niña le había inspirado la sola idea de que doña Rebeca la llevase de la mano camino adelante, ni mucho menos sospechaba las torturas que la pobre criatura padecía en poder de los de Rucanto.
Como todas sus atribuciones sobre la pequeña eran morales y secretas, Salvador no se atrevía a significarse visitándola demasiado y se limitaba a verla con toda la frecuencia posible dentro de una prudencia conveniente.
Antes que la niña partiese de Luzmela pudo él abrazarla y prometerla toda su fortuna y su desvelo.
Carmen había llorado sobre aquel noble corazón con un silencioso llanto contenido y acerbo, que era acaso, más que el desahogo del dolor presente, el presentimiento agudo del futuro dolor.
—Todo cuanto te ocurra, me lo contarás le había suplicado el joven—.
Si sufres, si necesitas algo, me lo dirás en seguida; prométemelo.
Ella le miró fijamente a los ojos y preguntóle:
—¿Lo mandó mi padrino?
—Sí, lo mandó; te lo juro, Carmen.
—A mí no me dijo nada.
—Pero me lo dijo a mí todo; tú eras muy pequeña para hablarte de estas cosas; además temía darte demasiada aflicción. El quiso que tú fueras muy dichosa, todo lo más que sea posible, y que nunca le olvidases.
—No, nunca—repitió la niña sollozando.
Y, con voz firme, añadió después:
—Yo haré todo cuanto él dejó mandado…; seré muy buena.
—Ya lo sé; estoy seguro; pero es preciso que también seas feliz…. No olvides que yo soy tu mejor amigo, que Luzmela será siempre tu casa…, que todo cuanto yo tengo es tuyo, todo, ¿entiendes?
Ella, desconsolada, murmuró:
—¡Si fueses mi hermano!
Enmudecido acarició él aquella linda cabeza, ya inclinada por el infortunio, y la niña, viéndole callado y afligido, saboreó la amargura del desengaño irremediable.
En aquellos cuatro años transcurridos, Salvador visitaba a Carmen muchas veces. La dulce gravedad habitual en la niña le había engañado, porque aquella dulzura triste ya no era sólo espejo de un alma sensible y soñadora, sino que era también señuelo y transfloración de un alma dolorida.
La niña había espigado mucho; su belleza, ya potente, se acentuaba con una encantadora delicadeza de líneas.
Lo más atractivo de su persona era el halo de bondad que nimbaba su frente y la serena expresión amorosa y profunda de sus ojos garzos.
Había en su sonrisa una mística expresión, siempre encesa, como en ideal culto de algún divino pensamiento.
Aquel sublime encanto de la joven era la desesperación de Narcisa y de su madre, que llegaron a odiarla.
Salvador participaba en la casona de la aversión que allí sentían por la niña de Luzmela; no en vano era otro heredero de don Manuel de la Torre.
Según doña Rebeca y su hija, los jóvenes favorecidos por el hidalgo podían considerarse unos ladrones, los secuestradores de la débil voluntad de un loco, cuyo testamento constituía un «atentado contra los sagrados derechos de la familia, una estafa perpetrada por aquel santurrón hipócrita y aquella gatita mansa….»
A pesar de estos finos comentarios, hechos sin recato ni vergüenza delante de la misma Carmen, las de Rucanto recibían a Salvador con agasajo y blandura, considerándole «un buen partido».
Delante de él halagaba doña Rebeca a la niña y ponderaba su crecimiento y donosura.
Narcisa, menos asequible al disimulo y más altiva, se conformaba con demostrar, en aquellas ocasiones, una tolerancia benévola hacia Carmen, concedida con un aire de superioridad y protección llenos de majestad.
Salvador era poco ducho en artificios de mujeres; todo sinceridad y nobleza, dejábase engañar fácilmente por las dolosas apariencias del buen trato que Carmen parecía recibir.
A veces, en sus breves visitas a Rucanto le acompañaba Rita, la buena anciana, siempre ganosa de ver a su santa querida.
Vivía la fiel servidora al lado del médico, ocupando en la casa de Luzmela su puesto de confianza, tantos años acreditado por una constante adhesión al difunto caballero.
En vano intentara Rita continuar al inmediato servicio de Carmen. Doña Rebeca había manifestado a este deseo una ostensible oposición, y la anciana hubo de conformarse con visitar a la niña en todas las ocasiones posibles.
De estas visitas no salía nunca tan satisfecha como Salvador.
En una de las que hizo por aquel tiempo quedóse como nunca mal impresionada, y, de regreso a Luzmela, iba murmurando:
—Está triste la niña….
—Es su seriedad propia, su traje adusto, lo que le da esa apariencia melancólica—respondió el médico.
—No, no; cuando habla parece que va a llorar….
Salvador se quedó pensativo, un poco inquieto.
—Además—añadió la mujer, recelosa—jamás nos la dejan ver sin testigos…; muchos domingos voy a misa a Rucanto por buscar ocasión de hablarla al salir, y siempre a su vera están la hija o la madre guardándola con codicia.
—Está bien que Carmen no vaya sola.
—Bien estará; pero esas mujeres no me van gustando. Se dice que en la casa hay muchos disturbios, que los hijos son para la madre tan malos como lo fué el marido….
Salvador, muy preocupado, hablando consigo mismo, dijo en voz alta:
—Habrá que averiguar si eso es verdad…; muchas veces la gente levanta fantasías calumniosas…; ellos son todos algo inconscientes, psíquicos por herencia…. El mismo don Manuel murió de neurastenia renal y fué siempre exaltado delirante; pero era tan cabal en nobleza y corazón, que su enfermedad no marchitó ninguno de sus bellos sentimientos.
Rita suspiraba.
—El, era otra cosa; nunca la «manía» que todos ellos padecen le dió por reñir ni por dañar…: gozaba en hacer bien, y si en sus tiempos fué enamoradizo y zarandero, pagado lo hubo en buenas obras…. Algo sospechoso andaba de su hermana, que a mí una noche bien me quiso sonsacar los sentires que de ella tenía…; pero ¿cómo iba una a adivinar?… Teníala yo además poco tratada. Siempre la casona de Rucanto fué secreta y aduendada para los lugareños…. Servidores del valle no los quieren; pero los forasteros que les vienen de criados poco duran, y, antes de najarse, algo murmuran en el pueblo.
—Pues es necesario enterarse de la verdad de esas habladurías…. Indaga tú, Rita; yo también he de averiguar algo de lo que nos interesa.
Con aquellos indicios vagos y algunos más seguros que Salvador fué adquiriendo, la incertidumbre se apoderó de su espíritu y sintió una honda inquietud atormentadora.
Tuvo la idea de hacer llegar en secreto una carta a manos de Carmen para recabar de ella una explicación categórica acerca de los misterios tenebrosos de aquella casa.
Después pensó pedir a doña Rebeca, francamente, una entrevista con la muchacha.
Se dirigió a Rucanto lleno de ansiedad.
Parecía que le esperaban o que le habían visto acercarse, porque le recibió con mucha gracia una sirviente, conduciéndole a la sala donde, con grata sorpresa, encontró a Carmen sola.
Estaba bordando.
Una nativa autodidaxia la hacía hábil para toda clase de labores, y su naturaleza pacífica y bien dispuesta se avenía mal con la ociosidad.
Sonrió a Salvador con una encantadora picardía, muy nueva en su semblante.
Él, gozoso de hablarla sin testigos y de verla tan alegre, le acarició las manos, dudando si la besaría.
Le pareció aquella mañana más mujer, más linda que otras veces, y como si estuviera un poco desconocida.
Sin que ella hablase, él la interrogó impaciente:
—¿Estás contenta? Venía hoy a preguntarte, ansioso, si vives a tu gusto aquí, si te tratan bien; quiero saber con certeza si eres dichosa. Cuéntame la vida que haces, porque se dice por ahí que en esta casa hay una zalagarda continua, y a Rita le parece que tú estás triste.
Bajó la niña hacia el bordado sus apacibles ojos oscuros, y un poco turbada murmuró:
—¿Yo triste?
—¿Lo estás en efecto? ¿Tienes algún deseo, algún disgusto? ¿Es cierto que aquí no hay paz ni alegría?…
Carmen, esquivando una respuesta categórica, balbució:
—Ellos riñen mucho; pero a mí eso no me importa…: ¡el padrino quiso que yo viviera con su hermana!…
—Siempre que ella fuese para ti buena como una madre….
La pobre niña tenía toda la voz llena de lágrimas cuando exclamó:
—¡Oh, una madre!… ¡Madre mía!…
Salvador, muy impresionado, volvió a tomar entre las suyas las manos de la muchacha.
—Tú sufres, Carmen; es preciso que me lo cuentes todo…: háblame pronto, antes que nadie venga.
Ella, serenándose, tornó a sonreir con graciosa malicia.
—No vendrán ahora, descuida; me han dado un encargo para ti…; te vieron llegar y me mandaron venir a esperarte….
Curioso, preguntó el médico:
—A ver, ¿qué se les ocurre a esas señoras?
Carmen, mirándole con franca mirada deliciosa, le contó sin más preámbulos:
—Quieren que te cases con Narcisa….
Él soltó una carcajada demasiado expresiva.
La niña, medrosa, le atajó:
—¡Calla, no te rías tan fuerte, hombre!
Pero el médico no podía calmar su hilaridad jocunda.
Ahogando la risa llegó a decir:
—¿De modo que están locas de cierto?
—Sí; locas sí lo están….
—¿O es que quieren burlarse de mí?
—No, eso no; lo dicen en serio; han hablado mucho solas; luego doña Rebeca me ha llamado con suma amabilidad y me ha explicado el asunto, entremetido en muchos refranes…, que «al buen entendedor con pocas palabras basta»…, que «más vale pájaro en mano que….» El pájaro eres tú, ¿sabes?
—¿Sí?… Pues mira, le contestas que «no hay peor sordo que el que no quiere oír»… «que el que mucho abarca poco aprieta»….
Ella le interrumpió con argentina carcajada.
—Yo también tengo muchas ganas de reirme…, mira que casarte tú con
Narcisa…, ¡tendría que ver!…
—¿De modo que gracias a esta embajada puedo, al fin, hablar contigo libremente?
—Sí, ¿me querías hablar?…
—¿No te digo que estaba muy inquieto por ti? Se comenta ahora mucho la guerra de esta casa….
—Déjalos que estén en guerra….
—Pero tú padeces.
—Yo estoy tranquila, Salvador; en todas partes tendría que sufrir.
—¿Y por qué, hija?
Ella volvió a inclinar la frente y, otra vez, eludiendo una explicación, dijo:
—Estos días están muy amables conmigo.
—¿Estos días solamente?…
Carmen no quería responder con franqueza, y salió diciendo:
—¿No sabes que va a venir Fernando?
—¿El marino?
—Sí.
—¿Y a qué viene?
—A pasar una temporada…: ese dicen que es bueno.
—Pero; ¿de verdad son malos los otros?
—¿Malos?… ¡Es que están algo locos!…
—Tú no tienes confianza conmigo, Carmen; eso me entristece….
Ella le miró cariñosa.
—Sí que la tengo…; ¿tú qué puedes hacer?… Ya no tiene remedio….
—¿Como que no?… Yo puedo hacerlo todo; todo, ¿entiendes?… Y lo haré si es preciso; sólo falta que tú me autorices para ello.
—¿Qué harías?
—Llevarte adonde estuvieras a tu gusto…. Para eso estoy en el mundo, para velar por ti.
—¿Para eso?
—¿Y lo dudas? ¿No te lo aseguré el día en que saliste de Luzmela? ¿No sabes que el padrino me lo dejó encargado?…
Aquella evocación alteró la expresión resignada de la niña. Se ensombreció su rostro peregrino y estuvo a punto de romper a llorar.
Logró contenerse con un gran esfuerzo, y entregó su mano temblorosa al joven para protestarle.
—Gracias, gracias….
El, muy conmovido, besó religiosamente aquella linda mano, insistiendo:
—Dime, ¿te quieres ir de esta casa?
—No, no; aquí me quedaré; si fuera necesario te avisaría.
—¿Me lo prometes?
—Prometido.
Se quedaron callados un momento; después Carmen preguntó con sobresalto:
—Y ¿qué diré a doña Rebeca de mi comisión?… La he cumplido muy mal. De antemano sabía que tú ibas a reirte, y he gozado con que juntos nos burlásemos un poco de las dos…. No tiene Narcisa ningún novio, ¿sabes?, y te querían a ti porque eres rico. Me encargó la madre que te lo propusiese como ocurrencia mía…; que te dijese cosas muy buenas de la chica…. Y no te las digo por si acaso las crees y te casas con ella…. Luego estarías bien desesperado…. Además de ser locas son malas; hablan infamias de todo el mundo, de ti también, y del padrino….
—¡Pobre Carmen!… Así no puedes vivir…. Yo arreglaré esto.
Carmen, lanzada involuntariamente al terreno de las confidencias, añadió todavía:
—De Andrés tengo miedo…, y también de Julio….
Salvador estaba consternado; se había puesto de pie con impaciencia, y ella insistió, siempre alarmada:
—¿Y qué le diré a doña Rebeca … de «eso»?…
—¿De qué, hija mía?
—De la boda….
Y todavía la niña se rió, un poco burlona.
—Pues, le dirás que yo no pienso casarme nunca.
—¿Nunca?… ¿Y es de veras?
La miró Salvador, largamente, para decir:
—Hasta que tú te cases.
Ella, enrojecida, no supo qué replicar.
En la casa, sumida en raro silencio, se oyeron entonces pasos y rumores.
Salvador, deseando esquivar en aquel momento la persecución de las señoras, se despidió de Carmen aceleradamente, prometiéndole volver muy pronto y haciéndole prometer que, entretanto, ella le escribiría con reserva, poniéndole al corriente de su situación, sobre la cual era preciso resolver en definitiva.
Era aquél un día de emociones en Rucanto.
Saboreaba las suyas Carmencita, olvidada de todo para pensar en los días felices de Luzmela, evocados por la cariñosa visita de su único amigo.
De pronto cayó sobre su ensueño la voz punzante de doña Rebeca, interrogando:
—¿Se fué ya?
La joven se estremeció y, azorada, repuso:
—Ya….
—¿Y no has llamado a «tu prima»?
Tímida para disculparse, guardó silencio la joven, y doña Rebeca contuvo a duras penas su enojo, deseando explorar el resultado de las gestiones que la encomendó.
—Habla, hija mía; ¿qué te ha dicho el médico?… ¿Le ponderaste a Narcisa?… La pobre Narcisa te quiere mucho; hoy me ha dicho que tienes ya que aliviar el luto y salir con ella a paseo. Vamos, explícate: ¿confesó que le era simpática?… ¡El siempre le echa unos ojos!…
Carmen, obligada a responder, torpe y confusa, dijo sencillamente.
—Me ha dicho que no piensa casarse nunca.
La señora, descompuesta en un instante, bramando de furor, alzó los brazos sarmentosos sobre la cabeza de la niña.
Luego se tiró de los pelos. Uno de sus desahogos favoritos era encresparse la melena blanca, que debiera ser albo nimbo de su ancianidad.
Con la voz temblequeante de despecho, inquirió:
—Y ¿le has ofrecido mi hija?… ¡Mi hija despreciada por ese advenedizo, un hijo de mala madre, ladrón, asesino!…
Carmen cerró los ojos, se tapó los oídos, se encogió en su silla pequeña, toda confundida y horrorizada.
Doña Rebeca seguía avanzando hacia la infeliz; le echaba encima su aliento fatigoso y le escupía en la cara los insultos.
—Te aborrezco, usurpadora, infame; que no puedes ver a mi hija porque es mejor nacida que tú, y más guapa y más rica….
Dió un manotazo furioso encima del bastidor, que rodó por el suelo. La débil madera del telar había gemido rota.
Entonces Carmen se levantó con un instintivo impulso de defensa.
Estaba blanca y tenía en los ojos un extraño fulgor.
Los puso en doña Rebeca con tal expresión de firmeza y desprecio, que la vieja abatió los brazos y la voz para murmurar:
—¿Me desafías?… ¿Te burlas de mí?… Tú eres la santa…, la santa….
Esta palabra mordaz, aplicada pérfidamente, tenía el privilegio de aplacar las rebeliones de Carmen, tan humanas y tan justas.
Humilló la mirada, y cogió del suelo el bastidor.
Estaba pensando: ¡Santa! Todavía no lo soy; me sublevo; me he mofado de ellas con Salvador…, las he acusado…, casi las odio…. ¡Dios mío, hazme buena, hazme santa!…
Doña Rebeca, jadeante, necesitaba descansar; pasó en seguida de lo trágico a lo jocoso; con una extraordinaria facilidad, para decir:
—«No por mucho madrugar amanece más temprano»…. «El que con niños se acuesta….»
Entró en aquel momento la señorita de la casa. Estaba muy retepeinada y garifa, en previsión de que la hubieran llamado para aceptar benignamente los homenajes del médico, pero había oído los gritos de su mamá, y acudía ceñuda y grave al lugar de la catástrofe.
Viendo a Carmen descolorida y confusa, desmelenada y rendida a su madre, adivinó el resultado de sus tentativas, y ya se iba a insolentar, cuando una voz providente dijo en la puerta:
—Señora, un telegrama….
Dió dos saltitos doña Rebeca para apoderarse del papel azul, y Narcisa, olvidada de sus propósitos, giró como una veleta hacia la noticia telegráfica.
Aprovechó Carmen aquel afortunado momento para escaparse. Tenía en el desván un pequeño refugio donde había pasado muchas horas de miedo y de dolor.
Era un cuartito con una tronera alzada sobre el alero del tejado; nadie le habitaba, y ella solía subir allí a ver cómo el sol pasaba por el valle, a mandar un beso a la torre lejana de Luzmela y una oración al alto cementerio, donde su protector dormía ajeno a tanta desventura.
Se oía desde el alto rincón la voz recia del Salia, acordada en eterno cantar glorioso.
Carmen, engolfándose allí en la exaltación de los más altos pensamientos, no desdeñaba la amistad de un ser miserable, que solía esperarla en el solitario lugar y acariciarla humildemente.
Era un gato, que habitaba casi siempre por aquellos andurriales huyendo de la escoba de doña Rebeca.
Tan ruin era y tan feo, que le llamaban Desdicha.
Carmen le llevaba con frecuencia algo de comer, y el pobre animal le pagaba su compasión con artísticos arqueos y amorosos ronquidos.
Muchas veces, contemplando ella los cambiantes policromos de los ojos del gato, pensaba que eran aquellas bestiales pupilas las únicas que en la casona la miraban sin encono; y cuando el maullido blando y lastimoso de Desdicha la llamaba con cariñosas inflexiones de gratitud, le sonreía como a un ser racional y le hablaba dulcemente, respondiendo a sus insinuantes confidencias….
En una de las frecuentes escapatorias al desván, Carmen había descubierto entre inservibles trastos la imagen tallada en madera de un Niño Jesús.
Medía un palmo de altura, estaba desnudo y era una escultura tosca. La carita, atristada y borrosa, tenía unos ojos clementes, de los cuales habían resbalado a las mejillas unas lágrimas de muy dudoso arte.
A Carmencita le dió mucha lástima de aquel inconsolable dolor rodando por el rostro bendito.
Tomó la imagen y la aseó; y a escondidas, con sobresaltos y recelos, le hizo una túnica piadosa con el traje blanco de triste membranza.
El Niño estaba sobre un mundo dorado, encima de una peana rústica.
Buscó la joven un rinconcito donde colocarle, en uno de aquellos muebles rotos, y allí escondido le visitaba todos los días y le contaba en plática muda y tierna sus dolores solitarios.
Aquella mañana fué a verle y le pareció que él también estaba más afligido que nunca.
Después se asomó a contemplar la torre grave y maciza de Luzmela, la torre amiga de su corazón.
Mirándola estaba con sus bellos ojos empañecidos de tristezas, cuando Desdicha la vino a saludar con expresivos arqueos y ronroneos apremiantes. Ella le acarició, prometiéndole un regalo para más tarde, y como algunas lágrimas ardientes cayesen entonces sobra la piel tigresa del animal, volvió éste hacia la niña sus ojos mortecinos llenos de mansedumbre y le dijo algo piadoso en su bárbaro lenguaje; después lamió con delicia las gotas cálidas del llanto y tornó a sus arqueos y a sus ronquidos amistosos.
Carmen se inclinó hacia el pobre Desdicha hasta rozar con sus labios rojeantes la piel hirsuta del animal; luego le colocó blandamente en el alfeizar de la ventana, a la raita del sol, y despidiéndose con pesar de la vista del valle y del cantar del Salia, bajó al piso principal, porque era medio día, y se comía allí a las doce en punto.
El papelito azul decía:
«Llego en el expreso.—Fernando».
Y toda la casa se había revuelto.
La comida no estaba pronta. Había un trajín impaciente de muebles en habitaciones, y cada vez que la madre y la hija se encontraban en medio de tal jaleo, reñían y se increpaban, porque Narcisa, celosa siempre del hermano buen mozo y seductor, opinaba que aquellos eran demasiados preparativos para recibirle, y protestaba con satíricas frases de aquella revolución inusitada.
En esto llegó Andrés. Traía hambre y estaba de muy mal humor.
El retraso de la comida le soliviantó, y al enterarse del motivo de aquellas alteraciones preguntó irritado:
—Y ¿a qué viene ese?
Doña Rebeca le contestó con autoritario tono:
—Viene a casa de su madre; hace seis años que no le veo, tiene tanto derecho como tú a vivir conmigo.
—¿Derecho?… El tiene carrera…; tú le prefieres porque es guapo, le consientes todos sus caprichos y le das dinero….
Descargó un puñetazo sobre la mesa, con toda la reciedumbre de sus puños potentes, y platos y copas saltaron con estruendo y destrozo.
—¡Está borracho!—dijo Narcisa con desprecio.
El se revolvió como una fiera, y le tiró a la cabeza su bastón de cachiporra.
Se dió a gritos doña Rebeca; Narcisa, ilesa, inventó un desmayo, y Julio iluminó con un destello de feroz alegría su vidriosa mirada.
Andrés, creyendo que había herido a su hermana, improvisó un segundo acto melodramático, y aprovechando una iracunda mirada de su madre, fingió querer clavarse en el pecho un inofensivo cuchillo de postre.
La cándida niña de Luzmela, con un espontáneo movimiento de humanidad, corrió a estorbarle el «suicidio», y aquella fué la primera vez que él miró a la muchacha con detención y de cerca.
La encontró muy hermosa; toda su materia se estremeció, y al entregarle el cuchillo sin la menor resistencia le sobó las manos groseramente.
Quedó aplacado el guijarreño mozo por la magia de aquella sorpresa, y como Narcisa creyese prudente recobrarse «del síncope», porque la sopa se estaba enfriando, se hizo la paz en un minuto, Julio dejó de sonreir, y todos se sentaron a la mesa, provista de otros platos y de otras copas.
Comieron de prisa y comieron mucho; allí siempre se comía mucho. Con las bocas llenas de insultos, en discordia, en pelea, los guisos y las botellas se despachaban lindamente….
Doña Rebeca, muy amable con Carmen, la llamó sobrinita varias veces y la instó a repetir de algunos platos.
La niña, incapaz de acostumbrarse a tales mudanzas estupendas, no sabía si temer o alegrarse en aquella ocasión, y sintiéndose al fin contagiada por la extraña tranquilidad general, esperó curiosa la hora del tren expreso, que era la de las cuatro de la tarde.
Creyó doña Rebeca oportuno dar dinero a su hijo Andrés, con más largueza que de costumbre, para que se fuera contento por muchos días; pero él apuñando el pago de la ausencia, no se alejó sin rezongar y sin echar sobre Carmen una mirada licenciosa.
Afortunadamente, la muchacha, distraída por los extraordinarios sucesos de aquel día, no había notado la brutal impresión que estaba causando en Andrés.
A la hora oportuna bajaron las señoras a la estación, y Carmen se quedó sola. Ella nunca salía sino a la huerta o al campo…. ¿Qué iba a hacer en lugares de pública reunión una chiquilla recogida de caridad y siempre enlutada y triste? La niña había llegado a creer que doña Rebeca tenía razón en disponer así de sus florecientes diez y siete años, y no intentaba nunca quebrantar este decreto, martirial y absurdo, que la recluía siempre en grave soledad.
Apenas salieron la madre y la hija, Carmen oyó que Julio aullaba en su dormitorio, y temiendo que saliera a asustarla desde algún rincón con sus ojos crueles, bajó al zaguán y se puso a escuchar el silencio de la tarde.
Sintióse a poco, por el jardín adelante, un rumor de palabras.
Sobre la dura voz de Narcisa y la chillona de su madre, otra, sonora y firme, se alzaba risueña.
Carmen se asomó a mirar.
Allí estaba Fernando, esbelto, seductor, con su cara pálida y fina, su bigote negro, sus ojos endrinos y soñadores.
Tenía despejada la frente, rizo el cabello obscuro, y sensual la boca, sonreidora y correcta.
Entró el viajero en el zaguán, y quedóse la muchacha fascinada, dudando si en efecto sería aquel Fernando Alvarez de la Torre hijo de doña Rebeca.
Pero lo era, porque viéndola él replegada contra el muro, preguntó a su madre:
—¿Esta es la hija del tío Manuel?
Y sin esperar respuesta, la abrazó con efusión, la miró con entusiasmo y declaró al fin:
—¡Es muy bonita…, muy bonita!
Carmen estaba encantada, Narcisa furiosa, y doña Rebeca parecía abstraída en perplejidades y temores, con un aire lánguido de víctima, muy mal avenido con su figurilla inquieta y alocada. Sentía un enfermizo reblandecimiento de amor maternal hacia el marino, y veía avecindarse en torno suyo los iracundos celos de Narcisa.
Esta perspectiva, ¿la entristecía o la alegraba?… Era difícil averiguarlo, porque su aspecto, adolecido, parecía poco sincero. ¿Acaso no estaba ella en su elemento cuando más fuertes se desencadenaban en la casona las tempestades familiares?…
Se habían quedado todos sumidos en un silencio molesto, durante el cual la galante sonrisa de Fernando siguió fija en el turbado rostro de la niña de Luzmela, y entonces la señora instó a su hijo a subir, ponderando con entrecortada voz, muy fingida y lacrimosa, los anhelos que sentía de verle a su lado y recrearse con su presencia.
Tan pronto como ellos desaparecieron, Narcisa empezó a trastear con bruscos ademanes; quitaba y ponía sillas de un lado a otro, empujaba a puntapiés el equipaje de su hermano, y silbaba unas amargas murmuraciones.
—Ya tenemos en casa el viril; ya está aquí el oráculo; se completó la sección de estorbos…. Entre chiquillas de la calle y señoritos guapos vamos a estar divertidos….
Carmen, sin atender a Narcisa, estaba sintiendo todavía cómo la acariciaba dulcemente la sonrisa serena del marino.
En pocas horas cambió Fernando el semblante sombrío de la casa.
Cantó, abrió los balcones con estrépito, y una brisa otoñal, odorante y pura, refrescó las habitaciones lóbregas, cerradas por el desuso mucho tiempo.
No quiso la que le habían preparado, sino otra mayor, con mejores vistas y peores muebles.
La casona, inmensa, tenía amplios aposentos desmantelados y medio ruinosos.
Todas aquellas ventanas carcomidas y gimientes las abrió el marino de par en par, y el sol se tendió perezoso en las estancias, y entraron con él en la casa los rumores soberbios del río y el garganteo melódico de los malvises.
Estaba la mies en derrota; los ganados, libres, sesteaban soñolientos, se refocilaban en bárbaras persecuciones, o pacían en lentas cabezadas los brotes sirueños.
Tintineaban las esquilas en la mansa levedad del ambiente, y todo el valle se hermoseaba con traje de alegría en la paz geórgica de la tarde.
Fernando prodigaba sus admiraciones a los encantos de aquel panorama delicioso, y saciando sus ojos de hermosura, rememoraba los años infantiles, pródigos en aventuras y promesas.
Mientras tanto, doña Rebeca había dejado de reñir a voces; Julio apenas salía de sus escondites, y Andrés no había vuelto a aparecer por la casona.
Narcisa, más convencida que nunca de la importancia de su persona y de la sublimidad de su talento, se engolfaba en lamentaciones augurales, presagiando que el regreso tan festejado del marino había de traer graves perjuicios al esclarecido solar de Rucanto….
Con el reciente trasiego de muebles, Narcisa tomó pretextos para lanzar de su cuarto la camita de Carmen, y la niña, muy contenta, eligió para colocarla un retirado gabinete desalhajado y achacoso, pero con recia llave en la cerradura y ancha ventana abierta al campo, sobre el camino de Luzmela.
Entonces, aprovechando los favorables vientos de paz que reinaban en la casa, se atrevió a bajar del sobrado la abandonada imagen del Niño Jesús. La puso encima de una rinconera adherida al muro espeso del dormitorio, y se complació en su compañía y en su devoción con místicos arrobos.
Parecióle que el vestidito de la imagen estaba un poco sucio y se lo lavó, para volvérselo a poner muy bien alisado y pomposo.
Buscaba todos los días algunas flores que ofrecerle y cada noche, antes de acostarse, le besaba con fervor en las divinas lágrimas.
Una mañana de aquellas estaba peinando la acrespada peluca del Niño con su mano alba y tersa, cuando sintió una inquietud medrosa que le hizo volver la cara.
Por la puerta entornada, los ojos felinos de Julio la perseguían, apostados en la oscuridad como una maldición.
Fernando se complacía en manifestar a Carmen una simpatía franca, llena de atenciones.
Cuidábase poco de su madre y de su hermana, sin preocuparse de merecer su beneplácito.
Desde la primera mirada, vió cómo ellas aborrecían a la niña de Luzmela, y, sin protestar de esta monstruosidad, él se puso a quererla, porque le pareció digna de cariño.
Doña Rebeca tragaba saliva, renegaba de todo lo criado, a media voz, y, quedito, en los pasillos y en los rincones, le decía a Carmen injurias y refranes con perversa impunidad.
Una calma aparente reinaba en la casona, porque Narcisa, sabiendo que le era imposible contrarrestar la influencia que Fernando ejercía en su madre, se contentaba con zaherirlos a los dos a cierta distancia del marino, apagando la voz y mordiendo las desesperaciones de su envidia.
El fracaso de sus tentativas conquistadoras cerca de Salvador la tenía frenética.
Había creído que, por miedo o por conveniencia, Carmen iba a cumplir a satisfacción la extraña embajada; que no era lerda la niña ni le faltaba ingenio para enredar una madeja de amores. Pero no había querido, no, ¡la pícara, la taimada!…
Uno de aquellos días en que tuvo ocasión de echarle a la muchacha en cara lo que ella llamaba su «ingratitud», tantos cargos terribles la hizo y de tales apariencias de indignación adornó su resentimiento, que la niña llegó a creer en la posibilidad de su culpa.
Mostróse muy apurada entonces, y Narcisa, abusando de aquella turbación inocente, derrochó sobre la muchacha las recriminaciones y acudió después a las amenazas.
Carmen, llena de temor, trató de calmarla, insinuando alguna promesa.
—El me dijo—balbució—que no pensaba casarse…; pero creo que lo dijo en broma…; quedó en venir pronto….
La presunta novia apaciguó un tanto sus furores para manifestar:
—No; si a mí por él no me importa un bledo…: tengo pretendientes de sobra. Lo que siento es tu mala voluntad, tu poca complacencia…. Se trataba solamente de conocer sus intenciones…, de saber por qué nos visita tanto…. Por ti no será…: ¡dicen que sois hermanos!…
La niña, recobrándose, contestó al punto:
—Si fuese cierto, por mí vendría….
—O no, que a los hermanos no les da tan fuerte. Ya ves lo que se molestan por mí los míos…, ¡como yo por ellos!…
No oyó Carmen estas últimas palabras, embebida en la ilusión de pensar que Salvador pudiera ser su hermano.
La otra argulló todavía:
—El bien me mira….
Distraída afirmó la muchacha:
—Sí…, él bien te mira….
—Bueno; pues quiero conocer sus propósitos, porque así estamos perdiendo el tiempo, y yo me perjudico.
Aun dijo Carmen, perpleja:
—Tú te perjudicas….
—Pues es preciso que te enteres pronto y bien de su intención…, con disimulo…, y si no, ¡pobre de ti!
La niña, como un eco, repitió mentalmente:
—¡Pobre de mí!
Y sin embargo, Carmen ya no era tan pobre; tenía un amigo influyente en la casona donde antes sólo tuvo un Niño Jesús de madera y un gato feo y ruin.
Con lozana alegría empezaba a florecer su corazón amoroso; y seducida por aquellos primeros favores de la suerte, se sintió tan deseosa de paces y treguas en la batalla de su senda oprimida, que pensó en congraciar con un ardid a la terrible señorita de la casa, escribiendo a Salvador dos renglones que pudieran convertirse en alguna esperanza para la cazadora de novios.
Y ella, tan sin artificios ni dobleces, imaginó en seguida un medio fácil y seguro de hacer llegar su misiva a las manos del médico.
Era un sábado, y doña Rebeca daba algunas limosnas en ese día, por vieja rutina de la casa. Solía la niña repartirlas, y tenía un pobre favorito muy socorrido por ella en sus prósperos días de Luzmela.
Aguardóle, y, con misterio, le dió su papel para Salvador.
En él decía:
«Estoy bien y mucho más contenta; no dejes de venir pronto a vernos y procura estar amable con Narcisa: es un favor que te pido».
Después que el emisario partió, gozoso de servir a su bella protectora, Carmen se quedó arrepentida de inducir a Salvador a una farsa con aquel impremeditado ruego.
Quiso tranquilizarse pensando:—No será más que una medida para que ahora me dejen en paz; él lo hará con gusto cuando yo le explique…. —Pero ¿qué le explicaría?… Carmen enrojeció a solas, y sintió en su corazón un acelerado latido.
Quedóse pensativa….
Entretanto, Andrés se había avistado ya con su hermano.
Llegó el malviviente a la casona un poco menos feroz que otros días.
El y Fernando se saludaron como si la víspera se hubieran visto.
El marino se contentó con decir:
—Estás viejo, hombre….
Andrés le atravesó con sus ojos bizcos, inexpresivos y torpes, y dijo un poco sarcástico:
—Tú estás más joven.
Se volvieron la espalda. Fernando cantaba una barcarola. Andrés buscaba a su madre para pedirle dinero.
En el corredor se tropezó con Carmen; parecía haberse olvidado de ella, y al verla dió un gruñido y trató de hacerla una caricia.
Sobrecogida, no pudo evitar un ligero grito al esquivar su cuerpo inmaculado de las manazas brutales del hombrón.
Salieron doña Rebeca y Narcisa de sus habitaciones, como dos víboras de sus escondrijos, silbando:
—¡Loca!… ¡Si está loca!… ¿Qué escándalo es éste?…
Andrés, detenido en medio del corredor, perseguía a la joven con una mirada estuosa y voraz, y las señoras de la casa, asomadas unas a cada puerta, atisbaban procaces y malignas.
Fernando, desde la entrada del comedor, sonrió sobre aquella escena amarga, sin sorpresa ni indignación aparentes, y le dijo a Carmen, que se le había acercado medrosa:
—Anda, vente conmigo un poco a la huerta….
Se hizo el silencio en torno a aquella voz armoniosa que ejercía un milagroso imperio en la familia, y Carmen, bajo la protección de aquel influjo bienhechor, se apresuró a obedecer.
Salieron a la huerta por la puerta vidriera del pasillo.
La miraba el marino intensamente, con una delicia manifiesta; ella sentía una turbación extraña.
Iban al mismo paso descuidado, por el sendero, y le dijo él:
—No tengas cuidado ninguno mientras esté yo aquí….
Después, de pronto, murmuró:
—¡Qué bonita eres y qué buena!
Ella, toda estremecida, se quedó silenciosa; su corazón aleteaba con unas agitaciones inefables.
Fernando suspiró. Se inclinó para arrancar entre la hierba unas borrajas, ya casi marchitas, y con otra voz distinta, fraternal y confidencial, preguntó:
—¿No tienes más que este vestido, Carmen?
—Este, y otro más viejo….
—Y, ¿cuándo te quitas el luto?
—Cuando «ellas» manden….
El tiró las flores distraído y repuso:
—Le quitarás ahora para todos los Santos….
Entonces la niña le miró maravillada, tan llena de admiración, que él, otra vez con acento ardiente, le volvió a decir:
—¡Qué buena eres… y qué hermosa! Te quiero mucho, Carmencita, ¿me quieres tú algo?
Haciendo esfuerzos por serenarse, balbució ella con timidez encantadora:
—Algo, sí….
—¡Divina…, divina!—murmuró el marino, casi en un soliloquio; y devoraba con delectación el rubor de la muchacha y su emoción profunda….
Cuando volvieron de aquel breve paseo, Andrés se había marchado sin esperar a comer; Narcisa tenía un pliegue enigmático en su frente orgullosa, un poco deprimida, y doña Rebeca parecía que había llorado.
Carmen, embebida en algún pensamiento celestial, sin duda, mostraba una expresión nueva y radiante, y Julio, que la perseguía con ojos interrogadores, no quiso comer sin la sal de las lágrimas con que la niña de Luzmela solía sazonar las familiares viandas.
Estaba Salvador muy asombrado de los renglones de Carmen. Pensó en ir a Rucanto al día siguiente con pretexto de saludar a Fernando, y le parecieron largas las horas hasta que llegase la de ver a su amiga.
Se recibió su visita en la casona con mucho agasajo.
Doña Rebeca hízose toda un puro caramelo, y Narcisa, que tardó en presentarse un buen rato, llegó emperejilada y grave. Era delgadísima y componía mañosamente el desgarbo de sus formas mediante postizos fementidos. Vestía con lujo, y llevaba en la cara vulgar una expresión dura, y muchos polvos de color de rosa.
Fernando y Salvador se abrazaron cordialmente; contaban una misma edad y habían hecho juntos algunas memorables jornadas infantiles.
Cuando entró Narcisa en la sala, Salvador no pudo remediar cierto azoramiento mortificante, que ella interpretó a su antojo.
Llevaba el médico en la solapa una blanca margarita del jardín de
Luzmela.
La señorita de la casa admiró con insinuante ponderación la gracia de la florecilla, y el joven, por no saber qué hacer ni qué decir, se la quitó del ojal, ofreciéndosela.
Fué aquel un momento incomparable para Narcisa; tomó en triunfo la flor, y se la prendió en el pecho, rebosante de gozo….
Fernando convidó al médico a comer, y las señoras asintieron a la invitación con tan buena voluntad, que Salvador no pudo evadirse de aceptarla, aunque estuviese muy disgustado allí. No era experto en artes de coquetería femenil, y los manejos astutos de Narcisa le ponían nervioso.
Además, se hallaba impaciente por que Carmen le revelase el motivo de su extraña súplica, mientras ella parecía completamente olvidada de dar a su amigo esta explicación. Tenía en aquella hora una actitud singular y extraña que acrecentaba su belleza dulcísima. Abstraída y silenciosa, mostrábase ajena a todo lo que no fuera oculto embeleso de su alma.
Salvador la observaba lleno de incertidumbre; y sólo pudo averiguar, al cabo, que de tarde en tarde la muchacha alzaba el vuelo de sus pestañas sedeñas hacia los ojos fulgurantes de Fernando….
Cuando, a media tarde, volvía Salvador en su caballo hacia Luzmela, una pena asordada y mordiente lastimaba su corazón, y la gloria del valle y la canción del río, caían sin encantos en la sombra de su espíritu.
En uno de aquellos días, el marino pasó en la capital algunas horas.
A su regreso colocó sobre la mesa del comedor unos paquetes.
Narcisa corrió a curiosearlos y se complació a la vista de unas elegantes telas de finos colores.
Muy amable, dijo a su hermano:
—Has hecho compras, ¿eh?
Y él, con su galante sonrisa, respondió:
—Sí; unos trajes para Carmencita. Por ahorraros molestias, yo mismo avisé a la modista de Villazón, que vendrá mañana para que la niña elija modelos.
Narcisa se puso verde.
Con las manos estremecidas sobre las telas, estuvo un momento dudando si podría tragar su despecho. Tenía asomadas a los labios desdeñosos unas agrias frases de reproche y ofensa, y, con ellas extendidas por toda su cara descompuesta, salió de la estancia dando un tremendo portazo que alzó en todas las habitaciones un eco penetrante.
Fernando, sin perder su risueña actitud, volvióse hacia Carmen, que estaba inmóvil y pasmada, para decirle:
—¿Te gustan los colores?—y le señalaba las telas desdobladas.
La muchacha no se atrevía a responder ni casi a mirar.
El se le acercó afectuoso y la obligó a levantar la cabeza, rozándole con la mano suavemente la redonda barbilla.
Con acento contenido y amoroso le suplicó, casi al oído:
—¿No te he dicho que mientras yo esté en Rucanto no debes temer nada?
Tenía Carmen cuajados de lágrimas los ojos y era presa de una emoción confusa, entre grata y doliente.
Llena de sinceridad infantil interrogó ansiosa:
—Y ¿estarás aquí mucho?…
Había tal anhelo revelado y temeroso en esta pregunta, que el impávido marino, tan señor de sí mismo y tan risueño, sintió una verdadera emoción de piedad y de ternura.
La estaba mirando a los preciosos ojos ardientes, cuando contestó:
—Estaré… todo el tiempo que tú quieras….
—Entonces, siempre….
—Pues… siempre…. Ya sabes tú que te quiero mucho, ¿verdad?… Eres una santa, niña, una santa muy hermosa.
Ella, con la incomparable sorpresa de aquel lenguaje cálido y ferviente, llena de efusión murmuró:
—Tú eres bueno….
Bajo la influencia de aquel minuto grande y puro de su vida, repuso
Fernando:
—No; no soy bueno…; seré, si tú quieres, «menos malo»…; pero, aunque no soy capaz de nada sublime, tampoco de nada infame.
Y como si quisiera justificar sus palabras, dejó de sugestionar a la niña con su voz conqueridora y con su mirada magnética; la hizo llegarse a mirar los vestidos, y quiso hablar de ellos en conversación amistosa y festiva.
Pero Carmen seguía extasiada ante una revelación luminosa que la poseía toda de extraña y honda felicidad.
Se supo en la casona y aun en los alrededores, que doña Rebeca y su hijo mayor habían tenido una larga y solemne entrevista.
Y aunque parecía imposible que la señora fuese capaz de sostener una conversación seria, sin exaltaciones y mudanzas, sin giros insensatos ni absurdas interpretaciones, ello fué cierto que Fernando la sometió a esta penitencia y que empleó en tal empeño toda la fuerza moral con que dominaba a su madre.
Se supo, también, que, al final de esta memorable confidencia, había sido llamada Narcisa, y que después de escuchar, con mal contenida impaciencia, las admoniciones de su hermano, más autoritarias que suplicantes, salió diciendo, evasivamente y con saña:
—Cásate con ella y te la llevas a navegar; mientras tanto, mamá dispone al fin de su herencia, que ya es hora, y paga lo que debe y salimos a flote…. Eso es lo mejor que podías hacer; ya que tanto te interesa la chica, a la vez que la sacas de penas, nos sacas a todos…. Tú que eres el mayor y el preferido, debes ayudar a tu madre….
Se supo, en fin, que entre otras muchas cosas acordes y sensatas, inusitadas en aquella casa de locos y de suicidas, Fernando dijo con acento honrado:
—Yo no soy capaz de hacerla feliz…; yo no la merezco….
Maravilló mucho que doña Rebeca escuchase el severo sermón de su hijo sin tirarse de los pelos ni recitar siquiera un mal refrán, y que, por remate de cuentas, Carmen estrenase en paz sus lindos trajes y saliese a paseo a la Estación, después de la misa mayor del día de los Santos.
La miraron aquella mañana en el pueblo como a una desconocida; parecía otra.
Llevaba con exquisita gracia su modesto traje de señorita; se había recogido sencillamente los cabellos, cuyos ensortijados aladares daban a sus sienes puras la idealidad de una corona.
Pero lo más sorprendente, lo más admirable de la niña era aquella su incopiable expresión de delicioso ensueño, que encendía en sus labios sonrisas misteriosas y en sus ojos intensas y divinas luces.
Salvador la encontró al salir de la iglesia; iba Carmen con doña Rebeca y el marino.
La señora llevaba un semblante dolorido y amargo como si estuviera bajo el peso de alguna gran desgracia.
Fernando parecía un poco triste; su habitual sonrisa era algo forzada.
Sólo Carmen iba poseída de íntimo gozo lleno de fulgores.
Se quedó Salvador absorto contemplándola, y el dolor causado por ella en el corazón del joven hacía días, se agudizó y le hizo palidecer.
Nada de esto advirtió la muchacha, engolfada en su interno delirio.
Fueron juntos los cuatro hacia la Estación, al paso menudo de doña
Rebeca, que acentuaba su actitud de víctima musitando entre suspiros:
—De fuera vendrá quien de casa nos echará…; unos nacen con estrella….
Fernando y Carmen se adelantaron un poco, enveredados a la par por la mies adelante.
Mostrábase el otoño benigno y dulce, y era la mañana serena y luminosa.
Tenía el ambiente una cristalina diafanidad, una templanza gozosa.
Las praderas, enverdecidas con un pálido color de esmeralda, ofrecían suavidad fonge y amable, y en los hondones del terreno alzaban los arroyos su plácido son.
Los bosques, despojados a medias, daban al paisaje una nota melancólica de marchitez poética, y su mantillo abundoso en amustiadas hojas, ponía un contraste pintoresco sobre el terciopelo verde de las campas.
La hoz trágica, abierta en el horizonte, levantaba sus montañas bravas y oscuras hasta el cielo, vestido de índigo color, terso y puro, sin un solo jirón de nube triste.
Carmen vivía con nuevas y potentes sensaciones toda aquella vida apacible y fecunda del valle.
Derramaba la sorpresa de sus ilusiones en las caricias con que miraba al cielo y al campo, al bosque y a la montaña, para luego recoger de toda aquella belleza más infinitos anhelos de vida imperecedera, de eterna esperanza de felicidad.
Cuando oyó a su lado la voz amorosa de Fernando, aquella voz que sabía tener para ella acentos subyugadores, irresistibles, se ruborizó de dulcísimo placer.
Él no podía apartar los ojos de la joven.
Parecía que, mirándola, luchaba con una tentación dominante, y que, débil y antojadizo, se dejaba vencer de la mágica tentación.
Hablaron en voz baja, con las miradas confundidas y los corazones agitados.
Hacían una pareja encantadora.
Mientras tanto, Salvador, acompañando a doña Rebeca, iba gustando una cruel amargura insoportable.
Carmen no le parecía la misma.
No era su hermanita de Luzmela ni su protegida de Rucanto.
Era ya una mujer, era una novia; y lo era a los ojos de todos, a pleno sol, en plena posesión de todas las sensaciones divinas del amor, entregando su alma a otro hombre sin volverse a mirar si él padecía, si él se quedaba solo en el mundo, abandonado del único objeto de su vida….
Oía el médico, vagamente, el acento lamentoso con que doña Rebeca le iba diciendo:
—Pues sí, allí se quedó, la pobre, trajinando; vino a «misa primera»…; es muy hacendosa, muy formalita…; ahora hay mucho quehacer en casa; ¡con Fernando y la ropa nueva de Carmen!… Porque es lo que yo digo: tú que no puedes….
Cuando llegaron al andén, donde después de misa solía pasear el señorío, Salvador se apresuró a despedirse con el pretexto de tener que visitar algunos enfermos.
Entonces, reparando el marino en la profunda alteración de sus facciones, observó:
—Tú también pareces enfermo….
El médico perdió su aplomo hasta el punto de no saber qué contestar, y la despedida resultó fría y penosa.
Todo el resto de aquel día se pasó en Rucanto en una tesitura violentísima, pero sin una voz levantada, sin un insulto echado a volar.
Aquella calma amenazante parecía el presagio de una borrasca.
Doña Rebeca y Narcisa se eclipsaron en sus habitaciones, después de una comida silenciosa y triste.
Julio no se había levantado de la cama, y Carmen y Fernando todo lo hablaban con los ojos, en mudas contemplaciones, con una ansiedad llena de homenajes.
Uno y otro habían dejado casi intactos los platos en la mesa.
Como iban siendo breves las tardes, apenas dieron en el huerto unos paseos ya cayó la luz, y el paisaje se hizo impreciso y todo se enmudeció en la vega, a no ser la fresca voz del río elevada en gregario constante como un inmenso arrullo encalmado.
Los dos jóvenes entraron entonces en la salita baja y se acercaron a la reja que daba al jardín sobre el vano de la ventana.
Fernando buscó un taburete para sentarse a los pies de la niña, y como si cediera a un impulso contenido y frenético, con una embriaguez de palabras ardorosas, la habló de amarla mucho y amarla siempre.
Ella aturdida, hechizada, se dejó inflamar en aquel fuego divino que ya había prendido en su corazón, y respondió a la querella amorosa con una encantadora reciprocidad de promesas.
Él decía con una vehemencia arrebatadora; ella con una ingenuidad tan blanda y dulce que su voz regalada parecía un suspiro.
Hicieron su novela.
Se casarían, y él la llevaría en su barco por la llanura inmensa del mar bueno, de su amigo el mar.
Sería su viaje de novios como un vuelo sin fatiga por un desierto azul; sería la posesión pacífica y suprema de todos los goces del amor, en un olvido absoluto de la tierra, en una excelsa meditación sin turbaciones, en una vida nueva, sin límites, sin horizontes, inmensamente feliz.
Carmen veía cómo el cielo todo bajaba a su corazón confiado y noble; veía cómo era verdad que había en el mundo amor y ventura.
Fué aquel un idilio intenso, ferviente, vibrante, erigido en una hora de gloria humana, en que todas las ilusiones de Carmen florecieron con divinas rosas….
Una cosa acre, fría, inclemente, rodó encima de aquel himno armonioso.
Era la voz de Narcisa que pedía la cena.
Carmencita, incapaz de bajar de un solo paso desde el cielo rútilo y floreciente hasta el lóbrego comedor de la casona, se deslizó hacia su dormitorio para recogerse un momento y componer su semblante transfigurado.
Iba casi a tientas por salas y pasillos penumbrosos, a los cuales la luna se asomaba un poco por las vidrieras desnudas.
No sabía la joven de cierto si pisaba en el tillo crujiente o en una nube esplendorosa y flotante, o ya en el barco milagroso de Fernando…. Iba alucinada, henchida de felicidad….
Al llegar cerca de su cuarto, sin miedo a nada ni a nadie del mundo, desasida de la tierra, elevada a todas las excelsitudes de la gloria, una sombra siniestra cruzó a su lado; la vió desvanecerse hacia el fondo oscuro del corredor. Con el corazón acelerado, entró en su aposento, y, buscando cerillas en su mesa, encendió una luz.
Miró en seguida a todos lados con zozobra, y encontró a su pobre Niño Jesús, colgado ignominiosamente de un clavo por los escasos cabellos rubios.
Corrió a libertarle de aquella burla sacrílega y vió con desconsuelo que habían tratado de sacarle los ojos.
Los tenía heridos, como si se los hubiesen pinchado con un punzón. En uno de ellos el cristal estaba roto con una incisión que laceraba toda la cándida pupila.
Carmen no sabía qué pensar de aquel ominoso atentado contra la sagrada imagen.
¡Había dado un tropezón tremendo desde su nube o su barco contra la siniestra sombra hundida en el corredor!…
Un minuto más que hubiera ella tardado, y el pobre Santo, indefenso, hubiera perdido sus dos ojitos clementes, llenos de lágrimas.
Irguióse la muchacha, indignada, con el Niño en los brazos, y le besó con ternura compasiva, dispuesta a defenderle y amarle contra todas las sombras perversas de Rucanto.
Cerró su puerta con llave para bajar al comedor, y al entrar en él vió que Julio, a quien ella creía enfermo, estaba allí, espiándola con ojos acerados; y como fulgurase sobre ella una mirada sañuda, semejante a una maldición, acercándosele, serena y valiente, le miró retadora hasta hacerle inclinar la cabeza.
Carmen pasó la noche en vigilia febril.
El sueño de las altas horas le pesaba en los párpados, rendidos; pero acunada por la nave milagrera de su novio y perseguida por la imagen fatídica de Julio, no podía dormir ni sosegar, hasta que, ya alboreciendo, se sumió en un leve descanso lleno de estremecimientos.
Despertóse bien entrada la mañana y le pareció oír lamentos y carreras, como en los días aciagos de aquella casa.
No se inquietó gran cosa, pensando que la presencia benigna del marino encalmaría bien pronto aquella tempestad.
Empezó a vestirse lentamente delante de un espejito tan pequeño que se iba viendo en él «por entregas», y reparando en ello se sonreía.
Estaba llena de sonrisas Carmen aquella mañana…. Una sonrisa para el espejo donde, inclinándose, vió su cara preciosa un poco descolorida; otra sonrisa para la ventana, ya acariciada por el sol pálido de noviembre…; otra, para el cielo; los ojos garzos y acariciadores de la niña subieron hasta él dulcemente al través de los vidrios empañecidos por la helada…. Estaba todo azul; ¿no había de estarlo?… Azul tenue el cielo, dorado desvaído el sol, verde apagado la campiña…; ¡qué bonitos colores tenía la vida aquella mañana!
Y en el firmamento apacible cabalgaba una nubecilla blanca y graciosa que parecía una vela marina hinchada por el viento…; ¿si sería un barco?…
Carmen quedó absorta en una deliciosa meditación. Estaba abrochando los botones del peinador y volvió a mirar hacia el espejito, donde ahora se reflejaban sus dos manos nacarinas ajustando la tela sobre el pecho.
Y en esto llamaron a su puerta.
—Señorita, señorita…, tenga.
Y le dieron una carta.
—¡Cosa más sorprendente!…
La sirviente se quedó allí, mirándola con rara curiosidad, y la joven, asombrada, preguntó:
—¿De quién es?
—Del señorito Fernando; me la dió para usted antes de marcharse.
—Pero, ¿se ha marchado?
—Y bien de madrugada…; tomó el primer tren.
Carmen se apoyó en el borde de su cama deshecha y tibia, y con las bellas manos temblorosas abrió la carta.
Leyó con ojos de sonámbula, desmesurados y turbios.
«Carmencita: Niña santa y hermosa, que me has querido en la hora más grata de mi vida, te digo adiós con mucha prisa y con mucha pena: con prisa porque debo separarme de ti cuanto antes; soy malo y temo hacerte mucho mal…; con pena porque me duele el corazón al dejarte…. Sólo tengo una cosa buena: que me conozco. Esta única virtud la pongo humildemente a tu servicio por encima de mis tentaciones y de mis ansias…. Olvídame: hazte la cuenta de que nuestro barco de novios ha naufragado y tú te salvaste pura y sana, en la playa del olvido…. Si hoy te hago sufrir un poco, perdóname pensando que he tenido lástima de ti y me trato sin compasión al decirte adiós…. Fernando.»
La niña de Luzmela alzó los ojos de la carta y paseó por el cuarto una sonrisa estúpida, que fué a posarse como una mariposa atontada sobre el Niño Jesús lastimado, erguido en su rinconera.
Se quedó Carmen mirándole como si nunca le hubiera visto…; ¡qué feo estaba y qué ajada la ropa! Pero ¿adónde miraba ahora el Niño Jesús?… No se sabía…. ¿Hacia la ventana?… No…. ¿Hacia la puerta?… Sí; hacia la puerta…. ¿A ver?
Carmen volvió la cara y allí estaba todavía la criada, boquiabierta, haciéndose la remolona, con una mano en el picaporte y otra en la cintura, como si esperase algún recado….
La señorita la miró sin dejar de sonreir, con una helada expresión que daba espanto, y la moza dijo:
—Con que se despide don Fernandito, ¿eh?
Entonces, Carmen, estremecida, agitó maquinalmente la mano que tenía inerte sobre la falda, con la carta abierta, y respondió:
—Sí….
La mozena dió dos pasos dentro de la habitación, y confidencialmente relató:
—Estos señoritos son el diablo…. Ya ve, a usted la cortejaba, como quien dice, y lo mismo hacía con Rosa la del Molino.
Carmen movió lentos los labios para decir:
—Rosa….
—Sí; usted «no caerá»…. Como usted apenas sale de casa, no conoce a la mocedad de Rucanto…. Pues es una, aparente ella, pinturosa de la rama y de mucho empaque….
Carmen volvió a decir, como en un delirio:
—¡Rosa!…
Y a tal punto oyéronse más lamentables y distintos unos grites agudos en el fondo de la casa.
La criada salió corriendo por el pasillo adelante y Carmencita volvió a posar los ojos, errantes y nublados, sobre el Niño Dios de madera.
Ya el niño no miraba a la puerta…. ¿Adónde miraría?…
La muchacha, sumida en la insensatez confusa de sus pensamientos, sintió clavársele en el cerebro aquella curiosidad inexplicable, que le dolía como una punzada violenta.
¿Adónde miraba el Niño Jesús?
Con un andar forzoso y mecánico se le acercó lentamente.
El niño no miraba a parte alguna.
Estaba tuerto, estaba herido, estaba triste y despeinado…, con el traje en desorden….
Después de contemplarle un rato en atenta inmovilidad, Carmen se agachó un poco para mirar otra vez su cara en el espejo.
También ella estaba despeinada y triste, con los labios blancos, las ojeras negras, los ojos huraños, el vestido a medio ceñir…. ¡Qué feos estaban el pobre Niño de madera y la pobre niña de carne!…
Y se sonrió otra vez como una idiota.
Por su puerta entreabierta entró en aquel momento un agrio rumor semejante al graznido del cárabo.
Todo el cuerpo de Carmencita tembló, y sin dudar ni un segundo, sin volver la cabeza, despierta a la realidad de los sucesos, en una brusca sacudida de su ser, murmuró:
—Es Julio, que ríe.
Doña Rebeca se rebullía en su cuarto con las crenchas blancas tendidas en enredada madeja, con los brazos secos alzados como las quimas de un árbol marchito que se elevase al cielo pidiendo venganza.
Gesticulaba y maldecía y decía refranes a destajo….
Encima de una silla, con la tapa levantada y el seno vacío, se estaba muy echada para atrás, y muy burlona, una cajita de hierro, cuyo contenido se había llevado tranquilamente el joven Fernando, el hijo predilecto y mimado de la señora. Ella misma le había dado la llave de la caja, diciéndole muy acaramelada y blandamente:
—No quiero hacerte de menos, hijo; tú eres aquí el amo; para eso eres el mayor, un hombre de carrera, tan cabal y buen mozo….
Y el buen mozo tomó para su viaje los fondos de la familia, todos los ahorros de la renta, destinados a pagar deudas apremiantes, y «el quinto» de Julio, y salarios y obligaciones urgentes de la casa.
En las entrañas hueras de la caja dejó Fernando un billete que no era, por cierto, de Banco, y que decía:
«Tengo que marchar inmediatamente, sin tiempo para despedirme, y llevo este dinero porque lo necesito y porque algo he de disfrutar yo de la herencia de tío Manuel….»
Doña Rebeca, ante la insolencia provocativa de aquella arrasada, se desató en improperios contra el hijo guapo de su corazón, y pensando con terror en el desquite que Narcisa se iba a tomar a costa de aquel despojo, entonó la salmodia estupenda de sus refranes:
—Al arca abierta, el justo peca…. Del enemigo, el consejo…. Fíate de la Virgen….
¡Era toda un puro berrinche la señora de Rucanto!
Narcisa, enterada del suceso, tuvo la más despiadada y cruel sonrisa para la boca abierta de la madre y de la caja, y encogiéndose de hombros comenzó a congratularse de haber acertado en sus pronósticos. Y todos sus ademanes y sus dichos eran una jactancia orgullosa de sibila, una mofa hiriente y sangrienta para la desmelenada señora….
Julio no paró mientes en los gritos de las damas ni en la desaparición de la bolsa, sino en la cartita que la criada, guiñando maliciosa, llevó al cuarto de la novia. Aquel acontecimiento había hecho reir a Julio a carcajadas por primera vez en varios años.
Todo se desquició lúgubremente en la casa de Rucanto desde aquel punto y hora.
Ya no hubo un minuto de paz ni siquiera aparente; ya, sin la blanda influencia de Fernando, se volvió a endurecer la vida áspera y zahareña de aquella gente; ya, sin dinero y con trampas y apuros, volvió la estrechez de los días negros a caer implacable sobre el trágico caserón.
Cuando Andrés se enteró por Narcisa de la hazaña de su hermano, dió de puñetazos a los muebles y de patadas a las puertas, y crujieron maderas y cristales, temblaron las habitaciones y rodaron las blasfemias de una estancia en otra con un eco sacrílego y temerario.
Doña Rebeca, tiritando de miedo ante aquel furor, huyó como alma diablesca por los misteriosos escondrijos de la casona.
En el paroxismo de su ira oyó Andrés el nombre de Carmencita.
—¿No sabes?—le decía su hermana, serena en medio de aquella borrasca—: «la dejó plantada».
El bárbaro mozo se calmó de repente, deteniendo el trueno de su voz ante la imagen seductora de la niña.
—¿Dónde está?—preguntó ansioso.
—No sé; ahí, por algún rincón; está muy triste.
—Quiero verla—rugió el monstruo.
Y se puso a buscarla por la casa adelante.
Iba diciendo siempre:
—Quiero verla, ¿dónde está?
Narcisa le contempló con sorpresa primero; después, con gozo; luego, con una crueldad brava y horrible.
Corrió tras él y le dijo con voz opaca, llena de perfidia:
—¿La quieres?… Yo te la buscaré…. Te la doy para ti…, te la regalo….
Y los dos se lanzaron a la caza de Carmencita, oteando febriles como dos canes buscones.
No la encontraban.
Andrés se iba impacientando.
Para animarle, Narcisa le sirvió una incendiaria copa de ron. Luego que la hubo apurado de un trago valiente, dijo Andrés:
—¡Otra!…
Y la terrible señorita se la volvió a llenar.
Todavía Andrés presentó la mano extendida, insistiendo:
—¡Más!
Y todavía la hermana volvió a escanciarle.
Siguieron buscando. El mozo, tremulento, daba tumbos y juraba balbuciente; ella se reía y le iba proponiendo:
—Te casas con ella si quieres…, y si no…, no te casas….
Al atravesar la antesala encontraron a doña Rebeca, toda despavorida y angustiada, apretando convulsa un puño de pesetas.
La contempló Narcisa, ceñuda, como indagando de dónde había sacado «aquello»; pero ella se apresuró a depositar el tesoro en los hondos bolsillos de Andrés, prometiéndole:
—Ya te daré más…, mucho más….
Andrés se olvidó de Carmencita.
Metió su zarpa agresiva en el bolsillo repleto, y haciendo sonar las monedas con demente regocijo, hizo un ademán grosero y ganó la puerta de la calle, meciéndose en balances peligrosos y borbotando desatinos.
Le contempló Narcisa con desprecio olímpico, murmurando:
—Ni para eso me sirve este bruto; pero si no es hoy será otro día….
¿Dónde estaba aquella tarde de infames maquinaciones la niña dulce y buena de los ojos garzos?…
No había encontrado ningún regazo suave donde llorar, ningún amable retiro donde consolarse.
Estaba escondida como un delito, oculta como una pena, en el cuartito del sobrado, recostada con fatiga y desaliento en el quicio de la ventanuca.
El gato, espeluznado, la rondaba mimoso, y ella, lentamente, le pasaba la mano por el lomo.
Ya no estaban los cielos azules, ni los campos verdosos, ni las horas doradas por el sol.
La tarde, cargada de tristezas, subía por el valle con trabajo, luchando con la neblina y con la lluvia. Venteaba, y todos los árboles, deshojados, accionaban con trágicos ademanes, alzando hacia las nubes grises sus brazos desnudos. Gemía la lluvia en incansable lloriqueo y todo era desolación y acabamiento en el paisaje, lo mismo que en el alma inocente de la niña de los ojos garzos.
Nublados de lágrimas, miraban aquellos ojos hacia el pueblo de Luzmela.
Pero Luzmela se había hundido en la espesura sombría de la tarde.
Sólo en algunos momentos, entre la niebla jironada, aparecía austero y lejano el perfil de la torre señorial.
Entonces Carmencita se enjugaba los ojos con presteza y miraba, miraba toda anhelante.
Y aunque ya la niebla se hubiera cerrado tragándose otra vez la silueta grave de la torre, la muchacha veía siempre a Luzmela, haciendo de la graciosa aldea de sus amores una evocación intensa y fervorosa….
Allí, la iglesia, con su maciza planta de basílica, su puerta de arco de medio punto, sus saeteras y su campanario tosco, rematado por una cruz de piedra…; allí, el caserío breve y blanco, humilde y placentero…; allí, el palacio, con su patriarcal solana, su balconaje de hierro y su escudo nobiliario, y adosada al palacio, señoreándole y prestándole aspecto de fortaleza, la torre, sobre cuyos labrados dinteles campeaba la piadosa divisa Credo in unum Deum. La aldea había tomado su nombre del palacio, que, rodeado de fincas rústicas, extendía sus dominios por la pujante ladera hasta el espeso ansar ribereño del Salia. Todo el valle era tributario de la casa noble de Luzmela. El palacio rico y el caserío pobre se confundían en una misma cosa: un cuerpo equilibrado y robusto, regido por el alma piadosa del dueño del solar.
—Allí, en Luzmela, todo era paz y amor—pensaba la niña soñadora—, así como aquí, en Rucanto, todo es odio y venganza.
Y tembló la pobre.
Prestó oído atento…. ¿Reñían?… ¿La llamaban?… No; estaba muda la casona; Carmen podía seguir soñando.
Soñaba con la mirada desvaída y los labios entreabiertos…, estremecida de frío…, con las mejillas húmedas de llanto.
Preguntaba, desorientado, su corazón:
—Pero ¿quién soy yo? ¿Cómo me llamo yo? ¿Qué hago en esta casa?… Padrino, ¿eres tú mi padre?… Y mi madre, ¿quién es?… ¿Es una madre muy triste que anda por el mundo buscándome?… ¿Era acaso una mujer muy blanca, muy bella, que se murió sonriendo?… ¡No sé, no sé quién era mi madre, ni quién mi padre, ni quién yo sea!…
Y de pronto se le iluminó la cara con un fugaz resplandor de alegría, mientras aun su corazoncito soliloquió:
—¡Ah, pero tengo un hermano!… Tengo a Salvador; lo había casi olvidado…. Di, Salvador, ¿eres tú hermano mío?… Yo quiero que lo seas…, yo quiero irme contigo, Salvador….
Y se quedó escuchando, como si su amigo fuese a responder, como si fuese a llegar en aquel momento.
Pensaba en él la niña con una dulce seguranza, con un suave y cordial afecto.
Salvador era para ella el recuerdo vivo de su felicidad huída, la personificación de sus bellos años infantiles. Le veía inclinado con afanoso interés sobre el padrino doliente; le veía alegrando siempre la sala silenciosa del palacio con el repique sonoro de sus espuelas y la jovial resonancia de su risa saludable…; le veía amable y servicial con los pobres del contorno, con los criados de la casa; siempre amoroso y complaciente con ella, la hija del misterio, convertida entonces en reina de un hogar.
Carmencita se exaltaba en la memoración de aquellas horas apacibles de su vida, de las cuales sólo le quedaba aquel testigo: Salvador.
La barba rubia del médico le recordaba a la niña la de los santos que veía en los altares: era una barba riza y suave que estaba pidiendo un nimbo celestial para la cabeza serena y dulce de aquel hombre todo bondad.
Y Carmen, desde la imagen benigna de Salvador lanzaba su pensamiento vertiginosamente a la imagen seductora y pérfida de Fernando, y se estremecía con temblamientos angustiosos. Fernando le parecía un sueño delicioso y doloroso que le mordía el corazón. Abría los ojos despavoridos encima de aquella memoria incitante, y no sabía qué cosa le atraía más a la visión tentadora, si era el gozo de amarla o el quebranto de perderla.
Y cuando lograba sacudir de encima aquella imagen, con un poderoso arranque de su alma y de su cuerpo, volvía a llamar a Salvador en su auxilio; pero, sin acordarse nunca de que él era un hombre propenso al amor, con unos ojos sinceros y acariciadores que la miraban, como interrogándola, como averiguando…. No; ella sólo pensaba…. ¿Salvador, eres tú hermano mío?…
En vano Carmencita hubiera hecho a gritos aquella pregunta desde la tronera de la casona. Salvador no hubiera cruzado el camino al alcance de su voz apesarada.
Salvador estaba muy lejos de la paz gimiente del valle y del cantar ronco del Salia.
Después de aquel memorable día de Todos los Santos en que el médico vió a la niña enamorada de otro hombre, midió varias noches los salones solitarios de Luzmela con sus pasos automáticos y sonoros, y se agitó insomne y nervioso, muchas horas, en el monumental lecho de roble donde don Manuel de la Torre murió sin consuelo.
Y una mañana muy nublada y tormentosa, Salvador llamó a Rita y le dijo:
—Esta tarde salgo de viaje.
Rita, que andaba cavilosa leyendo misteriosos motivos en la pena visible del médico, preguntó alarmada:
—¿Adónde, señorito?
—Voy a París, como otros años.
—Pero siempre iba en primavera…. ¿Con este tiempo ha de salir de casa?… ¿No oye cómo «suena la nube»?… Habrá temporal…. El viento levanta tolvaneras por esos caminos…. ¿Tanta prisa tiene por marchar?…
—Prisa tengo, mujer; no puedo esperar ni un solo día….
Rita, convencida de la decisión del joven interrogó con blandura:
—¿Despidióse de la niña?
Él se volvió a otro lado para responder.
—Ya me despedí.
—¿Y queda contenta?
—Muy contenta…; como nunca….
—¿Está seguro, señorito?
—Segurísimo…. Anda, Rita, prepárame el equipaje…: pon lo que te parezca…; poca cosa, una maleta pequeña.
—¿Va entonces por poco tiempo?
—No lo sé todavía…; ya veré.
Y se encerró en su cuarto, en un paseo incansable, como de fiera enjaulada.
Rita, sintiendo aquellos pasos violentos que desde hacía días retumbaban en los aposentos callados con isócrono rumor de máquina, movía la cabeza y suspiraba, mientras colocaba en una maleta camisas y calcetines y prendas interiores de abrigo.
Por la tarde, ya ensillado el caballo del señorito, próxima la hora del tren que había de tomar fuera del pueblo, rondaba Rita el cuarto del viajero, muy compungida.
Al salir le dió el médico la mano, y le dijo revelando preocupación secreta:
—Si ocurre algo en Rucanto me escribes o me telegrafías, ya te diré adonde.
Se despidieron.
Toda la servidumbre se asomaba al zaguán; los mozos de las cuadras se hacían los encontradizos en la corralada, y Rita, detrás del señorito, se enjugaba los ojos en silencio. Partió Salvador, diciéndoles a todos con la mano un adiós afectuoso; llevaba en el semblante extraña expresión de angustia.
Al siguiente día, el trasatlántico francés San Germán, que zarpaba del puerto de Santander, llevaba sobre cubierta un melancólico pasajero de barba rubia, que desafiando la crudeza de la temperatura y la desapacibilidad de la tarde, parecía embelesado en la contemplación de las aguas y de la costa.
Iba pensando aquel pasajero: ¡Pero qué triste es el mar, Dios mío, y la tierra qué triste es!
Se puso entonces a mirar el cielo, y después de una meditación extática dijo, más con el corazón que con los labios: ¡Y el cielo también es triste!…
Ya de noche, Salvador, que era el pasajero de las contemplaciones doloridas, apoyado en la borda, escuchaba absorto la respiración sollozante del mar. La costa se había borrado en la lejanía y la sombra había caído densa sobre el impetuoso Cantábrico, envolviendo al barco en el espíritu aterido y misterioso de la noche.
Al lado del joven pensativo resonaron unos pasos, que llevaban el compás, gratamente, a una linda barcarola.
Salvador volvió la cabeza hacia aquel lado y aguzó en la oscuridad su mirada.
Vió la talla aventajada de un hombre, y le pareció a su vez que aquel hombre le miraba con atención….
Y tanto se miraron uno a otro, que dos nombres, pronunciados con sorpresa, rodaron sobre la cubierta, entre la monstruosa palpitación del buque, y fueron a extinguirse en el rumor profundo de las olas.
—¡Salvador!
—¡Fernando!
—¿Adónde vas?
—Al Havre…; ¿y tú?
—Exactamente, chico, al Abra de la Gracia, que diríamos los españoles traduciendo…. ¡Pero qué encuentro más original!… Yo te hacía en Luzmela.
—Y yo a ti en Rucanto.
—Mi viaje ha sido imprevisto.
—El mío también.
—Asuntos profesionales, ¿eh?; empeños arduos y piadosos de ciencia y humanidad, ¿no?
—Sí…, cosas de humanidad…; y a ti, ¿qué te trae por estos mares?
—¡Ah!, cosas triviales, sin importancia, amigo. A mí, cualquier viento me hace girar como a una veleta…. Las velas de «este navío» se hinchan con todas las brisas que pasan.
Estaba Fernando tan risueño y gentil como de costumbre, tan dueño de la situación como solía estarlo.
Salvador, en cambio, tenía conmovido todo el cuerpo a impulsos de toda el alma. Barajaba, con loca precipitación, el viaje sorprendente del marino con el enamoramiento de Carmen, y en su espíritu se hacía una noche tan cerrada como aquella que envolvía a los dos mozos sobre la cubierta oscilante del San Germán.
Por un momento tuvo el médico la desatinada idea de suponer que el marino llevaba a la muchacha en su compañía; pasó como un rayo por su imaginación febril la posible realización de un rapto o de una fuga, y, mirando a su rival a un paso de distancia, le preguntó con insensato afán:
—¿Y Carmen?
Esta pregunta, así aislada y ansiosa, podía haber sido una revelación para Fernando; pero no fué sino un motivo de dulce sonrisa, y contestó apacible:
—Pues tan buena, y tan bonita.
Como si Salvador hubiera querido preguntarle únicamente: ¿qué tal dejaste a la novia?
Aguijoneado por la impaciencia, y sin saber ya lo que decía, añadió el médico:
—Habrá sentido mucho tu partida.
El otro, con ínfulas de filósofo, puso otra sonrisa benévola sobre estas palabras:
—¿Mucho?… Las niñas de diez y ocho años nunca «sienten» mucho, por muy románticas que sean….
—¿Es ella romántica?
—Todas las buenas lo son.
Salvador, asombrado, dijo:
—Sí, ¿eh?
—Pues claro, hombre; la bondad de las mujeres es puro romanticismo. Yo conozco mucho el género; las mujeres son mi flaco…: lo tengo en la masa de la sangre, chico; ya ves, mi padre…, mis abuelos…, mi tío….
Salvador callaba mirando a Fernando de hito en hito con ardiente ansiedad.
El marino, con los ojos vagamente perdidos en el misterio del mar, siguió contando:
—Pues sí: es romántica y tentadora la niña de Luzmela…; te confieso que hasta se me pasó por la cabeza casarme con ella, y hasta se lo propuse en una divina hora de debilidad amorosa…. Tuve su alma en mis manos, una almita dulce y santa, llena de atractivos…; fuí romántico yo también, adorando a aquel ángel que vive en mi casa por un crimen de lesa humanidad. La misericordia y la simpatía me fueron metiendo a Carmen en el corazón; luego ella, con una adorable ingenuidad, hizo el resto, y llegué a sentirme apasionado por mi prima…, porque es mi prima, se lo he conocido en lo ardiente de la mirada, ¿sabes?
Salvador dijo que sí con la cabeza.
Y Fernando interrumpió su relato para interrogar:
—¿No estaríamos mejor en el salón de fumar? Aquí hace mucho frío.
—Vamos donde quieras.
Se cogió el marino del brazo del médico, y se hundieron ambos en la breve puertecilla de la cámara.
Dentro del fumador se sentía más intenso trepidante el resuello del buque y quedaba confusa y apagada la voz grave del mar.
Sentados en las blandas almohadillas de un diván, los dos amigos encendieron sus cigarros en silencio, y luego el marino, sin petulancia, con una sinceridad admirable, reanudó su relato:
—Pues Carmencita me quería, chico; ¡vaya una tentación! Pero yo no soy malo del todo, Salvador; yo soy lo mejorcito de la familia, ¿sabes?, y me dije: yo, a esta chiquilla la hago desgraciada si me quedo aquí…; yo pierdo a esta niña, porque en el más honrado de los casos, casándome con ella, la pierdo…: ¡valiente marido haría yo, prendado cada semana de una moza del contorno!… ¿No sabes tú que yo me enamoro todas las semanas?… Pues sí, hijo, no lo puedo remediar…. Ya ves, amando a Carmencita por todo lo alto, me amartelé atrozmente con Rosa la del Molino…. ¿La conoces?
Salvador hizo otro signo de asentimiento.
—Bueno; pues no me negarás que es una mujer con «todas las agravantes», una «super-hembra» con una «arboladura», y un «calado»…; vamos, te digo ¡que la mar y los peces de colores!…
Y Fernando dió una larga chupada a su cigarro, lanzó el humo leve al techo artesonado del saloncito y se quedó mudo y sonriente, como en la grata contemplación de una gaya imagen.
Después de un éxtasis breve y dulce, suspiro y dijo:
—No quise yo meterme en líos, allí a la vera de mi casa; bastantes escándalos hemos dado en el pueblo los señores de aquel solar…. ¡Luego, Carmencita!… Aquel era para mí otro cuidado más fino, otra mira más noble, Salvador…; me asusté al pensar que podía hacerla llorar y sufrir toda la vida, y tuve el valor de renunciar al divino manjar de su cariño. Yo me conozco; muchas veces me he juzgado ya enamorado de veras, y me he equivocado siempre. En materia de amores, parece que pesa sobre mí la maldición del judío. ¡Voy errante a través de las mujeres y en ninguna me puedo detener…! He engañado a muchas, ¡a muchas!…, porque yo tengo partido, ¿sabes?…, yo tengo labia… y hasta parezco listo; hombre, ¿no te da risa?…
¡Vaya si al médico le daba risa….
Siguió su cuento Fernando.
—¿Pero a Carmencita la había yo de engañar?… ¡Vamos, hombre, de eso no es capaz este cura!… Ya te he dicho que yo no soy siempre malo….
¡Qué había de serlo! A Salvador le estaba pareciendo un ángel del paraíso.
El marino se volvió hacia su amigo, para preguntarle alegremente:
—¿Pero no dices nada? ¿Qué te sucede?
—Estoy pensando en todas esas cosas que me cuentas…. Son muy interesantes.
Y para disimular un poco su ensimismamiento, añadió:
—Conque tú, ahora, al Havre….
—Sí, hijo mío, camino de París. Voy a divertirme un poco antes de volver a navegar…. Las francesas…. ¡oh las francesas!… Las puras mieles, Salvador; ya las conoces….
—Sí, ya las conozco—murmuró el médico.
Y dijo, de pronto, Fernando:
—Pero tú no eres de mi cuerda; no te divierten mis aventuras ni te enardecen mis proyectos…. Para ti la mujer es una cliente, un caso patológico…. Ya sé que eres un San Antonio sin tentaciones…. Apuesto a que no has reparado en Rosa la del Molino, ni en la propia Carmencita; y, mira, esa era para ti que ni pintada…; ¿por qué no la pretendes?
Desemblantado y confuso, contestó Salvador:
—No me querría….
—¿Cómo que no? Deja a un lado la modestia, hombre; tú no eres «costal de paja»; un mozo de carrera y de fortuna, de tu reputación y de tu prestigio; ¡pues ahí es nada! Eres digno de ella, Salvador, seríais una primorosa pareja; y luego, chico, sacabas un alma del purgatorio, porque te confieso que la niña de Luzmela lo pasa muy mal con mi gente…, pero muy mal…, como lo oyes. Yo no sé su tutor qué hace, ni acabo de entender ese lío del testamento de su padre; pero creo que alguien tendrá obligación de mirar por esa criatura, y esa obligación no se cumple…. Mira, hay en mi casa para ella hasta el peligro bárbaro de Andrés, ¿sabes?… Andrés la mira con buenos ojos…, es decir, con los malos ojos turnios que tiene y que no delatan ni una sola intención derecha. Luego, mi hermana la tiene una envidia feroz…, y mi madre…, yo no debía hablar mal de mi madre, ¿verdad?, pues sólo te diré de ella que no está en su sano juicio. He hecho por Carmencita cuanto he podido. Mientras estuve allí la defendí contra todos y la proporcioné algunas alegrías…. Ahora tal vez ha llorado un poco por mi causa; no acierto nunca a hacer las cosas con perfección; pero te aseguro, Salvador, que me he portado con ella todo lo mejor que he podido…. ¡como que estoy una barbaridad de contento y orgulloso!… Choca esos cinco, hombre….
Salvador chocó, no «los cinco», sino «los diez», tendiendo las dos manos al marino con muda gratitud.
Había atendido a la última parte de aquella franca confidencia con una inquietante perplejidad, sumiéndose en temores agrios y mordientes, con la conciencia alterada por la zozobra cruel de haber abandonado a Carmen en medio de los peligros siniestros de la casona de Rucanto. Hubiera querido unas alas para tenderlas hacia aquella niña querida que lo era todo para él en el mundo….
Tuvo que hacerse una dura violencia y seguir departiendo con su amigo sobre aquel inesperado viaje de los dos.
Afortunadamente, Fernando hizo el gasto de la conversación, y con su peculiar desenfado fué refiriendo jovialmente todas las fases de su escapatoria, sin omitir aquella de la desahogada caricia hecha por su mano a la cajita de hierro.
Con acento un poco cínico, comentarió, riéndose:
—Está mal hecho…, ya lo sé, ¡qué demonio!; pero yo necesitaba salir de Rucanto a escape, sin despedidas ni explicaciones; me hacía falta dinero, y ya, de coger algo, cogí todo lo que había…; ¡que se arreglen como puedan!… Venía yo de muy mal humor…; sacrificarse duele, hombre; hace mala sangre y pone la vida oscura. Yo pensé: llevando guita abundante, puedo distraerme un poco…; olvidaré sin dolor a la niña de Luzmela y a Rosa la del Molino…; ¿y no es también de justicia que yo pruebe el dinero de tío Manuel?
—Claro que sí—dijo Salvador distraído.
—Pues aquí me tienes, médico, caminito de París…; ¿y tú?
Salvador, vacilante, repuso:
—Probablemente también iré a París; pero por de pronto me detendré en el Havre unos días. ¿Tú vas derecho a la capital?
—A toda prisa, hijo; me interesa poco el gran puerto que los revolucionarios llamaron Havre-Marat….
Ya crecida la noche, se despidieron Salvador y Fernando en el charolado pasadizo de sus camarotes; pero el médico, apenas soportados unos minutos dentro de la minúscula pieza, se aventuró de nuevo por los intrincados corredores de la cámara y ganó la cubierta, presuroso y anhelante, con paso de fantasma, sin alzar ningún ruido bajo la suela de goma de sus zapatos marineros.
Un desasosiego punzante le empujaba a moverse y a levantar sus ojos en callada consulta hacia el cielo.
Estaba toda la luz estelar presa en la extrema cerrazón de la noche, y en vano Salvador trataba de avizorar, con atónita mirada, el secreto sagrado de la altura. Su alma, serena y apacible en las corrientes diarias de la vida, se sentía en aquella hora atribulada con honda ansiedad.
Avaro de vivir para sus esperanzas, suponía que la muerte le acechaba, volando astuta en el seno del abismo, y a cada vuelta estridulante de la hélice se acongojaba pensando cómo la fatalidad le alejaba del rincón de su valle, donde la mujer de sus amores padecía y lloraba, tal vez llamándole, atormentada y perseguida…. Un pesimismo desesperante le hacía escuchar ecos de naufragio y agonía, y prestando atento el oído con demente zozobra, percibía distinta y trépida una voz de desgracia que nacía en el fondo gimiente de las olas y culebreaba entre la madeja de los mástiles, hasta extinguirse como un suspiro en la sombra infinita de la noche….
No sabía de cierto Salvador si era aquélla la voz querellosa y tímida de su amada, o un hálito de misteriosa tragedia que iba a perderse a un desierto playal en las alas negras del viento….
Escuchaba y temblaba, y tenía llenos de lágrimas los ojos interrogadores, donde fulgía una varonil expresión enamorada y ferviente….
Carmencita tendía desolada sus manos en las tinieblas, a tientas en su senda, otra vez nublada por densa nube. Así andando, despavorida entre la sombra, llegó a la parroquia de la aldea, y se arrodilló delante de un confesonario.
Dijo sus dolores al padre cura, y el buen señor, compadecido, le dió unos consejos llenos de santa intención, y le dió, también, un librito de letra diminuta, escrito por un tal Kempis.
Al dársele, díjole el sacerdote con sentenciosa convicción:
—Le abrirás «a bulto» y leerás todos los días los renglones que la Providencia te ponga delante de los ojos…: esa es la fija…; así Dios te adivinará las necesidades diarias de tu vida y te dará paz y consuelo.
Obedeció sumisa la muchacha, y de hinojos, abatida y suspirante, leyó el primer día:
«Muchas veces por falta de espíritu se queja el cuerpo miserable. Ruega, pues, con humildad al Señor que te dé espíritu de contrición y di con el profeta:
«Dame, Señor, a comer el pan de mis lágrimas, y a beber con abundancia el agua de mis lloros….»
Aquella tarde fué Rita a Rucanto, impaciente por ver a su niña y saber si era cierto que estaba tan contenta como el médico había dicho.
Encontró abierta la casa, y a su llamada nadie respondía.
Fué subiendo la escalera lentamente y se deslizó un poco azorada por los pasillos.
Un silencio temeroso le salió al paso, y ya iba a retroceder asustada, cuando oyó unos quejidos lastimeros detrás de una puertecilla.
Eran ayes y juramentos de una voz estridente y amarga.
Empujó Rita la puerta con recelo, cautelosamente, y vió en un cuarto hondo y destartalado una cama estremecida por un cuerpo tremuloso.
Sobre la almohada, de limpieza equívoca, se balanceaba una cabeza parda y amarilleaba un rostro en el cual refulgían las llamas diabólicas de unos ojos…. Aquel enfermo era el que gemía con acento maldiciente y desatinado.
Iba Rita a entornar la puerta, llena de pavor, cuando vió a los pies del lecho alzarse una figura delicada y gentil, que avanzaba hacia ella con los brazos abiertos, y a poco tuvo a Carmen acariciada sobre su corazón viejo y bondadoso.
Salieron las dos por el corredor adelante, y la anciana iba preguntando, atónita:
—Pero, ¿qué tiene Julio?
—No sé—dijo la mansa voz de Carmencita—; ya oyes cómo se queja; está muy malo del cuerpo, sin duda…, y el alma … ya ves cómo la tiene: sólo salen de ella palabras horribles….
—¿Y por qué estás tú con él?
—Porque le tengo compasión…; nadie le quiere ni le cuida….
—¿Y «ellas»?
—Están muy enojadas…; no tienen dinero….
—Me dijeron que el marino se había marchado.
Carmen, con la voz vacilante y el semblante muy blanco, dijo:
—Sí….
—¿Y es cierto que se llevó los cuartos?
—Dicen eso…; yo no lo sé….
Desconocía Rita la página amorosa de Carmen, rápida y casi secreta, y observando con inquietud la turbación de la joven continuó:
—Parece que andaba liado con Rosa la del Molino….
Se quedó callada la niña, mirando con mucha insistencia al ruedo de su vestido.
Habían llegado a su cuarto, y sentadas en las dos únicas sillas del aposento, hablaron de Salvador.
Carmen, que ya tenía noticias de su partida, se maravilló de que no hubiera ido a despedirse de ella.
Entonces se quedó Rita muy asombrada, y descubrió por primera vez una mentira de señorito.
—Aquí hay gato encerrado—pensó, y trató de obtener de la muchacha alguna luz para alumbrar aquel misterio.
Pero ella habló de Salvador con grato afecto, sin revelar ninguna cosa extraña.
Rita hizo girar por el cuarto sus ojos de présbita, curiosos y esforzados, y se condolió:
—Hija, qué habitación tan ruina tienes…; ¿no hay otra mejor para ti?
—Yo escogí ésta; aquí estoy bien.
—No te criaste así, que tenías en tu cama colgaduras de damasco y en tu gabinete sitiales de tisú y mesas con mármoles….
Carmencita tendió por su rostro una sonrisa llena de lágrimas.
La vieja, angustiada, le acarició las manos, y al punto exclamó:
-¡Qué frío tienes!… ¿No llevas bastante abrigo? ¿Estás tú también enferma?
La acogió en su regazo como para darla calor, y comenzó a besarla.
Carmen rompió a llorar con espasmo anhelante.
A Rita le resbalaban por las arrugas de las mejillas unos lagrimones como puños, y, con hipo de sollozos, le decía a la niña:
—Salvador vendrá en seguida; te llevaremos a Luzmela…; no llores, santa mía, no llores, paloma….
Pero Carmen se repuso valerosa, enjugó su llanto con mano firme, alzó la frente y dijo con serenidad:
—¿Para qué ir a Luzmela si aquí también está Dios?… Mira, allí tengo
mi Niño Jesús…; vino una sombra una noche y me lo puso feo; pero es
Dios…; tiene el vestido sucio y el pelo enmarañado…; pero es
Dios….
La anciana sirviente repuso atontecida:
—Niña, Dios no tiene la cara fea ni la ropa sucia…. ¿qué disparates cuentas?
Y, levantándose, fuese a mirar la imagen sostenida en la rinconera.
—¡Ave María!—murmuró—: vaya un santo…; ¡si parece un «enemigo»!…
¿Y qué sombra le puso así?
—La de Julio….
-¡Válgame Cristo! Tú vives entre herejes…. ¿Y cuándo dices que fué eso, hijuca?
—Una noche….
Y la muchacha se quedó muda, obsesa en un pensamiento, llena la cara de una tristeza remota. Tenía cruzadas sobre la falda con indolencia las manos frías y pálidas, y miraba a Rita con expresión apagada, con una sonrisa mustia que causaba dolor.
Contemplándola la buena mujer, sintióse más alarmada y condolida, y corrió a decirle:
—Tú no estas bien aquí…. Tú te vendrás «con nosotros»; es preciso cuidarte y alegrarte. En esta casa no tienes bienestar ni cariño…. Yo creo que hasta padeces frío y hambre y sed….
La niña se levantó a su vez de la silla, fuese a la rinconera donde estaba el santo, y tomó de ella un librito que tenía por registro la hoja seca de una flor. Desplegó aquella página señalada, y, con voz lenta y dulce, leyó a la asombrada mujer:
«Dadme, Señor, a comer el pan de mis lágrimas y a beber con abundancia el agua de mis lloros….»
Después añadió:
—Esta es mi oración de este día…; ¿cómo puedes suponer que yo tenga hambre y sed, puesto que tengo lágrimas abundantes?…
Un poco más tarde volvía Rita hacia Luzmela, sola y acongojada, repitiendo:
—Está poseída…, está poseída ella también, lo mismo que su padre….
¡Dios lo remedie!…
Había pisado Salvador la tierra de Francia con un impetuoso deseo de atravesarla a escape en busca otra vez de la tierra española.
Dejó partir a Fernando solo, porque trataba de ocultarle su repentino regreso, y en el muelle se despidieron con un abrazo cordial.
Iba Fernando a buscar el primer tren que saliera para París; Salvador quedaba esperando que aquel tren partiera para tomar el inmediato en la misma dirección.
Cuando ya los dos amigos se habían separado, el marino se volvió de pronto para decir, jovial y sonriente, con su voz pastosa, suave como el terciopelo:
—Oye: cuando vuelvas al valle, llevas de mi parte «ésto».
Y lanzó al aire dos besos sonoros, en la punta de los dedos, añadiendo:
—Uno, para Rosa la del Molino, y otro, para la niña de Luzmela….
Fulguró el médico sobre Fernando una mirada iracunda, apagada sobre la radiante sonrisa que iluminó toda la figura donjuanesca y marcial del marino….
Y los dos, amistosamente, se dijeron adiós con la mano por última vez.
Salvador paseó unas cuantas calles del gran puerto francés, con aquel paso automático y febril con que había medido en Luzmela las estancias mudas del palacio.
Parado delante de la Bolsa, se puso a contar las cúpulas del edificio con obstinado empeño: una… dos… tres… cuatro… hasta seis; y se alejó, repitiendo mentalmente: seis cúpulas…, seis cúpulas…. Siguió caminando a toda prisa, y en la plaza de Gambetta se encaró con las estatuas de Bernardin de Saint Pierre y de Delavigne, como si les fuese a echar un discurso. Después de una larga contemplación, les volvió la espalda con sumo desdén y se puso a liar un cigarrillo.
En seguida echó a correr a la estación, sin acordarse de que no había comido en muchas horas ni de que sentía en el estómago el agudo malestar del hambre.
Tomó el tren y rodó por Francia como una masa inerte, con todas las sensaciones dormidas bajo el deseo único de tener alas o de suplirlas con una desenfrenada carrera que le llevase, en un vuelo inaudito, a la casa temible de Rucanto.
Pasó como un relámpago por París.
El espectáculo, apenas entrevisto, de la gran capital le dió aquella vez la impresión de una inmensa sonrisa fría y galante; tal vez la sonrisa de Fernando, diciéndole:
—Este beso para la niña de Luzmela….
Atravesó Versalles, la de los jardines de ensueño, cuna de reyes, de amores y de escándalos…. Salvador no estaba muy enterado de estos lances de historia cortesana; conocía vagamente un poco de todo ello, y apenas si aquellas memorias se asomaron un minuto a la niebla de sus pensamientos. Él sabía de cierto únicamente su ciencia de médico y su amor de hombre…, su amor sobre todo.
Estaba seguro de adorar a Carmen con ciega pasión, y no le importaba cómo ni cuándo de un cariño fraternal y suave había brotado aquel hondo y vehemente amor. No hacía tampoco averiguaciones sobre este punto; ¿acaso los males del alma debían analizarse «científicamente», como los males del cuerpo? No; Salvador no trataba de escudriñar aquella sagrada dolencia que atormentaba su espíritu con dulcísimo amargor; dejaba su pasión quieta, clavada en su vida como un dardo de fuego, única y decisiva en su destino. Le bastaba sentirla luminosa en su conciencia, ardiente y pura en su corazón.
Atravesó como en un sueño Chartres, Nort, Burdeos, Bayona…. Empezó a respirar por fin el «aire internacional» de los Pirineos, y se dilató su pecho con un aliento profundo de esperanza.
Llegando a España, recorrió con toda la rapidez posible la tierra que le llevaba a su valle norteño.
Cuando se sintió cobijado por las montañas y los celajes de su país, tuvo a la vez una viva emoción de temor y de alegría. Fuese a rendir su viaje a la estación de Rucanto, y, sin detenerse un punto, se dirigió a la casa de doña Rebeca.
Al hacer sonar el recio aldabón de la portalada se quedó asombrado y trémulo. ¿Qué iba a decir? ¿Por quién preguntaría? ¿Cómo estaba él allí, anhelante y resuelto, rendido de rodar por mares y tierras con desatinado afán?… ¿Con qué derecho llamaba en aquella puerta con aire tan firme y arrogante?…
No tuvo tiempo de más cavilaciones, porque giró ante él la hoja enorme pintada de rojo, bajo el dintel labrado, y la propia Carmencita se apareció a sus ojos, siempre dulce y grave.
Mirándole con despacio, clamó absorta:
—¡Salvador!
Él, mudo, fascinado, le abrió los brazos con tan férvida expresión de ternura, que la muchacha se refugió en ellos ansiosamente, y en ellos se quedó largo rato; ¡un instante para el enamorado galán!…
Bajo los arcos abiertos del portalón se sentaron en un banco de roble algo cojo.
Carmen manifestó la sorpresa que le causaba aquel regreso, tan imprevisto por ella como lo fué la partida de su amigo; le encontraba el semblante desencajado y todo el aspecto de fatiga y ansiedad.
Él miraba con sobresalto la desalentada expresión de la joven, su blancura enfermiza de lirio y el opaco fulgor de sus ojos.
Con voz de secreto le decía:
—Vengo a buscarte.
Contestó Carmen, muy sorprendida:
—¿Cómo a buscarme?
—Sí, acordemos en seguida un medio de que salgas de aquí.
—Pero, ¿por qué, Salvador?
—¿Y todavía me preguntas por qué…? Yo sé que aquí estás muy mal; que sufres mucho…; que corres graves peligros….
—¿Quién te ha dicho eso?
Él, mirándola santamente, como cuando era chiquitina, le respondió:
—Un pajarito…; ¿dijo verdad?…
Y se quedó pensando, ¿no es, acaso, Fernando «un pajarito»?…
Pero ella movía la cabeza y replicaba:
—Algo de mentira dijo…. Además, aquí estoy cumpliendo la voluntad de
Dios.
—La voluntad de Dios es que yo vele por tu seguridad y por tu dicha.
—¿Por mi dicha? interrogó incrédula Carmen.
—Sí, vengo a libertarte de los suplicios que aquí padeces; pero es preciso que tú consientas en ello…; ¿no consientes?
Ella, con lento ademán, sacó del bolsillo su breviario diminuto, y desdoblando la hoja que aquel día estaba señalada por la flor marchita, leyó con voz de rezo, un poco temblorosa:
«El mundo pasa y sus deleites…. Y así el que se aparta de sus amigos y conocidos, consigue que se le acerque Dios y sus santos ángeles…. Gran cosa es estar en obediencia, vivir debajo de un superior, y no tener voluntad propia….»
Plegó Carmen el libro y quedóse muda, mirando a Salvador.
Él, todo alarmado, lleno de sorpresa, preguntó:
—¿Y qué es «eso»?
—Esto es la oración que tengo hoy que rezar; esto es lo que Dios me manda hacer….
—¿Dios te manda estar supeditada toda la vida a doña Rebeca?
—Sí….
¿Y también al bárbaro de Andrés? Carmen, inmutada, dijo:
—A ese no.
—Pues él es aquí el amo….
—Pocas veces está en casa….
—Con una vez sola que venga y quiera «mandar en ti»….
Ella se asió con terror del brazo de su amigo.
—No, por Dios…; no digas eso….
—Es mi deber decírtelo…; ¿quién te dió ese libro?
—El padre cura….
—¿A ver?… Yo también quiero buscar una oración para mí.
Y tomando Salvador el libro, abrióle al azar y leyó:
«Si me oyeres y siguieres mi voz podrás gozar de mucha paz…. Mi paz está entre los humildes y mansos de corazón….»
Doblando el libro, le dijo a la muchacha:
—Ya ves, mi oración es más consoladora que la tuya; tómala para ti y medita si tienes tú en esta casa la paz de Dios, la santa paz que Él vino a traer a los hombres, y si vives entre mansos y humildes de corazón….
Carmen, agitada, combatida, inclinaba la frente, y tenía en los ojos, profundos y tristes, una llama de incertidumbre.
Se sintió arriba crujir el tillado, y un pasito rápido y breve se oyó en la escalera.
Salvador le dijo a la niña con acento de súplica y de mando:
—Te libertaré; vendré por ti muy pronto; espérame y ten ánimos….
Le estrechó las manos con afán, y ella callada y distraída, le presentó la frente.
Puso el médico en aquella carne virginal el ascua de sus labios, y salvó los umbrales de la portalada antes de que doña Rebeca se presentase en el portal….
Rodó un coche dando tumbos por la áspera cambera lindante con la casona, y en las habitaciones de la misma hubo un revuelo de faldas y un atisbo fisgón a la vera de los balcones.
Llamaron en la puerta roja dos golpes secos y vibrantes, tan solemnes, que parecían decir, como en las actuaciones judiciales:
—Abrid, en nombre de la ley….
A doña Rebeca le temblaron los pellejos a falta de otra cosa, y la poca carne con que Narcisa contaba para adorno de su persona se puso toda de gallina, muy áspera y granujienta; Julio se revolvió en la cama hostil quejoso, y la niña de Luzmela se sintió poseída de una vaga inquietud.
Después de carreras, exclamaciones y cabildeos, bajó la criada a abrir la puerta, y subió al punto diciendo:
—Que aquí está el tutor de la señorita Carmen.
La señora de la casa, tan espavecida corno si la hubiesen dicho: «Dése usted presa», contestó con un leve esbozo de sonrisa:
—Que pase…, que pase….
Repicaron pausadamente unas botas por el pasillo, y entró en la sala, sombrero en mano, vestido de negro, con rostro afable, algo impasible, el señor don Rodrigo Calderón, solariego del cercano valle del Nidal.
Con acento muy frío y muy cortés, y lenguaje abierto y conciso, expuso a doña Rebeca el motivo de su visita.
Le habían asegurado que su pupila, la señorita Carmen, estaba muy mal hallada en compañía de la señora, y maltratada por ésta y por sus hijos…, y la señora comprendería que era preciso aclarar aquel asunto cuanto antes y resolver en consecuencia con enérgica resolución.
Doña Rebeca apenas podía interrogar disimulando su despecho y su pánico:
—¿Y quién nos calumnia?… ¿Quién ha dicho?…
—Persona que merece mi confianza; y la señora hará el favor de llamar a su pupila para que diga en concreto la verdad.
Salió doña Rebeca como un cohete, y en cuanto echó a Carmen la vista encima, le echó también los brazos al cuello.
La muchacha, horrorizada, iba a pedir socorro, cuando se sintió halagada y besada con besos húmedos y repugnantes.
La bruja, lagotera y melosa, contaba, lloriqueando:
—Le han dicho a don Rodrigo mal de nosotros, hija mía; defiéndenos tú que eres una santa…, sálvanos de este disgusto tan grande…. Ya ves mi situación…: sin dinero, con un hijo a las puertas de la muerte….
Y besa que te besa, le ponía a Carmencita la cara hecha una compasión, entre gotas de llanto y rezumos de baba.
Limpiándose las mejillas con su pañuelo, fuése la muchacha a la sala, llena de zozobra, detrás de doña Rebeca.
Muy urbano y sereno, don Rodrigo la cometió a un interrogatorio prolijo y grave acerca del trato que recibía y de si convivía gratamente con aquellos señores. Y Carmen, en medio de sus angustias, fué hábil y prudente para mentir poco y disculpar a la gente de la casona, viniendo a declarar, en suma, que era su voluntad seguir viviendo con aquella familia.
Satisfecho el hidalgo, muy correcto y galante, dijo que la señora debía disimular lo desagradable de su visita, pero que era su deber velar por aquella niña y que se congratulaba de que fuesen infundadas las acusaciones que se le habían hecho…. Tal vez un exceso de solicitud…, o alguna mala interpretación, había dado lugar a aquel «incidente», que él lamentaba…. La señora perdonaría….
Y como si tuviera mucha prisa, se despidió y repicó otra vez delicadamente sus botas por el pasillo.
Salió entonces Narcisa de un escondite con su librote debajo del brazo y en la boca un surtidor de insolencias.
Se encaró con su madre para decirle:
—Todo esto es obra del medicucho ese, de acuerdo con la santita…. ¿No te dije que aquella conferencia que tuvieron los dos la otra tarde traería cola?… Todavía vamos a ver aquí una boda entre hermanos…. ¡Qué escandalosos!
La señora, atajándola, interrumpió:
—«Tu prima» se ha portado muy bien en esta ocasión…. No consiento que la faltes.
Y almibarada y ponderativa, tornó a regalar a Carmen con caricias y frases de gratitud.
En seguida salió de la sala, no ya con su paso saltarín de todos los días, sino con una carrera liviana y veloz, una especie de trotecillo fantástico.
Narcisa hizo también mutis, como en las comedias, por una puerta lateral, con su novela en la mano y en la sonrisa ática una despectiva expresión.
Quedóse Carmen sola, sentada en el sofá de terciopelo carmesí, muy fofo y deslucido. Sobre la blancura agria de la cal destacaban en las paredes unas láminas cromadas, con marcos de madera un poco apolillados. En lontananza una consola sostenía sendos fanales colmados de flores de trapo, incoloras y deformes. El tillo sin un solo tapiz, combado y lustroso, daba una impresión de frío y ancianidad, como de espalda inclinada y desnuda en un viejo achacoso. Algunas sillas, compañeras del sofá, se replegaban contra los muros con vergonzosa timidez.
Hundida en su asiento, la niña de Luzmela posaba una mirada átona y errante sobre la tristeza helada del salón enorme, y oyó vagamente alzarse en el silencio sepulcral de la casa un tarareo gangoso seguido de una escala vocal rota y aceda.
Carmen pensó: doña Rebeca canta y corre y se ríe…. ¡Lo mismo que el padrino!…
Y cerró los ojos, cansados de mirar realidades y visiones de tragedia….
Entretanto, Salvador, que esperaba a don Rodrigo a la salida del pueblo, escuchaba con desesperación las terminantes explicaciones del caballero, que, un poco impertinente y sagaz, comentariaba su visita insinuando:
—Acaso usted juzga con animosidad a la señora…, acaso siente usted por la señorita un interés excesivo….
Y siguió el coche su camino, tras una afable despedida del caballero, que volvía a encerrarse en su empinado y estrecho valle del Nidal….
En medio de la senda, bajo la luz lívida del atardecer, Salvador, desorientado, inconsolable, murmuraba:
—Padece ella también la terrible psicastenia hereditaria…; es neurópata, con la monomanía del martirio…; está loca…, loca de remate…. ¿Y no la podré salvar?
Subía enero su cuesta invernal, desbordado en inclemencias, con los vientos desmelenados y las aguas roncas y turbias, borbollantes, fuera de sus cauces rotos… Subía, espantoso y fiero, con una nube torva en la frente y las recias abarcas chocleando sobre los lodazales del camino.
En la casona, enero reinaba exterminador, silbando por las innúmeras rendijas de las ventanas; y en la cocina, enorme y abandonada, entraba por la bocaza bruna de la chimenea y se complacía en apagar el rescoldo mezquino del llar, casi cegado por un montón de helada ceniza.
Ya en aquel fogón descascarado no se guisaba en profundas cacerolas ni se trasteaba en continuo ajetreo. No había más que una sirviente inútil con quien doña Rebeca reñía de la mañana a la noche; escaseaban las viandas, y apenas si unas ascuas rusientes daban allí una idea remota de hogar.
El cuarto de Carmencita era un páramo. Los escasos muebles parecían perdidos a la sombra de las paredes, en una línea confusa como de horizonte. Por los cristales agujereados entraba el soplo gélido de los huracanes, y la colcha rameada de la camita temblaba estremecida por aquellas ráfagas yertas, que adquirían voz de sortilegio y de amenaza.
Algunos lamentos de aquella voz siniestra, llegándose al rincón del Niño Jesús, le henchían la túnica, deshilachada y sin aliño, y le hacían balancearse sobre la rústica peana como en un pánico acunamiento de terremoto. El techo de cal, reblandecido en húmedas manchas, dejaba filtrar al aposento las gotas de la lluvia, recogidas en el suelo sobre algunos cacharros sin nombre ni forma, ollas extrañas y panzudas de centenaria fecha.
Aquel lento gotear de enero dentro del cuarto tenía un son de quejido y de miseria que laceraba el corazón….
Todo era tedio y dolor en la casona.
Doña Rebeca rebuscaba en armarios, bargueños y arcaces algunos papeles escritos y sellados que parecían importarle mucho. Abría legajos, escudriñaba carpetas, y todo lo revolvía y desparramaba fuera de su sitio. Estas maniobras las acompañaba de paseítos menudos, adagios y murmuraciones. A intervalos reñía con la criada, y otras veces se evaporaba, como por arte de duendería.
Narcisa se había llevado a su aposento las alfombras de la sala y un brasero de cobre, donde, con insolente egoísmo, acaparaba toda la leña combusta del hogar para confortarse y satisfacerse. Había hecho provisión abundante de novelas terribles, y leía a la sazón, con tenacidad salvaje, una con santos de colores y un título que decía: La Condesa ensagrentada…. Allí se hacía servir la comida, y, ceñuda y brava, apenas salía de su escondrijo. Un despecho picante y rabioso le mordía el corazón, viendo quebrarse en añicos sus ilusiones de boda con Salvador, y viendo cómo el médico alimentaba, con crecientes demostraciones, el interés que siempre le había inspirado la niña de Luzmela.
Carmen compartía sus horas densas y amargas entre las cavilaciones incoherentes en su cuarto y las calladas esperas a los pies de la cama de Julio.
La primera vez que entró a verle fué una tarde en que el enfermo se estuvo desgañitando en un clamor de angustia: «¡Agua…, agua!», como si tuviera las entrañas adurentes y en el pecho lamentable un volcán enceso.
Todo callaba en torno a la voz implorante, que llegó a hacerse desmayada y balbuciente como la de un niño.
Doña Rebeca y Narcisa se habían sumido en una de sus frecuentes desapariciones, y la criada tampoco aparecía por ninguna parte.
Entonces Carmencita entró tímidamente en el aposento del mozo, llevando en la mano un vaso de agua de piedad.
La miró Julio, pasmado en medio de un quejido, y bajando los ojos, desde los serenos de la niña hasta la limosna refrigerante del agua, bebió ansioso y dejó de quejarse.
Carmen, llena de misericordia, se sentó callandito cerca de la cama, y allí se estuvo con las manos cruzadas sobre el regazo, con una blanda actitud de meditación y de tristeza….
El enfermo, de tarde en tarde, abría los ojos para mirarla sin encono y sin perfidia, como nunca la había mirado; y desde aquel día Carmen le cuidaba dulcemente, y le hablaba algunas breves frases consoladoras. Él, para contestarla, parecía como si hiciese un esfuerzo, tratando de adulcir la amargura de su voz, y ya nunca volvió a aojarla con expresión satánica de maleficio. Cuando le acometían las crisis tremendas de temblores y ayes, Carmen rezaba suavemente, con el bello semblante compungido, y sobre las palabras impías del enfermo tendían sus plegarias un callado vuelo de tórtola, que parecía purificar aquel pesado ambiente de dolor y de terror….
Había caído la niña de Luzmela en una languidez insana y penosa.
Todo su cuerpo apabilado se desmadejaba en trágico abandono. En sus ojos divinos ya no lucían ensueños ni ilusiones, ni en sus labios había sonrisas gloriosas, ni aleteaba en su pensamiento el ave azul de la esperanza.
Se habían apagado todas las luminarias que la diosa juventud encendió triunfante en su corazón enamorado; habían enmudecido para ella todas las promesas del porvenir y se le habían cerrado todos los horizontes de sol, todos los caminos de rosas….
De aquel libro pequeño, que le dió condolido el padre cura, tomaba todos los días unas palabras y trataba de hacerse con ellas una vida humilde, llena de evangélica conformidad; pero aquel esfuerzo la dejaba siempre la boca amarga y el alma trémula, y la voz y los ojos llenos de lágrimas.
Toda estaba envuelta en una melancolía fatal, en una indiferencia morbosa que la iba consumiendo.
Su belleza tomaba un aspecto de ocaso prematuro que inspiraba compasión.
Abandonado el esmero de su persona, inerte, con una atonía enfermiza v dolorosa, parecía una planta afotista sin flores ni galas.
Y en medio de aquella languidez espiritual y de aquella debilidad física, el deseo de ser santa ardía en su corazón con encendimiento tenaz, atormentándole con la punzada hiriente de una idea fija.
Era aquella la única luz que, con parpadeo vacilante, brillaba en su existencia.
Pasó un mes lento y sordo, a media luz, con las nubes a ras de la tierra, y llegó marzo alzando un poco la frente sobre las montañas gigantes que ensombrecían la vega.
Cuando marzo llegó, el enfermo de la casona se estaba muriendo. El médico que le asistía solicitaba «una consulta» con acento augural, y doña Rebeca había llamado a Salvador pensando: éste no me cobra nada….
Entró el señor de Luzmela en el cuarto de Julio, con el alma abierta, un alma que rondaba en infatigable guardia de honor en torno a la niña triste de los ojos garzos. Ella estaba allí, tímida y culpada, ante la mirada elocuente de su amigo. Delante de él se abrían en el corazón de Carmen todas las grietas profundas del dolor, porque aquel corazón atormentado pedía paz y calma y suspiraba por descansar en otro corazón blando y generoso; pero cada día una nueva meditación religiosa traía sobre aquellas ansias su mandato austero y rígido, helado como los soplos invernales que gemían en la casona al través de todas las rendijas de los muros y de las puertas. Y al sentirse empujada al descanso y a la dulzura, Carmen subía su sacrificada voluntad a la excelsitud del propósito encendido en su alma, y sus labios, plegados en muda queja, musitaban:—Quiero ser santa…, quiero serlo.
La miraba Salvador aquella tarde sin reproches ni desvíos, adivinando toda la tormenta ruda y callada de aquel inocente espíritu. Una compasión inmensa le dolía en el corazón y le ponía en los ojos un fulgor ardiente de ternura.
Todo el aspecto de la muchacha era una viva lamentación de pena y de trabajo; el médico veía con espanto que Carmen finaba lentamente, en un profundo descuido de la vida.
Nada se dijeron al verse en el cuarto de Julio; se buscaron los ojos, y ella bajó los suyos, cobarde y sobrecogida.
Después de examinar al enfermo, salieron los dos médicos a conferenciar a la sala; hablaron de «salicidad» y de «patomanía» y se condolieron, con un poco de amargo desdén, del temperamento proclive y relajado de aquella familia…. En el comedor les esperaba doña Rebeca, y entonces Carmen se acercó a Salvador como aguardando algunas palabras amistosas. Pero él sabía que, al hablarla, le iba a temblar mucho la voz, y se quedó callado y contemplativo, rimando, en una mirada codiciosa y compasiva, todo el poema desesperanzado de sus amores.
Ella, por quebrar aquel silencio triste entre los dos, le dijo:
—¿Se muere Julio?
Respondió él únicamente:
—Sí….
—¿Y de qué se muere?
Pensativo y como lastimado por aquel interés de la muchacha hacia el enfermo, Salvador repuso entre dientes:
—De… perversidad.
Carmen bajó hacia el suelo los párpados, cargados con la sombra divina de las pestañas, y murmuró:
—¡Pobre!…
Se quedó luego suspensa, sin alzar los ojos ni la voz, con los brazos caídos. Parecía más alta, y, en la luz muriente de la tarde, daba una nota de emoción dulcísima, una delicada nota de sentimiento pasional….
Doña Rebeca, con mucho aparato de sollozos, se enteraba del próximo fin de su hijo y pensaba con terror en los gastos del entierro.
Ya los médicos se despedían, andando despacito con la señora a lo largo del corredor, cuando Salvador, vuelto hacia Carmen, que se quedaba sola, le dijo:
—No sentirías tanto mi muerte como la de Julio….
—¡Tu muerte!—exclamó ella.
Pero Salvador ya se alejaba, sin aguardar contestación, y Carmen se volvió al lado del moribundo, pensando en su amigo con agitación extraña, con vago arrepentimiento, mientras que doña Rebeca y su hija se oscurecían hacia un rincón, en amarga disputa….
Ya la muerte había llegado a la alcoba de Julio y se había aposentado encima de la cama. Estaba sola con su víctima, y Carmen la saludó muy cortésmente haciéndose sobre las sienes la señal de la cruz.
Aunque la niña no conocía a la vieja de la guadaña, al punto que entró en el aposento «la sintió» y dijo:
—Ya está aquí.
No creyó ella que llegase tan pronto, y pensó, un momento, en avisar a la familia del agonizante; pero en seguida se acogió a la dulce idea de procurar que fuese apacible aquella última hora del infeliz peregrino, y que no le amedrentasen los gritos desatinados de las señoras de la casa.
Quedóse mirando con respeto la figura triste de aquel hombre, detenido por la muerte en la más lozana senda de la vida, y recordó una elocuente oración de su libro que rezaba:
-«¡Oh, día clarísimo de la eternidad que no le oscurece la noche, sino que siempre le alumbra la suma verdad; día siempre alegre, siempre seguro y sin mudanza!… ¡Oh, si ya amaneciese este día y se acabasen todas estas cosas temporales!…»
Carmen se sumergió en la mística contemplación de aquel día y le pareció que se le iba acercando con una amaneciente claridad, espesa y húmeda como vaho de lágrimas. Sintió un dolor lancinante en el corazón y otro en la cabeza, y pensó: ¿también yo tendré, como el padrino, rota una cosa en la frente y otra en el pecho?…
Las escenas lejanas de la muerte del de Luzmela se le aparecieron en una confusión tenebrosa, y se quedó «mirándolas» con los ojos abiertos y parados sobre la vidriera plegada del balcón.
Creyó sentir entonces que una cosa dura golpeaba los cristales con siniestro aleteo…. ¿Si sería la nétigua?
Se acercó a observar, andando de puntillas con infantil sigilo. No era la nétigua.
Sobre las nubes grises ningún ave tendía las alas.
Había una infinita melancolía de desierto en la mansedumbre apacible del atardecer.
Se apagaba el día en una quietud, en una soledad como de tumba sin flores ni plegarias.
El cielo, bajo, inmóvil, deslucido, daba la impresión indecisa de un alma sin anhelos, de un corazón sin latidos.
Y encima de un cristal, un listón desprendido de la cornisa golpeaba lento cuando le estremecía, al pasar, una brisa sin rumores que bajaba de la montaña….
Carmen, suspirando, se sentó en el borde del lecho al lado de «la intrusa», y se puso a rezar por el alma del agonizante.
Ya Julio no se quejaba. Había caído en prolongado estado comatoso, y rígido, yerto, se acercaba al día siempre seguro y sin mudanza de la eternidad.
Moría sin fatiga ni dolor, como en un dulce descanso de aquella enfermedad misteriosa y horrible que había sido toda ella un estertor violento y una fatal agonía. Tenía los ojos entoldados por la nube fatídica del no ser, y la boca seca y dura, abierta en una mueca desgarrante. El delirio espantoso que padeció en los últimos días impidió que se le administrasen los Sacramentos, salvaguardia de las sagradas promesas de salvación. Un sacerdote había llegado aquella tarde con los Santos Oleos, y luego de haber ungido al moribundo, se había marchado entristecido de no poder decirle cosa alguna a la pobre alma viajera.
Sólo Carmen hablaba con la fugitiva en un coloquio de férvida compasión. Le decía, sin voz, en secreto de inefable gracia: ¿Por qué has dado tantos gritos malos, alma de Julio?… ¿Por qué has dicho tantos pecados y tantas palabras feas?… ¿Por qué te has asomado a mirarme con odio, y por qué me has amenazado y me has perseguido?… ¿Por qué, di, maltrataste a mi Niño Jesús aquella noche?…
Todavía iba a preguntar ¿por qué te reiste como un demonio cuando
Fernando me engañó?
Pero sin hacer aquella última interrogación se levantó solícita y atenta, porque había crujido la hoja del jergón bajo el cuerpo trémulo del agonizante.
Carmen, poseída de piedad, comenzó a decirle con su voz hialina, como susurro de arroyo:
—Yo te perdono, Julio; yo tengo mucha lástima de ti…; yo te quiero…; y Dios también te quiere y te perdona…; no te mueras con rencor ni con maldad…; reza…, reza el nombre de Jesús…; ya amanece tu día, Julio….
Tembló otra vez la cama, y dos gotas de turbio cristal rodaron por las mejillas lívidas de Julio. Sus labios de cirio se contrajeron con una postrera desgarradura, y Carmencita, inclinándose sobre aquella despedida suprema, le besó en la frente con una caricia sedosa y pura, llena de celestial encanto….
Cayó en la habitación el manto de la noche sin estrellas ni luna, y el listón desprendido de la cornisa golpeó en el cristal con lento soniquete….
En el palacio de Luzmela anidaban el dolor y la zozobra, en ayuntamiento infeliz.
Salvador, incapaz de contener por más tiempo en su corazón la marejada viva de sus tormentos amorosos, se los había confiado a la anciana Rita, en una buena hora de alivio y descanso, llevado a la intimidad, blandamente, por el afecto y confianza que le inspiraba la excelente mujer, y por el agobio violento de su carga de pesares.
Después de la confidencia, se quedó Rita llena de inquietud y de pena.
Movía la cabeza de arriba a abajo con una expresiva manifestación de
asombro desconsolado, como diciendo:—¡Válgame Dios!… ¡Válgame
Dios!…
Mientras tanto el médico se paseaba, con los brazos cruzados sobre el pecho y los ojos errantes en las pálidas flores de la alfombra….
Tardó Rita en ordenar sus pensamientos, que saltarines y revoltosos, iban de aquí para allá lastimando el cerebro fatigado de la pobre vieja. Hizo un gran esfuerzo para arreglar aquel barullo mortificante de ideas desmandadas, y fué colocando cada cosa en su sitio dentro de su cabeza, con toda la serenidad posible, diciéndose a la vez: «De modo que el señorito quiere a la señorita para casarse con ella; que la niña no le quiere a él y está empeñada en hacerse santa y mártir en la casona, sufriendo a los mismísimos diablos… y que además se muere porque está comalida y allí no tiene tresno ni cosa que lo valga….»
Y, en alta voz, mirando compasiva al abstraído paseante, inquirió:
—Y don Rodrigo, el del Nidal, ¿no tiene poderío para terciar entre usted y la niña y hacerla salir de aquella cueva de lobos?
Rompió su caminata Salvador y se dejó caer, fatigado, en una silla, para responder:
—Ya acudí a don Rodrigo y estuvo en Rucanto; pero Carmen no quiso decir la verdad; ciega en la manía de sufrir, disimuló el martirio que padece en términos de engañar a su tutor; él es algo indiferente, no le gusta mucho molestarse, y se alegró de poder volverse a casa muy tranquilo, sin más diligencias…. ¡Todo el mal está en que Carmen no me quiere!
Y estas últimas palabras temblaron en el silencio del salón saturadas de tristeza.
Anhelaba Rita consolarle…. ¡Le tenía tan en el alma! Cariciosa, le dijo:
—La niña le quiere…; hablóme de usted, poco hace, con mucha ley…; pero para quererle como cortejo tendrá algún reparo…. ¡Como se ha dicho que si usted y ella eran hijos del señor!…
El médico, conmovido por súbita esperanza, con inseguro acento murmuró:
—Pero ella sabe que no somos hermanos….
Y se quedó seducido por la magia de una ilusión confusa, pensando: ¡Si
Carmen me fuera esquiva sólo por ese temor!…
Después, como hablándose a sí mismo, fué diciendo:
—Ese libro que le dió el padre cura la confunde.
—Sí—dijo Rita—; es un libruco pequeño…. ¿Verdad?… También a mí «me le sacó» y me relató en él unas cosas muy apuradas «de comer y beber lloros»…. ¡Válgame Dios!…
—El libro es hermoso…, un magnífico libro, Rita; pero ella está muy débil y enferma para una medicina tan amarga, y toma del libro, cada día, lo que tiene más de cauterio y revulsivo para curar los males en almas fuertes y viriles…. Así se pone peor…, así se está matando….
—¿Pero está picada del pecho, señorito?
—Picada está de locura….
Y Salvador, alzándose de la silla, volvió a cruzar el salón al compás de sus cavilaciones, mientras Rita suspiraba al son de las suyas….
Aprovechó el médico la ocasión de haber sido llamado a la cabecera de Julio para menudear sus visitas a Rucanto, y doña Rebeca le recibía muy amable.
Narcisa, en cambio, le ponía una cara feroz y le zahería con irónicas frases, que alcanzaban con su acritud a la niña de Luzmela.
Pasaba Salvador grandes fatigas en aquellas ocasiones; pero las soportaba con resignación y hasta con alegría, compensado por el incomparable placer de hablar a Carmen y de mirarla.
Había tratado de averiguar si en la casona se tenían noticias de Fernando, temiendo que la voluntad tornadiza del marino le hubiera inducido a volver el pensamiento al punto donde, con rara liberalidad, dejó quietas sus últimas tentaciones de amor. Pero, con gozo, vino a convencerse de que el ambulario mozo se había sumido de nuevo en la aventura de su vida errante, sin dejar en el camino otra huella que la que deja un ave en el espacio con sus alas, o en el mar una onda con sus espumas…. Tampoco de Andrés había en Rucanto más que remotas nuevas en aquella temporada. Se le había visto en el alto puerto de Cumbrales, en montaraz vagancia con los pastores, y luego decían que «se había corrido» hacia Reinosa, con una cuadrilla de gitanos.
Cobró con esto Salvador un asomo de tranquilidad y un respiro en el anhelo con que llegaba a la casona, siempre que a ello se atrevía.
Una de aquellas tardes que fué, encontró sola a Carmencita, y apenas se saludaron, le preguntó Salvador:
—¿Todavía lees aquel libro que te hace desvariar?
Ella dijo, con su voz de melodía triste:
—Todavía….
—Pues yo voy a traerte otro libro santo muy alegre, con tapas azules y letras de oro, si me prometes que leerás en él un poco todos los días.
—Si dices que es santo….
—Ya lo creo; es el Evangelio…, ¡figúrate!
—Tráemele pronto….
—Mañana.
Se quedaron callados, mirándose. Ella tenía un destello de curiosidad en los garzos ojos entristecidos. Él, con los suyos, le estaba diciendo un delirante discurso inflamado y sumiso. De pronto, la niña se le acercó confidencial, con una íntima confianza rota por ella entre los dos, tiempo hacía, y le dijo:
—¿No sabes que la pobre doña Rebeca no tiene ni un céntimo?… Ahora, conmigo, es mucho mejor que antes….
Salvador, precipitadamente, interrogó:
—¿Quieres tú dinero?
Ruborizada, torpe, confesó:
—Quisiera tener un poco para dárselo.
—¿Pero tú no necesitas nada para ti?
—Para mí no.
—Yo veo que te hacen falta muchas cosas, Carmen.
Ella repitió con desaliento:
—Ninguna cosa me hace falta….
Ya Salvador tenía en las manos su cartera, y tomando algunos billetes que contenía, los puso sobre el regazo de la muchacha.
—Yo te daré—le dijo con ardor—todo lo que necesites…, todo lo que quieras…, todo lo que tengo….
Ella, al mirarle, todavía encendida y confusa, le contestó:
—Gracias…; ¡eres tan bueno!…
—¿No sabes que lo mío todo es tuyo?
Se sonrió Carmen preguntando:
—¿Por qué ha de ser eso?
—Porque Dios lo ha querido así…, y si yo tenía algo que era mío únicamente…, ya te lo di hace tiempo; te lo di en absoluto, para siempre, y me he quedado sin nada…. ¡Si tú quisieras!…
—¿Qué?—preguntó la niña.
Y entró Narcisa como un huracán, vociferando:
—Mamá está un poco mala, y yo no puedo estarme aquí llevándoles a ustedes la cesta…. Con que….
Carmen y Salvador se pusieron en pie, sobrecogidos, y los billetes que la muchacha tenía sobre el regazo cayeron desparramados por el suelo.
—¿Qué es eso?—preguntó colérica la de la casona, con el gozo cruel de haber descubierto una intriga tenebrosa.
—Esto es… nada que a usted le importe—contestó el médico, alterado.
Y Carmen, atolondrada, se quedó quieta y muda.
—Esta casa—increpó entonces Narcisa, como un basilisco—no se ha prestado nunca a… porquerías…. Ya está usted aquí de más, señor de Fernández….
Y se acercó a él tratando de cogerle por un brazo.
Hizo Salvador un movimiento de repugnancia como si se le aproximara un reptil, la midió con mirada despreciativa y colérica y salió de la sala muy altivo, sonriéndose, con una audacia nueva en él, tan provocativa, que Narcisa le persiguió diciéndole desvergüenzas, extinguido ya el resto de pudor que hasta aquel día la contuvo en su tentación de insultarle a la cara.
Y Carmen recogiendo del suelo los billetes, fuése a llevárselos a doña
Rebeca, que de cierto parecía que andaba algo malucha.
Abril florecía. Tenían sus auroras nuevas un pálido rosicler de esperanza; gentileaban las margaritas en las praderas, blanqueándolas con remedos de nieve; habían nacido muchas mariposas, y en los nidos recientes las hembras padecían la fiebre dulce y santa de la procreación….
Todo el valle se henchía en gestación potente, y ya el alba de una vida de milagro y de gloria vestía de flores los espinos y les ungía de perfumes…. Espejándose en el valle fecundizado, el corazón de la niña de Luzmela se dilataba también en un inconsciente afán de florecimiento, con barrunto de brotes y bella nostalgia de capullos. Los diez y ocho años de Carmencita pedían lo suyo, aun en el apagado lenguaje de un cuerpo abatido y un alma herida.
Perdido el tino del sendero, cansada v doliente, la muchacha se agarraba ahora a su pedazo de vida negra, con instinto de juventud y de esperanza, como si no tuviera las manos desgarradas de los zarzales del camino…; ¡y era que en la hermosura pródiga de su tierra hasta las zarzas echaban flores!…
No sabía Carmen si quería a Fernando; no sabía tampoco si le olvidaba; sólo supo que la vida la llamaba a gritos desde los campos y desde los bosques, desde las huertas y desde los nidos, desde el cielo irisado en amaneceres risueños y desde los espinos en flor.
Y ella volvía la cara hacia aquel lado donde la primavera nacía cantando amores, y sentía todo su ser congestionado por el hechizo de vivir y por la ilusión de amar….
Cuando se daba cuenta de haberse entregado a estos éxtasis humanos, seducida por las voces sordas de la Naturaleza, un espíritu de religiosa austeridad la hacía estremecerse, y su alma, poseída del afán del martirio y de la santidad, respondía con todas sus escasas fuerzas al reclamo implacable de aquel afán.
Era entonces cuando buscaba enardecida los libros devotos para aplacar en los manantiales de su doctrina la sed y la fatiga del corazón.
En aquel libro de tapas azules y letras de oro que Salvador le enviara en secreto, con una carta insinuante y tierna, había leído Carmen con emoción:
«No traigas yugo con los impíos, porque ¿qué comunicación tiene la justicia con la injusticia? O, ¿qué compañía la luz con las tinieblas? O, ¿qué concordia Cristo con Belial?… ¿Qué parte tiene el fiel con el infiel?… Por tanto, salid de en medio de ellos y apartaos, dice el Señor, y no toquéis lo que es inmundo».
Maravillada de la limpieza y altura de estas máximas del Evangelio, Carmen sentía crecer su repugnancia instintiva hacia la existencia y los seres de la casona, y miraba al cielo puro con un inconfeso anhelo de volar, con un callado presentimiento de las alas ligeras y giros alegres, abstrayéndose con delicia en la contemplación de las mariposas y de las aves suspirando con hastío en su cárcel sombría de Rucanto.
En una de aquellas divinas horas de resurrección de tierras y corazones, Carmen subió a su observatorio del sobrado para mirar a la naciente primavera cara a cara y calentar al sol su alma aterida.
Todo el paisaje, en la calma de la tarde abrileña, cantaba un hosanna de triunfo; y del celaje diáfano, de la vegetación lujuriosa, de las hiendas humeantes y de las glebas en oreo se alzaba en voz sin acentos, valiente y subyugadora, un férvido ¡aleluya! que a la niña de los ojos garzos le apresó el alma. Cautiva la tenía, puesta en una milagrosa sonrisa que había florecido en sus labios, cuando sintió tras de si un jadeo de carne brava y un resuello caliente y brutal.
Sin tiempo para volverse a mirar se encontró prisionera en unos brazos duros y torpes, y el aliento de Andrés, apestando a vino, la encendió la cara.
No supo si fueron los labios del mozo una cosa rusiente que le dolió en el cuello, ni supo de dónde había sacado ella un grito de furiosa rebeldía y una fuerza salvaje para desasirse de aquel abrazo exultante y ansioso.
Andrés, impulsado hacia atrás por las dos manos breves y nerviosas de la niña, dió un traspié no muy gallardo y soltó una palabrota soez.
Ella tocó casi el dintel de la habitación, y en aquel momento las dos hojas de la puertecilla se plegaron rápidas como por infernal conjuro y se corrió un pesado cerrojo, cerrándolas en firme, al son de una implacable risa de mujer….
Había llegado Andrés a la casona aquella mañana, desarrapado y sucio, borracho y rendido de fatiga en los bárbaros azares de sus aventuras. Su hermana le instó a dormir y a descansar sin descubrir su presencia; y espiando a Carmencita, la vió subir al sobrado, y fuése a despertar a la fiera, azuzándola con el nombre de la muchacha y con la promesa de que arriba la hallaría sola y suya…, regalada…, ofrecida…, esperándole….
Le empujó hacia la escalera, poniéndose un dedo en los labios en señal de silencio y prudencia, y Andrés subió en calcetines y en mangas de camisa, como le había sorprendido durmiendo aquella tentación monstruosa….
Al ver el mozo cómo la puerta cerrada le aseguraba la presa, se rehizo sobre sus piernas, no muy fuertes, y avanzó de nuevo hacia Carmen con los brazos extendidos.
La alcanzó; la tuvo ceñida y manoseada brutalmente; la tuvo saturada por su aliento avinagrado, maculada por sus besos voraces y estuosos…. Ya se reía, con una risa sádica y proterva, una risa de victoria y ufanía…. Pero la muchacha se defendía, convulsa y desesperada, con denuedo asombroso y tenaz que centuplicaba sus fuerzas y ponía en sus ojos profundos una lumbre de sagrado furor.
Con la suprema vibración de todos sus nervios, Carmen se desprendió por segunda vez de las garras feroces, y en aquel minuto de libertad providente le puso al mozo las dos manos en el pecho y le dió un empujón con todo el vigor juvenil de su noble sangre sublevada y de sus músculos en tensión.
Andrés, no muy libre de los vapores del vino, cansado y temblequeante, rodó por el suelo, levantando sobre el tillado trépido una nube de polvo.
El golpe recio de la caída retumbó por la casa abajo como el eco sordo de un trueno. El hombrón, pataleando, con la boca llena de blasfemias y los puños crispados, trataba de levantarse, y Carmen medía, con mirada de loca, la altura de la ventana.
Desdicha, el gato errante y hambriento, que había presenciado aquella escena, huía por los aleros ondulantes con un galope de terror; y en un alambre tendido sobre el hueco de la tronera, dos golondrinas, recién llegadas, coqueteaban en un delicioso palique discutiendo sus proyectos de anidar….
Andrés ya se incorporaba rugiente, mascullando amenazas espantosas; y la muchacha, sin dar un grito, con los labios secos y los ojos llenos de llanto, le esperaba inmóvil, apoyando en la ventana sus brazos doloridos, sumida en un desesperado propósito.
Se abrió entonces la puerta, tras un violento coloquio de dos voces agudas y punzantes, y doña Rebeca apareció en el umbral, oportuna y piadosa por primera vez en su vida. Carmen tenía, detrás de sus lágrimas, una desgarradora expresión de extravío.
Se abalanzó hacia la puerta entornada y la traspuso, haciendo vacilar a la señora. En la escalera tropezó a Narcisa y la empujó, dejándola pegada a la pared, con la boca abierta. Atravesó la casa en una desalentada carrera, bajó al corral y a poco la portalada roja se cerraba con estrépito detrás de la niña de Luzmela.
En pleno campo corrió sin tino, huyendo siempre….
En la casona, sobre la cumbre del tejado, Desdicha maullaba con lastimera voz y las dos golondrinas rimaban dulcemente su poema de amor en el vano de la tronera.
Nadie pudo averiguar por qué artes diabólicas fué restituida Carmencita aquella misma noche a poder de doña Rebeca.
La vieron vagar por el campo como enajenada, con los, cabellos destrenzados y flotantes y la ropa abierta en túrdigas.
Un pastorcillo de Luzmela, que tornando las ovejas la tropezó, oyóla suspirar un nombre conocido, como en demanda de amparo, y además la vió tender sus manos en la sombra creciente de la noche y no atinar con ningún sendero y perderse en la soledad silente de la vega.
Al día siguiente, después de rumiar mucho aquel encuentro extraño, el pastorcillo llegóse al palacio de su aldea a tiempo que la tarde caía, y pidiendo hablar al señorito, le disparó este discurso:
—Que ayer vide a la niña de esta casa llorando y sola por las mieses y llamándole a usté…. Y que digo yo que iba muy desmelená y con el hábito rompido….
Salvador, desalado, se aseguró:
—¿Pero era ella, de cierto?
—Era ella, como yo soy Pablo….
—¿Y cómo no has venido a escape?…
Lo cavilé despacio y ahora, en un pronto, me determiné….
Tampoco se supo en qué tiempo inverosímil Salvador ensilló su caballo por sí mismo; y mientras Rita clamaba a todos los santos del cielo y el pastor se quedaba con un palmo de narices, él volaba hacia Rucanto, en velocísima carrera, que levantaba chispazos de lumbre bajo las herraduras del potro.
Llegando a la casona, ató la brida del animal jadeante en el aldabón de la portalada y llamó con mayor solemnidad y brío que lo hiciera en reciente ocasión don Rodrigo el del Nidal.
No tenía Salvador cobardía ni miramientos como aquella otra vez que, a su regreso de Francia, esperó en aquel mismo sitio, sobresaltado por el eco arrogante de su llamada.
A la moza que abrió la puerta le preguntó, áspero y breve:
—¿La señorita Carmen?
—Está en la cama.
—¿Qué tiene?
—Una punta de calentura…. Salióse ayer de casa como una loca, y cuando la encontramos parecía que no estaba en sus cabales…. La acostamos, sin que haya querido desnudarse…. A usted le mienta mucho…. Mañana dice la señora que llamará al médico….
—Mañana, ¿eh?—rugió Salvador.
Pisaba fuerte, estaba fuera de sí, violento y arisco….
Llévame a su cuarto…, ¡pronto!—le dijo a la moza.
Fué la mujer delante, guiando por difíciles encrucijadas, y al llegar a una puerta en un rincón, dijo:
—Aquí es.
Entró el médico sin llamar; estaba el cuarto envuelto en la media luz del atardecer, y él fuése derecho a la cama y, se inclinó sobre el cuerpo inerte de Carmencita.
Parecía que estaba dormida; pero a la blanda voz de su amigo abrió los ojos, y, mirándole con inquieta expresión, balbució:
—¿Eres tú?… ¡Cuánto has tardado!
—Pero ya no me voy sin ti—dijo él, enérgico y amoroso—. Aunque tú no quieras, te llevo ahora mismo.
Parecía que quería clavarla sus palabras en el corazón, mientras la pulsaba con ansiedad devoradora.
Ella dijo, con acento mimoso de niña pequeña:
—Sí, yo quiero que me lleves…. Pero ¿cómo?… No puedo andar….
Estoy muy cansada….
—Tengo abajo al Romero, ¿sabes? Nos lleva a los dos en un vuelo.
—¿En un vuelo?—murmuró Carmen con deleite—. Yo tengo muchas ganas de volar….
Salvador temió que delirase. Tenía un poco de fiebre y estaba muy decaída.
Se oyó un rumorcito en la puerta y avanzaron unos pasos de duende por la estancia.
El médico, sin hacer caso de que entraba doña Rebeca, le dijo a la niña:
—Te bajaré en brazos…. Vamos en seguida…. ¿No tienes un abrigo?
Y paseó una mirada por el cuarto, que tenía un dramático aspecto de pobreza.
Estaban los muebles en desorden y empolvados, las sábanas del lecho amarillentas y mal zurcidas, y sobre la colcha rameada, tumbado como un despojo, el Niño Jesús, calvo y tuerto, lleno de heridas y con la túnica desgarrada.
La propia Carmencita completaba aquel cuadro de punzadora tristeza.
Tenía el vestido hecho pedazos, enmarañado el cabello, las uñas sucias y el semblante demudado y miedoso…. La lucha horrible del día anterior había dejado en sus delicadas muñecas unas manchas carbonadas.
Salvador midió con aquella sola mirada la escena desoladora, y no sólo con pena, sino con ira, con imperio y furor, le dijo a doña Rebeca:
—¡A ver, un abrigo; tenemos mucha prisa!
—Pero ¿adónde van ustedes?—arguyó la vieja, estupefacta.
Carmen se asió a una mano de Salvador, atemorizada, mientras él respondía orgulloso:
—Vamos a la paz y al amor…; vamos a Luzmela….
—¿También Carmen? Eso no puede ser—quiso decir la señora, afilando el grifo de su vocecilla.
Pero el médico no la dejó engallarse, y la interrumpió:
—Carmen también.
—¿Y con qué derecho se la quiere usted llevar?
—La llevo… porque es mía.
—¿Suya?… Pero está enferma….
—Yo la sanaré….
—Eso no puede ser…. Es imposible—repitió.
Salvador la agarró por un brazo y la llevó al otro extremo de la habitación, casi en vilo.
Ella iba chillando:
—¡Ay…, ay…, ay!…
La ordenó él, zarandeándola:
—Cállese usted, doña,… Bruja, y escuche…. Cabe en lo posible que Carmen renuncie la herencia de su padre en favor de usted…, y cabe en lo posible que reclame su legado…. Esto depende de que usted nos deje o no ir en paz…. Y ahora, pronto, un abrigo; no espero ni un minuto más.
Doña Rebeca salió del cuarto como una centella y en seguida volvió con un chal en la mano.
Carmen, incorporada y anhelante, decía:
—Me llevaré mi Niño Jesús….
Pero Salvador la alzó en sus brazos, envuelta en el chal, protestando:
—De aquí no te llevas nada….
Y salió con ella triunfalmente, con la gallardía de un galán de comedia.
En la antesala, una sombra siniestra se dobló, tal vez en reverencia de irónica despedida, tal vez al peso de una maldición secreta.
Y en el patio enlosado y en el corral, abierto a una pálida luna recién nacida, se percibía un rumor cauteloso y tétrico, como de cipresal mecido por un hálito de muerte….
Qué alegre sonó el golpazo postrero de la puerta roja detrás de los dos viajeros!
Carmen, segura en los brazos firmes y cuidadosos de su amigo, se dejaba mecer y regalar como un niño en la cuna.
Había dado un suspiro de profundo alivio, y todo el gozo de la noche azul se le metía en el alma, con halagos de primavera y de ilusión.
Sobre la frente inmaculada de la joven se alzaba como un nimbo el oro de la barba rizosa de Salvador, que parecía hermoso con el victorioso encendimiento de sus ojos zarcos, la sonrisa de noble ufaneza y el bizarro alarde con que amparaba a Carmen junto al corazón. Refrenando el impaciente retorno del Romero, desafiaba al porvenir, alta la frente, y gloriosa la vida, abierto con sumisión el campo a su carrera y abierta con dulzura la noche a su mirada.
La brisa odorante de la campiña corría a la par del Romero. La brisa columpiaba las flores, leda y gentil, muy acariciadora, y el caballo andaluz, fino y esbelto, bebía brisa y aromas, dejándoles al pasar la espuma blanca de su aliento.
Cuchicheaba la vida un secreto rumor de promesas en el misterio delicioso de aquella noche de amor, y acompasada con el ritmo solemne de la Naturaleza, la voz de Salvador, apasionada y feliz, secreteaba al oído de Carmen:
—Ahora siempre vas a estar fuerte y gozosa; ahora vas a ser otra vez la reina de Luzmela… y, además, la reina de mi vida.
Ella se estrechaba suspirante contra el pecho del mozo, y decía:
—Tengo sueño….
Con los labios sobre los cabellos enmarañados de la niña, le iba contando el médico un cuento de hadas.
—Duérmete y sueña, que yo te voy a regalar unas cosas muy bonitas….
Vestidos de seda, cadenas de oro, anillos y pendientes….
Alzó ella la cabeza con un infantil movimiento de curiosidad, y sonrió, murmurando:
—¡Qué precioso!…
—Y tendrás—añadió la voz sugestionadora—una cama dorada, con paños de brocatel…; un tocador vestido de encajes…, ¿quieres?…; unas ánforas de bronce llenas de rosas….
Carmen, levemente, como en el éxtasis de un encantamiento, respondía:
—Sí….
—Y tendrás un Niño Jesús hermoso, con túnica de damasco y corona de plata, dueño del altar elegante de la capilla, sonriente, mirándote con los santos ojos, sanos y dulces…; ¿tú no sabes que Dios es muy hermoso?
—Sí….
—Pues ¿cómo te empeñabas en amarle únicamente en aquel Niño tuerto, calvo y sucio de la casona?
—Me daba lástima….
—Y Dios ¿no inspira más que lástima?
—Yo no sé….
—Dios, alma mía, inspira admiración suma y fervor y entusiasmos y alegrías. Dios hace sonreir…. Dios hace gozar….
—¿Hace gozar?—interrogó la muchacha, con ansiedad de antojo.
—Ya lo creo—afirmaba la voz convicta y enamorada—. Todo lo bello y santo de la vida, Dios nos lo da para disfrutarlo…. ¿No ves la noche, qué encantadora?… Pues es nuestra y de Dios….
Ella paseó los ojos un instante por la paz divina de aquella hora, y otra vez respondió:
—Sí….
—Yo te llevaré—contaba Salvador—a ver muchas cosas admirables que hay en el mundo…. Iremos por la tierra y por el mar curioseando la vida….
—Pero Carmen interrumpió, pronta y asustada:
—Por el mar no….
—¿Le tienes miedo?
Dijo la niña, con timidez humilde:
—Tengo miedo a los barcos….
Y la imagen apuesta de Fernando flotó un segundo, al claror de la luna, delante de los viajeros, sonreidora y liviana, como una tentación.
Pero el médico, transformado ya en un hombre impetuoso y triunfador, aseguró, audaz:
—Tú ya no tendrás miedo a nada…; tú serás mi mujercita…, mi gloria, y ya nadie jamás podrá dañarte, ni perseguirte, ni hacerte llorar…; ¿no sabes que vamos a la paz y a la dicha?…; ¿no sabes que vamos a Luzmela?
Carmen, toda estremecida, toda confusa por un vago tropel de pensamientos y sensaciones, se desciñó un poco de los brazos que la mecían, y mirando a Salvador con hondo afán, le preguntó:
—Dime: ¿quién era mi padre?
Él detuvo un minuto la respuesta y luego dijo, con acento cálido y seguro:
—El amor.
La niña, incrédula, pero fascinada, sonreía.
—¿Y mi madre?
—El amor.
Tornó ella a sonreir, sacudiendo sobre su frente las crenchas rebeldes del cabello; después, muy ansiosa, volvió a preguntar:
—Y tú…, ¿quién eres?
Otra vez dijo la voz, convencida:
—El amor.
Y el amor fué a buscar, sediento, un beso en los labios preguntones de la muchacha.
Pero ella le detuvo con un breve gesto de mujer, lleno de gracia, ordenándole:
—Espera….
Y en seguida, como si ya no quisiera más palique ni tuviera más ansiedades, se volvió a recostar con abandono inocente en los brazos amigos, musitando:
—Tengo sueño….
Salvador, acogiéndola como cuando era chiquita, todavía quiso averiguar:
—Y ¿qué espero, di, Carmencita?
—Espera que yo descanse…. Espera que amanezca y que salga el sol….
En la temperie blanda de la noche resbalaron estas palabras pías, con inflexiones armoniosas de romance, y la mansa brisa que corría a la par del Romero fué llevando el eco de la voz romancesca por los confines serenos del paisaje.
Entonces, en la adumbración del bosque señero y en el cantar ululante del Salia, la resonancia maravillosa de aquella voz repitió, intensa y vibrante:
—¡Espera!…
Y los rizos murmurantes de las hojas nuevas, y las resplandecías apacibles del cielo, y el olor generoso de la tierra, y toda la respiración misteriosa y profunda de la vida, repitieron en un solo acento, penetrante y firme:
—¡Espera!…
Ya la torre de Luzmela, un poco desalmenada, seria y noble, se recostaba en el azul sin mancha del celaje.
Un gallo trasnochador lanzó su canto estridente fuera de las tapias enzarzadas de su corral.
El potro andaluz, instigado por la querencia de la cuadra, dejó deshacerse en el viento, con un bravo resoplido, el último copo blanco de espuma.
Carmen descansaba en regalada quietud, tal vez soñando con el Dios bienhechor y piadoso de las almas buenas, y Salvador, inflamado de anhelos, saboreaba la inmensa felicidad de luchar y de sufrir con la esperanza en los brazos.
Cuando Rita recibió a la puerta del palacio el maltratado cuerpo de su niña, tomóle bajo su cuidado como un sagrado depósito y le hizo reposar entre lienzos albos y finos, orlados de puntillas, en la cama dorada, bajo la colcha joyante y rica….
Mimada y socorrida, hermoseada por la limpieza y el esmero, con el cabello alisado sobre las sienes y el alma aquietada, la niña de Luzmela cerró los ojos en la placidez de un sueño leve, incompleto, que no la desligaba de la realidad y la permitía memorar los suplicios de sus cinco años de esclavitud al través de la sonrisa de su libertad.
En el dulce sopor de aquellas horas, cobijada por la piedad y el amor, Carmen sentía una secreta voluptuosidad en remover las imágenes espantosas de la casa de Rucanto y hacerlas desfilar en su memoria como una procesión negra, maldita y condenada.
Con su breve mano de niña levantaba el velo de compasión que había echado siempre su bondad sobre aquella familia enloquecida y bárbara, y se iban presentando en la escena de sus dolores la hermana y los sobrinos de don Manuel en traza alegórica, en caricatura de miedo y de risa.
Doña Rebeca iba delante, montada en una escoba; llevaba a medio cubrir las piernas, secas y nudosas como leños, y en los pies unas alpargatas cenicientas.
La melena blanca, corta y, desigual, agitábase erizada, sacudida por el viento; lucía un corpiño de color de ala de mosca, prendido con alfileres, y en la falda, mezquina y desgarrada, un landre voluminoso lleno de llaves de alacenas, cofres y arcas…. Iba cantando, en voz de falsete, plañídera y, tenaz, una extraña canción hecha con refranes y majaderías.
Marchaba detrás Narcisa, muy tiesa, con la cara verde y el traje amarillo; llevaba en el pecho una margarita blanca muy marchita. Le habían puesto en los labios un candado cruel y tenía en los codos dos bocas horribles, abiertas por sangrienta desgarradura de la carne en una explosión de sapos y culebras.
Detrás de Narcisa se arrastraba Andrés «a cuatro patas», sobre un charco de vino hediondo, luchando por levantarse, en un pataleo intercalado de blasfemias y amenazas.
Después llegaba Julio, amortajado, andando sin pasos ni ruidos, como un ánima en pena; abría desmesuradamente los ojos, con expresión satánica, y lanzaba unas desatinadas imploraciones.
Pasaron todos y se fueron alejando en una sombra espesa y flotante, húmeda y fatal, como nube preñada de tormenta, mientras Carmencita, desde la blandura suave de su lecho, sonreía con una sutilísima sensación de placer.
Cuando la procesión temerosa había desaparecido, se presentó en remota lejanía la silueta gentil de Fernando; llevaba en la mano un ramillete de borrajas y una gorra de marino sobre el endrino pelo rizoso.
A Carmen se le aceleró entonces el corazón con un latido ardiente, y la imagen de Fernando se inclinó, muy galante y zarandera, para ofrecer el ramo de flores a una moza que pasaba. Carmen no la conoció…; ¿quién sería?… Le pareció que le estaban diciendo al oído, con oficiosidad maliciosa:—Sí…; es Rosa, la del molino; una de mucho empaque…, pinturosa de la rama….
La niña de Luzmela volvió la cabeza hacia otro lado, muy despreciativa, con un desdeñoso gesto de mujer de calidad…. Se había encalmado ya su corazón en un compás armonioso y grato.
Abrió los ojos, sus divinos ojos obscuros, encendidos otra vez con un sano fulgor de alegría, y vió cómo la luna, al través de los vidrios descubiertos, ponía a los pies de su cama una pálida alfombra de luz que iluminaba tímidamente toda la habitación.
Con aquel rútilo gozo de la noche alumbró la muchacha la memoria de los serenos días que disfrutó en aquella noble casa, hasta la infausta hora de la muerte del hidalgo.
Siempre que el recuerdo de aquella muerte le acudía, sentía en torno suyo el sordo rumor de unas alas hostiles y el graznido agorero de un ave siniestra.
Un fatalismo implacable la sacudió obligándola a incorporarse, trémula, bajo aquel susto misterioso, huyendo del vuelo torpe y del canto augural.
Vió entonces a Salvador, vigilante y desvelado, contemplándola con insaciables arrobos, con infinita y atenta solicitud.
Ella, sin sorpresa, segura de que allí la estaba acompañando el constante amigo de su alma, le preguntó, con voz lagrimeante de niña miedosa:
—¿Todavía vuela por aquí la nétigua?
Salvador ignoraba que Carmen unía siempre a la idea de la muerte la aparición del ave fatídica; pero al notar el entristecimiento de su semblante, adivinador y cuidadoso, le dijo, como quien cuenta una infantil conseja:
—Ya no volverá la nétigua nunca a volar sobre tu jardín. Yo la maté, ¿no sabes?, con mi escopeta cazadora, desde el balcón de mi cuarto. Cayó, sin vida, encima de un rosal, v me costó encontrarla, porque las flores que ella lastimó al caer la cubrieron de hojas….
—¿Toda la cubrieron?
—Toda; y así, cubierta de rosas, la hice enterrar…. ¡Ya no hay nétigua!…
Carmen, con voz de maravilla, repitió como un eco:
—¡Ya no hay nétigua!
Y, con la cara radiante, posó otra vez en la almohada su cabeza peregrina.
Salvador la pulsó, acariciándola como a un ángel o como a un niño, blanda y dulcemente. La fiebrecilla que, al atardecer, la enardecía, había remitido en el bienhechor reposo de aquellas últimas horas, y al esconder los ojos a la sombra ideal de las pestañas, el buen sueño reparador la besó en los párpados, hasta que, vigilada de cerca por el amor, se quedó dormida.
Engendrada en el seno recatado de aquella noche de abril, nacía la primera mañana de mayo, rasgando los tules cándidos de la aurora desenvolviéndose, con divina gracia, del manto azulino que la luna había puesto pálido de luz.
Todo el júbilo de la primavera se asomó al cielo y se fundió en un azul profundo, nuevo y triunfante, que recortó en su intensidad milagrosa los montes gigantes, los bravos montes de Cantabria.
Blanquearon en el valle todos los senderos, tendidos sobre el verde lozano de mieses y praderas, y en todos los nidos se inició una armonía de gorjeos, y en todas las hojas rezaron las brisas una plegaria henchida de misteriosas promesas, impregnada de secretas caricias.
Las aguas del Salia, mugientes y espumosas, aplacieron su cantar valiente en una mansedumbre de homenaje, como diciéndole «un escucho» de amor a la mañana.
En los surcos floridos de la vega, también las mansas arroyadas le contaron una dulce querella a la luz gloriosa que nacía.
Y toda la tierra fué aromas, y todo el aire armonías, y toda la vida resurrección y victoria….
El alma de Salvador estaba de rodillas, afanosa y esperanzada, delante de aquel amanecer feliz.
Carmen le había dicho: «Espera que yo descanse, espera que amanezca…, espera que salga el sol….»
Y llegaba, por fin, la hora bendita, la hora soñada, la sublime hora….
El médico miraba, extático, a su amada, dormida, entregada a él en abandono de fraternal confianza, segura y serena bajo la egida del noble amor….
Una deliciosa brisa, saturada de la belleza y la poesía de la mañana, bajó al jardín, muy despacito, después de besar en silencio la ventana de Carmen; a su paso, todas las flores hicieron a compás una graciosa reverencia…. Se prendió en los cielos el primer rayo de sol y Carmen abrió los ojos.
Acarició con mirada curiosa la habitación, elegante y alegre, y miró a Salvador, fascinada, muy, sorprendida…. Venía del país del sueño y del olvido.
Gozándose él en aquel asombro risueño, le contó:
—Anoche te salvé; te redimí; te traje conmigo a la paz y al amor, ¿no te acuerdas?… Aquí está la primavera, vestida de galas para ti…; aquí está mayo, loco de alegría, lleno de rosas…; aquí está la mañana de mi esperanza…. Carmen, ¡acuérdate!: ha salido el sol…. Dios te mira y te sonríe y te ofrece la felicidad…; ya se acabaron las sombras de tus penas…, ya toda la vida para ti es luz….
Ella, posesionada de la realidad hermosa de aquel día, con sus ilusiones que se despertaban y sus ansias que renacían, miró a Salvador con inefable promesa, y haciendo una sola frase elocuente y cándida, respondió únicamente:
—Sí…, ya me acuerdo…: ¡estamos en Luzmela!…