Title: Las noches mejicanas
Author: Gustave Aimard
Translator: Luis Calvo
Release date: March 25, 2017 [eBook #54430]
Most recently updated: October 23, 2024
Language: Spanish
Credits: Produced by Camille Bernard and Marc D'Hooghe at Free
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No existe en el mundo región alguna que ofrezca a los deslumbrados ojos de los viajeros más deliciosas perspectivas que Méjico; sobre todo la de las Cumbres es sin disputa una de las más pasmosas y seductivamente variadas.
Las Cumbres forman una cadena de desfiladeros a la salida de las montañas, al través de las cuales y describiendo infinitas sinuosidades serpentea el camino que conduce a Puebla de los Ángeles, así apellidada por haber los ángeles, según la tradición, labrado la catedral de la misma. El camino a que nos referimos, construido por los españoles, desciende por la vertiente de las montañas formando ángulos sumamente atrevidos, y está flanqueado a derecha y a izquierda por una no interrumpida serie de empinadas aristas anegadas en azulado vapor. A cada recodo de dicho camino, suspendido, por decirlo así, sobre precipicios cubiertos de exuberante vegetación, cambia la perspectiva y se hace cada vez más pintoresca; las cimas de las montañas no se elevan una tras otra, sino que van siendo gradualmente más bajas, mientras las que quedan a la espalda se yerguen perpendicularmente.
Poco más o menos a las cuatro de la tarde del 2 de julio de 18..., en el instante en que el sol, ya bajo en el horizonte, no difundía sino rayos oblicuos sobre la tierra, calcinada por el calor del mediodía, y en que la brisa al levantarse empezaba a refrescar la abrasada atmósfera, dos viajeros, perfectamente montados, salieron de un frondoso bosque de yucas, bananos y bambúes de purpúreos penachos y se internaron en una polvorosa, larga y escalonada senda que afluía a un valle cruzado por límpido arroyo que se deslizaba al través de la hierba y conservaba fresco el ambiente.
Los viajeros, probablemente seducidos por el aspecto imprevisto de la perspectiva grandiosa que tan de improviso se ofrecía a sus ojos, detuvieron a sus cabalgaduras, y después de contemplar con admiración y por espacio de algunos minutos las pintorescas ondulaciones que en último término ofrecían las montañas, echaron pie a tierra, quitaron las bridas a sus respectivos caballos y se sentaron en la margen del arroyo con el objeto evidente de gozar, por unos instantes más, de los efectos de aquel admirable caleidoscopio, sin par en el mundo.
A juzgar por la dirección que seguían, los mencionados jinetes parecían venir de Orizaba y encaminarse hacia Puebla de los Ángeles, de cuya ciudad, por otra parte, no se encontraban muy lejos en aquel entonces.
Los dos jinetes que decimos vestían el traje de los ricos propietarios de haciendas, traje que hemos descrito con sobrada frecuencia para que aquí lo hagamos de nuevo; sólo haremos notar una particularidad característica reclamada por la poca seguridad que ofrecían los caminos en la época en que pasa la presente historia: ambos iban armados por modo formidable y llevaban consigo un verdadero arsenal; además de los revólveres de seis tiros metidos en sus respectivas fundas, llevaban otros idénticos al cinto, y empuñaban sendos fusiles de dos cañones fabricados por Devisme, el célebre armero parisiense, lo que hacía subir a veintiséis los tiros que cada uno podía disparar; esto sin contar el machete que pendía de su costado izquierdo, el cuchillo triangular que llevaban escondido en su bota derecha y el lazo o reata de cuero, colgado de la silla, a la que estaba fuertemente sujetado por una anilla de hierro cuidadosamente remachada.
Indudable era que de estar dotados de un poco de valor, a aquellos hombres les era fácil resistir sin desventaja a un número considerable de enemigos.
Por lo demás, a los dos viajeros parecía no preocuparles el aspecto agreste y solitario del sitio en que se encontraban, sino que departían alegremente semitendidos sobre la hierba y fumaban con indolencia sendos puros de la Habana.
El jinete de más edad, que frisaba con los cuarenta y cinco, si bien aparentaba a lo más alcanzar a los treinta y seis, era de estatura más que mediana, elegante, bien formado, de miembros robustos, trasunto de gran fuerza corporal, facciones abultadas y fisonomía enérgica e inteligente; tenía los ojos negros, vivos, movedizos y de mirar suave, sin embargo de lo cual de tiempo en tiempo y cuando se animaban despedían rayos que imprimían a su rostro una expresión dura y salvaje imposible de expresar; tenía la frente ancha y elevada y sensual la boca; le caía sobre el pecho, espesa y negra como la del etíope, la barba, entre cuyos pelos lucían algunas hebras de plata; la cabellera, abundosa, la llevaba echada hacia atrás y le inundaba los hombros, y su curtido cutis ostentaba el color del ladrillo; en una palabra: a juzgar por la apariencia era uno de esos hombres resueltos, inapreciables en las circunstancias críticas por la confianza que de no verse abandonados por ellos inspiran. Aunque era imposible determinar su nacionalidad, sus movimientos rápidos y sacudidos y su hablar animado, lacónico y salpicado de imágenes, parecían asignarle un origen meridional.
Su compañero, buena cosa más joven, pues no tenía más allá de veinticinco a veintiocho años, era alto, un tanto delgado y de aspecto no enfermizo, pero sí delicado; era elegante y bien formado y de pies y manos que por lo pequeños proclamaban su origen; tenía hermosas las facciones, simpática e inteligente la fisonomía, en la que llevaba impresa una profunda expresión de dulcedumbre, y sus azules ojos, rubia cabellera, y sobre todo la blancura de su cutis, le daban en continente a conocer por europeo de los climas templados recientemente desembarcado en América.
Hemos manifestado que los dos viajeros departían amigablemente, pero no que lo hiciesen en francés, su lengua materna indudablemente a juzgar por el giro de las frases y la pureza en el decir que empleaban.
—Sea V. franco, señor conde, dijo él de más edad, ¿siente haber seguido mi consejo y emprendido este viaje a caballo en compañía de éste su servidor, en lugar de verse traqueado por caminos detestables?
—Muy descontentadizo sería, respondió el joven a quien acababan de dar el tratamiento de conde; he recorrido Suiza, Italia y las márgenes del Rhin, y confieso que nunca he presenciado las deliciosas perspectivas que de algunos días a esta parte y gracias a V. tengo el placer de presenciar.
—Está V. amabilísimo; el paisaje es magnífico en efecto y sobre todo muy variado, añadió el primero con expresión sardónica que pasó inadvertida a su compañero; sin embargo, continuó, ahogando un suspiro, los he visto más hermosos.
—¿Más hermosos que éste? preguntó el conde extendiendo el brazo y trazando un semicírculo en el aire; no es posible, caballero.
—Todavía es V. joven, señor conde, repuso el primer interlocutor sonriendo tristemente; los viajes que ha hecho V. como aficionado no son sino viajes de niño. Éste le cautiva por el contraste que forma con los otros; V., que sólo ha estudiado la naturaleza desde las butacas de la ópera, ignoraba que ésta pudiese reservarle tales sorpresas, y de ahí que su entusiasmo haya de repente subido a un diapasón que le embriaga al contemplar los singulares contrastes que incesantemente se ofrecen a sus miradas; pero si, como yo, hubiese V. recorrido las altas sabanas del interior, las inmensas praderas por las que vagan en libertad los salvajes hijos de esta tierra, a quienes la civilización ha despojado, los sitios que le rodean y que con tanto amor está admirando no le inspirarían sino una sonrisa de desdén.
—Tal vez sea verdad lo que V. dice, Oliverio, contestó el joven; pero por desgracia no conozco las sabanas y las praderas de que me habla y es probable que nunca las pise.
—¿Por qué? replicó con viveza Oliverio; es usted joven, rico, vigoroso y a mi ver completamente libre; luego nada se opone a que lleve a cabo una excursión al gran desierto americano, máxime cuando para poner en ejecución este proyecto trae V. cuanto se necesita. De hacerlo, habrá V. efectuado uno de esos viajes juzgados imposibles y del cual podrá enorgullecerse al regresar a su patria.
—Bien lo quisiera, repuso el conde con ligera amargura; pero por desgracia mi viaje debe terminar en Méjico.
—¡En Méjico! exclamó Oliverio con admiración.
—Sí; sujeto al influjo de una voluntad extraña, no soy dueño de mis acciones. He venido pura y sencillamente para casarme.
—¡Qué! ¿para casarse ha venido V. a Méjico, señor conde? repuso Oliverio como quien ve visiones.
—Y de un modo prosaico, con una mujer a quien no conozco ni me conoce y que de fijo siente por mí tan poco amor como yo siento por ella; estamos emparentados, desde la cuna nos desposaron, y ha llegado el momento de cumplir la promesa hecha en nuestro nombre por nuestros padres.
—¿Luego es francesa la joven con quien va usted a casar?
—No, es española, y aun diré un sí es no es mejicana.
—¿Pero no es V. francés?
—Y de la Turena, respondió el conde sonriendo.
—Entonces, y dispénseme V. la pregunta, ¿cómo es que...?
—Es lo más natural del mundo; y como la historia no es larga y parece V. dispuesto a escucharla, voy a contársela en dos palabras. V. ya sabe que soy el conde Luis Mahiet del Saulay; mi familia, oriunda de Turena, es una de las más antiguas de esta provincia, tanto, que se remonta a los primeros francos. Según la tradición, uno de mis antepasados fue uno de los leudos del rey Clodoveo, quien le donó en pago de sus grandes y leales servicios vastas praderas rodeadas de sauces de donde tiempo después mi familia tomó su apellido. No le cito a V. este origen movido de necio orgullo, pues aunque noble de hecho y armado como tal, a Dios gracias me han inculcado ideas de progreso suficientemente latas para conocer lo que vale un título en la época presente y descubrir que la verdadera nobleza reside en absoluto en la elevación de sentimientos. Sin embargo, le he puesto al corriente de estas particularidades referentes a mi familia para que por modo claro comprendiese V. como mis antepasados, que siempre han desempeñado encumbrados destinos en las diversas dinastías que han ocupado el trono de Francia, llegaron a pertenecer a la rama segunda de una familia española en tanto permanecía francesa la rama primogénita. En tiempo de la Liga, los españoles llamados por los partidarios de los Guisas con los cuales se habían aliado contra Enrique IV, a quien no apellidaban todavía rey de Navarra, por largo espacio de tiempo estuvieron encargados de guarnecer la ciudad de París. Dispénseme si desciendo a pormenores que usted tal vez estime ociosos.
—Al contrario, señor conde, repuso Oliverio, me interesan sobremanera; hágame V. el favor de continuar.
—Como decía, prosiguió el joven, el conde del Saulay que vivía en aquel entonces, era fogoso secuaz de los Guisas, amigo íntimo del duque de Mayena, y tenía tres hijos, dos de ellos varones, que servían en las filas del ejército de la Liga, y una hija, camarista de la duquesa de Montpensier, hermana del duque de Mayena. El sitio de París fue largo, y aun levantado para anudarlo de nuevo Felipe IV, el cual acabó por comprar con dinero contante y sonante la ciudad de que desesperaba apoderarse y que le vendió el duque de Brissac, gobernador de la Bastilla por la Liga. Es de advertir que gran número de oficiales del duque de Mendoza, jefe de las tropas españolas, y aun éste mismo, tenían consigo a sus familias. En una palabra, el hijo menor de mi antepasado se enamoró de una de las sobrinas del general español y pidió y obtuvo su mano, al par que su hermana, a instancias de la duquesa de Montpensier consentía en entregar la suya a uno de los ayudantes de campo del general; y es que la solapada y política duquesa imaginaba, por medio de estas alianzas, apartar la nobleza francesa de aquél a quien ella apellidaba el Bearnés y el hugonote, y hacer sino imposible su triunfo, cuando menos retardarlo. Como indefectiblemente sucede en casos tales, los cálculos de la duquesa salieron fallidos; el rey reconquistó sus dominios y los nobles más comprometidos en los disturbios de la Liga se vieron constreñidos a seguir a los españoles en su retirada, y con ellos abandonar a Francia. Mi antepasado logró fácilmente su perdón del rey, quien más adelante se dignó conferirle un mando de importancia y admitir a su servicio al primogénito de aquél; el menor, empero, a pesar de los ruegos y de las órdenes de su padre, no quiso regresar nunca más a Francia, y se estableció definitivamente en España. Con todo, aunque separadas, las dos ramas de la familia continuaron cultivando sus relaciones y aliándose entre sí. Mi abuelo casó, durante la emigración, con una mujer de la rama española, al igual que yo voy a efectuarlo en la actualidad. Ya ve V. cuan prosaico es esto y cuan poco interesante.
—¿Y V. consentirá en unirse a ojos cerrados, por decirlo así, con una mujer a quien nunca ha visto, ni siquiera conoce?
—¿Qué quiere V.? Además mi consentimiento es inútil en este asunto; mi padre se comprometió solemnemente, y no me cabe sino honrar su palabra. Mi presencia acá demuestra que estoy dispuesto a hacerlo, añadió el joven sonriendo. De poder obrar con entera libertad, tal vez no hubiera yo pactado semejante unión; pero como por desgracia esto no dependía de mí, he debido conformarme con la voluntad de mi padre. Sin embargo, confieso a V. que educado como he sido en la continua perspectiva de ese matrimonio y sabiendo que era inevitable, poco a poco me he ido familiarizando con la idea de contraerlo; así pues el sacrificio no es para mí tan grande como pudiera V. imaginar.
—No importa, repuso Oliverio con cierta aspereza; llévese el diablo la nobleza y el dinero si tales obligaciones imponen; vale más la vida aventurera en el desierto y la independencia pobre; a lo menos uno es dueño de sí.
—Abundo en las mismas ideas; pero a pesar de esto, no me queda sino bajar la cabeza. Ahora permítame que le dirija una pregunta: ¿Cómo se explica que habiéndonos V. y yo encontrado por querer del acaso en la fonda francesa de Veracruz, en el momento de mi llegada a esta ciudad, hayamos simpatizado tan rápida e íntimamente?
—Imposible me sería decírselo a V.; su presencia me gustó a la primera mirada y sus modales me atrajeron; le ofrecí mis servicios, V. aceptó, y juntos nos pusimos en camino para Méjico, una vez en la cual nos separaremos probablemente para siempre.
—No tanto, don Oliverio, no tanto; a mí se me antoja que, muy al revés de lo que V. predice, vamos a vernos con frecuencia y que nuestras relaciones van a convertirse pronto en estrecha amistad.
—Señor conde, repuso Oliverio moviendo repetidas veces la cabeza, V. es noble, rico y ocupa una elevada posición en la sociedad; yo no soy sino un aventurero cuyo pasado ignora V. y cuyo nombre apenas conoce, dando por sentado que él que llevo en este instante sea el mío verdadero; nuestras posiciones respectivas son muy distintas: entre V. y yo existe una línea de demarcación demasiado claramente trazada para que podamos tratarnos de tú a tú. Al encontrarnos de nuevo en medio de las exigencias de la vida civilizada, a no tardarme convertiría en una carga para V.; y esto se lo digo yo, que tengo más edad y más experiencia que no usted respecto del mundo; no insista pues en este punto, y en provecho de los dos permanezcamos cada uno en el sitio que nos corresponde. En la actualidad más soy guía que no amigo, y esta posición es la única que me conviene.
El conde se disponía a replicar a Oliverio, pero éste le asió el brazo con viveza y le dijo:
—Silencio, escuche V.
—Nada oigo, dijo el joven después de haber prestado atención por espacio de algunos segundos.
—No es extraño, repuso Oliverio sonriendo, sus oídos no recogen como los míos todos los ruidos que turban la quietud del desierto: del lado de Orizaba se acerca a todo correr un coche que sigue el mismo camino que nosotros; pronto le verá V. parecer; percibo claramente el retintín de los cascabeles de las mulas.
—Será la diligencia de Veracruz, en la que van mis criados y mis equipajes y a la que precedemos de algunas horas.
—Tal vez, pero me admiraría de que nos hubiese alcanzado tan pronto.
—¿Qué nos importa? dijo el conde.
—Nada en verdad si realmente es la diligencia, respondió el otro tras unos instantes de reflexión; pero por lo que pudiera tronar, bueno es precavernos.
—¡Precavernos! ¿y por qué? repuso el joven con extrañeza.
Oliverio lanzó una mirada de expresión singular a su interlocutor, y respondió:
—Todavía no sabe V. la A de la vida americana: en Méjico la primera ley de la existencia es prevenirse contra las eventualidades probables de una emboscada. Sígame V. y obre conforme me vea obrar.
—¿Vamos a escondernos acaso?
—¡Caramba! exclamó Oliverio encogiendo los hombros.
Y sin proferir nueva palabra, se acercó éste a su caballo, le puso otra vez la brida y se subió sobre la silla con ligereza y garbo que denotaban grandísima práctica, y luego partió al galope hacia un bosquecillo de liquidámbares que se hacía a unos cien metros de distancia.
El conde, dominado a pesar suyo por el ascendiente que Oliverio había tomado sobre él a causa de la singular conducta que observara desde que viajaban juntos, a su vez montó a caballo y se encaminó hacia el bosque.
—Ahora aguardemos, dijo el aventurero cuando ambos estuvieron al abrigo de los árboles; y al cabo de algunos minutos tendió el brazo en dirección del bosquecillo que ellos mismos abandonaron dos horas antes, y añadió lacónicamente: mire V.
El conde volvió maquinalmente la cabeza hacia la dirección indicada y vio salir de entre los árboles unos diez jinetes de tropas irregulares armados de sables y lanzas, quienes penetraron a galope en el valle y tomaron hacia el primer desfiladero de las Cumbres.
—¡Soldados del presidente! ¿qué significa esto? murmuró el joven.
—Aguarde V., repuso el aventurero.
Pronto se oyó claramente el rodar de un carruaje y casi al punto pareció una berlina arrastrada vertiginosamente por un tiro de seis mulas.
—¡Maldición! exclamó el aventurero con ademán de cólera al ver el coche.
El conde miró a su compañero, el cual estaba pálido como un difunto y temblaba convulsivamente de pies a cabeza, y le preguntó con interés:
—¿Qué tiene V.?
—Nada, respondió con aspereza Oliverio.
Detrás del coche, a corta distancia y al galope, seguía otro pelotón que a su paso levantaba nubes de polvo.
Luego jinetes y berlina se internaron en el desfiladero en el cual no tardaron en desaparecer.
—¡Diablo! dijo el joven riendo, a eso llamo yo viajeros prudentes; no hay temor de que los salteadores les desbalijen.
—¿Le parece? repuso Oliverio con ironía mordaz. Pues mire V., se equivoca de medio a medio; antes de una hora se verán atacados, y probablemente por los soldados pagados para que les defiendan.
—¡Bah! es imposible.
—¿Quiere V. verlo?
—Hombre, sí; por la rareza del caso.
—Lo único que le advierto es que ande V. prevenido, pues tal vez tengamos que quemar algunos cartuchos.
—Ya lo supongo.
—¿Luego está V. dispuesto a defender a los viajeros de la berlina?
—Si les atacan, sí.
—Repito que les atacarán.
—Entonces lucharemos.
—Está bien, ¿Es V. buen jinete?
—No se desasosiegue V. por mí.
—Entonces a la buena de Dios. No nos queda sino el tiempo indispensable para llegar; vigile V. bien su caballo, porque por mi alma le juro que vamos a dar una carrera como nunca ha visto V.
Los dos jinetes se inclinaron sobre el cuello de sus cabalgaduras, y soltando la brida al mismo tiempo que hundían las espuelas, se lanzaron tras las huellas de los viajeros.
En la época en que se desenvuelve nuestra historia, Méjico pasaba una de esas crisis terribles, cuyas repeticiones periódicas han reducido poco a poco a esta desventurada nación al extremo en que hoy se encuentra y del que no tiene fuerzas para salir[1]. Ahí en dos palabras los hechos tal cual acaecieron.
El general Zuloaga, nombrado presidente de la república, un día, no se sabe por qué, halló la carga del poder demasiado pesada para sus hombros y abdicó a favor del general D. Miguel Miramón, quien, en virtud de tal abdicación, fue exaltado a la presidencia interina. Éste, enérgico y sobre todo muy ambicioso, había empezado a gobernar en Méjico, cuidando ante todo de hacer aprobar su nombramiento de supremo magistrado de la nación por el Congreso y por el Ayuntamiento, que le eligieron por unanimidad.
Miramón se encontraba, pues, de hecho y de derecho presidente interino legítimo, o si decimos para el tiempo que todavía faltaba discurrir antes de las elecciones generales.
Bien o mal y durante no corto periodo de tiempo, marcharon de esta suerte los asuntos; pero Zuloaga, cansado sin duda de la oscuridad en que vivía, a lo mejor mudó de consejo, y de improviso y en el momento en que menos lo pensaban los mejicanos, dio una proclama al pueblo, se puso en connivencia con los partidarios.
Miramón, a quien no hizo gran mella esta insólita declaración, apoyado como estaba en el derecho que creía asistirle y que el Congreso había sancionado, se encaminó solo a casa del general Zuloaga, se apoderó de él y le obligó a seguirle, diciéndole con burlona sonrisa:
—Ya que V. desea recobrar el poder, voy a enseñarle de qué modo se llega a presidente de la república.
Y conservándole en rehenes, al par que le trataba con cierta consideración y con exquisita finura, le obligó a acompañarle en una campaña que emprendió en las provincias del interior, del lado de Guadalajara, contra los generales del partido contrario que, como hemos manifestado ya, habían tomado el nombre de constitucionales.
Zuloaga no opuso la menor resistencia; pareció resignarse con su suerte y aceptó las consecuencias de su posición hasta el extremo de quejarse a Miramón porque no le confería un mando en su ejército. El presidente interino cayó en el lazo y prometió a aquél que al librarse la primera batalla satisfaría sus deseos; pero a lo mejor, Zuloaga y los ayudantes de campo que le dieran, más para vigilarle que para hacerle los honores de general, desaparecieron de súbito, sabiéndose al cabo de algunos días que se habían acogido al amparo de Juárez, desde donde Zuloaga empezó a protestar de nuevo y con la mayor energía contra la violencia de que fuera víctima y a expedir decretos contra Miramón.
Juárez era un indio cauteloso, astuto y disimulado hasta la exageración; político hábil, fue el único presidente de la república que desde la declaración de la independencia no perteneció al ejército. Nacido en humildísima cuna, a fuerza de tenacidad se elevó escalón a escalón a la suprema magistratura, y conocedor como él que más del carácter de la nación a la cual pretendía gobernar, nadie como él sabía halagar las pasiones populares, excitar el entusiasmo de la plebe. Dotado de una ambición desmedida que escondía cuidadosamente bajo las apariencias de un amor entrañable por su patria, había conseguido crearse poco a poco un partido, formidable en la época de que hablamos. El presidente constitucional había organizado su gobierno en Veracruz, y desde su gabinete y con ayuda de sus generales guerreaba contra Miramón.
Juárez, aunque no reconocido por otra potencia que los Estados Unidos, obraba cual si hubiese sido el verdadero y legítimo depositario del poder de la república; la adhesión de Zuloaga, a quien despreciaba desde lo íntimo de su corazón por su cobardía y por su ineptitud, le proporcionó el arma que necesitaba para llevar sus proyectos a feliz remate; le convirtió, digámoslo así, en bandera de su partido, pretendiendo que Zuloaga debía ante todo ser repuesto en el poder de que se viera violentamente arrebatado por Miramón, y que luego se procediese a nuevas elecciones. Por su parte, Zuloaga no titubeó en reconocerle solemnemente como presidente único, legítimamente proclamado por la elección libre de sus ciudadanos.
El problema estaba planteado con toda claridad: Miramón representaba al partido conservador, o si decimos al partido del clero, de los propietarios más acaudalados y de los comerciantes ricos; Juárez al partido democrático absoluto.
La guerra tomó entonces proporciones formidables.
Por desgracia para guerrear se necesita dinero y esto era lo que faltaba completamente a Juárez; el cual carecía de él por las razones que van de seguida: en Méjico la fortuna pública no está concentrada en las manos del gobierno, sino que cada Estado, cada provincia dispone y maneja los fondos particulares de las poblaciones que constituyen su territorio, de modo que en lugar de depender del gobierno las provincias, el gobierno y la metrópoli son los que sufren el yugo de éstas; las cuales, cuando se sublevan, suspenden los subsidios y colocan al poder en una situación crítica. Demás, las dos terceras partes de la fortuna pública están concentradas en manos del clero, que se guarda muy bien de desprenderse de sus riquezas. Éste, que no paga impuesto ni obligación de ninguna especie, se limita a prestar su dinero a un tipo usurario, con lo que aumenta sus riquezas sin que nunca corra riesgo de perder su capital.
Juárez, si bien dueño de Veracruz, se encontraba pues en situación muy apurada; pero como era hombre fecundo en medios, el hallar dinero no le puso en aprieto. Lo primero que hizo fue apoderarse de la aduana de dicha ciudad, luego organizó cuadrillas o guerrillas que sin escrúpulo alguno asaltaban las haciendas de los secuaces de Miramón, españoles establecidos en la república, ricos casi todos ellos, y las de los extranjeros de todas las naciones en las moradas de los cuales había donde clavar las uñas. Las mencionadas guerrillas no limitaron ahí sus hazañas, sino que extendieron el campo de sus operaciones a los caminos, desbalijando a los viajeros y asaltando los convoyes.
No vigorizamos los colores del cuadro, muy al contrario, los suavizamos; más para ser justos, debemos añadir que por su lado Miramón no ponía reparo en echar mano de los mismísimos medios siempre que se le ofrecía ocasión propicia, si bien tales ocasiones eran raras, ya que su posición no ofrecía las ventajas que la de Juárez para sacar abundante pesca de aquel río revuelto.
Cierto es que los guerrilleros al parecer obraban por su propia cuenta y que públicamente su conducta merecía la reprobación de ambos gobiernos, que en ocasiones fingían perseguirlos hasta con crueldad, pero el velo era tan transparente que nadie se llamaba a engaño.
De esta suerte Méjico se encontraba transformado de hecho en una inmensa caverna de bandidos, en la que la mitad de la población robaba y asesinaba a la otra mitad. Tal era la situación política de aquella desventurada nación en la época a que nos referimos; después, es dudoso que haya cambiado, a no ser para empeorar[2].
El día mismo en que da comienzo nuestra historia, en el momento en que el sol todavía debajo del horizonte empezaba a rayar el oscuro azul del firmamento con deslumbradores haces de púrpura y oro, un rancho, labrado de cañas y aunque vasto parecido a una jaula de gallinas, ofrecía un aspecto animadísimo muy singular en hora tan matinal.
El mencionado rancho, construido en medio de un campo feraz y en situación deliciosa a contados pasos del Rincón Grande, hacía poco lo habían transformado en venta para refugio de los viajeros a quienes les sorprendiera la noche o que, por la razón que fuere, preferían detenerse en ella en vez de continuar hasta la ciudad.
En un espacio de terreno bastante capaz que delante de la venta habían dejado libre se veían amontonados en semicírculo los fardos de muchos convoyes de mulas, y en el centro del semicírculo, los arrieros, acurrucados alrededor de una fogata, acecinaban tasajo para su almuerzo o remendaban las albardas de sus animales que, distribuidos en grupos, comían su pienso de maíz colocado sobre frazadas tendidas en el suelo. Al lado de una diligencia que por causa de una avería en una de sus ruedas tuvo que detenerse en la venta, se veía una berlina atestada de maletas. Gran número de viajeros, que habían pasado la noche al raso envueltos en sus sarapes, empezaban a despertarse, mientras otros iban de acá para allá fumando sendos papelitos; otros, más activos, habían ya ensillado sus caballos y se alejaban al galope en distintas direcciones.
Poco después, el mayoral de la diligencia salió de debajo de su coche donde durmiera escondido en la hierba, echó pienso a sus mulas, curó las heridas que a éstas produjeran los arreos, las unció, y luego se puso a llamar uno a uno a los viajeros; los cuales, despertados por los gritos de aquél, salieron todavía medio dormidos de la venta y se encaminaron a ocupar su sitio en la diligencia. Dichos viajeros eran nueve, y de ellos solamente dos vestían a la europea y a tiro de ballesta se descubría que eran franceses. Los demás ostentaban el traje mejicano y parecían ser verdaderos hijos del país.
En el momento en que el mayoral, americano del norte de pura raza, después de haber logrado, a fuerza de reniegos yankees entreverados de español chapurrado, encajonar bien o mal a los viajeros, empuñó las riendas para emprender la marcha, se oyó el galopar de muchos caballos acompañado de chischás de sables, y una tropa de jinetes vestidos casi a lo militar, aunque muy desastradamente, se detuvo delante del rancho. Dicha tropa, compuesta de unos veinte hombres de facha patibularia, iba al mando de un alférez o subteniente tan miserablemente vestido como sus soldados, pero mucho más bien armado.
Dicho oficial era de elevadísima estatura, enjuto de carnes, amojamado y nervioso, bizco, de fisonomía socarrona, y de color de hollín.
—¡Hola, compadre! gritó al mayoral, temprano se pone V. en camino.
El yankee, tan insolente pocos minutos antes, cambió súbitamente de modales; se inclinó humildemente, contrajo los labios a impulsos de la risa del conejo, y con voz lánguida y meliflua y afectando una alegría que probablemente no experimentaba, respondió:
—¡Válgame Dios! Es el señor don Jesús Domínguez. ¡Vaya un feliz encuentro! no esperaba yo tamaña dicha esta mañana. ¿Acaso viene su señoría para escoltar la diligencia?
—Hoy no; otro deber me trae.
—Razón tiene su señoría; mis viajeros no merecen una escolta tan honorable; son costeños al parecer no muy ricos. Además, me veré obligado a detenerme a lo menos tres horas en Orizaba para recomponer mi coche.
—Entonces adiós y el diablo cargue contigo, repuso el oficial.
El mayoral vaciló un instante, luego, en vez de obedecer la orden de marcha, se bajó rápidamente de su asiento y se acercó al alférez, quien preguntó:
—¿Tiene V. que comunicarme alguna noticia, compadre?
—Una, señor, respondió el mayoral con sonrisa falsa.
—¡Ah! repuso el otro; ¿y qué noticia es esa? ¿buena o mala?
—El Rayo se encuentra más adelante en el camino de Méjico.
Al oír esta revelación el oficial se estremeció imperceptiblemente, pero serenándose al punto, replicó:
—Se equivoca V., compadre.
—Como que le vi como le estoy viendo a usted en este instante.
—Está bien, repuso el oficial, después de uno o dos minutos de meditación; tomaré las precauciones del caso. ¿Y los viajeros que V. conduce...?
—Son unos infelices petates; aparte de dos criados de un conde francés cuyas maletas y cajas llenan por sí solas todo el coche, los demás no merecen que se ocupen en ellos. ¿Tiene V. la intención de visitarles?
—Todavía no lo he decidido; veré, lo reflexionaré.
—Obre V. como más bien le parezca; y ahora dispénseme que le deje, señor don Jesús, pues mis viajeros se impacientan y es menester que me ponga en marcha.
—Vaya V. con Dios.
El mayoral se encaramó a su asiento, zurriagó a las mulas y la diligencia partió con rapidez poco tranquilizadora para los que iban en ella y corrían peligro de romperse los huesos a cada revuelta de carretera.
Tan pronto se encontró solo, el oficial se acercó al ventero, que estaba ocupado en medir maíz a algunos arrieros, y le interpeló con altivez.
—¡Eh! le preguntó, ¿no cobija V. en esta casa a un caballero español y a una dama?
—Sí, respondió el ventero, descubriéndose con temeroso respeto; sí, señor oficial, ayer, un poco después de ponerse el sol, llegó un caballero ya entrado en años acompañado de una joven dama en la berlina esa que ve V. ante la puerta del rancho; traían consigo una escolta. Según los soldados, vienen de Veracruz y se dirigen a Méjico.
—Esto es; a mí me han enviado para que les escolte hasta Puebla de los Ángeles; pero a lo que parece no les apresura ponerse en marcha. Sin embargo, la jornada es larga y no harían mal en darse prisa.
En aquel instante se abrió una puerta interior y entró en la sala común un hombre ricamente ataviado, el cual se levantó ligeramente el sombrero, pronunció la frase sacramental Ave María purísima, y se acercó al oficial, quien, al verle, había avanzado a su encuentro.
Este nuevo personaje era hombre de unos cincuenta y cinco años de edad, todavía lozano, de estatura alta y elegante, nobles y hermosas facciones y fisonomía franca y bondadosa.
—Soy don Antonio de Carrera, dijo el recién llegado, dirigiéndose al oficial; oí las palabras que dirigió V. al ventero, y si no me engaño yo soy la persona a quien tiene V. el encargo de escoltar.
—En efecto, caballero, contestó cortésmente el alférez, el nombre que V. ha pronunciado es el mismo que va escrito en la orden que traigo; estoy completamente a su disposición para lo que guste mandar.
—Gracias, señor; mi hija se encuentra delicada de salud, y de ponernos en camino tan temprano temería perjudicarla; si no halla V. inconveniente permaneceremos aquí algunas horas más, hasta después del almuerzo, al que espero nos concederá la honra de acompañarnos.
—Le doy a V. un millón de gracias, caballero, repuso el oficial, inclinándose cortésmente; pero siendo como soy un grosero, mi sociedad sería muy poco grata para una dama; dispénseme V. pues si rehúso su galante invitación, que le agradezco lo mismo que si la aceptara.
—No insisto, señor, por más que me hubiera complacido tenerle a nuestro lado. ¿Así pues, quedamos en que vamos a pasar aquí todavía algunas horas?
—Cuantas le parezca bien, señor; ya le he dicho que estoy a sus órdenes.
Después de este cambio mutuo de cumplidos los dos interlocutores se separaron; el anciano se fue hacia el interior del rancho y el oficial se salió para instalar el vivaque de sus soldados.
Éstos se apearon, arrendaron sus caballos a sendas estacas y empezaron a vagar de acá para allá fumando y mirándolo todo con la recelosa curiosidad peculiar de los mejicanos.
El oficial dijo algunas palabras al oído de un soldado; el cual, en lugar de seguir el ejemplo de sus compañeros, se subió otra vez a caballo y partió al galope.
A cosa de las diez de la mañana, los criados de don Antonio Carrera uncieron los caballos a la berlina, y poco después salió el anciano dando el brazo a una dama de tal suerte envuelta en su toca y en su manto que era de todo punto imposible descubrir ninguna de sus facciones ni hacer conjetura alguna respecto de la gentileza de su talle.
Tan buen punto la dama estuvo cómodamente instalada en la berlina, don Antonio se volvió hacia el oficial, que se había acercado apresuradamente a él, y le dijo:
—Señor teniente, podemos partir cuando V. quiera.
Don Jesús se inclinó.
La escolta se subió a caballo; el anciano tomó asiento en la berlina, y una vez cerrada la portezuela por un criado que se colocó al lado del cochero, otros cuatro criados bien armados se pusieron en línea detrás del coche.
—¡En marcha! gritó el oficial.
La mitad de la escolta se situó a vanguardia, la otra mitad formó a retaguardia, el cochero azotó los caballos, y coche y jinetes desaparecieron al galope en medio de una nube de polvo.
—¡Dios le proteja! murmuró el ventero persignándose y haciendo saltar en la mano dos onzas de oro que le había dado don Antonio; es todo un noble caballero el anciano ese; por desgracia don Jesús Domínguez va con él y temo que su escolta le sea fatal.
[1] Al escribir en 1868 y a raíz de graves sucesos Gustavo Aimard la presente obra, las apreciaciones que dicho novelista vierte en este párrafo eran congruentes hasta cierto punto. Por fortuna Méjico camina hoy por una senda que en plazo no lejano debe conducirla a la meta de la prosperidad. (N. del T.) de Juárez, quien, como vicepresidente que era cuando la abdicación de Zuloaga, no había reconocido al presidente que a éste sustituyera y se había hecho elegir, por una junta sediciente nacional, presidente en Veracruz, y publicó un decreto en el cual anulaba su abdicación y retiraba a Miramón los poderes que le confiriera para ejercerlos de nuevo él mismo.
[2] Repetimos aquí lo que en la nota precedente. (N. del T.)
La berlina seguía adelante, rodeada de su escolta, camino de Orizaba; pero a poca distancia de esta ciudad dobló a un lado y por una trocha penetró de nuevo en el camino de Puebla y avanzó hacia los desfiladeros de las Cumbres.
Mientras la berlina corría a escape por la polvorosa carretera, los dos viajeros que en ella iban sostenían un coloquio.
La dama que acompañaba al anciano tenía a lo más dieciséis o diecisiete años; de correctas y delicadas facciones, ojos rodeados de largas pestañas que al entornarse trazaban un oscuro semicírculo en sus aterciopeladas mejillas, nariz recta de rosadas y movibles ventanillas, boca diminuta cuyos coralinos labios al entreabrirse descubrían la doble sarta de perlas de sus dientes, barbilla dividida en dos por un hoyuelo, cutis pálido el mate de cuya blancura aumentaban los sedosos rizos de una cabellera de azabache que le encuadraba el rostro y se le desparramaba por los hombros, asumía uno de esos aspectos singulares y simpáticos como únicamente los producen Las tierras equinocciales, y que, no obstante carecer de la delicadeza de contornos de las endebles beldades de los fríos climas del norte, tienen ese irresistible atractivo que hace soñar el ángel en la mujer e impone no sólo el amor, sino también la adoración.
Graciosamente ovillada en un rincón de la berlina y semiescondida en oleadas de gasa, dejaba vagar con ademán pensativo su mirada por el campo y sólo respondía con monosílabos y gesto distraído a las palabras que le dirigía su padre.
El anciano, aunque fingía cierta tranquilidad de espíritu, al parecer no las tenía todas consigo.
—Ya ve V. que esto no se presenta claro, Dolores, decía don Antonio; a pesar de las reiteradas afirmaciones de los jefes del gobierno de Veracruz y de la protección de que hacen alarde de rodearme, no tengo maldita la confianza en ellos.
—¿Por qué, padre? preguntó con indolencia la joven.
—Por un sin fin de razones, y la primera y principal porque soy español. Usted ya sabe que por desgracia en los tiempos que atravesamos, esta cualidad no contribuye sino a aumentar el odio que los mejicanos llevan a los europeos en general.
—Demasiado cierto es lo que V. dice, padre, pero permítame que le dirija un ruego.
—Diga V.
—Pues bien, quisiera que me hiciese sabedora de las apremiantes causas que le han obligado a abandonar súbitamente Veracruz y emprender este viaje conmigo sobre todo, a quien nunca se lleva en sus excursiones.
—Es muy sencillo, hija mía; intereses de monta reclaman mi presencia en Méjico, a donde debo trasladarme cuanto antes; por otra parte, el horizonte político se ennegrece más cada día, y he reflexionado que la estancia en nuestra hacienda del Arenal podría dentro de poco hacerse peligrosa para nuestra familia. He determinado pues, después de haberla dejado a V. en Puebla en casa de nuestro pariente don Luis de Pezal, de quien es V. ahijada muy querida, llegarme hasta el Arenal, recoger allí al hermano de V., Melchor, y llevármelos a Vds. dos a la capital, donde fácilmente podremos hallar una protección eficaz, en el caso, por desgracia facilísimo de prever, en que ocurriera, no una nueva revolución, pues estamos sufriendo una hace ya mucho tiempo, sino un cataclismo que derribaría de repente al poder constituido para poner en su lugar él de Veracruz.
—¿Y éste es el único motivo que le impulsó a V., padre? preguntó la joven inclinándose ligeramente y sonriendo con suavidad.
—¿Qué otro pudiera ser, querida Dolores?
—No sé, por eso se lo pregunto.
—Es V. una niña curiosa, repuso el anciano, riendo y amenazando con el dedo a su hija; V. quisiera que le descubriera mi secreto.
—¿Conque hay un secreto?
—¿Quién sabe? pero en cuanto al particular tendrá V. que resignarse, pues no diré palabra.
—¿De veras, padre?
—Formal.
—Entonces no insisto, pues me consta que cuando toma V. estos humos y frunce el ceño, es inútil machacar.
—¡Ah locuela!
—Pero lo mismo da; sin embargo, me hubiera gustado saber por qué emprendió V. este viaje bajo un nombre supuesto.
—Respecto a esto voy a decírselo a V. de mil amores; mi nombre es demasiado conocido y extendida, por demás, mi fama de hombre rico para aventurarme a ostentarlo por los caminos estando éstos como están infestados de salteadores.
—¿Es ésta la única causa?
—La única, hija mía, y a mi ver bastante poderosa para obligarme a obrar como he obrado.
—Está bien, repuso Dolores moviendo la cabeza con ademán embotijado; y luego, transcurrido un instante, preguntó de improviso: padre, ¿no le parece a V. que el coche va más despacio?
—Tienes razón, respondió el anciano; ¿qué significa esto?
Don Antonio bajó el cristal y sacó la cabeza por la ventanilla, pero nada vio de particular.
En aquel instante la berlina se internaba en el desfiladero de las Cumbres, y la carretera describía tantas revueltas, que la vista no podía extenderse más allá de veinticinco a treinta pasos hacia delante o hacia atrás.
El padre de la dama llamó entonces a uno de los criados que iban a la zaga, y le preguntó:
—¿Qué ocurre, Sánchez? me parece que no andamos tan aprisa.
—Es cierto, señor amo, respondió el interpelado; desde que hemos dejado el llano caminamos más despacio, sin que me explique la causa; los soldados de nuestra escolta parecen estar recelosos, cruzan palabras en voz baja y miran continuamente en torno de sí; es palmario que temen algún peligro.
—¿Acaso intentarían atacarnos los salteadores o los guerrilleros que infestan los caminos? dijo el anciano con mal disimulada zozobra; infórmese V., Sánchez. El sitio estaría bien escogido para una sorpresa; sin embargo, nuestra escolta es numerosa, y a menos que esté en connivencia con los bandidos, dudo que éstos se atrevan a cerrarnos el paso. Vaya V., Sánchez, vaya; interrogue con destreza a los soldados y vuelva para decirme lo que haya sabido.
El criado saludó, tiró de la brida para dejar que se adelantase el coche, y se dispuso a cumplir la comisión que su amo acababa de confiarle; pero casi al punto se reunió de nuevo a don Antonio.
—Estamos perdidos, señor amo, dijo Sánchez con las facciones descompuestas, voz jadeante, que silbaba al pasar por entre sus dientes apretados por el terror, y con el rostro cubierto de palidez cadavérica.
—¡Perdidos! exclamó don Antonio, experimentando una sacudida nerviosa y fijando en su hija, enmudecida por el espanto, una mirada en que se reflejaba todo el amor paternal. ¡Perdidos! V. está loco, Sánchez; a ver, explíquese.
—Es inútil, mi amo, respondió el infeliz con voz entrecortada. Ahí llega el señor don Jesús Domínguez, el jefe de la escolta, quien indudablemente viene a participar a V. lo que ocurre.
—Que venga, repuso don Antonio; por terrible que sea, vale más conocer la realidad que no experimentar una ansiedad semejante.
La berlina se había detenido en una especie de plataforma de unos cien metros cuadrados; don Antonio tendió una mirada fuera del coche y continuó viendo la escolta alrededor de éste; lo único que notó fue que en lugar de veinte jinetes había cuarenta.
El anciano comprendió que se encontraba cogido en una emboscada, que el resistir sería locura, y que para salvarse no le cabría sino someterse. No obstante, como a pesar de su edad estaba todavía en el pleno de sus fuerzas y tenía el carácter enérgico y el alma resuelta, no se dio por vencido de buenas a primeras, sino que determinó sacar el mejor partido posible de su enojosa posición.
Después de haber besado con ternura a su hija, y recomendado que permaneciese inmóvil y para nada interviniese en lo que iba a pasar, en lugar de quedarse en la berlina, don Antonio abrió la portezuela y se apeó con ligereza empuñando un revólver en cada mano.
Los soldados, aunque sorprendidos de esta acción, no hicieron ademán alguno para oponerse a ella y guardaron impasibles el orden de formación en que se encontraban.
Por lo que toca a los cuatro criados del viajero, acudieron sin vacilación a colocarse detrás de éste, con la carabina preparada y prontos a hacer fuego a la primera orden de su amo.
Sánchez había dicho la verdad: don Jesús Domínguez llegaba al galope, pero no solo, sino acompañado de otro jinete.
Este último, que vestía suntuoso uniforme de coronel del ejército regular, era hombre de baja estatura, rechoncho, de facciones lúgubres, bizco y de piel que por su color cobrizo descubría al indio de pura raza.
En el mencionado lúgubre personaje, a quien el viajero viera dos o tres veces en Veracruz, conoció éste inmediatamente a don Felipe Neri Irzabal, uno de los jefes guerrilleros del partido de Juárez; así es que no sin estremecerse de terror aguardó don Antonio la llegada de los dos jinetes. Sin embargo, cuando éstos se encontraron a pocos pasos de la berlina, en lugar de permitirles que le interrogasen, fue él quien primero tomó la palabra.
—¡Hola, caballeros! exclamó con voz altanera, ¿qué significa esto y por qué me obligan Vds. a interrumpir de esta suerte mi viaje?
—Va V. a saberlo, querido señor, respondió con zumba el guerrillero, y para que desde luego sepa a qué atenerse, en nombre de la patria le arresto.
—¿Que V. me arresta? ¿Usted? exclamó el anciano; ¿y con qué derecho?
—¿Con qué derecho? repuso el coronel con fisga de mal agüero. ¡Vive Cristo! que de convenirme podría responder a V. que es con el derecho del más fuerte, y me parece que la razón sería perentoria.
—Efectivamente, replicó el viejo con voz burlona, y supongo que es la única que puede V. invocar.
—Pues se equivoca V., señor mío; no la invocaré; si le arresto es por espía y reo de alta traición.
—¿Está V. en su juicio, señor coronel? ¡Yo, espía y traidor!
—Hace ya mucho tiempo que el gobierno del excelentísimo señor presidente Juárez no le pierde a V. de vista, y como le han vigilado todos los pasos, se sabe por qué ha salido V. tan precipitadamente de Veracruz y qué le lleva a Méjico.
—Me dirijo a Méjico para asuntos comerciales, y esto lo sabe el presidente, como lo demuestra él que de propio puño haya firmado mi salvoconducto y él que voluntariamente y sin que yo la solicitase me haya cedido la escolta que me acompaña.
—Verdad es cuanto V. dice, señor; nuestro magnánimo presidente, a quien siempre repugnan las medidas rigurosas, no quería hacerle arrestar, sino que en consideración a las canas que V. peina, prefería dejarle los medios de escaparse; pero la última traición de V. ha llenado la medida, y aunque de mala gana ha conocido la necesidad de obrar con mano fuerte. Aquí donde me ve, yo he recibido la orden de perseguir y arrestar a V., y le arresto.
—¿Y podría saber de qué traición se me acusa?
—Señor don Andrés de la Cruz, respondió el coronel, nadie como V. debe saber los motivos que le han inducido a sustituir su nombre con él de don Antonio de Carrera.
Don Andrés, pues tal era en realidad su nombre, quedó aterrado al oír a don Felipe Neri Irzabal; pero no porque se sintiese culpado, pues la sustitución se había efectuado con el consentimiento del presidente; le perturbó la doblez de los hombres que le detenían, los cuales, a falta de otras razones, echaban mano de ésta para hacerle caer en un lazo infame a fin de apoderarse de una fortuna que hacía mucho tiempo codiciaban.
Con todo, don Andrés recobró su presencia de ánimo, y dirigiéndose de nuevo al guerrillero, dijo:
—Mire V. lo que hace, señor coronel; yo no soy un cualquiera, y no dejaré que se me expolie impunemente; en Méjico hay un embajador español que me amparará en mis derechos.
—No sé qué quiere V. decir, contestó imperturbablemente don Felipe; si se refiere V. al señor Pacheco, me parece que su protección le reportará poco provecho, ya que el caballero ese que se da el título de embajador extraordinario de la reina de España ha juzgado conveniente reconocer el gobierno del traidor Miramón. Nosotros, pues, nada tenemos que ver con él; su influjo con el presidente nacional es completamente nulo. Demás, no he venido para discutir con V., sino para arrestarle, y le arresto sobrevenga lo que sobreviniere. ¿Quiere V. rendirse o pretende acaso oponer una resistencia inútil? Responda V.
Don Andrés fijó la mirada en los hombres que le rodeaban, y comprendiendo que fuera de sus criados no podría esperar socorro o apoyo de nadie, dejó caer sus revólveres a sus pies, cruzó los brazos y dijo con voz firme:
—Cedo a la fuerza; pero ante todos los que me rodean protesto contra el acto de violencia de que soy víctima.
—Dueño es V., mi querido señor, de protestar cuanto quiera, repuso el coronel; a mí poco me importa. Luego dirigiéndose a don Jesús Domínguez, que tranquilo, impasible e indiferente había asistido a la escena que hemos descrito, añadió: sin pérdida de tiempo hay que registrar minuciosamente el equipaje y sobre todo los papeles del prisionero.
—Muy bien urdido, dijo el anciano encogiendo los hombros; por desgracia tarde piache, caballero.
—¿Qué quiere V. decir? preguntó don Felipe.
—Nada, sino que el dinero y los valores que Vds., pensaban hallar en mis maletas, no están; les conozco a Vds. demasiado, señor, para no haberme prevenido contra lo que en este instante me está pasando.
—¡Maldición! exclamó el guerrillero golpeando con el puño el pomo de su arzón; pero oye, gachupín del diablo, no creas que vas a salir librado a tan poca costa, pues aun cuando deba desollarte vivo, sabré dónde has escondido tus tesoros, te lo juro.
—Pruébelo V., replicó con ironía don Andrés volviéndose de espaldas al guerrillero.
El bandido acababa de revelarse; el coronel, después del exabrupto a que le llevara su avaricia, ya no tenía que guardar miramiento alguno para con aquel a quien pretendía despojar por modo tan audazmente cínico.
—Ello lo veremos, dijo; e inclinándose hasta el oído de don Jesús, le estuvo hablando durante algunos minutos.
Indudablemente los dos bandidos estaban concertando entre sí las medidas más eficaces para constreñir al español a revelar su secreto y a someterse a su voluntad.
—Don Andrés, dijo el coronel al cabo de un instante y con fisga nerviosa, ya que es como V. dice, sería para mí cargo de conciencia interrumpir su viaje; antes de tomar la vuelta de Veracruz iremos juntos hasta su hacienda del Arenal, donde podremos hablar de negocios más cómodamente que en este sitio; lo ruego pues se sirva subirse otra vez a la berlina, y anudar la marcha, máxime cuando su hechicera hija de V., Dolores, indudablemente necesita tranquilizarse.
El anciano, que comprendió el terrible alcance de la amenaza que acababa de dirigirle el bandido, palideció, fijó la mirada en el cielo e hizo un movimiento como para acercarse al coche; pero en el instante mismo se oyó un galope furioso, los soldados abrieron filas despavoridos y un jinete penetró a escape y como el huracán en medio del círculo que se había formado alrededor de la berlina.
Dicho jinete, que llevaba el rostro completamente cubierto con un velo negro, detuvo prontamente a su caballo, y fijando en el guerrillero los ojos, que brillaban cual encendidas brasas al través de los agujeros del velo que le ocultaba, preguntó con voz lacónica y amenazadora:
—¿Qué pasa aquí?
Con arranque instintivo el guerrillero tiró de la brida a su cabalgadura y, sin responder palabra, la hizo retroceder; los soldados y don Jesús Domínguez se santiguaron con terror y murmuraron:
—¡El Rayo! ¡El Rayo!
—Les interrogué a Vds., dijo el desconocido después de algunos segundos de espera.
Los cuarenta y tantos hombres que le rodeaban inclinaron la frente, y haciéndose atrás poco a poco ensancharon considerablemente el círculo, al parecer no muy deseosos de entablar conversación con aquel misterioso personaje.
Don Andrés recobró la esperanza: un presentimiento íntimo le advertía que la súbita llegada del enmascarado iba a cambiar sino del todo su posición, a lo menos a hacerla entrar en una fase más ventajosa para él; demás, le parecía, si bien no le era posible recordar dónde la oyera, conocer la voz del desconocido; así es que mientras los otros iban retrocediendo con temor, él, al contrario, se acercaba al recién llegado con solicitud instintiva, inconsciente.
El jefe de la escolta, don Jesús Domínguez, había desaparecido, emprendiendo vergonzosamente la fuga.
Por los días en que se desenvuelve la presente historia, vivía en Méjico un hombre que gozaba del privilegio de llamar sobre sí la curiosidad general, de atemorizar a todos, y lo que es más notable, de disfrutar de las simpatías de todos. Este hombre era el Rayo.
¿Quién era el Rayo? ¿de dónde venía? ¿qué hacía?
Nadie era capaz de responder con certeza a estas preguntas, sin embargo de lo lacónicas; y esto que Dios sabe el prodigioso número de leyendas que respecto de él corrían de boca en boca.
Ahí en pocas palabras lo que de semejante individuo se sabía con más fijeza:
Hacia fines de 1857, el Rayo había parecido de improviso en la carretera que conduce de Méjico a Veracruz y encargándose de mantener el orden en ella, a su modo, se entiende. Detenía los convoyes y las diligencias, y protegía o ponía a contribución a los viajeros; es decir, en el segundo caso obligaba a los ricos a practicar una ligera sangría a su bolsillo a favor de sus compañeros menos favorecidos de la suerte y constreñía a los jefes de escolta a defender contra los ataques de los salteadores a los individuos a quienes estaban encargados de acompañar.
No había quien pudiese decir si el Rayo era joven o viejo, guapo o feo, castaño o rubio, pues nadie había visto nunca su rostro al descubierto. Por lo que hace a su nacionalidad, era imposible de todo punto adivinarla, pues con igual facilidad y elegancia hablaba el castellano y el francés, como el alemán, el inglés y el italiano.
Aquel misterioso personaje estaba perfectamente informado de todo cuanto ocurría en el territorio de la república; no sólo conocía los nombres y la representación social de los viajeros a quienes le placía detener, sino que respecto de ellos estaba al tanto de ciertas particularidades secretas que muy a menudo les ponían en zozobra.
Con todo, lo más singular del caso, mucho más de lo que hemos expuesto, es que el Rayo iba siempre solo y nunca vacilaba en cerrar el paso a sus adversarios, fuese cual fuese su número. El influjo que sobre éstos ejercía era tal, que su presencia era bastante para cortar toda intención de resistencia y una amenaza de él hacía correr un estremecimiento de terror por las venas de aquéllos a quienes iba dirigida.
Los dos presidentes de la república, mientras se hacían una guerra sin cuartel para suplantarse mutuamente, cada uno por sí había ensayado repetidas veces librar de caballero tan incómodo, y a su parecer competidor peligroso, los caminos; pero todas sus tentativas fueron vanas: el Rayo, no se sabe como, prevenido y perfectamente informado de los movimientos de los soldados enviados en su busca, se presentaba siempre de improviso delante de éstos, desbarataba sus ardides y les forzaba a retirarse vergonzosamente.
Sin embargo, una vez el gobierno de Juárez creyó haber acorralado al Rayo.
Supo dicho gobierno que el misterioso personaje hacía algunas noches las pasaba en un rancho no muy distante del Paso del Macho, y a este punto expidió inmediatamente y con el mayor sigilo un destacamento de veinte dragones, al mando de Carvajal, uno de los guerrilleros más sanguinarios y osados.
Carvajal tenía la orden de fusilar a su prisionero en cuanto le echara el guante, sin duda con el fin de no darle tiempo de intentar una evasión durante el trayecto del Paso del Macho a Veracruz.
EL destacamento partió rápido; los dragones, a quienes se les prometiera una cuantiosa recompensa si lograban llevar a buen fin la escabrosa expedición, iban dispuestos a cumplir con su deber, corridos de que por tan dilatado espacio de tiempo un sólo hombre les hubiese tenido en jaque y ardiendo en deseos de tomar el desquite.
No dos leguas del Paso del Macho los soldados encontraron un fraile jinete en mísera mula, el cual llevaba el capuchón derribado sobre el rostro, y al compás del trote de su montura mascullaba el rosario.
El jefe de la fuerza armada invitó al fraile a que se reuniese con los dragones, invitación que el religioso aceptó no de muy buena gana.
En el instante en que el destacamento, que caminaba un poco a la desbandada, iba a llegar al rancho, el fraile echó pie a tierra.
—¿Qué hace V., padre? le preguntó el jefe.
—Ya lo ve V., hijo mío, respondió aquél, me bajo de mi mula; mis negocios me llaman a un rancho más lejano; siga V. adelante; yo con su permiso me voy a mis quehaceres, dándole las gracias por haberse dignado honrarme con su compañía desde nuestro encuentro.
—Eso no, padre mío, dijo el jefe riendo cavernosamente; no podemos separarnos de esta suerte.
—¿Por qué, hijo mío? preguntó el fraile acercándose al oficial, mientras tiraba de la brida a su mula.
—Es muy sencillo, fray...
—Pancracio, para servir a V., dijo el religioso inclinándose.
—Pues bien, fray Pancracio, necesito de V., o más bien dicho, de su ministerio; en una palabra, se trata de confesar a un hombre que va a morir.
—¿Quién es?
—¿Conoce V. al Rayo?
—¡Virgen santa! ¿que si conozco al Rayo, señor oficial?
—Pues él es quien va a morir.
—¿Le han cogido Vds.?
—Todavía no, pero dentro de pocos minutos le habremos echado la garra; le estoy buscando.
—¿Y dónde se encuentra, si puede saberse?
—Allí, en aquel rancho que desde acá divisamos, respondió el oficial, inclinándose con agrado hasta el fraile y tendiendo el brazo en la dirección que indicaba a su interlocutor.
—¿Está V. seguro de lo que dice, ilustre señor?
—¡Que si lo estoy!
—Pues me parece que V. se equivoca.
—¿Qué quiere V. decir? ¿Acaso V. sabe algo?
—Sí sé, respondió el encapuchado, pues el Rayo soy yo, ladrón maldito.
Y antes que el oficial, aterrado por esta súbita e inesperada revelación, hubiese recobrado su presencia de ánimo, el Rayo le había cogido por una pierna, derribándole al suelo, se subió sobre su caballo, y empuñando dos revólveres de seis tiros cada uno que llevaba ocultos bajo sus hábitos, se precipitaba a escape sobre el destacamento, haciendo fuego con ambas manos a la vez y dando su terrible grito de guerra: ¡El Rayo! ¡El Rayo!
Los soldados, tanto y más sorprendidos que su jefe ante un ataque tan recio y tan imprevisto, se desbandaron y emprendieron la fuga en todas direcciones.
El Rayo, después de haber pasado por en medio de todo el destacamento, del que mató siete hombres y derribó el octavo de un pechugón de su caballo, paró de improviso a su cabalgadura, y después de haberse detenido por espacio de algunos minutos con ademán de reto a un centenar de pasos, al ver que los dragones no le perseguían y que lejos de acudir en auxilio de su jefe no pensaban sino en la fuga, volvió grupas y se encaminó hacia el sitio donde éste yacía tendido e inmóvil como un difunto.
—¡Eh! ¡señor oficial! le dijo apeándose, aquí está su caballo de V.; recóbrele, que le servirá para unirse a los suyos; en cuanto a mí ya no lo necesito, pues me voy al rancho, donde le aguardo si todavía conserva V. el deseo de prenderme y hacerme fusilar. Hasta mañana a las ocho de la mañana me encontrará V. a su disposición: adiós.
El Rayo saludó con la mano al oficial, se subió sobre su mula y se encaminó hacia el rancho, en él que efectivamente entró.
No es del caso añadir que el famoso personaje durmió a pierna tendida hasta que amaneció, sin que el oficial y los soldados, tan encarnizados en la persecución del mismo, se hubiesen atrevido a interrumpir su reposo; lo que hicieron éstos fue tomar la vuelta de Veracruz, sin mirar ni una vez hacia atrás.
Ahí quien era el hombre cuya imprevista aparición en medio de la escolta de la berlina había por tal modo despavorido y amilanado a los soldados.
Por un instante el Rayo permaneció impasible y sombrío frente a los soldados reunidos delante de él, y luego con voz enérgica y clara, dijo:
—Señores, me parece que Vds. han olvidado que nadie sino yo tiene derecho a obrar a su antojo en los caminos de la república.
Y volviéndose hacia el coronel, que se encontraba a algunos pasos inmóvil como una estatua, añadió:
—Señor don Felipe Neri, vuelva V. pies atrás con los suyos; el camino está completamente libre hasta Puebla. ¿Me comprende usted?
—Sí, señor; sin embargo, replicó el coronel titubeando, me parece que mi deber me ordena escoltar...
—¡Cállese V.! exclamó con arrebato el Rayo; escuche V. bien lo que voy a decirle y sobre todo saque provecho de mis palabras: aquéllos a quienes esperaba V. encontrar no lejos de este sitio, no existen ya; casi todos sus cadáveres son en este instante pasto de los buitres. Por hoy han perdido Vds. la partida; créanme pues, vuelvan grupas.
El coronel titubeó espacio de un segundo, luego hizo avanzar algunos pasos a su caballo, y con voz entrecortada por la emoción, dijo:
—Señor, no sé si es V. hombre o demonio para imponer de esta suerte, solo contra todos, su voluntad a hombres valientes; para un soldado nada significa la muerte, cuando al frente del enemigo recibe una bala en medio del pecho; ya una vez he retrocedido delante de V., y no quiero hacerlo otra; máteme V. pues, pero no me deshonre.
—Me place oírlo hablar este lenguaje, don Felipe, replicó con frialdad el Rayo; el valor sienta bien en un militar; a pesar de sus instintos rapaces y de sus hábitos de bandido, veo con gusto que no carece V. de ánimo; no desespero pues de que tarde o temprano me quepa proporcionarle ocasión de desquitarse conmigo, si una bala, al cortar el hilo de su existencia, no interrumpe súbito la corriente de sus buenas intenciones. Ea, añadió el Rayo como tomando una resolución repentina, ordene V. a sus soldados, que están temblando como unas gallinas, que retrocedan una docena de pasos; voy a darle en el acto la satisfacción que desea.
—¡Ah! caballero, exclamó el coronel, ¿consentiría V...?
—¿En jugar mi vida contra la de V.? ¿por qué no? dijo el Rayo con voz zumbona. Usted desea una lección y voy a dársela.
Inmediatamente don Felipe Neri volvió grupas, y dirigiéndose a sus soldados les hizo retroceder, maniobra que éstos ejecutaron con la más laudable solicitud.
Don Andrés de la Cruz, que así llamaremos en adelante al anciano, dándole su verdadero nombre, había asistido como espectador íntimamente interesado a la escena que hemos descrito y en la cual hasta entonces no se atreviera a tomar parte.
Con todo, al ver el cariz que tomaban las cosas, se creyó en el deber de aventurar algunas observaciones.
—Dispense V., caballero, dijo dirigiéndose al misterioso incógnito, le agradezco en el alma su intervención en mi pro, pero permítame le advierta que hace ya sobrado tiempo que estoy detenido en este desfiladero y que desearía continuar mi viaje a fin de poner cuanto antes a mi hija a cubierto de todo peligro.
—Ningún peligro amenaza a doña Dolores, señor, repuso con frialdad el Rayo; este corto retardo no puede en modo alguno acarrearla malas consecuencias; por otra parte, deseo que usted presencie el duelo que va a verificarse aquí y que hasta cierto punto es en pro de su causa; le ruego pues que tenga paciencia. Pero ahí está de regreso don Felipe; pronto estaremos listos. Figúrese V. que apuesta en una riña de gallos; créame, va V. a divertirse.
—Sin embargo..., arguyó don Andrés.
—De insistir va V. a disgustarme, caballero, interrumpió con aspereza el Rayo. A ver, preste usted a don Felipe uno de los magníficos revólveres que consigo trae y sé se los ha remitido desde París el armero Devisme. Supongo que están cargados ¿eh?
—Sí, señor; lo están, respondió don Andrés entregando una de sus pistolas.
Don Felipe tomó el arma, la volvió entre los dedos, y levantando la cabeza con ademán contrariado, dijo:
—No sé servirme de esta clase de armas.
—Pues son muy sencillas, contestó cortésmente el Rayo, y va a conocer perfectamente su mecanismo dentro de un par de segundos; señor don Andrés, hágame V. el obsequio de explicar a don Felipe el sencillísimo manejo de estas armas.
El español explicó el modo de usar el revólver al coronel, quien desde luego se puso al cabo.
—Ahora, señor don Felipe, continuó el Rayo, siempre sereno e impasible, escúcheme V. bien: consiento en darle la satisfacción que de mí solicita, con tal que, sea cual fuere el resultado del duelo que vamos a empeñar, se comprometa a volver grupas al instante dejando a don Andrés y a su hija en libertad de continuar su viaje como más les convenga: ¿acepta V.?
—Acepto, señor.
—Perfectamente; ahora lo que vamos a hacer es echar pie a tierra y colocarnos a veinte pasos uno de otro; ¿le conviene a V. esta distancia?
—Sí, señor.
—Está bien; a una señal mía, pues, dispare V. sobre mí los seis tiros de revólver; yo tiraré luego, pero una sola vez, porque el tiempo apremia.
—Dispense V., señoría, ¿pero si le mato a V. de uno de los seis disparos?
—¡Quía! señor, no va V. a matarme, respondió con frialdad el Rayo.
—¿Usted cree?
—Estoy seguro de ello; para matar a un hombre de mi temple, señor don Felipe, respondió el Rayo con acento de ironía mordaz, es menester un corazón animoso y una mano de bronce, y V. carece de ambas cosas.
Don Felipe no replicó, pero dominado por rabia sorda, pálida la frente y las cejas juntas, fue a colocarse resueltamente a veinte pasos de su adversario.
El Rayo echó pie a tierra, se plantó con arrogancia, irguió la cabeza, avanzó la pierna derecha y cruzó los brazos a la espalda.
En esta posición y enfrente del coronel, dirigió a éste las siguientes palabras:
—Procure V. apuntar bien; los revólveres, por buenos que sean, suelen tener el defecto de enviar las balas un poco altas; no se apresure usted. ¿Está ya? Bravo; puede V. disparar.
Don Felipe no aguardó a que se lo dijeran dos veces, sino que, apretando el gatillo, hizo tres disparos seguidos.
—Demasiado aprisa, demasiado aprisa, gritó el Rayo al coronel, ni siquiera he oído silbar las balas. No se apresure V. tanto y vea de aprovechar las tres balas que le quedan.
Todos tenían la mirada fija en los duelistas y el corazón pendiente de un hilo. Don Felipe Neri, desmoralizado por la impasibilidad de su adversario y el mal éxito de sus disparos, a pesar suyo se sentía fascinado por la negra estatua que ante él se erguía serena y de la que solamente veía, al través de la máscara, brillar los ojos cual ardientes brasas; de cada uno de sus cabellos, erizados de espanto, pendía una gota de sudor; en una palabra, había perdido el ánimo.
Con todo, la cólera y el orgullo devolvieron al coronel la fuerza necesaria para ocultar a los ojos de los asistentes la espantosa agonía que estaba sufriendo; por un supremo esfuerzo de voluntad recobró aparentemente la calma y disparó la cuarta bala.
—Esta vez lo ha hecho V. más bien, dijo con zumba el Rayo, pero todavía ha pasado demasiado alta; a ver la otra.
Exasperado por esta última burla, don Felipe apretó el gatillo, y la bala fue a dar contra la peña escasamente a una pulgada encima de la cabeza del desconocido.
No quedaba sino una bala en el revólver.
—Adelante V. cinco pasos, dijo el Rayo; puede que así no desaproveche el último tiro.
Don Felipe no contestó a este último sarcasmo, pero saltó como una fiera, se colocó a quince pasos e hizo fuego.
—Ahora me toca a mí, dijo con toda tranquilidad el desconocido, retrocediendo para restablecer la distancia primera; pero observo, caballero, que se ha descuidado V. de descubrirse, y ésta es una falta de cortesía que no tolero de ningún modo.
En pronunciando estas palabras, el Rayo empuñó una de las dos pistolas que llevaba al cinto, la amartilló, tendió el brazo, disparó sin tomarse la molestia de apuntar, y el sombrero del coronel, arrebatado por el proyectil, cayó rodando por el polvo.
Don Felipe dio un rugido salvaje y exclamó:
—¡Es V. un demonio!
—No, replicó el Rayo, soy un hombre de alma. Ahora márchese V., le perdono la vida.
—Parto, sí, dijo el coronel; pero sea usted quien sea, hombre o demonio, juro matarle, aun cuando deba perseguirle hasta las profundidades del averno.
El Rayo se acercó a don Felipe, le llevó violentamente aparte asido del brazo, y levantando la máscara que le cubría el rostro le mostró sus facciones, diciendo con voz reconcentrada:
—Va V. a conocerme ¿no es verdad? Lo único que le encargo ahora que me ha visto cara a cara, es que no olvide que nuestro primer encuentro puede ser mortal; márchese V.
Don Felipe se subió a caballo sin replicar palabra, se puso a la cabeza de sus despavoridos soldados, y al galope tomó de nuevo el camino de Orizaba.
Cinco minutos después, en la meseta no quedaban sino los viajeros y sus criados. El Rayo, aprovechando sin duda el momento de desorden y sorpresa producido por el final de la escena que hemos narrado, había desaparecido.
Cuatro días después de ocurridos los acontecimientos de que se hace mérito en el anterior capítulo, el conde Luis del Saulay y Oliverio todavía viajaban mano a mano, pero el lugar de la escena había cambiado por completo. Alrededor de ellos se extendía una inmensa llanura cubierta de feraz vegetación y regada por algunos ríos, en las márgenes de los cuales estaban asentadas las humildes chozas de muchos pueblos de escasa o ninguna importancia; acá y allá estaban pastando algunos rebaños vigilados por vaqueros montados que llevaban la reata en la silla, el machete al cinto y la larga pica en el descanso. En el camino, cuyas amarillentas revueltas resaltaban sobre el color verde del llano, se veían negruzcas manchas, que no eran sino recuas de mulas que se dirigían hacia las nevadas montañas que limitan el horizonte; grupos de árboles gigantescos daban variedad a la perspectiva, y algo a la derecha, en la cúspide de una colina bastante elevada, se erguían orgullosamente los robustos muros de una importante hacienda.
Los viajeros avanzaban a paso corto por las últimas sinuosidades de angosta senda que suavemente bajaba al llano, y al llegar a un sitio en que la cortina de árboles que les interceptaba la vista se separó a uno y otro lado, la perspectiva pareció de repente ante ellos, cual si de súbito la hubiese hecho surgir la prodigiosa varita de un mago.
Al ver el magnífico caleidoscopio que a sus miradas se ofrecía, el conde lanzó un grito de admiración.
—Como sé que es V. hombre de gusto, le preparé esta sorpresa, dijo Oliverio. ¿Qué le parece?
—Admirable; nunca he visto una perspectiva tan hermosa, exclamó el joven con entusiasmo.
—Sí, dijo el aventurero ahogando un suspiro, para una perspectiva echada a perder por la mano del hombre no está del todo mal; pero le repito lo que tantas veces le he manifestado: solamente en las altas sabanas del gran desierto mejicano es posible ver la naturaleza tal cual Dios la ha creado; esto, en comparación, no es sino una decoración de ópera, una naturaleza convencional que no tiene razón de ser y nada significa.
—Convencional o no, replicó el conde riéndose de la humorada de su interlocutor, yo hallo admirable la perspectiva.
—Ya le he dicho que no está del todo mal; pero imagine V. cuan hermoso debió ser este paisaje en los primitivos días del mundo, cuando a pesar de los torpes conatos de los hombres éstos no han conseguido aún echarlo a perder enteramente.
—Por mi vida que es V. un compañero inapreciable, repuso el joven redoblando la risa al escuchar lo que acababa de decir Oliverio; le aseguro que una vez nos hayamos separado, a menudo echaré de menos su agradable compañía.
—Pues prepárese V. a ello, señor conde, contestó el aventurero sonriendo, porque pronto vamos a separarnos.
—¿Cómo se entiende?
—A lo sumo dentro de una hora; pero continuemos andando; el sol empieza a calentar y la sombra de los árboles que se ven allá abajo nos vendrá de perlas.
Los dos viandantes soltaron las riendas a sus caballos y anudaron al paso el descenso casi insensible que debía conducirles al llano.
—¿No siente V. todavía necesidad de dar un poco de reposo al cuerpo, señor conde? preguntó el aventurero mientras liaba con indolencia un cigarrillo.
—De veras, no; gracias a V., este viaje, si bien algo monótono, me ha parecido delicioso.
—¿Monótono ha dicho V.?
—¡Caramba! en Francia se cuentan hechos tan espeluznantes de las tierras de ultramar, donde, según dicen, se encuentra uno con bandidos emboscados a cada paso y no es posible andar diez leguas sin exponer veinte veces la vida, que no sin aprensión desembarcamos los europeos en estas playas. A mí me habían llenado la cabeza de historias capaces de hacer poner de punta los cabellos, y francamente, esperaba sorpresas, emboscadas, combates encarnizados y qué sé yo cuantas cosas más. Pero ya ve V., nada, absolutamente nada ha ocurrido; he hecho el viaje más prosaico del mundo, sin que durante él haya sobrevenido el más leve accidente para poderlo yo referir más adelante.
—Todavía no ha salido V. de Méjico.
—Es cierto, pero esto no quita que vea desvanecidas mis ilusiones; ya no creo en los bandidos mejicanos, ni en los feroces indios; no vale la pena venir de tan lejos para no ver más de lo que uno ve en su propia tierra. ¡Vayan al diablo los viajes! Hace cuatro días íbamos a vernos en un lance, y tan es así, que cuando V. me dejaba a solas, forjaba en mi imaginación los más belicosos proyectos; luego volvía V., al cabo de dos largas horas, y me anunciaba sonriendo que se había equivocado, que nada había visto. No me ha cabido sino tragarme todos mis designios bélicos. Si esto es estar de chiripa, que venga Dios y lo vea.
—¿Qué quiere V.? replicó el aventurero con acento de imperceptible ironía, la civilización se va infiltrando por tal modo entre nosotros, que, salvo algunas ligeras diferencias, hoy nos paremos a las viejas naciones de Europa.
—Chancéese V. y búrlese de mí cuanto quiera, dijo el conde; pero volvamos al asunto.
—Esto pido, señor, replicó el aventurero. ¿Entre otras cosas no me dijo V. que tenía el designio de dirigirse a la hacienda del Arenal, y que si no se desviaba de su camino que conduce directamente hacia Méjico, era porque temía extraviarse en una tierra a la que V. no conocía y en la que dudaba encontrar quien fuese capaz de ponerle nuevamente sobre la pista?
—Efectivamente, caballero.
—Pues bien, las cosas se simplifican extraordinariamente.
—¿Y eso?
—Mire enfrente de V., señor conde, ¿qué ve V.?
—Un magnífico edificio con todo el aspecto de una fortaleza.
—Pues el edificio ese es la hacienda del Arenal.
—¿De veras? ¿No me engaña V.? preguntó el conde.
—¡Para qué! respondió suavemente el aventurero.
—¡Oh! de esta suerte la sorpresa resulta buena cosa más agradable que no supuse.
—A propósito, me olvidaba de una circunstancia que no deja de ser importante para V.: hace ya dos días que sus criados y sus equipajes están en la hacienda.
—Pero ¿quién puso en antecedentes a mis criados?
—Yo.
—¡Cómo V.! si puede decirse que no se ha movido de mi lado.
—Cortos fueron los momentos en que me separé de V., es verdad, pero tuve lo bastante.
—Es V. un amabilísimo compañero, don Oliverio, y le agradezco en el alma las atenciones de que me rodea.
—¡Bah! V. se chancea.
—¿Conoce V. al propietario de la hacienda esa?
—¿A don Andrés de la Cruz? ¡ya lo creo!
—¿Qué tal es?
—¿En lo moral o en lo físico?
—En lo moral.
—Un sujeto de gran corazón y clara inteligencia; prodiga el bien, y atiende a pobres y a ricos.
—Magnífico es el retrato.
—Y me quedo corto. ¡Ah! se me olvidaba decir a V. que don Andrés tiene muchos enemigos.
—¡Enemigos!
—Sí, todos los bribones de la comarca, y a Dios gracias abundan en esta bendita tierra.
—¿Y su hija doña Dolores?
—Es una deliciosa niña de dieciséis años, todavía más buena que hermosa; inocente y pura, sus ojos reflejan el cielo; es un ángel a quien ha placido a Dios colocar en la tierra, sin duda para vergüenza de los hombres.
—V. va a venirse conmigo a la hacienda, ¿no es eso? preguntó el conde.
—No; dentro de algunos minutos tendré el honor de despedirme de V.
—Supongo que para vernos de nuevo cuanto antes.
—No me atrevo a prometérselo a V., señor conde.
Oliverio y el joven caminaron algunos instantes más mano a mano, guardando el más profundo silencio y aguijando a sus cabalgaduras, con lo que se iban acercando rápidamente a la hacienda, cuyos edificios aparecían ya por completo.
Era la del Arenal una de esas magníficas residencias construidas durante los primeros años de la conquista, entre palacio y fortaleza, semejante a las que los españoles levantaban por aquellos tiempos en sus dominios, a fin de mantener a raya a los indios y resistir a las continuas y sangrientas revueltas de éstos.
Las almenas que coronaban los muros de la hacienda proclamaban la nobleza de su propietario, ya que únicamente los nobles gozaban del derecho de almenar sus moradas y de cuyo derecho se mostraban por demás celosos.
La cúpula de la capilla de la hacienda, que sobresalía de las murallas, brillaba a los ardorosos rayos del sol.
A medida que los viajeros iban acercándose, el paisaje iba cobrando nueva vida; a cada paso se encontraban con jinetes, arrieros guiando sus recuas de mulas, indios que corrían llevando bultos a cuestas suspendidos de una correa que les pasaba alrededor de la frente, rebaños conducidos por vaqueros y que iban en busca de nuevo pasto, frailes trotando sobre sendas mulas, mujeres, niños, en una palabra, gente atareada de todos estados y de uno y otro sexo que iban, venían y se cruzaban en todas direcciones.
Al llegar al pie de la colina sobre la cual se asentaba la hacienda y en el instante en que iba a penetrar en la senda que conducía a la puerta principal del edificio, el aventurero detuvo a su caballo, y volviéndose hacia el joven, le dijo:
—Señor conde, hemos llegado al término de nuestro viaje; con su permiso pues me retiro.
—No sin prometerme antes que vamos a vernos de nuevo.
—Me es imposible empeñar tal promesa, señor conde; nuestros caminos son diametralmente opuestos, y por otra parte quizá valdría más que no volviésemos a vernos.
—¿Qué quiere V. decir?
—Nada personal ni ofensivo para V.; permítame que le estreche la mano antes de separarnos.
—De todo corazón, exclamó el joven tendiéndole efusivamente la diestra.
—Adiós, dijo Oliverio; el tiempo vuela y a estas horas debía encontrarme ya muy lejos de aquí.
El aventurero se inclinó sobre el cuello de su caballo y con la rapidez de la flecha se internó en un sendero por él que no tardó en desaparecer.
—¡Vaya un carácter singular! murmuró el joven. ¡Oh! volveré a verle, es menester que así sea.
El conde oprimió suavemente los ijares de su cabalgadura y penetró en el sendero que en pocos minutos debía conducirle a la cúspide de la colina y a la puerta principal de la hacienda.
Oliverio anduvo acertado al decir que al conde le estaban esperando en la hacienda; en efecto, éste vio dos criados que, de pie en la puerta, al parecer acechaban su llegada.
El joven se apeó en el primer patio y abandonó su caballo en manos de un palafrenero que lo condujo a la caballeriza.
En el instante en que el conde se encaminaba hacia una gran puerta sombrada por una marquesina y que daba paso a las habitaciones, don Andrés salió por ella, voló solícito a su encuentro, le estrechó efusivamente contra su corazón, y después de besarle repetidas veces, dijo:
—¡Alabado sea Dios! por fin ha llegado V.; ya empezábamos a estar cuidadosos.
El conde, cogido de improviso, se dejó abrazar y besar sin darse cuenta cabal de lo que le pasaba, ni atinando con quién se las había; pero el anciano, advirtiendo la admiración de su huésped y que éste a pesar de sus esfuerzos no conseguía disimularla del todo, le sacó del aprieto nombrándose y añadiendo:
—Soy su pariente cercano, mi querido conde; su primo; así pues no tenga V. empacho, obre con entera libertad; esta casa y cuanto en ella se encierra está a su disposición.
El joven se deshizo en excusas; pero don Andrés le interrumpió, diciendo en tono festivo:
—¡Válgame Dios! ¿dónde tengo la cabeza? le entretengo aquí contándole mis chocheces y me olvido de que acaba de hacer V. un largo viaje a caballo y por consiguiente de que necesita reposo. Venga V., quiero darme la satisfacción de conducirle yo mismo a sus habitaciones; hace ya muchos días que están dispuestas.
—Mi querido primo, contestó el conde, le agradezco en el alma los agasajos de que me colma, pero creo sería conveniente que me presentase V. a mi prima antes de retirarme.
—Esto no corre priesa, mi querido conde; mi hija se encuentra ahora en su tocador con sus doncellas. Primeramente deje que le anuncie; sé más bien que V. lo que conviene hacer en estas circunstancias. Vaya V. a descansar.
—Como V. quiera, primo; por otra parte le confieso, ya que me hace el favor de dejarme en completa libertad, que no sentiré tomar algunas horas de reposo.
—¿No decía yo? repuso alegremente don Andrés, todos los jóvenes son iguales: no saben de la misa la media.
El hacendero condujo entonces a su huésped a una habitación previamente dispuesta y amueblada con gusto bajo la inmediata inspección de don Andrés; la cual estaba destinada al conde para todo el tiempo que a éste le pluguiese permanecer en la hacienda, y a la que habían sido ya transportadas sus maletas.
Al conde le estaba aguardando su ayuda de cámara.
La habitación que hemos dicho, no era espaciosa, pero estaba muy bien distribuida y, atendidos los recursos del país, ofrecía muchas comodidades. Se componía de cuatro piezas: el dormitorio del conde con su gabinete tocador y cuarto de baños anejo, un estudio que hacía las veces de salón, antecámara y un aposento para los criados, a fin de que aquél pudiese utilizarlos de día y de noche. Por medio de algunos tabiques, la habían separado, hecha del todo independiente de las demás habitaciones de la hacienda, y en ella se penetraba por tres puertas: una que daba al vestíbulo, otra al patio común y otra, de la que partían algunos escalones, que daba acceso a la magnífica huerta de la hacienda, huerta que por lo vasta merecía el título de parque.
El conde, recién desembarcado en Méjico, y que al igual que todos los extranjeros tenía una idea errónea de un país al que no conocía, estaba muy lejos de presumir que en la hacienda del Arenal iba a encontrar una instalación tan cómoda y por tal modo adaptaba a sus gustos y a sus costumbres un tanto graves; así es que se sintió enajenado y dio a don Andrés las más calurosas gracias por la molestia que se tomara para hacerle agradable su estancia en la hacienda, y aun le significó cuan distante estaba de esperar un recibimiento tan amable.
Don Andrés de la Cruz, hondamente satisfecho de este cumplido, se frotó las manos con alegría y se retiró, dejando a su pariente en libertad de entregarse al reposo.
Una vez a solas con su ayuda de cámara, el conde, después de cambiar el traje que llevaba por otro más adecuado a la vida de campo, interrogó a su criado respecto del modo como había efectuado su viaje desde Veracruz y como le recibieran a su llegada a la hacienda.
El mencionado ayudante de cámara, hermano de leche del conde, de quien era devotísimo, tenía poco más o menos la misma edad que éste, y sobre ser robusto, bien formado, de presencia agradable y valeroso, le adornaba una cualidad preciosa en un criado, la de ser ciego, sordo y mudo. Efectivamente, no hablaba sino conminado por orden expresa y aun en este caso era por demás lacónico. El conde le quería mucho y tenía en él ilimitada confianza.
Raimbaut, que así se llamaba el criado, sentía por su amo un respeto profundo, y, siempre esclavo de la etiqueta, no le hablaba nunca sino, en tercera persona. Fuese cual fuese la hora del día o de la noche que el conde le llamase, se presentaba ante él ostentando el severo traje que había adoptado, compuesto de casaca negra, a la francesa, de cuello recto y botonadura de oro, chupa y calzones negros, medias de seda blancas, zapatos con hebilla y corbata blanca. Excepto los polvos, que no llevaba, vestido de esta suerte Raimbaut asumía todas las apariencias de un intendente de encopetado señor del pasado siglo.
El otro criado del conde era un mocetón de unos veinte años, robusto y de musculatura atlética. Ahijado de Raimbaut, que se había encargado de instruirle en las prácticas del servicio, desempeñaba las mecánicas más pesadas y vestía la librea del conde, azul y plata; se llamaba Lanca Ibarru, era adicto a su amo y temía como al fuego a su padrino, a quien profesaba una veneración profunda. Valiente si los hay, astuto e inteligente, empañaban un tanto estas cualidades su glotonería y su afición al dolce far niente.
Corto fue el relato de Raimbaut: nada absolutamente le había pasado sino recibir por conducto de un desconocido una orden de su amo para que en vez de continuar su viaje hasta Méjico se hiciese conducir al Arenal, como así lo había efectuado.
El conde, que vio era cierto lo que el aventurero le dijera, despidió a su ayuda de cámara, se arrellanó en una butaca y abrió un libro; pero a no tardar y apoderándose de él el sueño, se durmió.
A eso de las cuatro de la tarde y en el preciso instante en que el conde se despertaba, Raimbaut entró en el dormitorio de éste y le anunció que don Andrés de la Cruz le estaba aguardando para comer.
El conde dirigió una mirada a su tocado y precedido de Raimbaut, que le servía de guía, se encaminó hacia el comedor.
El comedor de la hacienda del Arenal, espacioso y largo, recibía luz por ventanas ojivales de pintadas vidrieras, sus paredes estaban cubiertas de ensambladuras de roble ennegrecido por los años, que le daban el aspecto de un refectorio de Cartujos del siglo XV, y en medio de él había una gran mesa en forma de herradura, rodeada de bancos excepto en la testera.
Al penetrar el conde del Saulay en la mencionada pieza, casi todos los comensales, unos veinticinco, se encontraban ya reunidos en ella.
Don Andrés, al igual que muchos de los grandes propietarios mejicanos, había conservado en sus posesiones la costumbre de hacer comer con él a sus criados.
Esta costumbre patriarcal, largos años ha caído en desuso en Francia, a nuestro modo de ver era una de las mejores que nos legaron nuestros padres, pues la vida en común estrechaba los lazos que unían los amos a los criados y enfeudaba a éstos, por decirlo así, a la familia, con la que hasta cierto punto compartían la vida íntima.
Don Andrés de la Cruz estaba en pie en la testera del comedor, entre sus hijos Melchor y Dolores.
Respecto de esta última nada diremos, pues el lector ya la conoce; por lo que hace a don Melchor, que vestía el traje mejicano en toda su pureza, tenía poco más o menos la misma edad que el conde, y su aventajada estatura y complexión robusta hacían de él un buen tipo en la acepción vulgar de la palabra. Tenía las facciones varoniles y distinguidas, negra y poblada la barba, grandes los ojos y de mirar fijo y perspicaz, color moreno subido ligeramente aceitunado, voz un tanto áspera y rostro sombrío, que a la más leve emoción cobraba una expresión de amenaza y de altivez terribles. Por lo demás su ademán era noble y exquisitos sus modales.
Una vez el señor de la Cruz hubo hecho las presentaciones, los comensales se sentaron alrededor de la mesa; luego el hacendero hizo colocar al conde a su derecha, al lado de doña Dolores, dirigió una seña a ésta, que dijo el Benedicite, los convidados contestaron amén, y empezó la comida.
Al igual que sus antepasados los españoles, los mejicanos son muy sobrios y no beben durante la comida; únicamente a los postres, cuando sirven los dulces, colocan vasos de agua en la mesa.
Don Andrés de la Cruz, por un exceso de cortesanía, había mandado que sirviesen vino a su huésped francés, el cual era atendido por su ayuda de cámara, que, con grande admiración de los circunstantes, estaba de pie detrás de él.
La comida fue silenciosa a pesar de los repetidos esfuerzos de don Andrés para animar la conversación; el conde y don Melchor se limitaban a cruzar entre sí y de cuando en cuando algunos cumplidos triviales; doña Dolores estaba pálida, parecía sentirse indispuesta, apenas probaba los manjares y no profería palabra alguna.
En comiendo, se levantaron todos y los criados de la hacienda se fueron cada cual a sus quehaceres.
El conde, preocupado a pesar suyo con el frío y compasado acogimiento que le había reservado don Melchor, pretextó la fatiga del viaje para retirarse a sus habitaciones, en lo que don Andrés consintió con repugnancia manifiesta.
Don Melchor y el conde cruzaron un saludo ceremonioso y se volvieron la espalda, y doña Dolores hizo una graciosa cortesía al joven, quien se retiró después de estrechar cariñosamente la mano que su anfitrión le tendió.
Acostumbrado como estaba a vivir en medio de la comodidad y de la elegancia y a las relaciones de la sociedad parisiense, tan saturadas de buen gusto y de aticismo, el conde del Saulay necesitó algunos días para familiarizarse con la existencia triste, monótona y estrecha de la hacienda del Arenal.
No obstante la afectuosa acogida que le había dispensado don Andrés de la Cruz y de las atenciones de que éste le rodeaba incesantemente, el joven no tardó en advertir que su anfitrión era el único que de la familia le miraba con buenos ojos.
Doña Dolores, muy cortés para con él y aun bondadosa en sus relaciones cotidianas o cuando el acaso les reunía, parecía sentirse mortificada en su presencia y apartar todas las ocasiones de hablar a solas. La doncella, tan pronto advertía que su padre o su hermano se salían del aposento donde se encontraban en compañía del conde, interrumpía de improviso la conversación, murmuraba, sonrojándose, alguna excusa y se alejaba, o más bien desaparecía volando, con la ligereza y rapidez de un pájaro, y sin más cumplidos dejaba solo a Luis.
Semejante conducta por parte de una doncella a la que estaba prometido desde la infancia, por quien había cruzado el océano casi contra su voluntad y solamente para honrar la palabra empeñada en su nombre por su familia, era realmente para mortificar a un hombre como el conde del Saulay, a quien su belleza física, su talento y su fortuna no le tenían de ningún modo acostumbrado hasta entonces a verse tratado con tanto desapego y desdén por las damas.
Poco inclinado ya de suyo al matrimonio que su familia quería imponerle y lo más mínimo enamorado de su prima, a quien apenas se había tomado el trabajo de mirar, y a la que, a causa de su indiferencia, estaba tentado a calificar de necia, el conde se hubiera conformado con la repugnancia que la joven parecía experimentar hacia él y aun consolado y felicitado por la ruptura del matrimonio proyectado, si en este negocio no hubiese estado comprometido su amor propio de un modo para él sobrado ofensivo.
Por mucho que fuese el desapego que sintiese por doña Dolores, al conde le humillaban el poco efecto que su porte, sus modales y su boato habían producido en la joven y el modo frío y desdeñoso con que ésta escuchara sus cumplidos y recibido sus regalos.
No obstante anhelar sinceramente que no se llevase a efecto una boda que por mil razones le tenía disgustado, Luis deseaba que sin partir positivamente de él, la ruptura tampoco partiese abiertamente de la joven, y que al mismo tiempo que se retiraba con los honores de la guerra, las circunstancias se presentasen lo bastante propicias para que la que debía ser su esposa sintiese su partida.
Descontento de sí mismo y de cuantos le rodeaban, sintiendo que se encontraba en una situación falsa que era probable iba a convertirse en ridícula dentro de poco, el conde determinó salir de ella lo más antes posible; pero antes de provocar una explicación franca y decisiva por parte de don Andrés de la Cruz, que parecía no sospechar lo más mínimo lo que estaba ocurriendo, el joven determinó saber positivamente a qué atenerse respecto de su prometida; y es que con la fatuidad propia de todos los hombres acostumbrados a no hallar oposición, estaba íntimamente convencido de que era imposible que doña Dolores no le hubiese amado si de su corazón no se hubiese ya apoderado otro hombre.
Tomado que hubo esta resolución y firme en ella, el conde, que por otra parte no sabía como matar el tiempo en la hacienda, se puso a espiar los pasos de la joven, resuelto, una vez adquirida la certidumbre, a retirarse y a tomar sin pérdida de tiempo la vuelta de Francia, a la que cada día encontraba más a faltar y de la que se arrepentía haber salido tan inopinadamente para venir a correr a dos mil leguas de ella un lance tan humillador.
Ya hemos hecho observar que doña Dolores, no obstante su indiferencia para con el conde, se creía obligada a mostrarse si no tan amable como hubiera deseado, a lo menos conforme, cortés y cumplida; ejemplo que don Melchor su hermano se dispensaba de imitar, ya que trataba al huésped de su padre con una indiferencia tal y tan estudiada, que forzosamente el conde tenía que advertirla, aun cuando éste desdeñase darse por entendido y simulase tomar los modales groseros, ofensivos y aun brutales del joven cual sí estuviesen muy en consonancia con las costumbres de la tierra.
Sin embargo, debemos confesar que los mejicanos son de una cortesanía exquisita, que su lenguaje es siempre pulcro y floridas sus expresiones, y que aparte el traje, es literalmente imposible diferenciar un hombre del pueblo de otro perteneciente a la clase encumbrada. Por una singular anomalía, indudablemente hija de su carácter hosco, don Melchor de la Cruz era la antítesis de sus compatriotas; siempre sombrío, compasado, recogido en sí mismo, puede decirse que no abría la boca sino para verter contadas palabras con tono áspero y voz ingrata.
De buenas a primeras, el conde y don Melchor quedaron poco satisfechos uno de otro: el francés pareció excesivamente presumido y muy más afeminado al mejicano, y el mejicano, grosero y vulgar en su traza y lenguaje al francés. Sin embargo, de no existir en realidad más que esta antipatía instintiva, quizás ella hubiera desaparecido, y entre los dos se habrían cimentado relaciones de amistad una vez se hubiesen conocido más a fondo y por consiguiente apreciado más; pero lo que don Melchor sentía por el conde no era indiferencia, ni envidia, sino un odio verdaderamente mejicano.
¿De dónde provenía este odio? ¿qué desconocida particularidad del conde había dado nacimiento a ella? Éste era el secreto de don Melchor.
Por lo demás, el joven hacendero era un arca de misterios y sus acciones tan tenebrosas como su semblante. Gozaba de libertad absoluta y de ella usaba y abusaba para ir y venir, entrar y salir sin dar cuenta de sus pasos a persona alguna. Su padre y su hermana, indudablemente acostumbrados a semejantes genialidades, nunca le preguntaban de dónde venía ni qué había hecho cuando tras una ausencia de siete u ocho días regresaba a la hacienda.
En estas circunstancias, por cierto muy frecuentes, llegaba a la hora del almuerzo.
Don Melchor saludaba con la cabeza a los asistentes y se sentaba a la mesa sin pronunciar palabra, y en comiendo liaba un cigarrillo, lo encendía y se retiraba a sus habitaciones sin hacer caso alguno de los que se encontraban en el comedor.
Comprendiendo don Andrés la inconveniencia y máxime lo poco galante de semejante conducta para con su huésped, una o dos veces ensayó disculpar a su hijo, atribuyendo la falta de cortesía de éste a graves ocupaciones que le absorbían por entero.
—Don Melchor, contestó el conde, es caballero cabal y de conducta correcta; y aun la franqueza de que hace gala, tratándome como amigo y pariente y no como extraño, prueba la amistad que me profesa. Sentiría pues en el alma que por mí modificase lo más mínimo sus costumbres.
El hacendero, que no se llamó a engaño respecto de la aparente mansedumbre de su huésped, juzgó prudente no insistir sobre el particular y no se habló más del asunto.
A don Melchor le temían no sólo todos los peones de la hacienda, sino también, por lo que podía colegirse, su mismo padre.
Era evidente que aquel sombrío joven ejercía sobre cuánto le rodeaba un influjo que quizá por lo oculto era más terrible; pero nadie se atrevía a quejarse. El conde, único que pudiera haber aventurado algunas observaciones, no se tomaba el trabajo de hacerlas, por la sencilla razón de que hallándose de paso, y sólo por algunos días en Méjico y teniéndose por extraño, no le halagaba intervenir en asuntos o en intrigas que no le incumbían ni debían concernirle para nada.
Dos meses hacía que Luis de Saulay llegara a la hacienda, y este periodo de tiempo lo había empleado en leer o en recorrer los alrededores, casi siempre en compañía del mayordomo de don Andrés, sujeto de unos cuarenta años de edad, rechoncho, robusto y de semblante sincero y que al parecer gozaba de ilimitada confianza en el ánimo de sus amos.
Dicho mayordomo, llamado León Carral, había cobrado grande afición al joven francés, cuya liberalidad e inagotable buen humor le tenían cautivado.
Se complacía el buen Carral, durante sus carreras por el llano, en amaestrar al conde en el arte de la equitación, haciéndole comprender los defectos de la escuela francesa y aplicándose en convertirle en lo que él tenía la justificada pretensión de ser, esto es, un verdadero hombre de a caballo, un jinete consumado.
Debemos añadir que el discípulo aprovechó muy mucho las lecciones y que no sólo se había convertido en poco tiempo en habilísimo jinete, sino también, gracias asimismo al mayordomo, en tirador de primer orden.
Siguiendo los consejos de su maestro, hacia poco que el conde adoptara el elegante y cómodo traje mejicano, que le sentaba a las mil maravillas.
Don Andrés de la Cruz se había frotado de gusto las manos al ver que aquél a quien consideraba ya casi yerno suyo tomaba el traje del país, pues esto le demostraba que al conde le animaba el intento de establecerse en Méjico; y aun se asió de esta circunstancia para hacer rodar diestramente la conversación sobre aquello que más le interesaba, o si decimos el matrimonio del conde con doña Dolores. Él del Saulay, sin embargo, siempre ojo avizor, había rehuido, como hiciera ya repetidas veces, este tema escabroso.
—No obstante, es menester que nos expliquemos, murmuraba entre sí don Andrés, moviendo la cabeza y retirándose.
Desde la llegada del conde a la hacienda, a lo menos era la décima vez que el señor de la Cruz se prometía tener con él una explicación; pero hasta entonces el joven había tenido la maña de eludirla.
Un día en que el conde, retirado en su aposento, había leído hasta más tarde que de costumbre, en el momento de cerrar el libro y de meterse en cama levantó por casualidad los ojos y le pareció ver pasar una como sombra por delante de la puerta-ventana que miraba a la huerta.
La noche estaba muy avanzada y hacía ya dos horas que todos los moradores de la hacienda dormían o debían de estar durmiendo.
Luis, sin darse exacta cuenta de los motivos que a ello le impulsaban, resolvió informarse por sí mismo de quien era aquel noctívago que tenía el capricho de pasearse a tales horas. Se levantó pues de la butaca en que estaba sentado, se proveyó de dos revólveres Devisme de seis tiros cada uno que había sobre una mesa, a fin de estar apercibido para lo que pudiese ocurrir, abrió cuan suavemente le fue posible la puerta-ventana y se internó en la huerta, tomando la dirección por la cual había visto desaparecer la sombra sospechosa.
La noche estaba espléndida, la luna difundía sobre la tierra una luz vivísima, y la atmósfera asumía una transparencia tal, que a larga distancia se distinguían claramente los objetos.
El conde, que muy rara vez entrara en la huerta y por consiguiente desconocía las revueltas de la misma, vacilaba en internarse en las alamedas que ante sus ojos se prolongaban en todas direcciones, cruzándose y entrecruzándose, pues por muy hermosa que estuviese la noche, no sentía la más mínima comezón de pasarla al raso.
Se detuvo pues para reflexionar, y de su meditación dedujo que tal vez se había engañado, sido juguete de una alucinación, y que lo que tomara por la sombra de un hombre era la que proyectara una rama de árbol agitada por la brisa nocturna.
No sólo era razonable semejante observación, sino lógica; sin embargo, el joven no se dio por satisfecho, sino que sonriéndose con ironía, en lugar de internarse en la huerta se deslizó con precaución a lo largo de la cortina de enredaderas que de este lado formaba una pared de verdor a la hacienda.
Diez minutos después Luis se detuvo para tomar aliento y orientarse.
—No me he equivocado, aquí es, murmuró el joven después de tender una mirada escrutadora a su alrededor.
E inclinándose hacia adelante, apartó con tiento sumo las hojas y las ramas, y miró; pero casi al punto se echó hacia atrás ahogando un grito de sorpresa. Se encontraba frente por frente de las habitaciones de doña Dolores.
Ésta, apoyada en el alféizar de una ventana, al parecer estaba engolfada en una conversación por demás interesante con un joven situado a dos pies de ella en la huerta.
Al conde le fue imposible conocer a aquel hombre, del que sólo le separaban algunos pasos, primeramente porque estaba vuelto de espaldas y luego porque iba envuelto en una capa que le ocultaba del todo.
—¡Ah! murmuró el conde, no me había equivocado.
A pesar de que semejante descubrimiento le ajaba el amor propio, el conde experimentó una satisfacción íntima al ver realizadas sus sospechas, pues el hombre aquél no podía sino ser un amante.
Con todo, por mucho que los dos interlocutores suavizasen la voz, no hablaban tan quedo que a corta distancia no se les pudiese oír; así es que Luis, si bien tildándose la poco delicada acción que estaba cometiendo, excitado por su despecho y quizá, sin darse cuenta de ello, por los celos, entreabrió las ramas y avanzó de nuevo la cabeza para escuchar.
—Dios mío, decía doña Dolores con acento conmovido, cuando se pasan algunos días sin que le vea a V., la zozobra me mata, siempre estoy temiendo una desgracia.
—¡Diantre! murmuró el conde, pues no le ama poco.
Este aparte le privó de oír la contestación del hombre.
—¿Estoy condenada a vivir mucho tiempo aquí? continuó la joven.
—Tenga V. un poco de paciencia, respondió el desconocido con voz sorda, pronto habrá concluido todo, así lo espero. Y él ¿qué hace?
—Sombrío y misterioso como siempre, respondió doña Dolores.
—¿Se encuentra en la hacienda esta noche?
—Sí.
—¿Arisco como de costumbre?
—Más todavía.
—¿Y el francés?
—¡Ah! murmuró Luis, vamos a ver qué concepto le merezco.
—Es un caballero cumplido, respondió la joven con voz trémula; hace algunos días que le veo triste, o a lo menos lo parece.
—¿Se está aburriendo?
—Me temo que sí.
—¡Pobre niña! dijo para sus adentros el conde, ha advertido que me estoy aburriendo; a bien que cuido poco de ocultarlo. Pero, añadió con fatuidad, ¿me habré engañado por ventura? ¿Y si el hombre ese no fuese un amante? ¿Quién sabe?
Durante este largo soliloquio, los dos interlocutores habían continuado su conversación, que resultó totalmente perdida para el conde.
—Ya que V. lo exige lo haré, dijo la joven, cuando Luis se puso a escuchar de nuevo; ¿pero tan necesario es, amigo mío?
—Indispensable, Dolores.
—¡Demontre! ¡qué familiaridad! murmuró el conde.
—Obedeceré pues, profirió la joven.
—Ahora adiós, he permanecido aquí demasiado tiempo, dijo el desconocido.
Éste se bajó el sombrero hasta los ojos, murmuró «adiós» por última vez y se alejó apresuradamente.
Luis había permanecido inmóvil, estupefacto, en el mismo sitio en que se encontraba; al pasar, casi rozándole la ropa, el desconocido, que sin embargo no reparara en él, una rama le hizo caer el sombrero y un rayo de luna le iluminó de lleno el semblante.
—¡Oliverio! murmuró el conde. ¡Ah! ¡con que a él es a quien ama Dolores!
El joven se volvió a su aposento dando traspiés como un ebrio, trastornado por el descubrimiento que acababa de hacer, y se acostó; pero en vano intentó conciliar el sueño; toda la noche estuvo forjando proyectos a cual más descabellado. Con todo a la madrugada su turbación pareció ceder al cansancio.
—Antes de tomar una resolución definitiva, dijo para sí el conde, quiero celebrar una conferencia con ella; no la amo, es cierto, pero mi honor me exige que le dé a conocer que no soy un necio y que todo lo sé. Hoy mismo voy a solicitar de ella una entrevista.
Más tranquilo, después de haber tomado esta determinación, el conde se durmió, y al despertar vio al pie de su cama a Raimbaut, con un papel en la mano.
—¿Qué hay? preguntó el joven a su ayuda de cámara.
—Traigo una carta para el señor conde, respondió éste.
—¿Serán noticias de Francia? profirió Luis.
—No lo creo, dijo Raimbaut; esta carta se la dio a Lanza una de las doncellas de doña Dolores de la Cruz para que se la entregaran a usted tan pronto como se despertase.
Realmente la mencionada carta era de la hija de don Andrés, y no contenía sino las contadas líneas siguientes, escritas en carácter de letra elegante y un poco trémulo:
«Doña Dolores de la Cruz ruega encarecidamente al señor don Luis del Saulay se sirva concederle una entrevista particular para tratar de un asunto de gran importancia, hoy, a las tres de la tarde, hora en que la misma le aguardará en sus habitaciones.»
—Ahora sí que me quedo del todo a oscuras, dijo el conde.
Y tras un instante de reflexión, añadió:
—¡Bah! tal vez vale más que esta proposición parta de ella.
El Estado de Puebla está formado por una meseta de más de veinticinco leguas de circunferencia, cruzada por las elevadas cordilleras del Anáhuac.
Los llanos que circuyen la ciudad, muy desiguales, están surcados por multitud de torrenteras, cubiertos de colinas y cerrados al horizonte por montañas que ostentan un sudario de nieves eternas.
Hasta donde alcanza la vista se extienden inmensos campos de maguey, verdaderos viñedos de aquellas comarcas, ya que de esta planta se extrae el pulque, bebida predilecta de los mejicanos.
No existe perspectiva tan imponente como la que ofrecen aquellas enormes pitas de hojas prietas, duras, lustrosas, llenas de temibles espinas, que alcanzan seis y ocho pies de longitud.
Poco más o menos a dos leguas de Puebla, como quien se encamina a Méjico, se encuentra la ciudad de Cholula, en otro tiempo plaza fuerte importante, pero que hoy, decaída de su pasado esplendor, no encierra sino unas doce o quince mil almas.
En tiempo de los aztecas, el territorio que hoy constituye el Estado de Puebla, era considerado por los habitantes como una Tierra Santa privilegiada, como el santuario de la religión. Ruinas importantes y sobre todo muy notables desde el punto de vista arqueológico, atestiguan todavía hoy la verdad de lo que dejamos expuesto; en un espacio muy limitado existen tres pirámides principales, sin contar las ruinas con que a cada paso tropieza el viajero.
De las tres pirámides de que acabamos de hacer mérito, una sobre todo goza de justa celebridad, aquélla a la cual los hijos de la tierra apellidan Monte hecho a mano, o gran teocali de Cholula.
Dicha pirámide, coronada de cipreses y en la cúspide de la cual se levanta hoy una capilla dedicada a Nuestra Señora de los Remedios, está enteramente labrada de ladrillos, mide ciento setenta pies de altura, y, según calcula Humboldt, su base tiene una longitud de mil trescientos cincuenta y cinco, esto es, un poco más del doble que la base de la pirámide de Cheops.
Ampere hace observar, con mucho tacto y primor, que la imaginación de los árabes ha rodeado de prodigios la cuna para ellos desconocida de las pirámides egipcias, cuya construcción hace remontar a la época del diluvio, y que lo mismo acontece en Méjico, al efecto relata una tradición recogida en 1566 por Pedro del Río, referente a las pirámides de Cholula y conservada en los manuscritos de éste existentes hoy en el Vaticano.
Nosotros a nuestra vez copiaremos al célebre sabio trasladando a estas páginas la mentada tradición tal cual él la publicó en sus Paseos por América.
Dice así:
«En tiempo de la última grande inundación, la tierra de Anáhuac (la meseta de Méjico) estaba habitada por gigantes. Los que no perecieron en aquel desastre quedaron convertidos en peces, excepto siete gigantes, que se refugiaron en cavernas cuando las aguas empezaron a bajar. Uno de aquellos titanes, apellidado Xelhua, que era arquitecto, construyó cerca de Cholula, en recuerdo de la montaña de Tlaloc, que había servido de asilo a él y a sus hermanos, una columna de forma piramidal. Celosos los dioses al ver aquel edificio cuya cima se esconde en las nubes, e irritados ante la audacia de Xelhua, fulminaron fuegos celestes contra la pirámide, de lo que se originó la muerte de muchos de los que en ella trabajaban y la interrupción de las obras. Dicha pirámide fue consagrada al dios del aire, Qualzalcoatl.»
¿Quién al leer las líneas que preceden, no creería hacerlo del bíblico relato de la construcción de la Torre de Babel?
Sin embargo, en la descripción esta resalta un error no imputable al célebre Ampere, y que a pesar de nuestra humilde condición de novelista creemos útil rectificar.
Quetzalcóatl, la serpiente cubierta de plumas, cuya raíz es Quetzalli, pluma, y Coatl, serpiente, y no Qualzalcoatl, que nada significa y no es siquiera mejicano o más bien dicho azteca, es el dios del aire, el dios legislador por excelencia: era blanco y barbudo y negra su capa y salpicada de cruces rojas; apareció a Tula, del que fue gran sacerdote; los hombres que le acompañaban vestían traje negro en forma de sotana y, como él, eran blancos.
Atravesaba Cholula el mencionado dios para dirigirse al misterioso país de donde habían salido sus antepasados, cuando los cholulanos le suplicaron que les gobernase y les diese leyes, en lo que consintió, permaneciendo veinte años entre ellos; luego y considerando ya terminada provisionalmente su misión, se fue hasta la desembocadura del río Huasacoalco, una vez en la cual desapareció, no empero sin haber prometido a los cholulanos que días a venir regresaría para gobernarles.
Apenas hace un siglo que los indios, al llevar sus ofrendas a la capilla que, consagrada a la Virgen, se levanta en la cima de la pirámide, elevaban todavía sus preces a Quetzalcóatl, cuyo regreso aguardaban piadosamente.
No nos atreveríamos a afirmar que dicha creencia esté en lo presente extinguida del todo.
La pirámide de Cholula en nada se parece a las de Egipto: cubierta completamente de tierra, forma una frondosa colina, a cuya cúspide es fácil llegar no sólo a caballo, sino también en coche.
En algunos sitios la tierra se ha desmoronado dejando al descubierto los ladrillos cocidos al sol, que para la construcción de la pirámide se emplearon.
En la cúspide de la pirámide y en el sitio mismo en que estaba construido el templo consagrado a Quetzalcóatl, se eleva actualmente una capilla cristiana.
Sentimos que algunos escritores hayan supuesto que el cristianismo ha sustituido un culto bárbaro y cruel. Nunca el pico de la pirámide de Cholula se vio manchado de sangre humana, nunca hombre alguno fue inmolado al dios adorado en el templo hoy destruido, y al cual por toda ofrenda le presentaban productos de la tierra, tales como flores y las primicias de las cosechas, y esto por orden expresa del dios legislador.
Eran las cuatro de la madrugada: las estrellas empezaban a desaparecer en las profundidades del firmamento, el horizonte se teñía de anchas y cenicientas ráfagas de luz que variaban incesantemente y tomaban poco a poco los colores del prisma para fundirse en uno solo rojo cual sangre; quebraba el alba; el sol iba a aparecer.
En este instante salieron de Puebla dos jinetes, tomaron al trote largo la carretera de Cholula, y no medía legua de la ciudad doblaron prontamente hacia la derecha, internándose en un angosto sendero abierto en un campo de agave.
Dicho sendero, pésimamente conservado, como todas las vías de comunicación de Méjico, describía un sin fin de revueltas y estaba cortado por tantas torrenteras, que era imposible transitar por él sin exponerse a cada paso a romperse la nuca. Ora se interponía un arroyo, al que era menester atravesar con agua hasta la cincha del caballo, ora una colina.
Después de veinticinco minutos de una carrera tan erizada de dificultades, los dos jinetes llegaron al pie de una como pirámide groseramente labrada a mano, enteramente cubierta de vegetación y de unos cuarenta pies de altura sobre el nivel del suelo.
En la cúspide de aquella colina artificial se elevaba un rancho de vaquero, al que se llegaba por medio de escalones abiertos a trechos en las vertientes de la misma.
Una vez allí, el desconocido se detuvo y echó pie a tierra, operación que imitó su compañero.
Entonces los dos hombres dieron suelta a sus caballos, hundiendo el cañón de sus fusiles en una fragosidad de la base de la colina, y cogiendo con ambas manos la culata de sus armas hicieron servir a éstas de alzaprima.
Aunque uno ni otro de los dos se esforzaron mucho, una enorme piedra, al parecer completamente adherida al suelo, se movió lentamente, giró sobre goznes invisibles y dejó al descubierto la entrada de una cueva que en pendiente suave penetraba en el suelo, y la cual indudablemente recibía aire y luz por infinidad de imperceptibles intersticios, pues estaba seca y en ella se veía claramente.
—Baja, López, dijo el desconocido.
—¿Y V. se va arriba? preguntó el segundo jinete.
—Sí; dentro de una hora ven a reunirte conmigo, a no ser que me hayas visto antes.
—Perfectamente.
López silbó entonces a los caballos, que vinieron rápidamente al encuentro de sus dueños, y a una señal de aquél, se internaron buenamente en la cueva.
—Hasta la vista, dijo López.
El desconocido dirigió una señal afirmativa a su criado, quien se metió a su vez en la concavidad, e hizo girar nuevamente tras sí la piedra, la cual se adaptó tan perfectamente a la roca, que no dejó vestigio alguno de entrada.
Aquél había permanecido inmóvil y con los ojos fijos en la llanura que le rodeaba, cual si hubiese querido cerciorarse de que estaba completamente solo y nada tenía que temer de las miradas indiscretas.
Una vez en su sitio la piedra que cerraba la boca de la cueva, el desconocido se echó el fusil al hombro y empezó a subir lentamente los escalones y al parecer sumergido en meditación sombría.
Desde lo alto de la colina la vista abarcaba un horizonte extenso: de un lado Zapotecas, Cholula, haciendas y aldeas; del otro, Puebla con sus innumerables cúpulas esféricas y pintadas, que la daban apariencias de ciudad oriental; luego campos de maguey, trigo o agave, por en medio de los cuales serpenteaba, trazando una línea amarilla, la carretera de Méjico.
El desconocido permaneció pensativo por un instante, con la mirada fija en la llanura, completamente desierta en aquella hora matinal y a la que el sol naciente matizaba de irisados reflejos; luego, después de haber exhalado un ahogado suspiro, empujó el zarzo forrado de un cuero de buey que servía de puerta al rancho, y desapareció en el interior de éste.
Desde fuera, el rancho asumía el mísero aspecto de una cabaña casi arruinada; sin embargo de lo cual interiormente ofrecía más comodidades de las que cabía derecho a esperar en una región donde las exigencias de la vida, sobre todo para el pueblo, están reducidas a lo más estrictamente necesario.
La primera pieza, porque el rancho tenía muchas, servía de locutorio y de comedor y comunicaba con un cobertizo colocado en el exterior y que hacía las veces de cocina. Las encaladas paredes del mencionado comedor estaban adornadas, no de cuadros, sino de seis u ocho láminas iluminadas, hechas en Epinal y de las que esta ciudad inunda la tierra; dichas láminas representaban distintos episodios de las guerras del Imperio y estaban pulidamente encuadradas y cubiertas con sendos cristales. En un ángulo, poco más o menos a seis pies de altura y sobre una consola de palisandro con la tapa rodeada de pinchos en los que estaban clavados cirios de cera amarilla, de los cuales ardían tres, había una estatuita que representaba a la Virgen de Guadalupe, patrona de Méjico. Seis equipales, cuatro butacas, un aparador atestado de utensilios caseros y una mesa bastante capaz colocada en medio del comedor, completaban el ajuar de esta pieza, alegrada por dos ventanas con cortinas encarnadas.
El suelo estaba cubierto con un petate de labor delicada.
Se nos olvidaba hacer mención de un mueble asaz importante por su rareza y que en verdad nadie hubiera presumido encontrar en sitio semejante: el mueble a que nos referimos era un reloj de cuclillo, de la Selva Negra, coronado de un pájaro que con su canto anunciaba las horas y las medias horas.
Dicho reloj estaba colocado frente a la puerta de entrada, entre las dos ventanas, y a la derecha del mismo había otra puerta que conducía a los aposentos interiores.
El desconocido, que en el momento de entrar en el comedor no encontró a nadie, dejó su fusil en un rincón de la pieza, colocó su sombrero sobre la mesa, abrió una ventana hasta al pie de la cual arrastró una butaca en la que se sentó, lió un cigarrillo de paja de maíz, le dio fuego y empezó a fumar con la misma tranquilidad e indolencia que hubiera hecho en su propia casa, después de haber consultado el reloj y murmurado:
—¡Las cinco y media! me queda tiempo todavía: tardará en llegar.
Después de haber hablado de esta suerte consigo mismo, el desconocido se echó atrás descansando la cabeza en el respaldo de su butaca, cerró los ojos, soltó el cigarrillo, y pocos minutos después quedó profundamente dormido.
Media hora, poco más o menos hacía que nuestro personaje estaba durmiendo, cuando abrieron con precaución una puerta situada a sus espaldas, y por ella penetró de puntillas en el comedor una hechicera joven de veintidós a veintitrés años a lo sumo, de ojos azules y rubia cabellera, la cual avanzó la cabeza con ademán de curiosidad y fijó una mirada de benevolencia, casi diremos de ternura, en el durmiente.
El rostro de la recién llegada respiraba la alegría y la travesura unidas a una bondad extrema; sus facciones, sin ser correctas, constituían un conjunto coqueto y gracioso agradable a la primera mirada; la distinguía de las otras mujeres de rancheros, indias cobrizas casi todas ellas, un cutis blanquísimo, y ostentaba un traje correspondiente a su clase, pero de limpieza notable y llevado con garbo y sal que le sentaban a las mil maravillas.
La joven se acercó poquito a poco al durmiente, con la cabeza echada hacia atrás y un dedo en los labios, indudablemente con el propósito de recomendar a dos personas que la seguían, un hombre y una mujer entrada en años, que hiciesen el menos ruido posible.
De los dos nuevos personajes que vamos a introducir en escena, la mujer frisaba con los cincuenta y con los sesenta el hombre, y ambos tenían las facciones vulgares y sin expresión, a no ser la de una voluntad enérgica.
La mujer vestía el traje de las rancheras mejicanas; el hombre era vaquero.
Una vez los tres junto al desconocido, se colocaron frente a él y permanecieron inmóviles, contemplando como dormía.
En esto por la ventana penetró un rayo de sol, que fue a dar en el rostro del desconocido; el cual abrió los ojos y se levantó de improviso, profiriendo en francés estas palabras:
—¡Vive Dios! el diablo se me lleve si no me he dormido.
—¿Y qué mal hay en ello, don Oliverio? dijo en el mismo idioma el ranchero.
—¡Ah! ¿están Vds. ahí, amigos míos? profirió Oliverio sonriendo alegremente y tendiéndoles la mano; grato despertar el mío, ya que les encuentro a mi lado. Buenos días, Luisa, hija mía; buenos días, Teresa, y tú, mi viejo Loick, buenos días también. Traen Vds. unos rostros que da gusto verles.
—Siento que se haya despertado V., don Oliverio, dijo la hechicera Luisa.
—Tanto más cuanto estará V. fatigado, añadió Loick.
—¡Bah! ¡bah! ¿quién piensa en ello? ¿Verdad que no sospechaban Vds. encontrarme aquí?
—Dispense V., don Oliverio, dijo Loick, López me había notificado su llegada.
—Ese diablo de López no puede poner freno a su lengua, profirió de buen humor Oliverio; siempre será charlatán.
—¿Va V. a almorzar con nosotros? preguntó la joven.
—Esto no se pregunta, hijita, dijo el vaquero; bueno estaría que don Oliverio se negase a acompañarnos.
—Ea, regañón, no refunfuñes, profirió Oliverio sonriendo, almorzaré con vosotros.
—¡Bravo! ¡bravo! exclamó Luisa.
Y con ayuda de Teresa, que era su madre, así como Loick su padre, la joven empezó a preparar lo todo para el almuerzo.
—Pero ya lo saben Vds., dijo Oliverio; nada mejicano; no quiero oír hablar de la detestable cocina de esta tierra.
—Nada tema, contestó Luisa sonriendo; almorzaremos a la francesa.
—Magnífico; esto dobla mi apetito.
Mientras las dos mujeres iban y venían de la cocina al comedor para preparar el almuerzo y poner la mesa, Oliverio y Loick habían quedado solos al pie de la ventana y sostenían conversación animada.
—¿Y V. siempre satisfecho? preguntó Oliverio a su anfitrión.
—Siempre, respondió Loick; don Andrés de la Cruz es un buen amo; además, como V. sabe, me relaciono poco con él.
—Es cierto; V. sólo se las ha con don León Carral.
—No me quejo de él, pues pese a ser mayordomo es sujeto excelente; nos entendemos a las mil maravillas.
—Mejor que mejor; hubiera sentido lo contrario. Por otra parte, si V. consintió en tomar este rancho se debe a mi recomendación; así pues si ocurriese algo...
—Se lo diría a V. sin ambages, don Oliverio; pero por este lado todo marcha a pedir de boca.
El aventurero fijó una mirada escrutadora en su interlocutor, y profirió:
—¿Conque hay algo que vaya mal por otro lado?
—No digo eso, señor, balbuceó con turbación el vaquero.
—Recuerde V., Loick, dijo Oliverio con severidad y moviendo la cabeza, las condiciones que le impuse cuando le concedí mi perdón.
—Las tengo fijas en mi memoria, señor.
—¿No ha hablado V. a nadie?
—A nadie.
—¿Así pues, Domingo continúa creyendo...?
—Sí, señor, respondió el vaquero inclinando la cabeza; pero no me lleva el más mínimo afecto.
—¿En qué se funda V. para hacer semejante suposición?
—¡Oh! estoy seguro de lo que digo, señor; desde que V. se lo llevó a las praderas, su carácter ha cambiado radicalmente: los diez años que pasó lejos de mí le volteó del todo indiferente.
—Tal vez obedezca a un presentimiento, murmuró sordamente el aventurero.
—¡No diga V. esto, señor! exclamó con espanto Loick; la miseria es mala consejera; muy culpado fui; ¡pero si V. supiese cuán arrepentido estoy de mi crimen!
—Lo sé, y por esto le perdoné. Día llegará en que el verdadero culpado recibirá el castigo que merece.
—Sí, señor, y me estremece a mí, miserable, estar envuelto en este siniestro drama cuyo desenlace va a ser terrible.
—Terrible será en efecto, y V. va a presenciarlo, Loick, profirió en voz enérgica y reconcentrada Oliverio.
El vaquero dio un suspiro que no pasó por alto a su interlocutor.
—No he visto a Domingo, dijo el aventurero, variando súbitamente de tono; ¿duerme todavía?
—Le instruyó V. demasiado bien para que así sea, señor; de todos nosotros es el primero en levantarse.
—¿Cómo pues no se encuentra aquí?
—Salió, respondió con vacilación el vaquero; ¡caramba! tiene ya veintidós años y es libre de sus acciones.
—¡Ya! murmuró el aventurero con acento sombrío.
Luego, moviendo la cabeza, añadió:
—Almorcemos.
El almuerzo empezó bajo tristes auspicios, pero gracias a los esfuerzos de Oliverio, pronto reapareció el buen humor, y el final de aquél fue tan alegre como podía desearse.
De improviso López entró en el rancho, y dijo:
—Señor Loick, ahí está su hijo; no sé lo que trae, pero viene a pie y conduciendo de la brida a su caballo.
Todos se levantaron de la mesa y se salieron del rancho.
A un tiro de fusil, en el llano, se divisaba en efecto un hombre que conducía por la brida a un caballo, en los lomos del cual estaba atado un fardo bastante voluminoso, aunque difícil de distinguir claramente a causa de la distancia que separaba uno de otros.
—¡Es singular! murmuró Oliverio en voz sumamente queda y después de haber examinado atentamente y por espacio de algunos segundos al que llegaba; ¿será él por ventura? Quiero asegurarme de ello inmediatamente.
Y en haciendo seña a López de que le siguiese, el aventurero descendió apresuradamente los escalones, dejando absortos al vaquero y a las dos mujeres, que pronto le vieron correr, seguido de López, por el llano y al encuentro de Domingo.
Éste, al ver a los que hacia él se encaminaban, se detuvo para aguardarles.
El silencio más profundo reinaba en el campo; la brisa nocturna había parado por completo. Sólo el incesante susurro de los infinitamente pequeños, dedicados sin reposo a la desconocida labor para la cual los ha creado la Providencia, turbaba la quietud de la noche; por el oscuro azul del firmamento no cruzaba nube alguna; de las estrellas partía una suave claridad, y los rayos lunares difundían sobre la tierra resplandores crepusculares, dando apariencias fantásticas a los árboles y a las colinas, los cuales proyectaban larguísima sombra; por la atmósfera, de limpidez tal que permitía oír el pesado y sacudido vuelo de los coleópteros al girar zumbando en torno de las ramas, cruzaban azulados reflejos, y al través de las altas hierbas, a las cuales iluminaban con su fosfórica luz, revoloteaban millares de luciérnagas. En suma, era una de las templadas y límpidas noches mejicanas, desconocidas en nuestros fríos climas menos favorecidos por el cielo; una de esas noches que sumergen el alma en divagación melancólica y suave.
De improviso surgió una sombra en el horizonte, se agrandó y a no tardar dibujó el bulto negro y todavía indeterminado de un jinete; que tal debió ser a juzgar por el ruido que producía en la endurecida tierra el rápido andar de un caballo.
En efecto, un jinete era él que se iba acercando. Seguía éste el camino de Puebla, semiamodorrado sobre su cabalgadura, a la que puede decirse dejaba avanzar a su antojo, de tal suerte llevaba flojas las riendas, cuando ésta, al llegar a una como encrucijada en medio de la cual se levantaba una cruz, hurtó súbitamente el cuerpo, enderezó las orejas y retrocedió con viveza.
El jinete, inopinadamente arrancado de su sueño, o lo que es más probable, de sus meditaciones, dio un salto sobre la silla y hubiera perdido los estribos a no haber instintivamente recogido al caballo tirando de las riendas con todas sus fuerzas.
—¡Hola! dijo el jinete levantando prontamente la cabeza y llevando la mano a su machete, mientras tendía en torno de sí una mirada de inquietud; ¿qué ocurre? ¿qué significa este pavor, Moreno mío? ¡Ea! sosiégate, nadie está pensando en nosotros.
Pero por más que su amo le dirigía palabras de halago y, al parecer, los dos vivían en muy buena inteligencia, el animal no cesaba de rezongar y daba muestras más y más vivas de sobresalto.
—Esto no es natural, vive Dios; tú no acostumbras a espantarte para nada. Vamos a ver, Moreno, ¿qué ocurre?
El viajero miró de nuevo a su alrededor, pero más atentamente que la primera vez y fijando los ojos en el suelo.
—¡Ah! profirió de pronto el jinete, reparando en un cuerpo tendido en tierras Moreno tiene razón; aquí veo algo, quizás el cadáver de algún hacendero a quien los salteadores habrán dado muerte para despojarle con más libertad, y al cual habrán abandonado luego sin cuidarse más de él, veamos.
Mientras estuvo hablando de esta suerte a media voz, el jinete se apeó; pero como era prudente y probablemente hacía mucho tiempo que estaba acostumbrado a recorrer los caminos de la confederación mejicana, amartilló su fusil y se apercibió al ataque y a la defensa, por si al individuo a quien quería prestar socorro se le ocurría levantarse prontamente para pedirle la bolsa o la vida; eventualidad muy en las costumbres de aquella tierra y contra la cual y ante todo es menester prevenirse.
Se acercó pues el jinete al cadáver, y por un instante le contempló con la más grave atención.
—¡Jum! murmuró el viajero, tan pronto se hubo convencido de que nada debía temer del infeliz que yacía a sus pies, y moviendo repetidas veces la cabeza, ahí un pobre diablo que me parece está muy enfermo; si no está muerto poco le falta. En fin, por sí o por no y aun cuando me parece trabajo inútil, veamos de prestarle auxilio.
Después de este nuevo soliloquio, el viajero, que no era otro que Domingo, el hijo del ranchero de que hemos hablado más arriba, bajó el gatillo de su fusil, dejó el arma en la margen del camino y al alcance de la mano por si ocurría tener que hacer uso de ella, arrendó su caballo a un árbol, y se quitó su sarape con objeto de poder obrar con desahogo.
En tomando calmosa y metódicamente todas estas precauciones, pues era hombre cuidadosísimo en todo, Domingo descolgó las alforjas que colgaban de la grupa de su caballo, se las echó al hombro, se arrodilló al lado del cuerpo tendido, apartó a éste las ropas que le cubrían el pecho, en el que tenía una grande herida, y le auscultó.
Domingo, que era de estatura elevada, miembros armónicos y musculatura de bronce, estaba dotado de gran fuerza corporal y sus movimientos eran ágiles y virilmente graciosos; en suma, era una de esas organizaciones robustas poco comunes doquiera que sea, pero de las que con más frecuencia se encuentran ejemplares en las regiones donde las exigencias de una vida de lucha desarrollan en proporciones sobradas veces excesivas las facultades físicas del individuo.
Veintiocho años le hubiera echado cualquiera a Domingo, a pesar de que aún no había cumplido los veintidós. Facciones hermosas, viriles e inteligentes, grandes y negros ojos de mirar noble, frente despejada, cabellos castaños y ensortijados de suyo, boca grande y de labios un tanto gruesos, bigote arrogantemente atusado, barbilla saliente y angulosa, daban a su fisonomía una expresión de franqueza, audacia y bondad, realmente simpática, al par que le imprimía un sello de indecible distinción. Lo más singular era que aquel hombre, perteneciente a la humilde clase de vaqueros, tenía manos y pies de una pequeñez extremada, particularmente las manos, de irreprochable corte aristocrático.
Tal era en lo físico del nuevo personaje que acabamos de presentar al lector y que está llamado a desempeñar un papel importante en el decurso de nuestro relato.
—Trabajo va a costarle el recobrarse, si es que se recobra, profirió Domingo levantándose después de haber inútilmente ensayado oír los latidos del corazón del herido.
Sin embargo, lejos de perder la esperanza, el joven abrió sus alforjas y sacó de ellas un pedazo de tela, un estuche y una cajita cerrada con llave, mientras sonreía y decía entre sí:
—Por fortuna conservo mis costumbres indias y siempre traigo conmigo mi botiquín.
Y poniendo manos a la obra sin perder momento, sondeó la llaga y la lavó cuidadosamente.
De los amoratados labios de la herida salía la sangre gota a gota.
Domingo destapó un frasco lleno de un licor rojizo, vertió sobre la llaga algunas gotas del mismo y la sangre dejó de manar como por arte de magia.
Entonces y con destreza que demostraba mucha práctica, el joven vendó la herida después de aplicar a ésta con tiento sumo algunas hierbas machacadas y humedecidas con el licor rojizo que ya empleara.
El infeliz no daba señal alguna de vida; su cuerpo seguía conservando la rigidez de los cadáveres; con todo, en las extremidades persistía un poco de sudor, diagnóstico que daba a suponer a Domingo que en aquel pobre cuerpo no se había extinguido aún del todo la vida.
Después de haberlo curado con el amor que hemos visto, el joven levantó un poco al herido y le arrimó a un árbol; luego le dio en el pecho, sienes y muñecas unas friegas de ron mezclado con agua, interrumpiendo de vez en cuando su operación para fijar una mirada cuidadosa en el contraído y lívido rostro del paciente.
Todo, al parecer, debía ser inútil: contracción alguna, ni el más leve estremecimiento indicaban que el herido sustentase un átomo de vida.
Mas ¿existe algo tan firme como la voluntad del hombre que se empeña en salvar a un semejante? Domingo, por mucho que empezase a dudar formalmente del éxito de sus esfuerzos, lejos de desalentarse sintió redoblar su ardor, por lo que resolvió no abandonar la partida hasta quedar plenamente convencido de que todo auxilio era inútil.
Conmovedor era el cuadro que formaban aquellos dos hombres, uno impulsado por el santo amor de la humanidad, encarnizándose, si vale la palabra, en prodigar al otro los más solícitos y paternales cuidados, al pie del redentor signo de la cruz, en medio de un camino desierto y durante una noche tranquila y clara.
Domingo interrumpió de improviso las friegas, y dándose una palmada en la frente cual si de su cerebro hubiese surgido súbito un pensamiento, murmuró:
—¿Dónde diablos tengo la cabeza?
Y empezó a sacar objetos de sus alforjas, que parecían inagotables, tal cantidad de adminículos encerraban, hasta que dio con una calabaza tapada cuidadosamente; luego destapó la calabaza, entreabrió con la hoja de su cuchillo los apretados dientes del herido, y al par que con ansiedad examinaba el semblante de éste, le vertió en la boca parte de lo que contenía la referida calabaza.
Dos o tres minutos después el herido se estremeció casi imperceptiblemente y movió los párpados cual si hubiese intentado abrirlos.
—¡Ah! murmuró Domingo con alegría, lo que es esta vez me parece que voy a triunfar.
Y colocando la calabaza a su lado, anudó las friegas con nuevo ardor.
A los redoblados esfuerzos del joven, el herido exhaló un suspiro suave, sus miembros empezaron a perder su rigidez, y su respiración, aunque débil y entrecortada, se hizo más distinta; las facciones se le aflojaron, los pómulos se le salpicaron de manchas encarnadas, y a pesar de que continuaba con los ojos cerrados, movió los labios cual si hubiese querido proferir algunas palabras.
—¡Bah! murmuró Domingo con acento de satisfacción, todavía no ha muerto, pero de buena habrá escapado si se salva. ¡Bravo! he aprovechado el tiempo. Pero ¿quién puede haberle dado tan furiosa estocada? En Méjico nadie se bate a espada. Por mi alma que si no temiese inferirle injuria, casi me atrevería a asegurar que conozco al individuo que ha aviado de tan mala manera a este infeliz; pero paciencia; como hable, que hablará, el demonio me lleve si por astuto que sea no le hago cantar con quien se las ha habido.
Ínterin, la vida, después de haber por largo tiempo vacilado en penetrar de nuevo en aquel cuerpo al que casi abandonara, había empeñado una lucha encarnizada contra la muerte, a la que por momentos hacía perder terreno; los movimientos del herido iban siendo más y más marcados y sobre todo más inteligentes, y por dos veces había abierto éste los ojos, si bien para cerrarlos otra vez y casi al punto. La mejoría era sensible, y no era ya sino asunto de tiempo él que recobrase la razón.
Domingo tomó un vaso, vertió en él un poco de agua en la que echó contadas gotas del licor encerrado en la calabaza, y lo acercó a la boca del herido, el cual abrió los labios y bebió, dando después un suspiro de alivio.
—¿Qué tal se encuentra V.? le preguntó con interés el joven.
Al son de aquella voz desconocida, el herido se estremeció, hizo un ademán como si hubiese querido repeler una imagen espantosa, y murmuró con voz sorda:
—¡Máteme V.!
—¡Cómo se entiende que le mate! me guardaré muy bien, profirió alegremente Domingo: no me afané en resucitarle para eso.
El herido entreabrió los ojos, tendió una mirada despavorida en torno de sí, y fijándola luego y con espanto indecible en el joven, exclamó:
—¡El enmascarado! ¡el enmascarado! ¡oh! ¡atrás! ¡atrás!
—Fuerte ha sido la conmoción cerebral, dijo entre sí Domingo; es pábulo de una alucinación febril que, de persistir, podría parar en la demencia. ¡Jum! el caso es grave. ¿Qué hacer para aplicar remedio al mal?
—¡Verdugo! prosiguió en voz apenas perceptible el herido, ¡mátame!
—Parece que está aferrado a esta idea, murmuró Domingo; este hombre cayó en una emboscada horrible; su conturbado espíritu sólo le recuerda la última escena de muerte en la que tan desgraciado papel le tocó desempeñar; es menester concluir de una vez y devolverle la tranquilidad necesaria a su salud, o de no está perdido.
—Ya lo sé, dijo el herido, que oyera claramente las últimas palabras pronunciadas por Domingo; mátame pues y acaba con mis padecimientos.
—¡Ah! ¿me oye V., señor? profirió Domingo; perfectamente; entonces escúcheme sin interrumpirme; yo no soy uno de los que le redujeron al estado en que V. se encuentra, sino un viajero a quien el acaso, o más bien dicho la Providencia condujo por este camino para que le auxiliase a V., y aquí estoy para salvarle. ¿Me comprende V.? Así pues, déjese de quimeras y olvide si puede, a lo menos por ahora, lo que ocurrió entre usted y sus asesinos; a mí no me anima otro deseo que él de serle útil, y en prueba de ello, sepa que a no ser el auxilio que le he prestado, en lo presente ya estaría V. muerto y bien muerto; no oponga obstáculos a la tarea ya de suyo tan dificultosa que me he impuesto, y sepa que su salvación desde este momento depende exclusivamente de V.
El herido hizo un movimiento atropellado para levantarse, pero sus fuerzas le engañaron y cayó otra vez, dando un suspiro de desaliento y murmurando:
—¡No puedo!
—Yo lo creo, herido como está V., repuso Domingo, es milagro que la horrorosa estocada que recibió no le haya matado instantáneamente. Ea, no resista más a lo que la humanidad me manda hacer por V.
—¿Si no asesino, quién es V. pues? preguntó con desasosiego el herido.
—¿Que quién soy? un pobre vaquero que le encontró a V. aquí agonizando y tuvo la fortuna de devolverle la vida.
—¿Y V. me jura que le animan buenas intenciones?
—Por mi honra se lo juro a V.
—Gracias, murmuró el herido.
Uno y otro interlocutor guardaron silencio por espacio de algunos segundos, al cabo de los cuales y con reconcentrada energía el herido pronunció estas palabras:
—¡Oh! ¡quiero vivir!
—Comprendo este deseo y le hallo muy natural, dijo Domingo.
—Sí, quiero vivir, porque necesito vengarme.
—Justo es; la venganza está permitida.
—¿V. me promete salvarme?
—Haré cuanto esté en mi mano para conseguirlo.
—Estoy rico y le recompensaré a V.
—¿A qué hablar de recompensa? profirió Domingo moviendo la cabeza. ¿V. cree que la abnegación se compra?. Guarde V. su dinero, señor, pues como no lo necesito de nada me serviría.
—Sin embargo, mi deber...
—Ea, basta sobre el particular, por favor se lo ruego, o de no va V. a inferirme grave ofensa. Al salvarle a V. la vida cumplo con mi obligación, y de consiguiente no me cabe derecho a recompensa alguna.
—Obre V. pues como más bien le plazca.
—Ante todo prométame V. que no va a oponer ninguna objeción a lo que yo estime conveniente hacer en pro de su salvación.
—Lo prometo.
—Así nos entenderemos perfectamente. Pronto va a amanecer, y por lo tanto debemos no permanecer aquí más tiempo.
—¿Y a dónde quiere V. que yo vaya si me siento tan endeble que no puedo menearme lo más mínimo?
—No se apure por eso; le colocaré a V. sobre mi caballo y haciendo marchar éste al paso le conduciré a lugar seguro sin que sufra mucho traqueteo.
—Me entrego.
—Es lo mejor que puede V. hacer. ¿Quiere usted que le conduzca a su casa?
—¿Mi casa? profirió con mal disimulado espanto el herido al par que hacía un movimiento como si hubiese querido huir; ¿así pues V. me conoce y sabe dónde vivo?
—No sé quién es V. ni dónde está su casa.
—¿Cómo quiere V. que esté al tanto de estos pormenores si esta noche es la primera vez que le veo?
—Es verdad, murmuró el herido hablando consigo mismo; estoy loco; ése es hombre de buena fe. Luego, dirigiéndose a Domingo, añadió con voz entrecortada y apenas perceptible: soy un viajero; vengo de Veracruz y me dirigía a Méjico, cuando prontamente me vi atacado, despojado de cuanto poseía y abandonado por muerto al pie de esta cruz donde V. me encontró providencialmente; en este instante no tengo otro domicilio que él que a V. le plazca ofrecerme. Ahí mi historia, sencilla como la verdad.
—Tanto si es verdadera como no, nada me importa, señor, objetó Domingo; no me asiste derecho a inmiscuirme por fuerza en sus asuntos de V. Así pues, ahórrese el trabajo de comunicarme noticias que no le pido; nada me aprovechan, y en el estado en que V. se encuentra no pueden menos de serle perjudiciales, ya por la excesiva aplicación a que le sujetan el espíritu, ya porque le obligan a hablar.
En efecto, gracias solamente a un poderoso esfuerzo de voluntad, el herido había logrado sostener una conversación tan larga; la sacudida que experimentara había sido excesivamente recia y demasiado grave su herida para que a pesar de su ardiente deseo le fuese dable continuar la discusión sin peligro de caer en un síncope más peligroso que no él de que le sacara por modo tan milagroso su salvador. Sintiendo el pulsar de sus arterias, inundadas de sudor las sienes, oscurecida la vista, y que sus ideas, tan trabajosamente coordinadas, se le desvanecían de nuevo, comprendió qua sería locura prolongar su resistencia; se dejó caer pues hacia atrás con desaliento, y exhalando un suspiro de resignación, murmuró en voz débil:
—Haga V. de mí según su voluntad, amigo mío; me siento morir.
Domingo, que con ojos conturbados siguiera los movimientos del infeliz, se apresuró a darle de beber algunas gotas de cordial en él que había vertido un licor soporífero; socorro eficaz para el herido, que pareció recobrar la vida.
—Cállese V., dijo el joven a éste, al ver que quería darle las gracias; ya ha hablado usted sobradamente.
Y envolviéndole cuidadosamente en su capa, le tendió en el suelo y añadió:
—Así está V. bien; no se mueva y vea de dormir mientras yo estudio el modo de llevármele de aquí cuanto antes.
El herido no opuso resistencia; habiendo ya obrado en él el soporífero, sonrió suavemente, cerró los párpados y a no tardar quedó sumergido en sueño tranquilo y reparador.
Domingo, completamente satisfecho, le contempló por un instante, y luego murmuró con no fingida alegría:
—Prefiero verle así que no cual a mi llegada; pero todavía no está salvado. Ahora es menester partir lo más pronto posible si no quiero que me lo impidan los importunos que antes de poco van a infestar este camino.
Domingo desarrendó su caballo, le puso otra vez las bridas, le condujo al lado del herido, y después de haber preparado una especie de cama en la grupa del animal con algunas mantas a las que añadió su sarape, de que se despojó sin vacilar, levantó al paciente en sus nervudos brazos, con tanta facilidad como si hubiese sido un niño, y le colocó con tiento sumo sobre la cama, en la que le acomodó lo más bien que supo, cuidando, al mismo tiempo, de sostenerlo para evitar una caída que indefectiblemente hubiera sido mortal.
Una vez el joven se hubo asegurado de que el herido se encontraba en posición tan cómoda como permitían las circunstancias y sobre todo los deficientes medios de transporte de que disponía, arreó a su caballo, y empuñando las riendas echó a andar sin moverse del lado de aquél para sostener en equilibrio la cama, alejándose en dirección al rancho en el que le hemos precedido de una hora para introducir en él al aventurero.
Domingo seguía adelante paso ante paso, sosteniendo con mano firme al herido tendido sobre la silla de su caballo y vigilándole como una madre a su hijo, sin otro deseo que él de llegar lo más pronto posible al rancho a fin de prestar a aquel desconocido que a no ser él habría muerto por modo tan miserable, todos los cuidados que su estado reclamaba todavía.
No obstante la impaciencia que devoraba a Domingo, por desgracia a éste le era imposible apresurar el paso de su caballo al través de aquellos caminos cruzados de torrentes y casi impracticables, si no quería exponer a grave accidente al herido. Así pues, cuando al encontrarse a dos o tres tiros de fusil del rancho vio que se dirigían corriendo hacia él gran número de personas, si bien de momento no conoció quienes eran experimentó una satisfacción indecible, pues representaban un socorro, y éste, por más que le contrariase confesarlo, le era ya necesario a él y sobre todo al herido, porque hacía ya muchas horas caminaba penosamente al través de senderos intransitables al mismo tiempo que se veía obligado a velar constantemente por aquel a quien por milagro tan incomprensible salvara de una muerte cierta y al que el más leve descuido podía cortar instantáneamente el hilo de la existencia.
Cuando los hombres que corrieron al encuentro de Domingo se encontraron a pocos pasos de él, el joven se detuvo y gritó con el alborozo propio del que se ve libre de una grave responsabilidad:
—Acudan pronto, ¡caramba! tiempo hace que deberían encontrarse Vds. aquí.
—¿Qué quiere V. decir, Domingo? profirió en francés el aventurero. ¿Tan premiosamente necesita V. de nosotros?
—¡Hombre! parece que esto lo desoja a usted; ¿no ve que conduzco a un herido?
—¡Un herido! exclamó Oliverio plantándose de un tremendo salto al lado del joven; ¿de qué herido está V. hablando?
—¡Cáspita! del que como Dios me ha dado a entender he sentado sobre mi caballo y no sentiría verle en un buen lecho, del cual, dicho sea entre nosotros, necesita grandemente; porque si todavía vive, por mi alma que lo debe a un incomprensible milagro de la Providencia.
El aventurero, sin responder, levantó prontamente el sarape que cubría el rostro del herido, a quien por espacio de algunos segundos contempló con expresión de angustia, dolor, cólera y pesar imposibles de describir. Su semblante, palidecido súbitamente, había adquirido tonos cadavéricos, un temblor convulsivo le conmovía todos los miembros, y sus pupilas, fijas en el herido, asumían una expresión singular y parecían fulminar rayos.
—¡Oh! murmuró en voz baja y entrecortada por la tempestad que rugía en el fondo de su corazón, ¡este hombre! ¡Es él! ¡sí, es él! ¡no está muerto!
Domingo, no entendiendo palabra de las que profería Oliverio, miraba a éste con extrañeza y como quien no sabe qué pensar de lo que está viendo, hasta que por fin reventó en cólera, diciendo:
—¡Ah! ¿qué significa eso? ¿Salvo a un hombre Dios sabe como, a fuerza de cuidados y al través de innumerables dificultades consigo conducir hasta aquí al desventurado que a no ser yo hubiera perecido como un perro, y le recibe V. de esta suerte?
—Sí, regocíjate, respondió el aventurero con acento de amargura, has llevado a término una acción loable, y por ello te felicito, amigo mío. Quépale la seguridad de que dentro de poco vas a tocar la recompensa.
—Ya sabe V. que no le entiendo, replicó el joven.
—¡Y qué necesidad tienes de comprenderme, infeliz! profirió con desdén y encogiendo los hombros Oliverio; has obrado a impulsos de tus sentimientos, sin meditar y sin intención oculta; de consiguiente no tengo que echarte nada en cara ni darte explicación alguna.
—¿Pero me hace V. el favor de explicarse de una vez?
—¿Conoces tú a este hombre?
—¿Y de qué le conocería?
—No te pregunto eso; ¿cómo es que no conociéndole nos le conduces al rancho sin prevenirnos?
—Por una razón sencillísima: de regreso de Cholula me encaminaba hacia acá, cuando le encontré tendido en medio del camino, con el hipo de la agonía. ¿Cuál era mi deber? ¿acaso la humanidad no me ordenaba socorrerle? ¿podemos por ventura dejar morir de esta suerte a un cristiano sin hacer cuanto esté en nuestra mano para prestarle ayuda?
—Has obrado bien, Domingo, dijo Oliverio con ironía, y estoy lejos de reprobar tu proceder. Verdaderamente un hombre de corazón no puede encontrar a uno de sus semejantes en estado tan deplorable como tú encontraste a éste, sin auxiliarle. Luego, cambiando súbitamente de tono y encogiendo los hombros con desdén, añadió: ¿Recibiste por ventura entre los cobrizos, con los cuales has vivido durante tan largo espacio de tiempo, tales lecciones de humanidad?
El joven iba a responder, pero se contuvo.
—Basta, profirió Oliverio, el mal está ya causado, no se hable más de ello, López va a conducirle al subterráneo del rancho, donde le cuidará. ¡Ea! López, sin perder momento conduce a este hombre ínterin hablo con Domingo.
López obedeció, sin que el joven opusiese objeción alguna; y es que empezaba a comprender que tal vez su corazón le había engañado arrastrándole con demasiada facilidad a un sentimiento humano hacia un hombre que le era completamente desconocido.
Los interlocutores guardaron prolongado silencio; López, que se alejaba con el herido, había ya desaparecido en el subterráneo.
Oliverio y Domingo permanecían inmóviles e imaginativos uno enfrente del otro.
Por fin el aventurero levantó la cabeza y preguntó al joven:
—¿Has hablado con el hombre ese?
—Sólo crucé con él algunas palabras sin ilación.
—¿Qué te dijo?
—Poco que demostrase juicio; me habló de un ataque de que había sido víctima.
—¿Nada más?
—Poco más o menos.
—¿Te dijo su nombre?
—No, ni yo se lo pregunté.
—Pero debe de haberte indicado quién es.
—Si no recuerdo mal me dijo que hacía poco había llegado a Veracruz y que se dirigía a Méjico, cuando prontamente se vio atacado y robado por individuos a quienes no pudo reconocer.
—¿Nada más te dijo respecto de su nombre y de su representación social?
—Ni una palabra.
El aventurero pareció reflexionar por un instante, y luego repuso:
—Escucha y no des torcida interpretación a lo que voy a decirte.
—De boca de V. lo escucho todo, señor, pues le cabe derecho a decírmelo todo.
—Está bien. ¿Te acuerdas de qué modo nos conocimos?
—Sí, señor; entonces era yo un muchacho ruin, que muerto de hambre y de miseria vagaba por las calles de Méjico; V. se compadeció de mí, y no sólo me vistió y me alimentó, sino que me enseñó a leer, escribir y a calcular y qué sé yo cuántas cosas más.
—Prosigue.
—Luego me hizo V. encontrar de nuevo a mis padres, o a lo menos a las personas que me educaron y que a falta de otros he considerado toda mi vida como si perteneciesen a mi familia.
—¿Qué más?
—¡Caramba! eso lo sabe V. tan bien como yo.
—Puede, pero quiero que me lo repitas.
—Como guste: un día que vino V. al rancho, se me llevó consigo y me condujo a la Sonora y a Tejas, donde cazamos el bisonte; dos o tres años después me hizo V. adoptar por una tribu comanche, y se separó de mí ordenándome que me quedase en las praderas y me dedicase a la vida de batidor de bosques hasta tanto no me comunicase la orden de reunirme a V. de nuevo.
—Perfectamente, veo que tienes buena memoria; continúa.
—Obedeciéndole a V., permanecí entre los indios, cazando y viviendo con ellos, hasta que hace seis meses llegó V. a orillas del Gila, donde me encontraba yo entonces, y me dijo que venía por mí y que le siguiese, lo que hice sin pedir explicación alguna, pues perteneciéndole como le pertenezco, en cuerpo y alma, para nada la necesitaba.
—Continúas sustentando el mismo modo de pensar.
—¿Por qué lo contrario? ¿acaso no es V. mi único amigo?
—Gracias; ¿estás pues resuelto a obedecerme a ciegas?
—Sin vacilar, se lo juro a V.
—Esto es lo que yo quería saber; ahora escúchame a tu vez: el hombre a quien auxiliaste tan neciamente, y dispénsame la expresión, no te dijo palabra de verdad. Lo que te contó no es sino un tejido de imposturas, pues no es cierto que solamente hace algunos días llegó a Veracruz, ni que se encaminaba a Méjico, ni en fin, que le hayan atacado y robado desconocidos. A ese hombre yo le conozco; hace ocho meses que se encuentra en Méjico, vive en Puebla, y fue condenado a muerte por quienes tenían derecho a juzgarle y a los cuales él conoce perfectamente; no fue atacado por sorpresa, sino que le pusieron una espada en la mano y dejándole la facultad de defenderse, facultad de la que se aprovechó, cayendo herido en duelo leal; y por último, no le robaron cosa alguna porque no se las hubo con salteadores, sino con hombres honrados.
—¡Oh! ¡oh! profirió el joven, esto cambia de especie.
—Ahora respóndeme: ¿has contraído para con él compromiso alguno?
—¿Qué entiende V. por compromiso?
—Cuando ese hombre volvió en sí y recobró el uso de la palabra ¿imploró tu protección?
—Sí, señor.
—¿Y qué le respondiste tú?
—¡Caramba! ya comprenderá V. que me era dificilillo abandonar al infeliz en el estado en que se encontraba, máxime después de lo que por él había hecho.
—Bien, bien, ¿y entonces?
—Entonces le prometí salvarle.
—Es decir curarle.
—Así lo entiendo yo.
—¿Nada más?
—Nada más.
—¿Y no hiciste sino prometérselo?
—No, le di mi palabra.
El aventurero se estremeció de impaciencia.
—¿Pero dando por supuesto que se restablezca, dijo el aventurero haciendo un gesto de impaciencia, lo que acá para entre nosotros me parece dudoso, tan pronto haya recobrado la salud te considerarás completamente desligado de él?
—Completamente.
—Entonces del mal el menos.
—¿Sabe V. que no le comprendo pizca?
—Pues entiende que en tu buena acción no has estado feliz.
—¿Por qué?
—Porque el hombre a quien socorriste y al cual prodigaste tan solícitos cuidados es tu mortal enemigo.
—¿Ese hombre mi enemigo mortal? exclamó el joven entre dudoso y admirado; pero si no nos conocemos.
—¡Pobre amigo mío! tú lo supones; pero quépale la seguridad de que no me equivoco y de que te digo verdad.
—¡Es singular!
—Muy singular, en efecto, pero es como acabas de oír; más te diré, el hombre ese es tu enemigo más peligroso.
—¿Qué hacer pues?
—Dejarme que obre; esta mañana me fui al rancho con la intención de decirte que uno de tus enemigos, el más terrible de todos, estaba muerto; pero tú mismo cuidaste de hacerme quedar mentiroso. ¡Bah! quizá valga más que haya sucedido así; Dios hace bien las cosas, sus designios son inescrutables y no nos cabe sino humillar la frente ante la manifestación de su voluntad.
—¿Así pues V. intenta...?
—Confiar la vigilancia del enfermo a López; éste se quedará en el subterráneo, donde se le prodigará toda clase de cuidados. Tú no volverás a ver al herido, porque en lo presente a lo menos, es inútil que entabléis más amplio conocimiento. Ahora a mi vez te doy palabra de que el hombre ese recibirá todos los cuidados que su estado exige.
—Me conformo con lo que V. disponga, repuso Domingo; ¿pero y en cuanto el herido esté sano, qué vamos a hacer?
—Como no es nuestro prisionero, le dejaremos que se vaya tranquilamente. No temas, ya daremos con él fácilmente cuando sea necesario. ¡Ah! se me olvidaba decirte que nadie del rancho debe bajar al subterráneo y hablar con el herido.
—Ya se lo advertirá V. mismo; yo no me encargo de semejante comisión.
—Bien está, se lo advertiré yo mismo; por lo demás, tampoco yo lo veré. Solamente López quedará encargado de él.
—¿Tiene V. algo más que comunicarme?
—Sí, que te vienes conmigo por algunos días.
—¿Vamos muy lejos?
—Ya lo verás; ínterin súbete al rancho y prepara cuanto te sea menester para el viaje.
—Estoy presto, repuso Domingo.
—Tú lo estarás, pero no yo, tengo que comunicar algunas órdenes a López respecto del herido.
—Es verdad; además, es menester que me despida de mi familia.
—Obrarás cuerdamente, porque es probable que tu ausencia sea bastante larga.
—Comprendo, vamos a efectuar una gran cacería.
—A cazar sí vamos, dijo el aventurero con equívoca sonrisa, pero no del modo que tú supones.
—Lo mismo me da; cazaré como a V. le acomode.
—Con ello cuento. ¡Ea! vente, hemos perdido ya sobrado tiempo.
Domingo y Oliverio se encaminaron hacia la colina, llegados a la cual éste entró en el subterráneo y el primero subió al rancho.
Loick y las dos mujeres estaban aguardando al joven en la plataforma, llenos de curiosidad y afanosos por saber el resultado de la larga conversación que éste sostuviera con Oliverio; pero Domingo, que había vivido demasiado tiempo en el desierto para dejar transparentar la verdad cuando le convenía ocultarla, estuvo impenetrable. Todas cuantas preguntas le dirigieron fueron inútiles; no respondió sino con evasivas; así es que su padre y las dos mujeres, perdida la esperanza de hacerle hablar, resolvieron dejarle en paz y que almorzara a sus anchas.
Domingo, que realmente sentía hambre, se asió de este pretexto para dar otro sesgo a la conversación, y entre bocado y bocado anunció su partida.
Loick no hizo objeción alguna, pues estaba acostumbrado a tales inopinadas ausencias.
Poco más o menos media hora después Oliverio penetró en el rancho.
Domingo, al verle, se levantó y se despidió de su familia.
—¿Se lo lleva V.? preguntó Loick.
—Sí, respondió Oliverio, nos vamos por algunos días a la Tierra Caliente.
—Miren lo que hacen, dijo Luisa con zozobra, ya saben Vds. que las guerrillas de Juárez infestan el campo.
—Nada temas, hermanita, profirió el joven abrazándola, seremos prudentes; voy a traerte el corte de fular que tanto tiempo hace te prometí.
—Preferiría que te quedaras, repuso con tristeza la joven.
—Ea, dijo en voz alegre el aventurero, estén ustedes tranquilos, se lo devolveré sano y salvo.
Al parecer los habitantes del rancho tenían grandísima confianza en Oliverio, porque no bien éste les hubo dado tales seguridades, se sosegaron y se despidieron de los dos hombres sin demostrar honda pesadumbre.
Oliverio y Domingo se salieron del rancho, descendieron al valle y se subieron sobre sendos caballos que completamente ensillados y arrendados a un liquidámbar les estaban aguardando.
Después de dirigir un postrer adiós a los habitantes del rancho agrupados en la plataforma, ambos se alejaron al galope, a campo atravieso, en demanda de la carretera de Veracruz.
—¿Conque nos dirigimos a la Tierra Caliente? preguntó Domingo mientras galopaba mano a mano con su compañero.
—No tan lejos, respondió Oliverio; te conduzco a algunas leguas de aquí, a una hacienda en que espero hacerte trabar una nueva amistad.
—Poco cuidado me dan las nuevas amistades.
—Ésta va a serte muy útil.
—Así es distinto. Le confieso a V. que los mejicanos no me son muy simpáticos.
—La persona a quien van a presentarte es francesa.
—Ya varía completamente; ¿pero por qué dijo V. van a presentarme? ¿Acaso no lo hará usted directamente?
—No, sino otra persona a quien tú conoces y hacia la cual te sientes inclinado.
—¿De quién habla V.?
—De León Carral.
—¿El mayordomo de la hacienda del Arenal?
—Él mismo.
—¿Luego nos encaminamos a la hacienda?
—Precisamente a la hacienda no, pero a sus cercanías. He citado al mayordomo para un punto en él que debe aguardarme, y al punto ese es a donde nos dirigimos.
—Entonces adelante: me alegraré de ver nuevamente a León Carral; es un buen compañero.
—Y hombre de corazón y honrado, añadió Oliverio.
La conducta reservada que doña Dolores guardara para con el conde de Saulay desde la llegada de éste a la hacienda del Arenal, se armonizaba muy poco con los planes de boda proyectados por las dos familias. La joven no había sostenido conversación particular alguna con aquél a quien hasta cierto punto debía considerarlo su prometido, ni siquiera le había demostrado la más inocente familiaridad; al par que se mostraba cortés y aun bondadosa, desde el instante en que se vieran tuvo la maña de levantar una valla entre ella y el conde, valla que éste nunca se había atrevido a franquear, y que, tal vez contra sus deseos, le condenara a no traspasar los límites de la más rígida reserva.
En tales condiciones, y máxime después de la escena de que en la noche precedente había sido testigo, se comprende la estupefacción del joven al enterarse de que doña Dolores solicitaba de él una entrevista.
¿Qué podría decir la joven? ¿Por qué le daba aquella cita? ¿Qué le impulsaba a obrar de tal suerte?
Éstas eran las preguntas que Luis del Saulay se dirigía a sí mismo y que forzosamente quedaban sin respuesta.
No es de extrañar pues que el joven sintiese aguijada por modo imponderable su curiosidad y le devorase la impaciencia, y que sin darse cuenta de ello experimentase cierta satisfacción al oír sonar la hora de la cita.
Como se hubiese encontrado en Francia, en París, en vez de encontrarse en una hacienda de Méjico, de antemano hubiera sabido a qué atenerse respecto del mensaje que recibiera, y podido trazarse un plan de conducta; pero la tibieza de doña Dolores para con él, tibieza no desmentida por un instante, y la preferencia que, según la escena nocturna, parecía dar a otro hombre, alejaban toda suposición de amor. ¿Acaso la joven iba a exigirle que renunciase a su mano y abandonase inmediatamente la hacienda?
¡Singular contradicción la del espíritu humano! El conde, que por semejante casamiento experimentaba una repulsión creciente, cuya intención decidida era celebrar cuanto antes una entrevista, respecto del particular, con don Andrés de la Cruz, y había tomado la resolución firme y decidida de retirarse y de renunciar a la alianza preparada de tan larga fecha y que le disgustaba tanto más cuanto se la impusieran, se sublevó a la suposición de que doña Dolores iba a exigirle una renuncia. Su amor propio vejado, le hizo ver el asunto al través de un nuevo prisma, y el desprecio que, al parecer, la doncella hacía de él, le llenó de ira y de vergüenza.
¡Él, el conde Luis del Saulay, joven gallardo, rico, famoso por su talento y su elegancia, uno de los socios más distinguidos del Jockey-club, uno de los dioses de la moda, de cuyas conquistas se hacía lenguas la flor y nata parisiense, no haber producido en el ánimo de una doncella semisalvaje sino una impresión repulsiva, ni haber inspirado más que fría indiferencia! verdaderamente había para desesperarse. Tal era el despecho que el joven experimentaba, que por un momento llegó a imaginar que estaba enamorado de su prima, y aun se sintió impulsado a jurarse a sí mismo permanecer sordo a los ruegos y a las lágrimas de doña Dolores y exigirle dentro de plazo breve y perentorio la celebración de la boda.
Afortunadamente, empero, el amor propio, que le hiciera tomar una resolución tan extrema, le inspiró de improviso un medio más sencillo y sobre todo más agradable para él, de salir del aprieto.
Después de haberse mirado a sí mismo con halago, se iluminó en el rostro una sonrisa de satisfacción; se halló física y moralmente muy superior, tan superior a los que le rodeaban, que no experimentó ya sino compasión por la doncella, a quien la educación que recibiera la impedían apreciar las innumerables prendas que daban a éste el triunfo sobre sus rivales y comprender la dicha que le proporcionaría semejante alianza.
Acariciando estos y otros pensamientos, el conde salió de sus habitaciones en dirección a las de doña Dolores, y a su paso por el patio, vio, aunque a ello no dio mayor importancia, gran número de caballos ensillados y embridados, a los que sujetaban por las riendas algunos peones.
A la puerta de las habitaciones de doña Dolores había una joven india de cara sucia y ojos chispeantes, la cual, al ver al conde, se sonrió, hizo una gran reverencia y por medio de una seña indicó a éste que podía entrar.
La doncella, seguida de Luis, atravesó muchas salas a pie llano elegantemente amuebladas, y finalmente levantó una cortina de blanco cendal de seda chino bordado de grandes y vistosas flores, y sin pronunciar palabra introdujo al joven en un delicioso tocador primorosamente alhajado.
Doña Dolores, semitendida en una hamaca labrada de hilo de zábila, se entretenía en martirizar a una hermosa cotorra no más gruesa que el puño de un niño, riéndose como una loca a los chillidos de cólera que daba el animalito.
¡Cuán hechicera estaba la joven en la actitud que dejamos transcrita! Nunca el conde la había visto tan hermosa.
Luis, después de haber hecho una profunda reverencia, se detuvo al umbral de la puerta admirado y a la vez estupefacto, de tal suerte, que doña Dolores, al contemplarle, no pudo menos de dar una franca carcajada, que excusó diciendo:
—Dispénseme V., primo, pero en este instante es tan singular la figura de V., que no he sido dueña de reprimirme.
—Ríase V., prima, contestó el joven, adaptándose inmediatamente a aquella alegría que tan distante estaba de esperar; me place en extremo hallarla de tan buen humor.
—No se quede V. ahí, primo, profirió la joven. ¡Ea! venga V. a sentarse aquí, a mi lado, en esta butaca.
El joven obedeció
—Prima, dijo el joven, después de haber tomado asiento, tengo el honor de acudir a la cita que V. se ha dignado darme.
—¡Ah! es verdad, contestó doña Dolores; le doy a V. las gracias por su atención y por su puntualidad.
—Ya comprenderá V., prima, repuso Luis, que no me era permitido demostrar una solicitud excesiva en obedecerla; ¡me cabe tan rara vez la dicha de ver a V.!
—¿Me dirige V. un cargo?
—De ningún modo, señorita; no me asiste derecho alguno para dirigirle eso a que V. le place apellidar cargo; es V. dueña de obrar como quiera, y sobre todo de disponer de mí a su antojo.
—¡Oh! ¡oh! mi querido primo, en cuanto a esto último no lo juraría: si me diese por sujetar a prueba su devoción, creo que me quedaría hecha una mona, esto es, que se negaría V. rotundamente.
—Ya pareció aquello, dijo entre sí Luis; el cual añadió en voz alta: mi único deseo es halagarla a V. en todo, prima, palabra de caballero; sea lo que fuere lo que de mí exija, estoy pronto a obedecerla.
—Pues mire V., don Luis, me dan tentaciones de cogerle la palabra, repuso la joven inclinándose hacia su interlocutor y sonriendo deliciosamente.
—Ordene V., prima, y verá como la obedezco con más diligencia que el más abnegado de sus esclavos.
La joven quedó imaginativa por unos instantes, luego colocó de nuevo en la percha de palisandro a la cotorrita con la que hasta entonces había estado jugando, saltó de la hamaca, fue a sentarse en una butaca no distante de la del conde, y dijo:
—Primo, tengo que pedirle a V. un favor.
—¿A mí? ¿conque puedo serla útil?
—No por eso es muy importante el favor que de V. pretendo.
—Peor.
—Pero creo va a serle grandemente molesto.
—¿Qué me importa la molestia con tal quede usted complacida?
—Gracias, primo; ahora escuche V.: hoy, dentro de algunos minutos, necesito recorrer a caballo un trayecto muy largo; y por razones que V. apreciará pronto, no puedo ni quiero que me acompañe capataz ni criado alguno de la hacienda. Sin embargo, como en la actualidad los caminos no ofrecen seguridad completa y no me atrevo a recorrerlos sola, es menester que para mi protección y defensa, si se presenta el caso, vaya conmigo un hombre cuya presencia quite ocasión a toda sospecha malévola. Ahora bien, ¿consiente V. en acompañarme?
—De mil amores, prima; no tengo sino observarle que siendo como soy extraño en esta tierra y por lo tanto no conociendo los caminos, temo extraviarme.
—No le apure a V. esto, primo; yo soy hija del país y conozco al dedillo esta comarca en un radio de cincuenta leguas.
—Mejor que mejor, prima; sólo me queda decirle que le agradezco en el alma la honra que se digna V. concederme y que me pongo incondicionalmente a sus órdenes.
—Yo soy quien debo darle las gracias, primo, por su exquisita galantería, dijo doña Dolores: los caballos están prestos; vaya V. a calzarse las espuelas, traiga consigo el ayuda de cámara que debe acompañarle y sobre todo no se olviden de lo que más importa, esto es, de armarse bien, porque uno no sabe lo que puede sobrevenir; dentro de diez minutos me hallará dispuesta.
El conde se levantó, saludó a la joven que le contestó con una graciosa sonrisa, y se salió.
—Vive Dios, que es delicioso el caso y divertida la comisión que me confiere, dijo entre sí él del Saulay mientras se encaminaba a sus habitaciones; me produzco el efecto de acompañar pura y simplemente a mi prima a una cita de amor. Pero hasta hoy no he visto claro que nada podía negarla. Por mi vida que es un hechicero diablillo y que si no ando con pies de plomo es fácil que concluya por enamorarme de ella ... si no lo estoy ya, añadió, ahogando un suspiro.
Luis, una vez en su aposento, dio orden a Raimbaut para que se dispusiese a salir con él, lo que el digno servidor hizo con la puntualidad y el silencio que le distinguían, y después de haber enhebillado a sus talones las pesadas espuelas de plata, echado sobre los hombros un sarape, escogido un fusil de repetición y puesto al cinto un par de revólveres de a seis tiros, se encaminó al patio, seguido de su ayuda de cámara, que se había provisto de un verdadero arsenal.
De esta suerte armados, amo y criado se encontraban, sin exageración de ninguna especie, en disposición de hacer cara a catorce o quince hombres.
Doña Dolores, ya subida sobre su caballo, estaba aguardando la llegada del conde, mientras don Andrés, que departía con ella, se frotaba alegremente las manos, íntimamente satisfecho de la buena inteligencia que reinaba entre los dos jóvenes.
—¿Conque van Vds. a dar un paseo? dijo el hacendero al conde; ¡ea! me alegraré que se diviertan muchísimo.
—La señorita se ha dignado invitarme a que la acompañase, contestó Luis.
—Ha hecho bien, y no podía elegir con más acierto.
Mientras cruzaba estas palabras con su futuro suegro, el conde había saludado a doña Dolores y montado a caballo.
—¡Feliz viaje! continuó don Andrés, y sobre todo cuidado con los malos encuentros, pues según he oído decir, las cuadrillas de Juárez empiezan a vagar por las cercanías.
—Tranquilícese V., padre, profirió doña Dolores; y volviéndose hacia el conde y sonriendo de un modo encantador, añadió: en compañía de mi primo nada temo.
—Entonces vayan Vds. con Dios y vuelvan pronto.
—Estaremos de regreso antes de la oración, padre.
Don Andrés dirigió una postrera señal de despedida a los jóvenes, los cuales abandonaron la hacienda.
El conde y doña Dolores galopaban mano a mano, y Raimbaut, como servidor diestro, cabalgaba tras ellos a algunos pasos de distancia.
—Soy yo quien le conduzco a V., primo, dijo la joven en cuanto se hubieron internado en los bosques de liquidámbares que poblaban el llano.
—No me sería posible hallar un guía mejor, contestó Luis con galantería.
—Tengo que hacerle a V. una confidencia, primo, profirió doña Dolores mirando con el rabillo del ojo a su pariente.
—¿Una confidencia?
—Sí; es V. de tan buena pasta, que me avergüenza el haberle engañado.
—¿V. me engañó, prima?
—De un modo indigno, respondió la joven riendo: va V. a juzgar. Le conduzco a un sitio donde nos están aguardando.
—A V., querrá decir.
—No, porque a quien tienen empeño en ver es a V.
—Le confieso a V., prima, que no comprendo pizca; a nadie conozco en esta tierra.
—¿Está V. bien seguro de ello, primo? preguntó la joven con gesto burlón.
—¡Canario! a lo menos así lo creo.
—¿Ve V.? ya duda.
—¡Si V. habla con tal seguridad!
—Porque realmente sé lo que le digo; la persona que le está aguardando a V., no solamente lo conoce, sino que es amigo de V.
—¡Bravo! la madeja se va enmarañando; prosiga V., se lo ruego.
—Poco debo añadir; por otra parte, dentro de pocos minutos vamos a llegar al término de nuestro viaje y no quiero dejarle más tiempo en la duda.
—Está V. muy amable, prima: aguardo pues humildemente que se digne V. explicarse.
—Precisa así, ya que su corazón de V. es tan desmemoriado. ¡Cómo, caballero! ¿es V. extranjero, se encuentra hace contados días en una tierra desconocida; desde que puso V. los pies en ella no ha encontrado V. sino un hombre que le haya patentizado alguna simpatía y ya le ha olvidado V. por tal modo? Permítame V. que le diga, querido primo, que esto no habla muy en pro de su constancia.
—Anonádeme V., prima, merezco sus reproches; le sobra a V. la razón; efectivamente, hay en Méjico un hombre por el cual siento sincera amistad.
—¡Ah! ¿ve V. como no me engañaba?
—Verdaderamente; pero estaba yo tan lejos de sospechar que ese hombre fuese el de que V. me estaba hablando, que le confieso...
—Que ya no se acordaba V. de él ¿no es así?
—Al contrario, prima, mi más vehemente deseo sería verle de nuevo.
—¿Y cómo apellida V. a ese personaje?
—Me dijo que se llamaba Oliverio; sin embargo, no me atrevería a jurar que tal fuese su nombre.
—¿Sería indiscreta si le preguntase a V. el porqué de tan poco favorable suposición? dijo la joven sonriendo con disimulo.
—De ningún modo, prima; pero don Oliverio me pareció un personaje algo misterioso; su modo de obrar se aparta de todo en todo de lo usual. Me parece, pues, que nada habría de extraordinario en que según las circunstancias...
—Se toma un nombre a capricho, interrumpió la joven; tal vez tenga V. razón, tal vez no; respecto del particular nada sé; lo único que puedo decirle a V. es que efectivamente es él quien le está aguardando.
—Es singular, murmuró el joven.
—¿Por qué? es indudable que tiene que comunicar a V. algo de importancia; a lo menos así me ha parecido comprenderlo.
—¿Se lo dijo a V.?
—Claramente no, pero hablando conmigo esta noche, me significó sus deseos de ver a V. lo más antes posible; ahí porque le rogué a V. que me acompañase en mi paseo.
Doña Dolores pronunció estas palabras con un dejo tan ingenuo, que el conde quedó aturrullado y la miró por un instante como si no la hubiese comprendido.
La joven no reparó en la admiración de su acompañante, pues con la mano colocada a guisa de pantalla sobre los ojos, interrogaba la llanura.
—Mire V., dijo doña Dolores al cabo de un instante e indicando con el dedo cierta dirección, ¿ve V. aquellos dos hombres sentados mano a mano a la sombra de aquel grupo de árboles? pues uno de ellos es don Oliverio; apresuremos el paso.
—Enhorabuena, profirió Luis espoleando a su caballo.
Los dos se lanzaron al galope, en dirección de los dos individuos; los cuales habiendo reparado a su vez en los que hacia ellos se encaminaban, se habían levantado para recibirles.
Oliverio y Domingo, después de haber salido del rancho, caminaron durante un buen rato y mano a mano, sin cruzar palabra; el aventurero parecía entregado a la meditación, y el vaquero, por su parte y a pesar de su aparente indolencia no dejaba de estar preocupado.
Domingo, de quien hemos esbozado el retrato físico en uno de los capítulos precedentes, era, en lo moral, una singular amalgama de buenos y malos instintos, si bien casi siempre predominaban en él los buenos: la vida vagabunda que por espacio de largos años llevara entre los indómitos indios de las praderas, había desarrollado en él un gran vigor corporal y desenvuelto una increíble fuerza de voluntad y una energía de carácter inaudita, unidas a un valor a toda prueba y a una sutileza que a las veces asumía todas las apariencias de la doblez. Astuto y desconfiado como un comanche, había traído a la vida civilizada todas las prácticas de los batidores de selvas, no dejándose nunca sorprender por los acontecimientos más imprevistos. A las miradas escrutadoras oponía siempre un rostro impasible y fingía un candor que a menudo engañaba a los más sagaces; sin embargo, por regla general era franco hasta dejarlo de sobras, generoso sin límites, sensible como un niño, y llevaba su devoción hacia aquéllos a quienes quería, hasta el sacrificio, sin reflexión ni segundos fines; pero en contra era implacable en sus odios y de verdadera fiereza india.
En suma, era uno de esos hombres extraños tan propensos al bien como al mal y a los cuales las circunstancias pueden con la misma facilidad convertir en héroes como en bandidos.
Oliverio, que estudiara profundamente el carácter de su protegido, tal vez tanto y más que éste mismo, sabía de qué era capaz, y a menudo se había estremecido al sondear los senos de aquella organización singular ignorada de sí propia; así es que al par que imponía su voluntad a tan indómita naturaleza y la doblegaba a su antojo, como el belorino imprudente que juega con el tigre, preveía el momento en que la lava que hervía sordamente en el fondo del corazón del joven de improviso se desbordaría al impetuoso soplo de las pasiones. Pese pues a la omnímoda confianza que en su amigo parecía tener el aventurero, éste no hacía sino con prudencia suma vibrar en Domingo ciertas cuerdas, guardándose de abrirle los ojos respecto de su fuerza y de revelarle la intensidad de su poder moral.
Después de una carrera de muchas horas, los viajeros llegaron a unas tres leguas de la hacienda del Arenal, al linde de frondoso bosque que orillaba los últimos plantíos de ésta.
—Detengámonos aquí y comamos, dijo Oliverio apeándose; por ahora hemos llegado al fin de nuestro camino.
—Viene a pedir de boca, contestó Domingo, pues le confieso a V. que empiezan a incomodarme los rayos del sol y que no sentiré echarme por un rato en la hierba.
—El sitio no puede ser más a propósito, profirió Oliverio.
Los dos viajeros, después de trabar a sus caballos y quitarles las bridas para que pudiesen pacer a su antojo, se sentaron uno frontero de otro a la sombra del follaje, pusieron a saco sus bien provistas alforjas y empezaron a comer con envidiable apetito.
Oliverio ni Domingo eran grandes habladores; así es que despacharon su almuerzo silenciosamente. Luego el primero encendió un puro, y un calumet o pipa india el joven.
—Y bien, dijo por fin el aventurero, dirigiendo la palabra a Domingo, ¿qué le parece a usted la vida que de algunos meses acá le hago llevar en esta provincia?
—Si vale decir la verdad, respondió el vaquero arrojando una espesa bocanada de humo, la hallo absurda y por demás fastidiosa; mucho tiempo hace que hubiera solicitado de V. me enviase de nuevo a las praderas del oeste, a no caberme la seguridad de que V. necesitaba de mí.
—Es V. un amigo verdadero, profirió Oliverio riéndose y tendiendo la mano al joven; siempre está V. dispuesto a obrar sin hacer observación alguna ni formular el más pequeño comentario.
—Y de ello me vanaglorio: ¿acaso amistad no quiere decir abnegación y devoción?
—Sí, y ahí porque es tan rara entre los hombres.
—Compadezco a los incapaces de experimentar tal sentimiento, pues se privan de un gozo hondísimo; la amistad es el único lazo verdadero que une entre sí a los hombres.
—Para muchos no es sino egoísmo.
—El egoísmo es una variedad de la especie, es la amistad mal comprendida y reducida a proporciones rastreras e ínfimas.
—¡Canario! no le creía a V. tan ducho en la paradoja, ¿Aprendió V. entre los indios estas argucias de lenguaje?
—Los indios son prudentes, señor, respondió el vaquero moviendo la cabeza; para ellos el pan es pan y vino el vino, al contrario de lo que ocurre en las ciudades, en las cuales usted sabe muy bien han logrado por tal modo embrollarlo todo, que el más sagaz no atina a ver claro y el hombre sencillo pierde a no tardar la noción de lo justo y de lo injusto. Deje que me vuelva a las praderas, pues estoy fuera de mi centro en medio de las mezquinas luchas que ensangrientan esta tierra y me llenarían de tedio y asco.
—Bien quisiera devolverle a V. la libertad, amigo mío, pero como ya le he dicho, necesito de V. tal vez para otros tres meses.
—Mucho es.
—Quizás halle V. muy corto este plazo, repuso Oliverio con acento indefinible.
—No lo creo.
—Lo veremos; pero ahora recuerdo que todavía no le he dicho qué espero de V.
—Tiene V. razón, y bueno será que me lo diga a fin de que me sea dable llenar cumplidamente sus deseos.
—Escúcheme V. pues, y voy a ser tanto más lacónico, cuanto me reservo darle explicaciones más circunstanciadas una vez hayan llegado las personas a quienes estoy aguardando.
—Hable V.
—Dos son los individuos que deben reunírsenos aquí, un joven y una señorita; ésta se llama doña Dolores de la Cruz, es hija del dueño de la hacienda del Arenal, tiene dieciséis años de edad, y sobre ser muy hermosa es un tesoro de bondad, de pureza y de sencillez.
—Perfectamente; pero esto nada me importa; ya sabe V. que me cuido muy poco de las mujeres.
—Es verdad; así pues no insisto. Doña Dolores está prometida a don Luis, con quien debe casar.
—Buen provecho le haga; ¿y quién es ese don Luis? supongo que uno de tantos mejicanos hermosote, necio y orgulloso, que gallardea como la mula de un canónigo.
—En esto se equivoca V.; don Luis, conde del Saulay, es primo de doña Dolores y pertenece a la más encumbrada nobleza de Francia.
—¡Ah! ¿es el francés de marras?
—Sí; ha llegado ex profeso de Europa para llevar a cabo el matrimonio con su prima, acordado hace ya mucho tiempo entre las dos familias. El conde Luis del Saulay es un cumplido caballero, rico, bondadoso, amable, instruido, servicial, en una palabra, un compañero excelente por quien me intereso de veras y con quien deseo contraiga V. amistad.
—Si es tal cual V. lo pinta, antes de dos días vamos a ser los mejores amigos del mundo.
—Gracias, Domingo, dijo el aventurero, no esperaba menos de V.
—Mire V., profirió el vaquero, alguien llega; ¡diablos! y vienen volando; dentro de diez minutos los tenemos aquí.
—Son doña Dolores y el conde Luis.
Oliverio y Domingo se levantaron para salir al recibimiento de los dos jóvenes, que, en efecto, llegaban a escape.
—Henos aquí por fin, dijo la joven deteniendo a su cabalgadura con la habilidad de un picador consumado.
Los recién llegados se apearon de un salto, y Luis, después de haber saludado a Domingo, tendió ambas manos a Oliverio, a quien dijo:
—¿Conque vuelvo a verle a V., amigo mío? gracias por haberse acordado de mí.
—¿Acaso suponía V. que le había olvidado?
—Casi me cabría derecho, respondió alegremente el joven.
—Señor conde, dijo entonces el aventurero, ante todo permítame V. que le presente a don Domingo, más que hermano mío, otro yo, y al cual me sería profundamente grato se sirviese usted conceder un poco de la amistad con que se digna honrarme a mí.
—Caballero, profirió el conde inclinándose graciosamente ante el vaquero, siento sinceramente expresarme tan mal en castellano, pero esto no quita que le demuestre el vivo deseo que me anima de verle compartir conmigo la simpatía que desde ahora me inspira.
—No se apure V. por esto, repuso en francés Domingo, hablo con bastante soltura su lengua para darle las gracias por las cordiales palabras que acaba de dirigirme y que le agradezco en el alma.
—Por mi vida que me enamora V.; vaya una sorpresa agradable, exclamó el conde; hágame el favor de aceptar mi mano y considerarme a sus órdenes sin reserva.
—De todo corazón, caballero, y gracias; pronto vamos a conocernos más a fondo, y entonces espero me tendrá V. por uno de sus amigos.
Luis y Domingo, después de haber cruzado estas palabras, se estrecharon efusivamente las manos.
—¿Está V. satisfecho, amigo mío? preguntó doña Dolores al aventurero.
—Es V. un hada, querida niña, respondió Oliverio con emoción y dando un respetuoso beso en la frente de la joven que se inclinó para recibirlo; no puede V. imaginar cuánta dicha me proporciona en este instante.
Y cambiando el tono, añadió:
—Ea, ahora ocupémonos en lo que importa, pues el tiempo apremia; per... todavía falta alguno.
—¿Quién? preguntó la joven.
—León Carral; dejen que le llame.
Y llevándose un silbato de plata a los labios, Oliverio arrancó de él un sonido agudo y prolongado.
Casi al punto se oyó a lo lejos el galope de un caballo, y a poco apareció el mayordomo.
—Venga usted acá, León, le gritó el aventurero.
—Aquí estoy, señor, para lo que guste mandar, respondió el mayordomo.
—Escúcheme V. con atención, repuso Oliverio, dirigiéndose a doña Dolores, pues el caso es grave: me veo obligado a alejarme hoy mismo, y como mi ausencia puede prolongarse por mucho tiempo, me será imposible velar por V. no obstante tener el presentimiento de que la amaga un peligro inminente. ¿Qué peligro es ése? ¿Cuándo se precipitará sobre V.? Ahí lo que no puedo fijar. Lo único que puedo decir es que el peligro es real. Ahora bien, mi querida Dolores, otros harán lo que yo no puedo, y estos otros son el conde, Domingo y nuestro amigo León Carral, devotos de V. los tres y los cuales van a velar por V. como hermanos.
—Me parece que se olvida V. de mi padre y de mi hermano, amigo mío, profirió la joven.
—No, querida niña, al contrario, no me olvido de ellos; pero su padre de V. es un anciano que no sólo no puede proteger a nadie, sino que necesita que lo protejan, que es lo que no dejarán Vds. de hacer si lo reclaman las circunstancias; respecto a su hermano Melchor, ya sabe V., niña, mi opinión, por lo que es inútil insistir sobre el particular; Melchor no podrá o no querrá defenderla. V. no ignora que suelo estar bien informado y que rara vez me equivoco; pues bien, retengan en la memoria todos Vds. lo que voy a decir; sobre todo guárdense de que sus palabras o sus actos puedan dar a sospechar a don Melchor o a cualquier otro habitante de la hacienda que Vds. prevén un peligro; concrétense a velar día y noche para que no les sorprendan y tomen todas las precauciones que las circunstancias exijan.
—Velaremos, yo se lo fío, repuso el vaquero; pero permítame que le dirija una observación, a mi ver oportuna. ¿Cómo voy a componérmelas para penetrar en la hacienda y permanecer en ella sin despertar sospechas? Dificilillo me parece.
—Se equivoca V. contestó Oliverio; nadie, excepto Carral, le conoce a V. en la hacienda ¿no es eso?
—Eso es.
—Pues bien, se introducirá V. en ella vendiéndose por francés, amigo del conde del Saulay, y para mayor seguridad fingirá no entender palabra en castellano.
—Dispénseme V., repitió Luis; algunas veces he hablado a don Andrés de un amigo agregado a la legación de Francia en Méjico, el cual de un momento a otro debe venir a verme en la hacienda.
—Perfectamente, profirió Oliverio; Domingo pasará por tal, y si quiere, que chapurre el castellano; ¿cómo se llama el amigo ese?
—Carlos de Meriadec.
—Está bien; Domingo se llamará Carlos de Meriadec, y mientras permanezca en la hacienda yo me las compondré para que no venga a estorbarle aquél de quién toma el nombre.
—Esto es importante, dijo Luis.
—Nada tema, repuso el aventurero; quedamos pues en que mañana don Carlos de Meriadec llegará a la hacienda.
—En ella será bien recibido, profirió Luis sonriendo.
—A V. no tengo nada que recomendarle, dijo Oliverio dirigiéndose a León Carral.
—Hace tiempo que he tomado mis providencias, no me queda sino ponerme de acuerdo con estos señores, repuso el mayordomo.
—Bravo, ahora separémonos, dijo Oliverio; a estas horas debería ya encontrarme muy lejos de aquí.
—¿Ya nos deja V.? preguntó con emoción doña Dolores.
—Es preciso, hija mía; ánimo, y tenga V. confianza en Dios. Durante mi ausencia él velará por V. Adiós.
El aventurero estrechó por última vez la mano al conde, besó la frente de la joven y se subió sobre su caballo.
—Hasta luego, le dijo doña Dolores.
—Mañana verá V. a su amigo Meriadec, dijo Domingo, dirigiendo una mirada risueña al conde y saliendo al galope tras el aventurero.
—¿Regresa V. con nosotros a la hacienda? preguntó Luis al mayordomo.
—¿Por qué no? respondió éste; creerán que les he encontrado a Vds. durante su paseo.
—Dice V. bien.
Los tres se subieron sobre sus respectivos caballos y tomaron al trote largo la vuelta de la hacienda, a la que llegaron poco antes de ponerse el sol.
A fines de 18... los acontecimientos políticos empezaron a desenvolverse con tal rapidez, que aun los hombres de entendimiento más tosco comprendieron que se caminaba a pasos redoblados a una catástrofe inminente.
En el sur, las tropas del general Gutiérrez habían alcanzado una gran victoria sobre el ejército constitucional mandado por el general don Diego Álvarez, el mismo que en otra época presidiera en Guaymas el consejo de guerra que condenó a muerte a nuestro infortunado compatriota y amigo el conde Gastón de Raousset-Boulbón.
Entre los indios pintos la carnicería fue horrorosa; mil doscientos de ellos quedaron tendidos en el campo de batalla.
En poder del vencedor quedaron la artillería y gran número de armas.
Sin embargo, en los mismos días se había iniciado en el interior una serie de acontecimientos opuestos; el primero, la fuga de Zuloaga, el presidente que, después de haber abdicado en favor de Miramón, revocara más adelante su abdicación sin saber por qué, sin consultar a quien quiera que sea y en el momento en que nadie lo esperaba.
EL general Miramón había lealmente ofrecido entonces al presidente del tribunal supremo de justicia hacerse cargo del poder ejecutivo y convocar a los notables para que eligiesen al primer magistrado de la república.
En esto vino a añadirse una nueva catástrofe a los peligros de la situación.
Miramón, a quien sus no interrumpidos triunfos inspiraran tal vez una confianza imprudente, o lo que es más probable aguijado por el deseo de terminar definitivamente de un modo o de otro, había presentado, en Silao, batalla a fuerzas cuatro veces superiores en número a las suyas. La derrota que aquél experimentó fue completa: perdió toda la artillería y aun su existencia corrió inminente peligro; sólo haciendo prodigios de valor y matando por su propia mano gran número de los que le cercaban, consiguió abrirse paso, salir de la refriega y huir a uña de caballo hacia Querétaro, a donde llegó casi solo.
Desde esta ciudad y sin que la suerte adversa le amilanara, Miramón tomó la vuelta de Méjico, cuyos habitantes supieron a la vez de la derrota de éste, su llegada y su intento de someterse a una nueva elección.
El resultado no contrarió las esperanzas del general, quien fue elegido casi por unanimidad presidente por la Cámara de los notables. Miramón, como hombre que comprende lo apremiante de las circunstancias, prestó juramento y entró inmediatamente a desempeñar su cargo.
Aunque, materialmente hablando, el desastre de Silao fue casi nulo, desde el punto de vista moral el efecto fue inmenso.
Miramón, comprendiéndolo así, se ocupó activamente en reorganizar la hacienda, en crearse recursos precarios; pero suficientes para atender a las urgentes necesidades de la situación, en decretar nuevas levas, por fin en tomar todas las precauciones que aconsejaba la prudencia.
Por desgracia, el presidente se veía constreñido a abandonar muchos puntos importantes para concentrar sus fuerzas alrededor de la capital, cuyos habitantes, interpretando mal estos movimientos, se llenaron de zozobra y temieron peligros no lejanos.
En tales circunstancias, el presidente, sin duda con el objeto de dar una satisfacción a la opinión pública y devolver un poco la tranquilidad a la metrópoli, consintió o hizo que consentía en entablar con Juárez, su competidor, cuyo gobierno residía en Veracruz, negociaciones para llegar a la firma, sino de la paz a lo menos de un armisticio destinado a detener provisionalmente la efusión de sangre.
Los hados adversos quisieron que una nueva complicación hiciese imposible toda esperanza de arreglo.
El general Márquez había sido enviado en auxilio de Guadalajara, la cual, según suponían, continuaba resistiendo victoriosamente a las tropas federales; pero de improviso y sin mediar circunstancias que lo hiciese prever, y en pos de haberse los federales apoderado de una conducta de plata perteneciente a varios comerciantes ingleses, se firmó un armisticio entre los beligerantes, al cual es indudable que no fue extraña la mencionada conducta de plata. El general Castillo, gobernador de la plaza, abandonado por la mayor parte de sus tropas, se vio obligado a salir de la ciudad y a refugiarse en el Pacífico: de modo que los federales, libres de este estorbo, se reunieron contra Márquez, le derrotaron y destruyeron su cuerpo de ejército, único que sostenía la campaña.
La situación iba haciéndose pues más y más crítica; los federales, que no encontraban obstáculo ni resistencia en su victoriosa marcha, se desparramaban por todas partes, y estaba perdida toda esperanza de entrar en negociaciones. A pesar de todo era menester luchar.
Por decirlo así, la caída de Miramón no era sino asunto de tiempo; indudablemente lo comprendía en su fuero interno el general; pero nada dejaba transparentar; al contrario, redoblaba su ardor y su actividad para hacer frente a los sin cesar renacientes apuros de la situación.
Después de haber hecho un llamamiento a todas las clases de la sociedad, el presidente decidió por último dirigirse al clero, al cual siempre había sostenido y protegido; éste respondió a su llamamiento, colectó a toda prisa un diezmo sobre sus bienes y resolvió que llevasen a la casa de la moneda sus joyas de oro y plata para que las acuñasen y las pusiesen a la disposición del poder ejecutivo. Por desgracia tales esfuerzos resultaron estériles, pues los gastos aumentaban en proporción de los peligros siempre crecientes de la situación, y pronto el presidente, después de haber empleado inútilmente todos los recursos que le sugería su posición por demás crítica, se encontró con un tesoro exhausto y con la amarga certidumbre de que no había que pensar en llenarlo otra vez.
Hemos ya presentado ocasión de explicar como quedándose como se quedaba con el caudal público en tiempos de revolución, cada uno de los estados de la confederación mejicana, el gobierno, que reside en la capital, se encuentra de continuo en la mayor penuria. Efectivamente, éste no puede disponer, y aun, más que de los fondos del Estado de Méjico, mientras sus competidores, que recorren sin cesar y en todas direcciones el campo, no sólo detienen en los caminos las conductas de plata y se apropian sumas a las veces muy cuantiosas sin escrúpulo alguno, sino que también saquean las cajas de los Estados en los cuales penetran, con lo que se encuentran en disposición de sostener sin desventaja la guerra.
Ahora que sucintamente hemos dado a conocer al lector la situación política de Méjico, anudamos nuestro relato en los primeros de noviembre de 186..., es decir, unas seis semanas después del día en que le hemos interrumpido.
Las sombras de la noche empezaban ya a invadir la llanura; los oblicuos rayos del sol poniente, arrojados poco a poco del fondo de los valles, se agarraban aun a las nevadas cumbres de las montañas del Anáhuac, tiñéndolas de carmín; la brisa se estremecía al través del follaje; algunos vaqueros montados sobre caballos tan indómitos como sus jinetes, aguijaban, al través de la planicie, numerosos rebaños que todo el día habían errado en libertad, pero que al anochecer volvían al corral, y en lontananza resonaban los cascabeles de las mulas de algunos arrieros rezagados que se apresuraban a llegar a la magnífica calzada orillada de corpulentos áloes contemporáneos de Motecuhzoma y que conduce a Méjico.
Un viajero de gallarda presencia, montado en caballo de musculatura férrea y cuidadosamente envuelto en una capa cuyo embozo le subía hasta los ojos, seguía al paso las caprichosas sinuosidades de un angosto sendero que, abierto a campo atravieso, se unía a unas dos leguas de la ciudad, a la carretera de Méjico a Puebla, carretera completamente desierta en el instante que presentamos en escena a nuestro desconocido, no sólo a causa de la aproximación de la noche, sino también y principalmente porque el estado de anarquía en que tanto tiempo hacía estaba hundido el país, había arrojado al campo numerosas pandillas de bandidos que, aprovechándose de las circunstancias y guerreando a su guisa, destrozaban sin distinción de opiniones políticas a liberales y a constitucionales, y, envalentonados por la impunidad, a menudo no se contentaban con maniobrar en las carreteras, sino que ejercían sus depredaciones en las ciudades mismas.
Sin embargo, el viajero de quien estamos hablando parecía preocuparse muy poco con los riesgos a que se exponía, y continuaba indolentemente su peligrosa marcha al mismo paso tranquilo y reposado.
Tres cuartos de hora hacía, poco más o menos, que el incógnito avanzaba de esta suerte, y todavía no se había alejado una legua de la ciudad, cuando al levantar la cabeza advirtió que acababa de llegar a un sitio en que el sendero se dividía en dos ramales que se dirigían en opuestas direcciones; entonces se detuvo marcadamente perplejo, y al cabo de un instante tomó por el ramal de la derecha.
Después de haber seguido por espacio de unos diez minutos esta dirección, el jinete pareció orientarse, y dando un suave espolazo a su cabalgadura la obligó a tomar un trote bastante largo.
Pronto el jinete llegó a un montón de ruinas negruzcas, esparcidas desordenadamente por el suelo y cerca de las cuales se hacía un bosquecillo de árboles cuyas largas ramas sombraban en torno de sí la tierra en una extensa circunferencia. Una vez allí, el desconocido se detuvo, después de haber tendido en torno suyo una mirada escrutadora, indudablemente para convencerse de que estaba solo, se apeó, se sentó cómodamente en un otero de césped, se arrimó a un árbol, se quitó el embozo, dejando el rostro al descubierto y mostrando las facciones pálidas y macilentas del herido a quien vimos conducir al rancho por el vaquero Domingo.
Don Antonio de Cacerbar, que así se llamaba el personaje, no era sino sombra de lo que fue; especie de espectro lúgubre, parecía que toda la vida se le había concentrado en los ojos, que le brillaban con fulgor siniestro, pero en aquel cuerpo tan endeble en la apariencia alentaba un alma ardorosa y una voluntad firme y decidida; aquel hombre, salido vencedor de una lucha encarnizada con la muerte, perseguía con un tesón inquebrantable la ejecución de terribles resoluciones que anteriormente tomara. Apenas curado de su honrosa herida, por demás endeble aún y no soportando sino con grandísima dificultad la fatiga de un largo viaje a caballo, había sin embargo acallado sus padecimientos para acudir, a prima noche, a una cita que él mismo diera para un sitio distante no tres leguas de Méjico. Muy importantes debían ser para él las causas que le impulsaran a dar semejante paso, máxime en el estado de postración en que se encontraba.
De esta suerte transcurrieron algunos minutos, durante los cuales don Antonio, con los brazos cruzados sobre el pecho y cerrados los ojos, se reconcentró, probablemente con objeto de prepararse para la entrevista que iba a celebrar con la persona a quien había venido a buscar a tanta distancia.
Prontamente se oyó ruido de caballos y choque de sables, nuncio de que se acercaba numeroso escuadrón al sitio donde se encontraba don Antonio.
El cual se irguió, dirigió una investigadora mirada hacia donde se oía el ruido, y se levantó sin duda para recibir a los que llegaban.
Éstos, unos cincuenta, se detuvieron cerca de las ruinas, pero no echaron pie a tierra.
Sólo uno de ellos se apeó, puso las bridas de su caballo en manos de un jinete y se acercó apresuradamente a don Antonio, quien, por su parte, se había adelantado a recibirle.
—¿Quién es V.? preguntó Cacerbar en voz baja cuando ya no le separaban del desconocido sino cinco o seis pasos.
—Él que está V. aguardando, señor don Antonio, respondió incontinente el recién llegado, el coronel don Felipe Neri Irzabal, para servir a usted.
—Le conozco; acérquese V., don Felipe.
—Y bien, don Antonio, repuso el coronel, tendiendo la mano a éste, ¿cómo va esa salud?
—Mal, respondió Cacerbar, retrocediendo sin tocar la mano del guerrillero.
Éste no notó el movimiento de su interlocutor, o si lo notó no le dio importancia alguna.
—Viene V. muy acompañado, dijo don Antonio.
—¡Caramba! ¿V. cree que me daría gusto caer en manos de las avanzadas de Miramón? ¡Diablos! como se apoderasen de mí, pronto me ajustarían las cuentas; pero estimo que a pesar de la satisfacción que el vernos reunidos nos proporciona, obraríamos cuerdamente en ocuparnos sin demora en nuestros asuntos, ¿le parece?
—Esto deseo.
—El general le da las gracias por las últimas y exactísimas noticias que le envió usted; así es que ha jurado recompensarle merecidamente tan pronto se ofrezca la ocasión.
—¿Trae V. el papel? preguntó con cierta vivacidad don Antonio, al mismo tiempo que hacía un movimiento de disgusto.
—Sí traigo, respondió el coronel.
—¿Redactado cual pedí?
—Nada falta en él, señor, tranquilícese usted, respondió el coronel dando una carcajada; ¿por dónde andaría hoy la honradez si no se hubiese refugiado entre nosotros? Cuanto estipuló V. lo ha aceptado y firmado el general Ortega, general en jefe del ejército federal, y lo ha refrendado Juárez, presidente de la república. ¿Está V. satisfecho?
—Cuando haya visto el papel le responderé a usted.
—Ello es lo más fácil del mundo; ahí está, profirió el guerrillero sacando de un bolsillo de su dolmán un ancho pliego y entregándolo a don Antonio.
Éste lo cogió con mal disimulada alegría y le abrió con mano temblorosa.
—Me parece que en este instante le va a ser a V. difícil el leerlo, dijo con zumba don Felipe Neri.
—¿Le parece? repuso Cacerbar con ironía.
—¡Demontre! está bastante oscuro.
—No importa, pronto tendré luz, replicó don Antonio, frotando un fósforo contra una piedra y encendiendo una cerilla de rosca que se sacó de la faltriquera.
A medida de la lectura, en el semblante de don Antonio se iba pintando la satisfacción más viva.
—Señor, dijo Cacerbar al coronel, apagando la cerilla, doblando el papel y metiéndolo cuidadosamente en una cartera, dé V. de mi parte las más expresivas gracias al general Ortega; se ha portado conmigo como un caballero cumplido.
—No me olvidaré de dárselas, repuso el coronel haciendo un saludo, sobre todo si puede V. añadir algunas noticias a las que anteriormente ha dado.
—Sí, y por cierto muy importantes.
—¡Ah! profirió el guerrillero frotándose con satisfacción las manos; diga V. querido señor.
—Escuche V.; Miramón no sabe dónde dar de cabeza; no tiene dinero ni sabe ya como proporcionárselo; sus soldados, casi todos ellos reclutas, mal armados y peor equipados, hace dos meses que no reciben paga alguna y el descontento cunde en sus filas.
—Perfectamente. ¡Pobre Miramón! Diga usted pues que está apuradillo.
—Tanto más cuanto el clero, que al principio le prometiera su auxilio le ha negado rotundamente su apoyo.
—Pero ¿cómo está V. tan bien informado, señor? preguntó irónicamente el guerrillero.
—¿Olvida V. que estoy agregado a la embajada española?
—Verdad es, se me había olvidado, dispénseme V.; pero vayamos al grano: ¿qué más sabe V.?
—Las filas de los secuaces del presidente se van aclarando más y más; sus más antiguos amigos le abandonan; así es que para rehacerse un poco ante la opinión pública, ha resuelto intentar una salida y atacar al general Berriozábal.
—Toma, toma, toma, bueno es saberlo.
—Ya está V. advertido.
—Gracias; vigilaremos. ¿Sabe V. más?
—Sí: reducido, como ya le dije a V., al último extremo y queriendo proporcionarse dinero a toda costa, Miramón ha tomado por pretexto el robo de la conducta de Laguna Seca, llevada a cabo por los de V.
—Ya sé, interrumpió el coronel, frotándose las manos, yo soy quien llevé a cabo esa negociación; por desgracia, añadió con pesadumbre, tales redadas pueden cantarse con los dedos.
—Miramón está pues resuelto, continuó don Antonio, a apoderarse del dinero de la Convención, en la actualidad depositado en la legación británica.
—¡Magnífica idea! profirió el coronel; ¡no estarán poco furiosos esos demonios de herejes! ¿Cuál es el hombre de talento que le ha inspirado esa determinación que le enemista irremisiblemente con Inglaterra? Mire V. que los gringos no se chancean en asunto de dinero.
—Por eso le he sugerido yo tal pensamiento.
—Señor, dijo majestuosamente el guerrillero, por este acto merece V. bien de la patria. Pero ¿quiere V. decir que la cantidad es importante?
—No es despreciable.
—¿Cuánto poco más o menos?
—Seiscientos sesenta mil duros.
—¡Carape! exclamó el coronel experimentando un como deslumbramiento; me rindo, lo entiende más que yo. El negocio de Laguna Seca es una bicoca en comparación. ¡Dios me libre! con ese dinero va a poder anudar la guerra.
—Es demasiado tarde; ya hemos cuidado nosotros de que este dinero se gaste en pocos días, repuso don Antonio riendo sardónicamente; fíen Vds. en nosotros.
—¡Dios lo quiera!
—Ahí por ahora cuantas noticias puedo dar, y a mí me parece son importantes.
—¡Yo lo creo! profirió el coronel; en grado sumo.
—Dentro de algunos días espero dárselas más importantes todavía.
—¿En este mismo sitio?
—Sí, y a la misma hora y valiéndonos de la misma seña.
—Conforme; no va a estar poco satisfecho el general, al enterarse de todos esos pormenores.
—Bueno, ahora tratemos de lo demás, del asunto que nos atañe a nosotros dos: ¿qué ha hecho V. desde la última vez que nos vimos?
—Poco; en la actualidad me faltan recursos para llevar a cabo las difíciles pesquisas que me encargó V.
—Sin embargo, la recompensa es cuantiosa.
—No digo que no, contestó distraídamente el guerrillero.
—¿Pone V. en duda mi palabra? dijo con altivez don Antonio mientras lanzaba a su interlocutor una mirada penetrante.
—Tengo por norma no dudar nunca de nada, señor, respondió don Felipe Neri.
—La cantidad es importante.
—Precisamente esto es lo que me da espina.
—No le entiendo a V., don Felipe.
—¡Caramba! profirió el guerrillero, tomando de improviso una determinación, creo que es lo mejor que puedo hacer; escúcheme V.
—Ya escucho.
—Sobre todo no se incomode V., querido señor; ¡qué diablos! los negocios son negocios y deben tratarse lisa y llanamente.
—Abundo en este parecer, prosiga V.
—Bien; V. me ofreció cincuenta mil duros para...
—Ya me lo sé; al grano.
—Al grano pues; y como cincuenta mil duros no son moco de pavo y no cuento con otra garantía que su palabra de V.
—¿No le basta?
—No, señor; ya sé que entre caballeros la palabra es inquebrantable; pero tratándose de negocios, ya es distinto; creo que está V. rico, riquísimo, pues me lo dice V. y me ofrece cincuenta mil duros; pero ¿quién me asegura a mí que en el momento de saldar cuentas y a pesar de su buen deseo esté V. en estado de hacerlo?
Mientras el guerrillero estaba planteando en términos tan descarnados el asunto, don Antonio era pábulo de una cólera sorda que estuvo a punto de reventar Dios sabe cuántas veces; pero por fortuna logró dominarse y conservar su impasibilidad.
—Entonces ¿qué desea V.? preguntó con voz atragantada Cacerbar al coronel.
—En lo presente, nada, señor; deje que terminemos nuestra revolución. Una vez hayamos entrado en Méjico, lo que por V. y por mí espero no va a tardar, me acompañará V. a casa de un banquero conocido mío, quien saldrá garante de los cincuenta mil duros. ¿Le conviene a V.?
—Preciso es; ¿pero de aquí a entonces?
—Tenemos que ocuparnos en asuntos más urgentes; unos días más o menos nada significan; pero ya que por ahora nada más tenemos que comunicarnos, con su permiso me retiro, señor.
—Cuando V. guste, contestó con sequedad don Antonio.
—Beso a V. las manos, querido señor, profirió el coronel; hasta luego.
—Adiós.
D. Felipe saludó cortésmente al español, giró sobre sus tacones, se reunió a los suyos, se subió sobre su caballo, y desapareció a escape al frente de su escuadrón.
En cuanto a don Antonio, tomó imaginativo y al paso la vuelta de Méjico, a donde llegó dos horas después.
—¡Oh! murmuró deteniéndose delante de su morada, que la tenía en la calle de Tacuba, a pesar del cielo y del infierno saldré con la mía.
¿Qué significaban estas palabras siniestras, al parecer resumen de su prolongada meditación?
Los nevados picachos del Popocatepetl se teñían de rojizos reflejos, las últimas estrellas se apagaban en el firmamento y la cúspide de los edificios se vestía de ópalo: quebraba el alba. Méjico dormía aún; por sus silenciosas calles no cruzaban sino a largos intervalos y apresuradamente algunos indios procedentes de los pueblos circunvecinos para vender sus frutas o sus legumbres, y una que otra tienda de pulquero entreabría tímidamente su puerta y se preparaba a servir a los consumidores matutinos la dosis de fuerte licor, prólogo obligado de la labor cotidiana.
En el Sagrario sonaron las cuatro y media, y de la calle de Tacuba salió un jinete que cruzó al trote la plaza Mayor y vino en línea recta a detenerse a la puerta del palacio de la Presidencia, custodiada por dos centinelas.
—¿Quién vive? gritó uno de éstos.
—Amigo, respondió el jinete.
—Pase V. de largo.
—No por mi vida, repuso el jinete; aquí es a donde me llaman mis asuntos.
—¿Quiere V. entrar en palacio?
—Sí.
—Es demasiado temprano; vuelva V. dentro de dos horas.
—Sería muy tarde; necesito entrar ahora mismo.
—¡Bah! profirió en tono de zumba el centinela; y dirigiéndose a su compañero, añadió: ¿Qué dices tú a eso, Pedrito?
—¿Que qué digo? respondió el interpelado, chungueándose también, pues digo que el caballero debe de ser extranjero y que indudablemente imagina que se encuentra a la puerta de un mesón.
—¡Basta de groserías, tunantes! exclamó el jinete; he perdido ya demasiado tiempo, avisen ustedes al oficial de guardia; ¡vivo!
El tono imperativo que empleara el desconocido, produjo, al parecer, honda impresión en los soldados; los cuales, después de haber cruzado algunas palabras en voz baja, y como por otra parte aquél estaba en su derecho y lo que pedía lo preveía su consigna, se decidieron a satisfacerle, llamando a la puerta con la culata de sus fusiles.
Dos o tres minutos después acudió a la llamada un sargento, fácil de reconocer en la rama de vid, insignia de su grado, que ostentaba en la mano izquierda.
En preguntando a los centinelas el porqué de su llamada, saludó cortésmente al jinete, a quien rogó que se aguardase un instante, y se metió dentro otra vez dejando tras sí la puerta abierta; pero casi al punto reapareció precediendo a un capitán que iba de uniforme de servicio.
El jinete saludó al oficial y reiteró la petición que antes dirigiera a los centinelas.
—Siento en el alma no poder complacerle a usted, señor, respondió el oficial; la consigna nos prohíbe terminantemente introducir persona alguna en palacio antes de las ocho de la mañana. Si la causa que le conduce es grave, sírvase volver a la hora que le he indicado y entonces podrá entrar con entera libertad.
—Perdone V., dijo el jinete al capitán, que se disponía a entrar de nuevo en palacio; ¿me permite dos palabras?
—Diga V., señor.
—Es inútil que nadie más que V. me oiga.
—Nada más fácil, repuso el oficial acercándose al desconocido hasta tocarle; diga V.
El jinete se inclinó hasta el capitán y murmuró a su oído algunas palabras que éste escuchó con marcadas muestras de sorpresa.
—¿Está V. satisfecho ahora? preguntó el jinete.
—Sí, señor, respondió el capitán, el cual volviéndose hacia el sargento, que permanecía inmóvil a algunos pasos de distancia, añadió: Abra V. la puerta.
—No hay necesidad; si V. me da su permiso voy a apearme aquí y uno de los soldados cuidará de mi caballo.
—Como V. guste, señor.
El jinete echó pie a tierra, dio las bridas al sargento, que las tomó mientras esperaba que un soldado viniese a reemplazarle, y dirigiéndose al capitán, repuso:
—Ahora si quiere V. colmar su galantería sirviéndome de guía y conduciéndome personalmente al lado de la persona que me está aguardando, me tiene a sus órdenes.
—Yo soy quien estoy a las de V., señor, contestó el oficial, y ya que tal es su deseo, tendré la honra de conducirle.
El desconocido y el capitán penetraron en palacio, dejando tras sí al sargento y a los dos centinelas, que no volvían de su sorpresa.
Precedido del capitán, el jinete atravesó gran número de piezas que a pesar de lo temprano de la hora estaban ya llenas de gente, no de visitantes, sino de oficiales de todas graduaciones, de senadores y consejeros de la Suprema Corte que parecían haber pasado la noche en palacio.
La mayor agitación reinaba en los grupos, compuestos de militares, miembros del clero y representantes del alto comercio, y todos, aunque en voz baja, hablaban con cierta viveza y manifestaban en sus fisonomías un recelo sombrío.
El capitán y su acompañado llegaron por fin a la puerta de un gabinete custodiado por dos centinelas, y por delante de la cual se estaba paseando un ujier que ostentaba una cadena de plata al cuello.
—Ha llegado V., señor, dijo el capitán al desconocido.
—No me queda sino despedirme de V. y darle las más expresivas gracias por su atención, contestó aquél.
El jinete cruzó un saludo con el capitán, que se volvió al cuerpo de guardia.
—Su excelencia no puede recibir en este instante; esta noche ha celebrado consejo extraordinario, y quiere estar solo; éstas son sus órdenes, dijo el ujier saludando con sequedad al desconocido.
—Pues va a hacer una excepción en mi pro su excelencia, repuso cortésmente el jinete.
—Lo dudo, señor, replicó el ujier; la orden es general y no me atrevería a faltar a ella.
El desconocido pareció reflexionar, mientras el ujier le contemplaba admirado de que perseverase en quedarse allí.
—Comprendo, señor, dijo por fin y levantando la cabeza el jinete, cuan sagrada es para usted la orden que ha recibido, y por lo tanto no intento inducirle a que falte a ella; sin embargo, como el motivo que me trae reviste la mayor gravedad, le ruego me dispense un favor.
—Para complacerle haré cuanto sea compatible con los deberes de mi cargo, contestó el ujier.
—Gracias, señor; por otra parte le garantizo que pronto va V. a tener una prueba de que en lugar de recibir V. una reprimenda, su excelencia el presidente le agradecerá que me haya dejado entrar.
—Ya he tenido el honor de hacerle observar señor...
—Déjeme que le explique lo que deseo de V., interrumpió con viveza el desconocido, luego ya me dirá si puede o no hacerme el favor que deseo.
—Dice V. bien.
—Voy a escribir cuatro letras en un pedazo de papel, y el papel ese lo pone V. ante los ojos del presidente, sin pronunciar palabra alguna; si su excelencia no le dice a V. nada, me retiro; ya ve que no es dificultoso lo que solicito y que no quebranta V. de ningún modo las órdenes que ha recibido.
—Cierto es, repuso el ujier sonriendo; pero les doy una interpretación torcida.
—¿Halla V. dificultades?
—¿Tan necesario es que vea V. a su excelencia esta mañana? repuso el ujier, sin responder a la pregunta que acababa de dirigirle el desconocido.
—Señor don Livio, respondió éste en voz grave, porque aunque V. no me conozca a mí yo sí a V.; sé hasta dónde llega su devoción al general; pues bien, por mi honor le juro que es urgente por modo gravísimo que yo le vea sin perder instante.
—Basta, señor, repuso seriamente el ujier, si sólo depende de mí, dentro de un minuto va usted a verle; en esa mesa hay papel, pluma y tinta; escriba V.
El jinete dio las gracias al ujier, tomó una pluma y en gruesos carácteres escribió casi en el centro de una blanca hoja esta sola palabra:
ADOLFO .°.
seguida de tres puntos en forma de triángulo; luego entregó la hoja abierta al ujier, diciéndole:
—Tome V.
—¡Cómo! exclamó aquél con pasmo, V. es...
—¡Silencio! repuso el desconocido llevándose un dedo a los labios.
—Entrará V., dijo el ujier, levantando la cortina y abriendo la puerta, tras la cual desapareció.
Casi al mismo instante se abrió de nuevo la puerta, y del interior del gabinete partió una voz sonora, que no era la del ujier, y que repitió por dos veces:
—Entre V., entre V.
El desconocido penetró en el gabinete.
—El cielo le envía a V., mi querido don Adolfo, dijo el presidente saliendo al encuentro de éste y tendiéndole la mano.
Don Adolfo correspondió efusivamente a las demostraciones afectuosas de Miramón, y se sentó al lado de éste en una silla de brazos.
En el momento que le presentamos en escena, el presidente Miramón, general cuyo nombre circulaba de boca en boca y que con justicia pasaba por el militar más notable de Méjico, como de la república era el mejor administrador, era tan joven que apenas frisaba con los veintiséis, sin embargo de lo cual y en tres años que ocupaba el poder había llevado a cabo muchas grandes y nobles acciones.
En lo físico era elegante y bien formado, francos sus modales, y noble su andar, y sus facciones correctas y llenas de distinción respiraban audacia y lealtad; tenía ancha la frente y arrugada ya bajo el esfuerzo de la meditación; y grandes los ojos, negros y de mirada leal y límpida cuya penetración turbaba a las veces a aquéllos en quienes se fijaba. En el instante en que entró el misterioso personaje en el gabinete de Miramón, éste estaba pálido y una oscura faja le rodeaba los ojos: evidentes señales de un largo insomnio.
—¡Ah! profirió gozosamente el general dejándose caer en su silla de brazos, ahí de vuelta a mi genio del bien; de seguro me trae la dicha que voló.
Don Adolfo movió tristemente la cabeza.
—¿Qué significa este movimiento, amigo mío? preguntó el presidente.
—Quiere decir que temo sea demasiado tarde, general, respondió el interpelado.
—¿Demasiado tarde? ¿Cómo es eso? ¿Acaso no me cree V. capaz de tomar un ruidoso desquite sobre mis enemigos?
—Le creo a V. capaz de todas las acciones nobles y grandes, general, respondió don Adolfo; pero por desgracia la traición le cerca a V. estrechamente y sus amigos le abandonan.
—Le sobra a V. la razón, dijo el general con amargura; el clero y los comerciantes acaudalados, de quienes me he constituido en égida, a quienes he defendido siempre y en todas partes, dejan egoístamente que gaste todos mis recursos en protegerles, sin dignarse venir en mi ayuda. ¡Ah! pronto van a echarme de menos, si, lo que es muy probable, sucumbo por su culpa.
—Es verdad, mi general, y en el consejo que celebró V. esta noche, indudablemente se ha convencido V. definitivamente de las intenciones de esos hombres a los cuales se lo ha sacrificado V. todo.
—Sí, profirió el presidente frunciendo el cejo y recalcando amargamente sus palabras; a cuantas peticiones les he dirigido y a todas mis observaciones, sólo me dieron una respuesta: «No podemos.» No parecía sino que obedecían a un santo y seña.
—¿Entonces su posición de V., general, y dispénseme la pregunta, debe ser por demás crítica?
—Diga V. más bien precaria, amigo mío; el tesoro está completamente exhausto, sin que me sea posible llenarlo de nuevo; el ejército, que hace dos meses no ha recibido paga alguna, murmura y amenaza desbandarse, y mis oficiales se pasan uno tras otro al enemigo, el cual avanza a marchas forzadas sobre Méjico. Ésta es limpia y claramente mi situación, ¿qué le parece a V.?
—Triste, terriblemente triste, general, respondió don Adolfo. Dispénseme V. que le dirija una pregunta: ¿qué piensa V. hacer para contrarrestar el peligro?
En lugar de responder, el presidente dirigió al soslayo una mirada penetrante a su interlocutor.
—Pero antes de seguir adelante, repuso don Adolfo, permítame V. que le dé cuenta de mis operaciones.
—¡Oh! profirió Miramón sonriendo, estoy convencido de que han sido afortunadas.
—Tal espero que va a hallarlas vuecencia. ¿Me autoriza V. para que se las relate?
—Diga, diga V., amigo mío, tengo comezón de saber lo que ha hecho V. en pro de nuestra noble causa.
—Dispense V., general, repuso con viveza don Adolfo, no paso de ser un aventurero y mi devoción radica personalmente en V.
—Bien, bien, yo me entiendo, arguyo Miramón; a ver, diga V.
—En primer lugar, dijo don Adolfo, he logrado arrebatar al general Degollado los restos de la conducta robada por él en la Laguna Seca.
—Bravo, esto es en buena lid; con el dinero de la conducta esa me quitó Guadalajara. ¡Oh! Castillo; en fin, ¿y cuánto poco más o menos?
—Doscientos setenta mil duros.
—No es despreciable la suma.
—¿Verdad que no? Luego sorprendí al bandido Cuéllar, después a su asociado Carvajal y por fin a su amigo Felipe Irzabal, sin mentar algunos secuaces de Juárez a quienes su mala estrella colocó en mi camino.
—En resumen, dijo Miramón, el total de esos encuentros asciende a...
—Más de novecientos mil duros; los guerrilleros del íntegro Juárez saben tundir, obran a sus anchas y se aprovechan para enriquecerse grandemente en este río revuelto; en resumen, le traigo a V. un millón doscientos mil duros que serán conducidos acá antes de una hora, a lomo de mula, y podrá V. ingresarlos en su tesoro.
—¡Pero esto es magnífico! exclamó Miramón.
—Se hace lo que se puede, general, repuso don Adolfo.
—Demontre, si todos mis amigos recorriesen el campo con tan buenos resultados, pronto me vería rico y en estado de sostener vigorosamente la guerra; por desgracia no sucede así, pero esta cantidad añadida a la que he logrado procurarme por otro lado, forman una suma bastante redonda.
—¿De qué otra cantidad está V. hablando, general? ¿Ha hallado V. dinero?
—Sí, respondió con cierta vacilación el presidente; un amigo mío, agregado a la embajada española, me ha sugerido un medio.
Don Adolfo dio un brinco cual si le hubiese mordido una serpiente.
—Cálmese V., amigo mío, dijo Miramón con viveza; sé que es V. enemigo del duque; sin embargo, éste, desde que se encuentra en Méjico, me ha prestado importantes servicios.
El aventurero, que estaba pálido y sombrío, no respondió palabra. En cuanto a Miramón, leal como era y sintiendo necesidad de disculparse de una mala acción hija únicamente de la apurada situación en que se encontraba, continuó:
—Después de la derrota de Silao y cuando todo me abandonaba a la vez, el duque ha logrado hacerme reconocer por el gobierno de España, lo que no puede V. negar me ha sido utilísimo.
—No digo que no, general. ¡Oh Dios! ¿luego es cierto lo que me han dicho?
—¿Y qué le dijeron a V.?
—Que ante la obstinada negativa del clero y del alto comercio de prestarle a V. ayuda y reducido al último extremo, había tomado V. una determinación terrible.
—Es cierto, contestó el presidente bajando la cabeza.
—Pero tal vez no sea demasiado tarde todavía; con el dinero que le traigo ha cambiado su situación de V., y si V. lo consiente, voy...
—Escuche V., dijo Miramón asiendo del brazo a su amigo.
En esto se abrió la puerta.
—¿No he prohibido que se me moleste? dijo el presidente al ujier que estaba inmóvil e inclinado delante de él.
—El general Márquez, excelentísimo señor, respondió el ujier con la mayor impasibilidad.
Miramón se estremeció, le subió al rostro un ligero rubor y dijo:
—Que entre.
El general Márquez se presentó en el gabinete.
—¿Y bien? le preguntó el presidente.
—Ya está, respondió lacónicamente el general; el dinero ha ingresado en el tesoro.
—¿Qué sucedió? repuso Miramón con imperceptible temblor en la voz.
—Vuecencia me envió orden para que con una fuerza respetable me dirigiera a la legación de S. M. británica, exigiese del representante inglés la entrega inmediata de los fondos destinados a pagar a los tenedores de bonos de la deuda inglesa, y les hiciese observar que en las circunstancias actuales vuecencia necesitaba de dicha cantidad para poner la ciudad en estado de defensa; además, en nombre de vuecencia le empeñé mi palabra de que le restituiría la mentada cantidad, que sólo debía ser considerada como un préstamo por algunos días, ofreciéndole, por otra parte, concertar con vuecencia la forma del pago en el modo que a él más le pluguiese. A todas mis observaciones, el representante inglés se limitó a responder que el dinero no le pertenecía, que no era sino el depositario responsable de él y que le era imposible soltarlo. Yo, conociendo que todas mis observaciones iban a estrellarse ante una resolución inquebrantable, después de una hora de pláticas inútiles resolví llevar a cabo la última parte de las órdenes que me habían sido transmitidas: así pues, ordené a mis soldados que rompiesen el sello oficial y las cajas de la legación y me apoderé de todo el dinero que en ellas había, cuidando empero de hacerlo contar por dos veces y ante testigos, para que constase de un modo indudable el importe total de la cantidad que me apropiaba, a fin de devolverla íntegra más adelante. El dinero que me llevé y se encuentra ya en palacio, asciende a un millón cuatrocientos mil duros.
Después de esta narración sucinta, el general Márquez se inclinó como hombre que está convencido de haber cumplido con su deber y que espera las gracias.
—¿Y el representante inglés, qué hizo Entonces? preguntó el presidente.
—Después de haber protestado arrió su pabellón, y seguido de todo el personal de la legación abandonó la ciudad, declarando que rompía toda clase de relaciones con el gobierno de vuecencia, y que ante el inicuo acto de expoliación de que acababa de ser víctima, que así se expresó, se retiraba a Jalapa, en cuyo punto aguardará las nuevas instrucciones del gobierno británico.
—Está bien, general, le doy a V. las gracias; ya tendré el honor de hablar más extensamente con V. dentro de un instante.
Márquez saludó y se retiró.
—Ya lo ve V., amigo mío, dijo el presidente a don Adolfo, es demasiado tarde para devolver el dinero.
—Sí, por desgracia el mal es irremediable.
—¿Qué me aconseja V.?
—General, respondió don Adolfo, se encuentra V. en el fondo de un precipicio; su ruptura de V. con Inglaterra es la desdicha más grande que podía acaecerle en las presentes circunstancias; necesita V. vencer o morir.
—¡Venceré! exclamó fogosamente Miramón.
—Dios lo quiera, repuso el aventurero con tristeza y levantándose, porque solamente la victoria puede absolverle a V.
Se levantó.
—¿Se va V. ya? preguntó el presidente.
—Es preciso; ¿no debo hacer que traigan a palacio el dinero que yo a lo menos he quitado a los enemigos de vuecencia?
Miramón bajó tristemente la cabeza.
—Perdóneme V., general, dijo don Adolfo, he hecho mal al hablar de esta suerte; ¿acaso no sé por propia experiencia que la desgracia es mala consejera?
—¿No tiene V. nada que pedirme?
—Sí, señor, una firma en blanco.
—Tome V., dijo Miramón satisfaciendo inmediatamente los deseos del aventurero; y dígame, ¿volveré a verle a V. antes de su salida de la capital?
—Sí, general; pero permítame dos palabras más.
—Diga V.
—Desconfíe V. del duque español; ese hombre le vende.
Y despidiéndose del presidente, don Adolfo abandonó la estancia.
A la puerta del palacio el aventurero halló su caballo, al que un soldado sujetaba por las bridas, y subiéndose inmediatamente sobre la silla, tiró una moneda al asistente, atravesó de nuevo la plaza Mayor y se internó en la calle de Tacuba.
A eso de las nueve de la mañana las calles estaban henchidas de viandantes, jinetes, coches y carretas que iban, venían y se cruzaban en todas direcciones; en una palabra, la ciudad ofrecía el animado aspecto de las capitales, el febril movimiento propio de los momentos críticos. En los semblantes de todos se reflejaba la turbación, todas las miradas traducían el recelo, todos hablaban en voz baja, todos veían un enemigo en el inofensivo extranjero que el acaso les ponía en su camino.
Don Adolfo, mientras avanzaba rápidamente al través de las calles, no dejaba de observar lo que ocurría en torno suyo; aquella zozobra mal disimulada, aquella creciente ansiedad de la población, no le pasaron inadvertidas. Realmente devoto del general Miramón, cuyo carácter magnánimo, vastos planes y sobre todo el deseo real de labrar la ventura de su patria le habían cautivado, don Adolfo experimentó un pesar íntimo, profundo, al ver aquel abatimiento general del pueblo, la defección de éste hacia el único hombre que en aquellos momentos, de verse lealmente sostenido, podía haber salvado a Méjico del gobierno de Juárez, es decir, de la anarquía organizada por el terrorismo del sable. Don Adolfo continuó adelante, al parecer sin ocuparse en lo que hacía y decía en torno de él la gente agrupada en el umbral de las puertas, en la entrada de las tiendas y en las esquinas, grupos en los cuales no se hablaba sino de la ocupación de los bonos de la Convención inglesa por el general Márquez, en virtud de una orden perentoria del presidente de la república, ocupación apreciada de mil modos distintos.
Sin embargo, don Adolfo, al penetrar en los arrabales encontró más tranquila a la población; y es que en ellos aún no había cundido la noticia y los que la sabían denotaban hacer poquísimo caso de ella o tal vez hallaban muy en su lugar aquel acto arbitrario del poder.
Don Adolfo comprendió perfectamente el contraste: los vecinos de los arrabales, pobres casi todos ellos, pertenecían a la clase más ínfima de la población y por lo tanto eso se les daba de una acción cuyas consecuencias no podían alcanzarles y de la que sólo debían salir perjudicados los comerciantes ricos de la ciudad.
Una vez cerca de la Garita o Puerta de Belén, don Adolfo se detuvo delante de una casa aislada, de modesta aunque no pobre apariencia y cuya puerta estaba cuidadosamente cerrada.
Al ruido de los pasos del caballo se entreabrió una ventana, del interior de la casa partió un grito de alegría, y poco después se abrió de par en par la puerta, por la que entró el jinete.
Don Adolfo atravesó el zaguán y penetró hasta un patio, donde se apeó y arrendó su caballo a una argolla empotrada en el muro.
—¿Por qué toma V. esta precaución, don Jaime? preguntó con voz suave y melodiosa una señora saliendo al patio; ¿acaso tiene V. la intención de dejarnos tan pronto?
—Hermana mía, respondió don Adolfo o don Jaime, tal vez no me sea dable permanecer sino muy poco tiempo aquí a pesar de mi ardiente deseo de conceder a V. muchas horas.
—Bien, bien, hermano, profirió la señora; pero por sí o por no deje V. que José conduzca el caballo al corral donde estará más bien que no en el patio.
—Como a V. le plazca, hermana.
—¿Ha oído V., José? dijo la señora a un criado anciano; conduzca V. al Moreno al corral, estréguelo V. cuidadosamente y échele doble pienso de alfalfa. Y volviéndose a don Adolfo y tomándole el brazo, añadió: venga V., hermano mío.
Don Jaime, que así le llamaremos ahora, no hizo objeción alguna, y ambos penetraron en la casa.
El aposento en el cual entraron era un comedor sencillamente amueblado, aunque con el gusto y limpieza que denotan un cuidado asiduo, y en la mesa había tres cubiertos.
—Almuerza V. con nosotros ¿no es verdad, hermano?
—Con sumo placer, respondió don Jaime, pero ante todo, hermana, démonos un abrazo e infórmeme de mi sobrina.
—Estará aquí dentro de un momento; en cuanto a su primo está ausente, ¿no lo sabe V.?
—Creía que había regresado.
—Todavía no; como a V., nos tiene en zozobra el muchacho, pues lleva una vida muy misteriosa; se va sin decir a dónde, y tras una ausencia, a menudo muy larga, regresa sin manifestar de dónde viene.
—Paciencia, María, paciencia, profirió don Jaime con voz un tanto triste; ya sabe que trabajamos para V. y para su hija. Pronto va a aclararse todo, así lo espero.
—Dios lo quiera, don Jaime; pero en esta casita nos encontramos por demás solas e intranquilas; el país está en un estado deplorable de trastorno, los caminos están infestados de bandoleros, y de consiguiente vivimos en un ay temerosas de que V. o don Esteban no caigan en manos de Cuéllar, de Carvajal o del Rayo, desalmados bandidos respecto de quienes oímos espantosos relatos todos los días.
—Tranquilícese V., hermana; Cuéllar, Carvajal y aun... el Rayo, repuso sonriendo don Jaime, no son tan terribles como quiere suponer la gente; por lo demás, no reclamo de V. sino un poco de paciencia: antes de un mes, se lo repito, habrá cesado todo misterio y cada cual recibido lo que en justicia le corresponda.
—¡Justicia! murmuró doña María dando un suspiro; ¿acaso esa justicia me devolverá mi dicha pérdida, mi hijo?
—Hermana, respondió con solemnidad don Jaime, ¿por qué dudar del poder de Dios? Espere V.
—¡Ay! don Jaime: ¿comprende V. bien el alcance de esta palabra? ¿Sabe V. lo que significa decir a una madre que espere?
—María, dijo don Jaime, ¿necesito repetir que V. y su hija son los únicos lazos que me unen a la vida, que les he ofrecido la mía entera, sacrificando, para verlas a Vds. dichosas un día, vengadas y repuestas en la elevada categoría de que debieran no haber descendido, todos los goces de la familia y todas las excitaciones de la ambición? ¿Si no estuviese a punto de conseguir el fin que desde hace tantos años persigo con tanta perseverancia y con tanta obstinación, me vería V. tan tranquilo y resuelto? ¿Acaso ha olvidado V. quién soy, o ha perdido ya la confianza en mí?
—¡Oh! no, confío en V., hermano mío, exclamó María echando los brazos al cuello de don Jaime; pero por eso mismo vivo en continua zozobra, aun en los instantes en que me dice usted que espere, porque sé que nada hay que pueda detenerle, ni valla que V. no derribe, ni peligro que no arrostre, y temo verle sucumbir en esta lucha insensata sostenida sólo en mi provecho.
—Y en pro de la honra de nuestro apellido, hermana mía, profirió don Jaime; no lo olvide usted, a fin de devolver a un blasón ilustre su empañado brillo; pero volvamos la hoja; ahí viene mi sobrina; de cuanto acabamos de decir no se acuerde V. sino de una sola palabra: espere V.
—¡Oh! gracias, gracias, hermano mío, dijo María abrazándole otra vez.
—Tío, mi buen tío, dijo en este instante una joven abriendo una puerta y encaminándose apresuradamente al encuentro de don Jaime, quien le llenó de besos las mejillas; por fin ha llegado V., bienvenido sea.
—¿Qué es eso, Carmen, hija mía? preguntó cariñosamente don Jaime a la joven; tiene V. los ojos enrojecidos, está V. pálida. ¿Ha llorado usted?
—No es nada, tío, una tontería de mujer nerviosa y turbada. ¿No viene con V. Esteban?
—No, respondió don Jaime con displicencia; no vendrá hasta dentro de algunos días; pero goza de perfecta salud, añadió, cruzando una mirada de inteligencia con doña María.
—¿Le ha visto V.?
—¡Pues no! apenas hace dos días, y aun yo me tengo algo la culpa de su retardo, pues insistí para que todavía no se venga, ya que necesito de él allá abajo; ¿pero no almorzamos? literalmente estoy pereciendo de hambre.
—Sí, al instante, sólo aguardábamos a Carmen; ¡ea! a la mesa, dijo doña María tocando un timbre, a cuyo son compareció el mismo criado que condujera al caballo de don Jaime al corral.
—Puedes servir, José, dijo doña Carmen al anciano.
Los tres se sentaron en torno de la mesa y dieron principio al almuerzo.
Vamos a trazar a vuela pluma el retrato de las dos señoras a quienes las exigencias de nuestro relato nos han obligado a presentar en escena.
La primera, doña María, de porte noble, graciosos modales y suave y triste sonrisa, era todavía hermosa por más que sus facciones, marchitas y fatigadas, ostentasen marcadas huellas de grandes dolores. De cuarenta y dos años apenas, estaba ya completamente cana y su cabellera formaba singular contraste con sus negras cejas y con sus ojos vivos y brillantes, que respiraban la fuerza y la juventud.
Doña María vestía de riguroso luto y su traje le daba una apariencia religiosa y ascética.
Su hija, doña Carmen, tenía a lo más veintidós años y era hermosa como su madre, de la que era el retrato viviente, lo había sido a su edad. Todo en ella era gracioso y lindo; su voz tenía modulaciones de armonía extraordinaria, su pura frente respiraba el candor y de sus grandes y negros ojos, coronados de cejas al parecer trazadas con un pincel y rodeados de largas y sedosas pestañas; emanaba una mirada suave y húmeda, impregnaba de singular atractivo.
El traje de Carmen era por demás sencillo: se componía de un vestido de muselina blanca ceñido a la cintura con una ancha cinta azul y de una toca de blondas.
Tales eran las dos damas.
A pesar de la indiferencia que fingía, el aventurero don Jaime estaba visiblemente inquieto y receloso; en ocasiones permanecía con el tenedor levantado olvidándose de llevarlo a la boca y pareciendo prestar oído atento a ruidos perceptibles solamente para él; otras veces se sumergía en una divagación tan profunda, que su hermana o su sobrina se veían obligadas a volverle a la realidad dándole un golpecito.
—¡Oh! a V. le pasa algo, hermano mío, no pudo menos de decirle doña María.
—Sí, añadió la doncella, esta preocupación no es natural, tío mío, nos preocupa. ¿Qué tiene?
—Yo, nada, les aseguro, contestó él.
—Tío, nos esconde algo.
—Está equivocada, Carmen, no le estoy escondiendo nada, que me sea personal al menos; pero en este momento, existe una agitación tan fuerte en el pueblo, que le admito francamente que temo un catástrofe.
—¿Vendrá tan pronto, entonces?
—¡Oh! No lo creo; sólo que tal vez habrá ruido, reuniones, ¿qué sé yo? Le aconsejo seriamente, si no es absolutamente obligatorio, de no salir de casa hoy.
—¡Oh! Ni hoy, ni mañana, hermano mío, contestó doña María, tiene mucho tiempo ya que no salimos, con excepción de ir a misa.
—Tampoco para ir a misa, a partir de ahora y por algún tiempo, hermana mía, creo que sería imprudente arriesgarse en las calles.
—¿El peligro es tan grande? preguntó ella con inquietud.
—Sí y no, hermana mía, estamos en un momento de crisis donde un gobierno está a punto de caer y de ser reemplazado por otro; usted entiende, no cierto, que el gobierno que cae es impotente hoy de proteger a los ciudadanos; sin embargo, él que lo reemplazará aún no tiene ni el poder ni la voluntad sin duda, de vigilar sobre la seguridad pública, así que, en una circunstancia como ésta, lo más sabio es de protegerse a sí mismo.
—En verdad, me espanta, hermano mío.
—Dios mío, tío, ¿qué pasará con nosotras? exclamó doña Carmen juntándose las manos con temor; esos mexicanos me dan miedo, son verdaderos bárbaros.
—Tranquilícese, no son tan malos como usted lo supone; son niños traviesos, mal criados, peleadores, y es todo; pero al fondo, tienen buen corazón; les conozco desde mucho tiempo, y yo respondo por sus buenos sentimientos.
—Pero usted sabe, tío, el odio que nos tienen, a nosotros los españoles.
—Malamente, estoy de acuerdo que nos hacen llevar con el mal del cual acusan a nuestros padres de haberles hecho, y que nos odian cordialmente, pero ignoran que ustedes y yo somos españoles, las creen hijas del país, lo que es para ustedes una garantía; por lo de don Esteban, pasa por peruviano, y yo, todos están convencidos que soy francés; entonces pueden ustedes ver bien que el peligro no es tan grande como lo suponen, y que en no cometer imprudencias, no tienen nada, por lo pronto, que temer, de todos modos, no se quedan sin protectores, no las dejaré solas en esta casa con un viejo doméstico, cuando hay un catástrofe tan cerca; así que sean tranquilas.
—¿Se va a quedar con nosotras, tío?
—Sería con gran placer, mi querida niña; malamente, no me atrevo prometérselo, me temo que me sea imposible.
—Pero, tío, ¿cuáles son esos asuntos tan importantes?
—Silencio, curiosa, deme un poco de fuego para prender mi cigarro, no sé que he hecho con mi mechero.
—Tome V., dijo Carmen dando un fósforo a su tío; siempre emplea V. las mismas argucias para cambiar la conversación; es V. muy feo.
Don Jaime se echó a reír, y sin replicar a su sobrina encendió el cigarro. Luego, al cabo de unos segundos, dijo:
—A propósito, ¿ha venido alguien del rancho?
—Sí, hace unos quince días Loick y Teresa, su mujer, nos trajeron algunos quesos y dos odres de pulque.
—¿Dijeron algo del Arenal?
—No, en la hacienda no ocurría novedad.
—Mejor.
—Loick sólo habló de un herido.
—¡Ah! ¿y qué dijo?
—No lo recuerdo bien.
—Yo sí lo recuerdo, repuso doña Carmen. En cuanto vea V. a su tío, señorita, me dijo Loick, sírvase decirle que el herido que había mandado depositar en el subterráneo bajo la guarda de López, se ha aprovechado de la ausencia de éste para escaparse, y que a pesar de todas nuestras pesquisas nos ha sido imposible dar de nuevo con él.
—¡Maldición! exclamó don Jaime reventando en ira. ¡Ah! ¿por qué ese necio de Domingo no le dejó morir como una bestia fiera? Ya me presumí que esto concluiría de un modo semejante.
Pero al notar la sorpresa que se pintó en el semblante de las dos damas al oírle proferir tales palabras, don Jaime se calló, y simulando la más absoluta indiferencia, preguntó con la voz más natural del mundo:
—¿Nada más?
—Nada más, respondió la joven, y por cierto que Loick me recomendó eficazmente que no me olvidase de decírselo a V.
—No valía la pena, repuso don Jaime; pero lo mismo da, querida niña, gracias; y levantándose de la mesa, añadió: ahora me veo obligado a dejarlas a Vds.
—¡Ya! profirieron doña María y doña Carmen abandonando con viveza sus respectivas sillas.
—Es preciso. A lo menos que sobrevengan acontecimientos imprevistos, esta noche estoy citado para un sitio muy distante de aquí; pero como no me sea dable volver tan pronto como espero, ya cuidaré de que me sustituya don Esteban, a fin de que no queden Vds. sin protectores.
—¡Ah! será muy distinto, repuso doña María.
—Gracias; pero antes de separarnos hablemos un poco de negocios; ¿han acabado Vds. el dinero que les di la última vez que nos vimos?
—No gastamos mucho, hermano, respondió doña María, sino que vivimos con grande economía; nos queda todavía bastante.
—Mejor, hermana, siempre es preferible que sobre; así pues, como en este momento estoy rico, me he reservado para Vds. unas sesenta onzas de cuyo peso les ruego me aligeren.
Y metiendo la mano en los bolsillos de su dolmán, don Jaime sacó una larga bolsa de seda encarnada, al través de cuyas mallas se veía brillar el oro.
—Esto es demasiado, hermano, ¿qué quiere usted que hagamos con tanto dinero?
—Lo que a Vds. les plazca, hermana; esto no me incumbe. Tomen, tomen.
—Ya que V. lo exige.
—Puede que Vds. hallen cuarenta o cincuenta onzas más de las que he dicho, repuso don Jaime; vayan para alfileres para V. y para Carmen, pues quiero que ésta pueda ponerse elegante cuando se le antoje.
—¡Qué bueno es V., tío! profirió la doncella; estoy segura de que V. se sujeta a privaciones por nosotras.
—Esto no le atañe a V., señorita, replicó don Jaime; lo que yo quiero es verla a V. hermosa; su deber de sobrina sumisa, es obedecerme, sin permitirse hacer observación alguna; ¡ea! denme Vds. un abrazo y adiós; me he entretenido ya demasiado.
Las dos damas le siguieron hasta el patio, donde le ayudaron a ensillar al Moreno, al cual doña Carmen daba terrón de azúcar tras terrón mientras le acariciaba, a lo que el noble animal parecía estar muy agradecido.
En el momento en que don Jaime daba al anciano criado orden de que abriese la puerta, se oyó en la parte de afuera el precipitado galopar de un caballo, y poco después repetidos golpes en aquélla.
—¿Quién será? dijo don Jaime avanzando resueltamente hacia el zaguán.
—¡Tío! ¡hermano! gritaron a una las dos damas, intentando detenerle.
—Soltad, dijo don Jaime inmovilizando con una mirada a su hermana y a su sobrina; sepamos quién es. Y llegando hasta la puerta, gritó: ¿Quién vive?
—Amigo, respondieron desde la calle.
—Es la voz de Loick, dijo el aventurero, abriendo la puerta.
—¡Alabado sea Dios! profirió el ranchero entrando y al conocer a don Jaime, pues él hace que dé con V.
—¿Qué ocurre? preguntó con viveza el aventurero.
—Una gran desgracia, respondió Loick, la hacienda del Arenal ha caído en manos de la pandilla de Cuéllar.
—¡Demonios! exclamó don Jaime, palideciendo de cólera. ¿Y desde cuándo?
—Desde hace tres días.
Don Jaime asió del brazo a Loick, se lo llevó al interior de la casa, y le preguntó:
—¿Tienes hambre? ¿sed?
—Tanto me apremiaba el llegar, respondió el ranchero, que hace tres días que no como ni bebo.
—Descansa y come, repuso don Jaime; luego me contarás lo ocurrido.
Las dos damas se apresuraron a colocar delante del ranchero pan, carne y pulque.
Mientras Loick tomaba el alimento de que tan premiosa necesidad sentía, don Jaime se paseaba descompasadamente de un extremo al otro del comedor.
Se nos olvidaba decir que las dos damas se habían retirado discretamente a una señal de su deudo, dejándolo a solas con Loick.
—¿Has concluido? preguntó el aventurero, al ver que su interlocutor había dejado de comer.
—Sí, respondió el ranchero.
—¿Ahora te sientes con fuerzas para contarme como ha sucedido la catástrofe?
—Estoy a sus órdenes, señor.
—Di pues, te escucho.
El ranchero, después de haber apurado su último vaso de pulque para aclararse la voz, empezó su relato.
Vamos nosotros a suplir con el nuestro el relato del ranchero, quien, por otra parte, ignoraba muchas particularidades, ya que no conocía lo ocurrido sino de oídas. Para ello nos es preciso retroceder al momento preciso en que Oliverio, porque el lector indudablemente le ha adivinado en don Jaime, se separó de doña Dolores y del conde a unas dos leguas del Arenal.
Doña Dolores y los que le acompañaban no llegaron a la hacienda hasta poco antes de ponerse el sol.
Don Andrés, inquieto por tan largo paseo, les recibió con muestras del gozo más vivo; pero viéndoles como les había visto a lo lejos acompañados de León Carral, se había tranquilizado.
—No permanezca V. por tanto tiempo fuera de la hacienda, señor conde, dijo a Luis don Andrés con solicitud verdaderamente paternal; comprendo el placer que halla V. en galopar en compañía de la atolondrada Dolores, pero como no conoce esta tierra, puede extraviarse. Demás, en estos momentos los caminos están infestados de merodeadores pertenecientes a todos los partidos que dividen esta desgraciada república, y a estos pícaros tanto les da disparar un tiro contra un hombre como dispararlo sobre un coyote.
—Me parece que V. exagera, señor, replicó Luis; hemos dado un magnífico paseo sin que nada sospechoso haya venido a turbarlo.
Hablando de esta suerte se encaminaron al comedor, donde les estaba aguardando la comida.
Ésta fue silenciosa como de costumbre; la única diferencia que se notaba era que parecía haber desaparecido la indiferencia entre doña Dolores y Luis, pues realmente sostuvieron una animada conversación, lo que hasta entonces no había acontecido.
Don Melchor estuvo hosco y compasado como siempre y comió sin despegar los labios; no obstante, dos o tres veces y admirado sin duda de la buena armonía que parecía reinar entre su hermana y el francés, se fijó en ellos, mirándoles con expresión singular; pero los jóvenes fingieron no reparar en él y continuaron su conversación a media voz.
Don Andrés estaba radiante de gozo, y arrastrado por la grata sensación que experimentaba, hablaba en alta voz, interpelaba a todos y bebía y comía como un hambriento.
Al levantarse de la mesa y en el instante de despedirse, don Luis detuvo al anciano, diciéndole:
—V. dispense, ¿podría escuchar dos palabras?
—Me tiene V. a sus órdenes, respondió don Andrés.
—No sé como explicarme, señor, repuso el conde: temo haber obrado con alguna ligereza y cometido una falta contra los deberes sociales.
—¡Usted! exclamó don Andrés sonriendo; ¡bah! permítame que le diga que no le creo.
—Le agradezco a V. el buen concepto en que me tiene; con todo, debo hacerle a V. juez de mi conducta.
—Si es así, explíquese V.
—El caso es el siguiente: habiendo determinado dirigirme directamente a Méjico, pues ya sabe V. que yo ignoraba su presencia aquí...
—En efecto, interrumpió el anciano; prosiga usted.
—Pues bien, continuó Luis, ignorando, como he dicho, su presencia de V. en la hacienda, había escrito a uno de mis íntimos amigos, agregado a la legación francesa, primeramente para notificarle mi llegada y en segundo lugar para que me hiciese el favor de buscarme habitación. Ahora bien, el amigo ese, llamado el barón Carlos de Meriadec y perteneciente a la más calificada nobleza de Francia, acogió favorablemente mi encargo y se dispuso a satisfacerlo. En esto supe que vivía V. en esta hacienda, y como V. tuvo la exquisita amabilidad de ofrecerme hospitalidad en ella, escribí inmediatamente al barón diciéndole que suspendiese todas sus gestiones, ya que era más que probable que yo me quedaría aquí durante un largo espacio de tiempo.
—Al aceptar V. mi hospitalidad, señor conde, me dio una prueba de amistad y de confianza, de que le estoy agradecidísimo.
—Creía que todo estaba terminado respecto del particular, cuando esta mañana recibí una carta en la cual el barón me participa haber obtenido licencia y su resolución de pasar en mi compañía los días de asueto que le han concedido.
—¡Ah! ¡caramba! exclamó gozosamente don Andrés, buena está la idea, y por ella le daré las gracias a su amigo de V.
—¿Así pues no le parece desempachado el barón?
—¿Qué está V. diciendo? interrumpió con viveza don Andrés; ¿por ventura no es V. casi casi mi yerno?
—Pero todavía no lo soy, señor.
—Gracias a Dios lo será V. pronto. Así pues, aquí se encuentra V. en su casa, y por lo tanto es libre de recibir a sus amigos.
—Aun cuando fuesen mil, dijo con sonrisa sardónica don Melchor, que estaba escuchando esta conversación.
El conde fingió creer en la buena intención del joven y le respondió inclinándose:
—Le agradezco a V. que en la presente circunstancia una su voz a la de su padre; esto me prueba la bien querencia que se digna V. demostrarme cada vez que se le ofrece coyuntura.
Don Melchor comprendió el sarcasmo que escondía la respuesta de don Luis, y haciendo un frío saludo se retiró murmurando algunas palabras incoherentes.
—¿Y cuándo llega el barón de Meriadec? preguntó don Andrés.
—Ya que es preciso hablar claro, respondió el conde, mañana por la mañana.
—Mejor. ¿Y es joven?
—Poco más o menos de mi edad: lo único que hay es que habla muy mal el castellano y apenas si lo comprende.
—Ya hallará aquí con quien hablar en francés, dijo el anciano; hizo V. bien en advertirme; de no nos hubiera cogido desprevenidos. Esta tarde misma voy a dar orden de que le preparen habitación.
—Sentiría en el alma, repuso el conde, ocasionarle a V. la más pequeña molestia.
—No se apure V. por esto; gracias a Dios nos sobra sitio, y hallaremos fácilmente donde instalarle con toda comodidad.
—Me he explicado mal, señor; conozco la espléndida hospitalidad de V. Lo que yo quería decir es que me parece convendría que el barón se instalase en mis propias y holgadas habitaciones para que mis criados pudiesen servirle.
—¡Pero eso va a molestarle a V. mucho!
—Al contrario; mis habitaciones tienen más piezas que no necesito, y él puede instalarse en una; de este modo podremos hablar los dos con entera libertad cuando nos guste. Hace dos años que no nos hemos visto y por lo tanto tenemos que hacernos muchas confidencias.
—¿V. lo exige, señor conde?
—Me encuentro en su casa de V. y por lo tanto nada puedo exigir, respondió Luis; lo que solicito es un favor.
—Pues se hará según sus deseos, repuso don Andrés; esta tarde misma quedará dispuesto todo.
Luis se despidió de don Andrés y se retiró a sus habitaciones; pero casi en pos de él penetraron dos peones cargados de muebles, quienes en un abrir y cerrar de ojos transformaron el salón en cómodo dormitorio.
Una vez a solas con su ayuda de cámara, el conde puso a éste al corriente de lo que debía saber para desempeñar su papel sin ocurrir en equivocaciones, ya que había concurrido a la cita y visto a Domingo.
A eso de las nueve de la mañana del día siguiente, el conde recibió aviso de que un jinete vestido a la europea y seguido de un arriero que conducía dos mulas cargadas de maletas y cofres se acercaba a la hacienda.
Luis, que ni por un segundo sospechó que no fuese Domingo el viajero de que acababan de hablarle, se levantó y se apresuró a acudir a la puerta de la hacienda, en la que ya se encontraba don Andrés a fin de hacer los honores de su casa al extranjero.
El conde no dejaba de experimentar alguna zozobra respecto del modo como el vaquero llevaría el traje europeo, tan mezquino y estrecho y por lo mismo tan difícil de llevar con garbo; pero al ver al gallardo y hermoso joven, que avanzaba gobernando primorosamente a su caballo y ostentando en toda su persona un incontestable sello de distinción, se tranquilizó al punto. Sin embargo, se le acudió una nueva duda, y es que le parecía imposible que aquel elegante jinete fuese el hombre mismo a quien viera el día anterior y cuyos modales francos pero ligeramente triviales le habían inspirado el temor de que no iba a desempeñar satisfactoriamente el papel que le confiaran; mas no tardó en quedar convencido de que realmente era Domingo quien se encontraba en su presencia.
Los dos jóvenes se abrazaron con muestras de amistad la más sincera, y luego Luis presentó a su amigo a don Andrés.
El hacendero, satisfecho de la elegancia y distinción del joven, le acogió cordialísimamente; luego el conde y el barón se retiraron seguidos del arriero, que no era otro que el ranchero Loick.
Descargadas las mulas y colocadas ya las cajas y las maletas en las habitaciones del conde, el barón, que así le llamaremos por ahora, dio una cuantiosa propina al arriero, que se deshizo en bendiciones, y se volvió rápidamente con sus mulas temeroso de encontrarse con algún conocido en la hacienda.
Una vez a solas los dos jóvenes, colocaron a Raimbaut de centinela en la antesala, a fin de no verse sorprendidos, y retirándose al dormitorio del conde dieron comienzo a una larga y seria conversación, durante la cual Luis puso al corriente al barón, trazándole una como biografía de las personas entre las cuales iba a vivir durante algún tiempo; extendiéndose en particular respecto de don Melchor, de quien le aconsejó desconfiase, y recomendándole que no echase en olvido que no sabía sino una que otra palabra castellana y que apenas comprendía esta lengua; éste era punto esencialísimo.
—He vivido mucho tiempo entre los cobrizos, respondió el joven, y he aprovechado sus lecciones; V. mismo va a quedar sorprendido del primor con que desempeñaré mi comisión.
—Le confieso a V. que ya lo estoy, repuso el conde; ha superado V. mis esperanzas.
—V. me lisonjea, señor, dijo el joven; pero no tema, procuraré merecer siempre su aprobación.
—Pero ahora caigo en ello, mi querido Carlos, dijo Luis sonriendo; somos antiguos compañeros de colegio.
—¡Qué! repuso en el mismo tono el barón, si nos conocemos de chiquitines.
—¿Y no le parece a V. que en este caso debemos tutearnos?
—Evidentemente; la perfección de nuestros papeles lo exige.
—Corriente, yo te tuteo y tú me tuteas.
—¡Pues no faltaba más! ¿dos amigos como nosotros no tutearse?
Los dos jóvenes se estrecharon cordialmente las manos, riendo como colegiales en vacaciones.
De esta suerte se deslizó parte del día sin otro incidente que la presentación del barón Carlos de Meriadec, por su amigo el conde Luis del Saulay, a doña Dolores y al hermano de ésta don Melchor de la Cruz, doble presentación en la que el extranjero se portó como comediante consumado.
Doña Dolores respondió con una graciosa y alentadora sonrisa al cumplido que el joven creyó de su deber dirigirla.
En cuanto a don Melchor, se limitó a hacerle una muda reverencia, mientras le dirigía una mirada hosca.
—¡Jum! dijo el barón una vez a solas con el conde, ese don Melchor me produce el efecto de ser un mal bicho.
—Abundo en la misma opinión, contestó sin ambages el conde.
A eso de las tres de la tarde doña Dolores mandó a preguntar a los dos jóvenes si querían dispensarle la honra de hacerla compañía por unos instantes, a cuyo ruego accedieron solícitos.
El conde y el barón se cruzaron con D. Melchor, en el patio; pero éste no les dirigió palabra alguna, y les siguió con la mirada hasta que hubieron entrado en las habitaciones de doña Dolores.
Se deslizó un mes sin que nada viniese a turbar la existencia de los habitantes de la hacienda del Arenal.
El conde y su amigo salían con frecuencia en compañía del mayordomo, ya para la caza, ya sencillamente para pasearse, y algunas veces, aunque muy contadas, junto con doña Dolores.
Ahora que el conde no iba ya solo con ella, la joven temía menos su presencia, y aun en ocasiones parecía ésta serle grata, hasta el extremo de acoger favorablemente sus galanterías, reírse de sus chistes y demostrarle la más omnímoda confianza.
Pero a quien sobre todo demostraba la joven una preferencia marcada, era al barón, sea porque conociéndole no le diese importancia alguna, ya que, por puro capricho de coquetería femenina, se complaciese en jugar con aquella naturaleza de la que no sospechaba la indómita energía y quisiese ensayar en el ingenuo joven el poder de sus hechizos.
Domingo no advertía, o hacía que no, ese ardid de doña Dolores; de una galantería exquisita para con ella, permanecía sin embargo en los estrictos límites que se trazara él mismo, no cuidándose de provocar los celos de un hombre por quien sentía una amistad sincera y sabía estaba a punto de casar con la joven.
Por lo que se refiere a don Melchor, su carácter se fue poniendo más y más sombrío, sus ausencias se hicieron más largas y frecuentes, y en las contadísimas ocasiones en que el acaso le ponía en presencia de los dos jóvenes, respondía silenciosamente a su saludo, sin dignarse dirigirles la palabra; definitivamente la repugnancia que de buenas a primeras sintiera hacia ellos, con el tiempo se había convertido en verdadero odio mejicano.
Entre tanto los acontecimientos políticos iban desenvolviéndose con rapidez más y más creciente; las tropas de Juárez puede decirse que eran dueñas absolutas del campo; los exploradores de este partido habían aparecido ya en los alrededores de la hacienda, y se hablaba vagamente de propiedades españolas asaltadas, pasadas a saco y entregadas a las llamas y cuyos dueños habían sido traidoramente asesinados después de haber exigido un rescate los guerrilleros.
Grande era la zozobra que reinaba en el Arenal: don Andrés de la Cruz, a quien su calidad de español no le inspiraba confianza alguna en lo venidero, tomaba las precauciones más exageradas para no verse sorprendido por el enemigo, en vista de que don Melchor se había obstinado en no abandonar la hacienda y retirarse a Puebla, como él lo propusiera repetidas veces.
Sin embargo, la tenebrosa conducta que desde que el conde se encontraba en la quinta guardaba el joven, su empeño en mantenerse aislado, sus frecuentes y prolongadas ausencias y en primer término las recomendaciones de don Oliverio, cuya desconfianza, indudablemente hacía mucho tiempo despertada por hechos de él solo conocidos, habían determinado la presencia de Domingo en la hacienda, inspiraban sospechas al conde, sospechas a las cuales la antipatía oculta que desde el primer día experimentaba por don Melchor daban casi la fuerza de una certidumbre.
Tras madura reflexión, Luis había resuelto participar sus recelos a Domingo y a León Carral, cuando una noche, a las nueve, al entrar en el patio, se encontró con don Melchor a caballo, que se encaminaba hacia la puerta de la hacienda.
El conde se admiró de que a hora tan avanzada de una noche sin luna don Melchor se arriesgase a salir solo por aquellos campos, a riesgo de caer en una emboscada de los guerrilleros de Juárez, cuyos exploradores sabía él vagaban hacía algunos días por los alrededores de la hacienda.
Esta nueva salida del hermano de doña Dolores, completamente inmotivada en la apariencia, disipó las últimas dudas del conde y le afirmó en su resolución de tomar inmediatamente consejo de sus dos confidentes.
En esto León Carral atravesaba el patio, y al oír que Luis le llamaba, se encaminó apresuradamente a su encuentro.
—¿A dónde va V.? preguntó el conde al mayordomo.
—No lo sé de fijo, señor, respondió León; sin atinar por qué, esta noche me siento más desasosegado que de costumbre y me salía para inspeccionar los alrededores de la hacienda.
—Tal vez sea un presentimiento, dijo el conde imaginativo; ¿quiere V. que le acompañe?
—Cuento salir y batir un poco el campo por las cercanías, repuso ño León Carral.
—Está bien; mande V. que ensillen mi caballo y él de don Carlos y al instante nos reunimos a V.
—Sobre todo, señor, repuso el mayordomo, no traiga V. consigo criado alguno; obremos nosotros solos, pues conviene evitar toda probabilidad de traición. Tengo un proyecto.
—Corriente, dentro de diez minutos nos tiene con V.
—Hallarán Vds. sus caballos a la puerta del primer patio. No necesito recomendarles que se armen.
—Nada tema.
El conde entró en sus habitaciones; después de explicar a Domingo lo que ocurría, ambos salieron al punto y se reunieron al mayordomo; el cual, ya montado, les estaba aguardando delante de la puerta de la hacienda, abierta de par en par.
—Aquí estamos, dijo el conde.
—Partamos, repuso lacónicamente Carral.
El conde y Domingo se subieron sobre sus respectivos caballos, y salieron sin añadir palabra.
Tras ellos se cerró suavemente la puerta de la hacienda.
Los tres jinetes descendieron al trote largo la pendiente que conducía al llano.
—¡Hola! dijo el conde al cabo de un instante, ¿qué significa esto? ¿acaso vamos montados en caballos espectros que no producen ruido alguno al marchar?
—Hable V. más quedo, señor, repuso el mayordomo; probablemente estamos rodeados de espías; en cuanto a lo que despierta tanto su curiosidad, no es sino una sencilla precaución; los cascos de nuestros caballos están envuelto en sacos de piel de carnero rellenos de arena.
—¡Demontre! profirió Luis, entonces nuestra expedición es secreta.
—Sí, señor, y por demás importante, repuso Carral.
—¿Qué ocurre pues?
—Que desconfío de don Melchor.
—¡Hombre! piense V. que don Melchor es hijo y heredero de don Andrés.
—Sí, pero su madre era una india zapoteca, de la que no atino por qué se enamoró mi amo, pues no era hermosa, ni buena, ni tenía pizca de entendimiento, y de ella tuvo a don Melchor. La madre murió de sobreparto, rogando a don Andrés que no abandonase a la pobre criatura; mi amo se lo prometió, reconoció al hijo y le educó, cual si hubiese sido legítimo, y años después obligó a su esposa a tener al niño junto a ella. Don Melchor fue pues educado como si realmente hubiese sido hijo legítimo, tanto más cuanto doña Lucía de la Cruz murió sin haber dado más que una niña a su marido.
—¡Ah! dijo el conde, ahora empiezo a vislumbrar la verdad.
—Todo marchó a pedir de boca durante muchos años; don Melchor, tratado muy bien por su padre, llegó poco a poco a persuadirse de que a la muerte de don Andrés heredaría efectivamente la fortuna de éste; pero hace cosa de un año que mi amo recibió una carta, a consecuencia de la cual tuvo con su hijo una larga y seria conferencia.
—Ya, repuso Luis, dicha carta recordaba a don Andrés el proyecto de matrimonio estipulado entre mi familia y la suya y al par le notificaba mi próxima llegada.
—Probablemente, señor, dijo Carral; pero nada de cuanto pasó entre el padre y el hijo traspiró; lo único que todos notamos fue que don Melchor, que no es alegre ni mucho menos, desde entonces está sombrío y áspero, busca siempre la soledad y no habla con su padre sino cuando a ello se ve obligado. Don Melchor, que no hacía sino cortas y contadas excursiones por el campo, empezó a aficionarse a la caza, y emprendió expediciones que con frecuencia duraban muchos días. La súbita llegada de V. a la hacienda, cuando indudablemente le animaba todavía la esperanza de no verle nunca, ha aumentado por modo indecible sus malas disposiciones, y de ahí que esté yo convencido de que desesperado de ver como se le escapa para siempre de las manos la herencia que desde hace tanto tiempo codicia, no vacilará ni siquiera ante el crimen para apoderarse de ella. Ahí, señor, lo que he creído de mi deber comunicarle; Dios sabe que al hablar no me ha guiado sino la mejor intención.
—Ahora me lo explico todo, ño León Carral, dijo el conde, y como V. estoy persuadido de que don Melchor medita una odiosa traición contra el hombre a quien todo lo debe, contra su padre.
—¿Quieren Vds. saber mi opinión? dijo Domingo; pues bien, yo opino que, si se presenta oportunidad, haríamos una buena obra alojándole una bala en la cabeza; de este modo libraríamos al mundo de un horrible asesino.
—Amén, repuso el conde riendo.
En esto los tres jinetes llegaron al llano.
—Señor, dijo León Carral, dirigiéndose a don Luis, aquí empiezan las dificultades para llevar a cabo la empresa que intentamos; es preciso obrar con la mayor prudencia y sobre todo evitar que nuestra presencia se revele a los invisibles espías que es indudable nos están acechando.
—Nada tema V., repuso el conde, seremos mudos como peces; pase V. adelante, nosotros le seguiremos a la moda de los indios cuando caminan por el sendero de la guerra.
El mayordomo se puso a la cabeza de la fila y los tres empezaron a avanzar con bastante rapidez por senderos que se entrecruzaban y habrían formado una red intrincada para otro menos conocedor del terreno que León Carral.
Como hemos dicho más arriba, la noche aquella era sin luna y el firmamento estaba oscuro como la tinta.
En el campo reinaba el más profundo silencio, sólo interrumpido a largos intervalos por los estridentes gritos de las aves nocturnas.
De esta suerte y sin cruzar palabra los tres jinetes continuaron avanzando durante media hora, al cabo de la cual el mayordomo se detuvo y dijo en voz baja:
—Hemos llegado; apéense Vds.; aquí estamos seguros.
—¿Lo cree V. así? preguntó Domingo; durante nuestra marcha me ha parecido oír gritos de aves nocturnas demasiado bien imitados para que fuesen verdaderos.
—Tiene V. razón, dijo León Carral; son los centinelas enemigos que se dan el alerta; nos han venteado; pero gracias a la oscuridad y a conocer como conozco los vericuetos, por ahora a lo menos hemos despistado a los que han salido en nuestra persecución. Éstos nos están buscando en dirección opuesta a la en que nos encontramos.
—Tal me ha parecido también a mí, profirió Domingo.
El conde escuchaba con avidez, pero en vano, lo que sus compañeros estaban hablando; para él era puro hebreo; por primera vez en su vida el acaso le colocaba en una situación tan singular, y por tanto le faltaba por completo la experiencia; distante estaba de temer que había atravesado todas las avanzadas de un campamento enemigo, pasado a tiro de pistola de los centinelas emboscados a derecha y a izquierda y tal vez se había librado milagrosamente de la muerte un sin fin de veces.
—Señores, dijo el mayordomo, quiten ustedes los sacos a los caballos, ya no los necesitan; yo entre tanto encenderé una antorcha de ocote.
Luis y Domingo, que reconocían tácitamente a Carral como jefe de la expedición, obedecieron.
—¿Está? preguntó al cabo de unos instantes el mayordomo.
—Sí, respondió el conde; pero no vemos pizca; ¿enciende V. la antorcha?
—Ya está encendida, respondió León; pero sería demasiado imprudente mostrar aquí la luz; síganme Vds. tirando a sus caballos de las bridas.
León se puso de nuevo a la cabeza, para guiar a sus compañeros, y los tres anudaron la marcha, pero esta vez a pie.
A poco brilló una luz ante sus ojos, luz que alumbraba lo suficiente para que aquéllos pudiesen ver los objetos que les rodeaban.
Los expedicionarios se encontraban en una gruta natural, abierta en el fondo de un pasadizo bastante tortuoso para que desde fuera nadie advirtiese la luz de la antorcha.
—¿Dónde demonios nos encontramos? preguntó el conde con sorpresa.
—Ya lo ve V., señor, respondió Carral, en una gruta.
—Sí, repuso Luis; mas para conducirnos aquí debía asistirle a V. una razón.
—Una me asistía, señor, contestó el mayordomo, y es que esta gruta comunica con la hacienda por medio de un subterráneo bastante largo; subterráneo que tiene muchas salidas al campo y dos en la hacienda. De estas últimas, una de ellas sólo la conozco yo, y hoy he tapado la otra; pero temeroso de que don Melchor durante sus carreras por el campo haya descubierto la gruta ésta, he querido venir esta noche para cerrarla interiormente por medio de una gruesa pared y de esta suerte evitar que nos sorprendan.
—Muy bien dispuesto, ño León, dijo el conde; cuando V. quiera pondremos manos a la obra; no faltan piedras.
—Primeramente asegurémonos de que no nos han precedido otros.
—¡Jum! difícil me parece, profirió Luis.
—¿Usted cree? repuso Carral con suave ironía.
Y tomando la antorcha que había plantado en un rincón, se inclinó hasta el suelo, pero casi al punto se irguió de nuevo dando un grito de cólera y de rabia.
—¿Qué hay? exclamaron con ansiedad el conde y Domingo.
—Miren Vds., respondió el mayordomo señalando el suelo.
El conde miró.
—Es demasiado tarde, continuó Carral; nos han ganado por la mano.
—Por Dios explíquese V., profirió el conde; nada comprendo de cuanto dice.
—Mira, repuso Domingo mostrando el suelo a don Luis, ¿ves estas pisadas que van en todas direcciones?
—¿Y qué?
—¡Pobre amigo mío! respondió el vaquero, estas pisadas las han impreso los hombres probablemente conducidos por don Melchor, los cuales han tomado este camino para introducirse en la hacienda, donde quizá se encuentran ya a estas horas.
—No, repuso el mayordomo, las huellas son frescas, de pocos minutos. La delantera que nos han tomado es insignificante, porque una vez hayan llegado al final del subterráneo se verán precisados a derribar el muro que yo he construido y que por cierto es robusto; no desmayemos pues; quizá Dios permita que lleguemos a la hacienda a tiempo. Vengan Vds., síganme sin tardanza y dejen los caballos. ¡Ah! divina ha sido la inspiración que tuve de no lapidar la segunda salida.
Agitando entonces su antorcha para reavivar la llama, el mayordomo se precipitó corriendo hacia una galería lateral, seguido de los dos jóvenes.
El subterráneo subía en pendiente suave; el camino que éstos siguieran para venir a la gruta, daba la vuelta a la colina sobre la cual estaba asentada la hacienda; además, les había sido preciso dar numerosos rodeos y marchar con circunspección, es decir, con bastante lentitud, temerosos de verse sorprendidos, lo que les absorbiera un espacio de tiempo considerable; pero ahora era distinto; ahora corrían en línea recta, y en un cuarto de hora hicieron un camino igual al que, a caballo, les había exigido una hora.
Cuando los tres llegaron al jardín de la hacienda, ésta estaba silenciosa.
—Despierten Vds. a sus criados mientras yo toco a rebato, dijo el mayordomo; quizá salvemos la hacienda.
Y León se precipitó hacia la campana cuyas redobladas vibraciones despertaron a no tardar a los habitantes de la hacienda que acudieron inmediatamente al son, medio desnudos y no comprendiendo lo que ocurría.
—¡A las armas! ¡a las armas! gritaban el conde y sus compañeros.
A don Andrés le pusieron en dos palabras al corriente de la situación, y mientras éste hacía conducir a su hija a su habitación bajo la salvaguardia de criados devotos, y organizaba la defensa cuanto lo permitían las circunstancias, el mayordomo, seguido del conde y de Domingo y de los criados del primero, se había encaminado al jardín.
Luis y doña Dolores no habían cruzado sino contadas palabras.
—Me voy a las habitaciones de mi padre, dijo la joven al conde.
—Allá iré a reunirme con V.
—Le aguardo, ¿Nadie más se acercará?
—Se lo juro a V.
—Gracias.
Doña Dolores y el conde se separaron.
Una vez en el jardín, los cinco hombres oyeron claramente los apresurados golpes que los asaltantes descargaban sobre la pared, y se emboscaron a tiro de pistola de la salida, detrás de los árboles y de las flores.
—Para venir de esta suerte a robar a la gente honrada es menester que esos hombres sean unos bandidos, profirió el conde.
—¡Que si lo son! repuso con zumba Domingo, pronto va V. a verlos en la faena de modo que no le quepa a V. duda alguna.
—Entonces mucho ojo, dijo el conde, y recibámosles como se merecen.
Ínterin, en el subterráneo redoblaban los golpes, y a no tardar se desprendió una piedra, y luego otra, y otra, hasta que apareció en el muro una brecha bastante considerable.
Los guerrilleros se precipitaron al jardín dando un aullido de alegría que se cambió al punto en rugido de rabia.
Cinco disparos hechos a un tiempo habían estallado como un formidable trueno.
Empezaba la lucha.
Al oír la descarga que les recibiera sembrando la muerte en sus filas, los guerrilleros habían retrocedido llenos de espanto; sorprendidos por aquéllos a quienes imaginaban sorprender, preparados a robar, pero no a combatir, su primer pensamiento fue emprender la fuga.
Los defensores de la hacienda, cuyo número había aumentado considerablemente, el ver el indescriptible desorden que se introdujera entre los asaltantes, no desperdiciaron la ocasión de mandar a éstos una rociada de balas.
Sin embargo, era menester tomar una determinación: o avanzar arrostrando una lluvia de proyectiles, o renunciar al asalto.
El propietario de la hacienda estaba rico, y esto los guerrilleros lo sabían, y no sólo lo sabían, sino que hacía ya mucho tiempo que deseaban apoderarse de estas riquezas de ellos codiciadas y que con razón o sin ella suponían escondidas en la hacienda. Así pues les costaba renunciar a una expedición preparada de larga fecha y de la que tan magníficos resultados se prometían.
Entre tanto las balas iban lloviendo sobre los asaltantes sin que éstos se atreviesen a traspasar la brecha. Los jefes de los guerrilleros, más interesados todavía que no sus soldados en el buen logro de sus proyectos, pusieron fin a la vacilación empuñando resueltamente picos y martillos no sólo para agrandar la brecha, sino para reventar completamente el muro, pues comprendían que solamente por medio de una irrupción súbita e irresistible conseguirían derribar el obstáculo que les oponían los defensores de la hacienda.
Éstos continuaban haciendo un fuego graneado, pero casi todas sus balas se perdían, ya que los guerrilleros trabajaban a cubierto y cuidaban de no mostrarse delante de la brecha.
—Han cambiado de táctica, dijo el conde a Domingo; ahora se ocupan en derribar el muro y dentro de poco van a anudar el asalto; y dirigiendo una mirada de tristeza en torno de sí, añadió: entonces y no siendo capaces de resistir a un ataque vigoroso los que nos acompañan, nos veremos constreñidos a retroceder.
—Tienes razón, amigo, la situación es grave, repuso el joven.
—¿Qué hacer? preguntó el mayordomo.
—¡Ah! profirió de improviso Domingo, dándose una palmada en la frente, se me ocurre una idea: ¿tienen Vds. pólvora en la hacienda?
—Gracias a Dios no nos falta, respondió Carral. ¿Por qué?
—Mande V. traer inmediatamente un barril; de lo demás respondo.
—Fácil es.
—Pues vaya V.
El mayordomo se alejó apresuradamente.
—¿Qué quieres hacer? preguntó el conde a Domingo.
—Ya verás, respondió el joven, despidiendo rayos por los ojos; vive Dios que es magnífica la idea que se me ha ocurrido. Probable es que esos bandidos se apoderen de la hacienda, pues somos demasiado pocos para resistirles y no es para ellos sino asunto de tiempo; mas yo te fío que va a darles que sentir.
—No te comprendo.
—¡Ah! continuó el joven, pábulo de una exaltación febril, quieren abrirse un paso anchuroso, y yo voy a abrírselo, te lo juro.
En este momento regresó el mayordomo trayendo consigo no uno, sino tres barriles de pólvora en un carretón, cada uno de cuyos barriles contenía unas ciento veinte libras de pólvora.
—¡Tres barriles! profirió alegremente Domingo; mejor que mejor; así cada uno de nosotros tendremos el nuestro.
—¿Pero qué vas a hacer? preguntó Luis al vaquero.
—Voy a mandarles a las nubes, respondió éste. ¡Ea! manos a la obra.
Y tomando uno de los barriles le quitó la tapa, operación que imitaron el conde y León Carral.
—Ahora, dijo Domingo dirigiéndose a los peones, despavoridos ante tan siniestros preparativos, haceos atrás, pero seguid disparando sobre ellos.
El conde, Domingo y el mayordomo se quedaron solos con los criados del primero, que se habían negado a separarse de su amo.
En pocas palabras el vaquero puso al corriente de su proyecto a sus amigos.
Éstos se hicieron cargo de los barriles, y deslizándose silenciosamente por detrás de los árboles, se acercaron a la gruta.
Los asaltantes, ocupados en demoler interiormente el muro y no atreviéndose a salir fuera de la brecha a causa del no interrumpido fuego que hacían los peones, no veían lo que pasaba en el jardín; de consiguiente les fue fácil a los cinco hombres llegar hasta al pie mismo de la pared que estaban demoliendo los guerrilleros, sin ser vistos.
Domingo colocó los tres barriles de pólvora junto al arranque del muro, y con ayuda de sus compañeros amontonó sobre los barriles cuantas piedras pudo hallar; luego tomó su mechero, quitó de él la mecha, de la que cortó unos diez centímetros, y la introdujo en uno de los barriles.
—¡Atrás! ¡atrás! dijo a media voz el joven; la pared ya se bambolea y dentro de un instante va a derrumbarse.
Y dando el ejemplo a sus compañeros, se alejó corriendo.
Casi todos los defensores de la hacienda, en número de unos cuarenta, con don Andrés a su frente, estaban reunidos en la entrada de la huerta.
—¿Por qué corren Vds. de este modo? preguntó el señor de la Cruz a los jóvenes; ¿acaso están ahí los bandidos?
—No, señor, respondió Domingo, todavía no, pero pronto va V. a saber de ellos.
—¿Dónde está doña Dolores? preguntó el conde.
—En sus habitaciones con sus criadas; nada tema V. por ella.
—Ea, disparen Vds. dijo Domingo a los peones.
Éstos anudaron un tiroteo infernal.
—Raimbaut, dijo el conde en voz baja a su ayuda de cámara, hay que preverlo todo, váyase usted con Lanca Ibarru y ensillen cinco caballos, uno de ellos para una mujer. ¿Ha comprendido V.?
—Sí, señor conde.
—Luego conducirán Vds. los caballos esos hasta la puerta del extremo de la huerta, y allí y bien armados me aguardarán. Vaya V.
Raimbaut se alejó apresuradamente, tan tranquilo y sosegado como si en aquel momento no hubiese ocurrido nada de extraordinario.
—¡Ah! dijo don Andrés dando un suspiro de pesar, si Melchor se encontrase aquí, cuan útil nos sería.
—Pronto estará, señor, repuso con ironía el conde.
—¿Pero dónde puede estar?
—¡Jum! ¿quién sabe?
—¡Ja! ¡ja! profirió Domingo, allá abajo ocurre algo.
En efecto, las piedras, vigorosamente removidas a los repetidos golpes de los guerrilleros, empezaban a caer en la huerta. La brecha se iba ensanchando rápidamente y por fin se desprendió hacia fuera un lienzo de pared.
Los guerrilleros profirieron un grito atronador y arrojando sus picos y empuñando sus armas se prepararon a invadir la hacienda; pero de improviso se oyó una explosión terrible, la tierra retembló como sacudida por una convulsión volcánica, subió hacia el cielo una nube de humo y en todas direcciones cayó una lluvia de despojos humanos.
Un grito de agonía atravesó el espacio; luego se cernió sobre el lugar de tan horrorosa escena un silencio de muerte.
—¡Adelante! ¡adelante! gritó Domingo.
Los destrozos causados por la mina habían sido terribles; la entrada del subterráneo, completamente revuelta de arriba abajo y cerrada del todo por montones de tierra y de piedras, no había dado paso a ninguno de los asaltantes. Sólo acá y allá y en medio de los despojos se veían los restos desfigurados de los que momentos antes eran hombres. La catástrofe debió de haber sido espantosa, pero de ella guardaba el secreto el subterráneo.
—Alabado sea Dios, estamos salvados, dijo don Andrés.
—Si otros asaltantes no se presentan por otro lado, repuso el mayordomo.
De pronto y como si el acaso hubiese querido hacer buenas las palabras de León Carral, se oyeron formidables gritos acompañados de disparos de armas de fuego, y una llama súbita que se elevó en las viviendas de los criados, iluminó el paisaje con resplandor siniestro.
—¡A las armas! ¡A las armas! gritaron los peones corriendo despavoridos. ¡Los guerrilleros! ¡Los guerrilleros!
Efectivamente, a poco y a la rojiza luz del incendio que devoraba los edificios, los defensores de la hacienda vieron aparecer unos cien hombres que avanzaban a paso de ataque, blandiendo sus armas y dando aullidos de furor.
Al frente de los bandidos aquellos iba un hombre que empuñaba un sable en la diestra y un hacha de viento en la izquierda.
—¡Don Melchor! exclamó el anciano con desesperación.
—Vive Dios, dijo Domingo encarándole su arma no avanzará un paso más.
—¡Es mi hijo! profirió don Andrés desviando el arma de Domingo.
El proyectil fue a perderse en el espacio.
—¡Ah! señor, repuso con frialdad el joven, se arrepentirá V. de haberle salvado la vida.
Don Andrés, arrastrado por el conde y por Domingo, había entrado en sus habitaciones, cuyas aberturas todas quedaron atrancadas en un santiamén por los peones, que hacían desde las ventanas un fuego nutridísimo sobre los asaltantes.
El hijo de don Andrés de la Cruz estaba en inteligencias con los partidarios de Juárez. Reducido, cual el mayordomo lo explicara al conde, a la desesperación por el próximo casamiento de su hermana y la pérdida inevitable de la fortuna de la que por tan largo período de tiempo sustentara la esperanza de ser el heredero único, el joven había atropellado por todo y bajo ciertas condiciones aceptadas por Cuéllar, y que él se reservaba cumplirlas o no una vez logrado sus propósitos, propuso entregar al jefe guerrillero la hacienda, a cuyo efecto se habían tomado todas las medidas conducentes al caso.
Convinieron Cuéllar y don Melchor, que parte de la cuadrilla, dirigida por oficiales resueltos, intentaría una sorpresa por el subterráneo, del que el joven había previamente librado el secreto, y que al mismo tiempo la otra mitad de la cuadrilla, a las órdenes del mismo Cuéllar y guiada por don Melchor, escalaría silenciosamente los muros de la hacienda, del lado de los corrales, pues era indudable que este punto estaría sin defensa para atender a la de los edificios, bastante alejados de aquéllos.
Ya hemos indicado cual había sido el éxito de este doble ataque.
Cuéllar ignoraba todavía que en tal empresa había perdido la primera mitad de su cuadrilla, desaparecida por completo bajo los despojos del derrumbado subterráneo, y con los hombres que le quedaban sostenía un combate encarnizado contra los peones de la hacienda, los cuales sabiendo que se las habían con la pandilla de Cuéllar, el más feroz y sanguinario de todos los guerrilleros de Juárez, y que esta pandilla no concedía cuartel, se batían con el heroísmo de la desesperación.
El combate, sin embargo, iba prolongándose; los peones emboscados en las habitaciones habían parapetado las ventanas con todo lo que hallaran a mano y disparaban a cubierto sobre los asaltantes diseminados por los patios y a los cuales causaban pérdidas sensibles.
A Cuéllar no sólo le tenía fuera de sí la tenaz e imprevista resistencia que encontraba, sino el incomprensible retardo de los soldados de su cuadrilla que habían entrado por la gruta y que desde hacía mucho tiempo debían haberle dado la mano.
El jefe guerrillero había oído la explosión de la mina, sí; pero como entonces se encontraba todavía a bastante distancia de la hacienda y en dirección diametralmente opuesta a la en que ocurriera la explosión, el ruido llegó hasta él sordo e indistinto. Así pues no hizo caso alguno de él; pero la inexplicable tardanza de sus compañeros en aquel momento en que su socorro le era tan necesario, empezaba a infundirle seria inquietud, y se disponía ya a enviar a algunos de los suyos a la descubierta con encargo de activar la llegada de los rezagados, cuando prontamente partieron del interior de las habitaciones desaforados gritos de victoria y en las ventanas aparecieron multitud de guerrilleros agitando alegremente sus armas.
Este triunfo definitivo se debió a don Melchor. Mientras el grueso de los asaltantes atacaba de frente a los edificios, él, acompañado de algunos hombres decididos se había deslizado entre sombras por una ventana baja que en el primer momento de confusión los de la hacienda se olvidaran de atrancar como las demás, se introdujo en el interior y aparecido prontamente a la vista de los sitiados, a quienes su presencia aterrorizó y sobre los cuales se precipitaron los guerrilleros que le acompañaban, blandiendo su sable y empuñando sendas pistolas.
Entonces el combate se convirtió en una horrorosa carnicería; los peones, a pesar de sus súplicas fueron muertos a puñaladas por sus vencedores y arrojados desde las ventanas al patio.
Pronto los guerrilleros inundaron todos los edificios de la hacienda, persiguiendo de aposento en aposento a los peones y asesinándoles desapiadadamente.
De esta suerte llegaron al gran salón cuyas anchas puertas de dos hojas estaban abiertas de par en par; pero una vez allí, no sólo se detuvieron, sino que retrocedieron dominados por un instintivo impulso de horror ante el terrible espectáculo que se les ofreció a los ojos.
El salón estaba iluminado, por multitud de bujías colocadas en todos los candelabros y sobre todos los muebles, y en uno de sus ángulos y con muebles amontonados habían construido una barricada, tras la cual se refugiaron doña Dolores y las mujeres y los hijos de los peones de la hacienda. Delante de la mencionada barricada y a dos pasos de la misma, estaban alineados, en pie e inmóviles, con un fusil en una mano y una pistola en la otra, don Andrés, el conde, Domingo y León Carral, los cuales tenían cerca de sí dos barriles de pólvora abiertos.
—¡Alto! gritó don Luis con voz zumbona; ¡alto, caballeros! si dan Vds. un paso más nos vamos todos por los aires. Háganme Vds. el favor de no atravesar los umbrales de esta puerta.
Los guerrilleros se guardaron muy mucho de desobedecer tan cortés recomendación, pues a la primera mirada habían medido toda la intensidad del peligro que corrían.
Don Melchor pataleaba de ira al verse de esta suerte reducido a la imposibilidad.
—¿Qué quieren Vds.? preguntó con voz atragantada al conde el hijo de don Andrés de la Cruz.
—De V., nada, respondió Luis; tenemos sobrada honra para no tratar con un miserable de su calaña.
—Serán Vds. fusilados como perros, franceses malditos, aulló don Melchor.
—Le reto a V. a que ponga en obra su amenaza, replicó el conde levantando con toda impasibilidad el gatillo del revólver que tenía en la mano y apuntando al barril de pólvora que estaba próximo a él.
Los guerrilleros se hicieron atrás profiriendo gritos de terror.
—No dispare V., no dispare V., exclamaron; aquí viene el coronel.
En efecto, Cuéllar acababa de llegar.
Era Cuéllar un bandido desalmado, afirmación que no sorprenderá a nadie; pero hay que confesar que era valiente como un león.
El coronel se abrió paso entre sus soldados y una vez solo al frente de éstos, se inclinó con gracia ante los cuatro hombres, les inspeccionó con mirada socarrona, lió un cigarrillo y dijo con acento de buen humor:
—Es muy ingenioso el aparato ese que han dispuesto Vds. ahí; les doy mi enhorabuena, caballeros. A esos demonios de franceses se les ocurren unas ideas increíbles; por mi fe, añadió hablando consigo mismo, no hay quien les coja desprevenidos; con ese par de barriles basta para que todos volemos al paraíso.
—Y si no nos avenimos, dijo el conde, no vacilaremos como no hemos vacilado en mandar a las nubes a los soldados que había usted mandado a la descubierta por la gruta.
—¿Qué dice usted? profirió Cuéllar palideciendo.
—Digo, repuso con la mayor calma el conde, que puede V. hacer buscar los cadáveres de sus soldados en el subterráneo y los hallarán a todos, pues todos han quedado en él.
Los guerrilleros se estremecieron de terror al oír tales palabras, y todos guardaron silencio.
Cuéllar se puso meditabundo, y al cabo de un minuto levantó el rostro, del que había desaparecido toda huella de emoción, y tendió una mirada en torno de sí como quien busca algo.
—¿Busca V. fuego? le preguntó Domingo acercándose a él con una bujía en la mano. Encienda V. su cigarrillo, señor.
Cuéllar tomó la bujía que galantemente le alargaba Domingo, y después de encender el cigarrillo, la devolvió a éste dándole las gracias.
—Conque, dijo Cuéllar una vez el joven se hubo reunido a sus compañeros, ¿piden ustedes capitulación?
—Se equivoca V., señor, repuso el conde; no la pedimos, se la ofrecemos a V.
—¿Qué Vds. me la ofrecen? profirió con admiración el guerrillero.
—Sí; porque somos dueños de la vida de usted.
—Usted dispense, arguyó Cuéllar, lo que está diciendo es especioso, porque en el caso de mandarnos a cenar con San Pedro a nosotros también irían Vds.
—¡Caramba! repuso el conde, en esto estamos.
Cuéllar se entregó de nuevo a la meditación, y poco después dijo:
—Vamos a ver, no perdamos el tiempo en un tiroteo de palabras; hablemos como hombres; ¿qué quieren Vds.?
—Voy a decírselo a V., respondió el conde.
Cuéllar estaba fumando indolentemente el cigarrillo que pocos momentos antes encendiera, con la mano izquierda apoyada en su largo sable, cuya vaina descansaba en el suelo.
En el modo como estaba en pie el bandido, a la puerta del salón y dejando vagar al acaso su mirada, de suavidad felina, y despidiendo por boca y narices espirales de azulado humo, había un no sé qué seductivo.
—Vds. dispensen, señores, dijo; pero antes de pasar adelante es menester que nos pongamos completamente de acuerdo. Así pues, permítanme una ligera observación.
—Hable V., señor, dijo el conde.
—Pactemos, repuso Cuéllar, lo quiero y aun lo pido; como Vds. ven, soy muy acomodaticio; pero recomiendo que no me exijan imposibles, pues en este caso me vería constreñido a negárselos. No necesito decirles que si están Vds. decididos, también lo estoy yo, y que si bien deseo llegar a una transacción ventajosa para ambas partes, por quien soy les juro que de mostrarse demasiado exigentes preferiré volar con Vds., con tanta más razón cuanto tengo el presentimiento de que tarde o temprano terminaré mi vida como eso y no me pesaría irme al diablo en tan buena compañía.
Por más que Cuéllar pronunciara estas palabras con ademán risueño, el conde no se llamó a engaño respecto de la expresión decidida del hombre con quien se las había.
—¡Oh! señor, dijo éste, mal nos conoce usted si nos supone capaces de pedirle imposibles; lo único que hay es que queremos aprovecharnos de nuestra buena posición.
—Y yo se lo aplaudo de todas veras, caballero, repuso el guerrillero; mas como es usted francés y sus compatriotas nada temen, he creído de mi deber hacerle esta observación.
—Quépale a V. la certeza, señor, contestó el conde, fingiendo la misma tranquilidad que su interlocutor, que lo que vamos a exigir estará muy puesto en razón.
—¡A exigir! repitió Cuéllar, recalcando estas palabras.
—Sí, señor; pero no vamos a obligarle a que nos restituya en la posesión de la hacienda, porque nos consta que si saliese V. de ella sería para atacarnos de nuevo mañana.
—Es V. muy sagaz, señor; pero vengamos a lo que importa.
—A eso voy; ante todo va V. a devolvernos los pobres peones que han escapado de la matanza.
—No hallo dificultad.
—Junto con sus armas, sus caballos y lo poco que poseen.
—Convengo en ello.
—Don Andrés de la Cruz, su hija, el mayordomo León Carral, mi amigo, y yo y todas las mujeres y los niños refugiados en este salón, seremos libres de retirarnos a donde más nos acomode, sin temor a que nadie nos importune.
—¿Qué más? dijo Cuéllar haciendo una mueca.
—V. dispense, ¿acepta?
—Sí, señor, acepto. ¿Qué más?
—Mi amigo y yo somos franceses, y, que yo sepa, Francia no está en guerra con Méjico.
—Pero puede llegar día que sí, repuso Cuéllar en son de burla.
—Tal vez, pero ínterin, estamos en paz y tenemos derecho a su protección de V.
—¿No se han batido Vds. contra nosotros?
—Dice V. bien, pero en legítima defensa; desde el momento que nos atacaron, debíamos defendernos.
—Conforme; prosiga V.
—Queremos tener el derecho de llevarnos con nosotros, sobre nuestras mulas, cuanto nos pertenece.
—¿Nada más?
—Poco falta; ¿acepta V. estas condiciones?
—Las acepto.
—Perfectamente, ahora sólo falta llenar una formalidad.
—¡Una formalidad! ¿cuál?
—La de los rehenes.
—¡Cómo se entiende rehenes! ¿No les he empeñado a Vds. mi palabra?
—Sí, señor.
—¿Pues qué quieren Vds. más?
—Ya se lo he dicho a V., rehenes; V. comprenderá perfectamente, señor, que no me arriesgaré a confiar la vida de mis amigos y la mía propia, no diré a V., pues ha empeñado su palabra y la estimo buena, pero si a sus soldados que, como valientes guerrilleros que son no sentirían escrúpulo alguno, dado que cometiésemos la majadería de ponernos en sus manos, en hacernos satisfacer un rescate u otra cosa peor; V., señor Cuéllar, no manda tropas regulares, y por severa que sea la disciplina que mantenga en su cuadrilla, dudo que llegue al extremo de hacer respetar los prisioneros que caen en su poder, cuando V. no puede defenderlos con su presencia.
Cuéllar, interiormente halagado por las palabras del conde, sonrió con agrado y dijo:
—¡Jum! lo que acaba V. de manifestar puede ser verdad hasta cierto punto. Pero terminemos de una vez; ¿cuáles y cuántos son los rehenes que V. exige?
—Uno sólo, señor, respondió el conde; ya ve V. si somos contentadizos.
—En efecto, pero ¿quién es ese rehén?
—V., señor, respondió sin ambages el conde.
—¡Canario! respondió Cuéllar con risa zumbona, no tiene V. mal gusto; efectivamente les bastaría a Vds. con éste.
—Por eso no queremos otros.
—Pues es muy sensible.
—¿Por qué?
—Porque rehúso, demontre, ¿Y quién me serviría de fiador a mí?
—La palabra de un caballero francés, respondió con arrogancia el conde, palabra que nunca se ha empeñado en vano.
—Por mi vida, repuso Cuéllar con la mansedumbre que sabía adoptar tan bien cuando lo requerían las circunstancias, y le hacían tomar por el hombre más bueno del mundo, acepto, caballero, y suceda lo que quiera siento comezón de poner un poco a prueba la palabra esa de que tan orgullosos están los europeos. Quedamos pues en que yo les sirvo de rehén. Ahora espero me diga cuánto tiempo debo permanecer entre Vds., pues esto es para mí muy importante.
—No exigimos de V. sino que nos acompañe hasta la vista de Puebla; una vez allá quedará usted libre. Si le place, puede V. tomar una escolta de diez hombres para regresar con seguridad.
—Conforme, conforme, estoy a sus órdenes, caballeros, profirió Cuéllar. Y volviéndose hacia don Melchor, dijo a éste: V. se queda aquí durante mi ausencia para vigilar que todo vaya bien.
—Sí, contestó sordamente don Melchor.
El conde, después de haber dicho algunas palabras en voz baja al mayordomo, se dirigió de nuevo a Cuéllar.
—Señor, le dijo, hágame V. el favor de ordenar que conduzcan acá a los peones; luego, mientras V. permanezca con nosotros, ño León Carral irá a disponerlo todo para nuestra partida.
—Está bien, contestó el guerrillero; puede el mayordomo ir a cumplir sus quehaceres. Y dirigiéndose a los suyos y designando a Carral, añadió: este hombre es libre; conduzcan acá a los peones.
Poco después entraron en el salón unos quince pobres diablos con el traje hecho jirones y cubiertos de sangre, pero armados, según pacto estipulado previamente.
Dichos quince hombres eran los únicos que quedaban de los defensores de la hacienda.
Cuéllar penetró luego en la pieza en cuyo umbral hasta entonces había permanecido, sin que a ello le invitaran, y fue a colocarse detrás de la barricada.
Don Melchor, que comprendió lo falso de su posición, ahora que se veía solo frente por frente de los sitiados, se volvió para retirarse; pero entonces don Andrés se levantó, e interpelándole con voz vibrante e imperiosa, le dijo:
—Deténgase V., Melchor, no podemos separarnos de esta suerte; ahora que ya no debemos volver a vernos en este mundo, es necesario, indispensable, una explicación suprema entre los dos.
Don Melchor se estremeció al oír aquella voz; palideció, e hizo un movimiento cual si quisiese huir; pero deteniéndose prontamente y levantando con arrogancia la frente, dijo:
—¿Qué quiere V. de mí? hable, ya le escucho.
Por espacio de algunos segundos el anciano permaneció con los ojos clavados en su hijo con singular expresión de amor, cólera, dolor y desprecio, y haciendo por fin un esfuerzo sobre sí mismo, tomó la palabra en estos términos:
—¿Por qué quiere V. marcharse? ¿acaso porque le horroriza el crimen que ha cometido, o bien porque la rabia se ha apoderado de su corazón al ver abortado su parricidio y salvado a su padre a pesar de todos los esfuerzos que V. ha hecho para arrancarle la vida? Dios, que ha permitido que no consiguiese V. el completo triunfo de sus proyectos, me castiga por mi debilidad hacia V. y por el sitio que había V. usurpado en mi corazón; caro pago mi error; pero por fin ha caído la venda que me cubría los ojos. Váyase V., miserable, marcado con un estigma indeleble; ¡maldito sea V.! y esta maldición que sobre V. fulmino pese eternamente sobre su corazón. ¡Márchese V., parricida! desde ahora deja V. de ser hijo mío.
Sin embargo de su audacia, don Melchor no pudo aguantar la mirada fulgurante que su padre fijaba implacablemente en él; se le cubrió de lívida palidez el rostro, le conmovió el cuerpo un temblor convulsivo, inclinó la cabeza bajo el peso del anatema, retrocedió lentamente sin volverse, como arrastrado por una fuerza superior a su voluntad, y desapareció por en medio de los guerrilleros, que le abrieron calle impulsados por un sentimiento de horror.
En el salón reinaba un silencio fúnebre; y es que aquellos hombres, sin embargo de ser tan poco impresionables, experimentaban el influjo de la terrible maldición pronunciada por un padre contra su hijo culpado.
Cuéllar, que fue el primero que recobró su presencia de ánimo, dijo a don Andrés:
—Ha hecho V. mal en inferir a su hijo y en presencia de todos tan cruel afrenta.
—Le comprendo a V., profirió el anciano con tristeza; ¿pero qué me importa que se vengue si para siempre más mi vida está quebrantada?
E inclinando la cabeza sobre el pecho, don Andrés cayó en sombría y profunda meditación.
—Vele V. por él, dijo Cuéllar al conde; conozco a don Melchor, y sé que es un verdadero indio.
En esto doña Dolores, que hasta entonces permaneciera temerosamente escondida en medio de sus criadas, detrás de la barricada, se levantó, apartó algunos muebles, pasó sin hacer ruido al través de la abertura que ella misma acababa de practicar y fue a sentarse al lado de don Andrés; el cual no se movió, ni la había visto venir, ni oído como se sentaba cerca de él.
La joven se inclinó hasta su padre, le cogió amorosamente las manos, le besó en la frente, y con voz melodiosa e impregnada de ternura indecible, le dirigió estas palabras:
—Padre, mi buen padre, ¿no le queda a V. por ventura una hija que le quiere y le respeta? No se deje V. abatir de esta suerte por el dolor. Míreme, padre mío, por la Virgen Santísima; soy su hija. ¿Acaso no me quiere a mí que le amo tanto?
Don Andrés levantó el rostro, bañado en lágrimas, y abrió los brazos, en los que doña Dolores se precipitó dando un grito de gozo.
—¡Oh! profirió el anciano con ternura inefable, ¡cuánta ingratitud la mía al dudar de la infinita bondad de Dios! ¡Me queda mi hija! ¡No estoy ya solo en la tierra! ¡Todavía puedo ser dichoso!
—Sí, padre, repuso doña Dolores, Dios ha querido sujetarle a V. a prueba, pero no nos abandonará en nuestra pesadumbre; sea V. fuerte contra el infortunio, deje a su hijo entregado a su arrepentimiento, levante V. la terrible maldición que ha fulminado contra él, y permítale que vuelva arrepentido a sus plantas. ¡Oh! estoy convencida de que su acción no es sino hija de un momento de extravío; porque ¿cómo no amaría a V., tan noble tan grande y tan bueno?
—No me hables nunca de tu hermano, replicó don Andrés con hosca energía; para mí ha dejado de existir ese hombre. No tienes hermano alguno ni lo has tenido nunca. Perdóname que te haya engañado dándote a entender que el miserable ese formaba parte de nuestra familia; no, ese monstruo no es hijo mío; yo mismo he padecido error al suponer que por sus venas circulaba la misma sangre que por las mías.
—Padre, por Dios, sosiéguese V.
—Ven, hija mía, repuso don Andrés estrechando entre sus brazos a la joven, no me abandones, necesito sentirte ahí, a mi lado, para no creerme solo en el mundo y para tener la fuerza de sobrellevar mi desesperación. ¡Oh! repíteme que me quieres; no puedes comprender cuánto alivia mi corazón y suaviza mi dolor él que me lo digas.
Los guerrilleros se habían desparramado por la hacienda, saqueando y devastando, rompiendo muebles y forzando cerraduras con destreza que demostraba larga práctica. Solamente, según el pacto estipulado, habían sido respetadas las habitaciones del conde.
Raimbaut e Ibarru, relevados de su larga facción por León Carral, se ocupaban activamente en cargar sobre el lomo de algunas mulas los cofres y las maletas de Luis y de Domingo; y aunque los guerrilleros les habían mirado por espacio de algunos instantes con gesto socarrón y haciendo burla del modo desmañado como los dos criados cargaban las mulas, acabaron por ofrecer su ayuda a Raimbaut, ayuda que éste no tuvo reparo en aceptar. Entonces se vieron a aquellos hombres que sin el menor escrúpulo se hubieran entregado al latrocinio robando los objetos valiosísimos que encerraban las maletas y los cofres que los criados del conde estaban cargando, ocuparse con ahínco en transportarlos con cuidado sumo, y sin que ni por un segundo les asaltase la idea de apoderarse ni por el valor de un céntimo.
Gracias pues al inteligente concurso de los secuaces de Cuéllar, los equipajes del conde y de Domingo estuvieron en poquísimo tiempo cargados sobre tres mulas, y León Carral no tuvo ya que cuidar sino de que ensillasen los caballos necesarios para emprender el viaje, lo que fue ejecutado en un santiamén, gracias asimismo a la buena voluntad que en ir a buscar los caballos al corral y conducirlos al patio pusieron los guerrilleros.
Entonces León Carral penetró de nuevo en el salón y anunció que todo estaba dispuesto para la partida.
—Cuando Vds. quieran, señores, dijo Luis.
—Adelante.
Los que en el salón se encontraban fueron saliendo uno a uno escoltados por los guerrilleros, que daban grandes voces, si bien y al parecer contenidos por el respeto que les inspiraba su jefe no se atrevían a pasar a vías de hecho.
Una vez a caballo los que debían abandonar la hacienda, así como diez guerrilleros al mando de un oficial destinados a escoltar al coronel a su regreso, Cuéllar dirigió la voz a sus soldados, recomendándoles que obedeciesen ciegamente a don Melchor de la Cruz, mientras él estuviese ausente, y luego dio la señal de marcha.
Entre hombres, mujeres y niños, la pequeña caravana se componía de sesenta individuos, únicos que sobrevivieron a los doscientos que moraban en la hacienda.
Cuéllar iba a la cabeza de la caravana, a la derecha del conde; luego seguían doña Dolores, que iba entre su padre y Domingo; los peones, que conducían las acémilas de carga bajo la dirección de León Carral y de los dos criados del conde, y los guerrilleros cerraban la marcha.
El convoy bajó al paso por la colina y pronto se encontró en el llano.
Eran las dos de la madrugada poco más o menos; todo estaba envuelto en tinieblas, y los tristes viajeros, abrigados con sus sarapes y tiritando de frío, tomaron por la carretera de Puebla, a la que llegaron en veinte minutos; luego apresuraron el andar, en la esperanza de que al salir el sol o a lo menos a las primeras horas de la mañana llegarían a la ciudad, que no se encontraba sino a unas cinco o seis leguas de distancia.
Prontamente una luz vivísima tiñó de rojizos resplandores el cielo e iluminó el campo en una grande extensión.
La hacienda estaba ardiendo.
A este espectáculo, don Andrés dirigió una mirada triste hacia atrás y lanzó un suspiro profundo, pero no profirió palabra alguna.
Únicamente hacía uso de la palabra Cuéllar; el cuál trataba de demostrar al conde que la guerra tenía tristes necesidades; que hacía ya mucho tiempo que don Andrés había sido denunciado como secuaz devoto de Miramón, y que la toma y destrucción de la hacienda no eran sino el resultado de la malquerencia del hacendero hacia Juárez; cosas todas a las cuales el conde, que comprendía la inutilidad de discutir sobre tal tema con semejante sujeto, no se tomaba el trabajo de replicar.
De esta suerte y por espacio de unas tres horas, los viajeros continuaron su camino, sin que incidente alguno viniese a interrumpir la monotonía de su viaje.
Apareció la aurora y a su primera luz se divisó en lontananza el sombrío contorno de las cúpulas y los altos campanarios de Puebla.
El conde hizo detener a la caravana, y luego dijo a Cuéllar:
—Señor, ha cumplido V. lealmente el pacto que habíamos estipulado, por lo que en mi nombre y en el de mis desgraciados amigos le doy las gracias; no nos encontramos más que a unas dos leguas de Puebla, es ya de día, y por lo tanto es inútil que siga acompañándonos.
—En efecto, señor, repuso Cuéllar, creo que ahora pueden Vds. prescindir de mí, y ya que me dan su permiso, voy a dejarles, reiterándoles la expresión de mi pesar por lo ocurrido. Por desgracia no soy yo quien mando, y...
—Basta, por favor se lo ruego, interrumpió el conde; lo pasado es irreparable; por lo tanto y a lo menos en la hora de ahora, es excusado hablar más del asunto.
—¿Me permite V. dos palabras? dijo Cuéllar en voz baja e inclinándose.
El joven se acercó al guerrillero.
—Antes de separarnos, dijo éste a Luis, quiero hacerle una advertencia.
—Diga V.
—Todavía se encuentran Vds. lejos de Puebla, a donde no llegarán en menos de dos horas; estén Vds. alerta; vigilen el campo en torno de sí.
—¿Qué quiere V. decir, señor?
—Nadie sabe lo que puede ocurrir; le repito que vigilen Vds.
—Adiós, señor, repuso con indolencia el joven, devolviendo el saludo al guerrillero.
Después de haberse despedido cortésmente de sus compañeros de viaje, Cuéllar se puso al frente de sus soldados y se alejó al galope, no sin haber antes y por medio de un gesto significativo recomendado la prudencia al joven.
—¿Qué tienes? preguntó Domingo acercándose a Luis, al ver el ademán pensativo con que éste miraba alejarse a los guerrilleros.
El conde respondió a su amigo contándole lo que Cuéllar le había dicho al separarse.
—Aquí hay gato encerrado, profirió el vaquero frunciendo las cejas; como quiera que sea la advertencia es buena y no obraríamos cuerdamente si la despreciásemos.
Después de la partida del guerrillero, la caravana siguió marchando por espacio de algunos minutos más en medio del más profundo silencio.
Sin embargo, las últimas palabras proferidas por Cuéllar habían producido efecto; el conde y el vaquero se sentían desasosegados, y a pesar suyo y sin atreverse a comunicarse sus sombríos pensamientos, avanzaban con excesiva prudencia, venteando el aire, por decirlo así, estremeciéndose al más leve ruido sospechoso que se levantaba en los jarales.
Eran un poco más de las cinco de la mañana, hora en que la naturaleza parece por un instante recogerse y en que la luz y las tinieblas luchan con fuerzas casi equilibradas, se funden una en otra y producen ese vislumbre opalino cuyas vaporosas tintas dan a los objetos una apariencia vaga e indeterminada, un sí es no es fantástica. De la tierra subía un vapor ceniciento, produciendo una neblina transparente que los rayos del sol, más y más cálidos, iban disolviendo a trechos, iluminando parte del paisaje y dejando la otra envuelta en sombras; en una palabra, no era ya de noche, pero tampoco de día.
A lo lejos aparecían las numerosas cúpulas de los edificios de Puebla, resaltando confusamente sobre el sombrío azul del firmamento; los árboles, lavados por el abundante rocío de la noche, eran más verdes y al extremo de cada una de sus hojas temblequeaba una gotita de agua cristalina, mientras sus ramas, movidas por la brisa matinal, se entrechocaban suavemente produciendo misteriosos susurros; ya los pájaros, apelotonados al amparo del follaje, preludiaban por lo bajo sus alegres conciertos, y los bueyes silvestres levantaban acá y allá la cabeza por encima de las altas hierbas lanzando sordos mugidos.
Los fugitivos seguían un tortuoso sendero encajonado entre tierras removidas para el cultivo del agave y las cuales limitaban el horizonte a un círculo por demás restringido para que a aquéllos les fuese permitido vigilar los alrededores con todo el cuidado que tal vez hubiera sido necesario para la seguridad general de la caravana.
—Amigo mío, dijo el conde acercándose a Domingo e inclinándose ligeramente sobre su silla, no me explico la causa, pero experimento gran zozobra; la despedida de ese bandido me impresionó profundamente, pues me parece que presagia una desgracia cercana, terrible e inevitable, sin embargo de que el encontrarnos a cortísima distancia de la ciudad y de que el sosiego que reina a nuestro alrededor debieran tranquilizarme.
—Precisamente éste sosiego, repuso también en voz baja Domingo, me llena, como a ti, de indecible congoja; igualmente presiento yo una desgracia; nos encontramos en medio de un avispero, de un sitio el más a propósito para una emboscada.
—¿Qué hacer? preguntó el conde.
—No sé, respondió Domingo, la situación es dificultosa; sin embargo estoy porque redoblemos la prudencia. Haz que don Andrés y su hija pasen a vanguardia, advierte a los peones que estén ojo avizor y con el dedo en el gatillo de sus fusiles, y tú estás presto a la menor señal de alarma; yo, ínterin, salgo a la descubierta, y si el enemigo nos persigue, sabré despistarles pero no perdamos segundo.
Hablando de esta suerte, el vaquero se apeó, y después de haber arrojado a un peón las bridas de su caballo, se puso el fusil debajo del brazo izquierdo, trepó a la pendiente de la derecha y a poco desapareció al través de las malezas que orillaban el sendero.
Una vez a solas, el conde se preparó a seguir inmediatamente los consejos de su amigo, por lo que formó una retaguardia con los peones más decididos y más bien armados, a quienes intimó la orden de vigilar con atención suma los bordes del sendero, procurando al mismo tiempo disimular la gravedad de los acontecimientos que preveía, para no acobardarlos.
El mayordomo, cual si hubiera adivinado la zozobra del conde y participado de sus sospechas de un ataque próximo, había colocado a don Andrés y a doña Dolores en medio de un pequeño grupo de criados leales de los que asumiera el mando, y apresurando el andar de los caballos había dejado entre él y el grueso de la caravana un intervalo de cien pasos.
Doña Dolores, rendida por el cúmulo de terribles emociones que experimentara en el transcurso de aquella noche, no había prestado mucha atención a las disposiciones tomadas por sus amigos, sino seguido maquinalmente el nuevo impulso que la dieran y probablemente sin que tuviese conciencia del nuevo peligro que la amenazaba ni pensase más que en velar por su padre, cuyo estado de postración se hacía más alarmante por segundos.
En efecto, desde su partida de la hacienda y a pesar de los ruegos de su hija, don Andrés no había pronunciado una palabra; pálido, con la mirada fija y sin ver, la cabeza inclinada sobre el pecho, el cuerpo conmovido por persistente temblor nervioso y sumergido en profunda desesperación, dejaba a su caballo el cuidado de conducirle, sin que en la apariencia supiese a donde iba; tal había quebrantado el dolor, su energía y su voluntad.
León Carral, adicto en cuerpo y alma a su amo y a su joven ama y comprendiendo cuan incapaz de oponer la menor resistencia seria el anciano en el caso probable de un ataque, había recomendado en primer término a los servidores a quienes escogiera para que sirviesen de escolta a don Andrés y a doña Dolores, que no le perdiesen de vista y que en el momento de la lucha ensayasen por cuantos medios les fuese posible salir de la refriega y ponerlos al abrigo de todo riesgo; luego y obedeciendo a una señal que le dirigiera el conde, volvió grupas y se reunió a éste.
—Por lo que veo, a V. le han asaltado iguales presentimientos que a mí, dijo Luis al mayordomo.
—¡Ah! repuso éste moviendo la cabeza, don Melchor no abandonará la partida antes no la haya ganado o perdido definitivamente.
—¿Le cree V. capaz de preparar a su padre una emboscada tan horrible?
—Ese hombre es capaz de todo.
—¡Entonces es un monstruo!
—No, repuso el mayordomo, es un mestizo, un envidioso y un orgulloso que sabe que únicamente la fortuna puede darle la apariencia de consideración que codicia, y para alcanzarla no reparará en los medios.
—¿Ni en el parricidio?
—Ni en el parricidio.
—Lo que V. me dice es espantoso.
—¿Qué quiere V., señor? es así.
—A Dios gracias nos acercamos a Puebla, y una vez en la ciudad nada tendremos que temer.
—Sí, pero todavía no nos encontramos en ella, y V. conoce tan bien como yo el proverbio.
—¿Qué proverbio?
—De la mano a la boca se pierde la sopa.
—Espero que esta vez no se cumplirán sus temores.
—Así lo deseo; pero ¿no me había llamado usted, señor?
—En efecto, tengo que hacerle una recomendación.
—Diga V.
—Dado que nos ataquen, exijo que nos abandone V. a nuestras propias fuerzas y que a uña de caballo se dirija hacia Puebla llevándose consigo a don Andrés y a su hija. Tal vez de esta suerte le quede a V. tiempo de ponerlos en seguridad al amparo de las murallas de la ciudad.
—Le obedeceré a V., señor; no pondrán la mano en mi amo sin antes pasar por encima de mi cadáver. ¿Tiene V. más que comunicarme?
—No, vuélvase V. a su sitio, y a la buena de Dios.
El mayordomo saludó al conde y se reunió de nuevo al pequeño escuadrón en el centro del cual iban don Andrés y doña Dolores.
Casi al mismo instante Domingo reapareció en lo alto de la margen del sendero, y subiendo otra vez sobre su caballo, se colocó a la derecha del conde.
—¿Has descubierto algo? preguntó éste al vaquero.
—Sí y no, respondió Domingo a media voz.
El joven tenía el rostro sombrío y fruncido el ceño, lo que redobló la zozobra del conde, que dijo:
—Explícate.
—¿Para qué si no me comprenderías?
—Puede que sí.
—Pues oye: a derecha, a izquierda y a retaguardia la llanura está completamente desierta; adquirí de ello la certidumbre. El peligro, si verdaderamente existe, no es de temer sino que se nos eche encima durante el trayecto que nos separa de la ciudad.
—¿Qué te lo da a suponer?
—Indicios para mí seguros y que mi dilatada costumbre del desierto me ha dado a conocer a la primera mirada; en la región en que nos encontramos, los hombres descuidan por regla general todas las precauciones tomadas en las praderas y el olvido de una sola de las cuales acarrearía indefectiblemente la muerte inmediata del imprudente cazador o guerrero que habría de esta suerte denunciado su presencia a sus enemigos; aquí es fácil reconocer las pistas y más fácil todavía el seguirlas, porque son perfectamente visibles, aun para el más inexperto. Escucha bien lo que voy a decirte: desde el Arenal, no diré que nos haya seguido, pues la palabra no es exacta en las presentes circunstancias, sino flanqueado a derecha un numeroso escuadrón que a lo más a tiro de fusil galopaba en la dirección que nosotros; el escuadrón ese, sea el que fuere, a media legua de aquí hizo una conversión sobre la izquierda, cual si quisiese aproximársenos, luego apresuró el paso, se nos adelantó y se internó, a nuestro frente, en este mismo sendero, de modo que en este momento le seguimos.
—¿Qué infieres de esto?
—Que la situación es grave, crítica, y que por muchas que sean las precauciones que tomemos, temo que la partida será superior a nuestras fuerzas; mira como va angostándose gradualmente el sendero, como van escarpándose las márgenes del camino; ahora nos encontramos en un cañón, y dentro de quince o a lo más veinte minutos llegaremos al sitio donde este cañón desemboca en el llano, que es donde estoy seguro nos aguardan los que nos están acechando.
—Lo que me dices es más claro que la evidencia, amigo mío, repuso el conde; pero como por desgracia no contamos con medio alguno para eludir el peligro que nos amaga, no nos cabe sino seguir adelante a pesar de los pesares.
—Esto es lo que me desazona, profirió Domingo ahogando un suspiro y dirigiendo al soslayo una mirada a doña Dolores; como únicamente se tratase de nosotros, pronto habríamos resuelto la dificultad, pues somos hombres y pereceremos matando; pero, ¿acaso nuestra muerte salvará a ese anciano y a su inocente hija?
—A lo menos intentaremos lo imposible para que no caigan en manos de sus perseguidores.
—Nos acercamos al punto sospechoso; apresuremos el paso para estar preparados a todo evento.
Pocos minutos después llegaron a un lugar donde el sendero, antes de desembocar en el llano, formaba un recodo bastante áspero.
—¡Atención! dijo el conde en voz baja.
Todos afirmaron el dedo en el gatillo de sus fusiles.
Una vez doblado el recodo, la caravana se detuvo de improviso dominada por un estremecimiento de terror y de sorpresa.
La entrada del cañón estaba interceptada por una fuerte barricada hecha con ramas, árboles y piedras, y tras ellas había unos veinte hombres inmóviles, y en actitud amenazadora; además, a los rayos del sol levante se veían brillar las armas de otros individuos que a derecha y a izquierda coronaban las alturas.
Delante de la barricada y en ademán altanero había un jinete, que no era otro que don Melchor.
—A cada puerco le llega su San Martín, caballeros, dijo éste sonriendo con ironía; ahora soy yo quien mando y voy a imponer condiciones.
—Mire V. lo que hace, señor, replicó el conde sin desconcertarse y adelantando algunos pasos; entre su jefe de V. y nosotros hemos celebrado lealmente un pacto, y el infringirlo sería una traición cuya deshonra caería por entero sobre aquél.
—¡Bah! repuso don Melchor, nosotros somos guerrilleros y hacemos la guerra a nuestra guisa sin preocuparnos con él que dirán; así pues, en vez de entrar en una discusión ociosa y que al fin no les reportaría a ustedes resultado favorable alguno, me parece que lo más propio del caso es ponerles al corriente de las condiciones bajo las cuales consentiré en cederles el paso.
—¿Condiciones? replicó Luis, no aceptaremos ninguna, caballero, y si no consiente en dejarnos pasar, le obligaremos a ceder por graves que para V. y para nosotros deban ser las consecuencias de la lucha.
—Pruébenlo ustedes, respondió don Melchor con la misma irónica sonrisa.
—A eso vamos.
Don Melchor encogió los hombros y volviéndose hacia sus secuaces dio la orden de hacer fuego.
Se oyó una horrorosa detonación y sobre la caravana cayó una lluvia de plomo.
—¡Adelante! ¡adelante! gritó el conde.
Los peones se abalanzaron a la barricada dando aullidos de cólera.
La lucha estaba empeñada, lucha terrible, espantosa, porque los peones sabían que no podían esperar cuartel de sus feroces enemigos; así es que combatían haciendo prodigios de valor, pero no para vencer, lo que no creían posible, sino para no sucumbir sin venganza.
Don Andrés se había arrancado de los brazos de su hija, que inútilmente intentara detenerle, y armado de sólo un machete arrojándose en lo más recio de la pelea.
El ataque de los peones había sido tan impetuoso, que del primer empuje llegaron al lado opuesto de la barricada. Entonces los dos bandos, demasiado próximos uno a otro para hacer uso de sus fusiles y de sus pistolas, echaron mano del arma blanca.
Los guerrilleros situados en las alturas estaban reducidos a la inacción, temerosos de herir a sus mismos compañeros.
Don Melchor estaba muy distante de esperar una resistencia tan tenaz por parte de los peones, pues gracias a la ventajosa posición que eligiera, había creído conseguir fácilmente la victoria y contado con una sumisión inmediata. Lo que ocurría desbarataba todos sus cálculos; empezaba a ver claras las consecuencias de su acción: Cuéllar, que indudablemente habría hecho la vista gorda respecto de una traición consumada sin derramamiento de sangre, no le perdonaría que hubiese hecho matar de un modo tan necio a sus soldados más aguerridos.
Tales pensamientos redoblaban la rabia de don Melchor.
La caravana, horriblemente diezmada, no contaba ya sino con algunos hombres en estado de combatir; los demás estaban muertos o heridos.
Don Andrés, a quien le habían matado el caballo, a pesar de perder abundante sangre por dos heridas seguía combatiendo con sin igual bravura; pero de pronto dio una voz terrible, un grito de desesperación: don Melchor, brincando como un tigre, se había precipitado sobre el grupo en medio del cual se refugiara doña Dolores. Derribando a los peones que encontró a su paso, el hijo de don Andrés cogió a la doncella, la colocó atravesada sobre el arzón de su caballo, pese a la resistencia que ésta opuso, y salvando todos los obstáculos huyó a escape sin ocuparse más en el combate que sostenían sus compañeros.
Los cuales, al verse abandonados, renunciaron a una lucha ya sin objeto para ellos, y obedeciendo indudablemente a una orden previa se dispersaron en todas direcciones, dejando a los peones libres de continuar su camino hacia Puebla si así lo deseaban.
Don Melchor había con tal rapidez llevado a término el rapto de doña Dolores; que nadie lo advirtió hasta que el grito de desesperación de don Andrés hubo dado la señal de alarma.
Sin calcular el peligro a que se exponían, el conde y el mayordomo se habían lanzado en persecución de don Melchor; pero éste, montado como iba sobre un caballo de precio, llevaba a las fatigadas cabalgaduras de sus perseguidores una delantera considerable y que por instantes iba siendo mayor.
Domingo dirigió una mirada a don Andrés, que yacía tendido en tierra, y levantándole suavemente le dijo:
—Fíe V. en mí, señor, yo salvaré a su hija.
El anciano juntó las manos, miró al joven con indecible expresión de gratitud, y se desmayó.
Domingo se subió de nuevo sobre su caballo, y hundiéndole las espuelas en los ijares, dejó a don Andrés en manos de sus criados y a su vez echó tras el raptor.
El vaquero no necesitó sino un instante para convencerse de que don Melchor, más bien montado que no él y sus amigos, no tardaría en encontrarse fuera de todo alcance.
En cuanto a don Melchor, galopó en línea recta durante un trecho, luego refrenó prontamente su caballo cual si se hubiese levantado de improviso un obstáculo ante él, y doblando a la derecha cambió de dirección como si quisiese acercarse a sus perseguidores.
Luis y el mayordomo intentaron entonces cerrarle el paso, mientras Domingo, por su parte, detenía a su caballo, se apeaba y preparaba su fusil.
Según la dirección que entonces seguía, don Melchor debía pasar a unos cien metros de él.
El vaquero se santiguó, apuntó su arma e hizo fuego.
Herido en la cabeza, el caballo de don Melchor cayó muerto arrastrando al jinete en su caída.
En aquel mismo instante aparecieron en lontananza unos treinta guerrilleros, que a escape se dirigían al lugar de la emboscada.
Cuéllar iba al frente de ellos.
Por mucho que el conde y el mayordomo se hubiesen apresurado a dirigirse al sitio donde don Melchor cayera, Cuéllar llegó antes que ellos.
D. Melchor se levantó molido de la caída y se inclinó hasta su hermana para ayudarla a levantarse; pero ésta estaba desmayada.
—¡Vive Dios! señor, dijo Cuéllar con acento hosco, que es V. un gran compañero; practica V. la traición y arma emboscadas con raro talento; pero, el diablo me apriete el gañote antes de hora si V. y yo cabalgamos por más tiempo juntos.
—No es ocasión de bromearse, señor, repuso el joven; esta doncella, que es mi hermana, está desmayada.
—¿Y quién tiene de ello la culpa, gritó brutalmente el guerrillero, sino V., que con el fin de robarla no sé con qué objeto, me ha hecho matar veinte hombres entre los más resueltos de mi cuadrilla? Pero le juro a V. que esto no continuará así.
—¿Qué quiere V. decir? preguntó con altivez D. Melchor.
—Quiero decir que desde ahora me va V. a hacer el singular favor de irse a donde le dé la gana con tal que no sea conmigo, y que desde este mismísimo instante rompo con V. toda clase de relaciones. ¿Le parece a V. bastante claro?
—Sí, señor, respondió el joven, así es que no voy a abusar más de su paciencia; proporcióneme V. los caballos necesarios para mi hermana y para mí y le dejo.
—El diablo cargue conmigo si le proporciono a V. cosa alguna; cuanto a esa señora, ahí vienen unos jinetes que mucho me temo se opongan resueltamente a que V. se la lleve consigo. Don Melchor se puso lívido de rabia; pero comprendiendo que por su parte era imposible toda resistencia, cruzó los brazos sobre el pecho, irguió orgullosamente la cabeza y esperó.
En efecto, el conde, el mayordomo y Domingo llegaban corriendo.
Cuéllar dio algunos pasos en dirección a los jóvenes, los cuales, no conociendo como no conocían las intenciones del guerrillero y temerosos de que se declarase contra ellos, experimentaban alguna zozobra.
—Llegan Vds. oportunamente, les dijo Cuéllar, apresurándose a tranquilizarles; espero que no me han hecho Vds., la injuria de suponer que yo he intervenido en algo en la emboscada en que han corrido riesgo de perecer.
—No lo hemos sospechado ni por un segundo, señor, contestó cortésmente el conde.
—Gracias por el buen concepto que les merezco, señores, repuso Cuéllar; pero díganme, supongo que vienen Vds. a reclamar a esta señorita, ¿no es eso?
—Sí, señor.
—¿Y si yo me opusiese a que se la llevaran ustedes? preguntó con arrogancia don Melchor.
—Le levantaría a V. la tapa de los sesos, interrumpió con toda calma el guerrillero; créame V., no intente luchar contra mí, y aprovéchese de la buena disposición de ánimo en que me encuentro en este instante para tomar las de Villadiego, pues podría ocurrir que a no tardar me arrepintiese de esta última prueba de bondad que le doy y le abandonase a sus enemigos.
—Está bien, profirió don Melchor con amargura, me retiro ya que a ello me veo obligado; y midiendo con despreciativa mirada al conde, añadió: Volveremos a vernos, señor, y espero que entonces si no están enteramente de mi lado las fuerzas, a lo menos las probabilidades serán iguales.
—Respecto del particular ya ha padecido usted error, replicó Luis, y tengo sobrada confianza en Dios para creer que en adelante sucederá lo mismo.
—¡Veremos! profirió sordamente don Melchor, retrocediendo algunos pasos como para alejarse.
—¿No quiere V. saber qué resultado ha tenido para su padre la emboscada? preguntó entonces Domingo con acento de amenaza al joven.
—¡Padre! exclamó don Melchor con voz rencorosa, no le tengo.
—Es verdad, repuso con asco el conde, porque V. le ha matado.
Don Melchor se estremeció, le cubrió el rostro palidez cadavérica, una sonrisa amarga le contrajo los delgados labios, y tendiendo una mirada venenosa sobre los que le rodeaban, profirió con voz atragantada:
—Acepto esta nueva injuria. ¡Paso! ¡Paso al parricida!
Todos retrocedieron con horror, siguiendo con mirada despavorida a aquel monstruo que en la apariencia se alejaba tranquilo y sosegado a campo atravieso.
—Ese hombre es un demonio, murmuró el mismo Cuéllar, santiguándose.
Gesto que fue piadosamente imitado por sus soldados.
Doña Dolores, levantada con todo cuidado por Domingo, fue colocada sobre el caballo del conde, y los jóvenes, escoltados por Cuéllar, regresaron al lado de don Andrés, cuyas heridas le habían curado los peones como Dios les diera a entender.
Éstos, por orden del conde, labraron unas angarillas con algunas ramas, las cubrieron con sus sarapes y luego colocaron en ellas al anciano, que continuaba desvanecido, y a su hija a un lado.
—Siento más que no pueda V. imaginar, dijo entonces Cuéllar dirigiéndose al conde, este desdichado acontecimiento, pues por más que este hombre sea español y por lo tanto enemigo de Méjico, el triste estado a que le veo reducido me inspira verdadera compasión.
Los jóvenes dieron las gracias al agreste guerrillero por esta muestra de simpatía, se separaron definitivamente de él y tomaron de nuevo y en medio de la mayor tristeza el camino de Puebla, a donde llegaron dos horas después, acompañados de muchos parientes del señor de la Cruz, los cuales, advertidos por un peón a quien mandaron exprofeso, habían salido a su encuentro.
I. | Las cumbres | |
II. | Los viajeros | |
III. | Los salteadores | |
IV. | El Rayo | |
V. | La hacienda del Arenal | |
VI. | Por la ventana | |
VII. | El rancho | |
VIII. | El herido | |
IX. | Descubrimiento | |
X. | La cita | |
XI. | En la llanura | |
XII. | Un poco de política | |
XIII. | Los bonos de la Convención | |
XIV. | La casa del arrabal | |
XV. | Don Melchor | |
XVI. | El asalto | |
XVII. | Después de la batalla | |
XVIII. | La emboscada |
Loick se calló.
Largo había sido el relato del vaquero, a quien don Jaime escuchó sin interrumpirle, con el rostro impasible y frío, pero chispeándole los ojos.
—¿Ha terminado V.? preguntó don Jaime volviéndose hacia Loick.
—Sí, señor.
—¿De qué modo ha sabido V. tan circunstanciadamente esa espantosa catástrofe?
—El mismo Domingo me la contó. ¡Ah! el pobre estaba como loco de dolor y de rabia, y al saber que yo tenía que verle a V. me encargó que le refiriese...
—Está bien, repuso don Jaime, interrumpiendo prontamente a Loick y fijando en éste una mirada de fuego; ¿no le dio a V. otro encargo para mí Domingo?
—Señor, balbuceó el ranchero lleno de turbación.
—¿Por qué te turbas de esta suerte? preguntó don Jaime. ¡Ea! habla o revienta.
—Señor, respondió Loick, temo haber cometido una majadería.
—En tu ademán contrito lo sospecho; pero en definitiva, ¿cuál es la majadería esa?
—Es que, respondió el bretón, Domingo estaba al parecer tan desesperado de no saber dónde encontrarle a V., parecía tener tanta necesidad de hablarle, que...
—Que no pudiste morderte la lengua y le revelaste...
—Donde se encontraba V., sí, señor.
Después de esta confesión el ranchero inclinó con humildad la cabeza cual si estuviese íntimamente convencido de que había cometido un gran crimen.
Hubo unos instantes de silencio.
—Como es natural, prosiguió don Jaime, le dijiste bajo qué nombre me ocultaba en esta casa.
—¡Diantre! profirió ingenuamente Loick, si no lo hubiese hecho así, apuradillo se hubiera encontrado Domingo para dar con V.
—Tienes razón. ¿Conque va a venir?
—Lo presumo.
—Está bien.
Don Jaime dio algunos pasos por el aposento, entregado a la reflexión, y luego acercándose a Loick, que continuaba inmóvil en su sitio, le preguntó:
—¿Vino V. solo a Méjico?
—López me acompaña, señor, pero le dejé en una pulquería de la puerta de Belén donde me está aguardando.
—Pues vuélvase V. allá y no le diga nada, y dentro de una hora, no, antes, véngase V. con él; tal vez necesite de ustedes dos.
—Pierda V. cuidado, señor, seremos puntuales, contestó Loick frotándose las manos.
—Ahora adiós.
—Dispense V., traigo una carta.
—¿Para mí? ¿de quién?
Loick sacó del bolsillo de su dolmán un billete cuidadosamente sellado y lo entregó a don Jaime, diciendo:
—Tenga V.
—¡De don Esteban! exclamó con gozo el aventurero después de dirigir una mirada al sobre y abriéndolo con presteza.
Aunque muy corto, el billete estaba cifrado, y su contenido era el siguiente:
«Todo marcha a pedir de boca; el individuo que V. sabe acude por sus propios pies al cebo. El sábado, a media noche; peral.
»¡Esperanza!
»CÓRDOBA.»
Don Jaime rompió el billete en partículas impalpables, y preguntó de improviso a Loick:
—¿En qué día estamos?
—¿Hoy? repuso el ranchero atónito ante una pregunta para él inesperada del todo.
—¡Necio! ¿Le parece a V. si me referiré a ayer o a mañana?
—Tiene V. razón, señor; hoy es martes.
—¿No podías habérmelo dicho inmediatamente? Cuando don Jaime estaba dominado por la alegría o por la cólera, tuteaba a Loick, y éste, que no lo ignoraba, en el modo como aquél le hablaba tenía un barómetro infalible.
El aventurero dio todavía algunos pasos por el aposento con ademán preocupado.
—¿Puedo marcharme? se arriesgó a preguntar el ranchero.
—Hace diez minutos que deberías estar fuera, respondió don Jaime con acento bronco.
Loick no se hizo repetir la orden; saludó y se retiró, dejando solo al aventurero.
Poco después se abrió la puerta del aposento donde éste se encontraba y en él entraron las dos damas, las cuales se encaminaron al encuentro de don Jaime, a quien doña María preguntó con voz turbada:
—¿Ha recibido V. malas noticias?
—Sí, hermana mía, respondió aquél, muy malas.
—¿Podemos saberlas?
—No me asiste razón alguna para callarlas; por otra parte atañen a personas queridas para ustedes.
—¡Virgen santísima! exclamó doña Carmen juntando las manos, ¿tal vez Dolores?
—Sí, hija mía, respondió don Jaime, la hacienda del Arenal fue sorprendida e incendiada por los juaristas.
—¡Dios mío! profirieron las dos damas con arranque de dolor; ¡pobre Dolores! ¿y don Andrés?
—Está gravemente herido.
—Demos gracias a Dios que no haya muerto.
—Poco más vale que un difunto, profirió el aventurero.
—¿Dónde se encuentran actualmente?
—En Puebla, donde llegaron escoltados por algunos de sus peones mandados por León Carral.
—Es un criado fiel.
—Sí, pero dudo que de ir solo hubiese logrado salvar a sus amos; por fortuna don Andrés tenía hospedados en la hacienda a dos caballeros franceses, el conde del Saulay...
—¿El que debe casar con Dolores? preguntó Carmen con viveza.
—El mismo, y el barón Carlos de Meriadec, agregado a la embajada francesa. Parece que estos dos heroicos jóvenes hicieron prodigios de valor, y que gracias a ellos nuestros amigos se han librado de la horrible suerte que les esperaba.
—Bendígales Dios, profirió doña María; no les conozco, pero me intereso ya por ellos como si fuesen antiguos amigos.
—No tardará V. en conocerles, a lo menos a uno de ellos, dijo don Jaime.
—¡Ah! repuso con curiosidad la joven.
—Sí, de un momento a otro aguardo al barón de Meriadec.
—Le reservaremos la mejor acogida posible, dijo doña María.
—Les recomiendo a Vds. que así lo hagan, profirió don Jaime.
—¡Pero doña Dolores no puede permanecer en Puebla! dijo doña Carmen.
—Tal es mi parecer, repuso el aventurero, y por eso cuento trasladarme allá.
—¿Por qué no viene ella aquí? preguntó la joven; estaría en seguro y su padre recibiría los cuidados que su estado exige.
—Es muy juicioso lo que V. dice, Carmen, replicó don Jaime; tal vez valdría más que pasase algún tiempo con Vds.; pensaré en ello; ante todo, empero, es preciso que yo vea a don Andrés para cerciorarme de si su estado consiente el viaje.
—Observo, mi querido hermano, dijo doña María, que nos habló V. de doña Dolores y de su padre, pero no de don Melchor.
Al oír estas palabras, el rostro de don Jaime adquirió de súbito una expresión sombría y se le contrajeron las facciones.
—¿Le ha sucedido acaso alguna desgracia? preguntó doña María.
—¡Ojalá Dios que así hubiese acontecido! respondió aquél entre triste y colérico; no hable usted nunca de semejante hombre, es un monstruo.
—Me llena V. de espanto, don Jaime.
—Ya les he dicho a Vds. que la hacienda del Arenal había sido asaltada por los guerrilleros, ¿no es eso?
—Sí, respondió doña María, palpitante de terror.
—¿Sabe V. quién mandaba a los juaristas y les servía de guía? don Melchor de la Cruz.
—¡Oh! exclamaron horrorizadas las dos mujeres.
—Luego, cuando en pos de un convenio don Andrés y su hija lograron la autorización para retirarse sanos y salvos a Puebla, un hombre les armó un lazo a no mucha distancia de la ciudad y les atacó traidoramente, y ese hombre era don Melchor.
—¡Es horrible! profirieron doña María y doña Carmen ocultando el rostro entre las manos y rompiendo en sollozos.
—Sí, es horrible, continuó don Jaime, tanto más cuanto don Melchor había calculado impasiblemente la muerte de su padre, cuanto por medio de un parricidio quería apoderarse de la fortuna de su hermana, fortuna a la cual no tiene derecho alguno y que el próximo casamiento de doña Dolores se la arrebataba por completo, o a lo menos él así lo creía.
—Ese hombre es un monstruo, dijo doña María.
La relación de don Jaime había aterrorizado a las dos damas, y con razón; su intimidad con la familia de la Cruz era grande; doña Dolores y doña Carmen se habían criado juntas, y aunque esta última tenía algunos años más que la primera, se querían como hermanas. Así es que la noticia de la desventura que de improviso vino a abrumar a la familia de don Andrés, las llenaba de dolor.
Doña María insistió calurosamente para que don Andrés y su hija fuesen conducidos a Méjico y pasasen a vivir en compañía de ella y de Carmen y así pudiesen recibir los cuidados y los consuelos de que tan necesitados estaban después de semejante desastre.
—Veré, procuraré complacerlas a Vds., respondió don Jaime; sin embargo, no me atrevo a prometerles todavía cosa alguna. Cuento partir hoy mismo para Puebla, camino de la cual saldría ahora mismo si no aguardara la visita del barón de Meriadec.
—Ésta será la primera vez que le veré separarse de nosotras casi sin pesar, dijo suavemente doña María.
Don Jaime se sonrió.
En esto los tres interlocutores oyeron abrir la puerta de la calle y resonar los pasos de un caballo en el zaguán.
—Aquí está el barón, dijo el aventurero saliendo a recibir a su visitante.
En efecto, el recién llegado era Domingo.
Don Jaime tendió la mano al joven, y dirigiéndole una mirada significativa, le dijo en francés, lengua que las dos damas hablaban muy bien:
—Bienvenido sea V., mi querido barón; estaba aguardando a V. con impaciencia.
Domingo, que comprendió que hasta nueva orden debía conservar su incógnito, respondió:
—Siento en el alma haberle hecho aguardar a V., mi querido don Jaime; pero acabo de llegar a escape y nada nuevo le comunicaría si le dijese que el camino es largo.
—Lo sé, repuso don Jaime sonriendo, pero no permanezcamos aquí más tiempo; véngase usted, quiero presentarle a dos damas que desean conocerle.
—Señoras, dijo don Jaime entrando, permítanme Vds. que les presente al barón Carlos de Meriadec, agregado a la embajada francesa, uno de mis más queridos amigos de quienes he tenido ocasión de hablarlas. Mi estimado barón, tengo la honra de presentar a V. doña María, mi hermana, y doña Carmen, mi sobrina.
Aunque intencionalmente, como es de suponer, el aventurero se hubiese callado el apellido de las damas, el joven pareció no advertirlo y las saludó respetuosamente.
—Ahora, añadió de buen humor don Jaime, se encuentra V. aquí como en medio de su familia, barón; V. ya conoce nuestra hospitalidad española; si necesita V. algo, no tiene más que hablar; estamos a sus órdenes.
Todos tomaron asiento y luego que hubieron servido los refrescos se entabló entre nuestros personajes el siguiente diálogo:
—Puede V. hablar con toda franqueza, dijo don Jaime; estas señoras están al corriente de la horrorosa catástrofe del Arenal.
—Más horrorosa de lo que Vds. suponen, profirió Domingo; y pues Vds. se interesan por esa desventurada familia, temo con mis palabras aumentar su dolor y ser mensajero de malas nuevas.
—Estamos íntimamente relacionados con don Andrés de la Cruz y su hechicera hija, respondió doña María.
—Entonces, señora, le pido anticipadamente mil perdones, repuso el joven vacilando; no tengo sino asuntos tristes que comunicarla.
—¡Oh, hable V., hable V.!
—Pocas palabras tengo que decir: los juaristas se han apoderado de Puebla; la ciudad se rindió a la primera intimación.
—¡Cobardes! exclamó el aventurero descargando un puñetazo en la mesa.
—¿No lo sabían Vds.? preguntó Domingo.
—No, respondió don Jaime, todavía la creía en poder de Miramón.
—Según su inveterada costumbre, continuó el joven, lo primero que hicieron los juaristas fue apoderarse de los extranjeros, sobre todo de los españoles, y exigirles rescate. De estos últimos, algunos fueron fusilados sumariamente. No siendo ya bastantes las prisiones, se ha echado mano de los conventos para encerrar a los prisioneros. Es espantoso el terror que reina en Puebla.
—Prosiga V., amigo mío, dijo don Jaime. ¿Qué ha sido de don Andrés?
—Probablemente ya sabe V. que el pobre está gravemente herido.
—Lo sé.
—Pocas esperanzas inspira su estado. El gobernador de la ciudad, a pesar de las representaciones de personajes notables y de los ruegos de toda la gente honrada, mandó prender a don Andrés como convicto de alta traición, y no obstante las lágrimas de doña Dolores y de todos sus amigos lo hizo trasladar a las mazmorras de la antigua inquisición. Luego saquearon y arrasaron la casa del infeliz.
—Pero, eso es espantoso; eso es barbarie pura.
—¡Pues todavía son tortas y pan pintado!
—¿Cómo se entiende?
—Don Andrés fue sumariado, y como protestaba de su inocencia, pese a todos los esfuerzos de sus jueces para obligarle a acusarse a sí mismo, le aplicaron el tormento.
—¡El tormento! exclamaron los oyentes, con gesto de horror.
—Sí, respondió Domingo, aquel anciano herido, moribundo, fue suspendido por los pulgares y recibió el trato de cuerda por dos veces consecutivas. No obstante, sus verdugos no pudieron conseguir que confesase los crímenes que le imputaban y de que estaba inocente.
—¡Oh! esto traspasa los límites de lo creíble, exclamó don Jaime. El desventurado murió, es indudable.
—Todavía no, o a lo menos todavía no lo estaba cuando me salí de Puebla; ni siquiera le han condenado. A sus verdugos nada les apresura, y como pueden disponer del tiempo que se les antoje, se divierten jugando con su víctima.
—¿Y Dolores? preguntó doña Carmen, pobrecita ¡cuánto debe sufrir!
—Doña Dolores ha desaparecido; la robaron, respondió Domingo.
—¡Que desapareció! exclamó don Jaime con voz de trueno. ¡Y V. vive para decírmelo!
—He hecho cuanto pude para que me matasen, replicó Domingo con la mayor sencillez del mundo, pero no lo he logrado.
—¡Ah! yo la hallaré, repuso el aventurero. ¿Y qué hace el conde?
—Está desesperado; ayudado por León Carral, busca mientras yo me vine a verme con V.
—Ha obrado V. bien; por quien soy le juro que daré con ella. ¿Así pues el conde y León Carral se quedaron en Puebla?
—Únicamente León Carral; el conde se vio obligado a huir para librarse de las persecuciones de los juaristas y se refugió con sus criados en el rancho; todos los días, el más joven de ellos, a quien creo llaman Ibarru, va a la ciudad para ponerse de acuerdo con el mayordomo.
—Dígame V., ¿vino V. a mi encuentro por impulso propio?
—Sí, pero primeramente tomé consejo del conde; no quise obrar sin que me fuese conocido su parecer.
—Hizo V. santamente, repuso el aventurero; y volviéndose a doña María, añadió: hermana, prepare V. una habitación a propósito para doña Dolores.
—¿Va V. a conducirla aquí? profirieron las dos damas.
—Sí, o sucumbiré en la demanda, respondió don Jaime.
—¿Partimos? preguntó Domingo con impaciencia.
—Pronto, estoy aguardando a Loick y a López.
—¿Loick está aquí?
—Él es quien me trajo la noticia de la toma de la hacienda.
—Yo le envié.
—Me lo dijo. Su caballo de V. está fatigado, de consiguiente va V. a dejarlo aquí para que cuiden de él; ya le proporcionaré otro.
—Como V. quiera.
—¿Usted ha oído pronunciar sin duda los nombres de los principales perseguidores de don Andrés?
—Tres son: el primero el primer secretario, el alma condenada del nuevo gobernador, don Antonio de Cacerbar.
—¡Estuvo V. de chiripa, por mi vida! dijo el aventurero con voz irónica: ése es el hombre a quien salvó V. tan filantrópicamente la existencia.
—¡Le mataré! dijo el joven rugiendo como un tigre.
—¿Tanto es el odio que V. le lleva? preguntó don Jaime fijando una mirada singular en su interlocutor.
—La muerte misma no será parte a extinguirlo. La conducta de ese hombre es inexplicable. Dos días después de haber los juaristas entrado en Puebla, se presentó él de improviso, para desaparecer nuevamente dejando tras sí un largo reguero de sangre.
—Ya daremos con él; ¿quién es el segundo?
—¿Todavía no lo ha adivinado V.?
—Don Melchor ¿no es eso?
—El mismo.
—Está bien; ahora ya sé dónde hallar a doña Dolores; él es quien la robó.
—Es probable.
—¿Y el tercero?
—El tercero es un joven de gallarda y agradable presencia, de voz suave, modales distinguidos, más terrible por sí solo, según dicen, que los otros dos reunidos, y aunque no tiene título oficial, parece disfrutar de un gran poder; pasa por agente secreto de Juárez.
—¿Se llama?
—Don Diego Izaguirre.
—¡Bah! repuso el aventurero sonriéndose, el negocio no es tan desesperado como me temí; triunfaremos.
—¿Lo cree V.?
—Estoy seguro de ello.
—Dios le escuche a V., profirieron las dos damas juntando las manos.
Desde la llegada de Domingo, doña María era pábulo de una preocupación extraordinaria; mientras éste estaba hablando con don Jaime, aquélla le miraba con singular fijeza, y sentía subírsele las lágrimas a los ojos, y el corazón parecía querer saltársele del pecho, sin que pudiese explicarse la emoción que le producía la presencia y el timbre de voz de aquel apuesto doncel a quien, no obstante, veía por vez primera. En vano la buena señora evocaba sus recuerdos para adivinar dónde oyera ya aquella voz cuyo sonido asumía para ella un no sé qué simpático que le llegaba hasta el alma. Doña María estudiaba el hermoso y leal semblante del vaquero cual si en las facciones de éste hubiese querido hallar un parecido fugaz, pero su memoria era un caos; entre lo presente y lo pasado parecía como que se levantase una valla insuperable, cual para demostrarle que se dejaba dominar por una esperanza desatinada, y que el hombre que se encontraba en su presencia le era realmente extraño.
Don Jaime seguía atentamente en el rostro de doña María los diversos sentimientos que iban consecutivamente reflejándose en él; pero fuese cual fuese el concepto que se formara sobre el particular, permaneció frío, impasible e indiferente en la apariencia a las peripecias de aquel drama íntimo que sin embargo debía interesarle hasta más no poder.
Una vez hubieron llegado Loick y López, ensillaron un caballo para Domingo.
—Partamos, dijo el aventurero levantándose; el tiempo apremia.
El joven se despidió de las damas.
—Volverá V. ¿no es cierto, caballero? le preguntó con agasajo doña María.
—Es V. muy bondadosa para conmigo, respondió el vaquero; será para mí una dicha el aprovecharme de tan fina invitación.
Domingo, Loick y López se salieron, y en pos de ellos iba a hacerlo don Jaime, cuando su hermana le asió del brazo para decirle con voz temblorosa:
—Una pregunta.
—Hable V., hermana mía.
—¿Conoce V. al joven ese?
—Mucho.
—¿Realmente es un caballero francés?
—Pasa por tal, respondió don Jaime, mirando fijamente a su hermana.
—¡Qué locura la mía! murmuró la dama soltando el brazo de su hermano y dando un suspiro.
El aventurero se sonrió sin responder.
Poco después resonaron en la calle los cascos de los cuatro caballos lanzados a escape.
De esta suerte y sin cruzar una palabra galoparon hasta la puesta de sol, en cuya hora llegaron a un rancho ruinoso colocado como un centinela a orillas del camino.
El aventurero hizo un gesto, y los jinetes detuvieron a sus cabalgaduras.
Un hombre salió del rancho, y después de mirar silenciosamente a los recién llegados, entró nuevamente en aquél, hasta que algunos minutos después reapareció por la parte posterior del edificio, conduciendo dos caballos de las bridas.
Dichos caballos iban ensillados.
El aventurero y Domingo echaron pie a tierra: quitaron las alforjas y las pistolas, las colocaron en los arzones de los caballos de refresco y volvieron a montar.
Por segunda vez compareció el hombre del rancho, conduciendo otros dos caballos, y Loick y López se apearon a su vez e imitaron a don Jaime y a Domingo.
El mudo personaje cogió en un haz las cuatro bridas y se alejó tirando de los cuatro caballos.
—¡Adelante! gritó don Jaime.
La carrera empezó de nuevo silenciosa y veloz; y como la noche estaba sombría, los jinetes se deslizaban cual sombras.
Después de andar toda la noche, a las cinco de la mañana relevaron los caballos en un ruinoso rancho.
Aquellos hombres parecían de bronce, pues tras quince horas de vertiginosa carrera a caballo la fatiga no había hecho mella en ellos.
Durante tan largo trayecto, ninguno de los viajeros había pronunciado palabra.
A eso de las diez de la mañana, don Jaime y los suyos vieron brillar, a los deslumbradores rayos del sol, las cúpulas de Puebla.
En menos de veinticuatro horas habían recorrido, al través de caminos impracticables, los ciento veintiséis kilómetros que van de esta ciudad a Méjico.
A media legua escasa de la ciudad, en lugar de continuar avanzando en línea recta, a una señal del aventurero hicieron una conversión y se internaron en un sendero apenas perceptible que cruzaba un soto.
Por espacio de una hora don Jaime cabalgó a la cabeza de sus compañeros, y una vez llegados a un claro en medio del cual se hacía una enramada, aquél detuvo su caballo, se apeó y dijo:
—Hemos llegado; aquí es donde provisionalmente vamos a establecer nuestro cuartel general.
Domingo, López y Loick echaron también pie a tierra y empezaron a desensillar a sus caballos.
—Aguarden Vds., repuso el aventurero; Loick, vas a llegarte a tu rancho, donde en este momento se encuentran el conde del Saulay y sus criados, y les conduces aquí; tú, López, ve por provisiones.
—¿Vamos a aguardarles V. y yo bajo esta enramada? preguntó Domingo.
—No, porque yo me voy a Puebla.
—¿Y sí le conocen a V.?
El aventurero se sonrió.
Don Jaime y el vaquero se quedaron solos, y después de introducir sus caballos en la espesura y quitarles las bridas para que pudiesen ramonear la hierba, aquél dijo al joven:
—Sígame V.
Domingo obedeció, y él y don Jaime se internaron en la enramada.
Dan el nombre de enramada en Méjico a una especie de cabaña informe construida sin arte con ramas de árboles entrelazadas y cubierta con otras ramas y hojas; esas viviendas, de muy pobre aspecto, ofrecen sin embargo un abrigo muy bueno contra la lluvia y contra los rayos del sol.
La enramada a que llegaron don Jaime y Domingo, más bien construida que las demás, estaba dividida en dos compartimientos por un tejido de ramas que subía hasta el techo y dividía la cabaña en dos partes iguales por lo ancho.
Don Jaime pasó, sin detenerse, por el compartimiento primero y entró en el segundo, seguido del vaquero, que desde hacía algunos instantes parecía estar sumergido en profundas reflexiones.
El aventurero apartó un montón de hierbas y de hojas secas, y tomando su machete empezó a cavar el suelo.
—¿Qué hace V.? le preguntó Domingo lleno de admiración.
—Ya lo ve V. estoy desembarazando la entrada de una cueva; ayúdeme V.
El joven y el aventurero pusieron manos a la obra, y a poco apareció una losa ancha y plana en medio de la cual estaba empotrada una anilla.
Una vez hubieron quitado la piedra, quedaron al descubierto dos groseros escalones tallados en la peña.
—Bajemos, dijo el aventurero, después de encender una lámpara.
Domingo tendió una mirada de curiosidad en torno de sí; el sitio donde se encontraba, situado siete u ocho metros debajo del suelo, formaba una especie de sala octagonal bastante capaz a la que afluían cuatro galerías, que conducían a puntos distintos y parecían penetrar en las entrañas de la tierra.
Dicha sala estaba abundantemente provista de armas de todas clases; se veían en ella arneses, equipos, una cama de hojarasca con su manta y hasta una anaquelería con libros suspendida de la pared.
—Ésta es una de mis guaridas, dijo sonriendo el aventurero, y como ésta poseo muchas desparramadas por todo el territorio mejicano. Esta cueva data del tiempo de los aztecas y su existencia me la reveló hace ya muchos años un indio anciano; ya sabe V. que la provincia en que nos encontramos era antiguamente el territorio sagrado de la religión mejicana; de consiguiente en él pululan los templos. Las cuevas, de las que existían gran número, servían a los sacerdotes para trasladarse de uno a otro sitio sin ser descubiertos y dar de esta suerte más valor a los milagros de ubicuidad que ellos pretendían obrar. Más adelante sirvieron de refugio a los indios perseguidos por los conquistadores españoles. Ésta, que por un lado afluye a la pirámide de Cholula y por el otro al centro de la misma ciudad de Puebla, sin mentar otras salidas, fue muchas veces de gran provecho para los insurgentes mejicanos durante la guerra de la independencia. Hoy su existencia es ignorada; V. y yo somos los únicos que en la actualidad la conocemos.
—Dispense V., dijo el vaquero, que había escuchado con el más vivo interés este relato, hay una cosa que no acabo de comprender.
—¿Cuál?
—Hace poco me dijo V. que si por acaso venía alguien, al punto lo sabríamos.
—Efectivamente se lo dije a V.
—No comprendo absolutamente como puede ser eso.
—Es muy sencillo; ¿ve V. esa galería?
—Sí.
—Pues por una especie de abertura de un metro cuadrado poco más o menos, cubierta de malezas e imposible de descubrir, afluye exactamente a la entrada del sendero, único punto por el cual es posible penetrar en el bosque; ahora bien, por un singular efecto de acústica de que no acertaría a dar la explicación, todos los ruidos, sean cuales fueren, aun los más insignificantes, que se producen cerca de dicha abertura, son inmediatamente repercutidos aquí con claridad tal, que con gran facilidad puede conocerse de qué proceden.
—Entonces nada temo ya, repuso Domingo.
—Por otra parte, una vez hayan llegado las personas a quienes estamos aguardando, taparemos la mencionada abertura, que nos será inútil, y entraremos y saldremos por otra galería que se abre a espaldas de V.
Y mientras daba estas explicaciones a su amigo, el aventurero se había quitado algunas prendas de su traje.
—¿Qué hace V.? preguntó Domingo.
—Me disfrazo para ir a informarme y saber en qué punto se encuentran nuestros asuntos en Puebla. Los habitantes de esta ciudad son muy religiosos; en ella abundan los conventos, y me pongo estos hábitos de camaldulense, a favor de los cuales podré librarme a mis comisiones sin temor de que sospechen de mí.
El vaquero se había sentado sobre las pieles, y con la espalda apoyada en la pared estaba meditando.
—¿Qué tiene V.? le preguntó don Jaime, parece que le preocupa y le entristece algo.
—En efecto, estoy triste, respondió el joven, estremeciéndose cual si de improviso le hubiese mordido una víbora.
—¿No le he dicho a V. ya que daríamos de nuevo con doña Dolores?
—Señor, repuso Domingo, estremeciéndose otra vez, poniéndose lívido y levantándose con la cabeza caída sobre el pecho, desprécieme usted, soy un infame.
—¡Un infame! ¡V. un infame! ¡Bah! V. ha mentido.
—No, señor, he dicho la verdad; falté a mis deberes, traicioné a mi amigo, olvidé cuanto V. me recomendó, dijo Domingo. Y luego, dando un gran suspiro, añadió con voz apenas perceptible; amo a la prometida del conde.
El aventurero fijó con expresión indefinible su límpida mirada en el joven, y dijo:
—Ya lo sabía.
—¡Que lo sabia V.! exclamó Domingo estremeciéndose e irguiéndose a la vez como impulsado por poderoso resorte.
—Sí, repuso don Jaime.
—¿Y no me desprecia V.?
—¿Por qué? ¿acaso somos dueños de nuestro corazón?
—¡Pero es la prometida del conde, de mi amigo!
—Dolores le ama a V., profirió el aventurero, haciendo caso omiso de la exclamación del joven.
—¡Oh! profirió éste, ¿y cómo sabré yo si ella me ama, cuando apenas me atreví a confesarme a mí mismo la pasión que yo siento?
Hubo una larga pausa de silencio. Por fin don Jaime, que mientras iba vistiéndose los hábitos de fraile miraba con el rabillo del ojo a su interlocutor, dijo con voz natural:
—El conde no ama a doña Dolores.
—¿Qué dice V.? exclamó el joven con ardoroso arranque.
—He aquí lo que son los enamorados, profirió don Jaime riendo, no comprenden que los demás tengan también ojos para ver.
—Pero el conde debe casar con ella, repuso el joven.
—Debe, replicó el aventurero recalcando con intención la palabra.
—¿No vino ex professo a Méjico con este fin?
—Sí.
—Luego ya ve V. que casará con ella.
—Su conclusión de V. es absurda, repuso el aventurero encogiendo los hombros; ¿por ventura sabe el hombre lo que va a hacer? ¿le pertenece acaso el mañana?
—Pero desde que las desgracias abrumaron a la familia de doña Dolores y a doña Dolores misma, el conde tienta lo imposible para salvar a su prometida.
—Eso demuestra que el conde es un caballero cumplido, y nada más; por otra parte, es primo de la joven, y al procurar salvarla, aun con peligro de su vida y de su fortuna, cumple con su deber.
—La ama, la ama, dijo Domingo.
—Entonces vuelvo la oración por pasiva: doña Dolores no ama al conde.
—¿Usted lo cree así?
—Estoy seguro de ello.
—¡Oh! como pudiese yo persuadirme de semejante supuesto, esperaría.
—Es V. un niño, repuso el aventurero. Ahora parto; aguárdeme V. aquí; pero antes de irme júreme que no se alejará en tanto no esté yo de regreso.
—Se lo juro a V.
—Bien, voy a trabajar para V.; espere; hasta luego.
Y haciendo a Domingo una última señal de despedida con la mano, el aventurero se alejó por una galería lateral.
El joven permaneció inmóvil e imaginativo mientras oyó el ruido de los pasos de su amigo que se alejaba; luego se dejó caer en el lecho de pieles, y murmuró con voz apagada:
—Me dijo que esperara.
Ahora vamos a dejar a Domingo sumergido en reflexiones que, a juzgar por la expresión del rostro del joven, debían ser agradables, y seguiremos a don Jaime en su arriesgada expedición.
El subterráneo estaba situado a una media legua de la ciudad; por lo tanto ésta era la distancia que don Jaime tenía que recorrer bajo tierra para encontrarse en Puebla. Sin embargo, lo largo del trayecto no parecía inquietarle lo más mínimo; seguía a buen andar por la galería, en la que por intersticios invisibles penetraba luz suficiente para que con facilidad pudiese guiarse en medio de los innumerables rodeos que se veía obligado a dar. De esta suerte don Jaime caminó por espacio de tres cuartos de hora, al cabo de los cuales llegó al pie de una escalera compuesta de unos quince peldaños, por la que empezó a subir después de haberse detenido por un instante para recobrar el aliento. Una vez arriba, buscó un resorte, con él que dio casi inmediatamente, apoyó con fuerza los dedos en él, y al punto una enorme piedra se destacó de la pared, giró sobre invisibles goznes y abrió ancho paso. Don Jaime atravesó la abertura, empujó la piedra, que recobró instantáneamente su primitiva posición, y paseó en torno de sí una escrutadora mirada: estaba solo. El sitio donde se encontraba era una capilla de la mismísima catedral de Puebla; la puerta secreta que había librado paso el aventurero, se abría en uno de los ángulos de aquélla y estaba oculta por un confesionario. Las precauciones estaban bien tomadas; no se corría riesgo alguno de ser descubierto.
Don Jaime se salió de la iglesia y se encontró en la plaza Mayor, que, por ser las doce del mediodía, hora de la siesta, se hallaba casi solitaria.
El aventurero se bajó el capuchón hasta los ojos, escondió las manos en sus mangas, y con paso reposado atravesó la plaza diagonalmente, se internó en una de las calles que a ella afluían, y llegó de esta suerte hasta la puerta de una graciosa casa construida entre patio y jardín, la cual parecía surgir del corazón de un bosquecillo de naranjos y de granados en flor. El aventurero abrió dicha puerta, que no estaba cerrada sino con un pestillo, entró y volvió a cerrarla tras sí, y se encontró en una alameda arenosa, sombrada por una bóveda de follaje y que terminaba en la puerta misma de la casa, separada del plan terreno por algunos escalones y coronada de una azotea al estilo mejicano. Oliverio tendió a su alrededor una mirada suspicaz, y vio que el jardín estaba desierto. Entonces siguió adelante, pero en vez de dirigirse hacia la casa, se internó en una alameda lateral, y después de algunos rodeos se encontró ante una puerta excusada que al parecer pertenecía a la servidumbre. Una vez allí Oliverio tomó un silbato de plata que de una cadenita de oro llevaba suspendido al cuello, se lo llevó a los labios y arrancó de él un sonido suave y modulado de cierta manera, a cuyo son y desde el interior de las habitaciones contestó otro parecido, tras lo cual se abrió una puerta y apareció un hombre. El aventurero hizo un signo masónico a éste, que le respondió del mismo modo y entró en pos de él en la casa. Sin pronunciar palabra, aquel hombre guió al aventurero al través de gran número de aposentos, hasta que por fin abrió una puerta, se hizo a un lado para dejar paso franco a su acompañado, y una vez éste hubo penetrado en la pieza, volvió a cerrar, quedándose fuera. El aposento en el cual don Jaime acababa de ser introducido de esta suerte, estaba amueblado con elegancia, en las ventanas había anchas y corridas cortinas que interceptaban los rayos del sol, el piso estaba cubierto con uno de esos blandos petates que únicamente los indios saben labrar, y lo dividía en dos una hamaca de hilo de áloe suspendida por argollas de plata, de grapas del mismo metal, en la que dormía a pierna tendida un hombre que no era otro que don Melchor de la Cruz. Sobre una baja mesa de sándalo y al alcance del durmiente se veían un cuchillo con puño de plata dorada delicadamente cincelado, de ancha, larga y afilada hoja, y un par de magníficos revólveres de seis tiros, en cuyos cañones se leía el nombre de Devisme. Aun en el riñón de Puebla, en su propia casa, don Melchor creía prudente estar preparado contra una sorpresa o contra una traición. A bien que sus temores nada tenían de exagerado, porque el hombre que en aquel instante se encontraba ante él, en aquella pieza, era uno de sus más temibles enemigos. Don Jaime contempló a don Melchor por espacio de algunos segundos, luego avanzó de puntillas hasta la hamaca, tomó las pistolas, las hizo desaparecer debajo de sus hábitos, se apoderó del cuchillo, y luego dio un golpecito al durmiente, que no necesitó de nueva insinuación para despertarse y tender maquinalmente la mano hacia la mesa.
—Es inútil, dijo con despego don Jaime, no están.
Al sonido de aquella voz conocida, don Melchor se levantó como despedido por un resorte, y fijando una mirada hosca en el individuo que estaba inmóvil delante de él, preguntó con voz ahogada por el miedo:
—¿Quién es V.?
—¿Todavía no me ha conocido? respondió con zumba el aventurero.
—¿Quién es V.? repitió don Melchor.
—¡Ah! dijo el fingido fraile, ¿quiere V. estar seguro? en hora buena, mire V.
Al pronunciar estas palabras, el aventurero se echó atrás el capuchón.
—¡Don Adolfo! murmuró el joven con voz sorda.
—¿A qué tal extrañeza? preguntó el aventurero sin dejar el tono de zumba. ¿No me esperaba V.? sin embargo debía V. suponer que vendría a encontrarle.
—Está bien, dijo don Melchor después de unos instantes de reflexión; en definitiva vale más acabar de una vez.
Y se sentó de nuevo en el borde de la hamaca, con la mayor tranquilidad e indolencia del mundo, en la apariencia a lo menos.
—Enhorabuena, profirió Oliverio sonriéndose; prefiero que lo tome V. así. ¡Ea! hablemos, nos sobra el tiempo.
—¿Conque no viene V. con la intención de asesinarme? preguntó el joven con ironía.
—¡Vaya un pensamiento más diabólico se le ha acudido a V., mi querido señor! respondió el aventurero. ¡Yo poner la mano encima de V.! ¡Dios me libre! Éste es negocio del verdugo, y me guardaré de hacer la competencia a tan estimable empleado.
—El caso es, profirió impetuosamente don Melchor, que V. se introdujo en mi casa como pudiera haberlo hecho un bandido, bajo este disfraz, sin duda para asesinarme.
—Vuelve V. a las andadas y esto arguye torpeza; si he venido disfrazado aquí, es porque las circunstancias exigen que tome esta precaución, y nada más; por otra parte, no hice sino seguir el ejemplo de V. Y cambiando inopinadamente de tono, el aventurero añadió: a propósito, ¿está V. satisfecho de Juárez? ¿Le pagó a V. generosamente su traición? He oído cosas de él que me hacen suponer se habrá limitado a hacerle a V. promesas, ¿no es así?
—¿Para decirme esas majaderías, repuso don Melchor con desdén, se introdujo V. furtivamente en mi casa?
—¡No, miserable! exclamó el aventurero levantándose, empuñando un revólver en cada mano, avanzando un paso y midiendo de pies a cabeza y con mirada de desprecio al joven; no, miserable, vine para levantarle a V. la tapa de los sesos como no me revele qué hizo de su hermana doña Dolores.
Reinaron algunos instantes de silencio amenazador. Aquellos dos hombres, de pie uno en frente de otro, se medían con la mirada.
—¡Ja, ja, ja! profirió don Melchor de la Cruz interrumpiendo el silencio, echándose a reír de un modo estridente y dejándose caer de nuevo sobre el borde de la hamaca; mire V. si me equivocaba, señor, al decirle que se había V. introducido en mi casa para asesinarme.
—Pues no, repuso el aventurero con voz vibrante, después de esconder los revólveres y de morderse los labios con despecho; se lo repito a V., no le mataré, no es V. digno de morir a manos de un hombre honrado; pero le obligaré a que me diga la verdad.
—Pruébelo V., profirió el joven mirando con expresión singular a su interlocutor y encogiendo los hombros con desdén.
Luego se puso a liar un cigarrito de paja de maíz, lo encendió, y lanzando hacia el techo una bocanada de azulado y odorífero humo, añadió:
—Le escucho a V.
—Pues vea lo que le propongo: es V. mi prisionero y no le devolveré la libertad sino a condición de que ponga a doña Dolores, no en mis manos, sino en las del conde del Saulay, con quien debe casar inmediatamente.
—¡Jum! mucho me exige V., querido señor, replicó el joven; observe V. que yo soy el tutor legal de mi hermana.
—¡Cómo su tutor!
—Sí, puesto que nuestro padre ha fallecido.
—¡Qué! ¿don Andrés de la Cruz muerto? exclamó el aventurero levantándose de un brinco.
—¡Ay! sí, respondió hipócritamente el joven levantando los ojos al cielo; hemos tenido el dolor de perderlo anteanoche, y ayer por la mañana le enterraron; el pobre anciano no pudo resistir el cúmulo de desventuras que anonadaron a nuestra familia, el dolor le quebrantó. Su muerte fue conmovedora.
Hubo un momento de silencio, durante el cual Oliverio se paseó por el aposento.
—Sin ambages ni rodeos, dijo prontamente éste deteniéndose delante del joven, ¿quiere V., o no, devolver la libertad a doña Dolores?
—No, respondió resueltamente don Melchor.
—Está bien, repuso con calma el aventurero; peor para V.
En esto se abrió la puerta y un joven de presencia distinguida y de porte elegante entró en el aposento.
—Los acontecimientos podrían tomar un sesgo muy distinto de lo que supone don Adolfo, dijo entre sí don Melchor sonriendo socarronamente al ver al recién llegado.
El cual saludó cortésmente al dueño de la casa, a quien preguntó después de cambiar con él un apretón de manos y de haber dirigido una mirada indiferente al fingido fraile:
—¿Incómodo?
—Al contrario, mi querido don Diego, no podía V. llegar más oportunamente, respondió don Melchor; ¿pero a qué debo el verle a V. a hora tan insólita?
—Vengo a comunicarle a V. una buena noticia. El conde del Saulay, su enemigo personal, está en poder nuestro; pero como es francés y debemos guardar para con él algunas consideraciones, el general ha resuelto enviarle, bajo la vigilancia de una buena escolta, a nuestro ilustrísimo presidente. Otra noticia agradable, V. es el encargado de mandar la escolta esa.
—¡Demonios! exclamó con alborozo don Melchor, es V. lo que se llama un verdadero amigo. Pero ahora me toca a mí: fíjese V. bien en este fraile, ¿le conoce V.? ¿no? Pues este hombre no es otro que el aventurero llamado don Adolfo, don Oliverio, don Jaime y qué sé yo cuántos nombres más, y a quien hace tanto tiempo persiguen en vano.
—¿Es posible? exclamó don Diego.
—Tal como dijo el señor, repuso entonces don Adolfo.
—Antes de una hora, profirió él de la Cruz, será V. fusilado por traidor y bandido.
Don Adolfo encogió con desdén los hombros.
—Es evidente, observó don Diego, que este hombre será fusilado; pero como pretende que es francés, sólo al presidente corresponde decidir de su suerte.
—¡Ah! profirió don Melchor, ¿así pues todos esos demonios pertenecen a esa nación maldita?
—No sé, dijo don Diego; pero lo que sí puedo asegurar a V. es que el hombre ese es duro de pelar, y como tal vez se vería V. en apuros para llevarle a buen recaudo, le mandaré al presidente bajo la vigilancia de una escolta especial.
—Al contrario, repuso don Melchor, si quiere usted darme gusto, tengo empeño en conducirle yo; nada tema, mi amigo don Diego, tomaré tales precauciones, que por muy astuto que sea no se me escapará; lo único que hay que hacer es desarmarle.
El aventurero entregó silenciosamente las armas a don Diego.
En esto entró un criado y anunció que la escolta estaba aguardando en la calle.
—Está bien, dijo don Melchor; en marcha.
El criado entregó un machete, un par de pistolas y un sarape a su amo y le enhebilló las espuelas.
—Ahora podemos partir, dijo él de la Cruz.
—Vamos, profirió don Diego; y volviéndose al aventurero, añadió: don Adolfo o como se llame, pase V. adelante.
El aventurero obedeció sin replicar.
Veinticinco soldados vestidos podríamos decir caprichosamente y casi todos ellos harapientos, estaban, efectivamente, aguardando en la calle e iban bien montados y bien armados. En medio del escuadrón y rigurosamente vigilados, iban el conde del Saulay y sus criados.
Al ver al conde, a don Melchor se le iluminó el semblante; en cuanto a aquél, no se dignó siquiera aparentar que había notado la presencia del hermano de su prometida.
A una señal de don Diego, don Adolfo se subió sobre un caballo que al efecto para él habían preparado, y fue a colocarse a la derecha del conde, con quien cambió un apretón de manos.
—Ahora, amigo don Melchor, dijo don Diego al joven, que a su vez también había montado, buen viaje; yo me vuelvo al gobierno.
—Adiós, contestó don Melchor.
La escolta se puso en marcha.
Eran poco más o menos las dos de la tarde, y como habían ya menguado los grandes calores del día, las tiendas empezaban a abrirse, y los tenderos, de pie en el umbral de sus puertas, miraban, bostezando, pasar los soldados. Don Melchor iba algunos pasos delante del escuadrón; y aunque su postura era fría y comedida, se conocía que hacía esfuerzos para dominar el gozo que experimentaba al verse por fin dueño de sus implacables enemigos.
Tiempo hacía que habían salido de la ciudad la escolta y los prisioneros, cuando el teniente que mandaba la escolta se acercó a don Melchor y le dijo:
—Los soldados están rendidos de fatiga; de consiguiente bueno sería que pensásemos en acampar con objeto de pasar la noche.
—Acampemos, contestó el joven, con tal que sea en sitio seguro.
—No lejos de aquí, repuso el teniente, conozco un rancho abandonado donde nos encontraremos a las mil maravillas.
—Pues vamos allá.
El teniente tomó la dirección de los soldados, los cuales no tardaron en internarse en un sendero apenas abierto al través de un bosque sumamente frondoso, y al cabo de unos tres cuartos de hora llegaron a un extenso claro en cuyo centro se elevaba el rancho de que aquél hablara.
A una orden del teniente, los soldados se apearon más que de prisa; tantos deseos tenían, al parecer, de descansar de sus fatigas.
Don Melchor echó también pie a tierra y penetró en el rancho para informarse del estado en que éste se encontraba; pero apenas hubo dado un paso en el interior del mismo, cuando prontamente se sintió sujetado, envuelto en un sarape, agarrotado y amordazado, sin que le hubiesen dado tiempo de ensayar una defensa inútil. Al cabo de algunos minutos oyó choque de sables y un ruido cadencioso fuera del rancho: los soldados, o a lo menos parte de ellos, se alejaban sin ocuparse más en él. Luego y casi al punto le cogieron por los pies y por los sobacos, le levantaron y se lo llevaron, y después de avanzar algunos pasos con rapidez, le pareció que le hacían bajar por una escalera subterránea, hasta que al cabo de diez minutos le colocaron cuidadosamente en una blanda cama de pieles, a lo que él supuso, donde le dejaron sólo y en medio del más absoluto silencio.
Por fin se oyó un ligero ruido, que fue aumentando gradualmente, ruido al parecer producido por el andar de muchas personas sobre arena.
De improviso todo quedó de nuevo en el mayor silencio. El joven sintió como le levantaban de nuevo y se lo llevaban, en cuya ocupación emplearon sus raptores un espacio de tiempo bastante largo y se relevaron de trecho en trecho, hasta que de nuevo se detuvieron y le depositaron en el suelo. Entonces el prisionero conjeturó, por el aire más fresco y vivo que le hería el rostro, que había salido del subterráneo y se encontraba al raso.
—Desaten Vds. al prisionero, dijo entonces una voz cuyo timbre seco y metálico llamó la atención del joven.
Al punto libraron a éste de las ataduras, de la mordaza y de la venda que le cubría los ojos.
Don Melchor se puso en pie de un salto y miró en torno de sí.
El sitio donde se encontraba era la cúspide de una colina bastante alta, situada en medio de una llanura inmensa. La noche estaba sombría, y a lo lejos, un poco a la derecha, brillaban como otras tantas estrellas las luces de las casas de Puebla.
El joven formaba el centro de un grupo numeroso de hombres; los cuales iban enmascarados y empuñaban en la diestra sendas teas de ocote, cuya llama, movida por el viento, matizaba de sanguinolentos vislumbres las ondulaciones del terreno y les imprimía un aspecto fantástico.
Don Melchor quedó aterrorizado, pues comprendió que se encontraba en poder de los miembros de la misteriosa asociación masónica a la cual él estaba afiliado, y que extendía por todo el territorio de la república mejicana las tenebrosas ramificaciones de sus temibles ventas.
Tal era el silencio que reinaba en la colina, de tal modo parecían estatuas aquellos hombres, en su fría inmovilidad, que el joven oía sordamente los precipitados latidos de su propio corazón.
—Don Melchor de la Cruz, dijo uno de los desconocidos adelantando un paso, ¿sabe usted dónde se encuentra y en presencia de quienes está en este momento?
—Sí, respondió el joven con los labios oprimidos.
—¿Se reconoce V. sujeto a la justicia de los que le rodean?
—Sí; porque tienen de su lado la fuerza, y toda resistencia o protesta de mi parte sería inútil.
—No, no es ésta la razón por la cual está V. sujeto al fallo de estos hombres, y V. lo sabe perfectamente, replicó impasiblemente el enmascarado, sino porque se ha ligado V. espontáneamente a ellos por un pacto, y al hacer este pacto, aceptó V. su jurisdicción y dio el derecho a juzgarle como faltase a los juramentos que voluntariamente les prestó.
—¿Qué me aprovecharía intentar una defensa inútil, repuso don Melchor encogiendo los hombros, si sé que de antemano estoy condenado a muerte? Ejecuten pues sin tardanza la sentencia que ya han pronunciado Vds. tácitamente.
El enmascarado lanzó, al través de los agujeros de su carátula, una mirada abrasadora al joven, y con voz acre y clara profirió estas palabras:
—Don Melchor, no comparece V. ante este tribunal supremo como parricida, ni como fratricida, ni como ladrón, sino como traidor a la patria; le requiero pues para que se defienda.
—No me da la gana, respondió el joven en voz alta y firme.
—Enhorabuena, repuso fríamente el enmascarado; y clavando su antorcha en el suelo y volviéndose hacia los circunstantes, preguntó:
—Hermanos ¿qué castigo merece este hombre?
—La muerte, respondieron con voz sorda los demás enmascarados.
Don Melchor permaneció impasible.
—Está V. condenado a morir, profirió él que hasta entonces había hecho uso de la palabra, y la sentencia será ejecutada en este mismo sitio; tiene V. media hora para ponerse bien con Dios.
—¿Cómo moriré? preguntó con indolencia el joven.
—Ahorcado.
—Tanto da acabar así que asá, dijo don Melchor con irónica sonrisa.
—Y como no nos consideramos en derecho de matar el alma junto con el cuerpo, prosiguió el enmascarado, a no tardar vendrá un sacerdote para que le ayude a V. a bien morir.
—Gracias, profirió lacónicamente el joven.
El enmascarado permaneció inmóvil por espacio de algunos segundos como si hubiese aguardado que don Melchor le dirigiese otra petición; pero al ver que éste seguía encerrado en su silencio, tomó de nuevo su antorcha, se hizo atrás dos pasos, la agitó por tres veces distintas, y luego la apagó con el pie. Todas las demás antorchas se apagaron al mismo instante; se oyó un ligero crujido de hojarasca, y don Melchor se encontró a solas. Sin embargo, el joven no se engañó respecto a esta apariencia de soledad; comprendió que, aunque invisibles, sus enemigos no le perdían de vista.
Por muy templada que tenga el alma, por mucha que sea su energía, por más que una y otra vez haya desafiado a la muerte, el hombre, a los veinte años, es decir, cuando apenas ha puesto la planta en el umbral de la existencia y lo por venir le sonríe al través del prisma embriagador de la juventud, no puede hacer abstracción completa y real de sí mismo y pasar sin transición alguna del ser al no ser, sin experimentar un enervamiento general y súbito de todas las facultades intelectuales y sufrir una angustia horrible y un estremecimiento de músculos espantoso, sobre todo cuando la muerte que viene a arrebatarle lleno de fuerza, de sabia y de juventud, se la dan impasiblemente, de noche, a escondidas por decirlo así y tiene un sello de infamia indecible. Así es que pese a su valor y a su voluntad, don Melchor sufría una espantosa agonía; en la raíz de cada uno de sus cabellos, erizados por el terror, temblaba una gota de sudor frío, tenía horrorosamente contraídas las facciones y le cubría el semblante una palidez lívida y terrosa.
En esto le dieron un golpecito en el hombro, que le hizo estremecer cual si hubiera recibido una descarga eléctrica, y levantando la frente, vio ante sí a un fraile con el capuchón derribado sobre el rostro.
—¡Ah! murmuró el joven poniéndose en pie, ahí está el sacerdote.
—Sí, dijo el fraile en voz baja pero perfectamente perceptible; arrodíllese V., hijo mío, vengo para recibir su confesión.
Don Melchor se estremeció al timbre de aquella voz para él no desconocida, y fijó una mirada ardiente e interrogadora en el fraile, que permanecía inmóvil ante él.
Éste se arrodilló haciéndole seña de que le imitase, y el joven obedeció automáticamente.
Así arrodillados aquellos dos hombres en la desierta cúspide de una colina iluminada apenas por la débil y temblorosa luz de las linternas que no servían sino para hacer más profunda la oscuridad que les envolvía, ofrecían un espectáculo singular y conmovedor.
—Nos están observando, dijo el fraile; imponga V. la impasibilidad a sus facciones y la inmovilidad a sus nervios, y escúcheme, pues no tenemos instante que perder; ¿me conoce usted?
—Sí, murmuró casi imperceptiblemente don Melchor, que sintiendo que tenía un amigo a su lado, recobraba a pesar suyo la esperanza, sentimiento último que se extingue en el corazón del hombre; es V. don Antonio de Cacerbar.
—Disfrazado con estos hábitos, repuso don Antonio, estaba a punto de entrar en Puebla, cuando prontamente me vi rodeado de algunos hombres enmascarados que me preguntaron si era sacerdote, y a mi respuesta afirmativa, dada a todo evento, a fin de no romper un incógnito que es mi única salvaguardia contra mis enemigos, dichos hombres me condujeron aquí. Estremecido de terror por mí por si esos hombres de quienes escapé una vez milagrosamente me conocían, asistí a su condena de V.; pero sobrevenga lo que sobreviniera, he resuelto compartir su suerte.
—¿Trae V. armas?
—No, pero ¿de qué me servirían contra un número tan considerable de enemigos?
—Para hacerse V. matar bravamente en lugar de ser ignominiosamente ahorcado.
—Tiene V. razón, exclamó el joven.
—Silencio, desventurado, profirió don Antonio con viveza; tome V. este revólver de seis tiros y este puñal; yo me reservo para mí igual número de armas.
—Ahora ya no les temo, dijo don Melchor estrechando las armas contra su pecho.
—Así quería verle a V., repuso Cacerbar; los caballos aguardan ensillados allí, al pie de la colina, a la derecha; si conseguimos llegar a ellos, estamos salvados.
—Suceda lo que quiera, le doy a V. las gracias, don Antonio, dijo el joven; y si Dios permite que escapemos...
—Nada me prometa V., interrumpió Cacerbar; ya tendremos ocasión de saldar nuestras cuentas más adelante.
El fraile dio la absolución al penitente, y transcurridos algunos minutos este último se levantó con ademán altivo y tranquilo. Es que estaba seguro de no morir sin vengarse.
De improviso reaparecieron los enmascarados y de nuevo coronaron la cumbre de la colina. Él que hasta entonces había hecho uso de la palabra, se acercó al condenado, aliado de quien se había colocado don Antonio para exhortarle en sus últimos momentos.
—¿Está V. preparado? preguntó a don Melchor el desconocido.
—Sí, respondió fríamente el joven.
—Levanten Vds. la horca y enciendan las antorchas, ordenó él de la carátula.
Entonces hubo un instante de desorden entre los que obedecían a los mandatos del desconocido.
Los iniciados estaban tan convencidos de que toda fuga le era imposible al condenado, y por otra parte era tan poco probable que éste intentase evadirse de su suerte, que por espacio de algunos minutos descuidaron su vigilancia; descuido del que don Melchor y su amigo se aprovecharon.
—Ea, exclamó Cacerbar, derribando al hombre colocado más cerca de él, sígame V.
—Adelante, profirió osadamente don Melchor armando su revólver y empuñando su puñal.
Y precipitándose ambos y con la cabeza baja en medio de los iniciados, descargaron furiosamente sus armas a derecha y a izquierda y consiguieron abrirse paso.
Como todas las acciones desesperadas, la llevada a cabo por aquellos dos hombres se vio coronada de éxito a causa de su insensatez misma; hubo una refriega espantosa, una lucha gigantesca de algunos minutos entre los iniciados sorprendidos de sopetón y los dos hombres resueltos a escapar o a morir con las armas en la mano: luego se oyó un galope furioso de caballos, y una voz burlona que a lo lejos gritaba:
—¡Hasta la vista!
Don Melchor y don Antonio corrían a escape camino de Puebla.
Toda esperanza de alcanzarles era inútil; por lo demás, los fugitivos habían dejado tras sí un surco de sangre: diez cadáveres yacían tendidos en el suelo.
—¡Deténganse Vds.! gritó don Adolfo a los que se disponían a subirse sobre sus caballos; déjenles que huyan; don Melchor está condenado y no evitará su muerte. Luego y como hablando consigo mismo, añadió: pero ¿quién es ese fraile maldito?
León Carral se inclinó hasta el oído de don Adolfo, y le dijo:
—Ese fraile es don Antonio de Cacerbar; le reconocí.
—¡Ah! exclamó con ira el aventurero, ¡otra vez ese hombre!
Algunos minutos después un escuadrón compuesto de unos diez jinetes tomaba al trote largo el camino de Méjico, al mando de don Jaime, u Oliverio, o don Adolfo, como al lector le plazca apellidarle.
Don Melchor de la Cruz, resuelto a apoderarse a toda costa de la fortuna de su padre, fortuna que el casamiento de su hermana amenazaba hacerle perder para siempre, se había entregado en cuerpo y alma a la política, esperando hallar en medio de los bandos que desde hacía largo tiempo estaban desgarrando a su patria, la ocasión de satisfacer su ambición y su insaciable avaricia pescando a manos llenas en las revueltas aguas de las revoluciones. Dotado de un carácter enérgico y de grande inteligencia, verdadero bandolero político que sin vacilaciones ni remordimientos pasaba de un partido a otro según los beneficios que le ofrecían, siempre dispuesto a servir al que más bien le pagaba, había llegado a hacerse dueño de importantes secretos que le hacían temible para todos y le había conquistado cierto crédito para con los jefes de los partidos a los cuales sirviera uno en pos de otro; espía de la sociedad encumbrada, había sabido meterse en todas partes, afiliarse a todas las hermandades y sociedades secretas, pues poseía por modo imponderable el talento tan envidiado de los más famosos diplomáticos, de fingir con naturalidad asombrosa los sentimientos y las opiniones más opuestas. De esta suerte es como se había hecho admitir entre los miembros de la misteriosa sociedad de Unión y Fuerza, por la que después debía ser condenado a muerte, con la firme resolución, tomada de antemano, de vender los secretos de esta temible asociación, tan pronto se presentase favorable coyuntura. Don Antonio de Cacerbar consiguió, poco tiempo después, que también le recibiesen como a miembro de la asociación mencionada. Estos dos sujetos debían comprenderse a la primera palabra, y tal sucedió. Pronto les unió la más estrecha amistad. Cuando al principio de sus relaciones, y a consecuencia de revelaciones anónimas, don Antonio de Cacerbar, convicto de traición, condenado por la asociación misteriosa y obligado a defender su vida contra uno de los afiliados, cayó herido por la espada de su adversario, que le dejó por muerto en medio del camino, donde, según ya hemos dicho, le encontró Domingo, don Melchor, que de lejos asistía enmascarado a la sangrienta ejecución, resolvió, de ser ello posible, salvar a aquel hombre que tan profundas simpatías le inspiraba. Una vez hubieron partido sus compañeros, y tan pronto le fue posible, corrió con el intento de auxiliar al herido, pero ya no le halló; el acaso, al conducir a aquel lugar a Domingo, le arrebató, con gran pesar suyo, la ocasión tan deseada por él de convertir en su deudor a don Antonio. Más adelante, cuando éste, medio curado, había huido de la gruta donde le cuidaban, los dos amigos se habían encontrado de nuevo, y más afortunado esta vez don Melchor pudo prestar importantes servicios a Cacerbar. El cual a su vez y en muchas circunstancias había hallado el medio de que el joven se aprovechase del crédito oculto de que él gozaba. La única diferencia que entre los dos existía, era que si bien don Antonio conocía a fondo los negocios de su asociado, el fin que éste se proponía y los medios de que pensaba echar mano para conseguirlo, no sucedía lo mismo con don Melchor respecto de Cacerbar, quien permanecía para él un enigma indescifrable. El joven había ensayado muchas veces hacer hablar a su amigo y conducirle a confidencias que le hubieran dado ciertas prerrogativas; pero aun cuando nada consiguiera, no renunció a descubrir más o menos tarde lo que el otro parecía tener tanto empeño en ocultar. El último favor que don Antonio le había prestado, librándole de improviso de la implacable condena de los afiliados de la Unión y Fuerza, había colocado, a lo menos provisionalmente, a don Melchor bajo la dependencia del primero. Don Antonio parecía tomar a pundonor el no recordar al joven el inmenso peligro de que le salvara, y continuó sirviéndole como hasta entonces.
El primer cuidado de don Melchor, al entrar en Puebla, fue dirigirse inmediatamente al convento donde, después de haberla robado, había relegado a su hermana; pero conforme lo presintiera, ésta había desaparecido.
Respecto del particular don Antonio no le había dicho sino contadas palabras, pero de elocuencia terrible: « Sólo los muertos no se escapan. »
Todas las pesquisas que el joven hizo en Puebla fueron infructuosas; nadie pudo o quiso ponerle en antecedentes; hasta la madre abadesa del convento permaneció muda.
—Vámonos a Méjico, le dijo don Antonio; si no está muerta allá la hallaremos.
No es posible imaginar cuanto hizo Cacerbar para descubrir el retiro de doña Dolores; lo que sí es cierto, es que dos días después de su llegada a la ciudad, conocía la vivienda de la joven.
Dejemos por ahora a estos dos personajes, con quienes volveremos a encontrarnos demasiado pronto, y digamos como quedó libre doña Dolores.
Por orden de don Melchor, ésta había sido encerrada en un convento de Carmelitas.
La madre abadesa, a quien don Melchor logró hacérsela suya gracias a una cantidad de dinero muy importante y a la promesa de entregarle otras más cuantiosa todavía si ejecutaba con celo e inteligencia sus recomendaciones, no dejaba que la joven recibiese más visita que la de su hermano, ni le permitía que escribiese carta alguna, ni le entregaba ninguna de las que para ella llegaban al convento.
De esta suerte doña Dolores pasaba los días en medio de la mayor tristeza, en una reducidísima celda, privada de toda clase de relaciones con la sociedad y no conservando ni aun la esperanza de recobrar la libertad. Por lo demás, su hermano le había dado a conocer su voluntad respecto de este punto, exigiéndola que tomase el velo.
Renunciar al siglo, éste era el único medio que don Melchor había hallado para obligar a su hermana a hacerle abandono de bienes.
Sin embargo, el joven, aun cuando se hubiese hecho nombrar tutor de su hermana, no pudiera haber conducido a ésta a un convento sin una autorización escrita del gobernador, autorización fácilmente obtenida y que fue presentada por el secretario particular de su excelencia, don Diego Izaguirre, a la madre abadesa, al ser conducida al convento doña Dolores.
La noche del día en que don Melchor había sido tan diestramente secuestrado por don Adolfo, a quien creía prisionero suyo, a cosa de las nueve de ella, tres hombres envueltos en tupidas capas y montados en sendos y vigorosos caballos, se detuvieron a la puerta del convento, a la que llamaron. La tornera abrió un portillo, cruzó en voz baja algunas palabras con uno de los jinetes que había echado pie a tierra, y satisfecha sin duda de las respuestas que éste le diera, entreabrió la puerta y dio paso al visitador nocturno. El cual entregó entonces las bridas de su caballo a uno de sus compañeros y penetró en la santa casa mientras en la calle le aguardaban éstos. Cerrada la puerta tras el desconocido, éste, acompañado de la tornera, atravesó muchos corredores, hasta que su guía abrió la celda de la abadesa y anunció a don Diego Izaguirre, secretario particular de su excelencia el gobernador. Don Diego, después de cruzar algunos cumplidos, sacó de uno de los bolsillos de su dolmán un paquete y lo entregó a la abadesa, la cual lo abrió y lo leyó rápidamente.
—Perfectamente, señor, dijo ésta, estoy pronta a obedecerle a V.
—Recuerde V. bien, señora, lo que dice la orden que la he comunicado y que me veo obligado a recobrar. Todos, absolutamente todos, añadió don Diego recalcando la palabra, deben ignorar de qué modo ha salido doña Dolores del convento; esta recomendación es importantísima.
—No la olvidaré, señor.
—Es V. libre de decir que se escapó; ahora le ruego se sirva mandar recado a doña Dolores.
La abadesa dejó a don Diego en su celda y fue a buscar personalmente a la joven.
Una vez a solas, Izaguirre rompió en mil pedazos la orden que había mostrado a la abadesa y los arrojó al brasero, cuyo fuego los consumió en un instante.
—Eso me importa, dijo entre sí don Diego mirando como ardían los restos de la orden, que el gobernador se dé un día u otro cata de la perfección con que imito su firma.
No transcurrido un cuarto de hora apareció de nuevo la abadesa, quien dijo a Izaguirre:
—Aquí está doña Dolores de la Cruz; tengo la honra de depositarla en manos de V.
—Está bien, señora, repuso el joven, y pronto espero demostrar a V. que su excelencia sabe, cuando se presenta el caso, recompensar dignamente a las personas que le obedecen sin vacilaciones y desinteresadamente.
La abadesa hizo un humilde saludo y levantó los ojos hacia el cielo.
—¿Está V. dispuesta, señorita? preguntó don Diego a la joven.
—Sí, respondió ésta lacónicamente.
—Entonces hágame V. el favor de seguirme.
—Vamos, dijo la joven envolviéndose en su mantilla y sin despedirse de la abadesa.
Don Diego y doña Dolores abandonaron la celda, y conducidos por la abadesa llegaron a la puerta del convento. Una vez en la cual, la acompañante alejó bajo un fútil pretexto a la tornera, abrió por su propia mano la puerta, y una vez fuera don Diego y la joven, saludó por última vez al secretario del gobernador y volvió a cerrar como si la apremiara el deseo de verse libre de su presencia.
—Señorita, dijo respetuosamente don Diego a la joven, tenga V. la amabilidad de subirse sobre este caballo.
—Señor, repuso doña Dolores con voz triste pero firme, soy una pobre huérfana indefensa, por lo tanto le obedezco sin oponer resistencias inútiles, pero...
—Doña Dolores, dijo entonces uno de los jinetes, nos envía don Jaime.
—¡Oh! exclamó con gozo la joven, es la voz de don Carlos.
—Sí, señorita; de consiguiente tranquilícese usted y monte a caballo sin tardanza.
La joven se subió con ligereza sobre el caballo de don Diego.
—Ahora, señores, dijo éste, ya no necesitan ustedes de mí; adiós, a escape y buen viaje.
Los jinetes desaparecieron como un torbellino.
—¡Cómo corren! dijo riendo don Diego; creo que don Melchor se verá apuradillo para alcanzarles.
Y envolviéndose en su capa tomó pedestremente la vuelta del palacio del gobernador, donde vivía.
Los dos hombres que acompañaban a la joven eran Domingo y León Carral; los cuales, después de haber galopado durante toda la noche, al amanecer llegaron a un rancho abandonado donde les estaban aguardando muchas personas, entre las que doña Dolores conoció a don Adolfo y al conde.
Ahora, rodeada de sus devotos amigos, nada tenía que temer, estaba salvada.
El gozo de la joven, al llegar a Méjico escoltada por sus valientes amigos, fue inmenso, pero lo experimentó imponderablemente mayor al entrar en la casita donde todo estaba anticipadamente dispuesto para recibirla y al arrojarse llorando en brazos de doña María y de doña Carmen.
Don Adolfo y sus amigos se retiraron discretamente, dejando a las damas que se hiciesen sus confidencias.
El conde, a fin de velar más de cerca por la seguridad de la joven, hizo que su ayuda de cámara alquilase una casa situada en la calle misma en que aquélla habitaba y ofreció a Domingo, que aceptó con diligencia, compartir con él su vivienda.
A fin de no despertar sospechas y de no llamar la atención sobre la casa de las tres damas, se convino que Luis y Domingo no irían a ella sino de tarde en tarde y que las visitas serían sumamente cortas. En cuanto a don Adolfo, apenas doña Dolores quedara instalada en su casa, había anudado su vida errante y se hizo nuevamente invisible; a las veces, cerrada ya la noche, se presentaba de improviso en la habitación de los dos jóvenes, cuya mayordomía desempeñaba León Carral, pretendiendo que pues el conde debía casar con su joven ama, éste era el amo y él el mayordomo; el conde, para no disgustar al honrado servidor, había respetado su antojo. En sus raras apariciones, el aventurero departía, por espacio de algún tiempo, sobre asuntos indiferentes, con ambos jóvenes, y luego se separaba de ellos recomendándoles la mayor vigilancia. Nada de particular ocurrió durante el transcurso de muchos días. Doña Dolores, bajo la benéfica impresión de la dicha, había recobrado la alegría y la indolencia propias de su edad; ella y Carmen charlaban de la mañana a la noche en todos los rincones de la casa, y aun doña María, que experimentaba el influjo de alegría tan franca, parecía haber rejuvenecido y de cuando en cuando se le iluminaban sus severas facciones y por los labios le vagaba una sonrisa. El conde y su amigo, que a pesar de las recomendaciones de don Jaime frecuentaban cada vez más a menudo y por más tiempo la morada de las damas, con sus visitas amenizaban la monótona existencia de éstas, reclusas voluntarias que nunca ponían los pies en la calle y vivían en la ignorancia más absoluta de cuanto en torno de ellas pasaba.
Una noche en que, para matar el tiempo, el conde estaba jugando una partida de ajedrez con Domingo, y en que, poco atentos al juego, permanecían uno frente de otro con el codo sobre la mesa y la cabeza en la palma de la mano en actitud del que medita una gran jugada, pero en realidad para pensar en otra cosa, llamaron recio a la puerta de la calle.
—¿Quién diablos puede venir a estas horas? exclamaron los dos a un mismo tiempo y estremeciéndose.
—Es más de media noche, dijo Domingo.
—Como no sea Oliverio, profirió el conde, no sé quién pueda ser.
—Indudablemente será él, repuso Domingo.
En esto se abrió la puerta del aposento y apareció don Jaime.
—Buenas noches, señores, dijo el aventurero, no me aguardaban Vds. a estas horas, ¿no es verdad?
—Siempre le estamos aguardando a usted, amigo mío, respondió el conde.
—Gracias, profirió don Jaime; y volviéndose hacia el ayuda de cámara que le alumbraba, añadió: aderéceme V. algo para cenar, señor Raimbaut.
Una vez éste se hubo salido, don Jaime arrojó el sombrero sobre un mueble, se dejó caer en una silla y empezó a darse aire con su pañuelo.
—¡Uf! dijo el aventurero dirigiéndose a los dos jóvenes, estoy pereciendo de hambre.
Luis y Domingo contemplaban a don Jaime con sorpresa que en vano trataban de disimular y que a su pesar se les reflejaba en el semblante.
Con ayuda de Lanca Ibarru, Raimbaut bajó una mesa cubierta de platos y la colocó ante don Adolfo.
—Vive Dios, señores, dijo alegremente el aventurero, el señor Raimbaut ha tenido la fina atención de poner tres cubiertos, previendo sin duda que Vds. no se negarían a acompañarme; háganme pues el obsequio de dar por unos instantes tregua a sus pensamientos y vengan a sentarse a la mesa.
—De mil amores, contestaron Luis y Domingo tomando sitio al lado de don Jaime.
El cual empezó a comer con envidiable apetito, mientras hablaba con facundia y animación hasta entonces desconocida de sus amigos. La boca del aventurero era un manantial de agudezas, de frases luminosas y de anécdotas contadas con la finura más exquisita. El conde y Domingo cruzaban continuas miradas, como quien no comprendía jota de aquel buen humor tan singular; porque no obstante la chispa de sus palabras y la soltura de sus maneras, la frente del aventurero permanecía cuidadosa y su semblante conservaba la máscara fríamente burlona que le era habitual. Sin embargo, excitados a pesar suyo por aquella alegría comunicativa a no poder más, no habían tardado todos en olvidar sus preocupaciones y en dar entrada a buen humor tan franco en la apariencia; así es que a poco empezó entre los tres un tiroteo de agudezas y chistes que se confundió con el choque de los vasos y el ruido de los cuchillos y de los tenedores.
Los criados habían sido despedidos y por consiguiente quedadon solos los tres amigos.
—Por mi vida, señores, dijo don Adolfo destapando una botella de champaña, que a mi ver de todas las comidas la mejor es la cena; nuestros padres lo estimaban así y hacían perfectamente; entre las buenas costumbres que se van, ésta es una y pronto la olvidarán del todo. Y a fe que lo sentiré en el alma.
Don Jaime llenó los vasos de sus compañeros, y luego dijo:
—Déjenme Vds. que beba a su salud con este vino, uno de los más preciosos productos de su patria.
Y después de haber chocado, se bebió de un sorbo el contenido de su vaso.
Las botellas se sucedían con rapidez; los vasos estaban tan pronto llenos como vacíos.
Los tres amigos no tardaron en ponerse alegres. Entonces encendieron sendos puros y la emprendieron con el ron de Jamaica, el refino de Cataluña y con el aguardiente de Francia. Luego con los codos en la mesa, envueltos en espesa nube de odorífero humo, los tres hablaron con un poco más de orden, e insensiblemente y sin que de ello se percatasen, su conversación tomó poco a poco un sesgo más serio y más confidencial.
—¡Bah! profirió prontamente Domingo apoyándose en el respaldo de su silla, la vida es buena y sobre todo hermosa.
A este arranque, que caía exabrupto como un aerolito en medio de la conversación, el aventurero se echó a reír de un modo nervioso y áspero, y dijo:
—¡Bravo! a eso le llamo yo filosofía pura. Este hombre, que ignora de quién y dónde nació, que ha crecido como un hongo, y no ha conocido más amigo que a mí, que no tiene dónde caerse muerto, halla hermosa la vida y se congratula de gozarla. Por mi alma que me gustaría oírle desenvolver semejante teoría.
—Nada más fácil, profirió el joven con la mayor impasibilidad; es cierto que no sé dónde nací, pero esto constituye para mí una ventaja: la tierra entera es mi patria. Sea cual fuere la nación a que pertenezcan los hombres, son paisanos míos. También es cierto que no conozco a mis padres; mas ¿quién sabe si asimismo es una dicha para mí? Con su abandono me han eximido del respeto y de la gratitud por los cuidados que me habrían prodigado, y me han dejado en libertad de obrar a mi antojo, sin que tenga que temer sus censuras. No he tenido en mi vida sino un amigo; ha dicho usted bien; pero ¿cuántos hombres pueden vanagloriarse de tener tantos? El mío es bueno, sincero y devoto, lo he tenido siempre a mi lado, cuando de él he tenido necesidad, para gozarse en mis alegrías, entristecerse con mis penas, y sostenerme y unirme con su amistad a la gran familia humana de la que a no ser él estaría desterrado. No poseo donde caerme muerto; verdad innegable también; pero ¿qué me importan a mí las riquezas? Soy fuerte, animoso e inteligente; además ¿no está el hombre condenado al trabajo? Pues cumplo mi cometido como los otros, tal vez más bien que los otros, porque no envidio a nadie y me conformo con mi suerte. Ya ve V., mi querido don Adolfo, que la vida es, para mí a lo menos, como hace poco dije, buena y hermosa, y le reto a V., tan escéptico y lleno de desengaños, a que me demuestre lo contrario.
—Muy bien, repuso el aventurero; todas las razones que acaba V. de exponerme, aunque especiosas y fáciles de refutar, no dejan de parecer muy lógicas; pero no me tomaré el trabajo de discutirlas; lo único que le haré observar a V., es que se equivoca al calificarme de escéptico: desengañado tal vez lo estoy; pero escéptico no lo seré nunca.
—¡Oh! ¡oh! profirieron, a una los dos jóvenes, esto necesita una explicación, don Adolfo.
—Si me la exigen Vds. se la daré, repuso el aventurero; mas, ¿de qué aprovecharía? Voy a hacerles una proposición que a mi ver les placerá grandemente.
—¿Qué proposición es esa?
—Casi es ya de madrugada; dentro de contadas horas amanecerá; Vds. ni yo sentimos sueño. ¿Qué les parece si nos quedásemos aquí mismo y continuásemos hablando?
—Por mi parte acepto, respondió el conde.
—Lo mismo digo, añadió Domingo; pero ¿de qué hablaremos?
—Si Vds. quieren les referiré un lance, o una historia, como les plazca llamarle, que oí hoy mismo y cuya veracidad les abono, ya que él que me la contó es hombre a quien conozco hace muchos años y desempeñó un papel en ella.
—¿Por qué no nos cuenta V. su propia historia, don Adolfo? debe de estar llena de peripecias conmovedoras y de incidentes por demás curiosos, dijo intencionadamente el conde.
—Se equivoca V., mi querido amigo, replicó Oliverio con bondadoso gesto; nada hay más insustancial y despojado de interés que lo que os place apellidar mi historia; poco más o menos es la de todos los contrabandistas; porque, añadió en tono de confidencia, ya saben ustedes que no soy otra cosa. Todos llevamos la misma existencia; nos valemos de mil ardides para pasar las mercancías que nos confían, y la aduana se vale de los mismos medios para impedírnoslo y apoderarse de ellos; de ahí conflictos que a las veces, pero muy poco a menudo, gracias a Dios, resultan sangrientos. Esto es en sustancia la historia que me ha pedido usted, señor conde; ya ve V. que en la esencia no encierra interés alguno.
—No insisto, mi querido don Adolfo, repuso el joven sonriendo; así pues doblemos la hoja.
—Entonces es V. libre de dar comienzo a la historia que ofreció contarnos, dijo Domingo al aventurero.
Oliverio llenó un vaso de champaña con refino de Cataluña, lo vació de un sorbo, y golpeando la mesa con el mango de un cuchillo, dijo:
—Atención, señores, voy a dar principio; pero ante todo debo solicitar su indulgencia por ciertas lagunas y sobre todo por algunos puntos oscuros que aparecerán en mi relato; repito a ustedes que no haré sino relatar lo que me contaron a mí mismo, que por consiguiente hay muchas cosas que las ignoro y que no puedo ser responsable de las reticencias hechas probablemente con intención por el primer narrador, que indudablemente tiene sus razones para callarse ciertos incidentes de esta historia, por lo demás muy curiosa.
—Empiece V., empiece V., dijeron los dos jóvenes.
—Todavía encierra otra dificultad este relato, continuó don Jaime con la mayor imperturbabilidad, y es que ignoro completamente en qué tierra pasó; pero esto no tiene sino una importancia relativa, ya que poco más o menos los hombres son los mismos en todas partes, es decir, movidos y señoreados por vicios y pasiones idénticos. De lo que creo estar cierto es de que los hechos pasaron en el viejo mundo; pero Vds. van a juzgar. Había en Alemania (supongamos que fue en Alemania donde pasó esta verídica historia); había en Alemania, repito, una familia rica y poderosa cuya nobleza se perdía en la noche de los tiempos. Ya saben ustedes, de fijo, que la nobleza alemana es una de las más antiguas de Europa y que entre ella las tradiciones sobre el honor se han conservado casi intactas hasta hoy. Ahora bien, el príncipe de Oppenheim-Schlewig, que así le llamaremos, el jefe de esta familia, era príncipe y tenía dos hijos poco más o menos de la misma edad, pues el mayor no llevaba sino dos o tres años al menor, ambos gentiles de cuerpo y dotados de grande inteligencia; estos dos jóvenes habían sido educados con todo cuidado, bajo la vigilancia directa de su padre. En Alemania no pasa como en América; la potestad del jefe de la familia está muy extendida y no es menos respetada; hay algo realmente patriarcal en el modo como se conserva la disciplina interior de la casa. Los jóvenes se aprovechaban de las lecciones que recibían, pero a medida de los años iban caracterizándose sus inclinaciones, y en este punto pronto les separó una diferencia marcadísima, por más que ambos fuesen caballeros cumplidos, en la acepción vulgar de la palabra. Sin embargo, sus cualidades morales, si puedo expresarme así, diferían de todo en todo: el primero era apacible, afable, servicial, grave, esclavo de sus deberes y sobre todo imbuido en superlativo grado del honor de su apellido; el segundo mostraba gustos diametralmente opuestos; por más que era extremadamente orgulloso y estaba muy más pagado de su nobleza, no reparaba en comprometer el respeto que debía a su apellido, en los garitos más inmundos y entre gente la más soez; en una palabra, llevaba la vida más disipada y borrascosa. El príncipe se condolía a solas del desenfreno de su segundogénito, y para traerle a buen camino le había llamado repetidas veces a su presencia y le había dirigido las más severas amonestaciones. El joven había escuchado respetuosamente a su padre y le había prometido enmendarse, pero en vez de cumplir su promesa, redobló sus escándalos.
Francia declaró la guerra a Alemania. El príncipe de Oppenheim-Schlewig fue uno de los primeros que obedeciendo las órdenes del emperador ingresó en el ejército, en compañía de sus dos hijos, que le seguían en calidad de edecanes e iban a recibir su bautismo de sangre. Pocos días después de su llegada al campamento, el príncipe recibió del general en jefe orden de practicar un reconocimiento. Se trabó con este motivo una seria escaramuza con los forrajeadores enemigos, y en lo más recio de la pelea el príncipe cayó del caballo, muerto; pero lo singular del caso y que nunca pudo explicarse, fue que la bala que acabó con él, le había entrado por entre los hombros, de atrás a delante.
Don Adolfo hizo una pausa y dijo a Domingo:
—Deme V. de beber.
El joven le escanció un vaso de ponche; el aventurero se lo sorbió casi hirviendo, y después de haberse pasado la mano por la frente, pálida y empapada en sudor, anudó su relato en estos términos:
—Los dos hijos del príncipe, que se encontraban a bastante distancia de éste cuando ocurrió la catástrofe, acudieron apresuradamente, pero no hallaron sino el ensangrentado cadáver de su padre. El dolor de los dos jóvenes fue hondísimo, él del primogénito, sombrío, por decirlo así, él del menor, ruidoso. Pese a las más minuciosas pesquisas, fue imposible descubrir como yendo el príncipe al frente de sus soldados, quienes adoraban en él, pudo ser herido por la espalda; esto permaneció siempre envuelto en el misterio. Los jóvenes se separaron del ejército y regresaron a su hogar, tomando el primogénito el título de príncipe y pasando a ser el jefe de la familia. En Alemania el derecho de primogenitura existe en todo su vigor; así pues el menor dependía completamente de su hermano; pero no queriendo éste dejarle en una situación inferior y vergonzosa, le donó la fortuna de su madre, unos cuatrocientos mil duros, le dejó completamente libre de sus acciones y le autorizó para que tomara el título de marqués.
—De duque, querrá V. decir, interrumpió el conde.
—Esto es, repuso don Adolfo, mordiéndose los labios, ya que era príncipe; pero ya sabe usted, añadió con sonrisa amarga, que nosotros los republicanos no estamos muy al tanto de esos títulos pomposos que no nos merecen sino el más profundo desprecio.
—Prosiga V., dijo Domingo con indolencia.
—El duque realizó su fortuna, se despidió de su hermano y partió para Viena, desde cuya fecha el príncipe, que había permanecido en sus tierras en medio de sus vasallos no oyó hablar de su hermano sino muy de tarde en tarde, y aún no de modo que pudiese darle satisfacción alguna. El duque no ponía ya dique a sus desenfrenos, llegando los escándalos a tal extremo, que el príncipe se vio constreñido a tomar una resolución severa y a intimar a su hermano la orden de abandonar inmediatamente el reino; orden que éste obedeció sin replicar. Durante una larga serie de años el duque viajó por Europa, y cuando escribía a su hermano, lo que rara vez acontecía, era para notificarle los cambios que según decía en él se habían operado y la reforma radical de su conducta. Creyese o no en sus protestas, el príncipe juzgó no deber dispensarse de anunciar a su hermano su próxima boda con una noble heredera, joven, hermosa y rica; y tal vez presumiendo que a causa de la distancia el duque no podría concurrir a ella, le invitó a asistir a la bendición nupcial. Si tal creyó, se equivocó de medio a medio, pues el duque llegó la víspera de la boda. Su hermano le recibió con agasajo y le señaló habitación en su propio palacio, y al día siguiente se efectuó la unión proyectada. La conducta del duque fue irreprochable; viviendo en compañía de su hermano, parecía aplicarse en complacerle en todo y en demostrarle a cada paso que su conversión era sincera. En una palabra, desempeñó tan perfectamente su papel, que engañó a todos, y al príncipe el primero; el cual no sólo le devolvió su amistad, sino que no tardó en concederle toda su confianza. Muchos meses hacía ya que el duque había regresado de sus viajes y parecía haber tomado la vida por lo serio y no sustentar sino un deseo: el de reparar sus faltas de la juventud. Acogido en el seno de todas las familias, al principio con cierta prevención, pero con distinción a no tardar, había casi logrado hacer olvidar los deslices de su pasada existencia, cuando no sé a propósito de qué fiesta o de qué aniversario, se celebraron en aquella tierra regocijos extraordinarios. Cumpliendo con su deber, el príncipe tomó, como era natural, la iniciativa de las diversiones y aun a instancias de su hermano resolvió darlas más brillo tomando personalmente una parte importante en las mismas. Se trataba de representar un como torneo, para el cual la primera nobleza de las comarcas circunvecinas, a invitación del príncipe, habían ofrecido con solicitud su concurso. Por fin llegó el día de las justas. La joven esposa del príncipe, bastante adelantada en una preñez laboriosa, movida por uno de esos presentimientos que nacen del corazón y nunca engañan, intentó en vano disuadir a su marido de que bajase a la liza, confesándole en medio de lágrimas que temía una desventura; el duque unió su voz a la de su cuñada para recabar de su hermano que se abstuviera de aparecer en el torneo más que como simple espectador. El príncipe, que creía su honor comprometido en la empresa, fue inquebrantable en su resolución, y después de chancearse y de tildar de quiméricos sus temores, se subió sobre su caballo y partió. Una hora después le llevaron moribundo a su palacio. Por acaso extraordinario, por fatalidad inaudita, el desventurado príncipe había encontrado la muerte en el sitio mismo donde pretendiera hallar el placer. El duque demostró el más profundo dolor por la espantosa muerte de su hermano. Inmediatamente se procedió a abrir el testamento del príncipe, por el cual éste nombraba heredero universal de todos sus bienes a su hermano, siempre y cuando la princesa, cuya preñez tocaba a su fin, no pariese varón, en cuyo caso éste heredaría los bienes y títulos de su padre y permanecería durante su minoridad bajo la tutela de su tío. Al saber la muerte de su marido, a la princesa le asaltaron repentinamente los dolores del parto, y dio a luz una niña.
Anulada por lo tanto la cláusula segunda del testamento, el duque tomó el título de príncipe y se apoderó de la fortuna de su hermano. La princesa, no obstante los halagadores ofrecimientos que le hizo su cuñado, no quiso continuar viviendo, como extraña, en un palacio donde había sido dueña y señora, y se retiró al seno de su familia.
El aventurero hizo una pausa, y luego preguntó a sus oyentes, sonriendo con ironía:
—¿Qué les parece a Vds. la historia?
—Aguardo que haya V. dado fin a ella para manifestarle mi parecer, dijo el conde.
—¿Así pues V. cree que no he terminado? arguyo don Adolfo dirigiendo una mirada límpida y penetrante a Luis.
—Todas las historias se componen de dos partes distintas, replicó éste.
—¿Cuáles?
—La apócrifa y la verdadera.
—Si no se explica V...
—De mil amores; la parte apócrifa es la pública, la que todo bicho viviente sabe y puede comentar y referir a su antojo.
—Corriente, profirió el aventurero; ¿y la parte real?
—Ésta es la secreta, la misteriosa, conocida de dos o tres personas a lo sumo; la piel de cordero arrebatada de encima de los lomos del lobo.
—O la máscara de virtud arrancada del rostro del bandido, exclamó con arranque terrible el aventurero; ¿no es eso?
—En efecto, así es.
—¿Y V. aguarda la parte segunda de esta historia?
—Sí, respondió con gravedad el conde.
Don Adolfo permaneció por espacio de dos o tres minutos con la frente apoyada en la palma de la mano, luego irguió con altivez la cabeza, vació de un trago el vaso que ante sí tenía, y con voz nerviosa y entrecortada, dijo:
—Entonces escuche V., porque por Dios vivo le juro que lo que ahora voy a contar vale la pena de ser oído.
Hubo una larga pausa de silencio, durante la cual nuestros tres personajes permanecieron sumergidos en profundas meditaciones.
Por fin don Adolfo rompió el hechizo que parecía encadenarles, y tomando de improviso la palabra, continuó en estos términos:
—La princesa tenía un hermano, en aquel entonces no mayor de veintidós años; era éste caballero cumplido, diestro en todos los ejercicios del cuerpo, valiente como su espada, muy bien quisto de las damas, a las cuales correspondía, y bajo una apariencia de frivolidad escondía un carácter muy formal, una inteligencia privilegiadísima y una energía indómita. El hermano ese, a quien daremos el nombre de Octavio, si a Vds. les place, quería sinceramente a su hermana, por lo mucho que la pobre había sufrido, y él fue el primero que la indujo a que abandonase el palacio de su difunto marido y se volviese al seno de su familia, y a que reclamase su viudedad y rechazase los ofrecimientos del príncipe su cuñado; y es que Octavio, sin que a los ojos de la sociedad cosa alguna justificase la conducta que guardara para con el príncipe, sentía hacia éste la repulsión más viva. Sin embargo, no por esto había dejado de relacionarse con él, si bien es verdad que le visitaba rarísimas veces. Estas entrevistas, siempre frías y molestas para el joven, eran, por el contrario, cordiales y afectuosas por parte del príncipe; el cual con sus cariñosos modales y sus ofrecimientos ensayaba atraerse al joven, cuya repulsión había adivinado. La princesa, retirada entre su familia, educaba a su hija apartada de la sociedad, con ternura y abnegación verdaderamente extraordinarias. Dicha señora no se había quitado el luto desde la muerte de su esposo; pero lo llevaba más aún en el corazón que en el traje, porque la catástrofe que la dejara viuda, la tenía siempre fija en la mente con la tenacidad de los corazones amantes para los cuales el tiempo no avanza. Si alguna vez y por acaso alguno pronunciaba el nombre de su cuñado en medio del retiro en que ella voluntariamente se confinara, la conmovía de improviso un temblor convulsivo, de pálida se tornaba lívida, y sus grandes ojos, abrasados por la fiebre e inundados de lágrimas, se fijaban entonces en su hermano Octavio con singular expresión de reproche y de desesperación, cual si quisiese darle a conocer que era muy tardía la venganza que la prometiera. El príncipe, ya ahora hombre maduro, había reflexionado que él era el último de su estirpe y que por lo tanto era urgente, si no quería que los bienes y los títulos de su familia pasasen a colaterales lejanos, tener un heredero de su apellido; en fuerza de este raciocinio, había pues entablado negociaciones con un gran número de familias principescas del país, y en la época a que hemos llegado, unos ocho años después de la muerte de su hermano, se hablaba mucho del próximo matrimonio del príncipe con la hija de una de las más nobles casas de la confederación germánica. Todas las ventajas se encontraban reunidas en tal alianza, destinada a acrecentar aún más la importancia y riqueza proverbiales de la casa de Oppenheim-Schlewig: la novia era joven y hermosa y por alianza pertenecía a la casa reinante de Habsburgo. El príncipe, pues, daba a esta unión la mayor importancia y hacía cuanto de él dependía para apresurarla. En esto el conde Octavio se vio constreñido, a causa de tener que arreglar ciertos asuntos de interés, a abandonar su residencia y trasladarse por algunos días a una ciudad distante unas veinte leguas escasas. El joven se despidió de su hermana, se subió a una silla de postas y partió. Dos días después y a eso de las ocho de la noche llegó Octavio a la ciudad de Bruneck y se hospedó en una casa de su propiedad, situada en la plaza principal de la población y a contados pasos del palacio del gobernador. Bruneck es una pequeña y linda ciudad del Tirol, construida en la margen derecha del Rienz, y cuya población, compuesta de mil quinientos a mil seiscientos habitantes, ha conservado y todavía conserva en lo presente, las costumbres patriarcales, sencillas y severas de sesenta años atrás. El conde Octavio notó con sorpresa, a su entrada en la ciudad, que en ella reinaba un movimiento inusitado; a pesar de lo avanzado de la hora, las calles que atravesó su silla de posta estaban llenas de una multitud inquieta que iba, venía y corría en todas direcciones dando voces por demás singulares; casi todas las casas estaban iluminadas, y en la plaza ardían grandes fogatas. Tan pronto el conde estuvo en su casa se sentó a la mesa para cenar, informándose, al mismo tiempo, de la causa de aquella efervescencia extraordinaria.
—Ahora voy a decirles lo que el conde Octavio supo: el Tirol es un país sumamente montañoso, es la Suiza del Austria; pues bien, la mayor parte de aquellas montañas sirve de madriguera a numerosas gavillas de bandidos, cuya única ocupación consiste en exigir rescate a los viajeros a quienes su funesta estrella les lleva por aquellos vericuetos, y en entrar a saco en los villorrios y aun en ocasiones en villas importantes. Desde hacía muchos años, un capitán de bandoleros, más diestro y emprendedor que los otros, a la cabeza de una numerosa, resuella y disciplinada gavilla, desolaba la comarca, atacaba a los viajeros, incendiaba y saqueaba las aldeas, y no vacilaba, cuando el caso lo requería, en oponer resistencia a los soldados enviados en su persecución, los cuales, con harta frecuencia, llevaban la peor parte. Dicho bandolero había acabado por infundir tal terror en aquella comarca, que sus habitantes concluyeron por reconocer tácitamente su dominación y le obedecían temblando, persuadidos como estaban de que era imposible vencerle. Como era natural, el gobierno austriaco no quiso admitir este pacto estipulado con salteadores, y resolvió acabar con ellos a toda costa. Durante un espacio de tiempo bastante dilatado, todos sus esfuerzos resultaron infructuosos; aquel capitán de bandidos, maravillosamente servido por sus espías, estaba siempre al tanto de cuanto se maquinaba contra él; así es que dirigía sus movimientos en consonancia con las necesidades, y lograba sustraerse con la mayor facilidad a la persecución de que era objeto y escapar de todos los lazos que le armaban. Pero lo que no consiguiera la fuerza, lo logró por último la traición; uno de los secuaces del Brazo Rojo, que tal era el nombre de guerra del bandido, descontento de la parte que le dieran en el reparto de un cuantioso robo efectuado algunos días antes y creyéndose perjudicado por su capitán, resolvió vengarse de él traicionándole. Una semana después Brazo Rojo fue sorprendido por las tropas, de quienes quedó prisionero al igual que los principales de su gavilla. Los que pudieron apelar a la fuga, desmoralizados por la captura de su capitán no habían tardado en caer en poder de sus perseguidores; de modo que la gavilla quedó completamente destruida. Corto fue el proceso de los bandidos; los cuales fueron condenados a muerte y ejecutados inmediatamente. El capitán y dos de sus principales tenientes fueron los únicos que quedaron por entonces en la cárcel, para que su suplicio fuese más ejemplar. Debían ser ejecutados al día siguiente. Ahí la causa de los regocijos a que se entregaba Bruneck. Los habitantes de las poblaciones circunvecinas habían acudido presurosas para asistir al suplicio del hombre ante el cual por espacio de tanto tiempo temblaran, y a fin de no perder aquel espectáculo para ellos tan atractivo, acampaban en calles y plazas, aguardando con impaciencia la hora de la ejecución. El conde dio poquísima o ninguna importancia a tales noticias, y como estaba fatigado de un viaje de dos días seguidos por caminos intransitables, en cenando se dispuso a acostarse; pero en el preciso instante en que entraba en el dormitorio, pareció un criado que cruzó en voz baja algunas palabras con el ayuda de cámara de aquél.
—¿Qué ocurre? preguntó Octavio, volviendo el rostro.
—Perdone, señor conde, respondió respetuosamente el criado; pero ahí fuera está un hombre que desea hablar con vuecencia.
—¿A estas horas? profirió Octavio con extrañeza; es imposible: ¿apenas llego y ya conocen mi llegada? Diga V. al sujeto ese que vuelva mañana; ahora es demasiado tarde.
—Ya se lo he manifestado, señor conde, y me ha contestado que mañana sería inútil que se viese con vuecencia.
—¡Es extraordinario! ¿qué clase de individuo es ése?
—Un sacerdote, señor conde, y ha añadido que lo que tiene que comunicar a vuecencia es muy grave y que por lo tanto rogaba encarecidamente que vuecencia le recibiese.
Octavio, por demás cuidadoso de tal visita y sobre todo de que se la hicieran a hora tan avanzada, se arregló el traje y se encaminó al salón, anheloso por conocer la clave del enigma. En efecto, en medio del salón le estaba aguardando, en pie, un sacerdote, hombre ya de edad provecta, de larga y cana cabellera que se le desparramaba por los hombros, dándole un aspecto venerable, completado por la expresión de bondad y de tranquila grandeza que se le reflejaba en el semblante. El conde, al verle, le saludó respetuosamente y con el gesto le invitó a que se sentase.
—Dispénseme V., señor conde, respondió el sacerdote inclinándose y permaneciendo en pie. Soy capellán de la cárcel y... ¿V. habrá sin duda oído hablar de la captura de ciertos malhechores?
—Sí, señor, me han dado algunas vagas noticias sobre el particular.
—Muchos de esos desventurados han recibido ya el terrible castigo a que les condenó la justicia humana, y el más culpado de todos, su jefe, debe ser ejecutado a su vez mañana al salir el sol.
—Lo sé, señor.
—El hombre ese, continuó el capellán, próximo a comparecer ante Dios, su juez supremo, al que tiene que dar una cuenta terrible, gracias a mis esfuerzos para inducirlo al arrepentimiento, ha sentido penetrar el remordimiento en el corazón. El arribo de V. a la ciudad, cuya noticia llegó hasta él ignoro como, le ha parecido un aviso de la Providencia, y al punto me mandó a buscar para rogarme que viniese a verme con V.
—¡Conmigo! exclamó el joven lleno de pasmo; ¿Qué conexión puede haber entre yo y ese bandido?
—Lo ignoro, señor conde; respecto del particular nada me ha dicho; lo único que me encargó es que en su nombre le rogase a usted se sirviese ir a verle en su calabozo para escuchar de sus labios la revelación de un secreto de importancia grandísima.
—No sé qué pensar de lo que V. me dice, profirió Octavio, pues no conociendo como no conozco al hombre ese, no comprendo qué punto de contacto pueda tener con la suya mi existencia.
—Es indudable que él va a explicárselo, señor conde, repuso el sacerdote. Si me permite usted un consejo, consienta V. en la entrevista que solicita el reo. Hace muchos años que soy capellán de la cárcel y he visto morir a muchos criminales. El hombre más fuerte y más denodado, ante la muerte se achica y acobarda y tiembla, y perdida toda esperanza en los hombres, la pone en Dios. El desdichado Brazo Rojo, que debe morir mañana, sabe que nada puede sustraerlo al terrible destino que le aguarda; de consiguiente ¿con qué objeto solicitaría, en los umbrales de la muerte, la entrevista esa, si no fuese con él de rescatar por medio de la revelación que quiere hacer a usted, tal vez uno de sus más horrendos crímenes, por más que este crimen sea quizás el más ignorado de todos? Créame V., señor conde, en esto está el dedo de la Providencia; no es el acaso él que le trajo a V. a esta ciudad en el preciso momento de expiación tan terrible; consienta V. en seguirme y en bajar al calabozo donde este desdichado aguarda sin duda con la más viva ansiedad y contando los minutos su llegada de V. Aún suponiendo que esa revelación no asuma para V. la importancia que pretende el reo, ¿se negaría V. a dar este último, consuelo a un hombre que por modo tan fatal va a ser borrado del catálogo de los vivos? Acceda V., señor conde, se lo suplico.
Octavio se decidió por fin, y envolviéndose en una capa se salió de su casa en compañía del sacerdote.
A pesar de la hora avanzada, pues era poco más o menos la media noche, la plaza estaba llena de una multitud que lejos de disminuir iba en aumento con la llegada de nuevos individuos que acudían presurosos de las aldeas circunvecinas.
Octavio y su guía se abrieron con grandes dificultades paso por entre la muchedumbre, hasta llegar a la cárcel, frente a la cual había gran número de centinelas.
El capellán dijo algunas palabras al que de éstos estaba más próximo a la puerta, y él y el conde, seguidos de un carcelero, se dirigieron hacia el calabozo del condenado a muerte. El carcelero, con un farol en la mano, guió silenciosamente a los dos visitantes al través de una larga serie de corredores, y una vez delante de una puerta forrada de hierro, se detuvo y pronunció estas únicas palabras:
—Pueden Vds. entrar.
El capellán y el conde penetraron en el calabozo; y decimos calabozo por ser palabra consagrada por el uso, ya que la pieza en la que aquéllos entraron todo lo parecía menos tal. Era una celda bastante capaz, iluminada por dos ventanas ojivales provistas de fuertes rejas en la parte exterior, y en la cual había una cama, más bien dicho, un catre sobre el que estaba tendido un cuero de vaca, una mesa, gran número de sillas y un espejo colgado del muro. En la testera se veía un altar cubierto de negro, en él que, desde que se dictó la sentencia, el capellán rezaba una misa por la mañana y otra por la tarde.
El condenado estaba en capilla.
Al oír este pormenor, pues la costumbre de poner en capilla a los reos de muerte sólo existe en España y sus colonias, los dos oyentes cruzaron al soslayo una mirada de inteligencia, que pasó inadvertida al aventurero. El cual, sin notar la falta que acababa de cometer, continuó.
—El condenado, que estaba sentado en un taburete, con la cabeza en la palma de la diestra y el codo apoyado en la mesa, y leyendo a la luz de un humoso candil, al entrar los visitantes se levantó con diligencia, y saludando con la cortesía más exquisita, dijo:
—Señores, sírvanse Vds. dispensarme la honra de molestarse unos instantes; pronto van a llegar las personas a quienes mandé a buscar y cuya presencia aquí es indispensable para que luego nadie pueda poner en tela de juicio la veracidad de lo que voy a revelar.
El capellán y el conde hicieron un gesto de asentimiento y se sentaron en las butacas que aquél les acercara.
Los circunstantes guardaron silencio por espacio de algunos minutos, silencio sólo interrumpido por el cadencioso paso del centinela colocado en el corredor para vigilar al condenado.
Brazo Rojo se había sentado de nuevo en su taburete y parecía meditar, cuya circunstancia aprovechó el conde para examinarle detenidamente.
Era el bandido hombre de treinta y cinco a cuarenta años, alto y bien formado y de gestos desembarazados y elegantes. Debido a la costumbre del mando, tenía la cabeza un tanto echada hacia atrás, sus facciones eran abultadas y simpáticas y en su mirada había una fijeza extraordinaria; en cuanto a la fisonomía, es imposible describir el singularísimo sello que imprimía en ella la notable expresión de apacibilidad y de energía que la animaba. Cabellos azulados de puro negros, espesos y ensortijados de suyo, que se le desparramaban por los hombros, formaban marco a su hermoso rostro. El traje que llevaba el reo, de terciopelo negro y de corte excepcional, hacía contraste con la palidez mate de su dueño, y a ser posible realzaba el aspecto simpático de éste.
Transcurridos algunos minutos se oyó ruido de pasos en el corredor, rechinó una llave en la cerradura, se abrió la puerta, y parecieron dos hombres guiados por el carcelero, el cual, después de haberles introducido silenciosamente en el calabozo, volvió a salir, cerrando tras sí la puerta.
El primero de los dos sujetos recién entrados era el director de la cárcel, anciano todavía lozano a pesar de sus setenta años, de facciones sosegadas, aspecto venerable, y cuyos cabellos, canos, poco abundantes y cortados casi al rape en las sienes, por detrás le caían sobre el cuello de su levita. El segundo, militar, un mayor, a juzgar por sus charreteras, frisaba con los treinta, y nada de particular ofrecían sus facciones; era uno de esos hombres nacidos para vestir el uniforme y que en traje de paisano están ridículos.
Ambos saludaron cortésmente, y sin proferir palabra aguardaron a que se la dirigieran explicándoles el porqué de haberles llamado a aquel sitio.
Comprendiéndolo así el reo, éste se apresuró a hacerles sabedores de las causas que le habían obligado a suplicarles a que se presentasen en el calabozo en el momento supremo en que nada debía esperar ya de los hombres.
—Señores, dijo con voz firme Brazo Rojo, dentro de algunas horas habré saldado mis cuentas con la justicia humana y compareceré ante la más terrible de Dios. Desde el día en que empezó para mí la implacable lucha que sostuve contra la sociedad, cometí muchos crímenes, serví a muchos odios y convertí en cómplice de un número incalculable de atentados a cual más odioso. La sentencia que me condena es justa, y aunque resuelto a sobrellevarla con la fortaleza del hombre a quien la muerte no ha arredrado nunca, creo deber confesar a Vds., con la sinceridad más grande y la humildad más profunda, que me arrepiento de mis crímenes, y que lejos de morir impenitente, los expiaré suplicando a Dios, no que me perdone, sino que tome en cuenta mi arrepentimiento.
—Bien, hijo mío, bien, dijo con amor el capellán; refúgiese V. en Dios, su bondad es infinita.
Por espacio de algunos segundos reinó el más profundo silencio.
—En este momento supremo, dijo por fin Brazo Rojo, querría haber reparado los males que he causado; pero ¡ay! es imposible, mis víctimas están muertas y poder alguno humano sería capaz de devolverles la vida que tan traidoramente les quité. Sin embargo, entre los crímenes que sobre mí pesan hay uno, tal vez de todos el más horrendo, que si no puedo repararlo completamente, a lo menos espero neutralizar sus efectos, revelando a Vds. sus siniestras peripecias y divulgando el nombre de mi cómplice. Dios, al conducir de improviso a esta ciudad al conde Octavio, quiso sin duda imponerme esta expiación; por lo tanto me someto a su voluntad, esperando que en cambio de mi obediencia tal vez se apiade de mí. Al suplicarles a Vds., señores, que viniesen aquí, me guió la idea de que la persona más interesada en lo que voy a decir contase con los testigos indispensables, para que después la justicia humana pudiese, sin temor alguno, perseguir al culpado. Así pues, señores, sírvanse Vds. tomar nota de mis palabras, que al umbral del sepulcro les juro serán reflejo de la verdad más pura.
El condenado se calló y se entregó a la meditación como para recoger sus recuerdos.
Los asistentes sentían la curiosidad más viva; el conde, principalmente, ensayaba en vano, bajo una apariencia fría y severa, disimular la ansiedad que le oprimía el corazón; tenía el presentimiento de que por fin iba a ser dueño del impenetrable secreto que hasta entonces envolvía a su familia y cuyo descubrimiento persiguiera inútilmente por espacio de tanto tiempo.
Brazo Rojo escogió, entre los muchos papeles que cubrían su mesa, un cuaderno bastante voluminoso, y después de abrirlo y colocarlo ante sí, dijo:
—Aunque desde la fecha en que ocurrieron los sucesos que aquí se narran, hayan transcurrido ocho años, están tan presentes en mi memoria, que tan pronto supe la llegada del conde Octavio a esta ciudad, me puse a escribirlos circunstanciadamente a vuela pluma. Esta horrorosa historia es la que voy a leerles a Vds., señores; historia a cuyo pie me harán ustedes luego el favor de echar su firma, a fin de dar al manuscrito este la autenticidad indispensable para que el señor conde haga de él el uso que juzgue más conveniente en pro de su familia y para castigo del culpado. Yo no fui sino el cómplice pagado, el instrumento de que se sirvieron para herir a la víctima.
—Esta precaución es muy buena, dijo entonces el director de la cárcel; no hallaremos reparo en firmar esa revelación, sea la que fuere.
—Gracias, señores, profirió el conde; por más que yo ignore los hechos que van a sernos revelados, me asisten sin embargo ciertas razones particulares para tener la cuasi certeza de que lo que voy a saber es de grandísima importancia para la dicha de algunas personas de mi familia.
—Va V. a juzgar de ello, señor conde, dijo el reo, empezando a leer su manuscrito, lo cual duró próximamente dos horas.
Del conjunto de los hechos resultaba: primeramente que la bala que cortara la existencia del príncipe de Oppenheim-Schlewig había partido del fusil de Brazo Rojo, quien al efecto se emboscara entre unas matas, y que el segundogénito del príncipe había pagado al bandido para que cometiera tal asesinato. Una vez en la resbaladiza pendiente del crimen, el joven se había entregado a él en cuerpo y alma, sin vacilación y sin remordimientos, para lograr el fin que se propusiera, que no era sino él de apoderarse de la fortuna paterna. Después de un parricidio, para él nada significaba un fratricidio, y lo llevó a cabo con un lujo de precauciones atroz. Otros crímenes más horrorosos aún, si es posible, los refería el manuscrito, con una verdad de pormenores tal y con apoyo de pruebas tan irrecusables, que los testigos llamados por el reo se preguntaban con espanto si era posible que existiese un monstruo tan atroz y qué horrible castigo le reservaba la justicia divina, de la que él se burlaba con tan horroroso cinismo hacía tantos años. A la princesa, al saber la muerte de su esposo, le habían sobrevenido los dolores del parto y dado a luz, no una niña, como todos creían, sino dos gemelos, uno de los cuales, el niño, fue arrebatado por orden del príncipe con objeto de anular la cláusula del testamento de su padre que transmitía al hijo que debía nacer, caso de ser varón, los títulos y toda la fortuna de la familia.
El conde Octavio, con el rostro sepultado entre las manos, se creía pábulo de una terrible pesadilla; a pesar de las prevenciones que le animaran siempre contra su cuñado, nunca se hubiera atrevido a creerle capaz de cometer impasiblemente y a largos intervalos una serie de crímenes odiosos pacientemente urdidos y meditados a impulsos de la más vil, despreciable e inexcusable de todas las pasiones, la sed de oro. El conde se preguntaba si no obstante las irrecusables pruebas que de esta suerte y de improviso se le venían a las manos, hallaría en todo el imperio un tribunal que se atreviese a asumir la responsabilidad de perseguir tan vergonzosos e inhumanos crímenes. Además, como de hacer pública tal revelación quedaba irremisiblemente deshonrada una familia a la cual estaba entroncada la suya, ¿iba a refluir sobre ésta la deshonra? Todos estos pensamientos bullían en la mente del conde, causándole dolores agudísimos y acrecentando su perplejidad hasta el extremo que no sabía que resolución tomar. En caso tan grave, no se atrevía a pedir consejo a nadie ni buscar apoyo fuera de sí mismo.
—Caballero, dijo Brazo Rojo levantándose y acercándose al conde, tome V. este manuscrito; desde ahora le pertenece.
El conde tomó maquinalmente el cuaderno que le entregaba el reo, quien continuó en estos términos:
—Comprendo su admiración de V. y su espanto, señor; son tan horribles los acontecimientos esos, que a pesar del sello de verdad que revisten, de las circunstancias excepcionales en que han sido escritos, y de la autoridad de las personas que los han firmado después de leídos, corren peligro de ser puestos en duda; así pues quiero ponerlos al abrigo de toda sospecha de impostura, añadiendo al manuscrito lo que se ha dado en llamar piezas de autos y que yo llamaré pruebas irrecusables.
—¿Posee V. pruebas? preguntó el conde estremeciéndose.
—Sí, señor. Sírvase V. abrir esta cartera y en ella hallará veintitantas cartas de su cuñado de usted dirigidas a mí, todas ellas referentes a los hechos narrados en este manuscrito.
—¡Dios mío! ¡Dios mío! profirió el conde juntando las manos; pero volviéndose prontamente hacia Brazo Rojo, dijo: es muy singular.
—Le comprendo a V., repuso el reo sonriendo.
V. se admira de que yo poseyese cartas tan comprometedoras para el príncipe, sin que éste se haya servido de su poderío para hacerme desaparecer y recuperarlas.
—En efecto, dijo el conde, admirado de que el reo hubiese adivinado su pensamiento; el príncipe, mi cuñado, es hombre por todo extremo prudente, y sobre esto tenía interés sumo en hacer desaparecer pruebas tan abrumadoras para él.
—Así es, y no hubiera dejado de hacerlo aun cuando hubiese debido apelar a los medios más expeditos para conseguirlo; pero el príncipe ignora que tales pruebas hayan quedado en mis manos y por qué sucedió así. Voy a explicárselo a V.: cada vez que por escrito me daba una cita, en presencia de él quemaba yo una carta exacta a la que él me había enviado, para demostrarle la buena fe de mi conducta y la confianza que él me merecía; de modo que nunca sospechó que yo las hubiese retenido en mi poder. Luego y en cuanto hubo parido la princesa, suponiendo yo con fundamento que habiendo el príncipe logrado sus propósitos desearía deshacerse de mí, le salí a camino abandonando de repente el país, durando mi ausencia tres años, que los pasé en el extranjero. Transcurrido este período de tiempo, hice circular la voz de mi muerte, componiéndomelas para que esta noticia llegase a oídos del príncipe, con visos de la más exacta verdad. Luego me vine aquí. El príncipe nunca supo como me llamaba yo, porque nosotros, los caballeros de carretera, no sólo tenemos la costumbre de cambiar de seudónimo cada dos por tres, siendo como es para nosotros el incógnito una salvaguardia, sino usar tres o cuatro a la par a fin de establecer respecto de nosotros una confusión gracias a la cual nos encontramos del todo seguros. Así pues, el príncipe, a pesar de todas sus pesquisas, si, lo que ignoro, intentó llevarlas a cabo alguna vez, no logró, no diré descubrir mi paradero, ni aun comprobar mi existencia.
—Pero ¿con qué objeto había V. conservado estas cartas? preguntó el conde.
—Con el muy sencillo de servirme de ellas para obligar al príncipe, por medio del temor a una revelación, a que me proporcionase el dinero que me hiciese falta cuando se me antojase renunciar a mi peligroso oficio; pero como me sorprendieron cuando menos lo esperaba, no pude hacer uso de ellas; y ello no lo siento ahora, se lo aseguro a V.
—Gracias, dijo con efusión el conde; pero en cambio del inmenso servicio que acaba V. de prestarme ¿no me sería dable hacer algo por V. en la situación extrema en que se halla?
Brazo Rojo dirigió al soslayo una mirada en torno de sí, y vio que para dejar al conde en completa libertad de hablar con él, el capellán y los dos militares se habían retirado al rincón más distante del calabozo, donde al parecer conversaban con mucha animación.
—¡Ah! señor conde, dijo el reo con voz apenas perceptible, es ya demasiado tarde; yo hubiera querido...
—Diga V., tal vez pueda yo satisfacer su último deseo.
—No es la muerte lo que me espanta, señor, profirió Brazo Rojo, sino subir al ignominioso cadalso, el verme expuesto en vida a la irrisión y a los insultos de ese populacho al que por tanto tiempo vi temblar ante mí; esto es lo que turba mis postreros instantes y me entristece. Lo que yo quisiera es burlar la expectación de esa multitud frenética que anticipadamente se recrea en mi suplicio, y que llegado el momento de conducirme a él no encontrasen sino mi cadáver. Ya ve V., señor conde, que nada puede hacer en mi favor.
—Se equivoca V., repuso Octavio con viveza; no sólo puedo evitarle a V. el bochorno del cadalso, sino también a sus dos compañeros, si quieren.
—¿No me engaña V.? preguntó el reo, por cuyos ojos pasó un rayo de alegría.
—¡Silencio! profirió el conde; ¿qué interés tendría yo en engañarle, cuando no deseo sino demostrarle mi agradecimiento?
—Dice V. bien; pero ¿de qué medio va V. a valerse?
—Escuche V., esta sortija que ostento en el dedo encierra un veneno activísimo; basta abrir el engaste y aspirar su contenido para caer muerto con la rapidez del rayo y sin padecimiento alguno. Uno de mis antepasados trajo de Nueva España, de donde había sido virrey, esta sortija. Ya sabe V. cuan inteligentes son los indios para componer venenos. Tome V. la sortija.
—¡Oh! gracias, dijo Brazo Rojo, apoderándose de ella y escondiéndosela en el pecho; gracias, señor conde, ha saldado V. sus cuentas conmigo, nada me debe V. ya; al contrario, donándome esta sortija sale V. acreditando. Gracias, gracias; de esta suerte mis pobres amigos y yo evitaremos la suerte ignominiosa que nos espera.
El conde y Brazo Rojo se acercaron entonces a los demás personajes que concurrieran al calabozo, los cuales, al ver que el coloquio que aquéllos sostenían había terminado, cesaron de hablar.
—Caballeros, dijo el reo, con toda el alma les agradezco a Vds. que se hayan dignado asistir a la revelación que mi conciencia me ordenaba hacer; ahora me siento más sosegado, y puedo aguardar tranquilamente los brevísimos instantes que me separan de la muerte. Quisiera pedir a Vds. un nuevo favor, y es que me dejasen pasar los contados segundos que de existencia me quedan, junto a mis dos compañeros que, cual yo, deben morir hoy en el patíbulo.
—Es un consuelo supremo, repuso el capellán.
El director de la cárcel reflexionó por espacio de un minuto, y luego dijo al reo:
—No hallo inconveniente en acceder a sus deseos; voy a dar las órdenes necesarias para que conduzcan acá a sus compañeros y permanezcan Vds. reunidos hasta el momento de la ejecución.
A una orden del director de la cárcel, el centinela llamó al carcelero, que acudió a abrir la puerta del calabozo.
—Adiós, señores, dijo el reo. Él les acompañe.
El conde, después de haberse despedido del capellán y de las otras dos personas, se salió de la cárcel, atravesó la plaza, llena de una multitud inmensa, y se apresuró a entrar en su casa, donde llegó en el preciso instante en que sonaban las seis, hora designada para la ejecución.
De improviso y como por arte de magia imperó el más profundo silencio entre la muchedumbre, un segundo antes tan bulliciosa y movediza; y es que por fin iba a ver cumplida su venganza.
No bien hubo llegado a su casa, el conde dictó sus disposiciones para partir inmediatamente, olvidándose por completo del asunto que le llevara a Bruneck. Por otra parte, por muy importante que le hubiese sido el asunto, no hubiera sido parte a retenerle; tal era la priesa que de alejarse sentía aquél.
Sin embargo, no tuvo más remedio que permanecer todavía algunas horas más en la ciudad, por no ser posible disponer de caballos hasta las tres de la tarde.
Octavio se aprovechó de este contratiempo para tomar algún descanso, pues en efecto le rendía la fatiga. A poco de haberse acostado dormía tan profundamente, que no oyó siquiera las desaforadas y furiosas voces que daba la multitud al ver que en lugar de los tres criminales a quienes hacía tanto tiempo estaba aguardando para gozarse en su suplicio y saborear con delicia una venganza tan anhelada, no le entregaban sino tres cadáveres.
En el momento en que el carcelero y los agentes de la justicia entraron en el calabozo de los condenados para conducir a éstos al patíbulo, no hallaron sino tres cadáveres.
Cuando el conde despertó, todo había concluido; las tiendas estaban abiertas y la ciudad ofrecía el aspecto normal.
Octavio preguntó si estaba dispuesto el coche, y al responderle que éste le estaba aguardando a la puerta de la casa, apresuró los últimos preparativos, que pronto estuvieron terminados, y bajó a la calle.
—¿A dónde vamos, excelentísimo señor? preguntó el lacayo descubriéndose.
—A Viena, respondió el conde, acomodándose en el testero del carruaje.
El postillón esgrimió su látigo, y los caballos partieron a escape.
Octavio había reflexionado, y el resultado de sus reflexiones fueron éste: sólo existía una persona bastante poderosa para hacer que le administraran recta y pronta justicia: el emperador; así pues a éste era a quien debía dirigirse. Ahí porque tomó el camino de Viena.
Larga es la distancia que separa a Bruneck de la capital del imperio; así es que en aquellos tiempos en que los caminos de hierro estaban en sus comienzos y no existían sino en ciertas líneas estratégicas muy contadas, los viajes eran largos, incómodos y dispendiosos. Él del conde duró veintisiete días. Lo primero que hizo Octavio al llegar al término que se propusiera, fue informarse respecto de la residencia del emperador, que en aquel entonces se encontraba en Schoenbrunn, situado a una legua escasa de Viena. Para no perder un tiempo precioso, empero, era menester recabar lo más pronto posible una audiencia del emperador, y como Octavio pertenecía a una familia demasiado encumbrada para que le hiciesen esperar, dos días después de su llegada a la capital de Austria, fue recibido en audiencia.
Como ya he manifestado, el palacio de Schoenbrunn se levanta a legua o legua y media de Viena, allende y un poco a la izquierda del arrabal de Mariahilf. Dicho palacio imperial, empezado por José I y terminado por María Teresa, es de construcción sencilla, elegante, graciosa, sin embargo de lo cual no carece de majestad. Se compone de un gran cuerpo con habitaciones del que parten dos alas circulares, y corona el peristilo una escalinata de dos rampas que afluye al piso primero. Paralelos al cuerpo principal del palacio hay algunos edificios bajos destinados a la servidumbre y a las caballerizas, los cuales están unidos a cada uno de los extremos de las alas, dejando únicamente en el eje de la escalinata una abertura no de diez metros, a cada lado de la que se levanta un obelisco. Se llega a Schoenbrunn por un puente echado sobre el Viena, delgado hilo de agua que va a perderse en el Danubio, y a espaldas del palacio se extiende un jardín semicircular en el testero del cual se levanta un mirador situado en la cúspide de un otero sembrado de césped rodeado de umbríos sotos, en los que se disfruta de suavísimo ambiente y del armonioso gorjear de infinidad de pájaros, Schoenbrunn, célebre por haber vivido en él Napoleón I y haber muerto en él, tras dolorosa agonía, el duque de Reichstad, hijo de este famoso capitán, ostenta un sello de indecible tristeza y de indefinible languidez; todo en él es sombrío, melancólico y aflictivo; la corte, con su rigurosa etiqueta y su fausto, apenas si logra de tiempo en tiempo galvanizar aquel cadáver. Como el palacio de Versalles, Schoenbrunn no es sino un cuerpo sin alma, incapaz de volver a la vida bajo esfuerzo alguno.
El conde llegó a Schoenbrunn diez minutos antes de la hora de su audiencia, fijada para mediodía, y una vez ésta hubo sonado, un chambelán de servicio, que le estaba aguardando, le introdujo a presencia del emperador, que se encontraba en un salón particular, en pie y arrimado a una chimenea.
La acogida que el soberano reservó al conde, fue cordial en extremo. La audiencia duró unas cuatro horas, y fue tan secreta, que nadie ha sabido nunca qué pasó entre el emperador y el conde; lo único de que se tiene noticia es que al despedirse los conferenciantes, S. M., en el momento de tender la mano al conde para que éste se la besase, dijo:
—Creo que vale más obrar así; en pro de la nobleza toda, es menester evitar a toda costa el horroroso escándalo que provocaría la publicidad de tan espantosos hechos; no le faltará a V. nunca mi apoyo; vaya V., señor conde, y quiera Dios que con los elementos que pongo en sus manos consiga V. sus propósitos.
El conde hizo una respetuosa reverencia y se volvió a Viena, de la que salió aquella noche misma para tomar la vuelta de su casa.
Al par que Octavio, y por el mismo camino, salió un correo de gabinete, expedido por el emperador.
El aventurero, al llegar aquí de su relato, hizo una nueva pausa, y fijando los ojos en el conde del Saulay, le preguntó:
—¿V. sospecha lo que pasó entre el emperador y Octavio?
—Casi casi, respondió el joven.
—¡Ah! profirió el aventurero con admiración, me gustaría saber el resultado de sus observaciones.
—¿Me permite V. que se lo diga?
—Pues sí.
—Mi querido don Adolfo, repuso Luis, como usted sabe, yo soy noble. En Francia el rey es el primero entre la nobleza de su reino, el primus ínter pares, y tal supongo sucede en todas partes. Ahora bien, todo ataque contra alguno de los miembros de la nobleza hiere tan profundamente al soberano como a los demás nobles del imperio. Cuando el Regente de Francia condenó al conde de Horn a ser descuartizado en la plaza de Greve, por haber robado y asesinado a un judío, respondió a un señor de la corte que intercedió para con él a favor del culpado recordándole que el conde de Horn estaba emparentado con familias reinantes y que era pariente suyo: « Cuando tengo sangre mala me la hago sacar. » Y se volvió de espaldas al solicitante. Esto no obstante, la nobleza mandó sus carrozas a la ejecución del conde de Horn. Lo que V. acaba de referir es poco más o menos lo mismo; la única diferencia que existe es que el emperador, menos enérgico que el Regente de Francia, al par que conocía que era menester administrar justicia, retrocedió ante una publicidad que, según él, debía señalar con un estigma infamante a la nobleza toda de su nación, y, como todos los hombres débiles, se detuvo a la mitad del camino, esto es, dio probablemente una autorización al conde para que éste pudiese valerse de cualquier pretexto para matar o hacer asesinar a su noble pariente, y, una vez suprimido su enemigo, obtener la justicia que reclamaba, ya que, muerto el príncipe, sería fácil restituir a la viuda del primogénito o a su hijo, caso de dar de nuevo con él, los títulos y la fortuna que su tío le arrebatara por modo tan criminal. Esto, a mi ver, es lo que se pactó entre el emperador y el conde en la conferencia celebrada en Schoenbrunn.
—En efecto, señor conde, profirió don Adolfo, así pasó; con la única diferencia que el emperador exigió que las hostilidades no empezasen entre el príncipe y el conde hasta encontrarse ambos fuera del imperio, y que el conde solicitó del emperador le proporcionase todos los medios de acción de que dispusiese a fin de hallar a su sobrino, si por acaso vivía aún, en lo que el soberano consintió. El conde se volvió pues a su palacio, provisto de la autorización de S. M., en la que le confería los poderes más amplios para que prosiguiese su venganza, y además una orden hológrafa para que el conde pudiese reclamar siempre y cuando lo exigiese, el auxilio de todos los agentes imperiales, así en Austria como fuera de ella. Como V. comprenderá sin duda, el conde no estaba del todo satisfecho de las condiciones que le impusiera el emperador; pero conociendo la imposibilidad de conseguir más, tuvo que resignarse.
Octavio hubiera preferido el arrostrar todas las consecuencias de un proceso escandaloso, a la venganza vergonzosa y mezquina que le permitían; pero en provecho de su hermana y de su sobrino valía más que hubiese obtenido esas semiconcesiones a haberse estrellado inútilmente contra una resolución tomada de antemano y una negativa formal. El conde tomó pues inmediatamente todas las providencias para buscar a su sobrino, en cuyas pesquisas debían servirle grandemente las preciosas noticias que contenían los papeles que Brazo Rojo le entregara, y sin decir nada a su hermana, puso manos a la obra sin perder minuto. ¿Qué más les diré a Vds., amigos míos? Las pesquisas del conde fueron largas, duran todavía; sin embargo, la situación empieza a aclararse, ya que Octavio ha tenido la suerte de hallar a su sobrino, a quien nunca más ha vuelto a perder de vista. Éste, aun en la hora presente, ignora los lazos sagrados que le unen al hombre que le ha educado y le ama como un padre; al hombre que ni aun a su propia hermana ha revelado este secreto, por no querer descubrírselo sino en la ocasión misma en que pueda anunciarle que la justicia queda por fin satisfecha y vengado el marido a quien llora hace tantos años. Desde que el conde empezó la persecución del príncipe, los dos enemigos se han encontrado cara a cara, y más de dos veces Octavio ha podido matar al príncipe; pero el vengador no se ha dejado llevar nunca del odio, más bien dicho, su odio le ha dado fuerzas para esperar. El conde quiere, sí, matar a su enemigo, pero antes quiere que éste se haya deshonrado y caiga, no vencido en una lucha noble, sino como el criminal que por fin sufre el castigo a sus maldades.
El aventurero se calló otra vez, y él y sus oyentes guardaron profundo silencio.
La noche tocaba a su fin; al través de las entreabiertas ventanas penetraban ya algunas ráfagas de blanquecina luz, que amortiguaban la de las bujías; sordos rumores anunciaban que la ciudad empezaba a despertarse, y las lejanas campanas de los conventos y de las iglesias llamaban a los fieles a la misa del alba.
El aventurero se levantó y empezó a pasearse por el aposento, dirigiendo de vez en cuando y al soslayo una mirada escrutadora a sus compañeros.
Domingo, arrellanado en su butaca y con los ojos entornados, chupaba maquinalmente una pipa india. El conde del Saulay repiqueteaba con los dedos una tocata sobre la mesa, al par que con el rabillo del ojo seguía las evoluciones del aventurero.
—Conque, dijo por fin e inopinadamente Luis, levantando la cabeza y mirando de hito en hito a don Adolfo, ¿ha terminado V. su relato?
—Sí, respondió lacónicamente el aventurero.
—¿No tiene V. que añadir nada más?
—No.
—Me parece que se equivoca V., y dispénseme que se lo diga.
—No le comprendo a V., mi querido conde.
—Me explicaré, pero con una condición.
—¿Cuál?
—Que no me interrumpa V.
—Concedido; le escucho a V., dijo don Adolfo.
—Sepa, amigo mío, profirió el conde, que el primer rostro simpático que vi al desembarcar en América, fue el de V. Aunque nuestra situación respectiva era muy diferente, el acaso se ha complacido en acercarnos uno a otro con tal persistencia, que lo que en un principio no era entre los dos sino una amistad pasajera, sin saber como ni como no se ha convertido en afecto sincero y profundo. Y aquí encaja decir que un hombre no se une a otro como yo lo he hecho con V., sin estudiar un poco el carácter del individuo que le atrae; tal me sucedió a mí y tal creo le sucedió también a V. Ahora bien, tengo la pretensión de conocerle a V. bastante íntimamente, para sustentar la convicción de que no ha venido V. de improviso a nuestra casa, esta noche, con el único objeto de cenar, más bien dicho, de hacer una francachela impropia de su carácter y de sus costumbres; y digo esto, porque es V. el hombre más sobrio que he conocido. Además, me llama la atención que V., tan parco en el hablar y sobre todo tan celoso en sus secretos, nos haya hecho un relato muy interesante, sí, pero que aparentemente en nada le atañe y debe de tener una importancia muy secundaria para V. Así pues, digo que si V. vino esta noche a pedirnos una cena de la que pudiera haber prescindido perfectamente, aparte la satisfacción que nos causó su visita, fue con el deliberado propósito de hacernos este relato, relato que tal vez le interesa a V. más que a nosotros. De todo lo cual deduzco que todavía tiene V. algo que decirnos, más claro, pedirnos.
—Evidente es, por mí vida, profirió Domingo.
—Ea, sí, repuso el aventurero; todo cuanto sospecha V. es cierto; la cena era un pretexto; no vine sino con el intento de contarles a Vds. la historia que escucharon.
—Gracias a Dios, dijo gozosamente Domingo, a lo menos esto es hablar con franqueza.
—Pero ahora les confieso a Vds. que vacilo; me ha entrado miedo, repuso el aventurero con tristeza.
—¡Miedo V.! ¿y de quién? exclamaron los dos jóvenes llenos de sorpresa.
—Sí, le tengo, respondió don Adolfo, porque esta larga historia toca a su desenlace y este desenlace va a ser terrible. Al venir aquí tenía la intención de solicitar el concurso de Vds.; pero después reflexioné, y al pensar en la juventud, en la dicha y en la indolencia de ustedes, retrocedí ante la idea de envolverles indirectamente en ella, en esta historia terrible, a la cual deben permanecer extraños. Por favor, olviden Vds. cuanto les dije; tómenlo como un relato hecho después de haber bebido.
—No, don Adolfo, exclamó Luis con energía, por mi honor le juro que no sucederá así; y advierto que hablo en nombre mío y en él de Domingo, V. necesita de nosotros; estamos aquí. Ignoro qué interés misterioso tiene V. en ese negocio; ni aun quiero profundizar las causas que le mueven; pero le repito que de prescindir de nosotros en el momento en que va V. a correr un gran peligro que de compartirlo nosotros tal vez pudiera evitarlo, nos demostrará que no siente por Domingo ni por mí afecto ni amistad y que lejos de tenernos por hombres de corazón nos juzga V. muñecos de alfeñique.
—V. exagera, señor conde, profirió don Adolfo; nunca he pensado tal. Lo que hay y vuelvo a repetir, es que envolverles a Vds. en este asunto que para nada les interesa, me hace estremecer.
—Dispense V., arguyó Luis, desde el momento que le interesa a V., también a nosotros; por tanto nos cabe el derecho de inmiscuirnos en él.
El aventurero bajó la cabeza y anudó sus paseos, hasta que transcurridos algunos segundos se detuvo y dijo:
—Está bien, ya que Vds. lo exigen, obraremos de común acuerdo; van Vds. a ayudarme en mi empresa, y espero que triunfaremos.
—¿V. lo espera? pues yo estoy convencido de ello, profirió el conde.
—Entonces partamos, repuso Domingo levantándose.
—Todavía no, dijo el aventurero, pero el momento se acerca; juro a Vds. que no tendrán que aguardar mucho tiempo. Ahora bebamos otro vaso de vino a nuestra salud, y adiós. ¡Ah! se me olvidaba; por si no pudiese venir yo mismo, sepan ustedes que la consigna es ésta: uno y dos hacen tres. ¿Se acordarán Vds.?
—Perfectamente.
—Adiós.
Cinco minutos después el aventurero estaba fuera de la casa.
La casita del Arrabal en la que doña Dolores había hallado tan seguro patrocinio, entre doña María y doña Carmen, aunque modesta y comparativamente muy poco importante, era una deliciosa habitación alhajada con sencillez suma pero con gusto exquisito. En la parte de atrás, cosa muy rara en la capital de Méjico, se extendía una pequeña, pero bien distribuida huerta, poblada de frondosos árboles que daban sombra y frescor y ofrecían gratísimo refugio contra los ardores del sol de mediodía.
En el corazón de uno de los fragantes bosquecillos que sombraban el huerto era donde se ocultaban las dos jovencitas para hablar con entera libertad y acompañar con sus argentinas carcajadas los alegres gorjeos de los pájaros.
Sólo tres personas habían entrado en aquella casa: el aventurero, el conde y Domingo.
El aventurero, siempre absorto en sus misteriosas ocupaciones, aparecía en ella rarísimas veces. No así los jóvenes. Éstos, durante los primeros días, se habían conformado estrictamente a las recomendaciones de su amigo, no haciendo a las damas sino muy contadas visitas, y aun, puede decirse, de un modo furtivo; pero poquito a poco y arrastrados por el hechizo invisible que les atraía inconscientemente, las visitas fueron menudeando y haciéndose más largas, hasta el extremo que, so pretexto de esto o de lo otro, llegaron a pasar los días casi enteros al lado de las damas. Cierto día, mientras los habitantes de la casita, retirados en el riñón de su jardín, estaban hablando entre sí alegremente, se oyó en la calle un alboroto espantoso, y a poco el anciano criado acudió presuroso y despavorido para advertir a su ama que una gavilla de bandidos, reunidos delante de la casa, exigían que les abriesen la puerta, amenazando con astillarla de no consentir en ello. El conde tranquilizó a doña María, diciéndola que nada temiese, y después de inducirla a que no se moviese del jardín, así como las dos jóvenes, él y Domingo se encaminaron hacia la puerta de la casa. Por casualidad Raimbaut había llegado algunos instantes hacía trayendo una carta para su amo, y por lo tanto su presencia era por demás preciosa en aquellas circunstancias. Los tres hombres se proveyeron de sendos fusiles, y después de haberse puesto de acuerdo en pocas palabras, el conde se acercó a la puerta, en la cual daban repetidos golpes desde fuera, y ordenó al anciano criado que la abriese. Apenas entreabierta ésta, se precipitaron como un alud, en el zaguán, unos diez hombres profiriendo voces y aullidos furiosos; pero de improviso se detuvieron; ante ellos, a unos diez pasos, estaban en pie, inmóviles, tres hombres que les apuntaban las bocas de los fusiles. Los bandidos, que en la confianza de no encontrar resistencia iban casi todos sin más arma que un cuchillo sujeto al cinto, quedaron como clavados en el sitio al ver los fusiles apuntados a sus pechos. La actitud enérgica de aquellos tres hombres les impuso, y tras unos segundos de vacilación se detuvieron cruzando entre sí despavoridas miradas. No era aquello lo que les habían dicho; aquella casita, tan tranquila en la apariencia, encerraba una guarnición formidable. El conde entregó su fusil al anciano criado, y empuñando un revólver de seis tiros, avanzó resueltamente al encuentro de los bandidos. Los cuales, impulsados por un movimiento contrario, empezaron a retroceder paso a paso, hasta que, llegado que hubieron a la puerta, volvieron grupas de un brinco y pusieron pies en polvorosa. El conde cerró de nuevo y con toda tranquilidad la puerta, y después de celebrar con francas risotadas, junto con sus compañeros, la fácil victoria que acababan de alcanzar, se reunieron a las damas, a quienes encontraron acurrucadas y temblorosas en lo más retirado de la huerta. Esta lección había bastado para que nunca más hubiesen vuelto a turbar la tranquilidad de los habitantes de la casita. Sin embargo, doña María, agradecida al servicio que le habían prestado los jóvenes, no sólo no halló ya que éstos le hacían las visitas demasiado largas, sino que cuando éstos, por urbanidad, manifestaban deseos de retirarse, les incitaba a que todavía no se marchasen. A bien que las dos jovencitas unían sus ruegos a los de la dama, con lo que Luis y Domingo se dejaban convencer fácilmente.
A primeras horas de la tarde del día que siguió a la noche en que don Adolfo cenó tan copiosamente con sus amigos, los dos jóvenes, que por regla general se presentaban a las once de la mañana en casa de doña María, todavía no habían parecido.
Doña Dolores y doña Carmen, reunidas en el comedor, hacían que ordenaban y desempolvaban los muebles para no ir al jardín, donde hacía largo rato las estaba aguardando doña María.
Aunque no hablasen, las jóvenes, mientras ordenaban, o más bien, desordenaban los muebles, consultaban a cada punto el péndulo.
—¿V. se explica, Carmencita, dijo doña Dolores haciendo un gracioso mohín, que mi primo no haya llegado todavía?
—Es inconcebible, querida, respondió al punto doña Carmen, y confieso a V. que estoy en zozobra; dicen que en estos momentos la ciudad anda revuelta. ¡Con tal que no les haya sucedido alguna desgracia!
—Sería horrible.
—¿Qué sería de nosotras solas y sin amparo en esta casa, en la que ya hubiéramos perecido asesinadas a no ser ellos?
—Tanto más cuanto para nada podemos contar con don Jaime, que siempre está ausente.
Las dos doncellas exhalaron un suspiro, cruzaron en silencio una larga mirada, y echándose mutuamente los brazos al cuello rompieron a llorar.
Una y otra se habían comprendido: no era por ellas por quien temían.
—¡Ah! ¿conque le amas? preguntó por fin doña Dolores en voz baja y entrecortada al oído de su amiga.
—¡Oh! sí, respondió suavemente doña Carmen, ¿y tú?
—También.
Hecha la confesión, las dos jóvenes nada tenían ya que ocultarse.
—¿Desde cuándo le amas? preguntó doña Carmen.
—No sé; me parece que le he amado siempre.
—¿Y él te ama? siguió preguntando la hija de doña María.
—¡Desde el momento que yo le amo!
—Tienes razón.
Lo que en sí tiene de adorable el amor, es que es esencialmente ilógico; de lo contrario no sería tal.
De pronto las dos jóvenes se irguieron y se llevaron la diestra al corazón.
—Aquí está, dijo doña Dolores.
—Viene, profirió doña Carmen.
¿Cómo lo sabían las jóvenes, cuando en el exterior reinaba el silencio más profundo?
Doña Carmen y doña Dolores abandonaron entonces el comedor, y echaron a correr hacia el jardín como dos palomas despavoridas.
Casi al punto llamaron a la puerta, y sin duda el anciano criado conoció a quien llamaba, pues acudió inmediatamente al llamamiento.
El conde y su amigo entraron.
—¿Están las señoras? preguntó Luis.
—En la huerta, excelentísimo señor, respondió el criado cerrando la puerta.
Las damas estaban sentadas en un bosquecillo: doña María, bordando; las jóvenes, leyendo con mucha atención en la apariencia, con tanta atención, que por más que se sonrojaron súbitamente, no oyeron chillar sobre la arena de las alamedas las pisadas de los visitantes y quedaron grandemente sorprendidas al verles.
Éstos se descubrieron al penetrar en el bosquecillo y saludaron respetuosamente a las damas.
—Por fin han llegado Vds., señores, dijo doña María sonriendo; ¿saben Vds. que estábamos en zozobra?
—¡Oh! repuso doña Carmen repulgando la boca.
—¡Bah! murmuró doña Dolores, esos caballeros habrán sin duda hallado en otra parte ocasión de divertirse, y la aprovecharon.
El conde y Domingo, que no comprendían el lenguaje de las jóvenes, las miraron con sorpresa.
—Ea, locuelas, dijo con blandura doña María, no martiricen Vds. a esos caballeros; les tienen Vds. todos corridos y avergonzados. Si no vinieron antes es porque les fueron imposible.
—Son completamente libres de venir cuando les plazca, profirió doña Dolores con desdén.
—Nos guardaremos muy bien de buscarles quisquillas por tan poco, añadió doña Carmen en el mismo tono.
Los jóvenes, para quien estas últimas palabras fueron el golpe de gracia, perdieron la serenidad.
Las zumbonas jóvenes les miraron por un instante al soslayo, y luego se echaron de improviso a reír de un modo tan franco, que el conde y Domingo palidecieron de despecho.
—¡Vive Dios! exclamó el vaquero, que es demasiada crueldad castigarnos de esta suerte por una falta que no hemos cometido.
—Don Adolfo nos ha retenido a su lado pese a nuestra voluntad, dijo el conde.
—¡Ah! ¿han visto Vds. a don Jaime? preguntó doña María.
—Sí, señora, respondió Luis, ayer a las once de la noche vino a vernos.
Los dos jóvenes tomaron entonces asiento y la conversación continuó en tono festivo.
Doña Carmen y doña Dolores, a quienes les placía apurar la paciencia del conde y de Domingo, por más que en su interior sintiesen que éstos no comprendiesen el sentimiento que dictaba sus reproches, no cesaron en sus pullas.
En cuanto a Luis y al vaquero, no podían experimentar dicha mayor que la de encontrarse al lado de aquellas hermosas y sencillas jóvenes; les embriagaba el fuego de sus miradas; escuchaban con arrobo la suave música de su voz, y no pensaban sino en gozar lo más posible de la grata ventura que les deparaba a tan poca costa el destino.
De esta suerte y con la velocidad del sueño se deslizó la tarde y parte de la noche; y al sonar las nueve, se retiraron a su casa, sin cruzar, durante el camino, una sola palabra.
—¿Tienes sueño? preguntó el conde a su amigo, una vez en su habitación.
—No, respondió éste; ¿por qué me lo preguntas?
—Porque desearía hablar contigo.
—Magnífico; yo también tengo que hablarte.
—¡Ah! profirió el conde, pues mientras nos fumamos un puro cada uno y remojamos las fauces con una botella de grog, podemos explicarnos.
—De mil amores.
Luis y Domingo se sentaron frontero uno de otro, y encendiendo sendos puros, dijo el primero:
—¡Qué día más delicioso hemos pasado!
—¿Cómo no al lado de personas tan amables? repuso Domingo.
—¿Quieres ser franco? dijo prontamente el conde, tomando una resolución repentina.
—Contigo lo soy siempre, ya te consta, respondió el vaquero.
—Pues escucha; tú sabes que apenas hace algunos meses que estoy en Méjico, pero lo que puede decirse ignoras es la causa que me trajo a esta tierra.
—Creo haberte oído decir que llegaste con el intento de casar con tu prima doña Dolores de la Cruz.
—Es verdad; pero lo que tú no sabes es el modo como se convino este matrimonio y las razones que impiden romperlo. Voy a explicártelo sucintamente. Muy niño era yo aún, cuando en virtud de las cláusulas de un pacto de familia me prometieron a doña Dolores de la Cruz, la que ni siquiera sabía yo si estaba en el mundo, y hombre ya, mis padres me requirieron para que cumpliese el compromiso que sin consultarme habían arrostrado en mi nombre. Pese a la repugnancia natural que experimentaba yo hacia unión tan singular con una mujer a quien no conocía, no me cupo sino obedecer, y en su consecuencia abandoné con pesar profundo la vida dichosa, tranquila e indolente que llevaba en París en el seno de mis amistades, y me embarqué para acá. A mi llegada, don Andrés de la Cruz me recibió con el gozo más vivo, me colmó de obsequios, y me presentó a su hija, mi prometida; la cual me reservó una acogida más que fría. Indudablemente doña Dolores no estaba más satisfecha que yo de la unión que la obligaban a contraer con un desconocido, y la mortificaba el derecho que su padre se abrogara disponiendo de su mano sin consultarla, o siquiera sin advertirla; porque, como supe más adelante, doña Dolores ignoraba completamente el pacto estipulado entre las dos ramas de nuestra familia... En cuanto a mí, satisfecho del frío recibimiento de mi prometida, sustentaba la esperanza de que no se llevaría a cabo la boda. Ya sabes tú cuan hermosa es doña Dolores.
—¡Sí lo es! murmuró Domingo.
—Tiene el carácter más encantador y la inteligencia cultivada; en una palabra, reúne todas las gracias y todos los atractivos de la mujer cumplida.
—Sí, profirió Domingo, cuanto dices es la exacta verdad.
—Pues mira, a pesar de todo no puedo conseguir amarla, no puedo; y sin embargo, el deber me obliga a tomarla por esposa, porque la pobre se ha quedado de improviso huérfana, casi arruinada y entregada indefensa al odio de su hermano. Prometido a ella contra mi voluntad, el honor me obliga a llevar a cabo esta unión, última voluntad de su padre al morir, no obstante estar yo enamorado...
—¿Qué quieres decir? preguntó Domingo con voz jadeante.
—Perdóname, amigo mío, respondió Luis; estoy enamorado de doña Carmen.
—¡Oh! gracias, Dios mío.
—¿Qué? no te entiendo.
—También estoy yo enamorado, profirió el vaquero, y tus palabras me han inundado de gozo pues la mujer a quien amo es doña Dolores.
El conde tendió la mano a Domingo, que se echó en los brazos de aquél.
Ambos jóvenes permanecieron largo rato abrazados.
—Esperemos, dijo por fin Luis, desprendiéndose de su amigo y resumiendo con esta sola palabra los sentimientos que bullían en sus corazones.
Eran las dos de la tarde. No soplaba la más ligera bocanada de aire; la campiña parecía estar dormida bajo el peso de un sol de plomo, cuyos candentes rayos caían, cual cobre bruñido, sobre la sedienta tierra, y hacían brillar como otros tantos diamantes los guijarros micáceos de una carretera larga y tortuosa que serpenteaba describiendo infinitas sinuosidades al través de una árida campiña sembrada de rocas de un blanco plomizo por las cuales se despeñaba una ígnea cascada de luz deslumbradora.
La atmósfera, del todo transparente, como acontece en los climas privados de humedad, permitía distinguir, limpias y exactas, hasta el último término del horizonte, las diversas desigualdades del paisaje, con una crudeza de tonos y de pormenores que a causa de la falta de perspectiva aérea les imprimía una dureza entristecedora.
En un sitio en que la mencionada carretera se dividía en varias ramificaciones y formaba una como encrucijada, se levantaba una casita de blancas paredes y tejado a la italiana, cuya puerta estaba provista de un portillo formado de troncos de árbol mal escuadrados, que sostenían una mirada provista de un rejado de espesa malla que la cerraba como una jaula.
Aquella casita era una venta.
En el portillo había muchos caballos arrendados, con la cabeza tristemente caída, jadeantes los ijares y cubiertos de sudor, y al parecer tan rendidos por el bochorno del día como por la fatiga.
Acá y allá se veían, con los pies al sol y la cabeza en la sombra, muchos hombres envueltos en sendos sarapes, los cuales estaban durmiendo a pierna suelta.
Dichos hombres eran guerrilleros; un centinela semidormido, apoyado en su lanza y arrimado a la pared, tenía a su cargo el vigilar por las armas de la cuadrilla, puestas en pabellón.
Bajo el portillo había un oficial semitendido en una hamaca a la que con los pies imprimía suave vaivén, mientras con los dedos zangarreaba un jarabe y con voz rajada y baja canturreaba un triste.
En esto salió de la venta un hombrecillo barrigudo y de hinchados carrillos, de mirada maliciosa y burlona fisonomía; el cual, acercándose a la hamaca, saludó respetuosamente al músico improvisado y preguntó:
—¿No quiere V. comer, señor don Felipe?
—Señor ventero, respondió con arrogancia el oficial, me parece que al hablar conmigo podría V. ser un poco más respetuoso y darme el título a que me cabe derecho, es decir, llamarme coronel.
—Perdone V., señoría, repuso el hombrecillo haciendo un nuevo y más reverente saludo, soy ventero y estoy muy poco al cabo de los grados militares.
—No hay de qué, profirió don Felipe. Todavía no quiero comer; estoy aguardando a una persona cuya llegada no puede hacerse esperar.
—Es lástima, señor coronel don Felipe, dijo el ventero, pues se echará a perder la comida que con tanta diligencia he preparado.
—¿Qué quiere V.? Pero ¡voto al chápiro! ponga V. la mesa; he aguardado ya bastante y tengo un apetito que se me lleva.
El ventero saludó y se retiró al punto.
Entre tanto el guerrillero se había decidido a saltar de su hamaca y a abandonar interinamente su jarabe, y después de liar y encender una pajilla de maíz, avanzó indolentemente algunos pasos hacia el extremo del portillo, y con las manos cruzadas sobre los lomos y el cigarrillo en los labios, fijó una mirada escrutadora en el horizonte.
Un jinete envuelto en densa nube de polvo levantada por la rapidez de la carrera de su cabalgadura, se dirigía hacia la venta.
Don Felipe dio un grito de alegría, pues conoció que el personaje aquel era realmente él a quien tanto tiempo hacía estaba aguardando.
—¡Uf! profirió el viajero tirando de las riendas de su caballo delante del portillo y apeándose, ¡válgame Dios! no puedo más; ¡qué calor tan horrible!
A una seña del coronel, uno de los soldados se hizo cargo del caballo y lo condujo al corral.
—Hola, señor don Diego, dijo el coronel al recién llegado tendiéndole la mano a la usanza inglesa, bienvenido sea V.; casi desesperaba de verle. La comida nos está aguardando; y a fe me parece que no le vendrá a V. mal después de la carrera que acaba de dar.
El ventero introdujo entonces en un cuarto retirado a don Felipe y a don Diego, los cuales se sentaron a la mesa y empezaron a comer con voraz apetito.
Durante la primera parte de la comida, nuestros dos personajes, ocupados enteramente en satisfacer un hambre aguzada por larga abstinencia, no cruzaron sino contadísimas palabras; pero calmado, a no tardar, su ardor, se echaron de espaldas sobre el respaldo de sus respectivas butacas profiriendo un ¡ah! de satisfacción, liaron sendos cigarrillos y los encendieron y empezaron a fumar, acompañándose de pequeños sorbos de refino de Cataluña que el ventero había traído como complemento obligado de la comida.
—Ahora que hemos matado el hambre, gracias a Dios y a San Julián, patrón de los viajeros, departamos un poco, mi querido coronel.
—De mil amores, contestó éste sonriendo.
—Pues bien, repuso don Diego, digo que ayer hablé con el general de un asunto que yo contaba proponerle a V.; ¿y sabe V. lo que me contestó? pues me contestó que no lo hiciera, porque V., a pesar de su inteligencia, es un bobo imbuido de las preocupaciones más ridículas y no comprendería el alcance patriótico del asunto que yo quería proponerle, ni vería sino el dinero, que se negaría a aceptar, por más que veinte mil duros no sean moco de pavo. Y terminó con estas palabras textuales: Enhorabuena, ya que le dio V. cita, vaya a encontrarle, y no sea sino por la singularidad del caso, verá como si por casualidad le habla V. del asunto le cierra la boca y le envía noramala, a V. y a sus veinte mil duros.
—¡Jum! murmuró el coronel, a quien la enunciación de la cantidad había dado que pensar.
—Y meditándolo bien, continuó don Diego, que espiaba a su interlocutor con el rabillo del ojo, veo que el general tiene razón; así pues de nada le hablaré a V.
—¡Ah! profirió el coronel.
—Confieso que lo siento; pero como me precisa tomar una resolución definitiva, me iré a encontrar a Cuéllar, que tal vez no sea tan meticuloso.
—Cuéllar es un pillo, exclamó don Felipe con arrebato.
—Lo sé, profirió don Diego con la mayor naturalidad; pero ¿qué me importa que lo sea si dándole una decena de miles de duros anticipadamente estoy seguro de que va a aceptar mi proposición, que por otra parte asume la ventaja de ser sumamente honrosa?
—¡Demonios! repuso el coronel, llenando los vasos y con gesto por demás preocupado; bonita es la suma que V. ofrece; ¡diez mil duros!
—No diez, veinte, querido señor, replicó don Diego; ¿oyó V. bien? No soy yo hombre para meter gratuitamente en un negocio a uno de mis amigos.
—¡Pero Cuéllar no es amigo de V.!
—Dice V. bien; por eso siento tener que dirigirme a él.
—Pero en definitiva, ¿de qué se trata?
—Es un secreto.
—¿No soy yo amigo de V.? Quépale la certeza de que seré mudo como una tumba.
—¿Me promete V. el silencio? preguntó don Diego después de reflexionar un rato, o de hacer que reflexionaba.
—Por mi honor se lo juro a V.
—Entonces nada me veda hablar. Vea V. sencillamente de qué se trata: nada nuevo le contaré a V. si le digo que hay multitud de espías que sirven a la vez a las dos causas y que sin el menor escrúpulo venden a Miramón los secretos de nuestras operaciones militares, mientras se hacen pagar muy bien las noticias que nos proporcionan respecto de las del enemigo. Ahora bien, el gobierno de su excelencia don Benito Juárez, en este momento tiene los ojos abiertos sobre las maquinaciones de dos hombres de quienes se sospecha muy fundadamente que desempeñan este doble papel; pero los individuos de que se trata son astutos si los hay y tienen tan bien tomadas sus providencias, que pese a la cuasi certeza moral que existe contra ellos, hasta la actualidad ha sido imposible conseguir la más insignificante prueba de la verdad: a esos dos hombres convendría desenmascararlos apoderándose de sus papeles particulares, por la entrega de los cuales recibirá, él que los proporcione, quince mil duros inmediatamente además de los diez mil de anticipo. Una vez el general gobernador sea dueño de estas pruebas, no vacilará ya en mandarles al consejo de guerra. Ya ve V. que el negocio es realmente honroso para él que se encargue de darle cima.
—Efectivamente, repuso don Felipe, el adquirir semejante certeza es un acto de patriotismo meritorio. ¿Y quiénes son esos dos hombres?
—¡Qué! ¿no se lo dije a V.?
—Es lo único que se le ha olvidado a V. decirme.
—No crea V. que sean unos pelagatos ni mucho menos: el primero acaba de ser nombrado secretario particular del general Ortega, y si no estoy mal informado, el segundo levantó recientemente una cuadrilla a su costa.
—Pero bien, ¿cómo se llaman?
—Usted les conoce mucho, o a lo menos así lo creo yo; el primero es don Antonio Cacerbar y el segundo...
—Don Melchor de la Cruz, interrumpió con viveza don Felipe.
—¡Ah! ¡lo sabía V.! exclamó don Diego con sorpresa perfectamente fingida.
—La elevación súbita de esos dos individuos, el crédito casi ilimitado de que gozan para con el presidente, me había dado ya que sospechar; nadie comprende el porqué de este repentino favor.
—De ahí que haya quien juzgue necesario dilucidar el asunto asegurándose de un modo positivo que tal son esos sujetos.
—Yo lo sabré, dijo don Felipe, se lo prometo, y las pruebas que me exige, las pondré en manos de V.
—¿De veras?
—Se lo juro a V., tanto más cuanto considero como un deber de hombre honrado el coger a esos pilletes con las manos en la masa. Y luego añadió, sonriendo de un modo particular: nadie posee los medios que yo para conseguir este resultado.
—Ojalá no se equivoque V., coronel, porque de suceder tal como V. dice, creo poder asegurarle que el agradecimiento del Gobierno para con V. no se limitará al dinero del que voy a entregarle parte.
Don Felipe sonrió con orgullo al escuchar esa transparente alusión al grado inmediato, que él tanto ambicionaba.
Al parecer sin que reparase en la sonrisa de su interlocutor, don Diego sacó de una gran cartera una hoja de papel doblado en cuarto y la puso en manos del guerrillero, que se apoderó de ella con gesto de gozo y expresión de rapacidad satisfecha que daba a sus facciones, y esto que las tenía bastante hermosas y correctas, algo de vil y de despreciable.
Aquel papel era una letra de diez mil duros pagadera a la vista, girada contra una gran casa de banca inglesa de Veracruz.
—¿Se va V.? preguntó el coronel a don Diego, al ver que éste se levantaba.
—Sí, siento verme obligado a dejarle a V.
—Hasta la vista, señor don Diego.
El joven se subió nuevamente sobre su caballo y se alejó con rapidez, mientras decía para sus adentros:
—Me parece que esta vez está bien armada la ratonera y que los miserables van a quedar cogidos en ella.
El coronel se había sentado de nuevo en la hamaca y vuelto a zangarrear el jarabe con más bríos que afinación.
Dolores y Carmen estaban solas en el jardín.
Acurrucadas, como dos temerosas currucas, en el interior de un bosquecillo de naranjos, de limoneros y de granados en flor, estaban charlando a cual más.
Doña María, ligeramente indispuesta, se había visto obligada a no moverse de su dormitorio, o a lo menos tal era el pretexto que diera a las jóvenes para no ir con ellas al jardín; pero en realidad se había encerrado para leer una carta importante que don Jaime le mandara por mano de un hombre fiel a toda prueba.
Las jóvenes, libres de toda vigilancia, se aprovechaban de la ocasión para confiarse sus sencillos y suaves secretos, y pocas palabras les bastaron para hacer entre ellas inútil toda explicación. Así es que no acudieron a subterfugios ni a frases de doble sentido, sino que se entregaron a una confianza entera e ilimitada, y fácilmente estipularon ayudarse mutuamente para obligar a los donceles amados a que por fin rompiesen su prolongado silencio y las permitiesen que en el corazón de cada uno de ellos pudiesen leer el nombre de la preferida.
Precisamente éste era el grave e interesante tema sobre el que en tal momento versaba la conversación de las dos jóvenes.
Aunque una ni otra tuviesen ya que confesarse su mutuo amor, con todo y debido a un sentimiento de dignidad inseparable de toda pasión verdadera, vacilaban y retrocedían sonrojándose ante la idea de impeler a los dos jóvenes a que se declarasen.
Doña Carmen y doña Dolores eran verdaderamente sencillas e inocentes, ignorantes de todas las coqueterías y de todas las truhanadas que constituyen la moneda corriente de Europa, pueblo sedicente civilizado, en el cual las mujeres suelen convertir el amor en un juego cruel y a las veces implacable.
Por una de esas casualidades que no se explican y que con tanta frecuencia surgen en la vida real, la conversación de las dos doncellas, era, con ligeras variantes, la misma que el conde y su amigo sostuvieron sobre el mismo asunto.
—Dolores, decía doña Carmen con voz de mimo, V. es más animosa que yo, y más que yo conoce a don Luis, que por otra parte está emparentado con V. ¿Por qué pues se muestra usted tan reservada para con él?
—¡Ay! mi querida amiga, respondió doña Dolores, esta reserva me la impone mi posición. Hoy que me veo abandonada de todos, no me queda más pariente que él, mi prometido de la infancia.
—¿Cómo es posible que haya padres que de esta suerte encadenen a sus hijos, sin consultarles, y les condenen a un porvenir de amarguras? dijo doña Carmen.
—Dicen que en España esto es muy frecuente, querida mía, respondió doña Dolores; por otra parte, ¿a nosotras las mujeres nuestra flaqueza no nos hace esclavas de los hombres, que han conservado para sí el poder supremo? Por más que esta intolerable tiranía nos haga gemir, no nos cabe sino humillar la frente.
—Demasiado cierto es lo que V. dice; sin embargo, me parece que si resistiésemos...
—Seríamos infamadas, y nos señalarían con el dedo, y perderíamos nuestra reputación.
—¿Así pues, y a pesar de lo que le dicta a usted el corazón, determina llevar adelante la boda esa?
—¡Qué quiere V. que le diga! sólo el pensar que el matrimonio ese puede efectuarse, me quita el juicio; sin embargo, no vislumbro como evitarlo. El conde vino de Francia con el único objeto de casar conmigo, y mi padre, al morir, le hizo prometer que no me abandonaría y que llevaría adelante la unión esa. Ya ve V. que existen razones graves si las hay para que me sea imposible evadirme a la suerte funesta que me amaga.
—¿Pero por qué, repuso con fuego doña Carmen, no tiene V. una explicación franca y leal con el conde? De hacerlo así tal vez se allanarían todas las dificultades.
—No digo que no, pero esta explicación no puedo provocarla yo, ya que habiéndome el conde dispensado favores que no se pagan con todo el dinero del mundo, desde la muerte de mi padre, sería una ingratitud contestar con una negativa a una pretensión que bajo todos conceptos me favorece.
—¡Oh! diga V. que le ama, exclamó doña Carmen con resentimiento.
—No, no le amo, replicó doña Dolores con gesto de dignidad; pero tal vez él me ame a mí.
—Pues yo estoy segura de que es a mí a quien ama, profirió doña Carmen.
—Querida mía, repuso doña Dolores sonriendo, respecto del particular nadie está nunca seguro, ni aun cuando se han cruzado los juramentos más solemnes; con tanta más razón pues cuando no pueden justificar que una no se equivoca, ni una palabra, ni un gesto, ni una mirada. Digo pues: una de dos, o el conde me ama, o no me ama y supone que yo le quiero. En uno como en otro caso, mi línea de conducta está trazada: debo aguardar, sin provocarla, una explicación, que forzosamente debemos tener a no tardar. Entonces le juro a V. que me portaré como debo, es decir, franca y lealmente, y si después quedan aún algunas dudas en el corazón del conde, será porque él querrá conservarlas, y no me cabrá sino inclinar la cabeza y resignarme con mi suerte. Esto es cuanto me es posible prometerle a V., Carmen; no me atrevería a obrar de distinta manera; mi dignidad de mujer y el respeto que me debo a mí misma me han trazado una línea de conducta de la que mi honra me dicta que no me desvíe.
—Mi querida Dolores, dijo doña Carmen, aunque siento en el alma la determinación que usted ha tomado, no puedo menos de convenir en que en las circunstancias actuales es la única que le conviene adoptar. ¿Va V. a guardarme rencor por lo que le he dicho? ¡Ay! ¡sufro tanto!
—¿Y yo? profirió doña Dolores; ¿cree V. acaso que yo soy dichosa? ¡Oh! desengáñese V. si tal supone. Tal vez de las dos yo soy la más desventurada.
En esto se oyó rechinar ligeramente la arena de las alamedas.
—Alguien viene, dijo doña Dolores.
—Es el conde, repuso al punto doña Carmen.
—¿Cómo lo sabes tú, querida? preguntó la primera.
—Lo adivino en los latidos de mi corazón, respondió la hija de doña María sonrojándose.
—Viene solo a lo que parece.
—Sí.
—¡Virgen santa! ¿ocurrirá alguna novedad?
—Dios quiera que no.
Luis pareció a la entrada del bosquecillo, solo, saludó a las dos jóvenes y aguardó a que éstas le diesen permiso para pasar adelante.
Doña Dolores le tendió la mano sonriendo, mientras su compañera se inclinaba para ocultar su rubor.
—Bien llegado sea V., primo, dijo doña Dolores tendiéndole la mano y con gesto el más risueño; tarde se deja V. ver hoy.
—Mucho me halaga, prima, repuso el conde, que haya V. advertido este retardo involuntario; mi amigo Domingo, obligado a salir muy temprano esta mañana para un sitio distante dos leguas de la capital, me encargó una comisión que me fue preciso llenar antes de tener la dicha de venir a saludarla a V.
—Buena está la excusa, primo, profirió la joven, y por buena la admitimos Carmen y yo; ahora, siéntase V. ahí, entre las dos, y hablemos.
—Con sumo gusto, prima.
—Luis entró entonces en el bosquecillo y tomó asiento entre las dos jóvenes.
—Permítame V., doña Carmen, dijo el conde inclinándose cortésmente hacia la doncella, que la salude muy respetuosamente y me informe de su preciosa salud.
—Le agradezco a V. la atención, caballero, dijo doña Carmen; a Dios gracias, mi salud es excelente; así quisiera la de mi madre.
—¿Está enferma doña María? preguntó Luis con el interés más vivo.
—Espero que no; sin embargo, está lo bastante indispuesta para no poder salir de su dormitorio.
El conde hizo un movimiento como para levantarse, y dijo:
—Tal vez mi presencia aquí en tales circunstancias parecería importuna; voy...
—No, no se mueva V., caballero; para nosotras no es V. un extraño. Y luego añadió con intención: el ser primo y novio de doña Dolores le autoriza a V. para quedarse.
—Y más, primo, repuso doña Dolores, los innumerables servicios que V. nos ha prestado le dan derecho a nuestra gratitud.
—Así es que suceda lo que quiera, continuó doña Carmen sonriendo, tanto V. como Domingo serán siempre bien llegados a esta casa.
—Me colman Vds. de favores, señoritas, dijo Luis.
—¿No nos cabrá hoy el placer de ver a su amigo de V.? preguntó doña Carmen.
—Antes de una hora estará aquí; pero ¿se va V.?
—¿Por qué me lo pregunta?
—Como veo que se levanta.
—Pronto estoy de vuelta; denme permiso por algunos minutos, dijo la joven. Mientras voy a ver como se encuentra mi madre, Dolores se queda con V.
—Vaya V., señorita, profirió Luis, y sírvase decir a su señora madre cuánto siento su indisposición.
Doña Carmen saludó y desapareció corriendo como un pájaro.
El conde y doña Dolores quedaron solos. Su situación era singular y sobre todo muy engorrosa al encontrarse de improviso en disposición de dar principio a una explicación ante la cual, pese a la urgente necesidad que de celebrarla sentían ambos, los dos retrocedían.
Si para una mujer es difícil confesar al hombre que la galantea, que ella no le ama, más difícil es y más penoso aún cuando tal confesión debe salir de labios de un hombre.
Transcurrieron algunos minutos durante los cuales los dos jóvenes permanecieron silenciosos y se contentaron con cruzar algunas miradas al soslayo. Por fin y como el tiempo iba discurriendo, y el conde temía, de no aprovechar aquella favorable coyuntura, que no volvería a presentarse tal vez nunca más, se decidió a tomar la palabra.
—Y bien, prima, dijo el joven con acento el más natural que pudo fingir: ¿empieza V. a acostumbrarse a esta vida de recluida en que la metieron las desgraciadas circunstancias que llovieron sobre V.?
—Estoy del todo acostumbrada a esta existencia tranquila y reposada, primo, respondió la joven; y si no fuesen los tristes recuerdos que a cada instante me asaltan, le confieso que sería completamente dichosa.
—La felicito a V., prima.
—En efecto, ¿qué me falta aquí? doña María y su hija me quieren, me rodean de cuidados y de atenciones, tengo un pequeño círculo de amigos devotos. ¿Qué más puedo desear en este mundo, donde la verdadera felicidad no existe?
—Envidio su filosofía, prima, repuso Luis; sin embargo, mi deber de pariente... y de amigo, me obligan a hacerla observar que esta situación, por muy dichosa que sea, no puede pasar de precaria, ya que no le cabe a V. esperar pasar el resto de su existencia en el seno de esta encantadora familia. De improviso pueden surgir mil acontecimientos imprevistos que la separen violentamente de ella.
—Es cierto, primo, repuso doña Dolores en voz baja y conmovida.
—Usted sabe, continuó el conde, cuan poco, en esta desdichada tierra, puede uno fiar en lo porvenir; particularmente una joven de la edad y hermosura de V. está expuesta a mil peligros de los que casi le es imposible evadirse. Yo, sino su pariente de V. más cercano, soy el más realmente devoto. ¿V. así lo cree, no es cierto?
—Dios me libre de suponer lo contrario, primo; ya sabe V. cuan profundamente agradecida le estoy por los favores que nos ha dispensado.
—Es muy vaga la palabra agradecimiento, prima, dijo con intención el conde.
—¿Qué otra palabra me sería dable emplear? preguntó doña Dolores, fijando su límpida y hechicera mirada en su interlocutor.
—He dicho mal, dispénseme V., profirió Luis; y es que la situación en que respectivamente nos encontramos es tan singular, que en verdad no sé como expresarme teniendo que hacer yo siempre uso de la palabra; temo serle a V. enojoso.
—No, primo, en este punto esté V. tranquilo, repuso la joven sonriendo; es V. mi amigo, y como tal tiene V. derecho a decirme lo que le plazca.
—El título de amigo que me da V. prima, don Andrés, que Dios tenga en gloria, deseaba...
—Sí, interrumpió con cierto apresuramiento la joven, ya sé a qué alude V.: mi padre sustentaba respecto de mí algunos planes referentes a mi porvenir, que no pudo realizar por haberle sobrevenido la muerte.
—Proyectos que sólo depende de V. él que se realicen, dijo el conde.
Doña Dolores pareció vacilar por espacio de uno o dos minutos, y luego con voz trémula y poniéndose un tanto pálida, repuso:
—Para mí los deseos de mi padre equivalen a órdenes, primo; el día que le plazca a V. exigir mi mano, se la daré.
—¡Prima! ¡prima! exclamó con vehemencia el conde, yo no lo entiendo de esta manera; a su padre de V. le juré no sólo velar por V., sino también labrar su dicha por cuantos medios estuviesen a mi alcance. La mano que está V. pronta a cederme, en acatamiento a la voluntad de su progenitor, no la acepto ni la aceptaré como a ella no la acompañe su corazón de V. Sea cual fuere el sentimiento que V. me inspire no la obligaré nunca a doblegarse a una unión que sería para V. una desventura.
—Gracias, primo, gracias, murmuró la joven bajando los ojos; es V. noble y bondadoso.
—Dolores, dijo el conde tomando suavemente la mano a su prima, y permítame V. que la apellide así, somos amigos ¿no es cierto?
—¡Oh! sí, respondió la joven con voz apenas perceptible.
—¿Pero nada más amigos? añadió Luis titubeando.
—¡Ay! suspiró Dolores.
—Basta, profirió el conde de Saulay; es inútil insistir; es V. libre.
—¿Qué quiere V. decir? exclamó la joven con ansiedad.
—Que la eximo de todo compromiso para conmigo; que renuncio a la honra de hacerla a usted esposa mía, sin por esto abdicar del derecho, si V. lo consiente, de velar por su dicha.
—¡Primo!
—Dolores, V. no me ama, su corazón pertenece a otro; de consiguiente, de llevar adelante la boda, los dos labraríamos nuestra infelicidad. Ya la ha sujetado a V. a bastantes duras pruebas el destino a una edad en que la vida debe estar sembrada de flores. Sea V. dichosa con aquel a quien V. ama. Si de mí dependiese, a no tardar su destino de V. estaría unido al suyo. Nada tema, justificaré el precioso título de amigo que V. me da, allanando los obstáculos que tal vez se opongan al cumplimiento de sus más caros deseos.
—¡Ah! exclamó la joven con los ojos arrasados en lágrimas y estrechando la mano que tenía asida la suya, ¿por qué no le amo a V., tan digno como es de inspirar sentimientos de ternura?
—El corazón tiene estas anomalías, prima; ¿quién sabe? tal vez valga más que suceda así; ahora enjugue V. sus lágrimas, mi querida Dolores; no vea V. en mí sino un amigo abnegado, un confidente fiel, a quien podría V. confiar sus hechiceros secretos si éstos no me fuesen ya conocidos.
—¡Qué! murmuró la joven mirando con sorpresa a su interlocutor, ¿V. sabe?
—Todo, prima; de consiguiente sosiéguese usted. Por otra parte él no fue tan discreto; todo me lo ha confesado.
—¡Me ama! exclamó Dolores, poniéndose en pie; ¿es posible?
En esto se oyó precipitado ruido de pasos fuera del bosquecillo.
—Él mismo va a decírselo a V.
—¡Ah! murmuró la joven cayendo temblorosa sobre el banco del que acababa de levantarse, al ver entrar a Domingo.
—¡Dios mío! profirió éste palideciendo, ¿qué pasa?
—Nada que deba desasosegarle a V., respondió sonriendo el conde; doña Dolores le permite a V. adorarla.
—¡Es cierto! exclamó Domingo abalanzándose a la joven y cayendo de rodillas a los pies de ésta.
—¡Oh! primo, profirió doña Dolores con acento de suave reproche, ¿por qué abusó usted de esta suerte de un secreto?
—Que V. no me había confiado, repuso el conde, pero que adiviné.
—¡Traidor! dijo la joven levantándose prontamente y amenazando a su primo con el dedo; si V. adivinó mi secreto, también adiviné yo él de V.
En pronunciando estas palabras, doña Dolores desapareció con la ligereza de un pájaro, dejando a solas a Luis y a Domingo.
Éste, que no sabía a qué atribuir una fuga tan imprevista, hizo un movimiento como para precipitarse tras la joven; pero el conde le detuvo, diciéndole:
—No te muevas; el corazón de las doncellas encierra misterios que deben no ser descubiertos. ¿Qué más quieres ahora que estás seguro de su amor?
—¡Oh! amigo mío, profirió el joven echando los brazos al cuello de Luis, soy el más dichoso de los hombres.
—Egoísta, le dijo en voz baja el conde; sólo piensas en ti cuando mi alma tal vez llora sin esperanza.
Doña Dolores no había huido tan precipitadamente del bosquecillo más que para coordinar un poco sus ideas, reponerse de la honda conmoción que acababa de experimentar, y dirigirse al encuentro de Carmen; la cual salía de la casa en el instante en que iba a entrar en ella doña Dolores.
La prima del conde, al ver a aquélla, se arrojó en sus brazos y echó a llorar a lágrima viva.
Doña Carmen, asustada del estado en que veía a su amiga, la condujo suavemente a su dormitorio, donde ésta permaneció largo rato antes no pudo contar a su compañera lo que acababa de ocurrir en el bosquecillo, y como la imprevista llegada de Domingo la había obligado, por decirlo así, a confesar su amor.
La hija de doña María, que estaba muy distante de esperar un desenlace tan rápido y sobre todo tan propicio, experimentó un gozo indecible.
No ya más trabas, no más dudas; en lo sucesivo las dos podrían entregarse sin reservas a sus más gratas esperanzas. ¿Qué debían temer ahora que estaban seguras del amor de los dos jóvenes? ¿qué obstáculo podría impedir su pronta unión?
Así raciocinaba doña Carmen, para apaciguar el pudor un tanto alborotado de su amiga a causa de la confesión que inconscientemente se la escapara y la llenaba de vergüenza.
Las doncellas son así; consienten que aquel que las ama adivine su amor; pero consideran como una falta punible el declararlo ante él.
Carmen, que llevaba algunos años a Dolores y por consiguiente era más fuerte contra sus propias emociones, hizo suave burla de la debilidad de su amiga, y poco a poco la hizo convenir en que aun cuando había declarado su amor, no lo deploraba.
Doña Dolores y doña Carmen abandonaron entonces el aposento, y componiéndose el rostro para borrar de él todo vestigio de emoción, se encaminaron al jardín, en él que no hallaron a nadie.
Retrocediendo un poco, referiremos qué había pasado desde el día en que Miramón dispusiera tan libremente del dinero de los bonos de la Convención depositado en el consulado inglés, hasta él en que ha llegado nuestra historia; porque los acontecimientos políticos no solamente no fueron extraños a ella, sino que precipitaron el desenlace de la misma.
Conforme don Jaime predijera a Miramón, el modo inconsiderado con que el general Márquez ejecutara las órdenes que éste le diera, y el acto financiero ilegal de apoderarse de los fondos de la Convención, habían fatalmente manchado el carácter hasta entonces tan puro de toda arbitrariedad y de toda expoliación del joven presidente.
Al saber semejante noticia, los individuos del cuerpo diplomático, entre ellos el embajador de España y el representante de Francia, que más simpatías sentían por Miramón que no por Juárez, debido a la nobleza de su carácter y a su elevación de miras, habían considerado, desde aquel momento, la causa del partido moderado representada por Miramón, como irremisiblemente perdida, a menos de obrarse uno de esos milagros tan frecuentes en las revoluciones, pero del cual nada hacía sospechar la posibilidad. Por otra parte, la cantidad relativamente importantísima de los bonos de la Convección, unida a la que don Jaime pusiera en manos del presidente, no sólo no había sido suficiente para enjugar el déficit, pero ni siquiera a disminuirlo sensiblemente.
La mayor parte del dinero fue empleado en pagar a los soldados; los cuales, como hacía tres meses que no se les repartía la paga, empezaban murmurar y a amenazar con que desertarían en masa.
Pagado el ejército, o poco menos, Miramón abrió banderines de enganche con el objeto de aumentarlo y probar por última vez fortuna en el campo de batalla, resuelto a defender palmo a palmo el poder que libremente le confiaran los representantes de la nación.
Sin embargo, y a pesar de la confianza que fingía, el joven y arriesgado general no se forjaba ilusión alguna respecto de su precaria situación frente a las fuerzas cada vez más considerables y en realidad imponentes de los puros, como se apellidaban a sí mismos los partidarios de Juárez. Así es que antes de jugar su última partida, quiso ensayar el último medio de que aún podía echar mano, es decir, una mediación diplomática.
El embajador de España, a su llegada a Méjico, había reconocido al gobierno de Miramón. A este diplomático acudió pues, en su apuro, el acorralado presidente, con el fin de alcanzar una mediación de los ministros residentes, para intentar por medio de la reconciliación llegar al restablecimiento de la paz, proponiendo someterse a ciertas condiciones, de las cuales copiamos a continuación las más importantes:
Primera: los delegados nombrados por las partes beligerantes, celebrarán una conferencia con los representantes de las potencias europeas y él de los Estados Unidos, para excogitar el modo de restablecer la paz.
Segunda: dichos delegados nombrarán a la persona que deberá regir los destinos de la república, ínterin una asamblea general resuelve las diferencias que dividen a los mejicanos.
Tercera: determinarán asimismo, los repetidos delegados, la forma y modo de convocar al Congreso.
Este oficio, dirigido el 3 de octubre de 1860 al representante de España, terminaba con las siguientes significativas palabras que demostraban claramente el cansancio de Miramón y el verdadero deseo que de concluir con el estado anómalo de la república le animaba:
« Quiera Dios que este convenio, intentado con carácter confidencial, obtenga mejor resultado que los propuestos hasta la fecha. »
Como todo daba pie a suponerlo, esta tentativa suprema de reconciliación fracasó por completo, por una razón muy sencilla y fácil de comprender hasta para aquéllos que vivían alejados de la política.
Juárez, dueño de la mayor parte del territorio de la república, se sentía en su gobierno de Veracruz demasiado fuerte enfrente de su fatigado adversario, para no mostrarse intratable respecto de la esencia del pacto que se le proponía: no quería compartir la situación por medio de concesiones recíprocas, sino triunfar enteramente.
Sin embargo, como valiente león acorralado por los cazadores, Miramón, que no había perdido la fe en su tan a menudo vencedora espada, todavía no desesperaba, o más bien, no quería desesperar. Así pues y con el fin de retener los esparcidos restos de sus últimos defensores, el 17 de noviembre les dirigió un llamamiento supremo, en el cual se esforzó en reavivar las moribundas chispas de su ya perdida causa, ensayando imbuir a los que aun le rodeaban la energía que él conservaba intacta.
Por desgracia la fe se había apagado; así es que sus palabras no hallaron sino oídos cerrados por el interés personal o por el miedo. Nadie quiso comprender aquel grito supremo de agonía de un patriota grande y sincero.
Con todo, era menester tomar una resolución u otra: o renunciar a proseguir la lucha, o tentar nuevamente la suerte de las armas y resistir hasta el postrer aliento.
Esta última fue la resolución que, tras maduras reflexiones, tomó el general.
La noche tocaba a su fin; azuladas ráfagas de luz pasaban a través de las cortinas y hacían palidecer las de las bujías encendidas del gabinete al cual ya una vez hemos conducido al lector para hacerle asistir a la entrevista celebrada entre el general presidente y el aventurero, y al que volvemos a acompañarle para que sea testigo de la nueva conferencia que los mismos interlocutores están celebrando ahora.
Las bujías, casi del todo consumidas, patentizaban que la sesión había sido larga. Miramón y el aventurero, inclinados hasta un inmenso mapa, parecían estudiarlo con la mayor atención, mientras sostenían un animado diálogo.
De improviso el general se irguió con ademán de mal humor, y dejándose caer en una silla de brazos, dijo en voz baja:
—¡Bah! ¿para qué obstinarnos contra la adversidad?
—Para vencerla, general, respondió el aventurero.
—Es imposible.
—¿Y V. desespera? ¿Usted? repuso con intención don Adolfo.
—No desespero, respondió Miramón, muy al contrario, estoy resuelto a hacerme matar si es preciso antes que sufrir la ley que pretende imponerme Juárez, Juárez, que nada sería a no haberle recogido y educado quien V. y yo nos sabemos.
—¿Qué quiere V.? profirió con zumba el aventurero. Tal vez el individuo a que V. se refiere no lo recogió y educó sino con el fin de llevar a cabo una venganza y previendo lo que pasa hoy.
—Todo da a sospecharlo. Nunca hombre alguno ha proseguido con más felina paciencia más tenebrosos proyectos ni cometido más odiosas acciones con más descarado cinismo.
—¿No es el jefe de los Puros? dijo riendo el aventurero.
—¡Maldito sea! exclamó Miramón.
—¿Por qué no quiere V. seguir mi consejo?
—Porque el plan que V. me propone es impracticable.
—¿Y ésta es la única causa que le impide a usted aceptarlo? preguntó con disimulo el aventurero.
—Además, respondió Miramón un tanto turbado, porque lo hallo indigno de mí.
—¡Oh! general, permítame que le diga que usted no me comprendió.
—Usted se chancea, profirió Miramón; le comprendí tan bien, que si se empeña le repetiré textualmente el plan por V. concebido y que, añadió sonriendo, por amor propio de autor tiene tanto empeño en verlo en ejecución.
—¡Ah! murmuró el aventurero con gesto de duda.
—El plan es éste: salir prontamente de la ciudad, sin llevarme conmigo artillería para marchar con más rapidez, y al través de senderos extraviados salir al encuentro del enemigo, sorprenderlo y atacarlo.
—Y derrotarlo, añadió el aventurero con intención.
—¡Oh! ¡oh! profirió el general con acento de duda.
—Es infalible. Note V. que sus enemigos le suponen con razón encerrado en la ciudad, ocupado en fortificarse en ella en previsión del sitio con que le amenazan; que desde la derrota del general Márquez, saben que partidario alguno de V. recorre el campo; que por lo tanto no tienen que temer ningún ataque, y que avanzan confiadamente.
—Dice V. bien.
—Luego, nada más fácil que derrotarlos; la guerra de guerrillas no sólo es la única que V. puede hacer en la actualidad, sino la que ofrece más probabilidades de triunfo. Hostigando incesantemente a sus enemigos, y batiéndolos por grupos, le queda a V. la esperanza de coger de nuevo por los cabellos a la fortuna y de librarse de su competidor. Como en tres o cuatro encuentros lleve V. la ventaja, cuantos le abandonan por creerlo a V. perdido van a agruparse de nuevo y en tropel en torno de V. y el ejército de Juárez desaparece.
—El plan es atrevido, lo veo.
—Y por otra parte le ofrece a V. una gran ventaja.
—¿Cuál?
—La de que si es V. vencido, ennoblece su caída, ya que le coge con las armas en la mano y en el campo de batalla en lugar de dejarse ahumar como una zorra en su madriguera por un enemigo a quien V. desdeña y verse dentro de algunos días obligado a aceptar una capitulación vergonzosa, para evitar a la capital de la república los horrores de un sitio.
El general se levantó y empezó a pasearse por el gabinete, hasta que al cabo de un instante se detuvo delante del aventurero y le dijo con voz afectuosa:
—Gracias, don Jaime, gracias, dijo Miramón, con voz afectuosa; su ruda franqueza de V. me produjo grata impresión, pues me demuestra que a lo menos me queda un amigo fiel en la adversidad. ¡Ea! adopto su plan de V., don Jaime, y hoy mismo voy a ponerlo en obra, ¿Qué hora es?
—Todavía no las cuatro.
—A las cinco habré salido de Méjico.
El aventurero se levantó.
—¿Me deja V., amigo mío? le preguntó el presidente.
—Ya no es necesaria aquí mi presencia, general; así pues con su permiso me voy.
—¿Volveremos a vernos?
—Sí, general, en el momento de la batalla. ¿Dónde piensa V. atacar al enemigo?
—Aquí, respondió Miramón, colocando un dedo sobre un punto del mapa, en Toluca, a donde su vanguardia no llegará antes de las dos de la tarde, avanzando con rapidez, puedo yo estar en Toluca mediado el día y de esta suerte contar con el tiempo necesario para preparar mi ataque.
—El lugar está bien escogido, general; le profetizo a V. la victoria.
—Dios le escuche a V.; por mi parte no creo en ella.
—¿Todavía dura su desaliento?
—No, no es desaliento, sino convicción.
El presidente tendió afectuosamente la mano al aventurero, el cual se despidió y se retiró.
Poco después don Jaime salía de Méjico y corría en campo raso, montado en un caballo que llevaba la velocidad del huracán.
Como dijera al aventurero, a las cinco de la mañana Miramón salía de Méjico a la cabeza de sus tropas, poco numerosas por cierto, ya que entre infantería y caballería apenas si se componían de tres mil quinientos hombres. Artillería no la llevaba, a causa de tener que efectuarse la marcha por senderos extraviados.
Cada jinete llevaba un infante en la grupa, a fin de facilitar el avance.
Lo que el presidente iba a intentar era un verdadero golpe de mano, y de los más arriesgados, pero que por esta misma razón tenía muchas probabilidades de buen éxito.
Miramón cabalgaba al frente de su ejército, en medio de su estado mayor, con el cual departía alegremente; al verle tan tranquilo y risueño, no parecía sino que ninguna preocupación le entristecía el espíritu, y que al salir de Méjico había recobrado esa dichosa indolencia de la juventud que los cuidados anejos al poder le hicieron olvidar tan rápidamente.
Aunque un tantico fresca, la mañana era heraldo de hermoso día; de la tierra subía una transparente niebla que los rayos del sol, más ardientes por momentos, iba desvaneciendo, y acá y allá, en los llanos, aparecían algunas recuas de mulos, conducidas por arrieros, que se dirigían a Méjico y cruzaban incesantemente la marcha de las tropas.
El suelo, bien cultivado, no ofrecía huella alguna de la guerra; al contrario, la campiña parecía gozar de la calma más profunda.
A lo largo de los caminos se veía a algunos indios, unos conduciendo bueyes a la ciudad, otros llevando a la misma frutas y legumbres, todos diligentes y cantando con indolencia para matar el tedio y distraer la monotonía del camino.
Dichos indios, al pasar por delante de Miramón, a quien conocían perfectamente, se detenían admirados, se descubrían y le saludaban con respeto.
A una orden del presidente los soldados se internaron en senderos extraviados casi intransitables y por los cuales avanzaban a duras penas los caballos. Sin embargo, la marcha se hizo todavía con más rapidez y en medio del mayor silencio.
Miramón y los suyos iban acercándose al enemigo.
A eso de las diez de la mañana el presidente mandó hacer alto para dar un poco de descanso a los caballos y a los soldados el tiempo necesario para almorzar.
Por regla general nada hay tan curioso como un ejército mejicano; todos los soldados van acompañados de su mujer, encargada de llevar las provisiones de boca y preparar las comidas. Estas desdichadas, que arrostran con ánimo sereno todas las espantosas consecuencias de la guerra, acampan a alguna distancia de las tropas cuando éstas se detienen; lo que da a los ejércitos mejicanos la apariencia de una emigración. Mientras dura la batalla, las mujeres permanecen espectadoras impasibles de la lucha, sabiendo anticipadamente que van a convertirse en botín del vencedor; sin embargo, aceptan, o más bien, se someten con filosófica indiferencia a esta dura necesidad.
Esta vez, empero, no sucedió así; Miramón había prohibido terminantemente que mujer alguna siguiese al ejército. Los soldados pues, cada cual se llevó las provisiones de boca preparadas en sus alforjas; precaución que, ahorrando un tiempo considerable, asumía la ventaja de que de esta suerte se evitaba él que tuviesen que encenderse fogatas.
A las once se dio el toque de botasillas, se formaron filas y se anudó la marcha hacia Toluca, lugar donde el presidente resolviera aguardar al enemigo.
El camino, cortado por profundas torrenteras, al través de las cuales no era posible pasar sino a costa de grandísimas dificultades, se hacía casi impracticable; con todo, los soldados no se desalentaban, y es que los que consigo se llevara Miramón constituían la flor y nata de sus partidarios; eran los que acompañado le habían desde el principio de la guerra. No se desalentaban, decimos, antes al contrario, su ardor crecía a medida de los obstáculos, a los que vencían riendo, alentados por el ejemplo de su joven general que iba animosamente al frente de ellos, convirtiéndose de esta suerte en espejo de paciencia y de abnegación.
El general Cobos había sido destacado para salir a la descubierta con veinte hombres decididos a fin de espiar la marcha del enemigo y advertir la presencia de éste, tan pronto le descubriera, a Miramón, replegándose al punto y sin dejarse ver sobre el grueso del ejército.
De improviso el presidente vio a tres jinetes que a escape se dirigían hacia él, y suponiendo lógicamente que los que venían eran portadores de una noticia importante, espoleó a su caballo y salió al encuentro de aquéllos, a los que se reunió bien pronto.
De los tres jinetes aludidos, dos eran soldados, y el tercero, que iba perfectamente montado y armado de punta en blanco, paisano.
—¿Quién es este hombre? preguntó Miramón a uno de los soldados.
—Excelentísimo señor, respondió el interpelado, este individuo se ha presentado al general, solicitando que le condujesen a presencia de vuecencia; dice que es portador de un pliego que debe entregar a vuecencia en persona.
—¿Quién te envía? preguntó el presidente al desconocido que permanecía inmóvil.
—Lea ante todo, vuecencia, esta carta, respondió el paisano sacando de su dolmán un pliego sellado y entregándolo respetuosamente a Miramón.
Éste abrió el pliego y lo recorrió rápidamente con la mirada. Luego fijando con atención los ojos en el desconocido, le preguntó:
—¿Cómo te llamas?
—López, mi general.
—Está bien. ¿Conque está cerca de aquí?
—Sí, mi general, emboscado con trescientos jinetes.
—¿Y te pones a mi disposición?
—Para todo el tiempo que de mí necesite vuecencia.
—Dime, ¿conoces esta tierra?
—Nací en ella, mi general.
—¿Así pues eres capaz de guiarnos?
—A donde le plazca a vuecencia.
—¿Conoces la posición del enemigo?
—Sí, mi general; las vanguardias de las columnas de los generales Berriozábal y Degollado no están sino a media legua de Toluca, donde deben detenerse por largo espacio de tiempo.
—¿A qué distancia nos encontramos de Toluca nosotros?
—Siguiendo este camino, unas tres leguas.
—Mucho es; ¿no hay otro camino más corto?
—Uno hay que acorta dos tercios la distancia.
—¡Canario! exclamó el general, es menester tomar por éste.
—Sí, pero es sumamente angosto, peligroso, casi intransitable para la caballería, y del todo impracticable para la artillería.
—No traigo cañones.
—Entonces ya es posible pasar por él, mi general.
—Nada más deseo.
—Si vuecencia me da permiso me atreveré a hacerle una observación.
—Di.
—El camino es penoso; será preferible pues desmontar a los jinetes, hacer que la infantería vaya a vanguardia y que aquéllos la sigan conduciendo de las bridas a sus caballos.
—Esto va a hacernos perder mucho tiempo.
—Al contrario, mi general, a pie marcharemos con más rapidez.
—Enhorabuena. ¿Dentro de cuánto tiempo estaremos en Toluca?
—Dentro de tres cuartos de hora. ¿Le parece sobrado a vuecencia?
—No; si cumples tu promesa te doy diez onzas.
—Aunque no me guíe el interés, repuso López riendo, estoy tan seguro de no equivocarme, que ya siento el dinero ese en mi bolsillo.
—Ya que es así, dijo Miramón dándole su portamonedas, tómalo en seguida.
—Gracias, mi general, profirió el paisano; ahora partiremos cuando lo ordene vuecencia. Lo que precisa es que los soldados guarden el más absoluto silencio para que de sopetón podamos precipitarnos sobre el enemigo y atacarle sin darle tiempo de reponerse de la sorpresa.
Miramón envió un soldado al general Cobos para darle orden de que se replegara cuanto antes, luego hizo apear a los jinetes, mandó pasar a vanguardia a la infantería, de cuatro en frente, que eran los más que podían pasar en tal disposición, y la caballería desmontada formó la retaguardia.
Una vez el general Cobos se hubo reunido al grueso de las tropas, lo que efectuó sin tardanza, Miramón le puso en pocas palabras al tanto de lo que ocurría.
El presidente, que caminaba a pie, seguido del guía y de su caballo y del de este último, se colocó al frente de sus soldados no obstante los reiterados ruegos de sus amigos para que desistiese de semejante empeño.
—Soy vuestro jefe, decía Miramón a los que le incitaban para que abandonase aquel peligroso puesto, y como tal me corresponde correr el riesgo mayor; mi sitio es éste y en él me quedo.
—¿Nos ponemos en marcha? preguntó Miramón a López.
—Adelante, mi general.
El ejército del presidente anudó el avance en medio del mayor silencio y con rapidez y uniformidad notables.
López no se había equivocado: el sendero que hiciera tomar a las tropas era tan fragoso e intransitable, que los soldados avanzaban a pie con mucha más rapidez que no lo hubieran hecho a caballo.
—¿Está así durante mucho trecho el sendero éste? preguntó el presidente al guía.
—Hasta medio tiro de fusil de Toluca, mi general, respondió el interpelado; una vez allá sube y se ensancha mucho, hasta dominar a Toluca, a donde es fácil bajar aun al galope.
—¡Jum! repuso Miramón, en lo que acabas de decirme hay bueno y malo.
—No comprendo, mi general.
—¡Caramba! bastante claro es, o a lo menos así me lo parece: figúrate que si los puros han colocado un cordón de centinelas en la altura, van a ventearnos y a inutilizar nuestra expedición. Tú no has reflexionado lo que hacías al conducirnos por aquí.
—Pido mil perdones a vuecencia, replicó López; pero los puros saben que ningún cuerpo de ejército recorre el campo, y por lo tanto están en la firme creencia de que nada tienen que temer. Así pues no totean precaución alguna, por considerarlas inútiles. Además, las alturas de que vuecencia me ha hablado están demasiado distantes del sitio donde ellos acamparán y sobre todo demasiado elevadas para que piensen en colocar fuerzas en ellas.
—En fin, murmuró el presidente, a la buena de Dios. Ahora no retrocedo.
Las tropas continuaron avanzando con toda clase de precauciones.
Veinticinco minutos hacía que éstas se internaran en la senda, cuando López, después de haber tendido a su alrededor una mirada investigadora, se detuvo súbitamente.
—¿Qué estás haciendo? le preguntó Miramón.
—Ya lo ve vuecencia, me detengo; al doblar el recodo ese que está delante de nosotros, la senda empieza a subir, y como no nos encontramos sino a tiro de fusil de Toluca, si vuecencia me lo permite voy a ir a la descubierta para cerciorarme de que las alturas no están vigiladas y de que el paso es libre.
—Ve, dijo el general después de haber mirado atentamente a López; aguardaremos tu regreso para continuar el avance; fío en ti.
López se quitó armas y sombrero, que no sólo le eran inútiles, sino que pudieran haberle delatado, y tendiéndose en el suelo, empezó a arrastrarse a la usanza india y no tardó en desaparecer entre las malezas que orillaban la senda.
Ínterin, a una señal del presidente había circulado con rapidez la voz de alto entre las filas, y el ejército se detuvo casi instantáneamente, pasando los generales a formar grupo en torno de Miramón.
Transcurrieron algunos minutos sin que reapareciese el guía, con lo que la ansiedad de las tropas llegó a su colmo.
—Ese hombre nos vende, dijo el general Cobos.
—No lo creo, repuso Miramón; tengo completa confianza en quien me lo envió.
En esto se hizo un hueco en las malezas y por él salió un hombre: era el guía López; el cual, con rostro placentero, centelleante la mirada y firme el paso, se acercó al presidente hasta encontrarse a pasos de éste, saludó y aguardó a que le interrogasen.
—¿Qué ocurre? preguntó Miramón.
—Avancé hasta la cresta misma de la altura, excelentísimo señor, dijo López, y vi claramente el campamento de los puros. Éstos no sospechan la llegada de vuecencia; por lo tanto me parece que vuecencia puede seguir adelante.
—¿Conque no colocaron centinelas en la altura?
—No, mi general,
—Está bien, condúceme hasta la entrada de la senda; quiero inspeccionar el terreno a fin de preparar mi plan de ataque.
—Vamos, dijo López recogiendo su fusil y su sombrero.
Miramón y su guía avanzaron, seguidos, a corta distancia, del ejército.
Como el guía había dicho, todo estaba desierto.
Miramón estudió el terreno con la atención más detenida, y luego murmuró:
—Bravo, ahora sé lo que debo hacer.
Luego, volviéndose hacia su guía, dijo a éste:
—¿Conque tu amo está emboscado de modo que pueda coger por el flanco al enemigo?
—Sí, mi general.
—¿Pero cómo prevenirle para que su ataque coincida con el nuestro?
—Es muy fácil; ¿ve vuecencia aquel árbol solitario cuya cima domina la altura?
—Sí.
—Tengo orden de cortar el trozo superior del mismo en el preciso momento en que vuecencia empiece el ataque; esta señal será la de cargar sobre el enemigo.
—¡Vive Dios! exclamó el presidente, ese hombre nació general; nada le pasa por alto; ve, sube al árbol ese y está preparado; cuando veas que yo blanda la espada, de un machetazo desmóchalo.
—¿Y después qué haré? preguntó López.
—Lo que quieras.
—Está bien, me reuniré a mi amo.
López tomó su caballo de manos del asistente que lo sujetaba de las bridas, y se encaminó tranquilamente hacia el árbol.
Miramón dividió su infantería en tres cuerpos y colocó de reserva a su caballería.
Tomadas ya todas las disposiciones, las tropas empezaron el ascenso de la altura.
—¡Adelante! ¡adelante! gritó Miramón una vez en la cúspide de ésta, mientras blandía su espada y corría a escape cuesta abajo seguido de los suyos.
López, al ver que el presidente blandía su espada, de un sólo machetazo cortó la cima del árbol a que estaba subido, y luego se bajó, montó a caballo y se lanzó en pos del ejército. La aparición súbita de las tropas de Miramón produjo un desorden espantoso en el campamento de los puros, que estaban muy distantes de esperar un ataque tan inopinado y vigoroso, toda vez que sus espías les habían asegurado que en el campo no se veía soldado alguno.
Los puros se abalanzaron a sus armas y los oficiales ensayaron organizar la resistencia; pero antes no hubieron formado filas, las tropas del presidente ya se les habían echado encima y les atacaban con furia a los gritos de:
—¡Viva Méjico! ¡Miramón! ¡Miramón!
Los generales que mandaban a los puros, animosos e inteligentes, se multiplicaban para resistir; a la cabeza de los suyos que ya se habían armado y bien o mal formado filas, abrieron un fuego mortífero ayudados de la artillería que había tomado posiciones.
La acción se hizo empeñada. Los juaristas contaban con la ventaja numérica, y repuestos del pánico que experimentaran al principio, era de temer que de prolongarse el combate iban a tomar la ofensiva.
En esto se oyeron formidables gritos a retaguardia de los puros, sobre quienes se precipitó una nube de jinetes lanza en ristre.
Cogidos entre dos enemigos, los juaristas se creyeron vendidos, se les desvaneció la cabeza y empezaron a desbandarse.
La caballería de Miramón entró en línea de batalla en este momento y cargó reciamente sobre el enemigo.
Entonces la lucha degeneró en matanza; ya no fue combate, sí una carnicería espantosa. Los juaristas, cogidos por frente, flanco y retaguardia, no pensaban ya sino en abrirse paso.
Empezó la retirada, que pronto se convirtió en derrota completa.
El general Berriozábal, el general Degollado, sus hijos, dos coroneles, todos los oficiales del estado mayor, catorce cañones, gran cantidad de municiones y de armas y más de 2,000 prisioneros cayeron en poder de Miramón, que por su parte experimentó unas 18 bajas entre muertos y heridos.
La batalla sólo había durado veinticinco minutos. La caprichosa fortuna concedía una postrer sonrisa a aquel a quien resolviera perder.
La imprevista, brillante y completa victoria alcanzada por Miramón sobre aguerridas tropas mandadas por oficiales de nombradía, devolvió súbitamente el aliento y la esperanza a los despavoridos partidarios del presidente de la república.
Se modificó hasta tal extremo el espíritu de los soldados, que éstos no dudaron ya del triunfo de su causa y aun hubo instantes en que llegaron a considerarla casi como definitivamente ganada.
Únicamente Miramón, en medio de la alegría general, no se forjaba ilusiones sobre el alcance de la victoria que consiguiera: para él el nuevo lustre que había añadido a su por tanto tiempo victoriosa espada no era sino el último y brillante resplandor que arroja la antorcha próxima a apagarse.
El general conocía demasiado a fondo la situación precaria a que se veía reducido para sustentar por un solo instante engañosas esperanzas; agradecía sí en su fuero interno, a la fortuna, la última sonrisa que ésta se dignara dirigirle y que le evitaría bajar del poder como un hombre vulgar.
Cuando la caballería lanzada en pos de los fugitivos para impedirles que se rehiciesen se hubo por fin reunido al grueso del ejército, que se había quedado en el campo de batalla, Miramón, después de haber concedido a los suyos dos horas de descanso, dio la orden de regresar a Méjico.
La vuelta del cuerpo expedicionario a la capital distó mucho de ser tan rápida como la ida a Toluca: los caballos, fatigados, avanzaban penosamente; la infantería iba a pie para escoltar a los prisioneros; además, los cañones y la numerosa impedimenta de que se apoderaran y seguían al ejército no podían pasar sino por caminos anchos y expeditos, lo que obligó al general Miramón a tomar por la carretera, ocasionándole esto el retardo de algunas horas.
Eran las diez de la noche cuando la vanguardia del cuerpo expedicionario llegó a las garitas de Méjico.
La noche estaba oscurísima; sin embargo, la capital aparecía en medio de las tinieblas iluminada por un número considerable de luces.
Las buenas como las malas noticias se propagan con rapidez extraordinaria; quien pueda, resuelva este problema casi insoluble, pero lo cierto es que apenas había terminado en Toluca la batalla, cuando en Méjico conocían ya el resultado. El rumor de la brillante victoria alcanzada por Miramón había corrido inmediatamente de boca en boca sin que nadie supiese a quien se lo oyera referir.
A la nueva de aquel inesperado triunfo, se despertó la alegría de todos, el entusiasmo llegó a su colmo y por la noche la ciudad se encontró espontáneamente iluminada.
El ayuntamiento, en corporación, aguardaba al presidente en la entrada de la ciudad para felicitarle; las tropas desfilaron entre dos apretadas vallas formadas por el pueblo, que profería entusiastas aclamaciones, mientras agitaba pañuelos y sombreros y disparaba petardos en señal de regocijo; las campanas, a pesar de la hora avanzada de la noche, sonaban a todo vuelo, y las numerosas tejas de los curas confundidos entre la muchedumbre, demostraban que curas y frailes, tan retraídos el día anterior para con el hombre que siempre les sostuviera, a la noticia de la victoria de Toluca habían sentido súbitamente despertar su adormecido entusiasmo.
Miramón pasó por en medio de aquella compacta multitud, tranquilo e impasible, devolviendo con imperceptible expresión de ironía los saludos que a derecha y a izquierda incesantemente le dirigían, y una vez delante de su palacio, se apeó.
Ante la puerta de éste y un tanto separado de la misma, había un hombre en pie, inmóvil y risueño; era el aventurero.
Al verle, Miramón no pudo reprimir un gesto de alegría, y dirigiéndole hacía él, le dijo:
—Venga V., amigo mío.
Y con estupefacción de la muchedumbre, asió del brazo al aventurero y penetró con él en palacio.
Una vez en el gabinete particular en el cual solía dedicarse al trabajo, el presidente se dejó caer en una silla de brazos, con un pañuelo se enjugó el sudor que le corría por la frente, y exclamó con acento de mal humor:
—¡Uf! estoy quebrantado. Fecunda en peripecias fue la jornada.
—Sí, repuso afectuosamente el aventurero; y me place oírle hablar a V. así, general, pues temía que no le hubiese embriagado el humo de la victoria.
—¿Por quién me toma V.? profirió Miramón. Triste concepto tiene V. de mí si supone que va a cegarme un triunfo que, por muy brillante que parezca, no es sino una victoria más, pero cuyos resultados serán nulos para la causa que sostengo.
—Demasiado cierto es lo que V. dice, general.
—¿Usted cree que lo ignoro? Mi caída es inevitable; lo único que me habrá aprovechado esa batalla será prorrogarla por unos días más. Sí, debo caer, porque a pesar de los gritos de entusiasmo de la muchedumbre, siempre voluble y fácil de engañar, lo que hasta lo presente ha constituido mi fuerza y me ha sostenido en la lucha que he empeñado, me abandonó para más no volver; siento que el espíritu de la nación no está ya conmigo.
—Tal vez exagera V., general. De dar V. dos batallas más como la de hoy, quizá recobre V. cuanto ha perdido.
—El buen éxito de la de hoy se lo debo a V., amigo mío; gracias a la brillante carga que V. dio por retaguardia, el enemigo se desmoralizó y por consiguiente quedó vencido.
—Se obstina V. en verlo todo tenebroso, general; le repito que con otras dos victorias como la de hoy está V. salvado.
—Como me den tiempo las libraré, dijo Miramón. Si en vez de encontrarme solo y acorralado en Méjico pudiese todavía contar con generales devotos en campaña, después de la victoria de hoy todo podía haberse reparado.
En esto la puerta del gabinete se abrió para dar paso al general Cobos.
—¡Ah! ¿es V. mi querido general? profirió el presidente tendiendo la mano al recién llegado y recobrando súbito un gesto risueño. ¿A qué debo tan agradable visita?
—Ruego a su señoría me perdone si me atrevo a presentarme sin haberme hecho anunciar, dijo Cobos; pero tengo que comunicar a vuecencia una noticia grave que no consiente dilaciones.
El aventurero hizo ademán de retirarse.
—Quédese V., le dijo Miramón deteniéndole con el gesto; hable V. general.
—Señor presidente, repuso Cobos, entre el pueblo y los soldados reina el mayor desorden: la inmensa mayoría de ellos pide a grandes voces que sean inmediatamente fusilados por traidores a la patria los oficiales hechos prisioneros hoy.
—¿Cómo? profirió Miramón levantándose como impulsado por un resorte y poniéndose un tanto pálido; ¿qué me está V. diciendo, general?
—Si su señoría se toma la molestia de abrir las ventanas de este gabinete, dijo Cobos, oirá los gritos de muerte que profieren a una el ejército y el pueblo.
—¡Ah! murmuró Miramón, ¡asesinatos políticos cometidos impasiblemente después de la victoria! ¡Nunca consentiré en autorizar crímenes tan odiosos! No y mil veces no; a lo menos por lo que a mí respecta no sucederá. ¿Dónde están los oficiales prisioneros?
—En el patío del palacio, vigilados por guardias de vista.
—Dé V. orden de que inmediatamente los conduzcan a mi presencia. Vaya V., general.
—¡Ay amigo mío! exclamó el presidente con desaliento, tan pronto quedó a solas con el aventurero, ¿qué puede esperarse de una multitud desenfrenada? Y sin embargo, el pueblo mejicano no es malo; lo que le ha vuelto cruel es la larga esclavitud en que ha gemido y las interminables revoluciones de que por espacio de cuarenta años ha sido víctima. Sígame V.; es menester concluir.
Miramón abandonó el gabinete, seguido del aventurero, entró en un salón inmenso donde se encontraban reunidos sus más acérrimos partidarios, y se sentó en un sitial colocado en lo alto de dos gradas, preparado para él en el testero, y los oficiales que habían permanecido fieles a su causa se agruparon al punto a derecha y a izquierda.
A una seña amistosa de Miramón, el aventurero se había quedado al lado de éste, demostrando aparentemente la mayor indiferencia.
En esto se oyeron, fuera del salón, rumor de pasos y refregar de armas, y seguidamente después y precedidos del general Cobos penetraron en la vasta estancia los oficiales prisioneros; los cuales, por más que fingiesen la más completa tranquilidad, no dejaban de experimentar alguna zozobra respecto del fin que les reservaba el destino, pues habían oído las voces que profiriera el pueblo y conocían las malas disposiciones en que contra ellos estaban los partidarios de Miramón.
Él que iba a la cabeza de los prisioneros era el general Berriozábal, joven de treinta años a lo sumo, de rostro expresivo, facciones correctas e inteligentes y andar noble y desembarazado; luego venía el general Degollado, entre sus dos hijos, y por fin dos coroneles y los oficiales que componían el estado mayor del primero de los mencionados generales.
Los prisioneros avanzaron con paso firme hacia el presidente, el cual se levantó con presteza y salió al encuentro de aquéllos, a quienes, después de saludarlos galantemente, dijo:
—Caballeros, deploro que las circunstancias en que por desgracia nos encontramos no me permitan devolver a Vds. inmediatamente la libertad; sin embargo y por cuantos medios estén a mi alcance, procuraré hacerles más suave un cautiverio que espero no será de larga duración. Ante todo sírvanse Vds. recobrar sus espadas que con tanta honra ciñen y de las que siento haberles privado.
Miramón hizo una seña al general Cobos, que se apresuró a restituir a los prisioneros las armas de que les despojaran, y que éstos recibieron con gozo.
—Ahora, caballeros, continuó el presidente, dígnense Vds. aceptar la hospitalidad que les ofrezco en este palacio, donde serán tratados con todas las consideraciones debidas a su desgracia; no exijo sino su palabra de soldados y de caballeros de que no saldrán sin autorización mía, no porque yo dude de su palabra de honor, y sí con el fin de librarles de las tentativas de gentes mal dispuestas respecto de Vds. y agriadas por los sufrimientos de una guerra prolongada. Quedan Vds. pues prisioneros bajo palabra y libres de obrar como más bien les parezca.
—Señor general, profirió Berriozábal en nombre de todos, le agradecemos a V. sinceramente su cortesía para con nosotros; no podíamos esperar menos de su reconocida generosidad. La palabra que V. nos exige, se la damos, y no usaremos de la libertad en que nos deja sino en los límites que V. juzgue conveniente. Prometemos a V. no intentar en modo alguno reconquistar nuestra libertad sin que V. nos haya relevado de la palabra.
Después de cruzarse algunos otros cumplidos entre el presidente y los generales, los prisioneros se retiraron a las habitaciones que les asignaron.
En el momento en que el general Miramón se disponía a entrar nuevamente en su despacho, el aventurero le detuvo con viveza, y designando a un oficial superior que al parecer se esforzaba en esconderse entre los grupos, le dijo en voz baja y trémula:
—¿Conoce V. a ese hombre?
—Ya lo creo, respondió el presidente; hace solamente algunos días que se ha afiliado a mi causa y me ha prestado ya importantísimos servicios; es español y se llama Antonio Cacerbar.
—¡Oh! ya sé como se llama, repuso el aventurero; también yo le conozco hace mucho tiempo por desgracia, general; ese hombre es un traidor.
—¡Bah! V. se chancea.
—Le repito a V., general, que ese hombre es un traidor; estoy seguro de ello.
—No insista V. más, se lo ruego, amigo mío, repuso Miramón con viveza. Buenas noches; hasta mañana. Deseo hablar con V. de asuntos de importancia.
Y después de haber dirigido al aventurero una señal afectuosa con la mano, el presidente penetró en su despacho, cuya puerta se cerró tras él.
El aventurero permaneció inmóvil por espacio de algunos segundos, dolorosamente afectado por la incredulidad de Miramón, y luego murmuró con tristeza:
—¡Oh! Dios quita la razón a los que quiere perder. Ahora todo ha concluido; ese hombre está irremisiblemente condenado, perdida su causa.
El aventurero se salió del palacio, pábulo de las más siniestras previsiones.
Como hemos dicho, el aventurero se salió del palacio de la presidencia. La plaza Mayor estaba desierta; la efervescencia popular se había calmado con la rapidez con que se levantara. Gracias a la intervención de algunos personajes influyentes, los soldados se habían retirado a sus cuarteles, y los léperos y otros ciudadanos del mismo jaez, que componían la mayoría del populacho, al ver que decididamente no quedaba que hacer y que las víctimas a las que codiciaban se les escapaban definitivamente de las manos, después de vociferar por un rato para consolarse acabaron por retirarse también.
Únicamente López había permanecido inmóvil en su puesto. Obedeciendo a una orden del aventurero, había aguardado a éste a la puerta del palacio presidencial.
Cuando López vio abrirse las puertas del palacio, comprendió que únicamente podía salir de él su amo; así es que sin tardanza se reunió a éste.
—¿Qué novedades ocurren? le preguntó el aventurero poniendo el pie en el estribo.
—Nada importante.
—¿Estás seguro?
—Casi casi; sin embargo, ahora que caigo en ello, me parece que vi salir de palacio a un sujeto que no me es desconocido.
—¿Hace mucho?
—Veinte minutos a lo más; pero temo haberme equivocado, porque el sujeto que digo usaba un traje tan distinto del en que le conocí y me ha vagado tan poco el verle, que...
—¿Y a quién creíste reconocer en él? interrumpió el aventurero.
—Tal vez no dé V. crédito a mis palabras si le digo que a don Antonio Cacerbar, mi antiguo herido.
—Al contrario, como que le vi en palacio.
—¡Demonios! entonces siento no haber escuchado su conversación.
—¿Qué conversación? ¿Dónde y con quién habló? Di o te estrangulo.
—A eso voy, mi amo. Cuando don Antonio salió de palacio todavía quedaban algunos grupos en la plaza, y de uno de ellos se separó un hombre para acercarse a aquél.
—¿Conociste quién era el individuo ese?
—No, pues llevaba un amplio sombrero de piel de vicuña derribado sobre los ojos e iba embozado hasta las narices; demás de que en tal instante estaba ese sitio casi ya completamente oscuro.
—Al grano, al grano, dijo el aventurero con impaciencia.
—Don Antonio y el desconocido se pusieron a hablar en voz baja.
—¿Y no cogiste al vuelo palabra alguna?
—Algunas, muy pocas, pero sin ilación.
—Dilas.
—« ¿Conque estaba ahí? » dijo uno. La respuesta no la oí. « ¡Bah! no se atreverá », continuó el primero. Luego siguieron hablando tan quedo, que no oí más. A poco, sin embargo, el primero profirió: « Es preciso ir allá ». « Muy tarde es », replicó el otro, y después no oí más que estas dos palabras: Palo Quemado. Los interlocutores cruzaron todavía algunas más en voz baja, y se separaron, el primero en dirección a los portales y don Antonio dobló a la derecha como si quisiese encaminarse hacia el paseo de Bucareli; pero se habrá detenido en alguna casa, porque no es probable que a estas horas se le haya ocurrido ir a pasearse solo por tal sitio.
—Pronto lo sabremos, repuso el aventurero subiéndose sobre su caballo; dame mis armas y sígueme. ¿Están descansados los caballos?
—Sí, señor, respondió López dando al aventurero un fusil de dos cañones, un par de revólveres y un machete. Según me ha ordenado usted, fui al corral donde dejé nuestros cansados caballos, ensillé al Mono y al Zopilote, que son estos dos, y me vine para aguardarle a V.
—Has hecho bien; adelante.
El aventurero y López se alejaron, atravesaron la desierta plaza, y después de dar algunos rodeos, indudablemente con el propósito de desorientar a los espías que tal vez les acechaban en medio de las tinieblas, se encaminaron hacia el paseo Bucareli.
En Méjico, tan pronto cierra la noche, está prohibido, salvo permiso que se obtiene muy difícilmente, transitar a caballo por las calles; sin embargo, el aventurero se preocupaba poco, al parecer, con semejante prohibición; a bien que su audacia estaba perfectamente justificada por la aparente indiferencia de los celadores que en gran número encontraban a su paso y les dejaban galopar a su antojo sin hacer protesta alguna respecto del particular.
Una vez los dos jinetes estuvieron a bastante distancia del palacio de la presidencia para no temer ya que les siguiesen, cada uno de ellos sacó un antifaz negro de su bolsillo y se cubrió con él el rostro, para evitar que aun en medio de la obscuridad pudiesen conocerles, y luego anudaron la marcha, no deteniéndose hasta que hubieron llegado al paseo Bucareli. Entonces el aventurero tendió a su alrededor una mirada investigadora y dio un prolongado y agudo silbido.
Al punto y de la oquedad de una puerta se destacó una sombra, más bien dicho, un hombre, que avanzó hasta el medio de la calle, donde se detuvo sin proferir palabra.
—¿Pasó alguien por aquí durante los tres últimos cuartos de hora? preguntó el aventurero.
—Sí y no, respondió lacónicamente el desconocido.
—Explícate.
—Vino un hombre que se detuvo delante de la casa que está a la derecha de V., dio dos palmadas, y a poco se abrió una puerta, por la que salió un peón conduciendo de la brida a un caballo pío y llevando sobarcada una capa con vueltas encarnadas.
—¿Cómo pudiste enterarte de tales pormenores estando como está tan oscura la noche?
—El peón traía una linterna. El hombre de que le hablé a V. le dio un sofión por su imprudencia, de una manotada tiró por el suelo la luz, y en pisoteándola se echó la capa sobre los hombros.
—¿Qué traje vestía el hombre ese?
—Uniforme de oficial superior de caballería.
—¿Qué más pasó?
—El militar entregó su sombrero de plumas al peón, el cual entró en la casa para salir de nuevo y al instante trayendo un sombrero de piel de vicuña con golilla de oro, un par de pistolas y un fusil; luego calzó unas espuelas de plata al oficial, que tomó las armas, se puso el sombrero, subió a caballo y emprendió la marcha.
—¿Qué dirección tomó?
—La de la plaza Mayor.
—¿Y el peón?
—Se metió otra vez en la casa.
—¿Estás seguro de que uno ni otro te vieron?
—Lo estoy.
—Está bien, vigila, y adiós.
—Adiós, repitió el desconocido perdiéndose en medio de las tinieblas.
El aventurero y su peón volvieron grupas, y a no tardar llegaron a la plaza Mayor, que atravesaron sin detenerse.
Al parecer, don Jaime sabía qué dirección seguir, pues galopaba sin perplejidades al través de las calles. Cuando llegó a la garita de San Antonio, empezaban ya a entrar en la ciudad algunos hortelanos.
Al encontrarse no seis cientos pasos de la garita, en un sitio donde el camino forma una encrucijada en cuyo centro se levanta una cruz de piedra a la que afluyen seis carreteras bastante anchas pero mal conservadas, el aventurero se detuvo nuevamente y dio otro silbido, a cuyo son se levantó un hombre que estaba tendido al pie de la mencionada cruz y que permaneció en actitud del que aguarda que le interroguen.
—¿Ha pasado por aquí un sujeto montado en un caballo pío y tocado con un sombrero con golilla de oro? preguntó el aventurero.
—Sí, señor, respondió el interpelado.
—¿Hace mucho tiempo?
—Una hora.
—¿Iba solo?
—Solo.
—¿Qué dirección tomó?
—Ésta, respondió el desconocido tendiendo el brazo hacia el segundo camino de la izquierda.
—Perfectamente.
—¿Me voy con V.?
—¿Dónde está tu caballo?
—En un corral próximo a la garita.
—Lejos está; no puedo aguardarte. Vigila. Adiós.
—Vigilaré, repuso el desconocido tendiéndose nuevamente al pie de la cruz.
Los dos jinetes anudaron su marcha.
—Realmente se dirige al Palo Quemado, dijo don Jaime; allá daremos con él.
—Es probable, profirió López con la mayor impasibilidad; y hasta me parece imposible que no lo haya yo adivinado más pronto.
Los dos jinetes galoparon por espacio de una hora, sin cruzar palabra, y al final de ella percibieron a corta distancia una mole sombría cuyo negro bulto se destacaba sobre la menos densa oscuridad del campo que la rodeaba.
—Ahí el Palo Quemado, dijo don Jaime.
—Sí, repuso López.
Ambos avanzaron unos pasos más y se detuvieron.
De improviso un perro se puso a ladrar desaforadamente.
—¡Demonios! es preciso no detenernos, dijo el aventurero, ese maldito animal nos delataría.
Los dos jinetes espolearon a sus monturas y partieron a escape.
Poco después los ladridos del perro degeneraron en sordos gruñidos y por último el animal se calló del todo.
Los jinetes se detuvieron, y don Jaime se apeó y dijo a López:
—Oculta los caballos por ahí cerca y aguárdame.
López, que no era hablador, cumplió sin chistar las órdenes de su amo.
El cual después de haber inspeccionado sus armas con la mayor escrupulosidad para en el probable caso de tener que servirse de ellas estar seguro de que no le darían higa, se tendió en el suelo, boca abajo, como un indio de las altas sabanas, y con movimiento undulatorio, lento y casi imperceptible, avanzó hacía el rancho del Palo Quemado, y poco antes de llegar a éste, vio lo que hasta entonces no advirtiera, o si decimos unos diez o doce caballos arrendados y gran número de hombres que, tendidos en el suelo, estaban durmiendo.
Inmóvil delante de la puerta del rancho y sin duda colocado en tal sitio para velar por la seguridad general, había un hombre armado de una larga lanza.
El aventurero se detuvo: la situación era peligrosa; fueren cuáles fuesen los individuos reunidos en el rancho, no habían descuidado precaución alguna para el caso en que hubieran querido sorprenderles.
Sin embargo, cuanto mayores parecían las dificultades, más comprendía el aventurero la importancia del secreto que él anhelaba sorprender. Por lo tanto y pese al inminente peligro que debiese arrostrar, resolvió saber quiénes eran los miembros de aquella reunión clandestina y por qué se habían congregado.
El lector conoce lo bastante al aventurero a quien le hemos dado a conocer bajo distintos nombres, para adivinar que una vez resuelto a seguir adelante no titubearía en hacerlo.
En efecto, don Jaime puso en obra su plan, pero redoblando la prudencia y sobre todo las precauciones; no avanzando, por decirlo así, sino paso a paso y arrastrándose con la silenciosa elasticidad de un reptil.
Lo que también hizo el aventurero, fue que en vez de dirigirse en línea recta hacia el rancho, lo rodeó con objeto de cerciorarse de que además del centinela colocado delante de la puerta no tenía que temer verse descubierto por alguno que vigilase emboscado en la trasera del edificio.
El aventurero que, según había previsto, notó que el rancho sólo estaba vigilado en la parte delantera, se levantó y examinó los alrededores cuanto se lo permitieron las tinieblas, y descubriendo un corral, cerrado por un seto vivo, que se unía a la habitación, y que al parecer estaba desierto, buscó una abertura por la cual poder deslizarse al interior, lo que consiguió después de algunos minutos de tanteo.
Don Jaime penetró pues en el corral, y siguiendo adelante arrimado al seto, poco después llegó casi hasta el pie de la pared del rancho.
Lo que más admiraba a nuestro excursionista nocturno era que no hubiese sido venteado y perseguido por el perro que por modo tan ruidoso anunciara su llegada.
Ahí lo que había sucedido: los extranjeros reunidos en el rancho, desasosegados por los ladridos del perro y temiendo que éstos no revelasen su sospechosa presencia a los indios que en aquella hora se encaminaban hacia la ciudad para vender sus mercaderías, habían ordenado al ranchero que hiciese entrar al perro en el interior de su casa y le encadenase en sitio bastante recóndito para que desde fuera no pudiese oírse su voz en el caso de que se le antojase anudar sus ladridos.
Este exceso de prudencia por parte de los huéspedes interinos del rancho, permitió al aventurero acercarse no solamente sin que le descubriesen, sino también sin despertar sospecha alguna.
Don Jaime, por más que ignorase la particularidad de que hemos hecho mérito, dio mentalmente gracias a Dios por haberle librado de un vigilante tan incómodo, y siguiendo adelante con los ojos fijos en la pared frontera, llegó a una puerta que por un descuido inconcebible sólo estaba entornada y que cedió a la ligera presión que le imprimió aquél. Dicha puerta daba a un pasillo obscuro, pero un tenue rayo de luz que pasaba al través de las mal unidas tablas de otra puerta, reveló a don Jaime el sitio donde, según todas las probabilidades, estaban congregados los extranjeros.
El aventurero se acercó de puntillas, miró al través de la hendedura, y vio, en medio de una sala bastante capaz, por lo que podía colegirse, una mesa atestada de vasos y botellas, alumbrada solamente por un humoso candil colocado en uno de los esquinazos de la misma, y en torno de ella a tres sujetos embozados en sendas y tupidas capas; los cuales bebían y charlaban como quien está seguro de no ser escuchado.
Don Jaime conoció en seguida a los mencionados sujetos, que no eran otros que don Felipe Neri Irzabal, don Melchor de la Cruz y don Antonio Cacerbar.
—¡Por fin voy a saberlo todo! dijo entre sí el aventurero, estremeciéndose de gozo y prestando oído atento.
Don Felipe, que en aquel instante hacía uso de la palabra, parecía estar un tanto alegre y sostenía con inquebrantable pertinacia una condición que quería imponer a sus dos interlocutores y éstos no querían aceptar en modo alguno.
—No, no, no, y no, señores, decía Irzabal; es inútil que insistan Vds.; no les entregaré la carta que me exigen; soy hombre cabal y esclavo de mi palabra.
—¿Pero no ve V., replicó don Melchor, que si se empeña en conservar en su poder esa carta, que sin embargo debe entregarnos, pues así se lo ordenaron, nos veremos en la imposibilidad de llenar la comisión que nos han conferido?
—¿Qué crédito van a darnos las personas con las cuales debemos entendernos, arguyó Cacerbar, si no podemos demostrarles que estamos para ello debidamente autorizados?
—Esto no me atañe; en el mundo cada cual trabaja para sí; soy hombre cabal y debo velar por mis intereses como por los suyos velan ustedes.
—¿Pero V. no conoce que lo que está diciendo es absurdo? exclamó don Antonio con impaciencia. En este negocio arriesgamos nuestra cabeza.
—Puede, profirió Irzabal; pero cada cual hace lo que más bien le parece. Yo soy hombre cabal, y marcho en línea recta. Vds. no conseguirán la carta a menos que no me den lo que les pido. Nada más entiendo. ¿Por qué, según el pacto estipulado con el general, no le pusieron Vds. al cabo del negocio de hoy?
—Ya le demostramos a V. que esto era imposible, a causa de haber resuelto de improviso esta salida.
—¡Bah! ¡de improviso! Compónganselas ustedes como puedan con el general en jefe; yo me lavo las manos.
—¡Basta de necedades! dijo don Antonio con aspereza. ¿Quiere V. o no quiere entregar a este caballero o a mí la carta que para nosotros le dio el presidente?
—No, respondió sin ambages don Felipe, a menos que me libren Vds. un vale por diez mil pesos fuertes. Ya ven Vds. que es una bicoca.
—¡Jum! murmuró entre sí el aventurero; en efecto, un autógrafo de Juárez es precioso; no lo regatearía yo si me lo ofreciesen.
—Lo que está V. haciendo es un robo indigno, exclamó don Melchor de la Cruz.
—¿Y qué? profirió Irzabal con amarga ironía; si yo robo, Vds. son unos traidores y por lo tanto somos tal para cual.
Cacerbar y de la Cruz, al oír un insulto tan desembozado se levantaron como impulsados por un resorte.
—Partamos, dijo don Melchor; este hombre es un bruto que no quiere atender a nada.
—Lo más expedito es ir a ver al general en jefe para que nos vengue de este borracho, repuso don Antonio.
—Vayan Vds., dijo el guerrillero riéndose socarronamente; vayan, y feliz viaje; yo me quedo con la carta, por la que tal vez encuentre quien me dé un buen pico.
Al oír esta amenaza, don Antonio y don Melchor cruzaron una mirada y llevaron las manos a sus armas; pero después de titubear por espacio de un segundo, encogieron los hombros y abandonaron la sala.
Poco después se oyó, fuera del rancho, el rápido galopar de muchos jinetes que se alejaban.
—Se marcharon, murmuró Irzabal escanciándose un vaso de mezcal, que apuró de un trago; y corren como si el diablo hubiese cargado con ellos... Están furiosos; pero ¡bah! ¿Y a mí que me importa? He conservado en mi poder la carta.
Mientras formulaba en alta voz este soliloquio, el guerrillero puso de nuevo el vaso sobre la mesa; pero prontamente se estremeció: ante él estaba en pie e inmóvil un hombre embozado hasta los ojos en amplia capa y empuñando en cada mano un revólver de seis tiros, cuyos cañones estaban dirigidos al pecho de aquél.
Irzabal hizo un repentino gesto de espanto al ver ante sí una aparición para él tan inesperada.
—¿Qué quiere V.? preguntó el guerrillero, sereno del todo por la sacudida que experimentara.
—Como profiera V. una voz o se mueva, dijo en voz torda el desconocido, le levanto la tapa de los sesos.
Oculto tras la puerta del corredor, el aventurero había oído toda la conversación de los tres sujetos reunidos en la sala, y cuando Cacerbar y Cruz se hubieron levantado, ignorando aquél por qué puerta saldrían los mencionados sujetos, había abandonado su puerta, ido al corral y, hecho un ovillo al pie del seto, aguardado por espacio de algunos minutos; pero al ver que todo continuaba envuelto en el más absoluto silencio, se arriesgó a salir de su escondite, a penetrar de nuevo en el pasillo y a acercarse otra vez a la puerta para mirar al través de la hendedura.
Don Antonio y don Melchor habían salido; en la sala sólo quedaba Irzabal.
El aventurero, en virtud de una resolución tomada sobre la marcha, metió la hoja de su cuchillo entre el pestillo de la cerradura y el cajo, abrió sin ruido y se acercó silenciosamente al guerrillero, a quien se reveló del modo que ha visto el lector en el final del capítulo precedente.
Sin embargo de que el guerrillero era valiente, la repentina aparición del aventurero y la vista de los revólveres apuntados a su pecho le perturbaron.
Don Jaime se aprovechó de este instante de postración, para, sin desmontar sus pistolas, ir a cerrar la puerta por la cual salieran don Antonio y don Melchor, y después de cerrarla por dentro para evitar toda sorpresa, se acercó de nuevo y pausadamente a la mesa, se sentó en un taburete, colocó los revólveres ante sí, y dejando caer el embozo de su capa, dijo:
—Hablemos.
No obstante haber el aventurero pronunciado esta palabra en voz casi suave, Irzabal experimentó una sensación singular.
—¡El Rayo! exclamó éste al ver la negra carátula que cubría el rostro de su interlocutor.
—¡Ja! ¡ja! profirió don Jaime riéndose con ironía, ¿conque me conoce V., don Felipe?
—¿Qué quiere V.? preguntó éste.
—Muchas cosas, respondió el aventurero; pero como nada nos apresura, procedamos ordenadamente.
El guerrillero se escanció un vaso de refino de Cataluña y lo vació de un trago.
—Vaya V. con cuidado, don Felipe, le dijo el aventurero, el aguardiente de España es fuerte, y se sube con facilidad a la cabeza; atento a lo que va a pasar entre V. y yo juzgo prudente que conserve V. clara la razón.
—Dice V. bien, murmuró el guerrillero, cogiendo la botella por el cuello y estrellándola contra la pared.
Don Jaime se sonrió, y liando un cigarrillo, dijo:
—Veo que tiene V. la memoria feliz y me doy el parabién; creí que me había V. olvidado.
—Me acuerdo perfectamente de nuestro último encuentro en las Cumbres, profirió Irzabal.
—Por supuesto que no ha olvidado V. como terminó nuestra entrevista.
El guerrillero palideció, pero no respondió palabra.
—Ea, continuó don Jaime, veo que la memoria le da higa; si quiere V. que le ayude...
—Es inútil, profirió don Felipe levantando la cabeza y tomando al parecer una resolución definitiva; cuando el acaso me permitió ver sus facciones de V., V. me dijo...
—Ya sé, ya sé, interrumpió el aventurero con viveza. Pues bien, voy a cumplir la promesa que le hice.
—Me alegró, repuso Irzabal con desembarazo; en resumidas cuentas no nos morimos sino una vez, y tanto da hoy como otro día. Estoy a sus órdenes.
—No puede V. imaginarse el gozo que experimento al encontrarle en tan belicosas disposiciones, profirió impasiblemente el aventurero; pero hágame V. el favor de refrenar un tanto sus ímpetus. Todo se andará, nada tema; pero por de pronto no se trata de esto.
—¿De qué, pues? preguntó el guerrillero con extrañeza.
—Voy a decírselo a V.
El aventurero se sonrió de nuevo, apoyó los codos en la mesa, e inclinándose ligeramente hacia su interlocutor, preguntó:
—¿En cuánto quería V. vender a sus nobles amigos la carta que para ellos le entregó el señor don Benito Juárez?
Don Felipe fijó en el aventurero una mirada despavorida, y persignándose murmuró:
—¡Ese hombre es el diablo!
—No tal, replicó don Jaime, pero sé muchas cosas, y en particular respecto de V., mi querido señor, y acerca de los innumerables tráficos a que se ha dedicado; sé el ajuste que hizo V. con un tal don Diego, y además, si V. lo desea, le repetiré de pe a pa la conversación que hace poco sostuvo aquí con don Antonio Cacerbar y don Melchor de la Cruz. Pero vengamos a lo que importa: quiero que V. me dé, no que me venda, la carta de Juárez que trae V. en el bolsillo del dolmán y que se negó V. a entregar a los dignos caballeros cuyos nombres acabo de citar, y además de la carta los demás papeles de que es portador y que supongo son de sumo interés.
—¿Y qué pretende V. hacer con los papeles esos? preguntó el guerrillero, que se había ya repuesto algún tanto.
—Esto no le incumbe a V.
—¿Y si me niego a dárselos?
—Se los tomaré a V. quieras que no.
—Caballero, profirió don Felipe con acento de dignidad que sorprendió a don Jaime, no es de hombres valientes como V. amenazar a quien no puede defenderse; por toda arma no traigo sino un sable, mientras V. va provisto de dos revólveres de seis tiros.
—Esta vez aparentemente está V. en lo justo, repuso el aventurero, y la observación de V. sería acertada, como debiese yo servirme de mis pistolas para obligarle a que satisficiese mi demanda; pero nada tema V., don Felipe, el duelo será leal; no cruzaré sino mi machete con su sable, lo que no sólo restablecerá el equilibrio entre nosotros, sino que le proporcionará a V. una ventaja manifiesta.
—¿Realmente obrará V. como dice, caballero?
—Le doy a V. mi palabra; acostumbro a saldar lealmente mis cuentas con amigos y enemigos.
—¿Usted llama a eso saldar sus cuentas? preguntó con ironía don Felipe.
—No puedo llamarlo de otra manera.
—Pero ¿de qué se origina el odio que V. me lleva?
—¿Odio? lo siento igual por V. como por los demás de su calaña, respondió con aspereza el aventurero; en un momento de farfantonería quiso V. verme el rostro para conocerme más adelante, pese a haberle yo advertido que tal curiosidad le costaría la vida. Tal vez le habría olvidado; pero hoy le encuentro de nuevo en mi camino, con la adición de que trae V. encima unos papeles que me son necesarios de toda necesidad y de los cuales estoy resuelto a apoderarme a toda costa. Así pues, si V. se niega a dármelos buenamente, no puedo apoderarme de ellos sino matándole a V., y le mataré. Le concedo cinco minutos para que reflexione y me diga redondamente si persiste en su negativa.
—Es inútil el plazo; desde ahora le digo a V. que mi resolución es inquebrantable y que no conseguirá lo que se propone sino quitándome la vida.
—Está bien, se la quitaré a V., repuso don Jaime levantándose.
Y tomando las pistolas fue a colocarlas sobre una mesa que había en una de las extremidades de la pieza. Luego, empuñando su machete y acercándose de nuevo a don Felipe, le preguntó:
—¿Está V. preparado?
—Antes de medir nuestras armas, respondió el guerrillero, levantándose, quiero dirigirle dos preguntas.
—Diga V.
—¿El duelo que vamos a efectuar será a muerte?
—Ahí tiene V. la prueba, respondió el aventurero quitándose la carátula y arrojándola lejos de sí.
—Basta; en efecto, uno de los dos vamos a sucumbir; supongamos que sea yo.
—Déjese V. de suposiciones; morirá V.
—Admitido, replicó con la mayor impasibilidad don Felipe; y en este caso ¿me promete V. hacer lo que yo voy a pedirle?
—Cuente V. conmigo si lo que va a pedirme está en mi mano hacerlo.
—Está; no se trata sino de que sea V. mi albacea testamentario.
—Lo seré.
—Pues bien, tengo madre y una hermana, joven aún, que viven con bastante escasez en una casita situada no lejos del canal de las Vigas, en Méjico, y las señas exactas de cuyo domicilio hallará V. entre mis papeles.
—Corriente.
—Deseo que, después de mi muerte, ellas sean herederas de mi fortuna.
—Bien, pero ¿dónde radica la fortuna esa?
—En Méjico; todo mi dinero lo tengo depositado en casa de *** y Ca., banqueros ingleses, a cuyo poder lo hacía llegar yo a medida que lo iba reuniendo. Bastará que presente V. mis papeles para que se lo entreguen a V. peso sobre peso.
—¿Nada más?
—Todavía no he concluido; traigo conmigo muchas letras de cambio por valor, en junto, de cincuenta mil duros contra distintos banqueros de la capital. Dichas letras, me hará V. el favor de hacerlas efectivas y añadir su importe al precedente para entregar luego el total a mi madre y a mi hermana. ¿Me jura V. cumplir mis deseos?
—Le doy a V. mi palabra de caballero.
—Fío en V.; ahora no me queda sino dirigirle una pregunta.
—¿Cuál?
—Nosotros, los mejicanos, manejamos con poca destreza el sable y la espada, a causa de estar prohibido por nuestras leyes el duelo; la única arma de que verdaderamente sepamos servirnos es el cuchillo. ¿Consiente V. en que a él nos batamos? A toda la hoja, por supuesto.
—El duelo que me propone V. es más propio de léperos y de bandidos que no de caballeros, arguyó el aventurero; sin embargo, acepto.
—Le agradezco a V. la condescendencia, dijo Irzabal; y ahora a la buena de Dios; me portaré tan bien como sepa.
—Amén, repuso don Jaime sonriendo.
Esta conversación tan tranquila entre dos hombres próximos a degollarse mutuamente, este singular testamento in extremis dispuesto con impasibilidad tanta y cuya ejecución estaba confiada, en caso de muerte de uno de los dos adversarios, al que sobreviviese, es una de las notas salientes del carácter mejicano; porque sépase que estos pormenores son rigurosamente exactos. El mejicano, aunque valiente por naturaleza, teme a la muerte; pero llegado el momento de arriesgar definitivamente su vida o de perderla, nadie acepta con más indiferencia, con más filosofía que él tan dura alternativa, ni lleva adelante con más indolencia este sacrificio que, en los demás pueblos, no hay quien no lo arrostre con espanto, ni quien, al llevarlo a cumplimiento, no se estremezca instintivamente.
En cuanto al duelo, las leyes mejicanas lo prohíben aun entre los oficiales del ejército; de ahí el gran número de asesinatos y emboscadas que se cometen y arman para lavar afrentas recibidas e imposibles de vengar de otra manera. Únicamente los léperos y las gentes del pueblo se baten a cuchillo.
El duelo de esta naturaleza está ajustado a leyes de las que no es permitido separarse; los adversarios estipulan sus condiciones respecto de la longitud de la hoja, a fin de concertar de antemano la profundidad de las heridas que uno a otro van a inferirse. Así es que se baten a una pulgada, a dos, a la mitad o a la totalidad de la hoja según la gravedad de la ofensa. Los duelistas colocan el pulgar sobre la hoja del cuchillo, a la longitud concertada, y empieza la lucha.
Don Felipe y don Jaime se habían desceñido los sables, inútiles ya, y empuñado cada uno el largo cuchillo que todo mejicano lleva en la bota derecha; luego se quitaron la capa y se la arrollaron respectivamente a su brazo izquierdo, para parar los golpes, cuidando de que pendiera un pedazo de ella en forma de cortina, y por fin se pusieron en guardia, con las piernas separadas y ligeramente encogidas, el cuerpo echado hacía adelante, el brazo izquierdo semitendido y la hoja del cuchillo escondida tras la capa.
El duelo empezó al punto con igual encarnizamiento por parte de los dos duelistas, que giraban y saltaban en torno uno de otro, y avanzaban y retrocedían como dos bestias fieras, mirándose de hito en hito, con la boca cerrada y jadeante el pecho.
Era verdaderamente un duelo a muerte.
Don Felipe poseía, por modo extremo, la ciencia de arma tan temible; muchas veces su adversario vio lucir ante sus ojos el azulado brillo del acero y sintió la aguda punta del cuchillo penetrarle ligeramente en las carnes; pero más impasible que el guerrillero, dejaba que éste se fatigase en vanos esfuerzos, aguardando con la paciencia del tigre al asecho, el momento favorable de acabar de un solo golpe.
Varías veces y rendidos de fatiga se habían los duelistas detenido de común acuerdo para embestirse luego con nueva furia.
La sangre manaba de muchas ligeras heridas que mutuamente se habían inferido el guerrillero y don Jaime, y corría por el suelo.
De improviso don Felipe se replegó sobre sí mismo y saltó hacia adelante con la rapidez de un jaguar; pero resbalando en la sangre, se tambaleó, y mientras ensayaba recobrar su equilibrio, el cuchillo de don Jaime desapareció por entero en su pecho.
El desventurado exhaló un apagado suspiro, arrojó una bocanada de sangre y cayó en tierra cual pedazo de plomo.
Don Jaime se inclinó hasta él; estaba muerto: la hoja del cuchillo le había partido el corazón.
—¡Infeliz! murmuró el aventurero; pero él lo quiso.
En pronunciando este lacónico responso, don Jaime registró el dolmán y las calzoneras de Irzabal, se apoderó de todos los papeles de éste, luego tomó otra vez sus revólveres, se puso nuevamente la carátula, y embozándose como pudo en su desgarrada capa, atravesó el seto sin ser visto por el centinela que permanecía ante la puerta del rancho, y una vez hubo llegado a cierta distancia del Palo Quemado, imitó el silbo del búho.
Casi al punto apareció López conduciendo los dos caballos.
—¡A Méjico! dijo don Jaime saltando sobre la silla; esta vez creo tener segura mi venganza.
Los dos jinetes partieron a escape.
El gozo que el inesperado buen éxito de su expedición infundiera al aventurero, le impedía sentir el dolor de los chirlos, ligeros en verdad, que había recibido en el duelo.
La primera luz del día empezaba a teñir de ópalo el cielo, en el instante en que los dos jinetes llegaron a la garita de San Antonio.
Hacía ya algún tiempo que éstos habían acortado el andar de sus cabalgaduras, quitado las carátulas y repuesto algún tanto el desorden de sus trajes, sucios y echados a perder por las numerosas peripecias de su carrera nocturna.
A algunos pasos de la garita, don Jaime y López se habían confundido entre los grupos de indios que se dirigían al mercado, de modo que les fue fácil penetrar en la ciudad sin ser notados.
Don Jaime se dirigió inmediatamente hacia la casa en que habitaba en la calle de San Francisco, contigua a la plaza Mayor, y una vez en ella despidió a López, que literalmente se caía de sueño a pesar del que echara mientras su amo estuvo en Palo Quemado, y le dio todo el día para él, citándole únicamente para la noche, y luego se retiró a sus habitaciones, o más bien a su cuarto. Era éste una verdadera vivienda espartana; el mobiliario se componía tan sólo de un cuadrado de madera con un cuero de buey que le servía de cama, una vieja silla de montar que hacía las veces de almohada y una piel de oso negro que reemplazaba al cobertor; una mesa atestada de papeles y de libros, un escabel, un cofre que contenía sus ropas, y un astillero lleno de armas de todas clases, completaban, con algunos arreos colgados de la pared, aquel ajuar, entre él que había también una jofaina en su trípode situada detrás de un sarape colocado en forma de cortina en un rincón del cuarto.
Don Jaime se curó las heridas lavándoselas cuidadosamente con agua y sal, según la costumbre india, luego se sentó a la mesa, y empezó a inspeccionar los papeles de que a tanta costa se apoderara y cuya posesión había puesto en peligro su existencia, y a poco quedó absorto por este trabajo, que al parecer le interesaba en grado sumo.
Por fin, a las diez de la mañana el aventurero se levantó, dobló los papeles, los puso en una cartera que se metió en un bolsillo de su dolmán, se echó un sarape sobre los hombros, se cubrió la cabeza con un sombrero de piel de vicuña adornado de ancha golilla de oro, y en este traje tan elegante como pintoresco se salió de su casa.
Como el lector recordará don Jaime había dado a don Felipe palabra de honor de ser su albacea testamentario; para cumplir esta promesa sagrada salía.
A las seis de la tarde y después de haber entregado la herencia a la madre y a la hermana del guerrillero, don Jaime regresó a su casa, a la puerta de la cual encontró a López que, completamente descansado, le estaba aguardando y había dispuesto para su amo una frugal comida.
—¿Hay novedad? le preguntó el aventurero sentándose a la mesa y empezando a comer con apetito.
—Pocas, mi amo, respondió López, sólo vino un capitán ayudante de campo del excelentísimo señor presidente.
—¡Ah! murmuró don Jaime.
—Sí, continuó López, el señor presidente desea que vaya V. a palacio a las ocho.
—Iré; pero ¿aquí acaban tus noticias? ¿luego no saliste?
—Usted dispense, mi amo, como de costumbre fui a la barbería.
—¿Y qué oíste en ella?
—Sólo dos cosas.
—A ver la primera.
—Dicen que los juaristas avanzan a marchas forzadas contra la ciudad y que no están de ella sino a tres jornadas.
—Es bastante verosímil la noticia; en este momento el enemigo debe de estar operando un movimiento de concentración. ¿La otra?
López se echó a reír.
—¿Por qué te estás riendo, botarate? le preguntó don Jaime.
—La segunda noticia que oí es la que me hace reír, mi amo.
—¿Tan chistosa es?
—¡Canario! va V. a juzgar: dicen que esta mañana fue encontrado muerto de una cuchillada, en una sala del rancho del Palo Quemado, uno de los más temibles guerrilleros de don Benito Juárez.
Don Jaime se rió a su vez y dijo a López que le contara como había pasado este suceso.
—Nadie lo sabe, respondió el criado; parece que ese coronel, porque hay que saber que era coronel, había salido a la descubierta hasta Palo Quemado, donde hizo alto para pernoctar. El rancho lo guardaban centinelas apostados en torno de él, y nadie, excepto dos jinetes, se había introducido en el edificio. Pues bien, una vez fuera del rancho los jinetes esos, que sostuvieron una larga conversación con el guerrillero, éste fue encontrado muerto de una cuchillada en el corazón; lo que da pie a suponer que entre el coronel y los dos desconocidos se habrá levantado una disputa y que éstos lo quitaron de en medio. Sin embargo, ocurrió tan a la chita callando el lance, que nadie oyó nada, ni siquiera los soldados que dormían a pocos pasos de la sala donde ocurrió el conflicto.
—Es singular, en efecto, repuso don Jaime.
—Parece, mi amo, continuó López, que el coronel don Felipe Irzabal, que así se llamaba el guerrillero, era un gran tunante; de él se refieren atrocidades.
—Vaya pues, así nada se ha perdido, y no merece que continuemos ocupándonos en él, dijo don Jaime levantándose.
—No necesita de nuestra ayuda para que el diablo cargue con él, profirió López.
—Es probable, con tal que ya no se le haya llevado. Ahora escucha: me voy a dar una vuelta por la ciudad aguardando que den las ocho; a las diez te encontrarás a la puerta de palacio con dos caballos y armas, por si, como anoche, nos vemos obligados a dar un paseo a la luz de la luna.
—Está bien, mi amo; le aguardaré a V. hasta que salga.
—Si no te necesito haré que te avisen.
—Váyase V. tranquilo, mi amo.
Don Jaime se salió, y, como dijera, fue a dar un corto paseo por los portales de la plaza Mayor, a fin de dejarse caer en palacio a la hora exacta que le habían señalado.
En efecto, a las ocho en punto el aventurero llegó a la puerta de palacio, donde le estaba aguardando un ujier, que le introdujo inmediatamente en presencia de Miramón.
El cual se estaba paseando, triste e imaginativo, por un saloncito contiguo a sus habitaciones particulares.
—Bien llegado sea V., dijo el general al ver a don Jaime, serenándosele el semblante y tendiendo afectuosamente la mano a éste; ardía en deseos de verle a V.; es V. el único hombre que me comprende y con quien puedo hablar sin ambages. Siéntese V. ahí, a mi lado, y departamos.
—Está V. triste, general, profirió el aventurero; ¿le ha ocurrido a V. algún percance desagradable?
—No; pero ya sabe V. que desde hace mucho tiempo no se me presentan con frecuencia ocasiones de estar alegre. Acabo de dejar a mi esposa; la pobre teme, no por ella, sino por nuestros hijos; todo lo ve tétrico y prevé desdichas terribles. Ahí por qué estoy triste.
—Pero ¿por qué no aleja V. a su esposa de la ciudad, general, sobre todo cuando ésta puede verse sitiada de hoy a mañana?
—Se lo he propuesto ya repetidas veces, y he insistido ensayando darle a comprender que el interés de nuestros hijos y su seguridad lo exigían imperiosamente; pero se negó. Ya usted sabe cuánto me quiere; para ella no existen sino yo y sus hijos, y no acierta a resolverse. Respecto de mí, no me atrevo a obligarla a que parta; no sé qué hacer; estoy perplejo.
Miramón volvió la cabeza y ahogó un suspiro.
Los dos interlocutores permanecieron silenciosos por espacio de algunos segundos.
Don Jaime comprendió que correspondía a él dar un nuevo sesgo a la conversación. Así es que preguntó:
—¿Y los prisioneros?
—Por este lado todo está en orden; a Dios gracias nada tienen que temer por su seguridad personal. También les autoricé para que fuesen a ver a los amigos y parientes que tienen en la ciudad.
—Más vale así, mi general; le confieso a V. que por un instante temí por ellos.
—Ahora que puedo hablar con toda franqueza, repuso Miramón, le digo a V. que más temí y o todavía, porque en este asunto peligraba mi honor.
—Dice V. bien; pero vamos a ver, ¿tiene V. algún nuevo proyecto?
Antes de responder, el presidente dio una vuelta por el saloncito y levantó una a una las cortinas para asegurarse de que nadie podía escucharle; luego se sentó nuevamente al lado de don Jaime, y dijo:
—Sí, le tengo; quiero acabar de una vez: o sucumbo o mis enemigos van a quedar quebrantados para siempre más.
—Dios quiera que triunfe V.
—Mi victoria de ayer me ha devuelto sino la esperanza, a lo menos el ánimo; quiero intentar un golpe decisivo. Ahora ya no tengo que andarme con contemplaciones; voy a jugar el todo por el todo; quizá me sonría otra vez la fortuna.
Miramón y don Jaime se acercaron entonces a una mesa en que estaba abierto un inmenso mapa de la confederación mejicana, y en el cual se veían clavados en diferentes sitios gran número de alfileres.
—Don Benito Juárez, continuó el presidente, desde su capital, Veracruz, ordenó la concentración de sus tropas y la marcha de éstas sobre Méjico, donde estamos encerrados, y único punto del territorio que en lo presente ocupamos. Mire V., aquí está el cuerpo de ejército del general Ortega, fuerte de once mil hombres, que viene del interior, esto es, de Guadalajara, replegando a su paso todos los pequeños destacamentos diseminados por los campos. Amondia y Gazza, que han seguido la costa, vienen por Jalapa, al frente de seis mil hombres de tropas regulares y flanqueados a vanguardia, a derecha y a izquierda, por las guerrillas de Cuéllar, de Carvajal y de Irzabal.
—En cuanto a este último jefe, dijo el aventurero, no tiene V. que pensar más en él; está muerto.
—Conformes, pero no por eso dejan de existir sus soldados.
—Es cierto.
—Ahora bien, esos cuerpos de ejército que llegan por diferentes puntos a un tiempo, y que, como les dejemos maniobrar, no tardarán en reunirse y en encerrarnos en un círculo de hierro, componen un efectivo de veinte mil hombres, poco más o menos. ¿De qué fuerzas disponemos nosotros para resistirles?
—Pero...
—Voy a decírselo a V.: echando mano de todos los recursos que nos quedan, no podría yo disponer sino de siete mil hombres, y, a lo más, de ocho mil armando a los léperos, etc.; ejército, como V. confesará, por demás débil.
—En campo raso no diré que no; pero aquí, en Méjico, con los ciento veintitantos cañones de que V. dispone, le es fácil organizar una resistencia formal, y si el enemigo se decide a sitiarle a V., antes no consiga apoderarse de la ciudad correrán torrentes de sangre.
—Cuanto dice V. es verdad, amigo mío, repuso Miramón; pero ya V. sabe que soy humano y comedido. La ciudad no está dispuesta a defenderse, y además carecemos de víveres y no sabemos como procurárnoslos, pues el campo está en poder del enemigo. Excepto una extensión de tres o cuatro leguas al rededor de la ciudad, todo nos es hostil. Ya ve V. que con tan desventajosas condiciones serían imponderables los horrores del sitio y los estragos que sufriría la más noble y hermosa ciudad del Nuevo Mundo. Sólo al pensar en el extremo a que se vería reducida esta desventurada población, el corazón se me parte; nunca consentiré en reducirla a tal extremidad.
—Usted habla como hombre generoso y verdaderamente amante de su patria, mi general, dijo don Jaime, y a fe quisiera que sus enemigos le oyesen expresarse de esta suerte.
—Aquéllos a quienes califica V. de enemigos míos, profirió Miramón, en realidad no lo son, lo sé perfectamente: más de una vez me hicieron personalmente proposiciones ofreciéndome condiciones por demás favorables y honrosas; pero aun cuando caiga, quiero ofrecer una particularidad rara en Méjico: la de un presidente de la república derribado por hombres que le estiman y llevándose en su caída las simpatías de sus enemigos.
—No hace mucho tiempo todavía que de haber V. consentido en apartar de sí a ciertos individuos que no nombro, todo se habría arreglado amistosamente.
—Lo sé como V. mismo, pero hubiera sido una mala acción y no quise cometerla. Los individuos a que V. alude, me son devotos y me quieren; caeremos o triunfaremos juntos.
—Son demasiado nobles los sentimientos de usted para que yo los discuta, mi general, dijo el aventurero.
—Gracias, pero volvamos a lo que estábamos diciendo. No quiero que por mi culpa la ciudad se vea expuesta a la destrucción y al saqueo que forman el obligado cortejo de las poblaciones sitiadas.
—Por desgracia, mi general, es lo más probable que acontecería; pero entonces ¿qué resuelve V.? ¿cuáles son sus proyectos? Es obvio que no piensa V. en entregarse a sus enemigos.
—Por un instante tal fue mi resolución; pero renuncié a ella. Vea V. mi plan; es por demás sencillo. He determinado salir de Méjico con unos seis mil hombres, la flor y nata de mis tropas, marchar al encuentro del enemigo, y sorprenderle y batirle por fracciones antes de que sus diferentes cuerpos hayan tenido tiempo de reunirse.
—En efecto, el plan es muy sencillo y ofrece muchas probabilidades de buen éxito.
—Todo depende de la primera batalla; si la gano, mi triunfo es seguro; de no, mi caída es irremediable.
—Dios es grande, mi general, dijo el aventurero. No siempre la victoria sonríe al número.
—En fin, vivir para ver, profirió Miramón.
—¿Y cuándo determina V. poner en ejecución su plan?
—No tardaré sino el tiempo indispensable de prepararlo todo; antes de diez días. Cuento con usted.
—Suyo soy en cuerpo y alma, mi general.
—Me consta, amigo mío; pero basta ya de política. Ahora, como mi esposa desea vivamente verle a V., hágame V. el favor de venirse conmigo a sus habitaciones.
—Me llena de gozo tan galante invitación, mi general: sin embargo, quisiera haber podido hablar con V. de un asunto muy importante.
—Luego, luego; demos un momento de tregua a los negocios; tal vez se trata de una nueva defección o de algún traidor merecedor de castigo. De algunos días a esta parte llegan a mí sobrado malas noticias para que no anhele gozar de algunas horas de respiro. Los negocios malos dejarlos para mañana, como decía no sé quién.
—Sí, pero a veces mañana es tarde, repuso con intención el aventurero.
—A la buena de Dios, gocemos de lo presente, que es el único bien que le queda a quien no le pertenece ya lo porvenir.
Y tomando del brazo a don Jaime, se lo llevó suavemente, sin que éste se atreviese a resistir más, a las habitaciones de la señora de Miramón, mujer seductiva, cariñosa y tímida, verdadero ángel guardián de su esposo, cuyas grandezas la despavorían, y la cual no se sentía venturosa sino en la vida íntima del hogar, entre sus dos hijos.
Una hora después don Jaime salió de palacio y, seguido de López, se fue a la casa del arrabal, en la que encontró al conde y a su amigo que, entregados por completo a su amor e indiferentes a cuanto pasaba en torno suyo, pasaban días enteros al lado de sus respectivas amadas y gozaban, con la dichosa indolencia de la juventud, de lo presente, para ellos tan benigno, sin preocuparse con lo porvenir.
—¡Ah! ¡por fin! profirió gozosamente doña María al ver a su hermano; ¡cuán caro se nos vende V.!
—Los negocios, dijo Jaime sonriendo.
La mesa estaba colocada en medio del comedor, los dos criados del conde, inmóviles delante de los aparadores, se disponían a servir, y León Carral, con una servilleta en el brazo, aguardaba que cada cual ocupase su sitio en torno de la mesa.
—Pues en tan buena coyuntura llego, dijo don Jaime alegremente, por mi vida que no voy a dejarlas a Vds. que cenen solas con esos caballeros, si es que se dignan permitirme que las acompañe.
—¡Qué dicha! exclamó doña Carmen.
Don Jaime, el conde y Domingo ofrecieron respectivamente la mano a doña María, doña Carmen y doña Dolores y las condujeron a las sillas para ellas dispuestas, y luego tomaron asiento a su lado.
La cena fue lo que se debía entre personas que se querían y se conocían de larga fecha, es decir, alegre y llena de animación y de grata intimidad.
Las dos jóvenes no habían experimentado nunca tanta dicha; aquella imprevista fiesta las llenaba de gozo.
Sin que ninguno de los que a la mesa estaban sentados pareciese notarlo, las horas se deslizaban rápidas, hasta que al sonar la medía noche en un péndulo colocado sobre una consola que había en el mismo comedor, las campanadas cortaron súbitamente la conversación.
—¡Virgen santa! exclamó doña Dolores, ¡media noche ya!
—¡Cómo vuelan las horas! dijo con indolencia don Jaime. No hay más, es menester pensar en retirarnos.
Se levantaron todos, y los tres amigos, después de haber prometido visitar de nuevo a las tres reclusas lo más pronto y a menudo posible, se retiraron, dejando a las damas libres de entregarse al descanso.
López estaba aguardando a su amo bajo el zaguán.
—¿Qué ocurre? le preguntó don Jaime.
—Nos están espiando, respondió el peón, conduciéndole hasta la puerta y haciendo correr silenciosamente un postigo sobre una ranura.
Don Jaime miró, y frente por frente de la puerta, casi confundido con la obscuridad que reinaba en una hondura producida por los escombros y los andamios de una casa en reparación, vio a un hombre inmóvil como una estatua y cuya presencia hubiera pasado inadvertida a otro de mirada menos penetrante que la del aventurero.
—Me parece que tienes razón, dijo don Jaime a López; como quiera que sea, es preciso que nos cercioremos de ello; yo me encargo de saber quien es el pájaro ese. Mira, troquemos capa y sombrero y acompaña a estos señores; ese individuo ha visto entrar tres hombres y es menester que vea salir otros tantos. ¡Ea! a caballo y partan Vds.
—A mi ver, dijo Domingo, lo más expedito sería matar a ese hombre.
—El matarlo puede dejarse para luego, repuso don Jaime; ante todo tengo interés en cerciorarme de que realmente es un espía. Nada teman Vds. por mí; antes de media hora estaré con Vds. y les explicaré lo que haya ocurrido entre ese fulano y yo.
—Hasta la vista pues, dijo el conde estrechando la mano a don Jaime.
—Hasta la vista.
Domingo y Luis del Saulay se salieron seguidos de los dos criados de éste, y además de León Carral.
El antiguo servidor de doña María cerró estrepitosamente la puerta tras aquéllos; pero inmediatamente volvió a abrirla sin producir ruido alguno.
Don Jaime se había colocado tras el postigo, desde donde le era fácil observar todos los movimientos del supuesto espía.
Al ruido que produjeron los jóvenes al salir, éste se inclinó vivamente hacia adelante, indudablemente con el objeto de informarse de la dirección que aquéllos tomaban; luego se hundió de nuevo en la penumbra y recobró su marmórea inmovilidad. De esta suerte transcurrió cerca de un cuarto de hora; don Jaime no le perdía de vista. Por fin el desconocido salió de su escondite, tomando toda clase de precauciones, tendió en torno de sí una mirada escrutadora, y tranquilizado por la soledad de la calle, se aventuró a dar algunos pasos; luego tras unos instantes de vacilación avanzó resueltamente hacia la casa, atravesando la calle en línea recta; pero de improviso se abrió la puerta y el desconocido se encontró cara a cara con don Jaime.
El espía o lo que fuese se hizo violentamente atrás e intentó huir, mas el aventurero le asió del brazo, apretándoselo como en un tornillo, y arrastrándole a pesar de la obstinada resistencia que oponía, le condujo hasta el pie de una estatuita de la Virgen que, colocada en un nicho encima de la puerta de una tienda había y ante cuya imagen ardían algunos cirios, y quitando de una manotada el sombrero a su prisionero, le miró atentamente.
—¡Hola! ¿conque es V., señor Jesús Domínguez? dijo don Jaime en voz irónica. Vive Dios que no pensaba encontrarle a V. aquí.
El cuitado miró con ojos lastimeros a aquél en cuyo poder estaba, pero no respondió palabra alguna.
Don Jaime aguardó por espacio de algunos segundos, pero al ver que su prisionero se había encerrado en el más absoluto mutismo, le sacudió con violencia, diciendo:
—¿Vas a responder al fin, gran tunante?
—¡Es el Rayo o es el diablo! murmuró éste con espanto, mientras fijaba su atónita mirada en él que por tal modo sujetado lo tenía.
—Uno de los dos, en efecto, profirió don Jaime con zumba; ya ves que estás en buenas manos. ¿Quieres o no decirme por qué de guerrillero y salteador de caminos te has convertido en espía y quizás y aun sin quizás en asesino en esta capital?
—Mis desventuras me han traído, excelentísimo señor; he sido blanco de la calumnia; mi honra era inmaculada.
—¿Tu honra? el diablo me lleve si creo palabra de lo que dices, repuso el aventurero; te conozco demasiado, pillastre, para que intentes engañarme. ¡Ea! luego y sin tergiversaciones dime la verdad, o te mato como a un zopilote.
—¿Le sería a vuecencia lo mismo apretarme un poco menos el brazo? le tengo ya medio descoyuntado.
—Te suelto, dijo don Jaime; pero como intentes huir, te pesará. Di, escucho.
Domínguez, al sentirse libre de aquel tornillo humano, dio un suspiro de alivio y movió repetidas veces el brazo para restablecer la circulación; luego dijo:
—Primeramente quiero que vuecencia sepa que continúo siendo guerrillero y además que he subido de grado: soy teniente.
—Mejor para ti. Pero vayamos al grano; ¿qué estabas haciendo en aquel escondite?
—Estoy de expedición, excelentísimo señor,
—¿Tú te has venido solo a Méjico para llevar a cabo una expedición? Mira lo que dices, bergante; no consiento burlas.
—Juro a vuecencia, por la parte de paraíso que me corresponde, que le digo la verdad monda; por otra parte no vine solo, mi capitán me acompaña; más bien dicho, vine obedeciendo a una orden terminante de éste.
—¡Ah! ya; y ¿cómo se llama el capitán ese?
—Vuecencia le conoce.
—Puede; pero ¿cómo se llama, repito?
—Don Melchor de la Cruz.
—Me lo temía; ahora lo adivino todo: tú estás encargado de espiar a doña Dolores de la Cruz, ¿no es eso?
—Sí, excelentísimo señor.
—¿Qué más?
—Nada más.
—¡Ah! pillo, mientes.
—Juro a vuecencia que se lo he dicho todo.
—Veo que tendré que echar mano de un gran recurso, repuso don Jaime amartillando impasiblemente una pistola.
—¿Qué está haciendo vuecencia? exclamó Domínguez despavorido.
—Ya lo ves, me preparo a levantarte la tapa de los sesos.
—¿Pero no ve vuecencia que éste no es el modo de hacerme hablar? repuso con candidez Jesús Domínguez.
—Ya, dijo el aventurero, pero sí él de obligarte a callar.
—¡Jum! profirió Domínguez, dispone vuecencia de argumentos tan convincentes, que no hay quien los resista; prefiero decirlo todo.
—Obrarás cuerdamente.
—Pues bien, no sólo tenía el encargo de espiar a doña Dolores, sino también a la señora y a la señorita con quienes vive y a cuantos las visitan.
—¡Zambomba! mucho era para un hombre solo.
—No mucho, excelentísimo señor, pues apenas reciben a nadie.
—¿Y desde cuándo desempeñas tan honroso oficio, canalla?
—Desde hace doce días.
—¿Así pues formabas parte de la gavilla que intentó penetrar a viva fuerza en casa de esas señoras?
—Sí, excelentísimo señor; pero no logramos nuestro objeto.
—Lo sé; pero dime, ¿a lo menos te pagan bien?
—Don Melchor no me ha dado todavía dinero alguno, pero me ha prometido cincuenta onzas.
—Nada le cuestan las promesas a tu capitán: le es más fácil prometer cincuenta onzas que dar diez pesos.
—¿Vuecencia lo cree así? Don Melchor está rico.
—¿Quién, él? está más pobre que tú.
—¡Malo! lo siento, pues todavía no he conseguido economizar sino deudas.
—Como eres un botarate; mereces lo que te está pasando.
—¿Yo, excelentísimo señor?
—¿Quién pues? En lugar de ponerte al servicio de los que podrían pagarte, te afilias a un miserable que no posee donde caerse muerto.
—¿A quiénes se refiere vuecencia? Confieso que tengo los colmillos muy aguzados y que les serviré con entusiasmo.
—¡Lo creo! ¿Pero tú te imaginas que voy a perder el tiempo dándote consejos?
—Sí vuecencia quisiese le serviría a las mil maravillas.
—¿Tú? ¡quita allá!
—¿Por qué no?
—Siendo, como eres, enemigo de las personas a quienes quiero, debes serlo mío.
—¡Cómo yo lo hubiese sabido!
—¿Qué hubieras hecho?
—No lo sé, pero de fijo que no las habría espiado; empléeme vuecencia, se lo ruego.
—Maldito si sirves para cosa buena.
—Sujéteme vuecencia a prueba.
El aventurero hizo como que reflexionaba.
Jesús Domínguez aguardaba con ansiedad.
—No, dijo por fin don Jaime, no puedo contar contigo.
—¡Qué poco me conoce vuecencia! ¡Si vuecencia supiese cuán devoto le soy!
—Ahí una devoción que te nació de repente, profirió don Jaime dando una carcajada. Sin embargo me avengo a hacer un ensayo; pero como me engañes...
—No diga vuecencia una palabra más, le conozco. Nada tema vuecencia, quedará satisfecho de mí. ¿De qué se trata?
—Sencillamente de cambiar de casaca.
—Comprendo; es fácil. Mi amo no dará paso que vuecencia no lo sepa.
—Está bien. ¿No tiene un amigo íntimo don Melchor de la Cruz?
—Sí, excelentísimo, señor, un tal don Antonio Cacerbar: están unidos como los dedos de la mano.
—No harás mal en vigilarle al mismo tiempo.
—Perfectamente.
—Y como todo trabajo merece recompensa, ahí va media onza.
—¡Media onza! profirió Domínguez con gesto radioso.
—Pero como necesitas dinero, voy a adelantarte la paga de veinte días.
—¡Diez onzas! ¡Vuecencia va a darme diez onzas! ¡Oh, es imposible!
—Mira si es posible que ahora mismo voy a dártelas, repuso don Jaime sacándoselas del bolsillo y poniéndolas en la mano de Domínguez, que se apoderó de ellas trémulo de gozo y exclamando:
—Ya pueden despabilarse don Melchor y su amigo.
—Sobre todo sé diestro, pues los dos son muy astutos.
—Ya les conozco; pero se las han con uno más astuto que no ellos; fíe V. en mí.
—Esto te atañe a ti; lo que te digo es que al menor descuido te mando a paseo.
—No habrá para qué.
—Si no recuerdo mal, me has dicho que eres listo de manos.
—En efecto lo soy, excelentísimo señor.
—Pues bien, si por acaso a esos caballeros se les caen algunos papeles importantes, cógelos y tráemelos inmediatamente; porque has de saber que soy muy curioso.
—Basta; si no los hallo en el suelo los buscaré en otra parte.
—Aprobado; pero oye, los papeles te los pagaré aparte; te daré tres onzas por cada uno de ellos si valen la pena. Como te equivoques, peor para ti, pues no cobrarás nada.
—Ya me las compondré para que los dos quedemos satisfechos, excelentísimo señor. ¿Quiere vuecencia decirme ahora dónde le encontraré cuando se me ocurra comunicarle algo o entregarle algún documento?
—De tres a cinco de la tarde me paseo todos los días por las inmediaciones del canal de las Vigas.
—Allá iré.
—Sobre todo sé prudente.
—Como una zorra.
—Adiós y ojo al Cristo.
—Tengo el honor de saludar a vuecencia.
Los dos interlocutores se separaron.
Don Jaime, después de haber ordenado al viejo criado de su hermana, el cual durante la conversación que acabamos de transcribir había tenido la puerta abierta, que entrase y la atrancase fuertemente, se dirigió hacia la vivienda de los jóvenes, frotándose las manos.
El conde y su amigo, inquietos por la larga ausencia de don Jaime, le estaban aguardando llenos de ansiedad, y ya se disponían a salir en su busca cuando éste entró.
Domingo y Luis recibieron al aventurero con muestras del más vivo gozo y le pidieron les enterase de lo que acababa de ocurrir.
Don Jaime, que vio no existía razón alguna para callar a sus amigos lo que pasara, les contó por menudo la conversación que había sostenido con Domínguez y como por fin indujera a éste a traicionar a su amo para servirle a él de espía.
Don Jaime, el conde y Domingo permanecieron reunidos hasta la llegada del día, y al separarse dijo aquél:
—Amigos míos, por singular que les parezca a Vds. mi conducta, no la juzguen todavía; sólo me faltan algunos días para dar fin a la obra que desde hace tantos estoy preparando; suceda lo que quiera, en el momento decisivo lo comprenderán Vds., todo. Tengan pues paciencia, máxime cuando están Vds. más interesados que no suponen en el buen éxito de este negocio, y no olviden que me han jurado estar prontos a prestarme su ayuda en cuanto yo la reclame.
El aventurero estrechó afectuosamente la mano a sus amigos y se fue.
Durante la semana que siguió a aquel día no ocurrió hecho alguno digno de mención.
Sin embargo, en la capital reinaba una inquietud sorda; en calles y plazas se formaban numerosos grupos en los que se comentaban las noticias políticas.
En los barrios comerciales las tiendas se abrían sólo por espacio de algunas horas, y como los indios no acudían sino en muy escaso número a proveer la plaza y aun éstos traían poquísimo, cada día era mayor la escasez de víveres, y más elevado el precio de éstos.
La población era pábulo de una zozobra que nadie acertaba a explicarse claramente; cada uno por sí sentía que la crisis avanzaba a pasos agigantados y que no tardaría en reventar con furor terrible la tempestad tanto tiempo hacía suspendida sobre Méjico.
Don Jaime, aparentemente a lo menos, llevaba la vida ociosa del hombre a quien sus bienes de fortuna ponen a cubierto de todas las eventualidades y para el cual ninguna importancia asumen los acontecimientos políticos; iba y venía de acá para allá por plazas y calles, fumando y prestando oído atento a todas las conversaciones como un papamoscas y aceptando por buenas las monstruosas necedades que propalaban los noticieros de encrucijada, aunque sin decir esta boca es mía. Luego, de tres a cinco de la tarde, se iba a dar una vuelta por las inmediaciones del canal de las Vigas, donde se encontraba con Jesús Domínguez, con quien conversaba largo rato mano a mano, para separarse después mutuamente satisfechos.
No obstante hacía dos o tres días que don Jaime parecía no estar tan contento de su espía, con quien había cruzado palabras mordaces y amenazas encubiertas.
—Amigo Domínguez, dijo el aventurero a su espía a la sexta o séptima entrevista celebrada con él, váyase V. con tiento, pues por lo que husmeo quiere V. jugar con dos barajas; ya sabe V. que tengo buen olfato.
—Señor, profirió Domínguez, le soy a V. fidelísimo; soy incapaz de traicionar a un caballero tan generoso como V.
—Puede; como quiera que sea dese V. por advertido y proceda como tal, y sobre todo no deje de traerme mañana los papeles que me promete hace tres días.
Dicho esto, don Jaime se separó del espía dejando a éste todo atarugado con tal fraterna y sobre todo muy desasosegado respecto del modo como, de no obrar con prudencia, podían revolverse contra él las circunstancias. Porque, hay que confesarlo, el señor Jesús Domínguez no tenía muy tranquila la conciencia: las sospechas de don Jaime no estaban destituidas de fundamento; si el espía no había aún vendida a su generoso protector, no era porque no hubiese pensado en hacerlo, y para un hombre como el guerrillero; del plan a la ejecución no había sino un paso.
Así es que Jesús Domínguez resolvió rehabilitarse en el ánimo de don Jaime por medio de un acto sonado a fin de reconquistar su confianza, dejando para más adelante el abusar de ella. A este efecto se decidió a apoderarse de los papeles que el aventurero le reclamaba y traérselos al día siguiente, resuelto, no obstante, como en ello saliese ganando un buen pico, a robárselos después.
A la tarde siguiente y a la hora convenida, don Jaime se encontraba en el lugar de la cita, y a poco se le reunió Domínguez, quien con los grandes alardes de devoción que tenía por costumbre, le entregó un mazo de papeles bastante voluminoso. El aventurero dirigió una rápida mirada al mazo, lo hizo desaparecer debajo de su capa, y en poniendo una pesada bolsa en la mano del guerrillero, volvió prontamente la espalda a éste sin dignarse escuchar sus protestas de adhesión.
—¡Demonios! murmuró Domínguez, no parece estar hoy muy blando; no le dejemos tiempo de que tome precaución alguna. Por chiripa descubrí donde vive. No hay que perder minuto; voy a contárselo todo a don Melchor, a quien daré a entender que hice lo que hice para inspirar confianza a su enemigo y entregárselo más fácilmente; y como en efecto se lo entregaré, no podrá menos de quedar satisfecho y de felicitarme por mi destreza, ¡Vive Dios! no hay como tener talento, y yo le tengo de veras.
Mientras se dirigía a sí mismo estas alabanzas, Jesús Domínguez, que iba con la cabeza gacha como las gentes que se entregan a la meditación, fue a dar contra dos individuos que caminaban delante de él cogidos del brazo y hablando de sus negocios.
Dichos individuos eran probablemente de carácter poco sufrido porque se volvieron con viveza y dirigieron algunas palabras bastante duras al guerrillero.
El cual, conociendo que era culpado y trayendo como traía consigo una cantidad de dinero considerable, no tenía ganas de hacer un mal negocio, se excusó del mejor modo que supo; pero los desconocidos no quisieron atender razón alguna y continuaron apellidándole bruto, animal y otras lindezas por el estilo.
Por mucha que fuese la paciencia del guerrillero, acabó por perderla, y dejándose llevar de la cólera, echó mano a su cuchillo.
Este gesto imprudente fue causa de su perdición; los desconocidos se abalanzaron a él, le derribaron y le mataron a puñaladas; luego, como la calle teatro de tan poco edificante escena estaba desierta y por consiguiente nadie la había presenciado, los homicidas se alejaron con toda tranquilidad, no empero sin antes haber desvalijado al difunto, al que no dejaron objeto alguno que pudiese identificarle.
Tal fue el fin del señor Jesús Domínguez.
Dos horas después los celadores levantaron el envarado cuerpo del guerrillero, y como nadie le conocía, lo arrojaron sin ceremonia alguna a una hoya abierta en un cementerio, y aquí paz y después gloria.
A don Melchor tal vez le admiró no ver más al guerrillero, pero como era muy problemática la confianza que éste le inspiraba, supuso que Jesús, después de haberse hecho culpado de alguna sustracción, había creído conveniente poner tierra de por medio, y no pensó más en él.
Miramón no había desperdiciado los contados días transcurridos desde su última entrevista con don Jaime.
Decidido a jugar el todo por el todo, no quiso arriesgarse antes de haber puesto de su lado sino todas las probabilidades de éxito, a lo menos igualado el partido para que la lucha, que debía ser decisiva fuere cual fuese su resultado, favoreciese lo más posible sus proyectos.
No sólo el presidente se ocupaba con actividad suma en reclutar y organizar su ejército y en armarlo de un modo formidable, sino que también, comprendiendo cuan perjudicial le era la sustracción de los seiscientos sesenta mil pesos de la Convención inglesa, efectuada en la casa misma del cónsul de S. M. británica, hacía enérgicos esfuerzos para remediar el mal que le causara este golpe de mano, a cuyo efecto estaba negociando un arreglo por el cual se comprometía a devolver en Londres mismo el dinero de que tan malhadadamente se apoderara; alegando, para paliar esta acción atrevida, que no había sido sino un acto de represalias contra Mr. Mathew, representante del gobierno británico, cuyas incesantes maquinaciones y no interrumpidas demostraciones hostiles contra el gobierno reconocido de Méjico habían colocado al presidente en la situación crítica en que se hallaba; y en prueba de lo que decía citaba el hecho de haberse encontrado, después de la batalla de Toluca, en los equipajes del general Degollado, un plan de ataque de Méjico, escrito de puño propio de Mr. Mathew, acto que por parte del representante de un gobierno amigo constituía una felonía.
El presidente, para dar más fuerza a esta declaración, había mostrado el mencionado plan a los representantes extranjeros que residían en Méjico, y luego hecho traducir y publicar en el diario oficial, lo que produjo todo el efecto que aquél esperaba, esto es, aumentó el odio instintivo de la población contra los ingleses y a él le restituyó algunas simpatías.
Miramón, tras prodigiosos esfuerzos, logró reunir un ejército de ocho mil hombres, pocos por cierto contra los veinticuatro mil que le amenazaban; porque es de saber que el general Huerta, cuya conducta había sido indecisa de algún tiempo a aquella parte, por fin decidiera salir de Morella al frente de cuatro mil hombres, que unidos a los once mil de González Ortega, a los cinco mil de Gazza Amondia y a los cuatro mil de Aureliano Carvajal y de Cuéllar, formaban un efectivo de veinticuatro mil hombres que, en efecto, se encaminaban a marchas forzadas contra la capital, ante cuyos muros no tardarían en presentarse.
La situación iba siendo más y más crítica por momentos. Los vecinos de Méjico, que ignoraban los proyectos de Miramón, eran pábulo del terror más vivo y a cada instante temían ver desembocar las cabezas de las columnas juaristas y sufrir los horrores de un sitio.
Miramón, que ante todo deseaba no perder el aprecio de sus conciudadanos y calmar los exagerados temores de la población, resolvió convocar al ayuntamiento, al cual se esforzó en dar a comprender, en un sentido discurso, que su intención no había sido nunca aguardar al enemigo tras los muros de la ciudad, sino que, por el contrario, estaba resuelto a atacarle en campo raso, y que cualquiera que fuese el resultado de la batalla que se proponía librar, la ciudad no tenía que temer un sitio.
Esta seguridad calmó un tanto los temores de los vecinos de Méjico y detuvo como por arte de magia las tentativas de desorden y los gritos sediciosos que los partidarios de Juárez, escondidos en la ciudad, avivaban en los grupos reunidos en las plazas.
Una vez el presidente creyó haber tomado todas las precauciones que las circunstancias exigían, para atacar al enemigo sin demasiada desventaja, y al mismo tiempo dejar en Méjico las fuerzas necesarias para mantenerla sujeta al deber, reunió un nuevo consejo de guerra a fin de discutir el plan más conveniente para sorprender y derrotar al enemigo. Este consejo de guerra duró muchas horas, y en él se formularon gran número de proyectos, unos, como acontece siempre en tales circunstancias, impracticables, y otros, que de adoptarlos, podían haber salvado al gobierno.
Por desgracia en aquella ocasión el presidente, por lo común tan sensato y prudente, se dejó dominar por su resentimiento personal en lugar de atender al verdadero interés de la nación.
Don Benito Juárez, primer presidente de la república mejicana que desde la proclamación de la independencia haya pertenecido al elemento civil, era abogado. Ahora bien, como éste no era militar y por lo tanto no podía ponerse al frente de su ejército, había fijado su residencia en Veracruz, a la que provisionalmente hiciera su capital, y nombrado a González Ortega general en jefe, confiriéndole latísimos poderes en lo que se refería a la estrategia militar, y reservándose para sí y en absoluto la parte diplomática.
Ortega fue quien venció a Miramón en Silao, y como el presidente no olvidó nunca esta derrota y ardía en deseos de lavar la afrenta que en tal circunstancia recibiera, olvidando su habitual prudencia, contra el parecer de sus más discretos consejeros insistió para que el primer ataque fuese dirigido contra el ejército de Ortega.
Por lo demás, aunque las causas que el presidente alegaba para hacer adoptar semejante resolución eran bastante especiosas, no estaban destituidas de lógica: pretendía que siendo como era Ortega general en jefe y encontrándose al frente del cuerpo de ejército más numeroso, de derrotarle conseguía introducir la desmoralización en el campo enemigo y acabar con éste. Con tanta elocuencia y obstinación sostuvo el presidente su parecer, que acabó por vencer la oposición de los miembros del consejo y hacer adoptar el plan que él concibiera.
Miramón, no queriendo entonces perder tiempo en poner en ejecución su plan, ordenó lo necesario para que al día siguiente pudiese revistar las tropas y fijó la partida para el mismo día a fin de no dejar que se entibiara el entusiasmo de los soldados.
Una vez levantado el consejo de guerra, el presidente se retiró a sus habitaciones, con objeto de tomar sus disposiciones postreras, poner en orden sus asuntos personales y quemar algunos papeles comprometedores que no quería fuesen a parar a manos ajenas.
Algunas horas hacía ya que Miramón estaba encerrado en su gabinete, cuando en hora avanzada de la noche el ujier de servicio le anunció la visita de don Jaime.
—Que entre inmediatamente, dijo Miramón.
El cual, una vez el ujier hubo introducido al aventurero, dijo a éste:
—¿Me permite V. continuar? No me falta sino ordenar algunos papeles.
—Haga V., mi general, respondió don Jaime sentándose en una butaca.
El presidente anudó su por un instante interrumpido trabajo, mientras don Jaime le contemplaba con indecible melancolía.
—¿Conque está V. definitivamente resuelto, mi general? preguntó el aventurero al cabo de un rato.
—Sí, echada está la suerte; y si no fuese ridículo compararme a César, diría que he pasado el Rubicón; voy a presentar batalla a mis enemigos.
—No repruebo la resolución; es digna de V., mi general; pero permítame que le pregunte cuando decide emprender la marcha.
—Mañana, en terminando la revista que he ordenado.
—Bien está, me sobra tiempo para expedir tres exploradores inteligentes que le informarán a usted exactamente de la posición del enemigo.
—Aunque ya se han puesto muchos en camino, dijo Miramón, acepto con gratitud su ofrecimiento, don Jaime.
—Ahora dígame qué dirección piensa V. tomar y el cuerpo de ejército que ha resuelto V. atacar el primero.
—Voy a coger el toro por las astas, respondió Miramón; mi resolución es atacar a González Ortega.
El aventurero movió a un lado y a otro la cabeza; pero no atreviéndose a oponer reparo, se limitó a murmurar:
—Está bien.
El presidente se levantó entonces de su bufete, y yendo a sentarse al lado de don Jaime, dijo con acento jovial:
—Ya he concluido. ¡Ea! adivino que quiere V. hacerme una comunicación importante. Diga usted.
—No se equivoca V., general; hágame V. el favor de enterarse de este papel.
El presidente tomó uno doblado en cuarto que don Jaime le tendió, y después de leerlo sin manifestar la más leve sorpresa, lo devolvió a éste, quien le preguntó:
—¿Ha leído V. la firma?
—Sí, respondió fríamente Miramón, es una carta credencial de don Benito Juárez para que sus secuaces atiendan a Antonio Cacerbar, a cuyo favor está expedida.
—Esto es. ¿Le queda a V. todavía alguna duda respecto de la traición de ese hombre?
—Ninguna.
—Perdóneme V. que le interrogue, general; pero ¿qué determina V. hacer?
—Nada.
—¡Cómo nada! exclamó don Jaime con no fingida sorpresa.
—Nada, lo repito.
—No le comprendo a V., mi general, murmuró el aventurero lleno de estupor.
—Escúcheme V. don Jaime, dijo Miramón con voz suave y penetrante; don Francisco Pacheco, embajador extraordinario de S. M. la reina de España, desde su llegada a Méjico me ha prestado señaladísimos servicios. Después de la rota de Silao, cuando mi situación era de las más precarias, no vaciló en reconocer mi gobierno; después me ha prodigado los más sanos consejos y dado las mayores pruebas de simpatía; su conducta ha sido tan benévola para conmigo, que ha comprometido su posición diplomática, y tan pronto Juárez en el poder, éste le expedirá sus pasaportes. El señor Pacheco sabe esto perfectamente, y sin embargo, ni aun en este instante en que estoy casi perdido ha variado su proceder. Confieso a usted que sólo cuento con él para, en el caso probable de una derrota, conseguir del enemigo buenas condiciones, no para mí, sino para los desgraciados habitantes de esta ciudad y para aquéllos que por amistad hacia mí han arrostrado mayores compromisos últimamente. Ahora bien, el hombre cuya traición me denuncia usted, traición flagrante y que no admite réplica, no sólo es español y ostenta un apellido ilustre, sino que me lo recomendó personalmente el embajador, cuya buena fe indudablemente sorprendieron y que en esta circunstancia ha salido engañado el primero. El objeto primordial del cometido del señor Pacheco, como V. no ignora, es pedir satisfacción de las muchas injurias inferidas a sus compatriotas, y reparación de los vejámenes de que éstos han sido víctimas durante largos años.
—Lo sé, mi general, profirió don Jaime.
—Bien; ¿qué pensaría ahora el embajador si yo sumariase por crimen de alta traición, no sólo a un español perteneciente a la más encumbrada nobleza del reino, sino a un hombre de quien él me ha salido fiador? ¿Cree V. que le halagaría tal procedimiento por mi parte, después de los favores que me ha prestado y de los que pronto tal vez puede aún prestarme? Quizá me diga V. que yo podría hacer uso de esa carta y tratar confidencialmente de este asunto con el embajador; pero el insulto sería aún más grave como obrase yo de esta suerte, como voy a demostrárselo: don Francisco Pacheco es el representante de un gobierno europeo y pertenece a la antigua escuela diplomática de los comienzos de este siglo; por estas y otras razones que me callo, nos tiene a los diplomáticos y gobernantes americanos en un muy mediano concepto: y tan pagado está de su valer, que si yo fuese bastante cándido para demostrarle que se ha dejado burlar por un pillo, se pondría furioso, no porque le hubiesen engañado, sino porque yo habría desenmascarado al engañador, y herido en su amor propio nunca me perdonaría la ventaja que el acaso me daría sobre él. ¿Y qué saldría yo ganando con ello? que convertiría un amigo útil en enemigo irreconciliable.
—Atendibles sondas razones que se digna V. darme, mi general, dijo don Jaime; pero esto no quita que ese hombre sea un traidor.
—Lo es, pero; no tonto; como mañana libre yo batalla y quede vencedor, esté V. persuadido de que continuará siéndome, fiel, como lo hizo ya en Toluca.
—Fiel hasta que se le presente ocasión propicia de traicionarlo a V. definitivamente.
—¿Quién sabe? tal vez de aquí a entonces hallemos como deshacernos de él sin publicidades ni ruidos.
El aventurero reflexionó por espacio de unos segundos, y luego dijo prontamente:
—Me parece haber dado con el modo.
—Deje que primeramente le dirija a V. una pregunta y prométame que va a responderme a ella.
—Se lo prometo a V.
—¿Usted conoce al hombre ese y es su enemigo personal?
—Es verdad.
—Me lo temí; su tenacidad de V. en perderle no me parecía natural. Vamos a ver, dígame V. ahora cuál es su plan.
—Lo único que le detiene a V., según V. mismo me ha confesado, es el temor de indisponerse con el embajador de S. M. católica.
—El único, en efecto.
—Pues, bien ¿y si el señor Pacheco consintiese en abandonar a ese hombre?
—¿Usted lograría semejante?
—Y más si conviniese; haré que me entregue una carta en la cual no sólo abandonará a don Antonio Cacerbar, como éste hace que le llamen, sino que le autorizará a V. para que le encause.
—Me parece que se las promete V. demasiado felices, don Jaime, dijo el presidente con gesto de duda.
—Esto es incumbencia mía, profirió el aventurero; lo principal es que V. no se comprometa para nada y permanezca neutral.
—Tal es mi deseo, y V. comprenderá las graves razones en que me apoyo para ello.
—Sí, mi general, y le doy palabra de que ni siquiera sonará su nombre de V.
—Y a mi vez yo le doy mi palabra de soldado, de que si V. consigue la carta que me ofrece, el traidor será fusilado por la espalda, en medio de la plaza Mayor, aun cuando no me quede sino una hora de poder.
—Se la cojo a V., mi general; por otra parte tengo la firma en blanco que se sirvió V. darme, y yo mismo detendré al canalla tan pronto llegue el momento oportuno.
—¿Tiene V. que comunicarme algo más?
—Usted dispense, todavía tengo que pedirle algo: deseo acompañarle en su expedición.
—Le doy a V. las gracias, acepto con gozo.
—Tendré la honra de reunirme a V. en el momento de ponerse en marcha el ejército.
—Le agrego a V. a mi estado mayor.
—Me es imposible aceptar favor tan señalado, mi general, repuso don Jaime.
—¿Por qué?
—Porque no iré solo, sino que me acompañarán los trescientos jinetes que ya estuvieron conmigo en Toluca; pero a los míos y a mí nos tendrá V. a su lado durante la batalla.
—Desisto de comprenderle a V., amigo mío, dijo Miramón; goza V. del privilegio de obrar milagros.
—Pronto se convencerá V. de la verdad de estas palabras. Ahora, mi general, con su permiso me retiro.
—Vaya V., amigo mío.
Después de haberse ambos interlocutores estrechado afectuosamente las manos, don Jaime se retiró, se reunió a López, que le estaba aguardando a la puerta de palacio, y subiéndose sobre su caballo se fue en derechura a su casa, donde escribió algunas cartas, que mandó inmediatamente a su destino por su peón, y mudando luego de traje, tomó algunos papeles que estaban encerrados en una caja de bronce, consultó su reloj, y al ver que no eran sino las diez de la noche, se encaminó apresuradamente hacia la embajada de España, no muy distante de la casa donde él moraba.
La puerta del palacio del embajador estaba todavía abierta; algunos criados de gran librea iban y venían por los pasillos y por el peristilo, y a la entrada del zaguán estaba de guardia un suizo armado de una alabarda.
Don Jaime se dirigió al suizo este, quien llamó a un lacayo y le indicó que condujese al recién llegado.
El aventurero siguió a su guía, y una vez en una antesala, aquél entregó a un ujier que ostentaba una cadena de plata al cuello y se le había acercado, una carta metida en un sobre con una oblea sólo pegada de un lado, y le dijo:
—Ponga V. esta carta en manos de su excelencia.
Poco después reapareció el ujier, y levantando una cortina invitó al aventurero a que pasase adelante.
Don Jaime siguió a su nuevo conductor, y después de atravesar gran número de salones, penetró en un gabinete donde estaba el embajador, don Francisco Pacheco, el cual salió al encuentro de su visitante, le saludó con galantería suma, y le preguntó:
—¿A qué debo su amable visita, caballero?
—Ruego a vuecencia me dispense, respondió don Jaime haciendo una reverencia, pero no ha dependido de mí el escoger otra hora más a propósito.
—A cualquier hora le plazca a V. venir no me proporcionará sino satisfacciones, profirió Pacheco.
Luego hizo seña al ujier de que acercase asiento a don Jaime y se marchase, y una vez a solas los dos personajes y sentados después de saludarse nuevamente, dijo el embajador:
—Sírvase V. explicarse, señor.
—Ruego a vuecencia me permita conservar el incógnito, aun aquí.
—Enhorabuena, respeto su deseo.
Don Jaime abrió su cartera, sacó de ella un papel y lo entregó abierto al diplomático, diciéndole:
—Dígnese vuecencia enterarse de esta real orden.
Pacheco tomó el papel, y después de haberse inclinado ante su visitante, empezó a leer con la atención más profunda; luego, una vez hubo terminado, devolvió el papel a don Jaime, quien lo dobló y lo metió de nuevo en su cartera.
—¿Lo que V. exige es la ejecución de esta real orden? preguntó el embajador.
Don Jaime, por toda respuesta, movió la cabeza en señal afirmativa.
—Está bien, profirió don Francisco Pacheco.
El diplomático se levantó, se fue a su escritorio, escribió algunas palabras en una hoja de papel autorizada con el escudo de armas de España y el timbre de la embajada, firmó, estampó su sello, y entregando abierto el documento a don Jaime, le preguntó:
—Ahí tiene V. una carta para el excelentísimo señor presidente; ¿quiere V. llevarla V. mismo o prefiere que yo la envíe a su destino?
—Si a vuecencia le es igual, yo me encargo de ponerla en manos del general Miramón.
El embajador dobló la carta, la metió en un sobre y la entregó a su interlocutor, diciendo:
—Quisiera poder dar a V. otras pruebas de mi deseo de servirle.
—Tengo el honor de significar a vuecencia mi gratitud, profirió don Jaime haciendo una respetuosa reverencia.
—¿Me cabrá la satisfacción de verle a V. de nuevo?
—Tendré a mucha honra el volver para ofrecer mis respetos a vuecencia.
El embajador tocó un timbre, a cuyo son apareció el ujier.
Don Jaime y Pacheco cruzaron un nuevo y ceremonioso saludo, y aquél se retiró.
Al día siguiente el sol se levantó radiante entre oleadas de oro y de púrpura.
Méjico estaba de fiesta, parecía haber vuelto a los hermosos tiempos en que se disfrutaba de calma y tranquilidad; toda la población se había echado a la calle y se encaminaba al paseo Bucareli, profiriendo gritos, entonando canciones y riendo a más y mejor.
En direcciones distintas se oían resonar músicas militares, tambores y trompetas, y continuamente cruzaban galopando por en medio de la multitud oficiales de estado mayor ostentando uniforme lleno de bordados de oro y sombrero de picos adornado de plumas.
Las tropas salían de los cuarteles y se dirigían hacia el paseo, a ambos lados del cual iban formando.
La artillería tomó posiciones frente a la estatua ecuestre de Carlos IV, al que los léperos se obstinan en confundir con Hernán Cortés, y la caballería, fuerte de unos mil cien hombres, se alineó en la Alameda.
Los léperos y los pilluelos se aprovechaban de las circunstancias para distraerse arrojando petardos entre los pies de los paseantes.
A eso de las diez de la mañana se oyó gran clamoreo de voces, que fue acercándose rápidamente al paseo.
Era el pueblo que aclamaba al presidente de la república.
El general Miramón, que llegó rodeado de un lúcido estado mayor, parecía estar satisfecho de la ovación de que era objeto, pues sobre patentizarle que el pueblo seguía queriéndole, le demostraba que éste, con sus aclamaciones, le daba las gracias por la heroica determinación que acababa de tomar, de librar una batalla definitiva en campo raso, en vez de aguardar al enemigo en la ciudad.
Miramón avanzó saludando y sonriendo a derecha y a izquierda, y una vez a la entrada del paseo, los veinte cañones situados en él dispararon a un tiempo, anunciando de esta suerte la presencia de aquél a las tropas que estaban congregadas en aquel sitio.
Entonces se comunicaron de fila en fila y con rapidez algunas órdenes, los soldados se alinearon, las músicas de los regimientos y las bandas de tambores y cornetas dejaron oír sus acordes, el presidente pasó con lentitud por el frente de banderas y empezó la revista.
Los soldados, a quienes la muchedumbre había comunicado su entusiasmo, parecían estar llenos de ardor, y al paso del presidente le adamaban a porfía.
La inspección que pasó el general fue severa y concienzuda; no fue una de esas revistas de parada que los gobernantes ofrecen de cuando en cuando al pueblo para divertirle; al salir de la ciudad, aquellas tropas iban a marchar en derechura al campo de batalla, y de consiguiente se trataba de saber si estaban realmente en estado de hacer frente al enemigo ante el cual debían encontrarse pocas horas después.
Las órdenes de Miramón habían sido ejecutadas con toda escrupulosidad; los soldados estaban bien armados y daba gusto ver su actitud marcial.
Una vez el presidente hubo pasado por delante de las filas dirigiendo acá y allá la palabra a los soldados a quienes conocía o simulaba conocer, antiguo ardid que siempre da buenos resultados porque halaga el amor propio del soldado, se colocó en una de las plazoletas del paseo y ordenó varías maniobras a fin de cerciorarse del grado de instrucción de las tropas, y aun cuando algunas de ellas eran difíciles, tuvo la satisfacción de verlas ejecutadas con una precisión de conjunto por demás satisfactorio.
El presidente felicitó calurosamente a los jefes de los cuerpos, y luego empezó el desfile, yendo las tropas a ocupar sus primeras posiciones, donde levantaron un campamento provisional.
Miramón, que no quería fatigar inútilmente a sus soldados obligándoles a marchar expuestos a los ardorosos rayos del sol, resolvió no salir de Méjico hasta la caída de la tarde.
Entre los oficiales que componían el estado mayor del presidente y que con él regresaron a palacio, estaban don Melchor de la Cruz, don Antonio Cacerbar y don Jaime.
Don Melchor, por más que se admirara de ver en uniforme militar a aquél a quien conocía solamente por don Adolfo, y al cual hasta entonces le supusiera ocupado en hacer el contrabando, le saludó sonriendo con ironía, a cuyo saludo correspondió don Jaime por modo serio y apartándose para no trabar conversación con semejante individuo.
En cuanto a don Antonio, como nunca había visto a don Jaime a rostro descubierto, no reparó en él.
Mientras el presidente entraba en palacio, el aventurero, que se detuviera en la plaza Mayor, se había apeado y reunido al conde del Saulay y a Domingo, a quienes citara para aquel punto, y los cuales no le hubieran conocido a no tomar aquél la precaución de encaminarse a su encuentro.
—¿Sale V. con el ejército? le preguntaron los dos jóvenes.
—Sí, amigos míos, pero pronto estaré de vuelta, respondió don Jaime; por desgracia la campaña será corta. Durante mi ausencia, les recomiendo que redoblen la vigilancia; no pierdan de vista la casa de mi hermana, pues uno de nuestros enemigos se queda aquí.
—¿Solamente uno? preguntó Domingo.
—Sí, pero es el más temible de los dos: aquel a quien tan torpemente salvaste la vida.
—Le conozco; pero que se vaya con mucho tiento, repuso el joven.
—¿Y don Melchor? preguntó el conde.
—Este no nos molestará más, respondió don Jaime con acento singular. ¡Ea! mis queridos amigos, velen Vds. atentamente y no se dejen sorprender.
—En caso necesario recabaremos la ayuda de León Carral y la de nuestros criados.
—Será lo más acertado, y tal vez obrarían ustedes más cuerdamente todavía alojándoles en la casa de doña María. Ahora separémonos, tengo que hacer en palacio. Hasta la vista.
Los tres amigos se separaron.
Don Jaime entró en palacio y se encaminó directamente al gabinete de Miramón, sin que el ujier de guardia, que le conocía, opusiese obstáculo alguno a su paso.
El presidente estaba hablando con varios exploradores, que le daban noticias acerca de los movimientos del enemigo.
Don Jaime se sentó y aguardó con calma a que el presidente hubiese dado fin a su interrogatorio.
Por fin el último explorador terminó su relación y se retiró.
—¿Qué hay, mi amigo? ¿ha visto V. al embajador? preguntó Miramón a don Jaime.
—Sí, mi general; le vi ayer al salir de aquí.
—¿Y la famosa carta?
—Ahí está.
El general hizo un gesto de sorpresa, tomó el papel y lo leyó con rapidez.
—¿Qué tal? preguntó don Jaime.
—No sólo me dejan libre la acción, sino que aun me ruegan que trate con todo rigor a ese individuo. Es maravilloso. Por mi honor le juro que me da V. más que no me ofrecía. Pero dígame, ¿cómo se las ha compuesto V.?
—Sencillamente he solicitado la carta esta, y nada más.
—Es V. el hombre más misterioso que conozco.
Ahora me corresponde a mí el cumplir mi promesa.
—Nada apresura.
—¿No quiere V. ya hacerlo prender?
—Al contrario, pero lo aplazo para cuando regresemos.
—Como V. quiera; mas ¿qué vamos a hacer con él de aquí a entonces?
—Le dejaremos aquí, a las órdenes del jefe de plaza.
—Tiene V. razón, repuso el presidente.
El cual extendió una orden, la selló, y llamando al ujier se la entregó a éste, a quien preguntó:
—¿Está ahí el coronel Cacerbar?
—Sí, excelentísimo señor.
—Que lleve esta orden al jefe de la plaza.
El ujier tomó la orden y partió.
—Ya está, dijo Miramón.
Don Jaime estuvo con el presidente hasta la hora de la partida.
A la caída de la tarde, las tropas empezaron el desfile por la plaza, rodeadas por el pueblo, que no cesaba de aclamarlas, y una vez hubieron desfilado, el general Miramón salió de palacio seguido de su estado mayor.
En la plaza estaba formado un numeroso escuadrón de caballería.
—¿Qué jinetes son esos? preguntó el presidente.
—Mi cuadrilla, respondió don Jaime inclinándose.
Dichos jinetes, que eran en número de trescientos, iban envueltos en gruesas capas y llevaban sombreros de anchas alas que sólo dejaban en descubierto la parte inferior del rostro, cubierta de barba.
En vano el presidente los examinó para descubrir sus facciones.
—No los conocerá V., dijo don Jaime en voz baja a Miramón; las barbas que usan son postizas y el traje que ostentan, un disfraz; pero esté V. seguro de que no por esto dejarán de portarse como buenos en la batalla.
—Lo creo, y le doy a V. las gracias por su ayuda.
El presidente y su estado mayor emprendieron la marcha.
Don Jaime blandió entonces su espada, y los jinetes evolucionaron; y se colocaron a retaguardia.
Al revés de la caballería mejicana, cuya arma predilecta es la lanza, los soldados de don Jaime, llevaban carabina, el sable recto de los cazadores de África franceses y pistolas en las fundas.
A media noche el ejército acampó en medio de la obscuridad, obedeciendo a la orden que de no encender fogata alguna se había circulado.
Tres horas después llegó un explorador, que inmediatamente fue conducido a presencia de Miramón.
—¡Hola! ¿eres tú, López? dijo el presidente conociendo al explorador.
—Sí, mi general, respondió el interpelado dirigiendo una risueña mirada a don Jaime, que estaba sentado al lado de Miramón y fumaba con indolencia un cigarrillo.
—¿Qué novedades ocurren? ¿Traes noticias del enemigo? preguntó el presidente.
—Sí, mi general, y muy frescas.
—Mejor; ¿dónde se encuentra?
—A cuatro leguas de aquí.
—Entonces no tardaremos en verle. ¿Qué cuerpo de ejército es ése?
—Él del general don Jesús González Ortega.
—¡Bravo! profirió con satisfacción el presidente; vales un Perú, muchacho.
Y poniendo algunas monedas de oro en la mano de López, Miramón añadió:
—Toma. Ahora dame algunos pormenores.
—El general Ortega, continuó López, trae consigo ocho mil infantes, tres mil caballos y treinta y cinco cañones.
—¿Lo has visto tú?
—Durante una hora marché con ellos.
—¿En qué disposiciones se encuentran?
—¡Canario! vienen furiosos.
—Está bien. Ve a descansar; puedes dormir por espacio de una hora.
López saludó y se alejó.
—Por fin vamos a vernos las caras, dijo Miramón.
—¿Cuántos soldados trae V. consigo, general? preguntó don Jaime.
—Cinco mil infantes, mil cien caballos y veinte cañones.
—¡Jum! profirió don Jaime, poco es contra once mil.
—No llegan al doble; el valor suplirá al número.
—Dios lo quiera.
A las cuatro se anudó la marcha bajo la guía de López.
Las tropas, transidas de frío, estaban en malas disposiciones.
A eso de las siete de la mañana se dio la orden de alto; el ejército fue colocado en batalla en una posición bastante buena y puestos en batería los cañones.
Don Jaime hizo situar a los suyos detrás de la caballería regular.
A las nueve de la mañana empezó a oírse un tiroteo; eran las avanzadas de caballería que se replegaban ante las cabezas de columna de Ortega que desembocaban en el campo de batalla elegido por Miramón y que cruzaban algunos disparos con ellas.
Nada hubiera sido más fácil al presidente que evitar la batalla; pero anheloso éste de acabar de una vez, no quiso de ningún modo.
Miramón estaba rodeado de Vélez, Cobos, Negrete Ayestarán y Márquez, sus más fieles generales, y al divisar al enemigo, se subió a caballo, recorrió las filas de su pequeño ejército, dio sus instrucciones con firmeza y laconismo, procurando infundir a todos el ardor de que él estaba poseído, y blandiendo su espada gritó en voz vibrante:
—¡A ellos!
La batalla se empeñó inmediatamente.
El ejército juarista, obligado a formar bajo el fuego del enemigo tenía de su parte una desventaja notable.
Los soldados de Miramón, excitados con el ejemplo de su joven jefe, que no tenía entonces más allá de veintiséis años de edad, peleaban como leones y hacían prodigios de valor.
En vano los juaristas se esforzaban en afirmar los pies en las posiciones que habían escogido; una y otra vez eran desalojados de ellas por las vigorosas cargas de sus enemigos. Así es que no obstante su superioridad numérica, los soldados no avanzaban sino palmo a palmo, para tener que ceder luego el terreno conquistado.
Los generales de Miramón, a quienes parecía haber pasado el alma de éste, se multiplicaban, se ponían al frente de sus tropas, las arrastraban en pos y con ellas se metían en lo más recio de la refriega.
Un esfuerzo más, y Ortega se veía obligado a pronunciarse en retirada.
Miramón, con su mirada certera, juzgó la situación inmediatamente. Había llegado el momento de lanzar la caballería sobre el centro de los juaristas a fin de romperlo con una carga decisiva.
—¡Adelante! gritó el presidente.
La caballería vaciló.
Miramón repitió la orden.
Los jinetes avanzaron; pero en vez de cargar, la mitad de ellos se pasó al enemigo para precipitarse luego lanza en ristre sobre la otra mitad que había permanecido fiel.
Desmoralizados por esta súbita deserción, los jinetes no pasados al campo juarista volvieron grupas y se dispersaron en todas direcciones.
La infantería, al verse tan traidoramente abandonada, perdió sus bríos, y por sus filas corrió la voz de ¡traición! ¡traición! ¡sálvese quien pueda!
Inútiles fueron los esfuerzos de los oficiales para obligar a los soldados a que atacasen al enemigo; estaban ya desmoralizados y no pensaron sino en desbandarse.
El ejército de Miramón había desaparecido, y Ortega quedado vencedor una vez más, si bien gracias a una traición indigna llevada a cabo en el momento mismo en que para él estaba perdida la batalla.
Hemos dicho que don Jaime había tomado con su cuadrilla posición detrás de la caballería del presidente.
Como trescientos hombres pudiesen haber cambiado la faz de la batalla, es indudable que aquellos bravos jinetes habrían hecho tal prodigio; aun en el instante mismo de la derrota combatían con sin igual encarnizamiento contra la caballería juarista lanzada en persecución de los fugitivos.
Al prolongar la lucha don Jaime obedecía a un propósito. Testigo de la indigna traición que ocasionara la pérdida de la batalla, había visto al primer oficial que se pasara al enemigo con sus soldados: dicho oficial era don Melchor de la Cruz, y don Jaime, que le conociera, había jurado apoderarse de él.
La cuadrilla del aventurero no la componían jinetes vulgares, como lo habían probado ya y debían probarlo nuevamente.
En pocas palabras don Jaime hizo comprender su intento a los suyos, los cuales profirieron gritos de rabia y atacaron resueltamente al enemigo, trabándose con tal motivo una lucha titánica de trescientos hombres contra tres mil.
La cuadrilla desapareció por completo como si hubiese sido engullida por aquella formidable mole de adversarios.
Luego los juaristas empezaron a oscilar, se abrieron sus filas, y por el boquete que dejaron pasó la cuadrilla llevando consigo y prisionero a don Melchor.
—¡Al presidente! ¡al presidente! gritó don Jaime echando a escape seguido de todos sus parciales hacia Miramón que en vano trataba de reunir algunos destacamentos.
Los generales del presidente, todos amigos suyos, fieles al juramento que prestaran de morir con él, no le habían abandonado.
La cuadrilla dio una última carga para librar al presidente.
El cual, después de haber dirigido una mirada de desconsuelo al campo de batalla, se decidió por fin a escuchar a sus amigos y a emprender la retirada.
De todo su ejército, apenas si al infortunado general le quedaban mil hombres; los demás estaban muertos, o se habían dispersado o pasado al enemigo.
Los primeros momentos de la retirada fueron terribles; a Miramón le ahogaba la pesadumbre, causada, no por su derrota, que ésta la había previsto, sino por la infame traición de que fuera víctima.
Cuando estuvieron bastante lejos para no temer ser alcanzados por el enemigo, el presidente ordenó hacer alto para dar algún descanso a los caballos, y arrimado a un árbol, con los brazos cruzados encima del pecho y la cabeza caída, guardó un silencio lúgubre, que sus generales, inmóviles a su alrededor, no se atrevían a interrumpir.
D. Jaime avanzó, y deteniéndose a dos pasos del presidente, le dijo:
—General.
Al timbre de aquella voz amiga, Miramón levantó la cabeza y tendiendo la mano al aventurero, murmuró:
—¿Es V.? ¡Ah! ¿por qué me obstiné en no escuchar su consejo?
—Lo hecho, hecho está, general, repuso don Jaime; no hay que hablar más de ello; pero antes de abandonar este sitio, tiene V. que cumplir un deber, hacer un castigo ejemplar.
—¿Qué quiere V. decir? preguntó Miramón con extrañeza.
Los otros generales que se habían acercado estaban no menos sorprendidos que su jefe.
—¿Sabe V. por qué fuimos vencidos? preguntó el aventurero.
—Porque nos traicionaron.
—¿Pero V. conoce al traidor?
—No, respondió Miramón con resentimiento.
—Pues yo sí le conozco, pues me encontraba no lejos de él cuando llevó a cabo su infame proyecto, vigilándole, porque tiempo hacía que me inspiraba sospechas.
—¡Qué me importa si no podemos ya apoderarnos de él!
—Se equivoca V., general, repuso D. Jaime; se lo traigo a V.; fui a buscarle en medio de sus nuevos compañeros, como hubiera ido hasta el infierno para cogerlo.
Al escuchar tales palabras, los jefes y soldados experimentaron un estremecimiento de gozo.
—¡Vive Dios! exclamó Cobos, ese miserable merece ser descuartizado.
—Conduzcan acá a ese hombre y se le juzgará, dijo Miramón con tristeza, pues nada más penoso para él que verse obligado a emplear medidas rigurosas.
—Pronto habremos concluido, profirió el general Negrete; morirá como traidor, fusilado por la espalda.
—No se requiere sino probar su identidad y luego hacerle ejecutar, añadió Cobos.
A una señal de D. Jaime, dos soldados condujeron a D. Melchor, atado codo con codo.
El hermano de doña Dolores de la Cruz, estaba pálido y descompuesto y llevaba el traje desgarrado y manchado de sangre y lodo.
Los oficiales se habían constituido en consejo de guerra bajo la presidencia del general Cobos.
—¿Cómo se llama V.? preguntó éste al reo.
—D. Melchor de la Cruz, respondió en voz sorda el joven.
—¿Confiesa V. haberse pasado al enemigo junto con los soldados que estaban a sus órdenes?
D. Melchor no respondió, pero se estremeció de píes a cabeza.
—Al tribunal le cabe el convencimiento de que este hombre es un traidor, dijo Cobos, ¿qué castigo merece?
—Él de los traidores, respondieron unánimemente los oficiales.
—Que le fusilen, dijo el general Cobos.
El reo fue conducido ante el frente de banderas y puesto de rodillas, y tras él y a seis pasos diez cabos formaron pelotón. Luego Cobos se acercó al que iban a ejecutar, y le dijo:
—Cobarde y traidor, eres indigno de la jerarquía a que te habían elevado; por lo tanto, en nombre de todos nuestros compañeros te declaro degradado y expulso de entre la gente de honor.
Un soldado arrancó entonces a D. Melchor las insignias de su grado y con ellas le cruzó el rostro.
A este insulto, el joven lanzó un rugido de tigre, tendió en torno de sí una mirada despavorida e hizo un movimiento para levantarse.
—¡Fuego! gritó el general Cobos.
Resonó una descarga, el reo dio una horrible voz de agonía y cayó boca abajo, revolcándose entre terribles convulsiones.
—¡Remátenle! dijo el presidente movido a compasión.
—No, repuso Cobos con aspereza; que muera como un perro; cuanto más padezca más completa será nuestra venganza.
Miramón hizo un gesto de disgusto y ordenó que tocasen botasillas.
Los fugitivos anudaron la marcha.
Sólo dos hombres habían permanecido cerca del infeliz, contemplándole como se retorcía a sus pies en medio de los más atroces padecimientos: el general Cobos y D. Jaime.
El cual se inclinó hasta el moribundo, le levantó la cabeza y obligándole a fijar en él su vidriosa mirada, le dijo en voz sorda:
—¡Parricida, traidor hacia tu patria y hacia tus hermanos, éstos son los que hoy se vengan; muere como quien eres y llévese tu alma el diablo; tu cuerpo, privado de sepultura, será pasto de las fieras!
—¡Misericordia! exclamó el desdichado cayendo de espaldas, ¡misericordia!
Una postrer convulsión sacudió el cuerpo del joven, sus crispadas facciones cobraron un aspecto horrible, lanzó un rugido y quedó inmóvil.
D. Jaime le empujó con el pie: estaba muerto.
—¡Uno! murmuró el aventurero subiéndose otra vez a caballo.
—¿Qué dice V.? preguntó Cobos.
—Nada, estaba echando una cuenta, respondió D. Jaime riéndose con zumba.
Cuando Miramón llegó a Méjico, era ya pública la noticia de su derrota.
Entonces ocurrió un hecho singular: el clero y la aristocracia, a quienes Miramón había sostenido y defendido siempre, y la indiferencia y el egoísmo de los cuales sin embargo causaran la ruina y perdición de aquél, ahora deploraban la conducta que habían observado para con el único hombre capaz de salvarles.
Como en aquella hora suprema Miramón hubiese querido hacer un llamamiento a la población, ésta se habría agrupado inmediatamente en torno de él, facilitándole la organización de una vigorosa defensa.
A Miramón ni siquiera se le ocurrió tal pensamiento: disgustado del poder no aspiraba sino bajar de él y retirarse a la vida privada.
Apenas llegado a Méjico, lo que primero hizo el joven presidente fue reunir al cuerpo diplomático extranjero y rogar a los miembros del mismo que interpusieran su influjo para salvar a la ciudad, haciendo cesar un estado de guerra que no tenía ya razón de ser desde el instante que la capital estaba dispuesta a abrir sus puertas a las tropas federales sin disparar un tiro.
Sin pérdida de tiempo fue a entrevistarse con el general Ortega, para alcanzar una capitulación honrosa, una comisión compuesta de los representantes de Francia y España, del general Berriozábal el prisionero de Toluca, y del general Ayestarán, amigo particular de Miramón.
D. Antonio Cacerbar había ensayado unirse a la comisión expresada; y es que, sabedor del triste fin de su amigo Cruz, tenía el presentimiento de que le amagaba una suerte parecida; pero las puertas de la ciudad estaban cuidadosamente vigiladas, y nadie podía salir por ellas sin ir provisto de un pase refrendado por el jefe de plaza. Así pues, D. Antonio no tuvo más remedio que quedarse en la ciudad. Sin embargo, le hizo recobrar un tanto la esperanza una carta, en la cual le dejaban entrever la próxima realización de los proyectos que perseguía hacía tanto tiempo.
Ello no obstante, como D. Antonio Cacerbar era hombre muy precavido por haberle acostumbrado a estar siempre sobre aviso las sombrías maquinaciones a que se entregara durante toda su existencia, al par que permanecía en su casa, como a ello, le invitaban en la carta a que acabamos de hacer referencia, había convocado a ella a una docena de matones de los más desalmados y les había ocultado tras los tapices a fin de estar preparado a todo evento.
Esto sucedía el día mismo del regreso de Miramón a Méjico.
Poco más o menos a las nueve de la noche del mencionado día, D. Antonio estaba en su dormitorio, leyendo, o más bien dicho, ensayando leer, porque su atormentada conciencia no le dejaba la tranquilidad de ánimo necesaria para entregarse a tan inocente distracción, cuando oyó hablar bastante recio en la antesala. Cacerbar se levantó al punto y se encaminó hacia la puerta a fin de indagar la causa de tal ruido, pero no bien iba a abrirla cuando lo hizo otra mano y pareció en el dormitorio el ayuda de cámara de aquél, sirviendo de introductor a muchas personas, nueve en junto, seis hombres enmascarados y embozados en sarapes, y tres damas.
D. Antonio, al ver a los recién llegados experimentó un estremecimiento nervioso, pero rehaciéndose casi instantáneamente, permaneció en pie ante su mesa, probablemente aguardando a que uno de los desconocidos se decidiese a hacer uso de la palabra.
Esto fue lo que, en efecto, sucedió.
—Señor don Antonio, dijo uno de los enmascarados adelantando un paso, aquí le entrego a V. a doña María, duquesa de Tobar, su cuñada, a doña Carmen Tobar, su sobrina, y a doña Dolores de la Cruz.
Al oír estas palabras, pronunciadas con sangrienta ironía, don Antonio se echó atrás, palideció intensamente y en voz en la que se traslucía la emoción, repuso:
—No le entiendo a V.
—¿Conque no me conoce usted, don Horacio? dijo entonces doña María en voz suave; ¿por tal modo me ha desfigurado el dolor que le sea a V. posible negar que yo soy la desventurada esposa del hermano a quien V. asesinó?
—¿Qué significa esta comedia? exclamó don Antonio con arrebato; esta mujer ha perdido el juicio; y V., miserable, que se atreve a chancearse conmigo, váyase con cuidado.
Aquél a quien iban dirigidas estas palabras contestó con una sonrisa de desprecio, y levantando la voz, dijo:
—¿Quiere V. testigos de lo que va a pasar aquí, caballero? ¿Le parece que todavía no somos bastantes para oír lo que va a decirse aquí? Perfectamente: salgan Vds. de sus escondites, señores, y Vds., caballeros, acérquense.
Al mismo tiempo se levantaron los tapices y se abrieron las puertas y unas veinte personas penetraron en el dormitorio.
—¡Ah! ha llamado V. testigos, profirió don Antonio con acento zumbón; pues bien, caiga sobre su cabeza de V. la sangre que aquí va a derramarse.
Y volviéndose hacia los hombres que tras él permanecían inmóviles, les dijo en voz de trueno, al mismo tiempo que se apoderaba de dos revólveres de seis tiros que estaban sobre una mesa situada al alcance de su mano.
—¡Maten Vds. como perros a esos canallas!
Pero nadie se movió.
—¡Quítense todos las máscaras! dijo el personaje que hasta entonces había hablado; ya son inútiles; a ese hombre debemos hablarle a rostro descubierto.
Y arrojando la carátula que le cubría el semblante, sus compañeros le imitaron.
El lector los ha conocido ya: eran don Jaime, Domingo, el conde del Saulay, León Carral, don Diego y el ranchero Loick.
—Ahora, señor, dijo don Jaime, despójese V. de su nombre postizo como nosotros nos hemos despojado de nuestras máscaras. ¿Me conoce usted? soy don Jaime de Vivar, el hermano de su cuñada; veintidós años hace le sigo a V. paso a paso, señor don Horacio de Tobar, espiando todos los de V. y buscando la venganza que Dios me concede al fin, grande y cabal como yo la soñara.
Don Horacio levantó orgullosamente la cabeza, y dirigiendo una mirada de soberano desdén a don Jaime, replicó:
—Y diga V., mi noble cuñado, porque como usted desea renuncio a fingir y consiento en conocerle, ¿qué venganza es esa tan grande y cabal que ha conseguido después de veintidós años? ¿la de obligarme a que yo mismo me dé la muerte? ¡Vaya un provecho! ¿Acaso no está siempre pronto a morir un hombre de mi temple? ¿Qué más puede V.? nada; suponiendo que yo ruede aquí por el suelo, a sus pies, me llevaré conmigo a la tumba el secreto de esa venganza. Secreto que V. ni siquiera sospecha, y cuyos beneficios los reporto yo por completo, porque al morir le legaré una desesperación más profunda que la que en una noche encaneció los cabellos de su hermana.
—Desengáñese V., don Horacio, arguyó don Jaime; esos secretos que V. supone tan ocultos, los conozco todos, y en cuanto a matarle, esta consideración es secundaria en mi plan de venganza; le mataré a V., sí, pero por mano del verdugo, porque ha de saber que morirá V. deshonrado, de muerte infamatoria, en una palabra, de garrote vil.
—¡Mientes, canalla! exclamó don Horacio con rugido de bestia fiera; ¡yo, yo, el duque de Tobar! ¡noble como el rey! ¡yo, perteneciente a una de las más encumbradas y antiguas familias de España! ¡yo morir agarrotado! El odio te trastorna el juicio, estás loco; en Méjico hay un embajador de S. M.
—Sí, replicó don Jaime, pero ese embajador te abandona a todo el rigor de las leyes mejicanas.
—¿Quién, él, mi amigo, mi protector, él que me presentó al presidente Miramón? Esto no es verdad, no puede serlo. Además, soy extranjero y nada tengo que temer de las leyes de esta nación.
—Sí, un extranjero que en Méjico se ha puesto al servicio de un gobierno para venderlo en provecho de otro; la carta que con tanta instancia pedías al coronel don Felipe y que éste no quiso vendértela, me la dio a mí de balde, y las para ti tan comprometedoras cartas que te robaron en Puebla, gracias a don Esteban, a quien no conoces a pesar de ser primo tuyo, en este instante las tiene Juárez. Ya ves pues que por este lado estás irremisiblemente perdido. Por último, tu más precioso secreto, el secreto que tan bien guardado crees, también lo poseo yo: conozco la existencia del hermano gemelo de doña Carmen, y además sé donde está y si quiero puedo hacerle parecer de improviso a tu presencia: mira, aquí está el hombre a quien vendiste tu sobrino, añadió don Jaime designando a Loick, que estaba inmóvil a su lado.
—¡Oh! murmuró el cuñado de doña María, dejándose caer en una butaca y retorciéndose las manos con desesperación, estoy perdido.
—Irremisiblemente perdido, don Horacio, profirió don Jaime con desprecio, pues ni aun la muerte puede salvarte de la deshonra.
—Hable V., por Dios, dijo doña María acercándose a su cuñado; ¿verdad que no me he engañado? ¿que lo que don Jaime me dijo es cierto? en una palabra, ¿que tengo un hijo y que ese hijo es el hermano gemelo de doña Carmen?
—Sí, murmuró don Horacio en voz apagada.
—¡Bendito seas, Dios mío! exclamó doña María con expresión de gozo inefable; pero V. sabe dónde está mi hijo y va a restituírmelo ¿no es verdad? por favor, piense V. que no le he visto nunca y que necesito de sus caricias. ¿Dónde está? dígamelo V.
—¿Dónde está?
—Sí.
—No lo sé, respondió fríamente don Horacio.
La desventurada madre se dejó caer en un asiento y ocultó la cabeza entre las manos.
—¡Ánimo, hermana mía! la dijo don Jaime acercándose a ella.
Por espacio de algunos segundos reinó un silencio fúnebre; en aquel aposento donde se hallaban reunidas tantas personas no se oía más ruido que el de las silbantes respiraciones y el de los ahogados sollozos de doña María y de las dos jóvenes.
—Mí noble cuñado, dijo don Horacio avanzando un paso y en voz firme no exenta de grandeza, hágame V. el favor de rogar a esos caballeros que se retiren a una de las piezas contiguas; deseo hablar a solas con V. y mi cuñada.
—Amigo mío, dijo don Jaime al conde del Saulay, tenga V. la amabilidad de conducir a esas señoritas al salón inmediato.
El conde ofreció la mano a las jóvenes y salió sin proferir palabra, seguido de todos los circunstantes, que a una señal de don Jaime se retiraron silenciosamente.
Únicamente se quedó Domingo, el cual, fijando una mirada de fuego en don Horacio, dijo:
—Como ignoro lo que va a pasar aquí y temo una asechanza, no salgo hasta que expresamente me lo mande don Jaime, pues mi deber es defenderle; hijo adoptivo suyo soy y él es quien me ha educado.
—Puede V. quedarse, señor, profirió don Horacio sonriendo con tristeza, casi pertenece usted a nuestra familia.
—Cuñado, dijo entonces don Jaime, el hijo que V. arrebató a mi hermana, el heredero de los duques de Tobar a quien V. creía perdido, yo lo salvé. Domingo, abraza a tu madre; María, éste es tu hijo.
—¡Madre mía! exclamó el joven arrojándose en brazos de la hermana de don Jaime, ¡madre mía!
—¡Hijo mío! murmuró doña María en voz desfallecida y cayendo sin sentido en brazos del hijo a quien acababa de encontrar.
Fuerte contra el dolor, como todas las naturalezas privilegiadas, el gozo la había vencido.
Domingo levantó a su madre en sus robustos brazos y la colocó en una silla larga; luego, con el ceño fruncido, los ojos preñados de ira y oprimidos los labios, avanzó lentamente hacia don Horacio.
El cual, lleno de terror, con la mirada fija y la frente cubierta de palidez, le veía venir, retrocediendo a compás que el joven iba avanzando, hasta que por fin tocó de espaldas en la pared y se vio obligado a detenerse.
—¡Asesino de mi padre! ¡verdugo de mi madre! exclamó Domingo con acento terrible, infame y canalla, ¡maldito seas!
Ante tal anatema, don Horacio doblegó la cabeza; pero irguiéndose al punto, dijo:
—Dios es justo; mi castigo empieza; yo sabía que mi sobrino vivía; a fuerza de pesquisas había concluido por conocer el paradero de aquel a quien vendí el niño al nacer y que se encubre con el nombre de Loick...
—Sí, repuso don Jaime, y ese Loick a quien la miseria indujera al crimen, arrepentido de su falta me lo devolvió a mí.
—Es cierto, dijo don Horacio con acento entrecortado; ese joven es realmente mi sobrino; tienes las facciones y la voz de mi desventurado hermano.
Don Horacio se cubrió el rostro con las manos; pero rehaciéndose luego, continuó:
—Hermano mío, V. posee casi todas las pruebas de los horribles crímenes que he cometido; y acercándose a un mueble y rompiéndolo, sacó de él un mazo de papeles, que entregó a don Jaime, diciéndole: Aquí tiene V. las que le faltan. Tal vez inconscientemente había ya penetrado en mi corazón el arrepentimiento. Tome V., éste es mi testamento; en él nombro a mí sobrino mi heredero universal, fijando sus derechos de una manera indiscutible; pero no debe ser manchado el apellido de Tobar. Por usted, por su sobrino, cuyo apellido es el mío, no ejecute V. la cruel venganza que ha preparado contra mí; por mi honor, por la honra inmaculada de mis antepasados, le juro que alcanzará V. satisfacción cumplida de los crímenes que cometí y de la amarga existencia a que he condenado a mi cuñada.
Don Jaime y Domingo permanecieron sombríos y silenciosos.
—¿Se negarían Vds. a escucharme? ¿Por ventura no les movería yo a compasión? exclamó don Horacio con ansiedad.
En este momento doña María se levantó de la silla en la que su hijo la colocara, avanzó lenta y automáticamente hacía su cuñado, se interpuso entre éste, su hermano y su hijo, y tendiendo con ademán majestuoso el brazo, dijo en voz impregnada de suavidad inefable:
—Hermano de mi marido, la venganza no pertenece sino a Dios. En nombre de aquél a quien tanto amé y al que su crueldad de V. me arrebató, le perdono los atroces tormentos que me ocasionó y los dolores indecibles a que me condenó por espacio de veintidós años, con todo y ser yo una mujer desventurada e inocente. Le perdono a V., sí, y ojalá Dios le mire a V. con misericordia.
—Es V. una santa, profirió don Horacio cayendo de rodillas; no merezco perdón, lo sé; pero en cuanto dependa de mí y haciendo sacrificio de mi vida, procuraré rescatar los crímenes que cometí.
En pronunciando estas palabras, don Horacio se levantó e hizo ademán de querer besar la mano a doña María; pero ésta retrocedió con gesto de horror.
—Es justo, murmuró con acento triste el despreciado, soy indigno de tocarla a V.
—No, repuso doña María, desde el instante que el arrepentimiento entró en su corazón, no lo es V.
Y tendiendo la dama la mano y volviendo el rostro, don Horacio imprimió en ella un respetuoso beso.
—¿Sólo Vds. van a ser implacables? dijo luego éste con tristeza y dirigiéndose a don Jaime y a Domingo, que permanecían inmóviles.
—Ya no nos queda el derecho de castigar, respondió en voz sorda el aventurero.
Domingo bajó la cabeza guardando un silencio huraño, al ver lo cual doña María se le acercó y le asió suavemente el brazo.
—¿Qué quiere V., madre? preguntó el joven estremeciéndose.
—Yo perdoné a ese hombre, le respondió la buena mujer en voz dulce como una súplica.
—Madre, repuso Domingo con acento de odio implacable, al maldecir yo a ese hombre, mi padre habló por mi boca, y desde el fondo de la ensangrentada tumba donde le tendió ese infame, me dictó la maldición, que quedará impresa en él como estigma indeleble. ¡Ah! Dios va a preguntar a ese asesino lo que al primer fratricida: Caín, ¿qué has hecho de tu hermano Abel?
Al oír estas palabras, pronunciadas con acento terrible, don Horacio cayó desplomado al suelo.
Don Jaime y doña María se habían alejado de él con horror.
Por espacio de largos minutos permaneció don Horacio tendido en el suelo, sin que los circunstantes hiciesen movimiento alguno para socorrerle. Sin embargo, doña María, dando rienda a los impulsos caritativos de su corazón, hizo por fin un movimiento como para acercarse a su cuñado.
—Deténgase V., madre, le dijo el joven; no toque V. a ese infame; su contacto la mancharía.
—¡Le perdoné! repuso en voz débil la dama.
Don Horacio, que poco a poco había ido recobrando los sentidos, se levantó lentamente, con las facciones espantosamente contraídas y llevando impresa en ellas una resolución singular.
—Usted lo exige, dijo volviéndose hacia Domingo; enhorabuena, la reparación será ruidosa.
Y registrando el cajón de una papelera cuya cerradura había abierto valiéndose de una llave que pendiente de una cadenita de oro llevaba al cuello, don Horacio tomó algo que nadie pudo ver, volvió a cerrar el cajón, se encaminó con paso firme hacia la puerta, la abrió de par en par y dijo en voz estridente:
—Entren Vds., caballeros.
En un instante la sala se llenó de gente; únicamente y a una seña de don Jaime, el conde del Saulay y don Esteban se habían quedado en el salón en compañía de doña Dolores y de doña Carmen.
Don Jaime se acercó entonces a su hermana, y ofreciéndole el brazo, dijo:
—Venga V., María, esta escena la está matando; ahora que perdonó V. a ese hombre, debe no permanecer aquí por más tiempo.
Doña María resistió apenas a la invitación de su hermano, el cual la condujo al salón, volvió a entrar inmediatamente y cerró la puerta.
A poco se oyó el rodar de un coche; eran las tres damas que, acompañadas del conde, se volvían a su casa.
Casi a compás resonó choque de armas en el salón.
—¿Qué es eso? preguntó don Horacio con gesto de inquietud.
Se oyó el ruido de pasos de mucha gente, la puerta se abrió de par en par y con estrépito y en el umbral de ella aparecieron multitud de soldados a cuyo frente iba el gobernador de la ciudad, el alcalde mayor y muchos corchetes.
—En nombre de la ley, dijo el gobernador en voz lacónica, es V. mi prisionero, don Antonio Cacerbar; corchetes, apodérense Vds. de este hombre.
—Don Antonio Cacerbar ha dejado de existir, dijo don Jaime interponiéndose con viveza entre los agentes de policía y su cuñado.
—Gracias, profirió éste, gracias por haber salvado la limpieza de mi apellido.
Y volviéndose a los recién llegados, y señalando a Domingo, que permanecía inmóvil, añadió en voz levantada:
—Señores, aquí tienen Vds. al duque de Tobar; yo soy un gran culpado; suplicad a Dios que me perdone.
—Ea, corchetes, exclamó el gobernador, apodérense Vds. de este hombre.
—Vengan por mí, dijo don Horacio llevándose prestamente la mano a la boca.
De improviso el cuñado de doña María palideció, se tambaleó como un borracho y dio consigo en tierra sin proferir un ay. Estaba muerto.
Don Horacio se había envenenado.
—Señores, dijo entonces don Jaime al gobernador y al alcalde mayor, su cometido de ustedes termina ante la muerte del culpado; desde este instante el cadáver de éste pertenece a su familia. Háganme el favor de retirarse.
—Dios perdone a ese desdichado su último crimen, profirió el gobernador; nada nos queda ya que hacer aquí.
Y después de haber saludado ceremoniosamente, el gobernador se salió de la sala y de la casa acompañado de su séquito.
—Señores, dijo entonces don Jaime en voz triste y dirigiéndose a los circunstantes, aterrorizados ante el desenlace singular y rápido de aquella escena, roguemos por el alma de ese gran culpado.
Todos se arrodillaron, excepto Domingo, que permaneció en pie, sombrío y con los ojos ardientemente fijos en el cadáver.
—Domingo, le dijo suavemente su tío, ¿llevas tu odio más allá de la tumba?
—¡Sí! exclamó el joven con acento terrible; ¡sí! ¡maldito sea por los siglos de los siglos!
Los circunstantes se levantaron con espanto; aquel anatema fulminante había helado la oración en sus labios.
Ínterin, los acontecimientos políticos se desenvolvían con rapidez fatal.
La diputación enviada a conferenciar con el general Ortega había regresado a Méjico sin haber conseguido capitulación alguna, y la situación se hacía más crítica por momentos.
En semejantes circunstancias el general Miramón dio pruebas de una abnegación suma: no queriendo comprometer más a la ciudad de Méjico, resolvió abandonarla aquella misma noche.
Entonces se encaminó a las casas consistoriales y propuso al ayuntamiento que nombrase un presidente o un alcalde interino que por sus relaciones anteriores con el partido victorioso estuviese en estado de salvar la ciudad y de mantener en ella el orden.
El ayuntamiento se dirigió en corporación al general Berriozábal, quien aceptó generosamente tan difícil cometido, siendo primer cuidado de éste rogar al cuerpo diplomático extranjero que armase a sus nacionales, para sustituir por ellos a la desorganizada policía y velar por la seguridad de la población.
Miramón, entre tanto, lo disponía todo para su partida; pero no pudiendo llevarse consigo a su mujer y a sus hijos en una huida cuyas peripecias corrían riesgo de ser sangrientas, resolvió confiar aquellos seres, para él tan queridos, a la embajada de España, donde los recibieron con todas las consideraciones debidas a su deplorable situación.
Como hubiese querido, Miramón podía haberse alejado sin tener nada que temer de los partidarios de Juárez, pues naturalmente simpático, si le miraban algunos como adversario político, nadie le odiaba como enemigo personal.
Repetidas veces habían propuesto a Miramón el dejarle huir solo; pero éste, con la delicadeza caballeresca que constituía una de las cualidades más culminantes de su carácter, se negó aceptar tales proposiciones, no queriendo como no quería abandonar en el último momento a ciertas personas que en pro de él combatieran y se habían comprometido por su causa, al odio implacable de sus enemigos, sentimiento noble, conducta generosa que sus adversarios mismos no pudieron menos de admirar.
Don Jaime pasó parte del día al lado del general, esforzándose en consolarle y ayudándole a reunir en torno de él los dispersados restos, no diremos de su ejército, pues éste había dejado de existir, sino de los diferentes cuerpos que aún estaban indecisos respecto de la causa a cuyo favor se inclinarían.
El conde del Saulay y el duque de Tobar, que así llamaremos a Domingo desde este instante, después de haber pasado la noche en compañía de las damas y hablado con ellas de los singulares acontecimientos del precedente día, se habían despedido de ellas, algo inquietos por la prolongada ausencia de don Jaime, a causa de la confusión que en aquellos momentos reinaba en la ciudad; pero no bien acababan de entrar en su casa y se disponían a entregarse al descanso, cuando Raimbaut, el criado del conde, les anunció a López, el cual se presentó poco después armado de punta en blanco.
—¡Caramba! dijo el duque al verle, vaya un arsenal trae V. consigo, amigo López.
—¿Tiene V. que comunicarnos algo? preguntó el conde.
—Nada más que esto; Dos y uno hacen tres.
—¡Vive Dios! exclamaron a una los dos jóvenes levantándose espontáneamente. ¿Qué hay que hacer?
—Armarse Vds. y sus criados, dar orden de que ensillen los caballos y aguardar.
—¿Así pues ocurren novedades? preguntó el duque.
—Lo ignoro, señor, mi amo se lo dirá a V.
—¿Va a venir?
—Antes de una hora estará presente; me dio orden de que me quedase aquí con Vds.
—Pues aprovéchela para descansar, dijo el conde; nosotros vamos a prepararnos.
Cuando, a las once de la noche, llegó don Jaime, éste encontró ya a sus amigos completamente preparados y armados.
—Partiremos, dijo don Jaime.
—Cuando V. quiera, profirió Luis del Saulay.
—¿Vamos lejos? preguntó el duque.
—Me parece que no, respondió don Jaime; pero tal vez tengan que hablar las armas.
—Mejor, dijeron los dos jóvenes.
—Todavía podemos disponer de media hora, tiempo más que sobrado para que les explique a Vds. lo que pienso hacer, profirió don Jaime. Ya saben Vds. cuan sincera es la amistad que me une al general Miramón.
—Nos consta.
—Pues vean Vds. lo que ocurre: el general ha reunido unos mil quinientos hombres, con cuya escolta imagina llegar con seguridad a Veracruz, donde piensa embarcarse. A la una de esta madrugada se pone en marcha.
—¿A tal extremo han llegado ya las cosas? preguntó el conde.
—Todo ha concluido, respondió don Jaime; Méjico se ha rendido a los juaristas.
—En fin, que se arreglen como puedan; esto no nos atañe.
—Hasta ahora, dijo el duque, no veo qué papel nos toca desempeñar en este drama.
—Voy a decírselo a Vds., repuso don Jaime. Miramón cree poder contar con los mil quinientos hombres que componen su escolta; pero yo estoy persuadido de lo contrario. Los soldados le quieren, es cierto, pero detestan a ciertos personajes que parten con él; y como me consta que se han hecho proposiciones a las tropas para que éstas los entreguen, temo que se dejen convencer y que por la misma causa Miramón caiga prisionero.
—Que es lo que probablemente sucederá, dijo el conde moviendo la cabeza.
—Pues ahí lo que yo quiero evitar, dijo don Jaime con energía, y para ello cuento con ustedes.
—Hace V. bien, profirió Luis.
—No podía V. elegir con más acierto, añadió el duque.
—Perfectamente, continuó don Jaime; de este modo Vds., yo, López, León Carral y los dos criados formamos un efectivo de siete hombres decididos, con quienes será menester contar en el caso de que las circunstancias se presenten desfavorables; demás, la calidad de extranjeros que les ampara a Vds. y el cuidado que han puesto en vivir retirados, nos permitirán coronar nuestra obra, ocultando al general en esta casa.
—Donde estará en completa seguridad, dijo el conde.
—Por otra parte cuanto acabo de manifestarles a Vds. es todavía muy inseguro; las circunstancias nos servirán de guía. Tal vez la escolta permanezca fiel al general; entonces, como nuestro concurso no le servirá de nada, nos retiraremos después de haberle acompañado hasta bastante distancia de la ciudad.
—A la buena de Dios, dijo Luis del Saulay; Miramón asume algo de grande y caballeresco que me ha seducido, y no sentiría que se me presentara coyuntura de serle útil.
—Ahora que nos hemos puesto de acuerdo, profirió el duque, podríamos partir; ardo en deseos de encontrarme al lado de ese valiente general; pero dígame usted, supongo que ante todo ha vigilado por la seguridad de mi madre.
—Nada temas, sobrino, respondió don Jaime; a mi ruego el embajador de España ha colocado una guardia de comerciantes de nuestra nación en la misma casa donde ella mora; tu madre, Carmen ni Dolores tienen qué temer. Por otra parte Esteban está con ellas, y gracias al aprecio en que a éste le tiene Juárez, basta su sola presencia para protegerlas eficazmente.
—Entonces adelante, dijeron los jóvenes levantándose, embozándose en sus capas y armándose.
—Partamos, dijo don Jaime.
Los criados, que estaban ya en su sitio, se unieron a sus amos, y juntos se salieron los siete de la casa, jinetes en sendos caballos, y se encaminaron a la plaza Mayor donde se iban reuniendo las tropas.
Las casas estaban iluminadas y por las calles circulaba una multitud inmensa; pero en la ciudad reinaba la mayor tranquilidad, gracias a las fuertes patrullas compuestas de franceses, ingleses y españoles que la recorrían en todas direcciones y vigilaban con la más generosa abnegación para el mantenimiento del orden durante el intervalo de anarquía que siempre separa la caída de un gobierno de la instalación del que le sustituye.
La plaza Mayor estaba muy animada; los soldados fraternizaban con el pueblo, hablando y riendo como si lo que en tal momento pasaba fuese lo más natural del mundo.
El general Miramón rodeado de un grupo bastante numeroso de oficiales que habían permanecido fieles a su causa, o que demasiado comprometidos para esperar que el vencedor les concediese buenas condiciones, preferían acompañarle en su fuga a quedarse en la ciudad, fingía una tranquilidad y un buen humor que estaba muy lejos de sentir; hablaba con notable soltura, defendiendo sin acritud los actos de su gobierno y despidiéndose, sin dirigir reproche ni recriminación, de aquéllos que por egoísmo le habían abandonado y ocasionado su caída.
—¡Ah! profirió Miramón al divisar a don Jaime y encaminándose hacia él, ¿conque se viene V. decididamente conmigo? Temí que mudase V. de consejo.
—Está V. muy amable, dijo don Jaime riéndose.
—No tome V. a mal mis palabras, repuso el general.
—La prueba de que le acompaño a V. es que le traigo dos amigos que a toda costa quieren seguirle.
—Gracias mil, profirió Miramón; dichoso el hombre que al caer de tan alto puede contar con amigos que le suavicen la caída.
—De esto no puede V. quejarse, general, dijo el conde haciendo una profunda reverencia, porque amigos no le faltan.
—En efecto, murmuró Miramón tendiendo una triste mirada a su alrededor, todavía no me encuentro solo.
Por espacio de algún tiempo la conversación continuó rodando sobre este tema, hasta que dio la una en el Sagrario.
—Partamos, señores, dijo Miramón levantándose y en voz firme, ha llegado la hora de salir de la ciudad.
—Que toquen marcha, gritó un oficial.
Las cornetas dieron la señal, los soldados se subieron a caballo y formaron filas, y la multitud se refugió en los portales.
Luego se restableció la calma como por encanto y sobre aquella plaza inmensa llena de una compacta muchedumbre y materialmente empedrada de cabezas, se cernió un silencio de muerte.
Miramón estaba erguido y firme en su caballo, en medio de sus tropas; don Jaime y sus compañeros habían tomado sitio entre el estado mayor que rodeaba al general.
Después de un momento de perplejidad, el presidente dirigió una triste y postrer mirada al sombrío y silencioso palacio presidencial, en él que no brillaba luz alguna, y luego dio en voz potente la orden de marcha.
Las tropas se pusieron en movimiento, y a compás y de todas partes partieron gritos de ¡viva Miramón!
—Ya me echan de menos, dijo éste inclinándose hasta el oído de don Jaime, y eso que aún no he partido.
Las tropas atravesaron lentamente la ciudad, seguidas de la multitud, que al rendir este último tributo al presidente caído, parecía como si quisiese demostrarle la estimación en que le tenía personalmente.
Por fin a las dos de la madrugada se encontraron los expedicionarios en campo raso, y pronto la ciudad no apareció sino como un punto luminoso en el horizonte.
Las tropas marchaban tristes y silenciosas, y buen rato hacía que emprendieran la caminata, cuando prontamente pareció que en las filas reinase una agitación sorda.
—¡Alerta! algo se prepara, dijo don Jaime en voz queda a sus amigos.
A no tardar la agitación fue en aumento, y en la vanguardia se oyeron algunos gritos.
—¿Qué ocurre? preguntó Miramón.
—Los soldados se sublevan, le respondió don Jaime sin ambages.
—No puede ser, exclamó el general.
Al mismo instante reventó una de gritos y silbidos, entre los que sobresalían estas voces:
—¡Viva Juárez! ¡El hacha! ¡el hacha!
El hacha en Méjico es el símbolo de la federación, y aclamarla es sublevarse, o más bien dicho pronunciarse.
El grito ¡el hacha! recorrió con rapidez todas las filas, hasta hacerse unánime, y pronto llegaron al colmo la confusión y el desorden.
Los partidarios de Juárez, confundidos con los soldados, proferían amenazas de muerte contra los enemigos a quienes no querían dejar escapar, y desenvainando los sables y afianzando las lanzas en el ristre se hizo inminente un conflicto.
—Es preciso huir, general, dijo don Jaime a Miramón.
—¡Nunca! respondió éste; moriré con mis amigos.
—Va V. a perecer asesinado sin lograr salvarse; por otra parte, vea V., ellos mismos le abandonan.
Era cierto, los amigos del presidente se habían desbandado y huían en todas direcciones.
—¿Qué hacer? preguntó Miramón.
—Abrirnos paso, respondió don Jaime.
Y sin dar al presidente lugar a la reflexión.
—¡Adelante! gritó en voz de trueno a los suyos.
Al mismo tiempo los sublevados se revolvían, con las lanzas en el ristre, contra el exiguo grupo en el centro del cual estaba Miramón.
Por espacio de algunos segundos la lucha fue espantosa: don Jaime y sus amigos, bien montados y sobre todo bien armados, consiguieron por último abrirse paso conduciendo al general en medio de ellos.
Entonces empezó una carrera vertiginosa.
—¿A dónde vamos? preguntó el presidente.
—A Méjico, respondió don Jaime; es el único sitio donde no pensarán en buscarle a V.
Una hora después penetraban de nuevo en la ciudad, confundidos con los soldados desbandados que proferían ensordecedores vivas a Juárez y gritando ellos solos más que todos los que les rodeaban.
Ya en la ciudad, Miramón y don Jaime se separaron de sus amigos, pues la prudencia exigía que los fugitivos se retirasen a sus casas uno a uno.
A las cuatro de la madrugada estaban todos reunidos y en seguridad.
Las tropas de Juárez entraron en Méjico sólo algunas horas antes de lo que hiciese el general Ortega.
Gracias a las disposiciones tomadas de con concierto entre el general Berriozábal y los residentes extranjeros, el cambio de gobierno se había operado casi sin conmoción: al día siguiente Méjico parecía tan tranquilo como si en su seno no hubiese ocurrido nada.
Sin embargo, don Jaime no tenía confianza alguna en aquella calma aparente; temía que de permanecer Miramón algunos días en la ciudad no acabase por ser conocida su presencia en ella. Así es que buscaba ocasión propicia para hacerle evadir, y ya empezaba a desesperar de conseguirlo, cuando el acaso le ofreció una, en la que estaba por cierto muy distante de contar.
Habían transcurrido muchos días; la revolución estaba hecha y todo caminaba por su cauce ordinario, cuando por fin Juárez llegó de Veracruz e hizo su entrada en la capital.
Lo primero que, conforme previera Miramón, hizo el nuevo presidente, fue dar una orden de expulsión contra el embajador de España, el legado pontificio y los representantes de Guatemala y del Ecuador.
La ocasión que don Jaime buscaba tanto tiempo hacia, se le presentaba por fin.
Miramón partiría no con el embajador de España, sino con el representante de Guatemala.
Y así sucedió.
La partida de los diplomáticos expulsados se efectuó el mismo día: eran éstos el embajador de España, el legado pontificio, el representante de Guatemala y el del Ecuador; además, el arzobispo de Méjico y cinco obispos mejicanos que componían todo el episcopado de la confederación y habían sido desterrados, se aprovecharon de la escolta del embajador para abandonar la capital.
Miramón, la esposa y los hijos del cual habían partido hacía ya algunos días, seguía, vestido con un disfraz que le hacía de todo punto desconocido, al representante de Guatemala.
En cuanto a Luis del Saulay y al duque de Tobar, tomaron el camino de Veracruz escoltando a doña María y a las dos jóvenes.
Don Jaime, que no quiso abandonar a su amigo, viajaba con éste en compañía de López.
Únicamente don Esteban se había quedado en la capital.
Dos días después el Velasco de la marina de guerra española, hacía rumbo a la Habana, llevando a bordo todos nuestros personajes.
El 15 de enero de 1863 se efectuaron dos bodas en la hermosa capital de la isla de Cuba: la del conde del Saulay con doña Carmen de Tobar, y la del duque de este título con doña Dolores de la Cruz, siendo testigos el embajador de España en Méjico, el general Miramón, el comandante del Velasco y el ex-representante de Guatemala, y oficiante el legado del papa.
Traducción de Luis CALVO.
I. | Complicaciones. | |
II. | La sorpresa. | |
III. | Los prisioneros. | |
IV. | Don Diego. | |
V. | La cena. | |
VI. | Revelación. | |
VII. | El vengador. | |
VIII. | Horas de sol. | |
IX. | Un hombre de bien. | |
X. | Amor. | |
XI. | Sorpresa. | |
XII. | La salida. | |
XIII. | Triunfo. | |
XIV. | El Palo Quemado. | |
XV. | Saldo de cuentas. | |
XVI. | Resolución suprema. | |
XVII. | Jesús Domínguez. | |
XVIII. | Principio del fin. | |
XIX. | Golpe de gracia. | |
XX. | Cara a cara. | |
XXI. | Epílogo. El hacha. |